Hace tres cuartos de siglo había en Amberes, cerca
del puerto, un pequeño hotel llamado Queen's Hotel. Era un
establecimiento pulcro y respetable donde se hospedaban capitanes de barco con
sus esposas.A este hotel llegó, una noche de marzo, un joven
sumido en la tristeza. Subiendo del puerto, donde acababa de dejarle un barco
de Inglaterra, se sentía el ser más solo del mundo. Y no tenía a nadie con
quien poder hablar de su aflicción; porque a los ojos del mundo parecía
afortunado y sin problemas, un joven envidiado por todos.
Era un escritor que había conseguido gran éxito con
su primer libro. Al público le había entusiasmado; los críticos habían sido
unánimes en sus elogios; y había ganado dinero con él, después de haber sido
pobre toda su vida. El libro, basado en su propia experiencia, trataba del duro
destino de los niños infortunados, y le había puesto en contacto con los
reformadores de la sociedad. Había sido entusiásticamente acogido en un círculo
de hombres y mujeres sumamente cultivados y nobles. Incluso se había casado, en
el seno de esta comunidad, con la hija de un famoso científico, una hermosa
joven que le idolatraba.
Ahora iba a ir a Italia con su esposa a terminar
allí su siguiente libro, cuyo manuscrito llevaba en la maleta. Su mujer le
había precedido unos días porque quería visitar de paso su antiguo colegio de
Bruselas.
«Me sentará bien», había dicho ella sonriendo,
«pensar y hablar de cosas que no sean tú». Ahora le esperaba en el Queen's
Hotel, y no quería pensar ni hablar de otra cosa.
Todo esto podía ser agradable. Pero las cosas no
eran lo que parecían. Casi nunca lo eran, pensó; pero en su caso, resultaban
ser exactamente lo contrario. El mundo se le había caído encima; no era extraño
que se sintiese asqueado, mortalmente incluso, de él. Había caído en la trampa,
y se había dado cuenta demasiado tarde.
Porque en el fondo se daba cuenta de que nunca más
escribiría un gran libro. Ya no tenía nada que decir, y el manuscrito de la
maleta no era más que un mazo de papeles que le pesaba en el extremo del brazo.
Le vino al pensamiento una cita de la Biblia, ya que de niño había asistido a
la escuela dominical, y pensó: «No sirvo sino para ser arrojado y hollado por
los pies de los hombres.»
¿Cómo iba a enfrentarse con las personas que le
amaban y tenían fe en él: su público, sus amigos y su mujer? Jamás había puesto
en duda que le amaban a él más que a sí mismas y que anteponían su interés a
los de ellos; por su genio, y porque era un gran artista. Pero dado que su
genio se había desvanecido, su futuro sólo tenía dos caminos posibles. O el
mundo le despreciaría y abandonaría, o seguiría queriéndole sin tener en cuenta
sus méritos como artista. Desechó esta segunda alternativa, aunque había pocas
cosas cuyo pensamiento le asustara, con una especie de horror vacui: parecía reducir el mundo a
un vacío y una caricatura, a una casa de orates. Podía soportar cualquier cosa
antes que eso.
El pensar en su fama hizo que aumentase y se
intensificase su desesperación. Si en el pasado había sido infeliz, y le habían
venido ideas a veces de arrojarse al río, al menos había sido asunto suyo.
Ahora tenía la luz deslumbrante del renombre enfocada sobre él; cien ojos le
observaban; y su fracaso, o su suicidio, significaría el fracaso y el suicidio
de un autor mundialmente famoso.
Pero incluso estas consideraciones no eran sino
factores secundarios en su desventura. En el peor de los casos, podía
arreglárselas sin sus semejantes. No tenía gran opinión de ellos, y podía
verlos desaparecer, público, amigos y esposa, con infinitamente menos pesar de
lo que ellos habrían sospechado, con tal de poder quedarse cara a cara, y en
relación amistosa, con Dios.
El amor a Dios, y la certeza de que a cambio Dios le
amaba más que al resto de los seres humanos, le habían sostenido en épocas de
pobreza y de adversidad. Sabía ser agradecido también; su reciente buena suerte
había sellado y confirmado el entendimiento entre Dios y él. Pero ahora le
parecía que Dios le había vuelto la espalda. Y si no era un gran artista,
¿quién era él para que Dios tuviera que amarle? Sin sus poderes visionarios,
sin su séquito de fantasías, bromas y tragedias, ¿cómo podía acercarse siquiera
al Señor e implorarle desagravio? La verdad es que no era, entonces, mejor que
los demás. Podía engañar al mundo, pero jamás en la vida se había engañado a sí
mismo. Había perdido el afecto de Dios; así que, ¿cómo iba a vivir ahora?
Su cerebro desvariaba, y le aportaba nueva materia
de sufrimiento. Recordó la opinión de su suegro sobre la literatura moderna:
«Su característica», había tronado el anciano, «es la superficialidad. La época
carece de peso; su grandeza está hueca. En cuanto a tu noble obra, mi querido
muchacho...». Por lo general, las opiniones de su suegro le tenían sin cuidado;
pero en este momento estaba tan deprimido que le angustiaban un poco.
«Superficial», pensó, sería el término que el público y los críticos le
aplicarían cuando conociesen la verdad: trivial, falto de contenido.
Calificaban de noble su obra porque había conmovido sus corazones al describir
el sufrimiento de los pobres. Pero del mismo modo podía haber hablado del
sufrimiento de los reyes. Y los había descrito porque daba la casualidad de que
los conocía. Ahora que había hecho fortuna se daba cuenta de que no le quedaba
nada que decir sobre los pobres, y de que prefería no saber nada más de ellos.
La palabra «superficialidad» hacía de acompañamiento de sus pasos a lo largo de
la calle.
Mientras caminaba, iba pensando en todas estas
cosas. La noche era fría; un viento ligero, cortante, soplaba en contra. Miró
hacia arriba, y pensó que iba a ponerse a llover.
El joven se llamaba Charlie Despard. Era bajo,
delgado, una figura minúscula en la calle solitaria. Aún no había cumplido los
treinta años, y parecía mucho más joven; podía pasar por un chico de diecisiete
años. Tenía el pelo castaño y la piel morena, pero los ojos azules, la cara
estrecha y la nariz ligeramente ladeada. Sus movimientos eran extremadamente
ágiles, y andaba muy derecho, incluso en su actual estado de depresión y con
aquella pesada maleta en la mano. Iba bien vestido, con una gorra havelock; toda su indumentaria tenía
el aspecto nuevo, y efectivamente lo era.
Volvió a pensar en el hotel, preguntándose si no
daría lo mismo estar dentro de una casa o en la calle. Decidió tomar una copa
de coñac al llegar. Últimamente había recurrido al coñac en busca de consuelo;
unas veces lo había encontrado en él, y otras no. Pensó también en su mujer,
que le estaba esperando. Quizá dormía en estos momentos. Si no había cerrado la
puerta con llave, y no llegaba a despertarla y hacerla hablar, tal vez su
proximidad fuese un consuelo para él. Pensó en su belleza y en lo cariñosa que
era con él. Era una joven alta, de cabello amarillo, ojos azules y una tez
blanca como el mármol... Su rostro habría sido clásico si la mitad superior no
fuera un poco corta y estrecha con relación a la mandíbula y la barbilla. Esta
misma peculiaridad se repetía en el cuerpo: la mitad superior era un poco
demasiado corta y delgada comparada con las caderas y las piernas. Se llamaba
Laura. Tenía una mirada limpia, grave, bondadosa, y sus ojos azules se llenaban
fácilmente de lágrimas de emoción; la misma admiración que sentía por él las
hacía correr abundantemente cuando le miraba. ¿De qué le valía a él todo eso?
En realidad, no era su esposa: Laura se había casado con un fantasma de su
propia imaginación, y él se había quedado fuera, al margen.
Llegó al hotel, y se dio cuenta de que no le apetecía
el coñac. Se detuvo en el vestíbulo, que le pareció una tumba, y le preguntó al
portero si había llegado su mujer. El viejo le dijo que madame había llegado
sin novedad, y le había informado que monsieur llegaría más tarde. Se ofreció a
subirle la maleta, pero Charlie pensó que era mejor llevar él su propia carga.
Así que le preguntó el número de su habitación; subió la escalera y recorrió el
pasillo solo. Para su sorpresa, encontró la doble puerta de la habitación sin
cerrar con llave, y entró. Le pareció el primer detalle favorable que el
destino tenía con él desde hacía mucho tiempo.
La habitación, al entrar, estaba casi a oscuras;
sólo ardía una llama de gas junto al tocador. Había un perfume a violetas en el
aire. Las habría traído su mujer con intención de regalárselas con algún verso
de un poema. Pero se hallaba sumergida entre almohadas. Al joven le afectaban
últimamente los pequeños detalles con tanta facilidad que se le alegró el
corazón ante esta buena suerte. Mientras se quitaba los zapatos, miró a su
alrededor, y pensó: «Esta habitación, empapelada de azul celeste y con cortinas
carmesí, ha sido muy amable conmigo: no la olvidaré.»
Pero una vez en la cama, no se podía dormir. En un
reloj vecino oyó dar el cuarto una vez, dos veces, tres. Le parecía que había
perdido el arte de dormir, y que iba a seguir en la cama perpetuamente
desvelado. «Es», pensó, «porque estoy efectivamente muerto. Ya no hay
diferencia entre la vida y la muerte».
De repente, sin esperárselo, puesto que no había
oído pasos, oyó que alguien hacía girar suavemente el pomo de la puerta. Había
cerrado con llave al entrar. Cuando la persona del corredor lo comprobó, esperó
un poco, y luego volvió a intentarlo. Pareció renunciar; un momento después
tamborileó una pequeña tonada sobre la puerta, y la repitió. Otra vez reinó el
silencio; después, el desconocido silbó un breve trozo de canción. Charlie
temió seriamente que acabara despertando a su mujer. Salió de la cama, se puso
su bata verde, y fue a abrir la puerta con el menor ruido posible.
El pasillo estaba más iluminado que la habitación,
ya que había una lámpara en la pared, encima de la puerta. Fuera, debajo de esa
luz, vio a un joven. Era alto y rubio, y tan elegantemente vestido que Charlie
se sorprendió de verle en el Queen's Hotel. Llevaba un traje de
etiqueta, con una capa por encima, y un clavel rojo en el ojal, fresco y
romántico sobre el negro del traje. Pero lo que más sorprendió a Charlie al
verle fue la expresión de su cara. Estaba radiante de felicidad, resplandeciente
de un afable, modesto, incontenible, alegre arrobamiento, como Charlie no había
visto igual. Un mensajero angélico llegado directamente del Cielo no habría
mostrado un éxtasis más exuberante y glorioso. El poeta se le quedó mirando un
minuto. A continuación se dirigió a él en francés, ya que supuso que este joven
distinguido de Amberes sería francés, y él hablaba muy bien esa lengua, dado
que se la había enseñado en otro tiempo un peluquero de esa nacionalidad:
—¿Qué desea? —preguntó—. Mi esposa está dormida y yo
me caigo de sueño.
El joven del clavel había parecido sorprenderse
tanto al ver a Charlie como Charlie al verle a él. Sin embargo, aquella extraña
beatitud estaba tan hondamente arraigada en él que su expresión tardó en
transformarse en la del caballero que se encuentra con otro: su luz siguió
iluminándole el semblante teñido de perplejidad incluso mientras hablaba. Dijo:
—Perdón. Lamento infinitamente haberle molestado. Ha
sido una equivocación.
Luego Charlie cerró la puerta y dio media vuelta. Por
el rabillo del ojo vio a su mujer incorporada en la cama. Le dijo brevemente,
porque quizá estaba todavía medio dormida:
—Era un caballero. Creo que estaba borracho.
Al oír estas palabras, su esposa se tumbó otra vez,
y él regresó a su cama.
Tan pronto como estuvo acostado, le asaltó una
tremenda inquietud: tuvo la sensación de que había sucedido algo irreparable.
Durante un rato no supo qué era, ni si era bueno o malo. Le pareció como si una
luz gigantesca, deslumbrante, se hubiese precipitado sobre él, hubiese pasado y
le hubiese dejado a ciegas. Luego, esta impresión adquirió forma y
consistencia, y se reveló en forma de un dolor tan agobiante que le hizo
contraerse como por un espasmo. Porque aquí, comprendió, estaba la gloría, el
sentido, la clave de la vida. El joven del clavel la tenía. La infinita dicha
que irradiaba el semblante del joven del clavel debía de encontrarse en alguna
parte del mundo. El joven sabía el camino para llegar a ella; en cambio él lo
había perdido. Una vez, pensó, lo había sabido también; pero se había apartado
de él, y aquí estaba, condenado para siempre. ¡Ah, Dios, Dios del Cielo!, ¿en
qué momento se había apartado del camino del joven del clavel?
Ahora veía con claridad que la melancolía de sus
últimas semanas no había sido sino un presagio de su total perdición. En su
agonía, porque estaba verdaderamente en las garras de la muerte, quiso cogerse
a cualquier medio de salvación; manoteó a oscuras y golpeó algunas de las
críticas más entusiastas de su libro. Un instante después, su pensamiento
retrocedió ante ellas como si se hubiese quemado. Aquí, en efecto, estaba su
ruina y su condenación: en los críticos, en los editores, en el público lector,
en su mujer. Eran gente que necesitaba libros; y para conseguir su propósito, eran
capaces de convertir a un ser humano en letra impresa. Se había dejado seducir
por la gente menos seductora del mundo: le habían obligado a vender su alma a
un precio que era en sí mismo un abuso. «Enemistaré», pensó, «al autor con los
lectores, y a tu semilla con la de ellos; tú les magullarás los talones, pero
ellos te magullarán la cabeza». No era extraño que Dios hubiese dejado de
amarle, ya que, por propia voluntad, había cambiado las cosas del Señor —la
luna, el mar, la amistad, las luchas— por las palabras que las describían. Ya
podía sentarse ahora en una habitación a escribir estas palabras para que le
alabasen los críticos; mientras, fuera en el pasillo, pasaba el camino del
joven del clavel hacia aquella luz que iluminaba su rostro.
No sabía cuánto tiempo llevaba acostado; le parecía
que había llorado, aunque tenía los ojos secos. Por último, le venció el sueño
de repente, y durmió un minuto. Al despertar, estaba completamente sereno y
decidido. Se marcharía. Huiría, e iría en busca de aquella felicidad que
existía en alguna parte. No importaba si tenía que ir hasta el fin del mundo.
Bajaría al puerto ahora mismo y buscaría un barco que le llevase. La idea del
barco le serenó.
Permaneció en la cama una hora más; luego se levantó
y se vistió. Mientras lo hacía, se preguntó qué habría pensado de él el joven
del clavel. Habría pensado, se dijo: «Ah, le pauvre petit bonhomme à la robe
de chambre verte.» Muy sigilosamente, hizo la maleta; al principio había
decidido dejar el manuscrito, después lo incluyó en el equipaje, a fin de
arrojarlo al mar y presenciar su destrucción. Cuando iba a salir de la
habitación, se acordó de su mujer. No estaba bien dejar para siempre a una
mujer mientras dormía sin una palabra de despedida. Teseo, recordó, lo había hecho.
Pero era difícil dar con la palabra de despedida. Por último, de pie ante el
tocador, escribió en una hoja de su manuscrito: «Me he ido. Perdóname si
puedes.» Después bajó. Detrás del mostrador, el portero cabeceaba sobre un
periódico. Charlie pensó: «Jamás le volveré a ver. Nunca más volveré a abrir
esta puerta.»
Al salir, el viento había amainado; llovía, y la
lluvia susurraba y murmuraba a todo su alrededor. Se quitó la gorra; un momento
después, su cabello goteaba, y el agua le corría por la cara. En este tacto
fresco, inesperado, había intencionalidad. Recorrió la calle por donde había
venido, ya que era la única que conocía de Amberes. Mientras caminaba, le
pareció que el mundo no le era del todo indiferente, ni estaba absolutamente
solo en él. Los fenómenos dispersos y aislados del universo iban adquiriendo
una consistencia muy semejante al demonio mismo; y el demonio le tenía cogido
de la mano o por el pelo. Antes de lo que suponía, se encontraba en el puerto,
en el borde del muelle, con la maleta en la mano, y mirando fijamente el agua.
Era profunda y oscura; las luces de las farolas del muelle jugaban en ella como
serpientes jóvenes. Su primera sensación fuerte fue que era salada. La lluvia
caía sobre él desde lo alto; debajo, tenía el agua salada. Así es como debía
ser. Permaneció allí largo rato, mirando los barcos. Se iría en uno de ellos.
Los cascos se recortaban gigantescos en la oscuridad
de la noche. Transportaban cosas en sus vientres y estaban preñados de
posibilidades; eran portadores de destinos, y superiores a él en todos los
sentidos; el agua los rodeaba por todas partes. Flotaban; el agua salada los
llevaba adonde querían ir. Mientras miraba, le pareció que le llegaba una
especie de simpatía de los grandes cascos; le enviaban un mensaje; pero al
principio no lo entendió. Luego encontró la palabra: era superficialidad. Los
barcos eran superficiales, y estaban siempre en la superficie. Ahí residía su
poder; para los barcos, el peligro estaba en fondo de las cosas, en encallar.
Incluso eran huecos, y en la oquedad residía el secreto de su ser; las grandes
profundidades trabajaban como esclavas para ellos mientras permanecieran
huecos. Una oleada de felicidad inundó el corazón de Charlie; un rato después,
se echó a reír en la oscuridad.
«Hermanos míos», pensó, «debía haber acudido a
vosotros hace tiempo. ¡Hermosos y superficiales vagabundos, valerosos y
flotantes conquistadores de las profundidades! Ángeles pesados y vacíos, os
estaré agradecido toda mi vida. ¡Que Dios nos conserva a flote, a vosotros y a
mí, hermanos! Dios guarde nuestra superficialidad.» A todo esto se encontraba
empapado; el pelo y la gorra havelock relucían suavemente como los
costados de los barcos en la lluvia. «Y ahora», pensó, «callaré la boca. En mi
vida ha habido demasiadas palabras; no puedo recordar ahora por qué he hablado
tanto. Sólo al venir aquí, y estar callado bajo la lluvia, se me ha revelado la
verdad de las cosas. En adelante no hablaré más, sino que escucharé lo que los
marineros, gentes que están familiarizadas con los barcos flotantes, y viven
alejados del fondo de las cosas, tengan que contarme. Iré al fin del mundo, y
mantendré la boca callada».
Apenas había tomado esta resolución, cuando se
acercó un hombre y le dirigió la palabra:
—¿Busca barco? —preguntó.
Tenía aspecto de marinero, pensó Charlie; y también
de mono simpático. Era un hombre bajo, de cara curtida, y sotabarba.
—Sí, en efecto —dijo Charlie.
—¿Qué barco? —preguntó el marinero.
Charlie iba a contestar: «El arca de Noé.» Pero
comprendió a tiempo que sonaría a estupidez.
—Pues verá —dijo—, quiero embarcar, salir de viaje.
El marinero escupió y se echó a reír.
—¿De viaje? —dijo—. Menos mal. Estaba mirando el
agua fijamente, así que pensé que iba a saltar.
— ¡Ah, conque a saltar! —dijo Charlie—. ¿Y me habría
salvado usted? Pero la verdad es que llega demasiado tarde para salvarme. Tenía
que haber venido anoche; ése habría sido el momento adecuado. La única razón
por la que no me ahogué anoche —prosiguió—, fue la falta de agua. ¡Si el agua
hubiese venido a mí entonces! Ahí se encuentra el agua, y aquí está el hombre:
bien. Si el agua va a él, se ahoga. Todo contribuye a probar que el más grande
de los poetas se equivoca, y que uno no debiera hacerse poeta jamás.
Al llegar aquí, el marinero concluyó que el joven
desconocido estaba borracho.
—De acuerdo, muchacho —dijo—; si se lo ha pensado
mejor, puede seguir su camino; que tenga buenas noches.
Esto fue una decepción para Charlie, que había
pensado que la conversación marchaba extraordinariamente bien.
—¿Puedo ir con usted? —preguntó al marinero.
—Me dirijo a la taberna La Croix du Midi —contestó
el marinero—, a tomarme un vaso de ron.
—Es una excelente idea —exclamó Charlie—; he tenido
suerte al tropezarme con un hombre con ideas así.
Fueron juntos a la taberna La Croix du Midi, que
estaba cerca, donde se encontraron con un par de marineros a los que el primer
marinero conocía, y se los presentó a Charlie, al uno como piloto y al otro
como sobrecargo. Él era capitán de un pequeño barco fondeado fuera del puerto.
Charlie se metió la mano en el bolsillo y lo encontró lleno del dinero que
había cogido para el viaje.
—Traiga la mejor botella de ron que tenga para estos
caballeros —dijo al camarero—, y un tazón de café para mí.
No quería alcohol en su actual estado de ánimo. En
realidad le daban miedo sus compañeros; pero le resultaba difícil explicarles
su caso.
—Tomo café —dijo— porque he hecho una... —iba a
decir «promesa», pero lo pensó mejor— ...apuesta. Un viejo, por cierto tío mío,
a bordo de un barco, apostó a que no era capaz de mantenerme un año alejado de
la bebida; si lo conseguía, el barco era mío.
—¿Y lo ha conseguido? —preguntó el capitán.
—Sí, como hay Dios —dijo Charlie—. He renunciado a
una copa de coñac no hace ni doce horas; y lo que, por mis palabras, quizá haya
tomado por embriaguez, no es sino efecto del olor del mar.
El piloto preguntó:
—¿Era el viejo de la apuesta un hombre bajo, con una
barriga voluminosa y un solo ojo?
— ¡Sí, ése es mi tío! —exclamó Charlie.
—Entonces lo he conocido; cuando me dirigía a Río
—dijo el piloto—. Me propuso esa misma apuesta, pero no quise aceptar.
Aquí llegaron las bebidas, y Charlie llenó los
vasos. Lió un cigarrillo, y aspiró con delectación el aroma del ron y del local
caliente. A la luz débil de la lámpara colgada, las tres caras de sus recién
conocidos brillaban lozanas y cordiales. Se sintió honrado y feliz en su
compañía; y pensó: «¡Cuánto más saben que yo!» Estaba muy pálido, como siempre
que se sentía agitado.
—Puede que le siente bien el café —dijo el capitán—.
Tiene cara de fiebre.
—No; pero he sufrido una gran desgracia —dijo
Charlie.
Los otros pusieron cara de condolencia, y le
preguntaron de qué se trataba.
—Se lo contaré —dijo Charlie—. Es mejor que hable de
eso, aunque hace poco pensaba lo contrario. Tenía un mono amaestrado al que
quería mucho: se llamaba Charlie. Se lo había comprado a una vieja que
regentaba una casa en Hong-Kong; tuvimos que sacarlo en secreto entre ella y yo
por mediodía; de lo contrario, las chicas no habrían consentido quedarse sin
él, ya que lo consideraban como un hermano. Para mí, fue como un hermano
también. Conocía todos mis pensamientos, y estaba siempre a mi lado. Le habían
enseñado ya muchas habilidades cuando pasó a ser mío, y aprendió muchas más
conmigo. Pero cuando regresé, no le sentó bien la comida inglesa, ni tampoco el
domingo inglés. Así que enfermó, empezó a empeorar, y un sábado por la noche
murió en mis brazos.
—Qué lástima —dijo el capitán, compasivo.
—Sí —dijo Charlie—. Cuando sólo hay una persona en
el mundo a la que se quiere, y esa persona es un mono, y se muere, es una
lástima.
El sobrecargo, antes de que llegasen los otros,
había estado contándole al piloto una historia. Ahora, en atención a los recién
llegados, la volvió a contar. Era una narración cruel de cómo había hecho un
viaje con lana desde Buenos Aires. Cuando llevaban cinco días en la zona de
calmas ecuatoriales se incendió el barco; y la tripulación, después de pasarse
la noche combatiendo el fuego, embarcó en los botes por la mañana y lo
abandonó. El mismo sobrecargo se había quemado las manos; sin embargo, estuvo
remando tres días y tres noches, de manera que cuando le recogió un vapor de
Rotterdam, se le había pegado una mano en torno al remo, y nunca más volvió a
poder estirar los dedos.
—Entonces —dijo—, me miré la mano, y juré que si
regresaba a tierra firme, me tendría el diablo si volvía a embarcar.
Los otros dos asintieron gravemente ante este
relato, y le preguntaron adónde se dirigía ahora.
—¿Yo? —dijo el sobrecargo—, he embarcado para
Sidney.
El piloto describió un temporal en Bahía, y el
capitán les contó una historia sobre una ventisca que les cogió en el Mar del
Norte cuando él era simple grumete. Le asignaron a las bombas, contó, y se
habían olvidado de él; y como no se atrevía a abandonar su puesto, estuvo
trabajando en las bombas once horas.
—Entonces —dijo— juré yo también quedarme en tierra
y no volver a embarcar nunca más.
Charlie escuchaba; y pensó: «Estos hombres son
sabios. Saben de qué hablan. Los que viajan por placer cuando el mar está en
calma y les sonríe, y dicen que lo aman, no saben lo que significa ese amor.
Los verdaderos amantes del mar son los marineros, que han sufrido sus golpes y
sus embates, y lo han maldecido y condenado. Muy probablemente, se puede aplicar
la misma regla a los maridos y las mujeres. Aprenderé más de los marineros. Soy
un crío y un tonto, comparado con ellos.»
Los tres marineros se daban cuenta, por su actitud
callada y atenta, del respeto y el asombro del joven. Le tomaron por Un
estudiante, y se alegraron de contarle sus experiencias. También le
consideraron un buen anfitrión, ya que les llenaba los vasos constantemente, y
había pedido otra botella al vaciarse la primera. Charlie, para corresponder a
sus relatos, les cantó un par de canciones. Tenía una voz melodiosa, y esta
noche estaba orgulloso de ella: hacía mucho tiempo que no cantaba. Todos se
sentían amigos. El capitán le dio una palmada en la espalda y le dijo que era
un muchacho despierto, y que aún podía llegar a ser marinero.
Pero cuando, poco después, el capitán empezó a
hablar con ternura de su mujer y su familia, a la que acababa de dejar, y el
sobrecargo informó a la reunión, emocionado y orgulloso, que durante los tres
meses últimos dos camareras de Amberes habían tenido gemelas de pelo rojizo
como el del padre, Charlie se acordó de su esposa y le entró desasosiego. Estos
marineros, pensó, parecían saber tratar a sus mujeres. Probablemente, ninguno
de ellos tenía tanto miedo de su mujer como para huir de ella a media noche. Si
se enterasen de que él había hecho tal cosa, reflexionó, pensarían menos bien
de él.
Los marineros le creían mucho más joven de lo que
era; de modo que en su compañía había acabado sintiéndose efectivamente muy
joven; y su esposa le parecía ahora más una madre que una compañera. Su
verdadera madre, aunque había sido una respetable comerciante, tenía un poco de
sangre gitana, y ninguna de las apresuradas decisiones de su hijo la habían
cogido de sorpresa. En efecto, pensó Charlie, había seguido a flote pese a
todo, y nadaba majestuosa como una oca orgullosa, grave, oscura. Si hubiese ido
esta noche y le hubiese contado su decisión de embarcar, quizá le habría
encantado y emocionado la idea. Ahora, mientras se tomaba la última taza de
café, transfirió a su joven esposa el orgullo y la gratitud que siempre había
sentido por la anciana. Laura le comprendería, y le apoyaría.
Siguió sentado un rato, sopesando la cuestión.
Porque la experiencia le había enseñado que debía ser cuidadoso en esto. Ya
había sido atrapado anteriormente como por una extraña ilusión óptica. Cuando
estaba lejos de ella, su mujer adquiría toda la apariencia de un ángel de la
guarda, de apoyo y comprensión inagotables. Pero cuando se encontraba de nuevo
con ella cara a cara, era una desconocida; y Charlie veía su camino sembrado de
dificultades.
Esta noche, sin embargo, todo esto parecía
pertenecer al pasado. Pues ahora estaba en el poder: tenía a su lado el mar y
los barcos; y delante, al joven del clavel. Grandes imágenes le rodeaban. Aquí,
en la posada La Croix du Midi, había vivido muchas experiencias ya.
Había visto incendiarse y naufragar un barco, una ventisca en el Mar del Norte,
y el retorno del marinero con su mujer y sus hijos. Tan poderoso se sentía que
la figura de su esposa le pareció conmovedora. La recordó como la había visto
la última vez, dormida, pasiva, pacífica, y su blancura y su ignorancia del
mundo le llegaron al corazón. De repente, se ruborizó intensamente al pensar en
la nota que le había escrito. Comprendió ahora que habría podido marcharse más
tranquilo si se lo hubiese explicado todo primero. «Hogar», pensó, «¿dónde está
tu aguijón? Vida conyugal, ¿dónde está tu victoria?»
Miró la mesa, donde se había derramado un poco de
café. Entretanto, la conversación de los marineros había ido decayendo porque
se habían dado cuenta de que ya no escuchaba; al final se apagó. La conciencia
del silencio en torno suyo despertó a Charlie. Les sonrió.
—Voy a contarles un cuento antes de marcharnos. Un
cuento azul —dijo.
»Había una vez —empezó— un viejo inglés inmensamente
rico que había sido cortesano y consejero de la reina, y que ahora, en la
vejez, lo único que le interesaba era coleccionar porcelana azul antigua. Con
este fin hacía viajes a Persia, Japón y China, siempre acompañado de su hija,
lady Helena. Y sucedió que, cuando navegaban por el Mar de la China, se
incendió el barco una noche de calma; todo el mundo embarcó en los botes
salvavidas, y lo abandonaron. En la oscuridad y la confusión, el viejo lord
quedó separado de su hija. Lady Helena tardó en subir a cubierta, y se encontró
con que todo el mundo había abandonado ya el barco. En el último momento, un
joven marinero inglés la bajó a un bote salvavidas que había quedado olvidado.
A los dos fugitivos les parecía como si el fuego les siguiese por todas partes,
dado que el resplandor se reflejaba en la mar oscura; y, al mirar hacia arriba,
una estrella fugaz cruzó el cielo como si fuese a caer en el bote. Estuvieron
navegando nueve días, hasta que los recogió un mercante holandés y los devolvió
a Inglaterra.
»El viejo lord había creído que su hija había
muerto. Ahora lloró de alegría, y la llevó inmediatamente a un elegante
balneario para que pudiese recobrarse de las privaciones que había sufrido. Y
como pensaba que debía de ser desagradable para ella que un joven marinero que
se ganaba el pan trabajando en un mercante dijese al mundo que había estado
nueve días a solas con la hija de un par, pagó al muchacho una considerable
cantidad de dinero, haciéndole prometer que navegaría por el otro hemisferio, y
que no regresaría jamás. "Porque", dijo el viejo noble, "¿de qué
iba a servir?"
»Cuando lady Helena se recuperó, y le dieron
noticias de la corte y de su familia, y le contaron también, finalmente, cómo
había sido alejado el marinero para que no volviese más, descubrieron que las
privaciones le habían afectado al espíritu, y que nada en el mundo le
interesaba. No volvería al castillo y al parque de su padre, ni a la corte, ni
visitaría ninguna alegre ciudad del Continente. Lo único que quería ahora era
ir, como su padre antes que ella, en busca de antigua porcelana azul. Y así,
empezó a navegar de un país a otro, acompañada de su padre.
»En sus recorridos, contaba a las gentes con las que
trataba que buscaba determinado tono azul, y que pagaría el precio que fuese
por él. Pero aunque compraba centenares de jarrones y vasos azules, los
arrumbaba al cabo de un tiempo, y decía: "¡Ay, ay, no es exactamente el
azul que busco!" Su padre, cuando ya llevaban muchos años navegando, insinuó
que quizá no existía el tono que ella buscaba. " ¡Por Dios, papá! ",
dijo ella, "¿cómo puedes decir algo tan malvado? Seguro que debe de quedar
algo de cuando el mundo entero era azul".
»Sus dos viejas tías de Inglaterra le suplicaron que
regresase para hacer todavía una buena boda. Pero ella les contestó: "No;
tengo que navegar. Pues deben saber, queridas tías, que son tonterías lo que
dicen las gentes instruidas, cuando afirman que el mar tiene fondo. Al
contrario: el agua, que es el más noble de los elementos, penetra toda la
tierra, de manera que nuestro planeta flota realmente en el éter como una
burbuja de jabón. Y en el otro hemisferio navega un barco con el que tengo que
ajustar el paso. Somos como el reflejo el uno del otro en la mar profunda, y el
barco del que hablo está siempre exactamente debajo del mío, en el lado opuesto
del globo. Ustedes no han visto nunca un gran pez nadando debajo de un bote,
siguiéndolo como una sombra de color azul marino en el agua. Pero así va el
barco ése, como la sombra de mi barco; y lo arrastro de aquí para allá, adonde
voy, como la luna arrastra las mareas por toda la redondez de la tierra. Si yo
dejase de navegar, ¿qué harían esos pobres marineros que se ganan el pan en un
mercante? Pero les voy a decir un secreto", dijo. "Al final, mi barco
descenderá al centro del globo, y en ese mismo instante se hundirá también el
otro barco (porque la gente llama a eso hundirse, aunque yo les aseguro que en
la mar no hay arriba ni abajo); y allí, en el centro del mundo, nos
encontraremos los dos."
»Transcurrieron muchos años, murió el viejo lord, y
lady Helena se volvió vieja y sorda; pero seguía navegando. Y sucedió, tras el
saqueo del palacio de verano del emperador de China, que un mercader llevó a
lady Helena un jarrón azul muy antiguo. Tan pronto como lo vio ésta, dejó
escapar un terrible alarido. "¡Ese es!", exclamó. "Al fin lo he
encontrado. Ese es el verdadero azul. ¡Oh, qué dichosa me hace! Es fresco como
una brisa, profundo como un secreto profundo, y está lleno como no sé
qué." Apretó el jarrón contra su pecho con manos temblorosas, y permaneció
sentada seis horas, sumida en su contemplación. Luego les dijo a su médico y a
su dama de compañía: "Ahora puedo morir. Y cuando haya muerto, quiero que
me saquen el corazón y lo depositen en este jarrón azul. Así, todo será como
fue entonces. Todo será azul a mi alrededor; y en medio del mundo azul, mi
corazón será inocente y libre y latirá dulcemente, como la estela que canta,
como las gotas que caen en la pala del remo." Un rato más tarde les
preguntó: "¿No es dulce pensar que, si se tiene paciencia, todo lo que se
ha poseído vuelve a una otra vez?" Poco después, murió la anciana dama.
La reunión se disgregó ahora; los marineros le
estrecharon la mano a Charlie, y le dieron las gracias por el ron y la
historia. Charlie les deseó buena suerte.
—Se le olvida el equipaje —dijo el capitán, cogiendo
la maleta de Charlie con el manuscrito.
—No —dijo Charlie—; quiero dejársela hasta que
naveguemos juntos.
El capitán miró las iniciales de la maleta.
—Pesa bastante —dijo—. ¿Lleva algo de valor?
—Ya lo creo que pesa, sí —dijo Charlie—; pero no
volverá a ocurrir. La próxima vez estará vacía.
Preguntó el nombre del barco del capitán y se
despidió.
Al salir, le sorprendió comprobar que era casi de
día. La hilera larga y desparramada de farolas alzaba sus cabezas melancólicas
al aire gris.
Una muchacha delgada de grandes ojos negros que
había estado paseando arriba y abajo por delante de la posada se acercó a
hablarle; y como él no le contestó, repitió su invitación en inglés. Charlie la
miró. «Ésta también pertenece a los barcos», pensó, «como los moluscos y las
algas que se crían en sus fondos. En ella se han ahogado muchos marineros que
escaparon de las profundidades. Sin embargo, no encallará, y si me voy con
ella, aún me salvaré». Se metió la mano en el bolsillo, pero descubrió que sólo
le quedaba un chelín.
—¿Me concedes el precio de un chelín? —preguntó a la
muchacha. Ella le miró. Su rostro no se inmutó cuando él le cogió la mano, le
quitó su viejo guante y le apretó la palma, áspera y viscosa como la piel de un
pez, contra sus labios y su lengua. Le devolvió la mano, depositó en ella el
chelín y se fue.
Recorrió la calle por tercera vez entre el puerto y
el Queen's Hotel. La ciudad estaba despertando ahora, y se cruzó con
algunas personas y carruajes. Las ventanas del hotel estaban iluminadas. Al
entrar en el vestíbulo, no vio a nadie; y estaba a punto de subir a su
habitación cuando, a través de una puerta de cristal, vio a su mujer sentada en
un comedor pequeño, iluminado, contiguo al vestíbulo. Así que entró allí.
Cuando ella le vio, se le iluminó la cara.
—¡Has venido! —exclamó.
Charlie inclinó la cabeza. Iba a cogerle la mano
para besársela, cuando le preguntó ella:
—¿Por qué has tardado tanto?
—¿Que he tardado? —exclamó él, enormemente
sorprendido por la pregunta, y porque había perdido por completo la noción del
tiempo. Miró el reloj que había en la repisa de la chimenea y dijo—: Sólo son
las siete y diez.
—¡Sí, pero yo creía que llegarías antes! —dijo
ella—. Me he levantado temprano para estar arreglada cuando tú llegaras.
Charlie se sentó a la mesa. No contestó, porque no
sabía qué decir. «¿Es posible», pensó, «que tenga tan grande fortaleza de ánimo
como para volver a aceptarme de este modo?»
—¿Quieres café? —dijo su mujer.
—No, gracias —dijo él—, ya he tomado.
Miró por la habitación. Aunque era casi de día y las
persianas estaban levantadas, las lámparas de gas seguían ardiendo todavía; y
desde su niñez, esto le había parecido siempre de un lujo enorme. El fuego de
la chimenea se reflejaba en una alfombra de Bruselas algo gastada y en las
butacas de tapizado rojo. Su mujer se estaba tomando un huevo. Cuando era
pequeño, solía tomar un huevo los domingos por la mañana. La habitación entera,
que olía a café y a pan reciente, con el mantel blanco y la brillante cafetera,
tenía aspecto de mañana de descanso. Miró a su mujer. Llevaba puesta su capa
gris de viaje; había dejado el sombrero a su lado, y su pelo amarillo, recogido
en una redecilla, centelleaba a la luz de la lámpara. Ella misma brillaba en
cierto modo: una luz le brotaba del interior; y parecía firmemente anclada en
el sofá, único objeto estable en un mundo turbulento.
Le vino una idea: «Es como un faro», pensó; «el
firme y majestuoso faro que emite su luz benefactora. Dice a todos los barcos:
"Alejaos." Pues donde se encuentra el faro, hay bajíos o escollos.
Significa la muerte para todo objeto flotante que se acerque». En ese momento
alzó ella los ojos, y se encontraron con los de Charlie.
—¿En qué estás pensando? —preguntó a su marido.
Él pensó: «Se lo diré. Es mejor ser sincero con ella
desde ahora y confesárselo todo.» Así que dijo lentamente:
—Estoy pensando que, para mí, eres como un faro. Una
luz constante que me indica cómo debo enderezar mi rumbo.
Ella le miró; luego desvió la mirada, y se le
llenaron los ojos de lágrimas. Él temió que fuera a echarse a llorar, aunque
hasta ahora se había portado con mucha valentía.
—Subamos a la habitación —dijo él; porque le sería
más fácil explicarle las cosas a solas.
Subieron juntos; y la escalera que tanto le había
costado subir la noche antes le resultó tan fácil ahora que dijo su mujer:
—No; vas demasiado arriba. Estamos aquí.
Encabezó ella la marcha por el pasillo, y abrió la
puerta de la habitación.
Lo primero que notó Charlie fue que el aire no olía
ya a violetas. ¿Las había tirado, enfadada? ¿O se habían marchitado al
marcharse él? Se le acercó ella, le puso una mano en el hombro y apoyó en ella
la cara. Por encima de su pelo rubio, enfundado en la redecilla, Charlie miró
en torno suyo, y se quedó paralizado. Porque el tocador sobre el que había
dejado la nota por la noche estaba en otro sitio; y lo mismo la cama en la que
se había acostado. En el rincón había ahora un espejo de cuerpo entero que
antes no había visto. Ésta no era su habitación. Instantáneamente, observó
otros detalles. Ya no había dosel en la cama, y encima de la cabecera colgaba
un grabado en acero de la familia real belga que hasta ahora no había visto.
—¿Dormiste aquí anoche? —preguntó a su mujer.
—Sí —dijo ella—. Aunque no muy bien. Estaba
preocupada porque no llegabas; temía que hubieses tenido mal viaje.
—¿No te despertó nadie? —preguntó otra vez.
—No —dijo ella—. Tenía la puerta cerrada con llave.
Y este hotel es tranquilo, creo.
Al repasar Charlie los sucesos de la noche con el
ojo experto de un escritor de ficción, le conmovieron como si hubiesen sido
sacados de sus propios libros. Aspiró profundamente.
—Dios Todopoderoso —dijo desde lo más hondo de su
ser—, igual que está el cielo por encima de la tierra, están también tus
relatos por encima de los nuestros.
Analizó todos los detalles lenta, concienzudamente,
como el matemático que desarrolla y resuelve una ecuación. Primero sintió, como
miel en la lengua, el anhelo y el triunfo del joven del clavel. Luego, como si
una mano le agarrase por el cuello, pero con un gozo casi igual de artístico,
el terror de la mujer de la cama. Como si él mismo poseyese un par de pechos
firmes y jóvenes, tuvo conciencia de que su corazón se paralizaba debajo de
ellos. Se quedó completamente inmóvil, abismado en sus pensamientos, pero su
cara adquirió tal expresión de arrobamiento, de gozo y placer, que su mujer,
que había levantado la cabeza de su hombro, le preguntó con sorpresa:
—¿En qué estás pensando ahora?
Charlie le cogió la mano, con la cara todavía
radiante.
—Estoy pensando —dijo muy lentamente— en el Jardín
del Edén, y en el querubín de la espada llameante. No —prosiguió en el mismo
tono—, estoy pensando en Heros y Leandro. En Romeo y Julieta. En Teseo y
Ariadna, y también en el Minotauro. ¿Se te ha ocurrido pensar alguna vez,
cariño, qué sentiría de vez en cuando el Minotauro?
—¿Así que vas a escribir un relato de amor,
Trovador? —preguntó ella, sonriéndole a su vez.
Charlie no contestó en seguida; pero le soltó la
mano, y un momento después preguntó:
—¿Qué has dicho?
—Te preguntaba si vas a escribir un relato de amor
—repitió ella tímidamente.
Se apartó de su mujer, se acercó a la mesa y apoyó
una mano en ella.
Volvía la luz que había caído sobre él la noche
interior, ahora desde todas partes..., desde su propio faro también, pensó
confusamente. Sólo que entonces había brillado hacia adelante, hacia el mundo
infinito; mientras que ahora se había vuelto hacia adentro, e iluminaba la
habitación del Queen's Hotel. Era muy brillante; parecía que iba a
verse, dentro de ella, como le veía Dios; y ante esta prueba, tuvo que apoyarse
en la mesa.
Y estando de este modo, la escena se convirtió en un
diálogo entre Charlie y el Señor.
El Señor le dijo:
—Tu esposa te ha preguntado dos veces si vas a
escribir un relato de amor. ¿Crees que es eso efectivamente lo que vas a hacer?
—Sí, es muy probable —dijo Charlie.
—¿Va a ser —preguntó el Señor— un relato bueno y
agradable que vivirá en el corazón de los jóvenes enamorados?
—Sí, creo que sí —dijo Charlie.
—¿Y estás satisfecho de él? —preguntó el Señor.
—Señor, ¿por qué me preguntas eso? —dijo Charlie—.
¿Cómo puedo contestarte que sí? ¿Acaso no soy un ser humano, y puedo escribir
una historia de amor sin anhelar ese amor que ciñe y abraza, y la dulzura y
calor de un cuerpo de mujer joven en mis brazos?
—Todo te lo di anoche —dijo el Señor—. Fuiste tú
quien te marchaste de la cama para irte al fin del mundo.
—Sí, lo hice —dijo Charlie—. ¿Lo viste tú, y te
pareció bien? ¿Va a repetirse lo mismo? ¿Voy a ser yo perpetuamente quien se
acueste con la amante del joven del clavel; y a propósito, qué ha sido de ella
y cómo va a explicárselo a él? ¿Y quién se marchó y le escribió: «Me voy. Perdóname
si puedes»?
—Sí —dijo el Señor.
—Además, dime, ahora que hablamos de eso —exclamó
Charlie—, ¿voy a obtener, mientras escribo sobre la belleza de las mujeres
jóvenes de la tierra, el precio de un chelín nada más?
—Sí —dijo el Señor—. Y tendrás que conformarte con
eso.
Charlie trazaba un dibujo con el dedo sobre la mesa;
no dijo nada. Parecía que el diálogo había terminado aquí, cuando habló
nuevamente el Señor.
—¿Quién ha hecho los barcos, Charlie? —preguntó.
—No lo sé —dijo Charlie—, ¿has sido tú?
—Sí —dijo el Señor—; yo he hecho los barcos sobre
las quillas, y todo lo que flota. La luna que navega en el cielo, los orbes que
nadan en el universo, las mareas, las generaciones, las costumbres. Me da risa:
te he dado el mundo entero para que navegues y flotes en él, y has venido a
encallar aquí, en la habitación del Queen's Hotel, por buscar pelea.
Bueno —dijo el Señor otra vez—, haremos un trato. No te asignaré más aflicción
que la que necesites para escribir tus libros.
—¡Ah, vaya! —dijo Charlie.
—¿Qué has dicho? —preguntó el Señor—. ¿Quieres
menos?
—No he dicho nada —dijo Charlie.
—Pero tendrás que escribir libros —dijo el Señor—.
Porque soy yo quien lo quiere. No el público; y mucho menos los críticos; ¡sino
YO!
—¿Estás seguro de eso? —preguntó Charlie.
—No siempre —dijo el Señor—. No se puede estar
seguro de todo en todo momento. Pero ahora te digo que sí. Tendrás que atenerte
a eso.
—¡Oh, Dios mío! —dijo Charlie.
—¿Vas a agradecerme —dijo el Señor— lo que he hecho
por ti esta noche?
—Creo —dijo Charlie— que dejaremos las cosas como
están y no hablaremos más de ello.
Su mujer ahora fue a abrir la ventana. Entró el aire
frío y crudo de la mañana juntamente con el estrépito de los carruajes de la
calle, voces humanas y un gran coro de gorriones, así como con un olor a humo y
a estiércol de caballo.
Cuando Charlie hubo terminado su conversación con
Dios, y mientras la tenía aún tan vívida en él que habría podido escribirla,
fue a la ventana y se asomó. Los colores matinales de la ciudad gris eran
frescos y delicados, y había un débil atisbo de sol en el cielo. La gente
andaba de aquí para allá; una joven con chal azul y zapatillas se alejaba con
paso rápido; el ómnibus del hotel, tirado por un caballo blanco, se detuvo
abajo, y el mozo se puso a ayudar a los viajeros a bajar sus equipajes. Charlie
se quedó contemplando la calle, debajo de él.
«Una cosa agradeceré al Señor, sin embargo», pensó:
«No haber tocado nada de cuanto pertenecía a mi hermano, el joven del clavel.
Estaba a mi alcance, pero no lo toqué.»
Se demoró un rato en la ventana, y vio alejarse el
ómnibus. ¿Dónde estará ahora, se preguntó, entre las casas, en la mañana
pálida, el joven de anoche?
«¡Ah, el joven!», pensó. «Ah, le pauvre jeune homme à l'œillet.»
El
acre del dolor
El bajo, ondulado paisaje danés estaba silencioso y
sereno, misteriosamente despierto en la hora previa a la salida del sol. No
había una nube en el cielo pálido, ni una sombra en los borrosos y perlados
campos, colinas y bosques. La bruma se elevaba de los valles y las hondonadas;
el aire era frío, la yerba y el follaje goteaban de rocío matinal. Libre de la
mirada observadora del hombre, y de su perturbadora actividad, el campo
respiraba una vida intemporal, para la que el lenguaje resultaba insuficiente.
Sin embargo, una raza humana vivía en esta tierra
desde hacía mil años; había sido formada por su suelo y su clima, y había sido
marcada por sus pensamientos, de manera que ahora nadie podía decir dónde
terminaba la existencia de una y dónde empezaba la de la otra. La delgada raya
gris de un camino que serpeaba por la llanura y subía y bajaba por las colinas
era la materialización inmóvil del anhelo humano, y de la idea humana de que es
mejor estar en un sitio que en otro.
Un hijo del campo leería en este paisaje despejado
como en un libro. El mosaico irregular de prados y trigales era una
representación pictórica, en tímidos verdes y amarillos, de la lucha de las
gentes por el pan de cada día; los siglos les habían enseñado a arar y sembrar
de esta manera. En una colina lejana las alas inmóviles de un molino, pequeña
crucecita azul recortada contra el cielo, marcaba una etapa superior en la
carrera por el pan. El perfil borroso de los tejados de paja —excrecencia baja
y marrón de la tierra—, donde se apiñaban las casuchas del pueblo, contaba la
historia —de la cuna a la sepultura— del campesino, la criatura más cercana al
suelo y dependiente de él, prosperando en el año fértil y muriendo en los de
sequía y de plagas.
Poco más arriba, con la débil raya horizontal de la
tapia blanca del cementerio a su alrededor, y las siluetas verticales de altos
álamos junto a ella, la iglesia de tejas rojas atestiguaba, hasta donde
alcanzaba la vista, que éste era un país cristiano. El hijo de la tierra la
consideraba una casa extraña, habitada sólo durante unas horas cada siete días,
pero dotada de una voz fuerte y clara que proclamaba las penas y las alegrías
de la tierra: una evidente, rotunda encarnación de la fe de una nación en la
justicia y la clemencia del cielo. Entre bosques y grupos de árboles cupulados,
donde se alzaba en el aire la silueta majestuosa y piramidal de las avenidas de
tilos, había una gran casa solariega.
El hijo de la tierra leería muchas cosas en estos
signos elegantes y geométricos sobre la bruma azul. Los tilos en fila,
alrededor de una fortaleza, hablaban de poder. Aquí se decidía el destino de la
tierra circundante y de los hombres y animales que la habitaban, y el campesino
alzaba los ojos hacia las pirámides verdes con temor. Revelaban dignidad,
decoro y buen gusto. El suelo danés no había dado flor más bella que la mansión
a la que conducía la larga avenida. En sus arrogantes habitaciones, la vida y
la muerte se sobrellevaban con gracia majestuosa. La casa solariega no miraba
hacia arriba como la iglesia, ni hacia abajo como las cabañas; tenía un
horizonte terrestre más ancho que ellas, y estaba emparentada con gran parte de
la arquitectura europea. Se había llamado a artesanos extranjeros para que
trabajasen el estuco y los entrepaños, y sus propios moradores habían viajado y
traído ideas, modas y bellos objetos. Habían hecho que los cuadros, tapices,
plata y cristal traídos de países lejanos se sintiesen a gusto aquí; y ahora
formaban parte de la vida campesina danesa.
El gran edificio estaba firmemente arraigado en el
suelo de Dinamarca como las cabañas de los campesinos, y era tan fiel aliado
como ellas de sus cuatro vientos y sus estaciones cambiantes, de su vida
animal, sus árboles y sus flores. Sólo sus intereses se hallaban en un plano
más elevado. Dentro del dominio de los tilos no había ya vacas, cabras y cerdos
en los que ocupar el pensamiento y la conversación, sino caballos y perros. La
fauna salvaje, la caza de la tierra, hacia la que el campesino agitaba el puño
cuando la veía en el centeno verde o en el trigo maduro, constituía para los
moradores de las casas solariegas su principal objetivo y el gozo de la vida.
Su escritura en el cielo proclamaba solemnemente la
continuidad, una inmortalidad terrenal. Las grandes casas solariegas
conservaban sus tierras durante muchas generaciones. Las familias que vivían en
ellas veneraban el pasado tanto como se honraban a sí mismas, dado que la
historia de Dinamarca era su propia historia.
En Rosenholm residía un Rosenkrantz, en Hverringe un
Juel, en Gammel-Estrup un Skeel, desde que el pueblo tenía memoria. Habían
visto sucederse unos a otros reyes y movimientos de estilo y, orgullosa y
humildemente, habían transferido su existencia personal a la de su tierra, de
manera que entre sus iguales y ante los campesinos pasaban por sus apellidos:
Rosenholm, Hverringe, Gammel-Estrup. Para el rey y para el país, para la
familia y para el señor concreto de la mansión, era cuestión secundaria qué
Rosenkrantz, Juel o Skeel en particular, de una larga serie de padres e hijos,
encarnaba en ese momento los campos, los bosques, los campesinos, el ganado y
la caza de la propiedad. Muchos eran los deberes que descansaban sobre los
hombros de los grandes terratenientes —para con Dios, con el rey, con el vecino
y consigo mismo—, y todos eran armónicamente solidarios con la idea de sus
deberes para con su tierra. Por encima de todos estaban la obligación de
mantener la sagrada continuidad, y producir un nuevo Rosenkrantz, Juel o Skeel
para el servicio de Rosenholm, Hverringe y Gammel-Estrup.
En las casas solariegas se apreciaba la gracia
femenina. Junto a la buena caza, y el vino selecto, era flor y emblema de la
existencia superior que se llevaba allí; y en muchos sentidos, las familias se
enorgullecían más de las hijas que de los hijos.
Las damas que paseaban por las avenidas de tilos, o
las recorrían en pesados carruajes de cuatro caballos, llevaban el futuro del
apellido en sus regazos y, como dignas y dulces cariátides, sostenían las casas
en pie. Ellas mismas eran conscientes de su valor, mantenían alto su precio, y
se movían en una atmósfera de adoración y autoadoración. Incluso podía pensarse
que añadían por su propia cuenta una graciosa, pícara y paradójica altanería.
Porque, ¡qué libres eran!, ¡qué poderosas! Sus señores podían gobernar el país,
y permitirse muchas libertades; pero tocante a la suprema cuestión de la
legitimidad, que era el principio vital de su mundo, el centro de gravedad
residía en ellas.
Los tilos estaban en flor. Pero de madrugada, sólo
se difundía por el jardín una débil fragancia, un mensaje aéreo, un eco oloroso
de los sueños durante la breve noche veraniega.
Por una larga avenida que conducía de la casa al
final del jardín, donde, desde un pequeño pabellón blanco de estilo clásico, se
dominaba una gran perspectiva de los campos, caminaba un joven. Iba vestido con
sencillez, de marrón, con preciosa ropa de lino y encaje, la cabeza descubierta
y el cabello sujeto con una cinta. Era moreno: una figura fuerte y vigorosa de
ojos bellos y manos elegantes; cojeaba un poco de una pierna.
El gran edificio de lo alto de la avenida, el jardín
y los campos habían sido el paraíso de su niñez. Pero había viajado y vivido
lejos de Dinamarca, en Roma y en París, y actualmente ocupaba un puesto en la
legación danesa de la corte del rey Jorge, hermano de la difunta e infortunada
Reina de Dinamarca. Hacía nueve años que no visitaba su hogar ancestral. Le
hacía gracia descubrir ahora que todo era mucho más pequeño de como lo
recordaba, y al mismo tiempo le emocionaba extrañamente volverlo a ver. Las
personas fallecidas acudían a él y le sonreían; un niño con cuello de encaje
pasó corriendo por su lado con su aro y su cometa; y al pasar le dirigió una
alegre mirada y le preguntó riendo: «¿Vas a decirme que tú eres yo?» Trató de
cogerle y contestarle: «Sí, te aseguro que yo soy tú»; pero su ágil figura no
esperó la respuesta.
El joven, que se llamaba Adam, mantenía una relación
especial con la casa y la tierra. Durante seis meses, había sido heredero de
todo; nominalmente, lo seguía siendo en este momento. Era esta circunstancia la
que le había traído de Inglaterra, y la que ocupaba su pensamiento mientras
paseaba despacio.
El viejo señor de la mansión, hermano de su padre,
había tenido muy mala suerte en su vida familiar. Su esposa había muerto joven,
y dos de sus hijos en la infancia. El único que le quedó, compañero de juegos
de su primo, fue un chico enfermizo y melancólico. Su padre se había pasado
once años de balneario en balneario, por Alemania e Italia, sin apenas otra
compañía que la de este hijo callado, moribundo, protegiendo la débil llama de
su vida con ambas manos, hasta el momento en que pudiese pasarla a un nuevo
portador del apellido. Al mismo tiempo, otra desventura se abatió sobre él:
cayó en desgracia en la corte, donde hasta ahora había gozado de una buena
posición. Estaba a punto de rehabilitar el prestigio de su familia mediante un
matrimonio que había arreglado para su hijo cuando, antes de que pudiese
celebrarse, falleció el novio, que aún no contaba veinte años de edad.
Adam se enteró en Inglaterra de la muerte de su
primo, y de su propio cambio de fortuna, a través de su ambiciosa y triunfal
madre. Permaneció sentado, con la carta de ella en la mano, sin saber qué
pensar.
Si esto le hubiese pasado cuando todavía era niño,
en Dinamarca, habría significado el mundo entero para él. Y lo mismo habría
significado para sus amigos y condiscípulos, si estuviesen en su lugar; y en
este momento se estarían congratulando, o le estarían envidiando. Pero él no
era, por naturaleza, codicioso ni vanidoso; tenía fe en su propio talento, y le
alegraba saber que su éxito en la vida dependía de sus dotes personales. Su
pequeña cojera le había mantenido siempre un poco apartado de los otros chicos;
quizá, le había dotado de una mayor sensibilidad para muchas cosas de la vida,
y no le parecía ahora totalmente correcto que el cabeza de familia cojease de
una pierna. Ni siquiera veía sus perspectivas a la misma luz que los miembros
de su casa. En Inglaterra había contado con más riqueza y magnificencia de la
que ellos habían soñado; había amado a una dama inglesa, que le había hecho
feliz, de un nivel social y una fortuna tales que, para ella, se dio cuenta él,
la más hermosa de las posesiones de Dinamarca sería como una granja de juguete.
En Inglaterra, además, había entrado en contacto con
las grandes y nuevas ideas de la época: sobre la naturaleza, sobre el derecho y
la libertad del hombre, sobre la justicia y la belleza. El universo, a través
de ellas, se le había vuelto infinitamente más amplio; quería averiguar más aún
sobre él y estaba planeando hacer un viaje a América, al nuevo mundo. Por un
momento, se sintió atrapado y aprisionado, como si los difuntos de su apellido
que descansaban en la cripta familiar de su casa le alargasen sus brazos
resecos.
Pero al mismo tiempo empezó a soñar por las noches
con la vieja casa y con el jardín. Había paseado en sueños por estas avenidas,
y había aspirado la fragancia de los tilos en flor. Cuando una vieja gitana le
leyó la mano en Ranelagh, y le dijo que un hijo suyo se sentaría en el sillón
de sus padres, experimentó una súbita, profunda satisfacción, extraña en un
joven que hasta ahora no había dedicado un solo pensamiento a sus hijos.
Luego, seis meses más tarde, su madre volvió a
escribirle informándole que su tío se había casado con la joven que había
estado destinada a su difunto hijo. El cabeza de familia aún se encontraba en
su mejor edad, todavía no había pasado los sesenta años, y aunque Adam le
recordaba como un hombre bajo y flaco, era una persona vigorosa; era muy
probable que su joven esposa le diese hijos.
La madre de Adam, decepcionada, le echaba la culpa a
él. Si hubiese vuelto a Dinamarca, le decía, quizá su tío hubiese llegado a
considerarle como a un hijo, y no se habría casado; quizá, incluso, le hubiese
cedido la novia. Adam conocía mejor la situación. La propiedad familiar, a
diferencia de las de la vecindad, había pasado de padres a hijos desde que el
apellido se estableció allí por primera vez. La tradición de la sucesión directa
era el orgullo del clan, y un dogma sagrado para su tío; seguramente procuraría
tener un hijo de su propia carne.
Pero ante esta noticia, unos remordimientos
extraños, profundos, dolorosos respecto a su viejo hogar de Dinamarca, habían
embargado al joven. Era como si se hubiese estado burlando de un gesto amistoso
y generoso, como si se hubiese mostrado desleal con alguien inquebrantablemente
leal a él. Sería muy justo, pensó, si a partir de ahora el lugar le repudiase y
le olvidase. La nostalgia, que no había conocido hasta ahora, se apoderó de él:
por primera vez deambuló por las calles y los parques de Londres como un
extraño.
Escribió a su tío preguntándole si podía ir a pasar
unos días con él, pidió un permiso en la legación y embarcó para Dinamarca.
Había ido a la casa para hacer las paces con ella; había dormido poco durante
la noche y se había levantado tan temprano para recorrer el jardín, para
explicarse y ser perdonado.
Mientras paseaba, el tranquilo jardín iniciaba poco
a poco sus afanes diarios. Un grueso caracol, de la especie que su abuelo había
traído de Francia, y que él recordaba haber comido aquí de pequeño, marchaba
dejando con dignidad un rastro plateado por la avenida. Los pájaros empezaban a
cantar; en un árbol viejo, bajo el que se había detenido, había varios
incordiando a una lechuza: la ley de la noche había concluido.
Se detuvo al final de la avenida, y vio iluminarse
el cielo. Una claridad extática inundaba el mundo; dentro de media hora saldría
el sol. Un campo de centeno se extendía aquí, a lo largo del jardín; dos corzos
andaban por en medio y parecían rosáceos en el amanecer. Contempló los prados
por los que había cabalgado de pequeño en su jaca, y el bosque donde había
matado su primer ciervo. Recordaba a los viejos criados que le habían enseñado;
algunos estaban ya en sus tumbas.
Los lazos que le ataban a este lugar, pensó, eran de
naturaleza mística. Podía no haber vuelto nunca más, y no habría importado.
Mientras un hombre de su misma sangre y apellidos residiese en la casa, cazase
en los campos y le acatasen obediencia las gentes de las cabañas, en cualquier
región de la tierra que estuviese él, ya fuese en Inglaterra o entre los indios
de América, se sentiría seguro, seguiría poseyendo un hogar y tendría peso en
el mundo.
Sus ojos se posaron en la iglesia. En los viejos
tiempos, antes de la época de Martín Lutero, sabía que los hijos jóvenes de las
grandes familias ingresaban en la Iglesia de Roma y renunciaban a la riqueza y
a la felicidad individual para servir a ideales superiores. Ellos también
habían aportado honor a sus hogares y eran recordados en sus anales. En la
soledad de la mañana, medio en broma, dejó correr al azar su imaginación, y le
pareció que podía hablarle a la tierra como a una persona, como a la madre de
su raza.
—¿Es sólo mi cuerpo lo que quieres —le preguntó—, y
rechazas mi espíritu, mi energía y mis emociones? Si se pudiese hacer que el
mundo reconociese que la virtud de nuestro apellido no pertenece sólo al
pasado, ¿no te produciría ninguna satisfacción?
El paisaje estaba tan mudo que no supo si le había
contestado o no.
Un rato después siguió andando, y llegó a la nueva
rosaleda francesa, concebida para la joven señora de la casa. En Inglaterra,
Adam había adquirido un gusto más libre en cuanto a jardinería, y se preguntaba
si podría liberar a estas encendidas cautivas y hacerlas prosperar fuera de sus
setos recortados. Quizá, meditó, el jardín elegantemente convencional fuese el
retrato floral de su joven tía, a la que él aún no había visto.
Cuando llegó otra vez al pabellón del final de la
avenida, sus ojos captaron un ramillete de delicados colores que posiblemente
no pertenecían a la madrugada veraniega danesa. En realidad, era su tío en
persona, empolvado y con calzas de seda, pero todavía envuelto en una bata de
brocado, y evidentemente absorto en profundos pensamientos. «¿Qué asuntos, o
qué meditaciones», se preguntó Adam, «sacan de la cama al jardín antes de que
salga el sol a un conocedor de la belleza que sólo hace tres meses que se ha casado
con una esposa de diecisiete años?» Se dirigió hacia la pequeña, delgada y
tiesa figura.
Su tío, por su parte, no mostró ninguna sorpresa al
verle; pero raramente se sorprendía de nada. Le saludó con un cumplido sobre lo
mayor que estaba con la misma benevolencia que lo había hecho a su llegada, la
noche anterior. Un momento después miró al cielo, y proclamó solemnemente:
—Hoy hará calor.
A Adam, de niño, le había impresionado a menudo la
actitud ceremoniosa con que el viejo señor constataba los acontecimientos
corrientes de la vida; parecía como si nada hubiese cambiado aquí y todo
siguiese como siempre.
El tío ofreció al sobrino un pellizco de rapé.
—No, gracias, tío —dijo Adam—, me anularía el olfato
para captar la fragancia de su jardín, que es fresco como el Jardín del Paraíso
recién creado.
—Donde puedes comer tú, mi Adán —dijo su tío
sonriendo—, de cada uno de los árboles.
Echaron a andar juntos, lentamente, avenida arriba.
El sol oculto doraba ya las copas de los árboles más
altos. Adam habló de las bellezas de la naturaleza, y de la grandeza de los
escenarios nórdicos, menos marcados por la mano del hombre que los de Italia.
Su tío aceptó las alabanzas del paisaje como un cumplido personal, y le
felicitó porque no había aprendido a despreciar su tierra natal como hacían
muchos jóvenes que viajaban a países extranjeros. No, dijo Adam; hacía poco
había echado de menos en Inglaterra los campos y los bosques de su hogar danés.
Y había conocido allí una nueva composición poética danesa que le había encantado
más que ninguna obra inglesa o francesa. Dijo el nombre del autor, Johannes
Ewald, y recitó unos cuantos versos vigorosos y turbulentos.
—Y me extrañó mientras leía —prosiguió, tras una
pausa, emocionado todavía por los versos que él mismo había declamado— que no
hayamos comprendido hasta ahora cuánto supera en grandeza moral nuestra
mitología nórdica a la de Grecia y Roma. Si no hubiese sido por la belleza
física de los dioses antiguos, que nos ha llegado en mármol, ningún espíritu
moderno podría considerarlos dignos de adoración. Eran ruines, caprichosos y
traicioneros. Los dioses de nuestros antepasados daneses son mucho más divinos
que ellos, igual que el druida es más noble que el augur. Pues los hermosos
dioses de Asgaard poseían las sublimes virtudes humanas: eran justos, leales,
benévolos e incluso, en una época de barbarie, caballerosos.
Aquí su tío pareció mostrar, por primera vez,
interés por la conversación. Se detuvo, alzando un poco su nariz majestuosa.
—¡Ah, a ellos les resultaba más fácil! —dijo.
—¿A qué se refiere, tío? —preguntó Adam.
—A los dioses nórdicos les era muchísimo más fácil
que a los de Grecia —dijo su tío— ser, como tú dices, justos y benévolos. En mi
opinión, revela incluso debilidad en las almas de nuestros antiguos daneses
consentir en adorar a tales divinidades.
—Mi querido tío —dijo Adam sonriendo—, siempre he
pensado que estaría familiarizado con las modas del Olimpo. Ahora permítame
compartir su criterio y dígame por qué la virtud resultaba más fácil a nuestros
dioses daneses que a los de clima más benigno.
—Porque no eran tan poderosos —dijo su tío.
—¿Acaso el poder —preguntó Adam otra vez— es un
obstáculo para la virtud?
—No —dijo su tío gravemente—. No; en sí mismo, el
poder es la virtud suprema. Pero los dioses de que hablas no han sido nunca
todopoderosos. Tuvieron a su lado, en todo momento, esos poderes más oscuros
llamados los jotuns, que traían el sufrimiento, los desastres, la ruina
a nuestro mundo. Podían dedicarse sin peligro a la templanza y a la bondad. Los
dioses omnipotentes —prosiguió— no tienen esa posibilidad. Con su omnipotencia,
reciben también el sufrimiento del universo.
Subieron por la avenida hasta que tuvieron la casa a
la vista. El viejo señor se detuvo y la abarcó con la mirada. El soberbio edificio
era el mismo de siempre; detrás de los dos altos ventanales de la fachada
principal, sabía Adam, estaba ahora la habitación de su joven tía. Su tío dio
la vuelta y echó a andar en sentido contrario.
—La caballerosidad —dijo—, la caballerosidad de que hablabas,
no es virtud de los omnipotentes. Implica necesariamente la existencia de
poderosas potencias rivales a las que desafiar el caballero. ¿Qué papel haría
San Jorge con un dragón inferior a él en fuerza? El caballero que no encuentra
a mano fuerzas superiores debe inventarlas, y combatir contra molinos de
viento; su misma dignidad caballeresca estipula peligros, villanías, tinieblas
por todo su alrededor. No, créeme, sobrino: a pesar de su valor moral, tu
caballeroso Odín de Asgaard, como Regente, debe colocarse por debajo de
Júpiter, que proclamaba su soberanía y aceptaba el mundo que gobernaba. Pero
eres joven —añadió—, y puede que la experiencia de los que son mayores que tú
te parezca pedante.
Se detuvo un momento, y luego, con profunda
gravedad, declaró:
—Ha salido el sol.
Efectivamente, el sol había surgido por encima del
horizonte. El ancho paisaje se animó súbitamente con su esplendor, y la yerba
mojada de rocío brilló con mil centelleos.
—Le he escuchado con mucho interés, tío —dijo Adam—.
Pero mientras hablábamos, me daba la impresión de que estaba usted preocupado;
tenía los ojos puestos en el campo de más allá del jardín, como si allí
ocurriese algo de gran importancia, un asunto de vida o muerte. Ahora que ha
salido el sol, veo a los segadores en el centeno, y los oigo afilar sus hoces.
Recuerdo que me ha dicho usted que es el primer día de la siega. Es un gran día
para el terrateniente, y suficiente para apartarle el pensamiento de los
dioses. Hace muy buen día y le deseo un granero repleto.
El hombre de más edad guardó silencio, con las manos
sobre el bastón.
—En efecto —dijo por fin—, algo ocurre en ese campo;
un asunto de vida o muerte. Ven, sentémonos aquí, y te contaré toda la
historia.
Se sentaron en un banco que rodeaba todo el pabellón;
y durante su discurso, el viejo señor de la tierra no apartó los ojos del campo
de centeno.
—Hace una semana, el jueves por la noche —dijo—,
alguien incendió mi granero de Rodmose-gaard (conoces el lugar, cerca del
marjal); y quedó reducido a cenizas. Transcurrieron dos o tres días sin que
pudiésemos echarle el guante al causante. Hasta que, el lunes por la mañana,
vino a la casa el guarda de Rodmose con el carretero; trajeron a un muchacho,
Goske Piil, hijo de una viuda, y juraron sobre la Biblia que había sido él; le
habían visto merodear por los alrededores del granero hacia el anochecer del
jueves. Goske no goza de buena fama en la granja: el guarda se la tenía jurada
por un viejo asunto de caza furtiva, y al carretero tampoco le era simpático
porque, al parecer, sospecha algo sobre él y su joven esposa. El muchacho,
cuando yo hablé con él, juró que era inocente; pero no pudo prevalecer frente a
los dos viejos. Así que lo encerré y pensé mandárselo al juez de nuestro
distrito con una carta.
»El juez es un estúpido, y naturalmente no hará sino
lo que crea que yo deseo que haga. Puede mandar al muchacho a la cárcel,
culpable de incendio premeditado, o meterle en el ejército por indeseable y
cazador furtivo. O incluso soltarle, si piensa que es eso lo que yo quiero.
»Iba yo a caballo por el campo, observando la mies
que pronto estaría buena para la siega, cuando trajeron ante mí a una mujer, la
viuda, madre de Goske; y me suplicó hablar conmigo. Se llama Anne-Marie. Te
acordarás de ella: vive en una casita al este del pueblo. Tampoco tiene buena
fama en el lugar. Dicen que de soltera tuvo un niño y que se deshizo de él.
»Tenía la voz tan enronquecida de haberse pasado
cinco días llorando, que costaba entender lo que decía: era verdad que su hijo,
me dijo al fin, había estado en Rodmose ese jueves, pero sin malos propósitos:
había ido a ver a alguien. Era su único hijo; puso a Dios por testigo de que
era inocente, y me suplicó, retorciéndose las manos, que salvase a su hijo a
cambio de ella.
»Estábamos en este mismo campo de centeno que tú y
yo tenemos ahora delante. Eso me dio una idea. Le dije a la viuda: "Si en
un día, entre la salida y la puesta del sol, eres capaz de segar con tus manos
este campo, y hacerlo bien, olvidaré el caso, y conservarás a tu hijo. Pero si
no eres capaz de hacerlo, se tendrá que ir, y no es probable que lo vuelvas a
ver."
»Se quedó mirando el campo. Besó mi bota de montar,
agradecida del favor que le mostraba.
El viejo señor hizo una pausa, y Adam preguntó:
—¿Significaba mucho su hijo para ella?
—Es su único hijo —dijo su tío—. Para ella significa
el pan de cada día y el sostén de su vejez. Puede decirse que lo quiere tanto
como a su propia vida. Igual que —añadió—, en un orden de vida superior, el
hijo representa para el padre el apellido y la raza, y lo estima tanto como la
perpetuación de la vida. Sí, su hijo significa mucho para ella. En cuanto a la
siega de este campo, supone una jornada de trabajo para tres hombres, o tres
jornadas para un hombre. Hoy, al salir el sol, se ha puesto manos a la obra. Y
allá la tienes, al final del campo, con un pañuelo azul en la cabeza; con el
hombre que he puesto para que la vigile y compruebe que hace el trabajo sin
ayuda, y con dos o tres amigas junto a ella que le dan ánimos.
Adam miró y, en efecto, vio a una mujer con un
pañuelo azul en la cabeza, y algunas figuras más, en el sembrado.
Se quedaron un rato en silencio.
—¿Cree usted —dijo entonces Adam— que el muchacho es
inocente?
—No lo sé —dijo su tío—. No hay pruebas. Es la
palabra del guarda y del carretero contra la de él. Si creyese una cosa o la
otra, sería mera cuestión de azar, o quizá de simpatía. El muchacho —dijo un
momento después— era compañero de juegos de mi hijo; que yo sepa, el único
chico, además de ti, con el que simpatizaba o congeniaba.
—¿Cree usted —preguntó Adam otra vez— que tiene
posibilidad de cumplir esa condición?
—No lo sé —dijo el viejo señor—. Si se tratase de
una persona corriente, diría que no. Una persona corriente no se lo habría
puesto en la cabeza. He decidido que sea así. No vamos a enredar con la ley,
Anne-Marie y yo.
Adam siguió unos minutos el movimiento del pequeño
grupo en el campo de centeno.
—¿Quiere regresar? —preguntó.
—No —dijo su tío—; creo que me quedaré aquí hasta
ver el final de este asunto.
—¿Hasta la puesta del sol? —preguntó Adam con
sorpresa.
—Sí —dijo el viejo señor.
Adam dijo:
—Será un largo día.
—Sí —dijo su tío—, un largo día. Pero si —añadió
mientras Adam se levantaba para irse—, como has dicho, tienes esa tragedia de
la que me has hablado en el bolsillo, haz el favor de dejármela para que me
entretenga.
Adam le tendió el libro.
En la avenida se cruzó con dos criados que llevaban
al señor su chocolate matinal al pabellón, sobre grandes bandejas de plata.
Al elevarse el sol en el cielo y empezar el calor
del día, los tilos difundieron su intensa fragancia, y el jardín se inundó de
una insuperable, increíble dulzura. Hacia la hora sosegada del mediodía, la
larga avenida reverberaba como una tabla de resonancia con un rumor bajo e
incesante: era el bordoneo de un millón de abejas que se aferraban a los
racimos colgantes, apretados de florecillas, y se embriagaban de placer.
En la corta vida del verano danés, no hay momento
más rico o más dulce que esa semana en que florecen los tilos. La divina
fragancia embriaga el cerebro y el corazón; parece unir los campos de Dinamarca
con los del Elíseo; contiene heno, miel e incienso sagrado, y es mitad país de
las hadas y mitad alacena de boticario. La avenida se transformaba en edificio
místico, en catedral de dríadas, desde la cima hasta la base profundamente
adornada, cubierta de numerosos ornamentos, y dorada por el sol. Pero detrás de
los muros, las bóvedas eran benignamente frescas y umbrías, como santuarios de
ambrosía en un mundo deslumbrante y ardiente; y allí dentro, el suelo estaba
húmedo todavía.
Arriba, en la casa, tras las cortinas de seda de los
dos ventanales de la fachada principal, la joven señora de la propiedad, desde
la ancha cama, metió los pies en dos pequeñas zapatillas de tacón. Se le había
subido el camisón de encaje por encima de las rodillas, y se le había caído de
un hombro; su pelo, sujeto con pinzas para dormir, conservaba restos de polvos
del día anterior, y su cara redonda estaba aún arrebolada por el sueño. Avanzó
al centro de la habitación y se detuvo allí con expresión sumamente grave y
pensativa, aunque no pensaba en nada. Pero por su cabeza desfilaba una larga
sucesión de imágenes, y se esforzaba inconscientemente en ponerlas en orden,
como solían estar siempre las imágenes de su vida.
Había crecido en la corte: era su mundo, y
probablemente no había en todo el país una criatura más exquisita e
inocentemente ajustada a la solemne medida de un palacio. Por favor de la
anciana reina viuda, llevaba su nombre y el de la hermana del rey, la reina de
Suecia: Sophie Magdalena. Con la mira puesta en estas cosas, su marido, cuando
deseó recuperar su posición en las altas esferas, la había elegido como esposa,
primero para su hijo y después para él. El padre de ella, que ocupaba un puesto
en la Casa Real y pertenecía a la nueva aristocracia de la corte, había hecho
lo mismo en su día, aunque al revés, y se había casado con una dama provinciana
para tener una base en el seno de la vieja nobleza de Dinamarca. La pequeña
joven llevaba la sangre de su madre en las venas. El campo había supuesto para
ella una inmensa sorpresa y un placer.
Para entrar en el patio de su castillo tenía que
atravesar la granja, cruzar la espesa puerta de piedra junto al granero, donde
el rodar de su carruaje retumbaba unos segundos como un trueno. Debía pasar por
delante de las caballerizas y el aserradero, desde donde a veces algún
descarado la seguía con mirada maliciosa, y donde, quizá, sobresaltaba a una
larga fila de gansos escandalosos, o se cruzaba con un toro ceñudo y pesado,
conducido de una argolla en el hocico y que pateaba la tierra con furia sorda.
Al principio, todo esto le había parecido, cada vez, sorprendente y gracioso.
Pero al cabo de un tiempo estas personas y animales, propiedad suya, parecieron
convertirse en parte de sí misma. Las madres, viejas señoras campesinas, eran
seres robustos a quienes no desalentaba ninguna inclemencia del tiempo; ahora,
ella misma andaba bajo la lluvia, alegre y radiante como un árbol lozano.
Había tomado posesión de su nuevo y enorme hogar en
una época en que el mundo se estaba abriendo, emparejando y propagando. Las
flores, que ella sólo conocía en ramos y festones, brotaban de la tierra a su
alrededor; los pájaros cantaban en todos los árboles. Los corderos recién
nacidos le parecían más delicados que las muñecas que había tenido. De la
yeguada hannover de su marido le traían potrillos para que les pusiese nombre;
y observaba cómo hundían sus suaves hocicos en la barriga de sus madres para
mamar. Hasta ahora, había tenido una idea vaga de este extraño proceso. Había
presenciado por casualidad, desde el sendero de un parque, cómo el garañón se
encabritaba y relinchaba encima de la yegua. Toda esta lujuria, deseo y
fecundidad se desplegaban ante sus ojos como para su complacencia.
En cuanto a ella, en medio de esto, era entregada a
un marido viejo que la trataba con meticuloso respeto porque le iba a dar un
hijo. Ese era el trato: lo había sabido desde el principio. Su marido,
comprobó, hacía lo posible por cumplir su parte, y ella era leal por naturaleza
y estaba educada con rigor. No eludiría su obligación. Sólo que tenía la vaga
consciencia de cierta disonancia o incompatibilidad en su majestuosa existencia
que le impedía ser todo lo feliz que había esperado.
Un tiempo después, su desazón adoptó una extraña
forma: como la conciencia de una ausencia. Debía haber habido alguien con ella
que no estaba. No tenía experiencia en analizar sus sentimientos; no tuvo
tiempo para eso en la corte. Ahora, como la dejaban sola más a menudo, sondeaba
vagamente su propio espíritu. Trataba de colocar en ese vacío a su padre, a sus
hermanas, a su profesor de música, un cantante italiano al que había admirado;
pero ninguno de ellos lo llenaba para ella. A veces se sentía más animada, y
creía que la desventura la había dejado. Y luego volvía a suceder, si estaba
sola, o en compañía de su marido, e incluso en sus abrazos, que todo en torno
suyo le gritaba: ¿Dónde? ¿Dónde?, de manera que miraba con ojos extraviados por
toda la habitación, buscando al ser que debía haber estado allí, y que no había
venido.
Cuando, hacía seis meses, le informaron que su joven
prometido había muerto y que debía casarse con su padre en su lugar, no lo
había sentido. El joven pretendiente, la única vez que le había visto, le había
parecido infantil e insípido; el padre era un esposo más solemne. Luego había
pensado a veces en el joven fallecido, preguntándose si la vida no habría sido
más alegre con él. Pero no había tardado en descartar otra vez tal idea, y ésa
fue la última llamada del malogrado joven al escenario de este mundo.
De una de las paredes de la habitación colgaba un
gran espejo. Al mirar en él, desfilaron imágenes nuevas. El día antes, yendo en
el coche con su marido, había visto a cierta distancia a un grupo de muchachas
campesinas bañándose en el río, con el sol brillándoles sobre la piel. Toda la
vida había andado entre desnudas deidades de mármol, pero jamás se le había
ocurrido, hasta ahora, que la gente que conocía estuviese desnuda debajo de sus
corpiños y de sus trajes de cola, de sus chalecos y sus calzones de satén, ni
ella misma se había sentido efectivamente desnuda dentro de sus ropas. Ahora,
frente al espejo, se desató morosamente las cintas del camisón y lo dejó caer
al suelo.
La habitación estaba en penumbra detrás de las
cortinas corridas. En el espejo, su cuerpo era plateado como una rosa blanca;
sólo las mejillas y la boca, y las puntas de los dedos y de los pechos tenían
un débil matiz carmín. Su torso esbelto estaba formado por las ballenas que lo
habían ceñido fuertemente desde su niñez; por encima de la esbelta rodilla con
hoyuelos, un suave estrechamiento marcaba el lugar de la liga. Sus miembros
eran redondos, como si, allí donde se cortase con un cuchillo afilado, fuese a
obtenerse una sección perfectamente circular. El costado y el vientre eran tan
suaves que su propia mirada se deslizaba y resbalaba, y trataba de encontrar
sujeción. No era completamente una estatua, descubrió, y alzó los brazos por
encima de la cabeza. Se volvió para verse la espalda, las curvas bajo la
cintura estaban todavía coloreadas por la presión de la cama. Le vinieron a la
memoria algunos relatos sobre ninfas y dioses; pero todo eso parecía muy
lejano, así que su pensamiento volvió a las muchachas campesinas del río.
Durante unos minutos, las idealizó como compañeras de juego, o como hermanas
incluso, ya que le pertenecían del mismo modo que le pertenecían el prado y el
río azul. Y al momento siguiente la invadió otra vez la sensación de desamparo,
un horror vacui semejante a un dolor físico. Ciertamente, ciertamente,
alguien debía estar con ella ahora, su otro yo, como la imagen del espejo; pero
más cercano, más fuerte, más vivo. No había, nadie, el universo estaba vacío en
torno suyo.
Una súbita y aguda picazón debajo de la rodilla la
sacó de sus ensoñaciones, y despertó en ella los instintos cazadores de su
raza. Se mojó el dedo en la lengua, lo bajó lentamente y golpeó con rapidez en
el sitio. Sintió el cuerpecillo diminuto, afilado del insecto contra la piel
sedosa, lo apretó con el pulgar y levantó triunfalmente a la minúscula
prisionera entre las yemas de los dedos. Se quedó completamente inmóvil, como
meditando sobre el hecho de que esta pulga fuese el único ser que arriesgaba la
vida por su suavidad y su dulce sangre.
La doncella abrió la puerta y entró, cargada con el
atavío del día: camisa, corsé, tontillo y enaguas. Recordó que tenía un huésped
en la casa, el nuevo sobrino llegado de Inglaterra. Su marido le había pedido
que se mostrase amable con el joven pariente, desheredado, por así decir, por
la misma presencia de ella en la casa. Saldrían a pasear a caballo juntos.
Por la tarde, el cielo no estaba ya azul como por la
mañana. En lo alto se iban acumulando lentamente grandes nubes, y la bóveda era
incolora, como difuminada en vapores alrededor del sol al rojo blanco, en el
cenit. Un trueno apagado recorrió el horizonte de poniente; una o dos veces, el
polvo de los caminos se elevó en altas espirales. Pero los campos, las colinas
y el bosque estaban tan quietos como en un paisaje pintado.
Adam bajó por la avenida hasta el pabellón y
encontró allí a su tío, completamente vestido, con las manos apoyadas en su
bastón y la mirada puesta en el campo de centeno. El libro que Adam le había
dejado estaba junto a él. El campo parecía ahora hervir de gente. Había
pequeños grupos aquí y allá, y una larga hilera de hombres y mujeres avanzaba
despacio hacia el jardín, en línea con el corte de la siega.
El viejo señor hizo un gesto afirmativo a su
sobrino; pero no dijo nada, ni cambió de postura. Adam se quedó de pie a su
lado, tan inmóvil como él.
El día para él había sido singularmente
desasosegado. En su reencuentro con los viejos lugares, las dulces melodías del
pasado le habían inundado los sentidos y el espíritu, mezclándose con nuevas y
arrobadoras tonadas del presente. Estaba de nuevo en Dinamarca, ya no era un
niño sino un joven, con un sentido más afinado de la belleza, con historias de
otros países que contar, y sintiéndose hijo fiel de su tierra, encantado por su
belleza como jamás lo había estado anteriormente.
Pero en medio de todas estas armonías, la trágica y
cruel historia que el viejo señor le había contado por la mañana, y la dolorosa
prueba que se desarrollaba allí cerca, en el campo de centeno, producían, como
el latido acompasado y hueco de un tambor cubierto, resonancias terribles. Le
venían a la conciencia, una y otra vez, de forma que notaba que cambiaba de
color, y contestaba abstraídamente. Le inspiraban un sentimiento de compasión
por todos los seres vivientes más hondo que el que hasta ahora había conocido.
Cabalgando, antes, en compañía de su joven tía, al pasar por el camino que
corría a lo largo del escenario del drama, había tenido el cuidado de colocarse
entre ella y el campo, a fin de que no viese lo que sucedía allí, o le hiciese
preguntas sobre el particular. Había escogido regresar a través de un bosque
verde y frondoso, por la misma razón.
De manera más dominante incluso que la figura de la
mujer luchando con su hoz por la vida de su hijo, la del anciano, tal como la
había visto al amanecer, le acompañó a lo largo del día. Llegó a pensar en el
papel que aquel ser solitario, decidido, había desempeñado en su propia vida.
Desde el momento en que murió su padre, había encarnado para él la ley y el
orden, la sabiduría de la vida y la amable tutela. ¿Qué haría, pensaba, si
después de dieciocho años tuviera que cambiar estos sentimientos filiales, y la
imagen de su segundo padre adoptase a sus ojos un aspecto horrible, como un
símbolo de la tiranía y de la opresión del mundo? ¿Qué iba a hacer si llegasen
a enfrentarse como adversarios?
Al mismo tiempo, una inexplicable, una siniestra
alarma y temor por el viejo se apoderó de él. Pues sin duda no se encontraba
muy lejos de aquí la diosa Némesis. Este hombre había gobernado el mundo que le
rodeaba durante un período más largo que la vida de Adam sin que nadie le
contradijese jamás. Durante los años en que había vagado por Europa con un
muchacho enfermo de su propia sangre como único compañero, había aprendido a
aislarse de su entorno, a cerrarse a toda vida exterior, y se había vuelto
insensible a las ideas y sentimientos de los demás seres humanos. Puede que
hubieran pasado extrañas figuraciones por su espíritu, de manera que al final
había llegado a considerarse a sí mismo como la única persona realmente
existente, y al mundo como un penoso y vano juego de sombras chinescas carentes
de consistencia.
Ahora, en su terquedad senil, quería coger en sus
manos la vida de los que eran más simples y más débiles que él, la de una
mujer, y utilizarla para sus propios fines, sin temor a una justicia
retributiva. ¿Acaso no sabía, pensaba el joven, que había poderes en el mundo
distintos del efímero poder de un déspota, y mucho más formidables?
Con el calor sofocante del día, este presagio de
inminente desgracia fue aumentando en su interior, hasta sentir que la ruina
amenazaba no sólo al viejo señor, sino a la casa, al apellido, y a él mismo.
Le pareció que debía gritarle alguna advertencia al
hombre al que había querido antes de que fuese demasiado tarde.
Pero ahora que estaba otra vez en compañía de su
tío, la calma verde del jardín era tan profunda que no encontró voz para
gritar. En cambio, le rondaba por la cabeza una cancioncita francesa que su tía
le cantaba en la casa: «C'est un trop doux effort...». Sabía música;
había oído esa canción en París, pero no la cantaba con tanta dulzura.
Al cabo de un rato, preguntó:
—¿Cumplirá su parte esa mujer?
Su tío desenlazó las manos.
—Es extraordinario —dijo con animación—; da la
impresión de que va a conseguirlo. Si calculamos las horas desde la salida del
sol hasta ahora, y desde ahora hasta la puesta, encontraremos que el tiempo que
le queda equivale a la mitad del transcurrido. ¡Y mira! Ha segado las dos terceras
partes del campo. Pero, naturalmente, hay que tener en cuenta que su fuerza va
menguando a medida que avanza el trabajo. A la postre, sería una pretensión
inútil que hiciésemos una apuesta tú y yo sobre cuál va a ser el final de todo
esto; tenemos que esperar a ver. Siéntate, y hazme compañía mientras observo.
Adam se sentó con sentimientos encontrados.
—Aquí está tu libro —dijo su tío, y cogió el libro
del banco—; me ha hecho pasar el tiempo agradablemente. Es buena poesía,
ambrosía para el oído y para el corazón. Y juntamente con nuestra charla de
esta mañana sobre los dioses, me ha proporcionado materia para pensar. He
estado meditando sobre la ley de la justicia retributiva —tomó un pellizco de
rapé y prosiguió—: La nueva época —dijo— se ha confeccionado un dios a su
propia imagen, un dios emocional. Y estáis ya escribiendo una tragedia sobre tu
dios.
Adam no tenía ganas de empezar a discutir sobre
poesía con su tío; pero, en cierto modo, temía también el silencio, y dijo:
—Puede ser, entonces, que consideremos la tragedia,
en el esquema de la vida, como un fenómeno noble, divino.
—Sí —dijo su tío solemnemente—, un fenómeno noble;
el más noble del mundo. Pero sólo del mundo; jamás divino. La tragedia es
privilegio del hombre, su más alto privilegio. El Dios de la Iglesia Cristiana,
cuando quiso experimentar la tragedia, tuvo que adoptar forma humana. Y aun así
—añadió pensativo—, la tragedia no resultó enteramente válida, como lo habría
sido si su héroe hubiese sido, de verdad, un hombre. La divinidad de Cristo
confirió a la tragedia una nota divina, un carácter de comedia. El papel
verdaderamente trágico, por la naturaleza misma de las cosas, recayó en los
verdugos, no en la víctima. No, sobrino; no debemos adulterar los elementos
puros del cosmos. La tragedia debe seguir siendo el derecho de los seres
humanos, sujetos, por su situación o por su propia naturaleza, a la pura ley de
la necesidad. Para ellos es la salvación y le beatificación. Pero puede que los
dioses, los cuales debemos suponer que desconocen y no comprenden la necesidad,
no tengan conocimiento alguno de lo trágico. Cuando se les coloca ante la
tragedia, según mi experiencia, tienen el buen gusto y el decoro de quedarse
quietos y no interferir.
»No —dijo tras una pausa—; el verdadero arte de los
dioses es lo cómico. Lo cómico es una condescendencia de lo divino al mundo del
hombre; es la visión sublime, que no puede ser estudiada, sino que debe ser
siempre celestialmente concedida. En lo cómico, los dioses ven su propio ser
reflejado como en un espejo; y mientras que el poeta trágico se somete a leyes
estrictas, ellos conceden al artista cómico una libertad tan limitada como la
suya propia. Ni siquiera sustraen su propia existencia a las bromas de éste.
Zeus protege a los Lucianos de Samosata. Con tal que tu burla sea de auténtico
gusto divino, puedes burlarte de los dioses y seguir siendo, sin embargo, su
sincero devoto. Pero al apiadarte o condolerte de tu dios, lo niegas y lo
aniquilas, y ése es el más horrible de los ateísmos.
»Y aquí en la tierra, también —prosiguió—, los que
nos colocamos en el lugar de los dioses y nos hemos emancipado de la tiranía de
la necesidad, debemos dejar a nuestros vasallos el monopolio de la tragedia, y
aceptar lo cómico con benevolencia. Sólo un señor cruel y desabrido (un
medrador, en definitiva) se burlará de la necesidad de sus criados, o les
forzará a lo cómico. Sólo un gobernante tímido y pedante, un petit-maître, tendrá
miedo de hacer el ridículo. Efectivamente —terminó su largo discurso—, la misma
fatalidad que al golpear al burgués o al campesino se convierte en tragedia, al
golpear al aristócrata se vuelve cómica. Nuestra aristocracia se conoce por la
gracia e ingenio con que la aceptamos.
Adam no pudo por menos de sonreír ligeramente al
escuchar la apología de lo cómico en labios del envarado y ceremonioso profeta.
Con esta sonrisa irónica se alejaba por primera vez del jefe de su casa.
Una sombra cubrió el paisaje. Una nube había
ocultado solapadamente el sol; el campo cambió de color, se desdibujó, se
blanqueó; incluso todos los ruidos parecieron apagarse durante un minuto.
—¡Ah! —exclamó el viejo señor—, si se pone a llover
y se moja el centeno, Anne-Marie no podrá terminar a tiempo. ¿Quién viene por
allí? —añadió, y volvió un poco la cabeza.
Precedido por un lacayo, se acercaba un hombre con
botas de montar, chaleco a rayas con botones de plata y sombrero en mano. Hizo
una profunda inclinación, primero al viejo señor y luego a Adam.
—Es mi administrador —dijo el viejo señor—. Buenas
tardes, administrador. ¿Qué noticias nos trae?
El administrador hizo un gesto sombrío:
—Malas noticias, milord —dijo.
—¿Y cuáles
son esas malas noticias? —preguntó su señor.
—No hay un alma trabajando la tierra —dijo con
pesar—, ni ninguna hoz en movimiento, salvo la de Anne-Marie en este campo de
centeno. Han dejado de segar; todos están al lado de ella. Mal día para la
inauguración de la siega.
—Sí, ya lo veo —dijo el viejo señor.
El alguacil prosiguió:
—Les he hablado con amabilidad —dijo—; y les he
maldecido; ha sido inútil. Como si estuviesen todos sordos.
—Mi buen administrador —dijo el viejo señor—,
déjeles en paz; que hagan lo que quieran. Sin embargo, puede que este día les
venga mejor que muchos otros. ¿Dónde está Goske, el hijo de Anne-Marie?
—Le hemos metido en la caseta junto al granero —dijo
el administrador.
—No, que lo traigan —dijo el viejo señor—; que vea
trabajar a su madre. Pero ¿qué opina usted: logrará segar el campo a tiempo?
—Ya que me lo pregunta, milord —dijo el
administrador—, creo que sí. ¿Quién lo había de decir? Es una mujer pequeña.
Hoy es el día más caluroso que, bueno, que yo recuerde. Yo mismo, y usted,
milord, no podríamos haber hecho lo que lleva hecho ella hoy.
—No, no; no habríamos podido, administrador —dijo el
viejo señor.
El administrador sacó un pañuelo rojo y se secó la
frente, algo calmado tras haber desahogado su ira:
—Si todos trabajasen como trabaja la viuda ahora
—comentó con amargura—, sí que le íbamos a sacar rendimiento a la tierra.
—Sí —dijo el viejo señor, y se abismó en sus
pensamientos, como calculando a cuánto podía ascender ese beneficio—. Sin
embargo —dijo—, por lo que se refiere a ganancias y pérdidas, la cosa es más
complicada de lo que parece. Le diré algo que posiblemente no sepa: el tejido
más famoso que se ha llegado a tejer era destejido durante la noche. Pero vamos
—añadió—, está ya bastante cerca. Vayamos a echar una ojeada a su trabajo.
Y con estas palabras, se levantó y se puso el
sombrero.
La nube se había retirado; los rayos del sol
quemaban otra vez el dilatado paisaje, y al salir la reducida comitiva de la
sombra de los árboles, el calor inmóvil les pesó como el plomo; el sudor les
corrió por la cara y les produjo escozor en los párpados. En el estrecho
sendero, tenían que caminar uno tras otro, el viejo señor delante,
completamente de negro, y el criado, con su librea reluciente, cerrando la
marcha.
El campo estaba lleno de gente, como en un mercado:
había probablemente un centenar de hombres y mujeres, o más. A Adam, la escena
le recordó las estampas de la Biblia: el encuentro de Esaú y Jacob en Edom, o
los segadores de Boas en su campo de cebada, cerca de Belén. Unos estaban de
pie en la linde del campo, otros se apretujaban en pequeños grupos junto a la
segadora, y unos cuantos seguían en pos suyo, atando gavillas donde ella había
dejado segado el cereal, como si con ello pensasen que la ayudaban, o como si
quisieran participar en su trabajo como fuese. Una mujer más joven con un cubo
en la cabeza la seguía de cerca, y con ella iban varios chiquillos. Uno de
ellos fue el primero en descubrir al señor de las tierras y su séquito, y le
señaló. Los que ataban dejaron de hacer gavillas, y al detenerse el anciano,
muchos de los mirones se acercaron y le rodearon.
La mujer en quien hasta ahora se habían concentrado
todas las miradas —pequeña figura en el inmenso escenario— avanzaba de manera
lenta e irregular, doblada como si anduviese de rodillas, y vacilando al andar.
Se le había caído hacia atrás el pañuelo azul de la cabeza; tenía sus cabellos
grises pegados al cráneo por el sudor, el polvo y la paja adherida.
Evidentemente, ignoraba que se hubiese reunido una multitud a su alrededor:
tampoco volvió ni una sola vez la cabeza para mirar a los recién llegados.
Absorta en su trabajo, extendía la mano izquierda una
y otra vez para agarrar el puñado de cereal, y la derecha con la hoz para
segarlo a ras del suelo, a tirones vacilantes, inseguros, como la brazada de un
nadador agotado. Su marcha la acercó tanto a los pies del viejo señor que su
sombra cayó sobre ella. En ese preciso momento se tambaleó y se ladeó, y la
mujer que la seguía se quitó el cubo de la cabeza y se lo puso a la segadora en
los labios. Anne-Marie bebió sin soltar la hoz, y se le derramó el agua por las
comisuras de la boca. Un niño, cerca de ella, dobló rápidamente una rodilla, le
cogió las manos y, enderezándoselas y guiándoselas, cortó un puñado de centeno.
—No, no —dijo el viejo señor—; no hagas eso,
muchacho. Deja que Anne-Marie trabaje en paz.
Al oír su voz, la mujer, tambaleándose, alzó los
ojos en dirección suya.
La cara huesuda y curtida estaba surcada de sudor y
de polvo; tenía los ojos nublados; pero no había en su expresión el más leve
indicio de temor o de dolor. Efectivamente, entre todos los rostros graves y
preocupados del campo, el suyo era el único completamente sereno, apacible,
dulce. Tenía la boca apretada en una raya fina, con una sonrisa ligera,
forzada, paciente, como la que se ve en el rostro de una vieja hilando o
cosiendo, concentrada en su labor, y feliz con ella. Y cuando la más joven
levantó el cubo, volvió inmediatamente a su siega con un ansia tierna,
ardorosa, como la madre que acerca al hijito a su pezón. Igual que el insecto
que se afana en la yerba crecida, o una pequeña nave en mar gruesa, avanzó
cabeceando, con el rostro inclinado otra vez sobre su tarea.
La multitud entera de mirones, y con ellos el
pequeño grupo del pabellón avanzaba a medida que avanzaba ella, lentamente, y
como arrastrados por una cuerda. El administrador, que sentía sobre sí el peso
del intenso silencio del campo, dijo al viejo señor:
—Este año la cosecha de centeno va a ser mejor que
la del pasado.
Pero no obtuvo respuesta. Repitió su comentario a
Adam, y por último al criado, quien se consideró por encima de una discusión
sobre agricultura, y se limitó a aclararse la garganta por toda respuesta. Al
cabo de un rato, el administrador volvió a romper el silencio.
—Ahí está el muchacho —dijo, y lo señaló con el
pulgar—. Lo han traído.
En ese momento, la mujer se cayó de bruces y la
levantaron los que estaban más cerca.
Adam detuvo de repente su marcha, y se cubrió los
ojos con la mano. El viejo señor, sin volverse, le preguntó si le molestaba el
calor.
—No —dijo Adam—; pero espere. Quiero decirle algo.
Su tío se detuvo, con la mano sobre el bastón y
mirando de frente, como lamentando esta detención.
—¡Por el amor de Dios —exclamó el joven en francés—,
no obligue a esta mujer a continuar!
Hubo un silencio.
—Pero si yo no la obligo, amigo mío —dijo su tío en
el mismo idioma—. Es libre de dejarlo cuando quiera.
—A costa de su hijo solamente —exclamó otra vez
Adam—. ¿No ve que se está muriendo? No sabe usted lo que hace, ni lo que esto
le puede acarrear.
El viejo señor, perplejo ante esta inesperada
animadversión, se volvió un segundo, y sus ojos claros escrutaron el semblante
de su sobrino con majestuosa sorpresa. Su rostro largo, céreo, con dos rizos
simétricos a los lados, tenía algo del aspecto de una oveja o de un carnero
idealizado y ennoblecido. Hizo seña al administrador de que siguiese. El criado
se alejó también un poco, y tío y sobrino se quedaron, por así decir, solos en
el sendero. Durante un minuto, no habló ninguno de los dos.
—En este mismo sitio en que estamos ahora —dijo
entonces el viejo señor con hauteur— le di mi palabra a Anne-Marie.
—¡Tío! —dijo Adam—. Una vida es algo mucho más
grande que una palabra. Recuerde que esa palabra se la dio caprichosamente,
como una ocurrencia. Se lo estoy suplicando más por usted que por mí; aunque le
estaré agradecido toda mi vida si escucha mi súplica.
—Sin duda has aprendido en la escuela —dijo el tío—
que al principio fue la palabra. Puede que se pronunciara por capricho, como
una ocurrencia; las Sagradas Escrituras no dicen nada sobre el particular. Sin
embargo, es el principio de nuestro mundo, su ley de gravitación. Mi humilde
palabra ha sido el principio de la tierra en la que ahora estamos, durante el
tiempo que abarca la vida de un hombre. Y lo mismo la palabra de mi padre,
antes que la mía.
—Se equivoca —exclamó Adam—. La palabra es creadora:
es imaginación, es pasión y atrevimiento. Por ella se creó el mundo. ¡Cuánto
más grandes son esos poderes dadores de vida que ninguna de las leyes
restrictivas o controladoras! ¿Quiere usted que la tierra que contemplamos
produzca y multiplique?, pues no debe desterrar de ella las fuerzas que causan
y que perpetúan la vida, ni convertirla en un desierto por el predominio de la
ley. Cuando mira a la gente, más simple que nosotros y más próxima al corazón
de la naturaleza, que no analiza sus propios sentimientos y cuya vida se funde
con la vida de la tierra, ¿no le inspira ternura, respeto, incluso veneración?
Esta mujer está dispuesta a morir por su hijo. ¿Nos sucederá alguna vez, a
usted o a mí, que una mujer dé gustosamente la vida por nosotros? Y si llegara
a ocurrirnos eso, ¿le haremos tan poco caso como para no renunciar a un dogma a
cambio?
—Eres joven —dijo el viejo señor—. La nueva época te
aplaudirá indudablemente. Yo estoy anticuado; te he estado citando textos de
hace mil años. Tal vez no nos entendemos del todo. Pero con mi gente, creo, me
entiendo bastante bien. Puede que Anne-Marie considere que no me tomo en serio
su hazaña si en este momento, a la hora undécima, la anulase con una segunda
palabra. Yo en su lugar también lo consideraría así. Sí, sobrino; es posible
que, si escuchase tu ruego y declarase esa amnistía, la encontrará sin valor
frente a su lealtad, y que la siguiésemos viendo trabajar, incapaz de dejarlo,
como una lanzadera en el campo de centeno, hasta haberlo segado entero. Pero entonces
ofrecería un espectáculo espantoso y horrible, una figura grotescamente
divertida, como un pequeño planeta girando locamente en el firmamento una vez
desaparecida la ley de la gravitación.
—Si muere en su empresa —exclamó Adam—, su muerte, y
sus consecuencias, caerán sobre la cabeza de usted.
El viejo señor se quitó el sombrero y se pasó
suavemente la mano por su cabeza empolvada.
—¿Sobre mi cabeza? —dijo—. He mantenido mi cabeza
alta en muchos temporales. Incluso —añadió con orgullo— contra el viento frío
de las altas regiones. ¿En forma de qué caerá sobre mi cabeza, sobrino?
—No lo sé —gritó Adam con desesperación—; yo se lo
digo para prevenirle. Sólo Dios lo sabe.
—Amén —dijo el viejo señor con una sutil sonrisita—.
Vamos, sigamos andando.
Adam aspiró profundamente.
—No —dijo en danés—. No puedo ir con usted. Este
campo es suyo; las cosas sucederán aquí como usted decida. Pero yo debo irme.
Le ruego que esta tarde me deje un carruaje para que me lleve hasta el pueblo.
No podría dormir otra noche bajo su techo, aunque lo he venerado más que ningún
otro en este mundo —se agolpaban tantos sentimientos contrapuestos en su pecho
que le habría sido imposible expresarlos con palabras.
El viejo señor, que ya había echado a andar, se paró
en seco, y el lacayo con él. Durante un minuto no habló, como para dar tiempo a
que Adam sosegase su ánimo. Pero el ánimo del joven estaba en efervescencia, y
no se quería sosegar.
—¿Debemos despedirnos aquí —preguntó el anciano en
danés—, en el campo de centeno? Te he querido muchísimo, después de mi hijo. He
seguido tu carrera en la vida año tras año, y me he sentido orgulloso de ti. Me
alegré infinitamente cuando escribiste diciendo que volvías. Si ahora quieres
irte, que te vaya bien —se pasó el bastón de la mano izquierda a la derecha y
miró a su sobrino a la cara.
Adam no afrontó su mirada. Observó el paisaje. En la
madurez del atardecer, recobraba sus colores como un cuadro colocado bajo una
luz adecuada; en los prados, los pequeños montones negros de turba se alzaban
gravemente distintos en el sembrado verde. Esa misma mañana había salido a
saludarlo todo como el hijo sonriente que corre al pecho de su madre; ahora
tenía que separarse ya en discordancia, y para siempre. Y en el momento de la
despedida, le pareció infinitamente más querido que nunca, tan embellecido y
solemnizado por la inminente separación, que lo vio como un lugar soñado, un
paisaje del paraíso; y se preguntó si era realmente el mismo. Pero sí: allí
estaba, delante de él, otra vez, el terreno de caza de hacía tanto tiempo. Y el
camino por el que había cabalgado hoy.
—Pero dime adónde quieres ir —dijo el viejo señor
lentamente—. Yo también he viajado mucho en mis tiempos. Conozco la palabra
dejar, el deseo de partir. Pero he aprendido por experiencia que, en realidad,
esa palabra tiene significado sólo para el lugar y la gente que uno deja.
Cuando dejes mi casa (aunque te veré marchar con tristeza), por lo que a ella
se refiere, todo habrá terminado ahí. Pero para la persona que se va es
distinto, y no tan sencillo. En el momento en que se marcha de un sitio estará
ya, por ley de vida, camino de otro lugar de este mundo. Dime, entonces, en
nombre de nuestra vieja amistad, adónde vas a ir cuando te marches de aquí. ¿A
Inglaterra?
—No —dijo Adam. Comprendía en el fondo que no podría
volver nunca más a Inglaterra, a la vida fácil y despreocupada que había
llevado allí. No estaba lo bastante lejos; ahora debía poner entre él y
Dinamarca aguas más profundas que las del Mar del Norte—. No, a Inglaterra no
—dijo—. Me iré a América, al nuevo mundo —cerró los ojos un momento, tratando
de representarse la vida en América, con el gris Océano Atlántico entre él y
estos campos y bosques.
—¿A América?
—dijo su tío, y alzó las cejas—. Sí, he oído hablar de América. Allí tienen
libertad, una gran catarata y pieles rojas. Cazan pavos, según he leído, como
cazamos nosotros perdices. Bueno, si es lo que deseas, vete a América, Adam, y
sé feliz en el nuevo mundo.
Se quedó un momento absorto en sus pensamientos,
como si hubiese enviado ya al joven a América y hubiese terminado su relación
con él. Cuando habló por fin, sus palabras tuvieron el carácter de un monólogo,
pronunciado por la persona que ve ir y venir las cosas mientras ella permanece.
—Allí —dijo—, entra al servicio del poder que te
ofrezca un contrato más cómodo que éste: poder comprar la vida de tu hijo con
la tuya propia.
Adam no había escuchado los comentarios de su tío
sobre América; pero le llegaron al oído las solemnes palabras finales. Alzó los
ojos. Como por primera vez en su vida, abarcó la figura del anciano, y se dio
cuenta de lo pequeño que era, mucho más que él, pálido, un anacoreta flaco y
negro en su propia tierra. Un pensamiento le cruzó por la cabeza. «¡Qué
terrible es ser viejo!» La aversión al tirano, y el siniestro terror hacia él
que le habían perseguido todo el día, parecieron abandonarle, y extenderse su
piedad a toda la creación, incluso a su figura sombría.
Su ser entero había clamado armonía. Ahora, con la
posibilidad de perdonar, de una reconciliación, le invadió un sentimiento de
alivio; recordó confusamente a Anne-Marie bebiendo del agua que le habían
llevado a los labios. Se quitó el sombrero como había hecho su tío hacía un
momento, de manera que para cualquiera que les viese de lejos era como si los
dos señores vestidos de negro del sendero se saludasen repetida y
respetuosamente, y se apartó el pelo de la frente. Otra vez le vino a la cabeza
la canción del jardín:
Mourir pour ce
qu'on aime
c'est un trop doux effort...
Se quedó largo rato inmóvil y mudo. Cortó unas
cuantas espigas de centeno, las sostuvo en la mano y las miró.
Veía los senderos de la vida como un trazado
tortuoso y enmarañado, complicado y laberíntico; ni a él ni a ningún mortal se
le había concedido dominarlo o controlarlo. La vida y la muerte, la felicidad y
el dolor, el pasado y el presente se entremezclaban en ese trazado. Sin
embargo, los iniciados podían leerlo con la misma facilidad que puede leer el
escolar nuestros caracteres, que al salvaje sin duda deben de parecerle confusos
e incomprensibles. Y de los elementos opuestos surgió la concordia. Todo cuanto
vivía debía sufrir; el anciano, a quien había juzgado con dureza, había
sufrido, ya que había visto morir a su hijo, y había temido la desaparición de
su ser. Él mismo llegaría a conocer el dolor, las lágrimas y los
remordimientos; e incluso, a través de todo esto, la plenitud de la vida. Así
que, quizá, para la mujer del campo de centeno, su ordalía era una marcha
triunfal. Pues morir por el ser que se ama es un esfuerzo demasiado dulce para
poderlo expresar con palabras.
Al pensar ahora en ello, se dio cuenta de que toda
su vida había buscado la unidad de las cosas, el secreto que conecta los
fenómenos de la existencia. Era esta lucha, este vago presagio, lo que a veces
le había hecho quedarse inmóvil e inerte en mitad del juego con sus compañeros,
o lo que había elevado al muchacho, en otros momentos —en las noches de luna, o
en su pequeña embarcación en el mar—, a la felicidad extática. Donde otros
jóvenes, en sus placeres o en sus amores, habían buscado el contraste y la
variedad, él había anhelado sólo comprender plenamente la unidad del mundo. Si
las cosas le hubiesen sucedido de manera diferente, si su primo no hubiese
muerto, y los acontecimientos consiguientes a su muerte no le hubiesen traído a
él a Dinamarca, su búsqueda de la comprensión y la armonía podía haberle
empujado hacia América, y haber encontrado ambas cosas allí, en las selvas
vírgenes de un mundo nuevo. En cambio, se le habían revelado hoy en el lugar donde
había jugado de pequeño. Del mismo modo que la canción se aúna con la voz que
la canta, del mismo modo que el camino se aúna con la meta, del mismo modo que
los amantes se funden en un abrazo, así el hombre se aúna con su destino, y lo
amará como a sí mismo.
Alzó los ojos otra vez hacia el horizonte. Si
quería, pensó, podía averiguar qué era lo que le había revelado, aquí, la
súbita idea de la unidad del universo. El comienzo había sido cuando esta misma
mañana se había puesto a filosofar, alegremente y por mero placer, sobre su
sentimiento de pertenencia a esta tierra y a este suelo. Pero a partir de ese
momento, la idea había ido creciendo; se había convertido en algo más poderoso,
en una revelación para su alma. En otra ocasión la habría analizado, pues la
ley de la causa y el efecto constituía un estudio maravilloso y fascinante.
Pero no ahora. Esta hora estaba consagrada a emociones más grandes, a un
sometimiento al destino y a la voluntad de la vida.
—No —dijo finalmente—. Si quiere, no me iré. Me
quedaré aquí.
En ese instante, un trueno largo, sonoro, rompió la
quietud de la tarde. Retumbó unos segundos en las colinas, y reverberó en el
pecho del joven tan poderosamente como si le agarrasen y le sacudiesen unas
manos. El paisaje había hablado. Recordó que doce horas antes le había dirigido
una pregunta, medio en broma, y sin saber lo que hacía. Ahora le daba la
respuesta.
No supo su contenido; ni lo preguntó. En la promesa
hecha a su tío se había entregado a los poderes superiores del mundo. Ahora que
viniera lo que tuviese que venir.
—Te lo agradezco —dijo el viejo señor, e hizo un
gesto leve y rígido con la mano—. Me alegra oírte decir eso. No debemos dejar
que nuestra diferencia de edad, o nuestros puntos de vista, nos separen. En
nuestra familia hemos solido estar en paz unos con otros, y cumplir nuestras
mutuas promesas. Me has quitado un peso del corazón.
Algo en las palabras de su tío recordó débilmente a
Adam los presentimientos de la tarde. Los desechó; no permitiría que turbaran
la nueva y dulce felicidad que le había proporcionado su decisión de quedarse.
—Ahora continúo la marcha —dijo el viejo señor—.
Pero no hace falta que me sigas. Mañana te contaré cómo termina este asunto.
—No —dijo Adam—; volveré a la puesta de sol para ver
personalmente el final.
Sin embargo, no volvió. Tuvo presente la hora; y
durante la tarde, la conciencia del drama, y la honda preocupación y compasión
con la que lo seguía con el pensamiento, dieron a sus palabras, miradas y
movimientos una consistencia grave y patética. Pero en las habitaciones de la
mansión, incluso sentado al clavicordio acompañando a su tía en el aria de Alcestes,
sentía que se hallaba tan en el centro de las cosas como si estuviese en el
campo de centeno, y muy cerca de los seres humanos cuyo destino se decidía
ahora allí. Anne-Marie y él estaban en manos del destino, y el destino les
conduciría, por caminos diferentes, al final.
Más adelante recordó lo que había pensado esa tarde.
Pero el viejo señor siguió allí. A última hora de la
tarde se le ocurrió incluso una idea: llamó a su criado al pabellón y le ordenó
que le trajese otra ropa y le vistiese con un traje de brocado que había
llevado en la corte. Dejó que le pusiese por encima de la cabeza una camisa
adornada con encajes y que enfundase sus piernas delgadas en calzas de seda y
zapatos con hebilla. Con este atuendo majestuoso cenó solo una cena frugal,
pero se tomó una botella de vino renano para mantenerse con fuerzas. Siguió
sentado un rato, un poco hundido en su butaca; luego, cuando el sol estuvo
cerca de la tierra, se enderezó y emprendió el camino del campo.
Las sombras se alargaban ahora, azulencas, en las
laderas orientales. Los árboles aislados en el campo de cereal señalaban su
situación con estrechos charcos de azul que partían desde su pie; y mientras el
anciano andaba, un delgado reflejo, inmensamente alargado, se agitaba tras él
en el sendero. En una ocasión se detuvo: le pareció haber oído cantar a una
alondra por encima de él, un canto primaveral; su cabeza cansada no tenía conciencia
clara de la época del año; le parecía caminar, y detenerse, en una especie de
eternidad.
Las gentes del campo no estaban ya en silencio, como
al principio de la tarde. Muchas de ellas hablaban a voces entre sí; y un poco
apartada, había una mujer llorando.
Cuando el administrador vio a su amo, acudió a su
encuentro. Le dijo, con gran agitación, que con toda probabilidad la viuda
acabaría de segar el campo en un cuarto de hora.
—¿Están aquí el guardabosque y el carretero? —le
preguntó el viejo señor.
—Han estado aquí —dijo el administrador—, y se han
ido, cinco veces. Cada una de ellas han dicho que no volverían. Pero han
vuelto; y ahora están aquí.
—¿Y dónde
está el chico? —volvió a preguntar el viejo señor.
—Está con ella —dijo el administrador—. Le he dado
permiso para que la siga. Ha estado junto a su madre toda la tarde; puede verle
allá, a su lado.
Anne-Marie avanzaba ahora en su trabajo hacia donde
estaban ellos con más regularidad que antes, aunque sumamente despacio, como si
fuese a detenerse en cualquier momento. Esta extrema lentitud de movimientos,
pensó el viejo señor, de haberlo hecho adrede, habría sido una inimitable y
digna exhibición de arte consumado; uno podía imaginar al emperador de China
avanzando de manera parecida en una procesión o rito divino. Se protegió los
ojos con la mano, porque el sol estaba ya a poca distancia del horizonte, y sus
últimos rayos hacían bailar pequeñas e inquietas manchitas multicolores ante su
vista. El sol blasonaba la tierra y el aire con tal esplendor que el paisaje se
convirtió en un crisol de metales gloriosos. Los prados y la yerba se volvieron
de oro puro; el vecino campo de cebada, con sus espigas largas, era un lago
vivo de plata resplandeciente.
Sólo quedaba un pequeño rodal de paja enhiesta en el
campo de centeno, cuando la mujer, alarmada por el cambio de luz, volvió un
poco la cabeza para echar una mirada al sol. Entretanto, no detuvo su trabajo,
sino que cogió un puñado de cereal y lo cortó; luego otro, y otro. Una gran
agitación, y un rumor como de suspiro múltiple, profundo, recorrió la multitud.
El campo había quedado ahora segado de un extremo al otro. Sólo la segadora
misma no se daba cuenta del hecho; extendió la mano una vez más, y al
encontrarse con que no había nada, pareció quedarse perpleja, o desconcertada.
Entonces dejó caer los brazos, y cayó lentamente de rodillas.
Muchas de las mujeres rompieron a llorar, y la
multitud se arremolinó alrededor suyo, dejando sólo un pequeño espacio
despejado en torno al viejo señor. La súbita proximidad de la gente asustó a
Anne-Marie; hizo un movimiento instintivo, inquieto, como si creyese aterrada
que fueran a ponerle las manos encima.
El muchacho, que había permanecido junto a ella todo
el día, cayó ahora de rodillas a su lado. Ni siquiera él se atrevía a tocarla,
sino que bajó un brazo alrededor de su espalda, y otro por delante a la altura
de su clavícula, para cogerla si se caía, mientras no paraba de llorar. En ese
momento, se ocultó el sol.
El viejo señor avanzó, y se quitó el sombrero solemnemente.
La multitud enmudeció esperando a que hablase. Pero durante un minuto o dos no
dijo nada. Luego se dirigió a ella, muy despacio:
—Tu hijo está libre, Anne-Marie —dijo. Otra vez
esperó un momento, y añadió—: Has hecho una buena jornada de trabajo, hoy, que
se recordará durante mucho tiempo.
Anne-Marie alzó la vista sólo a la altura de sus
rodillas, y él comprendió que no había entendido lo que le decía. Se volvió
hacia el muchacho:
—Repítele a tu madre, Goske —dijo con tono amable—,
lo que le he dicho.
El muchacho había estado sollozando violentamente,
con gemidos roncos, entrecortados. Tardó un rato en calmarse y dominarse. Pero
cuando habló al fin, directamente al rostro de su madre, su voz fue baja, algo
impaciente, como si le transmitiese un recado rutinario:
—Estoy libre, madre —dijo—. Has hecho una buena
jornada de trabajo que se recordará durante mucho tiempo.
Al oír su voz, la madre alzó los ojos hacia él. Una
sombra débil, de dulce sorpresa, cruzó por su semblante; pero siguió sin dar
muestras de haber entendido lo que le decían, de manera que la gente alrededor
suyo empezó a preguntarse si la habría vuelto sorda el agotamiento. Pero un
momento después alzó una mano, lenta, vacilante, manoteó en el aire tratando de
alcanzarle la cara, y le tocó la mejilla con sus dedos. La tenía mojada de
lágrimas, de manera que al contacto se le pegaron ligeramente las yemas de los
dedos, y pareció incapaz de vencer aquella levísima adherencia, o de retirar la
mano. Durante un minuto se miraron los dos a la cara. Luego, suave,
blandamente, como cae al suelo una gavilla, se desplomó de bruces sobre el
hombro del muchacho y él cerró los brazos a su alrededor.
La sostuvo apretada contra sí, con el rostro hundido
en el pelo y el pañuelo de ella, durante tanto rato que los que estaban más
cerca, asustados al ver el cuerpo de Anne-Marie tan pequeño en brazos de su
hijo, se aproximaron más, se inclinaron y le soltaron los brazos. El muchacho
les dejó hacer sin una palabra ni un gesto. Pero la mujer que sostenía a Anne-Marie
para levantarla se volvió hacia el viejo señor:
—Ha muerto —dijo.
Las gentes que habían seguido a Anne-Marie a lo
largo del día continuaron de pie y agitándose por el campo durante muchas
horas, mientras duró la luz del atardecer, y más. Mucho después, mientras unos
habían hecho unas parihuelas con ramas de árboles y se habían llevado a la
mujer muerta, otros deambulaban de un lado para otro por el rastrojo, imitando
y midiendo su curso, de un extremo al otro del campo de centeno, y atando las
últimas gavillas donde había terminado su siega.
El viejo señor estuvo con ellos mucho tiempo, dando
pasos y deteniéndose una y otra vez.
En el sitio donde la mujer había muerto, el viejo
señor, más tarde, mandó poner una piedra con una hoz grabada en ella. Los
campesinos del lugar llamaron entonces al campo de centeno el «Arca del dolor».
Con este nombre se siguió conociendo mucho después de que la historia de la
mujer y su hijo se hubiese olvidado.
La heroína
Había un joven inglés llamado Frederick Lamond, descendiente
de una larga serie de clérigos y eruditos, y estudiante de filosofía de la
religión, el cual, a los veinte años de edad, llamó la atención de sus
profesores por su talento y tenacidad. En 1870 obtuvo una beca, y se fue a
Alemania. Se proponía escribir un libro sobre la doctrina de la expiación, y
tenía la cabeza llena de este tema.
Frederick había llevado una vida recluida entre
libros; ahora, cada día le traía sensaciones nuevas. El mundo mismo, como un
libro viejo y enorme, se había abierto al caer, y lentamente, espontáneamente,
pasaba hoja tras hoja. El primer gran fenómeno que Frederick descubrió en él
fue el arte de la pintura. Un día fue al Das Altes Museum a ver el
cuadro de Cristo en el Monte de los Olivos, de Venusti, del que le había
hablado un amigo. Le sorprendió encontrarse rodeado de cuadros relacionados con
sus estudios. No sabía que hubiese tantos cuadros en el mundo. Volvió a
visitarlos otra vez; y de las pinturas sagradas pasó a admirar la obra profana
de los grandes maestros. Era un joven sencillo. No tenía a nadie que le guiase,
ni ilusiones sobre sus propios conocimientos del arte: volvió a los cuadros
porque era feliz entre ellos. Al final se sintió a gusto en los museos.
Reconocía de vista a la mayoría de los personajes bíblicos, y estableció
también amistosa relación con las figuras mitológicas y alegóricas. Ésta era la
gente de Berlín a la que mejor conocía, ya que fuera de los museos le costaba
hacer amistades.
Mientras él andaba de este modo inmerso en sus
pensamientos, la cruda realidad que le rodeaba no se estaba quieta; al
contrario, hervía de febril agitación. Estaba a punto de estallar una gran
guerra.
La situación se le reveló por primera vez un
caluroso día de julio, cuando se tropezó con un joven del señorío vecino a la
rectoría de su padre, el cual le saludó orgullosamente con una cita de Hamlet:
«¡Por mi vida, Lamond!»; y pasó a descargar en él su espíritu impetuoso y
juvenil, desbordante de rumores sobre la inminente guerra franco-prusiana. Este
joven tenía un hermano en la embajada de París, y le explicó a Frederick que no
faltaba ni un botón en las polainas del ejército francés, y que en París las
multitudes gritaban: «¡A Berlín!» Frederick se dio cuenta ahora de que
ya hacía algún tiempo que sabía todo esto por las charlas de los cafés donde
cenaba, aunque sólo, por así decir, con la superficie de la conciencia. También
descubrió que sus simpatías estaban con Francia. «Será mejor que me vaya de
Berlín», pensó.
Recogió sus manuscritos e hizo el equipaje. A
continuación fue a despedirse de los cuadros, y rezó por que el inminente
asedio y asalto de Berlín no les afectase. Y emprendió el camino de la
frontera. Pero no había llegado lejos, cuando descubrió que había tardado
demasiado. Resultaba ya difícil viajar; no podía seguir adelante, ni
retroceder. Cambió de planes y decidió ir a Metz, donde tenía conocidos; pero
tampoco le fue posible llegar a Metz. Al final hubo de conformarse con que le
dejasen quedarse en un pueblecito llamado Saarburg, cerca de la frontera.
En el modesto hotel de Saarburg habían recalado
muchos viajeros franceses. Entre ellos, un viejo sacerdote que regresaba de una
universidad de Baviera, dos monjas viejas de un colegio, una viuda que
regentaba un hotel en una ciudad de provincias, un rico viticultor y un
viajante de comercio. Todas estas personas eran presas del mayor nerviosismo.
Los optimistas esperaban conseguir permiso para cruzar la frontera del Ducado
de Luxemburgo y de allí pasar a Francia; los pesimistas repetían alarmantes
historias sobre cómo los franceses eran acusados de espionaje y fusilados. El
dueño del hotel estaba predispuesto en contra de sus huéspedes, ya que algunos
de ellos habían huido precipitadamente de sus hogares sin equipaje ni dinero, y
además era ateo y le tenía antipatía a la Iglesia.
Para los refugiados fue ahora una especie de sedante
observar la despreocupación del joven estudiante inglés: se acercaban a
hablarle de sus tribulaciones. Él y el viejo sacerdote, para pasar el tiempo,
sostenían largas discusiones teológicas. El anciano le confesó que en su
juventud había escrito un tratado sobre las negaciones de Pedro. Entonces
Frederick le tradujo trozos de su manuscrito.
En los últimos días de julio, el aire y el suelo de
Saarburg empezaron a hervir y humear de acontecimientos inminentes. Se decía
que las tropas alemanas llegarían aquí en su marcha hacia Francia. Previendo su
poderío, el dueño del hotel endureció su actitud respecto a los franceses: hizo
llorar a las dos monjas; y la viuda, tras una violenta discusión con él, se
desmayó y tuvo que acostarse. El resto del grupo se mantuvo lo más al margen
posible.
En medio de estos sufrimientos, llegó al hotel una
dama francesa, con su doncella, procedente de Wiesbaden, que en seguida se
convirtió en la figura central de este pequeño mundo.
Tenía un nombre que para Frederick estaba cargado de
resonancias de la heroica historia francesa. Primero lo leyó en varias cajas y
baúles, en el vestíbulo, y esperó ver a una señora vieja y majestuosa, como un
espectro salido del pasado grandioso. Pero cuando apareció, era joven como él,
espléndida como una rosa, una gran belleza. Frederick pensó: «Es como si una
leona se metiese tranquilamente entre un rebaño de ovejas.» Había tardado tanto
en marcharse de Wiesbaden, pensó Frederick, porque no había creído en el fondo
que pudiese afectarle a ella personalmente ningún inconveniente; se negaba a
creerlo ahora. No estaba asustada lo más mínimo. Afrontó la inquietud de la
pálida asamblea del hotel con impávida indulgencia, como si se diese cuenta de
que habían estado esperando su llegada en ansioso suspenso. Frente al peligro
del momento, la timidez del pequeño grupo y la hostilidad de su entorno, la
dama se volvió aún más heráldica, como una leona en un escudo de armas. Pese a
su juventud y fragilidad, a Frederick le parecía que se estaba convirtiendo de
hora en hora, incluso en su gesto, porte y manera de hablar, en la figura
ortodoxa e ideal de «dame haute et puissante», y en una encarnación de
la antigua Francia.
Los refugiados buscaron protección detrás de ella. Y
ella barrió de la existencia al dueño del hotel, cambió los modales de la
servidumbre y mejoró la mesa. Hizo que se pagasen los recibos, y mandó por un
médico para madame Bellot. Para estas gestiones tuvo necesidad de un recadero,
y así se conocieron ella y Frederick.
Si Frederick hubiese conocido a esta dama seis meses
antes de salir de Inglaterra, se habría sentido tímido y cohibido en su
compañía. Ahora estaba familiarizado, si no con ella, al menos con sus hermanas
y parientas. Pues aunque era elegantemente moderna, tenía toda la belleza de
las diosas de Tiziano y de Veronés. Sus largos y sedosos bucles brillaban con
el mismo matiz de oro pálido que las trenzas de ellas; su porte tenía esa
majestuosidad femenina que ellas mostraban en sus tronos o bailando, y su carne
tenía la misma frescura misteriosa y el mismo lustre que la de ellas.
Llevaba un sombrerito de chasseur con una
pluma rosa de avestruz, un vestido de seda de color gris paloma increíblemente
voluminoso, guantes largos de ante y, alrededor de su blanco cuello, una cinta
de terciopelo negro. Llevaba perlas en las orejas y en el cuello, y anillos de
diamantes en los dedos. Jamás había visto Frederick a nadie que se pareciese lo
más mínimo a ella en la vida real, pero podía muy bien haber estado sentada
dentro de un marco de oro, en Das Altes Museum. Se enteró de que era
viuda, y que se había casado muy joven, aunque de no mucho más. Pero sin que
nadie se lo dijese, sabía dónde había pasado los años hasta ahora: entre las
luminosas columnas de mármol, en el dulce verdor, frente al mar ardiente y
azul, y las nubes plateadas y coralinas que él había visto en los cuadros.
Quizá había tenido una criadita negra que la atendiese. A veces, Frederick
dejaba vagar sus pensamientos, y la veía en actitudes divinamente
abandonadas... sí, con las galas de la misma Venus. Pero estas figuraciones
suyas eran cándidas e impersonales: no querría ofenderla por nada del mundo.
Ella se mostraba amable con él, como haría una
hermana mayor; aunque a veces era un poco seca, como si se impacientase con un
mundo bastante menos perfecto que ella. Frederick pensaba que él y ella tenían
algo en común. Coincidían en no hacer caso de muchos detalles de la vida que
para otros eran de la mayor importancia. Sólo que el caso de él, esta
indiferencia se debía a un sentimiento de lejanía, o de desasimiento, respecto
del mundo en general. «Mientras que en ella», pensaba, «proviene del hecho de
que domina el mundo, y no soporta ninguna tontería de él. Es descendiente, y
heredera legítima, de conquistadores y jefes, incluso de tiranos, de este
mundo». Su nombre de pila, se enteró por sus baúles, era Heloïse.
Conscientes del poder de madame Heloïse, los
refugiados del hotel vivieron uno o dos días felices. Al final, todos
exageraron un poco su espléndida seguridad. Durante la cena, a base de pollo
asado y un vino excelente, hablaron con animación y optimismo, y el viajante de
comercio, que era un hombre pequeño y tímido, pero con una voz agradable, cantó
varias canciones. Había un piano en el comedor, y el viejo sacerdote le
acompañó con él. Por último se le unió el grupo entero en el himno Partant
pour la Syrie. En mitad de un estribillo sonó una llamada, como un trueno,
en la puerta. No hicieron caso: siguieron cantando, y se fueron a dormir
pletóricos de confianza. Al día siguiente las tropas alemanas hacían su entrada
en Saarburg, en un torrente de entusiasmo y de triunfo, y por la tarde los
refugiados del hotel, a excepción de madame Bellot, que aún estaba en cama,
fueron detenidos y conducidos ante el magistrado.
Para su sorpresa, Frederick se enteró de que le
acusaban de espionaje, junto con el viejo sacerdote, y que sus largas
conversaciones y sus manuscritos y notas constituían la materia de la
acusación. El magistrado llegó a sostener que sus citas de Isaías, 53, 8: «Por el crimen de mi
pueblo», hacían referencia a la hora, día y mes del avance alemán. Frederick
pensó que ya había oído hablar de otras interpretaciones de Isaías con extraños
propósitos, y trató de razonar pacientemente con el magistrado. Pero encontró a
este caballero dominado por las grandes emociones del momento, e inconmovible
ante los argumentos. El viejo sacerdote no quiso o no pudo hablar.
Poco a poco, en el transcurso del día, Frederick fue
viendo con más claridad cada vez que había serias posibilidades de que le
fusilaran antes del anochecer. Esta certeza le produjo un extraño y profundo
estremecimiento. «Ahora sabré», pensó, «si hay vida después de la muerte». Se
dio cuenta de que el sacerdote lo sabría al mismo tiempo que él. La idea era
difícil de concebir: el anciano era un doctrinario implacable. Pero hacia el
final de la tarde el propio magistrado se sentía cansado del caso, y ordenó que
llevasen a los dos acusados ante un grupo de oficiales que se alojaban en una
gran residencia de las afueras del pueblo, de la que habían huido sus
propietarios por miedo a la invasión francesa. Aquí se encontraron con el resto
del grupo del hotel.
El ambiente de la residencia era muy distinto del
del juzgado municipal. Los tres oficiales alemanes habían considerado oportuno
cenar a gusto en el salón, que estaba suntuosamente tapizado de brocado
carmesí, con pesados cortinajes y grandes cuadros en las paredes. Aún tenían
ante sí, sobre la mesa, el postre y el vino. Estaban arrebolados por el
alcohol; pero aún más por el triunfo, pues hacía una hora habían recibido
noticia de la acción de Wissenburg, y el telegrama yacía junto a sus copas.
Uno de ellos era un hombre erguido de cabello gris y
cara flaca; otro parecía ser el espíritu dominante, o el niño mimado, de los
tres. Le dejaron manos libres en el interrogatorio de los prisioneros, dado que
hablaba francés mejor que los otros, y les divertía con su exuberante
vitalidad. Era muy joven, un gigante en estatura, y asombrosamente rubio; con
una plenitud, o pesantez, que le daba el aspecto de un joven dios. Se encaró
con el grupo del hotel con risueña sorpresa y desprecio; y parecía no temer a
Dios ni al Diablo —y menos aún a los franceses—, hasta que vio a madame
Heloïse. A partir de ese momento, el caso se convirtió en una cuestión personal
entre ella y él.
Frederick se dio cuenta con toda claridad. Pero no
era ningún experto en esta clase de guerra; y, aunque después de la primera
mirada Heloïse no volvió a mirar al oficial alemán ni una sola vez, mientras
que los ojos de éste, claros y saltones, no se apartaban del rostro o la figura
de ella, no podría determinar si, en realidad, la ofensiva partía de ella o de
él.
Los dos eran iguales, y podían haber sido hermano y
hermana. Evidentemente, se tenían miedo el uno al otro. Mientras se
desarrollaba la entrevista, el alemán sudaba de temor, y ella palidecía cada
vez más, aunque nada podía haberles separado. Frederick estaba seguro de que se
veían aquí por primera vez; sin embargo, era una vieja enemistad la que estaba
a punto de estallar en el salón de la residencia. ¿Se trataba, se preguntó, de
un combate nacional hereditario, o había que remontarse más atrás, y más
profundamente, para descubrir su raíz?
El joven alemán empezó diciendo que le parecía que
ahora no merecía la pena seguir hasta París. Le preguntó a Heloïse cómo era que
se encontraba con aquella gente y si consideraba a sus compañeros más
peligrosos que ella misma. Heloïse contestó secamente, con la barbilla
levantada. Frederick comprendió que su propio destino, y el de sus compañeros,
dependía ahora de ella. Pensó que ningún ser humano, y menos este joven
soldado, aguantaría mucho tiempo la mirada y la actitud de ella; no obstante,
en su fuero interno aplaudía el admirable alarde de insolencia que les hacía.
Era inevitable que al final el alemán se acercara a ella: al tenderle un
documento para que lo examinase, le habló directamente a la cara. Entonces, con
un nuevo movimiento, ella retiró hacia atrás la amplia falda de su vestido, a
fin de que no la tocase él.
El joven alemán se interrumpió bruscamente en su
discurso, y aspiró con dificultad.
—Madame —dijo muy lentamente—, no voy a tocarle el
vestido. Voy a hacerle una proposición. Extenderé pasaportes para que usted y
sus amigos puedan llegar a Luxemburgo, que es lo que quiere de mí. Puede venir
a recogerlos dentro de media hora. Pero tendrá que hacerlo sin esa falda que
tanto procura usted, justamente, apartar de mí. En realidad, tendrá que venir a
recogerlos como la diosa Venus. Es —añadió tras un momento de intenso silencio—
una proposición generosa, madame.
De repente se ruborizó, ante sus propias palabras.
El corazón de Frederick dejó de latir un segundo de
repugnancia y horror, y de tristeza. La sentencia era una deformación de sus
hermosas fantasías sobre Heloïse. La blasfemia hacía del mundo un lugar de
bajeza nauseabunda, y de él un cómplice.
En cuanto a la propia Heloïse, la ofensa la
transformó, como si le hubiesen prendido fuego. Se volvió directamente hacia su
ofensor, y Frederick nunca la vio tan llena de vitalidad o de arrogancia;
parecía a punto de echarse a reír en la cara de su adversario. La sordidez del
mundo, pensó Frederick con profunda y extática gratitud, no la tocaba; estaba
por encima de todo. Sólo un instante se llevó la mano al borde superior de su
mantilla como si, ahogada por la ola de desprecio, tuviese necesidad de
librarse de ella. Pero un instante después se quedó inmóvil; bajó su mano, y
con ella la sangre de sus mejillas; se puso muy pálida. Se volvió a sus
compañeros detenidos y paseó lentamente la mirada por sus rostros blancos,
horrorizados.
Los dos oficiales de más edad se removieron en sus
sillas. El joven lanzó el documento hacia ellos.
—¡Conque sí! —exclamó—. ¡Le han herido por nuestros
crímenes! ¡Por los crímenes de mi pueblo, somos atacados! ¡Con su capítulo y
versículo! Tenemos a toda una banda de espías ante nosotros, señores; con
ella... —señaló con dedo tembloroso a Heloïse— a la cabeza. ¿Por qué tenía que
venir precisamente aquí? ¿No podía habernos dejado en paz, al menos?
Volvió a dirigirse a ella; no podía dejarla.
—¿Está usted segura de haberme comprendido?
—exclamó.
—No, no estoy segura —dijo ella—. La lengua francesa
se presta muy mal a su proposición. ¿Quiere repetírmela en alemán, por favor?
Esto le resultaba difícil; sin embargo, lo hizo.
Heloïse se quitó el sombrero, para que su dorado cabello centellease a la luz
de la lámpara. Durante el resto de la entrevista mantuvo las manos detrás de su
esbelta cintura, dando la impresión de que tenía las manos atadas a la espalda.
—¿Por qué me pregunta a mí? —dijo ella—. Pregunte a
los que están conmigo. Son gente pobre, trabajadora, y acostumbrada a las
penalidades. Aquí tiene a un sacerdote francés —prosiguió muy despacio—,
consolador de muchas almas desventuradas; aquí, a dos hermanas francesas que
han cuidado enfermos y moribundos. Los otros dos tienen hijos en Francia que lo
van a pasar muy mal sin ellos. Su salvación, para cada uno, es más importante
que la mía. Que decidan ellos mismos si quieren comprarla al precio que usted
pide. Ellos le contestarán, en francés.
El viejo sacerdote dio un paso adelante. Había sido
aficionado a los largos discursos, en el hotel; pero aquí no dijo una palabra.
Se limitó a levantar el brazo derecho y a agitarlo de un lado a otro. La monja
vieja retrocedió hacia la pared, como si estuviese ya ante el pelotón de
fusilamiento. Alzó los dos brazos y exclamó:
—¡No!
La otra monja prorrumpió en terribles sollozos;
cedieron sus piernas bajo el peso de su cuerpo, cayó de rodillas y repitió:
—No. No. No.
Fue el viajante de comercio el que pronunció un
discurso. Dio un paso largo hacia el joven oficial, alzó los ojos hacia su
elevada estatura y dijo:
—Usted cree que tenemos miedo, ¿verdad? Pues sí, lo
tenemos. Tenemos miedo de llegar a parecer lo que ustedes.
Frederick no habló; miró al oficial a la cara y no
pudo por menos de sonreír un poco.
El alemán miró fijamente al viajante de comercio, y
luego, por encima de su cabeza, a Heloïse. Exclamó:
—¡Entonces, fuera de aquí! Acabemos. ¡Fuera todos de
aquí!
Llamó a dos soldados de la habitación contigua.
—Sacad a esta gente al patio —ordenó—. Esperad
órdenes.
Y gritó otra vez a los prisioneros:
—Vosotros os lo habéis buscado. A mí dejadme en paz.
Sólo quiero que me dejéis en paz.
Lo último que Frederick vio de la habitación fue su
cara cuando pasó Heloïse por delante de él y le miró. El grupo bajó
apresuradamente la escalinata y salió de la casa.
Al llegar al patio, la noche era clara y las
estrellas empezaban a surgir en el cielo. Había una tapia baja que cercaba todo
un lado del patio, separando el jardín de la residencia; del otro lado les
llegó olor a ganado. Uno tras otro, los cansados refugiados, ignorantes de su
destino, fueron a ocupar su sitio junto a la tapia. Heloïse, de pie, con la
cabeza descubierta en el patio, alzó los ojos al cielo; luego, tras un momento,
le dijo a Frederick:
—Ha pasado una estrella fugaz. Podía haber pedido
usted un deseo.
Cuando llevaban media hora de pie en el patio,
salieron de la casa tres soldados; uno de ellos llevaba un farol. Uno de los
otros, que parecía de graduación superior, paseó la mirada por los prisioneros,
se acercó al viejo sacerdote y le tendió un papel.
—Este es el pase para llegar a Luxemburgo —dijo—. Es
para todos ustedes. Los trenes están llenos; tendrán que buscar algún carruaje
en el pueblo. Será mejor que se marchen en seguida.
Apenas había terminado de hablar, llegó otro soldado
y se dirigió a Heloïse; todos se sorprendieron al ver que llevaba un enorme
ramo de rosas que habían visto sobre la mesa del salón. El soldado hizo un
saludo militar.
—El coronel —dijo— ruega a madame que acepte estas
rosas. Con sus saludos. A una heroína.
Heloïse cogió el ramo como si no viese ni al soldado
ni al ramo.
Consiguieron carruajes en el hotel. Mientras los
esperaban, tomaron una comida breve y apresurada consistente en pan y vino, ya
que ninguno de ellos había comido nada desde por la mañana. No se repitió la
espléndida cena de la noche anterior: nada tenía la menor relación con ella.
Desde entonces, sus existencias se habían situado en otro plano. Se cogieron de
la mano unos a otros: cada cual debía la vida a los demás.
Heloïse seguía siendo la figura central de la
comunión, aunque de una manera nueva, como un objeto infinitamente precioso
para todos ellos. Su orgullo, su esplendor era de ellos, ya que habían estado
dispuestos a morir por él. Aún estaba muy pálida; parecía una criatura entre
viejos, y se reía de lo que le decían. Como insistió en llevarse todos los
baúles y cajas, por considerarlos evidentemente partes de sí misma que no debía
dejar en manos del enemigo, y como tuvo que cargarlos Frederick, acabaron
viajando juntos detrás de los demás, en un pequeño fiacre, hasta la frontera.
Frederick recordaría toda su vida este viaje,
incluso las curvas de la carretera. Había luna, y el trecho de cielo entre ella
y el bajo horizonte parecía como cubierto de polvo de oro. Al caer el rocío,
Heloïse se echó el chal por encima de la cabeza; entre sus pliegues oscuros
parecía una muchacha aldeana; y no obstante, iba entronizada en su asiento como
una musa, a su lado. Frederick había leído en los libros historias sobre hechos
heroicos y sobre heroínas; el episodio vivido y la joven que viajaba a su lado
eran como en los libros; sin embargo, la encontraba amable y sencillamente viva
como ningún libro del mundo. La dicha callada y triunfal que la inundaba era
tan dulce para él como la fragancia del trigo maduro por el que pasaban. De
repente, Heloïse le cogió la mano.
Era temprano cuando cruzaron la frontera y llegaron
a la pequeña estación de Wasserbillig, donde se reunieron con el resto del
grupo. Mientras esperaban el tren que debía llevarles a Francia, y volvían otra
vez sus caras hacia París, sus amigos franceses, notó Frederick, se
convirtieron en una especie de familia a la que él ya no pertenecía. Cuando por
fin llegó el tren, parecieron casi ignorar su existencia.
Pero en el último momento, Heloïse le dirigió una
mirada larga, tierna, profunda. Una mirada que siguió fija en él desde detrás
de la ventanilla del compartimiento. Luego, súbitamente, desapareció.
Frederick permaneció de pie en el andén, observando
cómo se perdía el tren en el vago paisaje matinal. Comprendió que había caído
el telón sobre un gran acontecimiento de su vida. Le dolía el corazón de
felicidad y de congoja. El artista recién nacido en su interior, amigo de
Venusti, acogió la aventura con espíritu humilde, extático; y su respuesta fue:
«Domine, non sum dignus.» Pero cuando estuvo solo otra vez, volvió a
dominar en él el investigador y el indagador, su antigua personalidad de las
universidades de Inglaterra: anheló algo más, pidió información, saber,
comprender. Quedaba algo, dentro de los fenómenos del espíritu heroico, que seguía
sin explicación, una zona inexplorada, misteriosa.
Sin duda, pensó, era este momento de investigación
incompleta y de inalcanzable intuición lo que ahora le hacía permanecer en la
estación de Wasserbillig con una sensación casi angustiosa de pérdida o de
privación, como si le hubiesen quitado de los labios el vaso antes de acabar de
aplacar su sed.
Al verdadero investigador le ayuda a veces la mano
del destino. Así le ocurrió a Frederick en su indagación sobre el espíritu
heroico. Sólo tuvo que esperar un tiempo.
Una vez en Inglaterra, volvió a sus libros. Terminó
su tratado sobre la doctrina de la expiación, y más tarde escribió otro libro.
Con el tiempo, pasó del terreno de la filosofía de la religión al de la
historia de las religiones en general. Ocupaba un buen puesto entre los jóvenes
intelectuales de su generación, y estaba prometido con una joven a la que
conocía desde que ambos eran niños, cuando, cinco o seis años después de su
aventura en Saarburg, tuvo que ir a París para asistir a un ciclo de conferencias
que iba a dar un gran historiador francés.
Aprovechó para visitar a un antiguo amigo, un
hermano del chico que le diera en Berlín la primera noticia de la guerra. Este
joven se llamaba Arthur, y estaba, como entonces, en la misma oficina de la
embajada. Arthur no sabía cómo distraer a un estudiante de teología en París.
Invitó a Frederick a cenar en un selecto restaurante; y mientras cenaban, le
preguntó si le gustaba París, y qué había visto. Frederick le contestó que
había visto multitud de bellezas, y que había estado en los museos del Louvre y
de Luxemburgo. Hablaron un rato sobre arte clásico y moderno. Luego, de
repente, exclamó Arthur:
—Si te gustan las bellezas, sé lo que vamos a hacer.
Vamos a ver a Heloïse.
—¿A Heloïse? —dijo Frederick.
—Ni una palabra más —dijo Arthur—. No se puede
describir: hay que verla.
Llevó a Frederick a un pequeño, elegante y exquisito
teatro de variedades.
—Hemos llegado justo a tiempo —dijo. Luego se echó a
reír, y añadió—: Aunque en realidad debías haberla visto en la época del
Imperio. Dicen algunos que es estúpida como un ganso, pero no lo vas a creer
cuando veas sus piernas. La jambe c'est la femme! Me han dicho también
que su vida privada es completamente respetable. No sé.
El espectáculo que iban a ver se llamaba La
venganza de Diana; imitaba
el estilo clásico, aunque era elegantemente moderno en los detalles. Un gran
número de encantadoras bailarinas bailaban y adoptaban posturas como ninfas en
una selva, todas ellas muy exiguamente vestidas. Pero el momento culminante de
la representación lo constituyó la aparición de la diosa Diana, sin nada
encima.
Al avanzar, curvando su arco de oro, un rumor como
de un largo suspiro recorrió la sala. La belleza de su cuerpo había surgido
como una sorpresa y un éxtasis, incluso para aquellos que ya la habían visto:
apenas daban crédito a sus ojos.
Arthur la observó con sus impertinentes; luego,
generosamente, se los tendió a Frederick. Pero vio que Frederick no hacía uso
de ellos; y, tras un momento, se quedaba completamente inmóvil. Se preguntó si
se habría escandalizado.
—C'est une chose incroyable —dijo—, que la
beauté de cette femme. ¿No te parece?
—Sí —dijo Frederick—. Pero yo la conozco. La he
visto antes.
—¿Pero no de esta manera? —preguntó Arthur.
—No. Así no —dijo Frederick. Al cabo de un rato
añadió—: Quizá se acuerde de mí. Le enviaré mi tarjeta.
Arthur sonrió. El acomodador que llevó la tarjeta de
Frederick volvió con una breve nota para él.
—¿Es de ella? —preguntó Arthur.
—Sí —dijo Frederick—. Se acuerda de mí. Vendrá a
vernos al terminar la función.
—¿Heloïse? —exclamó Arthur—. ¡Vaya, vaya con los
profesores ingleses de filosofía de la religión! ¿Cuándo la conociste? ¿Fue
cuando estabas escribiendo algo sobre los misterios del Adonis egipcio?
—No, entonces trabajaba en otro tema —dijo
Frederick.
Arthur encargó una mesa, vino y un gran ramo de
rosas.
Entró Heloïse, e hizo que todas las cabezas se
volviesen hacia ella como un macizo de girasoles hacia el sol. Iba de negro,
con una larga cola, guantes largos, plumas de avestruz y perlas.
—¡Cuánto negro —suspiró toda la sala en su corazón—
para cubrir cuánta blancura!
Tenía quizá el busto algo más lleno, y la cara más
delgada, que hacía seis años; pero todavía se movía de la misma manera, a la
manera de los grandes felinos; y conservaba, en su actitud y su semblante,
aquella brevedad o impaciencia que entonces había encantado a Frederick. Se
levantó éste para saludarla; y Arthur, que le había imaginado penosamente torpe
entre la gente elegante del teatro, se sorprendió ante la dignidad de su amigo
y, al mirarse mutuamente él y Heloïse, ante la expresión completamente idéntica
de seriedad profundamente feliz de sus caras, tuvo la impresión de que les
habría gustado besarse, pero que les contenía algo que no tenía que ver con la
presencia de gente a su alrededor. Se quedaron de pie, como si hubiesen
olvidado la facultad humana de sentarse.
Heloïse sonrió radiante a Frederick.
—Me alegro muchísimo de que haya venido a verme
—dijo con la mano de él entre las suyas.
Frederick al principio no supo qué decir; por último
hizo una pregunta tonta:
—¿Ha venido a verla alguno de los otros?
—No —dijo Heloïse—, no ha venido ninguno.
Aquí Arthur consiguió hacer que se sentasen a la
mesa, el uno enfrente del otro.
—¿Sabe —dijo Heloïse— que murió el pobre padre
Lamarque?
—¡No! —dijo Frederick—; no he tenido noticia de
ninguno de ellos.
—Pues sí, murió —dijo Heloïse—. Cuando llegó a
París, pidió que le mandasen al ejército. Hizo prodigios allí; ¡fue un héroe!
Pero más tarde le hirieron, aquí en París, los soldados de Versalles. Cuando me
enteré, fui corriendo al hospital; pero, por desgracia, era demasiado tarde.
Para compensar el silencio de su compatriota, Arthur
sirvió champán a Heloïse con un cumplido.
—¡Ah, eran buenas personas! —exclamó ella, cogiendo
la copa—. ¡Qué tiempos aquellos! ¡Las dos viejas hermanas, también, qué buenas
eran! Y todos.
»Aunque no eran precisamente muy valerosos —añadió,
dejando la copa otra vez—. Todos estaban muertos de miedo aquella noche, en la
residencia. Estaban viendo ya delante de ellos, apuntándoles, las bocas de los
fusiles alemanes. ¡Dios mío, el peligro que corrieron entonces!; más del que
ellos mismos se imaginaban.
—¿Qué quiere decir? —preguntó Frederick.
—Sí, un peligro peor aún para ellos —dijo Heloïse—.
Porque habrían sido capaces de obligarme a cumplir lo que el alemán me pedía.
Me habrían obligado a hacerlo, con tal de salvar sus vidas, si él les hubiese
consultado directamente, o si les hubiese dejado opinar. Y después se habrían
arrepentido toda su vida, y se habrían considerado a sí mismos grandes
pecadores. No estaban hechos a esa clase de cosas, ellos que jamás habían
cometido una bajeza. Por eso daba pena verles tan asustados. Le confieso, amigo
mío, que para esas personas habría sido preferible que las fusilaran a vivir
con una mala conciencia. No estaban acostumbradas a eso; no habrían sabido
vivir con esa carga.
—¿Cómo sabe usted todo eso? —preguntó Frederick.
—Conozco bien a esa clase de personas —dijo
Heloïse—. Me he criado entre gentes pobres y honradas. Mi abuela tenía una
hermana que era monja; y un viejo sacerdote como el padre Lamarque me enseñó a
leer.
Frederick apoyó el codo sobre la mesa, la barbilla
en la mano y se quedó mirándola.
—Entonces, ¿su triunfo después —dijo lentamente— fue
en realidad sólo por nosotros? ¿Porque nos portamos tan bien?
—Usted se portó bien, ¿no? —dijo ella sonriéndole.
—Entonces fue usted una heroína aún más grande —dijo
Frederick en el mismo tono— de lo que yo creía.
—¡Mi querido amigo! —exclamó ella.
Frederick le preguntó:
—¿Creyó, en aquel momento, que podían fusilarla de
verdad?
—Sí —dijo ella—. Aquel joven podía muy bien haberme
mandado fusilar; y a todos ustedes también. Habría sido su manera de hacer el
amor. Y sin embargo —añadió pensativa—, era un joven honesto, honesto. En
realidad, puede que le faltara una cosa. Muchos hombres no la tienen.
Bebió, pidió que le volviesen a llenar la copa y
miró a Frederick.
—Usted —dijo— no era como los otros. Si hubiésemos
estado solos usted y yo allí, todo habría sido diferente. Puede que me hubiese
dejado salvar mi vida de la manera que el alemán me pedía, y no haber pensado
nada después. Me di cuenta entonces. Lo supe cuando viajábamos juntos hacia la
frontera e iba usted tan callado en aquel fiacre. Me gustó notárselo, y no sé
dónde lo ha aprendido, teniendo en cuenta que al fin y al cabo es usted inglés.
Frederick meditó sus palabras.
—Sí —dijo lentamente—; si lo hubiese propuesto
usted, por su propia voluntad.
—¿Pero sabe usted —exclamó ella de repente— cuál fue
la suerte para usted y para mí, y para todos? ¡Que no había mujeres con
nosotros en aquella ocasión! Una mujer me habría obligado a hacerlo,
rápidamente, de haberme visto en aquel trance. ¿Y dónde habría ido a parar en ese caso nuestra grandeza?
—Pero había mujeres con nosotros —dijo Frederick—.
Las monjas.
—No —dijo Heloïse—; ellas no cuentan. Una monja no
es una mujer en ese sentido. No; me refiero a una mujer casada, o solterona; a
una mujer honrada. Si madame Bellot no hubiese estado con dolor de estómago a
causa del miedo, me habría obligado a quitarme la ropa en un santiamén, se lo
puedo asegurar. Jamás habría podido convencerla yo.
Heloïse se quedó abstraída, con los ojos fijos en el
rostro de Frederick; y al cabo de un minuto o dos dijo:
—¡En qué hombre se ha convertido usted! Creo que ha
madurado. Entonces era usted sólo un muchacho. Los dos éramos mucho más
jóvenes.
—Esta noche —dijo él— no me parece que haya
transcurrido tanto tiempo.
—Sin embargo, hace mucho tiempo de eso —dijo ella—;
sólo que a usted no le importa. Es usted un hombre: un escritor, ¿no? Está
usted ascendiendo. Presiento que seguirá escribiendo muchos más libros.
¿Recuerda ahora cómo, cuando salimos a dar un paseo por Saarburg, me habló de
las obras de un judío de Amsterdam? Tenía un nombre bonito, como de mujer. Yo
misma podía haberlo elegido para mí, en vez del que tengo, que también lo
eligió para mí un hombre instruido. Supongo que sólo los muy instruidos habrán
oído hablar de él. ¿Cómo era?
—Spinoza —dijo Frederick.
—Sí —dijo Heloïse—; Spinoza. Tallaba diamantes. Era
muy interesante. No; para usted, el tiempo no importa. Uno es feliz al volver a
encontrar a sus amigos —dijo—; sin embargo, es en esa ocasión cuando se da
cuenta de cómo vuela el tiempo. Somos nosotras, las mujeres, las que lo
notamos. El tiempo nos quita muchas cosas. Y al final: todo —miró a Frederick,
y ninguna de las dos caras pintadas por los grandes maestros habrían podido
ofrecer a éste semejante visión de la vida y del mundo—. ¡Cómo me habría
gustado, mi querido amigo —dijo—, que me hubiese visto entonces!
Cuento del joven marinero
El
bricbarca Charlotte había zarpado de
Marsella y navegaba rumbo a Atenas, con tiempo gris y mar gruesa, después de
tres días de fuerte temporal. Un pequeño marinero llamado Simón, en la cubierta
mojada y balanceante, se sujetaba a un obenque y miraba hacia las nubes
viajeras y la verga del mastelerillo del palo mayor.
Un
ave, buscando refugio en el mástil, se había enredado las patas en una driza
suelta de algún aparejo, y forcejeaba allá arriba tratando de liberarse. El
chico de la cubierta podía verla aletear y agitar la cabeza de un lado a otro.
Por
su propia experiencia en la vida, había llegado a la convicción de que en este
mundo cada cual debía cuidar de sí mismo, y no esperar ayuda de los demás. Pero
aquella lucha muda, mortal, le tenía fascinado desde hacía más de una hora. Se
preguntaba qué clase de ave sería. En los últimos días habían venido a posarse
numerosas aves en las jarcias del bricbarca: golondrinas, codornices y un par
de halcones peregrinos; le parecía que esta vez se trataba de un halcón
peregrino. Recordaba que hacía muchos años, en su país, cerca de la casa, vio
una vez un halcón peregrino posado en una piedra, a poca distancia, y echar a
volar. A lo mejor era la misma ave. Pensó: «Es como yo. Antes estaba allá y
ahora está aquí.»
Esto
despertó en él un sentimiento de simpatía y de tragedia, siguió mirando al ave
con el corazón en un puño. No estaba presente ninguno de los marineros para
reírse de él, empezó a pensar cómo podía trepar por las jarcias para ayudar al
halcón. Se echó el pelo hacia atrás, se subió las mangas, miró por toda la
cubierta y empezó a trepar. Tuvo que detenerse un par de veces en el aparejo
oscilante.
Al
llegar a lo alto del mástil comprobó que era, efectivamente, un halcón
peregrino. Cuando su cabeza llegó a la altura del ave, ésta dejó de debatirse,
y le miró con ojos furiosos, desesperados, amarillos. Tuvo que sujetarla con
una mano mientras sacaba el cuchillo y cortaba la driza. Se asustó al mirar
hacia abajo; pero a la vez pensó que no se lo había ordenado nadie, que era su
propia aventura, y esto le produjo una sensación orgullosa, tranquilizadora;
como si el mar y el cielo, el barco, el ave y él mismo fueran todo uno. Justo cuando
la hubo liberado, el ave le dio un picotazo en el pulgar, de manera que le hizo
sangre, y estuvo a punto de soltarla. Se enfadó con ella y le dio un cachete; a
continuación se la metió en el interior de la chaqueta y bajó.
Cuando
llegó a la cubierta, se encontraban allí el piloto y el cocinero mirando; le
preguntaron a voces a qué había subido al mástil. Él estaba tan cansado que
tenía lágrimas en los ojos. Sacó el halcón y lo enseñó, mientras éste
permanecía quieto en sus manos. El piloto y el cocinero se echaron a reír y se
fueron. Simón dejó el ave en el suelo, retrocedió, y se quedó mirándola. Al
cabo de un rato pensó que no sería capaz de levantarse de la resbaladiza
cubierta, así que la cogió otra vez y fue a colocarla sobre un rollo de lona.
Poco después empezó a ordenarse las plumas, dio dos o tres violentos aletazos y
de repente echó a volar. El chico pudo seguir su vuelo por encima de los surcos
de agua gris. Pensó: «Allá vuela mi halcón.»
Cuando
regresó el Charlotte, Simón se enroló
en otro barco; y dos años más tarde era un avispado marinero de la goleta Hebe, fondeada en Bodo, en la costa
norte de Noruega, donde había entrado a cargar arenque.
A
los grandes mercados de arenque de Bodo acudían barcos de todos los rincones
del mundo: había barcos suecos, finlandeses y rusos: un bosque de mástiles; y
en la playa, un tumultuoso y heterogéneo despliegue de vida, donde se oían
muchas lenguas y se suscitaban tremendas peleas. Se habían instalado puestos de
venta en la playa, y los lapones, gente pequeña y amarilla, de movimientos
sigilosos y ojos vigilantes, a la que Simón no había visto en la vida, bajaban
a vender artículos de piel adornados de cuentas. En abril, el cielo y el mar
eran tan claros que resultaba difícil mantener la vista frente a ellos
—salados, infinitamente anchos y poblados de chillidos de aves—, como si
alguien estuviese afilando incesantemente cuchillos invisibles en todas partes,
arriba en el cielo.
Simón
estaba asombrado de la claridad de estas noches de abril. No sabía geografía, y
no lo atribuía a la latitud, sino que lo consideraba un signo de buena voluntad
del Universo, un favor. Simón había sido toda su vida bajo de estatura para su
edad, pero este último invierno había dado un estirón y se había hecho fuerte
de miembros. Esta suerte, pensaba, debía de proceder de la misma fuente que la
bondad del tiempo, de una nueva benevolencia del mundo. Había estado necesitado
de este estímulo, dado que era tímido por naturaleza; ahora no pedía más. El
resto consideraba que era cosa suya. Se movía lentamente, orgullosamente.
Una
tarde bajó a tierra con permiso, y se acercó al puesto de un pequeño
comerciante ruso, un judío que vendía relojes de oro. Todos los marineros
sabían que eran de falso metal y que no funcionaban, aunque los compraban y los
exhibían con ostentación. Simón estuvo contemplando un buen rato estos relojes,
pero no compró ninguno. El viejo judío exhibía diversas mercancías en su
puesto; entre ellas, una caja de naranjas. Simón las había probado en sus
viajes; compró una y se la llevó. Quería subir a una colina desde donde poder
ver el mar, y comérsela allí.
Siguió
andando; y al llegar a las afueras del pueblo vio a una niña con un vestido
rojo, de pie al otro lado de una cerca, mirándole. Tendría trece o catorce
años; estaba delgada como una anguila, pero tenía una cara redonda, alegre,
pecosa y un par de trenzas largas. Se miraron mutuamente.
—¿A
quién esperas? —preguntó Simón, por decir algo.
La
cara de la niña esbozó una sonrisa extática, presuntuosa:
—Al
hombre con quien me voy a casar, naturalmente —dijo.
Había
algo en su semblante que hizo que el muchacho se sintiese confiado y feliz; le
sonrió un poco.
—A
lo mejor soy yo —dijo él.
—¡Ja,
ja! —rió la niña—; es unos años mayor que tú, para que te enteres.
—¿Cómo
es eso? —dijo Simón—; pues tú no eres tan mayor.
La
niña negó con la cabeza solemnemente.
—No
—dijo—; pero cuando lo sea, seré guapísima; y llevaré zapatos marrones con
tacones y un sombrero.
—¿Quieres
una naranja? —preguntó Simón, ya que no podía darle ninguna de las cosas que
ella había mencionado. La niña miró la naranja y luego a él.
—Están
muy buenas —dijo él.
—Entonces,
¿por qué no te la comes tú? —preguntó ella.
—Yo
he comido muchas ya —dijo él—, cuando estaba en Atenas. Aquí, ésta me ha
costado un marco.
—¿Cómo
te llamas? —preguntó ella.
—Me
llamo Simón —dijo él—. ¿Y tú?
—Yo,
Nora —dijo ella—. ¿Qué quieres a cambio de tu naranja, Simón?
Cuando
oyó su nombre en la boca de ella, Simón se volvió audaz.
—¿Quieres
darme un beso, a cambio de la naranja? —preguntó.
Nora
le miró seria un momento.
—Sí
—dijo—; no me importa darte un beso.
Simón
notó que le entraba un calor como si hubiese estado corriendo. Cuando la niña
extendió la mano para que le diese la naranja, se la cogió. En ese instante la
llamó alguien desde la casa.
—Es
mi padre —dijo, y trató de devolverle la naranja; pero él no lo consintió—.
Pues vuelve mañana —dijo ella—; entonces te daré el beso —y echó a correr. Él
se quedó viéndola marcharse, y poco después regresó al barco.
Simón
no tenía costumbre de hacer planes para el futuro, y no sabía si volvería para
verla o no.
La
tarde siguiente tenía que quedarse a bordo, ya que los demás marineros iban a
bajar a tierra; pero no le importaba. Decidió sentarse en cubierta con Balthazar, el perro del barco, y
practicar con una concertina que se había comprado hacía algún tiempo. El
pálido atardecer le rodeaba por todas partes; el cielo tenía un matiz
débilmente rosáceo, la mar estaba completamente llana, lechosa; sólo en la
estela de los botes que iban a tierra se quebraba en franjas de intenso índigo.
Y se sentó a tocar; al cabo de un rato, su propia música empezó a hablarle tan
vehementemente que se detuvo, se levantó y miró hacia arriba. Entonces
descubrió la luna llena en lo alto del cielo.
El
cielo estaba tan claro que apenas hacía falta: era como si hubiese subido allí
por propio capricho. Era redonda, grave, presuntuosa. Y entonces comprendió
Simón que debía bajar a tierra, costara lo que costase. Pero no sabía cómo ir,
ya que los demás se habían llevado la yola. Llevaba mucho rato de pie en la
cubierta, pequeña figura solitaria de joven marinero en su barco, cuando vio
que se acercaba la yola de un barco que estaba fondeado más afuera y llamó.
Averiguó que eran marineros rusos de un barco llamado Anna que iban a tierra. Cuando consiguió hacerse entender, le
llevaron con ellos; primero le pidieron dinero por el viaje; luego, riendo, se
lo devolvieron. Simón pensó: «Estos creen que voy al pueblo en busca de
mujeres. Luego, con cierto orgullo, pensó que tenían razón; aunque al mismo
tiempo estaban infinitamente equivocados, y no tenían idea de nada.
Una
vez en tierra, le invitaron a beber con ellos, y Simón no quiso decirles que no
porque le habían ayudado. Uno de los rusos era un gigantón, grande como un oso;
le dijo a Simón que se llamaba Iván. Se emborrachó enseguida, y luego acometió
al muchacho con afecto osuno, le manoseó, sonrió y se rió en su cara, le regaló
una cadena de reloj de oro y lo besó en ambas mejillas. Simón pensó entonces
que él también tenía que regalarle algo a Nora cuando la viese otra vez; y en
cuanto pudo dejar a los rusos, se dirigió a un puesto que conocía y compró un
pañuelito azul, del mismo color que los ojos de ella.
Era
sábado por la tarde, y circulaba mucha gente entre las casas: iban en largas
filas, algunos cantando, y todos deseosos de divertirse esa noche. Simón, en
medio de esta vida rica y bulliciosa bajo la luna clara, sentía la cabeza
alegre con su escapada del barco y la bebida fuerte. Se embutió el pañuelo en
el bolsillo; era de seda, cosa que nunca había tocado anteriormente, un regalo
para su amiga.
No
recordaba el camino a casa de Nora, se perdió, y volvió adonde había empezado.
Entonces le asaltó un miedo terrible de llegar demasiado tarde y echó a correr.
En un paso estrecho entre dos casas de madera chocó con un hombre corpulento, y
descubrió que era Iván otra vez. El ruso cerró los brazos en torno suyo y le
sujetó.
—¡Bueno,
bueno! —exclamó desbordante de alegría—; al fin te he encontrado, mi pequeño
pollito. Te he buscado por todas partes; y el pobre Iván ha llorado porque
había perdido a su amigo.
—Suéltame,
Iván —exclamó Simón.
—Ah,
ah —dijo Iván—; iré contigo y tendrás lo que quieras. Mi corazón y mi dinero
son tuyos, todo tuyos; yo también he tenido diecisiete años, también he sido
una pequeña ovejita de Dios, y quiero serlo otra vez esta noche.
—¡Suéltame
—exclamó Simón—, que tengo prisa!
Iván
le sujetaba de tal manera que le hacía daño, mientras le acariciaba con la otra
mano.
—Lo
siento, lo siento —decía—. Vamos, confía en mí, amiguito mío. Nada nos va a
separar. Oigo llegar a los otros: vamos a pasar una noche juntos que la
recordarás cuando seas abuelito.
De
repente estrujó al muchacho contra sí, como el oso que lleva a un cordero. La
odiosa sensación de calor masculino y el corpachón de un hombre pegado a él
enloqueció al flaco muchacho. Pensó en Nora, esperándole, como una embarcación
esbelta en el aire turbio, mientras él estaba aquí, sufriendo el abrazo
caluroso de un animal peludo. Golpeó a Iván con todas sus fuerzas.
—Te
mataré, Iván —gritó—, si no me sueltas.
—¡Bah,
después me lo agradecerás! —dijo Iván, y empezó a cantar.
Simón
hurgó en su bolsillo buscando la navaja y consiguió abrirla. No podía levantar
la mano, pero hundió la navaja furiosamente por debajo del brazo del gigantón.
Casi
instantáneamente, sintió brotar la sangre y correrle por la manga hacia abajo.
Iván dejó de cantar de repente, soltó al muchacho y profirió dos largos y
profundos gruñidos. Un segundo después cayó de rodillas.
—Pobre
Iván, pobre Iván —gimió.
Cayó
de bruces. En ese momento Simón oyó a los otros marineros que se acercaban
cantando por el callejón.
Se
quedó inmóvil un momento, limpió la navaja y observó que la sangre derramada
había formado un charco oscuro debajo del enorme corpachón. Luego echó a
correr. Al detenerse un segundo para elegir una dirección, oyó gritar a los
marineros sobre su compañero muerto. Y pensó: «Tengo que bajar a la mar y
lavarme las manos.» Pero, al mismo tiempo, corría en dirección opuesta. Al cabo
de un rato dio con el camino por el que había pasado el día anterior y le
pareció familiar, como si lo hubiese recorrido centenares de veces en su vida.
Aflojó
el paso para echar una mirada, y de pronto descubrió a Nora al otro lado de la
cerca; estaba a muy poca distancia de él, cuando la vio a la luz de la luna.
Tambaleante y sin aliento, cayó de rodillas. Durante un momento no pudo hablar.
—Buenas
noches, Simón —dijo ella con su vocecita acariciadora—. Hace rato que te estoy
esperando —y tras una pausa añadió—: Me he comido la naranja.
—¡Ah,
Nora! —exclamó el muchacho—. He matado a un hombre.
Nora
se le quedó mirando, pero no se movió.
—¿Por
qué has matado a un hombre? —preguntó al cabo de un rato.
—Para
llegar aquí —dijo Simón—. Porque intentaba detenerme. Pero era mi amigo
—lentamente, Simón se puso en pie—. ¡Me quería! —exclamó; y entonces estalló en
lágrimas—. Sí —dijo despacio, pensativo—. Sí, porque tú estarías aquí
puntualmente. ¿Puedes esconderme? —preguntó—. Porque me buscarán.
—No
—dijo Nora—; no te puedo esconder. Porque mi padre es el párroco de aquí, de
Bodo, y seguro que te entregaría, si se enterase de que has matado a un hombre.
—Entonces
—dijo Simón—, dame algo para limpiarme las manos.
—¿Qué
tienes en las manos? —preguntó ella, y dio un pasito adelante.
Él
extendió las manos.
—¿Es
tuya esa sangre? —preguntó ella.
—No
—dijo Simón—, es del hombre muerto.
Nora
retrocedió un paso otra vez.
—¿Me
odias ahora? —preguntó él.
—No,
no te odio —dijo ella—. Pero ponte las manos en la espalda.
Al
hacerlo, Nora se acercó mucho a él, en el otro lado de la cerca, y le echó los
brazos alrededor del cuello. Apretó su cuerpo joven contra el de Simón y le
besó tiernamente. Simón sintió la cara de ella, fría como la luz de la luna,
sobre la suya; y cuando le dejó, le flotaba la cabeza, y no sabía si el beso
había durado un segundo o una hora. Nora se enderezó con los ojos muy abiertos.
—Ahora
—dijo lenta, orgullosamente— te prometo que jamás me casaré con nadie, en toda
mi vida.
El
muchacho seguía en el mismo sitio, con las manos en la espalda como si ella se
las hubiese atado así.
—Y
ahora corre —dijo ella—, porque se acercan.
Se
miraron los dos al mismo tiempo.
—No
lo olvides, Nora —dijo. Se volvió y echó a correr.
Saltó
una cerca, y cuando estuvo entre las casas siguió andando. No sabía adónde ir.
Al llegar a un portal del que salía música y ruido de voces, lo traspuso
lentamente. El recinto estaba lleno de gente: había baile. Una lámpara colgaba
del techo, y brillaba sobre los que estaban bailando; el aire era espeso y
marrón a causa del polvo que se elevaba del suelo. Había algunas mujeres, pero
muchos de los hombres bailaban unos con otros; y pateaban el suelo serios o
riendo. Al poco de entrar Simón, la multitud se retiró hacia la pared para
dejar espacio a dos marineros que ejecutaban un baile de su propio país. Simón
pensó: «No tardarán en pasar por aquí los hombres del bote, en busca del que ha
matado a su compañero; y por mis manos sabrán que he sido yo.» Los cinco
minutos que estuvo junto a la pared del local, en medio de los alegres y
sudorosos bailarines, fueron de gran importancia para el muchacho. Él mismo se
daba cuenta; como si madurase en ese tiempo, y se volviese como los demás. No
suplicaba a su destino; ni se quejaba. Aquí estaba él: había matado a un hombre
y había besado a una muchacha. No pedía nada más a la vida; ni la vida podía
pedir nada más de él. Era Simón, un hombre como los que le rodeaban, e iba a
morir, como van a morir todos los hombres.
Sólo
tuvo conciencia de lo que pasaba fuera de él cuando vio que había entrado una
mujer, y que estaba de pie en el centro de la sala despejada, mirando en torno
suyo. Era una vieja ancha y baja de estatura, con ropas laponas, y miraba con
dignidad y fiereza como si fuese la dueña de todo el pueblo. Era evidente que
la mayoría de los presentes la conocían y que le temían un poco, aunque algunos
se reían; el bullicio del baile se apagó al alzar ella la voz:
—¿Dónde
está mi hijo? —preguntó con voz chillona, como la de un pajarraco.
Un
instante después, sus ojos se clavaron en Simón; avanzó entre la multitud, que
se abrió a su paso, alargó una mano huesuda, oscura, vieja y le cogió por el
codo.
—Vente
a casa conmigo —dijo—. No te hace falta bailar aquí esta noche. Si no, no
tardarás en bailar más alto.
Simón
retrocedió, porque creía que estaba borracha. Pero al mirarle ella directamente
a la cara con sus ojos amarillos, le pareció que la había visto antes y que
quizá convenía escucharla. La vieja tiró de él, cruzó la estancia, y Simón la
siguió sin rechistar.
—No
te ensañes demasiado con el chico, Sunniva —le gritó uno de los presentes—. No
ha hecho nada malo; sólo quería ver bailar.
En
el mismo instante en que salían por la puerta se produjo una alarma en la
calle: una multitud bajaba corriendo; y uno de ellos, al dar la vuelta a la
casa, chocó con Simón. Le miró, miró a la vieja y siguió corriendo.
Mientras
iban los dos por la calle, la vieja se levantó la falda y le puso el borde en
la mano al muchacho.
—Límpiate
las manos en mi falda —dijo.
No
habían andado mucho, cuando llegaron a una casa de madera y se detuvieron; la
puerta era tan baja que tuvieron que inclinarse para pasar. Al entrar la mujer
lapona delante, sin soltarle el brazo, el muchacho alzó los ojos un momento. La
noche se había vuelto brumosa, había un amplio halo alrededor de la luna.
La
vivienda de la vieja era estrecha y oscura, con un único ventanuco; en el suelo
había un farol que alumbraba débilmente. Estaba toda llena de pieles de reno y
de lobo, y de cuernos de reno, con los que los lapones suelen hacer botones
tallados y mangos de cuchillo, y el aire aquí era rancio y sofocante. Tan
pronto como estuvieron dentro, la mujer se volvió hacia Simón, le cogió por la
cabeza, le hizo una raya en el pelo con sus dedos ganchudos y se lo peinó a la manera
de los lapones. Le ajustó un gorro de tapón y retrocedió para mirarle.
—Ahora
siéntate en mi taburete —dijo—. Pero primero saca la navaja.
Su
voz y su gesto fueron tan autoritarios que el muchacho no tuvo más remedio que
hacer lo que decía: se sentó en el taburete incapaz de apartar los ojos de su
rostro, que era plano y marrón, y como cubierto de suciedad en su red de finas
arrugas. Mientras estaba sentado oyó rumor de gente en el exterior, y detenerse
delante de la casa; luego, alguien llamó a la puerta, aguardó un momento y
volvió a llamar. La vieja, de pie, se quedó quieta como un ratón.
—No
—dijo el muchacho, y se levantó—. Es inútil; es a mí a quien buscan. Será mejor
para usted que me deje salir.
—Dame
tu navaja —dijo ella. Se la dio, y ella se la pasó por el pulgar; le brotó
sangre y dejó que goteara sobre su falda—. Bueno, entrad —gritó.
Se
abrió la puerta, entraron dos de los marineros rusos, y se quedaron de pie en
el vano; había más gente fuera.
—¿Ha
venido aquí alguien? —preguntaron—. Vamos detrás del que ha matado a nuestro
compañero, pero se nos ha escapado. ¿Has oído o visto pasar a alguien por aquí?
La
vieja lapona se volvió hacia ellos, y sus ojos brillaron como el oro a la luz
de la lámpara.
—¿Que
si he oído o visto a alguien? —exclamó—. Os he oído a vosotros gritar asesino
por todo el pueblo. Nos habéis asustado a mí y a mi pobre muchacho; hasta me he
hecho sangre en el dedo cuando recortaba la alfombrilla de piel que estoy
cosiendo. El muchacho está demasiado asustado para ayudarme, y se ha echado a
perder la alfombrilla. Tendréis que pagármela. Si andáis buscando a un asesino,
pasad y registrad mi casa, que ya os conoceré yo cuando volvamos a vernos.
Estaba
tan furiosa que bailoteaba y sacudía la cabeza como un ave de presa furiosa.
Entró
el ruso, miró por la habitación, la observó a ella, y reparó en su mano y su
falda manchadas de sangre.
—No
nos eches ninguna maldición, Sunniva —dijo tímidamente—. Sabemos que puedes
hacer muchas cosas cuando quieres. Aquí tienes un marco por la sangre que has
derramado.
Ella
extendió la mano y él le puso una moneda en la palma. Sunniva la escupió.
—Ahora
marchaos, y no habrá odio entre nosotros —dijo, y cerró la puerta tras ellos.
Se llevó el pulgar a la boca y se lo chupó.
El
muchacho se levantó del taburete; se detuvo delante de ella y se quedó
mirándola a la cara. Se sentía como si se balancease muy alto, con escasa
sujeción.
—¿Por
qué me has ayudado? —le preguntó.
—¿No
lo sabes? —contestó ella—. ¿Todavía no me has reconocido? Pero sí te acordarás
del halcón peregrino atrapado en una driza de tu barco, el Charlotte, cuando navegaba por el Mediterráneo. Aquel día trepaste
por las jarcias hasta el mastelerillo para ayudar a aquella ave, en medio de un
fuerte ventarrón y con mar gruesa. Aquel halcón era yo. Las laponas volamos a
veces así para ver mundo. La primera vez que te vi fue cuando iba camino de
África, a ver a mi hermana menor y a sus hijos. Ella es halcón también, cuando
quiere. En aquel entonces vivía en Takaunga, en una vieja torre en ruinas que
allá llaman minarete.
Se
vendó el pulgar con una tira de su falda y se lo mordió.
—Nosotras
no olvidamos —dijo—. Te di un picotazo en el pulgar cuando me cogiste; es justo
que me diese un corte en el pulgar por ti esta noche.
Se
acercó a él, y le frotó suavemente sus dos dedos marrones, como garras, en la
frente.
—Así
que eres mi muchacho —dijo—, capaz de matar a un hombre antes que llegar tarde
a una cita de amor, ¿no? Las hembras de esta tierra estamos muy unidas. Ahora
te marcaré en la frente, para que las muchachas lo sepan cuando te miren; y les
gustes por eso.
Jugó
con el pelo del muchacho, y se lo enroscó en el dedo.
—Ahora
escucha, pajarillo mío —dijo ella—. El cuñado de mi bisnieto se encuentra en su
barca junto al embarcadero en este momento; va a llevar una remesa de pieles a
un barco danés. Él te devolverá a tu barco a tiempo, antes de que llegue tu
patrón. La Hebe saldrá mañana por la
mañana, ¿no? Pero cuando llegues a bordo, dale mi gorro para que me lo devuelva
—sacó la navaja del muchacho, la limpió en su falda y se la tendió—. Aquí
tienes tu navaja —dijo—. No se la volverás a clavar a ningún otro hombre; no
tendrás necesidad, pues de ahora en adelante navegarás por los mares como un
auténtico marinero. Ya tenemos bastantes preocupaciones con nuestros hijos.
El
perplejo muchacho empezó a tartamudear unas palabras de agradecimiento.
—Espera
—dijo ella—; te haré una taza de café para que te reanime, mientras te lavo la
chaqueta.
Puso
una vieja olla de cobre en el hogar. Al cabo de un rato, le tendió una bebida
caliente, fuerte, negra, en un tazón sin asa.
—Ahora
has bebido con Sunniva —dijo—; has sorbido un poco de sabiduría, de manera que
en el futuro tus pensamientos no caerán como gotas de agua en la mar salada.
Cuando
hubo terminado y dejado la taza, Sunniva le acompañó hasta la puerta y se la
abrió. El muchacho se sorprendió al ver que casi había amanecido. La casa
estaba tan arriba que podía verse el mar desde allí. Le dio la mano a la vieja
para despedirse.
Ella
le miró fijamente a los ojos.
—Nosotras
no olvidamos —dijo—. Tú me diste un golpe en la cabeza, allá, en lo alto del
mástil; así que te lo devolveré —y a continuación le dio una bofetada con todas
sus fuerzas, al punto de que la cabeza le daba vueltas—. Ahora estamos en paz
—dijo; le dirigió una mirada centelleante, larga, maligna, le empujó suavemente
para hacerle trasponer el umbral y le hizo un signo afirmativo con la cabeza.
Así,
pues, el muchacho marinero regresó a su barco, que iba a zarpar a la mañana
siguiente, y vivió para contarlo.
Las
perlas
Hace
unos ochenta años, un joven oficial de la guardia real, último hijo de una
vieja familia campesina, se casó en Copenhague con la hija de un rico
comerciante en lanas cuyo padre había sido vendedor ambulante y había llegado
de Jutlandia a la capital. En aquel tiempo, un matrimonio así era algo
insólito. Dio mucho que hablar, e hicieron una canción sobre él que se cantó en
las calles.
La
novia tenía veinte años y era una belleza, una muchacha alta, de cabello negro
y color encendido, con una distinción en su persona como si estuviese toda
tallada en madera. Tenía dos viejas tías solteronas, hermanas de su abuelo el
vendedor ambulante, a quien la creciente fortuna de la familia paró en seco en
una carrera de arduo trabajo y de ahorro, y le obligó a permanecer lujosamente
sentado en un salón. Cuando la mayor de las dos se enteró del compromiso
matrimonial de su sobrina, fue a hacerle una visita, y en el curso de la
conversación le contó una historia:
—Cuando
yo era niña, cariño —dijo—, el joven barón Rosenkrantz se prometió con la hija
de un rico orfebre. ¿Te lo han contado alguna vez? Tu bisabuelo le conocía. El
novio tenía una hermana gemela que era dama de la corte. Un día, la hermana fue
a casa del orfebre a visitar a la novia. Al marcharse, ésta le dijo a su
enamorado: «Tu hermana se ha reído de mi vestido, y porque al hablarme en
francés, no he sabido contestar. Tiene un corazón de piedra, me he dado cuenta.
Si queremos ser felices, no debes volver a verla nunca más; no podría soportarlo.»
El joven, para consolarla, le prometió no volver a ver más a su hermana. Poco
después, un domingo, llevó a la joven a comer con su madre. Cuando regresaban
en el coche, le dijo a su prometido: «Tu madre tenía lágrimas en los ojos al
mirarme. Esperaba otra esposa para ti. Si me amas, tienes que romper con ella.»
Otra vez prometió el joven enamorado hacer lo que le pedía, aunque le costó
mucho, pues su madre era viuda y él era su único hijo. Esa misma semana, el
joven mandó a su criado con un ramo para su prometida. Al día siguiente le dijo
ella: «No puedo soportar la expresión de tu criado cuando me mira. Debes
despedirle a primeros de mes.» «Mademoiselle», dijo el barón Rosenkrantz, «no
puedo tener una esposa que se deja impresionar por la expresión de un criado.
Aquí tiene usted su anillo. Adiós para siempre».
La
anciana, mientras hablaba, mantenía sus ojillos relucientes fijos en la cara de
su sobrina. Poseía un carácter enérgico, hacía mucho tiempo que había decidido
vivir para los demás y se había erigido en conciencia de la familia. Pero,
carente de esperanza o de temores propios, era en realidad un viejo y vigoroso
parásito moral del clan entero, y en especial de los miembros más jóvenes.
Jensine, la prometida, era una criatura joven, llena de vitalidad y huésped
gratificante para su parasito. Además, la joven y la vieja solterona tenían
cualidades comunes. Ahora, la muchacha sirvió el café con el semblante sereno;
pero por dentro estaba furiosa y se decía a si misma: «Tía Maren me pagará esto.»
No obstante, como solía ocurrir, la admonición de la tía caló hondamente en
ella, y la meditó en su corazón.
Después
de la boda en la catedral de Copenhague, un hermoso día de junio, la pareja de
recién casados se marchó a Noruega en viaje de novios. En aquel entonces hacer
un viaje a Noruega era una empresa romántica y las amigas de Jensine le
preguntaron por qué no iban a París; pero a ella le atraía la idea de iniciar
su vida de casada lejos de la civilización y a solas con su marido. No
necesitaba ni quería impresiones ni experiencias nuevas. Y añadió para sus
adentros: «Que Dios me ayude.»
Los
cotilleos de Copenhague decían que el novio se había casado por dinero y la
novia por el apellido; pero todos se equivocaban. El matrimonio tuvo una
motivación amorosa y la luna de miel fue, técnicamente, un idilio. Jensine
jamás se habría casado con un hombre al que no amase; sentía un gran respeto
por el dios del amor y ya llevaba unos años elevándole diariamente una pequeña
oración: «¿Por qué tardas?» Ahora pensaba que quizá le había concedido de veras
lo que ella le pedía, y que los libros le habían facilitado muy poca
información sobre la verdadera naturaleza del amor.
El
paisaje de Noruega, en el que tuvo su primera experiencia de la pasión,
contribuyó a hacer más abrumadoras sus impresiones. La Naturaleza estaba en su
momento más glorioso. El cielo era azul, el cerezo silvestre florecía por todas
partes e impregnaba el aire de una fragancia dulce y amarga, y las noches eran
tan claras que se podía leer a media noche. Jensine, con crinolina y un bastón
de montañero, subía por numerosos y empinados senderos del brazo de su
marido... o sola, ya que era fuerte y andariega. Se quedaba de pie, en lo alto
de las cimas, con las ropas azotadas a su alrededor, y pensaba y pensaba. Había
vivido siempre en Dinamarca, y un año en un internado en Lubeck, y su noción de
la tierra era que debía de extenderse horizontalmente, plana y ondulada, a sus
pies. Pero en estas montañas, extrañamente, todo parecía elevarse de manera vertical,
como se levanta un gran animal sobre sus patas traseras, no se sabe si para
jugar o aplastarla a una. Estaba más arriba de lo que había estado nunca y el
aire se le subía a la cabeza como el vino. Y hacia donde miraba, veía correr el
agua, precipitarse desde las montañas inmensas a los lagos, en plateados
arroyos o en rugientes cascadas nimbadas por el arco iris. Era como si la
Naturaleza misma llorase, o riese, en voz alta.
Al
principio, todo esto resultaba tan nuevo para ella que sentía que sus viejas
nociones del mundo se henchían en todas direcciones, como se henchían su falda
o su chal. Pero no tardaron en converger sus impresiones en una sensación de la
más profunda alarma, en un pánico como jamás había experimentado.
Se
había educado en un ambiente de prudencia y previsión. Su padre era un honrado
comerciante a quien le asustaba perder dinero y perder clientes. Algunas veces,
este doble riesgo le había sumido en la melancolía. Su madre había sido una
joven temerosa de Dios, miembro de una secta pietista; sus dos viejas tías eran
personas de principios morales estrictos, atentas a las opiniones del mundo. En
casa, Jensine se había considerado a veces un espíritu atrevido y había
anhelado la aventura. Pero en este paisaje impresionantemente romántico, cogida
por sorpresa y abrumada por las fuerzas violentas, desconocidas y formidables
que se agitaban en su corazón, miraba en torno suyo en busca de apoyo. ¿Dónde
debía buscarlo? Su joven marido, que la había traído aquí, y con el que estaba
a solas, no la podía ayudar. Muy al contrario, era la causa de la turbulencia
que se agitaba en su interior y se encontraba también, a los ojos de ella,
particularmente expuesto a los peligros del mundo exterior. Pues muy poco
después de la boda, Jensine se dio cuenta —como sin duda sabía ya, vagamente,
desde que se conocieron— de que era un ser humano totalmente carente, e
incapaz, de temor.
Había
leído historias sobre héroes en los libros y los había admirado de todo
corazón. Pero Alexander no era como los héroes de los libros. No desafiaba o
vencía los peligros de este mundo, sino que ignoraba su existencia. Para él,
las montañas eran un patio de recreo y todos los fenómenos de la vida, el amor
incluido, eran sus compañeros de juego en él. «Dentro de cien años, cariño», le
decía a Jensine, «todo dará igual». No podía imaginar cómo se las había
arreglado para vivir hasta ahora; pero sabía que su vida había sido, en todos
los sentidos, distinta de la de ella. Ahora se daba cuenta con horror de que
aquí, en un mundo de alturas y profundidades insospechadas, estaba en manos de
una persona totalmente ignorante de la ley de la gravedad. En tal situación,
sus sentimientos respecto a él se intensificaron, transformándose a la vez en
una profunda indignación moral, como si la hubiese traicionado deliberadamente,
y en una extrema ternura, como la que habría sentido por un niño desamparado y
abandonado. Éstas eran las dos pasiones más fuertes de que su naturaleza era
capaz; se aceleraron en su interior y se convirtieron en una posesión. Recordó
el cuento del niño que es enviado al mundo para que aprenda a tener miedo y
decidió que, por ella misma y por él, para su autodefensa, y para protegerle y
salvarle a él también, debía enseñar a su marido a tener miedo.
Alexander
no sabía nada de lo que ocurría en el interior de su mujer. Estaba enamorado de
ella y la admiraba y la respetaba. Era inocente y pura; provenía de una estirpe
de personas capaces de hacer fortuna con su ingenio; hablaba francés y alemán y
sabía geografía e historia. Y sentía por todas estas cualidades una veneración
religiosa. Estaba preparado para descubrir sorpresas en ella, ya que no se
conocían a fondo, y no habían estado a solas en una habitación más que tres o
cuatro veces antes de la boda. Además, él no pretendía comprender a las
mujeres, y consideraba más bien que su imprevisibilidad formaba parte de su
gracia. El malhumor y los caprichos de su joven esposa le confirmaban su
convicción, que ella le había inspirado al conocerse, de que era lo que él
necesitaba en la vida. Pero quería hacerla su amiga, porque pensaba que no
había tenido un amigo de verdad. No le hablaba de sus aventuras amorosas del
pasado —en realidad, no habría podido hablarle de ellas aunque hubiese
querido—, pero en otros terrenos le contaba cuanto podía recordar de sí mismo y
de su vida. Un día le confesó cómo había jugado en Baden-Baden, arriesgando
hasta el último céntimo, y había ganado. Ignoraba que ella pensó para sus
adentros: «En realidad, es un ladrón; o si no, ha recibido bienes robados, así
que no es mejor que un ladrón.» Otras veces se reía de las deudas que había
tenido y de sus apuros para evitar encontrarse con su sastre. Todo esto sonaba
realmente extraño a los oídos de Jensine. Porque para ella las deudas eran una
abominación; y que él hubiera vivido entrampado sin angustiarse, confiando en
que la fortuna pagase sus deudas, le parecía contra natura. Sin embargo, ella,
la muchacha rica con la que él se había casado, pensaba, había llegado a
tiempo, como servicial instrumento de la fortuna, para justificar su confianza
a los ojos de su mismo sastre. Le habló de un duelo que había tenido con un
oficial alemán y le enseñó la cicatriz que le había dejado. Cuando finalmente
la tomó en sus brazos, arriba en la cumbre, con el cielo como testigo, Jensine
exclamó en su interior: «Si es posible, aparta de mí este cáliz.»
Cuando
Jensine se dispuso a enseñar a su marido a tener miedo, tuvo presente el cuento
de tía Maren y se prometió a sí misma no pedir tregua nunca, y dejar que lo
hiciera él. Como la relación entre los dos era para ella el factor central de
la existencia, era natural que tratase primero de asustarle con la posibilidad
de perderla. Era una muchacha sencilla y recurría a procedimientos sencillos.
A
partir de entonces se volvió más imprudente que él en las ascensiones. Se
colocaba en el borde de un precipicio, apoyada en su sombrilla, y le preguntaba
cómo era de profundo. Se balanceaba en estrechos y frágiles puentes, por encima
de torrentes espumeantes, sin parar de parlotear. Salió a remar al lago, en una
pequeña barquichuela, un día de tormenta. Por la noche soñaba con los peligros
del día y se despertaba gritando, de manera que él la cogía en sus brazos para
tranquilizarla. Pero de nada servían estas temeridades. Su marido estaba
encantado y sorprendido ante su transformación de modesta doncella en
valquiria. Lo atribuyó a la influencia de la vida de casada y se sintió no poco
orgulloso. Ella misma, al final, se preguntó si no la empujaban a estas hazañas
el orgullo y las alabanzas de él, tanto como su propia decisión de
conquistarle. Entonces se irritó consigo misma y con todas las mujeres, y se
compadeció de él y de todos los hombres.
A
veces, Alexander salía a pescar. Estas ocasiones las aprovechaba Jensine para
estar sola y ordenar sus pensamientos. Entonces la joven esposa vagaba
solitaria, figura minúscula en los montes, con su vestido de tela escocesa. Una
o dos veces, durante estos paseos, pensó en su padre y el recuerdo de su
ansiosa preocupación por ella hizo que le asomasen lágrimas a los ojos. Pero
las reprimió: debía estar sola para aclarar cuestiones de las que él no podía
saber nada.
Un
día que estaba sentada en una piedra, descansando, se acercaron unos niños que
cuidaban ganado y se la quedaron mirando. Les llamó y les dio unos caramelos
que llevaba en su pequeño bolso. A Jensine le habían entusiasmado sus muñecos
y, hasta donde una jovencita pudorosa de la época se atrevía, había deseado
tener hijos propios. Ahora pensó con súbito terror: «¡Jamás tendré hijos! ¡Mientras
tenga que mostrarme fuerte frente a él de esta manera, jamás tendré un hijo!»
Este pensamiento la afligió tan profundamente que se levantó y se fue.
En
otro de sus paseos solitarios le vino a la cabeza el recuerdo de un joven de la
oficina de su padre que había estado enamorado de ella. Se llamaba Peter Skov.
Era un brillante joven de negocios y le conocía de toda la vida. Ahora recordó
cómo, cuando tenía el sarampión, se sentaba a leerle todos los días, y cómo la
acompañaba cuando salía a patinar y le preocupaba que ella pudiese resfriarse,
o caerse, o chocar con el hielo. Desde donde se había detenido podía ver la
minúscula figura de su marido a lo lejos. «Sí», pensó, «es lo mejor que puedo
hacer. Cuando vuelva a Copenhague, entonces, por mi honor, que aún es mío»,
aunque le asaltaron dudas sobre este particular, «Peter Skov será mi amante».
El
día de la boda Alexander le había regalado a su esposa un collar de perlas.
Pertenecieron a su abuela, que había llegado de Alemania, y fue una belleza y
un bel esprit. Se lo había legado a
él para que se lo regalase a su futura esposa. Alexander le había hablado mucho
a Jensine de su abuela. Se había enamorado de ella, le dijo, porque se parecía
un poco a su abuela. Le pidió que llevase siempre este collar. Jensine nunca
había tenido un collar de perlas y estaba orgullosa del suyo. Últimamente, en
que tan a menudo había tenido necesidad de apoyo, había adquirido la costumbre
de retorcer el collar y tirar de él con los labios.
—Si
sigues haciendo eso —dijo un día Alexander—, romperás el hilo.
Ella
le miró. Fue la primera vez que le vio presagiar el desastre. «Quería a su
abuela», pensó ella; «¿o es que ha de estar muerta una para tener peso para
este hombre?» Desde entonces pensaba a menudo en la anciana. Ella también
procedía de un medio propio y había sido una extraña en la familia y el círculo
de amistades de su marido. Se las había arreglado para conseguir del abuelo de
Alexander este collar de perlas y que la recordasen por él durante
generaciones. ¿Eran las perlas, se preguntó, un símbolo de victoria o de
sumisión? Jensine llegó a considerar a la abuela como su mejor amiga en la
familia. Le habría gustado hacerle una visita como nieta y confiarle sus
tribulaciones.
La
luna de miel estaba llegando a su fin y esta guerra extraña, cuya existencia
sólo conocía uno de los beligerantes, no había llegado a ninguna conclusión.
Los dos jóvenes estaban tristes de tener que marcharse. Sólo ahora se daba
cuenta plenamente Jensine de la belleza del paisaje que la rodeaba, porque al
final lo había convertido en su aliado. Aquí, pensaba, los peligros del mundo
eran evidentes, estaban siempre a la vista. En Copenhague, la vida parecía
segura, pero podía revelarse aún más temible. Pensó en su preciosa casa,
esperándola allí, con cortinas de encaje, arañas y armarios de ropa blanca. No
tenía ni idea de cómo sería la vida en ella.
La
víspera del día en que debían embarcar estaban en un pueblecito de donde
quedaban seis horas de viaje en carruaje hasta el embarcadero donde atracaba el
vapor.
Habían
salido antes del desayuno. Al sentarse Jensine y desatarse el sombrero, se le
enganchó la pulsera en el collar y se le desparramaron todas las perlas por el
suelo como si hubiese estallado en una explosión de lágrimas, Se agachó
Alexander y, a medida que las recogía una a una, se las iba poniendo a ella en
el regazo.
Jensine
sintió una especie de dulce pánico. Había roto lo único en el mundo que le
había dado miedo romper. ¿Qué presagio anunciaba para ellos?
—¿Sabes
cuántas eran? —preguntó a Alexander.
—Sí
—dijo él desde el suelo; mi abuelo le regaló el collar a mi abuela al celebrar
sus bodas de oro, con una perla por cada uno de sus cincuenta años. Pero
después fue añadiendo una cada año, por el cumpleaños de ella. Hay cincuenta y
dos. Es fácil de recordar: es el número de cartas de la baraja.
Por
último las tuvieron todas, y las envolvieron en el pañuelo de seda de él.
—Ahora
no me las podré poner hasta que estemos en Copenhague —dijo Jensine.
En
aquel momento entró la patrona con el café. Observó la catástrofe, e
inmediatamente se ofreció a ayudarles. El zapatero del pueblo, dijo, podía
arreglarles el collar. Hacía dos años, un señor inglés y su esposa habían
visitado las montañas con un grupo; y cuando a la joven señora se le rompió su collar
de perlas de la misma manera, él se las había ensartado a su completa
satisfacción. Era un honrado viejecito, aunque muy pobre y tullido. De joven se
había perdido en los montes, en medio de una tormenta de nieve; lo encontraron
dos días después y le tuvieron que cortar los pies. Jensine dijo que le
llevaría las perlas al zapatero y la patrona le indicó la dirección de su casa.
Fue
sola, mientras su marido ataba con correas el equipaje, y encontró al zapatero
en su pequeño y oscuro taller. Era un viejecito flaco, con delantal de cuero, y
una sonrisa tímida y astuta en su rostro agobiado por largos sufrimientos.
Jensine contó las perlas y las depositó gravemente en sus manos. Él las miró y
prometió tener arreglado el collar para el día siguiente a mediodía. Después de
acordar el precio, siguió sentada en una silla pequeña con las manos en el
regazo. Por decir algo, le preguntó cómo se llamaba la señora inglesa a la que
se le había roto el collar también; pero el zapatero no se acordaba.
Jensine
paseó la mirada por la habitación. Era pobre; carecía de muebles y tenía un par
de estampas religiosas clavadas en la pared. Extrañamente, tuvo la impresión de
haber vuelto a casa. Un hombre honrado, tratado con dureza por el destino,
había pasado largos años en este cuchitril. Era un sitio donde se trabajaba, se
soportaban con paciencia las preocupaciones y se afanaba uno por el pan de cada
día. Jensine estaba tan cerca todavía de sus libros de colegio que los
recordaba todos; y ahora empezó a pensar en lo que había leído sobre los peces
de las profundidades, tan acostumbrados a soportar el peso de miles de brazas
de agua que si saliesen a la superficie reventarían. ¿Era ella, se preguntó, un
pez de las profundidades que sólo se sentía a gusto bajo la presión de la
existencia? ¿Y su padre, su abuelo, y sus antecesores, lo habían sido también?
¿Qué debía hacer un pez de las profundidades, siguió pensando, si se casaba con
uno de esos salmones que había visto saltar en las cascadas? ¿O con un pez
volador? Se despidió del zapatero y se fue.
Cuando
regresaba divisó a un hombre bajo y corpulento, con sombrero negro y abrigo,
que caminaba con paso vivo. Recordó haberle visto anteriormente, incluso creía
que se alojaba en la misma casa que ella. Había un banco en el sendero desde el
que se dominaba una vista magnífica. El hombre de negro se sentó en él, y
Jensine, para quien era su último día en las montañas, se sentó también en el
otro extremo. El desconocido se levantó un poco el sombrero a modo de saludo.
Jensine le había tomado por una persona de edad, pero ahora vio que no tenía
mucho más de treinta años. Su rostro era enérgico y sus ojos claros y
penetrantes. Un momento después se dirigió a ella con una leve sonrisa:
—La
he visto salir del taller del zapatero —dijo—. ¿No habrá perdido una suela en
las montañas?
—No;
le he llevado unas perlas —dijo Jensine.
—¿Le
ha llevado perlas? —dijo el desconocido jocosamente—. Eso es lo que voy a
recoger de él.
Jensine
se preguntó si no estaría un poco chiflado.
—Ese
viejo —dijo el desconocido— tiene en su casa gran cantidad de nuestros viejos
tesoros nacionales, perlas concretamente, cosa que ando yo recogiendo ahora
casualmente. En caso de que necesite usted cuentos infantiles, no hay nadie en
todo Noruega que pueda facilitarle mejor surtido que nuestro zapatero. Una vez
soñó con ser estudiante y poeta, ¿sabe?; pero el destino le asestó un duro
golpe y tuvo que dedicarse al oficio de zapatero.
Tras
una pausa comentó:
—Me
han dicho que usted y su marido han venido de Dinamarca en viaje de novios. No
es corriente eso: estas montañas son muy altas y peligrosas. ¿Quién de los dos
sugirió venir aquí? ¿Usted?
—Sí
—dijo ella.
—Claro
—dijo el desconocido—. Me lo figuraba: que quizá fuera él el pájaro que se
remonta hacia arriba y usted la brisa que lo lleva. ¿Conoce la cita? ¿Le dice
algo?
—Sí
—dijo ella, algo desconcertada.
—Hacia
arriba —dijo él, y se echó hacia atrás, en silencio, con las manos sobre el
bastón. Al cabo de un rato prosiguió—: ¡Las cumbres! ¿Quién sabe? Compadecemos
al zapatero por la desgracia que le obligó a renunciar a sus sueños de poeta, a
la fama y al nombre. ¿Cómo sabemos que no ha sido eso lo mejor? ¡La grandeza,
el aplauso de las masas! En efecto, mi joven señora, quizá sea lo mejor que
haya renunciado a ellos. Quizá no hubiera podido comprar con ellos, en el
mercado corriente, un anuncio de zapatero y el arte de poner suelas. Puede que
uno haga bien en deshacerse de ellos a precio de costo. ¿Qué opina usted,
señora?
—Creo
que tiene razón —dijo ella despacio.
El
desconocido le dirigió una mirada penetrante con sus ojos azules como el hielo.
—¿Es
ésa su opinión —dijo— en este hermoso día de verano? Zapatero, a tus zapatos.
¿Cree usted que haría mejor uno en dedicarse a confeccionar pociones y píldoras
para las personas enfermas y el ganado de este mundo? —rió brevemente—. Es un
chiste muy bueno. Dentro de cien años se escribirá en un libro: «Una pequeña
señora de Dinamarca le aconsejó que siguiera siendo zapatero. Por desgracia, él
no siguió aquel consejo. Adiós, señora, adiós —y tras estas palabras, se
levantó y reanudó su paseo.
Jensine
observó cómo se perdía su figura entre las colinas. La patrona había salido a
ver si había encontrado al zapatero. Jensine seguía mirando al desconocido.
—¿Quién
es aquel señor? —preguntó.
La
mujer se protegió los ojos con la mano.
—¡Ah,
ya! —dijo—. Es un señor muy culto; un hombre importante. Ha venido a recoger
historias y canciones antiguas. En otro tiempo era boticario. Pero tenía un
teatro en Bergen y escribía obras para representarlas en él también. Se llama
herr Ibsen.
Por
la mañana llegó noticia del embarcadero de que el barco iba a llegar antes de
lo previsto, y hubo que ponerse en marcha a toda prisa; la patrona mandó a su
hijo pequeño a casa del zapatero a recoger las perlas de Jensine. Cuando los
viajeros estaban ya sentados en el coche, llegó el chico con las perlas,
envueltas en una hoja de libro y ensartadas en un cordón encerado. Jensine las
desenvolvió y se dispuso a contarlas, pero lo pensó mejor y se abrochó el
collar, sin hacerlo, alrededor del cuello.
—¿No
debías contarlas? —le preguntó Alexander.
Ella
le dirigió una mirada larga.
—No
—dijo.
Fue
callada durante el trayecto. Aún resonaban las palabras de él en sus oídos:
«¿No debías contarlas?» Iba sentada a su lado, triunfal. Ahora sabía lo que
sentía un triunfador.
Alexander
y Jensine estuvieron de vuelta en Copenhague en una época en que la mayoría de
la gente estaba fuera de la ciudad y no había grandes acontecimientos sociales.
Pero Jensine recibía visita de muchas esposas de jóvenes militares amigos de él
e iban todos juntos al Tívoli de Copenhague en las noches veraniegas. Todos
hacían elogios de Jensine.
Su
casa se hallaba al lado de uno de los viejos canales de la ciudad y daba
fachada al Museo Thorwaldsen. A veces, de pie junto a la ventana, contemplaba
las embarcaciones; y pensaba en Hardanger. En todo este tiempo no se había
quitado las perlas ni las había contado. Estaba convencida de que al menos
faltaría una. Imaginaba que el peso que notaba en el cuello era distinto del de
antes. ¿Cuánto sería, pensaba, lo que había sacrificado por la victoria sobre
su marido? ¿Un año, o dos, de su vida de casados, antes de sus bodas de oro?
Esas bodas de oro parecían muy lejanas; sin embargo, cada año era precioso;
¿cómo iba a poder desprenderse de uno de esos años?
En
los últimos meses de ese verano la gente empezó a hablar de la posibilidad de
una guerra. La cuestión Schleswig-Holstein se había vuelto inminente. Una
proclama real danesa, en marzo, había rechazado todas las pretensiones alemanas
sobre Schleswig. Ahora, en julio, una nota alemana exigía, so pena de ejecución
federal, la retirada de dicha proclama.
Jensine
era una patriota apasionada y leal al rey, que había dado al pueblo una
constitución libre. Estos rumores la pusieron en un estado de gran nerviosismo.
Consideraba frívolos a los jóvenes oficiales, amigos de Alexander, por su
manera frívola y jactanciosa de hablar sobre el peligro que corría el país. Si
quería hablar en serio de la crisis tenía que recurrir a su propia familia. Con
su marido era imposible; pero en su fuero interno sabía que él estaba tan
convencido de la invencibilidad de Dinamarca como de su propia inmortalidad.
Jensine
se leía los periódicos de cabo a rabo. Un día, en el Berlingske Tidente se tropezó con la siguiente frase: «El momento
es grave para la nación. Pero confiamos en la justicia de nuestra causa, y no
tenemos miedo.»
Fueron,
quizá, las palabras «no tenemos miedo» las que la animaron. Se sentó en una
silla junto a la ventana, se quitó las perlas y se las puso en el regazo.
Permaneció un momento con las manos entrelazadas sobre ellas, como en oración.
Luego las contó. Había cincuenta y tres perlas en el collar. No dio crédito a
sus ojos y volvió a contarlas; pero no había error: eran cincuenta y tres y la
de en medio era la más gruesa.
Jensine
siguió largo rato sentada en la silla, completamente confundida. Sabía que su
madre había creído en el Diablo. En este instante, a la hija le ocurrió lo
mismo. No la habría sorprendido oír una carcajada detrás del sofá. ¿Se habían
confabulado las potencias del universo, pensó, para reírse de una pobre chica?
Cuando
consiguió ordenar otra vez sus pensamientos, recordó que antes de que Alexander
le regalase el collar el viejo joyero de la familia de su marido le había
arreglado el cierre. Así que sin duda conocía las perlas y podía decirle algo
al respecto. Pero estaba tan asustada que no se atrevía a ir a verle. Sólo unos
días más tarde le pidió a Peter Skov, que había ido a visitarla, que le llevase
el collar.
Volvió
Peter y le contó que el joyero se había puesto las lentes para examinar las
perlas; y luego, asombrado, declaró que había una más desde la última vez que
lo había visto.
—Sí,
la que me dio Alexander —comentó Jensine, ruborizándose intensamente ante su
propia mentira.
Peter
pensó, lo mismo que el joyero, que era una generosidad barata en un teniente,
hacerle un regalo costoso a la rica heredera con la que se había casado. Pero
le repitió las palabras del anciano. «El señor Alexander», había declarado, «ha
demostrado ser un extraordinario entendido de perlas. No vacilaré en declarar
que esta sola perla vale tanto como todas las demás juntas». Jensine, aterrada
aunque sonriente, le dio las gracias a Peter; aunque éste se marchó con cierta
desazón, ya que tenía el convencimiento de que la había molestado o asustado.
Hacía
algún tiempo que Jensine no se sentía bien; y cuando, en septiembre, hubo unos
días de tiempo bochornoso y pesado en Copenhague, Jensine palideció y perdió el
sueño. Su padre y sus dos viejas tías estaban preocupados por ella y trataron
de convencerla para que fuese a pasar una temporada en la residencia que su
padre tenía en Strandvej, en las afueras de la ciudad. Pero Jensine no quiso
dejar su casa ni a su marido; ni quería tampoco ponerse bien, pensó, hasta
haber llegado al fondo del misterio de las perlas. Una semana después decidió
escribir al zapatero de Odda. Si, como herr Ibsen había dicho, había sido
estudiante y poeta, sabría leer y contestaría a su carta. Le pareció que, en su
actual situación, no tenía ningún amigo en el mundo más que a este anciano
tullido. Deseó poder volver a su taller, a las paredes desnudas y a la silla de
tres patas. Por las noches soñaba que estaba allí. El viejo le había sonreído
con dulzura: sabía muchos cuentos infantiles. Quizá sabría consolarla. Sólo
durante un momento tembló al pensar que quizá había muerto y entonces no lo
averiguaría nunca.
Durante
las semanas siguientes la sombra de la guerra se hizo más densa. Su padre
estaba preocupado por las perspectivas y por la salud del rey Federico. En esta
nueva situación, el viejo comerciante empezó a enorgullecerse de que su hija se
hubiese casado con un soldado, cosa que antes no podía haber estado más lejos
de su pensamiento. Él y las viejas tías mostraron gran respeto por Alexander y
Jensine.
Un
día, medio en contra de su voluntad, Jensine le preguntó a Alexander sin rodeos
si creía que habría guerra.
—Sí
—contestó él con convencimiento—, habrá guerra. No puede evitarse.
Siguió
silbando una canción de soldados. La visión de la cara de ella le hizo
detenerse.
—¿Te
da miedo? —preguntó.
A
Jensine le pareció inútil, incluso indecoroso, explicarle sus sentimientos
respecto a la guerra.
—¿Tienes
miedo por mí? —preguntó él otra vez.
Ella
desvió la cabeza.
—Ser
la viuda de un héroe —dijo él— sería el papel más apropiado para ti, cariño.
A
Jensine se le llenaron los ojos de lágrimas, tanto de ira como de dolor.
Alexander se acercó y le cogió la mano.
—Si
caigo —dijo—, será un consuelo para mí recordar que te he besado todas las
veces que me has dejado —la volvió a besar ahora, y añadió—: ¿Será un consuelo
para ti?
Jensine
era una joven sincera. Cuando le preguntaban, trataba de encontrar respuesta
veraz. Ahora pensó: «¿Sería un consuelo para mí?» Pero no pudo encontrar la
respuesta en su corazón.
Todo
esto dio a Jensine mucho que pensar, así que medio se olvidó del zapatero; y
cuando, una mañana, encontró su carta en la mesa del desayuno, por un momento
creyó que era de un mendigo, de los que recibía muchas. Un instante después
palideció intensamente. Su marido, enfrente de ella, le preguntó qué le pasaba.
No le contestó, sino que se levantó, se retiró a su propio cuartito de estar y
abrió la carta junto a la chimenea. Los caracteres cuidadosamente trazados le
recordaron el rostro del anciano como si le hubiese enviado un retrato.
«Estimada señora danesa», decía
la carta: «Sí; yo le puse la perla en
el collar. Quería darle una pequeña sorpresa. Concedía usted demasiada
importancia a sus perlas cuando me las trajo, como si temiese que fuera yo a
robarle alguna. Los viejos, igual que los jóvenes, tienen que divertirse a
veces. Si la he asustado, le ruego, por favor, que me perdone. La perla esa
vino a mis manos hace dos años, cuando le arreglé el collar a la señora
inglesa. Se me quedó olvidada y la encontré después. La he tenido dos años,
pero no la necesito para nada. Es mejor que la tenga una joven señora. La
recuerdo a usted sentada en mi silla, muy joven y bonita. Le deseo suerte y que
le ocurra algo agradable el mismo día que llegue esta carta. Y que pueda llevar
la perla mucho tiempo, con corazón humilde, firme confianza en Dios y un
pensamiento amable para este viejo de aquí, de Odda. Adiós.
»Su amigo,
Peter
Viken.»
Jensine
había leído la carta acodada en la repisa de la chimenea, para sostenerse. Al
levantar la vista, se encontró con los ojos graves de su propia imagen en el
espejo que había encima. Eran severos; como si le estuvieran diciendo: «Eres
una verdadera ladrona; o si no, has recibido objetos robados; así que no eres
mejor que un ladrón.» Permaneció de pie largo rato, inmóvil. Por último pensó:
«Todo ha terminado. Ahora sé que jamás conquistaré a los que no conocen las
preocupaciones ni el temor. Es como la Biblia; yo les heriré en el talón, pero
ellos me herirán en la cabeza. En cuanto a Alexander, debía haberse casado con
la señora inglesa.»
Para
su enorme sorpresa, descubrió que no le importaba. Alexander se había
convertido en una pequeña figura en el fondo de su vida; no importaba lo más
mínimo lo que hiciera o pensara. No importaba que la hubiesen ridiculizado.
«Dentro de cien años», pensó, «todo dará igual».
¿Qué
importaba entonces? Trató de pensar en la guerra, pero encontró que la guerra
tampoco le importaba. Sentía un extraño vértigo, como si la habitación se
hundiese a su alrededor, aunque no de manera desagradable. «¿No quedaba nada
notable» pensó, «bajo la luna visitante?» Ante las palabras «la luna visitante»
los ojos de la imagen del espejo se abrieron como asombrados; las dos jóvenes
se miraron mutuamente. Algo de suma importancia, concluyó, había surgido en el
mundo ahora y seguiría en él cien años. Las perlas. Durante cien años, un joven
se las regalaría a su mujer y le contaría su propia historia sobre ellas, igual
que Alexander se las había regalado a ella, y le había contado la historia de
su abuela.
El
pensar en estos dos jóvenes dentro de cien años le produjo tal ternura que se
le llenaron los ojos de lágrimas, y se sintió feliz, como si fuesen viejos
amigos suyos con los que se hubiese reencontrado. «¿No pedir tregua?», pensó.
«¿Por qué no? Sí, la pediré; gritaré lo más fuerte que pueda. Ahora no consigo
recordar por qué razón no debía pedir tregua.»
La
figura minúscula de Alexander, en la ventana de la otra habitación, le dijo:
—Por
ahí viene tu tía mayor, con un gran ramo de flores.
Lenta,
muy lentamente, Jensine apartó los ojos del espejo y volvió al mundo del
presente. Fue a la ventana.
—Sí
—dijo—, son de Bella Vista —que era
como se llamaba la residencia de su padre. Desde la ventana, marido y mujer
miraban hacia la calle.
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