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AUTOR DE TIEMPOS PASADOS

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jueves, 18 de julio de 2013

Terry Pratchett - Cavadores - El Éxodo De Los Gnomos - Libro 2


Terry Pratchett

El Éxodo De Los Gnomos
Libro 2





En el principio...

... Arnold Bros (fund. en 1905) creó la Tienda.
Al menos, ésa era la creencia de los miles de gnomos que durante muchas generaciones —generaciones de gnomos, por supuesto; los gnomos viven diez veces más deprisa que los humanos, de modo que, para ellos, diez años son una larga vida— habían vivido bajo los suelos de madera de Arnold Bros (fund. en 1905), unos viejos y respetables grandes almacenes.
La Tienda se había convertido en su mundo, un mundo con techo y paredes.
El Viento y la Lluvia eran antiguas leyendas, igual que el Día y la Noche. Allí, en su mundo, había sistemas de aspersores y acondicionadores de aire y sus pequeñas vidas aceleradas marchaban al ritmo que marcaban la Hora de Apertura y la Hora de Cierre. Las estaciones de su año eran las Rebajas de Enero, Ya es Primavera, la Semana de Vuelta al Colé y la Campaña de Navidad. Guiados por el Abad y los clérigos de Artículos de Escritorio, los diminutos gnomos adoraban —de una manera cortés y plácida, como para no molestarlo— a Arnold Bros (fund. en 1905), quien, para ellos, era el creador de todas las cosas, es decir, de la Tienda y cuanto contenía.
Algunas familias de gnomos se habían hecho ricas y poderosas y habían adoptado los nombres de los departamentos de la Tienda bajo los cuales vivían: los de Alimentación, los de Ferretería, los de Mercería...
Entonces llegaron a la Tienda, en la caja de un camión, los últimos gnomos que sobrevivían en el Exterior. Estos sí sabían qué eran el viento y la lluvia. Por eso habían decidido no soportarlos más. Entre ellos se contaba Masklin, cazador de ratas, y la abuela Morkie y Grimma, aunque estas dos eran mujeres y, en realidad, no contaban. Y, por supuesto, estaba la Cosa.
Nadie entendía muy bien qué era la Cosa. La familia de Masklin se la había ido transmitiendo durante siglos, pero sólo sabían de ella que «era muy importante». Por fin, al acercarla a la electricidad en la Tienda, la Cosa había empezado a hablar. Y había contado que era una máquina pensante de una nave que, miles de años antes, había traído a los gnomos de una Tienda lejana (¿o había dicho Tierra lejana?). También había dicho que podía oír hablar a la electricidad, y que una de las cosas que ésta decía era que la Tienda iba a ser demolida en un plazo de tres semanas.
Fue Masklin quien sugirió a los gnomos abandonar la Tienda en un camión. Pero no tardó en advertir que, cosa extraña, encontrar el modo de conducir un vehículo gigantesco era la parte más sencilla del plan. Lo más difícil para él fue conseguir que los demás se convencieran de que podían hacerlo.
Masklin no era el líder, aunque le habría gustado serlo. Un líder podía levantar el mentón y hacer cosas valientes. En cambio, lo que tuvo que hacer Masklin fue discutir y convencer y, a veces, mentir muy levemente. Y descubrió que, a menudo, era más fácil conseguir que los demás hicieran algo si se los inducía a pensar que era idea de ellos.
¡Tener ideas! Ahí estaba la clave, sin duda. Y eran muchas las ideas que necesitaban. Tenían que aprender a trabajar juntos. Tenían que aprender a leer. Tenían que convencerse de que las mujeres gnomas eran..., bien, casi tan inteligentes como los varones (aunque todo el mundo sabía que en realidad eso era ridículo y que, si las mujeres pensaban demasiado, se les calentaba el cerebro).
A pesar de todo, sus planes funcionaron. El camión abandonó la Tienda antes de que ésta ardiera misteriosamente y, sin apenas causar daños en su trayecto, dejó atrás la ciudad.
Los gnomos encontraron una cantera abierta en una ladera y se instalaron en los barracones en ruinas. Una vez allí, supieron que todo iba a salir bien. Se acercaba, según rumores, un Nuevo y Radiante Amanecer.
Por supuesto, la gran mayoría de los gnomos no había visto nunca un amanecer, radiante o no; de haberlo visto, habrían sabido que lo malo de los amaneceres nuevos y radiantes es que a menudo van seguidos de días nubosos. Con chubascos dispersos.
Transcurrieron seis meses...


Ésta es la historia del Invierno.
De la Gran Batalla.
Ésta es la historia del despertar de Jekub, el Dragón de la Montaña, con sus ojos como grandes ojos y su voz como una gran voz y sus dientes como unos grandes dientes.
Pero la historia no termina ahí.
Ni empieza ahí, tampoco.


Una tempestad agitaba el cielo. Un viento furioso barría los campos arrasando todo a su paso como un gigantesco pisotón. Los árboles pequeños se combaban y los grandes se quebraban. Las últimas hojas de otoño silbaban en el aire como balas perdidas.
El montón de basura junto a las zanjas de grava estaba desierto. Las gaviotas que lo patrullaban habían encontrado refugio en otra parte, pero el lugar aún estaba lleno de actividad.
El viento se abatió sobre la basura como si tuviera algo especial contra los paquetes vacíos de detergente y las cajas de zapatos sobrantes. Las latas daban tumbos por las roderas con un lastimero tintineo mientras los desperdicios más ligeros se elevaban del montón y se unían al caos que reinaba en el aire.
La ventolera prosiguió con toda intensidad. Los papeles crujieron y se agitaron durante un rato hasta que el aire se apoderó de ellos y los hizo volar.
Finalmente, un pedazo de papel que se había resistido durante horas se soltó y se elevó en la tormenta de viento como un gran pájaro blanco de alas oblongas.
Y allá va, dando tumbos...
Por un breve instante, queda prendido en una valla. La mitad del papel se desgarra y, mucho más ligera, rueda por los surcos del campo de labor al otro lado del cerco...
Y, cuando ya está cobrando velocidad y empieza a elevarse, aparece un seto y atrapa el recorte de periódico como si fuera una mosca.





I. Y en ese tiempo hubo Extraños Sucesos: el Aire se movía ásperamente, el Calor del Cielo decreció y, algunas mañanas, la superficie de los charcos apareció Dura y Fría.
II. Y los gnomos se preguntaron unos a otros: « ¿Qué es Todo Esto?».

De El libro de los gnomos,
Canteras, 1, vv. I-II



1
—El Invierno —explicó Masklin con firmeza—. Se llama Invierno.
El Abad Gurder lo miró con aire ceñudo.
—No nos habías dicho que sería así —murmuró—. Hace mucho frío...
— ¿Frío? —intervino la abuela Morkie—. ¿A esto lo llamas hacer frío? ¡Espera a que empiece a hacerlo de veras! —Masklin advirtió que la abuela se divertía con aquello. A la vieja gnoma siempre le había gustado anunciar calamidades; era lo que la mantenía viva—. Cuando empiece a hacer frío en serio... ¡entonces sabréis lo que es una buena helada! ¡Ya veréis cuando el agua caiga del cielo en pedacitos de hielo! —La abuela Morkie se echó hacia atrás en su asiento con aire triunfal—. ¿Qué haréis cuando eso suceda? ¿Eh?
—No es preciso que nos hables como si fuéramos niños —respondió Gurder con un suspiro—. Sabemos leer, ¿recuerdas? Y conocemos muy bien la nieve.
—Es cierto —asintió Dorcas—. En la Tienda había postales con imágenes de nieve. Cada vez que llegaba la Campaña de Navidad. Sí, sabemos qué es la nieve. Es una cosa brillante.
—Y están los tordos —añadió Gurder.
—Bueno... En realidad, el Invierno es un poco más que eso... —empezó a decir Masklin, pero Dorcas le indicó que callara con un gesto de la mano.
—No creo que debamos preocuparnos —aseguró—. Estamos a cubierto, las reservas de alimentos parecen adecuadas y sabemos dónde conseguir más si es preciso. Si nadie tiene más cuestiones que plantear, podríamos dar por concluida la reunión, ¿de acuerdo?


Todo iba bien. O, al menos, no iba mal del todo.
Naturalmente, seguían abundando las escaramuzas y rivalidades entre las diversas familias, pero los gnomos llevaban en la sangre ese modo de comportarse. Por eso habían instituido el Consejo, que parecía cumplir con su cometido.
A los gnomos les gustaba discutir y el Consejo de Conductores significaba una oportunidad de debatir una cuestión sin tener que llegar a las manos con el oponente.
De todos modos, era curioso. En la Tienda, las grandes familias de las diversas secciones habían mandado en ellas. Ahora, en cambio, todas las familias estaban mezcladas y, además, en la cantera no había secciones, pero, casi por instinto, los gnomos perseguían un orden jerárquico. En el mundo siempre había existido una clara división entre quienes decían a los demás qué hacer y quienes cumplían las indicaciones de otros. Así, de manera un tanto extraña, estaba surgiendo una nueva casta de líderes.
Eran los Conductores.
Pertenecer a ellos o no dependía de dónde hubiera estado uno durante el Gran Viaje en Camión. Si uno estaba entre los gnomos que habían hecho éste en la cabina del camión de reparto, era un Conductor. Todos los demás eran simples Pasajeros. No se comentaba mucho al respecto. La división no era oficial ni nada parecido; sólo sucedía que la mayor parte de los gnomos y gnomas consideraba que cualquiera capaz de llevar el Camión hasta allí tenía que ser el tipo de persona que sabía lo que se hacía.
Ser un Conductor no era un seguro de diversión. Un año atrás, antes de descubrir la Tienda, Masklin se había tenido que pasar los días cazando. Ahora, sólo salía de caza cuando le apetecía; los gnomos más jóvenes de la Tienda se encargaban de hacerlo regularmente y, al parecer, estaba mal visto que un Conductor se dedicara a ello. Los gnomos extraían patatas y recogieron una gran cosecha de maíz de un campo cercano, incluso después de que pasaran por él unas grandes máquinas. Masklin habría preferido que los gnomos cultivaran sus alimentos, pero no parecían tener la habilidad precisa para hacer crecer las semillas en el terreno rocoso de la cantera.
En cualquier caso, disponían de alimento y eso era lo principal. Masklin veía a su alrededor a miles de gnomos desarrollando sus vidas, formando familias, estableciéndose.
Regresó dando un paseo hasta su refugio privado, bajo uno de los barracones semiderruidos de la cantera. Al cabo de un rato, tomó una decisión y sacó la Cosa de su agujero en la pared.
La Cosa no tenía encendida ninguna de sus luces. No se iluminarían hasta que tuvieran cerca unos cables eléctricos; entonces, la Cosa cobraría vida y hablaría. En la cantera había algunos cables y Dorcas los había puesto en funcionamiento, pero Masklin aún no había acercado la Cosa a ellos. Aquella caja negra hablaba de una manera que siempre lo llenaba de inquietud.
Aun así, el gnomo estaba muy seguro de que la Cosa podía escucharlo perfectamente.
—El viejo Torrit murió la semana pasada —dijo después de un rato—. Nos sentimos un poco tristes, pero, al fin y al cabo, ya era muy anciano y sólo se murió. Quiero decir que ningún animal se lo comió ni lo aplastó ni nada parecido.
La reducida tribu de Masklin había vivido, antes que en la Tienda, en un talud junto a la autopista, al lado de unos campos llenos de seres deseosos de dar cuenta de un gnomo fresco. La idea de morir, simplemente, porque a uno no le quedaba más vida resultaba insólita para Masklin y los suyos.
—Así pues —continuó—, lo enterramos al borde del patatal, muy hondo para que no lo alcance el arado. Me parece que los gnomos de la Tienda todavía no entienden muy bien lo del entierro. Creen que va a brotar o algo así. Supongo que se confunden con lo que uno hace con las semillas. Por supuesto, no saben nada de cultivos. Eso es debido a haber vivido en la Tienda, ¿sabes? Todo esto es nuevo para ellos. No dejan de protestar por tener que comer cosas que salen del suelo; les parece que no son naturales. Y aún están convencidos de que la lluvia procede de algún sistema de aspersores. Para mí que conciben el mundo del Exterior como otra Tienda de mayores dimensiones. Hum...
Contempló el dado insensible unos instantes mientras exprimía su mente buscando algo más que decir.
—Sea como fuere, la muerte de Torrit ha convertido a la abuela Morkie en la gnoma de más edad —añadió finalmente—. Y eso significa que tiene derecho a un asiento en el Consejo, pese a ser mujer. El Abad Gurder protestó al enterarse, pero todos le dijimos que muy bien, que se lo comunicara él mismo; Gurder no lo ha hecho, de modo que la abuela ocupa su sitio en las reuniones. Hum...
Masklin se miró las uñas. La Cosa tenía un modo de escuchar que resultaba de lo más desconcertante.
—Todo el mundo anda preocupado con el Invierno. Hum... Pero tenemos almacenada gran cantidad de patatas y aquí abajo estamos bastante abrigados. De todos modos, Gurder y los suyos tienen ideas muy curiosas. En la Tienda decían que al llegar la Campaña de Navidad aparecía ese ser monstruoso llamado Santa Claus.[1] Sólo espero que no nos haya seguido hasta aquí. Hum...
Se rascó una oreja y agregó:
—En conjunto, todo va bien. Hum...
Se inclinó más cerca de la Cosa y susurró:
— ¿Sabes qué significa eso? Si uno piensa que todo va bien, siempre surge algún problema que no se había previsto. Eso es lo que significa. Hum...
El cubo negro casi pareció mostrarse comprensivo.
—Todos dicen que me preocupo demasiado, pero yo sigo pensando que toda cautela es poca. Hum... —A Masklin no se le ocurrió nada más que decir—. Hum... Me parece que no hay más noticias, de momento.
Levantó la Cosa y la devolvió a su escondite. El gnomo había estado a punto de contarle su discusión con Grimma, pero luego había decidido que era un asunto, en fin, demasiado personal.
Todo era consecuencia de leer tantos libros; sí, eso tenía la culpa de todo. No debería haber permitido que Grimma aprendiera a leer y empezara a llenarse la cabeza con cosas que no necesitaba saber. Gurder estaba en lo cierto: a las mujeres se les calentaba el cerebro. Últimamente, el de Grimma parecía en perpetuo estado de ebullición.
Masklin se había presentado ante ella y le había dicho que, después del Gran Viaje en Camión y ya mejor instalados en su nuevo hogar, era momento de que Grimma y él se casaran como hacían los gnomos de la Tienda, con el Abad murmurando palabras raras y todo el ceremonial.
Y ella le había respondido que no estaba segura.
Él le había contestado que el asunto no funcionaba de aquel modo: a una la pedían en matrimonio, se celebraba la boda, y eso era todo.
Pero ella había replicado que las cosas ya no eran así.
Masklin se había quejado a la abuela Morkie pensando que encontraría apoyo en ella, pues la abuela era una gran amante de las tradiciones. «Abuela —le había dicho—, Grimma no quiere hacer lo que le digo.»
Pero ella había contestado: « ¡Menuda suerte! ¡Ojalá yo no hubiera hecho lo que me decían, cuando era joven!».
Entonces, el gnomo había llevado su protesta ante Gurder y éste le había dicho que, en efecto, Grimma había actuado mal y que las jóvenes deberían hacer lo que se les indicaba. Pero cuando Masklin le había insistido: « ¡Muy bien! Entonces, ve a decírselo», Gurder había añadido:
«Bueno, yo..., Grimma tiene muy mal genio, ya sabes. Tal vez sería mejor dejar el asunto pendiente, de momento. Después de todo, éstos son tiempos de muchos cambios y...»
Tiempos de cambios. Bien, en eso el Abad tenía mucha razón. Y Masklin había provocado la mayoría de aquellos cambios. Había tenido que obligar a los gnomos a pensar de manera distinta para abandonar la Tienda. Los cambios eran necesarios. Cambiar estaba bien. Él estaba por completo a favor de los cambios.
A lo que era absolutamente reacio era a que las cosas no siguieran como estaban.
Su lanza estaba arrinconada en una esquina. Qué patética parecía aquella arma, ahora. Una simple punta de pedernal sujeta al asta con una tosca cuerda. Ahora disponían de sierras y otras cosas traídas de la Tienda y podían emplear metales. Masklin contempló la lanza largo rato. Después, la empuñó y salió a dar una vuelta para pensar en profundidad sobre las cosas y el lugar que le correspondía en ellas. O, como habría dicho otra gente, a hacerse una buena comida de coco.


La vieja cantera estaba a media altura de la ladera. Encima de ella se alzaba una pronunciada pendiente de hierba que, a su vez, se convertía en una maraña de zarzas y matorrales espinosos. Más allá se extendían los sembrados.
Debajo de la cantera, una pista sin asfaltar serpenteaba entre setos descuidados hasta la carretera principal. Tras ésta se divisaba la Vía del Tren, nombre que recibían dos largas líneas de metal apoyadas sobre grandes bloques de madera. Por estos raíles pasaban de vez en cuando unos vehículos como camiones muy grandes, enganchados uno detrás de otro.
Los gnomos todavía no habían descifrado por completo la naturaleza de aquella Vía del Tren; pero, evidentemente, se trataba de algo peligroso porque desde la cantera se veía una carretera que las cruzaba y, cada vez que se acercaba una de aquellas largas caravanas por los raíles, bajaban dos verjas en la intersección.
Los gnomos sabían para qué servían las verjas. Las había en los campos, para evitar que las cosas salieran de ellos. Por lo tanto, era lógico deducir que las verjas tenían la misión de impedir que la serpiente de camiones enganchados escapara de sus raíles y corriera sin control por las carreteras.
Detrás de la vía había más campos, algunos cascajales —buenos para la pesca, según los gnomos aficionados a practicarla— y luego estaba el aeropuerto.
Durante el verano, Masklin había pasado muchas horas observando los aviones. Éstos corrían por el suelo y luego se elevaban rápidamente, como pájaros, y se hacían más y más pequeños hasta desaparecer.
Y esto último era lo que más le preocupaba. Sentado en su piedra favorita, bajo la lluvia que empezaba a caer, Masklin volvió a pensar en ello. Eran tantas las cosas que lo inquietaban últimamente que se le amontonaban en la cabeza, pero debajo de todas ellas estaba siempre aquel gran interrogante.
Los gnomos tendrían que llegar a donde iban los aviones. Así lo había dicho la Cosa cuando todavía le hablaba. Masklin había sabido por ella que los gnomos habían llegado del cielo. De más allá del cielo, en realidad, lo cual resultaba un poco difícil de entender porque, sin duda, lo único que podía haber más allá del cielo era más cielo. Pues bien, de allí procedían y allí debían regresar. Era su..., algo que empezaba con D. Desatino. Sí, aquél era su desatino. Una vez, los gnomos habían tenido mundos propios. Y, por alguna razón, habían naufragado allí. Sin embargo —esto era lo preocupante—, esa cosa llamada «nave», el avión que surcaba el cielo más allá del cielo, volando entre las estrellas, seguía aún allí arriba, en alguna parte. Los primeros gnomos la habían dejado atrás para descender en otra nave más pequeña, pero ésta se había estrellado y los gnomos no habían podido volver.
Y él, Masklin, era el único que sabía todo aquello.
El viejo Abad, el antecesor de Gurder, también estaba en el secreto. Grimma, Dorcas y Gurder lo conocían parcialmente, pero eran gnomos prácticos de mente activa y en aquellos días había mucho que organizar.
Lo que sucedía era que todos se estaban instalando. Masklin se daba cuenta de que iban camino de convertir aquel lugar en su mundo, igual que había sucedido con la Tienda. Allí pensaban que el techo era el cielo, y aquí creen que el cielo es el techo.
Se quedarían allí y...
Por la pista de la cantera subía un camión. Era una presencia tan inesperada que Masklin advirtió que llevaba un buen rato mirándolo antes de reconocer lo que veían sus ojos.


— ¡No había nadie de guardia! ¿Por qué no había nadie de guardia? ¡Quedamos en que siempre habría alguien vigilando!
Media docena de gnomos se escurrieron entre los matorrales agostados hacia la verja de la cantera.
—Le tocaba el turno a Sacco —murmuró Angalo.
— ¡No es verdad! —siseó el nombrado—. Recuerda que ayer me pediste que cambiáramos la guardia porque...
— ¡No importa a quién tocara! —lo cortó Masklin a gritos—. ¡No había nadie de guardia! ¡Y debería haberlo habido! ¿De acuerdo?
—Lo siento, Masklin.
—Sí, yo también lo siento, Masklin.
El grupo ascendió un ligero terraplén y echó cuerpo a tierra tras un montoncillo de hierba seca.
Comparado con los camiones que conocían, el intruso era pequeño. Un humano se había apeado ya y estaba haciendo algo junto a la verja que conducía a la cantera.
—Es un Land Rover —apuntó Angalo con aire presumido. Antes del Gran Viaje en Camión, el joven gnomo había pasado mucho tiempo en la Tienda leyendo todo cuanto encontraba sobre automóviles. Le encantaban—. En realidad, no es un camión; es más un vehículo para transportar humanos por...
—El humano está pegando algo en la verja —dijo Masklin.
—En nuestra verja —lo corrigió Sacco con aire de desaprobación.
—Es un poco extraño —murmuró Angalo. El humano volvió al vehículo con el paso lento y pesado, casi sonámbulo, propio de su especie. Finalmente, el Land Rover dio la vuelta y se alejó con un rugido.
—Venir hasta aquí arriba sólo para pegar un papel en la verja —volvió a murmurar Angalo mientras los gnomos se incorporaban—. ¡Así son los humanos!
Masklin frunció el entrecejo. Los humanos eran grandes y estúpidos, sin duda, pero tenían algo de imparables y parecían estar dominados por los papeles. En la Tienda, había sido un fragmento de papel el que había dicho que iba a ser demolida y, efectivamente, así había sucedido. Tratándose de papeles, uno no podía confiar en los humanos.
Señaló la oxidada tela metálica, fácil de escalar para un gnomo ágil.
—Sacco —dijo—, será mejor que subas a buscar ese papel.
A kilómetros de distancia, otro pedazo de papel se agitaba, prendido en el seto. Unas gotas de lluvia tamborilearon sobre sus palabras descoloridas por el sol y empaparon el papel hasta dejarlo saturado de agua y...
... Y la hoja de periódico se desgarró. Liberado, el papel cayó aleteando sobre la hierba. Un soplo de brisa le arrancó un susurro.



III. Pero apareció un Anuncio, y todos dijeron: « ¿Qué significará todo esto?».
IV. Y no fue nada bueno.

De El libro de los gnomos,
Anuncios, Cap. 1, vv. III-IV



2
Gurder se arrastró a cuatro patas por el papel que habían arrancado de la verja.
— ¡Pues claro que sé leer lo que dice! —afirmó—. Conozco el significado de cada una de las palabras.
— ¿Y pues? —inquirió Masklin. Gurder, turbado y apurado, añadió entonces:
—Lo que me resulta difícil es captar el sentido de las frases enteras. Aquí, por ejemplo... ¿dónde está...? Sí, aquí. Dice que la cantera va a ser reabierta. ¿Qué significa eso, si hasta el más tonto sabe que ya está abierta? Desde aquí se alcanza a ver a kilómetros de distancia.
Los demás gnomos se arremolinaron a su alrededor. En efecto, la vista se extendía varios kilómetros. Y eso era lo terrible. Tres de los cuatro lados de la cantera estaban cerrados por altos muros de roca, como era debido, pero el cuarto... Bien, uno adquiría la costumbre de no mirar en aquella dirección. El espacio abierto era demasiado enorme y le hacía a uno sentirse todavía más pequeño y vulnerable de lo que ya era.
Aunque no quedara muy claro el sentido de lo que decía el papel, su aspecto resultaba ciertamente siniestro.
—La cantera es un hueco en la montaña —intervino Dorcas—. No se puede abrir un hueco si antes no se ha llenado. Resulta lógico.
—Una cantera es un lugar de donde se extrae piedra —dijo Grimma—. Los humanos lo hacen. Abren un hueco y emplean la piedra para hacer... bueno, carreteras y otras cosas.
—Supongo que todo eso lo has leído, ¿no? —apuntó Gurder con voz agria, sospechando una falta de respeto a la autoridad en la gnoma. También resultaba increíblemente molesto que, pese a todas las evidentes deficiencias de su sexo, Grimma lo superara en capacidad de lectura.
—Claro —respondió ella, alzando la cabeza...
—Fíjate bien, Grimma —dijo Masklin en tono paciente—, aquí ya no queda más piedra. Por eso ha quedado el hueco en la montaña.
—Buena observación —asintió Gurder con voz severa.
— ¡Entonces, el humano hará más grande el hueco! —replicó Grimma—. Mirad esos muros —todos miraron, obedientes—, ¡están hechos de piedra! Mirad aquí... —todas las cabezas se volvieron hacia el pie de la gnoma, que pisaba el papel con unos nerviosos golpecitos—, ¡dice que es para una prolongación de la autopista! ¡Una autopista es una especie de carretera! ¡Y el humano se propone agrandar la cantera! ¡Nuestra cantera! ¡Eso es lo que dice que va a hacer el humano!
Hubo un largo silencio. Por fin, Dorcas preguntó:
— ¿Quién será ese humano?
— ¡Orden! Ha puesto su nombre en el papel —informó Grimma.
—Tiene razón —corroboró Masklin—. Mirad. Aquí dice: «Próxima reapertura, por Orden».
Los gnomos se agitaron, arrastrando los pies. Orden. El nombre no resultaba muy prometedor. Alguien que se llamara Orden sería, probablemente, capaz de cualquier cosa.
Gurder se incorporó y se sacudió el polvo de la ropa.
—En el fondo, eso no es más que un pedazo de papel —murmuró, taciturno.
—Pero el humano vino hasta aquí —protestó Masklin—. Hasta ahora, nadie se había acercado.
—No estoy seguro de eso —dijo Dorcas—. Están todos los edificios de la cantera. Los viejos talleres, los barracones y demás... Me refiero a que son para humanos. Es algo que siempre me ha preocupado. Los humanos tienden a volver donde han estado antes. Les encanta hacerlo.
Se produjo otro espeso silencio, de esos que se crean en una multitud cuando cruza por sus cabezas un pensamiento siniestro.
— ¿Quieres decir —murmuró lentamente un gnomo— que hemos hecho todo este camino, hemos trabajado con tanto esfuerzo para hacer habitable este lugar, y ahora nos lo va a arrebatar ese humano?
—No creo que debamos preocuparnos demasiado, de momento... —empezó a decir Gurder.
—Aquí, todos tenemos familia —intervino otro gnomo. Masklin reconoció a Angalo, el cual se había casado en primavera con una muchacha de la familia de Alimentación y ya era padre de un par de hermosos bebés, que contaban dos meses de edad y ya hablaban.
—Y estamos a punto de iniciar otro intento de plantar semillas —apuntó otra voz—. Todos sabemos el tiempo y esfuerzo que hemos invertido en despejar el terreno detrás de los grandes barracones.
Gurder alzó la mano en gesto implorante.
—Aún no estamos seguros de nada —dijo—. No debemos inquietarnos hasta que hayamos descubierto qué sucede.
— ¿Y entonces ya podremos inquietarnos? —se alzó la voz agria de otro gnomo.
Masklin reconoció a Nisodemo, un joven de Artículos de Escritorio y ayudante del propio Gurder. A Masklin nunca le había caído bien y, al parecer, Nisodemo tampoco sentía simpatía por nadie.
—Yo..., hum, nunca he estado cómodo con la sensación que producía este lugar. Sabía que iba a haber problemas... —se quejó Nisodemo.
—Vamos, vamos, muchacho —dijo Gurder—. No hay razón para hablar así. Celebraremos otra reunión del Consejo —añadió—. Sí, eso será lo que haremos.


El arrugado papel de periódico yacía junto a la autopista. De vez en cuando, un soplo de viento lo impulsaba al azar a lo largo de la cuneta mientras, a pocos centímetros, el tráfico discurría con gran estruendo.
Una ráfaga más fuerte que las anteriores impulsó el papel en el preciso instante en que un camión de grandes dimensiones pasaba, atronador, levantando tras él un violento remolino. El papel se elevó sobre la carretera, se desplegó como una vela y planeó en el aire.


El Consejo de la Cantera celebraba sesión en el espacio bajo el suelo de la vieja oficina. Otros gnomos abarrotaban el lugar y el resto de la tribu se arremolinaba en el exterior.
—Veréis —decía Angalo—. Colina arriba, al otro lado del patatal, hay un viejo granero enorme. No nos iría mal llevar allí algunas provisiones. Por si acaso, ya sabéis. Así, si sucediera algo, tendríamos un lugar adonde ir.
—Los edificios de la cantera no tienen espacios bajo los suelos, salvo en el comedor y aquí, en la oficina —apuntó Dorcas en tono lúgubre—. No es como en la Tienda, pues no hay muchos lugares donde esconderse. Necesitamos los barracones. Si los humanos vienen aquí, tendremos que marcharnos a otra parte.
—Entonces, el granero parece buena idea, ¿no? —insistió Angalo.
—Hay un humano que sube allí de vez en cuando con un tractor —dijo Masklin.
—Podríamos evitar el encuentro con él. De todos modos, puede que los humanos se marchen otra vez —añadió Angalo, observando la multitud de rostros que lo contemplaba—. Quizá se limiten a coger sus piedras e irse. Entonces podríamos regresar. Tendríamos que enviar a alguien a espiarlos cada día.
—Me parece que has estado pensando en ese granero desde hace mucho tiempo —comentó Dorcas.
—Masklin y yo hablamos del asunto un día que estuvimos de caza ahí arriba, ¿no es cierto, Masklin?
— ¿Eh? —respondió éste, con la mirada perdida en el vacío.
— ¿Recuerdas? Estábamos allí arriba y te comenté que sería un lugar útil si alguna vez lo necesitábamos, y tú dijiste que sí.
—Hum... —contestó Masklin.
—Sí, pero ahora se acerca, eso que llamáis Invierno —apuntó uno de los gnomos—. Ya sabéis: el frío y eso brillante que lo cubre todo.
—Y los tordos —añadió otra voz.
—Sí —dijo el primer gnomo con voz dubitativa—. Los tordos, también. No es buen momento para trasladarnos, con los tordos revoloteando encima de nuestras cabezas.
— ¡Bah!, no os preocupéis de esos pájaros —intervino la abuela Morkie, que había echado una breve cabezada—. Mi padre solía decir que un tordo hace un buen plato, si uno puede cazarlo —añadió, con una radiante mirada de orgullo.
Su comentario tuvo el mismo efecto que un muro de ladrillos en el curso de los pensamientos de la multitud. Finalmente, Gurder insistió:
—Sigo diciendo que no deberíamos alarmarnos demasiado, de momento. Debemos esperar y confiar en Arnold Bros (fund. en 1905).
Se produjo un nuevo silencio. Luego, con toda la calma, Angalo declaró:
— ¡Para lo que nos va a servir!
Y cayó de nuevo el silencio. Pero esta vez era espeso, pesado, y fue haciéndose cada vez más agobiante, más amenazador, como una nube de tormenta creciendo sobre una montaña, acumulando energía, hasta que se produjera el primer relámpago liberador.
Por fin, llegó la esperada descarga.
— ¿Qué has dicho? —preguntó Gurder pausadamente.
—Lo que todo el mundo piensa, simplemente —contestó Angalo. Muchos de los gnomos habían bajado la vista y se miraban los pies.
— ¿A qué te refieres?
—Dinos, Abad, ¿dónde está Arnold Bros (fund. en 1905)? —inquirió Angalo—. ¿Cómo nos ayudó a salir de la Tienda? ¿De qué manera concreta, me refiero? No hizo nada, ¿verdad? —A Angalo le tembló un poco la voz, como si se sintiera aterrado de oírse a sí mismo diciendo aquello—. Lo hicimos todo nosotros. Aprendimos la manera y lo hicimos todo nosotros. Aprendimos a leer libros, vuestros libros, y descubrimos cosas y las hicimos con nuestras propias fuerzas...
Gurder se incorporó de un salto, pálido de furia. Nisodemo, a su lado, se llevó la mano a la boca como si la conmoción lo hubiera dejado sin habla.
— ¡Arnold Bros (fund. en 1905) está donde están los gnomos! —gritó Gurder.
Angalo pareció titubear, pero su padre había sido uno de los gnomos más duros de la Tienda y el hijo no cedió tan fácilmente.
— ¡Eso es invención tuya! —replicó—. ¡No digo que en la Tienda no hubiera... en fin, algo, pero eso era en la Tienda y ahora estamos aquí y los únicos que estamos somos nosotros! ¡El problema es que vosotros, los de Artículos de Escritorio, teníais tanto poder en la Tienda que no soportáis la idea de cederlo a otros!
Esta vez fue Masklin quien se puso en pie.
—Esperad un momento los dos... —empezó a decir.
— ¿De modo que se trata de eso, no? —rugió Gurder, sin hacerle caso—. ¡Es típico de vosotros, los de Mercería! ¡Siempre habéis sido demasiado orgullosos! ¡Os pasáis de arrogantes! Sólo por conducir un camión durante un rato, ya creéis saberlo todo, ¿no es eso? Quizás estamos recibiendo nuestro merecido, ¿eh?
—... éste no es momento ni lugar para esto... —continuó Masklin.
— ¡No nos salgas con amenazas estúpidas! ¿Por qué no lo aceptas?, ¡viejo idiota! ¡Arnold Bros no existe! ¿Por qué no utilizas ese cerebro que Arnold Bros te ha dado?
— ¡Si no os calláis los dos ahora mismo, voy a machacaros la cabeza!
La amenaza pareció dar resultado.
—Muy bien —continuó Masklin en un tono de voz más normal—. Me parece que lo mejor será que todo el mundo se vaya y continúe con..., con lo que cada cual estuviera haciendo. Porque ésta no es manera de tomar decisiones complicadas. A todos nos irá bien pensar un poco las cosas.
Los gnomos abandonaron la asamblea, aliviados de que hubiera terminado. Masklin oyó a Gurder y Angalo, que seguían su disputa en el exterior.
—Vosotros dos, esperad —los llamó.
—Mira, Masklin... —dijo Gurder.
—No. Mirad vosotros. ¡Los dos! —replicó Masklin—. Fijaos; puede que se avecine un gran problema y vosotros os dedicáis a discutir. ¡Tendríais que ser más razonables! ¿No veis que estáis sembrando la inquietud?
—Bueno, es importante... —murmuró Angalo.
—Lo que debemos hacer ahora —continuó Masklin con voz enérgica—, es echar otro vistazo a ese granero. No puedo decir que la idea me haga feliz, pero nos convendría tener un refugio de reserva. Y, en cualquier caso, eso mantendrá ocupados a los gnomos y hará que no se preocupen tanto. ¿Qué os parece?
—Supongo que está bien —accedió Gurder a regañadientes—. Pero...
—Basta de peros —lo interrumpió Masklin—. Estáis actuando como idiotas. La gente se fija en vosotros y os toma como ejemplo, ¿no lo veis?
Los dos oponentes se miraron con rabia, pero ambos asintieron.
—Muy bien, pues —continuó Masklin—. Ahora, saldremos los tres y la gente verá que habéis hecho las paces; así dejarán de impacientarse y podremos empezar a hacer planes.
—Pero Arnold Bros (fund. en 1905) es importante —insistió Gurder.
—Supongo que sí —aceptó Masklin mientras salían a la luz diurna de la cantera. El viento amainaba de nuevo, dejando el cielo de un intenso y frío azul.
—No caben suposiciones en eso —declaró Gurder.
—Escucha bien —replicó Masklin—, yo no sé si Arnold Bros existe, si estaba en la Tienda, si sólo vive en nuestras cabezas o lo que sea. De lo único que estoy seguro es que no va a caernos del cielo.
Cuando dijo esto último, los tres alzaron la cabeza. Un leve escalofrío recorrió a los dos gnomos de la Tienda. Aún les exigía cierto valor levantar la vista hacia el cielo infinito cuando estaban acostumbrados a encontrar allí los familiares y acogedores tablones del suelo, pero era el gesto tradicional. Cuando uno mencionaba a Arnold Bros, volvía los ojos hacia lo alto, pues en la Tienda, Administración y Contabilidad se hallaban en Última Planta.
—Es curioso que digas eso. Ahí arriba veo algo —dijo Angalo.
Un objeto blanquecino y de vaga forma rectangular era arrastrado suavemente por el viento y se hacía mayor por momentos.
—Sólo es un pedazo de papel —anunció Gurder—. El viento debe de haberlo levantado de algún basurero.
Decididamente, el papel era ahora mucho mayor y daba suaves vueltas en el aire al tiempo que descendía hacia la cantera.
—Me parece —murmuró Masklin lentamente, mientras la sombra del papel corría hacia él por el suelo— que será mejor apartarse un poco...
El papel cayó sobre él.
Por supuesto, no era más que un papel. Pero los gnomos son pequeños y la hoja había caído desde cierta altura, de modo que la fuerza del impacto fue suficiente para derribarlo.
Pero lo que más lo sorprendió fueron las palabras que vio impresas mientras caía hacia atrás. Y esas palabras eran: «Arnold Bros».



I. Y buscaron un Anuncio de Arnold Bros (fund. en 1905), y les llegó el Anuncio:
II. Y algunos dijeron: «Bueno, está bien, pero en realidad no es más que una Co incidencia».
III. Pero otros replicaron: «Incluso una Co incidencia puede ser un Anuncio».

De El libro de los gnomos,
Anuncios, Cap. 2, vv. I-III



3
Masklin siempre había mantenido una actitud abierta respecto al tema de la existencia de Arnold Bros (fund. en 1905). Si uno lo pensaba un poco, la Tienda había sido bastante impresionante, con las escaleras mecánicas y todo lo demás; si no la había creado Arnold Bros (fund. en 1905), ¿quién lo había hecho? Al fin y al cabo, la única posibilidad alternativa era pensar en los humanos. Lo cierto era que Masklin no consideraba a los humanos tan estúpidos como parecía creerlo el resto de los gnomos. Aunque fueran grandes y lentos, aquellos seres parecían imparables en su torpeza. Sin duda, se les podía enseñar a hacer algunos trabajos sencillos.
Por otra parte, el mundo tenía kilómetros de extensión y estaba lleno de cosas complicadas. Esperar que Arnold Bros (fund. en 1905) lo hubiera creado todo parecía que era pedir demasiado.
Así pues, Masklin había resuelto no tomar ninguna decisión respecto a Arnold Bros (fund. en 1905), con la esperanza de que, si éste existía realmente y lo conocía, no le prestara mucha atención.
«Cuando uno tiene una mentalidad abierta —se dijo Masklin—, el problema es, naturalmente, que la gente insiste en tratar de meterle cosas en ella.»
El descolorido periódico caído del cielo había sido extendido con cuidado sobre el suelo de uno de los viejos barracones.
El papel estaba cubierto de palabras, la mayoría de las cuales era comprensible incluso para Masklin, pero hasta Grimma hubo de reconocerse incapaz de interpretar qué significaban cuando se leían de corrido. ESCUELA CRÍTICA ENCUESTA ESCÁNDALO, por ejemplo, resultaba un tanto misterioso. Igual que FURIA SOBRE OBJETOR FISCAL. Igual que JUEGUE AL SUPERBINGO ESPECTACULAR DE LA GACETA DE BLACKBURY. Pero habría que esperar para descifrar estos misterios.
Lo que todos los ojos estaban mirando era una pequeña zona de palabras, del tamaño de un gnomo, bajo la palabra GENTE.
—Eso significa «gente» —apuntó Grimma.
— ¿De veras? —dijo Masklin.
—Y las palabras que hay debajo dicen: «El millonario Richard Arnold, famoso playboy trotaglobos, llegará en su jet a la soleada Florida la próxima semana para presenciar el lanzamiento del Arnsat 1, el primer sat... —Grimma vaciló—, satélite de comu..., comunicaciones construido por el grupo ínter... nacional Arnco. Este salto al futuro se produce sólo unos meses después de que un incendio des..., destruyera...»
Un escalofrío recorrió a los gnomos, que habían leído en silencio el anuncio mientras ella lo hacía en voz alta.
—«... Arnold Bros, los grandes almacenes de Blackbury, decanos de la cadena de esta... blecimientos Arnold y base de su multi... millonario grupo de empresas. Los almacenes Arnold Bros fueron abiertos en 1905 por Alderman Frank W. Arnold y su hermano, Arthur. Su nieto Richard, de treinta y nueve, que pronto...»
La voz de Grimma se convirtió en un susurro.
—«Su nieto Richard, de treinta y nueve» —repitió Gurder con una expresión de triunfo en el rostro—. ¿Qué decís ahora, eh?
— ¿Qué significa trotaglobos? —preguntó Masklin.
—Bueno —respondió Grimma—, un globo es una especie de pelota y el trote es una especie de carrera lenta. Por lo tanto, trotaglobos significa que corre lentamente sobre una pelota. Trota globos.
—Esto es un mensaje de Arnold Bros —proclamó Gurder con rotundidad—. Él nos lo ha enviado. Un mensaje.
— ¡Un mensaje dirigido a nosotros, hum! —exclamó Nisodemo, situado justo detrás de Gurder. Alzando las manos, añadió—: ¡Sí! ¡Directamente de...!
—Está bien, Nisodemo —lo cortó Gurder—. Ahora, sé buen chico y cállate.
Dirigió una mirada perpleja a Masklin y éste comentó:
—No suena muy lógico, eso de correr lentamente. Se caería. Si lo hiciera encima de una pelota, me refiero.
Los gnomos observaron de nuevo la Foto. Estaba compuesta de pequeños puntos y mostraba un rostro sonriente, con dientes y barba.
—A mí me suena razonable —declaró Gurder, con más confianza—. Arnold Bros (fund. en 1905) ha enviado a Su Nieto, de treinta y nueve, a..., a...
—Pero esos dos humanos que, según dice aquí, abrieron la Tienda... —insistió Masklin—. No lo comprendo. Yo pensaba que el creador de la Tienda era Arnold Bros (fund. en 1905).
—Sí, él la creó y, luego, esos dos la abrieron —aventuró Gurder—. Tiene sentido. La Tienda era muy grande y seguro que Arnold Bros (fund. en 1905) les encargó la apertura de las puertas. Supongo que se trata de algo así —continuó con cierto titubeo—. Sí, tiene sentido.
—Está bien —intervino Dorcas—. Veamos qué tenemos, entonces. El mensaje dice que Su Nieto, de treinta y nueve, está en Florida, dondequiera que quede eso...
—Estará en Florida —lo corrigió Grimma.
—Florida es una especie de zumo de color —apuntó un gnomo—. Lo sé porque un día estuve en el vertedero de basura y vi un envase viejo donde ponía «Naranjada Florida». Yo mismo lo leí —añadió con orgullo.
—Entonces, va a estar en ese zumo de color naranja, si lo he entendido bien —continuó Dorcas, dubitativo—. Va a estar ahí corriendo lentamente sobre una pelota con eso que llaman jet, sea lo que sea. Y pasándolo bien, al parecer.
Los gnomos permanecieron en silencio mientras meditaban sobre la interpretación que acababan de oír.
—Las palabras sagradas suelen ser difíciles de entender —dijo Gurder en tono grave.
—Pues ésta debe de ser muy sagrada —protestó Dorcas.
—A mi modo de ver, no es más que una coincidencia —añadió Angalo con altivez—. Todo esto no es más que una historia acerca de un ser humano, como las de algunos de los libros que he leído.
— ¿Y cuántos humanos serían capaces de sostenerse sobre una pelota, y mucho menos correr lentamente sobre ella? —replicó Gurder.
—Está bien —aceptó Angalo—, pero ¿qué vamos a hacer, entonces?
Gurder abrió y cerró la boca varias veces. Por último, titubeante, murmuró:
— ¡Es evidente!
—Dínoslo, pues —insistió Angalo, impaciente.
—Bueno, es..., hum..., evidente. Tenemos que ir a..., al lugar donde está el zumo de naranja...
— ¿Y?
—Y..., esto..., encontrar a Su Nieto. No creo que sea difícil, porque tenemos su Foto.
— ¿Y? —siguió insistiendo Angalo. Gurder le lanzó una mirada arrogante.
— ¿Recuerdas el mandamiento que Arnold Bros (fund. en 1905) colocó en la Tienda? ¿No decía «Si No Encuentra Lo Que Busca, Pregunte, Por Favor»?
Los gnomos asintieron. Muchos de ellos habían visto el rótulo. Y los restantes mandamientos: «Fin de Existencias» y, junto a las Escaleras Automáticas, «Lleven sujetos los Perros y las Sillas de Ruedas». Aquéllas eran palabras de Arnold Bros (fund. en 1905). Y no debían discutirse. Sin embargo, por otra parte... En fin, todo eso había sido en la Tienda, y ahora no estaban allí.
— ¿Y? —repitió, pues, Angalo. Gurder empezó a sudar.
—Bueno, esto... Entonces, le pediremos que nos dejen en paz en la cantera.
Un embarazoso silencio siguió a sus palabras. Luego, Angalo comentó:
—Tu plan parece muy descabellado.
— ¿Qué significa jet? —preguntó Grimma.
—Es un tipo de avión —informó Angalo, el experto en medios de transporte.
—Entonces, «viajar en jet» significa volar como un avión. O en avión —dijo la gnoma.
Todos se volvieron hacia Masklin, cuya fascinación por el aeropuerto era conocida por todos.
Pero el gnomo había desaparecido.
Masklin extrajo la Cosa de su escondite en la pared y volvió al exterior corriendo pesadamente. No era preciso conectar la Cosa a cable alguno. Bastaba con acercarla a ellos.
En la vieja oficina del encargado había electricidad. Corrió por el vacío callejón entre los edificios en ruinas y se coló por una rendija de la puerta medio caída.
A continuación, dejó el negro cubo en el centro de la estancia y esperó. A la Cosa siempre le costaba un poco despertar, pero pronto sus luces parpadearon al azar y empezó a emitir unos extraños pitidos. Masklin supuso que era el equivalente en la máquina al despertar matutino de un gnomo.
Finalmente, la cosa preguntó:
¿Quién está ahí?
—Soy yo, Masklin —respondió éste—. Escucha, necesito saber qué significan las palabras «satélite de comunicaciones». Yo te he oído mencionar la palabra «satélite» en alguna ocasión. Dijiste que la luna era uno, ¿verdad?
Sí. Pero los satélites de comunicaciones son lunas artificiales. Se utilizan para las comunicaciones. Comunicar significa transmitir información. En este caso, mediante radio y televisión.
— ¿Qué es televisión? —preguntó Masklin.
Un medio de enviar imágenes por el aire.
— ¿Se emplea a menudo?
Continuamente.
Masklin tomó nota mental de buscar imágenes en el aire.
—Entiendo —mintió—. Y esos satélites... ¿dónde están, exactamente?
En el cielo.
—Pues creo que no he visto nunca ninguno —respondió Masklin, dubitativo. Una idea estaba tomando forma en su cerebro, pero aún no se sentía seguro. Fragmentos y detalles de cosas que había oído y leído empezaban a encajar. Lo importante era darles tiempo para hacerlo, sin ahuyentarlos.
Están en órbita, a muchos kilómetros del suelo. Sobre este planeta, hay muchísimos, dijo la Cosa.
— ¿Cómo lo sabes?
Los detecto.
— ¡Ah! —Masklin contempló las luces parpadeantes—. Eso de que son artificiales, ¿significa que no son reales? —preguntó.
Son máquinas. Por lo general, se construyen en tierra y luego son lanzados al espacio.
La idea ya casi estaba perfilada. Y subía como una burbuja...
—También dijiste que nuestra nave estaba en el espacio, ¿no? Afirmativo.
Masklin advirtió que la idea estallaba silenciosamente, como un diente de león bajo una ráfaga de viento.
—Si averiguáramos dónde van a lanzar al espacio una de esas máquinas —dijo rápidamente, antes de que las palabras se le escaparan de la mente— y pudiéramos colgarnos de sus lados o colarnos en su interior, o encontráramos la manera de conducirlo como hicimos con el Camión, y si te lleváramos con nosotros, podríamos apearnos luego, cuando estuviéramos ahí arriba, e ir a buscar esa nave nuestra de que me hablaste. ¿No te parece un buen plan?
Las luces de la parte superior de la Cosa se agitaron de forma extraña, formando dibujos que Masklin no había visto nunca. Esta actividad continuó un buen rato hasta que la Cosa volvió a hablar. Cuando lo hizo, su voz sonó casi triste.
¿Sabes lo grande que es el espacio?, preguntó.
—No —respondió Masklin—. Es muy grande, ¿verdad?
Sí. De todos modos, si me transportarais más allá de la atmósfera, eso me daría la posibilidad de detectar la nave espacial y hacerla acudir. Pero, ¿conoces el significado de las palabras «suministro de oxígeno»?
—No.
¿Y «traje espacial»?
—Tampoco. En el espacio hace mucho frío.
— ¿Y no..., no podríamos hacer algo así como dar saltitos para mantener el calor? —propuso Masklin, desesperado.
Me parece que ignoras lo que contiene el espacio.
—Dímelo tú, entonces.
Nada. No contiene nada. Y lo contiene todo. Pero en él hay muy poco de todo y mucha más nada de lo que puedas imaginar.
—Aun así, merece la pena intentarlo, ¿no?
La empresa que propones es terriblemente imprudente.
—Sí, pero verás —replicó Masklin con firmeza—: si no lo intentamos, vamos a seguir siempre así, huyendo de un sitio hasta encontrar otro nuevo para, justo cuando empecemos a habituarnos a él, tener que escapar otra vez. Tarde o temprano deberemos encontrar algún sitio que podamos considerar realmente nuestro. Dorcas tiene razón: los humanos llegan a todas partes. Y, al fin y al cabo, fuiste tú quien me dijo que el hogar de los gnomos estaba... en algún lugar ahí arriba.
No es el momento oportuno. Aún no estáis preparados.
Masklin apretó los puños y exclamó: — ¡Nunca estaremos preparados! ¡Yo nunca lo estaré! Yo he nacido en un hoyo, Cosa. ¡Un hoyo en el suelo, hecho de barro! ¿Cómo esperas que esté preparado para nada? ¡En esto consiste estar vivo, Cosa! ¡En no estar preparado para nada! Porque uno sólo tiene una oportunidad. ¡Sólo tiene una oportunidad, y luego muere y no se le permite nunca probar otra vez cuando uno ya le ha cogido el truco al asunto! ¿Lo entiendes, Cosa? De modo que vamos a intentarlo ahora. ¡Te ordeno que nos ayudes! ¡Tú eres una máquina y debes hacer lo que se te ordena! Las luces formaron una espiral. Aprendes deprisa, dijo la Cosa.



III. Y con una voz atronadora, el Gran Masklin dijo a la Cosa: «Ya es Hora de que volvamos a nuestro Hogar en el Cielo;
IV. »O seguiremos Huyendo de un Lugar a Otro Eternamente.
V. »Pero Nadie debe saber lo que me Propongo, o dirán: "Es ridículo; ¿por qué ir al Cielo cuando Tenemos Problemas Aquí Abajo?".
VI. »Pues Así es la Gente».

De El libro de los gnomos,
Canteras, Cap. 2, vv. III-VI



4
Gurder y Angalo estaban discutiendo acaloradamente cuando Masklin regresó, pero el gnomo no intentó mediar en el enfrentamiento. Se limitó a dejar la Cosa en el suelo y a sentarse junto a ella, observando la disputa que tenía lugar entre los dos gnomos.
Era curioso cómo la gente necesitaba pelearse. Masklin había advertido que el secreto consistía en no escuchar nunca lo que decía el otro. Y Gurder y Angalo practicaban este arte a la perfección. El problema estaba en que ninguno de los dos se sentía completamente seguro de tener la razón y lo más curioso era que, cuanto menos convencido estaba uno de tenerla, más trataba de imponer su opinión al otro a base de gritos, como si el primero a quien tratara de convencer fuera a uno mismo.
Gurder no estaba seguro, totalmente seguro, de que Arnold Bros (fund. en 1905) existiera de verdad. Y Angalo no estaba del todo convencido de que no existiera.
Finalmente, Angalo advirtió la presencia de Masklin.
— ¡Díselo tú, Masklin! ¡Quiere ir a buscar a Su Nieto, de treinta y nueve!
— ¿De veras? ¿Y dónde piensas que debemos buscar? —preguntó Masklin a Gurder.
—En el aeropuerto —dijo el Abad—. Ya lo sabes. Con el jet. O en el jet. Será así como lo hagamos.
— ¡Pero si ya conocemos el aeropuerto! —protestó Angalo—. ¡He estado varias veces en la propia verja y he visto cómo los humanos entran y salen continuamente! Su Nieto, de treinta y nueve, tiene el mismo aspecto que muchos de ellos. Es posible que ya se haya marchado. ¡Quizás esté ya en ese zumo! ¡No se puede creer a pies juntillas en unas palabras llovidas del cielo! —Volviéndose de nuevo hacia Masklin, añadió—: Masklin es un gnomo muy juicioso. Que él te lo diga. Masklin. Díselo, y tú, Gurder, préstale atención. Masklin piensa en las cosas. Y en un momento como éste...
—Vayamos al aeropuerto —dijo Masklin.
— ¡Ahí tienes! —exclamó Angalo—. Ya te lo decía, Gurder. Masklin no es un gnomo que... ¿Qué?
—Vayamos al aeropuerto a investigar. Angalo abrió y cerró la boca en silencio. —Pero..., pero... —balbució. —Merece la pena intentarlo —dijo Masklin. — ¡Pero si no es más que una coincidencia! —protestó Angalo.
Masklin se encogió de hombros.
—Entonces, volveremos. Y no sugiero que vayamos todos. Sólo unos cuantos.
—Pero... Supón que sucede algo mientras estamos fuera.
—En tal caso, sucederá de todos modos. Además, somos miles de gnomos; si es preciso que llevemos a la gente al viejo granero, no será difícil hacerlo. Esto no es como el Gran Viaje en Camión.
Angalo titubeó.
—Entonces, me apunto a la expedición —dijo por último—. Sólo para demostraros lo..., lo supersticiosos que sois.
—Bien —asintió Masklin.
—Siempre que Gurder venga también, por supuesto —añadió Angalo.
— ¿Qué? —exclamó el aludido.
—Bueno, tú eres el Abad —comentó Angalo sarcásticamente—. Si vamos a hablar con Su Nieto, de treinta y nueve, será mejor que seas tú quien lo haga. Supongo que él no querrá escuchar a nadie más.
— ¡Aja! —exclamó Gurder—. Crees que no querré ir, ¿no es cierto? Merecería la pena que lo hiciera, sólo por ver qué cara ponías...
—Entonces, de acuerdo —dijo Masklin con calma—. Y, ahora, creo que será mejor establecer una vigilancia estrecha de la carretera que sube hasta aquí. Y mandar algunos grupos al viejo granero. Ya sabéis, por si acaso...
Grimma lo esperaba fuera y no parecía muy contenta.
—Te conozco —dijo la gnoma—. Conozco esa expresión que pones cuando consigues que la gente haga lo que no quería. ¿Qué estás tramando?
Los dos caminaban bajo la sombra de una plancha oxidada de hierro ondulado. Masklin echaba, de vez en cuando, breves vistazos hacia arriba. Aquella mañana, el gnomo había despertado convencido de que el cielo era sólo una cosa azul con nubes. Ahora, en cambio, era un espacio lleno de palabras, de imágenes invisibles y de máquinas que lo cruzaban a toda velocidad. ¿Cómo era que, cuantas más cosas descubría uno, menos sabía en realidad? Finalmente, contestó a su compañera.
—No puedo decírtelo. Ni yo mismo estoy seguro.
—Tiene que ver con la Cosa, ¿verdad?
—Sí. Escucha, Grimma, si me ausento..., si estoy fuera un poco más de lo previsto...
Ella se llevó las manos a las caderas.
—No soy tonta, ¿sabes? —replicó—. ¡Zumo de color naranja! ¡Bah! He leído casi todos los libros que trajimos de la Tienda. ¡Florida es un..., un sitia! Igual que la cantera. Probablemente, aún mayor. Y está muy lejos. Es preciso cruzar una gran extensión de agua para llegar.
—Yo también creo que debe de estar aun más lejos que la Tienda —asintió Masklin con calma—. Lo sé porque un día, cuando fuimos a observar el aeropuerto, vi agua al otro lado, junto a la carretera. Y el agua parecía extenderse sin fin.
—Lo que yo decía —murmuró Grimma, complacida de sí misma—. Es posible que sea un océano.
—Junto al agua había un rótulo —siguió explicando Masklin—. No recuerdo todo lo que decía, pues no soy tan buen lector como tú, pero una de las palabras era «embalse», o algo parecido.
— ¡Pues ahí lo tienes!
—Pero estoy seguro de que merece la pena intentarlo —protestó Masklin, ceñudo—. Sólo estaremos a salvo cuando volvamos al lugar de donde procedemos. Si no lo alcanzamos, siempre tendremos que estar huyendo de un sitio a otro.
—De todos modos, no me gusta lo que propones —declaró Grimma.
— ¡Pero si tú misma decías que no te gustaba huir! —protestó Masklin—. No tenemos alternativa, ¿no crees? Déjame intentar algo. Si no resulta, volveremos.
—Pero supón que algo sale mal. Supón que no regresas. Yo... —Grimma titubeó.
— ¿Sí? —dijo Masklin en tono esperanzado.
—Me costará un trabajo terrible explicarles las cosas a los demás —añadió ella con voz más firme—. Es una idea estúpida. No quiero tener nada que ver con ello.
— ¡Oh! —Masklin pareció decepcionado pero desafiante—. En fin, voy a intentarlo de todos modos. Lo siento.



V. Y él dijo: « ¿Qué son esas ranas de las que hablas?».
VI. Y ella contestó: «No lo entenderías».
VII. «Tienes razón», asintió él.

De El libro de los gnomos,
Las extrañas ranas, Cap. 1, vv. V-VII



5
Fue una noche llena de actividad...
El viaje hasta el viejo granero les llevaría varias horas. Primero, salieron varios grupos para señalizar el camino y hacer los preparativos generales para la marcha, además de vigilar la presencia de algún zorro. No era que éstos se dejaran ver a menudo, últimamente; un zorro tal vez se complaciera en atacar a un gnomo solitario, pero treinta cazadores aguerridos y bien armados eran un plato muy distinto y sería muy estúpido el que mostrara el menor interés por el grupo. Los pocos zorros que vivían en las cercanías de la cantera tendían a escabullirse apresuradamente en dirección contraria cada vez que veían a un gnomo, pues habían aprendido que el encuentro con éstos significaba problemas.
Algunos de los zorros habían recibido una dura lección. Poco después de que los gnomos se instalaran en la cantera, uno de aquellos animales tropezó, sorprendido y complacido, con un par de despreocupados recolectores de bayas, a los que devoró. Pero mayor aun fue su sorpresa esa noche, cuando un par de cientos de gnomos de aspecto feroz llegó a su guarida siguiendo sus huellas, prendió una hoguera en la entrada y lo alanceó hasta darle muerte cuando salió despavorido de la madriguera, con los ojos llorosos.
Masklin ya había avisado que había muchos animales a los que les gustaría zamparse un gnomo para cenar. Todos debían tener muy claro que era una cuestión de supervivencia; «o nosotros, o ellos», había dicho. Y era mejor que todos supieran enseguida quién mandaba allí. Ningún zorro debía volver a catar un bocado de gnomo. Nunca más.
Los gatos demostraron ser mucho más listos. Ninguno de ellos se acercaba a la cantera.
—Por supuesto, cabe la posibilidad de que no merezca la pena preocuparse tanto —dijo Angalo con voz nerviosa cuando rompía el alba—. Puede que no tengamos que trasladarnos.
—Además, precisamente ahora que empezábamos a asentarnos —añadió Dorcas—. De todos modos supongo que, si mantenemos la adecuada vigilancia, podríamos poner a todo el mundo en marcha en cinco minutos. Y, por la mañana, empezaremos a trasladar al granero algunas reservas de alimentos. No hay ningún mal en ello. Allí estarán, si alguna vez las necesitamos.
A veces, los gnomos habían salido de expedición hasta el límite del propio aeropuerto. En el trayecto quedaba un vertedero de basuras, que era su principal fuente de retales de tela y pedazos de alambre, y los charcos entre las piedras más allá del basurero constituían un buen paraje para los gnomos que tuvieran la paciencia necesaria para pescar. Se trataba de una excursión de un día, bastante agradable, que discurría en su mayor parte por caminos de tejones. Era preciso cruzar una carretera (o, más bien, pasarla por debajo; por alguna razón, debajo de la calzada se habían colocado meticulosamente unos conductos justo en el punto en que el camino la atravesaba. Se suponía que esos conductos eran obra de los tejones; desde luego, éstos los utilizaban con gran frecuencia.)
Masklin encontró a Grimma en su rincón—escuela, debajo de uno de los viejos barracones, supervisando una clase de escritura. La gnoma le lanzó una mirada colérica, indicó a los niños que siguieran con lo que estaban haciendo («Nicco de Mercería, ¿quieres hacer el favor de contar al resto de la clase eso que te hace tanta gracia? ¿No? Entonces, será mejor que continúes con lo que estabas haciendo») y salió al pasadizo entre los edificios en ruinas.
—Sólo he venido a decirte que nos vamos —murmuró Masklin, jugando con su sombrero entre los dedos—. Hay un grupo de gnomos que se dirige al basurero, así que iremos acompañados hasta allí.
— ¿Y la electricidad? —murmuró Grimma vagamente.
— ¿Qué?
—En el viejo granero no hay electricidad.
¿Recuerdas qué significa eso? Las noches sin luna, no podíamos hacer otra cosa que quedarnos en la madriguera. No quiero volver a eso. —Bueno, puede que eso nos hiciera mejores gnomos —musitó Masklin—. No disponíamos de tantas cosas como poseemos hoy, pero teníamos...
— ¡... frío, miedo, hambre e ignorancia! —terminó la frase Grimma, interrumpiéndolo—. Lo sabes muy bien. Prueba a hablarle a la abuela Morkie de los Viejos Tiempos y verás lo que te dice.
—Entonces nos teníamos el uno al otro —insistió Masklin. Grimma se miró las uñas.
—Teníamos la misma edad y vivíamos en la misma madriguera —contestó, ensimismada. Alzó la vista y añadió—: ¡Pero ahora todo es distinto! Por..., por ejemplo, están las ranas.
Masklin la miró, desconcertado; y, por una vez, Grimma pareció indecisa.
—He leído cosas sobre ellas en un libro —explicó—. Hay un sitio que se llama América del Sur, ¿sabes? Allí hay montañas donde hace calor y llueve sin cesar, y en las junglas hay unos árboles altísimos en cuyas ramas más altas se abren unas enormes flores llamadas bromelias. El agua entra en esas flores y forma pequeños charcos en su cáliz, y hay un tipo de rana que pone los huevos en esos charcos y los renacuajos nacen y crecen hasta convertirse en nuevas ranas que pasan toda su vida en las flores, entre las copas de los árboles, sin saber siquiera que existe el suelo; el mundo está lleno de cosas así y ahora lo sé y me doy cuenta de que nunca podré verlas. —Tomó aire con un jadeo y añadió—: ¡Y ahora, tú me sales con que quieres llevarme a un agujero a vivir contigo y a limpiarte los calcetines!
Masklin repasó mentalmente la parrafada de Grimma por si le encontraba algún sentido.
— ¡Pero si yo no llevo calcetines! —protestó.
Al parecer, no era aquélla la respuesta que Grimma esperaba. La gnoma le hundió un dedo en el estómago y dijo:
—Masklin, eres un buen gnomo, y bastante brillante a tu modo, pero no encontrarás muchas respuestas en el cielo. ¡Es preciso que tengas los pies en el suelo, y no la cabeza en el aire!
Grimma volvió sobre sus pasos y cerró la puerta tras ella. Masklin notó las orejas como brasas ardientes.
— ¡Puedo tener ambas cosas! —exclamó en dirección a la gnoma—. ¡Al mismo tiempo! —Lo pensó un poco más y agregó—: ¡Y todo el mundo puede!
Se alejó por el pasadizo entre los barracones con paso enérgico. ¡Bastante brillante a su modo! Gurder tenía razón: la educación para todos no era una buena idea. Jamás entendería a las mujeres, se dijo. Aunque viviera diez años.
Gurder había cedido el liderazgo de Artículos de Escritorio a Nisodemo. A Masklin no le agradaba demasiado aquella decisión. No era que Nisodemo fuera tonto. Muy al contrario: era muy listo, pero Masklin desconfiaba de su mente retorcida y efusiva. Nisodemo siempre parecía hervir de excitación por algo y, cuando hablaba, las palabras siempre salían precipitadamente de su boca, salpicadas de «hums» que le permitían tomar aire sin dar oportunidad que nadie lo interrumpiera. El joven gnomo tenía inquieto a Masklin y éste se lo comentó a Gurder.
—Tal vez le sobre un poco de entusiasmo —reconoció el Abad—, pero tiene el corazón donde debe.
— ¿Y qué me dices de la cabeza?
—Escucha —replicó Gurder—, nos conocemos bastante bien, ¿verdad? Yo diría que nos entendemos, ¿no?
—Sí. ¿A qué viene esto?
—Entonces, yo te dejaré tomar las decisiones que afecten al cuerpo de los gnomos —dijo el Abad en un tono de voz al que faltaba muy poco para resultar amenazador—, y tú déjame a mí las que afecten a sus almas. ¿Te parece razonable?
Y así emprendieron la marcha.
Los adioses, los consejos de última hora, la organización y las cien pequeñas disputas que surgieron, pues se trataba de gnomos, carecen de importancia.
Emprendieron la marcha.


La vida en la cantera empezó a recobrar una cierta normalidad. No volvió a aparecer ningún camión ante la verja. Dorcas envió a un par de sus maquinistas ayudantes más ágiles a la valla de alambre con instrucciones de que llenaran de barro la cerradura del oxidado candado, por si acaso. También ordenó a una brigada de gnomos que enrollaran un alambre en torno a las barras centrales de la verja.
—De todos modos, no creo que eso los detenga mucho tiempo, si están decididos a entrar —comentó, sin embargo.
El Consejo, o lo que quedaba de él a aquellas alturas, asintió con aire experto, aunque, para ser francos, ninguno de ellos entendía gran cosa de artilugios mecánicos ni le interesaba el tema.
El camión volvió aquella misma tarde. Los dos gnomos que montaban guardia junto al camino volvieron corriendo a la cantera para dar la noticia. El conductor había manoseado el candado un buen rato, había tirado del alambre y, al fin, se había marchado.
—Y dijo algo —informó Sacco.
—Sí, dijo algo. Sacco lo oyó —corroboró su compañera, Nuty, de Ropa Infantil, una jovencita regordeta que llevaba pantalones y era buena maquinista, y que se había presentado voluntaria para montar guardia en lugar de quedarse en casa aprendiendo a cocinar. Las cosas estaban cambiando mucho en la cantera.
—Le he oído decir algo —repitió Sacco, servicial, por si no había quedado claro aquel extremo.
—Es cierto —confirmó Nuty—. Los dos lo oímos, ¿verdad, Sacco?
— ¿Y qué fue lo que dijo? —preguntó Dorcas, animándolos a seguir. «Realmente —se dijo el viejo inventor—, no me merezco todo esto. Y menos a estas alturas de mi vida. Tendría que estar en el taller, tratando de inventar una radio.»
—Dijo... —Sacco aspiró profundamente, abrió los ojos como platos e intentó imitar la voz humana, parecida al sonido de una sirena de niebla—: ¡Mmmaaaaaaallldddiiitttoooooosss cccrrrííííííooosss!
Dorcas miró a los demás.
— ¿Alguien tiene alguna idea? Casi parece tener algún sentido, ¿verdad? Os aseguro que, si pudiéramos entenderlos...
—Ése debía de ser uno de los estúpidos —apuntó Nuty—. ¡Intentaba entrar!
—Entonces, volverá —aseguró Dorcas en tono lúgubre, y sacudió la cabeza—. Muy bien. Vosotros dos, bien hecho; ahora, volved a la vigilancia. Gracias.
Vio alejarse a los dos jóvenes, cogidos de la mano, y cruzó la cantera en dirección a la vieja oficina del encargado.
«He visto seis Campañas de Navidad —se dijo—. Seis... años, o como se llamen. Y casi otro más, creo, aunque aquí fuera es difícil estar seguro. Nadie pone rótulos para anunciar lo que sucede y la calefacción sigue apagada. Siete años. La edad en que cualquier gnomo debería tomarse las cosas con calma. Y en cambio, aquí estoy, en el Exterior, donde el mundo carece de las debidas paredes y el agua se vuelve fría y dura como el cristal algunas mañanas, y los sistemas de ventilación y calefacción están increíblemente descontrolados.»
Recobrando un poco el ánimo, Dorcas reflexionó que, como científico, encontraba tremendamente interesantes todos aquellos fenómenos. Pero le habría gustado mucho más encontrarlos tremendamente interesantes desde otro sitio más confortable y recogido, a cubierto.
A cubierto... ¡Ah, así era como se debía vivir! La mayoría de los gnomos viejos padecían de miedo al Exterior, pero a nadie le gustaba hablar del asunto. En la cantera, con sus grandes paredes de roca, no se estaba tan mal. Si no levantaba mucho la vista y evitaba mirar hacia el cuarto lado, con su terrible panorámica sobre el paisaje interminable, uno casi podía creer que volvía a estar en la Tienda. Aún así, la mayoría de los gnomos de cierta edad prefería quedarse en los barracones o en la acogedora penumbra bajo los tablones del suelo. Así se evitaban aquella horrible sensación de estar al descubierto, el espantoso efecto de que el cielo lo observaba a uno.
Los niños, en cambio, parecían muy a gusto en el Exterior. En realidad no estaban habituados a otra cosa. Como mucho, tenían un vago recuerdo de la Tienda, pero ésta no representaba gran cosa para ellos. Pertenecían al Exterior. Estaban acostumbrados a él. Y los adultos y jóvenes que salían a cazar y recolectar..., en fin, a los gnomos varones siempre les gustaba demostrar su valentía, ¿verdad? Sobre todo, delante de otros gnomos. Y de las jóvenes gnomas.
«Por supuesto, como científico y como gnomo razonable que soy —se dijo Dorcas—, sé que en realidad no estábamos destinados a vivir perpetuamente bajo los tablones del suelo. Pero, a mi edad, me siento ya un poco decrépito y he de reconocer que me resultaría reconfortante poder leer alguno de los viejos rótulos. "Increíbles Rebajas" por ejemplo, o cualquier pequeño anuncio de "Mañana, Primer Día de la Venta Liquidación". No haría ningún mal y estoy seguro de que me sentiría mejor. Lo cual es totalmente absurdo, por supuesto, desde el punto de vista lógico.»
«Es lo mismo que eso de Arnold Bros (fund. en 1905) —continuó pensando Dorcas, abatido—. Estoy seguro de que no existe como me enseñaron cuando era pequeño. Pero cuando veía cosas como "Si No Encuentra Lo Que Busca, Pídalo, Por Favor" en las paredes, uno sentía que, de algún modo, todo estaba como era debido».
«Estos pensamientos no son propios de un gnomo razonable y lógico», se dijo al fin.
Junto a la puerta de la oficina del encargado, la madera tenía una rendija. Dorcas se escurrió por ella hasta la acogedora penumbra del subterráneo y avanzó trastabillando hasta encontrar el interruptor.
El viejo inventor se sentía bastante orgulloso de aquella idea. En la parte exterior de la oficina, en la pared, había un gran timbre rojo, probablemente para que los humanos pudieran oír el teléfono cuando había mucho ruido en la cantera. Dorcas había modificado los cables de modo que podía hacerlo sonar a voluntad.
Pulsó el interruptor.
Al instante, los gnomos acudieron corriendo desde todos los rincones de la cantera. Dorcas aguardó a que terminara de llenarse el espacio bajo los tablones de la oficina y luego arrastró una caja de cerillas vacía para utilizarla de estrado.
—El humano ha vuelto —anunció—. No ha entrado, pero seguirá intentando hacerlo.
— ¿Qué me dices de tu alambre? —intervino uno de los gnomos presentes.
—Me temo que existen unas herramientas llamadas cizallas de alambrada.
—En cuanto a esa teoría tuya de que..., hum..., de que los humanos son inteligentes, ¡un humano realmente inteligente sabría que no debe entrar donde..., hum..., donde no se lo aprecia! —murmuró Nisodemo con acritud.
A Dorcas le gustaba ver a los jóvenes gnomos llenos de energía, pero Nisodemo vibraba con una vehemencia especialmente ansiosa que resultaba desagradable de ver. Por eso le dirigió la mirada más severa que pudo poner.
—Los humanos de ahí fuera podrían ser distintos a los de la Tienda —replicó—. De todos modos...
— ¡Debe de haberlo enviado Orden! —dijo Nisodemo—. ¡Y viene a castigarnos!
—Nada de eso. No es más que un humano —insistió Dorcas. Nisodemo le lanzó una mirada colérica mientras el viejo inventor añadía—: Bien, creo que deberíamos enviar ya a algunas gnomas y a los pequeños al gr...
Se escuchó un ruido de pisadas corriendo en el exterior, e instantes después, los centinelas de la verja asomaron a través de la rendija.
— ¡Ha vuelto! ¡Ha vuelto! —jadeó Sacco—. ¡El humano ha vuelto!
—Está bien, está bien —respondió Dorcas—. No os preocupéis, no puede...
— ¡No! ¡No! —aulló Sacco, dando brincos—. ¡Trae una herramienta con dos filos cortantes! ¡Ha cortado el alambre y la cadena que cierra la verja y ha...!
Los gnomos no escucharon el resto del relato.
No fue necesario.
El ruido de un motor que se acercaba lo dijo todo.
Se hizo tan potente que todo el barracón tembló. Entonces, de pronto, el ruido cesó dejando tras él un silencio tan desagradable que aun resultó peor. Se oyó el chasquido de una puerta metálica al cerrarse y, a continuación, el crujido y el rechinar de la puerta del barracón.
Después, unas pisadas. Los tablones sobre las cabezas de los gnomos se pandearon y derramaron unas nubéculas de polvo mientras las pisadas, grandes y pesadas, recorrían la oficina.
Los gnomos permanecieron en completo silencio. Lo único que movieron fue los ojos, pero esto lo hicieron en perfecta sincronía con las pisadas, marcando la posición de cada una, desplazándose a un lado y a otro mientras el humano cruzaba la estancia encima de ellos. Un bebé empezó a gimotear.
Oyeron unos timbres y, a continuación, el sonido apagado de la voz del humano haciendo sus habituales ruidos incomprensibles.
El humano estuvo hablando un rato. Luego, sus pisadas abandonaron el barracón. Los gnomos las oyeron crujir en el exterior, seguidas de otros ruidos. Unos sonidos desagradables, estentóreos, metálicos.
—Mamá —dijo un pequeño gnomo—. Quiero ir al baño, mamá...
— ¡Chist!
— ¡Lo digo en serio, mamá!
— ¿Quieres callarte?
Todos los gnomos siguieron inmóviles y mudos mientras continuaban los ruidos a su alrededor. Bueno, casi todos. Un chiquillo saltaba nervioso de un pie a otro, con la cara cada vez más encendida.
Al fin, los ruidos cesaron. Sonó el chasquido de la portezuela del camión al cerrarse, el gruñido del motor al ponerse en marcha, y los gnomos oyeron el rumor del vehículo que se alejaba.
En voz muy baja, Dorcas susurró:
—Creo que ya podemos respirar.
Cientos de gnomos exhalaron un suspiro de alivio.
— ¡Mamá!
—Sí, hijo. Ya está. Puedes ir.
Y tras el suspiro de alivio, el estallido de los comentarios. Y una voz alzándose sobre las demás:
— ¡En la Tienda nunca sucedió algo parecido! —exclamó Nisodemo, encaramado a la mitad de un ladrillo—. Yo os pregunto, gnomos, ¿es esto lo que nos..., hum..., nos indujeron a esperar?
Hubo un coro de murmullos, de "noes" y "síes", mientras Nisodemo añadía:
—Hace un año, estábamos a salvo en la Tienda. ¿Recordáis cómo era la Campaña de Navidad? ¿Recordáis cómo era la Sección de Alimentación? ¿Alguien recuerda..., hum..., los asados y los pavos rellenos?
Se oyó un par de turbados vítores y Nisodemo mostró una expresión de triunfo.
—Y aquí estamos ahora, en esa misma época del año..., bueno, dicen que es la misma época del año —se corrigió con ironía—, ¡y lo único que esperamos comer son unas cosas llenas de bultos que crecen en la tierra! ¡Hum! Y la carne no es carne de verdad, sino sólo animales muertos y partidos en pedazos. ¡Animales muertos de verdad y hechos pedazos de verdad! ¿Es esto lo que queréis que conozcan vuestros... hum..., vuestros hijos? ¿Queréis que obtengan la comida cavando? ¡Y ahora nos vienen con que tal vez tengamos que irnos a un granero que no tiene ni siquiera tablones en el suelo bajo los cuales poder vivir como indicó Arnold Bros (fund. en 1905)! ¿Qué vendrá después?, nos preguntamos. ¿Vivir al raso en alguna otra parte? ¡Hum! ¿Queréis saber qué es lo peor de todo esto? Os lo diré. —Señaló con el dedo a Dorcas y continuó—: ¡Esos que parecen darnos órdenes a todos son los mismos que... hum..., que nos metieron en este embrollo desde el principio!
— ¡Vamos, Nisodemo, deja ya de...! —inició una protesta Dorcas.
— ¡Todos sabéis que tengo razón! —exclamó Nisodemo—. ¡Pensadlo bien, gnomos! ¿Por qué, en el bendito nombre de Arnold Bros (fund. en 1905), tuvimos que dejar la Tienda?
Se oyeron algunos vagos vítores más y estallaron varias discusiones entre los presentes.
—No seas estúpido —dijo Dorcas—. ¡La Tienda iba a ser demolida!
— ¡Eso no lo sabemos! —replicó a gritos Nisodemo.
— ¡Claro que sí! —rugió Dorcas—. ¡Masklin y Gurder vieron...!
— ¿Masklin y Gurder? ¿Y dónde están ahora, eh?
—Han ido a..., bueno, han ido a... —intentó responder el viejo inventor. Dorcas sabía que no era muy bueno para aquello. ¿Por qué había tenido que tocarle a él? Él prefería revolver con cables, tuercas y demás. Las tuercas no le gritaban a uno.
— ¡Sí, se han ido! —Nisodemo bajó la voz hasta convertirla en una especie de torvo siseo—. ¡Pensad en ello, gnomos! ¡Utilizad vuestro..., hum..., cerebro! En la Tienda, sabíamos dónde estábamos, las cosas funcionaban y todo era exactamente como Arnold Bros (fund. en 1905) estableció. Y, de pronto, nos encontramos aquí fuera. ¿Recordáis cómo despreciábamos a los del Exterior? ¡Pues bien, ahora los del Exterior somos nosotros! ¡Hum! ¡Y vuelve a reinar el pánico, y así seguirán para siempre las cosas..., hasta que nos enmendemos y Arnold Bros (fund. en 1905) tenga a bien permitirnos regresar a la Tienda como gnomos mejores y más sabios!
—Aclaremos eso —intervino un gnomo—. ¿Estás diciendo que el Abad nos ha mentido?
—No estoy diciendo tal cosa —respondió Nisodemo con expresión de desdén—. Sólo pretendo exponeros los hechos. Hum. Eso es lo único que hago.
—Pero..., pero..., pero el Abad ha ido a buscar ayuda —apuntó una gnoma, preocupada—. Y, al fin y al cabo, estoy segura de que la Tienda fue demolida. Quiero decir que..., que de lo contrario no habríamos tenido que sufrir todos estos problemas, ¿verdad? No... —La gnoma parecía desconcertada.
—De una cosa estoy seguro —dijo el gnomo que estaba a su lado—. Podéis decir lo que queráis, pero no me gusta ese viejo granero del que habla todo el mundo. Allí ni siquiera hay electricidad.
—Sí, y está en medio de... —empezó a decir otro de los presentes, y enseguida bajó la voz—. En fin..., de las cosas. Ya sabéis a qué me refiero.
—Eso es —asintió un gnomo ya anciano—. De las cosas. Yo las he visto. Hace un par de meses, mi hijo me llevó a recoger moras ladera arriba de la cantera, y entonces las vi.
—A mí no me importa verlas desde cierta distancia —declaró la preocupada gnoma—. Es la idea de estar en medio de ellas lo que me causa escalofríos.
A los reunidos ni siquiera les gustaba pronunciar las palabras «campo abierto», se dijo Dorcas. El viejo inventor sabía muy bien cómo se sentía.
—Aquí, en la cantera, se está bastante cómodo, lo reconozco —dijo el primer gnomo—. Pero todo eso que existe en el Exterior... ¿cómo se llama? Empieza con N...
— ¿Naturaleza? —apuntó Dorcas débilmente. Nisodemo sonreía desquiciadamente, con los ojillos brillantes.
—Exacto —dijo el gnomo—. Pues bien, esa Naturaleza no tiene nada de natural. Y es demasiado extensa. Esto no se parece en nada a un mundo como es debido. Basta con echarle un vistazo. El suelo es áspero y desigual, cuando debería ser liso. Apenas hay paredes. Y todas esas luces como estrellas que salen por las noches..., en fin, no ayudan a mejorar las cosas, ¿verdad? Y, ahora, esos humanos se meten donde quieren y no existe un Reglamento pertinente, como lo había en la Tienda.
— ¡Por eso Arnold Bros Fundó la Tienda en mil novecientos cinco! —exclamó Nisodemo—. ¡Para proporcionar a los gnomos un lugar conveniente donde vivir!
Con un leve tirón de orejas a Sacco, Dorcas atrajo al joven centinela hacia sí.
— ¿Sabes dónde está Grimma?
— ¿No está aquí?
—Estoy seguro de que no —dijo Dorcas—. Si estuviera, seguro que ya habría hecho algún comentario mordaz. Debe de haberse quedado con los niños en el rincón de la escuela al sonar la alarma. Mejor así.
Nisodemo tenía algún plan en la cabeza, se dijo el viejo inventor. No sabía de qué se trataba, pero aquello olía mal.
Y la situación empeoró a medida que avanzó el día, sobre todo desde que empezó a caer la lluvia. Una lluvia desagradable, helada. Aguanieve, según la abuela Morkie. Tenía un tacto pastoso, no del todo agua pero tampoco del todo hielo. Una lluvia con huesos.
De algún modo, aquella aguanieve parecía abrirse paso allí donde la lluvia normal no había conseguido llegar. Dorcas organizó a los gnomos jóvenes para que abrieran varias zanjas de drenaje y encendió alguna de aquellas grandes bombillas eléctricas para calentar el lugar. Los gnomos más viejos se sentaron en cuclillas alrededor de ellas, entre gruñidos y estornudos.
La abuela Morkie hizo cuanto pudo por animar a los demás. Dorcas llegó a desear profundamente que la vieja gnoma se callara.
—Esto no es nada —decía la abuela—. Recuerdo la Gran Inundación. ¡Nuestra guarida se hundió y pasamos días helados y empapados! —Soltó una risotada entrecortada y se meció adelante y atrás—. ¡Éramos como ratas mojadas! Sin nada seco que ponernos y sin poder encender fuego en una semana, ¿sabéis? ¡Ésa sí que fue buena!
Los gnomos de la Tienda la miraron con escalofríos.
—Y eso de tener que cruzar por campo abierto no debe preocuparos —continuó la gnoma en tono distendido—. Nueve de cada diez veces no aparece ningún animal que la devore a una.
— ¡Oh, querida! —dijo otra gnoma con voz desmayada.
—Sí, yo he estado en campo abierto cientos de veces. Es coser y cantar si una se arrima al seto y mantiene los ojos bien abiertos. Casi nunca es preciso correr mucho —añadió la abuela.
A nadie le mejoró el ánimo cuando corrió la noticia de que el Land Rover había aparcado justo en el terreno donde habían decidido plantar las semillas. Los gnomos habían dedicado mucho tiempo, durante el verano, a picar el duro suelo hasta convertirlo en algo parecido a un campo de labor. Incluso habían plantado semillas, que no habían brotado. Ahora, en el terreno había dos grandes rodadas y, en la verja, un candado nuevo y su correspondiente cadena.
El aguanieve ya estaba llenando las rodadas. Un poco de aceite vertido por el vehículo formaba una película irisada en la superficie.
Y, durante todo el día, Nisodemo no dejó de recordarle a la gente cuánto mejor habían estado en la Tienda. En realidad, no era necesario mucho para convencerlos. Al fin y al cabo, la vida en la Tienda había sido mejor, en efecto. Mucho mejor.
Era cierto, se dijo Dorcas, que podían procurarse calor y comida en abundancia, aunque había un límite a la diversidad de modos de cocinar conejo y patatas. El problema era otro: Masklin había pensado que, una vez en el Exterior, todos los gnomos se pondrían a cavar, a construir, a cazar y a afrontar el futuro con gesto decidido y una radiante sonrisa. Muchos de los gnomos jóvenes lo estaban haciendo bastante bien, había que reconocerlo, pero los de más edad estaban demasiado aferrados a las viejas costumbres. A Dorcas no le importaba, pues le gustaba chapucear en cualquier cosa y podría ser de utilidad, pero los demás... En fin, su única auténtica ocupación era refunfuñar, y se habían convertido en verdaderos expertos en ello.
¿Qué juego debía llevarse entre manos Nisodemo? En opinión del viejo inventor, el joven gnomo era demasiado vehemente.
Ojalá Masklin estuviera de vuelta, se dijo.
Incluso el joven Abad, Gurder, no estaba mal.
Ya llevaban tres días fuera.
Ante aquel estado de cosas, Dorcas comprendió que se sentiría mejor si iba a buscar a Jekub.



I. Pues en la Montaña, había, un Dragón, de los tiempos en que fue hecho el Mundo.
II. Pero el Dragón estaba viejo, roto y agonizante.
III. Y en él estaba la Marca del Dragón.
IV. Y la Marca era Jekub.

De El libro de los gnomos,
Jekub, Cap. 1, vv. I-IV



6
Jekub.
Jekub era suyo. Era su pequeño secreto. Su gran secreto, en realidad. Nadie más que él, Dorcas, sabía de la existencia de Jekub; ni siquiera sus ayudantes.
Un día de verano había estado revolviendo en los grandes cobertizos medio derruidos del otro lado de la cantera. En realidad, no tenía ningún propósito definido en la cabeza, salvo quizá la posibilidad de encontrar algún trozo de cable o algo parecido que pudiera serle de utilidad.
Así pues, mientras andaba husmeando entre las sombras del edificio, había levantado la vista y allí estaba Jekub.
Con la boca abierta.
Habían transcurrido unos segundos terribles hasta que los ojos de Dorcas se ajustaron a la distancia.
Desde aquel encuentro, el inventor había pasado mucho tiempo con Jekub, investigando y descubriendo cosas sobre él. Porque era él. Jekub era definitivamente macho. Un dragón terrible, viejo y herido, que parecía haber acudido allí para el sueño final. O tal vez se parecía a uno de aquellos grandes animales que Grimma le había enseñado una vez en una lámina de un libro. Los... dinoserios.
Pero Jekub no protestaba nunca ni se pasaba el tiempo preguntando a Dorcas cómo era que aún no había conseguido inventar la radio. Dorcas había dedicado muchas horas de pacífica concentración a conocer a Jekub. Daba gusto hablar con él. Era el mejor interlocutor posible, en realidad, puesto que uno no tenía que aguantar sus respuestas.
El viejo inventor sacudió la cabeza. Ahora no tenía tiempo para esas cosas. Las cosas se estaban poniendo mal.
En lugar de acudir a Jekub, fue al encuentro de Grimma. Aunque fuera una chica, siempre parecía tener la cabeza sobre los hombros.


El rincón que servía de escuela estaba bajo el suelo del viejo barracón presidido por el rótulo de «Comedor». Allí tenía Grimma su mundo privado. Ella había inventado las escuelas para niños, con el argumento de que aprender a leer y a escribir era muy difícil y resultaba preferible enseñar tales conocimientos cuando los gnomos eran muy jóvenes.
Allí guardaban también la biblioteca.
Durante las últimas horas de agitación antes de escapar de la Tienda, los gnomos habían conseguido rescatar unos treinta libros de la sección de Librería. Algunos resultaron muy útiles —Jardinería todo el año era muy consultado, y Dorcas conocía casi de memoria el Teoría básica para el ingeniero aficionado—, pero otros resultaron un tanto... difíciles y no se abrían con frecuencia.
Grimma estaba ante uno de estos últimos cuando el inventor entró en la estancia. La gnoma se mordía el pulgar como solía hacer cuando estaba concentrada.
Dorcas no pudo por menos que admirar su capacidad de lectura. Grimma no sólo era la mejor lectora de todos los gnomos, sino que tenía también una capacidad asombrosa para comprender lo que leía.
—Nisodemo está causando problemas —comentó, tomando asiento en un pupitre.
—Ya lo sé —respondió vagamente la gnoma—. Lo he oído.
Grimma cogió el borde de la hoja con ambas manos y la pasó con un gruñido de esfuerzo.
—No sé qué pretende conseguir —murmuró Dorcas.
—Poder —respondió Grimma—. Me temo que tiene aspiraciones de poder, ¿sabes?
— ¿Que tiene qué? ¿Aspiradores? —inquirió Dorcas, dubitativo—. Pero si no trajimos ninguno de la Tienda. ¡Allí sí que había aparatos de ésos! «Veinte por ciento de Descuento.» «Con una Amplia Gama de Accesorios para la Limpieza de Toda la Casa» —añadió, recordando con un suspiro los viejos rótulos familiares.
—No, no se trata de eso —dijo la gnoma—. Es lo que sucede cuando no hay nadie al mando y se produce un «vacío de poder». He estado leyendo algunas cosas al respecto.
—Pero si al mando estoy yo, ¿no? —protestó Dorcas.
—No —dijo Grimma—, porque en realidad nadie te hace caso.
— ¡Oh! ¡Muchas gracias!
—No es culpa tuya. Hay gente como Masklin, Angalo o Gurder, que consiguen que los demás los escuchen; otros como tú, en cambio, parece que no consiguen atraer su atención.
— ¡Oh!
—Sin embargo, tú puedes hacer que te escuchen los tornillos y las tuercas. No todo el mundo es capaz de eso.
Dorcas reflexionó sobre esto último. Él nunca lo habría expresado así. ¿Era un cumplido? El inventor llegó a la conclusión de que sí.
—Cuando la gente se enfrenta a muchos problemas y no sabe qué hacer, siempre surge alguien dispuesto a decir lo que sea, con tal de conseguir más poder —explicó Grimma.
—No importa. Cuando vuelvan los expedicionarios, estoy seguro de que pondrán fin a todo esto —declaró Dorcas, con más alegría de la que sentía.
—Sí, ellos...
Grimma inició la frase, pero se detuvo. Al cabo de un rato, Dorcas advirtió que a la gnoma le temblaban los hombros.
— ¿Te sucede algo? —preguntó.
— ¡Ya llevan fuera más de tres días completos! —sollozó ella—. ¡Nadie ha estado ausente tanto tiempo! ¡Debe de haberles ocurrido algo!
—Hum... En fin, Masklin y los demás salieron a buscar a Su Nieto, de treinta y nueve, y no podemos estar seguros de que...
— ¡Pensar que me mostré tan desagradable con él antes de irse! ¡Le hablé de las ranas y lo único que se le ocurrió responder fue no sé qué de sus calcetines!
Dorcas no tenía ni idea de a qué venía hablar de ranas. Cuando él se sentaba a hablar con Jekub, las ranas no aparecían nunca en la conversación.
— ¿Qué? —murmuró.
Entre sollozos, Grimma le habló de las ranitas de las copas de los árboles.
—Estoy segura de que Masklin ni siquiera sabía de qué le estaba hablando. Y tú tampoco —concluyó.
—Bien, no sé... —murmuró Dorcas—. Te refieres a que antes el mundo era muy sencillo y ahora, de pronto, se ha llenado de cosas interesantes que nunca conocerás a fondo por mucho que vivas, ¿no es eso? Como la biología. O la climatología. Quiero decir que, antes de que vosotros, los del Exterior, llegarais a la Tienda, yo no hacía sino chapucear con las cosas y en realidad no tenía la menor idea sobre el mundo.
—Poniéndose en pie, el inventor añadió—: Todavía soy muy ignorante, pero al menos lo soy de cosas realmente importantes. Como qué es el sol, o por qué llueve. Es a eso a lo que te refieres, ¿verdad?
Grimma soltó un resoplido y sonrió, pero no demasiado, pues, si había algo peor que alguien que no la entendiera, era alguien que la entendiera perfectamente y no le diese la oportunidad de lamentarse de que nadie la entendía.
—Lo que sucede —dijo por fin— es que Masklin aún me ve como la persona que conocía cuando todos vivíamos en la guarida junto al talud de la autopista. Allí siempre andaba atareada, cocinando y poniendo vendajes a los demás cuando se hacían alguna herida y...
— ¡Vamos, vamos! —murmuró Dorcas, que siempre se sentía perdido cuando alguien se ponía de aquella manera. Cuando a una máquina le ocurría algo, bastaba con engrasarla o darle un empujoncito o, si nada de ello daba resultado, sacudirle un par de martillazos. Los gnomos, en cambio, no respondían bien a este tratamiento.
—Supongamos que no vuelve —murmuró Grimma, secándose las lágrimas.
— ¡Pues claro que volverá! —dijo Dorcas con tono tranquilizador—. Al fin y al cabo, ¿qué podría haberle sucedido?
— ¿Que qué puede haberle sucedido? Puede haber sido devorado, aplastado, pisoteado, atrapado, arrastrado por el viento. Puede haber caído en un hoyo, o... —replicó Grimma.
—Hum..., sí —dijo Dorcas—. Aparte de eso, me refiero.
—Pero voy a sobreponerme —afirmó la gnoma, alzando el mentón—. Cuando al fin regrese, Masklin no podrá decir: « ¡Ah, ya veo que todo se ha desmoronado mientras he estado ausente!».
—Estupendo —declaró Dorcas—. Así quiero verte. Mantente ocupado, eso es lo que siempre digo. ¿Cómo se titula ese libro?
—Tesoro de proverbios y citas —respondió Grimma.
— ¡Oh! ¿Contiene algo útil?
—Eso depende —respondió Grimma con tono distante.
— ¡Oh! ¿Qué significa «proverbios»?
—No estoy segura. Algunos de ellos no tienen mucho sentido. ¿Sabes que los humanos creen que el mundo fue hecho por una especie de gran humano?
— ¿Por uno solo?
—Tardó una semana en hacerlo.
—Entonces, supongo que tuvo ayuda —murmuró el inventor—. Ya sabes, para el trabajo más duro. —Dorcas pensó en Jekub. Con la ayuda de éste, se podía hacer mucho, en una semana.
—No, no. Al parecer, lo hizo sin colaboradores.
—Hum... —Dorcas reflexionó sobre esto último. Era cierto que algunas partes del mundo eran bastante toscas y que muchas cosas, como la hierba, parecían bastante sencillas; sin embargo, por lo que había oído, cada año se estropeaba todo con el frío y había que ponerlo en marcha de nuevo con la primavera y...—. No sé —continuó—. Sólo los humanos podrían creer en algo así. Calculando por encima, el trabajo llevaría varios meses.
Grimma cambió de tema.
—Masklin creía... quiero decir, cree que los humanos son mucho más listos de lo que pensamos. —Con aire pensativo, añadió a continuación—: Ojalá pudiéramos estudiarlos en profundidad. Estoy segura de que averiguaríamos...
Por segunda vez, el timbre de alarma sonó en la cantera.
En esta ocasión, la mano que lo pulsó fue la de Nisodemo.



II. Y Nisodemo dijo: «Gnomos de la, Tienda, habéis sido traicionados;
III. »Os han traído a este Exterior de Lluvia, Frío, Aguanieve, Humanos y Orden, y las Cosas aún Irán a Peor;
IV.  »Porque llegará la Nieve y el Hielo, y habrá Hambre en la Tierra;
V. »Y vendrán los Tordos;
VI. » ¡Hum!
VII »Y esos que os trajeron Aquí, ¿dónde están Ahora?
VIII. »Nos dijeron que iban a buscar a Su Nieto, de treinta y nueve, pero por todos lados nos acosan las tribulaciones y no nos llega Ayuda. Habéis sido Traicionados y Abandonados en Manos del Invierno.
IX. »Es hora de olvidar las Cosas del Exterior...»

De El libro de los gnomos,
Reclamaciones, vv. II-IX



7
—Sí, bien..., pero eso que dices resulta bastante difícil, ¿no crees? —dijo uno de los gnomos presentes—. Al fin y al cabo estamos en el Exterior...
— ¡Pero tengo un plan! —repitió Nisodemo.
— ¡Ah! —exclamaron al unísono los gnomos. Los planes eran fundamentales, imprescindibles. Con un plan, uno sabía dónde estaba.
Grimma y Dorcas, casi los últimos en llegar, se mezclaron discretamente entre la multitud. El viejo inventor se dispuso a abrirse camino hasta la primera fila, pero Grimma lo retuvo.
—Observa al resto de los que están ahí arriba —le cuchicheó.
Detrás de Nisodemo había un número considerable de gnomos. Dorcas reconoció entre ellos a unos cuantos de Artículos de Escritorio, pero también había otros pertenecientes a algunas de las grandes familias de las Secciones de la Tienda. Mientras Nisodemo hablaba, las miradas de aquellos gnomos no estaban vueltas hacia él, sino hacia la multitud que lo escuchaba. Sus ojos iban de un sitio a otro, como si estuvieran buscando algo.
—Esto no me huele nada bien —murmuró Grimma—. Las grandes familias nunca han estado en buenas relaciones con los de Artículos de Escritorio. ¿Cómo es, pues, que ahora están todos juntos ahí arriba?
—Algunos de ellos son gnomos poco recomendables —afirmó Dorcas.
Una parte de los de Artículos de Escritorio se había mostrado especialmente molesta con el hecho de que los gnomos de cualquier edad y condición aprendieran a leer. Dorcas les había oído comentar que la lectura daba ideas a la gente, lo cual no era nada bueno a menos que fueran las ideas correctas. Además, algunas de las grandes familias habían aceptado de mala gana que los gnomos pudieran ir a donde les pareciera, sin tener que pedir permiso.
Dorcas reflexionó que sobre aquella tarima estaban reunidos todos los gnomos a quienes no les habían ido bien las cosas desde el Gran Viaje en Camión. Todos ellos habían perdido una parte de su poder.
Nisodemo estaba explicando su plan.
A medida que lo escuchaba, Dorcas fue quedándose boquiabierto.
En cierto modo, aquel plan era soberbio. Era como una máquina en la que hasta el menor componente estuviera perfectamente fabricado, pero que hubiera sido ensamblada por un gnomo manco en una habitación a oscuras. Estaba lleno de buenas ideas que nadie en su sano juicio podía discutir, pero aquellas ideas estaban vueltas del revés. El problema era que, pese a ello, seguía siendo difícil oponerse a ellas porque en el fondo de las palabras, insinuada en ellas, seguía latiendo una idea básicamente atractiva.
Nisodemo quería reconstruir la Tienda.
Los gnomos permanecieron atenazados por una mezcla de horror y admiración mientras Nisodemo explicaba que, en efecto, el Abad Gurder tenía razón en una cosa: al abandonar la Tienda, los fugitivos habían llevado consigo a Arnold Bros (fund. en 1905) dentro de sus cabezas. Ahora, si eran capaces de demostrarle que realmente les importaba la Tienda, Arnold Bros (fund. en 1905) regresaría y pondría fin a todos aquellos problemas y refundaría la Tienda allí, en aquella tierra verde e ingrata.
En cualquier caso, eso fue lo que interpretó Dorcas. El viejo inventor ya hacía mucho tiempo que había llegado a la conclusión de que, si uno se dedicaba exclusivamente a escuchar lo que los demás decían, no le quedaba tiempo para analizar lo que querían decir, en realidad.
Con eso, añadió Nisodemo con los ojillos brillantes como dos relucientes canicas negras, no se refería a edificar una nueva Tienda. Lo que podían hacer era cambiar la Cantera por otros medios. Volver a vivir en las debidas secciones en lugar de hacerlo de cualquier manera y en cualquier sitio. Colgar algunos rótulos. Recobrar las Viejas Tradiciones. Hacer que Arnold Bros. (fund. en 1905) se sintiera en casa. Construir la Tienda dentro de sus cabezas.
Los gnomos no solían volverse locos. Dorcas recordaba vagamente a un viejo que una vez se había creído una tetera, pero incluso éste había cambiado de idea a los pocos días.
A Nisodemo, en cambio, lo había afectado demasiado el aire libre, pensó Dorcas.
Era evidente que un par de gnomos compartían su opinión.
—No acabo de ver —dijo una voz— cómo hará Arnold Bros (fund. en 1905) para detener a esos humanos. Sin ánimo de ofender.
— ¿Acaso nos molestaban los humanos cuando estábamos en la Tienda? —inquirió Nisodemo.
—Claro que no, porque...
—Entonces, confía en Arnold Bros (fund. en 1905).
—Pero eso no impidió que la Tienda fuera demolida, ¿verdad? —protestó otra voz—. Y, cuando llegó el momento, todos pusisteis vuestra confianza en Masklin, en Gurder y en el Camión. ¡Y en vosotros mismos! Nisodemo no para de deciros lo listos que sois. ¡Entonces, tratad de serlo!
Dorcas advirtió que quien hablaba era Grimma. Jamás había visto a nadie tan enfadado.
Grimma se abrió paso a empujones entre los aprensivos gnomos hasta que se encontró cara a cara con Nisodemo (o, al menos, dado que éste se encontraba subido a la tarima y ella no, cara a pecho). La gnoma era una de esas personas a las que les gustaba plantar cara a las cosas.
— ¿Qué sucederá entonces? —exclamó—. ¿Qué sucederá una vez que hayáis construido la Tienda? ¡Los humanos también acudían a la Tienda, como todos sabemos!
Nisodemo estuvo un rato abriendo y cerrando la boca sin responder. Finalmente, exclamó:
— ¡Pero obedecían las Normas! ¡Hum! ¡Eso es lo que hacían! ¡Y las cosas eran mejores, allí!
Grimma le lanzó una mirada colérica.
—No pensarás que vamos a tragarnos eso, ¿verdad? —replicó.
Se produjo un silencio.
—Tienes que reconocer —intervino un gnomo ya anciano, con un hilo de voz— que, en efecto, las cosas eran mejores allí.
El resto de los gnomos arrastró los pies.
Fue el único sonido que se pudo escuchar.
Un montón de gnomos arrastrando los pies.


— ¡Lo han aceptado! —exclamó Grimma—. ¡Como si tal cosa! ¡Nadie es partidario ya del Consejo! ¡Todo el mundo se limita a hacer lo que él les dice!
La gnoma se encontraba ahora en el espacio donde Dorcas tenía instalado su taller, bajo un banco del antiguo garaje de la cantera. El inventor siempre se refería a aquel lugar como «mi pequeño refugio», o «mi pequeño escondrijo». Por todas partes había esparcidos pedazos de alambre y planchas de hojalata. La pared estaba llena de garabatos escritos con un fragmento de mina de lápiz.
Dorcas tomó asiento y manoseó un pedazo de alambre sin pensar lo que hacía.
—Eres demasiado dura con la gente —murmuró en tono calmado—. No deberías gritarles como lo haces. Han pasado muchas penalidades y, si les hablas a gritos, no haces más que confundirlos. El Consejo fue buena idea cuando las cosas iban bien... —Se encogió de hombros y añadió—: Y con la ausencia de Masklin, Gurder y Angalo..., en fin, no parece que merezca demasiado la pena.
— ¡Pero después de todo lo que ha sucedido...! —Grimma agitó los brazos—. ¡Reaccionar de manera tan estúpida, sólo porque Nisodemo les ha ofrecido...!
—... un poco de consuelo —terminó la frase Dorcas, meneando la cabeza. A la gente como Grimma no había modo de hacerles entender aquellas cosas. La gnoma era una buena chica, bastante inteligente, pero se equivocaba al dar por sentado que a todo el mundo le apasionaban las cosas tanto como a ella. Lo único que quería de verdad la gente, se dijo Dorcas, era que la dejaran en paz. El mundo ya era suficientemente complicado sin necesidad de que nadie fuese por ahí tratando continuamente de mejorarlo.
Masklin lo había comprendido así. Había advertido que la mejor manera de conseguir que los demás hicieran lo que él quería era inducirlos a pensar que había sido idea de ellos. Si había algo que los gnomos rechazaran, era oír a alguien diciendo: «Aquí tenéis una idea sensata. ¿Por qué sois tan estúpidos para no verlo?».
Y no se trataba de que la gente fuera estúpida. La gente era como era, simplemente.
—Vamos —dijo con voz cansada—. Veamos cómo va eso de los rótulos.
Todo el suelo de uno de los grandes barracones se había dedicado a la realización de rótulos. O, mejor, de los Rótulos. Otra de las cosas que le salían mejor a Nisodemo era adjudicar mayúsculas a las palabras. Casi se lo podía oír pronunciarlas.
En el fondo, Dorcas tuvo que reconocer que los Rótulos eran una buena idea, aunque se sentía culpable por pensar así.
Había reflexionado sobre ello cuando Nisodemo lo había mandado llamar para preguntarle si había pintura en la cantera, la cual había sido rebautizada como la Nueva Tienda.
—Hum... —había respondido Dorcas—, hay algunas latas viejas. De colores blanco y rojo, sobre todo. Están bajo uno de los bancos. Tendremos que encontrar el modo de abrir las tapas.
—Encuéntralo, pues. Es muy importante. Hum. Tenemos que hacer Rótulos —añadió el gnomo de Artículos de Escritorio.
—Rótulos. Muy bien —asintió Dorcas—. Para alegrar un poco el lugar, ¿no es eso?
— ¡No!
—Lo siento, lo siento, sólo pensaba que...
—Necesitamos los Rótulos para la verja.
Dorcas se frotó la barbilla.
— ¿La verja? —repitió.
—Los humanos obedecen los Rótulos —declaró Nisodemo, más calmado—. De eso estamos seguros. ¿Verdad que en la Tienda los obedecían?
—La mayoría de las veces, sí —reconoció Dorcas, aunque recordó que aquella advertencia de «Lleven sujetos los Perros y las Sillas de Ruedas» siempre lo había desconcertado, pues muchos de los humanos no llevaban sujetas ninguna de ambas cosas.
—Los Rótulos mueven a los humanos a hacer cosas —dijo Nisodemo—, o a dejar de hacerlas. Así pues, ponte a trabajar, buen Dorcas. Rótulos. Hum. Rótulos que digan «No».
Dorcas le había dado muchas vueltas a la conversación mientras brigadas de gnomos se esforzaban en abrir la tapadera de las latas de pintura. Aún tenían el Código de Circulación del Camión y en sus páginas había un gran abanico de Señales y Rótulos. Además, el viejo inventor recordaba algunos de los rótulos de la Tienda.
Luego, tuvieron un golpe de suerte. Normalmente, los gnomos ocupaban sólo el nivel a ras de suelo, pero Dorcas, de vez en cuando, decidía enviar a sus jóvenes ayudantes al gran escritorio de la oficina del encargado, donde abundaban los pedazos de papel que tan útiles le resultaban. Ahora, tenía que decidir qué escribirían en los rótulos.
Sacco y Nuty volvieron con la noticia de que habían encontrado un nuevo rótulo de los humanos, un gran anuncio de papel mugriento fijado en la pared y recubierto de extrañas frases.
—Hay muchísimas —informó Sacco cuando recuperó el aliento—. ¿Y sabes una cosa, Dorcas? ¿Sabes una cosa? He leído lo que ponía en el papel y decía: «Seguridad e Higiene en el Trabajo», eso decía. «Obedece estas normas», decía. Y luego añadía: «Son para tu protección».
— ¿Eso es lo que dice? —insistió Dorcas.
—Sí. «Para tu protección» —repitió Sacco.
—Podrías bajar el rótulo.
—Tiene al lado un perchero —asintió Nuty con entusiasmo—. Apuesto a que podríamos colgar de él una cuerda con un gancho, llevar la cuerda hacia la ventana y, desde allí...
—Sí, sí, ya sé que eres una experta en ese tipo de cosas —la cortó Dorcas. Nuty trepaba como una ardilla—. Supongo que Nisodemo estará muy satisfecho —añadió.
En efecto, Nisodemo se mostró complacido con aquello, sobre todo con la parte que decía «Para su protección». Según dijo, estas palabras demostraban que, ¡hum!, Arnold Bros (fund. en 1905) estaba de su parte.
Hubo que emplear hasta el último pedazo de tablero y la menor plancha de metal, pero los gnomos se volcaron en ello con bastante entusiasmo, contentos de tener algo que hacer.
Y llevaron a cabo el trabajo muy concienzudamente. Los rótulos finales decían: «No emtrar. Salida. Beligro. Casco Oligatorio. Voladuras controladas. Camiones. Pesaje Oligatorio. Piso delizante. Peage cerrado. Acensar fuera de servicio por Orden. Precaución, desprendimentos. Carretera hinundada».
Y otro que Dorcas había encontrado en un libro y del cual estaba muy orgulloso: «Bomba sin esplotar».
Sin embargo, como precaución adicional y sin decírselo a Nisodemo, el inventor buscó otra cadena y, de una de las grasientas cajas de herramientas del cobertizo de Jekub, sacó un candado casi tan grande como él. Fueron necesarios cuatro gnomos para transportarlo.
La cadena también era enorme. Algunos de sus ayudantes encontraron a Dorcas arrastrándola por el suelo de la cantera, moviendo un eslabón cada vez. Dorcas no pareció dispuesto a revelar dónde la había encontrado.
El Land Rover apareció hacia el mediodía. Los gnomos que aguardaban en el seto junto a la calzada vieron apearse al conductor. El humano leyó los Rótulos y...
¡No! ¡Aquello no podía ser! ¡Los humanos no podían hacer una cosa así! No podía ser cierto. Pero una veintena de gnomos, asomándose entre las matas, lo vieron con sus propios ojos.
El humano desobedeció los Rótulos.
No sólo eso, sino que arrancó varios de ellos de la valla y los arrojó lejos.
Los gnomos lo observaron todo, aterrados. Incluso el de «Bomba sin esplotar» voló dando tumbos hasta los matorrales y estuvo a punto de derribar a Sacco de su atalaya.
La nueva cadena, en cambio, causó más problemas al humano. La sacudió un par de veces y, tras echar un vistazo a la cantera a través de la tela metálica de la verja y dar una vuelta por los alrededores, subió de nuevo al vehículo y se alejó.
Los gnomos ocultos en el seto lanzaron un grito de júbilo, pero no las tenían todas consigo. Si los humanos no actuaban como se esperaba de ellos, nada en el mundo funcionaba como era debido.
—Supongo que ésta es la realidad —dijo Dorcas cuando estuvieron de vuelta con los demás—. La idea me disgusta tanto como a cualquiera, pero es preciso que nos traslademos. Conozco a los humanos. Esa cadena no los detendrá, si de veras se proponen entrar.
— ¡Prohíbo terminantemente que nadie se vaya! —exclamó Nisodemo.
—Pero ya sabes que el metal puede cortarse... —empezó a replicar Dorcas en un tono de voz razonable.
— ¡Silencio! —gritó Nisodemo—. ¡Tú tienes la culpa, viejo estúpido! ¡Hum! ¡Tú pusiste la cadena en la verja!
—Bueno, lo hice para impedir... ¿A qué viene esto?
—Si no hubieras puesto la cadena en la verja, los Rótulos habrían detenido al humano —afirmó Nisodemo—. ¡Pero no podemos esperar que Arnold Bros (fund. en 1905) nos ayude si le mostramos que no confiamos en él!
—Hum..., —murmuró Dorcas al tiempo que pensaba: «Está loco. Se ha vuelto un loco peligroso. Esta vez no se trata de un gnomo que se cree una tetera». Se retiró de la presencia de Nisodemo y se alegró de salir de nuevo al aire libre, bajo el intenso frío.
Todo iba mal, se dijo. Habían dejado a los gnomos a su cuidado y ahora todo iba mal. No tenían ningún plan estudiado, Masklin no había regresado y todo iba terriblemente mal.
Si los humanos entraban en la cantera, los descubrirían.
Una cosa fría se posó en su cabeza. Dorcas se la quitó con un gesto irritado.
Hablaría con algunos de los gnomos jóvenes. Quizás el traslado al granero no fuera tan mala idea; y tal vez pudieran hacer el trayecto con los ojos cerrados o algo parecido.
Otra cosa fría y blanda le rozó el cuello.
¡Ah!, ¿por qué la gente tenía que ser tan complicada?
Alzó la vista y advirtió que no podía ver el otro extremo de la cantera. El aire estaba lleno de manchitas blancas cuyo número crecía ante sus ojos.
Contempló la escena con espanto.
Nevaba.



VII. Y Grimma dijo: «Tenemos dos alternativas:
VIII. »Huir o escondernos».
IX. Y los gnomos preguntaron: « ¿Qué haremos?».
X. Y ella respondió: «Lucharemos».

De El libro de los gnomos,
Canteras, Cap. 3, vv. VII-X



8
No era una gran nevada, sino apenas uno de esos pequeños chubascos que descargan a principios del invierno para dejar absolutamente claro que éste ha llegado. Eso fue lo que dijo la abuela Morkie.
A ésta, de todos modos, el Consejo no le había interesado nunca en exceso. Prefería pasar el tiempo con los otros viejos, compartiendo refunfuñeos y, como ella decía, levantándoles el ánimo y quitándoles problemas de la cabeza.
Mientras los demás gnomos la observaban mudos de espanto, la abuela Morkie salió a pasear bajo la nevada, pavoneándose como si le perteneciera.
—Por supuesto, esto no es nada —decía—. ¡Si cayera una nevada en serio, no podríamos caminar sobre ella! ¡Tendríamos que excavar túneles! ¡Veríais qué risa!
—Esto... —dijo un gnomo muy anciano, con voz muy grave—, ¿la nieve siempre cae así del cielo?
— ¡Pues claro! A veces, el viento la impulsa y entonces se forman montones enormes.
—Nosotros creíamos... Verás, en las postales..., es decir, en la Tienda... En fin, pensábamos que la nieve era algo que aparecía de algún modo sobre las cosas —murmuró el viejo—. De una manera bastante alegre y festiva —añadió, con aire algo confuso.
El grupo vio amontonarse la nieve. Sobre la cantera, las nubes flotaban como colchones demasiado rellenos.
—Al menos, esto significa que no tendremos que ir a ese horrible granero —apuntó otro de los ancianos.
—Es cierto —asintió la abuela Morkie—. Salir con un tiempo así no haría sino matarnos. —Lo dijo con entusiasmo.
Los viejos gnomos refunfuñaron por lo bajo y escrutaron el cielo con gesto nervioso, buscando los primeros rastros de los tordos y de los renos.
La nieve cerraba la cantera. Los campos de más allá quedaban ocultos a la vista.
Sentado en su taller, Dorcas observó la nieve que se apilaba contra la ventana mugrienta y envolvía el barracón en una penumbra mortecina.
—Bueno —dijo—, queríamos estar aislados y ya lo hemos conseguido. Ahora no podemos huir, ni tampoco escondernos. Deberíamos habernos marchado cuando se fue Masklin.
Escuchó unos pasos a su espalda. Era Grimma. Últimamente, la gnoma pasaba mucho tiempo cerca de la verja, pero la nieve le había obligado, al fin, a refugiarse bajo techo.
—Con la nieve, el humano no podrá venir —comentó.
—Sí, tienes razón —respondió Dorcas, no tan seguro.
—Ya hace ocho días.
—Sí. Mucho tiempo.
— ¿Qué decías cuando he entrado? —preguntó Grimma.
—Nada. Hablaba conmigo mismo. ¿Durará mucho tiempo esa... nieve?
—La abuela dice que, a veces, permanece semanas y semanas.
— ¡Oh!
—Cuando los humanos vuelvan, se quedarán permanentemente —musitó la gnoma.
—Sí —corroboró Dorcas con tristeza—. Sí, creo que tienes razón.
— ¿Cuántos gnomos podrían..., ya me entiendes..., seguir viviendo aquí?
—Un par de decenas, tal vez. Si no comen mucho y se quedan quietos durante el día. Aquí no hay Sección de Alimentación —dijo el inventor—. Y la caza escaseará. Con esos humanos rondando por la cantera todo el día, los animales de la espesura se asustarán y huirán.
— ¡Pero si somos miles!
Dorcas se encogió de hombros.
—A mí me sería bastante difícil caminar a través de esa nieve —explicó—, y hay cientos de gnomos más viejos aun que no conseguirían llegar al granero. Igual que muchos niños.
—Entonces, tenemos que quedarnos... como quiere Nisodemo —protestó Grimma.
—Sí. Quedarnos y tener esperanza. Tal vez la nieve desaparezca. Entonces podríamos escapar a la espesura o algo así —añadió vagamente.
—Podemos quedarnos y pelear —replicó Grimma.
Dorcas soltó un gemido.
— ¡Sí, claro! ¡Es lo más fácil! No hacemos otra cosa: pelearnos, discutir y porfiar. ¡Parece que los gnomos no podemos pasarnos sin eso!
—Me refiero a pelear con los humanos. A luchar por la cantera.
Se produjo un largo silencio. Por fin, Dorcas musitó:
— ¿Quiénes? ¿Nosotros? ¿Luchar contra los humanos?
—Sí.
— ¡Pero si son humanos!
—Sí.
— ¡Pero si son mucho mayores que nosotros! —insistió Dorcas, desesperado.
Con ojos llameantes, Grimma replicó:
—Entonces, serán un blanco fácil. Somos más rápidos y más listos y, además, conocemos la existencia de los humanos y, por ello, contamos con el factor sorpresa.
— ¿Con qué? —dijo Dorcas, totalmente perdido.
—Con el factor sorpresa. Ellos no saben que estamos aquí —explicó.
Dorcas la miró de reojo y murmuró:
—Has estado leyendo libros raros otra vez...
—Mejor eso que quedarse sentado, retorciéndose las manos y diciendo: « ¡Ay, ay, los humanos se acercan y van a aplastarnos!».
—Todo eso está muy bien —replicó Dorcas—, pero ¿qué te propones? Darles porrazos en la cabeza sería realmente difícil, créeme.
—No pensaba en la cabeza... —dijo Grimma.
Dorcas observó a su interlocutora. ¿Luchar contra los humanos? La idea era tan novedosa que costaba de asimilar.
De todos modos... En fin, estaba aquel libro, ¿no? El que Masklin había encontrado en la Tienda, y del cual había sacado la idea de conducir el Camión. ¿Cómo se titulaba? Los viajes de Gulliver, ¿no? Allí había visto la imagen del humano tendido en el suelo, rodeado de lo que parecía un grupo de gnomos que lo amarraban con cientos de cuerdas. Ni los gnomos más ancianos recordaban algo así, de modo que debía de haber sucedido muchísimo tiempo atrás.
Lo asaltó una idea inesperada.
—Espera un momento —dijo—. Si empezamos a luchar con los humanos... —su voz se hizo inaudible.
— ¿Sí? —dijo Grimma, impaciente.
—Ellos también lucharán contra nosotros, ¿no? Sé que no son muy listos, pero se darán cuenta de que sucede algo y responderán. Eso se llama represalia.
—Tienes razón —asintió Grimma—. Por eso tiene una importancia vital que nosotros tomemos represalias primero.
Dorcas meditó la propuesta. Parecía una idea lógica.
—Pero sólo en defensa propia —apuntó—. Sólo en defensa propia. Incluso con los humanos. No quiero que se produzcan sufrimientos innecesarios.
—Supongo que tienes razón —asintió ella.
— ¿De veras crees que podemos combatir a los humanos?
— ¡Sí, claro!
—Y... ¿cómo?
—Hum... —Grimma se mordió el labio—. El joven Sacco y sus amigos... ¿Se puede confiar en ellos?
—Son chicos listos y entusiastas. Y entre ellos hay un par de chicas, también —añadió con una sonrisa—. Siempre he estado abierto a las novedades...
—Estupendo. Entonces, vamos a necesitar unos clavos...
—Realmente, has pensado a fondo en todo esto, ¿verdad? —comentó Dorcas, casi asombrado. Grimma solía estar de mal humor, cosa que el inventor achacaba a que tal vez la cabeza le funcionaba demasiado deprisa, en ocasiones, y la hacía impacientarse con los que no eran tan rápidos como ella. En aquel momento, sin embargo, estaba decididamente furiosa. Uno casi podía sentir lástima por los humanos que se interpusieran en su camino.
—He leído mucho —asintió ella.
—Sí, claro. Ya..., ya lo veo —replicó Dorcas—. De todos modos, yo..., no sé si no sería más sensato...
—No vamos a huir otra vez —declaró Grimma con rotundidad—. Combatiremos a los humanos en la carretera. Los combatiremos en la cantera. Y jamás nos vamos a rendir.
— ¿Qué significa «rendirse»? —preguntó Dorcas, desesperado.
—No conozco el significado de la palabra «rendición» —insistió Grimma.
—Quien no lo conoce soy yo —replicó el inventor.
— ¿Quieres saber una cosa extraña? —preguntó ella, apoyando la espalda en la pared del barracón. Tras una ligera vacilación, Dorcas respondió.
—No tengo inconveniente.
—Existen libros que hablan de nosotros.
— ¿Como el Gulliver, te refieres?
—No. Ése libro trataba de un humano. Me refiero a libros sobre nosotros, sobre gente de tamaño normal, como el nuestro. Pero que llevan todos ellos trajes verdes con unas pequeñas antenas prominentes en la cabeza... A veces, los humanos nos dejan tazones de leche y nosotros les hacemos todo el trabajo de la casa. Y los hay que tenemos alas, como las abejas. Así es cómo nos describen en esos libros que hablan de nosotros. Nos llaman duendecillos, según un libro titulado Cuentos de hadas y de duendes.
—No creo que eso de las alas funcionase —apuntó Dorcas con aire dubitativo—. Me parece que les faltaría potencia ascensional.
—Y creen que vivimos en las setas —concluyó Grimma.
— ¿Hum...? No me parece muy práctico.
—Y que reparamos los zapatos.
—Esto suena un poco mejor —dijo Dorcas—. Un trabajo sólido y tangible.
—Y esos libros dicen que pintamos las flores con sus hermosos colores.
El viejo gnomo miró a Grimma y, tras un breve silencio, replicó:
— ¡Ah, no! Yo he estudiado en profundidad los colores de las flores y no están pintados, eso te lo puedo asegurar.
—Los gnomos existimos de verdad; hacemos cosas reales. ¿Por qué nos sacarán así en los libros?
—No lo sé —respondió Dorcas—. Yo sólo leo manuales. Siempre he dicho que un libro no es bueno si no contiene listas y columnas de números.
—En eso nos transformarán los humanos, si alguna vez nos capturan. En dulces duendecillos que pintan flores. No nos dejarán ser otra cosa. Nos convertirán en hadas y genios. —Grimma exhaló un suspiro—. ¿No tienes nunca la sensación de que jamás averiguarás lo que necesitas saber?
— ¡Oh, sí! Continuamente.
Grimma frunció el entrecejo.
—Una cosa sí sé —comentó—. Cuando Masklin regrese, va a tener un sitio adonde ir.
— ¡Oh! —exclamó Dorcas—. ¡Oh! ¡Ya entiendo!


En la guarida de Jekub hacía un frío intensísimo. Los demás gnomos no entraban nunca allí porque había una fuerte corriente de aire y un olor desagradable. A Dorcas, ambas cosas le iban como anillo al dedo.
Cruzó el cobertizo y se coló bajo la enorme lona, donde vivía Jekub. Le llevó un buen rato escalar hasta su posición favorita en el monstruo, incluso utilizando los pedazos de madera y cuerdas que había atado penosamente a su costado.
Cuando hubo llegado, se sentó un instante a recobrar el aliento. Al cabo, murmuró:
—Yo sólo quiero ayudar a la gente, proporcionarles cosas como la electricidad y hacer mejores sus vidas. Pero ellos nunca me lo agradecen ¿sabes? Quieren que pinte rótulos, y los pinto. Ahora, Grimma quiere combatir a los humanos. Tiene muchas ideas sacadas de los libros. Sé que lo hace para no acordarse de Masklin, pero no puede salir nada bueno de esto, recuerda mis palabras. Sin embargo, si no colaboro, las cosas no harán sino empeorar. No quiero que nadie sufra daños. La gente como nosotros no es tan fácil de reparar como vosotras, las máquinas.
Golpeó con los tacones lo que debía de ser... ¿qué parte del cuerpo de Jekub? El cuello, probablemente.
—A ti te va bien así —comentó—. Durmiendo tranquilamente todo el rato. Gozando de un buen descanso...
Dorcas miró a Jekub largamente. Después, en un susurro, añadió:
—Me pregunto si...
Transcurrieron cinco largos minutos. Dorcas apareció y reapareció entre las complejas sombras, murmurando para sí comentarios como «Está descargada; mal asunto, necesitaremos otra batería» y «Parece en orden; nada que una buena limpieza no pueda arreglar» y «Hum, no queda mucho en el depósito...
Finalmente, salió de debajo de la lona polvorienta y se frotó las manos.
Todo el mundo tenía un objetivo en la vida, se dijo. Era lo que impulsaba a cada cual.
Nisodemo quería que las cosas volvieran a ser como antes. Grimma quería que Masklin regresara. Y Masklin..., nadie sabía qué quería Masklin, exactamente; sólo sabían que se trataba de algo grande.
Pero todos ellos tenían un objetivo. Cuando uno tenía un objetivo en la vida, era como si creciese hasta medir un palmo.
Y, ahora, Dorcas había encontrado uno.
¡Y vaya uno!


El humano regresó más tarde y no lo hizo solo. Se presentó con el vehículo pequeño y otro camión mucho mayor, con las palabras «Extracciones de Grava y Piedra de Blackbury» pintadas al costado. Sus neumáticos convirtieron la fina capa de nieve en barro reluciente.
El camión, que abría la marcha carretera arriba, redujo la marcha al entrar en la zona abierta frente a la verja de la cantera y se detuvo.
No fue una detención demasiado buena. La parte trasera del camión patinó y casi golpeó el seto. El motor quedó en silencio tras un carraspeo. Se escuchó un siseo y, poco a poco, el camión se hundió ligeramente.
Dos humanos se apearon del vehículo y dieron la vuelta en torno a él, mirando los neumáticos uno por uno.
—Sólo están planos por la parte inferior —susurró Grimma desde su escondite en los arbustos.
—No te preocupes por eso —le cuchicheó Dorcas—. Es típico de los neumáticos que la parte aplastada siempre sea la de abajo. Y es sorprendente lo que se puede hacer con unos cuantos clavos, ¿verdad?
El Land Rover se detuvo detrás del camión. De él saltaron también dos humanos, que se unieron a los primeros. Uno de ellos llevaba en la mano las tenazas más grandes que Dorcas había visto nunca. Mientras el resto de los humanos se agachaba junto a uno de los neumáticos aplastados, el de las tenazas avanzó hasta la verja, aplicó la herramienta al candado y apretó.
Incluso para ser humano, le costó un esfuerzo considerable. Sin embargo, por último se escuchó un chasquido —perfectamente audible desde los matorrales— seguido de un apagado tintineo de la cadena arrojada a lo lejos.
Dorcas lanzó un gruñido. Había puesto grandes esperanzas en la cadena, puesto que era de Jekub; al menos, la había encontrado en una gran caja amarilla sujeta con tornillos a una de las partes de Jekub, de modo que era de presumir que pertenecía a éste. No obstante, lo que se había roto era el candado, no la cadena. Dorcas se sintió extrañamente orgulloso de ello.
—No lo entiendo —murmuró Grimma—. Es evidente que no los queremos aquí. Entonces, ¿por qué son tan estúpidos de presentarse?
—No será que no haya más grava y piedras en otras partes... —asintió Sacco.
El humano tiró de la verja y la abrió lo suficiente para colarse por ella.
—Se dirige a la oficina del encargado —apuntó Sacco—. Va a hacer ruidos por el teléfono.
—Yo os aseguro que no lo hará —profetizó Dorcas.
— ¡Sí, seguro que está llamando a Orden! —insistió Sacco—. Le estará diciendo..., en el idioma de los humanos, por supuesto..., le estará diciendo: «Varios de nuestros Neumáticos están Aplastados».
—No —replicó Dorcas—. Lo que estará diciendo es: « ¿Por qué no Funciona el Teléfono?».
— ¿Y por qué no ha de funcionar? —preguntó Nuty.
—Porque yo conozco qué cables cortar —respondió Dorcas—. Mirad, ya sale otra vez.
Los gnomos observaron al humano mientras se daba una vuelta entre los barracones. La nieve había cubierto los tristes intentos de cultivar plantas de los gnomos, pero sobre la blanca superficie había numerosas pisadas de gnomo, como huellas de pajarillos. El humano no las vio. Los humanos casi nunca se daban cuenta de nada.
—Cables para tropezar —murmuró Grimma.
— ¿Qué dices? —inquirió Dorcas.
—Que deberíamos tender cables disimulados para que los humanos tropezaran con ellos. Cuanto más altos sean, más dura será la caída —declaró la gnoma.
—Mientras esa caída no sea encima de nosotros... —murmuró el inventor.
—No, no. Y podríamos esparcir más clavos —continuó Grimma.
— ¡Que Arnold Bros (fund. en 1905) nos proteja!
Los humanos se congregaron en torno al camión averiado. Al fin parecieron llegar a una decisión, se dirigieron al Land Rover y montaron todos en él. El vehículo no podía ir hacia adelante, de modo que retrocedió lentamente por la calzada de acceso a la cantera, dio media vuelta a la entrada de un campo de labor y se dirigió de nuevo a la carretera principal. El camión quedó abandonado frente a la verja.
Dorcas emitió un profundo suspiro.
—Tenía miedo de que alguno de ellos se quedara —murmuró.
—Pero volverán —apuntó Grimma—. Tú siempre lo dices. Los humanos volverán y arreglarán las ruedas o lo que sea que hagan.
—Entonces, será mejor que nos pongamos manos a la obra —decidió Dorcas—. ¡Vosotros, venid conmigo!
Se incorporó y se dirigió al trote hacia la carretera. Para sorpresa de Sacco, Dorcas avanzaba silbando por lo bajo.
—Bien. Ahora, lo importante es asegurarse de que no puedan moverlo —dijo, mientras sus ayudantes tenían que correr para mantenerse a su altura—. Si no logran moverlo, la calzada seguirá obstruida y, si la calzada está obstruida, no podrán traer más máquinas a la cantera.
—Buen razonamiento —afirmó Grimma con tono algo perplejo.
—Es preciso que lo inmovilicemos —repitió Dorcas—. Primero, le quitaremos la batería. Sin electricidad, no puede funcionar. —Exacto —dijo Sacco.
—Es una gran caja cuadrada —explicó el inventor—. Serán precisos ocho gnomos, al menos, para moverla. Sobre todo, evitad que se caiga.
— ¿Por qué? —intervino Grimma—. Lo que queremos es estropearlo todo, ¿no?
—Pues, pues, pues... —repitió Dorcas con tono de urgencia, como un motor que no terminara de arrancar—. Pues no, porque, porque, porque... podría ser peligroso. Sí, Peligroso. Sí. Por, por, por... el ácido y esas cosas. Tenéis que sacarla con mucho cuidado y yo me encargaré de encontrar algún sitio donde ponerla a buen recaudo. Sí, un lugar muy seguro. Poneos a trabajar enseguida. ¡Dos gnomos a la llave de tuercas!
Sus ayudantes se alejaron a la carrera.
— ¿Qué más podemos hacer? —preguntó Grimma.
—Será mejor que vaciemos el depósito de carburante —dijo Dorcas con firmeza mientras llegaban bajo la sombra del camión. Éste no era tan grande como el que los había traído desde la Tienda, pero seguía teniendo un tamaño considerable. El viejo inventor deambuló entre las ruedas hasta colocarse bajo el voluminoso depósito de carburante.
Cuatro de sus jóvenes ayudantes venían arrastrando una lata metálica vacía desde los arbustos. Dorcas los llamó y señaló el depósito.
—Ahí arriba ha de haber alguna tuerca para dejar salir el carburante —indicó—. Probad a abrirla con una llave de tuercas. ¡Pero antes aseguraos de poner la lata debajo!
Sus ayudantes asintieron con entusiasmo y se pusieron manos a la obra. Los gnomos eran buenos escaladores y tenían una fuerza considerable, para su tamaño.
— ¡Y procurad no derramar una gota, por favor! —les gritó Dorcas desde el suelo.
—No veo que eso importe mucho —murmuró Grimma detrás de él—. Lo único que queremos es dejar el camión sin carburante. Dónde vaya a parar no nos importa, ¿verdad?
La gnoma dirigió otra mirada pensativa al inventor. Dorcas parpadeó, buscando apresuradamente una réplica.
—Sí que nos importa —dijo al fin—. Porque, porque, porque... ¡Ah! Porque es una materia peligrosa. Y no está bien contaminar las cosas, ¿verdad? Claro que no. Es mejor recoger ese carburante en una lata y...
— ¿Ponerlo a buen recaudo? —Grimma, en tono suspicaz, empleó la misma expresión que él había utilizado antes.
— ¡Exacto! ¡Exacto! —asintió Dorcas, que empezaba a sudar—. ¡Buena idea! Y ahora vamos a...
Justo a la espalda de los dos, se produjo una súbita corriente de aire acompañada de un fuerte golpe en el suelo. La batería del camión aterrizó en el mismo lugar que Grimma y Dorcas ocupaban momentos antes.
— ¡Lo siento, Dorcas! —oyeron la voz de Sacco—. Era mucho más pesada de lo que creíamos y se nos ha escapado.
— ¡Idiotas! —exclamó Grimma.
— ¡Sí! ¡Idiotas! —gritó Dorcas—. ¡Habríais podido estropearla! ¡Bajad enseguida y llevadla al seto, deprisa!
— ¡Habrían podido estropearnos a nosotros! —lo corrigió Grimma.
—Sí, sí, eso es lo que quería decir, por supuesto —contestó Dorcas, impreciso—. No te importa ayudarme a organizarlos un poco, ¿verdad, Grimma? Son buenos chicos, pero siempre muestran un entusiasmo algo excesivo, ¿sabes a qué me refiero?
Tras esto, el viejo inventor desapareció en las sombras con la cabeza vuelta hacia arriba.
— ¡Está bien! —dijo Grimma, y volvió la vista hacia Sacco y sus compañeros, que descendían del camión con aire contrito—. ¡No os quedéis ahí! ¡Llevad la batería al seto! ¿No os ha dicho Dorcas que utilicéis palancas? Son cosas muy importantes, las palancas. Es asombroso lo que se puede hacer con ellas. Nosotros las empleamos mucho durante el Gran Viaje en Camión...
Dejó la frase sin terminar. Se volvió, observó la lejana figura de Dorcas y entrecerró los ojos.
«Creo que ese astuto viejo anda tramando algo», pensó.
— ¡Vamos, seguid con eso! —exclamó, y echó a correr tras Dorcas.
El inventor estaba bajo el motor del camión, observando minuciosamente el amasijo de conductos oxidados. Al acercarse, Grimma escuchó claramente su voz:
—Bien... ¿qué más necesitamos ahora?
— ¿Qué significa eso de «necesitamos»? —preguntó la gnoma sin alzar la voz.
—Sí, para ayudar a Jek... —Dorcas se detuvo a media palabra y dio media vuelta despacio—. Quiero decir qué más necesitamos hacer para dejar totalmente inmovilizado el camión —añadió sin pensar—. Sí, a eso me refería.
—No estarás pensando en conducir este camión, ¿verdad? —inquirió Grimma.
—No seas tonta. ¿Adonde iríamos? Con este camión no llegaríamos nunca al granero, a campo traviesa.
—Vale. Me tranquiliza oírlo.
—Sólo pretendo echarle un vistazo. El tiempo empleado en acumular conocimientos no es nunca tiempo perdido —declaró Dorcas con severidad. Después, salió a la luz por el otro lado del camión y alzó la cabeza—. Vaya, vaya... —murmuró.
— ¿Qué sucede?
—Se han dejado la puerta abierta. Supongo que lo han hecho porque piensan volver pronto.
Grimma siguió su mirada. La portezuela del camión estaba, en efecto, ligeramente entreabierta.
Dorcas volvió la vista hacia el seto situado a su espalda.
—Ayúdame a buscar un palo suficientemente grueso —dijo—. Creo que podríamos subir ahí arriba a echar un vistazo.
— ¿Un vistazo? ¿Qué esperas encontrar?
—Hasta que uno mira, no sabe qué puede haber —respondió Dorcas filosóficamente. Volvió a dirigir la vista debajo del camión—. ¿Qué tal van las cosas? —preguntó a sus ayudantes—. Necesitamos que vengáis a echarnos una mano.
Sacco se acercó con paso inseguro.
—Hemos conseguido ocultar esa batería tras el seto —informó— y la lata está casi llena. Ese carburante tiene un olor horrible. Y todavía queda mucho en el depósito.
— ¿No podéis cerrar la llave de paso?
—Nuty lo ha intentado y ha terminado cubierta de pringue.
—Entonces, dejad que se derrame en la carretera —dijo Dorcas.
— ¡Un momento! Antes has dicho que eso sería peligroso —intervino Grimma—. ¿Era peligroso mientras llenabas esa lata, y ahora ha dejado de serlo?
—Escucha: querías que detuviera el camión y lo he detenido, así que cierra la boca, ¿quieres?
Grimma lo miró, horrorizada.
— ¿Qué has dicho? —exclamó. Dorcas tragó saliva. «Bueno —pensó—, si tengo que soportar una bronca, es mejor que sea por una buena causa.»
—He dicho que cierres la boca —repitió sin alzar la voz—. No quiero ser grosero, pero es mejor que vayas a ayudar a los demás. Lo siento, pero así están las cosas. Yo estoy colaborando. No te pido que me ayudes, pero, al menos, déjame llevar las cosas a mi manera en lugar de pasarte el rato fastidiándome. Además, nunca sabes decir «por favor», o «gracias». Las personas se parecen un poco a las máquinas —añadió con aire solemne, mientras Grimma enrojecía progresivamente—, y expresiones como «por favor» o «gracias» actúan como lubricante. Las hacen funcionar mejor. ¿Ha quedado claro? —Se volvió hacia los jóvenes ayudantes, que lo miraban desconcertados—. Buscadme un palo lo bastante largo para alcanzar la cabina —les pidió—. Por favor.
Los gnomos se apresuraron a obedecer.



III. Y los gnomos jóvenes dijeron: «Puede que nuestro destino sea el mismo de nuestros padres: conducir el Camión. ¿Cómo fue el Gran Viaje en Camión?».
IV. Y Dorcas respondió: «Fue espantoso.
V. »Así es como fue».

De El libro de los gnomos,
Ranas extrañas, Cap. 2, vv. III—V


9
La cabina era muy parecida a la del camión que los había llevado desde la Tienda hasta allí. Traía a la mente viejos recuerdos.
— ¡Caramba! —exclamó Sacco—. ¿Y entre todos condujimos un trasto de éstos?
—Entre varios cientos —asintió Dorcas con orgullo—. Tu padre fue uno de ellos. Tú y los demás niños ibais atrás, con vuestras madres.
— ¿Y las niñas? —preguntó Nuty.
—Las niñas, también. Lo siento, ha sido un desliz —se excusó Dorcas—. Es que, en mis tiempos, las niñas siempre estaban junto a sus madres. Y no es que esté en contra de que ahora tengáis más libertad —se apresuró a añadir, pues no deseaba encontrarse ante otra Grimma—. De verdad, no estoy en contra en absoluto.
—Ojalá hubiera sido mayor cuando el Gran Viaje en Camión —suspiró Nuty—. Debió de ser grandioso.
—Yo por poco me muero de miedo —respondió Dorcas.
Los demás gnomos recorrieron la cabina como turistas en una catedral, boquiabiertos. Nuty intentó pisar un pedal.
—Asombroso —murmuró para sí.
—Sacco, sube ahí y quita las llaves —indicó el viejo inventor—. Los demás, no os descuidéis, por favor. Los humanos pueden volver en cualquier momento. Nuty, deja de hacer esos ruidos, brummm, brummm. Las chicas bien educadas no hacen esas cosas —añadió con convicción.
Sacco trepó por el eje del volante y quitó las llaves del contacto mientras el resto de jóvenes husmeaba por la cabina.
Grimma no estaba con ellos. No había querido subir a la cabina. De hecho, se había quedado muy callada en la calzada, con una expresión hosca en el rostro.
Sin embargo, había sido necesario decirle todo aquello, se dijo Dorcas. El inventor echó una ojeada a la cabina. «Veamos —pensó—. Ya tenemos la batería y el carburante... ¿Hay algo más que Jekub pueda necesitar?»
— ¡Eh! ¡Que todo el mundo vaya saliendo! —ordenó—. Nuty, deja de intentar moverlo todo. Sería preciso el esfuerzo de todos juntos para mover la palanca de cambios. Vámonos, antes de que regresen los humanos.
Se encaminó hacia la portezuela, pero escuchó un chasquido a su espalda.
—He dicho que nos vayamos... ¿Qué creéis que estáis haciendo?
Los jóvenes gnomos lo miraron con los ojos como platos.
—Probar si podemos mover esa palanca de cambios, Dorcas —respondió Nuty—. Si se empuja este botón...
— ¡No toquéis el botón! ¡No lo toquéis!
El primer indicio que tuvo Grimma de que algo iba mal fue un desagradable chirrido y un cambio de luminosidad.'
El camión se movía. No muy deprisa, puesto que los neumáticos delanteros estaban aplastados, pero la calzada tenía la pendiente necesaria. Sí, el camión se movía y el hecho de que hubiera iniciado la marcha lentamente no significaba que no hubiese algo de gigantesco e imparable en aquel movimiento.
Grimma lo contempló llena de horror.
La calzada descendía entre altos taludes hacia la carretera principal..., y la vía del tren.


— ¡Dije que no tocarais ese botón! ¿Me habéis oído decir que lo tocarais? ¡No! ¡Os he dicho que no lo hicierais!
Los aterrados gnomos lo miraron con las bocas abiertas en una hilera de oes.
— ¡Eso no es la palanca de cambios! ¡Es el freno de mano, idiotas!
Para entonces, todos podían captar el chirrido y la ligera vibración.
—Eh... —dijo Sacco con voz temblorosa—, ¿qué es el freno de mano, Dorcas?
—Es lo que mantiene inmóvil el camión en las cuestas y sitios así. ¡No os quedéis ahí! ¡Ayudadme a devolverlo a su posición anterior!
Muy despacio, la cabina empezaba a dar bandazos. Decididamente, el camión se estaba moviendo. El freno de mano, en cambio, no obedecía. Dorcas lo empujó con todas su fuerzas hasta que empezó a ver chiribitas azules y púrpura ante los ojos.
— ¡Pero si sólo he pulsado el botón del extremo de la barra! —balbuceó Nuty—. ¡Sólo quería ver para qué servía!
—Sí, sí, está bien... —Dorcas miró a su alrededor. Lo que necesitaba era una palanca. Una palanca y una cincuentena de gnomos. Pero lo que más necesitaba era no estar allí.
Avanzó tambaleándose por el piso de la cabina hasta la portezuela y se asomó. El seto pasaba ante sus ojos bastante lentamente, como si no tuviera una prisa especial por llegar a ninguna parte, pero la calzada bajo las ruedas ya resultaba borrosa a la vista.
«Podríamos saltar —pensó—. Con suerte, no nos romperíamos nada. Y con aún más suerte, podríamos evitar las ruedas.» El inventor se preguntó a sí mismo si se sentía muy tocado por la suerte, en aquellos momentos.
«No mucho», se contestó.
Sacco apareció a su lado.
—Tal vez, si tomáramos un buen impulso... —empezó a proponer.
Se escuchó un ruido sordo en el instante en que el camión golpeaba el talud, daba un bandazo y volvía a la calzada.
Los gnomos se mantuvieron en pie a duras penas.
—Pero quizá no sea una idea demasiado buena... —añadió Sacco—. ¿Qué vamos a hacer ahora, Dorcas?
—Esperar —respondió el inventor—. Me parece que los taludes mantendrán el camión en la calzada y supongo que acabará deteniéndose. —Un nuevo bandazo del vehículo lo hizo sentarse bruscamente—. Queríais saber qué se experimentaba viajando en un camión, ¿verdad? Pues bien, ahora ya lo sabéis.
Se produjo un nuevo golpe. Una rama enganchó la portezuela, hizo que se abriera por completo y por último, con un terrible ruido metálico, la arrancó de la cabina.
— ¿Era así? —gritó Nuty para hacerse oír por encima del estruendo. Para asombro de Dorcas, ahora que el peligro inmediato había pasado, la joven gnoma parecía disfrutar mucho con la situación. «Estamos criando unos gnomos nuevos», pensó. Los jóvenes no le tenían tanto miedo a las cosas. Sabían que existía otro mundo mayor.
Antes de responder, carraspeó.
—Bueno, sí, es muy parecido al Gran Viaje en Camión, salvo que ahora avanzamos en la oscuridad y entonces veíamos por dónde íbamos —dijo al fin—. Me parece que deberíamos sujetarnos a alguna parte. Por si el camión salta demasiado.
El camión rodó calzada abajo y cruzó la carretera principal. Un coche se salió a la cuneta para evitarlo y otro camión consiguió detenerse al final de cuatro largas bandas de caucho quemado sobre el asfalto mojado.
Ninguno de los gnomos que ocupaban la cabina advirtió lo que sucedía. Lo único que notaron fue otro ruido sordo cuando el camión salvó con un ligero bote el arcén del otro lado de la carretera y continuó por la secundaria en dirección a la vía del tren. A ambos lados de ésta, acompañadas del destello de unas luces rojas, estaban bajando las barreras.
Sacco asomó la cabeza por el hueco de la portezuela arrancada.
—Acabamos de cruzar una carretera —anunció.
— ¡Ah! —respondió Dorcas.
—Un coche ha dado un golpe por detrás a otro y un camión ha terminado atravesándose en la vía —continuó Sacco.
— ¡Ah! Menos mal que hemos pasado, entonces —comentó Dorcas—. Se ve que por ahí hay muchos conductores peligrosos.
El sonido crepitante de los neumáticos deshinchados sobre la calzada de grava fue cediendo. Se oyó el crujido de algo que se rompía detrás del camión; éste dio un par de botes más y, por fin, se detuvo tras un nuevo golpe.
Oyeron un ruido ronco, atronador.
Los gnomos oyen las cosas de manera distinta de los humanos y el agudo timbre de las alarmas que anunciaban la prohibición de cruzar el paso a nivel sonó a sus oídos como el tañido doliente de una antigua campana.
—Nos hemos detenido —dijo Dorcas, y pensó: «Podríamos haber pisado el pedal del freno. Podríamos haber buscado algo con que presionarlo. Debo de estar haciéndome demasiado viejo. En fin...»—. ¡Vamos, no perdáis tiempo! Saltemos del camión. Vosotros, los jóvenes, no tendréis problemas para hacerlo.
— ¡Cómo! ¿Y qué vas a hacer tú? —dijo Sacco.
—Yo esperaré a que hayáis saltado todos y, luego, os pediré que me sujetéis —dijo Dorcas con cierto regocijo—. Ya no soy tan joven, ¿sabéis? Vamos, empezad a evacuar.
Los gnomos descendieron torpemente, agarrándose al borde del estribo y saltando de allí al suelo.
Dorcas bajó cuidadosamente hasta el saliente y se sentó con los pies colgando sobre el vacío.
El suelo parecía muy lejano.
Debajo de él, Nuty tiraba del brazo de Sacco con aire respetuoso.
—Eh..., Sacco —murmuró con gesto nervioso.
— ¿Qué sucede?
—Observa ese raíl metálico de ahí.
—Sí, ¿qué le pasa?
—Por el lado de allá hay otro —dijo Nuty, indicándolo con la mano.
—Ya lo veo —replicó Sacco, malhumorado—. ¿Y qué? No veo que estén haciendo nada.
—Estamos justo en medio de los dos —explicó la joven gnoma—. Sólo he pensado que debía... No sé, que debía comunicártelo. Y también está el sonido de esa especie de campana.
—Yo también lo oigo —concedió Sacco con irritación—. Ojalá cesara.
—Pues me preguntaba qué será ese ruido.
— ¿Quién sabe por qué suceden las cosas? —Sacco se encogió de hombros—. ¡Vamos, Dorcas, por favor! No tenemos todo el día.
—Me estoy preparando —respondió Dorcas sin alzar la voz.
Nuty se alejó del grupo, abatida, y contempló uno de los raíles. Era liso y reluciente.
Y parecía cantar.
Se agachó. Sí; en efecto, el raíl emitía un leve zumbido. Lo cual era extraño, pues los pedazos de metal no hacían ningún ruido, normalmente. Al menos, por sí solos.
Alzó la vista hacia el camión.
Y al verlo allí, detenido entre las luces destellantes y los raíles relucientes, el mundo pareció cambiar ligeramente y una idea horrible se abrió paso en su cabeza.
— ¡Sacco! —exclamó con un escalofrío ¡Sacco, estamos justo en mitad de la Vía del Tren!
Muy lejos, algo emitió un ruido prolongado y doliente. Dos ruidos prolongados y dolientes, el segundo de ellos más largo y quejumbroso que el otro.
Piip piiiiip.
Piip piiiiip.
Desde la verja de la cantera, Grimma tenía una buena visión de la calzada de grava hasta el aeropuerto del fondo. Vio el tren y el camión.
El tren también había visto al camión. De pronto, empezó a hacer el sonido largo y chirriante de los pedazos de metal en apuros. En el momento preciso del choque con el camión, dio la impresión de ir ya muy despacio. Incluso consiguió mantenerse en los raíles.
Los fragmentos de camión salieron volando en todas direcciones, como un cohete de feria.



I. Nisodemo les dijo: « ¿Dudáis de que pueda detener el poder de Orden?».
II. Y ellos respondieron: «Hum...».

De El libro de los gnomos,
Ranuras, vv. I-II



10
Un nutrido grupo de gnomos, encabezado por Nisodemo, llegó corriendo desde la cantera y se apiñó ante la verja.
— ¿Qué ha sucedido? ¿Qué ha sucedido?
—Yo lo he visto todo —afirmó un gnomo de mediana edad—. Estaba de guardia y he visto a Dorcas subir al camión con algunos de sus ayudantes. Entonces, el camión ha empezado a rodar ladera abajo y ha cruzado la carretera y se ha detenido justo en la vía del tren y entonces..., entonces...
— ¡Había prohibido husmear en esas máquinas infernales! —tronó Nisodemo—. Y también había ordenado que no se montaran más guardias, ¿verdad? Arnold Bros (fund. en 1905) vela por nosotros, humildes gnomos, y eso debe bastarnos.
—Sí..., bien..., Dorcas dijo que no estaría de más que le echáramos una mano, por decirlo de algún modo —respondió el gnomo, nervioso—. Y también dijo...
— ¡Os di órdenes! —chilló Nisodemo—. ¡Debéis obedecerme todos! ¿Acaso no detuve el camión gracias al poder de Arnold Bros (fund. en 1905)?
—No —respondió Grimma con voz serena—. No lo hiciste tú. Fue Dorcas. Y lo hizo con unos clavos que arrojó a la calzada.
Se produjo un silencio intenso, horrorizado. Mientras duró, Nisodemo fue poniéndose, poco a poco, blanco de ira.
— ¡Mentira! —gritó por último.
—No —insistió Grimma, paciente—. Fue obra de Dorcas. En realidad, él ha hecho montones de cosas para ayudarnos, y nosotros nunca se lo hemos agradecido ni le hemos pedido nada por favor, y ahora está muerto...
Se oían sonar unas sirenas en la carretera principal y se advertía un gran revuelo en torno al tren, detenido en la vía. También se observaban varias luces azules que centelleaban allí abajo. Los gnomos se revolvieron, inquietos, y uno de ellos dijo:
—Pero Dorcas no ha muerto realmente, ¿verdad? Seguro que no. Supongo que habrá saltado en el último momento. Una persona tan lista como él...
Grimma contempló la multitud con desánimo. Vio entre los gnomos a los padres de Nuty, una pareja muy callada y paciente con la cual apenas había intercambiado unas palabras. Ahora, sus rostros estaban abatidos y surcados de arrugas de preocupación. Finalmente, concedió:
—Sí. Tal vez hayan salido a tiempo.
—Es más que probable —murmuró otro gnomo, tratando de mostrarse animoso—. Dorcas no es un tipo que vaya muñéndose por ahí. Seguro que no, cuando lo necesitamos.
Grimma asintió. Luego, añadió:
—Bien, creo que los humanos se estarán preguntando qué sucede aquí arriba. Pronto descubrirán de dónde salió el camión y subirán a investigar. Y me temo que vendrán bastante enfadados.
Pero Nisodemo se humedeció los labios y replicó:
— ¡No les tendremos miedo! Nos enfrentaremos a ellos y los desafiaremos. ¡Hum! Los trataremos con desprecio. No necesitamos a Dorcas. No necesitamos nada, salvo la fe en Arnold Bros (fund. en 1905). ¡Clavos en la calzada, bah!
—Si salís enseguida —propuso Grimma—, es probable que podáis alcanzar el granero a pesar de la nieve que aún queda. Me parece que la cantera no va a ser un lugar muy seguro, dentro de poco.
Hubo algo en su modo de pronunciar aquellas frases que desencadenó el nerviosismo de los reunidos. Por lo general, Grimma gritaba o discutía, pero esta vez hablaba con toda calma. Y eso era absolutamente impropio en ella.
—Vamos —continuó—. Tenéis que salir enseguida. Y deberéis llevar toda la comida y equipaje que podáis cargar. Adelante.
— ¡No! —gritó Nisodemo—. ¡No va a irse nadie! ¿Acaso pensáis que Arnold Bros (fund. en 1905) os fallará? ¡Yo os protegeré de los humanos, hum!
Allá abajo, un coche con las luces azules destellantes en el techo se alejó del tumulto en torno al tren, cruzó la carretera principal y empezó a subir lentamente el camino de la cantera.
— ¡Invocaré el poder de Arnold Bros (fund. en 1905) para que aplaste a los humanos! —gritó Nisodemo.
Los gnomos pusieron cara de disgusto. Arnold Bros no había aplastado nunca a nadie, en la Tienda. Simplemente, la había fundado y se había ocupado de que los gnomos llevaran una vida cómoda y no demasiado azarosa; aparte de colocar rótulos en las paredes, no había intervenido apenas en sus asuntos. Ahora, de pronto, se pasaba el tiempo enfadado y molesto, y aplastando gente. Todo aquello era muy desconcertante.
— ¡Me quedaré aquí y desafiaré a esos horribles secuaces de Orden! —volvió a aullar Nisodemo—. ¡Les enseñaré una lección que nunca olvidarán!
Los demás gnomos no dijeron nada. Si Nisodemo quería plantarse delante de un coche, era asunto suyo.
— ¡Todos los desafiaremos! —añadió.
— ¿Eh? ¿Qué...? —replicó uno de los gnomos.
— ¡Hermanos, mantengámonos aquí, firmes y resueltos, y mostrémosle a Orden que estamos unidos en nuestra decisión! ¡Hum! ¡Si creéis de verdad en Arnold Bros (fund. en 1905), no os sucederá ningún mal!
El vehículo de la luz destellante estaba ya a media cuesta. Pronto cruzaría la explanada frente a la verja, donde todavía colgaba, inútil, el candado roto.
Grimma abrió la boca, dispuesta a decir: «No seáis estúpidos, hatajo de idiotas. Arnold Bros (fund. en 1905) no quiere que os pongáis delante de los coches. Yo he visto con mis propios ojos qué le sucede a un gnomo si se pone delante de un coche. Cuando éste ha pasado, los parientes tienen que enterrarlo en un sobre».
La gnoma se disponía a decir todo aquello, pero decidió no hacerlo. Durante meses y meses, mucha gente había estado diciéndoles a los gnomos lo que debían hacer. Tal vez era momento de poner fin a aquello.
Vio que varios rostros preocupados se volvían hacia ella y alguien preguntó:
— ¿Qué debemos hacer, Grimma?
—Sí —dijo otra voz—. Grimma es una Conductora y ellos siempre saben qué se debe hacer.
La gnoma les dirigió una mueca que quería ser una sonrisa.
—Haced lo que os parezca mejor.
Un coro de jadeos sofocados le respondió.
—Sí, claro —dijo uno de los gnomos—, pero, en fin..., Nisodemo dice que seremos capaces de detener esa cosa si estamos convencidos de poder hacerlo. ¿Tiene razón o no?
—No lo sé —respondió Grimma—. Tal vez vosotros podáis. En cuanto a mí, estoy segura de que no.
Tras esto, dio media vuelta y se alejó rápidamente en dirección a los barracones.
—Permaneced firmes —ordenó Nisodemo, que no había prestado atención a los preocupados diálogos que se habían producido a su espalda. Tal vez era incapaz de prestar atención a nada, salvo a las vocecillas que sonaban en lo más profundo de su cabeza.
—«Haced lo que os parezca mejor» —murmuró otro gnomo—. ¿Qué clase de ayuda es ésa?
Los cientos de gnomos permanecieron apiñados, observando el vehículo que se acercaba. Nisodemo se colocó ligeramente por delante de la multitud, con los brazos en alto.
El único sonido que se escuchaba era el crepitar de los neumáticos sobre la grava.


Si un pájaro hubiese observado la cantera durante los segundos que siguieron, se habría asombrado.
Bueno, probablemente no. Los pájaros son animales algo estúpidos y bastante trabajo tienen para distinguir las cosas normales como para advertir las insólitas. Pero si hubiera sido un ave de inteligencia extraordinaria —un pájaro mina, tal vez, o un loro desviado miles de kilómetros de su rumbo por algún vendaval—, sin duda habría pensado:
«Oh, ahí hay un gran hueco en la montaña, con varios viejos barracones oxidados y una valla a la entrada.
»Y un coche con una luz azul en el techo que está cruzando una verja de la valla.
»Y un puñado de puntitos negros en el suelo, delante del coche. Uno de los puntitos está muy quieto, justo delante del vehículo, y los otros, los otros...»
Los otros puntitos se dispersan y corren. Corren para salvar la vida.


De Nisodemo no se encontró ni rastro, pese a que una brigada de gnomos con mucho estómago regresó a la verja mucho tiempo después para investigar entre el barro y las rodadas.
Así surgió entre los gnomos el rumor de que tal vez, en el último instante, había dado un brinco y se había agarrado a alguna pieza del coche y se había encaramado a éste. Y de que se había quedado allí, demasiado avergonzado para presentarse ante los demás gnomos, hasta que el coche regresó al lugar del que había venido. Y de que allí se había apeado Nisodemo para vivir el resto de su existencia en silencio y sin armar más alborotos. A su modo, se dijeron, había sido un buen gnomo. Uno podía opinar lo que quisiera de él, pero era indiscutible que Nisodemo estaba convencido de lo que decía y que había hecho lo que creía adecuado; por ello, parecía justo que se hubiera salvado y siguiera en el mundo, en alguna parte.
Eso era lo que comentaban entre ellos, y lo que escribieron en El libro de los gnomos.
Lo que pensara cada uno en esos momentos íntimos antes de caer dormidos..., bueno, eso quedaba para su intimidad.


Los humanos deambularon lentamente en torno al tren y a los restos del camión. Muchos otros vehículos habían aparecido a lo que, para los humanos, era una gran velocidad. Muchos de ellos llevaban luces azules en el techo.
Los gnomos habían aprendido a preocuparse por las cosas con luces azules destellantes en el techo.
El Land Rover que había subido a la cantera también estaba allí. Uno de los humanos que había llegado en él señalaba el destrozado camión y gritaba a los demás. Había abierto el destrozado compartimiento del motor y señalaba el hueco donde debería haber estado la batería.
Junto a la vía del tren, la brisa mecía las altas hierbas. Y algunas de las hierbas se agitaban sin la ayuda del viento.


Dorcas había tenido razón. Allí donde los humanos iban una vez, regresaban inevitablemente. La cantera les pertenecía. Tres camiones habían aparcado frente a los barracones y los humanos estaban por todas partes. Unos reparaban la verja y otros descargaban cajas y bidones de los camiones. Uno incluso había entrado en la oficina del encargado para adecentarla.
Los gnomos se refugiaron donde pudieron y prestaron atención, atemorizados, a los sonidos que se producían encima de ellos. Por pequeños que fueran, no había muchos sitios donde pudieran ocultarse dos mil gnomos.
Fue un día muy largo. En las sombras bajo algunos de los cobertizos, en la oscuridad tras unos fardos, algunos incluso sobre las vigas polvorientas debajo de los techos de hojalata, los gnomos lo pasaron como mejor pudieron.
Algunos escaparon por un pelo de ser descubiertos. El viejo Munby, de Confitería, y la mayor parte de su familia quedaron expuestos a la luz y casi cegados por ella cuando un humano apartó la caja vieja bajo la cual se ocultaban. Sólo se salvaron gracias a una rápida carrera hasta el abrigo de un montón de latas. Gracias a eso y al hecho de que los humanos nunca se fijaban en lo que hacían.
Sin embargo, eso no fue lo peor.
Lo peor fue mucho peor.
Los gnomos permanecieron sentados en la ruidosa oscuridad, sin atreverse a hablar siquiera y observando cómo su mundo se esfumaba. No porque los humanos odiaran a los gnomos, sino porque no se daban cuenta de su presencia.
Por ejemplo, estaba la electricidad de Dorcas. El inventor había dedicado mucho tiempo a conectar cables y encontrar un modo seguro de robar electricidad de la caja de fusibles. Un humano los arrancó sin pensarlo dos veces, hurgó en el interior con un destornillador y cambió la caja por otra nueva con un candado. Después, el humano reparó el teléfono.
Los gnomos de la Tienda necesitaban la electricidad. No recordaban haber vivido nunca sin ella. Para ellos, la luz eléctrica era una cosa tan natural como el aire. Y, ahora, el suyo era un mundo de insondables tinieblas.
Y el terror continuó sin tregua. Los ásperos tablones del suelo se estremecieron sobre sus cabezas, causando una lluvia de polvo y astillas. Unos tambores metálicos retumbaron como truenos, acompañados de un martilleo continuo. Los humanos habían vuelto y estaban decididos a quedarse.
Pese a todo, al fin se marcharon. Cuando la luz del día desapareció del cielo invernal como una barra de hierro al enfriarse, los humanos subieron a sus vehículos y se marcharon camino abajo.
Pero antes de irse hicieron algo desconcertante. Los gnomos tuvieron que apretujarse para ocultarse a la vista cuando los humanos levantaron uno de los tablones del suelo de la oficina. Una mano enorme colocó una pequeña bandeja en el abarrotado espacio bajo el piso. Después, el tablón fue devuelto a su sitio y se hizo de nuevo la oscuridad.
Los gnomos aguardaron en las sombras, preguntándose por qué los humanos les ofrecían comida, después del día que les habían hecho pasar. La bandeja contenía un montón de harina. No era gran cosa en comparación con la comida de la Tienda, pero a los gnomos, que llevaban todo el día incómodos y hambrientos, les pareció suficiente.
Varios jóvenes se acercaron. El aroma que desprendía la harina resultaba muy apetitoso.
Uno de ellos cogió un puñado.
— ¡No la comas!
Grimma se abrió paso entre los gnomos apelotonados.
— ¡Pero si huele muy...! —empezó a protestar uno de los jóvenes.
— ¿Habéis olido alguna vez algo parecido?
—preguntó ella. —Bueno, no...
—Entonces, no podéis estar seguros de que no os hará daño, ¿verdad? Escuchad. Yo conozco eso que hay en la bandeja. En el lugar donde vivíamos antes de llegar a la Tienda, cerca de nuestro refugio, había un local junto a la carretera donde acudían los humanos a comer y, a veces, encontrábamos montones de eso entre los cubos de basura de la parte de atrás. ¡Esa especie de harina mata a quien la come!
Los gnomos contemplaron la inocente bandeja. ¿Comida que lo mataba a uno? Vaya tontería...
—Una vez hubo en la Tienda una carne enlatada... —apuntó uno de los gnomos más viejos—. Recuerdo que nos causó unos buenos retortijones de vientre —añadió, lanzando una mirada esperanzada a Grimma. Ésta, sin embargo, movió la cabeza en gesto de negativa.
—No es lo mismo —dijo—. Allí solíamos encontrar ratas muertas en los alrededores. Y no tenían una muerte muy agradable —añadió, y el recuerdo le provocó un escalofrío.
— ¡Oh!
Los gnomos contemplaron de nuevo la bandeja. Y encima de ellos se escuchó un golpe sordo.
Uno de los humanos seguía en la cantera.
El humano estaba sentado en la vieja silla giratoria de la oficina del encargado, leyendo un periódico.
Los gnomos echaron un cauteloso vistazo por un agujero en un nudo de la madera. Distinguieron unas botas enormes, unos grandes pliegues de pantalón, una chaqueta como una montaña y, muy por encima, el brillo lejano de una luz eléctrica sobre una cabeza calva.
Al cabo de un buen rato, el humano dejó el periódico y alargó la mano hacia el escritorio que tenía a un lado. Los gnomos que lo espiaban vieron un paquete de bocadillos más alto que cualquiera de ellos y un termo que humeó al abrirlo, llenando la oficina de un aroma a sopa.
Los vigías se descolgaron de su atalaya para informar a Grimma. Ésta estaba sentada junto a la bandeja de la comida envenenada y había ordenado a seis de los gnomos más ancianos y sensatos que montaran guardia en torno a ella para impedir que los niños se acercaran.
—No hace nada —le contaron—. Sigue ahí sentado. Lo hemos visto asomarse a la ventana un par de veces.
—Entonces, se quedará ahí toda la noche —dijo Grimma—. Supongo que los humanos se preguntarán quién les ha causado todos estos problemas.
— ¿Qué vamos a hacer?
Grimma se sentó con la barbilla entre las manos.
—Podríamos ir a esos grandes cobertizos en ruinas del otro extremo de la cantera —dijo finalmente.
—Pero Dorcas dijo..., Dorcas decía que los viejos cobertizos eran muy peligrosos —protestó un gnomo, precavido—. A causa de todo ese material acumulado. Muy peligrosos, decía.
— ¿Más que esto? —replicó Grimma, con una pizca de su antigua ironía.
—Tienes razón...
—Por favor, Grimma... —intervino una gnoma joven que, como las demás de su edad, sentía un temor reverencial hacia Grimma por el modo en que ésta gritaba a los hombres y por el hecho de leer mejor que cualquiera. La muchacha sostenía en brazos un bebé y hablaba en un tono respetuoso.
— ¿Qué sucede, Sorrit? —preguntó Grimma.
—Por favor... Los niños empiezan a estar muy hambrientos, Grimma. Aquí abajo no tenemos nada adecuado para darles de comer.
La muchacha dirigió una mirada de súplica a Grimma y ésta asintió. Los almacenes de alimentos estaban bajo los otros barracones, o lo que quedaba de ellos. El principal depósito de patatas había sido descubierto por los humanos, y tal vez era ésta la razón de que hubieran colocado la bandeja con el veneno. Además, con el humano allá arriba no podían encender fuego y, de todos modos, tampoco tenían carne. Hacía días que nadie salía de caza puesto que, según Nisodemo, Arnold Bros (fund. en 1905) se encargaría de proveerlos de comida.
—Me parece que, tan pronto como haya luz suficiente, deberían salir a dar una batida todos los cazadores cuya presencia aquí no sea imprescindible.
Los gnomos estudiaron la propuesta de Grimma. Aún quedaba mucho para el amanecer. Para un gnomo, una noche era como tres días completos...
—Hay mucha nieve —apuntó uno de ellos—. Eso significa que tendremos agua suficiente.
—Tal vez nosotros, los adultos, podamos pasarnos sin comer, pero los niños no lo soportarán —apuntó Grimma.
—Ni los ancianos —añadió un gnomo—. Esta noche volverá a helar. No disponemos de electricidad y no podemos encender una hoguera en el Exterior...
El grupo permaneció sentado, con la mirada fija en el suelo. Y Grimma pensó para sí: «Nadie discute, nadie refunfuña... Las cosas están tan serias que los gnomos ni siquiera protestan o se culpan entre ellos». Al cabo de un rato, preguntó:
—Bien, entonces, ¿qué pensáis vosotros que debemos hacer?



I. «Saldremos del entarimado.
II. »Surgiremos del subsuelo.
III. »Y desearán no habernos visto nunca».

De El libro de los gnomos,
Humanos, vv. I-III


11
El humano bajó el periódico y prestó atención.
Creyó escuchar un crujido junto a la pared y una especie de arañazos bajo el suelo.
Volvió los ojos hacia la mesa que tenía a su lado.
Un grupo de pequeños seres estaba arrastrando su paquete de bocadillos por encima de la mesa.
El humano parpadeó. Después, soltó un rugido e intentó levantarse de la silla. Y no fue hasta que casi se había incorporado del todo cuando descubrió que tenía ambos pies firmemente atados a las patas de la silla.
El gigante cayó hacia adelante. Una multitud de aquellos minúsculos seres apareció de debajo de la mesa, moviéndose con tal rapidez que sus ojos apenas podían seguirlo, y rodearon sus brazos extendidos con un viejo cable eléctrico. En cuestión de segundos, el humano se encontró inmovilizado —torpe, pero muy firmemente—entre el mobiliario de la oficina.
Los gnomos vieron cómo movía sus grandes ojos a un lado y a otro.
Lo vieron abrir la boca y lanzar un mugido. Unos dientes como láminas amarillentas se cerraron con un chasquido, en dirección a ellas. Las ataduras resistieron.
Los bocadillos resultaron ser de queso y embutido y el termo, una vez que quitaron la tapa, estaba lleno de café.
—Comida de la Tienda —comentaron los gnomos—. Buena comida de la Tienda, como la que allí teníamos.
Los gnomos siguieron invadiendo la oficina por todas las rendijas y ratoneras. Cerca de la mesa había un fuego eléctrico y los pequeños seres se sentaron en solemnes hileras ante la barra roja incandescente, o se dedicaron a vagar por la abarrotada oficina.
— ¡Lo hemos conseguido! ¡Igual que en ese libro de Gulliver! —se felicitaron—. ¡Cuanto mayores son, más dura es la caída!
Se formó una escuela de pensamiento que propugnaba matar al humano, cuya mirada enloquecida seguía a los gnomos que se movían de un lado a otro. Entonces fue cuando encontraron la caja.
Estaba en uno de los estantes. Era amarilla y en la parte frontal tenía el dibujo de una rata de aspecto muy desgraciado, junto a unas grandes letras rojas que decían RATICIDA. En la parte de atrás...
Grimma frunció el entrecejo mientras trataba de leer las palabras en letra pequeña de la parte de atrás.
—Aquí dice: « ¡Lo prueban, pero no vuelven a buscar más!» —informó—. Y, al parecer, contiene polidiclorometilinolona-4 —leyó de corrido—. No tengo idea de qué es eso... «En un abrir y cerrar de ojos, elimina de la casa todos los...»
Hizo una pausa.
— ¿Los qué? ¿Los qué? —preguntaron los gnomos, que seguían con atención sus palabras. Grimma bajó el tono de voz.
—Dice: «En un abrir y cerrar de ojos, elimina de la casa todos los pequeños inquilinos molestos...» ¡Es veneno! ¡Es esa especie de harina que pusieron bajo los tablones!
El silencio que siguió a sus palabras estuvo cargado de rabia. Los gnomos habían criado a muchos niños en la cantera y tenían una opinión muy firme sobre el uso del veneno.
— ¡Deberíamos hacérselo comer al humano! —propuso uno de ellos—. ¡Deberíamos llenarle la boca de esa polidi..., polidacrotilona o como se diga! ¡Pequeños inquilinos molestos!
—Me parece que los humanos nos habían tomado por ratas —apuntó Grimma.
—Y eso ya te parece bien ¿verdad? —replicó un gnomo con un tonillo de sarcasmo—. Las ratas son animales correctos. Nunca hemos tenido problemas con ellas. Al menos, ninguno que justifique ir por ahí dándoles comida envenenada.
De hecho, los gnomos se habían llevado bastante bien con las ratas de la cantera, probablemente porque su líder era Bobo, que había sido animal de compañía de Angalo cuando vivían en la Tienda. Las dos especies se trataban con la cordialidad distante de quienes podían comerse entre ellos en caso de apuro, pero habían decidido no hacerlo.
—Sí, las ratas nos agradecerán que las libremos de un humano —prosiguió el gnomo.
—No —replicó Grimma—. Creo que no debemos hacer tal cosa. Masklin siempre decía que los humanos son casi tan inteligentes como nosotros. No se puede ir por ahí envenando seres inteligentes.
— ¡Pues ellos lo han intentado! —Ellos no son gnomos. No saben comportarse. Además, sé razonable: por la mañana vendrán más humanos y, si encuentran muerto a uno de los suyos, nos veremos en un buen lío.
En eso, Grimma tenía razón. Sin embargo, acababa de suceder algo que ningún gnomo recordaba que se hubiera hecho hasta entonces: se habían dejado ver por un humano. Habían tenido que hacerlo, so pena de morir de hambre y frío, pero no había modo de saber adonde los llevaría aquello. Cómo terminaría era más fácil de deducir. Lo más probable era que terminara mal.
—Ve y deja esto donde las ratas no puedan alcanzarlo —dijo Grimma.
—Creo que deberíamos administrarle un poco al humano, para que lo cate... —insistió el gnomo.
— ¡No! Llévate el veneno. Nos quedaremos aquí el resto de la noche y nos marcharemos antes de que claree.
—Está bien. Si así lo quieres... Sólo espero que no lo lamentemos más adelante, eso es todo.
Los gnomos se llevaron la temible caja de raticida.
Grimma avanzó hasta donde yacía el humano. Para entonces, éste ya estaba perfectamente atado y no podía mover un dedo. Tenía el mismo aspecto que la imagen de aquel Gulliver, o como diablos se llamara, salvo que los gnomos habían recurrido a algo que sus antepasados del grabado no habían conocido: el cable eléctrico. En la cantera lo había en gran cantidad y era mucho más resistente que la cuerda. Además, esta vez los gnomos estaban mucho más enfadados. Gulliver no se había dedicado a conducir un gran camión por toda la cantera y a poner veneno bajo los tablones.
Los gnomos le habían registrado los bolsillos y habían apilado su contenido. Entre los objetos había un gran retal cuadrado de tela blanca, con el que un grupo de gnomos había conseguido tapar la boca del gigante cuando sus mugidos empezaron a resultar irritantes.
Ahora, los gnomos rodeaban al gigante y observaban con atención los ojos de éste mientras daban cuenta de unas migajas de bocadillo.
Los humanos no pueden entender a los gnomos, cuyas voces son demasiado rápidas y agudas, como chillidos de murciélago. Probablemente, daba igual.
—Yo digo que busquemos algo afilado y se lo clavemos —propuso un gnomo—. En todas las partes blandas.
—Podríamos probar con unas cerillas —asintió una gnoma entrada en años, ante la sorpresa de Grimma.
—Y unos clavos —añadió un gnomo de mediana edad.
El humano gruñó tras la mordaza y tiró de las ataduras.
—Podríamos arrancarle todo el cabello —insistió la gnoma—. Y podríamos...
—Hazlo, entonces —la interrumpió Grimma, apareciendo tras ellos.
Los gnomos se volvieron. — ¿Qué?
—Hazlo tú, si es lo que quieres —repitió Grimma—. Ahí lo tienes, justo delante de ti. Haz lo que quieras.
— ¿Quién, jo? —La gnoma retrocedió—. Yo no... No me refería a mí. Me refería a..., a todos nosotros. A la sociedad de los gnomos.
—Ahí tienes, pues —insistió Grimma—. Y la sociedad de los gnomos sólo son los individuos que la formamos. Además, no está bien hacer daño a los prisioneros. Lo leí en un libro que se titula Convención de Ginebra. Cuando uno tiene a alguien a su merced, no debe causarle daño.
—Pues a mí me parece el mejor momento —replicó un gnomo—. Yo digo que les demos mientras no puedan responder. Además, son humanos; no es lo mismo que si fueran personas de verdad.
Pese a sus palabras, el gnomo retrocedió también, arrastrando los pies.
—Desde luego, es curioso —comentó la gnoma entrada en años, ladeando la cabeza—. Si una observa sus rostros de cerca, se parecen mucho a los nuestros. Sólo que más grandes.
Uno de los gnomos miró a hurtadillas los ojos asustados del humano.
—Tiene la nariz llena de pelos, ¿verdad? —dijo—. Y las orejas, también.
—Y son enormes —asintió la gnoma.
—Con unas narizotas tan grandes, casi dan lástima.
Grimma estudió los ojos del gigante. Si los humanos eran parecidos a los gnomos, pero en grande, también debían de tener inteligencia, se dijo. Y con aquellos ojos tan enormes, seguro que alguna vez debían de haber visto a algún gnomo. Masklin había dicho que llevaban ahí miles de años. En todo ese tiempo, los humanos debían de haber advertido su presencia.
Debía de haber habido una época en que habían sabido que los gnomos eran seres reales, continuó pensando Grimma, pero con el tiempo se habían convencido de que sólo eran duendes, espíritus traviesos. Tal vez porque no habían querido compartir el mundo.
El humano la estaba mirando fijamente. Grimma no tuvo la menor duda al respecto.
¿Podrían compartirlo?, se preguntó. Los humanos vivían en un mundo grande, lento y duradero, mientras los gnomos lo hacían en uno pequeño, rápido y breve. No había modo de entenderse. Los humanos ni siquiera eran capaces de ver un gnomo, a menos que éste se quedara inmóvil como estaba Grimma en aquel momento. «Nos movemos demasiado deprisa para ellos —pensó—. Ni siquiera creen que existamos.» Contempló detenidamente aquellos grandes ojos asustados.
«Nunca hemos intentado... ¿cómo era esa palabra...?, comunicarnos con ellos. Al menos, no lo hemos hecho como es debido, considerándolos personas reales, con auténticos pensamientos propios. ¿Cómo podríamos decirles que somos de verdad y que realmente estamos aquí?»
Aunque tal vez no fuera el mejor momento para iniciar la comunicación. Tal vez debería intentarlo en otra ocasión, cuando su interlocutor no estuviera tendido en el suelo, atado e inmovilizado por unas pequeñas criaturas a las que apenas podía ver y en cuya existencia no creía. Nada de rótulos, nada de gritos, se dijo Grimma. Sólo intentar que nos comprendan.
¿No sería asombroso que pudieran lograrlo? Los humanos podían hacer los trabajos lentos y pesados y, a cambio, los gnomos podían encargarse de..., de las cosas pequeñas y rápidas. Ocuparse de las cosas que aquellos dedos enormes no alcanzaban... ¡pero nada de pintar flores o de remendar zapatos...!
— ¿Grimma? ¡Tendrías que ver esto, Grimma! —dijo una voz a su espalda.
Los gnomos se apiñaron en torno a una cosa blanca en un rincón de la oficina. Grimma reconoció de qué se trataba. Era una de aquellas grandes hojas de papel impreso que el humano había estado mirando...
Los gnomos habían extendido la hoja sobre el suelo. Era muy parecida a la primera que habían visto, salvo que ésta se titulaba «LÉALO PRIMERO EN LA GACETA VESPERTINA DE BLACKBURY»; el resto volvía a ser aquella serie de letras gruesas, compuestas de puntos, algunas de ellas casi del tamaño de la cabeza de un gnomo.
Grimma meneó la suya tratando de encontrar sentido a las palabras. Los libros le resultaban bastante fáciles de comprender, pero los periódicos parecían utilizar otro idioma distinto. Estaban llenos de «SONDEOS» y «CRACKS» y de imágenes borrosas de humanos sonrientes estrechando la mano de otros humanos («COLECTA CONSIGUE 455 $ PARA SOS DE HOSPITAL»). Grimma no tenía problemas para entender las palabras una a una, pero, cuando intentaba unirlas en frases, o bien no tenían el menor sentido o decían algo que resultaba increíble («CENTRO CÍVICO MONTA JUERGAS»).
—No, es eso de ahí —indicó uno de los gnomos—. En esa página. Mira; algunas de esas palabras son las mismas que la última vez. ¡Aja! ¡Aquí habla de Su Nieto, de treinta y nueve!
Grimma leyó de cabo a rabo una historia sobre alguien que criticaba severamente el plan de otro respecto a alguna cosa.
Y, en efecto, había una imagen borrosa de Su Nieto, de treinta y nueve, bajo las palabras «TROPIEZO PARA LA TV ESPACIAL».
Grimma se arrodilló y estudió las letras más pequeñas de debajo de la foto.
— ¡Lee en voz alta! —pidió una voz. —«Richard Arnold, el presidente del grupo Arnco, con sede central en Blackbury, dijo hoy en Florida que los científicos siguen tratando de re..., recuperar el control del Arnsat 1, el proyecto multi..., multimillonario de sate..., satélite de comunicaciones que...»
Los gnomos se miraron, perplejos. — ¿Otro millonario más? —se preguntaron—. ¿Quién será ese Arnsat 1?
—«Tras el feliz des..., despegue de ayer desde Florida —continuó leyendo Grimma, sin saber muy bien a qué se refería el texto—, había grandes esperanzas de que el Arnsat 1 empezara sus tras..., misiones en el día de hoy. Sin embargo, el satélite está enviando una serie de señales incom..., incomprensibles. "Es como una especie de código", ha explicado Richard Arnold, de treinta y nueve...»
Al escuchar esto último, se produjo un murmullo de expectación entre los gnomos.
—«"Parece como si pensara por sí mismo"», terminó de leer Grimma. Había otro párrafo más donde se hablaba de «problemas de conexión» y otros términos que Grimma no entendió, y no se molestó en leerlo.
Entonces recordó que Masklin le había hablado de las estrellas y de por qué se sostenían siempre allá arriba. Y se acordó también de la Cosa. Masklin se la había llevado con él. La Cosa podía hablar con la electricidad, ¿verdad? Y también podía escuchar la electricidad de los cables y eso que llenaba el aire y que Dorcas había llamado «radio». Si algo podía enviar señales extrañas, era la Cosa. «Tal vez vaya más lejos que cuando el Gran Viaje en Camión», le había dicho Masklin.
—Están vivos —murmuró, sin dirigirse a nadie en concreto—. Masklin y Gurder y Angalo... Están vivos y han llegado a ese sitio llamado Florida.
Recordó las veces que Masklin había intentado explicarle la historia del cielo y de la Cosa y de dónde procedían los gnomos; ella nunca lo había entendido, en realidad, igual que Masklin no la había comprendido a ella cuando le había hablado de las ranitas.
—Están vivos —repitió—. Sé que lo están. No sé dónde ni cómo, exactamente, pero siguen vivos y tienen un plan, estoy segura.
Los gnomos cruzaron entre ellos miradas expresivas, y lo que expresaban en ellas era, más o menos: Grimma se engaña a sí misma, pero prefiero que se lo diga otro gnomo más valiente que yo.
La abuela Morkie le dio unas suaves palmaditas en el hombro.
—Claro que sí —murmuró con voz tranquilizadora—. Y eso del «des—pegue» debe de ser algún tipo de desayuno. Me alegro de que les haya sentado bien, porque apuesto a que necesitaban comer algo. Y ahora, muchacha, yo que tú dormiría un poco.
Grimma tuvo un sueño.
Fue un sueño confuso. Casi siempre lo son. Los sueños no llegan con todos los detalles pulidos. Soñó con grandes ruidos y luces destellantes. Y con ojos.
Ojos pequeños, amarillos. Y Masklin, de pie sobre una rama, ascendiendo entre las hojas y observando los ojillos amarillentos.
«Estoy viendo lo que él hace en este momento —pensó Grimma—. Masklin está vivo. Siempre he sabido que lo estaba, por supuesto, pero el Espacio Exterior tiene más hojas de las que pensaba. O tal vez nada de todo esto es real y sólo estoy soñando...»
En ese instante, alguien la despertó.
Grimma sabía que no conducía a nada hacer conjeturas sobre el significado de los sueños, de modo que no lo hizo.


Por la noche volvió a nevar y sopló un viento helado. Un grupo de gnomos salió a explorar los alrededores de los cobertizos y regresó con un puñado de verduras en buen estado, pero, lamentablemente, era muy poco para todos. El humano se quedó dormido al cabo de un rato y empezó a roncar como si alguien cortara un grueso tronco con una sierra fina.
—Los demás vendrán a buscarlo por la mañana —avisó Grimma—. Para entonces, tenemos que habernos ido de aquí. Quizá deberíamos...
Se detuvo a media frase y todos prestaron atención. Algo se movía bajo los tablones del suelo.
— ¿Queda algún gnomo ahí abajo? —cuchicheó Grimma.
Los gnomos más próximos a ella movieron la cabeza en gesto de negativa. Nadie había preferido quedarse en el espacio helado bajo el suelo, cuando podía gozar del calor y la luz de la oficina.
—Y no puede ser una rata... —añadió.
Entonces se escuchó una voz que llamaba en el tono, mezcla de grito y de susurro, de quien quiere hacerse oír y, al mismo tiempo, desea mantenerse lo más inadvertido posible.
La voz resultó ser la de Sacco.
Apartaron la tabla que los humanos habían levantado y ayudaron a subir al joven gnomo. Sacco, cubierto de barro, se tambaleó de agotamiento.
— ¡No encontraba a nadie! —dijo, jadeante—. Buscaba por todas partes y no encontraba a nadie. Vimos que venían camiones y, al encontrar las luces encendidas, pensé que los humanos aún seguían aquí, pero entré y oí vuestras voces...
¡Tenéis que venir enseguida, porque se trata de Dorcas!
— ¿Está vivo? —preguntó Grimma.
—Si no lo está, jura de maravilla para tratarse de un muerto —respondió Sacco, dejándose caer al suelo.
—Pensábamos que estabais todos mu... —empezó a decir Grimma.
—Estamos todos bien, excepto Dorcas. Se hizo daño saltando del camión. ¡Vamos enseguida, por favor! —insistió el joven Sacco, incorporándose con un gran esfuerzo.
—Tú no pareces en condiciones de ir a ninguna parte —sentenció Grimma, poniéndose en pie—. Limítate a decirnos dónde está.
—Lo subimos hasta media cuesta, pero estábamos agotados y dejé allí a los demás para adelantarme en busca de ayuda —explicó Sacco—. Están bajo el seto y... —Su mirada se posó en la mole roncante del humano. Después, se volvió hacia Grimma—. ¿Habéis capturado a un humano? —preguntó, trastabillando de costado—. Necesito un poco de descanso. Estoy tan fatigado... —replicó vagamente, antes de derrumbarse hacia adelante.
Grimma lo cogió a tiempo y lo dejó en el suelo con toda la suavidad posible.
—Que alguien lo lleve a un lugar caliente y le dé algo de comer, si queda —ordenó, sin dirigirse a nadie en particular—. Y quiero que algunos de vosotros me ayudéis a buscar a los demás. ¡Vamos! La noche no está como para pasarla afuera.
La expresión de algunos gnomos indicaba claramente que estaban de acuerdo con aquel último comentario y que entre la gente que no debía estar fuera en una noche así, estaban ellos mismos.
— ¡Pero si cae una nevada tremenda! —protestó uno—. ¡Con la nieve y a oscuras, no los encontraremos nunca!
Grimma le dirigió una mirada furibunda.
— ¡Claro que sí! ¡Con toda esta nieve y a oscuras, podemos encontrarlos! ¡Como no podremos encontrarlos será quedándonos aquí, calientes y bien iluminados! ¡De eso podéis estar seguros!
Varios gnomos se abrieron paso entre la multitud reunida en torno a Grimma. Esta reconoció a los padres de Nuty y a los de otros jóvenes aprendices de Dorcas. Un considerable alboroto surgió de debajo de la mesa, donde se habían agrupado los gnomos más ancianos para mantenerse calientes y poder refunfuñar a gusto.
—Yo voy también —dijo la abuela Morkie—. Me irá bien respirar un poco de aire fresco. ¿Por qué me miráis así?
—Creo que deberías quedarte aquí, abuela —sugirió Grimma con suavidad.
—No me vengas ahora con remilgos para viejos, muchacha —replicó la abuela, dándole unos golpecitos en el hombro con el extremo del bastón—. Yo ya andaba por la nieve profunda cuando tú ni habías sido concebida. —Se volvió hacia el resto de los gnomos y añadió con orgullo—: No sucederá nada si actuáis con sensatez y vais dando gritos para saber en todo momento dónde está cada uno. Recuerdo que aún no tenía un año cuando colaboré en la búsqueda del tío Joe. Fue una nevada tremenda, sí señor. Cayó de pronto, mientras los hombres estaban de caza. Sí señor, encontramos al tío Joe casi entero.
—Está bien, abuela —se apresuró a intervenir Grimma. Volviéndose hacia los demás, les dijo—: Bueno, nos vamos...
Finalmente, salieron unos quince gnomos, muchos de ellos por pura vergüenza.
Bajo la luz amarilla de las ventanas del barracón, los copos de nieve se veían hermosos. Pero, cuando llegaban al suelo, resultaban muy desagradables.
Los gnomos de la Tienda odiaban realmente la nieve del Exterior. En la Tienda también la había, rociada sobre los Productos de la época de la Campaña de Navidad, pero no era fría. Y los copos de nieve eran unas cosas grandes y bonitas que colgaban del techo, sujetas con unos hilos. ¡Aquellos sí que eran copos de nieve como era debido!, y no esas cosas horribles que tenían buen aspecto mientras flotaban en el aire, pero luego se convertían en una sustancia húmeda y helada que se acumulaba sobre el suelo.
Y que ya les llegaba hasta las rodillas.
—Lo que debéis hacer —los instruyó la abuela Morkie— es levantar el pie muy arriba y dejarlo caer con fuerza, así. No es difícil.
La luz del barracón iluminaba la cantera, pero la calzada era un túnel oscuro que conducía a la noche.
—Dispersaos —indicó Grimma—. Pero seguid juntos
—Dispersarnos y seguir juntos —murmuraron los demás. Un gnomo ya maduro levantó la mano.
—Por la noche no hay tordos, ¿verdad? —preguntó con voz cauta.
—No, desde luego que no —contestó Grimma.
— ¡Pues claro que no hay tordos por la noche, bobo! —corroboró la abuela Morkie.
Todos parecieron aliviados al escucharla.
—No, señor. Por la noche hay zorros —añadió entonces la vieja, con gesto presumido—. Grandes zorros grises. Con el frío, están siempre hambrientos. Y tal vez haya algún búho. —Se frotó la barbilla—. Unos diablos muy astutos, esos búhos. Nunca los oyes hasta que los tienes casi encima. —La abuela descargó un bastonazo en la pared—. Tened los ojos muy abiertos. Y vigilad dónde ponéis el pie. De lo contrario os pasará lo que a mi tío Joe: un zorro se le llevó el pie por andar distraído y luego tuvo que llevar una pata de madera. Estaba palidísimo.
Los intentos de la abuela Morkie para animar a la gente tenían algo que siempre los estimulaba a moverse. Cualquier cosa era preferible a dejarse animar otra vez.
Los copos de nieve se apelmazaban sobre las hierbas secas y los helechos de ambos lados del camino. De vez en cuando, una masa de nieve resbalaba de una hoja y caía., a veces en la calzada y, más a menudo, sobre los gnomos que avanzaban por ella dando tumbos. Caminaron sondeando los montículos de nieve y escrutando con precaución los hoyos en sombras bajo el seto, mientras los copos seguían cayendo con su suave silencio crepitante. Tordos, búhos y otros muchos espantos del Exterior acechaban tras cada sombra.
Al fin, la luz quedó atrás y se guiaron únicamente por el resplandor de la propia nieve. A veces, uno de ellos llamaba sin alzar la voz y todos se detenían a escuchar. Hacía mucho frío.
La abuela Morkie se detuvo bruscamente. —Un zorro —anunció—. Lo huelo. El olor a zorro es inconfundible. Apesta.
Los gnomos se apretujaron y lanzaron temerosas miradas a la oscuridad que los envolvía.
—Pero podría no andar ya por aquí —añadió la abuela—. Ese olor permanece mucho tiempo. Los gnomos se relajaron un poco. —Vamos, abuela —murmuró Grimma. —Sólo pretendía ser útil —replicó la abuela Morkie—. Si no quieres que os ayude, sólo tienes que decirlo.
—Me parece que lo estamos haciendo mal —dijo Grimma—. Estamos buscando a Dorcas, y estoy segura de que alguien como él no se quedaría sentado al descubierto. Dorcas sabe que hay zorros y habrá buscado un lugar abrigado y lo más seguro posible para él y los chicos.
El padre de Nuty se adelantó. —Si observas en qué dirección cae la nieve —dijo, titubeante—, verás que el aire acondicionado sopla hacia allí —señaló—, de modo que acumula más nieve en ese lado de las cosas que en ese otro. Entonces, seguro que intentarán apartarse lo más posible del aire acondicionado, ¿no os parece?
—Cuando sopla en el Exterior, ese aire se llama viento —lo corrigió suavemente Grimma—. Pero tienes razón. Eso significa... —volvió la vista hacia los setos— que estarán al otro lado del seto. En el campo, pegados al terraplén. Vamos.
Se abrieron paso entre las masas de hojas muertas y las ramitas cargadas de nieve hasta salir al campo abierto del otro lado.
Era un paraje desolado. Unos cuantos montículos de hierba muerta se alzaban sobre la interminable extensión nevada. Varios gnomos dejaron escapar un gemido.
Era el tamaño, se dijo Grimma. Soportaban la cantera, la espesura por encima de ésta e incluso la calzada, porque gran parte de ella quedaba cerrada y uno podía imaginar que había una especie de paredes a su alrededor. Pero aquello era demasiado grande para muchos de ellos.
—Manteneos cerca del seto —indicó, con un ánimo que realmente no sentía—. Ahí no hay tanta nieve.
« ¡Oh, Arnold Bros (fund. en 1905)! —pensó la gnoma—. Dorcas no cree en ti, y yo, desde luego, tampoco, pero, si pudieras existir aunque sólo fuera el tiempo suficiente para permitirnos encontrarlos, todos te estaríamos muy agradecidos. Y si, además, pudieras detener la nevada y devolvernos a todos a la cantera sanos y salvos, también nos harías un gran favor.»
Era una tontería, se dijo. Masklin siempre insistía en que, si había algún Arnold Bros (fund. en 1905), estaba de algún modo dentro de nuestras cabezas, ayudándonos a pensar.
Grimma se dio cuenta de que estaba mirando la nieve.
«¿Por qué hay un agujero ahí?», pensó.



IV. No queda Ningún Sitio adonde ir, y debemos Marcharnos.

De El libro de los gnomos,
Salidas, Cap. 3, v. IV


12
—Pensé que eran conejos —dijo Grimma.
Dorcas le dio unas palmaditas en la mano.
—Bien hecho —murmuró débilmente.
—Cuando Sacco se marchó —explicó Nuty—, estábamos en la calzada y empezaba a hacer frío de verdad, de modo que Dorcas indicó que lo lleváramos al otro lado del seto y... bueno, fui yo quien comentó que a veces se veían conejos en este campo; entonces, Dorcas propuso buscar una madriguera de conejo. La encontramos, y ya pensábamos pasar aquí toda la noche.
— ¡Ay! —exclamó el viejo inventor.
—No armes ese escándalo. No te he hecho daño —replicó la abuela Morkie animadamente, mientras le examinaba la pierna—. No tienes nada roto, sólo una buena torcedura.
Los gnomos de la Tienda inspeccionaron la madriguera con interés y cierto grado de aprobación. Era un lugar reconfortantemente cerrado.
—Es muy probable que vuestros antepasados vivieran en agujeros como éste —comentó Grimma—. Con algunas estanterías y otras cosas, por supuesto.
—Esto es muy agradable —asintió un gnomo—. Y hogareño. Es casi como estar bajo el suelo.
—Pero apesta un poco —apuntó otro.
—Eso se debe a los conejos —dijo Dorcas, indicando con un gesto de la cabeza las sombras más profundas del Exterior—. Los hemos oído merodear por los alrededores pero no han hecho acto de presencia. Nuty dice que ha creído detectar a un zorro husmeando por la zona hace un rato.
—Será mejor que te llevemos de vuelta lo antes posible —dijo Grimma—. No creo que ningún zorro se atreva a molestar a un grupo numeroso como el nuestro. Al fin y al cabo, todos los zorros de la comarca saben quiénes somos y han aprendido que, quien se come a un gnomo, es zorro muerto.
Los gnomos arrastraron los pies, inquietos. Lo que decía Grimma era cierto, sin duda. El problema estaba en que, según ellos, quien de veras lo lamentaría sería aquel único gnomo al que devoraría el zorro. Que éste lo fuera a pasar mal después no le serviría de gran consuelo al devorado.
Además, todos estaban empapados y ateridos y la madriguera, aunque no habría parecido una propuesta muy agradable antes de dejar la cantera, resultaba de pronto mucho más acogedora que la horrible noche del Exterior. El grupo de rescate había pasado ante una decena de madrigueras de conejo en su penosa marcha, llamando a Dorcas y los suyos desde la boca oscura de cada una de ellas, hasta que por fin habían oído la voz de Nuty contestándoles.
—En realidad, no creo que debamos preocuparnos —apuntó Grimma—. Los zorros aprenden enseguida, ¿verdad, abuela?
— ¿Eh? —respondió ésta.
—Les decía a todos que los zorros aprenden enseguida —repitió Grimma, desesperada.
— ¡Oh, sí! Tienes mucha razón —asintió la abuela Morkie—. Cualquier zorro es capaz de desviarse mucho de su camino para encontrar el bocado más apetitoso. Sobre todo cuando el tiempo es frío.
— ¡No me refería a eso! ¿Cómo haces para conseguir que todos tus comentarios suenen tan horribles?
—Desde luego, no es eso lo que pretendo —gruñó la abuela, con una mueca de desdén.
—Tenemos que volver —declaró Dorcas con voz firme—. Esta nieve no va a desaparecer de momento y creo que podré caminar si me apoyo en alguien.
—Podemos prepararte una camilla —propuso Grimma—. Aunque, en realidad, no queda gran cosa adonde volver.
—Sí, vimos a los humanos cuando subían por el camino —intervino Nuty—, pero tuvimos que andar hasta el túnel de los tejones sin poder seguir ningún rastro debido a la nieve. Después, quisimos atajar por los campos al pie de la colina pero fue una mala decisión, porque los campos estaban arados con surcos profundos. No hemos comido nada desde que salimos —añadió.
—Pues no esperes gran cosa —le informó Grima—. Los humanos han arrasado la mayor parte de nuestras despensas. Nos han tomado por ratas.
—Bueno, eso no es tan malo —opinó Dorcas—. Hace tiempo, en la Tienda, solíamos inducirlos a pensar que lo éramos. Los humanos ponían trampas y, cuando yo era joven, acostumbrábamos cazar ratas en el sótano para colocarlas en esas trampas.
—Ahora utilizan comida envenada —dijo Grimma.
—Mal asunto.
—En marcha. Volvamos todos enseguida.
La nieve seguía cayendo, pero de manera irregular, como si las últimas existencias de copos estuvieran siendo vendidas de saldo. Al este se apreciaba una línea de luz rojiza.; no era el amanecer, sino la promesa del amanecer. Y no parecía muy estimulante. Cuando se alzara el sol, quedaría oculto tras las capas de nubes.
Cortaron unos pedazos de tallo seco de perifollo silvestre para improvisar una especie de camilla para Dorcas, que transportarían cuatro gnomos. El inventor estaba en lo cierto respecto al abrigo que proporcionaba el seto. En efecto, la nieve no era allí muy profunda, pero el suelo repleto de hojas viejas, ramas y desperdicios compensaba de sobra dicha ventaja. La marcha era muy lenta.
Ser humano debía de resultar estupendo, se dijo Grimma mientras unas espinas del tamaño de sus dedos le desgarraban el vestido. Masklin tenía razón: aquel mundo pertenecía, realmente, a los humanos. Era del tamaño adecuado para ellos, de modo que podían ir adonde quisieran y hacer lo que les apeteciera. «Nosotros, los gnomos —pensó Grimma—, creemos ser los amos de las cosas y lo único que hacemos es vivir en rincones y lugares apartados del mundo de los humanos, bajo sus suelos y robándoles cosas.»
Los demás gnomos avanzaban en un cauto silencio. El único ruido, aparte del crujido de la nieve y las hojas bajo los pies, era el de la abuela Morkie comiendo algo. Al parecer, había encontrado un puñado de bayas de espino en un arbusto y estaba dando cuenta de una de ellas con visibles muestras de satisfacción. La abuela había ofrecido las bayas a sus acompañantes, pero éstos las habían encontrado amargas y desagradables.
—Supongo que es la falta de hábito —murmuró la vieja, vuelta hacia Grimma con gesto de disgusto.
«Pues todos vamos a tener que encontrarle pronto el gusto», pensó Grimma sin hacer caso de la mirada dolida de la abuela. La única esperanza de los gnomos, una vez que estuvieran de vuelta en la cantera, era dividirse y abandonarla en pequeños grupos, instalarse en el campo y volver a vivir en viejas madrigueras de conejos, comiendo cualquier cosa que pudieran encontrar. Algunos grupos podrían sobrevivir al Invierno, cuando murieran los viejos.
Y adiós a la electricidad, a la lectura, a los plátanos...
«Pero yo esperaré en la cantera hasta que Masklin regrese.»
— ¡Anímate, muchacha! —le dijo la abuela Morkie, tratando de mostrarse amistosa—. No seas tan pesimista. Yo siempre digo lo mismo: puede que no suceda lo peor.
Incluso la abuela se asustó cuando Grimma la miró con una cara que había perdido todo su color. La muchacha abrió y cerró la boca varias veces. Luego, muy lentamente, se inclinó hacia adelante, cayó de rodillas y rompió a sollozar.
Aquello fue lo que más impresionó a los demás. Grimma gritaba, protestaba, daba órdenes y se peleaba con todos, pero oírla llorar... ¡Eso era terrible! ¡Era como si todo el mundo estuviera del revés!
—Lo único que he hecho ha sido tratar de animarla —murmuró la abuela Morkie.
Los gnomos, desconcertados, formaron un círculo en torno a Grimma. Nadie se atrevía a acercarse a ella, pues podía suceder cualquier cosa. Si uno intentaba darle unas palmaditas en la espalda y decirle «vamos, vamos», podía suceder cualquier cosa. Podía arrancarle la mano de un mordisco, o algo parecido.
Dorcas miró a los gnomos que lo escoltaban, suspiró y se incorporó de su improvisada camilla. Se acercó a Grimma renqueando y se agarró de la rama de un arbusto para sostenerse.
—Vamos, Grimma —dijo con voz tranquilizadora—. Nos has encontrado y vamos de vuelta a la cantera. Todo va bien...
— ¡No es verdad! ¡Tendremos que trasladarnos otra vez! —protestó ella entre sollozos—. ¡Habrías estado mejor si te hubieras quedado en esa madriguera! ¡Todo ha salido mal!
—Pues yo habría dicho que... —empezó a decir Dorcas.
— ¡No tenemos comida, ni podemos detener a los humanos! ¡Estamos atrapados en la cantera! ¡He intentado mantener juntos a los gnomos, y ahora todo ha salido mal!
—Deberíamos habernos trasladado al viejo granero en el primer momento —apuntó Nuty.
—Todavía podéis hacerlo —murmuró Grimma—. Los jóvenes aún podrían conseguirlo. ¡Sí, podrían marcharse lo más lejos posible!
—Pero... Sabes perfectamente que los niños no soportarían la marcha y, sin duda, los ancianos no podrían avanzar con esa nieve —dijo Dorcas—. ¿Tan desesperada estás?
— ¡Lo hemos intentado .todo, y las cosas sólo han empeorado! ¡Creímos que encontraríamos una vida feliz en el Exterior y ahora se nos está cayendo a pedazos!
Dorcas le dedicó una larga mirada inexpresiva.
—Por mí, podemos darnos por vencidos ahora mismo —insistió Grimma—. Podemos darnos por vencidos y dejarnos morir aquí mismo.
Un silencio horrorizado siguió a sus palabras.
Hasta que lo rompió la voz de Dorcas.
— ¡Eh, eh! ¿Estás segura? ¿Estás segura de verdad?
El tono de su voz hizo que Grimma alzara la vista.
Todos los gnomos estaban vueltos en la misma dirección.
Y distinguió a un zorro que los observaba.
Era uno de esos momentos en que el propio Tiempo se congela. Grimma observó el destello verde amarillento de los ojos del zorro y la nube de vapor de su aliento.
El animal llevaba la lengua colgando. Parecía sorprendido.
Era nuevo en aquellas tierras y no había visto nunca a un gnomo. Su mente, no muy despierta, intentaba relacionar el hecho de que el aspecto de los gnomos —dos brazos, dos piernas y una cabeza en la parte superior— era una forma que asociaba con los humanos y que había aprendido a evitar, con la evidencia desconcertante de que el tamaño de aquella especie de humano era el que siempre había considerado ideal para un bocado.
Los gnomos se quedaron paralizados de terror. No tenía objeto intentar huir. Un zorro tenía el doble de patas para perseguirlos. Uno terminaba muerto de todos modos, pero al menos no terminaba muerto y, encima, jadeante.
Entonces, se escuchó un gruñido.
Para sorpresa de los gnomos, surgió de la garganta de Grimma.
La vieron agarrar el bastón de la abuela Morkie, avanzar unos pasos y descargar un golpe en pleno hocico del zorro antes de que éste tuviera tiempo de moverse. El animal lanzó un gañido y parpadeó, desconcertado.
— ¡Lárgate! —exclamó Grimma—. ¿Cómo te atreves a venir aquí?
Le lanzó un nuevo bastonazo y el zorro apartó la cabeza. Grimma dio otro paso adelante y volvió a cruzarle el hocico con un golpe de revés. El zorro tomó una decisión. Sin duda, un poco más allá encontraría otra madriguera con conejos de verdad. Conejos que no lo golpeaban a uno. Sí; decididamente, prefería los conejos.
Con un nuevo gañido, retrocedió con los ojos fijos en Grimma y, por último, desapareció velozmente en la oscuridad.
Los gnomos respiraron.
— ¡Caramba! —murmuró Dorcas.
Grimma contempló el palo con aire ausente y preguntó:
— ¿Qué decía antes de la interrupción?
—Decías que podíamos darnos por vencidos y dejarnos morir aquí mismo —recordó la abuela Morkie con afán colaborador. Grimma le lanzó una mirada colérica.
—No, no. Nada de eso —dijo—. Sólo me sentía un poco cansada, eso es todo. Vámonos. Quedándonos aquí, corremos el riesgo de morir.
—Y si nos movemos, también —murmuró Sacco, con la vista fija en la oscuridad plagada de zorros.
—Eso no tiene gracia —soltó Grimma, emprendiendo la marcha.
—No pretendía ser gracioso —replicó Sacco con un escalofrío.
Encima de sus cabezas, inadvertida por los gnomos, una estrella extrañamente luminosa zigzagueó en el firmamento. Era pequeña, o tal vez era muy grande pero estaba muy lejos. Si alguien la hubiera mirado el tiempo suficiente, habría distinguido que tenía forma de disco. Y aquella estrella era la causante de gran cantidad de mensajes que surcaban el aire por todo el mundo.
Parecía estar buscando algo.


Cuando llegaron por fin a la cantera, descubrieron las luces vacilantes de otro grupo de gnomos que se disponía a emprender la búsqueda de los ausentes. No con mucho entusiasmo, había que reconocerlo, pero decididos a intentarlo.
Los vítores que se alzaron cuando corrió la noticia de que todo el mundo estaba de vuelta sano y salvo casi hizo olvidar a Grimma que habían regresado sanos y salvos a un lugar muy poco seguro. Recordó haber leído en el libro de refranes algo que resumía perfectamente la situación. No se le habían quedado las palabras exactas, pero era algo acerca de saltar del fuego y caer en el sitio de donde surgía éste. Las «grasas», o algo parecido.
Grimma condujo al grupo de rescate a la oficina y escuchó en silencio a Sacco mientras éste, con muchas interrupciones, relataba el momento en que Dorcas, presa de un repentino terror, había saltado del camión y sus jóvenes ayudantes lo habían apartado de los raíles justo antes de que llegara el tren. El episodio sonaba emocionante, valiente. «E inútil», pensó Grimma, pero se guardó de decirlo.
—Pero no fue tan terrible como pareció —añadió Sacco—. El camión quedó destrozado, es cierto, pero el tren ni siquiera descarriló. Todos lo vimos. Estoy muerto de hambre —dijo para concluir.
El joven gnomo exhibió una radiante sonrisa, que se desvaneció como el sol en el ocaso.
— ¿No hay comida? —preguntó.
—Peor aún —respondió el gnomo—. Si por casualidad tienes pan, lo único que podrías comer es un bocadillo de nieve.
Sacco reflexionó unos momentos sobre lo que acababa de oír.
—Están los conejos —murmuró a continuación—. En el campo donde estábamos había conejos.
—En el campo, sí; en la oscuridad... —recordó Dorcas, que parecía tener algún plan rondando por su cabeza.
—Es cierto —reconoció Sacco.
—Y con ese zorro merodeando por aquí —apuntó Nuty.
A Grimma le vino a la cabeza otro refrán:
—Cuando la necesidad aprieta, uno se encomienda al mismísimo Diablo.
Todos la miraron bajo la luz vacilante de las cerillas.
— ¿Quién es ese Diablo?
—Una especie de personaje horrible que vive bajo el suelo en un lugar muy caliente, me parece —explicó Grimma.
— ¿Como la sala de calderas de la Tienda?
—Supongo que sí.
— ¿Acaso conduce algún tipo de vehículo? —preguntó Sacco con evidente interés.
—No creo que conduzca ninguno, en realidad —explicó Grimma, algo irritada—. La frase sólo significa que, a veces, una se ve obligada a hacer las cosas.
—Entonces, no nos sirve de mucho. De entrada, ahí abajo no tendríamos espacio suficiente.
Dorcas carraspeó. Parecía preocupado por algo. Todo el mundo lo estaba, por supuesto, pero él parecía aun más inquieto que el resto.
—Está bien —murmuró pausadamente.
Algo en su tono de voz hizo que los demás gnomos le prestaran atención, y el inventor añadió:
—Será mejor que vengáis todos conmigo. Y preferiría que no tuvierais que hacerlo, creedme.
— ¿Adonde nos llevas? —preguntó Grimma.
—A los viejos cobertizos. Los que están junto a la excavación —explicó Dorcas.
—Pero ¡si están en ruinas! Y, además, dijiste que eran muy peligrosos.
—Y lo son, os lo aseguro. Hay montones de basura y chatarra, y latas de sustancias que los niños no deben tocar y otras cosas parecidas... —Se mesó la barba con gesto nervioso y añadió—: Pero hay otra cosa. Algo en lo que, por decirlo así, he estado trabajando. Una cosa mía —continuó, mirando a Grimma a los ojos—. La cosa más maravillosa que he visto nunca. Más incluso que las ranas en las flores. En cualquier caso... —carraspeó de nuevo—, allí hay espacio suficiente para todos. Los suelos son de tierra, pero los cobertizos son grandes y tienen muchos lugares para..., esconderse.
Un ronquido del humano sacudió la oficina.
—Además, no me gusta estar tan cerca de ese gigante —añadió. Este último comentario despertó un murmullo general de asentimiento—, ¿Habéis pensado qué vamos a hacer con él?
—Algunos querían matarlo, pero no creo que sea buena idea —dijo Grimma—. Me parece que los demás humanos se enfadarían muchísimo, si lo hiciéramos.
—Además, no me parece correcto —apuntó Dorcas.
—Ya sé a qué te refieres.
—Entonces... ¿qué vamos a hacer con él?
Grimma observó detenidamente el inmenso rostro. Cada uno de sus poros y de sus cabellos era de dimensiones enormes. Se le hizo extraño pensar que, si había criaturas más pequeñas que los gnomos, gentecilla tal vez del tamaño de una hormiga, también su rostro les produciría la misma impresión. Si consideraba el asunto filosóficamente, la cuestión de qué era grande y qué pequeño se reducía a una cuestión de perspectiva.
—Lo dejaremos como está —respondió por último—. Pero... ¿tenemos algún papel por aquí?
—En el escritorio hay un montón —respondió Nuty.
—Ve a buscarme unos cuantos, por favor. Y tú, Dorcas, siempre llevas encima algo para escribir, ¿verdad?
Dorcas rebuscó en los bolsillos hasta encontrar un trozo de lápiz.
—No lo gastes todo —dijo—. No sé si podré conseguir más.
Nuty no tardó en volver, arrastrando una hoja de papel amarillento. En la cabecera, con gruesas letras negras, había impresas unas palabras: «Extractora de Grava y Arena de Blackbury, S.A.». Debajo, se leía otra palabra: «Factura».
Grimma permaneció unos instantes pensativa; después, chupó la punta del lápiz y se puso a escribir unas letras de gran tamaño.
— ¿Qué haces? —preguntó Dorcas.
—Intento comunicarme —explicó Grimma mientras trazaba con cuidado una nueva palabra, apretando con fuerza.
—Siempre he creído que merecía la pena intentarlo, pero ¿te parece el momento adecuado? —insistió Dorcas.
—Sí —replicó la gnoma. Terminó la última palabra y, al tiempo que devolvía la mina de lápiz al viejo inventor, le pidió su opinión.
Las letras estaban un poco ladeadas, el trazo era bastante irregular y sus conocimientos de gramática y ortografía no eran comparables a su facilidad para la lectura, pero el mensaje quedaba bastante claro.
—Yo no habría puesto eso —murmuró Dorcas tras leerlo.
—Tal vez no, pero es lo que he puesto yo.
—Desde luego. —Dorcas apartó la mirada—. Bueno, al fin y al cabo es una comunicación, sin duda. No se puede hacer mucho más que eso, para comunicarse. De acuerdo.
Grimma intentó dar a su voz un tono entusiasta cuando dijo:
— ¡Y ahora, veamos esa sorpresa que guardas en el cobertizo!
Dos minutos más tarde, el barracón de la oficina estaba vacío de gnomos y el humano roncaba en el suelo, con una mano extendida.
En ella había un pedazo de papel, y en éste se leía:

«Extractora de Grava y Arena de
Blackbury, S.A.
Factura
Podemos Haber Te Matado DEJAZNOS
EN PAS»

En el Exterior, había ya bastante luz y la nevada había cesado.
—Verán nuestras huellas —dijo Sacco—. Incluso los humanos advertirán tantas pisadas.
—No importa —respondió Dorcas—. Limitaos a llevar a todo el mundo a los viejos cobertizos.
— ¿Estás seguro, Dorcas? ¿Estás realmente seguro de que es una buena idea? —insistió Grimma.
—No.
Se unieron a la columna de gnomos que se colaba apresuradamente por una grieta de la oxidada plancha de hierro ondulado y penetraron en la enorme cámara del cobertizo, en la que retumbaban las voces.
Grimma miró a su alrededor. El óxido y el tiempo habían abierto grandes agujeros en las paredes y el techo. En los rincones se amontonaban de cualquier manera latas viejas y rollos de cable, junto a fragmentos metálicos de extrañas formas y tarros de mermelada con clavos en el interior. Todo apestaba a aceite.
— ¿Qué es eso que nos querías enseñar? —preguntó a Dorcas.
El inventor señaló las sombras del otro extremo del cobertizo, pero la gnoma sólo alcanzó a distinguir algo enorme e impreciso.
—Parece..., parece una especie de gran tela...
—Está..., hum..., está debajo. ¿Ha entrado todo el mundo? —Dorcas formó una bocina con ambas manos alrededor de la boca, se volvió hacia Nuty y repitió, a gritos—: ¿Ha entrado todo el mundo? —Después, añadió en tono normal—: Tengo que saber dónde están todos. No quiero que nadie se asuste, pero tampoco quiero que haya por medio más gente de la imprescindible.
— ¿Imprescindible? ¿Para qué? —quiso saber Grimma, pero Dorcas no hizo caso de la pregunta.
—Sacco, tú y algunos de los chicos traed esas cosas que ocultamos en el seto. Vamos a necesitar la batería, eso seguro, y en realidad no estoy seguro de cuánto carburante pueda haber.
— ¡Dorcas! ¿Qué es todo esto? —exclamó Grimma con un taconeo impaciente. No era la primera vez que lo veía ponerse de aquella manera. Cuando, el viejo inventor empezaba a pensar en máquinas o en cosas que podría hacer con sus manos, se olvidaba de la gente. Hasta le cambiaba la voz.
Dorcas le dirigió una mirada larga y pausada, como si viera por primera vez a la muchacha. Después, bajó la vista al suelo.
—Será mejor que..., que pases y veas —dijo al fin—. Necesitaré que me ayudes a explicárselo todo a los demás. Para ese tipo de cosas eres mucho mejor que yo.
Grimma lo siguió por el suelo helado mientras los últimos gnomos entraban en el cobertizo y se acurrucaban junto a las paredes, recelosos. Dorcas la condujo bajo la sombra de la lona, que formaba una especie de enorme caverna polvorienta.
A corta distancia, en la penumbra, se alzaba un neumático parecido al de un camión, pero mucho más rugoso que cualquiera de los que había visto nunca.
— ¡Oh! ¡No es más que un camión! —murmuró, no muy segura—. Tienes un camión ahí dentro, ¿no es eso?
Dorcas no respondió. Se limitó a señalar hacia arriba.
Grimma alzó la mirada. Y luego siguió levantándola. Hasta fijarla en la boca de Jekub.




IV. Y Dorcas dijo: «Éste es Jekub, la Gran Bestia con dientes.
V. »La Necesidad aprieta. Si es preciso conducir, conduzcamos de nuevo».

De El libro de los gnomos,
Jekub, Cap. 2, vv. IV-V

13
A veces, las palabras también necesitan música. A veces, las descripciones no bastan. Los libros deberían escribirse con banda sonora, como las películas.
Unas notas graves de órgano, tal vez.
Pa pa pa PAAA.
Grimma se quedó pasmada.
«No puede estar vivo de verdad —pensó, desesperada—. No está a punto de devorarme. Dorcas no me habría traído aquí si supiera que había un monstruo a punto de devorarme. No voy a asustarme. No estoy asustada en absoluto. ¡Soy una gnoma racional y no estoy asustada!»
—Creo que esas ruedas tan rugosas son para mejorar la adherencia sobre el piso —dijo Dorcas. Su voz le sonó a Grimma muy lejana—. Le he echado un buen vistazo, ¿sabes?, y en realidad no tiene nada estropeado. Sólo es viejo...
La mirada de Grima recorrió el enorme cuello amarillo del monstruo.
Pa pa pa POOOM.
—Luego pensé: seguro que podría ponerlo en marcha. Esos motores Diesel son muy sencillos, aunque no estoy seguro de qué son estos conductos..., hidrálicos, creo que se llaman; por suerte, encontré en una banqueta un librito muy útil, titulado Manual de mantenimiento, y me he dedicado a poner grasa en los puntos convenientes y a limpiar las piezas.
Pa pa pa PAAA.
—Supuse que los humanos o quienes fueran terminarían por volver, de modo que he estado ahí arriba estudiando los controles y, ¿sabes una cosa?, posiblemente es más fácil de conducir que el camión..., excepto esas palancas extra del sistema hidrálico, por supuesto, pero eso no debería ser problema si hay suficiente combustible y eso...
Dorcas se detuvo al advertir el mutismo de Grimma.
— ¿Qué es? —preguntó ésta.
—Te lo estoy diciendo —respondió el viejo inventor—. Es fascinante. ¿Ves? Estos conductos bombean alguna sustancia que hace moverse esas piezas de ahí; entonces, los pistones son empujados hacia afuera y hacen mover esa especie de brazo de ahí...
—No te pregunto qué hace, sino qué es este monstruo —insistió Grimma con impaciencia.
— ¿No te lo estoy diciendo? —preguntó Dorcas con aire cándido—. Si lo que quieres saber es cómo se llama, mira ahí arriba. Verás su nombre pintado.
Grimma miró hacia donde señalaba el viejo. Enseguida, frunció el entrecejo.
—JE..., KU..., B —leyó—. ¿Jekub? ¿Qué clase de nombre es ése?
—No lo sé —respondió Dorcas—. No soy experto en nombres. En cualquier caso, suena bien. Ven por aquí.
La gnoma lo siguió como sonámbula y, una vez más, volvió la vista hacia las tinieblas bajo la lona.
—Observa —dijo Dorcas—. Supongo que con eso no habrá confusión posible...
— ¡Oh! —Grimma se llevó la mano a la boca.
—Sí —añadió Dorcas—. Lo mismo pensé yo la primera vez que lo vi. Pensé: bien, sí, es una especie de camión, y entonces llegué aquí y descubrí que era un camión con...
— ¡... con dientes! —terminó la frase Grimma con un jadeo—. Con unos enormes dientes metálicos.
—Exacto —asintió Dorcas con gesto de orgullo—. Jekub. Una especie de camión. Un camión con dientes.
Po POOOM.
—Y... ¿funciona?
—Debería funcionar. Sí, debería hacerlo. He revisado todo lo que he podido. Sus principios básicos son los mismos que los de un camión, pero hay un montón de palancas extra y otras cosas que...
— ¿Por qué no me habías hablado de esto? —quiso saber Grimma.
—No sé. Porque no hubo necesidad, supongo —respondió Dorcas.
— ¡Pero si es enorme! ¡No debías guardarte esto para ti solo!
—Todo el mundo necesita tener algo que ocultar a los demás —repuso Dorcas—. En cualquier caso, el tamaño no importa. Resulta, yo diría, perfecto... —Dio unas palmaditas en la rueda de profundos surcos y prosiguió—: Cuentan que los humanos creen que alguien hizo el mundo, y que tardó siete días. Pues bien, cuando vi a Jekub por primera vez, me dije: ¡Sí, señor, y eso fue lo que utilizó!
Su mirada se perdió en las sombras.
—Lo primero que debemos hacer es quitar la lona —indicó—. Creo que resultará muy pesada, de modo que necesitaremos la ayuda de muchos gnomos. Será mejor que estén sobre aviso. Jekub puede resultar un poco aterrador la primera vez que uno lo ve.
—A mí no me ha asustado en absoluto —declaró Grimma.
—Ya lo sé —respondió Dorcas—. He visto la cara que ponías.
Los gnomos miraron a Grimma expectantes.
—Lo importante —les dijo— es recordar que es una especie de máquina. Es sólo una especie de camión, pero la primera vez que lo veáis puede que os asuste su aspecto, de modo que coged de la mano a los niños. Y apartaos deprisa y en orden cuando caiga la lona.
Hubo un coro de asentimientos.
—Muy bien. Agarrad.
Seiscientos gnomos escupieron en la palma de las manos y agarraron el borde de la pesada tela.
—Cuando os lo diga, quiero que tiréis con fuerza.
Todos los gnomos se prepararon para el esfuerzo.
— ¡Tirad!
Las arrugas de la lona se alisaron hasta desaparecer.
— ¡Tirad!
La lona empezó a moverse. Luego, mientras se deslizaba sobre el perfil anguloso de Jekub, su propio peso empezó a tirar de ella y...
— ¡Corred!
Cayó como un alud verde y grasiento, formando una montaña de pliegues, pero nadie se fijó en ello pues el sol que se filtraba por las ventanas polvorientas y llenas de telarañas bañó a Jekub.
Varios gnomos soltaron una exclamación. Las madres cogieron en brazos a sus hijos y se produjo un movimiento hacia las puertas.
«Realmente parece una cabeza —pensó Grimma—. Sobre un largo cuello. Y el ser tiene otro en el otro extremo. ¿Pero qué estoy diciendo? ¡No es más que un objeto!»
— ¡Os he dicho que no sucede nada! —exclamó a gritos, para hacerse oír sobre el creciente alboroto—. ¡Mirad! ¡Ni siquiera se mueve!
— ¡Eh! —gritó otra voz, y la gnoma alzó la cabeza. Nuty y Sacco se habían encaramado al cuello de Jekub y, sentados en él, agitaban las manos alegremente.
Esto resultó decisivo. La marea de gnomos alcanzó la pared y se detuvo. Uno siempre se siente ridículo al huir de algo que no lo persigue. La multitud titubeó y luego, lentamente, volvieron sobre sus pasos centímetro a centímetro.
—Vaya, vaya —murmuró la abuela Morkie, avanzando renqueante—. De modo que ése era su aspecto... Siempre había querido saberlo.
Grimma se volvió, sorprendida, hacia ella y le preguntó:
— ¿Su aspecto? ¿A qué te refieres?
— ¿Qué? ¡Ah! A las grandes excavadoras —respondió la abuela—. Cuando yo nací ya se habían ido todas, pero mi padre las vio y me contó que eran grandes cosas amarillas con dientes. Siempre pensé que me tomaba el pelo.
Jekub seguía sin comerse a nadie y varios de los gnomos más aventureros empezaron a escalarlo.
—Fue cuando construyeron la autopista —continuó la abuela Morkie, apoyada en su bastón—. Mi padre decía que estaban por todas partes. Unas cosas enormes y amarillas, con dientes y neumáticos llenos de grandes salientes.
Grimma la miró con la expresión que reservaba a quienes demostraban, contra todo pro—
nóstico, tener alguna historia interesante y secreta.
—Y había otras —continuó la vieja—. Cosas que recogían tierra a paladas y todo eso. De eso debe de hacer... ¡Vaya, quince años ya! Nunca pensé que llegaría a ver una.
— ¿Te refieres a que las carreteras fueron construidas? —dijo Grimma. Jekub ya estaba cubierto de jóvenes gnomos y distinguió a Dorcas en la parte posterior de la cabina, explicando la función de cada palanca.
—Eso me dijo mi padre. No creerías que eran naturales, ¿verdad?
— ¿Eh? ¡Oh, no! Claro que no. No digas tonterías —respondió Grimma. ¿Tendría razón Dorcas? Tal vez todo había sido construido. Unas partes hacía más tiempo, otras más recientemente. Se empezaba por las montañas, las nubes y esas cosas, y luego se añadían las carreteras y las Tiendas. Tal vez el trabajo de los humanos consistía en hacer el mundo y aún no habían terminado. Por eso las máquinas tenían que servirles. Gurder habría comprendido una cosa así; ojalá estuviera de vuelta, se dijo.
Y ojalá estuviera Masklin.
Grimma intentó pensar en otra cosa.
Neumáticos rugosos, llenos de salientes. Aquél era un principio prometedor. Las ruedas traseras de Jekub eran casi tan altas como un humano. No necesitaban carreteras. ¡Por supuesto que no! Jekub construía carreteras; por tanto, tenía que ser capaz de avanzar donde éstas no existieran.
Se abrió paso entre la multitud de gnomos hasta la parte posterior de la cabina, donde otro grupo se esforzaba ya por colocar una pasarela, y escaló hasta el lugar donde Dorcas intentaba hacerse oír en medio de la agitación.
— ¿Piensas salir del cobertizo conduciendo a Jekub? —preguntó. El inventor levantó la vista hacia ella.
—Sí —respondió jubiloso—. Eso pienso hacer. Lo espero, al menos. Calculo que tenemos una hora hasta que lleguen más humanos a la cantera y esto no es muy diferente de un camión.
— ¡Sabremos conducirlo! —exclamó uno de sus jóvenes ayudantes—. Mi padre me ha hablado de todo eso de las cuerdas y poleas.
Grimma miró a su alrededor. La cabina estaba llena de palancas.
Había pasado más de medio año desde el Gran Viaje en Camión y a Grimma nunca le habían interesado gran cosa los artefactos mecánicos, pero no pudo evitar recordar que la cabina del viejo camión tenía muchas menos complicaciones: unos cuantos pedales, una palanca y un volante, y eso era todo.
Miró de nuevo a Dorcas y le preguntó dubitativa:
— ¿Estás seguro?
—No —respondió él—. Ya sabes que nunca estoy seguro de nada. Pero muchos de esos mandos son para controlar la boc..., la pala. Esa parte donde están los dientes. Lo del final de cuello, me refiero. O sea, las puntas de excavar. Son asombrosamente ingeniosas, y lo único que hay que hacer es...
— ¿Dónde va a meterse todo el mundo? No hay mucho espacio.
—Supongo que los viejos pueden viajar en la cabina. —Dorcas se encogió de hombros—. Los jóvenes tendrán que colgarse donde puedan. Podemos fijar cables y andamios por todas partes. Para que se sujeten, quiero decir. No te preocupes. Conduciremos bajo la luz del día y no es preciso que vayamos deprisa.
—Y entonces iremos al granero, ¿no es eso, Dorcas? —preguntó Nuty—. Donde hará calor y habrá montones de comida.
—Eso espero —respondió el inventor—. Bien, pongamos manos a la obra. No tenemos mucho tiempo. ¿Dónde estará Sacco con la batería?
« ¿Montones de comida en el granero?», pensó Grimma. ¿De dónde había salido tal idea? Lo que Angalo había dicho era que allí se almacenaban nabos o algo parecido y que tal vez hubiera algunas patatas, pero ella no llamaría a eso un banquete.
Su estómago, que tenía ideas propias al respecto, lanzó un gruñido de desacuerdo. Había sido una noche muy larga para pasarla con sólo un pedazo de bocadillo.
En todo caso, no podían seguir allí por más tiempo. Cualquier otro sitio sería mejor que la cantera.
— ¿Puedo ayudarte en algo, Dorcas? —preguntó a éste.
—Podrías repasar el libro de instrucciones —respondió el inventor, volviéndose hacia ella—. Mira si explica cómo se conduce.
— ¿No lo sabes?
—Hum... Con tantas palabras, no. No exactamente. Quiero decir que sé cómo tengo que hacerlo, pero no tengo muy claro qué controles debo accionar.
El libro estaba bajo la banqueta en un rincón del cobertizo. Grimma lo levantó del suelo, lo apoyó en la pared y lo abrió, tratando de concentrarse bajo el estruendo. «Seguro que Dorcas sabe conducir ese monstruo —se dijo la gnoma—, pero éste es su gran momento y no quiere que lo estorbe.»
Los gnomos empezaron a actuar unidos, en equipo. Las cosas estaban demasiado mal como para perder el tiempo refunfuñando. Era curioso, reflexionó Grimma mientras pasaba las páginas mugrientas, que la gente sólo pareciera dejar de quejarse cuando las cosas se ponían realmente feas. Era entonces cuando todos empezaban a repetir frases como «esfuerzo común», «arrimar el hombro» y «partirse el lomo». Grimma había encontrado «partirse el lomo» en uno de los libros que había leído; al parecer, la frase significaba «trabajar incesantemente», pero la gnoma no acaba de entender cómo podía alguien trabajar incesantemente con el lomo partido. Parecía más probable que la gente trabajara incesantemente si una los amenazaba con partirles el lomo, ¿no?
Con aquella expresión sucedía lo mismo que con el rótulo de «Carretera en Obras» durante el Gran Viaje en Camión. Habían interpretado que la carretera estaba en buenas condiciones, pero la habían encontrado llena de baches.[2] ¿Qué sentido tenía aquello?, se preguntó. Las palabras deberían significar siempre lo mismo.
Pasó la página.
En la siguiente había un gran círculo marrón donde algún humano había dejado un vaso o una taza.
Un grupo de gnomos pasó junto a ella arrastrando trabajosamente la voluminosa batería, que movían sobre unos cojinetes oxidados.
Tras la batería, pasó tambaleándose la lata de carburante.
Grimma observó los dibujos de unas palancas con unos números junto a cada una. De pronto, los gnomos del cobertizo parecían alegres. De pronto, cuando las cosas no sólo eran ya bastante horribles sino que prometían serlo mucho más, los gnomos parecían casi felices. Masklin ya había comentado algo al respecto. Era asombroso lo que era capaz de hacer la gente, había dicho, si uno encontraba el impulso adecuado para ponerla en acción.
Fijó de nuevo la vista en las páginas del manual e intentó interesarse en las palancas.


Las nubes que corrían delante del sol se extendían por el cielo rosado. En cierta ocasión, Grimma había leído que el cielo rojo por la mañana significaba un buen día —o un mal día—para los pastores de ovejas, ¿o de vacas...?
En la oficina del encargado, aún a oscuras, el humano despertó, lanzó unos gemidos e intentó liberarse de la telaraña de cables que lo mantenían sujeto al suelo. Tras un gran esfuerzo, consiguió desasir casi todo un brazo.
Lo que hizo el humano a continuación habría sorprendido a la mayor parte de los gnomos. Agarró una silla y, con otro gran esfuerzo y entre jadeos, consiguió volcarla. Después, la arrastró por el suelo, colocó una pata bajo un par de cables e hizo palanca.
Un minuto después estaba de pie, terminando de desembarazarse de los cables.
Sus ojos enormes distinguieron el pedazo de papel en el suelo.
El humano lo contempló unos instantes, frotándose los brazos, y luego descolgó el teléfono.
Dorcas tiró de un cable con aire dubitativo.
— ¿Estás seguro de que la batería está conectada como es debido? —preguntó Sacco.
—Conozco perfectamente la diferencia entre los cables negros y los rojos, ya lo sabes —replicó Dorcas sin acritud, mientras probaba otro cable.
—Entonces, tal vez la batería no tiene suficiente electricidad —apuntó Grimma, servicial, tratando de observar las manipulaciones del in—
ventor y su joven ayudante—. Tal vez se ha derramado toda por el fondo, o se ha secado.
Dorcas y Sacco intercambiaron una mirada.
—La electricidad no se derrama —explicó Dorcas con paciencia—. Ni se seca, que yo sepa. La electricidad es diferente: o la hay, o no la hay. Perdona. —Repasó de nuevo el amasijo de cables y dio un tirón a uno de ellos. Se escuchó un chasquido, acompañado de un gran chispazo azulado—. Y aquí hay, como podéis ver —añadió entonces—. Sólo que no es ahí donde debería estar.
Grimma cruzó de nuevo el suelo grasiento de la cabina. Varios grupos aguardaban allí, de pie. Cientos de gnomos agarraban cuerdas atadas al enorme volante que se cernía sobre ellos. Otros grupos sostenían arietes de madera, preparados para presionar los pedales con ellos.
—Habrá un pequeño retraso —anunció la gnoma—. Hemos perdido toda la electricidad.
Además de los grupos organizados, había gnomos por todas partes. Durante el Gran Viaje habían dispuesto de todo un camión para ellos, pero la cabina de Jekub era más pequeña y los gnomos tenían que apretarse como podían.
«Qué grupo tan desarrapado», pensó Grimma. Era cierto. Incluso en la apresurada huida de la Tienda, los gnomos, rollizos y bien vestidos, habían conseguido llevar consigo muchos pertrechos y provisiones.
Ahora, en cambio, se los veía más delgados y sucios, y lo único que llevaban encima eran los harapos que vestían. Habían tenido que abandonar incluso los libros. Una decena de éstos ocupaba el espacio de tres decenas de gnomos y, aunque Grimma consideraba para sus adentros que había libros mucho más útiles que algunos gnomos, había tenido que aceptar la promesa de Dorcas de que un día regresarían e intentarían recuperarlos de su escondite bajo el suelo.
«Bueno —se dijo la gnoma—, lo hemos intentado. Hemos hecho un gran esfuerzo, realmente. Llegamos a la cantera con intención de establecernos, ocuparnos de nosotros mismos y llevar una vida digna. Pero hemos fracasado. Creímos que bastaría con traer productos adecuados de la Tienda, pero trajimos también muchas cosas inútiles. Esta vez tendremos que alejarnos todo lo posible de los humanos y me parece que ningún sitio será suficientemente lejos.»
Subió hasta la insegura plataforma de conducción, improvisada con un tablón atravesado en la cabina y sujeto con cuerdas. Sobre la plataforma había otro montón de gnomos, que la miró con expectación.
Por lo menos, conducir a Jekub sería más fácil. Los jefes de los grupos que se ocupaban de los distintos mandos podían verla, de modo que no tendría que hacer señales con banderas y cuerdas como la otra vez, cuando habían abandonado la Tienda. Y las brigadas de gnomos también sabían lo que tenían entre manos.
— ¡Prueba otra vez! —oyó gritar a Dorcas.
Se escuchó un clic, seguido de un zumbido, y Jekub lanzó un rugido.
El sonido rebotó en el interior del cobertizo, tan potente y estridente que no era ya un sonido, sino algo que endurecía el aire y lo lanzaba contra uno. Los gnomos se tumbaron sobre el piso tembloroso de la cabina.
Tapándose los oídos, Grimma distinguió a Dorcas, que corría por el piso agitando las manos. El grupo que se ocupaba del pedal del acelerador le lanzó una mirada de « ¿Quién, nosotros?», y dejó de empujar.
El rugido se redujo a un ronco murmullo, un mummummummum que seguía resultando escalofriante. Dorcas volvió sobre sus pasos a la carrera y subió por una escala hasta la plataforma, deteniéndose con frecuencia para recuperar el aliento. Cuando llegó arriba, se sentó y se frotó el mentón.
—Me estoy haciendo viejo para estas cosas —dijo—. Cuando un gnomo llega a cierta edad, es momento de dejar de robar vehículos gigantescos. Es un hecho comprobado. De todos modos, parece que ahora todo funciona como es debido. Ya puedes sacarnos de aquí.
— ¿Qué? ¿Yo sola? —exclamó Grimma.
—Sí. ¿Por qué no?
—Es que..., bueno, pensaba que aquí arriba estaría Sacco o algún otro... —«Pensaba que conduciría un gnomo varón», estuvo a punto de decir.
— ¡Eso querrían...! —replicó Dorcas—. ¡Les encantaría! Y pronto estaríamos dando vueltas por ahí a toda velocidad, entre gritos de « ¡Yuppi!» y quién sabe qué. No, no. Muchas gracias, pero prefiero un tranquilo y agradable paseo por el campo. Algo suave. —El viejo inventor miró hacia abajo y gritó—: ¿Estáis todos preparados, ahí abajo?
Le respondió un coro de nerviosos síes, salpicado de algunas exclamaciones entusiastas.
—No sé si habrá sido una buena idea encargar a Sacco del pedal de ir más deprisa —murmuró Dorcas, al tiempo que se incorporaba—. Oye, no estarás nerviosa, ¿verdad?
— ¿Quién? ¿Yo? —Grimma soltó un bufido de indignación—. ¡No, claro que no! No presenta ningún problema —añadió.
—Está bien. Entonces, vámonos.
Salvo el grave ronroneo del motor, el silencio era completo.
Grimma hizo una pausa. Si Masklin estuviera allí, lo haría mejor que ella, pensó. Ya nadie hablaba de Masklin, ni de Angalo o de Gurder. A los gnomos no les gustaba recordarlos. Era algo que habían aprendido hacía cientos de años, cuando todo el mundo era un lugar lleno de zorros y enemigos astutos y veloces donde había mil modos de encontrar una muerte horrible. Si alguien desaparecía, uno tenía que dejar de pensar en él. Tenía que apartar de su recuerdo al ausente. Pero Grimma no podía quitarse a Masklin de la cabeza un solo instante.
No había hecho otra cosa que insistir en aquello de las ranas en las flores y no había prestado atención a los sueños del muchacho.
Dorcas le pasó el brazo por los hombros con delicadeza. Grimma estaba temblando.
—Deberíamos haber enviado a un grupo al aeropuerto —murmuró ella—. Habríamos demostrado que nos importaban y...
—No teníamos tiempo, ni la gente adecuada —respondió Dorcas suavemente—. Cuando vuelva, se lo explicaremos todo. Masklin lo entenderá.
—Sí —susurró ella.
—Y ahora —añadió Dorcas dando un paso atrás—, ¡vamos allá!
Grimma respiró profundamente.
— ¡Primera marcha! —ordenó con un grito—. ¡Adelante, muuuy despacio!
Los grupos de gnomos avanzaron y retrocedieron por el piso de la cabina. Se produjo un leve temblor y el ruido del motor descendió de volumen bruscamente. Jekub saltó hacia adelante y se detuvo. El motor carraspeó y enmudeció.
Dorcas se miró las uñas con aire concentrado.
—El freno de mano, el freno de mano —murmuró por lo bajo. Grimma le lanzó una mirada colérica y se llevó las manos a la boca, formando una bocina con ellas.
— ¡Quitad el freno de mano! —gritó—. ¡Así! ¡Ahora, poned la primera otra vez y avancemos muy despacio!
Se escuchó un clic y, de nuevo, el silencio.
—Arranca el motor, arranca el motor —susurró Dorcas, balanceándose adelante y atrás sobre los talones. Grimma se asomó de nuevo al borde de la plataforma y gritó—: Volved a ponerlo todo donde estaba y dad el contacto al motor.
— ¿Y el freno de mano? ¿Lo quieres puesto o quitado? —preguntó Nuty, que comandaba el grupo encargado de accionar la palanca.
— ¿Qué?
—No nos has dicho qué hemos de hacer con el freno de mano —repitió Sacco. Los gnomos que lo acompañaban iniciaron una sonrisa. Grimma lo apuntó con un dedo amenazador.
—Escucha —le soltó—, si tengo que bajar hasta ahí para decirte qué debes hacer con el freno de mano, lo vas a lamentar muchísimo, ¿me oyes? ¡Y ahora, dejaos de gimoteos y poned en marcha este monstruo! ¡Deprisa!
Tras un nuevo chasquido, Jekub lanzó otro rugido y empezó a avanzar. Los gnomos lanzaron al unísono una exclamación de triunfo.
—Muy bien —asintió Grimma—. Esto está mucho mejor.
—Las puertas, las puertas... No hemos abierto las puertas —murmuró Dorcas.
—Claro que no —replicó Grimma mientras la excavadora empezaba a aumentar su velocidad—. ¿Para qué necesitamos abrirlas? ¡Éste es Jekub!



V. Nada puede interponerse en nuestro Camino, pues Éste es Jekub, el que se ríe de las Barreras y dice Brumm, Brumm.

De El libro de los gnomos,
Jekub, Cap. 3, v. V


14
Era un cobertizo muy viejo, muy corroído por el óxido. Era un cobertizo que se tambaleaba cuando el viento soplaba con fuerza. Lo único más o menos nuevo era el candado de la puerta, contra la cual chocó Jekub a una velocidad de unos diez kilómetros por hora. El desvencijado edificio resonó como un gong, saltó de sus cimientos y fue arrastrado por media cantera antes de desintegrarse en una lluvia de óxido y humo. Jekub emergió como un polluelo muy enfadado de un cascarón muy viejo y detuvo su avance.
Grimma se incorporó en la plataforma y empezó a sacarse de encima el polvo y los fragmentos de cobertizo con gesto nervioso.
—Nos hemos detenido —murmuró vagamente, aún con los oídos ensordecidos—. ¿Por qué nos hemos detenido, Dorcas?
El viejo inventor no se molestó en intentar levantarse. La sacudida de Jekub al chocar con la puerta lo había dejado sin aliento.
—Me parece que todos hemos estado a punto de salir despedidos. ¿Qué necesidad había de ir tan deprisa?
—Lo siento —gritó Sacco desde abajo—. Me parece que ha habido una ligera confusión.
Grimma recobró el ánimo.
—Bien —dijo—, en cualquier caso, ya os he traído hasta aquí. Empiezo a cogerle el truco. Ahora vamos a..., a...
Dorcas la oyó callar a media frase y alzó la vista.
Delante de la cantera había un camión aparcado y tres humanos corrían hacia Jekub con grandes zancadas, como si flotaran.
— ¡Oh, vaya! —murmuró el inventor.
— ¿Es que el humano no ha leído la nota? —preguntó Grimma en voz alta.
—Me temo que no —respondió Dorcas—. Ahora, no debemos dejarnos llevar por el pánico. Tenemos una opción. Podemos...
— ¡Seguir adelante! —lo cortó la gnoma—. ¡Ahora mismo!
—No, no —protestó él débilmente—. No pretendía sugerir que...
— ¡Primera marcha! —ordenó Grimma—. ¡Y mucha velocidad!
— ¡No, ni se te ocurra hacerlo...!
—Mírame —dijo ella—. ¡Se lo advertimos! ¡Esos humanos saben leer, de eso no tenemos ninguna duda! Si de veras fueran inteligentes, sabrían que no deben...
— ¡No lo hagas! —replicó Dorcas—. ¡Siempre nos hemos mantenido aparte de los humanos!
— ¡Y ellos no nos dejan en paz! —exclamó
Grimma.
—Pero...
—Primero demolieron la Tienda, después intentaron impedir que escapáramos y ahora nos arrebatan la cantera. ¡Y ni siquiera se dan cuenta de que existimos! ¿Recuerdas esas horribles estatuas ornamentales de la sección de Jardinería de la Tienda? ¡Pues bien, ahora voy a enseñarles lo que los verdaderos gnomos...!
— ¡No podrás derrotar a los humanos! —exclamó Dorcas, haciéndose oír por encima del rugido del motor—. ¡Son demasiado grandes! ¡Y tú, demasiado pequeña!
—Tal vez ellos sean grandes y yo pequeña —replicó Grimma—. Pero soy yo quien está en este camión inmenso. En este camión con dientes. —Se inclinó sobre el borde de la plataforma y gritó—: ¡Que todo el mundo se sujete bien ahí abajo! ¡Esto se va a agitar bastante!
Las grandes y torpes criaturas del Exterior habían advertido que sucedía algo raro. Detuvieron su pesado avance y, con movimientos muy lentos, intentaron apartarse de la trayectoria de la excavadora. Dos de los humanos consiguieron refugiarse de un salto en la oficina del encargado en el momento en que Jekub pasaba ante ella a gran velocidad.
—Ya veo —murmuró Grimma—. Deben de creer que somos tontos. Gira el volante hacia la izquierda, Sacco. Más. Más. Basta. Perfecto. —La gnoma se frotó las manos.
— ¿Qué te propones? —cuchicheó Dorcas, horrorizado.
Grimma se asomó una vez más sobre el borde de la plataforma.
—Sacco —dijo—, ¿ves esas otras palancas?


Tras los polvorientos cristales de la ventana aparecieron los rostros de los humanos, dos manchas redondas y pálidas.
Jekub estaba a menos de diez metros, temblando ligeramente bajo la niebla matinal. Después, el motor rugió. La gran pala delantera se alzó como para capturar el sol...
Y Jekub saltó hacia adelante, dando tumbos por la cantera, y arrancó una pared de la oficina como si abriera la tapa de una lata de conservas. Las otras paredes y el techo se hundieron lentamente, como un castillo de naipes del que hubiera caído el as de picas.
La excavadora dio la vuelta en un amplio círculo y lo primero que vieron los dos humanos cuando salieron de entre los restos del barracón fue su mole palpitante y su gran boca de metal, preparada para devorarlos.
Y echaron a correr.
Corrieron casi tan deprisa como un gnomo.
—Siempre había querido hacer eso —declaró Grimma con voz satisfecha—. Y ahora, ¿dónde se ha metido el otro humano?
—Creo que ha vuelto al camión —dijo Dorcas.
—Estupendo. Dale a la derecha, Sacco. Basta. Ahora, adelante. Despacio.
— ¿Podríamos detener todo esto y marcharnos inmediatamente? ¡Por favor...! —suplicó el inventor.
—El camión de los humanos está en mitad del camino —indicó ella en tono bastante razonable—. Lo han detenido justo en la entrada.
—Entonces, estamos atrapados.
Grimma soltó una carcajada, pero su risa no tenía nada de divertido. De repente, Dorcas sintió casi tanta lástima por los humanos como sentía por sí mismo.
Los humanos debían de haber tenido parecidos pensamientos, si era cierto que pensaban. Dorcas observó sus pálidas expresiones al ver que Jekub se lanzaba hacia ellos.
«Deben de preguntarse cómo es que no se ve ningún humano en la cabina —pensó—. No logran explicárselo. ¡Una máquina que se mueve sola! Para los humanos, debe de ser todo un misterio.»
Sin embargo, finalmente llegaron a una conclusión. Dorcas vio abrirse de golpe las dos puertas del camión y los humanos saltaron de él en el preciso instante en que Jekub...
Se oyó un crujido y el camión dio una sacudida bajo la embestida de Jekub. Las ruedas rugosas de éste patinaron un momento y, a continuación, el camión retrocedió. Unas nubes de vapor surgieron de su parte delantera.
— ¡Esto, por Nisodemo! —dijo Grimma.
—Pensaba que no te caía bien —comentó Dorcas.
—Es cierto, pero era un gnomo.
El viejo inventor asintió. Considerando así las cosas, todos eran gnomos. Era oportuno recordar en qué bando estaba uno.
— ¿Puedo sugerir que cambies de marcha? —apuntó en voz baja.
— ¿Por qué? ¿Qué tiene de malo ésta?
—Si reduces una marcha, podrás empujar mejor. Confía en mí.


Los humanos se quedaron mirando. Se quedaron contemplando la escena porque una excavadora que funcionaba sola era un prodigio que uno debía admirar, aunque fuera subido a un árbol u oculto tras un seto.
Vieron a Jekub retroceder unos metros, cambiar de marcha con un rugido y atacar de nuevo al camión. El parabrisas saltó hecho añicos.


Dorcas estaba muy descontento con todo aquello.
— ¡Estás matando un camión! —protestó.
—No digas tonterías —replicó Grimma—. Es una máquina. Sólo son pedazos de metal.
—Sí, pero la ha construido alguien, y debe de haberle costado mucho esfuerzo. Y no me gusta nada destruir cosas que cuesta mucho esfuerzo construir.
—Un camión como éste aplastó a Nisodemo —insistió ella—. Y, cuando vivíamos en la madriguera junto a la autopista, ¿cuántos gnomos murieron arrollados por los coches?
—Es cierto, pero los gnomos no son tan difíciles de hacer. Sólo se necesita otra pareja de gnomos.
— ¡Estás chiflado!
Jekub embistió de nuevo. Uno de los faros del camión estalló y Dorcas dio un respingo.
Esta vez, Jekub arrastró el camión fuera del camino. De las entrañas de éste salía ahora una gran humareda, pues el carburante se había derramado sobre el motor caliente. La excavadora dio marcha atrás y volvió a avanzar, pasando junto al camión con un rugido. Los gnomos ya le estaban cogiendo el truco a conducir aquel monstruo.
—Derecha —indicó Grimma—. De frente. —Dio un codazo a Dorcas y le anunció—: Y ahora iremos al encuentro de ese granero, ¿de acuerdo?
—Bien. Entonces, sigue por el camino y creo que encontraremos un acceso a los campos —murmuró el viejo inventor—. Tiene una valla que impide el paso —añadió—, pero supongo que sería demasiado pedir que la abriéramos antes de pasar, ¿no?
Detrás de ellos, el camión estalló en llamas. Pero no fue un incendio espectacular, sino carente de brillantez, como si fuera a prolongarse todo el día. Dorcas vio que uno de los humanos se sacaba el abrigo y golpeaba las llamas con él, pero el esfuerzo era inútil y Dorcas sintió lástima de él.
Jekub continuó su avance camino abajo, ya sin oposición. Algunos gnomos se pusieron a cantar mientras, sudorosos, tiraban de las cuerdas.
—Bueno, ¿dónde está ese desvío? —inquirió Grimma—. Cruzar la verja y atravesar los campos de labor, has dicho...
—Está justo antes de llegar al coche de las luces destellantes en el techo —indicó Dorcas con voz pausada—. Ese que viene camino arriba.
Grimma miró hacia donde decía el inventor y comentó:
—Mala cosa, esos coches con luces en el techo...
—En eso tienes razón —asintió Dorcas—. Casi siempre van llenos de humanos que, muy serios, exigen saber qué sucede. En la vía del tren había muchos.
Grimma miró al frente.
—Es ese desvío de ahí, ¿verdad? —preguntó.
—Sí.
La gnoma se asomó una vez más al borde de la plataforma y gritó a los de abajo:
—Reducid la velocidad y girad a la derecha.
Los equipos de trabajo se pusieron en acción. Sacco incluso cambió de marcha sin que fuera precisa la orden. Un grupo de gnomos, como si fueran arañas, se colgó de las cuerdas atadas al volante y tiró de él para hacerlo girar.
En el desvío del camino había, en efecto, una verja, pero era vieja y sólo estaba sujeta al poste mediante cuerdas. No habría resistido una embestida decidida y, desde luego, no tuvo la menor oportunidad frente a Jekub.
Dorcas dio un nuevo respingo. No le gustaba ver romperse las cosas.
Al otro lado de la verja había una tierra parda. Tierra ondulada, la llamaban los gnomos, por su parecido con el cartón ondulado que a veces obtenían de la sección de Embalaje de la Tienda. Entre los surcos había nieve y las grandes ruedas de Jekub la aplastaron, convirtiéndola en barro.
Dorcas estaba casi seguro de que el coche los seguiría, pero vio que se detenía y dos humanos con ropas azul oscuro salían de él y empezaban a andar con su paso sonámbulo por el campo nevado. «Esos humanos son como el sol, la lluvia y la nieve —pensó sombríamente—. No hay modo de detenerlos.»
El campo subía en ligera pendiente alrededor de la cantera. El motor de Jekub traqueteaba.
Delante apareció una valla de alambre, tras la cual se extendía un campo cubierto de hierba. La valla se rasgó con un sonido vibrante. Dorcas observó el alambre aplastado y se preguntó si Grimma le permitiría detenerse a recoger unos pedazos. El alambre era algo que siempre podía resultar útil.
Los humanos aún los seguían. Por el rabillo del ojo, pues allí arriba había incluso demasiado Exterior que abarcar con la vista, Dorcas advirtió más luces destellantes en la carretera principal, muy lejos, y se lo indicó a Grimma.
—Lo sé —asintió ella—. Ya las he visto, pero, ¿qué otra cosa podíamos hacer? —añadió con voz desesperada—. ¿Huir en desbandada y vivir en las flores como buenos duendecillos?
—No lo sé —respondió él, abatido—. Ya no estoy seguro de nada.
Otra valla de alambre lanzó una nota aguda. Tras ella, la hierba era más corta y el terreno se curvaba y...
Y, de pronto, no hubo otra cosa que cielo, y Jekub empezó a tomar más velocidad al tiempo que las ruedas botaban sobre el prado de la cima de la colina.
Unas ovejas se apartaron del paso, despavoridas.
—Ya se puede ver el granero ahí delante. Es ese edificio de piedra del horiz... —Grimma se detuvo a media frase—. ¿Te encuentras bien, Dorcas?
—Sólo si cierro los ojos —musitó él.
—Tienes un aspecto horrible.
—Y me siento aun peor.
—Pero si ya has estado muchas veces en el Exterior...
— ¡Pero ahora somos la cosa más alta que existe! ¡No hay nada más alto que nosotros en muchos... kilómetros, o como quiera que los llames! ¡Si abro los ojos, me caeré al cielo!
Grimma se volvió y gritó a los sudorosos conductores:
— ¡Un poco a la derecha! ¡Muy bien! ¡Ahora, lo más deprisa que podáis!
— ¡Agárrate a Jekub! —ordenó a Dorcas, mientras aumentaba el estruendo del motor—. ¡Ya sabes que no puede volar!
La excavadora salió dando botes a un camino pedregoso que conducía hacia el lejano granero. Dorcas se arriesgó a abrir un ojo. Nunca había estado en el granero. ¿Alguien sabía a ciencia cierta que allí había comida, o era sólo una suposición? Por lo menos, era posible que allí encontraran calor...
Pero cerca del edificio había otra luz centellante que se acercaba a ellos.
— ¿Por qué no nos dejan en paz? —exclamó Grimma—. ¡Alto!
Jekub se detuvo lentamente. El motor mantuvo un leve ronroneo en el aire helado.
—Esto debe de conducir a la carretera —apuntó Dorcas.
—No podemos volver atrás.
—No.
—Ni seguir adelante.
—No.
— ¿Se te ocurre alguna idea? —Grimma tamborileó con los dedos sobre la plancha metálica de Jekub.
—Podríamos intentar seguir a campo traviesa —sugirió Dorcas.
— ¿Adonde nos llevaría eso?
—Lejos de aquí, de momento.
— ¿Cómo vamos a alejarnos sin saber adonde vamos? —protestó Grimma.
Dorcas se encogió de hombros.
—O lo hacemos, o terminamos pintando flores.
Grimma ensayó una sonrisa y murmuró:
—Esas alitas a la espalda no me quedarían nada bien.
— ¿Qué sucede ahí arriba? —gritó Sacco.
—Tenemos que decírselo a los demás —susurró Grimma—. Todo el mundo cree que vamos al granero...
La gnoma volvió la cabeza. El coche estaba cerca y avanzaba dando botes sobre el accidentado camino.
— ¿Es que los humanos no se dan nunca por vencidos? —masculló para sí. Se inclinó sobre el borde de la plataforma—. Un poco a la izquierda, Sacco. Luego continúa tal como vamos.
Jekub salió del camino bamboleándose y avanzó por la fría hierba. A lo lejos había otra valla de alambre y varias ovejas más.
«No sabemos adonde vamos —repitió Grimma para sí—. Lo único que importa es seguir adelante. Masklin tenía razón: éste mundo no es el nuestro.»
—Quizá deberíamos haber hablado con los humanos —dijo en voz alta.
—No —respondió Dorcas—. Estabas en lo cierto. En este mundo, todo pertenece a los humanos y nosotros también acabaríamos en su poder. Aquí no habría sitio para seguir siendo como somos.
La valla se acercó. Al otro lado había una carretera. No un camino, sino una carretera de verdad, con su piedra negra.
— ¿A la derecha o a la izquierda? ¿Qué te parece? —preguntó Grimma.
—Da igual —respondió Dorcas al tiempo que la excavadora derribaba la valla con un estruendo.
—Entonces, probaremos hacia la izquierda —dijo ella—. ¡Reduce la velocidad, Sacco! Un poco a la izquierda. Más. Más. Ahora, endereza el volante... ¡Oh, no!
Había otro coche en la distancia. Y también tenía una luz destellante en el techo.
Dorcas se atrevió a echar una mirada atrás.
Y vio una segunda luz destellante.
— ¡No! —exclamó.
— ¿Qué...?
—Hace un rato has preguntado si los humanos no se daban nunca por vencidos —explicó Dorcas—. Pues bien, la respuesta es que no.
— ¡Alto! —ordenó la gnoma.
Las brigadas trotaron obedientemente por el piso de la cabina de Jekub. La excavadora volvió a detener su avance suavemente y el motor ronroneó.
— ¡Ya está! —dijo Dorcas.
— ¿Estamos ya en el granero? —preguntó un gnomo desde abajo.
—No —contestó Grimma—. Todavía no. Casi.
Dorcas torció el gesto.
—Conviene que vayamos aceptándolo —murmuró—. Tú terminarás agitando una vara con una estrella en la punta y yo..., sólo espero que no me obliguen a remendarles los zapatos.
Grimma tenía un aire pensativo. Empezó a decir:
—Si chocáramos lo más fuerte posible con ese coche que viene hacia nosotros...
— ¡No! —la interrumpió Dorcas en tono enérgico—. Así no solucionaríamos nada, realmente.
—Pero me haría sentir mucho mejor —insistió ella. Después, echó un vistazo a los campos que la rodeaban—. ¿Por qué se ha quedado todo a oscuras? No es posible que llevemos todo el día huyendo. Cuando salimos del cobertizo era primera hora de la mañana.
— ¿Acaso no pasa el tiempo volando cuando uno lo está pasando en grande? —contestó Dorcas con expresión lúgubre—. Y no me gusta nada la leche. No me importará hacer sus tareas domésticas mientras no tenga que tomar leche, pero...
—Fíjate en esto, ¿quieres?
Sobre los campos se extendía la oscuridad.
—Debe de ser un elipse —apuntó el viejo inventor—. He leído algo al respecto. Se pone todo oscuro cuando el sol cubre la luna. Y viceversa, supongo —añadió en tono dubitativo.
El coche que se acercaba por delante frenó con un chirrido, se cruzó en la calzada hasta chocar con la parte posterior contra un muro de piedra y se detuvo bruscamente.
En el campo contiguo a la carretera, las ovejas huían. No era la suya la carrera normal de unas ovejas presas de un susto normal. Llevaban la cabeza gacha y galopaban sobre el prado con un único propósito en la cabeza. Aquellas ovejas habían decidido que no era momento de malgastar energías en demostraciones de pánico cuando podían utilizarlas para escapar lo más deprisa posible.
Un zumbido potente y desagradable llenó el aire.
— ¡Caramba! —balbuceó Dorcas con un hilo de voz—. Estos elipses resultan verdaderamente espantosos.
Abajo, los gnomos sí se dejaban llevar por el pánico. Ellos no eran ovejas; cada gnomo podía pensar por sí mismo y, si uno se ponía a reflexionar sobre aquella súbita oscuridad y aquellos misteriosos zumbidos, el pánico parecía una idea lógica.
Encima de Jekub aparecieron unas líneas de fuego azulado que se extendieron sobre su desconchada pintura con un sonido crepitante. Dorcas notó que se le erizaba el cabello. Grimma miró hacia arriba. El cielo estaba totalmente negro.
— ¡No..., no es... nada! —dijo lentamente—. ¿Me oyes? ¡Creo que no ocurre nada malo!
Dorcas se miró las manos. De las yemas de sus dedos surgían unas chispas.
— ¿Que no? ¿Que no? —fue lo único que logró articular.
—Esa oscuridad no es la noche. Es una sombra. Hay algo enorme flotante encima de nosotros.
—Y eso es mejor que la noche, ¿verdad?
—Me parece que sí. ¡Vamos, salgamos de Jekub!
Grimma se deslizó por una cuerda hasta el piso de la cabina, con una sonrisa desbordante. Para los gnomos, aquello resultó casi tan aterrador como todo lo demás junto. Así de raro era ver sonreír a Grimma.
—Echadme una mano —les dijo—. Tenemos que bajar, para que esté seguro de que somos nosotros.
Todos la miraron con perplejidad mientras ella tiraba de la pasarela.
— ¡Vamos! —repitió Grimma—. ¿No pensáis ayudarme?
La ayudaron. A veces, cuando uno está muy confuso, escucha a cualquiera que parezca tener alguna idea clara. Los gnomos agarraron la pasarela y tiraron de ella hasta que salió por la parte trasera de la cabina y se inclinó y un extremo descendió hasta el suelo.
Al menos, ahora no había tanto cielo. El azul era una fina línea en torno al borde de la absoluta oscuridad que tenían encima.
No tan absoluta. Cuando los ojos de Dorcas se acostumbraron a ella, distinguió unos cuadrados, rectángulos y círculos.
Los gnomos se deslizaron por la pasarela y se agruparon en la carretera, sin saber muy bien si quedarse o echar a correr.
Sobre sus cabezas, uno de los cuadrados oscuros se movió. Se oyó un chasquido y, a continuación, un rectángulo de oscuridad descendió muy despacio, como un ascensor sin cables, hasta posarse suavemente en la calzada. Era muy grande.
Dentro había algo. Algo metido en un recipiente. Algo amarillo, rojo y verde.
Los gnomos alargaron el cuello para ver de qué se trataba.



I. Así terminó el viaje de Jekub, y los gnomos huyeron sin mirar atrás.

De El libro de los gnomos,
Ranas extrañas, Cap. 1, v. I.


15
Dorcas descendió torpemente hasta el piso aceitoso de la cabina de Jekub. Volvía a estar vacía, salvo los fragmentos de cuerda y madera que habían empleado los gnomos.
Habían dejado las cosas de cualquier manera, advirtió mientras escuchaba el lejano parloteo de los gnomos. No estaba bien eso de dejar la basura sin recoger. El pobre Jekub se merecía un mejor trato.
En el exterior reinaba cierta excitación, pero el viejo inventor no prestó mucha atención.
Revolvió un rato por la cabina, tratando de recoger las cuerdas y amontonar la madera. Desconectó los cables que habían permitido a Jekub sorber la electricidad y luego se puso a cuatro manos e intentó borrar las huellas enfangadas de los gnomos.
Incluso con el motor detenido, Jekub hacía ruidos. Pequeños silbidos y barboteos y algún esporádico crujido.
Dorcas se sentó y apoyó la espalda contra el metal amarillo. No tenía idea de qué sucedía. Estaba tan lejos de cualquier cosa que hubiera visto antes que su mente no le permitía preocuparse por ello.
«Tal vez no sea más que otra máquina —pensó, fatigado—. Una máquina que hace llegar la noche en un abrir y cerrar de ojos.»
Alargó la mano y dio unas palmaditas a Jekub.
—Bien hecho —murmuró.
Sacco y Nuty lo encontraron sentado con la cabeza apoyada en la plancha de la cabina, con la mirada perdida y fija en sus pies.
— ¡Todos te estaban buscando! —dijo el joven gnomo—. ¡Es como un avión sin alas! ¡Y flota ahí arriba, en el aire! Tienes que venir a decirnos cómo funciona... Oye, Dorcas, ¿te encuentras bien...?
— ¿Te encuentras bien? —repitió Nuty—. Tienes una cara muy rara.
Dorcas asintió lentamente.
—Un poco agotado... —respondió.
—Sí, pero... Te necesitamos —insistió Sacco.
Dorcas soltó un gemido y dejó que lo ayudaran a ponerse en pie. Tras lanzar una última mirada a la cabina, comentó:
—Realmente, ha funcionado. Ha funcionado muy bien. Teniendo en cuenta todas las circunstancias. Para su edad.
Intentó lanzar una mirada animosa a Sacco.
— ¿De qué estás hablando? —preguntó éste.
—Tanto tiempo en ese cobertizo. Desde que se hizo el mundo, tal vez. Y yo me limité a engrasarlo, a ponerle carburante..., y funcionó como la seda. —Dorcas había leído la expresión en alguna parte.
— ¿La máquina? ¡Oh, sí! ¡Bien hecho!
—Pero... —Nuty señaló hacia arriba.
Dorcas se encogió de hombros.
— ¡Oh!, eso no me preocupa. Ha de ser obra de Masklin. Una explicación perfectamente simple. Grimma tiene razón. Lo más probable es que sea ese aparato volador que fue a buscar.
— ¡Pero hemos visto salir algo de esa cosa! —dijo Nuty.
— ¿No es Masklin, te refieres?
— ¡Es una especie de planta!
Dorcas suspiró. Siempre una cosa después de otra. Dio una nueva palmadita a Jekub.
—Sí, señor. Muy bien hecho —murmuró. Se incorporó y se volvió hacia los dos jóvenes—. Está bien, enseñadme eso.


Estaba en un recipiente de metal, en medio de la plataforma flotante. Los gnomos estiraban el cuello e intentaban subirse a los hombros de los demás para verlo, y ninguno de ellos sabía qué era excepto Grimma, que lo observaba con una extraña sonrisa serena en el rostro.
Era una rama de árbol. Y en la rama había una flor del tamaño de un cubo. Desde una altura suficiente, se podía ver que en el interior, contenido entre sus pétalos brillantes, había un charco de agua. Y desde las profundidades de éste unas ranitas amarillas contemplaban a los gnomos.
— ¿Tienes idea de qué es? —preguntó Sacco.
—Masklin ha descubierto que es un buen detalle mandarle flores a una chica —contestó Dorcas con una sonrisa—. Y creo que no ocurre nada malo —añadió, volviéndose hacia Grimma.
—Sí, pero ¿qué es?
—Me parece recordar que se llama bromelia —explicó—. Crece en las copas de unos árboles muy altos de las selvas tropicales, en un lugar muy lejano, y esas ranitas pasan toda su vida dentro de ellas. ¡Imaginaos, toda la vida en una flor! Grimma dijo una vez que le parecía la cosa más sorprendente del mundo.
Sacco se mordió el labio, pensativo.
—Bueno... —murmuró—. Está la electricidad. La electricidad es muy sorprendente.
—Y la hidráulica —añadió Nuty, tomándolo de la mano—. Me contaste que la hidráulica es fascinante.
—Masklin debe de haberla traído para ella —dijo Dorcas—. Ese muchacho se toma las cosas en un sentido muy literal. Tiene una imaginación muy activa.
Paseó la mirada de la flor a Jekub, que parecía pequeño y viejo bajo la sombra zumbante de la nave.
Y, de pronto, se sintió muy contento. Aún estaba tan cansado que se habría quedado dormido de pie, pero notaba bullir de ideas su mente. Por supuesto, había un montón de preguntas, pero de momento no importaban las respuestas; bastaba con disfrutar de las preguntas y saber que el mundo estaba lleno de cosas sorprendentes, y que él no era ninguna rana.
O, al menos, era de la clase de ranas que se interesaba en cómo crecían las flores o en si era posible llegar a otras flores si uno saltaba lo suficiente.
Y, justo en el momento en que salía de la flor, cuando ya se sentía realmente orgulloso de sí mismo, uno veía el nuevo mundo, grande, ancho, interminable, que lo rodeaba.
Y, finalmente, advertía que tenía pétalos en torno al horizonte.
Dorcas sonrió.
—Me gustaría muchísimo saber qué ha estado haciendo Masklin estas últimas semanas...

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