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(Comentario)
«"A Vuestros Cuerpos Dispersos", "El Fabuloso Barco Fluvial", "El Oscuro Designio" y "El Laberinto Mágico" constituyen los cuatro volúmenes de una de las series mas famosas de la literatura mundial de ciencia ficción: El Mundo del Río.
El mundo imaginado por Philip José Farmer es un mundo cruzado por un unico y caudaloso río que lo atraviesa de parte a parte y cuya fuente es desconocida, y al que van a parar todos los seres muertos sobre la Tierra y, resucitados por una desconocida y extraña entidad con propósitos ignorados, en ese extraño planeta.
La vida puede ser muy apacible allí: la subsistencia está asegurada y la resurreccion, tras cualquier tipo de muerte, tambien esta asegurada. Pero el hombre es un ser social, y las relaciones de esa sociedad artificial no son sencillas precisamente. La vida, aun en un mundo así, puede ser terriblemente difícil...
Philip Jose Farmer escandalizó a la puritana sociedad norteamericana en 1952 con su novela "Los Amantes", donde relataba, mas allá de todo convencionalismo, los amores de un terrestre con una mujer alienígena, por encima de todos los tabúes sociales y religiosos. Más adelante seguiría escandalizando al público con novelas como "Extrañas Relaciones", "Dare", con casi pornográficas como "Carne" y "La Imagen De La Bestia", y con novelas satíricas escritas al estilo Burroughs en las que entrentaba a su gran personaje Tarzán con otros personajes literarios de la más diversa índole. Nada de su obra sin embargo ha alcanzado la resonancia universal de su serie del Mundo del Río, ...»
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Su esposa lo había aferrado entre sus brazos como si así pudiera mantenerlo apartado de la muerte.
El había gritado:
— ¡Dios mío, me muero!
La puerta de la habitación se había abierto, y había visto un gigantesco dromedario negro fuera, y había oído el tintineo de las campanillas de su arnés cuando el cálido viento del desierto las agitó. Luego, una gran faz blanca rematada por un gran turbante negro había aparecido en el vano de la puerta. El eunuco había atravesado la puerta, moviéndose como una nube, con una gigantesca cimitarra en su mano. La Muerte, el Destructor de los Placeres, el Igualador de la Sociedad, había llegado al fin.
Oscuridad. Nada. Ni siquiera supo que su corazón se había detenido para siempre. Nada.
Luego, sus ojos se abrieron. Su corazón estaba latiendo fuertemente. ¡Se sentía fuerte, muy fuerte! Todo el dolor de la gota de su pie, la agonía del hígado, la tortura de su corazón, todo había desaparecido.
Había un silencio tal que podía oir la sangre moviéndose en su cabeza. Estaba solo en un mundo sin sonidos.
Una brillante luz de idéntica intensidad lo llenaba todo. Podía ver, y sin embargo no comprendía lo que estaba viendo. ¿Qué eran esas cosas por encima, por el lado y por debajo de él? ¿Dónde estaba?
Trató de sentarse, y notó, atontado, una sensación de pánico. No había nada en qué sentarse, porque estaba suspendido en la nada. El intento lo lanzó dando una voltereta, muy lentamente, como si se hallara en un baño de melaza no muy viscosa. A treinta centímetros de las yemas de sus dedos se hallaba una barra de brillante metal rojo. La barra llegaba de arriba, del infinito, y descendía hacia el infinito. Trató de aferrarla porque era el objeto sólido más cercano, pero algo invisible resistía a su esfuerzo. Era como si las líneas de alguna fuerza estuvieran empujándole, repeliéndole.
Lentamente, giró sobre sí mismo en una cabriola. Luego, la resistencia lo detuvo con las yemas de sus dedos a unos quince centímetros de la barra. Extendió su cuerpo y se movió hacia adelante una fracción de centímetro. Al mismo tiempo, su cuerpo comenzó a girar sobre sí mismo alrededor de su eje longitudinal. Inhaló aire ruidosamente. Aunque sabía que no había donde aferrarse, no podía dejar de agitar los brazos con pánico, tratando de agarrarse a algo.
¿Estaba ahora cara «arriba» o cara «abajo»? Fuera cual fuese la dirección, estaba en la opuesta a la que miraba cuando se había despertado. Y no es que eso importase. «Por encima» de él y «por debajo» de él, la vista era la misma. Estaba suspendido en el espacio, y le impedía que cayese una crisálida invisible e intangible. A un metro ochenta «por debajo» de él se hallaba el cuerpo de una mujer con la tez muy pálida. Estaba desnuda, y desprovista totalmente de pelo. Parecía estar durmiendo. Sus ojos estaban cerrados, y sus senos se alzaban y descendían suavemente. Tenía las piernas juntas y muy rectas, y los brazos pegados al costado. Giraba lentamente como un pollo en un asador.
La misma fuerza que la hacía girar le estaba haciendo girar a él. Giró lentamente, apartándose de ella, y vio otros cuerpos desnudos y sin pelo, hombres, mujeres y niños, frente a él en silenciosas hileras girantes. Por encima de él se hallaba el cuerpo desnudo, sin cabello, y girante, de un negro.
Bajó la cabeza de forma que pudo ver su propio cuerpo. También él estaba desnudo y sin pelo. Su piel era suave, los músculos de su vientre eran firmes, y sus caderas revestidas de unos músculos fuertes y jóvenes. Las venas que antes sobresalieran como azules perforaciones de topo habían desaparecido. Ya no tenía el cuerpo de un debilitado y enfermo hombre de sesenta y nueve años que había estado muriendo tan solo un momento antes. Y el centenar o así de cicatrices se habían esfumado.
Se dio cuenta entonces de que no había viejos o mujeres entre los cuerpos que le rodeaban. Todos parecían tener unos veinticinco años de edad, aunque era difícil de terminar su edad exacta, dado que las cabezas y los pubis sin pelo hacían que al mismo tiempo pareciesen más jóvenes y más viejos.
Había fanfarroneado a menudo diciendo que no sabia lo que era el miedo. Ahora, el miedo le arrancó el grito que se formaba en su garganta. Su miedo le atenazó y ahogó la nueva vida que surgía en él.
Al principio se había sentido asombrado de seguir viviendo. Luego, su posición en el espacio y la disposición de lo que ahora le rodeaba había congelado sus sentidos. Estaba viendo y sintiendo a través de una gruesa ventana semiopaca. Tras unos pocos segundos, algo se rompió en su interior. Casi podía oírlo, como si la ventana se hubiera abierto repentinamente.
El mundo tomó una forma que podía aferrar, aunque no comprender. Sobre él, a ambos lados, por debajo, tan lejos como pudiera ver, flotaban cuerpos. Estaban dispuestos en hileras verticales y horizontales. Las hileras que iban de arriba a abajo estaban separadas por barras rojas, delgadas como palos de escoba, una de las cuales estaba situada a treinta centímetros de los pies de los durmientes y la otra a treinta centímetros de sus cabezas. Cada cuerpo estaba distanciado como un metro ochenta del cuerpo que tenía encima y a cada lado.
Las barras subían desde un abismo sin fondo y se extendían hacia otro abismo sin techo. Aquel grisor en el que las barras y los cuerpos, arriba y abajo, a derecha e izquierda, desaparecían, no era ni el cielo ni la tierra. No había nada en la distancia excepto la penumbra del infinito.
A un lado había un hombre de tez oscura con facciones toscanas. A su otro lado había una hindú, y tras ella un hombretón de aspecto nórdico. No fue hasta la tercera revolución cuando pudo determinar qué era lo que notaba de raro en aquel hombre. Su brazo derecho, desde un punto situado inmediatamente por debajo del codo, era rojo. Parecía faltarle la capa exterior de la piel.
Algunos segundos después, a varias hileras de distancia, vio un cuerpo adulto de hombre al que le faltaba la piel y todos los músculos del rostro.
Había otros cuerpos que no estaban completos. A lo lejos, apenas divisable, se hallaba un esqueleto con una maraña de órganos en su interior.
Continuó girando y observando, mientras su corazón tamborileaba contra su pecho por el terror. Por aquel entonces comprendía ya que se hallaba en alguna colosal cámara, y que las barras metálicas estaban irradiando alguna fuerza que, de alguna manera, sostenía y hacía girar a millones, quizá miles de millones, de seres humanos.
¿Dónde se hallaba aquel lugar?
Ciertamente no era la ciudad de Trieste, del Imperio Austrohúngaro, en 1890.
No era como ningún cielo o infierno del que hubiera oído jamás hablar, o hubiera podido leer, y pensaba que conocía cada una de las teorías sobre la otra vida.
Había muerto. Ahora estaba vivo. Durante toda su vida se había reído de la idea de que hubiera una vida después de la muerte. Por una vez, no podía negar que se había equivocado. Pero no había nadie presente para exclamar:
«¡Ya te lo dije, maldito incrédulo!»
De todos aquellos millones de seres, era el único que estaba despierto.
Mientras giraba a una velocidad aproximada de una revolución completa cada diez segundos, vio algo más que lo hizo jadear asombrado. A cinco hileras de distancia había un cuerpo que, a primera vista, parecía ser humano.
Pero ningún miembro de la especie del homo sapiens tenía tres dedos y un pulgar en cada mano, y cuatro dedos en cada pie. Ni una nariz y unos labios delgados y negros como los de un perro. Ni un escroto con muchas pequeñas protuberancias. Ni orejas con tan extrañas circunvoluciones.
El terror se desvaneció. Su corazón dejó de latir tan rápidamente, aunque no volvió a la normalidad. Se le descongeló el cerebro. Tenía que salir de aquella situación en la que estaba tan inerme como un cerdo en el asador. Tenía que conseguir encontrar a alguien que le dijese lo que estaba haciendo allí, cómo había llegado allí, por qué estaba allí.
Tenía que actuar.
Encogió las piernas y pateó, y averiguó que la acción, o mejor dicho la reacción, lo empujaba un centímetro hacia adelante. Pateó de nuevo, y se movió contra la resistencia. Pero, cuando hizo una pausa, fue lentamente devuelto a su posición original. Y sus brazos y sus piernas fueron suavemente empujados hacia su rígida posición primitiva.
Frenéticamente, pateando y braceando como si nadase, logró avanzar hacia la barra. Cuanto más se acercaba a la misma, más fuerte se tornaba el campo de fuerza. No abandonó. Si lo hiciera, regresaría a donde estaba, y sin la fuerza suficiente para comenzar a luchar de nuevo. No era propio de él abandonar hasta haber gastado todas sus fuerzas.
Respiraba roncamente, su cuerpo estaba cubierto de sudor, sus brazos y piernas se movían como en una gelatina espesa, y su progreso era imperceptible. Luego, las puntas de los dedos de su mano izquierda tocaron la barra. La notó caliente y dura.
De pronto, supo en qué dirección estaba «abajo». Cayó.
El contacto había roto el hechizo. Las telarañas de aire que lo rodeaban se rompieron sin un sonido, y se notó caer.
Estaba lo bastante cercano a la barra como para aferraría con una mano. El repentino detenerse de su caída hizo entrar su cadera en contacto con la barra, con un impacto doloroso. La piel de su mano ardía mientras se deslizaba por la barra, pero entonces se asió también con la otra mano, y se detuvo.
Frente a él, al otro lado de la barra, los cuerpos habían comenzado a caer. Descendían con la velocidad de un cuerpo que cae en la Tierra, y cada uno mantenía su posición extendida y la distancia original entre el cuerpo de arriba y el de abajo. Incluso seguían girando.
Fue entonces cuando los hálitos de aire en su espalda desnuda y sudorosa le hicieron girar alrededor de la barra. Tras él, en la hilera vertical de cuerpos que había ocupado, los durmientes también caían. Uno tras otro, como si fueran dejados caer metódicamente a través de una trampa, girando lentamente, fueron pasando frente a él. Sus cabezas pasaban rozándole a pocos centímetros. Había tenido suerte de que no hubieran chocado con él, haciéndole soltar la barra y caer al abismo, junto con ellos.
Caían en pausada procesión. Cuerpo tras cuerpo, desplomándose a ambos lados de la barra, mientras las otras hileras de millones y millones seguían durmiendo.
Durante un tiempo, los miró. Luego comenzó a contar cuerpos; siempre había sido un devoto numerador. Pero, cuando hubo contado 3001, lo dejó correr. Después de esto se limitó a observar la catarata de carne. ¿Hasta qué altura, hasta qué altura inconmensurable estaban almacenados? ¿Y cuán abajo podían caer? Sin querer, los había precipitado cuando su asir había interrumpido la fuerza que emanaba de la barra.
No podía subir por la barra, pero podía descender por ella. Comenzó a bajar, y luego miró hacia arriba y se olvidó de los cuerpos que pasaban junto a él. En alguna parte por encima, un zumbido estaba cubriendo el sonido silbante de los cuerpos que caían.
Un vehículo estrecho, de alguna brillante sustancia verde y con forma similar a la de una canoa, estaba descendiendo entre la columna de los que caían y la vecina columna suspendida. La canoa aérea no tenía ningún me dio visible de sustentación, pensó, y era tal su terror que ni siquiera se recreó con su juego de palabras: ningún medio visible de sustentación. Era como un navío mágico salido de las mil y una noches.
Un rostro apareció sobre la borda del navío. El vehículo se detuvo, y el sonido zumbante cesó. Otro rostro apareció junto al primero. Ambos tenían cabello largo, oscuro y lacio. Entonces, los rostros desaparecieron, se reinició el zumbido, y la canoa descendió de nuevo hacia él. Cuando estaba a un metro y medio por encima, se detuvo. Había un único pequeño símbolo en el casco verde: una espiral blanca que se abría a la derecha. Uno de los ocupantes de la canoa habló, en un lenguaje con muchas vocales y una clara pausa glótica que se producía a menudo. Sonaba como polinesio.
Bruscamente, la invisible crisálida de su alrededor volvió a aparecer. Los cuerpos que caían comenzaron a frenar su velocidad de descenso, y más tarde se detuvieron. El hombre agarrado a la barra notó que la fuerza sustentadora se apoderaba de él y lo alzaba. Aunque se aferró desesperadamente a la barra, sus piernas fueron levantadas y apartadas, y su cuerpo las siguió. Pronto se vio mirando hacia abajo. Le hicieron soltar las manos; noto como si su asidero a la vida, a la cordura, al mundo, también hubiera desaparecido. Comenzó a flotar hacia arriba, y a girar sobre sí mismo. Pasó junto a la canoa aérea, y se alzó sobre ella. Los dos hombres de la canoa estaban desnudos, eran de piel oscura como los árabes yemenitas, y bellos. Sus facciones eran nórdicas, semejantes a las de algunos islandeses que había conocido.
Uno de ellos alzó una mano en la que tenía un objeto metálico del tamaño de un lápiz. El hombre lo apuntó, como si fuera a disparar algo con él.
El que flotaba en el aire gritó con ira, odio y frustración, y braceó para nadar hacia la máquina.
— ¡Mataré! -gritó-. ¡Mataré! ¡Mataré!
De nuevo perdió el conocimiento.
El dios estaba de pie junto a él mientras yacía sobre la hierba junto al río, entre los sauces llorones. Yacía con los ojos muy abiertos y tan débil como un bebé recién nacido. El dios le estaba pinchando en las costillas con la punta de un bastón de hierro. El dios era un hombre alto de edad mediana. Tenía una larga barba negra bifurcada, y usaba las ropas domingueras de un caballero inglés del 53° año del reino de la Emperatriz Victoria.
— Llegas tarde -dijo el dios-. Hace mucho que tenias que haber pagado tu deuda, ¿sabes?
— ¿Qué deuda? -dijo Richard Francis Burton. Se pasó los dedos sobre sus costillas para asegurarse de que todas seguían allí.
— Me debes la carne -replicó el dios, pinchándole de nuevo con el bastón-, para no mencionar el espíritu. Me debes la carne y el espíritu, que son una misma cosa.
Burton trató de ponerse en pie. Nadie, ni siquiera el dios, iba a pinchar a Richard Burton en las costillas sin que éste presentase batalla.
El dios, ignorando sus fútiles esfuerzos, sacó un gran reloj de oro del bolsillo de su chaleco, abrió su gruesa y grabada tapa, miró las manecillas y dijo:
— Mucho retraso.
El dios extendió su otra mano, con la palma hacia arriba.
— Paga, o de lo contrario me veré obligado a embargar.
— ¿Embargar el qué?
Cayó la oscuridad. El dios comenzó a dísolverse en ella. Fue entonces cuando Burton se dio cuenta de que el dios se le parecía. Tenía el mismo cabello oscuro y lacio, el mismo rostro arábigo con oscuros ojos penetrantes, pómulos salientes, labios gruesos, y la barbilla muy adelantada y hendida. Las mismas largas y profundas cicatrices, testimonios de la jabalina somalí que había atravesado sus mejillas en aquella lucha en Berbera, también se hallaban en su rostro. Sus manos y pies eran pequeños, contrastando con sus amplias espaldas y su enorme pecho. Y tenía los largos y gruesos bigotes y la larga barba en horquilla que había originado que los beduinos denominasen a Burton «el Padre de los Bigotes».
— Te pareces al diablo -dijo Burton.
Pero el dios se había convertido simplemente en otra sombra en la oscuridad
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Burton seguía aún durmiendo, pero estaba tan cerca de la superficie de lo consciente que se dio cuenta de que había estado soñando. La luz estaba reemplazando a la noche.
Entonces se abrieron sus ojos. Y no supo dónde estaba.
Por encima había un cielo azul. Una suave brisa soplaba sobre su cuerpo desnudo. Su cabeza sin cabello y su espalda, piernas y palmas de las manos estaban sobre la hierba. Giró la cabeza hacia la derecha, y vio una llanura cubierta con una hierba muy corta, muy verde y muy gruesa. La llanura ascendía suavemente durante un par de kilómetros. Tras la llanura había una cordillera que empezaba con pequeñas elevaciones, y luego se hacía más abrupta y alta y muy irregular de tamaño mientras crecía hasta convertirse en montañas. Las colinas parecían extenderse unos cuatro kilómetros. Estaban cubiertas de árboles, algunos de los cuales brillaban con colores escarlatas, azules, verdes brillantes, amarillos llameantes y rosas profundos. Las montañas tras las colinas se alzaban repentinamente, en perpendicular, e increiblemente altas. Eran negras y azul verdosas; parecían hechas de roca ígnea cristalina, con grandes manchas de liquen cubriendo al menos un cuarto de su superficie.
Entre él y las colinas había muchos cuerpos humanos. El más cercano, situado tan solo a unos pasos de distancia, era el de la mujer blanca que había estado bajo él en aquella hilera vertical.
Quería alzarse, pero se sentía torpe y atontado. Todo lo que podía hacer por el momento, y para ello necesitaba un gran esfuerzo, era volver su cabeza hacia la izquierda. Allí había más cuerpos desnudos sobre una llanura que descendía hacia un río situado quizá a unos cien metros de distancia. El río tenía más o menos un par de kilómetros de anchura, y en su otro lado había otra llanura, probablemente de unos dos kilómetros de ancho, que subía hacia el pie de unas colinas cubiertas con más árboles, tras las que se alzaban, tremendamente negras y azul verdosas, las montañas. Aquello era el este, pensó vagamente. El sol se acababa de alzar sobre la cima de una montaña de allí.
Casi junto al borde del río había una extraña estructura. Era de granito gris con pintas rojas, y tenía la forma de una seta. Su ancha base no podía tener más de un metro y medio de alto, y la sombrilla de la seta tenía un diámetro de más o menos quince metros.
Logró alzarse lo bastante como para apoyarse en un codo.
Había más setas de granito a lo largo de ambos lados del río.
Por todas partes de la llanura se veían seres humanos, desnudos y sin pelo, espaciados a un metro ochenta de distancia. La mayor parte de ellos estaban echados de espaldas y mirando al cielo. Otros comenzaban a moverse, a mirar a su alrededor e incluso a sentarse.
También él se sentó, y se palpó la cabeza y el rostro con ambas manos. Ni una arruga.
Su cuerpo no era aquel cuerpo arrugado, apergaminado, huesudo, agostado, de un viejo de sesenta y nueve años que había yacido en su lecho de muerte. Era el cuerpo de piel suave y poderosamente musculado que poseía cuando tenía veinticinco años de edad. El mismo cuerpo que había tenido cuando estaba flotando entre aquellas barras, en el sueño. ¿Sueño? Le había parecido demasiado veraz para ser un sueño. No era un sueño.
Alrededor de su muñeca había una delgada banda de material transparente. Estaba unida a una tira de quince centímetros de largo del mismo material. El otro extremo estaba fijado a un arco metálico, el asa de un cilindro de metal grisáceo con una tapa cerrada.
Con la mente perdida, sin concentrarse porque su cerebro aún estaba demasiado atontado, alzó el cilindro. Pesaba menos de medio kilo, así que no podía ser de hierro, ni aunque estuviera vacío. Su diámetro era de cuarenta y cinco centímetros, y tenía unos setenta y cinco de altura.
Todo el mundo tenía un objeto similar atado a su muñeca.
Tambaleante, con su corazón comenzando a acelerarse a medida que sus sentidos se despertaban, se puso en pie.
También otros se estaban levantando. Muchos tenían rostros alucinados o congelados por un gélido asombro. Algunos parecían temerosos. Sus ojos estaban desorbitados y giraban sin cesar; sus pechos se alzaban y descendían rápidamente; sus respiraciones siseaban. Algunos temblaban como si un viento helado soplase sobre ellos, aunque el aire era agradablemente cálido.
Lo extraño, lo realmente asombroso y terrorífico, era el silencio casi completo. Nadie decía una sola palabra; solo se oía el sisear de las respiraciones de los que estaban más cerca, y un pequeño golpe cuando un hombre se dio una palmada en la pierna; un silbido débil de una mujer.
Tenían las bocas abiertas, como si estuviesen a punto de decir algo.
Comenzaron a moverse, mirándose los unos a los otros al rostro, a veces tendiendo la mano para tocar suavemente a alguien. Movían temerosos sus pies desnudos, giraban en una dirección, volvían a girar en otra, atisbaban a las colinas, a los árboles cubiertos por la floración prolífica y de brillantes colores, a las empinadas montañas cubiertas de musgo, al reverberante río verde, a las piedras en forma de seta, a las muñequeras y a los cilindros metálicos grises.
Algunos se palpaban los cráneos pelados y los rostros.
Todo el mundo parecía encerrado en un movimiento sin ton ni son y en el silencio.
De pronto, una mujer comenzó a gemir. Cayó de rodillas, echó la cabeza hacia atrás, y aulló. Al mismo tiempo, muy a lo lejos en la orilla del río, otra persona también aulló.
Fue como si esos dos gritos fueran señales. O como si los dos fueran llaves dobles de la voz humana, y la hubieran abierto.
Los hombres, mujeres y niños comenzaron a gritar o llorar o arañarse los rostros con las uñas o golpearse el pecho o caer de rodillas y alzar las manos en oración o tirarse al suelo y tratar de ocultar sus rostros en la hierba como si, cual avestruces, quisiesen evitar ser vistos, o a rodar hacia adelante y atrás, ladrando como perros o aullando como lobos.
El terror y la histeria se apoderaron de Burton. Deseaba caer de rodillas y rogar por su salvación en el juicio. Suplicar piedad. No deseaba ver el cegador rostro de Dios apareciendo sobre las montañas, un rostro más brillante que el sol. No era tan bravo ni estaba tan desprovisto de culpa como había pensado. El juicio sería tan terrible, tan tremendamente definitivo, que no podía soportar el pensar en él.
En una ocasión, había tenido un sueño acerca de estar ante un dios después de haber muerto. Se había encontrado pequeño y desnudo en medio de una vasta llanura como aquella, pero estaba solo. Entonces el dios, grande como una montaña, había caminado hacia él. Y él, Burton, no había retrocedido, y había desafiado al dios.
Aquí no estaba el dios, pero de todas maneras huyó. Corrió a través de la llanura, apartando de su camino a hombres y mujeres, rodeando a algunos, saltando sobre otros, mientras se revolcaban por el suelo. Mientras corría aullaba: «¡No! ¡No! ¡No!». Sus brazos revoloteaban para apartar horrores invisibles. El cilindro aferrado a su muñeca giraba una y otra vez.
Cuando jadeaba de tal forma que ya no podía aullar, y sus brazos y piernas colgaban pesados, y sus pulmones le ardían, y su corazón tamborileaba, se dejó caer bajo el primero de los árboles.
Tras un rato, se sentó y miró hacia la llanura. El sonido de la multitud había cambiado de gemidos y aullidos a un gigantesco charloteo. La mayoría estaban hablando unos con otros, aunque no parecía que nadie estuviese escuchando. Burton no podía oír ninguna palabra suelta. Algunos hombres y mujeres se estaban abrazando y besando como si se conociesen en sus vidas anteriores y ahora se aferrasen unos a otros para asegurarse a sí mismos sus identidades y su realidad.
Había un cierto número de niños en la gran multitud. Sin embargo, ninguno de ellos tenía menos de cinco años de edad. Como las de sus mayores, sus cabezas estaban desprovistas de cabello. La mitad de ellos lloraban, clavados en su sitio. Otros, también llorando, corrían de un lado a otro, mirando a los rostros de la gente, obviamente en busca de sus padres.
Comenzaba a respirar con mayor facilidad. Se alzó y se volvió. El árbol bajo el que se hallaba era un pino rojo de sesenta metros de alto. Junto a él había un árbol de un tipo que jamás había visto. Dudaba que jamás hubiese existido en la Tierra. Estaba seguro de no hallarse en la Tierra, aunque no hubiera podido dar ninguna razón específica en aquel preciso momento. El árbol tenía un tronco grueso, negruzco y nudoso, y muchas ramas gruesas con hojas triangulares de unos dos metros de largo, y de color verde con nervios escarlata. Tenía unos noventa metros de alto. También había otros árboles que parecían abetos, robles, encinas y diversas variedades de pinos.
Aquí y allá había matorrales de plantas altas parecidas a bambúes, y en todas partes en las que no se hallaban árboles o bambúes se veía hierba de unos noventa centímetros de alto. No había animales a la vista, ni insectos, ni pájaros.
Miró a su alrededor buscando un palo o una rama. No tenía la menor idea de lo que estaba programado para la humanidad, pero si era dejada sin supervisión o control, pronto volvería a su estado normal. Una vez hubiera pasado el shock, la gente comenzaría a cuidarse de sí misma, y esto significaría que algunos tratarían de hacer daño a los otros.
No encontró nada que fuera útil como arma. Entonces se le ocurrió que el cilindro metálico podía ser usado como arma. Lo golpeó contra un árbol. Aunque pesaba poco, era tremendamente duro.
Alzó la tapa, que estaba abisagrada en un lado, por dentro. El interior hueco tenía seis anillos metálicos de quita y pon, tres a cada lado, espaciados de tal forma que cada uno de ellos podía contener y contenía una taza o plato hondos, o un recipiente rectangular de metal gris. Todos estos recipientes estaban vacíos. Cerró la tapa. Indudablemente, ya averiguaría a su tiempo cuál era la función del cilindro.
Fuera lo que fuese lo que había sucedido, la transformación no había dado como resultado cuerpos de frágil nebuloso ectoplasma. El era de carne, huesos y sangre.
Aunque aún se sentía un poco apartado de la realidad como si se hubiese soltado de los engranajes del mundo ya iba saliendo de su shock.
Tenía sed. Tenía que bajar al río y beber, esperando que no estuviese envenenado. Ante este pensamiento, sonrió secamente, y se frotó el labio superior. Su dedo se sintió desencantado. Aquella era una reacción curiosa, pensó, y entonces recordó que su grueso bigote había desaparecido. Oh, sí, esperaba que el agua del río no estuviese envenenada. ¡Que extraño pensamiento! ¿Para qué iban ser devueltos a la vida los muertos, si volvían a morir en seguida? Pero se quedó un largo rato bajo el árbol. No deseaba volver a pasar por entre aquella multitud que hablaba enloquecida y sollozaba histéricamente, para lograr llegar al río. Aquí, lejos de la muchedumbre, estaba liberado de gran parte del terror y del shock que lo envolvían como un mar. Si regresaba, quedaría de nuevo atrapado en sus emociones.
En aquel momento, vio que una figura se destacaba de la masa desnuda y caminaba hacia él. Vio que no era humana.
Fue entonces cuando Burton estuvo seguro de que aquel día de la resurrección no era ninguno de los que habían profetizado cualquiera de las religiones. Burton no había creído en el Dios de los cristianos, musulmanes, hindúes o de ninguna fe. De hecho, no estaba muy seguro de creer en ningún Creador. Había creído en Richard Francis Burton, y en unos pocos amigos. Estaba seguro de que, cuando muriese, el mundo dejaría de existir.
Despertándose tras la muerte, en aquel valle situado junto al río, había quedado impotente para defenderse contra las dudas que existían en todo hombre educado religiosamente y expuesto a una sociedad adulta que aprovechaba cada oportunidad para predicar sus convicciones.
Ahora, al ver acercarse al ser extraño, estuvo seguro de que había de haber otra explicación para aquel acontecimiento que no fuera la sobrenatural. Había una razón física, científica, que explicaba que él estuviera allí; no tenía que recurrir para ello a las explicaciones judeo-cristiano-musulmanas.
El ser, que indudablemente era macho, era un bípedo de dos metros de alto. Su cuerpo, de piel sonrosada, era muy delgado. Tenía tres dedos y un pulgar en cada mano, y cuatro dedos muy delgados y largos en cada pie. Tenía dos manchas rojo oscuro bajo sus pezones, en el tórax. Su rostro era semihumano. Unas gruesas cejas negras caían hacia las prominentes mejillas y se extendían para cubrir las con un bozo parduzco. Los lados de las aletas de su nariz estaban bordeados por una delgada membrana de un milímetro y medio de largo. La gruesa masa de cartílago de la punta de la nariz estaba profundamente partida.
Sus labios eran delgados, de piel colgante y negros. Sus orejas no tenían lóbulos, y las circunvoluciones de las mismas no eran humanas. Su escroto tenía el aspecto de contener muchos pequeños testículos.
Había visto a aquel ser flotando en las hileras, a algunas líneas de distancia en el lugar de pesadilla.
El ser se detuvo a algunos pasos de distancia, sonrió, y reveló unos dientes bastante humanos. Dijo:
— Espero que hable usted inglés. No obstante, puedo hablar con cierta soltura en ruso, chino mandarín o indostaní.
Burton sintió un ligero asombro, como si un perro o un mono le hubiera hablado.
— Habla usted inglés americano del medio oeste -le replicó-. Y además, bastante bien. Aunque un tanto rebuscadamente.
— Gracias -le dijo el ser-. Le he seguido porque usted parece ser la única persona con bastante sentido común como para apartarse de ese caos. Quizá tenga usted alguna explicación para esta... ¿cómo la llaman?... resurreccion.
— No tengo ninguna explicación de la que usted no disponga ya -dijo Burton-. De hecho, no tengo ninguna explicación ni siquiera para la existencia de usted, antes o después de la resurreccion.
Las gruesas cejas del ser se agitaron, un gesto que luego Burton iba a averiguar que indicaba sorpresa o asombro.
— ¿No? Es extraño. Habría jurado que ni uno de los seis millones de habitantes de la Tierra había dejado de oír o verme en la televisión.
— ¿Televisión?
Las cejas del ser se agitaron de nuevo.
— No sabe usted lo que es la televisión...
Su voz se arrastró, luego sonrió de nuevo.
— ¡Claro está, qué estúpido soy! ¡Debió usted morir antes de que yo llegase a la Tierra!
Las cejas del ser se alzaron, en un equivalente a un fruncimiento de cejas humano, como averiguaría Burton, y dijo lentamente:
— Veamos. Creo que fue, según su cronología, en el año 2002. ¿Cuándo murió usted?
— Debió de ser en 1890-respondió Burton.
El ser le había vuelto a traer la sensación de que todo aquello no era real. Se pasó la lengua por el interior de la boca; las muelas de la parte de atrás, que había perdido cuando la lanza somalí le atravesó las mejillas, habían sido reemplazadas ahora. Pero aún seguía circuncidado, y los hombres de la ribera, la mayor parte de los cuales habían estado gritando en el alemán de Austria, en italiano o en el esloveno de Trieste, también estaban circuncisos. Y no obstante, en su tiempo, la mayor parte de los hombres de aquel área no hubieran estado circuncidados.
— Al menos -añadió Burton-, no recuerdo nada después del 20 de octubre de 1890.
— ¡Aah! -exclamó el ser-. Así que salí de mi planeta nativo aproximadamente doscientos años antes de que usted muriese. ¿Mi planeta? Era un satélite de esa estrella a la que ustedes los terrestres llaman Tau Ceti. Nos pusimos en animación suspendida, y cuando nuestra nave se acercó a su sol, fuimos descongelados automáticamente y... Pero usted no debe de saber de lo que estoy hablando.
— No del todo. Las cosas están sucediendo demasiado deprisa. Me gustaría que me explicase todo esto más tarde. ¿Cuál es su nombre?
— Monat Grrautut. ¿Y el suyo?
— Richard Francis Burton, a su servicio.
Se inclinó ligeramente, y sonrió. A pesar de lo extraño de aquel ser y algunos aspectos físicos repulsivos, Burton comenzó a sentir un cierto afecto hacia él.
— El fallecido capitán Richard Francis Burton -añadió-, que hasta hace poco era cónsul de Su Majestad la Reina en el puerto austrohúngaro de Trieste.
— ¿De la reina Isabel?
— Viví en el Siglo XIX, no en el XVI.
— Una reina Isabel reinó en la Gran Bretaña en el Siglo XX -dijo Monat.
Se volvió para mirar hacia la orilla del río.
— ¿Por qué están tan temerosos? Todos los seres humanos que conocí estaban seguros o bien de que no habría vida después de la muerte, o de que obtendrían un tratamiento agradable en ella.
Burton sonrió y le contestó:
— Aquellos que negaban el más allá están seguros de que se hallan en el infierno por haberlo negado. Aquellos que sabían que irían al cielo están asombrados, me imagino, por hallarse desnudos. Mire, la mayor parte de las ilustraciones de la vida después de la muerte mostraban que los habitantes del infierno estaban desnudos, y los del cielo vestidos. Así que si uno resucita con el culo al aire, es que debe de estar en el infierno.
— Parece usted divertido -comentó Monat.
— No estaba tan divertido hace unos minutos -dijo Burton-. Y estoy temblando. Realmente temblando. Pero el verle aquí me hace pensar en que las cosas no son lo que la gente pensó que serían. Pero pocas veces lo son. Y Dios, si es que va a aparecer, no parece tener prisa en ello. Creo que debe de haber alguna explicación para esto, pero que no debe de estar de acuerdo con ninguna de las conjeturas que se hacían en la Tierra.
— Dudo que estemos en la Tierra -dijo Monat. Señaló hacia arriba con largos y finos dedos, que llevaban gruesas protecciones de cartílago en lugar de uñas-. Si mira fijamente allí, protegiéndose los ojos -dijo- podrá ver otro cuerpo celeste cerca del sol. Y no es la Luna.
Burton hizo pantalla sobre sus ojos con las manos, con el cilindro de metal sobre el hombro, y miró al punto indicado. Vio un cuerpo ligeramente brillante que parecía tener un octavo del tamaño de la luna llena. Cuando bajó las manos, preguntó.
— ¿Una estrella?
— Creo que sí -le respondió Monat-. Me pareció ver otros cuerpos muy débiles por otras partes del cielo, pero no estoy seguro. Lo sabremos cuando llegue la noche.
— ¿Dónde cree que estamos?
— No lo sé. -Monat hizo un gesto hacia el sol-. Se alza, así que descenderá, y entonces llegará la noche. Creo que sería mejor prepararse para la noche. Y para otros acontecimientos. Hace calor, y va en aumento, pero la noche puede ser fría, y quizá llueva. Deberíamos construir algún tipo de abrigo. Y también deberíamos pensar en encontrar comida. Aunque me imagino que este artilugio -señaló a su cilindro- nos alimentará.
— ¿Qué le hace pensar eso?
— He mirado dentro del mío, y contiene platos y tazas, que ahora están vacíos, pero que obviamente son para ser llenados.
Burton se sintió menos irreal. El ser... el taucetano, parecía tan pragmático, tan realista, que le servía de anda a la que Burton podía atar sus sentidos antes de que vagasen de nuevo. Y, a pesar del repulsivo aspecto del ser, exudaba una amistosidad y una franqueza que alegraban a Burton. Además, cualquier ser que viniese de una civilización que podía recorrer muchos billones de kilómetros de espacio interestelar debía tener muchos conocimientos y recursos valiosísimos.
Otros estaban comenzando a separarse de la multitud. Un grupo de más o menos diez hombres y mujeres caminaron lentamente hacia él. Algunos estaban hablando, pero otros iban en silencio y con los ojos muy abiertos. No parecían tener una meta definida en mente; simplemente, vagaban como una nube empujada por el viento. Cuando llegaron junto a Burton y Monat, dejaron de caminar.
Un hombre que seguía al grupo atrajo especialmente la atención de Burton. Obviamente, Monat era no humano, pero aquel individo era subhumano o prehumano. Tenía una altura de más o menos metro y medio. Era macizo y con poderosos músculos. Su cabeza se inclinaba hacia adelante sobre un cuello muy grueso y arqueado. Su frente era aplastada e inclinada hacia atrás. Su cráneo era largo y estrecho. Unas enormes protuberancias supraorbitales ensombrecían unos ojos marrón oscuro. Su nariz era un pegote de carne con arqueados orificios, y los prominentes huesos de sus mandíbulas le hacían sobresalir los delgados labios. En otro tiempo quizá estuvo cubierto por tanto pelo como un mono, pero ahora, como los demás, estaba completamente desprovisto de él.
Sus enormes manos tenían el aspecto de poder hacer polvo una piedra.
No dejaba de mirar tras él, como si temiese que alguien le fuera siguiendo. Los seres humanos se apartaban de él cuando se les aproximaba. Pero entonces otro hombre se acercó al subhumano y le dijo algo en inglés. Resultaba evidente que no esperaba ser comprendido, pero que estaba tratando de mostrarse amistoso. Sin embargo, su voz era muy ronca. El recién llegado era un musculoso joven de un metro ochenta de alto. Tenía un rostro bien parecido cuando le daba la cara a Burton, pero cómicamente desigual de perfil. Sus ojos eran verdes.
El subhumano tuvo un pequeño sobresalto cuando le habló. Atisbó al sonriente joven bajo los arcos supraciliares. Luego sonrió, revelando enormes y gruesos dientes, y habló en un lenguaje que Burton no reconoció. Se señaló a sí mismo, y dijo algo que sonaba como Kazzintuitruaabemss. Luego, Burton averiguaría que aquello era su nombre, y que significaba Dientes-Blancos.
Los otros eran cinco hombres y cuatro mujeres. Dos de los hombres se habían conocido en la vida terrenal, y uno de ellos había estado casado con una de las mujeres. Todos eran italianos o eslovenos que habían muerto en Trieste, aparentemente en 1890, aunque no conocía a ninguno de ellos.
— Oiga, usted -dijo Burton, señalando al hombre que había hablado en inglés-, dé un paso al frente. ¿Cuál es su nombre?
El hombre se le acercó dubitativo. Le dijo:
— Usted es inglés, ¿no?
El hombre hablaba con un acento del medio oeste americano.
Burton alzó la mano y le contestó:
— Ajá. Soy Burton.
El hombre alzó una cejas sin cabello y dijo:
— ¿Burton? -se inclinó hacia adelante, y escrutó el rostro de Burton-. Es difícil afirmar... No puede ser que...
Se irguió.
— Mi nombre es Peter Frigate. F-r-i-g-a-t-e.
Miró a su alrededor, y entonces dijo con una voz aún más tensa:
— Es difícil hablar coherentemente. Todo el mundo se halla en un estado de shock, ¿sabe? Yo siento como si fuera a caer hecho pedazos. Pero... aquí estamos... de nuevo en vida... de nuevo jóvenes... sin fuegos infernales... al menos aún no. Nací en 1918, morí en 2008. A causa de lo que ese extraterrestre hizo... aunque no lo acuso por ello... ¿Sabe?, solo estaba defendiéndose.
La voz de Frigate murió en un susurro. Sonrió nerviosamente a Monat.
— ¿Conoce usted a este tal... Monat Grrautut?
— No exactamente -respondió Frigate-. Claro que lo vi bastante en la televisión, y oí hablar y leí lo suficiente sobre él.
Alzó la mano, como si esperase que se la rechazaran. Monat sonrió y la estrechó.
— Creo que sería una buena idea si nos agrupásemos -dijo Frigate-. Quizá necesitemos protección.
— ¿Por qué? -preguntó Burton, aunque sabía muy bien el motivo.
— Ya sabe cuán podridos son la mayor parte de los humanos -le dijo Frigate-. En cuanto la gente se acostumbre a estar resucitada, comenzará a luchar por las mujeres, la comida y todo aquello que les guste. Y pienso que deberíamos mostrarnos amistosos con este neanderthal o lo que sea. Será un buen compañero en una lucha.
Kazz, como le llamaron desde entonces, parecía desear patéticamente ser aceptado. Pero, al mismo tiempo, se mostraba receloso de cualquiera que se le acercase demasiado.
Una mujer pasó junto a ellos, murmurando una y otra vez, en alemán:
— ¡Dios mío!, ¿qué he hecho para ofenderte?
Un hombre con ambos puños apretados y alzados a la altura de sus hombros, estaba gritando en yiddish:
— ¡Mi barba! ¡Mi barba!
Otro hombre estaba señalando sus genitales y diciendo en esloveno:
— ¡Me han convertido en judío! ¡En judío! ¿Creen que...? ¡No, no puede ser!
Burton sonrió salvajemente y dijo:
— No se le ocurre que quizá lo hayan convertido en mahometano, o en aborigen australiano, o en antiguo egipcio, pues todos ellos practicaban la circuncisión.
— ¿Qué es lo que ha dicho? -preguntó Frigate. Burton se lo tradujo. Frigate se echó a reír.
Una mujer pasó apresuradamente; estaba haciendo un patético esfuerzo por cubrirse con las manos los senos y su región púbica. Murmuraba:
— ¿Qué pensarán? ¿Qué pensarán? -y desapareció entre los árboles.
Un hombre y una mujer pasaron junto a ellos; hablaban en italiano tan fuerte como si estuviesen separados por una ancha carretera:
— No podemos estar en el cielo... lo sé, oh Dios, lo se... ahí están Giuseppe Zomzini, y ya sabes lo malvado que era... ¡Debería estar ardiendo en el infierno! Lo sé, lo se... Robó al Tesoro, frecuentaba los prostíbulos, murió borracho... y no obstante... ¡está aquí!... Lo sé, lo sé...
Otra mujer corría y gritaba en alemán:
— ¡Papaíto! ¡Papaíto! ¿Dónde estás? ¡Soy tu querida Hilda!
Un hombre resopló y dijo varias veces, en húngaro:
— Soy tan bueno como cualquiera y mejor que muchos. Que se vayan al infierno.
Una mujer dijo:
— He malgastado toda mi vida, toda mi vida. Lo hice todo por ellos, y ahora...
Un hombre, balanceando el cilindro de metal ante él como si fuera un incensario, gritaba:
— ¡Seguidme a las montañas! ¡Seguidme! ¡Oh buen pueblo, yo sé la verdad! ¡Seguidme! ¡Estaremos a salvo en el seno del Señor! ¡No creáis en esta ilusión que os rodea, seguidme! ¡Os abriré los ojos!
Otros hablaban incomprensiblemente o estaban en silencio, con los labios apretados como si temiesen decir lo que había en su interior.
— Pasará algún tiempo antes de que se serenen -dijo Burton. Notaba que también pasaría mucho tiempo antes de que él se sintiese tranquilo en aquel mundo.
— Quizá nunca sepan la verdad -dijo Frigate.
— ¿Qué quiere decir?
— No conocían la Verdad, con V mayúscula, allá en la Tierra, así que ¿por qué iban a saberla aquí? ¿Qué es lo que le hace creer que vayamos a tener una revelación?
— No lo sé -dijo Burton, alzándose de hombros-, pero creo que deberíamos determinar cómo es lo que nos rodea, y cómo podemos sobrevivir aquí. La fortuna de un hombre que se sienta se sienta con él. -Señaló hacia la orilla del río-. ¿Ven esas setas de piedra? Parecen estar espaciadas a intervalos de un kilómetro y medio. Me pregunto cuál será su finalidad.
— Si hubiera observado esa de cerca -dijo Monat-, habría visto que su superficie contiene unas setecientas indentaciones circulares. Tienen justo el tamaño correcto para que quepa en ellas la base de un cilindro. De hecho, hay un cilindro en el centro de la superficie superior. Creo que si examinamos ese cilindro quizá podamos determinar su finalidad. Sospecho que fue colocado ahí para que hiciéramos exactamente eso.
Una mujer se aproximó a ellos. Tenía una estatura mediana, una forma espléndida y un rostro que habría sido hermoso de estar enmarcado por cabellos. Sus ojos eran grandes y oscuros. No hacía intentos de cubrirse con las manos. Burton no se sentía excitado en lo más mínimo al mirarla o al mirar a cualquier otra mujer. Estaba demasiado atontado.
La mujer hablaba con voz bien modulada y un acento de Oxford.
— Les ruego que me perdonen, caballeros. No he podido evitar el oírles. Las suyas son las únicas voces inglesas que he escuchado desde que me desperté aquí... sea donde sea. Soy inglesa, y estoy buscando protección. Me coloco a su merced.
— Afortunadamente para usted, madame -le respondió Burton-, se ha dirigido a los hombres adecuados. Al menos, hablando por mí mismo, le puedo asegurar que obtendrá toda la protección que pueda darle. Aunque, si fuera como algunos caballeros ingleses que he conocido, quizá no le hubiera ido tan bien. A propósito, este caballero no es inglés. Es un yanki.
Parecía extraño el estar hablando tan formalmente en aquel día tan especial, con todos los gemidos y el griterío arriba y abajo por el valle, y con todo el mundo desnudo como cuando nació y tan desprovisto de pelo como una anguila.
La mujer tendió la mano a Burton.
— Soy la señora Hargreaves -dijo.
Burton tomó la mano e, inclinándose, la besó suavemente. Se sentía estúpido pero, al mismo tiempo, el gesto aumentaba su contacto con la realidad. Si se podían preservar los formulismos de la sociedad elegante, quizá también pudieran devolverse las cosas a su «estado normal».
— Soy el fallecido capitán Sir Richard Francis Burton -dijo, sonriendo suavemente ante lo de fallecido-. Quizá haya usted oído hablar de mí.
Ella apartó la mano, pero luego la tendió de nuevo.
— Si, he oído hablar de usted, Sir Richard.
— ¡No puede ser! -dijo alguien.
Burton miró a Frigate, que era quien había hablado en tono muy bajo.
— ¿Y por qué no? -preguntó.
— ¡Richard Burton! -dijo Frigate-. Sí. Me lo dije, pero sin cabello...
— ¿Ajá? -exclamó Burton.
— ¡Ajá! -dijo Frigate-. Tal como decía en los libros!
— ¿De qué está usted hablando?
Frigate inhaló profundamente y luego dijo:
— Ahora no importa, señor Burton. Se lo explicaré luego. Simplemente acepte que estoy muy agitado. Que no estoy en mi estado normal. Naturalmente, comprenderá eso.
Miró fijamente a la señora Hargreaves, agitó la cabeza y dijo:
— ¿Su nombre es Alice?
— ¡Pues sí! -exclamó ella, sonriendo y tornándose hermosa, con cabello o sin él-. ¿Cómo lo supo? ¿Nos han presentado? No, creo que no.
— ¿Alice Pleasance Liddell Hargreaves?
— Sí.
— Tengo que sentarme -dijo el americano. Caminó bajo el árbol y se sentó, apoyando la espalda en el tronco. Sus ojos parecían un tanto vidriados.
— Postshock -dijo Burton.
Podía esperar un tal comportamiento errático, y una conversación desvariada, de los otros, durante algún tiempo. También podía esperar tener él un cierto comportamiento no racional. Pero lo importante era conseguir refugio y alimentos, y trazar algún plan para la defensa común.
Burton habló en italiano y esloveno a los otros, y luego hizo las presentaciones. No protestaron cuando sugirió que lo siguieran a la orilla del río.
— Estoy seguro de que todos estamos sedientos -dijo-, y deberíamos investigar esa seta de piedra.
Caminaron de regreso a la llanura, tras él. La gente estaba sentada o caminando sin rumbo. Pasaron junto a una pareja que discutía en voz muy fuerte y con los rostros enrojecidos. Aparentemente habían sido marido y mujer, y estaban continuando una disputa que había durado toda su vida. De repente, el hombre dio la vuelta y se marchó. Su esposa lo miró incrédula, y luego corrió tras él. El la empujó tan violentamente que la hizo caer sobre la hierba. Rápidamente se perdió entre la multitud, pero la mujer correteó de un lado a otro, gritando su nombre y amenazándole con armar un escándalo si no salía de donde estaba oculto.
Burton pensó brevemente en su propia esposa, Isabel. No la había visto en aquella multitud, aunque esto no quería decir que no estuviese entre ella. Estaría buscándole. No se detendría hasta encontrarlo.
Se abrió camino entre la multitud hasta la orilla del río, y luego se arrodilló y tomó agua con las manos. Era fresca, clara y refrescante. Su estómago parecía estar absolutamente vacío. Después de haber satisfecho su sed, sintió hambre.
— Las aguas del Río de la Vida -dijo Burton-. El Estígea. El Lethe. No, el Lethe no. Lo recuerdo todo de mi existencia terrenal.
— Yo desearía poder olvidar la mía -dijo Frigate. Alice Hargreaves estaba arrodillada junto al borde, tomando agua con una mano, mientras se apoyaba con el otro brazo. Su figura era realmente encantadora, pensó Burton. Se preguntó si sería rubia cuando le creciese el cabello, si es que le crecía. Quizá, quien fuera que los hubiese colocado allí, deseaba que todos fueran calvos, por siempre, por alguna razón propia.
Subieron a la parte alta de la estructura en forma de seta más cercana. El granito era de grano muy denso, gris y muy moteado de rojo. En su superficie plana había setecientas indentaciones, formando cincuenta círculos concéntricos. La depresión del centro contenía un cilindro metálico. Un hombrecillo de tez oscura, con una gran nariz y barbilla recesiva, estaba examinando el cilindro. Cuando se aproximaron, alzó la vista y sonrió.
— Este no quiere abrirse -dijo en alemán-. Quizá lo haga luego. Estoy seguro de que está aquí como ejemplo de lo que tenemos que hacer con nuestros recipientes.
Se presentó como Lev Ruach, y cambió a un inglés con mucho acento cuando Burton, Frigate y Hargreaves le dieron sus nombres.
— Yo era un ateo -dijo, pareciendo hablar para sí mismo más que para ellos-. Ahora, no sé. ¿Saben? Este lugar es un gran shock para un ateo, como también lo es para esos creyentes devotos que se habían imaginado una vida después de la muerte bastante diferente de ésta. Bueno, pues estaba equivocado. No será la primera vez. -Se echó a reír, y le dijo a Monat-: Le reconocí en seguida. Es buena cosa para usted que resucitase en un grupo compuesto principalmente por gente que murió en el siglo XIX. De lo contrario, le habrían linchado.
— ¿Cómo es eso? -preguntó Burton.
— Exterminó la Tierra -dijo Frigate-. Al menos, creo que lo hizo.
— El barredor -dijo dolido Monat- estaba ajustado para matar únicamente a una parte de los seres humanos, y no hubiera exterminado a toda la humanidad. Hubiera cesado de actuar después de que un número determinado... desgraciadamente, un gran número, hubiera perdido sus vidas. Créanme, amigos, no quise hacerlo. No saben qué agonía representó tomar la decisión de apretar el botón. Pero tenía que proteger a mi gente. Ustedes me obligaron.
— Todo comenzó cuando Monat estaba en un programa cara al público -explicó Frigate-. Dijo una frase desafortunada. Dijo que sus científicos tenían el conocimiento y la habilidad para evitar que la gente se hiciera vieja. Teóricamente, usando las técnicas taucetanas, un hombre podía vivir siempre. Pero este conocimiento no se usaba en su planeta; estaba prohibido. El entrevistador le preguntó si las técnicas podían ser aplicadas a los terrestres. Monat le replicó que no había razón alguna para que no fuese así. Pero el rejuvenecimiento le estaba vedado a su propia especie por una buena razón, y eso se aplicaba también a los terrestres. Para entonces, el censor del gobierno se dio cuenta de lo que estaba sucediendo y cortó el sonido, pero ya era muy tarde.
— Después -intervino Lev Ruach-, el gobierno informó que Monat había entendido mal la pregunta, que su conocimiento del inglés le había llevado a hacer una afirmación errónea. Pero ya era demasiado tarde. Las gentes del mundo pidieron que Monat revelase el secreto de la juventud eterna.
— Que no poseía -dijo Monat-. Ni uno solo de los componentes de nuestra expedición tenía ese conocimiento. De hecho, muy poca gente. Pensaron que mentía. Hubo un motín, y una gran multitud avasalló a los centinelas que rodeaban nuestra nave, penetrando violentamente en ella. Vi como mis amigos eran hechos pedazos cuando trataban de razonar con la muchedumbre. ¡Razonar!
»Pero cuando hice lo que hice, no fue por venganza, sino por un motivo muy diferente. Sabía que cuando estuviésemos muertos, o aunque no nos matasen, el gobierno restauraría el orden. Y eso dejaría a la nave en su poder. No pasaría mucho tiempo antes de que los científicos de la Tierra supiesen cómo duplicarla. Inevitablemente, los terrestres lanzarían una flota invasora contra nuestro mundo. Así que para asegurarme de que la Tierra quedara retrasada muchos siglos, quizá millares de años, sabiendo que tenía que hacer una cosa horrible para salvar a mi propio mundo, envié la señal al barredor que estaba en órbita. No lo hubiera hecho si me hubiera sido posible llegar hasta el botón de destrucción para hacer estallar la nave. Pero no podía llegar a la sala de control. Así que apreté el botón de activación del barredor. Poco después, las masas volaron la puerta del compartimiento en que me había refugiado. No recuerdo nada después de eso.
— Yo estaba en un hospital de la Samoa del Oeste, muriendo de cáncer y preguntándome si me enterrarían junto a Robert Louis Stevenson -dijo Frigate-. Pensaba que no había muchas posibilidades de ello. No obstante, yo había traducido la Ilíada y la Odisea al samoano... Entonces, llegó la noticia. La gente estaba cayendo muerta por todo el mundo. El sendero de la fatalidad explicaba las cosas: el satélite taucetano estaba irradiando algo que hacía que los seres humanos cayesen muertos. Lo último que oí fue que los Estados Unidos, la Gran Bretaña, Rusia, China, Francia e Israel estaban lanzando cohetes para interceptarlo y destruirlo. Y el barredor estaba en una órbita que lo llevaría sobre Samoa en unas pocas horas. La excitación debió ser demasiado para mí en mi debilitada condición. Quedé inconsciente. Es todo lo que recuerdo.
— Los interceptores fracasaron -dijo Ruach-. El barredor los hizo saltar antes de que pudieran aproximarse.
Burton pensó que tenía mucho que aprender acerca del mundo después de 1890, pero aquel no era el momento en que hablar de ello.
— Sugiero que subamos a las colinas -dijo-. Podríamos enterarnos de qué tipo de vegetación crece allí, y si nos puede ser útil. Además, veremos si hay sílex con el que podamos construir armas. Este tipo del paleolítico debe estar familiarizado con el trabajo de la piedra. Puede mostrarnos cómo hacerlo.
Atravesaron un par de kilómetros de llanura, y subieron a las colinas. Por el camino, varias otras personas se unieron a su grupo. Una de ellas era una niña de unos siete años de edad, con ojos azul oscuro y un bello rostro. Miró patéticamente a Burton, que le preguntó en doce idiomas si estaba cerca alguno de sus padres o parientes. Ella le replicó en un lenguaje que ninguno de ellos conocía. Los lingúistas probaron con cada uno de los idiomas que conocían, con la mayor parte de los europeos y muchos de los africanos o asiáticos: hebreo, indostaní, árabe, un dialecto bereber, rumano, turco, persa, latín, griego, pushtu.
Frigate, que también sabía un poco de galés y gaélico, habló con ella. Los ojos de la niña se agrandaron, y luego frunció el ceño. Las palabras parecían tener una cierta familiaridad o similaridad con las de su idioma, pero no eran lo bastante cercanas como para ser inteligibles.
— Por lo que sabemos -dijo Frigate-, podría ser una antigua gala. No deja de usar la palabra Gwenafra. ¿Será ése su nombre?
— Le enseñaremos inglés -dijo Burton-, y la llamaremos Gwenafra.
Tomó a la niña en sus brazos, y comenzó a caminar con ella. Estalló en llanto, pero no hizo ningún esfuerzo por liberarse. El llanto debía ser una liberación de lo que tenía que haber sido una tensión casi insoportable, y también la expresión de la alegría de encontrar un protector. Burton inclinó su cuello para colocar su rostro contra el cuerpo de ella. No quería que los otros vieran las lágrimas de sus ojos.
Donde la llanura se encontraba con las colinas, como si hubiera sido trazada una línea, cesaba la hierba corta y comenzaba la áspera, gruesa hierba parecida a esparto, que les llegaba hasta la cintura. Allí también crecían muy juntos los pinos, los abetos, las encinas, los gigantes nudosos con hojas rojas y verdes, y el bambú. El bambú tenía muchas variedades, que iban desde los tallos delgados de pocos centímetros de alto hasta plantas de más de quince metros de altura. Muchos de los árboles estaban cubiertos por enredaderas que tenían grandes flores verdes, rojas, amarillas y azules.
— El bambú es un buen material para hacer astas de lanza -dijo Burton-, cañerías con que llevar agua, recipientes, para construir casas, muebles, botes, e incluso carbón vegetal con que hacer pólvora. Y los tallos jóvenes de algunos bambúes pueden ser buenos para comer. Pero necesitamos piedras con que cortar y dar forma a la madera.
Subieron sobre las colinas, cuya altura se incrementaba a medida que se acercaban a la montaña. Después de haber caminado unos tres kilómetros a vuelo de pájaro y doce a pasos de tortuga, se vieron detenidos por una montaña. Se alzaba con una ladera casi vertical de alguna roca ígnea negro azulada sobre la que crecían enormes manchas de liquen azul verdoso. No había forma alguna de determinar su altitud pero Burton creyó no equivocarse al estimar que medía al menos seis mil metros. Presentaba un frente sólido tan lejos como podían ver valle arriba y valle abajo.
— ¿Se han dado cuenta de la total ausencia de vida animal? -preguntó Frigate-. No hay ni un insecto.
Burton lanzó una exclamación. Caminó hasta un montón de rocas rotas, y tomó un trozo de piedra verdosa del tamaño de un puño.
— Calcedonia -dijo-. Si hay bastante, podremos hacer cuchillos, puntas de flecha, azadones, hachas. Y con ellos construir casas, botes y muchas otras cosas.
— Las armas y las herramientas tienen que atarse a empuñaduras de madera -observó Frigate-. ¿Qué usamos como material de atado?
— Quizá piel humana -contestó Burton.
Los otros parecieron alucinados. Burton lanzó una extraña risa gorjeante, incongruente en un hombre de aspecto tan masculino.
— Si nos vemos obligados a matar en autodefensa, o somos lo bastante afortunados como para tropezarnos con algún cadáver que algún asesino haya sido tan amable de dejar para nosotros -dijo-, seríamos estúpidos si no usáramos lo que necesitásemos. No obstante, si alguno de ustedes se siente lo bastante autosacrificado como para ofrecer su propia epidermis para el bien del grupo, que dé un paso al frente. Pensaremos en él en nuestros testamentos.
— Seguramente debe estar bromeando -dijo Alice Hargreaves-. No puedo decir que me agrade demasiado esta forma de hablar.
— Quédese con él, y oirá cosas mucho peores -dijo Frigate, pero no explicó lo que quería decir.
Burton examinó la roca a lo largo de la base de la montaña. La piedra negro azulada y muy granulada de la montaña propiamente dicha era algún tipo de basalto, pero había trozos de calcedonia desparramados por la superficie del suelo o que se proyectaban de la base de la montaña. Parecía como si hubieran caído de alguna proyección de arriba, así que era posible que la montaña no fuera una sólida masa de basalto. Utilizando un trozo de calcedonia que tenía un borde afilado, raspó un poco el liquen. La piedra que había debajo parecía ser una dolomita verdosa. Aparentemente, los trozos de calcedonia habían venido de la dolomita, aunque no había evidencia alguna de descomposición o fractura en la veta.
El liquen podía ser Parmelia saxitilis, que también crecía en los huesos viejos, incluyendo los cráneos, y que, por consiguiente, según la Doctrina de las Firmas, era una cura para la epilepsia y podía usarse para obtener pomada curativa para las heridas.
Escuchando golpear piedras, regresó al grupo. Todos estaban rodeando al subhumano y al estadounidense, que estaban en cuclillas, espalda contra espalda, trabajando la calcedonia. Ambos habían logrado unas burdas hachas de
mano. Mientras los otros miraban, produjeron seis más. Luego, cada uno tomó un gran nódulo de calcedonia y lo partió en dos con una piedra usada como martillo. Utilizando una mitad del nódulo, comenzaron a obtener largas y delgadas esquirlas de la capa exterior de la otra. Hicieron girar el nódulo y lo golpearon hasta que cada uno tuvo alrededor de una docena de hojas.
Continuaron trabajando, uno un tipo de hombre que había vivido un centenar de millares de años o más antes de Jesucristo, el otro el refinado final de la evolución humana, un producto de la más alta civilización, tecnológicamente hablando, de la Tierra, y, aún más, uno de los últimos hombres de ella, si es que se podía creer en sus palabras.
De pronto, Frigate aulló, se irguió de un brinco, y dio saltitos acariciándose el pulgar izquierdo. Uno de sus golpes había fallado su objetivo. Kazz sonrió, mostrando enormes dientes parecidos a lápidas. También se puso en pie, y caminó sobre la hierba con su curioso andar. Regresó unos minutos más tarde con seis bambúes con extremos aguzados y varios otros con extremos romos. Se sentó y trabajó uno de los bambúes hasta que hubo hendido el extremo e insertado una punta triangular de piedra en la hendidura. Luego, la ató con algunas hierbas largas.
Al cabo de media hora, el grupo estaba armado con hachas de mano, hachas con mango de bambú, dagas y lanzas con puntas de madera y puntas de piedra.
Para entonces, la mano de Frígate ya no le dolía tanto, y la sangre había dejado de fluir. Burton le preguntó cómo era que parecía tan versado en los trabajos en piedra.
— Era un antropólogo aficionado -le contestó-. Mucha gente, es decir, mucha hablando relativamente, aprendió cómo hacer herramientas y armas de piedra por afición. Algunos de nosotros llegamos a ser lo bastante buenos en ello, aunque no creo que ningún hombre moderno llegase a ser tan hábil y rápido como un especialista neolítico. ¿Sabe?, esa gente se pasaba la vida haciéndolo... Y también resulta que sé mucho sobre trabajos en bambú, así que puedo ser de algún valor para ustedes.
Comenzaron a caminar de regreso al río. Se detuvieron un momento en la cima de una alta colina. El sol estaba casi directamente encima. Podían ver a muchos kilómetros a lo largo del río, y también al otro lado del mismo. Aunque estaban demasiado lejos para divisar con claridad cualquiera de las figuras del otro lado del río, de una anchura de un kilómetro y medio, podían ver las estructuras en forma de seta que había allí. En el otro lado, el terreno era igual que el de donde se hallaban: una llanura de un par de kilómetros, luego quizá cuatro o cinco kilómetros de colinas cubiertas de árboles. Más allá, la ladera vertical de una inescalable montaña negra y verdeazulada.
Al norte y al sur, el valle corría recto durante unos quince kilómetros, luego se curvaba, y el río se perdía de vista.
— El sol debe de salir tarde y se debe de poner pronto -dijo Burton-. Bueno, tendremos que aprovechar al máximo las horas de luz.
En aquel momento, todo el mundo saltó, y muchos gritaron. Una llama azul se alzó de la parte superior de cada estructura de piedra, llegó al menos a una altura de seis metros, y luego desapareció. Unos segundos más tarde, el sonido de un trueno lejano llegó hasta ellos. El bum golpeó la montaña tras ellos, y produjo ecos.
Burton alzó a la niña en brazos y comenzó a trotar colina abajo. Aunque mantenía un buen paso, se vieron obligados a caminar de vez en cuando, para recuperar el aliento. No obstante, Burton se sentía maravillosamente. Habían pasado muchos años desde que le fuera posible utilizar sus músculos con tal perfección, de forma que no deseaba dejar de disfrutar las sensaciones. Apenas si podía creer que, sólo hacía poco, su pie derecho hubiese estado hinchado por la gota, y su corazón hubiera palpitado locamente si subía unos pocos escalones.
Llegaron a la llanura, y continuaron trotando, pues pudieron ver que había mucha excitación alrededor de una de las estructuras. Burton maldijo a los que estaban en su camino y los empujó a un lado. Recibió malas miradas, pero nadie trató de devolverle los empujones. De pronto, se encontró en el espacio libre de alrededor de la base y vio lo que les atraía. También lo olió.
Frigate, tras él, exclamó:
— ¡Oh, Dios mío! -y trató de vomitar con su estómago vacío.
Burton había visto demasiado en su vida para sentirse afectado con facilidad por las visiones desagradables. Además, podía distanciarse de la realidad cuando las cosas se tornaban demasiado repugnantes o dolorosas. A veces hacía este movimiento, este salirse a un lado de las cosas tal como eran, con un esfuerzo de la voluntad. Pero habitualmente sucedía automáticamente. En este caso, el distanciamiento se produjo de una forma automática.
El cadáver yacía de costado y medio oculto bajo el borde de la parte superior de la seta. Su piel había ardido totalmente, y sus músculos desnudos estaban chamuscados. La nariz y las orejas, los dedos de las manos y los pies, y los genitales, habían ardido totalmente, o eran tan solo muñones sin forma.
Cerca de él, de rodillas, había una mujer murmurando una oración en italiano. Tenía enormes ojos negros que hubieran sido hermosos de no estar enrojecidos e hinchados por las lágrimas. Tenía una figura magnífica que hubiera llamado toda su atención bajo distintas circunstancias.
— ¿Qué sucedió? -preguntó él.
La mujer dejó de rezar y lo miró. Se puso en pie y susurró:
— El padre Giuseppe estaba apoyado contra la roca; dijo que tenía hambre. Dijo que no veía que tuviese mucho sentido el ser devuelto a la vida sólo para morir de hambre. Yo le contesté que no podíamos morir, ¿no era así? Habíamos sido resucitados de entre los muertos, y nuestras necesidades serían provistas. El me contestó que quizá estuviéramos en el infierno, y que permaneceríamos desnudos y hambrientos para siempre. Le dije que no blasfemase, que de todas las gentes él debía ser el último en blasfemar. Pero él me contestó que no era eso lo que le había estado contando durante cuarenta años a la gente, y entonces... y entonces...
Burton esperó unos segundos, y luego preguntó:
— ¿Y entonces?
— El padre Giuseppe dijo que al menos no había el fuego del infierno, pero que eso sería mejor que morirse de hambre durante toda la eternidad. Y entonces surgieron las llamas y lo envolvieron, y hubo un sonido como el estallido de una bomba, y entonces estuvo muerto, abrasado. Fue horrible, horrible.
Burton se movió hacia el norte del cadáver para dejar el viento tras él, pero aún así el hedor era mareante. Pero no era el olor lo que más le molestaba, sino la propia idea de la muerte. Sólo había pasado la mitad del primer día de la resurrección, y un hombre ya estaba muerto. ¿Quería eso decir que los resucitados eran tan vulnerables a la muerte como en su vida terrenal? Y si así era, ¿qué sentido tenía aquello?
Frigate había dejado de intentar vomitar con un estómago vacío. Pálido y tembloroso, se puso en pie y se aproximó a Burton. Le daba la espalda al muerto.
— ¿No sería mejor que nos deshiciésemos de eso? -dijo, señalando con su pulgar por encima del hombro.
— Supongo que sí -respondió friamente Burton-. No obstante, es una pena que la piel esté estropeada.
Le sonrió al estadounidense. Frigate aún pareció más asqueado.
— Vamos -dijo Burton-, cójalo por los pies, yo lo tomaré por el otro extremo. Lo tiraremos al río.
— ¿Al río? -preguntó Frigate.
— Ajá. A menos que desee llevarlo a las colinas y cavarle un agujero allí.
— No puedo -dijo Frigate, y se apartó. Burtón lo miró disgustado, y luego hizo una señal al subhumano. Kazz gruñó y se adelantó hacia el cadáver con aquel paso tan peculiar que parecía que caminase sobre los lados de sus pies. Se inclinó y, antes de que Burton pudiera tomar los ennegrecidos muñones de los pies, Kazz hubo levantado el cadáver sobre su cabeza, caminado unos pasos hacia el borde del río, y lanzado el muerto al agua. Se hundió inmediatamente, y fue arrastrado por la corriente a lo largo de la costa. Kazz decidió que esto no era suficiente, vadeó tras él hundiéndóse hasta la cintura, y lo tomó, sumergiéndose durante un minuto. Evidentemente estaba empujando el cadáver hacia la parte más profunda.
Alice Hargreaves lo había contemplado horrorizada. Entonces exclamó:
— ¡Pero esa es el agua que vamos a beber!
— El río parece lo bastante grande como para purificarse a sí mismo -le dijo Burton-. De cualquier forma, tenemos otras cosas de las que preocuparnos antes que en los procedimientos adecuados de higiene.
Burton se volvió cuando Monat le tocó el hombro y le dijo:
— ¡Mire eso! -el agua estaba hirviendo hacia donde debería hallarse el cadáver. Repentinamente, un lomo plateado con aletas blancas surgió a la superficie.
— Parece como si su preocupación acerca de que el agua se contaminase sea en vano -le dijo Burton a Alice Hargreaves-. El río tiene peces carnívoros. Me pregunto... me pregunto si será seguro nadar en él.
Al menos, el subhumano había salido sin ser atacado. Estaba de pie ante Burton, sacudiéndose el agua de su piel sin pelo y sonriendo con aquellos enormes dientes. Era terriblemente feo, pero tenía los conocimientos de un hombre primitivo, conocimientos que ya les habían servido de mucho en un mundo de condiciones primitivas. Y sería un compañero maravilloso para protegerle a uno las espaldas en una pelea. Por pequeño que fuera era inmensamente poderoso. Aquellos gruesos huesos le daban una amplia base para sus fuertes músculos. Resultaba evidente que, por alguna razón, se había sentido atraído por Burton. A Burton le gustaba pensar que el salvaje, con su instinto primitivo, «sabía» que Burton era el hombre al que seguir si es que quería sobrevivir. Además, un subhumano o prehumano, siendo más cercano a los animales, también sería más psíquico, así que detectaría los bien desarrollados poderes psíquicos del propio Burton, y sentiría una afinidad por éste aunque fuera un homo sapiens.
Luego Burton se recordó a sí mismo que su reputación psíquica había sido creada por él mismo, y que era un medio charlatán. Había hablado tanto de sus poderes, y había escuchado tanto a su esposa, que había llegado a creérselo él mismo. Pero había momentos en que recordaba que sus «poderes» eran, al menos, medio mentira.
Sin embargo, era un hipnotizador capacitado, y creía que sus ojos irradiaban un peculiar poder extrasensorial cuando deseaba que lo hicieran. Podía haber sido esto lo que hubiera atraído al semihombre.
— La roca descargó una energía tremenda -dijo Lev Ruach-. Debió ser eléctrica. Pero, ¿por qué? No puedo creer que la descarga fuera sin motivo alguno.
Burton miró por encima de la forma de seta de la roca. El cilindro gris de la depresión del centro parecía no haber sido dañado por la descarga. Tocó la piedra. No estaba más caliente de lo que podría haberse esperado por estar al sol.
— ¡No la toque! -dijo Lev Ruach-. Podría haber otra... -y se detuvo cuando vio que su aviso llegaba demasiado tarde.
— ¿Otra descarga? -dijo Burton-. No lo creo. Al menos, no por algún tiempo. Ese cilindro quedó ahí, así que quizá podamos aprender algo del mismo.
Colocó sus manos sobre la parte superior de la seta, y saltó hacia arriba. Subió a ella con una facilidad que le encantó. Hacía muchos años que no se sentía tan joven y poderoso. Ni tan hambriento.
Algunos de la multitud le gritaron que bajase de la roca antes de que volviesen las llamaradas azules. Otros parecieron esperar que ocurriese otra descarga. La mayoría se sentían contentos con dejar que fuera él quien corriera con los riesgos.
No sucedió nada, aunque no había estado demasiado seguro de que no fuera a ser incinerado. La piedra se notaba tan solo agradablemente cálida bajo sus plantas desnudas.
Caminó sobre las depresiones hacia el cilindro, y puso sus dedos bajo el borde de la tapa. Se abrió fácilmente. Con el corazón latiendo por la excitación, miró en el interior. Había esperado un milagro, y allí estaba. Los estantes del interior contenían seis recipientes, cada uno de los cuales estaba lleno.
Indicó a su grupo que subieran. Kazz lo hizo con facilidad. Frigate, que se había recuperado de su mareo, saltó con la gracilidad de un atleta. Si el tipo no tuviera un estómago tan delicado, podría ser una buena baza, pensó Burton. Frigate se volvió y tiró de Alice, subiéndola sobre el borde a pulso.
Cuando se agruparon a su alrededor, con sus cabezas inclinadas hacia el interior del cilindro, Burton dijo:
— ¡Es una verdadera cornucopia! ¡El cuerno de la abundancia! ¡Miren! ¡Un filete, un filete grueso y jugoso! ¡Pan y mantequilla! ¡Mermelada! ¡Ensalada! Y, ¿qué es eso? ¿Un paquete de cigarrillos? ¡Ajá! ¡Y un cigarro! ¡Y un vaso de bourbon, y realmente bueno por su aroma! Algo mas... ¿qué es eso?
— Parecen como barritas de chiclé -dijo Frigate-. Sin envoltura. Y eso debe ser... ¿qué? ¿Un encendedor para el tabaco?
— ¡Comida! -gritó un hombre. Era un hombre enorme, que no formaba parte de lo que Burton pensaba como «su grupo». Los había seguido, y otros estaban apresurándose a subir a la roca. Burton extendió la mano por debajo de los recipientes, en el interior del cilindro, y asió un pequeño objeto plateado y rectangular del fondo. Frigate había dicho que aquello podía ser un encendedor. Burton no sabía lo que era un «encendedor», pero sospechaba que debía suministrar una llama para encender los cigarrillos. Mantuvo el objeto en la palma de su mano y, con la otra, cerró la tapa. La boca se le hacía agua, y el estómago le rugía. Los otros estaban tan ansiosos como él; sus expresiones mostraban que no podían comprender por que no sacaba la comida.
El hombretón dijo, con voz muy alta y en italiano de los barrios bajos de Trieste:
— ¡Tengo hambre, y mataré a cualquiera que trate de detenerme! ¡Abre eso!
Los otros no dijeron nada, pero era evidente que esperaban que Burton tomase la iniciativa en la defensa. En lugar de eso, dijo:
— Abralo usted mismo- y se apartó. Los otros dudaron. Habían visto y olido la comida. Kazz estaba babeando. Pero Burton les explicó-: Miren a esa muchedumbre. En un instante habrá aquí una lucha. Yo digo que dejemos que luchen por esta menudencia. Y no es que esté tratando de evitar una pelea, compréndanlo -añadió, mirándolos con fiereza-. Pero estoy seguro de que todos nosotros tendremos nuestros cilindros llenos de comida para la hora de cenar. Esos cilindros solo tienen que dejarse en la roca para que sean llenados. Esto es obvio, y por eso fue colocado el de muestra.
Caminó hacia el borde de la piedra cercano al agua, y bajó. Para entonces la parte alta estaba repleta de gente, y más estaban tratando de subir a ella. El hombretón había agarrado un filete, mordiéndolo, pero alguien trató de arrancárselo. Aulló con furia y, de pronto, se abalanzó a través de los que estaban situados entre él y el río. Saltó sobre el borde y cayó al agua, emergiendo un momento más tarde. Mientras tanto, hombres y mujeres gritaban y se golpeaban los unos a los otros por el resto de la comida y artículos del interior del cilindro.
El hombre que había saltado al río flotó sobre su espalda mientras se comía el resto del filete. Burton lo contempló detenidamente, medio esperando que fuera atrapado por los peces. Pero siguió flotando río abajo, sin ser molestado.
Las piedras al norte y al sur, a ambos lados del río, estaban atestadas de seres humanos en lucha.
Burton caminó hasta que hubo salido de la muchedumbre y se sentó. Su grupo se acurrucó junto a él, y contemplaron la chillona y estremecida masa. La piedra de los cilindros parecía como un taburete cubierto de pálidos gusanos. Gusanos muy gritones. Y algunos de ellos estaban ahora rojos, pues había comenzado a derramarse sangre.
El aspecto más deprimente de la escena era la reacción de los niños. Los más pequeños habían permanecido apartados de la roca, pero sabían que había comida en el cilindro. Estaban llorando de hambre y por el terror producido por los gritos y peleas de los adultos de encima de la piedra. La niñita que estaba con Burton tenía los ojos secos, pero se estremecía. Estaba de pie junto a él, y le echó los brazos al cuello. El le palmeó la espalda y murmuró palabras de ánimo que no podía comprender, pero cuyo tono ayudó a calmarla.
El sol estaba descendiendo. En unas dos horas quedaría oculto por las enormes montañas del oeste, aunque probablemente la verdadera oscuridad no llegaría aún en bastantes horas. No había forma en que determinar lo largo que sería el día allí. La temperatura había aumentado, pero el estar sentados al sol no era insoportable, y la continua brisa ayudaba a refrescarlos.
Kazz hizo signos indicando que le agradaría un fuego, y también indicó la punta de su lanza de bambú. Sin duda quería endurecerla al fuego.
Burton había inspeccionado el objeto metálico tomado del cilindro. Era de un metal plateado y duro, rectangular, plano, de unos cinco centímetros de largo y casi uno de ancho. Tenía un pequeño agujero en un extremo, y una regleta en el otro. Burton colocó la uña de su pulgar contra la proyección al extremo de la regleta, y empujó. La regleta se movió hacia abajo un tercio de centímetro, y un alambre de más o menos un cuarto de centímetro de diámetro y poco más de un centímetro de largo surgió por el agujero del extremo. Aún a la brillante luz del sol, lucía con un color blanco. Tocó una hoja de la hierba con la punta del alambre; ésta se arrugó y ennegreció inmediatamente. Aplicada a la punta de la lanza de bambú, quemó un pequeño agujero. Burton empujó la regleta de vuelta a su posición original, y el alambre se ocultó, como la ardiente cabeza de una tortuga con concha plateada.
Tanto Frigate como Ruach se preguntaron en voz alta qué energía contendría el pequeño artefacto. Para hacer que el alambre estuviese tan caliente se requería mucho voltaje. ¿Cuántas cargas daría la batería o la pila radiactiva que tuviera en el interior? ¿Cómo podría ser renovada la carga del encendedor?
Había muchas preguntas que no podían ser contestadas en seguida, o quizá nunca. La más grande era cómo podían haber sido devueltos a la vida en cuerpos rejuvenecidos. Quien lo hubiera hecho poseía una ciencia casi infinita. Pero la especulación acerca de aquello, aunque les daría algo sobre lo que hablar, no iba a resolver nada.
Al cabo de un tiempo, la multitud se dispersó. El cilindro quedó caído de costado encima de la piedra. Varios cuerpos yacían también allí, y un cierto número de hombres y mujeres que habían bajado de la roca estaban heridos. Burton atravesó la multitud. El rostro de una mujer había sido arañado, especialmente alrededor de su ojo derecho. Estaba sollozando, pero nadie le hacía caso.
Otro hombre estaba sentado en el suelo, cubriéndose el bajo vientre, que había sido ensangrentado por afiladas uñas.
De los cuatro que yacían sobre la piedra, tres estaban inconscientes. Se recuperaron cuando les echó agua sobre el rostro con el cilindro. El cuarto, un hombre bajo y delgado, estaba muerto. Alguien le había retorcido el cuello hasta rompérselo.
Burton miró de nuevo al sol y dijo:
— No sé exactamente cuándo será la hora de cenar. Sugiero que regresemos no demasiado después de que el sol se oculte tras la montaña. Colocaremos nuestras cornucopias, o cuernos de la abundancia, o cilindros de la comida, o como quieran llamarlos, en esas depresiones, y entonces esperaremos. Mientras tanto...
Podía haber tirado también aquel cadáver al río, pero ahora había pensado en un uso, o quizá varios, para el mismo. Les dijo a los otros lo que quería, y bajaron el cuerpo de la piedra y comenzaron a llevarlo a través de la llanura. Frigate y Galeazzi, un antiguo importador de Trieste, tomaron el primer turno. Evidentemente, Frigate no había deseado mucho hacer aquel trabajo, pero cuando Burton le preguntó si quería hacerlo asintió con la cabeza. Tomó los pies del hombre y abrió camino con Galeazzi, sosteniendo al muerto por las axilas. Alice caminaba detrás de Burton, llevando a la niña de la mano. Algunos de la multitud miraron con curiosidad o hicieron preguntas y comentarios, pero Burton los ignoró. Tras un kilómetro, Kazz y Monat tomaron el cadáver. La niña no parecía estar preocupada por el muerto. Se había mostrado curiosa por el primer cadáver, en lugar de sentirse horrorizada por su aspecto abrasado.
— Si realmente es una habitante de la antigua Galia -dijo Frigate-, debe de estar acostumbrada a ver cuerpos abrasados. Si recuerdo con exactitud, los galos quemaban vivas a sus víctimas rituales en enormes cestas de mimbre en las ceremonias religiosas. No recuerdo a qué dios o diosa estaban dedicadas las ceremonias. Desearía tener una biblioteca de referencia. ¿Cree que tendremos alguna vez una aquí? Me parece que enloqueceré si no dispongo de libros para leer.
— Esto está por ver -dijo Burton-. Si no se nos suministra una biblioteca, podemos hacérnosla nosotros mismos, si es posible.
Pensó que la pregunta de Frigate era bastante tonta, pero después de todo no todo el mundo estaba en su estado normal en aquel momento.
— ¡Si todos aquellos que vivieron alguna vez han sido resucitados aquí, piense en las investigaciones que se pueden hacer! ¡Piense en los misterios históricos que podrían solucionarse! Uno podría hablar con John Wilkes Booth y averiguar si Staton, el Secretario de la Guerra, estaba realmente tras el asesinato de Lincoln. Y uno podría lograr averiguar la identidad de Jack el Destripador, averiguar si la doncella de Orleáns pertenecía realmente a un grupo de brujas. Hablar con el mariscal Ney del Imperio Napoleónico; ver si escapó al pelotón de fusilamiento y se convirtió en un maestro de escuela en América; lograr la verdadera historia de Pearl Harbor. Ver el rostro del hombre de la máscara de hierro, si es que existió alguna vez tal persona. Entrevistar a Lucrecia Borgia y a quienes la conocieron, y determinar si fue la envenenadora que cree la gente. Averiguar la identidad del asesino de los dos principitos en la Torre de Londres. Quizá Ricardo III los mató.
»Y usted, Richard Francis Burton, hay muchas preguntas acerca de su propia vida que sus biógrafos querrían que les fueran contestadas. ¿Tuvo realmente un amor persa con el que se iba a casar y por el que estaba dispuesto a renunciar a su verdadera identidad y convertirse en un nativo? ¿Murió ella antes de que pudiera casarse, y realmente su muerte lo amargó a usted, y siguió sintiendo amor por ella durante el resto de su vida?
Burton lo miró severamente. Acababa de conocer a aquel hombre, y ahí estaba, haciendo preguntas entrometidas y muy personales. No había excusa para ello.
Frigate se echó hacia atrás, diciendo:
— Y... y... bueno, todo esto tendrá que esperar. Ya lo veo. Pero, ¿sabía usted que su esposa hizo que le administrasen la extremaunción poco después de que falleciese, y que lo enterraron en un cementerio católico... a usted, el infiel?
Lev Ruach, cuyos ojos habían estado agrandándose mientras Frigate hablaba, intervino:
— ¿Es usted Burton, el explorador y lingüista? ¿El descubridor del lago Tanganika? ¿El que hizo un peregrinaje a la Meca disfrazado de musulmán? ¿El traductor de las Mil y una Noches?
— No tengo necesidad ni deseos de mentir. Ese soy.
Lev Ruach escupió a Burton, pero el viento se llevó el salivazo.
— ¡Hijo de puta! -gritó-. ¡Asqueroso bastardo nazi! He leído acerca de usted. ¡Supongo que en muchos aspectos fue usted una admirable persona, pero era un antisemita!
Burton se quedó muy asombrado.
— Mis enemigos extendieron ese rumor malévolo y sin fundamento -dijo-. Pero cualquiera que conozca los hechos y me conozca a mí sabrá la verdad. Y ahora, creo que usted...
— Entonces, ¿no escribió El judío, el gitano y el Islam? -dijo Ruach resoplando.
— Lo hice -replicó Burton. Su rostro estaba rojo, y cuando bajó la vista, vio que también su cuerpo había enrojecido-. Y ahora, como empecé a decir antes de que me interrumpiera de una forma tan poco educada, creo que lo mejor será que se vaya. En circunstancias normales, ya le estaría apretando el cuello. Un hombre que me habla así tiene que defender sus palabras con hechos. Pero esta es una extraña situación, y quizá esté usted desquiciado. No sé. Pero, si no se excusa ahora mismo, o se marcha, vamos a tener otro cadáver.
Ruach apretó los puños y miró con odio a Burton. Luego, dio la vuelta y se marchó.
— ¿Qué es un nazi? -le preguntó Burton a Frigate.
El estadounidense se lo explicó lo mejor que pudo, y Burton le contestó:
— Tengo mucho que aprender acerca de lo que sucedió después de mi muerte. Este hombre está equivocado acerca de mí. No soy ningún nazi. ¿Dice usted que Inglaterra se convirtió en una potencia de segunda categoría? ¿Y sólo cincuenta años después de mi muerte? Me resulta difícil creerlo.
— ¿Por qué iba a mentirle? -le dijo Frigate-. No se disguste por ello. Antes del final del Siglo XX se había alzado de nuevo, y en una forma muy curiosa, aunque ya era demasiado tarde...
Escuchando al yanki, Burton sintió orgullo por su país. Aunque Inglaterra lo había tratado de una forma bastante ingrata durante su vida, aunque siempre había deseado irse de la Isla cuando estaba en ella, la defendería hasta la muerte. Y había sido muy devoto de la Reina.
Bruscamente, dijo:
— Si se imaginó cuál era mi identidad, ¿por qué no me dijo nada de ello?
— Quería estar seguro. Además, no tuvimos mucho tiempo para charlas sociales -le respondió Frigate-. O de ningún otro tipo -añadió, mirando de reojo a la magnífica figura de Alice Hargreaves.
»También sé acerca de ella -continuó-, si es la mujer que creo que es.
— Eso es más de lo que sé yo -replicó Burton. Se detuvo. Habían subido la ladera de la primera colina, y estaban en la cima. Dejaron el cuerpo sobre el suelo, bajo un gigantesco pino rojo.
Inmediatamente, Kazz, con un cuchillo de calcedonia en la mano, se acurrucó junto al cadáver. Alzó la cabeza al cielo y murmuró algunas pocas frases que debían de haber sido parte de un cántico religioso. Luego, antes de que los otros pudieran objetar, había abierto el cadáver, sacándole el hígado.
La mayor parte del grupo gritó horrorizado. Burton gruñó. Monat miró.
Los grandes dientes de Kazz se clavaron en el sangrante órgano y arrancaron un gran trozo. Sus mandíbulas, de grandes músculos y gruesos huesos, comenzaron a masticar, y entrecerró los ojos extasiado. Burton se adelantó hacia él y tendió la mano, intentando que se detuviese. Kazz sonrió ampliamente, cortó un trozo, y se lo ofreció a Burton. Se sintió muy sorprendido por el rechazo de Burton.
— ¡Un caníbal! -dijo Alice Hargreaves-. ¡Oh, Dios mio, un sangriento y maloliente caníbal! ¡Y ésta es la vida venidera prometida!
— No es peor que nuestros propios antepasados -dijo Burton. Se había recuperado del shock, e incluso estaba disfrutando, un poquito, de la reacción de los otros-. En un lugar en el que parece haber bastante poca comida, su acción es eminentemente práctica. Bueno, queda resuelto nuestro problema de cómo enterrar un cadáver sin las herramientas adecuadas. Además, si estamos equivocados acerca de que los cilindros sean una fuente de comida, quizá antes de que pase mucho estaremos emulando a Kazz.
— ¡Nunca! -dijo Alice-. ¡Antes prefiero morir!
— Eso es exactamente lo que le sucedería -replicó Burton friamente-. Sugiero que nos retiremos y le dejemos que coma tranquilo. No me resuelve mi propio apetito, y encuentro que su comportamiento en la mesa es tan abominable como el de un yanki de las fronteras. O un prelado campesino -añadió, en beneficio de Alice.
Caminaron hasta perder de vista a Kazz, tras uno de los grandes árboles nudosos. Alice exclamó:
— ¡No quiero que esté con nosotros! ¡Es un animal, una abominación! ¡No iba a sentirme segura ni un solo segundo si lo tengo cerca de mí!
— Usted me pidió protección -dijo Burton-. Se la daré mientras sea usted miembro de este grupo. Pero tendrá que aceptar mis decisiones. Y una de ellas es que el hombre-mono permanece con nosotros. Necesitamos su fuerza y sus habilidades, que parecen ser muy apropiadas para este tipo de país. Nos vamos a convertir en primltivos; por consiguiente, tenemos mucho que aprender de un primitivo. El se queda.
Alice miró a los otros con una súplica silenciosa. Monat agitó las cejas. Frigate se alzó de hombros y dijo:
— Señora Hargreaves, si le resulta posible, olvide sus costumbres, sus convencionalismos. No estamos en un correcto cielo victoriano para la alta sociedad. De hecho, en ningún tipo de cielo que jamás se soñase. No puede usted pensar y comportarse como acostumbraba en la Tierra. Fíjese en un simple detalle: usted procede de una sociedad en la que las mujeres se tapaban del cuello hasta los pies con gruesos ropajes, y en el que la visión de las rodillas de una mujer era un acontecimiento sexual estremecedor. No obstante, no parece sufrir demasiada vergüenza por estar desnuda. Se muestra usted tan digna y segura de sí misma como si llevase un hábito de monja.
— No me gusta como voy -dijo Alice-. Pero ¿por que iba a sentirme avergonzada? Donde todo el mundo está desnudo, nadie se siente desnudo. De hecho, es lo único que podemos hacer. Si algún ángel me diera un vestuario completo, no lo usaría. No iría de acuerdo con la moda. Y tengo un tipo excelente. Si no lo tuviera, quizá sufriera mas.
Los dos hombres rieron, y Frigate dijo:
— Eres fabulosa, Alice. Absolutamente. ¿Puedo llamarte Alice? Señora Hargreaves parece demasiado formal cuando uno va desnudo.
Ella no le replicó, sino que se marchó rápidamente, desapareciendo tras un gran árbol. Burton comentó:
— Tendremos que hacer algo al respecto del saneamiento y la higiene personal en un próximo futuro. Lo que significa que alguien tendrá que decidir una política de salubridad y tener el poder de dar disposiciones y hacer que se cumplan. ¿Cómo forma uno cuerpos legislativo, judicial y ejecutivo a partir del presente estado de anarquía?
— Volviendo a un problema más inmediato -dijo Frigate-, ¿qué hacemos con el muerto?
Solamente estaba un poco menos pálido que un momento antes, cuando Kazz había hecho la incisión con el cuchillo de calcedonia.
— Estoy seguro de que la piel humana, debidamente curtida, o la tripa humana, adecuadamente tratada, será muy superior a la hierba para hacer cuerdas o ataduras. Pienso cortar algunas tiras. ¿Quiere ayudarme?
El silencio solo fue roto por el viento que agitaba las hojas y las puntas de las hierbas. El sol siguió descendiendo, e hizo aparecer sudor, que se secó rápidamente al viento. No piaba ningún pájaro, ni zumbaba ningún insecto. Y entonces, la aguda voz de la niña quebró la quietud. La voz de Alice le contestó, y la niña corrió hacia ella, detrás del árbol.
— Lo intentaré -dijo el estadounidense-. Pero no se. Ya he tenido más que suficiente para un solo día.
— Haga lo que quiera -le respondió Burton-. Pero quienquiera que me ayude tendrá prioridad en el uso de la piel. Y quizá desee tener un poco para atar una cabeza de hacha a un mango.
Frigate tragó audiblemente saliva, y luego dijo:
— Iré.
Kazz seguía acurrucado sobre la hierba, junto al cadáver, sosteniendo el sangrante hígado con una mano, y el ensangrentado cuchillo de piedra con la otra. Al ver a Burton, sonrió con labios manchados y cortó un trozo de hígado. Burton negó con la cabeza. Los otros: Galeazzi, Brontich, María Tucci Filippo Rocco, Rosa Nalini, Caterina Capone, Fiorenza Forri, Babich y Giunta, se habían retirado de la repugnante escena. Estaban al otro lado de un pino de grueso tronco, hablando en voz baja en italiano.
Burton se puso en cuclillas junto al cadáver y clavó la punta del cuchillo, comenzando una incisión justo encima de la rodilla derecha y llegando hasta la clavícula. Frigate se quedó junto a él, mirando. Se tornó aún más pálido, y su temblor se incrementó. Pero se quedó firme hasta que dos largas tiras le hubieron sido arrancadas al cadáver.
— ¿Quiere hacer una prueba? -preguntó Burton. Hizo girar el cuerpo sobre su costado para que pudiera tomar otras tiras, aún más largas. Frigate tomó el cuchillo de ensangrentada punta y empezó a trabajar, con los dientes muy apretados.
— No tan profundamente -le dijo Burton. Y, un momento después-. Ahora no está cortando lo bastante profundamente. Vamos, deme el cuchillo. ¡Mire!
— Tenía un vecino que acostumbraba a colgar sus conejos tras el garage y cortarles el cuello después de retorcerles el pescuezo -explicó Frigate-. Lo contemplé hacerlo una vez. Me bastó.
— No puede permitirse el lujo de tener un estómago susceptible o de mostrarse pusilánime -le indicó Burton-. Está usted viviendo en las condiciones más primitivas. Tiene que ser primitivo para sobrevivir, le guste o no.
Brontich, el alto y delgado esloveno que en otro tiempo había sido tabernero, corrió hacia ellos.
— He encontrado otra de esas grandes piedras en forma de seta -les dijo-. A unos cuarenta metros de aquí. Estaba oculta tras unos árboles, en una depresión.
La primera sensación de contento de Burton al adoctrinar a Frigate había pasado. Comenzaba a sentir pena por el tipo. Lo tuteó.
— Mira, Peter, ¿por qué no vas a investigar esa piedra? Si hay una ahí, podemos evitarnos el viaje de regreso al río.
Entregó su cilindro a Frigate.
— Coloca esto en un agujero de la piedra, pero recuerda exactamente en cual lo pusiste. Haz que los otros también lo hagan. Asegúrate de que se fijan dónde pone cada uno el suyo. ¿Sabes?, no vale la pena que haya peleas acerca de eso.
Extrañamente, Frigate parecía poco inclinado a irse. Parecía sentir que no había quedado en muy buen lugar a causa de su debilidad. Permaneció allá un momento más, pasando su peso de una pierna a otra y suspirando varias veces. Luego, mientras Burton seguía raspando la parte interior de las tiras de piel, se marchó. Llevaba los dos cilindros en una mano, y su cabeza de hacha de piedra en la otra.
Burton dejó de trabajar después de que el estadounidense hubo desaparecido de su vista. Había tenido interés en averiguar cómo cortar esas tiras, y quizá pudiese abrir el tronco del cadáver para sacarle las entrañas. Pero no podía hacer nada por el momento para preservar las tripas o piel. Era posible que la corteza de los árboles parecidos a robles contuviese tanino que pudiese ser utilizado con otros materiales para curtir la piel humana. No obstante, para cuando tuviesen aquello, aquellas tiras ya se habrían podrido. Sin embargo, no había perdido el tiempo. Quedaba probada la eficiencia de aquellos cuchillos de piedra, y había consolidado su vago recuerdo sobre la anatomía humana. Cuando eran jóvenes en Pisa, Richard Burton y su hermano Edward habían tenido lazos con los estudiantes de medicina italianos de la universidad local. Ambos hermanos habían aprendido mucho de los estudiantes, y ninguno de ellos había abandonado su interés por la anatomía. Edward se convirtió en un cirujano, y Richard había asistido a numerosas conferencias y a disecciones públicas y privadas en Londres. Pero había olvidado mucho de lo que había aprendido.
Bruscamente, el sol pasó tras la cima de la montaña. Una pálida sombra cayó sobre él y, en unos pocos minutos, todo el valle estaba en penumbra. Pero el cielo se mantuvo de un brillante color azul durante un largo tiempo. La brisa continuó soplando a la misma velocidad. El aire, cargado de humedad, se hizo un poco frío. Burton y el hombre de neanderthal dejaron el cadáver y siguieron el sonido de las voces de los otros. Estaban junto a la piedra de cilindros de la que había hablado Brontich. Burton se preguntó si habría otras cerca de la base de la montaña, dispuestas a distancias aproximadas de un kilómetro y medio. Sin embargo, a ésta le faltaba el cilindro en la depresión central. Quizá aquello significase que no estaba dispuesta para operar. No lo creía así. Podía asumirse que quienquiera que hubiera hecho las piedras había colocado cilindros en los agujeros centrales de las del borde del río debido a que los resucitados usarían primero aquéllas. Para cuando encontrasen las piedras del interior, ya sabrían cómo utilizarlas.
Los cilindros estaban colocados en las depresiones del círculo exterior. Sus propietarios estaban alrededor, sentados o en pie, hablando, pero con su atención puesta en los cilindros. Todos se preguntaban cuándo llegarían las siguientes llamas azuladas. Gran parte de su conversación era acerca de lo hambrientos que se sentían. El resto era simples chácharas de cómo habían llegado allí, quién los había puesto allí, dónde estaría el que los había puesto allí, y qué era lo que estaba planeado para ellos. Unos pocos hablaban de sus vidas en la Tierra.
Burton se sentó bajo las separadas y muy pobladas ramas del nudoso y negro «árbol de hierro». Se sentía cansado, como evidentemente todos, excepto Kazz. Sus tripas vacías y sus nervios tensos le impedían que se adormilase, aunque las voces suaves y el susurrar de las hojas incitaban al sueño. La depresión en la que esperaba el grupo estaba formada por un espacio plano en la unión de cuatro colinas, y estaba rodeada por árboles. Aunque estaba más oscuro que la cima de las colinas, también parecía ser un poco más cálido. Tras un rato, a medida que se incrementaba la oscuridad y el frescor, Burton organizó un grupo para recoger leña. Utilizando los cuchillos y las hachas de mano, cortaron muchas plantas de bambú maduras y reunieron montones de hierba. Con el alambre al rojo blanco del encendedor, Burton inició una fogata de hojas y hierba. El combustible estaba aún verde, así que el fuego era humeante y poco satisfactorio hasta que colocaron el bambú.
De pronto, una explosión los hizo saltar. Algunas de las mujeres chillaron. Se habían olvidado de seguir vigilando la piedra de cilindros. Burton se había vuelto justo a tiempo para ver cómo las llamas azules se alzaban unos seis metros. El calor de la descarga pudo ser notado por Brontich, que estaba a unos seis metros de distancia.
Cuando se hubo apagado el sonido, y miraron a los cilindros, Burton fue de nuevo el primero en subir a la piedra; la mayoría de ellos no sentían ningún interés por aventurarse tan inmediatamente después de las llamaradas. Alzó la tapa de su cilindro, miró en el interior, y lanzó un grito de júbilo. Los otros subieron y abrieron sus propios cilindros. Al cabo de un minuto estaban sentados junto al fuego, comiendo rápidamente, lanzando exclamaciones de éxtasis y mostrándose los unos a los otros lo que habían hallado, riendo y bromeando. Después de todo, las cosas no eran tan malas. Quien fuera responsable de todo aquello se estaba ocupando de ellos.
Había abundante comida, incluso tras haber estado ayunando todo el día, o, como Frigate dijo, «probablemente ayunando media eternidad». Con eso quería decir, como le explicó a Monat, que no había forma en que averiguar cuánto tiempo había pasado entre el año 2008 y ahora. Aquel mundo no habría sido construido en un día, y preparar a la humanidad para la resurrección habría llevado más de siete. Es decir, si todo aquello había sido realizado por medios científicos y no sobrenaturales.
El cilindro de Burton le había proporcionado un redondo de carne de diez centímetros de grosor, una pequeña bola de pan negro, mantequilla, patatas y salsa de carne, lechuga con salsa para ensalada de un sabor poco familiar pero delicioso; además, había un vaso grande lleno de un excelente bourbon y otro vaso pequeño con cuatro cubitos de hielo.
Y había más, que lo inesperado convertía en mejor: una pequeña pipa de brezo. Un saquito de tabaco de pipa. Tres cigarros de tipo panatela. Un paquete de plástico con diez cigarrillos.
— ¡Sin filtro! -dijo Frigate.
También había un pequeño cigarrillo marrón que Burton y Frigate olieron y dijeron al mismo tiempo:
— ¡Marijuana!
Alice, alzando unas pequeñas tijeras metálicas y un peine negro, dijo:
— Evidentemente, vamos a recuperar nuestro cabello. De otra manera, no habría necesidad para esto. ¡Estoy muy contenta! Pero... ¿acaso... acaso esperan que use esto?
Alzaba una barra de brillante pintalabios rojo.
— ¿Y yo? -dijo Frigate, mirando también una barra similar.
— Son eminentemente prácticos -dijo Monat, tomando un paquete de lo que evidentemente era papel higiénico. Luego, sacó una esfera de jabón verde.
La carne de Burton era muy tierna, aunque le hubiera gustado menos hecha. Por el contrario, Frigate se quejó porque no estaba bastante hecha.
— Evidentemente, estas cornucopias no contienen menús preparados para el propietario en especial -dijo Frigate-. Y por eso los hombres también recibimos lápiz de labios, y las mujeres pipas. Es una producción en serie.
— Dos milagros en un día -dijo Burton-. Es decir, si es que lo son. Aunque prefiero una explicación racional, y pienso lograrla. No creo que nadie pueda, por el momento, decirme cómo fuimos resucitados. Pero quizá ustedes, los de los siglos XX y XXI, tengan una teoría razonable para la aparición, aparentemente mágica, de estos artículos en un recipiente anteriormente vacío.
— Si compara el interior y el exterior del cilindro -le dijo Monat-, observará una diferencia, aproximadamente de cinco centímetros, en su profundidad- El doble fondo debe contener un circuito molar capaz de convertir la energía en materia. Obviamente, la energía llega durante la descarga que surge de las rocas. Además del convertidor de energía en materia, el cilindro debe contener unas matrices o moldes molares que puedan conformar la materia en las diversas combinaciones de elementos y compuestos. Mis especulaciones no son vanas, pues teníamos un convertidor similar en mi planeta nativo. Pero les aseguro que no era nada tan miniaturizado como esto.
— Lo mismo sucedía en la Tierra -intervino Frigate-. Estaban produciendo hierro a partir de la energía pura antes del año 2002, pero era un proceso muy laborioso y caro, con una producción casi microscópica.
— Bueno -dijo Burton-, todo esto no nos ha costado nada. Por el momento...
Se quedó en silencio durante un rato, pensando en el sueño que había tenido al despertar.
— Paga -había dicho el dios-. Me debes la carne.
¿Qué había significado aquello? En la Tierra, en Trieste, en 1890, había estado muriendo entre los brazos de su esposa y pidiendo... ¿qué? ¿Cloroformo? Algo. No podía recordarlo. Luego, la nada. Y se había despertado en aquel lugar de pesadilla, y había visto cosas que no eran de la Tierra ni, por el momento, de este planeta. Pero aquella experiencia no había sido un sueño.
Acabaron de comer, y volvieron a colocar los recipientes en sus lugares dentro de los cilindros. Dado que no había agua cerca, tendrían que esperar hasta la mañana para lavarlos. Sin embargo, Frigate y Kazz habían hecho varios cubos con secciones de bambú gigante. El estadounidense se prestó voluntario para caminar de regreso al río, si alguno le acompañaba, para llenar las secciones con agua. Burton se preguntó por qué se habría ofrecido. Luego, mirando a Alice, supo el porqué. Frigate debía de estar esperando hallar alguna compañía femenina amistosa. Evidentemente, daba por supuesto que Alice Hargreaves prefería a Burton, y las otras mujeres: Tucci, Malini, Capone y Fiorri, habían elegido respectivamente a Galleazzi, Brontich, Rocco y Giunta. Babich se había marchado, probablemente por la misma razón que tenía Frigate para desear irse.
Monat y Kazz fueron con Frigate. El cielo estuvo de repente poblado con gigantescas chispas y grandes nubes de gases luminosos. El brillo de las apretadas estrellas, algunas tan grandes que parecían ser trozos de la Luna de la Tierra, y la luz de las nubes, les asombraban y les hacían sentirse penosamente microscópicos e incongruentes.
Burton se recostó sobre un montón de hojas de árbol y chupó un cigarro. Era excelente, y en el Londres de su tiempo le habría costado al menos un chelín. Ahora, ya no se sentía tan diminuto e insignificante. Las estrellas eran materia inanimada, y él estaba vivo. Ninguna estrella podría saber jamás cuál era el sabor de un cigarro caro, ni podría conocer el éxtasis de abrazar a una cálida y bien formada mujer.
Al otro lado del fuego, medio o totalmente perdidos entre la hierba y las sombras, estaban los triestinos. El licor les había hecho perder las inhibiciones, aunque parte de su sensación de libertad podía surgir de la alegría al verse vivos y jóvenes de nuevo. Reían y retozaban sobre la hierba, y hacían mucho ruido mientras se besaban. Y luego, pareja por pareja, se retiraron hacia la oscuridad. O, al menos, ya no siguieron emitiendo sonidos.
La niña se había quedado dormida junto a Alice. La luz de la fogata chisporroteaba sobre el hermoso y aristocrático rostro y la pelada cabeza de Alice, y sobre su magnífico cuerpo y sus largas piernas. De pronto, Burton supo que todo él había sido resucitado. Definitivamente, no era el viejo que, durante los últimos dieciséis años de su vida, había pagado tan duramente las muchas fiebres y enfermedades que lo habían agostado en los trópicos. Ahora era joven de nuevo, saludable, y poseído por el viejo demonio gritón.
No obstante, había dado su promesa de protegerla. No podía hacer ningún movimiento ni decir ninguna palabra que ella pudiera interpretar como insinuantes.
Bueno, no era la única mujer del mundo. De hecho, tenía a todas las mujeres del mundo, si no a su disposición, al menos a su alcance para un intento. Es decir, así era si todo el mundo que había muerto en la Tierra estaba en aquel planeta. Ella era únicamente una entre muchos miles de millones, posiblemente treinta y seis mil millones, si el cálculo de Frigate era correcto. Pero, claro está, no había prueba alguna de que así fuera.
Lo peor del asunto era que, para el caso, Alice podría haber sido la única mujer del mundo, al menos en ese momento. No podía ponerse en pie y caminar en la oscuridad buscando a otra mujer, porque eso las dejaría a ella y a la niña sin protección. Ciertamente, no se sentiría segura con Monat y Kazz, y no la podía culpar por ello. Eran aterradoramente feos. Ni podía confiársela a Frigate, si es que regresaba aquella noche, lo cual dudaba, dado que aquel tipo era aún una incógnita.
De repente, Burton lanzó una carcajada ante su situación. Había decidido que aquella noche podía considerarla perdida. Eso le hizo reírse de nuevo, y no se detuvo hasta que Alice le preguntó si se sentía bien.
— Más bien de lo que podría imaginarse -dijo, dándole la espalda. Buscó en su cilindro, y sacó el último artículo. Era una barra plana y pequeña de una sustancia gomosa. Frigate, antes de irse, había indicado que sus desconocidos benefactores debían ser estadounidenses. De lo contrario, no habrían pensado en proporcionarles goma de mascar.
Tras apagar el cigarro aplastándolo contra el suelo, Burton se metió la barra en la boca.
— Esto tiene un sabor extraño, pero bastante delicioso -dijo-. ¿Ha probado el suyo?
— Me he sentido tentada, pero me imagino que parecería una vaca rumiando.
— Olvídese de que fue una dama -le dijo Burton-. ¿Cree que unos seres con el poder de resucitarnos iban a tener unos gustos tan vulgares?
Alice sonrió levemente y contestó:
— Realmente, no lo sé -y se metió la barra en la boca. Por un momento, masticaron indiferentemente, mirándose el uno al otro por encima del fuego. Ella no podía mantener su mirada durante más de unos segundos cada vez.
— Frigate mencionó que la conocía a usted -dijo Burton-. Mejor dicho, que había oído hablar de usted. ¿Y quién es usted, si es que me permite que tenga esta curiosidad indiscreta?
— No hay secretos entre los muertos -replicó ella humorísticamente-. O, al menos, entre los ex-muertos.
Alice Pleasance Liddell había nacido el 25 de abril de 1852. (Burton tenía entonces treinta años). Era descendiente directa del rey Eduardo III y de su hijo John de Gaunt. Su padre era el decano del Christ Church College de Oxford, y coautor de un famoso diccionario griego-inglés. (¡Liddell y Scott!, pensó Burton). Había tenido una feliz infancia, una excelente educación, y había conocido a mucha gente famosa de su tiempo: Gladstone, Matthew Arnold, el príncipe de Gales, que fue puesto bajo el cuidado de su padre mientras estaba en Oxford. Su esposo había sido Reginald Gervis Hargreaves, y lo había amado mucho. Había sido un «caballero campesino», le gustaba cazar, pescar, jugar al cricket, plantar árboles y leer literatura francesa. Había tenido tres hijos, todos capitanes, dos de los cuales murieron en la primera guerra mundial, de 1914 a 1918. (Aquélla era la segunda vez en el día que Burton oía hablar de la primera guerra mundial).
Habló y habló, como si la bebida le hubiera soltado la lengua. O como si quisiera establecer una barrera de conversación entre ella y Burton.
Habló de Dinah, el gatito al que había amado cuando era niña, los grandes árboles de la plantación de su esposo, de cómo su padre, mientras trabajaba en su diccionario, daba siempre una dormidita a las doce en punto del mediodía, sin que nadie supiera por qué... A la edad de ochenta años, le habían dado un doctorado honorífico de letras en una universidad estadounidense, la de Columbia, a causa de la importante parte que había tenido en la génesis del famoso libro del señor Dodgson. (No mencionó el título, y Burton, aunque había sido un voraz lector, no recordó ninguna obra de un tal señor Dodgson).
— Aquella fue, desde luego, una tarde memorable -dijo-, a pesar del informe meteorológico oficial. El 4 de julio de 1862, yo tenía diez años... Mis hermanas y yo llevábamos zapatos negros, calcetines blancos, trajecitos blancos de algodón, y sombreros de ala ancha.
Sus ojos eran muy grandes, y se estremecía de vez en cuando como si estuviese luchando consigo misma, y comenzó a hablar aún más deprisa:
— El señor Dodgson y el señor Duckworth llevaban las cestas de la merienda... Salimos en nuestro bote desde el puente de Folly, subiendo por el Isis, yendo por una vez contra corriente. El señor Duckworth remaba; las gotitas caían de su remo como lágrimas de vidrio sobre el liso espejo del Isis, y...
Burton oyó las últimas palabras como si las hubieran rugido. Asombrado, contempló a Alice, cuyos labios parecían estarse moviendo como si conversase a un nivel normal de charla. Sus ojos estaban ahora fijos en él, pero parecían estarle atravesando para mirar a un espacio y a un tiempo situados más allá. Sus manos estaban medio erguidas, como si estuviera sorprendida por algo y no pudiera moverlas.
Cada sonido estaba amplificado. Podía oír la respiración de la niña, el latido de su corazón y el de Alice, el gorgoteo de los intestinos de Alice mientras trabajaban, y la brisa mientras se deslizaba por entre las ramas de los árboles. De muy lejos llegó un grito.
Se alzó y escuchó. ¿Qué estaba sucediendo? ¿Por qué aquella amplificación de sus sentidos? ¿Por qué podía oír los corazones de ellas y no el suyo propio? También se daba cuenta de la forma y textura de la hierba bajo sus pies. Casi podía notar las moléculas individualizadas del aire cuando golpeaban contra su cuerpo.
También Alice se había alzado.
— ¿Qué está pasando? -dijo, y su voz cayó sobre él como un gran soplo de viento.
No le contestó, pues estaba mirándola. Ahora, le parecía, podía ver realmente su cuerpo, por primera vez. Podía verla a ella. A la verdadera Alice.
Alice corrió hacia él con los brazos extendidos, con los ojos entrecerrados y los labios húmedos. Se tambaleaba y canturreaba:
— ¡Richard! ¡Richard!
Entonces, se detuvo; sus ojos se agrandaron. El dio un paso hacia ella, con los brazos extendidos. Ella gritó:
«¡No!», se volvió, y corrió a la oscuridad entre los árboles. Por un segundo, él se quedó inmóvil. No le parecía posible que ella, a quien amaba como nunca había amado a nadie, no le devolviese ese amor.
Debía de estar incitándole. Eso era. Corrió tras ella, y gritó su nombre una vez tras otra.
Debió de ser horas más tarde cuando la lluvia cayó sobre ellos. O bien el efecto de la droga había pasado, o bien el agua fría ayudó a disiparlo, pues ambos parecieron emerger del éxtasis y de su estado somnoliento al mismo tiempo. Ella le miró cuando un relámpago iluminó sus facciones, gritó, y lo apartó de un violento empellón.
El cayó sobre la hierba, pero extendió una mano y asió su tobillo mientras ella escapaba de él a gatas.
— ¿Qué es lo que te pasa? -gritó.
Alice dejó de forcejear. Se sentó, ocultó la cara entre las rodillas, y su cuerpo fue estremecido por los sollozos. Burton se alzó y colocó su mano bajo la barbilla de ella, obligándola a mirarle. El rayo volvió a caer cerca, mostrándole su rostro torturado.
— ¡Prometiste protegerme! -sollozó ella.
— No actuaste como si deseases que te protegiese -le respondió él-. No te prometí protegerte contra un impulso natural humano.
— ¡Impulso! -exclamó ella-. ¡Impulso! ¡Dios mío, nunca he hecho nada así en mi vida! ¡Siempre he sido buena! ¡Era virgen cuando me casé, y fui fiel a mi marido durante toda mí vida! ¡Y ahora... con un completo desconocido! ¡Y así! ¡No sé qué es lo que me sucedió!
— Entonces, he fracasado -dijo Burton, y se rió. Pero estaba comenzando a sentir pena y remordimientos. Si hubiera sido por su propia voluntad, por su propio deseo, entonces no sentiría el menor remordimiento de conciencia. Pero el chiclé contenía alguna droga poderosa, y les había hecho comportarse como amantes cuya pasión no conocía límites. Ciertamente, ella había cooperado tan entusiásticamente como cualquier mujer experimentada de un harén turco. No tienes por qué sentirte apenada en lo más mínimo o reprocharte nada -le dijo suavemente-. Estabas como poseída. Echa las culpas a la droga.
— ¡Fui yo! -dijo ella-. ¡Yo... yo! ¡Quería hacerlo! ¡Oh, qué vil y sucia puta soy!
— No recuerdo que te ofreciese ningún dinero.
No quería mostrarse despiadado. Quería que se irritase tanto que se olvidase de su autocompasión. Y lo logró. Saltó y le arañó el cuello y el rostro. Le dijo cosas que una gentil dama de alta alcurnia de los tiempos victorianos no debía haber conocido jamás.
Burton le aferró las muñecas para evitar que le causara mayor daño, y la mantuvo asida mientras ella le escupía más suciedades. Finalmente, cuando se quedó en silencio y comenzó a llorar de nuevo, la llevó hacia el lugar de acampada. El fuego era cenizas mojadas. Apartó la capa superior, y dejó caer un puñado de hierba que había resultado protegida de la lluvia por un árbol sobre los rescoldos. A su luz vio que la niña estaba durmiendo acurrucada entre Kazz y Monat, bajo un montón de hierba debajo del árbol de hierro. Se volvió hacia Alice, que estaba sentada bajo otro árbol.
— Quédate lejos -le dijo ella-. ¡No quiero volver a verte jamás! ¡Me has deshonrado, envilecido! ¡Y después de haber dado tu palabra de protegerme!
— Si quieres, puedes congelarte -dijo él-. Simplemente te iba a sugerir que seria mejor que nos agrupásemos para conservar el calor. Pero, si deseas pasarlo mal, allá tú. Vuelvo a repetirle que lo que hiciste fue ocasionado por la droga. No, no fue ocasionado. Las drogas no ocasionan deseos o acciones. Simplemente permiten que se manifiesten. Nuestras habituales inhibiciones desaparecieron, y ninguno de nosotros puede acusarse a si mismo o al otro. Sin embargo, sería un mentiroso si dijera que no disfruté con ello, y tú también lo serías si lo afirmases, así que, ¿por qué herirte con los puñales de la conciencia?
— ¡No soy una bestia como tú! ¡Soy una mujer virtuosa, buena cristiana y temerosa de Dios!
— Sin duda -dijo secamente Burton-. No obstante, déjame que vuelva a remarcar una cosa. Dudo que hubieras hecho lo que hiciste si no hubieras deseado hacerlo en lo profundo de tu corazón. La droga suprimió tus inhibiciones, pero ciertamente no te puso en la cabeza la idea de lo que debías hacer. Esa idea ya estaba allí. Cualquier acción resultante de la toma de la droga surgió de ti, de lo que deseabas hacer.
— ¡Eso ya lo sé! -aulló ella-. ¿Te crees que soy una estúpida e ignorante sirvienta? ¡Tengo un cerebro! ¡Sé lo que hice, y por qué! ¡Es simplemente que nunca soñé que pudiera ser una tal... una tal persona! ¡Pero debo de haber sido así! ¡Debo de haberlo sido!
Burton trató de consolarla, de demostrarle que todos tenían en su naturaleza algunos elementos no deseados. Le señaló que, con toda seguridad, el dogma del pecado original se aplicaba a esta situación; que era humana, y por consiguiente tenía en sí deseos pecaminosos, etc. etc. Cuanto más trataba de arreglar las cosas, peor se sentía ella. Luego, estremeciéndose de frío, y cansado de la inútil argumentación, lo dejó correr. Se arrastró entre Monat y Kazz, y tomó a la niña entre sus brazos. El calor de los tres cuerpos, y la cobertura del montón de hierbas, así como el tacto de los cuerpos desnudos, lo calmó. Se durmió con los sollozos de Alice llegándole débilmente a través de las hojas.
Cuando se despertó, estaba a la grisácea luz del falso amanecer al que los árabes llamaban la cola del lobo. Monat, Kazz y la niña seguían durmiendo. Se rascó un poco a causa de los picores producidos por la hierba de ásperos bordes, y luego se arrastró hacia afuera. El fuego estaba apagado; de las hojas de los árboles colgaban gotas de agua, y también de las puntas de las hierbas. Se estremeció por el frío. Pero no se sintió cansado ni notaba ningún mal efecto secundario de la droga, como había esperado. Encontró un montón de bambúes relativamente secos bajo algunas hierbas situadas debajo de un árbol. Con ellos volvió a reconstruir el fuego y, en poco tiempo, se sintió a gusto. Entonces divisó los recipientes de bambú, y bebió agua de uno de ellos. Alice estaba sentada sobre un montón de hierba, mirándole ceñuda. Tenía la carne de gallina.
— ¡Ven a calentarte! -le dijo.
Se acercó a gatas, se puso en pie, caminó hasta el cubo de bambú, se inclinó, tomó agua con las manos y se mojó la cara. Luego se sentó sobre sus talones junto al fuego, calentándose las manos sobre las llamas. Si todo el mundo está desnudo, cuán rápidamente pierden su modestia aún los más modestos, pensó él.
Un momento más tarde, Burton oyó crujir la hierba hacia el este. Apareció una cabeza pelada, la de Peter Frigate. Salió de entre las hierbas, y fue seguido por la cabeza pelada de una mujer. Emergiendo de entre las hiebas, reveló un cuerpo húmedo pero hermoso. Sus ojos eran grandes y verde oscuro, y sus labios un poco demasiado gruesos para ser hermosos, pero sus otras facciones eran exquisitas.
Frigate sonreía ampliamente. Se volvió y tiró de ella con la mano, acercándola al fuego.
— Tienes la cara de un gato que se acaba de comer a un canario -comentó Burton-. ¿Qué te pasó en la mano?
Peter Frigate se miró a los nudillos de su mano derecha. Estaban hinchados, y tenía arañazos en el dorso de la mano.
— Me metí en una pelea -dijo. Apuntó con un dedo a la mujer, que estaba acurrucada junto a Alice, calentándose-. La noche pasada, allá en el río, era una casa de locos. Ese chiclé debe contener algún tipo de droga. No te creerías lo que estaban haciendo la gente. ¿O sí? Después de todo, eres Richard Francis Burton. De cualquier forma, todas las mujeres, incluidas las feas, estaban ocupadas, de una forma u otra. Me asusté de lo que estaba sucediendo, y luego enloquecí. Golpeé a dos hombres con mi cilindro, dejándolos fuera de combate. Estaban atacando a una niña de diez años. Quizá los matase; espero que así fuese. Traté de conseguir que la niña viniese conmigo, pero huyó en la noche.
»Decidi regresar aquí. Estaba comenzando a reaccionar bastante mal por lo que les había hecho a aquellos dos hombres, aunque se lo hubiesen merecido. La droga era la responsable; debió de liberarme de toda una vida de ira y frustración. Así que comencé a volver aquí, y entonces me encontré con otros dos hombres, solo que éstos estaban atacando a una mujer, ésta. Creo que ella no se oponía tanto a la idea de la relación con ellos como a la perspectiva de un ataque simultáneo, si es que comprendes lo que quiero decir. De cualquier forma, estaba gritando, o tratando de hacerlo, y luchando. Y entonces comenzaron a golpearla. Así que les golpeé a ellos con el puño, les di patadas, y luego les di con mi cilindro.
»Entonces, cogí a la mujer, que por cierto se llama Loghu, y ésto es lo único que sé de ella, pues no pude entender ni una sola palabra de su idioma, y se vino conmigo.
Sonrió de nuevo.
— Pero no llegamos hasta aquí.
Dejó de sonreír, y se estremeció.
— Luego nos despertamos con la lluvia y los relámpagos y los truenos como si fuera la ira de Dios. Pensé que quizá, y no te rías, era el Día del Juicio, que Dios nos había dado rienda suelta durante un día para que así nosotros mismos nos juzgásemos, y que ahora íbamos a ser lanzados a las profundidades. -Rió secamente y añadió-: He sido agnóstico desde que tenía catorce años de edad, y morí como tal a la edad de noventa, aunque entonces estaba pensando en llamar a un sacerdote. Pero el niñito que se aterra ante la idea del Dios Padre, el Fuego del Infierno y la Condena Eterna aún sigue aquí dentro, dentro del viejo, o del joven alzado de entre los muertos.
— ¿Qué sucedió? -dijo Burton-. ¿Acabó el mundo en el retumbar de un trueno y a la luz de un relámpago? Veo que aún sigues aquí, y que no has renunciado a las delicias de la carne en la persona de esta mujer.
— Encontramos una piedra de cilindros cerca de las montañas. Más o menos a un kilómetro y medio de aquí. Nos perdimos, vagamos, fríos y mojados, saltando cada vez que el rayo caía cerca. Entonces encontramos la piedra. Estaba repleta de gente, pero se mostraban excepcionalmente amistosos, y había tantos cuerpos que se estaba muy caliente, aunque un poco de lluvia goteaba por entre la hierba. Finalmente, nos dormimos, mucho después de que dejase de llover. Cuando me desperté, busqué entre la hierba hasta que encontré a Loghu. De alguna manera se había perdido durante la noche. No obstante parecía complacida de verme, y a mí me gusta ella. Hay una afinidad entre nosotros. Quizá lo averigüe cuando aprenda a hablar inglés. Probé en este idioma, y en francés, alemán, y frases hechas de ruso, lituano, gaélico, todas las lenguas escandinavas, incluyendo finlandés, nahuatl clásico, árabe, hebreo, iroqués onondaga, ojibway, italiano, español, latín, griego moderno y homérico, y una docena de otros. Resultado: una mirada de incomprensión.
— Debes de ser un buen lingüista -dijo Burton.
— No domino ninguno de ellos -dijo Frigate-. Puedo leer la mayor parte, pero solo puedo hablar unas pocas frases cotidianas. A diferencia de ti, no domino treinta y nueve idiomas... incluyendo la pornografía.
El tipo parecía saber mucho de él, pensó Burton. Averiguaría cuánto en otro momento.
— Seré franco contigo, Peter -dijo Burton-. El relato de tu agresividad me asombra. No hubiera pensado que fueras capaz de atacar y derrotar a tantos hombres. Tu pusilanimidad...
— Naturalmente, fue el chiclé. Abrió la puerta de la jaula.
Frigate se acurrucó junto a Loghu y le rozó el hombro con el suyo. Ella lo miró con sus ojos ligeramente oblicuos. La mujer sería hermosa cuando su cabello le volviera a crecer.
— Soy tan timorato y pusilánime porque temo la ira, el deseo de obrar violentamente, que yace no demasiado profundamente en mi interior -continuó Frigate-. Temo la violencia porque soy violento. Temo lo que sucedería si no temiese. Infiernos, he sabido eso durante cuarenta años. ¡Y para lo que me ha servido!
Miró a Alice y le dijo:
— ¡Buenos días!
Alice le replicó bastante afablemente, e incluso sonrió a Loghu cuando le fue presentada. Miraba a Burton, y contestaba a sus preguntas directas, pero no charlaba con él, y no le presentaba más que un rostro hosco.
Monat, Kazz y la niña, todos bostezando, se acercaron a la fogata. Burton recorrió los bordes del campamento y halló que los triestinos se habían ido. Algunos se habían dejado olvidados los cilindros. Los maldijo por su descuido, y pensó en dejar las cornucopias sobre la hierba para darles una lección. Pero, al fin, colocó los cilindros en las depresiones de la piedra.
Si sus propietarios no regresaban, pasarían hambre a menos que alguien compartiese con ellos su comida. Mientras tanto, la comida de sus cilindros no podría ser tocada. Nadie podría abrirlos. Ayer había descubierto que solo su propietario podía abrir un cilindro. La experimentación con un palo había demostrado también que el propietario tenía que tocar la cornucopia con sus dedos o alguna parte de su cuerpo antes de que se abriese la tapa. Frigate tenía la teoría de que un mecanismo del cilindro estaba sintonizado a la configuración peculiar o al voltaje de la piel del propietario. O quizá contuviese un detector muy sensible de las ondas cerebrales del individuo.
Por aquel entonces, el cielo se había vuelto brillante. El sol seguía aún al otro lado de la cordillera del este, de seis mil metros de altitud. Aproximadamente una media hora más tarde, la piedra de cilindros escupió llamas azules con el retumbar de un trueno. El trueno de las piedras a lo largo del río creó ecos en la montaña.
Las cornucopias les dieron huevos con tocino, mermelada, tostadas, mantequilla, jamón dulce, leche, un cuarto de melón, cigarrillos y una taza de cristales marrón oscuro que Frigate dijo que eran café instantáneo. Se bebió la leche que había en una taza, la limpió con el agua de uno de los recipientes de bambú, y la colocó sobre el fuego. Cuando el agua estaba hirviendo, puso una cucharadita de los cristales en el agua y los removió. El café era delicioso, y había bastantes cristales como para dar seis tazas. Luego, Alice puso los cristales en el agua antes de calentarla al fuego, y averiguó que no era necesario usar éste. El agua hirvió al cabo de tres segundos de que los cristales hubieran sido echados en el agua fría.
Después de comer, limpiaron los recipientes y los volvieron a colocar en los cilindros. Burton se ató su cuerno de la abundancia a la muñeca. Pensaba ir a explorar, y ciertamente no iba a dejar el cilindro sobre la piedra. Aunque no podía servirle a nadie más que a él, algún tipo malévolo podía llevárselo simplemente por el placer de verlo morirse de hambre.
Burton comenzó sus lecciones de idiomas con la niña y Kazz, y Frigate hizo que Loghu asistiese a ellas. Frigate sugirió que deberían adoptar un lenguaje universal, a causa de los muchos lenguajes y dialectos, quizá de cincuenta a sesenta mil, que la humanidad había usado en sus varios millones de años de existencia, y que debían estar en uso a lo largo del río. Es decir, si era que toda la humanidad había sido resucitada. Después de todo, lo único que sabían era lo relativo a los pocos kilómetros cuadrados que habían visto. Pero sería una buena idea el comenzar a propagar el esperanto, el lenguaje sintético inventado por el oculista polaco doctor Zamenhof en 1887. Su gramática era muy simple y absolutamente regular, y sus combinaciones de sonidos, aunque no eran tan sencillos de pronunciar para todo el mundo como se afirmaba, eran relativamente fáciles, con muchas palabras del inglés, alemán y otros idiomas de la Europa occidental.
— Oí hablar de él antes de morir -dijo Burton-, pero jamás vi ningún ejemplo. Quizá pueda convertirse en útil. Pero, mientras tanto, voy a enseñar a estos dos el inglés.
— ¡Pero la mayor parte de la gente de por aquí habla italiano o esloveno! -dijo Frigate.
— Eso quizá sea cierto, pese a que aún no hemos hecho ninguna exploración. Sin embargo, puedes estar seguro de que no pienso quedarme aquí.
— Podía haber predicho esto -murmuró Frigate-. Siempre fuiste un inquieto; tenias que estar en movimiento.
Burton lanzó una mirada hosca a Frigate, y luego inició las lecciones. Durante unos quince minutos les enseñó a identificar y pronunciar quince sustantivos y algunos verbos: fuego, bambú, cilindro, hombre, mujer, niña, mano, pie, ojo, diente, comer, caminar, correr, hablar, peligro, yo, tú, ellos, nosotros. Deseaba aprender tanto de ellos como ellos de él. Con el tiempo, sería capaz de hablar sus idiomas, fueran los que fuesen.
El sol pasó sobre las cimas de la cordillera del este. El aire se hizo más cálido, y dejaron que se apagase el fuego. Ya estaba bastante adelantado el segundo día de la resurrección, y casi no sabían nada de este mundo o de cuál se suponía que debía ser su destino final, o quién era el que determinaba este destino.
Lev Ruach sacó su rostro de gran nariz por entre las hierbas y preguntó:
— ¿Puedo unirme a ustedes?
Burton asintió, y Frigate dijo:
— Seguro, ¿por qué no?
Ruach salió de entre la hierba. Una pequeña mujer de piel pálida, con grandes ojos marrones y encantadoras y delicadas facciones, lo siguió. Ruach la presentó como Tanya Kauwitz. Se había encontrado con ella la pasada noche, y habían permanecido juntos dado que tenían un cierto número de cosas en común. Ella era descendiente de judíos rusos, había nacido en 1958 en el Bronx, en la ciudad de Nueva York, se había convertido en profesora de inglés, casado con un hombre de negocios que había ganado un millón y caído muerto cuando ella aún tenía cuarenta y cinco años, dejándola libre para que se casase con un hombre maravilloso del que había estado enamorada durante quince años. Seis meses después, ella había muerto de cáncer. Tanya, y no Lev, dio esta información, y en una sola frase.
— Anoche, en la llanura, era un infierno -dijo Lev-. Tanya y yo tuvimos que correr hacia el bosque para seguir con vida, así que decidí que trataría de encontrarle y preguntarle si podía quedarme con usted. Señor Burton, me excuso por mis afirmaciones apresuradas de ayer. Creo que mis observaciones eran válidas, pero que las actitudes de que hablaba debieron ser consideradas en el contexto de sus otras actitudes.
— Ya hablaremos de eso más extensamene en otro momento -dijo Burton-. Cuando escribí ese libro, estaba sufriendo a causa de las viles y maliciosas mentiras de los prestamistas de Damasco, y...
— Seguro, señor Burton -le cortó Ruach-. Como usted dice, ya hablaremos más tarde. Simplemente quería indicarle que le considero como una persona muy capacitada y fuerte, y que me gustaría unirme a su grupo. Estamos en un estado de anarquía, si es que se puede llamar estado a la anarquía, y muchos de nosotros necesitamos protección.
A Burton no le gustaba que le interrumpiesen. Resopló y dijo:
— Por favor, permita que me explique. Yo...
Frigate se puso en pie y dijo:
— Ahí vienen los otros. Me pregunto dónde habrán estado.
Sin embargo, sólo habían regresado cuatro de los nueve originales. María Tucci les explicó que se había ido después de masticar la goma, y que al fin había llegado a uno de los grandes fuegos en la llanura. Entonces, habían sucedido muchas cosas: había habido luchas, y los hombres habían asaltado a las mujeres, otros hombres a hombres, algunas mujeres a hombres, otras mujeres a mujeres, e incluso se había atacado a niños. El grupo se había dispersado en un verdadero caos, y se había encontrado con los otros tres hacía tan sólo una hora, mientras estaba buscando la piedra de los cilindros por las colinas.
Lev añadió algunos detalles. El resultado de masticar la goma narcótica había sido trágico, divertido o satisfactorio, dependiendo, aparentemente, de la reacción individual. El chiclé había tenido un efecto afrodisíaco sobre muchos, pero también había tenido otros efectos. Por ejemplo, el marido y mujer que habían muerto en Opcina, un suburbio de Trieste, en 1899. Habían resucitado a un metro ochenta el uno del otro. Habían llorado de alegría al verse reunidos, cuando tantas otras parejas no podían decir lo mismo. Habían dado gracias a Dios por su buena suerte, aunque también habían comentado en voz bastante alta que aquel mundo no era el que se les había prometido. Pero habían pasado cincuenta años de dichoso matrimonio, y ahora podían contemplar el estar juntos durante toda la eternidad.
Solo algunos minutos después de que ambos hubieran masticado la goma, el hombre había estrangulado a su esposa, lanzado su cadáver al río, cogido a otra mujer entre sus brazos, y escapado con ella a la oscuridad de los bosques.
Otro hombre había saltado sobre una piedra de cilindros y lanzado un discurso que duró toda la noche, a pesar de la lluvia. A los pocos que le podían oír, y a los aún menos que le escuchaban, había demostrado los principios de una sociedad perfecta y cómo podían ser llevados a la práctica. Al amanecer, estaba tan ronco que sólo podía croar unas pocas palabras. En la Tierra, pocas veces se había molestado en votar.
Un hombre y una mujer, ultrajados por las demostraciones públicas de carnalidad, habían tratado por la fuerza de separar parejas; el resultado: moretones, narices ensangrentadas, labios partidos, y dos personas noqueadas, ellos. Algunos hombres y mujeres habían pasado la noche de rodillas, rezando y confesando sus pecados.
Algunos niños habían sido golpeados de mala manera, violados o asesinados, o las tres cosas a la vez. Pero no todo el mundo había sucumbido a la locura. Un cierto número de adultos había protegido a los niños, o intentado hacerlo.
Ruach describió la desesperación y disgusto de un croata musulmán y un judío austríaco debido a que sus cornucopias contenían cerdo. Un hindú gritó obscenidades porque la suya le ofrecía carne.
Un cuarto hombre, gritando que estaban en manos de los demonios, había lanzado sus cigarrillos al río.
Varios le habían dicho:
— ¿Por qué no nos dio los cigarrillos, si no los quería?
— El tabaco es la invención del diablo; fue la hierba creada por Satán en el jardín del Edén.
— Al menos nos podría haber dado los cigarrillos a nosotros -le dijo uno-. No le hubiera hecho daño alguno.
— ¡Me gustaría tirar todo ese producto infernal al río! -había gritado él.
— Es usted un fanático, y además está loco -le había replicado otro, y le había golpeado en la boca. Antes de que el que odiaba el tabaco se hubiera podido levantar del suelo, fue golpeado y pateado por otros cuatro.
Más tarde, el que odiaba el tabaco se había puesto en pie tambaleante y, llorando de rabia, había gritado:
— ¡Oh Dios, mi Dios, ¿qué he hecho para merecer esto?! Siempre he sido un hombre bueno. Di millares de libras para caridad. Te adoré en tu templo tres veces por semana, luché toda mi vida en una guerra contra el pecado y la corrupción...
— ¡Te conozco! -había gritado una mujer. Era una muchacha alta de ojos azules, con un rostro hermoso y bien curvadas formas-. ¡Te conozco! ¡Eres Sir Robert Smithson!
El había dejado de hablar, y la miraba parpadeante.
— ¡Yo no la conozco a usted!
— ¡Claro que no! ¡Pero deberías! ¡Soy una de los millares de muchachas que tenían que trabajar dieciséis horas por día, seis días y medio por semana, para que tú pudieras vivir en tu gran casa de la colina, vestirte con tus ricas ropas y dar de comer a tus perros y caballos mucho mejor de lo que yo jamás pude! ¡Era una de las chicas de tus fábricas! Mi padre trabajó como un esclavo para ti, mi madre trabajó como una esclava para ti, mis hermanos y hermanas, aquéllos que no estaban demasiado enfermos o que no murieron a causa de la comida tan poca y tan mala, de las camas sucias, de las ventanas sin cristales y de las mordeduras de rata, trabajaron como esclavos para ti. Mi padre perdió una mano en una de tus máquinas, y lo echaste a patadas sin un penique. Mi madre murió de la peste blanca. Yo también me estaba muriendo a toses, mi encantador baronet, mientras tú te llenabas la tripa con excelentes comidas, te sentabas en blandos sillones y dormitabas en tu grande y caro asiento de la iglesia y dabas millares para alimentar a los pobres desafortunados de Asia y para enviar misioneros para convertir a los pobres paganos de Africa. Tosí hasta escupir mis pulmones, y tuve que ponerme de puta para ganar el dinero bastante con que alimentar a mis hermanos y hermanas menores. Y agarré la sífilis, so marrano, bastardo piadoso, porque tú querías sacar hasta la última gota de sudor y sangre que yo y los otros pobres diablos como yo teníamos. Morí en prisión porque le dijiste a la policía que debían tratar duramente a la prostitución. ¡So... so...!
Smithson se había ruborizado al principio, luego palidecido. Al fin, se había erguido resoplándole a la mujer, y había dicho:
— Ustedes, las mujeres de mala vida, siempre tienen a alguien a quien culpar de sus pasiones desatadas, por su mala conducta. Dios sabe que cumplí con sus mandamientos.
Se había dado una vuelta para marcharse, pero la mujer corrió tras él blandiendo el cilindro. Cayó sobre su cabeza rápidamente, pero alguien gritó, y él se giró e hizo una finta. La cornucopia casi le rozó la coronilla.
Smithson escapó corriendo de la mujer antes de que ésta pudiera recuperarse y, rápidamente, se perdió entre la multitud. Desafortunadamente, dijo Ruach, muy pocos comprendieron lo que estaba sucediendo, pues pocos de ellos hablaban inglés.
— Sir Robert Smithson -dijo Burton-. Si recuerdo correctamente, era propietario de hilanderías de algodón y acererias en Manchester. Era conocido por sus filantropías y sus buenas obras entre los paganos. Murió en 1860, o algo así, a la edad de ochenta años.
— Y probablemente convencido de que sería recompensado en el cielo -dijo Lev Ruach-. Naturalmente, nunca se le ocurrió que era el asesino de mucha gente.
— Si no hubiera explotado a los pobres, hubiera sido otro el que lo hubiera hecho.
— Esa es una excusa usada por muchos a lo largo de la historia de la humanidad -dijo Lev-. Además, hubo industriales en su país que procuraron que las condiciones y los salarios de sus fábricas mejorasen. Según creo, Robert Owen fue uno de ellos.
-No creo que tenga mucho sentido el discutir sobre lo que ocurrió en el pasado -dijo Frigate-. Creo que deberíamos hacer algo acerca de nuestra situación actual.
Burton se puso en pie.
— ¡Tienes razón, yanki! Necesitamos techo sobre nuestras cabezas, herramientas, ¡y Dios sabe cuántas otras cosas! Pero primero creo que deberíamos dar una buena ojeada a las ciudades de las llanuras y ver lo que están haciendo los ciudadanos.
En aquel momento, Alice salió de entre los árboles de la colina situada sobre ellos. Frigate fue el primero en verla. Se echó a reír.
— ¡Lo último en la moda femenina!
Ella había cortado hojas largas de hierba con sus tijeras, entretejiéndolas hasta formar un conjunto de dos piezas. Una era una especie de poncho que le cubría los senos, y la otra una falda que le caía hasta las pantorrillas.
El efecto era extraño, aunque podría haberse esperado. Cuando estaba desnuda, la cabeza sin cabello no le restaba mucho de su feminidad y belleza, pero con la vestimenta verde, abultada e informe, su rostro se había convertido en masculino y feo.
Las otras mujeres se agruparon a su alrededor y examinaron el entretejido de la hierba y el cinturón, también de hierbas, que aseguraba la falda.
— Pica mucho y es muy poco cómodo -dijo Alice-, pero es decente. Es lo único que puedo decir en su favor.
— Aparentemente, no eras sincera cuando hablabas de que no te importaba la desnudez en un lugar en el que todos iban desnudos -indicó Burton.
Alice lo miró friamente y contestó:
— Espero que todo el mundo use algo así. Es decir, todo hombre y mujer decentes.
— Ya me imaginaba que la señora Grundy sacaría su fea cabeza por aquí -le replicó Burton.
— Fue un shock el encontrarse entre tanta gente desnuda -intervino Frigate-. Eso a pesar de que el ir desnudos por la playa y en la casa de uno se convirtió en cosa común a finales de la década de los ochenta. Pero no pasó mucho antes de que todo el mundo se hubiera acostumbrado a ello. Todo el mundo excepto los incurablemente neuróticos, supongo.
Burton se volvió y habló con las otras mujeres.
— ¿Qué es lo que dicen ustedes, señoras? ¿Van a llevar ustedes esos montones de heno feos y picantes sólo porque un miembro de su sexo ha decidido repentinamente que vuelve a tener partes íntimas? ¿Puede convertirse en íntimo algo que ya ha sido tan público?
Loghu, Tanya y Alice no le comprendieron porque hablaba en italiano. Lo repitió en inglés, a beneficio de estas dos últimas. Alice se ruborizó y exclamó:
— Lo que lleve puesto es asunto mío. ¡Si alguien desea ir desnudo cuando yo vaya decentemente cubierta, bueno...!
Loghu no había comprendido una sola palabra, pero se daba cuenta de lo que estaba sucediendo. Se echó a reír, y se marchó. Las otras mujeres parecían estar tratando de imaginar lo que harían las demás. La fealdad y lo poco confortable de la ropa no era lo que estaba en juego.
— Mientras ustedes, señoras, están tratando de decidirse -dijo Burton-, sería muy bueno si tomasen un cubo de bambú y vinieran con nosotros al río. Podemos bañarnos, llenar los cubos de agua, averiguar cuál es la situación en las llanuras, y regresar aquí. Quizá podamos construir varias casas, o abrigos temporales, antes de que caiga la noche.
Iniciaron el camino colina abajo, abriéndose paso entre la hierba y llevando con ellos sus cilindros, armas de calcedonia, lanzas de bambú y cubos. No habían ido muy lejos cuando se encontraron con un cierto número de personas. Aparentemente, muchos habitantes de la llanura habían decidido trasladarse. Y no sólo esto, sino que algunos habían encontrado también calcedonia y se habían hecho armas y herramientas. Habían aprendido la técnica de trabajar la piedra de alguien, posiblemente otros primitivos de la zona. Hasta el momento, Burton solo había visto a dos especímenes que no fueran homo sapiens, y ambos estaban con él. Pero, fuera donde fuese que se hubiesen aprendido esas técnicas. habían sido bien utilizadas. Pasaron junto a dos cabañas de bambú a medio completar. Eran redondas, de una sola habitación, y tendrían techos cónicos cubiertos con las grandes hojas triangulares de los árboles de hierro y con la alta hierba de las colinas. Un hombre, usando un azadón y un hacha de calcedonia, estaba haciendo una cama de bambú de cortas patas.
Excepto por un cierto número de personas que estaban erigiendo burdas chozas o abrigos sin utilizar herramientas de piedra, al borde de las llanuras, y otras cuantas que nadaban en el río, la llanura estaba desierta. Los cadáveres de la locura de la noche anterior habían sido retirados. Hasta ahora, nadie se había hecho una falda de hierba, y muchos miraron a Alice o incluso se rieron de ella e hicieron comentarios obscenos. Alice se ruborizó, pero no hizo ningún intento de deshacerse de su atavío. No obstante, el sol estaba calentando, y ella se rascaba bajo el cubresenos y la falda. Era buena medida de la intensidad de sus picores el que ella, criada según las estrictas normas de la clase superior victoriana, se rascase en público.
No obstante, cuando llegaron al río, vieron una docena de montones de hierba que resultaron ser vestidos. Habían sido dejados al borde del río por los hombres y mujeres que ahora reían, chapoteaban y nadaban en la corriente.
Era ciertamente un buen contraste con las playas que él conocía. Aquellas eran las mismas gentes que habían aceptado las máquinas de baño, los trajes que cubrían desde el tobillo hasta el cuello, y todos aquellos otros artilugios de la modestia, como absolutamente morales y vitales para la continuidad de la sociedad adecuada: la de ellos. No obstante, tan solo un día después de hallarse allí, ya estaban nadando desnudos, y disfrutando con ello.
Parte de la aceptación de su estado de desnudez surgía del shock de la resurrección. Adicionalmente, no había mucho que pudieran hacer acerca de aquel primer día. Y además, se había sazonado a los civilizados con algunos salvajes, o habitantes de los trópicos, que no se sentían particularmente molestos por la desnudez.
Llamó a una mujer que estaba metida en el agua hasta la cintura. Tenía un rostro vulgar pero hermoso, y ojos azules chisporroteantes.
— Esa es la mujer que atacó a Sir Robert Smithson -dijo Lev Ruach-. Creo que su nombre es Wilfreda Ahport.
Burton la miró con curiosidad, apreciando su espléndido busto. Le preguntó:
— ¿Cómo está el agua?
— ¡Muy buena! -respondió ella, sonriendo.
Se quitó el cilindro que contenía su hacha de mano y su cuchillo de piedra, lo dejó en el suelo, y se metió en el agua con su pastilla de jabón verde. Parecía como si el agua estuviera a unos diez grados por debajo de la temperatura de su cuerpo. Se enjabonó, mientras iniciaba una conversación con Wilfreda. Si ésta aún tenía algún resentimiento hacia Smithson, no lo demostró. Su acento era muy cerrado y de los condados del norte, probablemente de Cumberland.
— He oído hablar de su pequeña discusión con ese gran hipócrita, el baronet -le dijo Burton-. No obstante, ahora debería estar usted contenta. Está saludable y es joven y hermosa de nuevo, y no tiene que trabajar para ganarse el sustento. Además, puede hacer por amor lo que antes hacía por dinero.
No valía la pena andarse con rodeos con una chica de fábrica.
Wilfreda le lanzó una mirada tan fría como cualquiera que hubiera recibido de Alice Hargreaves.
— ¡Menudo cara dura! -dijo-. Inglés, ¿no? Aunque no puedo localizar su acento. Diría que de Londres, con un toque de algo extranjero.
— Se acerca bastante -dijo él, riendo-. Por cierto, soy Richard Burton. ¿Querría unirse a nuestro grupo? Nos hemos reunido para protegernos, y vamos a construir algunas casas esta tarde. Tenemos una piedra de cilindros para nosotros solos allá en las colinas.
Wilfreda miró al taucetano y al neanderthal.
— ¿Son parte de su grupo? He oído hablar de ellos; dicen que el monstruo es un hombre de las estrellas, y que llegó hacia el año 2000.
— No le hará ningún daño -dijo Burton-. Ni tampoco el subhumano. ¿Qué es lo que me contesta?
— Soy solo una mujer -dijo ella-. ¿Qué es lo que puedo ofrecer?
— Todo lo que una mujer puede ofrecer -dijo Burton, sonriendo.
Sorprendentemente, ella se echó a reír. Le tocó el pecho y dijo:
— ¡Menudo frescales está usted hecho! ¿Qué es lo que pasa, no puede conseguirse una chica?
— Tenía una, y la perdí -dijo Burton. Eso no era totalmente cierto; no estaba seguro de lo que pensaba hacer Alice. No podía comprender por qué continuaba con su grupo si estaba tan horrorizada y disgustada. Quizá porque prefería lo malo conocido a lo bueno por conocer. Por el momento, solo sentía disgusto por su estupidez, pero no deseaba que se fuera. Aquel amor que había experimentado la pasada noche podía haber sido causado por la droga, pero aún seguía sintiendo un residuo del mismo. Entonces, ¿por qué estaba pidiéndole a aquella mujer que se uniese a ellos? Quizá fuera para hacer que Alice se sintiera celosa. Quizá para tener una mujer, si Alice le rehusaba aquella noche. Quizá... No sabía el porqué.
Alice se quedó de pie junto a la orilla, con los dedos de sus pies casi tocando el agua. La hierba corta continuaba desde la llanura para formar una sólida alfombra que seguía en el cauce del río. Burton podía notar la hierba bajo sus pies hasta el punto en donde perdía pie. Tiró su jabón hacia la ribera y nadó unos doce metros, buceando entonces. Allí la corriente se hacía, repentinamente, mucho más fuerte, y la profundidad mucho más grande. Nadó hacia abajo, con los ojos abiertos, hasta que faltó la luz y le hicieron daño los oídos. Continuó descendiendo, y entonces sus dedos tocaron fondo. También había hierba allí.
Cuando nadó de vuelta al lugar en que el agua le llegaba a la cintura, vio que Alice se había quitado la ropa. Estaba más cerca de la orilla que él, pero acurrucada de forma que el agua le llegaba al cuello. Estaba enjabonando su cabeza y su rostro.
— ¿Por qué no entras? -le gritó a Frigate.
— Estoy guardando los cilindros -le respondió Frigate.
— ¡Muy bien!
Burton maldijo entre dientes. Debería haber pensado en aquello y nombrado un centinela. En realidad, no era un buen líder; tendía a dejar que las cosas se fueran al diablo, a desintegrarse. Admitido. En la Tierra había sido el jefe de muchas expediciones, ninguna de las cuales se había distinguido por su eficiencia o por estar bien dirigida. Sin embargo, durante la guerra de Crimea, cuando era jefe de los Irregulares de Beatson, entrenando a la salvaje caballería turca, los bachi-bazuks, las cosas le habían ido bastante bien, mucho mejor que a la mayoría, así que no debería estar dándose una reprimenda a sí mismo.
Lev Ruach salió del agua y se pasó las manos sobre su delgado cuerpo para secarse las gotas. Burton también salió, y se sentó junto a él. Alice le dio la espalda, aunque naturalmente no pudo saber si lo hacía a propósito o no.
— Lo que me encanta -dijo Lev en su inglés con tanto acento -no es únicamente el ser joven, sino también el volver a tener esta pierna -se palmeaba la rodilla derecha-. La perdí en un accidente de tráfico en el trébol de New Jersey, cuando tenía cincuenta años de edad. -Se echó a reír y añadió-: Había una cierta ironía en la situación, que algunos podrían llamar destino. Dos años antes había sido capturado por los árabes cuando estaba buscando minerales en el desierto, en el estado de Israel...
— ¿No querrá decir Palestina? -intervino Burton.
— Los judíos fundaron un estado independiente en 1948 -le explicó Lev-. Naturalmente, usted no sabe nada de eso; ya se lo contaré en algún momento. De cualquier forma, el caso es que fui capturado y torturado por guerrilleros árabes. No entraré en detalles; me pone enfermo el recordarlo. Pero logré escapar por la noche, aunque no sin antes abrirle la cabeza a un par de ellos con una roca y matar a otros dos con un rifle. Los demás huyeron, y escapé. Tuve suerte. Una patrulla del ejército me recogió. No obstante, dos años después, cuando estaba en los Estados Unidos, saliendo del trébol, un camión, un enorme semiremolque, ya le explicaré lo que es eso en otro momento, me cortó el paso, y choqué con él. Quedé malherido, y tuvieron que amputarme la pierna derecha por debajo de la rodilla. Pero lo importante de esta historia es que el camionero había nacido en Siria. Así que, como puede ver, los árabes iban detrás de mí, y me atraparon, aunque no pudieron matarme. Eso lo hizo el amigo de Tau Ceti. Aunque no me atrevería a decir que hiciera más que apresurar el destino marcado para la humanidad.
— ¿Qué quiere decir con eso? -le preguntó Burton.
— Había millones de personas muriéndose de hambre, incluso los Estados Unidos tenían una dieta estrictamente racionada, y la polución de nuestra agua, tierra y aire estaba matando a otros millones. Los científicos decían que la mitad del suministro de oxígeno de la Tierra desaparecería en diez años a causa de que el fitoplancton de los océanos, que por si no lo sabe suministraba la mitad del oxígeno de la atmósfera, estaba muriendo. Los océanos estaban polucionados.
— ¿Los océanos?
— ¿No se lo cree? Bueno, usted murió en 1890, así que le debe resultar difícil creerlo. Pero alguna gente estaba prediciendo ya en 1968 lo que iba a pasar exactamente en el 2008. Yo lo creí, era bioquímico. Pero la mayor parte de la población, especialmente los que contaban, las masas y los políticos, rehusaron creerlo hasta que fue demasiado tarde. Al ir empeorando la situación se tomaron medidas, pero siempre eran demasiado suaves y llegaban demasiado tarde, y eran combatidas por los grupos que perderían dinero si se tomaban medidas efectivas. Pero esa es una historia larga y triste, y, si tenemos que construir casas, será mejor que empecemos inmediatamente después de haber comido.
Alice salió del río y se pasó las manos sobre el cuerpo. El sol y la brisa la secaron rápidamente. Recogió sus ropas de hierba, pero no se las puso. Wilfreda le interrogó acerca de ellas. Alice le replicó que le picaban, pero que las conservaría para usarlas de noche si el tiempo enfriaba mucho.
Alice se comportaba educadamente con Wilfreda, pero evidentemente se sentía superior. Había oído mucho de la conversación, y por consiguiente sabía que Wilfreda había sido obrera de una fábrica, que se había convertido en prostituta y luego había muerto de sífilis. O, al menos, Wilfreda creía que era esa enfermedad la que la había matado. No recordaba su muerte. Indudablemente, había dicho alegremente, debió de enloquecer antes.
Alice, al oír eso, aún se apartó más de ella. Burton sonrió, preguntándose qué haría ella si supiese que también él había sufrido esa misma enfermedad, contagiada de una muchacha esclava en El Cairo cuando iba disfrazado como musulmán durante su viaje a La Meca en 1853. Se había «curado», y su cerebro no había sido afectado físicamente, aunque su sufrimiento mental había sido intenso. Pero lo importante era que la resurrección le había dado a todo el mundo un cuerpo joven, sano y sin enfermedad alguna, y que lo que una persona había sido en la Tierra no debería influir en la actitud de las otras hacia ella.
Sin embargo, el que no debiera no significaba que no fuera.
Realmente, no podía culpar a Alice Hargreaves. Era un producto de su sociedad. Como todas las mujeres, era lo que los hombres la habían hecho, y al menos tenía fuerza de carácter y flexibilidad de mente para alzarse por encima de algunos de los prejuicios de su clase y época. Se había adaptado bastante bien a la desnudez, y no era abiertamente hostil o despectiva con la muchacha. Había realizado con Burton un acto que iba contra toda una vida de indoctrinamiento abierto y encubierto. Y eso en la noche del primer día de su vida tras la muerte, cuando debiera haber estado de rodillas cantando Hossanna, porque había «pecado», y prometiendo que no volvería a «pecar» de nuevo con tal de no ser lanzada al fuego del infierno.
Mientras caminaban a lo ancho de la llanura, pensó en ella, volviendo de vez en cuando la cabeza para mirarla. Su cabeza sin cabello hacía que su rostro pareciera mucho más viejo, pero en cambio la falta de pelo hacía que pareciese infantil por debajo del ombligo. Todos ellos mostraban esa contradicción, viejos sobre el cuello, niños bajo la cintura.
Fue retrasándose hasta estar a su lado. Eso lo colocó tras Frigate y Loghu. La visión de Loghu le sería algo provechosa si su intento de hablar con Alice no daba resultado: Loghu tenía un posterior bellamente redondeado, sus posaderas eran como dos melones. Y se contoneaba tan encantadoramente como Alice.
— Si lo de la noche pasada te molestó tanto -le dijo en voz baja-, ¿por qué te quedas conmigo?
El bello rostro de ella se contorsionó y se tornó feo.
— ¡No me estoy quedando contigo! ¡Me estoy quedando con el grupo! Lo que es más, he estado pensando en lo de la noche pasada, aunque me duela hacerlo. Debo ser justa: fue el narcótico en esa repugnante goma de mascar lo que nos hizo a ambos comportarnos en la forma... en que lo hicimos. Al menos sé que fue responsable de mi comportamiento. Y te estoy concediendo el beneficio de la duda.
— Entonces, ¿no hay esperanza alguna de repetirlo?
— ¿Cómo puedes preguntar eso? ¡Claro que no! ¿Cómo te atreves?
— No te forcé -le dijo él-. Como te he señalado ya, hiciste lo que hubieras hecho si no estuvieras condicionada por tus inhibiciones. Esas inhibiciones eran buenas, bajo ciertas circunstancias, tales como el ser la esposa casada según la ley con un hombre al que amabas en la Inglaterra de la Tierra. Pero la Tierra ya no existe, al menos como la conocimos, ni tampoco Inglaterra. Ni siquiera la sociedad inglesa. Y, aunque toda la humanidad haya sido resucitada y esté desparramada a lo largo de este río, quizá nunca vuelvas a ver a tu esposo. Ya no estás casada. ¿Recuerdas... hasta que la muerte os separe? Has muerto, y por consiguiente has sido separada. Además, en el cielo no se casa nadie.
— Eres un blasfemo, señor Burton. Leí acerca de ti en los periódicos, y leí alguno de tus libros sobre Africa y la India, y ese sobre los mormones en los Estados Unidos. También oí hablar de ti, aunque me costó creer algunas de las historias, por lo malvado que te presentaban. Reginald se sintió muy indignado cuando leyó tu Kasidah. Dijo que no iba a tener una literatura atea tan sucia en la casa, y tiró todos tus libros a la chimenea.
— Si soy tan malvado, y te sientes como una perdida, ¿por qué no te vas?
— ¿Tengo que repetirlo todo? El siguiente grupo en el que caiga puede contener hombres aún peores y, como muy bien has señalado, no me forzaste. De todos modos, estoy segura de que tienes algún tipo de corazón bajo ese aire cínico y burlón. Te vi llorar cuando llevabas en brazos a Gwenafra.
— Así que me has atrapado -le dijo, sonriendo~. Muy bien. Así sea. Seré caballeroso, no intentaré seducirte o molestarte en forma alguna. Pero la próxima vez que me veas mascar goma, será mejor que te ocultes. Mientras tanto, te doy mi palabra de honor: no tienes nada que temer de mí mientras no esté bajo la influencia de la droga.
Los ojos de ella se agrandaron, y se detuvo.
— ¿Planeas usarla de nuevo?
— ¿Por qué no? Aparentemente, convirtió a algunas personas en bestias violentas, pero no tuvo tal efecto en mí. No siento una necesidad irresistible de usarla, así que dudo que cree hábito. ¿Sabes?, de vez en cuando me fumaba una pipa de opio, y no me habitué a él, así que no creo tener una debilidad psicológica por las drogas.
— Tengo entendido que a menudo te emborrachabas hasta el límite, señor Burton. Tú y esa otra persona repugnante, el señor Swinburne...
Dejó de hablar. Un hombre le había gritado algo. Y, aunque no entendía italiano, comprendió su gesto obsceno. Se ruborizó totalmente y siguió caminando con rapidez. Burton lanzó una mirada fulminante al hombre. Era un joven de buen aspecto, tez morena y una gran nariz, una barbilla débil y ojos muy juntos. Su forma de hablar era la de los criminales de la ciudad de Bolonia, en donde Burton había pasado mucho tiempo estudiando enterramientos y reliquias etruscos. Tras él había diez hombres, muchos de ellos de un aspecto tan malvado pero tan poco formidable como su líder, y cinco mujeres. Era evidente que los hombres deseaban añadir más mujeres a su grupo. También era evidente que les hubiera gustado hacerse con las armas de piedra del grupo de Burton. Unicamente iban armados con sus cilindros y con cañas de bambú.
Burton habló secamente, y su gente se agrupó. Kazz no comprendía sus palabras, pero se dio cuenta en seguida de lo que estaba sucediendo. Fue hacia atrás para formar una retaguardia con Burton. Su aspecto bestial y el hacha de mano en su enorme puño contuvieron un tanto a los boloñeses. Estos siguieron al grupo, haciendo comentarios y amenazas en voz alta, pero no se acercaron mucho más. No obstante, cuando llegaron a las colinas, el líder de la banda lanzó una orden, y atacaron.
El joven con los ojos muy juntos, aullando y haciendo girar el cilindro al extremo de su sujeción, corrió hacia Burton. Burton calculó la trayectoria del cilindro y entonces arrojó su lanza de bambú justo cuando la cornucopia estaba cayendo en arco. La punta de piedra se clavó en el plexo solar del hombre, que cayó sobre su costado ensartado por la lanza. El subhumano recibió un bastonazo que le arrancó su cilindro de la mano. Saltó hacia atrás y golpeó con el borde de su hacha la nuca de su atacante, y el hombre se desplomó con el cráneo ensangrentado.
El pequeño Lev Ruach lanzó su cuerno de la abundancia contra el pecho de un hombre, se abalanzó, y saltó sobre él. Sus pies chocaron contra el rostro del tipo, que estaba tratando de levantarse. Cayó hacia atrás; Ruach se irguió y abrió el hombro de su oponente con el cuchillo de piedra. El hombre, aullando, se puso en pie y escapó corriendo.
Frigate se comportó mejor de lo que Burton esperaba, visto que se había puesto pálido y comenzado a temblar cuando la banda les había plantado cara. Llevaba el cilindro atado a su muñeca izquierda mientras que en su mano derecha blandía un hacha. Cargó contra el grupo, recibió en el hombro el golpe de un cilindro, cuyo impacto mitigó un tanto al bloquearlo parcialmente con el suyo, y cayó de costado. Un hombre alzó un palo de bambú con ambas manos para dejarlo caer sobre Frigate, pero éste rodó apartándose, alzando su cornucopia y bloqueando el palo cuando descendía. Entonces se puso en pie, golpeando con su cabeza el vientre de un hombre y echándolo hacia atrás. Ambos cayeron al suelo, Frigate encima, y su hacha de piedra golpeó por dos veces al hombre en la sien.
Alice había lanzado su cilindro contra el rostro de un hombre, y luego le había clavado la punta endurecida al fuego de su lanza de bambú. Loghu corrió al costado del hombre y le golpeó el lado de la cabeza con su palo, tan fuerte que cayó de rodillas.
La lucha terminó en sesenta segundos. Los otros hombres huyeron, con sus mujeres detrás. Burton puso de espaldas al aullante líder y le arrancó la lanza. La punta no había entrado más que un centímetro.
El hombre se puso en pie y, agarrándose la sangrante herida, se tambaleó camino de las llanuras. Dos de su banda estaban inconscientes, y probablemente sobrevivirían. El hombre al que Frigate había atacado estaba muerto.
El americano había pasado de la palidez al enrojecimiento, y luego había vuelto a palidecer. Pero no parecía ni contrito ni mareado. Si tenía alguna expresión, era de alegría. Y de descanso.
— ¡Ese ha sido el primer hombre que jamás he matado! -dijo-. ¡El primero!
— Dudo que sea el último -dijo Burton-, a menos que te maten a ti antes.
Ruach, mirando al cadáver, dijo:
— Un hombre muerto se ve tan muerto aquí como en la Tierra. Me pregunto dónde irán los que son muertos en esta vida tras la muerte.
— Quizá lo averigüemos si vivimos lo bastante. Vosotras dos, os habéis comportado muy bien.
— Hice lo que se debía hacer -dijo Alice, y se marchó. Estaba pálida y temblorosa. Por su parte, Loghu parecía alegre.
Llegaron a la piedra de cilindros una media hora antes del mediodía. Las cosas habían cambiado. En su pequeña y tranquila cavidad se congregaban unas sesenta personas, muchas de las cuales trabajaban trozos de calcedonia. Un hombre se estaba cuidando un sangrante ojo en el que se le había clavado una astilla de piedra. A otros les sangraba la cara o tenían dedos aplastados.
Burton se sintió molesto, pero no pudo hacer nada al respecto. La única esperanza de recuperar su tranquilidad era que la falta de agua hiciera que los intrusos se marchasen. Esa esperanza desapareció pronto. Una mujer le dijo que había una pequeña catarata a unos dos kilómetros y medio hacia el oeste. Caía desde lo alto de la montaña hasta la entrada de un cañón con forma de punta de flecha, yendo a parar a un gran agujero que estaba solamente lleno a medias. Finalmente, se derramaría e iniciaría un curso por entre las colinas hasta llegar a la llanura, a menos, claro está, que se trajese piedra de la base de la montaña para hacer un canal y para el arroyo.
— O hagamos conducciones de agua con el bambú más grande -dijo Frigate.
Colocaron sus cilindros en la roca, fijándose cada uno de ellos en el lugar exacto del suyo, y esperaron. Burton pensaba irse de allí después de que los cilindros estuviesen llenos. Un lugar situado a media distancia entre la catarata y la piedra de los cilindros sería ventajoso, y quizá no estuviese tan atestado.
Las llamas azules rugieron por encima de la piedra justo cuando el sol alcanzaba su cenit. Esta vez los cuernos de la abundancia les facilitaron una ensalada con variantes de pescado, pan negro italiano con mantequilla y ajo, spaghetti con albóndigas, un vaso de vino negro seco, uvas, más cristales de café, diez cigarrillos, un liado de marijuana, un cigarro, más papel higiénico, y una pastilla de jabón. Y cuatro bombones de chocolate.
Algunas personas se quejaron de que no les gustaba la comida italiana, pero nadie rehusó comerla.
El grupo, fumando sus cigarrillos, caminó a lo largo de la base de la montaña hasta la catarata. Estaba al extremo del cañón triangular, y un grupo de hombres y mujeres hablan acampado alrededor del agujero. El agua estaba fría como el hielo. Tras lavar sus recipientes, secarlos, y volver a llenar los cubos, regresaron en dirección a la piedra de cilindros. Tras un kilómetro, eligieron una colina cubierta por pinos excepto en su cúspide, sobre la que crecía un gran árbol de hierro. A su alrededor crecían muchos bambúes de todos los tamaños.
Bajo la dirección de Kazz y Frigate, que había pasado algunos años en Malasia, cortaron bambú y construyeron sus cabañas. Eran edificios circulares, con una única puerta y una ventana en la parte trasera, y un techo cónico de hojas. Trabajaron rápidamente, y no buscaron que fueran elegantes, así que, para la hora de cenar, todo, excepto los techos, estaba acabado. Frigate y Monat fueron elegidos para quedarse atrás como guardianes mientras los otros llevaban los cilindros a la piedra. Allí encontraron a unas trescientas personas construyendo cabañas y abrigos. Burton había esperado aquello. La mayor parte de las personas no desearían caminar un kilómetro tres veces al día para buscar sus comidas. Preferirían agruparse alrededor de las piedras. Las cabañas estaban dispuestas al azar y más juntas de lo necesario. Aún seguía existiendo el problema del agua, y por eso le sorprendió que hubiera tanta gente allí. Pero fue informado por una hermosa eslovena de que aquella misma tarde había sido hallada una fuente de agua cercana. Dicha fuente se hallaba en una caverna casi en línea recta con la roca. Burton investigó. De una caverna había surgido agua, y estaba goteando por la pared de una roca hasta un recipiente natural de unos quince metros de ancho y dos y medio de profundidad.
Se preguntó si aquélla era una idea de última hora de quienquiera que hubiese creado aquel lugar.
Regresó justo cuando retumbaron las llamas azules. De repente, Kazz se detuvo para vaciar sus intestinos. No se molestó en apartarse; Loghu se echó a reír; Tanya enrojeció; las mujeres italianas estaban acostumbradas a ver a los hombres hacerlo junto a los edificios cuando les entraban ganas; Wilfreda estaba acostumbrada a todo; Alice, sorprendentemente, lo ignoró como si hubiera sido un perro. Y esto podría explicar su actitud: para ella, Kazz no era humano, así que no se podía esperar de él que actuase como tal.
No había razón alguna para recriminarle a Kazz aquelío en aquel momento, especialmente dado que Kazz no comprendía su idioma. Pero la próxima vez que lo hiciera usaría el lenguaje de los signos para indicarle que no lo hiciese nunca mientras estuviesen sentados por allí y comiendo. Todo el mundo tenía que comportarse dentro de ciertos límites, y debería prohibirse todo aquello que molestase a los demás mientras estaban comiendo. Y aquello, pensó, incluía el discutir durante las comidas. Para ser honesto, debía admitir que había participado en una buena cantidad de disputas de sobremesa durante su vida.
Dio unas palmadas a Kazz en la coronilla de su cráneo en forma de pan mientras pasaba junto a él. Kazz lo miró, y Burton agitó la cabeza, imaginándose que ya averiguaría el porqué cuando aprendiese a hablar inglés. Pero se olvidó de su intención y se detuvo para frotarse su propia coronilla. Sí, notaba una pelusilla muy fina allí.
Se palpó el rostro, que seguía tan liso como siempre. Pero sus sobacos también presentaban la misma pelusilla. Por el contrario, el área del pubis no. No obstante, quizá allí el pelo creciese más lentamente que en el cráneo. Se lo dijo a los demás, que se inspeccionaron a sí mismos y entre sí. Era cierto. Les estaba volviendo a crecer el pelo, al menos en la cabeza y en los sobacos. Kazz era la excepción. Su cabello estaba creciéndole por todo el cuerpo, excepto en el rostro.
El descubrimiento les alegró. Riendo y haciendo chistes, caminaron a lo largo de la base de la montaña, a su sombra. Luego giraron hacia el este y atravesaron la hierba de cuatro colinas antes de llegar a la ladera que ya estaban comenzando a considerar como su casa. A mitad de camino de la misma, se detuvieron, en silencio. Frigate y Monat no habían contestado a sus llamadas.
Tras decir al grupo que se desplegara y avanzase lentamente, Burton los condujo colina arriba. Las cabañas estaban desiertas, y algunas de las más pequeñas habían sido pateadas o derribadas. Notó un escalofrío, como si un viento helado soplase sobre él. El silencio, las chozas dañadas, la total ausencia de los dos compañeros, era un mal presagio.
Un minuto más tarde, oyeron una llamada y se volvieron para mirar colina abajo. Entre la hierba aparecieron las cabezas peladas de Monat y Frigate que subían por la ladera. Monat parecía serio, pero el americano estaba sonriendo. Tenía un hematoma en la mejilla y los nudillos de ambas manos despellejados y sangrantes.
— Acabamos de regresar de perseguir a cuatro hombres y tres mujeres que querían hacerse con nuestras chozas -dijo-. Les dije que podían construirse las suyas propias, y que ibais a regresar y les daríamos una buena paliza si no se largaban. Me comprendían perfectamente, pues hablaban inglés. Habían resucitado en la piedra de cilindros situada a un kilómetro y medio al norte de la nuestra, en la orilla del río. La mayor parte de la gente de allí eran triestinos de tu tiempo, pero unos diez, todos situados juntos, eran de Chicago y habían muerto hacia 1985. La distribución de los muertos es realmente rara, ¿no crees? Diría que hay una forma de selección al azar funcionando aquí.
»De todos modos, les dije lo que Mark Twain escribió que había dicho el diablo: ustedes los de Chicago creen que son la mejor gente de por aquí, mientras que Lo cierto es que son únicamente los más numerosos. Eso no les sentó muy bien, pues parecían pensar que debería ser amistoso con ellos por ser estadounidense. Una de las mujeres se me ofreció si cambiaba de bando y me pasaba al de ellos para apropiarnos de las chozas. Era la que estaba viviendo con dos de los hombres que de todos modos se quedarían con las cabañas, aunque tuvieran que pasar por encima de mi cadáver.
»Pero eran mucho más valientes hablando que actuando. Monat los aterrorizaba solo con mirarlos. Y teníamos las hachas y lanzas de piedra. Sin embargo, su líder estaba animándolos para lanzarlos contra nosotros cuando le di una buena ojeada a uno de ellos.
»Su cabeza estaba pelada, así que no tenía su antiguo cabello oscuro y lacio, y tenía unos treinta y cinco años de edad cuando lo conocí, y entonces llevaba gruesas gafas de concha. Además, no lo había visto desde hacía cincuenta y cuatro años, pero me acerqué más y le miré directamente al rostro, que estaba sonriendo, tal como lo recordaba, como un zorrino, y dije: «¿Lem? ¡Lem Sharkko! Eres Lem Sharkko, ¿no?»
»Entonces se agrandaron sus ojos y sonrió aún más, y tomó mi mano, después de todo lo que me había hecho, y lloró como si fuéramos hermanos que no nos veíamos desde hacía mucho... «¡Lo soy, lo soy! ¡Y tú eres Pete Frigate! ¡Dios mío, Pete Frigate!»
»Casi me alegró verle, por la misma razón que él decía que le alegraba verme. Pero luego me dije a mi mismo: éste es el editor tramposo que te timó cuatro mil dólares cuando estabas comenzando como escritor, y que te arruinó la carrera para muchos años. Este es el sucio negociante que te timó a ti y al menos a otros cuatro escritores un montón de dinero, y entonces hizo suspensión de pagos y liquidó la empresa. Y que luego heredó un montón de dinero de un tío, vivió como un pachá, probando así que el crimen sí es rentable. Este es el hombre al que no has olvidado, no solo por lo que te hizo a ti y a otros, sino por los muchos editores tramposos con los que luego te encontraste.
Burton sonrió y dijo:
— En una ocasión escribí que los sacerdotes, políticos y editores jamás serían admitidos en el reino de los cielos. Pero estaba equivocado, es decir, si esto es el cielo.
— Sí, lo sé -dijo Frigate-. No he olvidado esa frase tuya. De todos modos, reprimí mi alegría natural al ver de nuevo un rostro familiar, y le dije: «Sharkko... »
— ¿Cómo pudiste fiarte de él, con un nombre así? -le dijo Alice.
— Me había dicho que era un apellido checo que significaba fiable. Pero como todo en él, era mentira. De todos modos, ya casi había llegado a la conclusión de que Monat y yo debíamos dejarles hacerse con las chozas. Nos retiraríamos, y luego los echaríamos de aquí cuando regresaseis de la piedra de cilindros. Era la solución más astuta. ¡Pero cuando reconocí a Sharkko, me salí de mis casillas! Le dije, sonriendo: «Oye, es realmente una gran cosa el volver a ver tu cara después de todos esos años. ¡Especialmente aquí, donde no hay ni policías ni tribunales!»
»¡Y le di un puñetazo en la nariz! Se derrumbó de espaldas, sin sentido, con la nariz sangrándole. Monat y yo caímos sobre los otros, y le di una patada a uno, pero entonces otro me dio en la mejilla con su cilindro. Me dejaron atontado, pero Monat derribó a uno con el asta de su lanza y le rompió las costillas a otro. Es delgado, pero es tremendamente rápido, y lo que no sepa él de autodefensa... o de ataque... Sharkko se había alzado por aquel entonces, y le golpeé con el otro puño. Pero sólo logré rozarle la mandíbula. Me hice más daño yo que él. Dio la vuelta y salió a escape, y yo tras él. Los otros también huyeron, con Monat dándoles en el trasero con su lanza. Corrí a Sharkko hasta la siguiente colina, y lo atrapé cuando bajaba de ella, dándole un buen puñetazo. Se arrastró, suplicándome piedad, por lo que le di una buena patada en el culo que lo hizo rodar aullando colina abajo.
Frigate aún temblaba por la reacción, pero estaba complacido.
— Durante un instante, pensé que me iba a acobardar -dijo-. Al fin y al cabo, todo esto había sucedido hacía mucho, y en otro mundo, y quizá estuviéramos aquí para perdonar a nuestros enemigos... y a algunos de nuestros amigos, y para ser perdonados. Pero por otra parte; pense, quizá estuviésemos aquí para poder devolver algo de lo que habíamos tenido que tragar en la Tierra. ¿Qué opinas de eso, Lev? ¿No te gustaría tener una oportunidad de asar a Hitler al ast? ¿Dándole vueltas muy lentamente sobre el fuego?
— No creo que debieras comparar a Hitler con un editor tramposo -dijo Ruach-. No querría darle vueltas sobre un fuego. Quizá preferiría hacerlo morir de hambre, o darle solo lo suficiente para mantenerlo con vida. Pero no lo haría. ¿De que iba a servir? ¿Le haría cambiar de mente, le haría creer que los judíos éramos seres humanos? No, si lo tuviera en mi poder, no haría otra cosa más que matarlo para que no pudiera hacer daño a otros. Pero no estoy tan seguro de que el matarlo significase que iba a permanecer muerto. No aquí.
— Eres un buen creyente -dijo Frigate sonriendo.
— ¡Pensé que eras amigo mío! -exclamó Ruach.
Aquella era la segunda vez que Burton había oído mencionar el nombre de Hitler. Pretendía averiguar todo lo que pudiera acerca de aquel hombre, pero por el momento tenían que dejar de charlar para acabar de poner los techos sobre las chozas. Todos se pusieron a ello, cortando hierba con las tijeritas que habían encontrado en sus cilindros, o subiendo a los árboles de hierro y arrancando las grandes hojas triangulares verdes con nervios escarlata. Los techos dejaban mucho que desear. Burton pensaba buscar a un profesional en la materia y aprender las técnicas adecuadas. Por el momento tendrían que contentarse con montones de hierba como cama, sobre las cuales colocarían puñados de hojas del árbol de hierro, que eran más blandas. Como mantas usarían otro montón de las mismas hojas.
— Gracias a Dios, o a quien sea, no hay insectos -dijo Burton.
Alzó la taza de metal gris que contenía el mejor escocés que jamas hubiera probado.
— Brindo por quien sea. Si nos hubiera resucitado para volver a vivir un duplicado exacto de la vida en la Tierra, estaríamos compartiendo nuestras camas con diez millares de especies de insectos dañinos, mordedores, arañadores, chupadores, picadores, rascadores y aradores, todos ellos tras nuestra sangre.
Bebieron, y luego se sentaron alrededor de la fogata por un rato, fumando y hablando. Las sombras fueron creciendo, el cielo perdió su azul, y las gigantescas estrellas y grandes nebulosas que habían sido fantasmas apenas visibles antes del anochecer aparecieron. Desde luego, el cielo era una visión maravillosa.
— Es como una ilustración de Sime -dijo Frigate.
Burton no sabía qué era Sime. La mitad de la conversación con los que no provenían del Siglo XX consistía en explicaciones de unos y otros sobre referencias que utilizaban.
Se alzó, fue al otro lado de la fogata, y se puso en cuclillas junto a Alice. Ella acababa de regresar de hacer acostarse a la niña, Gwenafra, en una de las cabañas.
Burton tendió una barrita de goma a Alice y le dijo:
— Acabo de tomarme la mitad. ¿Quieres la otra mitad?
Ella le miró sin expresión y dijo:
— No, gracias.
— Hay ocho cabañas, siguió él-. No hay duda alguna acerca de quién va a compartir con quién cada cabaña, exceptuando a Wilfreda, a ti y a mí.
— No creo que haya ninguna duda acerca de eso -le contestó ella.
— ¿Así es que vas a dormir con Gwenafra?
Ella siguió manteniendo la cara hacia el otro lado. Permaneció acuclillado algunos segundos más, y luego se alzó y regresó al otro lado, sentándose junto a Wilfreda.
— Puedes seguir buscando, Sir Richard -le dijo ella. Sus labios estaban curvados en una mueca-. Por todos los cielos, no me gusta ser la pieza de repuesto. Podrías habérselo preguntado donde nadie se enterase. También yo tengo mi orgullo.
Permaneció en silencio por un minuto. Su primer impulso había sido fustigarla con un insulto aguzado, pero tenía razón. Se había mostrado demasiado despectivo hacia ella. Aún cuando hubiera sido una prostituta, tenía derecho a ser tratada como un ser humano. Especialmente dado que afirmaba que era el hambre lo que la había llevado a la prostitución, aunque se mostrase algo escéptico al respecto. Demasiadas prostitutas tenían que racionalizar su profesión; demasiadas tenían fantasías justificadoras acerca de su entrada en el negocio. Sin embargo, su ira hacia Smithson y su comportamiento hacia él indicaban que era sincera.
— No quería herir tus sentimientos -dijo, irguiéndose.
— ¿La amas? -le dijo Wilfreda, alzando la vista hacia él.
— Solo hubo una vez en que le dijera a una mujer que la amaba -contestó.
— ¿Tu esposa?
— No. La muchacha murió antes de que pudiera casarme con ella.
— ¿Y cuánto tiempo estuviste casado?
— Veintinueve años, aunque eso no te importe.
— ¡Que se me lleve el diablo! Todo ese tiempo, y jamás le dijiste que la amabas.
— No era necesario -dijo, y se marchó. La cabaña que escogió estaba ocupada por Monat y Kazz. Kazz estaba ya roncando; Monat estaba recostado sobre un codo y fumando un cigarrillo de marijuana. Monat lo prefería al tabaco, pues se parecía más al tabaco de su planeta. Sin embargo, no le producía ningún efecto. Por el contrario, el tabaco le causaba a veces fugaces pero muy vívidas visiones.
Burton decidió guardar el resto de su goma de los sueños, como la llamaba. Encendió un cigarrillo, aunque sabía que la marijuana posiblemente haría que su rabia y frustración se incrementasen. Hizo preguntas a Monat acerca de su planeta, Ghuurrkh. Estaba muy interesado, pero la marijuana lo traicionó, y su mente vagó mientras la voz del taucetano se hacía más y más débil.
¡cubrid ahora vuestros ojos, niños! -dijo Gilchrist con su cerrado acento escocés.
Richard miró a Edward; Edward sonrió y puso sus manos sobre sus ojos, pero no cabía duda de que estaba atisbando por las aberturas entre los dedos. Richard colocó sus propias manos sobre sus ojos, y continuó de puntillas. Aunque él y su hermano estaban sobre cajas, seguían teniendo que estirarse para ver sobre las cabezas de los adultos situados frente a ellos.
La cabeza de la mujer estaba ahora sobre el tajo; su largo cabello marrón le había caído sobre el rostro. Le hubiera gustado haber podido ver su expresión mientras miraba la cesta que la esperaba, o mejor dicho que esperaba a su cabeza.
— ¡No miréis ahora, niños! -dijo de nuevo Gilchrist.
Hubo un redoble de tambor, un único grito, y la hoja cayó, y luego un grito general de la multitud, mezclado con algunos gemidos y alaridos, y la cabeza se desplomó. El cuello escupió sangre que parecía no acabar nunca. Siguió brotando y cubrió a la multitud y, aunque estaba al menos a cincuenta metros de ella, la sangre le golpeó en las manos y se filtró entre sus dedos y sobre su cara, llenando sus ojos y cegándole y haciendo que sus labios le parecieran pegajosos y salados. Chilló...
— ¡Despierta, Dick! -estaba diciendo Monat. Le zarandeaba por el hombro- ¡Despierta! Debes de haber tenido una pesadilla.
Burton, sollozando y estremeciéndose, se sentó. Se frotó las manos y luego se palpó la cara. Estaban húmedas. Pero con sudor y no con sangre.
— Estaba soñando -explicó-. Tenía seis años de edad, y me hallaba viviendo entonces en la ciudad de Tours, en Francia. Mi tutor, John Gilchrist, nos llevó a mí y a mi hermano Edward a ver la ejecución de una mujer que había envenenado a su familia. Nos dijo que era como un premio.
»Yo estaba excitado, así que atisbé entre mis dedos cuando nos dijo que no contemplásemos los últimos segundos, al caer la hoja de la guillotina. Pero lo hice; tenía que hacerlo. Recuerdo haberme sentido un tanto mareado, pero fue el único efecto que me produjo la sangrienta escena. Mientras la contemplaba, parecí haberme dislocado: era como si viera todo aquello a través de un grueso cristal, como si fuera irreal, o como si yo fuera irreal, así que no me sentí realmente horrorizado.
Monat encendió otro cigarrillo de marijuana. La luz fue bastante como para que Burton pudiera ver que estaba agitando la cabeza.
— ¡Qué salvajada! ¿Así que no solo mataban a los criminales, sino que les cortaban la cabeza? ¡Y en público! ¡Y dejaban que los niños lo viesen!
— En Inglaterra eran algo más humanitarios -dijo Burton-. Colgaban a los criminales.
— Al menos los franceses permitían que el pueblo fuese plenamente consciente de que derramaban la sangre de sus criminales -dijo Monat-. La sangre estaba en sus manos. Pero, aparentemente, este aspecto no se le ocurrió a nadie. Al menos conscientemente. Así que ahora, después de ¿cuántos años?... sesenta y tres, fumas algo de marijuana y revives un accidente que siempre creíste que no te había hecho daño alguno. Pero, esta vez, retrocedes horrorizado. Gritabas como un niño aterrorizado. Reaccionaste como deberías haber reaccionado cuando eras niño. Yo diría que la marijuana perforó algunas profundas capas de represión y desenterró el horror que había estado enterrado allí durante sesenta y tres años.
— Quizá -dijo Burton.
Se calló. Hubo truenos y relámpagos en la lejanía. Un minuto más tarde llegó el sonido del viento, y luego un tamborileo de gotas en el techo. Había llovido más o menos a la misma hora la pasada noche, hacia las tres de la mañana, diría. Y esta segunda noche estaba lloviendo aproximadamente a la misma hora. La lluvia fue creciendo en intensidad, pero el techo había sido hecho con cuidado, y no aparecieron goteras. Sin embargo, algo de agua llegó por debajo de la pared trasera, que estaba más alta por la pendiente de la colina. Se extendió por el suelo, pero no los mojó, pues la hierba y hojas bajo ellos formaban una alfombra de unos veinticinco centímetros de grueso.
Burton charló con Monat hasta que cesó la lluvia, aproximadamente una media hora más tarde. Monat se quedó dormido; Kazz no se había despertado. Burton trató de volver a dormir, pero sin lograrlo. Nunca se había sentido tan solo, y temía volver a caer en la pesadilla. Al cabo de un tiempo salió de la cabaña y caminó hacia la que había elegido Wilfreda. Antes de llegar a la puerta olió a tabaco. La punta de su cigarrillo brillaba en la oscuridad. Era una débil figura sentada erguida sobre su montón de hierba y hojas secas.
— Hola -dijo-. Esparaba que vinieses.
— El poseer propiedades es algo instintivo -dijo Burton.
— Dudo que sea instintivo en el hombre -dijo Frigate-. Alguna gente en los años sesenta, es decir, hacia 1960, trató de demostrar que el hombre tenía un instinto al que llamaron el imperativo territorial. Pero...
— Me gusta esa frase... suena bien -dijo Burton.
— Sabía que te gustaría -dijo Frigate-. Pero Ardrey y otros trataron de probar que el hombre no solo tenía un instinto de reclamar como suya una cierta área de terreno, sino que además descendía de un mono asesino. Y que el instinto de matar seguía siendo aún fuerte en su herencia de ese mono asesino. Lo que explicaba las fronteras nacionales, el patriotismo tanto local como nacional, el capitalismo, la guerra, el asesinato, el crimen, y lo demás. Pero la otra escuela de pensadores, la de la inclinación temperamental, mantenía que todo aquello era resultado de la cultura, o de la continuidad cultural de las sociedades dedicadas desde el principio de los tiempos a hostilidades tribales, a la guerra, a asesinatos, al crimen, etc. Se cambiaba la cultura, y desaparecía el mono asesino. Desaparecía porque nunca estuvo allí, como el negrito de la habitación oscura. El verdadero asesino era la sociedad, y la sociedad crió nuevos asesinos de cada serie de niños. Pero había algunas sociedades, ciertamente compuestas de primitivos, pero a pesar de todo sociedades, que no criaban asesinos. Eran prueba de que el hombre no descendía de un mono asesino. O, si queremos decirlo así, que quizá descendía de ese mono, pero que ya no seguía teniendo sus genes asesinos, al igual que ya no llevaba los genes de los huesos supraorbitales prominentes, o de una piel peluda, o de sus gruesos huesos, o de un cráneo con una capacidad de únicamente seiscientos cincuenta centímetros cúbicos.
— Todo esto es muy interesante -le dijo Burton-. En otro momento estudiaremos más profundamente esa teoría. Sin embargo, déjame señalarte que casi cada miembro de la humanidad resucitada proviene de una cultura que promovía la guerra, el asesinato, la violación, el robo y la locura. Estamos viviendo entre esas gentes, y con ellas tenemos que tratar. Quizá haya algún día una nueva generación. No lo sé. Es demasiado pronto para decirlo, ya que solo llevamos aquí siete días. Pero, nos guste o no, estamos en un mundo poblado por seres que bastante a menudo actúan como si fueran monos asesinos. Mientras tanto, volvamos a nuestro modelo.
Estaban sentados en taburetes de bambú, delante de la cabaña de Burton. En una pequeña mesa de bambú situada frente a ellos había el modelo de un barco hecho con pino y bambú. Tenía un doble casco sobre cuya parte superior había una plataforma con una barandilla baja en el centro. Tenía un único mástil, muy alto, con jarcias hacia adelante y hacia atrás, una vela en forma de globo, y un puente ligeramente elevado, con un timón. Burton y Frigate habían usado los cuchillos de calcedonia y la hoja de sus tijeras para construir el modelo del catamarán. Burton había decidido llamar al barco, cuando estuviese construido, El Hadji. Iría en un peregrinaje, aunque su meta no fuera la Meca. Intentaba navegar con él por el Río tan lejos como le fuera posible. Por aquel entonces, el río había pasado a ser el Río. Los dos habían estado hablando acerca del imperativo territorial a causa de que anticipaban algunas dificultades en lograr construir el barco. Por aquel entonces, la gente de aquella zona ya estaba algo aposentada. Habían delimitado sus propiedades y construido sus alojamientos, o estaban en trance de hacerlo. Estos iban desde simples refugios hasta edificios relativamente grandiosos que estarían hechos con troncos de bambú y piedras, tendrían cuatro habitaciones y dos pisos de alto. La mayor parte de ellos estaban cerca de las piedras de cilindros a lo largo del Río, y en la base de la montaña. La exploración de Burton, completada dos días antes, resultaba en un cálculo de unas ciento cuatro a ciento cinco personas por kilómetro cuadrado. Por cada kilómetro cuadrado de llanura a cada lado del Río, había aproximadamente 2,4 kilómetros de colinas. Pero las colinas eran tan altas e irregulares que su verdadera área habitable era más o menos de unos nueve kilómetros cuadrados. En las tres áreas que había estudiado halló que aproximadamente un tercio de las personas habían construido sus viviendas cerca de las piedras de cilindros ribereñas, y otro tercio alrededor de las piedras de cilindros del interior. Ciento cinco personas por kilómetro cuadrado parecía una población bastante densa, pero las colinas eran tan boscosas y su topografía tan irregular que un pequeño grupo viviendo en ellas podía sentirse aislado. Y la llanura estaba pocas veces atestada excepto a las horas de comer, dado que la gente de las llanuras estaba en los bosques o pescando al borde del río. Muchos trabajaban en canoas o botes de bambú con la idea de pescar en el centro del río o, como Burton, ir de exploración.
Las plantas de bambú habían desaparecido, aunque resultaba evidente que pronto serían reemplazadas. El bambú tenía un crecimiento rapidísimo. Burton estimaba que una planta de quince metros de alto podía crecer totalmente en unos diez días.
Su equipo había trabajado duro y cortado todo el bambú que creían poder necesitar para el barco. Pero deseaban mantener alejados a los ladrones, así que usaron una parte para erigir una alta empalizada. Esto fue terminado el mismo día en que completaron el modelo. El problema era que tendrían que construir el barco en la llanura. Nunca podrían llevarlo al través de los bosque y por encima de las diversas colinas si lo construyeran en aquel lugar.
— Ajá, pero si nos trasladamos y organizamos una nueva base, nos encontraremos con oposición -había dicho Frigate-. No hay un centímetro cuadrado del borde de la hierba alta que no sea reclamado por alguien. Tal como están las cosas, uno tiene que pasar por terreno ajeno para llegar a la llanura. Hasta ahora, nadie ha tratado de mantener una posición dura acerca de su derecho de propiedad, pero esto puede cambiar en cualquier momento. Y si se construye el barco un poco más atrás del borde de la hierba alta, se podrá sacarlo con facilidad de entre los bosques y por entre las cabañas. Pero entonces se tendrá que montar guardia día y noche, de lo contrario será robado. O destruido. Ya conoces a estos bárbaros.
Estaba refiriéndose a las cabañas destruidas mientras sus propietarios estaban ausentes, y al emponzoñamiento de los estanques bajo la catarata y la fuente. También se estaba refiriendo a los hábitos, nada saludables, de muchos de los habitantes locales. Estos no usaban los pequeños sanitarios públicos construidos por diversas personas para el uso común.
— Erigiremos nuevas casas y un astillero tan cerca del borde como podamos -dijo Burton-. Luego talaremos cualquier árbol que se ponga en nuestro camino, y nos abriremos paso sobre cualquiera que nos rehúse el derecho de tránsito.
Fue Alice la que bajó a ver a algunas personas que tenían cabañas en el borde entre la llanura y las colinas y las convenció de que hicieran un cambio. No le dijo a todo el mundo lo que intentaban. Sabía de tres parejas que no estaban satisfechas con sus hogares a causa de la falta de intimidad. Estas llegaron a un acuerdo y se trasladaron a las cabañas del grupo de Burton al doceavo día de la resurrección, un jueves. Por un convencionalismo generalmente aceptado, el domingo, día uno, era el Día de la Resurrección. Ruach había dicho que le hubiera gustado más que el primer día fuera considerado sábado, o aún mejor simplemente Primer Día. Pero aquella era una zona predominante gentil, o ex-gentil, y ya se sabe que quien ha sido una vez gentil lo es siempre... por lo que tuvo que aceptar la voluntad de los otros. Ruach tenía una caña de bambú en la que contaba los días haciendo una muesca cada mañana. La caña estaba clavada en el suelo, ante su cabaña.
El transferir la madera para el barco les llevó cuatro días de pesado trabajo. Para entonces, las parejas italianas decidieron que ya tenían bastante de trabajar hasta partirse la espalda. Después de todo, ¿para qué meterse en un barco e ir a otro lugar, cuando probablemente cualquier lugar sería como aquél? Obviamente habían sido alzados de entre los muertos para poder disfrutar. De lo contrario, ¿para qué estaban el licor, los cigarrillos, la marijuana, la goma de los sueños y la desnudez?
Se marcharon sin animosidad por ninguna de las dos partes; de hecho, hasta se les dio una fiesta de despedida. Al día siguiente, el vigésimo del Año Uno, D. R., ocurrieron dos acontecimientos, uno de los cuales resolvió un enigma, y el otro añadió uno nuevo, aunque no fuera muy importante.
El grupo atravesó la llanura para ir a la piedra de cilindros por la madrugada. Se encontraron cerca de ella a dos hombres, ambos durmiendo. Los despertaron, y parecieron alarmados y confusos. Uno era alto y de cutis oscuro, y hablaba un lenguaje desconocido. El otro era también alto, bien parecido, muy musculoso, con ojos grises y cabello negro. Su forma de hablar resultaba ininteligible, hasta que de pronto Burton se dio cuenta de que estaban hablando en inglés. Era el dialecto de Cumberland hablado durante el reinado de Eduardo I, a veces llamado Piernilargo. Una vez Burton y Frigate lograron comprender el acento y efectuado ciertas transposiciones, fueron capaces de mantener una conversación balbuceante con él. Frigate era muy versado en el inglés primitivo leído, pero jamás había encontrado muchas de las palabras o ciertos giros gramaticales.
John de Greystok había nacido en las propiedades de los Greystok en Cumberland. Había acompañado a Eduardo I en la campaña de Francia, cuando el rey invadió la Gascuña. Allí se había distinguido con las armas, si es que se le podía creer. Luego, fue llamado al Parlamento como Barón Greystoke, y de nuevo vuelto a la guerra en Gascuña. Estaba en el séquito del obispo Anthony Beck, Patriarca de Jerusalén. En los años 28 y 29 del reino de Eduardo, luchó contra los escoceses. Murió en 1305, sin hijos, pero legó sus tierras y su título a su sobrino, Ralph, hijo de Lord Grimthorpe de Yorkshire.
Había sido resucitado en algún lugar a lo largo del río, entre unas gentes compuestas por un noventa por ciento de ingleses y escoceses de principios del siglo XIV y un diez por ciento de antiguos habitantes de Siberia. La gente al otro lado del río era una mezcla de mongoles del tiempo de Kublai Kan y algunas gentes de tez oscura cuya identidad desconocía Greystock. Su descripción se adecuaba a los indios norteamericanos.
Al décimonono día después de la resurrección, atacaron los salvajes del otro lado del río. Aparentemente, no tenían otro motivo más que el deseo de una buena lucha, cosa que consiguieron. Las armas eran principalmente palos y cilindros, debido a que había poca piedra en aquella zona. John de Greystock puso fuera de combate a diez mongoles con su cilindro, y luego fue golpeado en la cabeza con una roca y atravesado con la punta endurecida al fuego de una lanza de bambú. Se despertó, desnudo, con únicamente su cilindro, o un cilindro cualquiera, junto a aquella piedra de cilindros.
El otro hombre contó su historia con signos y pantomima. Había estado pescando cuando su anzuelo fue tragado por algo tan poderoso que lo arrastró al agua. Volviendo a la superficie, se había golpeado la cabeza contra el fondo de su bote y ahogado.
Quedaba contestada la pregunta de lo que les sucedía a los muertos en la otra vida. El por qué no eran resucitados en la misma zona en que habían muerto era ya otra pregunta.
El segundo acontecimiento fue el que los cuernos de la abundancia no les entregasen la comida del mediodía. En lugar de ello, dentro de los cilindros hallaron, apelotonados, seis trozos de ropa. Tenían diversos tamaños y colores, tonalidades y dibujos diferentes. Obviamente, cuatro de ellos estaban diseñados para ser usados como faldellines. Podían ser usados alrededor del cuerpo y sujetados con cierres magnéticos colocados dentro de la ropa. Dos eran de un tejido más delgado y casi transparentes, y que obviamente serían como sujetadores, aunque podían utilizarse para otros usos. Aunque la tela era suave y absorbente, podía soportar el tratamiento más duro y no podía ser cortada ni por los más aguzados cuchillos de calcedonia o bambú.
La humanidad lanzó una exclamación colectiva de alegría al hallar aquellas «toallas». Aunque los hombres y mujeres se habían acostumbrado ya, o al menos resignado, a la desnudez, los más estetas y los menos adaptables habían encontrado que la visión generalizada de los órganos genitales humanos era poco agradable e incluso repulsiva. Ahora tenían faldellines, sujetadores y turbantes. Estos últimos fueron usados para cubrir las cabezas mientras les volvía a crecer el cabello. Luego, los turbantes se convirtieron en la prenda habitual de la cabeza.
El pelo volvía a todo su cuerpo, excepto a sus rostros.
Burton estaba amargado por esto. Siempre se había sentido orgulloso de sus largos bigotes y su barba hendida. Y ahora decía que su ausencia le hacía sentirse más desnudo que su falta de pantalones.
Wilfreda se había echado a reír y había exclamado:
— Me alegra que hayan desaparecido. Siempre he odiado el pelo en el rostro de los hombres. El besar a un hombre con barba era como meter la cara en un colchón desgarrado.
-
Habían pasado sesenta días. El barco había sido empujado a través de la llanura sobre grandes rodillos de bambú. Había llegado el día de la botadura. El Hadji tenía unos doce metros de largo y consistía esencialmente en dos cascos de bambú de puntas aguzadas unidos por una plataforma, un bauprés con una vela de globo y un único mástil, con jarcias hacia adelante y hacia atrás que tenían velas de fibras de bambú entretejidas. Era gobernado por un gran remo de pino, dado que no les había resultado posible hacer un timón y un gobernalle. Su único material, en aquel momento, de atadura, era la hierba, aunque no pasaría mucho antes de que pudieran hacerse cuerdas con la piel curtida y las entrañas de algunos de los mayores peces del río. A proa llevaba atada una canoa construida por Kazz a partir del tronco de un pino.
Antes de que pudieran realizar la botadura, Kazz puso algunas dificultades. Por aquel entonces podía hablar un inglés muy limitado y entrecortado, y proferir algunas maldiciones en árabe, baluchi, swahili e italiano, todo ello aprendido de Burton.
— Necesitar... ¿cómo llamar?... wllah!... ¿cuál palabra?... matar alguien antes echar barco a río... ¿sabes?... merda... necesito palabra, Burton-naq... darme, Burtonnaq.. palabra... palabra... matar hombre para que dios Kabburkanakruebemss... dios aguas... no hundir barco... irritado... ahogarnos... comernos.
— ¿Sacrificio? -ofreció Burton.
— Muchas malditas gracias, Burton-naq. ¡Sacrificio! Cortar cuello... poner barco... frotar en madera... entonces, dios aguas no irritado con nosotros.
— No haremos eso -dijo Burton.
Kazz discutió, pero finalmente aceptó subirse al barco. Su rostro estaba conturbado, y parecía muy nervioso. Burton, para tranquilizarlo, le dijo que aquello no era la Tierra. Era otro mundo, como podía ver rápidamente dando una ojeada a su alrededor, y especialmente a las estrellas. Los dioses no vivían en aquel valle. Kazz escuchó y sonrió, pero aún pareció como si esperase ver surgir de las profundidades al repugnante rostro de barba verde y abultados ojos de pescado de Kabburkanakruebemss.
Aquella mañana, la llanura estaba atestada alrededor del barco. Todo el mundo de muchos kilómetros alrededor estaba allí, ya que cualquier cosa fuera de lo usual era divertida. Gritaban, reían y hacían bromas. Y, aunque algunos de los comentarios eran derogatorios, todos ellos se hacían con buen humor. Antes de que el barco fuera rodado de la orilla al Río, Burton se subió a su «puente», una plataforma algo más elevada, y alzó su mano pidiendo silencio. El charloteo de la multitud cesó, y Burton habló en italiano:
— Compañeros, lazari, amigos, habitantes del valle de la Tierra Prometida. Os abandonaremos dentro de unos minutos...
— ¡Si el barco no se hunde! -murmuró Frigate.
— ... para ir Río arriba, contra el viento y la corriente. Tomamos el camino más difícil, porque lo difícil siempre da la mayor recompensa, si es que hemos de creer lo que nos decían los moralistas de la Tierra, y ya sabéis todos la razón que tenían.
Risas. Con resoplidos aquí y allá, por los creyentes empecinados.
— En la Tierra, como quizá sepáis alguno de vosotros, guié en una ocasión una expedición a lo más profundo y oscuro de Africa, para hallar las fuentes del Nilo. No las encontré, aunque me acerqué mucho, y me robó las recompensas un hombre que me lo debía todo, un tal señor John Hanning Speke. Si lo encuentro en mi vaje Río arriba, sabré cómo tratarlo...
— ¡Buen Dios! -exclamó Frigate-. ¿Lo harás suicidarse de nuevo por la vergüenza y el remordimiento?
— ... pero lo importante es que quizá este Río sea mucho mayor que cualquier Nilo que, como quizá sepáis, o no, era el más largo de la Tierra, a pesar de las equivocadas afirmaciones de los americanos acerca de sus complejos del Amazonas y del Missouri-Mississippi. Algunos de vosotros os habréis preguntado por qué tenemos que partir para una meta que se halla quién sabe a qué distancia, o que quizá ni siquiera exista. Y yo os diré que largamos velas porque lo Desconocido existe, y queremos convertirlo en Conocido. ¡Eso es todo! Y aquí, a diferencia de nuestras tristes y frustrantes experiencias de la Tierra, no se necesita dinero para equiparnos y para mantenernos en camino. El Poderoso Caballero Don Dinero ha muerto, y que descanse en paz. Ni tampoco tenemos que llenar centenares de instancias e impresos, ni solicitar audiencias a gente influyente y deleznables burócratas para obtener permiso para recorrer el río. No hay fronteras nacionales...
— ... aun -murmuró Frigate.
— ... ni se requieren pasaportes, ni hay que sobornar a funcionarios del gobierno. Acabamos de construir un barco sin tener que obtener un permiso, y emprenderemos nuestra singladura sin niguna «por autorización» de ningún burócrata, excelentísimo, ilustrísimo, o del montón. Por primera vez en la historia del hombre, somos libres. ¡Libres! Y, así, para despedirnos, no os diré adiós...
— ... eso sería pedirte mucho -murmuró Frigate.
— ... ¡porque quizá regresemos dentro de un millar de años! Así que digo hasta siempre, la tripulación dice hasta siempre, os agradecemos vuestra ayuda en la construcción del barco y vuestra ayuda en su botadura. Y en este momento hago cesión de mi cargo como Cónsul de Su Majestad Británica en Trieste a quien quiera aceptarlo, y me declaro ciudadano del Mundo del Río. ¡No pagaré tributo a nadie, no juraré fidelidad a nadie, y sólo seré responsable ante mí mismo!
— Haz lo que tu naturaleza humana te impulsa a hacer, y no esperes el aplauso de nadie más que de ti mismo; vive más noblemente, y muere más noblemente, quien dicta y cumple sus propias leyes -canturreó Frigate.
Burton miró al americano, pero no interrumpió su parlamento. Frigate estaba citando unos versos del poema de Burton: La Kasidah de Haji Abdu Al-Yazdi. No era la primera vez que había citado la prosa o poesía de Burton. Y, aunque a veces Burton encontraba irritante al estadounidense, no podía sentirse muy molesto con un hombre que lo había admirado lo bastante como para memorizar sus palabras.
Unos minutos más tarde, cuando el barco fue empujado al río por algunos hombres y mujeres, y la multitud estuvo dando vivas, Frigate lo citó de nuevo. Miró a los millares de hermosos jóvenes en la orilla, con sus pieles bronceadas por el sol, con sus faldellines, sujetadores y turbantes multicolores agitados por el viento, y dijo:
— ¡Ah!, alegre día con el brillo del sol, fuerte la brisa, contenta la multitud. Reunida a orillas del Río para jugar, cuando era joven, cuando era joven.
El barco se deslizó, y su proa fue girada por el viento y la corriente, río abajo, pero Burton gritó órdenes, se alzaron las velas, y giró la gran caña del remo de forma que la proa viró y se encontraron enfrentados con el viento. El Hadji se alzó y cayó en las olas, con el agua siseando al ser hendida por las proas gemelas. El sol era cálido y brillante, la brisa los enfriaba, y se sentían felices, pero también algo ansiosos al ir desapareciendo en la lejanía los rostros y paisajes familiares. No tenían ni mapas ni guías de viajeros que consultar; el mundo sería creado con cada kilómetro hacia adelante.
Aquella tarde, al hacer su primer atraque en una playa, ocurrió un incidente que asombró a Burton. Kazz acababa de bajar a tierra entre un grupo de gente curiosa, cuando se excitó mucho. Comenzó a charlotear en su lengua nativa,
y trató de agarrar a un hombre que se hallaba cerca. El hombre huyó y se perdió rápidamente en la multitud. Cuando Burton le preguntó lo que hacia, Kazz le explicó:
— No tenía... uh... ¿cómo llamar?... eso... eso... -y se señaló la frente. Luego trazó varios símbolos desconocidos en el aire. Burton pensaba proseguir investigando el asunto, pero Alice, gimiendo repentinamente, corrió hacia un hombre. Evidentemente, había pensado que se trataba de un hijo que le habían matado en la primera guerra mundial. Hubo alguna confusión. Alice admitió que había cometido un error. Para entonces, surgieron otras cuestiones. Kazz ya no volvió a mencionar el asunto, y Burton se olvidó de ello. Pero volvería a recordarlo.
Exactamente cuatrocientos quince días más tarde, habían pasado veinticuatro mil novecientas piedras de cilindros en la orilla derecha del río. Dando viradas, navegando contra viento y corriente, logrando una media de cerca de cien kilómetros por día, deteniéndose durante el día para cargar sus cilindros y por la noche para dormir, haciendo a veces altos de un día para poder estirar sus piernas y hablar con otras personas que no fueran de la tripulación, habían viajado treinta y seis mil trescientos cincuenta kilómetros. En la Tierra, esta distancia habría sido casi una circunvalación al ecuador. Si los ríos Mississippi-Missouri, Nilo, Congo, Amazonas, Yang-Tsé, Volga, Amur, Huang, Lena y Zambesi hubieran sido puestos uno tras otro para formar un único gran río, aún no hubieran logrado ser tan largos como la extensión del Río que habían recorrido. Y no obstante, el Río seguía y seguía más allá, haciendo grandes meandros, serpenteando hacia adelante y hacia atrás. Y por todas partes había las llanuras a lo largo del Río, detrás las colinas cubiertas de árboles y, altísimas, infranqueables, continuas, las montañas.
Ocasionalmente, las llanuras se estrechaban, y las colinas avanzaban hasta el borde del río. A veces, el río se ensanchaba y se convertía en un lago, de cinco, diez o doce kilómetros de ancho. De vez en cuando, la cordillera montañosa se curvaba a ambos lados, una hacia la otra, y el barco atravesaba cañones en los que el estrecho cauce obligaba a la corriente a pasar rugiendo, y el cielo era una cinta azul muy por encima de las negres paredes que parecían caer sobre ellos.
Y, siempre, estaba la humanidad. Día y noche, los hombres, mujeres y niños se acumulaban en las orillas del río, y aún más en las colinas.
Por aquel entonces, los navegantes habían discernido un esquema. La humanidad había sido resucitada a lo largo del Rio en burdas secuencias cronológicas y nacionales. El barco había pasado por el área que contenía a los eslovenos, italianos y austríacos que habían muerto en la última década del Siglo XIX, y luego, junto a los húngaros, noruegos, finlandeses, griegos, albaneses e irlandeses. Ocasionalmente, llegaban a áreas que contenían gentes de otros tiempos y lugares. Una era una extensión de unos treinta kilómetros que contenía aborígenes australianos que jamás habían visto a un europeo mientras vivían en la Tierra. Otra extensión de un centenar y medio de kilómetros estaba poblada por tocarianos, la gente de Loghu. Estos habían vivido hacia los tiempos de Cristo, en lo que luego se convirtió en el Turquestán chino. Representaban a la rama llegada más al este de los pueblos de lenguaje indoeuropeo de la antigiledad; su cultura había florecido durante un tiempo, y luego muerto ante el cerco del desierto y las invasiones de los bárbaros.
A través de investigaciones que él mismo admitía que eran apresuradas e inciertas, Burton había determinado que cada área estaba, en general, compuesta por aproximadamente un sesenta por ciento de gentes de un siglo y nacionalidad particulares, un treinta por ciento pertenecientes a otro pueblo, habitualmente de un tiempo distinto, y un diez por ciento de cualquier tiempo y lugar.
Todos los hombres habían despertado de la muerte circuncidados. Todas las mujeres habían resucitado vírgenes. Para la mayor parte de ellas, comentó Burton, este estado no había durado más allá de la primera noche en aquel planeta.
Hasta ahora, no había visto ni oído hablar de ninguna mujer preñada. Quien los hubiera colocado allí, debía de haberlos esterilizado, y con buena razón. Si la humanidad pudiera reproducirse, el valle del Río estaría totalmente cubierto por cuerpos humanos en un solo siglo.
Al principio, no parecía haber ninguna otra vida animal excepto el hombre. Luego, se había visto que, durante la noche, diversas especies de gusanos emergían del suelo. Y el Río contenía al menos un centenar de especies de peces, que iban de animales de quince centímetros de largo hasta un pez del tamaño de las ballenas azules, los «dragones de río», que vivían en el fondo del mismo, a trescientos metros de profundidad. Frigate dijo que los animales estaban allí con un propósito determinado. Los peces comían lo que caía en el Río, manteniendo sus aguas limpias. Algunos tipos de gusanos se comían los materiales de desecho y los cadáveres, otros servían en su función normal como gusanos.
Gwenafra era un poco más alta. Todos los niños estaban creciendo. Dentro de doce años, no habría un niño o adolescente en el valle, si las condiciones de todas partes se conformaban a lo visto hasta el momento por los viajeros.
Burton, pensando en ello, le dijo a Alice:
— Ese reverendo Dodgson, que era amigo tuyo, el tipo al que solo le gustaban las niñitas. Se va a encontrar con una situación frustrante, ¿no?
— Dodgson no era ningún pervertido -intervino Frigate-. Pero, ¿qué sucederá con aquéllos cuyo único objeto sexual eran los niños? ¿Qué harán cuando no haya más niños? ¿Y qué harán aquellos que obtuvieron su placer maltratando o torturando a los animales? Mira, lamento la ausencia de los animales. Amo a los gatos y a los perros, a los osos, a los elefantes, a la mayor parte de los animales. A los monos no, pues se parecen a la mayor parte de los hombres. Pero me alegro de que no estén aquí. Ahora no pueden ser maltratados. Todos los pobres animales indefensos, que sufrían, pasaban hambre o sed a causa de algún ser humano olvidadizo o maligno.
Palmeó el cabello rubio de Gwenafra, que ya casi tenía quince centímetros de largo.
— También pienso lo mismo de todos los pequeñines indefensos y maltratados.
— ¿Qué tipo de mundo es éste en el que no hay niños? -dijo Alice-. Y ya que hablamos de ello, que tampoco tiene animales, que si bien ya no pueden ser maltratados o torturados, tampoco pueden ser amados y cuidados.
— Una cosa equilibra a la otra en este mundo -le respondió Burton-. Uno no puede tener amor sin odio, cariño sin malicia, paz sin guerra. En cualquier caso, no tenemos elección en el asunto. Los gobernantes invisibles de este mundo han decretado que no tendremos animales, y que las mujeres ya no engendrarán hijos. Que así sea.
La mañana del cuatrocientos dieciseisavo día de su viaje fue como cada mañana. El sol se había alzado sobre las cimas de la cordillera de su izquierda. El viento de Río arriba corría con una velocidad estimada en veinticuatro kilómetros por hora, como siempre. El calor fue incrementándose a medida que se alzaba el sol, y alcanzaría los veintinueve grados aproximadamente a las dos de la tarde. El catamarán, el Hadji, daba viradas de un lado a otro. Burton estaba en el «puente», con ambas manos en el largo y grueso madero de pino, mientras el viento y el sol golpeaban su piel muy tostada. Llevaba un faldellín a cuadros escarlata y negro, que le llegaba casi hasta las rodillas, y un collar hecho con las negras y brillantes vértebras del pez cornudo. Era éste un pez de metro ochenta de largo, con un cuerno de quince centímetros que salía de su frente como el de un unicornio. El pez cornudo vivía a unos treinta metros por debajo de la superficie, y era pescado con sedal, dificultosamente. Pero sus vértebras servían para hacer bellos collares, y su piel, propiamente curtida, servia para manufacturar sandalias, armaduras y escudos, o podía ser trabajada en resistentes y flexibles cuerdas y cinturones. Su carne era deliciosa. Pero el cuerno era lo más valioso. Servía como punta de flecha o lanza, o, con un mango de madera, era un buen estilete.
En un armero junto a él, dentro de la vejiga transparente de un pez, había un arco. Estaba hecho con los huesos curvados que surgían de los costados de la boca del pez dragón, que tenía el tamaño de una ballena. Cuando los extremos de cada uno habían sido cortados de tal forma que se pudiesen acoplar, resultaba un arco de doble curvatura.
Montándolo con una cuerda hecha con la tripa del pez dragón, se obtenía un arco que solo podía tender totalmente un hombre muy fuerte. Burton había topado con uno hacía unos cuarenta días, y ofrecido a su propietario cuarenta cigarrillos, diez cigarros y diez litros de whisky por él. La oferta fue rechazada, así que Burton y Kazz volvieron bien entrada la noche, y robaron el arco. O, más bien, hicieron un cambio, pues Burton se sintió impulsado a dejar su arco de tejo a cambio.
Desde entonces, había racionalizado que tenía todos los derechos a robar el arco. El propietario se había vanagloriado de haber matado a un hombre para obtener el arco. Así que, al quitárselo, lo había tomado de un ladrón y un asesino. No obstante, Burton tenía remordimientos de conciencia cuando pensaba en ello, lo cual no era muy a menudo.
Burton llevó el Hadji hacia adelante y hacia atrás a lo largo del canal que se estrechaba. Durante unos ocho kilómetros, el río se había ensanchado hasta formar un lago de unos seis kilómetros de ancho, y ahora estaba convirtiéndose en un estrecho canal de menos de ochocientos metros. El canal se curvaba y desaparecía entre las paredes de un cañón.
Allí, el barco iría lentamente, porque estaría luchando contra una corriente acelerada y el espacio apto para las viradas sería muy limitado. Pero había pasado por estrechos muy similares en varias ocasiones, y no se sentía aprensivo por ello. No obstante, cada vez que sucedía, no podía dejar de pensar en que la nave estaba renaciendo. Pasaba de un lago, la matriz, a través de una abertura estrecha, para ir a otro lago. En cierto modo era como un parto, y siempre había la posibilidad de que al otro lado los esperase una fabulosa aventura, una revelación.
El catamarán se apartó de una piedra de cilindros, que solo estaba a veinte metros de distancia. Había mucha gente en la llanura del lado derecho, que allí sólo tenía un kilómetro de ancho. Gritaban en dirección a la nave, agitaban la mano o le enseñaban los puños, gritando obscenidades que Burton no podía oír, pero que comprendía a causa de sus muchas experiencias. Pero no parecían hostiles. Era simplemente que los extranjeros siempre eran saludados de diversas maneras por los habitantes locales. Los de allí eran una gente baja, de cabello y piel oscuros. Hablaban un lenguaje que Ruach dijo que probablemente sería semita protohamita. Habrían vivido en la Tierra en algún lugar del Africa del norte o Mesopotamia cuando aquellas regiones eran mucho más fértiles. Usaban las toallas como faldellines, pero las mujeres iban con los senos al aire y usaban sus «sujetadores» como turbantes o pañuelos de cuello. Ocupaban la orilla derecha durante sesenta piedras, es decir, noventa kilómetros. La gente que se hallaba frente a ellos se extendía durante ochenta piedras, y habían sido cingaleses del Siglo XX antes de Cristo, con una minoría de mayas precolombinos.
— El crisol del tiempo -era como llamaba Frigate a la distribución de la humanidad-. El experimento antropológico y social más grande jamás llevado a cabo.
Sus afirmaciones no eran nada exageradas. Parecía como si los diversos pueblos hubieran sido mezclados de tal forma que pudieran aprender algo los unos de los otros. En algunos casos, los diferentes grupos habían logrado crear diversos lubricantes sociales y vivían en relativa amistad. En otros casos, había la matanza de un lado u otro, O un casi exterminio mutuo, o la esclavitud de los derrotados.
Por algún tiempo tras la resurrección, la anarquía había sido lo habitual. La gente habia ido vagando de un lado a otro, formando grupitos con propósitos defensivos en pequeñas áreas. Luego, los líderes naturales y los buscadores de poder habían aparecido, y los seguidores por naturaleza se habían alineado tras los jefes elegidos... Aunque a veces la elección la realizaban esos mismos jefes.
Uno de los diversos sistemas políticos resultantes era el de la «esclavitud del cilindro». Un grupo dominante en una zona tenía prisioneros a los más débiles. Le daban al esclavo lo bastante que comer, porque el cilindro de un esclavo muerto no servía para nada. Pero le arrebataban los cigarrillos, los cigarros, la marijuana, la goma de los sueños, el licor, y los alimentos más exquisitos.
Al menos en treinta ocasiones, el Hadji había comenzado a acercarse a una piedra de cilindros y estado a punto de ser asaltado por esclavistas de cilindros. Pero Burton y los demás estaban ojo avizor para descubrir los estados esclavistas. A menudo, los estados vecinos les avisaban. En una veintena de ocasiones habían salido lanchas a interceptarles, en lugar de intentar que se acercasen a la costa, y el Hadji había escapado por los pelos de ser abordado o destruido. En cinco ocasiones, Burton se había visto obligado a dar media vuelta y navegar río abajo. El catamarán siempre había ido más deprisa que los perseguidores, que no tenían ningún interés por capturarlos más allá de sus fronteras. Luego, el Hadji había regresado furtivamente por la noche, navegando hasta más allá de donde habitaban los esclavistas.
Un cierto número de veces, el Hadji no había podido tomar tierra debido a que los estados esclavistas ocupaban ambas orillas durante largos trechos. Entonces, la tripulación racionaba sus alimentos o, si tenían suerte, pescaban lo bastante como para contentar sus estómagos.
Los semitas protohamitas de aquella zona se habían mostrado bastante amistosos después de que estuvieron seguros de que la tripulación del Hadji no tenía intenciones malévolas. Un moscovita del Siglo XVIII les había advertido que había estados esclavistas al otro lado del canal. No sabía mucho de los mismos debido a la barrera que representaban las empinadas montañas. Algunos botes habían atravesado el canal, y casi ninguno había regresado. Los que lo habían hecho trajeron noticias de hombres malvados en la otra orilla.
Así que el Hadjí fue cargado de puntas de bambú, pescado seco y suministros economizados durante un período de dos semanas de lo que proporcionaban los cilindros.
Aún pasaría media hora antes de que entrasen en el estrecho. Burton pensaba a medias en la navegación y a medias en su tripulación. Esta se encontraba tendida por la cubierta de proa, tomando el sol, o bien sentada con las espaldas apoyadas en la pequeña camareta delantera.
John de Greystock estaba fijando las delgadas espinas planas de un pez cornudo a la cola de una flecha. Aquellas espinas servian bastante bien en lugar de plumas en un mundo en el que los pájaros no existían. Greystock, o Lord Greystoke, como insistía en llamarle Frigate por alguna divertida razón que solo él conocía, era una buena baza en una lucha o cuando se necesitaba trabajar duro. Era un conversador muy interesante, aunque casi increiblemente obsceno, repleto de anécdotas sobre las campañas en Gascuña y en la frontera, sobre sus conquistas femeninas, o de murmuraciones acerca de Eduardo el Larguirucho, y, naturalmente, de información acerca de su tiempo. Pero también era un individuo muy testarudo y de mente estrecha en muchas cosas, desde el punto de vista de una era posterior, y no demasiado limpio. Aseguraba haber sido muy devoto en la otra vida, y probablemente decía la verdad, pues de lo contrario no habría sido honrado con la distinción de pertenecer a la corte del Patriarca de Jerusalén. Pero ahora que había perdido la fe, odiaba a los sacerdotes. Y acostumbraba a irritar a todos con quienes se encontraban, esperando que lo atacasen. Algunos lo hicieron, y casi estuvo a punto de matarlos. Burton lo había regañado con cautela acerca de esto (uno no le hablaba de mal modo a de Greystock a menos que desease luchar a muerte con él), señalando que dado que eran visitantes en una tierra extraña, y estaban superados inmensamente en numero por sus anfitriones, debían actuar como buenos huéspedes. De Greystock admitió que Burton tenía razón, pero no podía dejar de azuzar a todo sacerdote con el que se encontrase. Afortunadamente, no se hallaban muy a menudo en zonas de creyentes. Además, aún en éstas, había pocas personas que admitiesen haber sido sacerdotes.
Junto a él, hablabando por los codos, estaba su actual mujer, Mary Rutherford, nacida en 1637, y fallecida como Lady Warwickshire en 1674. Era también inglesa, pero de una época trescientos años posterior a la de él, así que había muchas diferencias en sus actitudes y comportamiento. Burton no esperaba que permaneciesen juntos mucho tiempo.
Kazz estaba tendido sobre cubierta con su cabeza sobre el regazo de Fátima, una mujer turca con la que el hombre de neanderthal se había encontrado hacía cuarenta días, durante una de las paradas para comer. Fátima, tal como Frigate había dicho, parecía tener una «gran afición por el pelo». Aquella era su explicación para la obsesión que sentía la que había sido esposa de un panadero de Ankara en el Siglo XVII por Kazz. A ella le parecía estimulante todo lo de él, pero era su pelo lo que la hacía entrar en éxtasis. Todo el mundo se sentía complacido por ello, pero sobre todo Kazz. No había visto a una sola hembra de su propia especie durante su largo viaje, aunque había oído hablar de algunas. La mayor parte de las mujeres se apartaban de él a causa de su aspecto bestial y peludo. No había encontrado a una compañera permanente hasta hallar a Fátima.
El pequeño Lev Ruach estaba apoyado contra la pared del castillete de proa, donde estaba fabricando una honda con la piel de un pez cornudo. Una bolsa que llevaba al costado contenía unas treinta piedras recogidas durante los últimos veinte días. A su lado, hablando con rapidez y mostrando incesantemente sus largos y blancos dientes, se hallaba Esther Rodríguez. Esta había reemplazado a Tanya, quien había estado importunando a Lev antes de que el Hadji partiese. Tanya era una mujer diminuta y muy atractiva, pero que parecía incapaz de evitar el estar «remodelando» a sus hombres. Lev se enteró de que había «remodelado» a su padre y a su tío, y a dos hermanos y dos esposos. Trató de hacer lo mismo con Lev, habitualmente en voz muy alta para que los otros hombres de la vecindad pudieran beneficiarse de sus consejos. Un día, justo cuando el Hadji estaba a punto de alzar velas, Lev había saltado a bordo, se había vuelto y había dicho:
— Adiós, Tanya. No puedo soportar más intentos de reforma de la Bocazas del Bronx. Búscate a alguien, a alguien que sea perfecto.
Tanya había tragado saliva, se había puesto pálida, y luego comenzó a chillarle a Lev. Seguía chillándole, a juzgar por su boca muy abierta, mucho después de que el Hadji hubiera salido del alcance de su voz. Los otros rieron y felicitaron a Lev, pero él sólo sonrió amargamente. Dos semanas más tarde, en una zona habitada predominantemente por antiguos libios, se encontró con Esther, una judía sefardita del Siglo XV.
— ¿Por qué no pruebas fortuna con una gentil? -le había dicho Frigate.
Lev había alzado sus estrechos hombros.
— Ya lo he hecho. Pero, más pronto o más tarde, te ves envuelto en una gran pelea, y ellas pierden el control y te llaman perro judío. Lo mismo sucede con mis compañeras hebreas, pero a ellas puedo soportárselo.
— Escucha, amigo -le había dicho el estadounidense-, hay miles de millones de gentiles a lo largo de este río que jamás han oído hablar de un judío. No pueden tener prejuicios. Prueba con una de ellas.
— Prefiero lo malo conocido.
— Quieres decir que no puedes evitarlo -le replicó Frigate.
A veces, Burton se preguntaba por qué Ruach seguía en el barco. Nunca había vuelto a hacer otra referencia a El judío, el gitano y el Islam, aunque a menudo interrogaba a Burton acerca de otros aspectos de su pasado. Era bastante amistoso, pero mantenía una cierta reserva indefinible. Aunque era pequeño, era bueno en una lucha, y se había mostrado muy valioso al enseñarle a Burton judo, karate y jukado. Su tristeza, que colgaba a su alrededor como una tenue niebla, aún cuando estaba riendo, o haciendo el amor, según Tanya, provenía de sus cicatrices mentales, resultantes de las terribles experiencias de los campos de concentración en Alemania y Rusia, según decía él. Tanya, por el contrario, afirmó que Lev había nacido triste: que había heredado todos los genes de tristeza desde el tiempo en que sus antepasados se hallaban cautivos en Babilonia.
Monat era otro caso de tristeza, aunque podía olvidarse de ella completamente en muchas ocasiones. El taucetano no dejaba de buscar a uno de su propia especie, uno de los treinta machos y hembras que habían sido despedazados por la multitud linchadora. Pero no tenía mucha confianza. Treinta de un total estimado de treinta y cinco a treinta y seis mil millones de personas esparcidas a lo largo de un río que podía tener quince millones de kilómetros de largo hacía muy poco probable que se encontrara jamás con ninguno. Pero siempre cabía tener esperanza.
Alice Hargreaves estaba sentada muy a proa, viéndosele ultimamente la coronilla, y mirando a la gente de las riberas cada vez que el barco se acercaba lo bastante a éstas como para permitirle reconocer los rostros. Estaba buscando a su esposo, Reginald, y también a sus tres hijos y a su madre, padre, hermanas y hermanos. Buscando cualquier rostro familiar. Aquello implicaba que abandonaría la nave en cuanto esto sucediera. Burton no había comentado el asunto, pero sentía un dolor en su pecho cuando pensaba en ello. Deseaba que se fuera, y al mismo tiempo no podía soportar la sola idea de ello. El que desapareciera de su vista representaría que finalmente se la sacaría de su mente. Era inevitable. Pero no quería que fuera inevitable. Sentía por ella lo que había sentido por su amor persa, y el perderla a ella representaría también la misma tortura interminable.
Sin embargo, nunca le había dicho una sola palabra de lo que sentía. Hablaba con ella, bromeando, mostraba un afecto que le resultaba un tanto incómodo, pues ella no le correspondía, y, al fin, logró que estuviera relajada con él. Es decir, lo estaba si había alguien más a su alrededor. Cuando estaban solos, se envaraba.
Ella jamás había vuelto a usar la goma de los sueños desde aquella primera noche. El la había usado por tercera vez, y luego había acumulado su suministro para intercambiarlo por otros artículos. La última vez que la había mascado, con la esperanza de lograr una noche de amor extasiante con Wilfreda, había vuelto a hundirse en la horrible enfermedad de los «hierrecillos», la enfermedad que casi lo había matado durante su expedición al lago Tanganika. Speke había estado en la pesadilla, y él había matado a Speke. Speke había muerto en un «accidente» de caza que todo el mundo había creído que era un suicidio, aunque no lo hubieran dicho. Speke, atormentado por los remordimientos porque había traicionado a Burton, se había pegado un tiro. Pero en la pesadilla él había estrangulado a Speke cuando éste se había inclinado sobre él para preguntarle cómo estaba. Luego, justo cuando se desvanecía la visión, había besado los labios inertes de Speke.
Bueno, ya sabía que había sentido un gran afecto por Speke al mismo tiempo que lo odiaba, que lo odiaba justificadamente. Pero el conocimiento de este afecto había sido muy infrecuente y fugaz, y no le había afectado. Durante la pesadilla de la goma de los sueños, se había sentido tan horrorizado al darse cuenta de que bajo su odio se encontraba un afecto, que había empezado a chillar. Se despertó para encontrarse con Wilfreda zarandeándole, preguntándole qué había sucedido. Wilfreda había fumado opio, o lo había tomado mezclado con cerveza, en su vida de la Tierra, pero aquí, tras una sesión con la goma, había temido volverla a mascar. Su horror provenía del volver a ver la muerte por tuberculosis de una hermana menor y, al mismo tiempo, de volver a revivir su primera experiencia como prostituta.
— Es un extraño producto psicodélico -le dijo Ruach a Burton. Le había explicado lo que significaba la palabra, y la discusión acerca del tema se había prolongado durante mucho tiempo-. Parece desenterrar incidentes traumáticos en una mezcla de realidad y simbolismo. Aunque no siempre. A veces es afrodisiaco. A veces, según dicen, le hace dar a uno un hermoso viaje. Pero me atrevería a decir que la goma de los sueños nos ha sido suministrada por razones terapéuticas, si no catárticas. Somos nosotros los que debemos averiguar cómo utilizarla.
— Entonces, ¿por qué no la masticas más a menudo? -había preguntado Frigate.
— Por la misma razón que algunas personas rehusaban la psicoterapia o la abandonaban antes de completarla: porque tengo miedo.
— Ajá. Yo también -aceptó Frigate-. Pero algún día, cuando nos detengamos en algún lugar por mucho tiempo, voy a masticar una barrita cada noche, os lo aseguro. Aunque me muera de miedo. Claro que eso es fácil decirlo.
Peter Jairus Frigate había nacido únicamente veintiocho años después de que Burton muriera, y sin embargo existía un gran abismo entre ellos. Veían demasiadas cosas de forma distinta; y hubieran discutido violentamente si Frigate fuera capaz de discutir violentamente. No acerca de asuntos de disciplina en el grupo o sobre cómo capitanear la nave. Sino en muchas formas de contemplar el mundo. Y sin embargo, Frigate se parecía en muchas cosas a Burton, y quizá fuera por esto por lo que había estado tan fascinado por él en su vida terrena. Frigate había encontrado en 1938 un libro de bolsillo escrito por Fairfax Downey titulado Burton: aventurero de las mil y una noches. La ilustración de la portada mostraba a Burton a la edad de cincuenta años. El salvaje rostro, la alta frente y los prominentes arcos supraorbitales, las gruesas y negras cejas, la recta y agresiva nariz, la gran cicatriz en su mejilla, los gruesos labios «sensuales», el espeso y caído bigote, la gran barba bifurcada, la agresividad y concentración del rostro, le habían hecho comprar el libro.
— Jamás había oído hablar antes de ti -le explicó Frigate-. Pero leí en seguida el libro, y quedé fascinado. Había algo en ti, aparte de la obvia bravuconería de tu vida, tu habilidad con la espada, tu dominio de muchos lenguajes, tus disfraces como doctor nativo, mercader y peregrino a la Meca, el primer europeo que logró salir con vida de la ciudad sagrada de Harar, descubridor del lago Tanganika y casi descubridor de las fuentes del Nilo, fundador de la Sociedad Antropológica Real, inventor del término Percepción Extransensorial, traductor de Las mil y una noches, estudioso de las prácticas sexuales del Oriente, y todo lo demas...
»Pero aparte de todo esto, por muy fascinante que fuera, sentía una especial afinidad hacia ti. Fui a la biblioteca pública, Peoria era una pequeña ciudad pero tenía muchos libros tuyos y acerca de ti, donados por algún admirador tuyo fallecido, y me los leí todos. Luego, comencé a coleccionar primeras ediciones tuyas y sobre ti. Al fin, me convertí en un escritor de novelas, pero planeaba escribir una gran y definitiva biografía tuya, viajar a todas partes donde tú habías estado, tomar fotografías y notas de esos lugares, fundar una sociedad para recolectar fondos con los que preservar tu tumba...
Aquella era la primera vez que Frigate había mencionado su tumba. Burton, sobresaltado, preguntó:
— ¿Dónde? -Y luego había respondido él mismo-: Oh, claro está: Morlake! ¡Me había olvidado! ¿Se construyó realmente la tumba en forma de tienda árabe, tal y como Isabel y yo habíamos planeado?
— Por supuesto. Pero el cementerio fue tragado por una barriada pobre, la tumba fue mutilada por gamberros, y crecieron hierbas por encima de ella, y se hablaba de trasladar los cadáveres a una parte más remota de Inglaterra, aunque por aquel entonces resultaba difícil encontrar algún lugar remoto.
— ¿Llegaste a fundar tu sociedad para preservar mi tumba? -le preguntó Burton.
Se había acostumbrado a la idea de haber estado muerto, pero el hablar con alguien que había visto su tumba hacía que por un momento se le pusiera la piel de gallina.
Frigate inspiró profundamente. Como disculpándose, dijo:
— No. Para cuando estuve en posición de poder hacerlo, me hubiera sentido culpable de haber gastado tiempo y dinero en los muertos. El mundo era un verdadero desastre. Los vivos necesitaban toda la ayuda que se les pudiese dar: polución, pobreza, opresión, etc, etc. Esas eran las cosas importantes.
— ¿Y esa gigantesca y definitiva biografía?
De nuevo, Frigate habló excusándose:
— Cuando leí por primera vez acerca de ti, pensé que era el único verdaderamente interesado en ti o incluso el único que te apreciaba. Pero hubo un brote de interés por ti hacia los años sesenta. Se escribieron bastantes libros acerca de tu persona, e incluso uno acerca de tu esposa.
— ¿Isabel? ¿Alguien escribió un libro sobre ella? ¿Por qué?
Frigate había sonreído.
— Era una mujer bastante interesante. Admito que muy pesada, francamente supersticiosa, esquizofrénica y que se engañaba a sí misma. Muy pocas personas podían perdonarle el que hubiera quemado tus manuscritos y tus diarios...
— ¿Cómo? -había rugido Burton-. ¿Quemado...?
Frigate había asentido con la cabeza y dicho:
— Lo que tu doctor, Grenfelí Baker, describió como «El implacable holocausto que siguió a su lamentada muerte». Quemó tu traducción de El jardín perfumado, afirmando que no hubieras querido que se publicase a menos que hubieras necesitado el dinero, y que ahora ya no lo necesitabas porque estabas muerto.
Aquella fue una de las pocas veces en su vida en que Burton se quedó sin habla.
Frigate miró con el rabillo del ojo a Burton y sonrió. Parecía estar disfrutando con el desconcierto de aquél.
— El quemar El jardín perfumado fue malo, pero no tanto como el quemar ambos grupos de tus diarios, los privados, en los que, según se dice, habías dejado sueltos tus más íntimos pensamientos y más ardientes iras, e incluso los públicos, en los que narrabas los acontecimientos de cada día... ¡Bueno, yo nunca se lo perdoné! Ni tampoco muchas personas. Eso fue una gran pérdida; sólo uno de tus diarios, uno pequeñito, escapó a este destino, y ese resultó quemado durante el bombardeo de Londres, en la segunda guerra mundial.
Hizo una pausa, y luego preguntó:
— ¿Es cierto que te convertiste en tu lecho de muerte, como afirmó tu esposa?
— Quizá si -le contestó Burton-. Isabel llevaba muchos años tratando de lograr mi conversión, aunque jamás se había atrevido a urgirme en forma directa. Pero al fin, cuando estaba tan enfermo, quizá le dijese que lo haría con el fin de hacerla feliz. Estaba tan dolorida, tan ansiosa, tan temerosa de que mi alma ardería en el infierno...
— Entonces, ¿la amabas? -le preguntó Frigate.
— Hubiera hecho lo mismo por un perro -replicó Burton.
— Para alguien que puede ser tan molestamente franco y directo, a veces te muestras muy ambiguo.
Esta conversación había tenido lugar unos dos meses después del Primer Día, A.R.l. El resultado había sido parecido al que hubiera sentido el doctor Johnson de encontrarse con otro Boswell.
Este había sido el segundo estadio de su curiosa relación. Sintió a Frigate más cercano; pero al mismo tiempo resultó una molestia mayor. El estadounidense se había mostrado siempre muy comedido en sus comentarios sobre las aptitudes de Burton, indudablemente porque no deseaba irritarlo. Frigate llevaba a cabo unos esfuerzos muy conscientes para no antagonizar con nadie. Pero también hacía muchos esfuerzos inconscientes por irritar a todo el mundo. Sus hostilidades surgían en muchas acciones y palabras sutiles, o no tan sutiles. A Burton no le gustaba esto. El era directo, y no temía a la ira. Quizá, como señaló Frigate, se mostraba demasiado ansioso por llegar a confrontaciones violentas.
Una tarde, mientras estaban sentados alrededor de una fogata, Frigate había hablado de Karachi. Este poblado, que luego se había convertido en la capital de Pakistán, una nación creada en 1947, tenía únicamente dos mil habitantes en el tiempo de Burton. Hacia 1970, su población era aproximadamente de dos millones. Esto llevó a Frigate a preguntar, de una manera bastante indirecta, sobre el informe que Burton había enviado a su general, Sir Robert Napier, sobre las casas de prostitución masculina en Karachi. Se suponía que el informe se hallaba guardado en los archivos secretos del Ejército del Este de la India, aunque fue hallado por uno de los muchos enemigos de Burton. A pesar de que aquel informe jamás fue mencionado públicamente, había sido usado en su contra a lo largo de toda su vida. Burton se había disfrazado como un nativo, con el fin de entrar en las casas y hacer observaciones que a ningún europeo se le hubiera permitido hacer. Se había mostrado orgulloso de haber evitado el ser descubierto, y había aceptado aquel trabajo tan poco agradable porque era el único que podía hacerlo y porque su amado líder, Napier, se lo había pedido.
Burton había replicado de una forma bastante hosca a las preguntas de Frigate. Alice lo había irritado antes durante aquel día (últimamente parecía ser capaz de hacerlo con mucha facilidad), y él estaba pensando en una forma en que devolverle la pelota. Así que aprovechó la oportunidad que le daba Frigate. Se lanzó a una narración desinhibida sobre lo que tenía lugar en las casas de Karachi. Al fin, Ruacli se había alzado y marchado. Frigate tenía una expresión enfermiza, pero permaneció allí. Wilfreda se rió hasta rodar por el suelo. Kazz y Monat mantuvieron expresiones imperturbables. Gwenafra estaba durmiendo en el barco, así que Burton no tuvo que tenerla en cuenta. Loghu parecía estar fascinada, pero también algo repelida.
Alice, su principal objetivo, se puso pálida, y más tarde roja. Por fin, se había alzado y dicho:
— Realmente, señor Burton, había pensado que eras muy rastrero. Pero el fanfarronear acerca de eso.. - de eso... de eso... eres totalmente repugnante, degenerado y digno de lástima. No es que me crea una sola palabra de lo que has estado contando. No puedo creer que nadie se comportase como tú afirmas que hiciste y luego fuera fanfarroneando de ello. Estás manteniendo tu reputación como un hombre al que le gusta escandalizar a otros sin importarle el daño que esto cause a su propia reputacion.
Había desaparecido entre las tinieblas.
— Algún día, quizá, me dirás cuánto de todo esto es cierto -le había dicho Frigate-. Antes yo pensaba como ella, pero a medida que me fui haciendo viejo fue apareciendo nueva información acerca de ti, y un biógrafo hizo un psicoanálisis tuyo basándose en tus propios escritos y en diversas fuentes documentales.
— ¿Y cuáles fueron las conclusiones? -preguntó Burton.
— Te las diré más tarde, Dick -le respondió Frigate-. Dick el rufián -añadió, y también se fue.
Ahora, junto al timón, contemplando cómo el sol caía sobre el grupo, escuchando el siseo del agua cortada por las dos agudas proas y los chasquidos del velamen, se preguntó lo que habría al otro lado del canal del cañón. Con toda seguridad no sería el fín del Rio. Este, probablemente, continuaría por siempre. Pero quizá se aproximase el fin del grupo. Llevaban demasiado tiempo juntos en un espacio reducido. Habían pasado demasiados días en una estrecha cubierta, sin mucho más que hacer, salvo hablar y ayudar a gobernar la nave. Estaban rozando unos con otros hasta despellejarse, y llevaban ya mucho tiempo haciéndolo. Incluso Wilfreda se había mostrado demasiado hosca y fría últimamente. Y no es que él se hubiera mostrado demasiado estimulante. Francamente, estaba harto de ella. No la odiaba, ni le deseaba daño alguno. Simplemente, estaba cansado de ella, y el hecho de que pudiera tenerla a ella y no a Alice Hargreaves le hacía sentirse aún más cansado.
Lev Ruach se mantenía apartado de él, y le hablaba lo menos posible, y Lev estaba discutiendo más que nunca con Esther acerca de los hábitos de su dieta habitual, de sus sueños despierto y de que jamás hablaba con ella.
Frigate estaba enfadado con él por algo, pero el cobarde nunca se atrevía a plantar cara y decir algo hasta que se le acorralaba contra un rincón y se le atormentaba llevándole a una ira ciega. Loghu estaba airada y despreciativa con Frigate debido a que se mostraba tan hosco con ella como con los otros. Y Loghu estaba también irritada con él, Burton, porque la había rechazado cuando estaban solos recogiendo bambú en las colinas, hacía algunas semanas. Le había dicho que no, añadiendo que no tenía ningún escrúpulo moral que le impidiese el hacer el amor con ella, pero que no traicionaría a Frigate ni a ningún otro miembro de su tripulación. Loghu le explicó que no era que no quisiese a Frigate; era simplemente que necesitaba un cambio de vez en cuando, tal como Frigate.
Alice había dicho que estaba a punto de dejar de tener cualquier esperanza de encontrarse nunca con alguien que hubiese conocido. Debían de haber pasado al menos junto a unos cuarenta y cuatro millones de personas, y no había visto a nadie que hubiera conocido en la Tierra. Había visto algunas personas a las que equivocadamente había tomado por viejos conocidos, y debía admitir que solo había visto de cerca o incluso de lejos a un pequeño porcentaje de esos cuarenta y cuatro millones. Pero eso no importaba; estaba cayendo en una depresión abismal, y se sentía harta de estar sentada en aquella atestada cubierta todo el día, teniendo como único ejercicio el manejar el timón o maniobrar las velas, o abrir y cerrar sus labios en una conversación que la mayor parte de los casos era vacía.
Burton no deseaba admitirlo, pero temía que ella los dejase. Podía descender en la siguiente parada, bajar a la orilla con su cilindro y unas pocas pertenencias, y decir adiós. Les veré dentro de un centenar de años o así. Quizá. El principal motivo que la había estado reteniendo en el barco hasta ahora había sido Gwenafra. Estaba criando a la pequeña británica antigua como una damisela victoriana, con la adición de las costumbres postresurreccionales. Era una mezcla bien curiosa, pero no más que cualquier otra cosa a lo largo del Río.
El mismo Burton estaba cansado del eterno viajar en el pequeño navío. Deseaba hallar algún área hospitalaria para afincarse allí y descansar, luego estudiar, dedicarse a las actividades locales, volver a recuperar sus hábitos de hombre de tierra, y dejar que fuese creciendo de nuevo su ímpetu exploratorio. Pero deseaba hacer esto con Alice como compañera.
— La fortuna de un hombre que se sienta también permanece sentada -murmuró. Tendría que emprender alguna acción con respecto a Alice; se había mostrado durante demasiado tiempo como un perfecto caballero. Dejaría de cortejarla; la avasallaría con un asalto en toda regla. De joven, había sido un amante agresivo, y luego se había acostumbrado a dejarse amar, y no amar, tras casarse. Y sus viejos comportamientos habituales, sus antiguos circuitos neurales, seguían con él. Era un viejo en un cuerpo joven.
El Hadji entró en el oscuro y turbulento canal. Las paredes de roca negroazulada se alzaban a ambos costados, y la nave entró en un meandro y desapareció de la vista el amplio lago que dejaban atrás. En aquel momento todo el mundo estaba ocupado, saltando a manejar las velas, cuando Burton llevaba al Hadji de un lado a otro en la corriente, de medio kilómetro de ancho, y en contra de la misma, lo que hacía levantarse altas olas. La nave se alzaba y caía bruscamente, y se balanceaba mucho cuando cambiaban repentinamente de curso. A menudo se acercaba a muy corta distancia de las paredes del cañón, donde las olas golpeaban con fuerza las rocas. Pero Burton llevaba tanto tiempo navegando con aquel barco que se había convertido en parte del mismo, y su tripulación había trabajado tanto tiempo con él que podían anticipar sus órdenes, aunque jamás se adelantasen a ellas.
El paso les llevó unos treinta minutos. Causó ansiedad a algunos, no cabía duda de que Frigate y Ruach estaban preocupados, pero también les exaltó a todos. El aburrimiento y la melancolía habían desaparecido, al menos temporalmente.
El Hadji surgió al sol en otro lago. Este tenía unos siete kilómetros de ancho y se extendía hacia el norte a tanta distancia como podía abarcar la vista. Bruscamente, las montañas se apartaban, y volvían a adquirir su habitual anchura de un kilómetro y medio.
Se veían unos cincuenta navíos, que iban desde piraguas hechas con un tronco de pino hasta barcas de bambú con dos mástiles. La mayor parte de ellas parecían estar dedicándose a la pesca. A la izquierda, a menos de dos kilómetros, se hallaba la sempiterna piedra de cilindros, y a lo largo de la costa se veían figuras oscuras. Tras ellas, en la llanura y en las colinas, se divisaban cabañas de bambú del estilo habitual al que Frigate llamaba neopolinesio o, a veces, arquitectura fluvial post mortuoria.
A la derecha, a un kilómetro de la salida del cañon, había un gran fuerte de troncos. Ante él se veían diez grandes embarcaderos de madera con una gran variedad de botes grandes y pequeños. Pocos minutos después de que apareciese el Hadji, comenzaron a sonar tambores. Podían ser troncos vacíos o tambores hechos con piel de pez o humana curtida. Frente al fuerte ya se veía una buena multitud, pero un número aún mayor de personas hormigueó saliendo de él y de una serie de cabañas situadas detrás del mismo. Se amontonaron en los botes, y éstos largaron amarras.
En la orilla izquierda, las figuras oscuras estaban lanzando al río canoas, botes y lanchas de un solo mástil.
Parecía como si ambas costas estuviesen enviando embarcaciones en una competición para ver quién capturaba antes al Hadjí.
Burton llevó el navío de un lado a otro, tal como era necesario, atravesando por en medio de los otros botes en diversas ocasiones. Los hombres de la derecha estaban más cercanos; eran blancos e iban bien armados, pero no hicieron ningún esfuerzo por usar sus arcos. Un hombre de pie en la proa de una canoa de guerra de treinta remeros les gritó en alemán que se rindieran.
— ¡No se les hará daño!
— ¡Venimos en son de paz! -le aulló en respuesta Frigate.
— Eso ya lo sabe -le indicó Burton-. Es evidente que, siendo tan pocos, no vamos a atacarles.
Ahora, a ambos lados del Río sonaban tambores. Parecía como si las orillas del lago estuviesen repletas de tambores. Y desde luego las costas estaban llenas de hombres, todos ellos armados. Otras embarcaciones estaban siendo botadas para interceptarlos. Tras ellos, los botes que habían salido primero les perseguían, pero perdiendo distancia.
Burton dudó. ¿Debía volver hacia atrás con el Hadji, atravesando el canal y regresando de noche? Seria una maniobra peligrosa, pues las altas paredes del estrecho, de seis mil metros de altura, cortarían la luz de las estrellas y las nubes luminosas. Irían casi a ciegas.
Y su barco parecía ser más rápido que cualquiera de los del enemigo, al menos hasta el momento. A lo lejos, en la distancia, unas altas velas se acercaban rápidamente hacia ellos. No obstante, seguían teniendo a su favor el viento y la corriente, y, si los evitaba, ¿podrían ganarle cuando también tuvieran que dar viradas?
Todos los navíos que había visto hasta el momento estaban cargados de hombres, lo cual los retardaba. Incluso el buque que tuviera la misma navegabilidad que el Hadji no podría competir con él si estaba atestado de guerreros.
Decidió seguir navegando Río arriba.
Diez minutos más tarde, otra gran canoa de guerra se atravesó en su camino. Esta tenía dieciséis remeros por banda, y llevaba una pequeña cubierta a proa y otra a popa. En cada una de ellas había dos hombres tras una catapulta montada sobre un pedestal de madera. Los dos de proa colocaron un objeto que humeaba en la cazoleta de la catapulta. Uno tiró de la palanca, y el brazo de la máquina golpeó contra el travesaño. La canoa se estremecio y hubo una leve pausa en el profundo y rítmico gruñir de los remeros. El objeto humeante voló en un alto arco hasta que estuvo a unos seis metros por delante del Hadji y a unos tres por encima del agua. Estalló con gran ruido y mucho humo negro, que rápidamente fue disipado por la brisa.
Algunas de las mujeres chillaron, y un hombre gritó. Burton pensó que había azufre en aquella zona. De otro modo, no habrían sido capaces de fabricar pólvora.
Llamó a Loghu y a Esther Rodríguez para que se ocupasen del timón. Ambas estaban pálidas, pero parecían bastante calmadas, aunque ninguna de ellas tuviera experiencia con explosivos.
Gwenafra había sido metida en el castillete. Alice tenía un arco de tejo en la mano, y un carcaj de flechas a la espalda. Su piel pálida contrastaba fuertemente con el rojo lápiz de labios y el maquillaje verde de sus párpados. Pero había participado en al menos diez batallas sobre el agua, y sus nervios eran tan firmes como las rocas blancas de Dover. Además, era el mejor arquero de la tripulación. Burton era un excelente tirador con un arma de fuego, pero le faltaba práctica con el arco. Kazz podía tender el arco de cuernos de dragón de río aún más que Burton, pero su puntería era abominable, Frigate afirmaba que jamás sería muy buena: como casi todos los preliteratos, adolecía de falta de desarrollo del sentido de la perspectiva.
Los servidores de la catapulta no colocaron otra bomba en la máquina. Evidentemente, la bomba había sido una advertencia para que se detuviese. Burton no pensaba hacerlo. Sus perseguidores podían haberlos atravesado a flechazos en más de una ocasión. El que se hubieran contenido indicaba que deseaban atrapar con vida a la tripulación del Hadji.
La canoa, con el agua espumeando en su proa, con los remos brillando al sol, y los remeros gruñendo al unísono, pasó junto a la popa del Hadji. Los dos hombres de proa saltaron hacia ellos, y la canoa se balanceó. Uno de ellos cayó chapoteando al agua, con sus dedos resbalando por el borde de la cubierta. El otro cayó sobre sus rodillas sobre la misma. Llevaba un cuchillo de bambú apretado entre los dientes; su cinturón tenía dos fundas, una con una pequeña hacha de piedra y la otra con un estilete de pez cornudo. Por un segundo, mientras trataba de aferrarse a las mojadas maderas y ponerse en pie, miró hacia arriba, a los ojos de Burton. Su cabello era muy amarillo, sus ojos azul pálido, y su rostro de una hermosura clásica. Probablemente su intención era herir a uno o dos de los tripulantes y luego echarse de nuevo al agua, probablemente con una mujer en sus brazos. Mientras mantenía ocupada a la tripulación del Hadji, sus compañeros llegarían hasta la embarcación, y subirían a bordo, y aquello sería el fin.
No tenía muchas posibilidades de llevar a cabo su plan, probablemente lo sabía, y no le importaba. La mayor parte de los hombres aún temían a la muerte, porque aquel miedo estaba en las células de sus cuerpos, y reaccionaban instintivamente. Unos pocos habían superado aquella sensación, y otros jamás la habían sentido.
Burton dio un paso y golpeó al hombre en la cabeza con su hacha. Este abrió la boca, soltó su cuchillo de bambú, y se desplomó boca abajo sobre cubierta. Burton tomó el cuchillo, le quitó el citurón al hombre, y lo echó al agua con el pie. Al ver eso, los otros de la canoa de guerra, que estaba girando sobre sí misma, lanzaron un rugido. Burton vio que la costa se estaba acercando muy deprisa, y dio órdenes de guiñar. El navío giró, y la vela cambió de posición. Luego, estuvieron yendo hacia la otra orilla del Río, con una docena de embarcaciones acercándoseles. Tres eran canoas hechas con un tronco, que llevaban a cuatro hombres; cuatro eran grandes canoas de guerra, y cinco eran goletas de dos palos. Estas últimas llevaban un cierto número de catapultas y muchos hombres en sus cubiertas.
A media distancia en el río, Burton ordenó que el Hadji virase de nuevo. La maniobra permitió que los veleros se acercasen mucho, pero ya había calculado eso. Ahora, navegando de nuevo a todo ceñir, el Hadji cortó el agua entre las dos goletas. Estaban tan cercanas que podían ver claramente los rostros de todos los que se hallaban a bordo de las mismas. Principalmente eran caucásicos, aunque iban desde las teces muy oscuras hasta la palidez nórdica. El capitán de la embarcación de babor gritó en alemán a Burton pidiéndole que se rindiese.
— ¡No les haremos daño si se rinden, pero les torturaremos si continúan luchando!
Hablaba alemán con un acento que sonaba a húngaro.
Como réplica, Burton y Alice dispararon flechas. La de Alice no acertó al capitán, pero le dio al timonel, que se desplomó hacia atrás, cayendo sobre la borda. Inmediatamente, el navío viró. El capitán saltó a la rueda, y la segunda flecha de Burton le atravesó la parte posterior de la rodilla.
Ambas goletas chocaron de costado con un gran estrépito y se separaron con grandes desgarrones en sus maderas, mientras los tripulantes gritaban, caían sobre cubierta o al río. Aunque las embarcaciones no se hundieran, quedarían fuera de combate.
Pero justo antes de que chocasen, sus arqueros habían clavado una docena de flechas encendidas en las velas de bambú del Hadji. Estas llevaban hierba seca que había sido empapada en trementina hecha de resma de pino y, avivadas por el viento, extendieron rápidamente sus llamas.
Burton volvió a tomar el timón de manos de las mujeres y gritó órdenes. La tripulación hundió potes de cerámica y sus cilindros en el Río, y luego lanzaron el agua a las llamas. Loghu, que podía trepar como un mono, subió al mástil con una cuerda arrollada a su brazo. Dejó caer un extremo y comenzó a subir recipientes con agua.
Esto permitió a las otras goletas y a varias canoas acercarse. Una estaba en un curso que la pondría directamente en el camino del Hadji. Burton hizo girar de nuevo el navío, pero éste evolucionaba torpemente debido al peso de Loghu en el mástil. Viró, la botavara hizo un loco arco cuando los hombres no lograron controlar sus cuerdas, y nuevas flechas se clavaron en la vela, extendiendo aún más el fuego. Varias de ellas golpearon la cubierta. Por un momento, Burton pensó que el enemigo había cambiado de idea y estaba tratando de matarles, pero simplemente era que las flechas habían sido mal dirigidas.
De nuevo, el Hadji pasó por entre dos goletas. Los tripulantes y capitanes de ambas estaban sonriendo. Quizá llevaban mucho tiempo aburridos, y ahora disfrutaban de la persecución. Aún así, los tripulantes se acurrucaron tras los costados, dejando que los oficiales, timoneles y arqueros recibieran los disparos del Hadji. Se oyó una serie de chasquidos, y unas flechas negras con cabezas rojas y colas azules atravesaron las velas en dos docenas de lugares, un cierto número se clavaron en el mástil, en la botavara, una docena siseó cayendo al agua, y una le pasó a Burton a pocos centímetros de la cara.
Alice, Ruach, Kazz, de Greystock, Wilfreda y él habían disparado, mientras Esther se cuidaba del timón. Loghu estaba quieta a media distancia mástil arriba, esperando que pasase la lluvia de flechas. Las cinco lanzadas por ellos hallaron tres blancos de carne: un capitán, un timonel, y un marino que sacó la cabeza en un mal momento para él.
Esther gritó, y Burton se volvió. La canoa de guerra había salido de detrás de la goleta, y se hallaba a pocos metros frente a la proa del Hadji. No había forma de evitar una colisión. Los dos hombres de la plataforma se estaban echando por la borda, y los remeros se ponían en pie, o lo intentaban, para poder saltar al agua. Luego, el Hadji chocó contra su lado de babor cerca de la proa, partiéndola en dos, dándole la vuelta y tirando a su tripulación al río. La del Hadji fue lanzada hacia adelante, y de Greystock cayó al agua. Burton se deslizó sobre su rostro, pecho y rodillas, desollándose la piel.
Esther había sido arrancada del timón, y rodó sobre la cubierta hasta que se golpeó contra el borde de una escotilla. Se quedó allí, inerte.
Burton miró hacia arriba. La vela estaba ardiendo sin que hubiera esperanzas de salvarla. Loghu había desaparecido, así que debía de haber sido lanzada al agua en el momento del impacto. Entonces, alzándose, la vio a ella y a de Greystock nadando de regreso al Hadji. El agua, a su alrededor, hervía con el chapoteo de los que habían perdido su canoa, muchos de los cuales, a juzgar por sus gritos, no sabían nadar.
Burton gritó a su tripulación que ayudasen a aquel para subir a bordo mientras inspeccionaba los daños. Ambas proas de los muy delgados cascos gemelos habían sido abiertas por el choque. Estaba entrando agua por ellas.
Y el humo de la vela y el mástil en llamas giraba a su alrededor, haciendo que Alice y Gwenafra tosiesen.
Otra canoa de guerra se aproximaba rápidamente desde el norte. Las dos goletas estaban ya junto a ellos.
Podían luchar y verter alguna sangre de sus enemigos, que estarían conteniéndose para no matarlos. O podían echarse a nadar. De cualquier forma, serían capturados.
Loghu y de Greystock fueron izados a bordo. Frigate informó que no podía reanimarse a Esther. Ruach le tomó el pulso, le abrió los ojos, y luego caminó hasta Burton.
— No está muerta, pero está totalmente sin sentido.
— Las mujeres sabéis lo que os sucederá -dijo Burton-. Naturalmente, vosotras tenéis la decisión, pero yo sugiero que nadéis hacia el fondo tan profundamente como podías, y entonces abráis la boca tragando toda el agua que os sea posible. Os despertaréis mañana, como nuevas.
Gwenafra había surgido del castillete. Se agarraba la cintura con los brazos y levantaba la vista, con los ojos secos pero aterrorizados. La protegió con uno de sus brazos, y luego dijo:
— Alice, llévatela contigo.
— ¿Adónde? -preguntó Alice. Miró a la canoa, y de nuevo a él. Tosió una vez más cuando el humo la envolvió, y luego se dirigió adelante, contra el viento.
— Cuando vayas abajo -hizo un gesto hacia el río.
— No puedo hacer eso -contestó ella.
— No querrás que esos hombres la capturen. Es solo una niñita, pero eso no los va a detener.
Parecía como si el rostro de Alice se fuera a hacer pedazos e inundarse con lágrimas. Pero no lloró.
— Muy bien -dijo-. Ahora ya no es pecado suicidarse. Espero...
— Sí -contestó él. No dijo más. No había tiempo para mas. La canoa estaba a doce metros de distancia.
— El siguiente lugar puede ser tan malo o peor que éste -dijo Alice-. Y quizá Gwenafra se despierte sola. Ya sabes que las posibilidades de que resucitemos en el mismo lugar son muy escasas.
— Eso es algo que no tiene remedio -dijo él.
Ella apretó los labios, luego los abrió y dijo:
— Lucharé hasta el último momento. Luego...
— Quizá sea demasiado tarde -indicó él. Tomó su arco, y sacó una flecha de su carcaj. De Greystock había perdido su arco, así que tomó el de Kazz. El neanderthal colocó una piedra en una honda y comenzó a hacerla girar. Lev tomó la suya y eligió una piedra de su bolsillo. Monat usó el arco de Esther, pues también había perdido el suyo.
El capitán de la canoa les gritó en alemán:
— ¡Depongan las armas! ¡No se les hará daño!
Cayó de su plataforma sobre un remero un segundo más tarde, cuando la flecha de Alice le atravesó el pecho. Otra flecha, probablemente de de Greystock, hizo caer al segundo hombre de la plataforma al agua. Una piedra golpeó a un remero en el hombro, y se desplomó con un grito. Otra le dio un golpe de refilón a la cabeza de otro remero, que perdió su remo.
La canoa siguió acercándose. Los dos hombres de la plataforma trasera urgían a la tripulación a continuar hacia el Hadji. Luego, cayeron alcanzados por flechas.
Burton miró tras él. Las dos goletas estaban ahora dejando caer sus velas. Evidentemente se deslizarían junto al Hadji, donde sus marineros podrían lanzar los garfios de abordaje. Pero, si se acercaban mucho, las llamas podrían extenderse hasta ellas.
La canoa chocó contra el Hadji con catorce de los miembros originales de la tripulación muertos o demasiado heridos para luchar. Justo antes de que la proa de la canoa entrara en colisión, los supervivientes dejaron caer sus remos y alzaron pequeños escudos redondos de cuero. Aún así, dos flechas atravesaron dos escudos y se clavaron en los brazos de los hombres que los sostenían. Esto aún dejaba a veinte hombres contra seis hombres, cinco mujeres y una niña.
Pero uno de estos era un hombre peludo de metro y medio de alto con una fuerza tremenda y una gran hacha de piedra. Kazz saltó por el aire justo antes de que la canoa se clavase contra el casco de estribor, y cayó en ella un segundo después de que se hubiese detenido. Su hacha aplastó dos cráneos, y luego desfondó la canoa. El agua comenzó a entrar en ella y de Greystock, gritando algo en su inglés medieval de Cumberland, saltó junto a Kazz. Tenía un estilete en una mano, y una gran porra de cedro con puntas de sílex en la otra.
Los demás del Hadji continuaron disparando sus flechas. De pronto, Kazz y de Greystock subieron de nuevo al catamarán, y la canoa se hundió con sus muertos, moribundos y aterrorizados supervivientes. Cierto número de ellos se ahogaron. Los otros, o bien nadaron alejándose, o trataron de subir a bordo del Hadji. Estos volvieron a caer al agua con sus dedos cortados o aplastados.
Algo golpeó la cubierta junto a Burton, y luego otra cosa se le enredó. Se volvió y dio un tajo a la cuerda de piel que se le había agarrado al cuello. Saltó a un costado para evitar otra, y dio un salvaje tirón a una tercera, arrastrando al hombre del otro extremo sobre la borda. El hombre, aullando, cayó y golpeó la cubierta del Hadji con su hombro. Burton le hundió el rostro con el hacha.
Por aquel entonces, saltaban sobre ellos hombres desde las cubiertas de ambas goletas, y por todas partes caían cuerdas. El humo y las llamas se unían a la confusión, aunque quizá ayudasen más a los tripulantes del Hadji que a los que lo abordaban.
Burton gritó a Alice que tomara a Gwenafra y saltasen al Rio. No pudo hallarla, y después tuvo que parar el golpe de un enorme negro que llevaba una lanza. El hombre parecía haber olvidado cualquier orden que tuviera de capturarlo con vida. Parecía querer matarlo. Burton apartó de un golpe la corta lanza y giró, golpeando el cuello del negro. Continuó su giro, notó un agudo dolor en sus costillas y otro en el hombro, pero derribó a dos hombres más, y luego cayó al agua. Se hundió entre la goleta y el Hadji. Descendió profundamente, soltó el hacha, y se sacó el estilete de la funda. Cuando emergió de nuevo, vio que un hombre alto, de mejillas prominentes y pelirrojo, estaba alzando a la ululante Gwenafra por encima de él con ambas manos. Luego la lanzó muy lejos, al agua.
Burton se zambulló de nuevo y, al salir, vio el rostro de Gwenafra a poca distancia del suyo. Estaba gris, y sus ojos apagados. Luego vio como la sangre oscurecía el agua alrededor de ella. Desapareció antes de que pudiese llegar a su lado. Buceó para buscarla, la asió, y la llevó de nuevo a la superficie. Tenía clavada en la espalda una punta de pez cornudo.
Soltó su cuerpo. No sabía por qué el hombre la había matado, cuando podría haberla aprisionado con facilidad. Quizá Alice la había acuchillado, y el hombre había pensado que ya no servía para nada, así que la había lanzado por la borda, a los peces.
Un cuerpo emergió del humo, seguido de otro. Un hombre estaba muerto con el cuello roto, el otro vivo. Burton rodeó con su brazo el cuello del hombre y le clavó el estilete en la juntura entre la mandíbula y la oreja. El hombre dejó de luchar y se hundió en las profundidades.
Frigate saltó fuera del humo, con su rostro y hombros ensangrentados, golpeó el agua en un ángulo, y se hundió profundamente. Burton nadó hacia él para ayudarlo. No tenía utilidad el regresar a la embarcación. Estaba repleta de cuerpos en lucha, y las otras canoas y botes se aproximaban.
La cabeza de Frigate se alzó sobre el agua. Su piel estaba blanca allá donde la sangre no la cubría. Burton nadó hacia él y le preguntó:
— ¿Escaparon las mujeres?
Frigate agitó la cabeza y luego dijo:
— ¡Cuidado!
Burton se inclinó para zambullirse. Algo le golpeó en las piernas. Siguió bajando, pero no pudo llevar a cabo su intención de ahogarse. Lucharía hasta que tuvieran que matarlo.
Al subir, vio que el agua estaba repleta de hombres que habían saltado tras él y Frigate. El estadounidense, semiinconsciente, estaba siendo remolcado a una canoa. Tres hombres se acercaron a Burton; golpeó a dos, pero entonces un hombre de un bote se inclinó con un palo y le golpeó en la cabeza.
Fueron llevados a tierra cerca de un gran edificio tras una tapia de troncos de pino. A Burton le palpitaba la cabeza de dolor a cada paso. Le dolían las heridas en su hombro y costillas, pero ya habían dejado de sangrar. La fortaleza estaba construida con troncos de pino, tenía un segundo piso que sobresalía, y muchos centinelas. Los cautivos fueron llevados a través de una puerta que podía ser cerrada con una enorme empalizada de troncos. Caminaron por unos veinte metros de patio cubierto de hierba y a través de otra gran puerta, hasta una sala de unos quince metros de largo y nueve de ancho. Exceptuando a Frigate, que estaba muy débil, se quedaron en pie frente a una gran mesa redonda de cedro. Parpadearon en el oscuro y frío interior antes de poder ver con claridad a los dos hombres sentados tras la mesa.
Por todas partes había hombres con lanzas, mazas y hachas de piedra. En un extremo de la sala, una escalera de madera llevaba a una pasarela con altas barandillas. Desde ella les miraban mujeres.
Uno de los hombres de la mesa era bajo y musculoso. Tenía un cuerpo peludo, cabello negro y rizado, la nariz de un halcón, y los ojos marrones tan feroces como los de dicha ave. El segundo hombre era más alto, tenía el cabello rubio, ojos cuyo color exacto era difícil de ver en la luz de la penumbra, pero que probablemente eran azules, y un ancho rostro teutón. Su panza y el inicio de una papada hablaban del alimento y licor que había tomado de los cilindros de los esclavos.
Frigate se había sentado sobre la hierba, pero fue puesto en pie de un tirón cuando el rubio hizo una señal. Frigate miró al rubio y comentó:
— Se parece usted a Hermann Goering cuando era joven. Luego cayó de rodillas, aullando de dolor por el impacto del mango de una lanza en los riñones.
El rubio habló en un inglés con mucho acento alemán:
— Basta de eso a menos que lo ordene. Dejadles hablar.
Los contempló durante varios minutos, y luego dijo:
— Sí, soy Hermann Goering.
— ¿Y quién es Goering? -dijo Burton.
— Tu amigo te lo puede explicar luego -dijo el alemán-. Si es que hay un luego para vosotros. No estoy irritado por la espléndida lucha que habéis llevado a cabo. Admiro a los hombres que pueden luchar bien. Siempre puedo usar más lanzas, especialmente dado que habéis matado a tantos de mis hombres. Os ofrezco una oportunidad. Es decir, a los hombres: uníos a mí y viviréis bien, con todo el alimento, licor, tabaco y mujeres que podáis desear. O trabajad para mí, como esclavos.
— Para nosotros -dijo el otro hombre en inglés-. Te olvidas, Hermann, que tengo tanto que decir en esto como tú.
Goering sonrió, cloqueó y dijo:
— Naturalmente. Hablaba por los dos. Bueno, por nosotros. Si juráis servirnos, y sería lo mejor para vosotros, deberéis sernos leales a mí, Hermann Goering, y al otrora rey de la antigua Roma, Tulio Hostilio.
Burton miró fijamente a aquel hombre. ¿Podía ser en realidad el legendario rey de la antigua Roma? ¿De Roma cuando era un pequeño poblado amenazado por las otras tribus itálicas, los sabinos, los aecios y los volsios? ¿Aquéllos que a su vez estaban siendo acosados por los umbrios, quienes por su parte eran hostigados por los poderosos etruscos? ¿Era realmente aquel Tulio Hostilio, el belicoso sucesor del pacífico Numa Pompilio? No había nada que lo distinguiese de un millar de personas a las que Burton había visto en las calles de Siena. Sin embargo, si era quien decía ser, podía convertirse en un verdadero tesoro, histórica y lingüísticamente hablando. Dado que posiblemente fuera etrusco, conocería este lenguaje, además del latín preclásico y el sabino, y quizá el griego de la Campania. Incluso tal vez hubiera conocido a Rómulo, el supuesto fundador de Roma. ¡La de historias que podría contar aquel hombre!
— ¿Y bien? -preguntó Goering.
— ¿Qué es lo que tenemos que hacer si nos unimos a vosotros? -preguntó Burton.
— En primer lugar, quier... queremos estar seguros de que sois hombres del temple que deseamos. En otras palabras, hombres que obedezcan inmediatamente y sin dudarlo cualquier cosa que les ordenemos. Tendréis que pasar por una pequeña prueba.
Dio una orden, y un minuto más tarde fue traído un grupo de hombres. Todos ellos estaban muy delgados, y todos con mutilaciones.
— Les ocurrió mientras picaban piedra y construían nuestras murallas -dijo Goering-, excepto un par que fueron atrapados mientras intentaban escapar. Tendrán que sufrir el castigo. Los demás morirán porque ahora no nos sirven de nada. Así que no debéis dudar en matarlos para demostrar vuestra determinación en servirnos.
Luego añadió:
— Además, todos son judíos. ¿Por qué preocuparse por ellos?
Campbell, el pelirrojo que había echado a Gwenafra al Río, tendió hacia Burton una gran clava cubierta de hojas de calcedonia. Los guardias tomaron a un esclavo y lo obligaron a arrodillarse. Era un rubio enorme con ojos azules y perfil griego; lanzó una mirada de odio a Goering, y luego le escupió.
Goering se echó a reír.
— Tiene toda la arrogancia de su raza. Podría reducirlo a una masa informe que suplicase su muerte, si lo desease.
Pero realmente no me gustan las torturas. Mi compatriota le haría probar el fuego pero yo soy, básicamente, humanitario.
— Mataré en defensa de mi vida, y en defensa de aquelíos que necesiten protección -dijo Burton-. Pero no soy un asesino.
— El matar a este judío sería un acto de defensa de tu vida -le replicó Goering-. Si no lo haces, de todas maneras morirás, sólo que te costará mucho tiempo.
— No lo haré -replicó Burton.
Goering suspiró.
— ¡Estos ingleses! Bueno, preferiría tenerte a mi lado, pero si no quieres hacer lo racional, que así sea. ¿Qué hay acerca de ti? -le preguntó a Frigate.
Frigate, que aún seguía muy dolorido, le dijo:
— Tus cenizas acabaron en un basurero de Dachau por lo que hiciste y por lo que eras. ¿Vas a repetir los mismos actos criminales en este mundo?
Goering se echó a reír y le contestó:
— Ya sé lo que me pasó. Bastantes de mis esclavos judíos me lo han explicado. -Señaló a Monat-. ¿Qué clase de monstruo es ese?
Burton se lo explicó. Goering adoptó un aire grave, y luego dijo:
— No me podría fiar de él. Irá al campo de los esclavos. Tú, hombre mono, ¿qué es lo que dices?
Kazz, para sorpresa de Burton, dio un paso hacia adelante.
— Mataré por ti. No quiero ser esclavo.
Tomó la clava mientras los guardias alzaban sus lanzas, dispuestos a atravesarle con ellas si tenía alguna idea rara sobre su uso. Los miró con odio bajo sus pobladas cejas, y luego alzó el arma. Se oyó un crac, y el esclavo cayó de bruces sobre el polvo. Kazz le devolvió la clava a Campbell, y dio un paso hacia un lado. No miró a Burton.
— Todos los esclavos serán reunidos esta noche, y verán lo que les sucederá si intentan escapar -dijo Goering-. Los que quisieron fugarse serán asados por un tiempo, y luego se acabarán sus penas. Mi distinguido colega utilizará personalmente la maza. Le gustan esas cosas.
Señaló a Alice.
— Esa, me la quedo yo.
Tulio se puso en pie.
— No, no. Me gusta. Quédate con las otras, Hermann. Te doy las dos. Pero ésa la deseo mucho. Tiene aspecto, ¿cómo se dice?, aristócrata. ¿Es una... reina?
Burton rugió, arrancó la clava de las manos de Campbell, y saltó sobre la mesa. Goering cayó hacia atrás, con la punta del arma fallando por escasa distancia su nariz. Al mismo tiempo, el romano le dio un lanzazo a Burton, hiriéndolo en el hombro. Burton siguió aferrando la clava, se volvió, y arrancó el arma de las manos de Tulio de un golpe.
Los esclavos, gritando, se abalanzaron sobre los guardias. Frigate arrebató una lanza y dio con el mango de la misma en la cabeza de Kazz. Este se desplomó. Monat pateó a un guardia en el bajo vientre y recogió su lanza.
Después de eso Burton no recordó nada más. Se despertó varias horas después del anochecer. Le dolía la cabeza aún más que antes. Tenía las costillas y ambos hombros rígidos de dolor. Yacía sobre la hierba en un recinto de paredes de troncos de pino con un diámetro de unos cincuenta metros. A unos cinco metros sobre la hierba, rodeando el interior de la cerca, había una pasarela de madera por la que hacían su ronda guardias armados.
Gruñó al levantarse. Frigate, acurrucado junto a él, dijo:
— Me temía que nunca despertases.
— ¿Dónde están las mujeres? -preguntó Burton.
Frigate comenzó a llorar. Burton agitó la cabeza y dijo:
— Deja de gimotear. ¿Dónde están?
— ¿Dónde infiernos crees que pueden estar? -le contestó Frigate-. Oh, Dios mío.
— No pienses en las mujeres. No hay nada que se pueda hacer por ellas. Al menos por ahora. ¿Por qué no me mataron después de que ataqué a Goering?
Frigate se secó las lágrimas y dijo:
— Es algo que no entiendo. Quizá te estén guardando, y a mí también, para el fuego. Como ejemplo. Me gustaría que nos hubieran matado.
— ¿Cómo es éso? ¿Hace tan poco que has ganado el paraíso, y quieres perderlo tan pronto? -dijo Burton. Comenzó a reírse, pero lo dejó, porque sentía punzadas en la cabeza.
Habló con Robert Spruce, un inglés nacido en 1945 en Kensington. Este le dijo que hacía menos de un mes desde que Goering y Tulio se habían hecho con el poder. Por el momento, estaban dejando en paz a sus vecinos. Claro que, más tarde, intentarían conquistar los territorios adyacentes, incluido el de los indios onondaga al otro lado del río. Pero hasta el momento ningún esclavo había escapado para correr la voz acerca de las intenciones de Goering.
— Pero la gente de las fronteras puede ver por sí misma que los muros están siendo construidos por esclavos -indicó Burton.
Spruce sonrió tristemente y dijo:
— Goering ha hecho correr la voz de que son todos judíos, y que solo está interesado en esclavizar a los judíos, así que ¿a quién le importa? Pero, como podéis haber visto por vosotros mismos, no es cierto. La mitad de los esclavos son gentiles.
Al anochecer, Burton, Frigate, Ruach, de Greystock y Monat fueron sacados de la empalizada y llevados a una piedra de cilindros. Allí había unos doscientos esclavos custodiados por unos doscientos goeringuistas. Sus cilindros fueron colocados en la roca, y esperaron. Después de que las llamas azules rugieron, fueron bajados los recipientes. Cada esclavo abrió el suyo, y los guardias les quitaron el tabaco, el licor, y la mitad de la comida.
Frigate tenía heridas en la cabeza y hombros que necesitaban ser cosidas, aunque habían cesado de sangrar. Había mejorado mucho de color, aunque le dolían la espalda y los riñones.
— Así que ahora somos esclavos -dijo Frigate-. Dick, tú tenias una gran opinión acerca de la institución de la esclavitud. ¿Qué piensas de ella ahora?
— Aquello era la esclavitud oriental -dijo Burton-. En este tipo de esclavitud, no hay oportunidad alguna de que un esclavo gane su libertad, ni tampoco hay ningún sentimiento personal entre el esclavo y su propietario, excepto el odio. En el oriente, la situación era distinta. Claro que, como cualquier institución humana, tenía sus abusos.
— Eres un hombre testarudo -exclamó Frigate-. ¿Te has dado cuenta de que al menos la mitad de los esclavos son judíos? Israelitas de finales del siglo XX en su mayor parte. Aquella muchacha de allí me explicó que Goering logró iniciar la esclavitud de los cilindros en esta área fomentando el antisemitismo. Pero, naturalmente, tenía que existir antes de que pudiera ser fomentado. Luego, cuando hubo llegado al poder con ayuda de Tulio, esclavizó a muchos de sus antiguos partidarios.
Luego prosiguió su discurso:
— Lo verdaderamente infernal del asunto es que, relativamente hablando, Goering no es un genuino antisemita. Intervino personalmente ante Himmler y otros para salvar a algunos judíos. Pero es algo aún peor que un genuino enemigo de los judíos. Es un oportunista. El antisemitismo era una enorme fuerza en Alemania, y para llegar a algún lugar uno ha de apoyarse en esas fuerzas. Así que Goering fue con los antisemitas, tal como ha utilizado ese odio aquí. Un antisemita como Goebbels o Frank creía en los principios que profesaba. Unos principios perversos y odiosos, cierto, pero de todas maneras eran principios. Mientras que al gordinflón jovial de Goering no le importaban én lo más mínimo los judíos. Simplemente, quería usarlos.
— Todo esto me parece muy bien -dijo Burton-, pero ¿qué tiene que ver conmigo? ¡Oh, ya veo! ¡Esa mirada! Estás a punto de sermonearme.
— Dick, te admiro como a pocos hombres. Incluso siento por ti todo el afecto que un hombre puede sentir por otro. Soy feliz y me siento dichoso por haber tenido la rara suerte de encontrarme contigo tal como, digamos, hubiera tenido Plutarco de haberse encontrado con Alcibíades o Teseo. Pero no estoy ciego. Conozco tus faltas, que son muchas, y las lamento.
— ¿De cuál me vas a hablar esta vez?
— De ese libro: El judío, el gitano y el Islam. ¿Cómo pudiste escribirlo? Un documento de odio repleto de tonterías, estupideces, cuentos y supersticiones. ¡Mira que hablar de asesinatos rituales! — Yo seguía irritado a causa de las injusticias que había sufrido en Damasco. El ser expulsado del consulado a causa de las mentiras de mis enemigos, entre los cuales...
— Eso no excusa que escribieses mentiras acerca de todo un grupo de personas -replicó Frigate.
— ¡Mentiras! Escribí la pura verdad.
— Quizá tú creyeses que eran verdades. Pero yo provengo de una época en la que se sabía definitivamente que no lo eran. De hecho, ni siquiera nadie que estuviera lo bastante cuerdo en tu propia época se hubiera creído todas esas memeces.
— Los hechos son -le contestó Burton- que los prestamistas judíos de Damasco estaban cobrando a los pobres un interés del mil por ciento en sus préstamos. Los hechos son que estaban infligiendo esta monstruosa usura no sólo a la población musulmana y cristiana, sino a su propio pueblo. Los hechos son que, cuando mis enemigos de Inglaterra me acusaron de antisemitismo, muchos judios de Damasco surgieron en mi defensa, y es un hecho que protesté ante los turcos cuando vendieron la sinagoga de los judíos de Damasco al obispo griego ortodoxo para que pudiera convertirla en una gran iglesia. Y también es un hecho que logré encontrar a dieciocho musulmanes para que testificasen en pro de los judíos, y es un hecho que protegí a los misioneros cristianos de los drusos. Y es un hecho que advertí a los drusos que aquel grueso y seboso cerdo turco, Rachid Pachá, estaba tratando de incitarlos a la revuelta para poder hacer una matanza entre ellos. Y es un hecho que cuando fui llamado de mi puesto consular, debido a las calumnias de los sacerdotes y misioneros cristianos, de Rachid Pachá y de los usureros judíos, millares de cristianos, musulmanes y judíos corrieron en mi ayuda, aunque ya por aquel entonces fuera demasiado tarde.
»¡Y también es un hecho que no tengo que responder ni ante ti ni ante nadie por mis acciones!
Era muy propio de Frigate el sacar a colación un tema tan irrelevante en un momento tan poco apropiado. Quizá estuviera tratando de evitar culparse a sí mismo a base de dirigir todo su miedo e ira contra Burton. O tal vez creyese realmente que su héroe le había fallado.
Lev Ruach había estado sentado, con la cabeza entre las manos. La alzó y dijo con voz hueca:
— ¡Bienvenido al campo de concentración, Burton! Lo conoces por primera vez. Pero para mí es un viejo amigo, y estoy ya harto de verlo. Estuve en un campo nazi, y escapé. Estuve en un campo ruso, y escapé. En Israel fui capturado por los árabes, y escapé. Así que quizá ahora pueda escapar de nuevo. Pero ¿adónde? ¿A otro campo? No parece que vayan a acabarse. El hombre está siempre construyéndolos y metiendo en ellos al prisionero perenne, al judío, o a quienquiera que se le ocurra. Incluso aquí, que hemos tenido un nuevo comienzo, donde todas las religiones, todos los prejuicios, debieran haber sido resquebrajados en el yunque de la resurrección, no ha cambiado casi nada.
— Cierra la boca -dijo el hombre cerca de Ruach. Tenía un cabello rojo tan rizado que casi parecía el de un negro, ojos azules, y un rostro que podría haber sido elegante de no ser por su nariz rota. Tenía un metro ochenta de alto, y el cuerpo de un luchador-. Soy Dov Targoff -dijo con un claro acento de Oxford-. Ex comandante del Ejército Israelí. No presten atención a ese hombre. Es uno de los judíos antiguos. Un pesimista, un quejica. Prefiere lamentarse contra la pared en lugar de plantar cara y luchar como un hombre.
Ruach se atragantó y luego dijo:
— ¡Sabra arrogante! ¡Luché y maté! ¡Y no soy un quejica! ¿Qué es lo que estás haciendo tú, bravo guerrero? ¿Acaso no eres tan esclavo como nosotros?
— Es la vieja historia -dijo una mujer. Era alta, de cabello oscuro, y probablemente hubiera sido una belleza de no haber estado tan delgada-. La vieja historia. Luchamos entre nosotros mientras nuestros enemigos nos derrotan. Tal como luchamos cuando Tito sitió Jerusalén y nosotros mismos matamos a más de nuestra gente que lo que hicieron los romanos. Tal como...
Los dos hombres se volvieron contra ella, y los tres discutieron a gritos hasta que un guardia comenzó a pegarles con un palo.
Después, con los labios hinchados, Targoff dijo:
— No puedo soportar esto por mucho más tiempo. Pronto... Bueno, a ese guardia lo mato yo.
— ¿Tienes un plan? -le preguntó Frigate ansiosamente. Pero Targoff no le contestó.
Poco después del amanecer, los esclavos fueron despertados y llevados a la piedra de cilindros. De nuevo se les dio una cantidad módica de comida. Tras haber comido, fueron divididos en grupos y llevados a sus respectivas tareas. Burton y Frigate fueron conducidos a la frontera norte. Allí, se les puso a trabajar con otro millar de esclavos, y se atarearon desnudos todo el día, bajo el sol. Su único descanso fue cuando llevaron los cilindros a la roca, al mediodía, y se les dejó comer.
Goering quería construir un muro entre la montaña y el río; también pensaba erigir una segunda muralla que se extendiese a lo largo de los quince kilómetros de orilla del lago que dominaba, y una tercera pared en el extremo sur.
Burton y los otros tenían que cavar una profunda trinchera y luego amontonar la tierra sacada del agujero formando una pared. Era una tarea dura, dado que solo tenían azadas de piedra con las que cavar el suelo. Y dado que las raíces de la hierba formaban una maraña muy tupida de material muy duro, que solo podía ser cortada con golpes repetidos. La tierra y las raíces eran arrancadas con palas de madera y apiladas en grandes trineos de bambú. Estos eran arrastrados por equipos hasta la parte superior de la pared, en donde la tierra era amontonada para hacer que la pared aún fuera más alta y gruesa.
Por la noche, los esclavos fueron conducidos de nuevo a la empalizada. Allí, la mayor parte de ellos cayeron dormidos casi en seguida. Pero Targoff, el israelita pelirrojo, se puso en cuclillas junto a Burton.
— De vez en cuando, corren algunas noticias -dijo-. He oído hablar de la lucha que sostuvisteis tú y tu tripulación. También he oído que rehusasteis uniros a Goering y su piara.
— ¿Has oído hablar también de mi infame libro? -preguntó Burton.
Targoff sonrió y le contestó:
— Jamás había oído hablar de él hasta que Ruach me lo contó. Pero tus acciones hablan por sí mismas. Además, Ruach es muy estricto para estas cosas; y no es que uno pueda culparle después de lo que tuvo que soportar. Pero no creo que te hubieras comportado como lo hiciste si fueras lo que él dice que eres. Creo que eres un buen hombre, del tipo que necesitamos. Así que...
Siguieron días y noches de duro trabajo y pequeñas raciones. Burton se enteró, por los rumores, de lo que sucedió a las mujeres. Wilfreda y Fátima estaban en el apartamento de Campbell. Loghu estaba con Tulio. Alice había sido guardada por Goering durante una semana, y luego se la había entregado a un lugarteniente, un tal Manfred von Kreyscharft. Los rumores decían que Goering se había quejado de su frialdad, y había pensado entregársela a sus guardaespaldas para que hicieran con ella lo que quisiesen. Pero von Kreyscharft se la había pedido.
Burton vivía en una agonía. No podía soportar la imagen mental de ella con Goering y von Kreyscharft. Tenía que detener a aquellas bestias o, al menos, morir en el intento. A última hora de aquella noche, reptó desde la gran cabaña que ocupaba con otros veinticinco esclavos, se dirigió a la de Targoff, y lo despertó.
— Me dijiste que sabías que yo estaría a tu favor -susurró- ¿Cuándo vas a darme tu confianza? Te advierto que si no lo haces en seguida, pienso preparar una fuga para mi propio grupo y cualquiera que quiera unírsenos.
— Ruach me ha hablado más acerca de ti -le contestó Targoff-. En realidad, no había comprendido de lo que estaba hablando. ¿Podría un judío fiarse de alguien que escribió un libro así? O ¿quién nos asegura que, de fiarnos de un hombre así, no se iba a volver en nuestra contra después de que el enemigo común hubiera sido derrotado?
Burton abrió la boca para hablar irritadamente, luego la cerró. Durante un momento quedó en silencio. Cuando habló, fue con calma:
— En primer lugar, mis acciones en la Tierra hablan más fuerte que cualquiera de mis palabras impresas. Fui amigo y protector de muchos judíos, tuve muchos amigos judíos.
— Esta última afirmación es siempre el prefacio a un ataque a los judíos -indicó Targoff.
— Quizá. No obstante, incluso si lo que Ruach afirma fuese cierto, el Richard Burton que tienes ante ti en este valle no es el Burton que vivió en la Tierra. Creo que cada hombre ha sido algo cambiado por sus experiencias de aquí. Si no ha sido así, es que le es imposible cambiar. Sería mejor que hubiese permanecido muerto.
»Durante los cuatrocientos setenta y seis días que he vivido en este Río, he aprendido muchas cosas. No soy incapaz de cambiar mi mente. He escuchado a Ruach y a Frigate. He discutido frecuentemente y apasionadamente con ellos. Y, aunque no quería admitirlo en aquel momento, pensé mucho en lo que me dijeron.
— El odio a los judíos es algo que crece con los niños -dijo Targoff-. Se convierte en parte de sus personas. Ningún acto de voluntad puede eliminarlo, a menos que no esté muy profundamente embebido, o que la voluntad sea extraordinariamente fuerte. Suena la campana, y el perro de Pavlov insaliva. Se menciona la palabra judío, y el sistema nervioso asalta la ciudadela de la mente del gentil. Tal como la palabra árabe asalta la mía. Pero yo tengo una base realista para mi odio a todos los árabes.
— Ya he suplicado bastante -dijo Burton-. O me aceptas, o me rechazas. En cualquier caso, ya sabes lo que haré.
— Te acepto -dijo Targoff-. Si tú puedes cambiar tu mente, también puedo hacerlo yo. He trabajado contigo, compartido el pan contigo. Me gusta creer que soy un buen juez de los caracteres. Dime, si fueses tú el que planeases la acción ¿qué es lo que harías?
Targoff escuchó pacientemente. Al final de la explicación de Burton, asintió:
— Se parece mucho a mi plan. Ahora...
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