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AUTOR DE TIEMPOS PASADOS

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viernes, 4 de junio de 2010

EL UNICO JUEGO ENTRE LOS HOMBRES - Poul Anderson




EL UNICO JUEGO ENTRE LOS HOMBRES
Poul Anderson



1


JOHN SANDOVAL no concordaba con su nombre. Ni parecía razonable que estuviera en pantalón de pijama y camisa de colorines asomado a la abierta ventana de un cuarto en el corazón del Manhattan del siglo XX. Everard ya estaba acostumbrado a los anacronismos, pero la oscura y aquilina faz que tenía delante parecía requerir pintura de guerra, un caballo y un fusil que apuntara contra un la­drón rostro pálido.
- Bien - dijo Everard -. Los chinos descubrieron América. Interesante; pero ¿por qué tal hecho pre­cisa de mis servicios?
- ¡Diablos!, también quisiera yo saberlo - res­pondió Sandoval.
Su acusada silueta se movió sobre la alfombra de piel de oso polar (regalada antaño por Bjarni Herjufsson a Everard) mientras miraba hacia fue­ra. Agudas torres se perfilaban sobre un claro cielo; el ruido del tráfico se desvanecía por la altura. Sus manos, a la espalda, se juntaban y se separaban.
- Se me ordenó cooperar con un agente libre, volver con él y tomar cuantas medidas parecieran oportunas prosiguió Sandoval tras una pausa -. A quien mejor conozco es a ti, y por eso...
- Pero ¿no sería mejor un indio como tú? Yo estaré desplazado en la América del siglo XIII.
- Tanto mejor. Eso hará el trabajo impresio­nante, emocionante, misterioso..., y realmente la tarea no será demasiado ardua.
- Cualquier tarea lo es ahora.
Sacó pipa y tabaco de un maltratado batín y llenó aquella con rápidos y nerviosos movimientos.
Una de las más duras lecciones que había tenido que aprender al alistarse en la Patrulla era esta: que una tarea importante no requiere una vasta organización. Estas eran características desde las cercanías del siglo XX, pero las culturas anteriores - la helénica, ateniense, kamakura, japonesa y otras posteriores a estas, acá y allá en la Histo­ria - se habían concentrado en el desarrollo de las excelencias individuales. Un solo graduado en la Academia de la Patrulla (provisto, naturalmente, de las herramientas y armas del futuro) podía equivaler a una brigada. Esto era cuestión de ne­cesidad, como también de estética. Había poca gente para vigilar sobre demasiados milenios.
- Tengo la impresión - exclamó Everard lenta­mente - de que esta no es una simple rectificación de una interferencia extratemporal.
- ¡Exacto! - repuso Sandoval con voz seca -. Cuando informé del estado en que había visto al Yuan, la correspondiente oficina hizo una investi­gación a fondo. No existían viajeros del tiempo mezclados en esto. Kublai Khan lo discurrió todo, enteramente, por si mismo. Pudo inspirarse en los relatos venecianos de Marco Polo o en las na­rraciones árabes de viajes por mar; pero era His­toria legítima, aunque el libro de Marco Polo no mencione nada por el estilo.
- Los chinos tienen una tradición náutica propia - comentó Everard -. ¡Oh, es muy natural! Pero ¿cómo llegaremos a ello?
Y chupó con fuerza la pipa. Sandoval callaba, por lo que Everard insistió:
- ¿Cómo descubriste esa expedición? ¿Fue en territorio navajo?
- ¡Diantre! No me limité a estudiar mi propia tribu - respondió Sandoval -. Escasean los amerindios en la Patrulla y tiene sus inconvenientes disfrazar así a los que no lo son. Generalmente he estado trabajando sobre las migraciones athabaskas.
Sandoval, como Keith Dennison, era un etnólo­go especialista que investigaba la historia de aque­llos pueblos que nunca la escribieron, para que la Patrulla pudiera saber exactamente qué sucesos había de salvaguardar.
Sandoval prosiguió:
- Estaba trabajando en la vertiente oriental de las cascadas, cerca del lago Cráter, que es el terri­torio de los lutuami, porque tenía motivos para creer que una tribu athabaska, extraviada, cuya pista había yo perdido, debía de haber pasado por allí. Los indígenas hablaban de unos misteriosos extranjeros, procedentes del Norte. Fui a echar una mirada y en efecto, allí estaba la expedición: mongoles a caballo. Comprobé su ruta precedente, y encontré su anterior campamento en la desem­bocadura del río Chehalis, donde algunos mongo­les más ayudaban a los marineros chinos a vigilar los barcos. Salté atrás tiempo arriba, como un murciélago, fuera de Los Angeles, e informe.
Everard se sentó y contempló a John.
- ¿Fue muy completa la investigación entre los chinos? ¿Estás absolutamente seguro de que no hay interferencia extratemporal? Podría tratarse de uno de esos errores que se recuerdan durante décadas.
- Ya lo pensé también - asintió Sandoval -. In­cluso me fui directamente a la oficina del Cuartel general de aquel ambiente, en Khasa Baligh (es decir, Cambaluc o Pekín). Me dijeron que, para aclararlo, comprobarían la vida de Gengis Khan, y especialmente hasta la Indonesia. Y todo estuvo perfectamente de acuerdo; tan de acuerdo como los escandinavos y su Vinland. Sencillamente, ha­bía sucedido que ambos hechos no tuvieron la misma publicidad. Por lo que sabía la corte china, se había enviado una expedición que nunca regre­só, y Kublai pensaba que no valía la pena de enviar otra. El informe sobre ello estaba en los archivos imperiales, pero fue destruido durante la revolu­ción Ming, que expulsó a los mongoles, y la histo­riografía olvidó el incidente.
Everard caviló. Normalmente le gustaba su tra­bajo, pero en aquella ocasión este tenía algo de anormal.
- Evidentemente - expuso al fin -, la expedición sufrió un desastre, y nos gustaría saber cuál. Pero ¿para qué necesitas un agente libre?
Sandoval se volvió hacia la ventana. Por la mente de Everard cruzó de nuevo, fugaz, la idea de lo poco que el navajo pertenecía a aquel ambiente. Nacido en 1930, había luchado en Corea, y, tras una preparación, perteneció a los G. 1., después de lo cual ingresó en la Patrulla; pero, en cierto aspecto, jamás se adaptaría al siglo XX.
«Bien - siguió pensando -. Pero ¿nos adaptamos los demás? ¿Puede un hombre de verdadero arrai­go vivir tranquilo sabiendo lo que, a fin de cuentas, ha de suceder a los suyos?»
- Pero... ¡es que no me suponen espía! - Excla­mó Sandoval -. Cuando yo informé, las órdenes que me dieron procedían del Cuartel general da­neliano. Ninguna explicación ni excusa. La orden escueta era esta: arreglar aquel desastre. ¡Revisar la Historia por mí mismo!

2

Año del Señor de 1280.
La orden de Kublai Khan corrió de Norte a Sur y de Este a Oeste; soñaba con el imperio del mun­do y su corte honraba a todo aquel que le trajera noticias recientes o nuevas filosofías. Un joven mer­cader veneciano, llamado Marco Polo, era su favo­rito preferido. Pero no todos los pueblos deseaban la dominación mongola. Sociedades secretas revo­lucionarias germinaban en todos sus dominios, se asociaban unas con otras, como en el Catay. Japón, gobernado por la familia Hojo, poderosa y capa­citada, unida al trono, había rechazado ya una in­vasión. Los mongoles tampoco estaban unidos, sino teóricamente. Los zares rusos se habían converti­do en recaudadores de contribuciones a favor de la Horda de Oro; el khan Abaka II residía en Bagdad.
En otros países, una sombra de califato abasida buscó refugio en El Cairo; Delhi estaba bajo la dinastía eslava; Nicolás III era pope; los guelfos y gibelinos se destrozaban en Italia; Rodolfo de Habsburgo era emperador de Alemania; Felipe el Atrevido, rey de Francia; Edward Longshanks re­gía Inglaterra. Famosos contemporáneos eran Dante Alighieri, Juan Duns Scoto, Rogerio Bacon y Tomás el Rimador.
Y en Norteamérica, Manse Everard y Juan San­doval refrenaban sus caballos para reposar al pie de una colina.
- Los vi por primera vez la semana pasada..., explicó el navajo -. Desde entonces han venido por todos los caminos. A este paso estarán en Mé­jico dentro de dos meses, aun contando con que atraviesen algunas comarcas montañosas.
- Según las normas mongolas - le contestó Eve­rard -, proceden con harta lentitud.
Alzó sus gemelos. En torno suyo, los campos resplandecían de verdor. Era abril. Aun las más viejas hayas sacudían alegres y jóvenes hojas; los pinos rugían al viento, que desde las montañas so­plaba veloz y frío como nieve fundida, bajo un cielo donde los pájaros emigraban en bandadas tan numerosas que podían oscurecer el sol. Los picos de la cordillera de la Cascada parecían flotar hacia el Oeste, blanquiazules, distantes y sagrados. Hacia el Este, las laderas de las colinas rebosaban de grupos de árboles alternado con prados hasta un valle, y así sucesivamente hasta perderse en el horizonte en praderas que resonaban bajo las ma­nadas de búfalos.
Everard enfocó sus gemelos sobre la expedición. Iba a través del campo abierto, siguiendo aproxi­madamente el curso de un pequeño río; unos se­tenta hombres cabalgaban sobre animales peludos, pardos, de patas cortas y cabezas largas. Condu­cían rebaños y llevaban remontas. Pudo reconocer a algunos guías indígenas, así por su torpe manera de montar como por sus fisonomías y vestiduras. Pero lo que más le llamó la atención fueron los recién llegados.
- Un lote de yeguas tripudas guardando a sus crías - observó, casi hablando consigo mismo -. Supongo que tomaron cuantas cabalgaduras po­dían caber en los barcos y las dejaron salir a pa­cer allí donde se detenían. Ahora está aumentando su número con las crías que nacen en el viaje. Esa clase de jacas es lo bastante fuerte para resistir semejante trato.
- El destacamento que queda en las naves tam­bién está sacando caballos.
- ¿Y qué más sabes sobre esa gente
- No más de lo que te he dicho, que es, poco más o menos, lo que tú mismo has visto. Sabemos también lo que dice ese informe que está en los archivos de Kublai. Pero, como recordarás, solo menciona que cuatro buques, al mando del Noyon Toktai y el escolar Li Tai-Sung, fueron enviados a explorar las islas que hay más allá del Japón.
Everard asintió, distraído. No tenía objeto per­manecer allí ni rehacer el camino que ya recorrie­ran cientos de veces; solo serviría para demorar la acción.
Sandoval se aclaró la garganta y dijo:
- Aún estoy dudando si debemos bajar los dos. ¿Por qué no te quedas de reserva, para el caso de que se pongan antipáticos?
- Complejo de héroe, ¿no? Mejor será que vayamos juntos. De cualquier modo, no espero mo­lestias. Por ahora, no. Esos muchachos son dema­siado listos para enfrentarse a nadie porque sí. Han conservado buenas relaciones con los indios, ¿no? Y nosotros somos para ellos una incógnita mucho mayor. Con todo, no despreciaría un trago antes de bajar.
- Desde luego; y después, tampoco.
Cada uno buscó en sus alforjas, sacó de ellas un frasco de medio galón y lo empinó. El whisky es­cocés raspaba la garganta de Everard, calentando su sangre. Volvieron a montar, y ambos patrulle­ros bajaron la falda de la colina. Un silbido rasgó el aire. Habían sido vistos. Manteniendo un paso uniforme se dirigieron a la cabeza de la columna mongola. Dos jinetes de avanzada que iban a cada lado pusieron flechas en sus arcos, cortos y po­tentes; pero no les cerraron el paso.
«Supongo que les parecemos inofensivos», pensó Everard.
Como Sandoval, vestía ropas del siglo XX: cha­queta de caza contra el frío y sombrero para res­guardarse de la lluvia. Su atuendo era muchísimo menos elegante que el del navajo, obra especial de Abercrombie & Fitch. Ambos llevaban puñales a la vista; y, escondidos, pistolas automáticas Mau­ser y pequeños lanzarrayos del siglo XXX.
La tropa refrenaba a los caballos, tan discipli­nada que parecía obrar como un solo hombre. Everard los examinó detenidamente al acercarse. Se había procurado una hora antes de partir, me­diante el informador electrónico, una completísima información sobre mongoles, chinos y aun sobre los mismos indios locales, que abarcaba lenguas, historia, tecnología, costumbres y moral; pero ja­más los había visto tan de cerca.
No eran espectaculares: robustos, con las pier­nas arqueadas, escasas barbas y caras planas y anchas, que brillaban grasientas al sol. Iban bien equipados, con botas y pantalones, corazas de cue­ro laminado con adornos barnizados, yelmos cónicos de acero que podían haberse coronado con un penacho o una punta. Sus armas eran espadas curvas, cuchillos, lanza y arco. Un hombre, a la cabeza de la tropa, llevaba un estandarte de colas de yak ribeteadas de oro. Todos ellos contempla­ban con ojos impasibles la aproximación de los patrulleros. El jefe era fácil de reconocer. Cami­naba en vanguardia, con una vieja capa de seda sobre los hombros. Era más ancho y de facciones más duras que el promedio de sus tropas, con la barba rojiza y la nariz casi romana. El guía indí­gena, a su lado, bostezaba y quería disimularse tras él, pero el Noyon Toktai se mantenía en su sitio, mirando a Everard con firmes ojos de car­nívoro.
Saludos - exclamó cuando los recién llegados estuvieron al alcance de su voz -. ¿Qué espíritu os trae?
Se expresaba en el dialecto lutuami, que más tarde habría de ser la lengua klamath, pero con un acento atroz.
Everard repuso en perfectos ladridos mongó­licos:
- Saludos a ti, Toktai, hijo de Batu. Si los tengri quieren, venimos en son de paz.
Aquel fue un golpe maestro. Everard vio a los mongoles buscar signos de buena suerte o hacer­los contra el mal de ojo. Pero el hombre que mon­taba a la izquierda de Toktai fue el primero en recobrar una adecuada compostura.
- ¡Ah! - exclamó -. ¡Conque los hombres del Oeste han llegado también a estas comarcas! No lo sabíamos.
Everard lo miró. Era más alto que cualquier mongol, con piel casi blanca, facciones y manos delicadas. Aunque su vestidura se parecía mucho a la de los demás, estaba desarmado. Parecía más viejo que el noyon; quizá tuviera cincuenta años. Everard se inclinó en la silla y replicó:
- Honorable Li Tai-Tsung, aflige a esta insigni­ficante persona contradecir a tu eminencia, pero nosotros pertenecemos al gran reino situado más al Sur.
- Hemos oído rumores de ello - replicó el estu­diante, sin poder dominar por completo su exci­tación -. Aun por este lejano Norte se han exten­dido relatos sobre una rica y espléndida comarca. Ahora íbamos en su busca, para llevar a vuestro khan el saludo del kan de khanes, Kublai, hijo de Tuli, que fue hijo de Gengis, y a cuyos pies se postra la Tierra.
- Hemos sabido del khan de khanes, como sa­bemos del califa, del pope, del emperador y de otros monarcas menores - repuso Everard. Tenía que abrirse camino con cuidado, sin insultar abier­tamente al que gobernaba el Catay, pero ponién­dole sutilmente en su sitio -. Poco, en cambio, se sabe de nosotros, pues nuestro dueño no busca el mundo exterior ni alienta a quien lo busca. Per­míteme que te presente a mi indigna persona. Me llamo Everard y no soy, como mi aspecto podría sugerir, ruso ni occidental. Pertenezco a los guar­dianes de la frontera.
Calló y les dejó imaginarse lo que aquello sig­nificaba.
- No venías con mucha escolta - saltó Toktai.
- Lo necesario. No se precisaba más.
- Y estás lejos de tu país.. .- subrayó Li.
- No más lejos, honorables señores, de lo que vosotros de las fronteras kuguises.
Toktai llevó la mano al puño de su espada. Su mirada era fría y cautelosa. Al fin, dijo:
- Ven. Sé bien venido como embajador. Acam­pemos y oigamos la palabra de tu rey.


3


El sol bajo, brillando sobre los picos occidenta­les, tornaba las cimas nevadas en cumbres de plata mate. Las sombras se alargaban abajo, en el valle; la selva se oscurecía, pero el prado, abierto, exhi­bía todo su brillo. La quietud circundante parecía actuar como elemento de resonancia para los rui­dos que existían; el torbellino de los rápidos, el rumor del río, el choque de un hacha, los caballos paciendo la hierba. El humo de leña se elevaba en el aire.
Los mongoles estaban evidentemente desconcertados por aquellos visitantes y aquella detención. Conservaban su rostro impasible, pero sus ojos es­taban fijos en Everard y Sandoval, mientras mur­muraban conjuros de sus varias religiones, princi­palmente paganas, aunque había también rezos budistas, musulmanes o nestorianos. Ello no afectó a la eficacia con que instalaron su campamento; pusieron vigilantes y se prepararon a guisar la cena. Pero Everard los juzgó más tranquilos que de costumbre. Las nociones que el educador hip­nótico infundió en su cerebro pintaban a los mon­goles como gente comunicativa y cordial.
Se sentó, cruzando las piernas, en el suelo de una tienda. Sandoval, Toktai y Li completaban el grupo. Estaban sobre alfombras y un brasero con­servaba caliente la tetera. Era la única tienda que se había montado, y probablemente la única dis­ponible, que habían llevado consigo para usarla en ceremonias como aquella. Toktai sirvió kumis con sus propias manos y lo brindó a Everard, que eructó tan sonoramente como marcaba la etiqueta, y lo hizo pasar a otras manos. Había bebido cosas peores que aquella leche fermentada de yegua, pero le complacía que todos se inclinaran al té des­pués del ritual. El jefe mongol habló, pero sin usar el tono comedido que empleaba su amanuense. Había una rudeza instintiva en él, porque, ¿qué forastero osaba aproximarse al khan de khanes y no se arrastraba sobre el vientre? Pero sus pala­bras permanecían corteses.
- Ahora, que nuestros invitados declaren el asun­to que les ha encomendado su rey y se sirvan decir su nombre para que lo conozcamos.
- Su nombre no se puede pronunciar. De su rei­no sólo habéis oído debilísimos rumores. Noyon: puedes juzgar de su poder por el hecho de que solo nos necesité a nosotros dos para ir tan lejos y que nosotros solo necesitemos una montura para cada uno.
Noyon Toktai replicó:
- Son hermosos animales los que montáis, aun­que me pregunto cómo se comportarán en la es­tepa. ¿Tardasteis mucho en llegar aquí?
- No más de un día, Noyon. Tenemos nuestros medios.
Everard buscó en su traje y sacó un par de pe­queños paquetes envueltos, como para regalo. Lue­go habló:
- Nuestro señor nos mandó que nos presentá­ramos a los jefes del Catay con estas muestras de consideración.
Mientras desenvolvían los regalos, Sandoval se inclinó hacia Everard y le murmuré al oído, en inglés:
- Observa sus expresiones, Manse. Nos arriesgamos un poco.
- ¿Por qué?
- Ese brillante celofán y nuestro obsequio im­presionan a un bárbaro como Toktai. Pero fíjate en Li. Su civilización ya escribía cuando los ante­pasados de Bonwit Teller se estaban aún pintando de azul. Su opinión sobre nuestro gusto será decisiva.
Everard se encogió levemente de hombros.
- Bien; él entiende, ¿no?
Su coloquio había sido notado por los otros.
Toktai les dirigió una dura mirada, pero luego vol­vió a interesarse por el regalo que le correspondía: una lámpara de bolsillo, cuyo funcionamiento hubo que enseñarle y que le arrancó gritos de entusias­mo. Al principio le causé algo de pavor y hasta murmuré un conjuro, pero luego recordé que a un mongol no le está permitido tener miedo sino del trueno; se dominé y pronto se mostré tan en­cantado como un chiquillo.
El mejor obsequio para un devoto de Confucio como Li parecía ser un libro: La familia del hom­bre, colección, cuya diversidad y extraña técnica pictórica llegaron a impresionarle. Se mostré efu­sivo en su gratitud, pero Everard dudó de que esta le abrumase.
Un patrullero aprendía pronto que la falsedad se encontraba en todas las etapas de la civilización. Debía corresponderse a los regalos; una bella espada china y una colección de pieles de nutria.
Aún pasó algún tiempo antes que la conversación recayera sobre los negocios. Entonces Sandoval se las arregló para que los chinos hablaran primero.
- Ya que sabéis tanto - empezó Toktai -, no debéis ignorar que nuestro intento de invadir el Ja­pón hace varios años falló.
- La voluntad del cielo fue otra - agregó Li con cortés suavidad.
- ¡Narices! - gruñó Toktai -. La estupidez de los hombres, dirás. Eramos demasiado pocos y demasiado ignorantes, y salimos demasiado tarde a un mar demasiado agitado. Pero ¿qué importa? Volveremos allá un día u otro.
Everard sabía, con pena, que lo harían y que la tempestad destruiría la flota y se ahogarían quién sabe cuántos hombres jóvenes.
Pero dejó que Toktai continuara.
- El khan de khanes comprendió que debíamos saber más acerca de esas islas; que quizá debe­ríamos establecer una base en algún lugar al norte de Hokkaido. Luego oímos también persistentes rumores sobre unas tierras situadas más al Oeste. Algunos pescadores, arrastrados allá por el viento, les han echado una ojeada; comerciantes de Sibe­ria hablan de un estrecho y un país tras de él. El khan de khanes me ordenó que tomara cuatro bu­ques, con tripulación china y un centenar de gue­rreros mongoles, y viese lo que podía descubrir.
Everard asintió sin sorpresa. Los chinos habían estado tripulando juncos durante cientos de años, y en alguno de tales barcos llevaban mil pasaje­ros. Verdad que aquellas embarcaciones no eran tan marineras como lo fueron en siglos posterio­res, bajo la influencia portuguesa, y que sus dueños nunca se habían mostrado muy atraídos por otro mar que no fuera el de las frías aguas norteñas. Pero, con todo, hubo algunos navegantes chinos que habrían aprendido añagazas comerciales de los extranjeros, coreanos y formosinos, si no fue de sus propios padres. Estos debían de haberse familiarizado, por lo menos, con las islas Kuriles.
- Seguimos dos cadenas de islas, una tras otra - prosiguió Toktai -. Eran áridas, pero pudimos anclar acá y allá, sacar a pacer los caballos y ob­tener algunos informes de los indígenas. Aunque los dioses saben que esto último es harto difícil cuando se ha de entender uno en seis lenguas dis­tintas! Descubrimos que existen dos continentes principales, Siberia y otro, tan cercanos entre sí, por el Norte, que un hombre podría pasar de uno a otro en un bote de piel, o incluso a pie, a veces, sobre los hielos invernales. Por fin llegamos al segundo de ellos. Un país grande, con dilatadas selvas, mucha caza y focas, pero demasiado llu­vioso. Nuestras embarcaciones parecían querer se­guir, así que continuamos, poco más o menos, a lo largo de la costa.
Everard imaginó el mapa. Yendo primero por las Kuriles y después por las Aleutianas, nunca se está lejos de tierra.
Suficientemente afortunados para evitar el nau­fragio, que era una clara posibilidad, los sencillos juncos habían hallado sitios para anclar, aun en aquellas rocosas islas. También aprovecharon el empuje de la corriente y estuvieron muy próximos a describir un gran círculo en su viaje. Toktai había descubierto Alaska sin darse completa cuen­ta de ello.
Como aquel país era cada vez más hospitalario y ellos costeaban hacia el Sur, pasaron junto al estuario del Puget y siguieron rectos al río Che­halis. Quizá los indios les habrían prevenido de que la navegación era peligrosa más allá de la des­embocadura del río Columbia, y ayudaron a los jinetes a cruzar la gran corriente por medio de balsas.
- Acampamos a fines de año - continuó el mon­gol -. Las tribus del contorno están atrasadas, pero son acogedoras. Nos facilitaron todo el alimento, mujeres y ayuda que podíamos necesitar. En correspondencia, nuestros marineros les enseñaron algo sobre pesca y construcción de botes. Inver­namos allí, aprendimos algo de las lenguas e in­cluso hicimos excursiones tierra adentro. Por doquier oíamos relatos de inmensas selvas y llanuras, donde manadas de ganado salvaje ennegrecían la tierra, y aún vimos lo bastante para confirmar ta­les asertos. Yo, personalmente, nunca estuve en otra tierra más rica - sus ojos brillaron con fulgor felino -. Con todo eso, son pocos habitantes y aún no conocen el uso del hierro.
- ¡Noyon! - advirtióle Li con un murmullo, in­dicando a los patrulleros con un leve gesto. Toktai cerró la boca.
Li se volvió hacia Everard para añadir:
- Hubo también rumores de una Tierra del Oro, allá lejos, hacia el Sur. Creímos nuestro deber in­vestigar esto, así como explorar las comarcas inter­medias. No esperábamos el honor de encontrar a vuestras notabilidades.
- El honor es todo nuestro - aduló Everard. Lue­go, adoptando un tono más solemne -: Mi señor, del Imperio del Oro, al que no puede nombrarse, nos envió a vosotros con intenciones amistosas. Le afligiría que os sucediese un desastre. Venimos a preveniros.
- ¿Qué? - Toktai dio un salto y su nervuda mano buscó el sable del que, por cortesía, se despojase -. ¿Qué infiernos es esto?
- Un infierno, en efecto, Noyon. Aunque parece agradable, este país está maldito. Cuéntalo, her­mano mío.
Sandoval, que tenía más de orador, tomó la pa­labra. Había urdido su relato con vistas a explotar las supersticiones que aún quedaran en los semi­civilizados mongoles, sin despertar demasiado el escepticismo de los más cultivados chinos. Explicó: había, realmente, dos grandes reinos al Sur. El suyo propio estaba muy lejos; su rival, situado un poco más hacia el Nordeste de él, tenía una ciudadela en las llanuras. Ambos estados poseían inmensos poderes; llamáraseles brujería o habili­dad sutil, como se quisiera. El imperio septentrio­nal, el de los badguys, consideraba todo el terreno en que estaban como de su propiedad y no tole­raría en él expediciones extranjeras. Sus centine­las no tardarían mucho en descubrir a los mongo­les y los aniquilarían con sus rayos. El otro imperio, la benévola tierra de los goodguys (1), no podía pro­tegerles, sino solo enviar emisarios a los mongoles, aconsejándoles que volviesen de nuevo a su patria.
(1) Badguys y Goodguys, los dos simbólicos imperios, significan en inglés, respectivamente, Maloschicos y Bue­noschicos. (N. del T.)
- ¿Y por qué los indígenas no nos han mencionado a tan grandes Señores? - interrogó Li sagaz­mente.
- ¿Acaso todo insignificante morador de las jun­glas de Birmania ha oído hablar del khan de Idia­nes ?- respondió Sandoval.
- Soy un extranjero ignorante - repuso Li -. Per­dóneme si no he entendido su mención de armas irresistibles.
«Lo cual es la manera más cortés que jamás oí de llamarme embustero», pensó Everard. Y en voz alta añadió:
- Puedo ofrecerles una demostración si el noyon posee un animal al que pueda matarse.
Toktai meditó. Aunque su cara podía parecer de piedra esculpida, el sudor le corría por ella. Dio unas palmadas y gritó unas órdenes al centinela que montaba la guardia. Luego hablaron poco y guardaron un pesado silencio.
Tras unos instantes, que parecieron intermina­bles, apareció un guerrero, anunciando que un par de jinetes habían capturado a lazo un gamo, y pre­guntó si el animal serviría para los propósitos del noyon. Como era así, Toktai se abrió paso con los hombros a través de un espeso y zumbador en­jambre de guerreros. Everard le siguió, lamentan­do que aquello fuera preciso, mientras metía un cargador en su máuser. Preguntó a Sandoval:
- ¿Quieres hacerlo tú?
-¡Vive Dios que no!
El gamo, una hembra, había sido llevado por la fuerza al campamento. Temblaba junto al río, tra­bada por el cuello con cuerdas de crin de caballo. ET sol, que entonces iluminaba los picos occiden­tales, la hacía parecer de bronce. Había una oscura súplica en la mirada que echó a Everard. Este apartó a los hombres que la rodeaban y apunto. El primer disparo la mató, pero siguió disparando hasta que el cadáver tomó un aspecto horrible.
Cuando bajó su arma había rigidez en el am­biente. Miró en torno suyo a los patizambos cuer­pos de los hombres, a sus caras anchas, sombría­mente contraídas; pudo percibir, con innatural agudeza, un claro olor a sudor, a caballos, a humo...
Se vio a sí mismo tan inhumano como ellos de­bían de verle. Agregó:
- Este es la menor de las armas que usamos aquí. Un alma así desgarrada del cuerpo no en­cuentra fácilmente el camino del cielo.
Giró sobre sus talones. Sandoval le siguió. Sus caballos estaban amarrados a un pilar próximo; montaron, silenciosos, y cabalgaron hacia la selva.


4

El fuego ardía a favor de unas ráfagas de viento. Precariamente encendido por un leñador, en aquel instante apenas hacía resaltar entre las sombras las caras de los patrulleros; un vislumbre de ros­tro, nariz y pómulos; un resplandor de ojos. De nuevo decayó tras un chisporroteo de centellas ro­jas y azules, y la oscuridad se hizo sobre los dos hombres.
Everard no lo lamentó. Mordió la pipa que sos­tenía en las manos y tragó el humo, pero sintió poco consuelo. Cuando hablé, el fuerte murmullo de los árboles, en la noche, casi ahogó su voz, sin que tampoco aquello le apurase.
Junto a ellos estaban sus sacos de noche, sus caballos y el saltador que allí los había traído. Por lo demás, la Tierra estaba vacía; a lo largo y a lo ancho, los fuegos humanos, como el suyo, eran tan pequeños y estaban tan aislados como las estrellas en el cielo. Se oía aullar a un lobo.
- Supongo - decía Everard - que todo polizonte debe de sentirse a veces un bastardo. Eso lo has podido observar tú mismo, Juan. Empleos activos, como el mío, son a menudo duros de aceptar.
- Sí - afirmó Sandoval, que había sido siempre más tranquilo que su amigo. Apenas se había mo­vido de su sitio desde la cena. Everard continuó:
- Y ahora, esto. Sea lo que quiera que hagas para eliminar una interferencia temporal, puedes por lo menos suponer que restauras la línea origi­nal en el desarrollo de los sucesos - Everard chupé la pipa -. No; no me recuerdes que original es un término que en este caso carece de significado. Al menos, es consolador.
- Desde luego.
- Pero cuando nuestros amos, nuestros queridos superhombres danelianos, nos mandan intervenir... Nosotros sabemos ya que Toktai y su gente no volverán nunca a China. ¿Por qué tenemos, tú o yo, que echar una mano? Si tuviésemos que luchar con indios hostiles y fuéramos eliminados en la lucha, no me importaría. Por lo menos, no más que cual­quier otro incidente de esta colección de asesina­tos, maldita de Dios, que llaman Historia humana.
- No tenemos que matarlos. Solo hacerles vol­ver grupas.
- Si. Volver grupas..., ¿y qué? Probablemente, perecer en el mar. No va a ser para ellos una excursión la vuelta a su tierra; tormentas, nie­bla, corrientes, rocas..., en esos barcos primitivos, construidos en su mayor parte para la navegación fluvial. ¡Y hemos de enviarlos a esa excursión, pre­cisamente con este tiempo! Si nosotros no inter­viniésemos, regresarían algo más tarde; las cir­cunstancias del viaje serían distintas... ¿Por qué hemos de cargar con tal responsabilidad?
- Tal vez puedan llegar a su tierra.. - insinué Sandoval.
- ¿Qué? ¿En qué te fundas?
- En la manera de hablar de Toktai. Estoy se­guro de que proyecta un regreso a caballo, no en esos barcos. Como él ha supuesto, el estrecho de Behring es fácil de cruzar; los aleutas lo hacen a diario. Pero me temo que no será muy sencillo salvarles.
- Pero ¡no van a regresar vivos a su patria!
- ¡Eso lo sabemos nosotros!
- Supón que lo consiguen - y Sandoval empezó a hablar algo más alto y mucho más rápidamente. Mientras hablaba, el viento nocturno rugía -. Ju­guemos con las ideas un rato. Supongamos que Toktai avanza hacia el Sudeste. Es difícil descubrir nada que le detenga. Sus hombres pueden vivir sobre el país, aun en los desiertos, más fácilmente que Coronado ni ninguno de aquellos muchachos.
No tienen que ir muy lejos para alcanzar a unas gentes con una alta cultura neolítica; las tribus agrícolas de Pueblo. Esto los animará mucho. Es­tarán en Méjico antes de agosto. Méjico es ahora tan deslumbrador como era - como será - en la época de Cortés. Y aún más tentador; aztecas y teltecas disputan todavía sobre quién será el due­ño, sin contar con otras numerosas tribus que les rondan, dispuestas a ayudar a cualquier recién llegado contra ambos. Los cañones españoles no influyeron, no influirán mucho, como recordarás si has leído a Díaz. Los mongoles, hombre por hombre, son tan superiores como cualquier espa­ñol. No es que imagine que Joktai se afiliará a uno u otro bando; sin duda será muy cortés con unos y otros; pasará aquí el invierno, y se ente­rará de todo lo que pueda. El año próximo volverá hacia el Norte, llegará a su país e informará a Kublai de que algunos de los más ricos territorios colmados de oro que existen en el mundo están plenamente abiertos a la conquista.
- ¿Y los otros indios? No me fío de ellos.
- El nuevo Imperio maya está a la misma al­tura; es una nuez muy dura de cascar, pero en igual grado provechosa. Yo creería que, una vez los mongoles establecidos en Méjico, no habrá quien los detenga. Perú está aún más civilizado, pero con mucha menos organización que la que se enfrentó con Pizarro; los quechúa-avmar, la lla­mada raza juca, es aún solo un poder entre varios.
- ¡Y, además, está la tierra! ¿Puedes imaginar lo que una tribu mongola haría de las Grandes Llanuras?
- No puedo figurármelos emigrando en hordas - comentó Everard. Había algo en la voz de San­doval que le hizo sentirse incómodo y ponerse a la defensiva -. Es demasiado tener que atravesar Siberia y Alaska.
- Peores obstáculos se han superado. No quiero decir que vayan a volcarse aquí todos a la vez. Podían emplear algunos siglos en iniciar la migra­ción en masa, como costará a los europeos. Puedo imaginar una serie de clanes y tribus establecidos, dentro de algunos años, a lo largo de la parte oc­cidental de Norteamérica. Méjico y Yucatán, ab­sorbidos o, más probablemente, convertidos en khanatos. Figurarme a las tribus, en manada, mo­viéndose hacia el Este a medida que aumenta el número de sus miembros y llegan nuevos emi­grantes. Recuerda que la dinastía Yuan ha de ser destronada en menos de un siglo, lo que suscitará en 105 mongoles asiáticos mayor prisa por trasla­darse a otro sito. Y los chinos vendrán también aquí a labrar la tierra y a buscar oro.
- Creería - si me permites decirlo - opuso Eve­rard -, que vosotros no queréis apresurar la con­quista de América.
- Debería ser una conquista diferente - repuso Sandoval -. No me importan los aztecas; si los estudias, convendrás conmigo en que Cortés hizo a Méjico un favor, aunque fuera duro en ocasiones con otras tribus más inofensivas. Y, hasta ahora, los mongoles no creo que sean tan diabólicos. Un prejuicio occidentalista nos perjudica, haciéndonos olvidar cuantas torturas y matanzas disfrutaban los europeos en aquella época.
- Los mongoles realmente son, con poca dife­rencia, como los antiguos romanos; siguen su mis­ma política: despoblar las comarcas que se les resisten, pero respetar los derechos de las que se les someten. Tienen el mismo carácter naciona­lista; no imaginan ni crean, pero sienten el mismo vago terroroscura envidia de la verdadera civi­lización. La Pax Mongolíca, en este instante, abarca un espacio mayor y establece un contacto más esti­mulante entre pueblos diversos que lo que el des­garrado Imperio romano pudo imaginar nunca.
- En cuanto a la relación con los indios, recuer­da que los mongoles se dedican al pastoreo, por lo que nunca se producirá entre ambos el insoluble conflicto de cazadores con granjeros que llevó a la destrucción del indio por el blanco. El mongol carece de prejuicios raciales. Y, después de una breve lucha, la mayoría de los navajos, cherokes, semínolas, algonquinos, cbipevas y dakotas estará contenta de someterse y convertirse en aliados. ¿Por qué no? Obtendrán caballos, ganado, tejidos, metales labrados... Superarán en número a sus in­vasores y estarán mucho más cerca de ellos que de los granjeros blancossu edad del maquinis­mo. Y, repito, estarán los chinos, fermentando el conjunto, enseñando civilización y limando aspe­rezas y aguzando ingenios... ¡Buen Dios, Manse! Cuando Colón llegue aquí, hallará su camino per­fectamente preparado para ser el Gran Sakem Khan de la nación más fuerte del mundo.
Sandoval se calló. Everard, silencioso, escucha­ba crujir las agallas en las ramas sacudidas por el viento. Contemplé un gran rato la noche antes de decir:
- Pudiera ser. Naturalmente, tendremos que per­manecer en esta época hasta que se resuelva la crisis. De lo contrario, nuestro propio mundo no existiría; nunca habría existido.
- ¡Para la clase de mundo que era! - replicó Sandoval, como si soñara.
- Podías pensar en tus..., ¡oh!..., en que tus pa­dres tampoco habrían existido.
- Vivieron una existencia mísera. He visto a mi padre llorar por no poder comprarnos zapatos en invierno. Mi madre murió tuberculosa.
Everard se sentó sin estremecerse. Fue Sandoval el que se sacudió y se puso en pie de un salto, con una especie de áspera risa.
- ¿Qué he estado mascullando? Era solo un cuen­to, Manse. Acuéstate. Yo haré la primera guardia.
Everard asintió, pero durante largo rato no pudo conciliar el sueño.

5

El saltador había avanzado dos días en el futuro y ahora revoloteaba arriba, muy arriba, invisible a simple vista. En torno suyo el aire era sutil y agudamente frío. Everard temblaba al ajustar el anteojo electrónico. Aun dando a este el máximo aumento, la caravana era poco más de una man­cha que se afanaba por cruzar la verde inmensidad. Pero no había nadie, sino ellos, en el hemisferio occidental que pudiese montar a caballo.
Se volvió en su asiento hacia su compañero.
- Y ahora, ¿qué?
La expresión que mostraba el ancho rostro de Sandoval era impenetrable. Contestó:
- Bueno; si nuestra demostración no les ha convencido...
- Seguro, como el infierno, que no. Juraría que se mueven hacia el Sur dos veces más aprisa que antes. ¿Por qué?
- Tendría que conocerles a todos, uno a uno, mu­chísimo más que ahora, para darte una respuesta cierta, Manse. Pero, en el fondo, debe de ser que hemos desafiado su valor. A una civilización guerre­ra, con el nervio y la osadía como únicas cualida­des absolutas..., ¿qué solución le queda? Si se reti­rasen ante una simple amenaza, no podrían ya nunca vivir en paz consigo mismos.
- Pero ¡los mongoles no son idiotas! No con­quistarán por la fuerza bruta a todo el que se les presente, sino mediante una perfecta comprensión y aplicación de los principios militares. Toktai de­bería retirarse, comunicar a su emperador cuanto ha visto y organizar una expedición más poderosa.
- Eso pueden hacerlo las tripulaciones de los barcos - recordó Sandoval -. Ahora que lo pienso, veo cuán torpemente hemos menospreciado a Tok­tai. Debe de haber fijado una fecha a los barcos para que le esperen (probablemente el año próxi­mo) y para que, si entonces no ha regresado, vuel­van a su país. Cuando encuentre algo interesante en su camino (como fuimos nosotros), despachará un indio con una carta para su base de operaciones.
Everard asintió. Se le ocurría ahora pensar que se había visto mezclado en aquella tarea siempre a remolque, sin tiempo para forjar planes, como debía haber hecho. De ahí provino su torpeza. Pero ¿cuánto habría que reprochar a la instintiva resis­tencia de John Sandoval? Tras un minuto, Everard sugirió:
- Pueden haberse olido la tostada. Los mongo­les siempre se destacaron en la guerra psicológica.
- Pudiera ocurrir - convino Sandoval -. Pero ¿cuál debe ser nuestro movimiento ahora?
«Precipitarnos sobre ellos, dispararles unas pocas descargas con cañón desintegrador del siglo XLI, que llevamos montado en este tempiciclo, y... se acabó. No, ¡vive Dios! ¡Ya pueden enviarme al planeta del destierro, que no haré semejante cosa! Existen límites de decencia.»
Eso pensaba Everard. Pero dijo:
- Habrá que prepararles otra demostración más impresionante.
- ¿Y si también nos falla?
- ¡Cállate! Dame otra oportunidad.
- Solo me estaba preguntando.. .- y el viento arrastraba las palabras de Sandoval - por qué no cancelar la expedición. Podríamos retroceder en el tiempo un par de años y convencer a Kublai Khan de que no vale la pena enviar exploradores al Este. Entonces, nada de esto habría sucedido.
- Ya conoces las reglas de la Patrulla, y sabes que nos prohiben introducir cambios en la Histo­ria - opuso Everard.
- ¿Y cómo llamas a esto que estamos haciendo?
- Pues algo específicamente ordenado por el Supremo Cuartel General. Tal vez corregir algu­na interferencia ocurrida en cierto tiempo y lu­gar. ¿Cómo podría saberlo? Yo soy solo un pel­daño en la escala evolutiva. Hay posibilidades, de aquí a un millón de años, que ni siquiera puedo sospechar.
- Cualquiera sabe - murmuró Sandoval.
Everard apreté las mandíbulas y murmuró:
- Siempre tendremos el hecho de que la corte de Kublai, que es el hombre más poderoso de la Tierra, es más importante y decisiva que cualquier otra, aquí en América. Ahora, ellos me llaman a esta miserable tarea, y yo puedo hacerla recaer sobre ti. Nuestras órdenes consisten en hacer que esta gente desista de su exploración. Lo que suceda después no es cuenta nuestra. Por eso no deben regresar a su país. No debemos considerarnos cau­sa próxima de ello, como no lo seríamos de que un hombre al que invitásemos a cenar tuviese un fatal accidente en el camino.
- ¡Dejemos la charla, y al trabajo! - propuso Sandoval.
Everard hizo que el saltatiempos avanzara hacia adelante. Añadió:
- ¿Ves esa colina? - y la señalé después de una pausa -. Está en la línea de marcha de Toktai, pero creo que acampará a pocos kilómetros de ella, esta noche, allá abajo, en el pradillo, junto al río, con la colina a la vista. Acampemos en ella.
- ... y hagamos fuegos artificiales, ¿no? Eso será muy aventurado. Los chinos lo saben todo acerca de la pólvora. Incluso tienen cohetes militares.
- Pequeños, ya lo sé. Pero, al prepararme para este viaje, metí en mi maleta algunos artificios bastante curiosos, para el caso de que me fallara la primera intentona.
La colina remataba en un ralo bosquecillo de pinos. Everard hizo que su vehículo aterrizara en­tre ellos y comenzó a sacar cajas de los depósitos. Los caballos, adiestrados por la Patrulla, salieron calmosamente de las armazones que les servían de establo y comenzaron a pastar por la colina. Tras cortos instantes, el indio rompió el silencio.
- Ese no es mi modo de operar. ¿Qué estás pre­parando?
Everard mostró la pequeña máquina que había montado.
- Está adaptada a un sistema de control del tiempo que se empleará en las Edades Frías, tiem­po adelante. Es un poderoso distribuidor. Puede producir los más aterradores relámpagos que nun­ca viste, acompañados de sus correspondientes truenos.
- ¡Hum! La gran debilidad de los mongoles - y, de súbito, Sandoval se echó a reír, y añadió -: ¡Tú ganas! Podemos, al mismo tiempo, descansar y di­vertirnos con esto.
- ¿Quieres que cenemos mientras se pone esto en marcha? Sin encender fuego, naturalmente. No nos conviene hacer humo. ¡Ah! También tenemos un espejismo proyector. Si te cambias de vestidos y te calas una capucha o algo en el momento pre­ciso, no te podrán reconocer. Yo proyectaré un retrato tuyo de mil metros de alto, la mitad de feo que eres en la realidad.
- ¿Y si empleásemos otro sistema? Los cautos navajos pueden resultar hasta alarmantes si no se sabe que es solo un yeibiehai.
- ¡Vamos allá!
La luz del día iba desapareciendo. Oscurecía. Bajo los pinos, el aire era frío y punzante. Finalmente, Everard comió un bocadillo y observé con sus gemelos que la vanguardia mongola escogía para acampar el sitio que él había predicho. Luego llegaron otros con las piezas de caza capturadas y empezaron a guisarlas. El grueso de la fuerza, destacándose contra la puesta de sol, se aposté adecuadamente y comió. Cuando cerré la noche,
Everard atisbé avanzadillas montadas y provistas de arcos.
No pudo conservar el ánimo, por mucho que se lo propuso. Toktai avanzaba, aprovechando todos los instantes de luz.
Las primeras estrellas relucieron sobre los picos nevados.
Era el momento de comenzar la tarea.
-¿Están trabados los caballos, John? Pueden espantarse, como estoy seguro que ocurrirá con los de los mongoles. Bien; ¡allá va!
Hablando así, Everard accioné el conmutador principal y, en cuclillas, manejé los cuadrantes del aparato. Primero se produjo el más pálido y vaci­lante resplandor azul entre cielo y tierra. Luego em­pezaron los relámpagos, que se sucedieron sin ce­sar, mostrando sus lenguas bífidas; los árboles fue­ron abatidos por las centellas; las vertientes monta­ñosas, estremecidas por el estrépito de los truenos. Everard lanzó rayos globulares, esferas llameantes que giraban y correteaban, regueros de chispas que cruzaban el campamento y explotaban en él hasta que el cielo parecía estar al rojo blanco. Ensorde­cido y semicegado, se las arreglaba para proyectar una cortina de ionización fluorescente. Como luces del Norte, grandes banderas se rizaban en tonali­dades rojo sangre y blanco hueso, silbando entre el repetido fragor de los truenos. Y, en tal esce­nario, Sandoval avanzó, hecho tiras los pantalones, el cuerpo cubierto con extraños dibujos de arcilla, la cara desnuda, manchada de tierra y afectando un gesto que en su vida imaginara Everard. La máquina proyecté su figura alterando la silueta, que, destacándose a la luz de la aurora, era mas alta que una montaña y se movía en una danza desordenada, de uno a otro confín del horizonte, as­cendiendo hacia el firmamento, gimiendo y ladran­do en un falsete más estrepitoso que un trueno. Everard acurrucábase a la lívida luz de sus re­lámpagos, manteniendo aún los dedos sobre el cuadro de mandos, experimentando un miedo pri­mitivo; aquel baile le había evocado cosas ya ol­vidadas.
«¡Voto a Judas! ¡Si aquello no les hacía estarse quietos! »
Volvió a dominarse. Miré el reloj; había pasado media hora...
«Démosles - pensó - otros quince minutos, en los que la exhibición se agravará. Seguramente perma­necerán acampados hasta el alba, antes de extra­viarse a ciegas en la oscuridad; mucha disciplina sí que tienen. Volvamos, pues, a empaquetarlo todo por unas horas, y luego les daremos el último golpe a sus nervios con una sola descarga eléctrica, que deshará el árbol más inmediato a ellos, a su de­recha.»
Everard hizo señas a Sandoval, y el indio se sentó, más jadeante de lo que sus cabriolas permitían esperar. Cuando el estruendo pasé, Everard dijo a su compañero:
- ¡Buena exhibición, John!
Y su voz sonó metálica y extraña en sus oídos.
- Años ha que no he hecho una cosa parecida - musitó Sandoval, y encendió una cerilla, rom­piendo el silencio con el chasquido, mientras la breve llamarada iluminé sus delgados labios. Tiré la cerilla y solo relució la lumbre de su cigarrillo. Luego expuso -: Nadie, en mi poblado, tomó esto en serio. Algunos viejos quisieron que los mucha­chos aprendiésemos las viejas danzas, tan solo para conservar viva la costumbre; para recordarnos nuestra condición racial. Pero en la mayoría de nosotros la idea era introducir algún cambio espectacular y bailar para los turistas.
Hubo una larga pausa. Everard desarmé por completo el proyector. En la oscuridad subsiguien­te, el cigarrillo del indio fue menguando hasta con­sumiese. Este dijo por fin:
- ¡Turistas! - y algo después, añadió -: Esta no­che estuve bailando con una finalidad, con un sig­nificado. Nunca antes sentí tal emoción.
Everard le escuchaba en silencio.
Hasta que uno de los caballos, que habían estado tirando de su soga durante la representación y que aún estaba nervioso, relinchó. Everard levanté la vista. El rayo de luz de una linterna eléctrica le dio en los ojos. Pregunté:
- ¿Oíste algo, John?
Le respondió el rayo de luz de la linterna eléc­trica. Por un instante parpadeó, cegado. Luego se puso en pie de un brinco, y, jurando, eché mano a su pistola. Una sombra corrió, a su vista, a ocul­tarse tras un árbol, y al pasar le golpeé en las cos­tillas. El miró atrás, y el fusil de rayos voló a sus manos. Disparó al azar. El rayo de luz de la lin­terna brilló de nuevo, y Everard atisbé a Sandoval, que todavía no había recargado sus armas. Desarmado, esquivaba el tajo de un sable mongol. Su atacante le persiguió, y Sandoval echó mano del Judo aprendido en la Patrulla. Se dejó caer sobre una rodilla. Al descuido, el mongol le tiré un tajo; lo erré; corrió desatinado hasta sentir el choque de un hombro en el vientre. Al dar el golpe, San­doval se levantó y el filo de su mano chocó de abajo arriba con la barbilla del mongol, echándole la ca­beza hacia atrás. Sandoval le apretó la nuez, le arrancó el sable que empuñaba y, volviéndose, paró el golpe de otro enemigo.
Aulló una voz, ahogando los gemidos del oriental y dando órdenes. Everard retrocedió. Acababa de matar a un atacante con un rayo de su pistola. Pero entre él y su vehículo había otros. Giró sobre si mismo para hacerles frente. Un lazo se rizó al caer sobre sus hombros y, manejado por expertas manos, se cerró en torno a ellos. Trató de liber­tarse, pero cuatro hombres cayeron sobre él. Vio media docena de conteras de lanza caer sobre la cabeza de Sandoval, pero después no tuvo tiempo sino para luchar. Por dos veces se libertó, pero había perdido su fusil de rayos y le habían robado el máuser. Aquellos hombrecillos eran bastante buenos para luchar a estilo yavara. Volvieron a derribarle y le golpearon con puños, botas, pomos de puñal... Nunca perdió completamente el sen­tido, pero al fin dejé de importarle todo.

6

Toktai levantó el campo antes del alba. La pri­mera luz del sol vio a su tropa zigzaguear entre dispersas colinas, en un ancho valle. La tierra se volvía árida y plana, se alejaban los montes hacia la derecha y eran visibles escasos picos nevados, y aun estos parecían fantasmas contra un pálido cielo.
Los pequeños y valientes caballos mongoles tro­taban a la cabeza con resonar de cascos y ludir de arneses. Everard veía la línea de jinetes como una masa homogénea; las lanzas se alzaban y descen­dían; banderolas, pendones, capas y plumas se agi­taban al viento, entre aquellos cascos que oculta­ban las caras de ojos pardos se veían acá y allá las corazas pintadas grotescamente. Nadie hablaba y él no podía leer las expresiones de los rostros.
Sentía el cerebro embotado. Le habían dejado las manos libres, pero le ataron los tobillos a los estribos y las cuerdas le molestaban.
Le habían dejado desnudo - sabía precaución, pues ¿quién sabia qué instrumento era capaz de llevar cosidos a las telas? - y el traje mongol que le dieron en cambio le estaba ridículamente peque­ño. Para que pudiera ponerse la túnica hubo que descoser las costuras.
El proyector y el saltatiempos quedaron allá, en la colina. Toktai no quería correr riesgo alguno con estas potentes cosas. Había tenido que dejar atrás varios de sus aterrados guerreros, antes que los demás consintieran llevar consigo las extra­ñas cabalgaduras ensilladas y enjaezadas, sin jine­te, entre las cargadas yeguas.
Sus cascos redoblaban con rapidez. Uno de los arqueros que rodeaban a Everard gruñó y se apar­té un poco. Li Tai-Tsung se le acercó.
El patrullero le dirigió una mirada indiferente.
-¿Y bien... ?- preguntó.
- Temo que su amigo no volverá a despertar - respondió el chino -. Le hice poner un poco más cómodo.
Everard pensó:
«Pero yace atado en una litera improvisada en­tre dos caballejos e inconsciente. Si, conmocionado a mazazos la noche pasada. En un hospital de la Patrulla pronto se curaría. Pero la más próxima oficina de ella está en Cambaluc, y no puedo con­cebir que Toktai me permita volver al saltador y llamar por radio. John Sandoval va a morir aquí, seiscientos cincuenta años antes de haber nacido.»
Everard miró a los fríos y oscuros ojos que a su vez le contemplaban, no con hostilidad, sino indi­ferentes. «No serviría de nada - se dijo -; argu­mentos que serían lógicos en la cultura occidental, hoy parecerían monsergas.» Pero había que inten­tarlo:
- ¿Podría usted, por lo menos, hacer compren­der a Toktai la ruina que va a traer sobre sí mismo y su pueblo con este proceder?
Li se mesó la barba, que llevaba partida. Res­pondió:
- Es fácil ver, honorable señor, que su nación posee artes desconocidas para la nuestra. Pero ¿eso qué importa? Los bárbaros.. .- y al decirlo echó rápidamente una ojeada a los guardianes de Eve­rard, pero comprobé que no comprendían el dia­lecto sung, que él empleaba - han conquistado mu­chos reinos que les eran superiores en todo, me­nos en aptitud para luchar. Ahora sabemos que usted alteró la verdad al hablarnos de un imperio hostil cerca de estas tierras. ¿O por qué su rey ha intentado aterrarnos con una falsedad, si no nos temiera, y con razón?
Everard se expresó con cuidado:
- Mi glorioso emperador detesta la efusión de sangre, pero si ustedes le fuerzan a ello...
- ¡Por favor! - y Li parecía apenado -. Cuéntele cuanto quiera a Toktai; yo no me opondré. No me entristecería volver a casa; solo vine por orden imperial. Pero hablemos ambos confidencialmente, no agraviemos nuestra mutua inteligencia. ¿No ve usted que no hay daño con el que se pueda ame­nazar a estos hombres? Desprecian la muerte; sa­ben que aun la más prolongada tortura acaba al morir; la más horrible mutilación no es nada para quienes, voluntariamente, se cortan la lengua y mueren. Toktai considera una vergüenza eterna el retroceder a esta altura de los sucesos, y ve una inmarcesible gloria e incontables riquezas en el hecho de continuar.
Everard suspiré. Su propia humillante captura había sido el punto crítico. Los mongoles habían estado a punto de huir ante su exhibición de true­nos. Muchos se habían envilecido sollozando (y de ahora en adelante serían los más agresivos para borrar aquel recuerdo). Toktai había cargado la mano en el terror y la desconfianza; unos pocos hombres y caballos habían sido capaces de seguirle. El mismo Li era responsable en parte; instruido, escéptico y familiarizado con los juegos de manos, había animado a Toktai a que atacara antes que uno de aquellos pudiera caer sobre ellos.
«Lo cierto del caso es, hijo, que hemos juzgado mal a esta gente. Debíamos haber echado mano de un especialista que poseyera una intuitiva sen­sibilidad para los matices de esta cultura. Y ahora, ¿qué? Tal vez nos manden una expedición patru­llera de refuerzo, pero John morirá dentro de uno o dos días...»
Y Everard, al pensar así, miré a la pétrea cara del guerrero que iba a su izquierda.
«Con toda probabilidad - siguió pensando -, yo moriré también. Aún dudan. Lo mismo pueden sa­crificarme que no hacerlo.»
Y aunque pudiese (cosa improbable) sobrevivir para ser rescatado por otra Patrulla, sería muy duro hallarse frente a sus camaradas. A un agente libre se le tenía por capaz de ayudarse a sí mismo, dados los especiales privilegios de su clase, sin llevar a la muerte a otros hombres valiosos.
- Por eso le aviso, con toda lealtad, que no in­tente más engaños.
- ¿Qué? - y Everard se volvió hacia Li, que era quien le había hablado.
- ¿Acaso no comprende - explicó el chino - que nuestros guías indígenas han huido? ¿Que está us­ted ahora ocupando el lugar de ellos? Pero espe­ramos, antes de mucho, encontrar otras tribus, establecer comunicacion...
Everard asintió con un gesto. La luz se hacía en su cerebro. No le asombraba el rápido avance de los mongoles a través de tantas zonas de dis­tintos lenguajes. Si no se es negado para la gra­mática, en pocas horas se capta el corto número de vocablos y gestos básicos, y después se tarda poco en aprender a hablar correctamente una pres­tada escolta, y obtener guías, de etapa en etapa, como teníamos antes - prosiguió Li -. Cualquier desviación que usted haya intentado será pronto adver­tida y Toktai le castigará del modo más bárbaro. Por el contrario, el fiel servicio se recompensará. Usted puede aspirar a altos puestos en la corte provincial que se organice después de la conquista.
Everard permaneció silencioso e inmóvil. Aque­lla ocasional fanfarronada había provocado como una explosión en su mente. Había sospechado que la Patrulla enviaría refuerzos. Evidentemente iba a ocurrir algo que cortaría el regreso a Toktai.
Pero ¿era tan evidente? ¿Por qué se les habría ordenado que intervinieran si no hubiese (de un modo tan paradójico que su mente del siglo XX no llegaba a entender) una incertidumbre, un fallo en la continuidad histórica, precisamente en este punto?
- Maldito sea Judas! Tal vez la expedición mon­gola iría a triunfar. Tal vez aquel khanato ame­ricano futuro, con el que John apenas soñara, iba a ser realidad en el porvenir.
Hay recovecos y desviaciones en el espacio - tiem­po. Las líneas mundiales pueden esquivarse mu­tuamente, entrecruzarse, de tal modo que los he­chos y las cosas aparezcan como inmotivadas, carentes de significación, como vibraciones pronto perdidas y olvidadas. Tales como, por ejemplo, un Manse Everard desterrado y abandonado en el pre­térito con el cadáver de un John Sandoval, después de haber venido de un futuro que nunca existió, como agente de una Patrulla del Tiempo que nun­ca fue.


7

Al anochecer, sus pasos habían llevado a la ex­pedición a una comarca de matorrales de salvia y hierba grasa. Las colinas eran escarpadas y par­duscas; el polvo se levantaba bajo los cascos; ma­torrales de un color gris plata crecían esparcidos, perfumando el aire cuando se los aplastaba, pero sin ofrecer nada más.
Everard ayudó a Sandoval a tenderse sobre la hierba. Los ojos del navajo estaban cerrados y su faz hundida y caliente. A veces se agitaba y mur­muraba frases ininteligibles. Everard, con un paño húmedo, refrescaba los hundidos labios, pero no podía hacer otra cosa. Los mongoles acamparon más alegremente que antes. Habían dominado a dos grandes brujos sin sufrir ulteriores ataques y los resultados les parecían favorables. Cantaban a coro o charlaban unos con otros, y, tras un fru­gal reparo, abrieron los odres de kumiss.
Everard quedó, con Sandoval, en mitad del cam­pamento. Dos guardias les vigilaban, sentados cer­ca de ellos y armados con arcos, pero sin hablar. De vez en vez se levantaba uno para atender a la pequeña hoguera. Ahora el silencio se extendía también entre sus camaradas. Hasta su coriáceo huésped estaba cansado; los hombres se envol­vían en sus mantas y se echaban a dormir; los centinelas hacían sus rondas con adormilados ojos; ardían otros varios fuegos de campamento, mien­tras las estrellas brillaban en el cielo; kilómetros adelante aullaba un coyote. Everard tapé a San­doval para protegerle del intenso frío; las redu­cidas llamas de la hoguera hacían brillar la helada sobre las matas de salvia. Everard se abrigó con su capa y deseé que sus aprehensores le devolvie­ran, al menos, su pipa.
Unas pisadas hicieron crujir el seco suelo. Los que vigilaban a Everard sacaron flechas para sus arcos. Toktai avanzó hacia la luz, destacando de su capa la desnuda cabeza. Los guardias se incli­naron profundamente y desaparecieron.
Toktai se detuvo. Everard le miré de arriba aba­jo. El Noyon contempló un momento a Sandoval. Por fin, dijo, casi suavemente:
- No creo que tu amigo viva hasta la puesta del sol.
Everard refunfuñó; Toktai siguió diciendo:
- ¿No tienes una medicina que pueda curarle? Hay cosas raras en vuestras alforjas.
- Tengo un remedio contra la infección y otro contra el dolor. Pero una cabeza rota ha de ser tratada por hábiles cirujanos.
Toktai se senté y extendió las manos sobre el fuego.
- Lo siento - dijo -. No traemos cirujanos con nosotros.
- Pero podías dejarnos marchar - sugirió Eve­rard sin esperanzas -. Mi carro, que quedé atrás, en el campamento, podía llevarle donde le auxi­liaran oportunamente.
- Ya sabes que no puedo hacer eso! - rió entre dientes Toktai. Su piedad por el hombre moribun­do se desvaneció -. Después de todo, Everard, el jaleo lo empezaste tú.
Como aquello era verdad, el patrullero no replicó.
- No tengo nada contra ti - siguió Toktai -; en realidad, hasta estoy ansioso de que seamos ami­gos -. Si no fuese así, tardaría muy poco en sacarte todo cuanto sabes.
Everard se irritó.
- ¡Inténtalo!
- Lo conseguiría, creo, con un hombre que tiene que usar medicinas contra el dolor - y, al hablar así, el gesto de Toktai era lupino -. Sin embargo, puedes serme útil como rehén o cosa análoga. Y me gusta tu temple. Incluso te diré una idea que ten­go. Creo que, en realidad, tú no perteneces a ese rico país del Sur. Supongo que serás un aventu­rero, miembro de una pequeña tropa de bandidos. Tienes al rey del Sur en tu poder, o esperas tener­lo, y no quieres a extraños que te estorben - y Toktai escupió en el fuego -. Hay viejos relatos en que un héroe acaba por vencer a un brujo. ¿Por qué no he de ser yo?
- Ya sabrás por qué no, Noyon - y Everard sus­piró al hablar, preguntándose hasta qué punto se­rían verdad sus palabras.
- ¡Oh, vamos! - Toktai le golpeé amistosamente la espalda -. ¿No puedes decirme algo más? No hay venganza de sangre entre los dos. Seamos amigos.
Everard señaló con un dedo a Sandoval.
- ¡Es una vergüenza eso! - se disculpó Toktai -. Pero quiso ofrecer resistencia a un oficial del khan de khanes. Ven. Everard, bebamos juntos. Enviaré a un hombre a buscar un odre.
Everard puso mala cara, y respondió:
- Esa no es forma de apaciguarme.
- ¡Oh! ¿A vosotros no os gusta el kumiss? Temo que es todo cuanto nos queda. Hace ya mucho que nos bebimos todo el vino.
- Podrías dejarme recobrar mi Whisky.- y Eve­rard miré de nuevo a Sandoval, tendido en la noche, y se sintió invadido por un frío interno -. ¡Dios mío, qué bien me sentaría!
- ¿El qué?
- Una de nuestras propias bebidas. Llevamos algunas en las alforjas.
- Bueno.. - y Toktai dudó aún -. Muy bien; ven conmigo y las recogeremos.
Los guardias siguieron a su jefe y al prisionero, por entre los matorrales y los guerreros dormidos, hasta un montón de cosas, también custodiadas. Uno de los últimos centinelas encendió una tea en el fuego para que Everard tuviese luz. La es­palda del patrullero, con los músculos tensos, se ofrecía ahora como blanco a las barbadas flechas, pero él se agazapé y pudo llegar sin moverse de­masiado aprisa a sus pertrechos. Cuando tuvo en sus manos dos termos con whiskv escocés, volvió a su sitio. Toktai se sentó junto al fuego. Miró a Everard servir un trago en el vasito del termo y echárselo al coleto.
- Huele raro - comentó el Noyon.
- ¡Pruébalo! - y el patrullero le tendió una de las vasijas.
Experimenté un sentimiento de absoluta sole­dad. No porque Toktai fuese una ingrata compa­ñía. No lo era en sí mismo. Pero cuando se sienta uno junto al cadáver de un compañero, se emborra­charía con el mismo diablo para no pensar en ello.
El mongol resopló, dudando; volvió la cabeza hacia Everard y, tras una pausa, bebió con gesto valiente. De pronto, gritó:
- ¡Ufff! - y dejó caer el frasco.
Everard se volvió a recogerlo antes que se ver­tiera demasiado. Toktai resopló y escupió.
Uno de los guardias montó una flecha. El otro saltó y puso una dura mano en el hombro de Eve­rard, mientras su espada relucía en alto.
- ¡No es veneno! - gritó aquel -. Es que le re­sulta demasiado fuerte. Mirad; beberé yo otro poco.
Toktai echó atrás a los guardias y le miró con los ojos llorosos.
- ¿Con qué hacéis esto? - preguntó -. ¿Con san­gre de dragón?
- Con cebada - Everard no se sentía con ánimos de explicar la destilación.
Se sirvió otro trago y añadió:
- Sigue con tu leche de yegua.
Toktai se relamió y dijo:
- Esto le calienta a uno, ¿no? Es como la pi­mienta - y tendiendo una sucia mano, pidió:
- ¡Dame más!
Everard permaneció sentado e inmóvil unos pocos segundos.
Toktai refunfuñó:
- Bueno; ¿me das o no?
El patrullero movió negativamente la cabeza.
- Te dije que era demasiado fuerte para los mongoles.
- ¿Cómo? Mira, cara de queso, hijo de turco...
- Por tu cuenta va, entonces. Te advierto seria­mente, ante tus hombres por testigos, que, si be­bes, estarás indispuesto mañana.
Toktai empiné el codo animosamente, eructó y devolvió el frasco, replicando.
- ¡Tonterías! Lo que pasó fue sencillamente que me pilló desprevenido la primera vez. Aden­tro con ello!
Everard se hizo el remolón. Toktai se impacien­taba.
- ¡Vamos, date prisa! ¡No, dame el otro frasco!
- Muy bien. Tú eres el jefe. Pero te ruego que no trates de emularme trago a trago. No lo po­drás hacer.
- ¿Qué es eso de que no lo podré hacer? Be­biendo, en Karakorum, he dejado a veinte hom­bres sin sentido. Y no era ninguno de esos destri­pados chinos; eran todos mongoles.
Y, al decirlo, se tomé un par de tragos más. Everard bebía con cuidado. Pero apenas notaba efecto alguno, salvo la quemazón de la garganta; estaba demasiado absorto, pues, de súbito, se le había ocurrido lo que podía significar una salida.
- La noche está muy fría - observó, alargando su frasco a uno de los guardianes -, y vosotros, mu­chachos, tenéis que conservar el calor.
Toktai le miró, torciendo un poco el gesto.
- Buena bebida esta - comentó -. Demasiado buena para...
Se dominó y acabó la frase con un gruñido. Por cruel y absoluto que fuera el Imperio mongol, sus oficiales compartían la vida del más mísero de los soldados.
El guerrero, echando a su jefe una mirada ren­corosa, asió el termo y se lo llevé a la boca. Eve­rard le advirtió:
- Despacio. Es muy fuerte.
- Nada es fuerte para mí.
Toktai se sirvió otro trago y afirmó:
- Estoy más sereno que un bonzo - y chasqueó los dedos.
- Ese es el inconveniente de ser mongol; somos tan fuertes que no podemos emborracharnos.
- ¿Es bravata o queja? - preguntó Everard.
El primer guerrero se refrescó la lengua, readaptó su posición de guardia y pasé el termo a su colega. Toktai empiné de nuevo el codo con el otro frasco.
- ¡Ahhh! - bostezó, mirando a Everard fijamen­te con ojos de búho -. ¡Qué bueno estaba! Ahora, más vale irse a dormir. Devolvedle su licor, hom­bres.
A Everard se le cortó el resuello. Pero se las compuso para provocarle:
- Sí, gracias. Yo beberé algo más. Me alegro de que hayas comprobado que no puedes con él.
- ¿Qué estás diciendo? No hay tal, ni mucho menos, para un mongol - le fulminó Toktai. Y vol­vió a beber. El primer guardián recibió el otro frasco y se lo echó apresuradamente al coleto an­tes que fuese demasiado tarde. Everard respiró ansiosamente. Sí; aquello podía resultar, después de todo. Podía.
Toktai estaba ya hecho a emborracharse. No ha­bía duda de que tanto él como sus hombres podían soportar los kumiss, vino, cerveza, meloja, kwass y aquella cerveza ligera mal llamada vino de arroz; cualquier bebida de esta época. Sabían, cuando habían bebido bastante, decir buenas noches e irse derechos a su jergón. Lo malo era que ninguna bebida simplemente fermentada puede resistirse después de veinticuatro pruebas, pues su proceso de asimilación es detenido por sus productos de desecho, y casi toda la que se fabricaba en el si­glo XIII no tenía más que un cinco por ciento de alcohol y un alto valor alimenticio. El whisky es­cocés es totalmente distinto. Si se pretende beber­lo como la cerveza, o aun como el vino, causa tras­tornos. La razón se turba antes que uno lo note, y la conciencia le sigue poco después.
Everard reclamó el frasco que tenía uno de los guardias.
- ¡Dame eso! - profirió -. ¡Te lo vas a beber todo!
El soldado refunfuñó, y antes de pasarlo al com­pañero tomó un considerable trago. Everard hizo un gesto de indignación; uno de sus guardianes le golpeó en el estómago y el americano cayó sen­tado. Los mongoles reventaban de risa, apoyándose el uno en el otro. Una broma tan graciosa merecía otro trago. Cuando Toktai cayó borracho, Everard fue el único que lo notó. El Noyon, hasta entonces sentado, con las piernas cruzadas, cayó tendido en el suelo. El fuego alumbraba lo bastante para mos­trar una estúpida sonrisa en sus labios. Everard se agazapé con los nervios tensos como alambres.
Uno de los centinelas sucumbió algo después. Se tambaleó, anduvo a cuatro patas, y empezó a vomitar. El otro se volvió, parpadeando, y bus­cando su arma a tientas.
- ¿Qué te ocurre? - murmuró -. ¿Qué has to­mado? ¿Veneno?
Everard se movió. Saltando sobre el fuego, había caído sobre Toktai antes que el guardia aún des­pierto se diese cuenta. El mongol se echó adelante gritando. Everard encontró la espada de Toktai. La sacó de la vaina y brincó. El guerrero alzó la suya. Pero Everard no quería matar a un hombre casi indefenso. Se le acercó más, apartó el arma ene­miga y le golpeó con el puño. El mongol cayó de rodillas, se derrumbé y quedó dormido.
Everard escapo. Se oían en la oscuridad voces de hombres que gritaban, cascos de bestias tambo­rileando; uno de los centinelas montados corría a investigar. Alguien prendió una rama en el casi extinto fuego y la agité hasta hacerla llamear. Everard se tendió boca abajo. Un guerrero tiró una piedra a la maleza, sin verle, y él se deslizó buscando más oscuridad. Una andanada de mal­diciones, pronunciadas tan aprisa como si fueran disparos de ametralladora, le hizo comprender que habían descubierto al Noyon.
Everard se puso en pie y eché a correr. Los ca­ballos sujetos pastaban, vigilados como de costum­bre. Eran una oscura mancha. en la llanura, visible bajo un cielo lleno de lucientes estrellas. Everard vio a uno de los vigilantes mongoles galopar hacia él. Una voz aulló:
- ¿Qué ha ocurrido?
El respondió en voz alta:
¡Ataque al campamento!
Pretendía solo ganar tiempo, a menos que el jinete le reconociese y le lanzara una flecha. Se acurrucó, visible solo como una masa informe bajo la capa. El mongol se dirigía allí, entre una polva­reda Everard saltó, apoderándose de la brida del caballo antes que le reconociera. Luego, el centinela gritó y sacó la espada. Tiró un golpe hacia abajo. Pero Everard estaba al otro lado. Paré fá­cilmente el golpe, que venía de arriba y era desma­ñado, y atacó a su vez, sintiendo que su arma en­traba en la carne. El caballo retrocedió, asustado, y su jinete cayó de la silla. Rodó, traté de incor­porarse y se tambaleé, berreando. Everard tenía ya el pie en un estribo en forma de cazuela. El mongol se arrastraba hacia él, manando sangre por una pierna herida. Everard monté y dejé caer su espada de plano sobre la grupa de su cabalga­dura, dirigiéndose a la manada. Otro jinete pre­tendió interceptarle el camino. Everard se encogió. mientras una flecha silbaba en el sitio que él había ocupado. El caballo se encabritaba, luchando con­tra aquella desconocida carga. Everard necesitó un minuto para dominarlo. El arquero podía haberle herido entonces acercándose y enfrentándole. Pero la costumbre le hizo pasar al galope, disparando. Erré el golpe en la penumbra, y antes que pudiera repetirlo, Everard se había esfumado en la noche.
El patrullero descolgó un lazo del arzón de la silla e irrumpió entre la espantadiza manada. En­lazó al animal más próximo, que le siguió con gran mansedumbre. Inclinándose, corté las trabas a los demás caballos con su espada, y se puso en mar­cha, llevándose la remonta; alcanzaron el lado opuesto al lugar de la manada y se encaminaron hacia el Norte.
«Una caza por huella es una larga caza - se dijo Everard -. Pero me seguirán mientras no los des­piste. Veamos si recuerdo la topografía. Las capas de lava se hallan en dirección Noroeste.»
Echó una mirada hacia atrás. Nadie le perseguía aún; necesitaba tiempo para organizarse. Sin em­bargo...
Débiles relámpagos parpadeaban sobre él; el aire, rasgado, retumbaba tras ellos. Sintió una frialdad que superaba a la de la noche. Pero no apresuró su paso. No había razón para ello.
Eso tenía que ser, Manse Everard..., que había vuelto a tu saltatiempos y lo dirigía, hacia el Sur en el espacio y hacia atrás en el tiempo.
Aquello estaba resultando bien - pensó - . La doc­trina de la Patrulla en tales casos era ayudarse a sí mismo; había peligro de una confusión de cau­sas que enredase el futuro con el pasado.
«Pero en este caso escaparé de él. No habrá ni siquiera reproches. Porque será para libertar a John Sandoval, no a mí mismo. Yo ya me había libertado, pues podía burlar la persecución en unas montañas que yo conozco y los mongoles no.
El saltatiempos es para salvar la vida de mi amigo.
Además - pensó con amargura -, ¿qué ha sido toda esta misión sino el retroceso del futuro para crear su propio pasado? Sin nosotros, los mongoles po­dían muy bien haberse apoderado de América, y entonces ninguno de nosotros habría existido.»
El cielo era una inmensa negrura cristalina; po­cas veces se veía tan poblado de estrellas. La Osa Mayor lucía sobre la nevada tierra; ruido de cas­cos sonaban en el silencio. Everard nunca se había sentido tan solitario.
- ¿Y qué estoy yo haciendo aquí?
La respuesta vino y le tranquilizó un tanto, al sentirla en el ritmo de aquellos caballos que co­rrían devorando kilómetros. Deseaba ya acabar con todo aquello. Lo que hubo de hacer resultó menos malo de lo que temiera.
Toktai y Li Tai-Tsung nunca volverían a casa.
Pero no porque hubieran perecido en tierra o mar, sino porque un brujo cayó del firmamento, mató sus caballos con centellas y aplastó y quemó sus barcos en la boca del río. Ningún marinero chino se aventuraría en aquellas engañosas naves, en ninguna embarcación que pudiera construirse aquí; ninguno de ellos creería posible volver a la patria a pie, como así era probablemente. La expedición quedaría allí, se casarían con las indias y vivirían libremente sus vidas. Los Chinook Tlingit, Nootka y otras tribus, con sus grandes canoas marineras, sus tiendas de campaña, sus objetos de cobre, sus pieles, sus tejidos y su altivez...
Bien; un noyon mongol y hasta un estudiante confuciano podrían vivir menos feliz y útilmente que creando semejante vida para tal raza.
Everard asintió a sus propios pensamientos. Sí, así era. Mucho más difícil de lograr que los ame­nazadores propósitos que, en su ambición sedienta de sangre, acariciara Toktai, era hallar la verdad sobre sí mismo: su familia, su patria y su razón de vivir. Después de todo, resultaba que los distan­tes superhombres no eran completamente idealis­tas. No estaban salvaguardando una futura Histo­ria (quizá de ordenación divina) que condujera hasta ellos. Aquí y allá también se dedicaban a crearse su propio pasado. No preguntéis si hubo alguna vez un plan original de las cosas; conservad cerrada la mente. Mirad la hollada senda que ha de seguir la Humanidad, y decios que si en unos sitios hubiera podido ser mejor, en otros hubiera podido ser peor.
- Puede ser un juego tortuoso - dijo Everard -, pero es el único entre los hombres.
Su voz fue tan sonora en aquella tierra, que ya no hablé más. Animé a su caballo y marchó un poco más de prisa en dirección al Norte.

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