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Lo que más me gustó de los años que pasé en Andur'Blough Inninness fue el firmamento nocturno. En el crepúsculo, cuando la niebla se replegaba a los confines del bosque, el cielo cubría con un sudario el mundo conocido y encerraba las ceñudas sombras de las montañas en un suave y sutil misterio, y las estrellas resplandecían más que en ningún otro lugar del mundo. Aquella niebla mágica me llevaba —al parecer, en cuerpo y alma— hasta los cielos, lejos del mundo tangible, de modo que podía caminar entre las estrellas y sumergirme en las luces del misterio, en los secretos del universo.
En aquel bosque élfico, bajo aquel cielo élfico, conocí la libertad. Conocí la más pura contemplación, la liberación de las ataduras físicas, la comunión con el universo. Bajo aquel cielo que me planteaba tantos interrogantes me olvidaba de la muerte, pues había entrado a formar parte de lo que era eterno. Había dejado atrás la existencia temporal, había cambiado un lugar en constante transformación por un lugar de eternidad.
Un elfo puede vivir un puñado de siglos, un ser humano un puñado de décadas, pero para ambos la vida no es más que el comienzo de un viaje eterno, o quizá la continuación de un viaje que ha comenzado mucho antes de esta presente encarnación consciente. En efecto, el alma continúa mientras las estrellas continúan. Bajo aquel cielo, aprendí que esto era verdad.
Bajo aquel cielo, hablé con Dios.
Elbryan Wyndon
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10
Hecho con el material más duro
Elbryan se enrolló los pantalones sobre las rodillas —¡no estarían mucho tiempo de este modo sus gastados y harapientos pantalones!— y metió la punta del pie en el agua oscura.
Fría. Siempre estaba fría; el muchacho no sabía ni siquiera por qué se molestaba cada mañana en comprobarlo antes de meterse.
Desde algún lugar de la espesa maleza detrás de él, oyó una llamada: «¡Manos a la obra!». Las palabras no fueron pronunciadas en la lengua común de Honce el Oso, sino en la cantarina y melodiosa lengua de los elfos, una lengua que Elbryan ya empezaba a comprender.
El joven miró con dureza por encima del hombro en la dirección de la voz, aunque sabía que no vería a ninguno de los Touel'alfar. Llevaba en Andur'Blough Inninness tres meses; había visto cómo el invierno se instalaba en el país justo fuera del valle de los elfos y en unos pocos lugares dentro del valle encantado. Elbryan no sabía exactamente dónde se encontraba Andur'Blough Inninness, pero sospechaba que estaba en algún lugar de las latitudes septentrionales de Corona, más allá del límite de las Tierras Agrestes de Honce el Oso. Según sus cálculos, el solsticio de invierno había pasado, y sabía que Dundalis, o lo que quedaba del pueblo, debía de hallarse bajo más de medio metro de nieve. Se acordaba bien de los trabajos y la actividad de Dundalis en invierno, del viento racheado lanzando partículas heladas contra la cabaña, de los montones de nieve acumulada por el viento, a veces tan espesos que él y su padre tenían que agujerearlos para salir afuera.
En Andur'Blough Inninness todo era muy diferente. Algún poder mágico, probablemente el mismo hechizo que producía el cotidiano manto de niebla, convertía el invierno en una estación más templada y suave. El confín septentrional del valle estaba cubierto de nieve, pero tan sólo de unos pocos centímetros de espesor, y la pequeña charca se helaba —Elbryan había visto una vez a unos cuantos elfos bailando y jugueteando sobre el hielo—. Pero muchas de las plantas más resistentes conservaban los matices del verano, muchas flores continuaban abriéndose, y la ciénaga cubierta de carrizos, el único lugar del valle que Elbryan odiaba, no se helaba. El agua estaba muy fría, pero no mucho más de lo que estaba el primer día que le habían ordenado meterse en ella, cuando todavía era otoño.
El joven tomó aliento y metió un pie, esperó hasta que cedió el entumecimiento y luego metió el otro. Cogió su cesto, soltó una maldición cuando una de las perneras del pantalón se le mojó y echó a andar entre los carrizos; incluso acabó por encontrar agradable el lodo frío bajo los pies.
—¡Manos a la obra!
El grito casi familiar surgió de un arbusto y fue repetido por voces diferentes y en lugares diferentes, unas veces en la lengua de los elfos, otras en la de los humanos. El joven sabía que los elfos se burlaban de él. Siempre estaban burlándose, siempre riñéndolo, siempre echándole en cara sus defectos demasiados numerosos.
Dicho sea en su honor, Elbryan había aprendido a hacer caso omiso de ellos.
Al apartar una mata de carrizos, Elbryan encontró la primera piedra del día flotando cerca del fondo. La cogió y la echó al cesto; luego se dirigió hacia un montón cercano formado por una docena de piedras flotantes. Localizó las que estaban demasiado cerca de la superficie y las sumergió intentando saturar un poco más aquellos pedruscos esponjosos antes de cogerlos. Cuando las estrujara para extraerles el líquido, los elfos seguramente lo reñirían por lo poco que había conseguido.
Formaba parte del invariable ritual de todos los días.
Cuando hubo llenado el cesto, Elbryan lo acarreó hasta la orilla y cogió otro. Y así continuó toda la santa mañana, como todas las mañanas: el muchacho recorría con tiento la helada ciénaga hasta llenar diez cestos de piedras de leche.
Aquélla era la parte más llevadera del día, porque después tenía que acarrear los pesados cestos, uno por uno, durante poco menos de un kilómetro hasta el hoyo donde amontonaban las piedras. Debía darse prisa porque si perdía tiempo tenía que sufrir continuos insultos de los elfos. «Ocho kilómetros con carga, ocho kilómetros de vacío», le había dicho Belli'mar al explicarle la tarea. Irónicamente, a Elbryan el viaje cargado le parecía el más soportable, pues a menudo los elfos le tendían trampas cuando regresaba a la ciénaga. No eran trampas particularmente malévolas: sólo pretendían ponerlo en dificultades, no herirlo: un cordel para hacerlo tropezar, un poco de lodo disimulado en algún rincón para hacerlo resbalar. Cuando caía en alguna trampa, lo peor era oír las carcajadas mientras intentaba zafarse de lo que lo sujetaba, fuera un arbusto espinoso o unas hebras de seda que usaban los elfos y que —como no tardó en comprobar— podían ser tan pegajosas como la tela de una araña.
De regreso a la ciénaga para cargar el décimo cesto, lo esperaba la recompensa a las tareas de la mañana. Allí, todos los días, tomaba la comida del mediodía, aunque en los primeros tiempos era ya tarde avanzada cuando podía saborearla. Los elfos preparaban una enorme mesa en la que humeaba estofado y venado, a veces aves de caza asadas, y té muy caliente que reconfortaba al joven de pies a cabeza. Siempre preparaban comida caliente, y Elbryan no tardó en entender por qué. Los elfos disponían la comida todos los días exactamente a la misma hora; pero, si él no se daba la prisa suficiente, tolque ne'pesil siq'el palouviel, es decir, «el humo abandonaría el estofado», según lo había reprendido a menudo una elfa particularmente antipática pero de apariencia delicada, llamada Tuntun. Por eso Elbryan corría con su noveno cesto, consciente de que las piedras que le cayeran al suelo no servirían para nada aquel día. Tras dejar con sumo cuidado la cesta en el hoyo, el joven corría a toda velocidad hacia la ciénaga. Al principio tomaba la comida fría, pero poco a poco, a medida que se fue familiarizando con el terreno y sus piernas se fueron haciendo más fuertes, a medida que aprendió a localizar y por tanto evitar las diabólicas trampas de los elfos, logró comer caliente.
Aquel día, decidió Elbryan, el té le iba a quemar la lengua. Bajó el noveno cesto al hoyo de acuerdo con lo planificado, tomó aliento profundamente, aclaró sus ideas y recordó la última disposición de la carrera de obstáculos de los elfos. Sólo era la tercera vez en todas aquellas semanas que Elbryan lograba descargar el noveno cesto antes de que se sirviera la comida. En aquellas dos primeras ocasiones, el esperanzado muchacho había sido víctima de trampas élficas todavía más maliciosas. «Esta vez no», dijo con serenidad y determinación, y echó a correr.
Se manchó de barro en una curva cerrada; sin aflojar la marcha, saltó por encima de una piedra en un recodo de la pista y consiguió evitarla de un salto, para ir a caer más allá de la zona peligrosa. Con la ayuda de un rayo de sol oblicuo que se colaba por un agujero entre las ramas pobladas de hojas, atisbó una serie de casi translúcidos hilos, tendidos para que tropezara a una altura variable desde el tobillo hasta la rodilla, que cruzaban el sendero de parte a parte. Elbryan consideró la posibilidad de abandonar el sendero y meterse entre la maleza; pero se detuvo y pensó que sólo tenía que evitar aquella trampa obvia.
—Hoy no —refunfuñó Elbryan; bajó la cabeza y empezó a correr a toda velocidad. Aguzó la vista, fijando los ojos en un punto justo un paso más adelante, y siguió su camino levantando mucho los pies, para saltar por encima de los hilos.
Oyó una carcajada detrás de él mientras aceleraba la marcha, e intuyó en ella cierta dosis de admiración.
En un par de minutos, su objetivo —la ciénaga, el cesto, la comida— apareció a su vista, abajo, en el último tramo del camino. En aquel trecho, unas piedras altas alineadas a ambos lados del sendero le impedían salir de él a menos que diera un rodeo muy grande por entre la maleza.
Redujo la marcha al paso, optando por ser prudente al considerar que unos pocos segundos más no cambiarían gran cosa la calidad de la comida.
Habían cavado un hoyo —¿cómo lo habían conseguido hacer tan rápido?— y lo habían cubierto astutamente con una capa de polvo y hojas caídas, sobre un entramado de troncos. Pese al hoyo, el sendero tenía casi la misma apariencia de siempre.
Casi la misma.
Elbryan se agachó y afirmó bien los pies, con la intención de tomar velocidad y saltar la trampa. Pero se detuvo en el preciso instante en que iba a echar a correr al captar en la brisa el eco de una risita ahogada.
Una sonrisa le iluminó el rostro y agitó el dedo ante la maleza.
—Buen trabajo —los felicitó; después se acercó al borde de lo que parecía un hoyo y apartó el disimulado entramado.
Descubrió entonces que la auténtica trampa estaba unos pasos más allá del hoyo aparente. Si hubiera salvado de un salto el entramado, habría caído pesadamente en el hoyo de verdad.
Ahora le tocaba reír a Elbryan, mientras calculaba las dimensiones de la trampa; después la saltó con agilidad y se dispuso a recorrer los últimos metros del sendero que lo separaban de la comida.
—¡Esta vez me he librado! —aulló, sin que le respondieran ni risas ni sonido alguno desde la maleza—. ¡Ne leque towithel! —repitió en el idioma elfo.
Elbryan rebasó el último árbol, pensando que estaba a salvo.
Pero algo le pasó silbando debajo de la barbilla. Oyó un ruido sordo a su lado y al volverse vio medio enterrada en un árbol una de aquellas delgadísimas flechas de los elfos. Una segunda saeta, que silbó detrás, le hizo darse la vuelta de un respingo, y sólo cuando distinguió el filamento plateado que colgaba de aquella flecha comprendió lo que sucedía.
Oyó una tercera y una cuarta saeta, peligrosamente cerca.
—¡No hay derecho! —gritó el joven intentando moverse y descubriendo que aquellos pegajosos hilos se lo impedían. Miró con desesperación hacia la maleza... y hacia el estofado, a pocos metros de distancia.
Oyó silbar más flechas con hebras colgantes que iban tejiendo una red en torno a él impidiéndole llegar hasta la comida.
—¡No hay derecho! —repitió a gritos mientras la emprendía con las hebras. Consiguió romper algunas; un par de flechas se desprendieron del árbol y algunas hebras se soltaron. Pero de poco le sirvió, porque las hebras sueltas se le quedaban colgando de la ropa y lo entorpecían aun más.
Mientras se debatía silbó otra flecha, que lo alcanzó en el antebrazo. Sus protestas se transformaron en un gruñido de dolor; dejó de resistir en vano y se apretó el brazo.
—¡Cobardes! —gritó, totalmente frustrado—. ¡Parecéis trasgos! ¡Sólo un cobarde dispararía desde las ramas! ¡Sólo un cobarde descendiente de trasgos atacaría a alguien que no tuviera armas con las que defenderse!
La siguiente flecha le arañó la nuca dejándole un hilillo de sangre.
—¡Basta ya! —exclamó un vozarrón tras la maleza, una voz que Elbryan reconoció. Y, desde luego, se puso muy contento al oírla.
Por doquier surgieron protestas, risas, burlas.
—¡Basta, Tuntun! —ordenó otra vez Belli'mar Juraviel, al tiempo que salía de entre los arbustos y se acercaba a Elbryan.
Tuntun, con el arco en la mano, surgió del otro lado del camino y se apresuró a seguir a Juraviel.
—Tranquilo, amigo mío —le dijo Juraviel al pobre Elbryan, que se afanaba en vano sin lograr otra cosa que enredarse aun más—. Las hebras no se soltaran hasta que lo ordene Tuntun.
Juraviel se volvió y dirigió una mirada furibunda a la elfa, que exhaló un suspiro de resignación y murmuró entre dientes unas palabras.
Casi al instante, las hebras empezaron a desprenderse de Elbryan, con excepción de las que iban del árbol al arbusto, donde Tuntun las había atado, y las que el joven se había enrollado inadvertidamente en torno a sus miembros. Por fin, con la ayuda de Juraviel, Elbryan quedó libre y al instante se volvió hacia Tuntun; sus verdes ojos relampagueaban amenazadoramente.
La elfa lo miraba sin inmutarse, sonriendo como si tal cosa.
—¡Me gané esa comida! —rugió el joven.
—Pues ve a comerla —replicó Tuntun, al tiempo que resonaban risotadas en todos los arbustos—. No hay cuidado de que te quemes la lengua.
—Elbryan —dijo Juraviel al ver que el joven apretaba los puños.
Tuntun alzó la mano hacia el elfo, rogándole con el gesto que le permitiera a ella hacerse cargo de la situación. Juraviel sabía lo que se avecinaba y, aunque no le agradaba porque creía que era demasiado pronto, habida cuenta del entrenamiento del muchacho, en cierto modo estaba de acuerdo con que la lección podría resultar útil.
—Ardes en deseos de atacarme —se burló Tuntun.
Elbryan estaba furioso pero no podía, en conciencia, golpear a aquella diminuta criatura que pesaba la mitad que él, y que para colmo era una chica.
Tuntun levantó el arco tan rápidamente que Elbryan no pudo seguir el movimiento y disparó una flecha hacia el sendero. La flecha fue a parar a la bandeja del estofado y la volcó.
—Hoy no podrás comer nada —se limitó a decir.
Los nudillos de Elbryan se habían puesto blancos y los músculos de la mandíbula tensos. Hizo amago de dar media vuelta con la idea de pasar por alto los insultos; pero, antes de que pudiera hacerlo, Tuntun lo golpeó con el arco en la parte posterior de la cabeza.
Elbryan lanzó un amplio gancho de izquierda mientras se encaraba con la elfa. Se sentía humillado; Tuntun agachó la cabeza ante aquel predecible golpe, y le atizó dos veces muy seguidas un golpe en la parte interior de cada rodilla.
Elbryan se tambaleó pero se recompuso; Tuntun arrojó con brusquedad su arco, levantó las manos vacías y lo invitó a atacarla.
El muchacho no sabía qué hacer. El bosque estaba en silencio, totalmente silencioso, y Juraviel no hizo ningún movimiento ni le dio indicación alguna acerca de lo que tenía que hacer.
El joven se dio cuenta de que era él quien tenía que decidir, y se agachó con las manos abiertas por completo, guardando un perfecto equilibrio. Esperó largo rato, hasta que Tuntun se relajó, y entonces saltó como un gato cazador.
Sólo capturó aire, nada más, y ni siquiera advirtió que la elfa no estaba delante de él hasta que la oyó revolotear detrás, y notó una serie de agudos pinchazos en la parte posterior de la cabeza.
Se dio la vuelta, pero Tuntun se giró con él, y de este modo siguió detrás de él golpeándolo en la parte superior de la espalda. Furioso, Elbryan pudo por fin situarse de lado y dejar cierto espacio entre él y su esquiva oponente.
—¡La sangre de Mather! —dijo sarcásticamente Tuntun—. ¡Pelea como podría hacerlo cualquier humano torpón!
Juraviel quería responder que Mather se había encontrado exactamente en la misma situación durante los primeros años de aprendizaje, pero lo dejó correr. Decidió permitir que Tuntun se divirtiera aquel día; su victoria sería mucho más dulce cuando Elbryan demostrara al fin de lo que era capaz.
En el momento preciso, Elbryan se dio la vuelta, esta vez midiendo los pasos, sin dejar de mirar a la elfa. Tuntun se posó otra vez en el suelo y se balanceó lentamente, agitando las manos.
Elbryan vio una oportunidad y se lanzó al ataque: un gancho con la izquierda, un paso y un derechazo cruzado. Tenía la intención de encoger el brazo izquierdo, que había fallado, y, con un movimiento de hombros, cargar el peso sobre el derecho. Tenía la intención de hacer un montón de cosas, de continuar el golpe combinado con un bloqueo de hombro o una rápida sucesión de ganchos si se le presentaba la ocasión. Sin embargo, tan pronto como extendió el brazo izquierdo y su puño voló hacia la oscilante cabeza de Tuntun, comprendió que su oportunidad había pasado.
Tuntun se dio la vuelta para eludir el puñetazo, movió la cabeza para esquivar el derechazo de Elbryan, y con la mano derecha le agarró la muñeca y se la empujó hacia afuera, en tanto que con la izquierda le asía la parte exterior del codo. Cuando el brazo de Elbryan estuvo inmovilizado, y antes de que el joven pudiera dar un paso y defenderse, Tuntun giró la muñeca y la dirigió hacia abajo.
Elbryan no tuvo más remedio que dejarse llevar siguiendo el impulso hacia la izquierda, cayó pesadamente y fue a parar a un arbusto cercano. En su honor hay que decir que no opuso resistencia al revolcón ni intentó amortiguar la caída. Volvió a la carga y se lanzó contra las piernas de Tuntun.
La elfa se enderezó y se inclinó sobre la cabeza y los hombros del muchacho que la atacaba.
Su fuerza sorprendió a Elbryan, pues no pudo vencer la resistencia de la elfa, y se sorprendió aun más cuando Tuntun juntó las manos y las dejó caer con todas sus fuerzas sobre la zona sensible justo debajo de su omóplato derecho.
El joven sintió que las fuerzas abandonaban aquel lado de su cuerpo. Se derrumbó otra vez, apenas consciente de que la elfa se había liberado de su agarro. Notó que ella daba un brinco, oyó el revoloteo de las alas y se arrodilló lo más deprisa que pudo, consciente de su vulnerabilidad. Oyó una risita y luego sintió un estallido de dolor cuando Tuntun, que se había dado media vuelta y había aterrizado sobre un pie justo entre los tobillos del joven, le dio una patada con el otro entre los muslos y lo alcanzó en la ingle.
El muchacho se derrumbó apretándose la entrepierna y gimiendo, con la súbita sensación de que se mareaba.
—¡Tuntun! —oyó que protestaba Juraviel, y le pareció como si la voz del elfo viniera de muy lejos.
—Lucha como un humano —respondió Tuntun indignada.
—¡Es que es un humano! —le recordó Juraviel.
—Razón de más para patearlo.
Las risas que resonaron en el bosque le produjeron a Elbryan tanto dolor como la patada en la ingle. Se quedó tumbado en el suelo largo rato, con los ojos cerrados, en posición fetal.
Por fin abrió los ojos y rodó hasta donde estaba Juraviel. El elfo le tendió la mano, pero Elbryan la rechazó tozudamente.
—Aprende a resistir las pullas, amigo mío —le dijo Juraviel—. No se puede conseguir nada sin dolor.
—Lame la ensangrentada gorra —gruñó Elbryan; era un insulto corriente entre los humanos, aunque hacía referencia a los powris. Elbryan apenas sabía lo que era una «ensangrentada gorra», y por tanto para él no estaba claro el significado de la maldición.
Pero sí lo estaba para Juraviel, pues el elfo había combatido muchas veces, durante siglos, con los salvajes y malvados powris. Teniendo en cuenta el dolor y la vergüenza sufridos por el muchacho, Juraviel pasó por alto el insulto.
Elbryan se dirigió torpemente hacia la comida y recuperó lo que pudo. Después, cogió el último cesto y se dispuso a recorrer el kilómetro que lo separaba del hoyo.
Juraviel lo seguía en silencio, a discreta distancia. Deseaba sacarle el máximo partido a la lección de Tuntun, pero no estaba seguro de que Elbryan estuviera en disposición de aprender.
Mientras caminaba, llegaban hasta Elbryan de vez en cuando risitas ahogadas procedentes de las sombras del bosque. Pero el joven hacía caso omiso de ellas, ni siquiera las oía, perdido en la autocompasión y consumido por la frustración y la rabia. Se sentía solo y aislado, y pensaba que le habría ido mejor si aquellos elfos no hubieran acudido a salvarlo del fomoriano.
De regreso al hoyo, Elbryan emprendió la tarea más dura. Cogió una de las piedras empapadas y la estrujó con todas sus fuerzas sobre el hoyo. Cuando la porosa piedra hubo soltado la alimenticia agua de la ciénaga, Elbryan la dejó junto al cubo y cogió otra. Muy pronto, antes de que hubiera vaciado el primer cesto, los antebrazos le empezaron a doler por el esfuerzo.
Juraviel se acercó al depósito y metió las manos a modo de taza. Observó un momento el color del agua y luego la olió. La combinación del agua de la ciénaga y las piedras de leche, como las llamaban los elfos, producía uno de los jugos más dulces de Corona. Con él fabricaban los elfos el embriagador vino que llamaban questel ni'touel, que era conocido en el mundo entero como «pasmo»*. La connotación a ciénaga que sugería la palabra se había perdido por completo entre los humanos, que creían que el término hacía alusión al estado en que quedaba la mente tras unos sorbos del potente bebedizo. No es que muchos humanos hubieran probado el elixir, pues los elfos no comerciaban abiertamente con él. Sus contactos con el ancho mundo de los hombres eran discretos y escasos, pero los elfos lo utilizaban para obtener artículos de capricho, objetos curiosos en general y canciones de los pocos bardos humanos que se aventuraban en el valle.
—Buena cosecha la de hoy —comentó Juraviel con la esperanza de alegrar al cariacontecido joven.
Elbryan gruñó por toda respuesta. Cogió otra piedra, la sostuvo sobre el depósito y la estrujó con todas sus fuerzas con la esperanza de que el jugo exprimido salpicara a Juraviel.
Pero el elfo era demasiado rápido y cauto. No obstante, movió la cabeza, agradablemente sorprendido al calibrar cómo la fuerza del muchacho había aumentado en unas pocas semanas. Pensó en dejarlo solo, pero decidió intentar por última vez calmarlo y ayudarlo a sacar algún provecho de tan vergonzosa y dolorosa lección.
—Es bueno que tengas tanto valor —le dijo—, y todavía mejor que sepas dominarte.
—No hay que tirar demasiado de las riendas —repuso Elbryan, rezongando más que hablando. Para poner más énfasis, cogió la piedra siguiente y, en lugar de sostenerla sobre el hoyo, la arrojó a un arbusto cercano, en un gesto que no tenía más finalidad que el desafío. Incluso si se decidía a ir a recogerla, el líquido de la piedra estaría corrompido y no podría aprovecharse.
Juraviel se quedó mirando largo rato el lugar donde había caído la piedra. Trató de ver las cosas desde el punto de vista de Elbryan, trató de entender su frustración, trató de recordar la terrible tragedia que había sufrido el muchacho la estación pasada.
Aquello no era bueno. Fuera lo que fuera lo que había sucedido aquel día y las semanas anteriores, aquella tozudez sólo podía conducir al desastre. De repente y con asombrosa rapidez, Juraviel dio un saltito con un aleteo y se encaró con Elbryan. Con una mano le cogió el cabello de la parte de atrás de la cabeza y con la otra le inmovilizó la barbilla. El joven, que al menos era tan fuerte como el elfo, levantó los brazos para defenderse, pero no tuvo siquiera oportunidad de ofrecer la menor resistencia, pues Juraviel hizo un movimiento rotatorio con las manos y obligó a Elbryan a torcer la cabeza. Aprovechando la ventaja, logró que el muchacho perdiera el equilibrio y siguió retorciéndole la cabeza, forzándolo a inclinarse sobre el hoyo. Se echaría a perder un poco de jugo, pero Juraviel decidió que valía la pena.
Sumergió la cabeza de Elbryan en el líquido; luego la sacó y la volvió a sumergir. La tercera vez lo mantuvo bajo el agua tanto rato que al muchacho le pareció haber estado varios minutos; cuando lo sacó y lo soltó, el aturdido joven cayó al suelo jadeando desesperadamente.
—Soy tu amigo —le dijo en tono terminante Belli'mar Juraviel—. Procuremos ver la situación desde la misma perspectiva. Estás entre los Touel'alfar, no entre los hombres. Te han traído a Andur'Blough Inninness para ser adiestrado como guardabosque. Éstos son los hechos; una vez que se ha empezado, no hay manera de volver atrás. Si fracasas, si no demuestras que eres digno de nuestra amistad, no podrás regresar a tu mundo con la experiencia que habrás adquirido sobre nuestro país y nuestras costumbres.
Cuando Elbryan se disponía a contestar, horrorizado ante la idea de convertirse en un prisionero, Juraviel concluyó en tono sombrío:
—Ni tampoco podrás quedarte.
Los pensamientos de Elbryan se perdieron en la falta de lógica de todo aquello. No podía marcharse pero tampoco quedarse. ¿Cómo podía ser?
El joven se quedó boquiabierto ante la única posibilidad que quedaba, mientras imaginaba que Tuntun se encargaría de su ejecución sin dudarlo un instante, si es que no lo hacía Juraviel.
Aturdido, no pronunció palabra alguna, sino que se puso a trabajar en cuanto Juraviel se marchó.
Aquella noche, Elbryan se sentó en el altozano que ya consideraba suyo, bajo el toldo de estrellas, a solas con sus pensamientos. Imágenes, recuerdos de su vida pasada, de unas pocas semanas que a veces le parecían minutos y otras siglos, se amontonaban en el límite de su conciencia. Trató de concentrarse en el presente, en la simple belleza del cielo estrellado, o en el futuro, en los misterios de infinidad y eternidad. Pero, inevitablemente, eso lo llevaba a pensar en la muerte y en el destino trágico de sus familiares y amigos.
En aquel amasijo de emociones se entremezclaban también sus sentimientos hacia los elfos. No entendía a aquellas criaturas, tan plenas de alegría y de espíritu infantil en un momento, y tan mortalmente implacables minutos después. ¡Incluso Juraviel! Elbryan había creído que era su amigo, y a lo mejor lo era, en su peculiar forma inhumana, pero la ferocidad con que le había sumergido la cabeza debajo del agua lo asombraba y lo aterrorizaba. Elbryan se había considerado siempre en cierto modo un guerrero; al fin y al cabo, había matado trasgos, aunque su cuerpo estaba aún lejos de alcanzar la madurez total. Sin embargo, en comparación con la rapidez y la agilidad de los elfos, con la flexibilidad de sus movimientos, con el equilibrio perfecto que suplía las deficiencias de peso y fuerza, Elbryan se sentía realmente un novato. Juraviel, que pesaba la mitad que él, lo había dejado fuera de combate con asombrosa rapidez, con un simple movimiento al que Elbryan no había podido oponer resistencia.
Así pues, allí estaba él, en una tierra encantadora y terrorífica, compartiendo el bosque con aquellas criaturas a las que no podía ni entender ni desafiar. Aquella noche, sentado en el altozano, Elbryan se sentía como si estuviera completamente solo en el universo, como si todo en torno —el mundo de los elfos, los trasgos que habían atacado Dundalis y la gente que había conocido en su pueblo— no fueran más que sueños, sus sueños. Elbryan se dio cuenta de la arrogancia de tal idea, fruto de un pecado de orgullo; pero estaba tan nervioso, se sentía tan insignificante y vulnerable que tenía remordimientos de conciencia por ser tan sensible.
En el altozano, bajo aquel cielo, Elbryan se atrevía a jugar a Dios, y aquel juego emocional le permitió al fin quedarse dormido en paz y despertarse con la determinación de seguir adelante, con la plena confianza de que aquel día tomaría la comida caliente. Recogió los cestos y corrió hacia el hoyo.
Y cuando dejó el último cubo vio que su té aún humeaba.
Era un trabajo duro, fatigoso, rutinario, interminable. Pero no dejaba de tener sus recompensas. A medida que los días se trasformaron en meses y los meses en un año y luego en dos, apenas se podía reconocer en Elbryan al jovencito desgarbado a quien Jilseponie había pegado una vez. Las piernas se le fortalecieron y agilizaron de cargar pesos y evitar trampas. Se le ensancharon los hombros y el pecho; y los brazos, sobre todo los antebrazos, se le fortalecieron con músculos de acero.
A la tierna edad de dieciséis años, Elbryan Wyndon era más fuerte de lo que había sido Olwan.
Y Olwan había sido el hombre más fuerte de Dundalis.
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11
Gata Extraviada
—La mesa del rincón —exclamó Graevis Chilichunk, el camarero y el propietario del Camino de la Amistad, que tenía fama de ser la mejor posada en toda la gran ciudad de Palmaris. El Camino de la Amistad, o el Camino, como lo llamaban normalmente, no era un establecimiento grande; contaba solamente con una docena de pequeñas habitaciones privadas y un solo dormitorio común en la parte reservada a los huéspedes en el piso superior, y una taberna con capacidad a lo sumo para unas cien personas, la mayor parte de pie. Pero Graevis, un hombre gordo y calvo, que sonreía constantemente, de carcajada fácil, lleno de entusiasmo y con el más cálido de los corazones, había convertido aquel lugar en el mejor de los más económicos, por así decirlo.
Los visitantes nobles de Palmaris, en su mayoría, se alojaban en establecimientos de más categoría, cercanos al castillo del duque; pero para los enterados, para los mercaderes menos importantes y para los frecuentes viajantes, no había mejor lugar en el mundo que el Camino de la Amistad. En el Camino, una simple moneda de plata proporcionaba una comida caliente; y una sonrisa sincera, tanto si se trataba de un cliente de pago como si no, conseguía algún cuento maravilloso de Graevis o de alguno de los demás, clientes habituales o empleados. En el Camino, la chimenea estaba siempre encendida, las camas siempre eran suaves y las canciones sonaban con fuerza.
La joven suspiró profundamente, reflexionó un momento y trató con mucho empeño de borrar el habitual ceño de su rostro mientras se dirigía hacia los tres hombres que la habían llamado desde la mesa del rincón. Era consciente de que los ojos de los tres estaban clavados en ella mientras se aproximaba; los hombres siempre la miraban de aquella manera. Le faltaban algunos años para cumplir los veinte, pero tenía el cuerpo de una mujer cinco años mayor que ella. No era alta, poco más de metro sesenta, pero eso sólo hacía que su cabellera dorada pareciera aun más espesa y larga. Se la sacudió pasándose la mano mientras cruzaba la habitación, pues el sudor y la grasa de la comida que acababa de ayudar a preparar le escurrían por el cuello.
—¡Qué muchacha más guapa! —dijo en un arrullo uno de los hombres—. Sé amable conmigo —añadió haciéndole un guiño obsceno.
La joven —la gente del Camino la llamaba Gata Extraviada— trató con escaso éxito de disimular su ceño. Sin embargo, era superior a sus fuerzas y lo ocultó con una mueca que ella creyó que debía de haber parecido, por lo menos en parte, una sonrisa. No es que el borracho sentado estuviera mirándola precisamente a la cara; su mirada no parecía dirigirse tan arriba.
Otro suspiro profundo la tranquilizó. Pensó en Graevis, el querido Graevis, el hombre que la había rescatado de un pasado que no podía recordar, el hombre que había tomado a su cargo a una chiquilla destrozada y, con su cálida sonrisa y su afectuoso corazón, la había ayudado a curarse, al menos lo suficiente para que pudiera volver a desenvolverse con normalidad. Fuera de su campo visual, notó los movimientos —que parecían una danza— de Pettibwa Chilichunk, la bulliciosa esposa de Graevis. Cuando había entablado conocimiento con ella, Gata la había encontrado simple. Pettibwa se reía constantemente y bailaba con la bandeja de una mesa a otra. Cada vez que se detenía, la pellizcaban; todos los clientes que se marchaban por la noche la abrazaban, pero todo aquello no parecía importarle. Al contrario, le encantaba. Si disponía de una mano libre cuando un hombre la pellizcaba en sus anchas nalgas, ella a su vez lo pellizcaba también; a menudo agarraba a un hombre sobre la marcha mientras iba de mesa en mesa y se lo llevaba bailando con ella por toda la habitación. Y todo ocurría de manera tan festiva que no parecían tomarlo en serio ni Graevis ni los acompañantes de sus parejas en tan poco sospechosa danza.
A Gata le costó bastante tiempo conocer la auténtica naturaleza de Pettibwa. La mujer no era tan simple, ni mucho menos; sólo sentía un extraordinario amor por la vida y por el prójimo.
Gata la quería tanto como había amado a su propia madre; al menos así lo creía, ya que, aunque no podía acordarse de su propia madre, le resultaba imposible imaginar que pudiera querer más a otra persona. Algunas veces tal pensamiento la ponía aun más triste de lo que habitualmente estaba.
Tomó el encargo de los tres hombres, lo habitual —tres jarras de la cerveza más barata—, y volvió al mostrador. Se detuvo en seco cuando el hombre que le había guiñado el ojo le propinó en el trasero una sonora palmada y soportó impertérrita sus risotadas. Le entraron ganas de darse la vuelta y derribarlo al suelo, y cualquiera que conociera el temperamento de Gata sabía que podría haberlo hecho con toda facilidad; pero sus ojos se encontraron con los de Graevis que, con una amplia sonrisa y un movimiento de cabeza le estaba diciendo que lo dejara estar.
No es que Graevis no le brindara su protección. La había acogido de corazón y la quería tanto como a su hijo, el malhumorado Grady. Ningún hombre podría aprovecharse de Gata mientras a Graevis le restara aliento, y lo mismo podía decirse de Pettibwa; pero en el Camino una palmada en el trasero no era nada grave, especialmente teniendo en cuenta el comportamiento cotidiano de la bulliciosa propietaria.
Sin mirar atrás, la joven se abrió paso entre los parroquianos para ir a buscar las bebidas.
—Considéralo un cumplido, cariño —comentó Pettibwa con su «acento plebeyo», mientras trajinaba en el mostrador.
—Tendré que lavar mi vestido por la mañana —repuso Gata Extraviada con un acento no tan marcado como el de la mujer, aunque se le había pegado un tanto durante los cuatro años que llevaba entre los Chilichunk.
—¡Bah, siempre tan seria! —replicó Pettibwa, pellizcando la mejilla de la joven—. De sobra sabes que despiertas ciertos sentimientos en los hombres.
La joven se sonrojó y desvió la mirada.
—No, no eres guapa, ¿verdad? —susurró Pettibwa con una sonrisa burlona, mientras le acariciaba los cabellos—. Tan sólo con que sonrieras, pequeña, el mundo entero te sonreiría también.
La joven cerró los ojos y sintió la suave caricia en el pelo. ¿La había acariciado así su madre? Intuía que sus cabellos eran mucho más cortos en aquellos lejanos días en que ella era una niña y el mundo parecía una espléndida aventura, en aquellos lejanos días en que los demonios tan sólo vivían en los relatos que se contaban junto al fuego para poner la piel de gallina o eran criaturas imaginarias con las que los niños podían entablar batallas.
El ensimismamiento duró poco tiempo, y Gata se reincorporó al bullicio de la estancia. Sonrió dócilmente a Pettibwa, que le correspondió con un guiño. La mujer cogió la bandeja y se alejó para mezclarse en el jolgorio que empezaba a un paso de la barra.
—Si te molesta, dímelo —le dijo Graevis mientras colocaba ante Gata tres cervezas—. No tienes que bromear con él si no quieres.
Gata Extraviada asintió otra vez con una débil sonrisa. Sabía que Graevis hablaba sinceramente; era ella quien controlaba la situación, no los parroquianos. Pero también conocía el ambiente del Camino, y lo último que la joven deseaba en el mundo era ponerles las cosas difíciles a Graevis y Pettibwa, sus salvadores.
Cogió la bandeja y atravesó la estancia hasta la mesa del rincón sin derramar una gota. El parroquiano borracho le hizo un guiño y soltó una carcajada con la garganta entorpecida por la bebida.
—Quizá podamos reunirnos cuando el fuego de la chimenea se vaya apagando —aseguró más que preguntó—. Tengo una moneda de oro para gastar.
De nuevo soltó otra ronca carcajada, coreada esta vez por los otros dos compinches.
Gata no le hizo caso y dejó las jarras sobre la mesa.
—Dos monedas, pues, y más vale que te las merezcas —añadió el repugnante sujeto; como Gata continuó sin hacerle caso, la agarró con violencia del brazo.
Con la otra mano, la muchacha le cogió el pulgar y se lo dobló hacia atrás con tanta rapidez que el hombre, embrutecido por la bebida, apenas pudo entender lo que estaba sucediendo. El caso es que de pronto el sujeto perdió el equilibrio y se encontró sentado en el suelo, mientras la joven camarera se escabullía fuera de su alcance. Sus amigotes aullaron regocijados.
Gata aguantó sus insultos, pero no pudo dejar de pensar que Pettibwa se las hubiera arreglado de otra forma, mucho mejor. Pettibwa habría exclamado que dos monedas era un insulto para una mujer de su talento, y quizás habría continuado diciendo que ella nunca se acostaría con un hombre que no supiera el significado de la palabra «baño».
Pettibwa habría salido del lance de forma delicada y sutil, y habría conseguido que la broma se volviera contra el rudo sujeto poniéndolo en ridículo pero con tanta astucia que ni él mismo se habría dado cuenta hasta verla fuera de su alcance, al otro lado de la estancia.
En cambio, ahora el hombre seguía farfullando insultos. Gata oyó la palabra «puta», y no se sorprendió demasiado al ver a Graevis, seguido de algunos clientes habituales, atravesar la habitación con aspecto amenazador.
Gata soportó las inevitables excusas que el sujeto le ofreció falsamente después de que le retorcieron el brazo. Luego el sujeto se marchó pues no tenía ganas de ver cómo Graevis lo arrojaba a la calle sin muchas contemplaciones y después hacía lo mismo con sus dos miserables amigotes.
Quizá lo peor de todo para la joven fue la hueste de hombres ansiosos de defender su honor que le ofrecían desde castigar al rudo sujeto hasta su propia vida. Uno en particular, vestido con elegancia, de ojos castaños chispeantes de inteligencia y maneras que denotaban noble cuna, le hizo un gesto con la cabeza y le dirigió una sonrisa, invitándola a que lo proclamara su paladín. La joven lo miró un buen rato —la forma como estaba sentado, la forma como se movía— y no le cupo la menor duda de que sabía perfectamente cómo manejar el estoque que le colgaba en la cadera. Una simple palabra de ella, y el joven haría papilla a los tres borrachos.
Gata lo sabía, y sabía que otros muchos también la defenderían. Debería haberlo considerado un cumplido, pero Gata Extraviada odiaba ser el centro de atención, odiaba a los protectores, a los pretendidos héroes que, a excepción de Graevis, deseaban exactamente lo mismo que el borracho. Sus maneras eran más caballerosas, menos directas, pero Gata sabía que pretendían lo mismo que el borracho había querido comprar con oro.
Trabajó durante otra hora y, al ver que no recuperaba la sonrisa, Graevis le ofreció amablemente que lo dejara por aquella noche. Gata se resistió, temiendo que su ausencia acarrearía mas trabajo sobre las espaldas de Pettibwa, pero la mujer rechazó esa idea y casi forzó a Gata a cruzar la puerta lateral y a entrar en las habitaciones privadas de la familia. Gata miró hacia atrás, agradecida, y por encima del ancho y redondeado hombro de Pettibwa, vio de nuevo al joven guapo y bien vestido, que la miraba y levantaba el vaso de vino en un aparente brindis por ella.
Se escabulló al sentirse repentinamente incómoda.
El bullicio de la habitación común desapareció tan pronto como se cerró la pesada puerta, y la joven se sintió feliz en soledad, aunque un momento después advirtió que Grady Chilichunk estaba en la casa, yendo y viniendo en su pequeña habitación.
Gata suspiró de nuevo; la última cosa que deseaba era dedicar un rato a Grady por corto que fuera. Era un hombre guapo de treinta años, casi el doble de la edad de Gata, con penetrantes ojos marrones; físicamente, en todos los aspectos, era la viva imagen del padre en sus años de juventud; pero, en opinión de Gata, no podía tener un temperamento más distinto del de Graevis. Desde los primeros días de la estancia de la joven en la casa, Grady la hizo sentir incómoda. No de un modo grosero, como el borracho en el bar, ni tampoco embarazoso, como el joven guapo. En cuatro años Grady no había mirado ni una sola vez a la atractiva joven de forma lasciva. Siempre fue correcto con su hermana adoptiva, demasiado correcto, rígido incluso; y, a medida que la joven había ido ampliando su visión del mundo, llegó a comprender que Grady la veía como una amenaza a lo que él consideraba sus derechos hereditarios.
No se trataba de que a Grady le importara mucho el Camino de la Amistad; casi nunca estaba allí. No obstante, le gustaba el dinero que el establecimiento aportaba, y la joven había comprendido ya que, si Graevis y Pettibwa le dejaban el Camino de la Amistad a ella, aunque sólo fuera una parte, Grady no estaría contento.
—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó saliendo de su habitación. Su correcta forma de hablar contrastaba vivamente con el dialecto callejero de sus padres. Gata comprendió que Grady se veía a sí mismo superior a aquel lugarejo. Se imaginaba a sí mismo como un hombre importante y frecuentaba los establecimientos más caros de las cercanías del castillo del duque, e incluso había estado en el castillo en muchas ocasiones. A Gata le chocó pensar que él debía de conocer a los caballeros más elegantes del bar, y que quizás hasta el propio duque había estado en el Camino invitado por Grady.
—¿No tienes trabajo? —inquirió él.
Gata se mordió el labio, irritada por su tono de superioridad.
—He hecho más yo en esta noche que tú en las dos últimas temporadas —replicó ella.
Grady la miró con dureza.
—Algunos están hechos para trabajar en esta vida —repuso sin alterarse—, otros para vivir y disfrutar.
Gata decidió que no valía la pena discutir. Sacudió la cabeza, arrojó el delantal sobre el respaldo de una silla cercana y, tomando su capa, salió a la noche de Palmaris.
Soplaba una brisa fría del golfo, que gemía mientras serpenteaba entre las muchas casas de dos y tres pisos de la gran ciudad. Palmaris era la segunda en tamaño de todo el reino de Honce el Oso, sólo superada por Ursal, la sede del trono, situada río arriba; aunque ninguna ciudad tenía reputación de ser tan populosa como las grandes y pobladas ciudades del meridional reino de Behren. Para Gata Extraviada, que había crecido en el límite de las Tierras Agrestes, en un pueblo donde diez personas juntas eran consideradas una multitud, el lugar, al principio, la había dejado boquiabierta. Incluso después de casi cuatro años, cuando conocía cada calle, a qué lugares ir, cuáles evitar, y cuando la oscura imagen del gran Masur Delaval y el olor de salmuera y el viento cargado de humedad vigorizante le habían llegado a ser familiares, todavía no podía considerar que aquel lugar era su casa. Aun, rodeada del amor de los Chilichunk, el lugar no era su casa, no podía sustituir la difusa imagen de una cabaña que todavía le resultaba muy querida.
Quería a Graevis y a Pettibwa, incluso a Grady, pero ellos no eran, no podían ser, sus padres, y Grady no podría jamás ser un verdadero amigo como intuía que lo había sido alguien en el pasado.
Gata Extraviada se estremeció mientras los pensamientos la transportaban hacia atrás en el tiempo. Tenía muchos bloqueos; sólo podía recordar imágenes difusas, una determinada mirada, un beso que ni siquiera sabía seguro si había ocurrido realmente... Y el nombre, todos los nombres, se habían ido de su mente. ¡Aquello era lo peor de todo! ¡No podía recordar el nombre de su amigo, no podía recordar su propio nombre!
—Gata Extraviada —susurró con desagrado, contemplando cómo el aire frío de la noche se llevaba el vaho de su aliento, y deseando que con él se fuera también el apodo. Sabía que se lo habían puesto con afecto, con toda la compasión posible por su desgraciada situación, y por eso lo había aceptado sin rechistar.
La joven se dirigió a la parte trasera de la posada, que daba a un oscuro callejón que no le inspiraba temor alguno, y subió por un canalón hasta una parte no inclinada del tejado del Camino de la Amistad. Ante ella se extendían las luces de Palmaris y, encima, las del cielo estrellado. Era su lugar secreto, su lugar de contemplación. Acudía a él siempre que sus obligaciones le permitían aislarse con sus recuerdos para intentar averiguar quién era y de dónde había venido.
Se veía a sí misma caminando sin rumbo por un pueblo, sucia y herida, cubierta de hollín y de sangre. Recordaba la amabilidad y ternura con que la habían acogido, las interminables preguntas que le habían planteado y que ella no había podido contestar. Luego vino el largo viaje en una caravana de mercaderes, que habían cambiado artículos artesanales con los habitantes de los pequeños pueblos fronterizos por pieles y troncos que se utilizarían como mástiles de los barcos construidos en Palmaris. Graevis Chilichunk estaba en esa caravana; iba al norte de las Tierras Agrestes para conseguir un vino especial que se llamaba pasmo. Se había hecho cargo de la pobre niña perdida —él le había puesto el nombre de Gata Extraviada— y los aldeanos habían estado más que contentos de partir con la huérfana y con muchos de sus paisanos más desvalidos pues temían un ataque similar al que había padecido el poblado vecino, el poblado de Gata.
Gata se apoyó en una chimenea manchada de hollín, y el calor de los ladrillos alivió un tanto el frío de la noche.
¿Por qué no podía recordar cómo se llamaba su pueblo o el pueblo donde la había encontrado Graevis? En muchas ocasiones había estado a punto de preguntárselo a Pettibwa y a Graevis, pero nunca había llegado a hacerlo pues una parte de ella tenía miedo de los recuerdos. Tampoco sus padres adoptivos la habían animado a recordar; Gata les había oído una noche decidir que dejarían que la niña se curara cuando llegara su momento, sin forzarla.
—Quizá no recupere nunca la memoria —había dicho Pettibwa—. Quizá sea lo mejor.
—Además ahora tiene un nuevo nombre —asintió Graevis—. Aunque, si llego a pensar que le iba a quedar para siempre, habría escogido otro.
Se habían echado a reír; no es que se burlaran sino que mostraban su alegría por poder ayudar a quien tanto lo necesitaba.
Gata los quería de corazón. Sin embargo, empezaba a pensar que ya iba siendo hora de averiguar quién era y de dónde había venido. Miró al cielo. Habían aparecido algunos retazos de nubes que daban una perspectiva diferente a las estrellas todavía visibles. A menudo se podían mirar las cosas familiares desde un punto de vista diferente, pensó la joven. Se dejó absorber por el manto de la noche, utilizándolo para filtrarse a través de sus dolorosas barreras. Había visto aquel cielo durante toda su vida, y aquella presencia familiar le trajo otro lugar a la memoria.
Se vio ascendiendo una boscosa ladera, se vio mirando a su pueblo en un resguardado valle, y se vio dirigiendo su mirada al cielo meridional, a los suaves colores del Halo.
—El Halo —murmuró Gata; y se dijo que no había visto aquel fenómeno desde que vivía en Palmaris. Frunció el ceño con inquietud. ¿Existían cosas como el Halo, o su recuerdo era pura fantasía?
Si existía, su memoria estaba en lo cierto y por tanto había dado con otro recuerdo de su perdida vida.
Pensó en regresar de inmediato al Camino e informarse acerca del Halo, pero un sonido agudo y metálico la sacó de su ensimismamiento.
Alguien estaba escalando por el canalón.
Gata no se alarmó hasta que vio aparecer una cara sucia y familiar por encima del reborde del tejado.
—Ah, encanto —dijo el borracho del bar—, así que has subido aquí para reunirte conmigo.
—Ocúpate de tus asuntos —le advirtió Gata, pero el hombre se apoyó en el reborde y se encaramó al tejado.
—Oh, voy a ocuparme de mis asuntos —repuso, y entonces Gata oyó que otro hombre subía por el canalón y se dio cuenta de que se encontraba en un apuro. La habían seguido, los tres, y la chica sabía muy bien lo que pretendían.
Rápida como indicaba su apodo, la joven dio un salto y golpeó con la rodilla el pecho del borracho, que cayó sobre el tejado. Gata se escabulló de sus garras y le pegó dos veces en la cara.
Luego recibió con una patada en la cara al segundo intruso, que se golpeó la cabeza en el reborde del tejado; sin darle tiempo a protestar, Gata volvió a patearlo en la mandíbula.
Con un gemido el hombre se hundió en la oscuridad y cayó pesadamente encima del tercer intruso, y ambos fueron a dar con sus huesos sobre los guijarros de la calle. Con dos patadas había despachado a dos hombres, pero le había llevado demasiado tiempo. Gata apenas había comenzado a darse la vuelta para encararse con el primero, cuando los brazos del borracho la rodearon, la inmovilizaron y la estrujaron con fuerza.
La joven sintió el aliento caliente en la nuca, sintió el olor a cerveza barata.
—Quieta, quieta, encanto —le susurró—. Si no te resistes, te gustará aun más.
Le mordisqueó el lóbulo de la oreja, mejor dicho, lo intentó, pero ella echó hacia atrás la cabeza y lo golpeó en la cara dejándolo aturdido.
El único recuerdo que tenía Gata Extraviada de su pasado no era ni una imagen ni un nombre, sino un sentimiento, una profunda y frustrada cólera. En aquellos momentos, en el tejado del Camino de la Amistad, en Palmaris, dejó aflorar ese recuerdo. Dejó correr libremente las lágrimas y los gritos sin respuesta, y los canalizó en un grado de violencia que el borracho jamás había visto antes.
Le arañó los brazos; trabó un brazo entre su torso y el brazo del borracho, y retorciéndose y revolviéndose le propinó sin cesar patadas.
—Será mucho mejor si te resistes —gritó el borracho, sin darse cuenta de que la joven tenía la cabeza peligrosamente cerca de uno de sus puños.
Gata Extraviada le clavó los dientes en los nudillos y mordió con todas sus fuerzas.
—¡Puta! —aulló el sujeto mientras levantaba la otra mano para golpearla.
Pero la había soltado. Viéndose libre, Gata se dio la vuelta y se agachó; recibió el golpe en la espalda, entre los hombros, pero ni siquiera lo notó en medio del torbellino de emociones que la arrastraba. Se revolvió contra él y lo atacó otra vez arañándole la cara y buscándole los ojos. El hombre braceó para protegerse, y Gata aprovechó la ocasión para propinarle otra cabezada.
Luego lo agarró del pelo. El hombre le dio un fuerte puñetazo en una sien, pero la muchacha se limitó a soltar un alarido de fiera y tiró hacia abajo con ambas manos mientras de un salto doblaba una pierna. Oyó el crujido del hueso cuando su rodilla chocó con la cara del hombre. El borracho salió disparado hacia atrás y cayó al suelo, pero Gata todavía no había acabado con él. Se le echó encima sin dejar de gritar y le puso la rodilla en la garganta.
—Me rindo —gimoteó el hombre—. Te dejaré marchar.
La cuestión era precisamente ésa: Gata no iba a dejarlo marchar. Le propinó una soberana tunda; lo pateó, lo mordió, lo arañó. Por fin, molido a golpes y sangrando por docenas de heridas, el borracho logró ponerse en pie, se precipitó de cabeza hacia el reborde del tejado y desapareció.
Gata, desde el tejado, vio una luz en el callejón. Se acercó al reborde suponiendo que uno de los compinches del sujeto subía por el canalón, y esperaba que así fuera para darle su merecido.
Pero se detuvo sorprendida. El borracho yacía inmóvil entre gemidos sangrando por las numerosas heridas y con la cabeza abierta. El hombre al que de una patada había derribado del canalón estaba también abajo, sentado contra el muro de un edificio al otro lado del callejón, con una mano se aferraba a la pared, y con la otra se sostenía la espinilla. Al caer la pierna se le había hecho astillas; Gata vio la punta de un hueso saliéndole por la piel.
El tercer borracho estaba de pie con las manos en alto, de cara a la pared que estaba justo debajo de Gata, con la afilada punta de un estoque apretada contra el centro de su espalda.
—Oí un grito —dijo el hombre bien parecido del Camino, el de los brillantes ojos castaños y resplandeciente sonrisa—. Me marché poco después que tú —le explicó—, pues ya no había nada digno de ser contemplado.
Gata sintió que se sonrojaba.
—Quería hacerme el héroe —dijo recogiendo su estoque y saludando con él a la joven—. Por lo que veo, parece que salvé a estos tres borrachos.
Gata Extraviada no supo qué responder. Su cólera desapareció y se alejó del callejón para volver a la soledad del tejado.
Al cabo de unos embarazosos minutos, el hombre la llamó; pero, antes de que ella pudiera responder, oyó el bullicio que producían Graevis y otros muchos al precipitarse al callejón.
Gata Extraviada no quería encararse con ellos. Se sentía desconcertada, avergonzada, y sólo deseaba estar sola. Se dio cuenta de que no le era posible y de que tampoco podía bajar por el otro lado del edificio mientras la estuviera buscando frenéticamente la mitad de Palmaris. Exhaló un profundo suspiro, se dirigió hacia el canalón y bajó por él; sin mirar a nadie, tan pronto como vio a Pettibwa se refugió en su pecho, y le rogó en un susurro que la llevara a su habitación.
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12
El Corredor del Viento
Las horas eran interminables; se levantaban al alba y se acostaban pasada la media noche. Los hermanos Avelyn, Quintall, Pellimar y Thagraine aprendían a sobrevivir, incluso a medrar, con tan sólo cuatro horas de sueño. Les enseñaron las formas más intensas de meditación, de modo que veinte minutos de descanso les procuraban la recuperación necesaria para seguir con el adiestramiento unas cuantas horas más. Durante el día estudiaban con los compañeros aprendiendo las responsabilidades y las expectativas religiosas, las obligaciones diarias de la abadía y las técnicas de combate. Después de vísperas, venían las lecciones sobre las piedras sagradas: el procedimiento de recogida, la ceremonia de preparación justo después de la recogida y las variadas propiedades mágicas de cada clase de piedra. Además, a los cuatro les enseñaban los caminos del mar y se pasaban muchas horas en un pequeño bote balanceándose en las frías y amenazadoras aguas de la Bahía de Todos los Santos.
Avelyn no podía emular a sus tres compañeros en las cuestiones relativas a la lucha o al mar; y, en el adiestramiento religioso, el joven se sentía más y más frustrado. Le parecía que, a medida que cada uno de los ritos iba arraigando profundamente en él, perdía algo de su misterio y por tanto de su carácter sagrado. ¿Las quince órdenes sagradas del Señor, las reglas de rectitud, habían sido realmente inspiradas por Dios, o eran simplemente reglas para mantener el orden en una sociedad civilizada? Cuestiones semejantes habrían destrozado a Avelyn si no hubiera sido por el adiestramiento que tenía lugar después de la puesta del sol. En efecto, en las Piedras del Anillo el joven hallaba satisfacción a sus ideales. Los deseos humanos de control y orden no podían reducir el significado de los misterios de las piedras mágicas a una explicación racional. Para Avelyn, esas piedras eran realmente el don de Dios, el poder mágico de los cielos, la promesa de vida y gloria eternas.
Por eso soportaba las brutales horas del día, las luchas en las que Quintall casi siempre le ganaba. Al principio del tercer año, las envidias entre los cuatro comenzaron a hacerse evidentes. Avelyn y Thagraine habían sido proclamados oficialmente los Preparadores, los dos monjes que desembarcarían y se internarían en la isla de Pimaninicuit para coger y preparar las piedras, en tanto que Quintall y Pellimar permanecerían a bordo e irían a la isla sólo si uno de los escogidos desfalleciera. Los viajes por mar no eran seguros en el año 821 del Señor, el año de la lluvia de piedras, y podría suceder que hubiera de recurrirse a sustituciones.
Quintall era el mejor de los cuatro en las artes marciales. Era muy fuerte, y su robusto cuerpo, con un centro de gravedad bajo que favorecía su equilibrio, le proporcionaba la ventaja necesaria para castigar a Avelyn una y otra vez. En más de una ocasión el larguirucho Avelyn estuvo convencido de que Quintall quería matarlo. ¿Qué mejor manera para lograr desembarcar en Pimaninicuit?
Tal idea inquietaba a menudo al pacífico Avelyn Desbris, y llegó a la irónica conclusión de que la furia de Quintall no era más que una prueba de que él y no el robusto y colérico monje era el elegido ideal para desembarcar en Pimaninicuit. Avelyn estaba sinceramente seguro de que, si la situación hubiera sido a la inversa, si Quintall y no él hubiera sido el escogido para desembarcar en la isla, él le habría prestado de corazón todo su apoyo, se habría consolado con la idea de que también él participaba en el viaje y habría confiado plenamente en la elección de los padres, que eran los mejores jueces. Además, por la noche, y sobre todo en las ocasiones en que los alumnos escogidos cogían en sus manos las piedras, el hermano Avelyn demostraba que la elección había sido un acierto. Al cuarto año, nadie, ni siquiera los padres, podía sacar más partido con menos esfuerzo de la magia de las piedras que Avelyn. Incluso el escéptico padre Siherton tuvo que admitir que Avelyn era sin duda el elegido, el señalado por Dios, para desembarcar en Pimaninicuit, pese a las reservas que seguía teniendo respecto a él como ser humano. Siherton seguía sintiendo simpatía hacia Quintall y presionaba para conseguir que el joven fuera incluido como sustituto de Thagraine, no de Avelyn. Al tercer año, maese Siherton se reveló además como un valioso mediador entre los dos rivales de la promoción del año 816 del Señor, y consiguió con halagos que Quintall moderara sus celos respecto a Avelyn.
Los primeros tres meses del año 821 del Señor estuvieron preñados de emoción y esperanza en Saint Mere Abelle. Casi todos los días, cuando el tiempo era lo suficientemente apacible para que los jóvenes monjes salieran al patio, los alumnos observaban las oscuras aguas de la Bahía de Todos los Santos y sacudían la cabeza cuando veían un iceberg flotando, aunque siempre comentaban que no duraría mucho. Cuando ya estaba cerca Bafway, el tercer mes cuyo final marcaba el equinoccio de primavera, los comentarios se convirtieron en una competición por ver quién sería el primero en avistar las velas cuadradas del barco fletado.
Bafway resultó un mes largo y tranquilo. Pasó el equinoccio de primavera y, cada vez que parecía que el tiempo mejoraba, llegaba otro frente frío desde Alpinador y sembraba la bahía de helados y amenazadores caballetes blancos.
Cuando pasó el cuarto mes, Toumanay, los apagados susurros se convirtieron en abiertas discusiones en las que participaban los hermanos más viejos e incluso algunos padres; y los más viejos y experimentados admitían que aquél era un tiempo sagrado y que sin duda un barco había puesto rumbo a Saint Mere Abelle. El único secreto que subsistía era el siguiente destino del barco, pues sólo los padres y los cuatro monjes elegidos conocían el nombre mágico de Pimaninicuit.
Los pensamientos del hermano Avelyn estaban dedicados exclusivamente a la isla y al largo viaje que le aguardaba. Apenas pensaba en los peligros, aunque, por lo que había estudiado, sabía que en ocasiones los monjes que habían zarpado hacia Pimaninicuit no habían regresado jamás, engullidos por tormentas, por powris o por las enormes serpientes del océano Miriánico. Incluso en los viajes a Pimaninicuit llevados a cabo con éxito, que eran los más, uno o más de los cuatro monjes no habían regresado pues las enfermedades eran moneda corriente a bordo. Pese a ello, la atención de Avelyn se centraba en el destino del viaje, en la isla. Inspirándose en los textos que había estudiado, imaginaba jardines exuberantes y flores exóticas, se veía a sí mismo en un jardín bajo una lluvia de piedras multicolores mientras una música divina sonaba en torno; se veía corriendo con los pies desnudos sobre las piedras, revolcándose en ellas, gozando de su Dios.
Naturalmente, Avelyn sabía que eran fantasías absurdas. Cuando cayera la lluvia de piedras, él y su compañero Preparador se esconderían bajo tierra para protegerse de la lluvia de meteoritos. Incluso después de que cesara la lluvia, los dos tendrían que esperar un buen rato antes de coger las piedras calientes, y después tendrían que trabajar tan frenéticamente que no quedaría tiempo para hacer una pausa y contemplar a Dios.
Pero, a pesar de la dura realidad y de las muchas posibilidades de no sobrevivir, Avelyn esperaba con la mayor ansiedad que en el horizonte lluvioso aparecieran señales de aquellas velas cuadradas. Según sus creencias, aquello era la cumbre de su existencia, el mayor gozo que un monje de Saint Mere Abelle podía conocer, la mayor proximidad a Dios alcanzable antes de la muerte.
Había transcurrido la mitad de Toumanay, cuando apareció la carabela de dos mástiles surcando velozmente las agitadas aguas en dirección al resguardado puerto de Saint Mere Abelle. Avelyn pasó la mañana entera rezando en silencio, tal como se le indicó; después fue llamado por fin a los aposentos del padre abad Markwart, y se sintió tan profundamente débil que maese Jojonah tuvo que tenderle un brazo para ayudarlo. Los otros tres elegidos estaban ya en el amplio despacho cuando llegaron Avelyn y Jojonah. Todos los padres de Saint Mere Abelle estaban allí, junto con el padre abad y dos hombres que Avelyn no conocía, uno alto y esbelto, el otro mas bajo, más viejo, y tan delgado que Avelyn se preguntó si habría comido en un mes. Avelyn comprendió enseguida que el hombre más alto era el capitán del bajel fletado. Se erguía con aire de superioridad, en una posición correcta y con la mano en el estoque dorado. Tenía una cicatriz llamativa que le bajaba desde la oreja hasta la barbilla y que a Avelyn le pareció gallarda en cierto modo, y, a diferencia de su desaliñado compañero, iba bien afeitado a excepción de un bigote arreglado con esmero y con las puntas curvadas hacia arriba. Los ojos eran de color marrón oscuro, tan oscuro que la pupila apenas se distinguía del iris; el cabello era largo, negro y rizado, y llevaba bajo el brazo un sombrero grande plegado, con las alas vueltas hacia arriba y una pluma a un lado. El resto de su indumentaria, aunque usada, era rica, particularmente una chaqueta de brocado dorado y un tahalí con joyas incrustadas. Esto último llamó poderosamente la atención de Avelyn pues advirtió que al menos una de las joyas, un pequeño rubí, era algo más que ornamental.
Avelyn intentó no mirar fijamente, sin entender por qué aquel hombre, que no pertenecía a la orden de Saint Mere Abelle, ostentaba una piedra sagrada y ¡en presencia del padre abad Markwart! Seguro que el padre abad y los otros padres reconocían lo que era realmente la joya.
Avelyn se calmó pronto, diciéndose que sin duda reconocían la joya y que ello no parecía preocuparles. Quizá, razonaba el joven hermano, le habían dado la piedra como pago por el barco, o quizá sólo se la habían prestado para que lo ayudara en un viaje tan peligroso. Avelyn se olvidó del asunto.
El más viejo de los dos hombres captó la atención de Avelyn por su constante manera furtiva de mirar; sus saltones ojos no paraban de lanzar miradas nerviosas de uno a otro hombre, y su cabeza se balanceaba sobre un cuello que parecía demasiado delgado para sostenerla. Sus vestidos parecían casi tan viejos como él y le sentaban tan mal que Avelyn podía ver la piel oscura y tostada debajo de ellos. Iba sucio y empercudido, y llevaba el pelo corto y mal arreglado y la barba descuidada. Avelyn había oído una vez la expresión «perro salado» aplicada a los marineros y, por supuesto, la encontró adecuada para aquel hombre.
—Hermano Quintall, hermano Pellimar, hermano Thagraine y hermano Avelyn —dijo el padre abad señalando a cada monje, y cada uno de ellos a su vez saludó a los huéspedes con una inclinación de cabeza—. Os presento al capitán Adjonas del magnífico barco Corredor del Viento y a su segundo, Bunkus Smealy.
El orgulloso capitán permaneció inmóvil, pero Bunkus se inclinó hacia cada uno de ellos con tanta violencia que casi perdió el equilibrio; y lo habría perdido de no ser por su proximidad al enorme escritorio del padre abad.
—El capitán Adjonas conoce bien su trabajo —acabó Markwart—, y podéis creer que el suyo es el mejor barco del Miriánico.
—La marea será favorable una hora después del amanecer —dijo Adjonas con voz clara y potente, una voz característica de un hombre de su oficio, pensó Avelyn—. Si no aprovechamos la marea, perderemos un día entero —añadió el severo hombre endureciendo la mirada dirigida a los cuatro monjes para dejarles claro que el barco era su dominio—. No sería prudente perderlo. Navegaremos con tiempo desfavorable al menos hasta doblar por el sur la Bahía de Todos los Santos. Cada día que pasemos en el lejano norte aumenta sensiblemente la probabilidad de un completo fracaso.
Los cuatro monjes jóvenes intercambiaron miradas; Avelyn comprendía los deseos del capitán y realmente se sintió aliviado por su forma de mandar a pesar de encontrarlo frío. Observó que sus tres compañeros no parecían compartir sus impresiones; Quintall, en particular, hizo un gesto abiertamente en contra como si estuviera ofendido por el hecho de que un simple capitán de barco se hubiera dirigido a él en un tono tan imperioso.
El padre abad Markwart, percibiendo también la repentina tensión, se aclaró la garganta ostensiblemente.
—Tenéis permiso para comer pronto —dijo a los cuatro— y retiraros a vuestras habitaciones; hoy estáis dispensados de todos vuestros deberes y de todas las ceremonias. Poneos en paz con Dios y preparaos para la tarea que os espera.
Abandonaron el despacho, sin acompañantes, y Quintall empezó a quejarse abiertamente incluso sin aguardar a que la puerta se cerrara detrás de ellos.
—El capitán Adjonas se equivoca si cree que va a mandar él —afirmó el robusto monje, ante los gestos de asentimiento de Thagraine y Pellimar.
—Es su barco —dijo simplemente Avelyn.
—Un barco fletado —replicó Quintall con brusquedad—. Adjonas manda en su barco para ejecutar la tarea por la que se le ha pagado, pero no manda sobre nosotros. Métetelo en la cabeza. En el Corredor del Viento, tú y Thagraine respondéis sólo ante Pellimar, y Pellimar responde sólo ante mí.
Avelyn no supo qué contestar. El orden de jerarquías para el viaje había sido establecido de aquella forma. Mientras Thagraine y Avelyn, en calidad de Preparadores, eran primordiales en la misión, a Quintall y Pellimar se les había concedido la categoría más alta durante la travesía. Avelyn lo comprendía y aceptaba, pues, si las cosas se ponían difíciles durante el viaje, como era de esperar, Quintall sería el mejor preparado para manejar cualquier situación puesto que era el más preparado de los cuatro en el aspecto físico.
Avelyn abandonó el grupo y se dirigió a su habitación, tal como el padre abad había ordenado. Había recorrido un trecho del corredor, y hasta él llegaban aún las quejas. Supuso que Quintall y los demás seguirían quejándose un buen rato, mucho después de que él se hubiera arrodillado junto a su sencillo camastro y se hubiera sumergido en sus plegarias.
La ceremonia de la mañana fue la más impresionante que Avelyn había visto en los cuatro años y medio que llevaba en Saint Mere Abelle. Más de ochocientos monjes —todos los miembros de la orden, inclusive unos ochenta que no vivían en la abadía sino que trabajaban como misioneros a lo largo de la Bahía de Todos los Santos— se alinearon en los muelles y entonaron a coro una conocida canción. Las campanas de la abadía repicaban y atraían a los curiosos que vivían en el cercano pueblo de Saint Mere Abelle. La ceremonia comenzó antes del alba y fue ganando en intensidad mientras el sol relucía en el horizonte sobre las aguas y las plegarias se sucedían una tras otra.
Los cuatro marineros del bote del Corredor del Viento, que golpeteaba contra el muelle de madera, asistían a la ceremonia con rostros sonrientes y aire divertido y, desde luego, nada emocionados. Cuando se hizo totalmente de día, Avelyn vio a los treinta hombres que componían la tripulación alineados en la cubierta de la carabela, que estaba anclada en el puerto a unos cincuenta metros de la orilla.
Avelyn se dio cuenta de que a los marineros los traía sin cuidado la importantísima misión, excepto lo que habían cobrado en oro y otras chucherías que el abad Markwart había incluido en el trato. Avelyn pensó otra vez en la piedra sagrada incrustada en el tahalí del capitán Adjonas, y tal pensamiento lo perturbó no poco. Si aquel hombre, como toda su tripulación, no era en absoluto religioso, no había razón alguna para que poseyera semejante gema.
Avelyn comprendió que aquello era el primer indicio, y sospechó que el largo viaje —esperaban estar fuera unos ocho meses— sería difícil en otros aspectos además del puramente físico.
El segundo de a bordo, Bunkus Smealy, interrumpió la ceremonia aproximadamente una hora después del alba con el malhumorado grito de «¡Hora de zarpar!».
El abad Markwart, que estaba muy cerca del bote, lo miró y después se volvió hacia los reunidos, que súbitamente se habían callado. Hizo una seña a Siherton, y éste condujo a los cuatro hermanos hasta el borde del muelle.
—¡Que Dios os bendiga! —les fue diciendo a medida que se embarcaban en el bote.
Avelyn casi se cayó por la borda al golpearse la pierna contra el muelle. Captó la mirada que entrecruzaron Siherton y Quintall. El hermano parecía disgustado, pero Siherton permaneció imperturbable e indicó en silencio al irritado Quintall que sus responsabilidades estaban por encima de sus sentimientos.
Avelyn sorprendió esa mirada y la que Quintall le dirigió al padre, y comprendió que, aunque Quintall lo odiaba y estaba celoso de él, lo protegería a toda costa durante el viaje de ida y vuelta a la isla.
O por lo menos en el de ida.
Las canciones seguían resonando en el puerto mientras Quintall los precedía por la escalerilla de cuerda que los conduciría a la cubierta del Corredor del Viento, donde los aguardaba el capitán Adjonas con su habitual expresión severa.
—Con su permiso, señor —le dijo en tono neutro Quintall, tal como le habían ordenado.
Adjonas hizo un leve movimiento de cabeza, y Quintall avanzó hacia él con los otros tres monjes a remolque.
Avelyn permaneció un rato junto al pasamanos de la borda —una hermosa barandilla a la altura de la cintura que rodeaba la cubierta de popa— y observó cómo los muros de Saint Mere Abelle se empequeñecían y se iban desvaneciendo las voces que entonaban una alegre canción de despedida. Muy pronto las escabrosas montañas de la costa se convirtieron en una mancha gris. El Corredor del Viento, cuyo palo mayor parecía tan alto e impresionante en el resguardado puerto, se había convertido en una cosilla insignificante en medio del vasto Miriánico.
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13
Corriendo veloz por una larga, muy larga carretera
Elbryan se quedó inmóvil al oír el crujido de la nieve bajo sus pies. Respiró lentamente y dejó que esa sensación se extendiera por su cuerpo en tensión, relajándole los músculos para lograr una armonía sólida, un equilibrio más perfecto. Veía el lomo del ciervo sobresalir del desnivel más cercano. El animal no levantó la cabeza: no había oído el ligero ruido.
¡Pero Elbryan sí que lo había captado!
El joven hizo una pausa y ponderó el alcance de sus progresos. El último otoño, el cuarto de su estancia en Andur'Blough Inninness, no habría sido capaz de acercarse a aquella criatura esquiva a menos de quince metros. Tampoco habría sido capaz de notar el paso en falso que acababa de dar. Los elfos lo habían hecho trabajar duro, muy duro. Continuaba la diaria recolección de piedras de leche, aunque ahora ya tomaba siempre la comida caliente y eludía con habilidad las trampas más astutas de los elfos. No le quedaba mucho tiempo libre, porque los elfos habían dedicado sus tardes a darle lecciones sobre animales y plantas. Había aprendido a identificar las diferentes plantas y sus propiedades, a menudo medicinales. Había aprendido a caminar casi sin ruido, aunque todavía se consideraba torpe al compararse con los gráciles elfos. Había aprendido a comprender y reconocer la perspectiva de los animales que lo observaban para poder ocultarse mejor en el bosque. Había aprendido a mirar el mundo con los sentidos de cada uno de los animales, y ahora comprendía los miedos y necesidades de todas las criaturas. Ya no le tenían miedo ni las ardillas ni los conejos, y había conseguido que comieran de su mano. Y, en cuanto a los ciervos, quizás el animal más asustadizo de todos...
Apenas estaba a seis pasos en terreno abierto, y el ciervo no notaba su presencia.
Se concentró en la tarea que tenía entre manos, en los seis pasos más difíciles de todos. Observó el aire en torno, la brisa ligera en la cara. El invierno aún persistía en aquella parte de Andur'Blough Inninness, pero se iba suavizando. El ciervo tenía ciertas dificultades para encontrar hierba entre el moteado manto de nieve, y quizá la búsqueda de semejante tesoro le había hecho bajar un poco la guardia.
Elbryan no pudo reprimir una ancha sonrisa. Ardía en impaciencia, y esperaba poder tocar al animal aquella vez. Dio un paso, luego otro... con excesiva rapidez y con poco tiempo para encontrar el punto de equilibrio.
El ciervo alzó la cabeza y enderezó las orejas; la sonrisa de Elbryan se desvaneció. Echó a correr a toda velocidad y coronó el suave risco. Se lanzó de cabeza en un intento desesperado de alcanzar al animal, aunque sabía muy bien que aquella apresurada precipitación no era lo que Juraviel y Tuntun esperaban de él.
¿Quedaría su victoria desvirtuada?
No hubo lugar a discusiones, en cualquier caso, pues Elbryan no consiguió acercarse lo bastante al esquivo ciervo para tocarlo. De un simple salto el animal salió huyendo y desapareció tan rápidamente entre la espesura del bosque que rodeaba la pequeña pradera, que quedó fuera del campo visual de Elbryan incluso antes de que se recuperara de tan precipitada arremetida.
El joven se incorporó para sentarse y se hundió en la hierba húmeda. Juraviel apareció de repente con una burlona sonrisa y asintiendo con la cabeza.
—¡Elu touise! —exclamó Juraviel y dio al joven una palmada en la espalda—. ¡Muy cerca!
—Perdí el control —dijo Elbryan, deprimido—. En el último y más crucial momento, mi impaciencia pudo más que mi movimiento.
—Ah, pero olvidas algo importante —replicó el elfo—. Mantuviste el control casi todo el rato y lograste acercarte mucho.
—¡No pude tocar al ciervo!
—Pero te has aproximado al objetivo —gritó Juraviel—; sólo acabas de empezar, joven amigo mío. No pienses en el fallo sino en el triunfo. Nunca habías conseguido acercarte tanto; pero lo intentarás de nuevo, y, cuando lo hagas, tendrás más experiencia y moderarás tu impaciencia.
Elbryan observó al elfo larga e intensamente, alegre por sus palabras. Mirado de aquella manera, había motivos para celebrarlo. No había tocado al ciervo, era cierto, pero sus progresos desde los últimos torpes intentos eran notorios.
Justo cuando la sonrisa del joven empezaba a ensancharse, Tuntun se abrió paso entre la maleza, por el lugar por donde había desaparecido el ciervo. Se plantó ante Elbryan y acercó su diminuta mano a la cara del joven.
Elbryan percibió olor a ciervo en los dedos.
—Sangre de Mather —soltó con un bufido sarcástico Tuntun mientras se iba; era su frase habitual, de la que Elbryan estaba harto desde hacía años. Miró de nuevo a Juraviel buscando soporte, y sorprendió al elfo tratando con empeño de disimular una sonrisa burlona.
Elbryan suspiró profundamente. Trató de contemplar sus progresos con objetividad. ¿Habría podido algún hombre de Dundalis, habría podido incluso su padre, acercarse tanto al ciervo? Pero Elbryan no volvería a estar nunca más con aquellas gentes, y cuando medía sus progresos con los elfos de Andur'Blough Inninness, excepto los relativos a la fuerza física, se sentía como un novato. Era duro para el joven darse cuenta de lo poco que había aprendido comparado con lo mucho que le quedaba por aprender.
Juraviel le ofreció una mano y Elbryan la tomó, aunque en realidad el elfo no podía hacer gran cosa para ayudar al corpulento hombre a ponerse en pie. Poco quedaba de mozo en el cuerpo de Elbryan. Medía un metro noventa de altura, era musculoso, y sus cien kilos fuertes y sin grasa triplicaban el peso medio de un elfo. No es que Juraviel y los demás no fueran fuertes; una y otra vez Elbryan se asombraba ante la fuerza que podía abrigar un elfo en su pequeña estructura, ¡una fuerza que pudo percibir demasiado a menudo en los pinchazos de los ataques con espada durante las sesiones de entrenamiento!
Juntos, con Tuntun cerca pero fuera de la vista por suerte —para ella misma y para Elbryan—, la pareja disfrutaba del agradable día mientras caminaban hacia el extremo sur del valle encantado, la parte de Andur'Blough Inninness adonde el invierno no llegaba nunca. No paraban de charlar; Juraviel era el que más hablaba, explicando tal planta y tal otra, comentando los modos de vendar una herida, y luego volviendo a comentar lo que Elbryan había hecho bien y lo que había hecho mal en su empeño por alcanzar al ciervo. Tales eran los métodos de Juraviel, y sus técnicas de conversación tan encantadoras y absorbentes que Elbryan apenas se daba cuenta de que aquellas charlas cotidianas, anecdóticas y divertidas eran quizá la parte más importante de su formación.
Caminaban tomando senderos al azar, cogiendo a menudo bifurcaciones, y a veces parecía que andaban en círculo o que simplemente se dirigían a dondequiera que los condujera el sendero. Elbryan todavía no sabía orientarse en aquella zona, pero poco a poco iba comprendiéndola mejor. En ocasiones Juraviel lo dejaba guiar y lo corregía siempre que se equivocaba —lo cual ya no ocurría con frecuencia—, y la pareja no tardó en llegar al vallecito llamado Caer'alfar, la Casa de los Elfos. Era un lugar de hierba espesa, con hileras de árboles y casas construidas en las ramas por encima del suelo; un lugar de flores y canciones, donde el bosque no era tan tupido y el cielo podía verse desde muchos puntos. Se hallaba en el centro exacto de la niebla que emblanquecía Andur'Blough Inninness durante la luz diurna, pero aun así Caer'alfar casi nunca estaba cubierto; era un pequeño agujero aislado en el gran toldo gris, inobservable desde cualquier lugar salvo desde aquella baja pradera, en la que los elfos podían disfrutar tanto del sol como de las estrellas.
Docenas de elfos se habían reunido allí aquel día; algunos hacían ejercicios con armas de entrenamiento, otros bailaban. Algunos estaban apoyados en los árboles o tumbados cómodamente en la hierba suave, bebiendo su dulce vino questel ni'touel. Aquí y allí se discutía sobre el valor de los alcoholes y sobre la cantidad que debían reservar para la venta, pues pronto partiría la caravana de la primavera; la constituía un grupo de elfos que se marchaban para mantener secretos contactos con los pueblos fronterizos.
Con todo, la pacífica escena tocó una fibra sensible de Elbryan y lo hizo sentirse extranjero, si bien percibía que de alguna manera pertenecía a aquel lugar. Había ido a Caer'alfar regularmente desde fin de año, y a los elfos ya no les llamaba la atención que se paseara por allí. Ya no era un extraño —incluso asistía a sus fiestas nocturnas de cantos y danzas—, y, no obstante, seguía siendo obviamente distinto. A Elbryan le parecía que toda su vida había vivido momentos semejantes, pues muchos años antes, en Dundalis, cuando su padre y su madre invitaban amigos a casa, algunas veces le permitían que se acostara tarde; otras hasta lo autorizaban a participar en sus juegos de dados durante un ratito antes de retirarse. ¡Qué mayor se había sentido! Y, sin embargo, de hecho todavía no formaba parte del juego, del grupo. Sus padres y sus amigos adultos lo aceptaban con unas sonrisas que —según advertía ahora—, manifestaban cierto aire de superioridad.
Lo mismo ocurría con los elfos. Nunca podría ser verdaderamente uno de ellos.
Él y Juraviel continuaron su conversación hasta que Tuntun se acercó y, mirando a Elbryan con ironía, se dio palmaditas en las mejillas y en el mentón. Elbryan comprendió la insinuación, al igual que Juraviel, y el elfo hizo una seña al joven para que se fuera a su casa. Por encima de todo, los elfos eran muy meticulosos en su aseo personal. Se esperaba de Elbryan que se bañara todos los días, que conservara sus vestidos limpios, y, dado que su barba era todavía raleada y desigual, se esperaba que se afeitara para mantener la cara limpia. Aquélla era la única tarea que el joven parecía eludir siempre —hasta que Tuntun inevitablemente lo ponía de relieve—, aunque, con los cuchillos increíblemente afilados de los elfos, el afeitado no era ni doloroso ni problemático.
Elbryan se fue gruñendo a su aposento, una baja y amplia casa construida sobre las robustas ramas inferiores de un grueso olmo. Tomó su jofaina, su toalla y su cuchillo; pero, antes de empezar, recordó que todavía no había preguntado a Juraviel cuándo volverían a acosar al ciervo, algo que el impaciente joven se moría de ganas de saber.
Bajó de su casa arbórea y se dirigió a Caer'alfar. Al ver a Juraviel hablando con otro elfo por el camino, Elbryan sonrió furtivamente y se agachó. ¡Quizá la única criatura más difícil de sorprender que el cauteloso ciervo era el elfo de los bosques! Utilizando toda su experiencia se abrió camino entre los árboles y cruzó corriendo los espacios abiertos, buscando resguardo siempre que podía. Los otros elfos apenas se dieron cuenta, enfrascados en sus juegos, y Juraviel y su compañero no parecieron advertir nada.
Elbryan apoyó la espalda sobre un árbol a poco más de tres metros y medio de la pareja y estudió su próximo movimiento.
—Tan sólo a seis zancadas —dijo Juraviel en la lengua propia de los elfos—. Quizá cinco; y el ciervo no lo advirtió.
—¡Buen trabajo! —felicitó la otra.
Elbryan estuvo a punto de desmayarse de sorpresa. Aquella voz, melódica y más aguda que la de Juraviel, era la de la señora Dasslerond, la Gran Señora de Caer'alfar y de todo Andur'Blough Inninness. ¡Y estaba hablando de él! Elbryan respiró acompasadamente y prestó muchísima atención, pues, aunque podía comprender aquel lenguaje melódico, se le escapaban muchas palabras sueltas si no ponía mucho cuidado. Ahora que la señora Dasslerond hablaba de él no quería perderse detalle.
—También en la lucha —prosiguió la elfa— está perdiendo la mayor parte de la torpeza propia de su condición humana. ¡Y qué combinación de poder y gracia poseerá cuando con su gran estatura aprenda a manejar la espada como un elfo!
Elbryan atisbó desde el árbol y vio que Juraviel asentía con la cabeza. Abandonó entonces, su propósito de sorprender a la pareja; aprovechando su habilidad para escabullirse sigilosamente, volvió a su casa arbórea —que estaba más cerca del suelo que del cielo— para afeitarse y prepararse para la siguiente sesión de entrenamiento; de repente se propuso firmemente ganarla.
Al anochecer, Elbryan se encaminó a la pradera, rodeada de altos pinos y cubierta por un toldo estrellado. Sólo llevaba consigo un largo y ligero palo, su arma. El elfo ya estaba allí, y Elbryan suspiró aliviado cuando comprobó que no se trataba de Tuntun.
Nunca podría pillar a Tuntun con la guardia bajada; a la elfa le encantaban las sesiones de entrenamiento y se comportaba como si fueran su foro personal para castigar al joven. Después de sus primeros encuentros, Elbryan se preguntaba qué era lo que provocaba en la malhumorada elfa el deseo de castigarlo. El joven no tardó en darse cuenta de que no había ninguna razón particular: simplemente se debía a que no era elfo.
Su oponente aquella noche era Tallareyish Issinshine, un elfo mayor y bastante calmado. Era de temperamento tranquilo y raramente hablaba con Elbryan, aunque, según Juraviel, Tallareyish tenía una de las voces mejores para cantar de todo Andur'Blough Inninness. Elbryan se había entrenado con él sólo una vez, muy al principio de su formación, y el elfo lo había vencido con bastante facilidad.
—Esta vez no lo hará —dijo entre dientes el joven mientras avanzaba decidido hacia el centro de la pradera. Se dirigió a un punto situado a un metro y medio del duendecillo e inclinó la cabeza, cosa que a su vez hizo Tallareyish, en señal de respeto.
Elbryan puso su largo palo en posición horizontal delante de él; el elfo correspondió cruzando ante él dos palos más pequeños, réplicas de las ligeras espadas de los elfos.
—Que luches bien —dijo Tallareyish, la frase ritual para iniciar una pelea.
—Y tú también —contestó Elbryan, y se lanzó sobre él, lleno de furia y determinación. Su experiencia había mejorado; así se lo había oído decir a Juraviel, y ahora era la ocasión de ver hasta qué punto.
Empezó con una astuta finta, perforando el aire, simulando dirigir el palo hacia adelante como si fuera a arrollar al diminuto elfo, y entonces se detuvo bruscamente y desvió con fuerza su arma hacia un lado. Tuvo que suponer naturalmente hacia qué lado se giraría el ágil Tallareyish, y, aunque supuso correctamente que el elfo se iría hacia la derecha, su fuerte golpe fue rechazado no una sino tres veces, antes de que ni siquiera pudiese acercarse para dar en el blanco.
Tallareyish contraatacó, y las espadas de madera danzaron y dibujaron ochos en el aire para dispararse de repente hacia adelante con virulencia. Elbryan no podía mirarlas y tratar de reaccionar. Tenía que anticiparse, y así lo hizo, girando con rapidez el palo en el sentido de las agujas del reloj, luego en sentido contrario, de nuevo en el sentido de las agujas del reloj y finalmente otra vez en sentido contrario. Apenas veía los ataques del elfo, pero se consoló al oír los chasquidos producidos al chocar su palo contra los del elfo.
—¡Buen trabajo! —comentó Tallareyish, arreciando el ataque con cada palabra.
Los verdes ojos de Elbryan centellearon de orgullo. No obstante, no perdió la concentración, y supo que tenía que abandonar su posición defensiva. Había pasado muchas horas con Juraviel jugando al juego de los elfos llamado pellell, bastante parecido a una partida de damas de tres filas, y había aprendido bien la importancia de tomar la iniciativa. Hasta aquel momento, Tallareyish lo dominaba a placer, forzaba el ataque, pero Elbryan quería invertir la situación.
Atravesó su volteante palo hacia la derecha en el sentido de las agujas del reloj, luego lo atravesó de nuevo, y aún una tercera vez, y a cada giro deslizaba el pie cada vez más hacia la derecha. Tallareyish se lanzó en pos de él y avanzó un paso con el pie izquierdo. Elbryan se puso tenso.
Otro paso con el pie derecho.
Elbryan tomó el largo palo con ambas manos para detener su giro, y lo lanzó en diagonal hacia la izquierda; luego lo soltó de la mano izquierda, lo apoyó contra la cadera derecha con el codo e hizo un barrido delante de él, con lo que forzó a Tallareyish a ceder un paso hacia el lado y desvió el arma de madera del elfo.
Impaciente, el joven se precipitó a través del espacio ganado, unos pocos pasos más allá del flanco derecho de Tallareyish; luego giró rápidamente agarrando el palo por la parte inferior con ambas manos y volvió a hacer un barrido.
El palo silbó en el aire pero no dio en el blanco, y los ojos de Elbryan expresaron una profunda decepción al ver que Tallareyish había seguido perfectamente su movimiento y había escapado situándose justo detrás de él. Elbryan no se sorprendió, por tanto, cuando los palos del elfo lo alcanzaron, aunque no muy fuerte, en el trasero y en la parte posterior de la rodilla. Casi se le dobló la pierna, pero se las arregló para oscilar sobre sí mismo, al tiempo que su palo todavía volaba en un desesperado y amplio arco.
Tallareyish se agachó para esquivarlo e impelió sus dos armas, tratando de pinchar dos veces la barriga del muchacho, aunque fracasaron ambos ataques. El elfo se abalanzó enfurecido de repente, mientras Elbryan detenía el curso de su palo y con un golpe seco equilibraba la situación: una recuperación magnífica...
... y que podría haber funcionado contra un humano o un trasgo. Tallareyish, sin embargo, se agachó por debajo del palo e incluso consiguió situarse de nuevo frente a Elbryan. El elfo se arrojó de cabeza entre las piernas muy abiertas del joven, que gritó y empezó a darse la vuelta; Tallareyish se irguió detrás de él y lanzó ambos palos sobre los hombros.
Elbryan no pudo acabar de darse la vuelta, y los palos del elfo lo golpearan en los riñones. Las piernas del joven se doblaron a causa del dolor. Continuó el giro, pero ya con una rodilla en el suelo y la visión borrosa, por lo que ni siquiera advirtió que Tallareyish se había movido otra vez.
El siguiente golpe alcanzó al joven en los omóplatos y lo tumbó boca abajo sobre la hierba húmeda.
Elbryan permaneció tumbado durante largo, largo rato, con los ojos cerrados y los pensamientos confusos. ¡Había ido tan lleno de esperanza y había caído tan duramente!
—Buen trabajo —oyó decir encima de él; era la voz de Juraviel.
El joven se puso boca arriba y abrió los ojos. Se sorprendió de que Tallareyish ya no estuviera allí, de que Juraviel aparentemente estuviera hablándole a él y de que, por alguna razón que no acertaba a comprender, estuviera felicitándolo.
—¿Saludas a menudo a los cadáveres? —preguntó sarcásticamente Elbryan, con una mueca de dolor.
Juraviel se limitó a reír.
—Te oí —dijo acusadoramente Elbryan.
El elfo dejó de reír y adoptó una expresión seria, comprendiendo la repentina gravedad y frustración en el tono del joven.
—A ti y a la señora Dasslerond —especificó Elbryan—. Dijisteis que también había progresado mucho en la lucha.
La expresión de Juraviel no cambió apenas, ya que no comprendía adónde quería llegar Elbryan.
—¡Tú dijiste eso! —acusó el joven, frustrado.
—Por supuesto —replicó Juraviel.
—Pero aquí estoy.
Elbryan se puso de rodillas y tiró a un lado el palo, que en aquellos momentos le parecía sólo una pieza de madera sin ninguna utilidad. Consiguió ponerse en pie con esfuerzo, mientras se llevaba la mano al riñón.
—Aquí estás —aceptó Juraviel— luchando mejor de lo que nadie, Tuntun incluida, hubiera creído posible.
—Aquí estoy —lo corrigió inexorablemente Elbryan— escupiendo hierba.
Juraviel se rió con ganas, algo que obviamente no gustó al joven.
—Dos de tres —señaló el elfo.
Elbryan sacudió la cabeza, sin comprender nada.
—Artimañas de Tallareyish —explicó Juraviel—. El ataque entre tus piernas. Sólo funcionan dos de tres intentos; el tercero es un completo desastre.
Elbryan se calmó y consideró aquel punto de vista. No le agradaba su reducida probabilidad —sólo uno de tres—, pero le sorprendió el mero hecho de haber forzado a Tallareyish a emplear una llave tan desesperada, y cualquier llave que tiene razonables posibilidades de ser un completo fracaso lo es.
—Y, de los dos que funcionan, sólo uno consigue un golpe fuerte —prosiguió Juraviel—. Es más, ahora has visto «la inmersión en la sombra», tal como la llamamos, y nunca más te dejarás atrapar por ella.
—Tallareyish estaba preocupado —dijo Elbryan con serenidad.
—Tallareyish estaba casi derrotado —precisó Juraviel—. Ejecutaste la estratagema de tu palo en la cadera a la perfección y no cometiste error alguno en la duración de cada paso. Incluso cuando Tallareyish corrió a situarse detrás de ti se vio forzado a desequilibrarse; esto fue la causa de la escasa contundencia de sus golpes. Tu giro y tus golpes siguientes lo hubieran forzado, como mínimo, a un cuerpo a cuerpo, y ningún elfo desea esta lucha con alguien de tu talla y fuerza.
—Así que se lanzó de cabeza —concluyó Elbryan.
—Ya estaba tambaleándose, en cualquier caso —explicó Juraviel—. Y sólo eso permitió que tu potente golpe pasara por encima de su cabeza. —El elfo soltó una risita—. ¡Si lo hubieras cogido de pleno me temo que Tallareyish todavía estaría tumbado boca abajo en el prado!
Elbryan esbozó una sonrisa. ¡Pensar que casi había ganado! ¡Pensar que había conseguido desequilibrar a uno de aquellos ágiles elfos!
—Cuando al principio empezamos los entrenamientos cualquier elfo de Caer'alfar podía derrotarte con facilidad, sin apenas esfuerzo —le recordó Juraviel—. Nos costaba mucho cada noche encontrarte un rival, pues nadie, salvo Tuntun, quería perder el tiempo peleando contigo.
Elbryan soltó una risa sofocada, sin sorprenderse de que la predecible Tuntun disfrutara con la idea de golpearlo.
—Ahora tus oponentes se seleccionan cuidadosamente, pues te ofrecemos distintos estilos de lucha, precisamente los que creemos que te van a proporcionar retos más difíciles. Has llegado lejos.
—Me queda mucho todavía.
Juraviel no quería discutir aquel punto.
—Escuchaste mi conversación —replicó—. Nuestra señora no estaba exagerando cuando hablaba de tu potencial, joven amigo. Con tu gran fuerza, y el baile de la esgrima de los elfos, podrás medirte con cualquier hombre, con cualquier elfo, con cualquier trasgo, con cualquier fomoriano. Llevas con nosotros cuatro años y una estación. Aún te queda tiempo.
La última frase provocó en Elbryan una extraña sensación. Por supuesto estaba agradecido por aquellas palabras amables y optimistas, y se sentía mejor, mucho mejor, respecto a su derrota frente a Tallareyish. Pero ahora lo inquietaba otra cosa. ¿Qué ocurriría luego? Elbryan había llegado a considerar su vida con los elfos como una situación permanente; se había imaginado que viviría en Andur'Blough Inninness el resto de sus días mortales. La idea de salir del valle encantado, quizá la de volver a convivir con sus semejantes, lo asustaba.
Pero también lo atraía.
De repente el mundo parecía mucho más ancho.
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14
Jilly
Gata Extraviada se quedó más que sorprendida y desconcertada cuando su salvador en potencia entró en el Camino la semana siguiente. En su honor hay que reconocer que el caballero no la abordó de forma directa, ni la miró con malicia ni le hizo comentario alguno que hubiera podido molestarla.
Por su lado, Gata se mantuvo distante y sonrió tímidamente una o dos veces pero casi siempre mirando hacia otro lugar. En parte se alegraba de que el apuesto joven hubiera regresado, pero a la vez se sentía bastante incómoda con la situación. Le faltaba poco para cumplir diecisiete años, había dejado de ser una niña, y a buen seguro el apuesto joven le inspiraba pensamientos inquietantes y perturbadores.
El hombre se marchó pronto y al salir se llevó la mano a la gorra a modo de saludo fijando en Gata sus ojos castaños iluminados con una alegre chispa; la joven se sintió a la vez aliviada e inquieta por el hecho de que aquel segundo encuentro hubiera acabado tan bruscamente. Pero se encogió de hombros y se entregó a sus tareas sin dedicar más tiempo a pensar en el extraño.
La semana siguiente el hombre volvió al Camino.
De nuevo se mostró extremadamente cortés, como un perfecto caballero, y se abstuvo de presionar a Gata para que le ofreciera algo más que un simple saludo. Pero la observó con más atención y, siempre que la joven lo miraba, los ojos de él se cargaban de intensidad.
Sus intenciones se iban haciendo cada vez más evidentes.
Aquella noche, sola en su habitación, a Gata Extraviada le costó trabajo alejarlo de sus pensamientos. Se preguntaba qué sería de su vida en los años venideros, lejos quizá de Pettibwa y Graevis. Se atrevió a imaginar una vida sin tener que trabajar en el Camino de la Amistad, una vida en su propia casa, con sus hijos. Esta idea la llevó indefectiblemente a imágenes de su propia niñez, de su madre...
Gata Extraviada sacudió la cabeza con violencia como si tratara de rechazar tan perturbadores y nebulosos recuerdos. De pronto sus fantasías se transformaron en algo horrible que contrastaba con su vida actual. Su lugar estaba en el Camino, junto a Graevis y Pettibwa. Aquélla era su casa y, aunque todavía no se diera cuenta, aquel lugar era su escudo contra recuerdos demasiado terribles para encararlos.
Pero el joven apuesto volvió a aparecer la noche siguiente y también la semana siguiente, de modo que, como era de esperar, comenzaron a circular rumores de que una camarera le había robado el corazón. Gata Extraviada intentó hacer caso omiso de los rumores y las miradas de soslayo, pero incluso Pettibwa le hizo más de una vez un gesto a Gata con la cabeza en dirección al galán, con una sonrisa socarrona y descarada.
—¿Quieres atender en mi lugar al hombre que está en la mesa junto a la ventana? —le preguntaba a menudo la taimada mujer, que siempre encontraba a mano alguna excusa.
Gata Extraviada no tenía más remedio que acercarse al hombre y preguntarle con frialdad qué le apetecía, dejando muy claro que se refería a comida o bebida. Justo es reconocer que el joven no la acosaba en modo alguno sino que se limitaba a pedir un poco de vino.
A la semana siguiente acudió otra vez a la taberna. Frustrada al parecer por el comportamiento de la joven, Pettibwa fue más directa al insistir en que era Gata quien debía servir al hombre. Aun más desalentador para la joven resultó el hecho de que Pettibwa se ausentara unos instantes del Camino y regresara con Grady.
—Creo que esto está durando demasiado —oyó Gata que la mujer le decía a su hijo. Grady se echó a reír y miró a Gata. Luego se separó de su madre, cogió a Gata de la mano y la arrastró hasta el hombre que se había convertido en un cliente asiduo.
Gata se resistía y tiraba hacia atrás hasta que se dio cuenta de que la mitad de los parroquianos la miraban y se reían, pues habían entendido lo que estaba sucediendo. Entonces se soltó de Grady.
—Bueno, vamos allá —murmuró Gata de mala gana, como si se tratara de un capitán powri que la llevara a la cubierta de su bote barril.
El caballero sonrió al reconocer a Grady.
—Encantado de saludarlo, maese Bildeborough —dijo Grady con una reverencia.
—Igualmente, maese Chilichunk —repuso maese Bildeborough, aunque no se molestó en levantarse y se limitó a saludar con una inclinación de cabeza.
—Creo que ya conoce usted a mi... —Grady intentaba encontrar la palabra adecuada; a Gata, roja como un tomate, le entraron ganas de darle un pescozón.
«... mi hermana —terminó por fin Grady—. Mi hermana adoptiva, claro.
—Claro —asintió Bildeborough—. Es demasiado hermosa para ser tu hermana de sangre.
Grady se mordió los labios, pero sin duda había escaso parecido entre él y Gata Extraviada. La joven era indudablemente muy hermosa, incluso vestida de camarera. Sus cabellos eran largos y dorados, los ojos de un hermoso tono azul sorprendentemente claro, y la piel ligeramente tostada tenía la suavidad de la seda. Todo en ella era armonioso: la nariz, los ojos y la boca perfectamente proporcionados; las piernas y los brazos largos y delgados pero en modo alguno escuálidos. Los andares realzaban su belleza pues caminaba con agilidad y ligereza.
—Se llama Gata Extraviada —dijo Grady mirando a la joven con cierto desprecio—. O al menos es el nombre que le puso mi padre cuando la encontraron.
—¿Eres huérfana? —preguntó Bildeborough en un tono sinceramente compasivo.
Gata asintió y con su expresión indicó al caballero que no insistiera en aquel aspecto; él, naturalmente, obedeció.
—Gata —continuó Grady—, te presento a maese Connor Bildeborough de Chasewind Manor. El padre de maese Bildeborough es hermano del barón Bildeborough, que gobierna las tierras que están más allá del condado de Palmaris, el tercero por debajo del duque, y ambos por debajo del mismísimo rey.
Gata sabía que debía mostrarse más impresionada, pero la verdad era que nunca le habían importado las cuestiones relativas a la alta sociedad. Le sonrió al hombre —cosa que ya era mucho en ella—, y él le devolvió la sonrisa.
—Te agradezco que me hayas presentado —dijo Connor a Grady en un tono que era una invitación a que se marchara. Grady ardía en deseos de hacerlo y al pasar detrás de la joven prácticamente la empujó al regazo del hombre. Luego hizo una leve reverencia y se alejó a toda prisa dedicando a su madre una amplia sonrisa.
Gata dio un paso atrás, echó una mirada por encima del hombro y se recompuso el vestido. Sabía que estaba muy sonrojada y se sentía una completa imbécil, pero Connor Bildeborough no era un novato en el arte del cortejo.
—Durante todas estas semanas he venido al Camino de la Amistad con la esperanza de que estuvieras otra vez en peligro —dijo cogiendo a Gata totalmente desprevenida.
—Vaya un deseo —replicó la joven con sarcasmo.
—Bueno, solamente quería demostrar que me complacería mucho salvarte.
Gata no pudo reprimir una mueca. A su orgullo no le agradaban aquellos aires de superioridad —ella no había pensado jamás que necesitara ayuda—, pero de nuevo logró controlar su instinto defensivo repitiéndose a sí misma que aquel hombre en verdad no pretendía hacerle daño alguno.
—¿No se supone que es así como debe ocurrir? —preguntó Connor en tono risueño; echó la mitad del vino en un vaso vacío que había en la mesa y tendió a Gata el otro del que todavía no había bebido—. ¿La joven damisela raptada por desalmados, salvada por el galante héroe?
Gata no pudo descifrar el tono de sus palabras, pero estaba casi segura de que no había burla en ellas.
—Bobadas —siguió diciendo Connor—. Quizá vine con la esperanza de meterme en algún apuro, por así decirlo, para que tú pudieras salvarme.
—¿Y por qué tendría yo que hacerlo?
Gata apenas podía creer que hubiese pronunciado tales palabras, pero su terror se desvaneció al ver que Connor se echaba a reír de buena gana.
—Es verdad, ¿por qué? —dijo—. Al fin y al cabo, llegué un poco tarde para librarte de los tres hombres que te siguieron, y, como te dije aquella noche, creo que ellos necesitaban más ayuda que tú.
—¿Te estás burlando de mí?
—Estoy expresándote mi admiración, señorita —replicó Connor con cierta vacilación.
—¿Tengo que desmayarme, entonces? —preguntó Gata cada vez más descarada y sarcástica—. ¿Debería salir corriendo del Camino en busca de dos pícaros complacientes para satisfacer tu orgullo?
El hombre se echó a reír otra vez con ganas, y Gata se sorprendió coreando sus carcajadas.
—Tienes mucho sentido del humor —comentó Connor—. ¡No hay duda de que tienes algo de un poni salvaje!
La risa de Gata se apagó en cuanto oyó la comparación. Algo que no podía comprender se revolvió en su interior luchando por salir al exterior.
—Lo siento —se apresuró a disculparse Connor—. No quería ofenderte.
Gata quiso decir que no la había ofendido en absoluto, pero no podía articular palabra.
—Te aseguro de corazón que mi comentario no se refería en modo alguno a tu virtud, que no me atrevería a poner en cuestión —siguió diciendo Connor con sinceridad.
Gata hizo un gesto de asentimiento y esbozó una sonrisa.
—Tengo trabajo... —empezó a decir.
—¿Te apetecería dar un paseo cuando hayas terminado? —se atrevió a preguntar Connor—. He tardado varias semanas, más de un mes, en enterarme de cómo te llamas. ¿Te apetecería dar un paseo?
Gata no supo qué contestar.
—Tengo que pedirle permiso a Pettibwa —repuso para ganar tiempo.
—Voy a asegurarle que soy digno de confianza —aseveró Connor al tiempo que hacía amago de levantarse.
Gata lo detuvo apoyando una mano en su hombro, y el joven pareció sorprenderse de su fuerza.
—No hace falta —le aseguró—. No hace falta.
Le sonrió, dejó ante él el vaso de vino que no había probado y se marchó.
—¡A fe mía que es guapo! —exclamó Pettibwa cuando poco después Gata se reunió con ella en la pequeña cocina que había tras el mostrador. La mujer palmoteó con sus gordezuelas manos sonriendo de oreja a oreja; luego palmoteó otra vez y dio a Gata un vigoroso abrazo.
—No me había dado cuenta —contestó Gata fríamente, sin corresponder al abrazo y tratando de mantener el rostro inexpresivo.
Sin soltarla, Pettibwa se apartó a la distancia que le permitían los brazos, y la observó con curiosidad.
—¿No?
—Me has puesto en un aprieto.
—¿Yo? —exclamó con aire inocente Pettibwa—. Hija mía, si por ti hubiera sido, nunca habrías encontrado a alguien apropiado. ¿Por qué actúas como si todos los hombres fueran malos? —Le guiñó un ojo con picardía—. No me vayas a decir ahora que no has sentido una agradable sensación en la barriga y una especie de hormigueo, cuando mirabas a maese Bildeborough.
Gata se sonrojó; era la confirmación que Pettibwa necesitaba.
—No hay por qué avergonzarse —le dijo la mujer—. Es lo más natural del mundo.
Con un dedo tiró del escote del vestido de Gata hacia abajo y sacudió la mano para que los pechos de la joven zangolotearan.
—Y ¿para qué te crees que sirven éstos? —preguntó con sorna.
Los ojos de Gata expresaron auténtico horror.
—Para que los toquen los hombres y los niños se alimenten —dijo la mujer con un guiño—. ¡Y no se puede tener lo segundo sin lo primero!
—¡Pettibwa!
—¡Vamos! —volvió a la carga Pettibwa—. Estoy segura de que lo encuentras guapo, ¿y quién no? Y bien educado; y además nada en oro. ¡Sobrino del mismísimo barón! Grady lo pone por las nubes, y tú sabes que, según cuenta Grady, ese hombre pone por las nubes a Gata Extraviada. Seguro que cuando te mira le brillan los ojos y sus pantalones se...
—¡Pettibwa!
La mujer soltó una sonora carcajada, y Gata aprovechó esa interrupción en la conversación para considerar sus palabras. Grady tenía mucho interés en aquel asunto, según decía Pettibwa, pero Gata sabía que eso tenía poco que ver con la conducta de su aspirante a pretendiente. Si ella se relacionaba con un noble, la ganancia de Grady sería el doble. En primer lugar, gozaría del prestigio de relacionarse con la nobleza y le abrirían las puertas a todos los acontecimientos sociales importantes; pero, sobre todo, con las necesidades de Gata cubiertas por un dinero ajeno, ella no reclamaría parte alguna en el lucrativo Camino de la Amistad.
Así pues el entusiasmo de Grady por ese enlace tenía escaso peso ante los ojos de Gata, pero la euforia de Pettibwa era demasiado grande para no tomarla en cuenta. Pese a sus descaradas palabras, era evidente para Gata que a su madre adoptiva le encantaba la perspectiva de que la cortejara una persona tan influyente y elegante como maese Connor Bildeborough de Chasewind Manor.
Pero ¿qué pensaba Gata? Ésa era la verdadera cuestión, lo único que en verdad importaba, pero la joven no podía clarificar sus pensamientos en aquellas condiciones, mientras Pettibwa reía con más alegría que nunca.
—Me ha pedido que vaya a dar un paseo con él cuando haya acabado mi trabajo —admitió Gata.
—Pues ve —dijo Pettibwa—. Y, si quiere besarte, deja que lo haga —añadió dándole unas palmaditas en la mejilla.
»Pero éstos —añadió tirándole de nuevo del escote y zarandeando los pechos de Gata otra vez—, éstos tendrán que esperar un poco.
Gata se sonrojó otra vez y desvió la mirada intentando no mirar hacia abajo. Los pechos se le habían desarrollado tarde, con dieciséis años bien cumplidos, y, aunque a ojos de cualquiera eso sólo había servido para aumentar su belleza y su atractivo, ella se sentía incómoda con ellos. Representaban otro aspecto de la muchacha, el aspecto femenino, sensual y sexual; un aspecto que el espíritu libre y adolescente de Gata no estaba aún preparado para admitir. Graevis acostumbraba luchar con ella y la había ayudado a desarrollar su habilidad en las artes marciales; pero, cuando los pechos le crecieron, el hombre dejó de hacerlo. Era como si hubiesen levantado un muro entre Gata y su querido padre adoptivo, como si fuesen una señal de que ella había dejado de ser su niña.
En verdad, Gata no había sido nunca «su niña». Su padre había sido otro hombre, en un lugar muy lejano, en un lugar que Gata no podía recordar.
Todavía no estaba preparada para crecer, por lo menos no en todos los aspectos.
Y, sin embargo, no podía desdeñar los requerimientos del apuesto Bildeborough si no quería romper el corazón de Pettibwa.
Por tanto salió con él de paseo y realmente lo pasó muy bien, pues comprobó que era tan agradable hablar con Connor como mirarlo. El hombre dejó que ella llevara la voz cantante y que la conversación siguiera los derroteros que ella escogía, evitando cuidadosamente plantearle preguntas demasiado personales. Ella le contó solamente que no era hija de los Chilichunk, sino que la habían adoptado en un pueblo lejano que, según decía Graevis, se llamaba Pradera de Mala Hierba.
—¿Has oído alguna vez un nombre tan absurdo? —le preguntó un tanto avergonzada.
Luego continuó explicándole que no sabía dónde había vivido hasta aquel momento y que no sabía quién era su familia ni su nombre verdadero.
Connor la acompañó hasta la puerta trasera del Camino de la Amistad. No intentó besarla, ni siquiera en la cara; se limitó a cogerle la mano y a llevársela a los labios.
—Volveré —le prometió— pero sólo si así lo deseas.
Antes de que ella pudiera considerar la cuestión y sus implicaciones, se sintió hipnotizada por la forma como las pestañas del joven se cerraban sobre sus hermosos ojos castaños. Era alto —aproximadamente uno ochenta y cinco— y delgado, pero su cuerpo era fuerte y musculoso. Cuando le rozó suavemente el brazo, la asaltó una extraña emoción, un sentimiento vagamente familiar que no había experimentado desde hacía varios años.
—¿Puedo volver, Gata? —preguntó él.
—No —repuso ella, y el rostro de Connor se ensombreció—. Gata no —se apresuró a añadir con una curiosa expresión en la cara—, Jilly.
—¿Jilly?
—O Jill —replicó la joven, que parecía sinceramente confusa—. Jill. Jill, no Gata. Me llamaban Jill.
Su excitación iba en aumento a cada palabra, y también la de Connor.
—¡Tu nombre! —exclamó—. ¡Has recordado tu nombre!
—Gata no; nunca más —dijo Jill en tono firme—. Me llamo Jilly, Jill. ¡Estoy segura!
Entonces él le dio un beso fugaz en los labios, pero retrocedió al punto como disculpándose, como dándole a entender que había sido un impulso involuntario, una consecuencia de su repentina alegría.
Jill no dijo palabra.
—Debes decírselo enseguida a Pettibwa —le aconsejó Connor señalándole con la barbilla la puerta que quedaba detrás de la joven—, aunque me fastidia mucho tener que dejarte ahora.
Jill asintió e hizo ademán de entrar, pero Connor la cogió por los hombros y la obligó a mirarlo.
—¿Puedo volver al Camino de la Amistad? —le preguntó con aire grave.
Jill pensó en contestarle cortésmente que la taberna era un local público, pero se mordió la lengua y se limitó a asentir sonriéndole con amabilidad. Luego siguió un momento tenso, pues Jill —y probablemente también Connor— no sabía si intentaría besarla otra vez.
No lo hizo. Tomó su mano entre las suyas y se la apretó con efusión; luego dio media vuelta y se alejó.
Jill no supo si alegrarse o no de semejante despedida.
Pettibwa recibió las noticias con sincera alegría; Jill tenía miedo de que la mujer se sintiera herida por el hecho de que ella se hubiera desembarazado del nombre que Graevis le había puesto. Pero sucedió todo lo contrario; Pettibwa reaccionó con lágrimas de alegría.
—No era adecuado seguir llamándote Gata cuando has dejado de ser una niña —dijo echándosele encima y abrazándola tan fuerte que la joven apenas pudo impedir que ambas cayeran al suelo.
Jill se acostó aquella noche llena de cálidas sensaciones, algunas agradables, otras demasiado intensas, demasiado inquietantes e incomprensibles. Sus pensamientos iban y venían entre el descubrimiento de su nombre verdadero y su vivencia con Connor. ¡Cuántas cosas habían ocurrido en una sola noche! Muchas emociones y recuerdos habían aflorado a la superficie. Ahora sabía cómo se llamaba: Jill, aunque sabía que casi siempre la llamaban Jilly.
¡Y aquella sensación que había experimentado cuando Connor estaba tan cerca de ella! ¿Cómo podía sudar tanto en una noche tan fría?
También aquella sensación parecía evocar algo del pasado, algo magnífico y terrorífico a la vez.
Se sentía incapaz de identificarlo y no lo intentó. Ahora ya sabía su nombre y sospechaba que aquel simple hecho comenzaría a despertar en ella otros recuerdos. Y así, turbada por un verdadero revoltijo de emociones, excitada por la confusión propia de la juventud, mezcla de temor y calidez, de felicidad y terror, la joven, que había dejado de llamarse Gata Extraviada, se quedó dormida en medio del más dulce de los sueños y de la más espantosa de las pesadillas.
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15
La señorita Pippin
Muy pronto dejaron de avistar tierra. El barco se balanceaba en un fuerte oleaje y en un aroma tan espeso que Avelyn sentía como si pudiera flotar encima de él. No tenían un minuto libre, comprobando y volviendo a comprobar cabos y ajustando jarcias, pues hacía varios años que el Corredor del Viento no había estado en alta mar y el capitán Adjonas estaba visiblemente nervioso. El viejo Bunkus Smealy parecía encontrar gusto en mandar a los monjes cualquier tarea especialmente peligrosa.
Pero el viejo lobo de mar no podía imaginar el nivel de entrenamiento físico que aquellos cuatro hombres habían conseguido. Mandó a Quintall y Thagraine a lo alto de la verga del palo mayor, y allí subieron los dos, más rápidos que cualquier tripulante del Corredor del Viento. Smealy los envió al extremo de la verga y ellos lo alcanzaron con facilidad; se colgaron de ella pasando una mano por encima de la otra, ajustaron las jarcias y luego se deslizaron hacia abajo por las cuerdas hasta posarse en la cubierta justo al lado del segundo de a bordo.
—Bien, lo que tenéis que hacer ahora... —empezó Smealy, pero Quintall lo cortó con firmeza.
—Tenga cuidado maese Smealy —dijo con toda calma el monje—. Nosotros formamos parte de la tripulación y, como tales, trabajaremos... —hizo una pausa, mirando fijamente al hombre. Eran aproximadamente de la misma estatura, pero Quintall pesaba casi veintitrés kilos más por la enorme fortaleza de sus músculos— ... como la tripulación trabaja —finalizó Quintall con solemnidad—. Si tiene intención de hacer trabajar a los monjes de Saint Mere Abelle más de lo que exige a una tripulación normal, váyase haciendo a la idea de que alguien irá a parar al agua.
Smealy miró de soslayo quizá durante una docena de veces en los siguientes segundos y con una mano se rascó con fuerza el cabello gris —para matar algunos piojos, pensó Avelyn—. El hombrecillo, inquieto, miró al otro lado de la cubierta despejada, hacia la alta y regia figura del capitán Adjonas.
Quintall sospechó que a lo mejor él y los otros hermanos tendrían que pelear muy pronto, pero estaba dispuesto. Tenía que establecer enseguida las reglas vigentes en tierra o aquél sería, por descontado, un viaje largo y peligroso. Era el barco de Adjonas, cosa que Quintall no cuestionaba, pero la abadía había pagado lo debido por aquella travesía y los hermanos no habían sido llevados a bordo como esclavos.
Para alivio de los monjes —aunque Quintall sintió una ligera decepción—, Adjonas lo saludó llevándose la mano al sombrero y asintió con una ligera inclinación de cabeza, una clara señal de respeto.
Quintall miró con ceño a Smealy. El viejo lobo de mar temblaba de frustración y lanzó un vistazo a cada uno de los cuatro monjes; masculló algo ininteligible y luego se fue rabiando, para descargar su cólera contra el primer tripulante que encontró.
—Te la jugaste —observó Pellimar.
Quintall asintió con la cabeza.
—¿Queríais que nos trataran como ganado? —preguntó—. Habríamos muerto todos incluso antes de llegar a Pimaninicuit —gruñó y se dispuso a marcharse.
—No todos, quizá —observó Thagraine. Quintall se detuvo en seco.
Avelyn y Pellimar contuvieron el aliento ante aquellas duras palabras. Tanto Avelyn como Thagraine eran conscientes de que los monjes seguían sintiendo celos de la pareja que desembarcaría en Pimaninicuit.
Quintall se giró despacio y, en dos largas zancadas, se plantó delante de Thagraine.
—Podrías haberte caído del mástil —dijo de modo terminante, y su tono hizo que su frase sonara como una amenaza—. Y entonces habría sido yo quien hubiera bajado a tierra.
—Pero no me caí.
—Y yo no te empujé —declaró Quintall—. Tú has cumplido con tu deber y yo con el mío. Quiero que vayáis a Pimaninicuit. —Echó un vistazo para ver la expresión de Avelyn—. Los dos; y, si el capitán Adjonas o Bunkus Smealy o cualquier otro a bordo del Corredor del Viento piensan de otro modo, tendrán que vérselas con Quintall.
—Y con Pellimar —añadió el cuarto monje.
—Y con Thagraine —dijo el hombre sonriendo.
—Y con Avelyn —se sintió impelido a añadir Avelyn.
La unión fue inmediata y segura: los cuatro monjes habían dejado a un lado sus cuitas personales ante la perspectiva de enemigos potencialmente más peligrosos. Avelyn, que había trabajado codo a codo con Quintall durante más de cuatro años, consideró que podía confiar por completo en aquel hombre. Miró a Thagraine, a quien el destino había convertido en su más fiable aliado, y sonrió al observar que aquel hombre y Pellimar, que habían estado juntos un año más que él y Quintall, estrechaban sus muñecas y se miraban fijamente a los ojos.
Era sin duda un buen comienzo.
No vieron tierra durante tres días; el Corredor del Viento llevaba rumbo directo hacia el sudeste del golfo de Corona, el extremo norte de la región conocida como el Brazo de Mantis. Vieron una luz después del anochecer del tercer día, lejos, hacia el sur, pero obviamente por encima del nivel del agua.
—Pireth Tulme —explicó el capitán a sus huéspedes—. El puesto de los guardianes de la costa.
—Sea lo que sea, es bueno volver a ver algún signo de tierra —comentó Pellimar.
—Lo veréis a menudo durante las dos próximas semanas —replicó Adjonas—. Navegaremos a lo largo del Brazo de Mantis, cerca de la costa; luego iremos mar adentro en línea recta hacia Puerto Libre y Entel.
—¿Y después? —la voz de Pellimar estaba llena de impaciencia.
—Después sólo habremos empezado —indicó Quintall con firmeza.
El robusto monje conocía la ruta mejor que sus tres compañeros, gracias a su formación particular con maese Siherton. Los peligros del viaje eran muchos, pero quizás el más destacable entre todos ellos era el psicológico. Pellimar parecía demasiado impaciente, al creer que Pimaninicuit estaba muy cerca de Entel, porque en realidad el Corredor del Viento probablemente tardaría casi cuatro meses en llegar a la isla, y eso contando con vientos favorables. Y, aun cuando llegaran antes a Pimaninicuit, pasarían varios días dando vueltas a la isla, esperando el día de la lluvia de piedras.
—Después tomaremos rumbo más hacia el sur —contestó el capitán Adjonas.
—¿Veremos tierra? —preguntó Pellimar.
—La única tierra que veríamos sería la costa de Behren —repuso Adjonas burlándose de tan absurda idea.
—No estamos en guerra con Behren —se apresuró a recordar Pellimar.
—Pero el reino del sur tiene poco control sobre sus corsarios —explicó Adjonas—. Avistar tierra significaría estar a la vista de los piratas. —Soltó un bufido e hizo amago de marcharse, pero se detuvo, se giró y les hizo una seña.
Los cuatro se dispusieron a seguirlo.
—Sólo tú —dijo Adjonas señalando a Quintall.
El robusto hombre siguió al capitán hasta sus camarotes privados, dejando a los tres compañeros llenos de curiosidad en la cubierta, con el frío, el viento húmedo y la lejana luz de Pireth Tulme.
Quintall regresó mucho después aquella tarde al pequeño camarote bajo cubierta que ellos llamaban su casa. Había algo misterioso en su sonrisa, observó Avelyn, algo fuera de lugar.
Quintall cogió a Thagraine del brazo y lo condujo fuera del cubículo; luego el robusto hombre regresó solo.
—¿Dónde? —preguntó Pellimar.
—Pronto sabrás lo suficiente —replicó Quintall—. Creo que con dos basta por una noche.
Se fue a su litera, mientras Pellimar y Avelyn intercambiaban encogimientos de hombros de ignorancia. Su curiosidad iba en aumento, mientras Quintall no dejaba de reír entre dientes, hasta que cayó en un sueño profundo y sonoro.
Al día siguiente, en cubierta, Thagraine también reía entre dientes. Avelyn ni tan sólo estaba seguro de que el hombre hubiera vuelto al camarote la noche anterior, y, por supuesto, su mirada era ojerosa pero no precisamente disgustada. Avelyn se despreocupó de todo aquello. Aparentemente el secreto de Quintall y Thagraine no representaba ninguna amenaza, por lo que, se tratara de lo que se tratara, en realidad no debía de tener importancia. Avelyn tenía que cumplir con su deber y legua a legua se iba acercando a su objetivo.
Pellimar, sin embargo, no era tan paciente. Hostigaba a Quintall sin parar y, cuando vio que pinchaba en hueso con el robusto monje, recurrió a su viejo amigo. Al fin, después de que el reluciente sol alcanzara su cenit, Quintall y Thagraine intercambiaron inclinaciones de cabeza.
—La ceremonia de la necesidad —explicó Quintall con una sonrisa burlona, una sonrisa más bien obscena, pensó Avelyn.
—Una hermosa ceremonia —añadió Thagraine—. No demasiado difícil de negociar, diría yo.
Avelyn frunció el entrecejo, tratando vanamente de descifrar la críptica charla.
—No aquí. —Pellimar suspiró esperanzado, habiéndose al parecer imaginado de qué trataba el asunto. Avelyn lo miró buscando alguna pista.
—Sólo para el capitán Adjonas —explicó Quintall— y para nosotros cuatro, que nos hemos ganado su respeto.
—¡Entonces no será un viaje tan largo! —gritó Pellimar—. ¡Dirigidme!
—Pero tú tienes que afianzar aparejos —bromeó Thagraine.
—Y trabajaré lo mejor que pueda después de...
—La ceremonia de la necesidad —dijeron juntos Quintall y Thagraine, riendo. Quintall inclinó la cabeza en señal de aprobación, y Thagraine se llevó al impaciente Pellimar.
—¿De qué estáis hablando? —preguntó Avelyn.
—Pobre Avelyn querido —lo reprendió Quintall—. Siempre cobijado en los brazos de su madre, nunca ha oído nada de tales tesoros.
Quintall no iba a decir nada más sobre ello, y dejó a Avelyn frustrado para el resto de la tarde. Avelyn decidió resueltamente que no preguntaría nada más, que superaría su curiosidad por considerarla una debilidad.
Aquella disciplina duró hasta la cena de los cuatro, un tazón de grumosas y templadas gachas de avena, en el estrecho espacio de su habitación, cuando Quintall habló de hacer la primera guardia.
—Nosotros no hacemos guardias —protestó Avelyn—. Es trabajo de la tripulación ordinaria.
El monje no quería ciertamente hacer una guardia nocturna en cubierta, pues había empezado a llover intensamente e incluso el maloliente y húmedo camarote era preferible a recorrer las cubiertas resbaladizas o —peor aun— a subir a los mástiles.
—Me pido la segunda —dijo con rapidez Thagraine, para desesperación de Pellimar.
—No temas —dijo Quintall a Pellimar—, pues estoy seguro de que la guardia de Thagraine no durará mucho.
Ambos se echaron a reír sonoramente de la ocurrencia, obviamente a expensas de Thagraine.
Avelyn empujó su bandeja hacia adelante con energía, molesto por haber quedado fuera del pequeño secreto. Sin embargo, hasta que Quintall se hubo marchado, no pudo conseguir la pista que necesitaba.
—Está buena —comentó Pellimar sin venir a cuento en absoluto.
El rostro de Thagraine mostraba contrariedad cuando éste se volvió hacia Avelyn; ello le dio un indicio de lo que se le acababa de escapar a Pellimar.
—¿Buena? —preguntó Avelyn.
—La puta del barco —aclaró Thagraine, mirando con ceño a Pellimar—. Creo que tu guardia, hermano Pellimar, será precisamente la cuarta.
—La tercera —insistió Pellimar—. ¡Si Avelyn desea montar esta noche, puede esperar a que yo acabe!
El hermano Avelyn se sentó de nuevo, desbordado por completo. ¿La puta del barco? ¿La ceremonia de la necesidad? Las manos se le pusieron frías y húmedas más de puro miedo que de excitación. Nunca habría esperado algo semejante; no podía comprender que sus compañeros, en el viaje más importante de su vida aunque vivieran un siglo, cedieran a tan bajos instintos.
—Supongo que no te has ofendido —le espetó Thagraine—. Vaya, entonces se trata de puro embarazo. Querido Pellimar, creo que nuestro compañero aquí presente nunca ha montado a una mujer.
¿Montar a una mujer? La imagen grosera hirió la sensibilidad de Avelyn. Que sus compañeros monjes hablaran de algo tan sagrado como el amor en términos tan crudos lo sorprendió y lo ofendió.
No dijo nada, no obstante, por miedo a cometer una tontería. Avelyn comprendió que podía perder no poco del respeto que los otros tres le tenían, y que cualquier fallo le costaría caro mientras transcurrían lentamente las semanas a bordo del Corredor del Viento.
—Ve tú después de Thagraine —le dijo a Pellimar, tratando de mantener su voz lo más firme posible—. Yo esperaré otra ocasión.
Se volvió para tumbarse en su litera, sintiendo cómo se clavaba en él la mirada inquisitiva de Thagraine. A los ojos de los demás, la situación ponía en cuestión su virilidad, advirtió Avelyn, era una prueba que no podía fallar. Perder completamente el respeto de Thagraine o de cualquiera de los otros podía comprometerlo todo. Al fin y al cabo, se habían previsto suplentes para desembarcar en Pimaninicuit, y Quintall, tan fuerte y viril, Quintall, sin duda experto en las artes del amor, Quintall, que probablemente visitaría a aquella mujer diariamente por lo menos, era el siguiente en la lista para bajar a tierra en la isla.
Pero la simple idea de ir a ver a la mujer aterrorizaba a Avelyn. La impresión de Thagraine acerca de su experiencia sexual era acertada. Había dedicado toda su vida adulta a los estudios; no había tenido tiempo para semejantes diversiones. Intentó alejar aquellos pensamientos de su mente y encontrar cierto solaz en el sueño, pero experimentó un sobresalto cuando Thagraine y Pellimar empezaron a hablar en términos bastante familiares acerca de una sirvienta y dos marmitones de la abadía.
—Más experta que cualquiera de ellas —aseguró Thagraine a Pellimar, hablando de la mujer del barco.
—Sí, pero la más joven... —arguyó Pellimar; su voz era casi un deseo—. Bien deLouisa era su nombre, ¿no?
A Avelyn se le revolvió el estómago; conocía a aquella mujer, casi una chiquilla. Trabajaba en la cocina de Saint Mere Abelle, una guapa joven de pelo negro y ojos oscuros y misteriosos.
¡Y ahora sus dos compañeros hermanos estaban comparando su técnica en hacer el amor!
Avelyn casi se quedó sin aliento. ¿Tan ciego había estado hasta entonces? Ni siquiera había sospechado que algo tan sórdido pudiera ocurrir jamás en Saint Mere Abelle.
Aquella noche no durmió bien.
El tiempo estuvo revuelto durante varios días; afortunadamente, en opinión de Avelyn, pues él y sus compañeros estuvieron muy ocupados atendiendo a los aparejos —una tarea peligrosa aunque emocionante con vientos racheados—, arrastrándose bajo cubierta a oscuras, comprobando vías de agua en el casco; en un momento dado, incluso acarrearon cubos para achicar agua.
El duro plan de trabajo, no obstante, permitió a Avelyn plantearse sus problemas más personales. Sabía lo que se esperaba de él —los otros tres consideraban la sexualidad como una prueba de virilidad— y, hasta cierto punto, al menos, incluso estaba intrigado. Pero por encima de todo se sentía aterrorizado. Nunca había estado con una mujer en tal situación y no sabía cómo reaccionaría. Cada vez que pasaba por la puerta del camarote, un pequeño cuarto justo detrás de los aposentos del capitán Adjonas, temblaba.
Cada noche su sueño era espasmódico; se agitaba y daba más vueltas que el Corredor del Viento con las olas embravecidas. Todos sus sueños giraban alrededor de aquel singular y creciente temor. Empezó a entrever monstruos detrás de aquella puerta, una horrible caricatura de una mujer, o incluso de su madre, que le sonreía impúdicamente cuando él entraba, ansiosa por destruir sus sentimientos más elevados, por robarle su espiritualidad más profunda. Pero aquellas pesadillas no eran tan simples, pues los instintos de Avelyn, más bajos que cualesquiera que él se hubiera permitido sentir jamás, a menudo lo llevaban a atacar a la hembra diabólica tan fieramente como ella lo atacaba a él, con agarrones y patadas, con mordiscos furiosos, con pasión incontrolable. Se despertaba siempre empapado en sudor frío, y una vez incluso se encontró en una situación todavía menos cómoda.
Tenía que ocurrir; el tiempo mejoró. El Corredor del Viento se deslizaba con facilidad sobre las aguas tranquilas; hacia el oeste, la parte sur de la costa del Brazo de Mantis era un borroso contorno gris. Los cuatro monjes estaban en cubierta cuando Bunkus Smealy les informó que no tendrían obligaciones durante aquel día, que podían ocuparse de sus cosas.
—Ya sé que tenéis que rezar un poco para poneros al día —dijo el viejo lobo de mar, haciendo un guiño obsceno a Quintall—. Rezad una plegaria por mí, si sois tan amables.
—Una por cada hombre del barco —siguió la broma Thagraine, lo que hizo que Smealy se desternillara de risa. El viejo se alejó despacio con andares patizambos.
»Incluso podría realizar una sesión de ejercicios matutinos —añadió alegremente Thagraine cuando se quedaron solos. Se frotó las manos y se dirigió hacia popa.
Quintall lo agarró por el hombro.
—Aguarda —dijo el robusto hombre; Thagraine se giró para mirarlo—. Todos nosotros hemos degustado las dulzuras de la señorita Pippin —explicó Quintall—, excepto nuestro hermano Avelyn.
Tres pares de ojos se clavaron en el joven monje, que se sintió empequeñecer.
—Ve tú —propuso nervioso el joven monje a Thagraine, antes de haber considerado mínimamente sus alternativas—. Estoy fatigado por estos días de tormenta.
—¡Un momento! —dijo Quintall enérgicamente, deteniendo a Thagraine antes de que hubiera dado un solo paso—. ¿Entonces vas a unirte a los barrileros? —preguntó Quintall dirigiéndose a Avelyn.
Los ojos de Avelyn se llenaron de curiosidad. Había oído antes aquel término, y sabía que Quintall y los demás lo utilizaban con los marineros ordinarios, pero no tenía ni idea de su significado. El hecho de oírlo, empleado obviamente en un contexto sexual, incrementó aun más la confusión del pobre Avelyn.
—Sí —observó Quintall con calma—, podría ser más de tu gusto.
Thagraine y Pellimar rieron entre dientes; Avelyn notó que habían tratado de sofocar la risa, lo cual era por lo menos un detalle compasivo hacia él.
—No sé de qué me estás hablando, hermano Quintall —replicó con franqueza, apretando las mandíbulas—. Quizá podrías explicarme qué quiere decir «barrilero».
Aquello provocó un sonoro bufido de Pellimar; Thagraine le dio un fuerte codazo.
Avelyn puso cara de disgusto e incredulidad; ver a otros miembros de su orden comportándose de una forma tan... infantil —era la única palabra que pudo encontrar para describirlo— lo apenaba mucho.
—¿Ves ese barril? —preguntó alegremente Quintall, señalando a través de la cubierta despejada hacia un solitario barrilete.
Avelyn asintió con gravedad, nada contento con el cariz que tomaban las cosas.
—Tiene un pequeño agujero en un lado —prosiguió Quintall— para aquellos que no pueden utilizar a una mujer.
Avelyn respiró profundamente, intentando calmar su creciente enfado.
—Por supuesto, tendrás que pagar por tu cita nocturna —finalizó Quintall.
—¡La noche que estarás dentro del barril! —aulló Thagraine, y los tres estallaron en carcajadas.
Avelyn no veía absolutamente nada gracioso en aquella broma ridícula, ni tampoco los escasos miembros de la tripulación que estaban lo bastante cerca como para oír los insultos. Para Avelyn se trataba de la misión más sagrada, la más importante obligación de la iglesia abellicana, y profanarla de aquella manera, permitiéndose una orgía a bordo, era seguramente blasfemo.
—El padre abad Markwart dio el visto bueno a la mujer —dijo Quintall de repente, con severidad, como si hubiera leído los pensamientos de Avelyn, una hazaña no demasiado difícil habida cuenta de la expresión agria del hombre—. En su sabiduría, conoce la dureza de los días a bordo durante estos viajes y quiere que lleguemos a Pimaninicuit sanos de mente y cuerpo.
—¿Y de alma? —preguntó Avelyn, pero Quintall soltó un bufido ante tal cuestión.
—La elección es tuya —finalizó Quintall.
Avelyn no lo creía así, en absoluto. Lo habían invitado al banquete, por así decirlo. Sus actos ahora tendrían serias consecuencias que afectarían a las futuras relaciones con los tres compañeros. Si no lo respetaban, no podía esperar de ellos lealtad y, dado el creciente nivel de celos entre los cuatro desde que habían sido elegidos Preparadores...
Avelyn dio un paso audaz, interponiéndose entre Quintall y Thagraine. El robusto hombre retrocedió de buen grado, con una sonrisa satisfecha en su atezado rostro —aun más oscuro por una barba de una semana—, pero Thagraine avanzó su brazo para detener a Avelyn.
—Después de mí —dijo el monje con firmeza.
Demasiado enojado para discutir, Avelyn deslizó el brazo por debajo del de Thagraine, después lo disparó hacia arriba y pegó un brusco tirón para hacerle perder el equilibrio. Entonces se soltó y se lanzó contra las piernas de Thagraine y lo dejó tumbado cuan largo era sobre la cubierta. Como no deseaba continuar la pelea, Avelyn se levantó y se fue antes de que el monje caído pudiera responder.
Lo siguió la risa de Quintall.
El capitán Adjonas salió de su habitación mientras Avelyn se acercaba. Miró al aturdido monje y luego, a través de la cubierta, a los otros tres. Su sonrisa burlona hablaba por sí misma cuando volvió a mirar a Avelyn; simplemente se llevó la mano al gran sombrero de plumas y continuó su camino.
Avelyn no se volvió. Se detuvo en la puerta del cuarto de estar y levantó la mano para llamar; luego pensó que era totalmente ridículo y entró directamente.
La cogió por sorpresa, sin nada encima más que una sucia camisa de dormir. Pegó un salto cuando él entró bruscamente, y se cubrió con la ropa de cama tirando de ésta hacia arriba.
No era lo que Avelyn esperaba, y ciertamente en nada se parecía al monstruo de sus sueños. Era más joven que él, probablemente de no más de veinte o veintiún años, de cabello negro y largo, y ojos azules que ya hacía tiempo que habían perdido la viveza. Su cara parecía diminuta enmarcada por su abundante cabellera; pero era mona, si no guapa, y tenía el cuerpo pequeño y esbelto. Avelyn imaginó que aquella delgadez se debía a falta de comida y no al empeño de ser elegante.
La joven miró a Avelyn con curiosidad y su miedo se desvaneció enseguida.
—Uno de los monjes, ¿no? —preguntó con voz gutural—. Dijo que serían cuatro, pero creía que los había visto a todos... —Hizo una pausa y sacudió la cabeza, aparentemente confusa.
Avelyn tragó saliva con fuerza; sus parejas le eran tan indiferentes que ni tan sólo sabía cuántos la habían visitado.
—¿Lo eres?
—¿Qué?
—Un monje
Avelyn asintió.
—Bueno, no hay más que hablar —dijo ella, y dejó caer las sábanas en la cama; luego cogió la bastilla de su camisón corto e hizo amago de quitárselo.
—¡No! —la detuvo Avelyn, al borde del pánico. Observó magulladuras en las piernas de la chica, pues su mirada se había desplazado hacia abajo a pesar de sus buenas intenciones. Y la suciedad de la mujer lo violentó, aunque él no estaba mucho más limpio; le sorprendía cuán difícil era estar bien lavado en medio de tanta agua.
—Todavía no —se apresuró a puntualizar Avelyn, viendo la expresión asombrada de la mujer—. Quiero decir... ¿cómo te llamas?
—¿Cómo me llamo? —repitió, y entonces pensó en ello y rió entre dientes—. Tus amigos me llaman señorita Pippin.
—Tu nombre auténtico —insistió Avelyn.
La mujer lo miró largo y tendido, evidentemente confusa y sorprendida pero también un poco intrigada.
—De acuerdo entonces —dijo al fin—. Llámame Dansally. Dansally Comerwick.
—Yo soy Avelyn Desbris —contestó el monje.
—Bueno, ¿estás listo entonces, Avelyn Desbris? —preguntó Dansally, subiendo un poco más la bastilla y adoptando una pose burlona.
Avelyn consideró la situación desde dos puntos de vista totalmente distintos. Una parte de él quería aceptar su ofrecimiento, tirársele encima y aplastarla debajo de él; pero otra parte —la parte a la que Avelyn había dedicado más de media vida de fervientes esfuerzos para elevarse él y todos los de su clase por encima de aquel nivel, por encima del sometimiento a los instintos animales sin reflexión, sin raciocinio— no podía aceptarlo.
—No —dijo de nuevo; se acercó a ella y retiró con suavidad la mano de la mujer, de forma que su camisón se deslizó hacia abajo cubriéndole las piernas.
—¿Qué quieres hacerme? —preguntó la mujer, confusa.
—Hablarte —respondió Avelyn con calma.
—¿Hablarme? ¿Y qué quieres decirme? —inquirió, y un malicioso e impúdico brillo le asomó a los ojos azules.
—Dime de dónde eres —sugirió Avelyn—. Háblame de tu vida antes de esto.
Si le hubiera pegado, no se habría sentido más herida.
—¿Cómo te atreves? —exclamó.
Avelyn no pudo disimular una sonrisa. Parecía insultada, como si hubiera querido intimar demasiado con ella, y, sin embargo, ¡ella le había ofrecido de buen grado lo que debería haber sido lo más íntimo de todo! El monje levantó las manos y retrocedió un paso.
—Por favor siéntate, Dansally Comerwick —ofreció, indicando la cama—. No voy a hacerte ningún daño.
—Estoy aquí por una razón —replicó ella secamente, pero se sentó al borde de la cama.
—Para que nos sintamos mejor —dijo Avelyn asintiendo con la cabeza—. Y para sentirme mejor necesito conversar contigo. Me gustaría conocerte.
—¿Para salvarme? —preguntó sarcásticamente Dansally—. ¿Para decirme dónde me he apartado del recto camino y guiarme de nuevo a él?
—Nunca he pretendido juzgarte —aseguró Avelyn con franqueza—, pero por supuesto me gustaría comprender eso, que aparentemente no puedo entender.
—¿Entonces, no te has divertido nunca un poquito? —inquirió, de nuevo con aquel brillo burlón—. ¿No has tenido un poco de comezón?
—Soy un hombre —replicó con calma Avelyn—. Pero no creo que mi acepción de este término y la de mis compañeros sean ni tan siquiera parecidas.
Dansally, que no era una mujer estúpida, reconsideró su posición y digirió aquellas palabras. Había pasado sola los cuatro días de tormenta, a excepción de las visitas regulares de Quintall, que nunca parecía tener bastante. En realidad, sin embargo, Dansally se había sentido sola desde hacía mucho tiempo, durante todo el viaje a Saint Mere Abelle y el que había seguido y desde muchos años antes.
Le costó no pocos halagos, pero al fin Avelyn consiguió que la mujer contestara a sus preguntas y hablara con él como si fuera una amiga. Pasó casi dos horas con ella, sentado y conversando.
—Ahora tengo que regresar a mis obligaciones —dijo finalmente Avelyn. Le dio una palmadita en la mano y se encaminó a la puerta.
—¿Estás seguro de que no quieres quedarte un poco más? —preguntó Dansally. Avelyn miró hacia atrás y la vio tumbada lánguidamente en la cama, con los ojos azules centelleando.
—No —contestó calmado, respetuoso. Hizo una pausa breve, considerando la situación global—. Pero te pediría un favor.
—No te preocupes —replicó Dansally con un guiño, antes de que pudiera formular su petición—. ¡Tus amigos te mirarán con respeto, no lo dudes!
Avelyn le devolvió la sonrisa afectuosamente; la consideraba digna de toda confianza. Se alejó andando bajo la luz del sol verdaderamente aliviado, pero no en el sentido que los demás, en particular Quintall, podrían haber pensado.
Avelyn visitó a Dansally al menos tan a menudo como los demás; se sentaba a su lado, conversaba, reía, e incluso una noche Dansally lloró sobre su hombro. Había perdido un niño, así se lo dijo, que había nacido muerto, y su marido, ultrajado, la echó a la calle.
Tan pronto como aquella historia hubo desbordado tumultuosamente sus sentimientos, Dansally se apartó bruscamente de Avelyn y se sentó mirándolo de hito en hito. No podía creer que se hubiera abierto tanto con él. Aquello la hacía sentir bastante incómoda, pues Avelyn, con sus vestidos puestos, la había conseguido de una forma que los demás jamás podrían, le había tocado una parte muy íntima.
—Era un perro —dijo Avelyn—, ni más ni menos. Y un tonto, Dansally Comerwick, pues ningún hombre podría imaginar una compañera mejor.
—He aquí al hermano Avelyn Desbris —dijo Dansally con un gran suspiro—, salvándome de nuevo.
—Apostaría a que necesitas ser salvada menos que la mayoría —replicó Avelyn. Sus palabras, la sinceridad de su tono, la dejaron sin habla. Bajó la vista, y las lágrimas brotaron otra vez.
Avelyn fue hacia ella y la abrazó.
El Corredor del Viento iba a toda vela, dirigiéndose al sudoeste desde la parte meridional del Brazo de Mantis, con rumbo directo a Puerto Libre. Adjonas primero le hizo dar un amplio viraje, y explicó que no sería prudente navegar demasiado pegados a la traicionera bahía Falidean, donde el agua puede subir más de doce metros en veinte minutos y la resaca de la tremenda marea alta podría empujar un barco de vela contra una galerna y destrozarlo contra las rocas.
Permanecieron en Puerto Libre muy poco tiempo, pero un puñado de marineros bajaron a tierra en bote. El Corredor del Viento aprovechó la siguiente marea para alejarse del imprevisible y peligroso lugar, y pronto entraron en el puerto de Entel.
Entel era la tercera ciudad de Corona, después de Ursal, la sede del trono, y de Palmaris. Los muelles eran lo bastante largos y con aguas suficientemente profundas para que pudiera atracar el Corredor del Viento, y Adjonas dio permiso a todo el mundo para bajar a tierra en dos turnos.
A las órdenes de Quintall, los cuatro monjes salieron a visitar la ciudad. Pellimar sugirió que visitaran la abadía local. Thagraine y Avelyn asintieron, pero el pragmático Quintall descartó aquella opción, temiendo que cualquier conversación acerca de lo que habría podido llevar a los cuatro monjes de Saint Mere Abelle a aquel lejano sur podía acarrear preguntas incómodas. Los secretos de Pimaninicuit eran de dominio exclusivo de Saint Mere Abelle; según maese Siherton, las otras abadías de la iglesia abellicana poco sabían del origen de las piedras mágicas.
Avelyn recordó lo que maese Jojonah le había contado la primera vez que habían hablado acerca de la isla, el severo aviso relativo a que comunicar incluso su nombre a cualquier persona sin permiso del padre abad Markwart era motivo de pena de muerte, y estuvo de acuerdo con el razonamiento de Quintall.
Así que pasaron el día paseando y maravillándose de las vistas de la gran ciudad, de las espesas filas de flores exóticas que crecían en las tres líneas de césped en el centro de la plaza, de los relucientes edificios blancos, del concurrido bazar, el mayor mercado al aire libre que habían visto en su vida y que pasaba por ser el mayor de todos los de Honce el Oso. Incluso los colores vivos y brillantes de los vestidos de los habitantes de Entel les chocaron por poco usuales. La ciudad, era sabido, se parecía más a las del exótico Behren que a cualquiera de las de Honce el Oso, y Avelyn, después de un día de ver una maravilla tras otra, decidió que, por supuesto, también le gustaría visitar Behren.
—En otra ocasión, quizá —susurró, mirando por encima del hombro mientras regresaba a bordo del Corredor del Viento y el sol iluminaba todavía la ciudad.
Una vez reabastecido, el Corredor del Viento zarpó al día siguiente, con las velas llenas de viento y marea favorable, y navegó veloz hacia el sur.
Avelyn vio cumplido su deseo antes de lo esperado, pues el capitán Adjonas, sin mediar explicación alguna, puso proa hacia el siguiente puerto, Jacintha, sólo a una veintena de millas hacia el sur, al otro lado de la cadena de montañas que dividía los reinos.
Los tres monjes, nerviosos, miraron a Quintall en busca de respuestas, pero no obtuvieron ninguna, ya que había sido cogido con la guardia baja como los demás. Decidido, se dirigió al capitán para pedirle una explicación.
—Nadie conoce las aguas meridionales mejor que los marineros de Behren —explicó Adjonas—. Qué vientos podemos coger, qué problemas podríamos afrontar. Tengo amigos allí, valiosos amigos.
—Tenga cuidado de que sus preguntas no lleven a sus contactos a pensar en Pimaninicuit —susurró con solemnidad Quintall.
Adjonas se enderezó, y su cara enrojeció de golpe, haciendo que su llamativa cicatriz fuera todavía más impresionante. Pero Quintall no se movió ni un milímetro.
—Lo acompañaré cuando... vaya a ver a sus amigos —puntualizó Quintall.
—En ese caso no se vista con sus hábitos delatores, hermano Quintall —replicó Adjonas—. No podré garantizar su seguridad.
—Ni yo la suya.
La pareja, junto con Bunkus Smealy, salió a última hora de la tarde, seguidos desde la borda por las nerviosas miradas de los tres monjes y los treinta tripulantes. Pellimar alivió su tensión con una visita a la mujer —para satisfacción de Avelyn, sus compañeros todavía no sabían su nombre real—, pero Avelyn y Thagraine permanecieron en la borda, mirando la puesta de sol y luego las luces de los edificios que bordeaban el puerto.
Al fin se oyó el ansiado golpeteo de los remos, y los tres hombres sanos y salvos subieron a bordo.
—Nos iremos por la mañana al alba —dijo Adjonas bruscamente a Smealy y al tripulante más próximo cuando los tres subieron a cubierta.
Thagraine y Avelyn intercambiaron miradas serias, dado el tono poco habitual del hombre y la mirada severa en la cara de Quintall.
—Las aguas no están limpias, según todos los informes —explicó Quintall a sus hermanos.
—¿Piratas? —preguntó Thagraine.
—Sí, y también powris.
Avelyn suspiró y volvió a mirar el exótico paisaje, las capas de luces que emergían de la oscuridad desde la gran cordillera conocida con el nombre de Cinturón y Hebilla. Se sentía muy lejos de casa, y con el vasto y abierto Miriánico amenazante delante de él y la noticia de los fieros powris, empezó a comprender que todavía le quedaba mucho camino por recorrer.
También él visitó a Dansally aquella noche. El hermano Avelyn necesitaba una amiga.
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16
La guerra final
El quinto verano de Elbryan en Andur'Blough Inninness fue una de las mejores épocas de su juventud. Ya no era un muchacho sino un hombre joven y fuerte, con todas las trazas de haber dejado atrás la adolescencia con la excepción de una vena juguetona que Tuntun temía que no iba a superar jamás. Continuaba con el ritual de las piedras de leche, corriendo sin descanso todas las mañanas y llevando a cabo la tarea con orgullo porque veía los progresos que su alto y esbelto cuerpo había conseguido gracias al constante ejercicio. Sus piernas eran largas y musculosas y los brazos se habían desarrollado mucho y se le dibujaba cada músculo claramente. Cuando alzaba el puño y doblaba un brazo sólo podía abarcar con la otra mano la mitad del abultado antebrazo, y eso que sus manos no eran ni mucho menos pequeñas para un hombre.
Pero, pese a su exagerado desarrollo, no era en modo alguno torpe. Bailaba con los elfos, luchaba con los elfos, brincaba por los sinuosos senderos de Andur'Blough Inninness. Los finos cabellos castaños le llegaban hasta los hombros, pero los llevaba muy limpios y cuidadosamente peinados hacia atrás, de forma que no le taparan la cara, siempre muy bien afeitada.
Participaba en todos los ritos de los elfos —danzas, celebraciones, cacerías—, pero todavía, y quizá más que nunca, Elbryan se sentía solo. No es que ansiara la compañía de los humanos; ese pensamiento seguía asustándolo. Era simplemente que constataba cuán diferente era de aquellas criaturas, y no sólo en estatura. Le habían enseñado a ver el mundo al modo de los elfos, con completa libertad y de una forma a menudo más ajustada a la imaginación que a la realidad. A Elbryan le resultaba difícil mantener esa perspectiva. Su sentido del orden estaba demasiado arraigado, su sentido del bien y del mal demasiado desarrollado. Una tranquila tarde en que Juraviel y él habían salido a dar un largo paseo para charlar de animales y de plantas, Elbryan le explicó aquella sensación.
Juraviel se detuvo en seco y lo miró.
—¿Es que esperabas otra cosa? —se limitó a preguntarle.
No fueron las palabras sino el modo como las dijo lo que consoló a Elbryan. Por primera vez se dio cuenta de que quizá los elfos no esperaban que se convirtiera en uno de ellos.
—Te estamos enseñando otra forma diferente de ver el mundo —le explicó Juraviel—, una forma que te ayudará en tus viajes y experiencias. Te estamos proporcionando unas herramientas que te pondrán por encima de tu gente.
—¿Por qué? —preguntó sencillamente Elbryan—. ¿Por qué fui elegido yo para que se me concedieran esos dones?
—Sangre de Mather —repuso Juraviel, una expresión que el joven había oído demasiado a menudo, y a veces en un tono despectivo en boca de Tuntun—. Mather era tu tío, el hermano mayor de tu padre.
A medida que el elfo hablaba, la mente de Elbryan fue retrocediendo a un momento y lugar específicos, cinco años antes, cuando en el risco que se alzaba sobre Dundalis había contemplado el resplandor del Halo junto a Pony. Aunque su mente evocaba aquella imagen, aquella sensación que lo transportaba a aquel lugar y a aquel tiempo, continuaba atento a las palabras de Juraviel.
—Murió muy joven; así lo creyeron tu padre y los demás miembros de la familia Wyndon.
—Recuerdo... —Elbryan se detuvo de golpe. No sabía qué recordaba. Tenía la impresión de que su padre había mencionado un hermano mayor muerto, quizá Mather, y así debía de haber sido, pues Elbryan estaba ahora seguro de que había oído aquel nombre antes de topar con los Touel'alfar.
—Mather, todavía un muchacho, estaba casi muerto —siguió contando Juraviel—. Lo encontramos en los bosques, destrozado por un oso y lo llevamos a Caer'alfar. Tardó en sanar, pero era fuerte; como toda tu familia. Pudimos haberle permitido regresar con los suyos, pero habían pasado muchos meses y los Wyndon, según nos enteramos por nuestros exploradores, se habían mudado.
El elfo hizo una pausa, como si se preguntara por dónde continuar.
—En los pasados siglos —comenzó a hablar en tono solemne—, nuestros pueblos no estaban tan apartados. Elfos y humanos vivían cerca unos de otros; a menudo intercambiaban relatos y mercancías, y a veces vivían juntos en una misma comunidad. Incluso había bodas (hay constancia escrita de dos, según tengo entendido) entre un elfo y un humano, aunque no podía nacer descendencia de esa unión.
—¿Qué los llevó a separarse? —preguntó Elbryan, pues pensaba que el mundo, particularmente en lo que concernía a su raza, había salido perdiendo con el cambio.
Juraviel rió entre dientes.
—Llevas cinco años viviendo en Andur'Blough Inninness —respondió—. ¿No has notado la ausencia de algo?
Elbryan frunció el entrecejo. ¿Qué podía faltar en un lugar tan encantador como aquél?
—Niños —acabó por precisar Juraviel—. Niños —repitió bajando la voz—. Nosotros no somos como los humanos. Podemos vivir mil años... yo casi he llegado a la mitad de esa cifra... y engendramos tan sólo uno o quizá dos hijos.
Juraviel hizo otra pausa, y a Elbryan le pareció que una nube cubría sus angulosas facciones.
—Hace trescientos años, se despertó el Dáctilo —dijo.
—¿El Dáctilo? —repitió Elbryan.
—El demonio —le explicó Juraviel.
Se alejó de Elbryan, caminó hasta el límite de un pequeño claro y alzó la cabeza al cielo al tiempo que entonaba una canción:
Cuando los ojos de los centinelas dejen de vigilar,
cuando los corazones de los hombres se llenen de codicia,
cuando el amor se pierda en la lujuria,
cuando el quehacer de los mercaderes se convierta en fraude,
cuando las piernas de las mujeres se comben,
cuando sólo importen las ganancias ilícitas.
Entonces mirad, hombres, a la oscuridad.
Entonces mirad el cielo lleno de humo.
Entonces sentid el trueno bajo los pies
y sabed que ha llegado la hora de morir.
Apartad vuestras espadas de la gente
que odiabais desde la infancia,
y mirad el ataque de los trasgos y de los enanos
contra vosotros, a quienes ha cegado la lujuria.
De este modo encontraréis vuestros corazones
y encontraréis a los enemigos verdaderos
y abandonaréis todas las manifestaciones del mal
y sabréis que ha llegado la hora de la virtud.
¡El Dáctilo ha despertado!
Mientras Juraviel cantaba, un sinfín de imágenes desfilaba por la imaginación de Elbryan; escenas de guerra y terror, escenas muy parecidas a lo sucedido en Dundalis aquel espantoso día en que habían llegado los trasgos. Cuando Juraviel acabó de cantar, el rostro de Elbryan estaba bañado en lágrimas; también lo estaba el de Juraviel, según pudo comprobar el joven cuando el elfo se volvió hacia él.
—Dáctilo es el nombre que nosotros le damos —le dijo en voz baja Juraviel—, aunque en verdad el despertar del demonio es más una manifestación de todo el mundo que de un ser específico. Es nuestra propia locura, la de los humanos y, en tiempos remotos, la de los elfos, lo que permite que la tenebrosa criatura recorra la tierra.
—Y, cuando el demonio despierta, estalla una guerra —dedujo Elbryan a partir de la canción—. Como la batalla que sostuvo mi familia.
Juraviel se encogió de hombros y sacudió la cabeza.
—A menudo se entablan batallas cuando los trasgos y los humanos viven cerca unos de otros —le explicó—. En los anchurosos mares, los barcos a veces topan con pequeños botes de powris, con resultados predecibles.
Elbryan asintió; había oído hablar de los salvajes powris y de su fama de destruir las embarcaciones de los hombres.
—La última vez que despertó el Dáctilo fue hace trescientos años —continuó Juraviel—. En aquellos tiempos, mi pueblo y yo teníamos tratos con los humanos. Éramos muchos, muchísimos, aunque no tantos como los hombres. Co'awille, «la guerra final», llamamos a esa horrible época, pues cuatro de cada cinco elfos fueron asesinados. —Exhaló un suspiro de resignación—. Y como no somos demasiado prolíficos...
—Tuvisteis que marcharos lejos —razonó Elbryan—. Para la supervivencia de vuestra raza, os tuvisteis que separar de las demás.
Juraviel asintió y pareció satisfecho de la perspicacia del razonamiento.
—Y por eso vinimos a Andur'Blough Inninness —dijo— y a otros lugares misteriosos. Ayudados por los hombres santos y por sus preciosos dones, las piedras mágicas, hicimos nuestros estos lugares, retirados y escondidos de los ojos del ancho mundo. Has de saber que el Dáctilo fue derrotado en aquellos tiempos remotos tras grandes esfuerzos, pero también desapareció nuestro tiempo en este mundo. Y por eso vivimos aquí y allá bajo mantos de niebla, bajo una manta de oscuridad. Somos pocos; no podemos permitirnos el lujo de dejarnos ver ni siquiera por los humanos, a quienes consideramos nuestros amigos.
—Algunos de vosotros lo consideráis así —lo corrigió Elbryan pensando en Tuntun.
—Incluso Tuntun —repuso Juraviel con una sonrisa que se desvaneció enseguida—. Está celosa de lo que tú tienes.
—¿Yo?
—Libertad —continuó Juraviel—. El mundo se abre ante ti, pero no ante Tuntun. Ella no te odia.
—Lo creeré hasta la próxima pelea —respondió Elbryan logrando hacer reír a su amigo elfo.
—Sabe luchar —admitió Juraviel—. Y contigo es especialmente estricta. ¿No es eso una prueba de que es amiga tuya?
Elbryan mordisqueó una brizna de hierba analizando ese punto de vista.
—Tuntun sabe que tu vida puede ser difícil —acabó Juraviel—. Desea que estés adecuadamente preparado.
—¿Para qué?
—Ah, ésa es la cuestión —respondió el elfo enarcando las cejas y señalando con un dedo el aire—. Aunque hemos abandonado las costumbres y los lugares de los humanos, no hemos abandonado a tu raza. Somos nosotros, los elfos de Caer'alfar, quienes entrenamos a esas personas conocidas como guardabosques, protectores de gentes que ni siquiera saben que necesitan protección.
Elbryan sacudió la cabeza; nunca había oído hablar de guardabosques, excepto algunas pocas referencias en boca de los elfos.
—Mather era guardabosque —dijo Juraviel—, y de los mejores. Durante cerca de cuarenta años mantuvo una línea a lo largo de ciento sesenta kilómetros a salvo de trasgos y fomorianos. Sus victorias son demasiadas para poder contarlas en una semana.
Elbryan experimentó una extraña sensación de orgullo familiar. Volvió a rememorar aquella mañana, en lo alto de la sierra, viendo el Halo, mientras oía inconfundiblemente el nombre de Mather en su mente.
—Y tú serás —dijo Juraviel— Elbryan el guardabosque.
El elfo asintió y echó a andar. Elbryan entendió que la lección había terminado y entendió también que esa lección podría haber sido la más importante de todas las recibidas durante su estancia en Andur'Blough Inninness.
—Allí, ¿lo sientes?
Belli'mar Juraviel alzó la mano imponiendo silencio y luego deslizó sus sensibles pies descalzos por la superficie de la roca. Poco después, sintiendo que las sutiles vibraciones penetraban en él a través de los talones, asintió con un severo movimiento de cabeza.
—Muchos kilómetros al norte y al oeste —comentó Tallareyish, mirando en aquella dirección como si esperara el ataque de una vasta horda de oscuridad contra Andur'Blough Inninness.
—¿Está al corriente la señora Dasslerond? —preguntó Juraviel.
—Naturalmente —respondió un elfo llamado Viellain, uno de los más ancianos de Caer'alfar—. Y se han enviado exploradores. Hay informes sobre una brecha, un enorme solevantamiento, a menos de treinta kilómetros más allá de nuestro valle.
Juraviel miró hacia el norte, hacia las tierras salvajes que se extendían más allá del territorio de los elfos y mucho más allá de los poblados de los hombres.
—¿Conoces ese lugar? —le preguntó a Viellain.
—No debe de ser muy difícil de encontrar —se apresuró a responder Tallareyish, tan ansioso de vislumbrar la prueba como Juraviel. Los dos miraron a Viellain con inequívoca expresión.
—Los exploradores atravesarán la brecha, si es que existe, y después continuarán hacia el norte —explicó el viejo elfo—. Por eso tardarán unos días en regresar a Caer'alfar.
—Pero habría que informar a la señora Dasslerond —razonó Tallareyish, adivinando que Viellain, normalmente muy cumplidor de las reglas, parecía avenirse ahora a compartir su criterio, mucho menos estricto.
—Podemos llegar a ese lugar y estar de regreso antes de la puesta de sol de mañana —dijo Juraviel—, si es que podemos encontrarlo.
—Los pájaros lo sabrán —le aseguró Viellain—. Los pájaros siempre lo saben.
Aquella noche el claro estaba extrañamente tranquilo, sin elfos cerca; o por lo menos sin que se dejaran ver, pues Elbryan había vivido entre los Touel'alfar lo suficiente para darse cuenta de que una hueste de duendes podía estar a una docena de pasos, e incluso él, integrado como estaba con el bosque, no lo sospecharía a menos que ellos decidiesen hacer patente su presencia.
Sin embargo, estaba casi seguro de que aquella noche se hallaba solo, con la única excepción de su oponente, que aguardaba entre las sombras al otro lado del camino.
El joven contuvo el aliento cuando la elfa se dejó ver a la luz de la luna.
Tuntun.
Elbryan agarró con fuerza la lanza y asentó bien los talones. Hacía semanas que no luchaba con Tuntun y estaba decidido a dar una sorpresa a la insolente elfa.
—No dejaré de golpearte hasta que grites mi nombre —se mofó Tuntun avanzando al centro del claro mientras volteaba su largo palo del tamaño de una espada de elfo, y hacía girar sobre los dedos en apretados círculos su segunda arma, una porra en forma de puñal.
Las armas daban vueltas y más vueltas recordándole a Elbryan la extraordinaria destreza de la elfa. Tuntun podía hacer rodar cuatro monedas a la vez en cada mano; podía hacer juegos malabares con una docena de dagas o incluso con teas encendidas, sin esfuerzo alguno.
Pero esta vez no iban a bastarle esa rapidez y precisión, se dijo Elbryan. Esta vez no.
Avanzó blandiendo el palo en posición horizontal, con la palma de la mano derecha hacia arriba y la de la izquierda hacia abajo. Normalmente, los combatientes establecían las reglas antes de una pelea, pero ellos dos no tenían necesidad de semejante ceremonia. Con el paso de los años, Tuntun y Elbryan se comprendían perfectamente uno a otro y no necesitaban reglas.
Elbryan se agachó, y Tuntun no perdió tiempo y atacó espada en ristre. Elbryan soltó el palo de la mano izquierda, hizo un giro con la derecha primero hacia arriba y luego hacia atrás. Con este movimiento defensivo desvió la espada, pero el segundo golpe, con el que se proponía barrer desde abajo la espada de la elfa y hacerla salir volando por los aires, fue demasiado lento para atrapar a Tuntun, que había saltado hacia atrás.
Elbryan asió de nuevo firmemente el palo con la mano izquierda, en posición defensiva.
Pero sorprendió a Tuntun. En buena lógica de combate, él, con un arma más pesada y movimientos más torpes, debería haber dejado a Tuntun los ataques iniciales, como las fichas negras del ajedrez, pues cualquier error ofensivo lo dejaría peligrosamente vulnerable a los espadazos de la elfa.
Pero el joven se lanzó al ataque furiosamente. Comenzó con un golpe por lo alto seguido de otro barrido por lo bajo; pero, en lugar de coger el palo con la mano izquierda cuando el arma volvía a la posición horizontal, hizo girar una vez más hacia arriba la mano derecha. A mitad del siguiente barrido, el joven tensó el forzudo antebrazo agarrando el palo a medio vuelo y atrajo el extremo inferior hacia su costado hasta retenerlo bajo el brazo derecho; luego lo inclinó y lo lanzó de punta como si fuera una lanza.
Sin embargo, no cogió desprevenida a Tuntun, que casi esperaba el ataque de aquel hombre que tanto la odiaba. La elfa reculó ante los primeros silbidos del palo, y luego se agachó para eludir el golpe, cruzando la espada y la daga por encima de su cabeza para evitar que la alcanzara el palo. Esperaba encontrar un hueco por el que contraatacar, pero no tuvo más remedio que mantenerse a la defensiva cuando se dio cuenta de que el joven no completaba la llave tan hábilmente iniciada.
Elbryan hizo recular otra vez el palo, antes de que las hojas cruzadas de Tuntun pudieran desviarlo. Luego lo lanzó hacia adelante por segunda vez y lo frenó cuando Tuntun se agachó, como era de prever. Levantó entonces el extremo del palo por encima de su cabeza para hacerlo girar, volvió a cogerlo con la mano izquierda después de que diera una vuelta, y avanzó con todas sus fuerzas. Firmemente cogido con ambas manos, el palo dibujó un segundo giro y, trazando un arco en diagonal, salió disparado hacia el suelo, hacia Tuntun.
La elfa profirió un grito y arrojó la espada hacia un lado, con la hoja vertical y la punta casi en el suelo. El palo la alcanzó de pleno impulsado por toda la fuerza y el peso del joven, y Tuntun salió volando hacia atrás, brincando y saltando, incluso dando aletazos, para amortiguar el tremendo golpe.
Elbryan, con sonrisa inexorable, avanzó dando vueltas, balanceándose, empujando, golpeando, lanzando; cualquier cosa que obligara a la elfa a seguir retrocediendo y a perder el equilibrio.
Su éxito se debió en parte al efecto sorpresa. La astuta elfa no tardó en formarse un nuevo y más respetuoso concepto de él, y sus movimientos defensivos —y la distancia que procuró guardar entre ella y su contrincante— fueron haciéndose más acertados.
Así siguieron luchando, casi igualados, durante largo rato; los palos entrechocaban con tanta violencia que Elbryan pensó que si hubiesen estado astillados habrían podido encenderse sólo con aquella fricción. Mientras iban transcurriendo los minutos, cada uno de los contendientes lograba pequeñas ventajas limitadas, conseguía acertar algunos golpes de poca importancia, pero ninguno de los dos parecía imponerse.
Los golpes, especialmente los que recibía Elbryan, iban siendo más considerables a medida que el cansancio mermaba las posturas defensivas. Tuntun también acusaba la fatiga, y Elbryan comprendió que, si podía derribarla de un certero golpe, la lucha acabaría.
El joven lanzó un golpe cruzado delante de él y sintió que su palo era golpeado una vez, dos veces, quizá media docena de veces antes incluso de que él hubiera completado el recorrido. Un golpe contundente sin duda, pensó, pero asestarlo no resultaría tarea fácil.
Esa cuestión devino más clara un segundo después, cuando los últimos espadazos de Tuntun cayeron con la contundencia necesaria para empujar hacia afuera el palo abriendo el espacio suficiente para que la elfa se lanzara hacia adelante y alcanzara con el puñal los dedos de una de las manos de Elbryan.
Necesitaba algo nuevo, algo que Tuntun no le hubiera visto nunca y por tanto la cogiera por sorpresa. Algo osado, incluso desesperado, como la inmersión en la sombra que Tallareyish había utilizado para vencerlo. Se dio cuenta de que Tuntun se iba confiando cada vez más, creyendo que lo tenía dominado.
Estaba madura.
Una serie de golpes, pinchazos y pasos hacia adelante colocaron a Elbryan en la posición deseada. Se echó hacia atrás apoyándose en los talones, en previsión del golpe siguiente de la elfa, y se desvió lo suficiente para esquivar la pequeña espada.
Después se lanzó al ataque hacia adelante y, agarrando el palo fuertemente con las manos separadas, lo hizo oscilar de izquierda a derecha a una altura a la que Tuntun no pudo pararlo y tuvo que esquivarlo agachándose.
Lo hizo con habilidad, pero Elbryan siguió moviendo el palo, soltándolo de la mano izquierda y usando solamente la derecha para mantener y controlar el giro. Cogió otra vez el palo por en medio con la mano izquierda cuando le pasaba por la espalda, y asestó un contundente golpe cruzado en la misma dirección, esta vez sólo con una mano al tiempo que usaba la cadera de apalancamiento pues la mitad posterior del palo estaba aún detrás.
De nuevo Tuntun —aunque sorprendida de que el segundo movimiento hubiera venido de la misma dirección y no desde atrás como era de prever— se las arregló para esquivarlo, esta vez girando alrededor de la punta de su palo y volviendo a dar una vuelta completa hacia la derecha.
Pero el ataque de Elbryan no había hecho más que la mitad de su trabajo. Mientras el palo dibujaba un barrido horizontal delante de él, lo cogió con la mano derecha y, colocando rápidamente la izquierda debajo, dio un paso hacia adelante y hacia la izquierda con la velocidad del rayo y propinó el tercer golpe, otra vez de izquierda a derecha, tirando hacia sí la mano derecha y empujando la izquierda.
La única posibilidad de escape para Tuntun era echarse al suelo y así lo hizo de forma poco airosa.
Elbryan no detuvo el impulso del vuelo del palo y continuó su propio giro, dejándolo ir en toda su longitud y cogiéndolo con ambas manos, como podría haber manejado una porra en los días de su infancia cuando jugaba a asestar golpes a las piedras en el aire.
Y así siguió hasta completar la vuelta aunque sabía que era peligroso dar la espalda, aunque fuera sólo una fracción de segundo, a alguien tan rápido como Tuntun. Soltó un alarido mientras se daba la vuelta para situarse frente a ella, se dejó caer sobre una rodilla y asestó un golpe con todas sus fuerzas.
El palo silbó en el aire sin producir daño alguno. ¡Tuntun había desaparecido!
El joven consideró precipitadamente todas las hipótesis, entremezcladas con el horror de que había fallado y de que estaba a punto de ser aporreado. Se dio cuenta inmediatamente de que Tuntun no podía haberse escabullido por la izquierda o por la derecha sin que él lo notara y ciertamente no podía haber sorteado por debajo el golpe, habida cuenta de que él estaba apoyado en una rodilla.
Aquello dejaba sólo una posibilidad: se había escapado volando gracias a sus translúcidas alas.
Cuando el palo le pasaba por delante, Elbryan inclinó el hombro izquierdo y se dejó caer rodando para quedar de espaldas sobre la hierba. Tiró con todas sus fuerzas aprovechando el ímpetu del palo, detuvo su movimiento y lo puso perpendicular al suelo.
Tuntun bajaba, después de haber dado un salto ayudada por las alas, con la espada dirigida hacia abajo. Tenía la intención de atacar por la espalda al estúpido Elbryan y darle en la nuca un golpe con la espada de madera de los entrenamientos. ¡Cuán desmesuradamente abrió sus azules ojos al ver que la punta del palo ascendía mientras ella descendía!
Golpeó inútilmente con la espada; al fallar, intentó apuñalar a Elbryan. Se quedó sin aliento mientras caía pesadamente y la punta del palo la golpeaba en el pecho, entre las costillas inferiores, mientras el otro extremo seguía clavado en el suelo.
Se quedó así un buen rato, sobre el palo de dos metros y medio y la espada cerca del tumbado Elbryan. La elfa soltó la espada —sin querer, supuso Elbryan, pues cayó junto a él sin producirle daño alguno— y el joven sostuvo el palo en posición vertical para que Tuntun no perdiera el equilibrio y cayera hacia uno de los lados. La elfa aterrizó de pie, se apresuró a alejarse del arma y no tardó en derrumbarse sin aliento.
Elbryan soltó el palo y corrió hacia ella. Pensó que era un insensato mientras se acercaba a la siempre imprevisible Tuntun, pues sospechaba que ella encontraría fuerzas suficientes para ponerle el puñal en la cara, reclamando de ese modo un empate.
Pero Tuntun no se había recuperado. Ni siquiera podía hablar, y el puñal, como había ocurrido antes con la espada, se le había caído de la mano sin fuerzas. Elbryan se arrodilló junto a ella y le pasó el brazo en torno a los hombros para reconfortarla.
—Tuntun —repitió una y otra vez pues temía que estuviera seriamente herida, que pudiera morir en el claro de los entrenamientos sin más compañía que la del hombre al que despreciaba.
Por fin ella recobró el aliento y miró a Elbryan con sincera admiración.
—Has ganado en buena lid —lo felicitó—. Pensé... que habías... arriesgado... demasiado, pero tu recuperación... fue realmente notable.
Luego se levantó con dificultad y abandonó el claro dejando a Elbryan arrodillado en la hierba.
El joven no sabía cómo reaccionar. Después de muchos meses, había ganado por primera vez.
La hilera de bajos y rechonchos manzanos discurría casi en línea recta; después retrocedía de pronto unos cuatro metros, salvaba un desnivel de dos veces la altura de un elfo y continuaba en línea recta. Era evidente que el solevantamiento había ocurrido hacía muy poco tiempo, pues la tierra en el flanco desgarrado del desnivel se había desprendido y era de color marrón oscuro; estaba removida aquí y allá por raíces, pero carecía de vegetación nueva. Algo había ocurrido en medio de la fila de manzanos, y un tercio de la hilera se había desplazado hacia atrás.
—Es una de las plantaciones del hermano Allarbarnet —comentó Tallareyish.
Los otros dos asintieron, pues Allarbarnet, un monje errante de la abadía Saint Precious de Palmaris, no era un desconocido ni para ellos ni para ninguna criatura racional de Corona. Había errado por aquellas tierras —las Tierras Agrestes y no por las civilizadas regiones donde había nacido— hacía más de un siglo, plantando en hileras pepitas de manzano con la esperanza de que su fruto animaría al pueblo del reino de Honce el Oso a explorar el anchuroso mundo. El hermano Allarbarnet —su proceso de canonización había empezado, y los abades esperaban que sería proclamado santo en una década— no había vivido para ver su sueño convertido en realidad; es más, aún no se había hecho realidad, aunque muchas de sus plantaciones habían crecido y florecido. Sin saberlo los humanos, los elfos lo habían considerado amigo, y a menudo lo habían ayudado junto con los guardabosques que ellos entrenaban. Por eso los tres conocían a aquel hombre y su trabajo, conocían sus plantaciones y sabían que siempre las había dispuesto en líneas rectas.
¿Qué podía, pues, haber alterado aquella hilera?
Sólo cabía una respuesta, pues ninguna criatura viviente, ni siquiera uno de los grandes dragones del norte, podía desgarrar aquella cantidad de tierra de una forma tan pulcra y uniforme.
—Un terremoto —murmuró Juraviel; pese a su aire ceñudo, su melodiosa voz sólo sonó un poco siniestra.
—Desde esa dirección —asintió Tallareyish señalando hacia el norte, en dirección a los yermos de la desgarrada región montañosa conocida con el nombre de Barbacan.
—No es un fenómeno infrecuente —les recordó Viellain—. Los terremotos suceden en todas las épocas.
Juraviel comprendía el razonamiento de su compañero y sabía que el elfo había pronunciado aquellas palabras más que nada para tranquilizarlo. En efecto, el rostro de Juraviel revelaba la inquietud que lo embargaba. ¿Cómo podía ser de otra forma cuando había estado hablándole a su protegido Elbryan acerca de aquella cuestión no hacía ni una semana?
Juraviel sabía que Viellain estaba en lo cierto. Los terremotos y las tempestades, los tornados, incluso la erupción de volcanes, eran la mayoría de las veces fenómenos naturales. Quizá se trataba de una simple coincidencia.
Quizá, pero Juraviel sabía también que semejantes fenómenos podían acompañar a acontecimientos más importantes y siniestros; sabía que terremotos que produjeran en la tierra desgarraduras como aquélla, que ataques de trasgos contra los pueblos, como el que había dejado huérfano a Elbryan hacía cinco años, podían ser además señal de algo más funesto.
Miró hacia el norte otra vez, escrutando el horizonte. Si el día hubiera estado más claro, su penetrante mirada habría descubierto algo, algún parpadeo, alguna confirmación. Por el momento, el elfo sólo podía preocuparse.
¿Se había despertado el Dáctilo?
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17
Alas Negras
Se lo tomaron con calma, con mucha calma; el impaciente Connor llegó a comprender las necesidades y la duda de Jilly. Notaba cómo ella se ponía tensa cuando se le acercaba, cuando su cara estaba a pocos centímetros de la de ella y cuando los labios de los dos parecían atraerse como un imán.
Pero Jill siempre acababa por apartarse, con la cara encendida por una frustración tan profunda como la de Connor. Las primeras veces Connor se tomó el rechazo como una cuestión personal, como un insulto, pese a las protestas de Jill. No podía menos que pensar que ella no lo encontraba atractivo, que en cierto modo le repugnaba. Como no era un novato en los asuntos de amor, el sobrino del barón de Palmaris estaba sorprendido y herido, pero a la vez intrigado. Jilly era un reto con el que jamás se había enfrentado y que tenía que vencer.
Poco a poco, cuando aprendió a ver el brillo de los ojos de Jill cuando él entraba en el Camino —cosa que ocurría cada vez más a menudo—, el orgulloso joven empezó a comprender y a aceptar que los problemas de la muchacha tenían que ver con los misterios de su pasado, no con él. Sin embargo, aquel descubrimiento no menguó su interés por el reto, y Connor comprobó que quería a Jill más desesperadamente de lo que jamás había querido a cualquier otra mujer. Para Connor Bildeborough, Jill era quizás el último reto de su juventud. Así que tendría que armarse de paciencia y pasarse las noches paseando y hablando con ella. Podría satisfacer sus otras necesidades en los numerosos prostíbulos que ofrecían abiertamente sus mercancías en la ciudad, pero naturalmente no había necesidad de decírselo a Jill, a su Jill.
La joven, por su parte, se sentía feliz cuando Connor aparecía por el Camino. Se sorprendía a sí misma pensando en él constantemente, incluso soñando con él. Lo llevó a su refugio secreto, al tejado sobre el callejón, y juntos pasaban horas allí sentados contemplando las estrellas en amena conversación. Fue allá arriba donde permitió a Connor por primera vez que la besara —y ella le devolvió el beso—, aunque se apresuró a rechazarlo en cuanto aquellas oscuras alas del pasado que no entendía empezaron a revolotear en torno a ella. Al besarlo —al besar a cualquiera, suponía—, Jill se sentía arrastrada al pasado, a un momento de aflicción, a un acontecimiento demasiado doloroso para poder recordarlo.
Pero soportaba aquel dolor y dejaba que Connor la besara de vez en cuando.
Fue en el tejado, bajo un cielo salpicado de nubes y estrellas, donde Connor mencionó la perspectiva del matrimonio.
Jill se quedó sin aliento. Incapaz de mirarlo, siguió con los ojos clavados en las estrellas como si buscara refugio en ellas. ¿Amaba a Connor? ¿Sabía lo que era el amor?
Sabía que se sentía feliz junto a él pero al mismo tiempo la aterrorizaba. No podía negar el deseo, el calor que sentía en el cuerpo, la sensación de estar al borde del estremecimiento cuando lo miraba. Pero tampoco podía negar el temor de estar demasiado cerca de Connor... o de cualquier hombre. Sentía la dulzura, pero fuera del alcance de la mano.
El instinto le dijo que rechazara la proposición. Al fin y al cabo, ¿cómo podía ser una buena esposa, cuando ni siquiera estaba segura de quién era realmente? ¿Y cuánto tiempo permanecería Connor con ella cuando un simple beso le costaba un enorme esfuerzo que la obligaba a encararse con aquel oscuro obstáculo que no entendía?
Pero Jill tenía que tener en cuenta a Pettibwa y a Graevis. Estaba en deuda con la pareja que la había recogido y le había dado un hogar. ¡Qué feliz vivirían sabiéndola bien casada! Quizás, al emparentarse ella con la nobleza local, mejoraría la posición social de ellos; y Jill apreciaría aquello por encima de todo.
La joven encontró por fin el valor necesario para mirar a Connor, para encararse con aquellos hermosos ojos castaños que brillaban más que nunca bajo la noche estrellada.
—Sabes que te amo —le dijo él—. Todas estas semanas, mejor dicho, meses, me he sentado junto a ti, deseando hacerte el amor, deseando despertar a tu lado. Ah, querida Jilly, dime que me amas. Si no, me internaré en Masur Delaval y dejaré que las frías aguas me traguen para que este cuerpo no vuelva a sentir calor nunca más.
A la muchacha aquellas palabras le parecieron bellísimas, excepto el detalle de que la llamara «Jilly», nombre que no le agradaba en absoluto porque la hacía sentirse una niña. Le creyó de corazón; ella también había llegado a quererlo, o por lo menos así lo imaginaba. ¿De qué otro modo podía ser si sus labios sonreían en cuanto lo veía?
—¿Te casarás conmigo? —le preguntó él dulcemente, tan dulcemente que Jill no oyó las palabras sino que las sintió como si se las hubiera transmitido con su caricia al pasarle suavemente la punta del dedo desde la nariz hasta la mejilla.
Ella asintió con la cabeza, y él la besó. Jill dejó que la abrazara con los labios sobre los de ella largo rato; y todo aquel tiempo, mientras Connor emitía suaves ruidillos de placer, Jill se debatía contra alas negras, luchaba furiosamente por separar su mente de la situación que estaba viviendo, recordaba pedidos de cerveza durante su jornada en el Camino, pensaba en el hombre que había visto atropellado por un carro la semana anterior... Pensaba en cualquier cosa para que aquel momento no la empujara hacia el pasado, más allá de los años perdidos, hasta un horrible suceso al que era incapaz de enfrentarse.
Ante la noticia de la boda, Pettibwa y Graevis reaccionaron como era de esperar. El tabernero asintió sonriendo y dio un caluroso y generoso abrazo a Gata —todavía la llamaba así—. Pettibwa fue mucho más expresiva y empezó a dar saltos, con el consecuente y violento balanceo de pechos y vientre, y a aplaudir con las mejillas bañadas en una catarata de lágrimas. Graevis y Pettibwa siempre habían deseado que su hija fuera feliz: un amor tan desinteresado como nadie hubiera imaginado jamás. Y parecía que así había ocurrido. ¡Casarse con un noble! Jill tendría cuanto quisiera, creían ellos. Se vestiría con las ropas más elegantes y asistiría a los acontecimientos sociales más importantes en Palmaris, incluso en Ursal.
Su reacción confirmó a Jill que había tomado la decisión correcta. Fueran cuales fueran sus problemas personales, ver la alegría y la sincera felicidad de Graevis y de Pettibwa confortaba su corazón. Con todo lo que ellos habían hecho por ella, ¿cómo podía decidir de otro modo?
La boda fue fijada —por la familia de Connor, naturalmente, puesto que eran lo bastante ricos para hacerlo bien— para el verano siguiente. Y, con todos los preparativos en perspectiva, Connor y Jill se vieron menos en los pocos meses que faltaban que antes de prometerse.
—¿Has acabado? —preguntó Grady mientras descendía por la ancha y majestuosa escalera de la Casa Battlebrow, el burdel más famoso de Palmaris.
Connor, sentado en una de las sillas de felpa del vestíbulo, le dirigió una mirada ausente.
—¿Qué? ¿Sólo uno esta noche? —lo reprendió Grady—. A buen seguro que por lo menos dos señoras han quedado decepcionadas.
—Ya es suficiente, Grady —repuso Connor con un tono autoritario que dejaba bien claro quién de los dos era el que dominaba en aquella relación.
La posición social de Grady no era ni mucho menos la de Connor, y la única razón por la que el sobrino del barón soportaba la compañía del advenedizo plebeyo era su hermana adoptiva.
Grady sabía demasiado acerca de los pasatiempos nocturnos de Connor para que éste se atreviera a rehuirlo, y, aunque Grady jamás le había insinuado chantaje alguno, Connor lo conocía lo suficiente para tenerle miedo.
—¿Qué pasa, amigo mío? —preguntó Grady, abrochándose el cinturón y dejándose caer en una silla junto a Connor—. Me temo que has perdido el entusiasmo. ¿Quizá te aprietan demasiado las ataduras de tu inminente matrimonio?
—¡Nada de eso! —respondió Connor—. ¡Ojalá fuera mañana! Llevo esperando mucho tiempo.
Grady tardó un rato en digerir aquellas palabras, intentando encontrar en ellas algún significado oculto.
—No tengo dudas sobre mi amor por tu hermana —siguió diciendo Connor—. Ella es a buen seguro la más hermosa, la más tentadora, la más burlona... —y se interrumpió con un profundo suspiro.
Grady se puso las manos ante la boca para ocultar una mueca burlona.
—Al parecer te está volviendo loco —insinuó—. ¡Sus encantos te han empujado a los brazos de tres mujeres por noche durante cinco meses!
Connor lo miró fijamente sin apenas notar el sarcasmo.
—Y si le dices una sola palabra de esto, te clavaré el estoque en el vientre y lo removeré —le avisó el noble, y no cabía la menor duda de que así lo haría.
Pero Grady comprendió que tenía la sartén por el mango y no estaba dispuesto a soltarla.
—Te gusta clavar y remover —bromeó.
—¡Como a cualquier hombre de verdad! —replicó Connor—. ¿Voy a dejar que Jilly me vuelva loco? Pero esto no significa que la ame menos. Compréndelo. Será una esposa ideal.
—¿Te has acostado con ella?
La expresión de Connor obligó a Grady a echarse a un lado, temeroso de que le pegara.
—Era una pregunta sin mala intención —protestó Grady—; no pretendía proteger el honor de mi hermana. Has de saber que yo me acostaría con ella si no fuera por las consecuencias a las que tendría que enfrentarme por parte de mis padres.
—Y de mí —y las palabras de Connor sonaron como un gruñido.
—Naturalmente ya no lo deseo —se apresuró a decir Grady.
Insinuarle a Connor que todavía abrigaba deseos amorosos hacia Jill sería como acercarse a un águila real para quitarle la carne.
—Ella es tuya, sólo tuya —añadió—. La chica más tentadora que jamás he visto. Nadie excepto Connor Bildeborough podría acostarse con ella ahora, a no ser forzándola. Pero ¿qué pasa con Connor Bildeborough? —lo hostigó temerariamente—. ¿Se te ha rendido Jill?
—No —tuvo que admitir el frustrado noble—. Pero no falta mucho.
—A mediados del verano —asintió Grady—. ¿Vas a esperar tanto?
—Le doy de tiempo hasta la noche de bodas —respondió Connor—. Tiene miedo, como todas las vírgenes, pero esa noche reclamaré mis derechos. Me los concederá de buen grado o se los arrebataré.
Grady reprimió prudentemente un comentario capcioso sobre la virginidad de su hermana adoptiva. En realidad no importaba nada; sólo importaba lo que Connor creía.
¡Y desde luego que Connor lo creía! Grady lo notaba en su agitación nerviosa, en su excitación casi animal. Hasta las experimentadas putas de la Casa Battlebrow estaban perdiendo encantos a sus ojos.
—Bravo, Jilly —murmuró Grady mientras Connor se levantaba de la silla y se precipitaba hacia la salida—. Eres una putita juguetona. Pones tu doncellez en un anzuelo y la agitas ante el sobrino del barón.
Grady aplaudió en silencio a su intrigante hermanita, aunque casi lo asustó su conducta; jamás la había creído capaz de un plan tan magníficamente engañoso.
—Ah, que os aproveche —comentó Grady en voz más alta, dirigiéndose a dos mujeres que estaban sentadas en el peldaño inferior de la escalinata, mientras salía en pos de Connor. Las mujeres ladearon la cabeza, curiosas—. Me veré libre de ti, querida hermana —continuó hablando consigo mismo otra vez—, y que Connor se entere a su debido momento de que no valía la pena esperar tanto.
Otra prostituta entraba justo cuando Grady salía. Él le cogió el mentón en la mano y la muchacha le sonrió.
—Putita juguetona —dijo acercándose a la mujer, que era una de sus favoritas—. El pobre Connor comprobará muy pronto que ella no tiene ni tus encantos ni tu talento.
La besó y echó a correr tras Connor. La noche era joven pero iba transcurriendo, y Connor tendría que marcharse pronto al Camino para ver a Jill. Pero a lo mejor todavía le quedaba tiempo para beber algo y jugar a los dados.
Fue una ceremonia de la que habló todo Palmaris; las mujeres desmayándose, los hombres muy tiesos dándose importancia y deseando estar en el carruaje en el lugar de Connor Bildeborough. Las reservas que albergaba la familia del noble respecto a la rústica huérfana se habían desvanecido en cuanto conocieron a Jill, verdaderamente hermosa de cuerpo y de alma. Ahora, al verla tan bella con un traje de raso y encaje, con la larga y espesa cabellera recogida en un lado y suelta en el otro, parecía una reina. Incluso se decía que la joven era de sangre real, y entre la multitud circulaban un sinfín de rumores sobre su pasado.
Era un absurdo, una presunción, pero en Honce el Oso, en el año 821 del Señor, así era como tenían lugar las cosas.
En cuanto a Jill, su cara era una máscara de sonrisas fingidas. Parecía una princesa, pero se sentía como una niña perdida. Por un lado, no podía negar el placer de vestirse tan fastuosamente, de saberse el centro de la atención. Pero, por otro, ser el centro de la atención la aterrorizaba. Ya era bastante desagradable que el carruaje recorriera toda la ciudad, bastante desagradable que más de quinientas personas presenciaran la boda en la iglesia, pero el pensamiento de lo que vendría luego, después del baile...
—He esperado mucho tiempo —le había dicho Connor aquella mañana mientras la besaba en la mejilla—. Esta noche.
Y se había marchado dejando a Jill a solas con sus pensamientos. No había podido besarlo nunca sin que aquellas alas negras de su horrible pasado aletearan en torno a ella, pero sabía lo que él esperaba: una de las criadas se lo había descrito con todo detalle.
Ella había sonreído a Connor antes de que se marchara intentando darse ánimos. La aterrorizaba la llegada de la noche.
En la ceremonia todo salió a la perfección: solemne pero alegre, las señoras llorosas, los hombres apuestos y elegantes. Después del trayecto en carruaje, los recién casados entraron en un salón lleno de música y bebidas, con señoras y caballeros dando vueltas y más vueltas entre risas. Todo era ruido, movimiento y alegría. Jill casi nunca bebía más de un vaso de vino, pero aquella noche Connor le fue sirviendo vasos, y ella los fue bebiendo. El hombre intentaba librarla de sus inhibiciones, y ella también.
O quizá sólo estaba intentando eliminar el terror que sentía. Se encontró en los brazos de docenas de hombres que no conocía. Más de uno le susurró algo impúdico al oído, más de uno intentó poner la mano donde no debía. Aunque estaba un poco ebria, Jill era ágil y salió del baile con la pureza intacta.
El baile acabó demasiado pronto, a instancias de Connor, cosa que provocó más de un comentario fuera de tono.
Jill los soportó como había soportado todo lo demás, en silencio y reservadamente, mientras miraba a Graevis y a Pettibwa, que permanecían junto a los Bildeborough. Lo hacía por ellos, se repetía constantemente Jill, y a decir verdad nunca los había visto tan felices, sobre todo a Pettibwa.
Cuando se hubieron despedido de los invitados, Connor condujo a Jill a través de la ciudad hasta la mansión de su tío, el barón Bildeborough. Entraron silenciosamente por una puerta lateral del ala oeste y se dirigieron a los alojamientos de los huéspedes, que estaban desiertos, a excepción de un par de criadas que el barón Bildeborough había destinado al servicio de Connor. Las dos muchachas —más jóvenes que Jill, aunque ella apenas había cumplido los dieciocho— llevaron a la novia a la cámara privada, una habitación que la hizo sentirse insignificante. El techo era altísimo, las paredes estaban cubiertas de tapices y tanto el lecho como la chimenea eran enormes. A Jill, que había vivido con tanta sencillez, aquello en cierta manera le pareció obsceno; una docena de personas podían dormir cómodamente en aquel lecho, y ella incluso necesitaba un escabel para subirse a él.
No dijo nada mientras las criadas la ayudaron a despojarse del elegante vestido, sin dejar de hacer comentarios sobre cómo debía comportarse, sobre este y aquel truco del que habían oído hablar.
—Una señora debe estar bien adiestrada en las formas de hacer el amor con la realeza —comentó una de ellas.
—¿Hay alguna muchacha en Palmaris con la que Connor Bildeborough no pueda acostarse? —añadió otra.
Jill pensó que iba a vomitar.
Cuando las dos se marcharon entre disimuladas risitas, se sentó al borde del lecho con un simple camisón de seda muy escotado por delante y por detrás y que no le tapaba del todo las piernas. Era una noche fría para ser agosto y la habitación estaba ventilada, pero las criadas habían encendido la chimenea. Jill iba a acercarse a ella, cuando la puerta se abrió de golpe y entró Connor. Iba vestido con los pantalones negros y la camisa blanca que había llevado en la boda y en el baile, pero se había quitado las botas, la chaqueta y el cinturón.
Ella echó a andar hacia la chimenea; él le salió al paso y la abrazó.
—Jill —murmuró, y la palabra se perdió mientras sus labios le rozaban el cuello.
Casi inmediatamente retrocedió confuso, con el ceño fruncido. Ella se dio cuenta de que él había notado su tensión, y aquella idea le permitió relajarse un poco. Connor la conocía muy bien, percibía su miedo. Por eso Jill confiaba en que sería amable con ella, que le concedería el tiempo que necesitaba. Al fin y al cabo, la amaba.
Mientras aquel pensamiento se extendía por el cuerpo de Jill, distendiéndole los músculos, Connor la atrajo rudamente hacia él y aplastó sus labios contra los de ella. La sorpresa de Jill fue tan grande que no le dio tiempo a considerar aquel arranque de pasión. En un primer momento no se resistió sino que se quedó muy quieta.
Notó el sabor de los labios de él y sintió el roce de su lengua.
En su mente oyó un grito de angustia. El grito de una criatura moribunda, de su madre, de su pueblo.
—¡No! —chilló rechazándolo.
Se quedó quieta frente a él, jadeando.
—¿No?
Jill no lograba reunir el aire necesario para articular una respuesta, una explicación. Permanecía inmóvil sacudiendo la cabeza.
—¿No? —aulló Connor y le dio una bofetada.
Jill sintió que le fallaban las rodillas, y hubiera caído al suelo, pero Connor la atrajo otra vez hacia él, la abrazó estrechamente y la besó en la cara y en el cuello.
—No puedes rechazarme —dijo.
Jill se resistía y retorcía; no quería hacerle daño, incluso lo compadecía, pero era incapaz de complacerlo. Por fin logró poner el brazo bajo el de él, se liberó del abrazo y dio un paso atrás.
—Soy tu marido —dijo Connor sin alterarse—. Ante la ley. Haré contigo lo que me plazca.
—Te lo ruego —suplicó Jill con una voz que era un susurro.
Connor alzó los brazos y le dio la espalda.
—Me has tenido aguardando todos estos meses —rugió—. He soñado contigo, con esta noche. No me importa nada en el mundo fuera de esta noche.
Se volvió hacia ella, a pocos pasos de distancia.
Jill se sentía el ser más horrible del mundo. Quería entregarse a Connor, darle lo que merecía por la paciencia que había tenido con ella. Pero aquellas alas, aquellas alas negras, aquel grito lejano...
De pronto la conducta de Connor cambió otra vez.
—Ya está bien —dijo en voz baja, casi amenazadora.
Jill vio cómo se quitaba la camisa violentamente y se despojaba de los pantalones.
Nunca hasta entonces había visto un hombre desnudo, y mucho menos como aquél. Pero, cualesquiera que fueran las sensaciones que le pudiera haber inspirado el cuerpo de Connor —y realmente era un hombre apuesto—, fueron borradas por el miedo, por las alas negras, por sensaciones que Jill era incapaz de comprender.
Aun peor: no había amor ni ternura en el rostro del hombre mientras se le acercaba, sólo deseo y una pasión cercana a la furia.
—Mírame —le exigió cogiéndola por los hombros y obligándola a mirarlo a la cara—. Soy tu marido. Haré lo que me plazca y cuando me plazca.
Como para enfatizar ese punto, alargó una mano y le desgarró el camisón por un lado, dejando al descubierto un pecho. Al verlo, redondo, firme y blanco, pareció calmarse.
—Parece que apruebas mi aspecto —dijo.
Jill bajó la vista. El pezón estaba tieso, pero no por causa del amor o de la excitación, sino por el miedo y la sensación de frío que le corría por todo el cuerpo. Connor adelantó la mano y se lo pellizcó con fuerza.
Jill hizo una mueca de dolor y retrocedió.
—Te lo ruego —susurró de nuevo.
Su indecisión encendió la cólera de Connor. La cogió y la tumbó en el suelo, y antes de que Jill pudiera protestar estaba encima de ella con la rodilla entre sus piernas para obligarla a separarlas.
—¡No! —suplicó Jill mientras sentía que el hombre le desgarraba el camisón que le estorbaba.
Su pasión parecía ir en aumento; lo arrastraba, le urgía, le embrutecía.
Jill se esforzaba por respirar sin conseguirlo. Oyó el revoloteo de las alas, los gritos, la agonía de los moribundos. Se retorcía y revolvía, desviando la mirada de la boca hambrienta que descendía; pero él persistía, sujetándole uno de sus brazos y aplastándola con todo su peso.
Los gritos distantes, agónicos. ¡Su madre muriendo!
Jill se rasguñó el antebrazo con el agudo reborde de piedra de la chimenea. Alzó la mirada y vio que estaba atrapada contra la chimenea que no le dejaba sitio para retorcerse, y que tenía la cabeza muy cerca de la piedra del hogar. Y Connor no cedía; seguía empujando más y más.
Su mente se perdió en el torbellino del pasado; oía los gritos, veía y olía los cuerpos destrozados, hinchados, viscosos por la putrefacción. Allí estaba otra vez, en aquel lugar espantoso, sin escapatoria posible, con la muerte y el fuego.
El fuego.
Vio caer de un leño un rescoldo de un brillante color naranja como el ojo de una espantosa criatura de las tinieblas. Lo cogió con la mano y no sintió dolor alguno; era insensible al dolor.
Luego se revolvió y lo estrelló contra la cara de su atacante, contra la cara de aquella cosa que la aplastaba, que había matado a su madre, que había asesinado al pueblo entero. Su atacante soltó un aullido y cayó hacia atrás, de modo que Jill pudo echarse a rodar y arrastrarse hacia el lecho. •
Lo que ocurrió en torno a ella la llenó de confusión. Vio al hombre —era un hombre, ¡era Connor!— levantarse con las manos en la cara y salir corriendo de la habitación entre gritos de dolor.
De pronto la asaltaron oleadas de dolor y arrojó el rescoldo a la chimenea.
¿Qué había hecho?
Se dejó caer en el lecho llorando, cogiéndose la mano quemada con la otra y apretándolas ambas debajo de su cuerpo, contra el pecho. Durante muchos minutos, quizá durante media hora, durante una hora completa, los sollozos no remitieron. No dejó de llorar, ni alzó la vista cuando oyó el eco de unos pasos —de más de una persona— que se acercaban.
No dejó de llorar cuando sintió que la agarraban con rudeza y la obligaban a darse la vuelta, con los brazos extendidos y las piernas dobladas y abiertas.
Las criadas la sujetaron y Connor, cuyas quemaduras en la cara afortunadamente no eran graves, se acercó vestido solamente con la camisa, que llevaba entreabierta.
—Eres mi esposa —dijo sombríamente.
A Jill no le quedaban fuerzas para luchar. Miró suplicante a las dos mujeres que la sujetaban, pero ambas parecían impasibles; incluso se habría dicho que disfrutaban con todo aquello, con el espectáculo que ofrecía ella, con el que ofrecía Connor, con su desamparo y con el papel que ellas mismas desempeñaban.
Vio que Connor se encaramaba al lecho y se le echaba encima.
Ella sacudió la cabeza.
—Te lo suplico —susurró.
Connor se apretó contra ella, pero Jill no sintió dolor alguno.
De pronto Connor levantó la cabeza con una expresión que a ella le pareció sinceramente herida y triste. Luego se dio la vuelta y se bajó de la cama.
—No puedo —dijo lanzando hacia atrás una mirada cargada de rabia a punto de explotar—. Lleváosla de aquí y encerradla en una habitación —ordenó a las criadas, que inmediatamente y sin demasiados miramientos se apresuraron a obedecer—. Mañana por la mañana el magistrado, el abad Calislas, decidirá su suerte. ¡Lleváosla!
»Y luego volved aquí —añadió Connor dirigiéndose a las criadas pero con la intención de herir con sus palabras el corazón de Jill—. Las dos.
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18
La prueba de la fe
Horas después de inacabables horas, días después de inacabables días, el Corredor del Viento se deslizaba perezoso a lo largo de la centelleante y vidriosa superficie del Miriánico Sur. El sol se convirtió en enemigo; el aire se hizo incómodamente caliente. Siempre igual.
Avelyn creyó que la piel se le desprendería del cuerpo, como un gran trapo, y que caería arrugada sobre cubierta. Se quemó, se ampolló; luego se puso moreno, cada vez más y más oscuro, y su piel acabó tomando el aspecto curtido de los expertos marineros que lo rodeaban. Trató de seguir bien afeitado, como hacían sus compañeros monjes, pero no había ninguna hoja suficientemente afilada, y pronto también los tres tuvieron barbas poco pobladas e irregulares.
Lo peor de todo era el aburrimiento. Lo único que veían en cualquier dirección era la línea gris azulada del horizonte. Eran pocos los momentos de emoción —el surtidor de una ballena, el salto de un delfín cerca de la proa, la carrera del voraz lirio de mar, que emblanquecía el agua con su estela— y duraban apenas unos segundos; después volvía otra vez inevitablemente el vacío del mar abierto. Todas las ideas románticas que Avelyn había tenido sobre los viajes por mar se habían esfumado hacía tiempo, reemplazadas por la cruda realidad.
Visitaba a Dansally a menudo, durante horas cada vez. La joven tenía prohibido salir de su camarote y lo prefería así, pues tanto ella como el capitán temían lo que pudiera ocurrir si la tripulación ordinaria, marineros que no habían estado con mujeres desde hacía mucho tiempo, percibían su dulce olor. Así que mantenía su camarote siempre cerrado con llave.
Avelyn también advirtió que los tres monjes compañeros suyos, aparentemente cansados de Dansally, la visitaban con mucha menor frecuencia. Se alegraba de ello aunque sin saber exactamente el porqué. A Dansally no parecía que le importaran lo más mínimo los deberes de su profesión, y Avelyn había llegado a aceptar su trabajo como parte de lo que ella era. Tal como le había dicho en su primera visita, no pretendía convertirse en su juez.
Estaba sinceramente convencido de esto, pero no obstante no podía negar que se alegraba al ver que los demás, incluyendo al capitán Adjonas, pasaban menos tiempo con ella. Llegó a conocer aspectos de Dansally que sus compañeros nunca descubrirían: su agudo sentido del humor, su ternura y su lamentable resignación con la vida que llevaba. Avelyn llegó a escuchar sus sueños y sus ambiciones, raramente exteriorizados y que por supuesto nunca había confiado a nadie; y sólo él, entre todos los hombres que ella había conocido, trató de impulsar aquellos sueños, de hacer sentir a la mujer cierto respeto por sí misma. La posibilidad de una intimidad física no surgió entre ellos durante aquellas semanas, pues ambos habían encontrado una intimidad más especial, mucho más satisfactoria.
Y así pasaron los días, el sol, las estrellas, el inacabable oleaje y sus destellos. Lo único destacable tanto para los monjes como para la tripulación eran las noches sin nubes, pues los colores del Halo eran allí mucho más nítidos que en las regiones septentrionales. Azules suaves, púrpuras, vivos naranjas y algunas veces un carmesí intenso dibujaban una línea en el cielo nocturno que elevaba los corazones y los espíritus.
Incluso el prosaico y brusco Quintall apreciaba su belleza; veía el Halo como un signo de Dios, y su fe se fortalecía siempre que aparecían aquellos colores.
—¡A estribor! —llegó el grito una resplandeciente mañana, dos semanas después de haber dejado atrás Jacintha.
Quintall exploró esperanzado el horizonte, aunque, por sus conversaciones con Adjonas, sabía que todavía no estaban a mitad de camino de Pimaninicuit, y que cualquier tierra divisada sólo querría decir que habían equivocado el rumbo.
—¡Ballena a estribor! —gritó el vigía un instante después—. Debe de estar muerta pues no se mueve.
Mucho más a popa, en cubierta, Avelyn estaba lo bastante cerca del capitán Adjonas para oírle refunfuñar «Maldición».
—¿Trae mala suerte avistar una ballena muerta? —preguntó el ingenuo monje.
—No es una ballena —contestó Adjonas severamente—. No es una ballena.
Echó a andar, y Avelyn fue tras él; Bunkus Smealy, Pellimar y Thagraine los siguieron en fila india. Quintall ya estaba en la borda, señalando a lo lejos y hacia abajo.
Adjonas tomó su catalejo y exploró en aquella dirección. Casi inmediatamente sacudió la cabeza y pasó el instrumento a Quintall, un gesto que no pareció agradar a Bunkus Smealy.
—No es una ballena —repitió Adjonas—. Es un powri.
—¿Un powri? —dijo Avelyn, confuso. Los powris eran unos enanos flacos, de apenas metro veinte de estatura.
—Un bajel powri —explicó Adjonas—. Se llaman botes barril.
—¿Hay un bote ahí? —preguntó sorprendido Pellimar.
Quintall asintió bajando el catalejo.
—Y hace tiempo que nos sigue —añadió.
—No tiene vela —arguyó Pellimar, como si esta sola observación bastara para eliminar la posibilidad de que fuera una embarcación powri.
—Los powris no necesitan velas —contestó Adjonas—. Pedalean, y hacen girar un eje acoplado a una hélice a popa del barco.
—¿Pedalean? —repitió Pellimar con tono burlón, pensando que esa idea era ridícula en el vasto mar, donde las distancias se medían por centenares de millas.
—Los powris no se cansan. —La voz de Adjonas era grave e implacable.
Avelyn había oído bastante. Los powris no se veían a menudo, excepto en tiempos de guerra cuando tenían que hacerles frente con demasiada frecuencia. Su legendaria destreza en el combate era tema de historias terribles que se contaban junto al hogar. Aunque de baja estatura, se decía que eran más fuertes que un hombre normal y de una increíble resistencia. Podían sufrir golpes brutales con palos o espadas y seguir luchando, y podían librar batallas durante horas enteras, incluso después de muchos kilómetros de marcha.
—¡Seguirnos hasta tan lejos! —observó Quintall—. Seguramente no hay tierra a menos de diez días de navegación.
—¿Quién es capaz de conocer la mentalidad de los powris? —replicó Adjonas—. Se han mostrado muy activos recientemente, según me han informado mis amigos de Jacintha. Interceptan las rutas de los barcos para aprovisionarse y luego van mar adentro, persiguiendo peces azules o bacalaos o bien otros de sus peces favoritos. Son unos tipos duros y estoicos, no lo dudes; se dice de los powris que han llegado a estar un año y medio seguido en alta mar.
—¿Pero qué hacen con su botín? —razonó Avelyn inocentemente, atrayendo las miradas de los otros cinco—. Si atacan barcos, ¿qué bienes se llevan y dónde almacenan esa nueva carga?
Adjonas y Bunkus Smealy intercambiaron miradas burlonas, advirtiendo que los cuatro monjes no tenían ni idea de cómo era aquel enemigo.
—Se llevan vidas —respondió con calma Adjonas—. Atacan barcos puramente para matar. Su asalto se limita a conseguir suficientes provisiones hasta el siguiente barco, por la simple emoción de la caza y la tortura.
Avelyn palideció, y también Thagraine y Pellimar; pero Quintall se limitó a soltar un gruñido sordo y volvió su mirada en la dirección del lejano barco powri.
—¡Qué mala suerte hemos tenido al pasar tan cerca de uno de ellos! —exclamó Pellimar, nervioso—. Ni tan sólo habríamos visto la embarcación si hubiéramos estado un centenar de metros más hacia el puerto.
—Pero ellos sí nos habrían visto —replicó Adjonas—. Nuestras velas se divisan en el horizonte desde muchas millas, y los powris tienen magia propia, no lo dudes. Se dice que tienen amigos que nadan bajo el agua, que les informan de los barcos que pasan. No se trata de mala suerte, mi buen hermano Pellimar.
—¿Qué pueden saber de nosotros? —preguntó Quintall, sin volver la cabeza hacia los demás.
—Sólo que somos un barco solitario que navega lejos de casa —contestó Adjonas.
—¿Y de nuestra misión? —se apresuró a preguntar Quintall.
—Nada —le aseguró Adjonas—. Es dudoso que alguien a bordo de la embarcación powri pueda ni tan sólo reconocer vuestros hábitos.
Quintall asintió.
—Huyamos de ellos —indicó.
Avelyn y los demás contuvieron la respiración mientras miraban fijamente la cara del capitán Adjonas. Avelyn temía que Quintall se hubiera extralimitado al dar esta orden tan tajante.
—¡Rápido, al puerto! —gritó Adjonas; luego se calmó y se giró hacia su segundo—. Hinche nuestras velas, señor Smealy —le ordenó—. No deseo entrar en combate con los powris.
Smealy salió corriendo. Adjonas dejó que su mirada asesina se clavara durante largo rato en la espalda de Quintall; luego se volvió, más calmado, y, después de una rápida inclinación de cabeza a los otros tres monjes, se fue.
Avelyn se acercó a la borda y, utilizando las manos como visera, exploró atentamente la vasta extensión gris azulada. Creyó haber atisbado el bote barril, pero no estaba seguro; podría haber sido tan sólo la sombra de una ola.
El Corredor del Viento viró rápido hacia puerto, y las velas hinchadas empujaron la carabela de robustos aparejos a una velocidad impresionante. Pero los powris la seguían de cerca. El vigía gritaba repetidamente, y su tono de voz se iba cargando de miedo y frustración, porque el bote barril mantenía la distancia e incluso la había acortado un poco.
Apoyados en el pasamanos de la borda, el capitán Adjonas y los cuatro monjes observaban el avance de los powris. Avelyn ya podía distinguir la embarcación perfectamente, pues el extraño bote barril no se confundía con las sombras de las olas.
Adjonas miró las velas y luego a su tripulación, que cambiaba de bordada con frenesí para mantenerlas tan llenas de viento como fuera posible.
—Un diseño sorprendente —observó Quintall respecto a la cercana embarcación—. ¿Por qué los humanos no la hemos copiado?
—Hay un bote barril en Puerto Libre —replicó Adjonas—, y se construyeron varios en Ursal para navegación fluvial. Pero los hombres no son powris. Los camarotes en tales botes son estrechos, mucho más estrechos aun que el más pequeño camarote del Corredor del Viento, y los hombres no tienen la resistencia de los powris. Los enanos pueden pedalear todo el día, mientras que la mayoría de los hombres se cansan en una hora o, a lo sumo, al cabo de un par de horas.
Quintall asintió y su respeto por el estoico e incansable enemigo se acrecentó.
—Si los powris no se cansan, no podremos mantenerlos a distancia —observó a continuación.
—Pondré arqueros con flechas encendidas para que disparen contra el bajel cuando se acerque un poco más —contestó Adjonas, cuya voz estaba lejos de denotar esperanza—. Pero la mayor parte de la embarcación está bajo el agua, con pocas zonas alcanzables y ninguna de ellas crítica. Afortunadamente mantendremos nuestra velocidad lo bastante para que el primer ataque con el espolón de los powris nos cause poco daño. Lucharemos con ellos cuando intenten el abordaje. No nos queda otra alternativa.
Quintall estaba sacudiendo la cabeza desde antes de que acabara de hablar Adjonas.
—No podemos permitir que nos ataquen con el espolón —arguyó—; cualquier daño, como mínimo, nos retrasaría y no nos lo podemos permitir. Sólo tenemos una semana de margen, y esto si nuestros cálculos son ciertos y los vientos se mantienen.
—Veo pocas opciones —señaló Adjonas.
Los otros tres monjes se limitaban a observar con aire preocupado el lejano bote barril o se miraban unos a otros, pero Quintall había dado un enfoque diferente a la cuestión al asimilar toda la información que Adjonas les había proporcionado sobre el enemigo.
—Dígame —dijo por fin—, ¿a qué velocidad navegará el bote barril si su hélice queda enredada?
Adjonas lo miró con curiosidad.
—Tenemos red de sobra —añadió Quintall.
—La hélice no está tan accesible —objetó Adjonas—. Incluso si colocamos la red perfectamente en la trayectoria del bote barril, es probable que no se enrede en otra cosa que no sean los garfios protectores de la hélice.
—Supongamos que no nos limitamos a situar la red, sino que la dirigimos hacia su destino —insinuó Quintall astutamente.
Sus compañeros lo miraron con aire confuso, con excepción de Thagraine, que había captado su idea y estaba impaciente por llevarla a cabo.
—Sería temerario —empezó Adjonas, pero se detuvo cuando la escotilla del bote barril se abrió y una cabeza cubierta con una gorra roja apareció a la vista; el powri levantó un delgado brazo con un tubo en forma de embudo.
—¡Humanos! —gritó a través del embudo—. ¡Velero, mercader, ríndete! No puedes correr más que nosotros, no puedes, ni tienes ninguna posibilidad en el combate. Te digo que te rindas, y así podrías salvar algunas vidas.
Adjonas miró en torno a su ahora paralizada tripulación. Vio en sus caras la repentina y frágil esperanza suscitada por la promesa del powri.
Bunkus Smealy dijo lo que muchos otros debían de estar sintiendo.
—Quizá deberíamos hacer caso de sus palabras, capitán —afirmó el segundo de a bordo—. Si no ofrecemos resistencia...
Adjonas lo empujó hacia un lado y se separó de la borda de forma que desde toda la cubierta pudieran verlo.
—¡Nos matarían uno tras otro! —gritó—. ¡Son powris, gorras sangrientas, deseosos de mojarlas en sangre humana! ¡No dejarán que un barco escape, ni tienen espacio para hacer prisioneros! Si nos detenemos o aflojamos la marcha, sólo conseguiremos que su embestida sea más fuerte.
Mientras Adjonas hablaba, una flecha encendida dibujó un arco por encima del pasamanos de la borda del Corredor del Viento, y alcanzó una vela de popa. Tres marineros corrieron hacia el pequeño fuego para controlarlo.
—Velero, ¿cuánto tiempo puedes mantener la carrera, mercader? —aulló el powri; y desapareció cerrando la escotilla detrás de él.
—¿Quiénes son los mejores nadadores? —preguntó Quintall dirigiéndose al capitán. Adjonas lo miró con curiosidad.
—El Corredor del Viento es un barco de las frías aguas del norte —replicó—. No tenemos costumbre de nadar.
Quintall asintió gravemente y se volvió hacia sus compañeros. Odiaba tener que exponerlos a tal peligro a todos ellos, pero se dio cuenta de que el éxito de la misión en aquel preciso momento dependía de sus actos. Antes incluso de que acabara de darse la vuelta, Avelyn, Pellimar y Thagraine habían dejado caer la ropa sobre la cubierta y empezaban a tensar los músculos y a balancear los brazos.
—Sabemos nadar —explicó Quintall— incluso en las frías aguas del norte; dadme una red.
Adjonas hizo una seña a Bunkus Smealy; aquélla era una operación de Quintall, y el capitán del Corredor del Viento, que al parecer no tenía otra opción, estaba más que dispuesto a dar al robusto monje su oportunidad.
Pronto los cuatro estuvieron en la borda de babor, fuera de la vista del bote barril. Quintall tiró la red al agua, y Thagraine se arrojó detrás para sostenerla.
Adjonas agarró a Quintall por el hombro. Sacó una piedra de su tahalí, un pequeño rubí rojo, y se lo ofreció.
—Sólo en caso de necesidad —explicó—. Esta piedra vale más que todo mi barco.
Quintall la observó con curiosidad. Podía percibir la magia que contenía, una tenue pulsión de energía. Hizo un gesto de asentimiento a Adjonas, y entonces, inesperadamente, tendió la piedra a Avelyn.
—Ningún ser vivo conoce mejor que tú el poder de las piedras —dijo a su compañero—. Utilízala bien si llega el caso.
Avelyn tomó la piedra y pasó sus dedos por encima durante breves instantes, sintiendo su energía con nitidez y comprendiendo la función de la piedra tan claramente como si hubiera hablado con ella. Se apresuró a ponerla en su taparrabos pero, al no sentirla segura allí, se la metió en la boca y la hizo rodar hasta situarla detrás de los dientes.
Se arrojaron al agua y nadaron rápido para reunirse con Thagraine, que estaba aguantando la red, a muchos metros del veloz navegante Corredor del Viento.
Se dividieron en dos grupos: por una parte Thagraine y Quintall sostenían la red, que colgaba en medio de los dos, y nadaban hacia un lado, tratando de buscar el ángulo apropiado respecto del cercano bote barril; por otra parte, Pellimar y Avelyn se mantenían en línea recta con la embarcación, sumergidos a bastante profundidad para impedir ser vistos en caso de apertura de la escotilla o de cualquier otro método de observación de los powris.
Adjonas miraba nerviosamente apoyado en el pasamanos de la borda. Sabía cosas acerca de los powris y acerca del mar que aparentemente los cuatro monjes ignoraban. Si el bote barril lograba pasar por los agujeros de la red, por ejemplo, jamás conseguirían atraparlo, y Adjonas no podría dar la vuelta para volver a buscarlos. Quedarían abandonados en alta mar y, casi seguro, condenados a muerte. Y había además otro peligro peor: se decía que los powris tenían amigos entre las bestias del mar, las más comunes de los cuales tenían una característica aleta dorsal.
El capitán tranquilizó su conciencia diciéndose que, aun cuando el bravo Quintall hubiera sabido todo esto, se habría sumergido igualmente en el Miriánico Sur con la red.
—¡Nada con fuerza! —dijo Quintall a su compañero, moviéndose con rapidez para disminuir la distancia que quedaba. El bote barril se estaba moviendo mucho más deprisa de lo que parecía, ya que no dejaba estela con la proa tal como hacía el Corredor del Viento. Thagraine se esforzaba tanto como podía, debatiéndose con brazos y piernas, pero no habría conseguido salir adelante si no hubiera sido por Quintall, que desde el otro extremo de la red, enganchada en sus anchos hombros, lo remolcaba.
Exhaustos, los dos hombres se sumergieron para recorrer el último trecho y dejaron que la embarcación les pasara justo por encima. Por fortuna, el agua era cristalina.
Arriba, Avelyn y Pellimar esperaban con ansiedad. Tenían que subir a bordo del bote barril, independientemente del resultado del intento de Quintall. Si la red fallaba, ellos dos tenían que detener a los powris. Avelyn arrolló la lengua en torno al rubí. Advirtió que la piedra no sería lo bastante potente para dejar fuera de combate el resistente casco de la embarcación enemiga.
El bote barril se acercaba —cincuenta metros, cuarenta, veinte— cortando el agua con suavidad.
De pronto viró bruscamente y avanzó en diagonal. Avelyn y Pellimar nadaron con todas sus fuerzas; Pellimar alcanzó el bote en primer lugar, y se subió a la masa flotante con precaución por la parte redondeada. Se arrastró hacia la escotilla y llegó allí justo después de que se abriera.
El primer powri que salió se quedó realmente sorprendido. Los enanos suponían que la hélice se había enredado en alguna planta marina o en algo que habían dejado caer desde la carabela, lo cual no era algo tan insólito. ¡Pero ver un humano de pie en cubierta!
Lo que vio Pellimar no fue menos sorprendente ya que jamás había visto a un powri tan de cerca. El enano medía sólo un poco más de metro veinte de estatura; sus brazos eran larguiruchos, y las piernas parecían demasiado delgadas para sostener su torso en forma de barril.
La expresión pasmada del enano no cambió cuando Pellimar lo golpeó con un potente cruzado de derecha.
El monje se miró la mano herida y a su oponente, que había resultado mucho más fuerte de lo que aparentaba. El powri sacudió vigorosamente su potente cabeza.
Pellimar lo golpeó de nuevo, con una serie de tres rápidos puñetazos con la izquierda; luego levantó la pierna derecha con fuerza y descargó un puntapié debajo de la mandíbula del powri. La cabeza del enano se desplazó bruscamente hacia atrás, y el powri cayó rodando sobre la cubierta del bote barril.
Pero apareció otro en su lugar, y no parecía afectado por el factor sorpresa. Pellimar, rápido como una centella, lo golpeó también con tres potentes puñetazos —una combinación de izquierda, derecha, izquierda—, pero el ímpetu del monje se esfumó cuando su mano derecha, todavía dolorida por el primer golpe, asestó el segundo.
Avelyn se precipitó detrás del hermano y vio que Pellimar hacía un movimiento brusco y caía de costado; por su pecho corría una brillante línea roja. Delante de Avelyn estaba el powri, y de su corta espada goteaba sangre de Pellimar. El enano chilló de rabia al ver a su víctima desplomada y advertir que había perdido la ocasión de realzar el ya brillante color carmesí de su gorra, pues ésta se le había caído al mar. Aquel momento de distracción dio a Avelyn una oportunidad.
Podría haberse agachado y atacado al enano, pero ponderó su solidez y vio a otro powri apareciendo por la escotilla detrás del primero. Dejando a un lado su integridad personal, Avelyn tuvo que considerar qué era lo más positivo.
Corrió hacia proa mientras se sacaba el rubí de la boca. Lo frotó con la mano, invocó su magia, encontró su centro de energía y lo transportó a un nivel volátil.
El powri lo atacó con un golpe de revés, pero Avelyn se agachó para esquivarlo. Se tiró entre las piernas del powri y lanzó la piedra hacia arriba, en dirección a la escotilla. Entonces, guiado sólo por el instinto de conservación, flexionó las piernas y se levantó con rapidez.
El rubí, brillante de poder, trazó un arco sobre la escotilla abierta. El siguiente powri que salió vio su resplandor e, hipnotizado, tendió la mano. El enano asió con firmeza la gema, pero se soltó de la escalerilla. Así que, cuando Avelyn y el otro powri se levantaron bruscamente, perdió el equilibrio y cayó al interior del bote barril, con el rubí centelleando en la mano.
Avelyn se aferró con todas sus fuerzas al brazo del powri que sostenía la espada y tiró hacia abajo. Mientras caían, se las arregló para cerrar la escotilla. Avelyn rodó sobre la escotilla, y el ágil powri se puso en pie de un brinco sobre la puerta, ahora cerrada. El enano levantó su espada, hizo una mueca perversa, y soltó un aullido que estremeció a Avelyn, que yacía boca abajo no muy lejos.
Pero de repente el enano salió despedido, y detrás de él la escotilla saltó por los aires; por el agujero surgió una espesa columna de humo negro.
Avelyn fue lanzado hacia atrás por la violenta sacudida, pero no hizo nada para evitarlo. La explosión apenas debía de haber matado a la mitad de los powris —el bote barril era casi tan largo como el Corredor del Viento—, y los supervivientes no tardarían en subir a cubierta.
Y Avelyn no deseaba hacerles frente.
Quintall y Thagraine subieron a la superficie sin aliento después de colocar la red en el lugar previsto. Cuando Quintall consiguió acercarse al bote barril, vio a un powri en el agua y al hermano Pellimar, que se debatía justo detrás de él.
Con su pesado cuerpo y sus escuálidas extremidades, los powris no eran buenos nadadores, y Quintall alcanzó con facilidad a la aturdida criatura, la empujó hacia abajo y consiguió sentarse sobre sus hombros. El powri se resistió desesperadamente, pero el vigoroso hombre apretó las piernas con fuerza y luchó para mantener el equilibrio.
El enano jamás volvió a la superficie.
Una vez en el agua, Avelyn vio a Quintall no muy lejos de él, muy por encima de la superficie y con la mitad del cuerpo fuera del agua. Aquella visión lo sorprendió inicialmente... hasta que advirtió el «asiento» que su compañero había encontrado. A su lado, Thagraine sostenía a Pellimar bajo un brazo y nadaba con todas sus fuerzas hacia la carabela que había dado la vuelta.
Tan pronto como su duro trabajo acabó, Quintall, el mejor nadador sin duda, relevó a Thagraine de su pesada carga y casi no se rezagó respecto de sus dos compañeros, a pesar del peso añadido del inconsciente Pellimar.
Adjonas miraba todo aquello con ansiedad, desplazándose a lo largo de la borda según lo requerían los virajes del barco. El bote barril había quedado temporalmente inutilizable, pero la lucha aún no había acabado. El capitán dispuso a los arqueros en sus puestos y les dijo que dispararan tanto como hiciera falta si los powris asomaban a través del humo, que ya estaba disminuyendo.
Luego se puso a vigilar, porque era lo único que podía hacer. El Corredor del Viento regresaba directamente para acercarse a los cuatro monjes y al bote barril. Por supuesto, había powris en cubierta, algunos con ballestas, disparando al azar en dirección a los monjes nadadores.
Pero Adjonas sabía que el mayor peligro para los monjes era el rastro de sangre que Pellimar, herido, iba dejando en el agua.
Thagraine fue el primero en llegar al Corredor del Viento y se agarró con frenesí a una cuerda que le tiraron desde cubierta. Justo después de que lo izaran a bordo, cuando el barco estaba a una veintena de metros de Avelyn y éste a otros tantos de Quintall y Pellimar, el vigía dio un grito inesperado.
—¡Aleta dorsal! —chilló—. ¡Tiburón, tiburón blanco!
—¡Subámoslos pronto! —aulló Adjonas y se dirigió hacia un cabo para ayudar—. ¡Más cabos al agua!
Uno de los cabos lanzados fue a parar cerca de Avelyn; éste comprendió el frenesí del vigía y el peligro inminente, pero no lo agarró y, dando media vuelta, nadó hacia Quintall y Pellimar.
—¡Hermano Avelyn! —gritaba Thagraine asomado a la borda del Corredor del Viento—. ¡Tú y yo somos los Preparadores! ¡Ellos son sacrificables!
Las palabras golpearon a Avelyn con la fuerza de una bofetada fría. ¿Sacrificables? ¡Eran monjes de Saint Mere Abelle! ¡Eran seres humanos!
Con un gruñido, Avelyn siguió esforzándose y alcanzó al fin al fatigado Quintall. Para sorpresa de Avelyn, Pellimar se debatía en el agua, detrás del robusto hombre.
Avelyn no preguntó nada; Quintall tampoco dijo nada y siguió nadando con fuerza hacia el cabo. Avelyn consiguió alcanzar a Pellimar y pasó un brazo alrededor del hombro del herido abandonado.
La flecha de una ballesta se clavó en el agua justo al lado de la cara de Avelyn cuando éste se giró, y entonces lo vio: una aleta dorsal que emergía del agua más de medio metro. Aunque jamás antes había visto un tiburón ni oído hablar de ellos, podía imaginar los horrores que subyacían debajo de tan reveladora aleta.
El tiburón se acercaba, así como el Corredor del Viento. Una docena de hombres —Quintall, Thagraine y Adjonas entre ellos— tenían un cabo en las manos y tiraban de él mientras Avelyn desesperadamente se agarraba al otro extremo.
Por sí mismo era incapaz de subir por el cabo ni tan sólo un poco; lo único que podía hacer, como mucho, era mantener agarrados al cabo y al inerte Pellimar.
Pero consiguieron izarlo; Quintall agarró a Pellimar y tiró de él hasta dejarlo en cubierta, mientras Avelyn permanecía colgado sobre el peligroso mar. Oyó los gritos de la tripulación y miró hacia abajo; tenía todavía un pie en el agua, mientras la enorme figura oscura de casi ocho metros se deslizaba debajo de él y del Corredor del Viento.
Un breve segundo después, el aterrorizado monje estaba en cubierta.
—Vaya ejemplar —observó Adjonas, al ver el tiburón.
Bunkus Smealy dirigió una repugnante mueca hacia Avelyn; tenía una mano levantada con los dedos pulgar e índice separados unos doce centímetros.
—Con dientes de este tamaño —dijo con crueldad.
Había una docena de powris en cubierta del bote barril, observó Adjonas, pero ninguno se metería en el agua con aquel enorme tiburón merodeando por allí y tan obviamente nervioso. Los powris y los tiburones trabajaban en colaboración, según se decía, pero al parecer había límites en tal amistad.
Una mueca horrible ensanchó la cara del capitán; decidió poner a prueba aquella tregua improbable.
—Démosles un topetón —dijo a Bunkus Smealy, y el segundo de a bordo se fue corriendo hacia el timón con un grito de alegría.
No fue un ataque completo con el espolón —ningún capitán sensato expondría así su barco contra el resistente casco de un bote barril de powris—, pero sí fue un encontronazo lo suficientemente violento para hacer caer al agua a todos los powris que estaban en cubierta menos uno. Los arqueros del Corredor del Viento dispararon con energía mientras el barco pasaba al lado de la embarcación powri y dejaron tres enanos muertos en el agua.
Una segunda aleta dorsal más pequeña se reunió con la primera en su recorrido envolvente.
¡Cómo se revolvían los enanos!
—Vámonos —gritó Adjonas a la tripulación. Sabía que los tiburones se comerían a los muertos, y los frenéticos movimientos de los vivos combinados con la mucha sangre derramada probablemente atraerían más. Ningún powri osaría meterse en el agua para intentar desenredar la red de la hélice con los sanguinarios tiburones tan cerca.
Para mayor desgracia de los powris, aunque ni Adjonas ni nadie a bordo del Corredor del Viento podría haberlo previsto, el bote barril a la deriva ofrecía a los enloquecidos tiburones un notable parecido con una ballena herida.
El bote barril había girado por el choque con el Corredor del Viento, y el agua se precipitaba en su interior por la escotilla abierta. Poco después desaparecía bajo las olas.
La excitación en el Corredor del Viento no se disipó hasta que los powris quedaron muy lejos. Los monjes habían sido los héroes de la batalla, pero Avelyn oyó a los tripulantes susurrar «temerario» tanto como «valiente». Los marineros eran una pandilla de brutos, orgullosos y cínicos, y, si Quintall o cualquiera de los otros esperaba una palmada de felicitación en la espalda, sus esperanzas se vieron frustradas.
Avelyn y Thagraine llevaron a Pellimar, herido de consideración, al camarote de Dansally, y comprobaron que la mujer tenía otras aptitudes además de las ya conocidas. Poco después, el hombre descansaba tan cómodamente como era posible, y Avelyn se fue de la habitación.
Encontró a Quintall de pie con Adjonas; el capitán, con aspecto cansado, estaba apoyado en el palo mayor.
—Powris —estaba murmurando cuando Avelyn llegó—, más gorras sanguinarias que nunca en el Miriánico septentrional y meridional. Según parece, se han multiplicado en sus islas, las Julianthes, especialmente en sus costas. Sus ataques no harán más que aumentar en número y objetivos.
Quintall hizo caso omiso de estas inquietantes palabras.
—¿Cómo sigue Pellimar? —preguntó a Avelyn.
Avelyn suspiró.
—Puede que viva —repuso—, o puede que no.
Quintall asintió, y de repente entró en acción: lanzó su enorme puño en ángulo recto contra la mandíbula de Avelyn, y éste cayó en cubierta desplomado.
—¿Por qué te arriesgaste? —chilló Quintall.
Los marineros miraron asombrados desde todos los rincones de la cubierta; Adjonas observaba al robusto hombre con incredulidad.
Avelyn se levantó, recelando otro golpe, completamente confuso por la acción de Quintall.
—Tú eres un Preparador —lo reprendió Quintall—. Sin embargo, acabas de arriesgar la vida para salvar a Pellimar.
—Todos hemos arriesgado la vida —arguyó Avelyn.
—En aquel momento no teníamos otra elección —replicó Quintall, tan encolerizado que a cada palabra salpicaba con saliva—. Pero, cuando el Corredor del Viento ya estaba fuera de peligro, cuando ya habíamos frenado a los powris y el camino estaba despejado, retrocediste en aquellas peligrosas aguas.
—¡Habrían devorado a Pellimar!
—¡Una lástima, pero sin importancia!
Avelyn se tragó la próxima réplica, pues sabía que era un argumento inútil. Nunca hubiera imaginado tal nivel de fanatismo, ni siquiera en el severo Quintall.
—No podía abandonarlo; ni a ti.
Quintall escupió sobre cubierta a los pies de Avelyn.
—No te pedí ayuda, y la habría rechazado si me la hubieras ofrecido. El camino hacia nuestro destino se encontraba despejado, el Corredor del Viento ya no estaba amenazado. Deberías haber subido a bordo y haber permanecido a bordo. ¡Qué despilfarro habría sido la vida de Pellimar, y la mía propia, si Avelyn también hubiera muerto en el agua!
Avelyn no tenía respuesta. El argumento era indiscutible. Se enderezó, asintió con la cabeza, aunque en su corazón sabía que si la situación se volvía a presentar trataría otra vez de ayudarlos.
—No sabemos si el camino hacia Pimaninicuit está ahora despejado —susurró Adjonas para proteger el nombre sagrado.
—En todo caso, Pellimar no nos servirá de nada —contestó Quintall—. Incluso si vive, probablemente tendrá que guardar cama durante muchos días.
Avelyn examinó con atención al robusto hombre. La misión era lo único que importaba; estaba de acuerdo y dispuesto a sacrificar su propia vida por el éxito del viaje. ¿Pero podían pedirle que dejara morir a alguien?
Avelyn negó con la cabeza, aunque afortunadamente ni Quintall ni Adjonas lo advirtieron. No, el joven monje decidió que no podía, que no lo haría.
—Recuérdalo —le dijo con gravedad Quintall.
—Iré junto a Pellimar —replicó Avelyn, encontrando consuelo en el sutil voto que las palabras implicaban, algo que Quintall no podía comprender—. Dansally cuida sus heridas.
—¿Quién? —preguntó Quintall mientras Avelyn se alejaba.
Avelyn sonrió, sin sorprenderse.
El estado de Pellimar no mejoraba a medida que se deslizaban los días. El tiempo permanecía claro y caluroso, y no aparecieron más botes barril a la vista.
Quizás fue el aburrimiento, el calor, las poco apetecibles provisiones, pero lo cierto es que la tripulación se volvía cada vez menos amable, incluso hostil. Más de una vez Avelyn oyó cómo Bunkus Smealy y Adjonas se peleaban a gritos; y, cada vez que el monje paseaba por la abierta cubierta, sentía agresivas miradas de odio a su espalda. La tripulación culpaba a los monjes por las incomodidades que sufría, por todo el viaje. Quintall, avisado por Adjonas, había advertido de esto a Thagraine y a Avelyn. El Corredor del Viento navegaba normalmente cerca de la costa; los viajes por el ancho y vasto océano eran extremadamente raros, y había rumores acerca de una locura que a menudo afectaba a las tripulaciones. Según relataban las historias, se habían encontrado barcos intactos y en condiciones de navegar, pero sin un solo tripulante a bordo. Algunos decían que era obra de fantasmas o de monstruos malignos de las aguas abismales; pero, de forma más racional, los marineros expertos lo atribuían al miedo y a las sospechas, a los largos días vacíos y a la sensación innegable de que el mar no acabaría nunca, de que el barco seguiría navegando y navegando hasta que no quedara nada para comer ni nada para beber.
Las cosas iban tan mal durante la sexta semana de la partida de Jacintha, que Adjonas, con gran consternación de Avelyn, permitió el acceso a Dansally a otros miembros de la tripulación. El capitán dispuso que se hiciera de forma ordenada, y cada vez que Avelyn veía uno de los sucios marineros yendo hacia la puerta de Dansally, su corazón latía un poco más despacio, y se mordía un poco más la piel del labio.
Dansally se lo tomó con naturalidad, aceptando su papel en la vida, pero la ampliación de sus obligaciones le dejaban poco tiempo para sus charlas con Avelyn, algo que el monje y la mujer necesitaban imperiosamente.
Ni siquiera aquellos privilegios extraordinarios mejoraron sensiblemente el humor de la tripulación, cada vez más hosca. La situación alcanzó una crisis espantosa una mañana especialmente húmeda y calurosa. Quintall estuvo casi una hora discutiendo, a veces acaloradamente, con el capitán Adjonas. Al fin, Adjonas pareció asentir y llamó a su lado a Bunkus Smealy.
Prosiguieron los gritos, sobre todo por parte de Quintall, y, cuando el segundo de a bordo al fin trató de oponerse, el robusto monje cogió a Smealy por la garganta y lo levantó en vilo.
Avelyn y Thagraine se precipitaron junto a Quintall, y Thagraine le advirtió que toda la tripulación los estaba mirando con interés más que normal.
—Esto demuestra mi hipótesis, capitán Adjonas —observó Quintall, dando a Smealy una pequeña sacudida—. Éste es el cabecilla del malestar, y merece ser tirado por la borda a los tiburones.
Adjonas apoyó una mano en el brazo de Quintall para indicarle que soltara a Smealy. El hombre se apartó tosiendo, presumiblemente para reunirse con la tripulación en busca de ayuda.
—Pronuncia una sola palabra para sublevarlos —amenazó Quintall— y todos mis ataques y los de mis compañeros se dirigirán a ti. Te quebraremos los dos brazos y las dos piernas y quedarán inservibles cuando caigas al agua, Bunkus Smealy. ¿Cuánto tiempo crees que permanecerás a flote, esperando que el Corredor del Viento vire para recogerte?
El grasiento hombre palideció.
—Estamos demasiado lejos —dijo a su capitán, y su alegato sonó como un quejido—. ¡Demasiado lejos!
—La isla... —empezó a decir Adjonas.
Smealy lo interrumpió con un gruñido.
—¡No hay tal isla! —chilló, y las murmuraciones de la tripulación subieron de tono, mostrando su asentimiento.
Adjonas dirigió a Quintall una mirada preocupada. Les quedaba como mínimo otro mes de navegación, y el capitán se preguntaba sinceramente si aquella tripulación iba a tener la paciencia suficiente. Los había elegido con cuidado, y casi todos llevaban una década navegando con él, pero las últimas semanas sin ver tierra los habían acobardado.
—¡Tres meses! —gritó el capitán de repente—. Antes de salir de Jacintha, os dije que pasaríamos tres meses de viaje antes de alcanzar nuestro destino. Todavía no hace dos meses que salimos de Saint Mere Abelle. ¿Sois cobardes, entonces? ¿No sois hombres de honor?
Aquello los retuvo, pero continuaron refunfuñando.
—Mi espada es testigo —dijo Quintall a Smealy, mientras el segundo de a bordo también se retiraba— de que te hago responsable personalmente de las acciones de la tripulación.
Smealy no parpadeó ni osó apartar la vista del peligroso monje hasta que hubo recorrido más de media cubierta.
—Todavía será más grave si no encontramos fácilmente Pimaninicuit —advirtió Adjonas a los tres en voz baja.
Quintall le clavó una mirada glacial.
—Estamos en la ruta correcta y en el tiempo previsto —aseguró Adjonas, sintiendo la necesidad de calmar al hombre—, según los mapas que me han facilitado.
—Y que son absolutamente precisos —gruñó Quintall como respuesta.
Y lo eran, pues cuatro intranquilas semanas y media después el vigía gritó «¡Tierra a la vista!».
Toda la tripulación se precipitó a la borda de proa, y pronto la mancha gris se fue haciendo más perceptible y llegó a dibujar el innegable perfil de una isla. El gris se convirtió en verde a medida que se acercaban, gracias a una exuberante vegetación que crecía en las laderas.
—Según mis cálculos tenemos una semana de tiempo de margen —observó Adjonas a los cuatro monjes, ya que Pellimar, aunque todavía muy débil, estaba de nuevo en cubierta—. Deberíamos ir a tierra y explorar...
—¡No! —cortó Quintall para sorpresa de todos, pues la recomendación del capitán parecía perfectamente lógica—. Nadie salvo los Preparadores puede ir a tierra —explicó Quintall—. Cualquier otro que toque la orilla de Pimaninicuit perderá la vida.
Era una norma extraña, y produjo tan gran sorpresa en Avelyn que apenas advirtió que Quintall había pronunciado en público el nombre de la isla.
Aquellas palabras también cogieron al capitán Adjonas con la guardia baja, quien difícilmente podía recibir bien la inesperada declaración. Su tripulación había permanecido a bordo durante mucho tiempo, con una única y breve escala en Entel. Dejarlos en el barco ahora, estando tan cerca la incitante tierra —probablemente cubierta de árboles frutales y otros lujos que no tenían en el mar—, era por supuesto una locura.
Pero Quintall no desistió.
—Dé la vuelta a la isla a corta distancia de la orilla a fin de hallar el lugar adecuado para que los Preparadores puedan desembarcar; luego navegue mar adentro hasta que la isla quede fuera de su vista —instruyó al capitán—. Por último, regrese al cabo de cinco días.
Adjonas sabía que la situación era crítica. No compartía la opinión de Quintall, en absoluto; pero, a la vista de Pimaninicuit y según lo acordado con el padre abad, tenía que dejar el mando al monje. Después de todo, aquél era el propósito del viaje, y el padre abad Markwart había dejado muy claro el papel de Adjonas en toda la operación: en mar abierto era el capitán; en Pimaninicuit, era un mandado, o todo el pago —y la suma era considerable— se perdería.
Y peor aun.
Así que rodearon la isla, encontraron una prometedora bahía, y luego navegaron mar adentro para pasar los cinco días más largos del viaje, particularmente para Avelyn y Thagraine.
Avelyn dedicó su último día a bordo a rezar y meditar, preparándose mentalmente para la tarea venidera. Quería visitar a Dansally y contarle sus temores, su falta de idoneidad para la misión, pero resistió aquel deseo. Era una batalla que debía librar a solas.
Al fin, él y Thagraine, con sus provisiones, se deslizaron por un cabo desde el Corredor del Viento hasta el bote; Pimaninicuit aparecía inmensa delante de ellos.
—Es preciso que estemos lejos cuando empiecen las lluvias —les explicó Quintall— pues es sabido que las piedras causan grandes daños. Cuando hayan acabado, regresaremos aquí.
Un grito desde popa cortó la conversación. Cuando los monjes y Adjonas se giraron, vieron que un tripulante, un muchacho de no más de diecisiete años, más perturbado que los demás por el tiempo pasado en el mar, se tiró al agua desde el barco y empezó a nadar con fuerza en dirección a la orilla.
—¡Señor Smealy! —gritó con voz ronca Adjonas, y dirigió una severa mirada a toda la tripulación—. ¡Arqueros a la borda!
—Dejadlo ir —dijo Quintall con gran asombro de Adjonas, pues el monje se había dado cuenta de que disparar al desesperado hombre delante de la tripulación provocaría un motín—. Dejadlo ir —gritó más fuerte—. Pero, dado que ha elegido la isla, tendrá doble trabajo. —Se inclinó y susurró algo a Thagraine; Avelyn dudaba que tuviera nada que ver con poner a trabajar al hombre fugado.
Instantes después, Avelyn y Thagraine se alejaban del Corredor del Viento en el bote de remos, y el barco desplegó velas inmediatamente y escapó de Pimaninicuit hacia aguas más seguras. A bordo, Quintall se lanzó a contar una sarta de mentiras acerca de los peligros que asaltarían al marinero loco, acerca de cómo los monjes, y sólo los monjes, estaban entrenados para resistir la furia de las lluvias.
—Probablemente no vivirá para regresar al Corredor del Viento —explicó Quintall tratando de preparar a la peligrosa tripulación para lo que sobrevendría.
Thagraine saltó del bote y echó a correr tan pronto como el fondo de la pequeña embarcación rozó las arenas negras de la playa de la isla. Habían adelantado al amotinado en el agua a cierta distancia, y Thagraine había calculado mentalmente su dirección y velocidad.
Avelyn llamó a su compañero, pero Thagraine se limitó a pedirle que cuidara del bote y que no se diera la vuelta.
Avelyn experimentó una sensación de desastre inminente en lo más profundo de su estómago. Amarró el bote en un lugar resguardado de la bahía, lo empujó hacia abajo llenándolo de agua y lo aseguró en el fondo poco profundo.
Thagraine se reunió con él poco después.
Avelyn se estremeció al verlo solo: era evidente qué instrucciones había dado Quintall.
—Hay muchas cosas para comer —dijo alegremente Thagraine, estremeciéndose de emoción— y tenemos que encontrar una cueva.
Avelyn no dijo nada y lo siguió en silencio, rezando por el alma del joven marinero.
Pasaron los dos días siguientes casi siempre encerrados en una pequeña cueva, en la ladera de la única montaña, con vistas sobre la playa y el amplio mar; no ocurrió nada de particular. Thagraine se sentía casi siempre molesto, y paseaba nerviosamente de un lado a otro refunfuñando consigo mismo.
Avelyn comprendía su angustia y se dio cuenta de que el nerviosismo de Thagraine podría costarles caro a ambos cuando llegaran las lluvias.
—Tú lo mataste —comentó con calma el joven monje, poniendo especial cuidado en que la frase no sonara como una acusación.
Thagraine se detuvo.
—Cualquiera que pise Pimaninicuit pierde la vida —replicó esforzándose por mantener la calma.
Avelyn no creía una palabra de aquello; en su opinión, Thagraine había actuado como un instrumento del homicida Quintall.
—¿Cómo sabrán cuándo habremos acabado? —preguntó de repente un enfurecido Thagraine—. ¿Cómo sabrán tan sólo cuándo ocurren las lluvias si se han alejado tanto de la isla?
Avelyn lo observó con detenimiento. Había esperado entablar con él una discusión sobre su actitud en relación con el marinero, con objeto de aliviar su mente, por lo menos de momento, ya que así podrían concentrarse en su más importante misión. Pero sus palabras apenas parecieron calmar a Thagraine; más bien al contrario. Obviamente carcomido por la culpa, echó a andar todavía más enfurecido, entrechocando las manos repetidamente.
Según sus cálculos, las lluvias se habían retrasado. Todavía seguían encerrados en la cueva, cerca de la salida, en espera de algún signo.
—¿Es cierto por lo menos? —protestaba Thagraine cada cinco minutos—. ¿Hay algún hombre vivo que pueda atestiguar tal cosa?
—Los libros antiguos no mienten —dijo Avelyn lleno de fe.
—¿Cómo lo sabes? —explotó Thagraine—. Entonces ¿dónde están las piedras? ¿Cuál es el día preciado? —Se detuvo para recuperar el aliento—. ¿Siete generaciones —gritó— y, justo ahora, estamos aquí en la semana de las lluvias? ¿Qué locura es ésta? Porque, si los cálculos de la abadía tienen un margen de error de un mes o quizá de un año..., ¿seguiremos aquí apretujados en un agujero durante todo ese tiempo?
—Calma, Thagraine —murmuró Avelyn—. Mantén firme tu fe en el padre abad Markwart y en Dios.
—¡A lo más profundo del infierno con el padre abad Markwart! —aulló el otro monje—. ¿Dios? —escupió con desprecio—. ¿Qué puede saber Dios cuando exige la muerte de un muchacho asustado?
Así que era aquello, advirtió Avelyn: culpa pura y simple. Avelyn se movió para cogerlo de la mano, para tratar de ofrecerle consuelo, pero el monje mayor lo apartó de un empujón, salió deprisa por la estrecha boca de la cueva, y corriendo penetró en la maleza.
—¡No lo hagas! —gritó Avelyn y se detuvo sólo un instante antes de seguirlo. Perdió de vista a Thagraine inmediatamente; el monje desapareció entre la espesa maleza, pero supuso que se dirigía a la playa abierta. Avelyn fue tras él; pero, tan pronto como la cueva desapareció de su vista, algo, una voz interior, le indicó que se detuviera. Miró atrás en dirección a la cueva, luego por encima de la ladera hacia el mar. Observó que el cielo tenía un color extraño, purpúreo, un matiz rosáceo, tonos que Avelyn había visto en puestas o salidas de sol y en determinados horizontes. Pero, en aquella región de días largos, el sol, estaba todavía a varias horas del límite de poniente y tendría que haberse mostrado amarillo y resplandeciente en un día de cielo despejado.
—¡Maldición! —farfulló Avelyn, y corrió a toda prisa para cobijarse en la cueva. Desde dentro, dado que aquel refugio constituía una excelente atalaya, atisbó a Thagraine, que corría enloquecido a lo largo de la playa, y también vio un suave movimiento en el agua, lejos de la orilla.
Avelyn cerró los ojos y rezó.
—¿Dónde estás, maldito Dios? —gritaba Thagraine, mientras avanzaba dando traspiés a lo largo de las arenas negras de Pimaninicuit—. ¿Qué precio pones a tu fe? ¿Qué mentiras cuentas?
De repente se detuvo al oír el estruendo.
Un momento después, se agarró el brazo; advirtió en él un hilillo de sangre y notó que una piedra pequeña, un cristal ahumado, yacía en la arena negra delante de él.
Thagraine abrió tanto los ojos como si Dios en persona hubiera contestado a sus preguntas. Miró hacia atrás, dio media vuelta y corrió a toda velocidad hacia la cueva, sin dejar de llamar a Avelyn.
Avelyn no podía mirar, ni tampoco podía desviar los ojos. Piedras ardientes caían a gran velocidad delante de la entrada de la cueva, agujereando las anchas hojas de los árboles y la maleza. La lluvia de piedras fue ligera durante un rato, pero luego fue aumentando su intensidad hasta llegar a castigar el suelo de Pimaninicuit.
Y, durante el diluvio, Avelyn oyó su nombre. Miró hacia afuera con ojos de miope y quedó pasmado al ver cómo un lacerado y magullado Thagraine aparecía más allá del follaje poco espeso, sangrando por tantos sitios que parecía herido de gravedad. Avanzó, tropezó lastimosamente y levantó los brazos hacia la cueva.
Avelyn trató de ser realista. Sabía que sería una locura salir, pero ¿cómo no hacerlo? Podía hacerlo, se dijo severamente. Podía recoger a Thagraine y refugiarlo en la cueva de nuevo. Intentó no plantearse el dilema que se le presentaría: dar prioridad a Thagraine o bien a las piedras sagradas, habida cuenta de la breve y rara oportunidad de que dispondría para poder obtener la magia de las piedras.
Pero Avelyn tendría que preocuparse de eso cuando llegara la ocasión. Thagraine estaba apenas a veinte zancadas de distancia, avanzando a tropezones, cuando Avelyn salió.
Lo vio de repente, un oscuro borrón en lo alto, y de alguna manera descubrió su trayectoria mortal.
Thagraine lo miró, y una sonrisa esperanzada y lastimera se dibujó en su ensangrentada cara.
La piedra cayó como una flecha bien dirigida, aplastó la nuca de Thagraine y lo tumbó en el suelo.
Avelyn volvió a la cueva y siguió rezando.
La tormenta se intensificó durante la hora siguiente; el viento y la lluvia de piedras azotaron la isla, bombardeando el suelo con tal intensidad que el monje temió que su refugio pudiera derrumbarse.
Pero luego, tan súbitamente como había empezado, finalizó, y el cielo se aclaró y recuperó su azul intenso.
Avelyn salió asustado pero decidido. Se fue directamente a donde estaba Thagraine, un amasijo de magulladuras y sangre. Trató de darle la vuelta, pero se quedó sin aliento al advertir la fatal herida: un amplio agujero hundido en el cráneo de Thagraine; había masa encefálica esparcida alrededor.
La causante de la muerte de Thagraine, una enorme amatista púrpura, llamó la atención de Avelyn. Con afecto y respeto, consiguió sacar la piedra de la cabeza de su compañero muerto. Pudo notar el poder que vibraba en su interior, de una intensidad que antes nunca había imaginado. ¡Seguramente era mayor que cualquier otra piedra de Saint Mere Abelle! ¡Qué tamaño! Las manos de Avelyn eran grandes, pero ni con los dedos completamente extendidos conseguía abarcar los bordes de la piedra.
Se puso a trabajar, alejó de su cabeza cualquier pensamiento sobre Thagraine o sobre el muchacho que éste había matado, y se entregó con furor a la tarea para la que se había formado durante aquellos años. En primer lugar preparó la amatista, bañándola con aceites especiales y transfiriéndole parte de su propia energía a través de intensos rezos y manipulaciones.
Luego continuó, guiado por su instinto para seleccionar las piedras más llenas de energía celestial. Muchas no tenían poder mágico alguno, y Avelyn advirtió enseguida que se trataba de restos de lluvias precedentes, sacadas a la superficie por el bombardeo de la tormenta. Eligió en segundo lugar una hematites grande como un huevo y luego un rubí, pequeño pero impecable según su ojo experto.
Y así sucesivamente. Sólo las piedras seleccionadas y tratadas mantendrían su poder; las restantes se convertirían en desechos de Pimaninicuit, enterrados bajo las arenas negras y el follaje que resurgiría durante siete generaciones.
Aquella noche, ya tarde, el monje cayó, completamente exhausto, sobre la playa que bordeaba la bahía. No se despertó hasta mucho después de haber amanecido; su carga preciosa permanecía intacta en su zurrón. Sólo entonces Avelyn tuvo el tiempo necesario para darse cuenta del cambio espectacular que se había producido en Pimaninicuit. La isla ya no parecía tan lujuriante y atractiva. Donde antes crecían árboles y arbustos espesos, ahora sólo había pulpa bombardeada y piedras caídas.
Al monje le costó un gran esfuerzo sacar a flote el bote hundido, pero de algún modo lo consiguió. Se le ocurrió que debía llenarlo de frutos o de alguna otra exquisitez pero un vistazo a la casi total devastación que lo rodeaba le hizo comprender que no había ninguna posibilidad. Por otra parte, Avelyn no pudo evitar reírse ante aquel absurdo: tesoros inaprovechables yacían desparramados a su alrededor. En una hora podría coger suficientes gemas preciosas, aunque no mágicas, para financiar la construcción del palacio más elegante de Ursal. En un día podría tener más riquezas que cualquier hombre en todo Honce el Oso, quizás en todo el mundo, incluyendo los fabulosamente ricos jefes de la tribu de Behren. Pero las órdenes relativas a Pimaninicuit habían sido explícitas y taxativas: sólo podían sacarse de la isla aquellas piedras tratadas para retener su magia. Cualquier otra gema recogida sería considerada una ofensa al mismo Dios. Los dones de las lluvias sólo estaban destinados a los dos monjes, y sólo podían tomar las piedras preparadas por ellos. Fuera de éstas, ni un rubí, ni un cuarzo ahumado.
Así que Avelyn sencillamente se sentó, miró a lo lejos, todavía demasiado conmocionado incluso para comer, y esperó al Corredor del Viento.
Las velas empezaron a verse a última hora del día siguiente. Como un autómata, más allá de los sentimientos, el hermano Avelyn subió al bote y se alejó de la isla. Sólo entonces pensó que quizá debería recuperar el cuerpo de Thagraine, pero desistió de semejante idea.
¿Qué mejor destino y último reposo para un monje abellicano?
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19
Que la verdad sea proclamada
Tan embelesado estaba con la cantidad de tesoros donados por Dios que apenas notaba el transcurrir de los días, de las semanas. Mientras Adjonas se encargaba de la tripulación y de la ruta, los tres monjes —incluso Pellimar, cuyo estado de salud había mejorado— trabajaban con las piedras. Sin embargo, Pellimar sufría las consecuencias de la cuchillada del powri, que le había desgarrado los músculos del hombro izquierdo de modo que el brazo le colgaba, inútil y sin mostrar señal alguna de que pudiera mejorar.
No toparon con powris en el viaje de regreso desde Pimaninicuit, y en cualquier caso era una cuestión que no preocupaba a Avelyn. De los tres era él quien más sentía los vibrantes poderes de algunas de las gemas. En el caso de que apareciera algún bote barril, Avelyn confiaba en que podría usar cualquier piedra de una docena de diferentes clases para destruirlo.
La más fascinante de todas era la gigantesca amatista púrpura con muchos y diferentes destellos cristalinos. La parte inferior era casi plana y, colocada sobre el suelo, parecía un extraño arbusto púrpura con tallos de variadas longitudes sobresaliéndole en muchos ángulos. Avelyn no alcanzaba a percibir el propósito de su magia; sólo podía sentir una tremenda cantidad de energía almacenada en aquellos cristales.
Colocó algunas de las piedras, como la hematites, en una pequeña vasija, y las hicieron rodar durante horas sin fin para pulirlas hasta conseguir un perfecto acabado. Otras tuvieron que tratarlas con aceites durante muchos días para mantener su magia dentro de ellas de forma permanente. Los tres monjes dominaban el proceso y conocían cada piedra, salvo aquella amatista.
No podían pulirla —era demasiado grande para la vasija— y apenas sabían cómo empezar con los aceites. Avelyn se encargó personalmente de aquella tarea; trató al cristal gigantesco con plegarias en vez de hacerlo con ungüentos físicos. Sintió como si cada vez diera a la piedra un poquito de sí mismo, pero era bien recibido, como si estuviera en comunión con su Dios.
Los monjes no hablaban a menudo del pobre Thagraine —rezaron por él y guardaron su recuerdo en sus mentes y en sus corazones—, pero entre la refunfuñante tripulación pocos eran los rumores que no se refiriesen a Taddy Sway, el joven que había optado por huir a la isla y que no había regresado. Avelyn se sentía acechado; notaba los ojos acusadores que se le clavaban en la espalda cada vez que pasaba por cubierta.
A medida que pasaban los días, los rumores derivaron en charlas abiertas por causa del calor y el aburrimiento, y las charlas abiertas derivaron en gritos acusadores. Avelyn y Pellimar no se sorprendieron —y mucho menos Quintall—, cuando una mañana, a primera hora, el capitán Adjonas se dirigió hacia ellos y les avisó que estaba corriendo la voz de un motín.
—Quieren las piedras —explicó Adjonas—, o por lo menos algunas piedras, en compensación por la vida de Taddy Sway.
—Ni tan sólo pueden comprender el poder de estas gemas —protestó Quintall.
—Pero comprenden el valor de un rubí o de una esmeralda —señaló Adjonas—, aun cuando carezcan de magia.
Avelyn se mordió el labio, recordando las horas en la playa, rodeado de tan enorme riqueza en gemas inservibles.
—Su tripulación recibirá una buena paga por el viaje —recordó Quintall al capitán.
—Y una compensación extraordinaria por el hombre perdido —indicó el capitán.
—Conocían los riesgos.
—¿Seguro? —preguntó el capitán con franqueza—. ¿Podían sospechar que los cuatro hombres que transportaban podrían volverse en su contra?
Quintall se levantó y avanzó hasta situarse justo delante del capitán; el monje parecía aun más imponente porque Adjonas tenía que inclinarse bajo la cubierta, mientras que Quintall permanecía totalmente erguido.
—Sólo me hago eco de sus sentimientos —explicó Adjonas sin retroceder ni un milímetro—. Son palabras que deberíais escuchar. Todavía faltan tres meses para llegar a Saint Mere Abelle.
Quintall echó una ojeada al diminuto camarote y frunció el entrecejo mientras planificaba su próxima acción.
—Debemos acabar con esto hoy mismo —decidió, y cogió del recipiente pulidor una de las gemas, una piedra marrón marcada con tres líneas negras llamada zarpa de tigre.
El robusto monje tomó el camino de cubierta, seguido de cerca por los otros tres. La actitud de Quintall alertó a la tripulación de que algo importante iba a ocurrir, y rápidamente se reunieron alrededor del grupo con Bunkus Smealy a la cabeza.
—No habrá compensación por Taddy Sway —dijo Quintall de modo terminante—. El joven imprudente perdió la vida cuando nadaba hacia la isla.
—¡Tú lo mataste! —gritó un hombre.
—Yo estaba en el Corredor del Viento —replicó Quintall.
—¡Vosotros, los monjes, quiero decir! —insistió el hombre.
Quintall ni negó ni confirmó la ejecución.
—La isla era para dos hombres solos, e incluso uno de ellos, preparado durante años para sobrevivir en Pim... la isla, no regresó.
Bunkus Smealy se volvió y, con un gesto, acalló las murmuraciones.
—Creemos que estáis en deuda con nosotros —dijo, girándose otra vez hacia Quintall, y puso las manos en el cinturón de cuerda, dándose importancia.
Quintall lo miró de hito en hito; entonces comprendió que Smealy era el cabecilla, el organizador, el aspirante a capitán.
—El capitán Adjonas no está de acuerdo —repuso Quintall en el mismo tono, para que la naturaleza del motín quedara en evidencia.
Smealy dirigió una horrible mueca al capitán.
—Podría no ser una decisión del capitán Adjonas —dijo.
—La pena por motín... —empezó Adjonas, pero Smealy lo cortó en seco.
—Sabemos las reglas —aseguró en voz muy alta— y también sabemos que un hombre tiene que ser cogido para ser colgado. Behren está más cerca que Honce el Oso, y en Behren no hacen muchas preguntas.
Había jugado su baza, y ahora le tocaba a Quintall jugar la suya y aplastarlo. ¡Los ojos de Smealy se abrieron desmesuradamente cuando, al oír el grave gruñido que emergió de la garganta del monje, se volvió hacia él, le miró el brazo y vio no un apéndice humano sino la pata y la zarpa de un tigre enorme!
—¿Qué? —empezó a preguntar el viejo lobo de mar a Quintall. Pero éste se adelantó a la posible reacción de Smealy, y lo desgarró desde la barbilla hasta el vientre.
La tripulación retrocedió, horrorizada.
—Me ha matado —susurró Smealy, y entonces, consecuente con sus palabras, se desplomó en cubierta mientras le descendían por el cuello y el pecho tres grandes chorros de sangre brillante.
El rugido de Quintall, que era verdaderamente el rugido de un tigre, hizo temblar a la tripulación.
—¡Ya lo habéis visto! —El transformado monje gritaba con una cara que parecía humana pero con una voz que sonaba mucho más impresionante—. ¡Mirad a Bunkus Smealy muerto y ved el destino que aguarda a cualquier otro que hable en contra del capitán Adjonas o de los hermanos de Saint Mere Abelle!
Dadas las expresiones de la tripulación, Avelyn pensó que era poco probable que nadie más lanzara ninguna consigna para amotinarse durante todo el camino de vuelta a la costa y a Saint Mere Abelle.
Los tres monjes no intercambiaron palabra mientras regresaban a su camarote ni tampoco durante el resto del día. Avelyn procuraba evitar que su mirada acusadora se posara en Quintall. Su mente giraba confusamente hacia cien direcciones distintas. Había llegado a conocer bien a Bunkus Smealy a lo largo de aquellos pocos meses y, aunque no simpatizaba con aquel hombre tramposo, no podía evitar compadecerlo.
Ni sentirse agitado. La fría y cruel manera en que Quintall había eliminado al hombre, había asesinado a un ser humano, impresionó al sensible Avelyn en lo más profundo de su ser. No era aquél el camino de la iglesia abellicana, por lo menos a juicio de Avelyn; pero, además, la eficiencia de las ejecuciones de Taddy Sway y de Bunkus Smealy hicieron sospechar a Avelyn que Quintall actuaba como si los padres lo hubieran instruido a tal efecto antes de que zarparan del puerto. La misión era vital, desde luego, era el momento más importante en siete generaciones. Avelyn y los otros monjes darían sus vidas de buen grado por el éxito de la misión. ¿Pero matar sin remordimiento alguno?
Se atrevió a mirar a Quintall a primera hora del día siguiente, mientras el hombre se ocupaba de sus cosas. Recordó la tortura emocional, el desasosiego que la ejecución había provocado en Thagraine. Nada de eso era evidente en el robusto y turbio monje. Quintall había matado a Bunkus Smealy al igual que había ahogado al powri, sin hacer distinciones entre un maligno enano y un ser humano. Sin arrepentimiento. Un escalofrío bajó por la espalda de Avelyn. Sabía que, cuando volvieran a la abadía, cuando se contara toda la historia, los padres, incluso el padre abad Markwart, se limitarían a inclinar la cabeza en señal de aprobación ante las brutales acciones de Quintall. Avelyn podía apreciar su idea del «mayor bien», pues ésa sería probablemente la excusa que darían, pero de alguna manera todo aquello estaba fuera de los límites de la justicia, y se suponía que la justicia estaba entre los principios más importantes de la iglesia abellicana.
Para el hermano Avelyn, que acababa de presenciar el acontecimiento más sagrado, que acababa de tener la experiencia religiosa más importante, con mucha diferencia, de toda su joven vida, había algo que le parecía terriblemente fuera de lugar.
Había llegado ya Parvespers, el último mes del otoño, cuando el Corredor del Viento dobló la zona nordeste del Brazo de Mantis, pasó frente a Pireth Tulme y entró en el golfo de Corona. Vientos fríos y lluvias aguijoneantes castigaban la tripulación. Por la noche se apretujaban alrededor de lámparas de aceite y velas tratando de defenderse del frío. Pero todos aquellos hombres tenían ahora la moral alta; atrás habían quedado los pensamientos sobre Taddy Sway y Bunkus Smealy: su destino y su recompensa estaban a su alcance.
—¿Entonces te quedarás en la abadía? —preguntó Dansally a Avelyn una mañana helada. De nuevo la tierra quedaba fuera de la vista, mientras el Corredor del Viento atajaba en línea recta a través del golfo de la Bahía de Todos los Santos.
Avelyn consideró la cuestión con una expresión llena de curiosidad.
—Por supuesto —contestó al fin.
El encogimiento de hombros de Dansally fue muy expresivo. ¡De repente el monje advirtió que le estaba pidiendo compañía!
—¿Quieres decir que dejarás el barco? —preguntó él.
—Podría ser —replicó Dansally—. Tocaremos tierra tres veces entre Saint Mere Abelle y Palmaris, donde Adjonas piensa atracar en el muelle durante el invierno.
—Tengo que... —empezó Avelyn—. Quiero decir que no tengo elección. El padre abad Markwart necesitará una relación completa, y estaré trabajando durante meses con las piedras que he recogido...
Ella lo hizo callar poniéndole afectuosamente un dedo sobre los labios, y Avelyn vio que tenía los ojos húmedos.
—Entonces quizá podría ir a visitarte —dijo con serenidad—. ¿Me darían permiso?
Avelyn inclinó la cabeza asintiendo, como si se hubiera quedado completamente mudo.
—¿Te molestaría?
El monje sacudió la cabeza con bastante vigor.
—Maese Jojonah es amigo mío —explicó—. Quizá podría encontrarte trabajo.
—¿Yo trabajando en una abadía? —preguntó la mujer con incredulidad.
—Sería un trabajo diferente —contestó Avelyn con una risa forzada, escondiendo su malestar ante aquella idea. Las historias perversas de Bien deLouisa se revolvían en su memoria.
»¿Pero el capitán Adjonas te dejará abandonar el barco? —preguntó a su vez para cambiar el desagradable curso de sus pensamientos.
—Mi contrato era para ir a la isla y volver —contestó ella—. Pronto habremos regresado. Adjonas no tiene ningún derecho sobre mí después de Palmaris. Cobraré mi paga, y algo más por los favores que hice al resto de la tripulación, y me iré.
—¿Entonces vendrás a la abadía? —preguntó Avelyn, mostrando más emoción, más esperanza, de la que hubiera querido.
La sonrisa de Dansally fue ancha.
—Podría ser —repuso—. Pero antes tienes que hacer algo por mí.
Se inclinó entonces hacia él y puso sus labios sobre los del hombre. Avelyn retrocedió instintivamente, lleno de vergüenza. Pensar en su vacilación sólo sirvió para fortalecer su resolución. Su relación con Dansally era especial, era algo distinto de los vínculos físicos que ella tenía con otros hombres. Seguramente su cuerpo deseaba lo que ella le ofrecía; pero, si ahora cedía, ¿no perdería luego ese enlace especial y rebajaría su relación con Dansally al nivel de la de los demás?
—No te vayas —rogó ella—, esta vez no.
—Te puedo traer a Quintall —dijo Avelyn, con un deje de amargura en la voz.
Dansally retrocedió y lo abofeteó. El monje estuvo a punto de contestar con un insulto; pero, mientras se recuperaba, la vio arrodillada en la cama, cabizbaja, con los hombros sacudidos por sollozos.
—Yo... yo no quería decir... —Avelyn tartamudeaba, horrorizado por haber herido a su preciosa Dansally.
—Así que piensas que soy una puta —dijo ella—. Y así es.
—No —replicó Avelyn, y le puso la mano sobre el hombro.
—¡Pero soy más virgen de lo que crees! —lanzó la mujer, levantando la cabeza de forma que su mirada, su orgullosa mirada, podía atrapar a la de Avelyn—. Mi cuerpo hace su trabajo, es cierto, pero mi corazón nunca está allí. ¡Jamás! ¡Ni tan sólo con mi despreciable marido, y quizá por eso me abandonó!
La idea de que Dansally nunca había amado cogió desprevenido a Avelyn y lo tranquilizó un tanto. Aunque no tenía ninguna experiencia en hacer el amor, comprendió lo que ella estaba diciendo.
¡Y le creyó!
No contestó, sino que se inclinó hacia adelante y le dio un beso.
El hermano Avelyn aprendió mucho más sobre el amor aquel día, aprendió la complementariedad de cuerpo y espíritu de una manera mucho más profunda que en ninguno de sus ejercicios matutinos precedentes.
Y lo mismo le ocurrió a Dansally.
El Corredor del Viento fue recibido en Saint Mere Abelle con poca ceremonia; sólo un puñado de monjes, maese Jojonah y maese Siherton entre ellos, bajaron al puerto para dar la bienvenida a los hermanos y a su preciosa carga, y encargar a los monjes inferiores que subieran a bordo del barco un par de pesados cofres. Habían construido un nuevo muelle que se adentraba lo bastante en la bahía para permitir que el Corredor del Viento pudiera atracar.
Para ablandar a la tripulación, Adjonas abrió los cofres tan pronto como llegaron a cubierta y... ¡cómo gritaron de asombro aquellos hombres!
Avelyn también lo hizo, al observar los montones de monedas, de gemas y de joyas, un tesoro como no había visto hasta entonces. Sin embargo, algo más allá de aquellas riquezas llamó su atención, mientras volvían a cerrar los cofres por razones de seguridad. No acabó de comprenderlo, ni pudo vislumbrar el aura mágica alrededor del padre Siherton. El hombre tenía una de las manos a la espalda, y Avelyn advirtió que estaba tocando un par de piedras, un diamante y un cuarzo ahumado.
Receloso, pero lo bastante prudente para mantener la boca cerrada, Avelyn se despidió de Adjonas y de los demás —aunque ningún hombre a bordo del Corredor del Viento lamentaba la marcha de los tres monjes— y desembarcó. Sus pensamientos estaban puestos en Dansally; esperaba que también ella abandonaría el Corredor del Viento en el próximo puerto y tomaría el camino de Saint Mere Abelle. Lógicamente, Avelyn sabía que aquello era lo que ella quería, sabía que habían compartido algo maravilloso. Pero subsistían sus dudas. ¿Realmente su encuentro había sido especial para Dansally? ¿Salía bien parado de la comparación con todos los otros hombres que ella había conocido? Quizás, en realidad, no lo había hecho bien, o quizás Adjonas había ordenado a la chica encamarse con él o tal vez incluso había apostado con ella sobre si sería capaz de llevárselo a la cama.
Avelyn luchó con energía para apartar aquellos ridículos pensamientos y dudas. Cualquier razonamiento lógico lo tranquilizaba, pero sabía que no podría relajarse hasta que viera de nuevo a las puertas de Saint Mere Abelle los azules ojos de aquella mujer de pelo negro, ojos a los que en buena medida Avelyn había devuelto su viveza.
La recepción en honor de los tres monjes que habían regresado estuvo más en consonancia con lo que habían esperado. En el atrio de la capilla alinearon los productos cocinados más preciados de la región —panecillos ovalados y tiernos, rollos dulces, panes de cinamomos y de uvas—, y todo ello se regaría con aguamiel e incluso con uno de los vinos más cotizados y raros de la región, conocido como pasmo. Allí estaba el coro, cantando jubilosamente. El padre abad vigilaba desde la privilegiada perspectiva de la balconada, y todos los monjes de la orden y todos los sirvientes de la abadía bailaron y cantaron y rieron a lo largo de toda la noche.
¡Cómo deseaba Avelyn que Dansally estuviera allí! Aquel pensamiento lo llevó a preguntarse por qué ella y los otros miembros del Corredor del Viento no habían sido invitados. Con la marea, el barco no podía zarpar hasta después de medianoche, así que ¿por qué no habían aceptado a los treinta, o por lo menos al capitán, en aquellos festejos tan bien provistos?
El último mordisco de un pan de cinamomo se revolvió en el estómago de Avelyn, con una sensación de desastre inminente. Un grupo de monjes se dirigía hacia él —reconoció al hermano Pellimar entre ellos—, sin duda para abrumarlo con preguntas sobre lo sucedido en la isla. Avelyn sabía que no podía decir nada sobre aquellos días hasta que no hubiera repasado sus palabras con el padre abad.
Y en aquel momento el joven monje tenía otras cosas en la cabeza. Consideró las piedras que maese Siherton había llevado al barco: un diamante y un cuarzo ahumado. Conocía las propiedades de los diamantes, la creación de luz, pero nunca había utilizado el cuarzo. Avelyn cerró los ojos, desoyendo la llamada de Pellimar, y revisó sus conocimientos.
De repente llegó lo que buscaba, como un terrorífico asalto. ¡Los diamantes no eran para crear luz sino para centellear! ¡El cuarzo servía para crear una imagen que no era real! ¡La tripulación y el capitán del Corredor del Viento habían sido estafados! Avelyn ya sabía por qué Adjonas no estaba en la fiesta, y, mientras consideraba las implicaciones, se le revolvieron las tripas con violencia.
Pasó corriendo junto al grupo que se aproximaba, refunfuñando algo acerca de hablar con ellos después; luego recorrió la habitación de parte a parte mientras trataba de llevar la cuenta de los asistentes. Se percató con agitación creciente de que no todos los monjes habían asistido: un grupo en particular, los estudiantes mayores, los inmaculados del décimo año, los hombres a punto de convertirse en padres, no estaban presentes.
Tampoco pudo encontrar al padre Siherton.
Avelyn abandonó la capilla y corrió por los desiertos vestíbulos, que le devolvían el eco de sus pasos. No sabía qué hora era pero sospechaba que faltaba poco para la medianoche.
Corrió hacia el lado sur de la abadía, el lado que daba al mar, y giró por un largo pasillo, cuya pared izquierda estaba perforada con pequeñas ventanas que dominaban la bahía. Avelyn se precipitó a una de ellas y escudriñó desesperadamente la oscuridad.
Bajo la luz de la media luna, vio el perfil del Corredor del Viento deslizándose hacia la embocadura de la bahía.
—No —suspiró, notando actividad en cubierta.
Diminutas siluetas corrían por delante de un fuego cerca de popa. Vio un segundo fuego en el agua.
—¡No! —gritó Avelyn.
Otra bola de brea en llamas se elevó desde el monasterio, sobrepasó la borda de estribor del bajel y convirtió el palo mayor en una terrible llamarada.
La cortina de fuego se intensificó; más brea, enormes y pesadas piedras y proyectiles de una catapulta bombardeaban la condenada embarcación. El Corredor del Viento no tardó en ir a la deriva, y las potentes corrientes de la Bahía de Todos los Santos lo arrastraron hacia un peligroso escollo. Avelyn se estremeció, al ver cómo los hombres saltaban desde la cubierta, acechados por la muerte.
Los chillidos de la tripulación llegaban debilitados por encima de la oscuridad de las aguas; Avelyn sabía que, con el bullicio de la celebración, los otros monjes no los oirían. Miraba con impotencia y desesperación cómo el barco, que había sido su casa durante cerca de ocho meses, oscilaba y se escoraba, y luego se partía en el escollo al tiempo que seguía recibiendo más proyectiles. Resbalaron lágrimas abundantes por sus mejillas, mientras musitaba una y otra vez el nombre de Dansally.
El bombardeo prosiguió durante largos minutos. Avelyn oyó a la gente debatiéndose en el agua fría, y esperó contra toda esperanza que algunos de ellos, que su querida Dansally, pudieran alcanzar la orilla.
Pero entonces vino lo peor de todo: un ruido silbante y crepitante. Una capa azulada cubrió el agua oscura, golpeando y expulsando las piedras y los marineros de los restos del orgulloso barco. Una mortaja de rayos silenció los gritos para siempre.
Excepto en la mente de Avelyn.
Se dispararon más proyectiles aunque su misión era inútil. El fuerte reflujo de la marea de la Bahía de Todos los Santos arrastraría los restos y los llevaría a mar abierto. Todo el mundo, salvo Avelyn y los autores de la masacre, creerían que había sido un accidente.
—Dansally —suspiró Avelyn.
Sintiéndose desfallecer, el joven se separó de la ventana y apoyó la espalda contra el muro de piedra, de cara al pasillo.
—No deberías haber venido —le dijo con calma maese Siherton.
Avelyn observó la abultada bolsa de piedras que le colgaba del cinturón y el grafito grisáceo que tenía en la mano. El grafito era la piedra del rayo.
Avelyn todavía se pegó más a la pared, pensando que Siherton utilizaría la piedra para destruirlo allí y en aquel momento; de algún modo, deseaba precisamente que Siherton lo hiciera. El padre se limitó a cogerlo del brazo, y lo condujo a una habitación oscura y pequeña en una de las esquinas de la inmensa abadía.
A la mañana siguiente un alicaído hermano Avelyn estaba en los aposentos privados del padre abad Markwart, quien se hallaba flanqueado por los padres Siherton y Jojonah. A Avelyn todavía le dolió más advertir que las acciones tomadas contra el Corredor del Viento no habían sido una canallesca decisión del brutal Siherton sino que contaban con la aprobación del padre abad, y aparentemente con el conocimiento del padre Jojonah.
—Nadie puede conocer la ubicación de Pimaninicuit —dijo con voz uniforme el padre abad Markwart.
«Tampoco nadie conocerá mi muerte», pensó Avelyn, pues los pasillos de Saint Mere Abelle estaban desiertos aquella mañana y los monjes y los sirvientes dormían la mona tras la noche de jolgorio.
—¿Te das cuenta de las implicaciones para el mundo entero? —añadió de repente Markwart, excitado—. ¡Si Pimaninicuit llegara a ser de dominio público, la seguridad de las Piedras del Anillo se perdería, y frívolos mercaderes y reyes poseerían el secreto de la riqueza y el poder más allá de lo que hubieran podido imaginar!
Avelyn comprendía que, para la seguridad del mundo, la ubicación de Pimaninicuit debiera mantenerse en secreto; pero esa idea no podía borrar en absoluto su rechazo a la destrucción del barco alquilado y al asesinato de su tripulación.
Y al asesinato de Dansally.
—No había otra salida posible —concluyó el padre abad Markwart en tono neutro.
Avelyn echó un vistazo alrededor nerviosamente.
—¿Puedo hablar, padre abad?
—Por supuesto —replicó Markwart, apoyándose en el respaldo de su silla—. Habla con toda libertad, hermano Avelyn. Estamos entre amigos.
Avelyn trató de mantener una expresión serena ante aquella idea absurda.
—Todos los que estaban a bordo del barco habrían muerto antes de la siguiente lluvia de piedras —arguyó.
—Los navegantes hacen mapas —adujo secamente el padre Siherton.
—¿Pero por qué iban a hacerlos? —protestó Avelyn—. El mapa no les serviría para nada, dado que siete generaciones...
—Te olvidas de las riquezas esparcidas sobre Pimaninicuit —lo interrumpió el padre abad—, un tesoro de joyas más allá de lo imaginable.
Avelyn no había caído en ello. Pero sacudió la cabeza; el viaje era demasiado peligroso, y, si la tripulación hubiera estado bien pagada tal como se había acordado, no habría habido razón para volver a afrontar los peligros del Miriánico Sur.
—Fue la voluntad de Dios —dijo al fin Markwart—. No vas a decir nada de lo que has presenciado. Ahora vuelve a la habitación que maese Siherton te ha asignado. Hoy mismo se decidirá tu castigo y se te comunicará.
Los pensamientos de Avelyn se agitaban con tal confusión que era incapaz siquiera de pronunciar una palabra de protesta. Se tambaleó como si le hubieran pegado. Markwart lo golpeó verbalmente de nuevo cuando llegó a la puerta.
—El hermano Pellimar ha sucumbido esta mañana a causa de sus graves heridas —le informó el padre abad.
Avelyn se giró, pasmado. Pellimar tendría cicatrices toda la vida, pero seguro que habría sobrevivido. Entonces Avelyn comprendió. La noche precedente, en la fiesta, Pellimar se había ido de la lengua. Había hablado demasiado. Incluso pronunciar el nombre de la isla sin el permiso del padre abad estaba prohibido.
—Una lástima —prosiguió Markwart—. Esto hace que sólo quedéis tú y Quintall de los cuatro que fuisteis a Pimaninicuit. Tendréis mucho trabajo por hacer.
Avelyn salió de la habitación; en el pasillo de piedra vomitó sobre el suelo. Se tambaleó, medio ciego, medio demente.
—¿Está bajo vigilancia? —preguntó Markwart a Siherton.
—A cada paso —replicó el alto padre—. Siempre he temido que ésta sería su respuesta.
Maese Jojonah soltó un bufido.
—Avelyn trabajó solo en Pimaninicuit; la carga que consiguió es incuestionablemente la más valiosa que jamás se haya traído de la isla. ¿Cómo podéis dudar de su valor?
—No dudo —replicó Siherton—. Sólo me pregunto cuándo resultarán peligrosos esos principios a los cuales Avelyn da tanta importancia.
Jojonah miró a Markwart, que asentía severamente.
—Le queda mucho trabajo por hacer —les dijo a ambos el padre abad—. Registrar las incidencias del viaje por escrito, catalogar las piedras, incluso investigar su verdadero poder y sus secretos más recónditos. Sobre todo los del cristal de amatista. Jamás había visto una piedra tan magnífica, y Avelyn, al ser su Preparador, tiene las mayores oportunidades para averiguar sus auténticas posibilidades.
—Quizá pueda persuadirlo de nuestra manera de pensar antes de que acabe el trabajo —propuso Jojonah.
—Sería lo mejor —replicó Markwart.
Siherton echó una mirada escéptica al maese compañero. No creía que Avelyn, tan idealista y con una fe tan ridícula, pudiera ser domesticado.
Jojonah advirtió la mirada y no pudo disentir. Aun así lo intentaría, pues apreciaba al joven hermano Avelyn y sabía cuál era la alternativa.
—Hasta el solsticio de verano —observó el padre abad Markwart—. Entonces discutiremos el futuro del hermano Avelyn Desbris.
—O la ausencia de futuro —añadió maese Siherton, y de su tono Jojonah pudo deducir fácilmente qué evento complacería más al brutal hombre.
Avelyn se vio excluido del resto de los monjes durante las siguientes semanas. Sus únicos contactos eran Siherton, Jojonah y un par de padres, así como los dos vigilantes inmaculados del décimo año que permanecían con él dondequiera que fuese, y Quintall, que a menudo trabajaba a su lado en la habitación de las Piedras del Anillo.
El joven monje se obsesionaba con perturbadoras preguntas. ¿Por qué habían matado a los hombres del Corredor del Viento? ¿No podría el padre abad Markwart haberlos hecho prisioneros? O, si tal tenía que ser siempre el procedimiento, ¿por qué el monasterio no disponía de su propio barco y enviaba monjes de confianza a Pimaninicuit?
Pero de nada servían sus argumentos lógicos, pues Avelyn sabía que no conseguiría cambiar a sus superiores ni los procedimientos de la orden abellicana. Así pues, siguió trabajando, tal como le habían ordenado; escribió con gran detalle la historia de sus aventuras, y estudió y catalogó las piedras nuevas, su tipo, su magia, su fuerza. Siempre que le permitían manejar una piedra mágica, maese Siherton estaba a su lado, con una gema potente y letal en la mano.
Por fin Avelyn comprendió cuál era su situación, y se sintió como uno de los tripulantes del Corredor del Viento. Su único consuelo le llegaba de sus muchas discusiones con maese Jojonah, al que todavía se sentía vinculado. Pero, aunque Jojonah continuaba intentando explicarle la necesidad de las acciones llevadas a cabo a su regreso, Avelyn simplemente la rechazaba de plano.
Tenía que haber una manera mejor, creía, y a pesar del potencial desastre, no podía haber justificación para el asesinato.
La primavera del 822 se encontraba avanzada cuando su trabajo estaba casi acabado, y Avelyn notó con cierto recelo que maese Jojonah hablaba con él cada vez menos, y advirtió asimismo la expresión compasiva del sensible maese siempre que lo miraba.
Avelyn se fue sintiendo cada vez más intranquilo, y al cabo la desesperación se apoderó de él hasta tal punto, que un día se arriesgó a meterse una gema en el bolsillo, una hematites. Tuvo suerte, pues aquella tarde Quintall por error había provocado una pequeña explosión, y, aunque no hubo ningún herido ni ningún daño material de consideración, la confusión fue suficiente para que, por lo menos de momento, el robo pasara inadvertido.
Una vez en su celda, Avelyn se dedicó a los poderes de la piedra. Realmente no sabía qué haría, aparte de espiar a los padres y confirmar sus temores acerca de su próximo fin.
Su espíritu salió libremente de su cuerpo, pasó a través de la porosa madera de la puerta y cruzó por delante del par de vigilantes sin que éstos se dieran cuenta de lo que pasaba. Avelyn sentía el tirón de la piedra, que reclamaba posesión, pero su voluntad era firme y resistió, flotando invisiblemente pasillo abajo hasta llegar a la puerta del padre abad Markwart.
En el interior, Avelyn vio a Siherton y Jojonah con el padre abad; el anciano estaba lívido a causa del accidente en la habitación de las piedras.
—El hermano Quintall es un inepto —señaló Jojonah.
—Pero es leal —se apresuró a decir Siherton; el comentario era una obvia comparación con Avelyn.
—Basta ya de eso —pidió Markwart—. ¿Cómo va el trabajo?
—La catalogación está casi acabada —contestó Siherton—. Estamos preparados para los mercaderes.
—¿Qué hay del cristal gigante?
—No le hemos encontrado ninguna utilidad práctica —repuso Siherton—. Avelyn... el hermano Avelyn —corrigió con un bufido burlón— está convencido de que tiene muchas cualidades mágicas, pero no sabemos nada acerca de cómo extraer esa magia ni de para qué podría servir.
—Sería una insensatez subastarla —indicó Jojonah.
—No conseguiríamos un buen precio a menos que pudiéramos determinar sus poderes —agregó el padre abad Markwart.
—Hay mercaderes que la comprarían puramente por su misterio —observó Siherton.
Avelyn apenas podía dar crédito a sus oídos. ¡Estaban hablando de una subasta privada de las piedras sagradas! ¡Hasta qué punto este hecho despojaba de todo sentido el sacrificio de Thagraine y Pellimar, de la tripulación del Corredor del Viento y de Dansally! La idea de que descreídos mercaderes manejarían las piedras donadas por el cielo, tal vez para divertir invitados o incluso para propósitos más siniestros, lo hería profundamente. Su espíritu se escabulló de la habitación incapaz de resistir más tan sacrílega conversación.
Estaba regresando a su envoltura física cuando comprendió que le quedaba poco tiempo. Su espíritu permaneció inmóvil en el aire del vestíbulo. Seguramente descubrirían la desaparición de la hematites e, incluso sin considerar aquel hecho, el futuro de Avelyn no estaba garantizado ni muchísimo menos.
¿Qué podía hacer? ¿Y cómo podía tolerar cualquiera de aquellas locuras, de aquellos insultos a Dios?
Maese Siherton salió solo de la habitación de Markwart; sus botas taconeaban sobre el suelo mientras caminaba en dirección a la habitación de las piedras. Para comprobar los daños del error de Quintall, sin duda, advirtió el vigilante Avelyn; para realizar verificaciones en las listas de las piedras catalogadas. Impelido por una sensación de urgencia, Avelyn se entregó a la hematites; su espíritu flotó veloz hacia la espalda de Siherton.
El dolor al entrar en el cuerpo del hombre fue atroz, más allá de todo lo que Avelyn había sentido nunca. Sus pensamientos se mezclaron con los de Siherton; sus espíritus chocaron y pelearon, apartándose y empujándose para conseguir el control. Avelyn había cogido por sorpresa al hombre, pero no por ello la lucha fue menos titánica. Avelyn se dio cuenta de que un intento de posesión era análogo a batirse con un enemigo en campo contrario.
Si hubiera habido alguien para atestiguarlo, habría visto el cuerpo de Siherton tambaleándose hacia adelante y hacia atrás a lo largo del pasillo, golpeándose contra los muros, arañándose la cara.
Luego Avelyn sintió de nuevo el peso de una forma corporal. Instintivamente sabía que el espíritu de Siherton estaba por allí, atrapado en algún rincón de alguna dimensión desconocida que Avelyn no comprendía. ¡Y él tenía el control del cuerpo, que se movía de acuerdo con las órdenes emanadas de su espíritu!
Avelyn partió a toda velocidad hacia la habitación de las piedras, entró enérgicamente y lanzó una rápida mirada a los dos guardianes y a Quintall antes de que pudieran pronunciar ninguna palabra de protesta.
—Quédate —ordenó Avelyn a uno de los guardias—. Tú —dijo a Quintall—, tu castigo todavía no está determinado.
—¿Castigo? —repitió Quintall sin aliento.
Le habían dicho que no habría represalias por el accidente, máxime cuando aquel tipo de incidentes menores no habían sido raros durante el mes en que él y Avelyn habían trabajado con las nuevas piedras. ¡Precisamente una semana antes, Avelyn había hecho desaparecer la pata de una mesa mientras examinaba un rubí salpicado de carnalita!
—Al hermano Avelyn no lo... —empezó a protestar Quintall.
—¡A tu habitación y a tus rezos! —ordenó la voz de Siherton.
—Sí, maese mío —dijo un intimidado Quintall, y salió de la habitación.
—¡Vete! —mandó Avelyn al otro guardia, y el hombre salió corriendo de la habitación y adelantó a Quintall en el vestíbulo.
Entonces Avelyn y el guardia que se había quedado empezaron a seleccionar y a recoger las piedras: el gigantesco cristal de amatista, una barra de grafito, un rubí pequeño pero potente, y varias otras, incluyendo una turquesa y un ámbar, una celestita, una zarpa de tigre y un crisoberilo, un ojo de gato, algunos yesos y malaquitas, una hoja de crisólito, y una pieza de pesada magnetita. Avelyn las metió en una bolsa, y también metió un pequeño puñado de diminutas carnalitas, una piedra cuya magia sólo podía utilizarse una sola vez. Avelyn entonces fue al otro extremo de la habitación y se guardó en el bolsillo una valiosa esmeralda sin poderes mágicos, pero utilizada como modelo de tallado especial; luego invitó al guardia a seguirlo, y rápidamente, dado que el uso de la hematites lo estaba agotando y sabía que el espíritu de Siherton estaba cerca, intentando encontrar el modo de volver a su cuerpo.
Ambos se encaminaron a la apartada celda que albergaba el cuerpo de Avelyn; la voz del maese despidió enérgicamente a los dos hombres que montaban guardia en el vestíbulo.
El guardia de la habitación de las piedras abrió la puerta a la orden de Siherton. Allí estaba la forma corpórea de Avelyn, tal como la había dejado, apretando la hematites. Avelyn en el cuerpo de Siherton pasó por delante del guardia y hábilmente tomó la hematites, tras lo cual ordenó al guardia que llevara a hombros el cuerpo inanimado y que lo siguiera.
—El hermano Avelyn debe ser castigado por traición a la orden —fue toda la explicación que le dio, y el guardia, que había escuchado rumores al respecto desde hacía algunas semanas, no cuestionó la orden.
Era la hora de vísperas, por lo que muy pocos pudieron ver al maese y al guardia con el extraordinario bulto, mientras se encaminaban hacia el techo de la abadía que se cernía sobre la Bahía de Todos los Santos. El guardia, según lo mandado, colocó el cuerpo en la base del muro bajo y retrocedió.
Avelyn esperó un poco para recuperar fuerzas. Luego se inclinó hacia el cuerpo, le deslizó la hematites y otra piedra en la mano, y le ató la bolsa de las gemas al cinto de cuerda.
—Las piedras nos permitirán encontrar el cuerpo —explicó al guardia, advirtiendo que las sospechas del hombre iban en aumento—. Le sacarán al hermano Avelyn las últimas energías físicas hasta que muera.
El guardia arrugó la cara con curiosidad, pero no se atrevió a preguntar nada al peligroso maese.
Avelyn sabía que tenía que actuar rápido, que tenía que ser perfecto.
Con gran esfuerzo, liberó su espíritu de la forma corpórea de Siherton y entró de nuevo en la suya propia; volvió a recuperar los sentidos físicos en el preciso instante en que el cuerpo de Siherton se estremecía con el retorno de su propio espíritu.
Avelyn se puso en pie, rápido como un gato, cogió las piedras en una mano y agarró con la otra a Siherton por la parte delantera del hábito. Antes de que el guardia pudiera acudir en ayuda del maese, Avelyn, sosteniendo al asombrado Siherton, se dio impulso y saltó la baranda.
Cayeron a plomo a lo largo de las murallas de la abadía, y siguieron cayendo acantilado abajo, perdiéndose en la oscuridad; Siherton gritaba desaforadamente.
Avelyn pateó y apartó al hombre de un empujón; después invocó a la segunda piedra que sostenía, la malaquita.
Entonces empezó a flotar, mientras Siherton seguía cayendo a plomo.
Avelyn se fue dando impulso hacia afuera, en tanto que bajaba suavemente por el escarpado acantilado. Cuando estaba casi en el fondo, sacó el ámbar de la bolsa. Se hundió ligeramente en el agua tal como le había sucedido en la experiencia anterior, que parecía haber ocurrido hacía un millón de años. Se alegró de no ver el cuerpo de Siherton; no habría soportado tal espectáculo.
Utilizando el ámbar, caminó a través del agua fría hasta un punto en que pudo alcanzar la orilla, y luego siguió camino abajo. Sabía que nunca más volvería a contemplar Saint Mere Abelle.
Utilizó las piedras. Con la malaquita flotó suavemente sobre precipicios que cualquier monje tardaría horas en descender. Con el ámbar cruzó anchurosos lagos que sus perseguidores tendrían que circunvalar. Mediante el crisoberilo, un ojo de gato, pudo ver claramente en la oscuridad y desplazarse con luz de día sin necesidad de la delatora luz de una antorcha. En la primera ciudad en la que entró, encontró una caravana de varios carros de mercaderes y vendió la esmeralda común, lo que le aportó dinero suficiente para mucho, mucho tiempo.
Dejó kilómetros y kilómetros detrás de él, entre él y aquel terrible lugar llamado Saint Mere Abelle. Pero el joven monje no podía quitarse de la cabeza los horrores que había presenciado, la perversa usurpación que carcomía en lo más profundo de su corazón todo aquello que había tenido en más estima.
Supo la verdad de lo que ocurría una noche fría mientras estaba acostado, encogido al pie de un árbol, bajo las estrellas, bajo el firmamento. Como si sus pensamientos hubieran sido transportados por arte de magia, o sus rezos en busca de consejo hubieran recibido respuesta de la divinidad, sus ojos miraron a través de varios kilómetros hacia una tierra de grandes montañas dentadas, con un cono humeante en el centro y una lengua de lava roja que avanzaba lentamente devastando todo a su paso.
Entonces Avelyn comprendió lo que ocurría, pues no faltaban precedentes. Aquella tenebrosidad que había llegado a Honce el Oso había sobrevenido antes, según se relataba a menudo en los volúmenes de historia de Saint Mere Abelle. En definitiva: el cáncer que había crecido en el mundo, la imprevisión, la impiedad de Saint Mere Abelle. Los monjes eran los centinelas de Dios y precisamente ellos se habían rendido a la autocomplacencia, habían cedido ante el cáncer. Y, por causa de aquel pecado, la oscuridad había vuelto.
Avelyn comprendió que su mundo entero, medio loco, se había destruido. El Dáctilo se había despertado. La demoníaca camada, siempre obsesionada por la raza humana, había vuelto al mundo. Sabía que era verdad. En lo más profundo del corazón, el joven Avelyn reconocía que las tinieblas habían asesinado a Taddy Sway y a Bunkus Smealy, que el mal había destruido al Corredor del Viento y había dejado a su querida Dansally fría en las frías aguas, que la iniquidad había forzado al hermano Pellimar a «sucumbir» a sus heridas.
Despertó de su espasmódico sueño antes del alba.
¡El Dáctilo había despertado!
El mundo no comprendía las tinieblas que llegaban.
¡El Dáctilo había despertado!
La orden había fracasado; ¡su debilidad había propiciado aquella tragedia!
¡El Dáctilo había despertado!
Avelyn salió corriendo; tanto le daba una dirección como otra. Tenía que hablar del mal al mundo. Tenía que preparar a los hombres y a las mujeres de Honce el Oso y de todo Corona. ¡Tenía que avisarles del regreso del demonio, prevenirlos contra la orden! De alguna manera tenía que mostrarles su propia falta de preparación, sus propias debilidades.
¡El Dáctilo había despertado!
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20
El oráculo
—¿Cuántas luces ves?
La pregunta había sido pronunciada en élfico, lengua que Juraviel usaba cada vez con más frecuencia con Elbryan. Después de cinco años de estancia en Andur'Blough Inninness, el joven conocía las palabras, las frases comunes; sólo le restaba perfeccionar la entonación.
Juraviel y Elbryan llevaban velas; y un par de estrellas habían aparecido en el cielo en cuanto el sol se hubo escondido tras el montañoso horizonte del oeste.
El joven se quedó mirando largo rato a Juraviel. Durante el otoño y el invierno entre los años 821 y 822 del Señor, las lecciones de Elbryan habían ido derivando a la filosofía, y el joven había aprendido que incluso las preguntas más sencillas estaban cargadas de sutiles significados. Al fin, convencido de que aquélla no era una pregunta con un sentido oculto, tan sólo el simple preludio de su lección, alzó la mirada y contó con rapidez hasta cuatro estrellas.
—Seis —contestó con cautela, añadiendo las dos velas.
—Luego, son luces independientes —comentó Juraviel—. Tu luz y la mía, y la de aquellas estrellas.
Elbryan frunció el entrecejo. Lentamente, no muy seguro, como si esperara ser censurado, asintió con la cabeza.
—Así pues, si apagaras la luz de tu vela, te quedarías a oscuras —razonó Juraviel.
—Más que ahora —respondió Elbryan sin titubear—. Pero todavía tendría la luz de la tuya.
—Entonces mi luz no está contenida en la llama —continuó Juraviel—, sino que se expande a lo lejos. ¿Y la luz de las estrellas?
—Si la luz de las estrellas estuviera contenida en las estrellas, entonces no veríamos las estrellas —gruñó Elbryan cada vez más frustrado; había veces, como aquélla, en que odiaba la sencilla lógica élfica—. Y, si la luz de tu vela estuviera contenida en la vela, yo no la vería.
—Exactamente —repuso el elfo—. Ahora puedes continuar.
Elbryan dio una patada al suelo mientras Juraviel le volvía la espalda. El elfo siempre le hacía lo mismo: lo dejaba con cuestiones que él era incapaz de responder.
—¿Qué quieres decir? —preguntó el joven.
Juraviel lo miró con calma pero no le respondió.
Elbryan aceptó el envite; al fin y al cabo, era él quien estaba aprendiendo.
—¿Estás diciendo que la luz, puesto que no está contenida, es una cosa compartida?
Juraviel no pestañeó siquiera.
Elbryan permaneció sin decir palabra un buen rato, mientras repasaba la conversación y consideraba las distintas opciones.
—Hay una luz —dijo al fin.
Juraviel sonrió.
—La respuesta era ésa —afirmó Elbryan, cada vez más seguro—: una luz.
—Yo cuento al menos una docena de estrellas ahora —repuso el elfo.
Elbryan miró al cielo. Era cierto; la noche estaba cayendo y las estrellas iban apareciendo.
—Una docena de fuentes de la misma luz —razonó Elbryan— o de diferentes luces que se unen todas. Al verlas yo, se mezclan. Todas las luces se convierten en una.
—Una y la misma —asintió Juraviel.
—Pero ¿tengo yo que verlas para que esto sea verdad? —preguntó Elbryan con impaciencia, pero su ilusión se disipó al ver el ceño que inmediatamente apareció en la cara del elfo.
Elbryan se quedó callado y cerró los ojos, recordando sus primeras lecciones, los axiomas que los elfos le habían planteado para que pudiera ver el mundo desde una perspectiva completamente diferente. En la filosofía élfica, la primera verdad, la base de la realidad era que todo el mundo material, físico, no era más que la acumulación de percepciones por parte del observador. Nada existía excepto en la conciencia del individuo. Era un concepto difícil para Elbryan, porque él había sido educado en la idea de comunidad, y según esa concepción, la exaltación del yo era considerada el peor de los pecados: el orgullo. Pero los elfos no veían las cosas de la misma manera; Juraviel había afirmado en una ocasión que todo en el mundo no era más que una obra puesta en escena para beneficio de Juraviel.
—Mi conciencia crea el mundo en torno a mí —le había asegurado el elfo.
—Entonces, yo nunca podría vencerte en combate a menos que tú lo quisieras —había deducido Elbryan.
—Olvidas que tu conciencia crea el mundo alrededor de ti —había replicado el elfo, y después, como era su costumbre, se había marchado.
Aquella aparente contradicción había planteado a Elbryan un dilema. Desde aquel punto de vista aprehendía una percepción del yo que nunca hasta entonces se había sentido libre para explorar.
—Las estrellas y mi vela son una porque puedo verlas juntas —concluyó el joven—. Yo creo el mundo en torno a mí.
Juraviel asintió.
—Tú interpretas el mundo en torno a ti —lo corrigió—. Y, en la medida en que incrementes tu sensibilidad para llegar a ser consciente de los detalles más nimios, tus interpretaciones se enriquecerán, tu conocimiento se enriquecerá.
Juraviel se marchó entonces, dejándolo sentado en el prado con la vela en la mano y contemplando el nacimiento de muchísimas estrellas, de fuegos celestiales que se unían con el suyo. Aquel sencillo cambio de percepción, la idea de que todas las luces eran en realidad una, proporcionó a Elbryan un sentido de unicidad con el universo que jamás hasta entonces había experimentado. De pronto le parecía que el cielo estaba más cerca, le parecía que podía tocarlo con la mano, y se sintió una parte de aquel vasto manto aterciopelado.
Durante el resto de aquel año y durante los meses del año 822 del Señor, Elbryan aprendió a ver el mundo como un elfo, a descubrir la paradoja de individualidad y comunidad que consistía, por una parte, en la exaltación del yo y, por otra, en la unidad con todo lo que lo rodeaba. Los cambios sutiles de percepción lo condujeron a otras muchas experiencias: le permitieron ver flores donde jamás las hubiera buscado, le permitieron sentir la presencia de un animal —incluso identificar su tamaño aproximado— por olores y vibraciones tenues en el entorno. Se sentía como una enorme esponja vacía sumergida en las aguas del conocimiento, y absorbía sin cesar encontrando un placer infinito en cada lección, en cada palabra. Todos sus conceptos de espacio y tiempo cambiaron. Las secuencias se convirtieron en segmentos, los recuerdos en viajes en el tiempo.
Incluso cambiaron los hábitos de sueño de Elbryan, pasando a ser procesos más controlados y meditados, y no simples períodos de inconsciencia incontrolable. Los elfos los llamaban «meditación imaginaria», «ensueños». En ese estado de duermevela, Elbryan podía desconectar el sentido de la vista y sin embargo mantener los oídos y la nariz atentos a los estímulos de siempre. Sustituyó muchos de sus sueños con viajes en el tiempo, y trasladaba su mente a vivencias pasadas para volver a ver lo que le había sucedido pero desde una perspectiva diferente, y de ese modo aprender de ello.
Durante esas noches Olwan estaba vivo, y también Jilseponie, su querida Pony, y toda la gente de Dundalis. En cierto modo, esos recuerdos tan perfectos daban a Elbryan sensación de inmortalidad, como si todas esas personas estuviesen realmente vivas, sólo que encerradas en un lugar diferente cuya llave era su memoria.
Aquello le servía de consuelo. Comprobó que la filosofía élfica le proporcionaba solaz, salvo que no podía cambiar lo que había sucedido, no podía alterar el pasado.
Permanecían el dolor, los horribles gritos, las luchas desesperadas, los montones de cuerpos. Con las enseñanzas de Juraviel, Elbryan no eludía la angustia, sino que volvía a menudo a aquel terrible lugar y usaba la terrible realidad de la destrucción de Dundalis para fortalecer su valor y endurecerse emocionalmente.
—Las pruebas del pasado nos preparan para las pruebas del futuro —acostumbraba decir el elfo.
Elbryan no discutía, pero se preguntaba —casi con temor— qué pruebas futuras podrían equipararse al dolor de aquel espantoso día.
Aguardaba sobre el altozano sin árboles, con los ojos clavados en el horizonte del este, en la tenue línea de luz que anunciaba la proximidad del alba.
Estaba desnudo y sentía en cada pelo, en cada nervio el cosquilleo de la brisa helada. Estaba desnudo y era libre, y, cuando el horizonte se hubo iluminado un poco, alzó ante él la espada, un arma larga pero bien equilibrada, agarrando con ambas manos la empuñadura y tensando los músculos de los brazos.
Elbryan asestó un suave barrido de lado a lado, desplazando su peso poco a poco con el movimiento de la hoja para guardar un equilibrio perfecto. La espada se elevó sobre su hombro izquierdo, y él adelantó el pie derecho; luego volvió a dirigir la espada hacia la derecha, otra vez despacio, en perfecto equilibrio. Adelantó el pie izquierdo y después se inclinó hacia un lado; la espada y el pie derecho siguieron su movimiento de forma que el joven se dio la vuelta como si estuviera encarándose con un segundo contrincante. Ataque, quite, ataque, todo con movimientos armónicos y lentos; luego echó el pie derecho atrás y se giró en un movimiento grácil para volver a ir hacia la izquierda. Ataque, quite, ataque; siempre el mismo ejercicio.
Después echó el pie derecho hacia atrás otra vez y dio media vuelta, de modo que quedó encarado exactamente al revés de como había empezado. Avanzó tres largos pasos asestando golpe tras golpe mientras se movía; luego repitió los mismos movimientos de antes, hacia la izquierda y hacia la derecha, desde su nueva posición.
Bi'nelle dasada, se llamaba, la danza de la espada. El joven continuó cerca de una hora, y sus brazos y la espada iban trazando en el aire dibujos cada vez más intrincados. En eso consistía ahora el núcleo de su entrenamiento: sin contrincante, simplemente grabando la memoria de los movimientos en sus músculos. Cada ataque y cada quite quedaban profundamente arraigados en él; lo que había sido una estrategia consciente de combate se transformaba en una respuesta automática o en un golpe por previsión.
Desde los árboles al pie del altozano, Juraviel y otros elfos contemplaban con sincera admiración la danza de la espada. En verdad los músculos humanos eran bellos y gráciles, una combinación de pura fuerza y extraordinaria agilidad. La espada danzaba con ligereza, lo mismo que los finos y largos cabellos del color del trigo. Sin perder jamás el equilibrio, los músculos de Elbryan trabajaban en perfecta armonía, como si no lucharan, flexionándose y extendiéndose a cada movimiento.
¡Y sus ojos! Incluso desde la distancia en que se encontraban, los elfos podían distinguir los ojos de color verde oliva centelleando con intensidad, como si vieran realmente a los enemigos imaginarios.
Los movimientos del joven Elbryan mejoraban día a día, y por eso Juraviel lo había hecho profundizar en la danza de la espada, los movimientos de batalla más intrincados que conocían los elfos, que eran los espadachines más hábiles del mundo entero. Elbryan dominaba los intrincados movimientos, todos y cada uno de ellos; los había empapado con la esponja en que se había convertido y los retenía en su corazón, en su mente y en sus músculos. Ya nadie, ni siquiera Tuntun, ponía en duda su destreza y su estirpe. Nadie en Andur'Blough Inninness pronunciaba con desprecio «sangre de Mather» para referirse a Elbryan. En efecto, había atravesado el «muro de la no percepción», como lo llamaba Juraviel, había minimizado las inhibiciones de la conciencia propias de los seres humanos y se había convertido en un ser que poseía los poderes más grandes, los poderes naturales.
Cuando hacía ejercicios de entrenamiento, no sólo comprendía muy bien cómo frustrar cualquier ataque, desviar, hurtar el cuerpo o bloquear, sino que también sabía qué tácticas le proporcionarían los contraataques apropiados o le permitirían adoptar una sólida postura defensiva ante los subsiguientes ataques de ese enemigo o incluso de otros. Elbryan ganaba casi siempre e incluso prevalecía cuando luchaban dos contra uno.
Sus técnicas de lucha fueron haciéndose día a día más variadas, más mortales, y evocaban en muchos aspectos los movimientos de un animal depredador. Podía empuñar una daga y torcer el brazo de tal modo que era capaz de asestar una puñalada como una víbora; y, aun sin daga, podía atiesar los dedos para dirigirlos contra cualquier obstáculo.
Todas las mañanas, antes de que el velo de niebla blanqueara Andur'Blough Inninness, Elbryan iba a aquel lugar, contemplaba el alba y realizaba la danza de la espada, grabándola en la memoria.
La sangre de Mather.
Los regalos —una pesada manta, una silla pequeña plegable hecha con palos, un espejo con marco de madera— sorprendieron y confundieron a Elbryan. Sabía que sólo el espejo ya era muy caro, y el primor artesanal y la increíble ligereza de la madera de la silla permitían plegarla y transportarla cómodamente; pero de los tres regalos el que tenía para él más sentido era la manta, el regalo más práctico.
Tuntun y Juraviel dejaron que el joven admirara los regalos un buen rato, lo dejaron probar la silla y escrutar su imagen en el espejo de plata.
—Muchísimas gracias —dijo sinceramente Elbryan, con una voz que revelaba su confusión.
—Ni siquiera entiendes el significado —repuso Tuntun desabridamente—. Te crees que te han hecho tres regalos, y sin embargo el cuarto es con mucho el que tiene más valor.
Elbryan miró a la elfa buscando alguna señal en sus azules ojos.
—El espejo, la silla y la manta —dijo Juraviel en tono solemne—. El oráculo.
Elbryan nunca había oído aquella palabra hasta entonces; de nuevo se pintó en su rostro la confusión.
—¿Crees que los muertos se han ido? —fue la críptica pregunta de Tuntun, que parecía divertirse con el espectáculo—. ¿Crees que sólo existe lo que ves?
—Hay otros niveles de conciencia —intentó explicarle Juraviel, lanzando una severa mirada a su guasona compañera.
—Los sueños —apuntó Elbryan con cierta esperanza.
—Y los recuerdos de fantásticas meditaciones —añadió Juraviel—. En el oráculo, las meditaciones se entremezclan con la conciencia para traer los recuerdos hasta el presente.
Elbryan frunció el entrecejo mientras consideraba esas palabras, mientras sus implicaciones comenzaban a desplegarse ante él.
—¿Hablar con los muertos? —preguntó sin aliento.
—¿Qué está muerto? —se burló Tuntun.
Ni siquiera Juraviel pudo reprimir una risita sofocada ante las interminables bromas de su compañera elfa.
—Ven —rogó a Elbryan—. Será mejor mostrártelo que explicártelo.
Los tres abandonaron Caer'alfar y se internaron en los espesos bosques. El día no estaba demasiado despejado; en realidad estaba más oscuro de lo habitual a causa de la manta de niebla, y una suave llovizna caía sobre el toldo boscoso. Caminaron aproximadamente una hora en silencio, roto de vez en cuando por las pullas que Tuntun dirigía a Elbryan.
Por fin Juraviel se detuvo al pie de un enorme roble, cuyo tronco era tan grueso que Elbryan no podía abarcar ni la mitad con los brazos. Los dos elfos intercambiaron miradas solemnes.
—No lo hará —aseguró Tuntun elevando el sonsonete de su melodiosa voz.
—Tampoco iba a poder derrotarte jamás —se apresuró a responderle Juraviel, propinándole un furioso pisotón.
Elbryan exhaló un suspiro e irguió los hombros. Así pues, pensó, se trataba de otra prueba, sin duda para comprobar su voluntad y su destreza mental, a juzgar por los tres regalos que llevaba. Estaba decidido a no decepcionar a Juraviel y a no dejar que Tuntun acertara en nada.
En la parte de atrás del árbol, Elbryan vio una estrecha abertura entre las raíces, un túnel que parecía ensancharse a medida que descendía en un ángulo empinado.
—Dentro hay un pedestal de piedra sobre el cual debes poner el espejo —le explicó Juraviel—, y frente a él debes colocar tu silla. Utiliza la manta para tapar la entrada de modo que dentro reine una oscuridad total.
Elbryan aguardaba, esperando más instrucciones. Tras unos instantes, Tuntun le dio un rudo codazo.
—¿Es que te da miedo incluso intentarlo? —lo reprendió.
—¿Intentar qué? —preguntó Elbryan; pero, cuando miró a Juraviel en busca de apoyo, vio que el elfo le señalaba la estrecha abertura indicándole que debía entrar.
Elbryan no tenía idea de lo que le esperaba, de lo que debía hacer, a excepción de las sencillas instrucciones que Juraviel le había dado. Se encogió de hombros, recogió sus cosas y se acercó a la abertura. Entrar allí dentro ya era una prueba suficiente, pues el antro estaba hecho para la estatura de un elfo. Metió primero la silla tan adentro como pudo; luego cerró los ojos y la soltó. Por el ruido de la silla al caer calculó que el suelo de la cueva no tenía más de dos metros y medio a partir de la abertura. Luego extendió la manta al pie del árbol para que las desiguales raíces no le desgarraran la ropa, detalle por el que Tuntun lo juzgó presumido y completamente estúpido. Tras haber mirado a Juraviel con la infundada esperanza de que le diera alguna información más, Elbryan cerró los ojos y entró, con el corazón en un puño y procurando proteger el espejo con el cuerpo. Tan pronto como se hubo deslizado bajo el árbol, abrió los ojos, ya un poco acostumbrados a la oscuridad y miró en torno. Podría ser la madriguera de un oso, de un puerco espín o de una apestosa mofeta, y Elbryan comprobó con gran alivio que estaba vacía. Era casi circular y medía unos dos metros y medio de diámetro. Como le había dicho Juraviel, cerca de la pared, justo al lado de Elbryan, había un pedestal de piedra; el joven se agarró a una raíz del techo, se dio impulso hacia la derecha y desplazó sus pies hacia el pedestal, desde el cual le resultó muy fácil saltar al suelo de la cueva. Había un poco de agua acumulada en un charco de poca profundidad, que no suponía peligro o inconveniente alguno.
Elbryan puso el espejo sobre el pedestal apoyándolo contra el fondo de la cueva; desplegó la silla y la colocó ante el espejo, como le habían ordenado. Luego procedió a colgar la manta a la entrada del antro, oscureciendo aquella cámara en la que apenas podía distinguir su mano cuando la ponía frente a la cara. Hecho esto, el joven tanteó en torno, dio con la silla y se sentó.
Se dispuso a esperar intrigado. Sus ojos fueron habituándose poco a poco a la oscuridad de modo que pudo vislumbrar la configuración de la cueva.
Los minutos pasaban, y todo era silencio y oscuridad. La frustración de Elbryan iba en aumento y se preguntaba en qué podía consistir aquella prueba, qué propósito podía perseguir el tenerlo sentado a oscuras frente a un espejo que apenas veía. ¿Tenía razón Tuntun al asegurar que aquel viaje era una pérdida de tiempo?
Por fin la melodiosa voz de Juraviel rompió la tensión.
—Ésta es la Cueva de las Almas, Elbryan Wyndon —salmodió el elfo—. El oráculo, donde elfos o humanos pueden hablar con los espíritus de quienes han traspasado antes que ellos. Busca tus respuestas en las profundidades del espejo.
Elbryan se tranquilizó con el ejercicio respiratorio de bi'nelle dasada y clavó los ojos en el espejo, o al menos en la zona donde sabía que estaba, pues era apenas perceptible.
Evocó una representación mental del pedestal y del espejo y rememoró la imagen anterior al momento en que había colgado la manta. Poco a poco se hizo visible la forma cuadrada, al menos en su imagen mental, y entonces envió la mirada dentro del marco de aquel cuadrado.
Y siguió sentado, mientras los minutos se convertían en una hora, mientras el sol proseguía su camino hacia el ocaso, tras la niebla y las nubes élficas. En su concentración fue deslizándose el aburrimiento y la frustrante constatación de que a lo mejor Tuntun tenía razón. Sin embargo, no le llegó ninguna otra recomendación desde fuera de la cueva, por lo que supuso que los dos elfos seguían aguardando pacientemente.
Elbryan evitaba pensar en ellos y, cada vez que distraídamente lo hacía o lo asaltaba alguna otra idea ajena a la cueva, se esforzaba por alejarla.
Perdió la noción del tiempo y muy pronto nada interrumpió su concentración. La cámara se oscureció aun más a medida que el sol se inclinaba hacia el oeste, pero Elbryan, ajeno ya a la oscuridad, no lo notó.
¡Había algo en el espejo, más allá de su visión!
Se abandonó aun más a su estado de meditación, se liberó de todas las imágenes conscientes que atestaban su mente. Había algo allí, el reflejo de un hombre, quizá.
¿Era su propio reflejo?
Aquella idea borró la imagen, pero sólo un momento.
Luego Elbryan la vio con más claridad: un hombre mayor que él, con la cara arrugada por el sol y el viento, y una barba recortada siguiendo la línea de la mandíbula. Se parecía a Elbryan, o al menos a como sería Elbryan al cabo de veinte años. Se parecía a Olwan, pero de alguna forma el joven sabía que no era él. Era...
—¿Tío Mather?
La imagen asintió; Elbryan se quedó sin aliento.
—Eres el guardabosque —dijo Elbryan con voz temblorosa—. Eres el guardabosque que me precedió, que fue entrenado por estos mismos elfos.
La imagen no hizo amago alguno de responder.
—Eres el modelo que tengo que imitar —continuó Elbryan—. Temo que me resulte demasiado difícil.
Pareció que el rostro del espíritu se suavizaba algo, y Elbryan experimentó claramente la sensación de que, por lo menos a los ojos de Mather, sus temores eran infundados.
—Ellos hablan de responsabilidad —siguió diciendo el joven—, de deber y del camino que me aguarda. Sin embargo temo que no soy lo que Belli'mar Juraviel cree. Me pregunto por qué me escogieron para esto... ¿Por qué me salvaron aquel día en Dundalis? ¿Por qué no salvaron a Olwan, mi padre, tu hermano, tan fuerte y corpulento, tan experimentado en el combate y en las cosas del mundo?
Elbryan intentó hacer una pausa para ordenar los pensamientos, pero las palabras le salían como atraídas por el espíritu del espejo, por aquel lugar y por su propio estado mental. Aunque aquella imagen fuera su tío Mather, se daba cuenta de que estaba hablando con el espíritu de un hombre al que no había conocido. Pero aquel temor no podía refrenar el río de su propia alma que se desbordaba y se desahogaba.
—¿Qué nivel tengo que alcanzar para satisfacer las exigencias de Tuntun y de otros elfos de su mismo parecer? Me temo que me exigen la fuerza de un gigante fomoriano, la velocidad de un ciervo asustado, la cautela de una ardilla y la calma y sabiduría de un elfo centenario. ¿Qué hombre podría conseguirlo?
»Ah, pero tú sí pudiste, tío Mather —prosiguió—. Por lo que cuentan de ti, incluso por la expresión de los ojos de Tuntun, que manifiestan sincera admiración, sé que no decepcionaste a los habitantes de Caer'alfar. ¿Cómo me juzgarán a mí dentro de veinte años, un simple día en la vida de un elfo? ¿Y qué hay de ese mundo que pronto conoceré?
Imágenes horribles, la mayoría de ellas humanas, desfilaron rápidamente ante Elbryan, como si atravesaran volando la superficie del espejo.
—Tengo miedo, tío Mather —reconoció el joven—. No sé qué es lo que temo, si el juicio de los elfos, los peligros del yermo o la compañía de otras gentes. Más de un cuarto de mi vida ha pasado sin ver a nadie que se comporte como un humano, que vea el mundo como los hombres. Pero —continuó con voz cada vez más baja—, me temo mucho que ya no veo el mundo como un hombre y que tampoco puedo contemplarlo como un elfo, sino como alguien que no es ni lo uno ni lo otro. Amo Caer'alfar y todo este valle, pero no pertenezco a él. Lo sé en lo más profundo de mi corazón, y me temo que fuera de aquí, entre mi gente, tampoco me sentiré parte de ellos. Familia y especie —concluyó Elbryan— no siempre coinciden. ¿Qué queda de mí? ¿En qué clase de criatura me he convertido, que no soy ni elfo ni humano?
La imagen seguía sin responder, sin hacer movimiento alguno. Pero Elbryan captaba un suave sentimiento —una especie de comprensión, de empatía— y supo que no estaba solo. Supo la respuesta a sus preguntas.
—Soy Elbryan el guardabosque —declaró con decisión, y las implicaciones de semejante calificativo cayeron sobre él; pero no le hicieron inclinar los anchos hombros, sino que se los robustecieron.
Elbryan se dio cuenta de que estaba bañado en sudor frío. Sólo entonces constató que la oscuridad de la cueva se había convertido en una tiniebla absoluta.
—¿Tío Mather? —llamó dirigiéndose al espejo, pero la imagen del espectro e incluso la del espejo se habían desvanecido.
Juraviel estaba aguardándolo cuando el joven salió a rastras del agujero. El elfo lo miró como si quisiera preguntarle algo, pero al parecer halló la respuesta en el rostro de Elbryan. Sin cruzar palabra, regresaron a Caer'alfar.
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21
Siempre vigilantes, siempre alerta
Jill miró más allá de las escarpadas rocas hacia las tenebrosas aguas del vasto Miriánico; grandes olas se levantaban perezosamente e iban a romperse contra las rocas sesenta metros más abajo de donde ella se encontraba. Era un movimiento que se repetía a cada minuto, a cada hora, durante días, semanas, años. Durante toda la eternidad, suponía Jill. Si volviera a aquel lugar al cabo de mil años, las olas seguirían levantándose suavemente y estrellándose contra la base de aquella misma elevación rocosa.
La joven miró por encima del hombro la pequeña fortaleza que ella consideraba su casa, Pireth Tulme. Dentro de mil años, pensó, el lugar sería el mismo, salvo que aquella construcción, con una baja y solitaria torre, no estaría en pie: habría sido destruida por el paso del tiempo, por el viento y las tormentas que habían barrido la Bahía del Casco de Caballo con perturbadora regularidad.
Sólo llevaba allí cuatro meses y había sido testigo de una docena de tormentas, hasta tres en una semana, que la habían dejado a ella y a sus cuarenta compañeros —miembros todos ellos del cuerpo de elite conocido como los Guardianes de la Costa— empapados y malhumorados.
Sí, ésos eran los términos adecuados, decidió Jill.
—Empapados y malhumorados —dijo en voz alta, y asintió pensando que era una descripción que podía aplicarse a toda su vida.
Le habían dado una oportunidad que pocos tenían, y menos aun las mujeres de aquel reino patriarcal de Honce el Oso. Jill cerró los ojos y dejó que los ruidos del océano la llevaran a otra orilla, una orilla más suave en la ribera de Masur Delaval, hasta la ciudad de Palmaris, el único hogar que recordaba. ¿Qué habría sido de Graevis y de Pettibwa?, se preguntaba. ¿Y de Grady? ¿Su desastre con Connor Bildeborough habría puesto fin a los intentos de aquel hombre por entrar en la alta sociedad?
Jill se echó a reír y esperó que así hubiera sido. Aquello sería lo único bueno derivado de la tragedia. Casi dos años habían pasado desde su «noche de bodas», pero el dolor seguía vivo.
Miró en torno otra vez y luego elevó la vista hacia el cielo advirtiendo que muchas estrellas habían desaparecido. Poco después, empezó a lloviznar.
—Empapados —repitió sacudiendo la cabeza. Pese a las muchas veces que lo había presenciado, Jill todavía no podía acostumbrarse a la rapidez con que empezaba a llover en Pireth Tulme.
Igualmente súbita había sido la lluvia que había caído sobre su vida, primero en aquel pueblo fronterizo, cuando atacaron los trasgos, después en Palmaris. Apenas podía recordar el primer suceso, pero sabía que su vida poco a poco había ido haciéndose más hermosa. Y después, de pronto, en un abrir y cerrar de ojos, en el espacio de un simple beso, todo había desaparecido, todo le había sido arrebatado.
¿Qué otra cosa hubiera podido esperar que superara su boda en Palmaris? Se había casado en Saint Precious, considerada por muchos la iglesia más hermosa de toda Corona. Y Dobrinion Calislas en persona, el abad de Saint Precious y por tanto el tercero en rango de toda la iglesia abellicana, había oficiado la ceremonia. ¿Qué joven no se hubiera desmayado con sólo pensar en ese día? ¡Y después la noche, en la mansión del barón Bildeborough!
Un estremecimiento le recorrió la espina dorsal al recordarlo: la enorme habitación, el cambio que había experimentado Connor, la expresión de su rostro, primero salvaje y luego aun peor, con la nariz y una mejilla quemadas y ampolladas. Su mirada se había suavizado sólo un poco a la mañana siguiente cuando él y Jill habían comparecido ante el abad Calislas. Por supuesto, el matrimonio había sido anulado inmediatamente, ya que no había sido consumado.
Bastó un chasquido de los dedos del anciano Calislas.
Sin embargo, aún quedaba el asunto del delito de Jill. Su ataque a un noble, que podría muy bien haber dejado señalado de por vida a un apuesto joven, no era un asunto de poca monta en Palmaris. Según la ley, Connor habría podido exigir su ejecución. Sin llegar a tanto, existía la posibilidad de que el abad Dobrinion Calislas atara a Jill a Connor por contrato de servidumbre, quizá de por vida.
Pero Connor se había mostrado clemente, y también el abad Calislas se había inclinado al perdón.
—He oído hablar de un incidente con tres canallas sobre el tejado trasero del Camino de la Amistad —había dicho el anciano sacerdote con una cálida sonrisa en el rostro—. No debe desperdiciarse una persona de tus habilidades sirviendo mesas. Hay un lugar para una mujer de tu talento y ferocidad, un lugar donde semejante cólera se calmará, incluso será aplaudida.
Así fue como el viejo abad la destinó al servicio del rey de Honce el Oso, como soldado de infantería en los hombres del rey, el ejército. Aquel momento había quedado grabado en la memoria de Jill: las palabras compasivas de Calislas mientras ella miraba por encima del hombro a Pettibwa y a Graevis. No había cólera en los rostros de sus padres adoptivos, ni la menor señal de que el irreflexivo comportamiento de Jill la víspera por la noche les hubiera salido también a ellos muy caro; sólo había la más profunda tristeza. Pettibwa había estado a punto de derrumbarse al oír la orden del abad Calislas, ante la idea de que su Jilly le fuera arrebatada. Aquella noche en el Camino reinaba escasa alegría cuando la joven fue a despedirse.
Poco después, cuando hubo dejado atrás Palmaris, Jill había comprendido la sabiduría de la decisión del abad. Desde luego, había medrado, al menos al principio, en el ejército. Empezó como un vulgar solado de infantería —«andarines de forraje», los llamaban—, pero al cabo de poco tiempo ingresó en el selecto cuerpo de caballería. No había enemigos reales que combatir: Honce el Oso llevaba gozando de paz más tiempo de lo que nadie podía recordar. Pero, en los ejercicios semanales de combate, Jill extrajo de sus recuerdos enemigos suficientes para insuflarse tanta ferocidad que dejó atónitos a sus superiores. Despachó uno tras otro a sus contrincantes, a veces con heridas de consideración, hasta el punto de que ningún hombre y ninguna mujer de su unidad desearon enfrentarse a ella. Aun así, su fama le había procurado no pocos enemigos, y por eso la habían trasladado de una fortaleza a otra en desempeño de los más variados servicios, desde guardia del castillo hasta jinete de patrulla.
Con todo, había sido un año aburrido; las guardias de los castillos eran puramente decorativas, y el incidente más grave que Jill había presenciado en cuatro meses de patrulla a caballo fue una pelea entre dos campesinos hermanos, uno de los cuales había arrancado de un mordisco la oreja al otro. Por eso Jill había recibido con enorme expectación y esperanza las noticias de su destino a una unidad de elite —los famosos Guardianes de la Costa—, sólo aventajada en Honce el Oso por la Brigada Todo Corazón. Eran luchadores legendarios y temibles guerreros que en épocas pasadas habían rechazado una invasión de powris y habían domado la región conocida como la Costa Rota, ensanchando de aquel modo los dominios del rey de Honce el Oso.
La joven no sabía lo que le esperaba cuando llegó a la pequeña fortaleza de Pireth Tulme, que dominaba la bahía del Casco de Caballo y el vasto Miriánico. Pireth Tulme era uno de los muchos puestos de vigía esparcidos por la costa de Honce el Oso. Como todas sus fortalezas hermanas, estaba aislada, lejos de cualquier poblado de cierta importancia, pero se hallaba estratégicamente situada para vigilar si se producía una invasión por mar. Pireth Tulme protegía los pasos meridionales del golfo de Corona, en tanto que Pireth Dancard vigilaba las cinco pequeñas islas en el centro del golfo y Pireth Vanguard guardaba la ruta del norte.
Jill consideraba que la misión de las fortalezas era de gran importancia, una existencia estoica que protegía el bienestar de todo el reino. No tardó en comprobar que era la única en creerlo así.
Pireth Tulme, y al parecer todas las demás fortalezas costeras, estaban muy lejos de ser los estoicos bastiones que su fama pregonaba. Las fiestas habían sido casi constantes en los cuatro meses que Jill llevaba allí. Incluso en aquellos momentos, muy entrada la noche, mientras hacía la guardia recorriendo las murallas, oía el jolgorio: entrechocar de vasos alzados en interminables brindis, obscenas carcajadas, chillidos de mujeres que eran perseguidas o perseguían a su vez.
Los guardias eran cuarenta y sólo había siete mujeres. A Jill, cuya única experiencia con un hombre había resultado tan desastrosa, no le agradaba aquella desproporción. Por eso sacudía la cabeza con disgusto mientras hacía la guardia aquella noche, como todas las noches.
Poco después un soldado de aspecto ojeroso —un hombre de cuarenta años llamado Gofflaw, que había pasado sirviendo en los hombres del rey más de la mitad de su desgraciada vida, incluyendo una docena de años en el cuerpo de los Guardias de la Costa arrastrándose de un solitario puesto a otro— apareció tambaleándose en las muralla y se acercó a Jill.
La joven exhaló un suspiro de resignación. No tenía miedo; no creía que aquel individuo borracho pudiera llegar hasta ella sin caerse del estrecho camino de ronda y estrellarse en el patio desde una altura de dos metros y medio. De algún modo, trastabillando a cada paso en los bloques de piedra de la muralla, el hombre se fue acercando a la joven.
—Vaya, querida Jilly —balbuceó Gofflaw—, caminando otra vez bajo la lluvia.
Jill sacudió la cabeza y miró hacia otro lado.
—¿Por qué no entras y te calientas los huesos, muchacha? —preguntó el sujeto—. ¡Vaya juerga la de esta noche! Ve a divertirte. Yo te haré la guardia.
Jill lo conocía muy bien. Si aceptaba su ofrecimiento aparentemente amable y entraba, Gofflaw no tardaría en seguirla dejando los muros sin guardia. Aun peor: el hecho de que él hubiera salido a buscarla respondía probablemente a una conspiración. La casa principal de Pireth Tulme, larga y baja, no era grande; sólo constaba de tres habitaciones comunes de tamaño regular, rodeada cada una de ellas por una docena de antecámaras, de cabida apenas suficiente para un par de camastros y dos armarios pequeños. La mayor parte de la construcción era subterránea, de modo que, aunque la casa principal tenía tres pisos idénticos, desde el patio sólo era visible uno. Si Jill se aventuraba a entrar en un lugar tan estrecho, si aquel hombre había salido afuera para hacerla entrar, ella probablemente se encontraría en apuros.
—Yo haré mi guardia, gracias —respondió educadamente haciendo amago de alejarse.
—¿Y qué es lo que estás guardando? —preguntó el soldado con un tono repentinamente brusco.
Jill se dio la vuelta y clavó en él una mirada escrutadora y colérica. La joven conocía muy bien la rutina e incluso estaba dispuesta a admitir que parecía poco probable que algún enemigo o cualquier otra persona se acercara a la fortaleza o pasara junto a ella en su travesía hacia el golfo de Corona. Pero, a juicio de Jill, aquélla no era la cuestión. ¡Si cada quinientos años sobrevenía una invasión, los Guardines de la Costa debían estar preparados para hacerle frente!
—Vuelve a la fiesta —contestó ella al fin apretando la mandíbula—. Yo prefiero vigilar para honrar el uniforme que llevo.
Gofflaw soltó un bufido y se limpió la grasienta mano en la guerrera roja.
—Ya verás lo que es bueno —repuso—. Simplemente espera a que los días se conviertan en un año, y luego en dos y tres y cuatro y...
—Creo que ella entiende perfectamente tu razonamiento, Gofflaw —dijo una voz firme.
Jill miró por encima del borracho, que se dio la vuelta, y vio que Constantine Presso, el alcaide de Pireth Tulme, se acercaba por el camino de ronda. Era un hombre de apariencia impresionante: alto y erguido, con bigote y barba de chivo cuidadosamente recortados, sobretodo azul orlado de rojo bien cortado y limpio, tahalí de cuero negro que le cruzaba del hombro derecho a la cadera izquierda y del que pendía una espada impresionante, herencia de familia. Frisaba los treinta años y había ganado su graduación al vencer a tres bandidos que habían entrado furtivamente una noche en la casa de un noble. Cuando Jill lo había conocido a su llegada a Pireth Tulme sus esperanzas se habían fortalecido con un sentido de responsabilidad mayor.
Sin embargo, Jill no había tardado en darse cuenta de que el aspecto que tenía la fortaleza, aquel día en que el comandante regional de los hombres del rey la había llevado hasta aquel remoto puesto, había sido sólo una exhibición aislada y que el alcaide Presso, pese a su majestuosa apariencia, había caído hacía tiempo en la misma trampa que el resto de sus compañeros.
Presso miró a Jill a los ojos, cosa que hacía a menudo.
—Y creo que rehúsa tu ofrecimiento —añadió el comandante.
—Sí—asintió Jill.
Gofflaw murmuró algo entre dientes e hizo amago de pasar de largo junto a Presso, pero el alcaide lo cogió por el brazo cortándole el paso.
—Pero llega tarde —dijo Presso a Jill—, ¿o debería decir temprano? Tu guardia seguramente ha acabado.
—Hago la guardia de noche.
—¿Qué parte de la noche?
—La noche —espetó Jill—. Nadie más subirá aquí arriba. Ellos consideran la puesta de sol como el final de sus deberes, los pocos deberes que se dignan hacer durante el día.
—Calma, muchacha —repuso Presso. Quizás estaba intentando ser un alcaide sensato, pero a Jill le pareció que adoptaba una actitud paternalista.
—Conozco a la perfección nuestras normas de conducta y de servicio —continuó Jill—. Nuestra guardia no termina con la puesta de sol. «Siempre vigilantes, siempre alerta» —terminó con el lema de los ahora orgullosos Guardianes de la Costa.
—¿Y qué estás vigilando? —le preguntó con toda calma Presso.
Jill hizo una mueca de incredulidad.
—¿Podrías ver un barco powri, o una balsa repleta de trasgos, si se deslizaran delante de nosotros camino del golfo, a sólo cien metros de la orilla?
—Podría oírlos —replicó Jill.
El resoplido de Presso se convirtió en una risita prolongada.
—No falta mucho para el alba —dijo—. Te ruego que ahora regreses a la fortaleza y te saques la lluvia de los huesos.
Jill iba a protestar, pero el alcaide la cortó en seco. Puso a Gofflaw de centinela y, cogiendo a Jill por el brazo, la empujó delicadamente hacia la puerta de la torre.
Entraron juntos y, a decir verdad, Jill se alegró de verse al abrigo de la lluvia. Al pie de la escalera de la torre, en el pequeño vestíbulo que llevaba a la casa principal, la pareja pasó por delante de una puerta entreabierta. Por los sonidos que salían de ella, era obvio lo que estaba ocurriendo dentro.
Jill cruzó deprisa el vestíbulo y entró en la habitación común del piso superior. Había una docena de hombres y dos mujeres, todos casi derrumbados por la bebida. Un individuo estaba bailando sobre la mesa, o intentándolo, y se quitaba la ropa entre los abucheos de los hombres y los chillidos de las mujeres.
Jill miró al frente mientras se dirigía a la escalera que descendía hasta su habitación. El alcaide Presso la alcanzó y la cogió por el hombro justo en el momento en que llegaba a la puerta.
—Quédate con nosotros y diviértete lo que queda de noche —la invitó.
—¿Es una orden?
—Claro que no —repuso Presso, que era realmente un tipo decente—. Simplemente te pido que te quedes. Tu guardia ha acabado.
—Siempre alerta —respondió Jill apretando los dientes.
Presso suspiró.
—¿Cuántos meses de aburrimiento puedes aguantar? —preguntó—. Estamos aquí solos, completamente solos, con la única compañía de todo el tiempo del mundo. Ésta es nuestra vida, y de cada uno de nosotros depende que sea divertida o desgraciada.
—Quizá tenemos puntos de vista diferentes acerca de lo que es divertido —replicó Jill, echando una ojeada inconscientemente a través de la habitación hacia el vestíbulo y la puerta entreabierta.
—Tienes razón.
—¿Puedo irme?
—No podría ordenarte que te quedaras, aunque en verdad me gustaría que así lo decidieras.
Jill relajó la tensión de sus hombros. En cierto modo, el aire conciliador de Presso la vencía más de lo que hubiera conseguido una orden.
—Fui destinada al servicio de los hombres del rey por un magistrado, el abad de Palmaris —le explicó.
Presso asintió con la cabeza; había oído muchos rumores al respecto.
—No elegí ingresar —prosiguió ella—; pero, una vez en las filas, llegué a creer... No sé, que me daba un propósito, una razón para continuar.
—¿Continuar?
—Viviendo —se apresuró a responder ella—. Mi deber es mi fuerza... no sé contra qué. Pero esto... —Señaló con la mano hacia la jarana, hacia el bailarín medio desnudo que en aquel preciso momento se cayó de la mesa— ... esto no forma parte de mis deberes ni de mis deseos.
Presso le rozó el brazo con toda delicadeza, pero así y todo ella retrocedió como si la hubieran abofeteado. El alcaide se apresuró a alzar las dos manos para demostrarle que no tenía intención de hacerle mal alguno.
Jill entendió que su gesto era a la vez defensivo y compasivo. La primera noche después de su llegada, uno de los hombres había intentado propasarse con la fogosa mujer. Había cojeado durante una semana con un pie hinchado, un tobillo y las dos rodillas magullados, un ojo cerrado y el labio demasiado tumefacto para beber sin que el líquido le resbalara por la camisa. Incluso sin aquella prueba fehaciente de que sabía defenderse sola, Jill creía que Presso no intentaría nada. Pese a que él aceptaba lo que ocurría en Pireth Tulme, Jill reconocía que aún quedaba en él cierto sentido del honor. Hacía lo que podía con las otras mujeres, probablemente con las seis, pero no se le ocurriría meterse donde no lo habían invitado.
—Me temo que el razonamiento de Gofflaw era lógico —le advirtió el alcaide—. Los meses te irán agotando, día tras día, todos igualmente solitarios y aburridos.
—Sin duda —apostilló Jill haciendo con la barbilla un gesto que señalaba hacia la entrada. Presso miró en la dirección indicada y vio que Gofflaw acababa de entrar en la habitación. El alcaide exhaló un sonoro suspiro; luego se volvió otra vez hacia Jill y se encogió de hombros. En realidad no le importaba que las murallas quedaran desprotegidas.
Jill se dio la vuelta y abandonó la habitación; pero, tan pronto como la puerta se cerró detrás de ella, se precipitó por un corredor lateral y salió de nuevo a la lluvia. Se dirigió a una escalera y trepó por la muralla que daba al mar; luego se sentó en el mismo borde exterior con las piernas colgando sobre el profundo abismo.
Allí permaneció el resto de la noche, contemplando la reaparición de las estrellas a medida que las nubes de tormenta corrían hacia el golfo. Cuando amaneció, en la anchurosa bahía empezaron a distinguirse farallones como columnas que se alzaban sólidas y erguidas como centinelas, siempre vigilantes, siempre alerta.
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22
Pájaro de la Noche
—La nieve llegará pronto este año —comentó la señora Dasslerond, mirando por encima de su enorme árbol vivienda las nubes grises que aparecían por el horizonte, al norte del valle encantado.
—Sería de esperar un invierno duro —repuso Tuntun con una expresión más seria de lo habitual.
La señora Dasslerond se volvió hacia la pareja de elfos y sopesó las palabras. El ataque a Dundalis, la aparición de trasgos e incluso de gigantes, la certeza de que se habían producido muchos terremotos al norte de Andur'Blough Inninness; todo apuntaba al resurgimiento del Dáctilo. Había incluso informes de una nube de humo que se levantaba perezosamente sobre Barbacan, y que fluía desde una solitaria montaña llamada Aida.
Tenía sentido; el Dáctilo podía haber despertado un volcán apagado hacía tiempo, usando el magma para fortalecer su magia infernal, y desde luego era probable que lo hubiera hecho.
—¿Cuál es su alcance? —preguntó la señora Dasslerond mientras sus ojos se dirigían hacia el oeste y hacia el norte.
—Acaba de cumplir seis años con nosotros —respondió Juraviel sin vacilar—. Fue salvado de los trasgos en la estación de la cosecha del año que los humanos llaman 816. Según sus cálculos estamos en las puertas del año 823.
La señora Dasslerond miró a Juraviel con una expresión que evidenciaba que su respuesta no era aceptable.
—Pero ¿cuál es su alcance? —volvió a preguntar.
Juraviel suspiró y se recostó en el enorme tronco del arce. Medir tales cosas no le resultaba nunca fácil al elfo, especialmente porque temía ver a Elbryan con ojos favorables.
—Está preparado —intervino inesperadamente Tuntun—. La sangre de Mather corre espesa por sus venas. Dentro de medio siglo diremos a nuestro siguiente aspirante a guardabosque que es de la sangre de Elbryan.
Juraviel no pudo reprimir una risita, pese a la solemnidad de la reunión. Oír a Tuntun hablar tan bien de Elbryan le parecía el colmo de la ironía.
—Tuntun tiene razón —confirmó tan pronto como venció la sorpresa—. Elbryan ha trabajado duro y bien. Lucha con gracia y poder, es cauteloso y silencioso al correr, y ha visitado el oráculo muchas veces, casi siempre con éxito.
—¿Encontró el espíritu de algún pariente? —preguntó la señora Dasslerond.
—Solamente el de Mather —repuso Juraviel sonriendo, al ver la alegría pintada en el rostro de la señora Dasslerond—. Sin embargo, todavía no está preparado —se apresuró a añadir Juraviel—. Tiene aún que aprender sobre sí mismo y sobre las artes de los bosques. Tiene que quedarse durante un año más y después podrá hacer de guardabosque.
La señora Dasslerond sacudió la cabeza antes de que el elfo acabara de hablar.
—El invierno será duro —dijo con firmeza—. Y los hombres han levantado algunos poblados en la frontera de las Tierras Agrestes, incluso han repoblado aquel lugar que era conocido con el nombre de Dundalis y vuelve a serlo. Si lo que tememos es verdad, Elbryan será muy necesario antes de la próxima estación de la cosecha.
—Aunque nuestros temores sobre el Dáctilo resultaran en realidad infundados —añadió Tuntun interviniendo de nuevo—, la mayoría de los humanos no están preparados ni mucho menos para desenvolverse en las Tierras Agrestes. La presencia de un guardabosque les haría mucho bien.
—¿A comienzos de la primavera? —preguntó Juraviel.
—Tendrás al muchacho preparado para su misión —asintió la señora Dasslerond.
—¿Y que hay de Joycenevial? —inquirió el elfo.
—El arquero está preparado —replicó la señora Dasslerond—. Y el helecho oscuro ya habrá crecido en esa estación.
Juraviel asintió. Sabía que Joycenevial, el mejor arquero de Caer'alfar, de todo el mundo, había estado cultivando un helecho oscuro especial durante los seis años que Elbryan había vivido en Andur'Blough Inninness. Sería el primer trabajo que Joycenevial hacía para un hombre desde el que había hecho para Mather, y, puesto que ya era muy viejo incluso según los cálculos de los elfos, probablemente sería el último.
Sería un arco muy especial.
Elbryan creía conocer todos los senderos y cuevas del valle encantado, y por eso se sorprendió aquel día en que Juraviel lo llevó por una vereda serpenteante que a menudo se bifurcaba y cruzaba el mismo arroyo más de una docena de veces. Elbryan imaginó que debían de ir a un lugar importante, pues era más difícil seguir aquel sendero que el sinuoso camino que llevaba hasta Caer'alfar.
Por fin, después de horas de vericuetos, llegaron a una corta pendiente que descendía por un terraplén escarpado y arenoso. Al pie del barranco, tras un muro de arbustos bajos de hoja perenne, llegaron a un lecho de helechos de color verde azulado. La mayoría le llegaban a Elbryan por la cintura y a Juraviel por el hombro. Elbryan comprendió inmediatamente que aquél era su destino, que había algo extraño en aquellas plantas; crecían en perfectas hileras, a distancia regular, y la tierra en torno estaba limpia. No era de esperar que crecieran hierbas pues los helechos eran espesos, pero aquella zona estaba demasiado desbrozada, como si unas manos cuidadosas la desherbaran regularmente.
—Son helechos oscuros —explicó Juraviel con un tono preñado de reverencia. Condujo a Elbryan hasta la planta más cercana y le pidió al joven que inspeccionara el tallo de un helecho.
La planta era gruesa y suave, y el tallo no parecía estrecharse a medida que ascendía y se dividía en tres puntas para formar las hojas. Elbryan lo examinó de cerca y, sus verdes ojos se abrieron sorprendidos; luego se estrecharon otra vez mientras se acercaba más para inspeccionarlo mejor.
En el tallo de color verde oscuro se entretejían graciosamente líneas de plata; a Elbryan le pareció que tenían la consistencia de los hilos de pescar y de las cuerdas de arco que usaban los elfos.
—El helecho oscuro tiene metal —explicó Juraviel en cuanto advirtió que Elbryan había dado con la clave—. Este barranco fue elegido como plantación porque sabíamos que era rico en minerales, sobre todo en silverel, que es el preferido por las plantas.
—¿La planta produce las líneas de metal? —preguntó Elbryan.
Se le ocurrieron muchas implicaciones, como si la niebla que velaba los misterios de la vida de los elfos se hubiera despejado de pronto. Los elfos usaban muchos objetos de metal —en especial espadas y escudos—, y Elbryan se había preguntado en ocasiones de dónde sacaban la materia prima, puesto que, según le constaba, no había minas en Andur'Blough Inninness. Había supuesto que lo conseguían por trueque, pero después había constatado que aquel metal élfico no se parecía a nada de lo que había visto allende el valle encantado. Se acordaba de la espada de su padre, voluminosa y oscura, pero en modo alguno comparable con las finas hojas de los elfos, que brillaban esplendorosamente y estaban muy afiladas.
—Planta y metal forman una unidad —le confirmó Juraviel—. Los helechos oscuros son la única fuente de silverel.
Elbryan miró atentamente las brillantes líneas de metal. Sintió como si ya hubiera visto antes aquel mismo dibujo, pero no podía recordar dónde.
—Tratados y cuidados de forma adecuada, los tallos son increíblemente fuertes y resistentes —le explicó Juraviel—; y flexibles.
—¿Incluso después de extraerles el metal?
—No siempre extraemos el metal de los tallos cosechados —repuso el elfo.
Elbryan se quedó pensando unos momentos, particularmente en el último comentario de Juraviel acerca de la flexibilidad de los tallos. Entonces se acordó de dónde había visto aquel mismo diseño.
—Los arcos de los elfos —musitó mientras la niebla descubría otro misterio. Ahora sabía cómo los arcos élficos, tan pequeños y ligeros, podían disparar una flecha en línea recta a cien metros.
Alzó los ojos y vio que Juraviel asentía con la cabeza.
—No hay material alguno, ni hueso ni madera, ni siquiera entrelazado con tendones, que sea más fuerte —dijo el elfo haciendo una seña al joven—. Ven conmigo.
Caminaron cuidadosamente entre las cultivadas hileras hasta los helechos más altos, cuyas hojas sobrepasaban la cabeza de Elbryan. De pronto, Juraviel le entregó su espada e hizo señas al joven para que se retirara unos pasos.
Elbryan miró, hipnotizado, mientras el elfo cerraba los ojos y comenzaba a salmodiar en lengua élfica, usando palabras tan antiguas que Elbryan no las conocía. La canción fue subiendo de tono y acelerando el ritmo, y Juraviel comenzó a bailar trazando delicados círculos dentro del círculo mayor que cercaba las plantas. Elbryan se concentró en los sonidos ancestrales de la canción del elfo, pero ni aun así pudo descifrar demasiadas palabras. Comprendió que Juraviel estaba elogiando a la planta y dando gracias por el don que le brindaría. No se sorprendió; los elfos mostraban gran respeto por los demás seres vivos, y siempre rezaban y danzaban en torno a los cuerpos de los animales que habían cazado y entonaban interminables canciones a los frutos y bayas de Andur'Blough Inninness.
Los giros del elfo levantaron nubes de polvo sobre la planta; después se inclinó y, con una especie de gelatina rojiza, pintó una raya en torno al tallo, a tres o cuatro centímetros de la tierra. Acabó con una complicada pirueta y al caer al suelo señaló la raya.
—¡De un tajo limpio! —exclamó.
Elbryan se arrodilló rápidamente, desenvainó la espada y cortó la planta exactamente por la raya. El helecho oscuro cayó en vertical, vaciló un instante y se desplomó hacia un lado justo en las expectantes manos de Juraviel.
—Sígueme deprisa —le rogó el elfo echando a correr.
Elbryan tuvo que esforzarse para seguirlo. Juraviel corrió todo el camino de regreso a Caer'alfar, hasta un árbol alto que albergaba a un solo elfo.
—Joycenevial es tan viejo como el árbol más viejo de Andur'Blough Inninness —le explicó Juraviel mientras el anciano elfo salía de su casa y descendía poco a poco. Sin decir palabra, aterrizó entre los dos, cogió el helecho de manos de Juraviel y lo sostuvo junto a Elbryan. Le dio la vuelta y asintió con la cabeza, al parecer complacido por el fino y limpio tajo; luego emprendió la ascensión a su árbol, con el helecho en la mano.
—¿No hay ninguna marca? —preguntó Juraviel.
Joycenevial se limitó a sacudir la cabeza, sin molestarse siquiera en mirarlos.
Juraviel le dio las gracias y se marchó con Elbryan a remolque. Al joven le bullían en la cabeza miles de preguntas.
—¿Y la gelatina rojiza? —se atrevió a preguntar, intentando entablar conversación para desentrañar tan extraordinaria jornada.
—Sin ella, no habrías podido cortar jamás el helecho oscuro —respondió Juraviel.
Elbryan captó la brusquedad de la respuesta, el tono seco, casi cortante, del elfo, y comprendió que no debía plantear más preguntas, que aprendería lo que debía saber cuando los elfos decidieran decírselo.
Juraviel envió a Elbryan a sus quehaceres, pero compareció otra vez ante el joven por la tarde portando dos arcos, uno de los cuales era demasiado grande para las proporciones élficas.
—No disponemos de demasiado tiempo —le explicó, tendiendo a su alumno el arco más grande.
Elbryan lo cogió, pasando por alto la cantidad de preguntas que de nuevo le bullían en la cabeza, y lo siguió en silencio. Mientras caminaba examinó el arco y llegó a la conclusión de que no estaba hecho con un helecho oscuro como el que había cortado sino con otra planta más pequeña.
El viejo elfo sacó una especie de cuchilla de aspecto curioso, con la hoja curvada hacia arriba por ambos lados y un filo cortante en una hendidura que la atravesaba de arriba abajo por la mitad. La cogió firmemente con la mano izquierda y asió el tallo del helecho, ya sin hojas, con la derecha. Sujetó el largo tallo de la planta bajo el hombro derecho y, suavemente, muy suavemente, fue pasando la hoja por él.
Se despegó una tira delgada, tan delgada que era casi translúcida. Joycenevial asintió con aire solemne: había tratado el tallo del helecho perfectamente para trabajarlo.
El viejo elfo cerró los ojos y comenzó a salmodiar. Se imaginó a Elbryan en el momento en que el joven cogía el tallo; evocó el tamaño de su mano, la longitud de sus brazos. Otros arqueros habrían marcado el tallo convenientemente, pero Joycenevial estaba más allá de tan toscas necesidades. El suyo era un acto de la más pura creación y no una vulgar artesanía; su arte tenía que ver con la magia y con la perfecta habilidad que le habían conferido setecientos años de trabajo. Por eso el viejo elfo continuaba trabajando el tallo con los ojos cerrados, cantando suavemente, utilizando la melodía de su voz para marcar el ritmo de sus cortes en profundidad e intensidad. Sabía que emplearía casi medio año en aquel tallo, limándolo y tratándolo, mellándolo y entretejiendo hechizos de fuerza. Dos veces por semana durante el tallado, lo bañaría en aceites especiales para aumentar su elasticidad. Y, cuando al fin el arco hubiera tomado forma, lo colgaría sobre un hoyo siempre humeante, un lugar secreto y encantado donde el poder mágico era intenso, tan intenso que continuamente se filtraba desde la tierra.
Medio año; no demasiado tiempo para los elfos de Caer'alfar, un simple momento en la larga historia de Belli'mar Joycenevial, el padre de Juraviel. Cerró los ojos y pensó en la ceremonia final, tanto para el arco como para el muchacho: el bautizo. No tenía idea de cómo llamar al arco; ya se le ocurriría cuando el arma adquiriera personalidad propia, matices propios.
Tendría que ser un nombre exacto, porque aquel arco sería su obra maestra decidió Joycenevial, el hito más alto de una carrera marcada muy a menudo por la perfección. Todos los elfos del valle llevaban un arco fabricado por Joycenevial, como lo habían hecho todos los guardabosques que habían salido de Andur'Blough Inninness en los últimos quinientos años. Sin embargo, ninguna de esas armas se equipararía a este arco, porque Belli'mar Joycenevial, tan viejo como el más viejo de los árboles de Andur'Blough Inninness, sabía que era su última obra de arte.
Aquel arco era especial.
Por fin, aquella vez había acertado a dar en el árbol en el que colgaba la diana. Elbryan miró a Juraviel esperanzado, pero el elfo se limitó a levantarse sacudiendo la cabeza. Con un rápido movimiento, Juraviel alzó el arco y disparó una flecha, luego otra, luego una tercera en veloz sucesión.
Lo había hecho a tan vertiginosa velocidad, que Elbryan aún miraba al elfo cuando oyó el golpe de la tercera flecha. Miró la marca y no se sorprendió al ver que las tres flechas habían dado en la diana, una en el ojo del toro, las otras dos justo al lado.
—Nunca dispararé tan bien como tú —se lamentó Elbryan, en aquel tono cercano al gimoteo que Juraviel le había oído durante años—. Ni tan bien como ninguno de los elfos del valle.
—Tienes razón —se burló el elfo, y sonrió mientras Elbryan abría desmesuradamente los ojos pues al parecer no era la respuesta que el joven deseaba oír.
Con un bufido, el orgulloso Elbryan alzó el arco, disparó la flecha y no acertó esta vez ni siquiera al árbol.
—Estás apuntando a la diana —comentó Juraviel.
Elbryan lo miró con curiosidad; ¡pues claro que estaba apuntando a la diana!
—A toda la diana —le explicó el elfo—. Pero la punta de tu flecha no es lo suficientemente grande para abarcarla toda.
Elbryan se relajó e intentó descifrar las palabras del elfo. Las consideró a la luz de la filosofía élfica, la unidad total. De pronto le pareció posible que la flecha y la diana fueran una sola cosa y que el arco fuera simplemente una herramienta que él usaba para poder unir flecha y diana.
—Apunta a un lugar específico, muy preciso de la diana —le recomendó Juraviel—. Debes concentrar tu puntería.
Elbryan comprendió. Tenía que encontrar el punto exacto al que pertenecía la flecha, el punto específico donde las dos, diana y flecha, tenían que unirse. Volvió a alzar el arco —que era demasiado pequeño para él—, lo tensó todo lo que permitía la curvatura, aunque sus brazos le hubieran dado para mucho más, y disparó.
Erró, pero la flecha fue a dar en el árbol a cinco centímetros por encima de la diana: lo más cerca, con mucho, que había conseguido el joven hasta entonces.
—Bravo —lo felicitó Juraviel—. Ahora ya lo has entendido —añadió alejándose.
—¿Adónde vas? —lo llamó Elbryan—. Sólo llevamos aquí unos minutos. Aún quedan diez flechas en el carcaj.
—La lección ha terminado por hoy —repuso Juraviel—. Reflexiona y practica tanto tiempo como quieras.
El elfo se marchó y desapareció en la espesura del bosque.
Elbryan asintió ceñudamente, decidido a acertar con facilidad en la diana, cuando salieran al día siguiente. Se quedaría allí el resto del día y regresaría por la mañana tan pronto como acabara su quehacer con las piedras de leche.
Cada vez que su concentración se relajaba, la flecha erraba el blanco y se perdía entre la maleza del bosque. Elbryan había acudido a aquel lugar con el carcaj lleno, con una veintena de flechas, pero al cabo de media hora el carcaj estaba vacío y no pudo recuperar ninguna flecha. Tanto mejor, pensó el joven, porque le dolían los dedos de la mano derecha y los músculos del pecho, y se le había irritado la parte interior del antebrazo izquierdo.
Al día siguiente, Juraviel le dio una protección de cuero negro para el brazo izquierdo y un arco nuevo; no estaba hecho con helecho oscuro pero era el más grande que el elfo había podido encontrar en todo el valle, aunque seguía siendo pequeño para la altura de Elbryan. Juraviel también trajo con él una ligera gorra triangular de cazador, que Elbryan aceptó con un tímido encogimiento de hombros. Esta vez salieron con dos carcajes llenos, y Elbryan, que progresaba minuto a minuto, pasó casi tres horas disparando. Al final de la jornada, Juraviel le reveló una nueva herramienta: la gorra que llevaba en la cabeza. El elfo le enseñó a bajar hasta los ojos la punta delantera del sombrero triangular y a utilizarla como punto de referencia para afinar la puntería.
Al día siguiente, Elbryan acertó en la diana dos de cada tres disparos.
Durante el otoño y el invierno, Juraviel entrenó a Elbryan en el manejo del arco. El joven aprendió los aspectos prácticos del arma, aprendió cómo elegir las flechas, pesadas para causar más daño y ligeras para disparos más largos, y cómo reemplazar las cuerdas del arco, aunque las cuerdas élficas de silverel se rompían pocas veces. Pero, por encima de todo, Elbryan comprendió que el tiro con arco era más un ejercicio de mente que de cuerpo, una cuestión de atención y concentración. Todos los aspectos físicos —tensar, apuntar, disparar la flecha— devinieron repeticiones automáticas, pero cada tiro requería una medida mental de la distancia y del viento, de la longitud de la tensión del arco y del peso de la flecha. Los dedos de la mano derecha se le llenaron de callosidades y el cuero de la protección de la parte interior del brazo izquierdo había perdido la mitad de su grosor original. En efecto, Elbryan se entregó al entrenamiento con la misma ansia que había mostrado en los demás ejercicios, con un orgullo y una determinación que habían hecho encogerse de hombros de incredulidad a muchos de los elfos. Todos los días, hiciera el tiempo que hiciera, Elbryan se plantaba ante la diana, se esforzaba, se entrenaba, disparaba flecha tras flecha, e inevitablemente las clavaba en la diana, cerca o en el mismísimo ojo del toro. Aprendió a disparar con rapidez y desde ángulos diferentes: a echarse a rodar por el suelo e incorporarse disparando una flecha; a colgarse cabeza abajo de la rama de un árbol y dirigir el disparo hacia el cielo para darle el alcance apropiado; a disparar dos flechas a la vez y clavarlas cerca una de otra, normalmente en el blanco.
Todas las mañanas llevaba a cabo el bi'nelle dasada y luego ejercitaba sus condiciones físicas con las piedras de leche. Durante la comida hablaba de filosofía con Juraviel y después iba con el elfo al campo de tiro para practicar la puntería.
Los anocheceres, para su sorpresa, los pasaba casi todos con Tuntun pues la elfa había sido la instructora, y además amiga, de Mather, de quien Elbryan deseaba ardientemente saber más cosas. Tuntun le relató muchas historias de Mather, desde sus días de entrenamiento en Andur'Blough Inninness —¡había cometido los mismos errores que Elbryan!— hasta sus hazañas en las Tierras Agrestes. ¡Cuántos miles de trasgos y gigantes habían caído bajo la mortífera espada de Mather! Aquella espada se convirtió en un tema común de las conversaciones, pues Tempestad, como se llamaba era una de las seis únicas espadas de guardabosque jamás fabricadas, las espadas más poderosas que salieron jamás de Andur'Blough Inninness. De las seis, sólo se daba razón todavía de una, un enorme espadón llamado Rompehielos, manejada en las remotas tierras del norte de Alpinador por un guardabosque, Andacanavar, que rara vez se dejaba ver.
—Tú perteneces sin duda a una rara estirpe —le comentó Tuntun un estrellado anochecer—. Quizá seas el único guardabosque vivo, aunque no hemos sentido el dolor por el fallecimiento de Andacanavar.
El respeto con que habló impresionó a Elbryan y al mismo tiempo depositó un enorme peso sobre sus hombros. El joven había llegado a sentirse especial, en ciertos aspectos superior. Gracias a los elfos, se le había concedido un extraño y precioso don: otra lengua —física y verbal—, otra forma de mirar el mundo en torno, otra forma de percibir los movimientos de su propio cuerpo. Ya estaba muy lejos de aquella aterrorizada criatura que había huido tambaleante de la incendiada Dundalis. Era la sangre de Mather, Elbryan el guardabosque.
¿Por qué, entonces, estaba tan asustado?
Para encontrar la respuesta Elbryan visitaba a menudo el oráculo. Día a día le resultaba más fácil conjurar el espíritu de Mather y, aunque el espectro jamás le había brindado respuesta alguna, sus soliloquios le permitían mantener las cosas en orden, conservar su perspectiva y su valor.
El invierno, duro incluso en el valle encantado —como había predicho la señora Dasslerond—, pasaba despacio; las nevadas cayeron muy temprano y prosiguieron copiosas y persistentes mientras la estación se deslizaba hacia la primavera.
Para Elbryan, la vida seguía su habitual ritmo frenético: aprender y crecer. Ahora era un arquero de verdad, no tan hábil como algunos elfos, pero realmente un experto comparado con los humanos. Su comprensión del mundo natural no sería nunca completa —era demasiado vasto para que un individuo pudiera conocerlo—, pero continuaba profundizando en su conocimiento día a día, experiencia tras experiencia. La forma global con que ahora contemplaba el mundo favorecía aquel aprendizaje: en verdad, Elbryan era una esponja; y el mundo, el líquido que iba absorbiendo.
El cambio llegó drásticamente, inesperadamente, una tempestuosa noche de Toumanay, cuando Elbryan fue despertado en su cama por Juraviel y Tuntun. Los elfos lo pincharon y lo empujaron, y al fin consiguieron sacarlo de su arbórea casa llevando sólo un taparrabos y una capa. Lo escoltaron hasta un campo amplio bordeado de árboles, donde se habían reunido los doscientos elfos de Caer'alfar.
Juraviel le quitó la capa mientras Tuntun lo empujaba; Elbryan se estremecía mientras avanzaba hacia el centro del campo.
—Quítatelo —dijo ella severamente, indicando el taparrabos.
El pudor hizo dudar a Elbryan, pero Tuntun no estaba de humor para discusiones. Con un movimiento rápido de las dagas que empuñaba, cortó la escueta vestimenta y la cogió al vuelo; luego se apresuró a alejarse dejando solo al joven, avergonzado y desnudo, con todos los ojos de Andur'Blough Inninness clavados en él.
Los elfos se cogieron de las manos y formaron un enorme corro en torno a Elbryan. Luego comenzaron a bailar haciendo girar el corro hacia la izquierda. De vez en cuando rompían el círculo y algunos elfos hacían piruetas o trenzaban algunos pasos de danza a su elección, pero en general la rotación seguía en torno a Elbryan.
La canción de los elfos se le metió en los oídos y en todo el cuerpo, y poco a poco el joven fue relajándose y olvidando su pudor, embriagado por la música. Parecía que el bosque entero coreaba a los elfos: las brisas racheadas, el canto de los pájaros, el croar de las ranas.
Elbryan inclinó hacia atrás la cabeza para mirar las estrellas y el pasar de las nubes. Se dio cuenta de que estaba dando vueltas con el corro, como empujado, como si la danza de los elfos hubiera levantado en torno a él un remolino que lo arrastrara. Todo parecía un sueño, vago y en cierto modo ya pasado.
—¿Qué oyes? —oyó que le preguntaba una voz cercana—. En este momento de tu nacimiento, ¿qué ves?
Elbryan ni siquiera se detuvo a pensar de quién era la voz: la señora Dasslerond estaba delante de él.
—Oigo los pájaros —respondió como ausente—. Los pájaros de la noche.
Todo el mundo en torno enmudeció y tan repentino cambio rompió el estado onírico. Elbryan parpadeó unos instantes al detenerse, aunque, aún atrapado en el vértigo, le pareció que las estrellas seguían girando enloquecidamente.
—¡Tai'marawee! —gritó la señora Dasslerond, y Elbryan, apenas consciente de que ella estaba en medio del prado con él, saltó al oír el grito. Luego la miró mientras los doscientos elfos coreaban el grito de ¡Tai'marawee!
Elbryan reflexionó cada una de las palabras: tai significaba «pájaro» y marawee, «noche».
—El pájaro de la noche —le explicó la señora Dasslerond—. Esta noche, la noche de tu nacimiento, has sido bautizado con el nombre de Pájaro de la Noche.
Elbryan tragó saliva, sin entender nada de todo aquello. Juraviel y Tuntun no lo habían preparado para semejante ceremonia.
Sin más explicaciones, la señora Dasslerond le arrojó un puñado de polvo brillante a la cara.
El mundo entero pareció detenerse, y luego comenzó a moverse pero más lentamente. La canción de los elfos y la armonía del bosque volvían a sonar, y él estaba otra vez solo en medio del prado dando vueltas al compás del corro. Una tras otra las voces de los elfos fueron desvaneciéndose tan poco a poco que Elbryan no lo notó. Mucho después de que los elfos se hubieran marchado, el joven se dio cuenta de que estaba solo; y, antes de que pudiera descifrar el significado de todo aquello, lo invadió el sueño allí mismo, desnudo en medio del prado.
La noche de su nacimiento.
Belli'mar Joycenevial asintió con la cabeza mientras examinaba el fruto de su amor. Ellos habían bautizado al guardabosque con el nombre de Pájaro de la Noche, y el sueño del elfo no lo había engañado. Aquel arco, llamado Ala de Halcón, encajaba perfectamente con la nueva personalidad de Elbryan.
Joycenevial sostuvo la magnífica arma delante de él. Era más alta que él y había sido pulida y bruñida hasta dotarla de la suavidad del cristal, e, incluso a la mortecina luz de la vela, el verde oscuro con matices plateados de Ala de Halcón resplandecía. Tenía un asidero esculpido y los extremos delicados y afilados, y la punta superior, de quita y pon, estaba rematada con tres plumas tan perfectamente alineadas que parecían una sola cuando el arco estaba en reposo.
Ala de Halcón y Pájaro de la Noche; al anciano elfo le gustaba la relación. Aquél sería el último arco que fabricaba, pues sabía sin ningún género de dudas que, aunque hiciera otros mil, jamás podría acercarse a la perfección de aquella arma.
Elbryan se despertó tal como se había quedado dormido, solo y desnudo en el prado, con la única variación de que vio una tira roja de tela atada a su brazo izquierdo, y otra verde en el derecho, ambas en medio de sus poderosos bíceps. Las miró unos instantes, pero no se le ocurrió siquiera quitárselas. Luego fijó su atención en el mundo que se despertaba en torno. El alba había pasado; el joven se dio cuenta de que había dejado de ejecutar la danza de espada por primera vez desde que se la habían enseñado. De alguna forma, aquella mañana eso no importaba. El joven encontró su manto y se envolvió en él, pero en lugar de regresar a su árbol-casa se dirigió al oráculo, donde había dejado el espejo, la manta y la silla.
—¿Tío Mather?
El espíritu lo aguardaba, imperturbable, en las profundidades del espejo. A Elbryan se le ocurrieron miles de preguntas; pero, antes de que pudiera pronunciar la primera, se le nubló la mente con las imágenes de una carretera un páramo y un bosque, de un valle de árboles de hoja perenne que le resultaba vagamente familiar.
Le costaba respirar; estaba empezando a entender. Lo asaltó un terror oscuro que amenazaba tragarlo allí mismo; deseaba desesperadamente preguntar al tío Mather sobre todo aquello para liberarse una vez más de aquellas dudas.
Pero en aquella ocasión Elbryan era el receptor, no el emisor. Aquella vez se recostó, cerró los ojos y dejó que aquel desconocido sendero encontrara un lugar en su mente.
Salió de la cueva menos relajado de lo que estaba al entrar, con el temor y la incertidumbre pintados en el rostro, y más preguntas que respuestas.
Cuando regresó a Caer'alfar, se sorprendió al encontrarlo desierto. Se apresuró a dirigirse a su árbol-casa y vio que habían desaparecido todas sus posesiones: sus ropas y los cestos para transportar las piedras de leche.
En el suelo habían dejado ropas nuevas, delicadamente confeccionadas. Debían de ser para él, porque evidentemente no eran de la medida de ningún otro habitante de Caer'alfar. A no ser, consideró Elbryan, que hubieran traído a otro aspirante a guardabosque.
Desechó aquella idea, se desprendió de la capa y empezó a ponerse la ropa: botas de piel de ciervo, altas y suaves; pantalones ligeros con un estrecho cinturón hecho de cuerda tejida con silverel para darle mayor resistencia; una fina camisa sin mangas con un chaleco de piel tejido con silverel; y finalmente una gruesa capa de viaje verde bosque y una gorra de cazador triangular de color verde claro.
Elbryan miró en torno, y se preguntó qué se esperaba que hiciera a continuación. Se acordó del campo y se encaminó hacia allí; encontró a todos los elfos de Caer'alfar, que lo estaban esperando, esta vez en silencio y perfectamente alineados. Al frente de los reunidos se hallaban la señora Dasslerond y Belli'mar Juraviel, que indicaron enseguida a Elbryan que se reuniera con ellos.
Cuando llegó, Juraviel le dio una mochila llena; un cuchillo estaba atado con una correa a un lado y un hacha de mano la equilibraba por el otro.
Transcurrió bastante rato antes de que Elbryan se diera cuenta de que los elfos estaban esperando que examinara el regalo. Deshizo las ataduras con precipitación y abrió la mochila, se encorvó y la vació con energía sobre el suelo. Sílex y acero, un delgado cordón tejido con silverel como la cuerda de su cinturón, un paquete de la misma gelatina roja que había visto utilizar a Juraviel en el helecho oscuro, la manta y el espejo necesarios para el oráculo —que debían de haber recogido poco después de que él se hubo marchado de la cueva— y, lo más importante de todo, un pellejo para agua y provisiones cuidadosamente empaquetadas y saladas.
Elbryan levantó la vista hacia sus amigos elfos, pero no encontró repuesta. Con cuidado, pues las manos le temblaban, volvió a empaquetar las cosas; luego se puso en pie delante de Juraviel y de la señora de Andur'Blough Inninness.
—La venda roja está empapada con bálsamos permanentes —explicó Juraviel—. Sirve tanto para vendaje como para torniquete. La verde filtra el aire cuando se pone sobre la nariz o sobre la boca; incluso te permitirá aguantar debajo del agua durante un corto tiempo.
—Éstos son nuestros regalos, Pájaro de la Noche —añadió la señora Dasslerond—. ¡Ésos y éste! —Chasqueó los dedos, y Belli'mar Joycenevial se adelantó desde las filas de los elfos, portando el hermoso arco.
—Ala de Halcón —explicó el viejo elfo, entregándoselo—. Te servirá también como palo.
Con un simple movimiento, sacó la punta adornada de plumas, y con ella la cuerda del arco; luego con la misma facilidad volvió a colocar la punta, y tensó el arco para ponerle otra vez la cuerda sin apenas esfuerzo.
—No temas, pues aunque parece frágil no lo romperás —añadió Joycenevial—. ¡Ni con golpes, ni con la descarga de un rayo, ni con el aliento de un dragón!
Esta declaración fue recibida por sinceras aclamaciones de felicitación para el anciano elfo.
—Ténsalo —lo animó Juraviel.
Elbryan dejó la mochila y alzó el arco. Se sorprendió por lo bien que se equilibraba y por lo fácil y cómodo que resultaba tensarlo. Cuando el arco se curvó, las tres plumas de la punta superior se separaron unas de otras de modo que parecían «dedos» del final del ala de un halcón planeando.
—Ala de Halcón —le repitió a Elbryan el anciano arquero—. Te servirá como arco durante toda la vida y como lanza hasta que hayas ganado tu espada, si es que lo logras algún día.
Con lágrimas en los ojos, el anciano elfo le tendió un carcaj lleno de flechas; luego se dio la vuelta despacio y retrocedió hasta el lugar que ocupaba en la hilera.
—De todos tus regalos —dijo la señora Dasslerond—, ¿cuál consideras el de más valor?
Elbryan se quedó callado largo rato, pues comprendió que era un momento crítico para él, una prueba sutil que no podía fallar.
—Todos los pertrechos y vestidos —empezó— son dignos de un rey, incluso de un rey de elfos. Y este arco... —siguió mirando a Joycenevial con sincero respeto—. Estoy seguro de que no tiene igual, y sabed que me siento verdaderamente maravillado de poseerlo.
»Pero el oráculo —continuó Elbryan con voz firme mirando a la señora Dasslerond— es el regalo más valioso.
La señora no pestañeó siquiera, pero de pronto Elbryan supo que se había equivocado. Quizá la mirada de su amigo Juraviel, ligeramente apagada, le indicó lo que verdaderamente estaba pensando.
—No —dijo despacio—; ése no es el mejor de vuestros regalos.
—¿Cuál es? —preguntó ansiosa la señora.
—Pájaro de la Noche —replicó sin vacilar Elbryan—. Todo lo que soy; todo lo que he llegado a ser. Ahora soy guardabosque, y ningún regalo del mundo... ni todo el oro, ni todo el silverel, ni todos los reinos... puede ser más valioso. El mejor regalo es el nombre que me habéis dado, el nombre que yo he ganado gracias a vuestra paciencia y a vuestro tiempo, el nombre que me distingue como un amigo de los elfos. No puede haber honor ni responsabilidad más grandes.
—Estás preparado para enfrentarte a esa responsabilidad —se atrevió a decirle Juraviel.
—Ha llegado la hora de que te vayas —declaró la señora Dasslerond.
Por instinto lo primero que se le ocurrió preguntar a Elbryan fue que adónde, pero se mordió la lengua confiando en que los elfos se lo dirían si le hacía falta saberlo. Cuando vio que no lo hacían, que se limitaban a saludar y a abandonar el prado dejándolo solo, una vez más completamente solo, supo la respuesta.
El oráculo le había mostrado el camino.
El terreno era relativamente llano y de color pardo, con arbustos rechonchos salpicados aquí y allá. Pero había pendientes engañosamente suaves y el guardabosque, que avanzaba a buen paso, normalmente no podía ver a demasiada distancia mirara hacia la dirección que mirara. Eran los Páramos; Ciénagas Espesas, las habían llamado cariñosamente los colonos de la frontera de las Tierras Agrestes. Para Elbryan, de niño, eran el escenario de cuentos tremebundos relatados junto al fuego.
Pero ahora, mientras corría por los Páramos, el recuerdo de aquellos cuentos de bestias feroces y terribles guardianes no resultaba muy tranquilizador.
Aquel día la niebla era ligera, no espesa como la que había soportado la víspera, cuando Elbryan sentía como si ojos vigilantes lo siguieran a cada paso. Coronó una pendiente y vio un arroyo plateado que serpenteaba abajo, entre la arcilla pardusca. Instintivamente, llevó la mano al pellejo para el agua y comprobó que estaba a menos de la mitad. Bajó hasta el arroyo, que tenía muy poca anchura y menos de treinta centímetros de profundidad, metió la mano y asintió al comprobar que el agua estaba bastante limpia. En los Páramos, la tierra era demasiado compacta para que la corriente del agua la arrastrara, y los riachuelos eran cristalinos, excepto cuando se remansaban y embalsaban en cuencas poco profundas, donde la tierra y el agua formaban un líquido espeso y fangoso.
Elbryan continuó inspeccionando el arroyo para asegurarse de que nada amenazador nadaba en la corriente; luego colgó la mochila en la rama de un espinoso arbusto y se quitó las botas con mucho cuidado. Había corrido durante cinco días, los dos últimos a través de los Páramos. El agua fría y el lecho suave del arroyo eran una bendición para sus doloridos pies; por un momento consideró la posibilidad de quitarse la ropa y tumbarse en el lecho del arroyo.
Pero entonces sintió algo, oyó algo; uno de sus sentidos sutilmente lo puso en alerta. El guardabosque se estremeció al ponerse en pie con todos los sentidos aguzados. Relajó los músculos de los pies y, con sus sensibilizados nervios, sintió vibraciones bajo tierra. Giró despacio la cabeza de un lado a otro con ojos escrutadores.
Captó un chapoteo, cerca.
El joven consideró su situación. La corriente fluía en torno a uno de los engañosos altozanos y a unos doce metros de donde él se encontraba giraba para desaparecer de su vista.
Captó otro chapoteo más cerca, y luego una voz, aunque no pudo entender las palabras. Miró en torno de nuevo, esta vez buscando un punto ventajoso, un lugar elevado desde el cual pudiera coger por sorpresa a cualquier enemigo. El terreno no era muy prometedor; lo mejor que podía hacer era volver sobre sus pasos cuesta arriba y agacharse justo detrás del altozano. Sin embargo, tenía que planificar sus movimientos a la perfección, pues algunas zonas de aquel terreno elevado se podían ver desde el recodo que había río arriba.
Elbryan desechó aquel plan; estaba en el extremo oriental de los Páramos, no lejos de asentamientos humanos. Quienquiera que fuera no causaba una gran conmoción, de modo que no podía tratarse de gigantes. No había ninguna razón para pensar que fueran enemigos.
Incluso si lo eran, Pájaro de la Noche tenía a Ala de Halcón a mano.
Se ciñó la capa verde bosque sobre los hombros, y se subió la capucha para cubrirse la cabeza y la gorra; luego se ocupó de sus cosas y se agachó para llenar su pellejo de agua en el río.
El ruido aumentaba; por el volumen y la frecuencia de los chapoteos, Elbryan supuso que debían de acercarse aproximadamente media docena de criaturas bípedas. Sin embargo, lo más importante para él era la continua conversación; no las palabras, que apenas podía comprender, sino el tono de voz agudo y rechinante. Elbryan había oído aquellas voces antes.
De repente el chapoteo y la conversación cesaron; las criaturas habían rodeado el recodo. Elbryan permaneció agachado. Echó una mirada rápida por la abertura de su capucha para asegurarse de que no llevaban arcos.
Trasgos; seis trasgos estaban de pie a apenas unos diez metros de distancia. Uno de ellos llevaba una lanza al hombro, pero no en posición de lanzarla; los otros tenían palos y espadas toscas, pero afortunadamente no disponían de arcos.
Elbryan permaneció agachado. En aquella posición y con la capa, las criaturas no podrían estar seguros de su raza.
—¿Eeyan kos? —preguntó uno de ellos.
Elbryan sonrió debajo de su capucha y no los miró.
—¿Eeyan kos? —preguntó el mismo otra vez—. ¿Patpat gans?
—«Pato, pato, ganso», dijo Elbryan para sus adentros, el nombre de un juego al que había jugado hacía quizá diez años. Sonrió de nuevo al pensar en aquel tiempo inocente, pero no fue un sentimiento duradero pues fue barrido por una oleada de emociones más oscuras al considerar lo que criaturas como aquéllas habían hecho a su mundo.
El trasgo gritó de nuevo. Elbryan sabía que había llegado el momento de contestar, y, dado que no tenía ni idea de lo que el trasgo le estaba diciendo, se limitó a ponerse en pie con su imponente estatura, demasiada estatura para ser un trasgo, y lentamente se bajó la capucha de la capa.
La mitad de la banda de trasgos se puso a chillar; el trasgo que portaba la lanza, mientras gritaba, avanzó con rapidez tres pasos y la arrojó.
Elbryan esperó hasta el último momento; entonces cruzó velozmente a Ala de Halcón frente a él y desvió la lanza. Giró el arco hacia afuera en el momento en que chocaba con la lanza, cambiando su trayectoria, venciendo su impulso y haciéndola girar en el aire para después agarrarla a medio astil con la mano derecha mientras que con la izquierda colocaba a Ala de Halcón otra vez a su lado.
De repente blandió la lanza, apuntando al que se la había arrojado. Aquello dejó helados a los trasgos antes de que hubieran ni tan sólo empezado a lanzarse a la carga.
Las emociones se mezclaban confusamente en la cabeza del joven. Recordaba las enseñanzas de los elfos, casi todas basadas en la tolerancia, aunque no sentían ningún afecto por la especie de los trasgos ni por ninguna de las razas fomorianas. Sin embargo, Elbryan no estaba en ningún asentamiento humano, ni en ninguna tierra reivindicada por los de su raza; con toda probabilidad se hallaba dentro de las fronteras del territorio de los trasgos. Si éste era el caso, ¿estaría justificado iniciar una batalla con aquellos seis?
Pero uno de ellos acababa de atacarlo, aunque quizá más por miedo que por ganas de agredirlo. Y Elbryan, cualquiera que fuera la lógica de sus razonamientos, no podía olvidar lo ocurrido en Dundalis.
Dudaba; ¿eran aquellos trasgos responsables de lo que los de su raza habían hecho en casa de Elbryan? Quien había sido bautizado por los elfos con el nombre de Pájaro de la Noche tenía que encontrar una respuesta sincera; se lo debía, como mínimo a Belli'mar Juraviel.
Con un movimiento rápido de su poderosa muñeca hizo volar la lanza por donde había venido, para que cayera con un chapoteo y se clavara en el río a menos de dos palmos de la criatura que se la había arrojado. Elbryan lanzó una rápida mirada de advertencia a los trasgos, y se dio la vuelta hasta quedar de lado respecto a ellos, se dirigió hacia el agua y se agachó para acabar de llenar su pellejo.
Les había dado una oportunidad; buena parte de él, el muchacho que recordaba Dundalis, esperaba que no la aprovecharan.
Oyó y percibió las turbulencias del agua mientras se le acercaban despacio. Advirtió que como mínimo dos se habían desviado y habían salido del río para rodearlo por delante y por detrás.
Elbryan estimó su aproximación, y se mantuvo alerta ante cualquier señal que indicara que le arrojaban otra vez una lanza.
Todo parecía en calma, ningún movimiento, ningún chapoteo. Sabía que las criaturas estaban a no más de tres metros. Lentamente se dio la vuelta hasta quedar frente al grupo de cuatro, se enderezó y su estatura superó en más de treinta centímetros a la del más alto de sus enemigos.
—¡Eenegash! —pidió el que estaba más cerca, y también el más feo, mientras sostenía con fuerza su espada, una hoja de sesenta centímetros no muy distinta de la que Olwan le había dado a Elbryan para patrullar.
—No comprendo —replicó él con calma.
Los trasgos murmuraron algo entre ellos; Elbryan advirtió que tampoco podían comprender su lenguaje. Entonces el más feo se volvió hacia él.
—¡Eenegash! —dijo de nuevo, más alto, mientras dirigía su espada hacia el palo y luego hacia la orilla del río.
—No pienso lo mismo —replicó Elbryan, sonriendo ampliamente y sacudiendo la cabeza. Con un imperceptible movimiento, el guardabosque sacó la punta de plumas del arco, y la escondió en el cinturón junto con la cuerda del arco.
El trasgo soltó un gruñido amenazador. Elbryan sacudió de nuevo la cabeza.
La criatura se precipitó para reducir la distancia a la mitad y daba pinchazos al aire con la espada, con movimientos más intimidatorios que de ataque propiamente dicho. Pero fue la criatura la que se sorprendió.
Elbryan agarró el palo, la mano derecha por encima de la izquierda, invirtió el agarro con la izquierda mientras el palo empezaba a moverse, y lo proyectó cruzado delante de él con tanta rapidez que el trasgo no tuvo la menor oportunidad de moverse. El palo chocó simultáneamente con la espada y con la mano del trasgo, arrancó el arma de las manos de la criatura y la lanzó a cuatro metros. Un sutil desplazamiento, demasiado rápido para que la criatura pudiera esquivarlo, permitió a Elbryan impulsar en línea recta hacia adelante la punta afilada; ésta hirió al trasgo en plena frente, entre los dos ojos, y lo dejó tumbado en el río.
Con un alarido de placer los otros trasgos, como era de esperar, fueron por él.
Elbryan blandió de nuevo el palo y, soltándolo de la mano izquierda, lo impelió con la derecha para bajar el extremo delantero. Aprovechando el impulso, extendió el brazo derecho hacia afuera y cogió por sorpresa al trasgo más cercano, uno de los dos que habían salido corriendo del río para flanquearlo; el extremo de Ala de Halcón lo hirió justo debajo de la barbilla.
El arma se lanzó otra vez dibujando un giro completo y defensivo entre el guardabosque y los tres trasgos que se acercaban por el río. Elbryan agarró el palo firmemente con la mano izquierda y extendió ese brazo hacia afuera de forma similar, de tal modo que se desembarazó del otro trasgo que se había alejado del río. Empuñó de nuevo el palo, le hizo dar medio giro y lo agarró de nuevo con la mano derecha; otro medio giro, lo inclinó en diagonal hacia afuera y lo cogió de nuevo con la izquierda; y entonces lo agarró también con la derecha, mientras el extremo posterior giraba por encima y Elbryan desplazaba el arma angularmente y avanzaba a zancadas con audacia. El golpe, de arriba abajo, alcanzó de lleno la cabeza del trasgo que estaba en medio, el que empuñaba la lanza, ¡y la increíble fuerza de Ala de Halcón partió en dos el cráneo de la criatura con un retumbante crac!
Elbryan hizo un barrido hacia la izquierda con el palo, y detuvo el golpe de una porra; luego hacia la derecha, para rechazar una espada. De nuevo hacia la izquierda, de nuevo hacia la derecha, cada vez con el ángulo necesario para frustrar un ataque. Otra vez a la izquierda, otra vez a la derecha, golpeando de lleno el brazo armado de la criatura. Elbryan dio un paso a la izquierda y giró para evitar un peligroso espadazo. Se agachó con ímpetu y completó el giro con Ala de Halcón volando delante de él. En honor del trasgo hay que decir que éste advirtió el tortuoso ataque y trató de bajar la porra, pero Elbryan simplemente elevó el extremo volante de Ala de Halcón y, descargándolo sobre el delgado antebrazo de la criatura, le quebró un hueso. La porra cayó al río, y el trasgo chilló apretándose el brazo.
Elbryan avanzó, encarándose con la criatura, puso el palo horizontal frente a él y empezó a pinchar a derecha e izquierda, dirigiendo a Ala del Halcón para herir alternativamente al trasgo en ambos lados de la cabeza. Después del último golpe, el guardabosque echó atrás el pie derecho, retiró el palo, y se giró para enfrentarse a su próximo enemigo, esperando un ataque con la espada que éste empuñaba. Al sorprender a aquella criatura en plena huida, Elbryan volvió a dirigir el palo hacia afuera y hacia la izquierda, y golpeó al aturdido trasgo en plena cara.
Aunque no alcanzó a verlo, oyó que el trasgo que se le había acercado por la izquierda se levantaba con esfuerzo. Ala de Halcón giró de nuevo, describiendo un círculo vertical primero por debajo y después por encima del hombro derecho de Elbryan, que giró a su vez y brincó hacia la izquierda. El palo eludió el movimiento defensivo que intentó el aterrorizado trasgo, y fue a chocar violentamente contra la base del cuello de la criatura. El trasgo sufrió una sacudida sin moverse de sitio y después, como si una ola de energía le bajara hacia los pies y le subiera de nuevo, pegó un extraño brinco, cayó de pie y poco a poco se fue desplomando.
Elbryan se dio la vuelta y se agachó a la defensiva, pero no apareció enemigo alguno. El primero al que había golpeado, el jefe, estaba a gatas en medio del arroyo, con la mirada perdida, demasiado aturdido para ponerse en pie. El que había golpeado a la derecha del arroyo seguía en el suelo, retorciéndose y jadeando para recuperar el aliento. El que había golpeado en último lugar debía de estar muerto, como el lancero; y el que había recibido cuatro golpes en la cabeza yacía inmóvil a la orilla del arroyo con la cara en el agua. El último del grupo, el armado con una espada, se encontraba a veinte pasos de Elbryan, brincando sin cesar y lanzando maldiciones que el guardabosque no entendía.
Con toda calma, Elbryan volvió a colocar la punta adornada con plumas de su arco, y con un solo y ágil movimiento lo combó apoyándolo en la pierna y ajustó la cuerda.
Al verlo, el trasgo soltó un aullido y echó a correr.
Ala de Halcón se levantó, y las tres plumas se separaron. Un vuelo limpio y certero de diez metros.
La flecha alcanzó al trasgo en la espalda, lo levantó del arroyo y lo lanzó dos metros más allá. Agitando brazos y piernas cayó pesadamente boca abajo en el agua.
Elbryan sacó el hacha de la mochila y acabó la tarea a mano.
Entonces reanudó su marcha a través de los Páramos.
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