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AUTOR DE TIEMPOS PASADOS

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domingo, 3 de noviembre de 2013

SPECIAL - PHILIP K. DICK - PROBLEMAS CON LAS BURBUJAS

PROBLEMAS CON LAS BURBUJAS
Philip K. Dick
 
 
 
Nathan Hull salió del coche de superficie y atravesó el pavimento a pie, aspirando el frío
aire de la mañana. Los camiones automáticos robot empezaron a circular con estruendo.
La boca de una cloaca engulló ansiosamente los desperdicios de la noche. Un titular que
ya se desvanecía captó su atención por un momento:
 
TÚNEL BAJO EL PACÍFICO TERMINADO
EL CONTINENTE ASIÁTICO UNIDO
 
Rebasó la esquina, las manos hundidas en los bolsillos, buscando la casa de Farley.
Dejó atrás la habitual galería de Mundomanía y su llamativo lema: «¡Sea propietario de
su propio mundo!». Recorrió un corto sendero bordeado de hierba y llegó ante un porche
de fachada inclinada. Subió tres peldaños de mármol de imitación. Hull movió la mano
frente a la célula fotoeléctrica y la puerta desapareció.
La casa se hallaba en silencio. Hull encontró el ascensor que conducía al segundo piso
y miró hacia arriba. Ni el menor ruido. Un aire caliente soplaba en torno suyo, salpicado de
tenues olores: olor a comida, a gente y a objetos familiares. ¿Se habrían marchado? No.
Sólo habían pasado tres días. Estarían en alguna parte, tal vez en la terraza del tejado.
Subió al segundo piso y descubrió que estaba desierto, pero algunos sonidos llegaron a
sus oídos. El tintineo de una carcajada, la voz de un hombre. La de una mujer... Quizá se
trataba de Julia. Confió en ello... Confió en que todavía estuviera consciente.
Hull reunió el coraje necesario para probar una puerta al azar. A veces, durante el tercer
y cuarto día, los concursos adquirían cierta rudeza. La puerta se esfumó, pero la
habitación estaba vacía. Sofás, vasos vacíos, ceniceros, tubos estimulantes agotados,
prendas de ropa diseminadas por todas partes...
De repente, aparecieron Julia Marlow y Max Farley tomados del brazo, seguidos de un
grupo de personas excitadas, de mejillas enrojecidas y ojos brillantes, casi febriles.
Entraron en la habitación y se quedaron quietos.
—¡Nat! —Julia se deshizo del abrazo de Farley y corrió hacia él, sin aliento—. ¿De
veras ha pasado tanto tiempo?
—El tercer día —dijo Hull—. Hola, Max.
—Hola, Hull. Siéntate y ponte cómodo. ¿Quieres que te traiga algo?
—No, gracias. No tengo tiempo. Julia...
Farley indicó a un robocriado que se acercara. Éste extrajo de su pecho dos copas.
—Toma, Hull. Tienes el tiempo suficiente para tomar un trago.  
Bart Longstreet y una esbelta rubia salieron por una puerta.
—¡Hull! ¿Ya estás aquí? ¿Tan pronto?
—El tercer día. Vengo a recoger a Julia, si todavía quiere marcharse.
—No te la lleves —protestó la rubia.
Vestía una túnica oblicua, invisible para el rabillo del ojo, pero que se transformaba en
un chorro opaco al mirarla directamente.
—Están deliberando en el salón. Ven a echar un vistazo. La diversión acaba de
empezar.
Sus ojos azules de espesas pestañas, vidriosos y apagados a causa de las drogas,
parpadearon.
Hull se volvió hacia Julia.
—Si quieres quedarte...
Julia apoyó la mano en su hombro, nerviosa, sin apartarse de él. Susurró unas palabras
en el oído de Hull, sin alterar su mirada fija.
—Nat, por el amor de Dios, sácame de aquí. No puedo aguantarlo más. ¡Por favor!
Hull captó su llamada de auxilio, la desesperación que brillaba en sus ojos. Intuyó la
muda urgencia que recorría su cuerpo, tenso y rígido.
—De acuerdo, Julia. Nos vamos. Desayunaremos algo. ¿Cuándo fue la última vez que
comiste?
—Hace dos días, creo. No lo sé. —Su voz temblaba—. Están en plena deliberación.
Dios mío, Nat, tendrías que haber visto...
—No puedes irte hasta que termine la discusión —atronó Farley—. Me parece que casi
han finalizado. ¿Nunca has participado, Hull? ¿No has concursado?
—No he concursado.
—Pero serás propietario.
—No, lo siento —dijo Hull, en un tono algo irónico—. Yo no soy propietario de ningún
mundo. No puedo asistir.
—Te pierdes algo bueno. —Max exhibió una sonrisa de drogado, balanceándose sobre
sus talones—. Qué pasada... El mejor concurso de las últimas semanas. Y lo más
divertido empieza después del fallo. Esto no son más que preliminares.
—Lo sé. —Hull empujó a Julia hacia el ascensor, sin perder más tiempo—. Ya nos
veremos. Hasta luego, Bart. Llámame cuando salgas de aquí.
—¡Espera! —murmuró Bart de súbito, ladeando la cabeza—. La deliberación ha
terminado. Van a proclamar al ganador. —Se dirigió hacia el salón, seguido de los
demás—. ¿Vienes, Hull? ¿Julia?
Hull miró a la muchacha.
—De acuerdo. —Caminaron tras los demás a regañadientes—. Sólo un momento.
 
Una muralla de sonidos cayó sobre ellos. El salón era un caos de hombres y mujeres
entremezclados.
—¡He ganado! —gritaba extasiada Lora Becker.
La gente se empujaba y arremolinaba a su alrededor, abriéndose paso hasta la mesa
electoral para apoderarse de sus ejemplares. Sus voces aumentaron de volumen y se
transformaron en un amenazador estruendo de sonidos discordantes. Los robocriados
apartaban con calma muebles y objetos, abriendo espacios libres. Un frenesí histérico se
estaba apoderando del enorme salón.
—¡Lo sabía! —Los dedos de Julia apretaron el brazo de Hull—. Vamos. Vámonos antes
que empiecen.
—¿A qué?
—¡Escúchales! —Los ojos de Julia brillaban de temor—. ¡Vámonos, Nat! Ya tengo
bastante. No puedo soportarlo ni un momento más.
—Te lo advertí antes que vinieras.
—Sí, ¿verdad? —Julia esbozó una sonrisa y tomó la chaqueta que le tendía un
robocriado. Se la ajustó alrededor de sus pechos y hombros—. Lo admito. Me lo
advertiste. Ahora, vámonos, por el amor de Dios. —Se volvió y se abrió paso entre la
excitada multitud hacia el descensor—. Larguémonos de aquí. Vamos a desayunar.
Tenías razón. Estas cosas no son para nosotros.
Lora Becker, regordeta y entrada en años, avanzaba hacia el estrado situado entre los
jueces, abrazando el objeto contra su pecho. Hull se detuvo un momento para observar a
la inmensa mujer que luchaba por ganar terreno; bajo las luces implacables del techo, sus
facciones ajadas, alteradas químicamente, se tiñeron de gris. El tercer día... Los efectos
empezaban a advertirse en un montón de veteranos, a pesar de sus máscaras artificiales.
Lora llegó al estrado.
—¡Miren! —gritó, levantando en alto su ejemplar.
La burbuja Mundomanía brilló al captar la luz. Hull, de mala gana, reconoció su
admiración por el objeto. Si el mundo interior era tan estupendo como el exterior...
Lora hizo girar la burbuja. Ésta centelleó y adquirió una gran brillantez. La multitud
guardó silencio, contemplando el objeto ganador, el mundo que había conseguido el
premio sobre los demás contrincantes.
El objeto de Lora Becker era magistral. Hasta Hull se vio forzado a admitirlo. La mujer
incrementó el aumento enfocando el microscópico planeta central. Un murmullo de
admiración barrió el salón.
Lora volvió a incrementar el aumento. El planeta central creció, y se vio un océano
verde pálido que lamía con olas perezosas una playa. Apareció una ciudad, torres y
amplias calles, bellas cintas de oro y acero. Dos soles gemelos brillaban en lo alto,
proporcionando calor a la ciudad. Miríadas de habitantes se dirigían a sus ocupaciones.
—Maravilloso —susurró Bart Longstreet colocándose al lado de Hull—. La vieja bruja ha
dedicado sesenta años a su obra. No me extraña que haya ganado. Ha participado en
todos los concursos que recuerdo.
—Es bonita —admitió Julia con un hilo de voz.
—¿Es que no te interesa? —preguntó Longstreet.
—¡No me interesa nada de todo esto!
—Quiere irse —explicó Hull, que se encaminó hacia el descensor—. Hasta luego, Bart.
—Sé a qué te refieres —asintió Longstreet—. Estoy de acuerdo en muchos sentidos.
¿Te importa si...?
—¡Miren! —gritó Lora Becker, enrojeciendo. Incrementó al máximo el aumento para
revelar detalles de la ciudad en miniatura—. ¿Les ven? ¿Les ven?
Los habitantes de la ciudad aparecieron a la vista con toda claridad. Millares y millares
de ellos se encaminaban a toda prisa hacia sus centros de trabajo, a pie y en coche.
Cruzaban laberintos de puentes tendidos entre edificios tan hermosos que cortaban el
aliento.
Lora sostenía en alto la burbuja Mundomanía. Su respiración se aceleró. Paseó por el
salón sus ojos brillantes e inflamados, que centelleaban de una forma enfermiza. Por
todas partes se alzaron murmullos nerviosos y excitados. Numerosas burbujas Mundoma-
nía se elevaron hasta la altura del pecho, aferradas por manos ansiosas y exaltadas.
Lora abrió la boca. Hilillos de saliva resbalaron por las comisuras. Hizo una mueca y
levantó la burbuja sobre la cabeza; su pecho aplastado se hinchó convulsivamente. De
pronto, su rostro sufrió un espasmo y sus facciones se contorsionaron. Su grueso cuerpo
osciló de una manera grotesca..., y la burbuja Mundomanía escapó de sus manos y se
estrelló contra el estrado, frente a ella.
La burbuja se rompió en mil pedazos. Vidrio y metal, piezas de plástico, engranajes,
tubos, la maquinaria vital de la burbuja salió despedida en todas direcciones.
Se produjo un gran estrépito. Los demás propietarios se pusieron a destrozar sus
mundos. Los rompían, aplastaban y pateaban, reduciendo a polvo los delicados
mecanismos de control. Hombres y mujeres, liberados por la señal de Lora Becker, se
abandonaron a una orgía de lujuria dionisíaca. Aplastaron y destrozaron las burbujas
construidas con tanto esmero, una tras otra.
—Santo Dios —exclamó Julia.
Luchó por alejarse, acompañada de Hull y Longstreet.
Rostros perlados de sudor, ojos febriles y brillantes, bocas que se abrían como por
voluntad propia y farfullaban sonidos sin sentido. Ropas desgarradas, arrancadas. Una
muchacha cayó bajo los pies de la muchedumbre, y sus chillidos se perdieron en el
estruendo general. Otra la siguió, zambullida en la masa apiñada. Hombres y mujeres se
entregaban al abandono más total, entre gritos y jadeos. Y por todas partes se oía el
espantoso sonido del metal y el vidrio despedazados, el interminable fragor de los mundos
que eran destruidos uno tras otro.
Julia, pálida como un muerto, sacó a Hull a rastras del salón. Se estremeció y cerró los
ojos.
—Sabía que sucedería. Tres días para llegar a esto. Los están destrozando todos...
Todos los mundos.
Bart Longstreet se abrió paso hasta Hull y Julia.
—Lunáticos. —Encendió un cigarrillo con dedos temblorosos—. ¿Qué demonios les
ocurre? Ya ha ocurrido otras veces. Se ponen a destrozar sus mundos. No tiene sentido.
Hull llegó al descensor.
—Ven con nosotros, Bart. Iremos a desayunar..., y te explicaré mi teoría, aunque no
sirva de nada.
—Espera un momento. —Bart Longstreet tomó su burbuja de manos de un
robocriado—. Mi pieza de concurso. No quiero perderla.  
Corrió tras Hull y Julia.
 
—¿Más café? —preguntó Hull.
—Yo no quiero —murmuró Julia. Se reclinó en su silla y suspiró—. Me encuentro muy
bien.
—Yo sí tomaré. —Bart empujó su taza hacia el distribuidor automático de café. Éste
llenó la taza y se la devolvió—. Tienes una bonita casa, Hull.
—¿No habías venido nunca?
—No suelo venir por aquí. Hacía años que no estaba en Canadá.
—Oigamos tu teoría —murmuró Julia.
—Adelante —dijo Bart—. Estamos ansiosos.
Hull guardó silencio durante unos momentos. Su mirada vagó más allá de los platos que
llenaban la mesa hasta el objeto posado sobre el antepecho de la ventana: la pieza de
concurso de Bart, su burbuja Mundomanía.
—«Sea propietario de su propio mundo» —citó Hull con ironía—. Menudo lema
publicitario.
—Packman lo inventó —dijo Bart—. Cuando era joven. Hace casi cien años.
—¿Tanto?
—Packman sigue tratamientos. Un hombre de su posición puede permitírselos.
—Por supuesto. —Hull se puso lentamente en pie. Atravesó la habitación y volvió con la
burbuja—. ¿Te importa? —preguntó a Bart.
—Adelante.
Hull ajustó los controles montados en la superficie de la burbuja. El paisaje interior se
iluminó. Un planeta en miniatura que giraba poco a poco. Un diminuto sol blancoazulado.
Hull aumentó el tamaño del planeta.
—No está mal —admitió Hull, pasados unos segundos.
—Primitivo. Última época del Jurásico. No tengo el don. Por lo visto, soy incapaz de
hacerlos evolucionar hasta el período de los mamíferos. Es mi decimosexta intentona. No
puedo pasar de ahí.
El paisaje era una jungla densa, sembrada de vegetación descompuesta. Grandes
formas se movían a intervalos entre los helechos podridos y los pantanos. Enroscados y
relucientes reptiles, formas borrosas que surgían del espeso cieno...
—Desconéctala —murmuró Julia—. Ya he visto bastantes. Examinamos centenares
para el certamen.
—No tenía la menor posibilidad. —Bart recuperó su burbuja y la desconectó—. Para
ganar, es necesario conseguir algo mejor que el Jurásico. La competencia es muy dura.
La mitad de los concursantes tenían sus burbujas en el Eoceno..., y al menos diez en el
Plioceno. La pieza de Lora no les iba en zaga. Conté varias civilizaciones concentradas en
una sola ciudad, pero la suya era casi tan avanzada como lo estamos nosotros.
—Sesenta años —dijo Julia.
—Llevaba mucho tiempo probando. Ha trabajado mucho. Es una de esas personas
para las que no significa un juego, sino una auténtica pasión. Una manera de vivir.
—Y después la destroza —dijo Hull, pensativo—. Hace añicos la burbuja. Un mundo al
que ha dedicado años de trabajo. Guiándolo período a período. Cada vez más arriba. Lo
rompe en un millón de fragmentos.
—¿Por qué? —preguntó Julia—. ¿Por qué, Nat? ¿Por qué lo hacen? Llegan tan lejos,
se esfuerzan tanto..., y después lo echan todo por tierra.
—Todo comenzó —dijo Hull, reclinándose en su silla— cuando no se encontró vida en
los demás planetas. Cuando los equipos de exploración volvieron con las manos vacías.
Ocho planetas muertos, sin vida. No servían para nada. Ni siquiera había líquenes. Arena
y roca. Desiertos sin fin. Uno tras otro, de aquí a Plutón.
—Un descubrimiento amargo —comentó Bart—. Ocurrió antes de nuestra época, por
supuesto.
—No mucho antes. Packman lo recuerda. Hace un siglo. Esperamos durante mucho
tiempo los viajes espaciales, volar a otros planetas. Total, para no encontrar nada...
—Como si Colón hubiera descubierto que el mundo era, en verdad, plano —apuntó
Julia—. Con un borde y después la nada.
—Peor. Colón buscaba el camino más corto a China. Pudo haber seguido adelante. Sin
embargo, cuando nosotros exploramos el sistema y no encontramos nada tuvimos graves
problemas. La gente contaba con nuevos mundos, nuevas tierras en el cielo. Colonización.
Contacto con razas diferentes. Comercio. Intercambio de minerales y productos culturales.
Pero, sobre todo, la emoción de aterrizar en planetas con formas de vida asombrosas.
—Y en lugar de ello...
—Nada, excepto roca muerta y desolación. Nada que pudiera sustentar vida..., de
nuestro tipo o de cualquier otro. Una enorme decepción se adueñó de todas las capas
sociales.
—Y entonces, Packman se sacó de la manga la burbuja Mundomanía —murmuró
Bart—. «Sea propietario de su propio mundo.» No era posible ir a otros lugares fuera de la
Tierra. No era posible visitar otros mundos. No podías marcharte a otro planeta. Así que,
en lugar de ello...
—En lugar de ello, te quedabas en casa y construías tu propio mundo. —Hull sonrió con
ironía—. Ahora ha salido una versión infantil, a modo de entrenamiento, para que el niño
comprenda los problemas básicos de construir mundos antes que tenga una burbuja.
—Escucha, Nat —dijo Bart—. Al principio, las burbujas parecieron una buena idea. No
podíamos marcharnos de la Tierra, así que construíamos nuestros propios mundos aquí.
Mundos subatómicos, metidos en envases controlados. Creamos vida en un mundo suba-
tómico, fomentamos problemas para obligarla a evolucionar, intentamos que alcance un
nivel progresivamente superior. En teoría, no hay nada de malo en la idea. Es un
pasatiempo creativo, no cabe duda. No se trata de algo pasivo, como la televisión.
Sustituye a todas las diversiones, a todos los deportes pasivos, así como a la música y la
pintura...
—Pero algo salió mal.
—Al principio no —objetó Bart—. Al principio, era creativo. Todo el mundo compraba
una burbuja Mundomanía y construía su propio mundo. Vida que evolucionaba sin cesar,
vida moldeada, controlada. Se competía con los demás para ver quién lograba el mundo
más avanzado.
—Y solucionaba otro problema —añadió Julia—. El problema del ocio. Con robots
trabajando para nosotros y robocriados a nuestro servicio, que se ocupaban de nuestras
necesidades...
—Sí, era un auténtico problema —admitió Hull—. Demasiado tiempo libre. Nada que
hacer. Y, además, la decepción de descubrir que nuestro planeta era el único habitable de
todo el sistema.
»Las burbujas de Packman parecieron solucionar ambos problemas, pero algo salió
mal. Se produjo un cambio. Me di cuenta en seguida. —Hull apagó su cigarrillo y encendió
otro—. El cambio empezó hace diez años..., y ha ido empeorando.
—Pero, ¿por qué? —preguntó Julia—. Explícame por qué todos dejaron de construir
sus mundos de una forma creativa y empezaron a destruirlos.
—¿Has visto alguna vez a un niño arrancando las alas a una mosca?
—Desde luego, pero...
—Es lo mismo. ¿Sadismo? No, exactamente no. Algo más cercano a la curiosidad: el
poder. ¿Por qué rompe cosas un niño? El poder, otra vez. Hay algo que no debemos
olvidar jamás. Estas burbujas son sustitutos. Ocupan el lugar de otra cosa, de encontrar
vida auténtica en nuestros planetas. Y son demasiado pequeñas para lograrlo.
»Estos mundos son como barcos de juguete en una bañera o cohetes en miniatura para
que jueguen los niños. Son sustitutos del objeto real. ¿Por qué los desea la gente que los
manipula? Porque no puede explorar planetas reales, planetas grandes. Tiene demasiada
energía concentrada en su interior, una energía que es incapaz de expresar.
»Y la energía reprimida produce amargura. Se convierte en agresividad. La gente se
dedica a construir sus propios mundos durante un tiempo, pero al final llega a un punto en
que su hostilidad latente, su sensación de pérdida, su...
—Hay una explicación mucho más sencilla —dijo con calma Bart—. Tu teoría es
demasiado complicada.
—¿Cuál es tu explicación?
—Las tendencias destructivas innatas del hombre. Su deseo natural de matar y sembrar
la ruina.
—Eso no existe —declaró Hull—. El hombre no es una hormiga. Sus impulsos carecen
de una dirección determinada. Tiene tantos «deseos de destruir» instintivos como deseos
instintivos de tallar abrecartas de marfil. Tiene energía..., y se descarga según las posi-
bilidades que haya a mano.
»Y ahí reside el error. Todos tenemos energía, deseos de movernos, de actuar, de
hacer cosas, pero estamos atrapados aquí, encerrados en un solo planeta. Por eso
compramos burbujas Mundomanía y creamos pequeños mundos a nuestro capricho. Sin
embargo, los mundos microscópicos no bastan. Son tan satisfactorios como un barco de
juguete para un hombre que quiere hacer un crucero.
Bart reflexionó durante largos minutos, enfrascado en sus pensamientos.
—Quizá tengas razón —admitió por fin—. Me parece razonable, pero, ¿qué sugieres?
Si los otros ocho planetas están muertos...
—Seguir explorando, más allá del sistema.
—Ya lo estamos haciendo.
—Buscar salidas que no sean artificiales.
—Hablas así porque nunca has anhelado nada —sonrió Bart. Dio una palmadita
afectuosa a su burbuja—. Yo no la considero artificial.
—Pero la mayoría de la gente sí —señaló Julia—. La mayoría de la gente no está
satisfecha. Por eso nos fuimos del concurso.
—De acuerdo, cada vez es peor —gruñó Bart—. Menuda escena, ¿verdad? —
Reflexionó, con el ceño fruncido—. Pero las burbujas son mejor que nada. ¿Qué sugieres?
¿Que renunciemos a nuestras burbujas? ¿Qué haremos entonces, sentarnos a charlar?
—A Nat le gusta charlar —murmuró Julia.
—Como a todos los intelectuales. —Bart tiró de la manga de Hull—. Cuando te sientas
en tu butaca del Directorio, estás con las clases intelectuales y profesionales... Rayas
grises.
—¿Y tú?
—Rayas azules. Industrial. Ya lo sabes.
—De acuerdo —asintió Hull—. Tu estás con Rutas Espaciales de la Tierra. La empresa
que nunca pierde la esperanza.
—Total, quieres que renunciemos a nuestras burbujas y nos sentemos a conversar.
Vaya solución al problema.
—Van a tener que renunciar. —El rostro de Hull enrojeció—. Lo que hagan después es
problema de ustedes.
—¿Qué quieres decir?
Hull se volvió hacia Longstreet, echando chispas por los ojos.
—He presentado un proyecto de ley al Directorio. Un proyecto de ley que ponga fuera
de la ley a Mundomanía. Bart se quedó boquiabierto.
—¿Qué?
—¿En qué te basas? —preguntó Julia.
—En motivos morales —declaró con calma Hull—. Y creo que lo voy a lograr.
 
El eco de los murmullos resonaba en el enorme salón del Directorio. Los hombres se
aprestaban a ocupar su asiento para preparar los temas de la sesión.
Eldon von Stern, líder del Directorio, se había aislado con Hull detrás del estrado.
—Aclaremos esto —dijo von Stern con nerviosismo, pasándose los dedos por el cabello
gris acero—. ¿Pretendes defender tú en persona tu proyecto de ley?
—Exacto —asintió Hull—. ¿Por qué no?
—Las máquinas analizadoras pueden desglosar el proyecto y presentar un informe
imparcial a los miembros del Directorio. La demagogia ha pasado de moda. Si largas una
perorata sentimental, ten por seguro que perderás. Los miembros no...
—Correré el riesgo. Es algo demasiado importante para confiarlo a las máquinas.
Hull echó un vistazo a la inmensa sala, que poco a poco iba recobrando la calma.
Representantes de todo el mundo habían ocupado sus puestos. Propietarios de fortunas
vestidos de blanco. Magnates de la industria y las finanzas ataviados de azul. Líderes de
fábricas cooperativas y granjas públicas, con camisa roja. Hombres y mujeres vestidos de
verde que representaban a los consumidores de clase media. Los miembros de su propio
grupo, que se distinguían por el traje a rayas grises: médicos, abogados, científicos,
educadores, intelectuales y profesionales de todos los campos.
—Correré el riesgo —repitió Hull—. Quiero que el proyecto sea aprobado. Ya era hora
de hablar con claridad.  
Von Stern se encogió de hombros.
—Como quieras. —Miró a Hull con curiosidad—. ¿Qué tienes contra Mundomanía? Es
una empresa demasiado poderosa para oponerle resistencia. Packman en persona ha
venido. Me sorprende que tu...
El presidente robot emitió una señal luminosa. Von Stern se alejó de Hull y subió al
estrado.
—¿Estás seguro que quieres defender el proyecto? —preguntó Julia, que se hallaba al
lado de Hull, oculta por las sombras—. Tal vez Stern tenga razón. Deja que las máquinas
analicen el proyecto.
Hull escudriñaba el mar de caras, intentando localizar a Packman. El propietario de
Mundomanía estaba sentado en algún sitio. Forrest Packman, con su inmaculada camisa
blanca, como un ángel anciano y marchito. Packman prefería sentarse con el grupo de los
propietarios, puesto que no consideraba a Mundomanía una industria, sino una propiedad
inmueble. La propiedad todavía poseía un cierto prestigio.
Von Stern tocó el brazo de Hull.
—Adelante. Siéntese en la silla y explique su propuesta.
Hull subió al estrado y tomó asiento en la gran silla de mármol. Las interminables filas
de caras que tenía frente a él estaban desprovistas de toda expresión.
—Ya han leído los términos de la propuesta que voy a defender —empezó Hull. Los
altavoces situados en la mesa de cada miembro amplificaban su voz—. Propongo que
declaremos a Industrias Mundomanía una amenaza pública, y sus bienes inmuebles,
propiedad del Estado. Expondré mis motivos de una manera sucinta.
»Ya conocen la teoría y construcción del producto llamado Mundomanía, el universo
subatómico. Existe un número infinito de mundos subatómicos, duplicados microscópicos
de nuestras coordenadas espaciales. Mundomanía desarrolló hace casi un siglo un
método de controlar, hasta treinta decimales, las fuerzas y tensiones implicadas en estos
planos microcoordinados, y una máquina muy simplificada que podía ser manipulada por
una persona adulta.
»Estas máquinas para controlar zonas específicas de coordenadas subatómicas han
sido manufacturadas y vendidas al público con el lema publicitario “Sea propietario de su
propio mundo”. La idea es que el propietario de una máquina se convierta literalmente en
propietario de un mundo, puesto que la máquina controla fuerzas que gobiernan un
universo subatómico, análogo al nuestro.
»Al comprar una de estas máquinas de Mundomanía, o burbujas, la persona se
encuentra en posesión de un universo ritual y puede hacer con él lo que le plazca. Los
manuales de instrucciones suministrados por la empresa le enseñan a controlar estos
mundos en miniatura para que aparezcan formas de vida y evolucionen con gran rapidez;
para que den origen a formas cada vez más elevadas, hasta que por fin, dando por
sentada una cierta habilidad en el propietario, se encuentre en posesión de una civilización
de seres con una cultura igual a la nuestra.
»Durante los últimos años hemos asistido a un aumento espectacular en las ventas de
estas máquinas, de tal forma que, actualmente, todo el mundo posee uno o más mundos
subatómicos, junto con sus respectivas civilizaciones, y también hemos visto durante estos
años como muchos de nosotros tomábamos nuestros universos privados y hacíamos
añicos a sus habitantes y planetas.
»No hay ley que nos impida crear una civilización compleja, que ha evolucionado a una
velocidad increíble, para luego destruirla con saña. Por eso he presentado mi propuesta.
Estas civilizaciones en miniatura no son sueños. Son reales. Existen de verdad. Los
habitantes microscópicos son...
Observó ciertos signos de incomodidad a lo largo y ancho de la inmensa sala. Se
oyeron murmullos y toses. Algunos miembros habían desconectado sus altavoces. Hull
vaciló. Un escalofrío le recorrió la espalda. Sólo veía rostros indiferentes, fríos,
desinteresados. Se apresuró a continuar.
—Los habitantes están sujetos, en este momento, al menor capricho de su propietario.
Si deseamos aplastar su mundo, provocar maremotos, terremotos, tornados, incendios,
explosiones volcánicas..., si deseamos destruirles por completo, no pueden hacer nada
para oponerse.
»Nuestra posición respecto a estas civilizaciones en miniatura es similar a la de un dios.
Con un solo movimiento de la mano podemos exterminar a incontables millones de seres.
Podemos enviar rayos, arrasar sus ciudades, aplastar sus diminutos edificios al igual que
colinas. Podemos zarandearlos de un lado a otro como juguetes, víctimas de nuestros
caprichos.
Hull se interrumpió, paralizado por el temor. Algunos miembros se habían levantado y
se habían marchado. Una mueca de irónica diversión desfiguraba el rostro de von Stern.
—Quiero que las burbujas de Mundomanía sean prohibidas —prosiguió Hull, falto de
convicción—. Se lo debemos a esas civilizaciones por motivos de humanidad, por motivos
morales...
Siguió hasta terminar como pudo. Cuando se puso en pie surgieron unos tímidos
aplausos del grupo formado por los profesionales. Los propietarios vestidos de blanco
guardaron un silencio sepulcral, así como los industriales de azul. Los camisas rojas y los
representantes de los consumidores, ataviados de verde, estaban en silencio, impasibles,
incluso un poco divertidos.
Hull se reintegró a su bando, anonadado por la absoluta comprensión de su derrota.
—Hemos perdido —murmuró, aturdido—. No lo entiendo.
—Tal vez debería haber apelado a otros motivos... —Julia le tomó del brazo—. Es
posible que las máquinas todavía puedan...  
Bart Longstreet salió de las sombras.
—Fatal, Nat. No lo aprobarán.
—Lo sé —asintió Hull.
—No se puede destruir Mundomanía mediante reflexiones morales. Ésa no es la
solución.
Von Stern dio la señal. Los miembros empezaron a votar, y las máquinas tabuladoras
cobraron vida con un zumbido. Hull miraba en silencio la sala recorrida por murmullos,
desconcertado y sin fuerzas.
De repente apareció una forma frente a él ocultando la escena. Hull se apartó,
impaciente..., pero una voz rasposa le detuvo.
—Lástima, señor Hull. Le deseo mejor suerte la próxima vez.
—¡Packman! —susurró Hull, rígido—. ¿Qué quiere?  
Forrest Packman salió de las sombras y avanzó hacia él lentamente, tanteando como
un ciego.
 
Bart Longstreet miró al anciano con indisimulada hostilidad.
—Hasta luego, Nat.
Dio media vuelta con brusquedad y se alejó.
Julia le detuvo.
—Bart, ¿has de...?
—Asuntos importantes. Volveré después.
Bajó por el pasillo hacia la sección industrial de la sala.
Hull miró a Packman sin pestañear. Nunca había visto al anciano tan de cerca. Le
estudió mientras avanzaba con parsimonia, apoyado en el brazo de su robocriado.
Forrest Packman era viejo: ciento siete años. Conservado mediante hormonas y
transfusiones de sangre, complicadas depuraciones y procesos de rejuvenecimiento que
mantenían la vida en su cuerpo anciano y agotado. Los ojos hundidos escrutaron a Hull
mientras se acercaba. Sus manos apergaminadas se aferraban con fuerza al brazo de su
robocriado. Su respiración era ronca y seca.
—¿Hull? ¿Le importa si charlo con usted mientras se procede a la votación? No me
extenderé mucho. —Su mirada ciega se desvió más allá de Hull—. ¿Quién se ha ido? No
pude ver...
—Bart Longstreet. Rutas Espaciales.
—Oh, sí. Le conozco. Su discurso fue muy interesante, Hull. Me trajo recuerdos de los
viejos días. Esta gente ya no se acuerda de cómo eran. Los tiempos han cambiado. —
Hizo una pausa para permitir que el robocriado le secara la boca y la barbilla—. Me intere-
saba la retórica. Algunos de los viejos maestros...
El anciano siguió divagando. Hull le examinó con curiosidad. ¿Era en verdad este viejo
frágil y arrugado el poder oculto tras Mundomanía? No parecía posible.
—Bryan —susurró Packman, con voz seca como la ceniza—. William Jennings Bryan.
Nunca le escuché, por supuesto, pero dicen que era el mejor. El discurso que ha
pronunciado usted no era malo, pero usted no entiende. Le escuché con suma atención.
Tiene algunas ideas buenas, pero lo que intenta hacer es absurdo. No conoce bastante a
la gente. Nadie está realmente interesado en...
Se interrumpió y tosió débilmente. El robocriado le sujetó con las abrazaderas
metálicas.
Hull, impaciente, pasó frente a él.
—La votación casi ha terminado. Quiero saber el resultado. Si quiere decirme algo,
llene una memoplaca normal.
El robocriado de Packman le cerró el paso. Packman continuó hablando con voz lenta y
temblorosa.
—A nadie le interesan tales proclamas, Hull. Ha hecho un buen discurso, pero no ha
captado la idea. Todavía no, al menos, pero ha hablado bien. Lo mejor que he oído en
mucho tiempo. Esos jovencitos, tan relamidos, corriendo de un lado a otro como botones...  
Hull se esforzó por escuchar el resultado de la votación. El impasible robocriado le
tapaba la vista, pero oyó los resultados por encima de la voz rasposa de Packman. Von
Stern se había levantado y leía los resultados totales, grupo por grupo.
—Cuatrocientos en contra, treinta y cinco a favor —proclamó von Stern—. La propuesta
ha sido derrotada. —Tiró las tarjetas de tabulación y tomó su agenda—. Pasaremos a los
siguientes temas.
Packman se movió de súbito y ladeó la cabeza, similar a una calavera. Sus ojos
hundidos centellearon y la sombra de una sonrisa se insinuó en sus labios.
—¿Derrotado? Ni siquiera todos los grises han votado a su favor, Hull. Tal vez
escuchará ahora lo que tengo que decirle.  
Hull se volvió. El robocriado bajó el brazo.
—Todo ha terminado —dijo Hull.
—Vámonos. —Julia, inquieta, se apartó de Packman—. Vámonos de aquí.
—¿Sabe una cosa? —prosiguió Packman, impasible—. Hay posibilidades en usted que
podrían fructificar. Cuando yo tenía su edad, pensaba igual que usted. Pensaba que si la
gente se daba cuenta de los problemas morales implicados, reaccionaría. Pero la gente no
es así. Tiene que ser realista, si quiere llegar a algún sitio. La gente...
Hull apenas escuchaba la voz seca y rasposa que susurraba. Derrotado. Mundomanía,
las burbujas-mundos, continuarían. Los Concursos: hombres y mujeres aburridos, con un
exceso de tiempo libre, que bebían y bailaban, comparaban mundos, hasta alcanzar un
climax..., y después la orgía de destrozos y destrucción. Una y otra vez. Incesantemente.
—Nadie puede oponerse a Mundomanía —dijo Julia—. Es demasiado poderosa.
Tendremos que aceptar las burbujas como parte de nuestra vida. Como dice Bart, a
menos que podamos ofrecerles algo a cambio...
Bart Longstreet salió rápidamente de la oscuridad.
—¿Aún sigue aquí? —preguntó a Packman.
—He perdido —dijo Hull—. La votación...
—Lo sé. Lo he oído. Pero no importa. —Longstreet se abrió paso entre Packman y su
robocriado—. Quédate aquí. Me reuniré contigo dentro de un momento. He de ver a von
Stern.
Algo en el tono de voz de Longstreet obligó a Hull a levantar la vista.
—¿Qué pasa? ¿Qué ha ocurrido?
—¿Por qué no importa? —preguntó Julia.
Longstreet subió al estrado y se dirigió hacia Stern. Le tendió un mensaje y después se
retiró a las sombras.
Von Stern miró la placa...
Y dejó de hablar. Se puso en pie lentamente, aferrando la placa con fuerza.
—Tengo algo que comunicarle. —La voz de von Stern era temblorosa, casi inaudible—.
Acabo de recibir un mensaje de la estación de control de Rutas Espaciales en Próxima
Centauri.
Un murmullo excitado se propagó por la sala.
—Naves exploradoras han establecido contacto en el sistema de Próxima con emisarios
comerciales de una civilización extragaláctica. Se ha producido ya un intercambio de
mensajes. Naves de Rutas Espaciales se dirigen en estos momentos hacia el sistema de
Arturo, con la esperanza de encontrar...
Una explosión de gritos. Hombres y mujeres se pusieron en pie, chillando de loca
alegría. Von Stern dejó de leer y se quedó con los brazos cruzados y el rostro sereno,
esperando a que se calmaran.
Forrest Packman estaba inmóvil, con las manos entrelazadas y los ojos cerrados. El
robocriado dispuso abrazaderas a su alrededor y le envolvió en un escudo protector de
metal.
—¿Qué te parece? —aulló Longstreet mientras se reunía con ellos.  
Miró la frágil y arrugada figura, que se sostenía gracias a las abrazaderas del
robocriado, y después a Hull y a Julia.
—¿Qué dices, Hull? Salgamos de aquí..., y vayamos a celebrarlo.
—Te enviaré en avión a casa —dijo Hull a Julia. Buscó a su alrededor un crucero
intercontinental—. Es una pena que vivas tan lejos: Hong Kong está demasiado apartado.
—Puedes llevarme tú —dijo Julia, tomándole del brazo—. ¿No te acuerdas? Han
abierto el túnel del Pacífico. Ahora estamos conectados con Asia.
—Tienes razón.
Hull abrió la puerta de su vehículo de superficie y Julia se deslizó en su interior. Hull se
sentó frente al volante y cerró la puerta de un golpe.
—Tenía tantas cosas en la cabeza que lo había olvidado. Quizá nos podamos ver más
a menudo. No me importaría pasar unos días de vacaciones en Hong Kong. No estaría
mal que me invitaras.
Se zambulló en el tráfico maniobrando mediante la señal de control remoto.
—Cuéntame más cosas —pidió Julia—. Quiero saber todo lo que Bart dijo.
—Poca cosa más. Sospechaban desde hacía tiempo que algo se estaba tramando. Por
eso no estaba muy preocupado por Mundomanía. Sabía que todo se arreglaría en cuanto
se hiciera público el comunicado.
—¿Por qué no te lo dijo?
—No podía —sonrió Hull con ironía—. Existía la posibilidad que el primer informe fuera
erróneo. Quiso esperar hasta estar seguro. Sabía cuál sería el resultado. —Hull hizo un
ademán—. Mira.
Oleadas de hombres y mujeres surgían de los edificios y de las fábricas subterráneas
que flanqueaban la cinta, una masa apelotonada que invadía todo el espacio disponible en
una desordenada confusión. Gritaban y reían, lanzaban objetos al aire, tiraban confeti por
las ventanas y se subían unos a hombros de otros.
—Se están desahogando —dijo Hull—, como debe ser. Bart dice que en Arturo deben
existir unos siete u ocho planetas fértiles, algunos habitados, otros cubiertos únicamente
de bosques y océanos. Los comerciantes extragalácticos han afirmado que la mayoría de
los sistemas cuentan, al menos, con un planeta aprovechable. Visitaron nuestro sistema
hace mucho tiempo. Es posible que nuestros primeros antepasados hayan comerciado
con ellos.
—¿Quiere decir eso que hay gran cantidad de vida en la galaxia?
—Si lo que dicen es cierto —rió Hull—. El hecho que existan me parece una prueba
suficiente.
—Se acabó Mundomanía.
—Se acabó.
Hull sacudió la cabeza. Se acabó Mundomanía. Ya estarían liquidando las existencias.
Carecían de todo valor. Estaba en lo posible que el Estado se apoderase de las burbujas
ya evolucionadas y las pusiera a buen recaudo para permitir que los habitantes decidieran
libremente sobre su futuro.
La neurótica destrucción de civilizaciones logradas a costa de tantos esfuerzos
pertenecía al pasado. Las viviendas donde moraban seres vivos nunca más volverían a
ser aplastadas para divertir a algún dios que sufría de aburrimiento y frustración.
Julia suspiró y se recostó contra Hull.
—Ahora, nos lo tomaremos con calma. Te invito a quedarte conmigo. Podemos
sacarnos la licencia de cohabitación permanente, si quieres...
Hull se inclinó de repente hacia adelante, rígido.
—¿Dónde está el túnel? —preguntó—. La cinta debería desembocar en él dentro de
unos segundos.
Julia miró al frente y frunció el ceño.
—Algo va mal. Disminuye la velocidad.
Hull obedeció. Una señal de obstrucción relampagueaba unos metros más adelante.
Los coches frenaban y se desviaban hacia las bandas de emergencia.
Hull detuvo el coche. Cruceros a reacción volaban en lo alto; sus tubos de escape
estremecían el silencio de la noche. Una docena de hombres uniformados cruzó un campo
a toda prisa, les seguía una ruidosa grúa robot.
—¿Qué demonios...? —murmuró Hull.
Un soldado que blandía una señal luminosa avanzó hacia el coche.
—Dé la vuelta. Necesitamos toda la pista.
—Pero...
—¿Qué ha pasado? —preguntó Julia.
—El túnel. Un terremoto ha partido el túnel en diez puntos diferentes.
El soldado se alejó corriendo. Obreros robot pasaron a toda prisa con una carretilla de
mano, recogiendo material a su paso.
Julia y Hull se miraron con los ojos desorbitados.
—Santo Dios —murmuró Hull—. En diez puntos diferentes. El túnel debió estar lleno de
coches.
Una nave de la Cruz Roja aterrizó y las puertas se abrieron con un chirrido.
Ambulancias que transportaban personas heridas se dirigieron hacia ella.
Dos miembros de los servicios de socorro hicieron acto de presencia. Abrieron la puerta
del coche de Hull y se acomodaron en la parte de atrás.
—Llévenos a la ciudad. —Se hundieron en sus asientos, agotados—. Hemos de
conseguir más ayuda. Dese prisa.
—Por supuesto. —Hull encendió el motor y aceleró.
—¿Cuál ha sido la causa? —preguntó Julia a uno de los exhaustos y sombríos
hombres, que se tocó automáticamente los cortes de la cara y el cuello.
—Un terremoto.
—¿Cómo es posible? ¿No lo construyeron a prueba de...?
—Un gran temblor. —El hombre agitó la cabeza—. Nadie lo esperaba. Una pérdida
enorme. Miles de coches. Decenas de miles de personas.
—Castigo de Dios —gruñó el otro hombre.
Hull se puso rígido de repente. Sus ojos centellearon.
—¿Qué te pasa? —preguntó Julia.
—Nada.
—¿Estás seguro? ¿Algo va mal?
Hull no dijo nada. Estaba absorto en sus pensamientos. Su rostro era una máscara de
creciente y asombrado terror.
 
 
FIN
 


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