Douglas Niles
Fistandantilus
Dragonlance, Libro 2 de Leyendas Perdidas
Para ser un Kender, Emilio Mochila está muy preocupado. Pero por
más que lo intenta, no consigue recordar cuál es el problema. Lleva deambulando
por Ansalon mucho tiempo, intentando recordar, y lo único que le viene a la
memoria es el nombre de un mago perverso y ya muerto: Fistandantilus.
Acompañado por una joven Kender, un muchacho humano y un clérigo devoto, Emilio
se ve arrastrado a una búsqueda misteriosa. Al acercarse al secreto de su
pasado, se ve envuelto, junto con sus amigos, en una red de intrigas cada vez
más siniestra.
Y lo que es peor, los compañeros de Emilio descubren que su
objetivo podría arrojarlos fuera de Krynn y cambiar para siempre el destino del
mundo que dejan atrás.
El río del tiempo es eterno y fluye
inexorablemente hacia un misterioso destino atravesando un desfiladero socavado
por la imparable historia de Krynn. A lo largo de siglos y décadas es como una
corriente serena y majestuosa, pero durante otras vidas, generaciones y años se
transforma en un río torrencial y turbulento. La corriente es imparable, ya
esté escondida en la cenagosa profundidad o golpeando con fuerza contra los
obstáculos que la transforman en una violenta catarata. Millones de individuos
se ven envueltos en ella; cada uno tiene su propia historia, con su comienzo,
desarrollo y final, pero a su vez forma parte del gran río, y a menudo es una
simple gota que pasa desapercibida en el avance continuo del tiempo.
Es tarea del historiador situar todos estos
hechos incontestables en su verdadero contexto e ilustrar el modo en que una
sola vida debe ajustarse inevitablemente al flujo del gran río y, ya sea un
cuento de luz o de oscuridad, de hombres grandes o pequeños, la pluma del estudioso
debe ser siempre imparcial y honrada y contar lo que ven sus ojos. La pequeña
gota de una única vida se ve, casi siempre, arrastrada por el gran flujo y va
alterando la historia de tal forma que a veces es casi imperceptible hasta para
el más astuto cronista. Esto le ocurre a la mayoría de los millones que forman
el mundo y, a pesar de su insignificancia relativa, es su presencia en masa la
que proporciona majestuosidad a la corriente y empuje a su flujo.
De vez en cuando, sin embargo, la gota de
una vida tendrá su propia energía, y emprenderá un curso con una fuerza mayor a
la que le corresponde. Un individuo así ejercerá una atracción sobre las gotas
que lo rodean; a menudo creará un profundo remolino, o arrastrará incluso hacia
su órbita a la mayor parte del río. A veces se sumerge y parece desaparecer,
pero sigue creando un torbellino que produce alteraciones río abajo.
Pero ni siquiera las aguas blancas ni las
cataratas mortales o los remolinos consiguen escapar a los confines del río, y
al final se ven arrastrados por la imparable corriente del tiempo hasta que
todas las ondas desaparecen como si nunca hubieran existido.
En cierto modo, es tarea del historiador
demostrar que no es así. Debe buscar corriente arriba para encontrar los
arroyuelos, de modo que los interesados en estudiar el curso del río puedan
entenderlo por fragmentos sin tener que conocer su totalidad. El cronista
diligente atraviesa las profundidades embarradas, identifica los hilillos
conductores y encuentra en la firmeza del lecho del río las razones que
necesita para asentar su demostración de la verdad.
Historiadores capaces de percibir y narrar
la verdad hay muchos, aunque recordamos sobre todo a uno. Lo mismo podemos
decir de las historias por narrar. Por ancho que sea el río hay un canal de la
corriente que siempre ha fascinado a los que gustan de oír la historia de
Krynn, quizá porque es la historia de un mortal que a lo largo de su vida
intentó mantener a raya los riesgos de la propia mortalidad, y estuvo a punto
de conseguirlo.
Ahora parece el momento oportuno para que
este narrador y esta historia se encuentren. Es una historia de vida y de
muerte pero no necesariamente en este orden, y además es la historia de un
hombre que agitó el río del tiempo como nunca lo había hecho nadie. Los que
conocían la villanía y el poder de este hombre celebraron con alborozo su
desaparición; sin embargo, su vuelta a la vida, concebida en secreto, arrastró
consigo la semilla de un terror sobrecogedor para el futuro del mundo.
Pero me estoy adelantando a los hechos, o,
mejor dicho, a la narración.
Dejemos claro que el río debe ser observado
desde cerca de su nacimiento para poder ver el comienzo de nuestra historia y
así situarla bien en su contexto. Estos detalles iniciales han de ser
seleccionados por el cronista que sabe, como yo, que la historia comienza aun
más arriba y que sus consecuencias seguirán agitando las aguas para formar
remolinos que están aún por verse.
Pero en ello está el corazón de nuestra
historia.
De
las Crónicas de Astinus,
Maestro
Historiador de Krynn.
En nombre de su Excelencia Astinus,
Maestro Historiador de Krynn.
Notas acerca de los hechos acaecidos del 2 a. C. al 1 a. C.
Escrito esto en el cuarto Misham del mes de
Deepkolt, 369 d. C.
Una de las grandes dificultades encontradas al narrar la
historia de Fistandantilus reside en el hecho de que él y el archimago Raistlin
Majere provocaron una bifurcación temporal del río del tiempo en dos cursos
paralelos. Hay dos versiones de la historia, y, aunque en muchos aspectos son
idénticas, en algunos detalles significativos el flujo es claramente diferente
a uno y otro lado de la historia. La divergencia se produjo poco antes del
Cataclismo. Por una parte Fistandantilus hizo preparativos para su viaje a
Istar, donde forjaría una alianza con un clérigo del Bien mediante la cual
adquiriría el poder de viajar a través del tiempo; por el otro lado del curso,
Fistandantilus fue domeñado por Raistlin Majere, que había viajado hasta allí
desde el futuro para el enfrentamiento entre ambos. El destino del joven era
escapar del Cataclismo, hacerse amigo de un clérigo y seguir unos pasos que
—como descubriría más tarde— estaban predestinados.
En ambos casos, al cumplirse cien años desde
el Cataclismo se produjo una épica batalla de mágicos poderes y violencia, y la Guerra de Dwarfgate culminó
con la destrucción masiva de las llanuras de Dergoth. En una versión de la
historia Fistandantilus murió allí; en la otra, Raistlin entró en el Abismo,
pero aquí también parece probable que la parte restante del ser de
Fistandantilus tuviera un final semejante.
El objeto de esta investigación es narrar
lo sucedido en el tiempo anterior al enfrentamiento. Raistlin y Fistandantilus
eran dos entes separados antes de que sus vidas se vieran marcadas por la magia
que tanto agitaría las aguas del río del tiempo. Mientras los dioses de Krynn y
el Príncipe de los Sacerdotes de Istar se acercaban cada vez más a su
inevitable choque, la Torre
de Wayreth se convertía en el centro de dominio de la magia de Ansalon, y el
archimago Fistandantilus alcanzaba las más altas cotas de su poder.
El archimago de los Túnicas Negras era el
más viejo de los dos, Amo de la
Torre de la Alta Hechicería y, tras la creación del encantamiento
que le permitía viajar en el tiempo, también el Amo del Pasado y del Presente.
Había vivido durante siglos y escrito libros de hechizos que desvelaban
secretos arcanos imposibles de entender por sus predecesores y solamente
comprendidos por uno de sus sucesores. Casi todos conocían la antigüedad de
Fistandantilus y sabían que había que remontarse a los primeros volúmenes sobre
las costumbres y la historia de los elfos para poder adelantarse a su
existencia. Ya mucho tiempo antes del Cataclismo había sido el archimago más
poderoso de Ansalon.
Hoy se sabe que el secreto central de su
longevidad residía en el consumo parasitario de jóvenes vidas, en especial, la
sangre y las almas de los más cualificados de sus aprendices, aquellos que
siendo fuertes tenían la semilla de la magia en su interior; los sacrificaba
tan fríamente como si fuera un carnicero despiezando un gorrino. Es difícil
juzgar con qué frecuencia se producían estos hechos crueles y sangrientos, pero
todo parece indicar que como poco se apropiaba de la vida de un joven aprendiz
cada dos décadas.
Y, sin embargo, los jóvenes seguían
acudiendo a él, sin dar crédito quizás a las historias que, sin duda, habían
oído. Su ambición los arrastraba hacia el único maestro capaz de mostrarles el
auténtico poder mágico. Recorrían grandes distancias para buscar al gran
hechicero que podría mostrarles las claves de su gran sabiduría y de su poder.
Muchos Túnicas Negras vieron mejorada su vida, pero no su alma, con las
enseñanzas del archimago, y progresaron con ello hacia un reino de grandeza e
influencia sobre el mundo.
Pero hubo muchos que no sobrevivieron, que
entregaron sus vidas al hambre insaciable del archimago en su necesidad de
consumir jóvenes corazones. El anciano mantuvo así su eterna salud, su juventud
vigorosa y la más poderosa magia que el mundo jamás conoció.
Y esto nos lleva a Raistlin, cuya misión ha
sido bien documentada. En las postrimerías de la Guerra de la Lanza viajó al pasado para
aprender del archimago y luego, inevitablemente, acabar retándolo. Aprendió a
dominar los libros de hechizos de Fistandantilus con la ventaja de saber ya la
historia que éste intentaría modificar. De hecho, una de las grandes ironías de
la historia de Raistlin es que el hombre que tenía tanta necesidad de cambiar
el curso de la corriente se vio envuelto en la representación de uno de los
tramos más violentos y desastrosos del propio flujo del río.
La contienda entre Fistandantilus y
Raistlin sería una batalla con resultados inciertos, una catarata del río que
se extiende más allá de los confines de mi investigación actual; no obstante,
hay un punto de la investigación que se ve impecablemente confirmado por las
anotaciones del archimago. Es interesante advertir que este acto solamente
transcurre en la senda histórica del enfrentamiento con Raistlin; presumo que
en la senda original el archimago consiguió consumir la vida de algún
desafortunado aprendiz.
En cualquier caso, hay que tomar nota de
cierto preparativo específico hecho por Fistandantilus cuando se disponía a
devorar el alma de Raistlin.
Quizás hizo el encantamiento porque ya
presentía el gran poder de su adversario. Desde luego, Raistlin era una víctima
potencial, que despertaba una tremenda hambre en Fistandantilus, y el malvado
hechicero debía afrontar su nueva conquista con gran respeto; por ello, antes
de realizar el hechizo, tomó precauciones que nunca había tomado con
encantamiento alguno.
Como siempre, había varios aprendices con
el archimago aparte del joven de origen misterioso que había seleccionado como
su víctima. El lector documentado sabe bien que Fistandantilus siempre despedía
a sus otros aprendices antes de comenzar a realizar sus desagradables rituales
de consumo de almas. El elegido era el único que permanecía en la torre y todos
los demás eran apartados de allí, ignorantes de cuán afortunados eran. Hay
documentación fiable, por ambas partes, de que hizo esto mismo antes de su
ataque sobre el disfrazado Raistlin.
Las anotaciones del archimago relatan con
gran detalle las precauciones que requería un encantamiento complejo, un
hechizo que debía realizar sobre sí mismo. Es un proceso difícil de entender,
similar al hechizo mágico que permite a un hechicero poderoso depositar su
alma, su esencia espiritual, en algún tipo de objeto inanimado durante un
período limitado de tiempo, lo cual protege al mago de las vicisitudes del
mundo.
En el caso de Fistandantilus, este hechizo
dividió su esencia en dos partes, una viva y otra inanimada; de este modo, su
parte mortal permaneció intacta, pero la otra parte de su ser quedó conservada
en una poción que contenía elementos de todas sus esencias: mental, física,
espiritual y arcana. Recogió y depositó este líquido encantado en un frasquito
de plata y se lo regaló a uno de los aprendices cuando éste abandonaba la
torre, si bien, como se desprende de sus notas, el archimago no tenía la
certeza de que esta magia funcionaría.
El conflicto entre Raistlin y el archimago
marcó la historia, pero no es el fundamento de este relato, aunque más adelante
se tratará de forma sucinta lo sucedido después del enfrentamiento en lo
concerniente a la Guerra
de Dwarfgate y el estallido de poder mágico que dio forma al Monte de la Calavera. Por el
momento, sin embargo, seguiremos los pasos del aprendiz descartado, un tal
Whastryk Milano de Kharolis.
Foryth
Teel,
humilde
escriba al servicio de Gilean.
1 a. C.
Primer Palast del mes de Reapember
El joven mago intentaba caminar de forma silenciosa, posar las
lisas suelas de sus botas en el suelo del bosque sin hacer ruido alguno, pero a
cada paso la hierba emitía un susurro al doblarse o bien se oía la succión del
barro al levantar el pie. En una ocasión, al alzar la cabeza para ver por dónde
debía avanzar, pisó sin darse cuenta una ramita y ello produjo un ruido similar
al que haría un relámpago al atravesar el silencioso bosque para ir a clavarse
finalmente en su acelerado corazón.
Se dijo a sí mismo que no debía ser así,
que era un miedo irracional, que su precaución era una reacción ilógica a un
peligro que ya había dejado muy atrás, y que ni siquiera estaba seguro de que
existiera una amenaza; quizás era imaginario. No habría persecución. De hecho,
había sido el propio Amo de la
Torre de Wayreth el que le había mandado salir, y
Fistandantilus se alegraba sin duda de que Whastryk Milano se hubiera ido.
Pero, a pesar de todo, no podía evitar seguir asustado.
Miró con nerviosismo por encima del hombro
hacia el camino forestal del Bosque de Wayreth que iba dejando atrás. La torre
ya no se veía; la espesura del follaje se había abierto invitándolo a pasar y a
alejarse del mágico lugar y de los dos hechiceros que la habitaban, para luego
cerrarse tras él.
Aquella torre, con su legado arcano y su
maravilloso tesoro de magia, había sido su hogar durante largos años, así como
su escuela y la residencia de sus compañeros, pero de repente todos ellos
habían visto concluir sus estudios. Ahora, mientras pensaba que había dejado
atrás para siempre ese lugar, tenía dentro de sí un conflicto de emociones. A
pesar del calor veraniego que reinaba en el bosque, sentía escalofríos que
sacudían la seda de su negra túnica al pensar en los dos magos que seguían
habitando la torre.
No podía dejar de preguntarse qué poderes
se utilizarían en el transcurso del conflicto.
Whastryk Milano estaba convencido de que
éste concluiría con la muerte del joven aprendiz, el único de los pupilos del
archimago que había sido seleccionado para permanecer en la torre.
Tembló al pensar en el anciano
Fistandantilus, un hombre con el instinto de un lobo y el carácter y vitalidad
de una fiera enjaulada; recordó la mirada hambrienta de los ojos del maestro.
El gran mago tenía una necesidad que
satisfacer con sus jóvenes pupilos, algo valioso y vital que sólo le podían
proporcionar los que acudían a estudiar a su mesa. Él deseaba su longevidad y
su vigor e incluso les habría quitado el alma.
Whastryk había sentido en sus propias
carnes el deseo hambriento del maestro, y el terror lo había embargado ante la
sensación de que la mirada del anciano penetraba hasta lo más hondo de su ser.
El escrutinio de aquellos ojos le producía a la vez una mezcla de terror y de
atracción hacia ellos.
Incluso ahora, cuando el aprendiz despedido
recorría el camino del bosque, cuando sospechaba que el elegido estaba
condenado y que no volvería a ver amanecer, Whastryk Milano experimentaba un
ataque de envidia, de odio en estado puro dirigido hacia el que había sido
seleccionado para permanecer con el archimago; ¿por qué éste había elegido a
otro aprendiz y no a Whastryk Milano?
Pensamientos amargos se debatían en la
mente del joven mago. Volvía a sentir el familiar resentimiento, el
conocimiento de que la suerte le había sido desfavorable en todos los aspectos
de la vida.
Sus padres habían muerto cuando era sólo un
niño y, privado de toda protección, había sobrevivido a las difíciles calles de
Xak Tsaroth usando la inteligencia y el sentido común, y, al final, con el
ejercicio de la magia había convencido a tipos más fuertes que él de que era
mejor dejarlo en paz. Entonces Fistandantilus lo había llamado a la torre, y
Whastryk Milano pudo conocer cosas que ni siquiera había imaginado. Había
aprendido a usar su poder en beneficio propio, un poder arcano que le
permitiría dominar a muchos otros hombres y trabajar en pro de la Orden de los Túnicas Negras.
Y, sin embargo, lo habría dado todo por
tener la posibilidad de quedarse atrás, de compartir el poderoso encantamiento
—sin duda letal— del más grande hechizo de su maestro.
Pero el joven mago se llevaba un legado muy
valioso de la Torre
de Wayreth. No era un tesoro que portara en su saquillo, como un valioso objeto
de acero o un instrumento arcano; su tesoro era el conocimiento de la magia y
las enseñanzas de su maestro, y todo ello lo llevaba en la mente.
Era libre, y sus conocimientos eran la
clave para obtener gran poder en el mundo de los seres humanos; ahora sólo
tenía que escoger adonde quería ir y cómo iba a usar sus poderes.
También llevaba un objeto como recuerdo de
las lecciones impartidas en la biblioteca de Fistandantilus.
Su mano fue a parar al frasquito plateado
que guardaba en el saquillo del cinto, el tesoro que el maestro le había dado
como regaló de despedida. Contenía un líquido transparente, y Whastryk podía
sentir en los dedos el frío sobrenatural que se desprendía del metal del
pequeño frasco. Recordó la solemnidad con que Fistandantilus le había hecho
entrega del tesoro. «¿Por qué yo?», se preguntó de nuevo.
El archimago se había mostrado reticente
sobre esta cuestión y se había limitado a decirle al joven aprendiz que
guardara la poción y que la retuviera hasta su muerte, a no ser que en algún
momento se viera amenazado con una muerte inminente e inevitable;
Fistandantilus le había asegurado que, si en esa situación bebía la poción, el
mágico líquido aseguraría su supervivencia.
Un trueno retumbó en el bosque, y el mago
de la negra túnica hizo una pausa. El poco cielo que se veía a través de la
cobertura de hojas era azul, y estaba totalmente despejado cuando Whastryk
Milano había abandonado la torre dos horas antes. Cuando volvió a producirse el
mismo sonido, el hombre supo lo que era: el origen de esos truenos no era
natural sino mágico y procedía de la torre de hechicería que se alzaba en el
mismo corazón del Bosque de Wayreth.
Un destello de luz, más brillante que el
sol, atravesó la densa masa de árboles con un fulgor blanco y frío. Siguió el
retumbo de más truenos, y la tierra tembló. Whastryk avanzaba más deprisa
ahora, primero trotando y luego a toda carrera. Sus lamentos anteriores
desaparecieron, ahogados por una intensa ola de miedo que, como la luz y el
ruido, emanaba sin duda de la torre.
El viento se coló entre las ramas de los
árboles en ráfagas calientes que no traían nada del frescor de una tormenta de
verano; era un huracán sulfuroso, una corriente de aliento pútrido que lo
empujaba a ir cada vez más rápido por el camino. Los relámpagos se hicieron
cada vez más violentos, y tuvo la impresión de que el propio cielo gritaba
horrorizado. Sacudido por los escalofríos, oyó un estruendo y sintió un dolor
agudo en el hombro cuando una lluvia de granizos de gran tamaño se abatió sobre
los árboles y fue a estrellarse contra el suelo.
Para entonces ya estaba corriendo como el
viento, impulsado por la fuerza de su propio terror. Las ramas lo golpeaban en
la cara, y las ráfagas sobrenaturales de viento le alborotaban el pelo y
sacudían la túnica. Tenía la impresión de que todo lo que lo rodeaba —el
bosque, la torre, los dos magos que tenía detrás— iba a acabar roto en pedazos,
y que, si aminoraba la marcha, la destrucción lo incluiría también a él.
Por fin salió de la fronda, y pronto el
Bosque de Wayreth desapareció en la niebla que iba dejando tras de sí. Cuando
llegó al primer poblado se enteró, con sorpresa, de que estaba en las primeras
estribaciones de las montañas Kharolis. Después de todo, el bosque mágico
estaba en los alrededores de la gran ciudad comercial de Xak Tsaroth cuando
Whastryk Milano lo había visto por primera vez. El bosque encantado era así;
según le habían contado, un viajero intrépido no encontraba al Bosque de
Wayreth: más bien era el Bosque de Wayreth el que salía al encuentro del
viajero intrépido.
Al mirar hacia atrás ya no vio el bosque, y
el joven mago pensó que se había librado de ese lugar. Comenzó a pensar en su
futuro, presintiendo, con más alivio que miedo, que nunca más vería el bosque.
En nombre de su Excelencia Astinus,
Maestro Historiador de Krynn
Notas relativas a sucesos 2 a.C. — 1 a.C.
Escrito esto en el cuarto Misham del mes de
Deepkolt, 369 d. C.
Desgraciadamente, he llegado a la conclusión de que la historia
de Whastryk Milano es, en su mayoría, el relato de una vida con escaso interés.
Abandonó la Torre de Wayreth y se dirigió a Haven (debemos
aclarar que fue muy afortunado al elegir ese destino, ya que los aprendices que
partieron a la vez que él y que se dirigieron a Xak Tsaroth o a Istar
perecieron en el Cataclismo; al parecer, Whastryk Milano estaba mejor informado
o tenía más intuición).
En cualquier caso, cuando llegó a la ciudad
de Haven, Whastryk estableció allí su residencia y se aprestó a hacer buen uso
de su magia. Se estableció con el nombre de Milano Negro y empezó a labrarse
una reputación como hechicero al que había que respetar, y como alguien
dispuesto a prestar sus servicios siempre que la persona interesada se mostrara
dispuesta a pagar un precio adecuado.
Poco tiempo después, como sabemos, Krynn se
vio azocado por el Cataclismo, aunque Haven se libró en gran parte del daño causado
en otras regiones de Ansalon. De hecho, la suerte hizo que llegaran a la ciudad
muchos inmigrantes procedentes de otras regiones que habían resultado
seriamente dañadas.
Haven nunca había sido un lugar que se
distinguiera por la religiosidad de sus gentes, pero acabó invadida por
Buscadores, seguidores de falsas religiones que impartían su doctrina en cada
rincón de la ciudad. No obstante, justo después del Cataclismo las condiciones
eran muy inestables, y aquel que tenía poderes y sabía aprovecharlos podía
hacerse muy influyente.
Con el paso de los años, el Milano Negro se
fue dando a conocer en Haven como una persona que no sólo tenía tales poderes
sino que además estaba dispuesta a utilizarlos en su propio beneficio. Sus
servicios eran solicitados tanto por bandidos como por señores de la guerra,
por amantes ultrajados y por esposas celosas; incluso había nobles —entre ellos
algunos de los más poderosos de la ciudad— que estaban dispuestos a pagarle
grandes cantidades de dinero sólo por el hecho de que los dejase en paz y para
que se supiera que el oscuro mago era un conocido, o aun un amigo de confianza.
Whastryk Milano se miraba en el espejo de
su maestro, y el nombre de Mago Oscuro le gustaba; por supuesto, sabía que
nunca iba a ser tan poderoso como Fistandantilus, pero era capaz de ejercer una
gran influencia en ese Haven relativamente aislado después del Cataclismo.
Por suerte, el mago dejó anotaciones y
registros relativos a aquellos años; los he estudiado bien y he llegado a
varias conclusiones en firme:
Primero, que Whastryk Milano sólo había
oído rumores acerca de lo ocurrido al mago Fistandantilus, su antiguo maestro.
Se decía que el archimago estaba en Istar cuando la ira de los dioses había
castigado con violencia al mundo, y, como no había informes acerca de su
presencia en ningún otro lugar de Ansalon, Whastryk y el resto del mundo
llegaron a la conclusión de que había muerto.
A Whastryk Milano le bastaba con ser su
propio amo; es más, se convirtió en uno de los principales Túnicas Negras
practicantes de magia en Krynn después del Cataclismo, y pensaba en
Fistandantilus muy de tarde en tarde, sólo cuando sujetaba el pequeño frasco
plateado que le había dado el mago como regalo de despedida.
Sus anotaciones dejan bien claro que él no
sabía lo que contenía dicho frasco, a pesar de lo cual siempre lo tenía a mano
y examinaba de vez en cuando el líquido cristalino, pues lo atraía su profundo
encanto, su poder oculto. Siempre lo llevaba consigo, para tenerlo a su alcance
en el momento en que sintiera que su muerte era inminente.
Con el paso de los años, Whastryk Milano se
convirtió en el objetivo de muchos héroes ambiciosos, gentes que odiaban al
mago por los males que había infligido ya fuera directa o indirectamente.
Algunos eran caballeros valerosos que actuaban solos, en otros casos se trataba
de grupos de gentes sencillas deseosas de vengar un acto malvado, y hubo
incluso una mujer, hija de un comerciante al que Whastryk había destruido por
haberle faltado al respeto que él creía merecer.
Todos estos atacantes morían, casi siempre
con gran celeridad en cuanto cruzaban el arco de entrada y penetraban en el
patio delantero de la casa del mago. Whastryk desarrolló una táctica eficaz no
sólo por su capacidad destructora, sino también por el terror que infundía a
sus potenciales enemigos: el mago emitía explosiones paralelas de energía que
iban desde sus ojos a los de sus víctimas. Este hechizo arrancaba los globos
oculares de sus órbitas y dejaba en su lugar heridas abiertas y sangrantes.
Tras esta demostración de fuerza, sus enemigos eran fáciles de matar, si es que
aún seguían siendo una amenaza.
Las notas explican con lujo de detalles el
largo período de prisión y torturas mentales, físicas y espirituales a que
sometía a algunos de sus adversarios, incluyendo a la valerosa pero condenada
heroína, antes de ejecutarlos. (A veces, aun el cronista más curtido puede
llorar de compasión por las víctimas.)
En estos años el mago controlaba una parte
significativa de la ciudad, un área que ocupaba aproximadamente un cuarto de la
extensión de ésta, y algunos comercios muy prósperos. Era una zona controlada
por el mal, el egoísmo y la codicia, pero también dominada por un amo
indiscutido, Whastryk Milano, quien hizo gran fortuna a costa de aquellos que
lo rodeaban y contaba con la obediencia de una gran cantidad de hombres
armados.
Cuando ya habían transcurrido treinta años
desde el Cataclismo, los teócratas empezaron a imponer sus enseñanzas como
reglas oficiales de Haven. Whastryk Milano no hizo nada evidente para impedirlo
ni para usurpar su autoridad; de hecho, es sabido que hizo muchos favores a los
Buscadores, incluyendo asesinatos, disfraces mágicos e investigaciones
secretas. No cabe duda de que el uso de la magia contribuyó a aumentar el temor
de la población por la autoridad de los corruptos teócratas y sus falsos
dioses.
Y así creció el poder del mago, y su
influencia se extendió por el mundo hasta que en el 37 d.C. se interrumpieron
bruscamente sus escritos.
Aunque podría parecer que esto ocurrió en el
momento culminante de sus poderes e influencia, un estudio minucioso de los
registros conduce a una conclusión diferente. En efecto, he averiguado que
durante los cinco o seis años precedentes (digamos a partir del 31 d.C.) las
anotaciones de Whastryk Milano dejan entrever el imparable paso de los años. Se
ve que la mano que antes había sido tan firme se va paralizando poco a poco y,
así, el último volumen de sus memorias está muy desordenado, sobre todo en
comparación con sus notas anteriores. Al final, sin ninguna razón aparente, las
anotaciones cesan del todo.
Quizás el aburrimiento hizo que el mago
perdiera el interés por su diario (ésta es la peor de las pesadillas para el
historiador), o quizá padeció un final súbito que no ha quedado registrado en los
libros de historia. Lo que es más, he buscado en todos los registros de Haven
de aquellos años y los posteriores y no he encontrado ninguna referencia al
frasco de plata que Whastryk Milano había recibido de Fistandantilus.
Fueran cuales fuesen las intenciones del
archimago al entregarle tan extraño regalo, parece concluyente que éstas no se
cumplieron. El frasco y su contenido, así como la propia vida de Whastryk
Milano, terminaron sus días en la caótica ciudad.
Tal vez algún día me desplace a Haven para
resolver el dilema, pero, hasta entonces, parece que no hay nada más que
descubrir.
Foryth
Teel
En
la búsqueda de la Balanza
de Gilean.
37 d.C.
Tercer Miranor.
Al volver de la platería, Paulus Thwait giró para adentrarse en
la calle en la que vivía. Más bien se trataba de un callejón, como solía
admitir Paulus en momentos de sinceridad; pero, al margen de cualquier
consideración de posición o magnificencia, lo más importante para él era que lo
llevaba al lugar que él consideraba su hogar.
Su esposa e hijo se hallaban a un centenar
de pasos de donde él estaba, y esta idea lo hacía sonreír e iluminaba su cara,
habitualmente adusta. Hizo caso omiso de las tabernas y viviendas que lo
rodeaban y de la suciedad de Haven tan extendida a su alrededor, y su paso se
hizo más enérgico al pensar en las pequeñas habitaciones invadidas por el olor
de la cocina y el convencimiento de que su familia estaría allí esperándolo.
Se dijo que era una extraña sensación sentirse
tan feliz, y recordó que unos años antes veía tan poco probable que el futuro
le deparara una vida así, como que visitara la más distante de las tres lunas
de Krynn. Lo fácil que habría sido caer en la maldad, haciendo el papel de uno
de los secuaces del Milano Negro, como habían acabado muchos de los jóvenes de
Haven. Después de todo, Paulus había demostrado con creces que era fuerte y
valiente y que no tenía miedo de manejar su espada, cosa que hacía con
destreza. Además, por culpa de su carácter, tenía ocasiones sobradas para no
perder práctica.
Pero además tenía habilidad con las manos y
los ojos, una habilidad que no había pasado inadvertida a uno de los mejores
plateros de la ciudad. Este artesano, Revrius Frank, lo había aceptado como
aprendiz, lo que le permitía a Paulus Thwait desarrollar su talento a la vez
que hacía un trabajo honrado.
El musculoso aprendiz había ascendido
rápidamente a oficial, y últimamente se había oído comentar a Revrius que en
poco tiempo habría otro platero haciéndole la competencia en este barrio de la
ciudad. Ahora, mientras volvía a casa tras un largo y duro día de trabajo,
Paulus se sentía complacido, y su orgullo se convirtió en la determinación de
que al día siguiente su trabajo con el metal sería aun mejor.
Pero, más allá de la satisfacción por su
aprendizaje, el joven platero tenía otra razón mayor para sentirse feliz; dos
años antes había atravesado la ciudad una caravana de colonos que se dirigía al
sur en busca de las ricas tierras de labranza que, según se decía, había en esa
zona de las Kharolis, y el artesano se sintió inmediatamente atraído por
Belinda Mayliss, la hija de uno de los granjeros, una atracción que rápidamente
se volvió mutua. Se casaron antes de que la familia de Belinda prosiguiera su
viaje, y ahora, su esposa y su pequeño hijo le proporcionaban a Paulus todas
las razones que podía desear para trabajar duro, progresar y ser feliz.
En el barrio de Haven en el que se hallaba
la platería de Revrius Frank, Paulus tenía reputación de ser un trabajador de
confianza, capaz de hacer los trabajos más complejos; de hecho, durante la
última semana había estado trabajando en el proyecto más complicado de su corta
experiencia: un espejo de plata con una reflexión perfecta, una fina plancha de
metal fácilmente transportable montada en un marco de singular belleza. A la
pieza le faltaba el último pulido que iba a hacer a la mañana siguiente antes
de entregárselo al cliente, que era uno de los mejores sastres de Haven.
Puede afirmarse que, mientras se encaminaba
a su casa en esa placentera tarde de primavera, Paulus Thwait no tenía ni idea
del papel que iba a desempeñar la pequeña gota de su vida en el río del tiempo.
Se movía con agilidad por el callejón
sorteando la basura acumulada en las cunetas, y rodeó al viejo solitario que
dormía, como todas las tardes, en una pequeña zona de floreciente hierba. Al
acercarse, Paulus olisqueó un aroma a ajo y pimienta y supo que su joven esposa
había encontrado los ingredientes para hacer un rico estofado. El estómago del platero
gruñó ruidosamente mientras subía la escalera que llevaba a su humilde
residencia.
—Ese tratante de caballos me dio dos
monedas de acero como propina por mi trabajo con las bridas —anunció al
franquear la entrada.
Belinda cruzó rápidamente la habitación con
el bebé en brazos y se recostó en el pecho de Paulus mientras suspiraba con
alivio.
Sólo entonces se fijó el platero en la
figura misteriosa que estaba al otro lado de la habitación, en el rincón más
alejado del fuego. Parecía un hombre cubierto por harapos oscuros, pero, al
fijarse bien, Paulus se estremeció: aunque el extraño parecía estar de pie, ¡la
parte inferior de su cuerpo desaparecía en hilillos de niebla! No tenía
piernas; ni siquiera parecía estar apoyado en el suelo.
—¡Vino hace un momento! —dijo Belinda con
la voz estremecida por el miedo—. Apareció de repente, en el rincón donde está
ahora.
—¿Te hizo daño? ¿Te amenazó? —Paulus miraba
al ser con una mezcla de miedo y de ira.
—No, y al pequeño Dany tampoco. Sólo
permaneció ahí, como si estuviera esperando algo.
Paulus era un hombre valiente, pero sabía
que temer a la magia y lo sobrenatural era lo más sensato, y ambas cosas
parecían estar bien representadas por la incorpórea presencia que ahora flotaba
amenazadoramente hacia el centro de la pequeña habitación. Pero aquélla era su
casa, y eso le hizo cobrar coraje y determinación.
—¿Qué quieres? —le dijo el platero con voz
rebosante de ira. Su pasado de pendenciero volvió repentinamente a él, y adoptó
una postura de lucha, con los puños apretados.
—Dos monedas de acero estarían bien para
empezar —siseó el extraño, y sus palabras sonaron como el burbujeo del agua en
ebullición.
—¿Por qué voy a dártelas?
—Porque quieres vivir, que sobreviva tu
familia, y comerciar en mi ciudad.
—Eso ya lo hago. —El platero contuvo con
dificultad sus deseos de agredir a la aparición.
—Sí, pero ¿durante cuánto tiempo? Ésta es
la pregunta a la que todo mortal teme responder, ¿no es así?
—¡Vete! ¡Fuera de mi casa!
—Por el momento me llevaré el acero —insistió
el fantasmal intruso.
—¡No te llevarás nada!
—¡Ja! Pagarás como lo hacen todos. ¡Estarás
esclavizado por mi amo a partir de hoy! ¡Y, si no es con acero, pagarás con
otra moneda más valiosa!
Enfurecido, el joven atacó a la figura,
pero su puño sólo atravesó aire frío y oscuro. Pese al miedo que experimentaba,
siguió golpeando sin control, pero sus manos nada podían contra la forma
intangible. El vaporoso mensajero pasó siseando a su lado a la vez que emitía
una aguda y maníaca risita.
Belinda chilló al ver que el insidioso
vapor la rodeaba a ella y al bebé, que se había echado a llorar. Con una ráfaga
de viento, la gaseosa nube le arrancó al niño de los brazos.
—Obedecerás. Y para estar seguro me quedaré
con el niño. Durante un año, para empezar. —La fantasmal visión se apartó
riendo cuando Paulus intentó sujetar al bebé—. Finalizado ese plazo quizá te lo
devuelva. Y no intentes seguirnos, o de lo contrario te quedarás ciego y el
bebé morirá.
Se abrió la ventana y un viento intenso se
llevó al fantasma con el niño, que se adentraron en la oscuridad del cielo
nocturno.
La pareja salió corriendo hacia la puerta,
pero el fantasma y el niño habían desaparecido en el aire de la noche.
—¿Adonde han ido? —La pregunta de la joven
madre era un lamento angustioso—. ¿Adonde se ha llevado esa cosa a mi bebé?
Paulus, frenético de aflicción y miedo,
sabía la respuesta.
—¡El Milano Negro! —dijo susurrando como
hacían todos los vecinos de Haven cuando mencionaban el nombre del temido y
odiado mago—. Esto es obra suya.
—Pero ¿por qué ha venido aquí? ¿Por qué
nosotros? —Belinda se volvió y se aferró a él—. ¿Y por qué se ha llevado a
Dany?
—Me quiere a mí, quiere tener poder sobre
mí —dijo Paulus, atónito por su descubrimiento—. Debería haberlo previsto.
Tiene esclavizada a toda esta zona de Haven.
—Pero tú no puedes interesarle.
—Sí que le intereso. —Paulus empezaba a
comprender—. Sé que Revrius Frank le tiene que pagar, aunque no hable nunca de
ello, porque le avergüenza hacerlo. Pero el Milano Negro se lleva su acero y
con ello lo deja en paz.
—Entonces ¿por qué se llevó a Dan y?
—Porque fui un imbécil —admitió Paulus,
sintiendo que el desánimo se apoderaba de él—. Debí pagarle.
—¡No! —replicó Belinda, súbitamente
inflexible—. Es por algo más. Te teme. Sabe que tú puedes oponerte a él. —Su
esposa prosiguió, con firmeza no carente de afecto—: Sabe que eres un tonto
testarudo y cabezota, y conoce la reputación de tus puños.
Paulus recordó avergonzado la época de su
vida que había pasado peleando y alborotando, pero reconoció que su esposa tenía
razón.
—No le pagaré —prometió—. Pero conseguiré
traer de vuelta a Dany, y me aseguraré de que sea Whastryk Milano quien pague.
—Pero ¿cómo lo vas a hacer? Ya lo has oído.
Te quedarás ciego en cuanto intentes entrar allí.
—Lo sé, pero tengo un plan. —«O por lo
menos lo tendré», pensó. Paulus ya no era un hombre impetuoso, pero se habían
llevado a su hijo y estaba seguro de que para poder salvarlo debía actuar con
rapidez.
Dejó a su esposa con la promesa de que
tendría cuidado y se encaminó hacia la platería de Revrius Frank, donde pasó
varias horas puliendo y sacando brillo al espejo de plata pura que había estado
elaborando para el sastre. El metal reflectante se había batido tanto que
pesaba muy poco y era fácilmente transportable, lo cual lo hacía muy apropiado
para el plan que el joven platero tenía en mente. Finalmente fijó un mango de
cuero en la parte de atrás del espejo, sin preocuparse por las muescas que tuvo
que hacer en el marco, antes perfecto.
A continuación el platero se ciñó la
espada, que colgaba del cinturón cuya sólida hebilla de plata había diseñado él
mismo. El broche metálico era casi toda la fortuna de su joven familia, y le
pareció apropiado llevarlo ahora, cuando se aprestaba a luchar por la
supervivencia de ésta.
Paulus Thwait rebosaba determinación al
salir a la calle y dirigirse a la casa del mago, una gran mansión con recinto
propio que ocupaba una manzana completa de la ciudad. Un muro de piedra sobre
el que asomaban torres oscuras la rodeaba, sólo interrumpido por una puerta de
arco, con el vano lo bastante ancho para permitir el paso de un gran carruaje.
La reputación del lugar era bien conocida
por todos los habitantes de Haven. Nunca se había visto una verja cerrando el
paso por el arco, pero todo aquel que había osado entrar con intenciones
hostiles había sido recibido por el mago y después cegado por los penetrantes
dardos que emitían sus ojos. Una vez ciega, la víctima casi siempre acababa
capturada o muerta, y aquellos que eran apresados desaparecían para siempre.
—¡Whastryk Milano! ¡Exijo que me devuelvas
a mi hijo! —gritó Paulus, anunciando su presencia, y luego hizo amago de
atravesar el vano del muro; pero se detuvo en las sombras del arco y observó la
enorme puerta de la casa.
Al instante ésta se abrió, y algo negro
avanzó en un remolino con increíble velocidad; la figura estaba muy tapada y su
apariencia era borrosa, como la aparición fantasmal de su casa, pero Paulus
sabía que éste era el mago, que había aumentado su velocidad con algún arcano
hechizo. El platero bajó la vista y procuró no mirar a la cara de su enemigo.
—¡Idiota! —grito Whastryk Milano con una
voz más potente y aguda que la que había emitido el visitante desprovisto de
piernas;—. ¿Osas desafiarme, platero? ¡Debes saber que tu hijo y tu esposa
pagarán por esto! —La risa se tornó en desprecio—. Pero no te preocupes: tú no
tendrás que presenciar su sufrimiento.
Paulus seguía sin mirar a su enemigo; en
lugar de ello, puso el espejo delante de su cara y dio un paso al frente
mientras oía al mago pronunciar incomprensibles palabras de magia.
Una luz roja carmesí centelleó en el patio,
y el platero oyó un grito de agonía. Ahora sacó su arma, soltó el espejo y
avanzó corriendo.
El mago conocido como el Milano Negro se
tambaleaba hacia atrás, con ambas manos sobre las heridas abiertas donde antes
habían estado sus ojos. Las botas de Paulus retumbaron sobre la piedra al
acercarse con su espada levantada para asestarle el golpe definitivo.
Entonces vio que el mago sacaba con su mano
izquierda un frasco de plata de un saquillo que pendía de su costado. Haciendo
caso omiso del peligro y de la sangre que le surcaba la cara, Whastryk Milano
echó atrás la cabeza y tragó el contenido del frasco mientras Paulus lo
atacaba.
Un instante después, la espada del platero
atravesó la capucha del mago y penetró con fuerza en su cerebro. El Milano
Negro se puso rígido y cayó al suelo, donde yació inerte en medio de un charco
de sangre. El valiente platero dio unos pasos atrás para no mancharse las botas
con el pegajoso líquido y, tras Unos segundos, lo azuzó con la espada para
asegurarse de que el mago estaba realmente muerto.
Sólo entonces se adentró en la casa para
buscar a su hijo.
Escrito en Haven
371 d.C.
Para mi mentor e inspiración, Falstar Kane.
Como yo esperaba, estimado Maestro, la oportunidad de estudiar
los registros locales me ha permitido acercarme a la verdad.
He leído sobre la muerte del mago conocido
como Whastryk Milano.
El relato se sacó de los registros más
antiguos de Haven. Según consta en éstos, el hechicero murió en el 37 d.C., a
manos de uno de los ciudadanos de esta desgraciada ciudad, un platero cuyo hijo
había sido secuestrado por el Milano Negro. (El pequeño hijo del hombre fue
encontrado indemne dentro de la fortaleza del mago.)
En lo que se refiere a la poción que
Fistandantilus había entregado a Whastryk Milano treinta y ocho años antes, nada
hay escrito en los registros. Parece claro que, se bebiera o no Whastryk la
poción en sus últimos instantes de vida, el hechizo no tuvo efecto alguno sobre
el resultado de la contienda. El mago murió de forma inequívoca, y, de hecho,
su desaparición fue ocasión de regocijo y celebración.
Acerca del platero y su familia sabemos
algo más. El hombre fue un héroe durante cierto tiempo: no sólo había
recuperado al bebé, sino que, gracias a su hazaña, un barrio completo de Haven
pudo librarse de la opresión del malvado mago. Cuentan que hubo suficiente
gratitud entre los comerciantes y mercaderes para pagarle una buena remuneración.
Enriquecidos por las recompensas, la pareja
y su hijo se fueron a vivir a un pequeño pueblo en el campo. Cuentan que allí
el hijo se hizo hombre, y llegó a estar bien versado en la historia del
heroísmo de su padre. Más allá de esa referencia, sin embargo, el hilo se
pierde, sin provocar ninguna alteración más en las aguas del gran río.
Los registros no revelan nada más sobre el
mago Fistandantilus en este período histórico. Sabemos ahora que usó su
encantamiento de viaje en el tiempo para trasladarse a otra época, cien años
después del Cataclismo.
Pero, acerca de su plan para transportar su
esencia mediante la poción del frasco mágico, llegamos a la conclusión de que
fue un fracaso.
Vuestro
más leal servidor,
Foryth
Teel.
251 d.C.
Tercer Mithrik del mes de Dryanvil
El enano llevaba semanas vagando sin rumbo, un período de tiempo
que parecía durar años en su torturada mente. Las llanuras de Dergoth eran un
paisaje devastado, roto; a su alrededor, todo estaba seco, abrasado, convertido
en un desierto por el intenso sol veraniego. El enano no tenía destino, pero
seguía avanzando con paso pesado; dejaba tras de sí las pisadas de sus botas
como la huella de una serpiente sin nimbo y así marcaba el camino en el polvo y
la arenilla que recubrían la tierra dura, reseca.
Como había hecho ya tantas veces desde el
principio de su exilio, se dio la vuelta, miró con ojos desorbitados hacia el
horizonte y vio el gran macizo de las altas Kharolis que se elevaban al cielo.
Levantó un puño cerrado y lo agitó en dirección a las montañas gritando a la
vez desafíos e insultos, escupiendo, pataleando y descargando en general su
furia sobre cielo y tierra.
Y, como siempre, la cordillera montañosa
permaneció silenciosa e impasible, haciendo caso omiso de la histeria desbocada
del enano.
—Volveré allí, volveré —gritó Gantor
Espadanegra mientras ponía su mano sobre la empuñadura de la antaño espléndida
espada que se ceñía a su cintura. La había sacado varias veces en un acto reflejo
para agitarla en dirección a la fortaleza de los Enanos de las Montañas; pero,
incluso con la febril agitación del desespero, Gantor comprendía que era un
acto tan tonto como inútil.
No sólo era absurdo porque el objetivo de
su ira estaba lejano e inaccesible, sino porque la empuñadura, dura como el
acero y envuelta con la piel de un antiguo ogro, era sólo eso: un mango sin
hoja. El propio thane Realgar, amo y señor del clan theiwar, había roto el arma
en pedazos al pronunciar la sentencia contra Gantor Espadanegra.
Gantor, el theiwar barbudo de ceño
permanentemente fruncido, estaba preparado para morir por su crimen, incluso en
pública ejecución, o con una muerte lenta y dolorosa tras un largo período de
tortura; de hecho, ambas posibilidades eran condenas frecuentes para los
asesinos del clan theiwar, y sobre eso no había duda: había matado a un miembro
de su propio clan. Lo mejor que podía esperar, y era mucho esperar, era tener
que renunciar a su fortuna personal, bastante extensa, y afrontar una sentencia
que lo condenara a trabajos forzados en los suburbios de cultivos.
Él podría haberse enfrentado con dignidad a
la muerte o la tortura, e incluso habría ido gustoso a los suburbios, aun a
sabiendas de que quizá nunca volvería a ver las opacas aguas del mar de Urkhan.
Pero jamás habría imaginado la horrible
sentencia que había pronunciado el thane Realgar:
Exilio, bajo el cielo abierto.
El mismo concepto era tan extraño que, al
oír por primera vez esas palabras, Gantor Espadanegra no había captado del todo
su significado. Sólo cuando el thane continuó su discurso, la sensación de
asustada incredulidad había penetrado en el cerebro malvado y lleno de odio del
enano.
—Tus crímenes han ido mucho más allá de los
límites que pueden ser tolerados por nuestro clan —dijo Realgar, reconociendo
con ello que el asesinato, el robo, y la agresión eran tácticas que se usaban
con frecuencia para solventar disputas entre los theiwars.
»Es bien sabido —prosiguió Realgar— que tu
conflicto con Dwayal Thack era profundo y real. Los dos creíais ser dueños de
la piedra encontrada entre vuestras dos excavaciones, y, si te hubieras
limitado a matar a Dwayal en una pelea justa, tu presencia ante este tribunal
nunca hubiera sido necesaria.
Gantor había escupido y lanzado una mirada
furiosa en ese momento, rehusando aceptar tal razonamiento, pero ahora admitía
que desearía haber afrontado el problema como decía el thane. Dwayal Thack era
un enano mayor que Gantor y más experimentado en el manejo de la espada y el
hacha, pero aun así el minero agraviado tenía a su alcance otros recursos.
Después de todo, una pelea limpia entre los theiwars no prohibía el uso de la
emboscada o la puñalada por la espalda; incluso la contratación de un asesino a
sueldo se habría aceptado como válida, aunque en este último caso es posible
que lo hubieran obligado a pagar una pequeña remuneración a la familia de la
víctima.
A pesar de todo esto, Gantor había decidido
resolver por sí mismo el problema con un plan bien pensado, sencillo e
innegablemente letal.
Había sido cosa fácil tapar los conductos
de ventilación que conectaban la vivienda de los Thack con el resto de la
inmensa Thorbardin utilizando dos tapones de granito, cuidadosamente tallados
para encajar en los agujeros. Después Gantor Espadanegra había visitado a uno
de los alquimistas theiwar, quienes, por un buen precio, estaban siempre
dispuestos a ayudar a llevar a cabo las infames actividades de sus clientes.
Armado con un pequeño frasco lleno de
vilraíz, una planta venenosa, Gantor se acercó a la puerta delantera de su
vecino aprovechando el habitual silencio de la ciudad theiwar durante las horas
de sueño. Una vez allí, encendió la mezcla de hierbas altamente tóxicas, abrió
la puerta y, tras arrojar el frasco dentro, cerró la puerta y la obstruyó con
varias cuñas de acero cuidadosamente preparadas para la ocasión.
La matanza duró sólo unos minutos. Hubo
gritos y jadeos, incluso algunos débiles golpes en la puerta, y después, el
silencio.
Gantor todavía recordaba el regocijo que
sintió mientras esperaba en la puerta. Dwayal, su esposa, su colección de
mocosos —tres o cuatro descendientes, creía recordar el malvado theiwar— y
todos los siervos y esclavos que estaban al servicio de Dwayal Thack se
encontraban dentro de la vivienda. Todos murieron inevitablemente en cuestión
de minutos, aunque sufrieron de forma horrible los últimos momentos. El olor
característico de la vilraíz se extendió hacia el pasillo, con lo que aquellos
que acudieron atraídos por la conmoción no tuvieron más remedio que esperar a
cierta distancia. Por fortuna, una de las cosas que hace tan eficaz a la
vilraíz para este tipo de trabajo es el hecho de que las toxinas se depositan
formando una capa de hollín a las pocas horas de su utilización.
Cuando hubo pasado el peligro, Gantor y
varios vigilantes theiwars entraron en la vivienda, y entonces se reveló el
auténtico horror de lo ocurrido.
Uno de los hijos de Dwayal Thack —maldito
fuera su nombre para toda la eternidad— era amigo de un tal Staylstaff
Realgarson, uno de los sobrinos favoritos del propio thane de los theiwars.
Para colmo de desgracias, Staylstaff estaba de visita en casa de su amigo,
jugando y apostando, en el momento del asesinato, y por supuesto él también
había muerto como consecuencia de las emanaciones tóxicas;
¡Por eso el thane Realgar se había negado a
tratar el incidente como el desgraciado accidente que sin duda había sido! En
lugar de eso, el jefe del clan theiwar había reaccionado ante la matanza como
si se tratara de un crimen atroz, sin precedentes. Gantor fue citado a
comparecer ante un tribunal del clan theiwar, donde lo obligaron a escuchar
todo tipo de acusaciones; y al final se dio cuenta de que lo iban a castigar
por su intento de defender una propiedad en conflicto, un intento comprensible
y natural según los hábitos theiwars.
Cuando llegó el momento de las
deliberaciones del augusto tribunal de oscuros y astutos enanos barbudos, el
acusado se mostró dispuesto a aceptar con bravura su sentencia. Se había jurado
a sí mismo que por muy atroces que fuesen las torturas no le iba a dar al thane
la satisfacción de verlo a él, Gantor Espadanegra, perder su dignidad o su
orgullo. De hecho, se proponía escupir con desprecio cuando le comunicasen los
términos de su condena.
Pero toda su firmeza había desaparecido al
escuchar el dictamen del tribunal. ¡Exilio! Ni siquiera en sus peores
pesadillas —y Gantor Espadanegra sufría algunas pesadillas realmente horribles—
se había imaginado el enano un castigo tan cruel, tan terrorífico y tan
desolador como aquel que el destino le había deparado. Los ojos del thane
Realgar habían brillado con una malvada luz cuando pronunció la sentencia, y
los vítores y aplausos procedentes de los familiares de Dwayal Thack habían
retumbado por la Sala
de Juicios cuando hizo el anuncio:
—Gantor Espadanegra, se te destierra para
siempre del reino de los theiwars, y de todas aquellas residencias aliadas del
reino de Thorbardin. Te condenamos al mundo del exterior, donde acabarás tus
días bajo la cruel luz del sol y sin la compañía de tus semejantes.
El grito de terror que había emitido fue
ahogado por el júbilo de la muchedumbre reunida. Gantor recordó con amargura
cómo su hijo mayor y su esposa habían participado en la celebración; sin duda
la mujer infiel había encontrado nuevo compañero, y el inútil primogénito
estaría malgastando su fortuna. Esta avaricia tan práctica pero tan despiadada
no era ni más ni menos que lo normal para los theiwars.
Por supuesto que siempre le quedaría el
deseo de venganza... ¡Algún día Gantor Espadanegra encontraría el modo de hacer
sufrir a sus enemigos!
Durante un tiempo, allí, bajo el
interminable y horroroso cielo, el theiwar exiliado no había pensado en otra
cosa, sin permitir que la realidad de su situación lo disuadiera. Los primeros
días del destierro los pasó imaginando las múltiples venganzas que infligiría:
su traidora esposa, asada lentamente en un espetón en el fuego del hogar
familiar; su hijo, despellejado vivo, pero a lo largo de meses; de hecho, sí lo
hacía bien, quizá tuviera diversión para todo un año antes de acabar con el
sufrimiento del maldito derrochador.
Y el thane Realgar también sufriría la ira
de Gantor Espadanegra, aunque no sería tan misericorde como con su esposa e
hijo. No, el thane sólo tendría su justo castigo si sufría el mismo destierro a
que lo habían condenado a él. Vagaría por siempre bajo el sol, lejos de las
pétreas comodidades de Thorbardin.
Pero, con el transcurso de las primeras
semanas de su exilio, Gantor se había ido dando cuenta de que los pensamientos
de venganza lo llevaban a un callejón sin salida. Sin esperanzas reales de
volver a Thorbardin, tenía pocas posibilidades de hacer daño a alguno de sus
enemigos; y, aunque el odio y el deseo de matar no lo abandonaron nunca, Gantor
acabó por comprender que esos deseos seguirían siendo fantasías sin realizar,
que se quedaría sin la satisfacción de ver derramada la sangre de sus
adversarios.
Al final, Gantor se había visto limitado a
agitar el puño hacia la montaña, a gritar con ira y con frustración, para
luego, derrotado, seguir su deambular por la polvorienta llanura.
Los enanos de Thorbardin lo habían equipado
con un pequeño petate de provisiones antes de empujarlo sumariamente por la Puerta Sur de la gran
fortaleza de la montaña. Gantor recibió una pequeña hacha y un cuchillo con
mango de hueso y hoja de acero negro, que servía como recordatorio burlón de su
nombre, antes honorable. Además tenía varios odres llenos de agua potable, una
manta, una red de pescar y muchas tortas hechas con el nutritivo pan que era el
elemento más importante de la dieta de los Enanos de las Montañas. Como insulto
final y culminante, el thane Realgar había cogido la espada de acero negro de
Gantor y había roto la cuchilla por la empuñadura, como un símbolo más del
estado vergonzoso en el que había caído.
Durante mucho tiempo, Gantor Espadanegra se
había alimentado de poco más que de su propia ira. Había recorrido
trabajosamente las estribaciones de las Kharolis por las noches y buscado
refugio donde podía durante el día. Cuando el sol estaba en lo más alto, la luz
quemaba los ojos del theiwar, y cuando no había arboledas o cuevas que le
ofreciesen refugio se había visto obligado a taparse la cabeza con su capa y a
tumbarse encogido, hecho un ovillo, en campo abierto hasta que se ponía el sol.
Los primeros días de su exilio lo habían
llevado a atravesar tierras de abundante agua, y durante las noches había
podido encontrar hongos en las arboledas y bosquecillos. A veces había pescado,
usando la red para sacar truchas y peces luna de los pequeños arroyos. Se comía
las escamosas criaturas enteras y crudas, como era costumbre de los theiwars, y
esos pequeños festines habían sido los mejores recuerdos de su existencia
reciente. Las tortas de pan de enanos le habían durado varias semanas gracias a
que las acompañaba con la comida que él mismo recogía. Así se había sustentado.
Pero entonces, tras rodear el reino de los
Enanos de las Montañas, su curso sin rumbo lo había llevado hasta una llanura
inhóspita y sin caminos trazados. Ya no había arroyos, ni bosquecillos en los
que encontrar setas tiernas; lo que era peor, no había cuevas ni promontorios
que pudieran ofrecerle refugio contra los abrasadores rayos solares. Lentamente
se fue debilitando y el agua se hizo escasa, pero siguió avanzando ciegamente, lleno
de delirios y desesperación.
Desde que había comenzado su andadura por
las llanuras, Gantor había sobrevivido comiendo... ¿qué? Sabía que no había
cazado nada, y que no había nada remotamente comestible que creciera en el
árido y cuarteado desierto. Recordaba vagamente una carroña, una carne
maloliente y pútrida recubierta por un pellejo lleno de gusanos, pero comérsela
había sido un acto reflejo, empujado por un hambre incontrolable.
Y después había vomitado; cólicos y
espasmos le agarrotaron las tripas hasta hacerlo caer redondo al suelo de la
llanura, donde ahora yacía, hacía ya más días de lo que podía recordar. Varias
veces, cuando ya creía que el sol implacable iba a acabar finalmente con él y
con todo su terrible sufrimiento, llegaba la noche y le daba una tregua. De
hecho, eso mismo acababa de suceder de nuevo; la lengua de Gantor estaba seca e
hinchada y sus labios, cuarteados y quemados, sangraban con cada movimiento.
Se giró hasta tumbarse de espaldas, de cara
al cielo, para poder ver la tenue y distante luz que caracterizaba al
firmamento en noches despejadas como aquélla. No conocía las estrellas, y el
sentido de la vista no estaba suficientemente desarrollado en los theiwars para
percibir los lejanos puntos de luz, pero sabía que había algo brillante allí
arriba, algo superior y burlón.
Él sólo quería morir, pero parecía que todo
Krynn se había puesto de acuerdo para mantenerlo con vida.
—Eh, tú. No quiero molestar, pero ése es un
sitio muy raro para hacer noche.
Al principio, Gantor pensó que otra vez
estaba soñando, un sueño febril que acabaría por conducirlo a la locura; aun
así, obligó a su hinchada lengua a hablar y separó los cuarteados labios lo
suficiente para responder.
—Duermo donde me da la gana. Soy enano,
señor de todo aquello más allá de Thorbardin —dijo con orgullo. Ésa fue su
intención, pero, en el estado en que estaba su garganta, el sonido salió más
como el croar de una rana.
—Espera, no te entiendo. ¿Quieres un poco
de agua?
Gantor era incapaz de responder, y se
preguntó por qué alguien con una voz tan mágica tenía problemas para entender
su propia respuesta atinada; pero, antes de tener ocasión de hacer la pregunta,
sintió cómo un chorrito de líquido tibio le tocaba los labios. Tragó de forma
refleja, y el agua produjo una sensación placentera en todo el cuerpo.
—¿Qué tal? ¿Quieres más?
Ahora el enano podía ver una forma oscura,
una sombra recortada contra la luminosidad del cielo. Justo delante de él, el
maravilloso líquido caía de la boca de un odre. Con un tirón, Gantor arrancó el
recipiente de los pequeños dedos que lo sujetaban, y se llevó la boquilla a los
labios para que nadie pudiera quitarle el precioso néctar.
El agua chorreó en su boca, empapándole la
barba y casi atragantándolo, pero siguió bebiendo como un desesperado.
—Eh, no te la bebas toda.
Gantor sintió el roce de esos pequeños
dedos en sus manos y emitió un gruñido que fue suficiente para que su
rescatador diese un par de pasos hacia atrás.
—Bueno, supongo que puedes bebértela toda
si quieres —dijo la misma voz, con un suspiro de resignación—. Pero tal vez sea
mejor que guardemos algo para luego, si quieres, aunque supongo que no.
En cualquier caso, Gantor no necesitaba que
le diesen permiso; ya no había quien lo parara. Cuando ya había vaciado el odre
empezó a chupar con fuerza la boquilla, masticando fuertemente como si fuese a
comerse el propio recipiente.
—Espera, no lo destroces. —La voz se había
hecho más insistente, y las pequeñas manos salieron de la oscuridad para
agarrar el vacío pellejo y tirar de él.
El enano hizo ademán de resistirse, pero
sintió de repente un espasmo en las tripas que lo dobló por completo,
amenazando con hacerle vomitar toda la preciosa agua. Al apretar las mandíbulas
y cerrar como pudo las tragaderas, Gantor resistió la náusea con todas sus
fuerzas, obligando con ello a que el líquido que le había salvado la vida
permaneciera en su estómago. Durante varios minutos, sintió que el agua
penetraba gradualmente, en sus extremidades y en su cerebro, reforzaba sus
pensamientos y aumentaba el grado de acuosidad de sus ojos, sus orejas y su
piel.
Finalmente, Gantor Espadanegra se fijó en
su compañero; por lo que alcanzaba a ver, el extraño viajaba ligero de equipaje
y sin compañía. El tipo no era ni tan alto ni tan rechoncho como un enano; su
cara tenía los pómulos marcados y era fina y marcada por el paso del tiempo, y
ahora estaba cubierta de arrugas de preocupación mientras miraba de forma
cautelosa al enano. Tenía un gran mechón de pelo atado sobre la cabeza,
formando una cola de caballo que le caía sobre el hombro. El copete se movía
grácilmente mientras el visitante miraba a su izquierda, luego a su derecha y
al final volvía a mirar al enano.
—¿Qué eres? —preguntó Gantor Espadanegra,
llevando precavidamente la mano al cuchillo con mango de hueso que escondía en
el cinturón. Su voz aún semejaba el croar de una rana, pero por lo menos podía
mover los labios y la lengua.
—Emilo Mochila, a tu servicio —se presentó
el tipo con una reverencia que hizo que el enorme copete cayera como una cascada
hacia el enano.
Con un gimoteo, Gantor retrocedió ante el
súbito ataque, hasta que cayó en la cuenta de que no era tal cosa. Con sus
rechonchos dedos asidos firmemente al cuchillo, el theiwar volvió a intentarlo:
—No he preguntado quién eres, sino qué eres.
—Pero, hombre, soy un viajero —repuso
Emilo—. Como tú, supongo; un viajero por las llanuras de Dergoth. Aunque debo
decir que he viajado a muchos lugares distintos, y todos ellos eran más
interesantes que éste. Para ser francos, la mayoría lo era mucho más.
El enano gruñó y agitó la cabeza, con lo
que las gotas de agua que habían quedado atrapadas en su crespa barba salieron
despedidas; sus ojos, enormes y extremadamente claros según los cánones
normales, miraron de forma siniestra a su diminuto salvador.
—Ah, ya te entiendo. Quieres decir qué
raza, como humano o enano —dijo Emilo, sonriente—. Soy un kender. Y encantado
de conocerte.
El extraño hizo otro gesto amenazador,
estirando el brazo, con la palma de la mano perpendicular al suelo y los dedos
extendidos apuntando al pecho del theiwar; pero esta vez Gantor estaba
preparado y sacó el cuchillo rápidamente, de manera que el negro acero dibujó
un arco en el aire.
—¡Eh, casi me cortas! —gritó el kender,
quitando los dedos de la trayectoria del cuchillo—. ¿Es la primera vez que te
dan la mano?
—Aleja tus zarpas de mí. —La voz de Gantor
era un gruñido grave, casi silencioso, pero suficiente para asustar al
amenazador kender, quien dio medio paso hacia atrás mientras contemplaba al
enano con expresión resentida.
—Quizá debería alejarme completamente de ti
—manifestó con un suspiro el menudo viajero—. Empiezo a pensar que ha sido un
error darte mi agua, aunque supongo que habrías muerto aquí si no lo hubiera
hecho. Pero, bueno, siempre puedo conseguir más. —El kender hizo una ligera
pausa, y un escalofrío lo recorrió mientras echaba una fugaz mirada por encima
del hombro—. En fin, creo que tendré que volver a aquellas cuevas para
encontrarla.
—¿Cuevas? —Esta era la única palabra de la
perorata del kender que había penetrado en la enloquecida mente del enano
theiwar—. ¿Hay una cueva? ¿Dónde? —Gantor intentó ponerse de pie, pero sus
piernas cedieron y cayó de rodillas. Se echó hacia adelante para agarrarse del
kender, pero el pequeñajo dio un paso atrás, con lo que las manos del enano se
unieron en un remedo de postura devota.
—Sí, allí, en la montaña grande que parece
un cráneo. De hecho, la llaman Monte de la Calavera.
—Llévame allí —chilló Gantor intentando
otra vez ponerse en pie. La idea de oscuridad, de sombra y de protección del
implacable sol era incluso más apetecible que la posibilidad de hallar allí más
agua.
—No estoy seguro de querer ir a ninguna
parte contigo —contestó el kender con gesto desconfiado—. Acabas de tratar de
matarme después de que te he salvado la vida. No. Creo que no.
—Por favor. —El theiwar había hablado en un
acto reflejo, pues tales palabras no le resultaba en absoluto familiares, pero
consiguió su objetivo, ya que el kender dejó de hablar de abandonarlo en medio
de la llanura.
Por su parte, Gantor Espadanegra se estrujó
el cerebro ahora que éste se había reanimado. Ante sí tenía una criatura
extraña, aun más peligrosa que los odiados hylars y daewars de los otros clanes
de Enanos de las Montañas. Cada fibra de su ser y todas sus malas artes le
indicaban al theiwar que este kender era una amenaza, un enemigo a quien debía
derrotar, cuyas posesiones terrenales serían heredadas por aquel que lo matara.
Pero ahora mismo la más grande de esas
posesiones era su conocimiento de un lugar en el que había una cueva y agua; a
pesar de que el clan del que procedía el oscuro enano tenía gran habilidad con
la tortura, el robo y la adquisición ilegal, todavía no había nacido el theiwar
capaz de sacarle información a un difunto.
Por ello, y de momento, el kender debía
seguir con vida. Una vez tomada esta decisión, el enano intentó concentrarse en
la verborrea que parecía salir de la boca del kender con una celeridad casi
imposible de creer.
—Fue un auténtico placer conocerte y todo
eso, seguro —estaba diciendo Emilo Mochila—. Pero realmente debo partir; hay
muchos sitios por los que vagabundear, ¿entiendes? De hecho, debo ver la costa.
»¿Sabes en qué dirección está el océano?
Bueno, no importa. Seguro que soy capaz de encontrarlo yo solito.
Gantor pensó una respuesta que él creía
amistosa, pero antes de poder decirla el kender siguió hablando:
—Bueno, como veo que tienes tus propios
asuntos que atender, como iba diciendo, realmente ha sido un placer, por lo
menos si lo comparamos con otros encuentros casuales aquí en el desierto a
medianoche...
—Espera. —Al Theiwar le costó un gran
esfuerzo emitir esa palabra—. Yo... quiero hablar más contigo. ¿No puedes
quedarte aquí, en mi campamento?
Gantor apuntó hacia el suelo cuarteado y
yermo que lo rodeaba; no era más que el trozo de árida llanura olvidada de la
mano de los dioses en el que había caído, sólo eso, y sin embargo el kender
sonrió abiertamente, como si lo hubiesen invitado a entrar en un gran palacio.
—Bueno, creo que me vendría bien, la
verdad. Ha sido un largo camino. —Emilo tembló y miró de nuevo sobre su hombro,
y el enano se preguntó qué sería lo que ponía tan nervioso a este viajero tan
experimentado.
»Y me vendría bien la compañía, también.
—El kender cruzó las piernas de un modo que hubiera sido imposible de imitar
por enano alguno y se puso de cuclillas en el suelo—. Espero que te sientas
mejor después del agua. Realmente deberías llevar agua contigo. Al fin y al
cabo cualquiera puede morir de sed aquí fuera.
—Yo quería... —Gantor empezó la frase con
su tono habitual, para contestarle al kender que sólo deseaba la muerte; pero,
ahora que el agua le había aliviado la garganta y que sabía que en algún lugar
quizá no muy distante había una cueva, el theiwar tuvo que admitir que no
quería morir donde estaba; quería sobrevivir, seguir vivo, aunque no hubiera
ninguna razón especial para ello.
»Quiero decir que yo creía que traía
suficiente agua para beber en el desierto, pero éste es mucho más grande de lo
que yo pensaba. —Concluyó la frase mirando de reojo al kender para ver si se
tragaba la mentira.
—Ya veo —repuso Emilo Mochila asintiendo
gravemente—. Bueno ¿quieres algo de cecina?
Alargó al enano una tira de carne acartonada
que éste cogió agradecido y empezó a masticar; era un placer disfrutar otra vez
de la sensación provocada por la saliva al humedecerle la boca.
—Quería preguntarte una cosa —dijo el
kender con la boca llena de carne—. ¿Por qué no tiene hoja tu espada?
Gantor se quedó boquiabierto por la
sorpresa, pero ésta se tornó en ira al ver que el kender estaba examinando la
inútil arma.
—¿Cómo conseguiste eso? —masculló el enano,
intentando abalanzarse sobre el kender, quien lo evitó con suma facilidad.
—Sólo estaba mirándola —declaró con tono
despreocupado, y permitió que Gantor recuperara su arma.
El enano se tocó, desconfiado, el saquillo,
pero halló su pedernal y su yesca donde los había dejado; al hacerlo recordó
algunas de las cosas que había oído acerca de los kenders, y decidió tener
cuidado con sus cosas.
—Si te sientes con fuerzas, quizá
deberíamos ponernos en marcha —sugirió Emilo—. He descubierto que es mejor
andar de noche, por lo menos aquí, en el desierto. Si quieres venir conmigo,
creo que podemos volver al Monte de la Calavera y su cueva antes de que amanezca.
El enano oyó de nuevo la inquietud en la
voz del kender, pero no le dio importancia. Sólo pensar en la promesa de una
cueva para refugiarse antes del alba lo henchía de placer. Se puso de pie
trabajosamente, sin hacer caso del dolor y la rigidez que tenía en todo el cuerpo;
se sentía vivo de nuevo, dispuesto a seguir, a luchar, a hacer todo lo
necesario para recuperar la parte del mundo que legalmente le correspondía por
derecho.
—Vámonos —dijo, procurando con esfuerzo que
su voz sonara amistosa—. ¿Por qué no me enseñas dónde están esas cuevas?
251 d.C.
Tercer Adamachtis del mes de Dryanvil
—¡Ahí está! Ya te dije que parecía una .calavera —dijo Emilo
Mochila—. ¿No te preguntas cómo es que adquirió esa forma?
Gantor se inclinó hacia atrás para recorrer
con la mirada la irregular superficie de la montaña. Observó las órbitas y la
boca, abiertas en forma de enormes y oscuras cuevas; el rostro tenía un aspecto
realmente cadavérico, y tan realista que podría haber sido el trabajo de algún
gigantesco escultor.
—Lo haría —dijo amistosamente el theiwar—,
si no hubiera oído hablar mucho sobre este lugar y de cómo se hizo. Sirve como
monumento a diez mil enanos que perecieron aquí y es un ominoso recordatorio
del mago loco que los llevó a su perdición.
—¿De verdad? Parece un relato estupendo.
¿Por qué no me lo cuentas? Por favor. —El kender daba pequeños saltitos al lado
del theiwar, pero Gantor lo alejó con la mano.
—No es momento para historias; luego te la
relataré. Ahora creo que debemos entrar, antes de que salga el sol.
Habían avanzado lentamente hasta que se
acabaron las horas de oscuridad; el kender no paraba de decir que podía ver la
pálida mole de la montaña elevándose contra el oscuro cielo. Esta había sido la
primera señal para Gantor de que las criaturas del mundo exterior podían ver
mucho más lejos que los enanos theiwars; por supuesto que él, como habitante de
las montañas, habría podido ver todos los detalles del rostro de su compañero
aun en una noche sin luna. Era evidente que, por su parte, sus ojos veían mucho
mejor en la oscuridad; de hecho, distinguía nítidamente el suelo a sus pies, e
incluso una vez había visto un barranco justo antes de que el kender cayera en
él.
Sin interrumpir un solo segundo su
conversación, que consistía en interminables relatos de extravagantes historias
de aventuras y vagabundeos, Emilo había bajado por un lado del barranco y
subido por el otro. Aunque entumecido y cansado, Gantor lo había seguido,
analizando en silencio las diferencias entre los theiwars y los kenders, no
sólo en lo relativo a sus sentidos sino también en su equilibrio y en sus
movimientos.
Ahora, cuando estaban en la base del
inmenso macizo de piedra blanca, Gantor no necesitaba la creciente luz del alba
para distinguir las facciones de la calavera o el enorme agujero abierto —la
«boca»—, que le ofrecía protección de la inminente luz diurna.
—Bueno, esto es —anunció Emilo, con la
respiración entrecortada—, aunque no estoy seguro de que debamos entrar; de
hecho estoy casi convencido de que podremos encontrar agua por aquí fuera, si
la buscamos bien. Ahora que lo pienso, probablemente sea incluso mejor la de
aquí fuera; no sé si lo notaste, al estar tan sediento como estabas, pero la
que te di antes la cogí ahí dentro y era algo amarga.
—Voy a entrar —dijo Gantor encogiéndose de
hombros. Poco le importaba si el kender lo acompañaba o no siempre que hubiera
posibilidad de sombra y de agua. Pero luego lo pensó mejor. Sin duda el kender
ya conocía la cueva, que, por cierto, parecía muy grande, y tal vez el agua no
fuera fácil de encontrar.
Además, aunque el enano no lo hubiera
admitido de forma consciente, había otra razón por la que deseaba la compañía
de Emilo Mochila. Quizás era el aspecto amenazador de la montaña, pero había
algo desagradable y tétrico en aquel lugar. Gantor no quería entrar solo,
porque en realidad estaba asustado.
—¿Por qué no me acompañas? —preguntó—.
Puedes mostrarme dónde está el agua y además acabar de contarme esa historia
acerca de tu primo Whippersink y el gran rubí que encontró en... ¿Dónde dices
que fue?
—En Sanction —suspiró exasperado Emilo—. No
te estás enterando de nada. Para empezar, era mi tío, el tío Sipperwink. Te
dije que su madre era la hermana mayor de mi abuela. ¿O era su hermana menor? Bueno,
no recuerdo bien cuál; además, era una esmeralda y no un rubí lo que encontró
en Sanction. Y fue en el Templo de la
Reina de la
Oscuridad, ya sabes, como en los días en los que no había
dioses, antes del Cataclismo.
—Siento tener que decirte que de nuevo he
perdido el hilo —dijo Gantor—, pero ¿por qué no buscamos el agua, nos ponemos
cómodos y entonces me lo cuentas?
—Ni siquiera estoy seguro de que lo quieras
oír —contestó Emilo, un poco irritado.
—Bueno, entonces te contaré yo una
historia. Te puedo hablar acerca del Monte de la Calavera.
—Eso sí que me apetece —aceptó alegremente
el kender—. Vale. Es por aquí.
Emilo subió por la ladera que ascendía
hacia la enorme caverna; aun desde tan corta distancia, la entrada seguía
pareciendo unas enormes fauces prestas a devorar a cualquier despistado que se
acercara por allí. Un camino liso y sinuoso conducía a la oscura y siniestra
cueva.
El enano pasó bajo el elevado arco de la
entrada, y disfrutó de inmediato de la frescura del sombreado pasadizo interior.
El ambiente era más seco que en Thorbardin, pero, por primera vez desde que lo
habían desterrado, Gantor Espadanegra tuvo la sensación de estar en un lugar
que se encontraba total e irrevocablemente bajo tierra. El aire tenía un sabor
puro y bueno en cada respiración, y los enormes ojos pálidos del theiwar no
tenían ninguna dificultad para ver incluso en los rincones más oscuros de la
gran cueva llena de escombros y de basura.
Sobre su cabeza, grandes estalactitas
apuntaban hacia abajo como los enormes colmillos de una boca sobrenatural, y
por todo el suelo había grandes rocas en montones dispersos; en la mayoría de
ellas se apreciaban grietas irregulares y bordes filosos, prueba evidente del
origen violento de la caverna y de la veracidad de las historias que siempre
había oído acerca de ella.
—Probemos por aquí. Creo que el camino
estaba en esta dirección —sugirió el kender.
—¿Cómo? ¿No te acuerdas? —gruñó el enano,
indignado, sintiendo crecer su recelo—. ¿Cómo puedes olvidar algo así?
—No lo he olvidado: me acuerdo bien. —El
tono de Emilo mostraba que había herido sus sentimientos—. Es por aquí, estoy
seguro; bueno, casi seguro del todo.
Emprendió de nuevo el camino antes de que
el theiwar pudiera protestar. Caminaron durante casi una hora, sin rumbo fijo;
el kender fue escogiendo al azar entre uno y otro pasadizo hasta que llegaron a
una pequeña estancia circular con un estanque de aguas tranquilas en el centro.
Los dos exploradores habían bajado por un pasillo empinado excavado en la
piedra, tal vez una antigua escalera ya que, bajo los escombros y la grava que
cubrían el suelo, se distinguían aún algunos peldaños. Gantor Espadanegra se
preguntó cómo habría hecho el kender para encontrar el camino en la oscuridad
casi total, ya que cada dos por tres Emilo tropezaba con rocas u otros
obstáculos que se hallaban claramente en medio del camino para los penetrantes
ojos del enano. Pensó que quizá se había guiado por el sonido. En efecto, en la
cámara se percibía un sonido como de un chorrito de agua, lo que hacía pensar
que el estanque estaba sometido a alguna forma de flujo; aun así, la superficie
era lisa como un espejo, sin olas ni ondulaciones, como si hubiera estado
esperando allí durante siglo y medio con el único propósito de saciar la sed de
estos viajeros agotados.
—¿Por qué siglo y medio? —preguntó Emilo
después de que Gantor hubo saciado su sed, eructado y dicho en voz alta su
suposición.
—Porque ése es el tiempo que lleva aquí
este lugar en su forma actual, como el Monte de la Calavera. —Habiendo calmado
la sed, el enano se sintió generoso y decidió conceder al kender el privilegio
de oír la historia que era el legado de todos los enanos nacidos bajo la
montaña de Thorbardin. El desterrado theiwar señaló levemente hacia el macizo
que tenían sobre sus cabezas. Estaba de buen humor y había decidido dejar vivir
al kender... por el momento.
—¿Qué fue antes de esto? —Emilo se había
sentado cerca de él y lo miraba atentamente con la barbilla apoyada en la mano,
pendiente de cada una de sus palabras.
—Esto no era una montaña sino una torre
enorme, una fortaleza llamada Zhaman. Era un lugar de magos. Nosotros, los
enanos, no veníamos por aquí. Incluso los elfos —Gantor pronunció la palabra
como si se tratara de una maldición— se conformaban con quedarse en Pax Tharkas.
Tanto ellos como nosotros los enanos, y los humanos, renunciamos a la fortaleza
de Zhaman para dejársela a los magos y otros de su índole.
—Pero ¿por qué querría alguien venir aquí,
al centro del desierto? Quiero decir alguien que no sea un kender con necesidad
de ver cómo es —preguntó Emilo con seriedad.
—Bueno, hay una cosa que sé: entonces no
era un desierto. Estas tierras áridas e inútiles eran una de las regiones más
fértiles del reino de Thorbardin, y las cultivaban los Enanos de las Colinas. Traían
la comida para trocarla con los Enanos de las Montañas a cambio de productos
elaborados, sobre todo de acero, que ellos no podían fabricar por sí mismos, ya
fuera por incapacidad o por pereza.
Emilo asintió, se llevó la punta de la
coleta a la boca y empezó a masticarla con aire distraído y mirada ausente;
Gantor supo que estaba intentando visualizar la escena tal y como la describía
él.
—Y sin duda habría continuado siendo así si
no llega a ser porque apareció en escena uno de los seres más malvados de la
historia de Ansalon desde los días de Paladine y la Reina de la Oscuridad. —El enano
escupió para enfatizar la verdad de sus palabras.
Mientras maldecía y gruñía acerca de los
dioses, Gantor habló con total sinceridad. En efecto, los enanos oscuros difieren
de la mayoría de los otros clanes en que repudian por igual a ambas deidades.
Para los súbditos del thane Realgar cualquier dios que no fuera el propio Reorx
era un sinvergüenza entrometido, y ningún miembro del clan que se preciara
podría ser convencido de otra cosa.
—¡Fistandantilus! Fue él quien persuadió a
los Enanos de las Colinas de que nosotros los de las Montañas los habíamos
engañado. Quede claro que los hylars no me caen nada bien; en su mayor parte
son unos fariseos rígidos y remilgados, pero acertaron plenamente cuando
decidieron cerrar las puertas a cal y canto. Nosotros no tuvimos más remedio
que dejar que los Enanos de las Colinas se buscasen la vida fuera. No hay sitio
dentro de la montaña para todos. No lo había, y nunca lo habrá —dijo Gantor con
firmeza.
—¿Y entonces fue cuando sobrevino el
Cataclismo? —preguntó Emilo, ansioso de que su compañero continuase su
narración.
—No. Eso fue cien años antes. Te hablo de
después del Cataclismo, cuando las inundaciones y el hambre barrieron el mundo,
y los Enanos de las Colinas vinieron implorando ayuda. Olvidaron que años antes
ellos nos habían repudiado a los de las Montañas porque querían mezclarse con
otras gentes del mundo. —Gantor sintió un escalofrío sólo con pensar en ello,
ya que su exilio lo había convencido de que la ancestral separación era una
división fundamental para el ulterior modo de ser de los enanos.
—¿Pero entonces quisieron volver a entrar
en la montaña? —insistió el kender.
—Sí. Pero los hylars y el resto de nosotros
los rechazamos, los obligamos a retirarse hasta Pax Tharkas y les dijimos que
no se les ocurriera volver. Entonces fueron a buscar a ese mago y a un montón
de guerreros humanos.
—Y el mago ese... ¿era Fistandantilus?
—¿Y quién hubiera imaginado que él solo podría
reunir un ejército como ése? Se reunieron en la llanura que rodeaba Zhaman, y
se prepararon para avanzar sobre la Puerta Norte. Por aquel entonces, la Puerta Norte seguía
estando allí, por supuesto. Así que salimos, y la sangre de los enanos fue
derramada por todo el valle. Los theiwars cubrían el flanco izquierdo y su
ataque estaba haciendo retroceder a los Enanos de las Colinas hacia la tierra
de los elfos...
—¿Y el mago? ¿Usó la magia? ¿Voló?
—interrumpió Emilo, emocionado.
—Bueno, ésa fue una de las cosas extrañas
de aquellos momentos. Parece que no estaba allí, que no participó en la
batalla. En vez de eso, vino hasta aquí... bueno, a Zhaman, la torre que estaba
aquí.
—Entonces ¿vosotros, los Enanos de las
Montañas, ganasteis la batalla?
—Lo habríamos hecho —dijo Gantor enfadado—,
si no hubiera sido por el maldito mago. Como intentaba decirte, vino aquí y
realizó algún tipo de hechizo que hizo saltar todo el lugar por los aires, en
mil pedazos, incluyendo a mi padre y otros theiwars que estaban situados en
primera línea.
—Eso es terrible. —Emilo parecía realmente
apesadumbrado.
—¡Bah! Era un sinvergüenza y un ladrón. Me
quedé con su alcoba, y fui el primero en elegir entre los tesoros familiares.
—Gantor emitió una risa ahogada al ver la expresión de escándalo en el rostro
del kender, y luego se inclinó de nuevo hacia adelante para beber ruidosamente
un poco de agua del estanque.
—¿Murió también Fistandantilus? —preguntó
Emilo, que estudiaba las paredes de la redonda gruta.
—Sí. Todo el mundo sabe eso.
—Parece que hay zonas de este lugar que se
libraron del destrozo —observó el kender.
—No sé de qué hablas —replicó el enano
oscuro; apuntó al otro lado de la cámara, donde se veían trozos de columnas de
piedra desperdigados por el suelo. Una enorme grieta, tan quebrada como la luz
de un relámpago, recorría la pared de arriba abajo—. ¿Acaso no ves eso, eh?
—Sí. Claro que sí —dijo rápidamente Emilo—,
pero aquí debajo encontré un montón de túneles. Incluso un lugar en el que hay
una piedra preciosa... —La voz del kender fue menguando, y el hombrecillo se
estremeció.
—¿Piedra preciosa? —Gantor se quedó inmóvil
y contempló a su compañero con ojos chispeantes.
—¿Qué? Ah, sí. Tenía una belleza singular.
Quizá me la hubiera llevado si no hubiera sido por...
—¿Dónde está? —El enano hizo oídos sordos
al resto de la explicación de Emilo. Su mente había vuelto a despertar, y un
cúmulo de imágenes desfilaron por ella. Su fantasía se desbocó, y se representó
montones y montones de brillantes piedras rojas, verdes, azules y de todos los
colores del arco iris. De repente su fatiga y su desesperación habían
desaparecido, barridas por la codicia.
Su siguiente idea fue tan rápida como
instintiva: este kender era un peligro, una amenaza para el tesoro que
pertenecía por derecho propio a Gantor. Debía morir.
Solamente cuando el enano comenzó a
calcular cuál era la forma más expeditiva de despachar a su compañero se dio
cuenta de la cruda realidad. La inexorable verdad de que no se puede sacar
información de un testigo muerto lo forzó a admitir que Emilo Mochila seguía
siendo más útil vivo que muerto.
—¿Dónde estaba esa joya? —preguntó,
procurando que su voz sonara indiferente—. ¿Lejos de aquí? —Carraspeó y escupió
hacia un lado para que pareciera que su interés era meramente casual.
—Bueno, a decir verdad, está bastante más
abajo. —De nuevo Emilo mostraba signos de inquietud—. A la vista no era gran
cosa, como si estuviera desgastada y todo eso. Además había algo... algo que no
me gustó nada.
—¡Llévame allí! —Gantor no quería oír excusas.
—Bueno, si eso es lo que quieres. Pero ¿no
te parece que deberíamos descansar durante un...?
—¡Ahora! —lo interrumpió el theiwar
enfadado, lleno de sospechas por la renuencia del kender—. En cuanto yo me
quedase dormido tú irías a buscar el tesoro para apropiarte de todo.
—¿Qué? No haría eso. Ni siquiera lo quiero;
ya no, por lo menos. Bueno, te llevaré ahora si tanto te preocupa, pero luego
no me digas que no te avisé.
Farfullando acerca de la gente insistente y
maleducada, el kender se puso de pie y salió de la cámara en la que había
descubierto el estanque de agua. Pasaron entre un laberinto de muros
derrumbados y techos caídos, pero el enano alcanzaba a distinguir claramente
que aquello había sido antaño una estructura de grandes pasillos y anchas y
curvas escaleras. Los dos aventureros avanzaron cuidadosamente entre las
ruinas, aunque en algunas intersecciones Emilo parecía adivinar más que
recordar cuál era el camino que debía seguir. Finalmente el kender llegó a un
gran pozo, un agujero negro cuyo fondo se perdía más allá de los límites de la
visión nocturna del enano.
—Esto debía de ser el pozo central —comentó
Emilo. Si aún seguía resentido por las perentorias exigencias del enano, no
había vestigio de ello en la voz; por el contrario, se mostraba tan charlatán y
conversador como siempre—. Fíjate: asciende a través del techo además de seguir
hacia abajo.
En efecto, Gantor vio un círculo oscuro en
la bóveda que se alzaba sobre ellos. Una maraña dé largos cables conectaba el
agujero superior con el pozo del suelo. Cuando el theiwar se arrimó para verlo
mejor, se dio cuenta de que eran los oxidados restos de una escalera de acero
que antaño recorría el hueco central de la gran torre de Zhaman; ahora esa
misma escalera le ofrecía una ruta de entrada al corazón mismo del Monte de la Calavera.
—Por ahí bajé antes —explicó Emilo,
uniéndose al enano—. Hay que agarrarse muy bien, y hay sitios en los que el
metal se balancea de aquí para allá, pero tiene solidez suficiente para
soportarnos.
Gantor parpadeó y miró fijamente al kender.
—¿Cómo sé que no intentas matarme?
—¿Quieres que baje yo primero? —ofreció
Emilo, que se encogió de hombros y se agarró a un resto oxidado del pasamanos.
—Ni lo intentes —dijo Gantor propinándole
un manotazo; asió la barandilla y apoyó el pie en el primer escalón, el cual
era una pequeña malla de barras de hierro anclada sólidamente a la firmé base
de piedra de la fortaleza.
Al instante se oyó un chirrido y después el
ruido metálico de chatarra al caer golpeando a su paso los restos de la
escalera. El theiwar gritó y se agarró a la barandilla con ambas manos cuando
sintió que toda la estructura se movía hacia afuera; el agujero parecía abrirse
bajo él como una inmensa boca insaciable, eternamente hambrienta. Gantor
continuó encaramado en su precario asidero cimbreante mientras seguían
desprendiéndose trozos de metal que se precipitaban, repiqueteantes, al fondo
en una caída que no parecía tener fin.
—Agárrate —dijo Emilo, ofreciéndole una
mano. El se puso también sobre la plataforma, describió un arco en el aire
agarrado a la barandilla y fue a parar a otro tramo intacto de escalera, un
buen trecho más abajo—. Sólo tienes que hacerlo así.
—¡Lo haré como mejor me parezca! —replicó
fieramente Gantor, que se movía centímetro a centímetro y sufría cada vez que
pisaba en falso. Por fin llegó hasta donde estaba el kender, pero esta vez ya
no dio un manotazo a la mano que lo agarró de la cintura y lo sujetó para que
no cayera.
—Vamos —dijo alegremente Emilo, que siguió
bajando a la carrera.
—¡Espera! —El theiwar lo siguió tan rápido
como pudo, y su humor fue agriándose más en cada oportunidad en que se quedaba
colgado o debía hacer un escalofriante salto en la oscuridad. La boca del pozo
se perdió rápidamente de vista a medida que descendían por el hueco de piedra;
el kender iba siempre delante, salvando grandes espacios con la misma
despreocupación con que habría caminado en tierra firme.
De repente el enano se paró, atenazado por
una nueva sospecha. Se agarró con firmeza al metal y miró fijamente al kender,
que estaba ya bastante más abajo.
—¿Por qué no te asusta bajar por aquí? ¿No
sabes que cualquier paso en falso podría hacerte caer y que te rompieras el
cuello?
—¡Oh, no! Nosotros los kenders no nos
asustamos por casi nada. —Emilo hizo un gesto de desprecio con la mano haciendo
caso omiso del abismo que se abría bajo él—. Tal y como yo lo veo, si me va a
pasar, ocurrirá de todas formas; luego, ¿para qué preocuparme?
—¡Eso es una locura! —Rezongando, el enano
siguió tras el kender e intentó imaginar de nuevo el tesoro que antes había
surgido tan seductoramente en su mente, pero otro pensamiento más profundo lo
distrajo.
»¿Qué querías contarme antes, cuando me
dijiste que había algo que te preocupaba? —Gantor recordaba el nerviosismo,
incluso el miedo de Emilo cuando había hablado por primera vez de la joya—. ¿No
dices que a los kenders no os asusta nada?
—¿A qué te refieres? Ah, ya me acuerdo. —La
voz de Emilo se atenuó—. ¿Quieres decir allá abajo, donde está la joya? —Gantor
asintió en silencio—. Bueno, es que allí abajo había una calavera, en el suelo,
justo al lado de la joya. Me puso la carne de gallina. En el momento en que
pensé llevarme la bonita gema conmigo, tuve la sensación de que los tenebrosos
ojos de la calavera me miraban, y decidí dejar allí la joya y salir cuanto
antes.
El theiwar resopló con desprecio; ante sí
tenía a una persona que carecía del suficiente sentido común para preocuparse
por una caída al abismo que podía romperle todos los huesos del cuerpo, pero se
asustaba por un pobre cráneo.
Con renovada satisfacción, el enano se
esforzó por continuar. Seguía blasfemando con frecuencia, y su furia ante la
facilidad de movimientos del kender se tornó en fría determinación, avivada por
su antipatía instintiva hacia todo aquel que no fuera un miembro del clan
theiwar. Y en este caso ni siquiera se trataba de un Enano de las Montañas. Lo
que sí tenía claro era que, en cuanto Emilo le mostrara dónde estaba la joya,
el kender debía morir.
Al cabo apareció en la oscuridad una plataforma
inferior, y Cantor suspiró aliviado al creer que había concluido el
interminable descenso; pero enseguida vio que quedaba otro desafiante tramo que
recorrer ya que había una sección deformada de la escalera en espiral que
colgaba del techo de un gran pasillo y que, suspendida en el espacio, formaba
una débil conexión con el suelo de piedra de abajo.
Emilo bajaba como un mono por la maraña de
vigas, barandillas y peldaños, pero incluso el ligero peso del kender era
suficiente para hacer girar lentamente la estructura metálica, y el enano puso
mala cara al ver que un solo perno, un solo contacto de acero anclado a la
piedra del cilíndrico pozo parecía sujetar todo el tramo de metal. Un chirrido
agudo recorrió el aire, y Gantor se imaginó cómo cedía el perno llevando al
kender a su muerte envuelto en la maraña metálica.
Claro que la muerte de su compañero hubiera
sido poco conveniente para el desterrado theiwar ya que el kender era el único
que sabía dónde estaba la joya. Seguro que si se quedaba solo sería capaz de
encontrar la piedra, pero lo más importante era que la caída del tramo cortaría
la vía de acceso a un tesoro que Gantor deseaba ahora más que nunca.
—¡Es fácil! —gritó Emilo, y el eco agudo
«fácil, fácil, fácil» que resonó pareció burlarse de la vacilación del enano—.
Salta por allí y bajas agarrado a la barra.
—¡Espera! —gruñó Gantor. Sacó su pequeña
hacha y la giró para poder golpear el perno con la parte roma, a fin de que
volviera a entrar en su hueco, a sabiendas de que el agujero en la piedra era
sólido y el metal de la sujeción estaba fuerte y sin oxidar.
Sólo entonces se aventuró sobre el armazón.
Sintió un vacío en el estómago al moverse las vigas y los travesaños, y de
nuevo se oyó un chirrido metálico, pero la masa se zarandeó menos que durante
el descenso de Emilo. Apretando los dientes, el enano bajó el resto del camino,
y cuando por fin pisó tierra firme se balanceó suavemente hacia adelante y
hacia atrás mirando intensamente a su alrededor; sus grandes ojos pálidos
estaban muy abiertos, absorbiendo las sombras para luego posarse en la figura
del kender.
—Bueno, esto nos ha llevado un rato —dijo
Emilo con un leve tono de amargura—. Es por aquí.
De nuevo Gantor tuvo que reprimir su
instinto asesino al ver que los restos de estancias y pasillos que los rodeaban
conformaban un laberinto bastante extenso, pero ahora el kender parecía estar
bastante seguro de hacia dónde debía dirigirse ya que Emilo avanzó resuelto por
uno de los pasillos, esquivando con destreza las grandes rocas que habían caído
del techo. A juzgar por la cantidad de polvo que se había depositado sobre los
escombros, el lugar casi no había sido visitado desde la brutal explosión que
había transformado la fortaleza de Zhaman en el Monte de la Calavera.
Empezó a descender de nuevo, siguiendo al
kender por un nuevo tramo de escalera, ésta sólida, cincelada en piedra, y por
una serie de pasillos esculpidos en la roca original de los cimientos de la
fortaleza. Gantor reconoció el trabajo de los enanos, y sintió un cierto
orgullo racial al ver que la mayoría de las escaleras estaban casi intactas.
Finalmente llegaron a un laberinto de
pequeñas habitaciones. A pesar de los cascotes y el polvo, Gantor advirtió que
estas cámaras se habían decorado con bastante más atención al detalle que
cualquiera de los pasillos de piedra restantes de la construcción. Los suelos
habían estado cubiertos de alfombras, de las que sólo quedaba ahora una capa de
restos enmohecidos. El olor a descomposición era muy intenso, y se veían marcos
y vigas de madera seca como la yesca en cada una de las direcciones en las que
el theiwar divisaba pasillos.
—Es por aquí —dijo el kender—. Si es que sigues estando seguro de
querer...
—No intentes dar marcha atrás. —A Gantor le
zumbaba la cabeza al pensar en la presencia del tesoro, que intuía ya cercano.
Aspiró por la nariz, y un olor casi tangible pareció mostrarle la pista de las
riquezas. De forma inconsciente sus dedos se cerraron sobre el mango de su
cuchillo.
Atravesaron varias estancias más, y el
theiwar reparó en que había mesas, sobre las que reposaban botellas y frascos
así como tomos encuadernados que, aunque cubiertos de polvo, no habían sido
presa de la putrefacción y los hongos que habían descompuesto los objetos de
madera y de tela.
—Es allí mismo —indicó Emilo, parando de
repente y apuntando con un dedo hacia un arco sombreado—. Entra tú si quieres.
Creo que yo esperaré aquí a que...
—Oh no, de eso nada. —Las sospechas de
Gantor, siempre a flor de piel, se apoderaron de él por completo; dio un
empujón al kender y, haciendo caso omiso de su grito de protesta, entró tras él
en una pequeña habitación, que en realidad no era tal, sino un pasillo que
parecía continuar hasta terminar en un liso muro de piedra. Al principio el
enano estaba convencido de haber sido víctima de un engaño, pero cuando miró al
kender se dio cuenta de que Emilo no le prestaba atención sino que tenía los
ojos fijos en un objeto situado cerca de la base del vacío muro.
Gantor siguió la dirección de su mirada y
se quedó boquiabierto al contemplar la calavera sin ojos que yacía en el suelo,
con sus enormes órbitas apuntadas hacia él. Era sólo un hueso blanco, idéntico
en su aspecto, a cualquiera de los cientos de calaveras que pudiera haber visto
el enano, pero sin duda había algo desconcertante y que infundía temor en aquel
objeto morboso. La calavera no se movía, ni había la más mínima iluminación a
su alrededor; ni siquiera emitía ruido alguno que el enano pudiera percibir.
Pero era incapaz de librarse de la sensación de que lo observaba, al acecho,
esperando.
Dio lentamente un paso hacia atrás con los
ojos clavados aún en el trozo de hueso; de hecho, el rostro descarnado lo había
distraído tanto que tardó varios minutos en mirar al otro objeto que reposaba
sobre el liso suelo.
—¡La joya! —exclamó, mirando de repente
hacia un lado del cráneo. Se acercó despacio y se arrodilló, pero todavía no
hizo intención de tocar la gema.
Una cadena de oro, que seguía brillando
entre el polvo del suelo, le indicaba que el objeto había ido colgado al cuello
de alguien. Una filigrana de fino hilo dorado engastaba una única piedra, una
gema de color verde pálido que no se parecía a nada que Gantor hubiera visto
antes.
No necesitaba identificar la pieza para
saber que era extremadamente valiosa. Según su experiencia, se trataba de un
objeto sin par, y esa experiencia incluía muchos encuentros con piedras
preciosas de diversos tipos y colores; y entonces fue cuando lo supo, reavivado
el recuerdo al pensar en varias piedras sueltas de un tipo que no había visto en
muchas décadas.
—¡Es un heliotropo! —dijo bruscamente. Su
voz estaba cargada de codicia. Extendió la mano, cogió la cadena y se la
envolvió en la muñeca para levantar la gema a la altura de sus ojos—. Se pueden
ver líneas de rojo mego, el mismo color de la sangre fresca, ahí, justo bajo la
superficie.
La avaricia llenó el cruel corazón del
theiwar cuando comprendió que estaba sujetando el objeto más preciado que jamás
había visto.
—Quizá quieras verla a la luz del sol —dijo
Emilo acercándose a la puerta—. Es por aquí.
Pero Gantor no lo escuchaba. Miraba a la
piedra, convencido de que había visto un parpadeo luminoso, ráfagas de ardiente
luz carmesí dentro de la gema. La vibración era débil, pero visible para sus
avezados ojos.
—Eh, Gantor, ¿podemos irnos ya? —preguntó
Emilo.
El enano giró la cabeza y vio que el kender
le había dado la espalda para mirar con ansia hacia el pasillo exterior. El
theiwar resopló con desprecio al advertir que el pequeñajo seguía estando
nervioso, inexplicablemente preocupado por su presencia allí.
Y, finalmente, el enano recordó su otra
intención, la determinación de no dejar testigos, nadie que supiera dónde había
encontrado el tesoro ni conociera su misma existencia o su posesión por el
theiwar.
La cara de Gantor estaba contraída por una
mueca perversa cuando blandió su cuchillo, pero entonces sus ojos se fijaron en
la calavera, el objeto que el kender había encontrado tan atemorizador.
Divertido por la ironía, el theiwar guardó el arma y se agachó para coger el
cráneo.
—¿Qué haces? —preguntó Emilo, mientras se
volvía; sus ojos se abrieron como platos al ver que el enano levantaba la
calavera sobre su cabeza.
—Se llama asesinato —contestó Gantor
Espadanegra y bajó con furia el trozo de hueso; el cráneo se estrelló en la
cabeza de Emilio, justo entre los ojos, con un crujido que lo llenó de
satisfacción. Sin emitir ruido alguno, el kender cayó, rodó y quedó inmóvil. El
enano dejó la calavera sobre la espalda del kender. Luego, sujetando el tesoro
contra su pecho, salió rápidamente de la habitación e inició el regreso al
mundo exterior.
251 d.C.
Su mundo convergía en una sola característica constante: el
dolor.
Todo era un intenso dolor, que comenzaba en
la parte de atrás de la cabeza y le recorría la mandíbula, el cuello y los
hombros. Brotaba en medio de la oscuridad y extendía sus intangibles dedos; con
cada punzada martirizante se volvía más intenso, cual cuchillos calientes que
le atravesaran la piel t la mente. La agonía se desbocaba, como un caballo
encabritado, y luego el abismo oscuro volvía a tragárselo.
Más tarde, el dolor volvió a estar ahí,
pero esta vez se consoló en parte al darse cuenta vagamente de que las
sensaciones sólo podían ser una señal de esperanza: por lo menos quería decir
que seguía vivo. Aun así, el momento creciente de su sufrimiento le daba
náuseas y le revolvía el estómago. Para sus ojos, todo era oscuridad salvo
algunas chispas de color rojo y blanco que aparecían de vez en cuando en la distancia,
se acercaban como meteoritos y luego, con un parpadeo, volvían a esfumarse.
Incluso inmerso en el dolor y la confusión,
sabía que éstas no eran luces externas, que sólo existían en su maltratada y torturada mente.
«Mi mente.» Se decía una y otra vez que
éste era su cuerpo, que sus pensamientos indicaban que seguía vivo. Y había una
pregunta más profunda que surgía, tan amenazante como una serpiente venenosa
que se irguiera maliciosamente en la oscuridad; él intentaba hacer caso omiso
de ella y convencerse de que no importaba; pero el misterio siseaba
insidiosamente buscando una respuesta, repitiendo continuamente en sus oídos:
«¿Quién soy?».
Sabía qué ésta era una pregunta nueva, o
por lo menos un nuevo misterio para él. En otro tiempo podría haber dado una
larga respuesta sin dificultad, sin dudar. Tenía un pasado, una vida mortal con
unos padres, una niñez y... viajes. Había visto mucho mundo como mortal.
¿Por qué, entonces, no podía recordar a la
persona que había vivido esa vida, la persona que era?
La pregunta lo asustaba tanto, a su manera,
como el dolor angustioso que amenazaba con aniquilarlo. El primer intento de
moverse provocó una nueva oleada de agonía que llevó una cascada de bilis a su
garganta. Sin prestar atención a las protestas que retumbaban dentro de su
cabeza, rodó sobre un costado y vomitó hasta la última papilla sobre un suelo
de piedra.
Por alguna razón, este suelo le resultaba
familiar. Sabía que estaba en algún espacio interior, por supuesto; el aire
viciado y con olor a cerrado daba fe de eso, pero ahora percibía también la
sensación de estar bajo tierra, a gran profundidad. No había ninguna pista en
el oscuro entorno que le sugiriera esa verdad: era simplemente un hecho que
estaba dispuesto a aceptar, lo cual en cierta forma constituía una victoria.
Volvió a tenderse en el suelo, respirando con dificultad, y trató de recordar
dónde se hallaba. Mientras reflexionaba, el dolor de cabeza le había menguado
algo y, antes de que pudiera pensar lo difícil que iba a ser moverse, se había
incorporado hasta quedar sentado, con la espalda descansando en una sólida
pared de piedra lisa. Desde allí intentó escudriñar la oscuridad.
No había nada que ver.
Sus manos, manos que le resultaban
familiares, con dedos hábiles y rápidos, rebuscaron en uno de los saquillos que
sabía que tendría colgados de su cinturón. Encontró un pedernal y una daga de
hoja corta justo donde los había dejado. También había un poco de yesca, seca y
frágil, protegida por una gamuza doblada, así como un trapo aceitoso.
Con movimientos coordinados —y obviamente
diestros, aunque no recordaba haber hecho algo así antes— golpeó el pedernal, y
parpadeó al ver cómo aparecían deslumbrantes chispas que se desvanecían al
instante. Lo intentó de nuevo, y esta vez una chispa cayó en la maraña de yesca
y un soplido dirigido con cuidado logró que ésta prendiera. Hizo un nudo con el
trapo aceitoso, lo acercó al fuego, y de repente una luz naranja alumbró los
confines de la cámára subterránea.
Sintió una punzada de terror.
Una calavera lo miraba. Los oscuros
agujeros de sus órbitas parecían más profundos de lo que eran realmente debido
al fulgor de la improvisada antorcha; jadeante, retrocedió con dificultad y
mantuvo en alto la tela ardiente para no perder de vista la mortal máscara.
Sólo cuando consiguió arrastrarse para ocultarse detrás de una esquina, fue
capaz de respirar.
Se puso de pie y, consciente de que la tela
se consumía rápidamente, empezó a registrar el oscuro pasillo. Encontró
enseguida lo que buscaba: un madero untado con creosota que había sido en su
día la pata de un escritorio o de una mesa de laboratorio. Cuando envolvió el
extremo romo del madero con la tela ardiente, las llamas se propagaron con
lentitud por la madera alquitranada y una luz creciente ahuyentó con su brillo
la oscuridad.
Sabía que esta llama podía durarle horas y
también que le llevaría mucho tiempo salir de allí, aunque, para su gran
irritación, seguía sin saber dónde se hallaba; levantó en alto la antorcha y
buscó pistas entre las ruinas de su alrededor. Vio mesas volcadas, botellas y
frascos rotos, e incluso algunos tomos y pergaminos, pero nada que le resultara
siquiera vagamente familar; un escalofrío le recorrió el cuerpo y, dando media
vuelta, abandonó el lugar.
Durante un tiempo deambuló por un laberinto
de pasillos de piedra, con la sola intención de evitar la amenazadora calavera
que tanto lo había asustado al despertar; pero, a pesar del cuidado puesto, al
doblar una esquina se vio de nuevo enfrente del rostro sin ojos que lo
contemplaba desapasionadamente desde el suelo. La ósea máscara blanquecina lo
había asustado cuando se despertó, y había tenido la impresión de que era un
objeto peligroso y letal, con un poder que no alcanzaba a comprender. No
obstante, al mirarlo bajo la ambarina luz de su antorcha, vio lo que realmente
era: un trozo de hueso sin vida, inmóvil sobre el suelo, donde alguien lo había
tirado. Se acercó, desterrando el nerviosismo que de nuevo le agarrotaba el
estómago. Un mechón de su largo pelo había encontrado el camino de su boca, y masticó
de forma inconsciente las puntas de su espesa melena.
—Estás muerto.
Dijo las palabras en voz alta, y el sonido
de su propia voz lo reconfortó. Se arrodilló al lado del cráneo y vio una
pequeña mancha de color rojo herrumbroso en la parte posterior del hueso. Al
advertir que la reseca sangre era mucho más reciente que la calavera, se llevó
la mano a la frente en un acto reflejo.
Tocó un chichón, una zona de piel inflamada
y una costra donde posiblemente lo habían golpeado y su sangre había fluido por
el impacto de algún objeto contundente.
Comprendió entonces que era su propia
sangre la que había en la calavera, que el trozo de hueso lo había golpeado en
la cabeza y lo había abatido allí, en las profundidades de ese semiderruido
lugar. Pero ¿por qué no podía recordar?
—¿Quién soy?
Hizo la pregunta en voz alta, como
desafiando a la calavera, a la oscuridad, a los muros de piedra y a cualquier
otra cosa que hubiera sido testigo de su agresión y que pudiera ofrecerle la
esperanza de una respuesta. Pero, por supuesto, esa respuesta no llegó.
De nuevo las órbitas negras atrajeron su
mirada, y supo que la calavera había sido una cosa aterradora; de hecho, poco
tiempo antes sí que lo había asustado, y sabía que no era persona que se
amedrentara fácilmente. Pero ya no notaba esa amenaza anterior; era como si la
calavera fuera una vasija que antes estaba llena de algo peligroso, pero que
ahora, quizá por efecto de la fuerza del golpe, había perdido aquello que la
volvía peligrosa y no era más que una cabeza descarnada como un histriónico
recuerdo.
Dio la espalda a la calavera y echó a andar
con más decisión. Enseguida encontró los restos de hierro de una vieja escalera
y, casi sin detenerse, emprendió lo que ya sabía que era un largo ascenso.
Subía sin parar, sujetando la antorcha con una mano excepto durante los tramos
más difíciles del ascenso, en los cuales sujetaba la parte fina y apagada del
madero entre los dientes para poder usar ambas manos durante la escalada.
Se detuvo una vez, asustado por un ruido
lejano. Escuchó Con atención y oyó un golpeteo acompasado, como el latido de un
corazón. Mientras intentaba localizar el origen del sonido, vio de repente una
imagen: una piedra verde, con luces rojas brillantes en su interior latiendo al
ritmo de un pulso misterioso.
De nuevo tuvo que contener un escalofrío;
sabía sin entenderlo que el miedo era una sensación extraña para él.
Tras ascender la escalera de hierro se
encontró con más pasillos, y vio una habitación en la que había agua; paró
allí, bebió con deleite, y se tomó el tiempo necesario para rellenar los dos
odres que llevaba. Sabía que más allá de ese ruinoso laberinto el agua sería
escasa.
Pero ¿por qué no sabía dónde estaba?
Finalmente logró salir al exterior bajo un
cielo azul apagado, justo después de ponerse el sol. No lo sorprendió ver la
altura de la mole que tenía tras de sí, ni que tuviera la forma casi perfecta
de un cráneo. Ahora ya sabía que aquel lugar era el Monte de la Calavera.
Y entonces tuvo la vivida impresión de que
la calavera que había dejado en el fondo de la cueva penetraba en su mente.
Contempló esas órbitas negras y vacías, y tembló al pensar que seguían
observándolo.
«Pero ¿quién soy?», pensó.
Encontró la respuesta cuando se echó en una
zanja para descansar. Bajo la menguante luz del día sacó el contenido de su
hato: allí estaba la cecina, cuyo sabor recordaba perfectamente pero cuyo
origen ignoraba por completo, y una capa de piel suave que le sería útil en una
noche más fría que aquélla.
Encontró también un tubo para pergaminos
hecho de marfil, sin duda uno de sus tesoros más preciados. Dentro del
cilíndrico estuche halló varios mapas y pergaminos con extraños símbolos y
notas ininteligibles escritos en ellos.
En la parte superior de varias de las hojas
se veían dos palabras: Emilo Mochila. Cogiendo un palo, copió los trazos en la
arena y reconoció que las palabras del pergamino habían sido escritas por su
propia mano.
—Mi nombre es Emilo Mochila —declaró, como
si, al pronunciar las palabras, la verdad se hiciera más evidente.
Pero seguía sin saber cómo había llegado
allí ni dónde estaban sus otros recuerdos.
259 d.C
Durante mucho tiempo no había hecho nada, no había sido nadie.
Esa era su protección, como lo había sido en épocas pasadas, una táctica útil
cuando aquellos que querían tomar su vida como pago por crímenes reales e
imaginarios se hacían demasiado poderosos. Así había escapado de los que tenían
sed de venganza y le había dado a la patética humanidad la falsa impresión de
que estaba por fin total e irrevocablemente muerto.
Recordaba el desgraciado encantamiento, el
gran hechizo que debería haberle franqueado el pasaje al Abismo para permitirle
enfrentarse a la mismísima Reina de la Oscuridad; en lugar de ello, había provocado una
violenta explosión que lo hizo pedazos y lo destruyó.
Como consecuencia, todo el mundo debía de
creer que estaba muerto.
Pero sólo había estado agazapado.
¿Cuánto tiempo había permanecido allí
escondido, donde su existencia era desconocida para la humanidad? No lo sabía
ni tampoco le importaba. Como siempre, había confiado en ciertas verdades,
sabiendo que la naturaleza de los humanos, los enanos o los ogros le permitiría
finalmente cumplir con su tarea. Las gentes de Krynn solían ser violentas, y él
necesitaba esa violencia para obtener carne, sangre y vida.
Por fin se cometió un acto violento y se le
otorgó el regalo. De nuevo su esencia estaba envuelta por carne y, su sangre
fluía por un cerebro que, aunque no era suyo, podía usar. Aún no sabía si era
un humano o un enano o incluso un ogro el que le había dado el regalo. Tampoco
tenía interés por saberlo. Era capaz de utilizar a cualquiera de estas gentes,
usar cualquier cuerpo que le fuera ofrecido hasta llegar a ejercer un control
total sobre él, para así reclamar de nuevo su sitio en el mundo, el lugar que
le correspondía.
De modo que, durante un tiempo prolongado,
se había conformado con descansar dentro de este ser mortal, mientras absorbía
la vida y la energía del cuerpo que lo albergaba. No necesitaba ejercer el
control, por lo menos de momento, ya que aún se encontraba débil; todavía no
podía revelar su existencia a sus enemigos, quienes, según le había enseñado la
experiencia, siempre estaban en los recovecos del gran río del tiempo, esperando
su reaparición para tener una oportunidad de herirlo o matarlo.
Estos enemigos aguardaban impacientes, con
ánimo vengativo y traicionero, e irían a buscarlo en el momento en que
detectaran su presencia.
Siempre había conseguido matarlos y, si
vencía, era porque esperaba juiciosamente el mejor momento, con la misma
sabiduría que ahora le indicaba que ese momento no había llegado aún. Así que
se contentaba con dejar vagar a su anfitrión por aquel rincón perdido de
Ansalon, y hacía poco caso de los viajes de ese cuerpo y de sus intenciones y
placeres, porque durante todo este tiempo él, el espíritu del antiguo
archimago, iría haciéndose más fuerte en espera del momento idóneo para atacar.
Poco a poco recobraba vitalidad. Empezó a
percibir sensaciones como la sed y el hambre; luego recuperó la codicia por
cosas más profundas como el poder, las vidas y la sangre, y estos deseos le
confirmaron que estaba preparado para sumergir de nuevo su vida en el flujo del
gran río.
Finalmente llegó el momento de salir de su
escondrijo, el momento de cobrarse los premios —tesoros, reinos y vidas— que le
correspondían por derecho propio. Tomaría para sí otro cuerpo, encontraría la
carne de un hombre joven y fuerte como siempre había hecho anteriormente.
Volvería a reclamar el mundo del que había
sido el amo, aunque ello no se supiera.
Se desplazó entonces, forzando su esencia
hacia la mente del hombre o enano u ogro que era ahora su anfitrión. Estaba
dispuesto a asumir el control, a destruir el intelecto de su hospedador, a hacer
suyos la mente, el cuerpo y la vida de esta persona.
Pero algo no iba bien; la voluntad de
Fistandantilus arremetió más fuerte, y sintió en el cuerpo de su anfitrión la
agitación, su ignorancia y su miedo. Éste era el momento en que debía empezar a
responder, cuando la voluntad del archimago derrotaría al pobre infeliz que
estaba condenado a convertirse en alimento para su vida posterior. De nuevo
asaltó aquella mente, conduciendo la fuerza de su poderosa presencia, el
inmenso poder de su magia y el conocimiento pleno de las más de cien almas que
había devorado durante su largo ascenso al poder.
Y otra vez fracasó.
Su anfitrión no estaba respondiendo a su
voluntad. Podía sentir la espiral de mortalidad, la carne y el ser de una
persona. Pero este individuo tenía una mentalidad caprichosa, de espíritu
libre, que no cedía ante su gran fuerza; de hecho, parecía estar disfrutando al
rechazar los intentos del mago por tomar el control.
Su esencia mortal había ido a descansar,
como siempre, en alguien que podía llevarla por el mundo sin darse cuenta. Pero
ahora necesitaba domeñar al anfitrión y hacerlo suyo, consumirlo, como parte
integrante del proceso de revitalización de su fuerza. Pero su anfitrión no
respondía.
Hubo momentos en los que el poder del
antiguo archimago se extendía cual dedos fantasmales en su intento de alojarse
en el cerebro o el corazón o las entrañas de esta confiada persona. Pero, en el
mejor de los casos, los períodos de dominio eran fugaces, y su objetivo siempre
se le escapaba entre los dedos.
La esencia de Fistandantilus se encogió
frustrada; el conocimiento de que sus intentos eran rechazados lo llevó, de
forma inevitable, a una ira incontenible que debería haber reventado con una
explosión de magia, que habría quemado la carne y chamuscado el cerebro de su
involuntario anfitrión. Pero ahora le faltaba poder, no tenía medios para
trabajar ese hechizo arcano. Mientras luchaba y denostaba la fatalidad que lo
había encarcelado en un lugar así, empezó a considerar las posibles causas. Cualquier
humano, enano u ogro, incluso un elfo, debería haber cedido ante la abrumadora
fuerza de la gran magia. El archimago hubiera preferido domeñar a un humano,
porque ése era su estado original, su estado normal, pero sabía que podía hacer
que cualquiera de los otros sintiera su poder si así lo necesitaba.
La respuesta parecía estribar en que su
anfitrión no era ninguno de estos tipos de víctimas, estos tradicionales
objetivos de su voluntad. Era un ser de costumbres caprichosas, despreocupado,
de ideas audaces y una vida de confusión y de caos que permitió por fin al
archimago hallar la verdad.
Era una verdad que lo embargó de horror y
de miedo, ya que su espíritu, su esencia y sus deseos futuros se encontraban
encarcelados dentro del cuerpo de un kender.
En un principio sólo pudo temblar de rabia,
pero poco a poco llegó a la conclusión de que debía cambiar de táctica. Y no le
faltaban recursos alternativos.
Primero intentó alcanzar una calavera
lejana, pero lo único que pudo ver a través de sus ojos sin vida fue un
subterráneo abandonado.
Sin embargo, cuando buscó otro talismán,
una piedra de sangre y de fuego, sintió una presencia más fuerte y vital. Había
un enano, y en el pasado los enanos habían cedido ya ante el poder del
archimago. Él hechicero notó el pulso del que llevaba la piedra, e intentó
percibir sus sentidos, ver a través de sus ojos. Un estudio inicial mostró que
el enano sería poco útil en el futuro ya que estaba medio loco, además de ser
malvado y débil.
A pesar de ello, Fistandantilus disponía de
un objetivo en el cual podía funcionar su magia. El enano era un idiota, pero
un idiota maleable al fin y al cabo. El archimago sintió el poder de la piedra,
y lo utilizó para penetrar en la sencilla mente del enano.
El enano llevaría la gema durante algún
tiempo, pero al cabo la entregaría a alguien que sería de mayor utilidad.
Y el camino del archimago se abriría para
conducirlo hacia el dominio del mundo pasado, presente y futuro.
263 d.C.
Meses de Paleswelty Darkember
Kelryn Desafialviento salió cabalgando de Tarsis dos minutos
antes de que el capitán de la guardia de la ciudad destrozara la puerta de la
opulenta estancia que había alquilado en una de las posadas más lujosas de la
amurallada ciudad. El hecho de que Kelryn no hubiera pagado su alojamiento ni
hubiera reembolsado a muchos mercaderes y vendedores sus mercancías y sus
servicios durante el medio año que había pasado en la bulliciosa ciudad era
razón suficiente para merecer las diligentes atenciones del capitán y las del
magistrado jefe.
Pero el mismo oportunismo que le había
permitido vivir tan bien en ciudades tan distantes como Caergoth, Sanction y
Haven vino de nuevo a salvarlo. Le había dado incluso tiempo para reunir sus
pertenencias, ensillar el estupendo caballo que había ganado apostando con un
mercader, cabalgar en él por las calles de la ciudad y salir por la puerta
norte sin dar sensación alguna de urgencia.
El hombre sabía que a lomos de su dorado
corcel con crin y cola blancas ofrecía una figura señorial. Sobre sus fuertes
hombros llevaba una capa de seda negra bordeada con blanca piel de marta, y
calzaba unas botas de cuero fino, confeccionadas bajo promesa de pago por un
curtidor de Tarsis para el apuesto noble que había causado tan buena impresión
en los círculos sociales de la ciudad durante el largo y templado verano.
Al dejar la ciudad había tomado dirección
noroeste; su triste estado de ánimo se debía más al cambio de estación del año
que a los enemigos que dejaba atrás. Estaba acostumbrado a mudarse, pero odiaba
.tener que hacerlo a finales del verano. A pesar de ello espoleó a su caballo
castrado para que cabalgase más aprisa, por si acaso algún habitante de Tarsis
se había tomado sus fechorías como una afrenta personal. Ni que decir tiene que
Kelryn estaba dispuesto a luchar por su libertad, pero prefería evitar
cualquier conflicto potencialmente doloroso mediante una huida a tiempo de la
zona peligrosa.
El solitario viajero acampó en uno de los
estrechos desfiladeros de las colinas situadas al norte de la ciudad. Aquí el
camino cruzaba por encima de los montes, lo que le proporcionaba una buena
vista hacia el sur. Se mantuvo alerta toda la noche y, cuando la luz del
amanecer bañó la llanura, seguía sin haber señales de sus posibles
perseguidores. Probablemente los habitantes de Tarsis se habían alegrado de
verlo emprender camino; seguro —pensó, riendo entre dientes que había muchos
padres de jóvenes mozas que no derramarían ninguna lágrima por él.
Pero la risa fue un sonido seco, y le
sirvió de poco consuelo; a decir verdad, Kelryn deseaba la compañía de otras
gentes, quería su admiración e incluso su afecto. Él sabía que era un tipo con
carisma. ¿Cómo, si no, hubiera podido llevar una vida tan lujosa basada
exclusivamente en que los fondos llegarían, antes o después, de sus distantes,
queridos y totalmente ficticios hogar y familia?
Durante su estancia en Tarsis, Kelryn
Desafialviento afirmaba que su hogar estaba en Sanction. Su identidad como
orgulloso vástago de una adinerada familia de comerciantes, sumada, por
supuesto, a su atractivo natural y su apuesta prestancia, le habían permitido
acceder a las mejores fiestas, habían sentado a su mesa a hombres sabios y
poderosos, y habían conducido a sus hijas a su cama. Había sido, pensó con un
suspiro, medio año muy placentero.
Pero ahora ¿adónde iría?
Durante varios días siguió el camino hacia
el norte. Al llegar a la ciudad de Esperanza se desvió y cruzó las llanuras
hacia el este; como estaba aún demasiado cerca de Tarsis, no quiso arriesgarse
a que su fama de estafador lo hubiese precedido y hubiese llegado a la
bulliciosa ciudad. Siguió acampando a la intemperie, y atravesó las Praderas de
Arena lo más rápido posible antes de tomar de nuevo su rumbo hacia el norte.
.Vio unas pocas personas, y fue impecablemente educado y servicial con las que
encontró, para que todo aquel que buscase un ladrón o un canalla no fuese
informado por los viajeros a los que Kelryn había conocido.
El gran macizo de las altas Kharolis se
perfilaba en tonos morados hacia el oeste; las elevadas montañas, según sabía,
albergaban en su interior la ciudad de Thorbardin, antiguo hogar de los enanos.
La calzada llevaba hacia las montañas y, tras ascender, culminaba en la Puerta Sur de Thorbardin;
pero, antes de llegar a las primeras estribaciones, Kelryn Desafialviento
cambió de nuevo de rumbo para rodear las tierras altas que bordeaban la
cordillera. Prefería evitar el reino de los enanos, ya que éstos eran muy
recelosos y no se los engañaba fácilmente; constituían, pues, una mala elección
para su siguiente parada.
En lugar de eso, guió a su caballo por la
región costera, una zona con unos pocos pueblos de granjas pobres y unas
reducidas comunidades pesqueras agrupadas en las diversas caletas recónditas de
la costa del Nuevo Mar.
Varias veces estuvo a punto de parar en una
de ellas, quizás incluso para pasar el invierno, pero un somero examen de
cualquiera de las posadas le hacía ver que no había ninguna morada apropiada
para servirle de refugio. Además, estas comunidades eran de gentes trabajadoras
y honradas, y si se quedaba durante un largo período de tiempo se vería
obligado a echar una mano y ayudar en las muchas tareas necesarias para
sobrevivir en un lugar tan aislado, una alternativa que era totalmente
inaceptable para él. Continuó, por tanto, su camino, envolviéndose los hombros
con su capa bordeada de marta para protegerse del viento cada vez más
desapacible que soplaba desde el glaciar del Muro de Hielo. Su rumbo pasó
bordeando las llanuras de Dergoth, y tomó la decisión de intentar llegar a Pax
Tharkas antes de Yule. Concluyó que era allí donde debía pasar el invierno ya
que la nieve haría que los caminos elevados estuviesen impracticables, y no
había ninguna ciudad que pudiese ofrecerle diversión a este lado de las
imponentes montañas. Más allá, por supuesto, había lugares como Haven y Nuevo
Puerto, pero Kelryn comprendió que tendría que aguardar a la primavera antes de
poder alcanzar alguno de esos bulliciosos lugares. Por ello estaba de mal humor
cuando entró en el árido desfiladero por el que discurría el camino que llevaba
al sur de Pax Tharkas.
Sabía que la antigua fortaleza estaba
asentada sobre un paso que se encontraba aún a varios kilómetros de distancia,
y que era una ciudad de un tamaño considerable. Desgraciadamente, el enorme
recinto también estaría bajo la administración militar de algún gobernador
local o señor de la guerra. Al igual que los enanos, estos hombres no se
dejaban engañar fácilmente con historietas sobre riquezas que estaban en camino
y sobre desconocidas familias acaudaladas. Aunque con gran tristeza por su
parte, Kelryn empezaba a darse cuenta —e intentaba asumir el hecho— de que
probablemente se vería obligado a trabajar para poder sobrevivir al invierno.
Viajaba con poco equipaje, aunque había
comprado varias hogazas en el último pueblo que había atravesado. También
llevaba varios odres de la fuerte cerveza que tanto gustaba a las gentes de las
montañas. Estas vituallas le servirían como pobre sustento cuando acampase,
pero por lo menos llevaba suficientes provisiones para poder llegar a Pax
Tharkas.
Disciplinado y práctico cuando era
necesario, Kelryn Desafialviento era de hecho un hombre muy robusto. Podía
aguantar el frío intenso y sabía manejar la espada lo suficiente para
protegerse de los bandidos e incluso de alguno que otro ogro; pero ahora se
sentía frustrado, porque prefería la vida fácil.
Si por lo menos pudiese llegar a Pax
Tharkas antes de que empezara a nevar... Ahora, mientras el viento se colaba
bajo su capa y le alborotaba la tupida melena negra, empezó a dudar si esto
sería posible. Flotaba una sensación en el ambiente que sugería que, si seguía
a la intemperie mucho más tiempo, lo iba a pillar una ventisca.
El hilillo de humo de una hoguera penetró
en su nariz, arrastrado por el viento desde un barranco lateral. Como sabía que
le quedaban aún un día o dos de camino antes de llegar a la gran fortaleza,
decidió buscar al responsable del fuego; con un poco de suerte recibiría una
oferta de calor y hospitalidad, e incluso comida, que lo ayudarían a pasar la
noche.
El barranco que llevaba al origen del humo
ascendía bruscamente desde el camino, y el caballo piafó con nerviosismo al
intentar salvar el desnivel. Maldiciendo en silencio, Kelryn desmontó, cogió
las riendas con la mano y empezó el ascenso a pie. Distinguió un estrecho
sendero, pero estaba más preocupado por el estado de sus finas botas que días
atrás tenían la apariencia de nuevas. Varias semanas de camino se habían
cobrado su precio en arañazos y rasguños e incluso una de ellas estaba rajada
por un lado. Mientras ascendía por el desfiladero, la curva de la pared del
barranco hizo desaparecer de su vista el camino inferior, y empezó a
preguntarse si no se habría imaginado el olor a humo. Y, aunque no lo hubiera
hecho, ¿acaso alguien que acampaba en un lugar tan remoto sería amistoso,
acogedor o siquiera tolerante con un intruso?
No tenía respuestas para estas preguntas,
pero supo que no tardaría en descubrirlo cuando, al salvar otra curva del
camino, vio la entrada de una oscura cueva, en cuyo interior se vislumbraba un
resplandor rojizo; sin duda allí estaba el origen del humo. Escalando algunos
pasos más llegó a una zona lisa de gravilla situada ante la boca de la cueva.
Aferró la empuñadura de la espada, pero no sacó el arma; entró con cautela y
escudriñó las profundidades, preguntándose acerca de la naturaleza del autor
del fuego.
—¡Hola! —llamó, intentando dar una
entonación alegre a su voz—. ¿Hay alguien ahí?
Una figura achaparrada y cargada de
espaldas se apartó de la pared de la cueva y se plantó frente a él. Siluetado
por d fuego como estaba, Kelryn advirtió al instante, por las arqueadas piernas
y el torso con forma de barril, que el ocupante de la cueva era un enano.
—¿Quién anda ahí? —preguntó, receloso, el
tipo.
Kelryn se sorprendió al comprobar que, a
pesar de la contraluz, podía ver los ojos del enano: dos puntos luminosos de
color blanco lechoso, que resplandecían con un brillo extraño.
—Un viajero, un pobre caballero —contestó
en el tono más suave y amistoso que conocía—. Sólo espero poder compartir el
calor de tu fuego.
Con un resoplido, el enano le dio la
espalda y fue a sentarse en el umbrío interior de la cueva.
Kelryn esperó un momento, para ver si el
enano ampliaba su respuesta; pero, cuando se dio cuenta de que no habría ni
invitación ni rechazo, se aclaró ruidosamente la garganta. La respiración del
caballo formaba vaho a su lado, y el fuego del interior de la cueva
chisporroteaba tentadoramente encima de un montón de rescoldos.
Finalmente el hombre decidió controlar la
situación, avanzó despacio y ató el caballo a la entrada del refugio rocoso, en
un lugar protegido del frío intenso del viento glacial. Luego entró,
agachándose para pasar por debajo de un saliente irregular de granito. Una vez
dentro, vio que el techo rocoso se elevaba lo bastante para permitirle ponerse
de pie. La cueva era un buen refugio; incluso tenía al fondo una chimenea
natural por donde el humo del fuego salía a la oscuridad de la fría noche... y podía
llegar a la calzada arrastrado por una ráfaga de viento.
Kelryn notó que las piedras que rodeaban el
conducto para el humo estaban manchadas por un hollín negro brillante. Sospechó
que hacía mucho tiempo que se usaba como chimenea, y se preguntó si el enano
habría hecho de la cueva su residencia más o menos permanente.
Adentrándose en el refugio, el hombre dio
tiempo a que sus pupilas se adaptasen a la oscuridad. Mantenía las manos en los
costados para que el enano, que lo miraba fijamente desde su asiento cerca del
fuego, supiera que venía en son de paz.
—Me llamo Kelryn Desafialviento —dijo,
ofreciendo su más seductora sonrisa. Hizo un gesto hacia una roca plana que
había junto al fuego y enfrente del enano, que aún permanecía callado—. ¿Te
importa si me siento?
—¡Ja! —espetó el enano, y sus pálidos ojos
volvieron a iluminarse—. Déjame pensar.
El tipo juntó ambas manos en la pechera de
su jubón y apretó la prenda contra su pecho. Kelryn se sorprendió al ver que
estaba tiesa de puro roñosa, y desgarrada, sin el fino trabajo tan habitual en
otras prendas de los enanos. El ocupante de la cueva tenía una desordenada
melena de pelo erizado, y su barba era un nudo enmarañado y grasiento que le
cubría casi todo el pecho.
Kelryn se estaba preguntando qué significado
tendrían las últimas palabras del enano, cuando el espantoso tipo empezó a
hablar. Escuchó, preparando una respuesta que su anfitrión considerase
agradable, hasta que cayó en la cuenta de que el individuo no estaba hablando
con él.
—Quiere quedarse, dice —murmuró el enano.
En sus ojos, aparentemente desenfocados, había una mirada ausente, prendida en
el vacío, más allá de Kelryn. Los puños seguían apretados contra su pecho—.
Quiere calentarse al fuego, dice.
—Y es la verdad —adujo amistosamente Kelryn—.
No me causaría sorpresa alguna que esta noche cayera algo de nieve.
—Nieve, dice. —El enano rió, mirándolo con
los ojos muy abiertos antes de volver a enfocarlos en la nada.
Kelryn se sentía confundido, aunque
intrigado. Pensaba que el enano estaba loco, pero el desaseado morador de la
cueva no parecía peligroso, y Kelryn Desafialviento tenía un sentido del
peligro muy desarrollado, sobre todo cuando se trataba de su propio pellejo.
—Puedes quedarte —dijo de repente el enano,
soltando su jubón y suspirando con lo que parecía cansancio, o quizá
resignación.
—Gracias, te estoy muy agradecido —dijo el
hombre, quien decidió arriesgarse a hacer otra pregunta—. Eh... ¿con quién
estabas hablando? ¿O debería haber dicho a quién debo estar agradecido?
—Pues a él, claro —contestó el enano con
una leve sonrisa.
—Entonces hazle saber mi gratitud, por
favor.
—Lo sabe, lo sabe.
El enano se puso en movimiento de repente;
echó varios trozos de madera sobre el fuego, sacó un tosco cuenco y lo depositó
entre las brasas. Kelryn advirtió que el tazón era en realidad un casco de
acero, probablemente fabricado por enanos, que había sido destinado al
ignominioso uso de cazo para la sopa.
—Te llamas Kelryn —dijo el enano, como si
estuviera confirmando su memoria.
—Eso es, y tú...
—Mi nombre es Gantor Espadanegra, pero me
puedes llamar... ¡Fistandantilus! —gritó con entusiasmo el mugriento tipo, como
si la inspiración le hubiera venido de improviso.
—¿Fistandantilus... el mago?
—El mismo. Es él quien ha dado su
beneplácito para que puedas quedarte. Es con él con quien hablaba. —El enano se
golpeó suavemente el pecho con satisfacción, como si el mismísimo gran mago
estuviera alojado en un saquillo pegado a su piel.
—Pero acabas de decir que debo llamarte así
y sin embargo das a entender que ese nombre pertenece a otra persona.
—Me pertenece a mí —chilló el enano,
poniéndose de pie y manteniendo sus arqueadas piernas prestas para la batalla—.
No puedes quedarte con él.
—Ni lo quiero —respondió rápidamente
Kelryn, ahora totalmente convencido de que el tipo estaba loco de remate. Miró
desconfiado al enano que, más tranquilo ahora, volvió a sentarse. Gantor se
apartó a un lado la barba, tiró hacia adelante del cuello suelto de su camisa,
y bajó la vista, como si se estuviera mirando la barriga; luego alzó de nuevo
la mirada y contempló con ojos muy abiertos a su visitante.
»¿Eres de uno de los clanes de Thorbardin,
o de los Enanos de las Colinas? —preguntó el hombre, intentando cambiar de
tema.
—¡Bah! Ninguno de los dos clanes es digno
de mí, aunque hubo una época en la que me contaba como miembro del clan de los
theiwars. Sólo me debo a mí mismo, y a Fistandantilus.
—Pero me dijiste que tú eras
Fistandantilus. —Kelryn, sin retirar un solo momento la mano de la empuñadura
de su espada, estaba disfrutando del debate verbal. Y se sentía intrigado por
el jubón del enano. ¿Qué demonios tenía ahí dentro?
—Eso lo digo para protegerme, y para
protegerlo a él. —El enano miró hacia la entrada de la cueva como si sospechase
que había alguien espiándolos; aparentemente satisfecho, se calmó y volvió a
remover la sopa.
—¿Puedo ofrecerte un poco de pan o un trago
de cerveza? —Fue al caballo, lo desensilló, y llevó sus provisiones a un nicho
resguardado de la cueva. Rebuscando en sus alforjas sacó algunas vituallas
selectas de su reserva de provisiones.
El enano lo miró con ojos brillantes y
hambrientos cuando Kelryn volvió al fuego y se sentó de nuevo sobre la lisa
piedra.
—Para ser sincero, debo decir que hace
muchos años que no pruebo el sabor de la auténtica cerveza —admitió Gantor
mirándolo fijamente. Alargó la mano para arrebatarle el odre en cuanto Kelryn
hizo ademán de tendérselo, como si esperara que el humano se lo quitase en
cualquier momento.
—Cógelo. Tómatela toda —ofreció
sinceramente el hombre, no tanto por caridad, sino más bien porque conocía el
poder de la cerveza para soltar la lengua tanto de enanos como de hombres.
El enano bebió mucho, y bajó el odre
relamiéndose de gusto. Era sorprendentemente cuidadoso considerando lo
mugriento que estaba, ya que ni una gota del ambarino líquido cayó por sus
labios ni se derramó en la maraña de su barba.
—Está buena —dijo Gantor Espadanegra antes
de tomar otro largo trago. Éste pareció confirmar su impresión inicial, ya que
eructó de forma sonora y se recostó contra la pared de la cueva, con los pies
extendidos cómodamente hacia el fuego. Una soñadora sonrisa apareció entre el
bigote del enano—. Sí, había pasado mucho tiempo desde la última vez que
compartimos el sabor de la cebada.
Kelryn estaba a punto de decir que no
recordaba haber compartido en ninguna ocasión un trago de cerveza cuando se dio
cuenta de que no era con él con quien hablaba el enano.
—¿Quizá Fistandantilus quiere algo un poco
más fuerte? —preguntó el hombre—. Tengo un traguito de vino que he estado
guardando para una ocasión especial.
De repente el enano se puso tenso, se
incorporó, y frunció el ceño de forma que los ojos, normalmente muy abiertos,
se entrecerraron amenazadoramente.
—¿Qué has dicho? —espetó, con una voz muy
parecida a un gruñido.
Kelryn se maldijo en silencio por intentar
ir demasiado deprisa; pero, aun así, su curiosidad le impedía retroceder.
—Dijiste, o eso creí entender, que estabas
aquí con el mago Fistandantilus. Sólo pregunté si querría un trago de vino.
—No está aquí —declaró el theiwar. Su voz
se tornó de nuevo amistosa, conspiradora—. A decir verdad, está muerto.
—Lo siento —dijo Kelryn siguiéndole la
corriente—. Me gustaría haberlo conocido.
—Todavía puedes. —Gantor asentía
entusiasmado con la cabeza—. Yo lo conozco.
El hombre hizo caso omiso de la
contradicción.
—Espléndido. ¿Qué quiere?
—Quería que yo matara al kender. Lo supe en
cuanto cogí la gema. —El enano asintió de nuevo, como para confirmar la
veracidad de lo que decía—. Me dijo que usara la calavera para atizarle y así
lo hice.
—Eso estuvo bien —aprobó sagazmente
Kelryn—. No es persona con la que se deba discutir.
—No. —La barba y el pelo de Gantor se
agitaron al negar enérgicamente con la cabeza.
El humano consideró los comentarios de su
compañero; al principio estaba decidido a rechazarlos como delirios de locura,
pero ahora ya no estaba tan seguro.
—Dijiste algo acerca de una gema. ¿Es así
como hablas con Fistandantilus? ¿Lo ves o lo oyes en la piedra?
—Sí, eso es —confirmó con entusiasmo el
enano. De nuevo miró hacia la entrada de la cueva—. Nunca se la he mostrado a
nadie, pero no importa. El dice que puedo permitir que la veas.
Kelryn se quedó boquiabierto cuando Gantor
sacó el heliotropo. Nunca había visto una gema tan grande, y la filigrana de
oro que engastaba la piedra valía una pequeña fortuna por sí sola.
Pero fue en concreto el heliotropo lo que
atrajo su mirada y lo mantuvo absorto, casi hipnotizado. Veía destellos de luz
cual pequeños fuegos mágicos, con brillos crecientes y menguantes en la pálida
y verdosa profundidad de la pulida gema. En contra de su voluntad, notó cómo
ese latido lo atraía hacia la piedra con su poderoso magnetismo. Y entonces
supo que se apoderaría de la gema. Debía tenerla a toda costa.
—Fistandantilus fue un gran hombre —dijo
Gantor muy serio—. Tenía muchos enemigos que mancharon su nombre. Pero era
fuerte y tenaz. Habría sido una luz en esta época oscura del mundo de no ser
por la traición de sus enemigos.
—¿Cómo sabes todo esto? ¿Te lo ha enseñado
la piedra? —Kelryn apartó con dificultad los ojos de la gema, y miró
intensamente al corrompido enano—. Cuéntamelo —insistió, impaciente, al ver que
el enano vacilaba.
—Sí, ella me lo cuenta, y me guía. —El
theiwar hablaba ahora con avidez, claramente ansioso por que el humano lo
entendiese bien—. Me trajo aquí hace un mes y me ordenó esperar, y yo obedezco,
aunque no me ha dicho para qué.
—Me esperabas a mí —asintió Kelryn, y miró
de nuevo al núcleo de la piedra. Oyó la llamada y supo la voluntad del que
hablaba desde su interior. Gantor había sido llevado allí por la voluntad de la
gema a fin de que Kelryn Desafialviento lo encontrara. El hombre estaba
totalmente convencido de ello.
—Pero ¿por qué a ti? —preguntó, intrigado,
el enano.
Por toda respuesta, Kelryn se llevó la mano
a la empuñadura de la espada en un movimiento suave y ágil. En un abrir y
cerrar de ojos sacó la hoja, cuyo acero plateado brillaba con los reflejos
rojizos del fuego, y asestó una estocada hacia adelante antes de que Gantor
pudiera moverse, maldiciendo la incómoda postura de su ataque, pero sabiéndose
incapaz de rectificarla ni de retrasar su acción, acuciado por la irresistible
llamada que recibía del interior del heliotropo hechizado.
El resultado del torpe ataque fue más que
satisfactorio. El theiwar esperó, quieto como una estatua, como si a él también
le hubieran ordenado hacerlo u obligado a ello. Kelryn no lo entendió hasta
después de que la espada hubo atravesado la erizada maraña de la barba y la
garganta del enano, que exhaló su último aliento y soltó un gran chorro de
sangre antes de desplomarse muerto.
Al igual que Kelryn, Gantor Espadanegra se
había limitado a hacer lo que le ordenaban desde el interior de la piedra.
314 d.C.
Cuarto Misham del mes de Reapember
—Que entren los nuevos suplicantes —dijo Kelryn Desafialviento
recostándose en el asiento en forma de trono que había hecho instalar en la
nave de su ornado templo.
—¡Sí, señor! —dijo Thilt; el guardián se
puso firme, a la vez que alzaba su bastón hasta que la garra en que remataba
quedó a la altura de su cara. Kelryn sonrió, a sabiendas de que su
lugarteniente conocía perfectamente sus deseos e intenciones.
Thilt descendió por el pasillo central del
templo, franqueado por doradas columnas que se elevaban a gran altura y
sustentaban el arqueado techo de mármol.
Dos acólitos, vestidos igual que el
guardián, con faldas doradas y petos de cota de malla, abrieron las enormes
puertas de plata y gritaron ciertas órdenes. De pie al lado de la entrada,
Thilt iba llamando a la gente por número, y, uno a uno, los nuevos reclutas
para el templo de Fistandantilus caían de rodillas y empezaban a arrastrarse
hasta Kelryn.
El sumo sacerdote se acomodó en su asiento
y miró cómo avanzaba la fila. «Un buen grupo», pensó, contando una docena de
hombres y algunas mujeres. Contribuirían bien a aumentar su congregación y con
ello la influencia de la secta de Fistandantilus en la ciudad de Haven dominada
por los Buscadores.
El primer suplicante era un hombre, y
aunque estaba arrodillado a sus pies Kelryn podía ver que era un buen ejemplar,
con anchos hombros y aspecto fuerte. Cuando el hombre levantó la cara, el
sacerdote vio que una cicatriz irregular de color rojo carmesí le recorría un
lado de la cara dándole un aspecto amenazador.
Kelryn se puso de pie delante del
arrodillado suplicante, se sacó la dorada cadena del cuello, y dejó que la gema
con estrías rojas colgara delante de los ojos del hombre, que se iluminaron de
codicia al ver la piedra y la contemplaron sin parpadear, mientras la joya
engarzada en filigrana de oro se balanceaba frente a su cara.
—Juras por el nuevo dios Fistandantilus
ofrecerte a su templo en cuerpo, alma y mente? ¿Prometes seguir la doctrina de
su fe, y obedecer sin dudar las órdenes de los que han sido nombrados sus
siervos? ¿Y me aceptas a mí, Kelryn Desafialviento, como sumo sacerdote de su
fe, y cumplirás mis órdenes como si emanaran de tu propio dios?
Kelryn entonaba el juramento ritual con la
cadencia de una cancioncilla que se había hecho muy familiar para él durante
las últimas décadas. Había creado él mismo las mecánicas frases —aquélla había
sido una de sus primeras acciones una vez que se decidió a instalarse en esta
ciudad de teócratas— y estaba bastante orgulloso de las preguntas y la
redacción.
—¡Señor, lo juro! —prometió el hombre de la
cicatriz.
—Por el poder de la Secta de la Túnica Oscura yo te
encomiendo a nuestras filas —dijo Kelryn, poniendo una mano sobre el hombro del
suplicante, y sonriendo al ver cómo la cara de éste reflejaba una gran
felicidad interior.
»Ahora levántate y ve a través de la puerta
roja. Servirás a nuestro dios en las filas de los Guardianes de la Fe.
—Gracias, señor. Gracias de todo corazón
—gritó el recluta. Se puso de pie, y Kelryn pensó, por un desagradable momento,
que pretendía abrazarlo. Quizá la expresión de la cara del sumo sacerdote fue
suficiente para hacerlo cambiar de idea porque el suplicante tartamudeó algo,
hizo una reverencia y fue hacia la puerta indicada, una de las tres salidas en
un lateral de la capilla.
—En la Secta de la Túnica Oscura
mostramos nuestra gratitud mediante nuestras acciones, mediante un servicio
fiel a la iglesia —declaró Kelryn mientras el hombre se dirigía hacia la
puerta, confiando en que estas duras palabras evitarían situaciones parecidas
con el resto de los suplicantes.
La ceremonia continuó, y los siguientes
suplicantes fueron asignados también a los Guardianes de la Fe. Estos reclutas
hacían aumentar el número de miembros del ejército privado de Kelryn a más de cien
hombres, todos ellos fieles servidores y guerreros despiadados. Los Guardianes
de la Fe tenían
encomendada la protección de las propiedades de la iglesia, propiedades que se
incrementaban en extensión y valor casi a diario. Los acólitos armados también
servían para desalentar a otras sectas cercanas que pudiesen representar una
amenaza para el culto de la
Túnica Oscura. Más de un templo de aquella comarca había
ardido de forma misteriosa, y a sus fieles sacerdotes se los encontró
ahorcados, desollados o quemados entre las ruinas.
Varios de los suplicantes eran hombres
jóvenes demasiado menudos o bonachones para servir en los Guardianes de la Fe. A éstos se les asignaban
labores de limpieza y cuidados del templo y otros trabajos de sirvientes. Uno
de ellos sería el sirviente particular de la casa de Kelryn, en sustitución del
muchacho que el sumo sacerdote había tenido que torturar y matar la semana
anterior cuando el joven, creyendo ser un buen amante, había osado visitar las
habitaciones de las doncellas del templo. Incluso ahora Kelryn fruncía el
entrecejo al recordar la insolente desobediencia del chico. Todo el mundo en la
iglesia sabía que esas sagradas habitaciones estaban reservadas sólo para las
doncellas, a excepción del propio Kelryn Desafialviento. El sacerdote tomó nota
mentalmente de que habría que advertir a los nuevos reclutas acerca de las
restricciones, ya que tenía mucho interés en evitar otra infracción. De hecho,
el chico le caía bastante bien, tanto que el sumo sacerdote había necesitado la
ayuda de un robusto Guardián de la
Fe para resolverse a sacarle al muchacho su segundo ojo.
Las últimas tres suplicantes eran mujeres.
La primera, una vieja desdentada que miraba de soslayo al sacerdote con una
expresión de total adoración, fue asignada a las limpiadoras; formaría parte de
un grupo encargado del mantenimiento del recinto del templo y la mansión del
sumo sacerdote, procurando así que la
Secta de la
Túnica Oscura presentase una fachada limpia e impecable a
esta ciudad de tantos y tan variados templos. La segunda era una mujer algo más
joven, cuya gran nariz aguileña le daba un aspecto hogareño y sencillo; ésta
fue asignada al servicio de los Guardianes de la Fe, y Kelryn sabía que los hombres harían buen
uso de ella. Sin duda en unos pocos años acabaría pareciéndose a la vieja que
acababa de ser destinada a las labores de limpieza.
La última suplicante, colocada al final de
la fila por el guardián Thilt, que conocía bien los gustos de su señor, era una
joven de fina piel, dorados cabellos y ojos de un color azul intenso. El la
hizo mantenerse arrodillada más tiempo del necesario y disfrutó de su suave voz
mientras ella fijaba su mirada en las profundidades del heliotropo y recitaba
las promesas.
—Quedas asignada a las Doncellas del Templo
—dijo Kelryn, su voz llena de deseo—. Pasa por la puerta blanca; encontrarás
allí un jardín con vino y fruta. Prueba la comida y la bebida que quieras;
luego quítate la túnica y espérame.
—Sí, señor —repuso la joven, y el sumo
sacerdote retiró la gema para que los azules ojos se elevasen para mirarlo.
Tuvo la sensación de que se sumergía en ellos, tan puro era su color y tan
entregada y devota su expresión.
«Ésta sí que es una belleza», pensó, y se
prometió a sí mismo disfrutar sin prisas de ella. Demasiadas veces durante los
últimos años había encontrado un tesoro como éste para luego echarlo a perder
con su pasión incontrolada durante el primer encuentro. Después de eso,
aquellas bellezas deslustradas sólo servían para los Guardianes de la Fe. A veces, incluso,
algunas pobres chicas habían salido de su primer encuentro con el sumo
sacerdote tan asustadas y desilusionadas que se había visto obligado a
sacrificarlas en las mazmorras del templo. No es que estas ejecuciones
carecieran de placer para Kelryn Desafialviento, pero éste era un hombre
pragmático que sabía que sus neófitas eran más útiles vivas que muertas.
«Sí —repitió para sí mismo—, tendré
paciencia con ésta, para que me pueda proporcionar placer durante mucho tiempo
en el futuro.»
La mujer se encaminó hacia la puerta
blanca, y Kelryn la siguió con la mirada, contemplándola ávidamente, siguiendo
las redondeadas curvas de su cuerpo que se movían con garbo bajo el fino
algodón de la túnica. Pensó por un momento anular el resto de los asuntos del
día, pero cambió rápidamente de idea. Podía aguardar, y había asuntos
importantes de la iglesia que requerían su atención.
Se dejó caer pesadamente en el sillón,
reflexionando que no siempre había sido así. ¿Habían transcurrido ya cincuenta
años desde que había llegado a esta rica, hermosa y totalmente corrupta ciudad?
Kelryn Desafialviento sabía que sí, aunque nadie que lo viera habría pensado
que tenía muchos más de treinta, ya que su aspecto era casi el mismo que cuando
había salido de Tarsis a caballo hacía ya mucho tiempo.
Ahora, sin embargo, cuando recordaba
aquellos años, le parecía estar evocando una experiencia de otra vida. Su mano
se cerró alrededor de la piedra que latía entre sus dedos; sabía que debía la
gran transformación habida en su propia vida a un encuentro casual con un
enano, muerto cincuenta años atrás, en la calzada de Pax Tharkas.
Sólo que él no creía —y ni siquiera lo
había creído entonces— que hubiera sido un encuentro casual. Había sido la
piedra, o más bien el espíritu que latía dentro de ella, lo que había puesto en
su camino a Gantor Espadanegra y había hecho subir a Kelryn por el empinado
barranco hasta la hoguera del theiwar.
La gema sabía que el enano loco había
cumplido ya su misión. Un paria para su propia gente, y aterrado y receloso de
todos los demás, Gantor había sido incapaz de llevar el poderoso artefacto a
los núcleos habitados donde podía hallar la vitalidad que tanto necesitaba.
Kelryn Desafialviento, en cambio, con su don de gentes, su hermosa sonrisa, su
labia continua y su personalidad carismática había sido una elección mucho
mejor.
Cuando el hombre cogió la piedra por
primera vez, sintió su enorme poder; más aun, sintió que lo llamaba a él
personalmente. Después, cuando contestó y ofreció su colaboración a cambio de
un precio, advirtió que la gema respetaba su fuerza. La piedra necesitaba al
hombre, y el hombre necesitaba a la piedra. Juntos se habían ayudado el uno al
otro durante muchos años, y Kelryn Desafialviento, por su parte, no tuvo queja
cuando se proclamó sumo sacerdote. Sabía que él era sólo una herramienta para
el poder de la piedra, pero había comprendido con rapidez que su papel
necesitaba una gran riqueza y posición social. Tenía hombres fuertes que le
obedecían sin rechistar y tantas mujeres de todas las edades, hechuras y
maneras como pudiera desear. Y había habido otra ventaja más, una que no había
notado hasta muchos años después de fundar su secta, pero que ahora resultaba
evidente: desde que llevaba la gema no se había visto sometido a los estragos
del tiempo como les ocurría a todos los demás mortales.
Había sido este hecho en concreto el
responsable del reciente aumento de donaciones y reclutamiento para la secta.
En una era en que Krynn se veía abandonado por los dioses, y en que en cualquier
esquina de la ciudad de Haven podían oírse las seudodoctrinas de charlatanes
ensalzando falsos dioses, incluso la más mínima sugerencia de un milagro hacía
que la gente fuera a llamar a su puerta. Que se hablara de una secta presidida
por un joven que llevaba cincuenta años haciéndolo era prueba suficiente de que
poseía poderes sobrenaturales.
Al principio Kelryn había dependido del
poder hipnótico de la gema para reclutar a sus fieles. Desde aquel decisivo
encuentro en una fría noche de cincuenta años atrás, había llevado siempre la
piedra colgada al cuello, disfrutando de la sensación que ésta producía contra
su pecho. Había momentos en que le parecía que latía al compás de su propio
corazón, pero no podía saber con certeza si era su cuerpo el que marcaba la
cadencia de los latidos o, por el contrario, era él el que reaccionaba ante
alguna intensa fuerza procedente del interior del heliotropo.
Recostado cómodamente en el trono del
templo, pasó unos momentos pensando en el lejano encuentro y sus consecuencias
inmediatas. Como tenía planeado, había llegado a las puertas de Pax Tharkas
antes de las peores nevadas invernales. Pasó la estación fría en la aislada
fortaleza, pero no se había visto obligado a trabajar como temía en un
principio. En vez de eso, descubrió que la piedra parecía aumentar su capacidad
de predecir las acciones de los hombres con los que apostaba en el juego, y,
cuando llegó la primavera y el momento de partir hacia el norte, había ganado
una bolsa respetable y reclutado una banda de hombres duros y desalmados, los
primeros Guardianes de la Fe.
Al mismo tiempo, Kelryn había elaborado un
plan que le garantizase una buena situación y una total seguridad. Acompañado
de sus matones, había viajado a Haven, donde parecía que casi cada semana nacía
una nueva religión. En esa ciudad reunió rápidamente un grupo de seguidores muy
leales, debido en parte a la naturaleza pendenciera de sus guardianes, y en
parte a los poderes hipnóticos de la piedra. Mediante donativos ganados a base
de mucho esfuerzo, habían adquirido un cobertizo en el barrio del Nuevo Templo,
de Haven. En menos de un año habían sustituido el cobertizo por una sólida
capilla. Veinte años después habían derribado esa capilla para construir el
templo actual, mientras que los nuevos reclutas se ponían bajo la bandera de
una secta que ofrecía poder, prestigio y la promesa de comida en abundancia.
Con el paso de los años, los Guardianes de la Fe originales habían envejecido
y muerto, aunque el sumo sacerdote seguía siendo un hombre joven. Corrían por
la ciudad rumores acerca de un clérigo que era la prueba evidente de que su
dios otorgaba poder de verdad, y cada vez acudía más gente para unirse a la
próspera iglesia.
De forma simultánea, otros templos que
ocupaban parcelas contiguas en la misma vecindad habían sido víctimas de la
mala suerte. Algunas de estas iglesias habían ardido, otras habían perdido de
forma misteriosa a todos sus miembros. Muchos de los desheredados se habían
vuelto hacia la Secta
de la Túnica Oscura,
mientras que otros simplemente desaparecieron.
Cada vez que se abandonaba un templo
cercano, Kelryn y sus seguidores habían tomado posesión de él. Ahora, tras
cincuenta años de labor, la secta ocupaba una manzana completa de la ciudad. Un
alto muro rodeaba el recinto de la secta, protegido de forma eficaz por los
feroces y armados Guardianes de la Fe. Dentro había jardines y mazmorras, edificios
militares y salas de rezo, y Kelryn Desafialviento era señor de todo ello.
Una vez más los pensamientos del sumo
sacerdote se volvieron hacia la nueva doncella, que sin duda ya estaba
saboreando el fuerte vino tinto, esperando darle placer en el cercano jardín y,
con eso en mente, decidió acabar cuanto antes con el resto de los asuntos del
día.
—¿Dónde está el prisionero? —le preguntó al
guardián Thilt, que esperaba pacientemente junto a la puerta las órdenes de su
amo.
—¡Traed al traidor! —gritó Thilt.
Dos Guardianes de la Fe entraron en el templo, con
las polainas salpicadas de barro; sujetaban entre ellos a un hombre con aspecto
cansado y abatido. Llevando a la rastra al desgraciado, avanzaron hasta la
parte anterior de la capilla y tiraron al cautivo boca abajo en el suelo,
delante del sumo sacerdote.
—¿Lo encontrasteis en el camino al sur de
la ciudad?
—Sí, señor, a mitad de camino de las
Kharolis —gruñó uno dé los guardianes, propinándole una patada al pobre
prisionero.
—Habéis hecho un buen trabajo —dijo Kelryn.
Recordó entonces a la mujer de la nariz aguileña que había asignado a los
Guardianes de la Fe—.
Como recompensa vosotros dos seréis los primeros en disfrutar de la nueva
suplicante. Podéis marcharos, con mi bendición.
—Gracias, señor —respondieron a coro los
guardianes, intercambiando miradas de complicidad. Mientras se dirigían a la
puerta, Kelryn supo que se estaban midiendo entre sí para determinar quién
poseería primero a la mujer.
—¡Ah, Fairman! —dijo el sumo sacerdote con
un suspiro forzado mientras caminaba alrededor del prisionero, que seguía
temblando, boca abajo, en el suelo. Thilt se había retirado de su puesto, fuera
de las puertas principales del templo, dejándolos solos dentro de éste.
»¿Por qué decidiste dejarnos? ¿Has tenido
alguna debilidad, hay alguna duda en tu fe?
El hombre del suelo respiró hondo y,
reuniendo las pocas fuerzas que le quedaban, consiguió ponerse de rodillas y se
atrevió a mirar de soslayo al clérigo mientras negaba con la cabeza.
—Levántate del suelo, mi buen hijo. —Kelryn
indicó un banco cercano y usó una expresión que sólo reservaba para aquellos
acólitos que ingresaban en la iglesia de jóvenes—. Siéntate y aclara tus ideas;
tengo mucho interés en oír tu explicación.
Fairman, que llevaba mucho tiempo siendo
miembro de los Guardianes de la Fe,
miraba desesperanzado al sumo sacerdote.
«Sabe que ya ha perdido la vida —pensó
Kelryn complacido—, pero también sabe que la diferencia entre una ejecución
rápida y piadosa y una muerte lenta, con tortura previa, depende de las
respuestas que pueda proporcionar.»
—Fue la calavera, señor. Tuve un sueño y vi
la calavera.
Kelryn se quedó inmóvil, y notó un profundo
escalofrío, más de lo que se pudiera expresar con palabras.
—¿Dónde estaba? —inquirió, esforzándose por
disimular la tensión que sentía.
—¡No lo sé! Estaba oscuro, pero la veía con
claridad; y la oía llamándome para que acudiese a ella.
—Y tú prefieres obedecer a una voz que oyes
en sueños, del más allá, que a las doctrinas y las órdenes de tu sacerdote.
Fairman miró a Kelryn con una petición
silenciosa en los ojos. «Realmente quiere que lo entienda», pensó el sacerdote,
intrigado por la sinceridad del condenado.
—No tuve elección —dijo el desdichado
Fairman, sollozando—. Incluso al despertar veía esas órbitas sin ojos, oía una
llamada que me invocaba, que me hacía moverme.
—Ya veo. —Pero Kelryn no entendía la
extraña necesidad de acudir; aun así, le preocupaba, porque había perdido a más
de una docena de fieles servidores en las últimas décadas. Aunque no era un
porcentaje demasiado elevado de deserciones, todos aquellos fugitivos que
habían sido capturados por los Guardianes de la Fe habían tenido un sueño similar.
—Sabes, por supuesto, que tu traición no
puede ser perdonada.
—Lo sé, señor —repuso Fairman con tristeza.
Respiró hondo, y pareció intentar decidir si debía decir algo más.
—Habla, hijo —lo exhortó el sacerdote con
suavidad.
—Había algo más en el sueño, y en mis
pensamientos, al despertar.
—¿Algo más?
—Era un kender, señor; la calavera se
convertía en kender y era a él a quien yo perseguía. Era importante. Él parecía
ser la calavera aunque el hueso no era de su propio cuerpo.
—¿Un kender? —musitó Kelryn, intentando que
su voz pareciera despreocupada; aunque se sentía alarmado procuró que su
interlocutor no se diera cuenta de ello. Él mismo había soñado con el
misterioso kender en más de una ocasión, y recordaba cómo Gantor Espadanegra había
divagado también algo acerca de uno de los pequeños trotamundos hacía ya más de
cincuenta años. ¿Cuál era su significado?
—Sí, un kender que estaba asustado, señor.
En mi sueño me tenía miedo, estaba asustado porque yo conocía su nombre.
Kelryn Desafialviento tenía en general muy
poco interés por los kenders. Aunque las noticias eran ligeramente
preocupantes, la mente del sumo sacerdote se había distraído, preocupada por
otros asuntos más inmediatos; mientras, Fairman consumía sus últimos minutos de
vida parloteando.
—Eso del kender no tiene importancia—dijo
con repentina determinación. Recordaba con deseo a la doncella que lo esperaba
al otro lado de la cercana puerta y de repente tuvo necesidad de ella. Con una
escueta orden hizo llamar al guardián Thilt y cuando éste acudió se volvió
hacia él—. Llevadlo al calabozo y matadlo de un solo golpe.
—¡Gracias, señor! —gritó de forma patética
Fairman, echándose hacia adelante para abrazar los pies del sacerdote.
Pero Kelryn ya se había puesto de pie y se
encaminaba a grandes zancadas hacia la puerta blanca. La sangre le ardía al
pensar en la joven mujer, y sabía que la realidad no lo iba a decepcionar.
Detrás de él oía los sollozos de Fairman al
ser puesto de pie y escoltado, sin necesidad de usar la fuerza, hacia una
trampilla disimulada en el pétreo suelo que llevaba a las entrañas del templo.
La mujer estaba esperándolo, y era aun más
bella y complaciente de lo que Kelryn se había atrevido a desear. La gozó el
resto de la mañana, y ella pareció disfrutar poniendo sus más que discretas
habilidades al reforzamiento de su fe. Sólo después, en su lánguida
semiconsciencia, volvieron los pensamientos de Kelryn hacia el pobre Fairman.
El hombre llevaba ya varias horas muerto cuando el sacerdote se incorporó,
maldiciendo su propia precipitación. Debería haber tenido más paciencia, haber
hecho un interrogatorio más completo acerca del sueño del traidor. Y, sobre
todo, tendría que haber averiguado cómo se llamaba el kender.
351 d.C.
Segundo Bakulal del mes de Reapember
—¡Contenedlos! —gritó el sumo sacerdote Kelryn Desafialviento
desde el muro situado encima de las puertas del recinto de su templo, ordenando
con ello que los Guardianes de la
Fe fijaran la barra que mantenía cerrados los anchos
portones. Pero la fuerza del gentío en la calle era imparable. El propio Kelryn
bajó para unirse a sus hombres y aplicó su peso contra las puertas, pero la
barra acabó por partirse como si se tratara de un palillo, y lentamente las
puertas del templo fueron empujadas hacía adentro.
En cuanto hubo una estrecha abertura, la
gente se precipitó en el patio anterior de la Secta de la Túnica Oscura. El
hueco se ensanchó por el empuje de la multitud, y Kelryn tuvo que abandonar su
esfuerzo baldío y se echó hacia atrás mientras las puertas se abrían del todo y
una enorme marabunta de seres humanos aterrados entraba corriendo en el recinto
amurallado. Peor aun, entremezclados entre la multitud vio a varios kenders, que
no parecían afectados por la histeria que atenazaba a los humanos.
Los refugiados se dispersaron por todo el
recinto del templo, llenaron la capilla, se repartieron por los jardines y los
campos de entrenamiento, entraron en los cuarteles y algunos incluso se
atrevieron a buscar refugio en las mazmorras teñidas de sangre que había bajo
el suelo del templo.
—¡Intentad arreglar las puertas en cuanto
haya entrado la multitud! —gruñó el sumo sacerdote—. Y, por lo que más queráis,
libraos de los kenders. Matadlos si no quieren marcharse.
El guardián Horec, el recientemente
nombrado jefe de los Guardianes de la
Fe, saludó y prometió hacer lo que pudiera, aunque ambos
sabían perfectamente que la fuerza de una multitud es algo que ningún humano
puede intentar controlar. Aun así, conocía la especial aversión que sentía su
señor por esa raza, y se aseguraría de que cualquier kender que estuviera
dentro del recinto fuera rápidamente descubierto y arrojado por encima del
muro.
Furioso, Kelryn atravesó a empujones la multitud
para dirigirse al templo, y después ascendió por la escalera espiral en busca
de la bendita soledad que ofrecía el torreón.
Dos fuertes Guardianes de la Fe montaban guardia al pie de
la escalera, para impedir el paso —mientras pudieran— a cualquier extraño que
intentase seguirlo.
El panorama que se divisaba desde la torre
ofrecía poco consuelo. En diversos puntos de la ciudad ardían incendios
provocados por los crueles Dragones Rojos en cumplimiento de las órdenes de su
señor, el malvado Verminaard. Kelryn vio cómo uno de los enormes reptiles
planeaba entre dos columnas de humo. Girando de forma grácil, el wyrm emitió un
chillido en el aire sobre una avenida llena de gente, que se desbandó,
aterrorizada, hacia cualquier refugio que pudiesen encontrar.
Era este tipo de pánico, el miedo al
dragón, el que había hecho que la multitud entrase en el Templo de
Fistandantilus. Durante días las noticias habían sido claras y contundentes:
los ejércitos draconianos se dirigían hacia Haven, y la ciudad acabaría cayendo
de forma inevitable. En lo que se refería a su secta, el sumo sacerdote iba a
hacer todo lo que estuviese en su mano para que sobreviviera. Kelryn tocó la
gema, cuyo peso sobre el pecho le resultaba reconfortante, y deseó poder rezar
a Fistandantilus implorando ayuda, deseó que realmente existiera un dios que
pudiera protegerlo, que cuidara por la seguridad de sus fieles seguidores.
Como si quisiera reírse de sus esperanzas,
el Dragón Rojo planeó hacia abajo con las fauces abiertas, y expulsó una gran
llamarada sobre una fila de edificios cercanos al templo. Las estructuras, en
su mayoría tabernas, se prendieron de forma inmediata y unos momentos después
la gente, presa del pánico, salía corriendo por las puertas. Muchas de las
víctimas estaban ardiendo y se revolcaban en la calle aullando de dolor, pero
sus vecinos pasaban de largo, buscando desesperadamente dónde refugiarse.
Haven había caído, como Kelryn y todo aquel
con un mínimo de conocimiento de la realidad habían sabido que ocurriría. Los
ejércitos draconianos, que habían llegado desde el norte de Abanasinia, eran
claramente imparables, una horda de reptiles voladores, jinetes crueles y
muchos batallones de hombres y monstruos de a pie. Había incluso rumores de que
los elfos de Qualinesti retrocedían desde sus hogares ancestrales y se
embarcaban en el estrecho de Algoni rumbo al supuesto refugio de Ergoth del
Sur.
Kelryn se preguntó, como lo había hecho ya
antes, si no había sido un idiota al permanecer allí. Quizá debería haber
abandonado el templo, dejando que sus fieles se valieran por sí mismos mientras
buscaba un lugar para un nuevo comienzo. «Como hice hace ya casi nueve
décadas», pensó amargamente.
No se había quedado en Haven por lealtad
hacia sus seguidores; más bien había estado remiso a abandonar las riquezas,
los lujos y las mujeres de los que había disfrutado durante tantos años. Los
señores supremos llegarían, reclamarían para sí este lugar y establecerían su
dominio, pero Haven seguiría siendo una ciudad. Kelryn sólo deseaba mantener algo
de su antigua jerarquía cuando se estableciese el nuevo orden.
El dragón giró de nuevo y pasó aleteando al
lado de la torre; y Kelryn hizo una mueca al ver al jinete sentado sobre el
dorso cubierto de escamas de color carmesí. El hombre portaba una larga lanza
con la punta manchada de sangre y el mango de madera negra, y llevaba la cara
oculta tras una grotesca máscara. El sacerdote hubiera deseado arrancársela
para castigar al guerrero por su insolencia, y para ver el miedo en sus ojos
mientras él le lanzaba un encantamiento de violencia letal.
Desgraciadamente no pudo ser.
Con el odio bullendo en su corazón, Kelryn
observó cómo el dragón y su jinete volvían a cambiar de rumbo, girando con
suavidad hacia el norte. Allí, algunos miembros de la guarnición de la ciudad
habían intentado hacerse fuertes contra el ejército que avanzaba, para defender
la puerta y el bajo muro. Esa defensa había durado unos pocos minutos hasta que
un trío de Dragones Rojos los habían sobrevolado. Aquellos hombres que habían tenido
el valor de permanecer en sus puestos para enfrentarse a la inevitable ola del
miedo al dragón habían muerto allí, abrasados por las mortales llamas o
degollados por las garras y rematados por los colmillos. El resto de los
defensores habían corrido aterrados y se habían dispersado por todos los
rincones de la ciudad o habían huido a las regiones agrestes del sur. Cuando
las tropas de infantería, los draconianos y sus aliados humanos y goblins
llegaron a la ciudad, la muralla había quedado totalmente limpia de defensores.
Ahora la infantería de los invasores se repartió por la ciudad, quemando,
saqueando y violando. Éstas eran las tácticas que habían hecho que la
muchedumbre enloquecida atravesara las puertas del recinto de la secta, aunque
Kelryn no estaba seguro de por qué esta gente creía que allí estaría a salvo.
Él era lo suficientemente pragmático para darse cuenta de que los altos muros
de piedra y las sólidas puertas no eran ni mucho menos barrera suficiente para
impedir el saqueo del lugar; sin embargo, al día siguieron la noche y el
amanecer, y no llegó el ataque sobre el recinto.
Al salir el sol, Kelryn subió de nuevo a la
torre y vio que la mayoría de los incendios que ardían en los barrios del norte
de la ciudad se habían consumido. No había signos de que continuase la
destrucción.
Durante todo el día, un aluvión constante
de heridos fue llegando a Haven del sur. Muchos tenían quemaduras, mientras que
otros presentaban heridas de arma o habían sido aplastados por la multitud.
Todos ellos se reunieron en un grupo penoso a las puertas del recinto del
templo, pero Kelryn estaba decidido a no abrir las puertas.
Al final de la tarde notó un inquietante
cambio; la muchedumbre de fuera guardó súbito silencio, un silencio expectante
que se extendió con rapidez a los que estaban dentro del recinto del templo.
Desde lo alto de la muralla, Kelryn vio un oficial armado y enmascarado que
marchaba seguido por una escolta de draconianos. La compañía avanzó por la
calle hacia el templo de la
Secta de la
Túnica Oscura, mientras la chusma de refugiados se abría como
por arte de magia al divisar el horrendo rostro de la máscara del oficial.
El guerrero que tanto temor provocaba se
presentó confiadamente en la puerta del templo y anunció que deseaba hablar con
el sumo sacerdote. Comprendiendo que había llegado el momento de parlamentar,
Kelryn ordenó que se abrieran las puertas, y el oficial del ejército
draconiano, cuyo imponente aspecto se veía reforzado por la grotesca máscara,
entró con paso firme en el patio. Los draconianos se quedaron fuera, pero
muchos de los ciudadanos de Haven enfermos y heridos aprovecharon la apertura
de las puertas para introducirse en el recinto, a pesar de la siniestra
presencia del guerrero.
Kelryn salió a recibir al hombre en mitad
del patio y, consciente de que había cientos de ojos que lo miraban, lo saludó
reverente.
—Soy el sumo sacerdote —dijo. Adivinó que
éste era el hombre que había visto volar el día anterior; por lo menos, la
horrible máscara y la armadura eran idénticas a las del jinete del dragón. El
sacerdote sintió un asomo de gratitud por el hecho de que el rojo dragón no
estuviera presente.
Kelryn Desafialviento fijó su mirada en la
máscara, asqueado ante las fauces allí representadas y los pequeños ojos que
brillaban por las dos estrechas ranuras situadas sobre la nariz.
—¿Y cuál es el dios al que sirves?
—preguntó el oficial.
—Mi fe es el culto a Fistandantilus
—proclamó Kelryn—. El archimago de los Túnicas Negras se ha unido a los dioses
en las constelaciones del firmamento. Yo aspiro simplemente a conseguir que se
respete su memoria como ésta se merece, aquí en Krynn.
—Entiendo —musitó el oficial, aunque había
algo en su voz que desmentía sus palabras. De nuevo Kelryn sintió deseos de
arrancarle la máscara para dejar al descubierto la cara humana que había
debajo.
Sorprendentemente el oficial lo complació
de repente, y levantó la pesada plancha de metal de su cabeza y hombros. El
clérigo pensó que era asombrosamente joven; su cara estaba cubierta de sudor y
mugre, y lucía una barba de varios días, de tonos negroazulados, en la
barbilla, las mejillas y el cuello.
Con un gesto seco, el hombre abrió los
brazos para abarcar al gentío que los observaba.
—Si realmente eres un clérigo debes poder
curar a los heridos. No es suficiente que te limites a ofrecerles la seguridad
de tu recinto.
Kelryn soltó una risa aguda y amarga.
—Seguramente sabes que ningún clérigo puede
curar las heridas de la carne mortal; no es posible desde el Cataclismo. Yo
sólo intento instruir a mis feligreses.
—¿Así que no eres clérigo? —se burló el
guerrero, y Kelryn se ruborizó. Notaba en el aire la tensión entre sus fieles,
tan tirante como la cuerda de un laúd, y comprendió que le estaban tendiendo
una trampa.
El Señor del Dragón se giró bruscamente, y
dio la espalda a Kelryn para dirigirse al populacho.
—Os traigo un aviso y una promesa de
esperanza. Durante largos años Haven se ha llenado de charlatanes e impostores.
—Escupió por encima del hombro, y el sumo sacerdote tuvo que dar un paso a un
lado para esquivar el salivazo.
»Debéis saber que Fistandantilus no es un
dios, no más que cualquiera de las deidades de los Buscadores. Son falsos
credos, creados por impostores como este hombre para que os sometáis a él, para
robaros y abusar de vosotros.
—¡Mentiroso! —gritó Kelryn, asustado por su
propia audacia, pero consciente de que no podía permitir que siguiera el ataque
verbal. No quería pelear, allí no; habría preferido llevar su espada, pero
decidió defenderse con el pequeño puñal que llevaba bajo la túnica si las
provocaciones del oficial se hacían más directas.
En vez de atacarlo, sin embargo, el oficial
dio media vuelta y, con una mueca sarcástica en los labios, hizo un gesto hacia
uno de los refugiados cercanos, un niño cuyo brazo derecho colgaba inerte en un
cabestrillo ensangrentado.
—Ven aquí, chico. Tranquilo, no voy a
hacerte daño.
Perplejo, el chiquillo avanzó, y Kelryn no
pudo evitar mirar cuando el guerrero se arrodilló, se quitó los guanteletes y
extendió suavemente una mano hacia el sucio trapo.
—Debes saber, hijo mío, que hay una diosa
que existe y cuida de ti. —El hombre subió el tono de voz a la par que alzaba
la mirada y la paseaba por la multitud.
»¡Escuchadme todos! La Reina de la Oscuridad, la propia
Takhisis, exige vuestra obediencia. ¡Pero debéis saber que ofrece a cambio
recompensas, riquezas y poder!
El guerrero tocó el brazo herido. El chico
permaneció quieto, temblando, mientras el hombre agachaba la cabeza.
—Escucha mi plegaria, Reina Oscura que sois
mi señora y pronto seréis la reina del mundo entero. Este niño es inocente, no
ha hecho ningún mal. Te pido que me concedas el poder de curar su carne, de
sanarlo para que nos pueda servir, para mayor gloria de tu nombre.
—Ya..., ya no me duele —tartamudeó el
chiquillo, que se miraba el brazo con asombro.
—Quítate el vendaje. —La voz del oficial
seguía siendo reconfortante.
Con rapidez el chico arrancó el sucio trapo
y, arrojándolo a un lado, levantó el brazo en alto. Un chillido de alegría
salió de la multitud, y una mujer avanzó corriendo para abrazar al muchacho.
—¡Está curado! Ayer era seguro que perdería
el brazo, pero ahora la herida está curada.
Un grito de asombro salió de la multitud, y
la gente avanzó estupefacta y maravillada, para ver la prueba evidente de un
acto divino.
—Os hablo hoy del poder y la compasión de
nuestra reina —proclamó el oficial, poniéndose de pie, con una voz que resonó
por los altos muros del templo—. Hay más clérigos esperando a curar vuestras
lesiones, a enseñaros las doctrinas de nuestra nueva fe. Todos aquellos cuyos
oídos estén abiertos a la verdad debéis dirigiros a la gran plaza de Haven, y
allí aprenderéis los caminos de los verdaderos dioses.
Las gentes más cercanas a la puerta partían
ya, corriendo. Con un murmullo inquieto, un sonido que se convirtió en vítores
contenidos, el resto de la multitud pareció entender la orden: abrazar la
esperanza ofrecida.
Kelryn permaneció quieto, rabioso; vio que
la sonrisa sarcástica se ensanchaba en la cara del Señor del Dragón mientras la
congregación, los refugiados e incluso muchos de los Guardianes de la Fe abandonaban el templo tras
este milagro. Sólo cuando el último de los otrora fieles hubo salido por las
puertas, diose de nuevo la vuelta el hombre para mirar a Kelryn como si sólo
entonces hubiera reparado en él.
—Eres una afrenta para la verdadera fe
—bramó el oficial—. No mereces más que la muerte.
Kelryn Desafialviento sintió el latido
contra su pecho, y sacó el heliotropo de Fistandantilus con un gesto repentino
e instintivo. El oficial miró absorto durante un momento a la piedra y
parpadeó, confuso, mientras la expresión de su cara se suavizaba.
—Nuestro señor Verminaard usará el recinto
de tu templo como nuestro cuartel general. —El hombre sacudió la cabeza,
esforzándose visiblemente para recuperar el control de sus pensamientos y sus
palabras—. Tienes una hora para reunir tus pertenencias y partir. Si el señor
supremo te encuentra aquí cuando llegue, te espera la muerte. Y morirás muy
lentamente.
Kelryn no respondió. Vio que los pocos
Guardianes de la Fe
que permanecían allí, los más leales de sus seguidores, lo miraban
interrogantes. De forma inconsciente tocó la gema, oculta de nuevo bajo su
túnica.
—Llevo conmigo todo lo que necesito —dijo
fríamente. Con un gesto brusco reunió a sus hombres, no más de doce, a su lado.
Formaron tras él mientras atravesaba con paso firme las puertas, y juntos
pasaron delante de la compañía de burlones draconianos y avanzaron decididos
por la calle de Haven, súbitamente extraña.
Para su señoría, el patriarca Grimbriar
sumo sacerdote de Gilean.
Escrito este año de Krynn 372 d. C.
Su Eminencia, durante mi investigación me ha sorprendido
descubrir en los registros del ejército draconiano algunas referencias
interesantes acerca de la caída de Haven y la subsiguiente ocupación por los
secuaces del señor supremo Verminaard. Concretamente, hay razones para creer
que uno de los grandes artefactos de Fistandantilus pudo haber llegado a esa
caótica ciudad en algún momento posterior a la creación del Monte de la Calavera y anterior a la
llegada del ejército draconiano.
Por supuesto que la caída de Haven y la
ocupación de Abanasinia, Qualinesti y las Praderas de Arena han sido bien
documentadas en la historia oficial, así como en los detallados informes
militares disponibles en los rollos de pergaminos de Solamnia y del señor
supremo Ariakas. Sería presuntuoso por mi parte, y una pérdida de tiempo,
intentar mejorar esos trabajos. Más bien, mi patriarca, quiero intentar aclarar
algunos hechos pertinentes.
Se sabe, por ejemplo, que la mayoría de los
Buscadores fueron derribados por la llegada del ejército de Verminaard. Algunos
(los más débiles y menos influyentes, al parecer) pudieron conservar sus
propiedades y congregaciones. La mayoría fueron incorporados a las filas del
ejército draconiano, y unos pocos, los más poderosos, los que constituían una
amenaza para Takhisis, fueron ejecutados de forma cruel, y su culto desbaratado
con violencia.
Hay una extraña historia acerca de un jinete
de Dragón Rojo, un tal Blaric Hoyle. El oficial fue enviado a destruir una
secta creada para rendir culto a un falso dios, una fe dedicada al archimago
Fistandantilus. Dicha fe era uno de los falsos credos con más seguidores, al
parecer porque el sumo sacerdote había mostrado algún indicio de inmortalidad;
por lo menos, algunos testigos decían que llevaba ya cerca de un siglo en la
ciudad pero durante todo este tiempo había seguido siendo un hombre joven.
Parece ser que el desafortunado Señor del
Dragón no acató la orden de acabar con él. Se enfrentó al Buscador, y cerró el
templo como se le había ordenado, pero permitió que el falso clérigo abandonase
la ciudad de Haven antes de que llegase el verdugo.
Blaric Hoyle fue sometido a un consejo de
guerra presidido por el mismísimo Verminaard. Supuestamente el oficial fue
incapaz de ofrecer una explicación de sus acciones; las notas indican que
parecía confundido, desmemoriado acerca de las circunstancias de su
enfrentamiento con el sumo sacerdote.
Sí hizo, sin embargo, algunas referencias a
una «piedra chispeante» y llegó a decir que «había destellos dentro de la
gema». Éstas fueron percepciones imprecisas expresadas de un modo vago, pero
despertaron mis sospechas.
Hoyle no sabía por qué había permitido
partir al falso sacerdote, pero sus respuestas a la cuestión parecen indicar
que la misteriosa piedra tenía algo que ver con su desobediencia.
Desgraciadamente no sabemos más sobre él
(como siempre, aquel que no complace a su señor supremo sólo aparece en el escenario
de la historia durante un período de tiempo muy corto). No obstante, cuando
menos parece posible que la piedra a la que se refiere podría haber sido el
heliotropo de Fistandantilus.
Sé que todos los informes previos han
indicado que la gema se destruyó durante la explosión que creó el Monte de la Calavera. Pero
Haven no está muy lejos de ese lugar, y había una fundada creencia de que el
«pastor» de esta fe provenía del sur (la dirección del Monte de la Calavera) cuando llegó a
la ciudad para fundar su secta. Y también está el asunto antes mencionado de la
inmunidad de este hombre a los estragos del paso del tiempo.
Se cree que el fugitivo Buscador y los
pocos seguidores que le quedaban se dirigieron a las tierras limítrofes con las
Kharolis. Según se dice, allí establecieron un campamento tan mísero como el de
cualquier bandido. Sobrevivieron a base de atacar a los débiles, asaltar a los
habitantes cercanos e incluso robar a los ejércitos draconianos cuando
encontraban un destacamento o centro de provisiones poco defendido.
La llegada del ejército draconiano a Haven
y el cierre simultáneo del templo de Fistandantilus empiezan a unir los hilos
de la historia. Otro suceso, relativo a acontecimientos futuros, ocurrió
también en este intervalo.
En su épico viaje hacia Thorbardin, los
Héroes de la Lanza
visitaron el Monte de la
Calavera, donde se rumorea que encontraron la calavera de
Fistandantilus, que había permanecido intacta en las profundidades de ese lugar
durante más de un siglo. Es posible que la acercaran a la superficie, pero lo
que es seguro es que no se la llevaron. En cualquier caso, aunque no puedo
confirmar todo lo sucedido acerca de esta historia, por hechos posteriores se
puede deducir que la calavera ya no languidecía en las profundidades de la
horrible fortaleza.
Como siempre, vuestro fiel siervo,
Foryth Teel.
356d.C.
Mediados de Yurthgreen
El tiempo es una realidad altamente subjetiva. Horas, días,
semanas y años tienen diferentes significados y, según la versión de la
mortalidad de que se trate, adquieren valores distintos. Por ejemplo, para un
insecto determinado que puede vivir su vida entera en dos días, el pasó de un
solo minuto es un intervalo para comer copiosamente o para recorrer largas
distancias. Para un humano, un minuto es un lapso más reducido, tiempo quizá
para un trago de vino, un bocado de pan o una o dos frases de una conversación.
Pero para un ser realmente longevo, como
puede ser un elfo o un dragón, los minutos pueden transcurrir por decenas o
centenas, sin despertar interés. Un solo intervalo así es tiempo para una lenta
inhalación o para una sutil idea. Desde luego no es tiempo suficiente para una
reflexión seria y nunca será suficiente para tomar una decisión importante.
Y, por extensión, el paso de meses y de
años para tales seres puede asumir proporciones insignificantes. Cuando se
compara con el ritmo frenético de la existencia humana, pueden pasar largos
períodos de tiempo sin otra preocupación que sumirse en una silenciosa
reflexión.
O, en el caso de un dragón, en un
prolongado sueño.
Fue así para Flayzeranyx, que se despertó
en la fresca profundidad de su cueva sin saber en qué estación del año estaba,
ni siquiera el número de años transcurridos desde el principio de su
hibernación. Incluso la vuelta del Dragón Rojo a la conciencia era algo
gradual, un proceso que duró varias semanas. Sólo al levantar los pesados
párpados de color carmesí notó el gran reptil los regulares cambios de aumento
y disminución de luz procedentes de la entrada de la cueva. Mirando a través
del velo que eran sus párpados interiores, los cuales seguían protegiendo los
alargados iris amarillos, Flayze cayó en la cuenta de que estos cambios de
luminosidad representaban el ciclo del día que se hace noche para volver a
amanecer al día siguiente. Aburrido, contó cinco de estos ciclos, y después
empezó a sentir una persistente sed, un punto seco en la base de la lengua,
como si tuviese la boca llena de serrín. Y después, muy leves al principio,
advirtió los primeros síntomas del hambre que retumbaba en la enorme
profundidad de su estómago. No había, de momento, urgencia en sus
descubrimientos, pero comprendió que era el momento de ponerse en movimiento.
Lentamente Flayze se irguió, apoyándose en
sus cuatro poderosos miembros para poder levantar del suelo su serpentino
cuerpo y alzar el flexible cuello. Agitó la sinuosa cola, y algunas escamas
viejas se desprendieron y cayeron al suelo como una lluvia escarlata. El dragón
sacudió violentamente todo el cuerpo para librarse de las placas viejas
restantes; debajo, las escamas ofrecían a la vista una superficie lisa y
brillante que semejaba la sangre.
Dirigiéndose hacia la entrada de la cueva,
que recordaba vagamente, Flayze ascendió por un suelo cubierto de rocas,
sorteando con facilidad los obstáculos y disfrutando de su facilidad de
movimientos y de la fuerza presente en su inmenso corpachón.
Olisqueó el aire, el agua y la vegetación y
se alegró de no haber emergido durante el invierno, cuando la caza, e incluso
la posibilidad de saciar su sed, podían ser mucho más problemáticas debido a la
nieve y el hielo. Los aromas que venían del exterior se hicieron más fuertes;
olfateó el barro y el olor de los gansos migratorios, y supo que era primavera.
Fuera, el sol se elevaba sobre el
horizonte, y sus rayos iluminaban la entrada de la cueva. Flayze bajó sus
párpados interiores y entrecerró los ojos para protegerlos también con las
gruesas membranas exteriores antes de mirar hacia la luz. Hizo caso omiso de la
molestia que ésta significaba pues su hambre se había vuelto acuciante,
aumentada por el rastro oloroso de la gran bandada de aves acuáticas que había
olfateado antes.
Había un arroyo, recordaba, que fluía justo
delante de la entrada de la cueva. Bajó su enorme morro hasta el remanso más
profundo que había a su alcance y bebió, absorbiendo el agua del cuenco natural
con un largo sorbo. Corriente abajo, el arroyo paró momentáneamente su flujo
como sorprendido por la falta de agua en su origen. El Dragón Rojo elevó la
cabeza y de entre sus fauces se escurrieron hilillos de agua. En un momento, el
remanso volvió a llenarse y de nuevo fue vaciado.
Ahora Flayze olisqueó la brisa con más
determinación, ansioso por comer. De nuevo se vio tentado por el olor de los
gansos. Intentó rememorar los alrededores, y recordó una inmensa ciénaga, una
llana expansión de terreno pantanoso en la desembocadura de este mismo arroyo.
El dragón abrió las alas de color rojo sangre y las estiró hacia arriba y abajo
para alisar las arrugas producidas por su larga hibernación. El ejercicio lo
hizo sentirse bien, pero estaba demasiado impaciente para estirarse del todo,
así que se impulsó hacia arriba de un salto, batió las enormes alas y planeó a
poca distancia del suelo. Siguió el curso del arroyo con la esperanza de
sorprender a la bandada con su aparición repentina por encima del pantano.
Aunque el aire frío le picaba en los
ollares, volar le resultaba siempre muy placentero. Pronto llegó a su destino;
la extensión de agua poco profunda estaba atestada de regordetas aves, miles de
ellas, cacareando y graznando en una gran masa. Con un grito de júbilo, Flayze
bajó la cabeza, abrió la boca y exhaló un gran chorro de ardiente fuego que
hizo hervir las aguas del pantano y mató un centenar de aves. Viró lateralmente
para frenarse y, haciendo caso omiso de los miles de aves restantes de la
inmensa bandada, que alzaron el vuelo en medio de una batahola de graznidos,
aterrizó en el pegajoso barro.
Usó sus diestras garras delanteras para llevarse
las aves chamuscadas a la boca, a veces de dos en dos. Las masticaba
ruidosamente y tragaba con auténtico placer disfrutando de los jugos cálidos
que resbalaban por su lengua. Cuando hubo consumido el último de los gansos,
estaba hundido hasta la barriga en la pegajosa sustancia, y se sentía molesto
por la sensación del barro contra sus hermosas escamas. Aun así, tenía el
estómago lleno y estaba de buen humor cuando se deslizó hasta la orilla y,
sumergiéndose en el fresco arroyo, dejó que la rápida corriente le lavara el
cuerpo.
Finalmente estaba preparado para
inspeccionar los alrededores. Distinguió, al sur el macizo de las altas
Kharolis, una mole de tonos púrpuras contra el horizonte, cuando el sol estaba
a punto de ponerse. Sabía que hacia el norte se encontraba Pax Tharkas y más
allá el reino boscoso de los elfos qualinestis.
Lo último que recordaba Flayzeranyx de
aquella zona selvática era que había volado por encima del dosel de árboles en
un reconocimiento rutinario. Aun no estaba del todo acostumbrado a no llevar
jinete; su caballero, un hombre llamado Blaric Hoyle, había sido ejecutado poco
antes por el señor supremo Verminaard por algún fallo que había tenido durante
el saqueo de Haven.
Mientras Flayze volaba sin jinete sobre los
árboles, aparecieron dos dragones entre las nubes, y se precipitaron hacia él.
Comoquiera que todos los dragones que había visto en su vida eran aliados de la
causa de la Reina
de la Oscuridad,
en un principio no se había preocupado, hasta que se vio sorprendido por el
brillo del sol reflejado en sus alas plateadas.
Así, los dragones de Paladine entraron en
la guerra de Flayze, y en los siguientes instantes acabaron de forma sumaria
con la participación del Dragón Rojo en esa campaña. Una exhalación de escarcha
destruyó cruelmente las escamas del dorso de Flayze y una punzante lanza de
plata le atravesó un ala. Había sido cuestión de suerte poder esquivar entonces
a los Plateados y que sus atacantes se desentendieran de él para ir en busca de
algún otro objetivo.
Tras esa pelea Flayze había regresado a
Sanction para entrevistarse con el propio emperador Ariakas, quien ordenó al
poderoso reptil que volviera al Ala Roja, que en ese momento ocupaba la mayor
parte del sur de Solamnia. Una vez allí le sería asignado un nuevo jinete y
podría volver ala guerra para vengar las derrotas sufridas por la repentina e
indeseable intromisión de los dragones enemigos.
En lugar de obedecer, Flayze decidió que
había visto suficientes batallas, suficiente violencia de la clase que se requería
para ejecutar los grandes planes del emperador.
El díscolo Dragón Rojo se había dirigido
hacia el sur, cruzando el Nuevo Mar, e hizo un alto para descansar en la
escarpada región de las Kharolis. La cueva donde fue a refugiarse había sido un
descubrimiento fortuito de una campaña anterior. Ahora le había proporcionado
un refugio en el cual podía esperar a que acabase la guerra con comodidad y
seguridad.
Ya limpio del pegajoso barro, Flayze volvió
a despegar y voló alto en la noche, mientras se preguntaba cuál habría sido el
destino del mundo durante su largo sueño. Durante un buen rato planeó en el
cielo, rodeando la fortaleza de Thorbardin (sabía que probablemente ni siquiera
el más devastador ataque de las legiones de Ariakas debía de haber sido capaz de
reducir el baluarte de los enanos), y buscando rastros que le resultasen
familiares en la brisa de la noche.
Percibió efluvios de humanos y elfos en los
bosques y las llanuras de debajo y detectó el olor acre y apestoso de un pueblo
de Enanos de las Colinas hacia el norte.
Finalmente encontró el olor de reptil que
había estado buscando. Voló bajo, deslizándose lentamente por el cielo,
acercándose cada vez más a la fuente del olor que le traía recuerdos tan
tangibles y familiares. Un humo acre le hizo cosquillas en los agujeros de la
nariz, y dedujo que las criaturas que buscaba estaban reunidas en torno a un
fuego que se apagaba. Una mirada a las estrellas le indicó que estaba a punto
de amanecer; después se elevó por encima de una cumbre y divisó varias figuras
de tamaño humano, una docena o más, envueltas en sus capas y tumbadas alrededor
de las ascuas de un gran fuego. Aterrizando en el suelo con un batir de alas,
el dragón bajó la cabeza y lanzó una mirada airada a un solitario centinela que
dormitaba recostado contra un árbol cercano.
—Vuestra señoría—tartamudeó el draconiano,
que al intentar ponerse firme dejó caer la espada—. ¡Levantaos, hato de
inútiles! —bramó a la compañía que dormía—. ¡Saludad a su señoría carmesí!
Alertados por el grito y el golpe de aire
levantado por el aterrizaje del dragón, otros engendros de reptil se
despertaron y murmuraron acobardados mientras miraban al monstruoso dragón con
ojos asustados.
Flayze se alegró al ver reaccionar a los
draconianos con instintiva obediencia y temor ante su augusta presencia. El
Dragón Rojo emitió un profundo resoplido, un ruido sordo como un trueno lejano,
y las criaturas se acurrucaron en el suelo:
—Decidme, pequeños reptiles —siseó,
articulando cada palabra de forma pausada—. ¿Qué noticias hay de la guerra?
El centinela draconiano, conocedor de la
percepción más lenta del tiempo propia de los grandes wyrms, alzó la cabeza
para hacer una pregunta.
—¿Os referís a la Guerra Draconiana,
gran señor? ¿La campaña del señor supremo Ariakas?
»Siento deciros, su Excelencia Respirador
de Fuego, que los dragones de Paladine y sus crueles lanzas nos infligieron una
trágica derrota. El señor supremo ha muerto, y su ejército ha sido dispersado.
—Ya veo. —Flayze no estaba demasiado
disgustado por las noticias—. ¿Y qué hay de estas tierras? ¿Quién reina?
—La mayoría de estas tierras son salvajes,
mi señor. Por eso podemos sobrevivir aquí. Las llanuras de Dergoth, al norte,
son un árido desierto. Pero hemos visto un Dragón de Bronce allí, cerca de la
montaña que tiene forma de cráneo.
—Sí, el Monte de la Calavera. —Flayze
recordó haber sobrevolado ese lugar. Había sentido curiosidad durante esa
exploración anterior, hasta el punto de plantearse aterrizar para investigar,
pero su jinete lo había obligado a seguir, sin duda cumpliendo órdenes acerca
de algún asunto poco importante de la guerra.
—Es un tipo intrépido, ese broncíneo —dijo
otro de los draconianos con un siseo acusador—. Mató a Desuellaenanos el mes
pasado.
—Sí, un asesino —murmuraron otros cuantos.
Miraron a Flayze con esperanza y él entendió la razón. Querían que él matara al
broncíneo.
—Quizá se pueda vengar a Desuellaenanos
—manifestó Flayze—. Pero contadme más. ¿Cuántos inviernos han transcurrido
desde la aparición de los dragones de metal?
—Cuatro, Excelencia Lanzadora de Llamas
—respondió el centinela, que era el más locuaz—. Las nieves del último se
acaban de derretir para formar agua hace muy poco tiempo.
—Bien —dijo Flayze, asintiendo con
satisfacción. Eso quería decir que había pasado suficiente tiempo para que
algunos asuntos, como su desobediencia a las órdenes de Ariakas, se hubieran
tornado irrelevantes. A su vez, sin embargo, era probable que siguieran en
vigor las consecuencias inmediatas de una guerra, como el caos y la violencia
que harían algo más fácil la existencia del Dragón Rojo.
—Querría su señoría un poco de cecina?
—ofreció tímidamente uno de los draconianos. Flayze miró a los zarrapastrosos
draconianos, y resopló con desagrado mientras rememoraba el festín del pantano.
—No —contestó escuetamente—. Vuelvo a
levantar el vuelo, y buscaré escamas de bronce.
356d.C.
Tercer Kirinor del mes de Yurthgreen
Flayze recordaba perfectamente la ubicación del Monte de la Calavera y se dirigió
volando hacia allí con una precisión infalible. El fuego latía en su vientre, y
su mente ardía al pensar en la batalla. ¡Un Dragón de Bronce! Entre todos los
metálicos, ése era el de temperamento más arrebatado y el que resultaba más
irritante para un hermoso cromático como Flayzeranyx. La idea de una terrible
batalla y de la muerte que sin duda la seguiría lo excitó sobremanera mientras
sus anchas alas lo conducían al norte con el amanecer que empezaba a despuntar.
Una niebla de tonos pardos y grises cubría
de nuevo las llanuras de Dergoth, y el dragón tuvo que resistirse a la engañosa
idea de que volaba por un reino etéreo, un lugar sin sustancia ni frontera. De
vez en cuando, los vapores se abrían y le permitían vislumbrar el suelo
cuarteado y resquebrajado que sobrevolaba, y esto era suficiente para orientar
a Flayze. Así que siguió, hendiendo las nubes de vapor con sus afiladas alas y
su liso cuerpo. Podría haberse elevado por encima del manto de niebla, pero le
convenía seguir oculto en la bruma. La llanura no tenía ningún obstáculo
vertical que pudiera aparecer de repente en la niebla para ponerlo en peligro,
y, si realmente había un Dragón de Bronce en el Monte de la Calavera, Flayze no se
sentía en la obligación de darle aviso de su llegada.
Otros Rojos quizás hubieran manejado la
situación de forma diferente. Tal vez habrían ocultado su vuelo con un hechizo
de invisibilidad e incluso alterado sus perfectas y hermosas formas con un
hechizo de polimorfismo, para adoptar el emplumado disfraz de un águila o un cóndor.
Flayze resopló, despreciando tales argucias arcanas. Como todos los dragones
miembros de su clan, disponía de un arsenal de magia a su disposición, pero,
como había hecho durante toda su vida, prefirió desdeñar el uso de
encantamientos. Prefería confiar en el fuego ardiente, en la fuerza de los
tendones y en la eficacia de colmillos y garras.
Cuando el sol empezó a evaporar la niebla,
el Dragón Rojo se encontraba ya a pocos kilómetros de la montaña en forma de
calavera, que se veía ya a media distancia. Voló hacia la montaña en línea
recta, a una altitud similar a la de las dos grandes oquedades del risco que
tanto se asemejaban a las órbitas de una calavera. La redondeada bóveda formada
por su cumbre regular tenía un aspecto siniestro, y no había movimiento alguno
en la piedra de color gris claro.
Al acercarse más, seguía sin ver a ser
viviente alguno, ni en las enormes fauces de la entrada de la cueva —la boca de
la calavera— ni en las grandes cavidades que se abrían encima de los
sobrenaturales pómulos. Cualquiera de las tres entradas tenía tamaño suficiente
para ocultar un dragón de buen tamaño, por lo que Flayze no bajó la guardia,
sino que viró, para frenarse planeando en círculos alrededor del montículo. En
la parte posterior, a favor del viento desde el Monte de la Calavera, percibió un
atisbo de calor humeante y sulfuroso: el rastro del bronceado que confirmaba
los informes de los draconianos. Flayze se dejó caer por delante de la cara de
la montaña, emitiendo un sonoro desafío, y giró para escupir un chorro de fuego
que se descargó en las tres entradas que se abrían en la cara rocosa. Después
viró de nuevo en un círculo cerrado para acabar posado en la bóveda de la
montaña.
En cuanto se hubo disipado su llamarada
sobre la irregular roca, en la parte anterior del Monte de la Calavera estalló un siseo
de aire ardiente, un golpe de calor que emergió del ojo izquierdo de la
calavera para evaporarse en el aire delante de la montaña. Flayzeranyx se
preparó para saltar, esperando que el reptil saliera por el mismo agujero.
Pero el bronceado lo sorprendió, pues salió
de la cavidad derecha y, describiendo un arco hacia abajo, se alejó de la
montaña. El Rojo saltó tras él, exhalando fuego, pero lo único que vio fue la
cola del otro reptil desapareciendo por el lateral del montículo.
Reaccionando con súbito instinto, Flayze se
desvió hacia arriba y voló en una rápida espiral por encima de la redondeada
cumbre del Monte de la
Calavera. Vio en ese momento las enormes fauces del metálico,
y se dio cuenta de que su oponente había utilizado la misma táctica, pero el
Rojo fue más rápido. La letal bola de fuego de Flayze explotó alrededor de su
enemigo, achicharrando las escamas de su cara y abrasando sus globos oculares.
Los dos dragones se encontraron en un
choque de garras y colmillos, pero el de Bronce estaba ciego y demasiado herido
como para llevar a cabo un ataque eficaz. Flayze agarró el sinuoso cuello de su
enemigo con las garras delanteras y lo machacó con un único mordisco.
Los reptiles, enlazados en un estrecho
abrazo como si fueran amantes, se precipitaron al árido suelo; los colosales
cuerpos se sacudieron, temblorosos, durante un momento, y luego se quedaron
totalmente quietos.
Poco a poco, una de las cabezas, una testa
cubierta de escamas de color rojo carmesí, se elevó por encima del cadáver de
su enemigo. Flayze se retorció para desenredarse del contorsionado cuerpo, y se
sacudió el apestoso olor sulfuroso. Lo olió por última vez para confirmar que
el de Bronce estaba totalmente muerto, no sólo malherido.
Finalmente, el Dragón Rojo se volvió hacia
la montaña. Ya estaba pensando en hacer de ella su guarida; de hecho, con su
siniestro aspecto de calavera parecía un lugar perfecto para un Dragón Rojo.
Atravesó en silencio la entrada, agachándose para pasar por debajo de las
estalactitas que pendían del techo como colmillos.
A poco de entrar en la cueva se paró de
repente, intrigado por un objeto que había en el liso suelo. Con los ojos
entrecerrados, Flayze advirtió que se trataba de un cráneo, una calavera
humana. Sorprendido, el dragón la cogió y la sopesó entre sus dos enormes
garras delanteras. Notó el latido de la magia en el óseo objeto y a la vez una
apremiante sensación de que debía abandonar este lugar. Salió rápidamente de la
caverna, y miró por encima del hombro para observar de nuevo la montaña, esta
vez con ojos más críticos. De hecho ahora percibía que el lugar tenía muchos
defectos como guarida. El principal, que estaba en medio de un desierto. Sus
idas y venidas se podrían ver en un día despejado a muchos kilómetros de
distancia.
Definitivamente, no. Flayze decidió
remontar el vuelo. Hallaría otra guarida; tenía que haber un lugar mejor por
los alrededores, o incluso podía volver a la cueva en la que había hibernado.
Al mismo tiempo, agarró el cráneo entre sus
poderosas garras. Por alguna extraña razón que no acababa de entender, estaba
decidido a quedarse con la calavera.
374 d.C.
Cuarto Bracha del mes de Paleswelt
Flayze se repantigó con pereza en la profundidad de su caverna.
El agua caía de un pequeño agujero en la pared de la cueva, formando un
chorrillo por la empinada pared, para luego verterse en un estanque de agua
cristalina. El rebosamiento de este estanque se derramaba por un pétreo bloque
y chorreaba hacia las profundidades de las cavernas inferiores. Allí se
estrellaba contra unas rocas que eran engañosamente oscuras pero muy, muy
calientes, como ponía de manifiesto la brusca emisión de vapor siseante.
De hecho, Flayze sabía que si partía por la
mitad una de esas rocas encontraría en su interior un núcleo de viscosa lava
roja. Lo sabía porque más de una vez lo había hecho. Disfrutaba de las cálidas
profundidades de su guarida, encantado con el hecho de que en sus entrañas se
estaban formando nuevas rocas.
El lugar en que se hallaba encaramado el
enroscado dragón era, de hecho, una especie de isla rodeada por un abismo
negro. En las profundidades de esa sima, la lava fluía y de vez en cuando
brotaba fuego de las grietas en la roca, y su resplandor iluminaba débilmente
la guarida.
Había descubierto la caverna hacía diez
años, tras abandonar la cueva a la que había ido para evitar el final de la Guerra Draconiana.
Al final, había resultado que aquel lugar estaba demasiado cerca de los enanos
de Thorbardin. Esta cueva era mucho más grande y se encontraba más al suroeste,
y desde ella se contemplaban las Praderas de Arena, que se extendían al pie de
la cordillera de las Kharolis.
El clima en el exterior tendía a ser
demasiado frío para el gusto de los dragones, y Flayze disfrutaba del calor
natural de estas cavernas profundas. Durante los meses más fríos del invierno,
cuando la helada extensión del glaciar del Muro de Hielo parecía expandirse a
través de la bahía de la
Montaña de Hielo y avanzar hasta la mismísima base del
macizo, prefería permanecer en su guarida.
Pero ahora era de nuevo primavera, y Flayze
estaba inquieto, con ganas de volar, saquear y matar; pero, como ancestral y
señorial wyrm que era, primero debía planificar.
Sus enormes ojos, con las pupilas dilatadas
para ver en la oscuridad, recorrieron la gloriosa extensión de la cálida cueva.
Más allá de la hirviente lava que rodeaba su elevada posición podía ver formas
grotescas, formaciones lisas u onduladas solidificadas en extrañas
configuraciones, según el modo en que la roca líquida se había enfriado para
formar piedra. Había humo en el aire, y una luz roja casi permanente, producida
por las rocas incandescentes o los fuegos discontinuos, iluminaba los diversos nichos.
Desde uno de esos nichos lo contemplaban
dos negras órbitas, y el dragón emitió una lúgubre carcajada. Había muchos
tesoros diseminados por los nichos y los rincones de la cueva: montones de
monedas de acero y de oro, armas de acero de confección enana, gemas y joyas de
valor incalculable y gran belleza. La mayoría de los objetos poseía un valor
intrínseco o una pura belleza de los que el despojo óseo carecía. Sin embargo,
aunque valoraba muchas cosas, su mayor tesoro era el cráneo que había reclamado
como suyo en el Monte de la
Calavera tras su batalla con el Dragón de Bronce.
El dragón no sabía lo que había en el
objeto óseo que lo volvía .tan irresistible para él; sólo era consciente de que
le proporcionaba una sensación de poder y bienestar con sólo mirarlo. Ahora se
impulsó hacia arriba, extendiendo sus alas para proporcionar algo de elevación
al salto, y, tras salvar las ardientes rocas del foso, fue a posarse delante de
la calavera y se agachó para mirar sus negras cuencas.
Lo percibió de nuevo; era una sensación
cada vez más frecuente cuando miraba al objeto, como un presentimiento de que
la calavera intentaba decirle algo, comunicarle algo de enorme importancia.
—¿Qué es, calavera? Muéstramelo. ¡Háblame!
—siseó en un ardiente susurro.
Como siempre, no hubo respuesta. Con sumo
cuidado Flayze extendió las patas delanteras y cogió la calavera. La miró desde
todos los ángulos y metió la bífida lengua en su boca y por las órbitas de los
ojos. Sentía que había un misterio, un tesoro encerrado que él debería haber
sabido descifrar; pero, aunque tenía la calavera desde hacía veinte años, nunca
había conseguido desvelar los secretos que encerraba. Ni que decir tiene que
había probado muchas veces. Quizá la hechicería le hubiera permitido descifrar
el enigma, pero, como siempre, Flayze descartó la magia, despreciando las artes
arcanas como las herramientas de los débiles. Siguiendo un impulso
inexplicable, levantó la calavera y la depositó encima de su propia cabeza, con
el rostro descarnado mirando hacia adelante. Y por primera vez sintió cómo
actuaba su poder.
De repente ya no veía la cueva, ya no olía
la ardiente roca ni el acre olor sulfuroso del aire: estaba viendo otro lugar.
Era una pequeña casa solariega fortificada, situada sobre una loma rocosa. El aspecto
del terreno sugería que se hallaba en las zonas limítrofes de las Kharolis,
aunque Flayze no reconocía el lugar exacto. Mientras miraba, desconcertado e
intrigado a la vez, la visión del dragón se centró en la casa, y atravesó las
paredes como si no existiesen. Se encontró en una habitación llena de una
docena o más de hombres de aspecto tosco.
Eran guerreros, probablemente bandidos a
juzgar por la ropa desparejada y el aspecto descuidado del pelo y la barba.
Aunque estaban en el interior, en lo que parecía un lugar seguro, todos ellos
iban armados.
Había uno que destacaba sobre el resto, un
hombre pulcro y aseado, joven y apuesto. Miraba a los otros con expresión
tolerante, y Flayze comprendió que, a pesar de su juventud, debía de ser su
líder. Había algo en el joven que lo impulsó a fijarse más en él, y sintió el
cálido pulso de la sangre y la magia, una cadencia que latía bajo el corselete
de cuero del humano. La visión del dragón penetró aun más, atravesando la tela
y el cuero, y descubrió el heliotropo. La gema parecía enorme, y percibió su
poder y su relación con la calavera que descansaba sobre la cabeza del dragón.
Estos rufianes formaban un grupo
interesante, decidió Flayze. Un día no muy lejano saldría a buscarlos, quizá
para matarlos o para llevarse la gema. Al considerar estas opciones lo embargó
la incomodidad, una sensación de que la calavera no quería que los atacara, por
lo menos no de un modo que pusiera en peligro la preciosa piedra. Por otro
lado, tal vez pudiera hallar algún modo de que los hombres le fueran útiles.
Súbitamente su atención cambió, retrocedió
desde el heliotropo, la casa solariega y los valles de las Kharolis, y de
pronto tuvo la sensación de zambullirse y desplazarse a lo largo de las orillas
de un pequeño río hasta que llegó a una aldea, un lugar de humanos. Su visión
se enfocó en una gran casa situada en el centro del pueblo. Allí había peligro
para él, una amenaza en esa casa que no podía identificar, pero sabía que era
la calavera la que le mostraba ese peligro y la que lo impulsaba a actuar.
Percibió vagamente que el peligro era más para la calavera que para él, pero
aun así era una afrenta para su orgullo.
Con un gruñido, Flayze sacudió la cabeza
para librarse de la calavera, con lo que rompió el hechizo que lo afectaba.
Cogió su tesoro con las garras y lo volvió a poner en la repisa natural que
había encontrado para ella.
Estaba intranquilo, tenso, confundido por
lo que había visto: Sospechaba que los hombres de la casa solariega iban a
jugar algún papel en su futuro. Algún día los encontraría y los haría plegarse
a su voluntad. Pero, antes de eso, estaba el asunto del pueblo. Todo tipo de
ideas alarmantes acudieron a la mente del dragón cuando pensó en el lugar.
Flayze no entendía la naturaleza del
peligro, pero sabía reconocer una amenaza cuando la veía; y con ese
reconocimiento llegaron las ganas de actuar.
Tenía que destruir el pueblo.
374d.C.
Cuarto Misham del mes de Palesivelt
Danyal bajó raudo y veloz por la escalera que llevaba al pajar
en el que dormían su hermano Wain y él. Tanto Wain como su madre y su padre
estaban ya fuera atendiendo a sus tareas: ordeñar la vaca, llevar las ovejas a
pastar, quizá recoger las tortugas de las trampas que habían puesto en la
orilla del arroyo.
El chico sintió una leve sensación de
culpabilidad al pensar con placer en sus tareas del día. La de hoy era ir a
pescar y conseguir suficientes truchas gordas para la cena, y más si era
posible. Era una tarea útil, segura y provechosa para su familia y para el
resto del pueblecito de Waterton; pero, ante todo, pescar era casi lo que más
le gustaba hacer a Danyal.
Por supuesto que el muchacho colaboraba
también en las otras tareas. Aunque Bartrane Thwait era el hombre más
importante de todo el pueblo, se aseguraba de que sus hijos, Wain y Danyal,
trabajaran como el que más. Se turnaban para ayudar con las trampas, recolectar
las patatas del campo, atender a las ovejas y ordeñar a la única vaca que era
en sí el signo más obvio de la descollante posición de la familia Thwait en la
comunidad.
Y los hermanos se turnaban para pescar, se
recordó Danyal. No debía sentir remordimientos sólo porque era su turno de
ahogar alguna que otra lombriz. A decir verdad, no se sentía nada culpable,
admitió para sus adentros con una sonrisa.
Encontró su vara de pescar de sauce en la
entrada de la casa, y comprobó el hilo de tripa para asegurarse de que no tenía
nudos. La flexible vara, casi tres veces la longitud del muchacho, se cimbreaba
de forma satisfactoria hacia arriba y hacia abajo. Danyal tenía varios anzuelos
en su bolsillo, cada uno de ellos pacientemente afilado por su padre la noche
antes, y un saquillo lleno de gordas lombrices que había reunido hacía varias
tardes a la plateada luz de una Solinari llena. Finalmente cogió la nasa, un
cesto de mimbre que colgaba de un gancho al lado de la única puerta de la casa.
Fue al echar mano a la cintura para fijar
la nasa a su cinturón, cuando recordó que la tira de cuero curtido que solía
llevar se había roto justo el día anterior. Un trozo de soga bastaba para
sujetar sus pantalones, pero la nasa necesitaría una sujeción algo más firme,
sobre todo si la llenaba de peces. Soltó la vara de sauce y volvió a entrar en
la casa.
La luz del sol se reflejaba en un objeto
situado al otro lado de la habitación, y Danyal vio el cinturón de su padre
colocado en un lugar de honor sobre la repisa. Sabía, por supuesto, que no era
el cinturón lo que merecía ocupar ese lugar, sino la hebilla de plata, una
reliquia familiar que había llevado un antepasado de Danyal. Él muchacho dudó
un momento, consciente de la importancia de la atesorada hebilla, y de que
debería buscar otra solución para fijar la nasa. Pero la brisa de finales de
verano había empezado a disiparse; pronto, las truchas buscarían las
profundidades del río para dejar pasar las horas más calurosas del día.
Con gran decisión, Danyal agarró el
cinturón, lo pasó por las asas de la nasa y se lo ciñó a la cintura. Como toque
final, cogió una manta de lana para cubrir con ella el cinturón; si le
preguntaban, siempre podría alegar que había cogido la manta para tener algo
sobre lo que sentarse.
Incluso con la manta tapándolo, deseó que
nadie se fijara en él cuando salió y cerró con cuidado la puerta; cogió su vara
de sauce y echó a andar tranquilamente por el camino que llevaba por detrás del
pueblo, en dirección al terraplén que descendía hasta el arroyo. Mientras
avanzaba, oyó risas que llegaban desde la plaza del pueblo, donde sabía que se
habían reunido muchos de sus habitantes para pisar las uvas en grandes cubas de
vino.
Contento porque todo el mundo parecía estar
ocupado, el joven pescador siguió la valla que bordeaba la parte de atrás del
establo del herrero, a sabiendas de que difícilmente se cruzaría con alguien allí.
Lo sobresaltó un relincho enfadado y se apartó en un acto reflejo cuando un
gran caballo negro —hasta el momento, oculto por la valla— se levantó sobre sus
patas traseras. El animal resopló y le lanzó una coz, un golpe que Danyal
consiguió evitar por los pelos al dar un salto hacia atrás.
—Mejor suerte la próxima vez, Malsueño —musitó. Sacudió la cabeza con
nerviosismo, admitiendo para sus adentros que el irascible rocín del herrero lo
asustaba realmente, como le ocurría a cualquiera que se acercara a su pequeño
establo.
Pero los bosques y el arroyo lo llamaban, y
en menos de un minuto perdió de vista el pueblo, que quedó tras una barrera de
sauces y chopos que bordeaban las orillas del río. Danyal se dirigió hacia el
primero de una serie de profundos estanques, donde él y su hermano habían
tenido éxito a menudo. Si el primero de los estanques no le ofrecía un
suministro abundante de peces, pensaba cruzar el arroyo por el puente natural
creado por un viejo sauce, un árbol que había caído sobre el agua antes de que
él hubiera nacido. Del otro lado había varios estanques profundos y, aunque
eran algo más inaccesibles, la pesca era allí más abundante.
Durante varios minutos vagó por el bosque
soleado, observando los brillantes reflejos que llegaban del arroyo, olfateando
la fría humedad del agua limpia. Todo parecía perfecto cuando llegó a la
orilla, cerca de un profundo y quieto estanque. Sabía que las profundidades
azulverdosas del agua ocultaban muchos peces, y procuró acercarse a la orilla
agachado para no poner sobre aviso a sus presas.
La sombra que pasó sobre él se movía
demasiado deprisa para ser una nube, y era demasiado grande para ser un ave.
Danyal miró hacia arriba, boquiabierto, y luego cayó sobre su trasero, mudo y
estupefacto por la visión de un enorme Dragón Rojo. Paralizado por el terror
que suscitaban estas criaturas, conocido como miedo al dragón, sólo podía mirar
fijamente, temblando de pies a cabeza y con el estómago encogido.
El reptil planeaba bajo, tanto que la punta
de su sinuosa cola rozaba las copas de los chopos más altos. Cuando el monstruo
desapareció de su vista más allá de los árboles, el primer pensamiento
consciente de Danyal fue que estaba a salvo; obviamente, el reptil había pasado
sin reparar en él.
Su siguiente pensamiento fue para el
pueblo.
—¡Mamá! ¡Papá! ¡Wain! —gritó, poniéndose de
pie. Su voz, aguda y apremiante, resonó en el bosque. Abandonando su vara de
pescar, echó a correr desesperadamente hacia el pueblo que era todo su mundo,
el único que conocía.
Antes de que hubiera recorrido cuarenta
pasos oyó el primero de los gritos, chillidos de horror que eran aun más
sonoros que los suyos. Sólo había recorrido la mitad de camino, y la brisa de
verano ya estaba fuertemente impregnada del olor a hollín y a ceniza. Cuando coronó
la loma y atravesó la última hilera de árboles, en dirección a la parte trasera
de la herrería, creyó haber tropezado con el final de alguna terrible guerra.
El humo que impregnaba el aire le hacía
picar los ojos y la nariz. El calor era peor aun, un golpe físico que le azotó
la cara y le obligó a detenerse; tuvo que alzar los brazos como un escudo para
protegerse la piel de las ardientes llamas que amenazaban con levantarle
ampollas en la frente y las mejillas.
Entrecerró los ojos para intentar ver a través
del humo y las lágrimas. Parecía que todos los edificios del pueblo estaban
envueltos en llamas, y la mayoría se hallaban reducidos a escombros. Había
cadáveres —los cuerpos de sus vecinos, ¡de su familia!— por doquier, muchos con
terribles heridas, otros quemados por las letales llamas hasta el punto de ser
irreconocibles. Se tambaleó hacia un lado y vio la plaza del pueblo; las cubas
llenas de uvas estaban destrozadas, y el vino tinto derramado proporcionaba una
grotesca alfombra a los desfigurados cuerpos que yacían inmóviles entre los
restos.
Una gran ala escarlata surgió de pronto del
humo que cubría todo el pueblo, y Danyal se lanzó al suelo y se arrastró
frenéticamente para refugiarse bajo una puerta rota. Divisó la cola del dragón
mientras la bestia se alejaba volando hacia el norte, por donde Danyal lo había
visto llegar unos minutos antes.
Lentamente Dan se puso de pie; los
incendios habían aminorado, aunque la cara seguía ardiéndole por el calor que
lo rodeaba. Manteniéndose cerca de los edificios, rodeó toda la zona destruida
sin salir del refugio de los árboles. Algo se movió, y el muchacho saltó hacia
atrás y cayó entre la maleza mientras una enorme figura negra emergía de los
escombros de la tienda del herrero. Vio la brillante piel, los ojos salvajes, y
una enorme herida sangrante en el lomo del animal, que era presa del pánico.
—Malsueño
—gritó, cuando el caballo pasó a su lado y, a galope tendido, se alejó por el
camino del arroyo, haciendo caso omiso de su llamada.
Presa de un pánico tan intenso como el del
caballo, Danyal le dio también la espalda al pueblo. Mecánicamente, tomó el
camino del arroyo para dejar atrás la devastación y todo aquello que había
conocido en su vida.
374d.C.
Cuarto Misham del mes de Paleswelt
Danyal avanzaba por el liso y pegajoso barro del camino,
sorteando mecánicamente las rocas y raíces que salpicaban el suelo. Ni siquiera
reparaba en tales obstáculos, pues sus ojos estaban cegados por las lágrimas y
su mente era incapaz de borrar la imagen del cuerpo de un chico de su edad,
chamuscado y tirado sobre el suelo con los brazos extendidos en dirección a la
zona limítrofe del pueblo, al arroyo, al propio Danyal. El recuerdo era tan
vivido que sólo le faltaba oír los gritos. Alguien le había tendido los brazos,
desesperadamente necesitado de su ayuda, y él no había estado allí para
brindársela.
No había llegado a identificar ninguno de
los cuerpos, ya que estaba demasiado horrorizado para ello, pero de pronto
recrudeció su llanto al pensar que cualquiera de ellos podía ser su padre, su
madre o Wain. Y si no estaban allí, en la plaza, seguro que habían muerto en
los establos arrasados o en los restos incinerados de cualquiera de los otros
edificios.
Danyal no quería ni saberlo; únicamente
hallaba consuelo en correr desesperadamente a través del bosque que bordeaba el
río. Al cabo, un ardor en los pulmones y el dolor punzante del flato en el
costado frenaron la velocidad de su huida. Tambaleándose por culpa de la
fatiga, tropezó con una gruesa raíz de sauce, y sólo pudo dar un paso más antes
de caer agotado. Siguió llorando, postrado, hasta que se le agotaron las
lágrimas, y sus sollozos se fueron espaciando hasta desaparecer. Recobrada una
visión clara al haber cesado el llanto, observó el retorcido tronco del viejo
sauce y la cambiante superficie del riachuelo, que rielaba bajo la luz del sol.
Entumecido, intentó asimilar el hecho de
que estaba ante el mismo riachuelo que con tan buenos ojos había mirado esa
misma mañana, por increíble que pareciera. Su congoja se había disipado, cosa
que le resultaba muy extraña; intentó pensar en ello pero llegó a la conclusión
de que no tenía sentimiento alguno. Siguió tumbado allí, considerando esta
realidad, durante un período de tiempo que a él le pareció muy largo, asombrado
porque no estaba llorando ni asustado; ni siquiera estaba indignado.
Cuando reunió las fuerzas suficientes,
consiguió ponerse a gatas y erguir el cuerpo hasta apoyar la espalda contra la
lisa corteza del enorme árbol y así poder mirar el agua. Reconocía el lugar, y
le sorprendió comprobar que había recorrido tanto camino río arriba. De hecho,
acababa de pasar el último de los estanques en los que abundaban las truchas,
que tan distantes le habían parecido aquella mañana.
Saltó un pez, y el sol arrancó destellos
plateados a sus escamas, antes de que el animal se zambullera nuevamente en la
ondulante corriente en medio de una rociada iridiscente de brillantes gotas.
Cosa curiosa, Danyal no tenía hambre.
Sólo entonces cayó en la cuenta de que
tenía la garganta totalmente reseca. Se incorporó y llegó a trompicones a la
orilla del arroyo; una vez allí se arrodilló, y a punto estuvo de perder el
equilibrio y caer al riachuelo. La superficie del agua rielaba de un modo que
él nunca había visto antes; era como si jamás hubiera contemplado el fluir del
agua. Bajó ambas manos unidas en forma de cuenco y, llevándose el limpio fluido
hasta los labios, lo bebió trago a trago.
Una vez saciada su sed, se sonó la nariz y
paseó la mirada por su alrededor contemplando el soleado valle. Comprendió que
tenía que decidir qué hacer. Pensó en el pueblo, y se le entrecortó la
respiración; pero, al sacudir violentamente la cabeza, volvió la sensación de
falta de sentimientos. El secreto, entendió, estaba en no permitirse sentir
nada.
Era forzoso que tomara una decisión. Sabía
que no podía permanecer en ese lugar, aunque una pequeña parte de él se oponía
a la idea de marcharse y sugería que podía dejarse caer al suelo y quedarse
dormido hasta morir.
Pero entonces ¿adonde debía ir? ¿Qué iba a
comer? ¿Cómo iba a vivir?
Con un resquicio de esperanza se acordó de
su vara de pescar; suponía que debía de habérsele caído cuando había divisado
al dragón. Desanduvo el camino recorrido anteriormente y se sorprendió de nuevo
por la gran distancia.
Le llevó mucho tiempo llegar hasta donde
estaba la vara, y una vez allí notó de nuevo el acre olor del pueblo quemado.
Los cuervos graznaban desde las copas de los árboles y los buitres daban
sigilosas vueltas en lo alto del cielo.
Cogió la flexible vara de sauce mientras
pensaba de nuevo en el pueblo tal y como lo había visto por última vez, y se
dijo a sí mismo que debía volver allí. Los ojos volvieron a llenársele de
lágrimas; agitó, frustrado, la cabeza cuando una pregunta no deseada se
inmiscuyó en sus pensamientos: «¿Y si había alguien con vida, alguien que
hubiera sobrevivido al ataque de fuego y de destrucción, una persona herida,
grave quizás, alguien que necesitaba ayuda?».
Emitió una risa amarga a sabiendas de que
era una idea absurda. La devastación había sido total y absoluta, pero aun así
sabía que no podía partir, que no podía alejarse sin estar completamente
seguro.
Lentamente, indeciso, echó a andar otra vez
por el sinuoso sendero que se alejaba del arroyo; se detuvo un momento para
apoyar la vara contra un viejo sauce y luego subió la pequeña loma que marcaba
el filial de la arboleda. Ahora se alegraba de la presencia del humo, que
ascendía hacia el cielo, procedente de vigas y cimientos chamuscados, ya que le
impedía contemplar la destrucción en su conjunto.
Primero se dirigió hacia su propia casa;
había sido el edificio más grande del pueblo, y le fue muy difícil reconocerlo
entre los escombros y las vigas astilladas y quemadas. Se encontró con un
camino de piedra similar al que antes había llevado a su puerta, y un hoyo,
lleno de vigas negras, que se parecía al sótano de su casa, pero no acababa de
estar convencido. No, no lo era, no podía serlo. Debía de ser algún extraño
lugar, un sitio de algún reino infernal que sólo se asemejaba superficialmente
a aquel en el que Danyal había pasado los primeros catorce años de su vida.
La herrería se podía reconocer por el
yunque y la forja que aún se distinguían entre la madera quemada y las piedras
cuarteadas del muro posterior del edificio. Danyal se alejó a trompicones,
conteniendo las náuseas, ante la visión de una mano musculosa cuyos dedos
chamuscados sujetaban aún, rígidos, el martillo. La extremidad y el martillo
eran lo único que se podía ver, ya que el resto estaba totalmente cubierto de
escombros.
Y esta imagen se repetía por doquier. Rodeó
la cuba de vino y los negros cuerpos de los que habían estado reunidos
alrededor de las tinajas en la plaza del pueblo, y dedujo que la mayoría de los
vecinos habían muerto allí, probablemente en la primera llamarada letal del
ataque del dragón. La mayoría de los cuerpos estaban tan quemados que eran
irreconocibles, y Danyal se repitió una y otra vez que eran esculturas de
madera o de carbón, objetos inanimados transformados en caricaturas de gente de
verdad.
En el pequeño prado situado al otro lado
del pueblo, distinguió los cuerpos de los pastorcillos —entre los que se
contaba su hermano Wain—, destrozados por las garras del dragón, y tuvo que
alejarse precipitadamente de allí. La visión de esos cuerpos era aun más
horrible que todo lo anterior, porque su humanidad seguía siendo evidente,
innegable en las pequeñas y desgarradas formas.
Danyal ansiaba desesperadamente darse la
vuelta y correr, dejar ese lugar para siempre, pero se obligó a seguir y
terminar su macabro recorrido. En el centro del pueblo, se detuvo ante los
restos de su propia casa, y fue girando lentamente hasta completar el círculo,
escudriñando a través del humo en busca de cualquier señal de vida.
—¡Hola! —gritó; por toda respuesta, un
centenar de cuervos alzaron ruidosamente el vuelo, asustados—. ¿Hay alguien
ahí? ¿Me puede oír alguien?
Esperó a que las aves volvieran a posarse y
los ecos cesaran. El silencio, entonces, fue absoluto y aceptó la realidad: era
el único superviviente del pueblo.
Cuando quiso darse cuenta, estaba de
regreso en el bosque, en la orilla del arroyo, donde había dejado apoyada la
vara de pescar antes de entrar en el pueblo. Y de nuevo se preguntó adonde
debía ir.
Por primera vez en su vida Danyal consideró
el hecho de que realmente conocía muy poco acerca de lo que había más allá del
valle. Sabía que río abajo, recorriendo una lejana calzada que atravesaba el
bosque, había una ciudad llamada Haven. Sus antepasados procedían de esa ciudad.
Muy de vez en cuando, algún lugareño con espíritu aventurero iba allí, y
regresaba con historias de exóticas gentes, que llevaban vidas extrañas en
compañía de otras muchas gentes.
Río arriba, hacia el norte, se extendía el
desierto, y además, al parecer, estaba el dragón. Él lo había visto llegar
procedente de esa dirección, y marcharse por el mismo camino. Danyal sabía que
el arroyo nacía en las altas montañas que, en un día despejado, eran visibles
para cualquiera que se situará a una altura desde la cual los árboles no le
obstruyeran la visión; al parecer, el dragón también vivía allí.
Analizó las dos opciones, y de inmediato
supo que iría hacia las montañas. Un sentimiento pugnaba por atravesar su
escudo de indolencia, un sentimiento de ira, amargura y odio. El dragón le
había arrebatado todo lo que era su vida. Él le haría lo mismo al gran reptil
carmesí.
Esa idea lo llenó al punto de energía.
Estaba emocionado ante la existencia de un objetivo, preparado para partir de
inmediato. Más tarde se preocuparía por los detalles de su misión.
El muchacho cogió la vara de pescar y
emprendió camino río arriba, por el sendero que corría paralelo a la corriente;
su paso era firme y sus intenciones claras. Tenía una buena nasa y un cuchillo
afilado, además de yesca y pedernal, y la cálida manta alrededor de la cintura.
La rabia lo empujaba a avanzar rápidamente
por el sendero. Decidió esperar hasta la puesta del sol, momento en el que
tenía esperanzas de pescar algún pez antes de que oscureciera, Tenía buenas posibilidades
de encontrar una cueva en las márgenes del río o algún árbol hueco donde
pudiera dormir. A menudo había acampado con su hermano, y no habían usado más
que el dosel del follaje de un sauce como refugio. Si era preciso, podía hacer
lo mismo aquella noche.
Pero Wain ya no estaría allí, no volvería a
estar nunca. Pensamientos como éste intentaban colarse en su ira, amenazando
con hundirlo en la tristeza. Se resistía con coraje, pero más de una vez
descubrió asombrado que estaba llorando.
Un estrépito procedente de la maleza
cercana le hizo dar un brinco de sobresalto. Desenvainó de forma refleja su
pequeño cuchillo de pescador y lo blandió al oír que algo se acercaba por entre
los árboles. Entonces apareció una forma negra, con las orejas aplastadas contra
el cráneo. Con un relincho de pánico, el animal se giró y se lanzó al galope
por el sendero; sus cascos retumbaron contra el suelo, y rápidamente
desapareció de su vista.
—¡Malsueño!
—gritó de nuevo. Sus esperanzas habían aumentado súbitamente por la presencia
del familiar animal, que, por muy mal genio que tuviera, era de su mismo
pueblo. Pero enseguida se echó a llorar, esta vez por la frustración al ver que
el caballo volvía a desaparecer. Siguió avanzando, pero su energía anterior se
había disipado para dar lugar a la triste desesperanza.
Casi una hora más tarde se encontró una vez
más con el animal, ahora inmóvil e impasible al lado del sendero. Se acercó
andando despacio desde la parte de atrás del caballo para que no lo viera, y se
asombró al oír una suave voz femenina, una voz que sonaba como la de alguna de
las chicas del pueblo.
—Prueba un poco de esto, pobre yegua. Sé
que has pasado un susto tremendo. Créeme, sé cómo es eso. Ahí tienes, toma otro
mordisco. Hay muchas más como ésta en el suelo del huerto de los manzanos.
El siguiente paso de Danyal le permitió
contemplar el rostro de quien hablaba, y lo asombró ver una chica kender.
Reconoció inmediatamente su raza ya que varias veces al año algunos de los
diminutos trotamundos atravesaban Waterton durante sus viajes, para espanto de
las gentes honradas y temerosas de los dioses que habitaban allí, si bien
siempre habían sido amables y divertidos para con los niños del pueblo.
La kender tenía el tamaño de una niña
humana, pero había mechones grises entre su tupido pelo negro, una melena que
tenía peinada sobre su cabeza en el copete típico de los kenders, excepto que
ella lo llevaba trenzado en dos coletas, una sobre cada hombro. Su cara era
redondeada y atractiva; sólo las arrugas presentes en las comisuras de los ojos
y la boca revelaban que no se trataba de una muchachita hermosa; eso y las
orejas, pensó Danyal al ver las formas picudas de éstas. Vestía polainas
gastadas, zapatillas y chaqueta, y tenía varios saquillos y bolsas que colgaban
de su cuello, hombros y cinturón.
Sus ojos mostraron gran sorpresa al verlo,
pero enseguida ella se llevó un dedo a los labios conminándolo a guardar
silencio. Sacó una manzana de una voluminosa bolsa que tenía a su lado y dejó
que Malsueño mordisqueara la madura
fruta, momento que aprovechó para poner un ronzal en el hocico del animal y
pasar la soga por encima de sus orejas, ahora erguidas.
Danyal, que ya había visto intentar esta
maniobra con Malsueño en otras
ocasiones, e inevitablemente con resultados desastrosos, se sorprendió cuando
el caballo sólo se movió levemente para luego dirigir de nuevo su atención
hacia la bolsa en busca de otra manzana.
—Tranquila, chica —dijo la kender.
Danyal se dijo que la desconocida le
hablaba al caballo con un tono maternal y relajante, algo que encontraba poco
apropiado para su diminuto tamaño. La kender palmeó el cuello del animal, y Malsueño cabeceó como respuesta, o quizá
fuese sólo un movimiento producido al masticar la manzana.
—¡Hola! —dijo ella por fin mirando a Danyal
con una expresión de compasión e inquietud—. Vi al dragón. ¿Eres del pueblo? —Él
asintió en silencio—. Lo siento —añadió ella—. Intuí que este caballo provenía
de allí. ¿Hay algún otro...? —La kender dejó en suspenso la frase, y esta vez
la respuesta de Danyal fue negar con la cabeza.
»Bueno, aquí tienes —dijo ella,
ofreciéndole la soga del ronzal—. Creo que te lo mereces.
Danyal cogió la cuerda de manera mecánica,
vagamente sorprendido de que Malsueño
no saliera galopando de repente.
—Gr... gracias—balbuceó.
—Yo no intentaría montarla aún —le indicó
ella—. Está un poco quemada, ahí, en el lomo. Estaba pensando que quizás una
cataplasma de barro podría ayudarla a cicatrizar.
—¡Tienes razón! —El joven se mostró
entusiasmado al descubrir que podía hacer algo para ayudar—. Ahora mismo
vuelvo.
Se deslizó por la cuesta hasta una zona
embarrada del fondo del arroyo y rápidamente llenó ambas manos con la pegajosa
sustancia. Manteniendo trabajosamente el equilibrio sin usar las manos, regresó
de nuevo a lo alto de la loma. Al llegar junto al caballo tuvo que alzarse para
colocar suavemente la cataplasma sobre la carne chamuscada. Malsueño tembló, y toda la piel de su
flanco se encogió, pero no se apartó de sus cuidadores.
—Esto ha sido muy buena idea —dijo él, hablando
suavemente a la kender, que estaba de pie al otro lado del animal. De repente
se le ocurrieron varias preguntas, y las soltó todas juntas—. ¿Quién eres?
¿Cómo te llamas? ¿Vives por aquí, en el valle?
Como no obtuvo respuesta se agachó para
mirar por debajo del cuello de Malsueño.
Sintió una escalofriante sensación de sorpresa y por un momento se preguntó si
no habría imaginado la presencia de la joven kender.
Esta había desaparecido.
A su Excelencia Astinus, Maestro Historiador de
Crin
Escrito esto en el año 353 d. C. de Krynn
Como su Excelencia puede bien imaginar, me
siento conmovido, y sobre todo halagado, al conocer su intención de que sea yo
quien escriba un resumen de la historia de mi propia vida. Quede claro de
antemano que siempre he creído que el auténtico historiador debe ser un
investigador, un cronista de grandes hazañas, y no un participante de éstas. Ya
sea por buena o por mala fortuna, he tenido suerte de participar activamente en
alguno de estos hechos. A pesar de mi renuencia, mi disciplina y mi educación,
me he visto obligado a agitar las aguas del río con mi propio remo.
Naturalmente, mi humilde papel se ve
reducido a la mínima expresión si se compara con las hazañas de otros grandes actores
presentes en este gran escenario que es la Historia. En efecto,
parece incluso presuntuoso por mi parte tomar papel y pluma para narrar unas
acciones propias tan insignificantes; aunque he de admitir que esos sucesos tan
triviales llevaban consigo cierto riesgo para mi persona. Aún se me hiela la
sangre en las venas cuando recuerdo las peligrosas circunstancias que tuve que
afrontar repetidamente. Me enfrenté a villanos de terribles poderes, armado
sólo con la firmeza de mi espíritu, mi naturaleza observadora y el astuto
ingenio de mi lengua; eran gentes que podrían haber acabado con mi vida sólo
con mirarme.
Y, dicho sea con toda humildad, he superado
mi modestia para poder describir cómo mis encuentros en estas aventuras sí que
tuvieron realmente un ligero grado de éxito, por muy pequeño y poco prodigioso
que éste fuera.
Pero me desvío del tema. Olvidaba que su
Excelencia me ha pedido una historia del tiempo anterior a estos sublimes
logros. Como siempre, haré lo que esté en mi mano para cumplir vuestros deseos.
A saber: mis estudios comenzaron durante el
otoño del 366 d.C. cuando ingresé como novicio en el Templo de Gilean de
Palanthas. Fui recomendado por mis conocimientos de lectura y de escritura,
pero, como su Excelencia sin duda ya sabe, varios de mis superiores tenían
ciertas reservas acerca de mi aptitud para la vida clerical.
Mis estudios progresaron en dos
direcciones. En las áreas de investigación, de transcripción, de narración y de
descripción exacta fui elogiado por todos; en los temas referentes a la fe en
nuestro dios de la
Neutralidad, en cambio, he de confesar que mostré una extrema
incapacidad. Un novicio normal, sin duda, ha aprendido ya cómo se hace un
hechizo tras uno o dos años de estudio, y lo normal es que su velocidad de
aprendizaje sea mayor cuanto mayor sea su tiempo de residencia en el
monasterio.
Desgraciadamente, esto no ocurrió conmigo.
Pasé la mayor parte de una década estudiando de forma devota, pero me fue
imposible incluso llegar a mover el polvo de la biblioteca mediante el uso de
la magia.
Era como si una luz, una chispa apreciable,
estuviera iluminando el espíritu de los otros monjes. En mi caso, sin embargo,
los rescoldos habían sido mojados mucho tiempo atrás y estaban tan empapados
que nunca más podrían volver a encenderse.
No obstante, en lo que respecta a mis
logros académicos, sí que me hice notar (al menos así me lo dijeron mis
maestros y el propio patriarca Grimbriar), tanto que al final conseguí atraer
la atención de su Excelencia. Fueron mis escrituras, por supuesto, y no mi fe,
lo que hizo que se fijara en mí; en concreto, fue el estudio de Fistandantilus,
el tema sobre el que versaban casi todas mis primeras investigaciones.
El archimago de la negra túnica, totalmente
corrupto e infinitamente poderoso, fue una figura única en la larga historia de
Krynn. La suya fue una historia llena de contradicciones, y es en verdad una de
las fuertes corrientes laterales que se mantiene cada vez que el flujo del río
recorre tumultuosas cascadas. Su historia comienza en la noche de los tiempos,
atraviesa el presente, e incluso en el futuro, que es mi pasado, muestra una
influencia sobre la corriente constante del gran río.
Además es una historia que sabemos que está
unida a otra gran figura histórica, la del archimago Raistlin Majere. Hay
lugares en los que las corrientes del río que representan a ambos archimagos se
unen, mezclándose de tal modo que son, en verdad, indistinguibles.
Fue elección propia hacer del estudio de
Fistandantilus mi primera área de especialización. Durante aquellos años en el
monasterio hallé gran placer en el hecho de rastrear la presencia del archimago
en una u otra región de Ansalon, ya fuera en las épocas en que estaba activo,
cuando se encontraba en letargo o aun en lo momentos en que parecía estar en
dos sitios a la vez. Viajé bastante en el transcurso de estos estudios, y
recuerdo especialmente un viaje a Haven durante los años 370-371, en el cual
desentrañé detalles clave. Como recordará su Excelencia, fue allí donde
descubrí la primera referencia a Kelryn Desafialviento, aunque en mi primer
encuentro no llegué a conocer el nombre del falso sumo sacerdote.
Había mucho escrito acerca del tema que yo
había escogido, lo suficiente para mantenerme ocupado durante esos años de
investigación. (Perdonadme, Excelencia, si ahora me permito pensar que mis
trabajos han hecho aumentar de forma significativa todo ese material; al menos
lo bastante para poder proporcionar meses o años de inspiración al versado
estudiante de historia que algún día quiera seguir mis pasos.)
Pero, inevitablemente, llegó un momento en
que ya había agotado todos los recursos disponibles, y seguía sin tener la más
mínima capacidad para elaborar el más básico encantamiento de la magia
clerical. A decir verdad, parecía que mis aspiraciones de alcanzar el grado de
clérigo estaban condenadas al fracaso.
Con la idea de darme una oportunidad de
gracia, el patriarca Grimbriar y mis propios tutores me llamaron a su
presencia. Aún recuerdo con nitidez el encuentro en la oscura biblioteca, pálidamente
iluminada por la amarillenta luz de las velas. Mi corazón palpitaba con fuerza
ya que pensaba que iba a ser expulsado por mi fracaso, alejado del monasterio y
forzado a buscar mi lugar en el mundo como alguien con un destino tan incierto
que no puede encontrarlo. En cambio, mi tutor, Falstar Kane empezó la reunión
haciéndome un regalo; era El libro del
saber, y yo conocía bien el significado del tesoro que tenía entre mis
manos y el grado de confianza que la alta jerarquía del templo había depositado
en mi persona.
Abrí el encantado tomo y encontré una
página en blanco; sabía lo suficiente acerca del significado de ésta para
esperar que los maestros siguiesen hablando. (Acerca del libro se hablará más
adelante.)
—Foryth, hemos decidido que tu aprendizaje
debe seguir un camino distinto del que ha seguido hasta ahora —empezó Falstar
Kane con suavidad.
—¡Aguardo vuestras órdenes, vuestra
inspiración! —repuse, con total sinceridad.
—Vamos a volver a enviarte fuera de los
muros del templo, al mundo exterior —continuó mi mentor, en tono más grave.
—¿Adonde, mis señores? —inquirí,
esforzándome por mostrarme tranquilo.
—Tu diligencia en el asunto del archimago
es bien conocida—dijo Thantal, otro de mis maestros—. Se ha sugerido que viajes
a un lugar en el que puedas continuar esa investigación e intentar ampliar ese
trabajo... y a la vez puedas buscar otra cosa.
Admito que estaba intrigado. Incluso en ese
momento yo ya había decidido cuál sería el objetivo inicial de mis estudios.
—Investigación de campo... y la búsqueda de
la magia —intervino el patriarca Grimbriar, poniendo sus cartas sobre la mesa
(confío en que el uso de esta metáfora de juegos de apuestas no moleste a su
Excelencia).
—¿Qué tipo de magia? —osé preguntar.
—Cualquiera, hijo mío. —Fue Falstar quien
respondió—. Viajarás durante un año, y esperamos que aproveches el tiempo para
ampliar tus estudios sobre Fistandantilus.
—Además, esperamos... Mejor dicho, exigimos
—el tono del patriarca era ahora realmente muy serio— que vuelvas aquí trayendo
contigo un hechizo de magia clerical. Debes conseguirlo antes de que transcurra
el año que te ha sido asignado, o tu curso de estudios bajo la Balanza de Gilean se dará
por finalizado.
Al oír sus palabras, se me formó un nudo en
la boca del estómago. Me había esforzado muchísimo por aprender un hechizo y,
dado que había fallado dentro del ambiente controlado y reverente del
monasterio, era muy poco probable que alcanzara el éxito en el caótico mundo
exterior.
—¿-Tienes alguna idea respecto adonde debe
comenzar tu viaje?
A eso pude responder con seguridad:
—Recordaréis que en mis investigaciones
anteriores descubrí a un hombre, un falso clérigo de los Buscadores que vivió
durante algún tiempo en Haven —contesté y, al ver el interés despertado en mis
interlocutores, continué—. Durante la época de los Buscadores fundó una falsa
religión, (que cobró bastante prestigio hasta la llegada de los ejércitos
draconianos. Entonces abandonó la ciudad, pero durante mis estudios he
encontrado pistas que sugieren que puede seguir viviendo en una zona remota y
montañosa al sur de Qualinesti.
—¿Por qué te interesa este clérigo en
particular, un falso clérigo al fin y al cabo? —Había auténtica curiosidad en
la voz del hermano Thantal.
—Porque su secta estaba basada en el culto
a Fistandantilus —contesté.
—Parece apropiado —coincidió Grimbriar—,
pero el hombre debe de ser ya muy viejo. Quizás haya muerto.
—Puede haber muerto, pero dudo que sea
viejo —convine; al ver sus inquisitivas miradas me expliqué—: Su secta estuvo
activa en Haven unos cincuenta años; aun así, al ser disuelta, él seguía siendo
un hombre joven. Había encontrado un modo de evitar los efectos del
envejecimiento. (No mencioné mis sospechas, pero ya entonces yo creía que la
gema de Fistandantilus podía ser la clave de su longevidad.)
—Eso sí que es interesante —dijo Falstar
Kane con sonrisa satisfecha—. Que el dios de la Neutralidad vele tus
estudios.
—Y te conceda también buena suerte —añadió
el patriarca. (Por muy serio que estuviera creo que en verdad deseaba que yo triunfara.)
Así fue como dejé atrás el monasterio de
Palanthas, cogí un barco a Nuevo Puerto y luego seguí un irregular camino
terrestre hasta las zonas más recónditas de las Kharolis.
Y es allí, Excelencia, donde comienza en
verdad mi historia, en esa era del futuro en la que fui un hombre mucho más
joven.
En
devoción a la verdad,
vuestro
fiel siervo, Foryth Teel
374d.C.
Entre el cuarto Bakukal del mes de Paleswelt y
elprimer
Linaras del mes de Reapember.
El huerto de los manzanos estaba
exactamente donde la kender había dicho que estaría. Danyal ató a Malsueño a una gruesa rama y recolectó
toda la fruta que podía llevarse. Puso las manzanas en la nasa, a falta de un
recipiente mejor y luego se comió varias sentado en la hierba mientras miraba
cómo pastaba la yegua.
Malsueño, por su parte, miró siniestramente al
muchacho con sus grandes ojos marrones, una mirada que intranquilizó a Danyal.
Se imaginó que el caballo buscaba un modo de soltarse y quizá de propinarle una
coz o, como poco, de salir al galope, para nunca más volver a verlo.
—Tal vez debería soltarte —pensó Danyal en
voz alta—. A buen seguro vas a causarme más problemas de lo que vales.
Las orejas del caballo se irguieron y
giraron hacia él Cuando Malsueño
empezó a masticar otra manzana, Danyal sintió una extraña afinidad hacia el
animal, como si los uniese un parentesco. Sabía que estaría aun más solo si el
corcel huía, así que sonrió resignadamente y añadió:
—Supongo que estamos unidos, puesto que
somos los dos únicos supervivientes de Waterton.
Su mente seguía sin aceptar que esto fuera
verdad, así que intentó no pensar en ello y procuró decidir el camino que
emprendería al día siguiente, aunque estos pensamientos eran también
preocupantes, porque lo llevaban inevitablemente hasta el dragón que había
volado hacia el norte.
Cuando oscureció, el chico se cubrió con la
manta y se acostó, pero durmió muy inquieto toda la noche. Sus sueños se vieron
invadidos por imágenes de fuego, de grandes alas rojas y de enormes fauces;
mezclados con ellas, había episodios en los que veía a su madre y al resto de
la familia, pero inmediatamente le eran arrebatados por alguna fuerza sobre la
que él no tenía ningún control.
Despertó antes del amanecer, temblando de
frío a pesar de la manta, y sintió un tremendo vacío en el estómago. Era un
hambre que no podría ser aplacada sólo con manzanas, así que se encaminó hacia
el río cuando las primeras luces teñían de dorado el horizonte, y antes de que
se hubiera aclarado medio cielo ya tenía tres hermosas truchas. Hizo un fuego
en el borde del huerto, y sintió el calor de las llamas; abrió y limpió los
peces, y los clavó en afilados palos y los asó en el fuego.
Cuando el sol llegó a las copas de los
árboles, él ya había desayunado y estaba caliente y seco. Cambió la cataplasma
de barro de la herida de Malsueño, y se sintió aliviado al ver que había
empezado a cicatrizar bien. Finalmente Cogió la soga con una mano y la vara de
pescar con la otra y emprendió el camino por el sendero paralelo al arroyo.
Antes de que el sol alcanzara su cenit se
encontraba ya más lejos de su casa de lo que había estado en toda su vida. El
valle tenía el mismo aspecto que en Waterton, aunque notó que en el arroyo
había más trechos de espumosas aguas blancas. El clima seguía siendo soleado y
cálido, lo cual era de agradecer, y a veces conseguía recorrer más de un
kilómetro sin pensar en el horror que le había hecho emprender su camino. Se
distraía imaginando que estaba corriendo una aventura o que era un pescador que
buscaba el estanque ideal con los peces perfectos.
Pero entonces volvían los recuerdos y la melancolía
se apoderaba de él, tan opresiva como un cielo tormentoso, y amenazaba con
convertirse en una gran depresión, como las tormentas de verano que amenazan
primero para luego dejarlo a uno empapado.
El mismo sol parecía oscurecerse en el
cielo, y Danyal frenaba la marcha y avanzaba a trompicones mientras luchaba
contra el nudo que se le iba formando en la garganta. En estos momentos duros
era Malsueño la que lo obligaba a
seguir adelante; el gran caballo continuaba marchando con ritmo quedo y tiraba
de la soga que el muchacho mantenía aferrada, con lo que evitaba el hundimiento
total de su compañero de fatigas.
Esa noche acampó en un bosquecillo de
cedros y comió de nuevo truchas frescas con un par de manzanas. Encendió una
pequeña hoguera, y pasó la noche más cómodo y tranquilo que la anterior,
protegido como estaba del viento por los árboles perennes.
En el tercer día de su expedición el
terreno empezó a elevarse de forma apreciable. No había visto ningún
asentamiento ni signo alguno de seres humanos u otra raza de constructores en
el tiempo transcurrido desde que había dejado atrás las ruinas de su pueblo.
Ahora las lejanas montañas se elevaban como una gran masa de color púrpura
hacia el norte y hacia el oeste, y había lugares en los que veía alargadas
manchas blancas de nieve perpetua y brillantes cornisas heladas repartidas por
los altos riscos.
Al caer la tarde de ese día, llegó a una
curva en el sendero del arroyo y se sorprendió al ver que un puente de piedra
gris en forma de arco vadeaba el riachuelo. Soltó las riendas de Malsueño y trepó por una cuesta rocosa
hasta llegar a una estrecha calzada, llena de baches. Pateando y bufando, el
caballo consiguió llegar a su lado.
—¿Hacia dónde llevará esto? ¿O de dónde
vendrá? —se preguntó en voz alta Dan, mirando hacia uno y otro lado del poco
frecuentado sendero.
Malsueño bajó el hocico al suelo y arrancó un
puñado de tréboles que crecían al borde del camino mientras Danyal intentaba
pensar. No se veía huella alguna de botas, cascos o ruedas en el camino y se
dio cuenta de que hacía tiempo que no se usaba; sin embargo, parecía sugerir
que había algo interesante en cada sentido del camino; ¿por qué si no iban a
construirlo?
Decidió acampar cerca de allí para
considerar la cuestión durante la noche. Unos metros río arriba desde el puente
encontró una pequeña gruta, con una ladera de musgo que descendía hasta un
pronunciado recodo en el riachuelo que parecía prometer buena pesca. Aunque no
sabía por qué lo hacía, Danyal procuró que su campamento provisional no fuese
visible desde la calzada.
Tras volver a comer pescado asado, dispuso
las cosas para mayor comodidad suya y del caballo. De nuevo se durmió
enseguida, tras un día agotador.
Esta vez, sin embargo, su sueño fue
interrumpido por un ruido que lo hizo incorporarse con el cuchillo en la mano
antes incluso de haber identificado su procedencia. Después lo volvió a oír;
era un grito de alarma seguido de una risa fría y corta.
Había hombres cerca de allí, y, a juzgar
por los ruidos de lucha, algún desafortunado viajero se había encontrado con un
grupo de bandidos o de asaltantes de caminos.
Danyal se quitó la manta de encima y, con
el corazón saliéndosele del pecho, se arrastró hasta la entrada de la gruta. La
ladera a este lado del camino era empinada y, en su base, a sólo unos metros de
la calzada, distinguió los brillantes rescoldos de la hoguera de un campamento.
Pese a la tenue luz, alcanzó a ver un hombre con la espalda contra el muro de
piedra y otros cuantos, más grandes y fuertes, que cerraban el círculo en torno
a él.
Malsueño, a su lado, estaba quieta y en silencio;
los ollares le temblaban, y tenía las orejas inclinadas hacia adelante para
captar mejor los sonidos. De repente Danyal cayó en la cuenta de que el caballo
podía hacer ruido en cualquier momento y delatar su propia posición. No había
forma de mover el caballo en silencio, así que para protegerse a sí mismo
empezó a arrastrarse hacia un lado, siempre en lo alto de la ladera de la
colina, para acortar la distancia que los separaba.
La luz aumentó cuando uno de los bandidos
echó algo de leña seca al fuego, y Danyal pudo ver que el viajero solitario
estaba desarmado, con la espalda contra la pared rocosa, enfrente de los otros.
Al acercarse, el muchacho descubrió asombrado que, aunque desarmado, el hombre
sostenía un libro en su mano izquierda. El tomo estaba abierto, y en la mano
derecha tenía un tintero y una pluma que intentaba mojar sin éxito mientras se
dirigía a sus atacantes.
—¿Dónde decís que estamos? ¿Y qué nombre
fue ése? Lo siento, pero con esta luz es complicadísimo ver la página. Ah,
gracias, así está mucho mejor —dijo, cuando echaron más leña al fuego.
—No te preocupes por eso —gruñó uno de los
bandidos, un tipo muy apuesto cuyo brillante pelo negro y facciones firmes
chocaban con la mugre de su jubón de cuero—. Entréganos tu bolsa, si es que
albergas esperanzas de volver a ver amanecer.
Danyal se quedó boquiabierto. A pesar de
haberlo adivinado, se sobresaltó al oír confirmadas las intenciones de los
hombres. Se agazapó tras un árbol para mantenerse fuera de la vista, pero no
despegó el ojo del hueco que quedaba bajo el tronco para poder seguir
contemplando la escena que transcurría a la luz de la hoguera.
—Siento decir que mi bolsa no contiene gran
cosa —decía el tipo. Parecía muy despreocupado, pensó Danyal, para alguien que
podía estar enfrentándose a los últimos instantes de su vida.
—Esto podría acabar mal para ti. ¿No tienes
miedo? —preguntó el apuesto bandido, pensando obviamente lo mismo. Se pavoneó
como si fuera el cabecilla del grupo—. ¡Eh, Balayar, dame una tea! ¡Quizá
podamos hacer que este tipo lo piense dos veces antes de darnos sus respuestas!
—Vale, Kelryn —contestó otro y metió en el
fuego una rama repleta de agujas secas. Las llamas chisporrotearon en la noche
y estallaron con chasquidos y siseos, arrojando una luz tan brillante que
Danyal temió que descubrieran su escondite.
Entonces oyó otro ruido, un estrépito que
se producía cerca de donde él se encontraba. Los bandidos blasfemaron y
volvieron su atención hacia el campamento del muchacho. Danyal supo al instante
lo que había pasado: asustada por la resplandeciente llama, Malsueño había conseguido desatar el
ronzal, y ahora se acercaba a él, tropezando entre las rocas.
—¡Mirad! ¡Allí! Un hombre a caballo —gritó
uno de los bandidos apuntando hacia la oscura silueta del asustado corcel.
Malsueño relinchó, un sonido estridente que
atravesó la oscuridad. Coceando y resbalando sobre la grava, el asustado
caballo negro avanzó por la empinada ladera. Muchos de los cantos se soltaron y
empezaron a rodar hacia abajo con velocidad creciente.
En cuestión de segundos, el ruido de la
avalancha se hizo más ensordecedor que los gritos de los hombres o el asustado
relinchar del caballo. Danyal vio cómo una gran roca salía despedida para ir a
aterrizar ruidosamente en medio del fuego, del que se alzó una lluvia de
chispas y ascuas.
Ahora los hombres gritaban e intentaban alejarse
de allí. Danyal alcanzó a distinguir que los bandidos miraban con ojos
enloquecidos hacia todos lados, con las espadas desenvainadas en espera de sus
atacantes. Otra gran roca atravesó ruidosamente el campamento y golpeó a su
paso a uno de los bandidos, que quedó retorciéndose y quejándose en medio del
camino.
El cabecilla se arrodilló sobre el hombre
herido, que gritaba de dolor; una espada centelleó a la luz del fuego, y los
lamentos del herido cesaron para dar paso a un grito agudo que murió en un
repugnante gorgoteo de sangre.
Luego los bandidos desaparecieron; sus
pasos se alejaron por el camino mientras la avalancha de rocas llegaba a su fin
y sólo restaba una lluvia de piedras y gravilla, que se precipitó hasta el pie
de la ladera. La espesa polvareda levantada por las rocas se le había metido a
Danyal en la nariz y en la boca, y el muchacho se preguntó qué le habría pasado
al viajero solitario; su campamento había quedado sepultado bajo una gruesa
capa de cascotes y no parecía haber nada o nadie que se moviera allí abajo.
El chico bajó cautelosamente por la cuesta
y vio que Malsueño había conseguido
de algún modo llegar hasta la calzada. El corcel negro lo miró impasible
mientras él buscaba entre los cascotes, hasta que lo sobresaltó una voz procedente
de las sombras.
—Hola —dijo el viajero, dando un paso
adelante. Danyal advirtió que lo había protegido el saliente del risco bajo el
cual lo habían empujado las afiladas espadas de los bandidos.
—Ho... hola-—contestó el joven—. ¿Está
bien?
—Creo que sí —repuso el hombre—. He de
admitir que fue mala suerte lo de la avalancha de rocas.
—¿Mala suerte? —Danyal estaba asombrado—.
Creo que eso acaba de salvarle la vida.
—¡Oh, no! —replicó el tipo—. Sólo hizo huir
a esos hombres justo cuando uno de ellos estaba a punto de decirme su nombre.
El joven iba a responderle que a él le
había parecido que los bandidos tenían otras intenciones que las de mantener
una conversación informativa, pero el desconocido parecía tan sincero y
preocupado que Danyal cambió de idea.
—Me llamo Danyal Thwait —se presentó—.
¿Quién es usted?
—Foryth Teel —contestó el hombre, con cara
de preocupación, mientras recogía el libro que el bandido había tirado contra
las rocas—. No se ha estropeado —le dijo a Danyal, como si no hubiera duda
acerca de la inquietud del muchacho por el buen estado del tomo.
—Bien —respondió el joven—. Pero ahora,
Foryth Teel, ¿por qué no me acompaña? Creo que debemos buscar otro lugar para
acampar.
374 d.C.
En los momentos en que la esencia de
Fistandantilus se volvía enloquecedora y frustrantemente consciente, el
archimago sabía que había languidecido dentro de su anfitrión kender durante
muchas décadas. El espíritu ansiaba escapar; necesitaba ejercitar el poder que
atraería a sus; víctimas, almas que podría absorber y vidas que usaría para
restablecer su fuerza. Pero en todas las ocasiones sus deseos se frustraron y
siguieron siendo meros recuerdos de una época pasada de poder y de magia.
Con el transcurso del tiempo, el ansia del
archimago se convirtió en necesidad imperiosa, y sus deseos de venganza se
incrementaron. Decidió que, cuando por fin consiguiera celebrar su triunfo
final, las matanzas consumirían ciudades enteras con miles y miles de vidas.
En estos momentos de lucidez recordaba su
talismán, el heliotropo. De vez en cuando casi podía notar el latido de la gema
en sus manos, lo que evidenciaba cuán intensos eran sus recuerdos de su calidez
y su vitalidad. El artefacto había sido siempre devorador de almas, y ahora
latía con el poder acumulado de las muchas vidas consumidas.
La gema seguía siendo su mejor esperanza,
porque sus esfuerzos la habían llevado a las manos de uno que podía usarla, un
hombre que había sido un falso clérigo y que ahora se había convertido en
cabecilla de unos bandidos.
A veces, el alma de Fistandantilus
intentaba alcanzar al señor de los bandidos, usando la piedra como conducto. El
hombre había sido manejable en algunas otras cosas y se mostraba más que
dispuesto a usar los poderes de la piedra, Pero también era testarudo e
independiente, y en vez de ceder había aprendido a usar la piedra para su
beneficio personal. Y, como consecuencia de estar alojado en un intratable
kender, el archimago era incapaz de usar a su anfitrión para recuperar la gema.
Pero el archimago sabía tener paciencia;
tarde o temprano llegaría una oportunidad para que el kender tocase la piedra,
y entonces Fistandantilus podría reafirmar su poder y su control: el falso
clérigo se convertiría en su herramienta, y el kender trotamundos estaría
condenado, con lo que finalmente el camino para que el archimago volviera a
reencarnarse quedaría expedito. Hasta entonces, sin embargo, Fistandantilus
continuaría permitiendo pacientemente que el poder del heliotropo sustentara al
hombre y evitara su envejecimiento.
El ancestral hechicero también era
consciente de que había otra posible vía de supervivencia. Podía ver a través
de un par de ojos que de vez en cuando le ofrecían a Fistandantilus una visión
específica, e incluso en su estado etéreo sabía que no estaba viendo el entorno
de su anfitrión kender. No, éstos eran otros ojos; ojos de poder y de magia,
pero que no tenían sustancia de carne, de tejido o de lágrimas.
Cuando la imagen era nítida, el archimago
veía fuego y humo, una caverna en la que la lava hervía y burbujeaba.
A veces veía un rostro infame, una gran
cabeza con escamas y colmillos que se elevaba para contemplarlo, que miraba a
sus ojos descarnados con las propias esferas amarillas de pupila alargada. Era
un gran dragón que intentaba comunicarse con la calavera. Fistandantilus debía
tener cuidado; sabía que nunca podría controlar a una bestia así, ni siquiera
del modo limitado en que controlaba al Buscador.
Durante breves instantes, el poder del
archimago aumentaba y conseguía aunarse con el de la calavera o la gema. En
estos momentos, el intelecto y la voluntad del kender quedaban completamente
anulados.
Pero siempre ocurría que el poder del
anciano mago no podía sostenerse, y entonces la caótica mente del kender se
resistía y lo rechazaba hasta reducir su creciente presencia a jirones; así, su
conciencia menguaba y él gritaba en silencio su horror y su frustración hasta
que la disolución lo volvía a enviar al páramo de sus propias ambiciones. El
kender recuperaba su conciencia y su voluntad y quedaba libre de nuevo para
continuar el caprichoso vagabundeo que duraba ya un tiempo interminable.
A duras penas lograba Fistandantilus reunir
el poder que necesitaba para asegurarse de que el kender no envejeciera.
Haciendo uso del acopio de vidas consumidas con anterioridad, el archimago
mantuvo la juventud de aquel necio durante décadas para que éste no sufriera
los efectos debilitantes del paso de los años. Tal como ocurría con el portador
del heliotropo, el anciano hechicero no osaba permitir que su excesivamente
frágil herramienta sufriera los estragos del tiempo, no fuera que el mortal
pereciera antes de satisfacer los deseos del archimago.
Pero ¿sería alguna vez libre?
En realidad Fistandantilus no aceptaba la
posibilidad del fracaso. Tenía una paciencia sin límites, y sabía que tarde o
temprano la poderosa gema y el vagabundo kender se unirían. A la espera de ese
momento, casi podía saborear la sangre, oír los gritos de las víctimas de su
mortal y consumidora magia. Su venganza requeriría muchas, muchísimas víctimas,
y se regocijaba con imágenes de conflagraciones masivas, de mortales indefensos
machacados, uno tras otro, por sus propias manos.
Aunque tales satisfacciones sólo existían
de momento en su imaginación, empezó a sentir la inminencia de un encuentro. Su
esperanza, su talismán, se acercaba. La sensación fue aumentando en fuerza y
sustancia hasta que pudo oír el latido de ese corazón constante: la gema de
Fistandantilus.
Estaba ahí fuera, y no muy lejos.
Primer Palast del mes de Reapember
374d.C.
En vez de seguir la calzada en una u otra
dirección, Danyal cogió su vara de pescar y su nasa y llevó a Malsueño y a Foryth por el sendero del
arroyo hasta que estuvieron a unos ochocientos metros o más del puente, río
arriba. La noche era oscura y el camino irregular, pero al muchacho no le
molestó, ya que pensó que también sería difícil para aquellos que intentasen
seguirlos.
—Aquí deberíamos estar a salvo —manifestó
finalmente Danyal cuando los dos humanos y el caballo toparon con un nicho
rocoso cerca de la orilla.
—Por supuesto —convino Foryth, que seguía
exhibiendo un buen humor sorprendente—. Gilean sabe que estoy preparado para
dormir una noche entera en cuanto tome unos apuntes.
—Eh..., creo qué uno de nosotros debería
permanecer despierto, por si vuelven esos hombres. Podríamos turnarnos. —El
muchacho miró nervioso hacia el bosque, escudriñando con fijeza cada sombra que
se movía, y atendiendo a cada susurro de las hojas y cada chasquido de rama.
Con un escalofrío, pensó en el joven y apuesto bandido y sus extraños ojos sin
vida, y supo que, si el hombre los encontraba de nuevo, los mataría antes
incluso de pararse a hablar con ellos.
Danyal tuvo que admitir, sin embargo, que
este nuevo campamento se hallaba en una situación ideal para ocultarse. Estaba
muy resguardado, casi totalmente cubierto por una bóveda de follaje, y si se
mantenían en silencio estarían a salvo, a no ser que alguien entrara por
accidente dentro del propio escondite.
Poco preocupado, al parecer, por los
aspectos prácticos, Foryth se había arrodillado para hacer saltar una chispa
sobre un montón de yesca que había reunido. Con alguna dificultad, consiguió
encenderla y abanicó con la mano por encima de las secas agujas de pino, eh un
intento vano de airear las llamas.
—¿No cree que estaríamos mejor sin un
fuego? —preguntó el muchacho—. Lo digo por si vuelven. Los ayudaría a
encontrarnos.
—Oh, creo que hace ya tiempo que esos rufianes
se han marchado —repuso el viajero con aire despreocupado—. Vamos a ver...
¿Dónde me había quedado?
—Espere, deje que lo ayude —dijo Danyal con
un suspiro.
Admitiendo para sus adentros que era una
noche más fresca de lo normal, se arrodilló para soplar las ascuas. En el
interior de la gruta era difícil saber hacia dónde soplaba el viento, por lo
que Danyal sólo pudo confiar en que no llevase el humo hacia la calzada.
En poco tiempo brotó una llamarada amarilla
que creció rápidamente cuando el fuego fue alimentado por trocitos de corteza y
pequeñas ramitas.
Foryth usó la parpadeante luz para iluminar
la página del libro que había sacado de su bolsa, la cual había apoyado contra
la rocosa pared; de nuevo había cogido la pluma y el tintero, y había dejado
éste a un costado, sobre una roca lisa.
—¿De verdad va a ponerse a escribir?
¿Ahora? —Danyal no daba crédito a sus ojos.
—Pues claro. La mejor historia se escribe
cuando está aún fresca en la memoria del historiador. ¿Oye, no captarías por
casualidad el nombre de ese tipo, verdad? Ya sabes, el joven y apuesto que
aparentaba ser el jefe.
—¡No me importa cómo se llamaba! —chilló
Danyal, pero enseguida se mordió la lengua al oír el eco de su grito devuelto
por el bosque. Bajó el tono de voz hasta un suave susurro—. Es un bandido, y
podría seguirnos los pasos en este momento.
Pero Foryth ya estaba enfrascado en su
tarea, y su única respuesta fue el chirriar de la pluma sobre la página.
—Veamos, el día es el primer Palast del mes
de Reapember, durante este año de nuestra era 374 d.C. —Foryth se aclaró la
garganta como si llevara a cabo un ritual.
»Bandidos encontrados en el camino de
Loreloch, cinco días después de salir de Haven. Después de atardecer, visitaron
mi campamento... Veamos... ¿cuántos contaste tú?
La repentina pregunta cogió por sorpresa a
Danyal.
—Eh... creo que había seis o siete. Esos
vi, por lo menos. Podrían haber sido...
—Maldigo la mala suerte que impidió que ese
tipo me dijera su nombre —repitió el historiador con terquedad, aunque su queja
no detuvo el deslizarse de la pluma sobre el papel.
—Uno de ellos lo llamó Kelry o algo similar
—recordó Danyal.
—Mmm, sí, creo que tienes razón. Era algo
parecido a eso. —Miró con ojos entrecerrados la página y, articulando en
silencio sus pensamientos, el hombre escribió con movimientos rápidos y suaves.
Una sola vez levantó la vista para mirar al muchacho, pero a Danyal le pareció
que Foryth ni siquiera lo veía.
—¿Qué lo trajo por aquí? —preguntó Danyal,
cuando Foryth, tras escribir durante varios minutos, estiró la mano y parpadeó
varias veces.
—¿Qué? Oh, gracias, un té sería estupendo
—contestó el solitario viajero y volvió a enfrascarse en la página. El penacho
de la pluma pasaba por delante de su nariz al desplazarse, proyectando su
sombra en el fino rostro del hombre, cuyas facciones estaban tensas por la
concentración. Foryth Teel interrumpió un instante su trabajo para mojar la
pluma mientras se mordisqueaba, pensativo, la punta de la lengua.
—Eh... no tengo té —manifestó Danyal,
aprovechando la momentánea pausa de la pluma.
—Sí, claro, eso sería muy agradable
—asintió con la cabeza Foryth, aunque su pensamiento permanecía en algún lugar,
a gran distancia de allí—. Nos ayudará a quitarnos el frío de los huesos y todo
eso. Ahora... ¿Dónde estaba yo?
Danyal suspiró, y pensó que ya podría
informar al historiador de que se les estaba cayendo encima el cielo, que
seguro que Foryth se limitaría a sugerir —eso sí, muy educadamente— que le
gustaría con un poco de azúcar.
El muchacho miró fijamente las llamas,
abatido. Por alguna razón, aunque tenía un compañero en su campamento por
primera vez desde que había dejado el pueblo, se sintió más solo que nunca.
Foryth Teel era incapaz de mantener una conversación decente, y al mismo tiempo
el viajero distraído daba la impresión de ser terriblemente vulnerable si los
bandidos decidían volver. De nuevo Danyal se preocupó por la lumbre. Sabía que
el fuego era como un faro que llegaba mucho más allá de los confines de su
estrecha gruta.
Se le ocurrió que podría coger a Malsueño y
subir un poco más por el sendero del arroyo, pero no estaba preparado para dar
la espalda al extraño viajero. Foryth Teel sería muy distraído, pero por lo
menos no parecía representar una amenaza.
Y le hacía compañía.
Finalmente el historiador respiró hondo y
levantó la vista; el libro permanecía abierto en su regazo, pero puso la pluma
con cuidado sobre la lisa roca en la que había dejado su tintero.
—¿Dijiste algo acerca de un té? —preguntó.
—¡No! —La exasperación de Danyal se reflejó
en su voz-—. Le pregunté qué hacía en esta calzada y, cuando usted dijo que
quería té, yo le contesté que no tenía.
—¿Qué? Ay, perdóname. Yo tengo té, y
tardaré sólo un minuto en prepararlo.
Danyal esperó con impaciencia mientras el
viajero sacaba un puchero de hojalata de su fardo, cogía algo de agua del
riachuelo, al que estuvo a punto de caer, y luego miraba en vano las llamas,
buscando un lugar para poner la olla.
—Aquí. —Con un suspiro, el muchacho usó un
palo para apartar unas brasas de las llamas—. Ponga la tetera sobre estos
rescoldos.
—¡Espléndido! Ahora, ¿qué era lo que
intentabas preguntarme?
Danyal estaba a punto de musitar que ya no
le importaba, cuando el rostro de Foryth sé iluminó al recordarlo todo de
repente.
—Oh, sí. Qué hago aquí. Te aseguro que tendrían
que admitirme como clérigo si tuviera respuesta para esa pregunta. —Rió su
propia chanza, aunque el joven no le encontraba pizca de gracia.
»Me dirijo a un lugar llamado Loreloch
—continuó Foryth—. Está entre estas colinas —dijo, haciendo un vago gesto hacia
la oscuridad que los rodeaba.
—Nunca he oído hablar de ese sitio —repuso
Danyal—, pero también es cierto que nunca me he alejado mucho de Waterton.
—Bueno, es una especie de lugar secreto. A
decir verdad la mayoría de la gente no sabe que existe. Según me han dicho es
un pequeño pueblo, agrupado alrededor de un caserón, una fortaleza protegida
por hombres armados. El señor de la casa no tiene mucha relación con el
exterior.
—¿Y por qué quiere ir allí? —Danyal también
se preguntó cómo pensaba el despistado investigador encontrar su ubicación.
—¡Por Fistandantilus! —dijo Foryth
lacónicamente, como si ese nombre fuera la clave de todos sus planes y
ambiciones; al observar que Danyal no se mostraba terriblemente impresionado,
prosiguió—: Soy un historiador e intento hacer la crónica de la historia del
archimago más grande de Krynn. En concreto, hay un hombre que vive en Loreloch.
Se mudó allí después de que los Buscadores fueron expulsados de Haven.
—He oído hablar de Haven —declaró,
orgulloso, el chaval—. De allí vinieron mis antepasados, poco después del
Cataclismo.
Quizá Foryth no lo oyó, pero el caso es que
no interrumpió su cháchara.
—Este hombre, el falso Buscador, declaró
que el archimago Fistandantilus era un dios, y que él era el sumo sacerdote de
su religión. Durante un tiempo tuvo bastantes seguidores, hasta que, claro
está, los Buscadores se revelaron como falsos clérigos.
Muy a pesar suyo, Danyal estaba fascinado
por la historia.
—Eso fue cuando vinieron los dragones,
¿verdad? Y la gente descubrió que Paladine y la Reina Oscura seguían
aquí, y podían responder a sus oraciones.
—Sí, las dos grandes deidades viven, al
igual que lo hacen otros muchos dioses: Gilean, el patriarca de mi propia fe, y
la amable Mishakal, y otros más, no tan benignos. Pero volvamos a mi historia.
Este falso clérigo fue desterrado de Haven, y con un pequeño grupo de
seguidores se adueñó de la fortaleza de Loreloch.
—¿No se opusieron los señores supremos?
—preguntó Danyal—. Quiero decir, que ya sé que yo aún no había nacido, pero he
oído que durante la guerra vinieron incluso a Waterton, y obligaron a que la
gente les pagara con comida de cada cosecha, bajo amenaza de enviar sus
dragones y destruir la aldea. —El muchacho se estremeció cuando su mente evocó
un vivo recuerdo de lo que acababa de describir. Miró al hombre por el rabillo
del ojo, aliviado al ver que Foryth no parecía haber advertido su angustia. Por
alguna extraña razón, deseaba que el incidente siguiera siendo un secreto.
—Podrían haber hecho lo mismo a Loreloch,
Gilean lo sabe. Podrían haber enviado un dragón para arrasar el lugar si
estaban descontentos —admitió el hombre—. A decir verdad, no sé por qué no lo
hicieron. Quizá simplemente no pusieron atención, o quizás era una amenaza
demasiado pequeña para molestarse.
Foryth se aclaró la garganta, y Danyal se
dio cuenta de que el hombre organizaba sus ideas para retomar el hilo dé su
disertación tras la pregunta.
—Había otro detalle único en este clérigo
de Fistandantilus. A diferencia de la mayoría de los Buscadores, él tenía por
lo menos un poder sobrenatural: aunque había sido el líder de su secta durante
casi cien años, nunca se lo vio envejecer. Se dice que sobrevivió a la guerra,
que acabó hace ya más de veinte años, claro. Me pregunto si sigue teniendo el
mismo aspecto juvenil que tenía entonces, aun después de que su iglesia fuera
desarticulada y tuviera la suerte de escapar hacia el destierro.
—¿Suerte? —se extrañó Danyal.
—En comparación con la muerte, yo diría que
sí. Después de todo, un personaje tan poderoso como el señor supremo del
ejército draconiano había emitido una orden de muerte contra él. Ahora el
hombre hace periódicas incursiones desde Loreloch contra los pueblos vecinos, y
asalta a los viajeros que entran y salen de Haven y los puertos costeros.
—¿No se oponen los Caballeros de Solamnia a
sus robos y su pillaje? —En varias ocasiones a lo largo de su vida, Danyal
había visto a uno o dos de los guerreros con armadura atravesar Waterton.
Recordaba vivamente su porte digno y su aire de competencia que infundían gran
respeto—. Supongo que nadie saldría bien librado de un enfrentamiento con
ellos.
—Bueno, en esto último tienes razón, pero
los caballeros han estado terriblemente ocupados desde la guerra. Han intentado
restablecer algo de orden en sus dominios, y tuvieron que enfrentarse a otra
invasión procedente de Palanthas pocos años después de que fuera derrotada la Reina Oscura.
Además, el Nuevo Mar separa estas tierras de los centros de poder de los
caballeros, aunque hay por aquí un oficial de la Orden, de nombre sir Harold
el Blanco, si bien tiene bajo su responsabilidad un gran territorio. Así que yo
diría que no, que Loreloch está demasiado alejado de todo para requerir la
atención de nuestros protectores solámnicos.
—Pero ¿por qué quiere ir allí? —insistió
Danyal.
—Ya te lo dije. —Foryth parecía exasperado,
aunque el chico no recordaba haber oído una respuesta a esa pregunta—.
¡Fistandantilus!
—¿Está allí? Pero ¡si dijo que estaba
muerto!
—No está allí. Pero el señor de Loreloch
declaraba rendir culto al archimago, y este hombre no envejece, y yo quiero
averiguar por qué.
—Si es un lugar secreto, ¿cómo piensa
encontrarlo?
—Con mi libro, naturalmente. El libro del saber —explicó Foryth, como
si el muchacho debiera entender todo lo que estaba diciendo.
Danyal aguardó a que el historiador dijera
algo más, pero Foryth sacudió la cabeza, como si desechara alguna idea, y el
muchacho se preguntó si no habría otra razón más por la que el hombre había
emprendido su viaje.
El historiador siguió con sus garabatos,
musitando bajito para sí mismo, y Danyal notó que sus párpados se hacían más
pesados. Se echó hacia atrás y encontró una lisa maraña de raíces que le podía
servir de almohada, y en pocos momentos se quedó dormido. Sus sueños se
llenaron con imágenes de dragones y de caballeros, de una fortaleza en lo alto
de una montaña, y de oscuros bosques repletos de peligros. Durante largo tiempo
corrió, esquivando los árboles, intentando respirar, pero no podía escapar.
El chasquido de una rama al romperse lo
sacó de las profundidades de su sopor, tan bruscamente que se preguntó si no
acababa de cerrar los ojos un segundo antes. Pero no; el fuego se había
reducido a un montón de brasas, y Foryth también dormía, apoyado contra la roca
sobre la que había estado escribiendo.
—Despierte —susurró Danyal, mirando con
preocupación a su alrededor. A través de la evocación de su sueño oía los ecos
del chasquido de la ramita y supo que había algo ahí fuera. Algo grande.
Parpadeó al ver moverse las sombras y se
encontró mirando a un apuesto rostro que creyó reconocer. Una afilada hoja de
acero reflejaba la leve luz rojiza del fuego.
—¡Vaya, qué suerte la mía! —dijo el joven
bandido, cuyos ojos miraban a uno y a otro—. ¡Parece que mi pobre red ha
atrapado dos pajaritos!
No hay comentarios:
Publicar un comentario