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AUTOR DE TIEMPOS PASADOS

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lunes, 7 de julio de 2008

2º volumen 3ª Par.LAS GUERRAS DEMONIACAS -- BARBACAN; LA GUARIDA DEL MALIGNO -- SALVATORE, R.,A.,

2º volumen 3ª Par.LAS GUERRAS DEMONIACAS -- BARBACAN; LA GUARIDA DEL MALIGNO -- SALVATORE, R.,A.,
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Tercera Parte
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La bestia
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Tío Mather, se ha establecido un nuevo equilibrio. Nuestros enemigos nos conocen y ciertamente hay preocupación entre sus filas, pero tienen sus ojos puestos en una meta más importante y esa pretensión nos proporciona cierta esperanza, nos proporciona la posibilidad de proclamar con confianza que no nos cogerán.
Pero tampoco podremos infligirles daños de consideración. Incendiamos un par de catapultas, pero ¿qué son comparadas con los cientos de máquinas de guerra que vienen rodando desde Barbacan? Hemos matado unos doce gigantes en las últimas semanas, pero ¿qué importa cuando un millar más avanza contra Honce el Oso? Y, ahora que nos conocen, nuestros enemigos adoptan precauciones y se mueven en bandas más numerosas y mejor preparadas. Los combates son día a día más duros.
Así que creo que por un tiempo sobreviviremos, pero no podremos hacer nada decisivo, no aquí, a medio camino entre el frente de la lucha y el origen de la invasión. Sin embargo, si el hermano Avelyn está en lo cierto, si su destino le aguarda en el norte y nosotros podemos llevarlo hasta allí, si puede combatir y vencer al Dáctilo demoníaco, entonces nuestros enemigos se verán privados de la fuerza que los mantiene unidos. ¿Quién reprimirá el odio ancestral y profundo entre los powris y los trasgos cuando Bestesbulzibar haya desaparecido? Es probable que la invasión se desintegre en grupos separados que combatan más entre ellos que contra la gente del reino. Es probable que la mayoría de los gigantes, normalmente bestias solitarias, regresen a sus montañas, lejos de los poblados de los hombres.
Me río al considerar qué sencillo parece todo esto, pues sé que el sendero que nos aguarda es el más tenebroso de los que jamás he hollado, y que el final del sendero es más tenebroso todavía.
Tenebroso, también, es el viaje para esos hombres y mujeres que dejo atrás, que continuarán luchando mientras acomodan a la gente más débil en un lugar más seguro, si es que pueden hallar alguno. No abrigo ilusiones esperanzadoras; ese grupo correrá tanto peligro como yo. Al final, si no logran encontrar un refugio, serán asesinados uno tras otro, como el pobre Cric, o quizá los trasgos descubrirán su campamento una noche y los pasarán a cuchillo.
¿Qué nubes son ésas que cubren nuestras cabezas, más negras que la más negra tormenta?
Es la vida que el destino nos ha deparado, tío Mather. Es la vida que el destino ha arrojado sobre nosotros y yo, por supuesto, me siento orgulloso de que pocos, muy pocos, se hayan acobardado ante tan repentinas responsabilidades que nunca buscaron. Por cada Tol Yuganick, sé que hay cien que no se rendirán ante amenazas, ante torturas, que comparten la lealtad y el coraje y que continuarán luchando de buen grado con tal de que su gente pueda ganar, aunque eso signifique la muerte.
Yo soy un guardabosque, entrenado para aceptar mis responsabilidades, por muy duras que sean, y para aceptar lo que el destino me depare durante su ejecución. Es mi deber y mi honor. Lucharé con todos los recursos que los elfos me han procurado, con todas las armas de que dispongo, por los principios que me son más queridos: por la protección de los inocentes, por el valor superior a todos, la justicia. Y en este empeño, en estos tiempos, tengo necesariamente que convertirme en jefe de las gentes de estos tres pueblos. Pero ellos, esos inocentes empujados a la guerra, y no yo, son los auténticos héroes del día, pues cada uno de ellos —los tres tramperos, que podrían haberse mantenido al margen del peligro; Bradwarden, que pelea con nosotros aunque ésta no sea su guerra; Belster O'Comely y Shawno, de Fin del Mundo—, cada uno de ellos lucha de buena gana, aunque nada los obligue a hacerlo. Cada hombre, cada mujer y cada niño empuñan las armas de buen grado a causa de su patrimonio común, porque comprenden el valor de la unidad, porque se preocupan por el destino de los habitantes de los pueblos del sur.
Ahora comprendo qué quiere decir ser guardabosque, tío Mather. Ser guardabosque significa aceptar las flaquezas humanas con la convicción de que lo bueno pesa más que lo malo; significa servir de ejemplo, a menudo no reconocido, de modo que, cuando las tinieblas descienden sobre nuestros vecinos, todos ellos —incluso muchos de aquellos hombres que quizá nos persiguieron— reconocerán nuestro valor y aceptarán nuestro liderazgo. Ser guardabosque significa, por ejemplo, mostrarle al prójimo de lo que puede ser capaz cuando las circunstancias lo requieren; significa poner de relieve lo mejor de cada persona.
Los hombres y las mujeres que he dejado atrás servirán como yo he servido, y elevarán el espíritu y la voluntad, el valor y las convicciones de las personas que se vayan encontrando.
Y yo mismo, ahora, hago votos para que sea capaz de llevar a Avelyn a Barbacan, a la cabeza diabólica de nuestro enemigo. Y, si perezco en el viaje, que así sea. Y si todos nosotros, mi adorada Pony incluida, perecemos y fracasamos, que otro recoja mi espada y mi dolor.
Las tinieblas no prevalecerán hasta que el último espíritu humano libre haya sucumbido.
Elbryan, el Pájaro de la Noche
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23
La marcha
A Elbryan y a los demás jefes de la banda rebelde les costó varios días organizarlo todo para los veinticinco guerreros y los ciento sesenta refugiados que dejarían atrás. El resto del grupo cesaría sus actividades guerrilleras y se dedicaría a llevar a toda la gente a lugares más seguros en el sur; avanzarían en paralelo con el ejército invasor pero tratando de no ser vistos.
Para los pocos que se disponían a partir hacia el norte, hacia Barbacan, era una separación dolorosa; en especial para Elbryan, que había llegado a sentirse como un padre de aquellas personas, como un protector en quien confiaban. El guardabosque sabía que, si los descubrían y los destruían, nunca se lo perdonaría a sí mismo.
Pero el otro argumento era más imperioso; si no podían acabar con el Dáctilo, no habría ningún refugio seguro y todo el mundo acabaría destruido, tal como sabían los humanos. Pony recordaba a menudo al guardabosque que él había adiestrado a aquellos guerreros que escoltarían a los refugiados, que no sólo contaban con aquella ventaja sino también con el conocimiento de las tierras boscosas que él les había proporcionado. Y, como un padre que ha visto crecer a sus hijos bajo su protección, Elbryan tuvo que dejarlos marchar.
Su camino, una ruta mucho más tenebrosa, iba en dirección opuesta.
Partieron a paso ligero; Elbryan montaba a Sinfonía en avanzadilla para recorrer a paso más rápido un perímetro de seguridad; Pony y Avelyn caminaban al lado de Bradwarden, que llevaba la gaita en la mano, pero no empezaría a tocarla hasta que se hubieran alejado lo suficiente de Dundalis, Prado de Mala Hierba y Fin del Mundo, ahora enclaves de los monstruos.
Acababan de perder de vista el campamento, cuando el pequeño grupo encontró unos elfos que bailaban en medio de las ramas llenas de yemas de varios árboles; podrían haber sido cinco o podrían haber sido veinte, tan huidizas eran las imágenes de los siempre esquivos duendes.
—¿Qué dice la señora Dasslerond? —inquirió Elbryan a Belli'mar Juraviel.
—Dice que te vaya bien —replicó el elfo—. Que le vaya bien a Elbryan, el Pájaro de la Noche, a Jilseponie, al buen hermano Avelyn, al temible Bradwarden... —Batió con frenesí y vigor sus delgadas alas hasta posarse graciosamente en el suelo—. Y a Belli'mar Juraviel, que representará a Caer'alfar en esta expedición de máxima importancia. —El elfo concluyó el discurso con una gran reverencia.
Elbryan miró a Tuntun, que estaba sentada en una rama y sonreía, aunque su mueca no pareció muy sincera al perspicaz guardabosque.
—Vela por él, Pájaro de la Noche —dijo en tono amenazador la elfa—. Te hago responsable de la seguridad de mi hermano.
—¡Pues vaya enorme responsabilidad, cuando vamos a enfrentarnos a un demonio Dáctilo! —aulló Bradwarden.
—En mi opinión, Belli'mar Juraviel debería quedarse con los suyos —replicó Elbryan—. Por supuesto, si por mí fuera, Pony, Jilseponie, se quedaría con la gente de los tres pueblos saqueados, lo mismo que Avelyn; y la gaita de Bradwarden saludaría al alba cada día en este bosque, en su hogar.
—¡Vaya, vaya! —rugió Avelyn—. ¡El bravo Pájaro de la Noche lucharía él solo contra la bestia!
—¡Claro, y avanzaría dando guadañadas mortales al ejército que pudiste ver entre los dos brazos de la montaña del Dáctilo! —añadió Bradwarden.
Elbryan no pudo hacer otra cosa más que reírse ante aquellas bromas. Azuzó con los talones a Sinfonía, que emprendió un ligero galope sendero abajo.
—¡Que tengas suerte, Pájaro de la Noche! —oyó que Tuntun le gritaba, y luego exploró a solas los alrededores, contento con aquella nueva incorporación al grupo, a pesar de sus comentarios en sentido contrario.
Percibió un movimiento cerca, y pidió a Sinfonía que avanzara despacio; se relajó cuando Paulson y Ardilla aparecieron en el sendero un poco más adelante, aparentemente sin haber advertido su presencia.
—Si los hemos perdido, te daré una paliza —decía malhumorado el hombretón a Ardilla, el cual, prudentemente, se hizo a un lado para quedar fuera del alcance de los brazos de su amigo. A Elbryan no le pasó por alto que iban equipados para una larga marcha, aunque los demás no se reunirían con los refugiados hasta la mañana siguiente. El guardabosque desvió su montura para buscar la protección de un par de pinos y aguardó a que los dos se acercaran, con la esperanza de descubrir sus intenciones; pensaba que quizás estaban hartos de todo y que habían decidido irse por su cuenta.
Aparte de los típicos gruñidos de Paulson no pudo sacar nada en claro de su charla.
—Buenos días —dijo de repente, sorprendiéndolos mientras se aproximaban.
—Lo mismo digo —respondió Paulson—. Menos mal que no nos hemos perdido tu partida.
—¿Habéis planeado algo por vuestra cuenta?
Paulson lo miró fijamente.
—¿Qué pasa con nosotros si Elbryan se va? —inquirió a su vez.
El guardabosque se encogió de hombros.
—Hay que acompañar a los refugiados hacia el sur; no puede haber más demoras.
—Tenemos más de veinte luchadores para esa tarea —contestó Paulson.
—Una veintena que necesitarán a Paulson y a Ardilla para que los guíen —razonó Elbryan.
—Le harán más caso a Belster O'Comely —arguyó Paulson—. Ese hombre tan capaz ya ha tomado el mando de la expedición, según dicen todos en el campamento grande. Nuestro trabajo ha terminado.
—Entonces estáis libres de responsabilidad —replicó Elbryan—, para ir a donde os plazca, cuando os plazca; podéis contar con mi agradecimiento y con la gratitud de todos los que han sobrevivido a la invasión.
Paulson miró a Ardilla, y el menudo hombre inclinó nerviosamente la cabeza.
—Queremos ir contigo —dijo de repente Paulson—. Nosotros lo vemos así: el trasgo que mató a Cric era un esbirro de ese Bestebul... no se qué, o sea que lo consideramos a él el responsable de su muerte.
La expresión de Elbryan era de incredulidad.
—¿Acaso hay alguien que conozca mejor los bosques que nosotros? —arguyó Paulson.
—Precisamente acabas de decir que somos libres para elegir —añadió Ardilla con timidez, escondido detrás de la mole de Paulson mientras hablaba.
En aquel momento llegaron los demás; Bradwarden —en cuyo lomo iba Juraviel, instalado cómodamente entre dos pesados paquetes— se apresuró a ponerse al lado de Elbryan.
—Nuestros amigos Paulson y Ardilla quisieran reunirse con nosotros —le explicó el guardabosque.
—Habíamos decidido que un grupo pequeño sería más efectivo para nuestra incursión —se quejó Bradwarden.
—Nosotros dos ocupamos menos sitio que tú, centauro —replicó Paulson.
Elbryan sonrió a Bradwarden con ironía, antes de que el temible centauro pudiera sentirse ofendido.
—Es bastante cierto —asintió el guardabosque.
—Y conocemos los caminos de los bosques —prosiguió Paulson—, y los caminos de nuestros enemigos. Si tenemos que pelear, os alegraréis de contar con Ardilla y conmigo.
Elbryan miró de nuevo a Bradwarden, pues él y el centauro habían sido tácitamente aceptados como jefes de la expedición. La endurecida expresión de Bradwarden se suavizó enseguida ante la mirada suplicante del guardabosque.
—Bueno, podéis venir —dijo a los dos hombres—. ¡Pero una sola queja cuando toque la gaita y comeré más carne que la que llevo a lomos!
Así que los siete se pusieron en marcha, llenos de energía. Siete contra decenas de millares, y —cosa que aun parecía más desfavorable— siete mortales contra el demonio Dáctilo. En el borde del bosque que rodeaba a Dundalis, Elbryan descabalgó.
—Corre en libertad, amigo mío —le dijo al caballo—. Quizá volvamos a vernos.
El caballo no se fue enseguida, sino que empezó a patear el suelo como si protestara. El guardabosque comprendía que el semental no quería quedarse atrás y, por un momento, acarició la idea de montarlo durante todo el camino. Pero, en conciencia, no podía hacerlo pues sabía que Sinfonía no podría cruzar las montañas de Barbacan y, por supuesto, no sería capaz de penetrar con él en los túneles de Aida.
—¡Corre! —le ordenó, y Sinfonía abandonó la zona, pero se detuvo bajo las quietas sombras de unos árboles cercanos.
De modo que, cuando los demás lo alcanzaron, Elbryan caminaba solo, sin el caballo. No le había resultado una tarea fácil desprenderse de él.
Se dirigieron más hacia el oeste que hacia el norte, pues querían dar un rodeo alrededor de la larga caravana que Avelyn había observado mediante la magia. Incluso desde varios kilómetros al norte y al oeste de Fin del Mundo, desde lo alto de una colina, distinguieron una larga línea de polvo que se elevaba en el aire, desplazándose hacia el sur, en dirección a Dundalis y a los otros pueblos.
—Llega hasta la cordillera de Cinturón y Hebilla —observó Avelyn severamente, y desde aquella atalaya parecía imposible que el monje pudiera equivocarse.
Cuando el grupo hubo rebasado las zonas forestales de Fin del Mundo, ya no encontró más carreteras. El bosque era viejo, con árboles altos y oscuros y escasa maleza, y pudieron seguir el curso de los ríos, algunos con aguas que bajaban desde los altos picachos de Barbacan. De vez en cuando, el grupo encontraba una casa solitaria o unas cuantas agrupadas; eran viviendas de las familias de colonos de la frontera que se establecían más allá incluso de la exigua civilización de los tres pequeños pueblos. No fue en modo alguno reconfortante para los siete comprobar que todas las casas, incluyendo una cuyos ocupantes habían sido amigos de la banda de Paulson, estaban desiertas.
Averiguaron la razón el décimo día, cuando Elbryan vio una serie de huellas que los precedían en la fangosa ribera.
—Trasgos —informó el guardabosque a sus compañeros—, y unos pocos humanos.
—Podría tratarse de bandidos —comentó Bradwarden— que no tengan nada que ver con nuestro enemigo del norte.
—Los trasgos han frecuentado esta región durante mil años —añadió Paulson—. Mis amigos han luchado con ellos muy a menudo, según me contaban.
—¿Pero los trasgos acostumbran coger prisioneros? —quiso saber el guardabosque, y aquella circunstancia verdaderamente insólita les hizo ver que no era un incidente casual, que no se trataba de bandidos.
«El demonio sacará a todos los trasgos de todos los agujeros», había avisado Avelyn.
¡Cómo deseaba Elbryan tener consigo a Sinfonía para poder galopar y atrapar aquella banda!
—Nos internaremos en el bosque para evitarlos —dijo Bradwarden—. No nos causarán problemas.
—Pero tienen prisioneros —se apresuró a comentar Pony.
—No lo sabemos a ciencia cierta —repuso Bradwarden.
—Hay huellas humanas y huellas de trasgos —arguyó Avelyn.
—Quizá tenían prisioneros —respondió Bradwarden con brusquedad.
Elbryan estaba a punto de discutir con el centauro, de puntualizar que, fuese cual fuese su misión, primero tenían que ver si había gente que necesitara su ayuda, cuando le llegó una ayuda inesperada por parte de Paulson.
—Están organizando un ejército —razonó el hombrachón—, por tanto necesitan esclavos. Si este grupo de incursión está confabulado con el Dáctilo, entonces saben que en vez de matar a la gente se los puede hacer trabajar hasta la muerte.
Bradwarden alzó los brazos como si se rindiera e hizo una señal a Elbryan para que se adelantara y averiguara lo que pudiera. Así lo hizo el guardabosque dando un rodeo hacia el oeste del margen del río mientras se dirigía hacia el norte. Los vio por fin en un recodo del río, donde los trasgos —¡y eran muchos!— se habían detenido para beber, pero impedían que una veintena de humanos, tres cuartas partes mujeres y niños, se acercaran a la tan deseada agua.
El guardabosque agachó la cabeza y consideró las opciones. Por suerte, no había gigantes ni powris a la vista, pero los trasgos eran por lo menos cincuenta y Elbryan advirtió que algunos llevaban las insignias negras y grises del ejército del Dáctilo. Aunque él y su valiente grupo atacaran a la banda, ¿cómo podrían evitar que mataran a los prisioneros?
Elbryan regresó a informar a sus compañeros esperando que se suscitaría una acalorada discusión. ¿Era su misión el factor primordial en aquellos momentos? En efecto, si atacaban y los rechazaban, o acababan muertos o capturados, ¿quién iría a la montaña humeante para enfrentarse al Dáctilo demoníaco?
—¿Sólo cincuenta? —resopló Bradwarden—. ¿Y sólo trasgos? ¡Calentaré mi arco con los veinte primeros, pisotearé a los veinte segundos y mi porra probará los diez últimos!
—¿Cómo los atacaremos sin poner en peligro a los prisioneros? —preguntó Pony con su habitual sentido práctico. Al mirar a su decidida compañera, Elbryan supo que su pregunta no tenía intención de disuadirlos de atacar, sino de guiar razonablemente al grupo en la mejor dirección posible.
—Los diezmaremos —respondió Elbryan—. Cualquiera que penetre en el bosque, se quede atrás o se adelante demasiado...
Seis graves movimientos de cabeza respondieron al guardabosque. Al cabo de una hora, estaban siguiendo al grupo, observando los movimientos del enemigo, averiguando la jerarquía entre los trasgos. En un punto determinado, cuando las riberas se estrecharon y resultaron impracticables, los trasgos enviaron a un grupo de seis en busca de un nuevo camino.
Perecieron rápidamente, sin un grito, abatidos por flechas y dagas, por una relampagueante espada y una porra contundente. Tan rápida y completa fue la masacre que Avelyn no tuvo que usar su magia. El monje se acercó a un trasgo herido y lo remató con una serie de puñetazos mortales, pero mantuvo en reserva su energía mágica.
Cuando resultó evidente que los seis primeros no regresaban, los trasgos enviaron a dos más en su busca. Elbryan, Juraviel y Bradwarden les dispararon en cuanto estuvieron fuera de la vista de la caravana.
—Sospechan nuestra presencia —dijo Pony cuando los siete retrocedieron para observar al grupo principal: los trasgos se movían nerviosos de un lado para otro, apretaban las cuerdas de los prisioneros, los mantenían juntos. Lo peor para los observadores sobrevenía cuando un trasgo pegaba a un humano, en especial cuando uno de ellos derribó a un niño pequeño de una bofetada. Con los dientes apretados, haciendo que la disciplina dominara las emociones, Elbryan mantuvo a raya a sus compañeros. Los trasgos recelaban, les recordó; no era el momento de atacar.
—Esconderemos los cuerpos —maquinó Elbryan—, y no molestaremos a los exploradores que envíen. Que encuentren los senderos. Cuando estén otra vez en marcha, en la espesura del bosque, les daremos su merecido.
—Sí —asintió el centauro—. Dales un par de horas para hacerles creer que sus miserables compañeros simplemente se largaron. Que se confíen de nuevo, y entonces los cogeremos a todos y haremos que paguen por cada bofetada que han dado.
Elbryan miró a Avelyn.
—Deberás desempeñar un papel muy importante —le dijo—. Haremos pedazos a los trasgos, no me cabe la menor duda, pero sólo tu poder mágico puede proteger a los prisioneros el tiempo suficiente.
El monje asintió con expresión severa, y luego miró a Pony. Elbryan también lo hizo, presintiendo que ambos, Avelyn y Pony, compartían un secreto. La expresión del guardabosque denotó aun más incredulidad al ver que Avelyn le tendía a la joven un trozo de grafito y una malaquita verde.
Los trasgos, naturalmente, enviaron otro par de exploradores, y los dos se internaron sin problemas en el bosque; luego volvieron junto al grupo e informaron que no habían visto rastro alguno de los ocho compañeros desaparecidos. Como la deserción en las filas de los trasgos era algo bastante corriente, los jefes parecieron tranquilizarse casi inmediatamente y, como habían encontrado senderos nuevos, pronto la caravana reemprendió su penosa marcha.
Y de nuevo cada paso que daban estaba vigilado, incluso dirigido por el guardabosque, aunque no lo sabían, mientras Elbryan buscaba el lugar más adecuado para una emboscada. Encontró precisamente lo que quería, un paso estrecho entre un risco alto y escarpado y una charca fangosa; pero, cuando regresaba para redondear el plan, se vio obligado a cambiar de idea.
La expresión de Pony fue la primera señal de que algo iba mal y, en cuanto se encaramó a una atalaya para observar a los monstruos, el guardabosque se hizo cargo de lo que sucedía. Había estallado una disputa entre algunos prisioneros y los trasgos que los habían capturado, y en aquel momento los humanos estaban recibiendo castigo una vez más. Elbryan se estremecía a cada golpe, sintiendo el dolor tan agudamente como si el palo del trasgo le pegara a él; no obstante, de nuevo trató de contenerse, trató de mantener la perspectiva adecuada y de considerar el objetivo global por encima de sus emociones.
Pero entonces un prisionero, un joven de aproximadamente la misma edad que Elbryan tenía cuando Dundalis había sido arrasada por primera vez, fue apartado de la fila; pronto quedaron claras las intenciones del trasgo con el muchacho, pues lo obligó a arrodillarse y a inclinar la cabeza de forma que su nuca quedara expuesta.
—No, no, no —murmuró Elbryan, y realmente se sentía destrozado. Tanto el plan como los prisioneros saldrían mejor parados si preparaban cuidadosamente la emboscada, pero ¿cómo podía él quedarse de brazos cruzados y contemplar cómo el infortunado muchacho era sacrificado?
Elbryan no podía quedarse como si tal cosa, por supuesto, y tan pronto como los demás vieron que Ala de Halcón se levantaba, comprendieron que había llegado el momento de actuar.
El trasgo alzó la espada, pero se desplomó en el suelo con una flecha de Elbryan clavada en el pecho. El guardabosque se lanzó a la carga a través de los árboles, gritando salvajemente mientras preparaba otra flecha.
Los trasgos se desperdigaron; uno de ellos empezó a dar órdenes hasta que sus palabras se convirtieron en un gorgoteo. Su boca estaba llena de sangre porque la segunda flecha del guardabosque se había hundido en su garganta.
—¡Oh, date prisa! —gritó Avelyn a Pony, pues los dos habían trazado un plan para liberar a los prisioneros.
Pony trataba de apresurarse y se concentraba con toda su voluntad en la malaquita. Ya lo había practicado antes con Avelyn, pero en aquel momento la presión era muy intensa y un fallo podía salir muy caro.
—¡Vaya, vaya! —aulló Avelyn dirigiéndose a la mujer—. ¡Sabes que puedes hacerlo, y hacerlo bien, amiga mía!
Los gritos de ánimo le permitieron a Pony superar las barreras y penetrar en las profundidades de la magia de la piedra. Sintió que se iba volviendo más y más ligera hasta llegar a ser más liviana que una pluma.
Avelyn levantó a la mujer con facilidad y la lanzó en dirección a la caravana de monstruos. Pony flotaba mientras avanzaba y se agarraba a las ramas de los árboles para darse impulso. Pasó por encima de Elbryan, que estaba manejando su espada para pelear con una línea de trasgos a los que, sorprendentemente, hacía retroceder.
Pasó por encima de los trasgos manteniéndose a bastante altura y en silencio hasta que por fin se situó justo encima del apelotonado grupo de prisioneros. Pony contuvo el aliento al observar los movimientos de los trasgos; por sus actos y por los retazos de órdenes que llegaban hasta ella dedujo que se preparaban para infligir un severo castigo a los prisioneros.
La mujer miró con preocupación la otra piedra que Avelyn le había dado; luego miró su propia espada, preguntándose en cuál sería mejor confiar. En cualquier caso su situación era casi desesperada.
La rabia de Elbryan no cedía. Dos trasgos se precipitaron para interceptar su avance, pero el hombre rechazó las dos espadas con un furioso y potente golpe a dos manos de Ala de Halcón. Dejó el arco mientras pasaba por delante de las criaturas, empuñó a Tempestad en el mismo y relampagueante movimiento, y la hundió en el vientre de la criatura más próxima. Con la mano libre descargó un fuerte puñetazo, que alcanzó el mentón del otro trasgo, y volvió a la carga después de desclavar la espada.
El asombrado trasgo se restregó el mentón y trató de levantarse para continuar, pero a Bradwarden, que iba pisando los talones del guardabosque, le faltó tiempo para pisotear a la malvada criatura.
El centauro se colocó junto a Elbryan y empezó a cantar a voz en grito, mientras atropellaba y aporreaba trasgos. Su impulso lo llevó hasta el centro de las fuerzas enemigas, pero inició la retirada al ver que las criaturas comenzaban a organizar su defensa.
Los trasgos se dispusieron formando un semicírculo alrededor de ellos, sin embargo, la integridad de aquella línea de monstruos pronto se vio en un aprieto, pues Belli'mar Juraviel, encaramado a un árbol a cierta distancia del lugar, les disparó con su diminuto pero mortal arco.
Al mismo tiempo, Paulson y Ardilla acudieron junto a sus compañeros; el más bajo de los dos lanzaba dagas mientras se acercaba.
—¡Monta en mi lomo! —rugió el centauro a Elbryan—. ¡Rescataremos a los prisioneros!
«Pero no a tiempo», pensó Elbryan, mientras miraba a través de la fila de trasgos hacia el lastimoso grupo. Rogó para que Pony y Avelyn cumplieran bien su cometido y se preguntó si su rabia no los habría traicionado a todos.
Avelyn apenas veía las filas de trasgos y no sabía cual de las criaturas tenía el mando. En cuanto Pony se fue, el monje se puso a buscar un escondite para su inmenso corpachón, pero se dio cuenta de que no tenía tiempo que perder. Se decidió por un soto de abedules y se metió entre ellos, al tiempo que proyectaba su espíritu al interior de la hematites que apretujaba con fuerza en la mano. Su espíritu abandonó el cuerpo y se alejó a toda velocidad, incluso antes de que su corpachón se acomodara entre la maraña de ramas.
El espíritu del monje adelantó volando a Juraviel; el sensible elfo lo advirtió pese a que el fantasma era ciertamente invisible. Dejó atrás a Paulson y Ardilla, a Bradwarden y a Elbryan, y a las filas de trasgos, hasta llegar a donde se encontraban los desgraciados prisioneros y los monstruos que los vigilaban. Uno de ellos estaba dando órdenes a gritos, y el espíritu de Avelyn se dirigió hacia él, se introdujo en su cuerpo y se puso a luchar para conseguir controlarlo.
La posesión no se conseguía nunca con facilidad, pues era una tarea siempre difícil y peligrosa; pero no había nadie en el mundo que dominara tan a fondo como Avelyn Desbris los poderes de las piedras. Y, además, en aquel momento el monje estaba desesperado por la seguridad de los demás y no por la suya propia.
Desalojó al espíritu del trasgo casi inmediatamente y continuó gritando órdenes que ya no tenían nada que ver con los prisioneros.
—¡Huid! —chilló a sus subordinados—. ¡Corred hacia los árboles, internaos en el bosque! ¡Huid! ¡Huid!
La mayoría de los trasgos se apresuraron a obedecer, más que impacientes por huir en vista del duro castigo que el furioso guardabosque y el poderoso centauro infligían a sus filas.
Pero otros querían su ración de sangre humana antes de irse.
Pony vio a dos de éstos, que huían del lugar donde se luchaba pero se desviaban para atacar con sus armas a los prisioneros sobre la marcha. La concentración de la mujer casi se agotó al tratar de penetrar en su otra piedra al tiempo que mantenía la ingravidez que le proporcionaba la malaquita, sin apartar la vista de los monstruos para controlar su avance.
No lo consiguió. Su mente abandonó la malaquita y cayó al suelo desde más de tres metros entre dos sorprendidos trasgos.
Los monstruos y Pony chillaron; los trasgos se revolvieron y empuñaron sus armas, mientras la mujer se les agarraba a los hombros.
Pony fue más rápida y consiguió penetrar en la piedra, el grafito.
Se produjo un estruendo agudo, un repentino destello negro, y los dos trasgos cayeron al suelo, retorciéndose en violentos espasmos mientras morían.
—¡Olvídate de la mujer! —gritó Avelyn en calidad de jefe trasgo a otro monstruo que se acercaba para atacar a Pony, y el monje se apresuró a cortarle el paso. Intentó hacer algo nuevo: volvió a conectar su mente a su cuerpo físico y obtuvo un nuevo poder mágico de una segunda piedra que su cuerpo apretujaba en la mano.
—¡Mata humanos! —aulló el trasgo en la cara de Avelyn, pero el monje alzó un brazo que parecía más de un tigre que de un humano o de un trasgo, y acabó con la protesta de la criatura arrancándole la cara.
—¡Vaya, vaya! —rugió el monje transformado en trasgo, mirando el brazo transformado—. ¡Funciona!
Por supuesto que funcionaba; Avelyn había cubierto la distancia y se había conectado con su propio ser físico mientras mantenía el control del cuerpo del trasgo. Pero el esfuerzo había sido grande, demasiado grande, y el monje de inmediato sintió que perdía el control y que su espíritu se elevaba por encima de la batalla, de regreso hacia los abedules. Sin embargo, con el postrer esfuerzo de su voluntad, justo antes de perder el conocimiento, el monje volvió al cuerpo del trasgo; cuando la criatura volvió a ser consciente de su propia forma física, vio cómo su propio brazo —o, por lo menos, un brazo que estaba conectado a su cuerpo— se levantaba para destrozar horriblemente su propia cara.
El trasgo, sorprendido, retrocedió tambaleándose, mientras con su otra extremidad, la normal, se apretaba la cara desgarrada. La sorpresa se convirtió en horror, en agudo dolor, cuando tropezó cerca de Pony y la mujer le clavó la espada en la espalda y la punta del arma sobresalió por el pecho de la criatura.
Pony se ocupó entonces de los prisioneros y les indicó que se alejaran corriendo del lugar donde se luchaba. No obstante, la mayoría de los hombres y unas pocas mujeres no lo hicieron así. Con los rostros transidos de dolor, sin duda por los seres queridos asesinados por aquellos monstruos, corrieron hacia donde la banda de trasgos luchaba con Elbryan y los demás, dispuestos a pelear con armas que les quitaron a los trasgos muertos, con bastones o pedruscos encontrados en el suelo o simplemente con las manos.
Todo terminó en cuestión de minutos; más de veinte trasgos yacían muertos y los restantes se habían dispersado por el bosque. Varios humanos estaban heridos, y también Bradwarden, aunque el vigoroso centauro hacía poco caso de sus cortes y magulladuras; Avelyn pronto se reunió con ellos, aunque cojeaba visiblemente y tenía el dolor de cabeza más fuerte de toda su vida. Aun así, el buen monje volvió a utilizar la hematites sin una queja, esta vez para curar a todos los heridos.
Elbryan reunió a Paulson y a Ardilla y llamó a Juraviel, y los cuatro se apartaron del grupo para asegurarse de que los trasgos no intentaban un contraataque.
Durante más de una hora de exploración, los cuatro sólo encontraron un par de trasgos escondidos en un lugar y a otro corriendo estúpidamente en círculos.
Así pues, la emboscada había funcionado casi a la perfección, y habían conseguido liberar a los prisioneros, pero aquello enfrentaba al guardabosque a un nuevo dilema y a una nueva e inesperada responsabilidad.
—A estas horas Belster estará ya a muchos kilómetros hacia el sur —opinó Avelyn—, lejos de nuestro alcance. Aunque usara las piedras para entrar en contacto con él, seguramente no conseguiríamos alcanzarlo para que se hiciera cargo de nuestros nuevos amigos.
—Son muy resistentes —añadió Pony, esperanzada—, pero no tienen experiencia con trasgos y similares.
Paulson la miró de soslayo con expresión incrédula.
—Bueno, con estos trasgos sí —corrigió la mujer—. No han luchado nunca contra el ejército del Dáctilo.
Paulson admitió esa observación.
—Nos llevaría semanas enteras prepararlos adecuadamente para que tuvieran posibilidades de escapar con éxito por sus propios medios —acabó la mujer.
Elbryan consideraba cada palabra, examinaba cada sugerencia. Al cabo de un momento, su mirada se dirigió a Paulson y a Ardilla.
El hombrachón comprendió perfectamente aquella mirada; Elbryan no les había pedido nunca, ni a él ni a Ardilla, que fueran con ellos, y, de hecho, los había eximido de toda responsabilidad. Pero Paulson advirtió que el guardabosque estaba a punto de pedirles una nueva responsabilidad. Quería que ambos se hicieran cargo de los nuevos refugiados y los condujeran hacia el sur. Paulson, lleno de odio por la pérdida de su querido amigo, no deseaba abandonar la expedición, ni tampoco Ardilla, pero lo harían para salvar a los refugiados. La constatación de aquel hecho emocionó al hombrachón profundamente; por primera vez en muchos años sentía que formaba parte de algo que iba más allá de sí mismo, un cohesionado círculo de camaradas, de amigos.
—Tenemos otra alternativa —dijo Belli'mar Juraviel, encaramado a una rama baja de un árbol vecino. El elfo se había mantenido en segundo plano para no asustar a los ya bastante amedrentados refugiados; la visión de Bradwarden los había puesto casi tan nerviosos como la de los trasgos, y el elfo pensó que era mejor que no se llevaran más de una sorpresa a la vez.
El grupo alzó la vista para mirar al elfo, que permanecía tranquilo, con las piernas cruzadas en los tobillos y los pies colgando a unos pocos metros por encima de sus cabezas.
—Hay un lugar donde podrían encontrar un refugio seguro, no lejos de aquí —observó el elfo.
Todas las cabezas se inclinaron para asentir, excepto la de Elbryan. El tono de Juraviel dio a entender algo más profundo al guardabosque, en el sentido de que no se trataba meramente de un lugar seguro, sino de algo mucho más especial. Elbryan recordó la carrera que lo había llevado hasta Dundalis en el primer viaje que había hecho como Pájaro de la Noche. Había cruzado los Páramos, viniendo desde el oeste. En aquel momento, él y su gente estaban también al oeste de los Páramos, aunque a muchos kilómetros hacia el norte.
—Podemos llevarlos hasta allí y después continuar nuestro camino —razonó Pony.
—Nosotros no —replicó Juraviel—: yo solo. Ese lugar no está tan lejos, pero tampoco cerca, quizás a una semana de marcha.
—En una semana, casi podríamos conducirlos de regreso a Dundalis —señaló Bradwarden.
—¿Con qué fin? —preguntó el elfo—. Allí no queda nadie para ayudarlos, y la región está infestada de monstruos. En el lugar del que os hablo hay muchos aliados, y no hay monstruos; de esto estoy seguro.
—¿Hablas de Andur'Blough Inninness? —dedujo Elbryan, y como el elfo no se apresuró a negarlo, el guardabosque comprendió que estaba en lo cierto—. Pero ¿aceptará tu Señora tantos humanos en la casa de los elfos? El lugar es secreto y sus fronteras están cerradas y bien escondidas.
—Vivimos días excepcionales —replicó Juraviel—. La señora Dasslerond permitió a veinte de nosotros que partiéramos para unirnos a vuestras fuerzas, que saliéramos al ancho mundo y tomáramos nota de lo que estaba ocurriendo. No se negará a recibir a seres humanos, cuando los están acechando las tinieblas. —El elfo sonrió—. Oh, no dudes que les haremos encantamientos y les pondremos un poco de pasmo en las comidas, quizás para mantenerlos un poco desorientados y para que nuestros senderos permanezcan escondidos cuando regresen de nuevo al ancho mundo.
—Deberíamos ir todos —razonó Pony, que de ningún modo quería perder la ocasión de conocer la casa de los elfos, después de haber pasado horas y horas escuchando las historias que le contaba Elbryan sobre Andur'Blough Inninness.
También Elbryan sentía tentaciones; le habría encantado volver a visitar aquel mágico lugar, especialmente en aquel momento, para reforzar su determinación antes de completar aquella expedición tan importante y peligrosa. Sin embargo, el guardabosque sabía qué era lo más conveniente.
—Cada día que perdamos al desplazarnos hacia el sur, y cada día nos supone otro para regresar hasta este punto, nuestros enemigos se adentran más en nuestras tierras y muere más gente —dijo con calma.
—Los llevaré yo solo —anunció Juraviel—. Del mismo modo que tú descubriste tu destino, hermano Avelyn, yo he descubierto el mío; preséntame a estas personas por la mañana y los pondré a salvo.
Elbryan miró largo y tendido a su alado amigo; deseaba que Juraviel lo acompañara en aquel viaje, necesitaba la sabiduría y la valentía del elfo para reforzar las suyas. Pero Juraviel tenía razón; él solo podía conducir a los refugiados con seguridad, y, aunque la expedición a Barbacan era de suma importancia, no podían desentenderse de la suerte de aquellos inocentes.
Por la mañana tuvo lugar la segunda y dolorosa marcha.
—¡Así que por fin estás aquí! —gritó Tuntun a Sinfonía cuando vio al semental que trotaba a través de un campo, al norte de Prado de Mala Hierba. La mayoría de los elfos hacía tiempo que se habían ido; algunos protegiendo el grupo de humanos que había partido hacia el sur, pero los más iban de regreso a Andur'Blough Inninness. Tuntun y un par más de elfos se habían quedado en la zona, sin embargo, para continuar vigilando al ejército invasor.
Aquél no era el lugar donde Tuntun quería estar.
La elfa había estado buscando a Sinfonía, pues sus deseos se habían plasmado en un plan concreto.
Se acercó con precaución al caballo, pero pronto se dio cuenta de que podía comunicarse con el semental. La turquesa estaba sintonizada para actuar con Elbryan, pero Tuntun, con su sangre élfica, podía utilizarla de alguna manera, podía sondear los más intensos deseos del caballo, como mínimo, si no sus pensamientos reales.
Sinfonía parecía estar encantado con ella.
Tuntun apenas tuvo problemas para ser aceptada por el gran semental, que brincó tan pronto como la elfa montó encima de él y galopó hacia el noroeste.
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24
El instrumento del demonio

No podía sentir la piedra bajo sus pies y odiaba ese hecho de su existencia más que ninguna otra cosa en el mundo, más incluso de lo que odiaba a aquel monstruo, su salvador. Pese a todas las ventajas de aquella maligna existencia, Quintall echaba de menos la sensación tangible de su forma mortal, el roce de la hierba o de la piedra en los pies desnudos, el olor de la comida cocinándose, el olor a salmuera cuando se asomaba a la Bahía de Todos los Santos, el sabor del marisco o de las hierbas exóticas que el Corredor del Viento había cargado en Jacintha.
Ahora flotaba en la enorme sala del Dáctilo, en Aida, ante el trono de obsidiana y ante el monstruo que era su dios.
—Estaremos en Palmaris para el solsticio de verano —explicó Bestesbulzibar, inclinándose en su asiento hacia adelante, mientras los ásperos repliegues de su rojo pellejo resplandecían con el brillo naranja de los ríos de lava que caían por los muros y sobre el suelo a cada lado del amplio estrado—. Y Ursal será sitiada a principios de otoño. Así las nieves invernales no actuarán en nuestra contra cuando prosigamos nuestra marcha hacia el sur, hacia Entel y la sierra que separa los reinos.
—¿Y nos detendremos allí? —preguntó el espíritu.
—¿Detenernos? —se mofó el Dáctilo—. Negociaremos con muchos jefes de Behren y después encontraremos el modo de lanzarlos unos contra otros; finalmente, cuando no esperen la guerra, asolaremos el sur. Y todo el mundo será mío. La humanidad conocerá su época de oscuridad.
Quintall no podía mostrarse en desacuerdo con el razonamiento del Dáctilo. Para que todo quedara atado, sólo faltaba puntualizar algunas cuestiones menores. Alpinador, pese a las brutales incursiones fronterizas y la consiguiente y decidida marcha hacia la costa, permanecía intacto, pero el reino septentrional no era un lugar organizado y no estaba lo suficientemente poblado para suponer una amenaza real.
—Es una época merecida —dijo Bestesbulzibar—. Tu raza sólo se puede culpar a sí misma de la tormenta que se le viene encima; su propia debilidad abrió el camino.
El demonio agitó las alas y una ráfaga de aire caliente llegó hasta Quintall, una sensación que el espíritu de alguna forma sintió. Y esa ráfaga suscitó en él recuerdos.
Recordaba con una minuciosidad increíble: todo lo que él había sido, todas las promesas de su vida mortal. Recordó Saint Mere Abelle y el viaje a Pimaninicuit. Recordó a Avelyn, al envidiado Avelyn, y recordó su rivalidad con él. Oía otra vez la voz de Avelyn, sus gritos de protesta cuando el Corredor del Viento fue hundido, una voz —ahora Quintall lo sabía— tocada por Dios. Recordó la persecución del monje desertor, los relatos sobre el fraile loco oídos pueblo tras pueblo y sus palabras de advertencia, palabras que resonaban ahora preñadas de verdad.
Quintall miró al demonio, su dueño y señor; sabía que el Dáctilo le había mostrado sus recuerdos mortales sólo para atormentarlo. Desde que había llegado a Aida, desde el momento preciso de su muerte mortal, cuando el broche de hematites de algún modo había transportado su espíritu hasta Bestesbulzibar, Quintall había recordado sólo aquel último encuentro y no el sendero que lo había llevado hasta el monje y hasta sus poderosos amigos.
Pero ahora recordaba. Todo. Y sabía que era un ser condenado, sabía que las pretensiones del Dáctilo eran verdad, que los avisos de Avelyn eran verdad. La debilidad de la raza humana, la impiedad de la iglesia abellicana, los asesinatos de la tripulación del Corredor del Viento, los celos que él mismo sentía por el hermano Avelyn, todas estas cosas habían alimentado al demonio Dáctilo, habían despertado las tinieblas que ahora invadían al mundo.
Quintall detestaba a Bestesbulzibar, pero se daba cuenta de que nada podía contra el demonio, comprendía que había caído en su poder y no podía escapar.
Bestesbulzibar extendió la mano con la palma hacia abajo, y telepáticamente le exigió a Quintall que le rindiera homenaje.
El espíritu condenado le tomó la mano y se la besó.
No había redención posible.
Y Quintall sabía que el demonio leía sus más íntimos pensamientos, que su desesperanza no hacía más que fortalecer a la diabólica criatura.
—Me eres útil —dijo de repente Bestesbulzibar— cuando visitas los sueños de hombres como el estúpido Yuganick, cuando te paseas sin ser visto entre nuestros enemigos; pero todo esto también puedo hacerlo yo.
El Dáctilo hizo una pausa y, en vista de lo que acababa de decir, Quintall creyó que su hora había llegado, que dejaría de existir o sería lanzado al pozo sin fondo del tormento eterno.
—Te necesito para algo más —decidió el Dáctilo; la mirada de Bestesbulzibar pasó de Quintall a uno de los ríos de lava—. Sí —murmuró la criatura hablando más para sí mismo que para el fantasma. Se desplazó a través del estrado, metió un brazo en la corriente de material fundido, y luego miró otra vez a Quintall.
»Sí —repitió el Dáctilo—. ¿No te gustaría volver a experimentar las sensaciones del mundo corporal?
«Por supuesto que sí», pensó Quintall.
—Puedo conseguirlo, esbirro mío; puedo volver a darte vida, vida real.
Quintall notó que su espíritu era impelido hacia la criatura, aunque sin duda era un movimiento inconsciente.
—Puedo hacer de ti algo más grandioso —murmuró el demonio, y de nuevo batió suavemente las enormes alas negras, y una ráfaga de aire caliente pasó a través del espíritu. Pasada la ráfaga, el calor persistió.
El calor persistía, y Quintall comprendió que estaba percibiendo la calidez de la lava.
Bestesbulzibar entonó un largo y lento cántico en un lenguaje que el espíritu era incapaz de comprender, un lenguaje plagado de sonidos guturales sólo comparables a los que hace un anciano cuando quiere aclararse la garganta llena de flemas. Después, Bestesbulzibar escupió hacia Quintall, y el escupitajo no traspasó el espíritu, sino que chocó con él y se pegó a él. Bestesbulzibar repitió la acción una y otra vez, hasta que Quintall quedó completamente cubierto de mucosidades; el demonio lo agarró entonces y, mientras Quintall gritaba de terror, lo sumergió en la lava.
Todo fue negrura, calor abrasador y agonía insoportable; Quintall no sintió nada más.
Se despertó más tarde, mucho más tarde, aunque no tenía ni idea del tiempo transcurrido. Estaba en la sala del trono, sin flotar, de pie sobre el duro suelo.
Era una criatura de lava, moldeado como un hombre, burdamente moldeado con la apariencia que había tenido antes: con brazos y piernas, torso fuerte como una roca y cabeza; las articulaciones, de alguna manera, eran fluidas, fundidas, de un reluciente brillo anaranjado, pero no goteaban. ¡Se sentía torpe, pero se sentía! Se quedó pasmado mientras abría y cerraba la mano negra con rayas naranjas; comprendió la sobrenatural fuerza de su agarro, supo que podría aplastar una piedra... o la cabeza de un enemigo.
La cabeza de Avelyn.
La perversa carcajada de Bestesbulzibar sacó a Quintall de sus contemplaciones.
—¿Estás contento? —preguntó el demonio.
Quintall no sabía qué contestar. Se dispuso a hablar, pero el sonido de su propia voz, una voz que resonaba como un desprendimiento de rocas, lo asustó.
—Ya te irás acostumbrando a tu nuevo cuerpo, esbirro mío, querido general —dijo el Dáctilo con sarcasmo—, querido asesino. Ningún gigante podrá hacerte frente, ni ningún hombre. Cuando caiga Palmaris, entrarás en la ciudad a la cabeza de mi ejército, y cuando Ursal sea mía te sentarás en el trono del depuesto rey de Honce el Oso.
Su poder, su fuerza absoluta, le producía vértigo, lo sobrepasaba. Sus pensamientos se colmaban con visiones de conquistas. Se veía capaz, él solo, de destruir Palmaris; estaba seguro de que ningún hombre ni arma alguna podrían detenerlo.
—Prueba tu nuevo cuerpo —le indicó Bestesbulzibar—. Siente sus poderes y limitaciones, y aplica a tu nuevo soporte físico todo lo que una vez aprendiste sobre las artes marciales. Ahora eres mi general, mi asesino. Haz que tiemblen todos los hombres, todas las criaturas de Corona ante tu presencia.
El demonio acabó con otra horrible carcajada, pero esta vez Quintall escuchó su propia voz áspera mezclada con la del maligno.
—La guerra va bien, amigo mío —prosiguió el Dáctilo—. Mientras dormías y tu espíritu se fusionaba con el regalo que te he ofrecido, he visto las tierras del sur, el imparable progreso; Palmaris caerá antes de que lleguemos a la mitad del verano, te lo aseguro; y otra flota powri navega para reunirse con nosotros y avanza veloz hacia la Costa Rota. Un ejército irá hacia el sur, el otro hacia el oeste, tierra adentro, y se reunirán a las puertas de Ursal. ¿Quién les hará frente? ¿El débil rey de Honce el Oso?
—No entiendo de reyes —replicó Quintall.
—¡Claro que sí! —bromeó el Dáctilo—. Conoces a tu padre abad, ese viejo estúpido y chocho, pero incluso él es un enemigo de más cuidado que el bufón que se sienta en el trono de Honce el Oso. ¿Quién se enfrentará, pues, a la bestia?
La respuesta le pareció obvia al condenado Quintall: nadie podía hacer frente a la bestia, a su amo, a su dios. De repente, el hombre transformado en espíritu y luego en monstruo de lava sintió un desesperado deseo de derrumbar las puertas de Ursal, de ocupar el trono de Honce el Oso.
Pero aun mayor era el deseo que sentía de visitar Saint Mere Abelle, de encararse con el padre abad Markwart y con maese Jojonah, de hacer que se postraran ante sus pétreos pies, y luego dar un paso hacia ellos y aplastarlos hasta la muerte. Lo habían utilizado; en aquel momento lo comprendió, lo vio todo con diáfana claridad. Lo habían utilizado al enviarlo a Pimaninicuit, y luego otra vez cuando lo transformaron en algo infrahumano, cuando lo convirtieron en el hermano Justicia, el instrumento de su odio. Bestesbulzibar había hecho lo mismo; pero, en opinión de Quintall, el demonio Dáctilo era con diferencia un amo mucho mejor.
—Vigilarás Aida y a mis siervos, en mi ausencia —anunció Bestesbulzibar.
Quintall sabía que era mejor abstenerse de preguntar nada.
Aquella misma noche, el demonio salió de su montaña y voló hacia el sur para reunirse con sus subordinados; en unas pocas horas, Bestesbulzibar cubrió la distancia de varios cientos de kilómetros que lo separaban de la base de Dundalis; allí encontró al trasgo Gothra y al gigante fomoriano Maiyer Dek discutiendo acaloradamente.
Sus palabras se les ahogaron en la garganta y todo el campamento en derredor quedó sumido en el más aturdido de los silencios, cuando el Dáctilo se posó entre ellos y las tinieblas más absolutas descendieron del cielo nocturno.
—¿Qué pasa? —exigió el Dáctilo, y ambos empezaron a hablar a la vez pero fueron acallados con una amenazadora mirada. Bestesbulzibar miró fijamente a Maiyer Dek.
—Nuestros campamentos están cada vez más agitados —explicó el jefe de los gigantes, con una voz atronadora pero que ante el demonio parecía sumisa—. ¡Debemos enviar refuerzos al sur para combatir a los ejércitos de nuestro enemigo!
Un resplandor ígneo apareció en los ojos del demonio, que movió bruscamente la cabeza y dirigió una mirada acusadora al tembloroso trasgo.
—Ulg Tik'narn ha desaparecido —dijo Gothra—. Probablemente ha muerto.
—¿Y qué? —bufó el demonio, pues no le parecía difícil de reemplazar.
—La región no está del todo ganada —siguió diciendo el trasgo—. Pájaro de la Noche domina el bosque.
—¡Es una simple espina! —bramó Maiyer Dek—. ¡Y un gigante al ataque no se detiene para arrancar una espina!
—Una espina que obstaculiza los abastecimientos... —empezó a decir Gothra, pero fue interrumpido por el espeluznante chillido del Dáctilo demoníaco.
—¡Basta ya! —atronó la bestia—. ¿Pretendéis detener el avance de nuestros miles de soldados por un solo hombre, por ese tal Pájaro de la Noche?
—Debemos ganar una zona t... tras o... otra —tartamudeó el trasgo, dándose cuenta de que la discusión no iba por buenos derroteros. Los trasgos eran conservadores en sus tácticas bélicas, ganaban un territorio tras otro y avanzaban con método absteniéndose casi siempre de atacar a menos que estuvieran seguros de la victoria.
Bestesbulzibar mostró poca paciencia al respecto.
—Mi objetivo es Palmaris, ¿y vosotros impedís el avance de miles de soldados para conservar esa miserable aldea? —rugió el Dáctilo.
—No —protestó Gothra. El general trasgo quería exponer su razonamiento, quería hacer ver a su dueño y señor que podían interrumpirse las líneas de abastecimiento, que los bagajes y los refuerzos que necesitaban podían acabar destruidos o retrasados, y que las consecuencias en el sur, a las puertas de Palmaris, podían ser desastrosas.
Gothra, que no era un imbécil —al menos según los parámetros de los trasgos— quería argüir su punto de vista en términos lógicos y racionales, pero lo único que surgió de su boca fue un grito de agonía cuando Bestesbulzibar alargó una mano, le agarró la cabeza y lo atrajo hacia sí. Con una sonrisa perversa, Bestesbulzibar alzó la otra mano para que todos pudieran ver, extendió un dedo y en un abrir y cerrar de ojos transformó la uña en una terrible garra. Un golpe, repentino e increíblemente largo, arrancó un chillido de Gothra, y el demonio lo hizo retroceder de un empujón.
Gothra miró la línea de sangre que le fluía de la frente a la horcajadura, y luego volvió a mirar al demonio.
Bestesbulzibar alargó la mano y la cerró en el aire, y la magia demoníaca agarró a Gothra, o al menos a la piel del trasgo, y se la arrancó como si lo estuviera ayudando a quitarse la ropa. La criatura sin piel cayó al suelo gimiendo, en espantosa agonía.
Sin emitir sonido alguno, el Dáctilo devoró la piel de Gothra con vestidos y todo.
—¿Quién era el segundo de Ulg Tik'narn? —preguntó Bestesbulzibar.
No hubo una respuesta inmediata, pero poco después un tembloroso powri fue empujado a salir de las filas.
—¿Cómo te llamas?
—Kos... —La voz del enano se quebró en un espasmo de terror.
—Se llama Kos-kosio Begulne —dijo Maiyer Dek.
—¿Y cuál era la postura de Kos-kosio Begulne en esta cuestión? —preguntó el Dáctilo.
Maiyer Dek sonrió lleno de confianza.
—Quería avanzar hacia el sur —mintió el gigante, pues a Maiyer Dek le gustaba la idea de que Kos-kosio, que carecía de una personalidad fuerte, comandara las fuerzas powris—. O por lo menos atacar con dureza y rapidez a esos insignificantes incursores humanos, para poder acabar con la cuestión y dejar expedita la carretera principal.
El demonio asintió, al parecer complacido, y Kos-kosio se irguió un tanto.
—Ahora eres tú el comandante powri, Kos-kosio Begulne —anunció Bestesbulzibar—. Y tú y Maiyer Dek compartiréis el liderazgo de los trasgos hasta que se encuentre un apropiado sustituto de Gothra. Os encargo a los dos entregarme Palmaris en Masur Delaval, el día del solsticio de verano —añadió mostrando a todos los reunidos un semblante resplandeciente—. Generales, nos veremos a las puertas de Palmaris y, si juzgo necesario veros antes de que esas puertas sean mías, ¡tened por seguro que correréis la misma suerte que Gothra!
Con un altivo y atronador batir de alas y después de lograr por obra de su magia que las llamas de la hoguera principal del campamento se alzaran en el cielo de la noche, el Dáctilo alzó el vuelo y se dirigió a toda velocidad hacia el oeste para contemplar los otros pueblos ocupados, para ver cómo sus tropas podían desplegarse. Satisfecho, mientras Fin del Mundo quedaba a su izquierda, la bestia viró hacia el norte con la intención de descender y sobrevolar la nueva caravana que se dirigía hacia el sur, tanto para animar a sus siervos como para infundir temor en sus corazones.
Pero algo captó la atención de la bestia, una sensación, una presencia que el Dáctilo no había sentido durante muchos siglos. El demonio bajó, aminoró su velocidad y comenzó a volar en apretados círculos escrutando el terreno, con las orejas atentas a cualquier sonido.
Bestesbulzibar sabía que había un elfo cerca. Un Touel'alfar, los enemigos más antiguos y odiados por el Dáctilo demoníaco.
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25
Una única armonía
La noche, de innegable belleza, estaba tranquila. De vez en cuando aparecía una nube empujada por la brisa del suroeste, pero casi siempre las estrellas brillaban con vigorosa claridad y por doquier se extendía el aroma de la primavera, el aroma de la vida renovada.
Elbryan sabía que todo aquello era una mentira. El aroma de la vida renovada pronto dejaría paso al olor de los trasgos, los powris y los gigantes, a la pestilencia de la muerte. Toda aquella serenidad se rompería en pedazos por la atronadora marcha de la tenebrosa horda, por el estallido del látigo powri, por el rodar de las máquinas de guerra.
La quietud y la brisa de primavera eran una cruel mentira.
Un movimiento cercano captó la atención del cauteloso guardabosque, pero se abstuvo de coger su arma pues reconoció los ligeros y gráciles andares y el aroma —semejante a la dulce fragancia de un prado florido transportada por las suaves brisas— de la mujer a la que tanto quería. Pony apareció entre los arbustos vestida sólo con un camisón de seda que no le cubría las rodillas. Los cabellos, sueltos y despeinados, le enmarcaban la cara de una forma sensual, acariciándole las mejillas, y un mechón le jugueteaba bajo el mentón. El corazón de Elbryan se aceleró.
Ella miró al hombre y le sonrió; luego cruzó los brazos para resguardarse de la brisa, se dio la vuelta y miró hacia la bóveda nocturna.
—¿Cómo he podido traerte hasta aquí? —le dijo el guardabosque, acercándosele por detrás y acariciándole dulcemente un hombro.
Pony inclinó la cabeza hacia aquella mano y se apoyó en Elbryan.
—¿Cómo habrías podido impedírmelo? —preguntó.
El guardabosque emitió un silbido suave y besó los cabellos de la joven mientras la abrazaba. ¿Cómo?, se preguntó maravillándose como siempre del espíritu libre de Pony. Sabía que no podría amarla, que no podría amar su forma de ser, si pretendiera dominarla, pues cualquier intento de doblegarla acabaría con ese espíritu libre que Elbryan tanto adoraba. Él era dueño de su corazón pero no de su voluntad, y el guardabosque no habría podido impedirle que participara en la expedición... ¡a no ser dejándola inconsciente y atada en una cueva!
La joven se volvió hacia Elbryan sin soltarse de su abrazo y su dulce cara quedó justo debajo de la de él; entonces lo miró.
Elbryan la observó largo rato, en silencio. Se la imaginó muerta por el lanzazo de un trasgo y desvió la mirada rápidamente dirigiéndola hacia las estrellas; se preguntaba cómo podría vivir, qué objetivo tendría seguir con vida, si le ocurría algo a Pony.
Sintió que ella le acariciaba la mejilla y lo obligaba a mirarla.
—Los dos corremos peligro —le recordó—. Yo podría morir del mismo modo que Elbryan podría morir.
—No menciones semejantes horrores.
—Posibilidades —lo corrigió Pony—, riesgos que hemos asumido por propia voluntad, riesgos inherentes al deber. No querría vivir en lo que será el mundo si el Dáctilo no es destruido; preferiría morir luchando contra el demonio en la remota Barbacan... —Se le quebró la voz y se puso de puntillas para rozar con un dulce beso los labios de Elbryan—. Preferiría morir junto a mi amigo, junto a mi amor.
Elbryan desvió otra vez la mirada, incapaz de enfrentarse a tal posibilidad, pero la mano de Pony le cogió la barbilla y otra vez lo obligó a mirarla; la ternura había desaparecido de su expresión.
—Soy un guerrero —declaró la mujer—. He luchado toda mi vida, desde el día en que erré por los caminos huyendo de la destruida Dundalis. Sé cuál es mi deber de la misma forma que tú sabes cuál es el tuyo.
—No lo dudo —se apresuró a asentir Elbryan.
—Y, si tengo que morir, que sea luchando —dijo Pony con los dientes apretados—. Luchando contra el Dáctilo demoníaco, acompañando a Avelyn para que la enloquecida bestia pueda ser destruida. Soy un guerrero, amor mío. ¡No me niegues un final digno!
—Preferiría que tu final y el mío nos alcanzara juntos dentro de cien años —replicó Elbryan, mientras una débil sonrisa le asomaba al rostro.
Pony alzó una mano para tocar aquella boca sonriente y sintió el áspero roce de la barba de varios días.
—Ah, amor mío —le dijo en voz baja—, utiliza tu hermosa espada élfica para afeitarte; de otro modo temo que se me irrite la cara por el roce.
—Algo más que la cara, amor mío —bromeó Elbryan y la levantó en vilo para mordisquearle tiernamente la barbilla y luego acariciarle el cuello con la barba.
Ella fue deslizándose abrazada a él hasta que sus ojos se encontraron; de pronto se les borró la sonrisa y desaparecieron las ganas de bromear ante la repentina conciencia de que quizá pronto tendrían que separarse brutalmente. Pony lo besó larga y apasionadamente y sus manos se aferraron con desesperación a los espesos cabellos de Elbryan para acercarse a él aún más, aunque ya apenas quedaba espacio entre los dos.
Elbryan la abrazó estrechamente, estrujándola con pasión. Deslizó un brazo por la parte posterior de la pierna y luego, bajo el camisón, por la suave piel de las nalgas y por la espalda, para sostenerla, mientras lentamente la empujaba hacia el suelo.
—Es una poción —arguyó Avelyn.
Bradwarden soltó un bufido.
—Entonces, es una poción que da vértigo. ¿Qué imbécil prepararía una magia como ésta? ¡Una pócima que tumba en el suelo, cuando un palo podría hacerlo mejor!
—¡Esta poción que da coraje! —protestó Avelyn, tomando un buen trago y luego pasándose el antebrazo por la cara para limpiársela.
—Una poción que sirve para ocultarte —dijo Bradwarden con seriedad, cambiando de tono.
Avelyn clavó su vista en el centauro.
—Oh, tengo fama de buen bebedor —dijo el centauro—. El pasmo es mi bebida favorita y no hay otra más fuerte en todo el mundo; pero bebo cuando hay una fiesta, amigo mío, en el solsticio y en el equinoccio, no para ocultarme.
La acusación molestó al monje. Avelyn había intimado con Bradwarden aquellas primeras semanas de viaje con un vínculo basado más en el respeto que en la amistad. En aquel momento, no había ninguna duda del tono sombrío y acusador del habitualmente jovial centauro; al centauro no le agradaba el pequeño frasco del monje.
—Quizá simplemente es que no tienes gran cosa que ocultar —repuso el monje con calma, y, desafiante, se llevó el frasco a la boca.
Sin embargo no bebió, pues lo detuvo una mirada implacable.
—Cuánto más cosas ocultes, más cosas tendrás necesidad de ocultar —replicó Bradwarden—. Mírame, hermano Avelyn, mírame a los ojos y verás que de mis labios no sale ninguna mentira.
Avelyn bajó el frasco y miró fijamente a Bradwarden.
—No hiciste nada malo cuando cogiste las piedras —afirmó el centauro.
—¿Qué tontería es ésa? —protestó el monje.
—Ah, no puedes ocultarte de mí, Avelyn Desbris —dijo Bradwarden; y su convicción creció ante las exageradas protestas del monje—. Tú no tienes miedo de la gente, ni de los monjes, ni de que otro hermano Justicia aparezca en tu busca. No, amigo mío, tienes miedo de Avelyn, de lo que hiciste y de tu alma eterna. ¿La manchaste?
—Tú no sabes nada.
—¡Vaya, vaya! —exclamó el centauro imitando a Avelyn—. Yo conozco la forma de ser de los hombres, la forma de ser de Avelyn. Sé que al beber las «pociones de coraje» sólo pretendes ocultarte de tu propio pasado, de las decisiones que tomaste... ¡y muy acertadas, por cierto! Escúchame ahora, porque no podría mentirte, no tengo ninguna razón para mentirte: hiciste bien en salir corriendo, en coger las piedras, incluso en matar al hombre que pretendía matarte a ti. Hiciste lo que debías, amigo mío, así que sacúdete de encima la culpa, te lo digo yo, y mira hacia adelante. Dijiste que conocías tu destino y yo creo en ese destino, de otro modo no habría venido. Pretendes enfrentarte al Dáctilo, destruir a la bestia, y así lo harás; pero sólo si tu cabeza está clara, sólo si tu corazón está claro.
Aquellas palabras, pronunciadas por una criatura tan misteriosa, sabia y vieja, afectaron profundamente a Avelyn. Miró su frasco y por primera vez lo vio como un enemigo, como una señal de debilidad.
—No necesitas tu poción —añadió Bradwarden—. Pero, cuando venzas al Dáctilo, te invitaré a un poco de pasmo y entonces sabrás lo que significa ver que el mundo da vueltas.
Extendió la mano y agarró la muñeca de Avelyn para mantener el frasco lejos de él sin dejar de mirarlo fijamente.
—Avelyn no necesita ocultarse de Avelyn —declaró con toda seriedad.
Al cabo de un momento, el monje asintió con una lenta inclinación de cabeza.
—¡Sólo del Dáctilo, por ahora! —concluyó Bradwarden, satisfecho de haberse salido con la suya—. Por ahora necesitas ocultarte del Dáctilo hasta que llegue el momento oportuno, pero comprobarás que tu frasco es demasiado pequeño para eso.
Avelyn no dijo nada; se limitó a asentir en silencio. Estaba asombrado de que Bradwarden hubiera podido leer en su interior, hubiera visto con tanta claridad su corazón y su alma y hubiera reconocido en ellos la mancha de la culpabilidad. La bebida que siempre tenía a mano no era una poción para infundirle coraje sino para permitirle aceptar su cobardía, una manera de ocultarse de su propio pasado.
Avelyn continuaba con los ojos fijos en Bradwarden; le sonrió cuando éste le sonrió a su vez al ver que el monje arrojaba el frasco a los arbustos.
Por fin Avelyn podía encararse a su destino sin sentir remordimientos por el camino que lo había conducido hasta allí.
El centauro cogió su gaita y comenzó a tocar suavemente; la magia de la música de Bradwarden era tal que ni los trasgos, ni los monstruos, ni los humanos, ni los animales podían adivinar su origen en la oscuridad del bosque. La melodía, triste y esperanzada a la vez, tranquilizó a Avelyn y reforzó su resolución. La música flotaba entre los árboles, acariciaba a los amantes y llegaba hasta donde Paulson y Ardilla permanecían vigilantes en la oscuridad del bosque.
Y de este modo la música de Bradwarden unió al grupo: una única banda, un único propósito, una única armonía.
La silenciosa noche no procuraba el mismo descanso a Tuntun y a Sinfonía. La elfa observó cuidadosamente al semental para ver si estaba cansado, pero el enorme caballo seguía corriendo, deslizándose entre las sombras arbóreas como la mismísima Sheila, corriendo hacia el horizonte y aun más allá.
Los dos tenían una misión, absolutamente tan vital para ellos como lo era la caza del Dáctilo para los siete que los habían precedido. A Tuntun aún le dolía que la hubieran excluido de aquel viaje de crucial importancia y ningún argumento lógico podía hacer cambiar lo que sentía. Su empeño por destruir al Dáctilo no era menor que el de Juraviel o el de cualquier otro elfo u hombre. Pero la elfa sabía que había algo más que eso, y tenía que admitirlo, pues era su corazón y no su mente lo que la empujaba. Tuntun debía apresurarse, debía alcanzar al grupo, en parte porque Belli'mar Juraviel, su amigo más íntimo pese a sus constantes discusiones, iba con ellos, pero también porque Pájaro de la Noche capitaneaba el grupo. La elfa no podía seguir negando sus sentimientos por el guardabosque. Ella había desempeñado un papel importante en conducir a Elbryan hasta aquella situación y, del mismo modo que una madre se apega a su hijo, Tuntun no podía soportar dejarlo marchar sin ella.
Sí, era Pájaro de la Noche más que otra cosa lo que empujaba a la duende a cabalgar al galope en la oscuridad del bosque. El hombre al que ella había adiestrado, el hombre al que había llegado a querer. Confiaba en el guardabosque —nunca había visto a nadie mejor—; pero, aun así, estaría a su lado cuando llegara su hora más tenebrosa, cuando llegara su punto culminante de gloria.
La elfa inclinó la cabeza sobre la crin al viento de Sinfonía y le ordenó que galopara; pero éste, que estaba tan unido al guardabosque como ella, no necesitaba que lo animaran ni que lo guiaran.
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26
Enemigos ancestrales

—Tú y tus amigos nos habéis salvado, no lo discuto —dijo Jingo Gregor, con la voz quebrantada por el agotamiento de las últimas semanas y el peso de las sorpresas y los horrores—. Sin embargo, ¿cómo vamos a ir de buen grado hasta un lugar de encantamiento?
Miraba suplicante hacia las ramas, hacia el guía apenas entrevisto que los había conducido a él y a sus compañeros a través de una región sin senderos, en dirección sur hacia las imponentes montañas que aparecían ahora a la vista.
—Es mejor que enfrentarse a las hordas de los trasgos —respondió Belli'mar Juraviel—. Os ofrezco refugio, un lugar tan seguro como ningún otro en el mundo. Y no os lo ofrezco a la ligera, te lo aseguro, maese Jingo Gregor. Tú eres tan extraño a los Touel'alfar como lo somos nosotros para vosotros, y el valle que alberga a mi pueblo no está abierto a los humanos. Aun así os llevo allí porque, si no lo hiciera, seguramente tú y todos tus compañeros pereceríais.
—No soy un desagradecido, buen Juraviel —replicó Jingo Gregor.
—Sólo cauteloso —se le adelantó Juraviel bajando del árbol para que el hombre pudiera verlo claramente; era una de las escasas ocasiones en que el elfo había permitido a los humanos que lo vieran—. Y es comprensible, teniendo en cuenta las tragedias que habéis padecido tú y tu gente. Pero no soy tu enemigo.
—Lo has demostrado sobradamente —asintió Jingo Gregor.
—En este caso, tranquilízate, pues Andur'Blough Inninness no está tan lejos —le dijo Juraviel—. Considérate afortunado si llegas a contemplar el valle de niebla de los elfos.
Había una prevención inconsciente en la última frase, que reflejaba las propias dudas de Juraviel acerca de su decisión de llevar humanos al valle secreto. Era cierto que Elbryan había sido llevado allí y había sido adiestrado; era cierto que la señora Dasslerond había permitido a Juraviel, a Tuntun y a los demás salir en busca del guardabosque para ayudarlo en su lucha. Pero llevar humanos a Andur'Blough Inninness sin la autorización expresa de la señora Dasslerond era forzar su compasión, y Juraviel no estaba seguro de que aquel grupo no se acabara perdiendo; quizás habían modificado y camuflado los senderos en el valle de niebla sin siquiera advertírselo. Sabía que la señora Dasslerond era compasiva; pero, ante todo, era pragmática y protectora de su reino. Para ella, el bienestar de los Touel'alfar estaba por encima de cualquier otra consideración, tal vez incluso por encima de las vidas de una veintena de humanos.
A pesar de que en el tono de Juraviel era perceptible la sombra de la duda, Jingo Gregor pareció satisfecho con sus palabras, un discurso que el elfo le había repetido varias veces durante los últimos días. Juraviel no podía menos que compadecer a aquel grupo de desgraciados, muchos de los cuales habían perdido a sus seres queridos cuando los trasgos atacaron sus casas, y la mayoría de éstos habían sido torturados y violados por aquellas perversas criaturas. El elfo les ofrecería palabras de consuelo a todos y cada uno de ellos tan a menudo como necesitaran escucharlas, y tranquilizaría a aquella pobre gente aun cuando no estuviera seguro de cómo iba a acabar la aventura.
Jingo Gregor regresó entonces al calor del fuego del campamento, junto a sus dieciocho compañeros. También Juraviel volvió al campamento y estrechó la vigilancia en torno, aunque los humanos no tenían ni idea de los movimientos del elfo, pues era en extremo sigiloso cuando pasaba por las ramas más elevadas de aquellos árboles llenos de yemas.
El fuego ardía lánguidamente —de hecho nunca había sido muy vivo, pues Juraviel así lo decidió por precaución, pese a que estaba completamente seguro de que no había fomorianos en la zona, o, por lo menos, ningún grupo organizado. En aquel momento no quedaban más que rescoldos; su brillo anaranjado iluminaba pálidamente las formas humanas que descansaban, con una luz que parecía acompasarse a la rítmica respiración de los durmientes.
Juraviel también estaba a punto de dormirse, cómodamente acurrucado en la horqueta de una rama alta. Sabía que debería haberse situado mirando hacia el suelo; pero, dada la naturaleza pensativa de los de su raza, sus ojos se dirigían hacia el cielo, hacia las estrellas y sus misterios. Y en aquel momento se dirigían hacia algo más, algo más tenebroso y más siniestro, que se movía raudo a través del firmamento y se dirigía hacia el campamento, hacia Juraviel. El elfo percibió la presencia del demonio Dáctilo, del mismo modo que, seguramente, éste percibió la suya; sintió el horror, la malignidad más absoluta, los helados escalofríos de la muerte.
Con un esfuerzo enorme, Juraviel apartó sus pensamientos sobre el cielo nocturno y la proximidad del destino fatal, y descendió con rapidez de rama en rama, hasta llegar al fin al centro exacto del campamento. Corrió de un lado a otro, pegando patadas a los pies, susurrando severamente, hasta que todos los humanos estuvieron levantados.
—¡Marchaos! —ordenó el elfo—. ¡Huid hacia el bosque en cuatro grupos de cinco, cada uno en la dirección que quiera!
Llovieron las preguntas, tanto a él como a los estupefactos jefes del grupo, pero Juraviel no se ablandó.
—¡No os entretengáis! —avisó el elfo—. ¡La muerte llega volando! ¡Marchaos al bosque!
¡El Dáctilo estaba cerca, muy cerca! Los humanos se apresuraron tratando de llevarse consigo algunas cosas, de ponerse las botas por lo menos; luego, dando traspiés, se adentraron en la profundidad de la noche del bosque.
Juraviel se quedó junto al brillante hoyo del fuego hasta que todos se hubieron ido; sus ojos miraban siempre hacia el cielo, hacia la más negra de todas las formas.
Lo sintió, lo vio; el Dáctilo descendió súbitamente desde lo alto, se precipitó a través de la maraña de ramas sin apenas precaución alguna; en el último momento giró y amortiguó el descenso, para aterrizar suavemente en el suelo justo frente al diminuto elfo.
Juraviel empuñó su ligera espada, pero se preguntó de qué le serviría frente al horrible demonio. Rogó para que toda aquella gente volviera enseguida y lo ayudara a combatir contra el monstruo, pero desechó semejante deseo, pues si aquellos hombres hubieran vuelto, tan sólo habrían perecido junto a él.
—Un Touel'alfar —observó el demonio Dáctilo con su espantosa voz—. No hay muchos de tu raza. No sois lo bastante fuertes, no lo sois.
—Vete de este lugar, demonio —respondió Juraviel con toda la firmeza de que fue capaz—. No tienes ningún dominio sobre mí, ningún derecho sobre mi corazón o mi alma. ¡Aquí yo soy el dueño, y reniego de ti y de tus mentiras!
El Dáctilo se rió de él, se burló de sus palabras y de su coraje, hizo que se sintiera como una criatura insignificante.
—¿Qué te hace pensar que estoy interesado en algo tan despreciable como tu corazón o tu alma, elfo? —aulló el demonio—. Tu corazón, tal vez —bromeó Bestesbulzibar—, pues podría regalarme con él, saboreando la dulce sangre de un Touel'alfar.
Mientras hablaba, Bestesbulzibar empezó a andar en torno al fuego, y Juraviel también se movió, manteniendo siempre los rescoldos entre él y el demonio; aunque, cuando pensó en ello, el elfo cayó en la cuenta de que las llamas, incluso cuando el fuego estaba más alto, no representaban ninguna barrera para la criatura de las más salvajes profundidades subterráneas.
—¿Por qué has salido de tu tierra, Touel'alfar? —preguntó Bestesbulzibar—. ¿Por qué estás tan lejos de tu valle? Sí, conozco tu valle. He visto muchas cosas desde que me he despertado, elfo estúpido, y sé que tu raza ha disminuido mucho y que vuestro mundo es ahora más pequeño, un simple cañón en un mundo que ha crecido demasiado y se ha hecho demasiado humano. Así que ¿por qué has salido de tu tierra, elfo? ¿Qué te trae tan lejos de tu casa?
—Las tinieblas del Dáctilo demoníaco —respondió con firmeza Juraviel—. Tu oscuridad ha levantado a los Touel'alfar, bestia insensata, pues no eres un desconocido para nosotros.
—Pero ¿qué pretendéis hacer con Bestesbulzibar? —bramó de repente el Dáctilo, y repentino también fue el ataque del monstruo: una rápida ráfaga justo al otro lado del fuego que esparció ascuas en cegadora lluvia. Juraviel blandió rápida y violentamente su pequeña espada y asestó un certero golpe que, sin embargo, apenas detuvo a la enorme bestia, cuyo pellejo blindado mantuvo a raya la espada élfica y cuya garra arrancó la espada de la mano de Juraviel en tanto que con la otra mano lo agarraba por la garganta y lo levantaba en el aire sin esfuerzo alguno.
—¡Oh! —exclamó Bestesbulzibar, como en éxtasis—. Podría arrancarte el corazón, elfo —bromeó pasando por el diminuto pecho de Juraviel las uñas corvas de la mano libre—, y morderlo ante tus propios ojos para que lo vieras latir por última vez.
—No te tengo miedo —repuso Juraviel con el poco aliento que le quedaba.
—Entonces es que eres un estúpido —replicó Bestesbulzibar—. ¿No sabes lo que viene después de la vida, elfo? ¿No sabes lo que te espera? —El demonio soltó una carcajada perversa que atronó en la quietud de la noche.
—Ningún tormento... —dijo Juraviel, jadeante.
—Puesto que eres limpio de corazón —se burló Bestesbulzibar malignamente y soltó otra carcajada aun más sonora—, ningún tormento —asintió el demonio—. ¡Nada! ¿Lo has entendido? Nada, elfo. No hay otra vida después para un desgraciado como tú. Sólo la ignota negrura. Saborea tus preciosos segundos, estúpido elfo. Suplícame que te deje ver otro amanecer.
Juraviel no dijo nada. Trató de aferrarse a su fe, cuyos preceptos establecían que una vida de bondad sería recompensada en la otra vida; pensó en Garshan Inodiel, el dios de los elfos, un dios de justicia y esperanza, no muy diferente del dios de los humanos. Pero, ante la oscuridad que era la esencia de Bestesbulzibar, Belli'mar Juraviel conoció la desesperación.
—Pero ¿por qué has salido de tu tierra? —preguntó otra vez el demonio, mirando larga y escrutadoramente al elfo—. ¿Qué es lo que sabes?
Juraviel cerró los ojos y no dijo nada. Esperaba ser torturado, que le arrancaran los miembros de su cuerpo, quizás, hasta que confesara lo que sabía, hasta que traicionara a sus amigos que habían ido a Barbacan. ¡«No, no debo pensar nada de esto!», se dijo el elfo con firmeza, y concentró de nuevo sus pensamientos en Garshan Inodiel, intentando cubrir todo lo demás bajo la serenidad de su dios.
Pero entonces, en lo que tal vez era la peor tortura para el valiente Touel'alfar, Juraviel sintió la invasión, sintió cómo la oscura y fría presencia de Bestesbulzibar se deslizaba sigilosamente en sus pensamientos, registraba su mente. Abrió los ojos horrorizado y vio las contorsionadas facciones del demonio, los ojos llameantes que se le acercaban mientras Bestesbulzibar se concentraba y exploraba el cerebro del elfo mediante su poder mágico.
Juraviel luchaba valientemente pero era derrotado por una fuerza superior. Cuanto más trataba de no pensar en Elbryan y en los demás, más se revelaban éstos ante Bestesbulzibar. ¡Temía que el demonio obtendría lo que deseaba, lo devoraría y después iría a devorar a sus amigos!
—Avelyn —susurró Bestesbulzibar.
—¡No! —gritó Juraviel y dio una patada con todas sus fuerzas justo contra el ojo derecho del demonio. Culebreando, el elfo consiguió soltarse y cayó al suelo. Intentó huir, pero Bestesbulzibar se cernía sobre él y lo miraba riendo, mofándose.
—No perteneces a este lugar —se oyó de pronto una melodiosa voz que captó y retuvo la atención del demonio. Bestesbulzibar y Juraviel se volvieron y vieron que la señora Dasslerond surgía de entre la maleza flanqueada por una docena de elfos armados de arcos y espadas.
—¡Todavía vives! —aulló el demonio al ver a la señora de Caer'alfar, una elfa que él había conocido siglos antes.
—Y tú caminas de nuevo por Corona —replicó la señora—, y a buen seguro el mundo entero llora al verte.
—¡A buen seguro el mundo entero llorará! —replicó ásperamente Bestesbulzibar—. ¿Dónde está tu Terranen Dinoniel, Dasslerond? ¿Quién se enfrentará conmigo esta vez?
Al emitir la última pregunta clavó en Juraviel su siniestra mirada, y el pobre elfo se estremeció aterrado ante la posibilidad de haber traicionado a sus amigos.
—¿Quién, Dasslerond? —insistió el demonio—. ¿Tú o este desgraciado elfo que se encoge de miedo ante mí? —Bestesbulzibar miró en torno a los duendes que lo rodeaban y soltó una carcajada más sonora que nunca—. ¿Todos juntos, entonces? Bien hecho; comencemos. ¡Tanto mejor para mí acabar con el fastidio de los Touel'alfar aquí y ahora!
—No voy a luchar contigo —replicó con frialdad la señora Dasslerond—. Aquí no.
Dicho esto, alzó una piedra verde, resplandeciente de poder, cuya luz lo cubrió todo de verde; todo excepto Bestesbulzibar, pues la sombra del demonio no podía ser vencida por ninguna luz.
—¿Qué truco es éste? —protestó el demonio—. Qué estupidez...
Las palabras se perdieron en la garganta del demonio cuando todo comenzó a moverse y a cambiar; los contornos se entremezclaron en una niebla verde y luego se aclararon otra vez, cristalinos, hermosos y brillantes bajo las estrellas.
Estaban todos en Andur'Blough Inninness: la señora Dasslerond, Juraviel, todos los elfos, los refugiados y Bestesbulzibar.
—¿Qué truco es éste? —rugió el demonio, encolerizado de repente, reconociendo que él no debería estar en aquel lugar, en el mismísimo corazón del poder élfico.
—Te invito a mi casa, criatura de las sombras —respondió la señora Dasslerond con la voz al borde de la extenuación por el tremendo esfuerzo realizado para trasladar al grupo... o, en realidad, para cambiar el suelo bajo sus pies—. Ya no puedes desafiarme; ahora no.
El demonio gruñó y consideró esas palabras; sentía la fuerza de la señora y de sus amigos en aquel lugar que era su dominio.
—Pero pronto lo haré —prometió Bestesbulzibar.
La Señora alzó la piedra verde, el corazón de Andur'Blough Inninness, que en aquellos momentos brillaba intensamente.
El bramido sobrenatural de Bestesbulzibar, de dolor y cólera a la vez, le quitó el aliento.
—Así que has salvado a ese miserable elfo y a los humanos que escoltaba —bramó el demonio—. ¿De qué servirá cuando todo el mundo sea mío? —Batió las alas y alzó el vuelo lejos del zumbido de los arcos élficos y del melodioso tumulto de sus insultos.
Sin embargo, poco duró la alegría de los Touel'alfar tras la huida del Dáctilo demoníaco. Empujada por la necesidad, la señora Dasslerond había permitido que Bestesbulzibar pisara el más sagrado y secreto de los lugares, y, aunque el demonio tenía razón al afirmar que no podía enfrentarse a todos ellos en Andur'Blough Inninness, ellos no habían hecho nada por mermar su poder.
Juraviel se reunió con la señora Dasslerond en el preciso lugar desde el que Bestesbulzibar había emprendido el vuelo. El suelo donde se habían posado las garras del demonio estaba ennegrecido y retorcido.
—Una herida que no curará —dijo la Señora con abatimiento.
Juraviel se arrodilló para inspeccionar el suelo. Olía a podredumbre: la tierra estaba mancillada por la presencia del demonio.
—Una herida ulcerada que poco a poco se irá extendiendo —añadió la señora Dasslerond—. Debemos cuidar celosamente la tierra en torno a este lugar, pues la podredumbre de Bestesbulzibar se extenderá por nuestro valle, si alguna vez fallamos en contrarrestarla con nuestro poder mágico y nuestra canción.
Juraviel suspiró y miró a su Señora desesperanzado, con inequívoca expresión de culpabilidad.
—El Dáctilo es cada vez más fuerte —dijo ella, sin ánimo de acusarlo.
—He fracasado.
La señora Dasslerond lo miró con incredulidad.
—El demonio lo sabe —confesó Juraviel—. Sabe de Elbryan, de Avelyn, del plan.
—Entonces, compadece a Elbryan —repuso la señora—. O mantén tu fe en Pájaro de la Noche y en el hermano Avelyn, cuyo corazón abriga la verdad. Fueron al norte a combatir a Bestesbulzibar, y así lo harán.
Juraviel seguía mirando la negra cicatriz que el demonio había dejado en el suelo de su querido hogar. Desde luego, Bestesbulzibar había logrado mancillar la mismísima tierra de Andur'Blough Inninness. La Señora de Juraviel le había pedido que mantuviera su fe, y así lo haría, pero el temor se pintaba claramente en su rostro, mientras miraba la cicatriz de la tierra y luego al norte.
—Y ahora el deber nos llama —prosiguió la señora Dasslerond; hablaba más alto y se dirigía a todos los elfos—. A todos. Tenemos huéspedes inesperados a quienes debemos socorrer y llevar desde nuestras tierras a un lugar habitado por sus semejantes, a un lugar seguro... si es que todavía quedan lugares seguros en el mundo. —Miró de nuevo al suelo, a la cicatriz negra de aquel hermoso valle—. Tenemos muchas cosas que hacer —añadió suavemente.
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27
Cazados
El terreno se va haciendo más agreste, tío Mather, más semejante a la naturaleza de nuestros enemigos. Los árboles son más viejos y más oscuros, y nunca han sido explotados por los hombres. Los animales no nos tienen miedo, ni les infunden respeto nuestras armas o nuestra astucia.
Elbryan permanecía apoyado en la raíz del árbol que cruzaba en diagonal aquella improvisada habitación del Oráculo, meditando sus propias palabras. Eran bastante exactas; en aquella región del norte tan alejada de cualquier asentamiento humano, todo parecía mayor y más impresionante. Las encumbradas montañas que constituían la espantosa Barbacan estaban a menos de un día de marcha; dominaban el horizonte septentrional y hacían que los viajeros se sintieran aun más empequeñecidos.
—Me encuentro en un mar de confusiones —prosiguió el guardabosque—. Temo por nuestra seguridad; ¿seré capaz de proteger a mis amigos, no ya de la amenaza que representa nuestro enemigo sino simplemente de la mera supervivencia en esta región? Y, no obstante, aquí soy en cierto modo más libre que nunca, pues puedo utilizar el adiestramiento de los elfos mejor que en ningún otro lugar. No cabe el menor error en el remoto norte, no hay margen de seguridad alguna, y esto me obliga a estar siempre alerta, en guardia, con un hormigueo provocado por la cautela. Tengo miedo, y por consiguiente estoy vivo.
Elbryan se sentó otra vez, sonriendo ante lo irónico que resultaba todo aquello. «Tengo miedo, y por consiguiente estoy vivo.»
—Si pudieran elegir, la mayoría de la gente escogería una vida tranquila de lujo —dijo en voz baja—, se haría rodear de sirvientes, incluso de concubinas. Pero están en un error, pues aquí, en medio del peligro constante, estoy diez veces más vivo de lo que jamás podrían estar ellos. Y con el estímulo de Pony, y con el estímulo que espero ser yo para ella, me siento muchísimo más satisfecho. Creo que ahí estriba la diferencia entre la satisfacción física y el verdadero acto de amor, la diferencia entre el simple desahogo y la pasión. Quizá muera pronto en la tarea que me aguarda; pero aquí, en unidad con mi espíritu y mi naturaleza, al borde de la catástrofe, he vivido muchísimo más de lo que la mayoría experimentará jamás.
»Así pues, no lamento este viaje que me ha deparado el destino, tío Mather, ni lamento que los demás... Bradwarden y Avelyn, Paulson y Chipmunk, y sobre todo Pony... hayan sido arrastrados a esta tarea. Compadezco a Belli'mar Juraviel, siento que no haya podido participar en ella, que su deber lo haya llevado por otros derroteros.
Elbryan apoyó la barbilla en la palma de la mano y permaneció pensativo mirando fijamente la débil imagen en el rincón del espejo. Era verdad todo aquello; odiaba la muerte y el sufrimiento, naturalmente, pero no podía negar la excitación que sentía, ni la sensación de rectitud, ni el convencimiento de que sin duda estaba llevando a cabo una misión crucial para el mundo.
Observó detenidamente la imagen de Mather, en busca de una sonrisa de aprobación o de un ceño que le indicara que sus sentimientos no eran sinceros sino sólo una defensa contra la desesperación. Observó detenidamente y vio que en las profundidades del espejo una sombra comenzaba a abrirse paso hacia la reluciente superficie. El guardabosque suspiró, creyendo que era una señal de desaprobación, creyendo que quizás había caído en una trampa de justificaciones; pero poco a poco comprendió que aquello no era una nube que emanaba de Mather o de sus propios sentimientos. Comenzó a comprender que había algo más, algo mucho más tenebroso.
Se irguió en su asiento, sin parpadear.
—¿Tío Mather? —preguntó sin aliento, mientras un escalofrío le helaba el alma.
Frialdad, negrura, muerte viviente.
La mente del guardabosque empezó a dar vueltas tratando de hallar un sentido a tan evidente fenómeno. Cayó en la cuenta de que sólo una criatura era capaz de traer tanta oscuridad, y de repente comprendió. No sabía ni le importaba si Mather le había avisado desde el otro lado de la vida, o si se trataba simplemente de una conexión emanada del poder mágico del Oráculo. Lo que sí sabía era que el Dáctilo demoníaco lo buscaba, los buscaba a todos ellos, enviando su visión sobrenatural a todas partes.
El miedo lo paralizó al comprender que, usando el Oráculo, tal vez ayudaba a su enemigo a localizarlo a él y a sus amigos. Se puso en pie con tanta brusquedad que se golpeó la cabeza contra las raíces y el suelo que conformaban el techo de la cueva; se precipitó hacia el espejo y le dio la vuelta para romper toda conexión. Luego cogió la manta, envolvió el espejo en ella y se dirigió hacia la salida; después salió a gatas a la luz mortecina del día y llamó a Avelyn.
Del flujo de lava derretida, el Dáctilo demoníaco sacó su última creación —una resplandeciente pica, una afilada lanza— y la sostuvo en alto.
—Imbéciles, todos. —La bestia se echó a reír contemplando su obra de arte, un arma que localizaría y destruiría a los desgraciados humanos que se dirigían hacia Aida. En la pica el demonio concentró su visión para percibir mágicamente el rastro dejado por los humanos; concentró su poder, la fuerza del infierno, su fuerza para quemar.
La bestia llamó a sus guardias de elite, los gigantes con armadura, y a su jefe, Togul Dek.
Cuando aquel bruto se hubo presentado ante su tenebroso señor, Bestesbulzibar le tendió la resplandeciente lanza.
Togul Dek vaciló, pues sintió su calor y su intenso poder mágico.
Bestesbulzibar blandió la lanza de dos metros y gruñó una advertencia final, y Togul Dek, más temeroso del demonio que de la imponente herramienta, la cogió ya sin vacilación alguna, aunque hizo una mueca de dolor cuando su carne entró en contacto con el arma diabólica. La expresión de Togul Dek se convirtió en sorpresa pues la lanza estaba fría.
—Llévate contigo a diez guardias —le ordenó Bestesbulzibar—. Los humanos se acercan a mi trono. La lanza te conducirá.
—¿Quiere Bestesbulzibar, nuestro rey, a alguno con vida? —preguntó el gigante escupiendo cada palabra.
El Dáctilo soltó una risa burlona como si se tratara de una idea absurda, manifestando así que no creía que mereciera la pena desperdiciar ni su tiempo ni su energía con aquel puñado de miserables humanos.
—Tráeme sus cabezas —ordenó—. Os podéis comer el resto.
El gigante saludó marcialmente con un taconazo y se dio la vuelta; escogió a sus diez amigos más íntimos entre la guardia de elite y abandonó el salón del trono.
Tras despedir al resto de los guardias, el Dáctilo volvió junto a uno de los resplandecientes ríos de lava, y clavó las garras en la piedra ardiente. Sintió el poder mágico que sólo él podía gobernar y se puso de nuevo a meditar sobre la tenebrosidad de su absoluto poder.
—¿Cómo he podido ser tan imbécil? —se lamentó Avelyn apoyando la cabezota en las rollizas manos.
—¿Por qué te culpas? —preguntó Pony, consciente de que no tenían tiempo para dudas y culpas. Había que afrontar cada reto sin lamentar las decisiones anteriores.
—Debería haber sabido que el Dáctilo nos buscaría, debería haberme anticipado a su visión mágica —replicó Avelyn.
—No sabemos que el Dáctilo haya emprendido la búsqueda —intervino Elbryan—. Quizá la sombra en el Oráculo era sólo un aviso. Hemos topado con pocos enemigos desde que emprendimos el viaje, y sólo con un grupo organizado que formaba parte del ejército del demonio. ¿Por qué Bestesbulzibar...?
—¡No pronuncies ese nombre en voz alta tan cerca de la morada del Dáctilo! —lo previno Avelyn—. ¡Ni siquiera lo pienses, si es que puedes dominar tus pensamientos!
Elbryan asintió excusándose ante Avelyn y ante los demás, que estaban muy asustados.
—No sabemos si es demasiado tarde —dijo el guardabosque en voz baja.
—Entonces, ¿has tomado medidas? —preguntó Bradwarden.
Avelyn asintió. Con la piedra solar que le había quitado a Quintall había activado un escudo protector contra la magia de adivinación. No era realmente un hechizo difícil, y el poderoso Avelyn podía mantenerlo con la piedra solar durante mucho tiempo sin hipotecar su energía para otras magias.
Ahora caía en la cuenta de que debería haberlo activado justo al salir de la región de Dundalis.
—¡Estúpido! —gruñó Paulson, lanzando una amenazadora mirada al monje, para, acto seguido, marcharse hecho una furia.
Elbryan fue tras él, lo alcanzó y, agarrándolo por el codo, lo condujo lejos del campamento, detrás de la protectora muralla de árboles, para hablar en privado.
—No dijiste nada acerca de que debíamos activar un escudo protector —indicó el guardabosque.
—No soy brujo —arguyó Paulson—. Ni siquiera había oído hablar de nada semejante.
—En ese caso, es bueno que tengamos a Avelyn con nosotros, ya que puede impedir la mirada del demonio.
—A lo mejor el condenado demonio nos está viendo ahora mismo —replicó con acritud Paulson, y lo miró rápida y nerviosamente mientras pronunciaba tan graves palabras.
—No estoy dispuesto a tolerar que se culpe a nadie durante este viaje —dijo Elbryan con tono severo.
Paulson lo miró largamente y después de haberlo meditado cedió bajo la mirada imperturbable del guardabosque. En lugar de asumir una postura defensiva, típica de su carácter, el hombrachón puso todo su empeño en ver las cosas desde el punto de vista de Elbryan. Finalmente, asintió.
—Está bien que Avelyn esté con nosotros —manifestó con sinceridad.
—Conseguiremos llegar allí —prometió Elbryan, y se fue.
—Oye, guardabosque —exclamó Paulson después de que Elbryan hubiera dado unos pasos.
Elbryan se dio la vuelta para mirarlo y advirtió su sonrisa burlona.
—Conseguiremos llegar allí, pero ¿estás seguro de que nos conviene? —bromeó Paulson.
—Estoy seguro de que no —replicó Elbryan, siguiendo la broma.
Desde lo alto de un elevado y rocoso risco, agazapados tras un peñasco, los compañeros observaban la última caravana que salía de Barbacan. Los trasgos constituían el grueso de aquella columna; caminaban penosamente, con la cabeza baja y aspecto extenuado, sobre todo los que tiraban de las diversas máquinas de guerra de los powris: catapultas, artefactos para lanzar pesadas piedras y enormes taladros destinados a abrir grandes agujeros en las murallas de las fortalezas.
La caravana proseguía su marcha; atravesó un desfiladero de la pared de la oscura montaña y formó una columna que, por el este, desapareció de la vista de los compañeros.
—También se proponen asaltar Alpinador —dedujo Elbryan.
—El Dáctilo aprovechará los meses de verano para dirigirse a la costa, donde sin duda más powris aguardan a sus ejércitos —añadió Avelyn y, al considerar sus propias palabras, soltó un sonoro bufido—. A menos, naturalmente, que los soldados del demonio ya se encuentren en la costa. ¡Vaya, vaya!
—En ese caso, no tenemos tiempo que perder —señaló Bradwarden, que estaba a unos pocos pasos detrás de los demás, en un punto algo más bajo. Obviamente el centauro no podía escalar la roca y agazaparse allí, y por eso había dedicado la última media hora a esperar con impaciencia, a escuchar las descripciones de las exóticas máquinas de guerra de los powris y el inacabable recuento de gigantes que realizaba Paulson.
—Tenemos que esperar a Pony —recordó Elbryan al ansioso centauro.
—Pues ya no tenéis que esperar más —dijo una voz delante de ellos, y el grupo se movió como un solo hombre para contemplar cómo la mujer avanzaba con ligereza por el sendero situado abajo—. Hay varios desfiladeros que nos permitirán entrar. Este sendero se bifurca a medio kilómetro de aquí; el camino de la izquierda serpentea hacia abajo y se aleja de la sierra, pero el otro sube y se interna en la cordillera, que no es demasiado ancha.
—¿Es posible resguardarse allí? —preguntó Elbryan.
Pony se encogió de hombros.
—Sí, dentro de lo que cabía esperar —contestó—. Una hilera de rocas erosionadas bordea el camino por ambos lados; pero, si nuestro enemigo dispone de vigías en lugares adecuados, nos pueden ver perfectamente.
—Entonces, tenemos que verlos antes nosotros a ellos —dijo Elbryan con determinación, cogiendo a Ala de Halcón. Ordenó a Ardilla que se apresurara a flanquearlos por la izquierda, confió a Pony la vigilancia por el lado derecho, y él mismo emprendió la marcha adelantándose considerablemente a Avelyn, Paulson y Bradwarden.
En menos de media hora habían subido por la ladera sur de las oscuras montañas hasta el límite de los árboles, donde soplaba un viento helado. Elbryan, en funciones de guía y fuera de la vista de los demás, dejaba pistas para mostrar por dónde había pasado, pero, pese a ello, temía que se separaran y se perdieran. Barbacan era un lugar agreste, más salvaje que ninguna otra tierra conocida por el guardabosque, plagada de enormes afloramientos rocosos, piedras dentadas y gruesos troncos de oscuros árboles muertos. Los senderos podían terminar abruptamente en un precipicio de más de treinta metros, y rocas erosionadas podían caer de repente sobre la cabeza de un desprevenido viajero. Era un lugar en el que se respiraba el peligro más primario, un lugar que hacía sentirse al guardabosque más vivo.
Un ligero ruido a su derecha lo alertó; su mano pasó del arco a la espada. Se deslizó detrás de una roca, se tumbó boca abajo y atisbó por el borde de un pequeño barranco, un corte en la montaña lleno de árboles y maleza.
El ruido sonó otra vez: unas pisadas ligeras. Elbryan observó hasta descubrir su causa: una sombra que se movía ágilmente a través del entresijo de ramas. El guardabosque cogió de nuevo a Ala de Halcón, sin dejar de mirar el objetivo.
Y entonces se tranquilizó cuando la sombra penetró en un claro del bosque.
—Pony —susurró, para llamar su atención. El hombre observó la sigilosa manera de acercarse de la chica y se mantuvo alerta.
—Trasgos —dijo ella en voz baja cuando estuvo cerca, sin atreverse a cruzar el resto del claro para llegar hasta Elbryan—, hacia arriba y a la izquierda, más allá de los pinos gemelos y detrás del peñasco que sobresale.
Elbryan exploró en aquella dirección, pero tuvo que salir de detrás de la roca para poder ver aquel peñasco que sobresalía. Asintió cuando vio el lugar, aunque no el trasgo.
—¿Cuántos?
—Sólo he visto uno —contestó Pony—; podría haber otros, más lejos, hacia la izquierda y hacia abajo.
Elbryan echó una ojeada atrás, a lo largo del sendero. Se había movido de sombra en sombra y era poco probable que el trasgo lo hubiera visto desde aquella distancia; pero Avelyn, y en particular Bradwarden, podían tener problemas si no se daban cuenta. Según los cálculos del guardabosque, el trío de cola pronto estaría dentro del campo visual del trasgo.
Notó un movimiento arriba, una oscura sombra que apareció por el peñasco que sobresalía. Inquieto e inseguro, el guardabosque puso una flecha en Ala de Halcón.
—Si hay más, pronto tendrán noticia de nosotros —susurró.
—Quizá pueda sorprenderlo por detrás —replicó Pony.
Elbryan estaba comenzando a considerar tal posibilidad cuando notó que la atención del trasgo estaba concentrada... atrás, en el sendero que había seguido Elbryan.
—Nos ha visto —explicó el guardabosque alzando el arco. La distancia era de casi cien metros y el único blanco era la cabeza y los hombros del trasgo; para peor, el viento soplaba en contra. Aun así, la flecha dio en el centro del blanco, y la oscura silueta desapareció.
Se oyó un grito, y una segunda forma salió de detrás del peñasco y emprendió la fuga.
—¡Saben que estamos aquí! —gritó a Pony el guardabosque, y los dos se lanzaron en su persecución, aunque con pocas esperanzas de dar alcance a la criatura entre la enmarañada maleza. Sin embargo, a los pocos pasos, se pararon en seco al ver que el trasgo salía tambaleante de un soto y retrocedía a través de una extensión de piedra pelada.
Contemplaron con curiosidad cómo el monstruo se estremecía de repente y luego se desplomaba; poco después Ardilla surgió entre la maleza situada detrás de la criatura y se apresuró a recuperar sus dagas.
—Buen trabajo —alabó Elbryan, aunque el hombre estaba demasiado lejos para poder oírlo.
—Y beneficioso —añadió Pony.
—En marcha nosotros tres —les indicó el guardabosque—, y también Paulson. Tenemos que explorar la zona para asegurarnos de que no hay más centinelas por los alrededores que puedan ser testigos de las muertes.
Los cuatro recorrieron la zona y la escudriñaron desde todos los ángulos posibles, buscando trasgos o cualquier señal que delatara su presencia, Cuando al fin se convencieron de que nadie había descubierto las muertes, Elbryan los condujo con premura hasta una depresión en forma de cuenco mientras la noche caía sobre las salvajes montañas. El guardabosque hubiera preferido ir más lejos, pero no podían cruzar aquel terreno difícil y peligroso de noche y, naturalmente, no podían encender antorchas.
Instalaron el campamento con el convencimiento de que su avance no había sido detectado; no podían saber que un gigante portaba un arma que había advertido las muertes y había dirigido a quien la empuñaba directamente hasta el lugar donde estaban los cadáveres de los trasgos, un lugar no demasiado lejos del campamento.
La noche era fría y silenciosa, salvo el quejido del viento a través de los peñascos de la montaña. Elbryan y Pony se sentaron juntos, acurrucados bajo una manta. A su lado se cernía la enorme sombra de Bradwarden, que protegía a Avelyn del viento con su corpulencia. Paulson y Ardilla hacían la ronda vigilando el campamento.
—Mañana treparemos por laderas más escarpadas —dijo Elbryan con cierta preocupación.
—Oh, no te inquietes —lo tranquilizó Bradwarden—. Encontraré mi camino.
—Me preocupa sobre todo Avelyn —comentó el guardabosque.
Como si lo hubiera oído, el dormido monje se giró y se puso a roncar sonoramente.
—No está en forma para hacerlo —añadió Elbryan.
—Lo conseguirá —afirmó Pony—. He viajado con Avelyn durante muchos meses y jamás lo he oído quejarse. Considera que esto es su destino; no lo detendrá ninguna montaña.
Elbryan observó a Avelyn durante largo rato, reflexionando acerca de las experiencias que había compartido con él, y no pudo menos que asentir.
—Además —comentó el centauro—, está sacando buen provecho del sueño. ]
Otra vez como si lo hubiera oído, el monje se movió y soltó un ronquido.
—¿Ardilla? —susurró Paulson, y su voz fue enseguida ahogada por el quejido del viento—, ¿Eres tú?
El hombrachón se agachó escrutando cuidadosamente un grupo de árboles, de los que surgía el inequívoco rumor de unos pasos.
Sólo entonces Paulson se dio cuenta de que parecía haber otro árbol en el grupo.
—Maldición —susurró dándose la vuelta y echando a correr.
Un destello plateado, que centelleó en la luz mortecina, y un zumbido junto a su cabeza lo hicieron gritar y perder el equilibrio. Cayó al suelo, miró atrás, hacia el gigante, y lo vio hacer un movimiento espasmódico de sorpresa al tiempo que la daga de Ardilla le acertaba en el pecho con un sonido metálico.
—¡Adelante! —gritó el hombrachón apresurándose a ponerse en pie, animado por la certeza de que su fiel compañero estaba cerca. Pero el vibrante sonido del último impacto retumbó en su mente: ¡los gigantes eran unos enemigos muy duros, y qué decir con armadura metálica!
Y aquél llevaba desde luego armadura; Paulson lo comprobó cuando el monstruo se le acercó aun más. De nuevo aparecieron otras dos dagas girando en rápida sucesión, esta vez dirigidas más arriba, hacia la cabeza del monstruo. Ambas alcanzaron su objetivo pero fueron repelidas por un casco de metal.
—¡No te detengas a luchar! —gritó Paulson; al darse la vuelta para reemprender la huida, advirtió un resplandor naranja al costado del gigante. Hipnotizado, el hombrachón vaciló y soltó un grito al advertir que el resplandor era una especie de lanza que llevaba un segundo gigante. Alzó su arma para defenderse, pero la lanza forjada por el demonio la atravesó, asimismo su antebrazo levantado y se le hundió profundamente en el vientre.
Se sintió desgarrado por oleadas de un dolor abrasador. Nunca había imaginado que pudiera existir un sufrimiento semejante. Apenas consciente, se sintió levantado por los aires y, con un ligero movimiento de los enormes brazos del gigante, salió volando, lanzado hacia la noche, hacia la muerte.
Ardilla corría pidiendo auxilio a gritos; lágrimas de miedo y de horror y de dolor por la muerte de su otro amigo le surcaban las mejillas. Había gigantes por todas partes. Sentía el calor del resplandor naranja siguiendo sus pasos. Tenía que regresar al campamento y, sin embargo, se daba cuenta de que hacerlo pondría a todos en peligro, supondría el final de la expedición.
Encontró un agujero y, a toda prisa, se metió en él y se enterró bajo un montón de hojas al pie de un grueso árbol. Su confianza creció al ver pasar de largo a un par de gigantes que no advirtieron su presencia. Un tercero apareció corriendo a toda velocidad, seguido por el que llevaba la lanza resplandeciente.
El gigante estaba a punto de pasar de largo también pero, impelido por el arma demoníaca, se detuvo en seco.
Ardilla intentó gritar cuando el gigante apartó las hojas y él vio al imponente monstruo de más de cuatro metros de altura y la enorme y horrible lanza. Intentó gritar, pero no emitió ningún sonido, sólo un gorgoteo entrecortado que cesó de pronto cuando la monstruosa lanza se le vino encima.
Los gritos de los dos desdichados habían alertado del peligro a Elbryan y a los demás, de modo que estaban preparados cuando el primer gigante irrumpió entre la maleza y se lanzó hacia el borde del campamento en forma de cuenco. La bestia, pensando al parecer que el centauro era un simple caballo, pasó pesadamente junto a Bradwarden, que tenía la cabeza y el torso inclinados.
En el preciso instante en que el gigante pasaba junto a él, Bradwarden se dio la vuelta, alzó su pesado arco y disparó. La flecha chocó con fuerza, melló y atravesó la chapa de la armadura pero no con la suficiente profundidad para causar una herida de consideración. Con tres rápidos pasos, el centauro alcanzó al gigante y lo golpeó enérgicamente en la espalda; el pesado arco de Bradwarden, manejado a modo de porra, resonó contra la armadura de metal y se astilló. El gigante tropezó y se derrumbó; maldiciendo su estupidez por usar el arco de aquel modo, el centauro cogió la porra para seguir acosándolo. Pero aparecieron otros dos gigantes tras su compañero y se abalanzaron sobre Bradwarden.
—¿Para qué sirve? —preguntó Pony a Avelyn, mientras el monje sostenía en alto una piedra que la mujer jamás había visto antes, un conjunto de cristales octaédricos de color negro.
—Es una piedra imán —explicó Avelyn—. Magnetita.
Acto seguido guardó silencio y, concentrando sus pensamientos en la piedra, empleó su energía mágica para encender los poderes contenidos en ella. Los gigantes se precipitaban contra Bradwarden en línea recta; Elbryan se había ido hacia un extremo del campamento y, en aquellos momentos, anunciaba a gritos la presencia de más gigantes fomorianos.
Pony se alejó de Avelyn y corrió a reunirse con Elbryan.
Otras tres gigantescas criaturas se acercaban nimbadas por un resplandor anaranjado. Inmediatamente Ala de Halcón entró en acción, disparando una flecha tras otra que chocaron con fuerza contra la armadura de metal, contra el peto y repetidamente contra la visera; varias puntas rebotaron y se clavaron en la cara del gigante y lo hicieron aullar de dolor.
Uno de los tres renunció al ataque y se llevó las manos a la cara, cegado por las punzantes heridas.
Elbryan soltó el arco y empuñó a Tempestad mientras Pony se le acercaba. Le ordenó que fuera hacia la izquierda, hacia el gigante que no llevaba la lanza incandescente, pues intuyó que aquella lanza tenía algún poder diabólico.
Pony se apresuró a obedecerlo, pensando que podría matar con mayor rapidez al otro monstruo, no tan grande como el que empuñaba la lanza, aunque ningún gigante era presa fácil. Se precipitó contra él simulando una finta hacia un lado mientras el monstruo levantaba su enorme espada. Pony, que era con diferencia más rápida y ágil, dio un paso a la izquierda, luego otro a la derecha y avanzó en línea recta, mientras el espadazo del gigante caía sobre ella; entonces se lanzó de cabeza para meterse entre las piernas abiertas del monstruo.
Reaccionando con rapidez, el gigante se irguió en toda su imponente altura y cerró las piernas para atrapar a la estúpida humana.
No obstante, el grafito de Pony hizo fracasar aquella maniobra, al enviar una crepitante descarga de energía por la parte interior de los muslos, que hizo que el gigante se tambaleara y abriera las piernas, mientras la mujer lograba escabullirse por detrás. Entonces Pony empleó una táctica más convencional: desenvainó la espada, se dio la vuelta hacia el monstruo y descargó su arma con fuerza en la parte más baja de la espalda, buscando una abertura entre las placas protectoras.
No encontró ninguna, pero permaneció detrás del tambaleante bruto y salió disparada tan pronto como el gigante trató de girar para agarrarla.
Elbryan no sabía qué hacer contra aquel enemigo protegido por una armadura, ni mucho menos contra su lanza incandescente. ¿Por qué el monstruo no se quemaba las manos?, se preguntaba, pues era evidente que la lanza estaba terriblemente caliente.
Como el gigante pinchaba en línea recta hacia adelante, Elbryan abandonó tales pensamientos para concentrarse y evitar que su cuerpo se convirtiera en un colador de grandes agujeros. Se desplazó hacia un lado blandiendo a Tempestad para detener la agresiva lanza; cada golpe provocaba una lluvia de destellos anaranjados en el aire.
Elbryan sabía que tenía que ganar una posición más elevada para poder alcanzar la cabeza del gigante; conocía el terreno, pues lo había grabado en su mente antes de que cayera la noche. Corrió veloz hacia un lado y se encaramó en lo alto de un peñasco erosionado; se situó en un punto estable y se dio la vuelta en disposición de ataque para enfrentarse al monstruo que se precipitaba contra él.
Tempestad, a la misma altura que los ojos del gigante, propinó un potente golpe. El monstruo levantó la lanza para detenerlo, pero demasiado tarde; la espada se estrelló con violencia contra la visera, y la potencia del impacto torció la cabeza del gigante.
La estocada de la lanza voló en línea recta; Elbryan giró las caderas para esquivarla. Luego saltó hacia adelante y propinó un golpe lateral mientras la peligrosa y pesada lanza retrocedía. Alcanzó de pleno al gigante en un lado de la cabeza, quitándole el yelmo; la enorme criatura se tambaleó y dio una larga zancada hacia un lado.
—Ante el próximo golpe no estarás tan protegido —prometió el guardabosque.
No obstante, el gigante también conocía trucos. Se precipitó hacia Elbryan, pero se desplazó porque Tempestad se alzó para rechazarlo, mientras los pies de Elbryan giraban defensivamente hacia afuera permitiéndole retirarse hacia atrás o hacia cualquiera de los lados. El gigante clavó la lanza en la roca erosionada, pero Elbryan se quedó demasiado sorprendido para aprovechar aquella instantánea oportunidad de atacar.
En lugar de hacerlo, se vio obligado a saltar hacia un costado, aplastando en su caída ramas y arbolitos, pues la roca sobrecalentada se volvió roja y empezó a fluir justo por debajo de él.
El guardabosque estaba aturdido pero sabía que tenía que continuar moviéndose mientras aquella masa de piedras fundidas rodaba hacia abajo, encendiendo pequeños fuegos entre las ramitas.
A la luz del repentino resplandor, Elbryan vio que otras figuras gigantescas se movían en torno; y, ante aquellos refuerzos y aquella terrible lanza incandescente, el guardabosque supo que él y sus amigos estaban perdidos.
Avelyn se sumergió en la piedra más profundamente y sintió que su energía crecía hasta alcanzar una masa crítica. La piedra imán era muy magnética; su encantamiento la lanzaría a gran velocidad hacia una superficie metálica, a una velocidad increíble, mayor que la de la flecha de una ballesta.
El monje retrocedió y por poco perdió el equilibrio, mientras la piedra de repente silbó y voló certera hacia la armadura que protegía el pecho del gigante más cercano a Bradwarden. Lo golpeó con un tremendo impacto y lo derribó al suelo; entonces, para sorpresa de Avelyn, que en realidad nunca había utilizado antes la magnetita, el siguiente gigante fue alcanzado con similar violencia.
Bradwarden ya había conseguido quitarle el casco al gigante caído, y su porra hizo puré la cabeza del monstruo antes de que pudiera levantarse. El centauro oyó el estruendo muy cerca detrás de él y, al volverse, vio cómo dos gigantes se desplomaban; un agujero atravesaba limpiamente la armadura, el pecho y la espalda del más cercano.
—¡Vaya disparo! —felicitó Bradwarden a Avelyn.
El monje ya había echado a correr hacia el centauro, hacia los gigantes caídos, para recuperar la piedra. Pero en aquel momento otros gigantes aparecieron por doquier; eran sombras enormes que destacaban contra el horizonte.
—¡Súbete a mi espalda! —gritó el centauro.
—¡Mi piedra!
—¡No hay tiempo!
—¡Vayámonos! —gritó la voz de Elbryan—. ¡Avelyn con Bradwarden! ¡Pony conmigo! ¡Paulson con Ardilla! —«Si los dos están todavía con vida», añadió para sí—. ¡Huid por donde podáis!
Pony apenas daba crédito a lo que sucedía. Juntos habían llegado muy lejos, y de pronto se veían forzados a retirarse sin orden ni concierto. Esperó a que su gigante acabara de darse la vuelta y, de nuevo, se escabulló por entre las piernas. Otra vez se produjo aquel estallido de energía, y esta vez los músculos del gigante lo traicionaron al tensarse con la corriente y el bruto se desplomó.
Pony, sin embargo, no podía perder tiempo en aprovechar la ventajosa situación y corrió a toda prisa hacia el centro del campamento en busca de Avelyn y Bradwarden, esperando contra toda esperanza que podrían reunirse todos una vez más.
Vio al monje a lomos de Bradwarden; las potentes patas del centauro martilleaban el suelo hacia la cara norte del cuenco, en la misma dirección por la que habían llegado los primeros gigantes. Alcanzaron el borde y siguieron adelante; segundos después, todo el cielo se encendió con las deslumbrantes llamas de una tremebunda bola de fuego.
Pony retrocedió, mientras la lucha cesaba por un momento. Cuando recobró el aliento, la mujer se alegró al oír el martilleo de los cascos: al menos, Avelyn y Bradwarden habían escapado.
Pero, mientras bajaba a toda prisa por la pendiente rocosa perseguida por un par de gigantes, Pony no podía menos que preguntarse cómo lo conseguirían ella y Elbryan. Por puro instinto, se lanzó de cabeza por encima del gigante que Bradwarden había matado. Sintió una ráfaga de viento y oyó un crujido detrás de ella: era la porra de un gigante al estrellarse contra la armadura.
Siguió arrastrándose a toda prisa, temiendo que su vida llegaría a su fin en cualquier momento con una explosión abrasadora.
Se dirigió hacia el siguiente gigante y trató de ponerse en pie; pero tropezó, se tambaleó y cayó sobre la tercera criatura muerta. La mano de la mujer se desgarró con el borde dentado de la armadura del monstruo, y luego resbaló en la sangre derramada de las tripas destrozadas del gigante.
¡Estaban luchando detrás de ella! Se dio la vuelta y vio a Elbryan combatiendo con dos gigantes, manejando furiosamente a Tempestad. ¡Pero no podía ganar! Aunque lograra vencerlos, otros acudían a toda velocidad, entre ellos el que llevaba la lanza resplandeciente.
Instintivamente la mano de Pony se cerró en torno a algo duro, la retrajo y vio que era la piedra que Avelyn había utilizado. La miró con curiosidad un breve instante tratando de percibir su energía.
—¡Corre! —oyó que le gritaba Elbryan.
Mientras se levantaba, Pony miró a los contendientes y vio que Elbryan, con Ala de Halcón en una mano y Tempestad en la otra, daba un brinco para ponerse a salvo de una porra que caía como el rayo; luego saltó hacia atrás para esquivar un espadazo cruzado. Pony soltó un grito, creyendo que su amado había sido partido por la mitad, pero Elbryan había sido lo bastante ágil para eludir el golpe.
El guardabosque aseguró los pies tras el salto y echó a correr hacia adelante gritando salvajemente; su espada resplandecía con un color blanco azulado mientras asestaba golpes a diestro y siniestro y hacía saltar chispas al chocar contra las inflexibles armaduras.
Pero la táctica del guardabosque dio resultado y el súbito ataque obligó a los gigantes a retroceder un tanto y les hizo perder el equilibrio. Uno tropezó con un cuerpo caído y tendió la mano para agarrarse a su compañero. Con otro rápido salto, Elbryan atacó de nuevo e hizo tambalearse también a este último, de modo que ambos se derrumbaron.
El guardabosque desistió de arremeter contra ellos, pues otros gigantes se acercaban corriendo. Dándose la vuelta, echó a correr tras Pony; la alcanzó y juntos subieron por la ladera norte en pos de las huellas de sus amigos. Cuando la coronaron vieron los efectos de la bola de fuego de Avelyn: pequeños fuegos encendidos por doquier, el más grande de los cuales aún ardía sobre el retorcido y ennegrecido cadáver de un gigante. La pareja siguió corriendo pendiente abajo entre el calor y el humo, dando traspiés pero apoyándose uno en otro. Detrás oían los rugidos de los monstruos; sabían que detenerse significaba la muerte.
Los cuatro supervivientes siguieron adelante en plena noche, a ciegas, dando tumbos, separados en grupos de dos. La tercera parte de la expedición había muerto.
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28
La huida

Avelyn montaba de lado sobre el lomo del centauro y miraba más hacia atrás que hacia adelante, mientras rezaba por sus compañeros.
Bradwarden, sin embargo, ni volvía la cabeza ni aflojaba la marcha. Con total determinación y resolución, el centauro galopaba por los senderos de montaña; sus cascos dejaban nítidas huellas e impulsaban con tremenda fuerza a él y a su importante pasajero. Poco después de abandonar el campamento, Avelyn había colgado el ojo de gato de la cabeza de Bradwarden, y de esta forma el centauro podía ver en la oscuridad y no se veía obligado a disminuir la marcha tal como tenían que hacer los gigantes que los perseguían... y también sus propios compañeros.
—¡Tenemos que encontrar un lugar adecuado para defendernos! —gritó el monje.
—¡No nos vamos a parar! —le contestó el centauro y, como para acentuar su respuesta, inclinó hacia adelante su torso humano y aumentó la velocidad.
—¡Necesitamos un lugar para defendernos! —insistió Avelyn—. ¡Para esperar a Elbryan y a Jilseponie, para darles ocasión de que nos alcancen y juntos poder defendernos de los gigantes!
—Ningún gigante nos alcanzará —le aseguró el centauro—, ni tampoco lo harán Elbryan y Pony, aunque lamento su pérdida.
—¡No están muertos! —replicó el monje.
—No —manifestó Bradwarden—. ¡Ambos están llenos de recursos! No están muertos, pero no pueden alcanzarnos; cuando mates al Dáctilo, regresaremos para buscarlos, ¡no lo dudes!.
Avelyn, mudo de asombro, era incapaz de responder. No podía creer que Bradwarden dejara atrás a sus amigos, los abandonara en tan peligroso trance. El monje comprendió entonces hasta qué punto el centauro estaba convencido, al igual que todos sus compañeros, de que él era la esperanza, de que él podía combatir solo con el Dáctilo y vencer. Avelyn creía, y así lo había manifestado a menudo, que era su destino enfrentarse con la infernal criatura; por eso sus amigos se habían propuesto llevarlo hasta allí. Y, si todos ellos morían en la empresa por sus ideales, al menos... que se hicieran realidad.
Un peso enorme cayó sobre el monje cuando lo comprendió, una responsabilidad que sobrepasaba en mucho cualquier otra que Avelyn Desbris hubiera contraído hasta entonces: mayor incluso que los ocho años de dedicación que lo habían llevado a Saint Mere Abelle, al cumplimiento del sueño que su queridísima madre había acariciado durante toda su vida; mayor incluso que la tarea que Dios y la iglesia le habían asignado de ir a Pimaninicuit y preparar la última donación de piedras. Avelyn había estado a punto de discutir con Bradwarden, de insistirle para que se detuvieran y esperaran a sus amigos, aunque eso supusiera dejarse caer del lomo del centauro o usar algún poder mágico contra él. Pero el sensato monje permaneció callado y sin quejarse. Bradwarden se proponía llevarlo a su destino, y él debía dejarse conducir.
O todas las muertes habrían sido en vano.
Pasaron por el desfiladero de la imponente Barbacan en plena noche, después de haber recorrido muchos kilómetros a galope tendido. Bradwarden, obviamente exhausto, no pensaba pararse, aunque se sintió aliviado cuando Avelyn le anunció que caminaría un rato en lugar de cabalgar.
Al contemplar el valle encerrado en el anillo de montañas, los dos se sintieron abrumados, sobre todo Bradwarden, que no había visto hasta entonces el enorme campamento. Miles de fogatas salpicaban la llanura que se extendía abajo, miles y miles.
Y más allá de la imponente muchedumbre se cernía una silueta oscura, una montaña coronada por una constante columna de humo negro.
Aida.
—El hogar del Dáctilo —susurró Avelyn al centauro, y Bradwarden no necesitó ninguna explicación adicional pues ambos tenían los ojos clavados en la imponente montaña.
—Podemos bajar y circunvalar el campamento —dijo Bradwarden poco después, tras una pausa para inspeccionar el terreno. El centauro señaló hacia la izquierda, hacia uno de los enormes brazos negros que bajaban de la montaña solitaria, cerca de la base de las montañas que Bradwarden y Avelyn acababan de atravesar—. Aunque nos espera todo un día de caminata —añadió el centauro.
—¿A plena luz del día y tan cerca de esa multitud? —preguntó Avelyn dubitativo.
—No tenemos otra elección —repuso Bradwarden—. Iremos por detrás del brazo de la montaña, y esperemos que nuestro enemigo no tenga ejército alguno al otro lado.
Avelyn asintió y siguió en silencio al indomable centauro, que sin admitir su evidente cansancio se puso en marcha de nuevo.
Elbryan sabía que iban en la dirección adecuada, tras sus amigos, aunque a buen seguro no estaban ganando terreno. A menudo la pareja cruzaba una depresión, una charca fangosa, y Elbryan advertía las profundas huellas de Bradwarden. Huellas muy separadas, observó con esperanza: el centauro galopaba velozmente.
Aquello era lo que Elbryan y Pony querían. El deber les decía que debían continuar, pero su objetivo más importante les recordaba que lo realmente imprescindible era que Avelyn llegara a su destino.
—Corre, Bradwarden —murmuraba a menudo Elbryan, y Pony asentía con la cabeza.
Elbryan quedó sorprendido de lo fácil que resultaba recorrer los senderos de montaña, incluso de noche. Barbacan era una imponente cadena de montañas rocosas, coronada de nieves perpetuas, con impresionantes precipicios, algunos con paredes de quinientos e incluso mil metros. Pero en aquella peculiar región, por el sendero cortado entre dos picos tan imponentes que llevaría a los caminantes a algún lugar cerca de la cumbre, la marcha era uniforme y bastante fácil. El guardabosque creía que antes del amanecer podrían ver el otro lado, la ladera que descendía hacia el valle situado más allá. Avelyn les había descrito la disposición general del terreno, les había hablado del valle y de la solitaria montaña que los mapas llamaban Aida. En aquella descripción, el monje había destacado que la barrera formada por la cadena montañosa, aunque alta e impresionante, no era ancha.
Así que, con ciertas esperanzas, Elbryan y Pony siguieron corriendo; y, aunque no podían de ningún modo igualar el ritmo del galope del centauro, encontraron a menudo afloramientos de rocas que ellos podían atravesar, pero que habrían obligado al centauro a dar un rodeo. Quizás al amanecer verían de nuevo a sus amigos y podrían seguir viaje juntos otra vez.
Incluso el peligro de la persecución parecía haber remitido, ya que los torpones gigantes no habían podido aguantar el ritmo. Lo que preocupaba a Elbryan era que las enormes criaturas conocían la región y quizás otro camino más corto.
El temor se transformó en realidad cuando Elbryan y Pony entraron en un desfiladero largo y estrecho lleno de rocas erosionadas y árboles escuálidos al resguardo de los fuertes vientos, del que no había la menor posibilidad de escapar. A medio camino del barranco apareció un imponente y familiar brillo anaranjado... delante de la pareja.
El gigante, Togul Dek, apretó el paso; todavía no llevaba casco y sus descomunales facciones se retorcieron de cólera. Rugiendo ante los humanos —y con más furor aun cuando Elbryan lo alcanzó con una flecha que no le atravesó el formidable peto—, arrojó su lanza incandescente primero al árbol situado a su izquierda y después al que tenía a su derecha; ambos se incendiaron de inmediato como dos antorchas. El bruto avanzó entre los árboles, flanqueado de fuego, sin preocuparse por éste, y Elbryan y Pony distinguieron la oscura silueta de otro par de gigantes detrás de él.
—Atácalo frontalmente —indicó el guardabosque y, envolviéndose estrechamente en su capa, se revolcó en el fangoso suelo. Se puso en pie de un salto y subió a la carrera hacia un lado. Pony, llena de confianza en él, se apresuró a lanzarse inmediatamente al ataque blandiendo su espada amenazadoramente para llamar la atención del fomoriano que empuñaba la lanza.
El gigante separó mucho los enormes pies y se dio un palmetazo con la lanza obra del demonio en la palma abierta de la mano. No prestó atención al hombre, pues sabía que no tenía ninguna posibilidad de huir, sino a la estúpida mujer, que con gran coraje y firmeza caminaba hacia su definitiva perdición.
Cada paso que daba le resultaba a Pony más difícil. Oyó un lejano estruendo detrás, a considerable distancia, y entonces comprendió que los otros gigantes —probablemente tres o cuatro, si sus cálculos en la anterior batalla habían sido correctos— habían cerrado aquel extremo del barranco. ¿Adónde se había dirigido Elbryan, y para qué? ¿Por qué, simplemente, no había utilizado a Ala de Halcón disparando una flecha tras otra a la cabeza desprotegida del lancero hasta derrumbarlo herido de muerte? Entonces habrían podido luchar dos contra dos, y luego tratar de escapar en la oscuridad de la noche.
Pony desechó tan confusas posibilidades de su cabeza: se trataba de Pájaro de la Noche, el guardabosque, adiestrado por los elfos.
Apenas empezaba a aumentar de nuevo su firmeza, cuando lo vio corriendo a través del fuego, sobre una rama baja del árbol a la derecha del gigante. Las llamas lo lamían a él y a la empapada y fangosa capa, pero seguía corriendo, oculto por el resplandor del fuego, avanzando hacia su desprevenido enemigo.
Pony aulló y atacó, captando por completo la atención del monstruo. De repente se frenó y lanzó un crepitante rayo en forma de horca, que alcanzó violentamente al jefe y a los otros dos gigantes que lo seguían.
Entonces, antes de que Togul Dek se recuperara de la descarga, Elbryan llegó corriendo hasta el extremo de la rama, y dio un tremendo salto con la espada preparada y los brazos abiertos para dejar atrás la capa en llamas. Tempestad se hundió en la cara del gigante, mientras las botas de Elbryan chocaban violentamente con el pecho de la enorme criatura.
Sólo podía dar otro golpe rápido; no podía fallar. Y así fue: la temible Tempestad partió hueso y carne y se hundió en el cerebro del gigante.
Togul Dek intentó responder, intentó levantar la lanza y apuntar, pero el arma se le cayó de las manos, súbitamente débiles, dibujando una línea brillante en el aire. Fue a caer lejos, sobre una piedra que rápidamente quedó convertida en una fluida y blanda lava, y ésta empezó a deslizarse ladera abajo arrastrando con ella la lanza, que fue fundiendo las piedras que encontraba a su paso de modo que la ardiente avalancha fue ganando ímpetu.
Elbryan tiró con energía de la espada pero mantuvo los pies firmes mientras el gigante caía hacia atrás, montado sobre el monstruo como sobre un árbol talado. Ante aquel panorama, los dos gigantes que seguían a su jefe no supieron qué hacer, pues ni siquiera habían visto a Elbryan hasta que Togul Dek comenzó a caer hacia atrás. Y entonces era demasiado tarde.
Elbryan saltó al suelo con una grácil voltereta, atacó, pinchó con furia hasta encontrar el pliegue entre el enorme peto de un gigante y su armadura pélvica. Descargando todo su peso en la espada la hundió hasta la empuñadura; luego se precipitó entre los dos brutos al tiempo que desclavaba a Tempestad. Giró repentinamente sobre sí mismo y se lanzó de cabeza con otra voltereta, esta vez debido a que el segundo gigante lo amenazaba con su porra. El arma silbó por encima del blanco, sin producir daño alguno... a Elbryan, por lo menos. El gigante herido, que se aguantaba los desgarrados intestinos, se encorvó, quedó justo en la trayectoria del arma y fue alcanzado en plena frente. Se vino abajo gimiendo, intentando dominar el vértigo y gruñendo a causa del punzante dolor.
Elbryan propinó otro golpe al bruto que todavía se mantenía en pie y luego se precipitó en la oscuridad de la noche. Sin embargo no creía haber sido lo bastante rápido y temió que el gigante lo alcanzaría con un golpe, pero inexplicablemente el monstruo dejó caer la porra y empezó a aullar, llevándose las manos a la visera.
Pony apareció corriendo, pinchó al gigante con fuerza en la corva y se apresuró a reunirse con Elbryan.
—¿Qué le hiciste en los ojos? —preguntó el guardabosque, pero Pony no respondió; se limitó a encogerse de hombros y siguió corriendo.
La persecución, apremiante y rápida, los obligaba a correr a toda velocidad. Llegaron hasta una pared de piedra, escalable, pero Elbryan temió que los gigantes lo tendrían más fácil, los alcanzarían y simplemente los arrancarían de la pared antes de que pudieran llegar arriba.
No había otra opción, decidió el guardabosque, y empezó a escalar con la esperanza de hallar un agarre firme para poder empujar a Pony por encima de él, por encima de la roca, de forma que pudiera ponerse a salvo en la oscuridad de la noche. Casi había llegado arriba cuando oyó que Pony, algunos palmos por debajo de él, gritaba de pavor.
Elbryan se dio la vuelta y soltó un grito al ver que un gigante se abalanzaba sobre su amada. Pony no tenía a mano arma alguna —arma alguna que viera Elbryan, por lo menos— aunque la joven había extendido el brazo hacia el gigante.
Pony gritó otra vez, y algo voló de su mano y chocó como un cohete contra la visera del gigante con un sonido metálico; aunque el proyectil no atravesó el yelmo sino que rebotó, lo golpeó con una fuerza tan tremenda, que el metal se dobló y se clavó en la cara del gigante, de modo que el monstruo cayó. Pony se apresuró a recuperar la piedra pues no quería perder un arma tan poderosa.
Elbryan agarró a Pony por el hombro y, alzándola por encima de él, la empujó hasta que la joven se encaramó al borde del risco. El guardabosque trepó desesperadamente y coronó el borde en el preciso momento en que los dedos de un segundo gigante iban a agarrarlo.
Pony acudió presurosa y de un espadazo cortó un par de dedos; luego los dos echaron a correr de nuevo, esta vez sin perseguidores.
—¿Qué le hiciste al primero? —le preguntó el guardabosque.
—La piedra imán —repuso Pony—. La gema se precipita hacia el metal. ¡Ojalá tuviera cien como ésta!
Elbryan miró hacia atrás, en dirección al risco, y se estremeció ante el asombroso poder de la piedra. Había creído que su espada era impresionante, se había creído a sí mismo un maravilloso guerrero, y sin duda lo era, pero ¿cómo compararse con el poder de las piedras?
Elbryan estaba contento de contar con Pony y de contar con Avelyn, aun más poderoso que la mujer. Ese pensamiento aumentó la esperanza de que su amigo monje vencería al demonio que había aparecido en Corona.
Aunque no conocía su origen, Tuntun contemplaba con satisfacción el espectáculo de la ardiente avalancha. La elfa había desempeñado sólo un papel secundario en la batalla, pues había disparado una única flecha. ¡Pero qué disparo! Tuntun había clavado la flecha en la visera del gigante, justo a través de la raja. Mentalmente, volvió a oír el aullido del monstruo y vio a Elbryan y Jilseponie corriendo hacia el refugio seguro de la oscuridad de la noche.
Convencida de que por el momento estaban sanos y salvos, la elfa había retrocedido dando un rodeo hasta más abajo del lugar de la lucha para reunirse con su compañero.
—No te haré ir más lejos —le dijo a Sinfonía, acariciando el belfo del animal que tan útil le había sido. Aunque los caminos parecían tranquilos, por lo menos a corta distancia, Tuntun había decidido que sería mejor tomar precauciones. Sola podría llegar hasta el final sin peligro de ser descubierta.
»Sé que eres lo bastante inteligente para marcharte —susurró Tuntun, y el imponente caballo bufó como si la entendiera. La elfa cogió su mochila y sus armas, un arco y una larga daga, y, después de una última mirada a Sinfonía y de una inclinación de cabeza en señal de agradecimiento, se apresuró a internarse en la noche.

29
Aida
Elbryan y Pony estaban descendiendo por la cara noroeste de la barrera montañosa cuando el alba rompió sobre Barbacan. Entonces vieron la magnitud del ejército reunido por el Dáctilo: una pululante muchedumbre oscura llenaba todo el valle entre los largos brazos de una solitaria y humeante montaña, a unos veinticinco kilómetros al norte.
—¿Cuántos son? —dijo Pony, casi sin aliento.
—Demasiados —repuso el guardabosque a falta de una respuesta mejor.
—¿Y cómo vamos a llegar a la montaña? —preguntó Pony—. ¿Cuántos miles tendremos que vencer para alcanzar sólo su base oscura y rocosa?
Elbryan sacudió la cabeza con determinación, seguro en cierto modo de que la valoración de su compañera no era correcta.
—Quizás unos pocos centinelas —contestó—. Nada más.
Pony lo miró escéptica.
—El demonio está seguro de sí mismo —explicó Elbryan—, nos invita a Barbacan. El Dáctilo no teme a ningún mortal ni a ningún monstruo, y no tiene motivo alguno para creer que ni tan siquiera nos atreveremos a atacarlo siendo tan pocos; tan pocos como para entrar en Barbacan sin ser vistos.
—Ésa ha sido nuestra esperanza desde el principio —asintió Pony.
—Y sigue siendo nuestra única esperanza —dijo Elbryan—. Una esperanza a la que debemos aferrarnos. Si el demonio dispone su ejército para detenernos, nos detendrán; y ni mi espada, ni el poder mágico de Avelyn, ni la fuerza de Bradwarden, ni tu surtido de armas podrán conseguir que nos abramos paso entre tal cantidad de monstruos. Pero no llegará el caso —siguió diciendo el guardabosque—. Incluso en el caso de que el demonio Dáctilo crea que algunos enemigos han llegado a su morada, como parecen indicar los gigantes con armaduras y aquella terrible lanza, continuará estando segurísimo de que nadie en el mundo entero puede prevalecer ante él.
—¿Cómo lo sabes?
Esa sencilla pregunta pareció coger desprevenido a Elbryan. Desde luego, ¿cómo sabía tanto de un enemigo al que jamás había visto y con el que nunca había combatido? El guardabosque acabó dándose cuenta de que no se trataba de sabiduría, sino de hipótesis y de esperanzas. Se limitó a contestar a Pony con un encogimiento de hombros, y aquello pareció suficiente. Habían llegado demasiado lejos para preocuparse ahora por algo que escapaba a su control, y por tanto reanudaron la marcha tomando una senda que descendía por un lado de la montaña. Estaban cansados de la larga noche que habían pasado corriendo, pero a ninguno de los dos se les ocurrió detenerse a descansar teniendo en cuenta la cantidad de monstruos que veían ante ellos... y los que quizá los perseguían.
Una hora después, mientras avanzaban por un espacio descubierto de roca pelada —ambos se sentían expuestos, y con razón—, Elbryan se detuvo de pronto y se agachó. Creyendo que había un peligro cerca, Pony lo imitó y se llevó la mano al bolsillo para toquetear las piedras.
—¡Allí! —dijo con excitación el guardabosque, señalando al otro lado del valle, a la izquierda, hacia el brazo occidental de Aida. Más allá de la negra línea de piedra, un punto negro, una solitaria figura cruzaba sin detenerse la verde alfombra acercándose deprisa a una tupida arboleda.
No, advirtió Pony, no era una figura sola, sino dos, un hombre a lomos de un caballo... ¡Un hombre a lomos de un centauro!
—¡Avelyn y Bradwarden! —susurró.
—Corren hacia Aida —dijo Elbryan mirando a Pony con una amplia sonrisa—. No los persigue nadie y nadie les hace frente.
Pony asintió ceñudamente. Quizá su amado tenía razón, quizás el Dáctilo los estaba invitando a entrar en Aida. No pudo menos que preguntarse si aquello era bueno, aunque se abstuvo de verbalizarlo.
Acabaron de bajar la montaña al cabo de una hora y comenzaron a recorrer la base, zigzagueando entre los peñascos y las manchas de árboles. Esquivaron con facilidad a los pocos y aburridos centinelas trasgos que estaban apostados; de vez en cuando encontraban huellas que les indicaban que seguían exactamente el mismo camino que habían tomado Avelyn y Bradwarden.
Finalmente cruzaron el largo brazo de la montaña y se sorprendieron al notar muy caliente la tierra bajo los pies. Sólo entonces la pareja cayó en la cuenta de que aquella línea de piedra no era un sólido risco, sino más bien una cosa viva que crecía y cambiaba. La mayor parte de la cresta era dura, pero a menudo captaban un súbito destello de color naranja ardiente, pues la lava fluía burbujeante a la superficie y serpenteaba entre la endurecida piedra negra como una babosa anaranjada. Al cabo de unos minutos, las evoluciones cesaban y la lava poco a poco se enrollaba en sí misma o convergía en un hoyo y entonces se enfriaba rápidamente y su resplandor se desvanecía hasta ennegrecerse.
—Como una cosa viva —comentó Pony, poniendo sumo cuidado en dónde ponía los pies.
—Como el Dáctilo —replicó Elbryan—. Fluye desde Aida y abarca al mundo entero bajo su negrura.
No era un pensamiento agradable.
Cuando llegaron al fin al mismo espacio abierto por el que habían visto atravesar a sus amigos, Elbryan y Pony se dieron cuenta de que varias horas los separaban de ellos. No parecía haber resistencia: tras aquel brazo de Aida, tras aquella cresta de piedra negra de siete a diez metros de altura, no se veían monstruos ni centinelas de guardia.
Llegaron a un bosquecillo, un brusco contraste pletórico de vida en comparación con la negra pared de piedra, y encontraron de nuevo huellas del centauro. Poco después vieron junto a las de Bradwarden las de un hombre gordo, el hermano Avelyn, y no les costó deducir que el centauro debía de estar cansado.
Pero Bradwarden continuaba adelante, y también Avelyn; y otro tanto hicieron Pony y Elbryan, que apretaron el paso con la esperanza de alcanzar a sus amigos antes de que entraran en las cavernas de la montaña. Quizá, se dijo Elbryan, si Avelyn y Bradwarden fueran de un lado para otro buscando una forma de entrar en la montaña...
No sucedió así. El guardabosque y Pony salieron del bosquecillo, atravesaron un segundo y un tercero y treparon por las estribaciones más bajas de Aida. Tan pronto como salieron del último bosquecillo, vieron una entrada, un enorme agujero que desafiaba los rayos oblicuos del sol poniente. Si las apariencias no los engañaban, si aquello era un camino hacia el corazón de Aida, entonces hacía tiempo que Avelyn y Bradwarden habrían penetrado en la montaña e incluso en aquellos momentos, mientras Elbryan y Pony miraban fijamente la entrada, podrían estar ante el Dáctilo demoníaco. La angustiada pareja regresó al bosquecillo y cortaron ramas que envolvieron en trapos para procurarse antorchas.
Después, temerosos de llegar demasiado tarde, se separaron uno a la izquierda y otro a la derecha, y se dirigieron veloz y sigilosamente a la entrada de la caverna. Elbryan se acercó a la piedra y atisbó la oscuridad, mientras Pony hacía lo mismo desde el camino; y, en cierto modo, se sintieron aliviados al comprobar que efectivamente había una profunda caverna, aparentemente vacía.
Una vez dentro, Elbryan encontró las huellas dejadas por los cascos del centauro.
Sin separarse de la pared lateral ni atreverse a encender una antorcha, se desplazaron a tientas para que sus ojos se adaptaran a una escasa luz que menguaba por momentos; no tardó en planteárseles un dilema: encender la antorcha o caminar en una casi total oscuridad.
Elbryan se estremeció cuando el fuego se convirtió en llama viva, como si esperara que todos los secuaces del Dáctilo fueran a abalanzarse sobre él. Después de unos instantes tensos pero sin incidentes, hizo una seña a Pony y ambos siguieron avanzando con extrema cautela hasta llegar a un lugar donde el túnel se bifurcaba; un ramal iba hacia la derecha sin perder altura y el otro bajaba hacia la izquierda. Al mirar el de la derecha, Pony observó que el túnel se bifurcaba de nuevo a poca distancia, y que el túnel que seguía a la derecha de aquella segunda bifurcación mostraba además otro pasadizo lateral.
—Un verdadero laberinto —gruñó Elbryan; se arrodilló e inclinó la antorcha para buscar alguna pista del paso de sus amigos, pero en el suelo de piedra desnuda no se veía huella alguna.
—Todo recto —declaró Pony poco después, al ver la frustración de su compañero—, hacia el interior de la montaña; y luego hacia abajo y a la izquierda en la siguiente bifurcación.
Habló con determinación, aunque sólo se trataba de una suposición, una suposición que a Elbryan la pareció tan buena como cualquier otra. Se adentraron en el interior de la montaña, y después empezaron a bajar por un pasadizo en suave pendiente. Elbryan había desistido de buscar huellas, pues sabía que aquello les haría perder tiempo. Avelyn y Bradwarden erraban por allí, probablemente tan perdidos como ellos. Más tarde o más temprano, una de las dos parejas —o quizás ambas— tropezaría con el Dáctilo o con alguno de sus mortíferos secuaces.
Era una situación desesperada, y tanto Elbryan como Pony tenían con frecuencia que recordarse a sí mismos que habían sabido que así sería desde el momento en que habían salido de Dundalis.
Bestesbulzibar estaba indignado pero en cierto modo también divertido; lo acompañaban Quintall y un par de gigantes muy nerviosos, que miraban la ladera destruida de una montaña. ¡Cuán potente era la lanza forjada por el demonio! ¡Qué devastación había causado, simplemente porque se había desprendido de la mano del lancero moribundo y había caído por las rocas!
Uno de los gigantes prosiguió su tartamudeo sobre la mala suerte y otras tonterías parecidas, empeñado a toda costa en inventar una excusa que pudiera conservarle el pellejo sobre el cuerpo. Bestesbulzibar no lo escuchaba.
—¿Han coronado la montaña? —preguntó el Dáctilo a Quintall, señalando hacia Aida.
El hombre roca escrutó el terreno y calculó la distancia. Se llevó una mano a la barbilla con un gesto singularmente humano. Y, desde luego, Quintall parecía físicamente humano. Los toscos bordes de su cuerpo pétreo se habían suavizado y redondeado, y habían ido adquiriendo la exacta forma humana que el espíritu había abandonado hacía tiempo. Ahora, en aquel hombre de piedra se podía reconocer a Quintall; los rasgos, el tamaño y las dimensiones del cuerpo eran los mismos, como si el espíritu del hombre estuviera de alguna manera determinando la forma de aquella nueva envoltura pétrea. Por supuesto, su «piel» era de obsidiana, tanto por la consistencia como por el color, y todavía destacaban en las articulaciones rayas rojas de piedra derretida; los ojos también eran cuencas rojas de piedra fundida. Pero el hombre de roca se parecía a Quintall y se moría de impaciencia por mostrar al hermano Avelyn la fortaleza de su nuevo cuerpo.
—¡La han coronado! —indicó Bestesbulzibar.
Quintall asintió.
—Si corrieron toda la noche —respondió— y si nadie les hizo frente.
—Quizás a mi regreso los encuentre sentados en mi trono —ironizó con desprecio el Dáctilo mirando perversamente a los dos gigantes.
—Ma... mala suerte —tartamudeó uno de los monstruos.
—Nosotros los... —empezó a prometer el otro, pero el Dáctilo lo interrumpió bruscamente.
—Vosotros iréis a ocupar vuestro lugar en el ejército —les ordenó.
El demonio tenía muchísimas ganas de arrancar el pellejo a aquellos dos y al resto de la expedición de caza que habían sobrevivido al encuentro con los intrusos y que estaban ahora escondidos en las inmediaciones, temerosos de la cólera del demonio. También podía llevárselos a Aida y arrojarlos en el camino del mortífero Pájaro de la Noche. O quizás, meditaba el demonio, encomendaría la tarea de castigarlos a Quintall, para poder presenciar el poder de su arma más reciente. Pero el Dáctilo no era una criatura estúpida y sabía dominar sus impulsos, incluso los que lo incitaban a la destrucción, cosa que el demonio amaba por encima de todo. Había perdido a demasiados gigantes de su guardia de elite, teniendo en cuenta el esfuerzo que había hecho para equiparlos con armaduras; pero, en realidad, el demonio suponía que había perdido poco con el fracaso de los gigantes. El hermano Avelyn y el tal Pájaro de la Noche quizás habían entrado en Aida, pero eso sólo significaba que Bestesbulzibar podría disfrutar del placer de matarlos.
—Vámonos —ordenó el Dáctilo a Quintall. El hombre de roca se acercó, y Bestesbulzibar se elevó del suelo, acopló sus poderosas piernas sobre Quintall y azuzó al instrumento de su cólera hacia el otro lado del valle, por encima de las cabezas de sus medrosos secuaces, camino de Aida.
Quintall, que poseía sentidos hipersensibilizados y cuyos resplandecientes ojos podían iluminar el camino a lo largo de los oscuros túneles, fue enviado a encontrar el rastro.
—Estamos demasiado abajo —se lamentó Avelyn, apoyándose contra la pared de la mal ventilada e impermeable caverna. Mantenía tenue la luz del diamante encantado, con la esperanza de que sería menos visible y no atraería a otros guardianes como los dos powris que él y Bradwarden acababan de dejar fuera de combate. Con esa idea en mente, Avelyn apartó de una patada la sanguinolenta pierna de uno de los enanos y cambió de posición para mirar el camino por donde habían venido.
—¿El demonio no debería estar en el corazón? —preguntó despreocupadamente Bradwarden mientras despedazaba al segundo powri—. ¿Y el corazón de una montaña no debería estar abajo?
Avelyn sacudió la cabeza; no estaba seguro del camino. Habían bajado y torcido a la izquierda en la primera bifurcación, quizá demasiado pronto, y se habían internado en las cámaras inferiores de aquella montaña cruzada por túneles.
—Nuestro enemigo debe de estar más arriba —dijo—, cerca del cono humeante, desde donde puede salir volando para reunirse con sus secuaces.
Cuando acabó de exponer su argumento, miró a Bradwarden y sintió haberlo hecho.
—Bah, eso no son más que suposiciones —dijo el centauro dando un mordisco a la pierna de un powri.
Avelyn cerró los ojos.
—Creo que debemos seguir —continuó el centauro con la boca llena—, y decidir qué camino tomar a medida que los vayamos encontrando. Es una simple conjetura; tú sabes tanto como yo.
El monje suspiró y no dijo nada. Cualquiera que fuera la dirección que siguieran, avanzarían al azar. Había demasiado en juego; el monje estaba al borde del ataque de nervios.
—Vamos a ver, ¿por qué estás aquí? —preguntó simplemente Bradwarden—. Has venido para enfrentarte a tu destino, eso dijiste, y así lo harás. Conseguiremos llegar allí, amigo mío, y si eso te asusta, no voy a culparte; pero volver atrás no nos conduciría a ningún lado, y cada paso perdido da a nuestros enemigos una mayor oportunidad de tropezarse con nosotros. —Escupió después de la última frase, y tiró al suelo la dura pierna del powri—. ¡Y estas malditas criaturas ni siquiera se pueden comer!
Avelyn consiguió esbozar una sonrisa y se acercó al centauro, poniendo sumo cuidado en no tropezar con los restos de su comida. Reemprendieron la marcha, uno al lado del otro; sus abultadas formas llenaban el estrecho pasadizo.
—No me gusta el panorama —susurró Elbryan, al mirar hacia abajo la larga y estrecha pendiente, un camino excavado en la roca; a la izquierda se levantaba una pared irregular y a la derecha se abría un precipicio de setenta metros, cuya profundidad iba reduciéndose gradualmente a medida que el sendero descendía. No obstante, la altura no era lo más peligroso, sino lo que había al fondo: un estanque de fuego rojo, un lago con remolinos de piedra fundida. Incluso desde aquella altura, Elbryan y Pony percibían el intenso calor; el hedor sulfúrico era casi sofocante.
—Y a mí no me gusta la perspectiva de volver sobre nuestros pasos constantemente —replicó Pony—. ¡Decidimos ir hacia abajo, y este camino va hacia abajo!
—El humo... —protestó el guardabosque, y vio sus temores reflejados en la mujer. Pony hurgó en su mochila y sacó una tira de tela, para usarla a modo de vendaje. La partió en dos, las empapó con el agua de su pellejo, y se ató una alrededor de la cara después de haber dado la otra a Elbryan.
El guardabosque, no obstante, tuvo una idea mejor. Se quitó del brazo derecho el brazal verde, que los elfos le habían dicho que servía para neutralizar cualquier veneno, lo partió en dos y dio una mitad a Pony. La mujer se ajustó la máscara con un nudo y otro tanto hizo Elbryan; el hombre la contemplaba admirado de su sentido común. No era fácil disuadir a una mujer tan brava.
No necesitaban antorchas en aquel sitio gracias al resplandor de la lava, así que, cuando empezaron a bajar, tenían las manos libres; al principio se ceñían mucho a la pared, pues, aunque el sendero no era demasiado estrecho, la posibilidad de resbalar y caer en la lava fundida era demasiado horrible. Poco a poco, se fueron separando del muro y aligeraron el paso; no tardaron en recorrer unos setenta metros, aproximadamente la mitad de la longitud de la pendiente.
Pony, que encabezaba la marcha, se llenó de esperanza al ver una sombra oscura en el muro a cierta distancia, más abajo; era un corredor lateral que se adentraba en la montaña y se alejaba de aquel lugar. La emoción le impidió ver la grieta que atravesaba el sendero delante de ella.
La chica dio un paso por encima de la grieta y con su peso la piedra cedió bajo sus pies.
Pony chilló; Elbryan la agarró y tiró de ella hacia atrás para salvarla. Ambos cayeron sobre el camino hechos un revoltijo. El guardabosque se arrastró hasta el borde del saliente y vio cómo se derrumbaba un bloque de piedra de casi tres metros; el bloque rebotó contra un saliente del muro, salió disparado dando una vuelta y se precipitó en el magma, donde fue engullido y desapareció con un fuerte chapoteo.
Pony, horrorizada y respirando profundamente, tuvo que hacer un gran esfuerzo para dominarse; lo consiguió, pero las profundas inspiraciones habían surtido efecto y los vapores sulfúricos la sofocaban, pues al caer se le había desprendido la máscara de los elfos. Rodó hasta el borde de la plataforma, se quitó la máscara por completo y vomitó.
—Debemos regresar —dijo Elbryan, poniendo una mano sobre el hombro de la chica para darle ánimos.
—Es más corto hacia abajo que hacia arriba —dijo con tenacidad la mujer, y vomitó de nuevo. Luego se sentó rápidamente, con decisión; sacó su pellejo de agua y se lavó la cara con energía, tras lo cual volvió a ponerse la máscara y la aseguró firmemente.
—Un gran salto —observó Elbryan, mirando la brecha abierta en el sendero.
—Un brinco fácil —corrigió Pony, y, para demostrarlo, tomó impulso de una sola zancada, voló por encima de la brecha y con un controlado resbalón aterrizó ágilmente en el nivel inferior.
Elbryan la miró por unos instantes, admirado otra vez de su tenaz determinación, pero se preguntó sinceramente si con su temeridad la joven no pretendía tan sólo demostrar que tenía razón. Después de todo, no sabían en absoluto si aquel corredor inferior llevaba a alguna parte, y sería decididamente más difícil dar un salto de tres metros hacia arriba en aquel escarpado camino.
—Un brinco fácil —repitió Pony. El guardabosque esbozó una sonrisa; al fin y al cabo, iban a enfrentarse a un demonio, así que ¿cómo iba a censurarla por lo que él consideraba una temeridad?
Los ojos de Pony se abrieron desmesuradamente y Elbryan se dio cuenta de que estaba a punto de gritar.
El guardabosque se dio la vuelta, desenvainando a Tempestad, pero el peligro no venía por detrás, sino por el lado: surgía del sólido muro. Se desprendieron violentamente muchas piedras; Elbryan dio precipitadamente unas zancadas pendiente arriba y se echó al suelo. Se volvió asombrado y, cuando vio la causa, se quedó más asombrado aun.
Quintall emergió de la pared y se plantó en el sendero.
Elbryan adoptó una posición defensiva, medio agachado, y adelantó a Tempestad para protegerse, aunque no sabía qué hacer contra aquel hombre de roca, la imagen en obsidiana del hermano Justicia.
Era fácil averiguar las intenciones de Quintall. El hombre de roca miró a Pony y luego se volvió completamente hacia Elbryan, apretando amenazadoramente en un puño sus dedos con rayas rojas.
—¿Crees que esta vez puedes ganar, Pájaro de la Noche? —preguntó el lacayo del demonio, con voz tan áspera como el roce de una piedra con otra.
—¿Qué eres? —preguntó Elbryan sin aliento—. ¿Qué clase de ser, qué alma atormentada?
—¿Atormentada? —se mofó Quintall—. ¡Soy libre, estúpido mortal, y viviré siempre, mientras que tú estás perdido!
El hombre de roca se le acercó con paso majestuoso. Elbryan lanzó un golpe cruzado con la espada, que consiguió hacer saltar lascas pero que ni tan sólo frenó el avance de Quintall. El guardabosque dio un salto atrás y luego se lanzó hacia adelante; Tempestad chirrió al ser desviada por la cara de Quintall. Elbryan se alegró al constatar que este golpe había sido más eficaz, pues la afilada espada forjada por los elfos produjo una raja de color naranja pálido en la dura piel del hombre de roca.
Pero la raja se enfrió y ennegreció casi inmediatamente y, si Quintall había sufrido algún daño, no lo mostró. Se abalanzó furiosamente y propinó un gancho de izquierda de amplio vuelo.
Elbryan hurtó el cuerpo y esquivó el golpe por poco, mientras la mano de Quintall se estrellaba contra la pared. El guardabosque miró el lugar del impacto y su respeto por aquel enemigo aumentó, pues donde había golpeado la mano de Quintall la piedra había quedado resquebrajada y humeante.
—¿Te marcharás de una vez y me dejarás la mujer para mí? —se burló el hombre de roca—. Puedo llegar hasta donde está ella, no lo dudes.
Esas palabras hicieron que Elbryan mirara hacia abajo, hacia Pony, y vio con horror que la joven se estaba preparando para volver a salvar la brecha.
—¡Quédate ahí! —le gritó el guardabosque—. ¡Enseguida me reuniré contigo!
—Nunca lograrás pasar —dijo Quintall, enfatizando sus palabras con un golpe aun más fuerte contra el muro de piedra.
Aquel movimiento dejó libre un hueco que el guardabosque no pudo menos que aprovechar. Se precipitó como el rayo, lanzó a Tempestad con violencia, golpeó con todas sus fuerzas y, atravesando el caparazón negro, la clavó en el magma interior del monstruo.
Quintall aulló y propinó una serie de golpes, pero Elbryan fue más rápido; retiró la resplandeciente espada —y le satisfizo comprobar que la delicada arma había sobrevivido a la inmersión en el calor interior de aquel perverso enemigo— e impelió a Tempestad hacia arriba, primero a la izquierda, luego a derecha, y otra vez a la izquierda, en tres rápidos quites; después se lanzó hacia adelante para alcanzar al hombre de roca otra vez en la cara.
Pero incluso la herida en el vientre del monstruo se cerró enseguida, mientras los movimientos de Quintall se volvían más precavidos, más peligrosos.
Desde abajo, Pony no cesaba de gritar, sin embargo, Elbryan no tenía tiempo de considerar sus palabras. Debía encontrar algún modo de herir a aquella criatura y, aunque pudiera infligirle algún pinchazo con la espada, la herida tendría que ser muy profunda para ser eficaz.
La respuesta parecía evidente, y en consecuencia el guardabosque no perdió tiempo considerando los inconvenientes de la táctica y urdió el ataque adecuado. Se precipitó de nuevo hacia adelante atacando con violencia y luego se giró como si fuera a abalanzarse por la izquierda del monstruo, por la parte exterior del saliente.
Instintivamente Elbryan se dejó caer sobre una rodilla, mientras el pesado brazo de Quintall le pasaba silbando por encima de la cabeza: ¡un golpe que habría propulsado al guardabosque fuera del sendero! Entonces Elbryan se irguió dando un giro en sentido contrario que lo colocó frente al hombre de roca, y se precipitó hacia la pared en diagonal, para conseguir situarse entre Quintall y el muro.
El monstruo disparó violentamente el otro brazo hacia la pared, ante Elbryan, para impedirle el paso. No obstante, el hombre no tenía la menor intención de pasar por allí, pues se detuvo en seco a escasa distancia del obstáculo, se apoyó contra el muro y empujó con todas sus fuerzas.
El hombre de roca apenas se movió; Quintall, seguro de su solidez y de su fuerza, soltó una carcajada.
Entonces Elbryan sintió que el monstruo lo agarraba y percibió el calor que se desprendía, intenso y abrasador, de aquellas partes del hombre de roca que no eran lava endurecida. El guardabosque dio puñetazos y se retorció, pero la presión del agarro no hizo más que aumentar. Oía gritar a Pony, pero su voz parecía llegar de muy lejos.
De pronto una repentina ráfaga de aire sopló encima del angustiado guardabosque; el hombre de roca dio un grito y luego aflojó su agarro.
Elbryan retrocedió sendero arriba dando traspiés; cuando se dio la vuelta, vio que Quintall se había llevado las manos a los ojos fundidos y que gotas de magma caliente brillaban en sus mejillas. Se le planteó un segundo enigma al ver una cuerda, delgada pero resistente, tendida a su izquierda a lo largo del muro y que iba más allá de donde estaba él y de donde estaba Quintall. Con un rápido tirón Elbryan comprobó que la habían sujetado a corta distancia sendero arriba.
El guardabosque no tuvo tiempo de detenerse y averiguar qué había ocurrido, porque los ojos de Quintall, al igual que sus otras heridas, sanaban con rapidez. Pájaro de la Noche volvió a la carga, pues no tenía más respuestas que atacar salvajemente con la esperanza de encontrar un punto débil con la espada. Pegó un espadazo a la izquierda, luego otro a la derecha, otro en línea recta hacia adelante y después otro a la derecha; la espada chasqueaba sonoramente y hacía saltar lascas a cada impacto contra el hombre de roca.
A pesar de que Tempestad no representaba para él una amenaza real, Quintall reaccionaba instintivamente y utilizaba sus sólidos brazos para rechazar los ataques, siguiendo las estratagemas marciales que había aprendido en Saint Mere Abelle hacía mucho tiempo.
Elbryan intensificó el ataque, y los golpes de Tempestad arreciaron tanto que los chasquidos se convirtieron en una ininterrumpida canción. El guardabosque propinaba al hombre de roca golpe tras golpe con la vana esperanza de partirlo en dos.
—¡Átala ahí! —ordenó Tuntun a la asombrada Pony, mientras tensaba la resistente cuerda de los elfos y le señalaba una gran roca erosionada y solitaria a unos cuatro metros pendiente abajo—. ¡Y hazlo rápido! —la apremió.
Pony echó a correr sin saber lo que Tuntun se proponía, pero sin arriesgarse a perder el tiempo en averiguaciones. Cualquier plan, por desesperado que fuera, era mejor que nada, y hasta aquel momento a Pony no se le había ocurrido absolutamente nada. Cuando la mujer procedió a atar la cuerda, sintió la tensión del otro extremo y supuso que estaba dentro del hombre roca; entonces, empezó a comprender.
Empuñando sus pequeñas dagas, que aún goteaban magma de los ojos de Quintall, Tuntun regresó volando hacia donde estaban los combatientes.
Elbryan persistía en su ataque cuando las alas de la elfa se acercaron zumbando; los contundentes golpes del guardabosque caían una y otra vez y eran parados por los brazos del hombre roca, aunque en algunas ocasiones lograban alcanzar al monstruo en el torso o incluso en la cabeza. Pero Elbryan no sabía cuánto tiempo podría proseguir el ataque y comprendía que, si no lograba infligirle pronto un daño de consideración, perdería su ocasión y entonces Quintall contraatacaría.
Pero, de repente, el hombre de roca aulló otra vez cuando los brazos de Tuntun se le acercaron a la cabeza y las afiladas dagas se le clavaron en los incandescentes ojos. Quintall alzó con violencia los brazos, propinando un golpe oblicuo que obligó a la elfa a aletear hacia arriba y a soltar una de las dagas, que cayó dando vueltas y desapareció en el magma.
Elbryan empuñó a Tempestad con ambas manos y, lanzándose hacia adelante, propinó un tajo por encima del hombro con toda la fuerza de que fue capaz. Quintall bajó un brazo para detenerlo, y Tempestad chocó contra él y se lo cercenó entre la muñeca y el codo.
El hombre de roca soltó otro aullido; de la herida le brotaba magma ardiente que, del mismo modo que en ocasiones anteriores, se endureció y ennegreció al enfriarse formando un muñón bajo la articulación del codo.
Sin dejar de rugir, Quintall se lanzó hacia adelante enloquecido. Por encima de él, Tuntun gritaba con toda la potencia que le permitía su melódica voz:
—¡Ahora! ¡Ahora!
Elbryan no tenía idea de lo que la elfa quería decir, pero Pony sí. La joven apoyó la espalda en la roca en la que había atado la cuerda, se deslizó entre ella y la pared, aseguró firmemente los pies y empujó con todas sus fuerzas. Los potentes músculos de las piernas se le tensaron; gimió por el enorme esfuerzo, pero la roca apenas se deslizó un centímetro.
Hasta Pony llegaba el fragor de la lucha: el sonido metálico de la espada, los rugidos del monstruo. La fuerza física no bastaría para hacer caer aquella pesada roca; tenía que usar la inteligencia. Movió los hombros con objeto de desplazar la presión ligeramente hacia arriba y empujó de nuevo. Sintió que el borde de la piedra más cercano a ella se levantaba del suelo, y supo que sólo tenía que porfiar un poco más para lograr volcarla del todo.
Tuntun se lanzó en picado hacia los combatientes pero viró en el último segundo cuando Quintall, sin dejarse sorprender esta vez, se dio la vuelta. El giro le costó al hombre de roca otro golpe, pues Elbryan aprovechó la oportunidad y, precipitándose hacia adelante, le propinó violentos espadazos.
—¡Salta la cuerda! —le gritó Tuntun al guardabosque—. ¡Salta la cuerda!
Elbryan entendió lo que quería decirle justo cuando Pony lograba volcar la roca y la pesada piedra empezaba a rodar hacia el precipicio. El guardabosque se dispuso a saltar la cuerda, repentinamente tensada y en movimiento, pero sólo lo consiguió a medias. Dejó caer a Tempestad sobre el sendero y se agarró con desesperación a la cuerda mientras la roca caía a plomo y en su caída arrastraba la cuerda élfica atada a la pared; la cuerda se precipitó al vacío, y con ella Quintall y Elbryan.
Cayeron gritando. Luego la caída se interrumpió violentamente cuando la cuerda hubo dado de sí cuanto permitía su longitud; la roca se soltó del nudo de Pony y fue cayendo dando vueltas hasta hundirse en el magma.
Elbryan seguía agarrado a la cuerda y también Quintall, metro y medio más abajo; el hombre de roca se aferraba a ella con su única mano, pero lo hacía con tanta fuerza que su agarro era más sólido que el del hombre, que, un poco más arriba, empleaba ambas manos para asirse.
—¡Trepa! —gritó Pony a su amado, y así lo hizo Elbryan a toda velocidad y con todas sus fuerzas.
Sin embargo, Quintall era más rápido, pues el hombre de roca, dándose impulso con una fuerza tremenda, subía un palmo y medio o más y se agarraba otra vez. A fuerza de impulsarse y agarrarse se iba acercando rápidamente a Elbryan, al que todavía le faltaban por trepar unos siete metros.
Pony seguía animándolo con sus gritos. Echó a correr y salvó de un salto la brecha de tres metros; se dio un golpe muy fuerte en la espinilla con el borde superior, pero siguió adelante corriendo hacia su amado.
El guardabosque continuaba trepando por la cuerda, y Pony creyó que lo iba a conseguir. El joven logró apoyar un brazo y un hombro sobre el borde del sendero y la mujer se inclinó hacia él y tiró con fuerza; pero entonces, con un tremendo impulso, Quintall agarró de nuevo la cuerda apenas unos centímetros por debajo de los pies de Elbryan. Un brinco más y lo atraparía.
Tuntun se lanzó al vacío; Elbryan intuyó el desesperado intento de la elfa y, a gritos, le pidió que regresara. Soltó una mano de la cuerda, confiando en que Pony lo ayudaría a sostenerse, y trató de atrapar a la elfa mientras pasaba por debajo de él.
La delgada cuerda élfica era muy resistente, pero también lo era la daga de Tuntun, hecha asimismo por los elfos, y con un movimiento rápido de muñeca cortó la cuerda justo debajo de los pies de Elbryan.
El hombre agarró a la elfa por el antebrazo; Quintall la agarró por un pie.
Entonces quedaron colgando, torciéndose y girando; Pony se pasó la cuerda en torno para asegurar su posición y tiró de la capa de Elbryan desesperadamente. La mano del guardabosque apretaba estrechamente el antebrazo de la pobre Tuntun y sus músculos se hincharon a causa del esfuerzo; pero, más abajo, el potente agarro de Quintall era todavía más fuerte.
—¡Tira! —pidió Elbryan a Pony, pues el guardabosque advirtió que resbalaba por el borde hacia el vacío.
Tuntun, sometida a dos tensiones opuestas, temiendo que acabarían desgarrándola en dos, reconoció el dilema en el que se encontraba y comprendió que sus amigos no podrían izarla a ella y al pesado hombre de roca. Levantó la mano libre que sostenía la daga y clavó su mirada en los brillantes ojos de Elbryan.
—No —suplicó el hombre con una voz que era apenas un susurro por el nudo que le atenazaba la garganta; y sacudió la cabeza.
Tuntun lo apuñaló con fuerza en la muñeca, y ella y Quintall se precipitaron al vacío. El hombre de roca no la soltó; ¡no dejaría que la elfa, aquella miserable criatura que lo había condenado, utilizara sus alas para salvarse! Tuntun intentó darse la vuelta, intentó usar la daga...
Elbryan y Pony desviaron la mirada, incapaces de contemplar el final de la caída en la lava derretida, incapaces de presenciar la muerte de Tuntun.
Permanecieron largo rato tendidos en el sendero hasta que los vapores empezaron a ahogarlos.
—Tenemos que darnos prisa —dijo el guardabosque.
—Por Tuntun —asintió Pony.
Saltaron la brecha y echaron a correr, aliviados al comprobar que el pasadizo lateral no era un callejón sin salida sino que se prolongaba casi en línea recta.
Encendieron de nuevo la antorcha y siguieron adelante, contentos de dejar atrás los vapores mareantes y la terrible pesadilla vivida. Sin embargo, poco después se detuvieron al vislumbrar en el túnel un lejano resplandor. Elbryan miró indeciso la antorcha que llevaba en la mano; si él podía ver aquel resplandor...
De pronto, la luz distante se intensificó y se concentró al precipitarse corredor abajo y caer sobre ellos, que tuvieron que levantar rápidamente los brazos para protegerse los ojos.
Sus pensamientos se poblaron de imágenes de monstruos demoníacos, imágenes que rápidamente desaparecieron al grito de «¡Vaya, vaya!» que resonó al otro lado de la luz.
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30
A través del laberinto

Avelyn y Bradwarden se emocionaron al reencontrarse con sus amigos, pero sus sonrisas se desvanecieron ante las lágrimas que bañaban la cara de Pony y el inequívoco velo que cubría los ojos de Elbryan.
—Tuntun —explicó Elbryan restregándose los ojos—. Acudió en nuestra ayuda y me salvó la vida a costa de la suya.
—A lo mejor no está muerta —repuso Avelyn, rebuscando torpemente en la bolsa de piedras—. A lo mejor la hematites...
—Cayó en el magma —lo interrumpió ceñudamente el guardabosque posando su mano en el monje y sacudiendo la cabeza.
—Una muchacha valiente hasta el final —comentó Bradwarden—. Así son los Touel'alfar: la gente más noble que jamás he conocido. —El centauro hizo una pausa, y dejó el elogio suspendido en el aire durante un momento—. ¿Y qué hay de Paulson y del pequeñajo? —preguntó.
—No sé si consiguieron escapar de la batalla con los gigantes —contestó el guardabosque.
—¿Y por qué no volvisteis a buscarlos? —inquirió el centauro, y los tres miraron a Bradwarden con expresiones sorprendidas. ¿Cómo se atrevía a acusar a Elbryan y Pony, si es que realmente era aquello lo que estaba haciendo?
—Nuestro objetivo era Aida, nuestra misión conseguir que Avelyn llegara aquí para destruir al Dáctilo —dijo Elbryan; y, mientras pronunciaba aquellas palabras, comprendió la astuta maniobra verbal de Bradwarden. Al recordarles con tanta crudeza a Elbryan y a los demás cuál era el objetivo supremo, el centauro los ayudaba a poner la pérdida de Tuntun en la adecuada perspectiva. La elfa se había ido para siempre, pero gracias a ella podrían proseguir y cumplir su objetivo.
Aquel pensamiento acompañó a los cuatro amigos mientras avanzaban veloces a lo largo de los pasadizos en busca de alguna pista que les indicara en qué dirección ir para llegar hasta el demonio. Los corredores se bifurcaban con frecuencia y tenían que elegir sin otra guía que sus propias intuiciones acerca de dónde se encontraban y de dónde podía hallarse la guarida del demonio.
Pero al llegar a una bifurcación, Avelyn se detuvo de pronto y alzó un brazo para impedir a Elbryan que bajara hacia la izquierda.
—A la derecha —indicó el monje.
Elbryan lo miró con curiosidad.
—¿Cómo lo sabes? —le preguntó, deduciendo por la firmeza de su tono que no se trataba de una mera suposición.
Avelyn no tenía una respuesta racional para ofrecer a sus amigos; era una sensación, nada más, pero una sensación nítida, como si estuviera captando las irradiaciones mágicas de aquel monstruo del más allá. Fuera cual fuera el origen de la sensación, Avelyn sabía en lo más profundo del corazón que estaba en lo cierto y por eso se dispuso a bajar por el corredor de la derecha.
Los demás lo siguieron sin titubear y sus esperanzas fueron en aumento cuando llegaron ante una pesada reja que cerraba el paso y cuyos barrotes iban desde el suelo hasta el techo.
El Dáctilo sabía que todo iba bien en el sur. Sus ejércitos, al mando de Maiyer Dek y Kos-kosio Begulne, avanzaban deprisa hacia Palmaris, mientras las fuerzas del norte de Ubba Banrock habían cruzado Alpinador y se dirigían hacia la costa, partiendo en dos aquel reino norteño. Los powris de Banrock se habían reunido el día previsto con la enorme flota powri, que había navegado desde las Julianthes, y ahora esa flota se había hecho a la mar otra vez con rumbo sur, hacia el golfo de Corona.
Pese a tan prometedores acontecimientos, el demonio paseaba ansioso ante su trono de obsidiana. Sentía la intrusión, el poder mágico; sabía que Quintall había sido destruido.
El Dáctilo no podía seguir subestimando a los enemigos que llegaron a Aida. Si alguno de ellos atravesaba las últimas defensas...
La demoníaca criatura entrecerró los ojos y sonrió perversamente ante tal idea, ante lo que disfrutaría encargándose personalmente de matar a aquellos intrusos. Pues Bestesbulzibar no había participado en persona en la calamidad, la muerte y la agonía sembradas por su ejército; sólo había matado a unos cuantos insolentes e incompetentes de sus propias filas.
Ansioso como estaba, el Dáctilo esperaba que al menos alguno de aquellos intrusos sobreviviera para llegar al salón del trono.
—Alejaos de aquí —ordenó Avelyn rebuscando en su bolsa, pero a Elbryan se le ocurrió otra idea.
—No —dijo el guardabosque—. Me temo que tu magia hará mucho ruido. Hay otra manera. —Elbryan se quitó la mochila y rebuscó en ella hasta dar con la gelatina roja que los elfos le habían dado, la misma sustancia con la que Belli'mar Juraviel había untado el helecho oscuro años atrás, en Andur'Blough Inninness, para que Elbryan pudiera cortar fácilmente la resistente planta. Elbryan sabía cuán fuerte y elástico era su arco e imaginaba que, si la gelatina suavizante había funcionado con el helecho oscuro, quizá pudiera también debilitar el metal.
Trazó una raya en el barrote central, cerca del techo, poco elevado, del corredor. Luego desenvainó a Tempestad, llamó a Bradwarden y se encaramó a él para poder cortar horizontalmente a ras del techo. Esperando que su instinto no le fallara y no dañar su maravillosa espada, Elbryan asió la empuñadura firmemente con ambas manos, llevó el arma hacia atrás y asestó un golpe tremendo en el punto marcado.
Tempestad cortó limpiamente el barrote de metal y rebotó con un sonido metálico en el barrote siguiente. Elbryan desmontó de un salto, examinó la hoja de la espada y exhaló un suspiro de alivio cuando vio que el arma no había sufrido daño alguno, ni tan sólo una muesca.
Bradwarden cogió el barrote cortado y lo dobló hacia un lado lo bastante para que los demás pudieran pasar.
—Buen trabajo —lo felicitó Pony.
—Sí —asintió el centauro—, pero no voy a poder pasar mi voluminoso corpachón por esa estrecha abertura.
Elbryan guiñó un ojo al centauro.
—Tengo más gelatina —le aseguró, y el barrote siguiente no tardó en soltarse del techo.
Así que de nuevo se pusieron en marcha, con mayor premura aun, al considerar que la verja era señal de que estaban en una zona importante, probablemente la zona reservada al Dáctilo.
El corredor seguía avanzando; a veces se ensanchaba de modo que podían avanzar los cuatro en fondo, y luego se estrechaba de modo que sólo Pony y Elbryan podían avanzar a la cabeza, seguidos por Avelyn mientras el centauro cerraba la marcha. Pasaron de largo varios túneles laterales, pero el que estaban siguiendo parecía el mejor, el más liso y sin duda el más ancho; por eso decidieron continuar por él. Avelyn ponía buen cuidado en graduar la luz del diamante; colocaba la mano a modo de pantalla sobre la gema para que el resplandor sólo se proyectara hacia adelante, en tanto que él, con la ayuda del crisoberilo ojo de gato, miraba constantemente hacia atrás para escrutar las tinieblas.
Por eso Avelyn fue el primero en captar las enormes y oscuras siluetas que, desde un pasillo lateral, se deslizaron en el corredor central a considerable distancia. .
—Tenemos visita —susurró el monje. Mientras hablaba, el revelador parpadeo de una antorcha se reflejó en la pared del muro, en una curva del túnel a unos treinta pasos por delante de Elbryan.
El guardabosque se apresuró a inspeccionar la zona y luego condujo al grupo hasta un punto en que el pasadizo se estrechaba; si los atacaban a la vez por delante y por detrás, era preferible luchar en una zona angosta que sólo permitiera que se les acercaran uno o dos enemigos por cada lado.
La luz dibujó la curva y otra llameó detrás de ellos revelando que los enemigos eran gigantes fomorianos, cuatro por delante y cuatro por detrás, todos ellos con armaduras, como los que los habían perseguido por el desfiladero de entrada a Barbacan.
Elbryan incluso se alegró de no estar en campo abierto, pues hubieran tenido que luchar cada uno con dos a la vez; y habrían tenido muy escasas posibilidades de éxito. En aquel paraje tan angosto, los gigantes, tanto los que se acercaban por delante como los que lo hacían por detrás, tenían que avanzar de dos en fondo.
—Pony y yo nos encargamos de los que vienen por delante —exclamó el guardabosque.
—¡Y yo de los que vienen por detrás! —respondió Bradwarden dando torpemente la vuelta a su voluminoso corpachón en las estrecheces del túnel.
—No estarás solo —le aseguró Avelyn, colocándose junto al centauro tan rápido como su gordura le permitió. Metió la mano en su pequeño zurrón y sacó un puñado de pequeños prismas de celestita de color azul pálido, y se dispuso a invocar su poder mágico.
—No podemos darles la oportunidad de atacar —dijo el guardabosque a Pony.
Entonces, de repente, la pareja se lanzó al ataque confundiendo momentáneamente a los gigantes, que no estaban acostumbrados a que unos seres tan insignificantes como ellos les hicieran frente..
La furia de Elbryan se desató y su espada golpeó muchas veces la hoja de la espada del gigante; al fin pudo mover el arma con suficiente amplitud para propinar un potente tajo que produjo un corte dentado en el peto del monstruo.
Pony empezó a luchar con igual ferocidad, aunque sus ataques no tuvieron tanta efectividad y sólo pudo conseguir algún golpe de poca importancia.
No obstante, fue Elbryan y no Pony el primero en perder el ímpetu del ataque; en efecto, el guardabosque miraba involuntariamente hacia el lado para observar a su amada, casi tan a menudo como examinaba a su oponente. Por eso no tardó en tener que hacer una desesperada finta para esquivar a duras penas un barrido de la espada del gigante que con facilidad hubiera cercenado su frágil cabeza.
—Me gustaría que os incorporarais —gruñó el centauro, mirando a los gigantes que iban a la cabeza.
Los enormes brutos no podían ir erguidos uno al lado del otro en el estrecho pasadizo, pero de hecho no les hacía ninguna falta, pues el que iba en segundo lugar empuñaba una larga lanza.
—¡Oh, será como luchar dos contra uno! —rugió el centauro, y balanceó la porra hacia atrás y hacia adelante, relajando sus articulaciones.
—Ya veremos —murmuró el hermano Avelyn, mientras proseguía con sus invocaciones mágicas.
Los gigantes se precipitaron al ataque; Bradwarden se preparó para resistir y aseguró sus patas en el suelo. Entonces Avelyn hizo su lanzamiento y, delante del centauro, el corredor entró en erupción con una sucesión de ruidosas explosiones y una docena o más de estallidos bruscos que detuvieron el ataque de los gigantes y provocaron su retirada entre gritos de dolor.
Bradwarden recuperó la calma y aprovechó la oportunidad; cargó en línea recta hacia adelante, chocó contra el primer gigante y con un golpe lo hizo caer al suelo de espaldas; entonces, con su mano libre apartó la lanza del segundo y le golpeó con su porra que alcanzó la parte lateral del casco, se lo arrancó de la cabeza, y arrojó al monstruo contra la pared del pasadizo.
El segundo golpe de Bradwarden fue aun más violento: toda la enorme fortaleza del centauro se concentró en aporrear la vulnerable cabeza del gigante, que todavía estaba apoyado contra el muro. El macizo cráneo resonó con un terrible crujido y el gigante se desplomó al suelo.
Pero los otros fomorianos estaban atrás y preparados, aunque uno de ellos parecía parcialmente cegado a causa de las explosiones de celestita, y Bradwarden contuvo su ímpetu para tomarse un breve respiro.
Pony se daba cuenta de lo que estaba ocurriendo, y no le gustaba. Sabía que Elbryan tenía confianza en ella; ¿cómo podía ser de otra manera después de haber luchado tantas veces juntos? Pero, a pesar de todo, al pelear tan cerca de ella, el hombre no podía evitar estar pendiente de la seguridad de la mujer.
La joven no podía tolerar aquella situación, más por el hecho de que no podían tener ninguna esperanza de ganar con tal actitud que por una cuestión de orgullo. Pony tenía que golpear rápido y con fuerza para recordar a su amado su destreza y su valor. Deslizó la barra de grafito en la mano que asía la espada y la apretó estrechamente contra la empuñadura, mientras se preguntaba si su plan funcionaría.
Elbryan se agachó para esquivar otro ataque, una clara ocasión para conseguir un agresivo golpe; pero, en lugar de aprovecharla, se fue hacia un lado para rechazar un espadazo dirigido contra Pony, que ella sola hubiera podido evitar con facilidad.
Sin embargo, la acción del guardabosque proporcionó una oportunidad pues el gigante se quedó mirándolo sorprendido. Pony se abalanzó entonces sobre el monstruo y le clavó con fuerza la espada en el vientre; el arma encontró una pequeña grieta en la armadura, pero no se hundió lo suficiente para producir una herida decisiva.
Aunque no hizo falta; el gigante y Elbryan no tardaron en descubrirlo cuando Pony liberó la energía mágica de la piedra. Un crepitante arco negro surgió del arma y saltó desde su punta hasta el vientre del fomoriano; el gigante se estremeció violentamente una y otra vez y, cuando la descarga eléctrica cesó, soltó la espada y cayó hacia atrás sin sentido, si no muerto.
Elbryan no desaprovechó la lección; se quedó maravillado de la poderosa combinación de espada y piedra, mientras se culpaba por haber pensado que Pony necesitaba su protección. Para no ser menos —y con otro gigante listo para ocupar el lugar del caído— el guardabosque saltó hacia adelante y lanzó una serie de furiosos ataques a derecha, a izquierda y de frente, moviendo a Tempestad con tal velocidad que la pesada espada del fomoriano no podía frenarla. La temible arma élfica consiguió golpear una y otra vez haciendo saltar chispas al chocar con fuerza contra la armadura metálica. Al fin, Elbryan encontró el pliegue entre el peto y el cinto, y grabó aquel punto en la memoria.
El guardabosque dejó de atacar por un instante y, tal como suponía, el gigante rugió y pasó al contraataque. Elbryan se puso en cuclillas antes de que la hoja consiguiera acercársele, y se desplazó con rapidez mientras la espada le pasaba silbando por encima. El guardabosque se levantó de pronto y apuntó con la máxima precisión hacia aquel estrecho pliegue.
Tempestad atravesó la armadura, desgarró las tripas y se hundió profundamente. Elbryan se dejó caer con todas sus fuerzas hacia adelante, como queriendo integrarse completamente en la trayectoria de la monstruosa espada, y empujó la hoja hasta la empuñadura. Con la mano libre, el gigante lo agarró por la espalda, pero con escasa energía; Elbryan se removió con violencia una y otra vez, y sus sacudidas acabaron con el agonizante fomoriano. Entonces, al ver que había terminado con aquel monstruo, el guardabosque desclavó la espada y el bruto se desplomó.
El último de la fila no tardó en hacerle frente, balanceando su enorme antorcha a guisa de arma.
Pony, en lo más reñido de la batalla con el tercer gigante, sacó una piedra para llevar a cabo otro truco. Pero entonces oyó con mayor claridad lo que ocurría al fondo, donde Bradwarden gruñía y recibía golpes.
—¡Avelyn! —gritó la mujer, y le tiró la piedra por encima del hombro; sabía que el monje podía conseguir efectos mucho más devastadores que ella.
Avelyn estaba tratando de conseguir la magia de otra gema, pero la piedra rebotó contra el pecho del monje captando así su atención. Al darse cuenta del regalo que Pony le hacía, interrumpió su encantamiento y se apresuró a coger del suelo la piedra, una piedra imán.
—¡Vaya, vaya! —vociferó alegremente, y se dispuso a trabajar con la peligrosa piedra—. ¡Esto va a hacer daño!
—¡Bueno, date prisa! —rogó Bradwarden, y después soltó un gruñido al recibir el golpe de un pesado palo en su flanco izquierdo, por estar demasiado ocupado manteniendo a raya la espada de su otro oponente. El centauro ya había recibido un golpe de aquella espada, y así lo evidenciaba una enorme cuchillada en su torso humano.
Avelyn invocó con toda su energía el poder de la piedra y la disparó, más veloz que una flecha, más poderosa que una catapulta. Al chocar frontalmente contra el pecho del gigante que empuñaba la espada frente a Bradwarden, le abrió un enorme agujero, lo levantó del suelo y lo arrojó hacia atrás; el monstruo arrolló al gigante que llevaba el palo y se estrelló pesadamente contra el último de la fila, de tal modo que ambos se cayeron formando un enorme amasijo.
Bradwarden aprovechó el momento de distracción para dar una vuelta completa y, mientras el gigante que blandía el palo recuperaba el equilibrio, el centauro le propinó una terrible doble coz en el peto que lo lanzó otra vez sobre su compañero.
—¡Adelante! —gritó Avelyn al grupo.
Elbryan asintió entusiasmado y brincó hacia atrás para situarse fuera del alcance de la silbante antorcha; luego se precipitó hacia adelante, haciendo una finta para meterse entre los dos gigantes que quedaban en vanguardia; sobre la marcha, lanzó a Tempestad contra el enemigo de Pony. El gigante tuvo que girar para hacer frente al ataque y recibió un golpe de la mujer mientras eludía la hoja del guardabosque. Luego las cosas todavía fueron peor para el fomoriano, pues fue alcanzado por la antorcha de su compañero mientras éste trataba de coger al esquivo guardabosque.
Pony se precipitó hacia adelante, golpeó con fuerza, hundió su espada y volvió a invocar el poder convulsivo del grafito; aunque esta vez el rayo fue más débil, su energía mágica bastó para dejar aturdido al gigante y obligarlo a retroceder.
En aquel momento se produjeron una serie de secas explosiones en el aire, justo delante de Pony; eran los efectos de otro estallido de celestita de Avelyn, que dejó a la pareja de fomorianos chamuscada y confusa.
Pony miró con curiosidad a la criatura con la que había estado luchando Elbryan: la postura de repente demasiado rígida, las caderas hacia adelante, los hombros hacia atrás. Comprendió lo que ocurría cuando la antorcha cayó al suelo y el bruto se derrumbó hacia adelante, mientras Tempestad se deslizaba empapada en sangre.
Avelyn se aplanó contra la pared y ordenó a Bradwarden que se marchara, pues sólo uno de los cuatro gigantes que habían llegado por la parte de atrás reunía las mínimas condiciones para proseguir la lucha. Bradwarden, más seriamente herido de lo que al principio había creído, no discutió, sino que pasó por delante del voluminoso monje y se acercó a Pony, que se empeñaba en emprenderla con el último gigante que había atacado por la vanguardia.
El último del amasijo de gigantes de retaguardia consiguió al fin incorporarse y, al ver a Avelyn solo y sin armas, se dirigió hacia él salvajemente.
Avelyn esperó hasta el último momento y entonces liberó en el corredor la magia de su última piedra, la malaquita.
Súbitamente, el gigante perdió el equilibrio y sus pies apenas rozaron el suelo. Cada movimiento del ingrávido monstruo forzaba otro en sentido contrario, y de este modo, cuando el estúpido fomoriano alzó su palo por encima de la cabeza para asestar un tremendo golpe, la energía lo levantó del suelo y le hizo dar una vuelta de campana, un salto mortal a cámara lenta. El monstruo trató desesperadamente de alcanzar al astuto monje, pero cada torsión y cada giro no hacían más que dificultar su empeño, y no tardó en verse dando tumbos, flotando sin remedio corredor abajo. Tan pronto como el fomoriano pasó por encima de los gigantes caídos, Avelyn fue hacia allí para recuperar su mortal malaquita, que había quedado en el pecho de uno de ellos. Levantó la vista y vio que el último gigante, se debatía en vano cabeza abajo, y flotaba alejándose cada vez más.
Avelyn soltó un bufido ante semejante espectáculo y se dio la vuelta para ver cómo sus compañeros daban buena cuenta del último monstruo de aquel grupo. Constatando que el gigante estaba suficientemente lejos de sus compañeros, corrió hacia él mientras activaba el escudo de crisolita y luego invocó la magia de su poderoso rubí.
Elbryan se estremeció al ver la tremenda herida del centauro; sangraba profusamente y se llevaba con rapidez la vida del pobre Bradwarden.
—Necesitamos la hematites —dijo Pony mirando hacia Avelyn.
—Intenta con esto —propuso Elbryan quitándose su otro brazal, el rojo, que los elfos habían empapado con inalterables bálsamos curativos.
Pony lo cogió y se puso manos a la obra, mientras Elbryan se adelantaba corriendo; ambos se quedaron inmóviles y casi perdieron el equilibrio al oír la tremenda explosión de la bola de fuego de Avelyn.
El monje apareció corriendo al fondo del túnel; el gigante, chamuscado y todavía cabeza abajo, había quedado muy atrás.
El túnel continuaba en línea recta una docena de pasos y luego trazaba una curva cerrada hacia la derecha, por donde Elbryan había desaparecido corriendo.
—Adelante —ordenó Avelyn a sus fatigados amigos, y ellos asintieron comprendiendo que aún les quedaba mucha tarea por hacer. Pony miró a Bradwarden, pero el centauro estaba sonriendo y los bálsamos curativos habían empezado a actuar bajo el vendaje rojo.
Así pues, siguieron adelante con Avelyn a la cabeza. De pronto los tres se detuvieron cuando Elbryan apareció en la curva retrocediendo a toda prisa. El guardabosque chocó contra la pared y aprovechó el impulso para girar sobre sí mismo de forma que pudo tirarse de cabeza corredor abajo; cuando se puso en pie, los demás miraron con curiosidad más allá de él y vieron unas piedras incandescentes que se endurecían rápidamente en el suelo.
—¡Un hombre rojo enorme! —explicó Elbryan—, con alas negras de murciélago...
—No es un hombre —lo interrumpió Avelyn, con la certeza de conocer la identidad de su nuevo enemigo, con la convicción de que por fin habían dado con el Dáctilo demoníaco.

31
Destino
Una ola de lava fundida salpicó la esquina, y el grupo tuvo que retroceder; el calor era casi insoportable. Llegó una segunda ola y luego más, un auténtico río de magma fluía por el recodo, y el grupo huyó desordenadamente. Sin embargo, Avelyn permaneció en su sitio y rápidamente se puso a trabajar; invocó la magia de su piedra para activar un escudo que se alzara desde el suelo hasta el techo del corredor.
Los fuegos del demonio seguían su curso y avanzaban hacia el monje mientras éste rezaba. Pony se detuvo al advertir que Avelyn no estaba con ella. Se dio la vuelta y lo llamó a gritos; incluso dio un paso hacia el monje, pero Elbryan la retuvo enseguida.
La fe de Avelyn fue puesta duramente a prueba mientras el flujo de magma se le acercaba y el calor se intensificaba. Había usado aquella gema, el crisolito, para sobrevivir en medio de una bola de fuego, pero no tenía idea de cómo funcionaría contra el magma del demonio. Suponía que podría neutralizar el efecto del calor, pero ¿qué pasaría con el enorme peso de la piedra fundida?
Avelyn no tenía tiempo para tales cavilaciones; se concentró en sus plegarias, en las interioridades de la piedra mágica. El magma estaba ya sólo a medio metro de distancia y avanzaba burbujeando.
Pero el monje no sintió calor ni se quemó con la piedra fundida puesto que, al pasar a través de la barrera de crisolito, el frente de lava se enfriaba inmediatamente, se ennegrecía y solidificaba; y el magma empezó a fluir por encima, hasta que también se enfrió y se endureció.
En aquel momento Avelyn advirtió la inminencia de un nuevo problema: si la lava continuaba apilándose, llegaría a demasiada altura y obstruiría el corredor, el único acceso que conocían para llegar hasta el demonio Dáctilo. Sin dudarlo, el monje avanzó resueltamente y se acercó al muro frontal de obsidiana; y su escudo mágico avanzó también, venciendo el calor del demonio.
Al ver el espectáculo y constatar que su amigo había superado el ataque del Dáctilo, los otros tres no tardaron en reunirse con él; Elbryan, con Ala de Halcón en la mano, se puso junto al monje. Avelyn acabó de detener por completo el río de lava y, al doblar el recodo, el demonio Dáctilo apareció ante su vista.
Elbryan alzó su arco y disparó. El Dáctilo, obviamente sorprendido al ver a sus enemigos, recibió un impacto frontal en el pecho, entre los dos brazos.
Los ojos de Bestesbulzibar llamearon; el demonio abrió su ancha boca y vomitó un chorro de magma hacia el grupo y, aunque el escudo de crisolito neutralizó el calor, la tremenda fuerza de aquel vómito, convertido en una especie de proyectil, estrelló a Avelyn y a Elbryan contra la pared. El guardabosque reaccionó con rapidez y, soltando un gruñido, lanzó una segunda flecha, que también dio en el blanco.
El Dáctilo aulló, más de rabia que de dolor, pues las flechas de Elbryan no eran más que una pequeña incomodidad para la terrorífica criatura.
No obstante, Avelyn podía causar mayores problemas.
Los brazos del demonio se proyectaron hacia adelante y de sus dedos extendidos emergieron zarcillos negros de crepitante electricidad que se trabaron a la pared y se desplazaron a lo largo del pasadizo; sus descargas produjeron calambres y chamusquinas a Avelyn y a Elbryan y a Pony y a Bradwarden, que acababan de doblar el recodo en pos de sus amigos. Avelyn no tenía ninguna réplica preparada, y la magia del demonio los atrapó a él y a Elbryan con su chispeante agarro durante un largo y doloroso momento; luego, ambos fueron lanzados hacia atrás hasta chocar violentamente contra el muro. Con los vestidos humeando, la pareja optó por una rápida retirada; empujaron a Pony y Bradwarden hacia atrás, por donde habían llegado, y doblaron el recodo.
Avelyn examinó desesperadamente su repertorio de magia, pero fue Pony quien atacó; se concentró intensamente en la barra de grafito y provocó la descarga de un rayo que rebotó en el muro, dobló perfectamente el recodo y alcanzó al demonio; la puntería fue buena a juzgar por el aullido que llegó hasta ellos, pero a aquel aullido siguió inmediatamente una segunda descarga negra y crepitante, que golpeó con un tronido a Pony y Avelyn y los lanzó violentamente al suelo; y lo mismo habría hecho con Elbryan si no se hubiera agarrado al robusto centauro.
—¡A correr! —gritó Bradwarden.
—¡Cógelo! —gritó Pony al monje, al tiempo que le lanzaba el grafito, pues sabía que él podría sacarle mayor partido.
—¡Pues yo digo que sigamos! —corrigió Avelyn al centauro, al tiempo que atrapaba al vuelo la piedra y ayudaba a Pony a ponerse en pie. Reflexionó un instante, considerando el hecho de que tenía en sus manos un montón de piedras pero ninguna de ellas era la que deseaba en aquella ocasión. Entregó rápidamente a Pony dos piedras, la malaquita y el luminoso diamante, y luego se precipitó hacia el recodo una vez más.
—¡La oscuridad está frente a nosotros, así que adelante, os digo! —gritó, al tiempo que metía la mano en el zurrón y sacaba otra gema, una piedra que había utilizado para rechazar la magia inspirada por el Dáctilo, en una lucha anterior con un general powri.
Avelyn controló la energía de la piedra solar y construyó un muro ante él, le dio forma y lo impelió hacia adelante; se tranquilizó un tanto al ver que Pony, situada detrás de él, mantenía el diamante con un brillo resplandeciente.
El Dáctilo lanzó otra tremenda descarga mientras Avelyn doblaba el recodo, pero la crepitante magia se quedó en nada al entrar en la zona protegida.
—¡Vaya, vaya! —rugió Avelyn, y todos sus amigos avanzaron dispuestos a atacar.
Bestesbulzibar estaba confuso; no había visto semejante despliegue para contrarrestar su magia en sus milenios de vida. Concentró su mirada en Avelyn, en la gema que el monje mantenía apretada en su mano extendida, y, haciendo caso omiso del ataque, ajeno por completo a la siguiente flecha que volaba hacia él, el Dáctilo reunió toda su energía mágica.
Apenas estaban a diez metros de distancia.
A siete metros... otra flecha zumbó y se desvió al chocar con el antebrazo de dureza ósea del Dáctilo.
A tres metros y medio, Avelyn rugía salvajemente; el guardabosque se colgó el arco del hombro y empuñó la espada con energía: ¡una espada élfica!
El chillido del Dáctilo resonó a través del laberinto de túneles de Aída, ensordeció a los cuatro amigos y los obligó a taparse los oídos. El demonio reconoció el poder de la hoja de silverel de Elbryan y, dado que no quería vérselas con un arma forjada por los elfos —¡Dinoniel había empuñado una de aquellas armas!—, descargó una corriente de su más pura fuerza mágica, una línea verde de fulminante y zumbante energía dirigida directamente a Avelyn, a la mano extendida del monje.
El rayo se detuvo justo delante del monje y, mientras las crepitantes chispas volaban por doquier, mantuvo a Avelyn en su sitio y forzó a Elbryan a frenar su avance y a protegerse los ojos.
Avelyn gritó; el Dáctilo volvió a aullar lanzando toda su fuerza mágica, hasta el último gramo, tras aquel rayo.
La línea verde rodeó la mano de Avelyn mientras la piedra solar brillaba intensamente; durante un largo momento lucharon el coraje del monje y los poderes infernales del demonio.
La piedra solar absorbió la energía del Dáctilo y arrebató el rayo de la mano del demonio. Pero poco duró la expresión de alegría y de victoria de Avelyn, pues la piedra no podía contener tanta energía y la expulsó por los aires, donde se dispersó en forma de humo verde; la brutal fuerza de la descarga impulsó a Elbryan y a Avelyn hacia atrás, hasta chocar con Pony y Bradwarden, mientras el humo verde llenaba el corredor.
Nadie del grupo resultó herido, pero la pasajera distracción proporcionó al frustrado Dáctilo tiempo suficiente para retirarse.
—¡Vaya, vaya! —bramó Avelyn cuando vio a la criatura medio corriendo, medio volando corredor abajo; y el enfurecido monje fue el primero en salir en su persecución.
Elbryan se irguió apresuradamente y salió corriendo en pos del monje; la mujer lo siguió y tras ella el corpulento Bradwarden.
Pasaron a toda velocidad ante varios pasadizos laterales y viraron varias veces corredor adelante. Avelyn iba a la cabeza con singular audacia, tratando de no perder la pista del demonio y manteniéndose alerta por si la criatura estuviera esperándolo detrás de algún recodo.
Subieron algunos peldaños, bajaron raudos y con gran estrépito por una pendiente larga y estrecha y, al llegar por fin a un corredor largo y recto, vieron al demonio. Elbryan trató con gran empeño de adelantar a su amigo monje a fin de encabezar la marcha y reducir la distancia que lo separaba del monstruo. Pero Avelyn estaba demasiado concentrado para advertir el intento de su compañero y para considerar siquiera la posibilidad de facilitarle el paso.
El monje trataba frenéticamente de invocar otra vez la magia de la piedra solar. Y, si no podía conseguirlo, ¡estaba dispuesto a alcanzar al Dáctilo, a atacar a aquel ser maligno y a golpearlo sólo con sus manos si era preciso!
Más adelante, el corredor se ensanchó, como la parte superior de un reloj de arena, y terminó en un muro que sólo interrumpía una amplia arcada por la que se precipitó el demonio Dáctilo. Al otro lado de aquella entrada, Avelyn vio una enorme sala, reforzada con columnas e iluminada por el flujo anaranjado de la lava fundida.
Supo que era la sala del trono, el mismísimo corazón del poder del demonio. Aquella constatación sólo sirvió para espolear aun más su furia; Avelyn inclinó la cabeza y corrió velozmente, al tiempo que lanzaba su habitual grito de «¡Vaya, vaya!». Cruzó a toda velocidad la arcada sin pensar que pudiera haber una trampa; Elbryan aflojó prudentemente un poco la marcha, pero aun así lo siguió tan sólo dos zancadas atrás.
El Dáctilo, en su trono de obsidiana, estaba preparado para combatirlos. Cuando Avelyn entró en la sala, fue golpeado con una fuerza brutal producida por la magia demoníaca: una imponente ráfaga de viento que lo detuvo en seco y que arrojó contra él las enormes hojas de la puerta de bronce.
También Elbryan sintió aquel viento y, viendo que las hojas de la puerta se cerraban, gritó y se precipitó hacia adelante, con el brazo extendido empuñando a Tempestad.
Las hojas se cerraron, rozando a Avelyn y haciéndolo girar, y con un terrible portazo oprimieron el antebrazo de Elbryan, aplastándole los huesos y desgarrándole la carne. Tempestad cayó al suelo; las hojas seguían presionando, amenazando con arrancar el brazo del guardabosque.
Bradwarden apartó a Pony a un lado y se lanzó como un rayo contra la puerta, pero el gran peso del centauro y su enorme fuerza sólo pudieron entreabrirlas ligeramente, lo justo para que Elbryan pudiera sacar el brazo y desplomarse, medio inconsciente, en el corredor. Bradwarden lo cogió y retrocedió con él a toda prisa, mientras la puerta de bronce se cerraba violentamente y dejaba a Avelyn solo en la sala del trono frente a Bestesbulzibar.
O así lo creía el monje. Bestesbulzibar seguía concentrado en la puerta, utilizando su magia para mantenerla cerrada ante los insistentes empujones del tenaz Bradwarden. Pero enseguida se evidenció el siguiente ardid del demonio: un sonido rechinante inundó la sala y las macizas columnas de piedra empezaron a torcerse y a desplazarse.
Aprovechando la ocasión, Avelyn se apresuró a coger a Tempestad, aunque no era un espadachín. Sintió la energía de la gema del arma; no obstante, creyó que se trataba simplemente de un poder mágico que fortalecía y robustecía la espada pero que él no podría utilizar para nada más.
Las dos columnas más cercanas extendieron sus pétreos brazos, rompieron la inanimada piedra que sostenía firmemente sus piernas y salieron al paso del monje. Con un aullido, Avelyn brincó hacia un lado, empuñando la insignificante espada en actitud defensiva. Pero las dos enormes criaturas no iban en su busca, sino hacia la puerta de bronce.
Avelyn contuvo la respiración, pensando que los pétreos gigantes derribarían la puerta sobre sus amigos. Para su alivio no lo hicieron sino que se dejaron caer sobre la puerta de metal y con su enorme masa impidieron cualquier posibilidad de entrada. El hecho de que el instigador de tales maniobras apartara del combate a aquellos dos gigantes de obsidiana no sirvió de consuelo a Avelyn, pues aún quedaban otros dieciocho gigantes de piedra negra; en aquel momento todos ellos echaron a andar, y, con la puerta así atrancada, el Dáctilo estaba en disposición de enfrentarse sin interferencias al intruso.
El demonio miró perversamente al monje desde su trono de obsidiana.
—Destruidlo —ordenó Bestesbulzibar, y los monstruos de piedra se dirigieron hacia Avelyn, excepto los dos que vigilaban la puerta.
Avelyn estudió con sumo cuidado su avance; no se movían con rapidez, y el monje calculó que, por lo menos durante un tiempo, podría mantenerse a cierta distancia. Decidió hacerlo así, y lanzar contra Bestesbulzibar toda la magia que fuera capaz de invocar; pero, para su sorpresa, el demonio no se quedó sentado en el trono sino que saltó hacia un lado del estrado, se tiró de cabeza al flujo de lava, y desapareció a través del suelo.
Avelyn soltó un gruñido de frustración y consideró la posibilidad de utilizar el escudo de crisolito para atrapar a Bestesbulzibar. Vio entonces que tenía problemas mucho más acuciantes, pues dos macizas columnas avanzaban amenazadoramente hacia él. Pensó en utilizar la piedra solar para contrarrestar la magia y deshacer el hechizo de la obsidiana, pero tuvo miedo de que la piedra no hubiera tenido tiempo de recuperarse del desgaste sufrido en el corredor. Sacó, pues, el grafito y provocó la tremenda explosión de una descarga eléctrica, un atronador rayo bífido que chocó con ambas columnas y las hizo retroceder un paso, a la vez que las agrietaba de arriba abajo en toda la longitud de sus fustes.
Avelyn se precipitó entre los dos gigantes evitando con facilidad sus torpes intentos de agarrarlo; mientras pasaba, asestó con Tempestad golpes a diestro y siniestro, por precaución; la espada cortó una buena tajada de piedra de la parte posterior de la pierna de un gigante. Pero aquel golpe certero apenas le sirvió de consuelo al monje, pues, a juzgar por la magnitud del daño producido, se dio cuenta de que tendría que propinarle como mínimo cien golpes parecidos para acabar con él, y probablemente unos veinte en el mismo sitio de la pierna para conseguir derribarlo.
Así que aquello se convirtió en un juego del gato y el ratón, en el que Avelyn era el ratón. Corrió de un lado a otro por la inmensa sala, encendió una bola de fuego y, como resultó ineficaz, volvió a sacar el grafito, se sumergió en su magia una y otra vez y la utilizó contra los gigantes para resquebrajar la negra piedra.
Después de unos minutos, el monje, sorprendentemente, había derribado a tres enormes criaturas, que habían quedado reducidas a un enorme montón de cascotes; pero Avelyn se dio cuenta de que no podría mantener aquel ritmo pues sus energías mágicas se estaban agotando por momentos.
Entonces adoptó una táctica distinta y, dirigiéndose hacia el estrado, subió a toda prisa los peldaños. No le resultó difícil la retirada, pues los gigantes eran incapaces de gobernar sus enormes cuerpos para perseguirlo.
Luego Avelyn concentró toda su energía en el par de monstruos que obstruían la puerta, con la intención de franquear el paso a sus amigos.
Pero sus amigos hacía tiempo que se habían ido, aunque él no lo sabía.
Elbryan estaba casi inconsciente, mientras Pony lo sostenía y le mantenía el brazo herido separado del cuerpo, tratando de conseguir la máxima inmovilidad. Al menor movimiento, el guardabosque se veía asaltado por oleadas de dolor, se le revolvía el estómago y se le nublaba la vista. Vio a Bradwarden, golpeando la puerta con insistencia y tenacidad, sin conseguir siquiera entreabrirla, y se sintió impotente. Después de haber recorrido un camino tan largo, había fracasado. ¡Fracasado!
Reuniendo hasta la última migaja de la energía que le quedaba, se las arregló para soltarse de Pony y dar un par de tambaleantes pasos hacia Bradwarden con la intención de ayudarlo a abrir la puerta.
—¡Golpéala con la descarga de uno de tus rayos! —sugirió el centauro a Pony.
—Le he dado la piedra a Avelyn —replicó ella, mientras levantaba las manos y mostraba sólo el reluciente diamante.
Aquello pareció desalentar al centauro.
—Entonces, todo queda entre Avelyn y el demonio —dijo Bradwarden—, tal como el monje sabía que tenía que ser.
Elbryan se desmayó y se cayó al suelo; sus amigos acudieron presurosamente a su lado, y Pony le sostuvo la cabeza.
—Deberías darle esto —propuso el Bradwarden, indicando la venda roja.
Pony lo consideró durante breves instantes; pero, cuando retiró un poco el vendaje, se dio cuenta de que la espectacular herida de Bradwarden no estaba curada ni mucho menos, y de que se volvería a abrir otra vez si le quitaba la venda. La herida del brazo de Elbryan era muy dolorosa, pero su vida no corría peligro, y Pony conocía a su amor lo suficiente para saber cuánto se enojaría si ella arriesgaba la vida del centauro para aliviarle el dolor.
La mujer sacudió la cabeza y miró de nuevo a Elbryan.
—Pasadizos laterales —murmuró el guardabosque.
Pony se volvió hacia Bradwarden, el cual echó otro vistazo hacia la gran puerta de bronce sin ninguna esperanza.
—No se me ocurre nada mejor —asintió el centauro; así que los tres se pusieron en marcha. Elbryan se apoyaba en Pony, y Bradwarden encabezaba el grupo. Descendieron por los túneles, subieron la pendiente y bajaron los peldaños, siempre en busca de un pasadizo lateral que pudiera conducirlos a la sala del trono por otra entrada.
Sus esperanzas se acrecentaron poco después al escuchar una voz —la voz de Avelyn— que maldecía al demonio y luego gritaba de dolor. Echaron a correr a toda velocidad; el hecho de que su amigo estuviera en peligro infundió tanta fuerza a Elbryan que se soltó de Pony para avanzar solo y, aunque tropezaba a menudo, con la ayuda de Ala de Halcón a guisa de muleta consiguió ir más rápido que apoyado en la mujer.
Bajaron por el siguiente pasadizo lateral, estrecho y serpenteante; seguían oyendo la voz, y eso los espoleaba a proseguir.
Al doblar un recodo advirtieron su error, pues no fue la sala del trono lo que surgió ante ellos ni tampoco Avelyn, sino el demonio Dáctilo, que, erguido en medio de un amplio ensanchamiento del corredor, los miraba perversamente.
—Bienvenidos —dijo la bestia con una voz que parecía la de Avelyn.
Pony miró desesperada el diamante y se preguntó si podría aumentar su luz hasta conseguir un resplandor que aquella criatura de las tinieblas no pudiera soportar. El método de Bradwarden fue, no obstante, más expeditivo; el centauro se lanzó a la carga en línea recta, cantando a voz en grito. Elbryan trató de seguirlo, pero no tenía la menor posibilidad de lograrlo.
Con una carcajada, la bestia levantó los brazos invocando su magia infernal. Pony gritó al pensar que iba a destruirlos a los tres.
Bestesbulzibar no dirigió el ataque hacia ellos sino hacia el suelo bajo sus pies: un estallido de energía hizo añicos la piedra y el suelo del corredor se hundió.
El demonio soltó una risa aguda y, considerando el trabajo acabado, desapareció.
Y así parecía, pues las piedras y los tres amigos se precipitaron en una prolongada caída —treinta metros, más, sesenta— hacia un suelo erizado de estalagmitas.
El demonio apareció veloz por el agujero del suelo junto al estrado y atravesó rápidamente el río de lava, arrojando piedras incandescentes por doquier. Se elevó sobre el suelo y luego descendió para aterrizar pesadamente sobre sus musculosas piernas.
El monje no perdió la concentración, aunque el demonio Dáctilo, la oscuridad del mundo, estaba sólo a unas pocas zancadas de distancia. Avelyn gruñó y se sumergió profundamente en la piedra, tomó todo el poder que el grafito podía proporcionarle y lo proyectó en forma de tres rápidas explosiones contra la pareja de gigantes pétreos que guardaban la puerta.
Explotaron transformados en cascotes: el camino estaba despejado para los amigos de Avelyn; el único problema era que éstos no se veían por ningún lado.
—¡Buen trabajo! —lo felicitó Bestesbulzibar aplaudiendo—. Pero, ¿para qué?
—¡Pájaro de la Noche! —gritó Avelyn; el monje pensó correr hacia la puerta, pero había demasiadas columnas vivientes agrupadas alrededor del estrado esperando a que bajara.
Avelyn gritó de nuevo, pero la carcajada del Dáctilo ahogó su voz.
—No pueden oírte, estúpido —le explicó Bestesbulzibar—. ¡Ya están muertos!
Aquellas palabras casi paralizaron a Avelyn y le desgarraron el corazón. Sus labios se movieron para negarlo, pero supuso que Bestesbulzibar no le mentiría; dado el horrible poder del demonio, no tenía necesidad alguna de hacerlo.
Aquello lo dejaba a él solo frente al diablo; solos los dos, a cinco pasos de distancia. De repente, Avelyn se sobrepuso al dolor y al miedo. Había llegado hasta Aida, hasta aquella sala, para luchar con Bestesbulzibar, para oponer su Dios al infernal poder del demonio. Y ahora se encontraba en la mejor situación que racionalmente cabía esperar. Si ganaba, sus amigos, todos ellos, no habrían muerto en vano.
Aquel pensamiento serenó y calmó los nervios del monje. Repasó mentalmente las piedras que poseía y se preguntó cuál sería la más efectiva contra la bestia; decidió utilizar la que tenía en la mano, el grafito.
—¡Bestia perversa! —tronó Avelyn, y su voz resonó en toda la sala—. ¡Yo te maldigo!
Extendió el brazo y provocó la tremenda descarga de un rayo azul y crepitante, un destello cegador que alcanzó de lleno el pecho de Bestesbulzibar y lo hizo retroceder un par de pasos hacia atrás.
—Eres poderoso, Avelyn Desbris —gruñó el diablo, mientras todo su cuerpo se estremecía a causa de las continuas descargas eléctricas. El demonio desplegó sus anchas alas negras y alargó su brazo de aspecto humano con la garra extendida hacia el flujo de lava, para absorber el poder y canalizarlo.
Luego apretó estrechamente los brazos sobre el pecho, justo en el lugar donde el rayo de Avelyn incidía con más fuerza, y las manos provistas de garras de Bestesbulzibar dispararon rojas crepitaciones para contrarrestar el rayo azul de Avelyn; una aparatosa lluvia se derivó del choque de ambas descargas.
Avelyn emitió un sordo gruñido e invocó a Dios para pedirle más energía, y la canalizó con tanta pureza como jamás en Corona lo había logrado un instrumento del poder de Dios. Y aquella energía hizo tambalear a Bestesbulzibar, casi lo derribó.
Casi... pues Bestesbulzibar no era un instrumento de poder sino una fuente de poder: sus rayos rojos resistieron de forma terrorífica, agarraron los extremos del rayo de Avelyn y lo obligaron a retroceder hacia el monje; cubrieron la mitad de la distancia entre ellos dos y siguieron avanzando. Avelyn cerró los ojos y emitió un sonoro gruñido, mientras concentraba toda la fuerza interior que le restaba en el rayo azul, que con aquella nueva energía se recuperó y se dirigió otra vez hacia el demonio.
Pero entonces el rayo rojo se reforzó y volvió a empujar al azul, impulsando el crepitante punto de unión de forma inexorable hacia Avelyn. El monje abrió los ojos desorbitadamente, esforzándose, esforzándose; pero entonces supo que no sería suficiente.
El diabólico rayo rojo se iba acercando más y más.
No era probable en absoluto que Pony fuera capaz de hacerlo; ni el adiestramiento de Avelyn ni sus propias experiencias con las piedras permitían suponer que conseguiría invocar tanta energía. Pero pudo lograrlo nada menos que por puro terror, puro instinto y una abnegación rayana en la temeridad.
Pony cogió la malaquita, extendió el brazo que la sostenía y de algún modo proyectó su magia, no sólo hacia Elbryan, que estaba junto a ella, sino también hasta Bradwarden, el cual se encontraba a considerable distancia de la pareja. Los tres, que caían con el suelo hundido del corredor, de repente se encontraron flotando suavemente, bajando como podría hacerlo una pluma, de modo que les costó muy poco esfuerzo apartarse de los dientes de las estalagmitas cuando llegaron al nivel inferior.
—Soy incapaz de entender cómo lo has hecho, muchacha —la felicitó un visiblemente desconcertado Bradwarden—, pero desde luego me alegro de que lo hicieras.
No obstante, a pesar de su alegría, a pesar de la gratitud del centauro hacia Pony, los tres se dieron cuenta de que se encontraban en una precaria situación. Pony sabía que podía sumergirse en el interior de la malaquita una vez más y devenir casi ingrávida, pero las posibilidades de conseguir que alguno pudiera subir de nuevo hasta el reborde roto parecían remotas, pues no disponían de ninguna cuerda para colgar de semejante altura.
—Tan bueno es un camino como otro —se apresuró a afirmar el centauro, al tiempo que señalaba hacia un túnel que partía de la cámara llena de estalagmitas y serpenteaba por los túneles más profundos de Aida.
Por allí se fueron; Pony aferraba el luminoso diamante y sostenía con firmeza al pobre Elbryan, mientras Bradwarden, porra en mano, abría la marcha. Para su desencanto, aquel complejo túnel resultó ser no menos laberíntico que los pasadizos superiores, y la mayor parte de los corredores parecían ir aún más hacia abajo en lugar de subir.
—Tan bueno es un camino como otro —seguía repitiendo Bradwarden, pero a sus compañeros les pareció que el centauro trataba sobre todo de convencerse a sí mismo.
Avelyn no pudo mantenerlo a raya. El rayo rojo del demonio lo golpeó con la fuerza del puñetazo de un gigante y lo lanzó a un extremo del elevado estrado. Una de las enormes criaturas de piedra llegó hasta allí casi de inmediato, se inclinó sobre el desvalido monje y con su enorme mano se dispuso a golpearlo hasta aplastarlo por completo.
El monje gritó, pensando que estaba perdido definitivamente, que había fracasado y que la misión había terminado.
Pero la enorme criatura pétrea crujió y se retorció, movió el brazo hacia atrás, contra su macizo pecho, y juntó las piernas; en breves segundos, se convirtió de nuevo en una simple columna que se ladeó y empezó a caer.
Avelyn la esquivó echándose a rodar, mientras la inanimada piedra se derrumbaba con estrépito.
—¡Es mío! —chilló el Dáctilo a la enorme criatura impertinente, al gigante convertido en columna que había estado a punto de robarle la presa más codiciada.
Las demás columnas se retiraron hacia la puerta, con lo cual disuadieron a Avelyn de cualquier idea de escapar.
Con enorme obstinación, el monje se puso de rodillas y luego logró ponerse en pie ante el monstruo. El Dáctilo avanzó imponente, mostrando respeto pero no temor por Avelyn.
Quizá no sería una batalla de poderes mágicos, pensó de repente el monje. Al fin y al cabo tenía la espada de Elbryan, la más poderosa de las armas. Quizá tenía que ser una prueba cuerpo a cuerpo, una lucha de fuerza física.
Con un rápido movimiento, Avelyn levantó a Tempestad y, lanzándose contra su enemigo, le propinó un violento espadazo.
Falló, pues el astuto Dáctilo se apartó hacia un lado con agilidad y contraatacó batiendo sus curtidas alas; el impetuoso Avelyn recibió un golpe en el hombro que lo lanzó de bruces al extremo opuesto del estrado.
—No eres un espadachín —observó el diablo, y Avelyn no pudo menos que admitirlo. Sin embargo, inasequible al desaliento, el monje se incorporó y avanzó hacia el monstruo, esta vez con más cautela, manejando a Tempestad con cortos y controlados ataques.
Bestesbulzibar empezó a describir lentamente un círculo en torno a Avelyn, hacia su derecha.
Con la mano libre, Avelyn le arrojó un puñado de cristales de crisolito que provocaron pequeñas explosiones en plena cara del demonio. Creyendo disponer así de una oportunidad, el monje se lanzó al ataque.
En un abrir y cerrar de ojos del sorprendido monje, el Dáctilo desapareció en una nube de humo. Avelyn se detuvo en seco, comprendió su comprometida posición y se dio la vuelta bruscamente.
El demonio, que estaba detrás de él, lo golpeó de nuevo con sus alas y lo arrojó al suelo sin darle tiempo a que lo alcanzara con la espada.
Avelyn se apresuró a levantarse otra vez y avanzó dando traspiés hacia la parte posterior de la elevada plataforma.
Desternillándose de risa, Bestesbulzibar se le acercó y lo acorraló contra la pared, impidiéndole la única escapatoria posible.
Avelyn no sabía qué hacer y era incapaz de forjar un plan. Dio un paso hacia adelante y blandió a Tempestad con golpes cortos para mantener al diablo a raya y ganar tiempo, aunque sin esperanza alguna de vencerlo.
Sin embargo, la paciencia del demonio se había acabado, y Bestesbulzibar se precipitó hacia adelante en un repentino y tremebundo ataque.
Tempestad arremetió con un rápido movimiento dirigido al corazón del Dáctilo; pero, a pesar de su entrenamiento en los años de Saint Mere Abelle, Avelyn no era Terranen Dinoniel, y el Dáctilo recibió un golpe de escasa importancia, desvió el desmañado ataque con un antebrazo y se apresuró a contraatacar.
Siempre dispuesto a improvisar, Avelyn lanzó un contundente puñetazo con su mano libre que fue a estrellarse contra el poderoso pecho de la bestia.
Antes de que el monje pudiera felicitarse, notó cómo la mano libre del Dáctilo le atenazaba la garganta y lo levantaba del suelo. Avelyn intentó un golpe con Tempestad, pero el demonio conocía el poder de la espada del guardabosque y no iba a permitírselo.
—Estúpido —tronó Bestesbulzibar, mientras le oprimía la garganta con más fuerza.
Avelyn creyó que iba a estallarle la cabeza.
—¿Creíste que podías herirme? ¿Herirme a mí, herir a Bestesbulzibar, que ha vivido durante siglos, durante milenios? ¡Todos los días destruyo criaturas que valen diez veces más que tú!
—¡Reniego de ti! —masculló Avelyn.
—¿Reniegas de mí? —repitió el demonio—. Dime que soy bello.
Avelyn miró con incredulidad la angulosa cara del demonio, los ojos ardientes, los caninos blancos y afilados. Había algo en Bestesbulzibar, el brillo de su piel, la firmeza de sus duros rasgos, que impresionaba profundamente a Avelyn por su evidente belleza. El monje sintió la desbordante premura de hacer lo que el demonio le pedía, de admitir la belleza de Bestesbulzibar.
Pero Avelyn vio la falacia, la tentación, el objeto de aquello. Clavó su mirada en los ojos de Bestesbulzibar.
—Reniego de ti —dijo con voz serena.
El Dáctilo empujó a Avelyn a través del estrado hasta hacerlo chocar bruscamente contra el muro posterior.
El monje se desplomó, se le nubló la visión y en su nuca estallaron punzantes explosiones. Trató de incorporarse, pero se volvió a caer y empezó a perder de vista la sala.
Intentó coger la piedra solar, con la esperanza de neutralizar la magia en aquella zona tal como había hecho en el vestíbulo. ¿Pero de qué serviría? Comprendió lo absurdo de sus atolondrados pensamientos, pues Bestesbulzibar no necesitaba poder mágico alguno para destruirlo.
El Dáctilo se le acercaba, se cernía sobre él.
Avelyn se desvaneció, y sus pensamientos volaron hacia el pasado, hacia los momentos gloriosos de su vida, hacia Pimaninicuit, el lugar donde se había sentido más cerca de Dios. Vio de nuevo la isla cuando había comenzado la lluvia sagrada, vio al hermano Thagraine, al desgraciado Thagraine, corriendo desesperadamente para llegar hasta la cueva, hasta Avelyn.
Entonces lo vio caer muerto, y se vio a sí mismo corriendo hacia él, vio su propio horror, que no tardó en transformarse en curiosidad...
Avelyn rebuscó en su segundo zurrón y sacó el enorme cristal de amatista, la piedra misteriosa que zumbaba con energía mágica.
El Dáctilo vaciló al ver el brillo de la piedra rebosante de poder mágico.
—¿Qué es eso? —preguntó.
A decir verdad, Avelyn Desbris no conocía la respuesta a aquella pregunta. Gimiendo a cada movimiento, venció el dolor y, doblando las piernas, se apoyó en el muro y fue impulsándose hacia arriba hasta quedar en pie ante el diablo.
El Dáctilo gruñó y se le abalanzó.
Avelyn, siguiendo una intuición que sólo podía esperar que proviniese de Dios, lanzó la piedra al aire; entonces tanto él como el Dáctilo se quedaron vacilantes, sorprendidos, pues el pesado cristal no cayó al suelo sino que se quedó flotando.
De nuevo, sin ninguna razón lógica para tal movimiento, Avelyn entró en acción: agarró a Tempestad con ambas manos y la hizo girar con fiereza mientras Bestesbulzibar trataba de alcanzar la tentadora piedra.
La temible Tempestad chocó de lleno contra el cristal, que se hizo añicos y quedó reducido a polvo, a miles de partículas.
El demonio miró atónito la nube de polvo, y luego a Avelyn, como para preguntarle lo que había hecho; tampoco esta vez Avelyn conocía la respuesta.
Desde el interior de la nube de polvo salió un ruido grave y zumbante, casi un gruñido; y, como una onda en un estanque, surgió un anillo púrpura que envolvió a Avelyn y al Dáctilo y se propagó por toda la sala rebotando una y otra vez en la piedra y cruzando su propia trayectoria.
Surgieron más anillos que se propagaron, zumbaron, crecieron.
—¿Qué has hecho? —preguntó Bestesbulzibar.
Avelyn, cuya cabeza parecía de nuevo a punto de estallar, apretó desesperadamente la piedra solar, aunque creía que de nada iba a servir frente aquella creciente energía.
Aquel siniestro gruñido aumentó diez, cien veces, y ensordeció a Avelyn, de modo que dejó de oír los chillidos del Dáctilo. El demonio miraba atónito las columnas de piedra, que se pulverizaban como si las profundas vibraciones hubiesen hecho añicos la obsidiana.
Bestesbulzibar se volvió hacia Avelyn con una mirada asesina en sus llameantes ojos.
El estrado se tambaleó; en el suelo se abrió una gran grieta y surgió un silbante chorro de vapor.
—¡Estúpido! —chilló salvajemente el Dáctilo—. ¡Estúpido! ¿Qué has hecho?
—No he sido yo —contestó Avelyn sin aliento, aunque sabía que el demonio no podía oírlo—. No he sido yo. —El monje comprendió entonces que había llegado su hora y lo aceptó de buen grado.
Colgó en la hoja de Tempestad el zurrón con las piedras, todas salvo la piedra solar que seguía apretando firmemente. Se fijó en la piedra de la empuñadura de Tempestad, y cayó en la cuenta de que era una especie de piedra solar, una gema accesible. Sin embargo, era demasiado tarde para él, de modo que agarró la espada por la mitad, y la levantó por encima de su cabeza.
La pared izquierda de la sala del trono se desmoronó; los ríos de lava crecieron y esparcieron la lava fundida por toda la sala.
El Dáctilo chilló y lanzó un rayo negro hacia Avelyn, pero el monje estaba protegido por el escudo de piedra solar y el poder mágico se esfumó antes de alcanzarlo.
Bestesbulzibar dio un salto y recorrió volando la habitación en busca de algún lugar por donde escapar. Al no encontrar ninguno, se dirigió hacia Avelyn con la intención de castigarlo, de descuartizarlo y darle muerte.
Pero entonces empezó a caer, pues el rugido retumbante y ensordecedor lo aturdió a medio vuelo, lo privó de concentración y le robó la energía. Bestesbulzibar se arrastró por el estrado hacia uno de los ríos de lava, alejándose de Avelyn, que se erguía resplandeciente, rezando.
Cientos y cientos de anillos púrpura convergieron en el centro de la sala.
Aida, la mismísima montaña de Aida, explotó.
Mucho más abajo, en el interior del túnel, la explosión lanzó por los aires a los tres amigos, incluso al pesado Bradwarden. Elbryan, con el brazo roto, se estrelló violentamente contra el muro del estrecho pasadizo; lo asaltaron profundas oleadas de dolor y, a pesar de todo el coraje y la determinación que pudo reunir, se hundió en la oscuridad.
Pony también se quedó aturdida pero no hasta el punto de no poder sostener con fuerza el diamante y mantener encendida su preciosa luz, aunque ante la repentina invasión de polvo parecía más bien un pobre candil. Volvió a ponerse en pie con gran esfuerzo mientras proseguía el estruendo, y los muros y el suelo bajo sus pies se sacudían. Como pudo, llegó hasta Elbryan, lo sostuvo y lo abrazó estrechamente pensando que, por lo menos, sería bonito morir uno en brazos del otro.
Pero entonces, después de lo que pareció más de una hora pero que en realidad sólo fueron algunos minutos, el estruendo cesó y el techo no se les vino encima.
El respiro de Pony duró sólo hasta que consiguió divisar a Bradwarden a través de la polvareda; el centauro, con mucho, se había llevado la peor parte. Estaba apuntalado contra la pared derecha del corredor, asegurándola a modo de cuña, con el torso humano muy doblado hacia atrás, los brazos completamente abiertos y los músculos en tensión para aguantar el mayor bloque de piedra imaginable, para aguantar toda la montaña...
Pony recostó a Elbryan con suavidad en el suelo y corrió hacia el centauro gritando su nombre. Sacó la malaquita mientras iba hacia él, con la intención de hacer levitar el bloque y que el centauro pudiera escapar.
Ni tan sólo pudo empezar a moverlo; el mismo Avelyn, con una pieza de malaquita diez veces más potente que aquélla, no habría conseguido mover un bloque tan enorme. Para sorpresa de Pony, Elbryan se levantó, aturdido y apenas consciente, apoyado en Ala de Halcón. Con gran esfuerzo, el magullado guardabosque introdujo en la pared el arco a modo de cuña y trató de utilizarlo como palanca para disminuir el peso que soportaba el centauro.
—Ah, muchacho, no podrás moverlo —rugió el sentenciado centauro—. ¡Me ha atrapado y me matará, no lo dudes!
Elbryan cayó hacia atrás, mareado, destrozado, sin saber qué decir.
—Bradwarden —susurró Pony desamparadamente—. Oh, amigo mío, la montaña entera habría caído sobre nosotros de no ser por tu enorme fuerza.
—Y la montaña entera no tardará en caer —replicó el centauro—. Corred hacia el exterior y hacia vuestra libertad.
La expresión horrorizada de Pony fue la única respuesta que recibió Bradwarden.
—¡Marchaos! —gritó el centauro, y el esfuerzo le costó un par de centímetros pues la enorme roca se deslizó un poco y lo dobló aún más—. Marchaos —repitió con más calma—. ¡No podéis mover esta maldita montaña! No hagáis que mi muerte carezca de sentido, amigos míos. ¡Os lo ruego, largaos!
Pony miró a Elbryan para saber qué pensaba al respecto, pero el hombre no estaba en condiciones de razonar y de nuevo se desvaneció. La mujer miró fijamente al centauro y pensó que aquélla era la más cruel de las experiencias. ¿Cómo podía abandonar a un amigo tan noble? ¿Cómo podía esperarse que ella hiciera eso?
Aun así, Pony se dio cuenta de la sinceridad del centauro, la percibió claramente en la serenidad de sus facciones. Se imaginó a ella misma en el lugar de Bradwarden y supo lo que hubiera esperado que hicieran sus amigos.
Pony se acercó al centauro, se inclinó y lo besó en la mejilla.
—Amigo mío —dijo.
—Para siempre —replicó el centauro y su voz se endureció—. Ahora corred. ¡Me lo debéis!
Pony asintió. Era lo más difícil que había tenido que hacer en su vida, pero ya no dudaba. Levantó a Elbryan pasándole un brazo por debajo del hombro y ambos se marcharon sin mirar atrás. Apenas hubieron abandonado el corredor, les llegó el ruido de otro desplazamiento de la roca, y oyeron el resignado gemido del centauro.
Pony vagó durante horas por aquellas laberínticas oscuridades, con la única guía de la luz del diamante, pero incluso el brillo de éste fue menguando a medida que se iba extinguiendo su energía. Encontró túneles obstruidos por ríos de lava, otros por espesas concentraciones de humos sulfurosos, e incluso otros que simplemente estaban cegados por una sólida pared o que terminaban en un profundo abismo imposible de franquear.
Elbryan se esforzaba para ir al paso de ella, para no ser una carga, pero tenía las piernas muy débiles y sentía un dolor demasiado intenso. Varias veces susurró a Pony que lo dejara atrás, pero ella, no estaba dispuesta a hacerlo. Entonces la chica tuvo otra idea, cogió la malaquita y proporcionó un poco de su levitadora magia al cuerpo de Elbryan, con lo que alivió sensiblemente su carga.
Y entonces, por fin, cuando la esperanza empezaba a convertirse en vacía desesperación y la energía mágica estaba a punto de convertirse en la nada más absoluta, la mujer sintió una brisa, fresca y suave, muy distinta de los remolinos calientes de lava.
Pony hizo acopio de fuerzas. El diamante estaba poco menos que agotado y no era más que una luminosa cabeza de alfiler, incapaz de dejarle ver nada en un aire tan denso. El poder de la malaquita se había consumido por completo, y Elbryan se apoyaba pesadamente contra ella. Siguió adelante dando traspiés en pos de aquella agradable brisa. Tropezó otra vez y se cayó; avanzó a gatas arrastrando a Elbryan y tropezó de nuevo. Cuando, exhausta, más allá del límite de sus fuerzas, se dejó caer de espaldas, se dio cuenta de que estaba fuera de la montaña, bajo un cielo oscurecido por el humo.
Justo antes de que Pony fuera vencida por el sueño, el cielo se abrió un poco y mostró una única y brillante estrella; después una segunda, y luego una tercera.
—Avelyn, Bradwarden y Tuntun —susurró la mujer, y la invadió un sueño misericordioso.
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Epílogo
Fue Elbryan y no Pony el primero en despertar; el cielo todavía mostraba la oscuridad previa al amanecer y el aire seguía estando denso a causa del espeso humo. El guardabosque se esforzó para recordar lo que había ocurrido; al cabo lo consiguió, y se sentó, con la cabeza inclinada, luchando con la desesperanza.
Para colmo de males, desconocía el destino de Avelyn, aunque sospechaba que el monje había muerto. ¿Y el Dáctilo? ¿La criatura había sido consumida, o había conseguido escapar antes de la explosión?
Elbryan levantó la vista ante esta idea perturbadora, y miró al cielo como si esperara que el demonio Dáctilo todavía pudiera lanzarse en picado sobre él.
Lo que vio fue un resplandor, que llegaba desde la parte superior de lo que quedaba de la montaña, una luz blanca y suave situada en lo alto del pico.
Poco después despertó Pony; el pálido amanecer estaba sólo empezando, pero el resplandor en lo alto de la montaña era ya perceptible. Sin pronunciar palabra, la maltrecha pareja recogió sus cosas e inició la marcha por los senderos de montaña, sosteniéndose el uno al otro a cada paso. Hasta que terminó de amanecer, aunque permanecía la enorme y oscurecedora nube de humo, no pudieron apreciar la absoluta devastación que había asolado la montaña y el valle que se abría a sus pies.
Ambos sabían que no quedaba allí abajo nada con vida. Era prácticamente imposible que alguien o algo hubiera logrado sobrevivir. Todos los árboles que había en las laderas de Aida se habían desplomado, sin hojas, con la mayoría de las ramas desgajadas. Troncos vacíos, grises por la ceniza, yacían por doquier en la oscuridad. Nada se movía en aquel mar gris, salvo a veces el revoloteo de la ceniza provocado por un remolino del viento. Ningún pájaro volaba; ningún sonido rompía la horripilante quietud de la devastada mañana.
Ni Elbryan ni Pony osaban hablar, sobrecogidos por aquel espectáculo. Prosiguieron su camino abriéndose paso con dificultad entre rocas derrumbadas y zonas de ceniza caliente en la que se hundían hasta las caderas, con la esperanza de encontrar alguna respuesta.
Alcanzaron la parte superior de la montaña; ante su vista se extendía una enorme y desierta meseta gris, salvo por un diminuto punto de luz. Se encaminaron hacia él; fue una penosa marcha pues tenían que avanzar dificultosamente a través de la ceniza. No pudieron distinguir de qué se trataba hasta que estuvieron muy cerca, a una docena de zancadas; entonces se quedaron atónitos.
Un brazo, el brazo de Avelyn, con un zurrón colgando, emergía de la ceniza, y agarraba con fuerza a Tempestad por la mitad de la hoja.
Elbryan echó a correr con la intención de desenterrar a su amigo de las cenizas, creyendo que, de alguna manera, Avelyn había podido sobrevivir, había podido activar algún escudo protector incluso frente a tamaña catástrofe.
Cuando llegó junto a él comprobó su locura, pues el brazo de Avelyn se alzaba de un suelo sólido recubierto de ceniza; el monje estaba ciertamente muerto, con el brazo y la mano marchitos, secos, como si el brutal calor de la explosión hubiese consumido todo el fluido de su cuerpo.
—El Dáctilo ha sido destruido —afirmó sin vacilar Pony al reunirse con Elbryan—. Avelyn lo mató.
Elbryan la miró.
—En caso contrario, este regalo que nos hace lo hubiera robado el demonio —razonó la mujer, y se inclinó para coger de aquella mano marchita la espada y el zurrón. El resplandor se desvaneció al instante, pero el brazo permaneció extendido.
Pony tendió al guardabosque Tempestad y no se sorprendió cuando, al abrir el zurrón, encontró todas las piedras de Avelyn, excepto la amatista y la piedra solar.
—Es un mensaje —expresó confiada—; nos ofrece esto como un mensaje, para decirnos que el Dáctilo ha sido derrotado.
—Un mensaje y una responsabilidad —replicó Elbryan, mientras su mirada iba de los ojos de Pony al zurrón de las gemas—. Avelyn nos ha salvado, nos ha salvado a todos, pero está pidiendo algo a cambio.
La mujer asintió y miró a su vez el valioso zurrón, símbolo de que Avelyn había delegado la responsabilidad en ella.
—Podría haber todavía otro hermano Justicia siguiendo nuestros pasos —observó Pony.
Elbryan alzó a Tempestad con el brazo sano.
—Entonces mi brazo tiene que curarse —contestó—, o tendré que aprender a luchar con el izquierdo.
De este modo, Elbryan y Pony se alejaron de la sepultura elegida por Avelyn, del último aliento de Tuntun, de la tumba de Bradwarden. Cruzaron el valle repleto de ceniza con gran dificultad y en muchas ocasiones se vieron forzados a detenerse debido a la fatiga; la falta de agua y de comida no hizo más que agravar las penosas condiciones de la marcha.
Al fin coronaron las montañas que bordeaban Barbacan y justo en la sierra encontraron de nuevo signos de vida y agua para beber. Dedicaron más de un día a descansar; cuando Pony se sintió de nuevo con fuerzas, utilizó la hematites para aliviar buena parte del dolor de Elbryan y para conseguir que sus huesos se recuperaran pronto.
Y así fue como la pareja pudo continuar su marcha a paso más ligero y descender por las laderas meridionales de Barbacan. Casi en el valle, mientras avanzaban con cautela por si había trasgos u otros monstruos, encontraron a otro amigo.
Elbryan percibió la proximidad de Sinfonía mucho antes de que el caballo apareciera ante su vista; el guardabosque no sabía cómo había llegado el semental hasta allí, pero entonces se acordó de cierta elfa, una testaruda y maliciosa elfa que nunca había aceptado órdenes.
—Tuntun —dijo Pony, descifrando el misterio.
Elbryan esbozó una sonrisa. Envainó a Tempestad, se colgó a Ala de Halcón al hombro, montó a caballo y tendió la mano a Pony.
Aquel día viajaron con comodidad, escogiendo con sumo cuidado el itinerario por el riesgo de encontrar enemigos. Por la noche acamparon en un altiplano que a ambos les pareció el lugar más fácilmente defendible de la zona. No apareció ningún monstruo, ni ninguna otra amenaza, pero la elección fue afortunada, ya que en la parte meridional del firmamento resplandecía el sagrado Halo extendiéndose hacia el horizonte como si se tratara de los brazos de Dios.
Al romper el alba, Pony y Elbryan cabalgaron velozmente por los agrestes senderos que iban hacia el sur: eran los fatigados y afligidos vencedores, los nuevos protectores de las piedras sagradas.


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