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lunes, 27 de febrero de 2012

Viajes de Gulliver Cuarta parte Un viaje al país de los Houyhnhnms




Jonathan Swift
Viajes de Gulliver
Cuarta parte
Un viaje al país de los Houyhnhnms


Capítulo 1
El autor parte como capitán de un navío. -Sus hombres se conjuran contra él y le
encierran largo tiempo en su camarote. -Le desembarcan en un país desconocido.
Se interna en el país. -Descripción de los «yahoos», extraña clase de animales. -El
autor se encuentra con dos «houyhnhnms».
Permanecí en casa, con mi mujer y mis hijos, por espacio de cinco meses, en muy feliz
estado, sin duda, con sólo que yo hubiese aprendido a saber cuándo estaba bien. Dejé a mi
pobre esposa embarazada y acepté un ventajoso ofrecimiento que se me hizo para ser
capitán del Adventure, sólido barco mercante de trescientas cincuenta toneladas. Conocía
bien el arte de navegar, y, hallándome cansado del cargo de médico de a bordo -que de
todos modos podía ejercer llegada la ocasión-, tomé en mi barco a un inteligente joven de
mi mismo oficio, de nombre Robert Purefoy. Nos hicimos a la vela en Portsmouth el día 2
de agosto de 1710; el 14 nos encontramos en Tenerife con el capitán Pocock, de Brístol,
que iba a la bahía de Campeche a cortar palo de tinte. El 16 le separó de nosotros una
tempestad; a mi regreso supe que el barco se fue a pique y sólo se salvó un paje. El capitán
Pocock era un hombre honrado y un buen marino, pero terco con exceso en sus opiniones, y
ésta fue la causa de su fin, como ha sido la del de tantos otros. Si hubiese seguido mi
consejo, a estas horas estaría sano y salvo con su familia, en su casa, igual como lo estoy
yo.
Murieron en mi barco varios hombres de calenturas, hasta el punto de que tuve que
reclutar gente en las islas Barbada y Leeward, donde toqué por instrucción de los
comerciantes que me habían comisionado; pero pronto tuve ocasión de arrepentirme, pues
supe que la mayor parte de los reclutados habían sido filibusteros. Llevaba yo a bordo
cincuenta manos, y mis órdenes eran comerciar con los indios en el mar del Sur y hacer los
descubrimientos que pudiese. Los bribones que había recogido me corrompieron a los
demás hombres y todos ellos se conjuraron para apoderarse del barco y hacerme prisionero,
lo que realizaron una mañana irrumpiendo en mi camarote, atándome de pies y manos y
amenazándome con lanzarme al mar si se me ocurría moverme. Les dije que era su
prisionero y obedecería. Me hicieron jurarlo y después me desataron, dejándome sujeto
solamente por un pie con una cadena, cerca de mi cama, y me pusieron a la puerta un
certinela con el fusil cargado y orden de matarme de un tiro si pretendía escapar. Me
bajaron de comer y beber y se apoderaron del gobierno del barco. Su designio era hacerse
piratas y saquear a los españoles, lo que no podían emprender hasta tener más gente.
Determinaron vender primero las mercancías que llevaba el buque e ir luego a Madagascar
para reclutar hombres, pues varios de ellos habían muerto durante mi prisión. Navegaron
muchas semanas y traficaron con los indios; pero yo ignoraba el rumbo que seguían,
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reducido estrechamente como estaba a mi camarote, sin más esperanza que morir
asesinado, conforme a las frecuentes amenazas de que era objeto.
El día 9 de mayo de 1711, un tal James Welch bajó a mi camarote y me dijo que había
recibido del capitán orden de desembarcarme. Discutí con él, pero en vano; ni siquiera
quiso decirme quién era su nuevo capitán. Me forzó a entrar en la lancha, después de
permitirme ponerme mi traje mejor, que estaba nuevo, y coger un atadijo de ropa blanca;
pero no armas, salvo mi alfanje. Y fueron tan amables, que no me registraron los bolsillos,
donde yo me había guardado todo el dinero que tenía y algunas cosillas de mi uso.
Remaron obra de una legua y me desembarcaron en una playa. Les supliqué que me dijesen
qué país era aquél; todos me juraron que lo ignoraban tanto como yo; sólo sabían que su
capitán -como ellos decían- había resuelto, después de vender la carga, deshacerse de mí en
el primer punto donde descubriesen tierra. Se apartaron en seguida, recomendándome que
me apresurase para que la marea no me alcanzara, y de este modo se despidieron de mí.
En esta lamentable situación avancé y pronto pisé tierra firme; me senté en un montón
de arena para descansar y pensar cuál sería mi mejor partido. Cuando hube descansado un
poco me interné en el país, resuelto a entregarme a los primeros salvajes que encontrara y
comprar mi vida con algunos brazaletes, anillos de vidrio y otras chucherías de las que
generalmente llevan los marinos en esta clase de viajes, y yo conservaba algunas conmigo.
Cortaban la tierra largas filas de árboles, no plantados con regularidad, sino nacidos
naturalmente; había hierba en gran cantidad y varios campos de avena. Andaba yo con gran
precaución, temeroso de verme sorprendido o herido de pronto por una flecha que me
disparasen por detrás o por un lado. Entré en un camino muy trillado donde se veían
numerosas pisadas humanas, algunas de vacas, y de caballos muchas más. Por fin descubrí
varios animales en un campo y uno o dos de la misma especie subidos en árboles. Su facha
irregular y disforme me inquietó bastante, hasta tal punto, que me tumbé detrás de una
espesura para examinarlos mejor. La circunstancia de venir algunos hacia el sitio en que yo
yacía me dio ocasión de apreciar su forma exactamente. Tenían la cabeza y el pecho
cubierto de espeso pelambre, rizado en unos y laso en otros; sus barbas eran de cabra, y
largos mechones de pelo les caían por los lomos y les cubrían la parte anterior de las patas y
los pies; pero el resto del cuerpo lo tenían desnudo y me dejaba verles la piel, de un color
amarillento obscuro. No tenían cola y solían sentarse y tumbarse; con frecuencia se
sostenían en los pies traseros. Trepaban a los árboles más altos con prontitud de ardilla,
para lo cual contaban con grandes garras abiertas en las cuatro extremidades, ganchudas y
de puntas afiladas. A menudo daban brincos, botes y saltos con prodigiosa agilidad. Las
hembras no eran tan grandes como los machos; tenían en la cabeza pelo largo y laso, pero
ninguno en la cara, ni más que una especie de vello en el resto del cuerpo. El pelo era en
ambos sexos de varios colores: moreno, rojo, negro, amarillo. En conjunto, nunca vi en mis
viajes animal tan desagradable ni que me inspirase tan honda repugnancia. Así, creyendo
haber visto bastante, lleno de desprecio y aversión, me levanté y seguí el camino con la
esperanza de que me llevase a la cabaña de algún indio. No había andado mucho cuando
encontré que me cerraba el camino y venía directamente hacia mí uno de los animales que
he descrito. El horrible monstruo, al verme, torció repetidamente todas las facciones de su
cara y quedó mirándome fijamente, como a algo que no hubiese visto en su vida; y luego,
acercándoseme más, levantó la pata delantera, no sé si llevado de curiosidad o de malas
intenciones. Yo saqué mi alfanje y le di un buen golpe de plano, no atreviéndome a darle
con el filo por si los habitantes se enconaban contra mí al saber que había muerto o dejado
inútil a una pieza de su ganado. Cuando la bestia sintió el golpe se hizo atrás y rugió tan
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fuerte, que una manada de cuarenta, lo menos, se vino en tropel sobre mí desde el campo
inmediato, aullando y haciendo gestos horribles; pero yo corrí al tronco de un árbol, y
guardándome con él la espalda los contuve a distancia blandiendo el alfanje
En medio de este apuro, vi que todos echaban a correr de repente con la mayor
velocidad de que eran capaces; con lo cual yo me arriesgué a separarme del árbol y seguir
el camino, admirado de qué podría haber sido lo que los asustase de tal modo. Pero mirando
hacia mi siniestra mano vi un caballo que marchaba por el campo reposadamente, y que,
visto antes-que por mí por mis perseguidores, era la causa de su huida. El caballo se
estremeció un poco cuando llegó cerca de mí, pero se recobró pronto y me miró cara a cara
con manifiestos signos de asombro; me inspeccionó las manos y los pies dando varias
vueltas a mi alrededor. Quise continuar mi marcha; pero él se atravesó en mi camino,
aunque con actitud muy apacible y sin intención alguna de violencia en ningún momento.
Permanecimos un rato mirándonos con atención; por fin, me atreví a alargar la mano hacia
su cuello con propósito de acariciarle, empleando el sistema y el silbido de los jockeys
cuando se preparan a montar un caballo que no conocen. Pero este animal pareció recibir
con desdén mis atenciones; movió la cabeza y arqueó las cejas, al tiempo que levantaba
suavemente la mano derecha como si quisiera desviar la mía. Después relinchó tres o cuatro
veces, pero con cadencias tan distintas, que casi empecé a pensar que estaba hablándose a sí
mismo en algún idioma propio.
Cuando en éstas nos hallábamos él y yo, llegó otro caballo, el cual se acercó al primero
con muy ceremoniosas maneras, y ambos chocaron suavemente entre sí el casco derecho
delantero, al tiempo que relinchaban por turno varias veces y cambiando el tono, que casi
parecía articulado. Se apartaron unos pasos como para conferenciar, y pasearon uno al lado
del otro, yendo y viniendo al modo de personas que deliberasen sobre algún asunto de
cuenta, pero volviendo la vista frecuentemente hacia mí como para vigilar que no me
escapara. Yo estaba asombrado de ver semejantes acciones y conducta en bestias
irracionales, y tuve para mí que si los habitantes de aquella tierra estaban dotados de un
grado proporcional de entendimiento habrían de ser las gentes más sabias que pudieran
encontrarse en el mundo. Este pensamiento me procuró tanto alivio, que resolví seguir
adelante hasta encontrar alguna casa o aldea, o tropezar a alguno de los naturales, dejando a
los dos caballos que discurriesen juntos cuanto quisieran. Pero el primero, que por cierto
era rucio rodado, al ver que me escapaba, me relinchó de manera tan expresiva, que me
imaginé entender lo que quería decirme. En vista de ello me volví y me acerqué a él para
esperar sus ulteriores órdenes, ocultando mi temor cuanto me era posible, pues empezaba a
darme algún cuidado cómo podría terminar aquella aventura. Y el lector creerá sin trabajo
que no me encontraba muy a gusto en tal situación.
Los dos caballos se me aproximaron y me miraron la cara y las manos con gran interés.
El rucio restregó mi sombrero todo alrededor con el casco derecho y lo descompuso de tal
modo, que tuve que arreglarlo, para lo cual me lo quité, volviendo a ponérmelo luego. A él
y a su compañero -que era bayo obscuro- pareció causarles esto gran sorpresa; el último
tocó la vuelta de mi casaca, y al encontrarse con que me colgaban suelta por encima,
hicieron los dos grandes extremos de asombro. Me acarició la mano derecha con señales de
admirar la suavidad y el color, pero me la apretó tan fuertemente entre el casco y la
cuartilla, que me arrancó un grito; desde entonces me tocaron con toda la dulzura posible.
Les producían perplejidad enorme mis zapatos y medias, que palparon muchas veces,
relinchándose uno a otro y haciendo diversos gestos no desemejantes de los que hiciera un
filósofo que intentara explicarse algún fenómeno nuevo y difícil de entender.
120
En suma: el proceder de aquellos animales era tan ordenado y racional, tan agudo y
discreto, que, por último, concluí que habían de ser mágicos que con ciertos fines se
hubieran metamorfoseado y que, encontrando a un extranjero en su camino, hubiesen
querido holgarse con él, o quizá que realmente se sorprendieran a la vista de un hombre tan
diferente, por su traje, su semblante y su tez, de los que era probable que hubiese en clima
tan remoto. Tomando fundamento de estas razones, me aventuré a dirigirme a ellos en la
manera siguiente: «Caballeros: si sois encantadores, como tengo serios motivos para
suponer, entenderéis todos los idiomas; de consiguiente, me permito comunicar a vuestras
señorías que yo soy un pobre inglés afligido, lanzado por mis desventuras a vuestra playa; y
rogar que uno de los dos me deje ir en su lomo, como si fuese un caballo verdadero, hasta
alguna casa o aldea donde pueda ser remediado. Y en pago de este favor yo os regalaré este
cuchillo y este brazalete.» Y los saqué del bolsillo al mismo tiempo. Los dos animales
guardaron silencio mientras yo hablaba, con muestra de escucharme muy atentamente; y
cuando hube terminado relincharon repetidamente cada uno, dirigiéndose al otro, como si
mantuviesen una seria conversación. Observé con toda claridad que su lenguaje expresaba
muy bien las pasiones, y las palabras hubiesen podido reducirse sin gran trabajo a un
alfabeto más fácilmente que el chino.
Pude distinguir frecuentemente la palabra yahoo, que los dos repitieron varias veces; y
aunque me fuera imposible conjeturar lo que significaba, mientras los dos caballos estaban
entregados a su conversación, yo intenté ejercitar en mi lengua esa palabra; y tan pronto
como callaron pronuncié yahoo descaradamente, en voz alta e imitando al mismo tiempo lo
mejor que supe el relincho de un caballo. Los dos quedaron visiblemente sorprendidos, y el
rucio repitió la misma palabra dos veces, como si quisiera enseñarme la pronunciación
correcta; yo la imité después lo mejor que pude, y aprecié que progresaba perceptiblemente,
aunque muy lejos todavía de todo grado de perfección. Luego el bayo me puso a prueba
con una segunda palabra mucho más dura de pronunciar, pero que reducida a la ortografía
inglesa pudiera deletrearse así: houyhnhnm. No fuí con ésta tan afortunado como con la
anterior; pero después de dos o tres ensayos más di con ella, y los dos caballos se mostraron
muy admirados de mi capacidad.
Luego de cambiar nuevos discursos, que yo calculé referirse a mí, los dos amigos se
despidieron con el mismo cumplimiento de chocar los cascos, y el rucio me hizo señas de
que marchase delante de él, lo que juzgué prudente hacer en tanto que encontraba un más
conveniente director. Se me ocurrió aflojar el paso, y él me gritó: Hhuun, hhuun; adiviné
el sentido, y dile a entender como pude que estaba cansado y no podía andar más de prisa,
con lo cual se paró un rato para dejarme descansar.
Capítulo 2
El autor, conducido por un houyhnhnm a su casa. -Descripción de la casa. -
Recibimiento al autor. -La comida de los houyhnhnms. -El autor, apurado por falta
de alimento, es socorrido al fin. -Su régimen alimenticio en este país.
Al cabo de unas tres millas de marcha llegamos a una especie de gran edificio, hecho de
troncos clavados en el suelo y atravesados encima; el techo era bajo y estaba cubierto de
paja. Empecé a sentir cierto alivio y saqué algunas chucherías de las que los viajeros suelen
llevar como regalos a los salvajes de las Indias de América y de otros puntos, con la
esperanza de que pudieran servir de acicate a las gentes de aquella casa para recibirme
121
amablemente. El caballo me hizo seña de que pasara yo delante; entré en una estancia
grande con piso de arcilla lustrada y un enrejado con heno y un pesebre, que se extendían a
todo lo largo de una de las paredes. Había tres jacas y dos yeguas no comiendo, mas
algunas sentadas sobre los corvejones, lo que me produjo gran asombro. Pero lo que me
asombró más fue ver que las otras estaban dedicadas a trabajos domésticos. Su aspecto era
el de ganado corriente; sin embargo, lo que veía confirmó mi primer juicio de que un
pueblo que llegaba a civilizar hasta tal punto brutos irracionales, por fuerza había de
exceder en sabiduría a todas las naciones del mundo. El rucio entró detrás de mí y evitó así
cualquier mal trato de que los otros hubieran podido hacerme víctima. Les relinchó varias
veces con tono autoritario y fue respondido.
Más allá de esta habitación había otras tres que comprendían todo el largo de la casa, a
las cuales se pasaba por tres puertas, dispuestas una enfrente de otra, como en un
rompimiento. Atravesamos la segunda con dirección a la tercera; aquí el rucio entró
delante, haciéndome con la cabeza seña de que esperara. Aguardé en la segunda estancia y
dispuse mis presentes para el dueño y la dueña de la casa; consistían en dos cuchillos, tres
brazaletes de perlas falsas, un pequeño anteojo Y un collar le cuentas. El caballo relinchó
tres o cuatro veces, y yo esperaba oír en respuesta una voz humana; pero no advertí más
que contestaciones en el mismo dialecto, diferentes sólo en ser una o dos, algo mas agudas
y penetrantes. Comenzaba yo a pensar que aquella casa debía pertenecer a alguna persona
de mucha nota en el país, ya que tanta ceremonia había que usar antes de que se me
concediese audiencia. Pero iba más allá de mis alcances que un hombre de calidad
estuviese servido solamente por caballos. Llegué a temer que se me hubiera turbado el
juicio a fuerza de sufrimientos y desdichas; hice por serenarme y miré en torno mío por la
estancia en que me habían dejado solo. Estaba amueblada como la primera, aunque de
modo más elegante. Me froté los ojos, pero persistían los mismos objetos. Me pellizqué los
brazos y los costados para despertarme, creyendo que todo era un sueño. Por fin deduje, sin
lugar a duda, que todas aquellas apariencias no podían ser otra cosa que obra de magia y
nigromancia. Pero no tuve tiempo de llevar más adelante mis reflexiones, porque el caballo
rucio apareció en la puerta y me hizo seña de que le siguiese al tercer aposento, donde vi
una muy hermosa yegua en compañía de un potro y de una cría pequeña, sentados todos
sobre las ancas en esteras de paja no desmañadamente hechas y perfectamente limpias y
aseadas.
A poco de entrar yo, se levantó la yegua de su estera, acercóse a mí y, luego de haberme
examinado muy cuidadosamente las manos y la cara, me dirigió una mirada de desprecio;
volvióse luego al caballo y oí que entrambos repetían la palabra yahoo frecuentemente,
palabra cuyo significado no comprendía yo aún, a pesar de ser la primera que había
aprendido a pronunciar. Pero pronto quedé mejor enterado, para eterna mortificación mía;
pues el caballo, haciéndome signo con la cabeza y repitiendo la palabra hhuun, hhuun,
como había hecho en el camino, y yo comprendía significar que le acompañase, me sacó a
una especie de patio, donde se levantaba otro edificio, a alguna distancia de la casa. En él
entramos, y vi tres de aquellos detestables animales que habían sido mi primer encuentro
después de tomar tierra, comiendo raíces y carne de algunos animales: asno y perros, según
supe después, y a las veces una vaca muerta por accidente o enfermedad. Estaban atados
por el cuello a una viga con fuertes mimbres; sujetaban la comida entre las garras de las
patas delanteras y la destrozaban con los dientes.
El caballo amo mandó a una jaca alazana, que era uno de los criados, que desatase al
mayor de aquellos animales y lo sacase al patio. Nos pusieron juntos a la bestia y a mí, y
122
amo y criado compararon diligentemente nuestra fisonomía, repitiendo muchas veces,
conforme lo hacían, la palabra yahoo. Es imposible pintar el horror y el asombro que sentí
cuando aprecié en aquel animal abominable una perfecta figura humana. Cierto que el
rostro era ancho y achatado, la nariz hundida, los labios gruesos y la boca grande; pero
estas diferencias son comunes a todas las naciones salvajes, donde las facciones de la cara
se desfiguran por dejar los naturales a sus hijos que se arrastren contra el suelo o por
llevarlos a la espalda con las caras aplastadas contra los hombros de la madre. Las patas
delanteras del yahoo no se diferenciaban de mis manos sino en la longitud de las uñas; la
aspereza y obscuridad de las palmas y lo peludo de los dorsos. Las mismas semejanzas con
las mismas diferencias había entre nuestros pies, cosa que yo sabía perfectamente, pero no
los caballos, a causa de mis zapatos y medias; las mismas entre todas las partes de nuestros
cuerpos, excepto por lo que toca al pelambre y el color que ya he descrito anteriormente.
Lo que parecía causar gran perplejidad a los dos caballos era ver el resto de mi cuerpo
tan diferente del de un yahoo, lo que yo tenía que agradecer a mi vestido, aunque ellos no
tuviesen del hecho la menor idea. El potro alazán me ofreció una raíz, sujetándola, según su
modo y conforme a lo descrito en el lugar oportuno, entre el casco y la cuartilla; yo la tomé
en la mano, y después de olerla se la devolví con toda la corrección que pude. Sacó de la
covacha del yahoo un trozo de carne de burro, tan maloliente que me hizo apartar la cara
con repugnancia; se la arrojó entonces al yahoo, que la devoró ansiosamente. Me presentó
luego un manojo de heno y una cerneja llena de avena; pero yo moví la cabeza en señal de
que ninguna de las dos cosas era comida propia para mí. Y muy de veras me asaltó el temor
de morirme de hambre si no acertaba a encontrar algún ser de mi misma especie, pues por
lo que hacía a aquellos inmundos yahoos, aunque por aquel tiempo había pocos amantes de
la Humanidad más ardientes que yo, confieso que no vi nunca un ser sensible tan detestable
en todos los aspectos; y durante toda mi estancia en aquel país, cuanto más me acercaba a
ellos, más aborrecibles se me hacían. Deduciéndolo así el caballo amo de mi
comportamiento, envió nuevamente al yahoo a su covacha. Luego se llevó el casco
delantero a la boca, lo cual me sorprendió mucho, aunque lo hizo fácilmente y con
movimiento que parecía perfectamente natural, e hizo asimismo otras señas encaminadas a
que yo dijese qué comería. Pero yo no podía responderle de modo que me entendiera, ni
aunque me hubiese entendido veía la posibilidad de que allá se encontrase alimento para
mí. Cuando estábamos en éstas vi pasar cerca una vaca; apunté hacia ella y expresé el deseo
de que me permitiese ir a ordeñarla. La cosa surtió su efecto, pues el caballo me llevó otra
vez a la casa y mandó a una yegua criada que abriese una pieza, donde había buen repuesto
de leche en vasijas de barro y de madera, dispuestas muy ordenada y limpiamente. La
yegua me dio un gran bol lleno, del que yo bebí con muy buena gana, y me sentí muy
restaurado.
A eso de las doce del día vi venir hacia la casa una especie de vehículo arrastrado, como
un trineo, por cuatro yahoos. Iba en él un hermoso caballo viejo, que parecía de calidad; se
apeó apoyándose en los cuartos traseros, pues un accidente le tenía herida una pata
delantera. Venía a comer con nuestro caballo, que le recibió con gran cortesía. Comieron en
la mejor estancia y tuvieron de segundo plato avena cocida con leche, que el caballo viejo
comió caliente, y los demás, en frío. Habían dispuesto los pesebres circularmente en medio
de la pieza y dividídolos en varios compartimientos, y alrededor se habían sentado sobre las
ancas en montones de paja. En el centro había un enrejado de madera lleno de heno, con
ángulos correspondientes a cada partición del pesebre; así, que cada caballo o yegua comía
de su propio heno y su propia mezcla de avena y leche, con mucha limpieza y regularidad.
123
Las jacas y las crías observaban conducta muy respetuosa, y el dueño y la dueña se
deshacían en amables extremos con su huésped. El rucio me mandó que me pusiera a su
lado, y él y su amigo tuvieron larga conversación referente a mí, según pude conocer en que
el invitado me miraba con frecuencia y en la frecuente repetición de la palabra yahoo.
Se me ocurrió ponerme los guantes, lo que pareció sorprender grandemente al rucio
amo, que mostraba con señales de asombro lo que yo me había hecho en las patas
delanteras; llevó a ellas el casco tres o cuatro veces, como dándome a entender que las
volviese a su forma primitiva, lo que hice quitándome los guantes y guardándomelos en el
bolsillo. Esto determinó nueva charla, y pude apreciar que la compañía estaba contenta con
mi conducta, de lo que no tardé en tocar los buenos efectos. Me mandaron decir las pocas
palabras que sabía, y mientras comían, el amo me enseñó los nombres de la avena, la leche,
el fuego, el agua y otras cosas. Pude pronunciarlos inmediatamente detrás de él, pues desde
mi juventud tengo gran facilidad para aprender idiomas.
Cuando la comida terminó, el caballo amo me llevó aparte y con señas y palabras me dio
a comprender el cuidado con que le tenía que yo no hubiese comido nada. Avena, en su
lengua, se dice hluunh. Pronuncié esta palabra dos o tres veces; pues aunque al principio
rechacé la avena, lo pensé mejor y calculé que podría discurrir modo de hacer con ella una
especie de pan que, sumado a la leche, bastase para conservarme la vida hasta que pudiera
escapar a otro país y unirme a individuos de mi especie. El caballo ordenó inmediatamente
a una yegua blanca, criada de su propia familia, que me llevase una buena cantidad de
avena en una especie de bandeja de madera. La calenté al fuego lo mejor que pude hasta
que se desprendieron las cáscaras, que me ingenié para separar del grano; molí y majé éste
entre dos piedras, y luego, echando agua, hice una especie de pasta o torta que tosté al
fuego y comí caliente con leche. Al principio me pareció una comida muy insípida, aunque
es bastante corriente en muchos puntos de Europa; pero con el tiempo fue haciéndoseme
más tolerable; y como a menudo me había visto reducido en mi vida a alimentarme con
dificultad, no era aquélla la primera vez que experimentaba cuán poco basta para satisfacer
a la naturaleza. Y no puedo por menos de advertir que mientras estuve en aquella isla no
sufrí una hora de enfermedad. Es verdad que algunas veces logré atrapar un conejo con
lazos hechos de cabellos de yahoo, y con frecuencia cogía hierbas saludables, que hervía, o
comía como ensaladas, con mi pan. Y aun a las veces, como excepción, hacía un poco de
manteca y bebía el suero. Al principio sufría mucho por la falta de sal, pero pronto me hizo
a ella la costumbre, y estoy seguro de que el uso frecuente de la sal entre nosotros es un
efecto de la sensualidad, y se introdujo en un principio como excitante para beber, menos
cuando es preciso para la preservación de carnes en largos viajes o en sitios apartadísimos
de los grandes mercados. Porque yo no he observado en animal ninguno, salvo en el
hombre, tal afición; y por lo que a mí se refiere, cuando salí de aquel país, pasó bastante
tiempo primero que pudiese sufrir el gusto de la sal en nada de lo que comía.
Cuando fue anocheciendo, el caballo amo mando que se dispusiera un sitio para
albergarme; estaba a sólo seis yardas de la casa y separado del establo de los yahoos. Llevé
allí un poco de paja, me tapé con mis ropas y dormí profundamente. Pero al poco tiempo
me acomodé mejor, como el lector verá más adelante, al tratar circunstancialmente mi
modo de vivir.
Capítulo 3
124
Aplicación del autor para aprender el idioma. -El houyhnhnm su amo le ayuda a
enseñarle. -Cómo es el lenguaje. -Varios houyhnhnms de calidad acuden, movidos
por la curiosidad, a ver al autor. -Éste hace a su amo un corto relato de su viaje.
Mi principal tarea consistía en aprender el idioma, que mi amo -pues así le llamaré de
aquí en adelante- y sus hijos y todos los criados de la casa tenían gran interés en enseñarme,
pues consideraban un prodigio que una bestia descubriese tales disposiciones de criatura
racional. Yo apuntaba a las cosas y preguntaba los nombres, que escribía en mi libro de
notas cuando estaba solo, y corregía mi mal acento pidiendo a los de la familia que los
pronunciasen a menudo. En esta ocupación se mostraba siempre solícito conmigo un potro
alazán perteneciente a la categoría de los más humildes criados.
Pronuncian, al hablar, con la nariz y con la garganta, y su lenguaje se parece más al alto
holandés o alemán que a ningún otro de los europeos que conozco, aunque es mucho más
gracioso y expresivo. El emperador Carlos V hizo casi la misma observación cuando dijo
que si tuviese que hablar a su caballo lo haría en alto holandés.
La curiosidad y la impaciencia de mi amo eran tales, que dedicaba muchas de sus horas
de ocio a instruirme. Estaba convencido, según más tarde me dijo, de que yo era un yahoo;
pero mi facilidad de aprender, mi cortesía y mi limpieza le asombraban, como cualidades
opuestas por entero a la condición de aquellos animales. Mis ropas le sumían en la mayor
perplejidad, y muchas veces se preguntaba a sí mismo si serían parte de mi cuerpo; mas yo
no me las quitaba nunca hasta que la familia se había dormido y me las ponía antes de que
se despertase por la mañana. Mi amo tenía vehementes deseos de saber de dónde procedía
yo, cómo había adquirido aquellas apariencias de razón que descubría en todas mis
acciones, y, en fin, de oir mi historia de mis propios labios, lo que él esperaba que podría
hacer pronto, gracias a mis grandes progresos en la pronunciación de sus palabras y frases.
Para ayudar a mi memoria, buscaba la equivalencia de lo que aprendía en el alfabeto inglés
y escribía las palabras con sus traducciones. Después de algún tiempo me atreví a hacer
esto en presencia de mi amo. Me costó gran trabajo explicarle lo que hacía, pues los
habitantes de aquel país no tienen la menor idea de libros ni literaturas.
Al cabo de unas diez semanas podía entender la mayor parte de las preguntas, y en tres
meses darle pasaderas respuestas. Mi amo tenía curiosidad extrema por saber de qué parte
del país había llegado y cómo me habían enseñado a imitar a un ser racional, pues se había
observado que los yahoos -a quienes veía que me asemejaba exactamente en la cabeza, las
manos y la cara, que eran lo solo visible-, que presentaban alguna apariencia de astucia y la
más decidida inclinación al mal, eran los animales más difíciles de educar. Le contesté que
había llegado, a través de los mares, de un sitio lejano, con muchos otros de mi misma
especie, en una como gran artesa, hecha de troncos de árboles; que mis compañeros me
habían forzado a desembarcar en aquella costa y luego abandonádome a mi suerte. No sin
dificultad, y ayudándome con señas, pude lograr que me entendiese. Me contestó que por
fuerza estaba equivocado, o decía la cosa que no era -pues en su idioma no tiene palabra
para expresar la mentira o la falsedad-. Sabía muy bien él que era imposible que hubiese un
país más allá del mar, así como que un grupo de animales pudiese mover una artesa de
madera sobre el mar según les viniese en gana. Tenía la seguridad de que ningún
houyhnhnm existente podría hacer tal artesa ni confiar en que yahoos lo hiciesen.
La palabra houyhnhnm, en su lengua, significa caballo, y por su etimología, la
perfección de la Naturaleza. Dije a mi amo que me encontraba en gran apuro para
expresarme; pero adelantaría lo más de prisa que pudiese, y esperaba poder decirle
125
maravillas en breve plazo. Se dignó encargar a su propia yegua, sus potros, sus crías y los
criados de la casa que aprovecharan todas las ocasiones de enseñarme, y todos los días se
imponía él igual trabajo durante dos o tres horas. Varios caballos y yeguas de calidad del
vecindario venían con frecuencia a nuestra casa, atraídos por la fama de un yahoo
maravilloso que hablaba como un houyhnhnm y parecía descubrir en sus palabras y actos
ciertos destellos de razón. Se encantaban de hablar conmigo; me hacían preguntas, a las que
yo daba las respuestas que me era posible. Con circunstancias tan favorables, hice tales
progresos, que a los cinco meses de mi llegada entendía todo lo que decían y me expresaba
bastante bien.
Los houyhnhnms que acudieron a visitar a mi amo llevados de la intención de averiguar
y de hablar conmigo, apenas se determinaban a creer que yo fuese un yahoo verdadero,
porque veían cubierto mi cuerpo de manera distinta que el de los demás de mi clase. Se
asombraban de verme sin los pelos y la piel que eran naturales, salvo en la cabeza, la cara y
las manos; pero un accidente ocurrido quince días antes me había obligado a descubrir a mi
amo este secreto.
Ya he dicho al lector que por las noches, cuando la familia se había ido a la cama, era mi
costumbre desnudarme y taparme con las ropas. Ocurrió que una mañana temprano mi amo
envió a buscarme al potro alazán que era su ayuda de cámara; cuando entró, yo dormía
profundamente, con las ropas caídas por un lado y la camisa más arriba de la cintura. Me
desperté al ruido que produjo y observé que me daba el recado con alguna turbación,
después de lo cual se volvió con mi amo, a quien, con gran susto, dio confusa cuenta de lo
que había visto. Así lo comprendí, pues al acudir tan pronto como estuve vestido a ponerme
al servicio de su señoría, me preguntó qué significaba lo que su criado acababa de decirle, y
añadió que yo no era cuando dormía la misma cosa que parecía en las demás ocasiones, y
que su ayuda de cámara le aseguraba que yo era en parte blanco, en parte amarillo, o al
menos no tan blanco, y en parte moreno.
Hasta entonces yo había guardado el secreto de mi vestido para distinguirme todo lo
posible de la maldita raza de los yahoos; pero en adelante era inútil querer hacerlo.
Además, pensaba yo que mis zapatos y mis ropas, que estaban ya en mediano uso,
quedarían pronto inservibles y tendrían que ser substituídos por algún invento a base de piel
de yahoo o de otros animales, por donde el secreto vendría a ser conocido. Dije a mi amo,
en consecuencia, que, en el país de donde yo procedía, los de mi especie llevaban siempre
cubierto el cuerpo con el pelo de ciertos animales, preparado con arreglo a determinado
arte, así por decencia como por guardarse de las inclemencias del aire caliente o frío, de lo
cual podría convencerle inmediatamente por lo que a mí tocaba si tenía a bien mandármelo.
Con esto, me desabotoné la casaca y me la quité. Lo mismo hice con el chaleco, y también
con los zapatos, las medias y los calzones.
Mi amo observó toda la acción con muestras de gran curiosidad y asombro. Tomó todas
mis prendas, una por una, en la cuartilla, y las examinó muy diligente. Me tentó el cuerpo
con gran dulzura y me miró todo alrededor varias veces, después de lo cual dijo que estaba
claro que yo era un yahoo perfecto, pero que me diferenciaba mucho del resto de la especie
en la suavidad y blancura de la piel, la falta de pelo en varias partes del cuerpo, la forma y
cortedad de mis garras traseras y delanteras y mi empeño en andar siempre sobre las patas
de atrás. No quiso ver más, y me dio licencia para volver a vestirme, pues ya estaba yo
tiritando de frío.
Le expresé el disgusto que me causaba oírle designarme tan a menudo con el nombre de
yahoo, repugnante animal, por el que sentía el odio y el desprecio más absolutos. Le
126
supliqué que se abstuviera de aplicarme aquella palabra y diese la misma orden a su familia
y a los amigos a quienes permitía visitarme. Igualmente le encarecí qué guardase para sí y
no comunicase a nadie más el secreto de llevar yo tapado el cuerpo con una cubierta
postiza, al menos mientras me durasen las ropas que tenía; pues en cuanto al potro alazán,
su ayuda de cámara, podía su señoría ordenarle que no descubriera lo que había visto.
Mi amo consintió en todo muy graciosamente, y así el secreto se mantuvo hasta que
comenzaron a inutilizarse mis ropas, las cuales hube de substituir con invenciones diversas
de que más tarde hablaré. Mientras esto sucedía, mi amo me excitaba a que siguiera
aprendiendo el idioma a toda prisa, pues estaba más asombrado de ver mi capacidad para el
habla y el razonamiento que no la figura de mi cuerpo, estuviese cubierto o no, añadiendo
que esperaba con bastante impaciencia oír las maravillas que le había ofrecido contarle.
En adelante duplicó el trabajo que se tomaba para instruirme; me hacía estar presente en
todas las reuniones, y exigía que los reunidos me tratasen con amabilidad; pues, según les
dijo privadamente, eso me pondría de buen humor y me haría aún más divertido.
Todos los días, cuando yo le visitaba, además de las molestias que se tomaba para
enseñarme, me hacía varias preguntas referentes a mi persona, a las cuales contestaba yo lo
mejor que sabía, y gracias a esto tenía ya algunas ideas generales, aunque muy imperfectas.
Sería cansado exponer por qué pasos llegué a mantener una conversación más regular;
baste saber que la primera referencia de mí que pude dar con algún orden y extensión vino
a ser como sigue:
Dije que había llegado de un muy lejano país, como ya había intentado decirle, con unos
cincuenta de mi misma especie; que viajábamos sobre los mares en un gran cacharro hueco
hecho de madera y mayor que la casa de su señoría; y aquí le describí el barco en los
términos más precisos que pude, y le expliqué, ayudándome con el pañuelo extendido,
cómo el viento le hacía andar. Continué que, a consecuencia de una riña que habíamos
tenido, me desembarcaron en aquella costa, por donde avancé, sin saber hacia dónde, hasta
que él vino a librarme de la persecución de aquellos execrables yahoos. Me preguntó quién
había hecho el barco y como era posible que los houyhnhnms de mi país encomendaran su
manejo a animales. Mi respuesta fue que no me aventuraría a seguir adelante en mi relación
si antes no me daba palabra de honor de que no se ofendería, y en este caso le contaría las
maravillas que tantas veces le había prometido. Consintió, y yo continué, asegurándole que
el barco lo habían hecho seres como yo, los cuales, en todos los países que había recorrido,
eran los únicos animales racionales y dominadores, y que al llegar a la tierra en que nos
hallábamos me había asombrado tanto que los houyhnhnms se condujesen como seres
racionales cuanto podría haberles asombrado a él y a sus amigos descubrir señales de razón
en una criatura que ellos tenían a bien llamar un yahoo; animal éste al que me reconocía
parecido en todas mis partes, pero de cuya naturaleza degenerada y brutal no sabía hallar
explicación. Añadí que si la buena fortuna era servida de restituirme alguna vez a mi país
natal, y en él relatar mis viajes, como tenía resuelto hacer, todo el mundo creería que decía
la cosa que no era, que me sacaba del magín la historia; pues, con todos los respetos para él,
su familia y sus amigos, y bajo la promesa de que no se ofendería, en nuestra nación
difícilmente creería nadie en la existencia de un país donde el houyhnhnm fuera el ser
superior y el yahoo la bestia.
Capítulo 4
127
La noción de los houyhnhnms acerca de la mentira. -El discurso del autor,
desaprobado por su amo. -El autor da una más detallada cuenta de sí mismo y de
los incidentes de su viaje.
Me oyó mi amo con grandes muestras de inquietud en el semblante, pues dudar o no
creer son cosas tan poco conocidas en aquel país, que los habitantes no saben cómo
conducirse en tales circunstancias. Y recuerdo que en frecuentes conversaciones que tuve
con mi amo respecto de la naturaleza humana en otras partes del mundo, como se me
ofreciese hablar de la mentira y el falso testimonio, no comprendió sino con gran dificultad
lo que quería decirle, aunque fuera de esto mostraba grandísima agudeza de juicio. Me
argüía que si el uso de la palabra tenía por fin hacer que nos comprendiésemos unos a otros,
este fin fracasaba desde el instante en que alguno decía la cosa que no era; porque entonces
ya no podía decir que nadie le comprendiese, y estaba tanto más lejos de quedar informado,
cuanto que le dejaba peor que en la ignorancia, ya que le llevaba a creer que una cosa era
negra cuando era blanca, o larga cuando era corta. Éstas eran todas las nociones que tenía
acerca de la facultad de mentir, tan perfectamente bien comprendida y tan universalmente
practicada entre los humanos.
Pero dejemos esta digresión. Cuando aseguré a mi amo que los yahoos eran los únicos
animales dominadores de mi país -lo que declaró que iba más allá de su comprensión-,
quiso saber si había houyhnhnms entre nosotros y a qué se dedicaban. Díjele que los
teníamos en gran número y que en verano pacían en los campos y en invierno se los
mantenía con heno y avena, encerrados en casas donde sirvientes yahoos se dedicaban a
lustrarles la piel, peinarles las crines, limpiarles las patas, darles la comida y hacerles la
cama.
«Te comprendo perfectamente -dijo mi amo-; y de todo lo que has hablado se desprende
con toda claridad que, cualquiera que sea el grado de razón que los yahoos se atribuyen, los
houyhnhnms son vuestros amos. Bien quisiera yo que nuestros yahoos fuesen tan
tratables.»
Rogué a su señoría que se dignase excusarme de continuar, porque estaba cierto de que
los informes que esperaba de mí habían de serle sumamente desagradables. Pero él insistió
en exigirme que le enterase de todo, bueno y malo, y yo le dije que sería obedecido.
Reconocí que nuestros houyhnhnms, que nosotros llamábamos caballos, eran los más
generosos y bellos animales que teníamos, y que se distinguían por su fuerza y su ligereza;
y cuando pertenecían a personas de calidad que los empleaban para viajar, correr en
concursos o arrastrar carruajes, eran tratados con gran regalo y atención, hasta que
contraían alguna enfermedad o se despeaban. Llegado este caso, eran vendidos y dedicados
a las más ingratas faenas hasta su muerte, y después de ella se les arrancaba la piel, que era
vendida para varios usos, y se dejaba el cuerpo para que lo devorasen perros y aves de
rapiña. Mas los caballos de raza corriente no tenían tan buena fortuna, pues estaban en
manos de labradores y carreteros, que les hacían trabajar más y les daban de comer peor.
Describí lo mejor que pude cómo montamos a caballo, la forma y el uso de la brida, la silla,
la espuela y el látigo, el arnés y las ruedas. Añadí que les fijábamos planchas de cierta
materia dura, llamada hierro, en los extremos de las patas, para evitar que se les rompiesen
los cascos contra los caminos empedrados, por donde caminábamos con frecuencia.
Mi amo, después de algunas expresiones de gran indignación, se asombró de que nos
arriesgásemos a subirnos en el lomo de un houyhnhnm, pues estaba seguro de que el más
débil criado de su casa era capaz de sacudirse al yahoo más fuerte, o de aplastarle
128
echándose al suelo y revolcándose sobre el lomo. Le contesté que nuestros caballos eran
amaestrados desde que tenían tres o cuatro años según el uso a que se destinaba a cada cual;
que si alguno resultaba extremadamente indócil, se le dedicaba al tiro; que se les pegaba
duramente cuando eran jóvenes, por cualquier travesura, y que, indudablemente, eran
sensibles a la recompensa y al castigo. Pero su señoría se sirvió considerar que tales
houyhnhnms no tenían el menor rastro de entendimiento, ni más ni menos que los yahoos
de su país.
Me costó recurrir a numerosas circunlocuciones el dar a mi amo idea exacta de lo que
decía, pues su idioma no es abundante en variedad de palabras, porque las necesidades y
pasiones de ellos son menos que las nuestras. Pero es imposible pintar su noble
resentimiento por el trato salvaje que dábamos a la raza houyhnhnm. Dijo que si era posible
que hubiese un país donde solamente los yahoos estuvieran dotados de razón, sin duda
deberían ser el animal dominador, porque, a la larga, siempre la razón prevalecerá sobre la
fuerza bruta. Pero considerando la hechura de nuestro cuerpo, y particularmente del mío,
pensaba que no existía un ser de parecida corpulencia tan mal conformado para emplear el
tal raciocinio en los fines corrientes de la vida; por lo cual me preguntó si aquellos entre
quienes yo vivía se parecían a mí o a los yahoos de su tierra. Le aseguré que yo estaba
formado como la mayor parte de los de mi edad, pero que los jóvenes y las hembras eran
mucho más tiernos y delicados, y la piel de las últimas tan blanca como la leche, por regla
general. Díjome que, sin duda, yo me diferenciaba de los otros yahoos en ser mucho más
limpio y no tan extremadamente feo; pero en punto a ventajas positivas, pensaba que las
diferencias iban en perjuicio mío. Ni las uñas de las patas delanteras ni las de las traseras
me servían para nada. En cuanto a las patas delanteras, no podía darles en realidad tal
nombre, ya que nunca había visto que anduviese con ellas; eran demasiado blandas para
apoyarse en el suelo; generalmente las llevaba descubiertas, y las cubiertas que a veces les
ponía no eran de la misma forma ni resistencia que las que llevaba en las patas de atrás. No
podía marchar con seguridad, pues si se me escurría una de las patas traseras daría en tierra
con mi cuerpo inevitablemente. Comenzó luego a poner faltas a otras partes de mi cuerpo:
lo plano de mi cara, lo prominente de mi nariz, la colocación delantera de mis ojos, de
modo que no podía mirar a los lados sin volver la cabeza, que no podía comer sin levantar
hasta la boca una de las patas delanteras, remos éstos que la Naturaleza me había dado, por
consiguiente, respondiendo a tal necesidad. No sabía para qué podrían servirme aquellas
rajas y divisiones de las patas de delante; éstas eran demasiado blandas para soportar la
dureza y los filos de las piedras sin una cubierta hecha de la piel de algún otro animal; todo
mi cuerpo necesitaba contra el calor y el frío una defensa, que tenía que ponerme y
quitarme todos los días, con el fastidio y la molestia consiguientes. Y, por último, él había
observado que en su país todos los animales aborrecían naturalmente a los yahoos, que eran
evitados por los más débiles, y apartados por los más fuertes; así que, aun suponiendo que
estuviésemos dotados de razón, no podía comprender cómo era posible curar esa natural
antipatía que todos los seres demostraban por nosotros, ni, por lo tanto, cómo podíamos
amansarlos y servirnos de ellos. No obstante, dijo que no discutiría más la cuestión, porque
tenía los mayores deseos de conocer mi historia, en qué país había nacido y los diversos
actos y acontecimientos de mi vida hasta que había llegado allí.
Le aseguré que tendría grandísimo gusto en darle en todos los puntos entera satisfacción;
pero dudaba mucho de que me fuese posible explicarme en algunas materias de que su
señoría no tenía seguramente la más pequeña idea, pues no veía yo en su país con qué poder
compararlas. Sin embargo, haría cuanto estuviese en mi mano y me esforzaría por
129
expresarme con símiles, y le suplicaba humildemente su ayuda para cuando me faltase la
palabra propia, asistencia que se dignó prometerme.
Le dije que había nacido de padres honrados, en una isla llamada Inglaterra, muy
apartada de su país, a tantas jornadas como el criado más robusto de su señoría pudiese
hacer durante el curso anual del sol. Que me hicieron cirujano, oficio que consistía en curar
heridas y daños del cuerpo recibidos por azar o por violencia. Que mi país estaba
gobernado por una hembra del hombre, llamada reina. Que yo salí de él para obtener
riquezas con que mantenerme y mantener a mi familia cuando regresara. Que en mi último
viaje yo era capitán del barco y llevaba cincuenta yahoos a mis órdenes, muchos de los
cuales murieron en el mar, por lo que tuve que substituirlos con otros recogidos en
diferentes naciones. Que nuestro barco estuvo dos veces en riesgo de irse a pique: la
primera, a causa de una tempestad, y la segunda, por haber embestido contra una roca. Al
llegar aquí me interrumpió mi amo preguntándome cómo había podido persuadir a
extranjeros de otras naciones a aventurarse conmigo, después de las pérdidas que ya había
sufrido y los peligros en que me había encontrado. Le dije que eran gentes de suerte
desesperada, forzada a huir de los lugares en que habían nacido a causa de su pobreza o de
sus crímenes. Unos estaban arruinados por pleitos; a otros fuéseles cuanto tenían tras la
bebida, el lupanar y el juego; otros escapaban por traición; muchos, por asesinato, hurto,
envenenamiento, robo, perjurio, falsedad, acuñación de moneda falsa, prófugos de su
bandera o desertores al campo enemigo, y la mayor parte habían quebrantado prisión.
Ninguno de los tales se atrevía a volver a su país natal por miedo de morir ahorcado o de
hambre en una cárcel; y de consiguiente, se veían en la necesidad de buscar medio de vida
en otros sitios.
Durante este discurso mi amo se dignó interrumpirme varias veces. Había yo empleado
muchas circunlocuciones para pintarle la naturaleza de los diferentes crímenes que habían
forzado o, la mayor parte de los que formaban la tripulación a huir de su país. Consumí en
esta tarea varios días de conversación, primero que pudiese comprenderme. No le cabía en
la cabeza cuál podría ser la conveniencia o la necesidad de practicar aquellos vicios, lo que
yo intenté aclararle dándole alguna idea de los deseos de pobres y ricos, de los efectos
terribles de la lujuria, la intemperancia, la maldad y la envidia. Tuve que definirlo y
describirlo todo poniendo ejemplos y haciendo suposiciones; después de lo cual, como si su
imaginación hubiera recibido el choque de algo jamás visto ni oído, alzó los ojos con
asombro e indignación. El poder, el gobierno, la guerra, la ley, el castigo y mil cosas más
no tenían en aquel idioma palabra que los expresara, por lo que encontré dificultades casi
insuperables para dar a mi amo idea de lo que quería decirle. Pero como tenía excelente
entendimiento, desarrollado por la observación y la plática, llegó, por fin, a un
conocimiento suficiente de lo que es capaz de hacer la naturaleza humana en las partes del
mundo que habitamos nosotros, y me pidió que le diese cuenta en particular de esa tierra
que llamamos Europa, y especialmente de mi país.
Capítulo 5
El autor, obedeciendo órdenes de su amo, informa a éste del estado de Inglaterra.
-Las causas de guerra entre los príncipes de Europa. -El autor comienza a
exponer la Constitución inglesa.
130
Me permito advertir al lector que el siguiente extracto de muchas conversaciones que
con mi amo sostuve contiene un sumario de los extremos de más consecuencia, sobre los
cuales discurrimos en varias veces durante el transcurso de más de dos años, pues su
señoría me iba pidiendo nuevas explicaciones conforme yo iba progresando en la lengua
houyhnhnm. Le expuse lo mejor que pude el completo estado de Europa; diserté sobre
comercio e industria, sobre artes y ciencias; y las respuestas que yo daba a todas sus
preguntas sobre las diversas materias venían a ser un fondo inagotable de conversación.
Pero sólo voy a trasladar la substancia de lo que tratamos respecto de mi país, ordenándolo
como pueda, sin atención al tiempo ni a otras circunstancias, con tal de no apartarme un
punto de la verdad. Mi único temor es que no sé si podré hacer justicia a los argumentos y
expresiones de mi amo, los cuales habrán de resentirse necesariamente de mi falta de
capacidad, así como de la traducción a nuestro bárbaro inglés.
Obedeciendo los mandatos de su señoría, le relaté la revolución bajo el reinado del
príncipe de Orange; la larga guerra con Francia a que dicho príncipe se lanzó, y que fue
renovada por su sucesora, la actual reina, y en la cual, que todavía continuaba, aparecían
comprometidas las más grandes potencias de la cristiandad. A instancia suya, calculé que
en el curso de ella habrían muerto como medio millón de yahoos, y tal vez sido tomadas un
ciento o más de ciudades e incendiados o hundidos barcos por cinco veces ese número.
Me preguntó cuáles eran las causas o motivos que generalmente conducían a un país a
guerrear con otro. Le contesté que eran innumerables y que iba a mencionarle solamente
algunas de las más importantes. Unas veces, la ambición de príncipes que nunca creen tener
bastantes tierras y gentes sobre que mandar; otras, la corrupción de ministros que
comprometen a su señor en una guerra para ahogar o desviar el clamor de los súbditos
contra su mala administración. La diferencia de opiniones ha costado muchos miles de
vidas. Por ejemplo: si la carne era pan o el pan carne; si el jugo de cierto grano era sangre o
vino; si silbar era un vicio o una virtud; si era mejor besar un poste o arrojarlo al fuego; qué
color era mejor para una chaqueta, si negro, blanco, rojo o gris, y si debía ser larga o corta,
ancha o estrecha, sucia o limpia, con otras muchas cosas más. Y no ha habido guerras tan
sangrientas y furiosas, ni que se prolongasen tanto tiempo, como las ocasionadas por
diferencias de opinión, en particular si era sobre cosas indiferentes.
A veces la contienda entre dos príncipes es para decidir cuál de ellos despojará a un
tercero de sus dominios, sobre los cuales ninguno de los dos exhibe derecho ninguno. A
veces un príncipe riñe con otro por miedo de que el otro riña con él. A veces se entra en una
guerra porque el enemigo es demasiado fuerte, y a veces porque es demasiado débil. A
veces nuestros vecinos carecen de las cosas que tenemos nosotros o tienen las cosas de que
nosotros carecemos, y contendemos hasta que ellos se llevan las nuestras o nos dan las
suyas. Es causa muy justificable para una guerra el propósito de invadir un país cuyos
habitantes acaban de ser diezmados por el hambre, o destruídos por la peste, o desunidos
por las banderías. Es justificable mover guerra a nuestro más íntimo aliado cuando una de
sus ciudades está enclavada en punto conveniente para nosotros, o una región o territorio
suyo haría nuestros dominios más redondos y completos. Si un príncipe envía fuerzas a una
nación donde las gentes son pobres e ignorantes, puede legítimamente matar a la mitad de
ellas y esclavizar a las restantes para civilizarlas y redimirlas de su bárbaro sistema de vida.
Es muy regia, honorable y frecuente práctica cuando un príncipe pide la asistencia de otro
para defenderse de una invasión, que el favorecedor, cuando ha expulsado a los invasores,
se apodere de los dominios por su cuenta, y mate, encarcele o destierre al príncipe a quien
fue a remediar. Los vínculos de sangre o matrimoniales son una frecuente causa de guerra
131
entre príncipes, y cuanto más próximo es el parentesco, más firme es la disposición para
reñir. Las naciones pobres están hambrientas, y las naciones ricas son orgullosas, y el
orgullo y el hambre estarán en discordia siempre. Por estas razones, el oficio de soldado se
considera como el más honroso de todos; pues un soldado es un yahoo asalariado para
matar a sangre fría, en el mayor número que le sea posible, individuos de su propia especie
que no le han ofendido nunca.
Asimismo existe en Europa una clase de miserables príncipes, incapaces de hacer la
guerra por su cuenta, que alquilan sus tropas a naciones más ricas por un tanto al día cada
hombre; de esto guardan para sí los tres cuartos y sacan la parte mejor de su sustento. Tales
son los príncipes de Alemania y otras regiones del norte de Europa.
«Lo que me has contado -dijo mi amo- sobre la cuestión de las guerras, sin duda revela
muy admirablemente los efectos de esa razón que os atribuís; sin embargo, es fortuna que
resulte mayor la vergüenza que el peligro, ya que la Naturaleza os ha hecho incapaces de
causar gran daño. Con vuestras bocas, al nivel mismo de la cara, no podéis morderos uno a
otro con resultado, a menos que os dejéis; y en cuanto a las garras de las patas delanteras y
traseras, son tan cortas y blandas, que uno sólo de nuestros yahoos se llevaría por delante a
una docena de los vuestros. Por lo tanto, no puedo por menos de pensar que al referirte al
número de los muertos en batalla has dicho la cosa que no es.»
No pude contener un movimiento de cabeza y una ligera sonrisa ante su ignorancia. Y,
como no me era ajeno el arte de la guerra, le hablé de cañones, culebrinas, mosquetes,
carabinas, pistolas, balas, pólvoras, espadas, bayonetas, batallas, sitios, retiradas, ataques,
minas, contraminas, bombardeos, combates navales, buques hundidos con un millar de
hombres, veinte mil muertos de cada parte, gemidos de moribundos, miembros volando por
el aire, humo, ruido, confusión, muertes por aplastamiento bajo las patas de los caballos,
huidas, persecución, victoria, campos cubiertos de cadáveres que sirven de alimento a
perros, lobos y aves de rapiña; pillajes, despojos, estupros, incendios y destrucciones. Y
para enaltecer el valor de mis queridos compatriotas, le aseguré que yo les había visto volar
cien enemigos de una vez en un sitio y otros tantos en un buque, y había contemplado cómo
caían de las nubes hechos trizas los cuerpos muertos, con gran diversión de los
espectadores.
Iba a pasar a nuevos detalles, cuando mi amo me ordenó silencio. Díjome que cualquiera
que conociese el natural de los yahoos podía fácilmente creer posible en un animal tan vil
todas las acciones a que yo me había referido, si su fuerza y su astucia igualaran a su
maldad. Pero advertía que mi discurso, al tiempo que aumentaba su aborrecimiento por la
especie entera, había llevado a su inteligencia una confusión que hasta allí le era
desconocida totalmente. Pensaba que sus oídos, hechos a tan abominables palabras,
pudieran, por grados, recibirlas con menos execración. Añadió que, aunque él odiaba a los
yahoos de su país, nunca los había culpado de sus detestables cualidades de modo distinto
que culpaba a una gnnayh (ave de rapiña) de su crueldad, o a una piedra afilada de cortarle
el casco; pero cuando un ser que se atribuía razón se sentía capaz de tales enormidades, le
asaltaba el temor de que la corrupción de esta facultad fuese peor que la brutalidad misma.
Con todo, confiaba en que no era razón lo que poseíamos, sino solamente alguna cierta
cualidad apropiada para aumentar nuestros defectos naturales; de igual modo que en un río
de agitada corriente se refleja la imagen de un cuerpo disforme, no sólo mayor, sino
también mucho más desfigurada.
Añadió que ya había oído hablar demasiado de guerras tanto en aquella como en
anteriores pláticas, y había otro extremo que le tenía en la actualidad un poco perplejo. Le
132
había yo dicho que algunos hombres de nuestra tripulación habían salido de su país a causa
de haberles arruinado la ley, palabra ésta cuyo significado le había explicado ya; pero no
podía comprender cómo era posible que la ley, creada para la protección de todos los
hombres, pudiera ser la ruina de ninguno. Por consiguiente, me rogaba que le enterase
mejor de lo que quería decirle cuando le hablaba de ley y de los dispensadores de ella, con
arreglo a la práctica de mi país, porque él suponía que la Naturaleza y la razón eran guías
suficientes para indicar a un animal razonable, como nosotros imaginábamos ser, qué debía
hacer y qué debía evitar.
Aseguré a su señoría que la ley no era ciencia en que yo fuese muy perito, pues no había
ido más allá de emplear abogados inútilmente con ocasión de algunas injusticias que se me
habían hecho; sin embargo, le informaría hasta donde mis alcances llegaran.
Díjele que entre nosotros existía una sociedad de hombres educados desde su juventud
en el arte de probar con palabras multiplicadas al efecto que lo blanco es negro y lo negro
es blanco, según para lo que se les paga. «El resto de las gentes son esclavas de esta
sociedad. Por ejemplo: si mi vecino quiere mi vaca, asalaria un abogado que pruebe que
debe quitarme la vaca. Entonces yo tengo que asalariar otro para que defienda mi derecho,
pues va contra todas las reglas de la ley que se permita a nadie hablar por si mismo. Ahora
bien; en este caso, yo, que soy el propietario legítimo, tengo dos desventajas. La primera es
que, como mi abogado se ha ejercitado casi desde su cuna en defender la falsedad, cuando
quiere abogar por la justicia -oficio que no le es natural- lo hace siempre con gran torpeza,
si no con mala fe. La segunda desventaja es que mi abogado debe proceder con gran
precaución, pues de otro modo le reprenderán los jueces y le aborrecerán sus colegas, como
a quien degrada el ejercicio de la ley. No tengo, pues, sino dos medios para defender mi
vaca. El primero es ganarme al abogado de mi adversario con un estipendio doble, que le
haga traicionar a su cliente insinuando que la justicia está de su parte. El segundo
procedimiento es que mi abogado dé a mi causa tanta apariencia de injusticia como le sea
posible, reconociendo que la vaca pertenece a mi adversario; y esto, si se hace
diestramente, conquistará sin duda, el favor del tribunal. Ahora debe saber su señoría que
estos jueces son las personas designadas para decidir en todos los litigios sobre propiedad,
así como para entender en todas las acusaciones contra criminales, y que se los saca de
entre los abogados más hábiles cuando se han hecho viejos o perezosos; y como durante
toda su vida se han inclinado en contra de la verdad y de la equidad, es para ellos tan
necesario favorecer el fraude, el perjurio y la vejación, que yo he sabido de varios que
prefirieron rechazar un pingüe soborno de la parte a que asistía la justicia a injuriar a la
Facultad haciendo cosa impropia de la naturaleza de su oficio.
»Es máxima entre estos abogados que cualquier cosa que se haya hecho ya antes puede
volver a hacerse legalmente, y, por lo tanto, tienen cuidado especial en guardar memoria de
todas las determinaciones anteriormente tomadas contra la justicia común y contra la razón
corriente de la Humanidad. Las exhiben, bajo el nombre de precedentes, como autoridades
para justificar las opiniones más inicuas, y los jueces no dejan nunca de fallar de
conformidad con ellas.
»Cuando defienden una causa evitan diligentemente todo lo que sea entrar en los
fundamentos de ella; pero se detienen, alborotadores, violentos y fatigosos, sobre todas las
circunstancias que no hacen al caso. En el antes mencionado, por ejemplo, no procurarán
nunca averiguar qué derechos o títulos tiene mi adversario sobre mi vaca; pero discutirán si
dicha vaca es colorada o negra, si tiene los cuernos largos o cortos, si el campo donde la
llevo a pastar es redondo o cuadrado, si se la ordeña dentro o fuera de casa, a qué
133
enfermedades está sujeta y otros puntos análogos. Después de lo cual consultarán
precedentes, aplazarán la causa una vez y otra, y a los diez, o los veinte, o los treinta años,
se llegará a la conclusión.
»Asimismo debe consignarse que esta sociedad tiene una jerigonza y jerga particular
para su uso, que ninguno de los demás mortales puede entender, y en la cual están escritas
todas las leyes, que los abogados se cuidan muy especialmente de multiplicar. Con lo que
han conseguido confundir totalmente la esencia misma de la verdad y la mentira, la razón y
la sinrazón, de tal modo que se tardará treinta años en decidir si el campo que me han
dejado mis antecesores de seis generaciones me pertenece a mí o pertenece a un extraño
que está a trescientas millas de distancia.
»En los procesos de personas acusadas de crímenes contra el Estado, el método es
mucho más corto y recomendable: el juez manda primero a sondear la disposición de
quienes disfrutan el poder, y luego puede con toda comodidad ahorcar o absolver al
criminal, cumpliendo rigurosamente todas las debidas formas legales.»
Aquí mi amo interrumpió diciendo que era una lástima que seres dotados de tan
prodigiosas habilidades de entendimiento como estos abogados habían de ser, según el
retrato que yo de ellos hacía, no se dedicasen más bien a instruir a los demás en sabiduría y
ciencia. En respuesta a lo cual aseguré a su señoría que en todas las materias ajenas a su
oficio eran ordinariamente el linaje más ignorante y estúpido; los más despreciables en las
conversaciones corrientes, enemigos declarados de la ciencia y el estudio e inducidos a
pervertir la razón general de la Humanidad en todos los sujetos de razonamiento, igual que
en los que caen dentro de su profesión.
Capítulo 6
Continuación del estado de Inglaterra. -Carácter de un primer ministro de Estado
en las Cortes europeas.
Mi amo seguía sin explicarse de ningún modo qué motivos podían excitar a esta raza de
abogados a atormentarse, inquietarse, molestarse y constituirse en una confederación de
injusticia sencillamente con el propósito de hacer mala obra a sus compañeros de especie; y
tampoco entendía lo que yo quería decirle cuando le hablaba de que lo hacían por salario.
Me vi y me deseé para explicarle el uso de la moneda, las materias de que se hace y el valor
de los metales; que cuando un yahoo lograba reunir buen repuesto de esta materia preciosa
podía comprar lo que le viniera en gana, los más lindos vestidos, las casas mejores, grandes
extensiones de tierra, las viandas y bebidas más costosas, y podía elegir las hembras más
bellas. En consecuencia, como sólo con dinero podían lograrse estos prodigios, nuestros
yahoos creían no tener nunca bastante para gastar o para guardar, según que una propensión
natural en ellos los inclinase al despilfarro o a la avaricia. Le expliqué que los ricos
gozaban el fruto del trabajo de los pobres, y los últimos eran como mil a uno en proporción
a los primeros, y que la gran mayoría de nuestras gentes se veían obligadas a vivir de
manera miserable, trabajando todos los días por pequeños salarios para que unos pocos
viviesen en la opulencia. Me extendí en estos y otros muchos detalles encaminados al
mismo fin; pero su señoría seguía sin entenderme, pues partía del supuesto de que todos los
animales tienen derecho a los productos de la tierra, y mucho más aquellos que dominan
sobre todos los otros. De consiguiente, me pidió que le diese a conocer cuáles eran aquellas
costosas viandas y cómo se nos ocurría desearlas a ninguno. Le enumeré cuantas se me
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vinieron a la memoria, con los diversos métodos para aderezarlas, cosa ésta que no podía
hacerse sin enviar embarcaciones por mar a todas las partes de la tierra, así como para
buscar licores que beber y salsas y otros innumerables ingredientes. Le aseguré que había
que dar tres vueltas por lo menos a toda la redondez del mundo para que uno de nuestros
yahoos hembras escogidos pudiese tomar el desayuno o tener una taza en que verterlo.
Díjome que había de ser aquél un país bien pobre cuando no producía alimento para sus
habitantes; pero lo que le asombraba principalmente era que en aquellas vastas extensiones
de terreno que yo pintaba faltase tan por completo el agua dulce, que la gente tuviese
precisión de ir a buscar que beber más allá del mar. Le repliqué que Inglaterra -el lugar
amado en que yo había nacido- se calculaba que producía tres veces la cantidad de alimento
que podrían consumir sus habitantes, así como licores extraídos de semillas o sacados, por
presión, de los frutos de ciertos árboles, que son excelentes bebidas, y que la misma
proporción existe por lo que hace a las demás necesidades de la vida. Mas para alimentar la
lascivia y la intemperancia de los machos y la vanidad de las hembras, enviábamos a otros
países la mayor parte de nuestras cosas precisas, y recibíamos a cambio los elementos de
enfermedades, extravagancias y vicios para consumirlos nosotros. De aquí se sigue
necesariamente que nuestras gentes, en gran numero, se ven empujadas a buscar su medio
de vida en la mendicidad, el robo, la estafa, el fraude, el perjurio, la adulación, el soborno,
la falsificación, el juego, la mentira, la bajeza, la baladronada, el voto, el garrapateo, la vista
gorda, el envenenamiento, la hipocresía, el libelo, el filosofismo y otras ocupaciones
análogas; términos todos éstos que me costó grandes trabajos hacerle comprender.
Añadí que el vino no lo importábamos de países extranjeros para suplir la falta de agua y
otras bebidas, sino porque era una clase de licor que nos ponía alegres por el sistema de
hacernos perder el juicio; divertía los pensamientos melancólicos, engendraba en nuestro
cerebro disparatadas y extravagantes ideas, realzaba nuestras esperanzas y desterraba
nuestros temores; durante algún tiempo suspendía todas las funciones de la razón y nos
privaba del uso de nuestros miembros, hasta que caíamos en un sueño profundo. Aunque
debía reconocerse que nos despertábamos siempre indispuestos y abatidos y que el uso de
este licor nos llenaba de enfermedades que nos hacían la vida desagradable y corta.
«Pero además de todo esto -agregué-, la mayoría de las personas se mantienen en
nuestra tierra satisfaciendo las necesidades o los caprichos de los ricos y viendo los suyos
satisfechos mutuamente. Por ejemplo: cuando yo estoy en mi casa y vestido como tengo
que estar, llevo sobre mi cuerpo el trabajo de cien menestrales; la edificación y el moblaje
de mi casa suponen el empleo de otros tantos, y cinco veces ese número el adorno de mi
mujer.»
En varias ocasiones había contado a su señoría que muchos hombres de mi tripulación
habían muerto de enfermedad, y así, pasé a hablarle de otra clase de gente que gana su vida
asistiendo a los enfermos. Pero aquí sí que tropecé con las mayores dificultades para
llevarle a comprender lo que decía. Él podía concebir fácilmente que un houyhnhnm se
sintiera débil y pesado unos días antes de morir, o que, por un accidente, se rompiese un
miembro; pero que la Naturaleza, que lo hace todo a la perfección, consintiese que en
nuestros cuerpos se produjera dolor ninguno, le parecía de todo punto imposible, y quería
saber la causa de mal tan inexplicable. Yo le dije que nos alimentábamos con mil cosas que
operaban opuestamente; que comíamos sin tener hambre y bebíamos sin que nos excitara la
sed; que pasábamos noches enteras bebiendo licores fuertes, sin comer un bocado, lo que
nos disponía a la pereza, nos inflamaba el cuerpo y precipitaba o retardaba la digestión.
Añadí que no acabaríamos nunca si fuese a darle un catálogo de todas las enfermedades a
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que está sujeto el cuerpo humano, pues no serían menos de quinientas o seiscientas,
repartidas por todos los miembros y articulaciones; en suma: cada parte externa o interna
tenía sus enfermedades propias. Para remediarlas existía entre nosotros una clase de gentes
instruidas en la profesión o en la pretensión de curar a los enfermos. Y como yo era
bastante entendido en el oficio, por gratitud hacia su señoría iba a darle a conocer todo el
misterio y el método con que procedíamos. Pero además de las enfermedades verdaderas
estamos sujetos a muchas que son nada más que imaginarias, y para las cuales los médicos
han inventado curas imaginarias también. Las tales tienen sus diversos nombres, así como
las drogas apropiadas a cada cual, y con las tales hállanse siempre inficionados nuestros
yahoos hembras.
Una gran excelencia de esta casta es su habilidad para los pronósticos, en los que rara
vez se equivocan. Sus predicciones en las enfermedades reales que han alcanzado cierto
grado de malignidad anuncian generalmente la muerte, lo que siempre está en su mano,
mientras el restablecimiento no lo está; y, por lo tanto, cuando, después de haber
pronunciado su sentencia, aparece algún inesperado signo de mejoría, antes que ser
acusados de falsos profetas, saben cómo certificar su sagacidad al mundo con una dosis
oportuna. Asimismo resulta de especial utilidad para maridos y mujeres que están aburridos
de su pareja, para los hijos mayores, para los grandes ministros de Estado, y a menudo para
los príncipes.
Había yo tenido ya ocasión de discurrir con mi amo sobre la naturaleza del gobierno en
general, y particularmente sobre nuestra magnífica Constitución, legítima maravilla y
envidia del mundo entero. Pero como acabase de nombrar incidentalmente a un ministro de
Estado, me mandó al poco tiempo que le informase de qué especie de yahoos era lo que yo
designaba con tal nombre en particular.
Le dije que un primer ministro, o ministro presidente, que era la persona que iba a
pintarle, era un ser exento de alegría y dolor, amor y odio, piedad y cólera, o, por lo menos,
que no hace uso de otra pasión que un violento deseo de riquezas, poder y títulos. Emplea
sus palabras para todos los usos, menos para indicar cuál es su opinión; nunca dice la
verdad sino con la intención de que se tome por una mentira, ni una mentira sino con el
propósito de que se tome por una verdad. Aquellos de quienes peor habla en su ausencia
son los que están en camino seguro de predicamento, y si empieza a hacer vuestra alabanza
a otros o a vosotros mismos, podéis consideraros en el abandono desde aquel instante. Lo
peor que de él se puede recibir es una promesa, especialmente cuando va confirmada por un
juramento; después de esta prueba, todo hombre prudente se retira y renuncia a todas las
esperanzas.
Tres son los métodos por que un hombre puede elevarse a primer ministro: el primero es
saber usar con prudencia de una esposa, una hija o una hermana; el segundo, traicionar y
minar el terreno al predecesor, y el tercero, mostrar en asambleas públicas furioso celo
contra las corrupciones de la corte. Pero un príncipe preferirá siempre a los que practican el
último de estos métodos; porque tales celosos resultan siempre los más rendidos y
subordinados a la voluntad y a las pasiones de su señor. Estos ministros, como tienen todos
los empleos a su disposición, se mantienen en el Poder corrompiendo a la mayoría de un
Senado o un gran Consejo; y, por último, por medio de un expediente llamado Acta de
Indemnidad -cuya naturaleza expliqué a mi amo-, se aseguran contra cualquier ajuste de
cuentas que pudiera sobrevenir y se retiran de la vida pública cargados con los despojos de
la nación.
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El palacio de un primer ministro es un seminario donde otros se educan en el mismo
oficio. Pajes, lacayos y porteros, por imitación de su señor, se convierten en ministros de
Estado de sus jurisdicciones respectivas y cuidan de sobresalir en los tres principales
componentes de insolencia, embuste y soborno. De este modo tienen cortes subalternas que
les pagan personas del más alto rango, y, a veces, por la fuerza de la habilidad y de la
desvergüenza, llegan, después de diversas gradaciones, a sucesores del señor.
El primer ministro está gobernado ordinariamente por una mujerzuela degenerada o por
un lacayo favorito, que son los túneles por donde se conduce toda gracia y que, a fin de
cuentas, pueden ser propiamente los calificados de verdaderos gobernadores del reino.
Conversando un día, mi amo, que me había oído hablar de la nobleza de mi país, se
dignó tener conmigo una galantería que yo no hubiera soñado merecer, y consistió en
decirme que estaba seguro de que yo había de proceder de alguna familia noble, pues
aventajaba con mucho a todos los yahoos de una nación en forma, color y limpieza, aunque
pareciera cederles en fuerza y agilidad, lo que debía achacarse a mi modo de vivir, diferente
del de aquellos otros animales; y, además, no sólo estaba yo dotado del uso de la palabra,
sino también con algunos rudimentos de razón; a tal grado, que pasaba por un prodigio
entre todos sus conocimientos. Hízome observar que, entre los houyhnhnms, el blanco, el
alazán y el rucio obscuro no estaban tan bien formados como el bayo, el rucio rodado y el
negro; ni tampoco nacían con iguales talentos ni capacidad de cultivarlos. De consiguiente,
vivían siempre como criados, sin aspirar nunca a salirse de su casta, lo que se consideraría
monstruoso y absurdo en el país.
Di a su señoría las gracias más rendidas por la buena opinión que se había dignado
formar de mí; pero le dije al mismo tiempo que mi extracción era modestísima, pues mis
padres eran honradas gentes, sencillas, que gracias que hubiesen podido darme una mediana
educación. Añadí que la nobleza entre nosotros era cosa por completo diferente de la que él
entendía como tal; que nuestros jóvenes nobles se educan en la pereza y. en el lujo, y
cuando casi han arruinado su fortuna se casan por el dinero con alguna mujer de principal
nacimiento, desagradable y enfermiza, a quien odian y desprecian. Los frutos de tales
matrimonios son, por regla general, niños escrofulosos, raquíticos o deformados; y en
virtud de esto, la familia casi nunca pasa de tres generaciones, a menos que la esposa se
cuide de buscar un padre saludable entre sus vecinos o sus criados para mejorar y perpetuar
la estirpe. Un cuerpo enfermo y flojo, un rostro delgado y un cutis descolorido son las
señales verdaderas de sangre noble; y una apariencia sana y robusta es una desgracia
enorme en una persona de calidad, porque la gente deduce en seguida que el verdadero
padre debió de ser un mozo de cuadra o un cochero. Las imperfecciones de la inteligencia
corren parejas con las del cuerpo, y se concretan en una composición de melancolía,
estupidez, ignorancia, capricho, sensualidad y orgullo.
Sin el consentimiento de esta ilustre clase no puede hacerse, rechazarse ni alterarse
ninguna ley; y de estas leyes dependen los fallos sobre todas nuestras propiedades, sin
apelación.
Capítulo 7
El gran cariño del autor hacia su país natal. -Observaciones de su amo sobre la
constitución y administración de Inglaterra, según los pinta el autor, en casos
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paralelos y comparaciones. -Observaciones de su amo sobre la naturaleza
humana.
Quizá el lector está a punto de maravillarse de cómo podía yo decidirme a hacer una tan
franca pintura de mi propia especie entre una raza de mortales ya demasiado puesta a
concebir la más baja opinión del género humano, dada la completa identidad entre sus
yahoos y yo. Pero debo confesar sinceramente que las muchas virtudes de aquellos
excelentes cuadrúpedos, puestas en parangón con las corrupciones humanas, de tal manera
me habían abierto los ojos y avivado el entendimiento, que comenzaba a considerar las
acciones y las pasiones del hombre con criterio muy distinto y a creer que el honor de mi
raza no merece la pena de que se discurran arbitrios en su apoyo; lo que, además no me
hubiera servido de nada ante personas de tan agudo entendimiento como mi amo, que a
diario me llamaba la atención sobre mil faltas mías de que yo jamás me había dado la
menor cuenta, y que entre nosotros nunca se hubiesen considerado en el número de las
flaquezas humanas. Asimismo había aprendido en su ejemplo la enemiga más absoluta a la
mentira y el disimulo; y la verdad me parecía tan digna de ser amada, que resolví
sacrificarlo todo a ella.
Voy a tener con el lector la ingenuidad de confesar que aún había un motivo mucho más
poderoso para la franqueza que puse en mi descripción de las cosas. Todavía no llevaba un
año en aquel país, y ya había concebido tal amor y veneración por los habitantes, que tomé
la resolución firme de no volver jamás a sumarme a la especie humana y de pasar el resto
de mi vida entre aquellos admirables houyhnhnms, en la contemplación y la práctica de
todas las virtudes, donde no se me ofreciera ejemplo ni excitación para el vicio. Pero había
previsto la fortuna, mi constante enemiga, que no fuera para mí tan gran felicidad. Sin
embargo, me sirve ahora de consuelo pensar que en lo que dije de mis compatriotas atenué
sus faltas todo lo que me atreví ante examinador tan riguroso, y di a todos los asuntos el
giro más favorable que permitían. Porque ¿habrá en el mundo quien no se deje llevar de la
parcialidad y la inclinación por el sitio de su nacimiento?
He referido la esencia de las varias conversaciones que tuve con mi amo durante la
mayor parte del tiempo que me cupo el honor de estar a su servicio; pero, en gracia a la
brevedad, he omitido mucho más de lo que he consignado. Cuando ya hube contestado a
todas sus preguntas y su curiosidad parecía totalmente satisfecha, mandó a buscarme una
mañana temprano, y, mandándome sentar a cierta distancia -honor que nunca hasta allí me
había dispensado-, díjome que había considerado seriamente toda mi historia, así en el
punto que se refería a mi persona como en el que tocaba a mi país, y que nos miraba como
una especie de animales a quienes había correspondido, por accidente que no podía
imaginar, una pequeña porcioncilla de razón, de la cual no usábamos sino tomándola de
ayuda para agravar nuestras naturales corrupciones y adquirir otras que no nos había dado
la Naturaleza. Agregó que las pocas aptitudes que ésta nos había otorgado las habíamos
perdido por nuestra propia culpa; habíamos logrado muy cumplidamente aumentar nuestras
necesidades primitivas y parecíamos emplear la vida entera en vanos esfuerzos para
satisfacerlas con nuestras invenciones. Por lo que a mí tocaba, era manifiesto que yo no
tenía la fuerza ni la agilidad de un yahoo corriente; andaba débilmente sobre las patas
traseras, y había descubierto un arbitrio para hacer mis garras inútiles e inservibles para mi
defensa, y para quitarme el pelo de la cara, que indudablemente tenía por fin protegerla del
sol y de las inclemencias del tiempo. En suma: que no podía ni correr con velocidad, ni
trepar a los árboles como mis hermanos -así los llamaba él- los yahoos de su país.
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Añadió que nuestra institución de gobierno y de ley obedecía, sencillamente, a los
grandes defectos de nuestra razón y, por consiguiente, de nuestra virtud, ya que la razón por
sí sola es suficiente para dirigir un ser racional. Entendía, sin embargo, que ésta era una
característica que no teníamos la pretensión de atribuirnos, como se desprendía incluso de
la pintura que yo había hecho de mi pueblo, aunque percibía manifiestamente que para
favorecer a mis compatriotas había ocultado muchos detalles y dicho muchas veces la cosa
que no era.
Tanto más se confirmaba en esta opinión cuanto que observaba que, así como mi cuerpo
se correspondía en todas sus partes con el de los otros yahoos, salvo aquello que iba en
notoria desventaja mía, cual lo relativo a fuerza, rapidez, actividad, cortedad de mis garras
y algún otro punto en que la Naturaleza no tenía parte, del mismo modo descubría en la
descripción que yo le había hecho de nuestra vida, nuestras costumbres y nuestros actos una
muy estrecha semejanza en la disposición de nuestros entendimientos. Díjome que era
sabido que los yahoos se odiaban entre sí mucho más que a especie diferente ninguna; y se
daba ordinariamente como razón para esto lo abominable de su figura, que cada cual podía
apreciar en los demás, pero no en sí mismo. Empezaba a pensar que no procedíamos
torpemente al cubrirnos el cuerpo y, con este arbitrio, ocultarnos unos a otros muchas de
nuestras fealdades, que de otro modo difícilmente podríamos soportar. Pero ya reconocía
que había andado equivocado y que las disensiones que se veían en su país entre esta clase
de animales se debían a la misma causa que las nuestras, según yo se las había referido.
«Pues -dijo- si se echa entre cinco yahoos comida que bastaría para cincuenta, en vez de
comerla pacíficamente, se engancharán de las orejas y rodarán por los suelos, ansioso cada
uno de quedarse con todo para él solo.» Por tanto, solía ponerse a un criado cerca cuando
comían en el campo, y los que se tenían en casa estaban atados a cierta distancia unos de
otros. Tanto era así, que si moría una vaca de vieja o por accidente, y no iba en seguida un
houyhnhnm a guardarla para sus propios yahoos, acudían todos los del vecindario en
manada a apoderarse de ella y libraban batallas como las descritas por mí, de que resultaban
con terribles heridas en los costados, abiertas con las garras, aunque rara vez llegaran a
matarse, por falta de instrumentos de muerte análogos a los que habíamos inventado
nosotros. En otras ocasiones se habían reñido análogas batallas entre los yahoos de
vecindarios distintos sin causa alguna aparente. Los de una región acechaban la
oportunidad de sorprender a los de la inmediata sin que pudieran apercibirse; pero si el
proyecto les fracasaba, se volvían a sus casas, y, a falta de enemigos, ellos mismos se
empeñaban en lo que yo llamaba una guerra civil.
Añadió que en ciertos campos de su país había unas piedras brillantes de varios colores
que gustaban a los yahoos con pasión; y cuando piedras de éstas, en cierta cantidad, como
acontecía a menudo, estaban adheridas a la tierra, cavaban los yahoos con las garras días
enteros hasta lograr sacarlas, y luego se las llevaban y las ocultaban en sus covachas,
formando montón; todo ello mirando con grandes precauciones para impedir que los
compañeros descubriesen el tesoro. Dijo mi amo que nunca había podido comprender la
razón de este apetito, contrario a las leyes naturales, ni para qué podrían servir a un yahoo
aquellas piedras; pero ahora suponía que se derivaba del mismo principio de avaricia que
yo había atribuido a la Humanidad. Contóme que una vez, como experimento, había
quitado secretamente un montón de estas piedras del lugar en que lo había enterrado uno de
los yahoos. El sórdido animal, al echar de menos su tesoro, había atraído a toda la manada
al lugar donde él aullaba tristemente, y después se había precipitado a morder y arañar a los
demás. Empezó a languidecer, y no quiso comer, dormir, ni trabajar hasta que él mandó a
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su criado trasladar secretamente las piedras al mismo hoyo y esconderlas como estaban
antes, con lo cual el yahoo, cuando lo hubo descubierto, recobró sus energías y su buen
humor -aunque tuvo cuidado de llevar las piedras a un mejor escondrijo-, y fue desde
entonces una bestia muy dócil.
Mi amo me aseguró, y yo pude observarlo personalmente, que en los campos donde
abundaban estas piedras brillantes se reñían combates y frecuentísimas batallas,
ocasionadas por incesantes incursiones de los yahoos vecinos. Dijo que era frecuente,
cuando dos yahoos que habían encontrado una piedra de éstas en un campo reñían por su
propiedad, que un tercero se aprovechase del momento y escapara, dejando sin ella a los
dos; lo que mi amo afirmaba que era en cierto modo semejante a nuestros procesos
judiciales. Yo, por favorecer nuestro buen nombre, no quise desengañarle de ello, ya que la
solución que él mencionaba era notablemente más equitativa que muchas de nuestras
sentencias; pues allí el demandante y el demandado no pierden más que la piedra por que
pleitean, al tiempo que nuestros tribunales de justicia jamás abandonan una causa mientras
les queda algo a alguno de los dos.
Continuando su discurso, dijo mi amo que nada se le hacía tan repugnante en los yahoos
como su inconfundible apetito de devorar todo lo que hallaban en su camino, lo mismo si
eran hierbas, que raíces, que granos, que carne de animales corrompida, que todas estas
cosas revueltas; y era peculiar condición de su carácter gustar más de lo que adquirían por
rapiña o hurto, o a una gran distancia, que de la comida que en casa se disponía para ellos.
Si el botín daba de sí lo bastante, comían hasta casi reventar, y, para después, la Naturaleza
les había indicado una cierta raíz que les producía una evacuación general.
Había otra clase de raíces muy jugosas, pero algo raras y difíciles de encontrar, por las
cuales los yahoos reñían con gran empeño, y que chupaban con gran deleite; les producía
los mismos efectos que el vino a nosotros. Unas veces les hacía acariciarse; otras, arañarse
unos a otros: aullaban, gesticulaban, parloteaban, hacían eses y daban tumbos, y luego
caían dormidos en el lodo.
Yo observé, ciertamente, que los yahoos eran los únicos animales de aquel país sujetos a
enfermedades; las cuales, sin embargo, eran en mucho menor número que las que sufren los
caballos entre nosotros, y no contraídas por ningún mal trato, sino por la suciedad y el ansia
de aquellos sórdidos animales. Ni tampoco tienen en el idioma más que una denominación
general para aquellas enfermedades, derivada del nombre de la bestia, que es hnea-yahoo,
o sea el mal del yahoo.
En cuanto a las ciencias, el gobierno, las artes, las manufacturas y cosas parecidas,
confesó mi amo que encontraba poca o ninguna semejanza entre los yahoos de nuestro país
y los del suyo; pues, por otra parte, sólo se había propuesto indicar la paridad de nuestras
naturalezas. Cierto que había oído decir a algunos houyhnhnms curiosos que en la mayor
parte de las manadas había una especie de yahoo director -igual que en nuestros parques
suele haber un ciervo que es como el jefe o conductor de los otros-, que siempre era más
feo de cuerpo y más perverso de condición que todos los demás. Este director solía tener un
favorito, lo más parecido a él que pudiese encontrar, y que era siempre odiado por la
manada; así que, para protegerse, se mantenía siempre cerca del individuo director. Por
regla general, continúa en su oficio hasta que se encuentra otro peor; pero en el momento
en que queda descartado, su sucesor, a la cabeza de todos los yahoos de la región, jóvenes y
viejos, machos y hembras, formando un solo cuerpo, acude a atacarle. Mi amo dijo que yo
podía juzgar mejor que él hasta qué punto esto podía ser comparable a nuestras cortes y
nuestros favoritos. No me atreví a replicar a esta malévola insinuación, que colocaba el
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entendimiento humano por bajo de la sagacidad de un simple sabueso, que tiene criterio
suficiente para distinguir y obedecer el ladrido del perro más experimentado de la jauría,
sin equivocarse nunca. Díjome mi amo que una de las cosas que le asombraban más en los
yahoos era una extraña inclinación a la porquería y a la basura, mientras en todos los demás
animales parecía existir un amor natural a la limpieza. En cuanto a las dos primeras
acusaciones, tuve a bien dejarlas pasar sin réplica, porque no tenía una palabra que oponer
en defensa de mi especie; que, de tenerla, la hubiese opuesto dejándome llevar de mi
inclinación. Pero hubiese podido fácilmente vindicar al género humano de singularidad
respecto del último punto sólo con que hubiese habido un puerco en aquel país -que, por mi
desgracia, no lo había-; animal que, si bien puede pasar por un cuadrúpedo más suculento
que un yahoo, no puede aspirar en justicia, según mi humilde opinión, a que se le tenga por
más limpio. Y así hubiese tenido que reconocerlo su señoría mismo viendo su modo de
comer y su costumbre de hozar y de dormir en el lodo.
Asimismo mencionó mi amo otra cualidad que sus criados habían descubierto en
muchos yahoos y que a él le parecía inexplicable. Dijo que a veces le entraba a un yahoo la
manía de meterse en un rincón, tumbarse y aullar y gruñir y apartar a coces todo lo que se
le acercaba, sin pedir comida ni agua, aunque era joven y estaba gordo. Los criados no
podían imaginar qué mal le atormentaba, y el único remedio que habían encontrado era
hacerle trabajar duramente, con lo cual se restablecía de manera infalible. A esto guardé
silencio, llevado de mi parcialidad por mi especie; no obstante, pude descubrir en aquello
las verdaderas semillas del spleen, que sólo hace presa en los holgazanes, los regalones y
los ricos, cuya cura yo tomaría con gusto a mi cargo si se los obligase a seguir el antedicho
régimen.
Capítulo 8
El autor refiere algunos detalles de los yahoos. -Las grandes virtudes de los
houyhnhnms. -La educación y el ejercicio en su juventud. -Su asamblea general.
Como yo conozco la humana naturaleza mucho mejor de lo que supongo que pudiera
conocerla mi amo, me era fácil aplicar las referencias que él me daba de los yahoos a mí
mismo y a mis compatriotas, y pensaba que podría hacer ulteriores descubrimientos por mi
cuenta. A este fin, le pedía frecuentemente el favor de que me dejase ir con las manadas de
yahoos del vecindario, a lo que amablemente siempre accedía, en la seguridad de que la
repugnancia que yo sentía hacia aquellos animales no permitiría nunca que me
corrompiesen; su señoría mandaba a uno de sus criados -un fuerte potro alazán, muy
honrado y complaciente- que me guardase, sin cuya protección no me hubiese atrevido a
tales aventuras, Porque ya he dicho al lector en qué modo fui atacado por aquellos animales
odiosos a raíz de mi llegada; y después, dos o tres veces estuve a punto de caer entre sus
garras, con ocasión de andar vagando a alguna distancia sin mi alfanje. Tenía además
razones para creer que ellos sospechaban que yo era de su misma especie, lo que
confirmaba a menudo subiéndome las mangas y mostrando a su vista los brazos y el pecho
desnudo cuando mi protector estaba conmigo. En tales ocasiones se acercaban todo lo que
se atrevían y remedaban mis acciones a la manera de los monos, pero siempre con signos
de odio profundo, como un grajo domesticado y ataviado con gorro y calzas es perseguido
siempre por los bravíos cuando le echan entre ellos.
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Desde su infancia son los yahoos asombrosamente ágiles; sin embargo, pude coger a un
muchacho pequeño de tres años e intenté aquietarle haciéndole toda clase de caricias. Pero
el endemoniado comenzó a gritar, a arañar y morder con tal violencia, que me vi precisado
a soltarle; y lo hice muy a tiempo, porque al ruido había acudido, y ya nos rodeaba, un
verdadero ejército de animales grandes, los cuales, viendo que la cría estaba en salvo -pues
echó en seguida a correr-, y como mi potro alazán estaba al lado, no se atrevieron a
arrimarse. Advertí que la carne del pequeño exhalaba un olor muy fuerte, como entre hedor
de comadreja y zorro, pero mucho más desagradable.
Por lo que pude ver, los yahoos son los más indómitos de los animales; su capacidad no
pasa nunca de la precisa para arrastrar o cargar pesos. Opino, sin embargo, que este defecto
nace principalmente de su condición perversa y reacia, pues son astutos, malvados,
traicioneros y vengativos. Son fuertes y duros, pero de ánimo cobarde, y, por consecuencia,
insolentes, abyectos y crueles. Se ha observado que los de pelo rojo son más perversos que
los demás y les exceden con mucho en actividad y en fuerzas.
Los houyhnhnms tienen los yahoos de que se están sirviendo en cabañas no distantes de
la casa; pero a los demás los envían a ciertos campos, donde desentierran raíces, comen
diversas clases de hierbas y buscan carroña, o algunas veces cazan comadrejas y luhimuhs -
una especie de rata silvestre-, que devoran con ansia. La Naturaleza les ha enseñado a cavar
agujeros con las uñas en los lados de las elevaciones del terreno y allí se acuestan. Las
cuevas de las hembras son más grandes, capaces para alojar dos o tres crías.
Desde la infancia nadan como ranas y resisten mucho rato bajo el agua, de donde con
frecuencia salen con algún pescado, que las hembras llevan a sus pequeños.
Como viví tres años en aquel país, supongo que el lector esperará que, a ejemplo de los
demás viajeros, le dé alguna noticia de las maneras y costumbres de los habitantes, los
cuales era natural que constituyesen el principal objeto de mi estudio.
Como estos nobles houyhnhnms están dotados por la Naturaleza con una disposición
general para todas las virtudes, no tienen idea ni concepción de lo que es el mal en los seres
racionales; así, su principal máxima es cultivar la razón y dejarse gobernar enteramente por
ella. Pero tampoco la razón constituye para ellos una cuestión problemática, como entre
nosotros, que permite argüir acertadamente en pro y en contra de un asunto, sino que los
fuerza a inmediato convencimiento, como necesariamente ha de suceder siempre que no se
encuentre mezclada con la pasión y el interés u obscurecida o descolorida por ellos.
Recuerdo que tropecé con gran dificultad para hacer que mi amo comprendiese el sentido
de la palabra «opinión», y cómo un punto podía ser disputable; pues decía él que la razón
nos lleva exclusivamente a afirmar o negar cuando estamos ciertos, y más allá de nuestro
conocimiento no podemos hacer lo uno ni lo otro. De este modo, las controversias, las
pendencias, las disputas y la terquedad sobre preposiciones falsas o dudosas son males
desconocidos para los houyhnhnms. Igualmente, cuando le explicaba yo nuestros varios
sistemas de filosofía natural, solía burlarse de que una criatura que se atribuía uso de razón
se valuase a sí misma por el conocimiento de las suposiciones de otros pueblos a propósito
de cosas en las cuales este conocimiento, caso de existir, no serviría para nada; por donde
resultaba enteramente conforme con los juicios de Sócrates, según Platón lo refiere;
comparación que hago como el más alto honor que puedo rendir a aquel príncipe de los
filósofos; a menudo he reflexionado en la destrucción que semejante doctrina causaría en
las bibliotecas de Europa, y cuántas de las sendas que conducen a la fama quedarían
entonces cortadas en el mundo erudito.
142
La amistad y la benevolencia son las dos principales virtudes de los houyhnhnms, y no
limitada a sujetos particulares, sino generales para la raza entera. Un extraño, procedente
del lugar más remoto, recibe igual trato que el más próximo vecino, y donde quiera que va
considera que está en su casa. Cuidan la cortesía y la afabilidad hasta el más alto grado,
pero ignoran por completo la ceremonia. No tienen debilidades ni absurdas ternuras con sus
crías y potros, pues sus cuidados al educarlos proceden enteramente de los dictados de la
razón, y yo he visto a mi amo tratar con el mismo cariño a la cría de un vecino que a la suya
propia. Proceden así porque la Naturaleza los enseña a amar a toda la especie, y solamente
es la razón la que distingue a las personas cuando ostentan un grado superior de virtud.
Al casarse tienen cuidado grandísimo en elegir colores que no produzcan una mezcla
desagradable en la progenie. En el macho se estima principalmente la fuerza, y en la
hembra la hermosura. Y no por exigencia del amor, sino para impedir que la raza degenere;
pues cuando sucede que una hembra sobresale por su fuerza, se escoge un consorte con
vistas a la belleza. El galanteo, el amor, los regalos, las viudedades, las dotes, no tienen
lugar en su pensamiento ni términos para expresarlos en su idioma. La joven pareja se
encuentra y se une, sencillamente, porque así lo quieren sus padres y sus amigos; así lo ven
hacer todos los días, y lo miran como uno de los actos necesarios en un ser racional. Pero
jamás se ha tenido noticia de violación de matrimonio ni de otra ninguna falta contra la
castidad. La pareja casada pasa la vida en la misma mutua amistad y benevolencia que cada
uno de ellos demuestra a todos los de la misma especie que encuentra en su camino: sin
celos, locas pasiones, riñas ni disgustos.
Su método para educar a los jóvenes de ambos sexos es admirable y merece muy de
veras que lo imitemos. No se les permite comer un grano de avena, excepto en
determinados días, hasta que tienen dieciocho años; ni leche sino muy rara vez; y en verano
pacen dos horas por la mañana y otras dos por la tarde, regla que sus padres observan
también. Pero a los criados no se les permite por más de la mitad de este tiempo, y una gran
parte de su hierba se lleva a casa, donde la comen a las horas más convenientes, cuando
más descansados están de trabajo.
La templanza, la diligencia, el ejercicio y la limpieza son las lecciones que se prescriben
por igual a los jóvenes de ambos sexos, y mi amo pensaba que era monstruoso que nosotros
diésemos a las hembras educación diferente que a los machos, excepto en algunos puntos
de organización doméstica. Razonaba él muy atinadamente que por este medio una mitad
de nuestra especie no servía sino para echar hijos al mundo, y que entregar el cuidado de
nuestros pequeños a esos inútiles animales era un ejemplo más de brutalidad.
Los houyhnhnms adiestran a su juventud en la fuerza, la velocidad y la resistencia,
haciéndola subir y bajar empinadas colinas, en pugna unos individuos con otros, y corren
de igual modo sobre duros pedregales; y cuando están sudando mandan a los jóvenes tirarse
de cabeza a un pantano o un río. Cuatro veces al año la juventud de cada distrito se reúne
para mostrar cada cual sus progresos en la carrera, el salto y otros ejercicios de fuerza y
agilidad, y el vencedor es recompensado con un canto en su alabanza. En esta fiesta los
criados llevan al campo una manada de yahoos cargados de heno, avena y leche, para que
los houyhnhnms tomen un refrigerio; después de lo cual se saca inmediatamente del recinto
a aquellas bestias por temor de que causen algún daño a la compañía.
Cada cuatro años, en el equinoccio de primavera, hay un consejo representativo de toda
la nación, que celebra sus reuniones en una llanura situada a unas veinte millas de nuestra
residencia, y dura cinco o seis días. Se averigua el estado y condición de los varios distritos,
si tienen en abundancia o les faltan heno, avena, vacas o yahoos. Y dondequiera que se
143
encuentra una necesidad -lo que muy rara vez acontece-, se remedia inmediatamente por
unánime acuerdo y contribución. Allí se concierta la regulación de los hijos; por ejemplo: si
un houyhnhnm tiene dos machos, cambia uno de ellos con otro que tiene dos hembras. Y
cuando por una casualidad ha muerto alguna cría y no hay esperanza de que la madre quede
embarazada, se acuerda qué familia del distrito deberá dar nacimiento a otra para reparar la
pérdida.
Capítulo 9
Gran debate en la asamblea general de los houyhnhnms y cómo se decidió. -La
cultura de los houyhnhnms. -Sus edificios. -Cómo hacen sus entierros. -Lo
defectuoso de su idioma.
Una de estas grandes asambleas se celebró estando yo allí, unos tres meses antes de mi
partida, y a ella fue mi amo como representante de nuestro distrito. En este consejo se
resumió el antiguo y, sin duda, el único debate que jamás se suscitó en aquel país; y de él
me dio mi amo cuenta detallada a su regreso.
La cuestión debatida era si debía exterminarse a los yahoos de la superficie de la tierra.
Uno de los partidarios de que se resolviera afirmativamente ofreció varios argumentos de
gran peso y solidez. Alegaba que los yahoos no sólo eran los más sucios, dañinos y feos
animales que la Naturaleza había producido nunca, sino también los más indóciles,
malvados y perversos; mamaban, a escondidas, de las vacas de los houyhnhnms, mataban y
devoraban sus gatos, pisoteaban la avena y la hierba si no se los vigilaba continuamente y
causaban mil perjuicios más. Se hizo eco de una tradición popular, según la cual no siempre
había habido yahoos en el país, sino que en tiempos muy lejanos aparecieron dos de estos
animales juntos en una montaña, no se sabía si producidos por la acción del calor solar
sobre el cieno y el lodo corrompido, o por el légamo o la espuma del mar. Estos yahoos
procrearon, y en poco tiempo creció tanto la casta, que inundaron e infestaron toda la
nación. Los houyhnhnms, para librarse de esta plaga, dieron una batida general y lograron
encerrar a toda la manada; y después de destruir a los viejos, cada houyhnhnm encerró dos
de los jóvenes en una covacha y los domesticó hasta donde era posible hacerlo con un
animal tan selvático por naturaleza. Añadió que debía de haber gran parte de verdad en esta
tradición y que aquellos seres no podían ser ylhniamsly -o sea aborígenes de la tierra-,
como lo indicaba muy bien el odio violentísimo que los houyhnhnms, así como todos los
demás animales, sentían por ellos; odio que, aun cuando merecido, por su mala condición,
no habría llegado nunca a tal extremo si hubieran sido aborígenes o, al menos, llevasen
mucho tiempo de arraigo en el país. Los habitantes, con la ocurrencia de servirse de los
yahoos, habían descuidado imprudentemente el cultivo de la raza del asno, que era un
bonito animal, fácil de tener, más manso y tranquilo, sin olor repugnante y suficientemente
fuerte para el trabajo, aunque cediese al otro en la agilidad del cuerpo; y si su rebuzno no
era un sonido agradable, era, con todo, muy preferible a los horribles aullidos de los
yahoos.
Otros varios mostraron su conformidad con estas apreciaciones, y entonces mi amo
propuso a la asamblea un expediente cuya idea inicial había encontrado, indudablemente,
en su trato conmigo. Aprobó la tradición citada por el honorable miembro que había
hablado y afirmó que los dos yahoos que se tenían por los dos primeros aparecidos en el
144
país habían llegado a él por la superficie del mar, y, una vez en tierra, y abandonados por
sus compañeros, se habían retirado a las montañas, y gradualmente, en el curso del tiempo,
habían degenerado, hasta hacerse mucho más salvajes que los de su misma especie
habitantes en el país de donde aquellos dos primitivos procedían. Daba como razón de este
aserto que a la sazón él tenía en su poder cierto yahoo maravilloso -se refería a mí-, del que
la mayor parte había oído hablar y que muchos habían visto. Les refirió luego cómo me
habían encontrado; que mi cuerpo estaba cubierto totalmente con una hechura artificial de
las pieles y el pelo de otros animales; cómo yo hablaba un idioma propio y había aprendido
por completo el suyo; los relatos que yo le había hecho de los acontecimientos que me
habían llevado hasta allí, y que cuando me vio sin cubierta apreció que era un yahoo
exactamente en todos los detalles, aunque de color blanco, menos peludo y con garras más
cortas. Añadió cómo yo había trabajado por persuadirle de que en mi país y en otros los
yahoos procedían como el animal racional director y tenían a los houyhnhnms sometidos a
servidumbre, y que descubría en mí todas las cualidades de un yahoo, sólo que un poco más
civilizado por algún rudimento de razón. Sin embargo, era yo, según dijo, tan inferior a la
raza houyhnhnm como lo eran a mi los yahoos de su tierra.
Esto fue todo lo que mi amo creyó conveniente decirme por entonces de lo ocurrido en
el gran consejo. Pero le cumplió ocultar un punto que se refería personalmente a mí, del
cual había de tocar pronto los desdichados efectos, como el lector encontrará en el lugar
correspondiente, y del que hago derivar todas las posteriores desdichas de mi vida.
Los houyhnhnms no tienen literatura, y toda su instrucción es, por lo tanto, puramente
tradicional. Pero como se dan pocos acontecimientos de importancia en un pueblo tan bien
unido, naturalmente dispuesto a la virtud, gobernado enteramente por la razón y apartado
de todo comercio con las demás naciones, se conserva fácilmente la parte histórica sin
cargar las memorias demasiado. Ya he consignado que no están sujetos a enfermedad
ninguna, y no necesitan médicos, por consiguiente. No obstante, tienen excelentes
medicamentos, compuestos de hierbas, para curar casuales contusiones y cortaduras en las
cuartillas o las ranillas, producidas por piedras afiladas, así como otros daños y golpes en
las varias partes del cuerpo.
Calculan el año por las revoluciones del sol y de la luna, pero no lo subdividen en
semanas. Conocen bien los movimientos de esos dos luminares y comprenden la teoría de
los eclipses. Esto es lo más a que alcanza su progreso en astronomía.
En poesía hay que reconocer que aventajan a todos los demás mortales; son ciertamente
inimitables la justeza de sus símiles y la minuciosidad y exactitud de sus descripciones.
Abundan sus versos en estas dos figuras, y por regla general consisten en algunas exaltadas
nociones de amistad y benevolencia, o en alabanzas a los victoriosos en carreras y otros
ejercicios corporales. Sus edificios, aunque muy rudos y sencillos, no son incómodos, sino,
por lo contrario, bien imaginados para protegerse contra las injurias del frío y del calor.
Hay allí una clase de árbol que a los cuarenta años se suelta por la raíz y cae a la primera
tempestad; son muy derechos, y aguzados como estacas con una piedra de filo -porque los
houyhnhnms desconocen el uso del hierro-, los clavan verticales en la tierra, con separación
de unas diez pulgadas, y luego los entretejen con paja de avena o a veces con zarzo. El
techo se hace del mismo modo, e igualmente las puertas.
Los houyhnhnms usan el hueco de sus patas delanteras, entre la cuartilla y el casco,
como las manos nosotros, y con mucho mayor destreza de lo que en un principio pude
suponer. He visto a una yegua blanca de la familia enhebrar con esta articulación una aguja,
que yo le presté de propósito. Ordeñan las vacas, siegan la avena y hacen del mismo modo
145
todos los trabajos en que nosotros empleamos las manos. Tienen una especie de pedernales
duros, de los cuales, por el procedimiento de la frotación con otras piedras, fabrican
instrumentos que hacen el oficio de cuñas, hachas y martillos. Con aperos hechos de estos
pedernales cortan asimismo el heno y siegan la avena, que crecen en aquellos campos
naturalmente. Los yahoos llevan los haces en carros a la casa y los criados los pisan dentro
de unas ciertas chozas cubiertas, para separar el grano, que se guarda en almacenes. Hacen
una especie de toscas vasijas de barro y de madera, y las primeras las cuecen al sol.
Si aciertan a evitar los accidentes, mueren sólo de viejos, y son enterrados en los sitios
más apartados y obscuros que pueden encontrarse. Los amigos y parientes no manifiestan
alegría ni dolor por el fallecimiento, ni el individuo agonizante deja ver en el punto de dejar
el mundo la más pequeña inquietud; no más que si estuviese para regresar a su casa después
de visitar a uno de sus vecinos. Recuerdo que una vez, estando citado mi amo en su propia
casa con un amigo y su familia para tratar cierto asunto de importancia, llegaron el día
señalado la señora y sus dos hijos con gran retraso. Presentó ella dos excusas: una, por la
ausencia de su marido, a quien, según dijo, le había acontecido lhnuwnh aquella misma
mañana. La palabra es enérgicamente expresiva en su idioma, pero difícilmente traducible
al inglés; viene a significar retirarse a su primera madre. La excusa por no haber ido más
temprano fue que su esposo había muerto avanzada la mañana, y ella había tenido que pasar
un buen rato consultando con los criados acerca del sitio conveniente para depositar el
cuerpo. Y pude observar que se condujo ella en nuestra casa tan alegremente como los
demás. Murió unos tres meses después.
Por regla general, viven setenta o setenta y cinco anos; rara vez, ochenta. Algunas
semanas antes de la muerte experimentan un gradual decaimiento, pero sin dolor. Durante
este plazo los visitan mucho sus amigos, pues no pueden salir con la acostumbrada
facilidad y satisfacción. Sin embargo, unos diez días antes de morir, cálculo en que muy
raras veces se equivocan, devuelven las visitas que les han hecho los vecinos más
próximos, haciéndose transportar en un adecuado carretón, tirado por yahoos, vehículo que
usan no sólo en esta ocasión, sino también en largos viajes, cuando son viejos y cuando
quedan lisiados a consecuencia de un accidente. Y cuando el houyhnhnm que va a morir
devuelve esas visitas, se despide solemnemente de sus amigos como si fuese a marchar a
algún punto remoto del país donde hubiera decidido pasar el resto de su vida.
No sé si merece la pena de consignar que los houyhnhnms no tienen en su idioma
palabra ninguna para expresar nada que represente el mal, con excepción de las que derivan
de las fealdades y malas condiciones de los yahoos. Así, denotan la insensatez de un criado,
la omisión de un pequeño, la piedra que les ha herido la pata, una racha de tiempo enredado
o impropio de la época, añadiendo a la palabra el epíteto de yahoo.
Por ejemplo: Hhnm yahoo, Whnaholm yahoo, Ynlhmndwi hlma yahoo, y una cosa
mal discurrida, Ynholmhnmtohlmnw yahoo.
Con mucho gusto me extendería más hablando de las costumbres y las virtudes de este
pueblo excelente; pero como intento publicar dentro de poco un volumen dedicado
exclusivamente a esta materia, a él remito al lector. Y en tanto, procederé a referir mi
lastimosa catástrofe.
Capítulo 10
146
La economía y la vida feliz del autor entre los houyhnhnms. -Sus grandes
progresos en virtud, gracias a las conversaciones con ellos. -El autor recibe de su
amo la noticia de que debe abandonar el país. -La pena le produce un desmayo,
pero se somete. -Discurre y construye una canoa con ayuda de un compañero de
servidumbre y se lanza al mar a la ventura.
Había yo ordenado mi pequeña economía a mi entera satisfacción. Mi amo había
mandado que se me hiciera un aposento al uso del país a unas seis yardas de la casa. Yo
revestí las paredes y el suelo con arcilla y los cubrí con una esterilla de junco de mi propia
invención. Con cáñamo, que allí se cría silvestre, hice algo como un terliz; lo llené con
plumas de varios pájaros, que había cazado con lazos hechos de cabellos de yahoo y que
resultaban comida excelente. Hice dos sillas con mi cuchillo, ayudado en la parte más
áspera y trabajosa por el potro alazán. Cuando mis ropas se vieron reducidas a jirones, me
hice otras con pieles de conejo y de un lindo animal del mismo tamaño llamado nnuhnoh,
que tiene la piel cubierta de una especie de fino plumón. Con estas últimas me hice también
unas medias bastante buenas. Eché piso a mis zapatos con madera cortada de un árbol
uniéndola al cuero de la parte superior, y cuando se rompió el cuero lo substituí con pieles
de yahoo, secas al sol. Frecuentemente encontraba en los huecos de los árboles miel, que
mezclaba con agua o comía con el pan. Nadie había podido confirmar mejor la verdad de
aquellas dos máximas que enseñan que la Naturaleza se satisface con muy poco y que la
necesidad es madre de la invención. Gozaba perfecta salud del cuerpo y tranquilidad de
espíritu; no experimentaba la traición o la inconstancia de amigo ninguno, ni los agravios
de un enemigo disimulado o descubierto. No tenía ocasión de sobornar ni adular para
conseguir el favor de personaje ninguno ni de su valido. No necesitaba defensa contra el
fraude ni la opresión; no había allí médico que destruyese mi cuerpo, ni abogado que
arruinase mi fortuna, ni espía que acechase mis palabras y mis actos o forjara cargos contra
mí por un salario; no había allí escarnecedores, censuradores, murmuradores, rateros,
salteadores, escaladores, procuradores, bufones, tahures, políticos, ingenieros,
melancólicos, habladores importunos, discutidores, asesinos, ladrones, ni virtuosi, ni
adalides, ni secuaces de partido, ni facciones, ni incitadores al vicio con la seducción o con
el ejemplo, ni calabozos, hachas, horcas, columnas de azotar ni picotas, ni tenderos,
tramposos, ni maquinaria, ni orgullo, ni vanidad, ni afectación, ni petimetres, espadachines,
borrachos, ni rameras trotacalles, ni mal gálico, ni esposas caras y despepitadas, ni
estúpidos pedantes orgullosos, ni compañeros importunos, cansados, quimeristas,
turbulentos, alborotadores, ignorantes, vanagloriosos, juradores, ni pícaros elevados del
polvo en pago de sus vicios, ni nobleza arrojada a él en pago de sus virtudes, ni lores,
violinistas, jueces, ni maestros de baile.
Disfruté la merced de ser recibido por varios houyhnhnms que acudían a visitar a mi
amo o a comer con él, y su señoría me permitía graciosamente estar en la habitación y
escuchar las conversaciones. Tanto él como sus amigos descendían a hacerme preguntas y
oír mis respuestas. Y algunas veces también tuve el honor de acompañar a mi amo en las
visitas que hacía a los otros. Yo no me permitía hablar nunca si no era para responder a una
pregunta, y aun entonces lo hacía con interior descontento, porque suponía para mí una
pérdida de tiempo en mi adelanto, pues me complacía infinitamente asistiendo como
humilde oyente a estas conversaciones, en que no se decía nada que no fuese útil en el
menor número posible de muy expresivas palabras; en que -como ya he dicho- se guardaba
la más extremada cortesía, sin el menor grado de ceremonia; en que nadie hablaba sin
147
propio gusto ni sin dárselo a sus compañeros; en que no había interrupciones, cansancio,
pasión, ni criterios diferentes. Tienen allí la idea de que, cuando se reúne gente, una corta
pausa es de mucho provecho a la conversación, y yo descubrí ser cierto, pues durante estas
pequeñas intermisiones nacían en sus cerebros nuevas ideas que animaban mucho el
discurso. Los asuntos de sus pláticas son ordinariamente la amistad y la benevolencia o el
orden y la economía; a veces, las operaciones visibles de la Naturaleza, o las antiguas
tradiciones, los linderos y límites de la virtud, las reglas infalibles de la razón o los
acuerdos que deban tomarse en la próxima gran asamblea; y muy a menudo, las diversas
excelencias de la poesía. Puedo añadir, sin vanidad, que mi presencia les proporcionaba
frecuentemente asunto para sus conversaciones, pues daba ocasión a que mi amo hiciese
conocer a sus amigos mi historia y la de mi país, sobre las cuales se complacían en discurrir
de modo no muy favorable para la especie humana; y por esta razón no he de repetir lo que
decían. Sólo me permitiré consignar que su señoría, con gran admiración por mi parte,
parecía comprender la naturaleza de los yahoos mucho mejor que yo mismo. Pasaba revista
a todos nuestros vicios y extravagancias, y descubría muchos que yo no le había
mencionado nunca sólo con suponer qué cualidades sería capaz de desarrollar un yahoo de
su país con una pequeña dosis de razón, y deducía, con grandes probabilidades de acierto,
cuán vil y miserable criatura tendría que ser.
Confieso francamente que todo el escaso saber de algún valor que poseo lo adquirí en
las lecciones que me dio mi amo y oyendo sus discursos y los de sus amigos, de haber
escuchado los cuales estoy más orgulloso que estaría de dictarlos a la más sabia asamblea
de Europa. Admirábanme la fuerza, la hermosura y la velocidad de los habitantes, y tal
constelación de virtudes en seres tan amables producía en mí la más alta veneración.
Indudablemente, al principio no sentía yo el natural temeroso respeto que tienen por ellos
los yahoos y los demás animales; pero fue ganándome poco a poco, mucho más de prisa de
lo que imaginaba, mezclado con respetuoso amor y gratitud por su condescendencia en
distinguirme del resto de mi especie.
Cuando pensaba en mi familia, mis amigos y mis compatriotas, o en la especie humana
en general, los consideraba tales como realmente eran: yahoos, por su forma y condición;
quiza un poco más civilizados y dotados con el uso de la palabra, pero incapaces de
emplear su razón más que para agrandar y multiplicar aquellos vicios de que sus hermanos
en aquel país sólo tenían la parte que la Naturaleza les había asignado. Cuando me
acontecía ver la imagen de mi cuerpo en un lago o una fuente, apartaba la cara con horror y
aborrecimiento de mí mismo, y mejor sufría la vista de un yahoo común que la de mi
misma persona. Conversando con los houyhnhnms y mirándolos con deleite, llegué a imitar
su porte y sus movimientos, lo que actualmente es en mí una costumbre; y mis amigos me
dicen frecuentemente, con descortés intención, que troto como un caballo, lo que yo tomo,
sin embargo, como un delicadísimo cumplido, Y tampoco negaré que cuando hablo suelo
dar en la voz y la manera de los houyhnhnms, y verme con este motivo ridiculizado, sin la
menor mortificación por mi parte.
En medio de mi felicidad, y cuando ya me consideraba absolutamente establecido para
toda mi vida, mi amo envió a buscarme una mañana algo más temprano de lo que tenía por
costumbre. Le noté en la cara que estaba algo indeciso y sin saber cómo empezar lo que
tenía que hablarme. Después de un breve silencio díjome que no sabía cómo tomaría lo que
iba a notificarme, y era que en la última asamblea general, al discutirse la cuestión de los
yahoos, los representantes habían tomado a ofensa que él tuviese un yahoo -por mí- en su
familia más como un houyhnhnm que como una bestia; que se sabía que él conversaba
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frecuentemente conmigo, como si recibiera con mi compañía alguna ventaja o satisfacción,
y que tal práctica no era conforme con la razón ni la naturaleza, ni cosa que se hubiese oído
hasta entonces en el país. En consecuencia, la asamblea le había exhortado para que me
emplease como el resto de mi especie o me mandase volverme a nado al lugar de donde
hubiese ido. El primero de estos expedientes fue rechazado abiertamente por todos los
houyhnhnms que me habían visto alguna vez en su casa o en la de ellos, pues alegaban que,
teniendo yo algunos rudimentos de razón junto con la perversidad de aquellos animales, era
de temer que yo pudiese seducirlos para que se internasen en los bosques y se huyeran a las
montañas del país y acudiesen de noche a destruir el ganado de los houyhnhnms, siendo,
como eran por naturaleza, rapaces y contrarios al trabajo.
Agregó mi amo que diariamente le estrechaban los houyhnhnms del vecindario para que
ejecutase el mandato de la asamblea, lo que no podría diferir por mucho más tiempo.
Sospechaba que me sería imposible nadar hasta otro país, y, de consiguiente, quería que yo
discurriera una especie de vehículo semejante a los que yo le había pintado, para que me
condujese sobre el mar, trabajo para el cual podía contar con la ayuda de sus criados y los
de sus vecinos. Terminó diciéndome que por su parte hubiera tenido gusto en conservarme
a su servicio durante toda mi vida, porque había podido apreciar que me había curado de
algunas malas costumbres y disposiciones, en mi afán de imitar a los houyhnhnms en
cuanto le era posible a mi inferior naturaleza.
Debo informar al lector de que en aquel país un decreto de la asamblea general se
designa con la palabra hnhloayn, que puede traducirse aproximadamente por exhortación,
pues no se concibe que una criatura racional pueda ser obligada, sino sólo aconsejada o
exhortada, porque nadie puede desobedecer la razón sin renunciar al derecho de ser
considerado una criatura racional.
Este discurso me arrojó en la pena y la desesperación más extremadas; y no pudiendo
soportar las angustias que me oprimían, caí desvanecido a los pies de mi amo. Cuando
volví en mí díjome que creía que me había muerto, pues aquel pueblo no está sujeto a estas
imbecilidades de naturaleza. Contesté con voz apagada que la muerte hubiera sido una
felicidad demasiado grande; que, aunque no condenaba la exhortación de la asamblea ni las
urgencias de sus amigos, pensaba yo, en mi débil y depravado entendimiento, que hubiera
podido compadecerse con la razón un rigor menos extremado. Que yo no era capaz de
nadar una legua, y que, probablemente, la tierra más próxima a la suya distaría arriba de un
centenar; que faltaban por completo en aquel país muchos de los materiales precisos para
hacer una pequeña embarcación en que marchar, lo que intentaría, sin embargo, por
obediencia y gratitud a su señoría, aunque juzgaba la cosa imposible, y, de consiguiente, me
consideraba ya como destinado a la perdición. Añadí que la segura perspectiva de una
muerte cruel era el menor de mis males; pues suponiendo que escapase con vida por alguna
extraña aventura, ¿cómo podía pensar con tranquilidad en acabar mis días entre yahoos y
caer nuevamente en mis antiguas corrupciones por falta de ejemplos que me condujesen y
guiasen por la senda de la virtud? Pero sabía yo demasiado bien que las sólidas razones en
que se fundaba toda decisión de los sabios houyhnhnms no podían ser debilitadas por los
argumentos de un miserable yahoo como yo; y, por lo tanto, después de darle las gracias
más rendidas por el ofrecimiento de sus criados para ayudarme a hacer la embarcación, y
rogarle un plazo razonable para trabajo tan difícil, le dije que procuraría salvar un ser
miserable como yo era, con la esperanza de si alguna vez volvía a Inglaterra ser útil a mi
especie cantando las alabanzas de los gloriosos houyhnhnms y ofreciendo sus virtudes a la
imitación de la Humanidad.
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Mi amo me dio en pocas palabras una amable respuesta; me otorgó un plazo de dos
meses para terminar el bote, y ordenó al potro alazán, mi compañero de servidumbre -a esta
distancia puedo atreverme a llamarle así-, que siguiese mis instrucciones, pues dije a mi
amo que su ayuda sería suficiente y, además, sabía que me tenía cariño.
Mi primer paso fue ir en su compañía a la parte de la costa donde mi tripulación rebelde
me había obligado a desembarcar. Me subí a una altura y, mirando hacia el mar en todas
direcciones, me pareció ver una pequeña isla al Nordeste; saqué mi anteojo y pude
claramente distinguirla a distancia como de cinco leguas, según mi cálculo. Pero al potro
alazán le parecía sólo una nube azul; pues, como no tenía idea de que hubiese país ninguno
fuera del suyo, no estaba tan diestro en distinguir objetos remotos en el mar como yo, tan
familiarizado con este elemento.
Una vez descubierta la isla, no pensé más, sino que resolví que ella fuese, de ser posible,
el primer punto de mi destierro, abandonándome luego a la fortuna.
Volví a casa, y, previa consulta con el potro alazán, fuimos a un monte bajo situado a
alguna distancia, donde yo, con mi cuchillo, y él, con su pedernal afilado, sujeto con gran
arte, según el uso del país, a un mango de madera, cortamos numerosas varas de roble, del
grueso aproximado de un bastón, y algunas ramas mayores. Pero no he de molestar al lector
con la descripción detallada de mi obra. Bástele saber que en seis semanas, con la ayuda del
potro alazán, que construyó las partes que requerían más trabajo, terminé una especie de
canoa india, aunque mucho mayor, cubierta con pieles de yahoo, bien cosidas unas o otras
con hilos de cáñamo que yo mismo hice. Me fabriqué la vela también con pieles del mismo
animal, empleando las de ejemplares muy jóvenes en cuanto me fue posible, porque las de
los viejos eran demasiado inflexibles y gruesas. Asimismo me proveí de cuatro remos. Hice
acopio de carnes cocidas, de conejo y de ave, y me preparé dos vasijas, una llena de leche y
otra de agua.
Probé mi canoa en un gran pantano, próximo a la casa de mi amo, y corregí los defectos
que le encontré; tapé las rajas con sebo de yahoo, hasta que la dejé firme y en condiciones
de resistirnos a mí y a mi carga. Y cuando estuvo tan acabada como era en mi mano
hacerlo, la transportaron muy cuidadosamente a la orilla del mar en un carro tirado por
yahoos, bajo la dirección del potro alazán y otro criado.
Todo listo, y llegado el día de mi partida, me despedí de mi amo y su señora y demás
familia, con los ojos arrasados en lágrimas y el corazón destrozado por la pena. Pero su
señoría, llevado de la curiosidad, y quizá -si puedo decirlo sin que se me tenga por
vanidoso- por cortesía, quiso asistir a mi marcha en la canoa, e invitó a algunos vecinos a
que le acompañasen. Tuve que esperar más de una hora a que subiese la marea, y luego,
encontrando que el viento soplaba muy prósperamente hacia la isla a que pensaba dirigir el
rumbo, me despedí por segunda vez de mi amo; por cierto que cuando iba a arrodillarme a
besar su casco me hizo el honor de levantarlo suavemente hasta mi boca. No ignoro cuánto
se me ha censurado al referir este último detalle, pues a mis detractores les cumple suponer
improbable que persona tan ilustre descendiese a dar tan gran señal de deferencia a una
criatura tan inferior como yo. Tampoco he olvidado la inclinación de algunos viajeros a
alabarse de haber recibido extraordinarios favores. Pero si estos censores míos conociesen
mejor la condición noble y cortés de los houyhnhnms cambiarían bien pronto de opinión.
Hice entonces presentes mis respetos a los demás houyhnhnms que acompañaban a su
señoría, y entrándome en la canoa dejé la playa.
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Capítulo 11
Peligroso viaje del autor. -Llega a Nueva Holanda con la esperanza de
establecerse allí. -Un indígena le hiere con una flecha. -Es apresado y conducido
por fuerza a un barco portugués. -La gran cortesía del capitán. -El autor llega a
Inglaterra.
Comencé esta desesperada travesía el 15 de febrero de 1714, a las nueve de la mañana.
Aunque el viento era muy favorable, al principio empleé los remos solamente; pero
considerando que me cansaría pronto y que era probable que se mudase el viento, me decidí
a largar mi pequeña vela, y así, con la ayuda de la marea, anduve a razón de legua y media
por hora según mi cálculo. Mi amo y sus amigos siguieron en la playa casi hasta perderme
de vista, y yo oía con frecuencia al potro alazán, quien siempre sintió gran cariño por mí,
que gritaba «Xnuy illa nyha majah yahoo» (¡Ten cuidado, buen yahoo!)
Mi designio era descubrir, si me fuera posible, alguna pequeña isla inhabitada, pero
suficiente para proporcionarme con mi trabajo lo necesario para la vida. Esto lo habría
tenido por mayor felicidad que ser primer ministro en la corte más civilizada de Europa: tan
horrible era para mí la idea de volver a la vida de sociedad y bajo el gobierno de yahoos. Al
menos, en la sociedad que anhelaba podría gozarme en mis propios pensamientos y
reflexionar con delicia sobre las virtudes de aquellos inimitables houyhnhnms, sin ocasión
de degenerar hasta los vicios y corrupciones de mi propia especie.
El lector recordará lo que dejé referido acerca de la conjura de mi tripulación y de mi
encierro en mi camarote; cómo seguí en él varias semanas, sin saber qué rumbo
llevábamos, y cómo los marinos, cuando me llevaron a la costa en la lancha, me afirmaron
con juramentos, no sé si verdaderos o falsos, que no sabían en qué parte del mundo nos
hallábamos. No obstante, yo juzgué entonces que estaríamos unos diez grados al sur del
cabo de Buena Esperanza, o sea a unos 45 de latitud Sur, por lo que pude adivinar de
algunas palabras sueltas que les entreoí; al Sudeste, suponía yo, en su proyectado viaje a
Madagascar. Y aunque esto valía poco mas que una simple suposición, me resolví a tomar
rumbo Este, con la esperanza de encontrar la costa sudoeste de Nueva Holanda y tal vez
alguna isla como la que deseaba yo, situada a su Oeste. El viento soplaba de lleno por el
Oeste, y hacia las seis de la tarde calculé que habría andado lo menos dieciocho leguas al
Este; descubrí como a media legua de distancia una isla muy pequeña, que no tardé en
alcanzar. Era sólo una roca con una caleta abierta, naturalmente, por la fuerza de las
tempestades. En esta caleta metí la canoa, y trepando a la roca, descubrí con toda claridad
tierra al Este, que se extendía de Sur a Norte. Pasé la noche en la canoa, y continuando mi
viaje por la mañana temprano, en siete horas llegué a la parte sudoeste de Nueva Holanda.
Esto me confirmó en la opinión, que vengo de antiguo sosteniendo, de que los mapas y
cartas sitúan este país por lo menos tres grados más al Este de lo que realmente está;
pensamiento que hace muchos años comuniqué a mi digno amigo míster Herman Moll, y
cuyas razones le expuse, aunque él prefirió seguir a otros autores.
No vi habitantes en el sitio donde desembarqué, y, como iba desarmado, tuve miedo de
internarme en el país. Encontré en la playa algunos mariscos, que comí crudos, pues temía
que haciendo fuego me descubriesen los indígenas. Pasé tres días más alimentándome de
ostras y lápades, a fin de ahorrarme víveres, y por ventura encontré un arroyo de agua
excelente, la que me sirvió de gran alivio.
151
El cuarto día me aventuré por la mañana temprano un poco más al interior, y vi veinte o
treinta indígenas en una loma, no más de quinientas yardas de mí. Estaban por completo
desnudos, hombres, mujeres y chicos, alrededor de una hoguera, según pude conocer por el
humo. Uno de ellos me advirtió y dio cuenta a los demás; avanzaron hacia mí cinco,
dejando a las mujeres y los chicos junto al fuego. Corrí a la costa todo lo ligero que pude, y
saltando a la canoa emprendí la retirada. Los salvajes, al ver mi huída, corrieron tras de mí,
y sin darme tiempo a entrarme bastante en el mar, me dispararon una flecha que me produjo
una profunda herida en la cara interna de la rodilla izquierda, de la que tendré cicatriz
mientras viva. Temiendo que la flecha estuviese envenenada, una vez que a fuerza de remos
-el día estaba en calma- me puse fuera del alcance de sus dardos, me hice la succión de la
herida y me la curé como pude.
No sabía qué partido tomar, pues no me atrevía a volver al mismo desembarcadero, sino
que me mantenía al Norte a fuerza de remo, porque el viento, aunque suave, me era
contrario y me arrastraba al Noroeste. Buscaba con la vista un desembarcadero seguro,
cuando vi una embarcación al Nornordeste, que se hacía más visible por minutos. Dudé si
aguardarla o no; pero al fin pudo más mi aversión a la raza yahoo, y, volviendo la canoa,
huí a vela y remo hacia el Sur y entré en la misma caleta de donde había partido por la
mañana, más dispuesto a aventurarme entre aquellos bárbaros que a vivir entre yahoos
europeos. Acerqué la canoa a la playa todo lo que pude y me escondí detrás de una piedra
cerca del arroyuelo, que, como he dicho ya, era de agua riquísima.
El barco llegó a menos de media legua de esta ensenada y envió la lancha con vasijas
para hacer aguada -pues, a lo que parece, el lugar era muy conocido-; pero yo no lo advertí
hasta que casi estaba el bote en la playa y ya era demasiado tarde para buscar otro
escondite. Los marinos, al saltar a tierra, vieron mi canoa, y después de registrarla
minuciosamente coligieron que el propietario no debía de encontrarse lejos de allí. Cuatro
de ellos, bien armados, buscaron por todas las grietas y rincones, hasta que por fin me
encontraron acostado boca abajo detrás de la piedra. Contemplaron por buen espacio con
admiración mi traje singular, mi chaqueta hecha de pieles, mis zapatos con piso de madera,
mis medias forradas de piel, lo que por lo pronto les sirvió para conocer que yo no era
natural de aquella tierra, en que todos van desnudos. Uno de los marinos me dijo en
portugués que me levantase y me preguntó quién era. Yo sabía este idioma muy bien, y
poniéndome en pie respondí que era pobre yahoo desterrado del país de los houyhnhnms, y
suplicaba que me permitiesen partir. Se asombraron ellos de oírme hablar en su propia
lengua, y por el color de mi piel pensaron que debía de ser europeo; pero no les era posible
comprender lo que yo quería decir con mis yahoos y mis houyhnhnms, y al mismo tiempo
les provocaba la risa el extraño tono de mi habla, que se parecía al relincho de un caballo.
Temblaba yo, en tanto, de miedo y de odio, y de nuevo pedí licencia para partir y fui a
acercarme poco a poco a la canoa; mas se apoderaron de mí con la pretensión de que les
contestase quién era, de dónde venía y a muchas preguntas más. Les dije que había nacido
en Inglaterra, de donde había salido hacía unos cinco años, época en que su país y el
nuestro vivían en paz. Y esperaba, en consecuencia, que no me tratasen como enemigo, ya
que no hacía daño ninguno, pues era un pobre yahoo que buscaba un lugar desolado donde
pasar el resto de su infortunada vida.
Cuando empezaron a hablar me pareció no haber oído nunca cosa tan extraña. Se me
antojó tan monstruoso como si hubiera roto a hablar en Inglaterra un perro o una vaca, o en
Houyhnhnmlandia un yahoo. Los honrados portugueses se asombraban a su vez de mis
extrañas vestiduras y del modo raro en que yo pronunciaba las palabras, que, no obstante,
152
entendían muy bien. Me hablaban con toda humanidad, y me dijeron que estaban seguros
de que su capitán me conduciría gratis a Lisboa, desde donde podría regresar a mi país; dos
marinos volverían al barco, informarían al capitán de lo que habían visto y recibirían
órdenes. En tanto, a menos que les hiciese solemne juramento de no escaparme, tendrían
que sujetarme por la fuerza. Juzgué que lo mejor sería allanarme a su proposición.
Mostraron gran curiosidad por saber mi historia, pero yo les di satisfacción muy escasa; por
donde vinieron a pensar que las desventuras me habían vuelto el juicio. Al cabo de dos
horas, el bote, que marchó cargado de vasijas de agua, volvió con orden del capitán de
llevarme a bordo. Caí de rodillas implorando mi libertad; pero todo en vano; los hombres,
después de amarrarme con cuerdas, me llevaron al bote, de éste al barco y luego al cuarto
del capitán.
Llamábase éste Pedro de Méndez. Era hombre muy amable y generoso. Me rogó le
dijese quién era y qué quería comer o beber; añadió que se me trataría como a él mismo, y
tantas cortesías más, que me sorprendió recibir tales atenciones de un yahoo. No obstante,
yo permanecía silencioso y taciturno; solamente el olor que exhalaban él y sus hombres me
tenía a punto de desvanecerme. Por último, pedí que me llevasen de mi canoa algo que
comer; pero el capitán hizo que me sirviesen un pollo y vino excelente, y mandó luego que
me llevaran a acostar a un muy aseado camarote. No me desnudé, sino que me eché sobre
las ropas de la cama, y a la media hora, cuando calculé que la tripulación estaba comiendo,
me escabullí, corrí al costado del navío e iba a arrojarme al agua, más dispuesto a luchar
con las olas que a seguir entre yahoos. Pero un marino me lo impidió, e informado el
capitán, me encadenaron en el camarote.
Después de comer fue a verme don Pedro, y me pidió que le dijese la razón de tan
desesperado intento. Me aseguró que su único propósito era prestarme servicio en todo
aquello que pudiera, y habló, en suma, tan afectuosamente, que al fin descendí a tratarle
como a un animal dotado de una pequeña dosis de razón. Le hice una corta relación de mi
viaje, de la conjura de mi gente contra mí, del país en que me desembarcaron y de mi
estancia allí durante tres años. Él consideró todo aquello un sueño o una alucinación, de lo
que yo recibí gran ofensa, pues había olvidado completamente la facultad de mentir, tan
peculiar en los yahoos en todos los países en que dominan, y la consiguiente predisposición
a poner en duda las verdades de los de su misma especie. Le pregunté si en su país había la
costumbre de decir la cosa que no era; le aseguré que casi había olvidado lo que él
designaba con la palabra «falsedad», y que así hubiera vivido mil años en
Houyhnhnmlandia no hubiese oído una mentira al criado más ruin; y añadí que me era por
completo indiferente que me creyese o no, aunque, por corresponder a sus favores, estaba
dispuesto a conceder a su naturaleza corrompida la indulgencia de contestar cualquier
objeción que quisiera hacerme, y así, él mismo podría fácilmente descubrir la verdad.
El capitán, hombre de gran discreción, luego de intentar varias veces cogerme en
renuncios sobre alguna parte de mi historia, empezó a concebir mejor opinión de mi
veracidad. Pero me pidió, ya que profesaba a la verdad tan inviolable acatamiento, que le
diese palabra de honor de acompañarle en el viaje sin atentar contra mi vida, pues de otro
modo tendría que considerarme prisionero hasta que llegásemos a Lisboa. Le hice la
promesa que me pedía, pero al mismo tiempo protesté que, antes de volver a vivir entre los
yahoos, prefería sufrir las mayores penalidades.
La travesía transcurrió sin ningún incidente digno de referencia. A veces, por gratitud
hacia el capitán y a insistente requerimiento suyo, me sentaba con él y me esforzaba en
ocultar mi antipatía hacia la especie humana, que, sin embargo, estallaba a menudo a pesar
153
mío, lo que él toleraba sin decir nada. Pero la mayor parte del día me lo pasaba encerrado
en mi camarote para no ver a ninguno de la tripulación. El capitán quiso muchas veces
convencerme de que me despojara de mis vestiduras salvajes y me ofreció prestarme el
traje mejor que tenía, pero no pudo conseguir que lo aceptara, pues aborrecía cubrirme con
nada que hubiese tenido un yahoo sobre su cuerpo. Solamente le pedí que me prestara dos
camisas limpias, que, lavadas después de usadas, creía yo que no me ensuciarían tanto. Me
las cambiaba un día sí y otro no y las lavaba yo mismo.
Llegamos a Lisboa el 5 de noviembre de 1715. Al desembarcar me obligó el capitán a
cubrirme con su capa, para impedir que la gente me rodease. Me llevó a su casa, y a formal
requerimiento mío me instaló en la habitación trasera más alta. Le rogué encarecidamente
que ocultase a todo el mundo lo que yo le había dicho de los houyhnhnms, pues la menor
insinuación de tal historia no sólo atraería a verme gentes en gran número, sino que
probablemente me pondría en riesgo de ser encarcelado o quemado por la Inquisición. El
capitán me persuadió para que aceptase un traje nuevo, pero no quise consentir que el sastre
me tomase medida; sin embargo, como don Pedro venía a ser de mi cuerpo, me sentó no
mal el vestido hecho como para él. Me equipó de otras cosas necesarias, todas nuevas, que
aireé veinticuatro horas antes de usarlas.
El capitán no tenía esposa ni más que tres criados, a los cuales no se permitía servir la
mesa; y su conducta obsequiosísima, unida a un clarísimo entendimiento humano, me
hicieron en verdad ir tolerando su compañía. Tanto llegó a influir en mí, que me aventuré a
mirar por la ventana trasera. Poco a poco me llevó a otra habitación, desde donde me asomé
a la calle; pero aparté la cabeza horrorizado. En una semana consiguió que bajase a la
puerta. Noté que mi terror disminuía gradualmente, mas parecían aumentar mi odio y mi
desprecio. Al fin tuve el valor de pasear por la calle en su compañía, pero tapándome bien
las narices con ruda o a veces con tabaco.
A los diez días, don Pedro, a quien yo había dado cuenta de mis asuntos domésticos, me
presentó como caso de honor y de conciencia la obligación de volver a mi país natal y vivir
con mi mujer y mis hijos. Díjome que había en el puerto un barco inglés próximo a darse a
la vela y que él me proporcionaría todo lo preciso. Sería cansado repetir sus argumentos y
mis contradicciones. Me hizo observar que era de todo punto imposible encontrar islas
solitarias como en la que yo quería vivir; en cambio, dueño en mi casa, podía pasar en ella
mi vida tan retirado como me acomodase.
Accedí al cabo, como lo mejor que podía hacer. Salí de Lisboa el 24 de noviembre en un
barco mercante inglés, del que no pregunté quién fuese el patrón. Me acompañó don Pedro
hasta el navío y me prestó veinte libras. Se despidió de mí cortésmente, y al partir me
abrazó, lo que yo conllevé como pude. Durante el último viaje no tuve relación con el
capitán ni con ninguno de sus hombres; fingiéndome enfermo, me mantuve encerrado en mi
camarote. El 15 de diciembre de 1715 echamos el ancla en las Dunas, sobre las nueve de la
mañana, y a las tres de la tarde llegué sano y salvo a mi casa de Rotherhithe.
Mi mujer y demás familia me recibieron con gran sorpresa y contento, pues tenían por
cierta mi muerte. Pero debo confesar con toda franqueza que a mí su vista sólo me llenó de
odio, disgusto y desprecio, y más cuando pensaba en los estrechos vínculos que a ellos me
unían. Porque aunque después de mi desgraciado destierro del país de los houyhnhnms me
había obligado a tolerar la vista de los yahoos y a conversar con don Pedro de Méndez, mi
memoria y mi imaginación estaban constantemente ocupadas por las virtudes y las ideas de
aquellos gloriosos houyhnhnms; y cuando empecé a considerar que por cópula con un ser
154
de la especie yahoo me había convertido en padre de otros, quedé hundido en la vergüenza,
la confusión, y el horror más profundos.
Tan pronto como entré en mi casa, mi mujer me abrazó y me besó, y como llevaba ya
tantos años sin sufrir contacto con este aborrecible animal, me tomó un desmayo por más
de una hora. Cuando escribo esto hace cinco años que regresé a Inglaterra. Durante el
primero no pude soportar la presencia de mi mujer ni mis hijos; su olor solamente me era
insoportable, y mucho menos podía sufrir que comiesen en la misma habitación que yo. En
la hora presente no osan tocar mi pan ni beber en mi copa, ni he podido permitir que me
coja uno de ellos de la mano. El primer dinero que desembolsé fue para comprar dos
caballos jóvenes, que tengo en una buena cuadra, y, después de ellos, el mozo es mi
favorito preferido, pues noto que el olor que le comunica la cuadra reanima mi espíritu. Mis
caballos me entienden bastante bien; converso con ellos por lo menos cuatro horas al día.
Sin conocer freno ni silla, viven en gran amistad conmigo y en intimidad mutua.
Capítulo 12
La veracidad del autor. -Su propósito al publicar esta obra. -Su censura a aquellos
viajeros que se apartan de la verdad. -El autor se sincera de todo fin siniestro al
escribir. -Objeción contestada. -El método de establecer colonias. -Elogio de su
país natal. -Se justifica el derecho de la Corona sobre los países descritos por el
autor. -La dificultad de conquistarlos. -El autor se despide por última vez de los
lectores, expone su modo de vivir para lo futuro, da un buen consejo y termina.
Ya te he hecho, amable lector, fiel historia de mis viajes durante dieciséis años y más de
siete meses, en la que no me he cuidado tanto del adorno como de la verdad. Hubiera
podido tal vez asombrarte con extraños cuentos inverosímiles; pero he preferido relatar
llanamente los hechos, en el modo y estilo más sencillos, porque mi designio principal era
instruirte, no deleitarte.
Es fácil para nosotros los que viajamos por apartados países, rara vez visitados por
ingleses y otros europeos, inventar descripciones de animales maravillosos, así del mar
como de la tierra, siendo así que el principal fin de un viajero ha de ser hacer a los hombres
más sabios y mejores y perfeccionar su juicio con los ejemplos malos, y también buenos, de
lo que relatan con referencia a extranjeros lugares.
Desearía yo muy de veras una ley que prescribiese que todo viajero, antes de
permitírsele publicar sus viajes, viniese obligado a prestar juramento ante el gran canciller
de que todo lo que pretendía imprimir era absolutamente verdadero según su más leal saber
y entender, pues así no seguiría engañándose al mundo, como hoy generalmente se hace por
ciertos escritores, que, a fin de buscar aceptación para sus obras, extravían al incauto lector
con las más groseras fábulas. En mis días de juventud he examinado con gran deleite
muchos libros de viajes; pero habiendo ido después a las más partes del globo y podido
contradecir muchas referencias mentirosas con mi propia observación, he concebido gran
disgusto por este género de lectura y alguna indignación de ver cuán descaradamente se
abusa de la credulidad humana. Así, pues que mis amistades quisieron suponer que mis
menguados esfuerzos no resultarían inaceptables para mi país, me obligué, como máxima
de que no debía apartarme nunca, a sujetarme puntualmente a la verdad, aunque tampoco
podría caer por lo más remoto en la tentación de separarme de ella mientras perduren en mi
155
ánimo las lecciones y los ejemplos de mi noble amo y los otros ilustres houyhnhnms, de
quienes tanto tiempo había tenido el honor de ser humilde oyente.
Nec el miserum Fortuna Sinonem
Finxit; vanum etiam; inendacemque improba finget.
Demasiado conozco cuán escasa reputación puede alcanzarse con escritos que no
requieren talento ni estudio ni dote alguna que no sea una buena memoria o un exacto
diario. También sé que quienes escriben de viajes, como quienes hacen diccionarios, se ven
sepultados en el olvido por el peso y la masa de aquellos que vienen detrás y, por más
nuevos, más perfectos en la mentira. Y es más que probable que los viajeros que en
adelante visiten los países que yo en este trabajo doy a conocer, logren, rectificando mis
errores, si alguno hubiera, y agregando muchos nuevos descubrimientos de cosecha propia,
restarme toda estima, ocupar mi puesto y hacen que el mundo olvide si yo fuí autor jamás.
Esto sería, sin duda, cruel mortificación si yo escribiese en busca de fama; pero como mi
aspiración sólo fue el bien general, no ha de servirme en ningún modo de desengaño. Pues,
¿quién podrá leer lo que yo refiero de las virtudes de los gloriosos houyhnhnms sin sentir
vergüenza de sus vicios cuando se considere el animal dominante y razonador de su país?
Nada diré de aquellas remotas naciones en que gobiernan yahoos, entre las cuales es la
menos corrompida la de los brobdingnagianos, cuyas sabias máximas de moral y de
gobierno serían nuestra felicidad si diésemos en observarlas. Pero dejo los comentarios, y al
juicioso lector, que por cuenta propia haga observaciones y establezca analogías.
Me produce no pequeña satisfacción pensar que no es posible que esta mi obra
encuentre censores; pues ¿qué objeciones pueden hacerse en contra de un escritor que relata
únicamente simples hechos acaecidos en países de tal modo distantes que no puede
movernos respecto de ellos interés alguno, bien sea de comercio o de negociaciones
políticas? He evitado cuidadosamente caer en todas aquellas faltas que de ordinario y con
demasiada justicia se imputan a los que escriben de viajes. Además, no me ocupo para nada
de partido ninguno, sino que escribo sin pasión, prejuicio ni malevolencia contra ningún
hombre, cualquiera que sea. Escribo con el nobilísimo fin de informar e instruir al género
humano, propósito para el que puedo, sin inmodestia, preciarme de cierta superioridad,
basada en las enseñanzas recibidas durante el largo tiempo que conversé con los
houyhnhnms más eminentes. Escribo sin mira alguna de provecho ni de nombradía, sin dar
jamás curso a una palabra que pueda parecer repercusión de afectos personales o suponer la
menor ofensa, aun para aquellos que más prontos estén a tomarla. Así, que espero tener
justo derecho a calificarme de autor completamente irreprensible, contra el cual los
ejércitos de la réplica, el examen, la observación, la interpretación, la averiguación y la
anotación no encontrarán nunca motivo para ejercitar sus talentos.
Confieso que se me ha indicado que el deber me obligaba, como súbdito de Inglaterra, a
escribir un memorial a un secretario de Estado inmediatamente después de mi regreso, pues
cualesquiera tierras que un súbdito descubre pertenecen a la Corona. Pero dudo que
nuestras conquistas en los países de que trato fuesen tan fáciles como fueron las de Hernán
Cortés sobre americanos desnudos. Creo que los liliputienses apenas valen el gasto de una
flota y un ejército para reducirlos, y pregunto yo si sería prudente ni seguro atacar a los
brobdingnagianos, y si un ejército inglés se encontraría muy tranquilo con la isla volante
sobre sus cabezas. Los houyhnhnms no parecen tan bien preparados para la guerra, ciencia
a que son extraños por completo, ni mucho menos para librarse de armas arrojadizas; no
obstante, si yo fuese ministro de Estado, jamás aconsejaría la invasión de aquel territorio.
156
La prudencia, la magnanimidad, el desconocimiento del miedo y el amor al país que reinan
entre los habitantes compensarían con largueza todos los defectos en el arte militar.
Imagínense veinte mil de ellos lanzándose en medio de un ejército europeo, desordenando
sus filas, volcando sus carros, destrozando la cara a los guerreros con terribles sacudidas de
sus patas traseras; sin duda que se harían dignos de la reputación de Augusto: Recalcitrat
undique tutus. Pero, en vez de proyectos para conquistar aquella nación magnánima,
preferiría yo que ellos pudieran y quisieran enviar suficiente número de sus habitantes para
civilizar a Europa, instruyéndonos en los elementales principios del honor, la justicia, la
verdad, la templanza, el espíritu público, la fortaleza, la castidad, la amistad, la
benevolencia y la fidelidad. Virtudes todas éstas cuyos nombres se conservan aún entre
nosotros en la mayoría de los idiomas, y se encuentran así en los autores modernos como
los antiguos, según puedo aseverar fundado en mis escasas lecturas.
Pero había otra razón que me detenía en el camino de aumentar los dominios de Su
Majestad con mis descubrimientos. A decir verdad, había concebido algunos escrúpulos
respecto de la justicia distributiva de los príncipes en tales ocasiones. Por ejemplo: una
banda de piratas es arrastrada por la tempestad no saben adonde; por fin, un grumete
descubre tierra desde el mastelero; desembarcan para robar y saquear; encuentran un pueblo
sencillo, que los recibe con amabilidad; toman de él formal posesión en nombre de su rey;
erigen en señal un tablón podrido o una piedra; asesinan a dos o tres docenas de indígenas;
se llevan por la fuerza una pareja como muestra; regresan a su patria y alcanzan el perdón.
Aquí comienza un nuevo dominio, adquirido con título de derecho divino. Se envían barcos
en la primera oportunidad; se expulsa o se destruye a los naturales; se tortura a sus
príncipes para obligarlos a declarar dónde tienen su oro; se concede plena autorización para
todo acto de inhumanidad y lascivia, y la tierra despide vaho de la sangre de sus moradores.
Y esta execrable cuadrilla de carniceros, empleada en esta piadosa expedición, es una
colonia moderna, enviada para convertir y civilizar a un pueblo idólatra y bárbaro.
Pero reconozco que esta descripción en ningún modo se refiere a la nación británica, que
puede servir de ejemplo a todo el mundo por su sabiduría, cuidado y justicia en establecer
colonias; sus liberales consignaciones para el progreso de la religión y la cultura; su
elección de pastores devotos y capaces para propagar el cristianismo; su precaución de
poblar las provincias con gentes de vida y conservación moderadas, enviadas de la madre
patria; su riguroso celo en la administración de justicia, designando para el ministerio civil,
en todas y cada parte de sus colonias, funcionarios de la mayor competencia, totalmente
inaccesibles a la corrupción, y, por coronarlo todo, su tino para enviar a los más vigilantes y
virtuosos gobernadores, que no tienen más aspiración que la felicidad de los pueblos que
dirigen y el honor del rey su señor.
Pero como los pueblos que yo he descrito no parecen tener el menor deseo de ser
conquistados y esclavizados, asesinados ni expulsados por colonias ni abundan en oro,
plata, azúcar ni tabaco, juzgué humildemente que no eran de ningún modo objeto apropiado
para nuestro celo, nuestro valor y nuestro interés. No obstante, si aquellos a quienes más
directamente importa encuentran de su gusto sustentar contraria opinión, estoy dispuesto a
declarar, cuando se me requiera legalmente, que ningún europeo visitó aquellos países antes
que yo. Es decir, si hemos de creer a los naturales. Pero, por lo que hace a la formalidad de
tomar posesión en nombre de mi soberano, jamás se me pasó por las mientes; y aunque se
me hubiera pasado, visto el giro que mis asuntos llevaban por entonces, quizá lo hubiera
diferido, por prudencia e instinto de conservación, para mejor oportunidad.
157
Contestada con esto la única objeción que como viajero pudiera ponérseme, me despido
por fin en este punto de todos mis amados lectores y me vuelvo a absorberme en mis
meditaciones y a mi pequeño jardín de Redriff; a poner por obra aquellas sabias lecciones
de virtud que aprendí entre los houyhnhnms; a instruir a los yahoos de mi familia hasta
donde llegue su condición de animal dócil; a mirar frecuentemente en un espejo mi propia
imagen, para ver si así logro habituarme con el tiempo a soportar la presencia de una
criatura humana; a lamentar la brutalidad de los houyhnhnms de mi tierra, aunque siempre
tratando con respeto sus personas, en honor de mi noble amo, su familia, sus amigos y toda
la raza houyhnhnm, a que éstos que viven entre nosotros tienen el honor de asemejarse en
todas sus facciones, por más que sus entendimientos hayan degenerado.
La semana pasada empecé a permitir a mi mujer que se sentase a comer conmigo, en el
extremo más apartado de una larga mesa, y me contestara, aunque con la mayor brevedad, a
unas cuantas preguntas que le hice. Sin embargo, como el olor de los yahoos sigue
molestándome mucho, tengo siempre la nariz bien taponada con hojas de ruda, espliego o
tabaco. Y aun cuando es difícil para un hombre perder en época avanzada de la vida añejas
costumbres, no dejo de tener esperanzas de poder tolerar en algún tiempo la próxima
compañía de un yahoo sin el recelo que aun me inspiran sus clientes y sus garras.
Mi reconciliación con la especie yahoo en general no sería tan difícil si ellos se
contentaran sólo con los vicios y las insensateces que la Naturaleza les ha otorgado. No me
causa el más pequeño enojo la vista de un abogado, un ratero, un coronel, un necio, un lord,
un tahur, un político, un médico, un delator, un cohechador, un procurador, un traidor y
otros parecidos; todo ello está en el curso natural de las cosas. Pero cuando contemplo una
masa informe de fealdades y enfermedades, así del cuerpo como del espíritu, forjada a
golpes de orgullo, ello excede los límites de mi paciencia, y jamás comprenderé cómo tal
animal y tal vicio pueden ajustarse. Los sabios y virtuosos houyhnhnms, que abundan en
todas las excelencias que pueden adornar a un ser racional, no tienen en su idioma término
para designar este vicio, como no lo tienen para expresar nada que signifique el mal,
excepto aquellos con que califican las detestables cualidades de sus yahoos, y entre ellas no
pueden distinguir ésta del orgullo por falta de completo conocimiento de la naturaleza
humana, según se muestra en otros países en que este animal gobierna. Pero yo, con mi
mayor experiencia pude claramente reconocer algunos rudimentos de ella en los yahoos
silvestres. Los houyhnhnms, que viven bajo el gobierno de la razón, no se encuentran más
orgullosos de las buenas cualidades que poseen que puedo estarlo yo de que no me falte un
brazo o una pierna, lo que no puede constituir motivo de jactancia para ningún hombre en
su juicio, aunque sería desdichado si le faltaran. Insisto particularmente sobre este punto,
llevado del deseo de hacer por todos los medios posibles la sociedad del yahoo inglés no
insoportable, y, de consiguiente, conjuro desde aquí a quienes tengan algún atisbo de este
vicio absurdo para que no se atrevan a comparecer ante mi vista.
FIN

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