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AUTOR DE TIEMPOS PASADOS

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domingo, 17 de noviembre de 2013

SPECIAL - PHILIP K. DICK - EN LA TIERRA SOMBRÍA


EN LA TIERRA SOMBRÍA
Philip K. Dick
 
 
 
Silvia corría sonriendo por un sendero de guijarros en la claridad nocturna, rodeada de
rosas y margaritas gigantescas, para llegar más allá de los montículos de hierbas
fragantes recogidas en los prados. Prisioneras en los charcos de agua, las estrellas
parpadeaban en la noche mientras ella se aproximaba a la cuesta oculta por el muro de
ladrillos. Cedros gigantescos, indiferentes a la forma esbelta, a los flotantes cabellos
castaños y a los ojos brillantes de la joven, sostenían la bóveda del cielo.
- Espérame - dijo Rick en tono quejumbroso, mientras la seguía por el camino que
apenas conocía.
Silvia seguía bailando sin parar.
- Más despacio - le gritó él, enojado.
- No podemos, se hace tarde - le contestó Silvia.
Sin prevenirle primero, ella se cruzó en el camino para impedirle el paso.
- Vacía tus bolsillos - dijo jadeante, con los ojos grises relucientes -; arroja todos los
objetos metálicos, ya sabes que no soportan nada de metal.
Rick hurgó en sus bolsillos; en el abrigo encontró una moneda de cincuenta centavos, y
dos de diez.
- ¿Esto también? - preguntó.
- Sí - contestó Silvia, y quitándole las monedas las arrojó entre los lirios de agua.
En la humedad profunda se escuchó el tintineo de los trozos de metal, que
desaparecieron.
- ¿Algo más? - preguntó ella, ansiosa, tomándolo del brazo -. Ya vienen hacia aquí,
¿tienes alguna otra cosa, Rick?
- Sólo el reloj - contestó Rick escondiendo la muñeca mientras los dedos nerviosos de
Silvia lo buscaban -. No lo arrojaré entre la maleza.
- Déjalo entonces junto al reloj de sol, en la pared..., o en el hueco de algún árbol - dijo
Silvia volviendo a alejarse. Su voz extasiada parecía flotar hacia él.
- Arroja la pitillera, tus llaves y la hebilla del cinturón. Todo lo que sea de metal; ya
sabes cómo odian el metal. Y apresúrate, que vamos retrasados.
Rick la seguía de mala gana.
- Está bien, ¡bruja!
Silvia le respondió furiosa desde la oscuridad.
- No digas eso; no es cierto. Has estado escuchando a mi madre y mis hermanas y a...
Un ruido ahogó el final de la frase. Se oyó a lo lejos un aleteo apagado, parecido al
susurro de hojas enormes arremolinadas por una tormenta invernal. El cielo nocturno
palpitaba con furiosos aleteos; esta vez se acercaban a toda velocidad. La voracidad no
les permitía esperar mucho tiempo. El hombre sintió una oleada repentina de miedo, y
corrió tratando de alcanzar a Silvia, que se destacaba como una frágil columna en el
centro de la masa que la azotaba. Trataba de empujarlos con un brazo, mientras con el
otro hacía esfuerzos por abrir el grifo. El remolino de alas y cuerpos la retorcía como a
un débil junco. Por unos minutos se perdió de vista.
- ¡Rick, ven a ayudarme! - gritó débilmente -. Me están ahogando - dijo tratando en vano
de alejarlos de sí.
Rick se abrió paso entre la blancura enceguecedora hasta llegar al borde de la artesa.
Bebían ávidamente la sangre que salía del grifo de madera. Abrazó a Silvia contra su
pecho; estaba aterrorizada y temblorosa. El la mantuvo apretada hasta que la furia y la
violencia que los rodeaba se apaciguó un poco.
- Tienen hambre - jadeó Silvia con débil voz.
- Es una imprudencia que te adelantes así - le advirtió él -. Pueden chamuscarte y
convertirte en un montón de ceniza.
- Lo sé. Son capaces de cualquier cosa - contestó temblando, temerosa y excitada al
mismo tiempo -. Míralos susurró con la voz enronquecida de admiración -. Mira el
tamaño que tienen, la apertura de las alas... Y qué blancos son, Rick. No tienen mácula,
son perfectos. No hay en nuestro mundo nada tan puro como ellos: grande, limpio y
maravilloso.
- No hay duda que están ansiosos por la sangre del cordero - dijo él.
El pelo suave de Silvia onduló contra el rostro de Rick, agitado por las alas que
revoloteaban en torno a ambos. En ese momento emprendían el regreso, ascendiendo
hacia el cielo; no subían..., en realidad, se alejaban. Volvían a su propio mundo, desde
donde habían olido la sangre. Pero no era ese el único motivo; habían venido por Silvia,
ella los atraía.
Los ojos grises de la muchacha estaban muy abiertos. Se elevó hacia las blancas
criaturas que se cernían en lo alto. Una le pasó rozando muy cerca. Un remolino de
llamas blancas calcinó las flores y las hierbas. Rick se escapó, apresurado. La forma
llameante se remontó brevemente sobre Silvia y enseguida se produjo un chasquido
seco. El último de los blancos gigantes alados se había alejado.
Poco a poco se enfrió el suelo y el aire, y retornó la oscuridad y el silencio.
- Lo siento - susurró Silvia.
- No vuelvas a hacerlo - dijo Rick, con esfuerzo (la impresión lo había enmudecido) -. Es
peligroso.
- A veces me olvido - dijo ella -. Lo siento Rick, no tuve la intención de atraerlos tan
cerca - trató de sonreír -. Hacía meses que no me atrevía a tanto, desde la primera vez
que te traje...
Una expresión de extraña avidez le cruzó la cara al agregar:
- ¿Lo has visto? Es llama y fuerza; no fue preciso siquiera de que nos tocara. Se
contentó con... mirarnos. Eso fue... Y se quemó todo alrededor, todo...
Rick la tomó con fuerza.
- Escucha. No debes volver a alarmarlos - dijo, haciendo rechinar los dientes -. Es
peligroso. No son de este mundo.
- ¿Qué puede tener de malo algo tan bello? - preguntó Silvia.
- Es peligroso - insistió él, hundiéndole los dedos en la carne hasta hacerle contener el
aliento -. ¡Basta ya de tentarlos para que bajen!
Silvia dejó escapar una risa histérica. Se alejó de él más allá del círculo de fuego que la
banda de ángeles había dejado ardiendo a su paso hacia las alturas.
- No es culpa mía - gritó ella -. Soy como ellos, esa es mi familia, mi gente. Hace mucho
tiempo de esto..., generaciones perdidas en el pasado.
- ¿Qué quieres decir?
- Son mis antepasados y algún día deberé reunirme con ellos.
- ¡Eres una bruja! - gritó Rick, furioso.
- No - replicó ella -. No soy una bruja. Rick. ¿No lo ves, acaso? Soy una santa.
 
La cocina era el lugar más cálido e iluminado de la casa. Silvia conectó la cafetera
eléctrica y sacó del armario de encima del fregadero, una lata roja que contenía café.
- No prestes atención a lo que digan - le advirtió a Rick mientras disponía las tazas y los
platillos y sacaba la crema del frigorífico -. Ya sabes que no entienden, no tienes más
que mirarlos.
La madre de Silvia y sus hermanas; Betty, Lou y Jean, formaban en la sala un grupo
apretado que observaba a la joven pareja que estaba en la cocina. Walter Everett
estaba de pie, junto a la chimenea, con una expresión ausente.
- Escúchame bien - dijo Rick -. Tienes el poder especial de atraerlos. ¿Quieres decir
acaso que... Walter no es tu verdadero padre?
- Si, claro que lo es. Soy totalmente humana. ¿O no tengo aspecto humano?
- Sin embargo, eres la única de la familia que tiene ese poder.
- Físicamente no soy diferente - dijo Silvia, pensativa -. Tengo la facultad de ver; eso es
todo. Otros la han tenido antes que yo; santos, mártires videntes... Cuando era niña, mi
madre me leyó la historia de Santa Bernadette. ¿Recuerdas dónde estaba su gruta?
Cerca de un hospital. Revoloteaban por ese lugar y ella los vio.
- ¡Pero lo de la sangre! Eso es grotesco, nunca pasó nada similar.
- ¡Oh, sí! La sangre los atrae, especialmente la del cordero. Dicen que se ciernen sobre
los campos de batalla... Son valkirias que transportan los muertos al Valhala. Por eso
los santos y los mártires se producen tajos y mutilaciones. ¿Sabes de dónde saqué la
idea?
Silvia se ató un pequeño delantal a la cintura, y llenó la cafetera con café.
- Cuando tenía nueve años leí algo de eso en «La Odisea» de Homero. Ulises cavó una
trinchera en el suelo y la llenó con sangre para atraer a los espíritus. Las sombras
infernales...
- Es cierto - admitió Rick contra su voluntad -. Lo recuerdo.
- Los fantasmas de gente que ha muerto. Todos vivimos aquí, después nos morimos y
vamos allá - el rostro se le iluminó -. Llegará un día en que todos tendremos alas; todos
volaremos, estaremos dotados de fuego y energía, dejaremos de ser simples gusanos.
- ¡Gusanos! Por eso me llamas siempre gusano.
- Por supuesto; eres un gusano. Todos somos gusanos ávidos que se deslizan sobre la
superficie de la tierra, a través del polvo y la basura.
- ¿Por qué los atrae la sangre?
- Porque es vida, y la vida los atrae. La sangre es visge beatha: el agua de la vida.
- ¡La sangre significa muerte...! Sólo pensar en sangre derramada...
- Te aseguro que no es muerte. Cuándo ves a una oruga escurrirse dentro del capullo,
¿piensas que está muriéndose?
Walter Everett se había detenido en la puerta. Desde allí escuchaba hablar a su hija con
el rostro sombrío.
- Algún día van a cogerla para llevársela - dijo con voz ronca -. Ella quiere irse, está
esperando ese día.
- ¿Lo ves? - le dijo Silvia a Rick -. El tampoco me entiende.
Desconectó la cafetera y sirvió el café.
- ¿Quieres café? - le preguntó a su padre.
- No, gracias.
- Silvia - dijo Rick, como si estuviera hablando con un niño -. Si te vas con ellos, sabes
muy bien que no podrás volver con nosotros.
- Más tarde o más temprano, todos debemos hacer ese viaje. Es parte de la vida.
- Pero sólo tienes diecinueve años - replicó Rick -; eres joven, sana y hermosa.
Además, está lo de nuestra boda... ¿Qué pasa con nuestra boda? - preguntó,
empezando a levantarse de la mesa -. ¡Silvia, tienes que ponerle fin a esto!
- No puedo ponerle fin. La primera vez que los vi tenía sólo siete años - dijo Silvia con la
cafetera en la mano y la vista perdida, junto al fregadero.
- ¿Recuerdas papá? En esa época volvíamos de Chicago. Ocurrió en invierno. Me caí
al volver de la escuela, ¿ves la cicatriz? - y levantó su brazo delgado -. Me corté con los
guijarros y el hielo. Recuerdo que llegué a casa llorando. Había una fuerte tormenta; el
viento aullaba amenazador, y caía agua-nieve. La herida del brazo sangraba y el guante
se había manchado de sangre. Entonces miré hacia arriba y los vi - permaneció callada
un instante.
- Quieren llevarte - dijo Everett, sintiéndose desdichado -. Son como moscas, enormes
moscardones que zumban a tu alrededor, esperándote. Te llaman para que vayas con
ellos.
- ...y ¿por qué no? - dijo Silvia, con los ojos brillantes y las mejillas ardientes por la
expectativa -. Papá, tú los has visto y sabes qué significa. Es una transfiguración de
seres de mera arcilla, a dioses.
Rick salió de la cocina. Las dos hermanas permanecían juntas, curiosas y molestas, en
la sala. La señora Everett, apartada de los demás, tenía la cara dura como el granito, y
los ojos inexpresivos tras las gafas con marco de acero. Cuando Rick pasó frente a ella,
la madre le volvió la espalda.
- ¿Qué sucedió cuando estuvieron afuera? - preguntó Betty Lou en un apretado susurro.
Era una niña de unos quince años, delgada y feúcha, con las mejillas hundidas y el pelo
descolorido como un ratón.
- Silvia nunca permite que la acompañemos - agregó.
- No ha sucedido nada - dijo Rick.
El rostro vacío de la chica se contrajo de ira.
- No es cierto; ustedes estaban en mi jardín, en la oscuridad, y...
- ¡No le hablen! - ordenó la madre.
De un brusco tirón apartó a las dos niñas mientras dirigía una mirada cargada de odio y
desdicha hacia Rick. Después le volvió la espalda.
 
Rick abrió la puerta del sótano y encendió la luz. Bajó lentamente al húmedo cuarto de
hormigón, lleno de suciedad y alumbrado apenas por una lámpara amarillenta que
pendía de unos cables cubiertos de polvo. En un rincón se destacaba la gran estufa de
pie y los gruesos caños para el agua caliente. Hacia un costado estaba el tanque de
agua caliente y varios paquetes de objetos en desuso: cajas llenas de libros, pilas de
diarios y muebles viejos, cubiertos de una espesa capa de polvo y cruzados por las
telarañas.
La máquina de lavar y el secador, la bomba y el sistema de refrigeración, estaban en el
extremo más alejado.
Rick se acercó al banco de trabajo y eligió un martillo y dos pinzas pesadas. Se dirigía
al complicado sistema de tanques y caños, cuando Silvia apareció súbitamente en el
tope de la escalera, con una taza de café en la mano. Bajó con precipitación.
- ¿Qué haces aquí? - le preguntó, mirándolo intensamente -. ¿Para qué necesitas el
martillo y las pinzas?
Rick dejó caer las herramientas sobre el banco.
- Creí que podía resolver esto de inmediato - repuso.
Silvia le interrumpió el paso hacia los tanques.
- Yo en cambio, creí que tú comprendías. Siempre han formado parte de mi vida;
cuando te llevé por primera vez, creí que tú habías visto lo que...
- No quiero perderte - dijo Rick con dureza -, por nada ni por nadie, sea de este mundo
o del otro. No renunciaré a ti.
- No se trata de renunciar a mí - dijo con los ojos semicerrados -. Bajaste hasta aquí
para romper y destruirlo todo. Aprovecharás el momento cuando yo no esté mirando
para hacer un destrozo, ¿no es cierto?
- Absolutamente.
En el rostro de la chica el enojo dio paso al miedo.
- ¿Pretendes mantenerme encadenada aquí? Debo seguir adelante, ya he terminado
esta parte del viaje. Llevo mucho tiempo aquí.
- ¿Qué te cuesta esperar? - preguntó Rick, furioso -. ¿Acaso no vienes demasiado
pronto, de todas maneras?
No podía reprimir el tono de desesperación que tenían sus palabras.
Silvia respondió alzándose de hombros y volviéndole la espalda. Cruzó sus brazos y
apretó los labios con rabia.
- Es que tú deseas continuar siendo un gusano, una oruguita velluda que se arrastra.
- Te quiero.
- No puedo ser tuya - replicó ella volviéndose de nuevo hacia él -. No puedo perder más
tiempo con esto.
- Lo sé - dijo Rick con una mueca salvaje -; tienes pensamientos demasiado elevados.
- Por supuesto - replicó ella, ablandándose un poco -. Lo siento Rick; ¿recuerdas a
Ícaro? Tú también tienes deseos de volar, lo sé.
- A su debido tiempo.
- ¿Por qué no ya? ¿A qué esperar? Tienes miedo - dijo apartándose ligeramente de él y
curvando tentadoramente los labios rojos -. Rick, quiero mostrarte algo, pero antes
debes prometerme no decírselo a nadie.
- ¿Qué es?
- ¿Me lo prometes? - dijo llevándose el dedo a la boca -. Debo tener mucho cuidado. Es
demasiado caro. Nadie lo sabe aún, pero es lo que hacen en la China; todo va en esa
dirección.
- Tengo curiosidad - dijo Rick, azuzado por cierta intranquilidad -. Muéstramelo.
Temblando de excitación, Silvia desapareció tras el enorme refrigerador, perdiéndose
en la sombra entre los serpentines de congelación. Él pudo oír que tiraba de algo,
tratando de moverlo. Oyó algo que raspaba el suelo, como si alguien estuviese
arrastrando un objeto pesado.
- ¿Ves? - dijo Silvia, sin aliento -. Dame una mano, Rick. Es muy pesado. Es de madera
dura y bronce, forrado en metal. Ha sido aceitado a mano y lustrado; también tiene una
talla, ¿la ves? ¿No es precioso?
- ¿Qué es? - preguntó Rick con la voz ahogada.
- Es mi capullo - contestó Silvia, simplemente.
Se sentó satisfecha en el suelo, y apoyó la cabeza en el reluciente ataúd de cedro
mientras sonreía feliz.
Rick la tomó con fuerza del brazo, obligándola a ponerse en pie.
- No puedes sentarte junto al ataúd aquí en el sótano, con... - se interrumpió.
- ¿Qué sucede?
La cara de Silvia se desfiguró por el dolor. Dio unos pasos atrás, alejándose de él y
llevándose un dedo a la boca.  
- Cuando me hiciste levantar, me corté con un clavo o alguna otra cosa...
Un delgado hilo de sangre le corría por los dedos. El revolvió sus bolsillos buscando un
pañuelo.
- Déjame verlo - dijo él, tratando de acercársele.
Pero ella lo esquivó.
- ¿Es muy profundo? - preguntó Rick.
- No te acerques - susurró Silvia.
- ¿Qué sucede? Déjame verlo.
- Rick - ordenó Silvia en voz baja pero intensa -, trae un poco de agua y una venda.
Rápido; debo detener la hemorragia - agregó, tratando de dominar su terror.
- ¿Voy arriba? - preguntó Rick moviéndose con torpeza -. No parece muy serio, ¿por
qué no...?
- Date prisa - la voz de la chica reveló que estaba horrorizada -. Rick, por favor
apresúrate.
Aturdido, sin saber lo que hacía, él trató de correr. El terror de Silvia era casi palpable.
- No; es demasiado tarde - dijo ella con un hilo de voz -. No te vuelvas; quédate allí,
lejos de ml. Es mi culpa, yo les enseñé el camino. ¡No te acerques! Lo siento Rick.
¡Oh...!
El sonido de su voz se perdió, apagado por el estruendo de la pared del sótano, que
reventó en el aire haciéndose pedazos. Una nube blanca luminosa se abrió paso y
resplandeció en el sótano.
Venían en busca de Silvia. Ella corrió un trecho, insegura, y luego se dirigió hacia Rick,
pero vaciló y la masa blanca de cuerpos y alas la envolvió por completo. Ella se encogió
levemente. Unos minutos después una violenta explosión sacudió el sótano,
transformándolo en una danza deslumbrante de luz y calor.
Rick se sintió arrojado al suelo por una fuerza irresistible. El cemento estaba seco y
recalentado; todo el sótano tenía rajaduras hechas por el intenso calor. Las ventanas
estallaron hacia afuera dando paso a formas blancas y palpitantes que buscaban una
salida. El humo y las llamas lamían las paredes. El techo se desplomó y una llovizna de
partículas de yeso cayó sobre las ruinas.
Rick se puso de pie con un esfuerzo tremendo. La endemoniada actividad se apagaba
lentamente. El sótano se había convertido en un cúmulo caótico de ruinas. Todas las
superficies estaban ennegrecidas por el humo, destruidas por el fuego y sepultadas en
las cenizas. Astillas de madera estaban esparcidas por todas partes; había trozos
chamuscados de tela y pedazos de cemento roto. La caldera y la máquina de lavar eran
un montón de chatarra. La complicada bomba y el sistema de refrigeración, una brillante
masa de escoria. Una pared entera se había combado hacia afuera. Trozos de yeso se
adherían a las ruinas.
El cuerpo de Silvia era una masa retorcida, con los brazos y piernas en posiciones
grotescas. Sólo habían quedado trozos devorados por el fuego, restos carbonizados,  
cenizas acumuladas; una frágil carcaza quemada.
 
Era una noche oscura, fría e intensa. Arriba brillaban algunas estrellas como trozos de
hielo. Una brisa débil y estanca se deslizó entre los lirios marchitos y levantó un
remolino de guijarros, formando una bruma helada a lo largo del sendero, bordeado de
rosas negras.
Él permaneció en cuclillas un largo rato. Trataba de escuchar, de ver. Más allá de los
cedros enormes, la casa se destacaba contra el cielo. Algunos automóviles circulaban
por la carretera, en el fondo de la cuesta. Era el único ruido. Frente al joven, se
destacaba la silueta pesada de una artesa de porcelana y el callo por donde había
pasado la sangre desde el refrigerador del sótano. La artesa estaba seca; sólo había
algunas hojas caídas en el fondo.
Rick aspiró profundamente el fresco aire nocturno y contuvo la respiración. Luego, con
movimientos torpes, se puso de pie. Recorrió el cielo con la vista; ni un movimiento. Sin
embargo, estaba seguro de que estaban esperando allí, vigilantes, entre las tenues
sombras, ecos de un pasado legendario, hilera de siluetas divinas.
Levantó los pesados tambores con capacidad para cuatro litros; los arrastró hasta la
artesa y vertió la sangre de un matadero de Nueva Jersey; eran los desperdicios más
viles de la faena, espesos y llenos de coágulos. Se salpicó la ropa y retrocedió sintiendo
repugnancia, pero arriba, en el aire, no hubo ningún movimiento. Silencio en el jardín
embozado en la oscuridad y palpitante de tinieblas nocturnas.
Siguió esperando junto a la artesa, mientras se preguntaba si vendrían. No habían
venido sólo por la sangre, sino por Silvia; en ausencia de ella no tenía con qué
atraerlos, excepto la materia bruta. Llevó las latas vacías hasta la maleza, y las hizo
rodar por la cuesta a puntapiés. Después revisó sus bolsillos para estar seguro que no
llevaba ningún objeto metálico.
A través de los años, Silvia había mantenido vivo el hábito de que ellos vinieran. Ahora
que ella estaba del otro lado, ¿dejarían de venir? Entre la maleza se produjo un crujido
seco. ¿Sería un animal, un ave tal vez?
La sangre brillaba en la artesa, pesada y opaca como plomo viejo. Era el momento
propicio, pero nada se movía sobre la copa de los grandes árboles.
Distinguió las rosas negras cabeceando en la brisa, a lo largo del sendero de grava por
el que Silvia y él habían corrido. Hizo un esfuerzo concentrado para apartar de su
mente aquellos ojos brillantes y los labios rojos. La carretera detrás de la cuesta, el
jardín vacío y abandonado, la casa silenciosa donde esperaba el nudo apretado de la
familia... Después de algunos minutos un sordo siseo lo puso en tensión; un camión
pesado avanzaba a tumbos por la carretera, encegueciendo con sus faros.
Con los pies separados, hundidos los tacones en la suave tierra negra, su sombría
determinación no cejaba. Estaba decidido a no irse, esperaría a que los otros vinieran.
A toda costa quería que Silvia volviese.  
En las alturas, telarañas de humedad parecían deslizarse sobre la faz de la luna. La
estéril pradera celeste estaba vacía de vida y de calor. El frío mortal del espacio
profundo era hostil a los soles y a las cosas vivientes. Siguió mirando hasta que el
cuello empezó a dolerle. Sólo algunas estrellas frías se deslizaban sobre un
enmarañado colchón de niebla. ¿No deseaban venir o no se interesaban por él? Silvia
fue la única que había logrado despertar el interés de ellos, y ahora ya la tenían.
Sintió a sus espaldas un movimiento silencioso. Trató de volverse con cautela pero
súbitamente, por todas partes, los árboles y matorrales cambiaron de lugar. Vacilantes,
como decorados de cartón transportados de prisa, se agruparon y corrieron todos juntos
mezclándose entre las sombras de la noche. Algo se movió en medio de todo, para
desaparecer fugazmente.
Habían llegado. Los sentía, a pesar de que mantenían apagadas las llamas y sofocada
la energía. Estatuas frías e indiferentes se irguieron entre los árboles, sobrepasando la
altura de los cedros, entes extraños y ajenos a ese mundo y a él, atraídos por el hábito
y una fría curiosidad.
- Silvia - dijo, pronunciando con claridad -; dime cuál eres tú.
No hubo respuesta; quizá después de todo, no estaba entre ellos. Se sintió como un
tonto. Un vago resplandor blanco flotó sobre la artesa, se mantuvo un momento
suspendido en el aire y continuó luego su curso. Por encima de la artesa la atmósfera
vibró por unos segundos, para morir en la inmovilidad; mientras tanto, otro gigante
hacía una breve inspección antes de su rápida retirada.
El pánico empezó a dominarlo; se estaban preparando para irse, para retirarse a su
propio mundo. Habían rechazado la artesa, no les interesaba.
- Esperen - murmuró con voz espesa.
Algunas sombras blancas se detuvieron por un momento. Se le acercaron lentamente
en tanto él desconfiaba de su fluctuante inmensidad. Si alguno llegaba a rozarlo, lo
chamuscaría con un breve siseo hasta convertirlo en un oscuro montículo de ceniza. Se
detuvo a pocos pasos de distancia.
- Saben lo que quiero - les dijo -. Quiero que ella vuelva; no deberían habérsela llevado
aún.
Silencio.
- La avidez les ha hecho cometer un error. Ella iba a reunirse con ustedes a su debido
tiempo, lo tenía todo planeado.
La niebla oscura se estremeció. Las formas fluctuantes palpitaron en los árboles,
agitándose al impulso de su voz.
- Es verdad - dijo un sonido indiferente e impersonal.
El sonido fluyó hacia él de árbol en árbol, sin locación concreta ni dirección
determinada. El viento nocturno lo barrió, haciéndolo morir entre los ecos.
Una capa de alivio lo cubrió. Al menos se habían detenido, notaban su presencia y
parecían dispuestos a escuchar lo que deseaba decirles.
- ¿Les parece justo? - preguntó -. Todavía tenía por delante una larga vida; queríamos
casarnos, tener hijos.
No le contestaron pero sin embargo, tuvo conciencia de una tensión que iba en
aumento. Escuchó atentamente pero no volvió a detectar sonido alguno. Tuvo después
la sensación de que entre ellos se estaba desarrollando una lucha, había surgido un
conflicto. La tensión fue aumentando en tanto las sombras fluctuaban agitadas, las
nubes, las heladas estrellas quedaron oscurecidas por la vasta presencia que se
henchía en torno.
- ¡Rick! - llamó una voz desde muy cerca.
Vacilante, volvió a escurrirse en la zona oscura de los árboles y las plantas húmedas.
Apenas podía oírla; las palabras se desvanecían en cuanto las pronunciaba.
- Rick, ayúdame a volver.
- ¿Dónde estás? - preguntó él, tratando de localizarla -. ¿Qué puedo hacer?
- No lo sé - respondió la voz dominada por el dolor y el desconcierto -. No entiendo.
Algo debe haber salido mal y ellos creyeron que yo deseaba irme enseguida. Pero ¡no
es así...!
- Lo sé - afirmó Rick -; fue un accidente.
- Me estaban esperando; el capullo, la artesa... Pero era demasiado pronto.
A través de la vasta distancia de otro universo pudo palpar el terror que la dominaba.
- Rick, he cambiado de opinión - continuó ella -; quiero volver...
- No es tan simple como crees.
- Lo sé Rick. En esta parte el tiempo es diferente. ¡Oh, hace tanto tiempo que me fui...
Vuestro mundo parece arrastrarse. Deben haber pasado años, ¿verdad?
- Una semana - contestó Rick.
- Ellos son culpables. No crees que haya sido culpa mía ¿verdad? Sabían que estaban
haciendo algo malo. Han castigado a todos los culpables, pero eso no me ayuda a mí.
El pánico y la angustia desfiguraban su voz de tal manera que él apenas podía
entenderle.
- ¿Cuándo puedo volver?
- ¿Se lo has preguntado a ellos?
- Dicen que es imposible - contestó la voz temblorosa de la joven -. Han destruido la
parte de arcilla y la incineraron. No tengo nada con qué volver.
- Pídeles que encuentren alguna otra manera - dijo Rick, respirando profundamente -
Depende de ellos. ¿No poseen ese poder? Te llevaron demasiado pronto y tienen la
obligación de devolverte; es su responsabilidad.
Las formas blancas se agitaron, inquietas. El conflicto pareció agudizarse. No podían
ponerse de acuerdo. Rick, disgustado, se alejó algunos pasos.
- Afirman que es peligroso - la voz de Silvia surgía de un lugar indefinido -. Dicen que lo
intentaron una vez, pero que el nexo entre este mundo y el nuestro - agregó, tratando
de controlar su voz -, es inestable. Hay enormes masas de energía flotante. El poder
que tienen, el de este mundo, no es propio, es parte de la energía universal, canalizada
y sujeta a ciertos controles.
- ¿Y por qué no...?
- Se trata de una continuidad más elevada. Existe un proceso natural de energía de las
regiones más bajas a las más altas, pero el proceso inverso es muy arriesgado. La
sangre es sólo una guía a seguir, un marcador vivo.
- Como las polillas en torno a la lámpara de luz - dijo Rick, con amargura.
- Si me envían de vuelta y algo sale mal... - se interrumpió brevemente -. Si cometen un
error puedo perderme entre las dos regiones; la energía libre puede absorberme. Según
parece, en parte es viva, aunque no está bien entendido. ¿Recuerdas a Prometeo y el
fuego...?
- Ya veo - dijo Rick, con tanta calma como pudo.
- Querido; si intentan enviarme de regreso, debo encontrar alguna forma con la que
entrar, ¿comprendes? He dejado de tener forma; de este lado no las hay en concreto.
Todo lo que tú ves, las alas, la blancura, no están en realidad allí. Si logro hacer el viaje
de regreso a tu lado...
- Tendrás que modelar algo - dijo Rick.
- Necesitaré tomar algo de allí, algo de arcilla, meterme dentro y moldearlo a mi
manera. Lo mismo que hizo Él hace mucho tiempo, cuando puso la forma original en
vuestro mundo.
- Si se hizo una vez, podrá hacerse nuevamente.
- Aquél que lo hizo ya no está; subió a las alturas - había en su voz cierto tono irónico y
desgraciado -. Hay regiones más allá de ésta. La escalera no termina aquí, pero nadie
sabe dónde finaliza. Según parece, sigue hacia arriba, arriba, no tiene fin... Va de un
mundo a otro, y así es por siempre, indefinidamente.
- ¿Quién es el que decide en tu caso?
- Depende de mí - dijo Silvia, débilmente -. Dicen que si estoy dispuesta a asumir el
riesgo, ellos tratarán de hacer la prueba.
- ¿Y tú, qué piensas? - preguntó él.
- Tengo miedo. ¿Y si algo sale mal? No has visto la región intermedia; allí las
posibilidades son escalofriantes, me aterroriza pensar en ello. Sólo Él tuvo el coraje
necesario, los demás han tenido miedo.
- La culpa es de ellos, y deben afrontar las responsabilidades.
- Lo saben - dijo Silvia, vacilando miserablemente -. Rick querido, por favor, dime qué
debo hacer...
- ¡Vuelve!
Silencio. La voz de ella, insegura y desvalida, respondió al fin.
- Está bien, Rick. Si tú crees que eso es lo mejor...
- ¡Por supuesto que sí! - dijo él, cerrando la mente a todo pensamiento, a toda imagen,
excepto el deseo que lo dominaba: Debo tenerla nuevamente conmigo -. Diles que  
empiecen de inmediato. Diles que...
Ante él estalló una ensordecedora explosión de calor que lo levantó y arrojó en un mar
de llamas de pura energía. Los otros se alejaban, dejando tras de sí un lago hirviente
que bramaba y tronaba alrededor de Rick. Por una fracción de segundos creyó ver a
Silvia con las manos extendidas hacia él, en un gesto suplicante.
El fuego se enfrió al fin. Continuó tendido en la negrura saturada de la humedad
nocturna. Solo en medio del silencio.
 
Walter Everett le ayudó a ponerse de pie.
- ¡Qué tonto eres! - le dijo varias veces -. No debiste haberlos llamado; ya nos han
quitado bastante.
Poco después se encontró en la sala espaciosa y tibia. La señora Everett estaba de pie
ante él, el rostro inexpresivo y severo. No le decía palabra. Las dos hijas, en cambio, no
se apartaban de él, agitadas y curiosas, las miradas cargadas de una morbosa
fascinación.
- Me pondré bien - refunfuñó Rick.
Al ascender habían quemado un círculo en torno de él; las ropas le quedaron
chamuscadas, ennegrecidas. Se frotó la cara para quitarse los restos de ceniza.
Pegadas al pelo aún tenía algunas hierbas secas. Se recostó en el sofá y cerró los ojos.
Al abrirlos, Betty Lou le estaba dando un vaso de agua fresca, que Rick le agradeció
con un murmullo apenas escuchado.
- No debiste ir a ese lugar. ¿Por qué lo hiciste? ¿Por qué? - repitió varias veces -. Ya
sabes lo que le sucedió a ella. ¿Acaso quieres que te suceda lo mismo?
- Quiero que vuelva - dijo Rick, tranquilamente.
- ¿Estás loco? No puede volver. Se ha ido - los labios le temblaron convulsivamente -.
Tú la has visto.
Betty Lou miraba al joven fijamente.
- ¿Qué sucedió allá afuera? - preguntó -. Volvieron, ¿verdad?
Rick se puso de pie con esfuerzo y salió de la sala. Al llegar a la cocina volcó el vaso de
agua en el fregadero y se sirvió un trago. Mientras estaba recostado contra el fregadero,
cansado, Betty Lou apareció en el vano de la puerta.
- ¿Qué quieres? - preguntó Rick.
La chica se sonrojó al responder.
- Sé que algo sucedió mientras estuviste afuera. Les has dado alimento, ¿verdad? -
preguntó, acercándose a él -. ¿Estás tratando de que vuelva?
- Así es - contestó Rick.
Betty Lou dejó escapar una risita nerviosa.
- Pero no puedes, recuerda. Ella está muerta, han cremado su cuerpo. Lo vi - la cara se
le contorsionó -. Papá siempre decía que algo malo le iba a ocurrir, y así fue - dijo
apoyándose en Rick -. Era una bruja, y recibió su merecido.  
- Te aseguro que volverá - dijo Rick.
- ¡No! - gritó la chica, con el pánico reflejado en sus vulgares facciones -. No puede
volver. ¡Está muerta! Sucedió lo que ella siempre decía; de gusano a mariposa..., es
una mariposa.
- Vete de aquí.
- No tienes derecho a darme órdenes - contestó Betty Lou levantando la voz en un
arranque de histeria -. Esta es mi casa y no queremos que vuelvas más por aquí. Mi
papá piensa decírtelo. No quiere verte más en esta casa, ni mamá tampoco, ni mi
hermana, ni yo...
El cambio se produjo repentinamente; como un filme que se detiene en una escena.
Betty Lou quedó inmóvil, con la boca entreabierta, el brazo levantado, las palabras a
punto de salirle por la boca. Quedó suspendida como una cosa sin vida, levantada del
suelo entre dos láminas de cristal. Parecía un insecto inerte, sin aliento, sin palabra,
vacío. No muerta, sino repentinamente disecada en una inanimación primaria.
Una nueva potencia de vida se filtró en la costra prisionera. Un rayo de vida se posó
ansiosamente en el cuerpo elegido, y lo cubrió como una capa de fluido caliente que va
llenando, poco a poco, cada una de sus partes. La chica se tambaleó, dejando escapar
un gemido; su cuerpo tembló violentamente y fue a dar contra la pared. Una taza de
loza cayó de un estante y se hizo añicos contra el suelo. La chica empezó a retroceder
sin decir palabra, llevándose la mano a la boca, los ojos abiertos de sorpresa.
- ¡Oh! - susurró -; me corté, con un clavo o alguna otra cosa...
Sacudió la cabeza y lo miró en silencio, suplicante.
- ¡Silvia!
La tomó con fuerza, obligándola a ponerse en pie mientras la apartaba de la pared.
Rodeaba con su mano el brazo de ella, tibio, pleno, maduro. Asombrados ojos grises,
pelo castaño, pechos temblorosos; era la misma de los últimos momentos en el sótano.
- Veamos - dijo él, apartándole bruscamente la mano de la boca para mirarle el dedo.
Sólo quedaba una línea blanca de cicatriz.
- Está bien, querida; no tienes nada.
- Rick, estuve del otro lado - dijo ella con voz débil y enronquecida. Vinieron y me
arrastraron con ellos - un temblor violento la sacudió -. Dime Rick, ¿estoy de vuelta,
realmente?
- Completamente de vuelta - dijo él, abrazándola con fuerza.
- Pasó tanto tiempo, Rick. Fue como haber estado un siglo en ese lugar. Toda una
eternidad. Creí que... - se apartó de él - Rick...
- ¿Qué sucede?
- Algo está mal - anunció ella, enloquecida de miedo.
- Nada está mal; has vuelto a casa y eso es lo que importa de verdad.
Silvia se apartó de él.
- Pero deben haber tomado una forma viva ¿no es cierto? No pueden haberlo hecho  
con simple arcilla; no tienen ese poder. Rick, creo que deben haber alterado alguna
obra de Él - casi gritaba de miedo -. Es un error; no se debe alterar el equilibrio. Es muy
inestable y nadie puede controlar el...
Rick se interpuso entre ella y la puerta.
- Deja de hablar así - dijo, furioso -. Vale la pena; ya lo creo que vale la pena. Si han
desequilibrado el orden, peor para ellos.
- No podemos retroceder - dijo la joven, angustiada y con la voz chillona, después, dura
como un cable tenso -. Lo hemos puesto en funcionamiento, hicimos que las olas se
levantaran. El equilibrio que Él estableció, ha sido alterado.
- Ven, querida - dijo Rick -. Vamos a la sala a sentarnos junto a tu familia. Te sentirás
mejor. Debes tratar de recuperarte de todo lo que ha pasado.
Se acercaron a los otros tres; estaban sentados, dos personas en el sofá, y una en la
silla de respaldo alto, junto a la chimenea. Tenían los cuerpos inmóviles, las caras sin
expresión, los miembros flácidos y cerosos. Todos parecían siluetas desvaídas que no
reaccionaron cuando la pareja entró en la habitación.
Rick se detuvo. No podía comprender. Walter Everett estaba inclinado hacia adelante,
en pantuflas, con el diario en la mano y la pipa aún humeante en el cenicero, con el
brazo apoyado en el sillón. La señora Everett permanecía sentada con un bulto de
costura sobre la falda; el rostro adusto y sombrío, con una expresión extrañamente
vaga. La cara era deforme, como si el material de que estaba hecha se estuviera
disolviendo. El cuerpo de Jean era un montículo informe, una bola de arcilla sin
modelar, que se desmoronaba a medida que pasaban los minutos.
Jean se desplomó súbitamente. Los brazos quedaron sueltos junto al resto; la cabeza
vaciló. Después el cuerpo, los brazos y las piernas, empezaron a llenarse como por arte
de magia. Las facciones se alteraron rápidamente, cambió también su vestimenta. El
color empezó a teñirle el pelo, los ojos, la piel. Desapareció la palidez cerosa.
Posando la punta de los dedos sobre sus labios miró a Rick en silencio. Parpadeó, y
sus ojos parecieron enfocar por primera vez.
- ¡Oh! - susurró.
Movió los labios con dificultad. Su voz era débil y desigual, como una mala grabación.
Trató de ponerse de pie con movimientos torpes y mal coordinados; después se levantó
súbitamente, como impulsada por un resorte, y se acercó a él, paso a paso. Parecía un
maniquí.
- Me corté, Rick - dijo -. Con un clavo, o alguna otra cosa...
La que había sido la señora Everett empezó a moverse de una manera vaga, informe.
Hizo algunos ruidos apagados y se desmoronó grotescamente. Luego, en forma
gradual, empezó a solidificarse, a adquirir forma.
- Mi dedo - murmuró.
La tercera silueta, la de la silla, repitió las mismas palabras. Pronto, todos estaban
pronunciando las mismas palabras, y hubo cuatro dedos perpendiculares en el aire,  
cuatro labios que se movían al unísono.
- Mi dedo. Me corté, Rick.
Reflejos imitativos, ecos, copias de movimientos del pasado, de otros mundos. Las
siluetas que iban adquiriendo nuevas formas eran copias idénticas en todos sus
detalles. Se multiplicaban incesantemente ante él: en el sofá, en la silla, a su lado, tan
cerca de él que podía escucharles la respiración y verles los labios temblorosos.
- ¿Qué es? - dijo la Silvia que estaba junto a él.
Otra Silvia, la del sofá, volvió a tomar la costura, absorta en sus tareas. Otra, en la silla
cómoda, tomó el diario, la pipa, y siguió leyendo. Otra permanecía encorvada, llena de
temores. La que estaba junto a él lo siguió mientras retrocedía hacia la puerta. Jadeaba
agitadamente, con los ojos grises muy abiertos, la nariz palpitante.
- Rick...
Abrió la puerta de un tirón y salió al porche oscuro. Moviéndose como un robot
descendió los escalones y tanteó el camino entre los charcos que la noche formaba en
varias partes hasta llegar a la calzada para coches. Atrás, recortada contra el
rectángulo amarillo de luz, la silueta de Silvia lo miraba con una expresión desgraciada.
Más allá los cuerpos idénticos, repeticiones exactas del mismo patrón, se ocupaban en
diversas tareas.
Subió a su coupé y salió al camino.
Hacia los costados empezaron a desfilar los árboles y las casas oscuras. Se preguntó
hasta dónde llegaría aquello: ondas superpuestas que se expandían, círculos
concéntricos que se agrandaban a medida que el desequilibrio se extendía...
Entró en la carretera principal; vio más coches circulando. Trató de mirar dentro de los
vehículos, pero no pudo. Todos iban a demasiada velocidad. Delante de él iba un
Plymouth rojo. El conductor era un hombre corpulento, con traje azul de calle, que reía
alegremente junto a la mujer que viajaba a su lado. Rick acercó su coupé al Plymouth
para seguirlos de cerca. El hombre sonrió y sus dientes de oro resplandecieron
mientras hacía gestos con las manos regordetas. La chica era bonita; tenía pelo oscuro.
Miró sonriente a su acompañante, se ajustó los guantes blancos, trató de alisarse el
pelo y levantó la ventanilla de su lado.
Un pesado camión Diesel se interpuso y perdió de vista al Plymouth rojo. Desesperado,
hizo una curva en torno al camión, y metió la nariz del coche detrás del veloz sedán
rojo. Poco después lo pasó y pudo ver con claridad a los ocupantes del coche; la chica
se parecía a Silvia, el mismo contorno delicado del mentón, los mismos labios
generosos que se abrían delicadamente cuando sonreía, los mismos brazos delgados,
las manos iguales. Era Silvia. El Plymouth dobló. Por el momento no había otro coche
delante del suyo.
Condujo durante varias horas en la noche oscura y pesada. La aguja indicadora de la
gasolina ya se acercaba al cero. Estaba atravesando una campiña levemente ondulada,
campos baldíos entre pueblo y pueblo. Desde la profundidad del cielo, las estrellas lo  
miraban sin parpadear. En un momento relució un ramillete de luces rojas y amarillas;
era una estación de servicio con un gran letrero luminoso. Siguió conduciendo.
Detuvo el coche frente a una bomba de combustible aislada. Salió del camino y
estacionó el coche sobre los guijarros empapados de gasolina. Descendió. Las
piedrecillas crujían bajo los zapatos mientras él tomaba la manguera y quitaba la tapa
del tanque de la gasolina. Casi había terminado de llenarlo cuando se abrió la puerta de
la mísera estación de servicio y salió una mujer delgada, vestida con una falda blanca y
camisa color azul marino, con un gorrito balanceándose sobre los rizos castaños.
- Buenas noches, Rick - dijo, tranquilamente.
Él colocó la manguera en su lugar y siguió conduciendo por la carretera, pero ¿había
vuelto a enroscar la tapa del tanque de la gasolina? No recordaba. Aceleró. Había
recorrido más de cien kilómetros y se estaba acercando al límite del estado. Un
pequeño café al costado del camino. La cálida luz amarilla brillaba invitante en la bruma
helada de las primeras horas del día. Aminoró la marcha y detuvo el coche junto a la
acera en la desierta playa de estacionamiento. Cansado, la vista turbia, entró al local.
Le salió al encuentro un apetitoso olor a café caliente y jamón frito, y el espectáculo
reconfortante de la gente comiendo ante una mesa. Un fonógrafo automático retumbaba
en un rincón. Se dejó caer sobre un banquillo y se inclinó hacia adelante con la cara
entre las manos. Un granjero delgado que estaba a su lado le dirigió una mirada curiosa
y después volvió la atención a su diario. Desde el otro lado del mostrador, dos mujeres
de expresión dura lo miraron un momento. Un joven apuesto, con un traje de jean,
comía un plato de arroz y guisantes; de vez en cuando sorbía un poco de café caliente
de una taza pesada.
- ¿Qué va a servirse? - preguntó la jovial camarera rubia que lo atendió. Llevaba un
lápiz detrás de la oreja, y el pelo recogido en un moño apretado en la nuca. - Parece
que se ha pescado usted una buena borrachera - comentó la muchacha.
Pidió una sopa de verduras y café. Minutos después estaba comiendo
automáticamente, la mirada ausente; mordisqueó un sándwich de jamón y queso que
no recordaba haber pedido. El fonógrafo automático seguía sonando a todo volumen.
Varias personas entraron y salieron del local. Al costado del camino un pueblecito
retrocedía hacia las suaves colinas que se perdían en la distancia. Al fin, la luz fría y
agrisada de la mañana se filtró en el pequeño café.
Rick comió un trozo caliente de pastel de manzanas, y quedó sentado limpiándose
lentamente la boca con una servilleta de papel.
Había silencio en el café; fuera, nada se movía. Una calma inquietante flotaba en el
ambiente; el fonógrafo había dejado de funcionar. De los clientes sentados en la barra
nadie se movió ni pronunció palabra. De vez en cuando por la carretera pasaba un
camión rugiendo, húmedo por el rocío y con las ventanillas cerradas.
Rick levantó la vista. Silvia estaba de pie ante él, con los brazos cruzados y la mirada
ausente, detenida en algún punto detrás de él. Un lápiz amarillo se balanceaba tras de
su oreja y llevaba el cabello castaño en un apretado moño sobre la nuca. Las dos
mujeres sentadas del otro lado del mostrador eran otras tantas Silvias. Comían,
bostezaban o leían, con la vista clavada en el plato. Todas eran idénticas y se
diferenciaban sólo en las ropas que llevaban.
Fue hasta el coche que había dejado estacionado y media hora después, había cruzado
la frontera estatal. Los vivos rayos del sol calentaban ya el pavimento y besaban los
techos húmedos de rocío de los pueblitos desconocidos que cruzaba.
Vio a muchas mujeres caminando por las calles resplandecientes en el día que
empezaba, madrugadoras que se dirigían a sus trabajos. Caminaban solas o en
pequeños grupos de dos o tres, haciendo resonar los tacones en el silencio. Vio grupos
numerosos en las paradas de los autobuses. Mientras tanto otras, en sus casas,
seguramente se levantaban de la cama, desayunaban, se bañaban y se vestían para
afrontar la nueva jornada. Cientos de ellas, miles tal vez, verdaderas legiones sin
número; un pueblo entero dispuesto a empezar la rutina diaria, las tareas de costumbre.
El círculo se agrandaba implacablemente.
El pueblo quedó atrás. El pie se le resbaló del acelerador y el coche aminoró la marcha.
Dos mujeres juntas atravesaban un campo raso, cargadas de libros. Algunos chicos se
dirigían a la escuela. Todas eran repeticiones de Silvia, idénticas, invariables; alrededor
de ellas un perro ladraba alegremente, despreocupado.
Siguió conduciendo. Se acercaba a una ciudad; la anunciaban severas columnas de
edificios de oficina recortados contra el cielo. Al pasar por el sector comercial, las calles
bullían de actividad y de ruidos. Por algún lugar, cerca del centro de la ciudad,
sobrepasó la periferia del círculo que avanzaba, y logró dejarlo atrás. Por fin las infinitas
réplicas de Silvia fueron desplazadas por gente de aspecto diverso. Los repetidos ojos
grises y cabelleras castañas dieron paso a una gran variedad de hombres y mujeres y
niños de todas las edades y aspectos distintos. Aumentó la velocidad y se internó en la
autopista de cuatro carriles.
En un momento empezó a perder velocidad; estaba exhausto, hacía horas que
conducía y todo el cuerpo le temblaba de cansancio. A un costado del camino, un joven
de cabellos rojos hacía señas con el dedo, intentando alegremente que alguien lo
llevara; su cuerpo espigado estaba cubierto por unos pantalones pardos y un suéter de
pelo de camello. Rick detuvo el coche y abrió la portezuela.
- Sube - dijo.
El joven se acercó corriendo y subió.
- Gracias amigo - cerró la puerta de un golpe y se reclinó hacia atrás, mientras Rick
volvía a ganar velocidad.
- Empezaba a sentir calor parado allí...
- ¿Vas lejos? - preguntó Rick.
- Hasta el fin de la carretera. Voy a Chicago - dijo el joven, sonriendo tímidamente -. Por
supuesto que no espero que me lleves hasta allá, pero te agradezco que me acerques.
¿Adónde vas? - preguntó, mirando a Rick con curiosidad.
- A cualquier parte - contesté Rick -. Te llevaré hasta Chicago.
- Son más de seiscientos kilómetros.
- No importa - dijo Rick.
Pasó al carril de la izquierda para ir a más velocidad.
- Si quieres ir a Nueva York, te llevo.
- ¿Te sientes bien? - preguntó el pasajero, apartándose del conductor un poco
intranquilo -. Te agradezco que me hayas recogido, pero... - vacilante, agregó -. No
quisiera que salgas de tu camino por mi causa.
Rick concentraba su atención en el camino, las manos fuertemente apretadas en torno
al volante.
- Quiero ir rápido - dijo -. No pienso aminorar ni detenerme.
- Ten cuidado - dijo el joven -. No me gustaría sufrir un accidente.
- No tienes por qué preocuparte.
- Pero es peligroso. ¿Y si sucede algo? Creo que es demasiado arriesgado.
- Te equivocas - dijo Rick -, vale la pena arriesgarse.
- Pero, y si algo sale mal... - la voz se perdió, insegura, para continuar después -. Puedo
perderme entre las dos regiones; sería fácil. Todo es tan inestable... - la voz temblaba
de miedo y angustia -. Rick, por favor...
Rick se volvió bruscamente.
- ¿Cómo sabes mi nombre?
De cuclillas en el suelo del automóvil, el joven era un pequeño montículo. La cara de
contornos suavizados parecía disolverse, perder la forma y confundirse en una masa
informe.
- Quiero regresar - suplicaba una voz desde el interior de aquella especie de cuerpo -,
pero tengo miedo. No has visto las regiones intermedias; es energía pura, Rick. Él logró
canalizarla hace mucho tiempo ya, pero nadie sabe cómo hacerlo.
La voz se tornó ligera, clara, temblorosa. El pelo se aclaró hasta tomar un rico tono
castaño. Los ojos grises, atemorizados, parpadearon dos o tres veces. Rick, petrificado,
se incliné sobre el volante haciendo esfuerzos para no moverse. Poco a poco aminoró
la velocidad hasta detenerse en el carril de la derecha.
- ¿Vas a detenerte? - preguntó a su lado la voz.
Era Silvia. Parecía un insecto recién nacido que está secándose al sol; las formas
empezaron a endurecerse, a fijarse en una realidad concreta. De pronto Silvia se
enderezó en el asiento y miré hacia afuera.
- ¿Dónde estamos? - preguntó -. Creo que estamos entre dos pueblos.
Rick frenó bruscamente, y pasando la mano delante de ella, abrió la portezuela y le dijo:
- ¡Fuera!
Silvia lo miré sin poder comprender.
- ¿Qué dices? - preguntó, vacilando -. ¿Qué ha pasado, Rick?  
- ¡Que te bajes, he dicho!
- Rick, no entiendo - dijo ella mientras se deslizaba sobre el asiento -. Creí que todo
estaba bien.
Le dio un suave empellón y volvió a cerrar la portezuela. El coche siguió hacia adelante,
devorado por el espeso tránsito del mediodía. Atrás, la pequeña silueta se puso en pie,
aturdida y lastimada. Él apartó con esfuerzo los ojos del retrovisor, y puso todo el peso
del cuerpo sobre el acelerador.
Trató de conectar la radio del coche. Primero hubo un zumbido y después, ruido de
estática; recorrió todo el dial hasta dar con una cadena de estaciones importantes. La
locutora era una mujer de voz débil y asombrada. Al principio no lograba entender el
significado de las palabras, pero cuando pudo entenderlo, apagó rápidamente el
receptor. El pánico casi lo paralizó. Era la voz de ella que susurraba, quejumbrosa.
¿Dónde estaba la emisora? En Chicago. Evidentemente, el círculo ya se habla
extendido hasta allá.
Nuevamente aminoró la velocidad. No tenía objeto apresurarse; ya había logrado
adelantársele.
Dejó atrás las granjas de Kansas; pequeñas tiendas perdidas en pueblecitos del
Mississipi. En las heladas calles de Nueva Inglaterra, ciudades industriales enteras
estaban pobladas de mujeres de ojos grises y pelo castaño que caminaban
apresuradas.
La onda podría cruzar el océano; pronto invadiría el resto del mundo. África se
transformarla en un continente extraño: kraals de mujeres de piel pálida, todas iguales,
cumpliendo las tareas primitivas de la caza, moliendo los granos, ocupándose de la
recolección de la fruta, desollando animales. Todas cuidaban del fuego, hilaban las
telas y afilaban con esmero las cuchillas.
- En China... - esbozó una sonrisa vacua -. Allá también ella tendría un aspecto extraño,
vestida con la severa chaqueta de cuello alto, la túnica monástica de los cuadros de la
juventud comunista. Seguramente desfilaría por las calles principales de Peíping. Filas y
más filas de jóvenes mujeres con piernas delgadas, pechos altos, que llevaban con
gallardía los rifles de fabricación soviética. Otras en cambio, llevaban picos y palas y
azadas. Columnas de soldados con botas de tela. Cuadros de trabajadores que
marchaban apresurados con sus preciosas herramientas. Todos desfilaban ante la
misma silueta que está de pie en la tarima que domina la calle, con el brazo delgado en
alto y la cara bonita, sin expresión.
Salió de la carretera y entró por un camino lateral. Momentos después emprendía el
regreso; conducía lentamente, sin ánimos, por el mismo camino que había tomado a la
ida.
Al llegar a una intersección, un policía de tránsito se abrió paso hasta su coche. Rick
permaneció rígido, con la mano en el volante, dominado por una sensación de fatalismo
e inevitabilidad.  
- Rick - susurró ella, implorante, al acercarse a la ventanilla -. ¿Acaso no está todo bien?
- Por supuesto - contestó él forzadamente.
Ella introdujo la mano por la ventanilla abierta y le tocó el brazo en ademán suplicante.
Conocía esos dedos, las uñas rojas, esa mano que había acariciado tantas veces.
- Tengo muchos deseos de estar junto a ti. ¿No hemos vuelto a reunirnos? ¿No estoy
de vuelta?
- Por supuesto.
- No comprendo - dijo ella, meneando la cabeza con desconsuelo -. No entiendo. Creí
que todo era como antes.
Él arrancó intempestivamente y siguió a toda velocidad. La intersección quedó atrás,
convertida en un punto brumoso.
Era ya el atardecer y se sentía agotado. La fatiga lo vencía. Conducía automáticamente
hacia su pueblo; mientras tanto, podía verla en todas partes, caminando, de pie. Era
omnipresente. Llegó a la playa de estacionamiento de su casa de departamentos y
detuvo allí su coche.
Cuando llegó al vestíbulo el portero lo saludó. Rick lo reconoció por el trapo grasiento
de fregar que tenía en la mano, la escoba grande, el balde lleno de aserrín.
- Por favor, Rick - le dijo -. Dime qué es; dímelo, por favor...
La empujó violentamente, pero ella logró alcanzarlo.
- He vuelto, Rick. ¿No entiendes? Me habían elevado demasiado pronto y me han
devuelto. Fue un error. Nunca más volveré a llamarlos; eso pertenece al pasado,
créeme.
Rick continuó subiendo las escaleras. Silvia vaciló; luego se posó en el primer escalón,
convertida en un montículo miserable, un cuerpo pequeño dentro del uniforme de
portero y las enormes botas claveteadas.
Abrió la puerta de su departamento y entró. Por la ventana se podía ver el cielo azul del
atardecer. Los techos de los edificios vecinos relumbraban al sol.
Le dolía todo el cuerpo. Con pasos torpes se dirigió hacia el baño. Estaba en un lugar
extraño, no podía encontrar lo que buscaba. Llenó el lavabo con agua caliente y
después de subirse las mangas se lavó las manos y la cara en el líquido del que se
levantaba una nube de vapor tibio. Miró rápidamente hacia arriba.
El espejo del baño reflejaba una imagen horrible; un rostro cubierto de lágrimas,
deformado en un gesto de desesperación. Tardó en reconocer las facciones, eran
borrosas y movedizas. Los ojos grises centelleaban de miedo. Boca roja, temblorosa,
garganta agitada por las pulsaciones, suaves cabellos castaños. Lo miraba largamente,
con una expresión patética... Y entonces, la joven que estaba ante el lavabo se inclinó
para secarse la cara, se volvió y salió del cuarto de baño con paso cansado. Fue hasta
la sala, vaciló confundida y se dejó caer en una silla. Cerró los ojos, enloquecida de
cansancio y desdicha.
- Rick - susurró, suplicante -. Trata de ayudarme. Estoy de vuelta, ¿no es cierto?  
Meneó la cabeza, aturdida.
- Por favor, Rick. Creí que todo estaba bien...
 
 
FIN
 


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