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AUTOR DE TIEMPOS PASADOS

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sábado, 11 de octubre de 2008

CRONICAS DE PRYDAIN 5 -- EL GRAN REY -- LLOYD ALEXANDER

EL GRAN REY
Crónicas de Prydain/5
Lloyd Alexander

1 - El regreso al hogar
Dos jinetes avanzaban sobre la hierba bajo un cielo frío y gris. Taran, el más alto de los
dos, había tensado el rostro contra el embate del viento y se había inclinado hacia
adelante sobre su silla de montar clavando los ojos en las distantes colinas. De su
cinturón colgaba una espada, y de su hombro un cuerno de batalla ribeteado de plata. Su
compañero Gurgi, más peludo que el pony que montaba, se envolvió en su maltrecha
capa, se frotó las orejas cubiertas de escarcha y empezó a lanzar gemidos tan
quejumbrosos y abatidos que Taran acabó tirando de las riendas cíe su caballo.
—¡No, no! —gritó Gurgi—. ¡El fiel Gurgi continuará galopando! Gurgi sigue a su
bondadoso amo, oh, sí, tal como siempre ha hecho. ¡No hagáis caso de sus temblores y
dolores! ¡No hagáis caso de los cabeceos de su pobre y tierna cabeza!
Taran sonrió. Acababa de darse cuenta de que a pesar de sus valerosas palabras
Gurgi no apartaba los ojos del refugio que ofrecía un bosquecillo de fresnos cercano.
—Tenemos tiempo de sobras —respondió—. Anhelo volver a casa, pero no quiero que
tu pobre y tierna cabeza pague un precio excesivo a cambio de ello. Acamparemos aquí,
y no reanudaremos el viaje hasta el amanecer.
Ataron sus monturas y encendieron una pequeña hoguera dentro de un círculo de
piedras. Gurgi se hizo un ovillo y empezó a roncar casi antes cíe haber acabado de
comer. Taran estaba tan cansado como su compañero, pero se dispuso a remendar los
arneses de cuero. De repente interrumpió su tarea y se levantó de un salto. Una silueta
alada caía velozmente del cielo precipitándose hacia él.
—¡Mira! —gritó Taran. Gurgi se irguió y parpadeó, aún bastante adormilado—. ¡Es
Kaw! Dallben debe de haberle enviado en nuestra búsqueda.
El cuervo batió las alas, hizo chasquear su pico y empezó a lanzar estruendosos
graznidos incluso antes de haberse posado sobre la muñeca que había extendido Taran.
—¡Eilonwy! —graznó Kaw con toda la potencia de sus pulmones—. ¡Eilonwy!
¡Princesa! ¡Casa!
El cansancio que encorvaba los hombros de Taran cayó de ellos como si fuese una
capa. Gurgi, quien ya había despertado del todo, fue corriendo a desatar las riendas de
los caballos mientras lanzaba gritos de alegría. Taran montó de un salto sobre Melynlas,
hizo volver grupas al corcel gris y salió galopando del bosquecillo con Kaw posado encima
de su hombro y Gurgi y el pony galopando detrás de él.
Cabalgaron día y noche, deteniéndose sólo lo imprescindible para engullir un bocado
de comida o permitirse unos momentos de sueño, pidiendo el máximo a la velocidad y
fortaleza de sus monturas y de ellos mismos, y avanzaron en dirección sur bajando hasta
el valle de la montaña y cruzando el Gran Avren hasta que los campos de Caer Dallben
volvieron a extenderse delante de ellos una soleada mañana.
Apenas Taran hubo cruzado el umbral de la casita ésta se alborotó de tal manera que
Taran casi no sabía en qué dirección volverse. Kaw había empezado a chillar y aletear
nada más entraron; Coll, cuya gran coronilla calva y ancho rostro irradiaban deleite, le
daba palmadas en la espalda; y mientras tanto Gurgi lanzaba gritos de alegría y daba
saltos envuelto en la nube cíe pelos que se desprendían de su cuerpo. Incluso el anciano
encantador Dallben, quien rara vez permitía que algo turbara sus meditaciones, salió
cojeando de su habitación para contemplar la bienvenida. La agitación que le rodeaba
hizo que Taran apenas pudiera distinguir a Eilonwy, aunque oyó con toda claridad la voz
de la princesa alzándose por encima del estrépito.
—¡Taran de Caer Dallben, llevo días esperando verte! —gritó Eilonwy mientras Taran
intentaba abrirse paso hasta ella—. Después de todo el tiempo que he pasado lejos de
aquí aprendiendo a ser una joven dama, como si no lo fuera ya antes de marcharme... ¡Y
luego cuando por fin vuelvo a casa resulta que tú no estás!
Un instante después Taran estaba a su lado. La esbelta princesa seguía luciendo sobre
su garganta el creciente lunar de plata, y llevaba en su dedo el anillo forjado por el Pueblo
Rubio; pero ahora una banda de oro circundaba su frente, y la magnificencia de su
aspecto hizo que Taran fuera súbitamente consciente de que su capa de viaje estaba
manchada y de que tenía las botas cubiertas de barro.
—Y si piensas que vivir en un castillo es agradable —siguió diciendo Eilonwy sin
detenerse a tomar aliento—, puedo asegurarte que no lo es. ¡Es horrible y aburridísimo!
Me han obligado a dormir en camas donde había tantas almohadas de plumas de ganso
que podías ahogarte en ellas. Estoy segura de que los gansos las necesitaban más que
yo..., me refiero a las plumas, claro, no a las almohadas. Y además hay servidores que te
traen justo lo que no quieres comer, y que te lavan el pelo tanto si necesita ser lavado
como si no, y que cosen y tejen y te hacen reverencias y montones de cosas más en las
que no quiero ni pensar. Ya no sé cuánto tiempo hace que no desenvaino una espada...
Eilonwy se calló de repente y contempló en silencio a Taran mientras ponía cara de
curiosidad.
—Qué raro... —dijo—. Hay algo distinto en ti. No es tu pelo, aunque a juzgar por su
aspecto se diría que te lo has cortado tú mismo con los ojos cerrados. Es... Bueno, no sé
muy bien qué es. Quiero decir que... Bueno, si no se lo dices nadie adivinaría que eras un
Ayudante de Porquerizo.
El fruncimiento de perplejidad de Eilonwy hizo que Taran dejara escapar una carcajada
jovial y llena de ternura.
—Ay, ha pasado mucho tiempo desde que cuidé por última vez de Hen Wen. Cuando
Gurgi y yo estuvimos viajando por los Commots Libres yendo cié un lado a otro entre sus
gentes hicimos todos los trabajos imaginables, salvo el de cuidar los cerdos. Esta capa
cuya urdimbre tramé e hilé en el telar de Dwyvach la Tejedora; esta espacia... Hevydd el
Herrero me enseñó cómo forjarla. Y esto... —dijo con una sombra de tristeza en la voz
mientras sacaba un cuenco de barro de su jubón—. Lo hice en el torno de Annlaw, el
Moldeador de la Arcilla. —Colocó el cuenco en las manos de Eilonwy—. Si te complace
es tuyo.
—Es muy hermoso —dijo Eilonwy—, Sí, lo guardaré como un tesoro. Pero también me
refería a eso. No estoy diciendo que no seas un buen Ayudante de Porquerizo, porque
estoy segura de que eres el mejor que existe en todo Prydain, pero hay algo más...
—Dices la verdad, princesa —intervino Coll—. Nos dejó siendo un porquerizo, y vuelve
teniendo el aspecto de poder salir triunfante de cualquier empresa en la que decida
embarcarse.
Taran meneó la cabeza.
—Descubrí que no he nacido para ser herrero ni tejedor..., ni tampoco moldeador de la
arcilla, por desgracia. Gurgi y yo ya volvíamos a casa cuando Kaw nos encontró, y aquí
nos quedaremos.
—Me alegra oírte decir eso —replicó Eilonwy—. Lo único que se sabía de ti era que
andabas vagabundeando de un lado a otro. Dallben me dijo que estabas buscando a tus
padres. Después encontraste a alguien que creíste era tu padre, pero que resultó no
serlo. ¿O era al revés? La verdad es que no lo entendí del todo.
—Hay muy poco que entender —dijo Taran—, Encontré lo que buscaba, aunque no era
lo que tenía la esperanza de encontrar.
—No, no lo era —murmuró Dallben, quien había estado observando a Taran con
mucha atención—. Encontraste más de lo que buscabas, y quizá hayas obtenido más de
lo que tú mismo sabes.
—Sigo sin entender por qué quisiste marcharte de Caer Dallben... —empezó a decir
Eilonwy.
Taran no tuvo ocasión de replicar, pues alguien se apoderó de su mano y empezó a
estrecharla vigorosamente haciéndola subir y bajar a gran velocidad.
—¡Hola, hola! —exclamó un joven de ojos azul claro y cabellos color de paja.
Su capa adornada con hermosos bordados parecía haber quedado empapada y haber
sido colgada luego a secar. Los cordones de sus botas, rotos en varios puntos, habían
sido recompuestos mediante enormes nudos que colgaban a un lado y a otro.
—¡Príncipe Rhun!
Taran casi no le había reconocido. Rhun estaba más alto y delgado, aunque su sonrisa
seguía siendo tan grande y jovial como siempre.
—Rey Rhun, en realidad —respondió el joven—, ya que mi padre murió el verano
pasado. Ésa es una de las razones por las que la princesa Eilonwy se encuentra aquí
ahora. Mi madre quería que se quedara en Mona con nosotros para completar su
educación. ¡Y ya conoces a mi madre! La educación nunca se habría acabado, a pesar de
que Dallben había enviado un mensaje diciendo que Eilonwy debía volver a casa. Bien, al
final tuve que imponer mi voluntad —añadió orgullosamente—. Ordené que aparejaran un
navío y zarpamos del puerto de Mona. ¡Es asombroso lo que puede llegar a conseguir un
rey cuando decide poner manos a la obra! Y hemos traído a alguien más con nosotros...
—dijo Rhun, y señaló la chimenea con la mano.
Su gesto hizo que Taran se fijara por primera vez en el hombrecillo regordete que
estaba sentado al lado del hogar con una marmita entre las rodillas. El desconocido se
lamió los dedos y contempló a Taran arrugando su nacida nariz. No hizo ningún intento de
levantarse, y se limitó a asentir brevemente con la cabeza, lo que hizo que la no muy
abundante franja de pelos que rodeaba su bulbosa cabeza se agitase como un matorral
de algas sumergidas.
Taran le observó sin creer en lo que veían sus ojos. El hombrecillo se irguió y sorbió
aire por la nariz mientras adoptaba una expresión entre altiva y ofendida.
—Nadie debería tener problemas para acordarse de un gigante —elijo con voz
malhumorada.
—¿Que si me acuerdo de ti? —replicó Taran—. ¡Cómo no iba a acordarme! ¡La
caverna de Mona! Pero la última vez que te vi eras más..., más grande, y eso sin
exagerar. Pero no cabe duda de que eres tú... ¡Sí, es él! ¡Es Glew!
—Cuando era un gigante muy pocos me habrían olvidado tan deprisa —dijo Glew—.
Por desgracia las cosas son como son y lo pasado pasado está. Bueno, en la caverna...
—Has conseguido que vuelva a empezar —murmuró Eilonwy volviéndose hacia
Taran—. Ahora seguirá hablando y hablando de los gloriosos días en los que era un
gigante hasta que acabes tan harto de oírle que apenas podrás tenerte en pie. Sólo
parará para comer, y sólo parará de comer para hablar... Puedo comprender que coma de
esa manera, ya que pasó mucho tiempo alimentándose únicamente de hongos; pero
cuando era un gigante debió de ser muy desgraciado, y cualquiera pensaría que querría
olvidarlo.
—Sabía que Dallben envió a Kaw con una poción para encoger a Glew devolviéndole a
su tamaño normal —dijo Taran—, En cuanto a lo que le ha ocurrido después de eso, no
sé absolutamente nada.
—Eso es lo que le ha ocurrido —replicó Eilonwy—, En cuanto logró salir de la caverna
fue directamente al castillo de Rhun. Nos aburrió a todos hasta extremos indecibles con
esas interminables historias suyas que no tienen ni pies ni cabeza, pero daba tanta pena
que nadie se atrevió a echarle del castillo. Cuando zarpamos nos lo llevamos con
nosotros pensando que sentiría una inmensa gratitud hacia Dallben y querría agradecerle
personalmente lo que había hecho por él. ¡Pues no! Casi tuvimos que retorcerle las orejas
para conseguir que subiera a bordo... Ahora que está aquí desearía que le hubiéramos
dejado donde estaba.
—Pero faltan tres cíe nuestros compañeros —dijo Taran recorriendo el interior de la
casita con la mirada—. El buen Doli, y Fflewddur Fflam... Y albergaba la esperanza de
que el príncipe Gwydion quizá hubiera venido para dar la bienvenida a Eilonwy.
—Doli te envía sus mejores deseos —dijo Coll—, pero tendremos que prescindir de su
compañía. Desenraizar a nuestro amigo el enano del reino del Pueblo Rubio es más difícil
que sacar un tocón de un campo. Se niega a moverse de allí. En cuanto a Fflewddur
Fflam, no hay nada que pueda impedir que él y su arpa se mantengan alejados de una
celebración. Ya tendría que llevar algún tiempo aquí.
—Y el príncipe Gwydion también tendría que haber llegado ya —añadió Dallben—. Él y
yo tenemos asuntos que discutir. Aunque vosotros los jóvenes podáis dudarlo, algunos de
ellos tienen una importancia aún mayor que dar la bienvenida a una princesa y a un
Ayudante de Porquerizo.
—Bueno, volveré a ponerme esto cuando lleguen Fflewddur y el príncipe Gwydion para
que puedan ver qué tal me queda —dijo Eilonwy quitándose la tiara de oro de la frente—,
pero no estoy dispuesta a aguantarla ni un momento más. El roce me ha hecho una
ampolla, y me da dolor de cabeza...; es como si alguien te estuviera apretando el cuello
todo el rato, sólo que más arriba.
—Ah, princesa, una corona es más incomodidad que adorno —dijo Dallben con una
sonrisa que creó nuevas arrugas en su rostro—. Si has aprendido eso ya has aprendido
mucho.
—¡Aprender! —gritó Eilonwy—. He estado aprendiendo tantas cosas que se me salen
por las orejas. Lo que he aprendido no se ve, claro, por lo que resulta difícil darse cuenta
de que está allí. No, esperad, eso no es del todo verdad... Mirad, he aprendido a hacer
esto. —Sacó de entre los pliegues de su capa un cuadrado de tela doblada, y se lo alargó
a Taran en un gesto de ofrecimiento casi tímido—. Lo bordé para ti. Aún no está acabado,
pero aun así quiero que lo tengas, a pesar de que admito que no es tan hermoso como
algunas de las cosas que has hecho tú.
Taran desplegó el cuadrado de tela. Era tan ancho como sus brazos extendidos, y las
un tanto erráticas puntadas del bordado mostraban a una cerda blanca de ojos azules
sobre un campo verde.
—Se supone que es Hen Wen —explicó Eilonwy mientras Rhun y Gurgi se colocaban
al lado de Taran para examinar más de cerca su obra—, Al principio intenté incluirte en el
bordado —dijo Eilonwy volviéndose hacia Taran—. Lo hice porque quieres tanto a Hen
Wen y porque..., porque pensaba en ti. Pero lo que me salió no se parecía en nada a ti y
más bien recordaba a un montón de palos coronado por un nido de pájaros, así que tuve
que empezar de nuevo limitándome a Hen. Tendrás que imaginarte que estás de pie a su
lado..., ahí, un poquito a la izquierda. Si no hubiese obrado así jamás habría conseguido
adelantarlo tanto, y eso que me pasé todo el verano trabajando en él.
—Si estaba en tus pensamientos por aquel entonces, tu trabajo me alegra todavía más
—dijo Taran—, Ah, y el que en realidad Hen tenga los ojos castaños no importa, de
veras...
Eilonwy le lanzó una mirada abatida.
—No te gusta.
—Sí, sí, claro que me gusta, de veras —le aseguró Taran—. Castaño o azul, ¿qué más
da? Me resultará muy útil...
—¡Útil! —gritó Eilonwy—. ¡El que sea útil o no da igual! ¡Es un regalo conmemorativo,
no una manta para caballos! Taran de Caer Dallben, nunca entiendes nada.
—Por lo menos sé de qué color tiene los ojos Hen Wen —replicó Taran con una
sonrisa bienhumorada.
Eilonwy alzó el mentón y meneó la cabeza haciendo revolotear de un lado a otro su
cabellera cíe un dorado rojizo.
—¡Hum! —exclamó—. Y muy probablemente habrás olvidado el color de los míos.
—No, princesa —respondió Taran en voz baja—. Y tampoco he olvidado el momento
en el que me diste esto —añadió descolgando el cuerno de batalla de su hombro—. Sus
poderes resultaron ser más grandes de lo que ninguno de los dos imaginaba. Ahora ya se
han esfumado, pero sigo guardándolo como un tesoro porque llegó a mí de tus manos.
»Me has preguntado por qué quería descubrir cuál es mi linaje —siguió diciendo
Taran—. Me marché porque albergaba la esperanza de que acabaría descubriendo que
era cíe noble cuna, y eso me daría el derecho a pedirte lo que no me atrevía a pedir
antes. Mis esperanzas eran infundadas, pero aunque hayan resultado serlo...
Taran vaciló como si buscara las palabras más adecuadas. La puerta de la casita se
abrió de golpe antes de que pudiera hablar, y Taran lanzó un grito de alarma.
Fflewddur Fflam acababa de aparecer en el umbral. El rostro del bardo estaba de un
gris ceniciento, y algunos mechones de su desordenada cabellera amarilla colgaban
sobre su frente. Llevaba el cuerpo nacido de un hombre sobre la espalda.
Taran corrió en su ayuda con Rhun detrás de él. Gurgi y Eilonwy les siguieron mientras
bajaban la silueta inmóvil al suelo. Glew les contemplaba sin decir palabra y con sus
regordetas mejillas sacudidas por temblores. En el primer instante la sorpresa había sido
tan gránele que Taran se había tambaleado, pero en cuanto se recuperó sus manos
empezaron a trabajar muy deprisa y casi como si tuvieran voluntad propia para abrir la
capa y aflojar el jubón desgarrado. Gwydion, príncipe de Don, yacía ante él, inmóvil sobre
el suelo de tierra apisonada.
La cabellera gris como el pelaje de un lobo del guerrero estaba cubierta por una costra
de sangre seca, y su rostro curtido por la intemperie estaba manchado de sangre. Tenía
los labios tensos y los dientes apretados por la rabia de la batalla. La capa de Gwydion le
envolvía un brazo como si hubiera pretendido defenderse con ese único recurso.
—¡Han matado al señor Gwydion! —gritó Eilonwy.
—Vive..., aunque a duras penas —dijo Taran—. Trae medicinas —ordenó a Gurgi—.
Las hierbas curativas de mis alforjas y... —Taran no llegó a completar la frase, y se volvió
rápidamente hacia Dallben—. Perdonadme. No es correcto que dé órdenes estando bajo
el techo de mi señor, pero las hierbas tienen un gran poder. Adaon, Hijo de Taliesin, me
las dio hace mucho tiempo. Si las deseáis son vuestras.
—Conozco su naturaleza, y no dispongo de ninguna hierba curativa que pueda surtir un
efecto superior al de ellas —replicó Dallben— y tampoco deberías temer el dar órdenes
debajo de un techo, sea el que sea, pues ya has aprendido a mandar sobre ti mismo.
Confío en tu capacidad porque veo que tú confías en ella. Haz lo que te parezca más
adecuado.
Col) ya volvía corriendo de la cocina con una palangana llena de agua. Dallben, que se
había arrodillado al lado de Gwydion, se puso en pie y se volvió hacia el bardo.
—¿Qué maligna acción es ésta? —La voz del anciano encantador apenas era un
susurro, pero aun así resonó por toda la casita. Sus ojos ardían de ira—. ¿A quién
pertenece la mano que ha tenido la osadía de atacarle?
—Han sido los Cazadores de Annuvin —dijo Fflewddur—. Estuvieron a punto de poner
fin a dos vidas... ¿Qué fue de ti? —preguntó con voz apremiante volviéndose hacia
Taran—. ¿Cómo conseguiste dejarles atrás tan deprisa? Da gracias de que no lo pasaras
mucho peor.
Taran contempló al inquieto bardo con una expresión de perplejidad en el rostro.
—Tus palabras no tienen ningún significado, Fflewddur.
—¿Significado? —replicó el bardo—. Su significado no puede estar más claro. Gwydion
habría dado su vida a cambio de la tuya cuando los Cazadores se lanzaron sobre ti hace
menos de una hora.
—¿Que se lanzaron sobre mí? —La perplejidad de Taran seguía aumentando—.
¿Cómo es posible? Gurgi y yo no hemos visto a ningún Cazador, y ya llevamos más de
una hora en Caer Dallben.
—¡Gran Belin, un Fflam ve lo que ve! —gritó Fflewddur.
—Estás sintiendo los efectos de una fiebre —dijo Taran—. Puede que tú también estés
herido más gravemente de lo que crees. Descansa, te proporcionaremos toda la ayuda
que podamos.
Se volvió nuevamente hacia Gwydion, abrió la bolsita de hierbas que Gurgi le había
traído y empezó a empaparlas en el agua de la palangana.
El rostro de Dallben estaba muy sombrío.
—Deja que el bardo hable —dijo—. En sus palabras hay muchas cosas que me
inquietan.
—El señor Gwydion y yo vinimos juntos desde las tierras del norte —empezó a decir
Fflewddur—. Habíamos cruzado el Avren, y ya no nos quedaba mucho camino que
recorrer para llegar aquí. A poca distancia delante de nosotros, en un claro... —El bardo
hizo una pausa y clavó la mirada en Taran—, ¡Te vi con mis propios ojos! Estabas en una
situación muy apurada. Nos pediste ayuda a gritos, y nos hiciste señas con la mano para
que acudiéramos.
»Gwydion se me adelantó —siguió diciendo Fflewddur—, Tú ya habías galopado hasta
salir del claro. Gwydion te siguió moviéndose tan velozmente como el viento. Llyan me
transportó lo más deprisa posible, pero cuando llegué no había ni rastro de ti..., aunque sí
había Cazadores por todas partes. Habían arrancado a Gwydion cíe su silla de montar.
¡Si se hubieran enfrentado a mí lo habrían pagado con sus vidas! —exclamó Fflewddur—.
Pero huyeron en cuanto galopé hacia ellos. Gwydion estaba cerca de la muerte, y no me
atreví a dejarle allí.
Fflewddur inclinó la cabeza.
—Su herida se encontraba más allá de la capacidad de mis artes curativas. Lo único
que he podido hacer ha sido traerle hasta aquí en el estado en que le ves.
—Le has salvado la vida, amigo mío —dijo Taran.
—¡Y he perdido aquello que Gwydion habría dado su vida por conservar! —gritó el
bardo—. Los Cazadores no consiguieron matarle, pero una calamidad todavía más
terrible ha caído sobre él. Le han despojado de su espada..., ¡de la hoja y de la vaina!
Taran contuvo el aliento. Hasta aquel momento sólo se había preocupado por las
heridas de su compañero, y no se había dado cuenta de que Dyrnwyn, la espada negra,
ya no colgaba del costado de Gwydion. El terror se adueñó de él. Dyrnwyn, la hoja
encantada, el arma llameante del antiguo poder, se encontraba en manos de los
Cazadores. Se la llevarían a su amo y la entregarían a Arawn, el Señor de la Muerte,
monarca del reino oscuro de Annuvin.
Fflewddur se dejó caer al suelo y ocultó la cara en las manos.
—Y al parecer también he perdido la cordura, pues acabas de decirme que no eras tú
quien nos llamó.
—No puedo juzgar qué viste —elijo Taran—, Lo que más debe preocuparnos ahora es
la vida de Gwydion. Ya hablaremos de todo esto cuando tengas la memoria más clara.
—La memoria del arpista ya está lo bastante clara.
Una mujer vestida de negro emergió cíe la esquina sumida en las sombras dónele
había estado escuchando en silencio, y fue lentamente hacia ellos hasta detenerse en el
centro del grupo. Su larga cabellera suelta caía sobre los hombros y la espalda brillando
como si fuese de plata; y la belleza letal de su rostro no se había desvanecido del todo,
aunque ahora parecía desgastada y un poco borrosa, como un sueño que sólo se
recuerda a medias.
—El infortunio ha marcado nuestro encuentro, Ayudante de Porquerizo —dijo Achren—
, pero sé bienvenido, de todas formas. ¿Cómo es que todavía me temes? —añadió al ver
la mirada de inquietud que le lanzó Taran, y sonrió. Tenía los dientes muy blancos, y
brillaban como dagas—. Y Eilonwy, Hija de Angharad, tampoco ha olvidado mis poderes a
pesar de que fue ella quien los destruyó en el Castillo de Llyr. Pero desde que vivo aquí,
¿acaso no he servido a Dallben tan bien como cualquiera de vosotros?
Achren fue hacia Gwydion, quien seguía inmóvil en el suelo. Taran vio un brillo de algo
que casi parecía compasión en sus frías pupilas.
—El señor Gwydion vivirá —dijo Achren—, pero quizá acabe encontrándose con un
destino más cruel que la muerte.
Achren se inclinó y rozó la frente del guerrero con las puntas de los dedos. Después
apartó la mano y se encaró con el bardo.
—Tus ojos no te han engañado, arpista —dijo—. Viste lo que se deseaba que vieras.
¿Un porquerizo? ¿Por qué no, si escogió aparecerse ante vosotros bajo esa forma? Sólo
hay uno que tenga tal poder..., el mismísimo Arawn, Señor de Annuvin, la Tierra de la
Muerte.
2 - Las varillas de las letras
Taran no pudo contener un jadeo de temor. La mujer vestida de negro le lanzó una
mirada gélida.
—Arawn no se atreve a cruzar las fronteras de Annuvin con su verdadera forma, pues
hacerlo significaría su muerte —dijo—, pero todas las apariencias están a su alcance y
bajo su dominio, y todas le sirven de escudo y de máscara a la vez. Se mostró ante el
arpista y el señor Gwydion con la apariencia del porquerizo. También podría haberse
aparecido como un zorro en el bosque, un águila e incluso un gusano ciego si estimara
que eso le resultaba más conveniente para sus fines. Sí, Ayudante de Porquerizo,
escoger la forma y los rasgos de cualquier otra criatura viva le habría resultado igual de
fácil... Pero en el caso del señor Gwydion, ¿qué cebo mejor que ver a un compañero en
peligro..., alguien que ha luchado a menudo junto a él, que le es conocido y en quien
confía? Gwydion es un guerrero demasiado astuto para caer en una trampa menos hábil.
—Entonces todos nosotros estamos perdidos —dijo Taran con voz abatida—. El Señor
cíe Annuvin puede ir y venir entre nosotros como le plazca, y no poseemos ninguna
defensa contra él.
—Cierto, Ayudante de Porquerizo, tienes razones para temerle —replicó Achren—, Se
te ha ofrecido la ocasión de entrever uno de los poderes más sutiles de Arawn, pero es un
poder que sólo utiliza cuando ningún otro le resulta de utilidad. Nunca abandonará su
fortaleza salvo obligado por un peligro que amenace su existencia o, tal como hizo hoy,
cuando lo que pretende conseguir justifique sobradamente ese riesgo. Arawn tiene
muchos secretos —prosiguió Achren bajando el tono de voz—, pero éste es el que se
halla más celosamente protegido y oculto de todos ellos. En cuanto asume una forma su
fortaleza y sus artes no son más grandes que las del disfraz que lleva puesto. Entonces
se le puede matar igual que a cualquier criatura mortal.
—¡Oh, Fflewddur, si hubiera estado contigo! —gritó Eilonwy, presa de la
desesperación—. Por mucho que se pareciese a Taran, Arawn nunca habría conseguido
engañarme. ¡Y no me digas que habría sido incapaz de percibir la diferencia entre un
auténtico Ayudante de Porquerizo y uno falso!
—Eso no es más que orgullo estúpido, Hija de Angharad —replicó despectivamente
Achren—. No existen ojos que puedan ver aquello que se oculta bajo la máscara de
Arawn, Señor de la Muerte..., salvo los míos —añadió—, ¿Lo dudas acaso? —se
apresuró a preguntar al ver la expresión de sorpresa de Eilonwy.
Los rasgos avejentados de la mujer aún encerraban restos de un viejo orgullo, y
cuando volvió a hablar la altivez y la ira hicieron que su voz sonara más seca y cortante.
—Mucho antes de que los Hijos de Don vinieran a morar en Prydain, mucho antes de
que los señores de los cantrevs jurasen lealtad al Gran Rey Math y a Gwydion, el líder de
sus guerreros, era yo quien exigía la sumisión y la obediencia a mi poder, yo quien llevaba
en mi cabeza la Corona de Hierro de Annuvin.
»Arawn era mi consorte, y me servía y hacía lo que yo quería que hiciese —siguió
diciendo Achren—. Y me traicionó. —Su voz se convirtió en un murmullo enronquecido, y
la rabia destelló en sus ojos—. Me robó mi trono y me hizo a un lado, pero sus poderes no
son ningún secreto para mí porque fui yo quien le enseñó a utilizarlos. Que nuble vuestra
vista con el disfraz que se le antoje emplear, pero el rostro de Arawn nunca se me podrá
mantener oculto.
Gwydion se removió y dejó escapar un débil gemido. Taran se volvió nuevamente hacia
su palangana de hierbas curativas mientras Eilonwy levantaba la cabeza del guerrero con
sus manos.
—Llevad al príncipe Gwydion a mi habitación —ordenó Dallben. El rostro desgastado
por las preocupaciones y los años del encantador estaba tenso, y las arrugas de sus
marchitas mejillas se habían vuelto más profundas—. Tus artes han ayudado a
mantenerle alejado cíe la muerte —dijo volviéndose hacia Taran—. Ahora he de averiguar
si las mías pueden ayudarle a regresar a la vida.
Coll alzó a Gwydion en sus robustos brazos.
Achren se dispuso a seguirle.
—Apenas necesito dormir y soy la que mejor puede velar —dijo—. Pasaré la noche
cuidando del príncipe Gwydion.
—Yo cuidaré de él —dijo Eilonwy dando un paso para ponerse al lado de Coll.
—No me temas, Hija de Angharad —dijo Achren—. No deseo ningún mal al príncipe
Gwydion. —Hizo una gran reverencia, mitad burlona y mitad humilde—. El establo es mi
castillo y la cocina mi reino. No ambiciono mandar en ningún otro lugar.
—Venid —dijo Dallben—. Las dos me ayudaréis. Los demás..., esperad. Tened
paciencia, y no perdáis la esperanza.
La oscuridad ya había cegado las ventanas de la casita. Taran tuvo la impresión de que
el fuego había perdido su calor y sólo proyectaba frías sombras entre los compañeros,
que se habían sumido en el silencio.
—Al principio pensé que conseguiríamos alcanzar a los Cazadores e impedir que
llegaran a Annuvin —dijo por fin—, pero si Achren dice la verdad, Arawn en persona
estaba al mando cíe ellos y ahora la espada de Gwydion se encuentra en sus manos. No
sé qué se propone, pero siento un terrible temor.
—No consigo perdonarme lo que he hecho —dijo Fflewddur—. La espada se ha
perdido por mi culpa. Tendría que haber percibido la trampa al instante.
Taran meneó la cabeza.
—La estratagema cíe Arawn no podía ser más astuta. Hasta Gwydion fue engañado
por ella.
—¡Pero yo no! —gritó el bardo—. ¡Un Fflam tiene ojos de lince! Vi diferencias desde el
primer momento. La forma en que montaba sobre su corcel, la forma en que... —El arpa
que colgaba del hombro del bardo se tensó de repente y una cuerda se rompió con un
chasquido tan ruidoso que Gurgi, que se había acurrucado al lado del fuego, se levantó
de un salto. Fflewddur se atragantó y tragó saliva—. Ya volvemos a empezar —
murmuró—, ¿Es que nunca dejará de hacerme esto? El más leve..., ah..., intento de
adornar los hechos, ¡y las malditas cuerdas se rompen! Creedme, no pretendía exagerar
en lo más mínimo. Cuando empecé a pensar en lo ocurrido me pareció que había podido
notar... No, la verdad es que el disfraz era perfecto. Podría volver a engañarme..., y con
tanta facilidad como la primera vez.
—¡Asombroso! —murmuró el rey de Mona, que le había estado observando con los
ojos muy abiertos—. Oh, cómo me gustaría poder cambiar de forma... ¡Es increíble!
Siempre he pensado en lo interesante que resultaría ser un tejón o una hormiga. Me
encantaría saber construir tan bien como ellas. Desde que soy rey he intentado introducir
algunas pequeñas mejoras aquí y allá. Tengo intención cié erigir un nuevo rompeolas en
el puerto de Mona. Ya mandé iniciar la construcción cié uno. Mi idea era empezar
simultáneamente por los dos extremos y, de esa forma, terminarlo el doble de rápido. No
consigo entender qué fue mal, pues yo mismo me encargué personalmente de todo el
trabajo, pero... En fin, el caso es que no conseguimos encontrarnos en el centro y tendré
que ciar con una forma mejor de hacerlo. También he planeado el allanamiento de un
camino que lleve hasta la caverna donde vivía Glew. Es un sitio asombroso, y creo que la
gente de Dinas Rhydnant lo pasará en grande visitándolo. Resulta sorprendente lo
sencillo que es —elijo Rhun con una sonrisa de orgullo—. Por lo menos la planificación,
claro... No sé por qué razón, pero llevarla a la práctica siempre parece ser un poco más
difícil.
Oír mencionar su nombre hizo que Glew alzara la cabeza. No se había movido de su
puesto al lado de la chimenea, y la alarma que le habían provocado los recientes
acontecimientos en la casita tampoco había bastado para hacerle soltar la marmita que
tenía en las manos.
—Cuando yo era un gigante... —empezó a decir.
—Veo que la pequeña comadreja está con vosotros —le elijo Fflewddur al rey Rhun. El
bardo había reconocido a Glew inmediatamente a pesar cíe la estatura actual del antiguo
gigante— Cuando era un gigante —murmuró el bardo, lanzando una mirada de no muy
bien disimulada irritación a Glew— era un gigante de lo más miserable. Habría hecho
cualquier cosa para poder escapar de aquella caverna..., incluso echarnos dentro de
aquel repugnante estofado que había cocinado. ¡Un Fflam siempre está dispuesto a
perdonar! Pero creo que él fue un poco demasiado lejos.
—Cuando yo era un gigante —siguió diciendo Glew, ignorando las observaciones del
bardo o, quizá, no habiéndolas oído—, nadie me habría humillado agarrándome por las
orejas y obligándome a subir a un bote maloliente. No tenía ningún deseo de venir aquí, y
después de lo que ha ocurrido hoy todavía tengo menos deseos cíe quedarme. —Glew
frunció los labios—, Dallben se ocupará de que se me lleve a Mona lo más deprisa
posible.
—Estoy seguro de que lo hará —replicó Taran—. Pero en estos momentos Dallben
tiene asuntos mucho más importantes de los que ocuparse, al igual que todos nosotros.
Glew deslizó un dedo por el fondo de la marmita mientras murmuraba algo sobre la
falta de consideración y el haber sido pésimamente tratado, y se pasó ruidosamente la
lengua por los dientes con indignada satisfacción. Los compañeros no dijeron nada más y
se prepararon para pasar la noche.
El fuego ardió hasta convertirse en cenizas. Un viento nocturno empezó a soplar fuera
de la casita. Taran apoyó la cabeza en los brazos. Había anhelado tener la ocasión de
presentarse ante Eilonwy olvidando su rango y su nacimiento, como cualquier hombre
ante cualquier mujer, y aprovechar su bienvenida al hogar para pedirle que se casara con
él; pero el repentino desastre sufrido por Gwydion había hecho que sus deseos perdieran
toda importancia. Seguía sin saber qué sentimientos se ocultaban en el corazón de
Eilonwy ni cuál podría ser la respuesta que daría a su petición, pero no se sentía capaz de
averiguarlo hasta que todos los corazones hubieran vuelto a recobrar la tranquilidad.
Taran cerró los ojos. El viento aullaba como si quisiera hacer pedazos las tranquilas
praderas y huertos de Caer Dallben.
Una mano se posó sobre su hombro y le despertó. Era Eilonwy.
—Gwydion ha despertado —le dijo—. Quiere hablar con nosotros.
El príncipe de Don estaba medio incorporado en su lecho en la habitación de Dallben.
Sus facciones estaban muy pálidas bajo el color moreno resultado de la vida a la
intemperie, y también se hallaban tensas, aunque más a causa de la ira que del dolor. Su
boca estaba fruncida en una mueca de amargura, sus ojos verdes ardían con destellos
oscuros y su mirada era la de un lobo orgulloso que desdeña la gravedad de las heridas
que ha sufrido, y siente un desprecio todavía mayor hacia quienes se las han infligido.
Achren era una sombra silenciosa en un rincón. El anciano encantador estaba en pie con
expresión preocupada junto a la mesa llena de libros al lado de la que había el banco de
madera en el que Taran había tomado asiento para recibir sus lecciones mientras era un
muchacho. El Libro de los Tres, el enorme volumen encuadernado en cuero lleno de una
sabiduría secreta cuyo conocimiento estaba prohibido a todos salvo a Dallben, reposaba
cerrado sobre un montón de tomos antiguos.
Taran fue hacia Gwydion seguido por Eilonwy, Fflewddur y el rey Rhun, y estrechó la
mano del guerrero. Los labios del príncipe de Don se curvaron en una sonrisa
melancólica.
—No es una reunión alegre, Ayudante de Porquerizo, y tampoco va a ser muy larga —
dijo Gwydion—. Dallben me ha explicado la treta que usó el Señor de la Muerte. Dyrnwyn
debe ser recuperada sin retraso y a toda costa. Dallben también me habló de tus
vagabundeos —añadió Gwydion—. Me gustaría oír más sobre ellos de tus propios labios,
pero eso tendrá que esperar a otra ocasión. Partiré hacia Annuvin antes de que haya
terminado el día.
Taran contempló al príncipe de Don con una mezcla de sorpresa y preocupación.
—Vuestras heridas aún son muy recientes. No podéis hacer semejante viaje.
—Tampoco puedo quedarme aquí —replicó Gwydion—. Desde el momento en que
Dyrnwyn llegó a mis manos he averiguado algunas cosas acerca de su naturaleza. No
mucho —añadió—, pero sí lo suficiente como para saber que su pérdida es fatal.
»El linaje de Dyrnwyn es tan antiguo que ningún hombre vivo se acuerda de él —siguió
diciendo Gwydion—, y una gran parte de su historia ha sido olvidada o destruida. Durante
mucho tiempo se pensó que la hoja no era más que una leyenda, algo que sólo podía
servir para que un arpista compusiera canciones sobre ella... Nadie conoce el folklore de
Prydain mejor que Taliesin, el Primer Bardo, pero incluso él sólo pudo contarme que
Govannion el Lisiado, un artesano sin igual, forjó y templó a Dyrnwyn a petición del rey
Rhydderch Hael creando un arma de gran poder para que protegiera la Tierra. Un hechizo
fue arrojado sobre la hoja para salvaguardarla, y se grabó una advertencia en la vaina.
—Me acuerdo de la Vieja Escritura —dijo Eilonwy—. La verdad es que nunca la
olvidaré, porque tuve terribles dificultades para impedir que Taran se metiera en asuntos
que no comprendía. Desenvaina a Dyniuyn, sólo tú de sangre real...
—«Noble naturaleza» se acerca más al auténtico significado —dijo Gwydion—. El
encantamiento prohibe usar la espada a todos los que no sean capaces de emplearla bien
y con sabiduría. La llama de Dyrnwyn destruiría a cualquier otro que osara desenvainarla.
Pero lo que hay escrito sobre la vaina ha sufrido daños. El mensaje completo, que quizá
dijera algo más sobre el propósito cíe la espada, nos es desconocido.
»El rey Rhydderch llevó la espada al cinto durante toda su vida —siguió diciendo
Gwydion—, y sus hijos la llevaron al cinto después de él. Sus reinados fueron pacíficos y
prósperos, pero aquí termina la historia cíe Dyrnwyn. El rey Rhitta, nieto de Rhydderch,
fue el último que sostuvo la hoja en su mano. Era el señor del Castillo Espiral antes de
que se convirtiera en la fortaleza de la reina Achren. La muerte le llegó de una manera
desconocida mientras aferraba a Dyrnwyn en sus manos. Desde aquel entonces la
espada no volvió a ser vista. Quedó enterrada con él en la cámara más profunda del
Castillo Espiral, y fue olvidada. —Gwydion se volvió hacia Eilonwy—. Donde tú la
encontraste, princesa... Te desprendiste de ella voluntariamente para entregármela, pero
ahora me ha sido arrancada de las manos sin que yo renunciara voluntariamente a ella.
La espada vale más que mi vida, o que las vidas de cualquiera de nosotros. Si se
encuentra en poder de Arawn puede significar la ruina y la destrucción para Prydain.
—¿Creéis que Arawn podrá desenvainar la espada? —se apresuró a preguntar
Taran—. ¿Puede volver el arma contra nosotros? ¿Puede utilizarla para algún fin
maligno?
—Eso es algo que ignoro —respondió Gwydion. El rostro del guerrero estaba sombrío
e inquieto—. Es posible que Arawn, el Señor de la Muerte, haya encontrado algún medio
de romper el encantamiento; y si no puede utilizarla personalmente es posible que su
propósito sea impedir que la hoja sea empleada para cualquier otro fin. Me habría
arrebatado la vida tal como me arrebató la espada... Gracias a Fflewddur Fflam aún
conservo mi vida. Ahora debo encontrar lo que me ha arrebatado, aunque el camino me
lleve hasta las profundidades de la mismísima Annuvin.
Achren, que había guardado silencio hasta aquel momento, alzó la cabeza y miró a
Gwydion.
—Deja que sea yo quien busque a Dyrnwyn en tu nombre —le dijo—. Conozco los
misterios de Annuvin. Los lugares secretos donde se guardan los tesoros me son
familiares, y sé dónde se encuentran y cómo están vigilados. Si la espada está escondida
yo daré con ella. Si es el mismo Arawn quien la lleva al cinto, Dyrnwyn le será arrebatada.
Más aún, juro por todos los juramentos concebibles que le destruiré... Ya me lo he jurado
a mí misma, y ahora vuelvo a jurarlo ante vosotros. Me obligaste a aceptar la vida cuando
yo te suplicaba la muerte, Gwydion. Ahora dame aquello por lo que vivo..., dame mi
venganza.
Gwydion tardó un poco en responder. Sus ojos tachonados de manchitas verdes
escrutaron el rostro cíe la mujer.
—La venganza no es algo que esté en mi mano conceder, Achren —dijo por fin.
Achren se envaró. Sus manos se tensaron convirtiéndose en garras, y Taran temió que
llegara a lanzarse sobre Gwydion; pero Achren no se movió.
—No quieres confiar en mí —elijo Achren con voz enronquecida. Sus labios exangües
se curvaron en una sonrisa despectiva—. Que así sea, príncipe de Don. En una ocasión
rechazaste la oportunidad de compartir un reino conmigo. Ahora vuelves a rechazarme
con desprecio, y las consecuencias serán terribles y tú tendrás que cargar con el peso de
ellas.
—Ni te rechazo ni te desprecio —dijo Gwydion—. Me limito a pedirte que aceptes la
protección de Dallben. Quédate aquí, donde estás a salvo... De entre todos nosotros tú
eres quien tiene menos esperanzas de encontrar la espada. El odio que Arawn siente
hacia ti no puede ser inferior al que tú sientes hacia él. Él o sus sirvientes te matarían
nada más verte incluso antes de que hubieras puesto los pies en Annuvin. No, Achren, lo
que ofreces no es posible... —Gwydion pensó durante unos momentos—. Quizá haya otra
forma de averiguar cómo se puede descubrir dónde se encuentra Dyrnwyn.
Gwydion se volvió hacia Dallben, pero el encantador meneó la cabeza con expresión
abatida.
—Por desgracia El Libro de los Tres no puede decirnos aquello que más
apremiantemente necesitamos saber. He examinado meticulosamente cada página para
comprender sus significados ocultos, y ni siquiera yo he podido sacar algo en claro de
ellas. Trae las varillas de las letras —dijo el encantador volviéndose hacia Coll—. Sólo
Hen Wen puede ayudarnos.
La cerda blanca contempló a la procesión silenciosa desde el interior de su aprisco. Los
huesudos hombros de Dallben sostenían el peso de las varillas de las letras, las ramitas
de fresno en las que había tallados símbolos muy antiguos. Glew, que sólo se interesaba
por las provisiones de la despensa, no les acompañó, al igual que hizo Gurgi, quien se
acordaba muy bien del antiguo gigante y decidió quedarse con él para mantenerle
vigilado. Achren no había pronunciado ni una palabra más. Se cubrió el rostro con el
capuchón, se sentó en un rincón de la casita y permaneció en él sin mover ni un músculo.
Normalmente cuando veía a Taran la cerda oráculo lanzaba un chillido de alegría y
trotaba hasta la valla para que le rascara debajo de la barbilla, pero esta vez se encogió
en el rincón más alejado del aprisco. Sus ojillos estaban muy abiertos, y le temblaban las
mejillas. Cuando Dallben entró en el aprisco y clavó las varillas de las letras en el suelo
Hen Wen lanzó un bufido y retrocedió pegándose un poco más a la valla.
Dallben se apartó colocándose al lado de las varillas de fresno sin dejar de mover los
labios en un murmullo inaudible. Los compañeros aguardaban fuera del aprisco. Hen Wen
dejó escapar un gemido quejumbroso y no se movió.
—¿Qué es lo que teme? —susurró Eilonwy.
Taran no respondió. Sus ojos estaban clavados en el anciano encantador inmóvil bajo
su túnica azotada por el viento, en las varillas de las letras y en la igualmente inmóvil Hen
Wen. Taran tuvo la extraña impresión cíe que Dallben y Hen Wen habían quedado
atrapados en un momento particular que no compartían con nadie, como si se
encontraran muy lejos de los compañeros que les observaban en silencio y estuvieran
paralizados con el cielo grisáceo como telón de fondo. En cuanto a los poderes de
Dallben sólo podía hacer conjeturas, pero conocía a Hen Wen, y sabía que estaba
demasiado aterrorizada para moverse. Taran esperó durante lo que le pareció una era.
Incluso Rhun se dio cuenta cíe que estaba ocurriendo algo raro, y el rostro siempre alegre
del rey de Mona se nubló de repente.
Dallben lanzó una mirada preocupada a Gwydion.
—Hasta ahora Hen Wen nunca se había negado a contestar cuando las varillas de las
letras eran colocadas delante de ella.
Volvió a murmurar palabras que Taran no logró comprender. La cerda oráculo se
estremeció violentamente, cerró los ojos y agachó la cabeza colocándola entre sus
rechonchas patas delanteras.
—Quizá unas cuantas notas de mi arpa... —sugirió Fflewddur—. He tenido grandes
éxitos...
El encantador movió una mano indicando al bardo que guardara silencio. Dallben volvió
a hablar en un tono de voz muy bajo, pero imperioso. Hen Wen se encogió sobre sí
misma y gimoteó como si sufriera un dolor muy agudo.
—Su temor ciega sus poderes —dijo gravemente Dallben—. Ni siquiera mis hechizos
son capaces de llegar hasta ella... He fracasado.
La desesperación se extendió por los rostros de los compañeros que aguardaban en
silencio.
Gwydion inclinó la cabeza, y las sombras de la preocupación se adueñaron de sus
ojos.
—Si no llegamos a saber lo que pueda decirnos, nosotros también fracasaremos —
murmuró.
Taran escaló la valla moviéndose rápidamente y sin decir ni una palabra, fue con paso
decidido hacia la asustada cerda y se arrodilló a su lado. Le rascó la barbilla y le acarició
cariñosamente el cuello.
—No tengas miedo, Hen —dijo—. Aquí nada te hará daño.
Dallben dio un paso hacia adelante poniendo cara de sorpresa, pero se detuvo
enseguida. Al oír la voz de Taran la cerda había abierto cautelosamente un ojo.
Su hocico empezó a temblar. Hen Wen alzó un poco la cabeza y dejó escapar un débil
«¡Oink!».
—Hen, escúchame —le suplicó Taran—. No tengo el poder de darte órdenes, pero
todos los que te queremos necesitamos tu ayuda.
Taran siguió hablando, y los estremecimientos de la cerda oráculo se fueron calmando
a medida que lo hacía. Hen Wen no intentó levantarse, pero dejó escapar un gruñido
cariñoso, resopló y emitió roncos murmullos de afecto. Después parpadeó, y casi pareció
sonreír.
—Dínoslo, Hen —la apremió Taran—. Dinos todo lo que puedas..., por favor.
Hen Wen se removió nerviosamente. Después se fue incorporando con mucha lentitud.
La cerda blanca soltó un bufido, contempló las varillas de las letras y sus cortas patas se
fueron moviendo y la acercaron paso a paso a ellas.
El encantador miró a Taran y asintió con la cabeza.
—Muy bien —murmuró—. Este día el poder de un Ayudante de Porquerizo es mayor
que el mío.
Hen Wen se detuvo delante de la primera varilla mientras Taran la observaba sin
atreverse a hablar. La. cerda, que aún parecía indecisa y un poco asustada, movió el
hocico señalando primero un símbolo tallado y luego otro. Dallben, que no apartaba la
mirada de ella, se apresuró a anotar sobre un trozo de pergamino los signos que la cerda
oráculo había indicado. Hen Wen siguió moviendo el hocico durante unos momentos, y
después retrocedió a toda prisa alejándose de la varilla.
El rostro de Dallben estaba muy serio.
—¿Es posible? —murmuró con voz llena de alarma—. No..., no. Necesitamos saber
algo más que eso —añadió, y miró a Taran.
—Por favor, Hen —murmuró Taran, y se puso al lado de la cerda, que ya volvía a
temblar—. Ayúdanos.
Taran temía que Hen Wen le diera la espalda a pesar de sus palabras. La cerda meneó
la cabeza, entrecerró los ojos y dejó escapar un gruñido lastimero; pero acabó haciendo
caso de sus súplicas y trotó cautelosamente en dirección a la segunda varilla. Cuando
llegó a ella señaló unos cuantos símbolos más moviendo el hocico con desesperada
premura, como si quisiera terminar lo más deprisa posible.
La mano del encantador temblaba mientras escribía sobre el pergamino.
—Y ahora la tercera —dijo con voz apremiante.
El cuerpo de la cerda se envaró, y Hen Wen se dejó caer hacia atrás hasta quedar
sentada sobre sus cuartos traseros. Durante unos momentos ninguna de las palabras con
las que intentó tranquilizarla Taran consiguió que se moviera, pero Hen Wen acabó
levantándose y trotó con más miedo que nunca en dirección a la última varilla de fresno.
Las varillas de fresno empezaron a temblar y a moverse de un lado a otro como si
estuvieran vivas antes de que Hen Wen hubiera llegado a la tercera varilla y pudiera
señalar la primera letra con el hocico. Las varillas se retorcieron tan violentamente como
si quisieran salir del suelo, y de repente se partieron en dos con un sonido tan
ensordecedor como un trueno, que desgarró el aire. Un instante después cada mitad se
hizo añicos y cayó al suelo convertida en una lluvia de astillas.
Hen Wen retrocedió lanzando chillidos de terror y corrió a refugiarse en un rincón del
aprisco. Taran se apresuró a consolarla mientras Dallben se inclinaba, cogía uno de los
fragmentos de madera y lo contemplaba con expresión abatida.
—Han quedado destrozadas de manera irreparable, y ahora ya no sirven de nada —
dijo con voz apenada—. La causa me es desconocida, y la profecía de Hen Wen no ha
llegado a completarse. Aun así, estoy casi seguro de que su final habría sido tan
tenebroso y lleno de malos auspicios como su comienzo. Hen Wen debe de haberlo
presentido.
El encantador giró sobre sí mismo y salió del aprisco caminando muy despacio.
Eilonwy se había reunido con Taran, quien estaba intentando calmar a la aterrorizada
cerda. Hen Wen seguía jadeando y no paraba de temblar, y había escondido la cabeza
entre sus patas delanteras.
—No me extraña que no quisiera usar sus poderes de profecía —exclamó Eilonwy—.
Pero de no haber sido por ti, Hen no nos habría revelado nada —añadió mirando a Taran.
Dallben estaba con Gwydion y seguía sosteniendo el trozo de pergamino en la mano.
Coll, Fflewddur y el rey Rhun formaban un círculo a su alrededor y les contemplaban con
expresiones preocupadas. Taran y Eilonwy acabaron convenciéndose de que Hen Wen
no había sufrido ningún daño y sólo quería que se la dejara en paz, y se apresuraron a
reunirse con los compañeros.
—¡Socorro! ¡Oh, socorro!
Gurgi corrió hacia ellos cruzando el pastizal sin dejar de gritar ni un momento mientras
agitaba frenéticamente los brazos. Cuando llegó se plantó en el centro del grupo y
extendió una mano señalando los establos.
—¡Gurgi no ha podido hacer nada! —gritó—, ¡Lo intentó, oh, sí, pero sólo consiguió
que los golpes y los palos llovieran sobre su pobre y tierna cabeza! ¡Se ha ido! —chilló
Gurgi—. ¡Ay, sí, la reina malvada se ha marchado rauda en una veloz galopada!
3 - La profecía
Los compañeros fueron corriendo a los establos. Tal como les había dicho Gurgi, uno
de los caballos del rey Rhun había desaparecido. En cuanto a Achren, no había ni rastro
de ella.
—Dejad que ensille a Melynlas —le rogó Taran a Gwydion—. Intentaré alcanzarla.
—¡Irá directa a Annuvin! —dijo Fflewddur sin poder contenerse por más tiempo—.
Nunca confié en esa mujer. ¡Gran Belin, quién sabe qué actos traicioneros planea
cometer! Podéis estar seguros de que se dispone a prepararse un nido cómodo y bien
repleto de plumas...
—Es mucho más probable que Achren esté yendo hacia su muerte —replicó Gwydion
mientras contemplaba las colinas y los árboles sin hojas con expresión sombría—. Caer
Dallben es el único sitio en el que puede estar segura. Yo la protegería, pero no me atrevo
a retrasar mi misión para buscarla. —Se volvió hacia Dallben—. He de conocer la profecía
de Hen Wen. Es la única guía de que dispongo.
El encantador asintió y precedió a los compañeros hasta la casita. El anciano seguía
sosteniendo en su mano el trozo de pergamino y las astillas en que se habían convertido
las varillas de las letras. Después de entrar en la casita las arrojó sobre la mesa y las
contempló en silencio durante unos momentos antes cíe hablar.
—Hen Wen nos ha dicho todo lo que podía, y me temo que ya nunca sabremos nada
más a través de ella. He vuelto a estudiar los símbolos que indicó, esperando contra toda
esperanza haberlos interpretado erróneamente la primera vez. —Dallben estaba muy
serio, tenía los ojos bajos y hablaba con dificultad, como si tuviera que arrancar cada
palabra de lo más hondo de su corazón—. Le pregunté cómo se podía recuperar a
Dyrnwyn. Escuchad la respuesta que nos ha dado: Mejor harías pidiendo a la piedra
muda y a la roca sin voz que te hablaran.
»Ése es el mensaje transmitido por Hen Wen que he obtenido al descifrar los símbolos
de la primera varilla —dijo Dallben—. En cuanto a si es una negativa a hablar, una
profecía en sí o una advertencia de que no debía seguir haciendo preguntas, no tengo
forma alguna de saberlo; pero los símbolos de la segunda varilla revelan el destino de la
misma Dyrnwyn.
Dallben siguió hablando, y las palabras del encantador llenaron a Taran de una fría
angustia que se abrió paso hasta lo más profundo de su ser atravesándole como el
mandoble de una espada.
Extinguida quedará la llama de Dyrnwyn
y esfumado su poder.
La noche se convertirá en mediodía
y los ríos arderán con fuego helado
antes de que Dyrnwyn sea recuperada.
El anciano inclinó la cabeza y guardó silencio durante un tiempo.
—La tercera varilla fue destruida antes de que Hen Wen pudiera completar su mensaje
—dijo por fin—. Nos habría revelado más cosas; pero a juzgar por las dos primeras partes
de la profecía no tendríamos más motivos para albergar esperanzas de los que tenemos
ahora.
—Las profecías se burlan de nosotros —dijo Taran—. Hen tenía razón. Pedir ayuda a
las piedras nos habría sido igual de útil...
—¡Y lo que nos hubiesen dicho habría tenido tanto sentido como esas profecías! —
exclamó Eilonwy— Hen podría haberse dejado de rodeos y habernos dicho directamente
que nunca conseguiríamos recuperar a Dyrnwyn. La noche nunca puede ser el mediodía,
y no hay más que hablar.
—En todos mis viajes nunca he visto arder ni siquiera un riachuelo, por no mencionar
un río —añadió Fflewddur—, La profecía es doblemente imposible.
—Y sin embargo sería algo maravilloso de ver —dijo el rey Rhun con ¡nocente
entusiasmo—. ¡Ojalá pudiera ocurrir!
—Me temo que no llegarás a verlo, rey de Mona —dijo Dallben con voz abatida.
Gwydion, que había estado sentado a la mesa dando vueltas a los fragmentos de las
varillas entre sus dedos con expresión pensativa, se puso en pie y habló a los
compañeros.
—La profecía de Hen Wen no nos da muchos ánimos, y está muy lejos cíe lo que había
esperado oír —dijo—. Pero cuando las profecías no proporcionan ayuda, los hombres
deben buscarla en sí mismos. —Sus manos se tensaron y partieron en dos el fragmento
de madera de fresno que sostenían—. Buscaré a Dyrnwyn mientras viva y siga alentando.
La profecía no cambia mis planes, y sólo hace todavía más apremiante el que me ponga
en acción de inmediato.
—Entonces permitid que os acompañemos —dijo Taran poniéndose en pie y mirando a
Gwydion—. Aceptad nuestra fuerza hasta que hayáis recobrado la vuestra.
—¡Exactamente! —Fflewddur se levantó de un salto—. No prestaré ninguna atención a
que los ríos arelan o no. ¿Pedir a las piedras que hablen? Se lo pediré al mismísimo
Arawn. ¡No podrá guardar secretos de un Fflam!
Gwydion meneó la cabeza.
—Cuantos más hombres haya mayor será el riesgo en esta empresa. Es algo que se
hará mejor en soledad. Si hay que arriesgar alguna vida ante Arawn, Señor de la Muerte,
esa vida tiene que ser la mía.
Taran se inclinó ante él, pues el tono empleado por Gwydion no admitía discusión.
—Si tal es vuestra voluntad... —dijo—. Pero ¿y si Kaw fuese volando hasta Annuvin?
Enviadle para que os preceda. Irá hasta allí y volverá lo más deprisa posible trayendo
consigo noticias sobre lo que haya podido descubrir.
Gwydion contempló en silencio a Taran durante unos momentos, y acabó asintiendo en
señal de aprobación.
—Veo que has hallado alguna sabiduría en tus vagabundeos, Ayudante de
Porquerizo... Tu plan es bueno. Kaw quizá me sea más útil que todas Vuestras espadas,
pero no le aguardaré aquí. Hacerlo me obligaría a perder demasiado tiempo. Que
averigüe cuanto pueda en Annuvin y que se reúna conmigo después en el castillo del rey
Smoit, en Cantrev Caddifor. El reino de Smoit se encuentra en el camino que he de seguir
para llegar hasta Annuvin, y así cuando Kaw se encuentre conmigo ya habré hecho la
mitad de mi viaje.
—Por lo menos podemos acompañaros hasta el castillo del rey Smoit —dijo Taran— y
protegeros hasta que hayáis recorrido una buena parte de la distancia. Es posible que los
Cazadores de Arawn sigan deseando vuestra muerte y que estén acechando en algún
tramo del trayecto desde aquí hasta Cantrev Caddifor.
—¡Villanos repugnantes! —exclamó el bardo—. ¡Asesinos traicioneros! Esta vez
probarán mi espacia. Que nos ataquen... ¡Ah, espero que lo hagan! —Una cuerda del
arpa se partió con un sonoro chasquido que hizo vibrar todo el instrumento—, Eh... Sí,
bueno... No era más que una manera de hablar —dijo Fflewddur con expresión abatida—.
La verdad es que espero que no nos encontremos con ninguno. Podrían crearnos
problemas y retrasarnos.
—Nadie ha tomado en consideración las molestias e inconvenientes que todo esto
puede suponer para mí —dijo Glew.
El antiguo gigante había salido de la cocina y les estaba contemplando con cara de
malhumor.
—¡Comadreja! —murmuró Fflewddur—. Dyrnwyn ha desaparecido, no sabemos si
nuestras vidas corren peligro y él se queja de las molestias... No cabe duela de que es un
hombrecillo, y siempre lo fue.
—Dado que nadie ha hablado de ello parece ser que no se me va a pedir que os
acompañe —dijo Eilonwy—, Muy bien, no insistiré.
—Tú también te has vuelto más sabia, princesa —dijo Dallben—. Veo que los días que
pasaste en Mona no han sido desperdiciados.
—Naturalmente —siguió diciendo Eilonwy—, después de que os hayáis marchado
quizá se me ocurra pensar que hace un día muy agradable para ciar un paseito e ir a
recoger flores silvestres que podrían resultar muy difíciles de encontrar, sobre todo porque
ya casi estamos en invierno. Oh, no es que vaya a seguiros, comprendedlo, pero podría
darse la casualidad de que me extraviara y el azar podría hacer que me topara con
vosotros. Cuando eso ocurriera ya sería demasiado tarde para que volviera aquí..., sin
que yo tuviera la culpa de ello, claro está.
Una sonrisa iluminó el rostro de Gwydion disipando el cansancio y la preocupación
durante unos momentos.
—Que así sea, princesa —dijo—. Siempre acepto aquello que no puedo evitar que
ocurra. Cabalgad conmigo quienes queráis hacerlo, pero no iréis más lejos de la fortaleza
de Smoit en Caer Cadarn.
—Ah, princesa... —Coll suspiró y meneó la cabeza—. El señor Gwydion ha hablado, y
no seré yo quien diga otra cosa; pero no creo que sea correcto que una joven dama se
salga con la suya de esta manera.
—Desde luego que no —dijo Eilonwy—. Eso es lo primero que me enseñó la reina
Teleria: una dama nunca insiste en salirse con la suya. De repente y antes de que hayas
podido darte cuenta de lo que ocurre, todo se arregla de una forma u otra y te sales con la
tuya sin haberlo intentado. Pensé que nunca aprendería, pero en cuanto le has pillado el
truco la verdad es que resulta sencillísimo.
Taran levantó a Kaw de su percha al lado del fuego y le llevó hasta la puerta sin perder
ni un momento. Esta vez el cuervo no chasqueó el pico ni se puso a parlotear. En vez de
sus roncos graznidos, maliciosas travesuras y protestas burlonas de costumbre el cuervo
se inclinó sobre la muñeca de Taran, ladeó la cabeza clavando un reluciente ojo en su
rostro y le escuchó con gran atención mientras Taran le explicaba cuidadosamente la
tarea que debía llevar a cabo.
Taran alzó el brazo y Kaw batió sus lustrosas alas en señal de despedida.
—¡Annuvin! —graznó Kaw—. ¡Dyrnwyn!
El cuervo se alejó volando. Unos momentos después Kaw ya se encontraba flotando a
gran altura sobre Caer Dallben. El viento se lo llevó como si fuera una hoja, y le dejó
suspendido sobre las cabezas de los compañeros que le observaban. Después Kaw salió
despedido en dirección noroeste con un elegante agitar de sus alas. Taran forzó la vista
para seguir su vuelo hasta que el cuervo se desvaneció entre las nubes que se
acumulaban sobre el horizonte. Taran acabó dándole la espalda mientras se sentía
invadido por la tristeza y la inquietud. Estaba seguro de que Kaw se mantendría alerta en
todo momento para escapar a los peligros del viaje: las flechas de los Cazadores; las
crueles garras y los picos feroces de los gwythaints, los temibles mensajeros alados de
Arawn... Los gwythaints habían atacado en más de una ocasión a los compañeros, e
incluso los que aún no eran adultos podían llegar a resultar muy peligrosos.
Taran aún se acordaba del joven gwythaint cuya vida había salvado cuando era un
muchacho, y no había olvidado las afiladas garras del pájaro. A pesar del valeroso
corazón y el agudo ingenio de Kaw, Taran temía por la seguridad del cuervo, y la empresa
de Gwydion le inspiraba un temor aún más grande; y un instante después tuvo el
presentimiento de que un destino aún más terrible podía cabalgar sobre las alas
extendidas de Kaw.
Se acordó que en cuanto los viajeros hubieran llegado al Gran Avren el rey Rhun
escoltaría al malhumorado Glew hasta el navío anclado en el río y que Glew aguardaría
su regreso allí, pues Rhun estaba decidido a cabalgar con Gwydion hasta Caer Cadarn.
Glew había dejado bien claro que esperar a bordo del navío que se balanceaba
lentamente de un lado a otro le resultaría tan poco agradable como el tener que dormir
sobre los duros guijarros de la orilla; pero las protestas del antiguo gigante no
consiguieron convencer al rey de Mona de que alterara sus planes.
Los compañeros empezaron a sacar los caballos del establo mientras Gwydion
celebraba un último y apresurado consejo con Dallben. El sabio Melyngar, el corcel blanco
de crines doradas de Gwydion, aguardaba tranquilamente la llegada de su amo. Melynlas,
la montura de Taran, piafaba y pateaba impacientemente el suelo con los cascos
delanteros.
Eilonwy ya había montado sobre su favorita, la yegua baya llamada Lluagor. La
princesa llevaba consigo dentro de un pliegue de su capa su posesión más preciada, la
esfera dorada que despedía una brillante claridad cuando la sostenía en sus manos.
—Voy a dejar esa corona tan incómoda aquí —declaró Eilonwy—. No sirve de nada
aparte de para recogerte el pelo, y me parece que eso no merece aguantar la molestia de
las ampollas; pero antes preferiría caminar sobre mis manos que marcharme sin mi
juguete. Además, si en algún momento necesitamos una luz así tendremos una. Eso es
mucho más práctico que llevar un aro alrededor de la cabeza. —También había guardado
dentro de una alforja el bordado que había empezado a hacer para Taran, pues tenía la
intención de terminarlo durante el trayecto—. En cuanto ponga manos a la obra quizá
decida cambiar el color de los ojos de Hen Wen —añadió.
La montura de Fflewddur era Llyan, la enorme gata de color leonado tan grande como
un caballo. En cuanto vio al bardo Llyan empezó a ronronear estruendosamente, y
Fflewddur tuvo grandes dificultades para impedir que el poderoso animal le derribara al
suelo con los cariñosos empujones de su hocico.
—¡Un poco menos de ímpetu, vieja amiga! —gritó el bardo mientras Llyan metía su
gran cabeza entre su cuello y su hombro—. Ya sé que quieres escuchar una melodía de
mi arpa. Te prometo que después la tocaré para ti.
Glew había reconocido a Llyan nada más verla.
—No es justo —resopló—. Llyan me pertenece, y yo soy su legítimo propietario.
—Sí —replicó Fflewddur—, especialmente teniendo en cuenta la cantidad de pociones
repugnantes que llegaste a preparar en el pasado para hacerla crecer... Si quieres montar
en ella puedes intentarlo cuando te apetezca, aunque te advierto que la memoria de Llyan
es más larga que su rabo.
Y lo cierto era que Llyan había empezado a menear el rabo de un lado a otro en cuanto
vio a Glew. La gata se alzó como una torre sobre el rechoncho hombrecillo, sus ojos
amarillos despidieron llamaradas, le temblaron los bigotes y sus peludas orejas se
inclinaron hasta quedar pegadas a su cabeza; y de su garganta salió un sonido que no se
parecía en nada a los ronroneos con los que había dado la bienvenida al bardo.
Fflewddur se apresuró a tocar una melodía con su arpa. Llyan apartó los ojos de Glew,
y su boca se curvó en una inmensa sonrisa mientras parpadeaba contemplando al bardo
con ternura.
Pero el normalmente ya pálido rostro de Glew se había vuelto aún más pálido, y se
apresuró a apartarse de la gata.
—Cuando era un gigante todo iba mucho mejor —murmuró.
El rey Rhun ensilló su montura, una yegua gris con manchas marrones. Coll, quien
también había decidido acompañar a Gwydion, montaría a la grupa de Llamrei, la yegua
alazana hija de Melynlas y Lluagor, y a Glew no le quedó más elección que trepar a la
grupa del peludo pony de Gurgi e instalarse detrás de él, un arreglo que ninguna cíe las
tres partes implicadas pareció encontrar demasiado agradable. Taran, mientras tanto,
ayudaba a Coll a buscar armas en los establos, la forja y los cobertizos de las
herramientas.
—Hay muy pocas —dijo Coll—. Estas lanzas me han resultado muy útiles como palos
para aguantar las judías —añadió el robusto guerrero—. Esperaba no volver a tener que
usarlas nunca más para otro propósito... Ay, la única hoja que puedo dar a Gwydion está
oxidada por haber pasado tanto tiempo sosteniendo el tronco de un manzano. En cuanto
a cascos, no hay ninguno salvo mi gorra de cuero, y los gorriones han anidado en ella. No
les molestaré, pero mi calva es tan dura como el cuero —dijo Coll guiñando un ojo—.
Bastará para protegerme durante el trayecto hasta Caer Cadarn y el regreso.
»Y tú, muchacho —siguió diciendo Coll con voz jovial, aunque no se le había pasado
por alto el fruncimiento de inquietud que arrugaba la frente de Taran—, aún recuerdo
aquellos días en los que un Ayudante de Porquerizo habría dado saltos de alegría ante la
oportunidad de cabalgar al lado del señor Gwydion... En cambio ahora tienes un aspecto
tan lúgubre y triste que pareces un repollo ennegrecido por las heladas.
Taran sonrió.
—Si Gwydion me lo permitiera iría a Annuvin ahora mismo. Lo que dices es cierto, viejo
amigo... Para el muchacho que yo era entonces esto habría sido una osada aventura llena
de gloria. Quizá no haya aprendido muchas cosas, pero he aprendido que la vida de un
hombre vale más que la gloria y que un precio pagado en sangre siempre es un precio
doloroso y demasiado caro.
»Mi corazón está inquieto —añadió Taran—. Hace mucho tiempo fuiste a Annuvin para
rescatar a Hen Wen después de que te hubiera sido robada. Dime, Coll... ¿Qué
posibilidades tiene Gwydion solo en el reino de Arawn?
—Ningún hombre las tiene mejores —dijo Coll echándose las lanzas al hombro.
Y salió del cobertizo antes de que Taran comprendiera que en realidad el anciano
guerrero no había dado ninguna respuesta a la pregunta que acababa de hacerle.
Caer Dallben ya había quedado muy lejos detrás de ellos, y el día estaba empezando a
oscurecerse cuando los compañeros acamparon en las sombras del bosque.
Eilonwy se apresuró a lanzarse al suelo poniendo cara de felicidad.
—¡Ha pasado mucho tiempo desde que dormí sobre el cómodo lecho de las rocas y las
raíces! —exclamó—, ¡Qué cambio tan agradable después de las plumas de ganso!
Gwydion permitió que encendieran una hoguera, y Gurgi abrió su bolsa de cuero para
sacar de ella provisiones y compartirlas mientras Coll se ocupaba de las monturas. Casi
todos los compañeros estaban callados. Tenían frío y la larga jornada les había dejado el
cuerpo dolorido y envarado, pero el rey Rhun seguía tan jovial y animado como siempre.
Mientras los viajeros se inclinaban sobre las pálidas llamas para estar más cerca de su
calor, Rhun cogió una ramita y empezó a garabatear con ella en la tierra cubriendo el
suelo delante de él con una telaraña de líneas.
—Respecto a ese rompeolas, creo que ya sé qué salió mal —dijo Rhun—. Sí, exacto...
Ésta es la forma de hacerlo.
Taran estaba sentado al otro lado de la hoguera y podía ver el brillo de entusiasmo que
iluminaba los ojos del rey de Mona y la familiar sonrisa de muchacho en sus labios; pero
le bastaba con mirarle para darse cuenta de que Rhun había dejado de ser el principito
atolondrado que había conocido en la isla de Mona. Rhun estaba tan absorto en las
tareas que había planeado llevar a cabo como Taran lo había estado afanándose en la
forja, el telar y el torno del alfarero; y si Rhun había descubierto la virilidad en la empresa
de gobernar un reino, Taran la había encontrado trabajando codo a codo con las gentes
sencillas y de corazón animoso de los Commots Libres. Taran contempló a Rhun con un
nuevo afecto. El rey de Mona siguió hablando, y los dibujos del suelo no tardaron en
despertar el interés de Taran. Los examinó mientras Rhun seguía hablando. Taran sonrió
y se percató de que una cosa no había cambiado: como de costumbre, las intenciones del
rey de Mona iban un poquito más allá de sus capacidades.
—Me temo que si es construido de esta manera vuestro muro contra las olas se
derrumbará —dijo Taran con una risa bondadosa—. Fijaos en esta parte de aquí... —La
señaló con un dedo—. Las piedras más pesadas deben hundirse a mayor profundidad. Y
aquí...
—¡Asombroso! —exclamó Rhun chasqueando los dedos—, ¡Por supuesto que sí!
¡Tienes que venir a Mona y ayudarme a terminarlo!
Empezó a trazar nuevas líneas en el suelo con tal vigor y entusiasmo que estuvo a
punto de caerse de narices en la hoguera.
—¡Oh, gran y bondadoso amo! —dijo Gurgi, que había estado escuchándoles con
mucha atención sin entender demasiado bien de qué estaban hablando los dos
camaradas—. ¡Oh, qué astutos planeos y mareos! ¡A Gurgi le gustaría tener la sabiduría
que permite hablar sabiamente!
Gwydion les advirtió de que debían guardar silencio.
—Nuestra hoguera ya es un riesgo lo bastante grande sin necesidad cíe añadirle el
ruido —elijo—. Espero que los Cazadores de Arawn no anden por los alrededores. Somos
demasiado pocos para enfrentarnos ni aunque sólo sea a un puñado de ellos. No son
guerreros corrientes —añadió viendo la expresión interrogativa de Rhun—, sino una
hermandad maligna. Mata a uno del grupo, y su fuerza se añade a la de los demás
aumentándola en esa proporción.
Taran asintió.
—Son tan temibles como los Nacidos del Caldero —explicó a Rhun—, las criaturas sin
voz que no pueden morir que defienden Annuvin. Quizá sean incluso más temibles que
ellas... Los Nacidos del Caldero no pueden morir, pero su poder se va debilitando si se
alejan demasiado del reino de Arawn o permanecen mucho tiempo fuera de él.
Rhun parpadeó. Gurgi se había quedado callado, y estaba lanzando miradas
temerosas a su espalda. El recuerdo de los implacables Nacidos del Caldero hizo que los
pensamientos de Taran volvieran una vez más a la profecía de Hen Wen.
—La llama de Dyrnwyn extinguida —murmuró—. Pero ¿cómo conseguirá Arawn hacer
algo semejante? Pese a todo su poder creo que ni siquiera será capaz de desenvainar el
arma.
—La profecía es algo más que las palabras que le dan forma —dijo Gwydion—, Debes
buscar el significado que hay oculto debajo de ellas. Si Arawn consigue mantener a
Dyrnwyn apartada de mis manos, para nosotros será como si su llama estuviera apagada.
Si la hoja queda guardada para siempre en su sala de los tesoros su poder se
desvanecerá porque ya no podrá sernos de ninguna utilidad.
—¿Tesoros? —exclamó Glew, dejando cíe masticar sólo el tiempo suficiente para
pronunciar la palabra.
—El dominio del Señor de la Muerte es tanto un inmenso almacén de tesoros como
una fortaleza del mal —dijo Gwydion—. Lleva mucho tiempo lleno de todas las cosas
útiles y hermosas que Arawn ha arrebatado a Prydain. Esos tesoros no le sirven de nada.
Su propósito es privar de ellos a los hombres e impedir que los utilicen, y minar nuestras
fuerzas negándonos el uso de aquello que podría proporcionar una cosecha más rica que
cualquiera de las vistas jamás por los habitantes de Prydain. —Gwydion hizo una pausa—
, ¿Y acaso eso no es la muerte bajo otra forma?
—Se me ha contado que los escondites donde están guardados los tesoros cíe
Annuvin contienen todo aquello que los hombres pueden desear —dijo Taran—, Se afirma
que en ellos hay arados que trabajan por sí solos, guadañas que cosechan sin necesidad
de ser guiadas por una mano, herramientas mágicas Y muchas cosas más. Arawn robó
los secretos de su oficio a los herreros y los alfareros, y arrebató su sabiduría a los
pastores y los granjeros —siguió diciendo—. Ese conocimiento también se encuentra
prisionero para siempre en los lugares donde guarda sus tesoros.
Glew se chupó los dientes. El trozo de comida seguía intacto entre sus dedos
regordetes. El antiguo gigante guardó silencio durante unos momentos, y acabó
carraspeando para aclararse la garganta.
—He tomado la decisión de perdonaros todas las humillaciones y los malos tratos que
me habéis infligido —dijo por fin—. Os aseguro que todo eso no habría ocurrido cuando
era un gigante, pero no importa... Os perdono a todos y como prueba de que no os
guardo ningún rencor, yo también viajaré con vosotros.
Gwydion le miró fijamente.
—Quizá lo harás —dijo después de haberle contemplado en silencio durante unos
momentos.
—¡Bien, ahora no cabe duda de que tiene que venir con nosotros! —exclamó Fflewddur
soltando un bufido—. Esa pequeña comadreja tiene la esperanza de olisquear la pista de
algún tesoro y quedarse con él. ¡Puedo ver cómo le tiembla la nariz! Nunca pensé que
llegaría el día en el que querría tenerle a nuestro lado, pero creo que es mejor que tenerle
a nuestra espalda.
Glew le sonrió afablemente.
—A ti también te perdono —dijo.
4 - El castillo del rey Smoit
Al amanecer el rey Rhun se preparó para separarse de los compañeros y seguir
cabalgando desviándose un poco más hacia el oeste hasta llegar al puerto de Avren,
donde comunicaría al capitán de su navío el cambio producido en los planes. Fflewddur
tenía que acompañarle, pues el bardo conocía los lugares de menor profundidad donde
se podía vadear el río y los caminos que permitían avanzar más deprisa una vez se había
llegado a la otra orilla.
Eilonwy había decidido ir con ellos.
—He dejado la mitad de mis hilos para bordar en el navío de Rhun, y si he de terminar
correctamente a Hen Wen necesito tenerlos. Ninguno de los dos podría encontrarlos,
porque ni yo misma estoy muy segura de dónde están. Creo que también dejé a bordo
una capa de viaje más gruesa, y unas cuantas cosas más... No recuerdo cuáles son en
estos momentos, pero ya me vendrá a la memoria en cuanto hayamos llegado allí.
Coll sonrió y se frotó la calva.
—La princesa cada vez se parece más a una auténtica clama en todos los aspectos —
observó.
—Ya que no voy a quedarme a bordo del barco —dijo Glew, quien seguía decidido a
hacer lo que había anunciado la noche anterior—, no veo ninguna razón para desviarme
tanta distancia. Seguiré viajando con el señor Gwydion.
—Ahí es donde te equivocas, mi insignificante y canijo gigante —replicó el bardo—.
Monta detrás del rey de Mona, si es que puede soportar tu compañía, y hazlo lo más
deprisa posible.
No creas que te voy a perder de vista ni por un momento. Allí donde yo vaya irás tú... y
viceversa, ahora que lo pienso.
—Oh, vamos, Fflewddur —dijo Taran haciendo un aparte con el bardo—. No creo que
Glew pueda darnos ninguna clase de problemas. Yo me encargaré de vigilarle.
El bardo meneó la cabeza haciendo bailotear su siempre revuelta cabellera amarilla.
—No, amigo mío. Me sentiré mucho más tranquilo si le estoy viendo con mis propios
ojos y en todo momento. No, la pequeña comadreja queda a mi cargo... Seguid
cabalgando, y os alcanzaremos al otro lado del Avren bastante antes cíe que sea
mediodía. Me alegrará volver a ver a Smoit —añadió—. Ese viejo oso de barba pelirroja
me es muy querido... Cuando estemos en Caer Cadarn disfrutaremos de un gran
banquete, pues Smoit come tan bien como pelea.
Gwydion ya había montado en Melyngar y les hacía señas para que se dieran prisa.
Fflewddur dio una palmada en el hombro a Taran y fue corriendo a montar sobre la grupa
de Llyan, que estaba jugando y haciendo alegres piruetas bajo los brillantes rayos del sol
de aquella fresca mañana mientras intentaba atrapar la punta de su propia cola.
El rey Rhun, Fflewddur, Eilonwy y Glew no tardaron en perderse de vista. Taran
cabalgaba entre Gwydion y Coll, y Gurgi cerraba la marcha en dirección oeste trotando
sobre su pony.
Hicieron un alto en la otra orilla del Gran Avren. El mediodía pasó sin que hubiera ni
rastro de los otros compañeros. Taran empezaba a estar un poco preocupado por ellos,
pero prefería creer que no habían sufrido ningún percance.
—Probablemente Rhun se habrá detenido un rato para inspeccionar un hormiguero o el
túnel de un tejón —dijo—. Espero que no sea nada más que eso.
—No temas —dijo Coll—. Fflewddur se encargará de darle prisa. Estarán aquí de un
momento a otro.
Taran hizo sonar su cuerno con la esperanza de que la señal guiaría al bardo en el
caso de que hubiera tomado por un camino equivocado, pero los compañeros que
faltaban siguieron sin aparecer. Gwydion esperó todo el tiempo que consideró prudente
hacerlo, y acabó decidiendo que debían reanudar la marcha hacia Caer Cadarn. Siguieron
avanzando a buen paso durante el resto del día.
Taran se volvía frecuentemente sobre su silla de montar. Cada vez que lo hacía
esperaba ver a Rhun y los otros compañeros galopando detrás de ellos, o escuchar de
repente el jovial «¡Hola, hola!» del rey de Mona; pero cuando el día fue llegando a su fin
Taran comprendió que Rhun, quien en el mejor de los casos era un jinete bastante lento,
tenía que haberse quedado considerablemente atrás. En cuanto a Fflewddur, Taran
estaba seguro de que no viajaría después de que hubiera caído la noche.
—Han acampado en algún punto del trayecto que hemos recorrido —le aseguró Coll—.
Si les hubiese ocurrido alguna cosa uno de ellos habría galopado hasta alcanzarnos.
Fflewddur Fflam conoce el camino que lleva hasta el castillo del rey Smoit. Todos nos
encontraremos allí, y si empieza a parecer que se retrasan demasiado Smoit reunirá un
grupo de búsqueda y lo enviará para que los encuentre. —El robusto guerrero puso una
mano sobre el hombro de Taran—, No te preocupes hasta que haya una causa clara para
alarmarse. ¿O acaso es la compañía de la princesa Eilonwy lo que anhelas? —añadió
guiñándole un ojo.
—No tendría que haber venido con nosotros —replicó Taran en un tono un poco
irritado.
—Oh, desde luego que no —dijo Coll, y sonrió—. Pero tú no abriste la boca para
oponerte a que lo hiciera.
Taran le devolvió la sonrisa.
—Ya hace mucho tiempo que he renunciado a oponerme a sus deseos —dijo.
Caer Cadarn se alzó ante ellos a mediados de la mañana del día siguiente. El
estandarte carmesí con el oso negro que era el emblema del rey Smoit flotaba sobre una
torre de piedra chasqueando al viento. La fortaleza había sido construida en un claro, y
los gruesos muros que mostraban las señales y cicatrices dejadas por muchas batallas
sobresalían de la estructura igual que las frondosas cejas del rey. Coll puso al galope a
Llamrei y avisó a los centinelas de su llegada gritándoles que venían en compañía de
Gwydion, príncipe de Don. Las enormes puertas se abrieron y los compañeros entraron al
galope en el patio de armas, donde los soldados se encargaron de los caballos. Después
un grupo de guerreros les condujo hasta la Gran Sala de Smoit.
Gwydion avanzaba con paso rápido y decidido por el corredor. Taran, Coll y Gurgi le
seguían flanqueados por los centinelas.
—Smoit estará comiendo —dijo Taran—. Sus desayunos duran hasta el mediodía. —
Se rió—. Dice que eso le abre el apetito para el resto de las comidas... Gwydion no
conseguirá sacarle ni una sola palabra hasta que todos tengamos el estómago repleto.
—¡Sí, sí! —gritó Gurgi—. ¡Gurgi quiere deleitarse con el sabroso masticar y triturar!
—Podrás comer hasta quedar harto, viejo amigo —replicó Taran—. Ten la seguridad
de ello.
Entraron en la Gran Sala. En un extremo se alzaba el enorme trono de Smoit, tallado
de la mitad de un tronco de roble y esculpido hasta darle la forma de un oso erguido con
una zarpa delantera alzándose a cada lado.
El hombre sentado en el trono no era el rey Smoit.
—¡Magg! —jadeó Taran.
Los centinelas cayeron sobre ellos al instante. La espada de Taran fue arrancada de su
cinto. Gwydion se enfrentó a los guerreros y se lanzó sobre ellos con un potente grito,
pero éstos lograron resistir su acometida y no tardaron en hacer caer de rodillas al
príncipe de Don. Coll también fue derribado y la punta de una lanza se pegó a su espalda.
Gurgi lanzaba chillidos de rabia y terror. Un centinela le alzó en vilo agarrándole por el
pellejo de su peludo cuello y le abofeteó violentamente hasta que la pobre criatura apenas
fue capaz de mantenerse en pie.
La sonrisa de Magg hacía pensar en una calavera. Un movimiento casi imperceptible
de sus huesudos dedos hizo apartar a los guerreros. Su flaco rostro de piel grisácea
estaba contorsionado por el placer.
—No había previsto nuestro encuentro, señor Gwydion —dijo—. Caer Cadarn se halla
en poder de mis guerreros, pero éste es un premio inesperado y mucho más valioso de lo
que jamás había esperado conseguir.
Las verdes pupilas de Gwydion echaban chispas.
—¿Cómo has osado entrar en el cantrev del rey Smoit? Vete de aquí antes de que
vuelva. Él tendrá muchos menos miramientos contigo que yo.
—Te reunirás con el rey Smoit —replicó Magg—, aunque me cuesta llamar rey a ese
tosco señor de cantrev.
Los delgados labios de Magg se fruncieron en una mueca maliciosa, y deslizó una
mano sobre su capa llena de bordados como si la acariciase. Taran se dio cuenta de que
el atuendo de Magg era todavía más elegante que el que llevaba cuando había conocido
a aquel hombre de lacia cabellera como gran mayordomo de la corte de Mona.
—El señor al que sirvo es más poderoso que Smoit o el rey de Mona, más poderoso
incluso que la reina Achren —dijo Magg con una sonrisa llena de dientes amarillentos—.
Y ahora es más poderoso que el príncipe de Don...
Se llevó una mano a la cadenilla de hierro que colgaba de su cuello y acarició el
pesado emblema de su rango. Taran, horrorizado, vio que estaba adornado con el mismo
símbolo grabado en las frentes de los Cazadores.
—Mi señor es el más poderoso de todos, y es nada menos que el rey de Annuvin..., el
mismísimo Arawn, Señor de la Muerte —anunció altivamente Magg.
Pero Gwydion no bajó la mirada.
—Has encontrado a tu verdadero amo, Magg.
—Cuando nos vimos por última vez te creía muerto, señor Gwydion —dijo Magg—.
Después me llevé la alegría de saber que no habías muerto. —El gran mayordomo se
lamió los labios—. Es raro que se pueda saborear la venganza dos veces, y he sabido
tener paciencia y esperar a que llegase el día en el que por fin volveríamos a
encontrarnos.
»SÍ, he tenido mucha paciencia —siseó Magg—. Después de zarpar de la isla de Mona
vagué durante mucho tiempo de un lado a otro. Serví humildemente a varios amos
mientras aguardaba a que llegase mi hora. Uno de ellos incluso pretendió encerrarme en
una mazmorra... ¡A mí, Magg, quien en tiempos tuvo un reino en sus manos!
La voz del gran mayordomo había ido subiendo de tono hasta convertirse en un chillido
estridente. El rostro se le había puesto lívido, y los ojos sobresalían de sus cuencas; pero
un instante después ya había recuperado el control de sus manos temblorosas y volvía a
reclinarse en el trono de Smoit. Cuando volvió a hablar las palabras surgieron de sus
labios como si las estuviera paladeando una por una.
—Por fin logré llegar a Annuvin —dijo— hasta el mismísimo umbral de la Puerta
Oscura. Por aquel entonces el señor Arawn no me conocía como me conoce ahora. —
Magg cabeceó con expresión satisfecha—. Aprendió muchas cosas de mí.
»El señor Arawn conocía la historia de Dyrnwyn —siguió diciendo—. Sabía que la
espada se había perdido y había vuelto a ser encontrada, y que colgaba del cinto de
Gwydion, Hijo de Don. Pero fui yo, Magg, quien le reveló cómo adueñarse cíe ella.
—Hasta tus traiciones son míseras e insignificantes —dijo Taran—. Tarde o temprano
Arawn habría tramado ese plan malévolo, contigo o sin ti.
—Quizá —dijo Magg en tono malicioso—. Es posible que él aprendiera mucho menos
de mí que lo que yo aprendí de él, pues no tardé en descubrir que su poder estaba
peligrosamente equilibrado. El Rey con Cuernos, su campeón, había sido derrotado hacía
mucho tiempo; y el Crochan Negro, el caldero que le proporcionaba a los Nacidos del
Caldero que no pueden morir, había quedado hecho añicos.
»El señor Arawn tiene muchos vasallos secretos entre los reyes de los cantrevs —
siguió diciendo Magg—. Les ha prometido dominios e inmensas riquezas, y esos reyes
han jurado servirle. Pero las derrotas sufridas por Arawn hicieron que la inquietud
empezara a extenderse entre ellos. Fui yo quien le reveló los medios que le permitirían
conseguir alianzas más sólidas. ¡Yo fui quien concibió el plan que puso a Dyrnwyn en sus
manos!
»La noticia de que Arawn, el Señor de la Muerte, se ha adueñado del arma más
poderosa que existe en Prydain ya ha empezado a extenderse por todos los cantrevs. Él
conoce sus secretos mucho mejor que tú, señor Gwydion, y sabe que no puede ser
vencido. Sus vasallos se regocijan porque no tardarán en saborear la victoria. Otros
señores de la guerra se agruparán alrededor de su estandarte, y su hueste de guerreros
se irá haciendo cada vez más numerosa.
»¡Y yo, Magg, he sido el causante cíe que todo esto ocurriera! —gritó el gran
mayordomo—. ¡Yo, Magg, cuyo poder sólo es superado por el del Señor de la Muerte! Yo,
Magg, hablo en su nombre. Soy el emisario en el que ha depositado su confianza, y
cabalgo de un reino a otro reuniendo ejércitos para destruir a los Hijos de Don y a
aquellos que les rinden vasallaje. Toda Prydain se convertirá en su dominio. Y aquellos
que se enfrenten a él... Bueno, si el señor Arawn decide ser misericordioso les matará y
sus Cazadores beberán su sangre. ¡Los demás serán súbditos suyos y se arrastrarán
eternamente por el suelo!
Los ojos de Magg parecían arder, su pálida frente relucía y sus mejillas se estremecían
violentamente.
—Por esto... —siseó—. Sí, por todo esto el señor Arawn me ha jurado con todos los
juramentos que llegará el día en el que yo. Magg, ¡llevaré en mi cabeza la Corona de
Hierro cíe Annuvin!
—No sólo eres un traidor sino que también eres un estúpido —dijo Gwydion, y su voz
era tan dura como el hierro—. Eres doblemente estúpido. En primer lugar por creer en las
promesas de Arawn, y después por creer que el rey Smoit prestaría oído a tus palabras
de serpiente y se dejaría convencer por ellas. ¿Le has matado? Sólo muerto te
escucharía.
—Smoit vive —replicó Magg—. No doy ningún valor a tenerle por vasallo. Busco la
lealtad de los vasallos de su cantrev. Smoit les ordenará en su nombre que sirvan a mi
causa.
—¿El rey Smoit? ¡Antes preferiría que le arrancaran la lengua! —gritó Taran.
—Y quizá le sea arrancada —replicó Magg—. Mudo me serviría igual de bien.
Cabalgará a mi lado y yo hablaré por él mucho mejor de lo que podría hacerlo si
conservara la lengua. Sin embargo, preferiría que sus órdenes salieran de sus labios en
vez de los míos —añadió con expresión pensativa—. Siempre existen métodos de soltarle
la lengua que resultan preferibles a sacársela de la cabeza... Algunos de ellos ya han sido
puestos en práctica.
Magg entrecerró los ojos.
—Y el mejor de todos se encuentra delante de mis ojos en estos momentos —dijo—.
Tú, señor Gwydion, y tú. Ayudante de Porquerizo... Hablad con él. Dejad que Smoit
comprenda que debe ceder. —Los labios de Magg se curvaron en una sonrisa torcida—.
Vuestras vidas dependen de ello.
El gran mayordomo movió levemente la cabeza y los centinelas dieron un paso hacia
adelante.
Los compañeros fueron sacados a empujones de la Gran Sala. Taran estaba tan
abrumado por los efectos de la sorpresa y la desesperación que apenas si vio los
pasadizos por los que fueron conducidos. Los guerreros se detuvieron, y uno de ellos
abrió una gruesa puerta. Otros metieron a los compañeros en una pequeña recámara. La
puerta se cerró con un chirrido y la oscuridad les engulló.
Empezaron a avanzar a tientas, y Taran tropezó con un cuerpo caído en el suelo, que
se removió y dejó escapar un grito ensordecedor.
—¡Por mi cuerpo y mi sangre! —rugió la voz del rey Smoit, y Taran fue aferrado por un
par de brazos tan fuertes que parecían capaces de partir huesos—, ¿Has vuelto de
nuevo, Magg? ¡No me cogerás con vida!
Taran estuvo a punto de quedar aplastado antes de que Gwydion gritara su nombre y
los nombres de los compañeros. Smoit aflojó su presa y Taran sintió el roce de una mano
enorme en su cara.
—¡Es cierto, por mi pulso! —gritó Smoit mientras los compañeros formaban un círculo a
su alrededor—. ¡El Ayudante de Porquerizo! ¡Señor Gwydion! ¡Coll! ¡Reconocería esa
calva tuya en cualquier sitio! —Su mano se posó sobre la hirsuta cabeza de Gurgi—. Y el
pequeño..., ¡el pequeño lo-que-sea! Bien hallados, amigos míos... —Smoit dejó escapar
un gemido quejumbroso—. Y mal hallados también. ¿Cómo se las ha arreglado ese
repugnante alfeñique para capturaros? ¡Ah, ese maldito lacayo rastrero de labios
grasientos nos ha hecho caer a todos en su trampa!
Gwydion contó rápidamente a Smoit lo que les había ocurrido.
El rey de la barba pelirroja lanzó un gruñido de furia.
—Magg me hizo su prisionero con tanta facilidad como a vosotros. Ayer estaba
desayunando, y apenas había empezado a ocuparme de mi plato de carne cuando mi
mayordomo me trajo la noticia de que un mensajero enviado por el señor Goryon deseaba
hablar conmigo. Bien, yo sabía que Goryon volvía a tener problemas con el señor Gast.
Un asunto de robo de vacas, como de costumbre... ¡Ah, ojalá llegara el día en el que los
señores de los cantrevs de Prydain dejaran de perder el tiempo con esas querellas que no
se acaban nunca! El caso es que ya había oído la versión del asunto dada por Gast, y me
pareció que también debía escuchar la de Goryon.
Smoit lanzó un bufido y dio una palmada sobre su muslo.
—Los guerreros de Magg cayeron sobre mí antes de que hubiera tenido tiempo de
tragar otro bocado. ¡Por mi corazón y mi hígado que algunos de ellos se acordarán de
Smoit! Había otro grupo de guerreros emboscado y entró en tromba por la puerta. —Smoit
apoyó la cabeza en sus manos—. Aquellos de mis hombres que no murieron están
prisioneros en las armerías y las salas de guardia.
—¿Y os..., os duele mucho? —preguntó Taran con voz preocupada—. Magg habló de
tortura.
—¿Dolor? —El grito de Smoit fue tan potente que toda la recámara se llenó de ecos—.
¿Tortura? La aguantaré hasta que todo mi cuerpo sude, ¡pero no a manos de ese gusano
narigudo! Mi piel es lo bastante gruesa para aguantar sus intentos... ¡Que Magg se rompa
los dientes en mis huesos! No me inquieta más que la mordedura de una pulga o el
arañazo de un zarzal. ¡Vaya, pero si he aguantado dolores peores en una pequeña
refriega cariñosa!
»¿Me hablas del dolor? —siguió diciendo Smoit, cada vez más enfurecido—. Juro por
todos los pelos de mi barba que estar prisionero dentro de mi propio castillo me duele más
que la quemadura del hierro al rojo vivo! ¡Mi propia fortaleza, y yo cautivo en ella!
¡Capturado en mi propia Gran Sala! Me arrancaron la comida y la bebida de los labios, y
me echaron a perder el desayuno... ¿Tormentos? ¡Peor que eso! ¡Esto basta para quitarle
el apetito a cualquiera!
Mientras tanto Gwydion y Coll habían logrado encontrar las paredes y las estaban
examinando a toda prisa en la medida en que lo permitía la penumbra buscando alguna
señal de debilidad. Los ojos de Taran ya se habían acostumbrado un poco a la escasa
iluminación, y empezó a temer que sus compañeros estuviesen desperdiciando sus
esfuerzos. La celda carecía de ventanas, y el poco aire que llegaba hasta ellos procedía
de la diminuta abertura protegida con gruesos barrotes que había en lo alto de la puerta.
El suelo no era de tierra apisonada, sino de losas unidas de manera tan concienzuda que
apenas dejaban rendijas entre ellas.
Smoit comprendió el propósito de los esfuerzos de Gwydion, y meneó la cabeza,
mientras golpeaba las losas con las suelas de hierro de sus botas.
—¡Sólida como una montaña! —exclamó—. Lo sé, pues yo mismo la hice construir...
No malgastéis más tiempo ni energías, amigos míos. ¡Estas paredes y este suelo
aguantarán tanto como yo!
—¿A qué profundidad se encuentra esta mazmorra? —preguntó Taran, aunque sus
esperanzas de escapar de ella se iban desvaneciendo a cada momento que transcurría—.
¿No existe ninguna forma de que podamos cavar hacia arriba?
—¿Mazmorra? —exclamó Smoit—. Ya no tengo mazmorras en Caer Cadarn. Cuando
nos vimos por última vez dijiste que mis mazmorras no servían de nada. Tenías toda la
razón, así que tapié las entradas. Ahora en mi cantrev no hay fechoría o malentendido
que no pueda resolver más deprisa y más fácilmente con unas cuantas palabras. Quien
oye mi voz se apresura a cambiar de conducta..., o de lo contrario aprende a hacerlo
durante el tiempo que dura su convalecencia. ¡Menuda mazmorra! Esto no es más que un
cuarto para las viandas.
»Ah, si me hubiera preocupado tanto de aprovisionarlo concienzudamente como me
preocupé de que fuera sólido al construirlo... —gimió Smoit—. Que Magg venga ahora
mismo con sus hierros y sus látigos. El tormento demoníaco que sufro me impediría
prestarles la más mínima atención. ¡Este cuarto se encuentra justo al lado de la cocina!
Llevo dos días enteros sin llenarme el estómago... ¡Me parece que han sido dos años! ¡El
vil traidor no ha parado de banquetear ni un momento! ¿Y para mí qué? ¡Nada salvo los
olores! Oh, pagará muy caro esto —exclamó Smoit—. Sólo quiero hacerle una súplica:
que me deje colocar las manos alrededor de su flaco cuello durante un momento. ¡Se lo
apretaría hasta sacarle todos los pasteles y confites que ha engullido a lo largo de su vida!
Gwydion se puso en cuclillas al lado del furioso Smoit.
—Vuestro cuarto de las viandas puede acabar siendo nuestra tumba —dijo con voz
preocupada—. Y no sólo para nosotros —añadió—. Fflewddur Fflam tiene que guiar a
nuestros compañeros hasta aquí. Las fauces de Magg se cerrarán sobre ellos dejándolos
tan atrapados e indefensos como a nosotros.
5 - El centinela
Fflewddur Fflam condujo con gran rapidez a Eilonwy, el rey Rhun y Glew hasta el
puerto del Avren, pero su regreso desde el navío fue menos rápido. En primer lugar y en
contra de todas las probabilidades, el rey de Mona consiguió salir despedido por encima
del cuello de su montura cuando ésta decidió detenerse para beber a la orilla del río. La
zambullida dejó totalmente empapado al infortunado rey, aunque eso no afectó en nada a
su jovialidad habitual. Pero la hebilla del cinto de Rhun se había abierto a causa de la
caída, y la espada se hundió en los bajíos. Rhun no logró recuperarla porque se había
quedado enredado en los arneses de la montura, y Fflewddur se vio obligado a lanzarse
al río en busca del arma. Después Glew protestó amargamente al verse obligado a
cabalgar detrás del bardo calado hasta los huesos.
—¡Pues entonces camina, pequeña comadreja! —gritó Fflewddur mientras temblaba y
se golpeaba los costados con los brazos—. ¡Y preferiría que lo hicieras en dirección
opuesta a la que seguimos!
Glew se limitó a sorber aire por la nariz con expresión altiva y se negó a moverse.
Eilonwy estaba tan impaciente que pateó el suelo.
—¿Queréis daros prisa de una vez? Hemos venido a cuidar del señor Gwydion y a
duras penas si somos capaces de cuidar de nosotros mismos.
El antiguo gigante consintió en montar sobre Lluagor y cabalgar detrás de la princesa, y
volvieron a emprender la marcha; pero de repente a Llyan se le metió en la cabeza que
tenía ganas de jugar. La gata salió disparada hacia adelante moviéndose sobre sus
enormes zarpas acolchadas y empezó a perseguirse alegremente la cola mientras el
desesperado bardo se aferraba a los mechones leonados de su cuello. Fflewddur pasó
grandes apuros para impedir que Llyan rodara sobre sí misma con él montado encima.
—Casi..., casi nunca hace este tipo de cosas —jadeó el bardo mientras Llyan daba
grandes saltos trazando un círculo alrededor de los compañeros—. ¡Siempre ha sido
muy..., muy educada! Reñirla no..., no sirve de nada. ¡No hace ningún... caso!
Fflewddur acabó viéndose obligado a descolgar su arpa del hombro, cosa que hizo con
bastantes dificultades, y tañó las cuerdas arrancándoles una melodía hasta que Llyan
volvió a calmarse.
Poco después del mediodía el bardo oyó las débiles y lejanas notas del cuerno de
Taran.
—Están preocupados por nosotros —dijo Fflewddur—. Espero que no tardaremos en
reunimos con ellos.
Los compañeros siguieron avanzando a la máxima velocidad posible, pero la distancia
que se interponía entre los dos grupos aumentó en vez de disminuir, y al caer la noche
tuvieron que detenerse. Estaban tan cansados que se quedaron dormidos enseguida.
A la mañana siguiente se pusieron en marcha muy temprano, lo que según los cálculos
de Fflewddur sirvió para permitirles reducir la distancia que les separaba de Taran y los
demás a menos de medio día de viaje. El rey Rhun tenía más ganas que nunca de llegar
a Caer Cadarn, y procuró extraer el máximo de velocidad de su montura gris; pero la
yegua era mucho más lenta que Llyan y Lluagor, y Fflewddur y Eilonwy no tenían más
remedio que tirar a cada momento de las riendas de sus monturas.
A mediados de la tarde el rey Rhun lanzó un grito de alegría. Caer Cadarn se
encontraba a muy poca distancia de ellos. Podían ver con toda claridad el estandarte de
Smoit alzándose más allá de los árboles. Los compañeros se disponían a seguir
avanzando sin perder ni un momento, pero Eilonwy frunció el ceño y volvió a alzar la
mirada hacia el estandarte que revoloteaba al viento.
—Qué extraño... —observó la princesa—. Veo el viejo y alegre oso del rey Smoit, pero
a estas alturas Gwydion ya debe de estar allí y no veo ondear el estandarte de la Casa de
Don. La reina Teleria me enseñó que la cortesía siempre exige que el noble de un cantrev
haga ondear la bandera del Sol Dorado de Don cuando algún miembro de la Casa Real le
visita.
—Eso es muy cierto en circunstancias ordinarias —dijo Fflewddur—, pero dudo mucho
que Gwydion quiera que alguien pueda enterarse de dónde se halla en estos momentos,
le habrá dicho a Smoit que prescindiese de las formalidades, lo cual es una precaución de
lo más prudente.
—Sí, claro —replicó Eilonwy—. No tendría que haber pensado en las exigencias de la
cortesía. Eres muy listo, Fflewddur.
El bardo sonrió de oreja a oreja.
—Es la experiencia, princesa..., una larga experiencia. Pero no temáis. El tiempo
también os traerá esa clase de sabiduría.
—Aun así resulta curioso que las puertas estén cerradas —dijo Eilonwy mientras
seguían acercándose al castillo—. Conociendo al rey Smoit lo lógico sería suponer que
estarían abiertas de par en par y que habría una guardia de honor esperándonos, con el
rey Smoit en persona al frente de ella.
Fflewddur quitó importancia a la observación de la muchacha con un gesto de la mano.
—No tiene nada de extraño —dijo—. El señor Gwydion ha partido para recorrer un
camino lleno de peligros, no para embarcarse en una ronda de celebraciones. Yo sé muy
bien cómo se hacen estas cosas... He tomado parte en un millar de misiones secretas...,
ah..., bueno, puede que en una o dos —se apresuró a añadir—. Ya me esperaba ver Caer
Cadarn tan herméticamente cerrado como una ostra, y no me sorprende en lo más
mínimo.
—Sí, estoy segura de que estás mucho más enterada que yo acerca de estas cosas —
dijo Eilonwy, pero vaciló y forzó la vista para examinar el castillo al que los compañeros se
estaban acercando rápidamente—. Pero que yo sepa el rey Smoit no se halla en guerra
con sus vecinos. Dos vigías en las murallas tendrían que ser una vigilancia más que
suficiente... ¿Para qué necesita tener a todo un grupo de arqueros apostado en ellas?
—Para proteger al señor Gwydion, naturalmente —replicó Fflewddur.
—Pero si nadie sabe que Gwydion se encuentra aquí... —insistió Eilonwy.
—¡Gran Belin! —gritó el bardo mientras tiraba de las riendas de Llyan—. Estás
consiguiendo que me empiece a dar vueltas la cabeza. ¿Acaso intentas decir que
Gwydion no se encuentra en Caer Cadarn? Si no está allí no tardaremos mucho en
enterarnos, y si está allí también nos enteraremos de ello. —Fflewddur se rascó la cabeza
desordenando todavía más su ya revuelta cabellera amarilla—. Pero si no está allí
entonces... Bueno, ¿por qué no está allí? ¿Qué puede haber ocurrido? Y si está allí
entonces no hay nada de qué preocuparse. Pero si no está allí... Oh, maldición y
condenación, la verdad es que has conseguido ponerme muy nervioso. No entiendo...
—Yo tampoco lo entiendo —dijo Eilonwy—, Lo único que sé y ni siquiera lo sé con
seguridad es que... Bueno, no puedo explicarlo. Yo... Veo al castillo como torcido..., no, no
se trata de ver. ¿Será el sabor? No... ¡Bueno, no importa! —exclamó—. Siento escalofríos
y se me ha puesto la piel de gallina, y no me gusta nada. No dudo que tengas mucha
experiencia, pero todas y cada una de mis antepasadas fueron encantadoras; y si no
hubiera escogido convertirme en una joven dama yo también lo habría sido.
—¡Encantamientos! —murmuró el bardo poniendo cara de incomodidad—. Manteneos
alejados de ellos. No metáis las narices en ese tipo de asuntos. También tengo
experiencia en eso, y mi experiencia me indica que siempre acaban mal.
—Si la princesa tiene la sensación de que algo anda mal para mí será un placer
adelantarme y descubrir qué ocurre —intervino Rhun—. Llamaré a la puerta con toda
franqueza y les preguntaré si ha ocurrido algún percance.
—Tonterías —replicó Fflewddur—. Estoy segurísimo de que todo va bien. —Una
cuerda del arpa se partió en dos con un sonoro chasquido. El bardo carraspeó—. No, no
estoy nada seguro de ello. ¡Oh, qué más da! La chica me ha metido una idea entre ceja y
ceja, y ahora no consigo sacármela de la cabeza. Por un lado parece que todo está como
debería estar, pero por otro lado parece que nada está como debería estar.
»Bueno, para que te tranquilices de una vez..., ah..., no, para tranquilizarme de una vez
—dijo Fflewddur volviéndose hacia la princesa— yo seré el que averigüe lo que está
ocurriendo. Soy un bardo que va de un lado a otro, por lo que puedo ir y venir como me
plazca. Si algo anda mal nadie sospechará de mí, y si todo va bien el que eche un vistazo
antes no habrá perjudicado a nadie. Quedaros aquí. Volveré lo más pronto posible.
Cuando estemos sentados a la mesa del rey Smoit nos reiremos cíe todo esto —añadió
sin demasiada convicción.
El bardo desmontó, pensando que sería más prudente no atraer la atención yendo
montado sobre Llyan.
—Y tú intenta no hacer ninguna travesura —advirtió a Glew—. No me gusta nada tener
que perderte de vista, pero Llyan no apartará los ojos de ti. Tiene la vista mucho más
aguda que la mía..., y los dientes mucho más grandes y afilados.
El bardo avanzó a pie hasta el castillo. Pasado un rato, Eilonwy vio abrirse las puertas,
y Fflewddur desapareció detrás de ellas. Después todo quedó en silencio.
Al anochecer la muchacha ya estaba considerablemente alarmada, pues no había ni
rastro del bardo. Los compañeros se habían ocultado en un bosquecillo para aguardar el
regreso de Fflewddur, pero Eilonwy se sentía incapaz de seguir esperando. Se puso en
pie y contempló el castillo con cara de preocupación.
—¡Todo va terriblemente mal! —exclamó, dando un impaciente paso hacia adelante.
El rey Rhun la obligó a retroceder.
—Quizá no —dijo—. En tal caso Fflewddur habría vuelto inmediatamente para
advertirnos. Estoy seguro de que Smoit le ha invitado a cenar, o... —Rhun aflojó la
espada en su vaina—. Iré a echar un vistazo.
—¡No, no lo harás! —gritó Eilonwy—. Tendría que haber ido yo. Oh, no sé por qué
permití que Fflewddur me convenciera de que sería mejor que fuese en mi lugar.
Pero Rhun insistió. Eilonwy se negó a dejarle marchar. La disputa que siguió,
apasionada aunque mantenida en susurros, fue interrumpida por la repentina aparición
del bardo. Fflewddur entró en el bosquecillo jadeando y tambaleándose.
—¡Es Magg! ¡Les ha capturado a todos! —Si su voz hubiera tenido color éste habría
sido tan grisáceo como el que revelaban los rayos de luna que caían sobre su rostro—.
¡Están cautivos! ¡Prisioneros! ¡Atrapados!
Eilonwy y Rhun escucharon con expresiones de perplejidad el relato de lo que
Fflewddur había logrado descubrir.
—Los guerreros no saben quiénes son los prisioneros, sólo que aparte de Smoit hay
cuatro hombres más encerrados por traición. ¡Oh, sí, vaya traición! ¡Les han engañado
contándoles no sé qué historias! Pero hay algo más que eso, un plan oculto que no he
logrado descubrir. Creo que los centinelas tenían órdenes de hacer prisionero a quien
entrara en el castillo. Por suerte esas órdenes no parecían incluir a los bardos
errabundos. Es tan normal que un bardo aparezca de repente y se gane la cena cantando
que a los centinelas no les extrañó en lo más mínimo mi presencia, aunque no dejaron de
vigilarme ni un momento y no permitieron que me acercara a la Gran Sala de Smoit o al
cuarto de las viandas en el que han encerrado a los prisioneros; pero vi un momento a
Magg. ¡Oh, esa araña rastrera y sus sonrisitas burlonas! ¡Si pudiera haberle atravesado
con mi espada allí mismo!
»Los guerreros me tuvieron allí tocando el arpa hasta que pensé que se me iban a caer
los dedos —concluyó apresuradamente—. De no haber sido por eso habría regresado
hace mucho rato. No me atrevía a dejar de tocar por miedo a que se olieran que algo iba
mal. ¡Ah, sí, hay algo que oler y es la pestilencia que desprende esa rata llamada Magg!
—gritó con furia.
—¿Cómo vamos a rescatarles? —preguntó Eilonwy—. No me importa por qué están
encerrados. Ya nos enteraremos después. Lo primero es sacarles de allí.
—No podemos —respondió Fflewddur con desesperación—. Es imposible..., por lo
menos no siendo sólo cuatro. Y digo cuatro contando a Glew, con el que no se puede
contar en ninguna circunstancia.
Glew soltó un bufido. Normalmente el hombrecillo no demostraba interés por nada que
no le afectase de una forma muy directa, pero desde la llegada de Fflewddur parecía estar
muy nervioso y preocupado.
—Cuando era un gigante podría haber derribado las murallas —dijo.
—Deja de recordarnos que hubo un tiempo en el que eras un gigante —replicó
secamente Fflewddur—. Ahora no lo eres. Nuestra única esperanza es adentrarnos en el
cantrev, contar lo que ha ocurrido a uno de los señores del cantrev y conseguir que reúna
un grupo de guerreros para atacar el castillo.
—Haría falta demasiado tiempo —exclamó Eilonwy—. ¡Oh, callaros y dejadme pensar!
La muchacha se dirigió de nuevo al claro y volvió los ojos con expresión desafiante
hacia el castillo, el cual respondió arrojándole su propio y oscuro desafío. La mente de
Eilonwy funcionaba a toda velocidad, pero no conseguía formar ningún plan. Se disponía
a dar la espalda al castillo con una exclamación que era mitad sollozo y mitad grito de ira,
cuando un movimiento al lado de un árbol cercano atrajo su atención. Eilonwy se quedó
inmóvil. No se atrevía a volver la cabeza, pero miró por el rabillo del ojo y vio a una
extraña sombra agazapada junto al árbol. La sombra estaba inmóvil cuando no lo había
estado antes. Eilonwy fingió que seguía su camino y que avanzaba hacia donde se
encontraban Fflewddur y Rhun, pero en realidad se fue acercando poco a poco al árbol.
Y saltó sobre la silueta agazapada moviéndose tan deprisa como Llyan. Una parte de la
sombra rodó sobre sí misma yendo en una dirección, y el resto empezó a emitir gritos
ahogados. Eilonwy pateó, dio puñetazos y arañó. Fflewddur y el rey Rhun estuvieron a su
lado pasado un instante. El bardo agarró a la silueta que se debatía por un extremo, y el
rey Rhun la agarró por el otro.
Eilonwy retrocedió y sacó rápidamente su juguete de entre los pliegues de su capa. La
esfera empezó a brillar apenas la colocó en la palma de su mano. Eilonwy la acercó un
poco más a la silueta que seguía debatiéndose, y el estupor la dejó boquiabierta. Los
rayos dorados iluminaron un rostro pálido y lleno de arrugas en el que destacaba una
nariz muy larga, que caía hacia una boca fruncida en una mueca melancólica. Mechones
de cabellos que parecían telarañas flotaban sobre un par de ojos lacrimosos y
aterrorizados que no paraban de parpadear.
—¡Gwystyl! —exclamó Eilonwy—. ¡Gwystyl del Pueblo Rubio!
El bardo aflojó su presa. Gwystyl se irguió, se frotó los flacos brazos y se puso en pie
envolviéndose en los pliegues de su capa como si esperara que éstos pudieran
defenderle de nuevos ataques.
—Qué alegría volver a veros... —farfulló—. Es un placer, creedme. He pensado en
vosotros muy a menudo. Adiós. Lo siento, pero tengo muchísima prisa y no me puedo
quedar ni un momento más.
—¡Ayúdanos! —suplicó Eilonwy—. Gwystyl, te lo rogamos... Nuestros compañeros
están cautivos en el castillo de Smoit.
Gwystyl se llevó las manos a la cabeza y sus facciones se arrugaron en una mueca de
abatimiento.
—Por favor, por favor, no grites —dijo—. Esta noche no me encuentro nada bien. No
me siento con fuerzas para aguantar que me griten... ¿Y te importaría dejar de meterme
esa luz en los ojos? No, no, es realmente demasiado... Que te tiren al suelo y se te
sienten encima es más que suficiente sin que además tengas que ver cómo la gente te
pellizca, te grita y te deja medio ciego. Tal como estaba diciendo... Ah, sí, ha sido
maravilloso tropezarme con vosotros. Me encantaría ayudaros, naturalmente, pero quizá
en otro momento, ¿eh? Cuando no esté tan nervioso y preocupado, ¿de acuerdo?
—Gwystyl, ¿es que no lo entiendes? —gritó Eilonwy—. ¿Es que no has estado
escuchando nada de lo que te he dicho? ¿En otro momento? Tienes que ayudarnos ahora
mismo. La espada de Gwydion ha sido robada. ¡Dyrnwyn le ha sido arrebatada! ¡Arawn la
tiene en su poder! ¿Es que no comprendes lo que eso significa? ¿Cómo va a
arreglárselas Gwydion para recuperar la espada si está prisionero y su propia vida corre
peligro? Y Taran..., y Coll, y Gurgi...
—Sí, hay días en los que todo parece salir mal —suspiró Gwystyl—. ¿Y qué va a hacer
uno en esos casos? Nada, ay, pero espero que las cosas mejorarán, aunque es muy
probable que eso no llegue a ocurrir. En fin, no se puede hacer otra cosa, ¿verdad? Sí, ya
sé que Dyrnwyn ha sido robada. Es un infortunio lamentable, una situación capaz de
desanimar a cualquiera.
—¿Ya lo sabes? —exclamó el bardo—. ¡Gran Belin, habla! ¿Dónde está?
—No tengo ni la más mínima idea —jadeó Gwystyl en un tono tan desesperado que
Eilonwy quedó convencida de que la melancólica criatura estaba diciendo la verdad—,
pero ésa es la menor de mis preocupaciones en estos momentos. Lo que está ocurriendo
en los alrededores de Annuvin... —Gwystyl se estremeció y palmeó su pálida frente con
una mano temblorosa—. Los Cazadores se están reuniendo. Los Nacidos del Caldero han
salido de sus escondites..., hay huestes enteras de ellos. Nunca había visto a tantos
Nacidos del Caldero en toda mi vida. Es algo tan horrible que basta para hacer que a una
persona decente le entren ganas de irse a la cama, creedme.
»Ah, y eso no es ni la mitad de lo que está ocurriendo —murmuró Gwystyl con un hilo
de voz—. Algunos señores de los cantrevs están reuniendo a sus huestes de guerreros, y
sus líderes de guerra celebran consejo en Annuvin. El lugar está lleno de guerreros...,
dentro, fuera..., se mire donde se mire hay guerreros por todas partes. Incluso llegué a
tener miedo de que descubrieran mis túneles y mis agujeritos de espionaje. Actualmente
soy el único centinela del Pueblo Rubio que se encuentra cerca de Annuvin..., lo cual es
terrible, porque se me amontona el trabajo.
»Creedme, vuestros amigos se encuentran mucho mejor donde están ahora —se
apresuró a seguir diciendo Gwystyl—, Sí, están mucho más seguros, de veras... No
importa lo que se les esté haciendo, porque os juro que no puede ser peor que meterse
en ese avispero. Si volvéis a verles por casualidad, transmitidles mis más cariñosos
saludos. Siento mucho no poder quedarme más tiempo. Lo lamento muchísimo, de
verdad, pero voy de camino al reino del Pueblo Rubio. El rey Eiddileg tiene que enterarse
de todo esto lo más deprisa posible.
—¡Si el rey Eiddileg se entera de que no has querido ayudarnos desearás no haber
abandonado nunca tu puesto de vigilancia! —estalló Eilonwy sin poder contener su
indignación por más tiempo.
—Es un viaje muy largo y penoso. —Gwystyl suspiró y meneó aquella cabeza que
parecía envuelta en telarañas sin prestar ni la más mínima atención a las palabras de
Eilonwy—. Tendré que dar cada paso de él por encima del suelo... Eiddileg querrá saber a
qué es debida tanta agitación. No me siento con fuerzas para viajar..., no en mi estado
actual, y menos con este clima. El verano habría resultado mucho más agradable para
desplazarse. Pero... En fin, no se puede hacer nada al respecto. Adiós, y me despido.
Siempre es un placer veros.
Gwystyl se inclinó para recoger un fardo casi tan grande como él. Eilonwy le agarró por
el brazo.
—¡Oh, no, nada de eso! —gritó—. Advertirás al rey Eiddileg después de que hayamos
liberado a nuestros compañeros. No intentes engañarme, Gwystyl del Pueblo Rubio. Eres
mucho más inteligente de lo que dejas ver, pero si no nos proporcionas tu ayuda de
buena gana sé cómo he de arreglármelas para conseguirla. ¡Te exprimiré el cuerpo hasta
sacártela de las entrañas!
La muchacha alzó las manos disponiéndose a agarrar a la criatura por el cuello.
Gwystyl dejó escapar un sollozo desgarrador e hizo un débil intento de defenderse.
—¡No, experimentos no! No, por favor... No podría aguantarlo. Ahora no. Adiós. De
veras, no creo que sea el momento más adecuado para...
Mientras tanto Fflewddur estaba contemplando el fardo con cara de curiosidad. El gran
bulto informe había rodado hasta quedar cerca de un arbusto cuando Eilonwy se había
lanzado sobre Gwystyl. y se hallaba parcialmente deshecho.
—Gran Belin —murmuró el bardo—, qué surtido de objetos más extraño y variado. Esto
es peor que ser un caracol y transportar toda su casa a cuestas...
—No es nada, nada en absoluto —se apresuró a decir Gwystyl—. Meramente unas
cuantas rosillas para que el viaje resulte un poco más llevadero...
—Creo que obtendríamos mejores resultados examinando este fardo que retorciendo el
cuello de Gwystyl —observó Fflewddur, quien se había arrodillado y estaba empezando a
hurgar dentro del fardo—. Puede que aquí haya algo bastante más útil que Gwystyl.
—Coged lo que os apetezca —le apremió Gwystyl mientras Eilonwy movía su juguete
haciendo caer los rayos de luz sobre el fardo—. Si queréis podéis quedaros con todo. Me
da igual. Ya me las arreglaré sin el fardo. Será terriblemente difícil y peligroso, pero ya me
las arreglaré...
El rey Rhun se arrodilló al lado del bardo, quien hasta el momento había sacado del
fardo unos cuantos jubones forrados con piel de oveja llenos de remiendos y varias capas
harapientas.
—¡Asombroso! —exclamó Rhun—. ¡Esto es un auténtico nido de pájaro!
—Sí —suspiró Gwystyl—. Quedaos con todo. Son unas cuantas rosillas que había
estado guardando para un momento de apuro. Nunca se sabe cuándo te pueden llegar a
hacer falta... Pero ahora todo es vuestro.
—No, gracias —murmuró el bardo—. No queremos privarte de ellas.
Después su apresurado examen reveló cantimploras llenas y vacías, un báculo para
caminar de segmentos articulados que permitían doblarlo, un almohadón con un saco de
plumas de repuesto, dos trozos de cuerda, unos cuantos sedales y anzuelos de gran
tamaño, dos tiendas, gran cantidad de cuñas de hierro y una barra de hierro torcida, un
gran pedazo de cuero blando que Gwystyl explicó de mala gana podía ser colocado
alrededor de una armazón de sauce quedando convertido en un bote, varios atados de
verduras y hierbas secas de gran tamaño y numerosas bolsitas de líquenes de todos los
colores.
—Las llevo por razones de salud —dijo Gwystyl señalando las bolsitas—. En los
alrededores de Annuvin hace una humedad terriblemente pegajosa... No me ayudan en lo
más mínimo, pero siempre es mejor que nada. Aun así podéis...
El bardo meneó la cabeza mientras ponía cara de desesperación.
—Basura inútil. Podríamos tomar prestados los sedales y los anzuelos, aunque para lo
que nos van a servir...
—¡Gwystyl, todas tus tiendas, botes y báculos no nos van a dar la respuesta que
necesitamos! —exclamó Eilonwy, muy enfadada—. Oh, creo que aun así sería capaz de
retorcerte el cuello porque me has agotado la paciencia. ¡Vete de aquí! ¡Sí, será mejor
que nos despidamos ahora mismo!
Gwystyl se apresuró a recomponer su fardo sin dejar de lanzar ruidosos suspiros de
alivio. Cuando se lo echó al hombro se le cayó de entre los pliegues de la capa una
bolsita que intentó recobrar con evidente desesperación.
—Eh, ¿qué es esto? —preguntó Rhun, quien ya había recogido la bolsita y se disponía
a entregársela a la nerviosísima criatura.
—Huevos —balbuceó Gwystyl.
—Es una suerte que no quedaran aplastados cuando rodaste por el suelo —dijo Rhun
con jovialidad—. Quizá sería mejor que les echáramos un vistazo —añadió mientras
desataba el cordoncillo que mantenía cerrada la bolsita.
—¡Huevos! —dijo Fflewddur, y su expresión se volvió un poco menos sombría—. No
me importaría comerme un par. No he comido nada desde el mediodía...; esos guerreros
me obligaron a estar tocando todo el rato, pero no se tomaron la molestia de alimentarme.
Venga, viejo amigo... ¡Tengo tanta hambre que soy capaz de cascar uno y tragármelo
crudo!
—¡No, no! —chilló Gwystyl manoteando frenéticamente en un nuevo intento de
recuperar la bolsita—. ¡No lo hagas! No son huevos. ¡Te digo que no son huevos!
—Pues tienen todo el aspecto de serlo —observó Rhun echando un vistazo dentro de
la bolsita—. Si no son huevos, ¿qué son?
Gwystyl se atragantó y sufrió un violento ataque de toses y suspiros antes de poder
responder.
—Humo —jadeó por fin.
6 - Un puñado de huevos
—¡Asombroso! —exclamó el rey Rhun—. ¡Humo hecho de huevo! ¿O huevo hecho de
humo?
—El humo está dentro —murmuró Gwystyl envolviéndose en los pliegues de su
maltrecha capa—. Adiós. Cascad los huevos y el humo saldrá de su interior..., en
considerables cantidades. Quedáoslos. Son un regalo que os hago. Si volvéis a ver al
señor Gwydion, advertirle de que se mantenga alejado de Annuvin a toda costa. En
cuanto a mí, me alegro de que ese lugar haya quedado a mis espaldas y espero no volver
nunca. Adiós.
—Gwystyl —dijo secamente Eilonwy agarrando a la melancólica criatura por un
brazo—, algo me dice que dentro de esa capa tuya hay más cosas de las que saltan a la
vista. ¿Qué más llevas escondido? Venga, quiero la verdad o te prometo tales apretones
y retorcimientos que...
—¡No escondo nada! —se atragantó Gwystyl. Soplaba un viento bastante frío, pero
había empezado a sudar abundantemente. Sus cabellos parecidos a telarañas colgaban
nacidamente sobre su cabeza, y su frente goteaba como si hubiera sido sorprendido por
un chaparrón—. Nada, de veras, salvo..., eh..., salvo unos cuantos objetos personales sin
importancia. Cosillas, trastos viejos... Si os interesan naturalmente yo...
Gwystyl alzó los brazos y extendió su capa tirando de ella a cada lado, un gesto que le
prestó la apariencia de un murciélago de nariz muy larga y expresión entre horrorizada y
abatida. Después suspiró y dejó escapar un gemido melancólico mientras los compañeros
le observaban con expresiones sorprendidas.
—¡Esto es realmente rarísimo! —exclamó Fflewddur—. Y... ¡Gran Belin, cuántas cosas!
Entre los pliegues de la capa colgaban una docena de sacos de tela, bolsitas de malla
y paquetes cuidadosamente envueltos y meticulosamente asegurados a los pliegues. La
gran mayoría parecían contener huevos como aquellos que Fflewddur había estado a
punto de comerse. Gwystyl sacó una de las bolsitas de malla de la capa y se la entregó a
Eilonwy.
—Vaya, vaya... —exclamó Rhun—. ¡Primero huevos, y ahora setas!
Por lo que podía ver la princesa la bolsita de malla sólo contenía unas cuantas setas de
gran tamaño cuyos sombreros estaban salpicados de manchitas marrones; pero Gwystyl
movió desesperadamente los brazos y empezó a gemir.
—¡Cuidado, cuidado! ¡Si se rompen te chamuscarán el pelo! Dejan escapar una
hermosa llamarada..., suponiendo que llegue el momento en que te haga falta algo
semejante, claro. Quedaos con todos. Me alegra muchísimo librarme de ellos.
—¡Es justo lo que necesitamos! —exclamó Eilonwy—. Gwystyl, perdona que te
amenazara con retorcerte el cuello. —Se volvió hacia el bardo, quien estaba examinando
los saquitos y bolsitas con cierta inquietud—. ¡Sí! Esto nos ayudará. Ahora si
conseguimos entrar en el castillo...
—Mi querida princesa —dijo Fflewddur—, un Fflam no conoce el miedo, pero no me
parece que asaltar una fortaleza llevando en las manos sólo huevos y setas, aunque sean
huevos y setas como éstos, sea un plan demasiado sólido. Y sin embargo... —Fflewddur
vaciló y acabó chasqueando los dedos—. ¡Gran Belin, quizá podríamos conseguirlo!
¡Esperad! Estoy empezando a ver las posibilidades...
Mientras tanto, Gwystyl había sacado los paquetitos restantes del interior de su
voluminosa capa.
—Tomad —suspiró—. Ya que os habéis quedado con la mayoría supongo que da igual
que os quedéis con el resto. Venga, quedaros con todo... Adelante, a mí ya me da
absolutamente igual.
Los paquetitos que Gwystyl sostenía en su mano temblorosa estaban llenos de lo que
parecía ser tierra oscura y pulverulenta.
—Poneos esto en los pies y nadie podrá ver vuestras huellas..., es decir, suponiendo
que haya alguien que intente dar con vuestras huellas. Sirve exactamente para eso. Pero
si la arrojáis a los ojos de alguien no podrá ver nacía..., al menos durante un ratito.
—¡La situación mejora a cada momento que pasa! —exclamó Fflewddur—.
Liberaremos a nuestros amigos de las garras de la araña en un periquete. ¡Qué osada
hazaña! ¡Nubes de humo, chorros de fuego, polvo cegador! ¡Y un Fflam al rescate! Ah,
eso dará tema para muchas canciones a los bardos. Eh... Dime, viejo amigo, ¿estás
seguro de que esas setas funcionan? —preguntó lanzando una mirada de preocupación a
Gwystyl.
Los compañeros se apresuraron a volver a la protección del bosquecillo para hacer sus
planes. Grandes dosis de persuasión y halagos —y la alusión a que aún era posible
recurrir al retorcimiento de cuello y la observación de que el rey Eiddileg no se mostraría
nada complacido si no les ayudaba— consiguieron que Gwystyl acabara accediendo a
tomar parte en el rescate después de lanzar muchos gemidos y suspiros desgarradores.
El bardo quería empezar inmediatamente.
—Mi larga experiencia me ha revelado que en esta clase de asuntos lo más
aconsejable es lanzarse a la acción sin perder ni un momento —dijo Fflewddur—. En
primer lugar volveré al castillo. Los guerreros ya me conocen, por lo que abrirán las
puertas sin pensárselo dos veces. Llevaré los huevos y las setas de Gwystyl ocultas
debajo de mi capa. En cuanto las puertas hayan quedado abiertas..., ¡nubes de humo y
chorros de fuego! Los demás estaréis ocultos en las sombras lo más cerca posible de mí.
¡En cuanto yo dé la señal todos entramos corriendo con las espacias desenvainadas y
gritando a pleno pulmón!
—¡Asombroso! —exclamó Rhun—, Es un plan que no puede salir mal. —El rey de
Mona frunció el ceño—. Claro que por otra parte, y aunque yo no entiendo absolutamente
nada de estas cosas, tengo la impresión de que si hacemos eso nos meteremos de
cabeza en nuestro propio humo y llamas... Quiero decir que... En fin, los guerreros no
podrán vernos, pero nosotros tampoco podremos verles a ellos.
Fflewddur no estaba de acuerdo con él. y se apresuró a menear la cabeza.
—Créeme, amigo mío, ésta es la forma más rápida y segura de triunfar. He rescatado
más cautivos que dedos tengo en las manos. —El arpa se tensó y se estremeció, y unas
cuantas cuerdas se habrían partido si Fflewddur no hubiera seguido hablando a toda
velocidad—. Quería decir que he hecho más planes para rescatar cautivos que decios
tengo en las manos, naturalmente... En realidad nunca he llevado a cabo una operación
de rescate propiamente dicha.
—Rhun tiene razón —declaró Eilonwy—. Sería peor que tropezar con tus propios pies,
y además lo estaríamos arriesgando todo en un solo intento de rescate. No. necesitamos
un plan mejor.
El rey Rhun estaba radiante, y parecía sorprendido y encantado de que alguien
estuviera de acuerdo con lo que acababa de decir. Sus ojos azul claro parpadearon unas
cuantas veces y sus labios esbozaron una tímida sonrisa, después de lo cual se atrevió a
volver a hablar.
—Acabo de pensar en el rompeolas que he estado reconstruyendo —dijo en un tono un
poco vacilante—. Me refiero al que empezó a construirse desde los dos extremos a la
vez... Por desgracia las cosas no salieron tal como yo esperaba, pero la idea era buena.
Si pudiéramos hacer algo parecido... No estoy hablando de construir un rompeolas,
naturalmente. Lo que sugiero es que nos acerquemos a Caer Cadarn desde varias
direcciones distintas.
Fflewddur se encogió de hombros. El que sus sugerencias hubieran sido rechazadas le
había dejado un poco alicaído.
Pero Eilonwy asintió.
—Sí. Es el único plan sensato.
Glew lanzó un bufido.
—El único plan sensato es atacar la fortaleza con todo un ejército detrás de vosotros.
Cuando era un gigante habría estado más que dispuesto a ayudaros, pero no pienso
tomar parte en esta acción.
El hombrecillo se disponía a seguir hablando, pero una mirada del bardo le redujo al
silencio.
—No temas —dijo Fflewddur—. Tú y yo estaremos juntos en todo momento. Estarás en
buenas manos.
—Bien, somos cinco —intervino Rhun, quien parecía tener muchas ganas de volver a
hablar—. Algunos deberían trepar por la muralla de atrás, y los otros tendrían que entrar
por la puerta. —El joven rey se puso en pie y sus ojos emitieron destellos de nervioso
apasionamiento—. Fflewddur Fflam conseguirá que abran las puertas del castillo, y yo
entraré al galope por ellas mientras los demás atacan desde la muralla de atrás.
La mano de Rhun ya se había posado sobre la empuñadura de su espada. Había
echado la cabeza hacia atrás, y se alzaba ante los compañeros tan orgullosamente como
si todos los reyes de Mona estuvieran a su lado. Cuando siguió hablando lo hizo en un
tono de voz tan firme y límpido y tan lleno de alegre entusiasmo que Eilonwy no se atrevió
a interrumpirle.
Pero tuvo que acabar haciéndolo.
—Rhun, lo siento, pero... —dijo Eilonwy—. Bueno, me parece que resultarías más útil si
te mantuvieras alejado del combate propiamente dicho a menos que llegara a ser
absolutamente necesario que intervinieras en él, y creo que Fflewddur estará de acuerdo
conmigo. De esa manera estarás a mano cuando te necesitemos, pero no correrás tanto
peligro.
La desilusión y el abatimiento nublaron el rostro de Rhun.
—Pero yo...
—Ya no eres príncipe —añadió Eilonwy antes de que Rhun pudiera seguir
protestando—. Eres el rey de Mona. Tu vida ya no te pertenece del todo, ¿comprendes?
Ahora tienes todo un reino lleno de gente en el que pensar, y no permitiremos que corras
más riesgos que los estrictamente necesarios. Incluso así los peligros a los que te
enfrentarás ya me parecen excesivos. Si la reina Teleria hubiera podido llegar a adivinar
lo que ocurriría..., bueno, para empezar nunca habrías subido al barco para hacer el viaje
hasta Caer Dallben.
—¡No comprendo qué tiene que ver mi madre en todo esto! —exclamó Rhun—. Estoy
seguro de que mi padre habría querido que yo...
—Tu padre comprendía lo que significa ser un rey —le dijo Eilonwy con dulzura—. Tú
debes aprender a entenderlo tal como lo hizo él en su día.
—Taran de Caer Dallben me salvó la vida en Mona —dijo Rhun con voz apremiante—.
Estoy en deuda con él, y se trata de una deuda que sólo yo puedo saldar.
—Tienes otra clase de deuda contraída con los pescadores de Mona —replicó
Eilonwy—, y ellos tienen todavía más derecho a verla saldada.
Rhun les dio la espalda y se sentó sobre una hamaca con aire abatido dejando que la
espada colgara fláccidamente a su lado. Fflewddur intentó animarle dándole una
palmadita en el hombro.
—No desesperes —le dijo el bardo—. Si los huevos y las setas de nuestro amigo
Gwystyl no dan resultado tendrás una ración de problemas aún más abundante de la que
deseas obtener..., igual que todos nosotros.
Ya casi había amanecido, y hacía mucho frío cuando el pequeño grupo salió de su
escondite en el bosquecillo y avanzó cautelosamente hacia el castillo en el que no se veía
brillar ninguna luz. Cada uno llevaba su parte de los huevos y setas de Gwystyl, y un
paquetito de su terroso polvo negro. Describieron un gran círculo, y se fueron
aproximando a Caer Cadarn por el lado que se hallaba más oscuro y lleno de sombras.
—Recordad el plan —les advirtió Fflewddur en voz baja—. Todo debe hacerse
exactamente tal como lo hemos acordado. Cuando todos nos encontremos en la posición
fijada, Gwystyl debe partir por la mitad una de esas setas prodigiosas suyas, y entonces
las llamas deberían atraer a los centinelas hacia la parte de atrás del patio de armas. Ésa
será vuestra señal —dijo mirando a Eilonwy y Rhun—. Entonces, y no antes, mucho
cuidado con eso, tendréis que estar preparados para abrir las puertas del castillo lo más
pronto posible, pues supongo que tendremos bastante prisa por salir. Al mismo tiempo yo
liberaré a los hombres de Smoit que están encerrados en la sala de guardia. Os ayudarán
si llegáis a necesitarles, y mientras tanto yo iré al cuarto de las viandas y sacaré de allí a
nuestros amigos. Debemos esperar que esa araña malvada no los haya llevado a algún
otro sitio. Si lo ha hecho... Bien, entonces tendremos que improvisar nuevos planes sobre
la marcha.
»Y en cuanto a ti, viejo amigo —añadió Fflewddur volviéndose hacia Gwystyl justo
cuando las oscuras murallas ya se alzaban sobre ellos—, creo que ha llegado el momento
de que cumplas la promesa que nos hiciste.
Gwystyl dejó escapar un prolongado suspiro y su boca se frunció en una mueca mucho
más melancólica de lo habitual.
—No me encuentro en condiciones de trepar..., por lo menos hoy no. Si pudierais haber
esperado un poco... No sé, quizá la semana próxima, o cuando haga mejor tiempo.
Bueno, da igual. No se puede hacer gran cosa al respecto, ¿verdad?
La abatida criatura dejó en el suelo los rollos de cuerda que había estado llevando
encima del hombro mientras seguía meneando la cabeza con expresión dubitativa.
Después fue colocando los gruesos anzuelos sacados de su fardo a lo largo de un trozo
de cuerda disponiéndolos en ángulos distintos. El rey Rhun observó con expresión
fascinada cómo Gwystyl arrojaba la cuerda al aire impulsándola con gran destreza. Un
instante después oyeron un débil raspar metálico procedente del parapeto que se
extendía por encima de sus cabezas seguido por el chasquido indicador de que los
anzuelos se habían enganchado en una piedra que sobresalía del parapeto. Gwystyl tiró
de la cuerda y volvió a colgarse del hombro los rollos restantes.
—¿Crees que ese sedal de pesca tuyo aguantará? —murmuró Rhun.
Gwystyl suspiró y le lanzó una mirada impregnada de lúgubre.melancolía.
—Lo dudo.
Pero empezó a trepar rápidamente por la cuerda sin cejar de lanzar gemidos y
balbuceos ininteligibles, y quedó suspendido un instante en el aire antes de que sus pies
encontraran las piedras del muro. Gwystyl siguió izándose a lo largo de la cuerda e
impulsándose con los pies contra la muralla del castillo, y no tardó en desaparecer.
—¡Asombroso! —exclamó Rhun.
El bardo movió frenéticamente las manos advirtiéndole de que debía guardar silencio.
Un instante después la cuerda-sedal fue subida hasta lo alto del parapeto, y el extremo
de una de las cuerdas más gruesas no tardó en bajar hasta ellos. El bardo alzó en vilo a
Glew, quien protestó todo lo ruidosamente que se atrevió a hacerlo, y le dio un empujón
para que empezara a subir por la cuerda que colgaba de la muralla.
—¡Venga, arriba! —murmuró Fflewddur—. Estaré justo detrás de ti.
Rhun fue el siguiente en trepar mientras el bardo y el antiguo gigante desaparecían
entre las sombras. Eilonwy agarró la cuerda y se sintió izada rápidamente hacia lo alto del
parapeto. Pasó por encima de éste y se dejó caer sobre una cornisa que sobresalía hacia
fuera. Gwystyl ya estaba trotando hacia la parte de atrás del castillo. Fflewddur y Glew se
escabulleron en la oscuridad que había más abajo. El rey Rhun sonrió a Eilonwy y se
agazapó pegándose a las frías piedras del parapeto.
La luna estaba muy baja, y el cielo se había ennegrecido. Las llamas de una hoguera
encendida por la guardia ardían entre las sombras de los edificios silenciosos, los
establos y la larga masa oscura que Eilonwy supuso sería la Gran Sala de Smoit. A cierta
distancia por el parapeto yendo en dirección a las puertas se podían distinguir las siluetas
inmóviles de los centinelas adormilados.
—¡Creo que está lo bastante oscuro! —dijo Rhun en un murmullo jovial—. Me parece
que no vamos a necesitar el polvo de Gwystyl. Apenas puedo ver nada.
Eilonwy volvió los ojos hacia la dirección por la que se había alejado Gwystyl
esperando que la señal llegara de un momento interminable a otro. Rhun tenía el cuerpo
tenso, y estaba preparado para descolgarse por la cuerda.
Un grito resonó en el patio de armas. En el mismo instante una nube de llamas
carmesíes surgió de la nada entre las sombras de la Gran Sala.
Eilonwy se levantó de un salto.
—¡Algo anda mal! —gritó—. ¡Fflewddur ha atacado demasiado pronto!
Un instante después de haberse incorporado vio otro chorro de llamas en el extremo
del castillo que quedaba a mayor distancia de ellos. Más gritos de alarma resonaron por
encima del estrépito de los pies lanzados a la carrera, pero Eilonwy sintió que se le
formaba un nudo en la garganta cuando vio que los guerreros no iban hacia el falso
ataque de Gwystyl sino hacia la Gran Sala. El patio de armas se había convertido en un
hervidero de sombras. Las antorchas empezaron a encenderse aquí y allá.
—¡A las puertas, deprisa! —gritó Eilonwy.
Rhun saltó de la cornisa. Eilonwy se disponía a seguirle cuando distinguió la silueta de
un arquero en uno de los puestos de vigilancia de la pared. El arquero corrió hacia ella y
se detuvo para tomar puntería.
Eilonwy sacó a toda prisa una seta de entre los pliegues de su capa y se la arrojó al
guerrero. El lanzamiento quedó corto y la seta se partió en dos al chocar contra las
piedras. Un chorro de llamas brotó de ella y la cegó. Las llamas subieron hacia el cielo
formando una nube rugiente que parecía dispuesta a calcinarlo todo. El arquero lanzó un
grito de terror y retrocedió tambaleándose. La flecha que acababa de disparar pasó
zumbando junto a la cabeza de Eilonwy.
La muchacha se aferró a la cuerda y se dejó caer al patio de armas que se extendía
por debajo de ella.
7 - El rey de Mona
Mientras tanto y en el cuarto de las viandas Gurgi fue el primero en oír los gritos de
alarma. Los sonidos quedaban bastante ahogados por los gruesos muros, pero le hicieron
levantarse de un salto antes de que los otros compañeros se enteraran del tumulto que se
estaba produciendo fuera de su celda. Habían pasado la noche temiendo que Magg
llegara de un momento a otro y buscando infructuosamente alguna forma de escapar. Sus
esfuerzos les habían dejado agotados, y acabaron acostándose por turnos para sumirse
en un sopor inquieto después de haberse dicho que la única esperanza que les quedaba
era la de vender caras sus vidas cuando los centinelas por fin vinieran a buscarles.
—¡Trancazos y tortazos! —gritó Gurgi—. ¿Son por los pobres y cansados cautivos?
¡Sí, sí, tienen que serlo! ¡Sí, estamos aquí!
Corrió hacia la puerta y empezó a gritar pegando el rostro a la abertura protegida con
barrotes.
Taran oyó lo que parecía ser un entrechocar de espadas. Un instante después Coll y el
rey Smoit ya estaban detrás de él. Gwydion había llegado a la puerta en dos zancadas, y
apartó de la abertura al excitado Gurgi.
—Cuidado —les advirtió secamente—. Fflewddur Fflam quizá haya encontrado una
forma de liberarnos, pero si se ha llegado a dar la alarma en el castillo Magg quizá nos
mate antes de que nuestros camaradas puedan salvarnos.
Oyeron pisadas en el exterior, y un instante después el cerrojo de la gruesa puerta
empezó a emitir chasquidos y crujidos metálicos. Los compañeros retrocedieron y se
agazaparon preparándose para saltar sobre sus captores. La puerta se abrió de par en
par y Eilonwy entró corriendo en la celda.
—¡Seguidme! —gritó. La princesa sostenía su juguete brillantemente iluminado en una
mano levantada, y con la otra cogió un saquito que llevaba colgando del cinturón—.
Cogedlos. Las setas son fuego, los huevos humo... Arrojádselos a cualquiera que os
ataque. Ah, y este polvo les cegará.
»No he podido encontrar armas —siguió diciendo a toda prisa—. He liberado a los
guerreros de Smoit, pero Fflewddur está atrapado en el patio de armas. Todo ha salido
mal. ¡Nuestro plan ha fracasado!
Smoit corrió hacia la puerta lanzando alaridos de rabia.
—¡Quédate con tus setas y tus huevos de gallo! —rugió—. ¡Mis manos me bastan y me
sobran para retorcer el cuello de un traidor!
Gwydion cruzó el umbral de la celda de un salto. Cotí y Gurgi le siguieron, y Taran echó
a correr detrás de Eilonwy. Taran salió de los pasillos de la Gran Sala y emergió de ellos
para internarse en algo que no era ni luz del día ni oscuridad. Inmensas nubes de un
espeso humo blanco se alzaban en el patio de armas medio ocultando el cielo del
amanecer. Eran como olas ondulantes en continuo movimiento que cambiaban de forma y
dirección según los caprichos del viento, y tan pronto se disipaban un momento para
mostrar a un grupo de guerreros enzarzados en un feroz combate como volvían a
espesarse un instante después cayendo sobre ellos igual que una marea impenetrable.
Aquí y allá se alzaban rugientes columnas de llamas que se retorcían entre la humareda.
Taran perdió de vista a Eilonwy y empezó a abrirse paso entre las nubes que se
arremolinaban a su alrededor. Un guerrero alzó su espada y le lanzó un mandoble. Taran
se tambaleó intentando escapar al golpe. Alzó una mano y arrojó la pequeña cantidad cíe
polvo que sostenía en la palma hacia el rostro del hombre. El guerrero retrocedió como si
estuviera aturdido. Sus ojos abiertos al máximo no veían nada. Taran arrancó la espada
de entre los dedos del perplejo centinela y se alejó a la carrera.
—¡Un Smoit! ¡Un Smoit!
El grito de guerra del rey de la barba pelirroja resonó en la dirección de los establos.
Antes de que el humo volviera a invadir sus ojos, Taran tuvo un fugaz atisbo del furioso
Smoit armado con una enorme guadaña que movía frenéticamente a su alrededor
haciendo pensar en un oso convertido en segador.
Pero el infortunado Gurgi había tropezado y caído al suelo sin haberse desprendido de
los huevos que llevaba en la palma de la mano. El humo le envolvió al instante. Durante
un momento, Taran sólo pudo ver un par de brazos peludos, que se agitaban de un lado a
otro, y que no tardaron en desaparecer dentro de las nubes de humo. Gurgi giró sobre sí
mismo aullando con toda la potencia de sus pulmones, y echó a correr a ciegas siguiendo
la dirección en la que quisieran llevarle sus pies. Los guerreros gritaron y se apresuraron
a escapar de aquel temible torbellino.
Taran comprendió que el rey Smoit estaba intentando agrupar a sus hombres a su
alrededor, e intentó abrirse paso hasta los establos. Coll apareció a su lado durante unos
momentos. El robusto guerrero acababa de obtener una espada de un oponente caído.
Coll arrojó a un lado la azada que le había servido como arma hasta aquel instante y se
lanzó sobre los espadachines que acosaban a Fflewddur Fflam. Taran se unió a la
contienda y asestó potentes mandobles a derecha e izquierda.
Los guerreros de Magg retrocedieron. El bardo se reunió con Taran y los dos cruzaron
el patio de armas a la carrera.
—¿Dónde está Rhun? —gritó Taran.
—¡No lo sé! —jadeó Fflewddur—. Él y Eilonwy tenían que abrirnos las puertas, pero por
el Gran Belin que no tengo ni idea de qué ha ocurrido desde el momento en el que se
suponía que lo harían. Todo ha cambiado. Uno de los hombres de Magg pisó a Glew, y
nos descubrieron antes de que pudiéramos dar un paso más. A partir de entonces la
confusión fue total. En cuanto a Glew, no sé dónde puede estar..., aunque debo decir que
la pequeña comadreja se portó francamente bien, y Gwystyl también.
—¿Gwy-Gwystyl? —tartamudeó Taran—. Pero ¿cómo...?
—Olvídalo —replicó Fflewddur—. Ya te lo contaremos después..., si es que hay un
después.
Ya casi habían llegado a los establos. Taran vio a Gwydion. La cabellera gris como el
pelaje de un lobo del príncipe de Don se alzaba por encima del remolino de guerreros;
pero el alivio que sintió Taran al ver que Gwydion se encontraba bien no tardó en
esfumarse y ser sustituido por la desesperación, pues a pesar de las nubes de humo que
flotaban cíe un lado a otro Taran pudo ver que el combate se estaba decantando en
contra de los compañeros. Sólo un puñado de los hombres de Smoit habían logrado
reagruparse para el ataque. Los demás estaban aislados y luchaban por todo el patio de
armas.
—¡A las puertas! —ordenó Gwydion—. ¡Huid tocios los que podáis hacerlo!
Taran se dio cuenta de que el pequeño grupo estaba terriblemente superado en
número, y le dio un vuelco el corazón. Volvió la mirada hacia las puertas, y logró ver que
estaban abiertas; pero más guerreros de Magg se habían unido al contingente inicial y el
camino a la salvación estaba bloqueado.
De repente una figura montada a caballo entró al galope en el patio. Era Rhun. El rostro
de muchacho del rey de Mona estaba iluminado por el resplandor de la furia. La yegua se
encabritó y se lanzó a la contienda, y Rhun hizo girar su espada trazando círculos por
encima de su cabeza.
—¡Arqueros, seguidme! —gritó con toda la potencia de sus pulmones—, ¡Entrad todos
en el patio! —Hizo volver grupas a la yegua y movió la espada de un lado a otro. Sus
palabras resonaron por encima del estrépito de las armas—. ¡Lanceros, por aquí! ¡Venga,
daros prisa!
—¡Ha traído ayuda! —gritó Taran.
—¿Ayuda? —repitió el bardo poniendo cara de perplejidad—, ¡No hay ninguna ayuda
disponible en leguas a la redonda!
Rhun no había dejado de galopar ni un instante por entre los guerreros trabados en
combate, y seguía gritando órdenes como si todo un ejército avanzara detrás de él.
Los hombres de Magg se volvieron para enfrentarse al enemigo invisible.
—¡Es un truco! —exclamó Fflewddur— ¡Está loco! ¡No funcionará!
—¡Pero está funcionando!
Taran recorrió el patio de armas con la mirada y vio que sus atacantes empezaban a
dispersarse y se estaban dejando dominar por la confusión mientras intentaban plantar
cara a lo que imaginaban un grupo de atacantes recién llegados. Taran se llevó el cuerno
a los labios y sopló las notas de la orden de carga. Los hombres de Magg vacilaron,
creyendo que ahora el enemigo se encontraba a su espalda.
Y en ese instante Llyan entró por las puertas del castillo. Los hombres que la vieron
lanzaron gritos de terror cuando la enorme gata saltó hacia adelante. Llyan no prestó
ninguna atención a los guerreros, y atravesó el patio con la velocidad del rayo mientras
los guerreros dejaban caer sus armas y huían ante ella.
—¡Me está buscando! —gritó Fflewddur—. ¡Estoy aquí, vieja amiga!
Los hombres del rey Smoit aprovecharon la oportunidad y lanzaron un feroz ataque.
Muchos de los guerreros de Magg ya habían huido. Estaban tan aterrorizados que se
dejaron cegar por el pánico, y se asestaron tajos y mandobles los unos a los otros. Rhun
siguió galopando y se desvaneció entre el humo.
—¡Ah, cómo ha conseguido engañarles! —gritó jubilosamente Fflewddur—. Los huevos
y las setas nos han ayudado, desde luego..., ¡pero de no haber sido por Rhun jamás lo
habríamos conseguido!
El bardo corrió hacia Llyan. Taran vio que Gwydion había conseguido montar. Melyngar
cruzó el patio como una exhalación agitando sus crines doradas con Gwydion a la grupa
lanzándose en persecución de los enemigos que intentaban retirarse. Smoit y Coll
también habían conseguido montar a caballo, y Gwystyl galopaba detrás de ellos. Los
guerreros de Smoit no tardaron en unirse a la persecución. Taran corrió en busca de
Melynlas, pero oyó que Eilonwy gritaba su nombre antes de que hubiera podido llegar a
los establos. Taran giró sobre sí mismo, y vio que la muchacha tenía el rostro manchado
de hollín y el vestido lleno de desgarrones, y que movía desesperadamente las manos
indicándole que se reuniera con ella.
—¡Ven! —gritó Eilonwy—. ¡Rhun está malherido!
Taran la siguió a la carrera. La yegua de Rhun estaba inmóvil junto al muro más
alejado con la silla de montar vacía. El rey de Mona estaba sentado en el suelo con las
piernas extendidas delante de él y la espalda apoyada en una carreta que aún humeaba y
echaba chispas debido a las setas de fuego de Gwystyl. Gurgi y Glew, ambos
desarmados, se encontraban junto a él.
—¡Hola, hola! —murmuró Rhun mientras les saludaba con una mano.
Su rostro estaba blanco como la nieve.
—La victoria es nuestra —dijo Taran—. Sin vos el resultado de la batalla habría sido
muy distinto. No os mováis —le advirtió.
Se inclinó sobre el joven rey y aflojó su jubón manchado de sangre. Taran frunció el
ceño. Una flecha se había hundido en el costado de Rhun, y el astil estaba roto.
—¡Es asombroso! —dijo Rhun con un hilo de voz—. Nunca había tomado parte en una
batalla, y no estaba seguro de..., no estaba seguro de nada. Pero debo decir que me
pasaron por la cabeza toda clase de ideas rarísimas. No paraba de pensar en el
rompeolas del puerto de Mona. Resulta sorprendente, ¿verdad? Sí, vuestro plan ha
funcionado estupendamente —murmuró Rhun. Sus ojos se movieron lentamente de un
lado a otro, y de repente pareció muy joven. Era como si se hubiese perdido y estuviera
un poco asustado—, Y creo..., creo que me alegrará mucho volver a casa.
Hizo un esfuerzo para incorporarse, y Taran se apresuró a inclinarse sobre él.
Fflewddur acababa de aparecer con Llyan pisándole los talones.
—Así que estás aquí, viejo amigo —dijo mirando a Rhun—. Ya te dije que no serían
problemas lo que nos faltaría. ¡Pero tú nos has sacado del lío! Oh, los bardos compondrán
canciones sobre ti...
Taran alzó el rostro hacia Fflewddur. La pena y el dolor nublaban su mirada.
—El rey de Mona ha muerto.
Los compañeros erigieron un túmulo funerario a poca distancia de Caer Cadarn.
Trabajaron en silencio y con el corazón lleno de tristeza. Los guerreros de Smoit les
ayudaron, y cuando llegó el ocaso jinetes con antorchas desfilaron lentamente alrededor
del túmulo en honor del rey de Mona.
Cuando la última llama se hubo extinguido Taran fue hasta el túmulo y se detuvo
delante de él.
—Adiós, Rhun, Hijo de Rhuddlum. Tu rompeolas no está terminado —dijo en voz
baja—, pero te prometo que tu obra no quedará inacabada. Tus pescadores dispondrán
de un puerto seguro aunque deba construírselo con mis propias manos.
Gwydion, Coll y el rey Smoit volvieron poco después de que hubiera anochecido. Magg
había logrado eludirles, y la persecución infructuosa les había agotado y dejado sin
ánimos. Ellos también lloraron la muerte de Rhun y rindieron honores a todos los
guerreros que habían caído en el combate. Después Gwydion precedió a los compañeros
hasta la Gran Sala.
—Arawn, el Señor de la Muerte, no nos deja mucho tiempo que dedicar a la pena, y me
temo que antes de que nuestra empresa haya terminado tendremos que llorar a otros —
dijo—. Ahora debo hablaros de una elección que ha de ser meditada cuidadosamente.
»Gwystyl del Pueblo Rubio nos ha dejado, y ha reemprendido su viaje al reino del rey
Eiddileg. Antes de que nos separásemos me contó más cosas sobre las huestes que
Arawn está reuniendo en sus dominios. Las palabras de Magg no eran una mera
fanfarronada maliciosa. Tanto Gwystyl como yo opinamos que Arawn tiene intención de
derrotarnos en una última batalla definitiva. En estos mismos momentos sigue
aumentando la potencia de sus ejércitos.
«Permitir que Dyrnwyn siga en manos de Arawn supone correr un riesgo muy grave..,
quizá fatal —siguió diciendo Gwydion—, pero ahora tenemos que enfrentarnos al peligro
más acuciante. No seguiré intentando recuperar la espada negra. Sea cual sea la fuerza
que pueda prestar a Arawn, yo usaré la mía para plantarle cara hasta la muerte. No
cabalgaré hacia Annuvin, sino a Caer Dathyl para reunir a los Hijos de Don.
Todos permanecieron en silencio durante unos momentos.
—Creo que habéis escogido sabiamente, príncipe de Don —dijo Coll por fin.
Smoit y Fflewddur Fflam asintieron con la cabeza.
—Ojalá yo pudiera estar tan seguro de ello como vosotros... —replicó Gwydion con voz
apenada—. Bien, que así sea.
Taran se puso en pie y se encaró con Gwydion.
—¿No hay ninguna forma de que uno de nosotros pueda entrar en la fortaleza del
Señor de la Muerte? —preguntó—. ¿Tenemos que renunciar a la búsqueda de Dyrnwyn?
—Te he leído los pensamientos, Ayudante de Porquerizo —replicó Gwydion—. Me
servirás mucho mejor si obedeces mis órdenes. Gwystyl nos ha advertido de que ir a
Annuvin sólo puede significar un desperdicio de vidas..., y todavía más que eso, pues
supondría malgastar un tiempo precioso. La naturaleza de Gwystyl le impulsa a ocultar su
verdadera naturaleza, pero en todo el Pueblo Rubio no hay quien le supere en astucia o
quien sea más digno de confianza que él. He decidido hacer caso de su advertencia, y lo
mismo debéis hacer todos vosotros.
»Gwystyl me ha prometido que hará cuanto esté en sus manos para proporcionarnos la
ayuda del Pueblo Rubio —siguió diciendo Gwydion—. El rey Eiddileg no siente un gran
aprecio hacia la raza de los hombres, pero incluso él debe poder ver que la victoria de
Arawn contaminaría a todo Prydain. El Pueblo Rubio sufriría las mismas calamidades que
nosotros.
»Pero no podemos correr el riesgo cíe confiar excesivamente en Eiddileg. Nuestros
ejércitos tienen que ser puestos en pie de guerra, y es preciso agrupar a nuestra hueste
de guerreros. En esta labor la mayor ayuda a la que podemos aspirar vendrá del rey
Pryderi de los Dominios del Oeste. Ningún señor de Prydain tiene a sus órdenes un
ejército más poderoso. Su lealtad a la Casa de Don es firme, y existen fuertes lazos de
amistad entre nosotros. Enviaré un mensaje a Pryderi, y le rogaré que una su hueste a las
nuestras en Caer Dathyl.
»Todos debemos encontrarnos allí —añadió Gwydion—. Antes de que llegue ese
momento, pido al rey Smoit que reúna a todos los guerreros leales de su cantrev y de los
dominios más cercanos al suyo. —Gwydion se volvió hacia el bardo—. Fflewddur Fflam,
Hijo de Godo, tú eres rey en tus Dominios del Norte. Vuelve allí lo más deprisa posible. Te
confío la misión de poner en pie de guerra a todos los cantrevs del norte.
»Y en cuanto a ti, Ayudante de Porquerizo —dijo Gwydion, viendo la pregunta que
ardía en los ojos de Taran—, la tarea que te espera es igualmente apremiante. Los
habitantes de los Commots Libres te conocen bien. Te confío la misión de formar una
hueste lo más numerosa posible entre ellos. Ponte al frente de todos los que quieran
seguirte hasta Caer Dathyl. Gurgi y Coll, Hijo de Collfrewr, cabalgarán contigo; y también
lo hará la princesa Eilonwy. Su seguridad queda en tus manos.
—Me alegra que no se haya hablado de enviarme a casa —murmuró Eilonwy.
—Gwystyl me ha contado que muchos de los vasallos de Arawn ya se han puesto en
movimiento —le dijo Coll—, por lo que los cantrevs del valle se han vuelto demasiado
peligrosos. Si no fuera por eso, princesa —añadió sonriendo—, ya haría tiempo que
habríais emprendido el camino de vuelta a Caer Dallben.
Gwydion y Fflewddur Fflam salieron de Caer Cadarn bastante antes de que amaneciera
para seguir cada uno por su camino. El rey Smoit salió del castillo después de haberse
preparado para la batalla, y con él fueron el señor Goryon y el señor Gast, quienes
aunque tarde para serle de alguna ayuda se habían enterado del ataque sufrido por su rey
y se habían apresurado a reunirse con él. La amenaza del peligro común hizo que los dos
rivales se olvidaran de sus querellas. Goryon decidió no considerar como un insulto cada
palabra que salía de los labios cíe Gast, y Gast se abstuvo de ofender a Goryon, y
ninguno de los dos sacó a relucir ni una sola vez el tema de las vacas.
Esa misma mañana un granjero de cabellera canosa y cuerpo nervudo fue hacia Taran
en el patio de armas del castillo. Era Aeddan, quien le había ofrecido su amistad hacía ya
mucho tiempo en el cantrev de Smoit. Los dos se estrecharon las manos efusivamente,
pero el rostro cíe Aeddan estaba muy serio.
—Ahora no hay tiempo para hablar del pasado —dijo Aeddan—. Te ofrezco mi
amistad..., y esto —añadió desenvainando una espada oxidada—. Ha sido útil en una
ocasión y puede volver a serlo. Dime hacia dónde cabalgas e iré contigo.
—Valoro la espada, y valoro todavía más al hombre que la lleva al cinto —replicó
Taran—, pero tu lugar está con tu rey. Síguele y no pierdas la esperanza de que tú y yo
volvamos a encontrarnos en un día menos aciago.
Taran y los compañeros restantes permanecieron en el castillo de Smoit tal como había
ordenado Gwydion. Todos tenían la esperanza de que Kaw apareciera para darles nuevas
noticias, pero cuando el día siguiente no trajo consigo ni rastro del cuervo empezaron a
prepararse para la partida. El bordado de Eilonwy no había sufrido ningún daño, y la
princesa lo dobló cuidadosamente.
—Ahora eres un líder de guerra —le dijo con orgullo a Taran—, pero nunca he oído
hablar de un líder de guerra que no tuviera un estandarte de combate.
Eilonwy unió el bordado que aún no había terminado a la punta de una lanza mediante
tiras de cuero.
—Ya está —dijo—. Puede que Hen Wen no resulte muy aterradora como emblema,
pero aun así creo que es el más adecuado para un Ayudante de Porquerizo.
Salieron por las puertas del castillo. Gurgi cabalgaba al lado de Taran llevando el
estandarte lo más arriba posible, y el viento hizo ondear la enseña de la Cerda Blanca.
Espesos nubarrones se habían acumulado sobre la fortaleza ennegrecida por el humo y el
túmulo funerario, cuya tierra recién amontonada ya estaba cubierta de escarcha. No
tardaría en nevar.
8 - Los mensajeros
Kaw había volado en línea recta hacia Annuvin désele el momento en que salió de
Caer Dallben. Cuando se hallaba en las alturas el ave disfrutaba jugando en las ilimitadas
extensiones del cielo y le encantaba flotar y deslizarse sobre los rebaños de ovejas
blancas que eran las nubes, pero esta vez Kaw hizo a un lado toda tentación de
entretenerse con el viento y no se desvió en lo más mínimo de su rumbo. El Avren relucía
muy por debajo de él como si fuera un hilillo larguísimo de plata fundida; las copas de los
árboles se alzaban negras y desnudas de hojas, interrumpidas de vez en cuando por
extensiones de pinares de un verde oscuro que seguían las curvas de las colinas. Kaw
siguió volando en dirección noroeste sin descansar apenas durante las horas del día. Sólo
bajaba a la tierra para encontrar refugio entre las ramas de un árbol a la llegada del
ocaso, cuando ni siquiera los agudos ojos del cuervo podían ver más allá de las sombras
que se iban espesando poco a poco.
Voló durante días a gran altura por encima de las nubes para aprovechar las mareas
de los vientos que le arrastraban tan deprisa como una hoja caída en un arroyo; pero
cuando estaba pasando por encima del bosque de Idris acercándose cada vez más a los
escarpados picachos de Annuvin, Kaw interrumpió su vuelo planeado y empezó a
descender hacia el suelo manteniéndose alerta para captar cualquier movimiento en los
pasos de montaña. Poco después divisó una columna de guerreros fuertemente armados
que avanzaba en dirección norte. Cuando estuvo un poco más cerca de ellos pudo ver
que eran Cazadores de Annuvin. Les siguió durante un rato, y cuando la columna hizo un
alto acampando entre la espesura y los troncos achaparrados de los árboles Kaw aleteó
hasta una rama baja y se instaló en ella. Los Cazadores se acuclillaron delante de las
hogueras para cocinar y prepararon su comida del mediodía. El cuervo ladeó la cabeza y
escuchó con toda su atención, pero los murmullos en los que hablaban le revelaron muy
poco hasta que oyó las palabras «Caer Dathyl».
Kaw decidió cambiar de posición y voló hasta una rama más cercana. Un Cazador, un
guerrero de aspecto bestial envuelto en una piel de oso, se fijó en el ave. El guerrero
acogió aquella oportunidad de divertirse con una sonrisa llena de crueldad, y alargó las
manos hacia su arco poniendo una flecha en la cuerda. Tomó puntería con gran rapidez y
disparó la saeta. Los movimientos del Cazador habían sido muy veloces, pero los agudos
ojos del cuervo los siguieron con idéntica velocidad. Kaw batió las alas y esquivó la flecha,
que atravesó las ramas secas a poca distancia por encima de su cabeza haciendo mucho
ruido. El Cazador maldijo tanto la flecha que había perdido como al cuervo, y se dispuso a
volver a tensar la cuerda del arco. Kaw estaba tan satisfecho de sí mismo que lanzó un
graznido gutural, y revoloteó raudamente por encima de los árboles con la intención de
trazar un círculo y volver en busca de un puesto de escucha más seguro.
Y entonces aparecieron los gwythaints.
Kaw estaba tan absorto en su decisión de volver al campamento de los Cazadores que
tardó un momento en captar el vuelo de aquellas tres aves enormes. Los gwythaints
emergieron de un banco de nubes y se lanzaron hacia abajo con un rapidísimo batir de
sus negras alas. La autosatisfacción de Kaw se desvaneció al instante. El cuervo se
desvió para apartarse de su ataque e hizo un esfuerzo desesperado para ganar altura,
pues no se atrevía a permitir que aquellas criaturas mortíferas dominaran el cielo por
encima de él.
Los gwythaints también se desviaron rápidamente. Uno de ellos se separó de sus
congéneres para perseguir al cuervo que huía. Los otros se elevaron hacia las nubes con
vigorosos aleteos para emprender un nuevo ataque.
Kaw se obligó a seguir subiendo, y el gwythaint sólo había logrado acortar un poco la
distancia que les separaba cuando el cuervo se abrió paso a través de un mar de neblina
para emerger en una inmensidad barrida por el sol y tan llena de luz que casi le dejó
cegado.
Los otros dos gwythaints estaban esperándole y se dejaron caer sobre él mientras
lanzaban chillidos de furia. El perseguidor que tenía detrás empujó al cuervo hacia las
criaturas que se le aproximaban. Kaw pudo ver los destellos de los picos relucientes y los
ojos rojos como la sangre. Los gritos de triunfo de los gwythaints desgarraron el vacío del
cielo. El cuervo frenó su avance fingiendo confusión. Cuando los gwythaints ya casi
estaban encima de él invirtió todas sus energías en un desesperado batir de alas que le
hizo salir disparado hacia adelante llevándole más allá de las garras tan afiladas como
dagas.
El cuervo no había logrado escapar sin daños. Un gwythaint le había herido debajo del
ala. Kaw logró zafarse de sus enemigos a pesar del dolor que le aturdía. El cielo abierto
no le ofrecía ningún refugio, y ya no podía confiar en la rapidez de su vuelo para que le
salvara. El cuervo descendió a toda velocidad hacia el suelo.
Los gwythaints no se dejaron engañar. El olor de la sangre les había enloquecido, y no
estaban dispuestos a permitir que su presa se les escapara tan fácilmente. Se lanzaron
en pos del cuervo para alcanzarle e impedir que llegara al bosque que se extendía bajo él.
Los árboles más altos subieron rápidamente hacia Kaw. El cuervo evitó sus copas y
siguió descendiendo hacia los matorrales. El amasijo de ramas hizo que sus
perseguidores tuvieran que ir más despacio. Kaw se deslizó a muy poca altura por encima
del suelo sin que su vuelo se hiciera más lento por ello, y se fue internando más y más en
el laberinto de maleza y arbustos. Las enormes alas de los gwythaints que tan bien les
habían servido en las alturas pasaron a convertirse en un estorbo impidiéndoles atrapar a
su presa. Las criaturas lanzaron chillidos de rabia, pero no hicieron ningún intento de
internarse en el bosque. El cuervo se había comportado con la astucia de un zorro, y
había buscado el refugio del suelo.
La luz del día ya había empezado a debilitarse. Kaw se preparó para pasar una noche
de dolores e incomodidades. Al amanecer revoloteó cautelosamente hasta la copa de un
árbol. Los gwythaints se habían ido, pero sus sentidos le dijeron que la persecución le
había obligado a volar hacia el este alejándole considerablemente de Annuvin. El cuervo
se dejó caer envaradamente del árbol y movió las alas hasta remontar el vuelo. Caer
Cadarn se encontraba al sur, y quedaba más allá del alcance de sus cada vez más
escasas fuerzas. Tenía que tomar una decisión deprisa mientras aún seguía quedándole
vida y aliento. Kaw trazó un círculo en el cielo y voló pesadamente hacia su nuevo
objetivo y su única esperanza.
Volar se había convertido en un tormento constante. Las alas le fallaban a menudo, y
sólo las mareas de los vientos le mantenían en el cielo. Ya no podía viajar durante todo un
día. Su herida le obligó a posarse cuando aún faltaba mucho para que llegara el ocaso, y
no le quedó más remedio que esconderse entre los árboles. Tampoco podía volar más
cerca del calor del sol, y estaba obligado a desplazarse a muy poca altura por encima del
suelo, tan cerca de él que casi rozaba las copas de los árboles. Las tierras que se
extendían por debajo de él parecían cobrar vida y llenarse de guerreros, tanto a pie como
a caballo. Cuando se detenía para recuperar fuerzas Kaw se enteraba de su destino, y
averiguó que, al igual que los Cazadores, todos iban hacia la fortaleza de los Hijos de
Don. El aguijón de la alarma acabó imponiéndose al del dolor, y Kaw reemprendió el
vuelo.
Y por fin, cuando ya llevaba un buen rato envuelto en el frío entumecedor de las
montañas que se alzaban al noreste del río Ystrad, Kaw creyó distinguir lo que había
estado buscando. El valle rodeado por las murallas verticales de los riscos y acantilados
era un nido de verdor que destacaba entre las cimas coronadas de nieve. Una casita se
hizo visible. La superficie azul de un lago brillaba bajo los rayos del sol. Una forma
alargada que tenía los contornos de una embarcación resaltaba en el lado protegido de la
ladera de una montaña. Los costillares y cuadernas del navío estaban recubiertos de
musgo. Kaw se dejó caer hacia el valle con un débil batir de alas y se precipitó sobre él
como si fuese una piedra.
Cuando sus ojos se cerraron fue vagamente consciente de unas mandíbulas que le
sujetaban con firmeza y le alzaban de la hierba, y oyó una voz grave.
—Bien, Brynach, ¿qué nos has traído? —preguntó la voz.
Y el cuervo ya no se enteró de nada más.
Cuando volvió a abrir los ojos yacía sobre un blando nido de cañizo en una habitación
llena de sol. Estaba muy débil, pero ya no sentía dolor. Le habían vendado la herida.
Cuando agitó débilmente las alas un par de manos muy fuertes le alzaron con gran
destreza y le calmaron.
—Despacio, despacio —dijo una voz—. Me temo que vas a estar atado a la tierra
durante algún tiempo...
El rostro nudoso y lleno de arrugas de aquel hombre de barba blanca hacía pensar en
un viejo roble envuelto por una ventisca de nieve. Su cabellera blanca colgaba por debajo
de unos hombros muy anchos y nervudos, y una gema azul relucía en la banda de oro
que circundaba su frente. Kaw no lanzó sus graznidos y chillidos de costumbre, y se limitó
a inclinar humildemente la cabeza. Nunca había volado hasta ese valle, pero su corazón
siempre había sabido que tenía aquel refugio esperándole. Un sentido secreto parecido a
algún recuerdo oculto que compartía con todas las criaturas de los bosques de Prydain le
había guiado infaliblemente, y el cuervo comprendió que había acabado llegando a la
morada de Medwyn.
—Déjame ver, déjame ver... —siguió diciendo Medwyn mientras fruncía sus espesas
cejas en busca de algo que llevaba mucho tiempo guardado en un rincón de su mente—.
Tú debes de ser..., sí..., el parecido familiar es inconfundible. Eres Kaw, Hijo de Kadwyr.
Sí, naturalmente... Disculpa que no te haya reconocido de inmediato, pero hay tantos
clanes de cuervos que a veces confundo a uno con otro. Conocí a tu padre cuando no era
más que una avecilla de patas flacas y débiles. —Sus recuerdos hicieron sonreír a
Medwyn—. El muy bribón era un visitante asiduo de mi valle..., un ala rota que curar, una
pata dislocada..., un percance detrás de otro.
«Espero que no sigas su ejemplo —añadió Medwyn—. Ya he oído hablar mucho de tu
valor y de..., de cierta inclinación a..., bueno, digamos que a fanfarronear. También ha
llegado a mis oídos que sirves a un Ayudante de Porquerizo que vive en Caer Dallben.
Creo que se llama Melynlas. No, disculpa... Ése es su corcel. Naturalmente..., Melynlas,
Hijo de Melyngar. El nombre del Ayudante de Porquerizo se me escapa por el momento,
pero no importa. Sírvele con fidelidad, Hijo de Kadwyr, pues su corazón es bueno. De
entre toda la raza de los hombres él ha sido uno de los pocos a los que he permitido la
entrada en mi valle. En cuanto a ti, me parece que has estado muy cerca de los
gwythaints. Ten cuidado. Son muchos los mensajeros de Arawn que vuelan por el cielo
estos días. Pero ahora te encuentras a salvo, y no tardarás en estar levantado y
revoloteando de un lado a otro.
Un águila inmensa posada en el respaldo de la silla de Medwyn observaba al cuervo. El
lobo Brynach estaba sentado sobre sus cuartos traseros al lado del anciano. El lobo flaco
y gris de ojos amarillos meneó la cola, alzó la cabeza hacia el cuervo y le sonrió. Un
instante después una loba más pequeña con una mancha blanca en el pecho entró
trotando en la habitación y se acostó al lado de su compañero.
—Ah, Briavael —dijo Medwyn—. ¿Has venido a saludar a nuestro visitante? Estoy
seguro de que al igual que su padre tendrá una historia llena de grandes hazañas que
contarnos...
Kaw habló en su propia lengua, que Medwyn entendía sin ninguna clase de problemas.
Los rasgos del anciano se fueron poniendo muy serios mientras escuchaba. Cuando el
cuervo hubo acabado de hablar Medwyn guardó silencio durante un tiempo con el ceño
profundamente fruncido. Brynach dejó escapar un gemido de inquietud.
—Ha llegado —dijo Medwyn con voz cansada—. Tendría que haberlo adivinado, pues
he captado un temor extraño entre los animales. Cada vez son más y más los que llegan
hasta aquí huyendo de algo que ellos mismos apenas perciben con claridad... Cuentan
que hay Cazadores y hombres armados por todas partes. Ahora comprendo el significado
de esas noticias y lo que presagiaban. El día que siempre había temido ya está sobre
nosotros, pero mi valle no puede acoger a todos los que buscan un refugio.
La voz de Medwyn había empezado a subir de tono y se encrespaba como un vendaval
iracundo.
—La raza de los hombres se enfrenta a la esclavitud de Annuvin, y las criaturas de
Prydain también se enfrentan a ella. La canción de la alondra vacilará y morirá bajo la
sombra de la Tierra de los Muertos. Las galerías de los tejones y los topos se convertirán
en prisiones. Ningún animal o pájaro correrá o volará con la alegría de un corazón libre.
Aquellos que no sean sacrificados..., su destino será el de los gwythaints, convertidos en
cautivos hace mucho tiempo y torturados hasta que se doblegaron y esos espíritus que
habían sido amables y bondadosos quedaron deformados para que Arawn pudiese
utilizarlos con vistas a sus viles fines.
Medwyn se volvió hacia el águila.
—Tú, Edyrnion, vuela rauda a los nidos de las montañas de tus parientes. Pídeles que
acudan con toda su fuerza y sin que ni una sola falte a la cita.
»Tú, Brynach, y tú, Briavael —ordenó mientras la pareja de lobos erguían las orejas—,
extended la alarma entre vuestros congéneres; entre los osos que tienen garras para
golpear y patas para aplastar; entre los ciervos de cornamenta afilada y entre todos los
moradores del bosque grandes o pequeños.
Medwyn se había puesto en pie irguiéndose cuan alto era. Sus manos se tensaron
como las raíces del árbol que se aferran a la tierra. El cuervo le contempló en silencio,
tremendamente impresionado. Los ojos de Medwyn parecían arder, y cuando habló la voz
que salió de sus labios era como el retumbar del trueno.
—Habladles en mi nombre y decidles que éstas son las palabras del que construyó un
navío cuando las aguas oscuras inundaron Prydain, de aquel que hace muchísimo tiempo
llevó a sus primeros progenitores hasta un lugar seguro. Ahora cada nido y cada
madriguera tiene que convertirse en una fortaleza contra esta inundación de maldad. Que
cada criatura vuelva el pico, el diente y la garra contra todos aquellos que sirven a Arawn,
Señor de la Muerte.
Los lobos salieron de la casita trotando el uno al lado del otro, y el águila emprendió el
vuelo.
9 - El estandarte
Una nevada no demasiado intensa cayó antes de que los compañeros se hubieran
alejado un día del castillo del rey Smoit, y cuando llegaron al valle del Ystrad las laderas
estaban cubiertas por una capa de blancura y la vaina del hielo había empezado a
extenderse sobre el río. Vadearon la corriente mientras astillas de hielo herían las patas
de sus caballos, y serpentearon por los desolados cantrevs de las colinas avanzando en
dirección este hacia los Commots Libres. Gurgi era el que más acusaba el frío de todo el
grupo. La desgraciada criatura iba envuelta en un enorme chaquetón de piel de oveja,
pero aun así no paraba de temblar. Tenía los labios azules, le castañeteaban los dientes y
su enmarañada cabellera estaba salpicada de gotitas heladas; pero a pesar de ello Gurgi
se las arregló para mantenerse al lado de Taran y sus manos entumecidas no soltaron ni
un momento el estandarte.
Días de duro viaje les hicieron cruzar el Pequeño Avren y llegar a Cenarth, donde
Taran había decidido que iniciaría su labor de poner en pie de guerra a los habitantes de
los Commots Libres. Pero nada más entrar en la aglomeración de casitas con techos de
cañizo y barro vio que la aldea estaba llena de hombres; y entre ellos se hallaba Hevydd
el Herrero, un hombretón con el pecho como un barril y una abundante barba que se abrió
paso a codazos por entre la multitud y palmeó la espalda de Taran con una mano que
pesaba tanto como uno de sus martillos.
—Me alegra poder saludarte, Vagabundo —dijo el herrero—. Te vimos desde lejos, y
nos hemos congregado para darte la bienvenida.
—Me alegra poder saludar a unos buenos amigos —replicó Taran—, pero me apena
que la misión que me ha permitido disfrutar de esta cálida bienvenida sea tan dura y poco
agradable. Escuchadme con atención —siguió diciendo con voz apremiante—. Lo que os
pido no es algo que se solicite a la ligera ni que pueda ser concedido a la ligera: os pido la
fuerza de vuestras manos y el coraje de vuestros corazones y, si llegara a ser necesario,
incluso vuestras vidas.
Los habitantes de los Commots Libres se apelotonaron a su alrededor hablando en
murmullos los unos con los otros, y Taran les contó lo que le había ocurrido a Gwydion y
lo que planeaba Arawn. Cuando hubo terminado de hablar los rostros que le rodeaban se
habían puesto muy serios, y durante unos momentos todos los hombres guardaron
silencio. Finalmente Hevydd el Herrero hizo oír su voz.
—Los habitantes de los Commots Libres honran al rey Math y a la Casa de Don —
dijo—, pero sólo responderán a uno a quien reconocen como amigo, y le seguirán no
porque estén obligados a hacerlo, sino por amistad. Así pues, que Hevydd sea el primero
en seguir a Taran el Vagabundo.
—¡Todos le seguiremos! ¡Todos! —gritaron los hombres de los Commots Libres como
con una sola voz, y en solo un instante la aldea pacífica que había sido Cenarth se agitó
igual que el aire en los inicios de una tempestad cuando cada hombre se apresuró a
armarse.
Pero Hevydd se volvió hacia Taran y los compañeros y sus labios se curvaron en una
tensa sonrisa.
—Nuestra voluntad es fuerte, pero no tenemos muchas armas —dijo—. No importa,
Vagabundo... Trabajaste con tesón en mi herrería, y ahora mi herrería trabajará para ti; y
además avisaré a cada herrero de los Commots Libres de que debe trabajar para ti con
tanto ahínco como lo haré yo.
Taran llevó a los compañeros a los Commots de los alrededores mientras los hombres
preparaban sus monturas y Hevydd avivaba las llamas de su forja. Su misión no tardó en
ser conocida, y cada día traía consigo un nuevo grupo de pastores y granjeros a los que
no hacía falta convencer de que se incorporaran a la cada vez más numerosa hueste que
se estaba formando bajo el estandarte de la Cerda Blanca. Para Taran los días y las
noches empezaron a confundirse los unos con los otros. Iba y venía por entre las
muchedumbres de hombres pacíficos convertidos en guerreros que se acumulaban en los
campamentos de concentración, montado sobre su infatigable Melynlas ocupándose de
todo lo referente a las provisiones y el equipo, y celebraba consejo con las partidas de
guerreros recién formadas a la luz de las ascuas de las hogueras encendidas por los
centinelas.
Cuando hubo hecho todo lo que podía hacer en Cenarth, Hevydd se reunió con Taran
para convertirse en su jefe de armeros.
—Has hecho muy bien tu trabajo, pero nuestro armamento aún es demasiado escaso
—dijo Taran en un aparte con el herrero—. Me temo que ni todas las forjas de Prydain
bastarían para satisfacer nuestras necesidades. No sé cómo, pero he de encontrar una
forma de....
—¡Y con un poco de suerte la encontrarás! —gritó una voz.
Taran giró sobre sí mismo para ver a un jinete que acababa de detener su montura
junto a él y parpadeó sorprendido, pues se encontraba ante el guerrero de atuendo más
extraño que había visto desde su llegada a los Commots Libres. El recién llegado era alto
y tenía la cabellera lacia y las piernas tan flacas como las de una cigüeña, y tan largas
que los pies casi tocaban el suelo a cada lado de su montura. Su jubón estaba recubierto
por trocitos de hierro y fragmentos de otros metales cosidos a la tela; llevaba en la mano
un cayado de madera con una hoz en un extremo y lucía sobre su cabeza lo que en
tiempos había sido un cacharro de cocina trabajado y moldeado hasta convertirlo en un
casco improvisado que quedaba tan bajo sobre la frente que casi cubría los ojos del
hombre.
—¡Llonio! —gritó Taran estrechando afectuosamente la mano del recién llegado—.
¡Llonio, Hijo de Llonwen!
—El mismo que viste y calza —respondió Llonio echando hacia atrás su peculiar
casco—. ¿Es que no suponías que aparecería más tárele o más temprano?
—Pero tu esposa y tu familia... —empezó a decir Taran—, Nunca se me ocurriría
pedirte que les dejaras. Vaya, pero si me acuerdo de que había media docena de niños...
—Y otro en camino y que esperamos llegue pronto —replicó Llonio con una sonrisa de
felicidad—. Con la clase de suerte que tengo quizá sean gemelos. Pero mi familia estará a
salvo hasta que regrese. De hecho, si quiero que Prydain vuelva a ser un lugar seguro he
de seguir al Vagabundo... Pero lo que debe preocuparte ahora no son los niños de pecho,
sino los hombres de pelo en pecho. Escúchame, amigo Vagabundo —siguió diciendo
Llonio—, he visto que casi todos los habitantes de los Commots Libres tienen horcas y
tridentes para el heno. ¿No sería posible cortar las púas metálicas e incrustarlas en astiles
de madera? Con eso conseguirías tres, cuatro e incluso más armas cuando al comienzo
sólo tenías una.
—¡Pues claro que podríamos hacerlo! —gritó Hevydd—. ¿Cómo es que no se me
había ocurrido?
—A mí tampoco se me ocurrió —admitió Taran—, Llonio ve las cosas con más claridad
que cualquiera de nosotros, pero llama suerte a lo que otros llaman ingenio. Ve, amigo
Llonio, y encuentra todo lo que puedas. Sé que serás capaz de dar con más cosas de las
que saltan a la vista.
Llonio empezó a ir y venir por los Commots en busca de hoces, guadañas, tenazas
para el fuego, rastrillos y herramientas de jardinería ayudado por Hevydd; y el armamento
disponible fue aumentando poco a poco a medida que concebía nuevas formas de
conseguir que incluso los objetos más improbables sirvieran para nuevos propósitos.
Cada día que pasaba Taran iba reuniendo más y más seguidores, y Coll, Gurgi y
Eilonwy ayudaban a cargar las carretas con equipo y provisiones, una tarea que no
gustaba en lo más mínimo a la princesa, pues habría preferido ir al galope de un Commot
Libre a otro en vez de caminar al lado de las carretas cargadas hasta los topes. Eilonwy
se había puesto ropa de hombre y se había trenzado el pelo recogiéndoselo alrededor de
la cabeza; y de su cinturón colgaban una espada y una daga corta que había obtenido de
Hevydd el Herrero después de mucho rogar y quejarse. Su atuendo de guerrero no le
sentaba demasiado bien, pero Eilonwy se enorgullecía de llevarlo y se sintió terriblemente
vejada cuando Taran se negó a permitir que se alejara de la aldea.
—Cabalgarás conmigo en cuanto las bestias de carga hayan sido atendidas y todo lo
que transportan esté convenientemente asegurado —le dijo Taran.
La princesa accedió de mala gana, pero al día siguiente cuando Taran pasó junto a las
hileras de caballos que había en la parte de atrás del campamento montado en Melynlas,
Eilonwy se encaró con él.
—¡Me has engañado! —gritó, hecha una furia—, ¡Estas tareas no se acabarán nunca!
Apenas he terminado con una fila de caballos y carretas aparecen unas cuantas más.
Muy bien, cumpliré mi promesa, Taran de Caer Dallben. ¡Pero me da igual que seas un
líder de guerra o no, porque te aseguro que no volveré a dirigirte la palabra!
Taran sonrió y se alejó al galope.
Los compañeros entraron en el Commot Gwenith después de haber atravesado el valle
del Gran Avren avanzando en dirección norte, y apenas habían desmontado cuando
Taran oyó una voz cascada que le interpelaba.
—¡Vagabundo! —gritó la voz—. Ya sé que buscas guerreros, no ancianas medio
inválidas; pero detente un momento y saluda a una que no te ha olvidado.
Dwyvach, la Tejedora de Gwenith, estaba inmóvil en la entrada de su casita, y parecía
tan animada e incansable como de costumbre a pesar de su cabellera canosa y sus
facciones llenas de arrugas. Sus ojos grises examinaron a Taran con gran atención, y
después se posaron en Eilonwy. La anciana tejedora le hizo una seña pidiéndole que se
acercara.
—A Taran el Vagabundo le conozco bien —dijo—, y en cuanto a quién puedas ser tú
creo que lo adivino a pesar de que a tu pelo no le iría mal un lavado y de que vayas
vestida con ropas de hombre. —Dwyvach contempló a la princesa con un brillo de astucia
en los ojos—. Ah, sí, en cuanto el Vagabundo y yo nos conocimos enseguida estuve
segura de que había una hermosa doncella en sus pensamientos...
—¡Hum! —resopló Eilonwy—. No estoy muy segura de que pensara en mí entonces, y
estoy todavía menos segura de que lo haga ahora.
Dwyvach dejó escapar una risita.
—Pues si tú no lo estás nadie más puede estarlo. El tiempo dirá cuál de las dos está en
lo cierto, niña, pero mientras tanto —añadió desplegando una capa que sostenía en sus
manos marchitas y colocándola sobre los hombros de Eilonwy— acepta esto como el
regalo de una vieja a una doncella, e intenta comprender que no hay tanta diferencia entre
la una y la otra; pues incluso una abuela que se tambalea conserva una parte cíe su
corazón de muchacha, y la más joven de las doncellas ya lleva dentro de ella una hebra
de la sabiduría de la anciana.
Taran había llegado a la puerta de la casita. Saludó afectuosamente a la tejedora y
admiró la capa que acababa de entregar a Eilonwy.
—Hevydd y los herreros de los Commots están trabajando día y noche para
proporcionarnos armas —dijo—, pero los guerreros necesitan algo que les proteja del frío
tanto como necesitan las armas. Por desgracia no disponemos de prendas como ésta.
—¿Acaso crees que una tejedora tiene menos energías y ganas de trabajar que un
herrero? —replicó Dwyvach—. Tú tejiste con paciencia en mi telar, y ahora mi telar tejerá
lo más deprisa que pueda para ti; y las lanzaderas volarán en todos los Commots para
ayudar a Taran el Vagabundo.
Los compañeros partieron de Gwenith reconfortados por la promesa de la anciana
tejedora. Estaban a poca distancia del Commot cuando Taran vio a un grupito de jinetes
que venían hacia él cabalgando a gran velocidad. Al frente del grupo iba un joven alto y
fuerte que gritó el nombre de Taran y alzó una mano para saludarle.
Taran lanzó un grito de alegría y apremió a Melynlas para que fuese al encuentro de
los jinetes.
—¡Llassar! —exclamó Taran tirando de las riendas y deteniendo a su montura al lado
del joven—. Nunca llegué a imaginar que tú y yo acabaríamos encontrándonos tan lejos
de las ovejas que cuidas en el Commot Isav.
—Las noticias que has traído contigo te preceden a gran distancia, Vagabundo —
replicó Llassar—, pero temía que pensaras que nuestro Commot era demasiado pequeño
y decidieras pasar de largo. He sido yo quien ha guiado a nuestra gente en tu busca —
añadió con una tímida vacilación que no lograba ocultar del todo su orgullo de muchacho.
—El tamaño de Isav no da ninguna medida de su valor —dijo Taran—, y os necesito y
os doy la bienvenida a todos. Pero ¿dónde está tu padre? —preguntó mientras recorría
con la mirada al grupo de jinetes—. ¿Dónde está Drudwas? Nunca permitiría que su hijo
recorriera una distancia tan grande sin él.
La tristeza nubló el rostro de Llassar.
—El invierno nos lo arrebató. Le lloro y le echo de menos, pero honro su memoria
haciendo lo que él habría hecho de estar con vida.
—¿Y tu madre? —preguntó Taran mientras él y Llassar volvían a reunirse con los
compañeros—. ¿Ella también deseaba que abandonaras tu hogar y tu rebaño?
—Otros cuidarán de mi rebaño —respondió el joven pastor—. Mi madre sabe qué es lo
que ha cíe hacer un niño y qué es lo que ha de hacer un hombre. Yo soy un hombre —
añadió con decidida firmeza—, y lo he sido desde que tú y yo nos enfrentamos a Dorath y
sus rufianes aquella noche en el aprisco de las ovejas.
—¡Sí, sí! —exclamó Gurgi—. ¡Y el intrépido Gurgi también se enfrentó a ellos!
—Oh, sí, estoy segura de que todos os enfrentasteis a ellos mientras yo hacía
reverencias y aguantaba que me lavaran el pelo en Mona —dijo Eilonwy con voz
malhumorada—. No sé quién es el tal Dorath, pero si llego a encontrarme con él alguna
vez os prometo que sabré recuperar todo el tiempo que he perdido.
Taran meneó la cabeza.
—Considérate afortunada de no conocerle —dijo—. Para mi desgracia yo llegué a
conocerle demasiado bien.
—Desde aquella noche no ha vuelto a crearnos problemas —dijo Llassar—, y no es
probable que vuelva a hacerlo. He oído decir que se ha marchado de las tierras de los
Commots y que ahora se encuentra muy al oeste de aquí. Se rumorea que ha puesto su
espada al servicio del Señor de la Muerte. Quizá sea cierto, pero suponiendo que Dorath
sirva a alguien ese alguien siempre será él mismo.
—Para nosotros el servicio que nos prestáis sin que nada os obligue a ello cuenta
mucho más que cualquiera de los que el Señor de Annuvin pueda llegar a comprar —le
dijo Taran a Llassar—. El príncipe Gwydion os estará muy agradecido.
—Creo que es más bien a ti a quien debe estar agradecido —dijo Llassar—. Nos
enorgullecemos de ser granjeros, no guerreros; y nos sentimos orgullosos de lo que
hacen nuestras manos, no nuestras espadas. Nunca habíamos buscado la guerra. Ahora
marcharemos bajo el estandarte de la Cerda Blanca porque es la bandera de nuestro
amigo, Taran el Vagabundo.
El tiempo fue empeorando a medida que los compañeros seguían avanzando a través
del valle, y la cada vez más numerosa hueste de hombres de los Commots Libres les
obligó a avanzar bastante más despacio. Los días eran demasiado cortos para todo el
trabajo que había que hacer, pero Taran siguió adelante sin dejarse abatir por ello. Coll
galopaba a su lado, siempre jovial y sin quejarse jamás. Su rostro enrojecido y curtido por
el viento y el frío casi quedaba oculto por el cuello de un chaquetón forrado con piel de
oveja. Un cinto para espada hecho de gruesos eslabones de hierro ceñía su cintura, y de
su espalda colgaba un escudo redondo de cuero de buey. Había encontrado un casco de
metal labrado, pero le pareció que su calva coronilla no lo consideraría tan cómodo como
su vieja gorra de cuero y decidió prescindir de él.
Taran agradecía el poder contar con la sabiduría de Coll, y siempre estaba dispuesto a
pedirle consejo. Cuando los campamentos en los que se iban agrupando los hombres
empezaron a estar demasiado llenos fue Coll quien tuvo la idea de enviar grupos más
pequeños y veloces directamente a Caer Dathyl en vez de ir de un Commot a otro con
una fuerza que se estaba volviendo cada vez más incómoda de trasladar. Llassar, Hevydd
y Llonio se negaron a abandonar la vanguardia de Taran y siempre estaban disponibles y
cerca de él; pero cuando Taran se envolvía en una capa y se acostaba sobre la tierra
helada para permitirse sus escasos momentos de sueño era Coll quien vigilaba su reposo.
—Eres el báculo de roble en el que me apoyo —dijo Taran—. Más que eso... —Se
rió—. Eres todo el robusto tronco, y todo un guerrero además.
En vez de sonreír Coll le lanzó una mirada llena de melancolía.
—¿Pretendes honrarme con esas palabras? —preguntó—. Pues entonces prefiero
oírte decir que soy todo un cultivador de repollos y un recolector de manzanas. No tengo
nada de guerrero, sólo el que se necesiten mis servicios como tal durante un tiempo... Mi
huerto me echa de menos tanto como yo lo echo de menos a él —añadió Coll—. No pude
dejarlo preparado para el invierno, y pagaré un duro precio por eso cuando llegue el
momento de la siembra de primavera.
Taran asintió.
—Cavaremos y arrancaremos las malas hierbas juntos, y me enorgullece poder decir
que eres un gran cultivador de repollos... y un gran amigo.
Las hogueras de los centinelas ardían en la noche. Los caballos se removían en sus
hileras. A su alrededor yacía la masa de sombras de los guerreros dormidos, un manchón
de negrura más intensa envuelto en la oscuridad. El viento helado hería el rostro de
Taran, y de repente se sintió cansado hasta la médula de los huesos. Se volvió hacia Coll.
—Mi corazón también se alegrará cuando vuelva a ser un Ayudante de Porquerizo —
dijo.
Le habían llegado noticias de que el rey Smoit había reunido una potente hueste entre
los señores de los cantrevs y que estaba avanzando en dirección norte. Los compañeros
también se enteraron de que algunos vasallos de Arawn habían enviado partidas de
guerreros a través del Ystrad para que acosaran a las columnas que se dirigían hacia
Caer Dathyl. Eso hacía que la misión de Taran se volviera todavía más apremiante, pero
lo único que podía hacer era seguir avanzando a la máxima velocidad posible.
Los compañeros llegaron al Commot Merin. Taran lo había considerado el más
hermoso de todos los que había llegado a conocer durante sus vagabundeos. Las casitas
blancas con tejados de barro y cañizos de la pequeña aldea parecían envueltas en un
aura de paz incluso en aquellos momentos, cuando estaban rodeadas por el tumulto de
los guerreros que se armaban, los caballos que relinchaban y los jinetes que gritaban, y
daban la impresión de estar muy lejos de todo aquel desorden. Taran pasó al galope junto
a los campos comunales rodeados por un anillo de chopos e higueras. Tiró de las riendas
deteniendo su montura delante de una choza que le resultaba muy familiar y cuya
chimenea humeante delataba el fuego que ardía en su hogar, y sintió el peso de los
recuerdos acumulándose en su corazón. La puerta se abrió, y un anciano robusto y
erguido que vestía una túnica de tosca tela marrón salió de la choza. Llevaba la cabellera
y la barba color gris hierro muy cortas, y sus ojos de un nítido azul no habían perdido
nada de su brillo.
—Bien hallado —saludó a Taran, y alzó una manaza recubierta de arcilla seca—. Nos
dejaste siendo un vagabundo, y vuelves convertido en un líder de guerreros. He oído
muchos comentarios sobre las capacidades de que has dado muestra en ese oficio, pero
debo preguntarte si has olvidado las artes que aprendiste sentado ante mi torno de
alfarero. ¿He desperdiciado mi tiempo y mi habilidad enseñándote?
—Bien hallado, Annlaw, Moldeador de la Arcilla —respondió Taran bajando de
Melynlas y estrechando con afecto la mano del viejo alfarero—. Sí, me temo que fueron
desperdiciados —dijo riendo—, pues el maestro tenía un aprendiz de lo más torpe.
Siempre me ha faltado habilidad, pero no memoria. En cuanto a lo poco que pude llegar a
aprender, no lo he olvidado.
—Entonces demuéstramelo —le desafió el alfarero, y cogió un puñado de arcilla
húmeda de un recipiente de madera.
Taran sonrió con tristeza y meneó la cabeza.
—Me he detenido sólo para saludarte —replico—. Ahora trabajo con espadas, no con
cuencos de barro...
Pero a pesar de sus palabras Taran no hizo ademán de marcharse. La luz del horno
hacía brillar los estantes repletos con hileras de cuencos, gráciles jarras para el vino y
aguamaniles moldeados con amor hasta darles la forma más hermosa imaginable. Taran
cogió la fría arcilla y la colocó sobre el torno que Annlaw ya había empezado a hacer
girar. Taran sabía que no tenía tiempo que perder; pero cuando su obra empezó a cobrar
forma bajo sus manos sintió que quedaba libre durante un momento del peso de su otra
tarea. Los días retrocedieron, y sólo hubo el zumbar del torno y la forma del recipiente que
nacía de la arcilla informe.
—Muy bien —dijo Annlaw en voz baja—. Ya sé que los herreros y las tejedoras de
todos los Commots están trabajando para proporcionarte armas y prendas. Pero mi torno
no puede forjar una espada ni tejer una capa para un guerrero, y mi arcilla sólo es
moldeada para labores pacíficas. Ay, por desgracia no puedo ofrecerte nada que te sea
de utilidad ahora.
—Me has dado más que todos los demás —replicó Taran—, y es lo que más valoro. El
camino que quiero seguir no es el camino del guerrero; pero si no empuño mi espada
ahora en todo Prydain no habrá lugar para la utilidad y la belleza de las creaciones de
ningún artesano..., y si fracaso habré perdido todo lo que obtuve de ti.
La voz de trueno de Coll gritó su nombre, y la mano de Taran vaciló. Se levantó de un
salto del torno y salió de la choza gritando una apresurada despedida al alfarero mientras
Annlaw le contemplaba con expresión alarmada. Coll ya había desenvainado su espada, y
Llassar se reunió con ellos un instante después. Galoparon hacia el campamento que se
encontraba a poca distancia de Merin, y durante el trayecto Coll explicó a Taran que los
centinelas habían divisado a un grupo de merodeadores.
—No tardarán en caer sobre nosotros —le advirtió Coll—. Tendríamos que dar con
ellos antes de que ataquen nuestros convoyes. Como cultivador de repollos, mi consejo
es que reúnas un grupo de arqueros y a una hueste de buenos jinetes. Llassar y yo
intentaremos atraerles con un grupo de arqueros más reducido.
Trazaron rápidamente sus planes. Taran se adelantó para reunir a los jinetes e
infantes, que se apresuraron a coger sus armas y le siguieron. Después ordenó a Eilonwy
y Gurgi que buscaran un lugar seguro entre las carretas, y se alejó al galope hacia el
bosque de higueras que cubría las laderas de las colinas adyacentes sin esperar a oír las
protestas de sus compañeros.
Los merodeadores iban mejor armados de lo que había esperado Taran. Bajaron
rápidamente del risco cubierto de nieve. Cuando Taran dio la señal los arqueros echaron
a correr y se refugiaron en una angosta cañada, y los guerreros montados de los
Commots se lanzaron a la carga. Los jinetes de uno y otro bando se enfrentaron en un
torbellino de cascos y un entrechocar de hojas. Taran se llevó el cuerno a los labios. La
señal que desgarró el aire llenándolo de ecos hizo que los arqueros surgieran de su
escondite.
Taran sabía que aquello era poco más que una escaramuza, pero el combate se libró
con gran encarnizamiento; y los merodeadores no rompieron filas y huyeron hasta que el
grupo de Coll y Llassar atrajo a muchos enemigos haciéndolos alejarse. A pesar de todo,
era la primera batalla que Taran había dirigido como líder de guerreros para el príncipe de
Don. Los habitantes de los Commots se habían alzado con la victoria. No habían tenido
ningún muerto, y sólo unos cuantos heridos. Taran estaba cansado y se sentía sin
fuerzas, pero cuando se puso al frente de los guerreros exultantes para salir del bosque y
volver a Merin su corazón latía velozmente con la alegría del triunfo.
Cuando llegó a la cima de la colina vio llamas y nubes de humo negro.
Al principio creyó que el campamento se había incendiado. Espoleó a Melynlas para
que bajara por la pendiente a la máxima velocidad de que era capaz, y cuando estuvo
más cerca las lenguas carmesíes se agitaron contra el cielo en un crepúsculo manchado
de sangre y el humo se alzó y se extendió por encima del valle, y Taran vio que lo que
ardía era el Commot.
Se adelantó a la tropa y entró al galope en Merin. Taran logró distinguir a Eilonwy y
Gurgi entre los guerreros del campamento que luchaban infructuosamente por apagar las
llamas. Coll había llegado a la aldea antes que él. Taran bajó cíe un salto de Melynlas y
corrió a reunirse con él.
—¡Demasiado tarde! —gritó Coll—. Los incursores describieron un círculo y atacaron el
Commot desde atrás. Merin ha sido incendiada con antorchas, y sus habitantes han sido
pasados por la espada.
Taran lanzó un terrible grito cíe pena y rabia y echó a correr por entre las casitas en
llamas. Los cañizos de los tejados habían ardido, y muchas paréeles se habían agrietado
y habían acabado desmoronándose. Eso era lo que había ocurrido en la choza de
Annlaw, que aún humeaba convertida en un montón de ruinas abiertas al cielo. El cuerpo
del alfarero yacía entre los escombros. Toda la obra de sus manos había sido hecha
añicos. El torno estaba volcado, y el cuenco destrozado.
Taran cayó de rodillas. La mano de Coll se posó sobre su hombro, pero Taran se
apartó y alzó la mirada hacia el viejo guerrero.
—Hoy he gritado celebrando la victoria, ¿verdad? —susurró con voz enronquecida—.
No es un gran consuelo para aquellos que me brindaron su amistad en el pasado. ¿Les
he servido bien? La sangre de Merin mancha mis manos.
Después Llassar fue a buscar a Coll para hablar con él.
—El Vagabundo sigue entre las ruinas de la choza del alfarero —murmuró el pastor—.
Soportar el dolor de su propia herida ya resulta muy difícil para un hombre, pero el que
está al frente de ellos debe soportar el dolor de las heridas de tocios los que le han
seguido.
Coll asintió.
—Deja que siga allí donde ha escogido permanecer. Por la mañana estará bien —
añadió—, aunque es probable que nunca llegue a curarse.
A mediados del invierno ya se había reunido la última partida de guerra, y todos los
guerreros de los Commots habían sido enviados a Caer Dathyl. Llasar, Hevydd, Llonio y
un contingente de jinetes seguían con Taran, quien guió a los compañeros en dirección
noroeste a través de las montañas Llawgadarn, El grupo era lo bastante numeroso como
para poder proteger su avance sin que su progreso resultara demasiado lento.
Los merodeadores les atacaron dos veces, y dos veces fueron derrotados por los
seguidores de Taran, que les infligieron graves pérdidas. El líder de guerreros que
cabalgaba bajo el estandarte de la Cerda Blanca había dado una terrible lección a los
incursores, y éstos acabaron retirándose y no se atrevieron a hacer nuevos intentos de
acosar a la columna. Los compañeros atravesaron las estribaciones de las Montañas del
Águila rápidamente y sin encontrar obstáculos. Gurgi seguía sosteniendo orgullosamente
en alto el estandarte que chasqueaba y crujía impulsado por los potentes vendavales
nacidos en las distantes cimas que azotaban a la columna. Taran llevaba un talismán
entre los pliegues de su capa: un fragmento ennegrecido por el fuego de un cuenco que
había sido hecho añicos durante la incursión en el Commot Merin.
Cuando estuvieron cerca de Caer Dathyl los jinetes enviados como avanzadilla
volvieron trayendo la noticia de que había otra hueste cerca. Taran se adelantó al galope,
y no tardó en ver a Fflewddur Fflam al frente de una vanguardia de lanceros.
—¡Gran Belin! —gritó el bardo, e hizo avanzar más deprisa a Llyan hasta estar al lado
de Taran—. ¡Gwydion se alegrará! Los señores del norte se están armando hasta los
dientes y reúnen a todos sus guerreros. Cuando un Fflam da órdenes..., sí, bueno, la
verdad es que conseguí ponerles en pie de guerra en nombre de Gwydion, pues de lo
contrario quizá no se habrían mostrado tan dispuestos a obedecerme. Pero en el fondo da
igual, y lo importante es que están en camino. He oído decir que el rey Pryderi también
está reuniendo a sus ejércitos. ¡Cuando haya llegado verás lo que es una auténtica
hueste de guerreros! Me atrevería a decir que la mitad de los cantrevs del oeste le
obedecen.
»Oh, sí —añadió Fflewddur al darse cuenta de que Taran acababa de ver a Glew
montado en un caballo gris de gruesas patas y grupa un tanto jorobada—, el hombrecillo
sigue con nosotros.
El antiguo gigante estaba muy ocupado royendo un hueso, y se limitó a saludar a Taran
con un gesto casi imperceptible.
—No sabía qué hacer con él —dijo Fflewddur bajando la voz—. Me daba pena
ordenarle que se marchara justo cuanto se estaban congregando todos los ejércitos, así
que... En fin, aquí está. No ha dejado de quejarse y de protestar ni un solo momento. Un
día le duelen los pies, al siguiente le duele la cabeza y así va pasando revista poco a poco
al resto de su cuerpo. Entre comida y comida sigue torturándonos con sus inacabables
historias de la época en que era un gigante.
»Lo peor de todo —siguió diciendo Fflewddur con expresión apenada— es que su
charla incesante ha acabado consiguiendo que casi llegue a sentir pena por él. Es una
comadreja de corazón mezquino, siempre lo fue y siempre lo será; pero si te paras a
pensar un poco en el asunto... Bueno, la verdad es que ha sufrido mucho y que se le ha
tratado muy mal. Verás, cuando Glew era un gigante... —El bardo se calló de golpe y se
dio una palmada en la frente—. ¡Basta! ¡Un poco más de parloteo suyo y acabaré
creyéndomelo! Ven, únete a nosotros —exclamó, descolgando su arpa de entre la
confusión cíe arcos, aljabas llenas de flechas, escudos y correajes de cuero que cubría su
espalda—. Todos los amigos han vuelto a encontrarse. ¡Tocaré una melodía para
celebrarlo y para mantenernos calientes al mismo tiempo!
Los compañeros siguieron viajando juntos animados por la música del bardo. La
inmensa fortaleza de Caer Dathyl no tardó en alzarse ante ellos revelando su masa
dorada por los rayos del sol invernal. Sus poderosos baluartes se elevaban como águilas
impacientes por alcanzar el cielo. Más allá de los muros y circundando la fortaleza se
encontraban los campamentos y pabellones coronados de estandartes cíe los señores
que habían acudido para demostrar su fidelidad a la casa real de Don; pero lo que hizo
que Taran sintiera que el corazón le daba un vuelco no fue la visión de los estandartes o
los emblemas del Sol Dorado agitados por el viento, sino el saber que los compañeros y
los guerreros del Commot habían llegado sanos y salvos al final de un viaje, y que aunque
sólo fuese por poco tiempo podrían disfrutar del calor y el descanso. Estaban a salvo...
Taran detuvo el curso de sus pensamientos y los recuerdos volvieron en tropel, y se
acordó de Rhun, el rey de Mona que dormía en silencio ante las puertas de Caer Cadarn;
y de Annlaw, el Moldeador de la Arcilla, y sus dedos se tensaron sobre el fragmento de
barro cocido.
10 - La llegada de Pryderi
Caer Dathyl era un campamento en pie de guerra donde las chispas brotaban de las
forjas de los armeros como copos de nieve llameantes. Sus extensos patios de armas
resonaban con el repiqueteo de las pezuñas calzadas de hierro de los corceles de guerra
y las notas estridentes de los cuernos de señales. Los compañeros se encontraban a
salvo detrás de sus murallas, pero la princesa Eilonwy se negó a cambiar su tosca
indumentaria de guerrero por un atavío más adecuado. Lo máximo a que accedió —y aun
así de mala gana— fue a lavarse el pelo. Unas cuantas damas de la corte seguían en
Caer Dathyl después de que el resto hubiera sido enviado hacia la protección que podían
ofrecer las fortalezas situadas más al este, pero Eilonwy se negó categóricamente a
unirse a ellas en las estancias donde hilaban y tejían.
—Caer Dathyl quizá sea el castillo más glorioso cíe todo Prydain —declaró—, pero las
damas de la corte son damas cíe la corte estén donde estén y después del tiempo que
pasé con las gallinas cíe la reina Teleria ya he quedado más que harta de damas de la
corte. Escuchar sus risitas y sus cotilleos... Bueno, es peor que aguantar que te hagan
cosquillas en las orejas con una pluma. Han estado a punto de ahogarme en agua
jabonosa con la excusa de que tenía que parecer una auténtica princesa, y me bastó con
eso. Aún noto el pelo tan viscoso como si fuese un alga marina... En cuanto a faldas, me
encuentro muy cómoda tal como voy ahora. De todas formas he perdido todos mis
vestidos, y puedo aseguraros que no pienso desperdiciar mi tiempo permitiendo que me
tomen medidas para hacerme un vestuario nuevo. La ropa que llevo me irá
estupendamente.
—Nadie ha pensado en preguntarme si mi atuendo resulta adecuado a las
circunstancias —observó Glew con voz malhumorada, aunque por lo que podía ver Taran
las ropas del antiguo gigante se hallaban en bastante mejor estado que las de cualquiera
de los compañeros—. Pero ya estoy acostumbrado a los malos tratos y las indignidades.
Cuando era un gigante las cosas eran muy distintas en mi caverna. ¡La generosidad! Ay,
ha desaparecido para siempre. Ah, recuerdo aquella vez en que los murciélagos y yo...
Taran no se sentía con fuerzas para rebatir los argumentos de Eilonwy y no tenía
tiempo para escuchar a Glew. Gwydion ya se había enterado de la llegada de los
compañeros, y había convocado a Taran a la Sala cíe los Tronos. Taran siguió a un grupo
de guardias hasta la Sala mientras Coll, Fflewddur y Gurgi se ocupaban de obtener
equipo y provisiones para los guerreros que habían viajado con ellos. Cuando entró en la
Sala de los Tronos Taran vio que Gwydion estaba celebrando un consejo de guerra con
Math, Hijo de Mathonwy, y no se atrevió a acercarse; pero Math le hizo una seña y Taran
dobló una rodilla ante el gobernante de la barba blanca.
El Gran Rey rozó el hombro de Taran con una mano arrugada pero firme, y le pidió que
se levantara. Taran no había estado en presencia de Math, Hijo de Mathonwy, desde la
batalla librada entre los Hijos de Don y los ejércitos del Rey con Cuernos, y enseguida vio
que los años habían dejado su marca sobre el monarca de la Casa Real. El rostro de
Math estaba todavía más arrugado y consumido por las preocupaciones que el de
Dallben, y la Corona Dorada de Don que reposaba sobre su frente parecía oprimirla como
un peso cruel; pero sus ojos estaban llenos de un austero orgullo y su mirada seguía
siendo tan aguda como siempre. Taran captó algo más en ellos, y ese algo era una pena
tan profunda que le llenó cíe dolor el corazón y le hizo inclinar la cabeza.
—Mírame a la cara, Ayudante de Porquerizo —ordenó Math con voz baja y suave—.
No temas ver lo que sé es visible en ella. La mano de la muerte se alarga hacia la mía, y
la perspectiva cié estrecharla entre mis dedos cada vez me resulta más agradable. Ya
hace mucho que oí sonar el cuerno de Gwyn el Cazador, el cuerno que llama a su hogar
del túmulo incluso a un rey...
«Respondería a esa llamada con el corazón alegre —dijo Math—, pues una corona es
una dueña implacable, y servirla resulta mucho más penoso que servir al cayado de un
porquerizo. Un cayado ayuda a sostenerse en pie, pero una corona te va inclinando poco
a poco, y ningún hombre es lo bastante fuerte para llevarla durante mucho tiempo sin
sentir su peso. Lo que me apena no es mi muerte, sino que al final de mi vida deba ver
sangre derramada en una tierra donde yo pretendía que sólo hubiera paz.
»Ya conoces la historia de nuestra Casa Real. Sabes que hace mucho tiempo los Hijos
de Don viajaron hasta Prydain a bordo de sus navíos dorados, y que los hombres
solicitaron su protección contra Arawn, Señor de la Muerte, quien había arrebatado sus
tesoros a Prydain y había convertido una tierra fértil y hermosa en un campo estéril que
no daba fruto alguno. Desde entonces los Hijos de Don se han alzado como un escudo
contra todos los embates de Annuvin, pero si el escudo se raja..., entonces todo se hará
añicos junto con él.
—Obtendremos la victoria —dijo Gwydion—. El Señor de Annuvin lo apuesta todo en
esta empresa, pero su fuerza también es su debilidad, pues si podemos resistir su ataque
su poder se desvanecerá para siempre.
»Nos han llegado noticias buenas, y también noticias malas —siguió diciendo
Gwydion—. Entre las últimas está la de que el rey Smoit y sus ejércitos están
combatiendo en el valle del Ystrad. A pesar de todo su valor temerario Smoit no
conseguirá seguir avanzando en dirección norte antes de que llegue el final del invierno.
Aun así nos ha prestado un gran servicio, pues sus guerreros se están enfrentando a los
traidores que había entre los señores del sur e impedirán que se unan a las otras huestes
de batalla de Arawn. Los reyes más distantes de los reinos del norte avanzan despacio,
pues para ellos el invierno es un enemigo todavía más temible que Arawn.
»Una noticia que nos permite albergar más esperanzas es la de que los ejércitos de los
Dominios del Oeste se encuentran a pocos días de marcha de nuestra fortaleza. Los
exploradores ya los han divisado. Es una hueste más numerosa que cualquiera de las
reunidas jamás en Prydain, y el señor Pryderi en persona se encuentra al frente de ella.
Ha hecho todo lo que le rogué que hiciera, y más aún. Lo único que me inquieta es que
los vasallos de Arawn puedan presentarle batalla y obligarle a desviarse antes de que
llegue a Caer Dathyl; pero si eso sucede se nos avisará y entonces nuestras fuerzas
acudirán en su auxilio.
»Y otra de las buenas noticias, y no precisamente la menor de ellas —añadió Gwydion
mientras una sonrisa iluminaba sus tensas y cansadas facciones—, es la llegada de
Taran de Caer Dallben y de los guerreros que han venido de los Commots. Había puesto
una gran confianza en él, y aún le pediré más cosas.
Después Gwydion habló de la disposición de los jinetes y las tropas de a pie que había
traído consigo Taran. El Gran Rey le escuchó con atención y acabó asintiendo.
—Y ahora ve a hacer tu labor —dijo Math mirando a Taran—, pues ha llegado el día en
el que un Ayudante de Porquerizo debe ayudar a un rey a soportar su carga.
Durante los días que siguieron los compañeros trabajaron allí donde surgía la
necesidad de hacerlo y en lo que les ordenaba Gwydion. Incluso Glew tomó parte hasta
cierto punto en la actividad..., aunque sólo después de que Fflewddur Fflam insistiera
enérgicamente en ello y no por decisión propia. El antiguo gigante fue colocado bajo la
atenta vigilancia de Hevydd el Herrero y se le asignó la misión de manejar los fuelles en
las fraguas, a pesar cíe que se quejaba a cada momento de que sus regordetas manos
estaban llenas de ampollas.
Más que una fortaleza de guerra Caer Dathyl era un lugar consagrado al recuerdo y a
la belleza. Dentro de sus bastiones, en el extremo más alejado de las murallas de uno de
sus muchos patios, crecía un bosquecillo de chopos de gran altura entre cuyos troncos se
alzaban túmulos erigidos en honor de reyes y héroes de la antigüedad. Salones de vigas
talladas y recubiertas de adornos contenían panoplias con armas de linajes tan nobles
como prolongados, y estandartes cuyos emblemas eran famosos en las canciones de los
bardos. En otros edificios se guardaban tesoros de artesanía enviados desde cada
cantrev y Commot de Prydain; y fue allí donde Taran vio una jarra para vino
maravillosamente modelada por las manos de Annlaw, el Moldeador de la Arcilla, cuya
belleza le hizo sentir una aguda punzada de dolor.
Cuando se les liberaba de sus tareas los compañeros encontraban muchas cosas ante
las que asombrarse y de las que disfrutar. Coll nunca había estado en Caer Dathyl, y no
podía evitar levantar la mirada hacia las arcadas y torres que parecían alzarse hasta
llegar más arriba que las montañas coronadas de nieve que se elevaban más allá de las
murallas.
—Todo esto es muy hermoso y fruto de una gran habilidad —admitió Coll—, pero las
torres me recuerdan que debería haber podado mis manzanos. Y abandonado a sí mismo
mi huerto dará tan poco fruto como las piedras de este patio de armas...
Un hombre les llamó a gritos y les hizo señas desde el umbral de uno de los edificios
más pequeños y de construcción más sencilla. Era alto y su rostro estaba curtido por la
intemperie y lleno cíe surcos y arrugas; su blanca cabellera caía sobre sus hombros. Los
holgados pliegues cíe la tosca capa de un guerrero envolvían su cuerpo, pero de su cinto
de cuero desprovisto de adornos no colgaban ni daga ni espada. Fflewddur echó a correr
hacia aquel hombre nada más verlo y dobló una rodilla ante él sin prestar atención a la
nieve. Los compañeros se apresuraron a seguirle.
—Quizá soy yo el que debe inclinarse ante ti, Fflewddur Fflam, Hijo de Godo —dijo el
hombre sonriendo—, y solicitar tu perdón. —Se volvió hacia los compañeros y les ofreció
la mano—. Os conozco mejor de lo que vosotros me conocéis a mí —dijo, y dejó escapar
una carcajada jovial al ver sus expresiones de sorpresa—. Me llamo Taliesin.
—El Primer Bardo de Prydain me regaló mi arpa —dijo Fflewddur con el rostro radiante
de orgullo y placer—. Estoy en deuda con él.
—No estoy totalmente seguro de ello —replicó Taliesin.
Los compañeros le siguieron a través del umbral hasta llegar a una estancia muy
espaciosa parcamente amueblada con unos cuantos bancos y sillas de gran solidez, y
una mesa de madera curiosamente granulada a la que arrancaban destellos las llamas de
una chimenea. Viejos volúmenes y pilas y rollos de pergaminos atestaban las paredes, y
subían hasta desaparecer entre las sombras cíe las vigas del techo.
—Sí, amigo mío —elijo el Primer Bardo volviéndose hacia Fflewddur—, he pensado a
menudo en ese regalo; y si he de ser sincero la verdad es que incluso ha pesado un poco
sobre mi conciencia.
La mirada que dirigió al bardo era astuta y un poco maliciosa, pero también estaba
llena de bondad y buen humor. Al principio Taran había tenido la impresión de que
Taliesin era un hombre muy anciano; pero en aquellos momentos se sintió incapaz de
adivinar la edad del Primer Bardo. Los rasgos cíe Taliesin estaban marcados por el paso
del tiempo, pero parecían impregnados por una extraña mezcla de juventud y vieja
sabiduría. No llevaba encima nada que delatara su rango, y Taran comprendió que no
necesitaba lucir semejantes adornos. Al igual que Adaon, su hijo, quien había sido
compañero de Taran hacía ya mucho tiempo, tenía los ojos grises y un poco hundidos en
las órbitas. Sus pupilas parecían mirar más allá de lo que veían, y en el rostro y la voz del
Primer Bardo había una sensación impalpable de autoridad mucho más grande que la de
un líder de guerreros y más imponente y capaz de exigir respeto que la de un rey.
—Cuando te la regalé ya conocía la naturaleza del arpa —siguió diciendo el Primer
Bardo—; y conociendo tu propia naturaleza sospeché que siempre tendrías algún que otro
problemilla con las cuerdas.
—¿Problemas? —exclamó Fflewddur—. ¡Oh, en absoluto! Ni por un solo momento he...
—Dos cuerdas se partieron con un chasquido tan ruidoso que Gurgi se sobresaltó. El
rostro de Fflewddur se puso rojo hasta la punta de la nariz—. Bien, ahora que me paro a
pensar en ello la verdad es que ese viejo trasto me ha obligado a decir la verdad..., ah...,
digamos que con un poquito más de frecuencia de lo que lo habría hecho en
circunstancias normales. Pero me parece que decir la verdad no ha hecho daño a nadie...,
especialmente a mí.
Taliesin sonrió.
—Entonces has aprendido una lección muy importante —dijo—. Aun así, te hice ese
regalo un poco como chanza, pero no lo era del todo. Digamos quizá que era la risa de un
corazón dirigida a otro... Pero tú lo aceptaste y has sabido soportar de buena gana las
consecuencias. Ahora te ofrezco la que desees escoger —añadió.
Taliesin señaló un estante donde había un gran número de arpas, algunas más nuevas
y otras más viejas, y entre ellas unas cuantas de curvas todavía más elegantes que las
del instrumento que Fflewddur llevaba colgando cíe su hombro. Fflewddur lanzó un grito
de alegría y corrió hacia ellas. Acarició con cariñosa delicadeza las cuerdas de cada arpa,
admiró su artesanía y paseó la mirada de una a otra y volvió a empezar.
Después vaciló durante algún tiempo mientras contemplaba con expresión melancólica
las cuerdas de su instrumento que acababan de romperse y los arañazos y pequeñas
señales de golpes visibles en la madera.
—Ah... Sí, bueno, me hacéis un gran honor —murmuró como si no supiera qué decir—,
pero este viejo cacharro ya es lo bastante bueno para mí. Juro que hay momentos en los
que parece tocar por sí solo. Ningún arpa tiene un tono mejor..., cuando todas las cuerdas
están enteras, claro. Se apoya en mi hombro sin molestarme en lo más mínimo. No es
que pretenda menospreciar estas arpas, no... Lo que quiero decir es que sin saber muy
bien cómo nos hemos acabado acostumbrando el uno a la otra. Sí, os estoy muy
agradecido, pero no quiero cambiar de arpa.
—Entonces que así sea —replicó Taliesin—, Y vosotros —añadió el Primer Bardo
volviéndose hacia los compañeros—, ya habéis visto muchos de los tesoros de Caer
Dathyl. Pero ¿habéis visto su verdadero orgullo, el auténtico tesoro inapreciable que
guarda? Está aquí —dijo en voz baja mientras movía una mano señalando las paredes de
la estancia—. Esta Sala del Saber guarda una gran parte de la antigua sabiduría de
Prydain. Arawn, el Señor de la Muerte, robó los secretos de sus artes y oficios a los
hombres, pero no pudo apoderarse de las melodías y las palabras de nuestros bardos, y
todas han ido siendo meticulosamente recogidas aquí. En cuanto a ti, mi valeroso amigo,
hay unas cuantas canciones tuyas y no pocas precisamente —dijo mirando a Fflewddur—
. La memoria vive más tiempo que lo que recuerda —siguió diciendo Taliesin—, y todos
los hombres comparten los recuerdos y la sabiduría de todos los demás. Debajo de esta
sala hay tesoros todavía más valiosos. —Sonrió—. La mayor parte se encuentra oculta a
gran profundidad, como ocurre con la poesía. Allí está también la Sala de los Bardos. Por
desgracia, Fflewddur Fflam, sólo el verdadero bardo puede entrar en ella —dijo con voz
entristecida—, aunque quizá algún día te unas a nuestras filas.
—¡Oh, la sabiduría de los nobles bardos! —gritó Gurgi. Estaba tan asombrado que los
ojos casi se le salían de las órbitas—. ¡Todo esto hace que la pobre y tierna cabeza del
humilde Gurgi se llene de mareos y meneos! ¡Ay, ay, pobre de él porque no tiene
sabiduría! ¡Pero sería capaz de renunciar al masticar y el tragar para conseguirla!
Taliesin puso una mano sobre el hombro de la criatura.
—¿Crees que careces de sabiduría? —preguntó—. Eso no es cierto. Existen tantas
formas de la sabiduría como urdimbres puede crear un telar. La tuya es la sabiduría del
corazón bondadoso y lleno de ternura. Es muy escasa, y eso hace que su valor sea
mucho más grande.
»Y lo mismo es cierto de Coll, Hijo de Collfrewr —dijo el Primer Bardo—, y en su caso a
la sabiduría de la tierra se añade el don de hacer despertar al suelo estéril y conseguir
que éste florezca entregando una abundante cosecha.
—Es mi huerto el que se encarga de esa labor, no yo —dijo Coll mientras su calva
coronilla se volvía de color rosado a causa del placer y la modestia—. Y cuando me
acuerdo del estado en el que lo dejé, pienso que ocurra lo que ocurra tendré que esperar
mucho tiempo para obtener otra cosecha.
—Yo tenía que encontrar la sabiduría en la isla de Mona —intervino Eilonwy—. Dallben
me envió allí para eso, pero sólo aprendí a cocinar, manejar la aguja y hacer reverencias,
—Aprender no es lo mismo que la sabiduría —repuso Taliesin con una carcajada llena de
bondad—. Princesa, la sangre de las encantadoras de Llyr fluye por tus venas. Tu
sabiduría quizá sea la más secreta de todas pues sabes sin saber, de la misma manera
que el corazón sabe cómo ha de latir.
—Ay, me temo que yo sí carezco de toda sabiduría —dijo Taran—. Estaba con vuestro
hijo cuando le llegó la muerte. Me dio un broche de gran poder, y mientras lo llevé
comprendí muchas cosas y mucho que me había estado oculto hasta entonces se volvió
claro como el agua. El broche ya no es mío, si es que hubo algún momento en el que
realmente lo fuese. Lo que sabía entonces ahora sólo lo recuerdo como un sueño que
está más allá de mis fuerzas poder recuperar.
Una sombra de pena pasó por las facciones de Taliesin.
—Hay quienes deben aprender conociendo primero la pena, la desesperación y la
pérdida —dijo con afabilidad—, y de todos los caminos que llevan a la sabiduría ése es el
más largo y el más cruel. ¿Eres tú uno de los que han de seguir semejante camino? Eso
es algo que ni siquiera yo puedo saber, pero aunque lo seas no debes desanimarte.
Quienes llegan al final de ese camino obtienen algo más que la sabiduría. Así como la
lana sin cardar acaba convirtiéndose en una prenda y la arcilla sin moldear y cocer en un
recipiente, así cambian ellos y dan forma a la sabiduría para otros, y lo que devuelven es
más gránele que lo que han obtenido.
Taran se disponía a hablar, pero las notas de un cuerno de señales resonaron
procedentes de la Torre Central y los gritos de los centinelas de las torretas llegaron a sus
oídos. Los vigías anunciaron que acababan de divisar a la hueste que el rey Pryderi había
reunido para la batalla. Taliesin precedió a los compañeros por un tramo de espaciosos
escalones de piedra y les llevó hasta lo alto de la Sala del Saber, desde donde podrían
ver más allá de los muros de la fortaleza. Taran sólo logró distinguir los destellos que el
sol que empezaba a bajar hacia el oeste arrancaba a las hileras de lanzas extendidas a
través del valle. Después siluetas montadas a caballo emergieron del contingente
principal de guerreros y galoparon a través de la llanura salpicada de nieve. El atuendo
carmesí, oro y negro del jinete que encabezaba al grupo hacía que destacara sobre los
colores más apagados cíe la llanura, y los rayos del sol centelleaban sobre su casco
dorado. Taran no pudo seguir observando por más tiempo, pues los centinelas ya habían
empezado a gritar los nombres de los compañeros llamándoles a la Gran Sala.
Gurgi cogió el estandarte de la Cerda Blanca y se apresuró a seguir a Taran. Los
compañeros fueron lo más deprisa posible a la Gran Sala. Una mesa muy larga había
sido colocada en el centro de la estancia, y Math y Gwydion estaban sentados a su
cabecera. Taliesin tomó asiento a la izquierda de Gwydion. A la derecha de Math había un
trono vacío adornado con los colores de la casa real del rey Pryderi. A cada lado cíe la
mesa estaban sentados los señores cíe Don. los nobles de los cantrevs y los líderes cíe
guerreros.
Los portadores de estandartes se alineaban a lo largo cíe las paredes de la Gran Sala.
Gurgi miró a su alrededor poniendo cara de susto, pero se unió a sus filas después de
que Gwydion le hiciera una seña. Estar rodeada por todos aquellos guerreros de rostros
ceñudos hacía que la pobre criatura se sintiera terriblemente incómoda y aterrorizada,
pero los compañeros le animaron con la mirada, y Coll le guiñó un ojo y acompañó el
guiño con una sonrisa tan enorme que Gurgi alzó tanto su peluda cabeza como su
estandarte improvisado más orgullosamente que cualquier otro portador cíe emblemas
presente en la Gran Sala.
El mismo Taran se sintió bastante incómodo cuando Gwydion alzó una mano indicando
que él y los otros compañeros debían tomar asiento entre los líderes de guerra; aunque
Eilonwy, que seguía llevando su atuendo de guerrero, sonrió alegremente y dio la
impresión de sentirse a sus anchas.
—¡Hum! —observó—. Creo que Hen Wen queda francamente bien en el estandarte, y
si quieres que te sea sincera como emblema está mejor que muchos de los que veo. Te
pusiste tan desagradable con eso de que si tiene los ojos azules o marrones... Bueno,
pues puedo decirte que eso no llega a ser ni la mitad de raro que algunos de los colores
que veo bordados en ciertos estandartes, y...
Eilonwy dejó de hablar, pues las puertas acababan de abrirse y un instante después el
rey Pryderi entró en la Gran Sala. Todos los ojos se clavaron en él mientras avanzaba
hacia la mesa donde se iba a celebrar el consejo de los monarcas. Era tan alto como
Gwydion, y su soberbio atuendo brillaba bajo la luz de las antorchas. No llevaba casco: lo
que Taran había visto era su larga cabellera que relucía como el oro alrededor de su
frente. De su costado colgaba una espada sin vaina, pues, como explicó Fflewddur Fflam
en susurros a Taran, Pryderi tenía por costumbre no envainar jamás su espada hasta que
la batalla hubiera sido ganada. Detrás del rey venían maestros de cetrería con halcones
encapuchados sobre sus muñecas protegidas por guanteletes; sus líderes de guerra, con
el emblema del halcón carmesí de la Casa de Pwyll bordado sobre sus capas; y lanceros
que flanqueaban al portador de su estandarte.
Gwydion, quien al igual que el Primer Bardo llevaba el atuendo desprovisto de adornos
de un guerrero, se puso en pie para saludarle, pero Pryderi se detuvo antes de llegar a la
mesa del consejo, cruzó los brazos delante del pecho y paseó la mirada por la Gran Sala
observando a los reyes de los cantrevs que le aguardaban.
—Bien hallados, señores —exclamó Pryderi—. Me alegra veros reunidos aquí. La
amenaza de Annuvin os ha hecho olvidar vuestras disputas internas. Volvéis a solicitar la
protección de la Casa de Don, igual que hacen las avecillas cuando ven que el halcón
traza círculos en el cielo.
La voz de Pryderi estaba impregnada cíe un desprecio que no hacía ningún esfuerzo
por ocultar. La aspereza de las palabras del rey sorprendió bastante a Taran. El mismo
Gran Rey clavó la mirada en Pryderi, aunque cuando habló sus palabras fueron
mesuradas y su tono grave y tranquilo.
—¿Por qué decís eso, señor Pryderi? Soy yo quien ha hecho venir a todos los que
estaban dispuestos a ponerse a nuestro lado, pues la seguridad cíe todos está en juego.
Pryderi sonrió con amargura. Sus apuestas facciones estaban un poco enrojecidas,
aunque Taran no tenía forma de saber si debido al frío o a causa cíe la ira. La sangre tino
los pómulos de líneas bien marcadas que sobresalían por encima de sus mejillas cuando
Pryderi echó hacia atrás su dorada cabeza y sostuvo sin vacilar la adusta mirada del Gran
Rey.
—¿Quién de entre ellos habría osado quedarse quieto cuando veía amenazada su
propia persona? —replicó Pryderi—, Los hombres sólo responden a un puño de hierro o
al roce cíe una espada en sus gargantas. Los que se consideran vasallos vuestros obran
así porque eso sirve a sus propios fines. Estos gobernantes de cantrev nunca están en
paz entre ellos, y cada uno anhela sacar todo el provecho posible de la debilidad de su
vecino. ¿Creéis acaso que en lo más profundo de sus corazones son menos malvados
que Arawn, el Señor de la Muerte?
Murmullos de ira y perplejidad brotaron de los monarcas de los cantrevs. Math los
silenció con un rápido gesto de su mano.
Gwydion habló en cuanto se hubo hecho el silencio.
—Juzgar lo que se oculta en el corazón de los demás es algo que se encuentra más
allá de la sabiduría de cualquier hombre, pues el mal y el bien siempre están mezclados
—dijo—. Pero esta clase de asuntos deben ser discutidos sentados ante las ascuas de
una hoguera de campamento, corno vos y yo hemos hecho con frecuencia; o al final de
un banquete cuando la llama de las antorchas empieza a encogerse. Ahora nuestras
acciones deben tener como meta la defensa de Prydain. Venid, Piyderi, Hijo de Pwyll.
Vuestro asiento os espera, y tenemos muchos planes que trazar.
—Me habéis llamado, príncipe cíe Don —replicó Pryderi con voz seca y cortante—.
Estoy aquí. ¿Para unirme a vos? No. Para pediros que os rindáis.
11 - La fortaleza
Durante un momento nadie pudo hablar. Las campanillas de plata atadas a las patas
de los halcones de Pryderi emitieron un débil tintineo. Después Taran se levantó de un
salto con la espada en la mano. Los señores de los cantrevs lanzaron gritos de rabia y
desenvainaron sus armas. La voz de Gwydion resonó en la enorme estancia
conminándoles a guardar silencio.
Pryderi no se movió. Los miembros de su séquito habían desenvainado las espadas y
habían formado un círculo a su alrededor. El Gran Rey se había levantado de su trono.
—Os estáis divirtiendo a nuestras expensas, Hijo de Pwyll —dijo Math con voz
severa—, pero la traición no es algo con lo que se deban gastar bromas.
Pryderi seguía inmóvil con los brazos cruzados delante del pecho. Sus rasgos dorados
se habían vuelto del color del hierro.
—No lo llaméis broma —replicó—, y no me llaméis traidor. He pensado durante mucho
tiempo en esto, y hacerlo ha llenado de angustia mi corazón; pero al fin he acabado
comprendiendo que es la única manera en que puedo servir a Prydain.
El rostro de Gwydion estaba muy pálido, y las sombras de la preocupación se habían
adueñado de sus ojos.
—La locura habla por vuestra boca —replicó—. ¿Acaso las falsas promesas de Arawn
os han cegado impidiéndoos ver la luz de la razón? ¿Vais a decirme que un vasallo del
Señor de la Muerte sirve a algún reino que no sea Annuvin?
—Arawn no puede prometerme nada que no tenga ya —dijo Pryderi—. Pero Arawn
hará lo que los Hijos de Don no han conseguido hacer: pondrá fin a las interminables
guerras entre los cantrevs, y traerá la paz donde antes ésta no ha existido nunca.
—¡La paz de la muerte y el silencio de la esclavitud muda! —replicó Gwydion.
Pryderi miró a su alrededor. Sus labios se habían curvado en una sonrisa despectiva.
—¿Acaso estos hombres merecen algo mejor, señor Gwydion? ¿Es que todas sus
vicias juntas valen una de las nuestras? Estos hombres que se hacen llamar señores de
los cantrevs no son más que una pandilla de matones toscos y pendencieros, y no son
dignos de mandar ni siquiera en sus casas.
«Escojo lo que es mejor para Prydain —siguió diciendo—. No sirvo a Arawn. ¿Es el
hacha dueña del leñador? Al final será Arawn quien acabará sirviéndome.
Taran escuchó con expresión horrorizada las palabras de Pryderi mientras éste se
dirigía al Gran Rey.
—Deponed las armas. Abandonad a los alfeñiques que se aferran a vos en busca de
protección. Rendios a mí ahora mismo. Ni Caer Dathyl ni vos sufriréis daño alguno, y
estimo que sois digno de gobernar conmigo.
Math alzó la cabeza.
—¿Existe alguna maldad peor que ésta? —dijo en voz baja. Sus ojos no se habían
apartado ni un instante de los de Pryderi—. ¿Acaso hay una maldad peor que la que se
oculta bajo la máscara del bien?
Un señor de cantrev se levantó de un salto y avanzó hacia Pryderi con la espacia en
alto.
—¡No le toquéis! —gritó Math—. Le hemos dado la bienvenida en calidad de amigo. Se
marcha como enemigo, pero saldrá de aquí sin sufrir daño alguno. Si alguien osa tocar
aunque sólo sea una pluma de sus halcones perderá la vida.
—Sal de aquí, Pryderi, Hijo de Pwyll —dijo Gwydion, y la gélida frialdad de su voz hacía
que su ira resultase todavía más terrible—. La angustia de mi corazón no tiene nada que
envidiar a la tuya. Nuestra camaradería ha quedado rota. Entre nosotros ya sólo podrán
existir las filas de la batalla, y a partir de ahora lo único que nos unirá será el filo de una
espada.
Pryderi no respondió. Giró sobre sí mismo y salió de la Gran Sala seguido por su
séquito. Mientras montaba en su corcel la noticia se fue difundiendo entre los guerreros, y
éstos le contemplaron en silencio sin romper filas. Más allá de las murallas los ejércitos de
Pryderi habían encendido antorchas, y el valle ardía hasta allí donde podían abarcar los
ojos de Taran. Pryderi cruzó las puertas —el carmesí y el oro de su atuendo despedían
destellos iridiscentes tan intensos como los de las mismas antorchas—, y se alejó al
galope hacia la hueste que le aguardaba. Taran y los hombres de los Commots le vieron
marcharse sintiendo cómo la desesperación se iba extendiendo por todo su ser. Sabían,
como sabían todos en Caer Dathyl, que aquel rey resplandeciente se había apoderado de
sus vidas como si fuese un halcón de la muerte, y que se marchaba llevándoselas
consigo.
Gwydion suponía que el ejército del rey Pryderi atacaría con las primeras luces del
alba, y los hombres de la fortaleza pasaron toda la noche trabajando en los preparativos
para enfrentarse a un asedio. Pero cuando llegó el amanecer y el pálido sol fue subiendo
en el cielo, se pudo ver que la hueste de Pryderi apenas si había avanzado. Taran,
Fflewddur, Coll y los otros líderes de guerra se encontraban en lo alto de una muralla al
lado de Gwydion, quien permanecía inmóvil observando el valle y las alturas que iban
bajando hasta las planicies en una sucesión de riscos escarpados. No había nevado
desde hacía varios días. Las cañadas y las fisuras dé las rocas aún mostraban retazos de
blancura atrapados entre los riscos como mechones de lana, pero casi toda la extensión
de planicie estaba despejada. La hierba muerta aparecía en forma de manchones de un
marrón oscuro bajo una capa irregular de escarcha.
Los exploradores habían vuelto trayendo consigo la noticia de que los guerreros de
Pryderi controlaban todo el valle e impedían el paso a través de las líneas de batalla; pero
no se habían divisado grupos de incursores ni columnas de jinetes que flanquearan al
ejército, y basándose en esto y en la distribución de los infantes y los jinetes los
exploradores estimaban que el ataque vendría bajo la forma de una gran embestida hacia
adelante, como si un puño de hierro se lanzara contra las puertas de Caer Dathyl.
Gwydion asintió.
—Pryderi tiene intención de atacar con todas sus fuerzas aunque deba pagar un precio
muy caro al hacerlo. Puede derrochar las vidas de sus guerreros, pues sabe que nosotros
no podemos permitirnos pagar un precio igual.
Frunció el ceño y se frotó el mentón con el dorso de una mano protegida por el metal
del guantelete. Sus verdes ojos se entrecerraron mientras escudriñaba el valle, y su rostro
curtido por la intemperie hacía pensar en el de un lobo que huele a sus enemigos.
—El señor Pryderi es arrogante —murmuró.
Gwydion se volvió rápidamente hacia los líderes de guerra.
—No esperaré un asedio. Hacerlo significaría una derrota segura. Pryderi tiene tropas
suficientes para caer sobre nosotros y barrernos como una inundación torrencial.
Presentaremos batalla fuera de la fortaleza, y embestiremos la ola antes de que haya
llegado a su máxima altura. Math, Hijo de Mathonwy, estará al mando de las defensas
interiores. No nos retiraremos a la fortaleza hasta el último momento, cuando no haya
más remedio que hacerlo, y entonces resistiremos en ella.
Gwydion contempló en silencio durante unos momentos las salas y torres del castillo
que empezaban a quedar iluminadas por los primeros rayos del sol matinal.
—Los Hijos de Don edificaron Caer Dathyl con sus propias manos, y construyeron esta
fortaleza no sólo para que fuese un escudo contra Arawn, sino para que protegiera toda la
belleza y la sabiduría de Prydain. Estoy dispuesto a hacer cuanto esté en mis manos para
acabar con Pryderi, y también haré cuanto pueda para salvar a Caer Dathyl de la
destrucción. Es posible que triunfemos en ambas empresas, y también es posible que
fracasemos en una y en otra; pero no debemos luchar como el buey lento y torpe, sino
como los lobos veloces y los astutos zorros.
El príncipe de Don habló rápidamente con los líderes de guerra y dejó claras las tareas
encargadas a cada uno. Taran se sentía muy inquieto. Cuando era un muchacho había
soñado con ocupar el sitio de un hombre entre los hombres; y siempre se había
considerado capaz de hacerlo; pero en aquellos momentos el estar rodeado de guerreros
canosos y curtidos en mil batallas parecía nublarle el conocimiento y robarle las fuerzas
dejándole terriblemente debilitado. Coll adivinó los pensamientos que pasaban por la
cabeza de Taran y le guiñó un ojo para animarle. Taran sabía que el anciano y robusto
granjero había prestado gran atención a las palabras de Gwydion, pero aun así Taran
supuso que una parte del corazón de Coll debía de estar muy lejos de allí, felizmente
absorta atendiendo a su huerto de repollos.
La hueste de Pryderi se mantuvo en la misma posición durante una gran parte de la
mañana mientras los defensores se apresuraban a formar sus propias líneas de batalla. A
cierta distancia detrás de los muros de Caer Dathyl guerreros fuertemente armados se
preparaban para soportar el embate del ataque de Pryderi, y esas tropas estarían al
mando de Gwydion. Fflewddur y Llyan, con Taliesin y una compañía de bardos-guerreros,
ocuparían posiciones al otro lado del valle. Los jinetes de los Commots estarían en el
flanco del ataque de Pryderi, y se les había asignado la misión de lanzarse contra la
oleada para obstaculizar su avance y disipar la fuerza de los brazos del enemigo.
Taran y Coll se pusieron al frente de sus hombres y Llasar al frente de los suyos, y los
dos grupos se dirigieron al galope hacia los puestos que les habían sido asignados. Gurgi,
silencioso y sacudido por los temblores a pesar del enorme chaquetón que le envolvía,
clavó el estandarte de la Cerda Blanca en la tierra helada para indicar el punto de
agrupamiento. Taran sentía cómo los ojos del enemigo vigilaban cada uno de sus
movimientos, y una extraña impaciencia mezclada con miedo hizo que los músculos de su
cuerpo se envarasen hasta dejarlo tan tenso como la cuerda de un arco.
Gwydion apareció montado en Melyngar para echar un último vistazo a la disposición
de los hombres de los Commots.
—¿A qué espera Pryderi? —le gritó Taran—. ¿Acaso se está burlando de nosotros?
¿Es que para él no somos más que hormigas que van y vienen sobre una colina a las que
puede aplastar cuando le plazca?
—Paciencia —respondió Gwydion en un tono que contenía tanto la orden de un líder
de guerra como el intento de tranquilizar de un amigo—. Sois espadas añadidas a mis
manos —siguió diciendo Gwydion—. No permitáis que os rompan. Moveos deprisa; no
permanezcáis demasiado tiempo en un solo combate, y tratad de iniciar muchas
escaramuzas dispersas. —Estrechó la mano de Taran, y luego hizo lo mismo con Coll y
Gurgi—. Adiós —dijo Gwydion casi con brusquedad.
Hizo volver grupas a Melyngar y se alejó al galope para reunirse con sus guerreros.
Taran le siguió con la mirada hasta que hubo desaparecido, y después volvió la cabeza
hacia las lejanas torres de Caer Dathyl. Eilonwy y Glew habían recibido orden de
permanecer dentro de la fortaleza bajo la protección del Gran Rey. Taran forzó la vista
con la vana esperanza de divisar a Eilonwy en las murallas. No estaba más seguro de qué
podía sentir hacia él de lo que lo había estado en Caer Dallben; pero a pesar de su
decisión inicial había estado a punto de revelarle los sentimientos que se agitaban en su
corazón. Después se había visto envuelto en la labor de agrupar y dar instrucciones a los
guerreros, y ésta le había arrastrado con la fuerza de un torrente desbordado hasta el
punto de que ni siquiera había tenido un momento para despedirse de ella. El anhelo y la
tristeza atravesaron su ser con una dolorosa punzada, y aquellas palabras que no había
podido llegar a pronunciar eran como una mano de hierro que le rodeaba la garganta.
Melynlas piafó dejando escapar una nube blanca por sus ollares y empezó a patear el
suelo. Taran se sobresaltó y tensó las riendas. Una mirada le bastó para ver que la hueste
de Pryderi se había puesto en movimiento y estaba lanzándose hacia el valle. La batalla
estaba a punto de caer sobre él.
Llegó muy deprisa, no como la ola que se acerca lentamente a su cresta que Taran
había imaginado. Primero hubo un mar tempestuoso de hombres que gritaban. Los Hijos
de Don no estaban aguardando la carga de Pryderi, sino que se lanzaban adelante para
enfrentarse con el enemigo que se aproximaba. Taran vio a Gwydion sobre la blanca
silueta de Melyngar cuando su montura alzó las patas delanteras agitándolas en el aire;
pero no supo en qué instante se produjo el primer entrechocar de las armas. Durante un
momento en vez de dos mareas sólo hubo una que giraba y cambiaba continuamente de
sentido en una gran convulsión, un torbellino de lanzas y espadas.
Taran hizo sonar su cuerno, y cuando le llegó el grito de respuesta cíe Llassar hincó los
talones en los flancos de Melynlas. Coll y los jinetes de los Commots espolearon a sus
monturas detrás de él. Las potentes patas de Melynlas pasaron de un trote veloz a un
galope fulgurante. Los músculos de su montura se tensaban debajo de él, y Taran se
internó en el mar de hombres con la espada en alto. La cabeza le daba vueltas, y jadeaba
como si se estuviera ahogando. Taran comprendió que estaba aterrorizado.
Los rostros de los amigos y los enemigos giraban locamente a su alrededor. Vio a
Llonio asestando mandobles a derecha e izquierda. El casco improvisado bailoteaba
sobre sus ojos, los estribos hacían que sus largas piernas sobresalieran hacia arriba y
parecía un espantapájaros que hubiese cobrado vida; pero por donde pasaba Llonio los
atacantes caían como las espigas ante la guadaña. La corpulenta silueta de Hevydd se
alzaba como un muro en el centro del combate. No había ni rastro de Llassar, pero Taran
creyó poder oír el estridente grito de batalla del joven pastor. Un instante después sus
oídos captaron un rugido lleno de furia, y supo que Llyan y Fflewddur acababan de
añadirse a la contienda. Un instante más en el que sólo fue consciente de la espada que
sostenía en su mano, y Taran quedó sumergido en el ciego frenesí de la batalla, con
guerreros que le atacaban y cuyos golpes se esforzaba por devolver.
Taran y los jinetes de los Commots atacaron una y otra vez, hundiéndose en los
flancos del enemigo y volviendo grupas después para emerger del torbellino de hierro sólo
para volver a perderse en él a continuación. De repente Taran vio destellos de oro y
carmesí que relucían en un instante de claridad perdido en la confusión de la batalla. Era
el rey Pryderi montado sobre un corcel negro. Taran intentó llegar hasta él para que
pudieran cruzar las espadas. Sus ojos se encontraron durante un instante, pero el Hijo de
Pwyll no hizo el más mínimo intento de responder al desafío de un jinete maltrecho y casi
harapiento. Pryderi desvió la mirada y siguió avanzando, y un instante después ya había
desaparecido; y la fugaz mirada despectiva de Pryderi hirió a Taran de manera más
¿olorosa y profunda que la hoja que emergió de la masa de enemigos para arañarle la
cara.
En un momento dado las convulsiones de la marea armada arrojaron a Taran hacia el
perímetro de la batalla. Vio el estandarte de Gurgi y trató de reunir a los jinetes alrededor
de él. Las filas de Pryderi se habían separado un poco dejando un espacio libre. Un
instante después un caballo galopó hacia él: era Lluagor. Un guerrero armado con una
larga lanza se aferraba a su grupa.
—¡Atrás! —gritó Taran con toda la fuerza de sus pulmones—. ¿Es que has perdido la
cabeza?
Eilonwy, pues era ella, tiró de las riendas. Había ocultado su cabellera trenzada debajo
de un casco de cuero. La princesa cíe Llyr le sonrió jovialmente.
—Ya comprendo que estás un poco nervioso, pero eso no es razón para que seas
grosero —elijo, y se alejó al galope.
Durante un rato Taran no pudo creer que realmente la hubiera visto.
Unos momentos después estaba enfrentándose a un grupo de guerreros que lanzaban
mandobles contra Melynlas y se arrojaban contra sus flancos intentando derribar tanto a
la montura como a su jinete. Taran fue vagamente consciente de que alguien agarraba la
brida de su montura y tiraba de ella hacia un lado. Los guerreros de Pryderi se apartaron.
En cuanto quedó libre de su acoso Taran se volvió sobre la silla de montar y movió la
espada casi a ciegas lanzando un mandoble contra el nuevo atacante.
Era Coll. El robusto granjero había perdido su casco. Su calva coronilla estaba tan llena
de arañazos como si se hubiera zambullido en un zarzal.
—¡Usa la espada con tus enemigos, no con tus amigos! —gritó.
Taran estaba tan sorprendido que se quedó sin habla durante unos instantes.
—Me has sa-salvado la vida, Hijo de Collfrewr —logró tartamudear por fin.
—Vaya, pues quizá sí que lo he hecho —replicó Coll, como si la idea acabara de
pasarle por la cabeza.
Se miraron el uno al otro, y se echaron a reír como un par de tontos.
Taran no logró formarse una nueva perspectiva de la batalla hasta la puesta del sol,
cuando incluso el mismo cielo parecía hallarse manchado de sangre. Los guerreros de
Gwydion se habían lanzado a través del camino que seguía el avance de Pryderi, y
habían tenido que enfrentarse a toda la furia de los atacantes. Las huestes de Pryderi
habían vacilado como si estuvieran tropezando con sus propios muertos. La ola había
alcanzado su máxima altura y había quedado paralizada en ese punto. Un viento nuevo
empezó a soplar a través del valle. Gritos de renovada energía brotaron de las filas de los
guerreros de Don, y Taran sintió que el corazón le daba un vuelco. Los defensores
empezaron a avanzar empujando ante ellos cuanto encontraban. Taran hizo sonar su
cuerno, y galopó junto con los jinetes de los Commots para unirse a la marea que lo barría
todo a su paso.
Las filas del enemigo se abrieron como un muro de ladrillos que se derrumba. Taran
tiró de las riendas, y Melynlas se encabritó y lanzó un relincho alarmado. Un
estremecimiento de horror recorrió el valle. Taran vio y comprendió la razón incluso antes
de que el nuevo griterío llegase a sus oídos.
—¡Los Nacidos del Caldero! ¡Los guerreros que no pueden morir!
Los hombres de Pryderi se apartaron para dejarles pasar como si les estuvieran
rindiendo un temeroso homenaje. Los Nacidos del Caldero llenaron la brecha avanzando
en un horripilante silencio moviéndose a un paso que no era ni lento ni rápido, y el valle
resonó con el rítmico movimiento de sus pesadas botas. La calina carmesí del sol que
agonizaba hacía que sus rostros pareciesen todavía más lívidos. Sus ojos estaban tan
fríos y carentes de brillo como las piedras. La columna de guerreros que no podían morir
avanzó hacia Caer Dathyl sin vacilar ni un instante. Entre ellos se veía un ariete con la
punta recubierta de hierro sostenido por cuerdas que colgaban de sus hombros.
Los enemigos que flanqueaban a los Nacidos del Caldero giraron de repente sobre sí
mismos para lanzar un nuevo ataque contra los Hijos de Don. Taran, horrorizado,
comprendió por qué Pryderi había retrasado tanto su ofensiva y entendió su arrogancia. El
plan del rey traidor no había llegado a su culminación hasta hacía unos momentos.
Guerreros descansados que conservaban todas sus energías surgieron de las colinas
detrás de la larga columna de Nacidos del Caldero. Para Pryderi el largo día de batalla no
había sido más que un remedo burlón. La carnicería había empezado.
Los muros de la fortaleza estaban llenos de arqueros y lanceros de las defensas
interiores. La tempestad de flechas no hizo vacilar a los guerreros mudos Nacidos del
Caldero. Cada dardo encontró su blanco, pero los enemigos siguieron avanzando sin
pausa deteniéndose sólo para arrancar las flechas de su carne que no sangraba. Sus
rasgos no mostraban dolor o ira, y ningún grito humano o alarido de triunfo salió de sus
labios. Habían venido de Annuvin viajando como si hubieran surgido de la tumba. Su
única tarea era traer la muerte, y estaban dispuestos a llevarla a cabo de una manera tan
implacable y desprovista de piedad como sus rostros sin vida.
Las embestidas del ariete hicieron que las puertas de Caer Dathyl gimieran y
temblaran. Las inmensas bisagras empezaron a aflojarse, y los ecos de cada golpe del
ariete vibraron por toda la fortaleza. Las puertas se astillaron, y la primera brecha se abrió
como una herida en la madera. Los Nacidos del Caldero volvieron a prepararse para
lanzar el ariete hacia adelante. Las puertas de Caer Dathyl se derrumbaron hacia dentro.
Los Hijos de Don habían quedado atrapados entre las filas de los guerreros de Pryderi y
luchaban en vano por volver a la fortaleza. Taran, impotente, sollozó de furia y
desesperación al ver cómo los Nacidos del Caldero avanzaban dejando atrás las puertas
destrozadas.
Y entonces el Gran Rey Math se alzó ante ellos. Llevaba el atuendo de la Casa Real
ceñido con eslabones de oro, y la Corona Dorada de Don relucía en su frente. Una capa
de la más fina lana blanca colgaba de sus hombros y envolvía su cuerpo como si fuese
una prenda funeraria. Su anciana mano llena de arrugas estaba extendida hacia adelante
y sostenía una espacia desenvainada.
Los guerreros que no podían morir llegados de Annuvin se detuvieron como ante el
débil agitarse de un recuerdo confuso, pero el momento pasó enseguida y siguieron
avanzando. El campo de batalla había quedado totalmente silencioso, e incluso los
hombres de Pryderi se habían sumido en un silencio impresionado. El Gran Rey no
retrocedió ante el avance de los Nacidos del Caldero, y sus ojos no se apartaron de los
suyos mientras alzaba desafiantemente su espada. Math permaneció inmóvil, la imagen
del orgullo y la antigua majestad hecha carne. El primero de los pálidos guerreros llegó
hasta él. El Gran Rey aferró la espada reluciente con sus frágiles manos y la hizo
descender en un mandoble hacia abajo. La espada del guerrero lo desvió, y el Nacido del
Caldero lanzó un golpe terrible. El rey Math se tambaleó y puso una rodilla en tierra. La
masa de guerreros mudos se lanzó hacia adelante moviendo sus armas en un torbellino
de estocadas y mandobles. Taran se tapó el rostro con las manos y apartó la cabeza
llorando mientras Math, Hijo de Mathonwy, caía al suelo y las botas con suela cíe hierro
de los Nacidos del Caldero seguían moviéndose en su implacable marcha pasando sobre
su cuerpo sin vida. Un instante después las prolongadas y temblorosas notas de un
cuerno de caza surgieron de las oscuras colinas y crearon ecos entre las cañadas y
picachos, y una sombra pareció deslizarse en el cielo por encima de la fortaleza.
Los hombres de Pryderi entraron en tropel por las puertas destrozadas siguiendo a los
Nacidos del Caldero mientras oleadas de atacantes empujaban a los restos del ejército de
Gwydion hacia las alturas dispersándolo entre las cañadas llenas de nieve. El retumbar de
nuevos truenos llegó de Caer Dathyl cuando el ariete de los Nacidos del Caldero fue
vuelto en contra de las murallas para derribarlas. Las llamas se elevaron por encima de la
Gran Sala y la Sala del Saber, y el estandarte del halcón carmesí fue izado en la Torre
Central.
A su lado, tapando el sol agonizante, se alzaba el estandarte negro de Arawn, Señor de
Annuvin.
Caer Dathyl había caído.
12 - Los Eriales Rojos
La noche fue una orgía de destrucción, y al amanecer Caer Dathyl se había convertido
en un montón de ruinas. Los fuegos humeaban allí donde habían estado los espaciosos
salones. Las espadas y las hachas de los Nacidos del Caldero habían derribado el
bosquecillo de chopos que se había alzado junto a los túmulos conmemorativos. La luz
del amanecer hacía que los muros medio derruidos parecieran estar manchados de
sangre.
El ejército de Pryderi les había negado incluso el derecho a enterrar a los muertos, y
había empujado a los defensores hasta las colinas al este de Caer Dathyl. Fue allí, en la
confusión de un campamento improvisado, donde los compañeros volvieron a encontrarse
los unos a los otros. El fiel Gurgi seguía llevando el estandarte de la Cerda Blanca,
aunque el astil había quedado roto y el emblema había sido acuchillado hasta dejarlo casi
irreconocible. Llyan, con Fflewddur a su lado, estaba acurrucada bajo la escasa
protección que ofrecía un afloramiento de rocas; su cola se movía nerviosamente de un
lado a otro, y sus ojos amarillos aún ardían con el fuego de la ira. Hevydd el Herrero había
encendido una hoguera, y Taran, Eilonwy y Coll intentaron calentarse con las ascuas.
Llasar había sobrevivido a la batalla a pesar de las muchas heridas sufridas; pero el
enemigo había infligido crueles pérdidas a los hombres de Coll. Entre los que yacían
silenciosos para siempre en el suelo pisoteado del campo de batalla estaba Llonio, Hijo de
Llonwen.
Uno de los escasos supervivientes que habían logrado escapar de las defensas
interiores de la fortaleza era Glew. Un guerrero de Don le había encontrado perdido y
confuso fuera de las murallas, se había apiadado de él y le había llevado al campamento.
El antiguo gigante se mostró patéticamente alegre al reunirse con los compañeros,
aunque aún estaba tan aterrorizado y tembloroso que sólo consiguió balbucear unas
cuantas palabras. Glew se acurrucó delante del fuego con una capa desgarrada sobre los
hombros y apoyó la cabeza en sus manos.
Gwydion estaba solo. Sus ojos llevaban mucho tiempo sin apartarse de la columna de
humo negro que manchaba el cielo por encima de las ruinas de Caer Dathyl, hasta que
por fin acabó apartando la mirada de ella y ordenó a todos los que habían sobrevivido al
día que se congregaran. Taliesin se reunió con ellos, cogió el arpa de Fflewddur y entonó
un lamento por los muertos. La voz del Primer Bardo se alzó entre los pinos impregnada
por una profunda pena, pero se trataba de una pena en la que no había desesperación, y
aunque las notas del arpa soportaban el peso del llanto que contenían también
encerraban las límpidas melodías de la vida y la esperanza.
Taliesin alzó la cabeza cuando la canción se hubo desvanecido en el silencio y habló
en voz baja.
—Cáela piedra rota cíe Caer Dathyl será un monumento al honor, y todo el valle será
un lugar de reposo para Math, Hijo de Mathonwy, y para todos nuestros muertos. Pero
aún vive un Gran Rey. Le honro, así como honro a todos los que están a su lado.
Se volvió hacia Gwydion y le hizo una gran reverencia. Los guerreros desenvainaron
sus espadas y gritaron el nombre del nuevo rey de Prydain.
Después Gwydion llamó a los compañeros para que se acercaran a él.
—Nos encontramos únicamente para separarnos —dijo—. La victoria de Pryderi sólo
nos da una elección y una esperanza. Ya se han enviado mensajeros para que lleven la
noticia de nuestra derrota al rey Smoit y su ejército y a los señores del norte, pero no
podemos correr el riesgo de esperar su ayuda. Lo que debemos hacer tiene que hacerse
ahora. Ni siquiera una hueste de guerreros diez veces más numerosa que la de Pryderi
puede enfrentarse a los Nacidos del Caldero, pues un ejército tras otro puede ser lanzado
contra ellos sin que se consiga otra cosa que engrosar las filas de los muertos.
»Y, sin embargo, aquí está la semilla de nuestra esperanza —siguió diciendo
Gwydion—. Que se recuerde, Arawn jamás había hecho salir de Annuvin a un contingente
tan grande de los guerreros que no pueden morir. Ha corrido el mayor de los riesgos para
obtener el mayor de los premios, y ha triunfado; pero su triunfo también se ha convertido
en su momento de máxima debilidad. Sin los Nacidos del Caldero para defender sus
fronteras Annuvin se encuentra expuesta al ataque. Así pues, debemos atacar.
—¿Entonces creéis que Annuvin se halla indefensa? —se apresuró a preguntar
Taran—. ¿Es que Arawn no tiene otros servidores aparte de los Nacidos del Caldero?
—Seguramente contará con guerreros mortales, y quizá con una fuerza de Cazadores
—replicó Gwydion—, pero si los Nacidos del Caldero no llegan a Annuvin a tiempo de
ayudarles disponemos de las tropas necesarias para vencerles.
El rostro de Gwydion estaba tan duro e impasible como la piedra.
—No deben llegar a Annuvin. Su poder va menguando cuanto más tiempo pasen fuera
del reino del Señor de la Muerte, por lo que es preciso obstaculizarles, retrasarles y
desviarles de cada camino que intenten seguir.
Coll asintió.
—Cierto, es nuestra única esperanza —dijo—. Y tiene que hacerse deprisa, pues ahora
pretenderán volver lo más rápido posible con su amo. Pero ¿podremos alcanzarles en
cuanto se hayan puesto en marcha? ¿Seremos capaces de hostigarles y, al mismo
tiempo, preparar nuestro ataque contra Annuvin?
—No si viajamos como un solo ejército —replicó Gwydion—. Tenemos que separarnos
formando dos grupos. El primero y más pequeño recibirá todos los caballos de los que
sea posible prescindir, y se apresurará a perseguir a los Nacidos del Caldero. El segundo
marchará hacia el valle de Kynvael y seguirá el curso de su río en dirección noroeste
hasta llegar a la costa. El camino es fácil, y avanzando a marchas forzadas se puede
llegar al mar en no más de dos días.
»El mar debe ayudar a nuestra empresa —siguió diciendo Gwydion—, pues a Pryderi
le resultaría muy fácil impedir que nuestro ejército avanzara por tierra. —Se volvió hacia
Taran—, Math, Hijo de Mathonwy, te habló de los navíos que transportaron a los Hijos de
Don cuando abandonaron la Tierra del Verano. Esos navíos no fueron abandonados. Aún
están en condiciones de navegar, y se los ha mantenido preparados por si llegaba el día
en el que fueran necesarios. Un pueblo fiel los vigila en una ensenada oculta cerca del
estuario del río Kynvael. Nos llevarán hasta la costa oeste de Prydain, y nos dejarán muy
cerca de los bastiones de la misma Annuvin.
»Sólo dos hombres saben dónde se encuentra esa ensenada —añadió Gwydion—.
Uno era Math, Hijo de Mathonwy. El otro soy yo. No tengo más elección que encabezar la
marcha hacia el mar. En cuanto al otro viaje, ¿aceptarás ponerte al frente de quienes lo
emprendan? —preguntó volviéndose hacia Taran.
Taran alzó la cabeza.
—Os serviré en todo lo que me ordenéis.
—No te estoy ordenando que hagas esto —dijo Gwydion—. No ordeno a ningún
hombre que emprenda semejante tarea en contra de su voluntad, y todos los que te sigan
deben hacerlo voluntariamente.
—Entonces es mi voluntad hacerlo —preguntó Taran.
Los compañeros murmuraron su asentimiento.
—Los navíos de los Hijos cíe Don son veloces —dijo Gwydion—. Lo único que te pido
es que retrases a los Nacidos del Caldero haciéndoles perder un poco de tiempo..., pero
todo depende de ese pequeño retraso.
—Si fracaso, ¿cómo os avisaré? —preguntó Taran—, Si los guerreros del Caldero
llegan a Annuvin antes que vos vuestro plan no podrá tener éxito y tendréis que retiraros.
Gwydion meneó la cabeza.
—No puede haber ninguna retirada, pues ya no queda otra esperanza. Si alguno de los
dos fracasa todos moriremos.
Llassar, Hevydd y todos los supervivientes de los Commots decidieron seguir a Taran..
Los guerreros de Fflewddur Fflam que habían sobrevivido a la batalla se unieron a ellos, y
los dos grupos formaron el contingente principal de la tropa de Taran. Para gran sorpresa
de los compañeros Glew decidió acompañarles.
El antiguo gigante ya se había repuesto de su terror, al menos lo suficiente para
recuperar su malhumor y susceptibilidad habituales. También había recuperado todo su
apetito, y exigía comida en grandes cantidades cíe la bolsa de cuero de Gurgi.
—Ya estoy harto cíe que se me lleve de un lado a otro agarrado del pescuezo —dijo
Glew lamiéndose los decios—, y ahora he de escoger entre que se me haga subir a un
navío o que se me meta entre una manada de caballos. Muy bien, en ese caso escojo la
última opción porque por lo menos no resultará tan húmeda y salada; pero os aseguro
que cuando era un gigante habría rechazado las dos.
Fflewddur fulminó con la mirada al antiguo gigante, e hizo una seña a Taran para que
se alejaran y pudiesen hablar sin que les oyera.
—Parece que además cíe todos los infortunios que han llovido sobre nuestras cabezas
también estamos condenados a soportar la presencia de esa comadreja gimoteante a
cada paso que damos; y sigo teniendo el presentimiento de que en algún rincón de esa
mente mezquina se oculta la esperanza de sacar provecho de todo esto..., de hacerse un
nido cómodo y lleno de plumas, como te dije hace algún tiempo. —El bardo meneó la
cabeza y lanzó una mirada apenada a Taran—. Pero ¿queda algún nido que llenar de
plumas? Ya no hay ningún lugar seguro en el que Glew pueda esconder su cabeza.
Gurgi había atado el estandarte de la Cerda Blanca a un nuevo astil, pero el maltrecho
emblema le hizo lanzar un suspiro melancólico.
—¡Pobre cerdita! —exclamó—. ¡Ahora nadie puede verla porque ha sido desgarrada y
desmenuzada!
—Te prometo que bordaré otro emblema —dijo Eilonwy—. Tan pronto como...
Se interrumpió de repente y no dijo nada más, y se apresuró a subir a la grupa de
Lluagor. Taran captó la mirada llena cíe preocupación que le lanzó. Temía que la princesa
de Llyr tendría que esperar mucho tiempo antes de que sus manos pudieran volver a
trabajar con una aguja de bordar; y aunque se lo callaba, en lo más hondo de su corazón
se agazapaba el temor de que ninguno de ellos volviera a ver Caer Dallben, pues era muy
posible que la muerte fuera el único premio que les aguardase al final de aquella terrible
carrera.
Los guerreros armados con lanzas y espadas ya habían montado y estaban
preparados para emprender la marcha. Los compañeros se despidieron de Gwydion e
iniciaron su viaje a través de las colinas avanzando hacia el oeste.
Coll opinaba que los Nacidos del Caldero volverían a Annuvin siguiendo el camino más
corto y con menos desvíos. Llasar cabalgaba al lado de Taran al frente de la columna que
avanzaba serpenteando por las alturas cubiertas de nieve. La habilidad del joven pastor
les facilitaba el avance, y Llassar supo guiarles rápidamente hacia las planicies
manteniéndoles ocultos al ejército de Pryderi, que ya había empezado a retirarse del valle
que se extendía alrededor de Caer Dathyl.
Viajaron durante varios días, y Taran empezó a temer que los Nacidos del Caldero
hubieran logrado dejarles muy atrás en su veloz retirada. Aun así lo único que podían
hacer era seguir avanzando a la mayor velocidad posible. Se habían desviado hacia el
sur, y estaban atravesando grandes extensiones salpicadas de maleza y bosquecillos.
Gurgi fue el primero en divisar a los guerreros que no podían morir. El rostro de la
criatura se puso gris a causa del miedo mientras señalaba un trozo de llanura rocosa.
Glew parpadeó, se atragantó y apenas si consiguió engullir el bocado que estaba
masticando. Eilonwy les observó en silencio, y el bardo expresó su abatimiento con un
silbido tan débil que apenas resultó audible.
El espectáculo de la columna que avanzaba sobre las llanuras ondulando como una
inmensa serpiente llenó de preocupación a Taran. Se volvió hacia Coll y le lanzó una
mirada interrogativa.
—¿Crees que podremos hacer algo para retrasarles? —preguntó.
—Un guijarro puede desviar una avalancha —dijo Coll—, y una ramita puede contener
una inundación.
—Quizá, quizá —murmuró Fflewddur—, pero prefiero no pensar en lo que le ocurre al
guijarro o a la ramita después.
Taran se disponía a indicar a sus guerreros que adoptaran la formación de ataque,
pero Coll le sujetó el brazo.
—Todavía no, muchacho —dijo—. Antes de atacar hay que averiguar cuál es el camino
que estas criaturas pretenden seguir para llegar a Annuvin. Si se quiere que la ramita
haga su trabajo es preciso que esté colocada en el lugar adecuado.
Durante el resto del día y la mañana del siguiente los compañeros acompasaron su
avance al de los Nacidos del Caldero. A veces les precedían, y a veces marchaban junto
a su flanco, pero siempre sin perder de vista ni por un instante a los guerreros que no
podían morir. Taran tuvo la impresión de que los Nacidos del Caldero se estaban
moviendo más despacio. La oscura columna avanzaba sin detenerse ni un momento, pero
su progreso era lento, como si los Nacidos del Caldero cargaran con un peso invisible.
Taran se lo comentó a Coll, quien asintió y puso cara de satisfacción.
—Su fortaleza ha disminuido un poquito —dijo Coll—. El tiempo trabaja a favor nuestro,
pero creo que pronto tendremos que poner manos a la obra.
Habían llegado a una gran franja de desolación donde la tierra desprovista de hierba se
extendía a cada lado alejándose hasta donde podía ver el ojo. El suelo muerto estaba
lleno de accidentes e irregularidades: se hallaba repleto de surcos que hacían pensar en
un intento de ararlo que había sido abandonado a la mitad, y estaba acuchillado por
cañadas y barrancos bastante profundos. Ni un solo árbol o matorral brotaba de la tierra
de un color rojo oscuro, y mirara donde mirase Taran no vio ni la más leve señal de que
algo vivo hubiera crecido allí jamás. Contempló el paisaje con una vaga inquietud, y el frío
que le hizo temblar no era sólo producto de la mordedura del viento, sino también del
silencio que se cernía sobre aquella tierra sin vida flotando como una neblina invisible.
—¿Qué lugar es éste? —preguntó en voz baja.
Coll torció el gesto.
—Ahora se llama los Eriales Rojos —dijo—. Me temo que en estos momentos mi
huerto debe de tener un aspecto muy parecido —añadió con voz apenada.
—He oído hablar de él —dijo Taran—, aunque creía que sólo era uno de esos cuentos
que se inventan los viajeros.
Coll meneó la cabeza.
—Sea lo que sea no es ningún cuento. Los hombres lo han rehuido desde hace mucho
tiempo, aunque hubo una época en la que estos eriales eran el reino más hermoso de
todo Prydain. La tierra era tan fértil que todo podía crecer en ella prácticamente de la
noche a la mañana. Cereales, hortalizas, frutas..., vaya, pero si comparadas con las
manzanas de este lugar las mías habrían parecido bayas resecadas por el viento tanto en
tamaño como en sabor. Esa tierra era un tesoro digno de ser conquistado y conservado, y
muchos fueron los señores que lucharon por su posesión; pero en los combates librados a
lo largo de años y más años los cascos de los caballos pisotearon el suelo y éste quedó
manchado por la sangre de los guerreros. La tierra acabó muriendo, como murieron
aquellos que deseaban arrebatársela a sus congéneres, y la enfermedad no tardó en salir
de los campos de batalla y se fue extendiendo poco a poco. —Coll suspiró—. Conozco
esta tierra, muchacho, y no me gusta nada volver a verla. En mis días de juventud yo
también marché con las huestes de batalla, y dejé bastante sangre mía en los Eriales.
—¿Es que nunca volverán a dar fruto? —preguntó Taran contemplando con
abatimiento toda aquella extensión de campos desperdiciados—. La abundancia de
cosechas que podrían producir haría que Prydain fuese un lugar rico y feliz. Dejar estos
campos en su estado actual es todavía peor que derramar sangre en ellos. Si se la
cultivara adecuadamente, ¿no crees que la tierra volvería a ser fértil?
—¿Quién puede saberlo? —respondió Coll—. Quizá. Hace muchos años que ningún
hombre labra estos campos, pero en estos momentos eso no es algo que deba
importarnos. —Movió una mano señalando las escarpadas cimas que se alzaban en la
lejanía al otro lado de los campos—. Los Eriales Rojos se extienden hasta llegar a las
colinas de Bran-Galedd, y por el suroeste llegan hasta muy cerca de Annuvin. Aquí
empieza el camino más largo pero más libre de obstáculos de todos cuantos llevan hasta
el reino de Annuvin, y si no estoy equivocado los Nacidos del Caldero marcharán por él lo
más deprisa posible para volver con su amo.
—No debemos permitir que pasen por aquí —replicó Taran—. Tenemos que
enfrentarnos a ellos en esos campos y retrasarles todo el tiempo que podamos. —Volvió
la mirada hacia las cimas—. Hemos de obligarles a retirarse hacia las colinas. Las rocas y
los accidentes del terreno nos permitirían tenderles trampas o atraerles a emboscadas. Es
nuestra única esperanza.
—Quizá —dijo Coll—, pero antes de que tomes tu decisión hay algo que debes saber.
Las colinas de Bran-Galedd también proporcionan un camino hasta Annuvin, y es más
corto. Van haciéndose más altas a medida que se extienden hacia el oeste, y no tardan
en ser riscos muy difíciles de escalar. Allí se alza el Monte Dragón, la cima más alta, que
protege las Puertas de Hierro de la Tierra de la Muerte. Es una ruta difícil, cruel y muy
peligrosa..., más para nosotros que para los Nacidos del Caldero, que no pueden morir.
Nosotros podemos perder la vida, ellos no.
Taran frunció el ceño y contempló las montañas con expresión preocupada.
—No es una elección fácil, viejo amigo —dijo por fin con una carcajada llena de
amargura—. El camino de los Eriales Rojos tiene menos obstáculos pero resulta más
largo; el camino de las montañas es más duro y más corto. —Meneó la cabeza—. No
poseo la sabiduría necesaria para decidir. ¿No tienes ningún consejo que darme?
—La elección debe ser tuya, líder de guerreros —respondió Coll—. Aun así, y como
cultivador de coles y repollos, me atrevo a decir que si confías en tus fuerzas las
montañas tanto pueden ser un amigo como un enemigo.
Taran sonrió con melancolía.
—No confío demasiado en las fuerzas de un mero Ayudante de Porquerizo, pero confío
mucho en la fuerza y la sabiduría de sus compañeros —dijo después de guardar silencio
durante unos momentos—. Bien, que así sea. Los guerreros del Caldero deben ser
empujados hacia las colinas.
—Hay otra cosa que debes saber —dijo Coll—. Si ésa es tu elección, hay que actuar
aquí mismo y cueste lo que cueste. Más hacia el sur los Eriales se ensanchan y la llanura
se vuelve todavía más extensa y lisa; y si fracasamos aquí existe el peligro de que los
Nacidos del Caldero consigan escapársenos para siempre.
Taran sonrió.
—Bueno, incluso un Ayudante de Porquerizo puede comprender algo tan sencillo.
Taran volvió a reunirse con la columna de guerreros y cabalgó a lo largo de ella para
explicarles el plan que debían seguir. Advirtió a Eilonwy y Gurgi de que se mantuvieran lo
más alejados posible de la contienda, pero no le costó demasiado adivinar que la princesa
de Llyr no tenía ninguna intención de hacer caso de su advertencia. En cuanto a Taran, la
decisión que había tomado era como un gran peso invisible depositado sobre sus
hombros. Cuando los jinetes se agruparon junto a la franja de bosque y se fue acercando
el momento en el que deberían avanzar a través de los Eriales sus dudas y temores se
intensificaron. Tenía frío. El viento que murmuraba deslizándose sobre los campos llenos
de surcos y cañadas se infiltraba a través de su capa como un torrente de agua helada.
Vio a Coll, quien le guiñó el ojo e inclinó su calva coronilla en una rápida seña. Taran se
llevó el cuerno a los labios y dio la señal de avanzar.
Coll había sugerido que cortaran ramas gruesas de los árboles, y los compañeros y
todos los jinetes así lo habían hecho. La columna entró en el erial como una hilera cíe
hormigas cargada con briznas de paja, y empezó a avanzar dificultosamente a través de
las cañadas y barrancos. A su derecha se alzaban las ruinas de una muralla, alguna vieja
frontera que ya no servía de nada cuyos bloques medio derruidos se extendían a lo ancho
de una gran parte de los Eriales y terminaban cerca de la abrupta pendiente que llevaba
hasta las colinas de Bran-Galedd.
Taran condujo al grupo de guerreros lo más deprisa posible hasta allí. Tenía la
impresión de que los Nacidos del Caldero ya les habían avistado, pues la columna oscura
había apretado el paso y estaba avanzando rápidamente a través de los Eriales. Los
jinetes de Taran desmontaron y corrieron para colocar sus ramas en los huecos y grietas
de la muralla. La columna de los Nacidos del Caldero estaba cada vez más cerca. Detrás
de ellos venían Cazadores a caballo envueltos en gruesos chaquetones de piel de lobo,
los capitanes de tropa cuyas ásperas órdenes llegaban a los oídos de Taran como el
chasquear de un látigo. Hablaban en un lenguaje desconocido para él, pero Taran
comprendía muy bien el tono despectivo y las carcajadas brutales que brotaban de sus
labios como si fueran escupitajos.
Los Nacidos del Caldero mantenían su formación igual que habían hecho en Caer
Dathyl, y sus filas avanzaban implacablemente sin detenerse ni un instante. Habían
desenvainado las espadas que colgaban de sus gruesos cintos de bronce. Los remaches
de bronce que cubrían sus petos de cuero relucían con débiles destellos mate. Sus
pálidos rostros estaban totalmente inmóviles, y tan vacíos como sus ojos de mirada
eternamente fija.
De repente los cuernos de los capitanes sonaron con un grito tan estridente como el de
un halcón lanzado al ataque. Los guerreros del Caldero se envararon, y un instante
después se lanzaron hacia adelante moviéndose más deprisa que antes en una pesada
carrera sobre la tierra color rojo oscuro.
Los hombres de los Commots corrieron hacia su barrera improvisada de rocas y ramas.
Los Nacidos del Caldero se lanzaron sobre la muralla medio en ruinas e intentaron trepar
por ella. Fflewddur dejó a Llyan con Glew entre las otras monturas, cogió una rama muy
larga y la hundió como si fuera una lanza en la masa de guerreros que trepaban por la
muralla mientras gritaba con toda la potencia cíe sus pulmones. A su lado Gurgi agitaba
un enorme cayado con el que golpeaba desesperadamente la ola que ascendía hacia
ellos. Eilonwy alzó su lanza sin hacer caso del grito de Taran y fue su furioso ataque el
que hizo tambalearse y caer al primer guerrero del Caldero, obligándole a debatirse
desesperadamente para recuperar el equilibrio entre las filas de guerreros silenciosos que
pasaban sobre él. El grupo de Taran redobló sus esfuerzos, y todos lanzaron golpes,
mandobles y estocadas invirtiendo hasta su última reserva de energía en el intento de
rechazar a su mudo enemigo.
Otros guerreros de las tropas que no podían morir perdieron su asidero cuando los
atacantes se lanzaron ciegamente contra la barrera para ser rechazados una y otra vez
por los astiles de las lanzas y los garrotes improvisados de los hombres de los Commots.
—¡Nos temen! —gritó el bardo con frenética alegría—. ¡Mirad, están retrocediendo! No
podemos matarles, ¡pero por el Gran Belin que todavía somos capaces de obligarles a
retirarse!
Taran, envuelto en la confusión de los guerreros que se agitaban y las estridentes
llamadas de los cuernos de los Cazadores, pudo ver cómo las filas de Nacidos del
Caldero se apartaban del seto de lanzas que las amenazaba, y sintió que el corazón le
daba un vuelco. ¿Sería verdad que los capitanes temían aquel obstáculo y estaban
preocupados por la disminución de la fortaleza de su muda hueste? La ola atacante
parecía más débil, aunque Taran no podía estar totalmente seguro de que no fuesen
meramente sus esperanzas las que creaban aquella impresión. Ni siquiera estaba seguro
de cuánto tiempo llevaban combatiendo en la muralla. La que parecía interminable tarea
de golpear con su lanza le había agotado hasta tal punto que sentía como si llevara toda
una eternidad allí, aunque el cielo aún estaba iluminado.
Y de repente se dio cuenta de que Fflewddur tenía razón. La masa silenciosa de los
guerreros que no podían morir había quedado atrás. Los capitanes de los Cazadores
habían tomado su decisión. Los líderes a caballo se comportaron como bestias que
descubren que su presa se encuentra demasiado bien escondida, e hicieron sonar una
prolongada nota temblorosa en sus cuernos. Las filas de Nacidos del Caldero se
desviaron hacia las colinas de Bran-Galedd.
Los guerreros de los Commots prorrumpieron en vítores. Taran volvió grupas para ir en
busca de Coll, pero el viejo guerrero seguía avanzando a toda prisa a lo largo de la
muralla. Taran gritó su nombre, y un instante después comprendió qué era lo que había
visto Coll y se horrorizó. Un grupo de Nacidos del Caldero se había separado del
contingente principal y estaba intentando abrirse paso a través de una brecha que no se
hallaba defendida.
Coll llegó a ella justo cuando el primer guerrero del Caldero había empezado a trepar
por encima de las piedras. Un instante después el viejo guerrero ya se había lanzado
sobre él. Coll dejó caer su lanza al suelo, alzó en vilo al guerrero con sus robustos brazos
y lo arrojó hacia abajo. Otros Nacidos del Caldero llegaron a la brecha, y Coll desenvainó
su espada y empezó a repartir mandobles a derecha e izquierda sin prestar atención a las
hojas de sus atacantes. El arma se rompió en sus manos, y el robusto granjero lanzó un
grito de ira y empezó a asestar golpes con sus potentes puños. Los guerreros que no
podían morir se aferraron a él e intentaron arrastrarle hacia abajo, pero Coll se libró de su
presa, arrancó una espada de entre los dedos de un Nacido del Caldero que se
tambaleaba a punto de perder el equilibrio y la hizo girar como si pretendiera derribar un
roble con un solo tajo.
Taran estuvo al lado de Coll en un instante. Los cuernos de los Cazadores dieron la
señal de retirada. Taran comprendió que el ataque había llegado a su fin con aquella
última convulsión. Los Nacidos del Caldero habían empezado a escalar las cimas. Los
Eriales Rojos les estaban prohibidos.
Coll sangraba abundantemente por la cabeza. Su chaquetón forrado con piel de oveja
estaba empapado en sangre y había sido desgarrado en muchos sitios por las hojas de
los Nacidos del Caldero. Taran y Fflewddur se apresuraron a bajarle entre los dos y le
llevaron hasta los cimientos de la muralla. Gurgi corrió a ayudarles lanzando gemidos de
preocupación. Eilonwy ya había desgarrado su casa para colocarla como almohada entre
la cabeza del anciano granjero y las duras piedras.
—Ve detrás de ellos, muchacho —jadeó Coll—. No les des cuartel... Las ramitas han
desviado el torrente, pero hay que volver a desviarlo y habrá que hacerlo muchas veces
más si quieres bloquear el camino que lleva a Annuvin.
—Un robusto tronco «de árbol lo ha desviado —replicó Taran—, y he vuelto a
apoyadme en él.
Tomó las manos encallecidas por el trabajo de Coll entre sus dedos e intentó ponerle
en pie con toda la delicadeza de que era capaz.
Coll sonrió y meneó la cabeza.
—Soy un granjero —murmuró—, pero aun así tengo lo suficiente de guerrero como
para saber que he sido herido de muerte. Vete, muchacho... No lleves contigo más cargas
que las imprescindibles.
—¿Cómo, acaso quieres que rompa la promesa que te hice? —exclamó Taran—, Te
prometí que cavaríamos y arrancaríamos las malas hierbas juntos.
Pero cada palabra le resultó tan dolorosa como una herida de daga.
Eilonwy lanzó una mirada de preocupación a Taran.
—Tenía la esperanza de que algún día podría dormir en mi huerto —elijo Coll—. El
zumbido de las abejas me habría resultado mucho más agradable que el cuerno de Gwyn
el Cazador, pero ya veo que no me corresponde hacer esa elección.
—El cuerno de Gwyn no suena por ti —dijo Taran—. Lo que estás oyendo es a los
capitanes llamando a retirada a los Nacidos del Caldero.
Pero mientras pronunciaba aquellas palabras las débiles notas de un cuerno de caza
se alzaron sobre las colinas y sus ecos agonizantes temblaron como sombras por encima
del erial. Eilonwy se tapó el rostro con las manos.
—Cuida de nuestras plantaciones, muchacho —dijo Coll.
—Los dos cuidaremos de ellas —replicó Taran—. Las malas hierbas serán tan
incapaces de resistirte como lo fueron los guerreros de Arawn.
El robusto anciano no respondió. Pasaron unos momentos antes de que Taran
comprendiera que Coll había muerto.
Mientras los apenados compañeros recogían piedras de entre los restos de la muralla,
Taran cavó una tumba con sus propias manos en la dura tierra sin permitir que nadie le
ayudara en esa tarea. No se apartó de ella ni siquiera después de que el humilde túmulo
se hubiera alzado sobre Coll, Hijo cíe Collfrewr, y ordenó a Fflewddur y a los compañeros
que siguieran avanzando hacia las colinas de Bran-Galedd diciéndoles que se reuniría allí
con ellos antes de que cayera la noche.
Taran permaneció inmóvil y en silencio largo rato. El cielo ya había empezado a
oscurecerse cuando por fin acabó dando la espalda al túmulo y subió cansadamente a la
grupa de Melynlas. Después contempló unos momentos más el montículo de tierra rojiza
y piedras.
—Que duermas bien, cultivador de repollos y recolector de manzanas —murmuró—. Te
encuentras muy lejos del sitio en el que anhelabas estar. Yo también estoy muy lejos de
allí.
Y Taran cabalgó en soledad a través de los Eriales, que ya iban quedando sumidos en
las tinieblas, dirigiéndose hacia las colinas que le aguardaban.
13 - Oscuridad
Durante los días siguientes los compañeros se esforzaron por alcanzar a los Nacidos
del Caldero y volver a interponerse en el camino que seguían los guerreros en retirada,
pero su avance resultó terriblemente lento. Taran sabía que Coll estaba en lo cierto
cuando le había dicho que las colinas de Bran-Galedd tanto podían ser un amigo como un
enemigo. Las cañadas rocosas y los angostos desfiladeros, los abismos repentinos en los
que el suelo se alejaba de manera vertiginosa hasta llegar a gargantas congeladas
ofrecían a los compañeros su única esperanza de retrasar a la hueste incapaz de morir
que avanzaba como un río de hierro; pero al mismo tiempo ráfagas de viento cargadas de
nieve bajaban aullando desde los riscos del oeste y golpeaban al pequeño grupo con
martillos de hielo. Los caminos azotados por los vendavales eran resbaladizos y
traicioneros. Los barrancos contenían pozos muy profundos llenos de nieve donde
montura y jinete podían hundirse sin que hubiese forma alguna de rescatarles.
El guía en quien más confiaba Taran para que les llevara por las colinas era Llassar. El
joven del Commot estaba acostumbrado desde hacía mucho tiempo a desplazarse por las
montañas y se movía con ágil seguridad en aquellos terrenos, y Llassar se convirtió en
pastor de un rebaño distinto y mucho más preocupado. En más de una ocasión sus
agudos sentidos mantuvieron alejados a los compañeros de las trampas heladas que eran
las cañadas llenas de nieve, y Llassar sabía descubrir senderos que nadie más era capaz
de ver; pero aun así el avance del cansado grupo seguía siendo muy lento, y tanto los
hombres como los animales padecían terribles sufrimientos a causa del frío. Sólo Llyan, la
gran gata, no parecía afectada por las potentes ráfagas de viento que incrustaban un
diluvio de agujitas de hielo en los rostros de los compañeros.
—Parece estar pasándolo en grande —suspiró Fflewddur mientras se envolvía en su
capa. Se había visto obligado a desmontar después de que a Llyan se le metiera en la
cabeza que quería afilar sus enormes garras en la corteza de un árbol—, Y si dispusiera
de un abrigo de pieles como el suyo yo también lo estaría pasando en grande, claro —
añadió.
Gurgi movió la cabeza con expresión abatida indicando que estaba totalmente de
acuerdo con él. Desde que habían entrado en las colinas la pobre criatura se había ido
pareciendo cada vez más a un montón de nieve peluda. El frío incluso había logrado
poner fin a las incesantes quejas de Glew. El antiguo gigante se había tapado la cara con
el capuchón, y lo único que se podía ver de él era el extremo medio congelado de su
nacida nariz. Eilonwy también guardaba un silencio nada habitual en ella. Taran sabía que
su corazón estaba tan dolorido y apenado como el de él.
Aun así, y en la medida en que podía hacerlo, Taran se obligaba a olvidarse de la
pena. Su tenaz persecución por fin había conseguido que sus guerreros estuvieran lo
bastante cerca de los Nacidos del Caldero para atacarles, y sólo pensaba en qué medios
podía emplear con el fin de retrasar su avance hacia Annuvin. Al igual que habían hecho
en los Eriales Rojos, los compañeros trabajaron construyendo barreras con ramas y
troncos que colocaron atravesando una angosta cañada, y se esforzaron hasta que el
sudor empapó sus ropas y fue congelado por las ráfagas de viento. Esta vez los guerreros
de rostros lívidos lograron pasar después de haber cortado las ramas con sus espadas sin
decir ni una palabra. Los hombres de los Commots se dejaron dominar por la
desesperación e intentaron enzarzarse en un combate cuerpo a cuerpo con su terrible
enemigo, pero los Nacidos del Caldero atravesaron sus filas hiriendo y matando en un
avance implacable. Taran y los hombres de los Commots intentaron obstruirles el paso
con grandes peñascos, pero esa labor quedaba más allá del alcance de sus fuerzas
incluso contando con la ayuda de los poderosos brazos de Hevydd, y sólo consiguieron
sufrir más bajas.
Los días eran una pesadilla blanca cíe nieve y viento. Las noches traían consigo el
horror del frío agravado por el abatimiento, y los compañeros tenían que buscar el poco
refugio que ofrecían los promontorios rocosos y los pasos de montaña como si fuesen
animales exhaustos. Pero ocultarse servía de poco, pues la presencia de los guerreros de
los Commots era conocida y sus movimientos eran avistados rápidamente por los
capitanes enemigos. Al principio los Nacidos del Caldero no habían prestado atención a la
pequeña tropa; pero pasado un tiempo los incansables caminantes que no podían morir
no sólo apretaron el paso sino que se aproximaron a los jinetes de Taran como si
estuvieran impacientes por entrar en combate con ellos.
Aquello sorprendió a Fflewddur, quien cabalgaba al frente de la columna al lado de
Taran.
Taran frunció el ceño y meneó la cabeza mientras ponía cara de preocupación.
—Lo comprendo demasiado bien —dijo—. Su poder se había debilitado cuando
estaban más lejos de Annuvin. El poder vuelve a ellos a medida que se aproximan a los
dominios de Arawn, y los Nacidos del Caldero se van haciendo más fuertes en tanto que
nosotros nos vamos debilitando. A menos que los detengamos de una vez por todas
nuestros esfuerzos sólo servirán para ir minando nuestras energías. Pronto nos
infligiremos una derrota mucho más grave que la que nunca habrían podido esperar
infligirnos los guerreros de Arawn —añadió con amargura.
Pero no habló de otro temor que estaba en el corazón de todos. Cada día que pasaba
dejaba más claro que los Nacidos del Caldero se estaban desviando en dirección sur
alejándose de las colinas de Bran-Galedd, y que volvían de nuevo hacia el camino más
rápido y libre de obstáculos que les ofrecían los Eriales Rojos. Taran pensó que aquello
quería decir que el enemigo aún temía a los perseguidores, y que haría cuanto estuviera
en sus manos para librarse de ellos; y la idea le hizo sentir una ceñuda satisfacción.
Aquella noche nevó, y los compañeros se detuvieron cegados por los copos de nieve
que se arremolinaban a su alrededor y su propio agotamiento. Los Nacidos del Caldero
atacaron su campamento antes del amanecer.
Al principio Taran creyó que sus puestos cíe avanzada sólo habían sido rebasados por
una compañía de los guerreros mudos, pero en cuanto los guerreros de los Commots
cogieron sus armas entre el relinchar aterrorizado de los caballos y el entrechocar de las
hojas se dio cuenta de que toda la columna enemiga estaba abriéndose paso a través de
sus líneas. Espoleó a Melynlas hacia la contienda. Fflewddur estaba montado en Llyan
con Glew aferrado a su cintura, y la enorme gata se reunió con los apurados defensores
en una rápida serie de grandes saltos. La confusión era tal que Taran había perdido de
vista a Eilonwy y Gurgi. Los Nacidos del Caldero habían atravesado las filas de jinetes de
los Commots con tanta facilidad como si fueran una espada implacable, y estaban
avanzando sin encontrar ningún obstáculo aplastando todo lo que encontraban ante ellos.
La desigual batalla duró todo el día, y los hombres de los Commots intentaron
vanamente reagrupar sus fuerzas. Hacia el ocaso el camino seguido por los Nacidos del
Caldero era una estela ensangrentada de heridos y muertos. La hueste del Caldero había
logrado librarse de sus perseguidores con un solo golpe letal, y ya podía reanudar su
avance veloz e incesante saliendo rápidamente de las colinas.
Eilonwy y Gurgi habían desaparecido.
Taran y Fflewddur estaban muy preocupados, y temían lo peor mientras se abrían paso
por entre los maltrechos restos de la tropa de guerreros que intentaban recomponer sus
filas. Se habían encendido antorchas para indicar los puntos de reagrupamiento a los
rezagados, y los hombres heridos y confusos avanzaban dando tumbos entre los cuerpos
de sus camaradas caídos. Taran pasó toda la noche en una búsqueda frenética haciendo
sonar su cuerno y gritando los nombres de los compañeros perdidos. Antes había
cabalgado con Fflewddur hasta más allá del campo de batalla con la esperanza de
encontrar alguna señal de Eilonwy o Gurgi. No había ninguna, y la nueva nevada que
empezó a caer hacia el amanecer cubrió todas las huellas.
Los supervivientes lograron reagruparse a mediados cíe la mañana. El ataque de los
Nacidos del Caldero había infligido numerosas bajas tanto a las monturas como a los
hombres. Uno de cada tres guerreros de los Commots había caído bajo las hojas del
enemigo que no podía morir; y habían perdido más de la mitad de las monturas. Lluagor
galopaba con la silla vacía. Eilonwy y Gurgi no se encontraban ni entre los muertos ni
entre los vivos.
Taran estaba desesperado, y se dispuso a iniciar la búsqueda por las colinas más
alejadas; pero Fflewddur le cogió del brazo y le retuvo. El bardo estaba muy serio y la
preocupación se había adueñado de su rostro.
—Solo no tienes ninguna esperanza de dar con ellos —le advirtió—, y tampoco puedes
perder tiempo ni hombres formando un grupo de búsqueda. Si queremos detener a esas
bestias repugnantes antes de que lleguen a los Eriales tendremos que movernos a la
mayor velocidad posible. Tus amigos de los Commots están listos para emprender la
marcha.
—Tú y Llassar tendréis que poneros al frente de ellos —replicó Taran—. En cuanto
haya encontrado a Eilonwy y Gurgi ya nos las arreglaremos para reunimos con vosotros.
Id lo más deprisa posible. Volveremos a vernos pronto.
El bardo meneó la cabeza.
—Si ésa es tu orden, así sea; pero tengo entendido que Taran el Vagabundo llamó a
los habitantes de los Commots para que siguiesen su estandarte, y ellos respondieron a
esa llamada porque procedía de Taran el Vagabundo. Te han seguido allí donde les has
llevado. No habrían hecho todo eso por nadie más.
—¿Qué quieres que haga? —gritó Taran—, ¿Quieres que abandone a Eilonwy y Gurgi
cuando corren peligro?
—Es una elección muy difícil —dijo Fflewddur—, y por desgracia no tengo forma alguna
de hacer que te resulte más fácil.
Taran no dijo nada. Las palabras de Fflewddur le resultaban todavía más dolorosas
porque eran ciertas. Hevydd y Llassar sólo le habían pedido poder luchar a su lado. Llonio
había dado su vida en Caer Dathyl. No había ni un solo guerrero de los Commots que no
hubiera perdido a parientes o camaradas. Si les abandonaba para buscar a Eilonwy, ¿qué
pensaría la princesa? ¿Creería que había elegido bien? Los jinetes aguardaban sus
órdenes. Melynlas arañaba impacientemente el suelo con los cascos delanteros.
—Si Eilonwy y Gurgi han muerto ya no puedo hacer nada para ayudarles —por fin con voz angustiada—. Si viven debo esperar y confiar en que lograrán reunirse con
nosotros. —Subió cansadamente a la grupa de su montura—. Si viven... —murmuró.
Y cabalgó hacia el grupo de guerreros sin atreverse a lanzar una última mirada a las
colinas silenciosas y vacías.
Cuando los hombres de los Commots lograron reemprender la marcha los Nacidos del
Caldero ya les llevaban una considerable ventaja y avanzaban velozmente hacia las
estribaciones de Bran-Galedd. Los jinetes de los Commots galoparon tan deprisa como
podían y tan sólo se permitieron breves momentos de inquieto descanso, pero aun así
apenas consiguieron recuperar una pequeña fracción del tiempo precioso que habían
perdido.
Taran forzaba la vista cada día intentando divisar alguna señal de Eilonwy y Gurgi,
esperando contra toda esperanza que la princesa encontraría alguna forma de volver a
reunirse con el grupo de guerreros. Pero los dos compañeros se habían desvanecido, y la
desesperada jovialidad de Fflewddur y sus repetidas afirmaciones de que les verían
aparecer de un momento a otro sonaban a falso y a hueco.
A media mañana del tercer día de marcha un explorador llegó al galope para informar
de que había detectado movimientos extraños en el pinar que se alzaba, junto a un flanco
de la columna. Taran detuvo a sus guerreros, les ordenó que se prepararan para el
combate y avanzó al galope en compañía de Fflewddur para echar un vistazo. Los árboles
que se extendían debajo de él sólo le permitieron ver un vago agitarse, como si sombras
proyectadas por las ramas se movieran sobre la pendiente; pero un instante después el
bardo lanzó un grito de sorpresa y Taran se apresuró a hacer sonar su cuerno.
Una larga fila de siluetas bajas y corpulentas emergió del bosque. Sus capas y
capuchones blancos hacían que resultaran prácticamente invisibles contra la nieve, y
Taran no pudo distinguir a un caminante de otro hasta que hubieron empezado a moverse
sobre una extensión de rocas desnudas. Sus sólidas botas de cuero reforzadas y atadas
con gruesos cordones apenas resultaban visibles por debajo de sus capas, y las siluetas
parecía otros tantos tocones de árbol que se movían a gran velocidad. Taran supuso que
las formas que se distinguían sobre sus hombros o colgando de sus cinturas eran armas o
sacos de provisiones.
—¡Gran Belin! —exclamó Fflewddur—. Si ése es quien creo que es...
Taran ya había desmontado y corría cuesta abajo haciendo señas al bardo para que le
siguiera. Al frente de la columna, que parecía estar formada por más de un centenar de
siluetas, avanzaba una figura corpulenta que le resultaba muy familiar. También iba
vestida de blanco, pero su cabellera carmesí parecía llamear por debajo del borde cíe su
capuchón. Llevaba un hacha de hoja muy gruesa y mango corto en una mano, y un
grueso cayado en la otra. Ya había visto a Taran y Fflewddur, y apretó el paso para
reunirse con ellos.
Un instante después el bardo y Taran estaban estrechando sus manos mientras daban
palmadas sobre sus robustos hombros y gritaban tantos saludos y preguntas que el recién
llegado se llevó las manos a la cabeza.
—¡Doli! —exclamó Taran—. ¡El buen Doli, nuestro viejo amigo!
—Ya os he oído con toda claridad las primeras veces —bufó el enano—. Si alguna vez
albergué duelas cíe que pudierais reconocerme habéis logrado dejarme totalmente
convencido de que sois capaces de hacerlo.
Se puso las manos en las caderas y alzó la mirada hacía ellos intentando ofrecer un
aspecto lo más malhumorado posible, tal como hacía siempre; pero no pudo evitar que
sus brillantes ojos rojizos emitieran destellos de placer y que sus labios se curvaran en
una sonrisa que Doli intentó convertir en su feroz mueca habitual sin el más mínimo éxito.
—¡Menuda persecución! Nos habéis hecho sudar lo nuestro —declaró Doli señalando a
los guerreros que seguían a Taran por la pendiente—. Nos habían dicho que estabais en
las colinas, pero hasta hoy no habíamos visto ni rastro de la columna.
—¡Doli! —exclamó Taran, quien aún estaba asombrado ante la inesperada aparición
del compañero que llevaba tanto tiempo ausente—. ¿Qué buena suerte te ha traído hasta
nosotros?
—¿Buena suerte? —gruñó Doli—. ¿Llamas buena suerte a tener que caminar día y
noche por la nieve aguantando el viento? Todo el Pueblo Rubio ha abandonado sus
hogares y anda de un lado a otro... Órdenes del rey Eiddileg. Las mías eran encontraros y
ponerme a vuestro servicio. No pretendo ofenderte, pero me imaginé que si había alguien
en Prydain que necesitara ayuda resultarías ser tú; y aquí estamos.
—Gwystyl ha hecho bien su trabajo —dijo Taran—. Sabíamos que iba a vuestro reino,
pero temíamos que el rey Eiddileg se negara a escucharle.
—Bueno, mentiría si dijera que Eiddileg se puso muy contento —replicó Doli—. De
hecho, faltó poco para que le diera un ataque... Yo estaba allí cuando nuestro melancólico
amigo le describió vuestra apurada situación, y pensé que los gritos de Eiddileg
conseguirían hacerme estallar los oídos. ¡Bobos grandullones, montañas patosas,
gigantes atontados...! En fin, todas sus opiniones habituales sobre los seres humanos,
pero se dejó convencer enseguida a pesar de todas sus protestas y alaridos. Diga lo que
diga la verdad es que siente un gran aprecio hacia vosotros y, por encima de todo,
recuerda cómo salvasteis al Pueblo Rubio impidiendo que todos acabáramos convertidos
en ranas, topos y no sé qué más. Es el mayor servicio que mortal alguno nos ha prestado
jamás, y Eiddileg está decidido a saldar la deuda pendiente que ha contraído con
vosotros.
»SÍ, el Pueblo Rubio se ha puesto en marcha —siguió diciendo Dolí—. Por desgracia
llegamos a Caer Dathyl cuando ya era demasiado tarde, pero el rey Smoit tiene motivos
para estarnos agradecidos. Una hueste del Pueblo Rubio está luchando codo a codo con
sus guerreros. Los señores del norte están preparados para la batalla, y puedes estar
seguro de que también tomaremos parte en esa contienda.
A pesar de sus gruñidos y su tono malhumorado Doli estaba obviamente orgulloso de
las noticias que traía. Había acabado de relatar con gran entusiasmo un enfrentamiento
en el que el Pueblo Rubio había engañado al enemigo haciendo que todo un valle
resonara con ecos tan terribles que sus adversarios acabaron huyendo aterrorizados al
creer que estaban rodeados, y había empezado a contar otra historia sobre el valor del
Pueblo Rubio cuando se calló de repente al ver la expresión preocupada del rostro de
Taran. Doli escuchó en silencio mientras Taran le contaba lo que había sido de los otros
compañeros, y cuando hubo acabado fue el rostro del enano el que se puso grave y
pensativo. Después de que Taran terminase de hablar Doli guardó silencio durante unos
momentos.
—En cuanto a Eilonwy y Gurgi, estoy totalmente cíe acuerdo con Fflewddur —dijo por
fin—. Sabrán arreglárselas de alguna manera, ya lo verás... Y si conozco un poco a la
princesa no me sorprendería verla aparecer galopando al frente de su propio ejército.
»En cuanto a los Nacidos del Caldero, son un serio problema para todos nosotros —
siguió diciendo Doli—. Ni siquiera el Pueblo Rubio puede hacer gran cosa contra criaturas
semejantes. Todos los trucos que engañarían a un mortal común resultan inútiles. Los
Nacidos del Caldero no son humanos..., en realidad debería decir que son menos que
humanos. No guardan ningún recuerdo de lo que fueron, no conocen el miedo ni la
esperanza..., no hay nada que pueda afectarles. —El enano meneó la cabeza—. Y soy
consciente de que cualquier victoria que se pueda obtener en otros lugares no servirá de
nada a menos que demos con alguna forma de pararle los pies a la ralea maldita de
Annuvin. Gwydion tiene toda la razón. Si no se les detiene..., bueno, amigos míos,
tendremos que hacerlo entre todos, y no hay más que hablar.
La columna del Pueblo Rubio ya había llegado a las líneas de Taran y un murmullo de
asombro se fue extendiendo entre las filas de los hombres de los Commots. Todos habían
oído hablar de la astucia y proezas de que eran capaces las fuerzas de combate del rey
Eiddileg, pero nadie las había visto con sus propios ojos. Hevydd el Herrero se maravilló
ante sus espadas y hachas de mango corto, y declaró que tanto su temple como la
agudeza de sus filos superaban en mucho a la de cualquier arma que él pudiera forjar.
Por su parte los recién llegados del Pueblo Rubio no parecían sentir ni la más mínima
incomodidad. El más alto de los guerreros de Eiddileg apenas llegaba un poco más arriba
de la rodilla de Llassar, pero los soldados del Pueblo Rubio contemplaban a sus
camaradas humanos con la afable indulgencia con la que podrían haber tratado a unos
niños superdesarrollados.
Dolí le dio unas palmaditas a Llyan en la cabeza, y el inmenso animal emitió un
ronroneo de felicidad indicando que le había reconocido. Ver a Glew encorvado sobre una
roca contemplando con expresión avinagrada a los recién llegados hizo que el enano de
cabellos carmesíes lanzara un grito de sorpresa.
—¿Quién o qué es eso? ¡Es demasiado grande para ser una seta y demasiado
pequeño para ser cualquier otra cosa!
—Me alegra que lo preguntes —dijo Glew—. Es una historia que estoy seguro te
parecerá muy interesante. En tiempos fui un gigante, y mi infeliz estado actual se originó
nada más y nada menos que en la absoluta falta de miramientos de ese par... —Glew
fulminó con la mirada a Taran y al bardo—, de quienes se podría haber esperado que me
mostraran un mínimo de consideración. Mi reino..., sí, agradecería que te dirigieras a mí
llamándome rey Glew..., era la caverna más hermosa de toda la isla de Mona, y contaba
con los murciélagos más soberbios que te puedas imaginar. Era una caverna tan vasta
que...
Fflewddur se llevó las manos a las orejas.
—¡Cállate de una vez, gigante! ¡Basta ya! No podemos perder el tiempo oyéndote
parlotear sobre cavernas y murciélagos. Sabemos que se te ha maltratado y que han
abusado de ti. Tú mismo nos lo has dicho cien veces. Créeme, un Fflam es paciente, pero
como encuentre una caverna te meto a patadas en ella y te dejo ahí.
El rostro de Dolí había adquirido una expresión pensativa.
—Cavernas —murmuró el enano, y chasqueó los dedos—. ¡Cavernas! Escuchadme
con atención —se apresuró a decir—. A no más de un día de marcha de aquí hay una
mina del Pueblo Rubio..., sí, estoy totalmente seguro de que está cerca. Las mejores
gemas y piedras preciosas ya han sido extraídas, y que yo recuerde Eiddileg no ha tenido
a nadie trabajando en esa mina desde hace mucho tiempo; pero creo que podremos
entrar en ella. ¡Pues claro que sí! Si seguimos la galería principal debería llevarnos casi
hasta el comienzo de los Eriales Rojos. Podréis alcanzar a los Nacidos del Caldero antes
de que os hayáis dado cuenta. Uniendo nuestras fuerzas les detendremos de una manera
o de otra. Cómo no lo sé, pero de momento eso no importa. Ya cruzaremos ese puente
cuando lleguemos a él.
Dolí sonrió de oreja a oreja.
—Amigos míos, ahora el Pueblo Rubio está con vosotros —dijo—. Cuando hacemos
algo se hace bien. La primera mitad de vuestras preocupaciones ya ha quedado atrás. En
cuanto a la segunda mitad, quizá no resulte tan fácil —añadió.
Glew parecía de buen humor por primera vez desde que habían salido de Caer
Dallben. La idea de algo que se pareciese a una caverna parecía animarle, aunque el
resultado de la mejora de su estado anímico fue un nuevo chorro de historias
interminables sobre sus hazañas de los tiempos en que era un gigante; pero después de
un duro día y una noche de marcha cuando Doli se detuvo ante la escarpada pared de un
gran risco el antiguo gigante empezó a contemplar lo que le rodeaba con expresión
atemorizada. Arrugó la nariz y parpadeó poniendo cara de perplejidad abatida. La entrada
a la vieja mina que el enano señalaba haciéndoles señas para que fuesen hacia ella no
era más que una fisura en la roca que a duras penas resultaba lo bastante grande para
permitir el paso a un caballo, y los carámbanos que colgaban sobre ella relucían haciendo
pensar en unos dientes muy afilados.
—No, no —balbuceó Glew—. No tiene ni comparación con mi reino de Mona. No es ni
la mitad de grande... No, no podéis esperar que vaya dando tumbos por una madriguera
miserable como ésta.
Glew ya se disponía a retroceder, pero Fflewddur le agarró por el cuello y tiró de él
obligándole a avanzar.
—¡Se acabó, gigante! —gritó el bardo—. Entrarás ahí con el resto de nosotros. —Pero
Fflewddur tampoco parecía tener muchas ganas de guiar a Llyan hacia aquella angosta
abertura que se abría entre las rocas—. Un Fflam es valiente —murmuró—, pero nunca
me han gustado demasiado los pasadizos subterráneos y similares. Traen mala suerte.
Acordaos de lo que os digo: antes de que hayamos conseguido salir de ahí nos habremos
vuelto medio topos.
Taran se detuvo ante la entrada de la caverna. Más allá de aquel punto no había
ninguna esperanza de encontrar a Eilonwy. Taran volvió a librar batalla con el deseo de
buscarla antes de que la perdiera para siempre, y luchó con todas sus fuerzas para
expulsar aquellos pensamientos de su mente; pero cuando por fin se obligó a seguir al
bardo sintió como si dejara todo su ser detrás y avanzó tambaleándose por entre la
oscuridad.
Doli había dado la orden de que los guerreros preparasen antorchas. Una vez
encendidas su luz parpadeante permitió ver a Taran que el enano les había llevado a una
galería que iba bajando gradualmente. Los muros de roca desnuda no llegaban más
arriba que las manos levantadas de Taran. Los hombres de los Commots tuvieron que
desmontar y guiar a sus asustados caballos dejando atrás trozos de roca y promontorios
de bordes muy afilados.
Doli les explicó que aquello no era la mina propiamente dicha, sino uno de los muchos
túneles secundarios que el Pueblo Rubio había utilizado cuando llevaba los sacos llenos
de gemas al exterior. Tal como había predecido el enano, el pasadizo no tardó en
volverse mucho más ancho y el techo rocoso se fue alejando de ellos hasta que las
paredes alcanzaron tres veces la estatura de Taran. Angostas plataformas de madera
colocadas unas encima de otras seguían las paredes a cada lado, aunque muchas se
hallaban en muy mal estado y las vigas habían caído sobre el suelo de tierra apisonada.
Maderos medio podridos reforzaban las arcadas que llevaban de una galería a otra, pero
algunas habían sufrido derrumbamientos parciales y los guerreros y sus monturas tenían
que avanzar con gran cautela a través de los montones de escombros o dar un rodeo
para evitarlos. Después del viento helado que soplaba en el exterior la atmósfera de la
mina resultaba casi asfixiante, y estaba saturada por los olores del abandono y el polvo
acumulado durante muchos años. Los ecos revoloteaban como murciélagos alrededor de
las estancias abandonadas hacía mucho tiempo, mientras la partida de guerreros
avanzaba en una fila serpenteante con las antorchas levantadas por encima de sus
cabezas. Las sombras que se retorcían parecían ahogar el sonido de sus pisadas, y el
silencio sólo era roto de vez en cuando por el estridente relinchar de un caballo asustado.
De repente Glew, quien no había dejado de quejarse desde que entraron en la mina,
lanzó un grito de sorpresa. Se inclinó y cogió algo del suelo. La luz de su antorcha reveló
a Taran que el antiguo gigante sostenía en la palma una gema resplandeciente tan
grande como su puño.
Fflewddur también la había visto.
—Suelta eso, hombrecillo —le ordenó secamente—. Estamos en una mina del Pueblo
Rubio, no en esa caverna infestada de murciélagos donde vivías antes.
Glew apretó su hallazgo contra su pecho.
—¡Es mía! —chilló—. Vosotros no la habíais visto. Si la hubieseis visto os la habríais
quedado.
Doli echó un vistazo a la gema y dejó escapar un bufido despectivo.
—Basura —dijo el enano volviéndose hacia Taran—. Ningún artesano del Pueblo
Rubio malgastaría su tiempo con algo semejante. Usamos joyas de mejor calidad que ésa
para reparar un camino. Si ese amigo vuestro de la cara de champiñón quiere cargar con
su peso se la puede quedar.
Glew no esperó a que se lo dijeran dos veces, y se apresuró a guardar la gema en la
bolsita de cuero que colgaba de su costado, y sus fláccidos rasgos adoptaron una
expresión que hasta entonces Taran sólo había visto cuando el antiguo gigante estaba
absorto comiendo.
A partir de entonces y mientras los compañeros avanzaban por la mina los ojillos de
Glew no pararon de mirar con interés en todas direcciones, y su caminar adquirió una
energía y una decisión que no había tenido antes. El antiguo gigante no quedó
decepcionado, pues las luces de las antorchas no tardaron en arrancar destellos a otras
gemas medio enterradas en el suelo o que asomaban de las paredes. Glew se lanzaba
sobre ellas nada más verlas para extraerlas con sus dedos regordetes y guardar los
cristales resplandecientes en su bolsita de cuero. Cada nuevo hallazgo le excitaba un
poco más, y no tardó en soltar risitas y murmurar para sí.
El bardo le lanzó una mirada llena de compasión.
—Bueno, parece que la pequeña comadreja por fin ha conseguido encontrar una forma
de salir beneficiado —dijo—. Aunque para lo que le van a servir cuando hayamos vuelto al
exterior... ¡Un puñado de rocas! El único uso que se me ocurre para ellas es que las arroje
contra los Nacidos del Caldero.
Pero Glew estaba totalmente absorto en la tarea de acumular la mayor cantidad de
gemas lo más deprisa posible, y no prestó ninguna atención a las observaciones de
Fflewddur. En muy poco tiempo la bolsita de cuero del antiguo gigante ya había quedado
repleta de joyas de un rojo vivo y un verde brillante, gemas tan límpidas como el agua y
otras en cuyas profundidades iridiscentes brillaban chispazos de color oro y plata.
En los pensamientos de Taran no había lugar para las riquezas abandonadas de la
mina, aunque las joyas parecieron hacerse más abundantes a medida que la larga
columna de guerreros seguía adentrándose por el túnel. Por lo que podía juzgar Taran
pensó que no debía de ser más tarde que el mediodía, y los compañeros ya habían
recorrido una distancia considerable; y cuando el túnel se ensanchó y se volvió más recto
la velocidad a la que avanzaban aumentó todavía más.
—Tan fácil como silbar —dijo Doli—. Un día y medio como mucho y saldremos al
exterior en los Eriales.
—Es nuestra única esperanza —dijo Taran—, y gracias a ti es la mejor de la que
disponemos. Pero los Eriales me preocupan... Si la tierra está desnuda tendremos muy
poca protección para nosotros, y apenas ningún medio de retrasar a los Nacidos del
Caldero.
—¡Hum! —exclamó Doli—. Hace un rato te dije que ahora estás en compañía del
Pueblo Rubio, amigo mío. Cuando ponemos manos a la obra siempre lo hacemos a lo
grande, sin pequeñeces ni mezquindades. Ya verás como se nos ocurre algo.
—Hablando de pequeñeces y mezquindades, ¿dónde está Glew? —preguntó
Fflewddur.
Taran se detuvo y miró rápidamente a su alrededor. Al principio no vio ni rastro del
antiguo gigante. Alzó su antorcha y gritó su nombre. Un instante después le vio y corrió
hacia él, muy alarmado.
Su incesante búsqueda de tesoros había hecho que Glew trepara por una de las
plataformas de madera. Una gema reluciente tan grande como su cabeza, estaba
incrustada entre las rocas justo encima del arco que llevaba a la recámara siguiente. Glew
había logrado instalarse precariamente en una angosta cornisa, y estaba tirando de la
gema con todas sus fuerzas para arrancarla de la pared.
Taran le gritó que bajara, pero Glew no le hizo caso y siguió tirando aún más fuerte que
antes. Taran soltó las riendas de Melynlas y se dispuso a ir en su busca para hacerle
bajar, pero Doli le agarró por el brazo.
—¡No lo hagas! —dijo secamente el enano—. Las vigas no aguantarían tu peso. —
Lanzó un silbido e hizo señas a dos guerreros del Pueblo Rubio para que treparan por la
plataforma, que había empezado a balancearse peligrosamente de un lado a otro debido
a los frenéticos esfuerzos con que Glew intentaba arrancar la gema—. ¡Deprisa! —gritó
Doli—. ¡Bajad de ahí a ese idiota!
Y en ese instante la bolsa de cuero de Glew, que ya estaba repleta de joyas, se
desgarró. Las gemas cayeron en un diluvio resplandeciente, y Glew lanzó un grito de
consternación y giró sobre sí mismo manoteando para cogerlas. Perdió el equilibrio, volvió
a manotear desesperadamente intentando agarrarse a la plataforma y al hacerlo el arco
empezó a ceder debajo de él. Glew siguió debatiéndose y gritando, ya no por las joyas
perdidas sino por su vida, y consiguió agarrarse a una de las vigas que empezaban a
soltarse. Un instante después el antiguo gigante caía al suelo del túnel. El arco acabó de
ceder y el techo pareció gruñir. Glew logró incorporarse y echó a correr para escapar a la
cascada de piedras que caía del techo.
—¡Atrás! —gritó Doli—. ¡Retroceded todos!
Los caballos se encabritaron y relincharon mientras los guerreros intentaban hacerles
volver grupas. Las plataformas superiores se derrumbaron con un crujido ensordecedor, y
una avalancha de vigas rotas y peñascos se desplomó sobre la galería con el retumbar
del trueno. Una nube de polvo que cegaba los ojos y hacía toser invadió el túnel, y toda la
galería de la mina pareció estremecerse durante unos momentos para acabar
sumiéndose de nuevo en un silencio absoluto.
Taran corrió tropezando y tambaleándose hacia el montón de cascotes mientras gritaba
los nombres de Doli y Fflewddur. Ningún guerrero o montura había quedado atrapado por
el derrumbamiento; el túnel se había mantenido intacto detrás de ellos y no habían sufrido
ningún daño. Pero el camino que debían seguir se encontraba totalmente obstruido.
Doli había trepado al montón de piedras y madera y estaba tirando del extremo de una
viga, pero pasados unos momentos apartó las manos de ella y se volvió hacia Taran. El
enano se había quedado sin aliento y le lanzó una mirada de desesperación.
—Es inútil —jadeó—. Si quieres seguir adelante tendremos que abrirnos paso cavando.
—¿Cuánto se tardaría? —preguntó Taran con voz apremiante—. ¿Cuánto tiempo
podemos permitirnos perder?
Doli meneó la cabeza.
—Es difícil decirlo... La tarea será larga incluso para el Pueblo Rubio. Días, muy
probablemente. ¿Quién sabe hasta dónde llegan los daños? —Dejó escapar un bufido de
ira—. ¡Puedes agradecérselo a ese gigante de pacotilla tuyo, ese hongo con dos piernas
que tiene menos sesos que un mosquito!
Taran sintió que se le formaba un nudo en la garganta.
—¿Qué hacemos entonces? —preguntó—. ¿Hemos de desandar lo andado?
La expresión que vio en el rostro manchado de tierra de Doli le hizo temer cuál iba a
ser la respuesta del enano.
Doli asintió con una breve inclinación de la cabeza.
—Hagamos lo que hagamos perderemos mucho tiempo, pero si quieres mi consejo yo
optaría por retroceder. Tendremos que llegar hasta los Eriales por el exterior. Toda la
mina ha quedado debilitada, y no me sorprendería en lo más mínimo que se produjeran
nuevos derrumbamientos. La próxima vez quizá no seamos tan afortunados.
—¡Afortunados! —gimió el bardo, que se había sentado en el suelo con la espalda
apoyada en una roca. Fflewddur ocultó la cara en las manos—. ¡Días desperdiciados! Los
Nacidos del Caldero llegarán a Annuvin antes de que tengamos otra ocasión de
detenerles. Ah, si pudiera ver a esa comadreja codiciosa enterrada bajo un montón de sus
gemas inútiles... ¡Entonces sí que me consideraría realmente afortunado!
Mientras tanto Glew se había atrevido a abandonar su escondite debajo de una de las
plataformas que no se habían derrumbado. Tenía la ropa desgarrada, y su rostro
regordete estaba cubierto de polvo.
—¿Días desperdiciados? —gimoteó—. ¿Nacidos del Caldero? ¿Túneles bloqueados?
Pero ¿es que ninguno de vosotros se ha parado a pensar en que acabo de perder una
fortuna? Todas mis joyas han desaparecido, y ni siquiera habéis caído en ello. Yo a eso lo
llamo egoísmo. ¡Sí, egoísmo! No hay otra palabra para ello.
14 - La luz del día
La princesa Eilonwy estaba doblemente enfadada. En primer lugar se había perdido; y
en segundo lugar estaba prisionera. Se había visto alejada de Taran y Fflewddur durante
el ataque, y seguramente habría acabado pereciendo si Gurgi no la hubiese sacado de la
contienda. Cuando la embestida de los Nacidos del Caldero se hubo alejado de ellos,
Eilonwy avanzó tambaleándose y tropezando por los cada vez más oscuros riscos con
Gurgi a su lado. Cuando anocheció no pudieron seguir buscando a Taran, y Gurgi
encontró una pequeña cueva en la que se agazaparon temblando hasta que llegaron las
primeras luces del alba. Durante el día siguiente los dos compañeros estaban intentando
dar con el rastro de Taran cuando los merodeadores saltaron de repente sobre ellos.
Eilonwy mordió, pateó y arañó en una infructuosa lucha para escapar a la presa del
hombre corpulento que la había agarrado. Otro hombre había derribado a Gurgi al suelo,
y apoyó su rodilla sobre la espalda de la impotente criatura después de haber
desenvainado su daga. Un instante después los dos compañeros estaban atados de pies
y manos y eran colocados sobre la espalda de sus agresores como si fueran sacos llenos
de provisiones. Eilonwy no tenía ni idea de la dirección en la que estaba siendo llevada,
pero no tardó en ver la hoguera de un campamento parpadeando a través de la creciente
oscuridad. A su alrededor había una banda de una docena o más de rufianes.
El hombre acuclillado más cerca del fuego alzó la mirada.
Tenía el rostro tosco y la expresión brutal. Llevaba días sin afeitarse, su larga cabellera
de un rubio amarillento estaba enmarañada y vestía sucias pieles de oveja y una capa de
tela bastante basta.
—Os envié de caza, no para que hicierais prisioneros —dijo secamente—. ¿Qué
habéis encontrado?
—Poca cosa —respondió el captor de Eilonwy dejando caer su furiosa carga al suelo
junto a Gurgi—. Me parece que no son más que un par de patanes, y no creo que tengan
mucho valor.
—Probablemente ninguno. —El hombre de rasgos toscos y brutales escupió en el
fuego—. Tendrías que haberles rajado el cuello y haberte ahorrado la molestia de cargar
con ellos. —Se puso en pie, fue hacia los compañeros, y agarró a Eilonwy por el cuello
con una manaza sucia de uñas rotas estrujándolo como si pretendiera estrangularla—.
¿Quién eres, muchacho? —preguntó con voz rechinante. Sus fríos ojos azules se
entrecerraron—. ¿A quién sirves? ¿Qué rescate nos aportarás? Cuando Dorath te hace
una pregunta tienes que responder enseguida, ¿entendido?
Oír aquel nombre hizo que Eilonwy contuviera el aliento. Taran le había hablado de
Dorath, y el gemido aterrorizado de Gurgi le hizo pensar que él también había reconocido
al forajido.
—¡Responde! —gritó Dorath.
Lanzó un juramento y le cruzó la cara de una bofetada. La muchacha se tambaleó y
acabó desplomándose sintiendo cómo los oídos le zumbaban a causa del golpe. La
esfera dorada cayó de su jubón. Eilonwy luchó con sus ataduras e intentó arrojarse
encima de su juguete. Una bota lo apartó de una patada impidiéndole llegar hasta él.
Dorath se inclinó, cogió la esfera y la hizo girar a la luz de la hoguera mientras la
contemplaba con curiosidad.
—¿Qué es? —preguntó uno de los rufianes acercándose para ver mejor el juguete.
—Es de oro —dijo otro—. Vamos, Dorath, córtala en trozos y repártelos.
—Apartad las manos, cerdos —gruñó Dorath, y guardó la esfera dentro de sus pieles
de oveja. Los otros miembros de la banda emitieron murmullos de protesta, pero Dorath
los silenció con una mirada. Después se inclinó sobre Eilonwy—. ¿Dónde has robado eso,
joven ladrón? ¿Quieres conservar la cabeza sobre los hombros? Bien, pues entonces
cuéntame en qué sitio podemos encontrar más tesoros como ése.
Eilonwy estaba furiosa, pero guardó silencio.
Dorath sonrió.
—No tardarás en hablar —dijo—, y cuando lo hagas desearás haberlo hecho antes.
Pero antes voy a averiguar si tu acompañante está más dispuesto a mover la lengua que
tú.
Gurgi había escondido la cabeza en su chaquetón de piel de oveja y había tensado los
hombros. Los dientes le castañeteaban haciendo mucho ruido.
—¿Quieres jugar a las tortugas conmigo? —exclamó Dorath y dejó escapar una
risotada enronquecida. Después hundió sus gruesos dedos en la cabellera de Gurgi y le
obligó a levantar la cabeza de un tirón—. ¡No me extraña que ocultes tu cara! ¡Es la más
fea que he visto en toda mi vida!
Dorath entrecerró los ojos y observó el rostro de Gurgi con más atención.
—Es fea, cierto, y no se olvida con facilidad... ¡Vaya, vaya! Tú y yo somos viejos
amigos. ¡Vuelves a disfrutar de mi hospitalidad! Cuando nos encontramos por última vez
eras camarada de un porquerizo. —Dorath volvió la mirada hacia Eilonwy—. Pero éste no
es el cuidador de cerdos...
Dorath agarró a Eilonwy por la cara y se la hizo girar sin miramientos a un lado y a otro.
—Este chico imberbe... —Lanzó un gruñido de sorpresa—. ¿Qué tenemos aquí? ¡Esto
no es un chico! ¡Es una muchacha!
Eilonwy no pudo seguir conteniéndose por más tiempo.
—¡Soy una muchacha, cierto! Me llamo Eilonwy, Hija de Angharad, Hija de Regat,
princesa de Llyr. No me gusta que me aten y no me gusta recibir golpes. No me gusta que
me manoseen, ¡y te agradecería que dejaras de hacerlo inmediatamente!
A pesar de sus ataduras Eilonwy lanzó una vigorosa patada en dirección al forajido.
Dorath rió y retrocedió un par de pasos.
—Recuerdo que el Señor Porquerizo habló de ti en una ocasión. —Le hizo una
reverencia burlona—. Bienvenida, Princesa Raposa. Eres un premio mucho más valioso
que cualquier rescate. Dorath tiene muchas cuentas pendientes con tu porquerizo... Ahora
nos proporcionarás el placer de cobrarnos unas cuantas.
—Te proporcionaré el placer de que nos sueltes ahora mismo —replicó Eilonwy—, y
quiero recuperar mi juguete.
El rostro de Dorath se había llenado de manchitas rojizas.
—Quedarás en libertad cuando haya pasado algún tiempo, mi hermosa princesa —dijo
apretando los dientes—. Cuando seas compañía adecuada para porquerizos quizá
puedas reunirte con tu cuidador de cerdos, y quizá incluso sea capaz de reconocer tus
encantos..., o lo que quede de ellos.
—¿Has pensado en lo que quedará de ti cuando Taran te encuentre? —replicó
Eilonwy.
Hasta aquel momento la princesa de Llyr había conseguido no perder la calma, pero no
le costaba nada imaginarse los pensamientos que se ocultaban detrás de las gélidas
pupilas del forajido, y por primera vez desde que había sido capturada sintió el aguijonazo
del miedo.
—El Señor Cuidador de Cerdos y yo ajustaremos cuentas cuando llegue el momento —
replicó Dorath y se inclinó sobre ella sonriendo—. Pero tu momento ya ha llegado.
Gurgi se debatió frenéticamente luchando con sus ataduras.
—¡No hagas daño a la sabia y bondadosa princesa! —gritó—. ¡Oh, Gurgi te hará pagar
cara tu maldad y tu crueldad!
Se lanzó sobre Dorath y trató de hundir los dientes en la pierna del forajido.
Dorath se volvió hacia Gurgi mascullando una maldición y desenvainó su espada.
Eilonwy gritó.
Pero una silueta surgió de repente de entre las rocas que se cernían sobre ellos antes
de que el forajido pudiera iniciar el mandoble hacia abajo que tenía intención de asestar.
Dorath dejó escapar un grito ahogado. El arma cayó de su mano, y Dorath retrocedió
tambaleándose hasta caer mientras la sombra peluda rugía y le desgarraba la garganta.
Los otros forajidos sentados alrededor de la hoguera se levantaron de un salto y lanzaron
gritos de terror. Sombras grises se agitaban por todas partes y se les aproximaban
rápidamente. Los merodeadores intentaron huir, pero se vieron rechazados en todas
direcciones, y la fuerza de aquellos cuerpos esbeltos y la amenaza de los colmillos que
chasqueaban no tardaron en hacerles caer al suelo.
Gurgi empezó a lanzar chillidos asustados.
—¡Socorro, oh, socorro! ¡Oh, unos espíritus malignos han venido para matarnos a
todos!
Eilonwy logró incorporarse. Podía sentir cómo algo afilado mordisqueaba y roía sus
ligaduras detrás de ella. Un instante después sus manos quedaron libres. Se tambaleó
hacia adelante mientras la sombra gris desgarraba las tiras de cuero que le inmovilizaban
los pies. El cuerpo inmóvil de Dorath yacía delante de ella. Eilonwy se apresuró a
arrodillarse y extrajo su juguete de entre las pieles de oveja del forajido. Cuando reposó
en la palma de su mano la esfera lanzó en todas direcciones sus rayos dorados y reveló
un lobo enorme agazapado ante ella. La hoguera del campamento le permitió ver más
lobos que se retiraban tan velozmente como habían aparecido. Detrás de ellos todo
estaba en silencio. Eilonwy se estremeció y desvió la mirada. Los lobos habían hecho su
trabajo a la perfección.
Gurgi había sido liberado por una loba gris que tenía una mancha blanca en el pecho, y
aunque le complacía haber quedado libre de los guerreros la aún bastante asustada
criatura arrugó la frente y lanzó una mirada de desconfianza a su rescatadora. Los ojos
amarillos de la loba parpadearon, y Briavael le sonrió; pero aun así Gurgi decidió
mantenerse a una distancia prudencial de ella.
Por su parte Eilonwy se sorprendió al descubrir que no tenía miedo y que no sentía ni
la más mínima intranquilidad. El lobo Brynach se sentó sobre sus cuartos traseros sin
apartar la mirada de ella ni un instante. Eilonwy puso una mano sobre el peludo y
musculoso cuello del animal.
—Espero que sepas que estoy intentando darte las gracias —dijo—, aunque no estoy
segura de si me entiendes o no. Los únicos lobos a los que he conocido vivían muy lejos
de aquí, en el valle de Medwyn.
Al oír aquel nombre Byrnach dejó escapar un suave gañido y meneó la cola.
—Vaya, veo que eso sí lo has entendido —dijo Eilonwy—. Medwyn... —Vaciló unos
momentos antes de seguir hablando—. Había dos lobos y... —Dio una palmada—. ¡Claro,
eso tiene que ser! No es que pretenda afirmar que puedo distinguir a un lobo de otro, por
lo menos no al primer vistazo; pero hay algo en ti que me recuerda a... En cualquier caso,
si eres ese lobo nos alegra mucho volver a verte. Estamos en deuda contigo, y ahora
seguiremos nuestro camino; aunque no estoy demasiado segura de qué camino debemos
seguir, si es que entiendes a qué me refiero.
Brynach sonrió y no dio señales de que quisiera marcharse. El lobo siguió sentado
sobre sus cuartos traseros, abrió las fauces y emitió un ladrido estridente.
Eilonwy suspiró y meneó la cabeza.
—Nos hemos perdido y estamos intentando dar con nuestros compañeros, pero no
tengo ni idea de cómo se dice «Ayudante de Porquerizo» en la lengua de los lobos.
Mientras tanto Gurgi había cogido su bolsa de la comida y se la había colgado del
hombro. Cuando comprendió que los lobos no tenían intención de hacerle ningún daño se
acercó un poco más a Brynach y Briavael y les observó con gran interés, mientras la
pareja de lobos le observaba con una curiosidad tan intensa como la suya.
Eilonwy se volvió hacia Gurgi.
—Estoy segura de que están dispuestos a ayudarnos. ¡Oh, si pudiera entenderles! ¿De
qué sirve ser medio encantadora si ni siquiera puedes comprender lo que un lobo está
intentando decirte? —Eilonwy puso cara pensativa—. Pero... ¡Pero creo que lo he
entendido! ¡Tengo que haberlo entendido! Vaya, uno de ellos acaba de decir «¡Habla!».
He podido oír..., no, no es que lo haya oído; ¡he podido sentirlo!
La mirada que dirigió a Gurgi estaba llena de asombro.
—No son palabras —siguió diciendo—. Es como escuchar sin tus oídos, o como si
oyeras con tu corazón. Lo he entendido, pero no tengo ni idea de cómo lo he hecho. Y sin
embargo es justo lo que me dijo Taliesin... —añadió con expresión pensativa.
—¡Oh, gran sabiduría! —exclamó Gurgi—. ¡Oh, astuto escuchar y la oreja aguzar!
¡Gurgi también escucha, pero por dentro sólo oye gruñidos y mugidos cuando su pobre
tripa está vacía! ¡Oh, qué pena y qué dolor! Gurgi nunca podrá oír las cosas profundas y
secretas que oye la princesa...
Eilonwy se había arrodillado al lado de Brynach, y le habló en tono rápido y apremiante
de Taran, de los compañeros y de lo que les había ocurrido. Brynach irguió las orejas y
dejó escapar un seco ladrido. El enorme lobo se levantó, se sacudió para quitarse la nieve
de encima y agarró delicadamente la manga de Eilonwy con los dientes y empezó a tirar
de ella.
—Dice que tenemos que seguirles —le explicó Eilonwy a Gurgi—. Ven, ahora estamos
en buenas manos..., ¿o quizá debería decir en buenas patas?
Los lobos avanzaron deprisa y sin hacer ningún ruido siguiendo senderos ocultos y
pasajes cuya existencia la muchacha jamás habría podido llegar a adivinar. Los dos
compañeros hicieron todo lo posible para moverse tan deprisa como Brynach, pero pese a
todos sus esfuerzos se veían obligados a reposar a menudo. Cuando eso ocurría a los
lobos no parecía importarles tener que esperar pacientemente hasta que los compañeros
estaban listos para reemprender la marcha. Brynach se agazapaba al lado cíe Eilonwy
con la cabeza gris entre las patas, pero casi nunca se adormilaba. Sus orejas siempre
estaban alertas y se movían captando cada sonido por débil que éste fuera. Briavael
también actuaba como centinela y guía, y subía con ágiles saltos a los picachos rocosos
para olisquear el aire. Después movía la cabeza indicando a los compañeros que la
siguiesen.
Eilonwy apenas vio al resto de la manada, pero de vez en cuando despertaba de un
breve sueño para descubrir a los lobos sentados a su alrededor formando un círculo
protector. Después de que despertara los esbeltos animales grises no tardaban en
esfumarse entre las sombras, y sólo Brynach y Briavael se quedaban con ellos. La
muchacha no tardó en comprender que los lobos no eran las únicas criaturas que se
movían por las colinas de Bran-Galedd. En una ocasión vio a un numeroso grupo de osos
que avanzaban en fila a lo largo de un risco. Los osos se detuvieron un momento, les
contemplaron con curiosidad y reanudaron la marcha. De vez en cuando el frío y limpio
aire de aquella región le traía los ladridos lejanos de los zorros y otros sonidos que quizá
fueran ecos o respuestas a una señal desconocida.
—Están explorando todas las colinas —le murmuró a Gurgi señalando un picacho
desnudo en el que acababa de aparecer un gran ciervo—. Me pregunto cuántas bandas
de forajidos andarán rondando por los alrededores... Supongo que si los osos y los lobos
se están tomando su trabajo tan en serio como parece ya deben de quedar muy pocas.
El lobo Brynach la miró como si hubiera oído las palabras de Eilonwy. Sacó la lengua y
sus ojos amarillos parpadearon. Sus labios se curvaron ligeramente alrededor de las
hileras de dientes brillantes y afilados formando lo que no cabía duda era una sonrisa.
Siguieron adelante. Al anochecer Eilonwy hizo que su juguete se iluminara y lo sostuvo
en alto. Vio que toda la manada de lobos se había vuelto a reunir con ellos, y que
avanzaba en largas filas a cada lado de ella justo allí donde terminaba el círculo de luz
dorada. Los osos también les estaban siguiendo, y había otras criaturas del bosque cuya
presencia percibió más que vio.
En las colinas de Bran-Galedd había muchos sitios donde acechaban el peligro y la
muerte, pero la princesa de Llyr no llegó a enterarse de su existencia pues ella y Gurgi los
dejaron atrás sin sufrir ningún daño, seguros entre el grupo de guardianes silenciosos que
cuidaban de ellos en todo momento.
A finales de la mañana del día siguiente Briavael, que había pasado casi todo el tiempo
explorando los caminos que se extendían por encima de ellos, empezó a dar señales de
excitación. La loba ladró y subió cíe un salto a unas rocas muy altas, y cuando se hubo
encaramado a la última se volvió hacia el oeste y empezó a menear la cola
enérgicamente de un lado a otro mientras apremiaba a los compañeros a que avanzaran
más deprisa.
—¡Creo que han encontrado a Taran! —exclamó Eilonwy—. No consigo entender del
todo lo que están diciendo, pero parece como si hubieran logrado dar con él... ¡Hombres y
caballos! Una gata de montaña..., ¡debe de ser Llyan! Pero ¿qué están haciendo
avanzando en esta dirección? ¿Es que vuelven a los Eriales Rojos?
Tanto Eilonwy como Gurgi ardían en deseos de volver a reunirse con los compañeros,
y su impaciencia hizo que se negaran a detenerse para descansar o comer. Brynach tuvo
que hundir los dientes en la capa de Eilonwy en bastantes ocasiones para impedir que la
muchacha corriera riesgos innecesarios durante el viaje por las cada vez más abruptas
montañas. Los viajeros no tardaron en llegar al borde de una profunda hondonada, y un
grito de alegría escapó de los labios de Eilonwy.
—¡Les veo! ¡Les veo!
Se apresuró a señalar hacia el gran valle que se extendía bajo ellos. Gurgi ya había
corrido a su lado y empezó a dar saltos de excitación.
—¡Oh, es el bondadoso amo! —gritó—. ¡Oh, sí, y el valiente bardo! ¡No son mayores
que hormigas, pero Gurgi tiene unos ojos muy agudos y puede verles!
Las minúsculas siluetas se encontraban tan lejos que Eilonwy sólo consiguió
distinguirlas después de haber forzado la vista al máximo. Sabía que el largo descenso
hasta el valle exigiría el resto del día, y tenía muchas ganas de reunirse con sus
compañeros antes de que cayera la noche. Se disponía a iniciar la bajada por el risco
cuando se detuvo de repente.
—¿Qué pueden estar haciendo? —exclamó—. Avanzan en línea recta hacia esa pared
de roca. ¿Es una caverna? Mira, ahí está el último jinete... Ahora ya no puedo ver a nadie.
¡Si es una caverna debe de ser la más gránele que existe en todo Prydain! No entiendo
nada... ¿Habrá algún pasadizo de alguna clase, o quizá un túnel? ¡Oh, qué fastidio!
¡Tendría que haberme imaginado que un Ayudante de Porquerizo conseguiría dar con
alguna manera de esfumarse justo cuando acabas de encontrarle!
Eilonwy empezó a bajar apresuradamente por la abrupta pendiente. Descendió lo más
deprisa posible, pero aun así el trayecto le pareció interminable. Aun contando con la
ayuda de Brynach y Briavael los dos compañeros sólo habían conseguido recorrer un
poco más de la mitad de la distancia cuando el sol inició su caída hacia el oeste y las
sombras empezaron a alargarse. Brynach se quedó inmóvil de repente, y dejó escapar un
gruñido gutural que surgió de lo más profundo de su garganta. Después se le erizó el pelo
y enseñó los dientes. Los ojos del lobo estaban clavados en el valle, y su hocico se
estremecía nerviosamente. Un instante después Eilonwy vio lo que había hecho
detenerse a Brynach. Una larga columna de guerreros acababa de aparecer y avanzaba
rápidamente en dirección oeste.
Briavael soltó un gañido estridente. Eilonwy captó el miedo y el odio que lo
impregnaban, y comprendió la razón.
—¡Cazadores! —exclamó la muchacha—. Parece que hay centenares, y están
volviendo a Annuvin. Oh, espero que no vean las huellas de Taran, aunque allí donde se
encuentre probablemente estará a salvo.
Apenas había pronunciado aquellas palabras cuando un movimiento en el lejano valle
rocoso hizo que se llevara una mano a la boca. Eilonwy vio cómo las diminutas siluetas de
Taran y su tropa iban emergiendo una a una de entre las cada vez más oscuras sombras.
—¡No! —jadeó Eilonwy—. ¡Vuelven a salir!
El lugar en el que se encontraba permitía que la muchacha escudriñara todo el valle, y
cíe repente tuvo la horrible certeza de que los guerreros de los Commots y los Cazadores,
que aún no se habían visto los unos a los otros, estaban reduciendo rápidamente la
distancia que les separaba.
—¡Quedarán atrapados! —gritó Eilonwy—. ¡Taran! ¡Taran!
Los ecos murieron en la inmensa extensión nevada. Taran no podía verla ni oírla. La
oscuridad acababa de caer sobre el valle y cegó a la muchacha ocultándole el inevitable e
inminente enfrentamiento entre las dos partidas de guerra. Era una pesadilla en la que
toda acción resultaba inútil y en la que sólo podía esperar la carnicería que no tardaría en
producirse. Eilonwy tenía la sensación de que le habían atado las manos y le habían
robado la voz.
Sacó su juguete de entre los pliegues de su capa sin dejar de gritar ni un momento el
nombre de Taran, y alzó la esfera todo lo que pudo. La luz se fue haciendo más y más
brillante. Los lobos empezaron a retroceder asustados, y Gurgi se tapó la cara con las
manos. Los haces luminosos se extendieron y se alzaron hacia las nubes, como si el
mismísimo sol estuviera saliendo de la ladera montañosa. Los riscos sumidos en las
tinieblas y las ramas negras de los árboles quedaron bañadas en una potente y límpida
claridad. Todo el valle estaba tan iluminado como si fuese mediodía.
15 - El río de hielo
La repentina aparición de aquella claridad dorada hizo que los Cazadores lanzaran
gritos de alarma. Un estremecimiento de miedo onduló a lo largo de la columna en
movimiento, y ésta se detuvo y retrocedió buscando la protección que ofrecía una
profunda cañada. Taran comprendió enseguida lo cerca que había estado de llevar a los
jinetes de los Commots hasta una trampa fatal, pero un grito de alegría brotó de sus
labios.
—¡Eilonwy!
Habría espoleado a Melynlas para que cruzara el valle llevándole hasta la ladera de la
montaña si Fflewddur no hubiera extendido una mano para detenerle.
—Espera, espera —exclamó el bardo—. No cabe duda de que nos ha encontrado.
¡Gran Belin, la luz que desprende el juguete de esa chica resulta inconfundible! Nos ha
salvado la vida con ella. Estoy seguro de que Gurgi también está a su lado; pero si vas
galopando hacia allí ninguno de vosotros regresará. Hemos visto a los Cazadores, y no
creo que ellos hayan podido evitar el vernos a nosotros.
Doli acababa de trepar a lo alto de un peñasco y estaba observando la retirada de los
Cazadores. La señal de Eilonwy se esfumó tan deprisa como había aparecido, y un
instante después la oscuridad invernal volvió a caer sobre el valle.
—¡Menuda situación! —gruñó el enano—. ¡De todos los momentos en que podían
sorprendernos en el exterior ha tenido que ocurrir justo ahora! La mina no nos sirve de
nada, y no hay ningún otro pasaje a menos de una semana de marcha de aquí; y aunque
lo hubiera no podríamos llegar hasta él con todo un ejército de Cazadores
obstruyéndonos el paso.
Fflewddur había desenvainado su espada.
—¡Yo digo que ataquemos! Esos villanos asquerosos se han llevado un buen susto...
Ahora no tendrán estómago para combatir. Caeremos sobre ellos sin aviso. ¡Gran Belin,
seguro que eso es algo que no se esperan!
Dolí le miró y soltó un bufido.
—¡Veo que te has dejado los sesos dentro de la galería de la mina! ¿Caer sobre los
Cazadores? ¿Matar a uno y conseguir que los demás se vuelvan mucho más fuertes?
Incluso el Pueblo Rubio se lo piensa dos veces antes de atacar a esos rufianes... No,
amigo mío, no es una buena idea.
—Cuando era un gigante me habría resultado facilísimo hacerles huir a todos, pero las
cosas han cambiado mucho aunque no por culpa mía, y francamente no me parece que
hayan cambiado para mejorar. Por ejemplo, en Mona un día decidí que ya había llegado
la hora de hacer algo con esos murciélagos tan descarados. Es una historia muy
interesante...
—Silencio, criatureja miserable —le ordenó el bardo—. Ya has dicho y hecho más que
suficiente.
—Ah, claro, ahora échame todas las culpas —dijo Glew sorbiendo aire por la nariz—.
Yo tengo la culpa de que le robaran la espada a Gwydion, el que los Nacidos del Caldero
escaparan fue culpa mía y yo soy el culpable de todo el resto de cosas desagradables
que han ocurrido.
El bardo no se dignó responder al estallido de quejas y gimoteos del antiguo gigante.
Taran fue a ordenar a los guerreros de los Commots que se refugiaran en la relativa
seguridad de la boca del túnel y volvió a reunirse con los compañeros.
—Me temo que Doli tiene razón —dijo—. Si atacamos a los Cazadores sólo
conseguiremos asegurar nuestra destrucción. No contamos con muchas energías, y no
podemos correr el riesgo de desperdiciarlas. Hemos sufrido un grave retraso, y quizá ya
sea demasiado tarde para ayudar a Gwydion. No, tenemos que encontrar una forma de
seguir adelante a pesar de los Cazadores.
Doli meneó la cabeza.
—Sigue pareciéndome imposible —dijo—. Saben que estamos aquí, y si intentamos
movernos se enterarán. Les basta con seguir nuestras huellas. De hecho, me
sorprendería mucho que no nos atacaran antes del amanecer. Echad un vistazo a
vuestras pieles, amigos míos. Quizá sea la última oportunidad de verlas intactas que os
quede.
—Doli, eres el único que puede ayudarnos —dijo Taran con voz apremiante—.
¿Estarías dispuesto a ir a espiar al campamento de los Cazadores? Averigua cuanto
puedas acerca de sus planes. Ya sé lo poco que te gusta volverte invisible, pero...
—¡Invisible! —gritó el enano, y se dio una palmada en la frente—. Oh, sabía que más
tarde o más temprano habría que recurrir a eso. ¡Siempre pasa igual! ¡El bueno de Doli,
claro! ¡Venga, vuélvete invisible! No estoy seguro de si aún soy capaz de volverme
invisible, ¿sabes? He intentado olvidar cómo se hacía. Me destroza los oídos. Antes
preferiría que me rellenaran de avispas y abejas... No, no, ni soñarlo. Pídeme que haga
cualquier otra cosa, pero eso no.
—Ah, mi buen Doli, estaba seguro de que lo harías —dijo Taran.
Después de una nueva exhibición de reluctancia que no convenció a nadie, salvo quizá
al mismo Doli, el enano de cabellos carmesíes consintió en hacer lo que Taran le pedía.
Doli cerró los ojos, tragó una honda bocanada de aire como si se preparara para
zambullirse en agua helada y se esfumó. De no haber sido por los débiles murmullos
irritados que seguían oyéndose Taran habría creído que Doli no estaba allí. Sólo el leve
crujir de los guijarros desplazados por los pies invisibles de Doli indicó a Taran que el
enano había salido del túnel y avanzaba hacia las líneas enemigas.
La tropa del Pueblo Rubio siguió las órdenes de Doli y se apostó formando un amplio
semicírculo de vigilancia más allá de la boca del túnel, donde sus agudos ojos y oídos
podrían captar cualquier movimiento o sonido amenazador. Taran se asombró al ver lo
inmóviles que permanecían aquellos guerreros. El silencio en el que se habían sumido
hacía que resultaran casi tan invisibles como Doli. Sus prendas blancas hacían que
pareciesen piedras cubiertas de hielo o promontorios escarchados que se alzaban bajo la
luna, la cual había empezado a asomar por detrás de las nubes. Los jinetes dormitaban
entre sus monturas intentando aprovechar al máximo el calor que desprendían. Glew se
hizo un ovillo cerca de ellos. Fflewddur estaba en el comienzo del túnel, sentado con la
espalda apoyada en el muro de roca. El bardo tenía una mano sobre su arpa y la otra
reposando sobre la enorme cabeza de Llyan, que se había estirado a su lado y
ronroneaba suavemente.
Taran se envolvió en su capa y volvió a contemplar con expresión asombrada la ladera
montañosa donde había aparecido la señal de la luz de Eilonwy.
—Está viva —murmuró—. Está viva... —repitió una y otra vez, y el corazón le daba un
vuelco cada vez que pronunciaba aquellas palabras.
Sin saber muy bien por qué Taran estaba seguro de que Gurgi se encontraba con ella.
Todos sus sentidos le decían que los dos compañeros habían sobrevivido. Una ráfaga de
viento helado le trajo el ladrido de un lobo. Había otros sonidos, como un griterío distante,
pero no tardaron en desvanecerse y la esperanza recién encontrada que llenaba su
corazón hizo que Taran apenas pensara en ellos.
Ya había transcurrido la mitad de la noche cuando Doli volvió a aparecer. El enano
estaba demasiado excitado para quejarse de que le zumbaban las orejas, y se apresuró a
hacer señas a Fflewddur y Taran indicándoles que le siguieran. Taran ordenó a los jinetes
que se mantuvieran alerta y se reunió con sus compañeros. Los guerreros del Pueblo
Rubio ya estaban trotando detrás de Doli, moviéndose tan en silencio como si fueran
sombras blancas.
Al principio Taran pensó que el enano pretendía llevarles directamente al campamento
de los Cazadores; pero Doli se desvió cuando aún estaban a cierta distancia de él y
empezó a trepar por una pendiente que se alzaba hasta una considerable altura sobre la
cañada.
—Los Cazadores siguen ahí —murmuró Doli mientras trepaban—, y no porque ellos lo
deseen. Tenemos algunos amigos acerca de los que no sabíamos nada..., osos y lobos,
docenas de ellos. Están esparcidos a lo largo de toda la cañada. Un grupo de Cazadores
intentó salir de allí escalando la pendiente. Es una suerte que no me vieran, pues de lo
contrario ahora no estaría aquí..., pero a ellos sí que les vieron. Los osos fueron los
primeros en llegar hasta donde estaban y se ocuparon enseguida de esos villanos. No es
algo muy agradable de ver, pero hicieron su trabajo en unos momentos.
—¿Han matado a un grupo de Cazadores? —Taran frunció el ceño—. Ahora los otros
son más fuertes que antes.
—Sí, supongo que sí —replicó Doli—, pero de todas maneras los osos y los lobos
tienen más recursos que nosotros para ocuparse de ellos. Dudo mucho que los
Cazadores vayan a atacar esta noche... Temen a los animales. Se quedarán en la cañada
hasta que amanezca, y ahí es donde queremos que estén. Creo que hemos dado con la
solución a nuestro problema.
Ya habían llegado al final de la pendiente, y se encontraron junto a un lago recubierto
de hielo. Una cascada helada relucía bajo la luna precipitándose por el risco; carámbanos
gigantescos que parecían dedos de un puño enorme arañaban la escarpada pendiente
como si mantuvieran atrapado al lago en una presa de hielo. Un río de plata bajaba
serpenteando hacia la cañada en la que se habían refugiado los Cazadores. Taran pudo
ver las hogueras de su campamento brillando como ojos malévolos en la oscuridad. No
podía estar seguro, pero le pareció que siluetas oscuras se agitaban entre las rocas y los
achaparrados matorrales de aquellas alturas; y pensó que quizá fueran los osos y los
lobos de los que había hablado el enano.
—¡Ahí! —dijo Dolí—, ¿Qué opinas de eso?
—¿Que qué opino? —exclamó el bardo—. Mi viejo amigo, creo que eres tú el que se
ha dejado los sesos en la mina... Nos has guiado en una escalada bastante difícil, pero no
creo que sea el momento más adecuado para admirar las bellezas de la naturaleza.
El enano se puso las manos en las caderas y se encaró con Fflewddur lanzándole una
mirada de exasperación.
—A veces pienso que Eiddileg tiene razón acerca de vosotros los humanos... ¿Es que
eres incapaz de ver más allá de tu nariz? ¿No te das cuenta? Estamos casi encima de
esos rufianes. ¡Liberemos el lago! ¡Liberemos la cascada! ¡Dejemos que toda esa agua
caiga justo sobre el campamento!
Taran contuvo el aliento y la esperanza invadió su corazón durante un momento, pero
acabó meneando la cabeza.
—La tarea es demasiado colosal, Doli. El hielo nos derrotará.
—¡Pues entonces derritámoslo! —gritó el enano—. Cortemos ramas, arbustos..., todo
aquello que pueda arder. ¡Donde el hielo sea demasiado grueso rompámoslo con las
hachas y las espadas! ¿Cuántas veces he de repetíroslo? ¡Estáis tratando con el Pueblo
Rubio!
—¿Realmente crees que puede hacerse? —murmuró Taran.
—¿Acaso lo habría dicho si no lo creyera? —replicó secamente el enano.
Fflewddur dejó escapar un prolongado silbido de admiración.
—Piensas a gran escala, viejo amigo; pero confieso que tu plan tiene su atractivo.
¡Gran Belin, si pudiéramos acabar con todos ellos de un solo golpe y librarnos de los
Cazadores de una vez por todas...!
Dolí ya no estaba escuchando al bardo, y había empezado a transmitir apresuradas
órdenes a los guerreros del Pueblo Rubio, Los enanos descolgaron sus hachas del
hombro y entraron en acción cortando los troncos y las ramas, arrancando los arbustos y
corriendo al lago con sus cargas.
Taran hizo a un lado sus dudas, desenvainó su espada y empezó a cortar ramas.
Fflewddur se afanaba a su lado. A pesar del frío, el sudor no tardó en brotar a chorros de
sus frentes; y su jadeante respiración pronto flotó como una neblina delante de sus caras.
Las hachas del Pueblo Rubio resonaban al chocar con el hielo cíe la cascada congelada.
Dolí se movía velozmente por entre los guerreros aumentando el tamaño del montón de
arbustos y ramas o desplazando rocas y peñascos para formar un nuevo canal más recto
por el que el agua pudiese correr más deprisa. La noche estaba llegando a su fin. El
agotamiento hacía tambalear a Taran, sus manos entumecidas por el frío estaban llenas
de heridas ensangrentadas y Fflewddur apenas si era capaz de seguir manteniéndose en
pie; pero el Pueblo Rubio continuaba trabajando sin cesar y tan enérgicamente como al
principio. Antes de que amaneciese, el lago y el curso de la corriente estaban tan repletos
de arbustos y ramas que parecía como si un bosque hubiera crecido en ellos. Sólo
entonces se dio por satisfecho Doli.
—Ahora vamos a prender fuego a todo esto —le dijo a Taran—, La yesca del Pueblo
Rubio es capaz de producir un calor muy superior al de cualquier fuego conocido por los
humanos. Empezará a arder enseguida.
Doli lanzó un silbido estridente que se deslizó por entre sus dientes apretados. Las
antorchas del Pueblo Rubio se encendieron a lo largo de todo el lago. Los guerreros las
arrojaron a la pira, y las antorchas cayeron trazando un arco luminoso como si fueran
estrellas fugaces. Taran vio cómo las primeras ramas se incendiaban, y el fuego se
propagó enseguida a las demás. Un ruidoso chisporroteo invadió sus oídos, y por encima
de él oyó el grito de Doli advirtiendo a los compañeros de que se alejaran cl«e las llamas.
Una ola de calor tan intenso como el aliento de un horno alcanzó a Taran mientras
intentaba encontrar asidero, entre las piedras. El hielo se estaba derritiendo. Taran oyó
el.«sisear de las llamas que se apagaban, pero el fuego ya era demasiado alto para
extinguirse del todo y se avivaba más a cada momento que pasaba. Los crujidos y
gemidos de los peñascos que temblaban bajo la creciente presión del caudal que no
paraba de aumentar crearon ecos en el cauce. Un instante después todo un lado del risco
cedió tan repentinamente como una puerta arrancada cíe sus goznes o un muro que se
desmorona, y un chorro de agua que lo arrastraba todo ante él salió disparado por el
cauce. Enormes bloques de hielo cayeron por la pendiente con un ruido atronador,
rodando sobre sí mismos y dando tumbos como si no fuesen más que guijarros. La
velocidad con que se produjo la avalancha arrastró las ramas envueltas en llamas. Nubes
de chispas se hincharon y giraron sobre la masa cíe agua que avanzaba a gran velocidad,
y las llamas se deslizaron a lo largo de todo el cauce.
Los Cazadores que habían acampado en la cañada gritaron e intentaron huir. Ya era
demasiado tarde. Las aguas embravecidas y los peñascos arrojaron hacia atrás a los
guerreros que intentaban escalar la pendiente. Los Cazadores cayeron bajo la cascada
gritando y lanzando maldiciones, o salieron despedidos por los aires igual que briznas de
paja para acabar aplastados contra las rocas. Unos cuantos consiguieron llegar a terreno
más elevado, pero apenas lo hicieron Taran vio siluetas oscuras que se lanzaban sobre
ellos, y a los animales que esperaban les llegó el momento de vengarse de quienes les
habían perseguido y matado implacablemente.
El silencio cayó sobre la cañada. Taran miró hacia abajo, y vio cómo las primeras luces
del amanecer empezaban a hacer brillar la masa de agua oscura que había inundado la
cañada. Algunas ramas aún ardían, otras humeaban y chisporroteaban, y una neblina
grisácea hecha de humo flotaba en el aire. Un ruido de piedras a su espalda hizo que
Taran girara sobre sí mismo y desenvainara su espacia.
—¡Hola! —dijo Eilonwy—. ¡Por fin hemos vuelto!
—Tienes una forma muy rara de dar la bienvenida a la gente —siguió diciendo Eilonwy
mientras Taran la contemplaba en silencio con el corazón tan lleno de emociones que no
podía hablar—. Por lo menos podrías decir algo, ¿no te parece?
Taran fue hacia Eilonwy mientras Gurgi intentaba saludar a todo el mundo a la vez,
lanzando chillidos de alegría, la rodeó con sus brazos y estrechó a la princesa contra su
pecho.
—Había perdido toda esperanza...
—Qué tontería —murmuró Eilonwy—, Yo nunca perdí la esperanza, aunque admito
que ese rufián llamado Dorath me hizo pasar algunos momentos bastante malos, y puedo
contarte historias que nunca creerías sobre los lobos y los osos. Las guardaré para más
tarde, cuando puedas contarme todo lo que te ha estado ocurriendo. En cuanto a los
Cazadores —siguió diciendo mientras los compañeros reunidos volvían al túnel—, lo he
visto todo. Al principio no tenía ni idea de qué tramabais, pero luego lo comprendí. Fue
maravilloso. Tendría que haberme imaginado que Doli andaba metido en esto... ¡El bueno
de Doli! Parecía un río de hielo en llamas... —La princesa se calló de repente y abrió
mucho los ojos—. ¿Comprendes lo que habéis hecho? —murmuró—. ¿Es que no lo ves?
—¿Que si sabemos lo que hemos hecho? —dijo Fflewddur, y se echó a reír—, ¡Pues
claro que sí! Nos hemos librado de los Cazadores, y ha sido un trabajo excelentemente
ejecutado. Ni un Fflam podría haberlo hecho mejor... En cuanto a lo que veo, me
complace más lo que no puedo ver y te aclaro que me refiero a no ver ni rastro de esos
villanos.
—¡La profecía de Hen Wen! —exclamó Eilonwy—. ¡Una parte de la profecía se ha
realizado! ¿Es que todos lo habéis olvidado? La noche se convierte en mediodía y los ríos
arden con fuego helado antes de que Dyrnwyn sea recuperada. Bueno, habéis incendiado
un río, o eso me pareció a mí... El fuego helado bien podía ser todo ese hielo y las ramas
envueltas en llamas, ¿no?
Taran miró fijamente a la princesa. Las palabras de la profecía crearon ecos en su
memoria, y sintió que le temblaban las manos.
—¿Has visto lo que nosotros mismos no vimos? Sí, pero... ¿Acaso no has hecho tanto
como nosotros sin darte cuenta de ello? ¡Piensa! La noche se conviene en mediodía. ¡Tu
juguete convirtió la oscuridad en luz!
Le tocó el turno a Eilonwy de sorprenderse.
—¡Es cierto! —exclamó.
—Sí, sí! —gritó Gurgi—. ¡La sabia cerdita dijo la verdad! ¡La poderosa espada volverá
a ser encontrada!
Fflewddur carraspeó para aclararse la garganta.
—Un Fflam siempre está dispuesto a dar ánimos —dijo—, pero en este caso creo que
debería recordaros que la profecía también decía que la llama de Dyrnwyn quedaría
extinguida y que su poder se desvanecería, lo cual nos deja en tan mala situación como
antes aun suponiendo que consiguiéramos dar con ella. Ah, y también recuerdo algo
sobre pedir a las piedras mudas que hablaran... Hasta el momento no he oído ni una sola
palabra procedente de ninguna de las piedras que hay por aquí, a pesar de que el lugar
está excelentemente aprovisionado en lo referente a peñascos y rocas. El único mensaje
que me han transmitido es que son demasiado duras para que se pueda dormir
cómodamente encima de ellas. Además si queréis mi opinión os diré que para empezar
no confío en las profecías. Mi experiencia me ha enseñado que son tan malas como los
encantamientos, y que sólo acabas sacando una cosa de ellas: problemas.
—Yo tampoco comprendo el significado de la profecía —dijo Taran—. ¿Son señales de
esperanza, o nos engañamos a nosotros mismos deseando que lo sean? Sólo Dallben o
Gwydion poseen la sabiduría necesaria para interpretarlas, y sin embargo no puedo evitar
el tener la sensación de que por fin hay alguna esperanza. Pero tienes razón cuando
dices que nuestra tarea sigue siendo igual de difícil.
Doli torció el gesto.
—¿Igual de difícil? Ahora es imposible. ¿Sigues teniendo intención de ir a los Eriales
Rojos? Te advierto que los Nacidos del Caldero están tan lejos que ya no se les puede
alcanzar. —El enano lanzó un bufido—. No me hables de profecías, habíame de tiempo...
Hemos perdido demasiado.
—También he estado meditando en ello —replicó Taran—. Es algo que ha estado
presente en mi mente desde que se derrumbó el túnel. Creo que nuestra única posibilidad
es cruzar las montañas y tratar de retrasar a los Nacidos del Caldero cuando se desvíen
hacia el noroeste para llegar a Annuvin.
—Es una esperanza tan pequeña que apenas existe —dijo Dolí—. El Pueblo Rubio no
puede ir tan lejos. Es tierra prohibida. Si se encontrara tan cerca del reino de Arawn
cualquier guerrero del Pueblo Rubio moriría... El puesto de vigilancia de Gwystyl era el
más cercano a la Tierra de la Muerte, y ya has visto los efectos que eso ha producido
sobre su digestión y su estado de ánimo general. Lo más que podemos hacer es
ayudaros a emprender la marcha e indicaros el camino más rápido. Uno de nosotros
podría acompañaros —añadió—. Ya podéis imaginaros quién va a ser, claro... ¡El bueno
de Dolí! He pasado tanto tiempo encima del suelo rodeado de humanos que estar en
Annuvin no puede dañarme.
»Sí, iré con vosotros —siguió diciendo Doli mientras fruncía aparatosamente el ceño—.
No veo otra solución. ¡El bueno de Doli! A veces desearía no haber nacido con un
temperamento tan agradable. ¡Hum!
16 - El encantador
El anciano estaba encorvado sobre la mesa repleta de libros con la cabeza apoyada en
el brazo como si fuera un niño cansado. Se había puesto una capa sobre los huesudos
hombros; el fuego seguía bailoteando en la chimenea, pero la mordedura del frío de aquel
invierno era más profunda que la de cualquier otro que pudiese recordar. Hen Wen se
removió nerviosamente a sus pies y dejó escapar un gimoteo quejumbroso. Dallben, que
no estaba ni totalmente dormido ni del todo despierto, bajó una frágil mano y le rascó
delicadamente la oreja.
Pero el gesto no sirvió para calmar a la cerda. Su hocico rosado se estremecía, y no
paraba de resoplar y lanzar quejidos lastimeros mientras intentaba esconder la cabeza en
los pliegues de la túnica de Dallben. El encantador acabó prestándole atención.
—¿Qué ocurre, Hen? ¿Acaso ha llegado nuestra hora? —Dio una palmadita
tranquilizadora a la cerda y se levantó envaradamente del escabel de madera—. Oh,
vamos, sólo es un momento por el que pasar..., sea cual sea el desenlace no es más que
eso.
Dallben fue sin apresurarse a coger un largo báculo de madera de fresno, se apoyó en
él y salió cojeando de la habitación. Hen Wen trotaba detrás de él. Cuando llegó a la
puerta de la casita el encantador se envolvió en los pliegues de su capa y salió a la
noche. La luna estaba llena y flotaba en la lejanía del cielo. Dallben permaneció inmóvil
escuchando con toda la atención de que era capaz. Cualquier otra persona habría tenido
la impresión de que la granja estaba tan silenciosa como la misma luna, pero el anciano
encantador asintió con la cabeza mientras fruncía el ceño y entrecerraba los ojos —
Tienes razón, Hen —murmuró—. Ya les oigo, pero todavía están lejos. Bien, ¿tendré que
esperarles el tiempo suficiente para que se me hiele la poca médula que me queda dentro
de los huesos.—añadió con una sonrisa de sus labios marchitos Pero Dallben no volvió a
entrar en la casita, sino que se alejo unos cuantos pasos del umbral. Sus ojos, que habían
estado enturbiados por el adormilamiento, se volvieron tan límpidos como cristales de
hielo. Su mirada penetrante fue más allá de los árboles sin hojas del huerto, como si
quisiera ver lo que se ocultaba entre las sombras que se entrelazaban con el bosque que
rodeaba la casita igual que si fuesen zarcillos de yedra negra. Hen Wen se había quedado
detrás de Dallben y acabó sentándose sobre sus cuartos traseros para removerse
nerviosamente mientras observaba al encantador con una considerable preocupación
visible en su rostro erizado de pelitos.
—Yo diría que son unos veinte —observó Dallben—. No sé si sentirme insultado o
aliviado —añadió con voz melancólica— ¿Solo veinte? Es un número tan miserable... Y
sin embargo un grupo más grande habría tenido muchas dificultades para hacer un viaje
tan largo, especialmente para abrirse paso a través de los combates en el valle del
Ystrad. No, veinte es una sabia elección y resultan más que suficientes.
El anciano aguardó pacientemente en silencio y sin moverse durante largo rato, hasta
que un débil resonar de cascos de caballos se fue haciendo cada vez más perceptible en
la límpida atmósfera nocturna y acabó esfumándose de repente como si los jinetes
hubieran desmontado y llevaran sus monturas de las riendas.
Las siluetas que se movían contra el oscuro amasijo de árboles allí donde se iniciaba el
bosque al extremo del campo de rastrojos eran tan difíciles de ver que se las podría haber
confundido con las sombras proyectadas por los arbustos. Dallben se irguió, alzó la
cabeza y dejó escapar el aliento tan suavemente como si estuviera soplando sobre un
diente de león.
Un instante después un terrible vendaval aulló a través del campo. La granja estaba
sumida en el silencio, pero el viento se internó en el bosque desgarrando su calma con la
fuerza de un millar de espadas y los árboles empezaron a crujir y agitarse locamente de
un lado a otro. Los caballos relincharon y los hombres gritaron cuando las ramas les
golpearon de repente El vendaval embistió a los guerreros, y éstos alzaron sus armas
como para protegerse de él.
Pero la partida de guerra siguió avanzando debatiéndose a través del bosque azotado
por el viento, y consiguió acabar llegando al campo de rastrojos. Cuando se inició el
vendaval, Hen Wen lanzó un chillido asustado, volvió grupas y entró corriendo en la
casita. Dallben alzó una mano y el vendaval se esfumó tan repentinamente como se había
iniciado. El anciano frunció el ceño y golpeó la tierra cubierta de escarcha con la punta de
su báculo.
El retumbar ahogado del trueno se oyó en la lejanía, y el suelo se estremeció mientras
el campo se agitaba como si fuese un mar inquieto. Los guerreros se tambalearon y
perdieron el equilibrio, y muchos atacantes huyeron al bosque buscando el refugio que les
ofrecía y se apresuraron a escapar temiendo que la tierra se abriese bajo sus pies y les
engullera. Los demás se apremiaron los unos a los otros a seguir avanzando,
desenvainaron sus espadas y corrieron tambaleándose a través del campo en dirección a
la casita.
Dallben puso cara malhumorada y alzó la mano con los dedos desplegados como si
estuviera arrojando guijarros a un estanque. Una llama carmesí surgió de su mano y se
extendió como un látigo llameante dibujando trazos cegadores contra la negrura del cielo.
Cuerdas de llamas chisporroteantes cayeron sobre los guerreros y se enredaron
alrededor de sus brazos y sus piernas haciéndoles gritar de pavor. Los caballos se
escaparon y huyeron galopando hacia el bosque. Los atacantes arrojaron sus armas al
suelo y empezaron a arrancarse frenéticamente las capas y los jubones. Los hombres
vacilaron durante unos momentos y acabaron huyendo por entre los troncos mientras
lanzaban alaridos de dolor y terror.
Las llamas se esfumaron. Dallben se disponía a darse la vuelta cuando vio una silueta
que seguía avanzando a través del campo vacío. El anciano se alarmó. Sus dedos se
tensaron sobre el báculo y entró en la casita cojeando tan deprisa como podía. El
guerrero ya había dejado atrás los establos y estaba entrando en el patio. Dallben cruzó
corriendo el umbral con el sonido de los pasos avanzando detrás de él, pero el anciano
apenas había conseguido llegar al refugio de su habitación cuando el guerrero cruzó el
umbral de ella. Dallben giró sobre sí mismo para encararse con el atacante.
—¡Cuidado! —exclamó el encantador—. ¡Cuidado! No te acerques ni un paso más.
Dallben se había erguido cuan alto era. Sus ojos llameaban y el tono en el que había
hablado era tan imperioso que el guerrero vaciló. El capuchón del hombre había caído
hacia atrás, y un instante después la luz de la hoguera reveló la cabellera dorada y los
rasgos orgullosos de Pryderi, hijo de Pwyll.
Dallben no apartó la mirada de su rostro ni un instante.
—Llevo mucho tiempo esperándote, rey de los Dominios del Oeste —dijo.
Pryderi pareció disponerse a dar un paso hacia adelante. Su mano se posó sobre el
pomo de la espada sin vaina que colgaba de su cinto, pero la mirada del anciano le
impidió avanzar.
—Estás equivocado en cuanto a mi rango —replicó con voz burlona—. Ahora gobierno
un reino mucho más grande. Mando sobre todo Prydain.
—¿Cómo, es que acaso Gwydion de la Casa de Don ya no es Gran Rey de Prydain?
—replicó Dallben fingiendo sorpresa.
Pryedri dejó escapar una áspera carcajada.
—¿Un rey sin un reino? ¿Un rey vestido de harapos al que se acosa como si fuese un
zorro en la cacería? Caer Dathyl ha caído, y los Hijos de Don han sido dispersados por el
vendaval. Ya sabes todo eso, aunque parece que las noticias te han llegado muy deprisa.
—Todas las noticias me llegan muy deprisa —dijo Dallben—. Quizá todavía más
deprisa de lo que te llegan a ti...
—¿Alardeas de tus poderes? —replicó Pryderi con voz despectiva—. Tus poderes han
acabado fallándote justo cuando más los necesitabas. Tus encantamientos sólo han
conseguido asustar a un puñado de guerreros. ¿Es que el sabio y astuto Dallben se
enorgullece de haber hecho huir a unos cuantos patanes?
—Mis encantamientos no estaban concebidos para destruir, sino sólo para advertir —
dijo Dallben—. Este lugar es peligroso para todos los que entran en él contra mi voluntad.
Tus seguidores hicieron caso de mi advertencia, señor Pryderi, pero por desgracia tú te
has negado a escucharla. Esos patanes son más sabios que su rey, pues no puede
llamarse sabiduría a que un hombre busque su propia muerte.
—Vuelves a equivocarte, hechicero —elijo Pryderi—. Lo que busco es tu muerte.
Dallben tiró suavemente de los mechones de su barba.
—Lo que buscas y lo que quizá acabes encontrando no siempre es lo mismo, Hijo de
Pwyll —dijo en voz baja—. Sí, estás dispuesto a arrebatarme la vida y eso no es ningún
secreto para mí. Caer Dathyl ha caído, ¿verdad? Esa victoria no tiene ningún valor
mientras Caer Dallben siga en pie y mientras yo siga vivo. Dos fortalezas llevan mucho
tiempo alzándose contra el Señor de Annuvin: un castillo dorado y la casita de un
granjero. Una se ha convertido en ruinas, pero la otra sigue siendo un escudo contra el
mal y una espacia que siempre apunta al corazón de Arawn. El Señor de la Muerte lo
sabe, y también sabe que ni él ni sus Cazadores ni sus Nacidos del Caldero pueden
entrar aquí.
»Y por eso has venido para cumplir la voluntad de tu amo —añadió Dallben.
El rojo de la ira se extendió por el rostro de Pryderi.
—¡Yo soy mi único amo! —gritó—. Si se me da poder para servir a Prydain, ¿acaso
temeré utilizarlo? No soy ningún Cazador que mata por el placer de matar. Hago lo que ha
de hacerse, y no tiemblo ante la perspectiva. Mi propósito es más grande que la vida de
un hombre o de un millar de hombres. Y si debes morir, Dallben..., entonces que así sea.
Pryderi arrancó la espada de su cinto y golpeó al encantador en un movimiento tan
veloz como repentino, pero Dallben había sujetado su báculo con más fuerza y lo alzó
contra el golpe. La hoja de Pryderi se hizo añicos al chocar con la esbelta rama de fresno
y los trozos de metal cayeron al suelo con un suave tintineo.
Pryderi arrojó la empuñadura lejos de él, pero lo que había en sus ojos no era miedo
sino un desprecio burlón.
—Se me ha advertido de tus poderes, hechicero. He decidido ponerlos a prueba en
persona.
Dallben no se había movido.
—¿Realmente se te ha advertido de ellos? Yo creo que no. Si te hubieran advertido no
habrías osado enfrentarte a mí.
—Tu fuerza es grande, hechicero —replicó Pryderi—, pero no tanto como tu debilidad.
Conozco tu secreto. Puedes oponerte a mí cuanto quieras, pero al final soy yo quien debe
salir vencedor. De todos los poderes que posees hay uno que te está prohibido usar, y si
intentas infringir esa prohibición el precio que pagarás es tu muerte. ¿Eres dueño y señor
de los vientos? ¿Puedes hacer temblar la tierra? Eso no son más que jugueteos que no
sirven de nada. No puedes hacer lo que está al alcance del guerrero más bajo: no puedes
matar.
Pryderi sacó de entre los pliegues de su capa una daga negra de hoja corta en cuyo
pomo estaba grabado el sello de Annuvin.
—Pero yo no estoy atado por ninguna prohibición —dijo—. Se me ha advertido, y me
he preparado debidamente. Esta hoja procede de la mano del mismísimo Arawn. Puede
ser blandida a pesar de todos tus encantamientos.
Una expresión de profunda pena y compasión se extendió por las facciones de Dallben.
—Pobre estúpido... —murmuró—. Es cierto. Esa arma de Annuvin puede arrebatarme
la vida y no puedo detener tu mano, pero estás tan ciego como el topo que se afana
cavando debajo de la tierra. Pregúntate ahora quién es el amo y quién el esclavo, señor
Pryderi. Arawn te ha traicionado.
»Sí, te ha traicionado —dijo Dallben, y su voz se volvió seca y gélida—. Pensaste que
le convertirías en tu servidor, pero sin saberlo ni quererlo le has servido mejor que
cualquiera de sus esbirros. Te ha enviado para matarme, y te ha proporcionado los
medios para hacerlo. Y, ciertamente, quizá me mates..., pero el triunfo será de Arawn, no
tuyo. En cuanto hayas llevado a cabo los designios del Señor de Annuvin pasarás a ser
un cascarón vacío que ya no le servirá de nada. Arawn sabe muy bien que nunca te
permitiré salir vivo de Caer Dallben, señor Pryderi. Aún estás en pie, pero ya eres un
hombre muerto.
Pryderi alzó la daga negra.
—Intentas escapar a la muerte con palabras.
—Mira por la ventana —replicó Dallben.
Mientras hablaba un resplandor carmesí entró por el hueco de la ventana. Un cinturón
de llamas había surgido de la nada y envolvía a Caer Dallben en un círculo de fuego.
Pryderi vaciló y dio un paso hacia atrás.
—Has creído en medias verdades —dijo Dallben—. Ningún hombre ha sufrido jamás la
muerte a mis manos, pero quienes desprecian mis encantamientos tienen que pagar un
alto precio por ello. Mátame, señor Pryderi, y las llamas que ves caerán sobre Caer
Dallben en un instante. No hay escapatoria para ti.
Los rasgos dorados de Piyderi se habían tensado en una mueca de incredulidad a la
que se iba añadiendo el miedo creciente provocado por las palabras del encantador.
—Mientes —murmuró con voz enronquecida—. Las llamas morirán cuando tú mueras.
—Eso es algo que tendrás que averiguar por ti mismo —dijo Dallben.
—¡Tengo mi prueba! —gritó Pryderi—. Arawn nunca destruiría aquello que más anhela.
¡Había dos tareas que llevar a cabo! Toda tu sabiduría no te ha permitido adivinarlo. Tu
muerte sólo era una. La otra era adueñarme del Libro de los Tres.
Dallben meneó la cabeza con expresión apenada y volvió la mirada hacia el grueso
volumen encuadernado en cuero.
—En tal caso has sido doblemente traicionado. Este libro no le sirve de nada a Arawn
porque no puede ser utilizado con ningún propósito maligno..., y a ti tampoco te servirá de
nada, señor Pryderi.
La fuerza de la voz del anciano era como un viento helado.
—Te has empapado las manos en sangre y tu orgullo te ha impulsado a juzgar a tus
congéneres. ¿Es cierto que sólo querías servir a Prydain? Bien, pues el medio que has
escogido para ello no puede ser más maligno. El bien no puede surgir del mal. Te aliaste
con Arawn por lo que considerabas era una noble causa. Ahora te has convertido en un
prisionero del mismo mal que esperabas vencer..., eres su prisionero y su víctima, pues
ya estás marcado para la muerte en El Libro de los Tres.
Los ojos de Dallben llameaban y la verdad que había en sus palabras pareció aferrar a
Pryderi por la garganta. El rostro del rey se había vuelto de un color gris ceniza. Pryderi
arrojó la daga al suelo y se lanzó sobre el enorme volumen. Sus manos se alargaron
desesperadamente hacia él como si quisiera partirlo por la mitad.
—¡No lo toques! —ordenó Dallben.
Pero Pryderi ya había agarrado El Libro de los Tres, y apenas lo hizo un relámpago
cegador surgió como un árbol en llamas del antiguo volumen. El alarido de muerte de
Pryderi resonó en toda la habitación.
Dallben le dio la espalda e inclinó la cabeza como bajo el peso de una pena
insoportable. Las llamas del círculo de fuego que había envuelto la pequeña granja se
fueron empequeñeciendo y acabaron esfumándose en el silencio del amanecer.
17 - La tempestad de nieve
Todos los guerreros del Pueblo Rubio salvo Dolí habían vuelto sobre sus pasos y se
dirigían hacia la hilera de riscos desnudos de árboles que marcaban el límite oriental de
las colinas de Bran-Galedd, pues más allá de aquel punto la tierra se hallaba sometida al
poder de Arawn, el Señor de la Muerte. Los compañeros ya llevaban algunos días
avanzando penosamente a través de una desolación pétrea donde ni siquiera los musgos
o los líquenes florecían. El cielo estaba gris, y las escasas nubes que se veían en él sólo
eran hilachas de un gris más oscuro. Era como si una neblina maligna hubiese rezumado
de la fortaleza de Annuvin aniquilando a todas las cosas vivas bajo ella y dejando sólo
aquella desnudez rocosa.
Los compañeros procuraban conservar sus fuerzas y apenas hablaban. Desde el
primer día en que rebasaron las fronteras de la Tierra de la Muerte se habían visto
obligados a desmontar y avanzar a pie guiando a sus cansadas monturas por aquellos
pasos traicioneros. Incluso Melynlas mostraba señales de fatiga. Su poderoso cuello se
inclinaba hacia el suelo, y trastabillaba de vez en cuando; pero Llyan se desplazaba
ágilmente a lo largo de las cornisas más estrechas y peligrosas. La enorme gata solía
saltar de un risco a otro mientras los compañeros bajaban lentamente por una escarpada
pendiente para iniciar el ascenso de una cuesta todavía más abrupta, y cuando
conseguían terminar la subida se la encontraban con el rabo enroscado alrededor de los
cuartos traseros esperando a que Fflewddur le rascara las orejas, después de lo cual se
alejaba una vez más dando saltos.
Dolí avanzaba al frente del pequeño grupo aferrando su báculo con su capuchón
blanco tapándole la cara. Taran nunca dejaba de asombrarse ante aquel enano
incansable que parecía poseer un sexto sentido gracias al cual lograba encontrar
senderos ocultos y angostos caminos que ayudaban a hacer más rápido aquel duro viaje.
Pero pasado un tiempo el caminar de Doli empezó a hacerse más lento y vacilante.
Taran vio con creciente preocupación e inquietud que de vez en cuando perdía el
equilibrio y que sus zancadas se habían vuelto repentinamente inseguras. Cuando Doli
tropezó y tuvo que poner una rodilla en el suelo Taran corrió hacia él, muy alarmado, e
intentó levantarle del suelo. Los compañeros se apresuraron a reunirse con ellos.
El rostro normalmente rubicundo de Doli se había llenado de manchitas rojizas, y su
respiración se había vuelto estertorosa y difícil. El enano se esforzó por incorporarse.
—Maldito sea este reino maligno —murmuró—. No lo aguanto tan bien como me
imaginaba... ¡No os quedéis ahí mirándome con la boca abierta! Ayudadme a levantarme.
El enano se negó tozudamente a montar en un caballo insistiendo en que se
encontraba mejor cuando tenía los pies en el suelo. Cuando Taran le apremió a
descansar Doli meneó malhumoradamente la cabeza.
—He dicho que encontraría un paso por el que pudierais avanzar —dijo secamente—,
y tengo intención de hacerlo. No aguanto los trabajos hechos a medias... Cuando el
Pueblo Rubio pone manos a la obra hace las cosas bien y no pierde el tiempo con
tonterías.
Pero pasado un rato Doli accedió de mala gana a montar sobre Melynlas. El enano
empezó a luchar con los estribos, pero a pesar de sus dificultades lanzó un gruñido de
irritación cuando Fflewddur le ayudó a instalarse sobre la silla.
El alivio que le proporcionó el ir montado no duró demasiado. La cabeza del enano no
tardó en inclinarse hacia adelante como si pesara demasiado para que pudiese
mantenerla erguida, y Doli resbaló a lo largo de la grupa de Melynlas y cayó al suelo antes
de que Taran pudiera llegar hasta él.
Taran se apresuró a dar la orden de detenerse.
—Hoy no seguiremos avanzando —le dijo al enano—. Mañana habrás recuperado las
fuerzas.
Doli meneó la cabeza. Su rostro estaba blanco, y sus ojos carmesíes habían perdido su
brillo habitual.
—Esperar no servirá de nada —jadeó—. Llevo demasiado tiempo aquí... Mi estado
empeorará. Debemos seguir adelante mientras todavía pueda guiaros.
—No al precio de tu vida —dijo Taran—. Hevydd el Herrero cabalgará contigo hasta la
frontera. Llassar, Hijo de Drudwas, nos ayudará a encontrar el camino que buscamos.
—No lo conseguirá —murmuró el enano—. Sin la habilidad de un guerrero del Pueblo
Rubio se tardaría demasiado... Átame a la silla —ordenó.
Doli luchó por levantarse del suelo, pero cayó hacia atrás y se quedó inmóvil. Su
respiración se fue volviendo cada vez más jadeante y entrecortada.
—¡Se está muriendo! —exclamó Taran, muy alarmado—. Deprisa, Fflewddur, ayúdame
a colocarle sobre la grupa de Llyan... Es la montura más veloz de que disponemos.
Regresa a la frontera con él. Quizá todavía estemos a tiempo de salvarle...
—Dejadme aquí —jadeó Doli—. No podéis prescindir de Fflewddur. Su espada vale por
diez..., bueno, o por seis. Marcharos, deprisa.
—No lo haré —replicó Taran.
—¡Idiota! —se atragantó el enano—. ¡Hacedme caso! —ordenó—. Debe hacerse...
¿Eres un líder de guerreros o un Ayudante de Porquerizo?
Taran se arrodilló junto al enano, que había entrecerrado los ojos, y puso con gran
delicadeza una mano sobre el hombro de Doli.
—¿Hace falta que me lo preguntes, viejo amigo? Soy un Ayudante de Porquerizo.
Taran se puso en pie para recibir al bardo, quien había venido corriendo con Llyan,
pero cuando se volvió hacia el enano el suelo estaba vacío. Doli se había esfumado.
—¿Dónde ha ido? —gritó Fflewddur.
Una voz muy enfadada que parecía venir de al lado de un peñasco cercano llegó a sus
oídos.
—¡Aquí! ¿Dónde creíais que me había ido?
—¡Doli! —exclamó Taran—. Estabas a punto de morir, y ahora...
—Me he vuelto invisible, como puede ver cualquier gigantón patoso que tenga un poco
de sentido común dentro de su dura cabezota —bufó Doli—. Tendría que habérseme
ocurrido hace mucho rato... Cuando estuve antes en Annuvin permanecí invisible durante
la mayor parte del tiempo. Nunca había caído en la cuenta de lo mucho que me protegía
eso.
—¿Crees que te servirá de algo ahora? —preguntó Taran, quien aún estaba un poco
aturdido—. ¿Te atreves a seguir avanzando?
—Pues claro que sí —replicó el enano—. Ya me encuentro mejor, pero tendré que
seguir siendo invisible. ¡Mientras pueda aguantarlo, claro está! ¡Invisible! ¡Montones de
abejas y avispas dentro de mis oídos!
—¡El bueno de Doli! —gritó Taran buscando en vano la mano invisible del enano para
estrechársela.
—¡No vuelvas a empezar con eso! —dijo secamente el enano—. No haría esto..., oh,
mis oídos..., por ningún mortal de Prydain..., oh, mi cabeza..., que no fueses tú. ¡Y no
grites! ¡Mis pobres oídos no lo soportan!
El báculo de Doli, que había caído al suelo, pareció levantarse por sí solo cuando el
enano invisible lo recogió. El movimiento del báculo indicó a Taran que Doli había
reanudado la marcha.
Los compañeros le siguieron guiándose por el trozo de madera, pero podrían haber
sabido dónde se encontraba incluso sin verlo gracias a los continuos y enfurecidos
gruñidos que lanzaba Doli.
Fflewddur fue el primero en ver a los gwythaints. Tres negras siluetas aladas trazaban
círculos en la lejanía revoloteando sobre una cañada poco profunda.
—¿Qué han encontrado? —exclamó el bardo—. ¡Sea lo que sea, espero que no
seamos su próximo hallazgo!
Taran hizo sonar su cuerno y ordenó a los guerreros que buscaran la protección que
pudieran ofrecerles los enormes peñascos. Eilonwy no hizo caso de las órdenes de Taran
y trepó a lo alto de una gran piedra que sobresalía del suelo.
—No estoy segura —dijo haciéndose sombra en los ojos con una mano—, pero me
parece que han acorralado algo. Pobre criatura... No durará mucho tiempo contra ellos.
Gurgi se acurrucó contra una roca e intentó hacerse tan plano como un pez mientras
ponía cara de terror.
—Y el pobre Gurgi tampoco si le ven —gimoteó—. ¡Su pobre y tierna cabeza sufrirá
sus picotazos y zarpazos!
—¡Pasemos de largo! —gritó Glew con su pequeño rostro contorsionado por el
miedo—. Están muy ocupados con su presa... No nos quedemos aquí a mirar como una
pandilla de tontos. Alejémonos todo lo que podamos. ¡Oh, si volviera a ser un gigante no
me encontraríais aquí perdiendo el tiempo!
Los gwythaints estrecharon su círculo y empezaron a descender preparándose para
acabar con su víctima. Pero de repente lo que parecía una nube negra con una forma
oscura al frente surgió a toda velocidad del confín este del cielo. Antes de que los
sorprendidos compañeros pudieran seguir el veloz movimiento con que se desplazaba por
encima de sus cabezas la nube, como obedeciendo una orden de su líder, se convirtió en
un sinfín de fragmentos alados que se lanzaron sobre las enormes aves. Incluso desde
aquella distancia Taran pudo oír los gritos de furia que lanzaron los gwythaints cuando
remontaron el vuelo para enfrentarse a aquellos extraños atacantes.
Fflewddur había trepado por la roca hasta reunirse con Eilonwy.
—¡Cuervos! —gritó excitadamente el bardo mientras Doli y Taran subían hasta un
punto desde el que pudieran observar mejor lo que ocurría—, ¡Gran Belin, nunca había
visto tantos!
Los cuervos cayeron sobre su enemigo como enormes avispas negras. No era un
combate singular de ave contra ave, sino una batalla en la que tropas enteras de cuervos
se aferraban a las alas de los gwythaints sin prestar atención a sus afiladas garras y picos
obligando a las criaturas a ir descendiendo hacia el suelo. Cuando los gwythaints
lograban zafarse de sus atacantes gracias a un gran esfuerzo una nueva tropa se
formaba y volvía a lanzarse a la carga. Los gwythaints intentaron librarse del peso que se
les adhería lanzándose en picado y llegando todo lo cerca que se atrevían de las afiladas
piedras, pero mientras lo hacían los cuervos les picoteaban furiosamente y los gwythaints
giraban y aleteaban aturdidamente de un lado a otro perdiendo el curso, con lo que
volvían a ser victimas de la implacable ofensiva.
Los gwythaints lograron remontar el vuelo con un último e increíble esfuerzo, y
aceleraron desesperadamente en dirección este con los cuervos persiguiéndoles de muy
cerca. Todas las siluetas aladas se desvanecieron detrás del horizonte salvo un cuervo
que voló rápidamente hacia los compañeros.
—¡Kaw! —gritó Taran, y extendió sus brazos.
El cuervo descendió graznando y parloteando con toda la potencia de sus pulmones.
Sus ojos emitían destellos de triunfo y movía sus lustrosas alas más orgullosamente que
si fuese un gallo. Kaw graznó, chirrió, chilló y lanzó tal torrente de parloteo que Gurgi se
llevó las manos a las orejas.
Kaw se posó en la muñeca de Taran e inclinó la cabeza mientras hacía chasquear el
pico. El cuervo estaba muy complacido consigo mismo, y no interrumpió su veloz charla ni
un instante.
Taran intentó vanamente interrumpir el ensordecedor chorro de fanfarronadas, y ya
había desesperado de obtener alguna noticia de la traviesa ave cuando Kaw batió las alas
y volvió a remontar el vuelo.
—¡Achren! —graznó Kaw—. ¡Achren! ¡Reina!
—¿La has visto? —Taran contuvo el aliento. Apenas había vuelto a pensar en la que
había sido poderosísima reina desde que Achren huyó de Caer Dallben—. ¿Dónde está?
El cuervo revoloteó alejándose un poco de él y volvió enseguida. El batir cíe sus alas
apremiaba a Taran a seguirle.
—¡Cerca! ¡Cerca! ¡Gwythaints!
—¡Eso es lo que vimos! —exclamó Eilonwy—. ¡Los gwythaints la han matado!
—¡Viva! —respondió Kaw—. ¡Herida!
Taran ordenó a los jinetes de los Commots que le esperaran allí y bajó al suelo de un
salto para seguir a Kaw. Eilonwy, Doli y Gurgi se apresuraron a reunirse con él. Glew se
negó a moverse, e insistió en que ya se había despellejado lo suficiente tropezando con
las rocas y que no tenía la más mínima intención de dar ni solo paso que no fuese
necesario por nadie.
Fflewddur vaciló un momento.
—Sí, bueno... Supongo que yo también debería ir con vosotros por si necesitáis ayuda
para transportarla, pero no me parece muy buena idea. Achren se marchó a toda prisa sin
despedirse cíe nadie, y creo que no deberíamos meter las narices en sus asuntos. No es
que la tema, no penséis eso ni por un momento... Ah —se apresuró a añadir al ver que las
cuerdas cíe su arpa empezaban a tensarse—, la verdad es que esa mujer me da
escalofríos. Desde el día en que me arrojó a su mazmorra he tenido la impresión de que
hay algo duro y malvado en ella. Puedo aseguraros que odia la música. Sin embargo...
¡Un Fflam al rescate! —gritó.
La silueta inmóvil de la reina Achren yacía como un maltrecho montón cíe harapos
negros en la fisura de una enorme roca donde se había refugiado intentando escapar a
los terribles picos y garras cíe los gwythaints, pero Taran enseguida vio que la fisura no
había ofrecido mucha protección a la reina y sintió una punzada de compasión hacia ella.
Los compañeros la sacaron de allí moviéndola con la mayor delicadeza posible mientras
la reina dejaba escapar gemidos quejumbrosos. Llyan, que les había seguido
acompañando al bardo, se acurrucó a cierta distancia de ellos y empezó a menear
nerviosamente el rabo. El rostro de Achren, cansado y pálido como el de una muerta,
estaba lleno de cortes y arañazos, y en sus brazos había muchas heridas bastante
profundas que no paraban de sangrar. Eilonwy se inclinó sobre la mujer e intentó revivirla.
—Llyan la llevará hasta donde hemos dejado a los jinetes —dijo Taran—. Necesitará
más hierbas curativas de las que he traído..., la fiebre la ha debilitado todavía más que
sus heridas. Lleva mucho tiempo sin comida ni bebida.
—Sus zapatos están destrozados —observó Eilonwy—. ¿Cuánto hará que vagabundea
por este lugar horrible? ¡Pobre Achren! No puedo decir que me caiga bien, pero me basta
con imaginar lo que podría haber ocurrido para sentir escalofríos en los dedos de los pies.
Fflewddur se había mantenido a unos cuantos pasos de distancia después de haber
ayudado a llevar a la reina inconsciente hasta un terreno menos accidentado, y Gurgi
también había preferido interponer cierta distancia entre Achren y él; pero en cuanto
Taran se lo pidió los dos se acercaron y el bardo consiguió mantener inmóvil a Llyan
acariciándola y hablando en tono tranquilizador mientras los otros compañeros colocaban
a Achren sobre el lomo de la gran gata.
—Daros prisa —dijo la voz de Doli—. Está empezando a nevar.
Copos blancos habían empezado a caer del cielo lleno de nubes, y en unos instantes
un viento helado empezó a arremolinarse alrededor de los compañeros y la nieve cayó
sobre ellos en una nube que se hacía más espesa a cada momento que transcurría.
Agujas de hielo se clavaron en sus rostros. Cada vez resultaba más difícil ver algo, y la
tormenta se fue recrudeciendo hasta tales extremos que incluso Doli acabó no estando
muy seguro de qué camino debían seguir. Los compañeros avanzaron tambaleándose en
fila agarrándose los unos a los otros con Taran aferrando un extremo del báculo de Doli.
Kaw, casi totalmente cubierto de nieve, pegó las alas al cuerpo e intentó
desesperadamente mantenerse encima del hombro de Taran. Llyan, que cargaba con el
peso de la reina inmóvil, inclinó su enorme cabeza contra la ventisca y siguió avanzando;
pero a pesar de su agilidad natural la gata tropezaba con frecuencia al encontrarse con
pozos llenos de nieve o peñascos ocultos. En un momento ciado Gurgi lanzó un chillido
de terror y desapareció tan de repente como si se lo hubiese tragado la tierra. Había caído
en una cañada bastante profunda, y cuando los compañeros lograron sacarle de ella la
infortunada criatura casi se había convertido en un carámbano peludo. Gurgi temblaba tan
violentamente que apenas era capaz de caminar, y Taran y Fflewddur tuvieron que
llevarle entre los dos.
El viento no daba señales de amainar, la nieve caía formando una cortina impenetrable
y el frío, que ya era terrible, se iba haciendo más intenso a cada momento que pasaba.
Respirar resultaba difícil y cada bocanada que lograba tragar con muchas dificultades
hacía que Taran sintiese cómo el aire frío parecía clavarle dagas en los pulmones.
Eilonwy casi sollozaba a causa del frío y el agotamiento, y se agarraba a Taran intentando
no perder el equilibrio mientras Doli les hacía avanzar por entre los montículos de nieve
que ya les llegaban hasta la rodilla.
—¡No podemos seguir! —gritó el enano para hacerse oír por encima del viento—.
Tenemos que encontrar un refugio... Ya nos reuniremos con los jinetes cuando deje de
nevar.
—Pero los guerreros... ¿Qué tal estarán? —preguntó Taran con voz preocupada.
—¡Mejor que nosotros! —gritó el enano—. Me fijé en que había una caverna bastante
grande en la pared del risco allí donde les dejamos. No temas, tu joven pastor la
encontrará... Ahora nuestro problema es encontrar algún sitio en el que podamos
refugiarnos.
Pero a pesar de su larga y penosa búsqueda el enano sólo consiguió encontrar una
angosta cañada debajo de una protuberancia rocosa. Los compañeros entraron
tambaleándose en ella agradeciendo el parco abrigo que les protegía de los peores
embates del viento y de la nieve; pero la cañada no podía protegerles del frío, y apenas
se detuvieron sus cuerpos se envararon hasta el punto de que mover los brazos y las
piernas les resultaba terriblemente difícil. Se pegaron los unos a los otros para darse calor
y se mantuvieron lo más cerca posible del grueso pelaje de Llyan, pero al caer la noche el
frío se fue intensificando y ni siquiera la proximidad de la enorme gata les aliviaba
demasiado. Taran se quitó la capa y cubrió con ella a Eilonwy y Achren. Gurgi insistió en
añadir su chaquetón forrado con piel de oveja, y se agazapó rodeándose el cuerpo con
los peludos brazos mientras sus dientes castañeteaban ruidosamente.
—Me temo que Achren no sobrevivirá a la noche —le murmuró Taran a Fflewddur—.
Estaba demasiado cerca de la muerte cuando la encontramos... No dispone de las
fuerzas necesarias para soportar un frío corno éste.
—Me pregunto si alguno de nosotros dispone de ellas —replicó el bardo—. Sin un
fuego quizá será mejor que nos vayamos despidiendo los unos de los otros.
—No sé por qué te quejas —suspiró Eilonwy—, Nunca había estado tan cómoda.
Taran la contempló con expresión alarmada. La muchacha estaba totalmente inmóvil
debajo de la capa. Tenía los ojos entrecerrados, y su voz sonaba adormilada.
—Qué calentita se está aquí... —siguió diciendo Eilonwy con una sonrisa de placer—.
Este edredón de plumas de ganso es magnífico. Qué raro... Soñé que estábamos
atrapados en una tormenta terrible. No resultaba nada agradable. ¿O es que aún estoy
soñando? No importa... Cuando despierte todo eso se habrá esfumado.
Taran se apresuró a sacudirla.
—¡No te duermas! —le gritó con el rostro contorsionado por la preocupación—. Si te
duermes será tu muerte...
Eilonwy no le respondió, y se limitó a volver la cabeza y cerrar los ojos. Gurgi se había
hecho un ovillo a su lado, y ni empujones ni sacudidas consiguieron hacer que se
moviera. Taran sintió que una somnolencia irresistible empezaba a adueñarse de él.
—Fuego —dijo—. Tenemos que encender una hoguera...
—¿Con qué? —replicó secamente Dolí—. En esta desolación no se puede encontrar ni
una sola rama. ¿Qué vas a quemar? ¿Nuestras botas? ¿Nuestras capas? Entonces nos
congelaremos todavía más deprisa... —El enano volvió a hacerse visible—. Y si he cíe
congelarme por lo menos lo haré sin avispas zumbando en mis oídos.
Fflewddur, que se había mantenido en silencio hasta entonces, se llevó la mano a la
espalda y descolgó su arpa. Doli le fulminó con la mirada.
—¡Música de arpa! —gritó furiosamente—. ¡Amigo mío, el frío te ha helado los sesos!
—Nos proporcionará la melodía que necesitamos —replicó Fflewddur.
Taran se arrastró hasta el lado del bardo.
—Fflewddur, ¿qué vas a hacer?
El bardo no respondió. Sostuvo el arpa en sus manos durante unos momentos y
acarició las cuerdas con una inmensa ternura..., y después alzó velozmente el hermoso
instrumento sobre su cabeza y lo estrelló contra su rodilla.
Taran lanzó un grito de angustia al ver cómo la madera se rompía convirtiéndose en
astillas y las cuerdas del arpa se soltaban en un torrente de sonidos discordantes.
Fflewddur dejó que los fragmentos destrozados cayeran de sus manos.
—Quemadla —dijo—. Es madera vieja, y arderá bien.
Taran agarró al bardo por los hombros.
—¿Qué has hecho? —sollozó—. ¡Fflam valeroso y estúpido! Has destruido el arpa para
darnos un momento de calor. Necesitamos una hoguera mucho más grande que la que
nunca podremos obtener con esta cantidad de madera...
Pero Doli ya se había apresurado a sacar el pedernal de su faltriquera y había lanzado
una chispa sobre el montoncito de astillas. La madera se incendió al instante y el calor se
derramó sobre los compañeros. Taran contempló con expresión asombrada las llamas
que subían hacia el cielo. Los trocitos de madera apenas parecían consumirse, pero el
fuego ardía con una intensidad cada vez mayor. Gurgi se removió y alzó la cabeza. Sus
dientes habían dejado de castañetear y el color estaba volviendo a su rostro cubierto de
escarcha. Eilonwy también se irguió y miró a su alrededor como si acabara de despertar
de un sueño. Una mirada le bastó para comprender qué combustible les había ofrecido el
bardo, y sus ojos se llenaron de lágrimas.
—¡Oh, vamos, olvidadlo de una vez! —exclamó Fflewddur—. La verdad es que me
encanta haberme librado de ella. Nunca se me dio muy bien tocar el arpa, y era más una
carga que otra cosa. Gran Belin, me siento ligero como una pluma sin ella... En primer
lugar no he nacido para ser bardo, así que es mucho mejor así, creedme.
Varias cuerdas se partieron en las profundidades de las llamas, y una nubécula de
chispas revoloteó por los aires.
—Pero desprende un humo realmente insoportable —murmuró Fflewddur, aunque el
fuego ardía con llamas limpias y muy brillantes—. Me está haciendo llorar los ojos cíe una
manera espantosa...
Las llamas se habían extendido a todos los fragmentos, y cuando las cuerdas del arpa
empezaron a arder una melodía brotó de repente del corazón del fuego. Se fue haciendo
más y más hermosa a cada momento que pasaba, y las notas se dispersaron por el aire y
crearon ecos entre las cañadas y barrancos. Al morir el arpa parecía estar liberando todas
las melodías y canciones que se habían tocado en ella, y los sonidos bailaban y flotaban
como las llamas iridiscentes.
El arpa cantó toda la noche, y sus melodías les hablaron de la alegría, la pena, el amor
y el valor. El fuego no se debilitó ni un instante, y la vida y las energías fueron volviendo
poco a poco a los compañeros; y cuando las notas se alzaron hacia el cielo el viento
empezó a soplar del sur apartando la nevada como si fuera una cortina e inundó las
colinas de calor. Las llamas no se encogieron convirtiéndose en ascuas relucientes hasta
que hubo llegado el amanecer, y entonces la voz del arpa enmudeció para siempre. La
tempestad había terminado, y los riscos cubiertos de nieve que empezaba a derretirse
relucían.
Los compañeros salieron de su refugio sin decir palabra mirándose los unos a los otros
con expresiones asombradas. Fflewddur permaneció en él unos momentos antes de
seguirles. Del arpa sólo quedaba una cuerda, la cuerda que no podía romperse que
Gwydion había regalado al bardo hacía ya mucho tiempo. Fflewddur se arrodilló y la sacó
de entre las cenizas. El calor del fuego había hecho que la cuerda se curvara
enroscándose sobre sí misma, pero brillaba como si fuese de oro puro.
18 - Monte Dragón
Tal como había pronosticado Doli, Llassar condujo a los guerreros hasta el refugio de
una caverna y les salvó de tener que soportar toda la furia de la tempestad de nieve. Los
compañeros se prepararon para reanudar su viaje. Los escarpados riscos que formaban
su último obstáculo ya no se encontraban muy lejos. La masa oscura y amenazadora de
la cima del Monte Dragón se alzaba ante ellos. Las pociones curativas de Taran y los
cuidados de Eilonwy habían permitido que Achren recobrara el conocimiento. Fflewddur
aún seguía negándose a estar a menos de tres pasos de distancia cíe la reina vestida de
negro, pero Gurgi acabó logrando acumular el valor suficiente para abrir su bolsa de cuero
y ofrecer comida a la mujer medio muerta de hambre..., aunque el rostro de la criatura
estaba fruncido en una mueca de inquietud y mantuvo las provisiones al final del brazo
extendido como si temiera recibir un mordisco. Achren comió muy poco; pero Glew se
apresuró a apoderarse de lo que dejó y se lo metió en la boca mientras miraba a su
alrededor para ver si había más comida disponible.
La fiebre había debilitado el cuerpo de Achren, pero su rostro no había perdido ni un
ápice de su altivez habitual; y después de que Taran le hubiera explicado rápidamente los
acontecimientos que habían traído a los compañeros hasta tan cerca de Annuvin ésta le
respondió en un tono de desprecio apenas disimulado.
—¿Cómo es que un porquerizo y sus harapientos seguidores albergan la esperanza de
triunfar allí donde una reina ha fracasado? Habría llegado a Annuvin hace mucho tiempo
de no ser por Magg y sus guerreros. Su partida de guerra se tropezó conmigo por
casualidad en Cantrev Caddifor. —Los labios llenos de heridas y arañazos de Achren se
curvaron en una sonrisa impregnada de amargura—. Me dejaron por muerta. Oí la
carcajada de Magg cuando les dijo que habían acabado conmigo... Él también conocerá
mi venganza.
»Sí, yací en el bosque como una bestia herida; pero el filo de mi odio estaba más
aguzado que el de las espadas con que me golpearon. Me habría arrastrado sobre las
manos y las rodillas en pos de ellos y habría invertido mis últimas energías en destruirles,
aunque la verdad es que llegué a temer que moriría sin haber sido vengada. Pero
encontré un refugio. En Prydain aún hay quienes rinden homenaje a Achren. Me cobijaron
hasta que estuve en condiciones de seguir viajando, y serán recompensados por ese
servicio.
»Y aun así fracasé cuando mi objetivo ya estaba a la vista... Los gwythaints fueron más
implacables que Magg. Se habrían asegurado cíe mi muerte..., yo que en tiempos les
daba órdenes. Ah, su castigo será terrible.
—Tengo la desagradable sensación de que a veces Achren piensa que todavía es
reina de Prydain —le murmuró Eilonwy a Taran—. No es que me importe, siempre que no
se le meta en la cabeza que nosotros también debemos ser castigados.
Achren había oído las observaciones de Eilonwy, y se volvió hacia la muchacha.
—Perdóname, princesa de Llyr —se apresuró a decir—. Mis palabras surgen en parte
del sueño sin lógica y del frío consuelo del recuerdo... Os agradezco el que me hayáis
salvado la vida, y la recompensa que recibiréis por eso superará en mucho el valor del
servicio. Ahora escuchadme con atención. ¿Queréis dejar atrás los bastiones de las
montañas de Annuvin? Pues estáis siguiendo el camino equivocado.
—¡Hum! —exclamó Dolí, haciéndose visible durante un momento—. No oses decir a un
guerrero del Pueblo Rubio que se ha equivocado de camino.
—Pues es cierto —replicó Achren—. Existen algunos secretos desconocidos incluso
para tu pueblo.
—Bueno, pues cuando quieres atravesar unas montañas escoges el camino más fácil y
eso no es ningún secreto —replicó secamente Doli a su vez—. Eso es lo que planeo
hacer. Me estoy orientando mediante el Monte Dragón, pero te aseguro que en cuanto
estemos más cerca nos desviaremos y encontraremos un paso por las estribaciones
inferiores. ¿Acaso crees que soy lo bastante idiota como para obrar de otra manera?
Los labios de Achren se curvaron en una sonrisa despectiva.
—Si obraras de esa manera no cabe duda de que te comportarías corno un idiota,
enano —dijo—. De entre todos los picachos que rodean Annuvin sólo hay uno que
permita el acceso, y es el Monte Dragón. Escuchadme —añadió al oír el murmullo de
incredulidad cíe Taran—. Las cañadas son cebos y trampas. Otros han sido engañados, y
sus huesos yacen en el fondo de ellas. Las montañas de menor altura prometen un
camino más fácil, pero apenas se las deja atrás caen a pico en paredes verticales. ¿Os
advierte el Monte Dragón cíe que evitéis sus alturas? Bien, pues la ladera oeste baja poco
a poco y ofrece un camino practicable que lleva hasta las Puertas de Hierro de Annuvin.
Existe un sendero secreto que permite llegar hasta allí, y yo os guiaré por él.
Taran escrutó el rostro de la reina.
—Bien, Achren, todos hemos oído tus palabras. ¿Nos pides que arriesguemos nuestras
vidas fiándonos de ellas?
Los ojos de Achren se encendieron.
—En lo más profundo de tu corazón me temes, porquerizo. Pero ¿qué es lo que temes
más..., el sendero que te ofrezco o la muerte segura del señor Gwydion? ¿Pretendes
alcanzar a los guerreros del Caldero de Arawn? No puedes hacerlo, porque el tiempo te
derrotará a menos que me sigas hasta donde yo te llevaré. Éste es el regalo que te hago,
porquerizo. Desprécialo si tal es tu elección, y cada uno se irá por su camino.
Achren se dio la vuelta y se envolvió en su maltrecha capa. Los compañeros la dejaron
sola y hablaron entre ellos. Dolí estaba muy ofendido e irritado por el juicio de sus
capacidades que había emitido Achren, pero aun así admitió que cabía la posibilidad de
que sin quererlo les estuviera llevando por un camino equivocado.
—El Pueblo Rubio nunca se ha atrevido a venir por aquí, y no puedo demostrar que
Achren dice la verdad o que está mintiendo; pero he visto montañas que parecen muy
abruptas por un lado.... y que te permiten bajar casi corriendo sin tropezar por el otro. Es
posible que esté diciendo la verdad.
—Y también podría estar intentando librarse de nosotros de la forma más rápida que
conoce —intervino el bardo—. Esas cañadas con el fondo lleno de huesos de las que ha
hablado me han puesto la piel de gallina. Creo que a Achren le encantaría que algunos de
esos huesos fueran los nuestros. Está jugando su propio juego, podéis estar seguros de
eso... —Meneó la cabeza y puso cara de preocupación—. Un Fflam no conoce el miedo,
pero con Achren prefiero ser lo más cauteloso posible.
Taran guardó silencio durante unos momentos mientras buscaba en su interior la
sabiduría necesaria para tomar una decisión u otra, y volvió a tener la impresión de que el
peso de la carga que Gwydion había depositado sobre sus hombros era superior a sus
fuerzas. El rostro de Achren era una máscara pálida, y no podía saber nada de lo que
había en su corazón guiándose por él. La reina había estado dispuesta en más de una
ocasión a acabar con las vidas de los compañeros, pero Taran también sabía que
después de que sus poderes le hubieran sido arrebatados había sido una sirvienta buena
y fiel para Dallben.
—Creo que lo menos que podemos hacer es confiar en ella hasta que nos dé una
razón clara para dudar de su buena voluntad —dijo por fin hablando despacio y en tono
vacilante—. La temo, al igual que la tememos todos nosotros —añadió—, pero no
permitiré que el miedo me ciegue impidiéndome ver la luz de la esperanza.
—Estoy de acuerdo contigo —dijo Eilonwy—, lo cual me hace pensar que por lo menos
en este caso tu juicio es acertado y tiene fundamentos sólidos. Admito que confiar en
Achren es como permitir que una avispa se pose sobre tu nariz, pero a veces sólo te pica
cuando intentas quitártela..., me refiero a la avispa.
Taran fue hacia Achren.
—Guíanos hasta el Monte Dragón —dijo—. Te seguiremos.
Otro día de viaje llevó a los compañeros, a través de un valle de suelo bastante
accidentado que se hallaba bajo la sombra proyectada por el Monte Dragón. El nombre
dado a la cima era muy acertado, pues Taran vio que el picacho tenía la forma de una
monstruosa cabeza con las fauces abiertas, y las estribaciones inferiores se alzaban a
cada lado de ella como alas desplegadas. Los enormes bloques y promontorios de piedra
que subían hacia el cielo para formar aquella silueta eran de un color marrón oscuro
moteado por manchitas rojizas. Los compañeros se detuvieron ante aquella última barrera
que se inclinaba por encima de ellos como si quisiera precipitarse sobre sus cabezas para
aplastarles y la contemplaron con expresiones atemorizadas. Achren se puso a la cabeza
de la columna que aguardaba y les hizo la señal de avanzar.
—Hay otros caminos más fáciles —dijo Achren cuando entraron en un angosto
desfiladero que serpenteaba por entre muros de piedra—, pero son más largos y quienes
viajan por ellos pueden ser vistos antes de que lleguen a la fortaleza de Annuvin. Este
camino sólo es conocido por Arawn y sus sirvientes de mayor confianza..., y por mí, pues
fui yo quien le reveló los senderos secretos del Monte Dragón.
Pero Taran pronto empezó a temer que Achren les hubiese engañado, pues el sendero
subía en una pendiente tan pronunciada que los hombres y los caballos tenían grandes
dificultades para no perder el equilibrio. Achren parecía estar llevándoles hacia el corazón
cíe la montaña. Enormes riscos de rocas se alzaban como arcos sobre el grupo de
viajeros que avanzaba penosamente y les impedían ver el cielo. Había momentos en los
que el camino pasaba junto a terribles abismos, y Taran se tambaleó en más de una
ocasión al ser abofeteado por una ráfaga de viento helado surgida de la nada que le
arrojaba contra las paredes. La visión de los profundos despeñaderos que se abrían a sus
pies hacía que el corazón le latiese a toda velocidad y que le diera vueltas la cabeza, y el
terror le obligaba a aferrarse a los afilados cantos de las rocas que sobresalían de los
riscos. Achren jamás perdía el equilibrio, y se limitaba a volverse para contemplarle en
silencio con una sonrisa burlona en su rostro lleno de heridas y cicatrices.
El camino siguió ascendiendo, aunque no de manera tan pronunciada, pues había
dejado de contornear la ladera de la montaña y casi parecía volver sobre sí mismo; y los
compañeros tuvieron grandes dificultades para llegar hasta los niveles superiores de la
senda. Las enormes fauces de piedra de la cabeza del dragón se alzaban sobre ellos. El
camino que había quedado oculto por grotescas formaciones de rocas durante una gran
parte de su extensión quedó al descubierto, y Taran pudo ver casi toda la ladera de la
montaña descendiendo rápidamente por debajo de ellos. Ya casi habían llegado al risco
más alto del hombro del dragón, y fue allí donde Kaw volvió a reunirse con ellos después
de haberse adelantado para explorar e hizo chasquear frenéticamente su pico.
—¡Gwydion, Gwydion! —chilló el cuervo con toda la potencia de sus pulmones—,
¡Annuvin! ¡Deprisa!
Taran echó a correr hacia el risco dejando atrás a Achren y trepó por entre las rocas
intentando divisar la fortaleza. ¿Habrían iniciado ya los Hijos de Don su ataque a
Annuvin? ¿Y si los guerreros de Gwydion habían conseguido alcanzar a los Nacidos del
Caldero? Taran siguió trepando sintiendo cómo el corazón le palpitaba contra las costillas,
y de repente las oscuras torres de la fortaleza de Arawn se alzaron ante él. Detrás de los
muros y de las enormes Puertas de Hierro, tan horribles como imponentes, pudo
vislumbrar los espaciosos patios de armas y la Sala de los Guerreros que en tiempos
había acogido al Caldero Negro. La Gran Sala de Arawn se alzaba hacia el cielo
reluciendo como si estuviera hecha de mármol negro, y el estandarte del Señor de la
Muerte flotaba en el pináculo más alto por encima de ella.
La visión de Annuvin hizo que el aura de muerte helada que se cernía sobre aquel
lugar pareciera extenderse por el cuerpo de Taran. Sintió que le daba vueltas la cabeza, y
las sombras parecieron cegarle. Siguió subiendo. Los patios de armas estaban llenos de
siluetas que se enfrentaban unas con otras, y el entrechocar de las hojas y los gritos de
batalla no tardaron en llegar a sus oídos. Taran vio hombres que escalaban la muralla
oeste. La Puerta Oscura había sufrido una brecha, y Taran creyó distinguir el destello
blanco de los flancos de Melynlas y sus crines doradas, y las altas siluetas cíe Gwydion y
Taliesin.
¡Los hombres de los Commots no habían fracasado! La hueste que no podía morir
enviada por Arawn había sido retrasada lo suficiente, y la victoria estaba al alcance de las
manos de Gwydion; pero de repente Taran sintió que se le helaba el corazón cuando ya
se disponía a girarse para pregonar a gritos las buenas noticias. El ejército de los Nacidos
del Caldero acababa de aparecer por el sur y se aproximaba a toda velocidad. Sus botas
con suelas de hierro chocaban estrepitosamente con el suelo mientras los guerreros
mudos corrían hacia las enormes puertas, y los cuernos de los capitanes sonaban
clamando venganza.
Taran saltó del risco para reunirse con sus compañeros. La cornisa de piedra se
desmoronó bajo sus pies y perdió el equilibrio cayendo hacia adelante. El grito de Eilonwy
resonó en sus oídos y las rocas cíe cantos afilados parecieron girar velozmente subiendo
hacia él. Taran manoteó desesperadamente para agarrarse a ellas e intentó interrumpir su
caída. Se aferró con todas sus fuerzas a la ladera del Monte Dragón, y las piedras se
hundieron en las palmas de sus manos mordiéndolas como si fueran dientes. Su espada
había sido arrancada del cinto y se precipitó dando tumbos cañada abajo con un gran
estrépito.
Vio los rostros horrorizados de los compañeros encima de él y comprendió que se
encontraba más allá de su alcance. Taran intentó trepar hacia el sendero. Le temblaban
los músculos, y el esfuerzo era tan grande que sus pulmones parecían a punto de
reventar.
Su pie resbaló, y Taran se retorció para recuperar el equilibrio..., y fue entonces cuando
vio al gwythaint que acababa de remontar el vuelo desde la cima del Monte Dragón y que
venía velozmente hacia él.
19 - El Señor de la Muerte
El gwythaint, mayor que cualquier otro que Taran hubiese visto antes, gritó y batió sus
alas creando un viento que parecía una tempestad de muerte. Taran vio el pico curvado
que se abría y los ojos rojos como la sangre, y un instante después las garras del
gwythaint se hundieron en sus hombros buscando aferrar ¡a carne que había debajo de la
tela. El ave implacable estaba tan cerca de él que la pestilencia de sus plumas inundó las
tosas nasales de Taran. Su cabeza, en la que se veía la profunda cicatriz dejada por una
vieja herida, se volvió hacia él.
Taran apartó la cara y esperó a que el pico le desgarrara la garganta, pero el gwythaint
no atacó. Lo que hizo fue empezar a alejarle de las rocas con una fuerza tan enorme que
Taran supo que no podría resistirse a ella. El gwythaint había dejado de gritar y estaba
emitiendo una especie de gañidos ahogados, y los ojos del ave estaban clavados en
Taran contemplándole no con furia sino con una extraña mirada de reconocimiento.
El ave parecía estar apremiándole a que dejara de agarrarse a las rocas. Un recuerdo
de cuando era un muchacho surgió en la mente de Taran, y volvió a ver a una cría de
gwythaint atrapada en un matorral espinoso; un ave muy joven herida que se estaba
muriendo. ¿Era éste el maltrecho montón de plumas que Taran había cuidado hasta
devolverle la salud? ¿Sería posible que la criatura hubiese vuelto por fin para pagar una
deuda recordada desde hacía tanto tiempo? Taran no se atrevía a albergar esa
esperanza, pero mientras colgaba de la ladera del Monte Dragón sintiéndose más
debilitado a cada momento que transcurría comprendió que era su única esperanza. Dejó
de agarrarse y permitió que su cuerpo cayera en el vacío.
El peso de su carga hizo que el gwythaint vacilara y descendiese hacia el suelo durante
un momento. Los riscos oscilaron locamente de un lado a otro debajo de Taran. La
enorme ave batió sus alas con toda la potencia de que era capaz y Taran se sintió
arrastrado hacia arriba, más y más alto, y el viento silbó en sus oídos. El gwythaint siguió
subiendo con sus negras alas esforzándose al máximo hasta que sus garras se abrieron y
Taran cayó sobre las rocas de la cima del Monte Dragón.
Achren no había mentido. La corta ladera libre de obstáculos que bajaba en una suave
pendiente se extendía ante él hasta terminar en las Puertas de Hierro, que en esos
momentos se abrían girando sobre sus goznes para permitir que el ejército de los Nacidos
del Caldero entrara a toda prisa en Annuvin. La hueste que no podía morir había
desenvainado sus espadas. Los guerreros de Gwydion que luchaban dentro de la
fortaleza ya habían visto al enemigo, y gritos de desesperación se alzaron de las bocas de
los Hijos de Don trabados en un terrible combate.
Un grupo de Nacidos del Caldero había divisado la silueta solitaria de Taran en la cima
de la montaña y las de los compañeros que acababan de cruzar el risco, y se separaron
del contingente principal de la hueste para lanzar un ataque sobre el Monte Dragón. Los
guerreros que no podían morir empezaron a subir por la pendiente con sus espadas
desenvainadas.
El gwythaint que trazaba círculos en las alturas lanzó un grito de guerra. El ave gigante
desplegó sus alas y se abatió sobre los guerreros abriéndose paso por entre sus filas
mientras golpeaba con sus garras y su pico. La violencia de la inesperada carga del
gwythaint fue tan terrible que la primera fila de Nacidos del Caldero retrocedió
tambaleándose y cayó al suelo, pero uno de los guerreros mudos alzó su espada y golpeó
una y otra vez hasta que el gwythaint se derrumbó a sus pies. Las enormes alas se
movieron en un último estremecimiento, y el maltrecho cuerpo acabó quedando inmóvil.
Tres Nacidos del Caldero habían dejado atrás a sus camaradas y corrían hacia Taran,
quien leyó su muerte en aquellos rostros lívidos. Sus ojos recorrieron la cima buscando en
vano un último medio cíe defensa.
En el punto más alto de la cresta del dragón se alzaba una gran roca. El tiempo y las
tormentas la habían ido royendo hasta ciarle una forma grotesca. El viento que soplaba a
través de los surcos y agujeros creaba una queja lastimera, y la piedra aullaba y gemía
como si tuviera una lengua humana. El extraño gemido parecía encerrar una orden
imperiosa dirigida a Taran. Allí estaba su única arma. Taran se arrojó contra la roca y
centró sus esfuerzos en aquella masa inamovible intentando arrancarla del suelo. Los
Nacidos del Caldero ya casi estaban sobre él.
Taran redobló sus esfuerzos y la cresta de piedra pareció moverse un poco. Un
instante después la base de la roca salió de la oquedad del suelo en la que estaba
encajada. Taran dio un último empujón y la envió rodando hacia sus atacantes. Dos
Nacidos del Caldero retrocedieron tambaleándose y las espadas salieron despedidas de
sus manos, pero el tercer guerrero siguió subiendo hacia Taran sin vacilar ni un instante.
La desesperación hizo que Taran reaccionara como el hombre que arroja guijarros
contra el rayo que le fulminará, y buscó a tientas un puñado de piedras o de tierra, incluso
una ramita rota que lanzar en desafío al guerrero del Caldero que estaba cada vez más
cerca amenazándole con su hoja en alto.
La oquedad de la que había sido arrancada la cresta del dragón estaba rodeada por
piedras planas y dentro de ella, como en una pequeña tumba, yacía Dyrnwyn, la espada
negra.
Taran la cogió. Estaba tan aturdido que durante un momento no reconoció el arma.
Mucho tiempo antes había intentado empuñar a Dyrnwyn y su temeridad había estado a
punto de costarle la vida; pero en aquellos momentos Taran sólo podía verla como un
arma caída providencialmente en sus manos, y arrancó la espada de su vaina sin pensar
en el precio que podía pagar por ello. Dyrnwyn ardió con una cegadora luz blanca, y sólo
entonces un lejano rincón cíe la mente de Taran fue vagamente consciente de que
Dyrnwyn llameaba en su mano y de que seguía vivo a pesar de ello.
El Nacido del Caldero quedó deslumbrado. Dejó caer la espada y se llevó las manos a
la cara. Taran saltó hacia adelante y hundió el arma llameante en el corazón del guerrero
impulsándola con todas sus fuerzas.
El Nacido del Caldero se tambaleó y cayó; y aquellos labios que llevaban tanto tiempo
mudos dejaron escapar un alarido que creó ecos y más ecos en la fortaleza del Señor de
la Muerte haciéndose tan potente como si brotara de un millar de lenguas. Taran
retrocedió con paso vacilante. El Nacido del Caldero yacía inmóvil en el suelo.
Y los guerreros del Caldero se estaban derrumbando a lo largo del sendero y en las
Puertas de Hierro como si fueran un solo cuerpo. Dentro de la fortaleza los hombres que
no podían morir que se enfrentaban a los Hijos de Don gritaron y se derrumbaron igual
que había caído el enemigo de Taran. Un grupo de guerreros que se apresuraba a
taponar la brecha en la Puerta Oscura cayó de bruces ante los pies de los guerreros de
Gwydion, y quienes se esforzaban por acabar con los soldados en el muro oeste se
quedaron inmóviles de repente y sus armas se desprendieron de sus manos para chocar
ruidosamente con las piedras. La muerte había llegado por fin a los Nacidos del Caldero.
Taran llamó a gritos a los compañeros mientras bajaba corriendo de la cima del Monte
Dragón. Los jinetes de los Commots saltaron a sus sillas de montar y lanzaron sus
corceles al galope siguiendo a Taran hacia la contienda.
Taran cruzó a la carrera el patio de armas. La muerte de los Nacidos del Caldero había
hecho que muchos de los centinelas mortales de Arawn arrojaran sus armas al suelo y
buscaran vanamente huir de la fortaleza. Otros luchaban con el frenesí cíe hombres cuyas
vidas ya estaban perdidas; y los Cazadores supervivientes, que habían ido adquiriendo
nuevas fuerzas a medida que sus camaradas caían bajo las hojas de los Hijos de Don,
seguían lanzando su grito de guerra y se arrojaban contra los guerreros de Gwydion. Uno
de los capitanes de los Cazadores lanzó un mandoble a Taran con el rostro marcado por
el sello de Arawn contorsionado en una mueca de rabia, pero dejó escapar un grito de
horror y retrocedió en cuanto vio la espada llameante.
Taran se abrió paso luchando a través de la confusión de guerreros que se debatían a
su alrededor y corrió a la Gran Sala donde había visto por primera vez a Gwydion. Calzó
el umbral, y al hacerlo sintió que el miedo y la repugnancia se adueñaban de él. Las
antorchas ardían a lo largo de los pasillos de paredes que relucían con una oscura
iridiscencia. Taran vaciló unos instantes, como si una ola negra acabara de caer sobre él.
Gwydion le había visto llegar desde el otro extremo del pasillo, y fue rápidamente hacia él.
Taran corrió a su encuentro gritando con voz triunfante que Dyrnwyn había sido
recuperada.
—¡Envaina la espada! —gritó Gwydion protegiéndose los ojos con una mano—.
¡Envaina la espada, pues no hacerlo te costará la vicia!
Taran obedeció.
El rostro de Gwydion estaba pálido y tenso, y sus ojos tachonados de verde ardían con
una luz febril.
—¿Cómo has logrado desenvainar esta espada, porquerizo? —preguntó Gwydion—.
Sólo mis manos pueden atreverse a tocarla. Dame la espada.
La voz de Gwydion sonaba áspera e imperiosa, pero Taran vaciló mientras su corazón
palpitaba en las garras de un temor inexplicable.
—¡Deprisa! —ordenó Gwydion—. ¿Quieres destruir aquello que hemos luchado para
obtener? El tesoro de Arawn espera a que hundamos las manos en él, y un poder mayor
que el que ningún hombre haya podido soñar nos aguarda. Tú lo compartirás conmigo,
porquerizo. No confío en nadie más.
»¿Acaso quieres que algún guerrero de baja cuna nos impida adueñarnos de esos
tesoros? —gritó Gwydion—. Arawn ha huido de su reino, Pryderi ha muerto y su ejército
se ha dispersado. Ahora nadie puede enfrentarse a nosotros. Dame la espada,
porquerizo. La mitad de un reino se halla a tu alcance..., cógelo antes de que sea
demasiado tarde.
Gwydion alargó la mano.
Taran retrocedió con los ojos muy abiertos y llenos de horror.
—Señor Gwydion, éste no es el consejo que da un amigo. Es traición...
Y sólo entonces, mientras contemplaba con expresión perpleja a aquel hombre al que
había honrado desde que era un muchacho, comprendió que estaba siendo engañado.
Taran desenvainó a Dyrnwyn sin perder ni un instante y alzó la hoja resplandeciente.
—¡Arawn! —jadeó, e hizo bajar el arma.
La silueta que había servido de disfraz al Señor de la Muerte se volvió borrosa antes de
que el mandoble diera en su objetivo, y se esfumó. Una sombra se retorció a lo largo del
pasillo y desapareció.
Los compañeros entraron corriendo en la Gran Sala, y Taran se apresuró a ir hacia
ellos mientras les advertía a gritos de que Arawn aún vivía y se había escapado.
La llama del odio ardió en los ojos de Achren al oír aquellas palabras.
—Ha escapado de ti, porquerizo, mas no de mi venganza. Las recámaras secretas de
Arawn no son ningún secreto para mí. Le buscaré y le encontraré sin importar dónde se
haya refugiado.
Achren echó a correr como una exhalación por los serpenteantes pasillos sin esperar a
los compañeros, que corrieron en pos de ella. Dejó atrás dos gruesas puertas en las que
el sello del Señor de la Muerte estaba grabado a gran profundidad en la madera reforzada
con herrajes. Al otro extremo de una estancia de grandes dimensiones Taran vio una
silueta encogida sobre sí misma que corría hacia un enorme trono con forma de calavera.
Era Magg. El rostro del gran mayordomo estaba horriblemente blanco, le temblaban los
labios y babeaba, y los ojos giraban locamente en sus órbitas. Magg avanzó
tambaleándose hasta llegar al pie del trono, cogió un objeto que yacía encima de las
losas, lo sujetó contra su pecho y giró sobre sí mismo para encararse con los
compañeros.
—¡No os acerquéis más! —chilló Magg.
Su tono era tan imperioso que incluso Achren se detuvo y Taran, que se disponía a
sacar a Dyrnwyn de su vaina, quedó horrorizado ante los rasgos convulsos de Magg.
—¿Queréis conservar la vida? —gritó Magg—. ¡Pues entonces de rodillas! Humillaos
ante mí y suplicad misericordia. Yo, Magg, os haré el inmenso favor de convertiros en mis
esclavos.
—Tu amo te ha abandonado —replicó Taran—, y tus traiciones han terminado.
Dio un paso hacia adelante.
Las manos de dedos delgados como patas de araña de Magg se extendieron en un
gesto de advertencia, y Taran vio que el gran mayordomo sostenía en ellas una corona
extrañamente labrada.
—¡Soy quien manda aquí! —gritó Magg—. Yo, Magg, Señor de Annuvin... Arawn juró
que yo llevaría la Corona de Hierro. ¿Se le ha resbalado de entre los dedos? ¡Es mía, mía
por derecho y por promesa!
—Se ha vuelto loco —le murmuró Taran a Fflewddur, quien estaba contemplando con
cara de repugnancia cómo el gran mayordomo alzaba la corona entre balbuceos
ininteligibles—. ¡Ayúdame a hacerle prisionero!
—No será tomado prisionero —exclamó Achren mientras sacaba una daga de entre los
pliegues de su capa—. Su vicia es mía para que se la arrebate, y morirá como morirán
todos los que me han traicionado. Mi venganza empieza aquí, con un esclavo traidor, y
después le tocará el turno a su amo.
—No le hagas daño —ordenó Taran mientras la reina intentaba pasar junto a él para
llegar hasta el trono—. Deja que encuentre justicia de Gwydion.
Achren empezó a luchar con él, pero Eilonwy y Doli se apresuraron a sujetar los brazos
de la enfurecida reina. Taran y el bardo fueron hacia Magg, quien se apresuró a lanzarse
sobre el asiento del trono.
—¿Me dices que las promesas de Arawn son mentiras? —siseó el gran mayordomo
mientras acariciaba la pesada corona—. Se me prometió que llevaría esta corona en la
cabeza, y ahora ha sido depositada en mis manos. ¡Así será!
Magg alzó rápidamente la corona y se la puso sobre la cabeza.
—¡Magg! —gritó—. ¡Magg el Magnífico, Magg el Señor de la Muerte!
La carcajada triunfante del gran mayordomo se convirtió en un alarido, y sus manos se
curvaron como garras para tensarse sobre la banda de hierro que circundaba su frente.
Taran y Fflewddur retrocedieron con expresiones horrorizadas.
La corona brillaba como el hierro al rojo dentro de una fragua. Magg se retorció en la
agonía mientras arañaba en vano el metal ardiente que ya se había puesto al rojo blanco,
y el gran mayordomo se derrumbó del trono después de lanzar un último aullido.
Eilonwy gritó y apartó la mirada.
Gurgi y Glew habían perdido el rastro de los compañeros y estaban avanzando por el
laberinto de corredores serpenteantes intentando vanamente encontrarles. Hallarse en el
corazón de Annuvin hacía que Gurgi estuviera aterrorizado, y gritaba el nombre de Taran
a cada paso que daba; pero la única respuesta que obtenía era el eco que volvía a él
después de resonar en los salones y pasillos iluminados por las antorchas. Glew estaba
tan asustado como él, y entre jadeo y jadeo el antiguo gigante encontraba el aliento
suficiente para quejarse amargamente.
—¡Es demasiado! —gritó—, ¡Oh, esto es intolerable! ¿Acaso no hay fin a las cargas
terribles que se dejan caer sobre mis hombros? Empujado a bordo de un navío, llevado
hasta Caer Dallben, medio congelado hasta que me encontré al borde de la muerte,
arrastrado a través de montañas con grave peligro para mi vida, una fortuna arrebatada
de mis manos... ¡Y ahora esto! ¡Ah, cuando era un gigante nunca habría tenido que
soportar el que se me tratara con semejante falta de miramientos!
—¡Oh, gigante, basta de quejidos y resoplidos! —replicó Gurgi, quien ya tenía bastante
desgracia con haber quedado separado de los compañeros—. Gurgi está perdido y
entristecido, pero intenta encontrar al bondadoso amo con inspecciones e investigaciones.
No temas —añadió en tono tranquilizador, aunque tenía que hacer un inmenso esfuerzo
para impedir que le temblara la voz—, el osado Gurgi mantendrá a salvo al gigantito
quejumbroso, oh, sí.
—Pues no lo estás haciendo demasiado bien —dijo secamente Glew.
Pero a pesar de sus palabras el regordete hombrecillo se agarró al costado de la
peluda criatura, y sus rechonchas piernecillas empezaron a moverse más deprisa para
acompasar su paso al de Gurgi.
Habían llegado al final de un pasillo en el que había una gruesa puerta de hierro no
muy alta que estaba abierta. Gurgi se detuvo ante ella y la contempló con expresión
atemorizada. Una luz brillante y fría brotaba de la estancia que había al otro lado del
umbral. Gurgi dio unos cuantos pasos cautelosos hacia adelante y echó un vistazo en el
interior. Más allá del umbral se extendía lo que parecía ser un túnel interminable. La luz
procedía de montones de gemas preciosas y adornos de oro. Más lejos distinguió objetos
extraños medio escondidos por las sombras. Gurgi retrocedió, y los ojos se le
desorbitaron a causa del asombro y el terror.
—Oh, es la sala de los tesoros del malvado Señor de la Muerte... —murmuró—. ¡Oh,
relumbres y vislumbres! Este lugar es muy secreto y temible, y no es prudente que el
osado Gurgi siga en él.
Pero Glew avanzó hacia el umbral, y la visión de las gemas hizo que sus pálidas
mejillas temblaran y que le brillasen los ojos.
—¡Cierto, es un tesoro! —exclamó, medio atragantándose a causa de la excitación—.
Se me ha robado una fortuna, pero ahora me cobraré con creces lo que se me debe. ¡Es
mío! —gritó—. ¡Todo, todo! ¡Yo he hablado primero! ¡Nadie me privará cíe esto!
—No, no —protestó Gurgi—. ¡No puede ser tuyo, gigante codicioso! Dar o tomar es
algo que corresponde al poderoso príncipe. Ahora ven con apresuramiento y premura, y
busquemos a los compañeros todavía más deprisa. Ven con avisos y consejos, pues
Gurgi también teme a las celadas y entrampadas. ¿Costosos tesoros sin vigilancia? No,
no, el astuto Gurgi se huele que aquí hay encantamientos malvados.
Glew le apartó a un lado sin hacer caso de las advertencias de la criatura. El antiguo
gigante cruzó el umbral con un grito anhelante y entró en el túnel para hundir las manos
en el montón de joyas más grande. Gurgi le agarró por el cuello del jubón e intentó en
vano hacerle retroceder mientras las llamas emergían de las paredes del escondite de los
tesoros.
Gwydion reagrupó a los últimos supervivientes de los Hijos de Don y los jinetes de los
Commots ante la Gran Sala de Annuvin. Los compañeros se reunieron con ellos allí
mientras Kaw revoloteaba sobre sus cabezas lanzando graznidos de júbilo. Taran escrutó
el rostro cíe Gwydion durante unos momentos, pero sus dudas se desvanecieron cuando
el guerrero se apresuró a ir hacia él y le estrechó la mano.
—Tenemos muchas cosas que contarnos el uno al otro —dijo Gwydion—, pero ahora
no hay tiempo para ello. Annuvin está en nuestras manos, pero el Señor de la Muerte se
nos ha escapado. Debe ser encontrado y muerto, si es que se halla en nuestro poder el
hacerlo.
—Gurgi y Glew se han extraviado en la Gran Sala —dijo Taran—. Dadnos permiso
para ir en su busca antes.
—Id entonces, y deprisa —respondió Gwydion—. Si el Señor de la Muerte sigue en
Annuvin sus vidas corren tanto peligro como las nuestras.
Taran abrió la hebilla que unía Dyrnwyn a su cinto y alargó la espada a Gwydion.
—Ahora entiendo por qué Arawn quiso apoderarse de ella..., no para utilizarla él
mismo, sino porque sabía que amenazaba su poder. Sólo Dyrnwyn podía destruir a sus
Nacidos del Caldero. De hecho, su temor era tan grande que ni siquiera se atrevió a
tenerla dentro de su fortaleza, y creyó que si la enterraba en la cima del Monte Dragón ya
no podría dañarle. Cuando Arawn se disfrazó utilizando vuestra apariencia casi consiguió
engañarme para que le entregase el arma. Tomadla ahora. La espada está más segura
en vuestras manos.
Gwydion meneó la cabeza.
—Te has ganado el derecho a desenvainarla, Ayudante de Porquerizo —dijo—, y con
él el derecho a llevarla al cinto.
—¡Cierto, cierto! —intervino Fflewddur—. El golpe que asestaste a ese Nacido del
Caldero fue realmente magnífico... Ni un Fflam podría haberlo hecho mejor. Nos hemos
librado de esas bestias repugnantes para siempre.
Taran asintió.
—Y sin embargo ya no siento odio hacia ellos. Nunca desearon acabar convertidos en
esclavos de otra voluntad, y ahora por fin están en paz.
—Bueno, en cualquier caso la profecía de Hen Wen se ha realizado después de todo
—dijo Fflewddur—. No es que dudara de ello ni por un momento, naturalmente... —El
bardo lanzó una mirada instintiva por encima de su hombro, pero esta vez no hubo ningún
chasquido de cuerdas de arpa—. Aun así la verdad es que se expresó en unos términos
realmente muy curiosos. Sigo sin haber oído hablar a ninguna piedra.
—Yo sí la he oído hablar —respondió Taran—. En la cima del Monte Dragón el sonido
de la cresta rocosa era como una voz. Sin él no habría prestado ninguna atención a la
piedra, pero cuando vi lo desgastada y agujereada que estaba pensé que quizá sería
capaz de moverla. Sí, Fflewddur, la piedra que no tenía voz habló con toda claridad...
—Bueno, si piensas en ello supongo que tienes razón —dijo Eilonwy—, En cuanto a
que la llama de Dyrnwyn se extinguiría está claro que Hen Wen no podía estar más
equivocada. Es comprensible, desde luego, ya que en aquellos momentos estaba muy
nerviosa y asustada y...
Dos siluetas asustadas salieron a la carrera cíe la Gran Sala antes de que la muchacha
pudiera terminar la frase y corrieron hacia los compañeros. Una gran parte del vello y la
cabellera de Gurgi estaban chamuscadas aquí y allá; sus hirsutas cejas se habían
quemado hasta casi desaparecer y sus ropas aún desprendían humo. El antiguo gigante
lo había pasado todavía peor, pues parecía poco más que un montón de mugre y cenizas.
Taran no tuvo tiempo de dar la bienvenida a los compañeros extraviados, pues la voz
cíe Achren se alzó en un grito terrible.
—¿Buscáis a Arawn? ¡Está aquí!
Achren se arrojó a los pies de Taran, quien jadeó y quedó paralizado por el horror. Ante
él había una serpiente enroscada que se preparaba para atacar.
Taran saltó a un lado. Dyrnwyn salió de su vaina y brilló en el aire. Achren había
agarrado a la serpiente con las dos manos como si quisiera estrangularla o partirla por la
mitad. La cabeza de la serpiente salió disparada hacia ella, el cuerpo escamoso se movió
con la fuerza y la velocidad de un látigo y los colmillos se hundieron en la garganta de
Achren, quien cayó al suelo lanzando un grito desgarrador. Un instante después la
serpiente ya volvía a enroscarse. Sus ojos estaban iluminados por una llama gélida y letal.
La serpiente volvió a lanzarse hacia adelante emitiendo un silbido de rabia para atacar a
Taran con las fauces abiertas y los colmillos al descubierto. Eilonwy gritó. Taran hizo girar
la espada resplandeciente golpeando con todas sus fuerzas. La hoja atravesó el cuerpo
de la serpiente cortándolo por la mitad.
Taran arrojó a Dyrnwyn a un lado y cayó de rodillas junto a Gwydion, quien sostenía en
sus brazos el flácido cuerpo de la reina. Los labios de Achren estaban exangües, y sus
ojos vidriosos buscaron el rostro de Gwydion.
—Bien, Gwydion, ¿he sido fiel a mi juramento o no? —murmuró con una débil
sonrisa—. ¿El Señor cíe Annuvin está muerto...? Ah, eso es bueno. La muerte me llega
como una amiga.
Los labios de Achren se separaron como si fuese a decir algo más, pero su cabeza
cayó hacia atrás y su cuerpo se aflojó en los brazos de Gwydion.
Un jadeo horrorizado escapó de la boca de Eilonwy. Taran alzó la mirada y vio que la
muchacha señalaba las dos mitades cíe la serpiente. El cuerpo de la serpiente se retorció
y se volvió borroso, y en su lugar apareció la silueta vestida de negro cíe un hombre cuya
cabeza cercenada había rodado hasta quedar con el rostro vuelto hacia el suelo; pero un
instante después aquella forma también pareció perder la sustancia y el cadáver se
hundió en la tierra como una sombra, y allí clónele había yacido el suelo quedó calcinado
y estéril, herido y agrietado como por muchos años de sequía. Arawn, el Señor de la
Muerte, se había esfumado.
—¡La espada! —gritó Fflewddur—. ¡Mirad la espada!
Taran se apresuró a cogerla, pero la llama de Dyrnwyn parpadeó como avivada por un
viento surgido de la nada en el mismo instante en que sus dedos se cerraban alrededor
cíe la empuñadura. El resplandor blanco se debilitó como una hoguera que agoniza, y se
fue desvaneciendo cada vez más y más deprisa. Ya no era blanco, sino que estaba lleno
de colores que se arremolinaban en una danza temblorosa. Un instante después Taran
sostenía en su mano un arma maltrecha y envejecida cuya hoja brillaba con los destellos
apagados que ya no procedían de la llama que en tiempos había ardido dentro de ella,
sino sólo cíe los rayos del sol poniente que reflejaba.
Eilonwy corrió hasta él.
—Lo que había escrito en la vaina también está desapareciendo —exclamó—. Por lo
menos creo que eso es lo que ocurre, a menos que sea la penumbra... Espera, déjame
probar con esto.
Sacó su juguete de entre los pliegues de su capa y lo acercó a la vaina negra, y de
repente la inscripción brilló bajo los rayos dorados.
—¡Mi juguete ilumina lo que está escrito en la vaina de Dyrnwyn, y hay más de lo que
se veía antes! —gritó la muchacha con voz sorprendida—. Incluso la parte que había sido
raspada... ¡Ahora puedo verla casi toda!
Los compañeros se apresuraron a congregarse a su alrededor, y Taliesin cogió la vaina
y la examinó mientras Eilonwy sostenía su juguete sobre ella.
—La escritura está clara, pero se desvanece muy deprisa —dijo Taliesin—. Cierto,
princesa, tu luz dorada muestra lo que había escrito en ella... «DESENVAINA A
DYRNWYN, SÓLO TÚ DE NOBLE NATURALEZA, PARA GOBERNAR CON JUSTICIA Y
PARA ACABAR CON EL MAL. QUIEN LA EMPUÑE POR UNA BUENA CAUSA PODRÁ
MATAR INCLUSO AL SEÑOR DE LA MUERTE.» Un instante después la inscripción ya
se había desvanecido. Taliesin hizo girar la vaina negra entre sus dedos.
—Ahora quizá comprendo aquello a lo que el saber antiguo sólo hacía vagas
alusiones..., que hubo un tiempo en el que un gran rey descubrió un gran poder e intentó
utilizarlo en beneficio propio. Creo que Dyrnwyn era esa arma, que fue apartada de su
destino y que estuvo perdida durante mucho tiempo para acabar volviendo a ser
encontrada.
—La misión de Dyrnwyn ha llegado a su fin —dijo Gwydion—. Marchémonos cíe este
lugar maligno.
La muerte había hecho que los rasgos cíe Achren perdieran su altiva amargura, y su
rostro por fin estaba tranquilo. Los compañeros envolvieron a la mujer en su harapienta
capa negra como si fuese un sudario y llevaron el cuerpo hasta la Gran Sala, pues quien
en tiempos gobernó Prydain había sabido morir con honor.
De repente el estandarte negro que ondeaba en el pináculo de la torre del Señor de la
Muerte quedó envuelto en una nube de fuego y cayó convertido en hilachas llameantes.
Los muros de la Gran Sala temblaron, y la fortaleza pareció estremecerse cié un extremo
a otro.
Los compañeros y los guerreros se alejaron al galope de las Puertas de Hierro, y los
muros se agrietaron y las enormes torres se derrumbaron detrás cíe ellos. Una cortina de
llamas brotó de las minas sobre las que se había levantado Annuvin y se alzó hacia el
cielo.
20 - El regalo
Volvían a estar en casa. Gwydion había guiado a los compañeros en dirección oeste
hasta llegar a la costa en la que aguardaban los navíos dorados. Desde allí, con Kaw
orgullosamente posado en el mástil más alto, las grandes embarcaciones de velas
relucientes les llevaron hasta el puerto de Avren. La nueva de la destrucción de Arawn se
había difundido con gran rapidez; y cuando los compañeros desembarcaron muchos
señores de los cantrevs y sus huestes de batalla ya se habían reunido para seguir a los
Hijos de Don, rendir homenaje al rey Gwydion y gritar dando la bienvenida a los
habitantes de los Commots y a Taran el Vagabundo. Gurgi desplegó lo que quedaba del
estandarte de la Cerda Blanca y lo alzó con expresión triunfante.
Pero Gwydion se mostraba extrañamente silencioso, y cuando la pequeña granja
apareció ante sus ojos Taran sintió más pena que alegría. El invierno ya se iba
debilitando. La tierra que se descongelaba había empezado a agitarse, y las primeras
huellas cíe verde, aún apenas visibles, acariciaban las colinas como una delgada cortina
de niebla; pero los ojos de Taran se posaron en el huerto vacío de Coll y volvió a sentir el
dolor cíe la pérdida del robusto cultivador de repollos que se hallaba tan lejos en su
solitario lugar cíe reposo como si ésta acabara de ocurrir.
Dallben salió cojeando de la casita para recibirles. El rostro del encantador estaba aún
más arrugado que cuando se separaron de él. Su frente parecía muy frágil, y la piel
marchita era casi transparente. Al verle, Taran tuvo la impresión de que Dallben ya sabía
que Coll no volvería. Eilonwy corrió hacia sus brazos extendidos. Taran bajó de un salto
de la grupa de Melynlas y la siguió. Kaw batió las alas y empezó a parlotear con toda la
potencia de sus pulmones. Fflewddur, Dolí y Gurgi. quien tenía un aspecto más sucio y
descuidado que nunca, se apresuraron a añadir sus saludos y todos intentaron hablar al
mismo tiempo para contar a Dallben lo que les había ocurrido.
Hen Wen gruñía, chillaba y resoplaba, y parecía a punto de conseguir trepar por
encima de los maderos de su aprisco. Taran entró de un salto en él para rodear con sus
brazos a la cerda que había enloquecido de alegría al verle, cuando de repente oyó unos
chillidos muy estridentes y la sorpresa le dejó boquiabierto.
Eilonwy, quien había venido corriendo hasta el aprisco, lanzó un grito de alegría.
—¡Cerditos!
Seis cerditos, cinco blancos como Hen Wen y uno negro, estaban incorporados sobre
sus patas traseras al lado de su madre y no paraban de chillar. Hen Wen resoplaba y
lanzaba gruñidos llenos de orgullo.
—Hemos tenido visitantes —dijo Dallben—, y uno de ellos era un jabalí muy apuesto.
Durante el invierno hubo mucha agitación entre las criaturas del bosque, y ese jabalí vino
buscando comida y refugio y descubrió que Caer Dallben le resultaba más agradable que
el bosque. Ahora está vagabundeando por los alrededores, pues todavía es un poco
salvaje y no está acostumbrado a la presencia de tantos recién llegados.
—¡Gran Belin! —exclamó Fflewddur—. ¡Siete cerdos oráculo! Taran, amigo mío, ahora
te esperan tareas mucho más duras que aquellas a las que te enfrentaste en las colinas
de Bran-Galedd.
Dallben meneó la cabeza.
—Son robustos y sanos, y nunca había visto una carnada tan espléndida, pero sus
poderes no son más grandes que los de cualquier otro cerdo..., lo cual debería bastar
para satisfacerles. El don de Hen Wen empezó a desvanecerse cuando las varillas de las
letras quedaron hechas añicos, y ahora ya se ha perdido del todo. Es mejor así, pues un
poder semejante resulta una carga muy pesada tanto para los hombres como para los
cerdos, y me atrevería a decir que ahora es mucho más feliz.
Los compañeros descansaron durante dos días, agradeciendo el estar juntos en la paz
de la pequeña granja y contentándose con ello. El cielo nunca había parecido más
despejado, y estaba lleno de la feliz promesa de la primavera o de una alegría aún mayor.
El rey Smoit había llegado con su guardia de honor, y durante toda una noche de
celebración la casita acogió los joviales sonidos del festejo.
Al día siguiente Dallben convocó a los compañeros a su habitación, donde ya estaban
esperando Gwydion y Taliesin. El encantador contempló en silencio con sus ojos sabios y
llenos de bondad a todos los presentes durante unos momentos, y cuando habló su voz
estaba impregnada de dulzura.
—Éstos han sido días de bienvenida —dijo—, pero también de adiós.
Un murmullo interrogativo se alzó de los compañeros. Taran puso cara de alarma y
lanzó una mirada interrogativa a Dallben, pero Fflewddur se llevó una mano a la espada.
—¡Sabía que así ocurriría! —exclamó—. ¿Qué empresa falta por llevar a cabo?
¿Acaso han vuelto los gwythaints? ¿Aún queda alguna banda de Cazadores que ronda
por ahí? ¡No temáis! ¡Un Fflam está preparado!
La excitación del bardo hizo que los labios de Gwydion se curvaran en una sonrisa
entristecida.
—Nada de eso, mi valeroso amigo. Los gwythaints han sido destruidos, al igual que los
Cazadores; y sin embargo es cierto que aún queda una empresa que llevar a cabo. Los
Hijos de Don y toda su parentela deben subir a bordo de los navíos dorados y zarpar con
rumbo a la Tierra del Verano, el país del que vinimos.
Taran se volvió hacia Gwydion como si no hubiera comprendido las palabras del Gran
Rey.
—¿Cómo?; ¿es que los Hijos de Don se marchan de Prydain? —preguntó, no
atreviéndose a creer que las había entendido bien—. ¿Tenéis que zarpar ahora? ¿Con
qué propósito? ¿Cuánto tardaréis en regresar? ¿Es que no vais a disfrutar antes de
vuestra victoria?
—Nuestra victoria es la razón de nuestro viaje —respondió Gwydion—. Es un destino
que nos fue impuesto hace ya mucho tiempo: cuando el Señor de Annuvin fuese vencido
los Hijos de Don tendrían que marcharse para siempre de Prydain.
—¡No! —protestó Eilonwy—, ¡De entre todos los momentos posibles..., ahora no!
—No podemos ciar la espalda a lo que ha sido nuestro destino desde hace muchísimo
tiempo —replicó Gwydion—. El rey Fflewddur Fflam también debe venir con nosotros,
pues está emparentado con la Casa de Don.
La preocupación nubló el rostro del bardo.
—Un Fflam es agradecido por naturaleza —dijo—, y en circunstancias normales me
encantaría emprender un viaje por mar; pero me conformo con quedarme en mi reino. A
decir verdad y aunque es un lugar bastante feo y aburrido, he descubierto que lo estoy
echando de menos.
—No está en tus manos escoger, Hijo de Godo —intervino Taliesin—, pero debes
saber que la Tierra del Verano es muy hermosa, más hermosa incluso que Prydain, y que
allí todos los deseos del corazón se ven satisfechos. Llyan estará contigo. Tendrás una
nueva arpa. Yo mismo te enseñaré a tocarla, y aprenderás todo el saber de los bardos. Tu
corazón siempre ha sido el de un verdadero bardo, Fflewddur Fflam. Hasta ahora no
estaba preparado. ¿Has renunciado a lo que más amabas por el bien de tus compañeros?
El arpa que te aguarda será todavía más preciosa por ello, y sus cuerdas nunca se
romperán.
»Hay otra cosa que también has de saber —añadió Taliesin—. Todos los que han
nacido de hombre y mujer deben morir, salvo quienes moran en la Tierra del Verano. Es
un lugar en el que no se conoce la contienda o el sufrimiento, y donde hasta la muerte es
desconocida.
—Aún hay otro destino que se nos ha impuesto —dijo Dallben—. Al igual que los Hijos
de Don han de volver a su tierra, así tiene que haber un fin a mis poderes. He meditado
durante mucho tiempo en el mensaje que nos transmitió la última varilla de las letras de
Hen Wen. Ahora comprendo por qué las varillas de fresno se hicieron astillas. No podían
soportar una profecía semejante, que sólo podía ser ésta: no sólo llegará el momento en
el que la llama de Dyrnwyn se extinguirá y su poder se esfumará, sino que llegará el día
en el que todos los encantamientos desaparecerán, y los hombres guiarán su destino sin
su ayuda.
»Yo también he de partir hacia la Tierra del Verano —siguió diciendo Dallben—. Lo
hago con pena, pero con una alegría todavía mayor. Soy un anciano y estoy cansado, y
para mí allí habrá descanso y la liberación de cargas que han llegado a ser demasiado
pesadas para mis hombros.
»Ay, Doli también ha de volver al reino del Pueblo Rubio, y Kaw también debe irse —
añadió el encantador—. Los puestos de vigilancia están siendo abandonados. El rey
Eiddileg no tardará en ordenar que se bloqueen todos los caminos que llevan a su reino,
al igual que Medwyn ha cerrado ya su valle para siempre a la raza de los hombres, y a
partir de ahora sólo los animales podrán encaminarse hacia él.
Dolí inclinó la cabeza.
—¡Hum! —resopló—. Ya iba siendo hora de que dejáramos de tener tratos con los
mortales... Eso sólo da problemas. Sí, me alegrará volver. Ya estoy harto de mi-buen-Doli
esto y mi-buen-Doli aquello, y mi-buen-Doli, ¿verdad que no te importaría volverte
invisible una vez más?
El enano se esforzaba por parecer lo más furioso posible, pero había lágrimas en sus
ojos carmesíes.
—Incluso la princesa Eilonwy, Hija de Angharad, debe partir hacia la Tierra del Verano
—dijo Dallben—. Así ha de ser —siguió diciendo cuando Eilonwy dio un respingo de
incredulidad—. En Caer Colur la princesa sólo renunció al uso de sus poderes mágicos.
Siguen estando dentro de ella, pues han sido concedidos a todas las hijas de la Casa de
Llyr; y por eso debe marcharse. Pero... —se apresuró a añadir antes de que Eilonwy
pudiera interrumpirle— hay otros que han prestado grandes servicios a los Hijos de Don.
El fiel Gurgi, y también Hen Wen, a su manera; y Taran de Caer Dallben... Su
recompensa es que puedan hacer el viaje con nosotros.
—¡Sí, sí! —gritó Gurgi—. ¡Vayamos todos a la tierra donde no hay muertes ni malas
suertes! —Empezó a dar saltos de alegría y movió los brazos de un lado a otro, con lo
que consiguió perder una considerable cantidad del pelo que aún le quedaba—. ¡Sí, oh,
sí! ¡Todos juntos para siempre! Y Gurgi también encontrará lo que busca... ¡Sabiduría
para su pobre y tierna cabeza!
Taran sintió que se le formaba un nudo en la garganta. Gritó el nombre de Eilonwy y
corrió hacia la princesa para tomarla en sus brazos.
—No volveremos a separarnos. Cuando lleguemos a la Tierra del Verano nos
casaremos... —Vaciló antes de seguir hablando—. Si..., si ése es tu deseo, claro. Si es
que quieres casarte con un Ayudante de Porquerizo...
—Bueno, la verdad es que ya empezaba a dudar de que me lo pidieras —dijo
Eilonwy—. Pues claro que lo haré, y si te hubieras tomado la molestia de pensar un poco
en la pregunta ya conocerías mi respuesta.
A Taran aún le daba vueltas la cabeza a causa de las noticias que les acababa de dar
el encantador, y se volvió hacia Dallben.
—¿Es posible que todo esto sea cierto..., que Eilonwy y yo podamos hacer el viaje
juntos?
Dallben guardó silencio durante unos momentos y acabó asintiendo con la cabeza.
—Es cierto. No está en mis manos conceder un don mayor que ése.
Glew soltó un bufido.
—Todo eso está muy bien, sobre todo lo de ir otorgando la vida eterna a diestra y
siniestra... ¡Incluso a una cerda! Pero nadie ha pensado en mí. ¡Ah, qué egoísmo y cuánta
falta de consideración! Está clarísimo que si la mina del Pueblo Rubio no se hubiera
derrumbado..., robándome mi fortuna, podría añadir..., habríamos seguido un camino
distinto, nunca habríamos llegado al Monte Dragón, Dyrnwyn jamás habría sido
encontrada, los Nacidos del Caldero nunca habrían muerto... —Pero a pesar de toda su
indignación el rostro del antiguo gigante estaba fruncido en una mueca de pena, y le
temblaban los labios—. ¡Venga, venga, marcharos! ¡Dejad que siga teniendo este tamaño
ridículo! Os aseguro que cuando era un gigante...
—¡Sí, sí! —gritó Gurgi—, El gigante quejumbroso también ha prestado un servicio,
como él acaba de decir... ¡No es justo dejarle solo y perdido en la pequeñez! ¡Y en la sala
del tesoro del malvado Señor de la Muerte cuando todos los ricos tesoros quedaron
envueltos en llamas una vida fue salvada de las quemaduras dolorosas y calientes!
—Sí, incluso Glew ha prestado un gran servicio aunque fuese de manera involuntaria
—replicó Dallben—. Su recompensa no será menor que la tuya. En la Tierra del Verano
podrá crecer hasta alcanzar la estatura de un hombre, si ése es su deseo. Pero antes
respóndeme a esta pregunta —añadió mirando con expresión severa a Gurgi—. ¿Es
cierto que te salvó la vida?
Gurgi vaciló un momento, y Glew habló antes de que pudiera responder.
—Pues claro que no —dijo el antiguo gigante—. Una vida fue salvada..., la mía. Si
Gurgi no me hubiera sacado a rastras de la sala de los tesoros ahora yo no sería más que
un poco de ceniza en Annuvin.
—¡Por lo menos has dicho la verdad, gigante! —exclamó Fflewddur—. ¡Bien por ti!
¡Gran Belin, creo que ya eres un poquito más alto!
Gwydion dio un paso hacia adelante y puso la mano sobre el hombro de Taran.
—Nuestra hora no tardará en llegar —dijo con dulzura—. Partiremos por la mañana.
Prepárate, Ayudante de Porquerizo.
Aquella noche Taran durmió bastante mal. La alegría que había iluminado su corazón
había huido de manera inexplicable revoloteando hasta quedar fuera de su alcance como
un pájaro de plumaje multicolor al que era incapaz de volver a atraer hacia su mano. Ni
siquiera se sentía capaz de pensar en Eilonwy y en la felicidad que les aguardaba en la
Tierra del Verano.
El nerviosismo acabó obligándole a levantarse de su camastro, y fue hasta la ventana
del dormitorio. Las hogueras del campamento de los Hijos de Don se habían consumido
hasta dejar sólo cenizas. La luna llena convertía los campos dormidos en un mar de plata.
Una voz empezó a alzarse desde muy lejos al otro lado de las colinas entonando una
canción que llegó a sus oídos débil pero muy clara; otra se unió a ella, y después otras
más. Taran contuvo el aliento. Sólo había oído un cántico semejante en una ocasión,
hacía ya mucho tiempo, en el reino del Pueblo Rubio. La canción, más hermosa de lo que
recordaba, se fue haciendo más límpida y potente y un chorro de melodías que parecían
brillar con una claridad más intensa que la de los rayos de la luna inundó la habitación...,
hasta que la canción terminó de repente. Taran lloró de pena, sabiendo que nunca más
volvería a escucharla y aunque quizá fuera cosa de su imaginación, le pareció que de
cada confín de la tierra le llegaba el eco de una gruesa puerta cerrándose para siempre.
—¿Cómo, polluelo mío, es que no puedes dormir? —dijo una voz detrás de él.
Taran giró rápidamente sobre sí mismo. La luz que había inundado de repente la
habitación le deslumbró; pero cuando su visión se fue aclarando distinguió tres figuras
altas y esbeltas, dos vestidas con túnicas de colores cambiantes, de blanco, oro y carmesí
llameante, y una que llevaba una capa y un capuchón de un negro tan intenso que
parecía relucir. Las joyas centelleaban en las trenzas de la primera, y de la garganta cíe la
segunda colgaba un collar de relucientes cuentas blancas. Taran vio que sus rostros
estaban tranquilos y que eran increíblemente hermosos, y aunque las sombras del
capuchón oscurecían los rasgos de la tercera silueta Taran supo que no podía ser menos
hermosa.
—No puede dormir y tampoco puede hablar —dijo la figura del centro—, Pobrecito...
Mañana en vez de bailar de alegría estará bostezando.
—Vuestras voces..., las conozco muy bien —balbuceó Taran, y apenas consiguió
hablar en un tono más fuerte que el susurro—. Pero vuestras caras... Sí, las he visto en
una ocasión, hace ya mucho tiempo..., en los pantanos de Morva. Pero no podéis ser las
mismas... ¿Orddu? Orwen y... ¿Orgoch?
—Pues claro que lo somos, gansito —replicó Orddu—, aunque es verdad que cuando
nos encontramos antes no estábamos en nuestro mejor momento.
—Pero aun así supimos estar a la altura de las circunstancias.
Orwen dejó escapar una risita de muchacha y jugueteó con las cuentas de su collar.
—No debes pensar que siempre tenemos aspecto de viejas arpías —dijo—. Sólo
cuando la situación parece exigirlo.
—¿Por qué habéis venido? —preguntó Taran, quien aún no se había recuperado de la
sorpresa que le producía oír las voces familiares de las encantadoras saliendo de
aquellos labios tan hermosos—. ¿También viajaréis a la Tierra del Verano?
Orddu meneó la cabeza.
—Vamos a hacer un viaje, pero no iremos con vosotros. La sal del aire no le sienta
nada bien a Orgoch, aunque probablemente es la única cosa que le sienta mal.
Viajaremos a..., bueno, a cualquier parte. Incluso podrías decir que a todas partes.
—No volveréis a vernos, y nosotras tampoco volveremos a veros —añadió Orwen, en
un tono casi apenado—. Os echaremos de menos. Todo lo que podemos echar de menos
a alguien, claro está... A Orgoch le habría encantado... Bueno, será mejor que no
hablemos de eso.
Orgoch dejó escapar un bufido nada delicado y totalmente impropio de su nueva
belleza. Mientras tanto Orddu había desplegado un tapiz lleno de bordados multicolores y
se lo alargó a Taran.
—Hemos venido a traerte esto, patito —dijo—. Cógelo y no hagas ningún caso del
refunfuñar de Orgoch. Tendrá que tragarse su desilusión..., a falta de algo mejor.
—He visto esto en vuestro telar —dijo Taran, quien sentía una cierta desconfianza—.
¿Por qué me lo ofrecéis? No lo he pedido, y no puedo pagarlo.
—Es tuyo por derecho propio, mi petirrojo —respondió Orddu—. Si quieres ser estricto
y fijarte en los detalles procede de nuestro telar, désele luego, pero fuiste tú quien lo tejió.
Taran puso cara cíe perplejidad y contempló con más atención el tapiz, y vio que
estaba lleno de imágenes de hombres y mujeres, guerreros y batallas, pájaros y animales.
—Esto... —murmuró con voz asombrada—. Todo esto es mi vida.
—Por supuesto —replicó Orddu—. El dibujo es el escogido por ti y siempre lo fue.
—¿El escogido por mí? —replicó Taran—, ¿No lo escogisteis vosotras? Pero yo creía
que... —Se calló y alzó la mirada hacia Orddu—. Sí, hubo un tiempo en el que creí que el
mundo seguía el camino que vosotras le marcabais, pero ahora veo que no es así. Las
hebras de la vida no son urdidas por tres arpías, y ni siquiera por tres hermosas
doncellas... Cierto, el dibujo es el que yo escogí. Pero aquí... —añadió frunciendo el ceño
mientras examinaba el extremo del tapiz en el que la urdimbre desaparecía y las hebras
quedaban sueltas—. Esta parte no está terminada.
—Naturalmente —dijo Orddu—. Aún has de escoger el dibujo, y lo mismo tendréis que
hacer todos y cada uno de vosotros, pobres y perplejos pajarillos..., por lo menos mientras
aún quede hilo con el que tejer.
—¡Pero ya no soy capaz de verlo con claridad! —exclamó Taran—. Ya no entiendo a
mi propio corazón... ¿Por qué mi alegría está ensombrecida por la pena? Contestad al
menos a esa pregunta... Reveládmelo, y que sea la última merced que me hacéis.
—Querido polluelo —dijo Orddu sonriendo con tristeza—, ¿de verdad crees que alguna
vez te hemos dado algo?
Y las tres figuras desaparecieron.
21 - Despedidas
Taran pasó el resto de la noche inmóvil delante de la ventana. El tapiz inacabado yacía
a sus pies. Al amanecer muchos más habitantes de los Commots y nobles de los cantrevs
se presentaron para invadir los campos y las laderas que se alzaban alrededor de Caer
Dallben, pues se había sabido que los Hijos de Don se marchaban de Prydain, y que con
ellos se irían también las Hijas de Don que habían venido desde las fortalezas del este.
Taran acabó dando la espalda a la ventana y fue a la habitación de Dallben.
Los compañeros ya estaban reunidos allí, incluso Doli, quien se había negado
categóricamente a emprender el viaje hacia el reino del Pueblo Rubio sin despedirse
antes por última vez de todos y cada uno de sus amigos. Kaw, silencioso por una vez,
estaba posado sobre el hombro del enano. Glew parecía nervioso y complacido ante la
perspectiva de partir. Taliesin y Gwydion estaban al lado de Dallben, quien se había
puesto una gruesa capa de viaje y se apoyaba en un báculo de madera de fresno. El
encantador sujetaba El Libro de los Tres debajo de un brazo.
—¡Deprisa, bondadoso amo! —gritó Gurgi, y Llyan meneó impacientemente el rabo al
lado de Fflewddur—. ¡Todos están preparados para los flotamientos y embaucamientos!
Los ojos de Taran recorrieron los rostros de los compañeros y se posaron en Eilonwy,
que le observaba en silencio, y después en los curtidos rasgos de Gwydion y en los de
Dallben, arrugados por la sabiduría. Nunca había amado a ninguno de ellos más que en
aquellos momentos. Taran no habló hasta que estuvo delante del anciano encantador.
—Jamás podré aspirar a un honor más grande que el que me ofrecéis ahora —dijo
Taran. Las palabras salieron de sus labios muy despacio y como de mala gana, pero se
obligó a seguir hablando—. Anoche mi corazón estaba inquieto. Soñé que Orddu..., no, no
era un sueño. Estuvo aquí, y he comprendido que no puedo aceptar lo que me ofrecéis.
Los chillidos de Gurgi se interrumpieron de golpe, y la criatura se volvió hacia Taran
abriendo los ojos como platos y contemplándole con cara de incredulidad.
Los compañeros dieron un paso hacia él.
—Taran de Caer Dallben, ¿tienes idea de lo que estás diciendo? —gritó Eilonwy—.
¿Es que la llama de Dyrnwyn te ha consumido los sesos? —Pero de repente fue como si
la voz se le atascara en la garganta, y la princesa se mordió los labios y se apresuró a
darle la espalda—. Ya lo entiendo... íbamos a casarnos cuando llegáramos a la Tierra del
Verano. ¿Acaso sigues dudando de lo que hay en mi corazón? Mi corazón no ha
cambiado. Es el tuyo el que ha cambiado en lo que sentía hacia mí.
Taran no se atrevía a mirar a Eilonwy, pues el dolor y la pena que sentía eran
demasiado agudos.
—Te equivocas, princesa de Llyr —murmuró—. Te amo desde hace mucho tiempo, y te
amé incluso antes de saber que lo hacía. Separarme de mis compañeros me desgarra el
corazón, pero separarme de ti me resulta doblemente doloroso... Y sin embargo, que así
sea. No puedo hacer otra cosa.
—Piénsalo bien, Ayudante de Porquerizo —dijo secamente Dallben—. Una vez hayas
elegido no podrás volverte atrás. ¿Prefieres tener por morada al dolor y la pena en vez de
a la felicidad? ¿Vas a rechazar no sólo el amor y la alegría, sino también a la vida que no
termina nunca?
Taran tardó bastante en responder. Cuando por fin lo hizo su voz estaba impregnada
de pena, pero las palabras sonaron límpidas y fueron pronunciadas sin ninguna
vacilación.
—Hay quienes merecen ese don mucho más que yo, y sin embargo quizá nunca les
sea ofrecido. Mi vida está atada a las suyas. El huerto y los frutales de Coll, Hijo de
Collfrewr, están esperando una mano que les dé vida y haga que dejen de estar vacíos.
Mi habilidad es inferior a la suya, pero la ofrezco de buena gana en su nombre.
»El dique de Dinas Rhydnant no está terminado —siguió diciendo Taran—. Juré ante el
túmulo funerario del rey de Mona que no dejaría inacabada esa empresa.
Taran sacó el trocito de barro cocido de su jubón.
—¿He de olvidarme de Annlaw, el Moldeador de la Arcilla, y del Commot Merin y de
otros como él? No puedo devolver la vida a Llonio, Hijo de Llonwen, y a los valientes que
me siguieron para no volver a ver nunca sus hogares; y tampoco puedo curar las heridas
de los corazones de las viudas y los niños que se han quedado huérfanos. Pero si está en
mi poder reconstruir aunque sólo sea un poco de todo lo que ha sido destrozado...,
entonces he de hacerlo.
»Hubo un tiempo en el que los Eriales Rojos eran un lugar fértil y rico. Con esfuerzo
quizá vuelvan a serlo. —Se volvió y miró a Taliesin—. Los orgullosos salones de Caer
Dathyl yacen en ruinas, y con ellos la Sala del Saber y toda la sabiduría que ha sido
atesorada por los bardos. ¿Acaso no habéis dicho que la vida de la memoria es más larga
que la de cuanto recuerda? Pero ¿qué ocurriría si se perdiese la memoria? Si encuentro a
quienes estén dispuestos a ayudarme, levantaremos las piedras caídas y recuperaremos
el tesoro de la memoria.
—¡Gurgi ayudará! ¡Él no viajará, no, no! —gimoteó Gurgi—. Él se queda siempre. ¡No
quiere ningún regalo que le aparte del bondadoso amo!
Taran puso una mano sobre el brazo de la criatura.
—Debes viajar con los demás. ¿Me llamas amo? Entonces obedéceme en una última
orden. Encuentra la sabiduría que tanto anhelas. Te está esperando en la Tierra del
Verano. En cuanto a mí, no sé qué es lo que puedo encontrar, pero he de buscarlo aquí.
Eilonwy inclinó la cabeza.
—Has hecho la elección que debías, Taran de Caer Dallben.
—No lo negaré, pero antes debo hacerte una advertencia —dijo Dallben mirando a
Taran—. Las labores que te has impuesto son cruelmente difíciles. No existe ninguna
certeza de que puedas llevar a término ni tan siquiera una, y sí grandes riesgos de que
fracases en todas ellas. En cualquiera de los dos casos es muy posible que tus esfuerzos
no sean recompensados, que nadie componga canciones alabándolos y que acaben
siendo olvidados. Y al final deberás enfrentarte a tu muerte, como todos los mortales; y
quizá ni tan siquiera tengas un túmulo funerario que indique el lugar en el que reposas.
Taran asintió.
—Que así sea —dijo—. Hace mucho tiempo anhelé ser un héroe sin saber muy bien
qué era un héroe. Ahora quizá lo comprendo un poco mejor. Un cultivador de repollos o
un moldeador de la arcilla, un granjero de los Commots o un rey..., cada hombre es un
héroe si lucha por el bien de los demás en vez de mirar sólo por el suyo propio. Hace
tiempo me dijisteis que el buscar tiene más importancia que el encontrar —añadió—, y el
esfuerzo también tiene que importar más que lo que se obtenga con él.
»Hubo un tiempo en el que esperaba tener un destino glorioso —siguió diciendo Taran,
y el recordarlo le hizo sonreír—. Ese sueño se ha desvanecido junto con mi infancia; y
aunque era un sueño agradable sólo resultaba adecuado para un niño. Me conformo con
ser un Ayudante de Porquerizo, y me basta con eso.
—Ni tan siquiera esa satisfacción será tuya —dijo Dallben—. Ya no eres Ayudante de
Porquerizo, sino Gran Rey de Prydain.
Taran contuvo el aliento y contempló al encantador con cara de incredulidad.
—Os burláis —murmuró—. ¿Acaso había tanto orgullo en mis palabras que ahora os
mofáis de mí llamándome rey?
—Tu valía quedó demostrada cuando sacaste a Dyrnwyn de su vaina —dijo Dallben—,
y tu capacidad para reinar quedó igualmente probada cuando decidiste permanecer aquí.
Lo que te ofrezco ahora no es un don, sino una carga mucho más pesada que cualquiera
de las que has soportado antes.
—¿Entonces por qué he de cargar con ella? —gritó Taran—. Soy un Ayudante de
Porquerizo y siempre lo he sido.
—Estaba escrito en El Libro de los Tres —replicó Dallben, y alzó la mano pidiendo
silencio antes de que Taran pudiese volver a hablar—. No me había atrevido a revelártelo,
pues darte ese conocimiento habría impedido que la profecía se cumpliera. Hasta este
mismo instante no estaba seguro de que fueses el elegido para gobernar y, de hecho,
ayer temía que no lo fueras.
—¿Por qué? —preguntó Taran—. ¿Acaso El Libro de los Tres podía engañaros?
—No, no podía hacerlo —dijo Dallben—. El libro es llamado así porque describe los
tres fragmentos de nuestras vidas, el pasado, el presente y el futuro, pero también podría
llamársele un libro del «si». Si no hubieras conseguido llevar a término tus empresas; si
hubieras seguido uno de los caminos del mal; si te hubieran matado; si no hubieras
escogido tal como lo hiciste..., un millar de «sis», muchacho, y muchas veces un millar de
ellos. El Libro de los Tres no puede hacer otra cosa que ir repitiendo «si» hasta el final,
ese momento en el que de todas las cosas que podrían haber sido sólo una se convierte
en lo que realmente es; pues lo que da forma al destino de un hombre son sus acciones, y
no las palabras de una profecía.
—Ahora comprendo por qué mantuvisteis en secreto mi linaje —dijo Taran—. Pero ¿es
qué nunca podré saber de quién desciendo?
—No te lo mantuve en secreto únicamente porque así lo deseara —replicó Dallben—, y
tampoco voy a seguir haciéndolo. Hace mucho tiempo, cuando El Libro cíe los Tres llegó
por primera vez a mis manos, sus páginas me revelaron que cuando los Hijos de Don se
marcharan de Prydain el Gran Rey sería aquel que matara a una serpiente, que
encontrara y perdiese una espada llameante y que escogiera un reino de penas
prefiriéndolo a un reino de felicidad. Esas profecías resultaban oscuras incluso para mí; y
la más oscura de todas era la profecía de que quien gobernaría Prydain no tendría ningún
puesto en la cadena cíe la vida.
«Medité mucho tiempo sobre todas esas cosas —siguió diciendo Dallben—, hasta que
acabé marchándome de Caer Dallben para buscar a ese rey futuro y apresurar su venida.
Busqué durante muchos años, pero tanto si eran pastores como si eran líderes de
guerreros, señores cíe los cantrevs o granjeros cíe los Commots, todos aquellos a los que
interrogué sabían qué puesto ocupaban en la cadena de la vida.
»Las estaciones se fueron sucediendo; los reyes subieron al trono y lo dejaron vacío,
las guerras se convirtieron en paz y la paz en guerras. Hubo un momento, hace de ello
tantos años como tienes tú ahora, en el que una guerra salvaje devastó Prydain hasta el
extremo de hacerme desesperar de que mi empresa pudiera llegar a verse coronada por
el éxito, y encaminé nuevamente mis pasos hacia Caer Dallben. Ese día el azar quiso que
pasara junto a un campo en el que se había librado una batalla. Había muchos muertos,
tanto nobles como gente de humilde cuna; y ni tan siquiera las mujeres y los niños habían
sido perdonados.
»Oí un grito que venía del bosque cercano. Había un bebé escondido entre los árboles,
como si su madre hubiese querido mantenerle a salvo en el último instante. Los paños en
los que iba envuelto no me dieron ninguna pista sobre su linaje, y lo único de lo que podía
estar seguro era que tanto su padre como su madre yacían en aquel campo lleno de
cadáveres.
«Acababa de encontrar a alguien que no ocupaba ningún puesto en la cadena de la
vida, un bebé desconocido de linaje igualmente desconocido... Volví a Caer Dallben con
el bebé, y le llamé Taran.
»No podría haberte hablado de tu linaje ni aunque hubiese querido hacerlo —siguió
diciendo Dallben—, pues sabía tan poco sobre él como tú. Sólo compartí mi esperanza
secreta con dos personas: el señor Gwydion y Coll. Nuestras esperanzas fueron
creciendo a medida que tú crecías y te convertías en hombre, aunque nunca pudimos
estar seguros de que fueras el niño nacido para ser Gran Rey.
«Hasta este momento, muchacho, siempre has sido un gran "quizá" —elijo Dallben.
—Lo que estaba escrito ha acabado ocurriendo —dijo Gwydion—, y ahora debemos
despedirnos.
La habitación quedó sumida en el silencio. Llyan percibió la preocupación del bardo, y
le rozó afectuosamente con el hocico. Los compañeros no se movieron. De repente Glew
dio un paso hacia adelante y fue el primero en hablar.
—He llevado esto conmigo desde que fui tan desconsideradamente sacado de Mona —
dijo, y sacó de su jubón un cristalito azul que puso en la palma de la mano de Taran—.
Me recordaba mi caverna y los días maravillosos en que era un gigante, pero aunque no
sé por qué ahora ya no quiero acordarme de todo eso. Como no lo quiero... Bueno,
acéptalo como un pequeño recuerdo mío.
—Vaya, no se puede decir que tenga el espíritu más generoso de todo Prydain —
murmuró Fflewddur—, pero no me cabe duda de que es la primera vez que da algo a
alguien. ¡Gran Belin, juro que el hombrecillo ha crecido un poquito más!
Dolí descolgó de su cinto el hacha maravillosamente forjada y trabajada.
—La necesitarás —le dijo a Taran—, y te será útil en muchas tareas. El Pueblo Rubio
sabe hacer bien las cosas, muchacho, y te costará mucho embotar su filo.
—Nunca podrá serme más útil que su propietario —replicó Taran estrechando la mano
del enano—, y su metal no puede ser tan puro como tu corazón. Mi buen Doli...
—¡Hum! —resopló furiosamente el enano—. ¡Mi buen Doli, mi buen Doli...! Creo que ya
he oído decir eso antes.
Kaw, que seguía posado en el hombro de Doli, subió y bajó la cabeza mientras Taran
deslizaba cariñosamente un dedo sobre las lustrosas plumas negras.
—Adiós —graznó Kaw—. ¡Taran! ¡Adiós!
—Adiós a ti también —respondió Taran sonriendo—. Es cierto que acabé perdiendo la
esperanza de llegar a enseñarte buenos modales, pero también es cierto que tu falta de
ellos me ha hecho sonreír en muchas ocasiones. Eres un bribón y un descarado, y un
águila entre los cuervos.
Llyan se había acercado para frotar afectuosamente el brazo de Taran con su
cabezota, y lo hizo con tanto vigor que la enorme gata estuvo a punto de derribarle al
suelo.
—Haz compañía a mi amigo —dijo Taran acariciándole las orejas—. Anímale con tus
ronroneos cuando esté triste, como me gustaría que pudieras hacer conmigo. No te alejes
mucho de él, pues la soledad no es desconocida ni tan siquiera para un bardo tan osado
como Fflewddur Fflam.
Fflewddur fue hacia él sosteniendo en la palma de su mano la cuerda del arpa que
había sacado de la hoguera. El calor de las llamas había hecho que la cuerda se torciese
y se enroscara sobre sí misma adoptando una forma muy curiosa que parecía no tener
comienzo ni final, y que cambiaba continuamente bajo los ojos de Taran como una
melodía que pasa a convertirse en otra.
—Me temo que es todo lo que queda del viejo cacharro —dijo Fflewddur ofreciendo la
cuerda a Taran—. Si he de ser sincero no me importa que haya ardido. Siempre sonaba
de manera discordante, me destrozaba todas las melodías y... —Se calló de repente,
lanzó una nerviosa mirada por encima de su hombro y carraspeó para aclararse la
garganta—. Ah... Lo que quiero decir es que echaré de menos a esas cuerdas que no
paraban de romperse.
—No más de lo que yo las echaré de menos —dijo Taran—. Acordaos de mí, y hacedlo
con tanto cariño como yo me acordaré de vosotros.
—¡No temas! —exclamó el bardo—. Aún hay canciones que cantar e historias que
narrar. ¡Un Fflam nunca olvida!
—¡Ay, ay! —gimió Gurgi—. El pobre Gurgi no tiene nada que dar a su bondadoso amo
para los recuerdos cariñosos. ¡Miseria y calamidad! ¡Hasta la bolsa del mascar y el tragar
está vacía!
Pero de repente la lacrimosa criatura dio una palmada.
—¡Sí, sí! El desmemoriado Gurgi tiene algo que dar. Aquí, aquí está... El osado Gurgi
lo sacó de la sala de tesoros en llamas del malvado Señor de la Muerte, y se lo llevó
firmemente agarrado y sujetado. ¡Pero su pobre y tierna cabeza estaba tan mareada por
los sustos y los espantos que se le había olvidado!
Y Gurgi sacó de su bolsa de cuero un cofrecillo lleno de abolladuras y arañazos y
ennegrecido por las llamas hecho de un metal desconocido y se lo ofreció a Taran, quien
lo cogió y lo examinó con curiosidad durante unos momentos para acabar rompiendo el
grueso sello que lo mantenía cerrado.
El cofre sólo contenía unos cuantos pergaminos muy delgados llenos de apretadas
líneas de escritura. Taran fue abriendo los ojos más y más a medida que su mirada
recorría los caracteres, y se volvió rápidamente hacia Gurgi.
—¿Sabes qué es lo que has encontrado? —murmuró—. Aquí están los secretos de la
forja y el temple de los metales, del modelado y la cocción de la arcilla, del plantar y el
cultivar... Esto es lo que Arawn robó hace mucho tiempo y mantuvo oculto de la raza de
los hombres. Este conocimiento es en sí mismo un tesoro que no tiene precio.
—Quizá sea el más preciado de todos los tesoros —dijo Gwydion, quien se había
aproximado para contemplar el pergamino que Taran sostenía en sus manos—. Las
llamas de Annuvin destruyeron las herramientas encantadas que trabajaban por sí solas y
que habrían dado como resultado el ocio y la despreocupación. Estos tesoros son mucho
más valiosos, pues el usarlos exige la habilidad y la fuerza tanto de la mano como de la
mente.
Fflewddur dejó escapar un silbido.
—Quien posea estos secretos es el auténtico dueño y señor de Prydain. Taran, viejo
amigo, incluso el señor de cantrev más orgulloso se pondrá a tus órdenes y se arrastrará
ante ti suplicando que le mires con buenos ojos...
—¡Y Gurgi los ha encontrado! —gritó Gurgi dando saltos en el aire y girando locamente
sobre sí mismo—. ¡Sí, oh, sí! ¡El astuto, osado, valeroso y fiel Gurgi siempre encuentra
cosas! ¡En una ocasión encontró a una cerdita perdida, y en otra encontró a un caldero
negro y malvado! ¡Ahora encuentra poderosos secretos para el bondadoso amo!
La nerviosa alegría de Gurgi hizo sonreír a Taran.
—Cierto, has encontrado muchos secretos de gran poder; pero no puedo
reservármelos para mí solo. Los compartiré con todos los que viven en Prydain, pues
pertenecen a todos ellos por derecho propio.
—Entonces comparte esto también —dijo Dallben, quien había estado escuchando sus
palabras con gran atención.
El anciano encantador le alargó el pesado volumen encuadernado en cuero que había
estado sosteniendo debajo de su brazo.
—¿El Libro de los Tres? —dijo Taran contemplando al encantador con una expresión
entre sorprendida e interrogativa—. No me atrevo a...
—Tómalo, muchacho —dijo Dallben—. No te dejará los dedos llenos de ampollas,
como le ocurrió en una ocasión a un Ayudante de Porquerizo demasiado curioso. Todas
sus páginas están abiertas para ti. El Libro de los Tres ya no predice lo que ha de ocurrir,
sino sólo lo que ha pasado; pero ahora las palabras de su última página ya pueden
quedar inscritas en él.
El encantador cogió una pluma de ave de la mesa, abrió el libro y escribió en él con
mano firme y segura:
Y así fue como un Ayudante de Porquerizo se convirtió en Gran Rey de Prydain.
—Esto también es un tesoro —dijo Gwydion—. Ahora El Libro de los Tres es tanto
historia como herencia. En cuanto a mi regalo, no puedo ofrecerte nada de mayor valor, y
tampoco puedo ofrecerte una corona, pues un auténtico rey lleva su corona en el corazón.
—El guerrero estrechó la mano de Taran—. Adiós. No volveremos a vernos.
—Entonces aceptad que os entregue la espada Dyrnwyn para que os acordéis de mí —
dijo Taran.
—Dyrnwyn es tuya —dijo Gwydion—, como tenía que ser.
—Pero Arawn ha muerto —replicó Taran—. El mal ha sido vencido y la hoja ya ha
hecho su trabajo.
—¿El mal vencido? —dijo Gwydion—. Has aprendido mucho, pero aprende ahora la
última y más dolorosa de todas las lecciones. Sólo has logrado vencer a los
encantamientos del mal. Ésa fue la más sencilla de tus tareas, y sólo es un comienzo, no
un final. ¿Acaso crees que el mal propiamente dicho resulta tan fácil de vencer? No será
así mientras los hombres sigan odiándose y matándose los unos a los otros cuando la
codicia y la ira les impulsan a hacerlo. Ni tan siquiera una espada llameante puede
enfrentarse a ellas y salir vencedora, y sólo esa parte del bien que se oculta en los
corazones de todos los hombres y cuya llama jamás puede ser extinguida logrará salir
triunfante en esa batalla.
Eilonwy, que había permanecido en silencio hasta entonces, fue hacia Taran. Los ojos
de la muchacha no se apartaron ni un instante de los suyos mientras le alargaba la esfera
dorada.
—Toma esto —dijo en voz baja—, aunque su resplandor no es tan brillante como el del
amor que podríamos haber compartido. Adiós, Taran de Caer Dallben. Acuérdate de mí.
Eilonwy se disponía a darle la espalda, pero de repente un destello de furia iluminó sus
ojos azules y golpeó ruidosamente el suelo con un pie.
—¡No es justo! —gritó—. Yo no tengo la culpa de haber nacido en una familia de
encantadoras, y no pedí tener poderes mágicos. ¡Eso es peor que el que te obliguen a
llevar un par de zapatos que te vienen pequeños! ¡No veo por qué he de quedarme con
ellos!
—Princesa de Llyr, he estado esperando oírte pronunciar esas palabras —dijo
Dallben—. ¿Realmente deseas renunciar a tu herencia de encantadora?
—¡Pues claro que sí! —exclamó Eilonwy—. ¡Si los encantamientos son lo que nos
separa, entonces prefiero verme libre de ellos!
—Es algo que está en tu poder —dijo Dallben—, a tu alcance y, de hecho, en ese
dedo. El anillo que llevas..., el regalo que el señor Gwydion te hizo hace tanto tiempo..., el
anillo te concederá ese deseo.
—¿Qué? —estalló Eilonwy, tan sorprendida como indignada—, ¿Eso quiere decir que
podría haber utilizado ese anillo en cualquier momento de todos los años que lo he
llevado en el dedo para que me concediera un deseo? ¡Nadie me lo dijo! Eso es peor que
una injusticia... ¡Vaya, pero si me habría bastado con desear la destrucción del Caldero
Negro, o que Dyrnwyn fuese recuperada! O podría haber deseado que Arawn fuese
vencido... ¡Sin el más mínimo peligro! ¡Y nunca lo supe!
—Niña, niña... —dijo Dallben—. Tu anillo puede concederte un deseo y sólo uno, pero
el mal no puede ser vencido mediante los deseos. El anillo te servirá sólo a ti, y sólo
puede concederte aquel deseo que más anhele ver realizado tu corazón. No te lo dije
antes porque no estaba muy seguro de que supieras qué era lo que anhelabas.
»Haz girar el anillo en tu dedo —siguió diciendo Dallben—, y desea con todas tus
fuerzas y de todo corazón que tus poderes mágicos se esfumen.
Eilonwy cerró los ojos, dubitativa y casi temerosa, e hizo lo que le ordenaba el
encantador. El anillo emitió una claridad cegadora que se desvaneció enseguida. La
muchacha dejó escapar un agudo grito de dolor, y la luz del juguete dorado que Taran
sostenía en la palma de su mano se extinguió.
—Está hecho —murmuró Dallben.
Eilonwy parpadeó y miró a su alrededor.
—No me siento ni pizca distinta —observó—. ¿Es cierto que mis encantamientos se
han esfumado?
Dallben asintió.
—Sí —dijo con dulzura—, pero siempre conservarás el misterio y la magia que son
propiedad común de todas las mujeres. Y me temo que Taran, como todos los hombres,
quedará perplejo y asombrado ante ella en muchas ocasiones..., pero así son las cosas.
Ahora cogeros de la mano y pronunciad los votos que os atarán el uno al otro.
Cuando lo hubieron hecho los compañeros se apelotonaron alrededor de la pareja que
acababa de unirse en matrimonio para desearle felicidad. Después Gwydion y Taliesin
salieron de la casita, y Dallben cogió su báculo de madera de fresno.
—No podemos perder más tiempo —dijo el encantador—, y aquí es donde nuestros
caminos deben separarse.
—Pero ¿y Hen Wen? —preguntó Taran—. ¿No la veré una última vez?
—La verás tan a menudo como quieras —respondió Dallben—. Era libre de irse o
quedarse, y sé que escogerá permanecer a tu lado; pero antes te sugiero que permitas
que esos visitantes que andan de un lado a otro pisoteando los campos vean que Prydain
tiene un nuevo Gran Rey y una Reina. Gwydion ya habrá anunciado la buena nueva, y tus
súbditos arderán en deseos de aclamarte.
Taran y Eilonwy salieron de la habitación con los compañeros siguiéndoles, pero
cuando llegaron a la puerta de la casita Taran se detuvo y se volvió hacia Dallben.
—Pero alguien como yo... ¿Realmente será capaz de gobernar un reino? Recuerdo
que en una ocasión me lancé de cabeza sobre un zarzal, y me temo que reinar no va a
ser muy distinto a eso.
—Es muy probable que resulte todavía más irritante —intervino Eilonwy—, pero si
tienes cualquier clase de dificultades para mí será un placer darte consejos. En estos
momentos sólo hay una pregunta a la que responder, ¿Vas a cruzar este umbral o no?
Entre la multitud que se había congregado delante de la casita Taran divisó a Hevydd,
Llassar, la gente de los Commots, Gast y Goryon codo a codo junto al granjero Aeddan, y
al rey Smoit alzándose sobre ellos con su barba tan roja como las llamas de una hoguera;
pero muchos eran los rostros muy amados que sólo podía ver claramente con su corazón.
Un repentino estallido de vítores le saludó mientras estrechaba la mano de Eilonwy entre
sus dedos y salía por la puerta de la casita.
Y así vivieron muchos años felices, y las tareas prometidas fueron llevadas a su
término; pero mucho tiempo después, cuando todo se había alejado hasta perderse en la
distancia del recuerdo, hubo muchos que se preguntaron si el rey Taran, la reina Eilonwy
y sus compañeros habían caminado realmente sobre la tierra o si no habían sido más que
sueños en una historia urdida para fascinar y entretener a los niños y, con el tiempo, sólo
los bardos supieron la verdad de lo ocurrido.
FIN

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