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Tyler me consigue un trabajo de camarero, después me mete una pistola en la boca y me dice que para alcanzar la vida eterna primero tienes que morirte. Sin embargo, durante mucho tiempo Tyler y yo fuimos muy buenos amigos. La gente siempre me pregunta si conocía bien a Tyler Durden.
El cañón de la pistola me oprime el fondo de la garganta, y Tyler dice:
—En realidad, no moriremos.
Descubro con la lengua los agujeros del silenciador que taladramos en el cañón de la pistola. La mayor parte del ruido que hace un disparo se debe a la expansión de los gases y al pequeño estallido sónico que provoca la bala al salir tan rápida. Para fabricar un silenciador hay que taladrar agujeros, un montón de agujeros, en el cañón del arma. De esta forma se logra una descompresión que hace que la velocidad de la bala sea menor que la del sonido.
Si taladras mal los agujeros, la pistola te volará la mano.
—En realidad, esto no es la muerte —dice Tyler—. Seremos una leyenda; no envejeceremos.
Desplazo el cañón con la lengua hacia la mejilla y digo:
—Tyler, estás pensando en vampiros.
El edificio donde nos encontramos dejará de existir en diez minutos. Coge un concentrado con un noventa y ocho por ciento de ácido nítrico gaseoso y añádele el triple de ácido sulfúrico. Prepáralo en una bañera con agua helada. Luego, échale glicerina con un cuentagotas. Ya tienes nitroglicerina.
Lo sé porque Tyler lo sabe.
Mezcla la nitroglicerina con serrín y obtendrás un bonito explosivo plástico. Mucha gente mezcla la nitroglicerina con algodón y añade sales Epsom como sulfato. Así también funciona. Otros emplean parafina mezclada con nitroglicerina. A mí la parafina jamás me ha funcionado.
Total, que Tyler y yo estamos en lo alto del edificio Parker-Morris con la pistola incrustada en mi boca, y oímos un ruido de cristales rotos. Asómate al borde. El día está nublado incluso a esta altura. Éste es el edificio más alto del mundo y a esta altura el viento es siempre frío. Hay tanta tranquilidad a esta altura que crees ser uno de aquellos monos astronautas. Cumples pequeñas tareas para las cuales has sido preparado.
Tirar de una palanca.
Apretar un botón.
No entiendes nada y, sencillamente, te mueres.
Desde una altura de ciento noventa y un pisos te asomas al borde del tejado y la calle allá abajo parece una alfombra moteada de gente que, de pie, mira hacia arriba. Los cristales rotos son de una ventana justo debajo de nosotros. Estalla una ventana en una cara del edificio y aparece un archivador negro tan grande como una nevera. Justo debajo de nosotros, un archivador de seis cuerpos cae por la fachada cortada a pico del edificio, y mientras cae va girando despacio, cae haciéndose más pequeño hasta que desaparece entre la multitud congregada abajo.
En algún lugar de los ciento noventa y un pisos, los monos astronautas de la Comisión de Daños del Proyecto Estragos se han descontrolado y están destruyendo todo vestigio de la historia.
Aquel viejo refrán de «siempre se mata lo que más se quiere», bueno, mira, funciona en ambas direcciones.
Con una pistola incrustada en la boca y el cañón entre los dientes sólo conseguirás farfullar algunas vocales.
Sólo nos quedan diez minutos.
A continuación, por un lado del edificio, va apareciendo, centímetro a centímetro, una mesa de madera oscura, que, empujada por la Comisión de Daños, se tambalea, se inclina y, tras darse la vuelta, se precipita al vacío hasta que se pierde en la multitud como si se tratara de un extraño objeto volador.
Dentro de nueve minutos el edificio Parker-Morris ya no estará aquí. Si llevas suficiente gelatina para detonaciones controladas y la colocas en los cimientos de una construcción, conseguirás echar abajo cualquier edificio del mundo. Tiene que estar bien afirmada y cubierta con sacos terreros para que la explosión incida sobre los pilares y no se expanda por el sótano del garaje que los rodea.
Los libros de historia no ofrecen este tipo de instrucciones. Hay tres formas de obtener napalm: la primera mezclando a partes iguales gasolina y concentrado de zumo de naranja congelado; la segunda, mezclando a partes iguales gasolina y Coca-Cola light; y la tercera, disolviendo en gasolina inmundicias de gato desmenuzadas hasta que la mezcla adquiera una consistencia sólida.
Pregúntame cómo se fabrica gas nervioso. ¡Ah, y no digamos todos esos demenciales coches bomba!
Nueve minutos.
Los ciento noventa y un pisos del edificio Parker-Morris caerán con la lentitud de un árbol que se desploma en el bosque. ¡Tronco va! Puedes echar abajo cualquier cosa; es fantástico pensar que el lugar donde estamos será sólo un punto en el cielo.
Tyler y yo estamos en el borde del tejado. Tengo la pistola metida en la boca y me pregunto si el arma estará limpia.
Mientras contemplamos cómo se precipita edificio abajo otro archivador, aquí nos olvidamos del suicidio-asesinato de Tyler. Los cajones se abren en el aire, soltando resmas de papel blanco, que, atrapadas por la corriente ascendente, son arrebatadas por el viento.
Ocho minutos.
Después, el humo; por las ventanas rotas empieza a salir el humo. El equipo de demolición activará la carga primaria dentro de, quizás, ocho minutos. La carga primaria provocará la explosión de la carga base; los cimientos se desmoronarán y la serie fotográfica del edificio Parker-Morris pasará a los libros de historia.
La serie de cinco fotografías sucesivas: en la primera, el edificio está en pie; en la segunda, adopta un ángulo de ochenta grados; en la siguiente, uno de setenta; en la cuarta, cuando el armazón comienza a ceder y la torre describe un ligero arco, el edificio presenta un ángulo de cuarenta y cinco grados; en la última instantánea, la torre, con sus ciento noventa y un pisos, se precipita sobre el museo nacional, que es el verdadero objetivo de Tyler.
—Ahora éste es nuestro mundo —dice Tyler—: los antepasados están muertos.
Si supiera cómo va a terminar todo esto, estaría bien contento de estar ya muerto y en el cielo.
Siete minutos.
En la cima del edificio Parker-Morris con la pistola de Tyler en la boca, mientras archivadores, despachos y ordenadores caen como meteoros sobre la multitud que rodea el edificio, y el humo sale formando columnas por las ventanas rotas y en la calle, a tres bloques de distancia, el equipo de demolición mira el reloj. Sé que todo esto —la pistola, la anarquía y la explosión— es por Marla Singer.
Seis minutos.
Se trata de una especie de triángulo amoroso: yo quiero a Tyler, Tyler quiere a Marla, Marla me quiere a mí.
Yo no quiero a Marla, y Tyler no me quiere aquí, ya no. Se trata de una cuestión de cariño más que de amor, de propiedad más que de posesión.
Sin Marla, Tyler no tendría nada.
Cinco minutos.
Tal vez nos convirtamos en leyenda, tal vez no. «No», digo, pero aun así, espera.
¿Qué sería de Jesús si nadie hubiera escrito los Evangelios?
Cuatro minutos.
Desplazo con la lengua la pistola hacia la mejilla y digo:
—Tyler, ¿quieres ser una leyenda? Vale, tío, yo te convertiré en leyenda. He estado aquí desde el principio.
Lo recuerdo todo.
Tres minutos.
Dos
Los brazos descomunales de Bob me abrazaban y sepultaban bajo su mole; me apretujaban y mantenían en total oscuridad entre unas tetas flamantes y sudorosas que pendían tan gigantescas como concebimos la grandeza de Dios. Todas las noches nos encontrábamos en el sótano de la iglesia, que estaba atestado de hombres: éste es Art, éste es Paul, éste es Bob. Las anchas espaldas de Bob me hacían pensar en el horizonte. Su cabello, rubio y espeso, era como el que consigues cuando el fijador se vende como «espuma de moldear»: un pelo espesísimo, muy rubio y con la raya extremadamente recta.
Sus brazos me envolvían, y con las palmas de las manos me apretaba la cabeza contra sus flamantes tetas, que se erguían sobre el barril de su tórax.
—Todo irá bien —dice Bob—; ahora llora.
Desde las rodillas hasta la frente, siento las reacciones químicas de la digestión de Bob y el oxígeno dentro de su cuerpo.
—A lo mejor lo detectaron a tiempo —dice Bob—. Tal vez se trate sólo de un seminoma. Con un seminoma casi tienes una tasa de supervivencia del cien por cien.
Los hombros de Bob se yerguen en una honda inspiración, luego se encogen más y más estremeciéndose entre sollozos. Se yerguen. Se encogen, encogen y encogen.
Hace dos años que vengo aquí todas las semanas, y Bob siempre me rodea con sus brazos y lloro.
—Llora —me dice Bob mientras inhala aire y solloza una y otra vez—. No dejes de llorar.
Su ancho y húmedo rostro descansa sobre mi cabeza y me siento perdido entre sus brazos. Ahora debería llorar. Es lo más apropiado en esta oscuridad asfixiante, oculto por el cuerpo de otra persona y consciente de que todo cuanto sea capaz de conseguir se convertirá en basura.
Cualquier cosa de la que puedas estar orgulloso acabará en el cubo de la basura.
Me siento perdido entre sus brazos.
En casi una semana es lo más cerca que he estado de quedarme dormido.
Así conocí a Marla Singer.
Bob llora porque hace seis meses le extirparon los testículos. Luego, lo sometieron a una terapia hormonal de apoyo. Bob tiene tetas porque su nivel de testosterona es demasiado alto. Si elevas el nivel de testosterona más de la cuenta, el cuerpo aumenta la producción de estrógenos para compensarlo.
Ahora es cuando debería llorar porque, justo en este instante, la vida se reduce a nada, o peor aún, cae en el olvido.
Si tomas demasiados estrógenos, te salen tetas de perra.
Es fácil llorar cuando te das cuenta de que las personas a las que quieres acabarán por rechazarte o morirse. En un plazo suficientemente largo, la tasa de supervivencia de cualquier persona se reducirá a cero.
Bob me quiere porque piensa que a mí también me han extirpado los testículos.
A nuestro alrededor, en el sótano de la Trinidad Episcopal, con sus sofás a cuadros comprados en almacenes baratos, puede que haya unos veinte hombres y sólo una mujer; todos abrazados por parejas y la mayoría llorando. Algunas parejas se inclinan hacia delante con las cabezas juntas, oreja contra oreja, como atletas de lucha libre fundiéndose en un abrazo. El hombre emparejado con la única mujer apoya los codos en los hombros de ella, un codo a cada lado de la cabeza que sostiene entre las manos, y llora con el rostro oculto en su cuello. La mujer vuelve la cara a un lado y se lleva un cigarrillo a la boca.
Atisbo por debajo de la axila de Bob el grandullón.
—Nunca en mi vida —gime Bob— he sabido por qué hago las cosas.
La única mujer presente en Aún Hombres Unidos, el grupo de apoyo para los enfermos con cáncer de testículos, fuma un cigarrillo a pesar de cargar con un extraño, y sus ojos se encuentran con los míos.
Farsante.
Farsante.
Farsante.
Su cabello es de color negro mate; los ojos, grandes como los de los dibujos animados japoneses; lleva puesto un vestido estampado que parece papel pintado de rosas oscuras y está tan delgada como la leche desnatada y macilenta como la mantequilla. Esta mujer también estuvo el viernes por la noche en mi grupo de apoyo a los tuberculosos y el miércoles por la noche participó en la mesa redonda sobre melanomas. El lunes por la noche fue a ver a mi grupo de rap de los Creyentes Firmes con Leucemia. La raya del pelo en mitad de la cabeza parece un rayo blanco y encrespado en el cuero cabelludo.
Cuando buscas este tipo de grupos de apoyo, todos tienen nombres optimistas y poco definidos. Mi grupo de los jueves por la tarde contra los parásitos sanguíneos se llama Limpios y Libres.
El grupo de enfermos con parásitos cerebrales al que voy se llama Arriba y Más Allá.
Esa mujer está, una vez más, aquí, la tarde del sábado, durante la sesión de Aún Hombres Unidos en el sótano de la Trinidad Episcopal.
Y lo que es peor, no puedo llorar cuando me mira.
Éste debería ser mi momento preferido, abrazado a Bob y llorando con desesperación. Siempre nos entregamos a fondo. Éste es el único lugar donde realmente me relajo y me abandono.
Éstas son mis vacaciones. Acudí por primera vez a un grupo de apoyo hace dos años, después de haber vuelto al médico por culpa del insomnio.
Llevaba tres semanas sin poder dormir. Cuando te pasas tres semanas sin dormir todo se convierte en una experiencia extracorporal. El médico me dijo: «El insomnio es sólo un síntoma de algo más profundo. Descubra cuál es el problema. Escuche a su cuerpo».
Yo sólo quería dormir. Quería pequeñas cápsulas azules de doscientos miligramos de Amital Sodio. Quería píldoras azules y rojas de Tuinal, y pastillas de Seconal de color rojo carmín.
El médico me dijo que si mascaba raíces de valeriana y hacía más ejercicio, al final, conseguiría dormir.
Tanto se ha hundido el fruto viejo y magullado de mi rostro, que pensarías que estoy muerto.
El médico me dijo que si quería ver dolor auténtico, pasara por la Primera Eucaristía el martes por la noche. Vea a los pacientes con parásitos cerebrales. Vea las enfermedades óseas degenerativas. Los trastornos cerebrales orgánicos. Vea cómo sobreviven los enfermos con cáncer.
Así que fui.
En el primer grupo al que acudí hubo presentaciones: Alice, Brenda, Dover. Todo el mundo sonríe como si les estuvieran apuntando a la cabeza con una pistola invisible.
Jamás doy mi nombre verdadero en los grupos de apoyo.
He aquí el esqueleto minúsculo de una mujer llamada Cloe cuyo trasero sin relieve deja los pantalones colgando, vacíos y tristes. Cloe me cuenta que lo peor de sus parásitos cerebrales era que nadie se quería acostar con ella. Allí estaba, tan próxima a la muerte que le habían liquidado la póliza del seguro de vida con setenta y cinco mil pavos y, en realidad, lo único que Cloe deseaba era echar un último polvo. Nada de intimidades, sólo sexo.
¿Qué puede decirle ningún tío? Bueno, ¿qué se le puede decir?
Todo el proceso había comenzado cuando Cloe empezó a sentirse un poco cansada. Ahora Cloe estaba demasiado aburrida para seguir un tratamiento. Películas pornográficas, tenía películas pornográficas en su apartamento.
Durante la Revolución francesa, me contó Cloe, las mujeres encarceladas —duquesas, baronesas, marquesas o lo que fueran— se tiraban a cualquier hombre que quisiera montarlas. Notaba la respiración de Cloe en mi cuello. Follar era una manera de matar el tiempo.
Los franceses lo llamaban la petite mort.
Si estaba interesado, Cloe tenía películas pornográficas. Nitrato de amilo. Lubricantes.
En tiempos normales, ya estaría disfrutando de una erección. Sin embargo, Cloe es un esqueleto hundido en cera amarilla.
Con el aspecto que tiene Cloe, no soy nada. Incluso menos que nada. Aun así, los hombros de Cloe se clavan en los míos cuando nos sentamos formando un círculo sobre la alfombra de tripe. Cerramos los ojos. Era el turno de Cloe para dirigir la meditación guiada, y su voz nos introdujo en el jardín de la serenidad. Cloe nos hizo remontar la colina del palacio de las siete puertas. Dentro del palacio estaban las siete puertas: la verde, la amarilla, la naranja, y Cloe nos hizo pasar y abrió con sus palabras cada una de ellas —la puerta azul, la roja, la blanca— descubriéndonos lo que allí había.
Con los ojos cerrados, imaginábamos que nuestro dolor era como una bola de luz blanca que todo lo curaba, que flotaba alrededor de los pies y subía por las rodillas, la cintura y el pecho. Nuestros chakras se abrían. El chakra del corazón. El chakra de la cabeza. Con sus palabras Cloe nos introdujo en cuevas donde nos encontramos con el animal que era nuestro guía. El mío era un pingüino.
El hielo cubría el suelo de la cueva y el pingüino dijo: «Deslizaos». Sin esfuerzo alguno nos deslizamos por túneles y galerías.
Entonces llegó el momento de abrazarnos.
Abrid los ojos.
Cloe explicó que el contacto físico era terapéutico. Todos debíamos escoger a un compañero. Cloe me echó los brazos al cuello y se puso a llorar. En casa llevaba ropa interior sin tirantes y lloraba. Cloe tenía aceites y esposas y lloraba mientras yo veía el segundero del reloj dar la vuelta a la esfera once veces.
Así que no lloré durante la primera visita a un grupo de apoyo, hace dos años. Tampoco lloré en mi segunda y tercera visita. No lloré en las sesiones de parásitos sanguíneos, ni en las de cáncer intestinal o demencia encefálica orgánica.
Es lo que ocurre en los casos de insomnio. Todo es muy lejano: la copia de una copia de una copia. El insomnio te distancia de todo; no puedes tocar nada y nada puede tocarte.
Entonces apareció Bob. La primera vez que fui a una sesión de cáncer de testículos, Bob, el gran oso, aquel pedazo de pan, se plantó ante mí durante la sesión de Aún Hombres Unidos y se echó a llorar. El gran oso cruzó la habitación para refugiarse en mí en el momento de abrazarse, con los brazos colgando a los lados, los hombros caídos. Su gran mentón apoyado en el pecho y los ojos ya inundados de lágrimas. Arrastrando los pies y dando pasos imperceptibles con las rodillas juntas, Bob se deslizó por el suelo del sótano y se arrojó en mis brazos.
Bob aterrizó literalmente sobre mí.
Los brazos de Bob me envolvieron.
Bob el grandullón te exprimía, decía él. Todos aquellos días tomando ensaladas de Dianabol y luego consumiendo esteroides Wistrol como para caballos de carreras. Tenía un gimnasio propio, Bob el grandullón tenía un gimnasio. Se había casado tres veces. Había promocionado diversos productos y lo había visto alguna vez por televisión. El programa de ensanchamiento pectoral era prácticamente invención suya.
Las personas desconocidas y que muestran tal honradez hacen que me eche a temblar como un flan... ya sabéis lo que quiero decir.
Bob no lo sabía. Quizá sólo uno de sus huevos había sufrido un prolapso, y él sabía que era un factor de riesgo. Bob me contó lo de la terapia hormonal postoperatoria.
A muchos culturistas que se inyectan demasiada testosterona les crecen lo que ellos llaman tetas de perra.
Tuve que preguntarle a Bob qué eran huevos.
Huevos, dijo Bob. Gónadas. Testículos. Cojones. Pelotas. En México, donde se compran los esteroides, los llaman huevos.
Divorcio, divorcio, divorcio, dijo Bob y me mostró una foto que llevaba en la cartera en la que se veía su enorme cuerpo desnudo, posando con un tanga en un concurso de culturismo. Es una forma estúpida de vivir, dijo Bob, pero cuando te encuentras en el escenario, inmenso y depilado, tras haber perdido grasa hasta llegar en torno al dos por ciento, cuando los diuréticos te han dejado frío y duro al tacto como el cemento, te ves cegado por las luces y sordo por el ruido del sistema de sonido, y el juez te ordena:
—Extienda el cuadríceps derecho, flexiónelo y mantenga la postura.
«Extienda el brazo izquierdo, flexione el bíceps y mantenga la postura.
Es mejor que la vida real.
También es el camino más rápido para contraer un cáncer, dijo Bob. Más tarde, se arruinó. Tenía dos hijos ya crecidos que nunca le devolvían las llamadas.
La curación de las tetas de perra consistía, según el médico, en hacer un corte bajo los pectorales y drenar el líquido.
Esto es todo lo que recuerdo, porque entonces los brazos de Bob ya me rodeaban y su cabeza se cernía sobre mí, cubriéndome totalmente. Luego me perdí en el olvido, oscuro, silencioso y completo, y cuando por fin me separé unos pasos de su blando pecho, la camiseta de Bob tenía estampado mi rostro lloroso como si se tratara de una máscara húmeda.
Eso fue hace dos años, durante mi primera noche en la sesión de Aún Hombres Unidos.
Desde entonces, Bob el grandullón me ha hecho llorar en casi todas las reuniones.
Jamás volví al médico. Nunca llegué a mascar raíces de valeriana.
Esto era la libertad. La libertad consistía en perder toda esperanza. Si no decía nada, la gente del grupo se ponía en lo peor. Lloraban con más fuerza. Yo lloraba con más fuerza. Mira las estrellas y desaparecerás.
Al volver a casa después de una reunión de un grupo de apoyo, me sentía más vivo que nunca. No padecía cáncer ni tenía la sangre infestada de parásitos. Era el centro diminuto y cálido alrededor del cual se congregaba la vida del mundo.
Y dormía. Ni los bebés dormían como yo.
Todas las tardes me moría y todas las tardes volvía a nacer.
Resucitado.
Hasta esta noche. Dos años de éxito hasta esta noche, porque no consigo llorar si esa mujer me mira. No puedo salvarme porque no toco fondo. Tengo la lengua como un estropajo y no hago más que morderme el interior de la boca. No he dormido en cuatro días.
Cuando ella me observa, soy un mentiroso. Es una farsante; ella es la mentirosa. Durante la presentación de esta noche, nos saludamos: Soy Bob, soy Paul, soy Terry, soy David.
Nunca doy mi verdadero nombre.
—Tienes cáncer, ¿no? —me preguntó.
A continuación me dijo:
—Hola, qué tal, soy Marla Singer.
Nadie le explicó nunca a Marla de qué clase de cáncer se trataba. Después estábamos ocupados acunando al niño que hay dentro de cada uno de nosotros.
El hombre sigue llorando apoyado en el cuello de Marla y ella echa otra calada al cigarrillo.
La miro por entre las tetas sudorosas de Bob.
Para Marla soy un farsante. Desde la segunda noche que la vi no consigo dormir. Aún así, yo soy el primer farsante a menos que toda esta gente esté fingiendo sus dolencias, sus accesos de tos y sus tumores, hasta Bob el grandullón, el gran oso. El gran pedazo de pan.
¿Serías tan amable de fijarte sólo en el moldeado de su pelo?
Marla fuma y entorna los ojos.
En este momento, la mentira de Marla refleja mi mentira y no veo más que mentiras. Estoy en medio de toda la verdad. Todos pendientes de un hilo arriesgándose a compartir aquello que más temen: que su muerte se aproxima de frente y que el cañón de una pistola les presiona en el fondo de la garganta. Marla fuma y entorna los ojos, yo permanezco enterrado bajo una montaña temblorosa que no deja de sollozar, y, de repente, hasta la muerte y los que están muriendo bajan desfilando con flores de plástico como en el vídeo de algo que no ocurrió.
—Bob —le digo—, me estás aplastando. —Intento hablarle con un susurro, pero no puedo y entonces dejo de hacerlo—. Bob —intento pronunciar las palabras en voz baja, pero, le chillo—: Bob, tengo que ir a mear.
Encima del lavabo del cuarto de baño hay un espejo. Si el programa se mantiene invariable, veré a Marla Singer en la reunión de Arriba y Más Allá, el grupo de apoyo para enfermos con trastornos cerebrales parasitarios. Marla estará allí, por supuesto que estará, y lo que haré será sentarme a su lado. Y después de las presentaciones y de la meditación guiada, después de las siete puertas del palacio y de la bola de luz blanca que todo lo cura, después de que se hayan abierto nuestros chakras, al llegar el momento de abrazarnos, cogeré a esa pequeña zorra.
Con los brazos pegados con fuerza a los costados, pegaré mis labios a su oído y le diré: «Marla, farsante, lárgate».
»Esto es lo único verdadero en mi vida y lo estás arruinando.
«Grandísima mentirosa.
La próxima vez que nos encontremos, le diré: «Marla, no puedo dormir si estás aquí. Necesito esto. Vete».
Tres
Te despiertas en el aeropuerto internacional de Air Harbor.
Cada vez que el avión se ladeaba en exceso al despegar o al aterrizar, rezaba para que nos estrellásemos. Momentos como éstos me curan el insomnio con narcolepsia, pues tal vez muramos irremediablemente, reducidos a hebras de tabaco humano prensadas contra el fuselaje.
Así conocí a Tyler Durden.
Te despiertas en el aeropuerto de O'Hare.
Te despiertas en el aeropuerto de La Guardia.
Te despiertas en el aeropuerto de Logan.
Tyler trabajaba de operador de cine a media jornada. Por su forma de ser, Tyler sólo podía hacer trabajos nocturnos. Si un operador llamaba diciendo que estaba enfermo, el sindicato recurría a Tyler.
Algunas personas son nocturnas; otras son diurnas. Yo sólo puedo trabajar de día.
Te despiertas en el aeropuerto de Dulles.
El seguro de vida te paga el triple si falleces en un viaje de trabajo. Rezaba para que hubiera turbulencias y viento de cola. Rezaba para que algún pelícano fuera succionado por las turbinas o para que el fuselaje tuviese algún perno suelto o se condensara hielo en las alas. Al despegar, mientras el avión recorría la pista y los alerones se levantaban, nuestros asientos se mantenían en posición vertical y las bandejas sujetas y el equipaje de mano metido en el compartimiento superior; cuando ya habíamos apagado los cigarrillos y llegábamos al final de la pista de despegue, rezaba para que nos estrellásemos.
Te despiertas en el aeropuerto de Love Field.
Si el cine era antiguo, Tyler cambiaba las bobinas en la cabina de proyección. Para eso hay que contar con dos proyectores, uno de los cuales está en funcionamiento.
Lo sé porque Tyler lo sabe.
El siguiente rollo de película se coloca en el segundo proyector. La mayoría de las películas constan de seis o siete pequeños rollos dispuestos en un orden determinado. En los cines modernos montan todos los rollos juntos y se obtiene otro que mide un metro y medio, con lo cual no hay que emplear dos proyectores ni hacer cambios de bobinas, ni ralentizar o acelerar el primer rollo, ni poner en marcha el segundo rollo en el otro proyector, ni poner en marcha el tercer rollo de nuevo en el primer proyector.
Conecta.
Te despiertas en el aeropuerto de SeaTac.
Estudio a las personas que aparecen en las instrucciones de emergencia plastificadas que hay en el asiento. Una mujer flota en el océano; su cabello castaño se esparce hacia atrás y mantiene el cojín apretado contra el pecho. Tiene los ojos completamente abiertos, pero no sonríe ni frunce el ceño. En otra viñeta, los pasajeros, tranquilos como vacas sagradas, se estiran para coger las máscaras de oxígeno que cuelgan del techo impulsadas por un resorte.
Debe de tratarse de una emergencia.
¡Oh!
Hemos perdido presión en la cabina.
¡Oh!
Te despiertas en el aeropuerto de Willow Run.
Cine antiguo, cine nuevo; para acarrear una película hasta el siguiente cine, Tyler tiene que volver a cortar la película en los seis o siete rollos originales. Estos rollos de menor tamaño se guardan en un par de maletas hexagonales de acero. Cada maleta tiene un asa en la tapa. Levanta una y te dislocarás el hombro de lo que pesan.
Tyler trabaja de camarero sirviendo mesas en los banquetes que organiza un hotel del centro de la ciudad; también trabaja de operador de cine para el sindicato de operadores. No sé cuánto tiempo trabajó Tyler durante todas aquellas noches en las que no podía dormir.
En los cines antiguos que proyectan películas con dos aparatos, el operador tiene que permanecer de pie para hacer el cambio de proyectores justo en el momento exacto, de manera que los espectadores no aprecien el corte cuando un carrete comienza y otro acaba. Hay que estar pendiente de los puntos blancos que aparecen en la parte derecha de la esquina superior de la pantalla. Son el aviso. Estáte atento a la película y verás dos puntos blancos cuando se va a acabar uno de los rollos.
En la jerga del oficio se les conoce como «quemaduras de cigarrillo».
El primer punto blanco te advierte que quedan dos minutos. Enciendes el segundo proyector para que gane velocidad.
El segundo punto blanco es el aviso de que quedan cinco segundos. ¡Qué emoción! Estás de pie entre los dos proyectores y la temperatura en la cabina te hace sudar, son las lámparas de xenón, que te dejarían ciego si las miraras directamente. El destello del primer punto blanco aparece en la pantalla. El sonido de las películas
procede de un altavoz enorme situado tras la pantalla. La cabina de proyección está insonorizada porque, de lo contrario, se oiría el chasquido de los dientes del engranaje que arrastra la película ante las lentes a una velocidad de ciento ochenta centímetros por segundo, diez fotogramas por cada treinta centímetros, sesenta fotogramas apresados por segundo, como el restallido de una ametralladora Gatling. Con los dos proyectores en marcha, te sitúas entre ellos y empuñas las palancas de cada uno de los obturadores. Cuando los proyectores son realmente viejos, dispones de una alarma en el eje del carrete de alimentación.
Los puntos blancos de aviso siguen apareciendo incluso cuando echan la película por televisión. Lo mismo sucede con las películas que se ven en los aviones.
Dado que la mayor parte de la película se enrolla en la bobina receptora, ésta gira cada vez con mayor lentitud, lo cual obliga a la bobina de alimentación a girar más rápido. Cuando se va a acabar un rollo, la bobina de alimentación gira a tal velocidad que comienza a sonar una alarma para avisarte de que has de cambiarlo.
Hace calor en la oscuridad debido a las lámparas de los proyectores y suena la alarma. Mantente de pie entre los dos proyectores con una palanca en cada mano y vigila la esquina superior de la pantalla. Aparece el destello del segundo punto blanco. Cuenta hasta cinco. Cierra uno de los obturadores y al mismo tiempo abre el otro.
El cambio está hecho.
La película continúa.
Ningún espectador tiene la menor idea de lo que ha ocurrido.
La alarma está en la bobina de alimentación para que el operador pueda echar una cabezada. Los operadores de cine hacen muchas cosas que no deberían hacer. No todos los proyectores tienen alarma. A veces te despiertas aterrorizado en la oscuridad de tu habitación creyendo que te has quedado dormido en la cabina y te has olvidado de cambiar los rollos. Los espectadores te insultan; has destruido la ilusión creada por la película y el gerente dará buena cuenta al sindicato.
Te despiertas en el aeropuerto de Krissy Field.
El encanto de viajar me acompaña a todas partes, a llevar una vida diminuta. En el hotel me dan una pastillita de jabón; un sobrecito de champú; una ración individual de mantequilla; una pequeña dosis de enjuague bucal, un cepillo de dientes de usar y tirar. Encógete en el asiento del avión. Eres un gigante. El problema es que tus hombros son demasiado anchos. Tus piernas, como las de Alicia en el País de las Maravillas, se vuelven de repente tan largas que tocas con ellas los pies del pasajero que tienes delante. Llega la cena: un kit en miniatura de pollo cordón bleu como los de «hágalo usted mismo», una especie de rompecabezas para mantenerte entretenido.
El piloto ha encendido el aviso de que permanezcamos con el cinturón de seguridad puesto, y oímos por megafonía «les rogamos se mantengan sentados».
Te despiertas en el aeropuerto de Meigs Field.
A veces, Tyler se despierta en la oscuridad, agitado por el temor a haberse olvidado de cambiar los rollos o pensando que la película se ha roto o que se ha quedado tan adherida al proyector que los dientes del engranaje están taladrando la cinta de la banda sonora.
Cuando los dientes del engranaje perforan una película, la luz de la lámpara atraviesa la banda sonora y, en vez de oír hablar a los personajes, te quedas sordo oyendo el bup, bup, bup de las hélices de un helicóptero cada vez que el haz de luz se filtra por los agujeros de arrastre.
Qué otras cosas no debería hacer un operador de cine: Tyler saca diapositivas con los mejores fotogramas de las películas. Seguro que en la primera película que recuerdas con tomas frontales integrales aparecía desnuda la actriz Angie Dickinson.
Antes de que se hubiera llevado la copia desde los cines de la Costa Oeste a los de la Costa Este, la escena del desnudo había desaparecido. Un operador cortó un fotograma; otro operador cortó otro fotograma. Todos querían tener una diapositiva de Angie Dickinson desnuda. Cuando el porno se abrió paso en los cines, algunos de estos operadores lograron reunir colecciones de proporciones épicas.
Te despiertas en el aeropuerto de Boeing Field.
Te despiertas en el aeropuerto de Los Ángeles.
Esta noche el avión está casi vacío, así que pliega sin reparos el reposabrazos y túmbate. Te estiras en zigzag, con las rodillas dobladas, la cintura doblada y los codos doblados ocupando tres o cuatro asientos. Adelanto el reloj dos horas o lo retraso tres según el huso horario del Pacífico, el de las Montañas Rocosas, el central o el del Este; pierdes una hora, ganas una hora.
Así es tu vida y se consume minuto a minuto.
Te despiertas en el aeropuerto de Cleveland Hopkins.
Te despiertas, otra vez, en el aeropuerto de SeaTac.
Eres operador de cine y estás cansado y enfadado; pero sobre todo, estás aburrido y empiezas quitándole a otro operador un fotograma pornográfico que encontraste en un escondrijo de la cabina y montas en otra película el fotograma de un pene rojo y amenazador o el primer plano de una vagina húmeda y entreabierta.
Es una de esas películas de aventuras con mascotas en las que el perro y el gato se quedan atrás mientras la familia se va de viaje, y tienen que encontrar el camino de vuelta a casa. En el tercer rollo, justo después de que el perro y el gato, que hablan entre sí como personas, hayan comido en un cubo de basura, aparece por un instante un pene en erección.
Tyler hace esto.
Un fotograma de una película equivale en la pantalla a una sexta parte de un segundo. Divide un segundo en seis partes iguales y sabrás lo que dura la imagen de la erección. Un pene rojo, lúbrico y terrible se eleva cuatro pisos por encima de los espectadores, que comen palomitas, y nadie lo ve.
Te despiertas de nuevo en el aeropuerto de Logan.
Ésta es una forma espantosa de viajar. Asisto a reuniones a las que mi jefe no quiere ir. Tomo notas. Vuelvo otra vez contigo.
Dondequiera que vaya, allí estaré para aplicar la fórmula. Mantendré el secreto.
Es sólo cuestión de aritmética.
Es un problema con argumento.
Si uno de los coches nuevos fabricados por la compañía sale de Chicago en dirección oeste a cien kilómetros por hora y se bloquea el diferencial trasero y el coche se estrella y arde con todos sus ocupantes atrapados en el interior, ¿retirará la compañía los coches?
Toma el número de vehículos en carretera (A) y multiplícalo por el índice de probabilidad de que tenga una avería (B); luego multiplica el resultado por el coste medio de un acuerdo amistoso (C).
A por B por C igual a X. Esto es lo que costará retirar los coches.
Si X supera el coste de retirarlos, los retiramos y nadie sufre daño alguno.
Si X es inferior al coste de retirarlos, no los retiramos.
Dondequiera que voy, siempre encuentro la carrocería de un coche quemada y arrugada como un fajo de billetes. Sé dónde están enterrados todos los cadáveres. Considéralo mi garantía para conservar el trabajo.
Hora de llegar al hotel y comida en el restaurante. Dondequiera que voy, desde el aeropuerto de Logan hasta el de Krissy o el de Willow Run, entablo amistades fugaces con las personas que se sientan a mi lado.
Le explico al amigo de un día sentado a mi lado que soy coordinador de compañías que retiran coches, pero que estoy intentando labrarme una carrera fregando platos.
Te despiertas de nuevo en el aeropuerto de O'Hare.
Después de aquello, Tyler insertaba en todas las películas el fotograma de un pene. Por lo general, eran primeros planos: una vagina del tamaño del Gran Cañón (con eco incluido) o un pene de cuatro pisos de altura, que se estremecía con el pulso de la tensión arterial mientras la gente veía cómo bailaba Cenicienta con el Príncipe Azul. Nadie se quejaba. El público seguía comiendo y bebiendo, pero la función ya no era la misma. La gente sentía náuseas o empezaba a llorar sin saber por qué. Sólo un colibrí habría podido pillar a Tyler con las manos en la masa.
Te despiertas en el aeropuerto JFK.
Al aterrizar, soy un neumático que se deforma y se hincha cuando una rueda choca con un golpe sordo contra la pista de aterrizaje y el avión se inclina hacia un lado y se debate por un instante entre enderezarse o volcar. Durante ese instante nada importa. Mira a las estrellas y habrás desaparecido. Nada importa. Ni tu equipaje ni tu mal aliento. Por las ventanillas se ve la oscuridad del exterior y se oye detrás el rugido de las turbinas. Si la cabina se inclina y adopta un ángulo impropio con las turbinas en marcha, nunca más tendrás que presentar otra demanda de indemnización. Necesitas un recibo para reclamar objetos cuyo valor supere los veinticinco dólares. Nunca más tendrás que cortarte el pelo.
Otra sacudida y la segunda rueda choca contra el asfalto. Se oye el ruido que hacen las hebillas de cien cinturones de seguridad al abrirse y el amigo de un día que se sienta a tu lado, y con el que has estado a punto de morir, te dice:
—Espero que consiga encauzar esa carrera.
—Sí; yo también.
Y éste es el tiempo que ha durado todo. Y la vida continúa.
Y no sé cómo nos conocimos, por casualidad, Tyler y yo.
Te despiertas en el aeropuerto de Los Ángeles.
Otra vez.
Mi amistad con Tyler nació porque fui a una playa nudista. Fue a finales de verano, mientras dormía. Tyler estaba desnudo y sudaba, rebozado en arena, con el pelo húmedo y desgreñado cubriéndole la cara.
Tyler llevaba ya mucho tiempo por aquí antes de que nos conociéramos.
Tyler sacaba del agua los troncos que iban a la deriva y los arrastraba playa adentro. Ya había clavado varios troncos en la arena húmeda, con varios centímetros de separación y formando un semicírculo que se levantaba hasta la altura de los ojos. En total había cuatro troncos, y al despertarme observé cómo Tyler arrastraba un quinto tronco playa adentro. Tyler excavó un agujero junto a un extremo del tronco, levantó la parte superior y el tronco se deslizó en el agujero, y quedó de pie adoptando un ligero ángulo.
Te despiertas en la playa.
Éramos las únicas personas que había en la playa.
Con un palo Tyler trazó en la arena una línea recta a varios metros de distancia. Volvió a enderezar el tronco y apelmazó a pisotones la arena alrededor de la base.
Fue el único que presenció la escena.
Tyler me pidió que me acercase y me preguntó:
—¿Sabes qué hora es?
Yo siempre llevo reloj.
—¿Sabes qué hora es?
Le pregunté: «¿Dónde?».
—Aquí y ahora —me dijo Tyler.
Eran las cuatro y seis minutos de la tarde.
Al cabo de un rato Tyler se sentó a la sombra de los troncos enhiestos con las piernas cruzadas. Tyler permaneció sentado unos minutos, se levantó y se dio un baño, se puso una camiseta y unos pantalones elásticos y se dispuso a marcharse. Tenía que preguntárselo.
Tenía que saber qué había estado haciendo Tyler mientras yo dormía.
Si me despertara en un lugar distinto, en un momento diferente, ¿lograría despertarme siendo otra persona?
Le pregunté a Tyler si era artista.
Tyler se encogió de hombros y me indicó que los cinco troncos eran más anchos por la base. Tyler me mostró la línea que había trazado en la arena y la forma en que había calculado con ella la sombra proyectada por cada tronco.
A veces te despiertas y tienes que preguntarte dónde estás.
Lo que Tyler había creado era la sombra de una mano gigantesca. Sólo que ahora sus dedos eran tan largos como los de Nosferatu y el pulgar era demasiado corto, aunque me dijo que a las cuatro y media exactamente, la mano sería perfecta. La sombra gigantesca de la mano era perfecta durante un minuto y durante un inmuto perfecto Tyler había estado sentado sobre la palma de esa perfección creada por él.
Te despiertas y no estás en ningún sitio.
Un minuto era suficiente, dijo Tyler; hay que trabajar duro para lograrlo, pero por un minuto de perfección valía la pena el esfuerzo. Lo máximo que podías esperar de la perfección era un instante.
Te despiertas y basta.
Se llamaba Tyler Durden y trabajaba de operador de cine para el sindicato; también era camarero de banquetes en un hotel céntrico, y me dio su número de teléfono.
Así nos conocimos.
Cuatro
Esta noche están aquí todos los típicos parásitos cerebrales. Las sesiones de Arriba y Más Allá siempre cuentan con una nutrida asistencia. Éste es Peter. Este es Aldo. Esta es Marcy.
¿Qué tal?
Presentaciones. Hola a todos; ésta es Marla Singer; es la primera vez que viene.
Hola, Marla.
La sesión de Arriba y Más Allá comienza con el rap de la recuperación. El grupo de apoyo no se llama Enfermos con Parásitos Cerebrales. Jamás oirás a nadie decir parásitos. Todos están siempre en franca mejoría. ¡Ah, este nuevo medicamento! Aunque siempre acaban de salir de un bache, no verás más que miradas extraviadas, tras llevar cinco días con dolor de cabeza. Una mujer se enjuga unas lágrimas involuntarias. Todos llevan una tarjeta de identificación y la gente a la que has visto todos los martes por la noche a lo largo de un año, acude a tu encuentro con la mano tendida y los ojos clavados en tu tarjeta de identificación.
No creo que nos conozcamos.
Nadie dirá parásitos. Dirán agentes.
Tampoco dirán curación. Dirán tratamiento.
Durante el rap de la recuperación uno de los enfermos describirá la forma en que el agente se extendió por su columna vertebral hasta que, de repente, perdió el control sobre la mano izquierda. El agente, dirá alguno, le ha secado las meninges y ahora el cerebro se desplaza con libertad dentro del cráneo provocando este tipo de ataques.
La última vez que estuve aquí, la mujer llamada Cloe nos comunicó las únicas noticias buenas que tenía. Cloe se puso de pie con dificultad, apoyándose en los brazos de madera de la silla, y dijo que ya no tenía miedo a morirse.
Esta noche, después de las presentaciones y el rap de la recuperación, una chica a la que no conozco y cuya tarjeta la identifica como Glenda nos dice que es la hermana de Cloe y que, por fin, a las dos de la mañana del martes pasado Cloe se murió.
¡Oh! Este momento debería de ser delicioso. Durante dos años Cloe ha llorado en mis brazos y ahora está muerta; muerta y enterrada, enterrada en una urna, mausoleo o columbario. ¡Oh!, la prueba de que un día estás vivo y arrastrándote por el mundo, y al siguiente te has convertido en un frío fertilizante, en bufé para gusanos. Este es el asombroso milagro de la muerte, y sería un momento delicioso si no fuera por... ¡ah! por esa mujer.
Marla.
¡Vaya! Marla me está mirando otra vez, destacándose entre todos los parásitos cerebrales.
Mentirosa.
Farsante.
Farsante.
Marla es la farsante. Tú eres el farsante. En realidad, cada vez que alguien pone cara de dolor, o cae al suelo retorciéndose y gruñendo mientras la entrepierna de sus vaqueros se vuelve azul oscuro, todo es una farsa.
Esta noche, de repente, la meditación guiada no me transportará a ninguna parte. Detrás de cada una de las siete puertas del palacio, la puerta verde, la puerta naranja, está Marla. La puerta azul: Marla está allí de pie. Mentirosa. Durante la meditación guiada, mientras atravieso la cueva, el animal que me hace de guía es Marla. Marla, mientras fuma un cigarrillo y entorna los ojos. Mentirosa. Con su pelo negro y labios carnosos, estilo francés. Farsante. Labios de sofá italiano de cuero oscuro. No tienes escapatoria.
Cloe sí era auténtica.
Cloe era tal y como sería el esqueleto de la cantante Joni Mitchell si consiguieras hacerle sonreír y pasearse por una fiesta mostrando una amabilidad exquisita con todo el mundo. Imagínate el popular esqueleto de Cloe, del tamaño de un insecto y corriendo a las dos de la mañana por los sótanos y las galerías de sus tripas. Su pulso convertido en una sirena cuyo aullido se oye por encima de todos y que anuncia: preparada para morir dentro de diez segundos, nueve, ocho. La muerte se iniciará dentro de siete segundos, seis...
Por la noche Cloe corrió por el laberinto de sus propias venas colapsadas y por conductos que reventaban para derramar linfa caliente. Los nervios asomaban por el tejido como cables trampa y brotaban abscesos que se hinchaban como perlas blancas y calientes.
Aviso de megafonía: Preparada para evacuar los intestinos dentro de nueve segundos, ocho, siete.
Preparada para evacuar el alma dentro de diez segundos, nueve, ocho.
Cloe avanza chapoteando en el líquido expulsado por sus ríñones enfermos, y que ahora le llega a los tobillos.
La muerte comenzará dentro de cinco segundos.
Cinco, cuatro.
Cuatro.
En torno a ella, el pulverizador antiparásitos tiñe su corazón.
Cuatro, tres.
Tres, dos.
Cloe escala a pulso los conductos helados de su garganta.
La muerte comenzará dentro de tres segundos, dos.
La luz de la luna entra por su boca abierta.
Preparados para el último aliento, ya.
Evacuación.
Ya.
El alma se libera del cuerpo.
Ya.
Se inicia la muerte.
Ya.
¡Oh!, sería tan delicioso recordar el amasijo de huesos calientes de Cloe aún en mis brazos mientras Cloe yace muerta en alguna parte.
Pero no, Marla me observa.
Durante la meditación guiada abro los brazos para recibir al niño que hay en mí y el niño es Marla fumando un cigarrillo. No aparece ninguna bola de luz curativa. Mentirosa. Ni los chakras. Imaginaos los chakras abriéndose como flores y, en el centro de cada uno, una deliciosa explosión de luz a cámara lenta.
Mentirosa.
Mis chakras siguen cerrados.
Al terminar la meditación, todos se estiran, giran la cabeza de un lado a otro y se ayudan a ponerse de pie para estar preparados. Contacto físico terapéutico. A la hora del abrazo, doy tres pasos y me planto delante de Marla, que levanta la mirada y fija la vista en mi rostro mientras yo observo al resto, que ya está preparado para la representación.
Vamos, la actuación va a empezar; abrazad a quien tengáis más cerca.
Mis brazos se cierran como cepos en torno a Marla.
Esta noche escoged a alguien especial.
Marla mantiene prendidos a su cintura dedos que parecen cigarrillos.
Decidle a vuestro compañero cómo os sentís.
Marla no tiene cáncer testicular. Marla no tiene tuberculosis ni se está muriendo. Bueno, está bien; según la sesuda filosofía sobre la nutrición cerebral, todos nos estamos muriendo; sin embargo, Marla no se está muriendo de la misma forma que se moría Cloe.
El momento ha llegado, entregaos.
Entonces, Marla, ¿te gustan estas manzanas?
Entregaos a fondo.
Marla, lárgate. Vete. Vete.
¡Adelante! Llorad si queréis.
Marla me mira fijamente. Tiene los ojos castaños. Los lóbulos de las orejas se arrugan en torno a los agujeros de los pendientes, aunque no los lleva puestos. Sus labios agrietados están escarchados con piel muerta.
Adelante, llorad.
—Tampoco tú te estás muriendo —dice Marla.
A nuestro alrededor, las parejas sollozan, abrazadas.
—Si me denuncias —dice Marla—, te denunciaré.
—Entonces, podemos repartirnos la semana, —le digo. Marla puede quedarse las enfermedades óseas, los parásitos cerebrales y la tuberculosis. Yo me reservo el cáncer testicular, los parásitos sanguíneos y la demencia encefálica orgánica.
—¿Y qué pasa con el cáncer de colon ascendente? —pregunta Marla.
Esta chica ha hecho los deberes.
Nos repartiremos el cáncer de intestino. Ella irá el primer y el tercer domingo de cada mes.
—No —dice Marla.
No; lo quiere todo. Los cánceres y los parásitos. Marla entrecierra los ojos. Nunca soñó que pudiera sentirse tan maravillosamente bien. De hecho se sentía viva. Tenía la piel más clara. Nunca había visto a un muerto. No sabía bien qué era la vida porque no tenía con qué contrastarla. ¡Ah!, pero ahora conocía experiencias de agonía, muerte, dolor y pérdida; llanto, temblores, terror y remordimientos. Ahora que sabe a dónde vamos todos, Marla disfruta cada instante de la vida.
No, no estaba dispuesta a dejar ningún grupo de apoyo.
—No, nada de volver al anterior estilo de vida —dice Marla. Trabajaba en una funeraria para sentirme a gusto conmigo misma, sólo por seguir respirando. ¿Qué pasaría si no encontrara trabajo en mi campo?
—Pues vuelve a trabajar en la funeraria, —le contesto.
—Los funerales no se pueden comparar en nada con esto —me dice Marla—. Los funerales son ceremonias abstractas. Aquí, en cambio, adquieres una experiencia real de la muerte.
A nuestro alrededor, las parejas se secan las lágrimas, se sorben la nariz, se dan palmaditas en la espalda y se separan.
—No podemos venir los dos, —le digo.
—Pues no vengas.
Lo necesito.
—Entonces vete a los funerales.
Los demás se han separado y se dan la mano para la oración final. Suelto a Marla.
—¿Cuánto hace que vienes aquí?
La oración final.
Dos años.
Un hombre del círculo de los que rezan me coge una mano. Otro coge la mano de Marla. Por lo general, cuando comienzan estas oraciones dejo de respirar. ¡Oh!, bendícenos. ¡Oh!, bendice nuestra rabia y nuestros miedos.
—¿Dos años? —Marla inclina la cabeza para hablar en un susurro.
¡Oh! Bendícenos y ampáranos.
A lo largo de estos dos años, si alguien pudo haberme descubierto, o bien había fallecido o se había recuperado y dejado de asistir.
Ayúdanos, ayúdanos.
—Está bien —accede Marla—, de acuerdo, de acuerdo. Te dejo el grupo de cáncer testicular.
Bob el grandullón, ese bendito pedazo de pan, seguirá mojándome con sus lágrimas. Gracias.
Condúcenos a nuestro destino. Danos la paz.
—De nada.
Así conocí a Marla.
Cinco
El tipo del cuerpo de seguridad me dio toda clase de explicaciones.
Los mozos de equipaje pueden desentenderse de las maletas que hagan tictac. El tipo del cuerpo de seguridad llamaba «lanzadores» a los mozos de equipaje. Las bombas modernas no hacen tictac; en cambio, si una maleta vibra, los mozos de equipaje —los «lanzadores»— tienen la obligación de llamar a la policía.
Por eso acabé viviendo con Tyler, porque la mayoría de las líneas aéreas han adoptado esas normas con las maletas que vibran.
De regreso en el vuelo desde Dulles llevaba todo en aquella maleta. Cuando viajas mucho, aprendes a hacer la misma maleta para todos los viajes. Seis camisas blancas. Dos pantalones negros. Lo mínimo imprescindible para sobrevivir.
Un despertador de viaje.
Una máquina de afeitar a pilas.
Un cepillo de dientes.
Seis mudas de ropa interior.
Seis pares de calcetines negros.
Según me dijo el tipo del cuerpo de seguridad, la policía había retenido en Dulles mi maleta porque vibraba.
Tenía allí todas mis pertenencias: el material para las lentillas, una corbata roja con rayas azules, una corbata azul con rayas rojas. Las rayas eran de uniforme militar; nada de rayas de corbata tipo club. Y una corbata lisa de color rojo.
Solía tener colgada en la cara interior de la puerta del dormitorio una lista con todas estas cosas.
Vivía en un apartamento que estaba en el piso decimoquinto, una especie de archivador gigantesco para viudas y jóvenes profesionales. El folleto de propaganda prometía treinta centímetros de hormigón en los suelos, techos y paredes con el fin de separarte de cualquier estéreo o televisión a todo volumen. Aire acondicionado y treinta centímetros de hormigón; sin embargo, por mucho parqué de arce que tengas, o por mucho regulador de voltaje, no puedes abrir las ventanas, así que, cada uno de los doscientos metros cuadrados van a oler a la última comida que hayas preparado o a la última visita al cuarto de baño.
Ah, sí, además, la tapa del contador era como la tabla de un carnicero y había también un circuito de iluminación de bajo voltaje.
Sin embargo, un suelo de treinta centímetros de hormigón es importante cuando a la vecina se le ha acabado la batería del audífono y ve los concursos de la tele con la voz bien alta. O cuando se produce una erupción volcánica de gas y los escombros de lo que un día fueron el salón y tus efectos personales salen volando por las ventanas y caen envueltos en llamas dejando tu apartamento, sólo tu apartamento, convertido en un agujero de hormigón carbonizado, abierto en el acantilado del edificio.
Estas cosas pasan.
Todo, hasta la vajilla de vidrio verde soplado a mano con aquellas burbujitas e imperfecciones y granitos de arena, que eran la prueba de que había sido fabricada por aplicados, sencillos y honrados indígenas aborígenes de vete a saber dónde; todo, hasta esos platos se han hecho añicos con la explosión. Imagínate las cortinas devoradas por las llamas, hechas jirones y volando en el viento caliente.
Desde una altura de quince pisos sobre la ciudad, todo esto cae ardiendo, abollando y destrozando los coches de todo el mundo.
Mientras vuelo dormido en dirección oeste y a una velocidad 0,83 mach, es decir, a setecientos treinta kilómetros por hora —a una verdadera velocidad aérea—, el IBI dirige mi maleta hasta una pista de aterrizaje desocupada del aeropuerto de Dulles con el fin de desactivarla. Nueve de cada diez veces, confiesa el tipo del cuerpo de seguridad, la vibración está causada por una máquina de afeitar; en este caso, por mi máquina de afeitar a pilas. Y la décima vez, la culpa es de un consolador.
El tipo del cuerpo de seguridad me dio estas explicaciones en el aeropuerto de destino —adonde llegué sin mi maleta— cuando estaba a punto de coger un taxi para ir a casa y encontrarme las sábanas de franela hechas jirones por el suelo.
Imagínese —me dice el tipo del cuerpo de seguridad— que al llegar aquí le dijese a una pasajera que su equipaje se quedó en tierra, allá en la Costa Este, por culpa de un consolador. A veces, es incluso un hombre completo. Las líneas aéreas tienen como norma no considerar de quién es el objeto cuando se trata de un consolador. Hay que emplear el artículo indefinido.
Un consolador.
Nunca «su consolador».
Siempre hay que decir que «el consolador» se puso en marcha accidentalmente.
«Un consolador se puso en marcha y provocó una situación de emergencia que obligó a retener su equipaje.»
Llovía cuando me desperté para coger mi conexión a Stapleton.
Llovía cuando me desperté y por fin estaba cerca de casa.
Un aviso por megafonía nos rogó que nos cercioráramos de que no dejábamos ningún objeto olvidado en los asientos. A continuación se oyó mi nombre. ¿Sería tan amable de presentarme a la salida, donde me esperaba un representante de la compañía aérea?
Aunque retrasé tres horas el reloj, seguía siendo más tarde de medianoche.
En la puerta estaba el representante de la compañía aérea y estaba también el tipo del cuerpo de seguridad para decirme: «¡Vaya!, la máquina de afeitar es la culpable de que su equipaje se quedara en Dulles». El tipo del cuerpo de seguridad llamaba «lanzadores» a los mozos de equipaje. Después los llamó «trepaescalerillas». Para demostrarme que podría haber sido peor, el tipo me dijo que al menos no se trataba de un consolador. Luego, quizá porque era la una de la madrugada y porque soy un tío y él era un tío, y quizá para hacerme reír, me dijo que, en el argot del gremio, a las auxiliares de vuelo las llamaban «camareras espaciales» y «colchones aéreos». Parecía llevar puesto un uniforme de piloto: camisa blanca con charreteras pequeñas y corbata azul. Mi equipaje ya había sido registrado y llegaría al día siguiente.
El tipo de seguridad me preguntó el nombre, dirección y número de teléfono, y luego me preguntó si sabía cuál era la diferencia entre un condón y la cabina de los pilotos.
—Pues que en el condón sólo cabe un capullo —me dijo.
Cogí un taxi de vuelta a casa con los últimos diez dólares.
La policía local también había estado haciendo un montón de preguntas.
La máquina de afeitar, que no era ninguna bomba, estaba todavía a tres husos horarios detrás de mí.
Y algo que sí era una bomba, una gran bomba, había
pulverizado mis ingeniosas mesillas de café de Njurun-
da, que formaban un círculo compuesto por un yin, de
color verde lima, y un yang, de color naranja. Habían
quedado reducidas a astillas.
El conjunto de sofás de Haparanda, con fundas de quita y pon naranjas diseñadas por Erika Pekkari, ya no era más que basura.
Y no era yo el único esclavizado por el instinto de
construirse un nido. Personas que conozco y que solían
llevarse pornografía al cuarto de baño, ahora se llevan el
catálogo de muebles de IKEA.
Todos tenemos el mismo sillón de Johanneshov tapizado con rayas verdes de Strinne. El mío, envuelto en llamas, cayó en una fuente desde una altura de quince pisos.
Todos tenemos las mismas lámparas de papel de Rislampa/Har, fabricadas con alambre y papel ecológico sin colorantes. Las mías ahora son confeti.
Todo ese tiempo pasado en el cuarto de baño.
La cubertería de Alie, de acero inoxidable y apta para lavavajillas.
El reloj de Vild de acero galvanizado que estaba en el recibidor, y que, por supuesto, no podía dejar de tener.
Y ¡cómo no!, las estanterías de Klipsk.
Y también las sombrereras de Hemling.
La calle del rascacielos resplandecía salpicada de todos esos objetos.
El juego de edredones de Mommala, diseñado por Tomas Harila y disponible en los siguientes colores:
Orquídea.
Fucsia.
Cobalto.
Ébano.
Azabache.
Cascara de huevo o brezo.
Me había costado toda una vida comprar esos trastos.
La laca de fácil cuidado de las mesitas de Kalix.
La mesas nido de Steg.
Compras muebles. Te dices a ti mismo: «Éste es el último sofá que necesitaré en toda mi vida». Compras el sofá y durante un par de años te sientes satisfecho de que aunque no todo vaya bien, al menos, has sabido solucionar el tema del sofá. Luego, la vajilla adecuada. Luego, la cama perfecta. Las cortinas. La alfombra.
Finalmente, te quedas atrapado en tu precioso nido y los objetos que solías poseer ahora te poseen a ti.
Hasta que llegué a casa desde el aeropuerto.
El portero surge de las sombras para decirme que ha habido un accidente y que la policía estuvo por allí haciendo un montón de preguntas.
La policía cree que puede haber sido el gas. Tal vez se apagó la llama piloto del horno o se quedó abierto uno de los quemadores y el gas fue saliendo hasta inundar todas las habitaciones desde el techo hasta el suelo. El apartamento tenía doscientos trece metros cuadrados y los techos eran altos, por lo que el escape tuvo que durar días y días hasta llenar todas las habitaciones. Cuando el nivel del gas llegó a ras del suelo, el compresor situado en la base de la nevera emitió un chasquido...
Detonación.
Las ventanas, que ocupaban desde el suelo hasta el techo, estallaron en sus marcos de aluminio y cayeron a la calle junto con los sofás, las lámparas, los platos y los juegos de cama envueltos en llamas, y las revistas anuales del instituto, los diplomas y el teléfono. Todo salió volando como una erupción solar desde un decimoquinto piso.
¡Oh, no, mi nevera no! Tenía los estantes llenos de frascos de clases diferentes de mostaza, algunas molidas, otras al estilo de los pubs ingleses. Había catorce salsas bajas en calorías y de distintos sabores y siete clases de alcaparras.
Lo sé, lo sé, una casa llena de condimentos y sin comida de verdad.
El portero se sonó la nariz y algo cayó en el pañuelo con la solidez de una pelota de béisbol atrapada por el guante de un receptor.
—Si quiere puede subir al piso decimoquinto —me dijo el portero—, pero no entre en el apartamento. Órdenes de la policía. La policía estuvo haciendo preguntas: si tenía alguna antigua novia que deseara hacerme esto o si me había ganado algún enemigo que tuviese acceso a dinamita.
—No vale la pena subir —dijo el portero—. Lo único que queda es la estructura de hormigón.
La policía no había descartado que fuera un incendio provocado. Nadie había olido el gas. El portero arquea una ceja. El tío se pasaba el tiempo flirteando con las sirvientas y enfermeras que trabajaban en los grandes apartamentos del último piso, y que esperaban en las sillas del vestíbulo hasta que las iban a buscar en coche después del trabajo. Yo había vivido aquí durante tres años; el portero se sentaba todas las noches a leer la revista Ellery Queen mientras yo, cargado de paquetes y bolsas, hacía equilibrios para abrir la puerta de la calle y entrar.
El portero arquea una ceja y me cuenta que hay gente que se va de viaje y deja una vela, una vela muy, muy larga, encendida en medio de un gran charco de gasolina. Hay personas que al pasar dificultades económicas hacen cosas así. Personas que quieren dejar de tocar fondo.
Le pregunté si podía usar el teléfono de recepción.
—Muchos jóvenes tratan de impresionar al mundo y compran demasiadas cosas —dijo el portero.
Llamé a Tyler.
El teléfono sonó en la casa que Tyler había alquilado en Paper Street.
Vamos, Tyler, por favor; sálvame.
El teléfono sonaba.
El portero se apoyó en mi hombro y me dijo:
—Muchos jóvenes no saben lo que quieren en realidad.
Oh, Tyler, por favor, sálvame.
El teléfono sonaba.
—Los jóvenes creen que se pueden comer el mundo.
Sálvame de los muebles suecos.
Sálvame del arte inteligente.
Y el teléfono sonaba, y Tyler contestó.
—Si no sabes lo que quieres —continuó el portero—, terminas teniendo un montón de cosas que no necesitas.
Ojalá nunca llegue a realizarme.
Ojalá nunca me sienta satisfecho.
Ojalá nunca llegue a sentirme perfecto.
Tyler, sálvame de sentirme perfecto y satisfecho.
Tyler y yo convenimos en encontrarnos en un bar.
El portero me pidió un número de teléfono en el que pudiera localizarme la policía. Seguía lloviendo. Mi Audi aún estaba en el aparcamiento, pero un aplique de ésos de luz halógena indirecta —marca Dakapo— había atravesado el parabrisas.
Tyler y yo nos encontramos y bebimos muchísima cerveza. Tyler me dijo que sí, podía mudarme a su casa, pero tendría que hacerle un favor.
Al día siguiente llegaría mi maleta con lo mínimo imprescindible: seis camisas, seis mudas de ropa interior.
Borrachos en un bar donde nadie se fijaba en nosotros y a nadie importábamos, le pregunté a Tyler qué quería que hiciera.
Tyler me dijo:
—Quiero que me pegues lo más fuerte que puedas.
Seis
Íbamos por la segunda pantalla de la demostración para Microsoft cuando noto en la boca el sabor a sangre y tengo que tragármela. Mi jefe no conoce el material, pero no me dejará presentar el proyecto con un ojo morado y media cara hinchada por los puntos de sutura que me han cosido en el interior de la mejilla. Los puntos se han soltado, lo noto al rozar el carrillo con la lengua. Imaginaos un sedal enmarañado en la playa. Me los imagino como los puntos de sutura negros de un perro después de haberle hecho un zurcido, y sigo tragándome la sangre. Mi jefe es quien presenta el proyecto con mis notas y yo manejo el proyector portátil, por lo que me encuentro apartado en un extremo de la habitación a oscuras.
Tengo los labios cada vez más pegajosos de sangre por haber intentado limpiármelos con la lengua y cuando se enciendan las luces y me vuelva hacia los consejeros de Microsoft —Ellen, Walter, Norbert y Linda— para decirles: «Gracias por venir», tendré la boca brillante de sangre y la sangre asomará por los intersticios de los dientes.
Puedes tragar casi medio litro de sangre antes de sentir náuseas.
Mañana toca club de lucha. No pienso perderme el club de lucha.
Antes de la demostración, ese tal Walter de Microsoft, que tiene un bronceado color de patata frita con sabor de barbacoa, sonríe abriendo su mandíbula de fría excavadora como si fuera una herramienta de marketing. Walter, con su anillo de sello, estrecha mi mano, la envuelve con su mano suave y tersa, y dice:
—No me gustaría ver cómo quedó el otro tipo.
La primera regla del club de lucha es que no se habla del club de lucha.
Le digo a Walter que me caí.
Me lo hice yo mismo.
Antes de la presentación, tras sentarme frente al jefe para explicar en qué parte del texto van las diapositivas, y cuándo quiero proyectar el fragmento de vídeo, el jefe me dice:
—Pero ¿dónde te metes los fines de semana?
—No quiero morirme sin unas cuantas cicatrices—, le digo.
De nada sirve ya lucir un cuerpo hermoso y macizo. Cuando veo esos coches de color cereza, tan desfasados, que desde 1955 esperan comprador a la entrada de la tienda de automóviles, siempre pienso: «¡Vaya basura!».
La segunda regla del club de lucha es que no se habla del club de lucha.
Tal vez durante el almuerzo acuda a tu mesa un camarero que desde el fin de semana lleva los ojos morados como si fuera un panda gigante. Sabes que se los pusieron así en el club de lucha, cuando un chico de noventa kilos le aplastaba con la rodilla la cabeza contra el suelo de hormigón, y le golpeaba una y otra vez el puente de la nariz, con un ruido seco y compacto que se oía por encima de los gritos, hasta que el camarero tomó aire y, escupiendo sangre por la boca, se rindió.
No contestas nada porque el club de lucha existe sólo entre las horas en que el club de lucha abre y el club de lucha cierra.
Te encontraste al chico de la copistería. Sabes que hace un mes el muchacho no se acordaba de hacer tres agujeros con la taladradora en un pedido, ni se acordaba de poner los clasificadores de colores entre los paquetes de copias. Pero este muchacho fue un dios durante diez minutos cuando le viste dejar sin respiración de una patada a un contable que lo doblaba en tamaño, para caer luego sobre él y molerlo a golpes hasta el momento en que tuvo que parar. Ésta es la tercera regla del club de lucha: cuando alguien dice basta o resulta herido, aunque esté fingiendo, se da por terminada la pelea. Aun así, cuando ves al chico, no puedes felicitarlo por el gran combate que libró.
Sólo dos tíos por combate. Un combate cada vez. Se lucha sin camisa ni zapatos. El combate dura lo que haga falta. Éstas son las otras reglas del club de lucha.
Estos tíos no son los mismos en el club y en la vida real. Aunque felicitaras al chico de la copistería por su lucha, no estarías hablando con la misma persona.
El que yo soy en el club de lucha no es nadie que mi jefe conozca.
Después de una noche en el club de lucha, se baja el volumen del mundo real. Nadie conseguirá cabrearte. Tu palabra es ley y si alguien rompe esa ley o pone en duda tu palabra, ni siquiera eso te cabrea.
En la vida real, soy un coordinador de campañas de retirada, que viste camisa y corbata, se sienta amparado por las sombras con la boca llena de sangre y pasa las diapositivas mientras el jefe dice a los de Microsoft por qué escogió un tono especial de azul cianita para un icono del programa.
El primer club lo inauguramos Tyler y yo a puñetazos.
Antes me bastaba con limpiar el apartamento o escribir un informe pormenorizado del coche cada vez que llegaba a casa enfadado, sabedor de que mi vida no iba a cumplir las expectativas del plan quinquenal. Llegaría un momento en que moriría, sin una sola cicatriz, sólo quedarían un coche y un apartamento muy agradable. Allí estaría el apartamento hasta que el polvo o el siguiente propietario se adueñara de él. Nada es inalterable. Incluso la Mona Lisa se está pudriendo. Desde que comenzó el club de lucha, la mitad de los dientes me bailan en la mandíbula.
Tal vez la autosuperación no sea la respuesta.
Tyler nunca conoció a su padre.
Tal vez la autodestrucción sea la respuesta.
Tyler y yo seguimos yendo juntos al club de lucha. El club de lucha está ahora en el sótano de un bar que cierra los sábados por la noche. Cada vez que vas hay más tíos.
Tyler se sitúa debajo de la única luz, que pende en medio del sótano de hormigón, y ve esa luz parpadeando en la oscuridad en cien pares de ojos. Lo primero que Tyler grita es:
—La primera regla del club de lucha es que no se habla del club de lucha.
»La segunda regla del club de lucha —grita Tyler— es que no se habla del club de lucha.
Yo viví con mi padre unos seis años, pero no recuerdo nada. Cada seis años, más o menos, mi padre funda una nueva familia en otra ciudad. O mejor dicho, establece una franquicia.
Lo que ves en el club de lucha es una generación de hombres criados por mujeres.
Tyler está de pie bajo la luz solitaria de la bombilla en la negrura nocturna de un sótano lleno de hombres y recita las otras reglas: dos hombres por combate; un combate cada vez, nada de camisas ni zapatos; los combates duran lo que haga falta.
—Y la séptima regla —chilla Tyler— es que si ésta es tu primera noche en el club de lucha, tienes que luchar.
El club de lucha no es como un partido de fútbol americano transmitido por televisión. No ves a una pandilla de tíos desconocidos que recorren el mundo y se acaban de cascar unos a otros vía satélite hace dos minutos mientras te bombardean con anuncios de cerveza cada diez minutos y ahora una pausa para identificar la estación emisora. Después de haber estado en el club de lucha, ver partidos de fútbol americano por televisión es como ver películas porno cuando podrías estar follando a lo grande.
El club de lucha se convierte en la única razón por la cual vas al gimnasio, llevas el pelo corto y las uñas bien recortadas. El gimnasio al que vas está lleno de tíos que intentan parecer hombres, como si ser un hombre significara rendirse a los deseos de un escultor o un director artístico.
Como dice Tyler, hasta los soufflés parecen inflados.
Mi padre nunca fue a la universidad, así que era realmente importante que yo fuera. Al acabar la universidad, le llamé por teléfono y le pregunté: «¿Y ahora qué?».
Mi padre no sabía qué responder.
Cuando conseguí un trabajo y cumplí veinticinco tacos, le volví a llamar y le pregunté: «¿Y ahora qué?». Mi padre no sabía qué responder; así que me dijo: «Cásate».
Tengo treinta años y me pregunto si lo que realmente necesito es otra mujer.
Lo que sucede en el club de lucha no puede explicarse con palabras. Algunos tíos necesitan una pelea semanal. Esta semana, Tyler dice que bastará con los primeros cincuenta tíos que crucen la puerta. Ni uno más.
La semana pasada, le hice una señal a un tío y nos apuntamos para luchar. El tío debió haber tenido una semana pésima; me dobló los brazos por detrás de la espalda con una llave perfecta y me machacó la cara contra el suelo de hormigón hasta que los dientes me desgarraron la mejilla por dentro y me hinchó un ojo, que quedó cerrado y sangrando. Y, después de pedirle que parara, miré el suelo y vi la huella de sangre dejada por la mitad de mi cara.
Tyler se puso a mi lado, ambos miramos la huella sanguinolenta en forma de O dejada por mi boca y la mancha de mi ojo, que nos contemplaba desde el suelo. Tyler dijo:
—Genial.
Le doy la mano a mi contrincante y le digo:
—Buen combate.
Y el tío me responde:
—¿Qué tal otro la semana que viene?
Trato de sonreír a pesar de la hinchazón y le digo:
—Mírame. ¿Qué tal el mes que viene?
En ningún sitio te sientes tan vivo como en el club de lucha, peleando un tío y tú bajo esa luz solitaria, mientras los demás te observan, formando un círculo. En el club de lucha no se trata de ganar o perder combates. Al club de lucha tampoco se va a hablar. Ves a un tío entrar por vez primera en el club de lucha y su culo parece una hogaza de pan. Ese mismo tío, dentro de seis meses, parece tallado en madera y se cree capaz de cualquier cosa. Se oyen gruñidos y ruidos igual que en un gimnasio, pero en el club de lucha no se trata de lograr una buena apariencia física. Se oyen también gritos histéricos, igual que en misa, y cuando te levantas el domingo por la tarde te sientes a salvo.
Después del último combate, el tío que había luchado contra mí limpiaba el suelo con una fregona mientras yo llamaba al seguro y me daban permiso para ir a urgencias. En el hospital, Tyler les dice que me he caído.
En ocasiones Tyler habla por mí.
«Me lo he hecho yo mismo.»
Fuera, estaba saliendo el sol.
No se habla del club de lucha porque, exceptuando esas cinco horas entre las dos y las siete de la mañana del domingo, el club de lucha no existe.
Cuando Tyler y yo inventamos el club de lucha, ninguno de los dos había luchado antes. Si nunca te has visto envuelto en una pelea, te haces preguntas sobre las heridas, sobre lo que eres capaz de hacerle a otra persona. Yo fui el primer tipo con el que Tyler tuvo confianza para pedírselo. Estábamos los dos borrachos en un bar donde no le importábamos a nadie y Tyler me dijo:
—Quiero que me hagas un favor. Quiero que me pegues lo más fuerte que puedas.
Yo no quería, pero Tyler me lo contó todo: que no deseaba morir sin cicatrices, que estaba cansado de ver sólo combates entre profesionales, que quería conocerse mejor.
Y lo de la autodestrucción.
En aquel momento la vida me parecía demasiado completa y tal vez hubiera que romper con todo para sacar lo mejor de nosotros mismos.
Eché un vistazo a mi alrededor y le dije:
—Está bien, de acuerdo, pero fuera, en el aparcamiento.
Así que salimos y le pregunté a Tyler si quería que lo golpeara en la cara o en el estómago.
—Sorpréndeme —dijo Tyler.
Le dije que jamás le había pegado a nadie. Tyler contestó:
—Vamos, ponte loco.
—Cierra los ojos.
—No —dijo Tyler.
Como cualquier otro tío en su primera noche en el club de lucha, cogí aire y describí una parábola con el puño en dirección a la mandíbula de Tyler, tal y como estaba acostumbrado a ver en las películas de vaqueros, pero mi puño chocó contra un lado del cuello de Tyler.
—Mierda —dije yo—; no ha valido. Probaré otra vez.
—Claro que ha valido —dijo Tyler. Y me lanzó un directo, ¡paf!, igual que un guante de boxeo impulsado por un muelle, como en los dibujos animados del sábado por la mañana; justo en mitad del pecho. Caí hacia atrás y me di contra un coche. Nos quedamos los dos de pie, Tyler frotándose el cuello y yo apoyando una mano en el pecho, y sabíamos que habíamos llegado más lejos que nunca y que, igual que el perro y el gato de los dibujos animados, seguíamos vivos, pero estábamos deseosos de ver hasta dónde podíamos continuar sin dejar de estarlo.
—Genial —dijo Tyler.
Le pedí que me golpeara otra vez.
—No. Pégame tú —dijo Tyler.
Así que le lancé un gancho de chica justo por debajo de la oreja, y Tyler me derrumbó y me hundió el tacón del zapato en el estómago. Lo que sucedió después es indescriptible. El bar cerró, la gente salió al aparcamiento y nos rodeó para azuzarnos a gritos.
En vez de Tyler, fui yo quien finalmente acabé por darme cuenta de que podía acostumbrarme a todas aquellas cosas que no iban bien: la ropa limpia que volvía de la lavandería con los botones del cuello rotos; el banco que me anuncia que tengo un descubierto de cientos de dólares. El trabajo, donde el jefe se mete en mi ordenador y juguetea con los comandos de ejecución del DOS. Y Marla Singer, que me robó los grupos de apoyo.
No habíamos resuelto nada al terminar el combate, pero no importaba.
La primera vez que luchamos era un domingo por la noche y Tyler no se había afeitado en todo el fin de semana, así que me ardían los nudillos en carne viva por culpa de su barba de dos días. Tumbados boca arriba en el aparcamiento, mientras contemplábamos una estrella que apareció entre las farolas, le pregunté a Tyler contra qué había luchado.
Tyler contestó que contra su padre.
Tal vez no necesitábamos un padre para sentirnos completos. No es nada personal lo que determina quiénes son tus contrincantes en el club de lucha. Se lucha por luchar. Se supone que no se debe hablar del club de lucha, pero sí hablamos y durante las dos semanas siguientes empezaron a venir tíos al aparcamiento después de que cerrara el bar y, antes de que llegara el frío, otro bar nos había ofrecido el sótano en el que ahora nos reunimos.
Cuando los miembros del club de lucha se reúnen, Tyler recita las reglas que establecimos él y yo.
—La mayoría de vosotros —grita Tyler bajo el cono de luz, en el centro del sótano lleno de hombres— estáis aquí porque alguien quebrantó las reglas. Alguien os ha hablado del club de lucha.
»Lo mejor será que dejéis de hablar del club o ya podéis ir fundando otro club de lucha —dice Tyler—, porque la semana que viene, cuando lleguéis aquí, anotaréis vuestros hombres en una lista y sólo pasarán los cincuenta primeros. Los que entréis prepararéis un combate enseguida, si lo que queréis es luchar. Si no queréis luchar, hay otros tíos que quieren, por lo que tal vez deberíais quedaros en casa.
»Si ésta es vuestra primera noche en el club de lucha —chilla Tyler—, tendréis que luchar.
La mayoría de estos tíos está en el club de lucha por culpa de algo contra lo que tienen miedo de luchar. Después de unos cuantos combates el miedo es mucho menor.
Muchos que ahora son buenos amigos se conocieron en el club de lucha. Voy a reuniones y congresos, donde veo rostros de contables, jóvenes ejecutivos o abogados con la nariz rota y abultada como una berenjena bajo el vendaje, o con un par de puntos de sutura bajo un ojo, o con la mandíbula inferior sujeta por un alambre. Todos son jóvenes apacibles que escuchan hasta que llega la hora de tomar decisiones.
Nos saludamos con un ademán de cabeza.
Más tarde, mi jefe me preguntará cómo es que conozco a tantos de esos tíos.
Según él, cada vez hay menos caballeros en el negocio y más macarras.
La demostración sigue adelante.
Me fijo en Walter, el de Microsoft. He aquí a un joven de piel pálida y con la dentadura perfecta, con un empleo de esos por los que te molestas en escribir a la revista de licenciados para informarte. Sabes que es demasiado joven para haber luchado en ninguna guerra y, aunque sus padres no se habían divorciado, su padre nunca estaba en casa. Me mira a la cara, la mitad afeitada y limpia, y la otra, magullada y malévola, oculta en la oscuridad. La sangre brilla en mis labios y puede que Walter esté pensando en aquel convite informal y vegetariano al que fue el pasado fin de semana, o en el ozono, o en la desesperada necesidad —por el bien de la Tierra— de que se detengan los crueles experimentos de productos con animales, pero también es probable que no esté pensando en todo eso.
Siete
Una mañana aparece flotando en el retrete, como una medusa muerta, un condón usado.
Así conoció Tyler a Marla.
Me levanto a mear y allí, en la taza del váter, aparece el condón contra un fondo de pinturas rupestres hechas con porquería. Te preguntas: «¿En qué piensa el esperma?».
—¿Qué es esto?
—¿La bóveda de la vagina?
¿Qué pasa aquí?
Toda la noche soñé que estaba follándome a Marla Singer, a Marla Singer mientras fumaba un cigarrillo, a Marla Singer mientras entornaba los ojos. Me despierto solo en la cama y la puerta de la habitación de Tyler está cerrada. La puerta de la habitación de Tyler nunca está cerrada. Estuvo lloviendo toda la noche. Las tablas del tejado se hinchan, se comban, se tuercen, y la lluvia se cuela y acumula en el techo de escayola y cae goteando por la instalación de la luz.
Cuando llueve tenemos que quitar los fusibles. Uno ya ni se molesta en encender las luces. La casa que Tyler ha alquilado tiene tres pisos y un sótano. Nos movemos por ella con velas. Cuenta con varias despensas y porches cubiertos donde puedes dormir, y en el rellano de la escalera hay ventanas con vidrieras. En el salón hay galerías con asientos junto a las ventanas. Los zócalos de madera están grabados y barnizados y miden casi medio metro de altura.
La lluvia se filtra en hilillos por toda la casa y la madera se hincha y se contrae, y los suelos, zócalos y marcos de las ventanas escupen milímetro a milímetro los clavos, que se van oxidando.
En todas partes tropiezas con los clavos oxidados o te los enganchas en el codo y sólo hay un cuarto de baño para los siete dormitorios y ahora hay en él un condón usado.
La casa está a la espera de algo, un cambio en la zona o un testamento que ordene su derribo. Le pregunté a Tyler cuánto tiempo llevaba aquí y me dijo que unas seis semanas. El propietario original de la casa comenzó a coleccionar en la noche de los tiempos, y continuó durante toda su vida, revistas del National Geographic y del Reader's Digest. Grandes pilas de revistas en inestable equilibrio que crecen cada vez que llueve. Tyler dice que el último inquilino doblaba las páginas satinadas de las revistas y hacía papelinas de coca. La puerta de casa no tiene cerradura desde que la policía o quien fuera le dio una patada. Nueve capas de papel pintado se hinchan en las paredes del comedor: estampados de flores debajo de rayas de colores, debajo de dibujos de pajaritos, debajo de papel de China.
Nuestros únicos vecinos son un taller de máquinas cerrado y, en la acera de enfrente, un almacén grande como un bloque de pisos. En casa hay un armario con rodillos de dos metros para enrollar los manteles de damasco; así nunca tenemos que plegarlos. Hay un ropero tapizado de madera de cedro. Los azulejos del cuarto de baño tienen pintadas unas florecillas más bonitas que las de la mayoría de los juegos de té de porcelana de las listas de boda, y en el váter hay un condón usado.
Llevo como un mes viviendo con Tyler.
Tyler viene a desayunar con chupetones por todo el cuello y el pecho, y yo estoy enfrascado en la lectura de un Reader's Digest atrasado. Ésta es la casa perfecta para traficar con drogas. No hay vecinos. En Paper Street no hay más que almacenes y la fábrica de papel. El olor a pedos del humo de la papelera y el olor a jaula de háms-ters de las astillas de madera que se amontonan en pirámides anaranjadas en torno a la fábrica. Ésta es la casa perfecta para traficar con drogas porque durante el día pasan por Paper Street camiones de tropecientos dólares, pero por la noche Tyler y yo estamos solos en un kilómetro a la redonda.
En el sótano encontré pilas y pilas de revistas del Reader's Digest y ahora hay un montón de Reader's Digest en cada habitación.
La vida en Estados Unidos.
La risa es la mejor medicina.
Las pilas de revistas son casi el único mobiliario.
En las revistas más viejas hay una serie de artículos en los que los órganos del cuerpo humano hablan de sí mismos en primera persona: Soy el Útero de Mengana.
Soy la Próstata de Fulano.
No es broma; y Tyler se sienta a la mesa de la cocina con los chupetones y sin camisa y bla, bla, bla: que si conoció anoche a Marla Singer, que si se acostaron...
Escuchar esto y convertirme en la Vesícula Biliar de Fulano es todo uno. Es culpa mía. A veces haces algo y estás jodido, y otras, estás jodido por lo que no haces.
Anoche llamé a Marla. Hemos inventado un sistema para que cuando yo quiera ir a un grupo de apoyo pueda llamar a Marla y ver si también ella tiene pensado ir. La noche de ayer se dedicaba a melanomas y me sentía un poco deprimido.
Marla vive en el hotel Regent, un amasijo de ladrillos marrones que se tienen en pie gracias a la mugre, donde todos los colchones están cerrados herméticamente dentro de resbaladizas fundas de plástico, porque mucha gente va allí a morir. Si no te apoyas bien en la cama, tú y las sábanas y la manta iréis a parar al suelo.
Llamé a Marla al hotel Regent para saber si iba a ir a melanomas.
Marla me contestó a cámara lenta. No se trataba de un suicidio real, dijo Marla, probablemente era sólo una de esas escenas para llamar la atención, pero se había tomado demasiadas pastillas de Xanax.
Imagínate ir hasta el hotel Regent para ver a Marla pasearse de un lado a otro por esa habitación decrépita mientras repite: Me muero. Muero. Me muero. Muero. Mueeero. Muero.
Así durante horas y horas.
Así que se iba a quedar en casa esta noche, ¿no?
Marla dijo que se estaba muriendo de verdad. Debía darme prisa si no quería perdérmelo.
Le di las gracias, pero le dije que tenía otros planes.
«No importa», dijo Marla. También podía morirse viendo la televisión. Marla sólo esperaba que echaran algo que valiese la pena.
Me fui corriendo a los melanomas. Volví a casa temprano y dormí.
Ahora, durante el desayuno, a la mañana siguiente Tyler se sienta aquí cubierto de chupetones y me dice que Marla es una zorra retorcida, pero que eso le gusta mucho.
Anoche, tras la reunión de melanomas, volví a casa y me metí en la cama y me quedé dormido. Y soñé que echaba un polvo y otro polvo y otro polvo con Marla Singer.
Y esta mañana, escuchando a Tyler, pretendo estar leyendo el Reader's Digest. Una zorra retorcida; yo podría habértelo dicho. Reader's Digest. Humor de uniforme.
Soy las Vías Biliares y Rabiosas de Fulano.
¡Las cosas que Marla le dijo anoche!, me cuenta Tyler. Ninguna chica le había hablado así en la vida.
Soy los Dientes Rechinantes de Fulano.
Soy la Nariz Hinchada de Mengano mientras echa llamaradas.
Después de echar unos diez polvos, me cuenta Tyler, Marla le dijo que quería quedarse embarazada. Marla le dijo que deseaba tener un aborto de Tyler.
Soy los Nudillos Blancos de Fulano.
Cómo no le iba a gustar eso a Tyler. La noche de antes de ayer, Tyler se quedó allá arriba solo y se dedicó a montar en Blancanieves fotogramas de órganos sexuales.
Cómo podría competir yo para llamar la atención de Tyler.
Soy la Sensación de Rechazo Rabiosa e Irritada de Fulano.
Lo peor de todo es que es culpa mía. Anoche, después de irme a dormir, me cuenta Tyler que volvió a casa al finalizar su turno de camarero en el banquete y Marla llamó otra vez desde el hotel Regent. Ya estaba allí, dijo Marla. El túnel, la luz que la atraía hacia el túnel. La experiencia de la muerte era tan genial que Marla quería describírmela mientras abandonaba su cuerpo y ascendía flotando.
Marla no sabía si su espíritu podría utilizar el teléfono, pero quería que por lo menos alguien oyese su último aliento.
No, no. Tyler contesta el teléfono y malinterpreta la situación.
No se conocen, así que Tyler piensa que no es bueno que Marla esté a punto de morir.
No se trata de eso.
No es asunto suyo, pero Tyler llama a la policía y corre al hotel Regent.
Ahora, según la antigua costumbre china que todos hemos aprendido gracias a la televisión, Tyler será por siempre responsable de Marla, porque salvó la vida de Marla.
Si yo hubiera perdido unos minutos en ir a ver a Marla morir, nada de esto habría sucedido.
Tyler me dice que Marla vive en la habitación 8G, en el último piso del hotel Regent, en lo alto de ocho rellanos de escalera y al final de un ruidoso pasillo con risas enlatadas televisivas que atraviesan las puertas. Cada dos segundos echa un chillido alguna actriz o muere un actor gritando al ser alcanzado por una ráfaga de balas. Tyler llega al final del vestíbulo y antes de que pueda llamar a la puerta surge de la habitación 8G un brazo macilento como mantequilla y muy, muy delgado, le coge por la muñeca y tira de él hacia adentro.
Me enfrasco en la lectura de un Reader's Digest.
Incluso mientras Marla mete a Tyler de un tirón en la habitación, Tyler oye el chirrido de unos frenos y las sirenas que se congregan frente al hotel Regent. Sobre el tocador hay un consolador fabricado con el mismo plástico rosa y suave con el que se fabrican millones de muñecas Barbie y, por un momento, Tyler se imagina millones de muñecas Barbies y consoladores moldeados por inyección, saliendo de la cadena de montaje de una fábrica de Taiwán.
Marla repara en Tyler, que contempla su consolador, y pone los ojos en blanco y le dice:
—No tengas miedo. No es una amenaza para ti.
Marla saca a Tyler a empujones al pasillo y le dice que lo siente, pero que no debería haber llamado a la policía, y que, probablemente, la policía ya está abajo.
Marla cierra la puerta de la habitación 8G y empuja a Tyler hacia las escaleras. En las escaleras Tyler y Marla se aplastan contra la pared mientras la policía y los enfermeros suben en tromba con el oxígeno preguntando cuál es la habitación 8G.
Marla les dice que es la puerta al final del pasillo.
Marla le dice a gritos a la policía que la chica de la 8G fue en otros tiempos una chica encantadora, pero que ahora es un monstruo, un monstruo horrible. La chica es escoria humana infecciosa; está confundida y teme hacer algo equivocado y, por lo tanto, no hará nada.
—La chica de la habitación 8G no tiene fe en sí misma —grita Marla— y le preocupa tener cada vez menos posibilidades al envejecer.
»Buena suerte —grita Marla.
La policía se amontona junto a la puerta cerrada de la habitación 8G, y Marla y Tyler se apresuran a bajar al vestíbulo. A sus espaldas, un policía grita junto a la puerta.
—¡Déjenos ayudarla! Señorita Singer, ¡hay muchas razones para seguir viviendo! ¡Marla, déjenos entrar y le ayudaremos a solucionar sus problemas!
Marla y Tyler salieron corriendo a la calle. Tyler metió a Marla en un taxi, y en lo alto del octavo piso del hotel, Tyler distinguió que se movían sombras de un lado a otro tras las ventanas de la habitación de Marla.
En la autopista, entre todas las luces y los otros coches que avanzan deprisa por los seis carriles hacia un punto que se desvanece, Marla le dice a Tyler que debe mantenerla despierta toda la noche. Si Marla se duerme, morirá.
Un montón de gente quería ver muerta a Marla, le dijo a Tyler. Esas personas estaban muertas, en el otro mundo, y la llamaban de noche por teléfono. Marla se iba de bares y oía al camarero preguntar por ella, y cuando atendía la llamada, la línea se había cortado.
Tyler y Marla se pasaron casi toda la noche despiertos en la habitación contigua a la mía. Cuando Tyler se despertó, Marla había desaparecido y vuelto al hotel Regent.
Le digo a Tyler que Marla Singer no necesita un amante sino un asistente social.
Tyler me contesta:
—No llames a esto «amor».
En pocas palabras, Marla está ahora dispuesta a arruinar otra parte de mi vida. Siempre, desde que fui a la universidad, he hecho amigos. Se casan. Pierdo los amigos.
Estupendo.
—Fantástico— le digo yo.
Tyler pregunta:
—¿Es esto un problema para ti?
Soy las Tripas en Tensión de Fulano.
—No —le contesto—. No pasa nada.
Ponme una pistola en la cabeza y pinta la pared con mi cerebro.
—Simplemente, genial —le digo yo—; en serio.
Ocho
Mi jefe me manda a casa porque tengo los pantalones llenos de sangre seca, y eso me llena de alegría.
La herida del pómulo hundido no se cura nunca. Voy a trabajar y las cuencas sumidas de mis ojos son dos donuts turgentes y amoratados que rodean los dos meatos que tengo para ver. Hasta el día de hoy me sacaba de quicio haberme convertido en un maestro zen totalmente equilibrado, y que nadie se hubiera dado cuenta. Sin embargo, sigo trabajando con el FAX. Escribo HAIKUS que envío por fax a todo el mundo. En el trabajo, cuando me cruzo con la gente en el vestíbulo, me vuelvo totalmente ZEN a los ojos de todos esos ROSTROS hostiles.
Las abejas obreras libran; hasta los zánganos saben volar, la reina es la esclava.
Renuncias a todas las posesiones terrenales, al coche, y te vas a vivir a una casa alquilada en la parte tóxica de la ciudad, donde a altas horas de la noche oyes a Marla y Tyler, en su habitación, llamarse mutuamente escoria humana.
Toma esto, escoria humana.
Haz esto, escoria humana.
Tómatelo. Trágatelo, nena.
Aunque sólo sea por contraste, esto me convierte en el centro diminuto y sereno del mundo. Y yo, con los ojos hundidos y la sangre seca formando grandes costras oscuras en los pantalones, le digo ¡Hola! a todo el mundo en la oficina. «¡Hola! Miradme. ¡Hola! Soy tan ZEN. Esto es SANGRE. No es nada. Hola. Todo es nada; es tan alucinante estar ILUMINADO. Como yo.»
Suspira.
Mira. Por la ventana. Un pájaro.
Mi jefe me preguntó si la sangre era mía.
El pájaro vuela a favor del viento. Estoy escribiendo mentalmente un haiku.
Sin tener siquiera un nido
el pájaro llamará hogar al mundo:
la vida es tu tarea.
Cuento con los dedos: cinco sílabas, siete, cinco.
La sangre, ¿es mía?
Sí —digo yo—. Parte de ella.
No es una buena respuesta.
¡Vaya negocio! Tengo dos pares de pantalones negros. Seis camisas blancas. Seis mudas de ropa interior. Lo mínimo imprescindible. Me voy al club de lucha. Estas cosas pasan.
—Vete a casa y cambíate —me dice el jefe.
Empiezo a preguntarme si Tyler y Marla son la misma persona. Excepto por el polvo de todas las noches en el dormitorio de Marla.
Haciéndolo.
Haciéndolo.
Haciéndolo.
Tyler y Marla nunca están en la misma habitación. Nunca los veo juntos.
Pero tampoco me verás nunca con Zsa Zsa Gabor, y eso no significa que seamos la misma persona. Tyler no se deja ver cuando Marla está en casa.
Para que pueda lavar los pantalones Tyler tiene que enseñarme a fabricar jabón. Tyler está en el piso de arriba y la cocina huele a cigarrillos y a pelo quemado. Marla está sentada a la mesa de la cocina quemándose la parte interior del brazo con la colilla de un cigarrillo mientras se llama a sí misma escoria humana.
—Abrazo mi propia corrupción supurante —le dice Marla a la punta color cereza de su cigarrillo. Marla hace girar el cigarrillo sobre la carne blanca y suave del brazo—. Arde, zorra, arde.
Tyler está arriba, en mi habitación, se mira los dientes en el espejo y me dice que me ha conseguido un trabajo de camarero para banquetes, media jornada.
—En el hotel Pressman. Siempre y cuando puedas trabajar por las noches —dice Tyler—. Este empleo alimentará tu odio clasista.
—Sí —le digo—, lo que sea.
—Te harán llevar una pajarita negra —me explica Tyler—. Lo único que necesitas es una camisa blanca y unos pantalones negros.
—Jabón, Tyler —le digo—, necesitamos jabón. Tenemos que fabricar jabón. Lo necesito para lavar los pantalones.
Sujeto los pies a Tyler mientras hace doscientos abdominales.
—Para hacer jabón, primero hay que conseguir grasa. —Tyler está lleno de información útil.
Excepto cuando están echando un polvo, Marla y Tyler nunca comparten la misma habitación. Si Tyler está cerca de ella, Marla no le hace caso. La situación me es familiar, pues mis padres se hacían invisibles el uno para el otro de la misma manera. Luego, mi padre se largó para establecer otra franquicia.
Mi padre siempre decía: «Cásate antes de que te aburra el sexo o nunca te casarás».
Mi madre decía: «Nunca compres nada que tenga cremallera de nailon».
Mis padres jamás dijeron nada que valiera la pena bordar en un cojín.
Tyler va por el abdominal ciento noventa y ocho. Ciento noventa y nueve. Doscientos.
Tyler lleva una especie de albornoz de franela un poco pegajosa y pantalones elásticos.
—Haz que Marla salga de casa —me dice Tyler—. Mándala a la tienda a comprar un bote de polvo de gas. Lejía en polvo. No de cristal. Deshazte de ella.
Vuelvo a tener seis años y a llevar y traer mensajes entre mis padres cuando están desavenidos. Lo odiaba cuando tenía seis años y lo sigo odiando ahora.
Tyler comienza a hacer elevaciones de piernas, y yo bajo y le digo a Marla que vaya a por los polvos de hipoclorito y le doy un billete de diez dólares y mi tarjeta del autobús. Marla sigue sentada a la mesa de la cocina y le quito el cigarrillo de entre los dedos. Con suavidad y facilidad. Limpio con un paño las manchas rojizas del brazo de Marla, donde las costras de las quemaduras se han agrietado y empiezan a sangrar. Luego, le calzo los pies con unos zapatos de tacón alto.
Marla me observa mientras represento el papel de Príncipe Azul con sus zapatos y me dice:
—Entré sin llamar. No creí que hubiera nadie en casa. La puerta principal no cierra.
No digo nada.
—Para nuestra generación, el condón hace las veces del zapato de cristal. Te lo pones cuando conoces a alguien; bailas toda la noche y luego lo tiras. Me refiero al condón, no a la persona.
No hablo con Marla. Podrá entrometerse en los grupos de apoyo y entre Tyler y yo, pero nunca podrá ser mi amiga.
—Te he estado esperando aquí toda la mañana.
Los brotes florecen y mueren; trae el viento nieve o mariposas, la piedra no repara en ello.
Marla se levanta de la mesa de la cocina; lleva puesto un vestido azul sin mangas, de una tela brillante. Marla tira del extremo de la falda y se la levanta para mostrarme las diminutas puntadas del dobladillo. No lleva ropa interior y me guiña un ojo.
—Te quería enseñar mi vestido nuevo —dice Marla—. Es un vestido de dama de honor y está todo cosido a mano. ¿Te gusta? En el mercadillo benéfico de la Buena Voluntad lo vendían por un dólar. ¿Puedes creer que alguien haya estado dando puntadas minúsculas con el único fin de confeccionar un vestido tan horrible? —dice Marla.
La falda es más larga por un lado que por otro y la cintura caída órbita alrededor de las caderas de Marla.
Antes de irse a la tienda, Marla se levanta la falda con las puntas de los dedos y baila una especie de danza alrededor de mí y de la mesa de la cocina moviendo el trasero, que se menea. Lo que le gusta, dice Marla, son todas esas cosas que la gente desea con intensidad y luego tira una hora o un día después; como los árboles de Navidad, que son el centro de atención hasta que, pasadas las fiestas, se ven esos árboles de Navidad muertos, todavía decorados con espumillón, tirados a un lado de la autopista. Al contemplarlos, piensas en los animales arrollados en la carretera o en las víctimas de crímenes sexuales, que llevan la ropa interior del revés y están maniatadas con cinta aislante negra.
Sólo quiero que se largue de aquí.
—El Centro de Control de Animales es el mejor sitio —me dice Marla—. Todos los animales, los perritos y gatitos que la gente quiso y luego abandonó, hasta los animales viejos, bailan y saltan a tu alrededor para llamar la atención, porque pasados tres días les inyectan una sobredosis de fenobarbital y los arrojan a un enorme horno para mascotas.
—El sueño eterno, al estilo de El valle de los perros.
«Donde te castran, aunque alguien te quiera lo suficiente como para salvarte la vida. —Marla me mira como si fuera yo quien se la tira y me dice—: Contigo no hay quien gane, ¿no es cierto?
Marla sale por la puerta de atrás cantando aquella canción espeluznante de El valle de las muñecas.
Me quedo mirándola mientras se aleja.
Me quedo en silencio uno, dos, tres momentos hasta que Marla desaparece por completo por la puerta.
Me doy la vuelta y aparece Tyler.
Tyler me dice:
—¿Te la has quitado de encima?
Sin un ruido ni olor alguno aparece Tyler.
—En primer lugar... —Tyler habla mientras salva la distancia entre la puerta de la cocina y la nevera y empieza a revolver en el congelador—... necesitamos grasa.
Respecto a mi jefe, dice Tyler, si estoy realmente enfadado con él debería ir a la oficina de correos y rellenar una tarjeta de cambio de domicilio y desviar toda su correspondencia a Rugby, en Dakota del Norte.
Tyler comienza a sacar bolsas que tienen dentro algo congelado y blanco, y las echa en el fregadero. Me pide que ponga una cacerola grande al fuego y que la llene de agua casi hasta el borde. Si no hay agua suficiente, la grasa se oscurecerá al desprenderse el sebo.
—Esta grasa —me explica Tyler— tiene mucha sal, así que, cuanta más agua, mejor.
Pon la grasa en el agua y déjala que hierva.
Tyler estruja las bolsas, la inmundicia blanca cae al agua, y luego esconde las bolsas vacías en el fondo de la basura.
Tyler me dice:
—Usa un poco la imaginación. Acuérdate de toda aquella mierda sobre los colonos que aprendiste en los Boy Scouts. Acuérdate de la química del instituto.
Cuesta imaginarse a Tyler en los Boy Scouts.
Otra cosa que podría hacer, dice Tyler, es ir una noche a casa de mi jefe y enchufar una manguera en la toma de agua del jardín. Enchufa la manguera en una bomba de mano, inyecta en las cañerías de la casa una carga de colorante industrial —rojo, azul o verde— y espera a ver el aspecto del jefe al día siguiente. O podía sentarme entre los matorrales y bombear hasta llenar las cañerías con 8 kg/cm2. Así, cuando alguien tire de la cadena del váter, la cisterna explotará. Con 10 kg/cm2, si alguien abre el grifo de la ducha, la presión del agua hará que explote la alcachofa, destrozará la rosca y... ¡blam!, la alcachofa se convierte en el obús de un mortero.
Tyler me dice estas cosas sólo para que me sienta mejor. La verdad es que aprecio a mi jefe. Además, ahora estoy iluminado. Ya sabes, sólo puedo comportarme como Buda. Crisantemos. El Sutra del Diamante y el Bine Cliff Record. Hari Rama, ya sabes, Krisna, Krisna. Ya sabes, iluminado.
—No te conviertes en una gallina por muchas plumas que te pegues en el trasero, me dice Tyler.
Cuando la grasa se derrita, el sebo subirá a la superficie del agua hirviendo.
—¡Vaya! —le digo—, ¿así que me pego plumas en el trasero?
¡Como si Tyler, con las quemaduras de cigarrillo en los brazos, tuviese un alma tan desarrollada! Don Escoria Humana y su esposa. Relajo la expresión de mi rostro y me transformo en uno de esos tipos impasibles como vacas hindúes y que aparecen camino del matadero en las instrucciones de emergencia de los aviones.
Apaga el fuego.
Remuevo el agua hirviendo.
Más y más sebo subirá a la superficie hasta cubrir toda el agua con una capa de color madreperla. Coge un cucharón para espumar la capa y retírala.
—¿Cómo está Marla?—, le pregunto.
—Por lo menos Marla está intentando tocar fondo —responde Tyler.
Remuevo el agua hirviendo.
Continúa espumando hasta que no salga más sebo. En efecto, es sebo lo que estamos espumando. Puro sebo de calidad.
Tyler me dice que todavía estoy lejos de tocar fondo y que si no bajo hasta el fondo no conseguiré salvarme. Jesús hizo lo mismo con su historia de la crucifixión. No debería limitarme a renunciar al dinero, la propiedad y el conocimiento. No es sólo un refugio para el fin de semana. Debería dejar de intentar mejorar y labrarme un desastre. Ya no puedo seguir jugando sobre seguro.
Esto no es un seminario.
—Si pierdes el temple antes de tocar fondo —dice Tyler— nunca lo conseguirás.
Sólo después del desastre podemos resucitar.
—Sólo después de haberlo perdido todo —dice Tyler— eres libre para hacer cualquier cosa.
Lo que he experimentado es una iluminación prematura.
—Y sigue removiendo —dice Tyler.
Cuando la grasa haya hervido lo suficiente y ya no salga más sebo, tira el agua hirviendo. Limpia la cacerola y llénala otra vez de agua.
Le pregunto cuánto me falta para tocar fondo.
—Desde donde estás —dice Tyler— jamás conseguirás ni imaginarte cómo es el fondo.
Repite el proceso con el sebo espumado. Hierve el sebo en el agua. Espuma una y otra vez.
—La grasa que estamos utilizando tiene mucha sal —dice Tyler—. Demasiada sal y el jabón no se solidificará. Hierve y espuma.
Hierve y espuma.
Marla ha vuelto.
En cuanto Marla abre la puerta de rejilla metálica, Tyler se va, se esfuma, huye fuera de la habitación, desaparece.
Tyler se ha ido arriba, o Tyler se ha ido abajo, al sótano.
Marica.
Marla entra por la puerta trasera con un bote de polvo de gas.
—En la tienda tienen papel higiénico cien por cien reciclado —dice Marla—. Reciclar papel higiénico debe ser el peor trabajo del mundo.
Cojo el bote de polvo de gas y lo pongo en la mesa. No le hablo.
—¿Puedo quedarme a dormir esta noche? —me pregunta Marla.
No le hablo. Cuento mentalmente: cinco sílabas, siete, cinco.
El tigre sabe sonreír;
la serpiente dirá que te quiere:
las mentiras nos vuelven malos.
—¿Qué estás preparando? —me pregunta Marla.
Soy el Punto de Ebullición de Fulano.
Le digo que se largue:
—Vete de aquí, ¿vale? ¿No me has arrebatado ya una parte bastante grande de mi vida?
Marla me coge de la manga y me retiene durante un segundo para besarme en la mejilla.
—¿Me llamarás? Hazlo, por favor; tenemos que hablar.
Le digo que sí, sí, sí, sí, sí.
En cuanto Marla sale por la puerta, Tyler aparece de nuevo en la habitación.
Con la rapidez de un truco de magia. Mis padres practicaron ese truco de magia durante cinco años.
Hiervo el agua y la espumo mientras Tyler deja espacio libre en la nevera. El vapor llena la habitación y el techo de la cocina gotea agua. La bombilla de cuarenta vatios está oculta en el fondo de la nevera, es un brillante que no alcanzo a ver detrás de las botellas de ketchup y los frascos de escabeche, salmuera o mayonesa; una lucecita en el interior del frigorífico ilumina el perfil de Tyler.
Hierve y espuma. Hierve y espuma. Pon el sebo espumado en cartones de leche con la parte superior completamente abierta.
Desde una silla apoyada en el frigorífico abierto, Tyler vigila el enfriamiento del sebo. En la cocina caldeada, nubes de vapor frío caen en cascada por el fondo de la nevera y forman un charco en torno a los pies de Tyler.
A medida que voy llenando los cartones de leche con sebo, Tyler los mete en la nevera.
Me arrodillo junto a Tyler frente a la nevera, y Tyler me coge las manos y me las enseña. La línea de la vida. La línea del amor. Los montes de Venus y de Marte. El vapor condensado forma un charco a nuestro alrededor, y la luz brilla tenuemente en nuestros rostros.
—Necesito que me hagas otro favor —me dice Tyler.
Se trata de Marla, ¿no?
—Jamás le hables de mí. No hables de mí a mis espaldas. ¿Lo prometes? —pregunta Tyler.
Lo prometo.
Tyler dice:
—Si alguna vez le mencionas mi nombre, nunca volverás a verme.
Lo prometo.
—¿Lo prometes?
Lo prometo.
Tyler dice:
—Recuerda que lo has prometido tres veces.
Una capa de algo espeso y claro comienza a cubrir la superficie del sebo del frigorífico.
—El sebo —le advierto— se está separando.
—No importa —dice Tyler—. La capa más clara es glicerina. O la agregas de nuevo cuando hagas el jabón o bien la espumas y la quitas.
Tyler se lame los labios y pone las palmas de mis manos boca abajo sobre sus muslos, sobre la falda de franela pegajosa del albornoz.
—Si mezclas glicerina con ácido nítrico obtendrás nitroglicerina —dice Tyler.
Respiro por la boca abierta y repito: «Nitroglicerina».
Tyler se lame los labios, húmedos y brillantes, y me besa el dorso de la mano.
—Si mezclas nitroglicerina con nitrato sódico y serrín, obtendrás dinamita.
El beso brilla húmedo en el dorso de mi mano blanca.
«Dinamita», repito mientras me acuclillo.
Tyler forcejea con el tapón del bote de polvo de gas y lo destapa.
—Puedes volar puentes —dice Tyler.
»Si mezclas la nitroglicerina con más ácido nítrico y parafina, obtendrás explosivos de gelatina —dice Tyler.
»Podrías volar un edificio con facilidad —dice Tyler.
Tyler inclina unos centímetros el bote que contiene el polvo de hipoclorito sobre el beso húmedo y brillante del dorso de mi mano.
—Es una quemadura química —dice Tyler— y te dolerá más que cualquier otra quemadura. Peor que cien cigarrillos.
El beso brilla en el dorso de mi mano.
—Te quedará una cicatriz —dice Tyler.
»Con jabón suficiente —dice Tyler— podrías volar el mundo entero. Ahora recuerda tu promesa.
Y Tyler vierte la lejía.
Nueve
La saliva de Tyler tenía dos funciones. El beso húmedo en la palma de mi mano retuvo el polvo de gas mientras me achicharraba. Ésa fue la primera función. La segunda fue convertir el hipoclorito en cáustico. El polvo de gas sólo es cáustico cuando lo mezclas con agua. O saliva.
—Es una quemadura química —dijo Tyler—; te dolerá más que cualquier otra quemadura.
La lejía sirve para desatascar desagües obstruidos.
Cierra los ojos.
Una mezcla de hipoclorito y agua llega a perforar una cacerola de aluminio.
Una solución de hipoclorito y agua disolverá una cuchara de madera.
Combinado con agua, el polvo de gas supera los cien grados de temperatura y al calentarse me quema el dorso de la mano. Tyler posa sus dedos sobre los míos; tenemos las manos extendidas sobre mis pantalones manchados de sangre, y Tyler me pide que preste atención porque es el momento más importante de mi vida.
—Porque todo hasta este momento es una historia —dice Tyler— y todo lo que venga después será otra.
Es el momento más importante de nuestra vida.
La lejía, adherida con la forma exacta del beso de Tyler, es una hoguera o un hierro candente o una pila atómica derretida en mi mano al final de una larguísima carretera que imagino a kilómetros de mí. Tyler me pide que regrese y permanezca con él. Mi mano se aleja, diminuta en el horizonte al final de la carretera.
Imagínate el fuego todavía ardiendo, excepto que ahora está más allá del horizonte. Una puesta de sol.
—Regresa al dolor —dice Tyler.
Es el tipo de meditación guiada que se emplea en los grupos de apoyo.
Nunca pienses en la palabra «dolor».
Si la meditación guiada funciona con el cáncer, también funcionará con esto.
—Mírate la mano —dice Tyler.
No te mires la mano.
No pienses en las palabras «abrasador», «carne», «tejido» y «chamuscado».
No te oigas gritar.
Meditación guiada.
Estás en Irlanda. Cierra los ojos.
Estás en Irlanda el verano en que terminaste la universidad, y estás bebiendo en un pub cercano al castillo donde todos los días acuden autobuses repletos de turistas ingleses y norteamericanos para besar la piedra de Blarney.
—No lo niegues —dice Tyler—. El jabón y los sacrificios humanos se compenetran.
Dejas el pub junto con una riada de hombres que caminan entre el silencio de los coches mojados por calles en las que acaba de llover. Es de noche. Hasta que llegas al castillo de la piedra de Blarney.
El suelo de los pisos del castillo está podrido y subes por las escaleras de piedra mientras la oscuridad aumenta a tu alrededor en cada nuevo peldaño. Todos están
tranquilos con la ascensión y la tradición de este pequeño acto de rebeldía.
—Escúchame —dice Tyler—. Abre los ojos.
»En la antigüedad —dice Tyler— los sacrificios humanos se ejecutaban en una colina que dominara un río. Miles de personas. Escúchame. Se ejecutaban los sacrificios y se ponían a arder los cuerpos en una pira.
»Llora si quieres —dice Tyler—. Ve al fregadero y deja que el agua corra sobre la mano, pero primero debes saber que eres un estúpido y que morirás. Mírame.
»Algún día —dice Tyler— morirás y, hasta que no seas consciente de ello, no me eres de ninguna utilidad.
Estás en Irlanda.
—Llora si quieres —dice Tyler—, pero cada lágrima que caiga sobre la lejía te dejará en la piel una cicatriz como la producida por un cigarrillo.
Meditación guiada. Estás en Irlanda el verano que acabaste la universidad, y quizá sea aquí donde quisiste por primera vez la anarquía. Años antes de conocer a Tyler Durden, antes de mear en tu primera créme anglaise aprendiste algo sobre los pequeños actos de rebeldía.
En Irlanda.
Estás de pie sobre una plataforma en lo alto de las escaleras de un castillo.
—Con vinagre —dice Tyler— se detiene la quemadura, pero antes tendrás que darte por vencido.
Después de que cientos de personas fueran sacrificadas y quemadas, me cuenta Tyler, una masa de residuos espesa y blanca se deslizó por el altar colina abajo en dirección al río.
Primero tienes que tocar fondo.
Estás en la plataforma de un castillo de Irlanda y una oscuridad insondable cubre el borde de la plataforma;
delante de ti, en la oscuridad, a la distancia de un brazo, hay una pared de piedra.
—La lluvia —me cuenta Tyler— cayó año tras año sobre la pira, y año tras año se quemó gente, y la lluvia se filtró por entre las cenizas de la madera y se convirtió en una solución de lejía; la lejía se mezcló con la grasa derretida de los sacrificios y una masa de jabón blanca y espesa se deslizó por la base del altar y serpenteó colina abajo hacia el río.
Y los irlandeses que hay a tu alrededor caminan con su pequeño acto de rebeldía en la oscuridad hasta el borde de la plataforma, se detienen en el saliente de la oscuridad insondable y mean.
Y me dicen: «Vamos, mea un buen chorro de ese pis americano, rico, amarillo y atestado de vitaminas. Rico, caro y desperdiciado».
—Este es el momento más importante de tu vida —dice Tyler—, pero estás en otro sitio y te lo estás perdiendo.
Estás en Irlanda.
¡Oh!, y lo estás haciendo. ¡Oh, sí! Sí. Y hueles el amoníaco y la dosis diaria de vitamina B.
Tyler me cuenta que, tras mil años de matanzas y lluvias, los antiguos descubrieron que sus vestiduras se limpiaban mejor si las lavaban en aquel lugar, allí donde el jabón llegaba al río.
Meo sobre la piedra de Blarney.
—¡Qué tío! —dice Tyler.
Me meo en los pantalones negros con manchas de sangre secas que mi jefe no soporta.
Estás en una casa alquilada en Paper Street.
—Esto quiere decir algo —dice Tyler.
»Es una señal —dice Tyler. Tyler es un pozo de información valiosa—. Las culturas sin jabón —dice Tyler— utilizaban su propia orina y la de sus perros para lavarse el pelo y la ropa con el ácido úrico y el amoníaco que contenían.
Hay olor a vinagre, y el fuego que te abrasa la mano, al final de esa larga carretera, sale fuera de ti.
Hay olor a lejía, que te escalda los sinus nasales y hay ese olor vomitivo a hospital, como de pis y vinagre.
—Fue justo matar a toda esa gente —dice Tyler.
El dorso de tu mano está hinchado, rojo y brillante como un par de labios idénticos a los del beso de Tyler. Diseminados en torno al beso están los puntos de las quemaduras del cigarrillo de alguien que ha estado llorando.
—Abre los ojos —dice Tyler. Su rostro está cuajado de lágrimas—. Felicidades —dice Tyler—. Estás un paso más cerca antes de tocar fondo.
»Tienes que saber que el primer jabón se fabricó con héroes —dice Tyler.
Piensa en los animales que se emplean al experimentar productos.
Piensa en los monos que lanzan al espacio.
—Sin sus muertes, su dolor, sin su sacrificio —dice Tyler— no tendríamos nada.
Diez
Paro el ascensor entre dos pisos mientras Tyler se desata el cinturón. Al detenerse el ascensor, los cuencos de sopa apilados en el carrito dejan de tintinear y cuando Tyler levanta la tapa de la sopera el vapor se eleva hasta el techo.
Tyler se la saca y dice:
—Si me miras no podré hacerlo.
Es una sopa de tomate con cilantro y almejas. Nadie olerá lo que echemos de más en ella.
Le digo que se apresure y al mirar a Tyler por encima del hombro veo cómo mete el último centilitro en la sopa. Tiene gracia: se parece a un elefante vestido con la camisa blanca y la pajarita de un camarero bebiendo sopa con su trompa pequeña.
Tyler me dice:
—Te dije que no miraras.
La puerta del ascensor tiene una ventanilla a la altura de la cara, que me permite observar el pasillo del servicio de banquetes. Con el ascensor parado entre dos pisos, mi visión es como la de una cucaracha que se pasea por el linóleo verde. Desde aquí, a la altura de una cucaracha, el pasillo verde llega hasta unas puertas que están medio abiertas, y tras las cuales, hay titanes que beben barriles de champán en compañía de sus gigantescas esposas, mientras se saludan con bramidos y agitan manos en las que portan diamantes de tamaño increíble.
—La semana pasada —le cuento a Tyler—, cuando los abogados del Empire State se reunieron aquí para celebrar la fiesta de Navidad, se me puso dura y la metí en todas las mousses de naranja.
La semana pasada, dice Tyler, paró el ascensor y se tiró un pedo en el carrito de los boccone dolce para el té de la Liga Juvenil.
Tyler sabe que el merengue absorbe mucho los olores.
A la altura de una cucaracha, oímos al arpista cautivo tocar mientras los titanes se llevan a la boca pedazos de chuletas de cordero, cada trozo del tamaño de un cerdo, cada boca, un afilado Stonehenge de marfil.
Venga, vamos.
—No puedo —dice Tyler.
Si la sopa se enfría, la mandarán de vuelta a la cocina.
Los gigantes devolverán algún plato sin razón aparente. Sólo quieren ver cómo te afanas por su dinero. En una cena como ésta, con fiesta y banquete, saben que la propina está incluida en la cuenta y te tratan como basura. La verdad es que nada vuelve a la cocina. Cambia de sitio las pommes parisienne y los asperges hollandaise, sírveselos a otro y verás que, como por encanto, ya estarán bien.
Las cataratas del Niágara. El río Nilo, le digo. En la escuela creíamos que si metías la mano de alguien dormido en un cuenco con agua caliente, mojaba la cama.
Oigo a Tyler detrás de mí:
—¡Oh! ¡Oh, sí! ¡Oh! Lo he conseguido. ¡Oh, sí! Sí.
Más allá de las puertas entreabiertas del pasillo de servicio, dentro de las salas de baile, se ven faldas elegantísimas de color oro y negro y rojo, tan altas como el telón de terciopelo dorado del antiguo teatro Broadway. De vez en cuando aparecen dos Cadillacs de cuero negro con cordones donde deberían estar los parabrisas. Por encima de los coches se mueve una ciudad de bloques de oficina con fajas rojas.
No pongas demasiado, le digo.
Tyler y yo nos hemos convertido en terroristas de la industria de la restauración, en guerrilleros. Saboteadores de banquetes nocturnos. El hotel organiza banquetes, y cuando alguien encarga una cena, obtiene la comida, el vino, la vajilla de porcelana, la cristalería... y los camareros. Se les trata a lo grande, todo va incluido en la cuenta. Y como saben que no pueden amenazarte con negarte la propina, no eres para ellos más que una cucaracha.
Una vez Tyler trabajó en una fiesta nocturna. Fue entonces cuando Tyler se convirtió en un camarero renegado. En esa primera fiesta, Tyler servía el primer plato en una casa de cristal blanca como una nube, que parecía flotar sobre la ciudad y que tenía las patas de acero fijadas sobre una colina. A mitad del primer plato, mientras Tyler enjuaga la vajilla para la pasta, la anfitriona entra en la cocina con un trozo de papel que se agita como una bandera en su mano temblorosa. Hablando entre dientes, la señora pregunta si los camareros han visto a algún invitado bajar al recibidor que lleva a los dormitorios; sobre todo, a alguna de las invitadas o al anfitrión.
En la cocina, Tyler, Albert, Len y Jerry enjuagan y apilan los platos, y Leslie, el cocinero, unta con mantequilla de ajo los corazones de alcachofa rellenos de gambas y caracoles.
—Se supone que no debemos ir a esa parte de la casa —dice Tyler.
Entramos por el garaje. Lo único que nos permiten ver es el garaje, la cocina y el comedor.
El anfitrión aparece en el umbral de la puerta de la cocina, tras su mujer, y le quita el trozo de papel de la mano temblorosa.
—No pasa nada —dice él.
—¿Cómo me presentaré ante los invitados sin saber quién lo hizo? —dice la señora.
El anfitrión apoya su mano en la espalda del vestido de fiesta de seda blanca que hace juego con la casa, y la señora se yergue con la espalda recta y los hombros firmes, y se calma al instante.
—Son tus invitados —le dice el anfitrión— y es una fiesta muy importante.
Tiene mucha gracia: parece un ventrílocuo dando vida a una marioneta. La señora mira a su marido, y con un ligero empujón, el anfitrión se lleva a su mujer de vuelta al comedor. La nota cae al suelo y las puertas de la cocina —sss, sss— barren la nota, que alcanza los pies de Tyler.
—¿Qué dice? —pregunta Albert.
Len sale a recoger los platos de pescado.
Leslie vuelve a meter en el horno la bandeja con los corazones de alcachofa y pregunta:
—¿Y bien?, ¿qué dice?
Tyler mira directamente a Leslie y, sin molestarse siquiera en recoger la nota, dice:
—«He vertido cierta cantidad de orina en al menos una de sus muchas y elegantes fragancias.»
Albert sonríe:
—¿Te measte en su perfume?
No, dice Tyler. Se había limitado a dejar la nota entre los frascos. Tiene unos cien frascos en la repisa del espejo del cuarto de baño.
Leslie sonríe:
—Así que no llegaste a hacerlo, ¿eh?
—No —dice Tyler—, pero eso ella no lo sabe.
Durante el resto de aquella noche en una fiesta blanca y de cristal en el cielo, Tyler fue retirando de la mesa de la anfitriona, primero el plato de alcachofas frías; luego la ternera fría con las pommes duchesse frías; luego el choufleur a la polanaise frío, y Tyler siguió llenando de vino su copa unas doce veces. La señora, sentada a la mesa, observaba a todas y cada una de sus invitadas mientras comían, hasta que, mientras retiraban los sorbetes y se servía el gáteau de albaricoque, el asiento que ocupaba la señora en la cabecera de la mesa quedó repentinamente vacío.
Estaban fregando los platos después de marcharse los invitados y cargaban las neveras portátiles y la vajilla de porcelana en la furgoneta del hotel, cuando el anfitrión entró en la cocina y le preguntó a Albert si podía ir a ayudarle con algo pesado.
Leslie dice que tal vez Tyler llegara demasiado lejos.
Con voz alta y clara Tyler explica cómo se matan ballenas para destilar un perfume que cuesta al peso más que una onza de oro. La mayoría de la gente no ha visto nunca una ballena. Leslie tiene dos crios en un apartamento junto a la autopista, y la anfitriona tiene en su cuarto de baño invertidos más dólares en frascos de perfume de los que conseguiríamos ganar en un año.
Albert vuelve de ayudar al anfitrión y marca el número 911. Albert cubre el auricular del teléfono con la mano y le dice a Tyler que no debería haber dejado esa nota.
—Pues coméntaselo al administrador —dice Tyler—. Haz que me despidan. Me importa un bledo este trabajo de mierda.
Todos se miran los pies.
—Lo mejor que nos podría ocurrir —dice Tyler— es que nos despidieran. De esa forma dejaríamos de intentar ir tirando y haríamos algo de provecho en nuestra vida.
Albert pide por teléfono una ambulancia y les da la dirección. Mientras espera al teléfono, Albert nos explica que la anfitriona está hecha un asco. Albert tuvo que recogerla junto al retrete. El anfitrión no logró levantarla, porque la señora dice que fue él quien se meó en los frascos de perfume y que intenta volverla loca teniendo una aventura con una de las invitadas, justo esa noche, y que está cansada, cansada de toda esa gente a quienes llaman amigos.
El anfitrión no puede levantarla porque la señora se ha caído detrás del retrete con su vestido blanco y agita la mitad de un frasco de perfume roto. La señora dice que le cortará la garganta si intenta tocarla.
—Genial —dice Tyler.
Albert apesta a perfume y Leslie le dice:
—Albert, querido, apestas a perfume.
No hay forma de salir del cuarto de baño sin esa peste, dice Albert. Por el suelo yacen rotos todos los frascos de perfume y el retrete está lleno hasta arriba de frascos. Parecen hielo, dice Albert, como en las fiestas más locas del hotel, cuando tenemos que llenar los orinales con hielo picado. El cuarto de baño apesta a perfume y el suelo parece de gravilla, lleno de trozos plateados de un hielo que no se derretirá. Y cuando Albert ayuda a la señora a levantarse, su vestido blanco está húmedo con manchas amarillas y la señora intenta golpear al anfitrión, resbala sobre el perfume y los cristales rotos, y aterriza sobre las manos.
La señora llora y sangra y se hace un ovillo contra el retrete.
—¡Oh, esto apesta! —dice—. ¡Oh, Walter, apesta; apesta! —dice la señora.
El perfume apesta —todas aquellas ballenas muertas metiéndosele en los cortes de las manos—, apesta.
El anfitrión levanta a la señora cogiéndola por la espalda y la señora mantiene las manos extendidas hacia arriba como si rezara, apenas separadas entre sí unos centímetros; la sangre corre por las palmas y por las muñecas y por la pulsera de diamantes hasta llegar a los codos, por donde cae goteando.
Y el anfitrión dice:
—No pasa nada, Nina.
—Mis manos, Walter —dice la señora.
—No pasa nada.
—¿Quién querría hacerme esto? ¿Quién podría odiarme hasta este punto? —dice la señora.
El anfitrión se dirige a Albert:
—¿Podría llamar a una ambulancia?
Ésa fue la primera misión de Tyler como terrorista de la industria de la restauración. Camarero y guerrillero. Desvalijador con salario mínimo. Tyler ha hecho esto durante años, pero dice que es más divertido hacerlo acompañado.
Cuando Albert concluye la historia, Tyler sonríe y dice:
—Genial.
De vuelta en el hotel, dentro del ascensor parado entre la cocina y las salas de banquete, le cuento a Tyler que estornudé sobre la gelatina de trucha para la convención de dermatólogos; y que tres personas me dijeron que estaba demasiado salada y otra dijo que estaba deliciosa.
Tyler se la sacude un poco sobre la sopera y me dice que se ha quedado seco. Resulta más fácil con sopas frías como la vichissoise o con los gazpachos del jefe de cocina. Resulta imposible con aquella sopa de cebolla que lleva por encima una capa de queso derretido. Si alguna vez como aquí, eso será lo que pida.
A Tyler y a mí se nos están acabando las ideas. Hacerle cosas a la comida termina siendo aburrido, se convierte casi en parte de la faena típica del trabajo. Entonces oigo a uno de los médicos, abogados o lo que sean, explicando la forma en que el virus de la hepatitis logra vivir durante seis meses sobre el acero inoxidable. Te preguntas cuánto tiempo podrá vivir ese virus en unas natillas charlotte russe al ron.
O en el salmón timbale.
Le pregunté al médico dónde podría echarle mano a uno de esos virus de la hepatitis, y estaba tan borracho que se rió.
—Todo termina en el vertedero de material médico contaminante —me dice.
Y se ríe.
Todo.
El vertedero de material médico contaminante suena parecido a tocar fondo.
Con una mano sobre el panel de control del ascensor, le pregunto a Tyler si está preparado. La cicatriz en el dorso de la mano está roja, hinchada y brillante como un par de labios con la forma exacta del beso de Tyler.
—Un segundo —dice Tyler.
La sopa de tomate debe de estar todavía caliente, ya que el ganchudo aparato que Tyler se mete de nuevo en los pantalones tiene ese tono rosa del marisco hervido, como un langostino gigante.
Once
Podríamos estar vadeando un río de Suramérica —tierra de prodigios— y unos pececillos se introducirían por la uretra de Tyler. Estos pececillos poseen escamas con púas que al entrar en el cuerpo de Tyler se abren hacia los lados y hacia atrás; los pececillos se sienten como en casa y se disponen a poner sus huevos. La verdad es que este sábado por la noche podía ser mucho peor.
—Lo que hicimos con la madre de Marla —dice Tyler— podría haber sido peor.
Le pido que se calle.
Tyler me dice que el gobierno francés podría habernos llevado a un complejo subterráneo a las afueras de París donde, como parte de una prueba de toxicidad de un spray bronceador, nos afeitarían las pestañas técnicos semicualificados, en lugar de cirujanos.
—Cosas así suceden —dice Tyler—. Lee los periódicos.
Lo peor de todo es que sabía lo que Tyler se había traído entre manos con la madre de Marla; sin embargo, por primera vez desde que lo conocía, Tyler tenía un medio fiable para ganar dinero. Tyler estaba ganando pasta de verdad. Nordstrom llamó y le pidió a Tyler para antes de Navidad doscientas pastillas de su jabón facial con
azúcar moreno. A veinte pavos la pastilla —precio recomendado de venta al público—, tendríamos dinero suficiente para salir los sábados por la noche. Dinero para arreglar el escape de gas e ir a bailar. Sin la preocupación del dinero, tal vez podría dejar mi trabajo.
Tyler se ha puesto el nombre de Compañía Jabonera de Paper Street. La gente comenta que es el mejor jabón del mundo.
—Habría sido peor —dice Tyler— si accidentalmente te hubieras comido a la madre de Marla.
Con la boca llena de pollo al estilo Kung Pao, le pido que se calle de una puñetera vez.
Es sábado por la noche y estamos sentados sobre dos neumáticos pinchados en los asientos delanteros de un Impala del 68, en la primera fila de un aparcamiento de coches de ocasión. Tyler y yo charlamos y bebemos latas de cerveza; el asiento delantero de este Impala es más grande que la mayoría de los sofás que tiene la gente. Hay otros aparcamientos como éste a lo largo del paseo; en el ramo los llaman Lotes de Cafeteras y todos los coches vienen a costar unos doscientos dólares. Durante el día, los gitanos a cargo de estos aparcamientos se meten en sus oficinas de madera contrachapada y fuman puntos largos y delgados.
Estas viejas bañeras son los primeros coches en los que los críos iban al instituto: Gremlins y Pacers, Mavericks y Hornets, Pintos, rancheras de la International Harvester, Cámaros, Dusters e Impalas. Coches que la gente apreciaba y luego abandonó. Animales que se venden a peso; vestidos de dama de honor en el mercadillo benéfico de la Buena Voluntad. Tienen abolladuras; las aletas y el capó delanteros están pintados de negro, rojo o gris, y hay grumos de masilla que nadie se preocupó de lijar. Interiores de plástico imitando madera, cuero y cromados. Por la noche, los gitanos ni se molestan en cerrar las puertas de los coches.
Las farolas del paseo iluminan el precio pintado en el parabrisas del Impala, un parabrisas enorme y envolvente como una pantalla de Cinemascope. Vea Estados Unidos. Cuesta noventa y ocho dólares. Desde el interior parece que fueran ochenta y nueve centavos: cero, cero, coma, ocho, nueve. Norteamérica te pide que llames.
Aquí la mayoría de los coches valen unos cien dólares, y todos llevan un contrato de venta «TAL COMO ESTÁ» colgado en la ventanilla del conductor.
Escogimos el Impala porque si había que dormir en un coche aquel sábado por la noche, éste era el que tenía los asientos más grandes.
Cenamos comida china porque no podemos ir a casa. O dormíamos aquí o pasábamos toda la noche en vela en una sala de baile. No vamos a salas de baile. Tyler dice que la música está a tal volumen, en especial los bajos, que se le fastidia el biorritmo. La última vez que salimos, Tyler dijo que la música tan alta le producía estreñimiento. El que la sala sea tan ruidosa para hablar, hace que después de un par de copas, todo el mundo se sienta el centro de atención, si bien todos están completamente aislados del resto.
Eres el cadáver de una de aquellas novelas inglesas de asesinatos.
Esta noche dormimos en un coche porque Marla fue a casa y amenazó con llamar a la policía para que me arrestaran por hervir a su madre; entonces Marla comenzó a dar portazos por la casa chillando que era un carnicero y un caníbal, y a dar patadas a las pilas de revistas del Reader's Digest y del National Geographic, y entonces me fui y la dejé allí. Eso es todo.
Después de su intento de suicidio —intencionado pero accidental— con Xanax en el hotel Regent, no logro imaginarme a Marla llamando a la policía; sin embargo, Tyler creyó conveniente dormir fuera esta noche. Por si acaso.
Por si Marla reduce la casa a cenizas.
Por si Marla sale y compra una pistola.
Por si Marla sigue todavía en casa.
Por si acaso.
Intento concentrarme:
Blanca luna de rostro vigilante; las estrellas nunca se enfurecen, bla, bla, bla, fin.
Aquí estoy, con los coches pasando junto al paseo y una cerveza en la mano, en el Impala, con ese volante frío y duro, de baquelita, tal vez de noventa centímetros de diámetro, y con el asiento de vinilo agrietado pellizcándome el culo a través de los vaqueros. Tyler me dice:
—Otra vez. Cuéntame exactamente lo que ocurrió.
Durante semanas no quise saber lo que Tyler se traía entre manos. En una ocasión, fui con Tyler a la estafeta de la Western Union y vi que le mandaba un telegrama a la madre de Marla.
ARRUGAS ESPANTOSAS (stop) ¡AYÚDAME, POR FAVOR!, (fin)
Tyler le mostró al empleado el carné de Marla de la biblioteca y firmó con el nombre de Marla la hoja de envío y le gritó que sí, que había hombres que se llamaban «Marla» y que no metiera las narices donde no le importaba.
Al dejar la Western Union, Tyler me dijo que si le quería debía confiar en él. Yo no necesitaba saber nada, dijo Tyler, y me llevó a Garbonzo's a comer hummus.
Lo que realmente me asustaba no era tanto el telegrama sino comer con Tyler fuera de casa. Tyler nunca jamás había pagado algo al contado. Para agenciarse ropa, Tyler va a gimnasios y hoteles y reclama alguna prenda en la sección de objetos perdidos. Es mejor que lo que hace Marla, que va a las lavanderías automáticas a robar téjanos de las secadoras y los vende a doce dólares el par en las tiendas que compran vaqueros usados. Tyler nunca comía en restaurantes y Marla no tenía arrugas.
Sin razón aparente, Tyler envió a la madre de Marla una caja de bombones de medio kilo.
Este sábado por la noche también podía ser mucho peor, me dice Tyler en el Impala, si hubiera una araña reclusa parda. Al picar no sólo te inyecta el veneno, sino también una enzima o un ácido digestivo que disuelve el tejido en torno a la picadura y que literalmente te licua el brazo, la pierna o la cara.
Esta noche Tyler estaba escondido cuando todo empezó. Marla se dejó caer por casa. Sin llamar siquiera, Marla se asoma por la puerta de casa y grita: «Toc toc».
Estoy leyendo un Reader's Digest en la cocina. Me quedo desconcertado.
Marla grita:
—Tyler, ¿puedo entrar? ¿Estás en casa?
Le contesto a voz en grito que Tyler no está en casa.
Marla grita:
—No seas mezquino.
Para entonces ya estoy en la puerta de entrada. Marla está en el vestíbulo con un paquete urgente del Federal Express y me dice:
—Necesito meter algo en el congelador.
La sigo hasta la cocina como un perro pisándole los talones y diciendo que no.
No.
No.
No.
No va a empezar a llenarme la casa de porquerías.
—Pero, pedazo de animal —dice Marla—, si no tengo congelador en el hotel y además me dijiste que podía traerlo.
No es cierto. Lo último que quiero es que Marla se instale aquí poco a poco con sus porquerías.
Marla rasga el paquete del Federal Express sobre la mesa de la cocina y saca algo blanco del paquete de papel acolchado y me lo restriega por las narices.
—No es basura —dice ella—. Estás hablando de mi madre, así que ¡vete a la mierda!
Lo que Marla ha sacado del paquete es una de esas bolsas con la sustancia blanca que Tyler derretía para obtener sebo y hacer jabón.
—Habría sido peor —dice Tyler— si te hubieras comido sin saberlo el contenido de una de esas bolsas. Si te hubieras levantado a media noche y hubieses echado esa sustancia viscosa y blanca en una sopa de cebollas de California y te la hubieras comido como una de esas salsas para patatas fritas o brócoli.
Ni por todo el oro del mundo deseaba que Marla abriese el congelador mientras estábamos los dos en la cocina.
Le pregunté qué iba a hacer con esa masa blanca.
—Labios estilo París —dijo Marla—. Cuando te haces mayor, los labios se hunden en la boca. Estoy ahorrando para una inyección de colágeno en los labios. Tengo casi más de un kilo de colágeno en el congelador.
Le pregunté que de qué tamaño quería los labios. Marla me dijo que era la operación en sí lo que le preocupaba.
Le cuento a Tyler en el Impala que la sustancia del paquete del Federal Express era la misma sustancia con la que fabricábamos el jabón. Desde que se había descubierto que la silicona era peligrosa, el colágeno se había convertido en un artículo muy preciado en las inyecciones para eliminar arrugas o rellenar labios finos y mejillas flácidas. Tal como lo había explicado Marla, la mayoría del colágeno barato es grasa de vaca esterilizada y procesada, pero ese colágeno barato no dura mucho tiempo en el cuerpo. Da lo mismo dónde te lo inyecten, por ejemplo en los labios, tu cuerpo lo rechaza y comienza a eliminarlo. Al cabo de seis meses, vuelves a tener los labios como al principio.
El mejor colágeno, dijo Marla, es tu propia grasa extraída de los muslos, procesada, purificada e inyectada de nuevo en los labios. O donde sea. Este tipo de colágeno sí que dura.
Aquella sustancia del frigorífico eran las reservas de colágeno de Marla. Cuando su madre se echaba algunos kilos de más, se hacía una liposucción y conservaba la grasa. Marla dice que el proceso se denomina «acopio». Cuando la mamá de Marla no necesita el colágeno, envía los paquetes a Marla. Ella nunca tiene grasa de más y su mamá cree que siempre es preferible que Marla use el colágeno de la familia a que use grasa barata de vaca.
La luz del paseo se filtra a través del contrato de venta de la ventanilla y refleja las palabras «TAL COMO ESTÁ» en la mejilla de Tyler.
—Las arañas —dice Tyler— pueden poner los huevos bajo la piel y las larvas abrirte túneles en ella. Así de mala puede ser la vida.
Ahora mismo, este pollo con almendras, con su salsa caliente y cremosa, me sabe al colágeno extraído de los muslos de la madre de Marla.
Fue en ese momento, de pie en la cocina junto a Marla, cuando me di cuenta de lo que Tyler había hecho.
ARRUGAS ESPANTOSAS.
Y supe por qué le enviaba bombones a la madre de Marla.
AYÚDAME, POR FAVOR.
—Marla, ¿seguro que quieres ver el congelador?—, le digo.
—¿Ver qué? —dice Marla.
—Nunca comemos carne roja —me dice Tyler en el Impala. Él no emplea grasa de pollo porque el jabón no se solidifica en pastillas—. Esa sustancia —dice Tyler— nos está dando una fortuna. Pagamos el alquiler con el colágeno.
Le digo que debería habérselo dicho a Marla. Ahora ella cree que he sido yo.
—La saponificación —dice Tyler— es la reacción química necesaria para fabricar un buen jabón. La grasa de pollo no sirve, ni tampoco la grasa con mucha sal.
«Escucha —dice Tyler—. Tenemos que servir un pedido importante. Lo que haremos será enviar a la mamá de Marla más bombones y tartas de frutas.
No creo que eso vuelva a funcionar.
En resumen, Marla echó un vistazo al congelador. Vale, sí, primero hubo un forcejeo. Intento detenerla, la bolsa cae al suelo y se rompe sobre el linóleo y ambos resbalamos en aquella porquería blanca y pegajosa, e intentamos levantarnos buscando aire para respirar. Marla me agarra de la cintura por detrás; su cabello negro azotándome el rostro, los brazos prendidos de los costados, y le repito una y otra vez que no fui yo. No fui yo.
Yo no lo hice.
—¡Mi madre; la has derramado por todas partes!
Necesitábamos hacer jabón, le digo con el rostro junto al oído. Necesitábamos lavar mis pantalones, pagar el alquiler, arreglar el escape de gas. No fui yo.
Fue Tyler.
Marla se pone a chillar: «¿De qué estás hablando?» y forcejea para deshacerse de la falda. Lucho por ponerme en pie y no resbalar en el suelo, agarrado a su falda de algodón indio estampado, y Marla, vestida con las bragas, los topolinos y la blusa campestre, abre la puerta del congelador y la reserva de colágeno ha desaparecido.
Hay dos pilas de linterna gastadas y nada más.
—¿Dónde está?
Gateo marcha atrás, resbalando con pies y manos en el linóleo, y voy limpiando el suelo con el trasero mientras me alejo de Marla y la nevera. Me llevo la falda a los ojos para no tener que ver la cara de Marla al decírselo.
La verdad.
Hicimos jabón con él... con ella... Con la madre de Marla.
—¿Jabón?
Jabón. Hierves grasa, la mezclas con lejía y obtienes jabón.
Cuando Marla empieza a gritar, le tiro la falda a la cara y echo a correr. Resbalo. Corro.
Marla me persigue por toda la planta baja, derrapando en las esquinas, apoyándose en los marcos de las ventanas para tomar impulso. Resbalando.
En las paredes empapeladas con flores vamos dejando las marcas de nuestras manos, sucias de grasa y mugre del suelo. Caemos, resbalamos; nos golpeamos contra el zócalo de madera de las paredes; nos levantamos de nuevo y seguimos corriendo.
Marla grita.
—¡Has hervido a mi madre!
Tyler hirvió a su madre.
Marla grita, sus uñas siempre un centímetro detrás de mí.
Tyler hirvió a su madre.
—¡Tú has hervido a mi madre!
La puerta de casa seguía abierta.
Y entonces salí por la puerta de casa mientras Marla me gritaba desde el umbral. Mis pies ya no resbalaban en la acera de asfalto y seguí corriendo. Hasta que encontré a Tyler o hasta que Tyler me encontró y le contó lo ocurrido.
Con una cerveza cada uno, nos acomodamos, Tyler en el asiento trasero y yo en el delantero. Incluso ahora es probable que Marla siga en casa lanzando revistas contra las paredes y gritando que soy un gilipollas y un monstruo capitalista con dos caras, un cabrón lameculos. Los kilómetros de noche que median entre Marla y yo me deparan insectos, melanomas y virus carnívoros. No se está tan mal donde estoy.
—Cuando a un hombre le cae un rayo —dice Tyler— la cabeza se le derrite y se reduce a una pelota de béisbol en ascuas; y su bragueta se queda soldada en una sola pieza.
Le digo:
—¿Hemos tocado fondo esta noche?
Tyler se reclina y me pregunta:
—Si Marilyn Monroe estuviese viva, ¿qué estaría haciendo?
—Buenas noches—, le digo.
El letrero cuelga del techo hecho trizas y Tyler me dice:
—Pues arañando la tapa del ataúd.
Doce
El jefe está de pie, pegado a mi mesa, con una media sonrisa; los labios esbozando una línea tenue, la entrepierna junto a mi codo. Levanto la vista de la carátula que estoy escribiendo para un expediente. Estas cartas siempre empiezan igual:
«Le enviamos este aviso en atención a las obligaciones impuestas por el Decreto Nacional para la seguridad de vehículos de motor. Hemos descubierto que existe un defecto...»
Esta semana he aplicado la fórmula de responsabilidades y, por una vez, A multiplicado por B y multiplicado por C da una cifra superior al coste de retirada de un coche.
Esta semana ha sido la pinza de plástico que sujeta la banda de goma a las varillas del limpiaparabrisas. Un artículo desechable. Sólo doscientos vehículos afectados. Casi nada en comparación con el coste de mano de obra.
La semana pasada fue más normal. La semana pasada fue cierto tipo de cuero curtido con una determinada sustancia teratogénica —nirret sintético o algo así—, tan ilegal que aún se emplea en curtidos del Tercer Mundo. Un producto tan potente que causa taras de nacimiento en el feto de cualquier mujer embarazada que entre en contacto con él. Nadie llamó la semana pasada al Departamento de Transporte. Nadie tramitó la retirada de su coche.
La nueva tapicería de cuero multiplicada por el coste de mano de obra y por el coste administrativo da una cifra superior a nuestros beneficios del primer trimestre. Si alguien descubre alguna vez el fallo, aún podemos indemnizar a un montón de familias sumidas en el dolor y mantenernos todavía muy lejos del coste que supondría reponer seis mil quinientas tapicerías de cuero.
Sin embargo, esta semana hemos tramitado una retirada de coches. Y esta semana vuelvo a sufrir insomnio. Insomnio, y ahora todas las cifras del mundo parecen detenerse para descargarse sobre mi tumba.
El jefe lleva puesta una corbata gris y eso significa que hoy es martes.
El jefe trae una hoja de papel a mi mesa y me pregunta si he perdido algo.
—Este papel estaba en la fotocopiadora—, me dice, y comienza a leer—: «La primera regla del club de lucha es que no se habla del club de lucha».
Sus ojos van de un lado a otro del papel y suelta una risita estúpida.
—«La segunda regla del club de lucha es que no se habla del club de lucha.»
Oigo las palabras de Tyler saliendo de los labios de mi jefe: el señor Mandamás con la gordura típica de la mediana edad y con aquella foto de familia sobre la mesa y con el sueño de jubilarse anticipadamente para pasar los inviernos en un camping de caravanas en algún lugar del desierto de Arizona. El jefe, con sus camisas superalmidonadas y sus citas fijas para recortarse el pelo todos los jueves después de comer, me mira y dice:
—Espero que esto no sea suyo.
Soy la Furia Hirviendo en la Sangre de Fulano.
Tyler me pidió que le pasara a máquina las reglas del club de lucha y le hiciera diez copias. Ni nueve ni once. Tyler dijo diez. Todavía tengo insomnio y no recuerdo haber dormido desde hace tres días. Debe de ser el original que pasé a máquina. Hice diez copias y me olvidé el original. El resplandor de la fotocopiadora —como el flash de los paparazzi— en mi cara. El distanciamiento del insomnio; una copia de una copia de una copia. No puedes tocar nada y nada puede tocarte.
El jefe lee:
—«La tercera regla del club de lucha es dos hombres por combate.»
Ninguno de los dos parpadea.
El jefe lee:
—«Un combate por vez.»
No he dormido desde hace tres días, a no ser que esté durmiendo ahora. El jefe agita la hoja delante de mis narices. ¿Y esto, qué?, me dice. ¿Es algún jueguecito al que me dedico en horas de trabajo? Me pagan para que preste atención absoluta, no para que pierda el tiempo con jueguecitos de guerra. Y no me pagan para que me aproveche de las fotocopiadoras.
¿Y esto, qué? Agita el papel delante de mis narices. Qué debería hacer, me pregunta, con un empleado que malgasta el tiempo de trabajo en su pequeño mundo de fantasías. Si estuviera en su pellejo, ¿qué haría?
¿Qué haría?
La mejilla hundida, la hinchazón tumefacta de los ojos y la cicatriz roja e hinchada del beso de Tyler en el dorso de la mano. Una copia de una copia de una copia.
Reflexión.
¿Por qué quiere Tyler diez copias de las reglas del club de lucha?
Una vaca sagrada.
—Lo que haría —le digo— es tener mucho cuidado con quien hablo de esto.
»Parece haberlo escrito un asesino psicótico y peligroso —le digo—; algún esquizofrénico susceptible de sufrir un ataque en cualquier momento de la jornada laboral y capaz de pasearse de despacho en despacho con una carabina semiautomática Armalite AR-180 de las que se accionan a gas.
El jefe no aparta la mirada de mí.
—Ese tío —le digo— probablemente se pasa las noches en casa con una lima haciendo cruces en la punta de cada uno de los proyectiles. De esta forma cuando se presente una mañana en la oficina y le meta un tiro a su jefe, a ese lameculos gruñón, incompetente, mezquino, quejica y cobarde, la bala se escindirá por las ranuras abiertas con la lima y se abrirá como una bala dumáum que florece en su interior, volándole las apestosas tripas a través de la columna vertebral. Imagínese el chakra de sus tripas abriéndose a cámara lenta cuando explota la salchicha del intestino delgado.
El jefe me aparta el papel de la cara.
—Continúe —le digo—; lea algo más.
»En serio —le digo— es fascinante. La obra de una mente completamente enferma.
Y sonrío. El ojal del agujero en mi mejilla tiene el mismo color amoratado que las encías de un perro. La piel se tensa en torno a la hinchazón de los ojos y parece barnizada.
El jefe no aparta la mirada de mí. —Déjeme ayudarle, le digo.
Y continúo:
—La cuarta regla del club de lucha es un combate por vez.
El jefe mira el papel y luego me mira a mí.
—La quinta regla —le digo— es nada de zapatos ni camisas durante el combate.
El jefe mira el papel y luego me mira a mí.
—Tal vez —le digo—, ese hijoputa de mente enfermiza utilice una carabina Eagle Apache, porque lleva un peine de treinta cartuchos y sólo pesa cuatrocientos gramos. La carabina Armalite lleva un peine de cinco cartuchos. Con treinta cartuchos, ese cabronazo podría cepillarse a todos los vicepresidentes y aún le quedaría un cartucho para cada uno de los directores.
La palabras de Tyler van saliendo de mi boca. Y yo antes era una persona encantadora.
Miro al jefe. Mi jefe. Tiene los ojos de un azul cianita claro.
Las carabinas semiautomáticas J y R 68 también llevan un peine de treinta cartuchos y sólo pesan trescientos gramos.
El jefe no deja de mirarme.
—Da miedo —le digo—. Seguramente es alguien a quien conoce desde hace años. Seguramente ese tipo lo sabe todo sobre usted: dónde vive, dónde trabaja su esposa y a qué escuela van sus hijos.
Es agotador y, de repente, muy aburrido.
¿Y por qué necesita Tyler diez copias de las reglas del club de lucha?
No debo decir lo que sé sobre los interiores de cuero que provocan taras de nacimiento. Lo que sé sobre la falsificación de las pastillas de freno que parece suficientemente buena para pasar la prueba del agente de compras, pero falla a los cuatro mil kilómetros.
Sé lo del reóstato de los aparatos de aire acondicionado: se calienta tanto que prende fuego a los mapas de la guantera. Sé cuánta gente ha muerto quemada por culpa del circuito de retorno del inyector de combustible. He visto a personas con las piernas amputadas a la altura de la rodilla cuando los turbocompresores explotan y las aspas atraviesan el compartimiento del motor y entran en la cabina de los pasajeros. He visto sobre el terreno coches completamente quemados y he visto informes en los que el ORIGEN DEL FALLO constaba como «desconocido».
—No —le digo—; este papel no es mío.
Cojo el papel con dos dedos y se lo arrebato de un tirón. El borde debe de haberle hecho un corte en el pulgar porque se lleva al instante la mano a la boca y chupa con fruición, los ojos abiertos como platos. Hago una pelota con el papel y lo tiro a la papelera junto a mi mesa.
—Tal vez —le digo— no debería traerme toda la porquería que recoge por ahí.
El domingo por la noche voy a Aún Hombres Unidos y el sótano de la Trinidad Episcopal está casi vacío. Sólo Bob el grandullón y yo. Entro arrastrándome con todos los músculos magullados por dentro y por fuera, pero con el corazón todavía a cien y un volcán de ideas en la cabeza. Es el insomnio. Toda la noche devanándome los sesos.
Toda la noche cavilando: ¿Estoy dormido? ¿He dormido algo?
Para colmo, los brazos de Bob el grandullón se salen de las mangas de la camiseta tan duros e hinchados que brillan. Bob el grandullón sonríe, de lo contento que está de verme.
Pensaba que yo había muerto.
—Sí —le digo—; yo también.
—Bien —dice Bob el grandullón—; tengo buenas noticias.
¿Dónde están todos?
—Ésas son las buenas noticias —dice Bob—. El grupo se ha disuelto. Sólo he venido para decírselo a los que puedan venir.
Cierro los ojos y me derrumbo sobre uno de los sofás de cuadros comprados en unos almacenes baratos.
—La buena noticia —dice Bob el grandullón— es que hay un grupo nuevo, aunque la primera regla de este nuevo grupo es que se supone que no puedes hablar de él.
¡Oh!
—Y la segunda regla es que se supone que no puedes hablar de él —dice Bob el grandullón.
¡Oh, mierda! Abro los ojos.
Joder.
—Se llama club de lucha —dice Bob el grandullón— y se reúne todos los viernes por la noche en un garaje en el otro extremo de la ciudad. Los jueves por la noche hay otro club de lucha que se reúne en un garaje cercano.
No conozco ninguno de los dos sitios.
—La primera regla del club de lucha —dice Bob el grandullón— es que no se habla del club de lucha.
Los miércoles, jueves y viernes por la noche Tyler trabaja de operador de cine. La semana pasada vi los cheques con su paga.
—La segunda regla del club de lucha —dice Bob el grandullón— es que no se habla del club de lucha.
El sábado por la noche Tyler va al club de lucha conmigo.
—Sólo dos hombres por combate.
El domingo por la mañana a casa magullados y dormimos toda la tarde.
—Sólo un combate por vez —dice Bob el grandullón.
El domingo y el lunes por la noche, Tyler trabaja sirviendo mesas.
—Se lucha sin camisa ni zapatos.
El martes por la noche Tyler fabrica jabón en casa y lo envuelve en papel de seda para venderlo. La Compañía Jabonera de Paper Street.
—Los combates —dice Bob el grandullón— duran lo que haga falta. Éstas son las reglas inventadas por el tío que inventó el club de lucha.
Bob el grandullón me pregunta:
—¿Lo conoces?
»Yo tampoco lo he visto jamás —dice Bob el grandullón—, pero el tío se llama Tyler Durden.
La Compañía Jabonera de Paper Street.
¿Lo conozco?
—No sé—, le contesto.
Tal vez.
Trece
Al llegar al hotel Regent, Marla está en el vestíbulo vestida con un albornoz. Marla me llamó al trabajo y me pidió que pasase del gimnasio, la biblioteca, la lavandería o lo que hubiera planeado para después del trabajo y que fuese a verla.
Por eso me llamó Marla, porque me odia.
No dice nada sobre sus reservas de colágeno.
Me pregunta si podría hacerle un favor. Marla se ha quedado esta tarde en la cama. Marla vive de los platos cocinados que el servicio de Comidas sobre Ruedas manda a sus vecinos fallecidos y que ella recoge con la excusa de que están durmiendo. En resumidas cuentas, Marla se ha quedado esta tarde en la cama esperando la llegada, entre las doce y las dos, del envío de Comidas sobre Ruedas. Hace dos años que Marla no tiene un seguro médico, por lo que dejó de hacerse revisiones; sin embargo, esta mañana se descubrió en un pecho una especie de bulto y los nódulos que tiene bajo el brazo y cerca del bulto estaban a la vez blandos y duros al tacto, y no podía decírselo a ninguna de las personas que quiere para no asustarlas, y tampoco podía permitirse pagar a un médico si no era nada, pero necesitaba hablar con alguien y que ese alguien la examinase.
El color de los ojos castaños de Marla es como el de un animal al que hubieran metido en un horno y luego sumergido en agua fría. Se llama vulcanización, galvanización o temple.
Marla promete olvidar el asunto del colágeno si la ayudo y la examino.
Me figuro que no llama a Tyler porque no quiere asustarlo. A su entender, yo soy neutral; se lo agradezco.
Subimos a su habitación y Marla me cuenta que en la naturaleza no se ven animales viejos porque mueren tan pronto como envejecen. Si enferman o pierden rapidez, los mata un animal más fuerte. Los animales no están hechos para llegar a viejos.
Marla se echa en la cama, se desata el cinturón del albornoz y me dice que nuestra civilización ha convertido la muerte en algo negativo. Los animales viejos deberían ser una excepción antinatural.
Monstruos.
Marla está fría y suda mientras le cuento que en la universidad una vez tuve una verruga. En el pene, aunque digo «polla». Fui a la Facultad de Medicina a que me la quitaran. La verruga. Después se lo conté a mi padre. Eso fue años más tarde, y mi papá se rió y me dijo que era tonto porque verrugas como ésa son un regalo de la naturaleza. Las mujeres las adoran y Dios me había hecho un favor.
Me arrodillo junto a la cama de Marla con las manos aún frías de la calle; palpo poco a poco la piel fría de Marla; pellizco un poco de la piel de Marla cada varios centímetros. Marla me dice que esas verrugas, ese regalo de Dios, provocan a las mujeres cáncer en el cuello del útero.
Así que estaba sentado sobre una toalla de papel en la sala de reconocimiento de la Facultad de Medicina mientras un estudiante me rociaba la polla con un bote de nitrógeno líquido y otros ocho estudiantes observaban. Es ahí donde acabas si no tienes seguro médico. Sólo que no la llaman polla, sino pene, y —la llames como la llames— te la rocían con nitrógeno líquido. Si te la quemaran con lejía dolería igual.
Marla se ríe hasta que se da cuenta de que mis dedos se han detenido. Como si hubiera encontrado algo.
Marla deja de respirar; su estómago parece un tambor y el corazón es como un puño que golpea por dentro el cuero tenso del tambor. Pero no, si me detengo es porque estoy hablando y porque, por un instante, ninguno de los dos estaba en el dormitorio de Marla. Estábamos en la Facultad de Medicina, años atrás, y yo sentado sobre un papel pegajoso y con la polla ardiéndome por el nitrógeno líquido, hasta que uno de los estudiantes vio mis pies descalzos y abandonó la habitación en dos zancadas. El estudiante volvió precedido por tres médicos de verdad, que de un codazo echaron a un lado al tío del bote de nitrógeno líquido.
Uno de los médicos de verdad me levantó el pie derecho y lo plantó ante la cara de los otros médicos de verdad. Los tres lo hicieron girar, lo palparon y sacaron fotos con una Polaroid, y fue como si el resto de mi persona, a medio vestir y con aquel don de Dios medio congelado, ya no existiese. Sólo el pie. El resto de los estudiantes se empujaba para poder mirar.
—¿Cuánto hace que tiene esa mancha roja en el pie? —me preguntó uno de los médicos.
El médico se refería a mi marca de nacimiento. Una marca de nacimiento que tengo en el pie derecho y con la que mi padre bromea y que parece un mapa granate de Australia con una Nueva Zelanda diminuta junto a ella. Esto es lo que les dije y las cosas se aclararon. Mi polla se estaba derritiendo. Se marcharon todos menos el estudiante del nitrógeno y creo que también se habría ido; estaba tan decepcionado que no me miró a los ojos mientras cogía el glande y lo estiraba hacia él. Volvió a rociar lo que quedaba de la verruga con el pulverizador. La sensación era de que aunque cerrara los ojos y me imaginara que la polla estaba a cientos de kilómetros, seguiría doliéndome.
Marla me mira la mano y ve la cicatriz del beso de Tyler.
Le dije al estudiante de medicina que no debían de ver muchas marcas de nacimiento.
No era eso. El estudiante me dijo que todos creían que la marca de nacimiento era un cáncer. Había una nueva clase de cáncer que padecían los hombres jóvenes. Se despertaban con un punto rojo en los pies o en los tobillos. Los puntos no desaparecen, se extienden hasta cubrirte y te matan.
El estudiante me dijo que los médicos y el resto de estudiantes estaban tan emocionados porque pensaban que tenía ese nuevo cáncer. Muy pocas personas lo tenían, aunque se iba extendiendo.
Esto fue hace muchos, muchos años.
Con el cáncer pasan estas cosas, le digo a Marla. Cometen errores y tal vez la clave sea no olvidarse del resto de uno mismo cuando alguna parte enferma.
—Es posible —dice Marla.
El estudiante del nitrógeno líquido terminó la faena y me dijo que la verruga se caería en un par de días. Sobre el papel pegajoso, al lado de mi culo desnudo, había una fotografía de mi pie que nadie quería. Le pregunté si podía quedarme la foto.
Aún conservo la fotografía en mi habitación, en una esquina del marco del espejo. Todas las mañanas me peino delante de ese espejo antes de ir a trabajar y pienso que hubo una vez en que, durante diez minutos, tuve cáncer o algo peor que cáncer.
Le digo a Marla que éste era el primer año en que el Día de Acción de Gracias mi abuelo y yo no íbamos a patinar aunque el hielo tenía un espesor casi de quince centímetros. Mi abuela siempre lleva en la frente o en los brazos esos emplastos redondos sobre unos lunares que tuvo toda la vida y que no tienen buen aspecto. Se extienden por los bordes y su color marrón se vuelve azul o negro.
Cuando mi abuela salió del hospital la última vez, mi abuelo le llevaba la maleta, y era tan pesada que se quejaba de que se sentía desequilibrado. Mi abuela era una mujer francocanadiense tan recatada que nunca se había puesto un traje de baño en público y siempre dejaba abierto el grifo del lavabo para disimular cualquier ruido que pudiera hacer en el cuarto de baño. Al salir del hospital de Nuestra Señora de Lourdes, después de una mastectomía parcial, ella le dijo: «¿Tú te sientes desequilibrado?».
Según mi abuelo, esto resume toda la historia, cómo era mi abuela, el cáncer, su matrimonio, tu vida. Se ríe siempre que cuenta esa historia.
Marla no se ríe. Quiero hacerla reír, animarla, que me perdone lo del colágeno. Quiero decirle a Marla que no he encontrado nada. Si descubrió algo esta mañana, estaba equivocada. Una marca de nacimiento.
Marla tiene la cicatriz del beso de Tyler en el dorso de la mano.
Quiero que Marla se ría, así que no le cuento lo de la última vez que abracé a Cloe: una Cloe sin pelo, un esqueleto hundido en cera amarilla con una bufanda de seda en torno a su cabeza calva. Abracé a Cloe una última vez antes de que desapareciera para siempre. Le dije que parecía un pirata y se rió. Cuando voy a la playa siempre me siento con el pie derecho —Australia y Nueva Zelanda— oculto bajo la otra pierna o enterrado en la arena. Tengo miedo de que la gente me vea el pie y empiece a morirme en su imaginación. El cáncer que yo no tengo está ahora en todas partes. Eso no se lo cuento a Marla.
Hay un montón de cosas que deseamos ignorar sobre la gente que queremos.
Para animarla, para hacerla reír, le cuento lo de la mujer del consultorio de Querida Abby, que se casó con un guapo y brillante empresario de pompas fúnebres. En su noche de bodas la obligó a meterse en una bañera de agua helada hasta que la piel parecía hielo al tacto, y entonces la hizo echarse en la cama y quedarse completamente quieta mientras poseía su cuerpo inerte y frío.
Lo gracioso es que la mujer lo aguantó de recién casada y siguió soportándolo los diez años siguientes de matrimonio y ahora había escrito a Querida Abby para preguntarle a Abby si creía que aquello tenía importancia.
Catorce
Por eso yo apreciaba tanto los grupos de apoyo, porque la gente, cuando cree que te estás muriendo, te presta toda su atención.
Si aquella podía ser la última vez que estuvieran contigo, estaban contigo de verdad. Todo lo demás —el saldo del banco, las canciones de la radio o el pelo alborotado— carecía de importancia.
Te dedicaban toda su atención.
La gente te escuchaba en vez de estar pendiente de su turno para hablar.
Y cuando hablaban no te contaban ninguna historia. Al conversar iban constituyendo algo que los transformaba en seres diferentes.
Marla había empezado a ir a los grupos de apoyo cuando descubrió el primer bulto.
La mañana siguiente del día siguiente al que descubriéramos su segundo bulto, Marla entró brincando en la cocina con las dos piernas metidas en una media y dijo:
—Mira, soy una sirena.
Marla dijo:
—No es como cuando los tíos os sentáis al revés en el retrete y hacéis como que vais en moto. Éste es un accidente de verdad.
Justo antes de conocernos en Aún Hombres Unidos apareció el primer bulto; ahora tenía otro más.
Lo que debéis saber es que Marla sigue viva. La filosofía de Marla respecto a la vida, me dijo, es que puede morirse en cualquier momento. La tragedia de su vida es que no se muere.
Cuando Marla descubrió el primer bulto, fue a una clínica donde madres consumidas como espantapájaros se sentaban en sillas de plástico a los tres lados de la sala de espera con niños desmadejados como peleles y hechos un ovillo en su regazo o reclinados a sus pies. Los niños tenían los ojos hundidos y oscuros como cuando se pudre la piel de una naranja o un plátano y se va sumiendo en la carne, y las madres se rascaban levantándose capas de caspa en infecciones incontrolables del cuero cabelludo. De la misma forma que en los hospitales los dientes de los pacientes parecen enormes en los rostros delgados, sus dientes son sólo fragmentos de hueso que sobresalen de la piel para triturar alimentos.
Aquí es donde acabas cuando no tienes seguro de enfermedad.
Antes de que se supiera más sobre el tema, hubo un montón de homosexuales que quisieron tener niños y ahora los niños están enfermos y las madres se están muriendo y los padres han muerto; y sentada en el hospital entre el olor vomitivo a pis y a vinagre, mientras una enfermera le pregunta a cada madre cuánto hace que está enferma y cuánto peso ha perdido y si el niño tiene algún pariente vivo o un tutor, Marla decide que no.
Si se iba a morir, Marla no quería saberlo.
Marla dobló la esquina de la clínica en dirección a la lavandería y robó todos los vaqueros de las secadoras; luego se fue caminando hasta una tienda donde le dieron quince pavos por cada par. A continuación, Marla se compró unas medias de las buenas, de las que no hacen carreras.
—Hasta las medias buenas que no hacen carreras —dice Marla— se enganchan.
Nada es estático. Todo se destruye.
Marla comenzó a ir a los grupos de apoyo porque era más fácil estar con escoria humana. Todos padecían algún mal. Y durante un rato, en la pantalla del monitor cardíaco la línea de su corazón aparecía plana.
Marla cogió un trabajo que consistía en preparar funerales por adelantado para una casa de pompas fúnebres donde algunos hombres gordos, pero sobre todo mujeres gordas, salían de la sala de exposición con una urna crematoria del tamaño de una huevera, y Marla, sentada en el despacho del recibidor, con el pelo negro recogido y las medias con enganchones y un bulto en el pecho y un destino funesto, les decía: «Señora, no se engañe. En esa urna diminuta no cabría ni siquiera su cabeza. Vuelva dentro y escoja una urna del tamaño de un balón».
El corazón de Marla tenía el mismo aspecto que mi cara. La inmundicia y la escoria del mundo. Escoria humana postconsumista que nadie se preocuparía jamás de reciclar.
Entre los grupos de apoyo y la clínica, me dijo Marla, había conocido a mucha gente que ahora estaba muerta. Personas que estaban criando malvas y que la llamaban de noche por teléfono. Marla se iba de bares y, cuando el camarero gritaba su nombre y ella atendía la llamada, la línea se había cortado.
En aquellos tiempos, pensaba que estaba tocando fondo.
—Cuando tienes veinticuatro años —dice Marla— no tienes idea de cuan bajo puedes caer; pero, aprendí rápido.
La primera vez que Marla rellenó una urna crematoria no se puso la mascarilla, y más tarde se sonó la nariz y el pañuelo se tiñó de negro con los restos del señor Zutano.
En la casa de Paper Street, si el teléfono suena una sola vez y lo coges y la línea se ha cortado, sabes que es alguien que intenta contactar con Marla. Ocurre más veces de las que te imaginas.
Un inspector de policía empezó a llamar a la casa de la calle Paper Street por la explosión de mi apartamento; Tyler se ponía a mi lado, apoyaba el pecho contra mi espalda, y me susurraba al oído mientras yo atendía al teléfono con el oído libre y el inspector me preguntaba si conocía a alguien que supiera fabricar dinamita casera.
—El desastre es una parte natural de mi evolución hacia la tragedia y la disolución —susurraba Tyler.
Le dije al inspector que fue la nevera la que voló el apartamento por los aires.
—Estoy rompiendo las ataduras a la fuerza física y las posesiones terrenas —susurraba Tyler—, ya que sólo mediante la autodestrucción llegaré a descubrir el poder superior del espíritu.
La dinamita, dijo el inspector, tenía impurezas; residuos de oxalato de amoníaco y percloruro potásico, que hacían suponer que la bomba era casera; y el cerrojo de seguridad de la puerta de entrada estaba destrozado.
Le dije que aquella noche estaba en Washington D.C.
El inspector del teléfono me explicó que alguien había rociado el cerrojo de seguridad con un bote de freón y que luego lo había golpeado con un cincel frío para romper el cilindro. Así es como roban bicicletas los delincuentes.
—El redentor que destruya mis propiedades —dice Tyler— está luchando por salvar mi espíritu. El maestro que logre apartar las posesiones de mi camino me liberará.
El inspector dijo que, quienquiera que hubiese puesto la dinamita casera, podía haber abierto el gas y apagado las llamas piloto del horno días antes de que se produjera la explosión. El gas fue sólo el detonante. Tuvieron que pasar días antes de que el gas llenara el apartamento y alcanzase el compresor situado en la base de la nevera y el motor eléctrico del compresor provocara la explosión.
—Dile que sí —susurra Tyler—, que lo hiciste tú. Que tú volaste la casa. Es lo que quiere oír.
Le digo al inspector que no. No dejé el gas abierto y después me fui de la ciudad. Amaba mi vida. Amaba el apartamento. Amaba cada uno de los muebles. Eran mi vida. Todo: las lámparas, las sillas, las alfombras eran parte de mí. Los platos de los armarios eran parte de mí. Las plantas eran parte de mí. La televisión era parte de mí. Fui yo quien voló por los aires. ¿No se daba cuenta?
El inspector me dijo que no abandonara la ciudad.
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