Philip K. Dick
Cuando Richards llegaba a casa después de trabajar, se enfrascaba en una rutina
secreta, una serie agradable de actos que le proporcionaban más satisfacción que su
jornada laboral de diez horas en el Instituto de Comercio. Tiraba el maletín en una silla, se
remangaba, tomaba una regadera llena de líquido fertilizante y abría de una patada la
puerta trasera.
El frío sol del atardecer le bañó cuando avanzó por la mojada tierra negra hasta el
centro del jardín. Su corazón latía con violencia. ¿Cómo estaría?
Estupendo. Cada día crecía más.
Lo regó, arrancó algunas hojas secas, removió la tierra, mató la mala hierba que había
surgido, derramó fertilizante con generosidad y retrocedió para examinar el conjunto. No
había nada más satisfactorio que la actividad creativa. En su trabajo, era un ejecutivo muy
bien pagado del sistema económico niplan. Trabajaba con símbolos verbales y los
símbolos de otras personas. Aquí, trataba directamente con la realidad.
Richards se puso en cuclillas y examinó sus adelantos. Era una bonita visión; casi
preparada, casi madura. Se inclinó hacia delante y palpó los firmes costados.
A la luz del crepúsculo, el transporte de alta velocidad brillaba. Las ventanas casi se
habían formado, cuatro cuadrados pálidos en el casco metálico ahusado. La burbuja de
control empezaba a surgir del centro del chasis. Las pestañas de los motores habían
adquirido su plena forma. La escotilla de entrada y las esclusas de emergencia aún no
habían nacido, pero faltaba poco.
La satisfacción de Richards alcanzó un punto álgido. No quedaba duda: el transporte
estaba casi maduro. Cualquier día lo tomaría..., y empezaría a volar.
A las nueve, la sala de espera estaba llena de gente y humo de cigarrillos; ahora, a las
tres y media, se encontraba casi vacía. Uno a uno, los visitantes se habían rendido y
marchado. Cintas esparcidas, ceniceros rebosantes y sillas vacías rodeaban al escritorio
robot, enfrascado en sus asuntos. Pero en una esquina, sentada muy erguida, sus
pequeñas manos enlazadas sobre el bolso, continuaba la joven que el escritorio no había
logrado desanimar.
El escritorio lo intentó una vez más. Eran cerca de las cuatro. Eggerton no tardaría en
irse. La grosera irracionalidad de esperar a un hombre que estaba a punto de ponerse el
sombrero y el abrigo para marcharse a casa crispaba los nervios sensibles del escritorio. Y
la chica llevaba sentada en el mismo sitio desde las nueve, los ojos abiertos de par en par,
mirando al vacío, sin fumar ni mirar cintas, sólo sentada y esperando.
—Oiga, señora —dijo el escritorio en voz alta—, el señor Eggerton no recibirá a nadie
hoy.
La chica dibujó una leve sonrisa.
—Sólo será un momento.
El escritorio suspiró.
—Es usted tozuda. ¿Qué desea? Los negocios de su empresa deben ir viento en popa
con una trabajadora como usted, pero como ya le he dicho, el señor Eggerton nunca
compra nada. Ha llegado donde está gracias a librarse de gente como usted. Estará
pensando que va a conseguir un gran encargo con esa silueta —la amonestó el robot—.
Debería avergonzarse de llevar un vestido como ése, una chica tan guapa como usted.
—Me recibirá —contestó la joven sin alzar la voz.
El escritorio buscó algún doble sentido de la palabra «recibir».
—Sí, supongo que con un vestido como ése... —empezó, pero en aquel momento se
abrió la puerta interior y John Eggerton apareció.
—Desconéctate —ordenó al escritorio—. Me voy a casa. Prográmate para las diez.
Mañana llegaré tarde. El bloque id celebrará una conferencia en Pittsburgh, y quiero
decirles unas cuantas cosas.
La muchacha se levantó. John Eggerton era un hombre grande, ancho de hombros,
sucio y desastrado, con la chaqueta sin abrochar y manchada de comida, las mangas
subidas, ojos hundidos y astutos. Le dirigió una mirada de preocupación cuando se
acercó.
—Señor Eggerton, ¿me concede un momento? Quiero hablar con usted.
—No pienso comprar ni alquilar. —La voz de Eggerton estaba ronca de cansancio—.
Jovencita, vuelva donde su jefe y dígale que, si quiere enseñarme algo, envíe a un
representante con experiencia, y no a una cría que acaba de salir del...
Eggerton era miope y no vio la tarjeta que la joven sostenía entre los dedos hasta que
casi la tuvo encima. Se movió con sorprendente agilidad para un hombre de su tamaño.
Empujó a la chica, rodeó el escritorio robot y se deslizó por una salida lateral. El bolso de
la muchacha cayó al suelo y su contenido se desparramó.
Dudó un momento, lanzó un siseo de exasperación, salió corriendo de la oficina y se
precipitó hacia el ascensor. Estaba en rojo; ya se dirigía hacia el aeródromo privado del
edificio, a cincuenta pisos de altura.
—Mierda —masculló la joven.
Volvió a entrar en la oficina, disgustada.
El escritorio había empezado a recobrarse.
—¿Por qué no me dijo que era una inmune? —preguntó, ofendido e indignado como un
burócrata—. Le entregué el formulario s045 para que lo llenara y en la línea seis se solicita
información especifica sobre la ocupación. Usted..., ¡me ha engañado!
La chica hizo caso omiso del escritorio y se arrodilló para recoger sus cosas. Pistola,
brazalete magnético, micrófono de cuello, lápiz de labios, llaves, espejo, calderilla,
pañuelo, el aviso de veinticuatro horas para John Eggerton... Se llevaría una buena
reprimenda cuando volviera a la Agencia. Eggerton había logrado incluso soslayar la
advertencia oral: el rollo de cinta grabada que había caído del bolso estaba inutilizado.
—Tienes un jefe muy listo —dijo al escritorio, en un estallido de cólera—. Todo el día
sentada en esta asquerosa oficina con todos aquellos vendedores para nada.
—Me preguntaba por qué era usted tan insistente. Nunca había visto a una vendedora
tan insistente. Tendría que haberlo adivinado. Casi le atrapa.
—Le atraparemos —afirmó la joven, mientras salía de la oficina—. Díselo mañana,
cuando venga.
—No vendrá —respondió el escritorio para sí, pues la joven se había ido—. Mientras
haya inmunes al acecho, no vendrá. La vida de un hombre vale más que su negocio,
incluso que un negocio de esta envergadura.
La muchacha entró en una cabina pública y videofonó a la Agencia.
—Se ha escapado —dijo a la mujer de aspecto taciturno que era su inmediata
superior—. Ni tan sólo tocó la tarjeta de requerimiento. Creo que no he sido de gran
utilidad.
—¿Vio la tarjeta?
—Claro. Por eso salió disparado como un rayo.
La mujer escribió unas líneas en un cuaderno.
—Técnicamente, es nuestro. Dejaré que nuestros abogados se peleen con los suyos.
Seguiré adelante con el aviso de veinticuatro horas, como si lo hubiera aceptado. Si antes
era escurridizo, a partir de ahora será imposible; nunca nos acercaremos tanto como en
esta ocasión. Es una pena que fallara... —La mujer tomó una decisión—. Llame a su casa
y comunique a sus criados el aviso de culpabilidad. Mañana por la mañana lo
distribuiremos a las principales máquinas de noticias.
Doris cortó la comunicación, tapó la pantalla con una mano y marcó el número privado
de Eggerton. Comunicó al criado el aviso formal que Eggerton, según lo previsto por la ley,
podía ser capturado por cualquier ciudadano. El criado (mecánico) recibió la información
como si se tratara de un pedido de tela. La serenidad de la máquina desalentó a la joven
todavía más. Salió de la cabina y bajó por la rampa hacia la coctelería para esperar a su
marido.
John Eggerton no parecía un paraquinético. La mente de Doris imaginaba jóvenes de
rostros macilentos, atormentados e introvertidos, ocultos en ciudades y granjas aisladas,
lejos de las zonas urbanas. Eggerton era importante..., lo cual no disminuía sus
posibilidades de ser detectado gracias a la red de control aleatoria. Mientras bebía el Tom
Collins, se preguntó qué otros motivos tendría John Eggerton para no hacer caso del aviso
inicial, la advertencia posterior (multa y posible encarcelamiento) y ahora el último aviso.
¿Sería Eggerton un auténtico P-Q?
En el espejo situado detrás de la barra su rostro osciló, anillos de semisombras,
súcubos nebulosos, una neblina oscura como la que flotaba sobre el sistema niplan. Su
reflejo podría haber sido el de una joven paraquinética: círculos negros a modo de ojos,
pestañas húmedas, cabello mojado caído sobre los hombros, dedos demasiado largos y
ahusados. Pero sólo era el espejo: no había mujeres paraquinéticas. Al menos, aún no las
habían descubierto.
Su marido apareció de improviso junto a ella, dejó la chaqueta sobre un taburete y se
sentó.
—¿Cómo te ha ido? —preguntó Harvey.
Doris se sobresaltó.
—¡Me has asustado!
Harvey encendió un cigarrillo y atrajo la atención del camarero.
—Burbon con agua. —Se volvió hacia su mujer—. Ánimo. Hay más mutantes sueltos.
—Le tendió el periódico de la tarde—. Es posible que ya lo sepas, pero nuestra delegación
de San Francisco ha atrapado cuatro a la vez; todos únicos en su género. Uno de ellos
poseía el maravilloso talento de acelerar los procesos metabólicos de los tipos que le
caían mal.
Doris asintió con aire ausente.
—Nos enteramos por los comunicados de la Agencia. Y uno podía atravesar las
paredes. Otro animaba piedras.
—¿Eggerton huyó?
—Como un rayo. Jamás imaginé que un hombre tan grande pudiera moverse con
aquella rapidez..., aunque tal vez no sea un hombre. —Dio vueltas al vaso entre los
dedos—. La Agencia va a dar publicidad al aviso de veinticuatro horas. Ya he llamado a su
casa, lo cual proporciona ventaja a sus criados.
—Deberían aprovecharla. Al fin y al cabo, han trabajado para él. Tendrían que sacar
partido. —Harvey intentaba ser gracioso, pero su mujer no reaccionaba—. ¿Crees que un
hombre tan grande puede esconderse?
Doris se encogió de hombros. Los que se escondían simplificaban el problema; se
delataban al apartarse cada vez más de la norma de comportamiento. El problema residía
en los que ignoraban su diferencia innata, en los que seguían funcionando hasta que se
les descubría por accidente... Los llamados P-Qs inconscientes habían provocado que se
creara el sistema de control aleatorio y su agencia de mujeres inmunes. En la mente de
Doris se insinuó la siniestra idea que un hombre podía pensar que era un P-Q, sin serlo; el
eterno temor neurótico a ser diferente, raro, cuando en realidad era de lo más normal.
Eggerton, a pesar de su poder e influencia en el mundo de los negocios, quizá fuera un
hombre normal dominado por la fobia de ser un P-Q. Se habían dado casos semejantes...,
mientras auténticos P-Qs iban por el mundo ajenos por completo a su peculiaridad.
—Necesitamos una prueba segura —dijo Doris en voz alta— que un hombre pueda
aplicarse a sí mismo, para estar seguro.
—¿No la tienen cuando atrapan a uno en vuestra red?
—Si le atrapamos. Uno entre diez mil. Un número muy reducido. —De pronto, apartó la
bebida y se levantó—. Vamos a casa. Tengo hambre y estoy cansada. Quiero irme a la
cama.
Harvey tomó el abrigo y pagó la cuenta.
—Lo siento, cariño, pero esta noche cenaremos fuera. A la hora de comer me encontré
con un compañero del Instituto de Comercio, un tipo llamado Jay Richards. Nos invitó a los
dos para celebrar algo.
—¿Qué vamos a celebrar? —preguntó Doris, irritada.
—Es un secreto —contestó Harvey, mientras abría la puerta del local—. Lo revelará
después de la cena. Anímate. Seguro que lo pasaremos bien.
Eggerton no voló directamente a casa. Circuló sin rumbo a gran velocidad en las
inmediaciones del primer anillo de barrios residenciales que bordeaban Nueva York. El
terror de los primeros momentos había dado paso a la cólera. Su impulso instintivo fue
dirigirse hacia sus propiedades, pero el temor a tropezarse con más miembros de la
Agencia paralizó su voluntad. Mientras intentaba tomar una decisión, su micrófono de
cuello le repitió la llamada de la Agencia a su casa.
Tenía suerte. La chica había comunicado el aviso de veinticuatro horas a uno de los
robots, y a los robots no les interesaban las recompensas.
Aterrizó en un tejado, seleccionado al azar, situado dentro de la zona industrial de
Pittsburgh. Nadie le vio; la suerte seguía acompañándole. Temblaba cuando entró en el
ascensor y descendió hasta la planta baja. Con él bajaron un funcionario de rostro
inexpresivo, dos mujeres de edad avanzada, un joven serio y la hermosa hija de un
ejecutivo menor. Un grupo inofensivo de gente, pero a él no le engañaban: cuando
finalizara el plazo de veinticuatro horas, cualquiera de ellos se lanzaría en su búsqueda. Y
no podía culparles: diez millones de dólares era mucho dinero.
En teoría, tenía un día de gracia, pero los avisos finales eran secretos a gritos. Mucha
gente de buena posición estaría en conocimiento. Iría a ver a un viejo amigo, que le
recibiría con grandes parabienes, le invitaría a cenar, le proporcionaría un refugio en
Ganímedes y cantidad de provisiones..., y recibiría un tiro entre los ojos en cuanto el día
terminara.
Poseía unidades alejadas que pertenecían a su imperio industrial, desde luego, pero
serían registradas sistemáticamente. Poseía una variedad de compañías matrices y
empresas menores, pero la Agencia las investigaría si creía que valía la pena desperdiciar
su tiempo. La comprensión intuitiva de poder convertirse fácilmente en una lección para el
sistema niplan, manipulado y explotado por la Agencia, le enloqueció. Las inmunes
siempre habían desenterrado complejos encerrados en su mente desde su más tierna
infancia. La idea de una civilización matriarcal se le antojaba aborrecible. Atrapar a
Eggerton equivalía a privar al bloque de un puntal básico. Se le ocurrió que en su elección
tal vez no había concurrido para nada el azar.
Muy listos: reunir los números de identificación de los líderes del bloque id, introducirlos
de vez en cuando en las redes de control, para irlos eliminando de uno en uno.
Llegó al nivel de la calle y se quedó indeciso, mientras el tráfico urbano fluía a su
alrededor con gran estrépito. ¿Y si los líderes del bloque id colaboraban con las redes de
control? Aceptar el aviso inicial sólo significaba someterse a un sondeo mental de rutina,
llevado a cabo por el cuerpo protegido de mutantes que la sociedad permitía, los castrati
tolerados por su utilidad contra los demás mutantes. La víctima, elegida al azar o adrede,
permitía el sondeo, entregaba su mente desnuda a la Agencia, dejaba que removieran y
manosearan el contenido de su psique, y después volvía a la oficina, sano y salvo. Esto
significaba que el líder industrial podía pasar la prueba, que no era un P-Q.
La rotunda frente de Eggerton se perló de sudor. ¿Se estaba diciendo, de una manera
retorcida, que era un P-Q? No, en absoluto. Era una cuestión de principios: la Agencia
carecía de derecho moral para sondear a la media docena de hombres cuyo bloque
industrial sustentaba el sistema niplan. Todos los líderes del bloque id estaban de acuerdo
con él en este punto. Un ataque contra Eggerton era un ataque contra todo el bloque.
Rezó con todas sus fuerzas para que lo vieran de esa forma. Detuvo un taxi robot y
ordenó:
—Llévame a la sede del bloque id. Si alguien intenta pararte, cincuenta dólares
recompensarán tu negativa.
La inmensa sala estaba a oscuras cuando llegó. La asamblea tardaría varios días en
empezar. Eggerton vagó sin rumbo por los pasillos, entre las filas de asientos donde se
acomodaría el personal tecnológico y administrativo de las diversas unidades industriales,
pasó frente a los bancos de acero y plástico donde se sentarían los líderes y, por fin, se
dirigió hacia la tribuna del presidente. Se encendieron luces suaves cuando se detuvo ante
la tribuna de mármol. De pronto, comprendió la inutilidad de su acción. Al acudir a este
recinto solitario se comportaba como un paria. Podía chillar y gritar, pero nadie aparecería.
No podía apelar a nada ni a nadie; la Agencia era el gobierno legal del sistema niplan. Si
arremetía contra ella, se ponía en contra de toda la sociedad organizada. Por más
poderoso que fuera, no podía derrotar a la sociedad.
Abandonó el edificio a toda prisa, localizó un restaurante caro y disfrutó de una cena
opípara. Engulló inmensas cantidades de exquisiteces importadas, casi febrilmente. Al
menos, paladearía cada minuto de las veinticuatro horas. Mientras comía, lanzaba
miradas furtivas a los camareros y a los demás clientes. Rostros insulsos, indiferentes...,
pero muy pronto verían su número e imagen en cada máquina de noticias. La gran caza
comenzaría; millones de cazadores en pos de una sola pieza. Terminó su cena, consultó
el reloj y abandonó el restaurante. Eran las seis de la tarde.
Asoló durante una hora un lujoso burdel, pasando de un reservado a otro sin casi ver a
sus ocupantes. Dejó a sus espaldas un caos, después de pagar y huir de aquel torbellino
frenético en busca del aire fresco de las calles. Vagó hasta las once por los parques, sólo
iluminados por las estrellas, que rodeaban la zona residencial de la ciudad, entre otras
sombras mortecinas, las manos hundidas en los bolsillos, encorvado y deprimido. A lo
lejos, el reloj de una torre emitió una señal horaria sonora. Las veinticuatro horas iban
transcurriendo y nadie podía detenerlas.
A las once y media finalizó su vagabundeo y se controló lo suficiente para analizar la
situación. Tenía que enfrentarse a la verdad: su única posibilidad residía en la sede del
bloque id. El personal técnico y administrativo aún no habría hecho acto de presencia,
pero la mayoría de los líderes se habrían trasladado ya a sus aposentos privados. Su
plano de muñeca le informó que se había alejado ocho kilómetros del edificio.
Aterrorizado, tomó la decisión.
Voló al edificio, se posó sobre el tejado desierto y descendió a la planta habilitada como
vivienda. No había engaño posible: era ahora o nunca.
—Adelante, John —le saludó Townsand, pero su expresión cambió cuando Eggerton le
resumió lo sucedido en su oficina.
—¿Dices que ya han enviado el aviso final a tu domicilio? —preguntó en seguida Laura
Townsand. Se había levantado del sofá donde estaba sentada para acercarse de
inmediato a la puerta—. Entonces, es demasiado tarde.
Eggerton tiró el abrigo al ropero y se desplomó sobre una butaca.
—¿Demasiado tarde? Tal vez... Demasiado tarde para ignorar el aviso, pero no pienso
rendirme.
Townsand y los demás líderes del bloque id rodearon a Eggerton. Sus rostros revelaban
curiosidad, simpatía y síntomas de una fría diversión.
—Te has metido en un buen lío —dijo uno—. Si nos hubieras informado antes que
enviaran el aviso final, quizá podríamos haber hecho algo, pero a estas alturas...
Eggerton experimentó un sofoco al oír aquellas palabras.
—Un momento —dijo con voz ronca—. Vamos a dejarlo claro: a todos nos afecta. Hoy
por ti, mañana por mí. Si me adhiero a...
—Tranquilo —murmuraron algunas voces—. Seamos racionales.
Eggerton se reclinó en la butaca, mientras intentaba calmar su cuerpo fatigado. Sí,
había que ser racional.
—Tal como yo lo veo —dijo Townsand en voz baja, inclinándose hacia adelante con los
dedos juntos—, la cuestión no reside en neutralizar a la Agencia. Nosotros somos el motor
económico del sistema niplan; si dejamos de apoyar a la Agencia, se derrumbará. La
verdadera cuestión es: ¿queremos borrar del mapa a la Agencia?
—¡Santo Dios, son ellos o nosotros! —graznó Eggerton—. ¿No ves que están utilizando
la red de control y el sistema de sondeo para socavarnos?
Townsand le dirigió una mirada y continuó hablando a los demás líderes.
—Quizá estemos olvidando algo. Nosotros fundamos la Agencia. Es decir, el bloque id
que nos precedió diseñó las bases de la inspección aleatoria, el uso de telépatas
domesticados, el aviso final y la caza; todo el sistema. La Agencia existe para protegernos;
de lo contrario, los paraquinéticos se propagarían como malas hierbas y acabarían con
nosotros. Debemos ejercer el control de la Agencia, por supuesto. Es un instrumento a
nuestro servicio.
—Sí —admitió otro líder—. No podemos permitir que se monten encima de nosotros.
Eggerton tiene razón en ese punto.
—Podemos asumir —continuó Townsand— que debe existir siempre un mecanismo
que detecte a los P-Qs. Si la Agencia desaparece, algo debe sustituirla. Voy a decirte algo,
John. —Contempló a Eggerton con aire pensativo—. Si se te ocurre una alternativa, tal
vez despiertes nuestro interés. De lo contrario, la Agencia continuará. Desde el primer P-Q
de 2045, sólo las mujeres han demostrado inmunidad. Cualquier organización que
fundemos será dirigida por una junta femenina..., y eso nos lleva de nuevo a la Agencia.
Se hizo un silencio.
El fantasma de una esperanza se agitó en la mente de Eggerton.
—¿Están de acuerdo en que la Agencia se nos ha montado encima? —preguntó con
voz hueca—. Muy bien, debemos afirmar nuestra autoridad.
Hizo un ademán que abarcaba la habitación. Los líderes le observaban con expresión
impenetrable y Laura Townsand llenaba tazas de café vacías. Le dirigió una mirada de
muda simpatía y volvió a la cocina. Un frío silencio cayó sobre Eggerton. Se reclinó en su
butaca, decepcionado, y escuchó a Townsand.
—Lamento que no nos informaras que tu número había salido —dijo Townsand—. Al
recibir el primer aviso habríamos podido intervenir, pero ahora no. A menos que queramos
un enfrentamiento decisivo en este momento..., y creo que no estamos preparados. —
Apuntó con un dedo autoritario a Eggerton—. John, creo que en realidad no entiendes qué
son esos P-Qs. Tal vez pienses que son lunáticos, gente que sufre delirios.
—Sé lo que son —protestó Eggerton, pero no pudo reprimir la siguiente frase—.
¿Acaso no es gente que sufre delirios?
—Son lunáticos con la capacidad de reproducir sus sistemas delirantes en el
espaciotiempo. Deforman una zona limitada de su entorno para conformarla a sus
conceptos excéntricos, ¿entiendes? El P-Q lleva a la práctica sus delirios. Por lo tanto, en
cierto sentido, no son delirios..., a menos que puedas distanciarte y comparar su zona
deformada con el mundo real. ¿Cómo puede hacer eso un P-Q? Carece de patrón
objetivo. No puede distanciarse de sí mismo y la deformación le sigue adonde va. Los P-
Qs auténticamente peligrosos son los que piensan que todo el mundo puede animar
piedras, convertirse en animales o transmutar minerales básicos. Si permitimos que un P-
Q escape, si le permitimos madurar, procrear, formar una familia, tener mujer e hijos, si
dejamos que esta facultad paranormal se esparza..., si se convierte en un culto, llegará a
ser una práctica institucionalizada socialmente.
»Cualquier P-Q es capaz de dar lugar a una sociedad de P-Qs, construida alrededor de
su peculiar capacidad. El gran peligro es que los no P-Q se transformen en minoría.
Nuestro punto de vista racional sobre el mundo podría considerarse excéntrico.
Eggerton se humedeció los labios. La voz seca y monótona del hombre le ponía
enfermo. Mientras Townsand hablaba, el ominoso aliento de la muerte se posó sobre él.
—En otras palabras —murmuró—, no van a ayudarme.
—Exacto —respondió Townsand—, pero no porque no queramos ayudarte. Creemos
que el peligro representado por la Agencia es menor que el que tú crees; consideramos
que la auténtica amenaza son los P-Qs. Encuentra una forma de detectarlos sin necesidad
de la Agencia, y te apoyaremos. Pero hasta este momento, no. —Se inclinó sobre
Eggerton y dio unos golpecitos sobre su hombro con un dedo largo y huesudo—. Si las
mujeres no se vieran libres de esta lacra, estaríamos perdidos. Tenemos suerte... La
situación podría ser peor.
Eggerton se puso en pie poco a poco.
—Buenas noches.
Townsand también se levantó. Se produjo un momento de tenso silencio.
—De todos modos —dijo Townsand—, aún es posible detener la cacería declarada
contra ti. Todavía hay tiempo. La noticia aún no se ha publicado.
—¿Qué puedo hacer? —preguntó Eggerton, desesperado.
—¿Guardas la copia escrita del aviso de veinticuatro horas?
—¡No! —La voz de Eggerton se quebró—. ¡Salí corriendo de la oficina antes que la
chica me la entregara!
Townsand reflexionó.
—¿Sabes quién es? ¿Sabes dónde puedes localizarla?
—No.
—Haz averiguaciones. Encuéntrala, acepta el aviso y ponte a merced de la Agencia.
Eggerton extendió las manos en un gesto de súplica.
—Pero eso significa que pasaré el resto de mi vida bajo su custodia.
—Conservarás la vida —dijo Townsand en tono melifluo, sin expresar la menor
emoción.
Laura Townsand acercó una taza de café humeante a Eggerton.
—¿Crema o azúcar? —preguntó con gentileza, cuando logró atraer su atención—. ¿O
ambas cosas? John, debes tomar algo caliente antes de irte. Te espera un largo viaje.
La chica se llamaba Doris Sorrel. Su apartamento estaba a nombre de su marido,
Harvey Sorrel. No había nadie. Eggerton carbonizó la cerradura, entró y registró las cuatro
pequeñas habitaciones. Investigó los cajones del tocador, tiró al suelo las prendas de
vestir y artículos personales, exploró sistemáticamente los armarios y alacenas. Junto a la
mesa de trabajo, en el incinerador de basura, encontró lo que buscaba: una nota todavía
sin quemar, arrugada y rota, y una breve anotación con el nombre de Jay Richards, el día
y la hora, la dirección y las palabras «si Doris no está demasiado cansada». Eggerton
guardó la nota en el bolsillo de la chaqueta y se fue.
Eran las tres y media de la madrugada cuando les encontró. Aterrizó en el tejado del
Instituto de Comercio y descendió por la rampa hacia los niveles habitados. Del ala norte
llegaban luces y ruidos: la fiesta continuaba. Eggerton rezó una oración en silencio,
levantó la mano y apretó el analizador.
El hombre que abrió la puerta era apuesto, canoso y robusto, próximo a la cuarentena.
Miró a Eggerton sin comprender, sujetando un vaso en la mano, los ojos abrumados de
cansancio y alcohol.
—No recuerdo haberle invitado... —empezó, pero Eggerton le apartó y entró en el
apartamento.
Había mucha gente. Sentada, de pie, hablando y riendo en voz baja. Licores, sofás
mullidos, delicados perfumes y telas, paredes cubiertas de colores que fluctuaban, robots
que servían canapés, la apagada cacofonía de risas femeninas, procedentes de
habitaciones laterales... Eggerton se quitó el abrigo y paseó sin rumbo. Ella se encontraba
en algún sitio. Escrutó todos los rostros, vio sólo ojos vidriosos de mirada vacía y bocas
laxas. Salió de la sala de estar y entró en un dormitorio.
Doris Sorrel estaba de pie junto a una ventana y miraba las luces de la ciudad, de
espaldas a él, con una mano apoyada sobre el alféizar.
—Oh —murmuró, volviéndose apenas—. ¿Ya?
Y entonces vio quien era.
—Quiero el aviso de las veinticuatro horas —dijo Eggerton—. Y lo quiero ahora.
—Me ha asustado. —La mujer, temblorosa, se apartó de la amplia ventana—. ¿Desde
cuándo..., desde cuándo está aquí?
—Acabo de llegar.
—Pero..., ¿por qué? Es usted una persona muy extraña, señor Eggerton. Se comporta
de una manera absurda. —Lanzó una risita nerviosa—. No le entiendo.
La silueta de un hombre surgió de la oscuridad y se recortó un momento en el umbral.
—Aquí tienes el martini, querida. —El hombre vio a Eggerton y una desagradable
expresión se pintó en su rostro atónito—. Largo de aquí, amigo. Esto no es para ti.
Doris le tomó del brazo, temblorosa.
—Harvey, éste es el hombre al que hoy he intentado entregar el aviso. Señor Eggerton,
le presento a mi marido.
Se estrecharon las manos con frialdad.
—¿Dónde está? —preguntó Eggerton—. ¿Lo lleva encima?
—Sí... Está en mi bolso. —Empezaba a recobrar la compostura—. Creo que lo he
dejado por ahí. Harvey, ¿dónde demonios está mi bolso? —Buscó en la oscuridad algo
pequeño y brillante—. Aquí está. Sobre la cama.
Encendió un cigarrillo y contempló a Eggerton mientras éste examinaba la notificación.
—¿Por qué ha vuelto? —preguntó.
Se había puesto para la fiesta una falda de seda larga hasta la rodilla, brazaletes de
cobre, sandalias y una flor luminosa en el pelo. La flor se había marchitado; la falda se
veía arrugada y desabotonada, y la joven parecía muy cansada. Se apoyó contra la pared
de la habitación, el cigarrillo prendido entre sus labios manchados, y dijo:
—Cualquier cosa que haga no servirá de nada. La noticia saldrá a la luz pública dentro
de media hora. Su servidumbre ya ha sido notificada. Dios, estoy hecha polvo. —Buscó
con la vista a su marido, impaciente—. Larguémonos de aquí —dijo, cuando Harvey
apareció—. Mañana debo ir a trabajar.
—Aún no lo hemos visto —replicó Harvey Sorrel, malhumorado.
—¡Al infierno! —Doris tomó el abrigo del ropero—. ¿Para qué tanto misterio? Santo
Dios, llevamos aquí cinco horas y aún no lo ha enseñado. No me interesa en absoluto,
aunque haya perfeccionado los viajes en el tiempo o la cuadratura del círculo. Sobre todo
a estas horas.
Mientras se abría paso por la abarrotada sala de estar, Eggerton la siguió.
—Escúcheme —dijo con voz ahogada, tomándola del hombro—. Townsand dijo que si
volvía podía ponerme a merced de la Agencia. Dijo...
La muchacha se soltó.
—Sí, claro; es la ley. —Se volvió irritada hacia su marido, que corría tras ellos—.
¿Vienes?
—Ya voy —contestó Harvey, con los ojos inyectados en sangre—, pero voy a
despedirme de Richards. Y tú le dirás que la idea de marcharnos ha sido tuya. No voy a
fingir que es por mi culpa. Si no tienes la educación de despedirte de tu anfitrión...
El hombre canoso que había dejado entrar a Eggerton se desgajó de un círculo de
invitados y se acercó, sonriente.
—¡Harvey! ¡Doris! ¿Se van? Si aún no lo han visto. —Su rostro expresaba decepción—.
No pueden marcharse.
Doris abrió la boca para decir que ella sí podía.
—Escucha —la interrumpió Harvey, desesperado—, ¿no nos lo puedes enseñar ahora?
Vamos, Jay; ya hemos esperado bastante.
Richards vaciló. Más gente se estaba levantando para marcharse.
—Vamos —pidió un coro de voces—, acabemos de una vez.
Richards se rindió, tras un momento de indecisión.
—Muy bien.
Sabía que ya había alargado la intriga lo suficiente. Los fatigados invitados, ahítos de
experiencias, expresaron una tímida impaciencia. Richards levantó las manos en un gesto
melodramático. Extraería hasta la última gota del momento.
—¡El momento ha llegado, amigos! Acompáñenme; está fuera.
—Me preguntaba dónde lo tenía —dijo Harvey, siguiendo a su anfitrión—. Vamos,
Doris.
La tomó por el brazo y la arrastró. Los demás desfilaron por el comedor y la cocina,
hasta llegar a la puerta trasera.
Hacía un frío glacial. Un viento helado les azotó cuando bajaron los peldaños y se
internaron en la hiperbórea oscuridad. John Eggerton notó que una menuda forma le
empujaba, cuando Doris se soltó con violencia de su marido. Eggerton hizo lo posible por
seguirla. La joven se abrió paso entre la masa de invitados y se deslizó junto a la pared de
hormigón, hasta llegar a la valla que rodeaba el patio.
—Espere —jadeó Eggerton—. Escúcheme. ¿La Agencia me aceptará? —No pudo
reprimir la nota suplicante de su voz—. ¿Puedo contar con ello? ¿Retendrán el aviso?
Doris suspiró, cansada.
—De acuerdo. Muy bien, si usted quiere le acompañaré a la Agencia y pondré en
marcha su documentación. De lo contrario, se retrasará un mes. Ya sabe lo que eso
significa, imagino. Quedará bajo custodia de la Agencia durante el resto de su vida. Lo
sabe, ¿verdad?
—Lo sé.
—¿Es eso lo que desea? —La joven manifestaba una vaga curiosidad—. Un hombre
como usted... Me imaginaba otra cosa.
Eggerton se retorció, humillado.
—Townsand dijo... —baló.
—Lo que quiero saber es por qué no respondió al primer aviso. Si hubiera aparecido...,
esto nunca habría ocurrido.
Eggerton abrió la boca para responder. Iba a decir algo sobre los principios implicados,
el concepto de una sociedad libre, los derechos humanos, la intromisión del Estado en la
intimidad. Fue en aquel momento cuando Richards conectó los poderosos focos que había
montado para la ocasión. Por primera vez, revelaba a los invitados su gran logro. Se
produjo un momento de estupefacto silencio. Después, todos los presentes, como un solo
hombre, se pusieron a chillar y a correr por el patio. Saltaron la valla, enloquecidos de
terror, atravesaron el muro de plástico que rodeaba el patio, saltaron al patio vecino y
salieron a la calle.
Richards se quedó atónito junto a su obra maestra, perplejo, sin comprender nada. A la
brillante luz de los faros, el transporte de alta velocidad desplegaba toda su belleza.
Estaba completamente maduro. Media hora antes, Richards había salido con una linterna,
lo había examinado, y después, tembloroso de emoción, había cortado el tallo del que
había nacido la nave. Ahora, estaba separada de la planta madre. Lo había transportado
hasta el borde del patio, llenando el depósito de combustible, abierto la escotilla y
dispuesto los controles para emprender el vuelo.
En la planta se veían los embriones de otros transportes, en diversas fases de
crecimiento. Los había regado y fertilizado con afecto. De la planta brotaría otra docena de
naves a reacción antes que terminara el verano.
Sobre las cansadas mejillas de Doris resbalaron lágrimas.
—¿Lo ve? —susurró a Eggerton—. Es... maravilloso. ¿Se ha fijado bien? —Apartó la
vista, abrumada de dolor—. Pobre Jay. Cuando lo comprenda...
Richards se levantó y contempló los restos desiertos y pisoteados de su patio.
Distinguió las formas de Doris y Eggerton. Al cabo de un momento se dirigió hacia ellos
con paso vacilante.
—Doris —cloqueó—, ¿qué ocurre? ¿Qué he hecho?
De pronto, su expresión cambió. La perplejidad se desvaneció. Primero, expresó un
terror absoluto cuando comprendió lo que era, y por qué sus invitados habían huido.
Después, una astucia demencial se transparentó en sus facciones. Richards dio media
vuelta y se dirigió con movimientos torpes hacia la nave.
Eggerton le mató de un solo disparo en la base del cráneo. Mientras Doris lanzaba
chillidos estremecedores, apagó a tiros los focos.
Una helada oscuridad invadió el patio, el cuerpo de Richards, el reluciente transporte
metálico. Empujó a la muchacha y ella apretó su rostro contra las húmedas enredaderas
que trepaban por el muro del jardín.
Al cabo de un rato, Doris consiguió reponerse. Permaneció apoyada contra la masa
entremezclada de hierba y plantas, temblorosa, los brazos cruzados sobre la cintura,
meciéndose atrás y adelante, hasta que perdió las fuerzas.
Eggerton la ayudó a incorporarse.
—Tantos años y nadie lo sospechó. Conservaba a salvo... el gran secreto.
—No le pasará nada —dijo Doris, en voz tan débil y baja que apenas pudo oírla—. La
Agencia se sentirá complacida de borrar su nombre. Usted le detuvo. —Tanteó en la
oscuridad en busca del bolso y los cigarrillos, extenuada—. Habría huido. Y esa planta.
¿Qué vamos a hacer con ella? —Encontró los cigarrillos y encendió uno—. ¿Qué
haremos?
Sus ojos se habían acostumbrado a la oscuridad. La planta se recortaba a la luz difusa
de las estrellas.
—No vivirá —dijo Eggerton—. Formaba parte de sus delirios. Ahora, ha muerto.
Los demás invitados, asustados, estaban regresando al patio. Harvey Sorrel surgió de
la oscuridad con movimientos ebrios y se aproximó a su esposa. A lo lejos, se escuchó el
aullido de una sirena. Habían llamado a la policía automática.
—¿Quiere venir con nosotros? —preguntó Doris a Eggerton. Indicó a su marido—. Le
acompañaremos a la Agencia y solucionaremos el problema. Le retendrán bajo custodia
unos cuantos años, pero nada más.
Eggerton se alejó de la muchacha.
—No, gracias. Tengo algo que hacer. Quizá más adelante.
—Pero...
—Creo que ya tengo lo que quería. —Eggerton forcejeó con la puerta trasera y entró en
los dominios abandonados de Richards—. Esto es lo que estaba buscando.
Realizó su llamada de emergencia al instante. El timbre sonó en el apartamento de
Townsand a los treinta segundos. Laura, medio dormida, despertó a su marido. Eggerton
empezó a hablar en cuanto los dos hombres contemplaron su mutua imagen.
—Ya tenemos nuestro patrón —dijo—. No necesitamos a la Agencia. Podemos enviarla
al infierno, porque ya no es necesario que nos proteja.
—¿Cómo? —preguntó Townsand irritado, su mente abotargada por el sueño—. ¿De
qué estás hablando?
Eggerton repitió lo que había dicho con la mayor calma posible.
—Entonces, ¿quién velará por nosotros? —rugió Townsand—. ¿De qué cosa estás
hablando?
—Nos vigilaremos mutuamente —continuó con paciencia Eggerton—. Nadie estará
exento. Cada uno de nosotros será el ejemplo del vecino. Richards no podía verse de una
manera objetiva, pero yo sí..., aunque no soy inmune. No necesitamos a nadie para que
nos controle, porque ese trabajo lo podemos realizar nosotros.
Townsand reflexionó de mala gana. Bostezó, se puso la bata y consultó el reloj.
—Señor, qué tarde es. Tal vez estés en lo cierto, tal vez no. Háblame más de ese tal
Richards... ¿Qué clase de talento P-Q tenía?
Eggerton le refirió lo que sabía.
—¿Lo ves? Tantos años..., y no lo sabía; pero nosotros lo averiguamos al instante. —La
voz de Eggerton adquirió un tono entusiasta—. ¡Podemos volver a dirigir nuestra sociedad!
Consensus gentium. Teníamos nuestro patrón de comparación y no lo sabíamos. Por
separado, cada uno de nosotros es falible, pero como grupo no podemos equivocarnos.
Basta con procurar que las redes de control aleatorio lleguen a todo el mundo. Tendremos
que reforzar el procedimiento, de forma que analice a más gente y con mayor frecuencia.
Hay que acelerarlo para que todo el mundo, tarde o temprano, caiga en la red.
—Entiendo.
—Conservaremos los telépatas adiestrados, por supuesto, con el fin de examinar todos
los pensamientos y material subliminal, pero nosotros nos encargaremos de la evaluación.
Townsand cabeceó.
—Puede salir bien, John.
—Se me ocurrió en cuanto vi la planta de Richards. Fue algo instantáneo, una
certidumbre absoluta. ¿Cómo podía equivocarme? Un sistema delirante como el suyo no
encajaba en nuestro mundo, así de sencillo. —Eggerton descargó un puñetazo sobre la
mesa que tenía delante. Un libro que había pertenecido a Richards cayó sin el menor ruido
sobre la gruesa alfombra del apartamento—. ¿Lo entiendes? No existe equivalencia entre
el mundo P-Q y el nuestro. Será suficiente con analizar el material P-Q cuando lo veamos,
para compararlo con nuestra propia realidad.
Townsand guardó silencio unos momentos.
—Muy bien —dijo por fin—. Ven hacia aquí. Si convences al resto del bloque id,
entraremos en acción. —Había tomado una decisión—. Les sacaré de la cama y les diré
que vengan a mi apartamento.
—Estupendo. No tardaré; ¡y gracias!
Eggerton cortó la comunicación.
Salió del apartamento sembrado de botellas, ahora silencioso y desierto sin los ruidosos
invitados. La policía había llegado al patio trasero y estaba examinando la planta
agonizante que el talento delirante de Jay Richards había conducido a una momentánea
existencia.
El aire nocturno era aún más frío cuando Eggerton surgió de la rampa ascendente y
desembocó en el tejado del Instituto de Comercio. Captó algunas voces procedentes de la
calle, pero el tejado estaba desierto. Se abrochó el grueso abrigo, extendió los brazos y se
elevó del tejado. Ganó altitud y velocidad. Unos momentos después, iba camino de
Pittsburgh.
Mientras volaba en silencio a través de la noche, engullía inmensas bocanadas de aire
fresco y puro. Se sentía satisfecho y entusiasmado. Había descubierto a Richards en el
acto. ¿Por qué no? Cómo podía equivocarse? Un hombre que cultivaba naves a reacción
en una planta de su patio trasero era un lunático, sin duda alguna.
Era mucho más sencillo batir los brazos.
FIN
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