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El conflicto
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Creía que era un sueño que me había conducido por los Páramos hacia el norte, hasta un valle de rígidos pinos y musgo caribú que llegaba hasta la rodilla. Ahora me pregunto si fue un recuerdo recobrado, un volver atrás siguiendo el mismo rumbo que los elfos habían tomado el día en que me sacaron de Dundalis. Quizás ellos habían cubierto mi memoria con un velo para que no deseara escapar de Caer'alfar y regresar a mi tierra. Quizás el último Oráculo de Andur'Blough Inninness no había hecho más que alzar ese velo.
Ni siquiera me había parado a considerar tal hipótesis hasta que mi viaje hacia el norte me condujo a estas tierras familiares. Tenía miedo de haber errado el rumbo, tenía miedo de haber regresado a casa por medio del recuerdo, no de un sueño.
Ahora lo he entendido. Esta tierra es mi tierra, mi guarida de guardabosque. Está bajo mi protección, aunque la gente que la habita, orgullosa y dura, crea que no la necesitan y con seguridad la rechazarían si se la ofreciera.
Hay mucha más gente que cuando yo vivía aquí. Prado de Mala Hierba sigue siendo un pueblo de ochenta vecinos —los trasgos no lo atacaron después del saqueo de Dundalis— y a unos cincuenta kilómetros hacia el oeste, más allá del límite de las Tierras Agrestes, han construido un pueblo con casi el doble de habitantes. Lo han llamado Fin del Mundo, nombre que le va que ni pintado.
Y, ¿sabes, tío Mather?, han reconstruido Dundalis y han conservado el nombre. Todavía no sé qué siento al respecto. ¿Es la nueva Dundalis un homenaje o una burla a la antigua ciudad? Sentí dolor cuando, recorriendo el ancho camino de carros, fui a dar ante un poste de señalización —nuevo, desde luego, pues nosotros no tuvimos jamás cosa semejante— que indicaba los límites de Dundalis. Por un momento, he de admitirlo, me aferré a la absurda fantasía de que mis recuerdos de destrucción y matanza eran un error. Quizá, me atreví a pensar, los elfos me habían engañado haciéndome creer que Dundalis y su gente habían muerto para impedirme huir de su custodia, o para salvaguardarme del deseo de huir.
Bajo el nombre que indicaba el poste, habían escrito «Dundalis dan Dundalis», y también «McDundalis», indicando que el lugar era «el hijo de Dundalis». Debería haber comprendido lo que implicaba.
Con enorme prevención recorrí los últimos kilómetros hasta el pueblo... y vi un lugar que no conocía en absoluto.
Ahora hay una taberna, más grande que la vieja casa común y construida sobre los cimientos de mi antigua casa.
Construida por extraños.
Fue un momento difícil, tío Mather. Me sentí total y absolutamente fuera de lugar. Había llegado a casa y, sin embargo, aquélla no era mi casa. La gente era la misma —fuertes y robustos, duros como una noche de invierno— y, no obstante, no eran los mismos. No eran ni Brody Amable, ni Bunker Crawyer, ni Shane McMichael, ni Thomas Ault, ni madre, ni padre, ni Pony. No era Dundalis.
Rehusé la invitación del dueño de la taberna, un hombre de aspecto risueño, y sin mediar palabra —supongo que había llegado el momento en que la gente del pueblo empezaba a sospechar que era un poco raro— me volví por donde había venido. Desahogué mis frustraciones con el letrero del poste, lo admito, arrancando la tabla inferior, los garabatos referidos al pueblo original.
Nunca me había sentido tan solo, ni siquiera aquella mañana después del desastre. El mundo había continuado sin mí. Entonces fui a hablar contigo, tío Mather, y atravesé la ciudad y subí por la pendiente del extremo norte. Hay varias cuevas pequeñas en lo alto de la pendiente, dominando el valle. En una de ellas, eso creía, encontraría al Oráculo. Encontraría al tío Mather. Encontraría la paz.
Nunca lo había hecho en esta sierra. Es una cosa divertida, la memoria. Para los elfos, es un camino para ir hacia atrás en el tiempo, para redescubrir viejas escenas con la perspectiva de una nueva luz.
Así ocurrió aquella mañana. La vi, tío Mather; vi a mi Pony, tan viva, tan maravillosa y bella como siempre. La recordé de forma tan vívida como si, de hecho, hubiera estado a mi lado de nuevo otra vez... durante unos pocos momentos efímeros.
No tengo amigos nuevos entre los actuales habitantes de Dundalis, y en realidad no espero tener ninguno. Pero he encontrado la paz, tío Mather. He vuelto a casa.
Elbryan Wyndon
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1
El oso negro
—Bajó rugiendo por esa colina —decía el hombre, balanceando el brazo frenéticamente en dirección a la pendiente boscosa al norte de Dundalis—. Metí a mi familia en la bodega del sótano... ¡Bendita la hora en que se me ocurrió excavarla!
El que hablaba tenía más o menos su misma edad, advirtió el guardabosque mientras se acercaba al grupo de diez personas —ocho hombres y dos mujeres— que se habían reunido fuera de la casi destruida cabaña en las afueras de Dundalis.
—Maldito osazo —dijo uno de los otros hombres.
—Tres metros y medio —indicó el primer hombre, la víctima del ataque, abriendo los brazos tanto como le fue posible.
—¿Pardo? —preguntó Elbryan, aunque la pregunta era meramente retórica, pues un oso de tres metros y medio de alto tenía que ser pardo.
Los del grupo se volvieron todos a una para observar al extranjero. Habían visto a Elbryan por el pueblo en varias ocasiones durante los últimos meses, casi siempre sentado tranquilamente en la taberna, el Aullido de Sheila, pero ninguno, salvo Belster O'Comely, el posadero, había intercambiado una palabra con el hombre de aspecto sospechoso. La desconfianza se pintaba claramente en sus caras, mientras miraban al forastero y su rara vestimenta: la capa verde bosque y la gorra triangular.
—Negro —corrigió la víctima en tono neutro, frunciendo el entrecejo.
Elbryan asintió, aceptando que eso era más verosímil que la primera afirmación. A partir del color dedujo dos cosas: en primer lugar, que el hombre seguramente exageraba el tamaño del oso; y, en segundo lugar, que el ataque distaba mucho de ser normal. Un oso pardo podía bajar rugiendo por la colina y abalanzarse sobre la cabaña como si se tratara de un alce; pero los osos negros eran criaturas tímidas por naturaleza y no se mostraban agresivas salvo que se encontraran acorraladas u obligadas a defender a sus cachorros.
—¿A qué te dedicas? —le preguntó otro hombre en un tono que a Elbryan le hizo pensar que lo estaba acusando del ataque.
El guardabosque hizo caso omiso del comentario, pasó por delante del grupo y se arrodilló para examinar una serie de huellas. Tal como sospechaba, el oso no era en absoluto del tamaño que pretendía el excitado granjero; probablemente mediría entre metro y medio y metro ochenta, y pesaría de cien a ciento cuarenta kilos. Aun así, Elbryan no encontraba injustificada la excitación del hombre. Un oso de metro ochenta puede parecer el doble de alto cuando está encolerizado. Y, además, los destrozos en la casa eran considerables.
—No podemos tolerar truhanes —insistió un hombre grande, Tol Yuganick.
Elbryan levantó la vista para mirarlo. Era fuerte, ancho de hombros, vigoroso tanto por su aspecto como por la forma de hablar. Su cara, pulcramente afeitada, casi parecía la de un niño, pero cualquiera que mirara al poderoso Tol sabía que eso era una falsa apariencia. Elbryan observó que las manos del hombre —pues las manos a menudo son lo más elocuente— eran ásperas y gruesas, con callosidades. Era un trabajador, un auténtico hombre de la frontera.
—Formaremos un solo grupo todos juntos, saldremos y cazaremos la maldita bestia —dijo, y escupió al suelo.
A Elbryan le sorprendió que el hombretón no hubiera decidido salir él solo a cazar el oso.
—¿Qué pasa contigo? —vociferó el hombre mirando al guardabosque—. Te hemos preguntado a qué te dedicas, pero no hemos oído respuesta alguna todavía. —Tol se fue acercando al agachado guardabosque mientras hablaba.
Elbryan se irguió; era tan alto como el hombre, y aunque no era tan pesado era más musculoso.
—¿Te crees que eres de Dundalis? —preguntó el hombre de modo terminante; y de nuevo las palabras sonaron como una acusación o una amenaza.
Elbryan no parpadeó. ¡Ardía en deseos de gritar que él pertenecía a aquel lugar más que ninguno de ellos, que había estado allí cuando los cimientos de la taberna que tanto querían eran los de su propia casa!
Sin embargo, no le costó tragarse las palabras; sus años con los elfos le habían proporcionado aquel control y aquella disciplina. Estaba allí, en Dundalis, en Prado de Mala Hierba, en Fin del Mundo, para proporcionar a aquella gente una protección que no habían tenido nunca. Si un guardabosque adiestrado por los elfos hubiera estado allí unos siete años antes, Dundalis no habría sido saqueado, creía Elbryan; y, frente a aquella responsabilidad, la hosca actitud de aquel hombre parecía de poca importancia.
—El oso no volverá —se limitó a decirles el guardabosque, y tranquilamente se alejó.
Oyó el murmullo sordo a sus espaldas, distinguió la palabra «extraño» varias veces, y ninguna de ellas pronunciada con afecto. Seguían planificando la salida para cazar al oso, advirtió Elbryan; pero se había propuesto adelantárseles. Un oso negro había atacado una granja y era un hecho lo suficientemente misterioso para obligarlo a investigar.
Elbryan se asombró de lo fácil que le resultaba seguir la pista del oso. La bestia se había alejado corriendo de la granja, y había sembrado la devastación en su camino a través de los arbustos; incluso había abatido algunos árboles pequeños con una furia que el guardabosque nunca había visto antes en ningún animal. Las huellas correspondían seguramente a un oso de tamaño medio, pero a Elbryan le parecía estar siguiendo la pista de un gigante fomoriano o de alguna otra criatura maligna e inteligente, alguna criatura cuyo único propósito fuera la destrucción. Temía que aquel oso hubiera cogido alguna enfermedad, o que estuviera herido. Cualquiera que fuera la causa, la destrucción total que el animal había sembrado a su paso convenció al guardabosque que no podría dejar escapar a la criatura, aunque había albergado la esperanza de ahuyentar al oso hasta los bosques más alejados y espesos.
Subió por la ladera de una empinada colina, escrutando intensamente cada sombra. Los osos no son criaturas estúpidas; habían aprendido a retroceder para encontrar las huellas de los cazadores y así sorprenderlos por detrás. Elbryan se agachó junto a un árbol pequeño, y puso una mano en el suelo para percibir las sutiles vibraciones de todo lo que pudiera significar un aviso.
Captó un ligero movimiento de un arbusto por el rabillo del ojo. El guardabosque no se movió; se limitó a girar la cabeza a fin de observar mejor la sombra. Notó el viento, y advirtió que soplaba desde donde él se encontraba hacia la sombra.
El oso apareció y, rugiendo, se abalanzó hacia él.
Elbryan se dejó caer sobre una rodilla, puso una pesada flecha y, con un suspiro de resignación, la disparó. Consiguió acertarle; la flecha no alcanzó la cara del oso sino que le horadó el pecho, pero el animal continuó acercándose. El guardabosque se sorprendió de la gran velocidad de la bestia. Había visto osos en Andur'Blough Inninness, incluso había visto escapar a toda prisa a uno que Juraviel había atacado con un par de piedras a la vez; pero la velocidad de aquella criatura era monstruosa, tan rápida como la de un caballo.
Una segunda flecha siguió a la primera y penetró profundamente en el hombro del oso, que rugió de nuevo pero apenas redujo la marcha.
Elbryan sabía que no podría disparar por tercera vez. Si se hubiera tratado de un oso pardo habría podido subirse a un árbol, pero uno negro podía trepar a cualquier árbol más rápidamente que él.
Esperó, agazapado, mientras el oso se le acercaba amenazador, y entonces, en el último instante, el guardabosque se echó a rodar de lado colina abajo.
El oso derrapó para detenerse y se dio la vuelta para perseguirlo. Cuando Elbryan se arrodilló, de cara a la colina, mirando al oso, la criatura se irguió sobre sus patas traseras, imponente y enorme.
Pero dejó expuestas algunas partes vitales.
Elbryan tensó la cuerda del arco con todas sus fuerzas; las tres plumas de Ala de Halcón se separaron al máximo. Al guardabosque le repugnó su tarea cuando vio el agujero en el pecho de la bestia.
Y entonces se acabó; de repente la criatura rodó muerta. Elbryan se dirigió hacia el cadáver; tras esperar un poco para estar seguro de que no se movería, se acercó al animal y levantó el labio superior del morro. Temía encontrar saliva espumosa, un síntoma de la peor enfermedad. En tal caso Elbryan tendría un trabajo inmenso, pues debería dar caza, poco menos que noche y día, a los demás animales infectados, desde mapaches y comadrejas hasta murciélagos.
No había espuma; el guardabosque suspiró aliviado. Pero su sosiego duró poco, ya que Elbryan trató de imaginar por qué aquel animal normalmente dócil se había vuelto tan agresivo. Continuó examinando la boca y la cara, y observó que los ojos estaban límpidos y no llorosos; luego inspeccionó el torso del oso.
Encontró la respuesta en forma de cuatro dardos armados de lengüetas, clavados profundamente en la grupa del oso. Forcejeó hasta extraer uno —no fue tarea fácil— y examinó la punta. Elbryan reconoció la savia negra y venenosa, una sustancia que provoca fuertes dolores y se extrae del raro abedul negro.
Con un gruñido el guardabosque arrojó el dardo al suelo. No había sido un accidente sino un ataque deliberado contra el oso. El pobre animal había enloquecido de dolor, provocado por alguien; algún humano probablemente, habida cuenta del tipo de dardo.
Elbryan se concentró y empezó a danzar para elogiar al espíritu del oso y agradecerle los dones que ofrecía en forma de comida y abrigo. Luego, con habilidad, lo despellejó y limpió la piel. Desperdiciar el aprovechable cuerpo de la criatura, dejarlo descomponer o incluso enterrarlo entero sería, de acuerdo con las normas de los elfos —y con las de Elbryan—, un insulto flagrante al oso y, por consiguiente, a la naturaleza.
Terminó el trabajo a última hora de la tarde, pero el guardabosque no descansó ni tampoco volvió a Dundalis para informar a la gente del pueblo de la captura. Algo, alguien, había ocasionado aquella tragedia.
Pájaro de la Noche salió de caza otra vez.
No fueron mucho más difíciles de encontrar que el oso. Su refugio, una simple choza de troncos y tablas viejas —Elbryan tuvo la inequívoca impresión de que provenían en buena parte de las ruinas de Dundalis—, estaba en lo alto de una colina. Habían dispuesto ramas por todas partes para camuflarlo, pero muchas estaban marchitas, con las hojas secas y pardas, un signo revelador.
El guardabosque los oyó mucho antes de verlos; reían y cantaban, desafinando terriblemente, aunque sus voces eran humanas tal como había sospechado.
Elbryan se deslizó a hurtadillas colina arriba, de árbol en árbol, de sombra en sombra, aunque pensaba que desde dentro los hombres no lo oirían... ¡aun cuando hubiera estado acompañado por un centenar de aldeanos y por una veintena de gigantes fomorianos! Vio las herramientas propias de tramperos que colgaban alrededor de la choza junto con docenas de pieles puestas a secar. Elbryan comprendió que aquellos hombres entendían de animales. En una tinaja, no lejos de la pared trasera de la choza, el guardabosque encontró una espesa mezcla de líquido negro, y enseguida supuso que se trataba del veneno irritante que habían usado con el oso.
Las paredes de la choza estaban en muy mal estado, con grietas entre las tablas, de modo que Elbryan no tuvo problemas para atisbar el interior.
Tres hombres yacían sobre pieles apiladas, probablemente de oso negro, y bebían cerveza espumosa en viejas jarras. De vez en cuando, uno de ellos se iba hacia un lado y sumergía su jarra en un tonel, después de haber sacado todas las moscas y abejas que habían caído en el líquido.
Elbryan sacudió la cabeza con asco, pero recordó que debía tener cierta prudencia. Aquéllos eran hombres de las Tierras Agrestes, fuertes y bien armados. Uno tenía muchas dagas en una sencilla bolsa que colgaba de la bandolera que le cruzaba el pecho. Otro llevaba una pesada hacha, mientras que el último disponía de una espada delgada. Desde su privilegiada posición, el guardabosque observó también que una barra atrancaba la única puerta.
Se dirigió a la parte delantera de la casa y cogió la daga de su mochila. La puerta no encajaba muy bien y dejaba una grieta considerable en un lado, lo bastante ancha para meter la hoja de la daga. Con un movimiento rápido de la muñeca, Elbryan destrabó la barra, abrió la puerta de una patada y de una zancada penetró en la choza.
Los hombres se revolvieron derramando cerveza; uno gritó mientras echaba mano a la espada, cuya empuñadura estaba bien sujeta a su cadera. Se levantaron con bastante rapidez, mientras Elbryan permanecía impasible junto a la puerta, empuñando a Ala de Halcón, que tenía la punta de plumas y la cuerda quitadas, como si fuera un inofensivo bastón de paseo.
—¿Qué quieres? —preguntó uno de los hombres, un bruto de pecho como un tonel y una cara con más cicatrices que barba. A no ser por la cara de criminal y por la salvaje y descuidada barba, aquel hombre podría haber pasado por hermano de Tol Yuganick, observó Elbryan con desagrado, como si sus cuerpos hubieran sido cortados con el mismo patrón. El sujeto sostenía su enorme hacha frente a él, y si Elbryan no le daba una respuesta razonable estaba claro lo que pensaba hacer con ella. El hombre de la espada, alto, enjuto y sin un pelo en parte alguna de la cabeza, estaba detrás del hombre fornido, y miraba boquiabierto a Elbryan por encima del hombro de su compañero; mientras el tercero, un flaco y nervioso infeliz, se había retirado a la esquina más alejada y se frotaba los dedos, que no estaban lejos de sus numerosas dagas.
—He venido a hablar con vosotros acerca de cierto oso —dijo con frialdad Elbryan.
—¿Qué oso? —preguntó el hombre fornido—. Nosotros sólo obtenemos pieles.
—El oso que volvisteis loco con vuestros dardos envenenados —contestó Elbryan ásperamente—. El oso que destruyó una granja en Dundalis y que estuvo a punto de matar a una familia.
—Continúa —espetó el hombre.
—El mismo veneno que estáis elaborando ahí detrás —prosiguió Elbryan—, una rara mezcla que pocos conocen.
—Eso no prueba nada —replicó secamente el hombre, chasqueando los dedos sucios en el aire—. ¡Sal inmediatamente de aquí, o de lo contrario no tardarás en sentir el borde de mi hacha!
—No tengo intención de hacerlo —repuso el guardabosque—. Tenemos que hablar de compensaciones, a los granjeros y a mí por mis esfuerzos para cazar el oso.
—¿C... compen...? —tartamudeó el hombre alto y calvo.
—Pagos —dijo Elbryan. Advirtió el movimiento incluso mientras hablaba: el hombre situado en la esquina agarró una daga y la lanzó con pericia.
Elbryan apoyó la planta del pie izquierdo y giró en el sentido de las agujas del reloj; la daga voló inofensivamente y se clavó profundamente en la pared. El guardabosque se preparó para lanzar un golpe horizontal, pero advirtió que su movimiento era precipitado, pues el hacha del hombre fornido se había levantado para bloquearlo. Tan pronto como empezó el movimiento, Elbryan puso el pie derecho hacia afuera y giró en sentido contrario a las agujas del reloj, hurtando el cuerpo para evitar el golpe del hacha.
En aquel momento, lanzó su ataque: se dejó caer sobre una rodilla, e impulsó su palo de través para alcanzar la parte interior de la pierna desequilibrada del hombre. Un brusco cambio de ángulo proyectó el palo vertical y violentamente hacia arriba, y éste golpeó al hombre en la ingle. Más rápido que un gato, Elbryan retiró el palo un palmo y medio, modificó el ángulo del arma, y golpeó hacia adelante tres veces en rápida sucesión, pinchando al fornido hombre en la concavidad del pecho.
El hombre se desplomó; Elbryan se irguió enérgicamente y, agarrando a Ala de Halcón con ambas manos, lo puso en posición horizontal sobre su cabeza para detener el golpe cortante de arriba abajo de la espada del segundo hombre. El guardabosque le pegó un rodillazo en el vientre y, cuando el sujeto empezaba a doblarse, movió el palo para apartar la espada a un lado. Entrelazó el palo en el brazo del hombre, enganchándolo por debajo del sobaco, dio un paso de lado con el pie izquierdo por detrás del costado inmovilizado del hombre, y empujó con todas sus fuerzas. El desgraciado salió lanzado por el aire y fue a caer pesadamente de espaldas.
Elbryan se dio la vuelta al punto, consciente de su vulnerabilidad. Previsiblemente, otra daga estaba en camino, y el guardabosque tuvo el tiempo justo para elevar a Ala de Halcón y desviar su vuelo; aflojó el agarro del palo en el momento en que chocó con la daga para que ésta no rebotara lejos. Por fortuna cayó verticalmente, y Elbryan la atrapó cogiéndola por la punta.
En un abrir y cerrar de ojos, allí estaba el guardabosque con el palo en una mano delante de él y, en la otra mano, la daga lista para ser disparada.
El hombre flaco palideció al verlo y dejó caer al suelo las dagas que blandía.
Elbryan luchó denodadamente para dominar la cólera que lo impulsaba a clavar la daga en el pecho de aquel hombre sucio, una cólera que no hizo sino aumentar cuando el guardabosque pensó en lo que aquellos tres habían hecho al oso y en las potencialmente devastadoras consecuencias de sus insensatas acciones.
Con un gruñido arrojó la daga, que se clavó en la pared junto a la cabeza del hombre. Sin quitar la vista de Elbryan y sin dejar de gimotear, el hombre flaco se dejó caer pesadamente y se quedó sentado en el rincón.
Elbryan miró en torno. Los otros dos se tambaleaban en pie; ninguno de los dos empuñaba arma alguna.
—¿Cómo os llamáis? —preguntó el guardabosque.
Los hombres se miraron unos a otros con curiosidad.
—¡Vuestros nombres!
—Paulson —respondió el hombre fornido—, Cric y Ardilla —añadió, indicando en primer lugar al hombre alto y luego al lanzador de dagas.
—¿Ardilla? —inquirió Elbryan.
—Un tipo nervioso —explicó Paulson.
El guardabosque sacudió la cabeza.
—Que os quede bien claro esto, Paulson, Cric y Ardilla: compartís el bosque conmigo, y estaré vigilando cada uno de vuestros movimientos. Otra tontería, otra crueldad, como la del oso os acarreará problemas mucho más serios, os lo prometo. Y vigilaré vuestras trampas. Se acabaron las de quijada...
Paulson empezó a quejarse, pero Elbryan le miró con tal fiereza que el hombre se encogió.
—... Y cualquier otro tipo de trampa que cause dolor a vuestras presas.
—Tenemos que ganarnos la vida —indicó Ardilla con voz trémula.
—Hay modos mejores —contestó con voz neutra Elbryan—. Como confío en que encontraréis esos modos, no os pido monedas como compensación... esta vez. —Los miró a los ojos, uno tras otro, con fijeza, y su mirada expresaba con claridad que las amenazas iban en serio.
—¿Y tú quién eres? —osó preguntar Paulson.
Elbryan descansó sobre sus talones, considerando la pregunta.
—Soy Pájaro de la Noche —respondió.
Cric rió con disimulo, pero Paulson, paralizado por aquella intensa mirada, puso una mano sobre la cara de su compañero.
—Un nombre que haríais muy bien en recordar —terminó Elbryan, y se dirigió a la puerta, dando la espalda audazmente al peligroso trío.
Ni por asomo se les ocurrió atacarlo.
El guardabosque dio la vuelta a la choza hasta la parte trasera y volcó el caldero de veneno. Al irse, cogió unas pocas trampas de quijada, piezas repugnantes de hierro dentado con bisagras y una serie de pesados muelles para agarrar con fuerza las patas de cualquier animal que pillaran.
Su próxima parada fue la taberna el Aullido de Sheila, en Dundalis. Una docena de hombres y mujeres estaban en la sala común, bulliciosos hasta que entró el extranjero. Elbryan se encaminó a la barra e hizo una inclinación de cabeza a Belster O'Comely, lo más parecido a un amigo que tenía en la zona.
—Sólo agua —dijo el guardabosque; al tiempo que hablaba, Belster imitó con un movimiento de labios las previsibles palabras del guardabosque, y empujó un vaso hacia él.
—¿Qué hay del oso? —preguntó el risueño posadero.
—El oso está muerto —replicó severamente Elbryan, y se fue al lado más apartado de la habitación, se sentó en una silla junto a la mesa del rincón y apoyó la espalda contra la pared.
Notó que varios clientes desplazaban sus sillas e incluso que una mujer se giraba para darle la espalda.
Elbryan bajó la punta triangular de su gorra y sonrió. Comprendía que se comportaran así. No se parecía mucho a aquella gente; ni tampoco a ningún otro ser humano, salvo a aquellos pocos que se habían aventurado por el valle de los elfos y habían pasado años junto a seres como Belli'mar Juraviel y Tuntun. Elbryan echaba de menos a aquellos amigos, incluso a Tuntun. Era cierto que se había encontrado desplazado en Caer'alfar, pero en muchos sentidos el guardabosque se sentía más desplazado allí entre una gente que tenía el mismo aspecto que él pero que veía el mundo con ojos muy diferentes.
Sin embargo, a pesar de las importantes consideraciones relativas a su situación, la sonrisa de Elbryan era genuina. Había sido un buen día, aunque lamentaba haber tenido que matar al oso. Se consoló al pensar en su deber, en su voto para que Dundalis y los dos pueblos vecinos no compartiesen el destino que había sufrido su propio pueblo.
Se quedó en el Aullido de Sheila cerca de una hora, pero nadie, salvo Belster, le brindó ni tan siquiera una breve mirada cuando se marchó.
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2
El fraile loco
—Tinson —dijo el alcaide Miklos Barmine a Jill mientras ella hacía la guardia en la muralla de Pireth Tulme que bordeaba el mar.
Jill miró con curiosidad al bajo y robusto sujeto. Sabía que Tinson era el nombre de una pequeña aldea situada tierra adentro a una veintena de kilómetros de la fortaleza. No tenía más que unas veinte casas y una taberna y era albergue de rufianes y putas al servicio de los soldados de Pireth Tulme.
—Al Acecho del Viajero —añadió el alcaide con su laconismo habitual.
—¿Otra pelea? —preguntó Jill.
—Y algo más —repuso el alcaide alejándose—. Reúne diez hombres y vete.
Jill se quedó mirándolo mientras se marchaba. No le gustaba Miklos Barmine. No le gustaba en absoluto. Había reemplazado a Constantine Presso tres meses atrás, pues el antiguo alcaide había sido enviado al norte al frente de Pireth Dancard. Al principio Jill creyó que el alcaide nuevo era más de su estilo, una persona rigurosa en lo referente a detalles y deberes. Pero resultó ser un sujeto lujurioso, caprichoso y codicioso, que tomó como una ofensa personal que Jill rechazara sus requerimientos amorosos. Incluso sus estrictas reglas acerca del deber se relajaron en una semana y Pireth Tulme volvió a sus habituales diversiones. A Jill le sorprendió hasta qué punto echaba de menos a Constantine Presso, que era un hombre decente —al menos según los valores morales que reinaban en Pireth Tulme—. La joven había servido a las órdenes de Presso durante más de un año, y él siempre se había comportado con ella como un caballero y había respetado su decisión de no participar en los inacabables jolgorios. Ahora que se había ido Presso y que el mando estaba en manos del incordiante Miklos Barmine, Jill temía que la presión sobre ella fuera en aumento.
Apartó tan funesto pensamiento y se concentró en la misión que le habían encomendado. El castigo que le infligía Barmine por su negativa a acostarse con él consistía en hacerla trabajar más. ¡Poco se imaginaba el muy imbécil que ese castigo era más bien una recompensa para Jill! Había habido otra pelea —la cuarta en menos de dos semanas— en Al Acecho del Viajero, la taberna de Tinson de nombre aparentemente muy adecuado. Jill no tenía ni idea de lo que podría ser ese «algo más» que Barmine había insinuado, aunque sospechaba que no podía tratarse de nada extraordinario. La mujer se encogió de hombros; al menos tenía algo que hacer además de recorrer las murallas.
Reunió diez de los Guardianes de la Costa de Pireth Tulme, utilizando la excusa de la resaca para rechazar a los demás, y emprendió el camino a marcha rápida por el enlodado sendero. Llegaron a la mugrienta Tinson ya avanzada la tarde. La plaza del pueblo estaba vacía y en silencio. Siempre estaba en silencio, advirtió Jill, quien en las tres veces que había visitado el lugar no había visto ni un solo niño. La mayor parte de la población de Tinson dormía durante el día pues preferían la juerga de la noche.
Un grito procedente de Al Acecho del Viajero llamó la atención de Jill.
—Debemos prepararnos —decía una voz que era un tremendo bramido perceptible incluso desde aquella distancia y con una pared de por medio—. ¡Oh maldad, qué lugar tan propicio has encontrado! ¡Qué insensatos somos que nos echamos a dormir cuando la oscuridad se cierne!
Los soldados entraron en la taberna por la puerta principal; doblaban en número a los parroquianos. Lo primero que vio Jill fue un hombretón gordo y robusto subido a una mesa, que blandía una jarra vacía en actitud amenazadora para mantener a raya a los parroquianos más cercanos, todos obviamente interesados en hacerlo caer de su improvisado púlpito. Jill ordenó a su tropa que tomara posiciones, y se acercó a ver al hombre que servía tras el mostrador.
—El fraile loco —le explicó el tabernero—. Estuvo aquí toda la noche, y hace muy poco rato que ha vuelto. No anda escaso de dinero, puedo asegurarlo. Dicen que vendió joyas a los mercaderes en la carretera, y aunque no obtuvo un precio justo, ni mucho menos, salió con el zurrón lleno de oro.
Jill observó al fraile con curiosidad. Llevaba el tosco hábito de la iglesia abellicana, aunque viejo, raído y deslucido, como si el hombre hubiese pasado en los caminos mucho, muchísimo tiempo. La barba negra era espesa y poblada; era muy alto, cerca de dos metros, y debía de pesar unos ciento treinta kilos. Tenía los hombros anchos, los huesos gruesos y sólidos, pero Jill tuvo la sensación de que el exceso de peso, la mayor parte del cual se concentraba en el vientre, era de reciente adquisición.
Lo que más la impresionó fue su ardor casi febril; sus ojos castaños tenían un brillo que no había visto desde hacía muchos años.
—¡Piedad, dignidad, pobreza! —gritaba y después añadía bufando burlonamente—: ¡Vaya, vaya!
Jill reconoció la letanía —piedad, dignidad, pobreza—, la misma que el abad Dobrinion Calislas había pronunciado el infausto día de su boda.
—¡Ah! —bramó el gigantón— ¿Qué piedad hay en putañear? ¿Qué dignidad existe en la temeridad? ¿Y la pobreza? Oro y joyas... ¡Ah, joyas!
—Siempre la misma canción —dijo el tabernero malhumorado—. ¿No lo vais a obligar a bajar? —gritó a los guardias.
Jill no estaba segura de que tuvieran que ser tan expeditivos con el fraile. Era obvio que su comentario sobre el putañeo, sobre todo, había levantado más de una encolerizada protesta, y Jill temía que cualquier acción abierta, un asalto físico en lugar de intentar calmar al hombre, causaría una bronca general. Pero era bien poco lo que podía hacer para detener a los soldados, dada su indisciplina y el permiso del tabernero.
Se dispuso a cruzar la habitación para intentar mantener las cosas en calma, pero se detuvo al oír que el tabernero añadía en voz baja para que los demás no lo oyeran:
—Ten cuidado porque tiene algún poder mágico.
—Maldita sea —murmuró Jill, y al darse la vuelta vio que dos soldados, uno de ellos Gofflaw, se disponían a agarrar al monje.
—¡Ah, adiestrados para estar preparados! —aulló alegremente el hombretón y, agarrando a Gofflaw por la muñeca, alzó por los aires al sorprendido soldado. Antes de que el hombre pudiera reaccionar, el forzudo fraile lo levantó por encima de su cabeza y, tomando impulso, lo arrojó hacia el otro lado de la habitación.
Un tercer soldado desenvainó la espada y la descargó en una de las patas de la mesa, con lo que el fraile se desplomó sobre el pobre segundo soldado que había intentado cogerlo. El monje dio una voltereta en el suelo, mostrando una agilidad sorprendente para su peso y tamaño, y se puso en pie gritando a todo pulmón y atropellando a las dos personas que estaban más cerca, un soldado y un habitante de la aldea.
La pelea se generalizó.
La fuerza bruta del fraile asombró a Jill. El hombre corría en todas las direcciones, tumbando a cuantos encontraba, sin dejar de reír enloquecidamente, incluso cuando alguno hacía un regate y lograba encajarle un puñetazo en el cuello o en la cara.
—¡Preparaos! —rugía una y otra vez el fraile, y gritaba algo acerca de un dáctilo y después acerca de un demonio.
Jill lo contempló unos instantes, sinceramente intrigada. Era evidente que el hombre estaba loco, o al menos lo parecía; pero, tras haber pasado un año y medio con los Guardianes de la Costa, no le parecía tan mal clamar por el entrenamiento y la virtud.
Un grupo de soldados rodeó al monje y uno de los hombres lo amenazó con la espada y le instó a gritos a rendirse. De pronto se vio un deslumbrante fogonazo azul, y los soldados salieron volando con los cabellos de punta. El fraile rompió a reír desaforadamente.
Y volvió a la carga. Se lanzó contra una aterrorizada mujer y la cogió por los hombros.
—¡No te acuestes con ellos! —le rogó con la mayor seriedad, y Jill tuvo la sensación de que el hombre ponía en juego algo personal al pedírselo—. Te lo ruego, no lo hagas, puesto que eres parte de la invasión. ¿Es que no te das cuenta? ¡Eres parte de la ganancia del dáctilo!
Un soldado saltó por detrás sobre el fraile, que se vio obligado a soltar a la mujer. Pero el monje se limitó a gritar y, con un movimiento de hombros, se deshizo del asaltante y volvió a la carga.
Jill le salió al paso; el fraile se dio cuenta de que era una mujer y de nuevo moderó y suavizó sus maneras.
Jill se tiró al suelo y, pegando un barrido con las piernas, hizo caer al monje cuan largo era. Cinco hombres se le echaron al instante encima y lo sujetaron, pero de algún modo el gigantón logró ponerse otra vez en pie. Más soldados y algunos aldeanos se precipitaron contra él y consiguieron al fin reducirlo. Lo empujaron hacia la puerta y sin miramientos lo echaron fuera.
Jill vio que Gofflaw desenvainaba la espada y se disponía a seguirlo.
—¡Déjalo en paz! —le ordenó.
Gofflaw le soltó un gruñido, pero ante la inflexible mirada de Jill envainó la espada.
—Y, si vuelves a aparecer por aquí —aulló uno de los soldados—, probarás el mordisco de una espada.
—¡Oíd la voz de la verdad! —gritó el fraile en respuesta—. ¡Conocedme por lo que soy, y no por los insultantes nombres que me dais! ¡Soy el perro sabueso de mal agüero, el mensajero del desastre!
—¡Eres un borracho! —rugió el soldado.
El hombretón farfulló algo ininteligible y dio media vuelta para alejarse
—Ya aprenderéis —prometió con aire inexorable—. Ya aprenderéis.
Jill volvió junto al tabernero que se limitaba a sacudir la cabeza.
—Es un hombre peligroso —comentó el tabernero.
Jill asintió, pero no estaba segura de pensar lo mismo. El hombretón loco no había hecho amago alguno de rematar sus ataques. Había agarrado y golpeado, había arrojado a Gofflaw al otro lado de la habitación, pero nadie, ni siquiera el fraile, había resultado herido. A juicio de Jill, a Gofflaw le podía servir de escarmiento que lo arrojaran una o dos veces al otro lado de la habitación. Se acercó a la puerta y vio al fraile alejándose por la calle fangosa, lamentando los «pecados de los hombres» y llamando al arrepentimiento.
A unos veinte pasos de la taberna se volvió bruscamente y se entregó a una diatriba sobre los días de oscuridad que se avecinaban, sobre la incapacidad del mundo para hacer frente a las fuerzas del mal, sobre la oscuridad que se estaba alimentando con la podredumbre interna de la tierra.
—Está loco de remate —comentaron los soldados.
—El fraile loco —repuso el tabernero.
Jill no estaba muy convencida de que lo estuviera. En modo alguno.
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3
El hermano Justicia
Desde un balcón apenas visible, maese Jojonah miró hacia abajo, a la gran habitación desprovista de muebles salvo unos aparejos de entrenamiento situados en el muro más alejado. En el centro se encontraba de pie el joven robusto, con la cara ojerosa por falta de sueño. Llevaba sólo un taparrabos y tenía una actitud defensiva, los hombros encorvados, los brazos cruzados para cubrir la zona lumbar y el vientre. Incluso su cabeza estaba desnuda, pues sus superiores se la habían rasurado. Salmodiaba una y otra vez, para alentar sus flaqueantes fuerzas, y De'Unnero, el nuevo maese que había ocupado el lugar de Siherton, se paseaba majestuosamente cerca de él, y de vez en cuando lo azotaba con un látigo de montar. Detrás de Quintall había un inmaculado del décimo año.
—¡Eres débil e inútil! —gritó De'Unnero, azotándolo en los hombros—. ¡Y formabas parte de la conspiración!
La boca de Quintall se movió para formar la palabra «no», pero no emitió sonido alguno y tan sólo pudo sacudir la cabeza.
—¡Eras uno de ellos! —rugió De'Unnero, y volvió a azotarlo con el látigo.
Maese Jojonah apenas podía seguir mirando. La «formación» de Quintall se estaba realizando desde hacía más de un mes, desde que el padre abad Markwart había tenido una visión de Avelyn vivo.
¡Avelyn! Pensar en el joven hermano provocaba escalofríos a lo largo de la espina dorsal de Jojonah. Avelyn había matado a Siherton; el cuerpo, o lo que quedaba de él, no se había encontrado hasta bien entrada la primavera, casi un año después de la tragedia. Y para colmo, si la visión de Markwart era cierta, Avelyn había sobrevivido y había huido con un valioso lote de piedras sagradas.
Jojonah cerró los ojos y recordó las veces que Siherton le había advertido acerca de la dedicación casi inhumana de Avelyn. «Avelyn será un problema», había profetizado, y sus palabras se habían confirmado. ¿Pero por qué?, se preguntaba Jojonah. ¿Qué es lo que había provocado el problema, una falta de Avelyn o su carencia total de faltas en una orden cada vez más perversa? Por supuesto, el hermano Avelyn Desbris era un problema, un espejo oscuro en el que los padres de Saint Mere Abelle no soportaban mirarse. Avelyn, cualquiera que fuese el criterio que aplicara Jojonah, era lo que se suponía que tenía que ser un monje, un monje genuino, pero su manera de ser no se adecuaba a la progresiva secularización del monasterio. Que la piedad de un joven monje llegara a ser una amenaza para la orden era algo que maese Jojonah no podía llegar a aceptar.
Más aun, el maese estaba demasiado cansado, demasiado perturbado por las pérdidas de Siherton y de Avelyn —él mismo también se sentía perdido— para poner paz dentro del monasterio. Markwart estaba obsesionado con ver a Avelyn y sobre todo a las piedras otra vez en el monasterio, y la palabra del padre abad era sacrosanta.
El restallar del látigo captó de nuevo la atención de Jojonah hacia la escena inmediata. Jamás había sentido ningún afecto por el bruto de Quintall, pero aun así sentía piedad por él. Lo estaban sometiendo a durísimas condiciones, desde privaciones de sueño hasta largos períodos de hambre. Desmontarían pieza a pieza la fortaleza de Quintall, tanto física como mental, y luego volverían a montarla bajo la guía y el control de los padres instructores. Reducirían al hombre a un instrumento de destrucción, la destrucción de Avelyn. Cada pensamiento de Quintall se dirigiría de forma exclusiva a ese único propósito; Avelyn Desbris se convertiría en el origen de todos sus males, en la amenaza más odiada de Saint Mere Abelle.
Jojonah se estremeció y se alejó, tratando de no imaginarse la escena que sobrevendría cuando al fin Quintall atrapara a Avelyn.
La cueva parecía una caricatura gigantesca del salón del trono de un rey. Un enorme estrado de tres peldaños, centrado en la pared del fondo, ostentaba un trono de obsidiana tan enorme que dos hombres robustos podrían sentarse en él sin tocarse en absoluto. La habitación disponía de dos hileras gemelas de columnas macizas, cada una de ellas esculpida a semejanza de un gigante guerrero. Como el trono, también eran de obsidiana, de líneas elegantes pero de alguna manera discordantes que se entrecruzaban como fibras de músculos entrelazados. El suelo y las paredes eran de roca negra, sin adorno alguno, y mostraban el apagado gris habitual de la piedra de Aida; las únicas puertas que había eran de bronce.
No ardían antorchas; la luz de la habitación provenía de cada uno de los lados del estrado: un flujo continuo de lava surgía de las esquinas de la pared posterior, bajaba por unos agujeros del suelo para sumergirse en los túneles de Aida, y luego se extendía por los negros brazos de la montaña, hundiéndose más y más en Barbacan.
Ubba Banrock y Ulg Tik'narn, los jefes de los powris de las lejanas Julianthes, y Gothra, el rey de los trasgos, parecían aun más pequeños en aquella enorme habitación. Incluso Maiyer Dek, el jefe de los gigantes fomorianos, se sentía pequeño e insignificante al contemplar aquellas estatuas, como si éstas pudieran cobrar vida y rodearlo. Y, con sus casi cinco metros de estatura, Maiyer Dek no estaba acostumbrado a sentirse empequeñecido.
Sin embargo, aun cuando las veinte columnas, y una docena más, lo hubieran cercado, no le habrían resultado más impresionantes que la criatura que se recostaba en el trono. Los cuatro huéspedes del Dáctilo se sentían abrumados por el imponente peso de su autoridad. Cada uno de ellos era el más poderoso de su respectiva raza. Eran jefes de ejércitos que se componían de centenares de miembros en el caso de los gigantes, de millares en el de los powris y de decenas de millares en el de los trasgos. Eran la oscuridad de Corona, los que sembraban la aflicción, y no obstante parecían seres miserables y humildes ante el gran Dáctilo, meras sombras de aquel ser infinitamente más tenebroso.
Los trasgos y los gigantes se unían con frecuencia, pero ambas razas odiaban a los powris casi tanto como a los humanos.
Excepto cuando el Dáctilo estaba despierto. Excepto en los tiempos en que las fuerzas más oscuras los aliaban con un propósito común. No podía haber luchas por el poder entre los líderes de las distintas razas cuando el Dáctilo se sentaba en su trono de obsidiana.
—No somos cuatro ejércitos —rugió el Dáctilo de repente dirigiéndose a los cuatro, y Gothra estuvo a punto de caerse a causa de la severidad imponente de aquella retumbante voz—. Tampoco tres, si los powris consideran sus respectivas fuerzas como aliadas. ¡Somos un solo ejército, una sola fuerza, un solo propósito!
De un salto, el demonio se levantó del trono y les tiró un pedazo de tela gris con una imagen negra del Dáctilo bordada en ella.
—Marchaos y empezad el trabajo con esto —les ordenó.
Maiyer Dek fue el primero que examinó el pedazo de tela.
—Mis guerreros no son bordadoras —empezó a decir el jefe de los fomorianos; pero, tan pronto como las palabras salieron de su boca, el Dáctilo se plantó de un salto delante del gigante, y pareció crecer. Un aullido bestial escapó de los labios del demonio, mientras su mano se disparaba hacia el frente y abofeteaba a la enorme criatura con fuerza suficiente para tumbarlo en el suelo. Entonces el Dáctilo empezó un ataque más insidioso, una descarga mental de imágenes de tortura y agonía, y Maiyer Dek, el orgulloso y fuerte jefe, la más poderosa de todas las criaturas mortales en toda Barbacan, gimió miserablemente y se retorció en el suelo, implorando gracia.
—Cada soldado de mi ejército debe llevar este emblema —decretó el Dáctilo—. ¡Es mi ejército! Y tú —dijo a Maiyer, inclinándose y levantando con facilidad la mole del gigante— tráeme veinticuatro de tus mejores guerreros para que me sirvan de guardia personal.
Y así prosiguieron las reuniones a lo largo de los días. El Dáctilo demoníaco había despertado hacía varios años; vigilaba, percibía cada matanza de humanos en las Tierras Agrestes, saboreaba la sangre de cada cadáver en la que un powri sumergía su gorra infame, escuchaba los gritos de los marineros y de los pasajeros de los barcos fugitivos que se hundían en las marejadas del despiadado Miriánico. La oscuridad había ido en aumento, y los humanos se debilitaban cada vez más. La criatura vio que había llegado el momento de organizar sus fuerzas para empezar los ataques unificados.
Terranen Dinoniel era polvo en la tierra, y esta vez el Dáctilo estaba dispuesto a ganar. Entregó armaduras forjadas por él en los flujos de lava gemelos del salón del trono, a los veinticuatro gigantes que le llevó Maiyer Dek, e hizo protecciones todavía más sutiles para los cuatro jefes: grandes abrazaderas mágicas, tachonadas con clavos, que protegerían de los golpes de cualquier arma a quienes las llevaran. Ninguna de las tres razas perversas tenía reputación de lealtad o de honor, pero en aquel momento, gracias a las abrazaderas, el Dáctilo podía confiar en que los cuatro generales elegidos sobrevivirían a cualquier traición inesperada de sus subordinados.
Y éstos eran realmente numerosos. Fuera de la cueva, en las laderas cubiertas de árboles de Aida, miles de trasgos, powris y gigantes se agrupaban en sus respectivos campamentos, y miraban en dirección sur hacia el agujero que señalaba la entrada principal de la guarida del demonio. Los tres campamentos estaban situados entre los más recientes «brazos» de la montaña, dos vetas negras de lava enfriada, todavía rojas en la embocadura ya que el magma seguía fluyendo lentamente de las entrañas del volcán, que salían al exterior por el sureste y por el sudoeste, como si fueran los brazos extendidos del propio demonio. No había rastro de vegetación; toda vida había quedado extinguida bajo las tinieblas, quemada por los fuegos y cubierta por la lava enfriada. Incluso las criaturas que estaban situadas en la parte central del área limitada por los dos brazos notaban el calor residual, y el aire trémulo llevaba los zumbidos del poder prometido, el hormigueo del ansia de salir y matar.
Todo por el Dáctilo.
—¿Cómo te llamas?
—Quintall.
El hombre gemía mientras el látigo lo azotaba de nuevo y dejaba líneas rojas en su espalda.
—¿Tu nombre?
—¡Quintall!
El látigo restalló otra vez.
—¡Tú no eres Quintall! —le gritó De'Unnero en la cara—. ¿Cómo te llamas?
—Quin... —Ni siquiera pudo completar la palabra antes de que el látigo, manejado con pericia por un inmaculado del décimo año, le arrancara un hondo gemido.
Arriba en el balcón, fuera de la vista de la víctima y de los dos torturadores, maese Jojonah suspiró y sacudió la cabeza. Aquel hombre era increíblemente resistente, y Jojonah temía que muriese a causa de los golpes antes de renegar de su identidad.
—No temas —dijo detrás de él la voz del padre abad Markwart—, los tratados no mienten; es una técnica probada.
Jojonah realmente no lo dudaba; ¡sólo se preguntaba por qué en nombre de Dios se había desarrollado una técnica semejante!
—La desesperación engendra trabajos tenebrosos —observó el padre abad, acercándose a Jojonah precisamente cuando el látigo volvía a restallar—. Para mí esto es tan desagradable como para ti, pero ¿qué otra cosa podemos hacer? El cuerpo de maese Siherton confirma nuestros temores. Sabemos los trucos que Avelyn utilizó para escapar, y que el alijo de piedras mágicas que se llevó es considerable. ¿Vamos a dejarlo en libertad para que pueda provocar la decadencia, o quizás el hundimiento de nuestra orden?
—Por supuesto que no, padre abad —replicó maese Jojonah.
—Ninguno de los monjes que vive en Saint Mere Abelle conoce mejor a Avelyn Desbris que Quintall —prosiguió el padre abad—. Es la persona idónea.
«Para ejecutarlo», pensó Jojonah.
—Para recuperar lo que en buena ley nos corresponde —dijo el padre abad, leyendo los pensamientos de Jojonah con tanta claridad que éste se giró para mirarlo de cerca; el monje se preguntó si Markwart no estaría utilizando alguna magia para leerle la mente.
»Quintall nos servirá como una extensión de la iglesia, como un instrumento de nuestra justicia —prosiguió con severidad el anciano padre abad, con una determinación en su voz, normalmente temblorosa, que Jojonah nunca había oído antes. El maese comprendió la desesperación del hombre, a pesar de que lo ocurrido —los crímenes de Avelyn y su deserción— no dejaba de tener precedentes. Tampoco las piedras robadas representaban ningún peligro real para la Orden Abellicana; Jojonah sabía que en las subastas que se celebraban con regularidad se vendía en promedio el doble de piedras de las que se había llevado Avelyn, y que los poderes de las piedras que poseían los mercaderes y nobles superaban a los del alijo de Avelyn. Para los responsables de Saint Mere Abelle, lo único verdaderamente importante con respecto a las piedras robadas era el cristal gigante de amatista, por el solo hecho de ser una piedra cuya magia ellos todavía no habían sabido descifrar. Así que el tonto de Avelyn no representaba realmente ningún peligro serio para la abadía o para la orden. Pero no era ésa la cuestión, no era la causa de la desesperación del padre abad. Markwart moriría pronto en manos de su peor enemigo, el tiempo, y no deseaba dejar detrás ningún cabo suelto, lo cual incluía la existencia del renegado Avelyn.
—Muy pronto estaremos sobre la pista de Avelyn —indicó el padre abad.
—A menos que Quintall continúe resistiendo —osó decir maese Jojonah.
Markwart lanzó una risita entrecortada.
—Son técnicas que no fallan: la falta de sueño y de comida, las recompensas y castigos llevados a cabo por nuestros jóvenes e impacientes padres. Las ideas de Quintall del bien y del mal, del deber y del castigo, están siendo sistemáticamente reemplazadas por los principios que se le inculcan cuando se le dan las recompensas. Es una criatura con un solo objetivo. Compadécelo, pero compadece aun más a Avelyn Desbris.
Dicho esto, Markwart se fue.
Jojonah lo miró mientras se alejaba, y se estremeció al ver la absoluta frialdad del aura de aquel hombre. Otro restallido del látigo captó entonces su atención.
—¿Cómo te llamas? —preguntó De'Unnero.
—Quin...
El hombre dudaba; incluso desde el balcón, maese Jojonah percibió que estaban a punto de ganar una batalla.
De'Unnero empezó de nuevo a apremiar al hombre torturado, pero se detuvo, y Jojonah advirtió que el joven monje había visto un cambio en la actitud de Quintall, tal vez una extraña luz en sus ojos. Jojonah se apoyó en la baranda y escuchó con atención cada inflexión, cada susurro.
—Hermano Justicia —replicó el magullado hombre.
Maese Jojonah se echó hacia atrás. No estaba aún convencido del todo de aceptar la técnica usada para programar a Quintall, o su objetivo; pero tenía que reconocer que parecía efectiva.
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4
Bradwarden
¿Es miedo lo que los inspira? ¿Son celos? ¿O es algo más sutil, una voz interior que les dice que ellos y yo no somos de la misma especie? Naturalmente, no saben que he estado con los Touel'alfar, pero está muy claro, tanto para ellos como para mí, que no compartimos el mismo punto de vista.
Elbryan se dejó caer en la silla, y reflexionó sobre sus propias palabras. Cruzó las manos frente al rostro y desvió la mirada del espejo.
Cuando volvió a mirar, el espectro de su tío Mather aguardaba pacientemente en las profundidades del espejo.
—Belli'mar Juraviel me advirtió que sería así —prosiguió Elbryan—. Y, de hecho, parece perfectamente lógico. La gente de la frontera de las Tierras Agrestes necesariamente tiende a formar un grupo cerrado. Su miedo los aísla, y a menudo no pueden distinguir un amigo de un enemigo.
»Esto es lo que me ocurre cuando acudo al Aullido de Sheila. No me comprenden; no comprenden mi actitud ni mis conocimientos, y menos aun mis deberes; y por esta razón me temen. Sí, tío Mather, debe de ser temor, pues ¿qué tengo yo que pudiera envidiar la gente de Dundalis? Según sus criterios soy mucho más pobre.
El joven soltó una risita y se pasó una mano por el pelo castaño claro.
—Sus criterios —murmuró de nuevo, y no pudo menos que sentir pena por las gentes de Dundalis, de Prado de Mala Hierba y de Fin del Mundo, amontonadas en sus cabañas. Era cierto que disfrutaban de algunas cosas agradables de las que Elbryan carecía: lechos suaves, sólidas jofainas para agua, comida almacenada. Pero el guardabosque tenía dos cosas mucho más valiosas, desde su punto de vista, dos cosas que no cambiaría por todos los tesoros de todos los reinos de Corona.
—Libertad y deber, tío Mather —dijo con la mayor firmeza—. No trazo línea alguna de propiedad, porque esas líneas son a la vez barreras. Y, al final, es la sensación de realización, de tener un objetivo, y no la riqueza obtenida mediante tal realización, lo que proporciona satisfacción y felicidad.
»Por eso camino vigilante. Por eso soporto comentarios hirientes y reprimendas. Tengo fe en lo que hago, en mi objetivo, porque yo, por encima de los demás, comprendo las consecuencias que se derivarían de un fracaso.
«Pero estoy solo», pensaba para sí el joven, que no estaba preparado todavía para decir la verdad en voz alta. Permaneció sentado un buen rato y luego apoyó las manos en los brazos de la silla para levantarse.
En aquel instante notó una vibración suave y sutil. ¿Era música?
Sabía que era música aunque parecía en extremo suave, demasiado lejana para poder oírla. Más bien tenía el presentimiento de un sonido suave y delicado, dulce como una arpa élfica, melodioso como la voz de la señora Dasslerond.
Miró al espejo, a la imagen distante, y sintió su calma.
Elbryan salió de la cueva inmediatamente para oír mejor la música. No fue así; en cualquier dirección que se volviese, la melodía flotaba en el límite mismo de su percepción. Pero estaba allí. Algo estaba allí.
Y el tío Mather quería que lo encontrara.
Aquel día había planeado ir a Prado de Mala Hierba y luego dirigirse hacia el oeste siguiendo la trayectoria del sol para acercarse a Fin del Mundo. Pero ya no podía ir pues aquella música sutil lo intrigaba, aunque sabía a buen seguro que no suponía amenaza alguna. ¿Habían acudido los elfos a visitarlo? Después lo inquietó otro pensamiento, la idea de que había oído antes aquella canción, pero no podía precisar dónde.
EL guardabosque empleó la mayor parte de la mañana buscando la dirección de la que provenían las serenas notas. Utilizó todo lo que había aprendido, todos los medios a su alcance; concentró todos sus sentidos, uno tras otro, en cada dirección, planta o animal, buscando algún indicio de su origen. Por fin descubrió una serie de huellas.
Un solo caballo y grande, dedujo, sin herraduras y al paso. En aquel territorio había caballos salvajes; unos quizás habían huido de la tragedia de Dundalis, otros se habían escapado de caravanas y además había otros cuyas raíces en aquella tierra eran más antiguas que las de los hombres. No eran numerosos y a buen seguro eran asustadizos, aunque Elbryan había acariciado la idea de domar uno de ellos.
Sin embargo, no tardó en convencerse de que no podría hacerlo en aquella ocasión, pues mientras seguía el rastro advirtió que también estaba siguiendo la fuente de la música. Así pues, dedujo Elbryan, el caballo iba montado.
Tal pensamiento no lo desanimó, sino que lo intrigó aun más. Alguien se había internado en sus dominios, alguien que no vivía en los pueblos, pues si así fuese el caballo habría llevado herraduras.
Elbryan bajó por una ladera cubierta de árboles, y fue a parar a un valle estrecho y a la orilla de un impetuoso río. Lo vadeó con ciertas dificultades, pero no tuvo problemas para encontrar el sendero al otro lado, pues el jinete no había hecho esfuerzo alguno por ocultar las huellas. Elbryan acortaba la distancia de modo uniforme. No tardó en percibir las auténticas notas... de un instrumento de viento; rebuscó en su memoria pues estaba seguro de que había oído antes aquel peculiar y obsesionante sonido. Entonces recordó el instrumento, soplado por un comerciante en ocasión del décimo aniversario de Elbryan. Era un instrumento curioso, una bolsa de piel y una serie de tubos: una gaita.
El guardabosque lo siguió con rapidez y sigilo a través de una serie de onduladas colinas. Luego, de pronto, se detuvo, pues la música había cesado. Elbryan atisbó desde detrás de un árbol. En lo alto de la colina, en medio de un bosquecillo enmarañado de abedules y maleza, había un hombre alto, más alto que él aun teniendo en cuenta la perspectiva desfavorable del guardabosque. Tenía el cabello negro y espeso y la barba poblada. Estaba desnudo al menos del vientre para arriba; su torso era robusto, de músculos bien definidos y espalda arqueada. Sostenía los tubos debajo del brazo y hacia abajo; había dejado de tocar.
—Bueno, guardabosque, ¿te gusta cómo soplo los tubos y obtengo los tonos? —preguntó con una ancha y luminosa sonrisa.
Elbryan se agachó, aunque era evidente que el hombre lo había visto. ¡No podía creer que hubiera advertido su presencia y supiera quién era!
—Te ha llevado un buen rato encontrarme —vociferó el hombre—. ¡No lo habrías conseguido si yo no hubiera tocado la gaita para que me siguieras la pista!
—¿Y tu quién eres? —preguntó el guardabosque.
—Bradwarden el Gaitero —respondió con orgullo el hombre—. Bradwarden el Hombre del Bosque. Bradwarden el Padre Pino, Bradwarden el Tierno Caballo, Bradwarden el...
Se interrumpió cuando Elbryan, intuyendo con razón que aquella retahíla podía prolongarse bastante, salió de detrás de un árbol.
—Yo me llamo Pájaro de la Noche —dijo, aunque imaginaba que de algún modo aquel hombre ya lo sabía.
El hombre asintió sin dejar de sonreír.
—Elbryan Wyndon —añadió, y Elbryan asintió mirándolo asombrado al considerar las implicaciones de aquel nombre perdido desde hacía mucho tiempo. Todos en Dundalis, a excepción de Belster O'Comely, conocían a Elbryan con el nombre que le habían dado los elfos.
—Quizá me lo hayan dicho los animales —comentó Bradwarden—. Soy más listo de lo que parezco, sin duda, y más viejo de lo que puedas suponer. Quizá los animales, quizá las plantas. —Bradwarden se interrumpió y le hizo un guiño tan exagerado que Elbryan lo vio pese a la distancia que los separaba—. Quizá tu tío.
El guardabosque se quedó de piedra, incapaz de encontrar siquiera las palabras adecuadas para formular las preguntas obvias. Sentía desconfianza pero no temor, así que continuó colina arriba, tanteando cada paso antes de apoyar el peso del cuerpo, como si recelase que el lugar estuviera sembrado de trampas.
—Deberías haberlos matado a los tres —siguió diciendo el gaitero.
Elbryan se encogió de hombros sin entender lo que Bradwarden le quería decir.
—Paulson y sus compinches —siguió el hombre alto—. No causan más que problemas. Debería habérseme ocurrido matarlos yo mismo, cuando vi un animal tratando de escapar de una de sus perversas trampas con una pata apresada en ella.
Elbryan iba a responder que había destruido las crueles trampas pero las palabras se le atascaron en la garganta cuando, al acercarse a través de la maleza, vio los cuartos traseros de un caballo, vio que el hombre estaba montado. Pero al acercarse más vio que había sido el hombre, y no el animal, quien había dejado las huellas.
Para Elbryan, el Pájaro de la Noche, que había peleado con gigantes fomorianos y con trasgos, que había vivido con los elfos, un centauro no era inquietante en absoluto. Aun así lo asaltaron muchas preguntas, demasiadas para poder ordenarlas. Y también lo asaltó el recuerdo de un sonido de gaitas que había oído en una ocasión en que él y Pony habían estado en silencio en la ladera que se cernía sobre Dundalis; rememoró, también, las leyendas del fantasma del bosque, medio hombre y medio caballo, que tanto lo habían fascinado de pequeño.
—No causan más que problemas —comentó Bradwarden despectivamente—. ¡Y los mataré si vuelvo a oír otra vez un grito de mis amigos animales!
Elbryan no puso en duda que lo haría. Había en el tono del centauro una nota demasiado desapasionada, demasiado inhumana. Un estremecimiento le recorrió la espina dorsal al imaginar lo que podía hacerles a Paulson, Cric y Chipmunk aquella poderosa fiera, que debía de pesar más de trescientos cincuenta kilos y era tan astuta como para haber evitado al guardabosque durante todas aquellas semanas.
—Bueno, Elbryan Pájaro de la Noche, ¿tienes algún instrumento para acompañar mi gaita?
—¿Cómo sabes quién soy? —le preguntó el guardabosque.
—Si los dos nos ponemos a preguntar, no habrá nadie para responder —lo regañó Bradwarden.
—Entonces, contesta a mi pregunta —repuso el joven.
—Ya lo hice —replicó Bradwarden—. Quizás...
—Quizás lo que haces es eludir una respuesta —lo interrumpió Elbryan.
—Ah, mi querido mozuelo humano —dijo Bradwarden con su encantadora sonrisa, aunque parecía tener un aire de superioridad por venir de tan arriba—, no querrás que te cuente mis secretos, ¿verdad? ¿Cómo te divertirías si lo hiciera?
Elbryan se tranquilizó y bajó la guardia. Supuso que uno de sus amigos le había hablado de él a Bradwarden; uno de los elfos, seguramente Juraviel. O bien había sucedido así, decidió Elbryan, o el centauro había escuchado a escondidas cuando él había acudido al Oráculo, pues Bradwarden tenía noticias del tío Mather y de la «pequeña cueva». En cualquier caso, Elbryan sintió en lo más profundo de su corazón que quien tenía ante él no era un enemigo, y pensó que era más que una simple coincidencia que aquel mismo día, por primera vez desde que había llegado a aquel territorio, él hubiera lamentado abiertamente su soledad.
—Maté un ciervo esta mañana —dijo de pronto el centauro—. Te invito a comer; incluso te dejaré asar tu parte.
Sin más, el centauro infló la gaita y comenzó a tocar una animada marcha militar al tiempo que emprendía el trote con sus robustas patas. Elbryan echó a correr detrás buscando continuamente atajos entre la maleza para no quedarse rezagado.
En algunos aspectos eran muy diferentes. Fiel a su palabra, Bradwarden permitió a Elbryan encender un fuego y asarse su venado, en tanto que él se comió su porción cruda, casi un cuarto del ciervo.
—Odio matar estas pobres criaturas —dijo el centauro y remató la frase con un atronador eructo—. Son muy lindas y atractivas para alguien con un cuerpo como el mío, en más aspectos de lo que te imaginas. Pero con los frutos y las bayas no tengo ni para hincar un diente. Necesito comer carne para llenarme la barriga. ¡Y tengo una considerable barriga! —añadió acariciándose el estómago en el punto en que el torso humano se unía con la mitad inferior de caballo.
Elbryan sacudió la cabeza y sonrió aun más cuando Bradwarden soltó otro tremendo y atronador eructo.
—¿Llevas mucho tiempo en esta región? —preguntó el guardabosque—. No te he visto nunca, ni tampoco he topado con tus huellas.
—No seas tan duro contigo mismo —repuso el centauro—. Vivo en esta región desde antes de que viviera el padre de tu padre. ¿Y qué se supone que tendrías que haber visto? ¿Una huella de caballo o mis excrementos? Habrías creído que eran de un vulgar caballo, aunque, si hubieras examinado los excrementos, habrías comprobado que mi dieta no es la misma que la de mis amigos los caballos.
—¿Y por qué tendría que mirarlas más de cerca? —preguntó Elbryan con expresión desabrida.
—Sucio asunto ése —replicó Bradwarden.
El guardabosque asintió, perdonándose a sí mismo por haber pasado por alto las señales.
—Además —continuó Bradwarden—, yo sabía que habías venido, mientras que tú no sabías que yo vivía aquí. Así pues yo diría que jugaba con ventaja, de modo que no debes castigarte a ti mismo.
—¿Cómo... lo sabías?
—Me lo dijo un pajarito —contestó el centauro—. Una deliciosa criatura que dice su nombre dos veces seguidas.
Elbryan frunció el entrecejo ante tan críptica declaración, pero se limitó a sacudir la cabeza pensando que no era importante. Cuando estaba a punto de plantear otra pregunta en una dirección completamente distinta, se acordó de una amiga que encajaba a las mil maravillas con la descripción que le había hecho el centauro.
—Tuntun —afirmó más que preguntó.
—Claro, ella —rió Bradwarden—. Me previno que no esperara gran cosa de ti.
—No me extraña —dijo secamente el guardabosque.
—Así que le dije que te estaría vigilando —continuó el centauro—. Aunque he descubierto que no necesitas mucha vigilancia.
—Entonces, tú eres amigo de los elfos —dijo Elbryan esperando encontrar algún punto en común.
—Conocido de los elfos, diría yo —repuso el centauro—. Son buenos para el vino, y respetan los animales y los árboles, pero ¡son demasiado burlones y refinados! —Para acentuar este punto soltó el eructo más sonoro que Elbryan había oído jamás—. ¡Nunca oirás un trueno salir de la barriga de un elfo!
Bradwarden soltó una ruidosa carcajada, alzó un enorme pellejo y bebió un líquido de color ámbar; Elbryan reconoció que era pasmo lo que le caía en la boca y le resbalaba por la barbuda cara.
—Tendrías que haberlos matado —dijo el centauro de repente, emitiendo cada palabra con abundantes salpicaduras de vino.
Elbryan pensó que Bradwarden se refería a los elfos y frunció el ceño de incredulidad.
—Me refiero a los tres hombres —aclaró el centauro—. Paulson, Cric y... ¿quién era el tercero?
—Ardilla.
El centauro soltó un bufido.
—Idiota —refunfuñó—. Tendrías que haberlos matado a los tres. No tienen ninguna consideración, te lo digo yo, y no causan más que problemas.
—¿Entonces por qué Bradwarden los ha tolerado? —preguntó Elbryan—. Supongo que llevan en esta región bastante tiempo, a juzgar por su campamento; y obviamente los conocías.
El centauro asintió a tan lógico razonamiento.
—Lo he pensado —admitió—. Pero no me dieron ningún pretexto. Y —hizo una pausa y guiñó el ojo maliciosamente— no temas, pues la carne humana no me gusta especialmente.
—¿Entonces la has probado? —razonó Elbryan, sin morder el anzuelo.
Bradwarden eructó de nuevo y empezó un largo discurso sobre las enfermedades de los humanos. Elbryan se limitó a sonreír y dejó que el centauro divagara más y más; sopesaba las palabras de la criatura con suma atención para poder descubrir los distintos aspectos de su personalidad. Elbryan sospechaba, y pudo confirmarlo a lo largo de las semanas siguientes, que él y el centauro no tenían objetivos tan distintos.
Él era guardabosque, un guardián de los humanos de la frontera y también de los bosques y sus criaturas. La misión de Bradwarden, al parecer, no era tan distinta, salvo que el centauro se ocupaba más de los animales, en particular de los caballos salvajes; incluso le había advertido que había dado la libertad a muchos caballos, ya que sus amos humanos los trataban mal. Apenas se ocupaba de los humanos. Había visto el asalto de Dundalis años antes, confirmó a Elbryan, aunque se limitó a comentar que aquello había sido «una lástima».
La suya llegó a ser una amistad en desarrollo, una sonrisa y un intercambio de noticias cuando coincidían en la misma zona. Para Elbryan, el hecho de haber conocido a Bradwarden fue, por supuesto, algo maravilloso. Sentía que la próxima vez que visitara al Oráculo, la sensación de soledad ya no lo seguiría hasta la cueva.
5
El aviso del profeta gordinflón
Las noticias relativas a su inmediato traslado a Pireth Vanguard, en el lejano norte, no cambiaron en lo más mínimo el malhumor de Jill. Según todos los informes, el tiempo era mejor en la parte norte del golfo de Corona, más fresco, con fuertes vientos y mayores cambios estacionales. En Pireth Tulme incluso el invierno era un gran manto gris de nubes y una fría lluvia, que sólo difería del verano por la temperatura.
Pero Jill se había acostumbrado a una rutina, en consonancia con el sempiterno tiempo gris. Cada día se parecía al anterior, una existencia de perpetuo trabajo y vigilancia. Los segundos, los minutos y las horas parecían pasar lentamente, y sin embargo, al mismo tiempo, una vez transcurridas las semanas, parecía como si se hubieran ido volando.
El incidente en Al Acecho del Viajero había supuesto cierta emoción, algo que rompía la rutina. A Jill se le había quedado grabada la imagen del fraile loco, seguía oyendo sus palabras y hallaba en ellas cierta afinidad con lo que yacía en lo más profundo de su corazón. Ella se temía que no había sentido del honor o del deber en Pireth Tulme, ni en los hombres del rey, ni en los Guardianes de la Costa, ni en lugar alguno de Honce el Oso, ni en todo Corona. Y aquel hombre, por proclamar la verdad con un entusiasmo que excedía incluso el de las orgías de Pireth Tulme, aquel hombre a quien no sorprendería la tragedia que había marcado la vida de la joven Jill, que la habría previsto y habría alertado contra ella, aquel hombre, aquel santo profeta, era tachado de «loco».
Jill suspiraba profundamente cada vez que pensaba en aquel hombre. Sus palabras le sonaban a verdad y resonaban en los intervalos de calma entre los gemidos y chillidos que sallan sin cesar de las habitaciones de Pireth Tulme, mientras ella hacía la guardia. El fraile loco preveía la catástrofe; Jill no podía menos que desear que hubiera entonado su letanía en un pequeño pueblo fronterizo algunos años atrás.
¿Habrían prestado oídos a sus advertencias las gentes de aquel pueblo? Seguramente no más que los soldados de Pireth Tulme, que habían reanudado sus diversiones en cuanto regresaron de Tinson.
Pero, a pesar de sus impresiones, Jill seguía su guardia vigilante, día tras día, a menudo hasta bien entrada la noche. Y seguía preservando su honor y su virtud, negándose a abandonarse a las tentaciones de las fiestas, negándose a rendirse a la desesperanza... y eso era precisamente lo que veía Jill en el hedonismo que la cercaba. Los soldados de Pireth Tulme se dedicaban al jolgorio y a los placeres de la carne para no ver el vacío de sus almas. Habían sacrificado sus corazones, por así decir, a sus riñones.
Así eran las cosas. Jill soportaba estoicamente las pullas de sus compañeros, sobre todo del alcaide Miklos Barmine, que parecía codiciarla más aun por el hecho de que ella no se le hubiese rendido.
Quizá Pireth Vanguard sería mejor, se atrevía a veces a pensar Jill; pero, inevitablemente, sus esperanzas naufragaban en la cruda realidad de la vida de Honce el Oso, en el año 824 del Señor.
Era una mañana gris —como casi todas— y Jill estaba sentada en la muralla entre las almenas, con las piernas colgando sobre una altura de sesenta metros y la mirada clavada en la niebla que se cernía sobre la Bahía del Casco de Caballo. Pireth Tulme estaba particularmente silenciosa después de una noche de borrachera, una noche que Jill había pasado en el tejado de la torre, envuelta en su manta y acurrucada bajo el armazón de la única catapulta de la fortaleza.
Mantenía todos los sentidos concentrados en el presente, sin pensar en nada excepto en los farallones rocosos que se erguían como centinelas silenciosos en medio de la neblinosa bahía, en el constante chapoteo de la marea menguante contra las rocas allá abajo, en el balido de una oveja de vez en cuando en el campo en pendiente que se extendía al otro lado de la fortaleza.
Y en una vela cuadrada que se abría paso entre la niebla gris.
Se puso en pie y se asomó entre las almenas escrutando el mar. Era sin duda una vela que avanzaba hacia Pireth Tulme y no hacia adentro o hacia afuera del golfo de Corona. La primera reacción instintiva de Jill fue avisar de alguna manera a la embarcación. Justo al lado de la catapulta, la fortaleza disponía de un cañón de señales, un barril de componentes volátiles —aunque, como no se había utilizado durante tantos años, Jill temía que sería imposible encenderlos— diseñado para enviar avisos a una fortaleza mayor, la de los hombres del rey, a unos diez kilómetros tierra adentro. Jill se dio cuenta de que no podía reunir la ayuda suficiente para preparar a tiempo el cañón, así que comenzó a agitar los brazos y a gritar, para alertar de las rocas a la tripulación del barco y de este modo impedir una desgracia.
Pero se quedó boquiabierta y paralizada por la sorpresa cuando la embarcación respondió disparando su propia catapulta y una enorme roca fue a estrellarse contra el acantilado una decena de metros debajo de Jill.
Era exactamente la situación para la que la joven soldado se había preparado durante aquellos años, tal como había imaginado que sucedería. Y, sin embargo, por algún motivo le parecía irreal y por eso se quedó aturdida durante unos momentos.
Entonces vio que el barco no iba solo, sino que lo acompañaban otras embarcaciones mucho más bajas. Una —al menos una— ya había pasado junto a Pireth Tulme y se dirigía a la playa de la Bahía del Casco de Caballo; otras dos flanqueaban el velero por la derecha y una tercera por la izquierda.
Un segundo proyectil se elevó por encima de la muralla de la fortaleza, sobrevoló también la muralla trasera y se estrelló contra el campo.
Jill gritó con toda la fuerza de sus pulmones mientras las embarcaciones seguían acercándose, y luego gritó una segunda vez al ver que nadie le contestaba. Observó la actividad sobre la cubierta del barco: pequeñas siluetas se afanaban de un lado a otro para hacer pasar la carabela entre los rocosos centinelas de la bahía. Entonces distinguió las gorras rojas.
—Powris —murmuró sin aliento.
No tuvo tiempo de preguntarse dónde podían haber robado o capturado el barco; volvió a gritar y se giró para mirar la puerta de la torre.
Allí tendría que haber habido un segundo centinela, para retransmitir la alerta a los soldados. Jill sacudió la cabeza agitando la corta melena rubia. La joven hervía de frustración y desesperación. Atronó otro proyectil, que fue a estrellarse contra la muralla frontal de Pireth Tulme y derribó algunas piedras.
Jill corrió por la muralla en dirección a la puerta, sin dejar de observar la bahía. ¡La embarcación baja estaba muy cerca de la playa, y por la escotilla abierta de otra que ya había llegado a la orilla salían en tropel docenas de enanos con gorras rojas, que se esparcían por la arena sembrada de conchas!
Resonó otro disparo en el momento en que Jill tiraba con fuerza del enorme pestillo de la puerta; aquella vez el proyectil no era una piedra ni pez, sino un amasijo de docenas de áncoras pequeñas de varios brazos.
—Maldita sea —farfulló al ver que muchos de los garfios se aferraban a los muros.
Gritó a los soldados que estaban dentro de la torre para que corrieran a los muros, alertándolos de la presencia de powris en la bahía, y luego echó a correr desenvainando la espada y sin dejar de proferir maldiciones. Los habían cogido desprevenidos; cuando alcanzó de nuevo el muro frontal, vio que todavía nadie había salido de la torre. Probablemente, la mitad de los soldados no había dado crédito a sus gritos de alerta o simplemente estaban demasiado borrachos para hacerle caso, y la otra mitad seguramente no habían sido capaces de dar con sus malditas armas.
Los enanos trepaban con sorprendente agilidad por las cuerdas tensadas entre el barco y los muros, ayudándose de manos y tobillos. Jill primero intentó desenganchar las áncoras, pero estaban demasiado bien aferradas gracias al peso de los enanos que subían por las cuerdas.
Luego la emprendió con una cuerda. La acuchilló una y otra vez, desportillando incluso la hoja de la espada al fallar un golpe y dar contra la piedra. Pero las cuerdas eran gruesas y resistentes, y Jill se dio cuenta de que no podría cortarlas todas, de que sólo lograría cortar una o dos antes de que los malignos powris empezaran a coronar la muralla.
—¡Deprisa! —gritó mirando hacia la puerta de la torre, que se había abierto.
Por fin apareció Miklos Barmine, restregándose los ojos y parpadeando repetidamente como si la luz lo deslumbrara, aunque era un día apagado. Estaba a punto de preguntar a gritos a Jill a qué venía tanto alboroto, pero se detuvo y parpadeó asombrado al ver a la joven luchando con la cuerda.
Otro hombre surgió tras el alcaide.
—¡A la muralla! ¡A la muralla! —gritó desesperadamente Barmine, y el hombre desapareció en la oscuridad de la torre llamando a gritos a sus compañeros.
Jill logró cortar la cuerda, y media docena de powris se precipitaron en las frías aguas. La joven corrió hacia la cuerda siguiente pero decidió no cortarla al ver que un enano estaba a poca distancia del muro. Golpeó al powri con todas sus fuerzas en el momento en que éste se encaramaba a la muralla. La criatura se aferró tenazmente a la piedra, pero Jill le propinó un espadazo en la cara y el powri se precipitó gritando al vacío.
Entonces Jill se dedicó a cortar la cuerda. Algunos soldados acudían ya desde la torre, pero los powris estaban coronando el muro. Jill no había logrado aún cortar la mitad de la cuerda, cuando tuvo que interrumpir su trabajo para enfrentarse a otro enano que se había encaramado al parapeto. La criatura desenvainó una espada corta pero demasiado tarde para detener el salvaje golpe de la mujer, que lo alcanzó en los ojos y lo cegó. El enano contraatacó con virulencia, pero Jill ya se había apartado para colocarse detrás de él, y, cuando el powri acabó su enloquecido giro y se puso a la defensiva, Jill le pasó un brazo sobre el hombro y el otro entre las piernas y, levantándolo, lo arrojó al abismo. Pero no tuvo tiempo de descargar otro espadazo contra la cuerda, porque otro enano le salió al paso blandiendo una porra entre gritos y aullidos.
Los soldados hacían frente con valentía a los enanos de gorras rojas a lo largo del muro. Jill vio cómo un par de powris se abalanzaban sobre un hombre, que cayó de rodillas llevándose las manos a la herida mortal que había recibido en el pecho.
Jill se entregó de nuevo a la lucha, retrocediendo a saltos para eludir los golpes de aquella espantosa porra. Atacó con un gruñido pinchando hacia adelante; luego, cuando su golpe fue hábilmente desviado, propinó una patada por debajo del barrido de la porra y alcanzó al enano en el vientre.
El powri ni siquiera retrocedió, sino que volvió al ataque con uno, dos, y todavía un tercer golpe.
Jill comprendió que pronto estaría fuera de combate porque notó que otro powri se le acercaba rápidamente por detrás. Dio un paso al frente y, girando repentinamente, se dejó caer sobre una rodilla y arremetió hacia adelante; con la mano que tenía libre agarró el brazo del segundo enano, armado de una espada, mientras ella le hundía profundamente la suya en el pecho.
Se incorporó de un salto apartando al powri herido de un empellón y, girándose otra vez, volvió con furia a la carga. Se acercó demasiado a la porra como para recibir un golpe fuerte, y soportó un flojo porrazo que le permitió en cambio atacar y propinar un pinchazo en la garganta del enano.
Jadeando, la mujer inspeccionó la escena.
No podían ganar. Los Guardianes de la Costa de Pireth Tulme luchaban con valor, pero eran inferiores en número y habían perdido su única ventaja: las murallas. Si hubiesen estado preparados, si hubiesen estado alerta, habrían podido cortar la mayor parte de las cuerdas antes de que los enanos coronaran el muro. Si los soldados se hubiesen entrenado para un ataque semejante, sus defensas habrían estado coordinadas y el cañón de señales ya habría sido disparado para pedir refuerzos. Jill vio un destacamento de seis soldados junto a la catapulta; tres maniobraban las palancas y los otros tres intentaban desesperadamente mantener a raya a un puñado de powris. Sabía que debía acudir en su ayuda, pero comprendió que era inútil. Se luchaba a todo lo largo de la muralla; seguían llegando más y más powris, y otro grupo, procedente de los dos botes barril que se habían internado en la Bahía del Casco de Caballo, atacaba con salvajes gritos por el campo en pendiente situado detrás de la fortaleza.
Pireth Tulme estaba perdida.
Jill vio al alcaide Miklos Barmine gritando órdenes desde el muro cercano a la torre, rodeado de powris. Recibió un tremendo golpe, luego otro, pero respondió con una estocada que derribó de la muralla a un powri. Una de las camaradas de Jill apareció en la puerta de la torre, pero fue abatida por una hueste de gorras sangrientas que cargaban en aquel momento contra la torre.
Barmine continuaba gritando, aunque sus palabras no tardaron en convertirse en gruñidos y aullidos de agonía. Sangraba por una docena de heridas y recibía golpe tras golpe, aunque seguía blandiendo tozudamente la espada.
Luego Jill lo perdió de vista pues tuvo que enfrentarse a otro enano. La criatura entró en acción con energía y, pensando que cogería a la mujer por sorpresa, le lanzó un salvaje golpe lateral. Jill lo esquivó con facilidad y respondió al ataque con una patada que alcanzó al powri en la espalda con suficiente potencia para desequilibrarlo, por lo que el enano cayó dos metros y medio desde el parapeto al nivel inferior.
Otro tomó rápidamente su lugar y propinó una serie de estocadas con su corta espada. Jill se las apañó para echar una fugaz ojeada a la torre. Las huestes de los powris la invadían, y Barmine había caído de rodillas y tenía la cara, los brazos y el cuerpo entero cubierto de sangre.
Espoleada por la horrible visión, atacó con fiereza. Levantó la espada, descargó un tajo de izquierda a derecha, y luego la retrasó de nuevo para dar a continuación un golpe de revés; cada movimiento producía, al entrechocar las dos espadas, un sonido metálico. Al tiempo que propinaba el último golpe, Jill adelantó el pie derecho; entonces giró la hoja y descargó un nuevo golpe que hizo retroceder al powri. Pero otro enano apareció tras el primero en su ayuda, y aun otro más detrás de aquél. Jill oyó el grito agónico de un soldado en su retaguardia, y se acabó de convencer de la inminencia de la derrota.
La chica se lanzó hacia adelante y, brincando a lo más alto de la muralla, saltó de almena en almena, por encima de los pinchazos de la espada del sorprendido powri. Se alejó de los tres perseguidores con unas pocas zancadas largas, y se dirigió hacia el extremo más alejado de la muralla frontal.
Había otra cuerda fijada en aquel punto; el último enano agarrado a ella estaba apenas a metro y medio de la muralla.
Jill echó una ojeada hacia los combatientes. Habían caído muchos powris pero eran más los que continuaban luchando, y cada soldado que resistía estaba rodeado, peleando desesperadamente. Barmine estaba de rodillas, pero ya no ofrecía resistencia alguna, y un powri mojaba su gorra en su cara.
Jill se estremeció cuando el enano levantó en alto la gorra, y en el mismo movimiento clavó su claveteada porra en la cara del agonizante alcaide.
La chica ya había visto bastante.
Jill podría haber hecho caer al enano que subía por la cuerda, pero de ese modo habría dado a sus tres perseguidores tiempo para alcanzarla. Así que envainó la espada, se quitó el cinturón y saltó desde la muralla hasta más allá del enano que trepaba; a duras penas consiguió agarrar la cuerda con una mano, y la mantuvo cogida con todas sus fuerzas pues había una caída libre de sesenta metros.
El powri enseguida invirtió su dirección y empezó a bajar por la cuerda agarrándose a ella con habilidad y fuerza. Sus tres compañeros, con la típica lealtad de los powris, se pusieron a trabajar a la vez en el áncora y en la cuerda, sin importarles en absoluto si su camarada se caía con aquella mujer tan peligrosa.
Jill no tenía tiempo para luchar. Pegó una patada hacia un lado, tratando de mantener a raya al enano, pero su interés principal estaba en conseguir que su cinturón, que sostenía firmemente en su otra mano, pasara por encima de la cuerda. Consiguió enlazarlo, pero soltó su agarro en la cuerda y empezó a caer.
Con la mano libre se asió como pudo al otro extremo del cinturón, y de esta forma se quedo colgando, sosteniéndose únicamente del cinto; así pudo deslizarse y alejarse de su enemigo rápidamente y pronto penetró en la niebla, en dirección al barco, que permanecía fondeado a más de treinta metros de la orilla.
El otro extremo de la cuerda estaba fijado a la verga del palo mayor. En aquella cubierta había bastantes powris, aunque ninguno de ellos la había visto todavía. Jill pensó soltarse al pasar por encima de la proa, con la esperanza de poder saltar a cubierta, que estaba lo suficientemente despejada para permitirle rodar unas cuantas vueltas con objeto de amortiguar el impacto. Si podía atravesar la cubierta hasta la catapulta de popa o, mejor aun, hasta los calderos de pez y las fogatas junto a la catapulta, podría causar estragos de consideración.
Su plan resultó frustrado, pues cuando Jill se aproximaba a la parte frontal de la embarcación, la cuerda cedió y de pronto su descenso fue mucho más brusco que el ímpetu hacia adelante. La muchacha gritó pensando que iba a estrellarse de cabeza contra la proa del barco.
Pero tuvo la suerte de ir a caer en las frías aguas a poca distancia de la embarcación. Emergió con la boca llena de agua, escupiendo, con los oídos aún ensordecidos por los gritos de los moribundos que caían desde las murallas de la fortaleza. La consumía la cólera tanto contra los powris como contra sus propios camaradas. Si hubiesen estado preparados, aquel desastre no les habría ocurrido. Si se hubiesen regido por el código de conducta que les correspondía, habrían podido rechazar a los powris.
En la caída había perdido la espada, pero no le preocupó. Gruñendo sordamente comenzó a nadar en torno al barco con la máxima velocidad que le era posible, pues temía que las piernas no tardarían en entumecérsele y no le obedecerían. Rodeó la popa y vio el cabo del ancla, una robusta cuerda que se hundía a babor. Le dolían los brazos por el frío y el cansancio, pero se agarró al cabo y escaló los tres metros que la separaban de la borda. Se encaramó justo cuando la catapulta volvía a abrir fuego, una bola de pez que se remontó por encima de la muralla de Pireth Tulme. Jill advirtió que el proyectil probablemente causaría más daño a la hueste de powris que a los hombres, pero a los enanos no parecía importarles y aullaban de júbilo mientras cargaban la bola siguiente.
Tres powris sostenían la bola, envuelta en una pesada manta, por encima de sus cabezas y muy cerca del cucharón, cuando Jill los derribó lanzándose en plancha. Los powris fueron a estrellarse contra el pasamano de la borda pero no soltaron la carga, y la bola de pez rodó por la borda arrastrándolos.
Un cuarto powri se echó sobre Jill y la cogió por la garganta. La muchacha no podía creer que aquella diminuta criatura pesara tanto. ¡Y qué fuerza tenía! En un instante el powri la derribó sobre la espalda y le apretó el cuello con todas sus fuerzas.
Jill trataba desesperadamente de obligarlo a soltarla torciéndole hacia afuera los pulgares.
Pero era como si intentara abrir grilletes de hierro.
Entonces cambió de táctica y comenzó a aporrear al enano en la cara y en los ojos. Sin embargo, el powri no cedía e incluso trataba de morderle los dedos.
A poco las manos de Jill se agitaban en vano frente al pecho de barril del powri, pues su fuerza la abandonaba por momentos. Se dio cuenta de que moriría como Pireth Tulme moría y, de nuevo, maldijo en silencio la imprevisión y el descuido de los hombres y mujeres a quienes se había visto forzada a confiar su vida. Moriría, no por su culpa, sino porque los Guardias de la Costa se habían debilitado.
Manoteaba salvajemente, y los ojos se le empezaron a nublar. Una mano chocó contra el sólido pecho del powri, contra una bola de metal que asomaba por encima del cinturón.
La empuñadura de una daga.
Jill golpeó cuatro veces al enano antes de que éste se diera cuenta de que lo estaban apuñalando. Con un aullido, al fin aflojó su presa, revolviéndose para evitar las puñaladas.
Jill lo hirió de nuevo en el pecho, por entre los brazos que trataban de golpearla, y luego otra vez más arriba, en la garganta. El enano cayó rodando, pero Jill apenas podía moverse. Permaneció tendida unos minutos y al fin reunió la fuerza suficiente para incorporarse sobre los codos.
El powri estaba boca abajo cerca de la borda.
Jill aspiró otra bocanada de aire y se puso en pie tambaleándose. Se dirigió hacia la catapulta, que tenía el brazo bajado y estaba lista para disparar; luego miró las tinajas de brea hirviente, preguntándose qué daño podría causar.
El powri la atacó por la espalda empujándola hacia el travesaño inclinado. Jill se dio la vuelta y le rajó la cara con el puñal, a pocos centímetros de la herida que le había infligido en la garganta. El powri retrocedió un par de pasos pero volvió a la carga.
Jill dobló las rodillas y bajó el hombro, para recibir el ataque. Flexionando las piernas, levantó en alto al enano; luego anduvo unos rápidos pasos y lo arrojó con todas sus fuerzas al cucharón de la catapulta. Inmediatamente Jill se apartó hacia un lado, agarró el disparador y tiró de él con energía.
El powri casi había salido del cucharón cuando se disparó la catapulta; el enano salió lanzado por los aires, abierto de piernas y brazos, en un salvaje y giratorio vuelo.
Muchos otros enanos oyeron el grito y, al advertir el curioso proyectil, se dirigieron hacia la cubierta de popa; Jill no tenía tiempo. Pegó una patada a los barriles de brea, derramó uno sobre el cabrestrante que sostenía la cuerda del ancla e impulsó otro para hacerlo rodar escaleras abajo hacia la cubierta principal inferior. Luego se dirigió hacia el pasamano de la borda, pensando que la única salida posible era el agua fría.
De nuevo tuvo mucha suerte, pues encontró un bote colgando de la popa. En un momento lo hizo caer al agua, y entonces, mientras los powris subían a la cubierta de popa y estallaban focos de fuego en el cabrestante y en la catapulta, saltó hacia afuera tan lejos como pudo, tratando de evitar la brea ardiente que flotaba y los tres enanos que se agitaban en el agua, esforzándose por mantener la cabeza fuera de ella. Se dirigían al bote igual que Jill, pero la muchacha alcanzó a uno de ellos con facilidad y lo eliminó con la daga que antes había conseguido luchando.
Los powris no eran tan peligrosos en el agua, advirtió la chica al acercarse al segundo. Nadó directamente en dirección a él, dándose cuenta de que, si se retrasaba, el tercer powri llegaría al bote antes que ella. Por fin atrapó al último y esforzado enano, lo apuñaló con fuerza en el hombro, y luego nadó en línea recta hacia la pequeña embarcación y se agarró desesperadamente a ella.
Un cuadrillo disparado por una ballesta espumeó en el agua junto a su cabeza.
Jill trató de ponerse detrás del bote, para usarlo como barrera frente a las ballestas de los powris situados en cubierta. Sin embargo, sabía que su posición era desfavorable, pues ellos estaban muy por encima de ella y el bote se hallaba demasiado cerca del barco, por lo que conseguirían buenos ángulos de tiro cualquiera que fuese el lugar que ella eligiera.
Y, por el profundo entumecimiento que invadía sus miembros, sabía también que tenía que salir del agua, y pronto.
Un crujido de madera la alertó de un nuevo problema de los powris. Se arriesgó a atisbar por encima de la borda del pequeño bote, y vio que la cuerda del ancla del barco se había quemado completamente y que éste, movido por el oleaje, se balanceaba sin control. Los arqueros tuvieron que enfrentarse enseguida a otra preocupación más importante que la mujer en el agua.
Jill se dispuso a subir al bote, pero tuvo que detenerse y volverse para golpear al último powri. Al fin lo consiguió, colocó los remos y escapó remando con todas sus fuerzas, mientras el tercer powri intentaba darle alcance frenéticamente.
A Jill le bastó con aplastarle la cabeza con uno de los remos.
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6
Hermanos
Jill estaba tendida en la playa, magullada, fría y enfadada. Se volvió para mirar el pequeño bote, que chocaba contra las rocas arrastrado de aquí para allá por el potente oleaje. Había ido a la deriva el resto de aquel fatídico día, toda la noche y también la mayor parte de la mañana siguiente. Se había propuesto alejarse de la lucha, dirigirse directamente al primer punto que pudiera encontrar para desembarcar y después ir en busca de alguna ayuda para volver a Pireth Tulme. El barco powri estaba prácticamente fuera de su vista cuando empezó a sentir sus heridas, dolores y magulladuras, que hasta entonces ni tan sólo había advertido que padeciera. El fragor de la batalla la había abandonado y una especie de insensibilidad había descendido sobre ella como un ave de rapiña enorme, con las alas completamente abiertas para tapar la luz del día.
Aquella noche se despertó, a la deriva en algún lugar del golfo, rogando que las corrientes no la hubieran empujado mar adentro hacia el Miriánico abierto. No obstante, tuvo suerte pues la línea de la costa seguía visible e imponentes montañas negras destacaban, hacia el sur, en el horizonte. Jill había tardado horas en conseguir que su embarcación se aproximara a la orilla y en encontrar un lugar apropiado para desembarcar. Se decidió por un entrante estrecho; pero, tan pronto como penetró en él, comprobó que había muchas rocas afiladas en el agua, vagamente perceptibles bajo la superficie. Jill manejó lo mejor que pudo el pequeño bote, pero comprendió la inutilidad de sus esfuerzos. Así que se desprendió de la chaqueta roja y de las pesadas botas de Guardián de la Costa, y saltó por la borda; luego tuvo que luchar contra la resaca palmo a palmo a través de las aguas heladas.
El bote quedó a merced de las rocas.
No reconoció ningún punto de la costa, pero suponía que se encontraba en algún lugar al oeste de Pireth Tulme, en el norte de la costa del Brazo de Mantis. Sus suposiciones se confirmaron cuando avanzó tierra adentro, encontró una carretera y luego, al cabo de una hora, un poste indicador que anunciaba el camino a Macomber, cinco kilómetros más allá.
Jill prefirió circunvalar la ciudad y acercarse por el oeste en lugar de hacerlo por el este, que sería el camino que tomarían los fugitivos de Pireth Tulme. Trató de poner en orden su indumentaria todavía mojada, pero se dio cuenta de que seguiría llamando la atención a cualquiera, caminando sin botas y sin tener los pies sucios y llenos de callosidades de una campesina. Y, aunque se había desprendido de la llamativa chaqueta roja, una mujer vestida con una simple camisa blanca, pantalones de color canela y descalza no era algo precisamente corriente. Jill deseó haber tenido una capa, por lo menos, para envolverse en ella.
La gente del pueblo la miró con curiosidad mientras atravesaba el respetable poblado compuesto por más de sesenta edificaciones, algunas de dos plantas. Algunos la señalaban, todos murmuraban, y muchos le dieron la espalda y se escabulleron; a la joven le pareció que estaban en una situación límite. Quizá la noticia del desastre la había precedido.
Sus sospechas se vieron reforzadas por retazos de conversaciones que Jill sorprendió y que hacían referencia a un contingente de hombres del rey que cabalgaban velozmente hacia el este. Asintió para sus adentros; debía marcharse y reunirse con las fuerzas, debía ir a Pireth Tulme para vengar...
Aquel pensamiento golpeó a Jill como una fría bofetada. ¿Vengar qué? ¿A sus camaradas? ¿A Miklos Barmine? ¿A Gofflaw, a quien ella misma había imaginado matar varias veces?
Encontró una taberna con el letrero tan gastado que no se podía leer el nombre, aunque el dibujo de una jarra espumosa era bastante evidente. Antes de entrar percibió una voz familiar, que proclamaba horrendas calamidades.
—¿A qué demonios hemos invitado entre nosotros? —gritaba el hombre desde dentro, y Jill supo antes de verlo que seguramente se encontraba de pie encima de una mesa, con un dedo apuntando hacia lo alto.
Entró esperando encontrar un ambiente hostil y ruidoso, pero en cambio el fraile loco tenía aquella vez un auditorio muy atento.
Y numeroso; debía de haber unas cuarenta personas, pues la taberna estaba llena hasta los topes. Jill se deslizó entre la multitud para acercarse a la barra; iba a pedir una jarra de cerveza, pero advirtió que no llevaba dinero. Entonces se dio la vuelta, apoyó los codos en la barra, y observó al monje y, muy en particular, las reacciones de la gente.
Escuchó murmullos que hacían referencia a una lucha; alguien decía que de trasgos, aunque otros mejor informados llamaban powris a los enemigos. Las estimaciones acerca de su número iban desde miles de guerreros hasta miles de barcos repletos de guerreros.
Jill quería decirles que se trataba de un solo barco de vela capturado y no más de cinco botes barril, pero se mantuvo en silencio, temiendo revelar demasiadas cosas acerca de ella misma, y diciéndose que a aquellas gentes les vendría bien un poco de miedo.
El monje loco parecía compartir esa opinión, pues su discurso se iba haciendo más horrendo, más frenético, como si entreviera un ejército de monstruos desfilando camino abajo, directamente hacia la entrada de Macomber.
La fiebre alcanzó un punto crítico, y entonces, de repente, cesó. El encargado había salido de detrás de la barra con un pesado palo y se dirigía hacia el fraile gordo.
—Ya estoy harto de ti —le avisó, blandiendo el palo—. ¡Sea lo que sea, es problema de los hombres del rey, no de la gente de Macomber!
—¡Todo el mundo tiene que prepararse! —replicó el hombre gordo, abriendo al máximo los brazos e invitando a la gente a acompañarlo.
Pero era demasiado tarde; habían pasado del miedo a la cólera y, cuando el encargado de la barra reclamó ayuda, no le faltaron voluntarios.
El fraile loco peleó terriblemente, empujando hombres por doquier, aullando su «¡Adiestraos para estar preparados!». Pero al fin, como era de prever, el monje salió volando por la puerta y aterrizó poco ceremoniosamente en medio de la calle.
Jill acudió al punto a su lado y apoyó una rodilla en el suelo, mientras él mismo trataba de recuperarse. De un bolsillo de su hábito sacó un pequeño frasco, lo destapó y bebió un larguísimo trago. Consiguió sofocar un eructo y miró a Jill como si estuviera azarado.
—Pócima para el coraje —explicó escuetamente—. ¡Vaya, vaya!
Jill lo miró agriamente, y luego se levantó y le ofreció un brazo.
—Sigues en tus trece —lo reprendió ella.
El fraile la miró con más atención. Sabía que la había visto antes, pero no recordaba dónde.
—¿Nos hemos visto antes? —preguntó al fin.
—Una vez —repuso Jill—, no muy lejos de aquí.
—No olvidaría una cara tan bonita —insistió el fraile.
Jill estaba demasiado sucia para sonrojarse o incluso para hacer caso del comentario.
—Quizá si aún llevara mi chaqueta roja —dijo, sorprendida ella misma por haberle revelado su situación al hombre.
El monje reflexionó un momento y entonces su cara se iluminó al reconocerla, pero enseguida se oscureció al advertir lo que aquello implicaba.
—T... tu hogar es Pireth Tulme —tartamudeó.
—Jamás diría que Pireth Tulme es mi hogar —replicó con acritud Jill. El fraile loco intentó hablar de nuevo, pero ella lo detuvo alzando la mano—. Estaba allí —dijo ceñudamente—. Lo vi.
—¿Los rumores son ciertos?
—Powris —confirmó—. Pireth Tulme ya no existe.
El fraile le tendió el frasco, pero Jill lo rechazó. El monje inclinó la cabeza y lo volvió a meter entre los pliegues de sus gastadas ropas; su expresión era más seria.
—Ven conmigo —le ofreció el hombre—. Estoy dispuesto a escuchar lo que quieras contarme.
Jill consideró la oferta un buen rato, y luego se encaminó con el hombre a una habitación que éste había alquilado en una pequeña posada en las afueras de Macomber. El fraile esperaba que ella hablaría de deserción, pero su historia, contada simple y verazmente, era muy distinta. Jill vio en los ojos del hombre cómo aumentaba su consideración hacia ella y supo que era un amigo; comprendió que no la denunciaría a las autoridades militares, pues les tenía tan poco respeto como ella misma.
Cuando acabó, cuando le dijo que se alegraba de volver a escuchar su voz y que ahora podía apreciar en lo que valían sus avisos relativos a futuras calamidades, el fraile sonrió agradecido y puso una mano sobre la de la chica.
—Soy el hermano Avelyn Desbris, de Saint Mere Abelle —confesó, y Jill comprendió que ella era probablemente la primera persona a quien había confiado su verdadero nombre en mucho, mucho tiempo—. Está visto que los dos somos unos desposeídos.
—Decepcionados sería más adecuado —replicó Jill.
Una nube oscureció el rostro de Avelyn, que asintió.
—Decepcionados, por supuesto —dijo con suavidad.
—Ya te he contado mi historia —indicó Jill.
Un cúmulo de emociones embargó a Avelyn como no le ocurría desde la noche en que había llorado la muerte de su madre. Le contó a Jill muchas cosas, muchas más de las que podría haber imaginado, guardando sólo para sí las relativas a las Piedras del Anillo, a la isla secreta, a cómo había escapado, al fatal desenlace de su huida, y al hecho de que tenía consigo la bolsa de las piedras mágicas robadas. En cualquier caso, aquellas cosas no parecían importantes a Avelyn al lado de la tragedia del Corredor del Viento, de la pérdida de su querida Dansally Comerwick.
—Aquella mujer te dijo su nombre —comentó Jill serenamente, y los marrones ojos de Avelyn se velaron al advertir que la chica había captado la trascendencia de aquel hecho.
—Pero tú no me lo has dicho —señaló Avelyn.
—Jill —contestó ella después de una breve vacilación.
—¿Jill?
—Sólo Jill —le aseguró.
—Bueno, sólo Jill —dijo el hermano Avelyn con una ancha sonrisa—. Parecerá que somos dos ovejas descarriadas.
—En efecto, loco hermano Avelyn Desbris —replicó ella en el mismo tono cantarín—, dos ovejas perdidas en un bosque de lobos.
—¡Entonces, pobres lobos! —gritó Avelyn—. ¡Vaya, vaya!
Compartieron las risas, una relajación de la tensión que ambos necesitaban imperiosamente: Jill por sus recientes aventuras y Avelyn porque por fin había hablado abiertamente de su oscuro pasado, había vuelto a encender las velas que iluminaban aquellas desesperadas imágenes y sensaciones que lo habían acompañado por el camino.
—«Piedad, dignidad, pobreza» —dijo con disgusto el monje cuando recobró el aliento.
—El credo de la iglesia abellicana —apuntó Jill.
—La mentira —corrigió con acritud Avelyn—. Vi poca piedad más allá de los simples rituales, encontré poca dignidad en el asesinato, y la pobreza es algo que los padres de Saint Mere Abelle no pueden tolerar. —Soltó un bufido, pero Jill sabía que le había tocado un punto sensible.
—«Siempre alerta, siempre vigilantes» —recitó secamente, y Avelyn reconoció que era el lema de los Guardianes de la Costa—. ¡Diles esto a los powris!
Rieron de nuevo, sonoramente, utilizando el regocijo de las risas como escudo frente a las lágrimas.
Jill pasó la noche en la habitación de Avelyn; el monje, claro está, se comportó como un perfecto caballero. A la mañana siguiente se hicieron con algunos artículos, entre los que se contaban una espada corta, botas y una capa de abrigo para Jill; después salieron juntos de Macomber y tomaron rumbo al oeste, sin hacer caso de las miradas y los murmullos, con la sensación de que en cierto modo compartían un secreto y una sabiduría que el resto del mundo, en su insensatez, jamás podría comprender.
Aquél fue el único lazo que unió a Jill con el hermano Avelyn durante las primeras semanas de viaje; eran hermanos, insistía Avelyn, los dos solos contra la oscuridad invasora. Jill aceptaba buena parte de ese argumento, pero le costaba considerarse hermana del fraile loco. El hombre bebía casi constantemente y, cuando llegaban a una población, cualquiera que fuese, encontraba forma de entablar pelea, a menudo brutal. Así sucedió en la ciudad de Dusberry, en Masur Delaval, a medio camino entre Amvay y Ursal. Avelyn estaba en la taberna, como siempre, subido a una mesa, soltando avisos y maldiciones. Jill llegó en el momento en que la pelea estallaba y dos docenas de hombres pegaban al cuerpo que encontraban más cerca sin molestarse en preguntar si era enemigo o aliado. Cuando se generalizaba la bronca, a diferencia de las ocasiones en que todos se unían contra él, Avelyn hacía mucho más que defenderse. Aquel hombretón enorme como un oso rechazaba a los atacantes con facilidad, golpeaba y retorcía hábilmente, voceando «¡Vaya, vaya!», cada vez que derribaba a alguien.
Jill entró y se abrió paso con energía y velocidad, simplemente para defenderse mientras se dirigía hacia su compañero. También ella se las manejaba muy bien con los aldeanos borrachos; se dio la vuelta con agilidad en el momento en que se le abalanzaba un hombre, con lo que evitó que la agarrara, y luego le dio una patada en el empeine y lo hizo caer al suelo.
—¿Siempre tienes que meterte en jaleos? —le preguntó a Avelyn cuando llegó junto a él.
El monje contestó con una ancha sonrisa. Luego apartó a Jill a un lado con la mano derecha, con la izquierda propinó un tremendo golpe corto y rápido a un hombre que iba a golpearla en la espalda y a continuación lo hizo salir volando de un derechazo cruzado.
—¡Vaya, vaya! —atronó Avelyn—. ¡El pueblo mejorará mucho con esto!
Hizo amago de alejarse, pero Jill le dio una patada en el trasero. El monje se volvió hacia ella, herido en su dignidad, pero la chica no se echó atrás sino que le señaló imperturbable la puerta.
Cuando hubieron salido de la taberna, en la que aún proseguía la pelea, Avelyn se detuvo de pronto y miró a su hermosa compañera con una curiosa expresión en la cara. Sin parpadear siquiera, metió la mano debajo de las ropas y la retiró enseguida.
Estaba ensangrentada.
—Querida Jill —dijo Avelyn—, creo que me han apuñalado.
Las piernas se le doblaron, pero Jill lo sostuvo y lo condujo fuera de la calle principal hasta un porche en una callejuela cercana. Pensó en dejarlo allí y correr en busca del curandero de Dusberry —en todas las poblaciones pequeñas había uno—, pero Avelyn la cogió por el brazo y se lo impidió.
Entonces Jill la vio. El hermano Avelyn sacó una piedra de color negro grisáceo tan pulida que parecía casi líquida, tan suave que la joven sintió como si pudiera deslizarse dentro de ella. Se quedó mirando fijamente la piedra un buen rato con la sensación de que había en ella algo extraordinario, algo mágico.
—Tengo que pedirte prestada algo de tu fuerza, amiga mía —dijo Avelyn—, de otro modo no tardaría en morirme.
Jill, arrodillada ante él, asintió con la cabeza, impaciente por ayudarlo de la forma que fuese.
No obstante, a Avelyn no lo satisfizo esa respuesta pues temía que Jill no comprendiera el verdadero alcance de lo que necesitaba de ella.
—Nos convertiremos en uno —dijo con una voz que era apenas un susurro—, con un lazo más íntimo de lo que jamás puedas haber conocido. ¿Estás preparada para semejante unión?
—No creo que estés en condiciones...
—No me refiero a nada físico, oh, no, no —se apresuró a aclararle Avelyn echándose a reír pese a su obvio sufrimiento—. Espiritualmente.
Jill se apoyó en los talones y miró a Avelyn con curiosidad. ¡No podía soportar la idea de una unión física, ni con aquel hombre ni con Connor! Pero aquella críptica referencia a una unión espiritual no pareció impresionarla tanto.
—Haz lo que debas hacer —suplicó.
Avelyn la miró un buen rato y luego asintió. Cerró los ojos y empezó a salmodiar en voz muy baja para sumergirse en la magia de la poderosa hematites. Jill cerró también los ojos, atenta sólo a las inflexiones de la salmodia.
Pronto dejó de oírlas; más bien las sentía como si emanaran del interior de su propio cuerpo. Y percibió la intrusión, el espíritu de Avelyn abriéndose paso dentro de ella.
Los ojos de Jill se desorbitaron horrorizados; se puso en pie de un salto, aturdida, y vio que el monje seguía recostado delante de ella.
La chica se dio cuenta de que allí sólo estaba el cuerpo de Avelyn, mientras el espíritu del monje buscaba entrar en ella. Jill trató de romper su propia resistencia, intuyendo que el hombre moriría si no lo dejaba seguir su camino. También sabía que había llegado a confiar en aquel hombre. Era un amigo, con la misma mentalidad que ella y, en muchos aspectos, con la misma moral.
Juntó todas sus fuerzas, tratando vanamente de invitarlo a entrar, tratando vanamente de facilitar la unión.
Entonces se puso a gritar, no en voz alta... o quizá sí; estaba demasiado agotada para distinguirlo. Avelyn se acercaba más, mucho más. Demasiado. Los dos parecían uno solo; Jill captó imágenes de las murallas grises y pardas del monasterio, de la isla, cubierta de vegetación exuberante y de árboles con ramas como dedos extendidos. Entonces se sintió como si estuviera cayendo, cara a cara con un hombre de rostro aguileño que caía a su lado.
Y luego sintió el dolor, una herida causada por una puñalada, aguda y caliente. Ella no estaba herida; lo sabía. Pero la herida estaba allí, junto a ella, quitándole fuerzas vitales, succionándola en lo más profundo de su ser. Resistió, trató de expulsar a Avelyn, pero ya era demasiado tarde. Se habían fusionado y el monje se alimentaba como lo hubiera hecho un vampiro.
El dolor se transformó al cabo en otra sensación, cálida e íntima. Demasiado íntima y sin embargo compartida. Jill retrocedió instintivamente, pero no había dónde esconderse. Había permitido la entrada de Avelyn, y tenía que atenerse a las consecuencias.
Para Avelyn, aquella unión espiritual resultó algo maravilloso. Incluso mientras investigaba aquella utilización poco habitual de la hematites, pudo explicar a Jill sus conocimientos sobre las piedras... ¡y fue tan fácil! Enseguida sintió la respuesta de la chica; ella transfirió su energía a través de la hematites al interior del cuerpo herido de Avelyn con tanta suavidad como si lo hubiera realizado un estudiante de quinto año de Saint Mere Abelle. Avelyn quedó fuertemente impresionado por el hecho de que los monjes enseñaran tan terriblemente mal el uso de las piedras; comprendió que un adiestramiento que fuese realizado de forma espiritual, con ayuda de la hematites, permitía un progreso mucho más rápido. Avelyn sabía que Jill saldría de aquella experiencia con un conocimiento nada desdeñable acerca del uso de las piedras mágicas, ¡y qué facultades tenía! El monje estaba seguro de ello. Con práctica, y más uniones, pronto podría rivalizar con todos salvo con los más expertos usuarios de piedras de Saint Mere Abelle... y tan sólo gracias a aquella simple técnica.
Pero entonces Avelyn se vio asaltado por imágenes sombrías, escenas de hombres corriendo enloquecidos por el poder de las piedras. Descartó la idea de adiestrar en el uso de las piedras a través de aquel método tan pronto como lo hubo descubierto, pues se dio cuenta de que la responsabilidad que implicaba manejar tanto poder no era tan fácilmente transmisible. De repente se sintió culpable por lo que acababa de dar a aquella mujer a la que apenas conocía; sintió como si de alguna manera hubiera traicionado a Dios, otorgando una gracia sin pedir de antemano consejo o sacrificio alguno.
Todo acabó al cabo de breves instantes, y Avelyn volvió a su cuerpo casi curado. Jill se apartó, incapaz de mirarlo.
—Lo siento —le dijo Avelyn; su voz parecía fatigada, pero ya no sentía el menor dolor físico—. Me has salvado la vida.
Jill apartó las alas negras de su pasado, la barrera que durante largo tiempo la había protegido de las relaciones íntimas, la barrera que Avelyn no había derribado pero que de alguna manera había circunvalado. Con un esfuerzo ímprobo, consiguió darse la vuelta y encararse con él.
Avelyn estaba sentado con la espalda recta y sonreía con timidez; la nube de dolor y muerte había desaparecido de su rostro.
—Soy... —empezó a disculparse de nuevo, pero Jill le puso un dedo sobre los labios para hacerlo callar. Luego se levantó y le tendió la mano para ayudarlo a ponerse en pie.
Después Jill emprendió la marcha camino abajo; un camino parecido a todos los que permiten salir de todos los pueblos. La chica no pronunció palabra durante la larga caminata nocturna; en su mente revivía una y otra vez los terribles momentos de la fusión, mientras constantemente se decía a sí misma que aquello había sido necesario y trataba de desentrañar las imágenes que Avelyn le había dado, imágenes, sin duda, de su época de monje. No obstante había algo más, un regalo que Avelyn le había dejado. Jill no había oído hablar jamás de las piedras mágicas, ni mucho menos las había utilizado, pero ahora sentía como si supiera manejarlas con bastante destreza, como si todos sus secretos se le hubieran revelado en un abrir y cerrar de ojos. Decidió tomarse con calma esa cuestión, pues todavía no sabía si el regalo de Avelyn era una bendición o una maldición.
Tampoco Avelyn rompió el silencio. Tenía que reflexionar sobre muchas cosas: las sensaciones vividas dentro de la torturada mujer, y las escenas que la fusión le había proporcionado; imágenes de una matanza en un pequeño pueblo, probablemente algún lugar de las Tierras Agrestes o cerca de ellas. Y Avelyn conocía el nombre de aquel lugar, un nombre que la mujer no podía recordar. En la siguiente población que atravesaron, él le preguntó discretamente sobre la cuestión, y entonces, a medida que el monje iba recabando más información, empezó a conducirla hacia el norte.
Jill experimentó muchas sensaciones encontradas al entrar en Palmaris siguiendo al hermano Avelyn. Por encima de todo quería buscar a Graevis y a Pettibwa para decirles que estaba bien, para abrazarlos y refugiarse en el acogedor regazo de Pettibwa, pero la conciencia de su condición de desertora atemperaba ese deseo. Un encuentro con Connor podría resultar desastroso, y, si se cruzaba con Grady o éste se enteraba de que ella estaba en la ciudad, el codicioso hombre probablemente pondría sobre su pista a los hombres del rey si no por otra razón por lo menos para asegurar su herencia.
Jill salió una noche, mientras Avelyn bajaba a soltar sus diatribas en la sala común de la posada que habían elegido. La joven atravesó la ciudad silenciosamente hasta llegar al callejón que iba a dar al Camino de la Amistad. Permaneció allí sentada mientras los minutos se convertían en una hora, hallando cierto consuelo en el hecho de que muchos parroquianos entraban y salían; aparentemente su pequeño desastre no había arruinado el nombre de los Chilichunk. Poco después, Pettitbwa salió de la posada, secándose las manos en el delantal y enjugándose el sudor de la frente, sonriendo, siempre sonriendo, mientras se ocupaba de los asuntos de la vida cotidiana.
El corazón de Jill la empujaba a salir al encuentro de Pettitbwa y abrazarla como hubiera corrido hacia su madre natural.
Pero algo en su interior, quizá temor por Pettitbwa, la detuvo.
Un momento después la robusta mujer desapareció en el bullicio de la posada.
Jill abandonó el callejón deprisa con el propósito de regresar a su habitación al otro lado de la ciudad, pero sin darse cuenta fue a parar al tejado trasero de la posada, a su lugar secreto, y disfrutó por última vez de aquellas sensaciones familiares. Allá arriba, en efecto, estaba en los brazos de Pettitbwa. Allá arriba Jill era de nuevo Gata Extraviada, una muchachita en un mundo menos complicado, con sensaciones menos confusas.
Pasó toda la noche contemplando las estrellas, la suave deriva de Sheila, alguna nube perezosa de vez en cuando.
Volvió a su habitación cuando rompía el alba sobre Palmaris y encontró a Avelyn roncando ruidosamente; el aliento le olía a cerveza y a bebidas más fuertes, y tenía un ojo amoratado.
Se quedaron unos cuantos días en Palmaris, una ciudad lo bastante grande para soportar las obsesiones del fraile loco, pero Jill no volvió a aventurarse cerca del Camino de la Amistad.
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7
Un propósito singular
Le dieron sólo dos piedras: un ojo de gato de un suave matiz amarillo y un rubí granate pulimentado pero sin tallar. La primera, una de las piedras más valiosas de Saint Mere Abelle, no sólo lo protegía frente a casi todas las demás piedras mágicas, sino que podía matar a cualquiera dentro de un área considerable y eliminar todos los hechizos indeseables en el interior de dicha área; la segunda, la piedra buscadora, permitía detectar dónde se estaba utilizando magia. Así se había equipado el hermano Justicia para encontrar a Avelyn y acabar con él.
Una mañana oscura y triste salió de la abadía; montaba una yegua gris ceniza, de trote no precisamente ligero pero muy voluntariosa. El caballo podía aguantar muchas horas de camino, y el hermano Justicia, obsesionado por cumplir su tarea vital, lo forzaba al máximo.
En primer lugar se dirigió a Youmaneff, el pueblo donde Avelyn Desbris había nacido, a unos quinientos kilómetros de Saint Mere Abelle. Allí lo primero que hizo fue visitar el pequeño cementerio situado en la colina contigua al pueblo; encontró la lápida en memoria de Annalisa Desbris y observó con cierta satisfacción que aún no habían añadido el nombre de Jayson Desbris.
—¿Ha venido para hablarme de mi hijo Avelyn? —preguntó el anciano tan pronto como el hermano Justicia, con su hábito de color marrón que lo identificaba como monje abellicano, llamó a su puerta.
Aquella simple pregunta, formulada con toda naturalidad, sacó de quicio al monje.
—¿Ha muerto? —consultó temeroso Jayson.
—¿Debería haber muerto? —replicó agriamente el hermano Justicia.
El anciano parpadeó varias veces, y luego sacudió la cabeza.
—Perdone mi descortesía —suplicó al visitante y, haciéndose a un lado, lo invitó a entrar con un gesto. El hermano Justicia así lo hizo, con la cabeza inclinada para disimular una cruel sonrisa.
—Daba por sentado que una visita de alguien de Saint Mere Abelle sería para traer noticias de Avelyn —explicó Jayson—, y dado que la visita no es el propio Avelyn...
—¿Dónde está Avelyn?
El tono del monje era monótono y frío, y la pregunta sobresaltó a Jayson.
—Pensaba que usted lo sabría mejor que yo —dijo el anciano en voz baja—. ¿No está en el monasterio?
—¿No sabe nada de su largo viaje? —inquirió secamente el monje.
Jayson sacudió la cabeza, y el hermano Justicia advirtió que el hombre estaba verdaderamente confuso.
—La última vez que vi a mi hijo, a finales del año 816 del Señor —repuso Jayson—, fue cuando lo dejé al cuidado de Saint Mere Abelle, al servicio de Dios.
El hermano Justicia juzgó que el anciano era totalmente sincero, y ese hecho lo enojó todavía más. Había confiado en que Jayson Desbris le proporcionaría información, una dirección que podría conducirlo con rapidez y eficacia al final de aquella repugnante operación. Pero, al parecer, Avelyn no había vuelto a casa, o por lo menos no se había puesto en contacto con su padre. La duda embargaba al monje: ¿debía matar al anciano, borrando así cualquier rastro de su persecución a Avelyn en el caso de que éste regresara a casa, o bien bastaba con que eliminara cualquier recelo del anciano, dando a su visita un carácter más amable?
Se dio cuenta de que lo último no podía salir bien; si Avelyn volvía a casa y se enteraba de que un monje de Saint Mere Abelle había estado allí, sabría que no había sido precisamente una visita de cortesía. Por otra parte, eliminar al anciano podía complicar aun más la situación, pues la policía local lo identificaría y quizá lo capturaría.
Había otra salida.
—Lamento decirle que su hijo ha muerto —dijo con tanta convicción como pudo, aunque no era mucha.
Jayson se inclinó sobre la mesa, y de repente pareció mucho más viejo.
—Se cayó desde lo alto de la muralla de la abadía —prosiguió el hermano Justicia— a la Bahía de Todos los Santos. No hemos podido encontrar el cuerpo.
—Entonces ¿por qué vino a preguntarnos acerca de su paradero?
La cortante pregunta llegó desde un lado de la habitación. Un hombre corpulento, quizás diez años mayor que el hermano Justicia, se precipitó en la habitación con los ojos marrón oscuro llenos de odio.
El hermano Justicia apenas hizo caso del recién llegado, pues toda su atención se concentraba en Jayson y en tratar de justificar sus preguntas anteriores.
—Avelyn ha emprendido su largo viaje —explicó el monje con calma, y aquella referencia, planteada como una ascensión espiritual, disminuyó la cólera de Tenegrid, el hermano de Avelyn.
»Ahora está con Dios —concluyó el hermano Justicia.
Tenegrid se acercó al monje y lo miró de arriba abajo.
—Pero no han encontrado su cuerpo —comentó.
—Cayó desde muy alto —repuso serenamente el hermano Justicia. Tenía las manos delante, enterradas en las voluminosas mangas, con los puños cerrados y los músculos del antebrazo contraídos a causa de la tensión.
—¡Sal de esta casa! —ordenó Tenegrid, furioso—. ¡Mensajero repugnante, que llegas aquí y nos insultas con preguntas antes de decirnos la verdad!
Era evidente que su enojo estaba fuera de lugar; de hecho sentía una profunda pena y no estaba realmente enfadado con el monje. Tenegrid estaba herido tanto por la visión de su padre destrozado por el dolor como por la noticia de la muerte de su hermano. El hermano Justicia lo comprendió perfectamente, aunque no compartía sus sentimientos.
El perverso monje se hubiera ido sin más, pero Tenegrid cometió un peligroso error.
—¡Vete! —repitió y, poniendo la mano en el fuerte hombro del robusto fraile, lo empujó hacia la puerta. A una velocidad imposible de seguir con la vista, el hermano Justicia disparó el puño hacia arriba y hacia la derecha, y golpeó a Tenegrid de lleno en la garganta. El hombre dio un par de pasos tambaleándose, se agarró en vano al respaldo de una silla y al fin cayó al suelo derrumbando la silla con él.
Al hermano Justicia le costó un gran esfuerzo de voluntad dirigirse a la puerta, pues su sangre caliente lo incitaba a matar. Deseaba descargar su rabia en el hermano del odioso Avelyn, quería arrancarle la cabeza ante los ojos de su padre y luego, lentamente, asesinar a éste. Pero no habría sido prudente pues habría dificultado la captura de Avelyn, el premio más grandioso.
—Los de Saint Mere Abelle lamentamos su pérdida —dijo a Jayson Desbris.
El anciano, con expresión incrédula, levantó la mirada desde su hijo, que todavía permanecía tumbado en el suelo agarrándose la garganta herida y tratando de respirar, y miró al monje que se marchaba.
Después de tan infructuosa gestión, el hermano Justicia tuvo que recurrir a la magia del rubí, una piedra también llamada Vista de Dragón por su capacidad para detectar emanaciones de magia. Poco después de aquello abandonó Youmaneff, pues no encontró rastro alguno de magia en aquel miserable pueblo ni sus alrededores.
No tenía ninguna pista, y el mundo era inmensamente grande.
La primera vez que detectó magia ocurrió pocos días después, en ruta, cuando encontró una caravana de mercaderes. Uno de ellos tenía una piedra, cosa que admitió cuando el hermano Justicia lo acorraló en un rincón de su carruaje cubierto. Se trataba simplemente de un diminuto diamante, útil para ahorrar aceite y velas en viajes largos.
El monje se puso de nuevo en marcha en dirección al norte. La mayor ciudad de Honce el Oso era Ursal, así que supuso que podría ser un buen lugar para empezar, aunque conocía los inconvenientes. En Ursal muchos mercaderes debían de poseer piedras, pues el monasterio no era contrario a vendérselas. La piedra granate lo conduciría a centenares de lugares de un callejón sin salida a otro. Pero, a pesar de todo, teniendo en cuenta el ámbito limitado de la piedra Vista de Dragón —que no podía localizar magia a una distancia superior a unos centenares de metros—, el hermano Justicia tendría más posibilidades en una ciudad que en los vastos espacios abiertos del centro y del norte de Honce el Oso.
Todavía no había recorrido una tercera parte del camino hasta Ursal, cuando su persecución tomó una dirección distinta, pues una pista surgió de repente.
Ocurrió puramente por casualidad en un poblado demasiado pequeño incluso para tener nombre, un lugar por donde cierto «fraile loco» había pasado sólo hacía unas pocas semanas en dirección a Dusberry, en Masur Delaval. La reacción de los aldeanos frente a los hábitos marrones del hermano Justicia le hizo ver a éste que no era el primer monje abellicano que pasaba por el lugar en los últimos tiempos. La gente se atemorizó al verlo llegar; pero luego, como si reconocieran que se trataba de un hombre diferente de aquel que les daba miedo, se mostraron aliviados.
Cuando los interrogó, se mostraron dispuestos a contar que un «fraile loco« había visitado el pueblo, que les había hablado de profecías catastróficas y que se había iniciado una salvaje pelea en la taberna. Un hombre mostró al hermano Justicia un brazo roto al que todavía le faltaba mucho para curarse.
—¡No creo que sea conveniente para la iglesia —opinó el hombre— tener a alguien que va por ahí hiriendo a la gente!
—Son muchos los que se han marchado de Saint Gwendolyn de Mar después de la pelea —añadió el tabernero.
—¿Acaso ese monje era de Saint Gwendolyn? —preguntó el hermano Justicia, reconociendo el nombre del monasterio, una apartada fortaleza colgada en lo alto de una roca escarpada, quizás a dos días a caballo hacia el este.
El hombre del brazo roto se encogió de hombros sin comprometerse, y luego se volvió hacia el tabernero, que tampoco tenía respuesta alguna.
—Llevaba un hábito como el suyo —observó el tabernero.
El hermano Justicia quería desesperadamente preguntar si aquel hombre llevaba piedras mágicas, si había en él algo portentoso; pero advirtió que aquellos dos no se habrían guardado para ellos una información de tal naturaleza, en el caso de tenerla. Por otra parte no quería levantar demasiadas sospechas, pues temía que Avelyn sería mucho más difícil de encontrar si sabía que lo perseguían.
De esta forma el monje obtuvo una descripción que, si bien no coincidía exactamente con las características del Avelyn Desbris que él había conocido, era suficiente para mantener su curiosidad. Así pues, de repente se encontró con una descripción, un apodo —«el fraile loco»— y una dirección; la gente del poblado, en efecto, coincidía en que el monje había tomado el camino que iba hacia el oeste, acompañado por una guapa joven de unos veinte años.
La pista era reciente y permitió al hermano Justicia ir de ciudad en ciudad a través de los campos hacia Dusberry. Fue obteniendo más pistas durante el camino, entre ellas una relativa a una escaramuza en un bar en el que, al parecer, aquel fraile loco había hecho volar a un par de hombres con una descarga azul.
Grafito.
Menos de un mes después de haber salido del diminuto poblado, convencido de que estaba acortando la distancia que lo separaba del facineroso monje, el hermano Justicia cruzó las fortificadas puertas de Palmaris.
Dos días después utilizó su piedra Vista de Dragón y detectó el uso de una potente magia proveniente del distrito nordeste de la ciudad, el barrio de casas ricas en la parte alta de Palmaris. Convencido de que tenía la presa al alcance, como un león que observa a una cebra vieja y torpe, el monje se precipitó por las calles y atravesó la concurrida plaza del mercado, atropellando a más de un asombrado transeúnte. Lo asaltó cierta inquietud al llegar a la cancela de la casa indicada, un enorme edificio construido con materiales importados: suave mármol blanco trabajado en el sur, vigas de madera oscura de las Tierras Boscosas y una colección de esculturas de jardín que sólo podían haber salido de los talleres de los mejores escultores de Ursal. Lo primero que se le ocurrió al hermano Justicia fue que Avelyn había entrado al servicio de aquel comerciante evidentemente rico, quizá para realizar con las piedras alguna proeza que su patrón necesitaba, o quizá simplemente como bufón de corte. El violento fraile trató de agarrarse a esa esperanza, aunque no podía descartar sus dudas. ¿Alquilaría sus poderes Avelyn, para quien las piedras era lo más sagrado de todo? Sólo en una emergencia, pensó el hermano Justicia; y, puesto que Avelyn no podía llevar en Palmaris más de un par de semanas, era probable que aquella casa no le fuera familiar.
Aquello dejaba otra posibilidad, una posibilidad que el monje no deseaba considerar. Se acercó a la cancela e iluminó el jardín frontal sin hacer ruido. Había muchos setos y arbustos altos; podía alcanzar la puerta sin que lo advirtiera nadie ni desde dentro de la casa ni desde la calle.
Comprendió su error antes de haber dado una docena de pasos, al oír el ladrido de un perro guardián.
El hermano Justicia soltó una maldición y vio un animal enorme, una bestia musculosa negra y marrón, con un cráneo grande y huesudo y una mandíbula con dientes de un blanco resplandeciente. El perro vaciló unos instantes para estudiar al hombre, y luego emprendió una carrera mortífera con la bocaza abierta, enseñando los horripilantes dientes.
El monje se agachó, flexionó las piernas y tensó los músculos, calculando la velocidad del perro. El animal se le acercaba furioso y a toda velocidad; pero, cuando estaba a punto de saltarle a la garganta, el hermano Justicia lo despistó dando un salto al tiempo que encogía las piernas.
El perro patinó para detenerse, pero su impulso era demasiado fuerte para permitirle rectificar a tiempo el ángulo de ataque, y entonces el hermano Justicia aterrizó sobre su lomo y lo golpeó con ambas piernas al tiempo que descendía.
El perro abrió las patas, soltó un gañido y se quedó inmóvil con el lomo roto y los pulmones sin aire.
El monje, convencido de que el animal ya no podía aullar ni ladrar para dar aviso, se dirigió a la casa. Decidido a coger el toro por los cuernos, se encaminó a la puerta principal y la golpeó enérgicamente con la aldaba de cobre; observó que era otra pieza esculpida de importación que tenía la forma de una cara alargada de expresión maliciosa.
Tan pronto como vio girar la manija, el monje levantó un pie y pegó una tremenda patada, sincronizando sus movimientos para golpear la puerta justo cuando ésta comenzaba a abrirse. El hombre que había acudido a abrir, un criado, cayó al suelo empujado por la puerta, y el hermano Justicia se precipitó dentro.
—¿Tu amo? —preguntó el monje en tono terminante.
El asombrado hombre tartamudeó algo ininteligible.
—¿Tu amo? —preguntó de nuevo el hermano Justicia, mientras lo agarraba por el cuello y lo ponía de pie.
—Está indispuesto —replicó el criado. El monje lo abofeteó con fuerza y luego le apretó el cuello, un agarro que convenció por completo al pobre hombre de que el intruso podía arrancarle la garganta sin apenas esfuerzo. El criado señaló una puerta al otro lado del vestíbulo.
El hermano Justicia lo arrastró tras de sí. No obstante, lo soltó antes de llegar a la puerta, al percibir las primeras vibraciones de intrusión, una intrusión mágica, un ataque deliberado que provenía del interior de la habitación.
El monje aferró enseguida su piedra ojo de gato amarilla, y se dispuso a defenderse con su magia. El ataque fue muy fuerte —aunque habría esperado más del poderoso hermano Avelyn—, pero el ojo de gato se encontraba entre las piedras más potentes de Saint Mere Abelle. Sus posibilidades defensivas eran incluso más completas que las del crisoberilo, la piedra más usada como defensa, y su poder, un simple escudo contra la magia, podía concentrarse más que el de cualquier otra piedra. En un instante un resplandor amarillento rodeó al monje y detuvo las vibraciones de aquella intrusión.
El monje gruñó desafiante y golpeó la pesada puerta; ésta traqueteó pero no se abrió. Golpeó una y otra vez, forzando repetidamente su cerrojo, hasta que al fin la madera de la jamba cedió y la puerta se abrió con brusquedad. Detrás de una gran mesa de roble había un hombre gordo, de pie, ricamente vestido y con una pesada ballesta en la mano.
—Dispones de un tiro —dijo con calma el hermano Justicia mientras entraba en la habitación sin apartar la mirada de la del mercader—. Un tiro. Pero, si no acabas conmigo, te torturaré hasta matarte lentamente.
Las manos del hombre temblaron; el hermano Justicia lo sabía sin siquiera necesidad de mirarlas. Vio cómo el mercader se acobardaba mientras una gota de sudor le resbalaba desde la frente.
—¡Ni un paso más! —ordenó el mercader con todo el coraje de que fue capaz.
El hermano Justicia se detuvo y sonrió perversamente.
—¿Eres capaz de matarme? —preguntó el monje—. ¿Es esto lo que quieres?
—Sólo quiero defender lo que es mío —replicó el mercader.
—No soy tu enemigo.
El mercader lo miró fijamente con incredulidad.
—Creía que eras otra persona —dijo con calma el hermano Justicia; dio la espalda al mercader para dejar la puerta tan entornada como permitía la jamba destrozada y miró con desprecio a los criados curiosos que se habían reunido en el vestíbulo, para mantenerlos a raya.
»Estoy persiguiendo a un peligroso fugitivo, alguien que utiliza la magia de las piedras —explicó, volviéndose de nuevo hacia el mercader con una expresión conciliadora en el rostro—. No tenía ni idea de que alguien aparte de él pudiera tener tanta habilidad con esta magia.
El hermano Justicia hizo bien en esconder una mueca cruel en el momento en que el hombre dejó de apuntarle con la ballesta.
—Siempre estoy dispuesto a prestar ayuda a los de Saint Precious —declaró el mercader.
—De Saint Mere Abelle —corrigió el hermano Justicia—. He atravesado Honce el Oso de parte a parte en la más vital de las búsquedas, y creí que ésta había llegado a su fin. Perdona mi forma de entrar, mi padre abad te reembolsará todos los gastos.
El rostro del mercader se iluminó ante aquel comentario.
—¿Cómo le va al viejo Markwart? —preguntó con familiaridad.
De nuevo el monje reprimió sus sentimientos de cólera hacia aquel hombre —aquel simple, vulgar y despreciable mercader— por tratar al padre abad Markwart como si fuera su igual. Era evidente que conocía a Markwart —¿de qué otra manera podía haber conseguido aquella piedra tan poderosa?—, pero para el hermano Justicia las relaciones entre la abadía y los mercaderes eran muy distintas de como éstos las entendían. El padre abad Markwart aceptaba de buen grado el dinero de los comerciantes, pero jamás a cambio del debido respeto.
—En ese caso, quizá pueda ayudarlo en su búsqueda —se brindó el mercader—. Ah, pero ¡qué maleducado soy! Me llamo Folo Dosindien, Dosey para los amigos, para su padre abad. Debe de tener hambre, o quizá le apetezca una bebida. —Levantó una mano para llamar, pero el hermano Justicia lo cortó en seco.
—No necesito nada —aseguró.
—Nada salvo quizás ayuda en su búsqueda —insistió el hombre.
El monje ladeó la cabeza, intrigado en cierta manera. Aquel hombre tenía por lo menos una piedra poderosa; estaba seguro de ello y sospechaba que se trataba de una hematites. Con una gema semejante se podían conseguir muchas cosas.
—Busco a un monje de mi orden —explicó el hermano Justicia—. Se lo conoce como el fraile loco.
El mercader se encogió de hombros; era evidente que aquel nombre no le decía nada.
—¿Está en Palmaris?
—Como mínimo ha pasado por aquí —repuso el monje—, no hace más de dos semanas.
El mercader se sentó detrás de su escritorio; sus facciones se contrajeron por la concentración.
—Si viaja, si está fuera de la ley, probablemente habrá buscado refugio en las zonas más recónditas de los muelles del sur —razonó, y miró al monje con aire resignado—. Palmaris es muy grande.
El hermano Justicia no parpadeó.
—¿No se presenta usted? —preguntó el hombre.
—No tengo ningún nombre que decirte —replicó el hermano Justicia, y la tensión aumentó de nuevo, provocada por la fría mirada fija del monje.
—Sí —dijo Dosey después de aclararse la garganta—. Me gustaría haber tenido más respuestas para uno de los subordinados de Markwart.
El hermano Justicia frunció el ceño; no le gustaba en absoluto la forma en que el imbécil del mercader trataba de apabullarlo mediante alusiones a su superior en un tono tan familiar.
—Pero hay un lugar —susurró el mercader, inclinándose hacia adelante de repente pero sin levantarse de la silla— donde se podrían obtener respuestas, respuestas a cualquier pregunta imaginable.
El hermano Justicia no tenía ni idea del rumbo que estaba tomando la conversación, no tenía ni idea de qué significaba la súbita expresión poco menos que maníaca de aquel hombre.
—Pero no antes de cenar —dijo Dosey, recostándose en el respaldo de su silla—. Venga, haré que le preparen una mesa inigualable en toda Palmaris. Así podrá regresar a Saint Mere Abelle con palabras elogiosas para este anciano mercader, amigo íntimo de Markwart.
El hermano Justicia le siguió la corriente; y, por supuesto, el mercader Dosey no exageraba. Los criados —el hombre que el hermano Justicia había derribado en el vestíbulo de la planta baja y tres mujeres, una de indudable belleza— les sirvieron los más delicados manjares y los frutos más dulces: cordero jugoso y gruesos pedazos de carne de venado, bañados en salsas y setas; después naranjas, que al pelarlas se convertían en surtidores de zumo, y grandes y redondos melones amarillos que el monje no había visto nunca, de una dulzura superior a cualquier cosa que hubiera probado antes.
Comió y bebió sin excesos, y, una vez terminada la comida unas dos horas después, se sentó de nuevo tranquilamente y dejó que el mercader llevara la voz cantante.
El hombre divagó profusamente; sobre todo contó historias relativas a sus tratos con varios monasterios de Honce el Oso, incluso con Saint Brugalnard en el lejano Alpinador. El hermano Justicia sabía que se suponía que tenía que mostrarse impresionado, y se esforzó mucho para fingir que lo estaba, mientras los minutos fueron transcurriendo hasta completar una hora. Dosey interrumpía su narración sólo para soltar alguno que otro eructo; tan imbuido estaba de su propia importancia que no se preocupaba de observar la reacción del monje. Éste supuso que aquel hombre estaba acostumbrado a tratar con gente que necesitaba o ambicionaba su dinero, y por eso podía divagar tanto como quisiera ante su servil auditorio. Su obnubilación de poder era tal que le impedía darse cuenta de que en realidad no era más que un bufón ridículo y aburrido.
Pero el hermano Justicia también necesitaba al mercader, o al menos parecía razonable que aquel hombre pudiera ayudar al monje en su más importante persecución. Sólo eso retuvo al monje a la mesa mucho tiempo después de la puesta de sol.
Al fin, de forma tan repentina que el anuncio sobresaltó al monje, medio dormido de aburrimiento, Dosey anunció que había llegado el momento de conseguir algunas respuestas y que aquellas cosas era mejor hacerlas de noche.
El tono misterioso de la voz alertó al monje, aunque, de hecho, el hermano Justicia no esperaba gran cosa de aquel hombre. Quizás el imbécil de Dosey utilizaría la hematites para penetrar en el cuerpo de varios posaderos de los barrios más recónditos de la ciudad, y los usaría para preguntar por el fraile loco.
Regresaron al despacho de Dosey, al gran escritorio de roble. El mercader ordenó al sirviente que llevara una segunda silla y que la colocara junto al escritorio; entonces invitó al monje a sentarse y a relajarse.
—Podría ir yo —ofreció el mercader, y luego sacudió su cabeza, como si la idea no le gustara, casi como si le diera miedo.
El hermano Justicia guardó silencio y mantuvo el rostro inexpresivo para que el mercader no advirtiera su interés.
—Pero quizá debería verlo usted por sí mismo —prosiguió el mercader, con una sonrisa irónica en el rostro—. ¿Le gustaría ir? —preguntó.
—¿Ir?
—A buscar sus respuestas.
—No conozco el lugar del que hablas —admitió el hermano Justicia—. Tienes una piedra, es todo lo qué sé.
—Oh, es mucho más que una piedra —aseguró Dosey. Puso la mano debajo de la solapa de la elegante chaqueta gris, sacó un objeto prendido con un alfiler, un gran broche, y lo tendió al hermano Justicia. En aquel momento el monje no pudo ocultar su interés. La piedra central del broche era una hematites, tal como había supuesto; se trataba de una piedra oval de color gris brillante, intenso y uniforme. Alrededor de ella, incrustados en oro, había una serie de pequeños y claros cristales redondos. Al principio, el hermano Justicia no los reconoció, pues bien podían pertenecer a diferentes clases, pero intuyó que también eran mágicos y que, de alguna manera, estaban estrechamente vinculados con los poderes de la hematites.
—Lo he diseñado yo mismo —se jactó Dosey—. Lo divertido de las piedras reside en combinar sus poderes, ¿verdad?
«Lo divertido», repitió para sí el hermano Justicia, lleno de odio hacia aquel hombre por la irreverencia con la que hablaba de algo tan sacrosanto.
—Este broche presenta una combinación que desconozco —reconoció el monje.
—Es un simple cuarzo transparente —le explicó Dosey pasando el dedo por el borde del enorme broche—. Para ver a larga distancia.
Una piedra para la adivinación, constató entonces el hermano Justicia; estaba empezando a comprender. Con el cuarzo transparente, un hombre podría ver a muchos kilómetros de distancia, y si se lo combinaba con la traslación de espíritus de la hematites...
—Con esta piedra puede ir a cierto lugar para encontrar sus respuestas —le aseguró Dosey—, a un lugar que sólo yo conozco. La casa de un amigo, un amigo sin duda poderoso, ¡uno que a buen seguro impresionaría a su Markwart!
El hermano Justicia apenas notó la referencia familiar al padre abad, hasta tal punto se había quedado atrapado por lo que aquello podía implicar. Su fascinación no tardó en convertirse en agitación cuando experimentó la inconfundible sensación de que había tropezado con algo potencialmente peligroso. Recordó la temerosa expresión de Dosey cuando insinuó que sería él quien haría el viaje, expresión que le pareció una mezcla del más puro horror y de la máxima excitación. ¿Qué ser podría inspirar semejante reacción? ¿Qué se escondía al final de aquel viaje del espíritu?
Un estremecimiento le recorrió la espina dorsal. Quizás el monasterio debería reconsiderar su costumbre de vender piedras a imbéciles como Dosey.
Aquella idea se diluyó enseguida, pues lo habían programado para que no pudiera retener demasiado tiempo una idea que pusiera en cuestión las decisiones de sus superiores.
—Adelante —le propuso Dosey, entregándole el broche—. Deje que la piedra lo guíe. Ella conoce el camino.
—¿Tengo que poseer el cuerpo de otro?
—La piedra conoce el camino.
Dosey pronunció aquellas palabras con tranquilidad y con cierta perversidad. Una parte del hermano Justicia, un pequeño parpadeo de la memoria que le recordó su vida como Quintall, identificó la expresión de Dosey como la de un niño que anima a otro más pequeño a cometer una travesura.
Cogió el broche y sintió su poder en la mano sin dejar de observar a Dosey. Sabía que su cuerpo físico sería vulnerable mientras su espíritu viajara, pero dudaba que Dosey atacara a uno de los emisarios de Markwart. Y, en el caso de que lo hiciera, la hematites le permitiría poseer fácilmente el cuerpo del comerciante, cosa que Dosey también debía de saber. Tal entendimiento, decidió el monje, le daría la seguridad que necesitaba.
Así pues, se recostó en la silla, cerró los ojos y dejó que la magia del broche lo envolviera. Se imaginó la hematites como un estanque de líquido oscuro y entró lentamente en él, dejando que el mundo físico se fuera disipando en una nada gris. Su cuerpo y su espíritu se desvincularon, se convirtieron en dos entidades separadas. El monje miró la habitación desde su nueva perspectiva, pero sus ojos no podían permanecer fijos en nada salvo en las piedras transparentes que rodeaban la hematites. Lo atraían con una fuerza que jamás hasta entonces había sentido, con una energía demasiado poderosa para poder hacer caso omiso de ella. Dudas acerca de la prudencia de su elección, acerca de la prudencia de vender piedras tan poderosas a imbéciles, aletearon en torno al monje como ráfagas de tenebrosas alas que golpearan su potente voluntad.
Seguía hundiéndose y hundiéndose en aquella luminosidad cristalina, lejos de la habitación, lejos de su cuerpo físico y del imbécil de Dosey.
Y después voló kilómetros y kilómetros, más veloz que el pensamiento. El tiempo y la distancia se deformaron. Parecía como si hubiera pasado una hora, pero luego era como si sólo hubiera transcurrido un segundo mientras atravesaba una infinita llanura con un solo paso. El hermano Justicia siguió volando más y más, en dirección norte, hacia las Tierras Boscosas, hacia las Tierras Agrestes, a través de enormes lagos y frondosos bosques, hacia las montañas, hacia las imponentes cumbres.
Muchas veces creyó que iba a chocar con picachos de piedra, pero en el último segundo los veía pasar debajo de él. Nunca había imaginado una armonía tal en las piedras mágicas, ni que aquellos cristales pudieran concentrarse tanto en su adivinación. Era peligroso e incomprensible para él, pese a que sabía sobre las piedras tanto como podía saber un ser humano, con las únicas excepciones —que él supiese— del padre abad Markwart y de Avelyn Desbris.
Cruzó la cordillera y llegó a un alto valle enorme, un altiplano rodeado de encumbradas montañas. Allá abajo, agrupados como hormigas, se veían campamentos de ejércitos. Quiso bajar un poco para distinguir las formas individuales, para ver quién había podido reunir unas fuerzas tan increíblemente numerosas; pero los cristales propulsores no lo dejaron salir de su dominio. Voló por encima del altiplano hacia una extraña montaña humeante; la ladera sur estaba cubierta de árboles, y dos brazos negros descendían hasta rodear aquella concentración de tropas.
Poco faltó para que el hermano Justicia se desvaneciese al quedar sus sentidos abrumados por la brutal velocidad con la que su espíritu penetró en una serie de estrechos túneles interconectados. Cada vertiginoso viraje le producía una fuerte sacudida, a pesar de que su cuerpo se encontraba a cientos de kilómetros de distancia. Las bruscas bajadas y subidas le nublaban la vista y le dispersaban los pensamientos.
Rápidamente llegó hasta un par de puertas de bronce enormes, decoradas con una miríada de dibujos y símbolos. Se abrieron casi imperceptiblemente, pero, a través de aquel pequeño resquicio, su espíritu liberado de su cuerpo voló para penetrar en una enorme cámara con hileras de columnas esculpidas en forma de gigantescos guerreros. Avanzó entre las dos hileras gemelas, y quedó como hipnotizado al aproximarse al final de la sala, donde había un estrado elevado y una criatura cuya potencia estaba más allá de todo lo que el hermano Justicia había conocido antes, y cuyas emanaciones de poder y de maldad eran una burla de la mismísima vida.
El vuelo finalizó, y el hermano Justicia se encontró de pie justo delante del estrado. Aunque los espíritus andantes eran invisibles, advirtió que allí no lo era; podía verse a sí mismo tal como aparecía dentro de sus galas corporales, salvo que era una singular sombra gris y translúcida, de modo que, a través de su forma, distinguía la piedra gris debajo de sus pies.
Pero aquel espectáculo no podía retener la atención del hermano Justicia ni un segundo, no ante la enorme monstruosidad que lo miraba impúdicamente desde allá arriba. ¿Qué monstruo era aquél?, se preguntaba el monje mientras examinaba la piel rojiza y los ojos negros, las alas de murciélago, los cuernos y las garras. ¿Qué manifestación del infierno había llegado al mundo material? ¿Qué demonio?
Las preguntas se arremolinaban en un insólito proceso mental, un miedo especial que amenazaba con quebrar cualquier razonamiento del monje. Sus estudios, sus años de enseñanzas religiosas, le habían inculcado el temor a todo aquello que se opusiera a Dios.
Has destruido al imbécil de Dosey, le comunicó telepáticamente la criatura, y le has robado el tesoro. En el preciso momento en que acabó de recibir ese mensaje, el hermano Justicia sintió una intrusión que no podía rechazar, una presencia que indagaba en su cerebro, su identidad, sus intenciones. Una profunda repulsión lo salvó y proyectó su espíritu fuera de aquel terrible lugar; como impulsado por el disparo de una honda recorrió de nuevo los túneles, atravesó el altiplano —por encima de los hormigueantes soldados que constituían el ejército del maligno—, sobrevoló las montañas, y luego los bosques y lagos hasta encontrarse de nuevo en Palmaris. En el despacho del mercader regresó a su cuerpo con tanta celeridad que su forma física por poco no perdió el equilibrio.
—¿Se ha enterado ahora? —le preguntó Dosey cuando sus ojos se acabaron de abrir y aún parpadeaban.
El hermano Justicia observó aquella expresión maníaca y vio el resultado del contacto con tal criatura claramente reflejado en el rostro de Dosey. Quería hacerlo reaccionar y preguntarle qué había hecho, qué era lo que había despertado; pero el hermano Justicia se dio cuenta de que la pregunta estaba fuera de lugar incluso antes de formularla. El hombre había ido más allá del punto de redención y tal vez se había despertado en él una peligrosa curiosidad por el demonio.
Las manos del monje se alzaron y, con gran rapidez, aferraron la garganta de Dosey. El mercader agarró las muñecas del monje y tiró en vano de ellas, intentó pedir ayuda, lo probó todo. Los músculos de los brazos del hermano Justicia estaban tensos y eran demasiado fuertes para que pudiera vencerlos. El monje obligó al débil mercader a arrodillarse y lo sostuvo hasta mucho después de que finalizara la lucha, hasta mucho después de que los brazos del mercader le colgaran inertes a los lados.
Mientras la cabeza le daba vueltas a causa de la atrocidad cometida y del temor, recorrió la casa con paso airado, cruzándose con los criados y con la familia del mercader.
Se marchó bastante después de medianoche, combatiendo su confusión con una muralla de pura cólera. Llevaba el broche en el bolsillo; la casa de Folo Dosindien estaba muerta.
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8
Sinfonía
—Estoy en paz; siento una fuerte sensación de pertenencia que nunca había conocido —dijo por fin el guardabosque después de haber estado más de media hora a oscuras sentado en su silla de madera, fijando los ojos en el apenas perceptible espejo. Soltó una risita ante la ironía de sus propias palabras—. ¡Y sin embargo, tío Mather, mis amigos se reducen tan sólo a dos, y uno de ellos no es más que una imagen indefinida, un espectro que ni siquiera puede hablar!
Elbryan rió de nuevo mientras consideraba la ridícula falta de lógica de todo aquello.
—Pertenezco a este lugar —declaró—. Esta región, estos pueblos, Dundalis, Prado de Mala Hierba y Fin del Mundo, son mis pueblos; y esta gente es mi gente aunque apenas puedan tolerar mi presencia. ¿Qué tiene este lugar que lo siento como propio, que me da una mayor sensación de paz y pertenencia de la que experimentaba con los Touel'alfar, rodeado de quienes llegaron a ser mis amigos, de quienes cuidaron de mí con más cariño que cualquier persona de estos tres pueblos, salvo tú y Bradwarden?
Miró fijamente la imagen reflejada en el oscuro espejo, reflexionando sobre sus palabras, buscando las respuestas.
—Es el deber —dijo al fin Elbryan—. Es la convicción de que aquí estoy haciendo algo para mejorar el mundo, o por lo menos mi rincón del mundo. Con los elfos tenía una sensación de desarrollo personal, de aprendizaje y entrenamiento, de que perfeccionaba mis aptitudes, en una progresión constante. ¡Aquí utilizo esas aptitudes para mejorar el mundo, para proteger a los que necesitan protección, tanto si la juzgan necesaria o no!
»O sea que soy de aquí. En este lugar he encontrado mi papel y sé que mis tareas diarias, mi vigilancia constante, mis relaciones con el bosque, tanto con los animales como con las plantas, es algo que seguramente tiene valor, aunque no sea debidamente apreciado.
Elbryan cerró los ojos y los mantuvo así un rato; le bullían en la cabeza las múltiples tareas que tenía que hacer aquel día. Enseguida se dio cuenta de que cuando volviera a abrir los ojos el tío Mather no estaría en el espejo, ya que el trance había terminado. Ocurría siempre igual; las necesidades cotidianas desplazaban a las espirituales poco antes del amanecer, y transformaban los pensamientos de Elbryan de filosóficos en pragmáticos. Utilizaba el Oráculo con regularidad, en ocasiones hasta dos o tres veces por semana, y jamás dejó de obtener la imagen de su pariente, el guardabosque que lo había precedido. A menudo se preguntaba si podría encontrar la imagen de Olwan en aquel espejo o la de su madre o la de Pony, quizá.
Sí, Elbryan deseaba hablar con Pony, volver a verla, recordar aquellos tiempos inocentes en que las patrullas eran un juego y las pesadillas no eran reales.
Abandonó la pequeña cueva, arrastrándose entre las gruesas raíces del árbol, con una sincera sonrisa en la cara, rejuvenecido y dispuesto para el trabajo cotidiano, como siempre. Esperaba encontrar a Bradwarden, pues el centauro, después de varias semanas de soportar la insistencia machacona de Elbryan, le había prometido al fin una competición de tiro con arco. Tal vez Elbryan conseguiría el premio —y no había nada que le hiciera pensar lo contrario—, que consistía en el compromiso del centauro a acompañarlo en su próxima visita hacia el oeste, al bosque que rodeaba el pueblo de Fin del Mundo.
Lo primero es lo primero, se decía a sí mismo el guardabosque. Cogió a Ala de Halcón, sacó la punta de plumas y la cuerda, y se dirigió a un lugar que consideraba suyo, un altozano casi desprovisto de árboles muy parecido al que había frecuentado en Andur'Blough Inninness, y que lo hacía ascender a los cielos de las noches estrelladas, y le llevaba los primeros rayos de sol del amanecer y los últimos del ocaso.
El guardabosque se quitó la ropa; la sensación de la hierba áspera en los pies no le resultaba desagradable. Saludó al alba con su danza, balanceando el palo de un lado a otro como si estuviera blandiendo una espada, marcando lentamente cada paso, en perfecto equilibrio; ejecutaba los movimientos sin ningún esfuerzo mental, dado que su recuerdo había quedado completa y profundamente grabado en los músculos. Ejecutaba la danza de la espada a la perfección; no había nada que añadir: ni más pasos, ni evoluciones más difíciles, ni mayor velocidad. Aquellos movimientos solitarios tenían como finalidad seguir aumentando el equilibrio de Elbryan, la capacidad de control de su propio cuerpo. Durante la media hora que duraba la ejecución de la danza, el guardabosque hacía que su cuerpo realizase los distintos movimientos necesarios para la lucha, y reforzaba en sus músculos el registro de las acciones adecuadas que seguirían a dichos movimientos.
Era realmente un hermoso espectáculo ver cómo el guardabosque evolucionaba con la gracilidad de un animal pero con el control de un hombre. Era una combinación de fuerza y agilidad, un guerrero equilibrado e inteligente. El mejor regalo de los Touel'alfar era su nombre, Pájaro de la Noche, y todo el adiestramiento que conllevaba. El mejor regalo de los elfos era esa armonía que Elbryan había conseguido, esa unión de dos filosofías, de dos maneras de mirar el mundo, de dos maneras de luchar.
A la luz suave de la mañana le brillaba el sudor, que se deslizaba y goteaba por su fuerte y bien esculpido cuerpo. Pues, aunque no se moviera con rapidez, la energía requerida para mantener el equilibrio de la danza de la espada era tremenda, y a menudo requería hacer trabajar un músculo contra otro, o bien aislar un grupo de músculos de forma tan completa que se los forzaba al máximo.
Cuando acabó, Elbryan cogió su ropa y corrió hacia una charca cercana; se sumergió en sus aguas heladas sin vacilar. Un baño rápido lo refrescó; se vistió y se dispuso a tomar su comida de la mañana. Luego se puso en marcha en busca del centauro.
Para satisfacción de Elbryan, Bradwarden se encontraba en la zona donde se habían dado cita, aunque no exactamente en el punto en el que el centauro le había dicho que tendría lugar la competición. Para que al guardabosque le resultara aun más fácil seguir su rastro, aquella mañana el centauro estaba tocando la gaita, una melodía inolvidable que parecía relacionada con el alba, una melodía suave que iba in crescendo hasta que las notas estallaban como rayos de sol, que sobresalieran por detrás de la colina y se esparcieran por doquier. Elbryan siguió aquella música, atraído por sus notas, y no tardó en encontrar a la bestia medio equina, que se hallaba en medio de un peñascal.
El centauro dejó de tocar en cuanto avistó a su amigo, y una blanca sonrisa se ensanchó en medio de su espesa barba negra.
—Temía que no te atrevieras a dar la cara —rugió Bradwarden.
—Verás mi cara y también mi arco —replicó el guardabosque alzando a Ala de Halcón.
—Ya, el palo de los elfos —observó el centauro. Entonces Bradwarden alzó su propio arco; era la primera vez que Elbryan lo veía y se quedó perplejo. ¡Montado en la parte lateral de una plataforma, aquel ingenio habría pasado por una catapulta de buen tamaño!
—¿Tiras flechas con un árbol? —dijo burlón Elbryan.
La sonrisa de Bradwarden no disminuyó ni pizca.
—Llámalas flechas —repuso con calma, mientras dejaba la gaita en el suelo y levantaba un carcaj que a Elbryan le pareció grande como un saco de dormir; contenía flechas que eran tan altas como un hombre.
»Llámalas lanzas —añadió el centauro—. Pero, si te alcanza una de ellas, ¡ten por seguro que las llamarás muerte!
Elbryan no lo dudó un solo instante.
Bradwarden se dirigió a un prado abierto en el que había situado seis dianas, cada una a distinta distancia de la línea señalada.
—Empezaremos tirando de cerca y luego nos iremos alejando —explicó el centauro—; el primero que falle una diana habrá perdido.
Elbryan consideró que las reglas beneficiaban al estilo brusco del centauro. Habitualmente en una prueba de arqueros, cada contendiente dispondría de un número determinado de tiros, y el mejor resultado global sería el criterio para designar al ganador. Con Bradwarden, sin embargo, se trataba simplemente de acertar o perder.
Elbryan se preparó y lanzó su primer tiro, seguro de que la primera diana, a no más de treinta pasos, no representaría ninguna dificultad. La flecha se clavó en la diana cerca del ojo de toro; fue un disparo de gran precisión.
Sin una palabra de felicitación, Bradwarden levantó su monstruoso arco y lo tensó.
—Tú sólo has pinchado al gigante —observó el centauro, y disparó. Su enorme flecha penetró en la diana cerca de la flecha de Elbryan y derribó el artefacto de tres patas—. Ahora —declaró el centauro—, la bestia está definitivamente muerta.
—Tendré que disparar primero a cada blanco —dijo Elbryan secamente.
El forzudo centauro se echó a reír de buena gana.
—Si no lo haces —asintió—, tendrás que apuntar hacia las nubes y esperar que tus flechas caigan sobre la marca, ¡no lo dudes!
Antes de que el centauro hubiera acabado de hablar, la segunda flecha de Elbryan fue a dar en el centro del blanco siguiente, a diez pasos del primero.
Bradwarden también lo acertó, y de nuevo derribó la diana.
No tardaron en ocuparse del quinto blanco, después de derribar los tres primeros; el cuarto aún se mantenía en pie pues la enorme flecha de Bradwarden, aunque dio en la diana, no alcanzó a derribarlo. Para apuntar a la quinta diana, a casi unos cien metros, Elbryan tuvo que elevar por primera vez el disparo, pero no demasiado; Ala de Halcón era tan fuerte que el vuelo de la flecha apenas se arqueó y trazó una línea segura a través de la suave brisa hasta hacer limpiamente diana.
El centauro, por primera vez, pareció sinceramente impresionado.
—¡Buen disparo! —murmuró y después apuntó y disparó a su vez.
Elbryan apretó un puño creyéndose victorioso mientras seguía el vuelo de la flecha. Sin embargo, la flecha dio en el blanco clavándose casi en el borde exterior, a la izquierda y muy lejos del centro.
Elbryan miró al centauro con ironía.
—Has tenido suerte —comentó.
Bradwarden piafó con fuerza.
—No es cierto —contestó con mucha seriedad—. Apuntaba a la mano armada de la bestia.
—Ah, pero era zurda —replicó el guardabosque sin vacilar.
La sonrisa de Bradwarden desapareció.
—El último disparo —anunció—. Después elegiremos árboles más alejados para sustituir las dianas.
—O bien hojas —repuso Elbryan, y levantó su arco.
—Demasiado —dijo de repente el centauro, y el guardabosque aflojó la tensión de la cuerda del arco, al tiempo que casi perdía la concentración y el disparo.
—¿Demasiado qué?
—Demasiado confiado en ti mismo —aclaró el centauro—. La próxima vez querrás apostar.
Elbryan se detuvo a reflexionar sobre todo aquello; luego se volvió para considerar el último tiro del centauro, casi un fallo. Se preguntó si su amigo lo había planificado de esa manera. ¿Estaba Bradwarden jugando con él? Realmente el centauro era un buen arquero, pero ¿era incluso mejor de lo que Elbryan había advertido?
—Mi gaita necesita una nueva bolsa —musitó Bradwarden—. No es un trabajo difícil, pero sí sucio... conseguir un pellejo.
—¿Y si gano yo? —preguntó Elbryan; sus ojos traicionaban lo que estaba pensando, mientras recorrían el poderoso lomo del centauro.
Bradwarden se puso a reír, como si fuera un absurdo pensar que Elbryan pudiera ganar. Se detuvo de repente y miró fijamente a su compañero humano.
—Sé que estás pensando que podrías montarme; pero, si alguna vez lo intentas, volveré a probar carne humana.
—Sólo hasta Fin del Mundo —aclaró Elbryan—. Deseo ir y volver en un santiamén.
—Nunca —declaró el centauro—. Sólo dejaría montar a una doncella que alquilara mis servicios —terminó con un guiño impúdico.
Elbryan ni siquiera quiso imaginarse el espectáculo.
—¿Entonces, qué? —preguntó—. Estoy apostando contigo, pero el premio tiene que establecerse.
—Podría construirte un auténtico arco —dijo el centauro.
—Y yo podría clavarte una flecha en el culo desde cien pasos —replicó agriamente Elbryan.
—Una gran diana —admitió el centauro—. Pero una cosa es lo que puedas necesitar, amigo mío, y otra muy distinta que tengas la menor posibilidad de ganar.
—Ya te lo he dicho —repuso Elbryan—. Me gusta caminar, pero me temo que necesito un sistema más rápido para cubrir la distancia entre los tres pueblos.
—Nunca subirás a mi lomo.
—¿Eres tú quien conduce los caballos salvajes? —preguntó Elbryan, y el centauro se sorprendió.
—No soy yo —contestó Bradwarden—. Ésa es tarea de otro. —Una extraña sonrisa apareció en el rostro del centauro, una rara expresión, como si hubiera encontrado la solución de algún rompecabezas—. Sí —dijo al fin—, ése será tu premio. Si cae un rayo sobre mi flecha, pues ésa es la única posibilidad que tienes de ganarme, te llevaré hasta el que conduce la manada salvaje. Te llevaré, fíjate bien, pero entonces dejaré que te las apañes como puedas.
Elbryan se dio cuenta de que lo estaba engatusando, que aquel premio era para Bradwarden más bien un castigo. El guardabosque notó que los pelos de la nuca se le ponían de punta. ¿Quién podía conducir la manada que despertara un respeto tan poco habitual en el engreído Bradwarden? Pero, sin embargo, al tiempo que se hacía esas consideraciones, se sentía irresistiblemente intrigado.
Levantó a Ala de Halcón, voló la flecha, y acertó de lleno en la lejana diana.
Bradwarden emitió un gruñido de respeto, hizo volar su flecha, y también dio en el blanco.
—Tres —dijo Elbryan, y disparó su arco tres veces en rápida sucesión; sus flechas volaron sin error alguno.
Bradwarden lo imitó y consiguió tres dianas.
—¡Cuarta, quinta, sexta! —gritó Elbryan, lanzando otros tres tiros; el primero alcanzó de lleno la cuarta diana; el segundo acertó el quinto blanco, partiendo la flecha que antes había lanzado Elbryan, y el último voló hacia la última diana y dio en pleno centro.
El centauro suspiró, empezando a comprender que por primera vez era probable que tuviera un auténtico rival entre los humanos. Con bastante facilidad acertó el cuarto objetivo, y luego el quinto, pero su último tiro pasó desviado por encima de la diana y se perdió entre la maleza al otro lado del prado.
Elbryan sonrió ampliamente y apretó un puño. Miró a Bradwarden, y comprobó que el centauro le miraba a su vez con una expresión que jamás había visto en él: respeto.
—Amigo mío, tienes un arco que es un matador de dragones —lo alabó Bradwarden—, y ten por seguro que jamás he visto una mano tan firme.
—Tuve el mejor constructor de arcos —repuso Elbryan—, y los mejores instructores. Nadie en todo el mundo puede igualar a los Touel'alfar en el tiro con arco.
—Eso ocurre porque esas gentes delgadas y pequeñajas no se atreven a acercarse a un enemigo —replicó Bradwarden después de soltar un bufido—. Bueno, vayamos a recoger nuestras flechas que luego te mostraré algo interesante.
Reunieron las flechas y las respectivas pertenencias y enseguida se pusieron en marcha. El centauro guiaba a Elbryan por la espesura del bosque, a través de los pinos y del musgo caribú, en dirección a un valle hundido; lo atravesaron y subieron por la otra ladera. Caminaron durante varias horas; hablaron poco, aunque el centauro sacaba a menudo su gaita para tocar. Al fin, con el sol ya muy caído hacia poniente, llegaron a una pineda apartada, cuya primorosa forma recordaba vagamente la de un rombo. Se extendía por la suave ladera de una amplia colina, y estaba completamente rodeada por un prado de hierba alta y flores silvestres. Elbryan apenas podía creer que no hubiera estado antes allí, que su instinto de guardabosque no lo hubiera guiado a un lugar tan naturalmente perfecto, tan sintonizado con la armonía del bosque. La pineda —cada flor, cada arbusto, cada árbol y cada piedra, y el murmullo del arroyo que la atravesaba— tenía algo más que los bosques normales de la región. Era algo sagrado, algo propio de Andur'Blough Inninness y ajeno al corrompido mundo de los humanos.
En aquel paraje había algo mágico; Elbryan lo percibió con tanta claridad como lo había percibido antes en el valle de los elfos. Con reverencia, casi como si estuviera en trance, el guardabosque se acercó; Bradwarden iba a su lado. Cruzaron la hilera exterior de tupidos árboles de hoja perenne y alcanzaron el corazón de la pineda donde senderos bien marcados se entretejían entre el espeso sotobosque. Elbryan caminaba sin pronunciar palabra, como si temiera perturbar la quietud, pues ni la más leve brisa atravesaba la muralla de pinos.
El camino serpenteaba, se juntaba con otro y luego se bifurcaba en tres. La pineda no era muy grande, quizá doscientos metros de ancho por trescientos de largo, pero Elbryan estaba seguro de que si los caminos se conectaran uno a continuación de otro cubrirían una distancia de varios kilómetros. A menudo miraba hacia atrás en busca de alguna indicación por parte de Bradwarden, pero el centauro no le prestaba atención y se limitaba a seguirlo en silencio.
Llegaron a un lugar oscuro y umbrío, en el que el sendero se bifurcaba a derecha e izquierda a ambos lados de un enorme peñasco que sobresalía de la tierra y que estaba cubierto por una gruesa capa de pequeñas flores amarillas. Elbryan oteó ambos caminos y, suponiendo que se volverían a encontrar después de aquella roca, continuó la marcha. Pronto alcanzó la previsible confluencia de los senderos; miró hacia adelante y se dispuso a continuar.
—No tan observador como cabría suponer de alguien que ha sido adiestrado por los elfos. —La grave voz de Bradwarden rompió la quietud del lugar.
Elbryan se dio la vuelta con la intención de hacerlo callar, pero se olvidó de todo cuando miró más allá del centauro hacia la parte posterior del peñasco que había dividido el camino. Retrocedió, pasó junto al centauro y miró detenidamente el montón de rocas, de casi dos metros y medio por metro ochenta y de forma parecida a un rombo. El guardabosque miró en torno y advirtió que se encontraban en el centro exacto de la pineda. Advirtió asimismo que aquellas piedras eran el origen de la magia, y que los bordes de la pineda —formados por hileras de árboles— parecían ser un reflejo de aquel lugar.
Se arrodilló y estudió las piedras admirándose del cuidado con que las habían dispuesto. Tocó una y sintió un suave hormigueo, la emanación del poder mágico.
—¿Quién está enterrado aquí? —susurró el guardabosque.
Bradwarden soltó un bufido y sonrió.
—Yo no soy quién para decirlo —repuso, y Elbryan no pudo discernir si el centauro quería decir que no lo sabía o que no le correspondía a él revelar la identidad de la persona enterrada.
»Fue enterrado por los elfos —añadió el centauro— cuando yo no era mayor de lo que tú eres ahora.
Elbryan lo miró con curiosidad.
—¿Y cuánto tiempo es ése según el cálculo de los hombres?
El centauro se encogió de hombros y pateó el suelo, inquieto.
—La mitad de la vida de un hombre —fue la respuesta más exacta que Elbryan iba a conseguir.
El guardabosque no insistió más. No necesitaba saber quién estaba enterrado allí. Obviamente el hombre, o elfo o lo que fuera, era importante para los Touel'alfar; obviamente los elfos habían bendecido aquel lugar, aquel montón de piedras y la pineda que había crecido en torno, con considerable poder mágico. El joven se daba por satisfecho con eso; Bradwarden había prometido mostrarle algo hermoso, y desde luego había cumplido su promesa.
No obstante, quedaba el asunto del premio de Elbryan por ganar el concurso de tiro con arco. El joven miró al centauro.
—No tienes más que seguir viniendo aquí —comentó el centauro como si le leyera el pensamiento— y encontrarás al que guía los caballos.
Aquello llenó al guardabosque de excitación y miedo a la vez. Poco después abandonaron el soto para ir a cenar. Elbryan regresó más tarde aquella misma noche y otra vez al día siguiente, pero hasta la cuarta visita, dos semanas más tarde, al regresar de su ronda de inspección a Fin del Mundo, no encontró la recompensa de Bradwarden.
Era un típico día de otoño; aunque en el soto el aire permanecía tranquilo, el viento azotaba por igual hojas y nubes, y la nieve de las montañas era arrastrada velozmente allá arriba a través del límpido cielo azul. Elbryan se dirigió al corazón de la pineda para rendir homenaje a quienquiera que estuviese allí enterrado; luego volvió al límite de la pineda pues deseaba sentir la brisa en el rostro.
Y entonces oyó la música.
Primero pensó que era Bradwarden tocando su gaita, pero entonces se dio cuenta de que era un sonido demasiado dulce, una vibración sutil en la tierra y en el aire, una canción de la mismísima naturaleza. No crecía ni en volumen ni en intensidad; simplemente seguía sonando, y Elbryan no tardó en darse cuenta de que debía de tratarse de una llamada de anuncio, la carrera de los cascos y el viento. Se dio la vuelta y echó a correr hacia el extremo meridional de la pineda, aunque no tenía ni idea de qué podía ser lo que lo estaba guiando.
A través del anchuroso prado, más allá de las flores y la hierba, vio una figura maravillosamente perfecta, un imponente semental que se movía entre las sombras de los lejanos árboles.
Elbryan contuvo el aliento, mientras el gran caballo —completamente negro, salvo la blancura de la parte inferior de las patas delanteras y de un rombo sobre los ojos— salía a campo abierto. Elbryan sabía que el caballo estaba examinándolo, aunque la mayoría de los caballos ni siquiera habrían notado su presencia, pues él estaba en la dirección en que soplaba el viento y además a mucha distancia.
El semental piafó; luego se encabritó y relinchó. Avanzó unos metros en brusca arremetida, para mostrar su potencia, y luego se dio la vuelta y cabalgó, rápido como el rayo, hacia la espesura.
Elbryan suspiró de nuevo. Sabía que aquel día el magnífico corcel ya no volvería, así que se puso a caminar, no en la dirección que había tomado el caballo sino hacia Dundalis. Encontró a Bradwarden, que estaba manufacturando unas flechas diabólicas, y la cara del centauro se iluminó al verlo.
—Bienvenido —saludó Bradwarden con una risa sofocada—. Ya veo que has estado en la pineda.
Elbryan se sonrojó al pensar que sus emociones se le reflejaban en la cara con tanta claridad.
—Ya te lo dije —manifestó con jactancia el centauro—. Tan soberbia criatura es... —se detuvo y rió otra vez.
—¿Tiene nombre el semental?
—Diferente de todos los demás —dijo Bradwarden—; pero debes saberlo si quieres acercarte a él.
—¿Y cómo puedo averiguarlo?
—No seas tonto —contestó Bradwarden—. No tienes que averiguarlo, sino simplemente saberlo.
El centauro se fue y dejó al hombre dando vueltas a sus pensamientos.
El guardabosque volvió al soto al día siguiente y al otro, y todos los días, hasta que al fin, al cabo de más de una semana, oyó o, mejor dicho, sintió de nuevo la música, que esa vez venía del oeste.
—Qué astuto —murmuró maravillado cuando el caballo apareció en el límite de las sombras, pues el semental se aproximaba cara al viento para poder captar el olor de quien llegara al soto sin que lo olieran a él.
Después de unos pocos minutos, el caballo salió a campo abierto, y de nuevo Elbryan se quedó sin aliento al contemplar la magnífica estampa del animal: los flancos musculosos, el ancho pecho y la expresión inteligente de los ojos negros.
Una palabra rondó por la mente del guardabosque, pero sacudió la cabeza, sin comprenderla. Avanzó un paso, y el caballo echó a correr rompiendo el encanto del momento.
El tercer encuentro llegó sólo un día después, de la misma forma que las otras veces: el semental se aproximaba desconfiadamente por el oeste, advertía la presencia de Elbryan y piafaba.
De nuevo le vino a la mente aquella palabra, que describía a la perfección el aspecto del imponente caballo.
—¡Sinfonía! —gritó el guardabosque, y se puso a caminar con audacia desde la pineda. Para sorpresa de Elbryan, para su deleite y horror a la vez, el caballo se encabritó y relinchó muy fuerte; luego se puso de nuevo a cuatro patas y piafó con violencia.
»Sinfonía —repitió Elbryan una y otra vez mientras se le acercaba con cautela. ¿Qué otro nombre podía corresponder a un caballo como aquél? ¿Qué otra palabra podía describir su belleza y su armonía, sus músculos perfectamente equilibrados y sus vibraciones musicales, si parecía que la naturaleza entera se hacía eco del galope del enorme semental?
Antes de que el guardabosque se hubiera dado cuenta, se encontró a cinco zancadas del imponente caballo.
—Sinfonía —dijo con serenidad.
El caballo relinchó y echó la cabeza hacia atrás.
Elbryan se le acercó con las manos abiertas por completo para mostrar que no quería hacerle daño. Con respeto, puso la mano en el cuello del semental, y lo acarició firme y uniformemente. Despacio, muy despacio, las orejas del caballo se levantaron.
Entonces, el gran semental dio un brinco y volvió a internarse al galope en las sombras, en la maleza.
Se encontraron un día tras otro, y progresivamente iban sintiéndose más cómodos el uno con el otro. Elbryan no tardó en descubrir que aquel caballo significaba mucho para él, tanto como si los elfos se lo hubieran regalado como compañero; y aquella idea no le pareció descabellada.
—¿Me lo regalaron? —preguntó en el Oráculo a su tío Mather una noche—. ¿Es Sinfonía, pues ahora estoy seguro de que éste es el nombre del semental, un regalo de los elfos, de Juraviel, quizá?
No hubo respuesta, naturalmente, pero al escuchar sus propias palabras, Elbryan descubrió un fallo en su razonamiento.
—No puede tratarse de un regalo —dijo—, pues un animal como éste no puede ser donado. Pero seguramente los elfos han tenido algo que ver, pues, en caso contrario, yo no habría tenido la menor oportunidad de encontrarlo y, además, su reacción habría sido muy distinta, más acorde con las previsibles reacciones de un animal que ha vivido siempre en estado salvaje.
»El monumento funerario —susurró Elbryan un momento después, al descubrir la respuesta. Entonces todo le pareció perfectamente claro: la magia de aquellas piedras, de algún modo, había atraído a Sinfonía hacia él; mejor dicho, hombre y caballo se habían atraído mutuamente. En aquel momento deseaba más vivamente que nunca saber quién estaba enterrado allí, a qué gran hombre —o elfo o centauro, quizá— los Touel'alfar habían dedicado tan solemne tumba, con la magia suficiente para configurar aquella perfecta pineda, para llamar a Sinfonía y dotarlo de tanta inteligencia. Seguro que era la magia de aquellas piedras la que había provocado todo eso; Elbryan no lo dudaba en absoluto.
Al día siguiente montó por primera vez a Sinfonía, a pelo, agarrándose estrechamente a la espesa crin del caballo. El viento azotaba las orejas del jinete, el paisaje volaba hacia atrás; era tal la emoción de la carrera, era tal la armonía del galope, que Elbryan habría jurado que estaba volando sobre un cojín de aire.
Tan pronto como desmontó, de regreso a la pradera junto a la pineda, Sinfonía se dio la vuelta y se fue al galope; Elbryan no hizo amago alguno de detenerlo, pues sabía que aquélla no era una relación normal entre jinete y caballo, ni tampoco una relación de amo y bestia, sino una amistad basada en el mutuo respeto y la confianza recíproca.
Sinfonía volvería a él, lo sabía; dejaría que lo montara otra vez, pero era el semental quien establecía las condiciones.
Elbryan saludó hacia la linde del bosque por donde había desaparecido el animal, en un gesto de respeto y comprensión. Sabía que él y Sinfonía tenían una vida propia e independiente, pero también sabía que a partir de aquel momento había algo que los unía.
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9
De nuevo en casa, de nuevo en casa
Durante el par de semanas siguientes, mientras recorrían los senderos, Avelyn demostró a Jill lo mucho que había llegado a confiar en ella, pues empezó a introducirla metódicamente en el conocimiento de las piedras. Al principio el monje utilizó los métodos convencionales, las mismas enseñanzas que él había recibido en Saint Mere Abelle, pero pronto advirtió que Jill estaba muy por encima de un estudiante medio, que casi lo hacía tan bien como cuando él había realizado por primera vez el ejercicio de salir del cuerpo a propuesta de maese Jojonah. Avelyn comprendió por qué: Jill era fuerte, pero sin duda no tanto como él lo había sido. Sin embargo, no era una principiante. Aquella unión mediante la hematites, cuando al monje lo habían herido de gravedad, le había proporcionado a la chica un grado de comprensión del acceso a los poderes que otros monjes pasaban meses, incluso años, tratando de alcanzar. A medida que su amistad se iba haciendo más profunda, la confianza mutua llegó a ser tan grande que Avelyn se atrevió de nuevo a utilizar la hematites para adiestrarla. No sólo el progreso de Jill fue vertiginoso, sino que también lo fue el conocimiento que el monje tenía de la reservada chica... y de su oscuro pasado.
—Dundalis.
La palabra salió de su boca como un repique de campanas de iglesia, unas campanadas que podían ser de fiesta, de esperanza, de promesas futuras de vida eterna, pero que asimismo podían significar muerte. La joven se pasó una mano por el pelo, que le había crecido espeso hasta los hombros, y miró a Avelyn con recelo.
—Lo sabías —reprochó la chica a Avelyn.
El monje se encogió de hombros sin saber qué decir.
—De algún modo has averiguado mi historia —prosiguió Jill, utilizando la excitación provocada por la sensación de haber sido descubierta para reprimir sentimientos más imperiosos que bullían en su interior mientras consideraba aquel nombre perdido hacía tanto tiempo, el nombre del pueblo que había sido su casa y, al parecer, el nombre de un nuevo pueblo edificado en el mismo lugar.
—En Palmaris hablaste con Graevis —dedujo Jill.
—De hecho, fue con Pettibwa —admitió con sequedad Avelyn.
—¿Cómo te atreviste?
—No tenía otro remedio —replicó Avelyn—. Soy tu amigo.
Jill tartamudeó un momento de forma incoherente, tratando de ordenar todo aquello. Avelyn la había conducido al norte de la ciudad, a lo largo del Masur Delaval en dirección a su delta; luego se habían encaminado tierra adentro y se habían dirigido hacia los yermos. Jill tenía miedo de quedarse errando por su otrora familiar territorio, pero realmente nada había provocado tal situación en su interior, hasta que la pareja había llegado a la ciudad de Fin del Mundo y había oído pronunciar en voz alta el nombre de «Dundalis». En aquel momento quiso censurar con dureza a Avelyn, pero no podía negar las últimas palabras del hombre. Por supuesto, era su amigo, y estaba entre los mejores que Jill había conocido: sólo tenía que sopesar el regalo que representaba haberle enseñado el dominio de las piedras para confirmar que la quería.
—Tratas de escapar de los fantasmas, amiga, mía, queridísima Jill —explicó Avelyn—. Veo tu dolor y lo siento como propio. Se evidencia en cada paso que das, en cada sonrisa que finges... Sí, he dicho «finges», pues ¿te has reído de verdad alguna vez en toda tu vida?
De los ojos de la joven, azules y brillantes, manaron lágrimas mientras apartaba la mirada.
—¡Claro que sí! —insistió Avelyn—. ¡Por supuesto que sí! Pero eso era antes del desastre, antes de que los fantasmas empezaran a pisarte los talones.
—¿Por qué me has traído aquí?
—Porque aquí los fantasmas no tienen dónde esconderse —indicó Avelyn con firmeza—. Aquí, en este nuevo pueblo que una vez fue tu casa, te enfrentarás con los fantasmas y los apartarás de ti para que alcancen la paz que se merecen y para que también tú alcances la paz que te mereces.
Hablaba con tal resolución, con tal fuerza, que Jill no podía seguir enfadada con él. La mujer sabía que el hermano Avelyn era, sin duda, su amigo y que sólo quería lo mejor para ella, que lucharía hasta la muerte por ella. Pero seguía temiendo que la decisión de Avelyn fuera una insensatez, al subestimar el dolor que ella sentía en su interior. Avelyn no podía hacerse una idea real de esa aflicción, ni tampoco Jill, pero la joven temía que ese dolor estuviera al acecho debajo de la superficie y que, si se le daba rienda suelta, la consumiría.
La mujer asintió sin decir palabra, pues no tenía respuestas, sólo temores. Se dirigió a la puerta trasera de la taberna y se refugió en la habitación privada que ella y Avelyn habían alquilado. No sabía qué recuerdos podría conjurar el nombre familiar, pero deseaba estar a solas para encararse con ellos.
Lo había asaltado una cólera indescriptible, había escupido sobre la puerta de su habitación y la había derribado de una patada, e incluso había roto la mandíbula de una mujer de vida alegre que le había ofrecido sus servicios. En efecto, Palmaris lo había decepcionado tanto como lo había desalentado su encuentro con el mercader Dosey. El hermano Justicia no había acortado distancias con su codiciada presa; de hecho, había ocurrido todo lo contrario mientras andaba errante, sin rumbo fijo, por la enorme ciudad. Sólo la casualidad lo había puesto en contacto con un tal Bildeborough y un libertino llamado Grady Chilichunk, ambos borrachos.
El hermano Justicia juzgó muy interesantes sus historias, farfulladas a cambio de unas cuantas cervezas baratas. Especialmente la de Grady, cuando el hombre mencionó que había visto otro monje abellicano hacía sólo un mes, hablando con su madre, Pettitbwa, en el Camino de la Amistad.
—¡Qué raro que los dos hayáis salido juntos! —comentó groseramente Grady—. Normalmente sois unos tipos solitarios y aislados; ¿qué hacéis para entreteneros dentro de los muros de la abadía?
Estaba claro a lo que aludía, teniendo en cuenta los obscenos modales del sujeto. Grady y Connor se echaron a reír a la vez.
El hermano Justicia se imaginó retorciendo el cuello de aquel imbécil y sólo así logró sonreír. Se mostró cortés el tiempo suficiente para enterarse de que el otro monje abellicano —sospechaba que se trataba del hermano Avelyn— se había marchado hacia el norte, hacia las Tierras Agrestes y las Tierras Boscosas, a un lugar llamado Prado de Mala Hierba.
En aquella época del año no había caravanas que salieran de Palmaris hacia el norte, pues estaba ya muy entrado el otoño y el invierno prometía ser duro; pero aquello no desalentó al ingenioso hermano Justicia. Se puso en marcha solo, a toda prisa, corriendo más que caminando, decidido a recuperar el terreno perdido y a acabar de una vez con aquel asunto.
La joven recordó aquella mañana remota en la boscosa ladera; se vio mirando al cielo, al resplandeciente Halo, con su arco iris de colores y su celestial fascinación. Recordaba la música que llenaba los aires. Jill cayó en la cuenta de que aquella mañana no había estado sola, pues había proclamado en voz alta su descubrimiento.
—Un chico —susurró a los rincones vacíos de su aposento. El nombre «Elbryan» se coló por los intersticios de su mente, al tiempo que la invadía una abrumadora sensación de aflicción y nostalgia: aquel muro negro de dolor que le hacía sentir repugnancia, que la había empujado a estrellar la brasa ardiente contra la cara de Connor Bildeborough.
Jill respiró profundamente y ahuyentó todos los recuerdos. No durmió en toda la noche; no obstante, a la mañana siguiente muy temprano estaba lista para emprender el camino conduciendo de la mano fuera de la posada a un Avelyn con resaca. Así pues, lo condujo como si fuera un fardo por la carretera que se dirigía hacia el este, hacia un pueblo conocido como Dundalis.
Llegaron a última hora de aquella misma tarde, cuando el sol se ponía en el horizonte y los edificios del pueblo reconstruido proyectaban sombras oblicuas y alargadas. Jill no reconoció el lugar en absoluto y se quedó muy sorprendida por ello. Había contenido el aliento en el último trecho del camino antes de que Dundalis apareciera a la vista, temiendo ser arrollada de golpe por los recuerdos. Sin embargo, no ocurrió así. Aquello era Dundalis, construido sobre las ruinas del antiguo Dundalis, pero, al menos a la primera ojeada, se parecía a su homónimo tanto como a Prado de Mala Hierba o a Fin del Mundo o a cualquier otro pueblo fronterizo.
Avelyn dejó que Jill lo condujera a través del pueblo por la única calle principal, que se dirigía hacia el norte. Había un viejo y arruinado cercado en el extremo septentrional del pueblo, un antiguo corral, advirtió Jill, y más allá estaba la ladera.
La ladera.
—Vi el Halo desde ahí —comentó.
Avelyn esbozó una débil sonrisa recordando sus vívidos encuentros con el Halo, lejos, muy lejos, a bordo de un rápido navío durante la misión más importante y sagrada de su vida.
—Era real —susurró Jill más para sí misma que para Avelyn. Encontraba cierta satisfacción en aquello, en saber que el pequeño retazo de su pasado que tenía claro era algo real y no imaginario. Al mirar desde el extremo septentrional de Dundalis hacia la ladera que separaba el pueblo del valle de árboles de hoja perenne y musgo caribú, hacia la ladera que tan importante había sido para ella en su juventud, Jill supo con toda certeza que era totalmente real el recuerdo que guardaba de haber contemplado el majestuoso Halo. Sintió otra vez aquella estremecedora sensación, aquel distanciamiento de los vínculos mortales para elevarse hacia el universo infinito.
—El chico —comentó.
—¿Estabas con alguien? —le preguntó Avelyn para poder sonsacarle algo.
Jill asintió.
—Alguien muy querido —replicó.
El momento pasó; Jill se volvió hacia el pueblo. Pero, antes de que hubiera completado el giro, se detuvo y miró fijamente la valla del viejo corral.
—Solía jugar aquí —aseveró—. Subíamos a la palizada superior y apostábamos sobre cuánto trecho podríamos caminar por ella.
—¿Quiénes?
—Mis amigos y yo —dijo Jill sin detenerse a pensar la respuesta.
Avelyn había abrigado la esperanza de que su pregunta la obligaría a decir el nombre de alguno de aquellos amigos perdidos, pero no se sintió demasiado decepcionado por la vaguedad de la respuesta. El viaje al norte había sido una buena idea, creía el monje, puesto que, a los pocos minutos de llegar a Dundalis, Jill había recobrado de su pasado más de lo que había averiguado durante largos años.
—Bunker Crawyer —dijo ella de pronto con una expresión que mostraba curiosidad.
—¿Un amigo?
—No —repuso Jill señalando la vieja valla—. Era su corral. El corral de Bunker Crawyer.
Avelyn sonrió ampliamente, pero se apresuró a disimular cuando Jill le miró con expresión de frustración. El pasado estaba volviendo, pero dolorosamente despacio para la creciente impaciencia de la chica.
—Vámonos y busquemos alojamiento —sugirió el monje—. Hemos pasado por una posada al venir hacia aquí.
Avelyn supo que otro recuerdo mucho más vívido había asaltado a Jill al llegar a la puerta principal de la posada llamada el Aullido de Sheila, una taberna grande casi en el centro de Dundalis. La joven no miraba el edificio, sino el suelo justo debajo de él, con una expresión primero curiosa, luego temerosa y después aterrorizada por completo.
Jill se dio la vuelta temblando y Avelyn la cogió cuando se disponía a echar a correr. El monje sospechaba que, si la soltaba, no dejaría de correr hasta Prado de Mala Hierba, hasta Fin del Mundo, hasta Palmaris.
—Conoces este lugar —dijo Avelyn sujetándola con fuerza.
Jill jadeaba, olía el humo, el humo espeso y negro. Aunque estaba al aire libre, le parecía que se estaba ahogando, encerrada en un espacio demasiado estrecho.
—¡Lo conoces! —exclamó Avelyn con energía, zarandeándola.
La profunda respiración de Jill resonaba como un gruñido; se dio la vuelta y se soltó del monje con la mirada clavada en la taberna, en sus cimientos de piedra.
—Me escondí ahí —dijo haciendo esfuerzos para que no se le quebrara la voz—. Mientras todo el pueblo ardía, mientras todos los gritos...
Sus palabras se convirtieron en un sofocado susurro, sus hombros se hundieron de pronto; habría caído al suelo si Avelyn no la hubiese sostenido.
No había ninguna otra posada en Dundalis, y además Avelyn no había recorrido toda aquella distancia simplemente para permitir a Jill huir otra vez de su terrible pasado. Pagó una sola habitación, la única que quedaba libre, puntualizando al jovial Belster O'Comely que no había nada romántico o impúdico entre él y la chica, que sencillamente eran buenos amigos y compañeros de viaje. Era la primera vez que se molestaba en dar semejantes explicaciones, meditaba Avelyn mientras conducía a Jill desde la habitación común, escaleras arriba, hacia los dormitorios. El monje creía que podrían quedarse en aquel pueblo durante un tiempo, y puesto que la comunidad era tan reducida y cerrada sintió la necesidad de proteger la reputación de Jill. Sabía que la chica tendría que enfrentarse a bastantes pruebas en Dundalis y sólo le hubiera faltado oír las sucias murmuraciones de los aldeanos maldicientes.
Jill se acostó inmediatamente, abrumada por el peso de los recuerdos. Avelyn permaneció junto a ella un buen rato, temiendo que pudiera ser víctima de sueños perturbadores.
La muchacha se quedó profundamente dormida, quizá demasiado exhausta para soñar. Al final, Avelyn no pudo seguir haciendo caso omiso del barullo de la habitación común, en el piso de abajo. El monje sabía que allí se reunía la mayor parte de los habitantes del pueblo, y por mucho que fuera su amor por Jill —y sin duda amaba a la muchacha, como un padre a su hija— el vapuleado monje tenía sus propias necesidades.
No tardó en bajar y ponerse a beber y a charlar entre una considerable muchedumbre, pues muchos tramperos de la región habían acudido a hacer acopio de provisiones para el invierno que se avecinaba. Eran un puñado de hombres endurecidos, solitarios y tercos, y unas cuantas mujeres que vivían de sus armas y de su astucia, y Avelyn no tardó en entablar una discusión con un sujeto acerca de que un pueblo cuya historia era tan tenebrosa como la de Dundalis debería estar mejor preparado para afrontar el peligro.
Cuando el trampero se mofó diciendo que lo más peligroso en la región era la aparición de un mapache hambriento de vez en cuando, el hermano Avelyn le asestó inopinadamente un puñetazo en la cara.
El monje estaba solo con Belster O'Comely en la habitación común cuando se despertó con un pedazo de carne sobre un ojo.
—¡Vaya, vaya! —le dijo al posadero—. ¡Es la gente mejor entrenada que he visto en muchos años!
Belster soltó una carcajada. La gente de Dundalis era dura y no le asustaban las peleas. Curiosamente, la bravura con que había luchado Avelyn —aunque apenas lo recordara— le había hecho ganar cierto respeto aquella noche; no obstante, la mayor parte de los hombres y mujeres que estaban en la habitación lo habían tomado por loco.
Belster le presentó un trozo de papel, una cuenta.
—Decidieron que tú pagarías la última ronda —le comentó el posadero.
—¡Vaya, vaya! —aulló Avelyn y sonrió ampliamente mientras le entregaba unas monedas de plata.
Aquella sonrisa jovial se convirtió en tierna al entrar en su habitación y encontrar a Jill abrazada a la almohada, como si fuera una niña perdida. Avelyn se arrodilló junto a la cama, le acarició la espesa mata de cabellos rubios y le dio un beso en la mejilla.
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10
El resurgir de la oscuridad
El pueblo de Elkenbrook no era distinto de Dundalis o de Prado de Mala Hierba, salvo en que, como estaba en el confín occidental de Alpinador, era más frío, con más árboles de hoja perenne y menos de hoja caduca. El invierno comenzaba en Elkenbrook el octavo mes del año, en Octenbrough, normalmente a las pocas semanas del equinoccio de otoño, y duraba hasta pasado el mes de Toumanay para dejar paso a una primavera corta y a un verano más corto aún. La gente de Elkenbrook tenía la piel, los ojos y el cabello claros, como la mayoría de sus compatriotas de Alpinador. Y, tal como correspondía a la raza, eran innegablemente robustos, altos y de hombros cuadrados, acostumbrados al trabajo duro. Incluso los niños de la frontera de Alpinador —y casi todo el reino todavía salvaje era considerado frontera— podían manejar un arma, pues los trasgos y los gigantes fomorianos abundaban mucho más en aquella región septentrional que en los reinos del sur, más civilizados. El aspecto del pueblo lo atestiguaba, pues Elkenbrook, a diferencia de los pueblos del norte de Honce el Oso, estaba cercado por una valla de troncos puntiagudos de dos metros y medio.
Por eso, cuando los exploradores de Elkenbrook informaron sobre rastros de trasgos, los habitantes no se preocuparon. Incluso cuando se encontraron huellas de gigantes mezcladas con las de aquellos despreciables enanos humanoides, los jefes del pueblo se encogieron de hombros estoicamente y comenzaron a afilar las largas y anchas espadas y las pesadas hachas.
En el mismísimo momento en que sobrevino el ataque, ocho horas después del alba, cuando el pálido sol tocaba el horizonte occidental, Elkenbrook se dio cuenta del alcance de las fuerzas del enemigo y comprendió su destino fatal. En una situación normal, los trasgos habrían atacado en masa como una horda enloquecida, precipitándose entre árboles y maleza y arrojándose salvajemente contra estacas y barricadas. Pero aquella vez los miserables rodearon completamente el pueblo en filas de diez en fondo. Y la línea de trasgos estaba reforzada cada veinte pasos por un gigante fomoriano envuelto en capas y capas de gruesas pieles.
La gente de Elkenbrook nunca había visto una muchedumbre tal de trasgos, y no les cabía en la cabeza que aquellas criaturas egoístas y llenas de odio pudieran agruparse en un número tan enorme. Sin embargo, allí estaban: incontables lanzas brillaban a la luz oblicua de los últimos rayos del día, incontables escudos se entrelazaban unos con otros engalanados con las banderas de muchas tribus diferentes.
Los aldeanos guardaron silencio ante aquel espectáculo, demasiado abrumados para hablar o para sugerir nuevas directrices o estrategias. En otros asaltos los trasgos merodeadores solían enviar un mensajero antes del ataque para pedir la rendición, para exigir un rescate, avisando que de otro modo entrarían en combate. La respuesta usual a tales exigencias era clavar la cabeza del mensajero en una estaca ante el muro protector del pueblo.
No obstante, en aquella ocasión, un buen número de habitantes del pueblo estaban considerando las opciones que tenían en caso de que les enviaran un emisario.
Los trasgos mantuvieron su formación durante varios minutos y luego, a una orden, sus filas se modificaron doblándose en profundidad pues cada guerrero dio un paso a la derecha o a la izquierda, en un movimiento simultáneo y rápido.
De los espacios abiertos entre las filas surgió una segunda sorpresa: la caballería trasga, diminutas criaturas montadas sobre peludos ponis. No es que no se hubiera visto nunca un jinete trasgo, pero constituían una rareza, pues jamás a los aldeanos de Elkenbrook se les había pasado por la imaginación que pudieran reunirse tantos.
—Cuatrocientos —calculó un hombre, estimando que tan sólo la caballería de los trasgos doblaba en número a toda la población de Elkenbrook.
Pero no menos asombroso resultó para aquella endurecida gente la forma como se habían modificado las líneas de los trasgos.
—Es un ejército entrenado —murmuró otro aldeano.
—Disciplinado —añadió otro con expresión incrédula y desesperada, porque no era un secreto entre los alpinadoranos que lo único que había impedido que los salvajes y prolíficos trasgos invadieran toda la región del norte era su incapacidad para unirse. Por eso los trasgos luchaban contra trasgos más a menudo que contra los humanos o contra cualquier otra raza.
Justo delante de la puerta principal de Elkenbrook surgieron de entre las filas cuatro criaturas: un enorme fomoriano que casi triplicaba la altura de un hombre, envuelto en pieles —entre ellas la de un oso blanco— y armado con la cachiporra más enorme que habían visto jamás los aldeanos; un trasgo increíblemente horrible, con la cara desfigurada y un brazo cercenado debajo del codo; y dos extrañas criaturas del tamaño de un trasgo pero de apariencia distinta: cuerpos macizos como barriles y brazos y piernas tan largos y delgados que parecían incapaces de sostenerlos; lo más llamativo eran sus gorras, de un rojo encendido que brillaba a la luz mortecina del atardecer.
—Gorras sangrientas —comentó un hombre, y muchos en torno asintieron aunque ningún habitante de Elkenbrook había visto hasta aquel momento un infame powri.
De nuevo, la línea enemiga mantuvo su impresionante formación durante unos segundos; luego, uno de los powris hizo un gesto al gigante, y el fomoriano, sonriendo perversamente, alzó al enano. Con los ojos clavados en Elkenbrook, el enano se quitó la gorra y la agitó en el aire por encima de su cabeza.
Los aldeanos consideraron aquel dramático gesto como una señal y se prepararon para recibir la carga, decididos a morir matando, cualquiera que fuera el final. Sin embargo, lo que oyeron no fue el estruendo de cascos o los aullidos de los trasgos sino el crujido chirriante de las máquinas de guerra de los powris. Piedras enormes, lanzas de tres metros y medio y bolas de pez ardiente se remontaron por los aires y convirtieron el tenso y paralizado pueblo en un frenesí de gritos y gemidos, de troncos astillados y de siseantes llamas.
Pocas personas seguían en el muro cuando sobrevino la segunda oleada, pues la mayoría estaba dedicada a atender a los heridos, combatir las llamas y levantar barricadas defensivas. Por tanto, no vieron el ataque, sin duda un impresionante espectáculo; pero lo oyeron y sintieron temblar la tierra bajo los pies.
El tercer ataque, más de doscientas lanzas disparadas por la infantería, sobrevino momentos antes de la carga de la caballería, de modo que, cuando los jinetes penetraron por las numerosas brechas abiertas en la muralla, encontraron más cadáveres de aldeanos que defensores. Los que habían sobrevivido al bombardeo no tardaron en envidiar a sus compatriotas muertos.
Elkenbrook quedó arrasado antes de que el sol se hundiera en el horizonte. El fomoriano Maiyer Dek, el trasgo Gothra y los powris Ubba Banrock y Ulg Tik'narn se colocaron en el centro de la masacre y, alzando las manos y los ojos, aclamaron a su jefe, a su dios.
Lejos de allí, en su trono de obsidiana, en Aida, el Dáctilo los oyó y saboreó la matanza, el primer ataque organizado de sus adiestrados secuaces. El demonio olía la sangre y paladeaba la violencia con tanta fruición como si hubiera participado en los hechos al lado de sus capitanes.
Y el Dáctilo sabía que aquello era sólo el principio, el aperitivo, pues su ejército seguía creciendo; tenebrosas masas pululaban entre los oscuros brazos de Aida, y los solitarios pueblos de Alpinador eran simplemente un campo de pruebas. El auténtico desafío aguardaba en el sur, en el reino más próspero y poblado, en Honce el Oso.
Estarían preparados cuando el invierno llegara a su fin, cuando las nieves se derritieran lo bastante para dejar francos los desfiladeros más altos.
Estarían preparados.
Jill vagaba sin rumbo fijo por la boscosa ladera al norte de Dundalis. Habían caído las primeras nevadas, un manto ligero y blando, el aire era helado y el cielo lucía un hermosísimo color azul. Aquel aire le aportaba a la joven una familiaridad, un vigor, que no había conocido ni en la ciudad de Palmaris ni en Pireth Tulme, donde la niebla apagada y húmeda parecía eterna. Jill había conocido aquel aire tan vigorizante y límpido en su juventud, en aquel mismo lugar; e imágenes de aquella vida pasada revoloteaban al borde de su conciencia como breves destellos de lo que había sido en otro tiempo.
Sabía que su vida había sido feliz, colmada de libertad y de juegos. Sabía que había tenido muchos amigos, con los que había planeado travesuras. La vida era de alguna forma más sencilla y más fácil: mucho trabajo y muchos juegos, buena comida honradamente ganada y risas que brotaban del corazón y no de la hueca cortesía.
Sin embargo, se le escapaban los detalles de aquella existencia pasada, y también los nombres, aunque muchos rostros habían regresado. Por eso se sentía frustrada aquella hermosa mañana mientras caminaba por la boscosa ladera hacia la cumbre de la sierra, hacia dos pinos gemelos que se elevaban sobre el anchuroso valle cubierto de musgo siempre blanco y de árboles achaparrados cuyas oscuras ramas estaban salpicadas de nieve. Tan pronto como se sentó en el escondrijo de los dos pinos, la asaltaron nuevos recuerdos. Vio la imagen de una hilera de cazadores que zigzagueaba entre los árboles del musgoso valle. Vio la imagen de pértigas y rememoró su excitación porque la cacería parecía haber ido bien.
Luego las imágenes comenzaron a apelotonarse: se vio corriendo al encuentro del grupo, perdiéndolo de vista al llegar al valle, corriendo entre los pinos y píceas en compañía de un amigo. Se vio salvando el último obstáculo, rememoró la sensación de los pinchazos de las ramas de pino en los brazos y se vio frente a los cazadores... Sí, veía sus caras, ¡y entre ellos estaba su padre!
¡Se acordaba! Y las pértigas transportaban los ciervos que necesitarían... y algo más.
Los ojos de Jill se abrieron desorbitadamente, y el recuerdo se hizo de pronto demasiado vívido; la asaltó la imagen de aquel cadáver horrible y deforme que invitaba a su mente a salir huyendo.
Se aferró a la imagen, aunque apenas podía respirar. Recordaba aquella mañana, aquella espléndida mañana tan parecida a la que ahora estaba viviendo. Había visto el Halo, y después los cazadores entre los que se contaba su padre habían regresado con la provisión de carne para el invierno... y con el trasgo.
—El trasgo —susurró Jill en voz alta, y aquel simple nombre era la prueba de que aquel suceso había sido el presagio del destino fatal que se cernía sobre Dundalis, su hogar, su familia y sus amigos.
Luchó por recobrar la respiración, por dominar el temblor de las manos.
—¿Te encuentras bien?
La joven dio un respingo y se volvió para encararse con quien le había hecho la pregunta: un monje de la iglesia abellicana que llevaba el mismo hábito marrón que el hermano Avelyn; la capucha echada hacia atrás dejaba al descubierto su cabeza rapada. Era mucho más bajo que Avelyn, pero robusto y de anchos hombros.
—¿Te encuentras bien?
La pregunta era amable y gentil, pero Jill captó en la voz un deje de dureza que mostraba que su preocupación no era sincera. Notó que el monje la estudiaba con atención, le miraba los largos cabellos, los ojos, los labios, como si no quisiera perderse ni un detalle.
Y así era, en efecto. El hermano Justicia había oído muchas descripciones de la mujer que viajaba con el fraile loco y, cuando vio a Jill, con sus gruesos labios, sus asombrosos ojos azules y su espesa melena de cabellos dorados, supo que era ella.
—No deberías estar aquí sola —comentó.
Jill hizo una mueca de burla y acarició la empuñadura de su espada, no con gesto amenazador sino simplemente para indicar que no estaba desarmada.
—Serví en el ejército del rey —aseguró al monje—, en los Guardianes de la Costa.
La forma como el monje entrecerró los ojos en señal de reconocimiento puso de pronto a Jill en guardia y le hizo pensar que no había sido prudente revelar aquel hecho.
—¿Cómo te llamas? —preguntó el monje.
—¿Y tú? —le espetó Jill, cada vez más a la defensiva. La sorprendía que un hermano de la iglesia abellicana pudiera estar tan al norte y solo, lejos del pueblo. Pensó entonces en la historia de Avelyn, en su deserción de la orden. Quizá la presencia de aquel monje tenía algo que ver con aquel hecho. Quizá la fama del fraile loco había llegado a oídos de la estricta orden.
—Mi nombre no ha sido nunca importante —respondió al fin el monje—, excepto para una persona. Para un hombre que perteneció en tiempos a mi orden pero que la abandonó y robó algo de la abadía. Sí —añadió al ver que el recelo de Jill iba en aumento—, para el hermano Avelyn Desbris yo soy el hermano Justicia. Para tu compañero, amiga mía, soy la encarnación del hado, enviado por la iglesia para recobrar lo que robó.
Jill se había puesto en pie y retrocedió con decisión, espada en mano.
—¿Atacarías a un legítimo emisario de la iglesia? —preguntó el fraile—, ¿a un monje cuyo título de hermano Justicia es justo y verdadero y que tiene la misión de imponer el merecido castigo que se ha ganado el monje proscrito a quien tú llamas compañero?
—Defenderé a Avelyn —aseguró Jill al hombre—. No es ningún proscrito.
El monje hizo una mueca de burla, sin alterarse. Luego, de repente, dio un salto hacia adelante, y lanzó una violenta patada a la espada de Jill.
Una hábil torsión de la joven puso la espada a salvo, y el golpe del hermano Justicia sólo obligó a la joven a retroceder un paso.
El hermano Justicia se enderezó listo para un nuevo salto, al tiempo que su respeto hacia la joven iba en aumento. No era una novata en aquellas lides y tenía unos reflejos muy rápidos.
—Se rumorea que también tú eres una proscrita —se burló el fraile acercándose—, una desatora de Pireth Tulme.
Jill no se arredró, ni siquiera parpadeó.
—A lo mejor los Guardianes de la Costa ofrecerán una recompensa —dijo el monje, y lanzó otra violenta patada para enderezarse enseguida y propinar otras tres en rápida sucesión con la intención de golpear a Jill en diferentes puntos. Pero ella las esquivó una tras otra agachándose y retrocediendo, y después se lanzó a su vez al ataque.
Su conciencia la retenía, haciéndole ver que iba a matar a un ser humano.
Pero no había motivo de preocupación, pues su espada no llegó nunca a acercarse lo suficiente para propinar un golpe mortal. El hermano Justicia la dejó acercarse y en el último momento se dio la vuelta con el brazo izquierdo encogido y luego lo alzó contra el lado plano de la hoja. Sin dejar de esquivar los espadazos avanzó lanzando un violento cruzado con la derecha.
Jill retrocedió inmediatamente, pero resultó alcanzada en las costillas y se quedó sin aliento. Reculó tambaleándose procurando asentar los pies, dispuesta a rechazar el ataque siguiente.
Cuando se recuperó, vio que el monje no la acosaba, no aprovechaba la ventaja que había ganado. Estaba en pie, muy tranquilo, a unos doce pasos, con una mano en el bolsillo del hábito. Para mayor asombro de Jill, tenía los ojos cerrados.
Las preguntas que se estaba haciendo la joven se desvanecieron de golpe ante un vertiginoso ataque; pues, aunque el monje no se había movido físicamente, llegó de nuevo a ella, hasta lo más profundo de su espíritu, y de repente la mujer se encontró luchando contra una fuerza salvaje para mantener el control de su cuerpo.
El cuerpo y el alma de Jill sufrieron un impacto de intenso dolor, y también los del monje, aunque a ella no le sirvió de consuelo.
La chica sintió la obscena intrusión como un muro de sombra que empujaba en su interior, que la expulsaba de su propio cuerpo. Al principio se sintió abrumada, como si no pudiera resistirlo. Pero no tardó en comprender que en aquel cuerpo —su propio campo de batalla— podía oponerse a la perversa intrusión del monje. El muro de sombra retrocedió mientras Jill lo empujaba enérgicamente gracias a su considerable fuerza de voluntad. Se imaginaba a sí misma como una fuente de luz, como un sol resplandeciente, legítima dueña de las dificultades de su vida terrenal, y volvió a la lucha.
Entonces, la sombra desapareció; Jill dio un paso tambaleándose y abrió los ojos.
El monje estaba justo delante de ella y la miraba impúdicamente. La chica comprendió que su ataque mental había sido una argucia, un aturdimiento del cual él podía recuperarse mucho antes que ella.
Lo supo en el breve instante en que pudo hacer uso de la conciencia que le había quedado. Lo supo todo, pero aquel conocimiento no le aportó más que desesperación, pues el hombre estaba demasiado cerca, demasiado preparado, y ella no podía defenderse.
El hermano Justicia golpeó con el canto de la mano la garganta de la mujer y la hizo caer de espaldas sobre la nieve y el lodo. Fue un golpe limpio, pero no lo lanzó con toda su fuerza, pues no quería que la chica muriese. El monje suponía que la chica le proporcionaría información valiosa para localizar al traidor Avelyn, y que retenerla como prisionera lo ayudaría sin duda a capturar al monje proscrito.
No quería que la mujer muriese, aún no; pero el hombre sabía que, cuando hubiera terminado con Avelyn, esa mujer, Jill, también tendría que morir.
Al hermano Justicia no le importaba en absoluto.
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11
Un ataque revelador
Elbryan estaba sentado al fondo del Aullido de Sheila; había desplazado la silla hasta el rincón de forma que tenía cada flanco protegido por una pared. El guardabosque no esperaba tener problemas; no caía bien a la gente de Dundalis, pero jamás se habían mostrado abiertamente hostiles con él. Había elegido aquel sitio simplemente por sus hábitos de trabajo, que le recordaban siempre la necesidad de colocarse en el lugar más favorable para poder defenderse.
Aquella noche la gente hacía mucho ruido y la taberna estaba hasta los topes, pues caía una débil nevada y los aldeanos temían que pudiera intensificarse. Una fuerte ventisca podía efectivamente encerrarlos en sus casas durante una semana.
La bebida corría y las desordenadas conversaciones se referían casi siempre al tiempo, excepto en un rincón de la barra donde un hombre gordo vestido de marrón y varios ciudadanos discutían acerca de un potencial ataque de los trasgos.
—Ya sucedió antes —declaró secamente el hermano Avelyn—. Todo el pueblo fue arrasado y sólo una persona sobrevivió, o quizá ni una.
El monje dio un bufido con la esperanza de que nadie hubiera captado su desliz; debía guardar el secreto de Jill, pues sólo ella —únicamente ella— tenía derecho a revelarlo.
—Pero sucedió después de que los cazadores de Dundalis mataran a un trasgo en los bosques —adujo un hombre llamado Tol Yuganick, que tenía el aspecto de un oso, aunque no parecía tan grande al lado de los ciento treinta kilos de Avelyn—. Y ocurrió hace casi diez años. No es probable que vuelvan los trasgos. No hay motivo.
—Y menos con el Polvoriento de ronda —comentó otro hombre, que se echó a reír y se volvió para lanzar una ojeada al guardabosque, que estaba al otro extremo de la habitación, sentado solo a una mesa en el rincón del fondo. Los otros tres aldeanos corearon sus carcajadas, encantados de hacerlo a costa de Elbryan.
—¿Quién es ese hombre? —quiso saber Avelyn.
—Una oreja muy atenta a tus cuentos catastrofistas —comentó Tol, apurando hasta el fondo su jarra de cerveza, de modo que la barba negra le quedó llena de espuma.
—¿Y no fue Elbryan quien se encargó de aquel oso negro que merodeaba por aquí? —preguntó Belster O'Comely, acercándose a aquel extremo del mostrador y secándolo tan enérgicamente que obligó a dos parroquianos a apartarse—. ¡El oso que precisamente saqueó tu casa, Burgis Gosen!
El hombrecillo llamado Burgis se encogió ante la afirmación.
—¡Bah! —gruñó Tol, mientras una nube de cólera cruzaba sus ordinarias facciones. Al hombretón no le había agradado nunca la amistad de Belster con el extraño Pájaro de la Noche y así lo había declarado a menudo y en voz alta.
Belster se mantenía firme detrás del mostrador. Durante mucho tiempo, el tabernero había guardado en secreto su amistad con Elbryan, sabiendo que podía estar en juego su propia reputación. Pero últimamente Belster había empezado a cambiar. Hacía poco había encargado una silla de montar especialmente diseñada a un talabartero local, y no había ocultado que era para Pájaro de la Noche en pago de un trabajo que el guardabosque le había hecho.
—El oso estaba enfermo y se hubiera muerto igualmente —fanfarroneó Tol Yuganick—. Incluso dudo que Elbryan, nuestro señor protector, haya visto la maldita bestia.
Se produjeron diversos gruñidos y gestos de asentimiento. Belster comprendió que no conseguiría nada de aquella hosca gente, y se limitó a sacudir la cabeza y a ocuparse de su trabajo. Sabía que cualquier referencia al incidente del oso molestaba a Tol, pues el cazador había jurado que lo atraparía él solo... ¡y habría cobrado una sustanciosa recompensa si lo hubiera hecho!
Tampoco el hermano Avelyn prestaba atención al entusiasta auditorio de Tol Yuganick. Observó con renovado interés al hombre del rincón apartado, al que Tol se había referido sarcásticamente como «nuestro señor protector». Pensaba que quizás aquel hombre entendía la verdad del mundo.
—Creo que todos vosotros deberíais estarle agradecidos —observó el monje con aire ausente, pensando en voz alta más que expresando una opinión.
Un instante después, y todavía con la atención fija en el hombre del otro lado de la sala, Avelyn sintió un fuerte empujón sobre el pecho.
—¡No necesitamos protección! —declaró Tol Yuganick, acercando su contraído rostro de facciones aniñadas a la cara del monje.
Avelyn lo miró largo y tendido, y observó sus facciones retorcidas por una rabia casi maníaca. Entonces echó un vistazo por encima del hombro y vio que Belster sacudía la cabeza con resignación; el tabernero sabía lo que se avecinaba.
Avelyn retrocedió y sacó un frasco de debajo de la capa.
—Pócima para el coraje —susurró a Burgis Gosen, guiñándole el ojo, y bebió un buen trago. Acabó con un «¡Aaah!» de satisfacción y luego se pasó la mano con vigor por la cara al tiempo que guardaba el frasco en el tosco hábito.
Entonces miró sin pestañear a Tol y respondió a la mirada amenazadora del hombre con otra de pura excitación. Tol gruñó y avanzó, pero Avelyn estaba listo para el ataque.
—¡Vaya, vaya! —bramó el monje mientras Tol lo golpeaba en el pecho otra vez. Con un simple gancho de izquierda, Avelyn derribó al hombretón.
Dos compinches de Tol saltaron inmediatamente contra el monje, pero fueron rechazados y la pelea prosiguió.
Detrás del mostrador, Belster sacudió la cabeza y suspiró profundamente, preguntándose cuántos quedarían en pie para ayudarlo a limpiar.
El hermano Justicia sonreía perversamente mientras se acercaba al Aullido de Sheila y oía el barullo de la pelea, que confirmaba que Avelyn estaba dentro. El monje había cambiado el hábito marrón por el atuendo normal de los aldeanos. Se preguntaba si su antiguo amigo Avelyn lo reconocería sin el hábito abellicano, y aquel pensamiento lo llevó a bajarse la capucha de la capa de viaje.
La sorpresa sería mayor.
Los contrincantes superaban a Avelyn por cinco a uno, y esa proporción se debía sólo al hecho de que otros tres hombres combatían en su bando, o al menos contra la pandilla que lo atacaba.
Elbryan, en pie y preparado para intervenir, contemplaba la pelea con curiosidad, sin saber demasiado bien qué pensar del salvaje monje que, luchando de forma magnífica, gritaba «en guardia» y llamaba a la pelea un «ejercicio de preparación». Al guardabosque no le desagradaba que Tol Yuganick y sus amigos recibieran una paliza, siempre que las cosas no fueran demasiado lejos.
Elbryan se permitió sonreír cuando el bruto de Tol se levantó del suelo y atacó al monje con un rugido, pero el enorme fraile dio un paso al lado en el último segundo, le puso la zancadilla y lo hizo tropezar; mientras caía lo remató con un fuerte golpe de antebrazo en la nuca.
—¡Vaya, vaya! —aulló Avelyn con regocijo.
Elbryan se mantenía al margen, imaginando que se trataba de una de aquellas situaciones peligrosas que los aldeanos solucionaban por sí mismos. Aun así tenía preparado a Ala de Halcón, desencordado, pues pensaba que no llegaría la sangre al río una vez que el fraile quedara fuera de combate.
Si es que el monje quedaba fuera de combate, no tardó en corregir Elbryan, porque el robusto monje se movía con la gracia y la precisión de un guerrero entrenado. Hurtaba el cuerpo y daba puñetazos, recibía un golpe y soltaba una carcajada; luego dejaba fuera de combate a su último agresor con un rotundo puñetazo o un certero rodillazo. Derribó a dos hombres a la vez con sus robustos hombros, sin dejar de reír. Una silla se partió sobre su espalda, pero mientras Belster O'Comely gemía con sólo ver el golpe, el monje se limitó a reírse aun más fuerte gritando su habitual «¡Vaya, vaya!».
Apoyado en su palo, Elbryan contemplaba la escena como un espectáculo. Tan pronto como hubo tomado una postura más relajada, fue desafiado, pues un entusiasmado aldeano aprovechó la oportunidad de la pelea general para dar un puñetazo al guardabosque, que le caía antipático.
Elbryan, como quien no quiere la cosa, colocó verticalmente a Ala de Halcón delante del aldeano, y el puñetazo fue a estrellarse contra la dura madera. El agresor gimió cogiéndose la mano dolorida, y Elbryan tiró con fuerza hacia abajo y hacia sí mismo con la mano que agarraba el bastón por la parte superior para que la punta inferior del palo saliera impulsada hacia arriba, directamente entre las piernas del hombre, que soltó un gemido.
Elbryan retrajo el arma y la proyectó firmemente contra el pecho del hombre hasta hacerlo caer por los suelos mientras se agarraba la mano y la ingle. Luego el guardabosque volvió a contemplar la pelea, pensando que el fraile loco no tardaría en cansarse. Si el hombre cometía el más mínimo error, la pandilla de aldeanos lo aplastaría.
Y entonces Elbryan intervendría.
El guardabosque sonrió una vez más cuando Tol se lanzó de nuevo al ataque y fue dejado fuera de combate. Pero la sonrisa de Elbryan se desvaneció al ver en la puerta de la taberna a un recién llegado que se abría paso entre los contendientes. Cuando un hombre se dio la vuelta para golpearlo, el recién llegado lo derribó con tres rotundos y bien colocados golpes, propinados con tal rapidez que el hombre ni siquiera había hecho amago de responder al primero cuando ya lo había alcanzado el tercero.
Incluso sin aquella exhibición de dominio de la lucha, Elbryan supo que no era un simple aldeano. El hombre caminaba con el equilibrio de un guerrero y se abría paso entre la gente con la mirada de un asesino.
No le costó mucho comprender cuál era el blanco del hombre. Mientras él también avanzaba entre los contendientes para cortar el paso al recién llegado, Elbryan se preguntó qué enemigos había podido crearse aquel violento monje.
El puñetazo mortal fue dirigido a la garganta de Avelyn, aunque el monje gordinflón, enzarzado en una pelea con dos hombres, no lo vio venir. El palo de Elbryan lo interceptó a medio camino y lo desvió hacia arriba. El recién llegado, con un equilibrio y un cálculo perfectos, apenas lo notó, y propinó un segundo golpe muy violento con la otra mano.
Elbryan bajó el palo y entonces pinchó con fuerza el antebrazo del hombre.
El hermano Justicia miró a Elbryan y se giró para encararse con él, con la absoluta certeza de que no era un simple aldeano quien había aparecido en ayuda de Avelyn. Un hombre intentó saltar entonces a la espalda del monje; pero, con vertiginosa rapidez, el hermano Justicia le pegó un rotundo codazo en el pecho, luego en el cuello y en la cara, y lo envió lejos dando tumbos. Ninguno de los que habían visto de cerca la defensa deseaba vérselas con el extranjero, y nadie en la taberna —excepto quizá Tol, que estaba aún en el suelo— deseaba luchar con Elbryan. Así que quedaron los dos, Elbryan y el hermano Justicia, cara a cara, como una isla de calma en medio de un mar revuelto, extrañamente aislados del resto de la turba que se zurraba.
El monje dio un salto hacia adelante, simulando dar un puñetazo y, en realidad, pegó una patada hacia la rodilla de Elbryan. Éste levantó su palo para detener el esperado puñetazo; pero, aunque parecía que había caído en la trampa, el guardabosque no se había dejado engañar: mientras el hermano Justicia trataba de alcanzarle la rodilla, dio un giro hacia afuera apoyado en su pie más retrasado, de tal forma que su pierna quedó fuera del alcance del ataque del monje.
El hermano Justicia volvió a la carga con fuerza y trató de interrumpir el giro de su enemigo con un golpe que lo alcanzara en la espalda antes de que pudiera completar la vuelta.
Elbryan se detuvo a medio giro y proyectó su palo hacia afuera y hacia atrás. Giró justo por debajo del arma y la lanzó de nuevo con un empujón hacia adelante, forzando a retroceder a su oponente. Después el guardabosque desplegó una frenética actividad, empujando y blandiendo el palo de un lado a otro; luego tiró transversalmente de él y alternó una serie de pesados golpes manejándolo con la derecha o con la izquierda.
El hermano Justicia rechazó todos los ataques; sus brazos se movían vertiginosamente y sus fornidos antebrazos golpeaban contra la madera pulida. Trató de encontrar algún espacio abierto en el ataque del guardabosque, alguna posibilidad de contraatacar una vez más. Pero la ejecución de la ofensiva de Elbryan era perfecta, pues cada golpe seguía al anterior a tal velocidad que impedía cualquier movimiento de respuesta.
Pero el guardabosque no consiguió romper la defensa del hábil monje, y muy pronto ni tan sólo pudo mantenerlo a la defensiva.
El frenético ataque se agotó por sí mismo; Elbryan se agachó sosteniendo a Ala de Halcón horizontalmente delante de él. En aquel momento el monje avanzó con fiereza, dispuesto a propinar un golpe cortante sobre el palo como si quisiera partirlo por la mitad.
Elbryan estaba en guardia, pues había previsto el movimiento. Se acercó el palo al pecho mientras el violento golpe del hermano Justicia caía; luego movió a Ala de Halcón sobre el brazo que descendía y lo empujó hacia abajo con todas sus fuerzas. En el mismo movimiento, Elbryan avanzó un paso y lanzó las dos manos y el palo hacia adelante en posición horizontal apuntando debajo del mentón del monje.
El hermano Justicia retrocedió mientras se le echaba encima el malintencionado golpe. Replegó el brazo libre, aprovechando en cierta medida el ímpetu del golpe, y luego le pegó con el canto de la mano y se marcó un tanto.
Los dos se tambalearon cada uno por su lado, Elbryan jadeando para recobrar el aliento y el hermano Justicia intentando dominar el vértigo. Inmediatamente la muchedumbre se apelotonó en torno a ellos, pues en el Aullido de Sheila puñetazos y sillas rotas volaban por doquier.
—¡Vaya, yaya! —resonó el estridente bramido por encima del estruendo general; a Elbryan le quedó claro que el monje gordo lo pasaba en grande.
El guardabosque escuchó el movimiento detrás de él, y advirtió que era un ataque. Con Ala de Halcón extendido, dio un giro para esquivar un pesado gancho, y luego bajó con fuerza y en diagonal la punta superior de su palo, haciendo manar sangre de la cara de Tol Yuganick. Al ver que el hombre quedaba aturdido, Elbryan soltó una mano del arma y lo derribó de un golpe en el mentón. De inmediato el guardabosque miró en torno en busca de aquel recién llegado, de aquel experto luchador, de aquel asesino; se abrió paso a codazos entre los contendientes, deteniendo puñetazos cuando era necesario y derribando de tres rápidos golpes a un aldeano que trató de atacarlo.
Apartándose del peligroso guardabosque, el hermano Justicia cogió un alfiler del cinturón de cuerda de su vestido y lo sostuvo contra su piedra solar. Las piedras solares se usaban como protección, sobre todo contra el poder mágico, pero también contra diferentes venenos. Sin embargo, el poder mágico de la piedra se podía forzar, se podía invertir.
El monje no tardó en avistar al guardabosque, que previsiblemente andaba al acecho cerca de Avelyn. Poco a poco el hermano Justicia se fue acercando, ocultándose tras los cuerpos de los contendientes.
Elbryan lo notó y estaba preparado cuando el mortífero monje se le echó encima. El hermano Justicia se le abalanzó, pero de pronto se desvió y se arrojó contra Avelyn, que con los brazos por encima de su cabeza hacía girar a Burgis Gosen.
Elbryan tuvo que ponerse en movimiento con rapidez, y lanzó bruscamente todo el peso de su cuerpo hacia un lado para cortarle el paso. Notó el minúsculo parpadeo de plata en la mano del recién llegado y se percató de que el hombre llevaba un arma.
Lo agarró por la muñeca y recibió un puñetazo propinado con la otra mano aunque a su vez pudo descargar un golpe con Ala de Halcón. No obstante, el hermano Justicia estaba mejor equilibrado y Elbryan llevó la peor parte. Se dejó caer sobre una rodilla intentando encontrar una postura defensiva pues esperaba un nuevo puñetazo.
Pero éste no llegó. Elbryan vio que una sombra le pasaba por delante —Burgis Gosen había salido volando lanzado por Avelyn— y, tan pronto como la confusión se despejó, el recién llegado había desaparecido.
Sólo entonces Elbryan advirtió que tenía una tenue línea roja en la muñeca del brazo con el que había agarrado al asesino: estaba sangrando. Seguramente no era una herida grave, pero parecía arderle con una quemazón muy intensa. El guardabosque no le hizo el menor caso y se apresuró a colocarse junto al monje gordo.
Avelyn se aprestó para recibir el ataque moviendo las manos para defenderse. Pero Elbryan no tenía tiempo para aquello.
—No soy un enemigo —exclamó.
Pero, cuando Avelyn le lanzó un puñetazo bramando su habitual «Vaya, vaya», Elbryan se dejó caer sobre una rodilla, pasó el palo por detrás de las piernas del gordinflón y tiró de él. El monje cayó pesadamente al suelo.
Elbryan se le echó encima, más para protegerlo de la multitud enfurecida que por temor a la revancha.
—¡No soy un enemigo! —aulló de nuevo y, agarrando al hombretón por la muñeca, lo levantó de un tirón y lo empujó fuera de la taberna.
La pelea continuó sin ellos; en realidad Avelyn tan sólo había servido de excusa a los aldeanos y a los cazadores de paso para enzarzarse en una fiesta salvaje.
El hermano Avelyn ardía en deseos de preguntar muchas cosas y proferir muchas protestas; pero el guardabosque no le prestaba ninguna atención, concentrado como estaba en escrutar las sombras, temeroso de que el funesto extranjero estuviera al acecho. Al fin llegaron frente a la pared posterior de la casa situada más al norte del pueblo, justo debajo de la ladera poblada de árboles.
—Ejercicios de preparación —explicó Avelyn, y la expresión de su cara indicaba que pretendía continuar la lucha allí afuera, precisamente con aquel «aprendiz».
No obstante, cuando el monje le echó una ojeada a Elbryan, cambió por completo de intención. La cara del joven estaba cubierta de sudor y su respiración se convirtió en jadeos entrecortados. Elbryan alzó la muñeca, miró la herida y se la enseñó al monje por toda explicación.
Avelyn le cogió el brazo y lo mantuvo en alto a la luz de la luna. No era una herida grave; se trataba de un corte muy tenue, demasiado fino para haber sido causado incluso por una daga. Eso solo bastó al monje para indicarle que aquel hombre se encontraba en serio peligro. En efecto, que una herida tan minúscula produjera tanto dolor sólo significaba...
Avelyn revolvió los bolsillos buscando la hematites. Tenía la sospecha de que habían envenenado al joven y comprendió que, cuanto más tardara en ir tras la insidiosa sustancia, más profundamente tendría que unir su espíritu con el de su paciente y más dolor le causaría a él y a sí mismo.
Sin embargo, tan pronto como empezó, el hermano Avelyn averiguó una aterradora peculiaridad. Aquel hombre había sido envenenado, sin duda alguna, pero el veneno no se basaba en sustancia alguna, no derivaba de ninguna planta, hierba o animal virulento. Su origen era mágico; el monje lo sentía intensamente. De cualquier modo, a Avelyn le resultó bastante fácil contrarrestar los efectos con la hematites; Elbryan no tardó en respirar acompasadamente, y desapareció el dolor de la quemadura.
—¿No eres un enemigo? —preguntó Avelyn cuando el joven se hubo recobrado.
—No —repuso el guardabosque—. Pero has de saber, amigo mío, que te procurarás muchos enemigos con esa forma de hablar y esos...
—Ejercicios de preparación —terminó la frase Avelyn con un guiño.
—Eso es —dijo el guardabosque secamente—. Y seguramente prepararán el terreno para encerrarte si continúas peleándote con algunos canallas que rondan por Dundalis.
Avelyn asintió y se encogió de hombros como si no pudiera remediarlo.
—Tu herida se curará —le aseguró al guardabosque y se alejó en la noche oscura en dirección al Aullido de Sheila, donde la pelea iba cesando poco a poco.
Elbryan lo contempló mientras se alejaba; lo tranquilizó un tanto el hecho de que el hombre entrara por la puerta lateral de la posada con la intención, al parecer, de retirarse a su habitación y no volver a la sala común. El guardabosque se daba cuenta de que el robusto monje se encontraba en un serio problema, pues aquel hombre de la aguja envenenada era algo más que un rufián demasiado entusiasta. Elbryan no sabía exactamente qué pintaba él en aquel asunto privado, pero tenía la seguridad de que aquélla no era la última vez que se veían él y el robusto monje... y probablemente tampoco el mortífero extraño.
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12
Justicia
El hermano Avelyn no se preocupó demasiado cuando al regresar a su habitación comprobó que Jill no estaba. La mujer le había mencionado que tenía previsto ir al valle situado más allá de la ladera norte, y el monje confiaba en que Jill sabría cuidar de sí misma. Durante las semanas que llevaban juntos, Avelyn había tenido la impresión de que Jill lo cuidaba a él más de lo que él la protegía.
Así pues, el monje, exhausto por la pelea y por haber curado del envenenamiento mágico al extranjero, con la cabeza embotada por la bebida, se dejó caer sobre la cama y no tardó en roncar sonoramente. Sin embargo sus sueños no fueron agradables a causa del asesino de poderes mágicos que merodeaba por el pueblo. Probablemente aquel hombre no tenía relación alguna con él, pero aun así el monje fugitivo estaba preocupado.
A la mañana siguiente se despertó tarde y vio que estaba solo en la habitación. Siguió sin preocuparse, suponiendo que Jill habría llegado después de que él se durmiera, que llevaba rato levantada y que seguramente estaba desayunando en la sala común.
—O comiendo —observó el monje en voz alta y con una risita sofocada de autocrítica—. ¡Vaya, vaya!
No obstante, cuando bajó, no vio ni rastro de Jill; además, Belster O'Comely le informó que no había visto a la mujer en toda la noche.
—Quizás encontró mejor compañía —dijo el posadero en tono sarcástico, mientras se apoyaba en la escoba con la que barría los restos de la pelea de la noche anterior.
—Por supuesto Jill estaría mejor lejos de un tipo tan loco como yo —replicó Avelyn, pronunciando cada palabra con una mueca de dolor, pues le parecía que su cabeza estaba a punto de estallar. Hacía tiempo que había comprobado con gran frustración que, a pesar de ser tan poderosa, la hematites no podía hacer gran cosa para despejar la resaca.
Avelyn comió frugalmente; luego salió arrastrando los pies y vomitó enseguida, tras lo cual se sintió mejor. El día era frío y gris; ligeros copos de nieve salpicaban el cielo de vez en cuando.
—¡Oh! ¿Dónde te has metido, muchacha? —se preguntó Avelyn en voz alta, con más frustración que miedo. Pero la pregunta tendría que esperar, pues el monje regresó con aire cansado a su habitación y se metió de nuevo en la cama.
No se despertó hasta la mañana siguiente y descubrió que Jill seguía sin aparecer. Entonces Avelyn empezó a preocuparse seriamente; no era normal que Jill desapareciera tanto tiempo sin avisarle previamente o sin encontrar alguna manera de ponerse en contacto con él. Este hecho, sumado a la presencia del asesino de poderes mágicos, ciertamente lo intranquilizaba. Quizás el incidente en la sala común no había sido un accidente casual. Quizás el monasterio estaba sobre su pista. ¿Habían acabado por atraparlo, allá en el más remoto confín de Honce el Oso? ¿Y había pagado su queridísima Jill por sus delitos?
Fue a hablar otra vez con Belster y, después de que éste le dijera que no había visto a Jill, Avelyn le rogó que le explicara cómo podía localizar al desconocido que lo había apartado de la pelea.
—¿El guardabosque? —preguntó Belster incrédulo, y por su tono de voz le resultó evidente a Avelyn que muy pocos se interesaban por el paradero de aquel hombre.
—Si es así como se llama —repuso Avelyn.
—Se llama Elbryan —le explicó el posadero—, por lo menos para mí, aunque otros le dan otro apelativo. Y es uno de los guardabosques, no lo dudes —añadió, pero vio que aquel término no tenía significado alguno para Avelyn—. Unos dicen que son entrenados por los elfos, otros que son simplemente marginados que encuentran cierto consuelo en creerse mejores que los demás porque vigilan y protegen el territorio... lo cual, por supuesto, no quiere decir que haya necesidad de protección alguna.
—Por supuesto —asintió Avelyn, haciéndose eco, por educación, de lo afirmado por el posadero. Sentía que, a cada palabra, aquel hombre llamado Elbryan empezaba a gustarle cada vez más—. Bueno, ¿dónde podría encontrar a ese guardabosque?
Belster se encogió de hombros con indudable sinceridad.
—Aquí y allá —replicó—. Recorre los bosques desde aquí hasta Fin del Mundo, según me han dicho.
La expresión de Avelyn se volvió amarga y miró hacia la barra.
—¿Qué sabes del otro extranjero —preguntó—, el misterioso hombre bajo que luchaba tan bien?
Belster arrugó la cara.
—Hay muchos extranjeros en Dundalis esta temporada —contestó—. Y todos son buenos luchadores. ¡De otro modo, el bosque ya se los habría tragado!
—El hombre bajo, robusto y ágil —trató de aclarar Avelyn—, que luchó con Elbryan con tanta fiereza.
Belster inclinó la cabeza indicando que lo había identificado.
—Ayer por la noche estuvo otra vez aquí —explicó el posadero—; esta vez sin peleas.
Avelyn suspiró profundamente y se maldijo a sí mismo por haberse quedado durmiendo toda la tarde y también toda la noche, mientras una posible pista sobre el paradero de Jill estaba justo debajo de él.
—Pues guíame —dijo el monje al fin—; indícame la dirección más probable para encontrar a Elbryan.
De nuevo Belster se encogió de hombros; después consideró que, cada vez que había visto a Elbryan llegar a Dundalis, éste lo había hecho por la carretera del norte. Señaló hacia el norte.
—Por allí —indicó—. Tienes que ir por la ladera hasta lo alto de la sierra; luego atraviesa el valle y dirígete hacia el oeste.
Mecánicamente Avelyn miró en aquella dirección, aunque, por supuesto, lo único que pudo ver fue la pared norte del Aullido de Sheila. Asintió contento, al considerar aquellas palabras. Parecía que viajando hacia el norte lograría encontrar a Elbryan, y además podría buscar alguna pista que lo condujera hasta su querida Jill.
Después de una comida rápida, se puso en camino; mientras subía la pendiente resoplaba malhumorado, y, después de una buena pausa que dedicó a mirar hacia abajo, hacia los erguidos pinos y la tierra blanca, empezó a bajar por el otro lado de la sierra, hacia el valle, avanzando diagonalmente en dirección noroeste.
No había ninguna pista —el hermano Justicia se había ocupado de que así fuera— y Avelyn no pudo advertir nada, a pesar de pasar a menos de diez metros de la entrada disimulada de la cueva donde Jill estaba prisionera.
La chica no había recibido malos tratos... hasta la penúltima noche, cuando el hermano Justicia regresó; el monje había llegado de muy mal humor y visiblemente magullado y, además, había advertido que la chica casi había conseguido liberarse de la cuerda con que la había atado fuertemente. El monje la había golpeado con dureza y la había vuelto a atar con tanta energía que las manos y los pies de la chica se habían quedado entumecidos por completo.
Cuando la mujer no había querido —mejor dicho, no había podido— decirle nada sobre el extranjero que empuñando un palo había intervenido en la posada, el feroz monje había vuelto a pegarle; aquella vez, un ojo de la chica se había cerrado por la hinchazón.
El hermano Justicia había dedicado todo el día siguiente a estar con ella; había hablado, sobre todo para sí mismo, sobre cómo podría arreglárselas para poner en conocimiento del monje gordo que tenía prisionera a Jill. Después el asesino se había ido; Jill sabía que el plan del hombre todavía no estaba bien definido y que simplemente estaba recabando más información. Cuando la mañana gris estaba dejando paso al mediodía, el hermano Justicia todavía no había vuelto.
Jill confiaba en que Avelyn lo hubiera matado; y confiaba también en que antes hubiera obligado al hermano Justicia a revelar su paradero, ya que difícilmente podría liberarse de las ataduras ni de la mordaza que el monje le había puesto.
Para Avelyn, que había pasado toda su vida en la región central de Honce el Oso mucho más poblada y que en los últimos tiempos había viajado a lo ancho del territorio por carreteras bien definidas, con mojones y postes de señales, las perspectivas de encontrar al guardabosque en un principio no le habían parecido sombrías. Pero cuando se internó en el anchuroso bosque, donde el panorama variaba poco de una dirección a otra, comprendió el verdadero alcance de su búsqueda. La distancia entre Youmaneff y Saint Mere Abelle era aproximadamente de unos trescientos kilómetros, mientras que la distancia entre Dundalis y Fin del Mundo era apenas de sesenta kilómetros; aun así, teniendo en cuenta los serpenteantes senderos y las zonas donde ni siquiera los había, Avelyn no tardó en darse cuenta de que habría tenido más oportunidades de encontrar al guardabosque si hubiera tenido que buscarlo en los kilómetros que separaban su casa de la abadía.
Erró en círculos buscando alguna señal y procurando fijarse en la dirección del sol mientras éste se iba deslizando por el cielo gris. Naturalmente Elbryan, entrenado por los elfos, dejaba muy pocos rastros por no decir ninguno, y la frustración de Avelyn iba en aumento. Después de todo ni siquiera estaba seguro de que el guardabosque hubiera salido de Dundalis en aquella dirección.
Al fin, alrededor del mediodía, el monje decidió abandonar la búsqueda. Regresaría a Dundalis —quizá Jill lo estuviera esperando allí— y tomaría el camino más frecuentado que atravesaba Prado de Mala Hierba en dirección a Fin del Mundo. Comprendió que, sencillamente, no tenía posibilidad alguna de encontrar al guardabosque en aquella espesura.
El monje iba resoplando malhumorado por el camino llano que bordeaba el pie de un altozano, cuando oyó los cascos. Buscó un arbusto donde esconderse pero le pareció fútil y rebuscó en el bolsillo las piedras mágicas para disponer algunas medidas defensivas.
Poco después se tranquilizó al ver aparecer como una tromba un magnífico semental negro.
—No lleva jinete —dijo en voz alta el monje, burlándose de sus temores—. ¡Vaya, vaya!
—Un hermoso caballo, ni más ni menos —oyó que decía una voz justo detrás y encima de él—. ¿No crees?
Avelyn se quedó helado y se le hizo un nudo en la garganta. Se dio la vuelta muy despacio y vio al guardabosque agazapado entre los arbustos de la ladera del altozano, unos metros más atrás.
—¿Có... cómo te las has arreglado? —tartamudeó el monje—. Quiero decir... ¿estabas ahí desde hace rato?
Elbryan asintió y sonrió.
—Pero ¿cómo...?
—Estabas muy ocupado escuchando al caballo —le explicó el guardabosque.
Avelyn volvió a mirar hacia la otra dirección y vio al enorme semental piafando y mirándolo a él y a Elbryan con ojos que parecían demasiado inteligentes para un animal.
—Se llama Sinfonía —le dijo Elbryan.
—No soy experto en caballos —comentó Avelyn—, pero me parece un magnífico ejemplar.
Elbryan emitió una especie de silbido, y Sinfonía respondió alzando las orejas y relinchando. El semental piafó de nuevo y se alejó al galope por el camino por el que había aparecido.
—Te costará atraparlo otra vez —exclamó Avelyn intentando relajar la tensión. Miró a Elbryan—. ¡Vaya, vaya!
Elbryan ni siquiera parpadeó, y la falta de interés del guardabosque borró la risueña sonrisa del rostro de Avelyn.
—Bueno, sí —comenzó a decir el monje sintiéndose incómodo—. Te gustaría saber por qué estoy aquí. Claro, claro.
Elbryan estaba en cuclillas, inmóvil, con los brazos sobre las piernas dobladas, los dedos entrelazados y la mirada fija en el monje.
—Bueno... te buscaba, sí, sí —le explicó al fin Avelyn, haciendo acopio de toda su presencia de ánimo ante aquella mirada intransigente—. Naturalmente, sí; vine al bosque en busca de alguien a quien llaman el guardabosque.
Elbryan hizo un leve gesto de asentimiento, animándolo a continuar.
—Se trata de la pelea, por supuesto —dijo—; bueno, en realidad, del hombre que me atacaba a mí pero que te envenenó a ti.
Elbryan asintió; la visita no era totalmente inesperada, dado que el sigiloso luchador del Aullido de Sheila aún estaba en la región, así como ese monje que, en opinión de Elbryan, era el objetivo del asesino. Elbryan sospechaba que el fraile loco necesitaría ayuda y sospechaba también que encontraría muy poca entre los habitantes de Dundalis.
—¿Te ha atacado otra vez? —preguntó el guardabosque.
—No..., no —tartamudeó Avelyn—. Bueno, sí, en realidad; o podría haberlo hecho. No estoy seguro.
Elbryan suspiró de cansancio.
—Se trata de mi compañera, por supuesto —prosiguió el azorado monje—. Una guapa joven y también una buena luchadora. Pero ha desaparecido; no la puedo encontrar en ninguna parte, y tengo miedo de que...
—Es lógico que tengas miedo —lo interrumpió Elbryan—. La reyerta de la otra noche en la sala común no fue una pelea normal.
—El veneno mágico —razonó Avelyn.
—La forma de moverse —corrigió Elbryan—. Era un guerrero, un auténtico guerrero, largamente adiestrado en artes marciales.
Avelyn asintió con entusiasmo, pero las palabras del guardabosque no hicieron más que aumentar sus temores de que no se trataba de un ataque casual y de que los monjes luchadores de la iglesia abellicana estaban sobre su pista.
—Debes hablarme de ese hombre —dijo Elbryan—; dime todo lo que sepas.
—No sé nada —replicó Avelyn, exasperado.
—Entonces, dime todo lo que sospechas —le pidió el guardabosque—. Si tiene a tu amiga, necesitas mi ayuda; una ayuda que te ofrezco de buen grado, pero con la condición de que confíes plenamente en mí.
Avelyn asintió de nuevo y se alegró de aquellas palabras. Elbryan se levantó y caminó sendero abajo, seguido a corta distancia por Avelyn.
—Ni tan sólo sé cómo te llamas —observó el monje, aunque recordaba el nombre con el que Belster lo había llamado.
—Soy El... —empezó a decir de forma automática el guardabosque, pero se interrumpió y miró fijamente al monje, el primer hombre que había requerido su ayuda desde que había salido de Andur'Blough Inninness, el primer hombre que admitía que necesitaba la protección del guardabosque—. Soy Pájaro de la Noche —dijo Elbryan con voz uniforme.
Avelyn arqueó una ceja ante aquel curioso apelativo, pues no era la respuesta que esperaba. Pero decidió que, cualesquiera que fueran las razones de aquel hombre para darle un nombre diferente, no eran importantes, y lo aceptó sin más preguntas. Así pues, los dos regresaron juntos a Dundalis, y Avelyn le fue contando a Elbryan la persecución de que era objeto por parte de la iglesia. Naturalmente, la conversación devino incómoda para el monje cuando el guardabosque le preguntó por qué Saint Mere Abelle lo perseguía, pues Avelyn no tenía ni tiempo ni ganas de explicarle todos los acontecimientos que lo habían empujado a su drástica decisión. Al fin y al cabo, ¿había alguna justificación para un crimen y un robo? Sin embargo, Elbryan no insistió; en aquellas circunstancias lo único que parecía verdaderamente importante era que la compañera de Avelyn había desaparecido, posiblemente raptada por un hombre que el guardabosque consideraba muy peligroso.
Y la descripción que Avelyn hizo de su compañera, unida al hecho de que el monje insinuó que habían ido a Dundalis por el bien de la chica, dio al guardabosque mucho que pensar.
Poco después emprendieron la búsqueda; Elbryan buscaba cuidadosamente algún rastro que saliera de Dundalis, mientras Avelyn preguntaba a Belster y a algunos parroquianos del Aullido de Sheila si el extranjero había vuelto a la posada aquel día.
La respuesta llegó poco antes del crepúsculo, cuando Avelyn regresó a su habitación y encontró una nota prendida con un alfiler en la ropa de cama. Era escueta y precisa, y confirmaba los más negros temores del monje. Si Avelyn quería salvar a su compañera, tenía que dirigirse solo a la ladera que dominaba el valle de pinos y esperar en el lugar que se le indicaba.
Mostró la nota a Elbryan en la sala común de la posada, sin hacer caso de los numerosos comentarios burlones que les dirigían los primeros parroquianos.
—Vamos, pues —dijo el guardabosque al monje.
—¿Tú también?
Elbryan asintió.
—Pero dice que tengo que ir solo —protestó el monje.
—A nuestro enemigo le parecerá que estás solo —le aseguró Elbryan.
Después de examinar cuidadosamente a aquel hombre, después de recordar que el tal Pájaro de la Noche se le había acercado a un metro y medio sin que él lo notara, Avelyn asintió, se guardó la nota y se dispuso a marcharse del pueblo.
Durante todo el camino, el monje fue manoseando sus gemas; luego, siguiendo una repentina intuición, las escondió todas menos tres —el grafito, la hematites y la protectora malaquita— en un árbol. Si sus sospechas resultaban ciertas, aquel hombre había ido en su busca, pero aun más en busca de las piedras. Si Avelyn las llevaba consigo y el peligroso guerrero lograba arrebatárselas, el monje no tendría con qué negociar para salvarse a él mismo y, lo que era aun más importante, para salvar a su querida Jill.
Una vez en el lugar indicado, un punto desprovisto de vegetación junto a un pino de espesas ramas, a unos seis metros por debajo de la cresta, Avelyn no tuvo que esperar mucho tiempo.
—Veo que decidiste seguir mis instrucciones, hermano Avelyn —dijo una voz que le resultó demasiado familiar—. Muy bien.
¡Quintall! Avelyn supo al momento que era Quintall, y sintió como si la tierra fuera a abrirse y tragarlo... y casi deseó que así ocurriera. El monasterio, la orden, iban tras él y no habría ningún lugar en el mundo lo suficientemente alejado, ni sombras lo bastante espesas para ocultarlo.
—No tenía demasiada fe en que un ladrón y un asesino fuera tan honorable como para acudir en ayuda de un amigo —siguió diciendo la voz.
Avelyn miró en torno inquieto, preguntándose dónde podría estar Pájaro de la Noche, preguntándose si el guardabosque estaba lo bastante cerca para oír aquellas palabras, y, si así era, qué estaría pensando en aquel momento del hombre a quien había decidido socorrer.
—La tengo en mi poder —se mofó la voz—. Ven conmigo.
La alusión a la difícil situación de Jill reforzó el alicaído ánimo del monje. Quizá sus hermanos abellicanos acabaran por atraparlo, pero no le harían daño alguno a Jill. Deslizando el grafito entre los dedos de la mano, el monje siguió la dirección de la voz y no tardó en distinguir el oscuro borde de la abertura de una cueva y la silueta de un hombre dentro. Entró mientras la forma retrocedía, y se encontró en una cueva de considerable tamaño, un recinto —y le pareció probable que hubiera más de uno— más grande que su habitación en el Aullido de Sheila.
Quintall se hallaba al fondo de la cueva débilmente iluminada, apoyado tranquilamente contra la pared, golpeando un pedernal contra el acero hasta que la luz prendió en la antorcha que había colocado allí.
Cuando la luz se encendió e iluminó la cara del hombre que Avelyn había conocido durante todos aquellos años, el hombre que había viajado con él a Pimaninicuit y conocía la verdad de las piedras, Avelyn se sintió casi abrumado por la aflicción. Lo asaltó todo lo que había perdido; su hogar, sus compañeros y, lo más importante, la fe; se precipitaron sobre él todos los recuerdos de los buenos tiempos de Saint Mere Abelle, su aprendizaje con maese Jojonah, las revelaciones sobre las piedras sagradas, el estudio de los mapas, los misterios del poder mágico.
Y después esos recuerdos quedaron enterrados debajo de otros: la muerte de Thagraine, la del muchacho que había cometido la insensatez de ir a Pimaninicuit, la de la tripulación del Corredor del Viento, la de Dansally, la de Siherton.
—Quintall —murmuró Avelyn.
—Ya no —repuso el otro monje.
—¿Por qué has venido? —preguntó Avelyn, con la insensata esperanza de que también hubiera desertado de la orden y fuera un renegado como él.
La risa aguda de Quintall lo estremeció.
—Soy el hermano Justicia —repuso el hombre ásperamente—, enviado a recobrar lo que has robado. —Quintall soltó un bufido—. Casi no te reconocí, gordinflón. Has perdido todo, según parece, y has doblado tu peso con creces. ¡Siempre te tomaste a la ligera los entrenamientos físicos!
Avelyn se fortaleció ante aquellos insultos. Era cierto, había adquirido más de un vicio; bebía mucho, comía mucho y el único ejercicio o entrenamiento marcial que llevaba a cabo eran las peleas que provocaba.
—¿Creíste que no descubriríamos tu traición? —siguió diciendo el hermano Justicia—. ¿Pensaste que podrías asesinar a un padre de Saint Mere Abelle, robar semejante tesoro y después andar libre el resto de tus días?
—Hay más...
—¡No hay nada más! —aulló Quintall—. Caíste; ya no somos hermanos. Lo único que te queda es lo más profundo del infierno. ¡Yo conseguiré las piedras!
—Y mi vida —razonó Avelyn sin hacer el más mínimo movimiento.
—Y tu vida —repitió fríamente el hermano Justicia—. La perdiste cuando maese Siherton saltó el muro.
—¡La perdí cuando rehusé aceptar la perversión de la orden! —gritó a su vez Avelyn, procurándose cierto valor con palabras que expresaban absoluta convicción—. Como el hermano Pellimar...
—¡Silencio! —ordenó el hermano Justicia—. Tu vida está perdida, te lo aseguro, y no vale la pena perder el tiempo en explicaciones. Conseguiré las piedras; sin embargo, si me las entregas sin luchar y aceptas el destino que mereces, dejaré libre a la mujer. Te doy mi palabra de honor.
Avelyn soltó un bufido ante aquel discurso.
—¿Acaso tu palabra es tan fiable como la de los padres a los que sirves? —preguntó—. ¿Acaso tu oro no es más que un engaño, un medio para engatusar a los tripulantes de un barco y llevarlos hasta unas aguas en las que se los pueda destruir?
La expresión de Quintall mostró que ni había entendido nada ni le importaba lo más mínimo lo que Avelyn le había dicho. Éste comprendió sin género alguno de duda que aquel hombre estaba obsesionado por una sola cosa y que no había manera de hacerlo cambiar de opinión. Sólo le quedaban dos alternativas: entregar las piedras y su propia vida, en la confianza de que Quintall cumpliría su promesa, o luchar.
No confiaba en aquel hombre, en absoluto. Quintall lo mataría después de conseguir las piedras, y después mataría a Jill para que no hubiera testigos. Avelyn estaba totalmente convencido de ello. Sacó la mano del bolsillo y apuntó con el grafito en dirección a Quintall.
—¿Acabarías con la vida de un amigo? —le espetó el hermano Justicia y se echó a reír de nuevo.
—Te perdonaría la vida —replicó Avelyn— a cambio de la mujer.
El hombre continuaba riendo, y esa circunstancia hizo reflexionar a Avelyn. Quintall conocía mejor que nadie la profundidad de los conocimientos de Avelyn sobre las piedras mágicas, y debería haber comprendido que, con aquella pieza de grafito, éste podía provocar la descarga de un rayo capaz de dejarlo frito donde estaba. Y, no obstante, Quintall, aquel hombre que se hacía llamar hermano Justicia, aquel mensajero de la corrompida orden de Saint Mere Abelle, no tenía miedo.
Avelyn dejó de pensar en aquel hombre para fijarse en el lugar elegido por Quintall para aquel encuentro. Sintió las emanaciones, el sutil pulso de la magia; y, cuando observó la piedra que tenía en la mano, cuando se dio cuenta de que los poderes del grafito parecían haberse ido lejos, muy lejos, lo comprendió todo.
—Ojo de gato —confirmó Quintall, al ver la expresión de Avelyn—. Poca magia se podrá utilizar en esta cueva, insensato hermano Avelyn.
Avelyn se mordió el labio, mientras buscaba una salida. De regreso en Saint Mere Abelle, cuando él y otros monjes habían tratado de descubrir los poderes del gigantesco cristal de amatista, había visto a maese Siherton crear una mágica zona muerta. Únicamente la magia más poderosa podía funcionar en aquella zona, y aun entonces con poderes sensiblemente disminuidos.
Avelyn podía provocar la descarga de un rayo dentro de aquella cámara, pero eso sólo lograría encolerizar aún más a Quintall.
Quintall tendió la mano.
—Las piedras —dijo con toda calma—, a cambio de la vida de la mujer.
—La mujer no tiene nada que ver en este asunto —declaró Elbryan deslizándose dentro de la cueva y poniéndose junto a Avelyn—. Yo no sé nada de los crímenes del hermano Avelyn, pero tú no has formulado ningún cargo contra la mujer.
La expresión de Quintall se ensombreció de pronto ante la aparición del imponente guardabosque.
—Otra traición —le espetó a Avelyn—. Debería habérmelo esperado, teniendo en cuenta el estilo de Avelyn Desbris.
—No se trata de traición —replicó Elbryan—, sino de justicia.
—¿Qué pintas tú en este asunto? —contestó el hermano Justicia—. ¿Qué sabes de este extraño, de este fraile loco, que ha aparecido en tu camino pidiéndote ayuda? ¿Te dijo que era un asesino?
—¿Y es una asesina la mujer? —preguntó con calma Elbryan.
—No —repuso Avelyn al ver que el otro vacilaba.
—¿Una ladrona? —inquirió Elbryan.
—¡No! —contestó con determinación Avelyn— No ha cometido ningún crimen. En cuanto a mí, los confesaré abierta y sinceramente; y, cuando los haya relatado, que alguien que no sea un monje de Saint Mere Abelle me juzgue.
El hermano Justicia entrecerró los ojos y lo miró fijamente. Naturalmente, no tenía la menor intención de permitir que se celebrara un juicio. Él era el juez, el jurado y el verdugo nombrado por el padre abad.
—Fuiste un insensato al seguir a Avelyn hasta este lugar —le dijo a Elbryan—, pues ahora tu vida está perdida, como la de Avelyn, como la de la mujer.
—¿Más justicia? —comenzó a decir Elbryan, pero su pregunta quedó interrumpida cuando el hermano Justicia se dio la vuelta y apartó a un lado unas parras que ocultaban la entrada a otra cámara. Con un movimiento rápido de muñeca, el monje arrojó algo plateado, y de la cámara interior llegó un quejido ahogado.
—Ve por ella —gritó Elbryan a Avelyn, y el guardabosque dio un salto hacia el monje mientras, con un movimiento giratorio, ponía a Ala de Halcón en posición de ataque.
—No me cogerás por sorpresa esta vez —gruñó el hermano Justicia, agachándose. Intentó quedarse junto a la puerta para impedir que Avelyn llegara junto a la mujer, pero el ataque de Elbryan fue demasiado salvaje, demasiado directo. El guardabosque se lanzó contra él y aceptó recibir un fuerte golpe en el pecho para lograr bajar el hombro y estrellarlo contra el monje. Éste retrocedió un paso y se dispuso a resistir en su lugar... hasta que Avelyn se lanzó detrás de Elbryan y el corpachón del monje de ciento cuarenta kilos arrolló a los dos contendientes.
Elbryan recibió tres rápidos puñetazos —dos en el pecho y uno en la cara que casi lo derribó—, antes de lograr interrumpir el ataque y separarse del peligroso monje.
Al mirarlo frente a frente, el guardabosque vaciló, sin saber bien qué hacer con él. El hermano Justicia se puso de lado, alzó lentamente la bien equilibrada pierna, y levantó también los brazos.
Era una daga, pequeña pero peligrosa, arrojada con precisión para alcanzar en la garganta, justo debajo de la mandíbula, a la mujer amordazada y atada. Le había cortado la arteria y la sangre brotaba abundantemente de la herida y formaba ya un charco en torno a la derrumbada figura.
—Jill, Jill! ¡Oh, querida Jill! —gimió Avelyn precipitándose hacia ella. Arrancó la daga y puso las manos en la herida intentando en vano detener el flujo de sangre. Sabía que a la joven le quedaba poco tiempo. Ya tenía la piel fría.
Avelyn sacó la hematites y al momento se acordó del escudo antimagia que había erigido Quintall. Pensó en llevarse a Jill de aquel lugar, pero se dio cuenta inmediatamente de que la muchacha habría muerto antes de que la hubiera sacado fuera.
Apretó la hematites con ambas manos, posó éstas sobre la herida y, poniendo los labios sobre ellas, rezó con toda su voluntad, con todo su corazón. Si había un Dios allá arriba, si aquellas piedras eran de verdad sagradas, ¡la hematites funcionaría!
La destreza del monje en la lucha era sin duda notable; sus movimientos eran rápidos y gráciles, y su cuerpo mantenía siempre un equilibrio perfecto. Era demasiado rápido para la mayoría de los humanos y los aturdía con fintas ágiles y sinuosas antes de matarlos con golpes como rayos.
Pero, pese a todo su entrenamiento, Quintall no era más rápido que Tuntun o que Belli'mar Juraviel o que cualquier otro de los elfos que habían adiestrado a Elbryan; y, cuando propinó un golpe desde aquella postura de serpiente, pensando romperle la garganta y después saldar su cuenta con Avelyn, la expresión del monje mostró sorpresa al constatar que sus dedos extendidos golpeaban sólo el aire, en tanto que el palo de Elbryan le propinaba un golpe terrible en el codo. Con increíble flexibilidad, tanto física como mental, el monje reaccionó, apartó con el brazo herido el palo para abrir una brecha en la defensa de Elbryan y lanzó con la otra mano un veloz golpe, seguido de una patada que alcanzó al guardabosque en la corva y casi le hizo doblar la pierna. Elbryan contrarrestó soltando el palo por la parte superior y deslizándolo bajo el brazo del monje; luego lo agarró y propinó un barrido bajo para alcanzar la pierna de Quintall.
El hermano Justicia dio un salto por encima del barrido, pero se vio obligado a retroceder.
El monje dio una vuelta con una expresión de confianza creciente.
Consiguió lanzar dos puntapiés mientras daba dos pasos rápidos. Elbryan hincó un extremo de Ala de Halcón en el suelo y pegó un potente barrido delante de él, de izquierda a derecha, con lo que desvió el golpe. Avanzó el pie izquierdo continuando el giro, mientras el hermano Justicia afirmaba los pies en el suelo y giraba en sentido contrario. Elbryan desplazó a Ala de Halcón hacia arriba y consiguió propinar un golpe de revés que alcanzó de lleno la parte baja de la espalda del monje, al tiempo que éste le propinaba un fuerte codazo.
El guardabosque reaccionó bien; se agachó hacia adelante mientras el otro le propinaba el codazo, y saltó y se balanceó en el palo como si fuera una rama de un árbol. Al posarse otra vez en el suelo se giró al mismo tiempo que el hermano Justicia, y los dos hombres se pusieron a dar vueltas otra vez.
—Te doy otra oportunidad para que te marches —le dijo el monje, ofrecimiento que provocó una sonrisa en su adversario. La expresión autosuficiente del guardabosque espoleó al orgulloso Quintall a lanzarse al ataque. Se frenó ante Elbryan y le propinó un malintencionado golpe por encima de la cabeza.
Ala de Halcón se alzó en un rotundo bloqueo horizontal. Anticipándose a los siguientes movimientos, Elbryan lanzó su mano izquierda hacia abajo aprovechando la fuerza de un cruzado de derecha, y luego se acercó más y coló su pierna derecha tras la izquierda de la del monje, con lo que frustró un amago de patada. El hermano Justicia logró deslizar el brazo izquierdo pese al palo y dirigirlo contra la cara de Elbryan, pero el guardabosque apartó a la vez el palo y el brazo, acercándose aún más al monje, y luego proyectó su frente contra la cara del fraile.
El hermano Justicia se agarró al palo con ambas manos tanto para sostenerse como para impedir un ataque. En aquel preciso momento Elbryan soltó el palo de la mano izquierda y, sin extender el brazo, propinó una serie de golpes cortos y fuertes en la cara del monje.
El monje quedó aturdido, y Elbryan aprovechó sin vacilar aquella ocasión. Agarró el palo de nuevo con fuerza y, acercándose de un tirón, lo empujó hacia afuera tanto como le fue posible y tiró de él otra vez. El hermano Justicia hubiera debido soltarlo, pero seguía luchando para aclarar sus ideas, de modo que el tirón lo precipitó hacia Elbryan, y su cara chocó de nuevo con la frente del guardabosque.
Todavía aturdido y agarrado al palo, el monje advirtió el cambio de ángulo de su adversario, mientras Elbryan se echaba al suelo y, tirando con energía, forzaba al monje a caer sobre sus piernas extendidas. Con ambos pies firmemente plantados en la barriga del hermano Justicia, el guardabosque lo levantó en vilo justo encima de él y lo lanzó por los aires, de forma que fue a estrellarse contra la base de la dura pared de la cueva.
Una rabia profunda permitió al monje recuperarse y olvidarse del dolor. Se dio la vuelta y se puso en pie con rapidez, pero no con suficiente rapidez. Aún no había tenido tiempo de adoptar una correcta posición defensiva cuando Elbryan agarró el palo por la parte inferior con ambas manos y propinó un poderoso barrido que alcanzó al hermano Justicia en un lado de la cara. Impulsado por el golpe, el monje emprendió una mortal carrera que lo precipitó hacia la abertura de la cueva, hacia la luz del día.
Elbryan se apresuró a seguirlo; pero, cuando consiguió salir de la cueva, el monje ya estaba muchas zancadas más allá, corriendo desenfrenadamente. Casi sin pensar, sabiendo únicamente que no podía perder aquella ventaja contra aquel fatal adversario, Elbryan puso la punta de plumas en su arma, dobló el arco y, a toda prisa, le colocó la cuerda. Corrió doce zancadas, en busca del mejor ángulo para ver la cresta de la sierra por donde huía el monje.
El hermano Justicia apareció a su vista sólo una fracción de segundo, pasando como una exhalación entre dos árboles. La flecha de Elbryan lo alcanzó en la pantorrilla justo debajo de la rodilla; con un aullido de dolor, el monje se cayó de lado y fue ganando velocidad a medida que rodaba por la abrupta pendiente.
Elbryan subió lo necesario para poder ver cómo el monje se estrellaba pesadamente contra unos salientes rocosos y cómo a continuación rebotaba en ellos y caía a plomo unos cinco metros sobre una dura piedra.
Elbryan gimió compasivamente mientras corría para poder tener otra vez al hombre al alcance de la vista. Lo vio a cierta distancia yaciendo entre rocas erosionadas. Le había quedado una pierna debajo del cuerpo, doblada hacia atrás; tenía un brazo cruzado sobre el pecho y el otro le colgaba inerte y descoyuntado, obviamente roto. Jadeando, el hombre rebuscó entre los pliegues de su vestido y sacó algo que Elbryan no pudo distinguir debido a la distancia.
El guardabosque se detuvo al ver que el monje resplandecía súbitamente, envuelto en negruzcas llamas. Elbryan se quedó boquiabierto mientras las facciones del monje se retorcían una y otra vez; su cara se volvió borrosa y pareció desdoblarse, y aquella segunda cara se dilató grotescamente y se liberó de la forma corpórea del hombre. Era su espíritu visible, que escapaba de su carne y de su sangre mortales hacia el objeto que sostenía en la mano.
Surgió un brillante destello, y el monje se quedó inmóvil mientras débiles llamas lamían su cuerpo sin vida.
—Pájaro de la Noche —gritó alguien desde la cueva, y Elbryan, absolutamente impresionado, se apresuró a volver allí.
Volaba veloz por encima del bosque, de los lagos, de las tierras donde la nieve ya había alcanzado un considerable espesor; demasiado deprisa para sus sentidos, demasiado deprisa para que el hombre lo entendiera. El dolor había desaparecido; era muy consciente de ello. Luego llegó hasta las montañas, se deslizó entre los desfiladeros, sobre los picachos, hasta un altiplano que había visto antes y que dominaba un vasto campamento entre los negros brazos de una montaña humeante. Sobrevino entonces una vertiginosa carrera a través de estrechos túneles, que torcían a la izquierda, a la derecha, y seguían abajo y abajo hasta un muro de piedra atravesado por una única hendidura; penetró por aquella hendidura pasando tan cerca de la piedra que su mente aulló de terror.
Y después se encontró en la habitación, entre las columnas, ante el trono de obsidiana.
Quintall se sostenía sobre unas piernas semitransparentes, atrapado entre el mundo mortal y el espiritual. Se sostenía sobre las piernas de un fantasma frente al Dáctilo demoníaco.
Era el final, el final de la esperanza, de cualquier pretensión de piedad. Era la verdad, la verdad que brillaba oscuramente, la realidad de aquello en que se había convertido, el único final posible del camino en el que lo habían puesto los padres abellicanos. Estaba ante el Dáctilo demoníaco. Bestesbulzibar —él conocía su nombre— se erguía ante él en toda su espantosa belleza, en toda su magnificencia.
Quintall, el hermano Justicia, cayó sobre sus fantasmales rodillas ante el Dáctilo, inclinó la cabeza y dijo:
—Dueño y señor.
Elbryan cogió la antorcha, apartó los pámpanos y entró en la cámara interior. Avelyn estaba sentado en el suelo y sostenía en su regazo a la mujer. La herida se había cerrado y la chica estaba fuera de peligro, aunque totalmente exhausta, lo mismo que Avelyn, que se había metido en la hematites y, con la pura y simple fuerza de su voluntad y su fe, había luchado para traspasar la barrera del ojo de gato y abrirse paso hasta el poder mágico curativo.
El monje preguntó por Quintall, pero Elbryan no lo oyó. Avelyn se movió e intentó levantarse, y casi perdió el equilibrio por el esfuerzo, pero Elbryan no lo notó. El guardabosque sólo veía a la mujer, sólo oía su respiración. Sus ojos erraban sobre ella: la espesa mata de cabellos rubios, los ojos azules que brillaban en la apagada luz pese a su debilidad, y sus labios, aquellos labios gruesos y maravillosos, aquellos labios tan suaves.
El joven apenas podía respirar, apenas tenía fuerzas para mantenerse en pie; todos sus pensamientos, toda su energía se concentraron en una sola palabra, un nombre que no había pronunciado hacía mucho tiempo:
—Pony.
_
13
¿Escapar?
«Pony.»
Aquel nombre, pronunciado con una inflexión tan familiar, hirió a la joven como un rayo. Hipnotizada, miró al robusto joven que se le acercaba con los ojos verdes empañados.
—Pony —dijo de nuevo Elbryan; y pronunció aquel nombre no como una pregunta sino como una afirmación—. Mi Pony, creí...
Se arrodilló delante de ella, trató de respirar pausadamente y cerró los ojos. Cuando, después de un buen rato, los abrió y miró de nuevo aquella imagen de su pasado, encontró que la expresión de la mujer revelaba, por encima de todo, confusión.
—¿No te acuerdas de mí? —le preguntó, y aquella simple cuestión, la necesidad de formularla, pareció causarle un profundo dolor.
La mujer no sabía qué responder. Recordaba a aquel hombre —estaba allí, escarbando en algún lugar remoto de su mente, gritando para que ella lo dejara salir. La forma en que pronunció el nombre, su nombre, —¡su apodo, advirtió de repente, pues su nombre no era ni Pony ni Jill, sino Jilseponie!— le resultaba muy familiar; seguro que había oído antes a aquel hombre llamarla Pony de aquella manera.
—Dale tiempo, te lo ruego, Elbryan —indicó el hermano Avelyn.
Era aquello: Elbryan. El nombre produjo a Pony un impacto tan fuerte como si le hubieran pegado; la sacudió e hizo retroceder sus pensamientos en una vertiginosa espiral hacia el pasado.
—Cuando te alejaste de mí ladera abajo, corriendo hacia Dundalis en llamas, creí que te había perdido para siempre —prosiguió el guardabosque, estimulado por el súbito centelleo de reconocimiento que apareció en los azules ojos de la mujer—. Mi Pony. ¡Cómo te busqué! Encontré a tu madre y a tu padre, a mis propios padres, a nuestros amigos. Carley dan Aubrey murió entre mis brazos. Y yo también hubiera muerto atrapado por un gigante fomoriano y una banda de trasgos, de no haber sido por... —Se detuvo, al darse cuenta de que estaba yendo demasiado aprisa para la pobre joven, al darse cuenta de que la había abrumado.
Pero, por supuesto, era su Pony; Elbryan lo sabía con certeza. Se acercó a ella hasta que sus caras estuvieron a pocos centímetros.
—Elbryan —dijo la mujer con suavidad, al tiempo que levantaba un fatigado brazo para tocar la cara del guardabosque. Todas aquellas imágenes dispersas en su cabeza giraban y caían juntas, como un enorme rompecabezas en el que todas las piezas encajaran mágicamente. Lo recordó como si jamás lo hubiera olvidado, recordó sus charlas y sus paseos, recordó su amistad, y algo más aun. Mentalmente vio cómo se acercaba a ella para besarla.
Pero entonces se convirtió en Connor, en el pobre Connor, y Pony estaba asfixiándose, tratando de alcanzar la chimenea, agarrando un ascua incandescente.
Cuando pudo desembarazarse de aquella imagen, vio que Elbryan se había separado de ella y que se dirigía a Avelyn en busca de respuestas.
—Tenemos mucho que hablar —dijo el monje.
Elbryan asintió y miró de nuevo a la chica, tan bella... Incluso más bella de lo que recordaba.
—¿Y el hermano Quintall? —preguntó Avelyn.
Elbryan lo miró con curiosidad.
—El hermano Justicia —le aclaró Avelyn—. El cazador que mi orden envió para matarme y para matar a mis amigos, sin duda.
—Ha muerto —replicó Elbryan sin inmutarse.
—Llévame hasta él.
El guardabosque le hizo un gesto de asentimiento.
—¿Por qué te perseguía? —preguntó Elbryan; era una pregunta que Avelyn sabía que debería contestar con sinceridad. Su mirada se desplazó de Elbryan a Pony, y luego volvió al guardabosque.
—No todas sus acusaciones eran falsas, me temo —admitió el monje—. Os lo explicaré todo cuando estemos lejos de este lugar y, entonces, aceptaré vuestro juicio —les propuso, irguiendo los hombros—. El juicio de los dos. Vosotros decidiréis si la misión del hermano Quintall merecía realmente el nombre de Justicia y si el hermano Avelyn, el fraile loco, es realmente un forajido.
—No soy juez —observó el guardabosque.
—En este caso, estoy condenado —replicó Avelyn—. Pues los únicos que se atreven a juzgarme han tomado su decisión basados en la codicia y en el miedo, y no en nada que tenga que ver con la justicia.
Elbryan miró largo y tendido a Avelyn. Al fin asintió y ayudó al monje y a Pony a incorporarse; luego los condujo fuera de la cueva hasta el lugar donde había caído el hermano Justicia.
El cuerpo del monje, un bulto carbonizado que ardía sin llamas, era apenas reconocible.
—¿Cómo ocurrió? —preguntó Elbryan, mientras examinaba el cadáver sin encontrar nada que explicara tan insólita combustión.
—Aquí está la respuesta —explicó Avelyn, al tiempo que señalaba el lado del cadáver donde podía verse una mano casi reducida a cenizas. En el suelo yacía el broche destruido, con la hematites central derretida y deformada, como un alargado huevo negro. Esparcidos por todas partes había pequeños cristales de cuarzo ennegrecidos; algunos estaban incrustados en los restos de la montura dorada.
Avelyn analizó el broche con sumo cuidado.
—Ya no tiene poderes —anunció al cabo de unos instantes—. De algún modo, la magia de la hematites y de los cristales se desencadenó cuando Quintall cayó. —Avelyn guardó silencio y reflexionó sobre sus propias palabras. Se preguntaba si habría habido alguna magia de prevención. Sentía reverberaciones mágicas en la zona y sabía que se había liberado alguna poderosa energía. Quizá las piedras tenían la misión de avisar a los padres de Saint Mere Abelle que Quintall había muerto, que Quintall había fracasado. ¿O se trataba de una magia todavía más potente? Dados los poderes de la hematites, ¿no podría haberse tratado de algún transporte del alma de Quintall?
Avelyn, cuyo espíritu había sido salido de su cuerpo en alguna ocasión y que una vez había poseído el cuerpo de otro, se estremeció ante tal posibilidad.
Elbryan continuaba su inspección del cadáver en busca de pistas. Encontró dos piedras intactas: un ojo de gato —cosa que no sorprendió lo más mínimo a Avelyn— y un carbunclo.
—Gracias a esta piedra podía seguir mi pista a través del país —observó Avelyn, señalando el carbunclo—. Es una piedra para detectar magia.
—Y tú dispones de magia —razonó Elbryan.
—En grandes cantidades —admitió Avelyn —. Quizá no haya nadie en el mundo que disponga de tanta magia como yo.
—Robada en Saint Mere Abelle —dedujo el guardabosque.
—Quitada a quienes no eran dignos de ella, a quienes abusaban de ella y sólo provocaban desgracias con las piedras donadas por Dios —dijo Avelyn con firmeza—. Encuéntranos un lugar donde alojarnos, amigo mío, y os contaré mi historia con todo detalle, con absoluta sinceridad. Decidid luego quién de los dos, Quintall o yo, merece el nombre que él llevaba.
Cuando llegaron al refugio de Elbryan y el guardabosque y Pony se sentaron frente al fuego, Avelyn cumplió su promesa. Les contó su historia, sin excluir nada: desde el viaje a Pimaninicuit hasta el hundimiento del Corredor del Viento y el asesinato de Dansally, su huida de Saint Mere Abelle y la muerte de maese Siherton. Era la primera vez que Avelyn explicaba su vida, aunque había hecho algunas referencias de ella a Jill en el transcurso de sus viajes. Era la primera vez que el monje era capaz de mostrar su alma de una forma tan abierta, de admitir sus crímenes, si es que lo eran. Cuando hubo acabado, parecía, por supuesto, un pobre desgraciado; su enorme cuerpo se había dejado caer sobre el duro suelo y sus ojos estaban húmedos.
Pony se le acercó y lo acarició con todo su afecto; sentía auténtico afecto por aquel hombre, y también mucha lástima. Le daba pena que Avelyn se hubiera visto obligado a actuar como un ladrón y un asesino; lamentaba que aquel hombre bueno —y, a pesar de las reyertas tabernarias, Pony sabía que era un hombre bueno— se hubiera encontrado en una situación tan extrema.
A continuación, ambos miraron a Elbryan, temerosos de su sentencia. Pero en su agraciado rostro sólo vieron comprensión.
—No envidio lo que te has visto obligado a hacer —dijo con firmeza el guardabosque—. Ni considero que tus actos hayan sido criminales. Obraste en defensa propia, siempre justificadamente. Robaste las piedras porque los monjes hacían mal uso de ellas.
Avelyn asintió, y se alegró mucho al oír aquellas palabras.
—O sea, que debo seguir mi camino —anunció inesperadamente—. Diríase que Jill..., que Pony ha encontrado también su camino de vuelta a casa. —Puso una mano en la mejilla de la mujer, y la cara del monje se iluminó de repente—. ¡Vaya, vaya!
»Ya no me necesita —concluyó.
—Y ¿el hermano Avelyn no la necesita a ella? —preguntó Elbryan.
El monje se encogió de hombros.
—Saint Mere Abelle no abandonará la persecución, así que tengo que seguir escondiéndome. Ahora que sé el peligro que puede causaros mi compañía, no quiero exponeros a él.
Elbryan miró a Pony, y luego ambos estallaron en una sonora carcajada, como si aquella idea fuera totalmente ridícula.
—Tú te quedas —afirmó Elbryan—. Pony está en su casa, cierto, y su casa es la de Avelyn, a menos que mi suposición sea falsa.
—Su casa es la de Avelyn —dijo la chica con convicción.
Una ligera nevada había empezado a caer sobre el bosque, pero parecía evitar el refugio del guardabosque, el calor de su fuego, la calidez de la nueva casa del hermano Avelyn.
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