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AUTOR DE TIEMPOS PASADOS

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miércoles, 3 de agosto de 2011

La lucha contra el demonio



La lucha contra el demonio

(Hölderlin · Kleist · Nietzsche)



Al ProfesorSigmund Freud, espíritu agudo y

Sugerente, dedico este triple acode del espíritu creador


Yo amo a aquellos que no saben vivir más que para desaparecer, porque ésos son los que pasan al otro lado.

NIETZSCHE

FRIEDRICH HÖLDERLIN

Difícilmente los mortales reconocen al hombre puro.
LA MUERTE DE EMPÉDOCLES

LA PLÉYADE SAGRADA


El frío y la noche cubrirían la tierra, y el alma se hundiría en la miseria, si los buenos dioses no enviaran de cuando en cuando al mundo a tales adolescentes para rejuvenecer la marchita vida de los hombres.

La muerte de Empédocles

El siglo XIX, el nuevo siglo, no ama a sus juventudes. Ha surgido una nueva generación que, fogosa y llena de em­puje, avanza hacia la nueva libertad. La fanfarria de la revolución ha despertado a esos jóvenes; en sus espíritus hay una divina primavera y una fe nueva envuelve sus al­mas. Lo imposible parece, de pronto, realizable; el do­minio de la tierra y de su magnificencia parece ofrecerse como botín al primer audaz, desde que aquel joven de veintiún años, Camille Desmoulins, de un solo golpe hiciera saltar la Bastilla, desde que aquel abogado de Arras, esbelto como un muchacho, Robespierre, hiciera temblar a los reyes y a los emperadores con la fuerza hu­racanada de sus decretos, y desde que aquel menudo te­niente venido de Córcega, Bonaparte, dibujara a su an­tojo, con la punta de la espada, las nuevas fronteras de Europa y, con sus manos de aventurero, cogiera la coro­na más preciada del Universo. La hora de la juventud ha llegado: así como, después de las primeras lluvias prima­verales, se ven aparecer los primeros y tiernos brotes, brota ahora también toda esa sementera de jóvenes pu­ros y entusiastas. En todos los países se han alzado al mismo tiempo y, con la mirada fija en las estrellas, tras­pasan las fronteras del nuevo siglo, como las de un reino que se les ofreciera. El siglo XVIII, en su sentir, pertene­ció a los viejos y a los sabios, a Voltaire, a Rousseau, a Leibniz y a Kant, a Haydn y a Wieland, a los calmosos y a los acomodaticios, a los hombres grandes y a los erudi­tos; ahora es ya el tiempo de la juventud y de la audacia, de la pasión y de la impaciencia. Ahora se lanza ya al asalto esa ola poderosa; nunca Europa, desde el Renacimiento, ha visto una más pura elevación de espíritu ni una más hermosa generación.
Pero el nuevo siglo no ama a esa intrépida generación; siente miedo de su plenitud y un sordo terror ante la fuer­za extática de su exuberancia. Y con la hoja de su gua­daña siega sin piedad esos brotes de su propia primavera. Centenares de miles, los más valerosos, son aplastados por las guerras napoleónicas, que, como rueda de molino, asesinan y trituran durante quince años. La guerra aplasta a los más nobles, a los más valerosos, a los más animosos de todas las naciones, y la tierra de Francia, de Alemania, de Italia, y hasta los remotos campos de nieve de Rusia o los desiertos de Egipto, se riegan y se empapan de su san­gre palpitante aún. Pero, como si no quisiera destruir so­lamente a la juventud apta para llevar las armas, sino el mismo espíritu de esa juventud, no se limita ese furor sui­cida a lo guerrero, es decir, a los soldados, y la destrucción levanta su hacha sobre los soñadores y cantores, que, casi niños, han pasado los umbrales del siglo, y también sobre los efebos del espíritu, sobre los divinos poetas y sobre las figuras más sagradas. Nunca, en un espacio de tiempo tan corto, han sido sacrificados en magnífica hecatombe tan­tos poetas y artistas como en aquellos años del cambio de siglo, de ese siglo que Schiller saludó como un sonoro himno, sin adivinar su propio destino. Nunca la adversidad ha producido cosecha tan fatal de espíritus tan puros e iluminados. Nunca humedeció el altar de los dioses tan­ta sangre divina.
Múltiple es la forma de muerte, pero en todos es pre­matura, a todos les llega en el momento de más íntima elevación. El primero de ellos, André Chénier, con quien Francia vio nacer un nuevo helenismo, es llevado a la guillotina en la última carreta del Terror; un día, sólo un día, la noche del ocho al nueve Termidor, y se hubiera salvado de la cuchilla para volver a recogerse en su can­to de pureza clásica. Pero el destino no quiere perdonar­lo, ni a él ni a los otros; con su cólera codiciosa, como una hidra, destroza toda una generación. Inglaterra, des­pués de siglos de espera, ve aparecer de nuevo un genio lírico, un adolescente de elegíacos ensueños, John Keats, ese sublime anunciador del Universo; a los veintisiete años, la fatalidad le roba el último aliento de su pecho. Un hermano en espíritu, Shelley, se asoma a su tumba, soñador, lleno de fuego (la naturaleza lo escogió como mensajero de sus arcanos más hermosos); conmovido, entona para su hermano espiritual el más magnífico can­to fúnebre que un poeta ha dedicado jamás a otro, su ele­gía «Adonais». Dos años después, su cadáver es arrojado a la costa por una insignificante tempestad en las aguas del Tirreno. Lord Byron, amigo suyo, preciado heredero de Goethe, acude allí a encender la pira funeraria, como Aquiles encendió la de Patroclo junto a aquel mar sure­ño; la envoltura mortal de Shelley se eleva entre las lla­mas hacia el cielo de Italia  pero él, el mismo Byron, se consume por la fiebre en Missolonghi dos años des­pués . Sólo un decenio, y la más bella floración lírica de Francia y de Inglaterra ha quedado extinguida.
Tampoco esa dura mano se torna más suave para la joven generación alemana: Novalis, cuyo devoto misticis­mo ha penetrado hasta los más guardados secretos de la Naturaleza, se extingue prematuramente, agotándose gota a gota, como la luz de una vela en oscura celda. Kleist se salta la tapa de los sesos en una repentina desesperación. Raimund le sigue pronto con una muerte igualmente vio­lenta. George Büchner es aniquilado a los veinticuatro años por una fiebre nerviosa. Wilhelm Hauff, ese genio apenas abierto, ese narrador tan lleno de fantasía, está ya en el cementerio a los veinticinco años, y Schubert, alma de todos esos poetas hecha canción, expira antes de tiem­po en dulce melodía. Ya es la enfermedad, con sus golpes o sus venenos, ya el suicidio, ya el asesinato, lo que bien pronto ha dado cuenta de esa joven generación. Leopar­di, con su noble melancolía, se marchita en su languidez tan sombría; Bellini, el poeta de Norma, muere después de ese comienzo trágico; Gribodejov, el espíritu más cla­ro de la Rusia nueva, es apuñalado en Tiflis por un persa. Su coche fúnebre se encuentra casualmente, allá en el Cáucaso, con Aleksandr Pushkin, ese genio ruso, aurora espiritual de su patria, pero éste no tiene mucho tiempo para llorar al muerto, sólo dos años, pues una bala lo mata en desafío. Ninguno de ellos llega a los cuarenta años, muy pocos alcanzan los treinta. Así, la primavera lí­rica más sonora que ha conocido Europa se sumerge en la noche, y esa pléyade sagrada de jóvenes que han canta­do en idiomas diversos el mismo himno a la naturaleza y al mundo la bienaventuranza, se ve deshecha y destro­zada. Solitario, como Merlín en su bosque encantado, sin darse cuenta del tiempo que va pasando, ya medio olvi­dado, ya medio legendario, está el anciano y sabio Goethe allá en Weimar; sólo de esos ya viejos labios fluye aún, de cuando en cuando, el canto órfico. Padre y heredero, al mismo tiempo, de la nueva generación, a la que ha so­brevivido por milagro, guarda en urna de bronce el fuego de la poesía.
Uno solo de esa pléyade sagrada, el más puro de to­dos, se arrastra todavía largo tiempo sobre esa tierra ya sin dioses. Es Hölderlin, a quien la Fatalidad ha depara­do los más extraños destinos. Aún florecen sus labios, aún camina a tropezones su avejentado cuerpo por las tierras alemanas; su mirada azul se hunde todavía desde la ventana en el tan amado paisaje del Neckar. Aún pue­de abrir sus párpados para elevar sus ojos hacia el Padre Éter, hacia el cielo eterno; pero su espíritu ya no está despierto, sino cubierto por las nubes de un ensueño in­finito. Los dioses, celosos, no han matado al que los es­piaba, sino que, como a Tiresias, le han cegado la inteli­gencia. No han degollado a la víctima sagrada, como a Ifigenia, sino que la han envuelto en una nube para lle­varla al Ponto Euxino del espíritu, a la oscuridad quimé­rica del sentimiento. Un espeso velo cubre su alma y su palabra. Vive aún algunas docenas de años con los senti­dos turbados «en divina esclavitud», desligado del mun­do, extraño a sí mismo, y sólo el ritmo, como una ola, brota aún, pulverizado, en sonidos quejumbrosos, de su boca vibrante. Las primaveras florecen y se marchitan a su alrededor, pero él ya no las cuenta. En torno a él, caen y mueren los hombres, pero no repara en ello. Schiller y Goethe, Kant y Napoleón, los dioses de su juventud, hace ya tiempo le precedieron en el camino de la tumba. Los ferrocarriles trepidantes cruzan ya Alemania en to­das direcciones; crecen las ciudades; se levantan los países; pero nada de todo eso llega a su corazón apagado. Poco a poco, empieza a grisear su cabeza; ya no queda más que una sombra tímida, un fantasma, del ser agra­dable que fue un día. Y, tambaleante, marcha por las ca­lles de Tubinga, escarnecido por los muchachos, rodea­do de estudiantes que se burlan de él, estudiantes que no supieron ver aquel espíritu apagado tras la envoltura trá­gica del cuerpo. Hace ya tiempo que nadie se acuerda de Hölderlin. Un día, a mediados del siglo, Bettina  que una vez lo saludó como a un dios  oye decir que el poe­ta arrastra su vida serpentina en casa de un honrado car­pintero y se horroriza ante él como si fuera un emisario del Hades, tan extraño lo encuentra para el presente, tan remoto suena ya su nombre, tan olvidada está su magni­ficencia. Y el día que se acuesta para morir, su muerte no tiene en Alemania más importancia que la caída de una hoja ya marchita por el otoño. Algunos obreros lo llevan a la tumba envuelto en raída mortaja; miles de páginas que escribió durante su vida se dispersan entonces o al­gunas son guardadas negligentemente, cubriéndose de polvo años y más años en las bibliotecas. Durante toda una generación quedó sin ser leído el heroico mensaje del último, del más puro de la pléyade sagrada.
Como una estatua griega, enterrada entre escom­bros, permanece la imagen espiritual del poeta escondi­da durante muchos años, docenas de años, cubierta por 1 el olvido. Pero del mismo modo que esfuerzos piadosos 3 hacen salir al fin de la oscuridad el torso sepultado, por fin también una generación, con divino estremecimien­to, siente toda la pureza indestructible de esa figura mar­mórea de adolescente. En sus admirables proporciones, el último efebo del helenismo se levanta de nuevo hacia el cielo, y otra vez, como antes, sus labios sonoros flo­recen de exaltación. Con su aparición parecen haberse vuelto eternas todas las primaveras que él anunció y, con la frente coronada de destellos de gloria, sale de la oscu­ridad, como quien abandona una misteriosa patria, para iluminar de nuevo nuestra época.

INFANCIA

Desde su quieta mansión, los dioses envían a menudo a sus favoritos por algún tiempo a las naciones para que, ante su imagen y su recuerdo, el corazón de los mortales se alegre.

La casa de Hölderlin está situada en Lauffen, antiguo pueblecillo conventual de las orillas del Neckar, a un par de horas de camino de la patria de Schiller. Este paisaje de Suabia es el más dulce de Alemania, es la Italia alemana. Los Alpes ya no se alzan aquí con sus moles opresivas, pero se adivina su proximidad; los ríos con sus meandros de plata cruzan entre viñedos; el humor del pueblo sua­viza aquí la crudeza de la raza germánica y la resuelve en canciones. La tierra es rica, sin ser exuberante; la Natu­raleza, apacible, sin ser generosa en extremo: los traba­jos del campesino se hermanan, casi sin transición, con los de los artesanos. El Idilio tiene ahí su patria, porque la Naturaleza contenta fácilmente al hombre, y hasta el poeta que se ha dejado vencer por la más sombría triste­za, piensa con sereno espíritu en el país perdido:

¡Ángeles de la patria! ¡Oh, vosotros, ante quien el ojo más fuerte y hasta la rodilla del hombre solitario no pueden menos que desfallecer y hasta hacer que se apoye en sus amigos y rue­gue a las personas queridas que le ayuden a llevar esa carga de felicidad! ¡Oh, ángeles bondadosos, aceptad nuestro agrade­cimiento!

¡Cuán dulce, con qué ternura elegíaca salta la exube­rancia de su melancolía cuando él canta a Suabia y a ese cielo, que es el suyo entre los cielos de la eternidad! ¡Cuán apacible fluye la ola de su emoción extática y con qué ritmo tan acompasado, cuando el poeta se enternece ante el recuerdo!
Huido de su patria, traicionado por su querida Gre­cia, rotas sus esperanzas, siempre reconstruye con inten­sa ternura el cuadro del mundo de su infancia y lo in­mortaliza al convertirlo en inspirado himno:

¡País afortunado! No hay ni una colina que no esté cubier­ta de vid. Y allá sobre la hierba ondulante, cae su fruto como una lluvia de otoño. Los montes, encendidos por el sol, mojan con agrado su pie en la corriente del río, mientras que su cabe­za recibe la dulce sombra de las coronas de ramaje y de musgo. Y allá arriba se ven fortalezas y casitas, sobre las espaldas del monte, cual niños a quienes llevara a cuestas el robusto abuelo.

Durante toda su vida siente el anhelo de esa patria, como si fuera el cielo de su corazón. La infancia fue para Hölderlin la época más sincera, más vívida y más feliz de su existencia.
Una Naturaleza dulce lo rodea, suaves mujeres cuidan de él. No tiene, por desgracia, un padre que le enseñe la disciplina y la fortaleza, que robustezca los músculos de su sensibilidad contra su eterno enemigo, es decir, contra la misma vida. Al contrario que en Goethe, no hace presión sobre él un espíritu pedantesco y disciplinado que despierte pronto en el todavía muchacho el senti­miento de la responsabilidad y que imprima en su espíri­tu maleable la inclinación hacia las formas sistemáticas. Sólo la piedad le enseñan su abuela y su bondadosa ma­dre, y ya, desde entonces, su sentido soñador se refugia en la música, en ese infinito que se ofrece siempre, antes que otros, a la juventud. Pero ese idilio termina prema­turamente; a los catorce años, el niño, todo sensibilidad, entra como alumno en la escuela del monasterio de Den­kendorf; después pasa al convento de Maulbronn y, a los dieciocho años, ingresa en el Seminario de Tubinga para no abandonarlo ya hasta finales del año 1792. Durante más de diez años, su naturaleza libre se ve encerrada en­tre muros, en el espacio reducido de un convento, entre una comunidad opresora. El contraste es demasiado vio­lento para que no tenga resultados dolorosos y hasta de­sastrosos. Ha pasado, de pronto, de la libertad de sus juegos y de sus sueños, paseados por el borde del río o por los campos, al encierro; ha pasado de la ternura fe­menina y maternal a la severidad del régimen monástico; se ve oprimido por el hábito negro, y la disciplina del convento lo atornilla a un régimen de trabajo ordenado mecánicamente.
Para Hölderlin, esos años de convento son lo que para Kleist fueron sus años de cadete, a saber: represión de la sensibilidad, origen de la más fuerte excitación de su tensión nerviosa y de una fuerte aversión hacia el mundo real. En su interior, se rompió y se hundió algo para siempre. Diez años después escribe todavía: «Voy a de­cirte que de mis años de muchacho, de mi corazón de en­tonces, guardo aún, como lo que más quiero, una ternu­ra como de blanda cera... y precisamente esa parte de mi corazón fue lo que sufrió más durante todo el tiempo que viví en el convento.» Al cerrarse detrás de él las pe­sadas puertas del Seminario, su instinto más noble y más íntimo, su fe en la vida, han enfermado prematuramente y están ya medio marchitos antes de que el poeta se bañe en el brillante sol de su primer día libre. Alrededor de su clara frente de muchacho flota ya, sólo aún como un ligero soplo, aquella imprecisa melancolía del hombre que se ha extraviado en el mundo, melancolía que, con los años, se hace cada vez más profunda y rodea su alma, cada vez más sombría, hasta llegar a ocultar a su mirada toda perspectiva de alegría.
Es entonces, en el crepúsculo de su infancia, en los años decisivos de su formación, cuando se inicia en Höl­derlin ese desgarramiento interior, incurable, ese corte rotundo entre el mundo real y su mundo interior. Y ese desgarramiento no cicatriza ya lamas; siempre le queda la sensación de ser un niño desterrado lejos de su casa; siempre experimentará la nostalgia de una patria feliz, perdida prematuramente, y que se le aparece a menudo como una Fata Morgana, rodeada siempre de una atmós­fera poética, hecha de presentimientos y de recuerdos, de sueños y de música. Sin cesar se siente, ese eterno mu­chacho, como arrancado del cielo de su juventud, de sus primeros deseos, de un mundo primitivo a ignoto; se siente precipitado brutalmente contra la dura tierra, me­tido en un medio repulsivo para él; y desde esa época, desde su primer encuentro con la realidad, supura, en su alma herida, el sentimiento de un mundo hostil.
Hölderlin resulta desde entonces irrecuperable para la vida, y todo lo que desde entonces experimenta, con aparente alegría o desencanto, ya no influye en su acti­tud fume a inconmovible de defensa contra la realidad: « ¡Ah!, el mundo; desde mi primera infancia ha asustado a mi espíritu y le ha hecho replegarse en sí mismo», es­cribe en cierta ocasión a Neuffer. Y, efectivamente, ya nunca más entra en contacto o en relación con el mundo: se convierte, paradigmáticamente, en eso que los psicó­logos llaman «tipo introvertido», uno de esos caracteres que se cierran, llenos de desconfianza, a toda excitación exterior y que se nutren intelectualmente de sus propios gérmenes interiores. Medio muchacho todavía, sueña siempre con su infancia y evoca continuamente tiempos místicos o el mundo del parnaso que nunca ha vivido. Desde entonces, la mitad de sus poesías no son más que variaciones del mismo motivo: la oposición irremediable entre la infancia, llena de fe y libre de cuidados, y la vida real, hostil, vacía de ilusiones; es decir, el contraste entre la existencia temporal y la espiritual. A los veinte años, titula melancólicamente una poesía: «Antes y ahora», y en el himno a la Naturaleza brota sonora esa eterna me­lancolía de sus primeras impresiones:

Cuando yo jugaba todavía junto a lo velo; cuando estaba prendido a ti como una flor, sentía aún latir lo corazón en cada uno de los rumores que rodeaban mi pecho estremecido de ternura. Cuando aún estaba lleno de deseos y de ilusiones, lo mismo que tú, en ti encontraba todavía un sitio donde poder llorar y un universo entero para mi amor.
Mi corazón se volvía hacia el Sol, como si el Sol escuchara sus acentos y llamara «hermanas» a las estrellas y « melodía de Dios» a la Primavera. Y la brisa que mecía el ramaje estaba lle­na de lo espíritu, de lo espíritu alegre que se henchía en ondas apacibles. Entonces, sí, entonces viví días de oro.

Pero a ese himno juvenil contesta, en tono grave, el espíritu desilusionado y que siente ya la hostilidad de la vida

Muerta está ya aquella que me crió y que me amaba; muer­to está ya también el mundo de mi infancia; ese mi pecho, que un día se emborrachaba del azul del cielo, está ya muerto y es­téril como un campo de rastrojos. ¡Oh!, la Primavera podrá cantar todavía como entonces su canción dulce y de consuelo, pero la aurora de mi vida pasó ya y la primavera de mi pecho ha tiempo que se marchitó.
Eternamente, nuestro amor más intenso debe estar envuel­to en miseria; lo que amamos no es más que una sombra. Cuan­do los dulces sueños de la juventud se acabaron, murió para mí toda la alegría de la Naturaleza. En los días alegres de la niñez no pensabas que lo patria pudiera un día estar lejos de ti. ¡Po­bre corazón! Nunca la volverás a encontrar si no es en sueños.

En estas estrofas (que se repiten innumerables veces, en mil variantes, a través de toda su obra) está ya fijada la posición romántica que Hölderlin ha tomado en la vida. Ya siempre habrá en él una mirada atrás, hacia el pasa­do: hacia «esa nube mágica con que mi buen espíritu de la juventud me envolvió para que no viera demasiado pronto todo lo mezquino y bárbaro del mundo que me rodeaba.» Desde esa época, el eterno niño desamparado se defiende ya hostilmente contra la procesión de los acontecimientos cotidianos. Las dos únicas direcciones de su alma están fijadas: «hacia atrás» y « hacía arriba»; nunca su voluntad se dirige a la vida real, sino que está siempre fuera y por encima de ella. No quiere tener nada que ver con el presente, ni aun para combatirlo. Toda su fuerza se hace pasiva, muda, tratando sólo de conservar la pureza de su ser. Así como el mercurio no se mezcla nunca con el agua, así su propio ser se niega a toda com­binación o mezcla. Por eso, fatalmente, se ve siempre ro­deado de una invencible soledad.
La formación de Hölderlin está virtualmente acaba­da cuando abandona la escuela. Aumentará todavía su intensidad, pero no aumentará en nada la extensión de su apariencia. Él nada quería aprender, nada quería aceptar de ese círculo de lo cotidiano que tanto le re­pugna; su invariable inclinación hacia la pureza le impide mezclarse con esa materia impura que constituye la vida. Por eso se convierte en pecador endurecido  en el más alto significado  contra la ley del mundo, y su destino es ya sólo la expiación de su Hybris, la expiación de su or­gullo heroico y santo, pues la ley de la vida es  mezcla, convivencia, y no consiente que se permanezca fuera de su eterna órbita; quien se niega a sumergirse en su olea­je, ése muere de sed junto a su borde; aquel que no cola­bora queda condenado a eterna ausencia, a trágica sole­dad. El único deseo de Hölderlin, que es servir al arte y a los dioses y no a la vida ni a los hombres, constituye, re­pito, en el sentido más elevado y trascendental, lo mismo que el de Empédocles, una exigencia irreal y presuntuo­sa. Pues sólo a los dioses les es dado permanecer en su pureza, separados de todo, y si la vida se venga de aquel que la desprecia empleando en su venganza los medios más rastreros y hasta la necesidad del pan cotidiano; si somete a aquel que precisamente no la quería servir a la esclavitud más mezquina, es debido a que esta venganza era inevitable. Precisamente porque Hölderlin no quiere tomar parte en el banquete de la vida, se le arrebata todo; precisamente porque su espíritu no quiere dejarse encadenar, su vida cae en la esclavitud. La pureza de Hölderlin es su error trágico. A1 poner toda su fe en un mundo más elevado, queda en lucha con el mundo bajo, con el terrenal, del que no puede escapar si no es con el ímpetu de su poesía. Y sólo cuando ese eterno incorregi­ble comprende un día el sentido de su destino  que es una muerte heroica , sólo entonces se hace amo de su sino. Solamente dispone del corto espacio que media en­tre la salida y la puesta del Sol, entre la partida y el fra­caso; pero eso, en la juventud, es sumamente heroico: es como un alto peñascal que se alza desafiante, rodeado de las olas agitadas del infinito; es como una vela afortuna­da perdida en medio de la tempestad o como una ar­diente ascensión hacia las nubes.

LA IMAGEN DEL POETA

Nunca comprendí las palabras de los hombres. Crecí en brazos de los dioses.

Como fugitivo rayo de sol entre pesadas nubes, brilla la imagen de Hölderlin en el único retrato que de él se con­serva: mozo esbelto; cabellos rubios y rizados que for­man una aurora resplandeciente en torno a su rostro; boca suave y mejillas delicadamente femeninas, mejillas que uno se imagina cubiertas del rubor del entusiasmo y unos ojos claros bajo la hermosa curvatura de sus oscu­ras cejas. Tal es su rostro: ni un solo rasgo que deje adi­vinar un punto de dureza o de orgullo; más bien domina una timidez de doncella y una misteriosa ola de senti­miento. «Gracia y gentileza», dice Schiller al hablar de él. No es difícil imaginarse a ese joven esbelto metido en el severo hábito de magister protestante o verle cruzar meditabundo por los corredores del Seminario, dentro de su hábito negro y sin mangas, con su blanca gorguera. Parece un músico; hasta tiene cierto parecido con uno de los primeros retratos de Mozart, y así también nos lo describen sus compañeros de colegio: «Tocaba el violín; sus rasgos regulares, la expresión dulce de su cara, su elegante estatura, sus vestidos tan meticulosamente lim­pios y, sobre todo, aquella distinción de todo su ser, me han quedado grabados para siempre.» Así dice uno de sus camaradas.
Nadie podría imaginar una palabra cruda en esa sua­ve boca; ningún deseo impuro en esos ojos límpidos; nin­gún pensamiento mezquino bajo esa noble frente; pero tampoco hay nada en su porte delicado y aristocrático que nos hable de sentimientos verdaderamente alegres. Y es así, retraído, tímidamente recogido en sí mismo, como también nos lo pintan sus compañeros. Nos dicen que jamás se mezcló con los otros, que solamente en el refectorio, lleno de entusiasmo, leía algunas veces versos de Ossian, de Klopstock y de Schiller, o que a veces desa­hogaba la exaltación de su pecho por medio de la músi­ca. Sin ser orgulloso, se guardaba a distancia; cuando sa­lía de su celda, esbelto, erguido, como si marchara hacia lo sublime, les parecía a sus camaradas como «si Apolo atravesara la habitación». La persona de Hölderlín hace pensar en la antigua Grecia y en la patria griega incluso al menos dado a las musas, incluso a aquel hijo de pastor, destinado a ser él también pastor, de quien son las pala­bras que he citado.
Pero sólo por un momento su figura aparece nimba­da de luz entre las nubes oscuras de su destino, como algo salido de la propia divinidad. De su edad madura no nos queda ningún retrato, como si la suerte no quisiera dejarnos ver a Hölderlin más que en plena floración; como si no quisiera dejarnos ver más que la resplande­ciente faz del poeta adolescente, y no la del hombre que en realidad nunca fue. Sólo medio siglo después nos muestra la máscara reseca del viejo, convertido otra vez en niño. Entre estas dos imágenes hay tinieblas y crepúscu­lo. Se puede adivinar tan sólo, por unas palabras que han llegado hasta nosotros, que el resplandor de su figura, pura como la de una doncella, y el impulso alado de su juventud empezaron pronto a borrarse. Aquella «genti­leza» que Schiller le atribuye se convierte pronto en cris­pación, y su timidez, en miedo misantrópico a los hombres; en su raída levita de preceptor, el último a la mesa, cerca ya de la librea del criado, se ve forzado a aprender el gesto servil del fracasado. Temeroso, asustado, atormen­tado y sólo dándose cuenta de su fuerza de espíritu por un sufrimiento impotente, pierde ya pronto el movimien­to libre con que su ritmo marchaba como por encima de las nubes y, dentro de su alma, se rompen la cadencia y el equilibrio espiritual.
Hölderlin se vuelve desconfiado y susceptible: «una palabra, una palabra cualquiera, podía ofenderle». Lo precario de su situación le quita la seguridad y hace que su ambición se refugie en lo más hondo de su pecho, cau­sándole una profunda herida de arrogancia y amargura. Desde entonces, trata ya de ocultar su rostro interior ante la brutalidad de la plebe intelectual a quien está obligado a servir y, poco a poco, esta máscara servil se le incrusta en la carne y en la sangre. Sólo la locura, como sucede con toda pasión, pone al desnudo la íntima dis­torsión que padece. Aquel servilismo que, mientras fue preceptor, encubría su universo interior, se trueca en manía de propia degradación y llega a ser un continuo gesto con que el poeta saluda, al primer extraño que se le presenta, con exageradas cortesías y con reverencias re­petidas centenares de veces, y le hace desplegar (siempre temeroso de ser reconocido) un torrente de «Vuestra Santidad», « Vuestra Excelencia», «Vuestra Gracia.»
Su rostro también se llena de lasitud; su mirada se os­curece; se dirigen hacia abajo aquellos ojos que siempre se alzaban hacia el cielo y, como una llama que se apaga, se vuelven oscilantes y débiles; a veces, entre sus párpados se ve relampaguear la mirada del demonio que ya se ha apoderado de su espíritu. En fin, su figura, en esos largos años de olvido, se inclina hacia delante, como en te­rrible simbolismo. Cincuenta años más tarde de su pri­mera efigie juvenil, hay otro retrato del poeta sujeto a ce­lestial prisión. En un croquis a lápiz vemos al Hölderlin que fue, convertido ya en un anciano flaco, desdenta­do, que va tanteando con el bastón y que levanta su ma­no descarnada diciendo versos en el vacío, en un mundo ya insensible. Sólo la proporción de sus rasgos se ha sal­vado de la destrucción, y la frente conserva aún su línea pura a pesar del hundimiento de su espíritu, pura como la de una estatua marmórea, bajo su cabellera gris y re­vuelta. Su mirada tiene aún pureza, reflejo de la pureza interior. Los visitantes contemplan estremecidos la más­cara especial de Scardanellí y en vano tratan de ver en él al mensajero del destino, personificación de la belleza y de los éxtasis sobrenaturales. Pero ese mensajero ya no está allí; está ya lejos. Sólo la sombra de Hölderlin es lo que marcha tambaleante, durante cuarenta años, por el mundo. A1 poeta de figura de adolescente se lo llevaron los dioses. Su belleza permanece, pura a inmaculada, in­vulnerable a la edad, en otras esferas: en el espejo irrom­pible de sus cantos.

LA MISIÓN DEL POETA

Sólo creen en lo divino aquellos que son divinos.

La escuela fue, para Hölderlin, una prisión; lleno de im­paciencia y al mismo tiempo temeroso, entra ahora de pronto en el mundo, en ese mundo que siempre le pa­recerá extraño. Todo lo que había que aprender lo ha aprendido en Tubinga, en el Seminario. Domina com­pletamente las lenguas muertas: el latín, el griego y el he­breo; ha estudiado filosofía, teniendo a Hegel y Sche­lling por compañeros de clase; y documentos con sus buenos sellos atestiguan que no ha estado ocioso en el estudio de la Teología: «Studia theologica magno cum successo tractavít. Orationem sacrum recte elaboratam decenter recitavit.» Ya sabe, pues, pronunciar un buen sermón protestante y puede dar por seguro un vicariato, con su correspondiente alzacuello y birrete. El deseo de su madre se ha cumplido; tiene ya el camino abierto para llegar a un buen estado civil o eclesiástico, para alcanzar el púlpito o la cátedra.
Pero, desde el principio, el corazón de Hölderlin no desea una colocación temporal o eclesiástica; sólo co­noce una vocación: la de mensajero de un mundo supe­rior. En la escuela ya ha escrito algunas poesías, «lit­terarum elegantiarum assiduus cultor», según dice un certificado ampulosamente barroco. Al principio ha es­crito algunas imitaciones de elegías, después muestra tendencia decidida hacia la concepción de Klopstock y, finalmente, en sus Himnos a los ideales de la humani­dad, ha seguido el ritmo sonoro de Schiller. Ha empezado una novela de formas vagas a imprecisas aún: Hy­perion, y es solamente en esa esfera supraterrestre don­de su espíritu clarividente encuentra sus elementos afi­nes. Desde el principio, lleno de entusiasmo, vuelve el timón de su vida hacia el infinito, hacía la costa inacce­sible donde ha de estrellarse. Nada puede ya apartarlo de ese llamamiento misterioso al cual obedecerá siem­pre con una fidelidad que no retrocede ni aun ante su propia destrucción.
Desde un principio también, Hölderlin no admite compromiso profesional alguno, ni quiere contacto al­guno con ninguna actividad práctica. Se niega a la indig­nidad que significaría el construir un puente, por estre­cho que fuese, que uniera lo prosaico de una ocupación burguesa con lo sublime de su vocación.

Mi vocación es sólo cantar lo sublime; por eso Dios me dio una lengua y puso el reconocimiento en mi corazón.

Ésas son sus orgullosas palabras. Quiere permanecer puro en su resolución a íntegro en su modo de ser. No quiere la realidad que él llama destructora, sino que bus­ca el mundo eternamente puro; busca, con Shelley,

some world
where music and moonlight and feeling
are one.

Un mundo donde no haya necesidad de mezclarse con las cosas bajas y donde el espíritu puro pueda flotar en un elemento también puro. En esa resistencia fanáti­ca, en esa grandiosa intransigencia hacia la realidad, es donde se manifiesta el sublime heroísmo de Hölderlin mucho más claramente aún que en cualquiera de sus poe­sías. Sabe que, con esa exigencia, queda anulada la segu­ridad de su vida; sabe que renuncia a tener casa y hogar; sabe, en fin, que se aparta para siempre de las comodi­dades de la existencia. No ignora cuán fácil es ser feliz si uno tiene un corazón superficial, y tampoco ignora que no podrá conocer la alegría. Pero no quiere que su vida sea un tranquilo lugar donde estar a cubierto, sino que desea un destino profético. Así, pues, con la mirada ha­cia el cielo, con el alma impasible ante las necesidades de su cuerpo, con el corazón lleno de privaciones, mar­cha decidido hacia el altar invisible en el cual va a ser sa­cerdote y víctima al mismo tiempo.
Esa firmeza interior, esa decisión de mantenerse puro ante todo, esa voluntad de dedicarse con toda el alma a la vida que se ha marcado, todo eso constituye la verdadera fuerza de Hölderlin, de ese muchacho dulce y humilde. Sabe perfectamente que la poesía, el infinito, no pueden ser alcanzados si divorcia su corazón de su es­píritu; quien quiere anunciar lo divino debe entregarse íntegramente a lo divino y sacrificarse completamente. Hölderlín tiene un concepto sagrado de la poesía; el ver­dadero poeta, el poeta de vocación, debe renunciar a todo lo que la Tierra ofrece a los humanos, a cambio de poderse aproximar a la divinidad. El que está al servicio de los elementos debe permanecer entre ellos en sagrada incertidumbre y en constante peligro purificador. Sólo se puede encontrar el Infinito dedicándose enteramente a él; toda desviación de la voluntad conduce a una meta inferior. Desde el primer momento, Hölderlin compren­de la necesidad absoluta de esa entrega sin condiciones; antes de abandonar el Seminario ya ha decidido no ser sa­cerdote, no ligarse a un compromiso terrenal, y no ser nunca otra cosa que «guardián del fuego sagrado». No sabe el camino, pero sabe adónde va. Y como su poten­cia espiritual le hace darse cuenta de todo lo que le ame­naza en su debilidad, se dirige a sí mismo esas palabras de consuelo:

¿No son hermanos tuyos todos los hombres? ¿No vendrá en tu auxilio hasta la misma Parca? Continúa, pues, marchan­do tranquilamente por el camino de tu vida; no temas nada, y bendice todo lo que acaeciere.

Y así, decidido, entra bajo el cielo de su destino. Con esa resolución de tener un fin único en su vida y conser­varse íntegramente puro, queda marcado el destino de Hölderlín, y así también atrae sobre sí la fatalidad. Pero su sufrimiento interior llega a ser pronto trágico, porque su primera lucha no ha de ser contra el mundo que él odia, contra el mundo brutal, sino contra los seres a los que ama y que lo rodean llenos de cariño; y eso, para su corazón lleno de sensibilidad, es la mayor de las mise­rias. Los primeros adversarios con que se encuentra su firme voluntad de vivir tan sólo para la poesía, son las personas de su familia a quienes ama tanto y que, al mis­mo tiempo, lo aman tanto a él. Es su madre, es su abue­la, son los parientes cercanos los que le cierran el paso. Él querría no lastimar sus sentimientos, pero se ve obliga­do, a pesar de todo, más tarde o más temprano, a disgus­tarles dolorosamente. Como siempre, el heroísmo de un hombre encuentra el mayor peligro en los seres que más lo quieren; los que lo aman tratan de calmar esa tensión dolorosa y bondadosamente soplan sobre el fuego sagra­do para reducirlo a las cómodas proporciones de una modesta llama de hogar doméstico.
Conmueve en extremo ver cómo ese humilde adoles­cente, «fortiter in re, suaviter in modo»  fuerte en el fondo, suave en las formas , sabe, con amables evasivas, disculparse, consolar a sus allegados y testimoniarles re­petidas veces su agradecimiento; durante diez años les está expresando su pesar por no poderles dar la satisfac­ción mayor que ellos pueden esperar, que es verle pastor, sacerdote. Esta lucha invisible constituye un indecible heroísmo de silencio y de evasivas, puesto que Hölderlin mantiene secreta, escondida, tímidamente, castamente diríamos, toda la fuerza que anima y sostiene su alma, es decir, su vocación poética. Cuando habla de sus versos, los cita tan sólo como « ensayos poéticos», y el más gran­de éxito que podrá ofrecer a su madre no le inspira más que esas modestas palabras: « Que espera poderse mos­trar, un día, digno de su buena opinión.» Nunca se vana­gloria de sus tentativas o de sus éxitos; al contrario, siem­pre da a entender que es sólo un principiante: «Tengo la profunda convicción de que el objeto de mi vida es algo noble y provechoso para los hombres, siempre que pueda llegar a una perfección conveniente.»
Pero su madre y su abuela, en la lejana aldea, no ven, tras esas palabras, más que la triste realidad, que es que Hölderlin, como un iluso, corre tras extrañas fantasma­gorías, ciegamente, sin casa ni hogar. Las dos pobres mujeres están un día y otro día sentadas en su casa de Nürtingen. Durante años y más años han economizado, céntimo a céntimo, un poquito de sus gastos de comida, de vestuario y hasta lo destinado a leña para el fuego, para, con todo ello, poder dar estudios al muchacho. Lle­nas de felicidad, leen las cartas respetuosas que el joven les escribe desde la escuela; se alegran con él de sus ade­lantos y de sus premios, y participan también de su orgu­llo por los primeros ensayos poéticos que salen a la luz.
Ahora que ha terminado sus estudios, las pobres mu­jeres lo ven ya vicario; entonces, seguramente, se casará con una muchacha dulce y amable, y podrán ver, llenas de orgullo, cómo dirige al pueblo la palabra de Dios desde el púlpito de alguna iglesia de Suabia. Hölderlin conoce ese sueño y sabe que lo ha de romper; pero no quiere deshacerlo bruscamente, sino que prefiere, con mano suave, ir apartándolo dulcemente. Entonces pien­sa que, muy probablemente, a pesar del cariño que le tie­nen, empiezan ya a sospechar que es un holgazán, y trata por eso de explicarles algo acerca de su vocación. Les es­cribe así: «A pesar de esa aparente ociosidad no estoy ocioso, y me hallo muy lejos de soñar en disponerme a vivir a costa de los demás». Insiste formalmente, para quitarles semejantes sospechas, en lo serio y moral de su vocación. «No debe creer  escribe a su madre  que considero a la ligera mis relaciones con usted; muy a me­nudo me lleno de inquietud cuando trato de reconciliar mi pensamiento con sus deseos.»
Trata de persuadirla de que sirve a los hombres igual que si fuera predicador, y al asegurarle eso sabe, sin em­bargo, que nunca logrará convencerla. «No es un capri­cho  le dice a su madre  lo que determina mi inclina­ción; es mi propia naturaleza, mi destino, y éstas son cosas a las que uno no puede negarse nunca a obedecer.»
A pesar de todo eso, las dos pobres viejas, tristes y solitarias, no lo abandonan; llorosas, envían al incorregible muchacho sus ahorrillos, le lavan las camisas y le zurcen los calcetines; muchas veces, esa ropa que le en­vían va empapada de lágrimas. Pero los años pasan y el muchacho sigue, en opinión de ellas, fuera de la reali­dad. Así, suavemente, llaman de nuevo a su corazón para recordarle su deseo. No es que quieran apartarlo de su pasión por la poesía; le insinúan tímidamente que eso no está reñido con algún buen vicariato. Le recuerdan a Mörike, tan semejante a él, que estuvo siempre resigna­do en su vida idílica y supo dividir bien el mundo entre la poesía y la vida real. Pero eso es tocar la cuerda sensi­ble de Hölderlin, el cual cree firmemente en la indivisi­bilidad de la fe y en que el sacerdote se debe sólo a Dios, y así expresa esa convicción como quien despliega un es­tandarte: « Más de un hombre de mayores méritos que yo, ha tratado de ser comerciante o profesor y cultivar al mismo tiempo la poesía. Pero siempre ha tenido que aca­bar por sacrificar una a otra cosa..., y eso no ha sido nunca por su propio bien, pues el sacrificar su profesión era perjudicial para los demás hombres, y al sacrificar su arte pecaba contra sí mismo, contra su vocación, contra los dones que Dios le había dispensado, lo cual es un gran pecado, ciertamente mayor que pecar contra su propio cuerpo.»
Pero esa seguridad absoluta que él tiene en su misión nunca es afirmada por el menor éxito. Pasa ya de los veinte años, llega después a los treinta y Hölderlin sigue siendo un humilde magister y comiendo a expensas de los demás, y, como un niño, ha de dar las gracias a las po­bres mujeres por los pañuelos, por los calcetines o por las medías que le envían, y ha de oír una y otra vez el sua­ve reproche que le dirigen. Para él eso es un tormento, y así, como en un gemido, dice a su madre: «Bien quisiera no serle más gravoso», pero, a pesar de ello, muy a me­nudo ha de acudir a la única puerta que en el mundo le queda abierta para seguir repitiendo: «Tened pacien­cia.» Mucho después acaba por venir a caer en el umbral de esa misma puerta; está vencido, hundido. Su lucha por el ideal le ha costado la vida.
El heroísmo de Hölderlin es magnífico porque es he­roísmo sin orgullo y sin fe en el mundo. El poeta siente su misión, obedece a la misteriosa voz y cree en su voca­ción, pero no tiene fe en el triunfo. Él, tan sensible, nun­ca tiene la conciencia de ser invulnerable a los dardos del destino, como Sigfrido; nunca jamás se imagina victorio­so o triunfante. Y es precisamente esa idea de fracaso que siempre lo acompaña en la vida lo que da a su lucha esa fuerza grandiosamente heroica. No hay que confun­dir, pues, esa fe inquebrantable que Hölderlin tiene en la poesía, en la cual ve el único fin de su existencia, con la fe en sí mismo como poeta; cuanta más fe ponía en la poe­sía, tanto más humilde se consideraba como poeta. Nada estaba más lejos de él que aquella fe casi enfermiza que Nietzsche puso en sí mismo y que representó en aquella su divisa: «Pauci mihi satis, unus mihi satis, nullus mihi satis». Cualquier palabra al vuelo le descorazona y le hace dudar de sus dotes. Una evasiva de Schiller lo puso enfermo durante meses enteros. Como un escolar, se in­clina ante vulgares versificadores como Conz y Neuffer; pero bajo esta modestia personal se oculta, envuelta en su suavidad exterior, una voluntad de acero para mar­char hacia el sacrificio. «¡Oh, querido!  escribe a uno de sus amigos , ¿cuándo se reconocerá que la fuerza más alta es siempre la más modesta, y que cuando lo divino se manifiesta por boca de un hombre, se realiza siempre con humildad y hasta con tristeza?» Su heroís­mo no es un heroísmo guerrero, de fuerza, sino el he­roísmo del mártir, es decir, una alegre disposición a su­frir por lo inevitable y a sucumbir por su fe y por su ideal.
«Hágase tu voluntad, ¡oh destino!» Con esas pala­bras se inclina hacia la fatalidad que él mismo se ha atraí­do. Yo no conozco una forma más elevada de heroísmo que ésta: un heroísmo limpio de sangre o de deseo de do­minio; el más noble heroísmo es el heroísmo sin brutali­dad; es el abandono al destino fatal, todopoderoso y sa­grado.

EL MITO DE LA POESÍA

No son los hombres quienes me lo han enseñado, sino un corazón sagrado y amante que me empujó ha­cia el Infinito.

Ningún poeta alemán ha tenido tanta fe en la poesía y en el origen divino de la misma como Hölderlin; nadie ha proclamado como él la división absoluta que separa a la poesía de las cosas del mundo. Él mismo, todo éxtasis, ha trasladado su propia pureza al concepto poético. Po­drá parecer raro, pero ese tierno aspirante a pastor de al­mas tiene un concepto de lo Invisible y un punto de vis­ta respecto a las potencias sobrenaturales como nadie lo ha tenido desde la antigüedad. Tiene una fe mucho más firme en el Padre Éter y en el Destino que gobierna al mundo que la que sus contemporáneos Novalis y Bren­tano tuvieron en Cristo. Para él, la poesía es lo que el Evangelio para aquéllos: es la verdad suprema, es el mis­terio embriagador de la Hostia y el Vino que pone en co­municación el cuerpo con el Infinito. Incluso para el propio Goethe, la poesía era parte de su vida, pero para Hölderlin es la vida misma y su único sentido; para aquél fue una necesidad puramente personal; para éste es una necesidad religiosa. Hölderlin reconoce en la poesía el aliento divino que anima y fecunda la tierra, la única ar­monía en la que se sumerge el espíritu para, en dulce bie­naventuranza, borrar dentro de sí el eterno desacuerdo interior. La poesía llena este angustioso vacío que existe entre las partes elevadas y las regiones más bajas del es­píritu, entre los dioses y los hombres, de la misma manera que el éter llena y presta color a ese abismo espantoso que existe entre la bóveda estrellada y la superficie de la tierra. Repito, pues, que para Hölderlin no es la poesía un puro adorno de la humanidad, o una postura espiri­tual, sino que es el único designio de la vida, es el princi­pio creador que sostiene al Universo. Por eso, el consa­grar la vida entera a la poesía es la única ofrenda digna de ofrecerse. Y este grandioso concepto explica por sí solo el heroísmo de Hölderlin.
Incansablemente, Hölderlin trata, en sus poemas, de ese mito de la poesía, y hay que insistir en ello para que así sea comprendida la pasión de su responsabilidad y el deseo absoluto que llena su existencia.
Para él, fiel creyente, el mundo se divide en dos par­tes, según el concepto griego de Platón: arriba están los inmortales, bienaventurados y nimbados de luz, inacce­sibles a nosotros y que, sin embargo, participan de nues­tra existencia. Abajo está la masa oscura de los mortales, uncidos a la triste rueda de la vida cotidiana:

Nuestra generación peregrina en eterna noche, como su­mergida en el Orco, ausente de todo lo divino. Están los hom­bres como atornillados en su propia actividad, y en el estruen­do de los talleres sólo oyen su propia voz. Como salvajes, trabajan incansablemente y con brazo duro, pero su labor que­da siempre infructuosa, estéril, como la de las Furias.

Como en el poema de Goethe El diván, el mundo está dividido en luz y en tinieblas, hasta que llega la aurora y, compadecida de ese tormento, forma una transición, un enlace, entre las dos esferas. Pues la soledad y el aisla­miento en ese cosmos sería doblemente soledad (soledad de los dioses y soledad de los hombres), si no apareciera una ligazón entre ambas partes, una ligazón que, aun­que de modo pasajero, reflejase el mundo de arriba en el mundo de abajo. Tampoco los dioses, que marchan ro­deados de luz en la esfera celeste, tampoco ellos podrían ser felices si su existencia no fuera sentida por alguien:

Ciertamente lo sagrado necesita, para su completa gloria, un corazón humano que lo sienta y lo reconozca, del mismo modo que los héroes sienten la necesidad de ser reconocidos y coronados de laurel.

Así es que lo bajo se siente atraído por lo alto, pero también lo alto tiende hacia lo bajo; la Vida se eleva ha­cia lo espiritual, pero también lo espiritual desciende hasta la Vida. La Naturaleza no tiene verdadero sentido si no es reconocida por los mortales; si no es amada por los hombres. La rosa no será verdaderamente una rosa mientras no sea acariciada por la contemplación; no hay magnificencia en el crepúsculo si no se refleja en la reti­na del hombre. Así como el hombre necesita lo divino para no morir, lo divino necesita del hombre para ser realmente divino, y por eso crea testigos de su fuerza y bocas para que le canten alabanzas, bocas de poetas que lo hacen verdaderamente divino.
Esa idea primordial en la filosofía de Hölderlin podría ser muy bien un préstamo recibido de Schiller, pues co­nocido es el concepto del autor de Los dioses de Grecia:

El gran amo del mundo estaba sin alegría, algo faltaba a su divinidad; por eso creó a los espíritus, que son los espejos afortunados donde se refleja la divina beatitud.

Pero no. ¡Cuán diferente es la visión órfica que tiene Hölderlin del nacimiento del poeta!

Solo y solitario, mudo y triste, estaría en las tinieblas el Padre divino, a pesar de su omnipotencia, a pesar de ser todo pensamiento, todo fuego, si no pudiera reflejarse en los huma­nos, si los hombres no tuvieran un corazón para cantarle.

No es por ocio o por tristeza, como dice Schiller, por lo que la Divinidad crea al poeta  en eso muestra Schi­ller una idea secundaria de la poesía , sino que, según Hölderlin, es por una necesidad esencial; sin el poeta no existe lo divino, que sólo se forma gracias a él. La poe­sía  aquí se llega hasta el mismo fondo de la ideología de Hölderlin  es una necesidad del Universo, no es algo que el Cosmos ha creado, sino que es algo creado con el mismo Cosmos. Los dioses no crean a los poetas como un juego, sino como una necesidad; les son precisos:

Pero los dioses se cansan de su inmortalidad; necesitan una cosa: esa cosa es el heroísmo, la Humanidad. Sí, necesitan de los mortales, porque los seres celestes no tienen conciencia de su ser. Necesitan  sea permitido expresarse así  que al­guien les revele su existencia.

Sí, los dioses necesitan a los poetas, pero los humanos, los mortales, también sienten necesidad de ellos, de esos

vasos sagrados donde se conserva el vino de la vida, el espíritu de los héroes.

En ellos se concilia el eterno dualismo del Uni­verso, el elemento superior con el inferior; ellos saben resolver esa disonancia en la armonía de la unidad, pues...

los pensamientos del espíritu común van completándose silen­ciosamente en el alma del poeta.

Así el poeta, figura escogida y al mismo tiempo mal­dita, nacido en el mundo pero saturado de divinidad, se interpone entre los dioses y los hombres y es llamado a contemplar la divinidad para presentarla después a los hombres en imágenes terrenales. El poeta procede de lo humano, pero sirve a lo divino; su existencia es una mi­sión; es como una escalera armoniosa por la que des­cendiera a este mundo la divinidad. Gracias al poeta, la Humanidad en tinieblas puede vivir simbólicamente lo divino. Como en el misterio del cáliz, en él, en el poeta, toman los hombres la hostia y beben el vino del cuerpo y de la sangre de lo Infinito. Por eso el poeta lleva la un­ción sacerdotal y ha de guardar el voto de pureza.
Ese mito constituye, para Hölderlin, el eje intelec­tual del mundo. Nunca perdió esa fe en lo sagrado de la poesía; por eso también su esencia era sacerdotal, sacra­mental. Siempre, las poesías de Hölderlin empiezan por una elevación; desde el momento en que su espíritu se dirige a lo poético, se olvida de su propio ser para con­vertirse en un mensajero que las fuerzas divinas envían a la Humanidad. Aquel que es la «voz de Díos», el «pro­clamador del heroísmo» o como dice en otra ocasión ­«la lengua del pueblo, necesita elevación en su discur­so, porte sacramental y la pureza propia de todo men­sajero de Dios. Habla, elevado sobre invisibles escalones de un templo, a una multitud también invisible, a un pueblo que existe sólo en sueños, a una nación, en fin, que aún ha de aparecer sobre la tierra, pues lo «ina­movible son los poetas que la han de fundar». Al callar los dioses, hablan los poetas en su nombre para plasmar la divinidad en la vida cotidiana. Por eso sus vestiduras crujen como las de un sacerdote y, como las de un sacer­dote, son de limpieza inmaculada; por eso también su discurso tiene siempre un tono elevado. Esa misión de mensajero divino no fue nunca olvidada por Hölder­lin, a pesar de los embates y desgracias de su vida; sin embargo, ese mito se hizo cada vez más sombrío, hasta convertirse en trágico, y perdió el carácter de optimismo y el sentido de alegre elección, para convertirse sola­mente en un destino heroico. Lo que al joven se le apa­recía como dulce bendición, acaba por ser, ya en su ma­durez, como una grandiosa misión, rodeada de negras nubes, alumbrada por los destellos de la fatalidad y acompañada de los coléricos truenos de las fuerzas mis­teriosas:

Pues aquellos que nos han otorgado el fuego celeste, es decir, los dioses, nos han dado también el divino sufrimiento.

El poeta sabe perfectamente que ser llamado por los dioses quiere decir renunciar a toda felicidad; el elegido viene a ser como un árbol del celeste bosque que es mar­cado para que lo reconozca el hacha del leñador. La poe­sía pertenece a la fatalidad; por eso el poeta sabe que ha de renunciar a lo agradable de la vida y abandonarse mansamente a las fuerzas sobrenaturales. Sólo llegará a ser verdadero héroe aquel que abandone su cómodo ho­gar para lanzarse en medio del torbellino de la tormenta; no basta ser anunciador de lo heroico y de lo trágico si uno no sabe vivir. Ya lo dice Hyperion:

Haz un solo sacrificio al Genio y verás cómo quedan rotos para siempre los lazos que lo atan al mundo.

Pero sólo Empédocles se da cuenta de la terrible maldición que pesa sobre aquellos que divinamente sa­ben contemplar lo divino:

Sin embargo, ése ha de destruir su propia casa y destrozar, como si fuera enemigo, lo que le es más querido; y ha de ver se­pultados en sus escombros a su propio padre y a sus propios hijos; si río, nunca será como los dioses, nunca se verá nimba­do de su luz.

El poeta está siempre en peligro porque lucha con las fuerzas que no conocen el freno. Es como un pararrayos solitario que recoge toda la exhalación tremulante del Infinito, y ese fuego celeste que recoge lo presenta, en­vuelto en música, a los habitantes de la Tierra. Está solo, frente a toda la tensión atmosférica del fuego sagrado, y esa fuerza es casi siempre mortal.
No puede el poeta reservarse esa sagrada llama que ha atraído sobre sí, no puede ocultar esa ardiente profecía:

El poeta se consumiría en el fuego celeste, pues nunca ha soportado la divina llama la cautividad.

Por otra parte, nunca puede el poeta revelar lo inde­cible. Callar lo divino es un crimen, pero también lo es el revelarlo sin ninguna restricción. El poeta debe buscar lo heroico y lo divino entre los hombres, y por eso ha de participar de sus miserias, sin por ello maldecir a la hu­manidad; debe anunciar a los dioses y proclamar su es­plendor, aunque ellos, los dioses, lo abandonen a su soledad en las miserias terrestres. Tanto la revelación como el silencio son parte de su sagrada misión. La poesía no es  como creía Hölderlin en sus moceda­des  una libertad feliz, un dulce equilibrio, sino un deber amargo, una esclavitud. Quien ha hecho voto de obedien­cia queda atado para siempre. Nunca más podrá ya arran­car de sí la ardiente túnica de Neso, y habrá de seguir la suerte de Hércules y de los demás héroes. Los espíritus elegidos por la poesía, lo son para toda la eternidad.
Por eso Hölderlin se da perfecta cuenta de lo trágico de su destino; como en Kleist y en Nietzsche, domina en él, desde muy pronto, el sentimiento de una caída trági­ca a inevitable, y su siniestra sombra se proyecta ante él con diez años de antelación. Pero ese tierno hijo de pas­tor protestante, Hölderlin, tiene  como Nietzsche, que también era hijo de pastor , el valor y hasta el deseo de medir su fuerza con el Infinito. No trata nunca, como hizo Goethe, de domar a ese demonio interior, ni aun in­tenta refrenarlo. Mientras Goethe está siempre esqui­vando su destino, para salvar así el tesoro dulcísimo de la vida, Hölderlin, con su alma de bronce, se lanza a la lu­cha sin más armas que su pureza. Sin miedo y lleno de devoción (ese dualismo de su vida no le abandonó jamás, ni en la vida ni en la poesía), levanta su voz para recordar a los poetas, hermanos de martirio, lo sagrado de su fe y lo heroico de su responsabilidad:

No debemos desmentir la nobleza que hay en nuestro deseo de modelar esa porción de Infinito que existe dentro de nosotros.

El poeta no puede, no debe querer ahorrar nada de esa felicidad cotidiana que constituye el precio, el mons­truoso precio que paga por su misión. La poesía es un reto al destino, es devoción y es valentía. Quien habla con los cielos no debe temer a los relámpagos, ni a los truenos, ni tampoco a la fatalidad:

Los poetas debemos entrar con la cabeza descubierta has­ta el mismo centro de la tempestad. Con nuestra propia mano hemos de tomar el rayo celeste y, envueltos en nuestro canto, transmitir al pueblo ese don divino. Pues sólo nosotros tenemos el corazón puro como el de un niño y sólo nuestras manos son inocentes. El rayo celestial no nos aniquila y, aunque nos sacu­de de dolor divino, nuestro corazón, eternamente, permanece firme.


FAETÓN O EL ENTUSIASMO

¡Oh entusiasmo! En ti encontramos una afortunada tumba. Nos sumergimos con silenciosa alegría en lo oleaje, hasta que oímos la llamada del tiempo; y en­tonces, despertamos para volver orgullosamente, lo mismo que las estrellas, a la breve noche de la vida.

Para la misión heroica que se ha asignado, Hölderlin cuenta  ¿por qué negarlo?  con muy pocos dones poé­ticos. Nada, ni en la aptitud ni en la actividad de ese jo­ven de veinte años, anuncia una verdadera personalidad. La forma de sus primeras poesías, hasta las imágenes ais­ladas y aun las frases mismas, son de una semejanza casi ilícita con las poesías de los maestros de sus años juveni­les de Tubinga, con las odas de Klopstock, con los sono­ros himnos de Schiller y con la prosodia alemana de Os­sian. Sus motivos poéticos son pobres; sólo la fogosidad juvenil con que los va repitiendo puede disimular la es­trechez de horizontes. Su fantasía marcha por un mundo vago, sin figuras: los dioses, el parnaso y la patria forman el eterno círculo de sus ensueños. Las palabras mismas, y los epítetos «celeste» y «divino», se repiten con molesta monotonía. Su pensamiento propio está también sin de­sarrollar; depende enteramente de Schiller y de las tinie­blas; punzan algunas frases misteriosas, como pronun­ciadas por un vidente, que no provienen de su propio espíritu, sino del espíritu del Universo. Faltan en sus poesías incluso las huellas de los elementos fundamenta­les de toda creación literaria; es decir: visión del mundo sensible, humor, conocimiento de los hombres, en fin, todo lo que procede de lo humano; y como Hölderlin renuncia siempre a mezclarse con la realidad, ese estado de ceguera para las cosas del mundo llega a convertirse en un sueño absoluto y en una visión irreal de un mundo formado únicamente de idealismo. La sustancia de su poesía está privada de sal y de pan, falta en ella todo co­lorido y así resulta algo etéreo, transparente a ingrávido, que ni aun los años de infortunio logran teñir de una sombra mística ni darle más que un misterioso soplo como de presentimiento. Su capacidad productiva es, al mismo tiempo, escasa, está como entorpecida por una debilidad en el sentimiento, por la melancolía o por un desarreglo nervioso. Junto a esa plenitud sabrosa de Goethe  cuyas poesías están llenas de fuerza y de jugos vitales , junto a ese campo fértil, trabajado por mano fuerte, junto a esa tierra que parece absorber toda la fuerza del Sol y de los elementos, el campo poético de Hölderlin aparece pobre en extremo. Tal vez nunca, en la historia literaria de Alemania, haya habido un poeta tan grande con menos dotes poéticas. Su «material» era insuficiente; el todo era su ejecución, como se dice de los cantantes. Era más débil que cualquier otro, pero su alma creció alimentada por un mundo superior. Sus do­tes pesaban poco, pero su expansión era infinita. El ge­nio de Hölderlin no era, en fin, genio de arte, sino mila­gro de pureza. Su genio era el entusiasmo, el impulso invisible.
Pero el talento poético de Hölderlin no puede ser medido, filosóficamente hablando, ni por su longitud ni por su profundidad. Hölderlin es un fenómeno de inten­sidad. Su figura poética es mezquina comparada con la de Goethe o la de Schiller, que fueron todo fuerza arro­lladora. Junto a esas dos figuras, Hölderlin es tan débil y humilde como lo fue san Francisco de Asís junto a las to­rres gigantescas de la Iglesia de la Edad Media que se llamaron santo Tomás de Aquino, san Bernardo o san Ignacio de Loyola. Como san Francisco, Hölderlin no tiene más que aquella ternura angélica y transparente, aquel sentimiento extático de la fraternidad, pero tam­bién tiene aquella enorme fuerza franciscana: la fuerza de la dulzura y del entusiasmo y el impulso del éxtasis que nos eleva por encima de nuestra mezquina esfera.
Como el santo de Asís, Hölderlin llega a ser un artista sin arte; y no artista por fe evangélica en un mundo supe­rior, sino por un gesto heroico de renuncia como el de san Francisco en la plaza del mercado de Asís.
Lo que predestina a Hölderlin para la poesía no es, pues, una fuerza parcial o un talento literario cualquiera, sino que es la facultad de concentrar toda su alma en el éxtasis, todo su ser en un estado de exaltación: esa fuer­za que ha de arrebatarlo del mundo para arrojarlo al Infinito. La poesía de Hölderlin no afluye de su sangre o de sus nervios, de su savia interior o de circunstancias per­sonales, sino que brota de un entusiasmo innato y espas­módico y de su anhelo por un mundo inaccesible. Para él, no hay un asunto especial que le inspire particular­mente, pues ve con ojos poéticos todo el Universo y no vive su vida más que poéticamente. El mundo se le apa­rece como una inmensa poesía épica y gigantesca; lo que toma para plasmarlo con sus manos se vuelve inmedia­tamente épico: sea paisaje, río, hombre o sentimiento. El Éter es para él su padre, como san Francisco se sentía hermano del Sol. La roca o la fuente se le presentan, igual que a los griegos, como unos labios que exhalan una melodía cautiva. Las cosas más prosaicas que él convierte en armoniosas palabras, se transforman enseguida en parte de aquel mundo platónico; se hacen transpa­rentes y vibran en dulce melodía de luz por la fuerza de un lenguaje que no tiene nada en común con el corriente si no es la forma de los vocablos. Las palabras que usa tienen un brillo nuevo, como el que el rocío sabe dar a una pradera, un brillo libre de todo aspecto terrenal. Ni antes ni después de Hölderlin ha habido jamás en Ale­mania poesía tan alada, tan ingrávida, tan como un vue­lo de pájaro; nunca el mundo fue mirado desde tanta altura, desde una altura como la que quiere alcanzar Hölderlin llevado por su fogoso entusiasmo. Por eso, en su poesía, aparecen todos los seres como vistos a través de un sueño, misteriosamente libres de la fuerza de la gravedad, como si fueran almas. Nunca Hölderlin (y en ello está su grandeza, al mismo tiempo que su limita­ción), nunca ha aprendido a mirar el mundo tal como el mundo es. Sólo lo ha cantado. No llegó a ser un sabio, sino un soñador, un fanático. Pero ese desconocimiento de lo real es lo que creó en él la más alta magia: que es aspirar siempre a la pureza absoluta, bañar la realidad en la luz de otras esferas y soñarla siempre, sin tocarla nunca con torpe mano al contemplarla con su corazón puro.
Ese impulso interior es la única y propia fuerza de Hölderlin. Nunca desciende el poeta hacia lo inferior, a lo terrestre, a lo contaminado por la vida cotidiana, sino que, de un solo salto, como llevado por alas, sube a un mundo superior que es como su patria. No vive en la rea­lidad, pero tiene un mundo propio, un armonioso < más allá». Siempre aspira a remontarse todavía más.

¡Oh, melodías, que os cernéis allá arriba en lo Infinito quiero volar hacia vosotras, siempre hacia vosotras!

Como una flecha, se dispara siempre por medio de un misterioso arco, tenso hacia las alturas, pues él, para sentir su «yo», necesita estar subiendo, estar en unas re­giones de exaltado ensueño. Una naturaleza como ésta debía de estar siempre en peligrosa tensión; y así fue ya desde el principio. Schiller, al hablar de él, menciona, en sentido de censura y no de alabanza ni de admiración, su violencia impulsiva y lamenta la falta de estabilidad de Hölderlin. Pero esos entusiasmos inefables en los que de­saparecen el mundo y el tiempo, y por los que el espíritu se libera hasta convertirse en dios, esos espasmos lejos del «yo» son el fundamento, la base de Hölderlin. Siem­pre en eterno flujo y reflujo, no puede ser poeta sí no es con toda su alma. Cuando no está inspirado, en las horas oscuras de su existencia, Hölderlin es el más pobre, el más encadenado, el más triste y sombrío de los hombres, pero en su exaltación llega a ser el más feliz y el más libre de todos.
El entusiasmo de Hölderlin es, a decir verdad, algo vacío de toda sustancia; el entusiasmo está lleno tan só­lo de entusiasmo y, así, el poeta no se entusiasma sino cuando canta al entusiasmo, que es para él objeto y suje­to a la vez, y si no tiene forma propia, es porque es ple­nitud suprema; no tiene límites porque viene de la eter­nidad y vuelve a la eternidad. Hasta en Shelley, de gran parentesco espiritual con Hölderlin, el entusiasmo se en­cuentra siempre unido a lo terrestre. Para aquél, aún va vinculado a los ideales sociales, a la fe en la libertad o al progreso del mundo. Pero el entusiasmo de Hölderlin, como si fuera humo, sube directamente hacia el cielo y se pierde en las tinieblas; no descansa más que en sí mismo y no pasa de ser nunca más que una sensación de divina felicidad en la Tierra. El placer y su descripción vienen a ser una misma cosa en él: para describirlo ha de gozarlo y el goce está en la descripción.
Hölderlin representa ese estado interior que sólo a él le es propio; su poesía es un himno ininterrumpido a la productividad, una queja patética por la esterilidad, pues «los dioses mueren cuando muere el entusiasmo.» La poesía va unida en él al entusiasmo, así como éste no puede resolverse más que en canto, en poesía. Por eso la poesía (en el sentido del poeta de la necesidad universal) es la liberación del individuo y de la humanidad entera: «¡Oh, entusiasmo; oh, rocío celeste; tú eres quien volve­rá a traer la primavera de los pueblos!», dice ya febril­mente Hyperion y su Empédocles no significa nada más que el contraste inaudito entre el sentimiento divino (es decir, fructífero) y el terrenal (es decir, improductivo). La naturaleza de la inspiración de Hölderlin se ve clara­mente en su poesía trágica. El estado fundamental de toda productividad es ese sentimiento crepuscular, sin alegría y sin dolor, de la contemplación interior y del ensueño meditabundo:

Aquel que no siente necesidades marcha por el mundo con la apacible tranquilidad de los dioses, camina entre sus propios pensamientos, y el soplo del aire está temeroso de mo­lestar su ventura.

No siente el mundo exterior, la fuerza del entusias­mo está en sí mismo:

El mundo nada le dice; su entusiasmo se desarrolla por sí mismo, aumentando así la felicidad, hasta que en la noche os­cura del éxtasis fecundo surge de pronto, como vívida chispa, el milagro del pensamiento.

Por eso, en Hölderlin, la inspiración poética no pro­cede nunca de una idea, de un suceso ni de una voluntad, sino que es de sí mismo, del entusiasmo, de donde surge la fuerza creadora. No se inflama contra una superficie cualquiera, sino que el fuego brota en él espontánea­mente, como un milagro:

...de pronto el genio creador desciende sobre nosotros; nuestro espíritu enmudece entonces y nuestro cuerpo sufre una sacudida hasta lo más hondo, como tocado por el rayo.

Y eso es la inspiración, un rayo divino que se encien­de en nosotros. Hölderlin nos describe este estado  que él conoce tan bien  en el cual la llamarada celeste con­sume todo el recuerdo del mundo real:

Entonces nos sentimos como si fuéramos un dios en su elemento propio, y nuestra alegría es un canto celestial.

Desaparece entonces el dualismo, el cielo abraza a la totalidad del sentimiento. (Sentirse identificado con el To­do es ser dios, es estar en el cielo  dice su Hyperion.)
Faetón, que simboliza la vida de Hölderlin, ha llega­do a las estrellas en su carro de fuego, y la música sideral suena ya en sus oídos. En esos momentos de éxtasis es cuando Hölderlin vive el apogeo de su vida.
Pero, aun en esos momentos de bienaventuranza, se mezcla ya un impreciso sentimiento de derrumbamiento, de caída. Sabe perfectamente que sólo se está el ins­tante que dura un relámpago en esas esferas celestes, en esa mesa divina donde se sirven el néctar y la ambrosía a los mortales; por eso predice acto seguido su destino:

Sólo unos instantes puede el mortal vivir plenamente co­mo un dios; después su vida ya no puede ser más que un con­tinuo recuerdo de esos instantes.

Como a Faetón, después de ese maravilloso viaje en el carro de fuego no le queda ya más que la terrible caí­da, la insondable caída a los más profundos abismos:

Pues parece como si a los dioses no les pluguiera nuestra impaciente plegaria.

Es entonces cuando el genio lúcido y feliz muestra a Hölderlin su otra cara, es decir, el aspecto tenebroso del demonio. Hölderlin, libre de la poesía, cae pesadamen­te para estrellarse en la vida cotidiana. Como Faetón, se precipita hacia abajo, para caer, no sobre la Tierra, sino aún más abajo: sobre el tenebroso mar de la melancolía. Goethe y Schiller y los demás vuelven de la poesía como de un viaje; podrán volver, si se quiere, cansados, pero regresan con el alma sana y los sentidos cabales. Pero no así Hölderlin, que se rompe al caer y queda herido, des­trozado y extrañamente ausente de la realidad. Su des­pertar del entusiasmo es siempre como una muerte del alma, y entonces, en su hipersensibilidad, no ve en el mundo más que vulgaridad y grosería: «Los dioses mueren cuando muere el entusiasmo. Pan muere cuan­do muere Psique.» La vida vulgar no merece ser vivida; fuera de los momentos de entusiasmo, todo es insípido y sin alma.
Aquí están las raíces de aquella melancolía peculiar de Hölderlin, que no era, a decir verdad, una melancolía patológica del espíritu, sino que era como un contrapun­to de la fuerza de exaltación extrema que posee su orga­nismo. Esa melancolía, lo mismo que su entusiasmo, no procede del exterior, se alimenta de sí misma, pues no hay que exagerar la importancia del episodio de Dioti­ma. Su melancolía es sólo la reacción que sigue al éxtasis y por tanto es algo fecundo. Si cuando se elevaba en el éter se sentía bañado de Infinito, como formando parte de él, en su melancolía, en su esterilidad, se encuentra te­rriblemente aislado y ajeno a la existencia. Por eso yo quisiera llamar a esa melancolía sentimiento de nostal­gia, tristeza que ha de despertar en un ángel el recuerdo del cielo perdido, añoranza infinita de una invisible pa­tria. Hölderlín nunca trató de apartar de sí esa melan­colía, como hicieron Leopardi, Schopenhauer o Byron, proyectándola hacia un pesimismo mundano. «Soy ene­migo de esa enemistad hacia lo humano que se llama mi­santropía», nos dice el poeta. Su piedad le impide rene­gar de una parte del Todo, por insignificante que esa parte pueda parecer. Lo que sucede es que se siente ajeno a la vida real, a la vida práctica. No sabe hablar a los hom­bres más que cantando, es decir, su lenguaje, su conver­sación, no pueden ser de otro modo para que sean inteli­gibles; por eso la producción poética es algo, para él, de una necesidad absoluta. La poesía es como un asilo ama­ble donde refugiarse al huir de ese país extraño que es la Tierra. Nunca ningún poeta ha entonado con más fervor el Veni, Creator Spiritus, pues Hölderlin sabe que toda fuerza creadora desciende siempre de arriba, como el vuelo de un ángel, y nunca surge del propio ser. Fuera del éxtasis, vaga como ciego por el mundo vacío de dio­ses. «Pan muere [para él] cuando muere Psique», y la vida no es más que un montón de escorias sin la llama ar­diente de un espíritu abierto para la floración.
Pero su tristeza es impotente contra el mundo: su melancolía es muda; poeta de la aurora, queda callado en el crepúsculo de la noche y se deja llevar a la deriva, como un cadáver de sí mismo, hasta el final de su vida, poeta siempre, pero sin poder expresar sus sentimientos; y así Hölderlin, con las alas rotas, se convierte en su es­pectro trágico, en Scardanelli.
Waiblinger, que lo conoció mucho y lo trató de cer­ca en los años en que su espíritu estaba ya velado, lo colocó en una de sus novelas con el nombre de Faetón. Faetón es el nombre que los griegos dieron a aquel ado­lescente que montó en un carro de fuego para marchar a ver a los dioses. Los dioses le dejan aproximarse; su vue­lo cruza los cielos dejando un rastro de luz, pero después se precipita sin piedad en las tinieblas. Los dioses casti­gan siempre a aquel que se les aproxima demasiado; des­trozan su cuerpo, ciegan su vista y arrojan al audaz al fondo del abismo del destino. Pero, al mismo tiempo, aman al temerario que se quema por aproximarse a ellos, y por eso colocan su nombre, como una figura ideal, a guisa de ejemplo, entre las eternas estrellas.


ENTRADA EN EL MUNDO

Muy a menudo, el corazón del hombre permanece dormido, como una simiente que estuviera envuelto en inerte cáscara, hasta que un día llega su hora.

Hölderlin, al salir de la escuela, entra en el mundo como quien penetra en territorio enemigo; él, todo fragi­lidad, sabe de sobra la lucha que le espera. Aún no ha bajado del coche de postas que avanza chirriante por el camino, cuando ya escribe, en extraño simbolismo, un himno titulado El destino que dedica a la madre de los héroes: la « necesidad de brazo de bronce». En el mo­mento de la partida, ya va el poeta cargado de presenti­mientos y dispuesto para su caída.
Todo parece que se le presenta bien: Schiller en per­sona le ha recomendado como domine a Charlotte von Kalb, pues el poeta se ha negado a ser pastor según los deseos de su madre. No hay otra casa en todas las provín­cias alemanas donde se honren tanto el entusiasmo y la emoción como en casa de Charlotte; no hay otra casa tampoco donde pueda encontrar más comprensión para su sensibilidad y timidez. Charlotte misma era una mujer « incomprendida» y, por haber sido amante de Jean Paul, tenía toda la comprensión posible para las almas senti­mentales. El propio Von Kalb le recibe con extrema ama­bilidad, y el muchacho le coge pronto aprecio sincero; por las mañanas, Hölderlin no tiene ocupaciones; puede, pues, dedicarse libremente a la poesía. Los paseos y ex­cursiones a caballo que hace en común con la familia lo ponen de nuevo en contacto con la amada Naturaleza, de la que hacía ya algún tiempo que estaba algo apartado, y en sus paseos a Weimar y a Jena, Charlotte, mujer muy inteligente, cuida de introducirlo en los círculos más dis­tinguidos, y así es como le fue dado conocer a Goethe. Se ve, pues, que Hölderlin no podía haber caído en mejor parte. Sus primeras cartas están henchidas de entusiasmo y hasta de optimismo; bromeando, escribe a su madre que «desde que no tengo cuidados ni pájaros en la cabe­za he empezado a engordar» . Expresa su satisfacción por la amabilidad de sus amigos, los cuales hacen llegar a Schiller y dan a conocer los primeros fragmentos de Hy­perion, que aún es sólo un esbozo. Por un momento, pa­rece que Hölderlin se ha domiciliado en el mundo.
Pero pronto siente en su interior aquel demonio de la intranquilidad, aquel espíritu demoníaco de la inquietud que lo arrastra como las aguas de un torrente. Pronto en las cartas hay un dejo de melancolía y veladas quejas acerca de la falta de libertad; el secreto es éste: quiere partir, porque Hölderlin no puede vivir sujeto a un em­pleo; quiere vivir sólo para la poesía. En esta primera cri­sis, Hölderlin no se da cuenta de que lleva un demonio interior que le impide trabar relaciones, y no comprende que son su voluntad inflamable, su interno impulso, los que le mueven. Esta vez lo atribuye a la molesta obstina­ción del muchacho y a su secreto vicio, que él no logra dominar. En eso se ve la incapacidad para la vida de Höl­derlin: un muchacho de nueve años puede más que él. Y deja el empleo. Charlotte von Kalb, al verlo partir, com­prende el porqué y escribe a su madre (para consolarla) la cruda verdad: «Su espíritu no puede descender a las mezquindades y trabajos del mundo..., o mejor aún, su alma sufre demasiado por esas cosas.»
Hölderlin destroza por sí mismo todas las formas de vida que se le van presentando. Nada hay más falso que la idea corriente, de orden puramente sentimental, que se en­cuentra en las biografías del poeta y que declara que Höl­derlin fue humillado por todas partes, que por doquier sufrió ofensas y que en Walterhausen, o en Francfort, o en Suiza, se quiso hacer de él un lacayo, torturando así su dignidad. La verdad no es ésa, no: por todas partes se trató de favorecerle. Pero su epidermis era demasiado fina, su sensibilidad exagerada, su ánimo sufría dema­siado.
Se puede aplicar a Hölderlin y a naturalezas análogas lo que Stendhal hizo reflejar en su espejo y personificó en Henri Brulard: «Ce qui ne fait qu'effleurer les autres me blesse jusqu'au sang.» Hölderlin se ha encontrado con la realidad y el mundo es ya sólo, para él, brutalidad, encadenamiento y esclavitud; sólo la poesía le puede ha­cer feliz. Fuera de la esfera poética, Hölderlin no puede respirar; sus manos se tienden hacia el vacío que lo rodea y el aire del mundo lo asfixia. «¿Por qué no he de estar tranquilo como un muchacho, si nada me impide dedi­carme a mi inocente diversión y lo que me rodea es agra­dable?», se pregunta a sí mismo, asustado de tanto con­flicto que se le presenta a cada paso. No sabe todavía que su inadaptación es incurable; todavía llama casualidad a eso que encierra un demonio y que es su vocación. Cree aún que libertad y poesía son cosas que pueden unirlo al mundo. Así se atreve a lanzarse a una vida libre, sin tra­bas, lleno de esperanzas por la obra que va a realizar. Hölderlin prueba la libertad. Se dispone a pagar con toda suerte de privaciones una vida libre, puramente in­telectual. En invierno pasa días enteros en cama para así ahorrar leña; sólo come una vez al día; renuncia a beber vino o cerveza; renuncia, en fin, hasta al más insignifi­cante placer. Nada ve de Jena si no es algunas conferen­cias de Fichte; a veces Schiller le concede alguna hora de compañía. Vive retirado en un cuartucho que apenas puede llamarse habitación. Pero su alma viaja con Hype­rion a través de Grecia, y hasta podría considerarse feliz si no fuera porque está predestinado a la inquietud, a la convulsión.

ENCUENTRO PELIGROSO

¡Ojalá no hubiera ido nunca a vuestra escuela!

Lo primero que hace Hölderlin, cuando se decide a vi­vir en libertad, es pensar en lo heroico de la vida, que es el impulso hacia lo grande. Sin embargo, antes de querer descubrir ese pensamiento heroico dentro de su propio pecho, quiere ver a «los espíritus grandes», a los poetas, quiere ver las cumbres sagradas. No es, pues, la casualidad lo que le lleva a Weimar; no, allí están Goethe y Schiller, allí está Fichte, y alrededor de éstos, como sa­télites brillantes, están Wieland, Herder, Jean Paul, los Schlegel, es decir, todo el firmamento espiritual de Ale­mania. Su espíritu poético, que odia lo que no es poesía, anhela vivir en ese círculo elevado y respirar esa atmós­fera espiritual. Aquí espera gustar del divino néctar del espíritu antiguo, a fin de ensayar así sus fuerzas en esta ágora, en este coliseo de lucha poética. Pero antes, el jo­ven Hölderlín quiere prepararse para esas lides, pues el poeta no se siente digno, intelectualmente hablando, por su pensamiento y por su cultura, de sentarse junto a Goethe, cuyo espíritu abraza el universo, o junto a Schi­ller, espíritu de coloso que se agita en formidables abs­tracciones. Por este motivo, incurre en el eterno error de los alemanes, que es quererse formar de un modo siste­mático; quiere cultivarse y emprende estudios filosóficos. Lo mismo que Kleist, fuerza su naturaleza, que es toda espontaneidad, trata de hacer la anatomía de ese cielo que le llena de felicidad y quiere someter sus proyectos poéticos a las doctrinas filosóficas. Nunca, en mi opinión, se ha dicho con toda crudeza cuán perjudicial fue, no ya para Hölderlin, sino para todos los poetas alema­nes, el encontrarse con Kant y con su metafísica.
La historia de la literatura podrá encontrar digno de alabanza que los poetas de entonces llevasen a su círcu­lo poético la ideología de Kant, pero todo espíritu libre debe reconocer los daños incalculables derivados de esa invasión de ideas dogmáticas en el reino de la poesía. Soy de la firme opinión de que la influencia de Kant limitó en extremo la producción poética de la época clásica, pro­ducción que se dejó influir mucho por la maestría cons­tructiva de sus pensamientos. Kant perjudicó en extremo la expresión sensual, la euforia de la poesía, el libre curso de la imaginación, al quererlas llevar hacia un criticismo estético. Esterilizó las facultades puramente poéticas de todo aquel que abrazó sus teorías. ¿Y cómo podía ser de otro modo? Un ser todo cerebro, todo fría razón, ¿cómo podría ese hombre, que no conoció mujer ni salió de su provincia, ese hombre que era como un delicado meca­nismo de relojería inflexible en su regularidad, ese hom­bre que se encadenó así a su vida cuarenta, cincuenta y hasta sesenta años; ese hombre desprovisto de esponta­neidad, sujeto a un sistema rígido, pues su genio era sólo constructivismo fanático; cómo podría ese hombre, repi­to, ser jamás útil a un poeta, a un poeta que vive sólo por sus sentidos, que se eleva por su inspiración y a quien la pasión arrastra siempre a la inconsciencia?
La influencia de Kant apartó a los clásicos de su pasión más magnífica, más poética, que tenía toda la fuerza y el colorido del Renacimiento, y los llevó insensiblemente a un nuevo humanismo: a una poesía de eruditos. Por último ¿no ha sido para la poesía alemana una gran pérdida el que Schiller, el más formidable plasmador de figuras poé­ticas, se preocupe y se torture buscando dividir la poesía en dos categorías, la poesía ingenua y la poesía sentimen­tal, y que Goethe diserte con los hermanos Schlegel acerca de los clásicos y los románticos? El exceso de luz de la fi­losofía debilita a los poetas, aunque ellos no se den cuenta, porque esa luz es fría y surge de este espíritu sistemático que cristaliza según leyes fijas; precisamente cuando Höl­derlin llegó a Weimar, Schiller ha perdido ya aquella su primera borrachera de inspiración y Goethe (cuya sana na­turaleza ha reaccionado siempre a toda metafísica siste­mática) se dedica con todo interés a la ciencia. La corres­pondencia entre Goethe y Schiller nos demuestra muy claramente en qué esferas de acción se agitaban entonces sus pensamientos; esas cartas son magníficos documentos, son una magnífica concepción del universo, pero son ra­cionalistas; parecen más bien la correspondencia de filóso­fos o de profesores de estética que confesiones poéticas. La poesía está, cuando Hölderlin entra en aquellos círcu­los, desplazada de su centro por la constelación de Kant y ha sido relegada a la periferia. Ha empezado una época de humanismo clásico. Sólo que, por fatal contraste con Ita­lia, los espíritus más fuertes de la época no se han refugia­do, como Dante, Petrarca o Boccaccio, en la poesía al huir del mundo helado de la erudición; al contrarío, Goethe y Schiller han dejado el divino mundo creador para refu­giarse en la frialdad de la ciencia y de la estética. ¡Ay, nun­ca más han de volver ya aquellos años divinos!
Y los jóvenes que tienen a esas grandes figuras como maestros sufren la fatal locura de la formación filosó­fica. Y así Novalis, de espíritu angélicamente abstracto, y Kleist, todo impulso, ambos, a pesar de su naturaleza que repele todo espíritu positivo como el de Kant y su es­cuela, se dejan llevar a la deriva, llenos de duda, hacia este elemento hostil. Hasta Hölderlin, todo inspiración, que aborrece lo sistemático; indómito, abstracto, rebel­de por propia voluntad, fuerza su naturaleza y se aferra a los análisis filosóficos, creyéndose además obligado a ha­blar en la jerga estético-filosófica dominante, y todas sus cartas de los tiempos de Jena están atiborradas de sosas interpretaciones de conceptos y de esfuerzos por filoso­far, cosas muy contrarias al anhelo infinito que le llena­ba. Pues Hölderlin es precisamente un espíritu ilógico, no intelectual; sus pensamientos, grandiosos como re­lámpagos de genio, no son articulables; se resisten a toda combinación, a todo sistema. Lo que él dice del espíritu creador marca bien sus límites:

Sólo reconozco lo que florece naturalmente; lo meditado ya no lo reconozco.

Este espíritu no puede expresar más que el anhelo de llegar, pero no puede elaborar esquemas o conceptos. Las ideas de Hölderlin son aerolitos  píedras del cielo y no de cantera terrestre , y por eso no pueden ser alisa­das y colocadas disciplinadamente para formar un muro, es decir, un sistema, pues todo sistema es siempre un muro. Esas piedras quedan en la misma forma en que caen, no necesitan ser desbastadas ni sufrir variación al­guna. Lo que una vez dijo Goethe refiriéndose a Byron, se le puede aplicar mil veces mejor a Hölderlin: «Cuan­do raciocina es un niño; sólo es grande cuando hace poe­sía.» Pero ese niño se sienta en el banco de la escuela de Fichte y de Kant y se asfixia, desesperado, en las doctrinas que oye, de forma que hasta Schiller le ha de adver­tir un día: «Huya usted siempre que pueda de las mate­rias filosóficas; son las más ingratas... Permanezca más bien cerca del mundo sensible; así no se expondrá a per­der el entusiasmo.»
Ha de pasar bastante tiempo antes de que Hölderlin vea el peligro a que se expone en el laberinto de la lógi­ca. Pero una disminución en sus producciones, como un exacto barómetro, le advierte un día que él, todo alas, ha caído en una atmósfera que lo asfixia, y entonces sí, dán­dose cuenta, rechaza toda la filosofía sistemática: « He ignorado durante algún tiempo por qué el estudio de la filosofía, que suele producir tantas satisfacciones y que compensa esa dedicación con la serenidad, me hacía sentir inquieto y exaltado, y tanta más intranquilidad me producía cuanto más me concentraba en ella. Ahora ya veo que si esto sucedía es porque me alejaba de mí mis­mo, de mi propia naturaleza.» Por primera vez descubre la fuerza de su vocación poética, que celosamente no le permite entregarse a la vida material. Su naturaleza le exigía situarse entre el mundo superior y el inferior. No podía encontrar el reposo ni en lo abstracto ni en la rea­lidad concreta.
Así engaña la filosofía a su abnegado discípulo; ins­pira, en su espíritu lleno de dudas, más dudas todavía, y no le hace aumentar la certeza, como él habría esperado. Pero su segunda decepción, más peligrosa que la prime­ra, viene de los poetas. Desde lejos, se le aparecían como mensajeros de lo sobrenatural, sacerdotes que dirigían su corazón hacia Dios; deseaba poder elevar su espíritu a través de ellos, de Goethe y aún más de Schiller, a quien había leído noches enteras en el Seminario de Tubinga y cuyo Don Carlos había sido como la «nube encantadora de su juventud». Esperaba que le darían, a su propia in­seguridad, aquello que transfigura la vida, es decir, el impulso hacia el infinito, la elevada fogosidad. Pero aquí empieza el eterno error de la segunda y tercera genera­ciones, y que consiste en querer seguir a sus maestros; ol­vidan los jóvenes que el tiempo resbala sobre las obras perfectas como sobre el mármol, sin dañarlas, pero que no pasa así con los hombres, aunque sean poetas; las obras perduran, pero el hombre envejece. Schiller es ya consejero; Goethe es consejero privado; Herder, conse­jero municipal, y Fichte, profesor de universidad. Sus in­tereses ya no están en la producción poética, sino en los problemas de la poesía; la diferencia es clara. Todos es­tán ligados a su obra, han anclado en la vida y nada hay tan ajeno a un hombre, nada tan fácil de olvidar, como su propia juventud; así, el paso de los años determina la in­comprensión: Hölderlin esperaba de ellos entusiasmo, y ellos le enseñaron moderación; él ansiaba inflamarse a su lado, y ellos sólo lo bañan con una ligera luz; junto a ellos quería una vida libre, una existencia espiritual, y ellos se esfuerzan por buscarle una buena colocación burguesa. Él iba a buscar, junto a ellos, ánimos para la lucha mons­truosa que le marca su destino, y ellos (con la mejor in­tención) le aconsejan una paz honrosa. Él iba a inflamar­se, y ellos tratan de apagarlo; así, a pesar de todas las afinidades intelectuales, a pesar de sus simpatías, la san­gre ardiente de Hölderlin, frente a la sangre ya templada de ellos, da lugar a la mala inteligencia.
Ya su primer encuentro con Goethe es simbólico. Hölderlín visita a Schiller, y en su casa se encuentra con un señor ya anciano que le dirige fríamente algunas preguntas, a las que él contesta con indiferencia; la misma noche, con sobresalto, se entera de que ha estado frente a Goethe, y espiritualmente no había de reconocerlo ya nunca; Goethe, por lo demás, tampoco reconoció nunca a Hölderlin. Si se exceptúan las cartas que escribió a Schiller, no menciona Goethe a Hölderlin para nada en el transcurso de casi cuarenta años. Como desquite, Höl­derlin se siente atraído por Schiller, como Kleist se sin­tió atraído por Goethe; ambos sólo sienten la atracción hacia uno de los astros de aquella constelación y, con in­justicia de jóvenes, se olvidan totalmente del otro genio.
Goethe desconoce totalmente a Hölderlin cuando dice de él que «sus poesías expresan un agradable es­fuerzo que se pierde en la satisfacción por su propia obra», y no ve la pasión. nunca satisfecha de Hölderlin cuando le alaba por poseer «cierta intimidad, atractivo y mesura», y recomienda al verdadero creador del himno en la poesía alemana que haga principalmente pequeñas poesías. Ese buen olfato que siempre tuvo Goethe para descubrir el oculto demonio, le falló completamente en este caso, y por eso no se pone en guardia, como siempre acostumbraba a hacer cuando sospechaba lo demoníaco; en este caso, es decir, en sus relaciones con Hölderlin, no lo hizo, y así se muestra con él lleno de bonhomie, amable a indiferente. Y mira a Hölderlin con mirada su­perficial que no trata nunca de hacerse profunda. Eso lastimó en grado sumo a Hölderlin, tanto, que cuando éste se sumergió en las tinieblas de la locura, saltaba de cólera sí algún visitante osaba pronunciar el nombre de Goethe, porque, cosa notable, Hölderlin, entre las bru­mas de su desvío de la razón, siempre recordó las antipa­tías o las simpatías de antaño.
Hölderlin pasó, pues, como todos los poetas de su tiempo, por el obligado desengaño, por aquella decep­ción que hizo que Grillparzer, tan frío y hermético, dije­ra un día con toda claridad: «Goethe se ha dedicado a la ciencia y, en su quietismo grandioso, reclama la modera­ción, la inercia y la pasividad, mientras que en mí arden, chispeantes, todas las antorchas de la imaginación.» Hasta él, el más sabio de los hombres, no fue bastante sa­bio para comprender, en sus años de vejez, que juventud es sólo otra palabra para designar la exaltación.
Las relaciones de Hölderlin con Goethe no fueron, pues, más que unas relaciones muy tenues; si Hölderlin, con su habitual humildad, se hubiera dado a los consejos de Goethe, es decir, hubiera reducido sus proporciones, limitándose a ser un poeta idílico o bucólico, su propia vocación habría corrido un gran peligro; por eso esa re­sistencia que mostró hacia Goethe es, en el mejor de los sentidos, su propio instinto de conservación. Trágicas fueron, en cambio, sus relaciones con Schiller, trágicas y tempestuosas para Hölderlin, pues, en este caso, su voluntad tuvo que enfrentarse al hombre a quien más amaba, al hombre que era su formador espiritual, su maestro. La veneración que siente por Schiller es el fun­damento de su concepción del universo; por eso, es nada menos que su universo lo que amenaza con hundirse cuando Schiller, con su actitud suave, reservada, tibia e inquieta, provoca en el alma sensible del poeta un ver­dadero terremoto; pero esa falta de comprensión entre Schiller y Hölderlin es algo altamente ético, es una de­fensa llena de afecto y de dolor. Sólo es comparable ese desacuerdo al que reinó entre Nietzsche y Wagner. También, en este caso, el alumno es el que defiende la pureza de ideas contra su propio maestro y antepone la fideli­dad a sí mismo al proselitismo. Y verdad es que Hölder­lin fue más fiel a Schiller de lo que el mismo Schiller lo fue hacia sí mismo.
En efecto, Schiller, por aquellos tiempos, es aún amo y señor de sus dotes poéticas; todavía sabe poner en sus palabras aquel énfasis que llega hasta el fondo de los co­razones alemanes; pero Schiller, antes que Goethe, ha visto cómo se enfriaba su espíritu; allí está, asmático, en­vejecido, sin salir de su habitación, sentado en un sillón de enfermo; su entusiasmo poético no se ha perdido, sin embargo; lo que ha pasado es que se ha hecho un entu­siasmo intelectual, se ha convertido en teoría; la fuerza creadora, espumosa y rebelde del poeta que supo lanzar al mundo su In tyrannos, ha cristalizado en una Metodo­logía del idealismo; su alma de fuego se ha convertido en una lengua de fuego; su fe se ha hecho un optimismo perfectamente manejable para los fines burgueses en forma de liberalismo; Schiller ya no vive más que emo­ciones intelectuales, que no son, como exige Hölderlin, «integrales», es decir, de todo el ser, de la existencia toda. Debió de ser en verdad una hora extraña aquella en que Hölderlin se presentó ante Schiller, pues Hölder­lin era su propio hijo espiritual, no ya en el sentido de la forma de los versos ni en su orientación, sino que era hijo de toda su ideología y de la fe de Schiller en la elevación de la Humanidad. Está formado de su misma sustancia, es tan hijo suyo como los personajes que ha creado en sus obras, como Posa y como Maz Piccolomini; así que no puede menos que ver en Hölderlin el reflejo de su «yo», su palabra que ha tomado cuerpo. Hölderlin es sencilla­mente todo lo que Schiller pidió a los jóvenes: entusiasmo, pureza, exaltación; es el postulado de Schiller hecho hombre, es decir, idealismo como condición primera de la existencia. Hölderlin vive verdaderamente ese postu­lado, mientras que el propio Schiller ya no pide más que un idealismo retórico-dogmático; Hölderlin cree en los dioses de Grecia, esos dioses que para Schiller ya no son más que grandiosas y decorativas alegorías; Hölderlin vive con plena fe religiosa, no poética tan sólo, para aquella misión del poeta que en Schiller es ya sólo un postulado ideal. Y de pronto ve ante sí, en Hólderlin, en­carnadas todas sus teorías, sus anhelos. Y se comprende el espanto de Schíller cuando ve hecho hombre ante sí su propio postulado; en seguida lo reconoce: «encontré en sus poesías  escribe a Goethe  mi propia sustancia; no es la primera vez que ese poeta me recuerda a mí mismo», y se inclina respetuoso ante el joven humilde que es todo fuego, y lo hace como si tuviera delante su propia imagen de cuando era joven y que ahora está ya tan lejos.
Pero esa fogosidad volcánica, ese entusiasmo (que él en sus poesías trata siempre de despertar), aparecen ante Schiller, ya hombre maduro, como algo sumamente peli­groso para la vida normal. Schiller, humanamente hablan­do, no puede aprobar en Hölderlin lo que siempre pidió en el orden poético; es decir, efervescencia espumante al jugarse la vida a una sola carta. Y, trágicamente, ha de apartar de sí su propia creación, ese idealismo exaltado, no adaptable a la existencia humana. Por primera vez se presenta ante Schiller la contradicción peligrosa de que­rer partir la vida interior entre la poesía heroica y la exis­tencia burguesa y comodona. Mientras que corona de laurel a sus discípulos poéticos, Posa, Max, Moor, y los envía a la muerte porque son demasiado grandes esta vida, queda perplejo ante su otra creación, ante Hölderlin, pues enseguida le salta a la vista que aquel idealismo que él ha encendido en los jóvenes alemanes sólo está en su lugar en el mundo ideal, en el drama, pero que aquí, en Weimar o en Jena, esa entrega sin condicio­nes a la poesía, esa voluntad interior al servicio del de­monio, traen forzosamente la perdición de todo joven: «Tiene una peligrosa subjetividad, es un estado grave, pues a naturalezas así, muy difícilmente se las puede conducir.» Entonces habla de Hölderlin como si fuera una aparición ambigua, llamándole «el iluminado», del mismo modo en que Goethe hablaba del « patológico» Kleist.
Ambos reconocen, por intuición, a ese demonio inte­rior, esa presión interna, recalentada, explosiva. Y Schí­ller, que en la poesía ensalza a tales jóvenes en exaltados lirismos que brotan de lo más hondo de sus sentimientos, en la vida real, como hombre bondadoso, trata tan sólo de aplacar y moderar a Hölderlin. Entonces se interesa por su vida privada, busca colocar sus obras en una casa editora; Schiller es, por decirlo así, algo paternal con el joven poeta. Con suave presión, trata de reducir su entu­siasmo, esa tensión interior tan peligrosa; pero no cuenta con que esa ligera presión, aun siendo tan suave, puede fácilmente romper aquella alma hipersensible y frágil. Y así, poco a poco, se van haciendo complicadas las rela­ciones entre Schiller y Hölderlin. Schíller, con esa mirada que sabe conocer el destino, ve elevada sobre la cabeza de Hölderlin el hacha de la destrucción, y Hölderlin se siente otra vez incomprendido, y ahora es por el hombre único a quien se ha entregado con toda el alma, por Schi­ller, de quien él depende fatalmente, sin condiciones.
Había esperado recibir de Schiller un nuevo impulso, un nuevo fortalecimiento: «Una palabra amable, salida de los labios de un hombre honrado, viene a ser como un agua espiritual que fluye de las entrañas de un monte y que nos comunica el misterioso vigor de la tierra», dice Hyperion. Pero tanto uno como otro, tanto Schiller como Goethe, no le dan esta agua más que gota a gota y co­mo con tamiz; nunca le prodigan el entusiasmo ni le in­flaman el corazón; así, pues, la proximidad de Schiller acaba siendo para Hólderlin un verdadero tormento: «Siempre deseé verlo a usted y, cuando lo vi, fue sola­mente para sentir que yo nada podía significar para us­ted», le escribe en dolorosa despedida, hasta que acaba por expresar claramente su disconformidad: «Por eso me permitirá usted que le confiese que, muy a menudo, lu­cho secretamente contra su genio para poder apartar de su influencia mi propia libertad.»
Reconoce, pues, que ya no puede confiar lo más ín­timo de su ser a quien censura sus poesías, a quien apa­ga sus entusiasmos, a quien lo prefiere pequeño y tibio que « subjetivo y exaltado». Por orgullo  aun dentro de su humildad  acaba ocultando a Schiller sus creaciones más esenciales, más ciertas, y le muestra lo más teatral y lo más epigramático de su producción, pues Hólderlin no sabe defenderse; sólo le es dado doblegarse o escon­derse; ésa es siempre su posición. Hólderlin sigue de rodillas ante los dioses de su juventud; nunca desaparecen de él la veneración y el agradecimiento hacia aquellos que fueron «la nube encantada de su juventud» y que le revelaron el secreto del canto. Y ahora, Schíller se vuel­ve de vez en cuando hacia él sólo para decirle algunas palabras amables, y Goethe pasa por su lado con indiferencia; pero ambos le dejarán de rodillas hasta que se le rompa el espinazo.
Así, pues, su encuentro con esos dos grandes hom­bres fue algo fatal y peligroso; el año de libertad absolu­ta que pasa en Weimar, durante el cual pensaba terminar sus obras, ha sido un año perdido. La filosofía  ese hos­pital para poetas desgraciados  de nada le ha servido; los poetas tampoco. Hyperion ha quedado como un tor­so solamente; el drama está sin acabar y sus medios eco­nómicos se han agotado pese a la más estricta austeridad. Parece, pues, perdida su primera batalla para lograr una existencia de pura poesía. Hólderlin vuelve a ser una carga para su madre, y cada pedazo de pan está empapa­do en reproches encubiertos. Pero, en realidad, ha triun­fado ante su mayor enemigo; no se ha dejado apartar de la integridad de su entusiasmo; no se ha dejado moderar ni templar como querían los que hablaban en nombre de sus intereses. Su genio se ha afirmado más profunda­mente en su verdadero elemento y su demonio le ha da­do el instinto de no acomodarse a las sensateces que se le proponían. Así que sólo responde con un exabrupto vio­lento a los esfuerzos de Schiller y de Goethe para llevar­lo a lo idílico, a lo bucólico. Goethe había dicho al poe­ta en su poesía «Euforion»


Suavemente, suavemente; nada de audacia para así no en­contrarte con la desgracia y la perdición...; por amor a tus pa­dres, mira de domar tus impulsos sobrehumanos, que son de­masiado violentos. Conténtate con adornar silenciosamente tu campo.

Y a esto contesta Hólderlin lleno de pasión:

¿Qué he de domar, si el alma me arde al verse encadena­da? ¿Por qué vosotros, oh espíritus relajados, queréis arran­carme de mí propio elemento, que es el fuego, sí no puedo vi­vir más que combatiendo?

Ese elemento ardiente, es decir, el entusiasmo, en el cual vive el alma de Hölderlin como salamandra en el fuego, ha podido ser salvado del abrazo glacial de los clásicos y, ebrio en su propio destino, aquel que no po­día vivir más que combatiendo, se arroja de nuevo en medio de la lucha, en medio de la vida y es entonces cuando, en esa fragua, se forja toda su pureza.

Lo que podía romperlo sirve sólo para templar mejor su alma; y lo que templa su alma acaba por romperlo.

DIOTIMA

A pesar de todo, los débiles son arrastrados por el destino.

Madame de Staël escribe en su Diario: «Francfort est une très jolie ville; on y dîne parfaitement bien, tout le monde parle le français et s'appelle Gontard».
En una de esas familias llamadas Gontard, el fracasa­do poeta entra como dómine, como maestro de un niño de ocho años; aquí, como en Waltershausen, su espíritu impresionable no ve al principio más que «buenas gen­tes, como no es fácil encontrar»; se encuentra bien, aun­que ya ha perdido mucha de su primitiva fuerza impulsi­va. «Estoy, por lo demás  escribe en tono elegíaco a Neuffer , como una planta en flor que, roto el tiesto, ha caído a la calle; los tiernos brotes se han perdido, sus raíces están mutiladas y, vuelta a plantar de nuevo, sólo puede salvarse de la muerte a fuerza de cuidados.» Y él conoce perfectamente su fragilidad, que consiste en no poder respirar más que en una atmósfera de idealismo y poesía, en una Grecia imaginaria. La realidad es que, ni aquí ni allí, ni en Waltershausen ni en Francfort ni en Hauptwyl, ha encontrado una vida particularmente dura; todos esos sitios, por ser lugares determinados y reales, ya son trágicos a sus ojos: «The world is too brutal for me», dijo ya una vez su hermano en espíritu, Keats. Esas almas tan tiernas no podían soportar más que una exis­tencia poética.
Así, el sentimiento poético de Hölderlin se vuelve ha­cia la única figura que puede ser considerada, en el medio en que vive, como un ensueño, como un mensajero del «más allá». Y esa figura es la madre del muchacho, Susan­ne Gontard, su Diotima. En un busto que ha llegado has­ta nosotros brilla en sus rasgos toda la pureza griega, y es en este aspecto en el que Hölderlin la ve desde el primer momento. «¿No es verdad?; es una griega  susurra a su amigo Hegel cuando éste viene a verle a Francfort , pa­rece que pertenece a un mundo que nada tiene de terres­tre.» Ella, como él, caída entre los hombres, busca dolo­rosamente su propio elemento, su propio universo:

Tú callas y sufres porque no lo comprenden, oh espíritu noble; miras la tierra y callas, porque en vano buscas a los tu­yos en la luz del Sol, pues esas almas grandes y tiernas no existen en ninguna parte.

Hölderlin, eterno soñador, no ve en la esposa del que le da el pan más que a una hermana, una mujer desterrada del mismo mundo interior que él sueña, y a este profun­do sentimiento de afinidad no viene a mezclarse ningún pensamiento sensual. Todo pensamiento de Hölderlin tiende siempre hacia arriba, hacia la esfera espiritual. Por primera vez en su vida, Hölderlin ha encontrado en la Tierra una imagen del ideal que un día presintió y, en un extraño paralelismo con los versos que un día dirigió Goethe a Charlotte de Stein,

¡Oh!, en tiempos que ya fueron vividos, tú fuiste hermana. mía, o esposa quizá,

él también saluda a Diotima como si la hubiese esperado largo tiempo o como si hubiera sido una hermana en al­guna existencia anterior:

Diotima, noble espíritu. Hermana mía, divina allegada. Antes de haberte dado la mano, lo había ya conocido en un inundo pretérito.

Por primera vez en este mundo corrompido y frag­mentario, logra ver, en la embriaguez del entusiasmo, a la criatura que es «Uno y Todo.» Amabilidad y eleva­ción, calma y viveza, espíritu y corazón, y además belle­za; tal es esa criatura privilegiada. Y por primera vez, en una carta de Hölderlin brota la palabra felicidad como un sonido de órgano triunfal: «Todavía soy feliz, como en el primer momento; para mí es ella una amistad alegre, eterna y sagrada, pues es un ser desterrado en este mun­do de miseria, de desorden y sin espíritu. Mi sentimien­to de belleza no se engaña; se orienta ya para siempre hacia esa cabeza de madonna. Mi inteligencia se educa junto a ella y mi ánimo turbado se calma y reposa, a su lado, en una paz agradable.»
Esa mujer influye formidablemente en Hölderlin, ya que logra serenarlo. Un Hölderlin todo éxtasis no nece­sita aprender de una mujer lo que es la fogosidad. La fe­licidad, para ese corazón siempre inflamado, es la acción bienhechora del reposo. Y ésa es la influencia que Dioti­ma ejerce en él: moderación. Lo que no había logrado Schiller, lo que no había logrado ni aun la madre del poeta, lo logra esa mujer que, en dulce melodía, sabe do­mar a aquel espíritu intranquilo. Entre las líneas de Hy­perion se adivinan su mano solícita, su ternura maternal. Se ve cómo ella trata de volver a ganar la vida de aquel muchacho que parecía perdido, pues, como escribe el mismo Hölderlin, «ella siempre trata, con sus consejos, con sus cariñosas advertencias, de hacer de mí un hombre normal y hasta de buen humor, y me reprocha el de­sorden de mis cabellos, el descuido de mi traje, o mis uñas roídas.»
Como a un niño impaciente, lo cuida con ternura  a él, que es quien debía velar por los hijos de ella , y esta atmósfera apacible hace la felicidad de Hólderlin. «Bien sabes tú  escribe a un amigo de confianza  cómo era yo; sabes cómo vivía sin fe; mi corazón estaba cerrado a todos y era por eso un miserable; ¿cómo Podría, pues, ahora ser tan alegre como un águila si no se me hubiera aparecido ese ser único?» El mundo se le presenta más puro, más sagrado, ahora que su monstruosa soledad se ha convertido en armonía:

¿No se ha llenado mi corazón de la más hermosa vida? ¿No hay en él algo santo, desde que amo?

Y la frente de Hölderlin se vio libre por algunos mo­mentos de aquella perenne misantropía:

La fatalidad ha aflojado su presión por algún tiempo.

Una sola vez  sólo esa vez  y durante un momento fugaz, su vida tiene el armonioso equilibrio de la poesía. Pero el terrible demonio vela siempre en él:

La divina flor, la tierna flor de la serenidad, no floreció mucho tiempo...

Hölderlin es de aquellos a quienes no es dado des­cansar largo tiempo en un mismo lugar. El mismo amor «sólo le calma para hacerle después más salvaje», como dice Diotima hablando de Hyperion, hermano espiritual de Hölderlin. Y él mismo, vibrando a fuerza de presenti­mientos, conoce muy bien la calamidad que anida en su ser, y de sobra sabe que no podrían estar mucho tiempo juntos < como dos cisnes amorosos». La confesión del se­creto misterio que lo envuelve como siniestra nube está manifestada en su Perdón:

Sagrada criatura; muy a menudo he turbado lo divino re­poso dorado y has aprendido de mí muchos dolores de la vida.

Entonces empieza a ver claro el «maravilloso vértigo del abismo», esa misteriosa atracción del precipicio, y poco a poco, el poeta va cayendo, insensiblemente, en la fiebre del pesimismo. El mundo cotidiano que lo rodea se ensombrece y, como un relámpago que surge de las nubes, brota la siguiente frase en una de sus cartas: «Es­toy roto de amor y de odio.»
Su excitada sensibilidad experimenta desagrado ante la trivial riqueza de la casa, riqueza que tiene una fuerte acción sobre las personas que viven en ella, «como  dice él  el vino nuevo en los campesinos». En todas partes cree ver ofensas, hasta que por último  como le sucede siempre  acaba explotando violentamente. Es un secre­to para nosotros lo que pudo pasar aquel día; quizá el marido se ha puesto celoso y hasta brutal al ir observan­do la inclinación que su esposa va sintiendo por el poeta; quizá, pero no lo sabemos. De un modo o de otro, Höl­derlin se siente herido en plena alma, y ésta le queda rota; desde entonces las estrofas de sus versos fluyen do­lorosamente, como gotas de sangre, entre sus labios contraídos:

Si muero en la ignominia, si mi alma no se venga de la in­solencia, si me veo hundido en una tumba de cobardía por los enemigos del genio, entonces olvídame tú también y no re­cuerdes ya ni siquiera mi nombre, ¡oh, corazón bondadoso!

Pero Hölderlin no se defiende, no se vuelve viril­mente hacia quien lo ataca, sino que se deja arrojar de la casa como si fuera un ladrón al que hubieran sorprendi­do y renuncia a ver de nuevo a su amada, si no es en al­gunos encuentros convenidos en secreto, para los que viene de Hamburgo. La posición de Hölderlin es débil, pueril y hasta femenina en esos momentos decisivos. Es­cribe cartas exaltadas a la amiga que le ha sido arrebata­da; hace de ella la sublime novia de Hyperion y derrama sobre el papel las hipérboles más exaltadas de su amor, pero nada hace para recobrar a su amada, que está allí, casi junto a él. No se atreve como Schelling, como Schle­gel, a arrancar a la mujer que ama del odioso tálamo ma­trimonial, frío y helado, riéndose de peligros y maledi­cencias, para transportarla al flamante centro de su vida. Ese eterno desarmado no lucha nunca con el destino; siempre se inclina y cede ante su poder superior, siempre se declara vencido por la vida, que es más fuerte que él: «the world is too brutal for me». Y ésa su posición muy bien pudiera llamarse cobardía sí detrás de ella no estu­vieran ocultos un gran orgullo y una gran energía muda. Pues este hombre tan frágil siente dentro de sí algo in­destructible, algo que siempre queda incólume al recibir los manotazos de la vida. «La libertad, para quien sabe lo que esta palabra significa, es algo lleno de profundi­dad.» «Estoy herido, brutalmente herido, como nadie pudo estarlo jamás; estoy sin esperanza, sin meta, sin honor y, sin embargo, dentro de mí noto algo fuerte, inven­cible, que me hace estremecer apenas se agita en el inte­ríor de mi pecho, llenándome de entusiasmo.» En estas palabras está todo el valor de Hölderlin; detrás de su de­caimiento de neurasténico, detrás de su cuerpo débil, ca­duco, se ocultan un aplomo indestructible, la invulnera­bilidad de un dios.
Por eso permanece invencible ante los embates del mundo, y los acontecimientos pasan tan sólo como pu­bes rosadas o sombrías por encima del espacio de su alma, siempre serena. Nada de lo que sucede a Hölderlin logra atravesar su espíritu; la misma Susanne Gontard llegó a él como un sueño, como una madonna griega, y como un sueño se esfumó después, para dejarle medita­bundo y melancólico. Un niño sabe quejarse más amar­gamente y hasta defenderse mejor, cuando se le priva de un juguete, que Hölderlin cuando se le arrebata a la mu­jer amada. Su despedida es débil, resignada, y hasta pa­rece desprovista de dolor:

Quiero partir. Tal vez algún día pueda volver a verte, Dio tima, pero el deseo ya se habrá marchado entonces y nos mira remos apaciblemente, extraños uno para el otro, como bienaventurados.

Hasta lo más querido está ausente para él en este mundo. Hölderlin está siempre sin fuerza vital, como un noctámbulo, como un iluminado, fuera de la realidad Lo que conquista o lo que pierde no influye en su vida interna; por eso pueden reunirse en él la sensibilidad ex­trema y la invulnerabilidad absoluta de su genio. Aquel que todo lo da por perdido nada puede perder, y el sufrimiento purifica su alma y aumenta su fuerza creadora: «Cuanto más sufre un hombre, tanto más profunda se hace su fuerza.» Ahora que tiene el alma herida, rota, es cuando va a desplegar la fuerza suprema de su valor poé­tico, arrojando lejos de sí todas las armas defensivas, para marchar orgulloso y sin miedo hacia su destino:

¿No son hermanos tuyos todos los hombres? ¿No vendrá en lo auxilio aun la misma parca? Continúa, pues, tranquila­mente marchando por el camino de lo vida; no temas nada, y bendice todo lo que acaeciere.

Lo que procede de la miseria a injusticia de los hom­bres nada puede contra Hölderlin. Pero el destino que le marcan los dioses es recogido por su genio, y entonces lo despliega grandiosamente en su corazón sonoro.

EL RUISEÑOR CANTA EN LAS TINIEBLAS

La ola del corazón no se cubriría de la más hermosa espuma, ni se haría toda espíritu, si la roca impasible del destino no se opusiera a su paso.

Sólo en estas horas trágicas y oscuras, feliz en su canto solitario, puede haber escrito Hölderlin esas frases lle­nas de elevación, de fuerza y de belleza:

Nunca había experimentado tan plenamente esa antigua e infalible voz del destino que nos dice que una nueva felicidad se abre en nuestro corazón, soportando la negrura del dolor; esa voz que nos dice que es solamente en la profundidad del dolor donde surge y resuena divinamente el canto vital del mundo, del mismo modo que se oye en las tinieblas el canto del ruiseñor.

La melancolía de Hölderlin, presentimiento en la adolescencia, se convierte entonces en un dolor trágico y la elegíaca melancolía se transforma en poder hímnico. Las estrellas de su vida han caído: Schiller y Diotima. Ahora, completamente solo, en la oscuridad, eleva su canto de ruiseñor, canto que perdurará siempre, mien­tras perdure la lengua alemana. Desde ahora, todo lo que crea Hölderlin, templado y endurecido por el dolor, todo lo que crea desde este punto culminante que separa el éxtasis de la caída, está ya ungido por el genio; ahora su obra ya es una obra acabada. Ha saltado ya la cáscara, la envoltura que ocultaba la verdadera esencia de su ser, y ahora corre libremente la verdadera melodía del canto in­comparable de su sino. Entonces nace ese magnífico triple acorde de su vida: la poesía de Hölderlin, la novela de Hyperion y la tragedia de Empédocles, esas tres variantes de su apogeo y de su caída. Al hundirse su vida terrenal encuentra Hölderlin la más alta armonía del espíritu.
«Quien marcha sobre su dolor  dice Hyperion- marcha hacia las alturas.» Hölderlin ha dado ya su paso decisivo; está por encima de su desgracia, por encima de j su propia vida. Ya no busca la sensibilidad en su vida, sino que vive consciente de su destino trágico. Como Empédocles en el Etna, teniendo allá abajo las voces de los hombres, arriba las melodías eternas y delante de sí el abismo de fuego, así está el poeta también en su magnífi­co aislamiento. Sus ideales de antes se han borrado ya como nubes; incluso la figura de Diotima se entrevé sólo como en sueños, pero ahora se alzan visiones poderosas y proféticas, himnos atronadores como de anunciación. Hölderlin, desligado del tiempo y de la sociedad, ha re­nunciado a todo lo que significa felicidad o comodidad; la certeza de su próxima caída lo eleva por encima de las preocupaciones de la vida. Sólo una inquietud lo con­mueve aún, levemente: no caer demasiado pronto, no hundirse antes de haber podido cantar sus himnos en honor de Apolo, sus cantos de victoria sobre su propia alma. Así pues, se postra ante el altar invisible y suplica una muerte heroica, una muerte rodeada de canto:

Concededme un verano, ¡oh, inmortales!; concededme 1, también un otoño para la madurez de mi canto, para que mí corazón, satisfecho de esos dulces juegos, pueda luego morir. El alma que en la vida no logró la divina satisfacción, tampoco descansa cuando está en el Orco subterráneo; sí, por el con­trario, terminase la sagrada tarea que hay en mí corazón, la poesía, entonces bendeciré la llegada del reino de las sombras Contento marcharé, aun cuando la lira no me acompañe, puesto que sólo entonces habré vivido como los dioses; y esto me ha de bastar.

Pero las Parcas, las calladas Parcas, tienen una hebra de hilo muy corta; ya las tijeras brillan en manos de Atropos. Pero ese corto espacio de tiempo encierra un infinito: Hyperion, Empédocles y las Poesías se han salva­do, y llegará a nosotros ese triple canto del genio. Des­pués el poeta desaparece en la oscuridad. Los dioses no le permiten acabar completamente su obra. Pero a él sí le dejan acabado.


«HYPERION»

¿Sabes lo que lloras? No lloras algo que haya desapa­recido en tal o cual año; no se puede decir exacta­mente cuándo estaba aún aquí, ni cuándo partió; sino que estaba aquí, que está aún aquí, está en ti. Tú bus­cas una época mejor, un mundo más hermoso.

Hyperion es el sueño de juventud de Hölderlin; es aquel mundo del «más allá»; es la patria invisible de los dioses; es, en fin, aquel sueño que él cobijó tan ardientemente y del cual nunca llegó a despertar en la vida real. «No hago más que adivinar, sin poder encontrar», dice en el primer fragmento de Hyperion. Sin experiencia, sin conocer el mundo y hasta ignorando las formas del arte, empieza Hölderlin a escribir versos de una vida que no ha vívido todavía. Como todas las novelas de los románticos, como Ardinghello, de Heinze, Sternbald, de Tieck, y Ofterdin­gen, de Novalis, Hyperion es también algo escrito a prio­ri, antes de toda experiencia; Hyperion es sólo sueño, sólo poesía; sólo un mundo donde el Poeta se refugia al huir del mundo de la realidad, pues, en los umbrales del siglo, los idealistas alemanes huyen de la realidad para re­fugiarse en la literatura, mientras que al otro lado del Rin saben interpretar mejor a su maestro Jean Jacques Rous­seau. Éstos están ya cansados de limitarse a soñar en un mundo mejor; ya no esperan, desde hace tiempo, trans­formar las cosas del mundo real por medio de la poesía, sino por la fuerza y por la violencia. Robespierre ha ras­gado sus poesías; Marat ha roto sus novelas sentimenta­les; Camille Desmoulins, sus malos versos; Napoleón, su planeada novela al estilo de Werther, y se disponen todos a transformar el mundo según sus ideales, mientras que los alemanes se agitan convulsivamente en el sentimenta­lismo y en la música; llaman novelas a libros de ensueño o f. a diarios de su sensibilidad, pero que nada tienen de con­creto y que se pierden en los límites adonde llegan sus sentimientos entreabiertos, de forma que un mundo ima­ginario les oculta el mundo real. Se entregan a elevados sueños de voluptuosidad espiritual hasta que se agotan ' sus sentidos. El triunfo de Jean Paul marca el punto mas elevado de esta clase de novela y el fin de la sentimental, que había llegado más allá de lo tolerable con obras que eran más música que poesía, que eran una melodía tocada sobre las cuerdas de la sensibilidad, tensas hasta el ex­ceso, que eran, en fin, una elevación pasional del alma ha­cia la melodía del universo.
De todas esas anti-novelas (perdóneseme esta pala­bra), de todas esas novelas emocionales, puras, divina­mente juveniles, es Hyperion la más pura, la más emocio­nante y la más juvenil. Tiene todo el dulce abandono de un sueño de juventud, junto con el embriagador ímpetu del genio; es inverosímil hasta la parodia y al mismo tiempo solemne por el ritmo de esa marcha hacia el infi­nito; hay que reflexionar largo tiempo para poder des­cubrir todo lo que se ha malogrado por falta de madurez en este libro encantador, y aún no se puede presumir j todo. Pero hay que tener la valentía (en presencia de una naciente idolatría por Hölderlin, idolatría que de­searía encontrar grandioso hasta lo menos acertado, lo mismo que en Goethe) de declarar que la naturaleza íntima del genio de Hölderlin era entonces ajena a lo humano a incapaz, por tanto, de formar una psicología consistente.
«Amigo, no me conozco ni conozco nada de los hom­bres, había dicho, lleno de clarividencia. Ahora, en Hy­perion, vemos su intento de crear personajes plásticos, aun cuando él no conoce a los hombres; describe una es­fera (la guerra) que nunca ha visto; pinta un escenario (Grecia) donde no ha estado nunca; y un tiempo (el pre­sente) que nunca le ha preocupado. Por eso él, todo pureza, todo presentimiento, necesita pedir prestado a otros libros lo que quiere representar. Toma los nom­bres de otras novelas; las descripciones de Grecia, de los viajes de Chandler; copia situaciones y figuras de obras contemporáneas como las copiaría un escolar; la fábula está llena de reminiscencias; la forma epistolar es imita­ción; la parte filosófica no es más que una presentación poética de escritos o conversaciones. Nada en Hyperion es propiedad de Hölderlin (¿por qué no hablar claro?), si no es lo único y más original, o sea, el monstruoso im­pulso del sentimiento; un ritmo en la palabra que nos hace saltar, un ritmo que es reflejo del infinito. En el más elevado sentido, esa novela no tiene más interés que como música.
Pero a ese libro de ensueños no sólo le falta lo plásti­co, sino hasta lo espiritual, y se ha tratado de llamarlo novela filosófica para encubrir así todo lo que tiene de amorfo, de abstracto y de impreciso. Ernst Cassirer, con muchos trabajos, ha ido aislando todo lo que Hyperion, ese conglomerado sonoro, tiene de Kant, de Schiller, de Schelling y de Schlegel; sin embargo, lo creo un esfuerzo vano, pues la filosofía de Hölderlín no tiene lazos pro­fundos con ninguna filosofía. Su espíritu indisciplinado, inquieto, desordenado, que se nutría sólo de la intuición o de la revelación, no podía nunca asimilar ningún sistema filosófico; es decir, no podía ordenar coordinaciones de pensamientos arquitectónicamente; sí, cierta confu­sión de ideas, paralela a la confusión de sentimientos que  tenía Kleist, cierta incoherencia del pensamiento es típi­ca de Hölderlin; aun antes de que llegara a ser, por su en­fermedad, completamente incapaz de coordinar las ideas. . Su espíritu inflamable se encendía por cualquier chispa aislada que cayera en el barril de pólvora de su entusiasmo; así la filosofía le era ciertamente útil, pero sólo en aquello que sirviera a sus fines poéticos, es decir, como fuente de inspiración. Las ideas sólo le son útiles cuando pueden convertirse en impulso interior; jamás Hölder­1ín, cuya potencia intelectual era la contemplación, tuvo que agradecer nada a las especulaciones teóricas o a los refinamientos de las escuelas filosóficas. Y si alguna vez le sirven como motivos de inspiración, las trastoca y las resuelve en éxtasis y en ritmo; utiliza unas palabras de su amigo Hegel o de Schelling como Wagner utiliza la filo­sofía de Schopenhauer en la obertura de Tristán o en el preludio del tercer acto de Los maestros cantores; es de­cir, las transforma en música, en sentimiento o en exal­tación. Su pensamiento es sólo una vía para esa sensibili­dad que lanza al mundo, del mismo modo que el aliento del hombre necesita una flauta, un instrumento, para que el aire de su pecho, al ser devuelto a la atmósfera, se haga armonioso.
El contenido ideológico de Hyperion cabría perfec­tamente dentro de una nuez; de toda su enervadora y ar­diente lírica se desprende, tan sólo, un único pensamiento, y este pensamiento es, como siempre pasa en Hölderlin, el sentimiento de su vida: el dualismo inarmónico, el no poder conciliar el mundo externo, trivial a impuro, con el mundo interior. Reunir el interior y el exterior en una forma suprema de unidad y de pureza, crear sobre la Tierra la «teocracia de la belleza», la unidad del Todo, he aquí la tarea ideal del individuo en particular y de la Humanidad en general: « Sagrada Naturaleza; eres la misma dentro y fuera de nosotros. No puede ser muy di­fícil conciliar lo que está fuera de mí con lo que hay de divino en mi interior», así reza el joven y entusiasta Hy­perion al preconizar la sublime religión de una comu­nión universal. En él no se halla la voluntad fría y verbal de Schelling, sino la voluntad brutal de Shelley de lograr una comunión con la Naturaleza, o bien la nostalgia de Novalis por hacer saltar esa tierna membrana que limita nuestro «yo», para así poderse difundir voluptuosamen­te en el tibio cuerpo de la Naturaleza.
En Hölderlin, la única cosa que parece original, en su aspiración hacia la unidad de la vida, es el mito de una edad de oro de la Humanidad, en que este estado existía inconscientemente, como en una Arcadia primitiva, y también su fe religiosa en una segunda edad de oro de la Humanidad. Lo que una vez dieron los dioses a los hom­bres y éstos perdieron en su inconsciencia, ese estado sagrado, será obtenido de nuevo, después de siglos de rudo trabajo, a fuerza de espíritu, a fuerza de entusiasmo poético. Los pueblos han perdido la armonía infantil, y la armonía de los espíritus será siempre el principio de una nueva historia de la Tierra. Sólo habrá belleza, y el hombre y el mundo exterior se unirán en un solo abrazo, formando así una divinidad universal. «Pues de este modo  deduce con sorprendente inspiración Hölder­lin  no habrá para el hombre ningún ensueño que no corresponda a una realidad. El ideal  nos dice el poeta  es lo que fue en otro tiempo la naturaleza. Así el mundo alciónico debe de haber existido, pues sentimos nostalgia de él. Y teniendo la nostalgia, nace en nosotros la voluntad de que resucite ese antiguo mundo. junto a la Grecia histórica, debemos crear otra nueva Grecia: la del espíritu.» Hólderlin, el más grande patriota de esa nueva patria espiritual, nos da su imagen en sus obras.
Por todas partes busca Hólderlin ese mundo mejor que él ha anunciado: Hölderlin lo ha colocado en Orien­te y en el mar, a fin de que las costas del nuevo reino apa­rezcan más pronto a sus claros ojos. El primer ideal de Hyperion (que es una sombra luminosa de Hölderlin) será la naturaleza que todo lo abraza en su seno; pero aun así, ésta no puede disipar la melancolía innata de ese eter­no soñador, pues la naturaleza, que es el todo, rehusa te­ner una visión fragmentaria. Entonces Hyperion busca esa comunión en la amistad, pero ésta no logra llenar la inmensidad de su corazón; después, parece que el amor le concede, al fin, esa sagrada unión, pero Diotima desa­parece y así acaba ese sueño apenas empezado. Ahora va tras el heroísmo, la lucha por la libertad; pero ese nuevo mundo ideal queda hecho pedazos ante la realidad, pues la realidad rebaja la guerra hasta hacerla saqueo, asesina­to, brutalidad. El nostálgico peregrino sigue entonces a sus dioses hacia su patria, pero Grecia ya no es la Hélade de la antigüedad; una generación descreída profana hoy aquellos lugares míticos. Por ninguna parte la exaltación de Hyperion puede encontrar lo absoluto ni la armonía; reconoce su destino terrible, que es ser vencido, más tar­de o más temprano, y presiente la «incurabilidad del si­glo». El mundo está despedazado y se ha hecho insípido.

Pero el sol del espíritu, el mundo ideal, ha desaparecido, y en la noche glacial sólo reinan huracanes.

Entonces, cediendo a una cólera que no puede domi­nar, Hölderlin conduce a su héroe a Alemania, a la Ale­mania donde el mismo Hölderlin sufre, en su propia car­ne, la maldición de no poder encontrar nada de aquella perfección de la vida, sino que sólo encuentra disper­sión, aislamiento y disolución del todo. Entonces se alza la voz de Hyperion para hacer una terrible advertencia. Parece como si Hölderlin hubiera ya profetizado con ello todo el peligro al que conduce Occidente: el ameri­canismo, la mecanización, la desespiritualización de ese siglo para el que él pedía la teocracia de la belleza. Na­die, en el tiempo presente, piensa ya más que en sí mis­mo; al contrario de los antiguos y de los hombres futuros que él ha soñado y que formarán unidad con el universo:

Están los hombres como encadenados a su propia actividad y, en el estruendo de los talleres, sólo oyen su propia voz. Como salvajes, trabajan incansablemente y con brazo duro, pero su labor resulta siempre infructuosa, estéril, como la de las Furias.

La independencia de Hölderlin con respecto al pre­sente se convierte en una declaración de guerra a su pa­tria, cuando ve que en Alemania no aparece todavía su nueva Grecia, su Germanía; así que él, que tanta fe tenía en su pueblo, alza su voz de maldición, que es la maldi­ción más fuerte que ningún alemán, herido de amor pa­trio, haya podido lanzar contra su país.
Él había partido a la busca del ideal en el universo y ha de huir ahora a refugiarse en su idealismo: «Ha terminado ya mi sueño sobre las cosas humanas.» Pero ¿adónde huye entonces Hyperion? La novela no lo dice. Goethe, en el Fausto o en Wilhelm Meister, habría con­testado: «A la acción.» Novalis habría dicho: «A la fan­tasía, al ensueño o a la magia.» Hyperion, que es todo r preguntas, no tiene qué contestar. Como lamento nostál­gico, su acento se pierde en el vacío. El hermano que nace, Empédocles, sabe ya algo más acerca de sublimes huidas; huye del mundo para refugiarse en la poesía, huye de la vida a la muerte. En Empédocles se ve ya la ciencia del genio; Hyperion, en cambio, es siempre el eterno muchacho, el eterno soñador que presiente, pero no encuentra.
Un presentimiento puesto en música: tal es Hype­rion, nada más; no es una obra completa, ni un poema tampoco. Sin recurrir al examen filosófico, se ve clara­mente que, en él, los años y la sensibilidad mezclan caó­ticamente diferentes sedimentos y que la melancolía del desengaño convierte en profunda depresión aquel opti­mismo entusiasta de la juventud. En la segunda parte de la novela flota como un cansancio otoñal; aquella luz res­plandeciente del éxtasis es ya un crepúsculo que marcha hacia la noche oscura y empieza a ocultar « las ruinas de pensamientos que fueron edificados tiempo atrás». En esta obra, como en las demás, la impotencia del poeta le ha impedido realizar su ideal, es decir, crear una unidad. La fatalidad sólo le ha permitido crear un fragmento y su esfuerzo no llega nunca a producir algo terminado por completo. Hyperion es como un torso de juventud, un sueño que no ha llegado a su fin, pero toda sensación de imperfección desaparece totalmente gracias al magnífico ritmo del lenguaje, que cautiva nuestro entusiasmo por su pureza y fuerza, ya sea en lo que tiene de exaltación, ya en lo de desaliento. Nada ha producido la prosa ale­mana más puro y más lleno que esas oleadas sonoras que no se interrumpen ni por un segundo; ninguna obra de la poesía alemana tiene esa continuidad de ritmo, esa ar­monía tan bellamente desplegada. Pues, para Hölderlin, la nobleza de su lenguaje era la forma natural de su alien­to, de su voz; era algo fundamental de su propio ser; así que nada hay de artificial en esa obra, en la que sólo ha­llamos espontaneidad y naturalidad, compensándose así la endeblez del fondo, por la magnificencia de la forma. Todo Satisface, todo conmueve en esa prosa elevada e impetuosa que llena de amplitud las figuras más inve­rosímiles, haciéndolas como vivas y posibles. Las ideas, pobres de por sí, se llenan de un ímpetu tal, que parecen sonar a algo celeste; los paisajes irreales se desvanecen en la magia de esa música, como visiones de un sueño de vívidos colores. El genio de Hölderlin viene siempre de lo inconcebible, de lo inconmensurable; siempre es algo alado que desciende de un mundo superior hasta nuestra alma, subyugada por el entusiasmo. Siempre vence él, pobre artista, sin facultades, por su pureza y su música.


«LA MUERTE DE EMPÉDOCLES»

...Y puras imágenes salen, como tranquilas estrellas, de aquellas largas dudas.

Empédocles es el grado superlativo del sentimiento he­roico de Hyperion. Ya no es elegía del presentimiento, sino tragedia de la seguridad del destino; lo que en la primera obra es un canto lírico, dirigido al destino, se eleva en Empédocles hasta ser una rapsodia dramática. El soñador, el buscador incansable, ha dejado paso libre al héroe consciente a impávido. Después de que Hölderlin ha visto su alma destrozada, ha subido el escalón decisi­vo, un escalón formidable, elevándose hasta el espíritu de resignación, y con un paso más traspasa ya el umbral oscuro de la profundidad suprema que consiste en aban­donarse, voluntariamente y con piedad antigua, al pro­pio destino. Por eso, ese oculto duelo que flota en ambas obras es tan diferente en cada una de ellas: en Hyperion tiene toda la media luz del crepúsculo matutino; en Em­pédocles es ya una siniestra y oscura nube de tempestad, que vibra bajo los relámpagos de la desesperación y ade­lanta el brazo amenazador de la destrucción. El senti­miento de fatalidad se ha convertido ahora en un heroi­co sentimiento de caída. Hyperion soñaba aún en una vida noble y pura, en una unidad en la existencia. Empé­docles, borrados ya sus sueños, pide, con relevante clari­videncia, no una vida noble y grande, sino una muerte grande. Hyperion es una pregunta juvenil; Empédocles, una viril contestación. Hyperion es una elegía del co­mienzo; Empédocles, una magnífica apoteosis del fin, de la caída heroica. Por eso la figura de Empédocles se alza de manera tan visible por encima de Hyperion; la poesía tiene aquí un ritmo más elevado, pues no se trata de un casual sufrimiento del hombre, sino de la sagrada mise­ria del genio. El sufrimiento del muchacho es sufrimien­to de él mismo y de la tierra, es la suerte inherente a todo ser humano; pero el dolor del genio es un dolor más alto que ya no le pertenece a él mismo, es un sufrimiento sa­grado que pertenece a los dioses. Aquí se delimita, pues, un mundo nuevo; el primero de ellos está aún húmedo por el rocío de la fe, es como un dulce paisaje del alma; el otro es ya una esfera heroica, una mole rocosa, una cordillera donde reinan la soledad y las grandes tormen­tas; la separación entre ambos mundos la constituyen la pubertad del genio y el choque con el destino. El que no ha podido aprender a vivir, el que ha visto hundirse el cielo de la fe, rompiéndose así su corazón, va ahora a tener su último sueño, el sueño supremo, el sueño de la muer­te en la inmortalidad.
Hölderlin quería representarse a sí mismo una muer­te voluntaria, recibida con toda la energía y todo el sen­timiento de que es capaz un alma que está en su pleni­tud; quería representarse a sí mismo cómo se muere en la belleza (pues ¡cuán cerca estaba de tal decisión en aque­llos días en que buscaba su propia destrucción!). Entre sus papeles se encuentra un primer esbozo del drama La muerte de Sócrates; debía ser la muerte de un sabio, la muerte de un hombre libre, pero pronto la imprecisa imagen de Empédocles descarta la figura de Sócrates, la figura del filósofo escéptico. De Empédocles nos ha que­dado la sugestiva frase: « Se vanagloriaba de ser más que los humanos, consagrados a tantos males.» Este sentimiento de diferencia, de superioridad y de mayor pureza hace de Empédocles un antepasado intelectual de Höl­derlin, que ahora, siglos después, se dispone a adornar a este personaje mítico con todas las desilusiones que el mundo, ese mundo eternamente fragmentario, le ha he­cho experimentar a él. Y va a revestir a esa figura de toda la cólera que a él le inspira la humanidad impía y egoísta. Al muchacho Hyperion sólo podía Hölderlin darle su anhelo caótico, su impaciencia, pero a Empédocles pue­de darle ya su mística comunión con el todo, su éxtasis y su intuición de una próxima y fatal caída. Hyperíon es poesía, símbolo; Empédocles, la exaltación del heroís­mo, la embriaguez de la divinidad. Aquí se cumple todo su ideal, que es elevarse con toda la plenitud de su intac­ta sensibilidad.
Empédocles de Agrigento es  como Hölderlin dice en su primer renglón  «un enemigo implacable de toda existencia parcial». La vida y los hombres le hacen sufrir porque él no puede « vivir y amar con todos ellos, con co­razón omnipotente, ardiente como un dios y libre como un dios». Por eso Hölderlin le da lo más íntimo que tie­ne: la indivisibilidad del sentimiento; Empédocles po­see, como todo poeta, como todo genio, el privilegio de comunicarse con el universo, un celeste parentesco con la naturaleza eterna. Pero pronto la fuerza embriagadora de Hölderlin lo eleva aún más alto, haciendo de él un mago del espíritu:

Para quien, en la hora sagrada, en la hora alegre de la muerte, la divinidad descorre el velo; aquel a quien amaban la luz y la tierra; aquel en quien el espíritu del mundo despertó su propio espíritu.

Pero, precisamente a causa de esta universalidad, el maestro padece por la forma fragmentaria de la vida; su­fre al ver que todo lo que existe es regido por la ley de la sucesión. Sufre al ver que los hombres dividen la vida en escalones, en puertas, en barreras, y que, hasta el más alto entusiasmo, nunca es capaz de fundir las divisiones en . una unidad de fuego. Así, Hölderlín proyecta hacía lo cós­mico su propia experiencia, el desacuerdo que hay entre su propia fe y la insipidez del mundo real; adorna a Empédocles con lo más entusiasta de su ser, con el éxtasis de su inspiración, pero también con la depresión más pro­funda de sus horas de abatimiento. Pues, en el momento en que Hölderlin hace aparecer a Empédocles, ya no es éste aquel espíritu poderoso; los dioses (es decir, la inspi­ración) le han abandonado y le han desposeído de su fuer­za, porque su hybris le ha hecho jactarse de su felicidad:

Pues la divinidad pensativa odia una grandeza inoportuna.

Pero el sentimiento de universalidad se había con­vertido ya en un arrobamiento feliz; el vuelo de Faetón le ; había elevado tan alto en los aires que él creía ser un dios y se vanagloriaba:

La Naturaleza, que necesita un amo, se ha convertido en sierva mía, y si está esplendorosa es gracias a mí. ¿Qué serían los cielos y la mar, las islas y los astros, y todo lo que se ofrece a la vista de los hombres, qué sería también la lira muerta, si yo no les diese un alma? ¿Qué son los dioses, si yo no soy heraldo?

Ahora, sin embargo, le ha sido retirada la gracia de los dioses; de la altura todopoderosa en que estaba, se ha precipitado en la más terrible impotencia. El vasto mun­do, pletórico de vida, parece a su espíritu, condenado al silencio, un reino perdido. La voz de la Naturaleza pasa por encima de él como si estuviera vacía; ya no llena su pecho de armonías; así se ve, pues, arrojado hacia las co­sas terrenas.
En esta obra se sublímalo experimentado por el pro­pio Hölderlin, es decir, su caída desde el más alto entu­siasmo al bajo nivel de lo real y, en una escena grandiosa, describe toda la ignominia que ha de sufrir. Los hombres en seguida se dan cuenta de la impotencia del genio de Empédocles y, con malicia, los desagradecidos se preci­pitan contra él y lo arrojan de su patria, de su ciudad, del mismo modo que ya arrojaron a Hölderlin de su nido de amor, y lo persiguen hasta hacerle refugiarse en la más profunda soledad.
Aquí, en la cumbre del Etna, en la divina soledad, la Naturaleza recobra su voz y el caído se levanta, y con él se levanta, magnífica, la poesía heroica. Tan pronto como Empédocles  ¡cuán maravilloso es este símbo­lo- ha bebido el agua pura de aquel monte, la pureza penetra otra vez en su sangre:

Otra vez, entre tú y yo, aquel amor de antes brilla como en rosada aurora.

La tristeza se convierte en luz y la violencia se trueca en aceptación. Empédocles sabe el camino que conduce a su patria, que es comunión suprema; ese camino discu­rre por encima de los hombres; es un camino solitario más allá de la vida; es un camino de muerte. El deseo más fuerte de Empédocles es ahora la suprema libertad, la comunión con el gran Todo; lleno de fe, se dispone a al­canzarla:

Repugna generalmente a los humanos todo aquello que es j nuevo o extraño. Limitados a cuidar de su propiedad, no se inquietan más que por su subsistencia; su espíritu no llega a más. Pero, finalmente, han de partir, han de dejar la vida y, medrosos, se sumergen en el misterio. Así, cada uno de ellos recobra una nueva juventud, como quien se refresca en la purificación de un baño. Los hombres deberían hallar su mayor placer en este rejuvenecimiento y salir invencibles, como Aquiles de la, Estigia, de una muerte purificadora, fijada por ellos mismos.

«Entregaos a la Naturaleza antes de que sea ella la que os tome.» Es un modo magistral de sugerir el suici­dio. Y el sabio comprende el sentido sublime de una muerte que llega demasiado pronto, fatalmente, necesa­riamente. En efecto, la vida es destrucción, porque es de­sintegración, fraccionamiento, mientras que la muerte disuelve al ser en el Universo. La pureza es la ley supre­ma del artista y éste ha de cuidar de mantener puro, no la envoltura, sino el espíritu que ella encierra:

Debe marcharse aquel cuyo espíritu ya ha hablado. La di­vina Naturaleza se manifiesta a veces como es: divina, y así es como la reconoce la raza que tiene osadía; pero después, cuando el mortal ha sentido ya su pecho lleno de delicias y ya ha pregonado, puede ya romper el vaso, a fin de que no pueda servir para otro uso. Que lo divino no se mezcle con lc humano. Mueran, pues, esos hombres libres, esos hombres felices; mueran antes de que caigan en el egoísmo, en la frivolidad o en la ignominia, aportando así a los dioses su sacrificio de amor.

Sólo la muerte salva lo divino que hay en el poeta; sólo la muerte puede guardar intacto su entusiasmo, no manchado aún por la vida; sólo la muerte puede inmor­talizarlo y hacer de él un mito:

Ése es el único destino propio del poeta, para quien, en la hora sagrada, en la hora alegre de la muerte, la divinidad des­corre el velo; aquel a quien amaban la luz y la tierra; aquel en quien el espíritu del mundo despertó su propio espíritu.

En el presentimiento de la muerte encuentra su últi­mo entusiasmo, que es a la vez el más alto; como el cisne a la hora de morir, él también ve que su alma se llena de melodía... de una melodía que se eleva magníficamente y que no tiene fin. Aquí, pues, cesa ya la tragedia. A Höl­derlin ya no le era posible elevarse mas por encima de su propia destrucción voluntaria, pero abajo contesta toda­vía una voz terrenal a los elegidos que cantan la suprema necesidad:

Así debe suceder, así lo quieren el espíritu y el tiempo que llegó a su madurez, pues nosotros, los ciegos, necesitamos un día ver el milagro.

Y termina en un sublime final, cantando en alabanza de ese misterio inconcebible:

Grande es su divinidad y grande es el sacrificio.

Hasta su última palabra, hasta su último aliento, Hölderlin alaba todavía al destino, servidor inconmovi­ble de la sagrada necesidad. Nunca se ha acercado tanto al mundo griego como en esta tragedia; con su dualismo de sacrificio y exaltación, alcanza más pureza y elevación que la que alcanzó nunca la tragedia alemana. El hombre que desafía a los dioses y al destino, alzándose contra ellos con ímpetu amoroso; el sufrimiento del genio, ro­deado de vulgaridad y fraccionamiento en este mundo sin alas; tal es el conflicto elemental en el que Hólder­lin ha expresado magistralmente su propia opresión. Lo que no logró Goethe en Tasso, porque se limita a mos­trar el tormento del poeta en la vida burguesa, por el sentimiento de vanidad, del orgullo de casta y de un amor exaltado, lo alcanzó Hölderlin por la pureza del elemento trágico: Empédocles está completamente des­humanizado y su tragedia es puramente tragedia de la poesía. Ni un átomo de episodio vano o de teatralidad oscurece el ropaje armonioso de esta acción dramática. Ninguna mujer dificulta la acción con la menor intriga erótica; no se interponen ni criados ni siervos en el terri­ble conflicto entre el solitario y los dioses. Como en Dante, como en Calderón, se eleva sobre el destino indi­vidual un espacio infinito, y así la acción se desarrolla bajo el gran cielo de la eternidad. Ninguna tragedia ale­mana tiene tanto cielo encima como ésta, ninguna sale tan naturalmente de las tablas para llegar al ágora, a la plaza pública, a la fiesta y al sacrificio solemne: en este frag­mento (y en el titulado Guiskard pasa lo mismo) ha sido resucitado el mundo antiguo por la voluntad apasionada del alma. Empédocles se alza aquí, entre nosotros, como un templo de mármol de columnas sonoras, aparentemente incompleto, un torso nada más, pero perfecto.

LAS POESÍAS DE HÖLDERLIN

Es un enigma aquel que nace puro. Apenas puede el canto descubrirlo, pues así como naciste quedarás.

La poesía de Hölderlin sólo tiene tres de los cuatro ele­mentos de la filosofía griega, éstos eran: el fuego, el agua, el aire y la tierra; en la poesía de Hölderlin falta la tierra, esa tierra turbia y pesada que subyuga poderosamente y que es signo de plasticidad y de dureza. La poesía de Hólderlin ha sido moldeada con un fuego que, llamean­te, se eleva hacia la altura; es símbolo del espíritu, del eterno viaje hacia el cielo; es ligera como el aire y se cier­ne allá arriba como una procesión de nubecillas y de viento sonoro; es pura, es diáfana. A través de ella pasan todos los colores y tiene un ritmo incesante de subida y bajada, como la eterna respiración del espíritu creador. No tiene raíces que la aten a la tierra, sino que crece ha­cia arriba, hostilmente, en esa tierra pesada a infructífe­ra; sus versos son inquietos, errantes, como nubes que suben hacia el cielo y que ya se arrebolan de sol, ya se os­curecen de pesimismo y, a veces, dejan escapar de pron­to el violento rayo y trueno de la profecía. Pero siempre se mantienen allá arriba, en las regiones etéreas, siempre alejadas de la tierra, inaccesibles a los sentidos y sensibles solamente para el sentimiento. «En su canto flota su es­píritu», dice Hölderlin al hablar de los poetas, y así su espíritu se convierte en música igual que el fuego se con­vierte en humo. Todo se dirige hacia las alturas; « por el calor se alza el espíritu» ; por la combustión, es decir, por la idealización de la materia, el sentimiento se sublima. Para Hölderlin, la poesía es siempre la evaporación de lo material y. su conversión en espíritu, la sublimación en el espíritu universal, pero nunca es envoltura o adorno de lo material. La poesía de Goethe, aun la más sublime, siempre tiene una porción material; tiene calor de vida: i es sabrosa como una fruta y se la puede abarcar con los sentidos, pero la de Hölderlin escapa a toda percepción. La poesía de Goethe tiene aún la tibieza del cuerpo, aro­ma de tiempo, gusto de tierra; hay siempre en ella algo de individualismo, algo de Johann Wolfgang Goethe y algo también de su mundo. Al contrario, la poesía de Hölderlin está personificada adrede: «lo individual mo­lesta siempre al espíritu puro que lo concibe», dice el poeta algo oscuramente. Por esta falta de materialidad, su poesía tiene una estática particular, no descansa en sí misma, formando un círculo vicioso, sino que se sostie­ne, elevada por sí misma, como un aerostato; siempre nos recuerda a los ángeles, esos espíritus puros, sin sexo, que pasan como un sueño por encima de nuestro mundo, esos seres ingrávidos convertidos en su propia melodía. Goethe poetiza cosas de la Tierra; Hölderlin, suprate­rrestres. Su poesía es (como la de Novalis, como la de Keats, como la de todos los genios muertos prematura­mente) una victoria sobre la gravedad, una conversión de expansión en sonido, un regreso al fluido elemental.
La tierra, pues, ese elemento duro, pesado, ese cuar­to elemento del Todo  ya lo dije antes , no es compa­tible con la plasmación espiritual de la poesía de Höl­derlin; para éste, la tierra es siempre lo inferior, lo bajo, lo enemigo, lo brutal, la fuerza de gravedad que le re­cuerda su origen terrenal y de la que se desprende. Pero también la tierra está llena de fuerza poética, es fuerte, tiene forma, calor, abundancia divina, para los que la sa­ben aprovechar. Baudelaire, que todo lo forma de mate­ria terrenal con la misma pasión espiritual que Hölder­lin, es tal vez el lírico más completo en contraposición a Hölderlin; sus poesías están hechas por compresión (las de Hölderlin por expansión) y tienen tanta solidez fren­te al infinito como la música de Hölderlin; su brillo cris­talino y su solidez no son menos puros que la transparen­cia y armonía de este último. Esos dos géneros de poesía están frente a frente, como la tierra y el cielo, como el mármol y la nube. En ambos géneros, la transformación de la vida en arte plástico o musical es perfecta. Lo que entre ellos se despliega, como variantes infinitas del so­plo poético, hecho ya sea de materialización, ya de idea­lización, constituye una transición magnífica. Son ambas formas del arte los dos extremos, el punto supremo de la concentración y el punto supremo de la expansión.
En la poesía de Hölderlin, la desintegración de lo concreto, o mejor aún, según la expresión de Schiller, « la negación de lo accidental, es tan completa y destru­ye tanto lo objetivo, que los títulos que escribe sobre los versos no parecen a veces tener ningún sentido y dirían­se colocados por la casualidad. Para darse cuenta de eso, léanse las tres odas « A1 Rhin», «Al Main» y « Al Neckar», y podrá verse cómo el mismo paisaje está despojado de toda individualidad: el Neckar corre hacia el mar Ártico de sus ensueños y los templos griegos muestran su blan­cura en las márgenes del Main. La propia vida del poeta se disuelve en símbolos; Susanne Gontard pierde su ver­dadero sentido al convertirse en Diotima. Alemania es una patria mística; los sucesos se convierten en sueños; el mundo, en mito; ningún vestigio terrestre, ningún vislumbre del destino del propio poeta, se salva de ese pro­ceso de depuración lírica.
Hölderlin no transforma, como Goethe, el suceso en poesía, sino que aquél desaparece, se borra, al hacer­se poesía sin dejar ni una nube. Hölderlin no transforma la vida en poesía, sino que huye de la vida para refugiar­se en la poesía, como realidad más cierta de la exis­tencia.
Esa falta de fuerza real, de precisión de los sentidos, no sólo descorporiza lo objetivo, lo real, en la poesía de Hölderlin, sino que hasta el propio idioma deja de ser terrenal, pierde su color y su resabio para hacerse una cosa transparente, nebulosa, blanda: «El idioma es su­perfluo», hace decir a Hyperion con acento dolorido, ya que el lenguaje de Hölderlin está falto de toda riqueza, pues él no quiere beber en la fuente del idioma, sino que escoge sus palabras sobriamente y con cuidado. Su cau­dal de palabras es tal vez inferior en una décima parte al de Schiller y apenas llega a una centésima del de Goethe. Este, con mano firme y nunca mojigata, tomó sus pala­bras del pueblo, de la plaza pública, para así enriquecer su estilo y renovar sus imágenes. Hölderlin se forma un caudal reducido, sin variedad, sin matices.
Él mismo se da cuenta de esa limitación voluntaria y del peligro de esa renuncia a lo sensitivo: «Me falta me­nos fuerza que ligereza, menos las ideas que los matices, menos un tono mayor que una serie complementaria de tonos menores, menos luz que sombras, y todo por la ra­zón de que aborrezco lo vulgar y común que hay en la vida real.» Prefiere permanecer pobre, prefiere reducir su lenguaje a un círculo limitado, antes que tomar del idioma del mundo impuro un solo dracma para utilizarlo en las esferas celestes. Prefiere «proceder sin adornos, únicamente por largos acordes, en que cada uno forme un todo, y alternarlos armónicamente», antes que dar a su lenguaje lírico el acento del mundo inferior. En su sentir, no debe considerarse la poesía como una cosa te­rrestre, sino como un presentimiento de lo divino. Pre­fiere el peligro de la monotonía antes que comprometer la pureza absoluta de su poesía; que su lenguaje sea puro es preferible a que sea rico. Incesantemente se repiten, aunque en magistrales variantes, los epítetos «divino», «celestial», «santo», «eterno», «feliz», «bienaventurado»; tampoco utiliza sino palabras tomadas de la antigüedad, ennoblecidas por la edad, y rechaza las que aún llevan prendido en su ropaje el aliento de ahora, del presente, que todavía están tibias de vaho de pueblo y gastadas por el use incesante. Así como antes el sacerdote vestía de blanco inmaculado, así también la poesía de Hölder­lin lleva un ropaje solemne y severo que la distingue de lo que hay de vanidoso y de superficial en los poetas. Eli­ge adrede las palabras vaporosas, sugestivas, que como incienso exhalan un perfume religioso, un aroma de fies­ta, de solemnidad, algo que huele a consagración. Todo lo tangible, concreto, plástico y físico falta completa­mente en sus expresiones elevadas. Y es que Hölderlin no toma nunca las palabras por lo que pesan, por su colorido para concretar las cosas, sino siempre por su fuerza de ascensión, por su ímpetu espiritual para llevar­nos al mundo superior, al mundo divino del éxtasis. To­dos esos epítetos efímeros, «feliz», «celeste», «sagrado», esas palabras, como ángeles sin sexo, son incoloras como un velo, pero, como un velo también, cuando se inflan por la impetuosidad del ritmo, por el soplo del entusiasmo, se llenan de ampulosidades maravillosas y nos ele­van muy alto. Toda la fuerza de Hölderlin  ya lo he dicho  viene de su potencia de exaltación, de su entu­siasmo; eleva todas las cosas, y por tanto también las pa­labras, a otras esferas, donde adquieren otro peso espe­cífico que el que tienen en nuestro mundo mezquino, apagado, donde no son más que una < nube eufónica». En el aliento del canto, esas palabras vacías a incoloras adquieren nueva luz, se mantienen en el éter, solemnes, y suenan misteriosamente como con un sentido oculto.
Su más alta magia viene de la sugestión, la elevación del sentimiento, pero no de su precisión. Su poesía no quiere ser nunca plástica, sino luminosa, y por eso care­ce de sombras. No quiere describir las cosas de la vida real, sino algo que está más allá de los sentidos y que nos eleva hacia el cielo al mostrarnos lo sobrenatural, lo que se escapa al intelecto. Por eso, la característica de las poesías de Hólderlin es el impulso hacia la altura. Todas empiezan con ese fuego de la exaltación» en el que el espíritu puro y la sinceridad de sus himnos tienen siem­pre algo rudo, algo de choque, algo de empujón: es que el lenguaje que emplea en los versos se ha de separar enseguida del lenguaje corriente para difundirse en su pro­pio elemento. En Goethe no se encuentra una gran dis­tancia entre la prosa poética (véanse sus cartas de juven­tud) y el verso; no hay apenas transición. Como en los anfibios, su lenguaje vive en los dos mundos: el de la prosa y el de la poesía; el de la carne y el del espíritu. Hölderlin, por el contrario, en la prosa tiene una lengua pesada; en sus cartas y en su conversación tropieza con­tinuamente con fórmulas filosóficas; el léxico de su pro­sa está desarticulado sí se compara con el de sus poesías, que es donde mana con naturalidad. Como aquel albatros de la poesía de Baudelaire, sólo puede medio arrastrarse por tierra; pero en los aires, en las alturas, puede moverse libremente, planear y hasta descansar. Así, cuando Hölderlin encuentra su propio entusiasmo, el ritmo fluye de su boca como aliento de fuego; la pesa­dez de la sintaxis se transforma en giros llenos de arte; brillantes inversiones son el contrapunto a una fluidez mágica: su etérea canción, transparente como el ala mem­branosa y cristalina de un insecto, deja ver a través de ella el azul infinito, todo sonoridad. Precisamente lo que en los demás poetas es más raro, la inspiración que no decae un momento, la continuidad del verdadero canto, es para Hólderlín lo más natural. En Empédocles, en Hyperion, no se anquilosa nunca el ritmo, no decae ni des­ciende un solo segundo. Nada prosaico queda a aquel que se deja arrebatar por el entusiasmo; él habla en poe­sía como en un lenguaje que poseyera a la perfección y nunca la mezcla con la prosa cotidiana; el lirismo y el entusiasmo lo llenan completamente en los momentos de inspiración: «la embriaguez de su caída en las alturas», como él mismo dice magistralmente, se extiende por en­cima de él. Más tarde, su destino, como un emocionante símbolo, nos demostró que su poesía era más fuerte que su espíritu, pues cuando Hölderlin está ya enfermo de espíritu, pierde la capacidad para la vida inferior, pierde el lenguaje cotidiano de la conversación, pero el ritmo sonoro sigue fluyendo siempre de sus labios temblo­rosos.
Esa magnificencia, esa desligadura completa de todo prosaísmo, ese ímpetu hacía el elemento etéreo, no fue­ron propios de Hólderlin desde el primer momento; el poder y la belleza de su poesía crecen a medida que au­menta la presión de su demonio interior. Los inicios poéticos de Hölderlin son insignificantes y faltos de toda individualidad. La cubierta que envuelve a la larva inte­rior no se ha desprendido todavía. El principiante se li­mita a la imitación, se nutre de sentimientos ajenos, a ve­ces en una medida que roza incluso lo ilegítimo, pues no sólo la forma métrica y hasta el fondo espiritual son de Klopstock, sino que desliza en sus obras versos enteros y hasta estrofas del maestro en sus propias odas. Después, en Tubinga, le llegó la influencia de Schiller, de quien «depende invariablemente», y a ella, a su atmósfera clá­sica, a sus pensamientos, se va sometiendo en sus obras de versificación, en el acento de la estrofa. La oda barda se convierte pronto en himno schilleriano, armonioso, limado, con un fondo mitológico que se despliega lleno de sonoridad. Aquí la imitación no sólo alcanza al origi­nal, sino que sobrepasa las formas más propias del maes­tro (a mí, al menos, la poesía de Hölderlin « A la Natura­leza» me parece más bella que las más bellas creaciones de Schiller) Pero un tono elegíaco que empieza a sonar medio oculto nos revela, en esas poesías, la melodía personal de Hölderlin: el poeta no tiene más que acentuar su tonalidad, abandonarse completamente a su impulso hacía la altura, al idealismo, sin otra necesidad que esco­ger la forma antigua, pura, desnuda, que no admite ritmo, y entonces nace la verdadera poesía hölderliniana; es decir, el ritmo puro.
Sin embargo, en esa época de transición, todavía se halla en sus versos su propia personalidad, aún hay algo de arquitectura intelectual que es como el esqueleto de una máquina voladora; el poeta, aunque depende todavía de la materia sistemática y razonada de Schiller, busca ya una estabilidad propia para sus poesías, que se despren­de del ritmo y del encuadramiento de la estrofa: si se es­tudian sus poesías de esa época se ve, en todas ellas, un sistema rígido (observado por muchos, pero estudiado detalladamente por Viëtor); hay como una triplicidad: ascenso, descenso y equilibrio, lo que constituye un triple acorde armonioso: la tesis, la antítesis y la síntesis. En docenas de composiciones de Hölderlin pueden obser­varse ese flujo, ese reflujo y esa resolución en armonías sonoras; pero, aun dentro de esa ingravidez mágica de sus poesías, se adivina la huella de la maquinaria, la parte técnica.
Pero al fin se desprende de ese resto de lo sistemáti­co, de ese resabio de técnica schilleriana, como la ser­piente se desprende de su piel. Reconoce la grandiosidad de una libertad sin leyes, de una lírica toda ritmo. Y aun­que los informes de Bettina no son siempre dignos de la mayor confianza, en este caso las palabras que pone en la narración de Sinclair no hay duda de que son ciertamen­te las de Hölderlin: «El espíritu no se eleva sino por el entusiasmo, y el ritmo no obedece más que a aquel cuyo espíritu se llena de vida. Aquel que ha nacido para la poe­sía, en el sentido divino de la palabra, ha de reconocer, como única ley, el espíritu del infinito, y a esta ley ha de sacrificar todas las restantes: "hágase lo voluntad, mas no la mía".»
Por primera vez Hölderlin se libra, en sus poesías, de la razón, del racionalismo, y se abandona a las fuerzas pu­ras. Lo demoníaco de su ser rompe sus trabas rugiendo y despliega las magnificencias del ritmo, una vez que ha de­jado ya las leyes que lo ataban. Sólo entonces es cuando, de las profundidades de su ser, brota la música original de Hölderlin, ese ritmo, esa fuerza caótica y salvaje que es lo más íntimo de su ser y de la cual él mismo dice: «Todo es ritmo; el destino del hombre es ritmo celeste y toda obra de arte es un ritmo único.» Las leyes arquitectónicas desaparecen y la poesía hölderliniana expresa ya tan sólo su propia melodía; en toda la poesía alemana no hay otro ejemplo en que el todo descanse tanto en el ritmo; en las poesías de Hölderlin, el color, la forma, no son más que cosas diáfanas, vaporosas. La poesía de Hölderlin ya no tiene nada de material, ni recuerda ya la técnica de Schi­ller, donde todo es trabajo, remache, tornillo; se ha con­vertido ahora en algo aéreo, angelical, ligero como el pá­jaro, libre como una nube que se expande en sonido, en armonía. La melodía de Hölderlin, como la de Keats, y a menudo como la de Verlaine, parece tomada de las regio­nes cósmicas de los sueños; nada tiene de terrenal; su ca­rácter específico está por encima de todo contacto tangi­ble y se mantiene elevada milagrosamente. Por eso sus poesías tienen tan poca materia objetiva que admits ser aislada y transmitida por medio de una traducción; mien­tras que las poesías de Schiller y hasta las de Goethe pue­den ser traducidas línea a línea a lenguas extranjeras, las de Hölderlin no admiten ese trasplante porque, dentro de la lengua alemana, se sitúan más allá de la expre­sión sensible. Su secreto supremo es mágico; es un mila­gro de idioma, único, inimitable y sagrado.
El ritmo de Hölderlin no tiene nada de la estabilidad que ofrece, por ejemplo, el de Walt Whitman (a quien Hölderlin recuerda a veces por su fluidez y abundancia). Walt Whitman había encontrado enseguida el metro que convenía a su ritmo, su forma poética; una vez hallado ese ritmo, se express con él en toda su obra poética, es decir, durante veinte, treinta o hasta cuarenta años. En Hölderlin, por el contrario, el ritmo se refuerza, se am­plía incesantemente, se hace cada vez más sonoro, más li­bre, más precipitado, más turbio, más primitivo y más tempestuoso. Empieza con la dulce sonoridad de una fuente, como una melodía que pasa, y acaba espumean­te, ruidoso, como un torrente. Esa libertad, esa potencia, esa glorificación del ritmo sin ley, van mano a mano, mis­teriosamente (como en Nietzsche), con la destrucción del espíritu y el oscurecimiento de la razón. El ritmo, en Hölderlin, va tomando más libertad a medida que se aflojan los lazos de las facultades mentales del poeta.. Por fin, Hölderlín ya no puede poner dique a su desborda­miento interior y se ve inundado, sumergido en él, y su propio cadáver es arrastrado por las aguas rugientes de su canto. Esa libertad, mejor dicho, esa liberación, ese dominio del ritmo a costa de la coherencia y de la razón, va realizándose por etapas: primero se libera de la rima, esa cadena que estaba sus pies; después prescinde de la estrofa, esa vestidura que oprimía su amplio pecho. Aho­ra, como una obra de la antigüedad, vive su poesía la be­lleza del desnudo y como un corredor griego marcha ha­cia el infinito. Todas las formas tradicionales se hacen demasiado estrechas para el poeta, las profundidades re­sultan superficiales, todas las palabras, sin acento, y to­dos los ritmos, pesados; la regularidad, que era al princi­pio clásica, tiende a formar la bóveda del edificio lírico para hundirse después; el pensamiento fluye oscuro, pero más fuerte y tormentoso, del seno de las imágenes evo­cadas; al mismo tiempo, el ritmo es cada vez mas pro­fundo y más lleno y, a veces, construcciones atrevidas de las frases unen, en un solo párrafo, una serie de estrofas; la poesía se hace canto, himno, mirada profética, mani­festación heroica. La transmutación del mundo en mito ha comenzado para Hölderlin; todo su ser se convierte en poesía. Europa, Asia, Alemania, se muestran ante él como paisajes de ensueño vistos a una inverosímil dis­tancia; mágicas asociaciones de ideas unen el horizonte próximo con el horizonte del infinito; es decir, el sueño y la realidad. «El mundo se hace sueño, el sueño se hace mundo.» Las palabras de Novalis se realizan en Hölder­lin. La esfera personal queda anulada en él. «Las cancio­nes de amor no son más que como un vuelo fatigado  escribe en aquellos días ; otra cosa es la alegría pura y elevada de los cantos nacionales.» Así, un nuevo énfa­sis se abre paso como por fuerza plutónica a través de su sensibilidad desbordada. Empieza el tránsito a lo místi­co; el tiempo y el espacio se han hundido en purpúrea oscuridad; la razón ha sido completamente sacrificada a la inspiración; ya no hay canciones, sino oraciones versi­ficadas a las que rodean luces de antorcha y de relámpa­gos píticos. El entusiasmo juvenil de Hölderlin se ha convertido en embriaguez demoníaca, en furor sagrado. Esas poesías van sin dirección fija, como naves sin timón en un mar de infinito; a nada obedecen si no es al man­dato de los elementos; son voces del más allá; cada una de ellas es un bateau ivre que, sin gobierno, marcha can­tando hacia la catarata. Por último, el ritmo de Hölder­lin llega a ser tan tenso, que acaba por romperse el idio­ma; a fuerza de versificación, pierde sus sentidos; ya no es más que «el sonido del bosque profético de Dodona». El ritmo triunfa sobre la idea y se convierte en algo «di­vinamente loco y sin ley, como Baco».
El poeta y sus poesías perecen a la vez en el Infinito, en la suprema exaltación de sus fuerzas. Perece el espíri­tu de Hölderlin, sublimándose dentro de la poesía sin dejar rastro, y al fin se oscurece en un caótico crepúscu­lo. Todo lo terreno, todo lo personal, todo lo formal, queda devorado en esa autodestrucción; sus palabras son pura música órfica que vuela hacia el éter, hacia su elemento.


CAÍDA EN EL INFINITO

Lo que uno es se rompe, Empédocles, del mismo modo que los astros declinan solemnemente. Y ebrios de luz brillan los valles.

Treinta años cuenta Hölderlin al cruzar el umbral del nuevo siglo; los sufrimientos de sus últimos años han he­cho en él una obra gigantesca. Ha encontrado la forma lírica; ha creado el ritmo del gran canto; su propia ju­ventud se ha corporizado en la figura de Hyperion; la tragedia de su espíritu ha quedado inmortalizada en Em­pédocles. Nunca había llegado a tanta altura; nunca tam­poco había estado tan cerca de la caída. Pues las mismas olas que, en maravilloso empuje, le han llevado por enci­ma de su propia vida, forman ya una mole amenazante, dispuesta a dar el golpe destructor. Él mismo, profética­mente, tiene la sensación de su descenso:

Contra su voluntad, el maravilloso deseo lo arrastra de es­collo en escollo hacia el abismo. Y va a la deriva, sin timón.

De nada le sirve haber creado una tan alta obra: la realidad, celosa, se venga de quien la despreció, y el mundo, del que él nada quiso saber, tampoco quiere ahora saber nada de él. Sólo recoge incomprensión don­de espera hallar amor, pues

...hay una oscura generación que no gusta de escuchar ni aun a un semidiós, ni quiere oír al espíritu celeste que aparece entre los hombres o sobre las ondas. Una raza que no adora la pureza ni aun el rostro del mismo Dios, próximo y omnipotente.

A los treinta años sigue comiendo en una mesa que no es suya; da sus lecciones vistiendo una raída levita de aspirante a pastor. Vive aún a expensas de su anciana madre y de su decrépita abuela, encorvada por la edad. Como cuando era muchacho, esas dos mujeres siguen zur­ciéndole las medías, le proveen de ropa blanca y de ves­tidos. Con «cotidiana aplicación» ha buscado en Hom­burg, como antes lo hizo en Jena, un medio de vivir sólo para la poesía, gracias a una vida de increíble privación, se ha tasado la comida y ha tratado de llamar la atención de la patria alemana hasta el punto de que los hombres deseen conocer su lugar de nacimiento y el nombre de su madre. Pero nada sucede de esa manera; nada le es favorable; a veces, Schiller, con condescendencia benévola, acepta alguna de sus poesías para su Almanaque, recha­zando las restantes.
Ese silencio que el mundo mantiene a su alrededor quiebra todos sus ánimos. Verdad es que él, en lo pro­fundo de su alma, sabe perfectamente que lo sagrado es siempre sagrado, aunque no sea reconocido por los hom­bres, pero el poeta encuentra más difícil cada día soste­ner su fe en un mundo donde no encuentra ninguna sim­patía. «Nuestro corazón no puede seguir amando a la Humanidad sí no tiene hombres a quien amar.» Su sole­dad, que durante un tiempo fue su castillo de oro y de sol, se torna fría, invernal, con rigidez de hielo. « Callo y callo siempre, y así se va acumulando un gran peso sobre mí... que por lo menos ha de oscurecer inevitablemente mi espíritu», dice quejándose. Y en otra ocasión escribe a Schiller: «Tengo frío y me entumezco en el invierno que me rodea. Mi cielo es de hierro y mi ser es de pie­dra.» Pero nadie llega a él con el calor de la amistad. «Pocos hay ya que tengan fe en mí», dice el poeta con resig­nada pena, y, poco a poco, él mismo va perdiendo tam­bién la fe en sí mismo. Lo que antes le parecía divino, celestial, es decir, su misión como poeta, se le aparece ahora vacío y sin sentido. Duda ya de la poesía. Los ami­gos están lejos. La llamada de la gloria no resuena:

Sin embargo, me parece a menudo que mejor sería dormir que estar en esta soledad. No sé qué hacer ni qué decir y me pregunto muchas veces por que ha de haber poetas en esto, tiempos de miseria.

Una vez más ha experimentado la impotencia del es­píritu frente a la realidad; una vez más, ha de encorvar su espalda bajo el yugo opresor, y una vez más se entrega a una vida que no es la suya, puesto que le resulta imposi­ble vivir de la literatura si no quiere conducirse con exce­so de servilismo. No le es dado volver a ver su patria sino en una hora feliz de otoño, un día en que con sus amigos de Stuttgart celebra la «fiesta del otoño». Pero después ha de volver a tomar su casaca de dómine y marchar a Suiza, a Hauptwyl, para amarrarse una vez más a une ocupación servil.
El corazón profético de Hólderlin sabe perfectamen­te que ha llegado la hora de su ocaso, la hora de su cre­púsculo y de su dolorosa caída. Elegiacamente se despi­de de su juventud: « ¡Oh, juventud, lo has apagado ya!»Y en sus poesías sopla un airecillo frío, vespertino:

He vivido poco; pero ya respiro el aire frío del ocaso. Aquí estoy, silencioso como una sombra; mi corazón se estremece en mi pecho, incapaz ya de cantar.

Se ha roto el resorte de su impulso, y él, que sólo sa­bía vivir en pleno vuelo, rotas las alas no recobra jamás el equilibrio. Ahora debe pagar la falta de no haberse ocu­pado «exclusivamente de lo superficial de su ser y haberse entregado a la acción destructora de la realidad con toda su alma, con todo su amor». El nimbo del genio se ha borrado de su cabeza; angustiado, se recoge en sí mismo para ocultarse a los hombres, cuyo trato le es mo­lesto hasta físicamente. Cuanto mayor es su debilidad, tanto más fuerte salta el demonio y hace vibrar sus nervios. Poco a poco, la sensibilidad de Hölderlin se va haciendo enfermiza y sus impulsos espirituales se con­vierten en ataques. Las nimiedades le excitan, y aquella actitud humilde, que le protegía como una coraza, se desgarra y deja ver su hipersensibilidad; por todas partes cree ver ofensas y desprecios. Su cuerpo reacciona dolorosamente a los cambios atmosféricos; lo que antes era inquietud espiritual es ya neurastenia, crisis y catástrofe de sus nervios; sus gestos son crispados, su humor agre­sivo; y su mirada, antes tan serena a inteligente, pone ya un brillo de inquietud en su cara demacrada. El incendio se extiende por todo su ser; el demonio de la agitación y de la confusión, el espíritu siniestro, se apodera de la víc­tima; «una inquietud que lo aturde» y que « e acumula alrededor de su alma» lo arrastra a los extremos opues­tos: ardor y frialdad; éxtasis y desespero; alegría y triste­za, y lo lleva de país en país, de ciudad en ciudad. La fe­bril irritación turba sus pensamientos hasta que alcanza a su poesía; la intranquilidad del hombre se refleja ya en la incoherencia de sus versos; se ve incapaz de formar un pensamiento, sostenerlo y desarrollarlo. Así como su cuerpo va de casa en casa, su espíritu va de imagen en imagen, de idea en idea. Y este ardor demoníaco no se calma hasta que ha devorado a toda la persona del poeta. Sólo resta, cual ennegrecida armazón de un edificio des­truido por el fuego, el cuerpo, en el cual el demonio no puede aniquilar lo que aún queda de divino: ese ritmo que sigue fluyendo todavía de sus labios inconscientes.
Así pues, en la patología de Hölderlin no se encuen­tra un punto preciso que marque el principio de su hun­dimiento; no hay una división clara entre lo que es su espí­ritu lúcido y sano y su espíritu ya enfermo. Hölderlin arde interior y lentamente; su razón es destruida por el demonio, no con uno de esos incendios que de pronto hacen arder todo un bosque, sino por medio de un fuego escondido, entre rescoldos. Sólo la parte más divina de su ser resiste como si fuera de amianto ese incendio inte­rior; su sentido poético sobrevive a su razón y salva su melodía, su ritmo, su palabra. Tal vez sea Hölderlin el único caso clínico en que, muerta la inteligencia, subsis­ta la poesía, del mismo modo que, a veces  muy raras veces, es cierto , un árbol carbonizado por el rayo si­gue floreciendo en alguna rama elevada que salió incólu­me del siniestro. El tránsito de Hölderlin a lo patológico es escalonado, progresivo. No es, como en Níetzsche, un derrumbamiento repentino de un altísimo edificio de ideas, sino que es una desintegración gradual, piedra a piedra, una descomposición paulatina de los cimientos, un deslizamiento hacia lo inconsciente.
Es sólo en su exterior donde se van acentuando su in­quietud, su miedo nervioso, su exagerada sensibilidad, que llegan a provocar accesos de furor y crisis nerviosas que aumentan de intensidad y se repiten cada vez más frecuentemente; así como antes podía contenerse meses y aun años enteros hasta llegar a la explosión, ahora esas descargas eléctricas se suceden sin apenas interrupción. Mientras que en Waltershausen y en Francfort supo re­sistir años enteros, en Hauptwyl y en Burdeos sólo puede aguantar unas semanas; su incapacidad para la vida se vuelve más agresiva. Por fin, la vida, como el temporal a un buque, lo arroja a la casa materna. Allí, en pleno de­sespero, se dirige de nuevo a Schiller, al maestro de su ju­ventud, pero Schiller no responde; le deja hundirse, y Hölderlin, como una piedra, se hunde hasta lo más hondo de su destino. Aún vuelve a partir una vez, pues ha de acep­tar un cargo de preceptor; va ya sin espíritu, ungido por la muerte, diciendo adiós eterno a sus seres queridos.
Entonces, un tupido velo nos oculta su vida. Su his­toria es ya leyenda, mito. Se sabe que en florida primave­ra pasó por Francia, y que pernoctó en las cumbres de Auvernia, rodeado de nieve, en paraje solitario, en dura cama y con una pistola a su lado. Se sabe que estuvo en Burdeos, en casa del cónsul de Alemania, y que después, de pronto, abandonó el lugar. Pero luego descienden ne­gras nubes que nos ocultan su caída.
¿Sería Hölderlin aquel extranjero que, diez años más tarde, fue visto por una mujer en París hablando entu­siasmado con las marmóreas estatuas de los dioses en un parque? ¿Será cierto que una insolación le privó de sus sentidos y que, como él mismo afirma, el rayo de Apolo lo castigó? ¿Será cierto que unos bandidos le robaron todo su dinero y hasta sus vestiduras? Nunca se tendrá la respuesta a estas preguntas. Un negro velo encubre su regreso a Alemania y su caída. Sólo se sabe que un día, en casa de Matthisson, en Stuttgart, entró un hombre pá­lido como un cadáver, flaquísimo, con ojos apagados, enmarañada y salvaje cabellera, luengas barbas y traje de mendigo, y como Matthíson retrocediera espantado y te­meroso ante aquella visión, el extranjero, con voz apaga­da, dijo su propio nombre: Hölderlin.
Las últimas pavesas se han apagado. Sus restos van a la deriva hacía la casa materna, pero los mástiles de la confianza y el timón de la inteligencia se han roto para siempre. Desde entonces, Hólderlin vive ya en oscura noche, iluminada tan sólo de vez en cuando por relám­pagos órficos. Su razón está apagada, pero de esa oscu­ridad surge aún, a veces, la palabra del genio y sobre su cabeza pasa, en alguna ocasión, sonora y rápida, la poe­sía. En la conversación, no puede encontrar el sentido de las palabras, sus cartas son un conglomerado barro­co; su ser sigue aún cerrándose a las cosas reales, pero se abre todavía a las palabras musicales, mas sin com­prender siquiera lo que le dicen. Su ser se deshace gra­no a grano, se hace total la pérdida de la conciencia, y su inconsciencia se transforma en portavoz de palabras píticas; su voz se convierte «en órgano del imperativo que llega del más allá», como dice Nietzsche, intérprete y heraldo de las cosas divinas que le susurra el demonio y cuyo sentido ya no puede reconocer.
Los hombres se apartan de su compañía (pues su irri­tabilidad se desata a menudo como una bestia desenca­denada) o también a veces se burlan de él. Sólo Bettina, que, como en Goethe y en Beethoven, sabe distinguir el genio a través de la atmósfera, y Sinclair, el amigo mag­nífico, digno de una leyenda, siguen reconociendo la presencia de un dios en esta degradación del poeta que está « preso en celeste esclavitud». «Es cosa cierta para mí  escribe aquella espléndida mujer  que una fuerza divina ha envuelto en sus olas a Hölderlin; me refiero a sus palabras, que, en río irrefrenable, han inundado sus sentidos, los cuales, al pasar esa inundación, han queda­do ya debilitados, como muertos.» Nadie ha expresado con más nobleza y perspicacia el destino de Hölderlin; nadie nos ha hecho más asequible el eco de aquellas con­versaciones demoníacas (que se han perdido, como las improvisaciones de Beethoven) como Bettina cuando es­cribe a la señora Günderode: «A1 oírle, uno parece escu­char el viento desencadenado, pues su voz suena a him­no rugiente que de pronto cesa, como cesan las ráfagas del viento.» Y entonces se apodera de él como una cien­cia profunda, de tal modo que no se puede pensar que haya perdido la razón y hay que escuchar lo que dice de la poesía para llevarse la impresión de que está a punto de revelar el secreto divino del lenguaje. Y de pronto todo se hunde en la oscuridad, el poeta languidece, que­da en completa confusión y declara «que no lo logrará nunca». Todo su ser se funde en la música; durante ho­ras enteras (como Níetzsche en los últimos días de su es­tancia en Turín) se sienta al piano y golpea el teclado en incesante esfuerzo para lograr acordes, como si quisiera captar las melodías infinitas que pasan sobre su cabeza y que resuenan dolorosamente en su cerebro, o a ve­ces también se recita a sí mismo, como en un monólogo, siempre rítmicamente, palabras y cantos. Él, que antes se sentía arrebatado por la poesía, se va hundiendo poco a poco en el río sonoro; lo mismo que los indios del poema « Hiawatha», de su hermano espiritual Lenau, se precipi­ta cantando hacía la catarata rugiente.
Aterrorizados y conmovidos a la vez, su madre y sus amigos, respetuosos ante el milagro incomprensible, le dejan en completa libertad dentro de la casa. Pero el de­monio estalla cada vez más poderosamente en su inte­rior; sufre furiosos ataques; la llama, antes de apagarse completamente, se levanta en peligrosas contorsiones, hasta que se hace necesario llevarlo a una clínica, des­pués a casa de unos amigos y finalmente a la casa de un honrado carpintero. Con los años, ese furor salvaje se va apaciguando, sus crisis se calman, y Hölderlin se hace manso como un niño; las tempestades de sus nervios se disipan, dejando lugar al silencio del crepúsculo. Su lo­cura cataléptica se hace ahora tranquila, pero, aunque el espíritu del poeta se calma, su razón queda siempre envuelta en negro velo y muy raras veces un relámpago de lucidez ilumina su pasado. Recuerda cosas, es cierto, pero no se acuerda de sí mismo. Como en un sueno, su cuerpo sin alma nota aún la suave acción benéfica de la primavera y aspira el agradable aliento de los campos; su corazón solitario palpita aún durante cuarenta años en su cuerpo consumido, pero ya no es más que una sombra del que fue. Hölderlín, aquel adolescente divino, está ya hace mucho tiempo entre los dioses, como Ifigenia de Áulide. Vive en otra esfera, vive una vida que nada tiene de terrestre.
Lo que ahora queda aquí, entre las negras garras del tiempo, es su cadáver espiritual; es una sombra fantas­mal desfigurada, que ya no se reconoce a sí misma y que se llama a veces « el señor bibliotecario», y a veces tam­bién « Scardanelli».


TINIEBLAS DE PÚRPURA

...hasta en la oscuridad lucen brillantes imágenes.

Las grandes poesías órficas que Hölderlin, con su espí­ritu ya apagado, crea en aquellos años de crepúsculo, sus Cantos de la noche, pertenecen a una zona completamen­te definida de la literatura universal; sólo son compara­bles quizá a aquellos libros proféticos de William Blake, aquella otra criatura angélica, confidente de Dios, al que sus contemporáneos consideraban «unfortunate lunatic whose personal inoffensivenes secures him from confi­nement.
En éste, como en Hölderlin, la creación es algo dic­tado por el demonio; en Blake, como en Hölderlin, apun­ta un sentido pueril a impreciso en la significación mani­fiesta de sus palabras; la sonoridad órfica se apodera de la frase como un eco que llega de otras esferas; en uno y en otro, la mano inconsciente a ignorante de la realidad traza aún la bóveda de un firmamento sin analogía, por encima de este caos cruzado de estrellas y relámpagos, y crea así un mito propio. La poesía (y en Blake también el dibujo) llega a ser en el estado crepuscular del poeta un lenguaje pítico: como la sacerdotisa, ebria de visiones inauditas, por encima de los vapores de la caverna de Delfos, balbuce palabras profundas en transportes con­vulsos, así el demonio creador hace fluir en ellos, del crá­ter apagado de su espíritu, una lava de fuego y de piedras incandescentes. En estas poesías demoníacas de Hölder­lin no habla la razón, ni habla el idioma corriente de la vida real, sino sólo el ritmo, sin significación, incomprensible, dejando ver a veces en un renglón el relámpago que ilumina todo el Universo. El vidente es transportado a una esfera apocalíptica:

Un valle y ríos se extienden alrededor de las montañas de la profecía, a fin de que el hombre pueda tender su vista hacia el Oriente y ya partir de allí, en variadas metamorfosis. Pero del Éter desciende la fiel imagen y llueven las palabras divinas y resuenan las profundidades del bosque.

Los sueños poéticos se han convertido en una melo­diosa anunciación, en una «resonancia en lo más profun­do del bosque»; la voz del más allá, en una voluntad su­perior a la propia. Aquí el poeta no habla ya de sí, ni trata ya de él; es sólo el héroe inconsciente de las pala­bras elementales. El demonio, la voluntad superior, ha vencido al espíritu del poeta y ha hecho enmudecer sus palabras y habla ahora por su boca crispada, por sus la­bios exánimes, como a través de algo muerto que re­sonase sordamente. Aquel hombre esclarecido que fue Friedrich Hölderlin se marchó ya. Y de su cuerpo se sir­ve ahora el demonio como de una larva vacía.
Pues esos Cantos de la noche, esas canciones rotas, son indudablemente improvisaciones que ya no nacen de lo terrenal, de lo cultivado del arte; no salen ya de lo con­mensurable; no son materia trabajada en el trepidante taller del genio, sino meteoros caídos del invisible cielo de la inspiración, llenos aún de la fuerza mágica de las regiones ultraterrenales. Una poesía representa un tejido de elementos artísticos, salidos de la inconsciencia, de la inspiración y de la conciencia, y cualquiera de esas arti­mañas se ve más o menos, se acusa con más o menos fuerza. Es un fenómeno completamente típico que, en el ser corriente (Goethe, por ejemplo), en la edad madura, do­mine ya la técnica, es decir, el elemento material, sobre la inspiración, y, por consiguiente, que el arte que fue al principio un presentimiento consciente, se convierta en sabia maestría dominadora y sugestiva. En Hölderlin su­cede lo contrario; se fortalecen el envoltorio, lo inspira­tivo, lo demoníaco, lo genial, mientras se deshacen como una cadeneta el tejido intelectual, lo artificioso, lo pla­neado. Por eso, en sus obras líricas posteriores, el lazo intelectual va relajándose más y más; los versos, como las olas, montan uno sobre otro, no obedeciendo ya más que a la armonía de sonido, y toda forma, toda regla, toda ley, son arrolladas por la ola sonora. Pues el ritmo se ha hecho ya el amo y señor; la fuerza primitiva vuelve a su origen. A veces puede verse en Hölderlin, que ha sido arrancado de su propio ser, una especie de defensa con­tra este poder superior; se ve su esfuerzo para fijar una idea poética y desarrollarla espiritualmente, pero siem­pre las olas sonoras le arrebatan lo medio planeado, lo que está a medio formar. Y he aquí su queja:

Poco nos conocemos a nosotros mismos, pues llevamos dentro un dios que nos domina.

Cada vez más, el poeta indefenso pierde el dominio sobre la poesía. «Como un arroyo, me siento arrastrado hacia el fin de algo que es tan vasto como toda Asia», dice al ha­blar de esa fuerza superior que lo arranca de su propio ser. Parece que toda coherencia ha sido anulada en su cerebro y que los pensamientos caen dispersos en el vacío: todo lo que empezaba con valiente y osado énfasis, acaba en trágico balbuceo. El hilo de su discurso se embarulla, las ora­ciones forman un enredo; las frases se barajan rítmicamen­te, de modo que es imposible encontrar su principio o su fin. Y el poeta, cansado, ve siempre cómo el pensamiento primitivo se desprende de su cerebro. Entonces, su mano temblorosa a inhábil une dos pensamientos no acabados por medio de un «a saber» o un «sin embargo, o abando­na resignadamente la continuación del hilo del pensa­miento diciendo: «mucho podría decirse sobre esto». Una poesía como «Patmos», de gran enjundia espiritual, que se extiende sobre la inmortalidad, se deshace al final en un balbuceo que no es más que un preludio de lo que iba a de­cir. En vez de un discurso, nos da como una nota taquigrá­fica que nada tiene que ver con el texto:

Y ahora quisiera cantar la partida de los caballeros hacia Jerusalén y los sufrimientos errantes de Canosa y del empera­dor Enrique, pero sería necesario que el ánimo no me faltara para ello. Desde Cristo, los nombres son como el aire matinal; se convierten en sueños.

Pero esos sonidos, esos balbuceos faltos de la cohe­rencia del pensamiento, están unidos por un sentido elevado. El espíritu, invadido por una vegetación exube­rante, no puede ya fijarse en detalles; los lazos intelectuales se aflojan, pero bajo esas lagunas de forma, el con­tenido ardiente de las poesías de Hölderlin toma más fuego y más calor. El que era plasmador se ha convertido en visionario poderosísimo, y con mirada ardiente abra­za todo el universo poéticamente. Hölderlin alcanza en ese tartamudeo rítmico, en su embriaguez ¡lógica, una profundidad de sentido que nunca alcanzó cuando su espíritu estaba despierto. «Llueven las palabras divinas y resuenan las profundidades del bosque.» Lo que ahora ha perdido su poesía en claridad matinal y en precisión de silueta, lo gana en inspiración demoníaca, en claros relámpagos de su espíritu que llenan de luz el caos del sentimiento y alumbran por un instante todas las alturas y las profundidades de la Naturaleza. Desde ahora, las poesías de Hölderlin son tempestuosas, llenas de relám­pagos proféticos; son rápidas, cortas y brotan de los os­curos nublados de sus odas, pero iluminan espacios infi­nitos. La poesía de Hölderlin se extiende por todo el universo; sus cantos brotan de él como visiones cósmicas y se dirigen a su elemento natural, al caos.
El poeta de espíritu ya ciego tantea en la oscuridad, alumbrado tan sólo por relámpagos llenos de vibracio­nes, y trata de captar grandiosas imágenes y signos del tiempo y del espacio. Y en su maravillosa marcha por esta región sin caminos, antes de su caída, de su final, se produce aún un milagro sin precedentes: en lo más tene­broso de su camino, en ese tormentoso crepúsculo de su espíritu, Hölderlin alcanza lo que en vano trató de en­contrar cuando su espíritu estaba aún despierto y su in­teligencia lúcida: el secreto de la Gracia. Desde su niñez lo había perseguido por todos los caminos, en los cielos del idealismo, en los ensueños; ya adolescente, había buscado su Grecia y había enviado en vano a su Hype­rion en busca de su secreto por todos los caminos del tiempo y del pasado. Había evocado a Empédocles entre las sombras, estudiado las obras de los filósofos; el «es­tudio de los griegos» le había servido de círculo de ami­gos y había llegado a ser tan extraño a su patria y a su tiempo por haber estado siempre en la Grecia de sus sueños. Y él mismo, asombrado de ese poder que se ejercía sobre sus sentidos, se había preguntado a menudo:

¿Qué es lo que me ata a aquellas riberas afortunadas y me las hace amar todavía más que a mi propia patria? Pues, como sometido a dulce esclavitud, siempre estoy en los lugares por donde pasó Apolo.

La antigua Grecia fue siempre su meta; Grecia lo ha­bía arrancado del agradable calor de su hogar y de los brazos de su gente para sumergirlo en continuas decep­ciones hasta llevarlo a la desesperación, a la soledad su­prema y absoluta.
Y entonces, en el caos de sus sentidos, entre los más profundos repliegues de su espíritu, brilla de pronto su secreto griego. Como Virgilio conduce a Dante, Píndaro conduce al exaltado, con la superabundancia de su ver­bo, hacia la última embriaguez de la expresión hímnica, y el poeta, deslumbrado en el crepúsculo del mito, ve brillar como una brasa, en el fondo del abismo abierto, aquella Grecia que antes que él nadie había adivinado y que, después de él, sólo otro poseso, Nietzsche, el filó­sofo todo luz, hará salir de las entrañas del pasado. Höl­derlin puede ver y anunciar con su verbo vidente esa re­gión de fuego, y su anunciación es el primer sentimiento, vivo, cálido y lleno del vigor de la sangre, que el mundo ha tenido de esa fuente espiritual del universo perdida entre los escombros del pasado. No se trata ya de la Gre­cia clásica de figuras de yeso, mostrada por Winckel­mann, ni es la Grecia helénica que Schiller ha tomado como modelo en su «imitación tímida y sin ánimo del arte antiguo»  según las palabras de Nietzsche ; ahora se trata de la Grecia asiática, la Grecia oriental que aca­ba de salir de la barbarie, ebria de sangre y de juventud, y que aún muestra las huellas ardientes de la matriz del caos. Es Dionisos, que sale ebrio y lleno de ardor báqui­co de la oscura caverna; ya no es la clara y diáfana luz de Homero iluminando las formas de la vida, sino que aho­ra es el espíritu trágico de la lucha eterna el que se le­vanta gigantesco entre la alegría y el dolor. Sólo lo de­moníaco, que ha triunfado en Hölderlin, permite que sea visto lo antiguo, es decir, la significación de aquella verdadera Grecia, como visión del principio del mundo que une grandiosamente las épocas de la historia, Asía y Europa, y la interpretación de las culturas: la barbarie, el paganismo y el cristianismo.
Pues esta Grecia que Hölderlin descubre brillando en la oscuridad ya no es la pequeña península griega, arrinconada, sino que es el ombligo del mundo, origen y centro de toda mudanza: < Es de allí de donde viene el futuro Dios y es allá adonde volverá.» Es la fuente del es­píritu que salta de pronto de los pliegues de la barbarie, y al mismo tiempo es el mar sagrado adonde han de ir a parar un día los ríos de los pueblos; es el mar de la futu­ra Germanía; es la mediadora entre el misterio de Asia y el mito del Crucificado. Lo mismo que a Nietzsche en su decadencia espiritual, por el presentimiento trágico de este «Dionísos crucificado» que se figura ser en su deli­rio, también a Hölderlin le llena el presentimiento de una sublime unión entre Cristo y Pan. El símbolo de Grecia torna proporciones gigantescas. Nunca ningún poeta tuvo una más alta concepción histórica que la mostrada por Hölderlin en sus últimos cantos, que en apariencia carecen de sentido.
Y en esos cantos, en esas versiones de Píndaro y de Sófocles, grandes como rocas caóticas, el lenguaje de Höl­derlin sobrepasa el simple helenismo, la claridad apolí­nea de sus comienzos: como enormes construcciones de bloques megalíticos de una Grecia primitiva y rítmica, esas transposiciones de ritmo trágico se levantan en nuestro mundo lingüístico de atmósfera tibia y que ya no tiene más que un calor artificial. No es la palabra del, poeta, no es una frase dulce de un verso lo que pasa de una orilla del lenguaje a la otra, sino que es el núcleo de fuego de la pasión creadora, que sigue ardiendo con su fuerza primitiva. Así como, en el mundo físico, los ciegos oyen más claramente, porque un sentido muerto despierta a los otros, así también el espíritu de Hölder­lín, privado de razón, es más sensible a las fuerzas que llegan de las misteriosas profundidades poéticas con au­dacia inaudita: Hölderlin estruja el idioma hasta hacer­le manar sangre melódica, hasta romper el esqueleto de su armazón, tornándolo así flexible, y al mismo tiempo endurece su lenguaje por la tensión del ritmo sonoro. Como Miguel Ángel con sus bloques medio elaborados, Hölderlín, en sus fragmentos caóticos, es más perfecto que en la obra terminada, que es ya una meta, un fin; en esos fragmentos resuena un canto grandioso, el caos, la fuerza del universo, y no la voz poética del individuo.
Así es como el espíritu de Hölderlin cae en la oscuri­dad de la noche; es como una hoguera que aún lanzara hacia el cielo una columna de chispas antes de convertir­se en un montón de cenizas. Si su genio tiene una figura divina, también la tiene el demonio de su melancolía. Cuando en los poetas el demonio aplasta al individuo, generalmente las llamaradas que surgen están azuladas por el alcohol (Grabbe, Günter, Verlaíne, Marlowe) o se mezclan con el incienso del aturdimiento voluntario (By­ron, Lenau); la embriaguez de Hölderlin, al contrario, es pura, y su caída es más bien un vuelo hacia atrás, hacia el infinito. El lenguaje de Hölderlin se disuelve en el ritmo, y su espíritu, en visiones grandiosas, en el mundo primi­tivo. Su caída es todavía música, y su desaparición, un canto; como Euforion, que en el Fausto es el símbolo de la poesía, Hölderlin, hijo del espíritu alemán y del espí­ritu griego, destruye todo lo destructible de su ser, y su cuerpo es lo único que desciende a las tinieblas de la nada. Pero su lira de plata se eleva siempre por encima del horizonte, hacia las estrellas.


SCARDANELLI

Pero él ha partido; está ya lejos, pues los genios son demasiado buenos: una celeste conversación le ocu­pa ahora.

Durante cuarenta años, lo que queda de Hölderlin está sumergido en la vorágine de la locura. Lo que queda de él en la Tierra es sólo su sombra, su triste imagen, Scarda­nelli, pues éste es el nombre que su mano desvalida pone al final de las tumultuosas olas de sus versos. El mundo lo ha olvidado ya; él también se olvidó de sí mismo.
Scardanelli vive en casa de un honrado carpintero hasta bastante avanzado el siglo. El tiempo pasa insensi­ble por encima de su cabeza y, con su toque, hace em­blanquecer los cabellos que antes fueron revueltas ondas doradas. El mundo exterior se agita, muda continuamen­te. Napoleón invade Alemania para ser rechazado des­pués; perseguido desde Rusia, acaba en Elba y en Santa Elena; aquí vive aún diez años como un Prometeo enca­denado; entonces muere y se convierte en leyenda. El po­bre solitario de Tubinga nada sabe de eso, y sin embargo una vez cantó al héroe de Arcole. Unos artesanos colocan una noche el féretro de Schiller en el fondo de una tum­ba; años y años se pudre allí su esqueleto; luego, un día, vuelve a abrirse esa sepultura y Goethe, pensativo, toma en sus manos la calavera del que fue su amigo tan queri­do. Pero «el celeste prisionero» ni tan sólo comprende la palabra « muerte». Después, aquel sabio anciano de 83 años, Goethe, parte también; va a la muerte después de Beethoven, Kleist, Novalis, Schubert. Hasta el mismo Waiblinger, que siendo estudiante visitó a menudo a Scardanelli en su celda, es encerrado en el ataúd, mien­tras que Hölderlin sigue viviendo, arrastrándose «como una serpiente». Surge una nueva generación. Finalmente, los hijos de Hölderlin, Empédocles a Hyperion, son re­conocidos por el pueblo alemán, pero todo eso es ignora­do por aquel cadáver viviente de Tubinga. Hölderlin está fuera de todo tiempo; está en lo eterno, embriagado por el ritmo y la melodía.
A veces llega algún curioso, algún forastero, para ver a Hölderlin, que es ya como algo legendario. junto a la antigua torre del Concejo de Tubínga hay una pequeña casita; arriba, en un cuarto, hay una ventana enrejada que tiene amplia vista al campo; esta habitación es el pequeño remanso de Hölderlin. La honrada familia del carpintero guía al visitante allá arriba hasta llegar ante una puertecilla; tras ésta nada hay sino el triste enfermo que se pasea hablando incesantemente en elevado len­guaje. Fluye un río de palabras de su boca, palabras sin forma, sin sentido, como un murmullo de salmodia. Mu­chas veces Hölderlin se sienta al piano para tocar ho­ras enteras; pero no coordina; del instrumento sale sola­mente una armonización muerta, una repetición monó­tona, fanática, de una corta y pobre melodía (y al mismo tiempo se oye el ruido de sus uñas, enormemente crecidas, que golpean las teclas). Siempre hay, pues, un ritmo que envuelve al poeta prisionero. Así como el viento pasa por el arpa de Eolo cantando, en Hölderlin parece que la música de los elementos pase a través de su cerebro ya vacío.
El visitante, medio asustado, acaba golpeando la puerta; una voz apagada que da miedo contesta: « Adelante». Una figura encanijada, como un personaje de Hoffmann, se halla en medio de la pequeña habitación, su cuerpo frágil está ya encorvado por la edad; el cabello blanco y escaso le cae sobre la frente surcada de arrugas. Cincuenta años de sufrimiento, de soledad, no han podi­do destrozar totalmente aquella nobleza que era adorno de su adolescencia; una línea pura, que el tiempo ha acu­sado más fuertemente, marca su fina silueta; los rasgos delicados de su cara dibujan aún sus líneas ligeramente abovedadas y su barbilla prominente. A veces, los ner­vios marcan en su cara un rápido «tic», o una sacudida lo estremece hasta el fondo de sus huesos. Pero su mira­da tiene ahora una fijeza horrorosa; aquellos ojos, antes dulces y soñadores, están ahora apagados, sin expresión; su pupila parece la de un ciego.
Sin embargo, en alguna parte escondida de esa figu­ra decrépita, en esa sombra, arde aún un poco de vida; el pobre Scardanelli se encorva servilmente en exageradas y múltiples reverencias, como quien recibe a una alta a in­merecida visita. Brota un río de tratamientos: «Alteza», «Santidad», «Eminencía», «Majestad», y, con cortesía que oprime, conduce Hölderlin a su visitante al honroso sillón, que arrima respetuosamente. No se entabla una verdadera conversación, pues el pobre loco no puede fi­jar su pensamiento ni desarrollarlo lógicamente; cuanto más se esfuerza convulsivamente en ordenar sus ideas, tanto más se le enredan las palabras, formando un surti­do de balbuceos que ya no son lenguaje, sino sonidos ba­rrocos, fantásticos. Con gran dificultad comprende las preguntas que se le hacen, pero en su cerebro luce un momento de claridad cuando se le nombra a Schíller o a alguna otra figura desaparecida. Pero si un imprudente pronuncia el nombre de Hölderlin, entonces Scardanellí se encoleriza y pierde todo freno. Una conversación pro­longada impacienta al enfermo, porque el esfuerzo de pensar y concentrarse es demasiado grande para su cerebro cansado; y, cuando el visitante se marcha, se ve acompa­ñado hasta la puerta con toda clase de reverencias a in­clinaciones.
Pero, cosa extraña: en ese espíritu sumergido com­pletamente en la noche, en esas quemadas cenizas de lo
que fue, queda aún una chispa: la chispa de la poesía. Ese ser extraño no puede ir libremente por la calle por­ que la «elite» espiritual de Alemania, los estudiantes, se burla de él y sus torpes bufonadas llevan al infeliz a terribles accesos. Pero, como digo, en esa ruina queda una chispa que brilla simbólicamente. Scardanelli, pues, hace poesías, como las hacía también Hölderlin cuando niño. Horas enteras escribe en pliegos de papel versos y más versos o prosas fantásticas (Mörike, que dejó perder esos manuscritos, declara que se los llevaba a capazos). Si un visitante le pide una hoja como recuerdo, se sienta sin dudarlo y escribe con mano segura (su letra salió in­demne de su enfermedad) unos versos, según se desee, sobre las estaciones, sobre Grecia, o también un « pensamiento» como éste:

La ciencia que llega a la más profunda espiritualidad es como el día que, con sus luces, ilumina al hombre y que, con sus rayos, unifica los fenómenos crepusculares.

Abajo escribe una fecha cualquiera, siempre inexacta, pues en las cosas reales le abandona instantáneamente la razón, y después añade siempre estas palabras:
«Vuestro humilde servidor, Scardanelli.» Esos versos de locura son completamente distintos de las producciones de su crepúsculo espiritual, de aquellas ampulosidades de sus Cantos de la noche. Parece que el poeta vuelve mis­teriosamente a sus principios. Ninguna de las composi­ciones de ahora está escrita en versos libres como aque­llos himnos compuestos en el umbral de la locura; todas riman (a menudo en asonantes); presentan estrofas bien marcadas, de ritmo corto, en contraposición a la ampli­tud del ritmo que hay en sus odas. Es como si el poeta fatigado temiera lanzarse a la oda sin freno, libre, a la ca­tarata del ritmo; aquí parece servirle la rima como de muleta. Ninguna de esas poesías tiene un sentido claro, pero ninguna está tampoco desprovista completamente de sentido; no tienen forma lógica, sino forma eufórica; son como la transcripción lírica de algo vago que no pue­de ser desentrañado.
Pero estas poesías de locura siguen siendo poesías, mientras que las de los otros dementes, como el Lenau ingresado en Winethal, están vacías de sentido, son un simple sonsonete («Die Schwaben, sie traben, traben, traben...») En Hölderlin aún hay imágenes, compara­ciones; a veces se ve aún el alma del poeta en algún grito agudo, como en aquel verso inolvidable:

He gozado ya de lo que hay de agradable en este mundo; los placeres de la juventud se han ido. ¡Oh, cuánto tiempo hace! Se fueron ya abril, mayo y junio; ahora ya no soy nada; ya no me gusta vivir.

Eso parece escrito, más que por un demente, por un niño poeta o por un gran poeta que se ha convertido en niño; tiene la candidez y ligereza del pensamiento infan­til, pero nada tiene de abrupto, ni de monstruoso, ni de exaltación de locura. Como en el abecedario, las imáge­nes están alineadas una junto a la otra y su ritmo es repe­titivo. Un niño de siete años no puede ver un paisaje más puro ni más simple que Scardanelli cuando nos dice:

¡Oh!, frente a ese dulce cuadro donde hay árboles verdes, como ante el rótulo de una hostería, trabajo me cuesta no pa­rarme. Pues, decididamente, en los días agradables, me parece un reposo excelente. A eso no lo habría de contestar si me lo preguntaras.

Sin pensarlo, eso parece el juego improvisado de un muchacho feliz que nada conoce aún de la realidad más que los sonidos y los colores y la libre armonía de la for­ma. Como un reloj de manecillas rotas, pero que sigue marchando todavía, Scardanelli no cesa de marchar, de ser poeta, en medio del vacío de un mundo que ya acabó para él. Su respirar es hacer poesías. La razón ha muerto, pero sobreviven el ritmo, la poesía; así, de esa manera, se cumple uno de los deseos de su vida: ser todo poesía y marchar en el mundo exclusivamente envuelto en lo poé­tico. El hombre ha muerto para dejar sólo al poeta; su razón es ya sólo la poesía; y la muerte y la vida elaboran su destino, aquello que él proféticamente proclamó un día como único fin del poeta: «Ser consumidos Por las lla­mas que no supimos domar.»


RESURRECCIÓN

Yo era como una nubecilla matinal: efímera a inútil. Y a mi alrededor dormía el mundo mientras yo flore­cía en mí soledad.

La Historia es la más grave de todas las diosas. Incon­movible a inmortal, penetra con su mirada hasta las pro­fundidades de los tiempos y, con mano segura, sin sonri­sas y sin piedades, va modelando los sucesos. Parece indiferente, ella, la inmutable, y sin embargo tiene sus ocultos placeres. Su misión es dar forma a los sucesos y formar tragedias de las fatalidades, pero sus placeres, en medio de este austero trabajo, son las pequeñas analo­gías, las coincidencias inesperadas que afectan a las gen­tes, a los pueblos, o al azar, con sus profundas significa­ciones. Nada deja la Historia solo con su destino; para todo suceso encuentra otro parecido; así, a la muerte de Hölderlin ha de corresponder una muerte análoga.
El 7 de junio de 1843 han sacado un cadáver ligero como el de un muchacho para llevarlo desde su cuartito a la tierra que lo ha de cubrir. Scardanelli ha muerto y Hö1­derlin no ha resucitado todavía en la gloria. Su existencia está ya terminada. Las historias literarias mencionan su nombre como de paso, citándolo como discípulo de Schi­ller. Los papeles que ha dejado  grandes rimeros y volu­minosos tomos  son en parte desdeñados; algunos son llevados a la Biblioteca de Stuttgart; allí se les pega un nú­mero que indica el fascículo y se les pone la abreviación «Mcpt» (manuscritos), con una cifra al lado. El polvo los va pudriendo; nadie los hojea; tal vez en cincuenta años no les dirigen ni una sola mirada los futuros profesores de literatura, que saben administrar muy cómodamente las herencias del genio. Tácitamente se los tiene por ile­gibles, como escritos de un loco, como la grafomanía de un monomaníaco, como simple curiosidad, tan simple curiosidad que, en medio siglo, nadie se empolva los de­dos desatando esas empolvadas pandectas.
Unos meses antes, en los últimos días del año 1842, en París, en el boulevard des Italiens, un caballero obeso cae herido por el rayo de la apoplejía; se mete al muerto en un portal; alguien reconoce en él al ex ministro del Consejo de Estado, Henri Beyle. Algunas gacetillas re­cuerdan al día siguiente en la prensa que este señor Beyle había escrito algunas narraciones de viajes y algu­nas novelas, que firmaba con el seudónimo de Stendhal. Pero su muerte pasa, por lo demás, inadvertida. Lo mis­mo pasó con Hölderlin. Algunos montones de manus­critos son llevados (para que no molesten a nadie) a la Biblioteca de Grenoble, y allí, igual que los de Stuttgart, se empolvan sin que nadie los toque durante medio si­glo. También pasan por ilegibles, por escritos sin valor alguno de un monomaníaco de la literatura; nadie los toca. Y así las generaciones resultan insensibles al mejor prosista francés y al mejor lírico alemán. A la Historia, en su ironía, le gustan esas jugadas dobles.
Pero Stendhal había dicho: «Je serai célèbre vers 1900», es decir, casi en la misma época en que Hölderlin es elevado, como un héroe, por el pueblo alemán. Algunas personas aisladas habían adivinado ya eso, tan­to en el uno como en el otro, pero solamente Friedrich Nietzsche los había reconocido a ambos como raíces de su propia personalidad, porque Friedrich Nietzsche fue el espíritu más claro y más sabio que ha habido entre nosotros. Nietzsche vio en Hölderlin al magnífico amante de la libertad, que proyecta su naturaleza hacia el mun­do; y en Stendhal vio también a un magnífico espíritu in­dependiente que desciende a las profundidades de su conciencia con un implacable deseo de verdad; el uno es el genio del entusiasmo, y el otro, el genio de la renun­ciación, ambos ardientes de pasión artística; ambos in­comprendidos y ajenos a su tiempo; ya por exceso de ca­lor, ya por exceso de frialdad, ninguno de los dos tuvo la tibieza necesaria para ser amado por sus contemporá­neos. Nietzsche encuentra en ellos dos extremos de su propio ser, y eso sin haberlos llegado a conocer perfec­tamente, pues el testamento psicológico de Stendhal, su Henri Brulard, está tan cubierto de polvo como las poe­sías de Hölderlin; aún ha de vivir y desaparecer toda una generación hasta que la personalidad de esos dos genios llegue a ser desenterrada y reconocida.
Después, sin embargo, la resurrección de Hölderlin es grandiosa. Aquel eterno adolescente vuelve a la luz, puro, incólume, igual que aquellas estatuas griegas que han per­manecido siglos enteros bajo las arenas del pasado para salir después a la luz mostrando su belleza. Muchos poe­tas tienen para nosotros un doble aspecto, según la época de su vida en que fijemos nuestra atención: Goethe se nos presenta ya como muchacho impetuoso, ya como hombre de madura razón, ya como anciano profético. Schiller, como principiante lleno de entusiasmo o como artista que ha llegado a la perfección. Pero Hölderlin únicamente se presenta ante nuestra alma como una constelación de ju­ventud, del mismo modo que Kant siempre se nos apare­ce como un viejo. Hölderlin, al ser transportado fuera de la realidad, quedó más allá del tiempo.
No podemos imaginar a Hölderlin más que como poeta alado, como radiante genio de la aurora, el hijo del arte cuyas miradas conservan todo el día el frescor del rocío matinal; siempre parece venir de una esfera más alta, de una región que está allá arriba, y su poesía no tiene la tibieza de la sangre y del trabajo cotidiano, sino el fuego interno de oculto origen. Hasta el demo­nio que le atenaza y le hace sentir lo peligroso de su misión toma por su pureza un brillo de serafín: como fuego sin humo, como un aliento, sube la palabra de su 9 boca. Es así como, revestido de pureza, se presenta a las generaciones posteriores como la imagen heroica del idealismo alemán; ese idealismo que cabalga en las nu­bes, ese idealismo entusiasta que tomó en Schiller una forma teatral; en Fichte, una forma teórica; en los ro­mánticos, una forma mítico-católica; el mismo que, en la masa del pueblo, se había convertido en idealismo po­lítico.
En Hölderlin, este entusiasmo que le sale del cora­zón toma una forma radiante, única y sin rival:

Pues, por donde pasan los seres puros, el espíritu se hace más visible.

Como una leyenda heroica, su destino, reflejado en sus obras, toma un prestigio grandioso: anhelo infinito hacia un cielo infinito, ardiente entusiasmo juvenil de la vida que sube, eterno adolescente de los alemanes; todo, eso es Hölderlin para las generaciones nuevas que tienen fe en la poesía. Si Goethe es el Zeus de Otricoli, dios de plenitud y de fuerza, Hölderlin es el joven Apolo, el dios de la mañana y del canto: un mito de dulce heroísmo y de santa pureza emana de su figura apacible y, como si fue­ra un joven serafín con alas de esplendor, el rayo platea­do de su poesía se eleva por encima de la pesadez y con­fusión de nuestro mundo.


HEINRICH VON KLEIST


La encina muerta resiste la tempestad,
pero la sana sucumbe y cae al suelo deshecha
porque el viento la puede agarrar
por su testa coronada.

PENTESILEA


EL PERSEGUIDO

Soy un arcano para ti, pero consuélate: Dios lo es también para mí.

No hay ninguna dirección de la rosa de los vientos que Kleist, el eterno inquieto, no haya seguido; no hay nin­guna ciudad de Alemania en la que Kleist, el eterno so­litario, no haya vivido. Siempre está en camino. Desde Berlín, sale presuroso en un chirriante coche de posta ha­cia Dresde; cruza el Erzgebirge, va a Bayreuth, pasa por Chemnitz, para marchar después, como perseguido, ha­cia Würzburgo; después atraviesa los campos de las gue­rras napoleónicas para dirigirse a París. Se propone estar un año en esta población, pero, unas semanas más tarde, huye a Suiza; reside en Berna para luego ir a Thun y, más tarde, a Basilea; de pronto, sale disparado como una pie­dra para ir a parar a la tranquila casa de Wieland en Oss­mannstedt. Otra noche, las ruedas del carruaje que le lle­va pasan por Mailand y por los lagos italianos para volver hacia París; se mete entre los ejércitos en Bolonia y se despierta, en grave peligro, en Maguncia. Y huye hacia Berlín y Potsdam. Un empleo logra retenerlo durante un año en Königsberg; nuevamente se desprende de todo y quiere pasar entre los ejércitos franceses que marchan ha­cia Dresde, pero, preso como presunto espía, llega a Chá­lons. Apenas está libre, va y viene por las ciudades, pasa por Dresde, llega a Viena, que arde en guerra, cae prisio­nero en la batalla de Aspern y logra escapar à Praga. A ve­ces, como ciertos ríos subterráneos, desaparece durante algunos meses para aparecer mil millas más lejos; por último, como atraído por la fuerza de la gravedad, vuelve a Berlín. Aún, con sus alas vibrantes y medio rotas, va y vie­ne varias veces. Intenta ir a Francfort, como buscando, en casa de su hermana, un escondrijo para ocultarse de la invisible jauría que lo acosa. Tampoco encuentra allí el descanso. Vuelve, pues, a subir al carruaje (que durante treinta y cuatro años fue su verdadero hogar) y parte ha­cia Wannsee, donde se mete una bala en la cabeza. Su tumba está en una carretera.
¿Qué es lo que arrastra a Kleist a esa eterna peregri­nación? ¿Qué se propone? La filología no basta para explicarlo; sus viajes no tienen meta alguna, ni sentido tampoco. No son realmente explicables. Lo que una investigación concienzuda pudiera descubrir como mo­tivos de esos viajes, no serían, en realidad, más que pre­textos, excusas que da su demonio. A pesar de toda re­flexión, esos viajes ahasvéricos quedarán siempre como un enigma; no es, pues, extraño que dos o tres veces sea detenido por espía. En Boulogne se prepara un ejército napoleónico para desembarcar en Inglaterra, y Kleist, que acaba de dejar su servicio como oficial en el ejército alemán, va y viene en medio de este ejército; por poco lo fusilan. Cuando los franceses avanzan hacia Berlín, Kleist marcha entre las tropas hasta que se le descubre y se le interna; Kleist aparece en el campo de Whelstatt; no lleva otros documentos de identidad que unas poesías patrióticas. Ese proceder tan ilógico en cada uno de los casos citados no tiene explicación razonable; indudable­mente se halla dominado por una fuerza poderosa que le llena de una invencible inquietud. Se ha hablado de mí­siones secretas que le fueron confiadas, para explicar así sus andanzas; eso podría justificar algo, pero no toda su vida, que fue una eterna peregrinación. La verdad es simplemente que Kleist no tenía ninguna razón que ex­plicara sus viajes.
El poeta no intenta ir aquí o allí; no apunta a ningún sitio, sino que se dispara como una flecha desde el arco de su inquietud. Evidentemente, huye de algo más fuerte que su ser; cambia (como dice Lenau) de ciudad como el enfermo atacado de fiebre cambia de almohada. Por to­das partes busca alivio, curación; en vano, porque cuan­do es el demonio el que arrastra, no permite el calor del hogar ni la protección del techo. Así, del mismo modo, Rimbaud recorre tantos países; así Nietzsche cambia con­tinuamente de residencia; así Beethoven va de casa en casa, y Lenau, de nación en nación. Todos ellos sienten dentro de sí el terrible látigo de la inquietud, la intran­quilidad perpetua, la trágica inestabilidad espiritual. To­dos son arrastrados por una fuerza poderosa, desconocida, de la cual nunca han de poder librarse, pues reside en su misma sangre y domina dentro de su propio cerebro. Para poder destruir a ese demonio interior que los domina, no pueden hacer nada más que destruirse a sí mismos.
Kleist sabe perfectamente adónde le empuja esa fuer­za desconocida: al abismo, pero lo que ya no sabe es si huye de ese abismo o si marcha a su encuentro. A veces, sus manos se agarran crispadas a la vida, al último peda­zo de tierra, de esa tierra que ha de cubrirlo.
En esos momentos busca algo que lo retenga en la caí­da; busca el afecto de su hermana, busca mujeres, busca amigos que lo sostengan. Pero, de pronto, vuelve a pre­cipitarse como anhelante hacia el, hacia las profun­didades abismales. Kleist tiene a siempre la sensación de la proximidad de ese abismo, pero ignora también siempre si está delante de él, si está detrás, y sí ese abismo es vida o es muerte. Y es que ese abismo está en su interior, y por eso nunca podrá librarse de él. Lo lleva consigo como a su propia sombra.
Corre desesperado por todos los países, como aque­llas antorchas vivientes, aquellos mártires del cristianis­mo que Nerón hacía envolver en estopa alquitranada para después prenderles fuego, y que, con su vestido de llamas, corrían y corrían sin saber adónde iban. Tampo­co Kleist sabía adónde iba; los mojones de la carretera pasaban inadvertidos a sus ojos y las ciudades del cami­no apenas merecían una mirada suya. Toda su vida es una huida del abismo; una carrera hacía la sima; una caza azarosa que hace latir el corazón y jadear los pulmones. Por eso se explica aquel terrible grito de alegría cuando por fin, cansado ya, se arroja voluntariamente al abismo.
La vida de Kleist no fue vida, sino un eterno correr por la tierra; una cacería monstruosa, llena de sangre y de sensualidad, de crueldad y de terror, rodeada de la máxima excitación y del sonar de la trompa de caza. Toda una jauría lo acosa; él, como ciervo perseguido, se mete en la espesura; a veces, se vuelve de pronto, movi­do por su voluntad, contra alguno de los perros acosa­dores del destino, hace su sacrificio  tres, cuatro, cinco obras concebidas en la sacudida de la pasión  y sigue su carrera, sangrando. Y cuando los mastines de la fatali­dad creen ya tenerle, se alza, magnífico, en un último es­fuerzo y se precipita  antes que ser botín de la vulgaridad , en un salto aparatoso, al fondo del abismo.


EL INESCRUTABLE


No sé lo que te he de decir acerca de mí, pues soy una persona inefable.

(De una carta)

Las imágenes que del poeta han llegado hasta nosotros son casi inutilizables para su descripción; se conservan sólo una miniatura mal hecha y un retrato de muy poco valor. Ambas imágenes nos muestran una cara redonda, como de muchacho, a pesar de que es ya un hombre he­cho; una cara como la de cualquier joven alemán, con ojos negros a inquisitivos. Nada indica en él al poeta, ni aun al hombre espiritual; ninguno de sus rasgos despier­ta la curiosidad por saber qué alma se esconde tras ese rostro; uno lo contempla sin curiosidad, sin nada que le atraiga. Y es que el interior de Kleist está metido muy hondo dentro de su cuerpo; su secreto no estaba a flor de piel y no era fácil captarlo.
Tampoco se conservan narraciones que traten del poeta. Todos los informes que de él nos han llegado, pro­cedentes de sus contemporáneos o amigos, son escasos e insignificantes. Todos, pues, tienen un punto de unanimi­dad al decirnos que era inexpresivo, hermético, y que nada había en él que chocase al observador. Nada había en él que pudiera llamar la atención a nadie; ningún pin­tor podía sentirse inclinado a pintarle; ningún poeta, a describirle. Deben de haber habido en él una vulgaridad, una falta de expresión y una reserva sin igual. Centenares de personas hablaron con él sin adivinar que era un poeta; amigos y compañeros le encontraron en sus andanzas docenas de veces, y ni uno de ellos, en sus cartas, hace men­ción de haber visto a Kleist. Su vida de treinta años no ha sido capaz de dar pie ni a una docena de anécdotas. Para hacerse cargo de esa penumbra que rodeaba a Kleist, bas­ta que uno recuerde las descripciones de Wieland refe­rentes a la llegada de Goethe a Weimar, de ese Goethe que fue como un rayo de luz deslumbradora; recuérde­se igualmente la aureola de atractivo que rodeó a las figu­ras de Byron y Shelley, Jean Paul y Víctor Hugo, a quienes uno encuentra mil veces mencionados en libros, cartas o poesías de la época. En cambio, nadie toma la pluma para hablarnos de Kleist; la única descripción que se conserva del poeta son aquellos cortos renglones de Clemens Brentano, que dicen así: «Un hombre rechoncho, de unos treinta y dos años, cabeza redonda y vivaracha; carácter variable; bueno como un niño; pobre y firme.» Incluso esa' única descripción que de él tenemos nos muestra mas su modo de ser que su físico. Muchos son los que pasaron por su lado; nadie le dirigió una mirada. El que logró ver­lo, es porque miró en su interior.
Eso sucedía porque su envoltura era muy gruesa y fuerte (con ello decimos ya cuál fue la tragedia de su vida). Todo lo que era lo llevaba oculto; sus pasiones no lograban hacerle brillar los ojos; los exabruptos no lo­graban pasar más allá de sus labios, que ya ni siquiera ar­ticulaban la primera palabra. Hablaba poco; tal vez eso fuera debido a la vergüenza, pues era tartamudo, o quizá a que sus propios sentimientos no podían expresarse con libertad.
Él mismo reconoce su incapacidad para conversar, su dificultad de expresión, que como un sello hizo en­mudecer a sus labios: «Falta  dice  un medio de comunicación. El único que poseemos, la palabra, no es apro­vechable; es incapaz de servir de expresión al alma y nos permite sólo dar fragmentos aislados de la misma. Por eso siempre he sentido temor, terror más bien, cuando he tenido que descubrir a alguien mi intimidad.» As permanecía, pues, callado, no por no tener nada que de­cir, sino por lo que podría llamarse castidad del pen­samiento. Y este silencio persistente, sordo, era lo que más chocaba en él cuando estaba en compañía de otras personas. Y además de eso, cierta ausencia de espíritu que era como un nublado en un día claro. A veces, cuan­do hablaba, quedaba de pronto cortado y enmudecía sus ojos permanecían fijos, como quien mira un abismo. Wieland cuenta que «en la mesa a menudo murmuraba algo entre dientes, igual que hace un hombre que está solo o que está preocupado, con sus pensamientos en otro sitio o en otros asuntos». No podía charlar ni estar con naturalidad; le faltaba todo lo convencional, de modo que todos adivinaban en él algo raro, oculto y nada atrayente, mientras que a otros disgustaban su agudeza, su cinismo y exageración (cuando él, a veces, incitado por su propio silencio, rompía a hablar de pronto). No aureolaba a su ser la amable conversación, su palabra no emanaba simpatía, su cara no era atracti­va. Rahel, que fue quien mejor le comprendió, ha dicho esto mejor que nadie: «había una atmósfera de severi­dad a su alrededor». Y obsérvese que Rahel, en general tan descriptiva, tan buena narradora, al hablar de Kleist nos refiere sólo su modo de ser interior, pero nada dice respecto a su figura, es decir, a su parte física. Así vemos que Kleist ha de quedar para nosotros como invisible, como «inefable».
La mayor parte de las personas que lo conocieron no se fijaron en él, o sintieron, como mucho, una sensación de desagrado. Pero los que le comprendieron, le amaron, y los que le amaron, lo hicieron con pasión. Pero incluso éstos, en su presencia, notaban siempre una angustia se­creta y fría que les rozaba el alma y les cohibía. Cuando ese hombre hermético se abría, era para mostrarse en 3 toda su profundidad: una profundidad que era más bien un abismo. Nadie lograba encontrarse a gusto en su com­pañía y, sin embargo, tenía, como el abismo, una gran fuerza, una fuerza mágica de atracción; así se ve que nin­guno de los que lo conocieron llegó a abandonarlo del todo, pero, por otra parte, tampoco nadie permaneció a su lado incondicionalmente, y es que la opresión que de él dimana, su pasión ardiente, lo exagerado de sus pre­tensiones (pide nada menos que la muerte), todo eso son cosas difíciles de ser soportadas por otra persona.
Todos los que tratan de estar a su lado retroceden ante su demonio interior; todos le creen capaz de lo más alto y también de lo más terrible, y al mismo tiempo to­dos le sienten separado de la muerte sólo por un paso. Cuando Pfuel no lo encuentra una noche en su casa, cuando vivía en París, sólo se le ocurre ir al depósito, para buscar su cadáver entre los suicidas. Una vez que Marie von Kleist está sin noticias suyas durante una se­mana, manda a su hijo para que lo busque y evite que co­meta un disparate. Los que lo conocían le creían frío e indiferente; pero los que lo tratan temen el incendio in­terior que le consume. Así que nadie pudo comprender­le ni ayudarle, los unos porque le creen demasiado frío, los otros porque saben que es demasiado fogoso. Sólo el demonio le fue fiel.
El mismo Kleist sabe cuán peligroso es su trato, y en una ocasión así lo manifiesta; por eso nunca se queja de que se retiren de su compañía: sabe que quien está cer­ca de él corre peligro de chamuscarse en las llamas de su pasión. Wilhelmine von Zenge, su novia, pierde a su lado la juventud, debido a sus intransigencias. Ulrica, su hermana predilecta, por su causa pierde su fortuna Marie von Kleist, su amiga del alma, queda sola y ais­lada, y Henriette Vogel acaba muriendo con él. Kleist sabe eso perfectamente, conoce lo peligroso que es para los demás su demonio interior, y así se recoge en sí mismo y se vuelve aún más solitario de lo que la natura­leza le creó. En sus últimos años, pasa días enteros fu­mando en la cama y escribiendo; pocas veces sale a la calle, y cuando lo hace, es para meterse en cafés y en tabernas. Su aislamiento aumenta cada vez más; cada vez queda más olvidado de los hombres, y así, cuando en I8o9 desaparece un par de meses, sus amigos, con indiferencia, le dan por muerto. No hace falta a nadie, y sí su muerte no hubiera sido tan trágica, habría pa­sado inadvertida, tan aislado se había quedado del mundo.
No tenemos ningún retrato suyo, ningún retrato de sus facciones; tampoco tenemos otro retrato de su espí­ritu, de su interior, si no es el espejo de sus propias obras o de su epistolario.
Y, sin embargo, hubo un retrato magnífico de su ser, que hizo estremecer a aquellos que llegaron a leerlo: unas confesiones a lo Rousseau que él mismo escribió poco antes de morir y que se titulaban Historia de mi alma. Pero no han llegado hasta nosotros; o el mismo Kleist quemó el manuscrito, o sus hojas se esparcieron debido a la indiferencia de las manos que lo recogieron, como pasó con otras muchas obras.
No conocemos su imagen, ningún retrato físico o moral nos queda de ese hombre hermético; sólo conoce­mos a su siniestro acompañante: el demonio.


PLAN DE VIDA

Todo está revuelto en mí, como la estopa en la rueca.

Pronto, muy pronto, se dio cuenta Kleist del caos inte­rior que formaban sus sentimientos. Ya de muchacho, y después cuando hombre, siente el golpear de las olas del sentimiento contra el mundo que le oprime. Pero cree que esa confusión extraña es como una fermentación de juventud, una postura desacertada de su vida y sobre todo una falta de preparación sistemática. Eso es cierto; Kleist no había sido educado para la vida: huérfano, sin hogar, es educado por un sacerdote emigrado; después va a la Escuela Militar a aprender el arte de la guerra, a pesar de que su inclinación verdadera es la música, que es, en él, como la primera erupción de su ser hacía lo ine­fable. Sin embargo, sólo le es dado tocar a escondidas la flauta (debió de tocarla magistralmente); durante el día está siempre de servicio, bajo la dura disciplina prusia­na, o haciendo ejercicios en el polígono. La campaña de 1793, que le arroja definitivamente a la guerra, fue la campaña más penosa, más aburrida y más triste de la his­toria de Alemania. Nunca hizo mención de ninguna ac­ción de guerra; sólo en una poesía a la paz deja entrever su anhelo de huir de eso que para él no tiene sentido. El uniforme le viene estrecho a su pecho amplio. Nota que está lleno de fuerza, pero que esa fuerza no podrá ser efi­ciente mientras no esté disciplinada. Nadie lo ha educa­do; nadie lo ha instruido, por lo que decide ser su propio maestro y hacer un plan de vida, y, como buen prusiano, este plan ha de ser ante todo un plan de orden. Quiere vivir ordenadamente conforme a principios fijos, con­forme a ideas y a máximas, y así, de esta manera, espera poder domar este caos interior que ya adivina; su existencia ha de ser para ello regular, sistemática, para des­pués  según sus propias palabras  entrar en el mundo en condiciones convencionales. Su pensamiento básico es que cada hombre debiera tener un plan de vida, y esta idea quimérica no le abandona ya nunca. Uno debe fijar­se una meta y después escoger cuidadosamente los me­dios de lograrla, lo mismo que hacen el estratega o el ma­temático. El hombre que piensa no debe quedarse allí donde lo arroje la casualidad ...; él cree que uno puede ser superior a su destino o que es posible guiar este des­tino. Determina, pues, según su razón, cuál sería su su­prema felicidad y se traza el plan para alcanzarla. Mien­tras un hombre no sea capaz de formarse un plan de vida, seguirá siendo un menor y habrá de estar sujeto a la tutela de los padres o de la fatalidad; así filosofa Kleist a los veintiún años y cree poder burlarse del hado. Toda­vía no sabe que su destino está dentro de sí mismo y por encima de sus fuerzas.
Con gran empuje entra en la vida. Se quita el unifor­me, porque « el estado militar  según escribe  me era molesto y odioso, al igual que sus fines». Y, liberado de esa disciplina, busca en seguida otra. Ya lo he dicho: Kleist no sería prusiano si su primer pensamiento no hu­biera sido de orden; ahora no sería alemán si no lo espera­ra todo del estudio. Su formación es para él su primera preocupación, como lo es para todo alemán: aprender, aprender mucho en los libros; asistir a las conferencias, es­cuchar a los profesores. Así cree el joven Kleist poder encontrar el camino de su vida. Con máximas y teorías, con filosofía y ciencia, con matemáticas o historia de la litera­tura, espera Kleist compenetrarse con el espíritu del mun­do y dominar su demonio. Y, eterno exagerado, se arroja como un loco a los libros. Como todo lo hace con volun­tad demoníaca, se emborracha con el saber y hace de la pedantería una verdadera orgía. Como a Fausto, le resul­tan también muy lentos la tarea y el camino que conducen a la Ciencia; quisiera abarcarlo todo de un solo salto, para después deducir la verdadera forma de vida.
Influido por el espíritu de su tiempo, llega a creer, con toda la exageración de su impulso, que es posible aprender la virtud en el sentido de los griegos; que es po­sible hallar una fórmula de vida con la que puedan de­terminarse la ciencia y la educación a ir aplicando esa fórmula, como quien se sirve de la tabla de logaritmos, para cada caso concreto. Por eso se pone a estudiar como un desesperado: lógica, matemáticas puras, física experimental, griego, latín, todo con la máxima aplica­ción, pero sin saber lo que busca, sin meta alguna, como era de esperar de su carácter fanático. Se nota que debe apretar los dientes para no perder la constancia. «Me he propuesto algo que exige, para poder ser alcanzado, el empleo de todas mis fuerzas y de todo el tiempo de que pueda disponer», pero ese algo que se ha propuesto no acaba de definirse. Aprende en el vacío, y cuantos más conocimientos aislados acumula, tanto menos sabe el fin que se propone. «Para mí no hay una ciencia más útil que otra. ¿Tendré que ir siempre de una a otra nadando solamente en su superficie, sin llegar a sumergirme en ninguna?»
En vano predica continuamente Kleíst acerca de la utilidad de lo que está haciendo; lo hace, sin duda, para convencerse a sí mismo, aunque se dirige a su novia. De modo pedante, le expone todo un sistema moral; duran­te meses atormenta a la pobre muchacha, como el más obstinado maestro de escuela, con toda clase de pregun­tas y respuestas sosas y vacías de sentido que, para edu­carla, le presenta por escrito. Nunca Kleíst aparece más antipático, más poco humano y más prusiano que en esta época desgraciada en que está buscándose a sí mismo por medio de libros, preceptos o conferencias. Nunca se nos aparece tampoco más lejos de su verdadera persona­lidad que en este tiempo en que trataba de educarse para ser un ciudadano útil.
Pero no puede escaparse de su demonio aunque acumule sobre él toda clase de libros y pandectas; de esos mismos libros surge un día hacia él una terrible lla­marada. De pronto, un día, queda destruida toda la fe que Kleist ponía en la ciencia; su religión de la inteli­gencia, deshecha; su plan de vida, aniquilado. Es que ha leído a Kant  enemigo terrible de todos los poetas ale­manes, su seductor y destructor , y su luz brillante, pero fría, lo deslumbra. Horrorizado, Kleist ha de reco­nocer la falsedad de sus más arraigadas convicciones; es decir, su fe en la ciencia y en la educación y hasta en la verdad como fuerza espiritual. «Nosotros nunca podre­mos afirmar sí eso que llamamos verdad es verdad o si sólo nos lo parece.» La agudeza de este pensamiento le atraviesa dolorosamente el corazón y, excitado, declara en una de sus cartas: « Se ha hundido mi único fin y no me queda ya otro.»
Su plan de vida se ha deshecho. Kleist se queda de nuevo consigo mismo, con ese misterioso, terrible y os­curo «yo» que nunca podrá domar. Ese hundimiento resulta terriblemente trágico, porque Kleist, con su modo de ser pasional, se lo juega siempre todo a una sola carta. Al perder su fe y su pasión, lo ha perdido todo; en eso es­triban siempre su tragedia y su grandeza: en revolcarse apasionadamente en un sentimiento, y no poder zafarse de él si no es por el camino de la explosión o de la propia destrucción.
Así, pues, esta vez se libra por destrucción. Arroja el cáliz sagrado, en el que ha bebido lleno de fe durante años, contra la pared de su destino; de su boca sale un ju­ramento.
De ahí en adelante, al hablar de la razón, que ha sido su gran ídolo, la llama «la triste razón». Después huye de los libros hasta llegar al otro extremo, y huye con su ansia exagerada, con fervor, con ardor, pues es el eterno exagerado. «Me da asco todo lo que se llama ciencia», exclama, y de un salto se lanza al extremo contrarío, rompe su fe como uno rasga la hoja del calendario de un día ya vivido, y aquel que hasta entonces había visto la única salvación en la ciencia, en la instrucción, aquel que había creído en la magia del saber, en la fuerza protecto­ra del estudio, arde ahora por refugiarse en lo primitivo, por vivir una vida vegetativa. Enseguida -la pasión de Kleist no puede comprender la palabra paciencia  está ya trazándose un nuevo plan de vida, un plan débil, pues, como el primero, tampoco éste se funda en la experiencia. Ahora el noble prusiano quiere una vida reti­rada, oscura, tranquila; quiere vivir en aquella soledad que Jean Jacques Rousseau inventó como cosa tan tenta­dora. No pide nada más que lo que los magos persas lla­man «el cielo de la satisfacción», esto es: «un campo que cultivar, plantar un árbol y educar un niño». Apenas concebido este plan, se dispone ya a ejecutarlo; con la misma velocidad con que quería hacerse sabio, quiere ahora hacerse un ignorante. Al día siguiente huye de Pa­rís, adonde había ido extraviadamente tras una falsa filo­sofía; al mismo tiempo se separa bruscamente de su no­via, tan sólo porque ella, de pronto, no se atreve a aprobar el nuevo plan y expresa la preocupación de si, siendo ella hija de un general, debería hacer las faenas de sirvienta en el campo o en los establos. Pero Kleist no puede es­perar cuando está poseído de una idea; febrilmente se pone a leer libros de agricultura, trabaja con los campe­sinos suizos; viaja de un lado para otro por los cantones, en busca de un buen campo que comprar con su último dinero, precisamente en unos momentos en que el país está sacudido por la guerra; aunque lo que él busca es sencillo, no lo puede hacer si no es con pasión, demonía­camente.
Sus planes de vida son como la yesca: arden al primer contacto con la realidad; cuanto más se esfuerza en lo­grar sus fines, tanto peor le salen las cosas, puesto que esta misma pasión que pone en ello, por ser exagerada, es destructora. Si algo le sale bien a Kleist, es porque su­cede contra su voluntad; es el oscuro demonio que a ve­ces vence a esta última. Así que, mientras su voluntad busca el camino de la instrucción, primero, y el de la ig­norancia, después, su ímpetu interno se ha liberado ya; ; como una úlcera se abre su interna supuración. Mientras quiere curar juiciosamente su fiebre interior con salvia o con emplastos, el demonio interior se ha desencadenado en poesía. Como un sonámbulo del sentimiento, Kleist había empezado en París, sin objeto alguno, La familia Schroffenstein. Enseña a regañadientes ese ensayo a sus amigos. Pero después adivina una posibilidad, entrevé la válvula por la que puede descargarse de su presión inte­rior, y apenas se da cuenta de ello, apenas comprende que, en este mundo de la fantasía, en ese mundo sin fron­teras, puede dar rienda suelta a sus sueños, entonces se precipita de cabeza, locamente y con toda su voluntad, a esas regiones de la ficción, y su ansia ya no decae un mo­mento, es la misma en el primer minuto que cuando lle­ga al fin. La literatura es la liberación única que encuen­tra Kleist y, saltando de júbilo, se entrega enteramente al demonio (de quien precisamente quería huir) y se arroja a su abismo, a su precipicio.


AMBICIÓN

El despertar de nuestra ambición... es irresponsable; somos pasto de una Furia.

(De una carta)

Como quien sale de la prisión, Kleist se precipita en ese mundo sin fronteras que es la poesía. Finalmente ha en­contrado un modo de huir de esa fuerza que hierve en su interior. Su fantasía aherrojada puede por fin resolverse en imágenes y desbordarse en torrentes de palabras, pero a Kleist nada le satisface, porque es insaciable y no tiene mesura. Apenas empieza a hacer de poeta, de plas­mador, quiere en seguida ser el más grande, el más mag­nífico y el más poderoso poeta de todos los tiempos, y con su obra de primerizo, de aprendiz, tiene ya la pre­tensión de eclipsar las grandes creaciones de los griegos y de los clásicos; quiere lograrlo todo con su primer sal­to; la exageración de Kleist se ha hecho ahora literaria. Otros poetas empiezan sus tanteos llenos de esperanzas y de sueños, con modestia, contentos si logran crear una obra importante. Pero Kleist vive en superlativo y pide a su primer ensayo lo inalcanzable. Al empezar su Guis­kard, que es lo primero que escribe después del ensayo La familia Schroffenstein, piensa ya que esta obra ha de ser la mejor tragedia de todos los tiempos; de un salto pretende pasar a la inmortalidad; nunca la literatura ha conocido una audacia semejante a la pretensión de Kleist de pasar a la eternidad con su primer esbozo. Ahora se ve cuánto orgullo ocultaba en su pecho, un or­gullo que, como el vapor de una caldera, silba y sale vibrando. Cuando un Platen se jacta con vana palabrería de las Odiseas o de las Ilíadas que va a crear, no hace más que, con palabras huecas, expresar un exagerado apre­cio de sí mismo, todo debilidad; pero, en Kleist, es seria esta apuesta contra los dioses del espíritu; cuando una pasión se apodera de él, se entrega a ella con una inten­sidad sin límites, y desde este momento la ambición es para él una mortal misión de todo su ser. Su impulso poé­tico tiene la realidad de la vida y la realidad de la muer­te, y él, como un desesperado, retando a los dioses, se arroja de cabeza en una obra que debe ser (según él mis­mo sugiere a Wieland) como un conjunto donde estén presentes los espíritus de Esquilo, de Sófocles y de Shakespeare. Siempre Kleist se lo ha jugado todo a una car­ta. Desde entonces, su plan de vida ya no se refiere a vi­vir bien, sino a lograr la inmortalidad.
Kleist empieza su obra espasmódicamente, como si hubiera bebido demasiado; a él, todo, hasta la creación li­teraria, se le convierte en una orgía; sus cartas están llenas de frases doloridas y de frases alegres. Lo que anima a otros poetas, y les da más fuerza, es, sin duda, alguna pa­labra amigable de aliento; pero a Kleist, lejos de esto, lo llenan de temor y de placer al mismo tiempo, pues lo ex­citan terriblemente pensamientos oscilantes entre el éxi­to y el fracaso. Lo que para otros es alegría, es para el, por su exageración, un serio peligro, pues en su lucha decisi­va pone en tensión hasta el último de sus nervios. « Las primeras estrofas de mi poema  escribe a su hermana , «en las cuales se presenta tu amor hacia mí, despiertan el entusiasmo de todas aquellas personas a quienes se las en­seño. ¡Oh, Jesús mío! ¡Ojalá pudiera terminarlo! Quiera el Cielo concederme este mi único deseo; después de esto, puede hacer de mí lo que quiera.» Kleist apuesta todo el tesoro de su vida a una sola carta, Guiskard. Apar­tado, allá en una isla del lago de Thun, se sumerge abso­lutamente en el trabajo y se hunde cada vez más en el abismo. Allí lucha con su demonio, como Jacob luchó con el ángel. En éxtasis grita a veces: «Pronto tendré que contarte muchas cosas alegres, pues me aproximo a la fe­licidad.» Después, pronto, reconoce que hay fuerzas mis­teriosas que se han conjurado contra él: «¡Ah!, la ambi­ción es un veneno que emponzoña todas las alegrías.» En esos momentos de decaimiento siente el deseo de morir, pues dice: «Estoy pidiendo a Dios que me envíe la muer­te»; después le vuelve a invadir el temor de que «pudiera morir antes de terminar la obra». Tal vez nunca ningún poeta ha aportado todo su ser a una obra como lo hizo Kleist en aquellas semanas de soledad en la isla del lago de Thun. Guiskard es, ante todo, un espejo que refleja el interior del poeta; quiere expresar en esa obra toda la tra­gedia de su vida, la monstruosa fuerza de su espíritu fren­te a las debilidades y miserias de su cuerpo. La termina­ción de este trabajo significa para Kleist su Bizancio, su dominio del mundo, la realización de sus sueños de am­bición y de poder, que él quiere realizar en lucha con su propio cuerpo. Así como Heracles quiere arrancar de sí la ardiente túnica de Neso, Kleist quisiera también librarse de las llamas de su fuego interior; quiere huir de su de­monio arrojándolo lejos de sí convertido en un símbolo, en una imagen, es decir, en su obra. Terminarla significa para él la curación, la victoria contra su división interna y hasta su propia conservación; por eso lucha con todos sus músculos, con todos sus nervios. Es una lucha decisiva; él lo comprende así y también lo ven sus amigos, los cuales le aconsejan: «Usted debe terminar su Guiskard aunque todo el Cáucaso o el Atlas le caigan encima.» Nunca Kleist se ha lanzado tan de cabeza en su trabajo; escribe la tragedia dos y tres veces para volverla a destruir des­pués, y llega a aprenderse sus palabras tan de memoria, que es capaz de recitarlas en casa de Wieland. Durante meses, se esfuerza por escalar la inaccesible altura de la máxima cumbre, resbala y cae hacia abajo, pero vuelve a empezar. Él no puede, como hace Goethe en su Werther, desprenderse del espectro que lo atrapa; su demonio lo ha agarrado demasiado fuerte. Por último, la mano le queda ya deshecha: « El Cielo sabe, querida Wrica (y má­teme el Cielo si no digo la verdad)  dice tartamudeando , con cuánto gusto daría una gota de sangre de mi co­razón por cada una de las letras de una carta que pudiera empezar así: mi poesía está terminada. Pero tú sabes que nadie hace más de lo que puede. He intentado terminarla durante más de medio millar de días seguidos con sus noches respectivas, para conquistar así otra corona para nuestro apellido. Ahora mi diosa protectora me llama para decirme que ya es bastante. Necio sería si quisiera po­ner todavía más tiempo a prueba mis fuerzas en una obra que, estoy convencido, es demasiado pesada para mí. Así que retrocedo ante uno que no está todavía aquí, y me in­clino reverente, con un millar de años de adelanto, ante su espíritu.»
Parece, por un momento, que Kleist se inclina obe­diente ante su destino, como si su espíritu esclarecido dominara su tumultuoso sentimiento. Pero no, su demo­nio domina más furioso que nunca; su ambición, desper­tada a latigazos, no se deja frenar de nuevo. En vano sus amigos tratan de apartarle de su desesperación; en vano le aconsejan un viaje hacia países más alegres. Lo que le ha sido recomendado como una excursión de esparci­miento, se convierte en seguida en una huida. El fracaso de Guiskard es Para Kleist una puñalada, y su orgullo, que bajaba del cielo, se trueca ahora en un sentimiento virulento de desprecio hacia sí mismo. Un pensamiento de su juventud retoña en su cerebro: el sentimiento de la impotencia ante el arte. Como en su juventud, ahora cree no poder llegar a poeta, y este sentimiento de debilidad, terriblemente exagerado, le hace gemir de dolor. «El Infierno me dio la mitad de lo que ha de ser un talento; el Cielo, o no da talento o, si lo da, lo da entero.» En su exageración, Kleist no conoce la medianía: todo o nada; inmortalidad o fracaso.
Y opta por ser nada, y realiza de esa manera su pri­mer suicidio. Marcha a París sin saber a qué va; allí que­ma el manuscrito de su Guiskard y otros originales, para salvarse así de su anhelo de inmortalidad. De este mo­do queda destruido un segundo plan de vida; entonces, como le sucede siempre en tales momentos, surge mági­camente, junto al plan de vida que se ha deshecho, su contrapunto, que es un plan de muerte. Liberado de esa manera de toda ambición, escribe una carta inmortal, la más hermosa que haya podido escribir un artista en el momento de su fracaso: «Mi querida Ulrica. Tal vez lo que lo voy a contar lo costará la vida, pero debo decidir­me a escribirlo. Una vez terminada mi obra, aquí en Pa­rís, la he leído y en seguida la he arrojado al fuego; ahora todo ha terminado. El Cielo me niega la Gloria, que es la mayor felicidad de la Tierra. Todo lo demás no lo quiero y, como un niño obstinado, lo arrojo lejos de mí. No soy digno de lo amistad y, sin embargo, me eres imprescindible; me echo en brazos de la muerte. Estáte tranquila: moriré como un héroe en la batalla... Me alistaré en el ejército francés que se dispone a desembarcar en Ingla­terra. Toda clase de peligros están acechando ya en el mar y me lleno de alegría al pensar en mí tumba, infinita y magnífica.» Y con sus sentidos extraviados, loco, se lanza a través de Francia para ir a Boulogne; con difi­cultad logra detenerle su amigo, y permanece durante un mes, con el espíritu ofuscado, en casa de un médico de Maguncia.
Aquí termina el primer salto gigantesco de Kleist.. Haciéndose una herida, quería expulsar por ella al de­monio que albergaba en su pecho, pero sólo ha conse­guido desgarrarse, y en sus manos ensangrentadas queda una obra incompleta, un torso, uno de los más hermosos que haya podido crear un poeta. Su obra no está acaba­da, pero sí lo está –y es todo un símbolo  la escena de la lucha con la voluntad, donde Guiskard vence su debili­dad y sus dolores. El resto de la obra queda sin acabar.' Pero esa lucha por lograr la tragedia es ya una tragedia heroica. Sólo aquel que lleva en su pecho todo un infier­no puede luchar como lucha un dios, como lucha Kleist; contra sí mismo en esta obra.


LA NECESIDAD DEL DRAMA

Sí escribo poesías, es porque no puedo hacer menos.

(De una carta)

Al destruir su Guiskard, cree Kleist que ha logrado es­trangular al terrible perseguidor que lleva dentro de su alma, pero la ambición, que había nacido de lo más ar­diente de su sangre, no ha muerto; lo que ha hecho no ha sido más que disparar contra su propia imagen refle­jada en un espejo; ha roto su imagen, pero no ha des­truido al demonio que le sigue acechando. Kleíst no puede prescindir del arte, del mismo modo que un mor­finómano no puede prescindir de la morfina. En el arte ha encontrado una válvula por donde puede descargar algo la excesiva presión de sus sentimientos, la supe­rabundancia de su fantasía, por donde dar salida a sus sueños poéticos. En vano trata de defenderse, al darse cuenta de que cae en manos de otra pasión; comprende que no puede ya prescindir del arte, que es para él como una sangría que le alivia su plétora. Además, no tiene ya bienes de fortuna; echó a rodar su carrera; una vida mo­desta de empleado no puede en modo alguno satisfacer a su naturaleza poderosa; así, nada puede hacer ya fuera del arte. Aunque atormentado, escribe en una ocasión: «¡Oh! ¡Escribir libros por dinero! ¡Nada de eso!» El arte es la forma forzosa de su existencia; el demonio se ha transformado ya en un personaje que va y viene jun­to a él en sus obras. Todos los planes de vida que se ha formado han sido destruidos por la fatalidad; ahora vive conforme a la voluntad de la Naturaleza, que siempre ha gozado formando algo inmenso a partir del inmenso do­lor del hombre.
El arte entonces es para él algo atenazante y pesaro­so; de ahí procede la fuerza explosiva de sus dramas. Todos han nacido  excepto El cántaro roto , mas que de él, de su nerviosa mano; son, en fin, una explosión de su sentimiento, un movimiento de huida de ese infierno que hay en su corazón; todos sus dramas tienen una hi­pertensión, algo de alarido; parecen salir disparados de la tensión de sus nervios; son, para terminar, y perdón por la imagen, pero es la más exacta, eyaculados como el semen del hombre, que brota de lo más ardiente de su sangre. Carecen de fecundación espiritual y apenas se nota en ellos la sombra de la razón; son desnudos, vergonzo­samente desnudos; salen solamente de una pasión infi­nita para ser lanzados al infinito. Cualquiera de sus partes lleva un sentimiento en grado superlativo; en cada detalle hay una célula de fuego de su alma ahogada en instintos. En Guiskard brota toda su ambición de Prometeo, como si fuera un chorro de sangre; en Pentesilea se agita todo su ardor sexual; en Hermanrcs­sch1acht salta su odio, elevado hasta la bestialidad; to­das esas obras tienen, más que vida real, ardor de san­gre. Hasta en aquellas obras más serenas, más apartadas de su «yo», como Käthchen von Heilbronn, y en algunas novelitas, se ve toda la vibración eléctrica de sus ner­vios; se adivina ese tránsito cruel que va desde la ampu­losidad épica a la sobriedad espiritual. Por doquiera, que se siga a Kleíst, se le ve siempre en regiones demo­níacas, mágicas, de ensombrecimiento de sus sentidos, para elevarse hasta la exhalación grandiosa en medio de una atmósfera pesada y opresiva, como la que toda la vida envolvió a su propio corazón. Esa atmósfera de azufre y de fuego es lo que hace tan extraños los dramas de Kleist. Cierto que en Goethe se ven transformaciones de la vida, pero sólo en un sentido episódico; son desa­hogos de un alma oprimida, justificaciones de sí mismo, huida, pero nunca tienen esa fuerza explosiva, volcáni­ca, de las obras de Kleist, donde parece que la lava ar­diente es arrojada a chorros desde las profundidades de su corazón. Ese poder volcánico de Kleist, esa acción sobre los arrecifes que están entre la Vida y la Muerte, es lo que distingue a Kleist de los pensamientos ador­nados de Hebbel, en quien se ve que todo sale del cere­bro y no de las profundidades más hondas de la existencia o de Schiller también, cuyas creaciones son grandiosos edificios que están, por decirlo así, fuera de él y no na­cen de la necesidad imperiosa de su ser. Ningún poeta alemán ha puesto tanto su alma en sus obras como Kleist, ninguno ha destrozado de modo tan criminal su propio pecho en la poesía. Sólo la música puede ser tan volcánica, tan potente, tan soñadora; precisamente este carácter peligroso es lo que ha cautivado tan mágica­mente al músico Hugo Wolf hasta hacer brotar su músi­ca pasional para Pentesilea.
Pero esa fuerza de Kleist, ¿no traduce de modo su­blime el deseo que, dos mil años antes, había expresado Aristóteles de que la tragedia « libere de un afecto peli­groso por una vehemente expansión»? En los adjetivos «peligroso» y «vehemente» está la verdadera cuestión (que han dejado de ver los franceses y tantos alemanes), y eso parece haber sido escrito para Kleist, pues ¿qué afectos fueron más peligrosos que los suyos? No dominaba los problemas como los dominó Schiller, sino que los problemas lo dominaban a él; pero eso precisamente, esa falta de libertad, es lo que le hace tan volcánico y explosivo. Su producción no es una exposición planeada y medida de lo que desea expresar, sino que es una lucha para librarse desesperadamente de esa locura interior que lo oprime hasta matarlo. Todo personaje que apare­ce en su obra siente (como el mismo Kleist) el problema que se le presenta como si fuera el único y esencial pro­blema del mundo, del cual dependiera su existencia; a cada personaje se le ve lleno de la locura de ese modo de ser. En Kleist (y por eso también en sus personajes);. cualquier cosa se convierte en algo incisivo, cortante, todo en él es herida, es crisis. Las desgracias de la patria, que en otros dan pie a un hinchado patetismo, la filosofía ­(que Goethe precisamente trató con cierto escepticismo, aprovechando de ella tan sólo lo que podía favorecer su, desarrollo espiritual), su erotismo, todos sus sentimien­tos, todos, se vuelven en él fiebre y manía, pasión y dolor, pero siempre en grado máximo, hasta amenazar con la destrucción de su propia existencia. Eso hace que la vida de Kleist sea tan dramática y sus problemas tan trá­gicos que no puedan quedar, como los de Schiller, en meras ficciones poéticas, sino que lleguen a ser crueles . realidades de su sentimiento; por eso hay en sus obras esa atmósfera tan realmente trágica, que ningún otro, poeta alemán ha podido presentar en tan alto grado. Para Kleist, el mundo y toda su vida se convierten en tensión; ha sabido transportar sus contrastes a los hiper­bólicos personajes de sus ficciones como en una polaridad de la Naturaleza: la incapacidad para no adentrarse en los sentimientos, la severidad rígida de sus conceptos, conducen siempre a sus personajes a un conflicto con el ambiente que los rodea, ya se trate de Kohlhaas, de Homburg o de Aquiles, y como esta resistencia se da en grado superlativo (como la de Kleist), ha de surgir, no por casualidad, sino fatalmente, la tragedia.
La esencia de Kleist lo lleva fatalmente a la tragedia sólo la tragedia puede hacer tangible la lucha interna de su naturaleza, pues, mientras que la épica es de formas más conciliadoras y deja cierto margen de libertad, el drama exige agudización, fuerza vibrante (por eso enca­ja mejor con su carácter exaltado). Las pasiones lo em­pujan con su ansia de liberarse, y son ellas, y no Kleist, las que forman sus obras; por eso siempre me ha pareci­do equivocado el atribuir a Kleíst un plan, o un método, o hasta un esfuerzo consciente para lograr sus creaciones Goethe ha hablado algo irónicamente de un teatro in­visible para el cual eran escritas sus obras: ese teatro invi­sible era, sin embargo, para Kleist, la demoníaca natu­raleza del mundo que, en su poderosa dualidad, en su contradicción rotunda, en su fuerza y en su movimiento no cabía entre los decorados, cualesquiera que fueran, si no era para destruirlos. Nadie fue ní quiso ser menos práctico que Kleíst. Lo que él buscaba era librarse de su presión, liberarse, y todo lo teatral y práctico se oponía completamente a su carácter. Sus concepciones tienen siempre algo de casual a inevitable, sus lazos son más só­lidos, la parte técnica está dibujada como al fresco por su mano presurosa a impaciente. Cuando su mano no es ge­nial, deriva enseguida hacia lo teatral, hacía lo melodra­mático y, en según que momentos, cae en los efectos más bajos del teatro de arrabal, del espectáculo de magia, para, de pronto, cortar de un solo tajo con lo anterior (como Shakespeare) y elevarse a las más altas esferas del espíritu. El argumento es para Kleist un simple pretexto; su arte empieza cuando lo adorna todo con pasiones, con todo el entusiasmo de que es capaz. Por este moti­vo sabe crear muy a menudo la emoción con los medios más vulgares, débiles o remotos (Käthchen von Heilbronn, Schroffenstein); pero cuando está encendido por la pa­sión, se encuentra en su propio elemento, que es el cho­que y la lucha de los impulsos; cuando suelta toda la fuerza expansiva de su alma, llega a una intensidad de emoción sin precedentes. La técnica de Kleist parece sencilla, cándida; sus disposiciones, triviales y defectuo­sas; se va metiendo en lo más interno del conflicto a fuer­za de rodeos y de apartados vericuetos para saltar des­pués, con fuerza enorme, con la terrible expansión de sentimientos que lo caracteriza. Antes, sin embargo, tie­ne que adentrarse hasta lo más hondo, y necesitaba para ello, como Dostoievski, largos preparativos, refinadas complicaciones, rodeos laberínticos. Al principio de sus dramas (El cántaro roto, Guiskard, Pentesilea), las situa­ciones se enredan tupidamente, del mismo modo que las nubes preparan la tormenta, y a Kleist parece gustarle esa atmósfera sobrecargada, tensa y oscura, porque, por su tensión, oscuridad y sobrecarga, es la fiel imagen de su alma. La confusión de las situaciones corresponde a aquella confusión de los sentimientos que Goethe adivi­nó en nuestro poeta. Ciertamente, en el fondo de esa po­derosa confusión hay una chispa de masoquismo, un pla­cer en la tensión mantenida para encender con su propia inquietud la inquietud ajena. Así, los dramas de Kleist tratan de excitar deliciosamente los nervios antes de conmoverlos; algo análogo a lo que pasa con la música de Tristán, que sabe despertar una vibración de los sen­tidos con su monotonía de ensueño y sus insinuaciones y frases excitantes. Sólo en Guiskard arranca de un tirón la cortina para dejarlo todo tan claro como el día; en sus otros dramas (Homburg, Pentesilea, Hermansschlacht) empieza siempre con una situación confusa y con cierta imprecisión en los personajes, y de esa confusión prime­ra brota después un alud de pasiones que luchan y cho­can entre sí. Muchas veces, ese cúmulo de pasiones se desborda y destroza la frágil concepción del drama; ex­cepto en Homburg, en Kleist se tiene siempre la sensa­ción de que sus personajes han saltado de su mano y de que febrilmente se precipitan más allá de toda medida, con una fuerza que él ni en sueños habría podido pre­tender alcanzar. No domina a sus personajes, como hace Shakespeare, sino que sus personajes lo arrastran a él; parece que en Kleist los personajes acuden a la llamada del demonio, convirtiéndose cada uno de ellos en un aprendiz de brujo, y que no siguen en nada a una volun­tad consciente. Dicho en el más elevado sentido de la pa­labra, Kleist no es responsable de lo que ellos hacen o di­cen; parece que hablen en sueños y dejen ver los deseos más ciertos a irrefrenables.
Esa fuerza superior a la propia voluntad, esa irres­ponsabilidad, está también en su lenguaje dramático, que se asemeja al aliento ardiente de la exaltación, que deja escapar a veces un quejido de dolor o un alarido, o mar­ca, a veces, un silencio. Incesantemente, su lenguaje osci­la entre los más opuestos contrastes; en ocasiones, la re­serva de Kleist se traduce en un magnífico laconismo; en otras, funde su lenguaje en un ardor sin límites, sin di­ques. A veces surgen de sus palabras como masas vivas y tibias de sangre; después hace pedazos el sentimiento que había provocado. Mientras logra dominar el idioma, éste es fuerte y viril, pero cuando los sentidos desbocados se convierten en pasión, entonces las palabras le huyen para expresar el delirio de sus sueños. Nunca logra Kleist dominar perfectamente la palabra; sus oraciones salen tor­cidas, oscuras y descoyuntadas. Cuando quiere que su lenguaje sea duro y fuerte, él, el eterno exagerado, lo ex­tiende y desarticula de tal forma que resulta difícil encon­trar la ilación entre las frases. Su paciencia y dominio no se extienden más que a frases aisladas; nunca logra abar­car la totalidad, así que sus versos nunca salen fluidos ni melódicos, sino que parecen salidos a chorros intermi­tentes, llenos de la espuma y el calor de la pasión. Lo mis­mo que pasa con sus personajes, que se ven arrebatados por la fiebre y la exageración y rompen sus riendas, así también le pasa con el lenguaje. Cuando Kleist se entrega de verdad (y en sus producciones pone todo su «yo»), el exceso de pasión le arrolla; por eso no logra crear nunca una verdadera poesía (excepto aquella mágica «Letanía de la muerte»), porque la hipertensión y la propia caída nunca podrán crear una fuente fluida y cadenciosa, sino sólo un torbellino hirviente; su verso es tan poco melo­dioso y tranquilo como lo es su respiración. Sólo la muer­te logró transformar en música su último suspiro.
Arrebatador y arrebatado; flagelador y flagelado; tal aparece Kleist en relación con sus personajes, y lo que hace tremendamente trágicos sus dramas no es su con­cepción, ni los anhelos espirituales que encierran, ni sus escenas, sino su horizonte monstruosamente nublado, que los eleva al grado mayor de lo heroico y grandioso. Kleist posee una visión trágica del mundo, una visión innata, porque nunca forma una tragedia, que por lo de­más no sentiría, de una sola faceta, sino que su tragedia es siempre la tragedia del mundo. Kleist lleva siempre consigo, hiperbólicamente, su propia fatalidad, y la heri­da que abre el pecho de cada uno de sus personajes no es más que una parte de esa monstruosa herida que lacera al mundo entero y lo convierte en eterno dolor. Otra gran verdad que dijo Nietzsche es que Kleist se ocupaba siempre de la parte incurable de la naturaleza, pues a menudo hablaba de lo enfermizo del mundo; para él, el mundo era incurable, no podía nunca integrarse en un todo, no había solución. Pero precisamente por eso, Kleist merece el nombre de verdadero trágico; sólo el que siente el mundo en su dualidad de juez y de reo, sólo éste puede actuar como acusador y defensor, como deu­dor y acreedor, en cada una de sus frases, y dar la razón a cada una de las partes, frente a la injusticia de la natu­raleza, que ha hecho a los hombres tan fragmentarios, tan divididos, tan eternamente insatisfechos.
Una vez escribió Goethe una ironía en el álbum de un hombre de alma entenebrecida, en el álbum de Scho­penhauer:

Si quieres sentir la satisfacción de lo propio mérito, debes conceder mérito al mundo.

La visión trágica de Kleist no le permitió nunca con­ceder mérito al mundo; por eso en él se cumplió la pro­fecía, y así nunca pudo tener la satisfacción de su propio mérito; al contrario, todas sus creaciones surgen de su descontento del mundo, y sus personajes trágicos (de una tragedia verdadera) quieren elevarse siempre por encima de sí mismos y romper con sus cabezas las rígidas paredes del destino. La resignación de Goethe respecto a la vida contagió siempre a todos los personajes de sus obras; por eso ninguna de ellas tiene la grandiosidad de los antiguos, aunque él las vistiera con túnica y coturno. Aun los personajes trágicos de Goethe, como Fausto y Tasso, acaban por tranquilizarse y salvan a su «yo» de la última caída. Goethe, todo sabiduría, no ignoraba el efecto destructor de toda verdadera tragedia («me des­truiría a mí mismo  dice una vez  si escribiese una ver­dadera tragedia»); con su mirada de águila domina la perspectiva del peligro, y era por otra parte demasiado sabio y prudente para precipitarse en él. Kleist era, por el contrario, heroicamente ignorante del peligro, y su ` ánimo y entereza, absolutamente profundos; con volup­tuosidad, llevaba sus sueños y sus creaciones hasta las más extremas posibilidades, sabiendo que iba a la perdi­ción. Veía el mundo como una tragedia y por eso creó tragedias, y de su propia vida supo hacer la última y más sublime de sus obras.

EL MUNDO Y SU ESENCIA

Únicamente puedo sentirme satisfecho cuando estoy en compañía de mí mismo, pues sólo entonces puedo ser sincero.

(De una carta)

Kleíst supo muy poco del mundo, pero mucho de su esencia. Vivía como un extraño, casi como un enemigo de lo que le rodeaba; sabía tan poco de la astucia a inte­reses creados de los hombres, como esos mismos hom­bres sabían de su exageración. Su psicología era tal vez nula en lo que se refiere al tipo corriente de los hombres, a lo normal; sólo parece despertarse toda su lucidez cuando los sentimientos, al apoderarse de los hombres, los suben a alturas insospechadas; Kleist sólo está unido al mundo exterior por las pasiones; su aislamiento cesa allí donde la naturaleza de los hombres se hace demo­níaca, abismal. Igual que les pasa a muchos animales, Kleíst no ve claro a plena luz, sino en la penumbra del sentimiento, en la noche o en el crepúsculo del corazón. Lo único que parece ser adecuado para él son los ardien­tes y volcánicos interiores de los hombres. En lo erupti­vo, en lo caótico de los sentimientos básicos, domina vi­dente su pasional imaginación; lo superficial de la vida, la cáscara fría y dura de la existencia cotidiana, la senci­lla forma de lo corriente, todo eso no merece ser ni aun rozado por una mirada de Kleist. Era demasiado impa­ciente para poder observar sereno durante algún tiempo la realidad; por eso siempre tiende a apresurar los suce­sos hasta hacerlos llegar a un ardor de trópico; para ese hombre pasional sólo hay problemas en el fuego de los sentimientos. Bien mirado, nunca llegó a crear persona­jes, sino que su demonio reconoció a su hermano en cada uno de ellos, fuera de la esfera de lo terrenal: los demo­nios de las figuras, los demonios de la Naturaleza.
Por eso todos sus héroes son tan desequilibrados, porque se han elevado por encima de la vida cotidiana, llevando consigo una parte del espíritu de Kleist; cada uno de ellos era portador exagerado de su pasión. Todas esas indomables criaturas de su imaginación son, como dice Goethe al hablar de Pentesílea, «de una casta sin­gular, y cada una de ellas ostenta los rasgos del poeta: intransigencia, acritud, obstinación, impulso, independencia y acometividad; desde la primera mirada, se reco­nocen en ellas los rasgos de Caín: deben destruir o ser destruídas. Todos sus personajes tienen esta extraña mez­cla de fogosidad y de frialdad, de «demasiado poco» y «en exceso de brutalidad y de vergüenza, de supera­bundancía y de reserva, de versatilidad y de exaltación, hasta alcanzar la máxima tensión nerviosa. Todos marti­rizan incluso a aquellos a quienes aman (como Kleist a sus amigos); todos llevan prendido de los ojos un brillo de fuego peligroso que asusta hasta a los más escépticos; de ahí que su heroísmo no sea nunca popular ni esté al alcance del pueblo; nunca los libros de Kleíst han sido manuales del heroísmo. Hasta la misma Káthchen, que, retrocediendo sólo un poquitín hacía lo popular y lo tri­vial, sería más popular que Gretchen y que Louise, tiene un no sé qué en el alma, un exceso de abnegación, que no desciende a los límites del sentido común. Hermann, el héroe nacional, tiene un deje excesivo de política y de habilidad; tiene, en fin, demasiado de Talleyrand, para convertirse en figura patriótica. En todo, hasta en lo más trivial, hay siempre una gota de algo peligroso que lo hace extraño al pueblo: al oficial Homburg su magnífi­co miedo a la muerte le imposibilita para llevar el nimbo de la popularidad, igual que le pasa a Pentesilea por su ansia báquica, a Wetter von Strahl por cierto trazo ex­cesivamente viril, y a Thusnelda, por tontería y vanidad femenina. A todos les aparta Kleist de lo común, de lo schilleriano, por algún rasgo primitivo que sale descar­nado por debajo de su ropaje teatral. Cada uno de ellos tiene algo extraño, inesperado, inarmónico, algo no típi­co en su espíritu; todos ellos (si se exceptúa al bufón Ku­nigunda y a los soldados) tienen un rasgo acusadísimo en su fisonomía, como sucede con los personajes de Sha­kespeare. Así como Kleist es, en sus dramas, antíteatral, también es antídealista como formador de figuras, y lo es de un modo inconsciente; pues siempre que en él se encuentra idealización, se ve que se ha logrado por una consciente labor de retocado o por una visión superficial y miope. Pero Kleist siempre ve claro y nada odia más que los pequeños sentimientos; antes dejará de tener buen gusto, que ser vulgar; antes será exageradamente seco que melifluo. El enternecimiento le es repulsivo pues su naturaleza es cruda y consciente de la pasión real; por eso también es conscientemente antisentimen­tal y sabe cortar a tiempo en aquellos momentos en que se inicia lo trivial o lo romántico, cerrando la boca de sus personajes, principalmente en las escenas de amor; per­mitiéndoles, a lo sumo, un balbuceo, un sonrojo, un sus­piro y sobre todo un silencio significativo. Tiene extre­mo cuidado en que sus personajes no sean algo vulgar, y de ahí hay que hablar francamente que tales personajes sean extraños al pueblo alemán, y no sólo al pueblo, sino a cualquiera acostumbrado a la literatura y formado según las tradiciones de la escena. Esos personajes pue­den ser considerados como tipos nacionales, pero de una nación de ensueño, así como sólo pueden ser considera­dos como figuras teatrales en el sentido de aquel teatro imaginario de que Kleist hablaba a Goethe. Los perso­najes de Kleist son rebeldes, obstinados como su crea­dor, y por eso están aureolados de soledad. Sus dramas quedan sin contacto alguno con la literatura, ya anterior, ya posterior a Kleist; no son herederos de ningún estilo literario y tampoco formaron escuela. Kleist fue un caso aislado y el mundo que creó ha quedado también como un mundo aislado.
Sí, un caso aislado, pues ese mundo no tiene límites en el tiempo ni el espacio; no se reduce a los años que van de 1790 a 1807, ni a las fronteras de Brandeburgo; tampoco hay en él el soplo del clasicismo ni el crepús­culo del romanticismo. El mundo de Kleist es tan extra­ño y tan sin delimitación posible como lo fue el mismo Kleist; es como una esfera de Saturno, apartada de la luz del día.
A la par que el hombre, la Naturaleza también inte­resa a Kleist, pero sólo en sus fronteras extremas, donde linda con lo demoníaco, donde lo natural se hace mági­co, y lo corriente, extraño; donde el mundo se acerca al caos primitivo para convertirse en lo inaudito, en lo in­verosímil; donde, permítaseme decirlo así, abandonan­do toda norma, se hace pasional y vicioso. A Kleist le preocupa lo anormal, lo anárquico. (Véanse La marque­sa de O, La mendiga de Locarno, El terremoto de Chile.) Siempre se interesa, pues, por aquel momento en que la Naturaleza diríase que rompe el círculo que Dios le ha­bía trazado. No en vano ha leído con tanta pasión Nacht­seite der Natur, de Schubart. Los misterios del sonambu­lismo, del hipnotismo, de la sugestión, del magnetismo animal, son materias apropiadas para encender su fanta­sía, que se ve atraída no ya sólo por las pasiones huma­nas, sino también por las fuerzas secretas del Cosmos, y de esta manera, sus creaciones se enredan aún más, por­que a la confusión del sentimiento, hay que añadir la confusión de las cosas materiales. Donde está lo extraor­dinario, allí está a gusto Kleist; allí, entre tinieblas, trata de ver al demonio por alguna rendija, y sale siempre a su encuentro; allí, entonces, está lejos de lo vulgar, que siempre le repugna y hasta le asusta; eterno apasionado, se adentra cada vez más en la Naturaleza. También en el modo de ser del mundo, como antes en el modo de ser de los hombres, busca ahora siempre lo superlativo.
Ese apartamiento de lo real y manifiesto podría, a primera vista, hacer de Kleist un pariente próximo de sus contemporáneos los románticos, pero no es así: en­tre la cándida superstición y novelería de éstos y el amor invencible de Kleist hacia todo lo fantástico o abstruso hay un verdadero abismo de sentimiento. Los románti­cos buscan lo maravilloso como una devoción; Kleist busca lo extraño como una enfermedad de la naturale­za. Un Novalis quiere creer y remontarse en esta fe; un Eichendorff o un Tieck quieren resolver la dureza y el contrasentido de la vida en música, pero Kleist sólo per­sigue ansiosamente el secreto que se oculta detrás de las cosas y quiere andar a tientas hasta lo más extremo para poder dirigir su mirada fríamente pasional, su mirada que siempre escruta, sondea a investiga, hasta los últimos rincones de lo maravilloso. Cuanto más extraño es un suceso, tanto más le agrada relatarlo, y pone todo su ánimo en aclarar lo inconcebible a fuerza de sobriedad en la narración, y así su intelecto, tenaz como un torni­llo, va penetrando hasta lo más profundo de las cosas, hasta las esferas mágicas donde celebran extraña boda lo maravilloso de la naturaleza con lo demoníaco de los hombres. En esto se parece a Dostoievski mas que nin­gún otro alemán; como en Dostoievski, los personajes de Kleist están cargados de fuerzas nerviosas, enfermi­zas y exageradas, y sus nervios parece que estén enreda­dos dolorosamente en lo demoníaco de la naturaleza. Kleist sólo es auténtico, como Dostoievski, cuando pasa por la exaltación, y por eso va rodeado de esa atmósfera pesada, pero al mismo tiempo cristalina, como la del cielo antes de soplar el viento, sobre el paisaje de su mundo interior; como el frío hielo de la razón, que de pronto se trueca en una pesadez tibia de fantasía para romper después inopinadamente en terribles ráfagas de pasión. El panorama espiritual de Kleist es ciertamente hermoso y lleno de profunda visión, tan intensa como no hay otro ejemplo en la poesía alemana, pero al mismo tiempo es difícil de soportar; nadie puede sumergirse largo tiempo en el mundo de Kleist (él sólo Pudo sopor­tarlo diez años), porque los nervios se ponen en tensión, excita constantemente con sus alternancias de calor v de frío y le llena a uno de inquietud. Es demasiado duro el pasar toda una vida en esa atmósfera cargada y opreso­ra; el cielo parece que pesa sobre el alma; es un mundo demasiado cálido para tan poco sol y hay demasiada luz para tan poco espacio. Tampoco Kleist, eterno indeciso, tiene en el sentido artístico ninguna patria, ningún pedazo de tierra firme bajo sus pasos de eterna peregrina­ción. Está aquí o allí, pero ese aquí o allí nunca es su casa, su patria; vive en lo maravilloso sin creer en ello, y plasma la realidad sin amarla.


EL NARRADOR

Pues es cualidad de la verdadera forma el hacer salir de ella inmediatamente al espíritu, mientras que, en la forma defectuosa, ese espíritu queda retenido como por un espejo y nada nos recuerda si no es a sí mismo.

(Carta de un poeta a otro)

El alma de Kleist vive en dos mundos distintos; en el mundo cálido de la fantasía y en el mundo helado de la razón, del análisis; por eso su arte está dividido en dos partes, que marcan esos dos extremos. Se ha relacionado muy a menudo al Kleist dramaturgo con el Kleist nove­lista, pero en realidad sus dos formas de arte (drama y novela) son lo opuesto, lo inverso; marcan, en fin, la di­visión interior de Kleist llevada al extremo. El dramatur­go se arroja, sin riendas, en el asunto, lo calienta con la fiebre de sus propias venas, mientras que el novelista se abstiene de mezclarse en su narración, se reprime fuerte­mente, queda ausente ella, procurando que no se note ni aun el aliento de su boca. En los dramas es todo tensión y pasión; en sus narraciones, quiere que esas tensiones y esa pasión las ponga el lector. En los dramas está delante su autor; en las novelas, detrás. En aquéllos hay expan­sión; en éstas, reserva; ambas cosas son llevadas hasta los límites más exagerados que el arte permite. Por eso sus dramas son los más volcánicos y más caudalosos del tea­tro alemán, y sus novelas, las más recortadas, más hela­das y más comprimidas de todas las alemanas. Y es que Kleist sólo vive en grado superlativo.
En las novelas, Kleist aparta a su «yo», sofoca su propia pasión para dejar paso a los otros, y eso lo practica hasta el extremo de la exageración. Lleva la autosepara­ción hasta tal punto, que es ya un exceso de objetividad y, por tanto, un peligro para el arte (el peligro es su ele­mento).
Nunca la literatura alemana ha logrado un estilo tan objetivo, una tranquilidad tan aparente, un realismo tan magistral, como en esas pequeñas novelas y anécdotas; quizá les falte sólo un elemento para ser perfectas: la na­turalidad; en ellas sigue siendo Kleist el eterno esclavo: aquí lo es de su voluntad rígida, como en los dramas lo es de su pasión desbordada; les falta por eso a sus narracio­nes un punto de alegría, una presentación suave, una na­turalidad de lenguaje. Constantemente se adivinan sus la­bios apretados para no dejar escapar el aliento cálido de su pasión; uno se da cuenta de que su mano está febril a fuerza de contenerse; se ve cómo el hombre está luchan­do por echarse atrás, por estar ausente. En esa reserva, en esa ocultación y represión, se adivina una perversa vo­luptuosidad que busca extraviar al lector y desorientarlo en un laberinto ingeniosamente disfrazado de realidad que no es más que su impulso erótico, desterrado de su estilo. Para darse cuenta de esto, véase su modelo, las No­velas ejemplares de Cervantes, y compárese con la técnica de Kleist, que hace un exceso de la misma sobriedad que se adivina. No hay ningún Aríel en su alma oprimida y rebosante; la atmósfera es siempre opresora y no vibra musicalmente. Quiere ser frío, y se vuelve de hielo; quie­re bajar la voz, y habla como ahogado; quiere ser fuerte en el lenguaje, latino, a lo Tácito, y sus palabras salen convulsas. Siempre, al lado de Kleist, en un sentido u otro, está la exageración. Nunca había el idioma alemán adquirido tal dureza, pero al mismo tiempo nunca tam­poco había sonado tan metálico, tan frío, como en la prosa de Kleist. No lo sabe manejar (como Hölderlin, Novalis y Goethe) como si fuera un arpa, sino como un ar­ma, como un arado de poder inflexible. Y en esta lengua dura, de bronce, el eterno contraste de Kleist quiere en­cajar las cosas más ardientes, más sugestivas, y su sobrie­dad y claridad de protestante luchan con los problemas más fantásticos a inverosímiles. Su narración se hace mis­teriosa, enredada, tensa, con el fin malévolo de llenar de angustia al lector, atraerlo, asustarlo, y después, cuando ya está junto al borde, dar un tirón a las riendas y parar de golpe; aquel que no vea, en la aparente frialdad de Kleist como narrador, su placer demoníaco de apartar a los lec­tores de aquello que es su verdadero elemento, a ése le parecerá simplemente una cuestión de técnica lo que en realidad es fanatismo del autodominio o disimulo de las más profundas pasiones. Yo mismo no puedo menos que estremecerme cuando releo las historias de Kleist (La mendiga de Locarno y otras historias), y no a causa de lo que en ellas se narra, sino por la terrible vibración, laten­te en ellas, de una inflexible voluntad demoniaca que se muestra silenciosa y que, en su aparente tranquilidad, re­sulta mucho más terrible que el apasionamiento de los versos y hasta que los gritos pasionales de Pentesilea. Todo lo malo que hay en Kleist, todo lo que él oculta, todo lo equívoco que en él existe, se traiciona en su esti­lo comedido, porque la tranquilidad, dominio y maestría de su estilo eran la antítesis de su modo de ser. No podía lograr la naturalidad  que es la suprema magia del artis­ta , porque esa naturalidad aparente no era otra cosa que una ley que el poeta se imponía a sí mismo.
Y sin embargo, ¡cómo logra Kleist imponer su volun­tad de acero en la prosa de sus narraciones! ¡Con qué precisión corre la sangre por las venas del idioma! Don­de más claramente se ve esa voluntad férrea es en aque­llas pequeñas anécdotas que escribía sin fin artístico, sólo para llenar los blancos de su periódico. En cualquiera de los informes de la policía o en aquellos menudos episo­dios de la Guerra de los Siete Años, se ve de modo inol­vidable el resultado de su voluntad; la narración es trans­parente como un bloque de cristal; no hay en ella el menor vestigio de psicología, por lo que la realidad queda per­fecta. En las novelas se advierte con más intensidad el es­fuerzo de Kleist por ser objetivo. Toda la pasión de Kleist por lo complicado, por lo tortuoso, sus ganas de buscar siempre el lado misterioso o escondido de las cosas, se aprecia notablemente en las narraciones más extensas, pero donde más se adivina es en su aparente frialdad, de tal manera que, en La marquesa de O, una anécdota de ocho renglones escasos parece casi una charada, y La mendiga de Locarno es como una pesadilla. Lo que hace más atormentadores y fuertes esos sueños es que sus fi­guras aparecen dibujadas sobriamente, con un estilo de cronista, sin nada de imágenes de ensueño, sin claroscu­ros, como troqueladas con una naturalidad que tiene tan­to de real como de espectral. El demonio de su voluntad va ahí disfrazado de sobriedad; pero de una sobriedad llevada al exceso, llevada, en fin, a un límite tal que nos deja ver claramente el reverso de Kleist, que es una exal­tación de la frialdad fuera de toda medida.
También Stendhal había tendido siempre a escribir en una prosa fría, sobria y antisentimental, y diariamen­te se preocupaba de leer el estilo burgués de las disposiciones oficiales. Kleist, del mismo modo, procuró tomar como modelo el tono y el estilo de las crónicas, pero mientras que el primero logra una técnica propia, Kleist, en su exageración, cae de lleno en la pasión de no ser apasionado y la emoción pasa del autor al lector. Pero siempre se ve ese eterno < demasiado» que fluye de su ser; por eso siempre son más fuertes aquellas novelas en que crea una figura que es representación de su caso; por eso Michael Kohlhaas es el tipo más magistral que ha sa­bido crear, porque en él se personifica la exageración, una exageración que acaba por destruirlo; es la imagen inconsciente del escritor, que creó, de lo mejor de sí mis­mo, lo más peligroso, y el fanatismo de su voluntad sale desbordante por encima de toda ley. En lo exagerado de esa autodisciplina, de esa reserva, Kleist es tan demonía­co como en su pasión.
Todo eso resulta mucho más palpable, como ya he dicho, en aquellas pequeñas anécdotas que escribió sin buscar efecto artístico ninguno, y después en aquellas ex­trañas manifestaciones que hace en sus cartas. Nunca ningún autor alemán se ha mostrado a sí mismo tan des­nudo, tan descarnado como Kleist en aquellas pocas car­tas que se conservan de él. Me parece que no tienen com­paración con los documentos psicológicos de Goethe y de Schiller, porque la veracidad de Kleist es infinitamen­te más osada, más ¡limitada a incondicional que las con­fesiones de los clásicos, que siempre van más o menos su­bordinadas a la estética. Kleist, conforme a su modo de ser, es excesivo hasta en la confesión; parece que hace su autopsia lleno de placer; no es que sienta amor a la ver­dad, sino que experimenta una fogosa pasión por ella y conserva una magnífica estética hasta en el más profundo dolor. Nada hay más agudo que los gritos de ese corazón y, sin embargo, parecen descender desde las alturas como el grito estremecido de un ave herida; nada hay más gran dios que el patetismo heroico de su soledad quejumbro­sa. Parece oírse el tormento de Filotek envenenado, dis­putando con los dioses, aislado en la isla de su espíritu, separado de sus hermanos, cuando, en el tormento de conocerse a sí mismo, se arranca las vestiduras y queda desnudo ante nosotros; pero no como un desvergonzado, sino como un cuerpo sangriento y ardiente que acaba de salir de su última lucha. Hay gritos que proceden de lo más hondo de lo humano, gritos de un dios despedazado, gritos de un animal atormentado, y después de eso vuel­ven a fluir las palabras, llenas de lucidez, de una lucidez tal que deslumbra. En ninguna obra pudo llegar a tanta profundidad como en sus cartas; en ninguna obra se ve tan claramente ese dualismo de exceso de presión y exce­so de contención; de análisis y éxtasis; de ponderación y pasión; de prusianismo y primítivismo. Muy posiblemen­te, en aquel manuscrito perdido de Historia de mi alma, todos esos mismos relámpagos y llamaradas formarían una única luz; pero ese manuscrito, que no era cierta­mente un arbitraje entre Poesía y Verdad, sino el fanatis­mo de la verdad, se ha perdido para nosotros. En esto, como siempre, la fatalidad ha intervenido de nuevo para no dejar escapar su secreto, para que Kleist siga siendo el hombre hermético y desconocido, para que, en fin, no podamos verle en sí mismo, solo, sino siempre envuelto en las sombras del Demonio.

EL ULTIMO LAZO

Por encima de todo, siempre vence el sentimiento de justicia.

La familia Schroffenstein

En cada uno de sus dramas, Kleist nos revela su alma; en todos ellos hay una entrega al mundo de una chispa del fuego de su espíritu; porque en cada uno de ellos se encuentra una de sus pasiones convertida en personaje de ficción. Así, pues, por sus obras lo conocemos en par­te, a él y su batallar heroico; sin embargo, no habría pi­sado nunca el terreno de la inmortalidad si en su última obra no nos hubiera ofrecido lo más elevado: su heroica lucha. En su Príncipe de Homburg ha sabido hacer una tragedia con su conflicto vital, y lo ha logrado con ese soplo genial que raras veces el destino concede más de una vez al artista; ha escrito la tragedia genial de su fuer­za interior, de su lucha, de la antinomia entre la pasión y el autodominio. En sus otras obras, Pentesilea, Guis­kard, Hermannsschlacht, había siempre un impulso pa­sional hacia el infinito, exagerado, contundente; pero en su última tragedia no sólo ha puesto ese impulso, sino que ha creado un mundo donde se agita todo ese revolti­jo de fuerzas pasionales; un mundo donde la presión y la contención forman una unidad que se eleva poderosa por encima de todo, en vez de dejar que esas fuerzas de acción y de reacción se separen en direcciones distintas. Y ese elevarse de las fuerzas, ¿qué es, sino la más alta armonía?
El arte no conoce momentos más hermosos que aquellos en que puede presentar en su justo equilibrio lo desmesurado; momentos sonoros en que, en un abrir y cerrar de ojos, toda disonancia se une para formar una armonía celeste; entonces todas esas fuerzas opuestas, divorciadas, incompatibles, se precipitan una dentro de la otra para, sólo un instante, unir sus labios, formados de palabras y de amor. Cuanto más fuerte es esa separa­ción, esa contraposición, tanto más fuerte es también ese ósculo y tanto más rugiente el acorde que surge de esas cataratas de pasión. El Homburg de Kleist tiene, mas que ningún otro drama alemán, la magnificencia de la extre­ma tensión, y su autor da a la nación alemana una trage­dia perfecta a un paso apenas de su propia destrucción, del mismo modo que Hölderlin, una hora antes de su­mergirse en las tinieblas, entona su himno órfico uni­versal; del mismo modo que Nietzsche, antes de su de­rrumbamiento interior, deja fluir, embriagado, la fuente saltarina, brillante como una gema, de sus palabras. Esa fuerza mágica que sale del sentimiento de la propia de­saparición está más allá de todo análisis o explicación, es algo inefablemente hermoso, como el último salto de la azulada llama antes de apagarse.
En su Homburg supo Kleist domar a su demonio por algún tiempo y hasta arrojarlo de su obra. En esa obra no se ha limitado a aplastar una de las cabezas de la hidra que lo rodeaban amenazantes, como hace en Pentesilea, en Guiskard y en Hermannsschlacht; aquí ha agarrado al monstruo por la garganta y lo arroja lejos de sí. Y por eso aquí puede verse toda la fuerza enorme de la pasión, que no sale silbando como el vapor, desde la presión interior hacia el vacío, sino que ahora una fuerza, una pasión, se precipita contra la otra en lucha abierta. En esta obra no queda ni un solo átomo de esa presión interior que no tome parte en esa lucha dramática, porque se expande con toda su fuerza; aquí son igualmente fuertes el dique y la corriente, el oleaje y el acantilado. Ahora Kleist no sale de sí mismo, sino que se duplica; así lo antagónico pierde su fuerza destructora porque no deja, como antes, comer libremente ninguno de sus impulsos; no permite, en fin, ninguna hegemonía, Toda la antinomia de su ser se pre­senta aquí claramente. Pero toda claridad facilita la visión de las cosas, y esa visión produce la reconciliación. Cesa ya la eterna lucha entre su apasionamiento y su discipli­na al quedar éstos frente a frente y a plena luz. La disci­plina (el príncipe, que hace proclamar vencedor a Hom­burg en la iglesia) honra al apasionado, y éste (Homburg, que exige su propia pena de muerte) honra la ley. Ambas fuerzas se reconocen como fuerzas primordiales que forman un conjunto; la inquietud pide movimientos; la disciplina, orden; y cuando Kleist arranca de su pecho oprimido aquella lucha eterna para colocarla allá arriba, entre las estrellas, logra por primera vez su unidad y se convierte en partícipe de la creación.
Y, de pronto, fluye naturalmente todo lo que ha es­tado buscando, todo lo que amaba, y fluye en la forma más elevada y pura, ungido por un sentimiento de re­conciliación. Todas las pasiones de sus treinta años se realizan de pronto, se materializan, pero ya no de un modo brusco y exagerado, sino suave y luminosamente. La loca ambición de Guiskard tiene toda la fogosidad del ado­lescente cuando se cobija en el pecho de Homburg. El patriotismo de Hermannsschlacht, patriotismo brutal, homicida, obsesionante, bárbaro, se suaviza y se hace humano hasta trocarse en inefable sentimiento patrio. La manía legalista de Kohlhaas se trueca, en la figura del príncipe, en clara observancia de la ley. Toda la decoración mágica de Käthchen no es ya más que un dulce claro de luna que ilumina la escena de un jardín de verano, donde la muerte flota como un soplo del más allá. Y aquella pasión voluptuosa de Pentesilea, aquella extraña ansia de vivir, se reducen a un natural sentimiento de de­seo. Por primera vez, hay en esta obra de Kleist un escondido fondo de bondad, un aliento de humanidad y de comprensión, y de esa comprensión  cuerda de plata, que él nunca había ni rozado  surge como una armonía de arpa. Todo lo que puede emocionar a un hombre está reunido aquí, y así como se dice que los moribundos en sus últimos momentos de vida reviven su pasado, así pasa también por esta obra de Kleist toda su anterior vida, todas sus faltas, todos sus errores, todas sus omi­siones, todo lo que parecía sin sentido, todo lo vano en apariencia, y todo eso recobra en esta obra su verdadera significación. La filosofía de Kant, que tanto lo atormen­tó a los veinte años y que casi asfixió su plan de vida, está ahora en las palabras del príncipe y eleva esa figura a lo espiritual. Sus años de cadete, su escuela militar tantas veces maldecida, reviven en magnífica imagen del ejérci­to, en un canto a la solidaridad; hasta el mundo real y mercantilizado, tan odiado por él, es ahora base de la tragedia, y la atmósfera, antes tan vacía, adquiere trans­parencia y horizontes. Todo aquello de lo que él había logrado liberarse: disciplina, tradición, tiempo, se alza ahora como un cielo por encima de su obra. Por primera vez crea algo que sale de su patria, de su hogar, de su propia sangre. Por primera vez, la atmósfera ha dejado de ser tan pesada y densa; ya no vibran sus nervios en dolorosa tensión; sus versos fluyen por primera vez claros y armónicos; no brotan ya a empujones, a borbotones; por primera vez hay música en su obra. El mundo espiritual, que antes era como una presión demoníaca en su obra, se eleva ahora como un crepúsculo por encima de lo huma­no; un tono dulce, como el de los últimos dramas de Sha­kespeare, consciente y animoso, cubre como un velo su mundo lleno de armonía.
El Principe de Homburg es el verdadero drama de Kleist, porque en él está contenida su vida entera; todas las complicaciones de su existencia están allí: su amor a la vida; su anhelo de muerte; su indisciplina, su exube­rancia, su atavismo, su experiencia; sólo aquí, donde se ha entregado completamente, se eleva por encima de su conciencia. De ahí ese tono profético y misterioso en la escena de la muerte; el miedo a la fatalidad, que suena como a poesía, de su muerte, escrita por adelantado, es también todo su pasado. Sólo los que han recibido ya la unción de la muerte tienen esa visión elevada que abarca el pasado y el futuro. De todos los dramas alemanes, sólo Homburg y Empédocles regalan nuestros oídos con esa música espiritual que es ya como una resonancia del In­finito. Sólo en el último umbral es dado a las almas el diluirse completamente; sólo la resignación de llegar a aquellas misteriosas esferas, tanto tiempo anheladas, per­mite su entera expansión; Kleist logra, cuando ya nada espera, aquello que le fue negado a su ansia fogosa y pa­sional. Sólo en esa hora en que ya nada espera, el destino le concede lo que antes le negó: la perfección.


PASIÓN DE MUERTE

He hecho lo máximo que permiten las fuerzas huma­nas: he buscado el imposible. Todo lo he apostado en esa jugada. El dado está ya echado; ahí está... y he perdido.

Pentesilea

En el tiempo en que Kleist alcanza la cumbre del arte, el año de Homburg, llega fatalmente también a la soledad más absoluta. Nunca estuvo más olvidado del mundo, más per­dido en el tiempo y en su patria; ha abandonado el empleo; le han prohibido la entrada al periódico; aquella misión que se le había encomendado de arrastrar a Austria a la guerra, ha quedado en nada. Su enemigo, Napoleón, domi­na en toda Europa; el rey de Prusia se convierte en su alia­do, después de haber sido su vasallo. Las obras de Kleist van y vienen por los escenarios sin ser representadas, re­chazadas por los empresarios, o, sí se representan, no son del agrado del público; sus libros no encuentran editor; él mismo no logra encontrar ni el empleo más modesto. Goethe se ha apartado de él; los demás apenas lo conocen y ningún aprecio pueden tenerle; sus protectores lo han abandonado en su caída; los amigos le han olvidado; final­mente, también lo abandona su hermana Ulrica. Ha perdi­do en todas las cartas a que ha apostado; sólo le resta ya una; lo único de valor que le queda en las manos es el ma­nuscrito de su obra maestra, El Príncipe de Homburg, que no logra ver representada. Nadie le sienta a su mesa ya, y nadie tampoco tiene la menor confianza en esta última car­ta que él lleva en la mano. Entonces, Kleist se dirige de nuevo a su familia, saliendo así de una soledad que duraba y muchos meses. Así, pues, se va hacia Francfort del Oder a; ver a los suyos y a alegrarse el alma con un poco de amor; pero los suyos le echan sal en las heridas y hiel en los labios. Aquella hora que pasa con su familia le destroza; todos ven en Kleist al fracasado que ha perdido el empleo, al dramaturgo sin éxito, y, en resumen, le miran desdeñosamente como a algo indigno de la familia. «Quisiera morir diez ve­ces, antes de volver a sufrir lo que sufrí en Francfort, en ese día, durante la comida», escribe lleno de desespero. Los suyos le echan y él se ha de refugiar en sí mismo, en su pecho,, oprimido, y, avergonzado, humillado, se dirige como pue­de hacia Berlín. Durante algunos meses va y viene, vestido, miserablemente y con los zapatos rotos, intentando encon­trar un empleo. Ofrece su Homburg, su Hermannsschlacht a los libreros, pero en vano; pone de mal humor a sus amistades con su triste aspecto, hasta que todos parece que se cansan de él y él a su vez se cansa también de esa búsqueda. Mi alma está tan lacerada  escribe estremecido en aque­llos días , que diría que hasta la luz del Sol me hace daño cuando me atrevo a asomarme a la ventana.»
Todas sus pasiones han terminado; todas sus fuerzas están dispersas; todas sus esperanzas han resultado, fa­llidas, pues:

Su fama no logra llegar a los oídos de nadie, y cuando ve el signo de los tiempos que ondea ante cada puerta, termina su canción; quiere acabar ya y, llorando, deja escapar la lira de sus manos.

Entonces, en medio de la soledad espantosa en que se encuentra, soledad y silencio como nunca ha sentido otro genio alrededor de sí (si se exceptúa tal vez a Nietzsche), entonces oye sonar una voz siniestra, oscura, y que ya ha­bía oído en momentos de desesperación: es la llamada de la muerte. Este pensamiento de una muerte voluntaria le acompaña desde su juventud, y así como cuando era casi un muchacho se había hecho un plan de vida, ahora, desde hacía algún tiempo, estaba formando un plan de muerte; este pensamiento, aunque oculto, se había afir­mado en su alma, y ahora, cuando la marea y el oleaje de la esperanza se retiran de su alma, queda el pensamiento de la muerte como una negra roca descubierta por el re­flujo, negro y fuerte. Son innumerables en las cartas de Kleist las alusiones voluptuosas al suicidio. Ciertamente, se podría decir paradójicamente que si soportó la vida tanto tiempo, fue porque en todo momento sabía que po­día arrancarla de su cuerpo. Siente continuamente el de­seo de morir, y si se le ve titubear no es de miedo, sino por su naturaleza exagerada, excesiva; Kleist no ama a la muerte de cualquier manera, sino con pasión, con exalta­ción; no quiere matarse, pues, miserablemente, cobarde­mente, sino que ansía  según él mismo escribe a Ulri­ca  «una muerte magnífica». Hasta este pensamiento siniestro y oscuro logra en Kleist la voluptuosidad de la embriaguez. Quiere ir a la muerte como quien va al lecho nupcial; su erotismo, que no encontró el cauce natural, se desborda hasta inundar todas las profundidades de la na­turaleza, y sueña ya con una muerte que sea de místico amor, una muerte que sea desaparición de dos almas. Cierto terror atávico  que él ha inmortalizado en el Prin­cipe de Homburg  le hace temer la soledad de la muerte, el tener que soportarla toda una eternidad; así pide desde su infancia, a todos los que ama, que mueran con él. Él, que durante la vida ha estado sediento de amor, pide aho­ra una muerte de amor. En el mundo ninguna mujer logró satisfacer su amor ¡limitado, ninguna mujer logró soste­ner el paso hacia el éxtasis de aquel loco de amor; ningu­na, ni su novia, ni Ulrica, ni Marie von Kleist, pudieron soportar la ebullición de sus pasiones. Ahora el amor, el ansia de amor de Kleist, sólo puede satisfacerse con la muerte, que es lo más alto a insuperable; en Pentesilea se adivina esa pasión. Así pues, sólo la mujer que esté dis­puesta a morir con él es la que puede ofrecerle un amor insuperable, y esa mujer es la única que Kleist desea; « su tumba me ha de ser más agradable que los lechos de todas las emperatrices del mundo», escribe en su última carta de despedida. Por eso Kleíst pide la compañía hacia la muerte a las personas que le son más afectas, y a Karoline von Schiller, que le era casi desconocida, le propone «pe­garle un tiro a ella y después pegarse otro él». Trata de atraer a su amigo Rühle diciéndole: «No acaba de aban­donarme la idea de que todavía hemos de hacer juntos una cosa; ven  sigue diciendo , hagamos algo bien he­cho y encontremos la muerte en ello; será uno de los mi­llones de muertes que ya hemos sufrido o que hemos de sufrir todavía; es sólo como si pasáramos de una habita­ción a otra.» Como siempre le sucede a Kleist, la idea, fría al principio, es pronto ardiente pasión; cada vez se entu­siasma más con el proyecto de acabar su lento desmoro­namiento con una explosión, de un golpe, en una des­trucción heroica, y arrojarse a una muerte fantástica para librarse de su eterna lamentación, de su lucha interior, de su insaciable pasión, rodeado de embriaguez y de éxta­sis. Su demonio interior se alza magnífico, pues quiere arrojarse a su elemento: al Infinito.
Esa pasión de muerte en compañía de otra persona, queda sin ser comprendida por sus amigos y por las mu­jeres, como incomprendidas quedaron siempre sus hi­pertrofias sentimentales. En vano insiste, mendiga casi, para encontrar a su compañero en la muerte: todos se apartan de él horrorizados al oír tal proposición. Final­mente, cuando su alma rezuma ya asco y amargura, cuan­do la oscuridad de su corazón le borra la vista y el senti­miento, encuentra a una mujer que acepta agradecida su proposición. Se trata de una enferma condenada a muerte; un cáncer le corroe las entrañas como a Kleist le corroe el alma el cansancio de vivir. Kleist, exaltado en su éxtasis, se deja acompañar voluptuosamente por aque­lla infeliz a la tumba: ya hay alguien que le priva de la soledad en sus últimos momentos de vida, y así surgió aquella extraña noche de bodas del «no amado» con la «no amada», así aquella mujer enferma y fea (él sólo miró su rostro en el éxtasis del pensamiento) se arroja con él a la inmortalidad. En el fondo, aquella pobre ca­jera le era desconocida; nunca la conoció sexualmente, pero se desposa con ella bajo otros signos y otras estre­llas, se desposa con ella en el sagrado sacramento de la muerte. Esa mujer, que para su vida habría resultado pe­queña, débil y enfermiza, será una magnífica compañera de muerte, porque es la única que pone, sobre la muerte del poeta, un alba engañosa de amor y compañerismo. Él mismo se le ofreció: ella no tenía mas que tomarlo, y él estaba preparado.
La vida le había dispuesto demasiado a ello, pues lo había pisoteado, esclavizado, decepcionado y hasta re­bajado, y ahora él sabe levantarse con toda su magnífica fuerza para hacer de su muerte su última tragedia. El artista que hay en él reaviva ahora el fuego que ardía ocul­to entre cenizas, soplando con su aliento poderoso, y de su pecho brota una llamarada de júbilo apenas está segu­ro, como él mismo dice, de que « ya está maduro para la muerte», apenas se da cuenta que la vida ya no lo do­mina, sino que es él quien domina la vida. Y aquel que nunca pudo decir un «sí» claro y puro (como Goethe), ahora dice su «sí» más sagrado y alegre a la muerte, y ese «sí» suena por primera vez magnífico y sin disonancia. Toda la acrimonia ha desaparecido; toda torpeza ha muerto; todas sus palabras suenan ahora magníficas bajo el hacha del destino. La luz del día no le molesta ya, por­que su alma respira la inmortalidad; lo vulgar está lejos; su mundo interior está lleno de luz; ahora vive feliz su propio «yo»; vive aquellos versos de su Homburg, que son los versos de su propia extinción:

Ahora, oh Inmortalidad, ya eres completamente mía. A través de la venda que cubre mis ojos, pasa lo brillo como el de mil soles. Siento que me nacen alas y que flota mi espíritu tran­quilo en los etéreos espacios; y del mismo modo que un buque llevado por el soplo del viento ve cómo paulatinamente van desapareciendo el puerto y la ciudad, así yo veo cómo toda mi ida se va hundiendo en el crepúsculo. Aún distingo los color­es y las formas... y ahora sólo niebla se extiende debajo de mí.

El éxtasis que lo arrastró, durante treinta y tres años, través de todas las espesuras del bosque de la vida, lo levanta ahora henchido de amor en una despedida llena de bienaventuranza. Todo el antagonismo interior, toda la lucha eterna, se funde ahora en un único y exclusivo sentimiento. Al entrar en las tinieblas voluntariamente, animoso, su sombra lo abandona; el demonio de su vida se cierne unos instantes sobre su cuerpo arruinado y, corno el humo, se disuelve después. En esta última hora, todo el dolor y la pesadumbre de Kleist se disuelven, de­saparecen, y su demonio se convierte en armonía.


FRIEDRICH NIETZSCHE


El interés que despierta en mí un filósofo
depende exactamente de su capacidad para darnos
un ejemplo.

CONSIDERACIONES INTEMPESTIVAS


TRAGEDIA SIN PERSONAJES


Vivir de un modo peligroso es obtener el mayor pla­cer que puede dar la existencia.

La tragedia de Friedrich Nietzsche es un monodrama: el único actor en la corta escena de su vida es él mismo. En cada uno de los actos  rápidos como un alud  está Nietzsche como un luchador solitario bajo el tempestuo­so cielo de su destino; no tiene a nadie a su lado; nadie está enfrente de él; ninguna mujer, con su tierna presen­cia, suaviza esa tensión atmosférica. Toda acción procede de él y en él se refleja solamente. Las únicas figuras que al principio marchan a su lado son acompañantes mudos, asombrados y asustados de su heroica empresa, que des­pués, poco a poco, se van alejando de él, como si fuera peligroso. Nadie se atreve a adentrarse en el círculo inte­rior de su destino. Nietzsche habla, lucha y sufre siempre por su propia cuenta. No habla a nadie y nadie le habla a él. Y, lo que aún es más terrible: nadie lo escucha.
Esa heroica tragedia de Friedrich Nietzsche no tiene, pues, personajes ni público, y tampoco tiene decorado, ni escenario, ni trajes: se representa, por decirlo así, en el vacío, en la idea. Basilea, Naumburgo, Niza, Sorrento, Sils Maria, Génova: esos nombres no son, en realidad, di­ferentes residencias de Nietzsche, sino jalones que bor­dean el camino recorrido en un vuelo ardiente, es decir, bastidores y telones fríos y sin color. Realmente, el deco­rado de su tragedia fue siempre el mismo: aislamiento, soledad, esa soledad muda que siempre rodea el pensa­miento de Nietzsche como una campana de cristal; esa soledad sin flores ni luz, sin música, sin seres humanos, sin animales, y hasta sin Dios; esa soledad petrificada, muerta, de un mundo primitivo anterior o posterior a cualquier tiempo. Pero lo que hace más vacía y triste esa soledad, terrible y grotesca al mismo tiempo, es el hecho inconcebible de que esta soledad de desierto, de glaciar, se encuentre, intelectualmente hablando, en medio de un país americanizado, en medio de esa Alemania moder­na donde trepidan los ferrocarriles que van y vienen, donde cruza por doquier el telégrafo; un país lleno de ruido y tumulto, en medio de una cultura llena de curio­sidad malsana que lanza al mundo, todos los años, cua­renta mil libros, que en sus cien universidades trata con­tinuamente de resolver nuevos problemas, que en sus centenares de teatros está contemplando diariamente dra­mas y tragedias, y que, a pesar de todo lo dicho, no sabe absolutamente nada, ni adivina nada, ni siente nada de ese formidable drama del espíritu que se está desarro­llando en su mismo centro, en su círculo más íntimo.
Pues ni aun en los momentos más grandiosos la tra­gedia de Nietzsche logra tener en Alemania siquiera un espectador, un solo testigo. A1 principio, cuando habla desde su cátedra y la luz de Wagner lo ilumina, sus pala­bras despiertan alguna curiosidad; pero cuanto más pro­fundiza en sí mismo o en la hondura del tiempo, tanto menor es el eco que despierta su voz. Uno después de otro, amigos y extraños se sienten intimidados por el heroico monólogo, asustados por las transformaciones cada vez más salvajes y por los éxtasis cada vez más ar­dientes del eterno solitario que fue Nietzsche, y por eso le abandonan, terriblemente solo, a su destino. Poco a poco, el solitario actor se va llenando de la inquietud de hablar siempre en el vacío; va alzando la voz, grita, gesti­cula, queriendo despertar así un eco o una voz contra­dictoria. Inventa una música para sus palabras: una mú­sica tempestuosa, embriagadora, dionisíaca, pero ya nadie lo escucha. Recurre entonces a arlequinadas, a una ale­gría forzada, punzante, estridente; hace cabriolas con sus frases, las adorna, todo ello sólo para atraer, con su di­versión artificial, a algunos oyentes a aquello tan terri­blemente serio que él está diciendo, pero ni una mano se mueve para aplaudirle. Finalmente, inventa una danza, la danza de las espadas, y, herido, desgarrado, sangrante, ejercita su nuevo arte ante el público, pero nadie adivina el sentido de esas bromas estridentes ni la pasión destro­zada que se encierra en su afectada frivolidad. Sin públi­co, sin eco, termina entonces el drama de su espíritu, que es el más extraordinario que pueda haberse presentado en nuestro inquieto siglo. Nadie se molesta en dirigirle una mirada cuando el zumbel de sus pensamientos salta por última vez, para acabar cayendo al suelo agotado... «muerto ante la inmortalidad.»
Ese aislamiento rotundo, ese estar consigo mismo, es lo más profundo, lo más trágico de la vida de Friedrich Nietzsche. Nunca una plenitud de espíritu como la suya, ni una orgía semejante de los sentimientos, estuvieron rodeadas de un vacío tan enorme, de un silencio tan her­mético. Ni siquiera tuvo adversarios; así, la más podero­sa voluntad de pensar, «encerrada en sí misma y ente­rrándose a sí misma», se ve obligada a buscar dentro de su propio pecho, dentro de su alma trágica, la respuesta o la contradicción. Y ese espíritu, furioso por su destino, arranca su túnica de Neso de los jirones sangrientos de su piel, arranca ese ardor que lo devora para aparecer desnudo ante la verdad, frente a sí mismo. Pero ¡qué frío glacial hay alrededor de esa desnudez! ¡Qué silencio alrededor de ese grito del espíritu! ¡Qué cielo siniestro, lleno de nubes y de rayos, se cierne sobre ese « asesino de la divinidad», que, a falta de un enemigo con quien com­batir, se precipita sobre sí mismo, sin piedad, como quien se conoce a sí mismo y es su propio verdugo! Arre­batado por su demonio más allá del tiempo y del espacio, más allá de los límites más extremos de su ser,

Sacudido por extraña fiebre, temblando ante las aceradas puntas de las flechas heladas, repudiado por ti, ¡oh, pensa­miento! ¡Indecible! ¡Sombrío! ¡Terrible!

retrocede a veces, sacudido por un estremecimiento, con la mirada llena de terror, cuando se da cuenta de cuán le­jos de todo lo viviente, de todo lo que ha sido, le ha arras­trado su vida. Pero un impulso tan grande no puede vol­ver atrás; con plena conciencia, y al mismo tiempo en el supremo éxtasis de la embriaguez de sí mismo, cumple su destino, aquel que Bölderlin, su querido Hölderlin, le ha­bía marcado en la figura de Empedocles.
Un heroico paisaje sin cielo, un espectáculo grandio­so sin espectadores, un silencio cada vez mayor que ro­dea al trágico grito de la soledad de un espíritu: tal es la tragedia de Friedrich Nietzsche; se debería abominar de tina tragedia así, como de una de esas terribles cruelda­des de la Naturaleza, tan estúpida, sí Nietzsche no la hu­biera aceptado en un gesto extático y si no hubiera esco­gido, y hasta amado, esa crueldad única a causa de su naturaleza también única. Pues, voluntariamente y con claro sentido, supo edificar esa «vida particular» en su segura existencia, con su profundo instinto trágico, y su gran fortaleza de ánimo supo retar a los dioses para ex­perimentar en sí mismo el mayor grado de peligro en que un hombre puede vivir: ¡Salud, oh, demonios! Con ese grito de la hybris, Nietzsche y sus amigos evocan las po­tencias en una noche alegre, como de estudiantes: a la hora de los espíritus, arrojan por la ventana sus vasos lle­nos de vino a una de las calles tranquilas de una Basilea dormida, como en sacrificio a los Invisibles. Es sólo una broma fantástica que encierra un presentimiento; pero los demonios escucharon la invocación y persiguen al que los desafió, y así la broma de una noche llega a ser la tragedia de un destino. Nunca logra Nietzsche escabu­llirse de esas monstruosas exigencias que lo han agarra­do y atado con cadenas: cuanto más fuerte pega el mar­tillo, tanto más sonoro rebota en la masa de bronce de su voluntad. Y sobre ese yunque, puesto al rojo por la pasión, se ve forjada, a golpes cada vez más fuertes, la fórmula que, como una armadura, defiende su espíritu: «Fórmula para la grandeza de un hombre, amor fatí; no querer ser nada diferente de lo que ha sido, de lo que es, o de lo que ha de ser. Soportar lo fatal; más aún: no disi­mularlo; más aún: amarlo.» Ese canto ferviente de amor a las potencias ahoga ditirámbicamente los gritos de dolor: arrojado a tierra, vencido por el silencio, devorado por sí mismo, roído por todas las amarguras del dolor, no levanta jamás su mano para que el destino lo abando­ne. A1 contrario, reclama una miseria mayor todavía, una soledad más profunda, un sufrimiento más completo; siempre lo máximo que puede resistir. Si alza sus manos no es pidiendo gracia, sino al contrario, su oración es la de los héroes: « ¡Oh!, voluntad de mí alma, que yo llamaré mi destino, tú que estás en mí, por encima sírvame y concédeme un destino grande.» Y el que así sabe orar, es escuchado.


DOBLE RETRATO

El énfasis en el gesto no es propio de la grandeza; quien necesita del gesto, es falso... Desconfiemos de todas las personas pintorescas.

Imagen patética del héroe: veamos cómo lo describe la mentira marmórea, la leyenda pintoresca: una cabeza de héroe orgullosamente levantada; frente alta, surcada por sombríos pensamientos; los cabellos revueltos, como en oleadas; el cuello potente y robusto. Bajo sus cejas tupi­das, una mirada de halcón; cada músculo de su rostro está tenso de voluntad, de salud y de fuerza. El bigote a lo Vercingétorix, que cubre su boca áspera, y un mentón prominente nos recuerdan a un guerrero bárbaro, a in­voluntariamente surge el pensamiento de la espada gue­rrera y victoriosa, del cuerno de caza o de la lanza, al contemplar su robusta cabeza de león y su cuerpo mus­culoso de vikingo germano. Bajo esta forma de super­hombre, de antiguo Prometeo, ha sido representado por escultores y pintores ese gran solitario del espíritu para hacerle más comprensible a una humanidad no muy lle­na de fe, que es incapaz de comprender la tragedia si no la ve envuelta en el ropaje teatral, influida en esto por los libros de texto y por el teatro. Pero el auténtico trágico nunca es teatral; el verdadero retrato de Nietzsche es mucho menos pintoresco de como lo representan los bustos o los cuadros.
Imagen del hombre: un mezquino comedor de una pensión de seis francos al día, en un hotel de los Alpes o junto a la ribera de Liguria. Huéspedes indiferentes, la mayor parte de veces; algunas señoras viejas en small talk, es decir, en conversación trivial. La campana ha lla­mado ya a comer. Entra un hombre de espaldas cargadas, de silueta imprecisa; su paso es incierto, porque Nietz­sche, que tiene «seis séptimos de ciego», anda casi tanteando, como si saliese de una caverna. Su traje es oscuro y cuidadosamente aseado; oscuro es también su rostro, y su cabello castaño va revuelto, como agitado por el olea­je; oscuros son igualmente sus ojos, que se ven a través de unos cristales gruesos, extraordinariamente gruesos. Sua­vemente, casi con timidez, se aproxima; a su alrededor flota un silencio anormal. Parece un hombre que vive en las sombras, más allá de la sociedad, más allá de la con­versación, y que está siempre temeroso de todo lo que sea ruido o hasta sonido; saluda a los demás huéspedes con cortesía y distinción y, cortésmente, se le devuelve el sa­ludo. Se aproxima a la mesa con paso inseguro de miope; va probando lbs alimentos con una precaución propia de un enfermo del estómago, no sea que algún guiso esté ex­cesivamente sazonado o que el té sea demasiado fuerte, pues cualquier cosa de ésas irritaría su vientre delicado, y sí éste enferma, sus nervios se excitan tumultuosamente. Ni un vaso de vino, ni una jarra de cerveza, nada de alco­hol, nada de café, ningún cigarro, ningún cigarrillo; nada estimulante; sólo una comida sobria y una conversación de cortesía, en voz baja, con el vecino de mesa (como ha­blaría uno que ha perdido el hábito de conversar y tiene miedo de que le pregunten demasiado).
Después se retira a su habitación mezquina, pobre, fría. La mesa está colmada de papeles, notas, escritos, pruebas; pero ni una flor, ni un adorno, algún libro ape­nas y, muy raras veces, alguna carta. Allá en un rincón, un pesado cofre de madera, toda su fortuna: dos cami­sas, un traje, libros y manuscritos. Sobre un estante, mu­chas botellitas, frascos y medicinas con que combatir unos dolores de cabeza que le tienen loco durante horas y más horas, para luchar con los espasmos gástricos y los vómitos, para vencer su pereza intestinal y para comba­tir, sobre todo, su terrible insomnio con cloral y veronal. Un horrible arsenal de venenos y de drogas, que es la única ayuda que puede encontrar en el vacío de un cuar­to extranjero, donde no le es posible encontrar otro re­poso que el obtenido por un sueño corto, artificial, for­zado. Envuelto en una capa y una bufanda de lana (pues la chimenea hace humo, pero no da calor), con sus dedos ateridos, sus gruesos lentes tocando casi el papel, escri­be rápidamente, durante horas enteras, palabras que sus mismos ojos no pueden luego apenas descifrar. Durante horas está allá sentado escribiendo, hasta que los ojos le arden y lagrimean; una de las pocas felicidades de su vida es que alguien, apiadado de él, se le ofrezca para es­cribir un rato, para ayudarle. Si hace buen día, el eterno solitario sale a dar un paseo, siempre solo con sus pensa­mientos. Nadie lo saluda jamás, nadie lo acompaña ja­más, nadie lo para jamás. El mal tiempo, la nieve, la llu­via, todo eso que él odia tanto, lo retienen prisionero en su cuarto; nunca abandona su habitación para buscar la compañía de otros, para buscar a otras personas. Por la noche, un par de pastelillos, una tacita de té flojo, y enseguida otra vez la soledad eterna con sus pensamientos. Horas enteras vela junto a la lámpara macilenta y humo­sa sin que sus nervios, siempre tensos, se aflojen de can­sancio. Después echa mano del cloral a otro hipnótico cualquiera, y así, a la fuerza, se duerme, se duerme como las demás personas, como las personas que no piensan ni son perseguidas por el demonio.
A veces permanece en cama días enteros: vómitos y espasmos gástricos que le hacen perder el sentido, las sie­nes le duelen como si se las trepanasen, los ojos pierden casi totalmente la vista; pero nadie se aproxima a su le­cho, nadie tiende su mano para poner una compresa en su frente, nadie hay que se preste a leerle en voz alta, a conversar con él, a reír con él.
Esa habitación es siempre la misma. La población tiene nombres distintos: Sorrento, Turín, Venecia, Níza, Marienbad, pero la habitación es la misma: una habita­ción de alquiler, extraña, fría, de muebles descabalados; siempre la misma mesa de trabajo y el mismo lecho de dolor; siempre también la misma soledad. En todos sus años de peregrinación no hay ni un solo descanso en un ambiente alegre y amable; nunca, durante la noche, se aprieta contra él el cuerpo desnudo y tibio de una mujer; nunca hay una aurora de gloria tras de sus miles y miles de noches de trabajo y de soledad. ¡Cuánto más absolu­ta es la soledad de Nietzsche que la de la pintoresca me­seta de Sils Maria, visitada ahora por los turistas, entre su lunch y su diner: la soledad de Níetzsche es de toda su vida, de todo su mundo!
De vez en cuando un huésped, un visitante. Pero la corteza se ha hecho ya demasiado dura alrededor de ese corazón anhelante de compañía; el solitario da un suspi­ro de alivio cuando se marcha el visitante. No queda ya en él ni rastro de sociabilidad; la conversación fatiga, agota, al que se alimenta de sí mismo y que, por tanto, sólo tiene apetito de sí mismo. A veces, rápido como un destello, pasa aún un rayo de felicidad: esa felicidad se llama música. Una representación de Carmen en un mal teatro de Niza, un par de arias de un concierto, alguna hora de piano, pero esa felicidad es también forzada y le conmueve hasta hacerle derramar lágrimas; su falta de felicidad lo ha desacostumbrado tanto a ella que acaba por ser ya sólo un tormento.
Durante quince años recorre Níetzsche esa galería subterránea que va de habitación alquilada a habitación alquilada; siempre desconocido, sólo conocido de sí mismo, pasa por oscuras ciudades, por tétricas habitaciones, por pensiones mezquinas, por sucios vagones de ferrocarril, por cuartos de enfermo, mientras en la su­perficie del tiempo bulle toda la ruidosa feria de las artes y de las ciencias. Sólo el caso de Dostoievski, simultáneo, igualmente oscuro y triste, presenta la misma luz grisá­cea y espectral. En éste, como en aquél, la obra de titán oculta a la figura miserable del Lázaro que muere diaria­mente de miseria y de enfermedades, y que también cada día encuentra el milagro salvador de su voluntad que lo saca de lo profundo. Durante quince años, Nietzsche sale y vuelve a caer en el ataúd de su habitación, va de muerte en muerte, de dolor en dolor, de resurrección en resurrección, hasta que todas las energías de su cerebro estallan por fin y le destrozan. Hombres desconocidos levantan del suelo de una calle a ese otro hombre desco­nocido; hombres desconocidos, extranjeros, le llevan a la habitación, también extranjera, de la Vía Carlo Alber­to de Turín. Nadie presencia su muerte intelectual. Su fin está rodeado de oscuridad y de soledad. Solo, desco­nocido, se sumerge el espíritu más lúcido del genio en la oscuridad de su propia noche.


APOLOGIA DE LA ENFERMEDAD

Lo que no me mata, me hace más fuerte.

Innumerables son los gritos de dolor de ese cuerpo mar­tirizado. Es todo un cuadro de los males físicos, con cien anotaciones, y después esa terrible frase: «En todas las edades de mi vida, el exceso de dolor ha sido monstruo­so.» Y efectivamente, no falta ningún diabólico tormen­to en ese pandemónium de la enfermedad: dolores de cabeza, martilleantes, brutales, que hacen permanecer a ese pobre mártir días enteros echado en un sofá o en la cama; espasmos gástricos con vómitos de sangre, migra­ñas, fiebres, abatimiento, falta de apetito, hemorroides, debilidad intestinal, escalofríos, sudores nocturnos; to­do un círculo terrible. Además, unos ojos «que son, en sus tres cuartos, ciegos», que al menor esfuerzo se hinchan y lagrimean y que no le permiten gozar de la luz del día más que una hora y media o dos diariamente; pero Nietzsche odia el cuidado del cuerpo y trabaja diez ho­ras diarias en su mesa, y su cerebro se venga de esos ex­cesos con dolores de cabeza que lo enloquecen o con terribles tensiones nerviosas, pues su cerebro sobreexci­tado no se para por la noche, sino que continúa girando en sus visiones y en sus pensamientos hasta que lo ha de ensordecer por medio de soporíferos. Pero las dosis son cada vez mayores (en dos meses, Nietzsche llega a em­plear cincuenta gramos de cloral para procurarse el sue­ño); entonces su estómago se niega a resistir tan dura prueba y se subleva. Y, en un círculo vicioso, sus vómi­tos, sus dolores de cabeza, necesitan nuevos remedios; se entabla una lucha encarnizada, insaciable, entre sus órganos irritados, que, en un juego loco, se arrojan uno a otro la pelota llena de espinas del sufrimiento. Jamás hay un momento de reposo en esa lucha, jamás se presenta un momento de satisfacción, ni un solo mes de descanso y de olvido en su dolor. En veinte años, no hay una sola de sus cartas en donde no suene el gemido de sus padeci­mientos. Y sus gritos son cada vez más furiosos, más agu­dos, ante el aguijonazo incesante de sus nervios delica­dos y sensibles. «Descárgate de ello; muere», se dice a sí mismo. Otra vez escribe: «Una pistola es para mí, actualmente, un pensamiento consolador.» Y en otra oca­sión, exclama: «Mi terrible martirio, casi insoportable, me hace anhelar la muerte; por ciertos indicios, me pare­ce próximo un ataque cerebral que me traerá la libera­ción.»
Después ya no encuentra palabras lo bastante signi­ficativas para expresar sus sufrimientos; tanto han sido repetidas, que han perdido su fuerza; sus gritos atroces ya no parecen humanos y suben a la superficie desde lo más hondo de su « existencia de perro» De pronto brilla una afirmación que hace estremecer por lo mons­truosa; una afirmación sólida, firme, que da el mentís a todos sus anteriores quejidos: «En resumen, he tenido (en esos quince últimos años) un buen estado de salud»
¿Qué significa eso? ¿Qué vale aquí: sus sufrimientos, o su frase lapidaria? Evidentemente, ambas cosas. El cuerpo de Nietzsche era fuerte y resistente; su tronco grueso y sólido podía soportar cualquier carga; sus raíces se hunden profundamente en una sana generación de sanos alemanes. En summa summarum  como él dice , su constitución, su organismo, eran sanos; sólo sus nervios son demasiado sensibles para la violencia de su sensibili­dad, y por eso están en perpetua conmoción (una conmo­ción que, sin embargo, nunca logra hacer temblar su só­lida fuerza de espíritu) Una vez, Nietzsche encontró la expresión feliz de ese estado semi-peligroso de su salud, cuando habló de «esos pequeños disparos del sufrimien­to», porque, efectivamente, en esa lucha, no se abrió nun­ca una verdadera brecha en sus murallas interiores; vive, como Gulliver en Brobdignac, sitiado por un hormigue­ro de diminutos sufrimientos. Sus nervios están siempre alerta, siempre en guardia y al acecho; toda su atención está supeditada a su propia defensa, pero nunca fue ven­cido por una verdadera enfermedad, si se exceptúa esa dolencia sorda que, en silencio, fue abriendo aquella mi­na que un día hizo saltar su cerebro. Un espíritu monu­mental como el de Nietzsche no sucumbe al fuego de fu­silería; sólo una explosión puede hacer saltar en pedazos su cerebro de granito. Así, a un gran sufrimiento se opo­ne una gran capacidad para sufrir y, frente a una gran ve­hemencia de sentimiento, se opone una gran delicadeza nerviosa del sistema motor. Pues cada nervio del estóma­go o del corazón de Nietzsche es como un manómetro de precisión que marca, con depresión o excitación terri­bles, las más pequeñas alteraciones de la tensión. Nada permanece inconsciente para su cuerpo o para su espí­ritu. El más pequeño nerviecillo, que en los otros está mudo, le señala a él siempre su misión con un estremeci­miento poderoso, y su «furiosa irritabilidad» rompe su fuerte vitalidad en mil fragmentos agudos, cortantes y pe­ligrosos. De ahí los gritos penetrantes que le hacen exha­lar sus nervios lastimados al menor movimiento, al menor paso que Nietzsche da en su vida.
Esa hipersensibilidad fatal, demoníaca, de sus ner­vios, que se estremecen al menor roce con un dolor que en otra persona no traspasaría el umbral de la concien­cia, es la verdadera fuente de sus sufrimientos y al mis­mo tiempo es también fuente de su genial sistema de valores. No es necesario, para agitar su sangre en reac­ción fisiológica, que haya una causa tangible o una afección verdadera; basta para ello la menor cosa: las va­riaciones meteorológicas, por ejemplo, que para Nietz­sche son ya motivo de penalidades terribles. Puede que no haya existido nunca un intelecto tan sensible a las variaciones atmosféricas o a las oscilaciones meteoro­lógicas. En su interior lleva un manómetro, lleva mercu­rio; es la excitación misma; entre su pulso y la presión atmosférica, entre sus nervios y la humedad del ambien­te, parece que existen misteriosos contactos eléctricos. Sus nervios acusan la presión dolorosamente y reaccio­nan al compás de las oscilaciones de la naturaleza. La lluvia o un tiempo revuelto deprimen su vitalidad («un cielo cubierto me abate profundamente», declara él mismo); un cielo cargado de nubes descompone sus in­testinos; las lluvias le restan « potencial», la humedad lo debilita; la sequedad lo vivifica; el sol le da vida; el in­vierno lo agarrota y lo mata. La aguja barométrica de sus nervios nunca está quieta; necesita ir a un cielo sin nu­bes, subir a la meseta de Engadín, donde no sopla el viento. Y todas esas variaciones, esas presiones que al­teran tanto su estado físico, obran también poderosa­mente sobre su espíritu. Pues cada vez que brota en él un pensamiento, corre una chispa eléctrica a través de sus tensos nervios; la acción de pensar se realiza, en Nietzsche, como una descarga eléctrica que actúa sobre su cuerpo como una tormenta, y «en cada explosión de su sensibilidad, aunque sea rápida como un parpadeo hay una alteración en el curso de sus venas». El cuerpo y el espíritu, en el más vital de los pensadores, se en­cuentran íntimamente ligados a las variaciones atmosfé­ricas. Para Níetzsche, las reacciones internas y externas llegan a ser idénticas: «No llego a ser ni espíritu ni cuer­po: soy algo diferente: sufro en todo y por todo»
Ahora bien, esa precisión de su sensibilidad, esa ten­dencia a reaccionar vehementemente ante cada impresión, se ven aumentadas por la atmósfera inmóvil y con­centrada en que se desenvuelve su vida, por esa soledad en que vive Nietzsche. En los trescientos sesenta y cinco días del año, nada entra en contacto con él, ni amigo ni mujer, y en las veinticuatro horas del día, nada tiene ante sí mas que a sí mismo; por eso su vida llega a ser un con­tinuo diálogo con sus nervios. En medio de este mons­truoso silencio, sostiene en sus manos la brújula de su sensibilidad y, como un anacoreta, como un solitario, co­mo un aislado, observa, bañado en hipocondría, hasta las menores alteraciones que sufren las funciones de su cuerpo. Otros se olvidan de sí mismos porque dirigen su atención a la charla y a los negocios, a la diversión y a las distracciones, porque se sumen en el vino y la apatía, pero Nietzsche es un diagnosticador genial, que se en­trega al placer del psicólogo curioso hasta en su propio dolor y hace de sí mismo un « caso de observación y es­tudio».
Continuamente, con agudas pinzas, pone al desnudo sus nervios, actuando como médico y paciente simultá­neamente, dejando al descubierto lo más doloroso de su sensibilidad, y con ello sólo logra, como ha de suceder con toda naturaleza nerviosa, aumentar su hípersensíbi­lidad. Escamado de los médicos, se convierte en su pro­pio médico y se medica por su propia cuenta durante toda su vida. Va ensayando todas las medicinas o las cu­ras que uno pueda imaginarse: masajes eléctricos, dietas, brebajes, curas de agua; ya calma sus nervios con bro­muro, ya se los excita de nuevo con alguna otra sustan­cia. La extrema sensibilidad que presenta a los cambios meteorológicos lo mueve continuamente a buscar una atmósfera particular, un lugar apropiado, lo que él llama « clima para su alma». Pronto está en Lugano por el aire del lago y la carencia de viento; pronto en Pfáfer o en So­rrento; después cree que los baños de Ragaz podrían li­brarle de esa porción dolorosa de su ser y que la región salubre de Saint Moritz o las fuentes de Baden Baden o Marienbad podrían convenirle. Durante una primave­ra cree haber descubierto en Engadin la atmósfera más apropiada a su naturaleza, debido a aquel aire vigoriza­dor y ozonizado; después descubre que es Niza, con su aire seco; después cree que es Verona o Génova. Ahora desea estar en pleno bosque, después necesita el aire del mar; ya una pequeña ciudad con alimentos puros y sen­cillos, ya un lugar en la ribera. Dios sabe cuántos kiló­metros de vía férrea recorrió ese fugitivus errans, buscando siempre ese lugar fabuloso donde debía cesar esa excita­ción, esa quemazón de sus nervios. De sus experiencias patológicas va surgiendo, poco a poco, toda la geografía sanitaria; hojea gruesos volúmenes de obras geológicas buscando ese lugar que nunca encuentra; ese lugar que, como una lámpara de Aladino, ha de reportarle la paz y la tranquilidad. Ningún viaje ha de parecerle excesiva­mente largo; está en sus proyectos ir a Barcelona, y también piensa en las cordilleras mejicanas, en la Argentina y hasta en el Japón. La situación geográfica, la dietética y la climatología llegan a ser su segunda ciencia particular. En cada lugar anota la temperatura, la presión; con el hi­droscopio mide la humedad y toma razón de las precipitaciones atmosféricas; su cuerpo es ya como una especie de columna barométrica, un alambique. En la dicta ob­serva una sistematización igualmente exagerada; lleva un registro con todas las precauciones necesarias. El té ha de ser de cierta marca y tener una fuerza prescrita; la car­ne no le conviene; las legumbres y verduras han de ser preparadas de cierta manera. Poco a poco, esta medica­ción, este diagnóstico continuo, se convierten en un ego­tismo enfermizo, en una contemplación patológica de sí mismo. Nada ha hecho más doloroso el padecimiento de Nietzsche que esa continua vivisección; como siempre, el psicólogo sufre doblemente, porque vive dos veces su dolor: una vez, en la realidad, y otra vez, en la auto-observación.
Pero Nietzsche es el genio de las más violentas posi­ciones enfrentadas; contrariamente a Goethe, que sabe siempre evitar los peligros, tiene una monstruosa y audaz manera de ir directamente hacía ellos para coger, como se dice, el toro por los cuernos. La psicología, la intelec­tualidad (he tratado de demostrarlo), arrastran con fuer­za al hombre sensible hacia el sufrimiento y hacia el desespero; pero también sólo por la psicología, por el es  pírítu, puede volver a la normalidad; así, en Nietzsche su enfermedad y su cura vienen del conocimiento que tiene de sí mismo. La psicología, manejada magistralmente en este caso, se convierte en terapéutica, en una aplicación sin par del «arte de la alquimia» que se jacta de convertir en algo precioso lo que nada valía. Después de seis años de tormentos incesantes, ha llegado al punto más bajo de su vitalidad; se le puede creer abatido, deshecho por sus nervios, víctima ya del pesimismo y del propio abandono, y he aquí que, de pronto, en la salud espiritual de Nietz­sche, se presenta uno de aquellos mágicos «restableci­mientos», parecidos a una chispa eléctrica, uno de aque­llos momentos en los que se encuentra frente a sí mismo, uno de aquellos movimientos rápidos de propia salvación que han hecho de la vida espiritual de Nietzsche algo tan dramático y emocionante. En gesto brusco, toma la en­fermedad que mina su propio terreno y la estrecha contra su corazón; es un momento misterioso (no se puede pre­cisar cuándo ocurrió); es una de esas inspiraciones que, como destellos, están en sus obras, en las que Nietzsche descubre su propia enfermedad; entonces se asombra de encontrarse vivo y de ver que, en el curso de sus mas pro­fundas depresiones, en las épocas más dolorosas de su existencia, no ha hecho más que aumentar su Productivi­dad, y proclama entonces, firmemente convencido, que sus sufrimientos, sus privaciones, son parte integrante de lo único sagrado que hay en su vida. A partir de este mo­mento, su espíritu no tiene la menor compasión por su cuerpo, no toma parte en su dolor y, por primera vez, ve su propia vida desde un punto de vista completamente nuevo y otorga a sus padecimientos un sentido grande y profundo. Con los brazos abiertos, acepta el dolor cons­cientemente, como algo necesario, y puesto que él, «de­fensor de la vida», ama todo lo que constituye la existen­cia, pronuncia, ante su sufrimiento, aquel hímnico «sí» de Zarathustra: aquel entusiasta «otra vez, otra vez, siem­pre, eternamente». El conocimiento se convierte en reconocimiento, y éste en gratitud; pues desde este elevado punto de mira que se alza por encima de sus propios do­lores y desde donde contempla la vida como el camino para llegar a sí mismo, descubre (con la alegría extrema que en él produce la magia de las cosas extremas) que a nada del mundo está más unido y debe más reconoci­miento que a su enfermedad y que ha de agradecer lo que en él hay de más elevado a ese terrible verdugo de su vida; ha de agradecerle la libertad, la libertad de su existencia, la libertad de su espíritu, pues siempre ha sido la enfer­medad la que lo ha aguijoneado cuando quería reposar, cuando tendía a la pereza, cuando se sentía tentado a fo­silizarse en una profesión, en una ocupación o en una for­ma espiritual. A la enfermedad ha de agradecer haberse librado de la profesión militar para reintegrarse a la cien­cia; a la enfermedad ha de agradecer igualmente no ha­berse estancado en esa misma ciencia; ella es quien le ha hecho salir de la Universidad de Basilea para llevarlo a su «retiro» y, por tanto, a su mundo. A sus ojos enfermos tiene que estar agradecido, pues le han librado de «leer libros», lo que «es el mayor beneficio de que he disfru­tado» Todas las trabazones que lo privaban de su de­senvolvimiento, todos los lazos que lo ataban, han sido destruidos por sus padecimientos; ha sido doloroso, pero útil. «La enfermedad me libera por sí misma», reconoce claramente; y en verdad que ha sido para él la feliz auxi­liadora en el parto del hombre superior que ha salido de su existencia; sus dolores han sido, pues, los dolores vita­les del alumbramiento; ha de agradecerles que, para él, la vida no haya sido un hábito, una rutina, sino una renova­ción, un descubrimiento: « Descubrí la vida como si fuera algo nuevo, y a mí mismo también.»
Pues « sólo el dolor da la ciencia» (así entona su can­to de agradecimiento al dolor ese hombre torturado). La salud de hierro, simplemente heredada, no se estremece jamás y evita la lucidez: nada desea, nada pregunta, por eso no hay psicólogos que disfruten de buena salud. Toda ciencia viene del dolor, «el dolor busca siempre las causas de las cosas, mientras que el bienestar se inclina a estar quieto y no volver la mirada hacía atrás»; en el do­lor uno se hace cada vez más sensible; es el sufrimiento el que prepara y labra el terreno para el alma, y ese dolor que produce el arado al desgarrar el interior, prepara todo fruto espiritual. «Sólo el dolor libera al espíritu, sólo él nos obliga a descender a lo más profundo de nuestro ser», y por ser casi mortal ese dolor, dice aún esas orgu­llosas palabras: «Conozco mejor la vida porque muy a menudo he estado en trance de perderla.»
Nietzsche vence todo dolor, no por un artificio, no por una negación, no por paliativos, no idealizando su su­frimiento corporal, sino por la fuerza primordial de su na­turaleza: por el conocimiento; el magnífico descubridor de valores define en sí mismo el valor de la enfermedad. Mártir a la inversa, no llega al tormento lleno de fe, sino que encuentra esa fe en el sufrimiento, en el mismo do­lor. Pero, por misteriosa ciencia, descubre no sólo el va­lor de la enfermedad, sino también su polo opuesto: el valor de la salud; hacen falta estas dos cosas reunidas para dar con el verdadero sentido de la vida, el eterno es­tado de tensión que oscila entre el éxtasis y el tormento, y que proyecta al hombre hacia el infinito. Ambas cosas son necesarias: la enfermedad, como medio; la salud como fin; la enfermedad es el camino, la salud es la meta. Pues, al modo de ver de Nietzsche, el sufrimiento es la orilla imprecisa de la enfermedad; la orilla opuesta bri­lla de un modo indecible, es la orilla de la salud, que no puede ser alcanzada si no se parte del sufrimiento. Aho­ra bien, curarse, obtener la salud, es algo más que alcan­zar un estado normal de salud; no es sólo un cambio, una transformación, sino infinitamente más: es una ascen­sión, una elevación, un perfeccionamiento de la sensibi­lidad. Se sale de la enfermedad con una piel nueva, más delicada, con un gusto más refinado para saborear el placer, con una lengua más sensible a los sabores, con una sensibilidad más feliz y una segunda inocencia en me­dio de la alegría, como la inocencia de un niño, y con mas refinamiento que nunca. Y esta segunda salud que sigue a la enfermedad, esa salud que no ha venido sin saber por qué, sino que ha sido deseada con anhelo, que ha sido atraída por la voluntad a costa de mil lamentos, gri­tos y suspiros, esa salud que ha sido conquistada, es cien veces mas viva que la de aquel que siempre estuvo sano. Y el que ha gustado una vez de su dulzura, de su em­briaguez, ese arde en ganas de disfrutar mil veces de esa sensación agradable; se precipita una y otra vez en el tor­bellino de fuego del dolor y se somete a los tormentos sólo para poder encontrar de nuevo esa impresión deli­ciosa de la curación, esa embriaguez que para Nietzsche reemplaza y sobrepasa mil veces a los estimulantes vul­gares como el alcohol o la nicotina.
Pero, apenas Nietzsche descubre el sentido de sus padecimientos y la gran voluptuosidad de la curación, quiere enseguida convertirlo en un apostolado, como si fuera el único sentido del mundo. Como todos los de­moníacos, enseguida se rinde a su propio éxtasis y nun­ca queda saciado ya de esa oscilación entre el dolor y el placer; quiere ser martirizado más profundamente para así después elevarse más alto en el placer supremo y bien­aventurado de la curación, que es fuego y vigor. Y, en esa embriaguez chispeante y ardiente, confunde poco a poco su rabiosa voluntad de curación con la propia cu­ración; su fiebre, con la vitalidad; el vértigo de su caída, con el aumento de sus fuerzas. ¡La salud, la salud! como un estandarte hace flamear esta palabra ante sí; esa pala­bra debe ser el sentido del Universo, la meta de la exis­tencia, la medida de todas las cosas, la piedra de toque de todos los valores. Y el que, año tras año, ha ido dan­do tumbos por las tinieblas del tormento, ahoga ahora sus lamentos en un himno a la vitalidad, a la fuerza bru­ta. Monstruosamente despliega los colores ardientes de la bandera de la voluntad de poder, de la voluntad de vida, de la voluntad de ser fuerte y cruel, y sale, enarbolando esa bandera, al encuentro de una humanidad futura, sin darse cuenta de que la fuerza que lo anima a levantar tan alto su estandarte es la que, al mismo tiempo, tensa el arco que va a dispararle la flecha mortal.
Pues esa segunda salud de Nietzsche, que en su pro­pia exaltación se estimula a sí misma hasta llegar al diti­rambo, es una autosugestión, una salud ficticia; precisa­mente cuando levanta sus manos hacia el cielo lleno de gozo, ebrio de fuerza y (en su Ecce Homo) se jacta de su salud y jura no haber estado nunca enfermo ni decaden­te, el rayo mortal vibra ya en sus venas. Lo que canta vic­toriosamente en él no es la Vida, sino la Muerte; no es su intelecto, sino el demonio que se apodera de su víctima. Lo que él toma por luz, por brillo de su fuerza, es el ger­men disfrazado de su enfermedad, y aquel mágico bien­estar que le invade en sus últimas horas, lo diagnosticaría cualquier médico de hoy como euforia, esa sensación agradable precursora del fin. La luz argentina que alumbra sus últimas horas proviene del demonio, del más allá, de otras esferas; pero él, en su embriaguez, de nada se da cuenta; se limita a sentirse sacudido por el placer, por el mayor placer posible en la Tierra; los pensamientos le brotan ardientes, el lenguaje le mana por todos los po­ros, la música le envuelve el alma. Adondequiera que dirige la vista no ve mas que paz; los transeúntes, en la calle, le saludan sonrientes; cada carta que recibe es un mensaje divino y, tambaleándose de placer, en uno de sus últimos escritos llama a su amigo Peter Gast: «Cán­tame una nueva canción. El mundo se ha transfigurado y los cielos se estremecen de alegría.» Y es precisamente de ese cielo de donde sale el rayo que le alcanza, confun­diendo el sufrimiento y la felicidad en una sola cosa in­disoluble. Los dos extremos del sentimiento le atravie­san al mismo tiempo el pecho y, en sus sienes ardorosas, la sangre hace brotar vida y muerte al mismo tiempo, en una música única y apocalíptica.


EL DON JUAN DEL CONOCIMIENTO

Lo que importa no es la vida eterna, sino la vitalidad eterna.

Kant vive con el conocimiento como quien vive con la esposa; duerme con él, durante cuarenta años, en el mis­mo lecho espiritual y, con él, engendra toda una genera­ción alemana de sistemas filosóficos, cuyos descendien­tes viven aún entre nosotros en nuestro mundo burgués. Sus relaciones con la verdad son de un orden puramente monogámico, así como lo son para todos sus hijos inte­lectuales: Schiller, Fichte, Hegel y Schopenhauer; lo que los arrastra hacia la filosofía es una voluntad de orden; una voluntad muy alemana, objetiva, profesional, para disciplinar el espíritu; en modo alguno demoníaca, sino, al contrario, una voluntad que tiende hacia una sistema­tización del destino. Sienten el amor a la verdad como un amor hondo, duradero y fiel. Pero ese sentimiento está desprovisto enteramente de erotismo y del deseo de con­sumir, de dominar, ya a uno mismo, ya a otros; sienten la verdad, su verdad, como una esposa o bien propio del que no han de separarse hasta la hora de la muerte y al que han de ser siempre fieles. Pero en estas relaciones hay algo que huele a doméstico, a casero, y, efectivamen­te, cada uno de ellos se ha edificado su casa, es decir, su sistema filosófico, para albergar a su amada. Y trabajan con mano maestra el campo de su espíritu, con arado y rastrillo, ese campo que les pertenece y que han con­quistado para la humanidad, arrancándolo de la confu­sión del caos. Cautelosamente van poniendo, cada vez más lejos, los mojones que marcan el límite de sus cono­cimientos desde el seno de la cultura de su época, y sa­ben aumentar, con su sudor y su trabajo, la cosecha inte­lectual.
En cambio, la pasión de Nietzsche por saber viene de un temperamento muy distinto, de un lugar que está en los antípodas de lo anteriormente dicho. Su posición frente a la verdad es demoníaca, pasional, vibrante, ner­viosa y ávida, nunca se ahíta ni se agota, no se para en un resultado y, a pesar de todas las respuestas, sigue pre­guntando implacablemente, siempre insaciable. Nunca busca la verdad para hacer de ella una esposa, un siste­ma, una doctrina a los que se debe fidelidad. Todos los conocimientos lo atraen y ninguno lo sujeta. Tan pronto como un problema ha perdido la virginidad, el encanto del pudor, lo abandona sin piedad y sin celos a los que van detrás, como hacía don Juan  hermano suyo por los instintos  con las mille a tre que ya no le interesaban. Pues, como hace todo gran seductor que busca a la mu­jer en las mujeres, Nietzsche busca el « conocimiento ca­bal» en los conocimientos aislados, y el conocimiento cabal es algo eternamente imposible, eternamente inac­cesible. Lo que martiriza a Nietzsche no es la lucha por el conocimiento, no es su conquista, su posesión, su dis­frute, sino la eterna pregunta, la búsqueda, la caza. Su pasión es incertidumbre y no-certeza; por tanto, es una voluntad « vuelta hacía la metafísica» y que consiste en amour plaisir del conocimiento; un deseo demoníaco de seducir, de poner al desnudo, de violar cada objeto inte­lectual; un conocer en el sentido bíblico, donde el hom­bre « conoce» a la mujer y, por decirlo así, descubre su secreto. Nietzsche, eterno relativista de los valores, sabe que ninguno de esos actos de conocimiento, ninguna de esas tomas de posesión, es una verdadera posesión, un conocimiento definitivo, y que la verdad, en su verdade­ro sentido, nunca se deja poseer por nadie, pues «quien cree estar en posesión de la verdad, ¡cuántas cosas no deja escapar!». Por eso Nietzsche no trata de conservar a su lado la Verdad, por eso no construye nada como refugio intelectual; quiere (o quizá sería mejor decir «debe», pues va forzado por su naturaleza nómada) per­manecer siempre sin posesiones, como un Nemrod soli­tario que pasea sus armas por todos los boscajes del es­píritu, que no tiene techo, ni mujer, ni hijos, ni criados, pero que, en compensación, tiene el pleno goce del pla­cer de la caza. Igual que don Juan, busca, no la posesión del placer, ni su prolongación, sino sólo «los grandes y encantadores instantes», sólo le atraen las aventuras del espíritu, aquellos peligrosos «tal vez», en cuya persecu­ción uno se enciende y estimula, pero que si se los alcan­za nunca sacian; no busca un botón, sino (como él mis­mo dice en Don Juan del conocimiento) «el espíritu, el cosquilleo y el placer de la caza o las intrigas del conoci­miento, hasta sus más altas y lejanas estrellas, hasta que nada le queda por perseguir, sino los conocimientos per­niciosos, como el bebedor que, al final, acaba por beber ajenjo o ácido corrosivo».
Pues, en el concepto de Nietzsche, don Juan no es un epicúreo ni un gran gozador; para ello le falta a ese aris­tócrata, a ese gentilhombre de nervios sensibles, el romo placer de la digestión, el perezoso contentamiento de la saciedad, la satisfacción y la fanfarronería del triunfo. El cazador de mujeres es (como el Nemrod del espíritu) el eterno perseguidor de su propio instinto. El seductor sin escrúpulos es seducido, a su vez, por su insaciable curio­sidad; es un tentador que es tentado continuamente por la tentación de tentar; así Nietzsche pregunta por el placer de preguntar, en inextinguible placer psicológico. Para don Juan, el secreto está en todas y en ninguna de las mujeres: en cada una de ellas, cada noche; en ningu­na, para siempre. Así, para el psicólogo, la verdad está momentáneamente en cada problema, pero en ninguno de ellos existe perennemente.
La vida intelectual de Nietzsche no tiene nunca, pues, un punto de reposo ni una superficie lisa como un espejo; es completamente parecida a un torrente, siem­pre variable, llena de rápidos zigzags, de meandros y de corrientes violentas. En otros filósofos alemanes, la exis­tencia discurre con tranquilidad épica; su filosofía con­siste en hilar cómodamente y hasta mecánicamente el hilo que antes estaba enredado; filosofan sentados, con sus miembros cómodamente descansados, y, durante el acto de pensar, apenas se nota una mayor afluencia de sangre a sus cerebros o algo de fiebre en su destino. Kant nunca da la sensación de un espíritu agarrado por los vampiros del pensamiento y espoleado perpetuamente por la necesidad de crear o elaborar ideas; y la vida de Schopenhauer, a partir de sus treinta años, después de haber creado El mundo como voluntad y como represen­tación, tiene, a mi modo de ver, un cierto parecido con la vida de un hombre jubilado ya, con todas las pequeñas amarguras de una carrera que se ha detenido. Todos avanzan con paso firme, seguro y medido, por un cami­no que ellos mismos han elegido, mientras que Nietzsche (como las aventuras de don Juan) tiene un sello altamen­te dramático; forma una cadena de episodios peligrosos y sorprendentes, una tragedia sin reposo, llena de ince­santes emociones y de peripecias a cuál más vibrante; y todo acaba en una inevitable caída a un abismo sin fon­do. Y precisamente esa ausencia de todo reposo, esa ne­cesidad de pensar, ese impulso demoníaco de seguir ade­lante, son lo que da a esa existencia única una fuerza trágica, inaudita, y un sabor seductor de obra de arte, porque nada hay en ella de profesional o de burgués. Nietzsche está maldito, está condenado a pensar conti­nuamente, como el cazador de la leyenda está condena­do a cazar eternamente; lo que era un placer, se convier­te en un tormento, en un pesar, y su aliento tiene el ritmo y el fuego de una pieza de caza acosada; su alma time los ardores y las depresiones de un hombre sin reposo, que nunca puede estar satisfecho. Por eso sus lamentos de ­Ahasverus son tan emocionantes, así como lo es el grito que exhala a partir del momento en que querría la tranquilidad y el placer del reposo; pero lo espolea siempre el aguijón del eterno descontento y lo obliga a levantarse para seguir el camino: «Uno ama algo y, apenas ese algo se convierte en un amor profundo, el tirano que lleva­mos dentro (que podríamos llamar nuestro «yo» supe­rior) dice: eso es precisamente lo que lo pido en sacri­ficio. Y, en efecto, lo sacrificamos, pero no sin ser torturados a fuego lento.» Siempre estas naturalezas de don Juan deben abandonar la voluptuosidad del cono­cimiento, los dulces abrazos femeninos. Porque el de­monio que los lleva cogidos por la nuca les hace seguir avanzando (el mismo demonio de Hölderlin, el mismo demonio de Kleist, el mismo demonio de todos los faná­ticos del infinito). Y el grito de Nietzsche, cuando surge, cuando estalla, suena agudo, áspero, como el alarido de una pieza de caza herida por la flecha. Y ese grito de Nietzsche, eterno perseguido y acosado, dice así:

Por todas partes hay para mí jardines de Armidas y por todas partes hay, por tanto, desgarramientos y amarguras para el corazón. Necesito levantar el pie fatigado y herido y, ya que es necesario que así lo haga, he de dirigir una mirada de pesar ha­cia todo lo hermoso que he ido dejando atrás y que no ha sabi­do retenerme... Precisamente por eso, porque no ha sabido retenerme.

Ese grito de su alma no tiene parangón posible, no hay otro grito tan irresistible como ese, que brota de lo más hondo del sufrimiento; no hay nada semejante en todo lo que, anteriormente a Nietzsche, se escribió en Alemania con el nombre de Filosofía; quizá lo haya entre los místicos de la Edad Media o entre los herejes. En los santos de la época gótica se encuentra a veces una excla­mación impregnada de un dolor parecido, puede ser que más sordo y a través de unos dientes más apretados y con palabras más sobriamente vestidas. Pascal, que se en­cuentra también sumergido en el purgatorio de la duda, conoce estas convulsiones, esos aniquilamientos del al­ma inquieta, pero nunca, ni en Leibniz, ni en Kant, ni en Hegel, ni siquiera en Schopenhauer, encontramos ese acento emocionante. Pues, por leales que sean esas natu­ralezas científicas, por valerosa y resuelta que pueda parecer su concentración en el todo, no se arrojan, sin embargo, de esa manera con todo su ser, sin contem­placiones, de corazón, con nervios y entrañas, con todo su destino , a ese juego heroico de perseguir el conoci­miento. Sólo arden como las bujías, es decir, por arriba, por la cabeza, por el espíritu. Una parte de ellos mismos, la terrenal, la privada, y, por tanto, lo más personal de su existencia, queda siempre al abrigo del destino, mien­tras que Nietzsche pone en juego todo su ser, abordando en todo caso el peligro, no con las ligeras antenas de su pensamiento, sino con todas las voluptuosidades y tor­mentos de su sangre, con todo su ser, con todo su desti­no. Sus pensamientos no vienen solamente de arriba, sino que son también el producto de una fiebre que que­ma su sangre excitada, de una fiebre que procede de sus nervios vibrantes, de sus sentidos no satisfechos, de todo su sentimiento vital; por eso es por lo que sus pensa­mientos, como los de Pascal, se tienden trágicamente so­bre la historia pasional de su alma; con la consecuencia, elevada hasta el extremo, de aventuras peligrosas, casi mortales: un drama vivo que nosotros contemplamos emocionados (mientras que los otros filósofos  biógrafos no ensanchan ni una pulgada el panorama intelectual). Y, sin embargo, aun en su miseria y tristeza más extre­mas, no querría Nietzsche cambiar su vida, su vida peli­grosa, por la de otros, que es un modelo de orden, pues precisamente lo que están buscando los otros por me­diación del conocimiento  una aequitas animae, un re­poso del alma, un muro de contención contra la ola de los sentimientos  es lo que más odia Nietzsche, porque disminuye la vitalidad. Para Nietzsche, tan trágico y tan heroico, la lucha por la existencia no es buscar protec­ción ni parapeto contra la misma vida; no ¡nada de se­guridad ni de bienestar! «¿Cómo podría uno sentir esta maravillosa inquietud, esa totalidad de existencia, sin in­terrogar, sin temblar continuamente de curiosidad y de placer por esa eterna pregunta?», inquiere Nietzsche or­gullosamente, menospreciando así a los espíritus domésticos, caseros, que viven satisfechos. Que se hielen en el frío de la certeza, que se encierren en la cáscara de un sis­tema; a él sólo lo atraen el revuelto oleaje, la aventura, la multiplicidad seductora, la tentación ardiente, el eterno encanto y la eterna desilusión. Que continúen los otros practicando su filosofía, encerrados en la frialdad de un sistema, como si fuera un negocio, aumentando honrada­mente y con economías lo que poseen hasta crearse una fortuna; a él le atraen el juego, la riqueza suprema, su propia existencia. Pues él, tan aventurero, ni aun su pro­pia vida anhela poseer; quiere algo más heroico: «No es la vida eterna lo que importa, sino la vitalidad eterna.»
Con Nietzsche aparece por primera vez, en el vasto mar de la filosofía alemana, el pabellón negro del pirata: un hombre de otra especie, de otra raza, un nuevo heroís­mo, una filosofía despojada de las vestiduras sabias, pero provista de una armadura para la lucha. Los navegantes del espíritu que lo han precedido, aunque heroicos y au­daces, habían descubierto solamente imperios y conti­nentes con fines utilitarios, como conquista para la civi­lización y para la humanidad, a fin de completar también el mapa geográfico de la filosofía y conocer, cada vez más, la porción de terra incognita del pensamiento. Ellos plantan su bandera de Dios o del espíritu en las nuevas tierras que conquistan; edifican ciudades, templos, ca­lles en esas regiones antes desconocidas, y tras ellos lle­gan los gobernantes o los administradores para cultivar los nuevos campos y recoger sus cosechas, es decir, lle­gan los comentadores, los profesores, los hombres de cultura. Pero el sentido último de sus trabajos era el des­canso, la paz, la seguridad; quieren aumentar las pose­siones del mundo, propagar las normas y las leyes, todo lo que es orden superior. Níetzsche, al contrario, entra en la filosofía alemana como entraron en el Imperio es­pañol los filibusteros del final del siglo XVI, un enjambre de desesperados sin patria, sin amor, sin rey, sin bande­ra y sin hogar. Lo mismo que aquéllos, nada conquista Nietzsche para sí ni para los que lo siguen, ni para un rey, ni para un dios, ni aun para una fe, sino sólo por la satisfacción de la conquista misma, pues nada pretende ganar, ni poseer, ni conquistar. No hace pactos con na­die, ni se edifica ninguna casa, desprecia la estrategia fi­losófica y no busca secuaces: él, el eterno apasionado, el destructor de todo reposo gris, de toda habitación có­moda, desea únicamente saquear, destruir la propiedad, la paz y el goce de los hombres; desea tan sólo propagar, a sangre y fuego, esa vitalidad que él ama tanto como aman los hombres la tranquilidad y el reposo. Aparece de un modo audaz; echa abajo las murallas de la moral y las empalizadas de la fe; no da cuartel a nadie; ningún veto, procedente de la Iglesia o de la realeza, es capaz de detenerle; detrás de él, como detrás de los filibusteros, quedan las iglesias profanadas, los santuarios violados, los sentimientos escarnecidos, las creencias asesinadas, los rebaños de la moralidad dispersos y un horizonte en llamas, como monstruoso faro de osadía y de fuerza. Pero nunca vuelve la vista hacia atrás, ni para regocijar­se con lo que deja, ni para gozarse en su posesión; su fin, lo que persigue, es lo desconocido, lo ignoto a inexplo­rado, es el infinito; su único placer es ejercer el poder, «sacudir la somnolencia» Continuamente apareja su nave para nuevas aventuras, libre, sin creencia alguna, sin pa­tria, hermano de la inquietud y amante de lo infinito. Es­pada en mano y con el barril de pólvora a sus pies, aleja su nave de la costa y, solo ante los peligros, canta para s mismo, en honor suyo, su magnífico canto del pirata, si canto de fuego, su canto del destino:

Sí, ya sé de dónde vengo; como la llama insaciable me con sumo; todo lo que tocan mis manos se vuelve luz y lo que arrojo no es ya más que carbón. Seguramente soy una llama...

PASIÓN DE SINCERIDAD

Sólo un mandamiento hay para ti: sé puro.

Passio nuova o Pasión de sinceridad: tal es el título de una obra que se proponía escribir Friedrich Nietzsche; pero este libro nunca fue escrito. Mas, si no fue escrito, fue vivido, pues la pasión por la sinceridad, una sinceri­dad fanática, un amor exaltado por la verdad, llevado hasta el tormento, es el eje alrededor del que gira todo el desarrollo de Nietzsche. Como un resorte de acero que mantiene en tensión su pensamiento, esta pasión está clavada en su carne, embutida en su cerebro, aferrada a sus nervios, y ese resorte es lo que le hace mantenerse erguido siempre ante todos los problemas de la vida.
Sinceridad, honradez, pureza; uno se sorprende un poco al no encontrar, precisamente en un «amoralista» como Nietzsche, ningún otro impulso que sea más extra­ño, que sea diferente del que los burgueses, los tenderos, los comerciantes y los abogados llaman, con orgullo, su virtud; honradez, sinceridad hasta la tumba, es decir, una verdadera y auténtica virtud intelectual de gente vulgar, un sentimiento convencional y mediocre. Pero al hablar de sentimientos, lo único que cuenta es su in­tensidad, el sentimiento en sí, nada; y a las naturalezas demoníacas les es dado recobrar la noción trivial, vul­gar, para llevarla a un caos creador, a una esfera infinita. Ellas saben dar a los elementos más insignificantes y más convencionales el calor del fuego y el éxtasis de la exal­tación; lo que un ser demoníaco toma en sus manos, lo convierte siempre en caótico a indómito; por eso la sinceridad de Nietzsche nada tiene que ver con la correcta honradez de los hombres de orden; su amor hacia la ver­dad es una llama, es un demonio, un demonio de clari­dad, un ave de rapiña salvaje, hambrienta y anhelante de botín, dotada de los instintos más finos de los animales carniceros, Una sinceridad como la de Nietzsche nada tiene que ver con el instinto de prudencia enjaulada, do­mesticada, atemperada, de los comerciantes, y menos aún con la sinceridad grosera y brutal, a lo Kohl haas, de muchos pensadores (por ejemplo, Lutero) que, llevando a su derecha y a su izquierda sendas anteojeras, se preci­pitan furiosamente por el camino de una sola verdad, que es la suya. Por poderosa y hasta brutal que pueda parecer a veces la pasión de Nietzsche por la verdad, es sin embargo demasiado nerviosa, demasiado cultivada, para poder ser limitada; nunca se para ni se obstina, sino que, vibrando, va de problema en problema, como una llamarada, iluminándolos y consumiéndolos sin que nin­guno llegue a saciarla. Esa dualidad es magnífica; siem­pre, en Nietzsche, la sinceridad y la pasión están en el mismo plano. Puede ser que nunca un tan destacado ge­nio psicológico haya tenido una estabilidad ética tan grande ni tanto carácter.
Por eso, Nietzsche está predestinado a ser un pensa­dor claro: el que comprende y practica la psicología con pasión, siente todo su ser Heno de aquel placer que sólo sienten los que son perfectos. Sinceridad, verdad; esa virtud burguesa que se siente materialmente como fer­mento de toda vida espiritual, produce las sensaciones de la música. Las magníficas exaltaciones, los crescendo en contrapunto que hay en su amor son como una fuga de mano maestra, pasando, con compás tempestuoso, desde el viril andante a un espléndido maestoso, reno­vándose continuamente en magnífica polifonía. La clari­dad se hace mágica. Ese hombre medio ciego, que anda tanteando el terreno y que vive en la oscuridad, como los búhos, tenía, para la psicología, una mirada de halcón, una mirada que se precipita en un segundo desde lo alto del cielo altísimo de sus pensamientos tras la pista más oculta, descubriendo infaliblemente los matices más pa­recidos de un color. Ante ese inaudito conocedor, ante ese psicólogo sin rival, no es posible ocultarse ni disimu­larse; sus ojos, como los rayos de Roentgen, atraviesan los vestidos y la piel y la carne y los cabellos hasta llegar al fondo de cada problema. Y del mismo modo que sus nervios reaccionan, con los cambios de presión atmosfé­rica, como un aparato de precisión, su intelecto, provisto de nervios también de precisión, registra con la mis­ma fidelidad cualquier matiz espiritual. La psicología de Nietzsche no proviene de su inteligencia dura y lúcida como el diamante, sino que es parte integrante de la hipersensibilidad característica de su cuerpo; él siente, husmea, ventea («Mi genio está en mi olfato») con es­pontaneídad de función física todo aquello que no es completamente puro y completamente sano en los nego­cios humanos a intelectuales. «Una lealtad extrema fren­te a todo el mundo» es, para él, no sólo un dogma moral, sino condición primaria elemental, precisa, para su exis­tencia. «Peligro cuando estoy en un medio ímpuro.» La falta de luz, la suciedad moral, lo deprimen y lo irritan del mismo modo que la pesadez de la atmósfera deprime también sus nervios o la pesadez de los alimentos mal condimentados oprime su estómago; su cuerpo reaccio­na antes de que lo haga su espíritu. « Siento una irritabilidad muy desagradable en el instinto de pureza, de modo que la percibo fisiológicamente en las entrañas de las almas, y en sus proximidades.» Todo lo que está adultera­do por el moralismo, hiere desagradablemente su olfato y le hace detectar la mentira: el incienso de la iglesia, la frase patriótica o cualquier otro narcótico de la conciencia. Tiene un olfato finísimo para todo lo que huela a podrido, a corrompido o a malsano, un olfato que descubre toda mezquindad intelectual; así, pues, la claridad, la pureza, la limpieza, significan, para su intelecto, con­diciones tan necesarias para su existencia como para su cuerpo es necesario el aire puro (ya lo dije antes). Ésa es la psicología verdadera tal como él mismo la define al lla­marla «interpretación del cuerpo»; es decir, prolonga­ción de una disposición nerviosa en lo cerebral. Todos los demás psicólogos parecen pesados y romos sí se los compara con este caso de sensibilidad adivinatoria. Ni siquiera Stendhal, que estaba provisto de nervios de gran delicadeza, puede ser comparado con Nietzsche, porque a aquél le faltan el acento apasionado, la insis­tencia vehemente, se limita a anotar observaciones, mien­tras que Nietzsche pone toda su alma en el menor deta­lle, se precipita sobre el menor conocimiento, del mismo modo que el ave de presa se lanza desde enormes alturas sobre algún pequeño animalillo. Sólo Dostoievski tíene nervios tan clarividentes (producto igualmente de una hipersensibilidad, de una enfermedad dolorosa), pero Dostoievski es inferior a Nietzsche en lo que se refiere a la veracidad. Puede ser injusto, puede exagerar a veces, pero Nietzsche nunca cede una pulgada de verdad, ni aun en medio del éxtasis. Por eso nadie tuvo nunca una tan gran predisposición a la psicología como la que tuvo Nietzsche; nunca un espíritu estuvo tan bien constituido para actuar de barómetro del alma; nunca el estudio de los valores poseyó un aparato de precisión tan exacto, tan sublime, como Nietzsche.
Pero no basta a la psicología disponer de un escalpe­lo cortante, fino, exacto; no basta el tener un instrumen­to espiritual perfecto; necesita también que la mano del psicólogo sea de acero duro y templado; necesita una mano que no retroceda ni tiemble durante la operación; pues a la psicología no le basta el talento, sino que preci­sa también carácter, exige el valor de «pensar todo lo que se sabe». En un caso como el de Nietzsche, que se podría considerar ideal, se trata de una facultad de co­nocer, junto a una fuerte voluntad de saber, de cono­cer. El psicólogo de verdad debe « querer» ver allá don­de «puede ver»; no debe dejar que su pensamiento se desvíe como consecuencia de una indulgencia sentimen­tal, de una timidez personal o de un temor innato; no debe adormecerse por escrúpulos o por sentimientos. Esos guardianes «cuyo deber es la vigilancia» no pueden tener espíritu de conciliación, ni magnanimidad, ni timidez, ni compasión; no pueden tener, en fin, ninguna de­bilidad o virtud de burgués o de hombre mediocre. No les está permitido a esos guerreros, a esos conquistado­res del espíritu, el dejar escapar con indulgencia alguna verdad que han podido capturar en algunas de sus expe­diciones. En lo que se refiere al conocimiento, « la ce­guera no es sólo error, sino cobardía», y la indulgencia es un crimen, pues aquel que tiene miedo o vergüenza de hacer daño, aquel que teme oír los gritos de los desen­mascarados o retrocede ante la fealdad del desnudo, ése no ha de descubrir nunca el último secreto. Toda verdad que no alcance el punto más extremo posible, toda vera­cidad que no sea absoluta, no constituye nunca un valor absoluto. De ahí viene la severidad de Nietzsche con aquellos que, por pereza o cobardía de pensamiento, descuidan el deber sagrado de la firmeza; de ahí la cóle­ra contra Kant por haber introducido en su sistema, por una puerta secreta, volviendo al mismo tiempo la mirada hacía otro lado, el concepto de la divinidad; de ahí su có­lera contra aquellos que cierran o entornan los ojos fren­te a la filosofía, frente «al diablo o el demonio de la os­curidad», y que echan un velo sobre la última y suprema verdad. No hay verdades de gran estilo que surjan por adulación; no hay grandes secretos que puedan ser des­cubiertos en una charla llana y familiar; la naturaleza sólo se deja arrancar sus secretos más preciosos a la fuer­za, con violencia, con tenacidad; gracias a la brutalidad se puede hacer la afirmación, en una moral de gran esti­lo, de «la majestad y la atrocidad de las exigencias infini­tas» Todo lo que está oculto exige mano dura a intran­sigente; sin firmeza no hay sinceridad ni « conciencia de espíritu» «Donde desaparece mi sinceridad, quedo en las tinieblas, allí donde quiero saber, quiero también ser sin­cero; es decir: duro, severo, intransigente, cruel a inexo­rable.»
No se piense que Nietzsche ha recibido ese radicalis­mo, esa dureza y esa implacabilidad como regalo del des­tino; no, todo eso lo ha comprado, y el precio ha sido su vida, su reposo, su tranquilidad, su bienestar. Siendo la naturaleza de Nietzsche, en su origen, dulce, buena, ac­cesible, hasta alegre y bien dispuesta, ha necesitado una fuerza de voluntad verdaderamente espartana para ha­cerse inexorable a inaccesible a sus propios sentimientos; la mitad de su vida la ha pasado, puede decirse, en el fuego. Hay que estudiarlo profundamente para lo­grar comprender lo doloroso de ese proceso moral, pues Nietzsche quema, junto con su debilidad, su mansedum­bre y su bondad: todo lo humano que hay en él y que lo une a la humanidad; destruye sus amistades, sus relacio­nes, y su último pedazo de vida llega a ser tan ardiente, tan al rojo por su propio fuego, que los que quieren to­carlo se abrasan la mano. Así como se cura una herida por medio del cauterio, así también Nietzsche cauteriza su sentimiento para conservarlo limpio y sano; se cura a sí mismo, sin compasión, con el hierro candente de su amor a la verdad; por eso su soledad es una soledad bus­cada, forzada. Pero como verdadero fanático, sacrifica todo lo que él ama, sacrifica incluso a Richard Wagner, cuya amistad fue para él el más precioso de los hallazgos; se vuelve pobre, solitario, odiado, aislado, infeliz, y todo por ese apostolado de la verdad, de la sinceridad, que quie­re cumplir completamente. Como todos aquellos que están en poder del demonio, la pasión (en él es pasión de sinceridad) se convierte, poco a poco, en una monoma­nía que llega a destruir, con su fuego, todos los bienes de la vida; como todos los que están en poder del demonio, acaba por no tener ya nada más que esta pasión. Hay, pues, que descartar de una vez esas preguntas, propias de un maestro de escuela, que dicen, por ejemplo: «¿qué quería Nietzsche?», « ¿qué quería decir Nietzsche?», «¿qué sistema filosófico profesaba Nietzsche?»: Nietz­sche nada quiere, sino que está en poder de una pasión in­conmensurable hacia la verdad. Nada persigue; Nietzsche nunca piensa para, con su pensamiento, instruir al mundo o hacerlo mejor, ni para buscar una posición tranquila; el éxtasis del pensamiento es su único fin, y en el pensar están el único placer, la única recompensa, la única voluntad (egoísta y elemental, como toda pasión demoníaca). Nunca en ese despliegue de fuerzas se refie­re a una «doctrina»; hace tiempo que está más allá «de esa puerilidad del principiante que es el dogmatismo» y más lejos todavía de toda religión. («En mí nada hay de común con el fundador de una religión, la religión es asunto del pueblo.») Nietzsche practica la filosofía como quien practica un arte y, como un verdadero artis­ta, no busca el resultado, ni cosas fríamente definitivas, sino únicamente un estilo, « el estilo de la moral», y, co­mo un verdadero artista también, experimenta los esca­lofríos de la inspiración. Por eso es probablemente un error dar a Nietzsche el nombre de filósofo, es decir, amigo del saber, pues en el hombre apasionado falta toda sabiduría y nada había más lejos del ánimo de Nietzsche que el ir a parar a un equilibrio intelectual, a un reposo, a una tranquilidad, a una sabiduría gris y satisfecha, a una convicción firme y perenne. Él va usando y consu­miendo nuevas convicciones, después las arroja lejos de sí y por eso pudiera ser llamado más bien un «filaleta», es decir, un amante apasionado de Aleteya, de la verdad, de esa diosa virginal y cruel que sin cesar, como Artemi­sa, encadena a su amante en una cacería eterna para per­manecer, sin embargo, siempre inaccesible tras su velo desgarrado. La verdad, como la comprende Nietzsche, no es una verdad rígida, cristalizada, sino una voluntad ardiente de ser sincero y de permanecer siempre así; para él, no es la verdad el término final de una ecuación, sino una elevación constante y demoníaca hacia una ten­sión mayor del sentimiento vital, una exaltación de la vida en toda su plenitud; Nietzsche no quiere jamás, en ningún caso, ser feliz, sino sincero. No busca el reposo (como el noventa por ciento de los filósofos), sino que, como servidor y esclavo del demonio, busca lo superlati­vo de todas las excitaciones, de todos los movimientos. Pero toda lucha por lo inaccesible adquiere carácter de heroísmo, acaba necesariamente en una consecuencia fa­tal y sagrada: en la caída.
Una hipertensión tan fanática de la necesidad de sin­ceridad, una exigencia tan implacable y peligrosa como la de Nietzsche, entran necesariamente en lucha con el mundo, en una lucha asesina y suicida al mismo tiempo. La naturaleza, que es la mezcla de mil elementos, se de­fiende siempre de todo radicalismo unilateral. La vida es, al fin y al cabo, conciliación, indulgencia (eso es lo que Goethe comprendió pronto y practicó en seguida con sabiduría) Es necesario, para conservar el equili­brio, someterse a situaciones intermedias, concesiones, compromisos y pactos. Y aquel que tiene la pretensión antinatural y antropomorfa de no vivir superficialmente, de no aceptar la superficialidad, las concesiones en este mundo, aquel que quiere arrancarse con violencia esa se­rie de lazos que forman una red tejida por los siglos, éste se opone, no sólo a la humanidad, sino a la naturaleza. Cuanto más pretende un individuo «querer ser comple­tamente puro», tanta más enemistad se atrae de sus contemporáneos. Ya sea que, como Hölderlin, pretenda querer dar una forma esencialmente poética a una vida que, en esencia, es prosaica, ya sea que pretenda, como Nietzsche, «pensar en claro» dentro de la tremenda con­fusión de las vicisitudes humanas; en ambos casos, ese deseo insensato, pero heroico, constituye una sublevación contra las normas y las reglas, lo cual trae como consecuencia que el temerario se vea rodeado del aisla­miento más irremediable y de una guerra sin esperanza. Lo que Nietzsche llama la «mentalidad trágica», la reso­lución de llegar hasta el fin del sentimiento, pasa desde el espíritu a la realidad, creándose así la tragedia. El que quiere acatar en la vida sólo una ley, el que, en el caos de las pasiones, quiere hacer prevalecer una sola pasión, se convierte en un solitario y como tal sucumbe; si es un so­ñador, no pasa de ser un inconsciente, pero es un héroe si conoce el peligro y lo desafía. Nietzsche, aunque apa­sionado de la verdad, es de los conscientes. Conoce el peligro a que se expone; sabe desde el primer momento, desde sus primeros escritos, que sus pensamientos giran alrededor de un centro peligroso y trágico, sabe que su vida es también peligrosa, pero (como buen héroe inte­lectual) ama la vida a causa de este peligro. «Edificad vuestras casas al borde del Vesubio», grita a los filósofos para espolearles hacia un concepto elevado de la vida, pues « el grado de peligro en que un hombre vive, por su voluntad», es la única medida de su grandeza. Sólo aquel que sabe jugarse el Todo puede ganar el Infinito; sólo el que arriesga su propia vida puede dar a su estrecha for­ma terrestre un valor infinito. Fiat veritas, pereat vita: qué importa que la vida perezca si se salva la verdad. La pasión es más que la existencia, el sentido de la vida es más que la misma vida. Con pujanza monstruosa, en su éxtasis, Nietzsche va dando a este pensamiento una for­ma grandiosa y que sobrepasa a su destino: «Todos pre­ferimos la ruina de la humanidad a la ruina del conoci­miento.» Cuanto más peligrosos se vuelven la suerte, el destino, tanto más adivina ya en el cielo el rayo suspendido sobre su cabeza, y el deseo de ese conflicto supre­mo se hace cada vez más fatídicamente gozoso. «Conoz­co mi destino», dice la víspera de su caída. «Un día mi nombre irá unido al recuerdo de algo extraordinario, el recuerdo de una crisis sin rival en el mundo, el recuerdo de la más grande lucha en la conciencia, el recuerdo de una conjuración contra aquello que, hasta entonces, ha­bía sido tenido por artículo de fe sagrada»; pero Nietz­sche ama el máximo abismo de todo conocimiento y todo su ser marcha hacia esta conclusión mortal: «¿Qué dosis de verdad puede soportar un hombre?» Ésa fue la pre­gunta que durante toda su vida se hizo ese gran pensa­dor, pero, para medir la capacidad de resistir la verdad, se necesita antes franquear la zona de seguridad, a fin de llegar al escalafón en el cual el hombre ya no la soporta ese escalafón en que el conocimiento se hace ya algo mortal, donde la luz es ya tan fuerte que ciega. Y preci­samente esos últimos pasos son los más inolvidables y más emocionantes de la tragedia de su vida: nunca su es­píritu estuvo más lúcido, nunca su alma fue más apasio­nada, nunca sus palabras fueron más musicales y alegres que cuando, con plena conciencia, con plena voluntad se arroja desde las alturas de su vida a las profundidades de la nada.


HACIA SÍ MISMO

La serpiente que no puede mudar la piel, perece; del mismo modo, los espíritus que se ven impedi­dos de cambiar de opinión, dejan de ser espíritus.

Los hombres de orden son habitualmente ciegos para descubrir lo que es original, pero tienen un instinto infa­lible para señalar lo que les es hostil; mucho antes de que Nietzsche se presentara como amoralista a incendiario de sus refugios morales, intuyeron ya que era un enemi­go; esos hombres presintieron mucho más de él que lo que él mismo podía saber de sí. Les era molesto (nadie ha practicado con tanta pericia the gentle art of making enemies), porque era para ellos un tipo dudoso, un out­sider de todas las categorías, una mezcla de filósofo, fi­lólogo, revolucionario, artista, literato y músico; desde el primer momento le odiaron los especialistas porque traspasaba sus límites. Apenas Nietzsche, como filólogo, publicó su primera obra, Wilamowitz, maestro de la filo­logía (en maestro quedó, mientras Níetzsche se elevaba hacia la inmortalidad), lo fustiga delante de todos sus co­legas: los wagnerianos desconfían (y muy justamente) del apasionado defensor; los filósofos, de sus filosofías; antes de haber salido de la crisálida de la filología, antes de que le hayan nacido las alas, tiene ya contra sí a los es­pecialistas. Solamente el genio, que conoce todas las mu­danzas, solamente Richard Wagner ama a ese espíritu que ha de ser su enemigo. Pero todos los demás olfatean el peligro en su manera audaz de ser, en su manera de ca­minar; adivinan en él a aquel que no está nunca seguro y que no ha de permanecer mucho tiempo fiel a sus con­vicciones, adivinan en él esa libertad absoluta que todo hombre libre practica con todas las cosas y, por tanto, consigo mismo; a incluso hoy, cuando su autoridad los intimida y aplasta, los especialistas querrían volver a en­cerrar de nuevo al < príncipe fuera de la ley» en un siste­ma, en una doctrina, en una religión o en una misión; querrían verlo atado a las convicciones, como lo están ellos mismos, encerrado entre las cuatro paredes de una concepción del universo (precisamente lo que más temía Nietzsche); lo definitivo, lo absoluto, es lo que ellos que­rrían imponer a ese hombre que ahora ya no puede de­fenderse, y querrían también colocar a ese gran nómada en un templo (ahora que ya ha conquistado el mundo in­finito del espíritu), en un palacio, cosa que él no deseó nunca.
Pero Nietzsche no puede ser encerrado en una doc­trina, ni clavado en una convicción  nunca se ha pre­tendido en estas páginas sacar la conclusión, a la manera de un maestro de escuela, de que de esta tragedia del espíritu surgió una «teoría del conocimiento» ; nunca este apasionado de todos los valores quiso sujetarse a las palabras de su propia boca, ni a una convicción de su es­píritu, ni a una pasión de su alma. «Un filósofo utiliza o consume convicciones», responde altaneramente a los es­píritus sedentarios que se jactan orgullosamente de su firmeza de voluntad y de sus convicciones; cada una de sus convicciones es algo provisional; y hasta su propio « yo», su piel, su cuerpo, su estructura intelectual, no han sido jamás a sus ojos más que «un asilo de numerosas al­mas» Una vez llega a pronunciar la frase más atrevida: « Es pernicioso para el pensador estar sujeto a una sola persona. Cuando uno ha llegado a encontrarse a sí mis­mo, es necesario intentar perderse de nuevo, para des­pués volverse a encontrar.» Su modo de ser constituye, en él, un modo de transformarse, un modo de perderse para hallarse nuevamente, es decir, un eterno cambio sin reposo ni quietud; por eso el único imperativo de vida que se encuentra en sus escritos es: «Llega a ser lo que eres.» Goethe ha dicho irónicamente que estaba siempre en Jena cuando se le buscaba en Weimar, y la imagen preferida de Nietzsche, que se refiere a la piel de la ser­piente, se encuentra ya cien anos antes en una carta de Goethe; pero ¡cuán contrarios son el desenvolvimiento reflexivo de Goethe y los cambios eruptivos de Nietz­sche! Pues Goethe va engrandeciendo su vida alrededor de un punto fijo, del mismo modo que un árbol añade cada año un anillo más a la circunferencia de su tronco, y aunque se libra de la coraza exterior, cada vez se hace más sólido, más robusto, más alto, y, por tanto, su mira­da alcanza cada vez más lejos. El desarrollo de Goethe se efectúa de un modo paciente, con una fuerza que crece progresivamente, así como aumenta su resistencia, la de­fensa de su propio «yo», que se robustece a la vez que su crecimiento, mientras que Nietzsche tiene un desarrollo violento, producido por la vehemencia de su voluntad. Goethe crece sin sacrificar ni un ápice de sí mismo; no necesita negarse para ascender; Nietzsche, en cambio, es el hombre de las metamorfosis, que se ve obligado a des­truirse para reconstruirse después. Todas sus conquistas y descubrimientos intelectuales provienen de heridas de su propio «yo» o de creencias perdidas, es decir, de des­composición; para subir más, necesita ir arrojando peda­zos de sí (mientras que Goethe nada sacrifica y se limita a hacer cambios químicos, alquitarados, de sus elemen­tos). Nietzsche, para alcanzar una mirada más amplia, ha de pasar por caminos de dolor y de destrozo: «La ruptu­ra de todo lazo individual es dura, pero me nace un ala en cada sitio donde antes había una atadura.» Como na­turaleza demoníaca, no conoce otra transformación que la brutal, la violenta, la que se opera por combustión; así como el Fénix ha de pasar todo su cuerpo por el fuego destructor para renacer de sus propias cenizas, con un nuevo canto, un nuevo plumaje, unas nuevas alas, así, para Nietzsche, los hombres espirituales deben pasar por el fuego de la contradicción devoradora para que el espíritu se eleve sin cesar, libre de toda convicción.
Nada queda de lo anterior en su visión del universo, en sus transformaciones, de ahí que sus nuevas fases no se deslicen una después de otra, dulce y fraternalmente, sino hostilmente; siempre se encuentra en el camino de Damasco. No se trata de una fe que cambia de creencia o de sentimiento, sino de infinidad de creencias, pues cada nuevo elemento espiritual penetra en él, no sólo por el es­píritu, sino hasta sus entrañas; sus conocimientos mo­rales o intelectuales se transforman en él químicamente, cambiando el curso de su sangre, su sentimiento y sus pensamientos. A la manera de un jugador insensato (co­mo lo exige un día Hölderlin de sí mismo), se juega «toda su alma a la potencia destructiva de la realidad» y, desde el principio, las impresiones que recibe parecen erupcio­nes volcánicas. En su juventud lee en Leipzig El mundo como voluntad y como representación, de Schopenhauer, y eso le impide dormir durante diez días; toda su alma, todo su ser, se ven agitados como por un ciclón; la fe so­bre la que se apoyaba se derrumba con estrépito y, cuando su espíritu deslumbrado sale poco a poco de ese vérti­go y recobra su sangre fría, se encuentra frente a una filo­sofía completamente nueva, frente a un concepto de la vida completamente distinto. Del mismo modo, su amis­tad con Richard Wagner es también una fuente de amor apasionado que ensancha enormemente la enjundia de su sensibilidad. Cuando regresa de Triebschen a Basilea, su vida toma otro rumbo: de la noche a la mañana ha muer­to en él el filólogo y la perspectiva del pasado, es decir, la historia, ha hecho sitio al porvenir. Y es precisamente porque toda su alma está llena de este amor espiritual, por lo que su ruptura con Wagner abre en él una herida ardiente y casi mortal, que continuamente supura y que ya no ha de cerrarse ni cicatrizarse nunca de un modo completo. Siempre, como en un terremoto, se hunde el edificio de sus convicciones por las sacudidas espirituales, y Nietzsche, en cada caso, se ve obligado a reconstruirse de arriba abajo. Nada se desarrolla en él suavemente, silenciosamente, orgánicamente, como crecen las cosas en la Naturaleza; nunca su individualidad se desarrolla por un trabajo oculto, creciente; no: todo, hasta sus propios pensamientos, brota a golpes como una chispa eléctrica; es necesario siempre que sea destruido su mundo interior para que de sus ruinas salga un nuevo cosmos. Esa fuerza tempestuosa de las ideas en el cerebro de Nietzsche no tiene parangón: «Quiero verme libre  dice un día  de esa fuerza expansiva de mis sentimientos que se desarro­lla en mis producciones; muchas veces me ha venido el pensamiento de que un día voy a morir repentinamente por este motivo.» Y verdad es que hay algo que muere en él repentinamente en esos procesos de renovación; siem­pre hay algo que se desgarra en sus tejidos internos, como sí un acerado cuchillo penetrase en sus entrañas para cor­tar todos los vínculos, todas las relaciones anteriores. Su refugio espiritual se ve quemado por las nuevas inspira­ciones, quemado hasta quedar inservible. Las transfor­maciones de Nietzsche van acompañadas de calambres y convulsiones de muerte y de parto. Nunca un ser huma­no se ha desarrollado con tormentos tan terribles; ningún hombre se ha herido tan profundamente en la búsqueda de sí mismo. En realidad, todos sus libros no son  si hemos de hablar con propiedad  más que informes clíni­cos de esas operaciones, la exposición de métodos de sus vivisecciones: manuales de partos espirituales. «Mis li­bros sólo hablan de las victorias sobre mí mismo.» Son la historia de sus transformaciones, de sus preñeces, de sus partos, de sus muertes, de sus resurrecciones; una histo­ria de descomunales guerras sostenidas sin piedad contra su «yo»; una historia de castigos y ejecuciones y, en su conjunto, una biografía de todos esos hombres diferentes que ha ido siendo Nietzsche en el transcurso de su vida intelectual.
Lo que hay de característico en las transformacio­nes de Nietzsche es que la línea de su vida representa, en cierto modo, un movimiento retrógrado. Tomemos a Goethe (siempre es Goethe con quien nos encontramos, como lo más simbólico de los fenómenos humanos) como prototipo de una naturaleza orgánica que, de modo mis­terioso, marcha al unísono con el ritmo del universo; ve­mos que las formas de su desarrollo son un reflejo de las edades de su vida. Goethe es, en su juventud, fogosa­mente exuberante; cuando hombre, es sensato en su ac­tividad; en su vejez, su mirada es toda luz; el ritmo de su pensamiento corresponde orgánicamente a la temperatura de su sangre. El caos es su principio (como pasa siem­pre en los jóvenes), el orden, su final (como pasa siempre en los ancianos); el orden está al final de su carrera; allí se vuelve conservador, cuando antes fue revolucionario; allí se encuentra convertido en hombre de ciencia, cuan­do antes fue ocultista; allí es un administrador de sí mis­mo, cuando antes sólo sabía prodigarse. Nietzsche sigue el camino contrario al de Goethe; mientras éste aspira a lazos que den firmeza a su ser, busca Nietzsche una dis­gregación apasionada; como en todos los caracteres de­moníacos, cada vez hay más fuego en su pasión, más impaciencia; cada vez es más tempestuoso, más revolu­cionario, más caótico. Hasta su aspecto exterior está en completa oposición con la evolución normal. Nietzsche comienza siendo viejo. A los veintiún años, cuando sus camaradas se entregan aún a las bromas estudiantiles y celebran sus ritos báquicos, cuando vacían intermina­bles jarros de cerveza y desfilan a «paso de oca», Nietz­sche es ya todo un profesor, propietario de la cátedra de Filosofía en la Universidad de Basílea. Sus amigos son hombres de cincuenta a sesenta años, grandes eruditos como Jacob Burckhardt y Ritschl. Su íntimo amigo es el más serio artista de su tiempo: Richard Wagner. Una se­veridad implacable, una objetividad inflexible, lo hacen pasar siempre por un sabio, nunca por un artista, y todos sus libros tienen un aire didáctico más propio de un hombre de experiencia que de un principiante. Con toda su fuerza trata de ahogar sus aficiones poéticas, su alma profesional; como un grave profesor universitario, fosili­zado por los años, está encorvado sobre sus escritos; ela­bora índices, y se place en revisar polvorientos legajos de viejos papeles. La mirada de Nietzsche por aquel entonces está vuelta hacia el pasado: hacía la historia, hacia lo muerto, hacia lo que fue; los placeres de su vida están en­cerrados entre los muros de una manía por lo antiguo; su alegría y su ardor se ocultan tras la dignidad del profe­sor; su mirada está siempre fija en los libros o en proble­mas de erudición. A los veintisiete años, El origen de la tragedia abre un primer foso en el presente, pero el autor lleva todavía la seria máscara del filólogo, y sólo oculta­mente hay ya en esa obra un brillo de cosas futuras, una chispa de amor al presente y una pasión por el arte. A los treinta años, edad en que el hombre normal empieza a convertirse en un reposado burgués, edad en que Goe­the llega a ser consejero, edad en que Kant y Schiller son ya profesores, a esa edad, Nietzsche abandona sus tareas oficiales y se aleja de su cátedra con un suspiro de alivio: ése es su primer avance hacia sí mismo, su primer em­pujón hacia su mundo, su primer cambio íntimo, y esa primera ruptura constituye el principio del artista. El verdadero Nietzsche comienza con su entrada en el pre­sente, es ya este Nietzsche trágico, intelectual, con su mi­rada dirigida siempre hacia lo futuro, lleno de nostalgia por el hombre que ha de venir. Entretanto, brotan sus impulsos de transformación, surgen cambios radícales en lo más íntimo de su ser, pasa bruscamente de la filo­logía a la música, de la gravedad al éxtasis, de la pacien­cia positiva a la danza. A los treinta y seis años, Nietz­sche es ya libre, inmoralista, escéptico, poeta y músico, más joven que en su juventud, libre del peso del pasado y de su propia ciencia, libre también del presente y com­pañero sólo del hombre futuro, del hombre del más allá. Por eso, en vez de estabilizarse su vida con los años, co­mo le pasa al artista normal, en vez de arraigarse, de hacerse más positivo, se libra apasionadamente de todos los vínculos, de todas las relaciones. El ritmo de ese re­juvenecimiento es verdaderamente monstruoso. A los cuarenta años, el lenguaje de Nietzsche, sus pensamien­tos, su ser, tiene más glóbulos rojos, más lozanía, más colorido, más temeridad, más pasión y más música que a los diecisiete, y el solitario de Sils Maria marcha con un paso más ligero, más alado, más ingrávido que el an­tiguo profesor de veinticuatro años, que era prematura­mente viejo.
Por eso en Nietzsche se intensifica el sentimiento de la vida en vez de adormecerse; sus metamorfosis se ha­cen cada vez más rápidas, libres, ligeras, múltiples, con­vulsivas, malignas, patológicas; ya no encuentra en nin­guna parte un punto de reposo para su espíritu inquieto. Apenas se para, su piel «se seca y se rompe»; por último, su propia vida es incapaz de seguir esas transformacio­nes, esas renovaciones, que se realizan con un ritmo ci­nematográfico, en el que las imágenes titilan de conti­nuo. Precisamente aquellos que creen conocerlo mejor, los amigos de su juventud, que ya están encadenados a la ciencia, a sus convicciones o a un sistema, se llenan de sorpresa al verle tan diferente cada vez que tienen un nuevo encuentro con él. Con sobresalto, descubren, en su figura intelectual rejuvenecida, rasgos nuevos que en nada se parecen a los de antes. Y el mismo Nietzsche, en eterna metamorfosis, cree encontrarse ante un espec­tro cuando oye que lo llaman por su antiguo título, cuan­do oye que lo «confunden» con el « profesor Friedrich Nietzsche», el filólogo, con aquel hombre envejecido por la erudición de hace ya  apenas puede recordar­lo , más de veinte años. Puede ser que nadie haya arrojado lejos de sí su vida pasada como la arrojó Nietzsche, apartando de su ser hasta los vestigios de sus sentimien­tos de antes; de ahí vienen el terrible aislamiento, la te­rrible soledad de sus últimos años, pues ha roto todos los lazos de «lo que fue» y su ritmo actual no le permite crear­se nuevos vínculos que lo unan a las cosas nuevas. Pasa raudo junto a los hombres y a las cosas y, cuanto más se aproxima a sí mismo, tanto más rápidamente huye de sí. Las metamorfosis de su ser son cada vez más radicales; cada vez más bruscos sus saltos desde el « sí» al «no»; cada vez más fuertes sus sacudidas eléctricas. Se devora a sí mismo en un incendio interior y su camino es un camino de llamas.
Pero a medida que se aceleran esas transformacio­nes, ganan también en violencia y en dolor. Las primeras victorias de Nietzsche sobre sí mismo se reducen a des­pojarse de algunas creencias de muchacho, es decir, de las creencias impuestas o formadas en la escuela; esas creencias quedan tras de sí, como una serpiente deja su piel seca a inútil. Pero cuanto más profundo se hace su sentido de la psicología, tanto más hondamente ha de es­carbar con su cuchillo en las capas más íntimas de su ser; cuanto más subcutáneas, más nerviosas, más jugosas, son sus convicciones, tanto más vivas son, tanto más forma­das en su plasma, tanto más violenta ha de ser su extir­pación, tanto más cruenta. Es ya un trabajo de verdugo de sí mismo, de Shylock, una verdadera operación en su carne palpitante. Finalmente, esa auto-vivisección alcan­za las zonas más íntimas del sentimiento y las operacio­nes se hacen más dolorosas y más peligrosas. La amputa­ción del complejo wagneriano, sobre todo, resulta una intervención quirúrgica extremadamente delicada y casi mortal, porque se realiza en lo más profundo de su sen­timiento, casi en el mismo corazón; linda con el suicidio, y en su violencia, en su ritmo, tiene algo de asesinato ma­soquista, pues en sus abrazos amorosos, en los segundos de unión íntima, su instinto salvaje hacia la verdad viola, estrangula, lo que le es más querido; pero cuanta más violencia, mejor; cuanto más cruenta es la victoria sobre sí mismo, tanto más voluptuosamente goza su ambición en la prueba a la que somete a su fuerza de voluntad. Como un implacable inquisidor de sí mismo, somete despiadadamente a cada una de sus más íntimas convic­ciones a las preguntas de su conciencia y, con una cruel­dad voluptuosa, siniestra, contempla los autos de fe de sus ideas heréticas. Poco a poco, el espíritu de destruc­ción de sí mismo que anida en Nietzsche se convierte en una pasión intelectual: «Siento el placer de destruir en un grado idéntico a mi fuerza destructora.» De la simple transformación de sí mismo nace el deseo de contrade­cirse y de ser su propio adversario. Hay pasajes de sus li­bros que se contradicen violentamente; a cada « sí», ese prosélito de sus convicciones sabe poner un correspon­diente « no», y a cada « no» no falta nunca un « sí»; se ex­tiende hacía el infinito para poder desplazar los polos de sus convicciones a dos puntos opuestos de ese infinito y poder sentir así la tensión eléctrica que hay entre esos dos polos opuestos, tensión que es en él la verdadera vida intelectual. Siempre huir, alcanzarse siempre (su «alma huye de sí misma y trata de encontrarse de nuevo en un círculo más vasto»). Eso acaba por llevarlo a una excitabilidad extrema y esa exageración llega a serle fa­tal. Pues, precisamente cuando la forma de su ser se ha extendido hasta el infinito, la tensión de su espíritu se rompe: el núcleo de fuego, la fuerza primitiva y demonía­ca, hacen explosión, y esa fuerza elemental destruye, con un solo choque volcánico, la serie grandiosa de figuras que su espíritu de creador plástico había sacado de su propia sangre y de su propia vida, en su carrera hacia el infinito.

DESCUBRIMIENTO DEL SUR

Tenemos necesidad del sur a cualquier precio; nece­sitamos acentos límpidos, inocentes, alegres, felices y delicados.

«Nosotros, los aeronautas del espíritu», dice en una ocasión Nietzsche, lleno de orgullo, al vanagloriarse de esa libertad de pensamiento que se abre nuevas sendas a través de un elemento ¡limitado y virgen. Y, efectiva­mente, la historia de sus viajes espirituales, de sus ex­cursiones, de sus transformaciones y de sus ascensiones se realiza en un espacio superior, en un espacio espiri­tualmente ¡limitado. Como un globo cautivo que conti­nuamente va arrojando lastre, Nietzsche es cada vez más libre a fuerza de deshacerse de lazos que lo aten o de pe­sos que lo entorpezcan, Con cada cable que rompe, con cada dependencia que arroja lejos de sí, se eleva más y más hacia un horizonte más amplio, hacia un campo de visión más vasto y hacia una perspectiva personal fuera de todo tiempo. Innumerables son los cambios de di­rección que sufre el globo antes de caer en el torbellino tempestuoso que ha de destrozarlo; tantas son esas di­recciones, que se hace imposible contarlas o hasta fijar­las. Sólo un momento decisivo, extraordinariamente im­portante, se dibuja agudamente y como un símbolo en la vida de Nietzsche; es como el segundo dramático en que se suelta el último cable y el aerostato pasa de la cautivi­dad a la libertad, de la gravedad a la fuerza ascensional. Y este simbólico segundo se encuentra, en la vida de Nietzsche, en el día en que abandona su puesto de amarre, su patria, su cátedra, su profesión, para no volver ya a Alemania sino en un vuelo de ave de paso, en un vuelo despreciativo, en un vuelo que ya se desarrolla eternamen­te en un elemento libre. Pues todo lo que sucede antes de esa hora no tiene una importancia esencial para la per­sonalidad de Nietzsche; sus primeros cambios sólo son movimientos para conocerse mejor. Y sin su impulso de­cisivo hacía la libertad, Nietzsche habría sido siempre un hombre sujeto, un profesional atado a su rama, un Erwin Rohde, un Dilthey, uno de esos hombres que nosotros admiramos en su especialidad, pero que no son nunca una revelación para nuestro mundo interior. Sólo es la aparición de su naturaleza demoníaca, la libre expansión de su pasión intelectual, el sentimiento de libertad primi­tiva, lo que convierte a Nietzsche en una figura profética y transforma su destino en un mito. Y dado que yo, en esta obra, trato de explicar la vida de Nietzsche como una tragedia y no como una historia, una tragedia que es una obra maestra del espíritu, su vida no empieza, para mí, antes de aquel momento en que comienza en él el artista y se siente consciente de su libertad. Nietzsche, en su cri­sálida de filólogo, es un problema para los filólogos: sola­mente el hombre alado, el « aeronauta del espíritu», per­tenece a la creación literaria.
Esta primera dirección de Nietzsche, en su ruta de argonauta a la búsqueda de sí mismo, es el sur, y siempre quedará como la metamorfosis de sus metamorfosis. También, en la vida de Goethe, el viaje a Italia significa algo decisivo; también Goethe va a Italia en busca de su verda­dero «yo», en busca de la libertad y de una vida creado­ra, en vez de la vida vegetativa de antes. Cuando atravie­sa los Alpes, cuando los primeros resplandores del sol italiano le dan en la cars, se produce en él una metamor­fosis fuerte como una erupción. «Me parece –escribe– ­que regreso de una excursión a Groenlandia.» También era Goethe un «enfermo del invierno» que en Alemania sufría bajo el cielo nublado; también Goethe, que era todo ansia de luz y de claridad, al entrar en el suelo de Italia, siente brotar en su pecho un sentimiento íntimo, una expansión, una necesidad de libertad, un alivio nue­vo y personal. Pero el milagro del sur vino demasiado tarde para Goethe: tenía cuarenta años. La corteza que rodea su alma es ya demasiado dura; su naturaleza es ya metódica y reflexiva; una pane de su ser, de su esencia, de su pensamiento, ha quedado allá en Weimar, prendi­da en la corte, en sus funciones, en su jerarquía. Ha cris­talizado ya demasiado fuerte en sí mismo para poder ser transformado por otro elemento. Dejarse dominar sería ahora contrarío a su constitución orgánica: Goethe quie­re ser el señor de su destino y no tomar de las cosas más que lo que su sino le permite (Nietzsche, Hölderlin y Kleist, al contrario, los disipadores, se abandonan ente­ramente, con toda su alma, a cualquier impresión, felices de verse arrastrados por ella al torbellino de fuego de la vida). Goethe encuentra en Italia lo que buscaba y no mucho más: nuevos lazos de unión con el mundo (Nietz­sche anhelaba romper esos lazos), los grandes recuerdos del pasado (Nietzsche iba en busca del grandioso futuro y del olvido de todo lo histórico); Goethe va tras cosas que se encuentran en el mundo: arte antiguo, el alma del pueblo romano, los misterios de la Naturaleza (Nietzs­che sólo contempla con placer lo que está más allá de él: el cielo de zafiro, el horizonte claro hasta el infinito, la magia de la luz que parece que le penetra por todos los poros). Por eso la impresión de Goethe es sobre todo cerebral y estética y la de Nietzsche es vital; mientras que aquél se lleva de Italia un estilo artístico, Nietzsche se lleva un estilo de vida. Goethe se ve fecundado; Nietzs­che, trasplantado y renovado. Verdad es que el sabio de Weimar siente también anhelo de renovación («cierta­mente sería mejor que no volviera si no puedo hacerlo renacido»), pero como toda figura ya asentada, sólo pue­de recibir « nuevas impresiones». Para sufrir un cambio radical como el de Nietzsche, Goethe, a los cuarenta años, está ya demasiado formado, es demasiado egoísta y ésta poco dispuesto a ello; su poderoso y sólido instinto de conservación (que en sus últimos años es ya una verda­dera coraza) no consiente un cambio que comprometa su estabilidad; el hombre sabio y ordenado sólo acepta aquello que su naturaleza puede aprovechar (mientras que las naturalezas dionisíacas lo aceptan todo, hasta un ex­ceso de peligro). Goethe solamente quiere enriquecerse espiritualmente, pero nunca perderse en una inclinación excesiva, en una transformación radical. Por eso sus úl­timas palabras dirigidas al sur son mesuradas, agradeci­das, y en el fondo negativas: « Entre las cosas loables que he aprendido en este viaje  dice al abandonar Italia  se encuentra el hecho de que ya no puedo en modo alguno vivir solo ni alejado de mi patria.»
Basta invertir completamente esas palabras, duras como la leyenda de una medalla, para tener en sustancia el efecto que el sur produjo en Nietzsche; al contrario que Goethe, llega a la conclusión de que ya sólo puede vi­vir fuera de su patria. Mientras que Goethe, al salir de Italia, regresa al mismo punto de donde partió, tras un viaje atractivo a interesante, llevando en su equipaje muchas cosas preciosas para su hogar, Nietzsche queda ex­patriado para siempre y encuentra su verdadero « yo»: príncipe sin ley, apátrida feliz, sin hogar, sin bienes, ale­jado para siempre de las mezquindades de la patria y de toda sujeción patriótica, ya no hay para él otra perspecti­va que la vista de pájaro del « buen europeo», de «esta clase de hombre esencialmente nómada y que está más allá de la idea de nacionalidad», un nuevo hombre cuya llegada inevitable siente Nietzsche en la atmósfera, y en ese punto de vista fija su residencia, su reino, que perte­nece al porvenir. La casa espiritual de Nietzsche se halla allí donde está, no donde nació (eso pertenece a la histo­ria); está sólo donde él mismo se engendra a sí mismo y vuelve a nacer: ubi pater sum, ibi patria, allí donde soy pa­dre, donde engendro, allí está mí patria, no donde fui en­gendrado. El beneficio inestimable a inalterable que ha recogido en su viaje al sur es que, desde entonces, el mundo entero se convierte para Nietzsche en un país extranjero y en su propia patria al mismo tiempo, y que puede conservar la perspectiva de la vista de pájaro, esa mirada límpida y penetrante de ave de presa en la altura, una mirada que se extiende hacia todos los horizontes abiertos (Goethe, al contrario, según sus propias pala­bras, pone en peligro su personalidad y al mismo tiempo la conserva «al volverse hacia horizontes cerrados»). Una vez que Nietzsche se ha establecido en el sur, se encuen­tra ya más allá del pasado; está ya completamente desger­manizado, del mismo modo que ha abandonado ya la filología, el cristianismo y la moral; y nada caracteriza tanto esa naturaleza excesiva y que siempre avanza sin freno como este simple hecho: que nunca ha dado un paso atrás ni ha dirigido una mirada de melancolía o de nostalgia hacia su pasado. El navegante que marcha hacia el reino futuro es demasiado feliz por haberse embarcado « en el más rápido buque que hay para ir a Cosmópolis» para que pueda sentir la nostalgia de su patria, que sólo tiene un idioma para expresarse y por tanto es unilateral y mo­nótona; por eso toda tentativa de querer germanizar a Nietzsche (tendencia ahora muy corriente) es un craso error. No es posible, para ese hombre archilibre, el aban­donar la libertad por ningún concepto; desde el momen­to en que siente sobre sí el inmenso azul del cielo de Ita­lia, su alma se estremece al pensar en la oscuridad que procede de las nubes, de los anfiteatros universitarios, de la iglesia o del cuartel; sus pulmones, sus nervios sensi­bles, ya no pueden soportar nada del norte, nada germa­no, nada de pesadez; no puede ya vivir con las ventanas cerradas, con las puertas entornadas, en la penumbra, en el crepúsculo o entre la niebla intelectual. Ser sincero es, desde este momento, ser claro, ver en todas direcciones y trazar contornos en el infinito; y desde que ha divinizado con toda la embriaguez de su sangre esa luz elemental, aguda y penetrante del sur, ha renunciado gustoso para siempre al «diablo propiamente alemán, al genio o al de­monio de la oscuridad» En el sur, en el extranjero, su sensibilidad casi gastronómica percibe, en todo lo que es alemán, un alimento pesado para su gusto refinado, una especie de indigestión, una necesidad de no terminar con los problemas, un dejarse arrastrar el alma por los rodeos que da la vida: lo alemán ya no será jamás, para él, bas­tante libre, bastante ligero. Hasta las obras que antes le deleitaban le causan ahora una especie de pesadez de es­tómago; siente esa pesadez en Los maestros cantores; esta forzada; en Schopenhauer nota sensación de sed; en Kant descubre un resabio de la hipocresía de un moralista oficial; en Goethe, pesadez causada por sus funciones ofi­ciales y los horizontes limitados. Todo lo alemán es ya sólo, para él, crepúsculo, penumbra, oscuridad, sombras del pasado, exceso de historia; resulta demasiado pesado para su nuevo «yo», que es algo lleno de posibilidades, pero sin nada claro: una interrogación continua, un de­seo ininterrumpido de buscar, una perenne transforma­ción dolorosa, una oscilación perpetua entre el «sí» y el «no» Pero no se trata solamente de un desasosiego inte­lectual ante la estructura espiritual de la nueva Alemania de entonces, que había llegado realmente a un punto ex­tremo; no se trata sólo de un sentimiento de desagrado político causado por el Imperio y por todos los que han sacrificado la idea alemana al ideal de los cánones; no es sólo una antipatía estética hacia la Alemania de los mue­bles de felpa y de las columnas de la Victoria. La nueva doctrina del sur, que es la de Nietzsche, pide toda clase de problemas, y no sólo problemas nacionales; reclama la vida entera, pura y clara como el Sol, «luz, sólo luz, aun­que alumbre cosas malas», la más alta luz por la limpidez más alta, una gaya scienza y no el didactismo pedagógico, malsano, del «pueblo escolar», esa erudición paciente, gravemente profesional de los alemanes, que huele a ga­binete o a aula. Su renuncia al norte no procede de su es­píritu, de su intelecto, sino de sus nervios, del corazón, del sentimiento, de sus mismas entrañas; es un grito de sus pulmones, que por fin encuentran el aire libre; es el grito de júbilo de alguien que por fin ha encontrado el cli­ma apropiado a su alma, la libertad; de ahí ese su grito de alegría íntima y maligna: «Ya he dado el salto.»
Al mismo tiempo que el sur contribuye a su desger­manización, le ayuda también a descristianizarse. Al mis­mo tiempo que como una lagartija goza del sol y en su alma penetra la luz hasta los rincones más ocultos, y mientras Pregunta qué es lo que durante tanto tiempo ha ensombrecido al mundo, qué es lo que lo ha llenado de inquietud, de ansia, de abatimiento, de cobarde concien­cia del pecado, qué es lo que lo ha despojado de las cosas más serenas, más naturales, más vigorosas, aviejando lo más precioso que hay en el mundo, que es la vida misma, Nietzsche reconoce en el cristianismo, en la fe en el más allá, el principio que arroja su sombra sobre el mundo moderno. Este «judaísmo maloliente, hecho de rabinis­mo y de superstición», ha arruinado y asfixiado la sen­sualidad y la serenidad del Universo; ha sido para cin­cuenta generaciones un narcótico tan peligroso que ha paralizado moralmente todo lo que antes había sido una fuerza verdadera. Pero ahora (y de pronto ve la misión de su vida) debe ya comenzar la cruzada contra la cruz, la cruzada para reconquistar los lugares más santos de la humanidad, es decir, la vida. El « sentimiento de exube­rancia de la existencia» le ha enseñado un modo de mi­rar apasionado para todo lo que pertenece al mundo, verdad animal y objeto inmediato; sólo después de este descubrimiento se da cuenta de cómo la moral y el humo de incienso le han ocultado tanto tiempo «la vida sana y roja». En el sur, en esa escuela «de curación espiritual y física», ha aprendido la fuerza de lo natural, el goce sin remordimientos, y conoce la vida serena y alegre sin mie­do al infierno ni a Dios. Ha aprendido la fe en sí mismo que le da un rotundo, alegre a inocente «sí». Pero este optimismo no viene más que de arriba; no de un dios oculto, naturalmente, sino de un secreto, de un misterio abierto de par en par; viene del Sol, de la luz. «En San Petersburgo sería nihilista, aquí creo en el Sol como creen en él las plantas.» Toda su filosofía mana directamente de su sangre libertada. «Sed meridionales, hacedlo por la fe», había dicho a un amigo; ahora, cuando la claridad es un remedio tan grande, se convierte en algo sagrado, y en su nombre comienza la guerra, la más terrible de las campañas, contra todo lo que hay en la Tierra que tienda a destruir la serenidad, la limpidez, la libertad desnuda y la soleada embriaguez de la vida. « Mi actitud hacía el presente ya no es más que una guerra a cuchillo.»
Pero, junto con esa audacia, entra también el orgullo en esa vida de filósofo que ha transcurrido tras las venta­nas cerradas, en malsana inmovilidad; la circulación de su sangre toma un ritmo rápido y fogoso; hasta en sus nervios más ocultos, infiltrados de luz, se agita la fuerza clara y cristalina de sus pensamientos, y en el estilo, en su idioma, que se hace fuerte a inquieto, hay destellos de sol. « Todo está escrito en el lenguaje "del viento de des­hielo"», dice él mismo al hablar de su primer libro escrito en el sur; su acento es de violenta liberación, volcánico, como cuando se rompe una capa de hielo y la primavera tibia pasa sobre el paisaje, voluptuosa, acariciante. Brilla la luz en el mismo centro de su ser, hay claridad hasta en lo más nimio de su lenguaje, hay música hasta en las pau­sas y, por encima de todo, un acento de Alción y un cie­lo lleno de luz. ¡Qué diferencia de ritmo entre su idioma de antes, que era fuerte y bien construido, pero en su conjunto algo petrificado, y ese idioma de ahora, nuevo, sonoro y exuberante, de movimientos sueltos y que, co­mo los italianos, gesticula mímicamente, no limitándose, como los alemanes, a hablar inmóvil y sin que el cuerpo participe en la expresión! Níetzsche no confía sus pen­samientos de ahora al grave idioma de los humanistas, a ese idioma vestido de frac, porque sus nuevos pensa­mientos son como ingrávidas mariposas recogidas en el curso de sus paseos; esos pensamientos libres necesitan un lenguaje libre, flexible, saltarín, de cuerpo ágil y des­nudo como un gimnasta, de articulaciones flexibles; un lenguaje que pueda correr, saltar, ascender por los aires, bajar, extenderse y bailar todas las danzas, desde la dan­za de la melancolía hasta la tarantela de la locura; un len­guaje que lo resista todo y que pueda decirlo todo sin ne­cesidad de tener espaldas de ganapán ni paso tardo y pesado de hombre forzudo. Toda la pasividad del animal doméstico, toda la dignidad de las cosas confortables, ha desaparecido de su lenguaje; ahora sabe ya hacer pirue­tas de juegos de palabras, tanto como llegar a la sere­nidad más elevada; y en otros momentos sabe tomar un pathos que resuena como una campana ancestral; un lenguaje que bulle en fermentación de fuerza, como el champaña, desprendiendo pequeñas y brillantes perlitas o desbordándose en espuma; su estilo está dorado por la luz y es solamente como el antiguo Falerno, má­gicamente transparente hasta en sus mas grandes pro­fundidades, y mana límpido, alegre y brillante. Muy po­siblemente, nunca la lengua de un poeta alemán se ha rejuvenecido tan rápidamente, tan completamente, como en Nietzsche, y seguro que en ninguno se ha visto tan inundada de sol, ni se ha hecho tan libre, tan meridional, tan divinamente cadenciosa, tan llena del aroma del buen vino, tan pagana. Sólo en el caso fraternal de Van Gogh podemos volver a ver una tan rápida irrupción de luz en un hombre del norte: sólo en Van Gogh hay ese tránsito del colorido triste, gris y pesado de sus años de Holanda a los colores vívidos, agudos, crudos y sonoros de la Provenza; sólo en él se da esa irrupción local de luz en un espíritu ya medio ciego, comparable a la ilumina­ción que el sur produce en el modo de ser de Nietzsche. Sólo en esos días fanáticos de la transformación es tan rápida a inaudita la absorción de luz, realizada con pa­sión vampiresca. Sólo los espíritus demoníacos son ca­paces de abrirse tan completamente al milagro de la luz, con sus nervios, con su pintura, con su música y con sus palabras.
Pero la sangre de Nietzsche no sería sangre de pose­so si pudiera saciarse con alguna embriaguez; por eso sigue buscando algo superior al sur, a Italia; busca más luz, más claridad. Del mismo modo que Hölderlin lleva su Hellas a Asia, a Oriente, a los países bárbaros, así tam­bién la pasión de Nietzsche lanza destellos pasionales hacia un nuevo éxtasis, un éxtasis tropical, africano. Ya no quiere la luz del Sol, sino su fuego, una luz que hiera cruelmente, en vez de rodear de claridad las cosas que ilumina; quiere un espasmo de placer en vez de sereni­dad; su anhelo se hace infinito cuando busca convertir en embriaguez las excitaciones de los sentidos; quiere hacer de la danza un vuelo, y subir hasta el rojo vivo el calor vital. Y mientras tales deseos congestionan sus ar­terias, el idioma no basta ya para expresarlos; se ha vuel­to demasiado limitado, pesado y material. Necesita un nuevo instrumento para esa danza dionisíaca que ha em­pezado en él por una embriaguez; necesita más libertad que la que le permite la rigidez de las palabras, y por eso se refugia en la música. La música del sur se convierte en su último anhelo, en su última inspiración: una música en la que la claridad se ha hecho melodía y en la que el espíritu adquiere nuevas alas. Y la busca; la busca en to­dos los tiempos y en todos los lugares, sin encontrarla ja­más... hasta que él mismo la inventa.

EL REFUGIO EN LA MÚSICA

¡Dorada serenidad, ven!

La música había estado en Nietzsche desde el principio, pero de un modo latente y apartada por una fuerte volun­tad de justificación espiritual. Cuando niño, entusiasma­ba a sus amigos con sus audaces improvisaciones; en sus cuadernos de escuela se encuentran múltiples alusiones a composiciones propias. Pero cuanto más se inclina por los estudios filológicos primero y filosóficos después, tanto más va limitando ese empuje de su naturaleza que quiere abrirse paso. La música es sólo para el joven estudiante una especie de opio, un descanso, un entretenimiento, como el teatro, la literatura, la equitación, la esgrima o cualquier otro ejercicio gimnástico. Por esa cuidadosa canalización, por esa consciente oclusión, ninguna gota puede filtrarse para caer, fecundándola, sobre la obra de la primera época de Nietzsche. Al escribir El nacimiento de la tragedia en el espíritu de la música, ésta no es más que un tema, un objeto, pero no una modulación del senti­miento musical que se introduzca en su estilo, en su poe­sía o en su pensamiento. Incluso los ensayos líricos de su juventud están desprovistos de musicalidad y, lo que pa­rece más asombroso todavía, sus ensayos de composición parecen, según el juicio de Bülow, resolución de un tema, algo amorfo, una música anti-musical. Durante largo tiem­po la música no es, para Nietzsche, más que una inclina­ción particular a la que el joven estudiante se lanza con todo el placer de la irresponsabilidad, con la alegría del dilettante, pero nada más.
La irrupción de la música en el espíritu de Nietzsche no se realiza sino cuando su larva de filólogo, su objeti­vidad de erudito, se agrietan y se rompen, cuando todo su cosmos se descalabra y se desgarra por sacudidas vol­cánicas. Sólo entonces se rompen los canales, y la inun­dación es repentina. La música penetra siempre con más fuerza en los hombres sacudidos por la pasión, debilita­dos y sometidos a tensiones violentas o desgarrados en lo más íntimo de su ser; eso lo sabía Tolstoi, y Goethe lo experimentó trágicamente. Pues incluso Goethe, que tomó ante la música una actitud de prudencia, defensiva y temerosa (como hizo siempre ante todo lo demoníaco, pues siempre reconocía el sitio donde se ocultaba el de­monio), hasta Goethe sucumbe a la música en los mo­mentos de debilidad (o, como él dice, en los momentos de eclosión, cuando todo su ser se ve trastornado, cuan­do se vuelve débil y asequible). Cuando él (la última vez fue con Ulrica) se ve presa de un sentimiento y pierde su propio dominio, la música rompe los más fuertes diques, le hace derramar lágrimas como tributo y, como agrade­cimiento, música poética, que es la más magnífica de to­das. La música (¿quién no lo ha experimentado?) necesita que uno esté predispuesto para recibirla, sumido en una especie de languidez femenina, para poder fecundar un sentimiento; sólo entonces es cuando llega a Nietz­sche, sólo cuando el sur le ha abierto otros horizontes donde anhela vivir con más ardor y con más pasión. Es un simbolismo notable que se introduce en él preci­samente en el momento en que su vida abandona la tranquilidad, la continuidad épica, para volverse hacia lo trágico en una rápida catálisis; quería expresar el naci­miento de la tragedia en el espíritu de la música y experimenta lo contrario: el nacimiento de la música en el espíritu de la tragedia. La fuerza desbordante de los nuevos sentimientos no puede ya expresarse con un len­guaje mesurado; necesita un instrumento más poderoso. «Será necesario que cantes, alma mía.»
Precisamente porque esa fuente demoníaca de su ser ha estado tanto tiempo cegada por la filología, la erudi­ción y la indiferencia, es por lo que ahora brota con más fuerza y sale a tal presión, llegando hasta las fibras ner­viosas más ocultas, hasta la última entonación de su esti­lo. Como después de una infiltración de nueva vida, el lenguaje, que hasta entonces sólo aspiraba a expresar las cosas, comienza a respirar sonoridad y música: el andan­te maestoso del discurso, el pesado estilo de los anterio­res escritos, tienen ahora todas las sinuosidades, las re­flexiones, el movimiento ondulatorio y múltiple de la música. Todos los refinamientos de un virtuoso brillan en las palabras: los pequeños staccati de los aforismos, el sordini lírico de los cantos, el spiccato de la burla, las es­tilizaciones audaces y armónicas de la prosa, de las sen­tencias y de la poesía. Hasta la puntuación, lo que sobre­entiende el idioma, los guiones, los subrayados, tienen toda la fuerza de signos musicales. Nunca como en el caso de Nietzsche ha provocado la lengua alemana tal sentimiento de prosa instrumentada para pequeña o gran orquesta. Un artista del idioma siente una voluptuosidad tan grande como la del músico en los detalles de una po­lifonía como la lograda por Nietzsche. ¡Cuánta armonía se oculta tras las aparentes disonancias! ¡Cómo se adivi­na bajo esa abundancia desordenada un espíritu de la forma pura! Pues no sólo las extremidades de los nervie­cillos del idioma vibran de musicalidad, sino que sus obras enteras tienen una concepción sinfónica; no res­ponden a una arquitectura puramente intelectual, planea­da fríamente, sino a una inspiración directamente musi­cal. Él mismo ha dicho, hablando de Zarathustra, que estaba escrita siguiendo el espíritu de la primera fase de la Novena sinfonía. Y el preludio de Ecce Homo, único y divino, ¿no es un conjunto de frases musicales enormes, interpretadas como por el monumental órgano de la ca­tedral del porvenir? En las poesías como «El canto de la noche» y «La canción del gondolero», ¿no es una voz esencialmente humana la que suena en medio de una so­ledad infinita? ¿Y cuándo la embriaguez ha podido lle­gar a ser una música cadenciosa, heroica, griega, como lo es en el ditirambo de Dionisos? Aquí su lenguaje, rodea­do de la luz del sur y elevado en un torrente de música, se convierte en un oleaje sin descanso, y sobre ese vasto oleaje, sobre ese mar tormentoso, flota el espíritu de Nietzsche marchando hacía el torbellino que lo ha de hundir.
Ahora, cuando la música penetra violenta a impe­tuosamente en su espíritu, Nietzsche, con la sabiduría de un demonio, reconoce enseguida el peligro y se da cuen­ta de que ese torbellino podría arrastrarlo lejos de sí mis­mo; pero, así como Goethe evita los peligros (una vez Nietzsche hace notar la « actitud prudente de Goethe frente a la música»), Nietzsche se adelanta a cogerlos por los cuernos, pues las transmutaciones y transformacio­nes son su defensa e, igual que con sus padecimientos físicos, convierte aquí el veneno en remedio. Es necesario que la música tenga ahora para él un sentido completa­mente diferente del que tenía en sus años de filólogo; en­tonces pedía a la música que pusiera sus nervios en tensión y su cerebro en actividad (¡Wagner!); la embriaguez y exuberancia musical eran en aquel entonces un antí­doto contra su tranquila vida de erudito, un estimulante frente a su sobriedad. Ahora que su existencia es todo exceso y una pérdida, una dilapidación estática de senti­miento, necesita que la música sea para él un sedante, un bromuro moral, un calmante interior. No le pide ya la embriaguez (pues su espíritu está en embriaguez perpe­tua), sino que ahora le pide, según frase magistral de Hólderlin, «la santa sobriedad». La música ha de ser ahora sedante y no excitante. Necesita de la música para refugiarse en ella cuando regresa herido y maltrecho de la caza de pensamientos; la necesita como refugio, como baño que lo refresque y purifique. « Música divina» que desciende del cielo, de un cielo sereno y no de un espíri­tu de fuego medio asfixiado en una atmósfera pesada; música que lo ayude a olvidar y no a abstraerse y sumir­se en crisis y catástrofes del sentimiento; una música que diga «sí» y que haga «sí»; una música del sur, límpida en sus armonías, simple, pura; una música que se deje sil­bar; una música que es música y no caos (como el caos que alberga en su pecho); una música del séptimo día de la Creación, de ese día de descanso y de alabanza al Dios; una música serena... «Ahora que he llegado a puerto, dadme música, música.»
La ligereza es el último amor de Nietzsche, la supre­ma medida de todas las cosas; lo que da ligereza y salud es bueno, ya sea en el alimento, en el espíritu, en el aire, en el sol, en el paisaje o en la música. Lo que eleva, lo que hace olvidar la pesadez y la oscuridad de la vida y la feal­dad de la verdad, sólo es fuente de gracia. Por eso siente ese tardío amor por el arte que « hace fácil la vida», que es su mejor estimulante. La mejor bendición celeste para un espíritu agitado es una música pura, libre y ligera. Ya no puede prescindir de la música para aliviarse de los dolores de sus partos cruentos. «La vida sin música es sencillamente una fatiga y un error.» Un enfermo abra­sado de fiebre no podría alargar sus labios, secos y ar­dientes, en un delirio de sed, de un modo más salvaje que el de Nietzsche en sus últimas crisis, cuando los tiende hacia esa bebida fresca y límpida que es la música. «¿Ha tenido jamás un hombre tanta sed de música?» Es su úl­tima salvación; por ese motivo siente un odio apocalípti­co contra Wagner, que ha emponzoñado la música con estimulantes y narcóticos. De ahí esos dolores que expe­rimenta Nietzsche «en el destino de la música» como si fuera una herida abierta. El gran solitario ha renegado de todos los dioses; sólo quiere conservar esa única cosa, ese néctar y esa ambrosía que le refrescan alma y la reju­venecen, esa cosa única que es la música. «Arte y sólo arte..., tenemos el arte para no morir a fuerza de ver­dad.» Con la crispación del que se ahoga se agarra él al arte, a la única fuerza vital que no depende de la fuerza de gravedad; al arte, que es ya lo único que puede ele­varlo para transportarlo a su propio elemento.
Y la música, que ha sido invocada de modo tan emo­cionante, se inclina bondadosa y recibe el cuerpo de Nietzsche en el momento en que iba a hundirse. Todos han abandonado a ese hombre delirante; se fueron, tiem­po ha, todos sus amigos; sus pensamientos corren sin descanso en peligrosas peregrinaciones; sólo la música lo acompaña en su última, en su séptima soledad. Todo lo que Nietzsche toca con sus manos, queda impregnado de música; cuando habla, su voz suena musicalmente; sólo la música levanta al que se está cayendo, y cuando, por fin, Nietzsche se precipita al abismo, la música que­da velando esa alma que se ha apagado. Overbeck, que entra en el cuarto de Nietzsche, lo encuentra, ya cegado en su espíritu, delante del piano buscando despertar con mano temblorosa elevadas armonías, y mientras el pobre loco es llevado a su casa, va cantando, durante todo el viaje, melodías emocionantes: va cantando «La canción del gondolero». La música le acompaña hasta las oscu­ras profundidades del espíritu; la fuerza demoníaca de la música preside su vida y su muerte.

LA SÉPTIMA SOLEDAD

Un gran hombre se ve empujado, oprimido y martirizado por su soledad.

« ¡Oh, soledad, soledad, patria mía!», tal es el canto me­lancólico que sale del mundo glacial del silencio. Zara­thustra compone su canto precursor de la última noche, su canto de eterno regreso a la patria. Pues, ¿no ha sido la soledad la eterna posada del viajero, su frío hogar, su techo de piedra...? En mil diversas ciudades ha vivido Nietzsche en su peregrinaje espiritual; a veces, ha tra­tado de huir de su soledad trasladándose a otro país; pero siempre ha vuelto a ella, herido, agotado, desilusio­nado, como quien vuelve a su patria.
Pero esa soledad que ha acompañado a Nietzsche en sus metamorfosis se ha ido metamorfoseando a su vez, y, cuando él la mira a la cara, queda asustado, pues, a fuer­za de convivencia, la soledad se parece ya a él. Se ha vuelto dura, cruel, violenta como él; también ella parece que ha aprendido a hacer daño y a engrandecerse en el peligro. Y cuando él la llama cariñosamente «su querida y vieja soledad», hace ya tiempo que ese nombre no es muy apropiado, porque se ha convertido en un aisla­miento completo, en la séptima y última soledad; eso ya no es estar solo, eso es estar completamente abandonado. Alrededor del Nietzsche de los dos últimos años se hace un vacío terrible, un silencio horroroso; nunca un ere­mita o un anacoreta del desierto han estado tan aban­donados, pues esos fanáticos de su fe tienen todavía un Dios que llena, con su sombra, toda la cabaña. Pero Nietzsche, «el asesino de Dios», no tiene a su lado ni a Dios ni a persona alguna; cuanto más se aproxima a su «yo», tanto más se aleja del mundo; cuanto más camina, tanto más vasto es el horizonte de su desierto. Ordina­riamente, los escritores más solitarios ven cómo aumen­ta silenciosa y lentamente el poder magnético que ejer­cen sobre los hombres; por raro misterio, van atrayendo a un círculo cada vez más amplio de hombres a la órbita de su presencia aún invisible; pero la obra de Nietzsche tiene un efecto repulsivo: va alejando de sí a todos los amigos y se aísla del presente con una violencia cada vez mayor. Cada nuevo libro le cuesta un amigo, cada obra le hace perder una nueva relación. Poco a poco, la última hierbecilla de interés que pueda haber hacia su obra se va secando; primero perdió a los filólogos, después vio alejarse a Wagner de su círculo espiritual y, por fin, a sus compañeros de juventud. Acaba por no encontrar editor en Alemania; el trabajo de veinte años, acumulado en un sótano, pesa sesenta y cuatro quintales; se ve obligado a recurrir a su propio dinero, que procede de lo poco que ha podido ahorrar o que le ha sido dado para que siguie­ra publicando sus obras. Pero no sólo no las compra na­die, sino que, incluso cuando Nietzsche las regala, nadie las lee. De la cuarta parte de Zarathustra, que imprime por su cuenta, sólo hace tirar cuarenta ejemplares y, en­tre los sesenta millones de alemanes, sólo encuentra sie­te a quienes pueda enviarles un ejemplar; porque Nietz­sche, que está ahora en el apogeo de su obra, es un ser desconocido por su época. Nadie le concede la menor confianza ni el menor crédito, ni le muestra agradeci­miento; al contrario, para no perder a su último amigo de juventud, Overbeck, se ve obligado a darle excusas por escribir libros: «Mi viejo amigo (se ve en estas pala­bras un gesto de ansiedad; se ve en su rostro contraído, en sus manos tendidas, el porte de alguien que ha recibi­do golpes y espera aún algún otro), lee este libro desde el principio hasta el fin; no lo turbes ni lo extrañes. Con­centra toda lo benevolencia en mi obra. Si el libro lo es insoportable, quizá sus detalles no lo lo sean.» Así es cómo, en 1887, el más grande espíritu de su siglo ofrece a sus contemporáneos los más grandes libros de su épo­ca, y no encuentra nada más heroico y elogiable en una amistad que el hecho de no haberla podido destruir, « ni aun el Zarathustra» «¡El Zarathustra!» ¡De tal manera ha llegado a hacerse insoportable la actividad creadora de Nietzsche para los que lo rodean! ¡Tan intolerable se ha vuelto! ¡De qué manera se ha hecho infranqueable la distancia que media entre su genio y la inferioridad de su época! Crece el vacío a su alrededor y el silencio se hace cada vez mayor.
Ese silencio convierte en un verdadero infierno la última, la séptima soledad de Níetzsche; el muro metáli­co del aislamiento le rompe el cerebro. «Después de Zarathustra, que es un grito de llamada salido de lo más íntimo de mí alma, ¡no he oído ni una sola palabra de contestación!; ¡nada, nada, siempre el mismo silencio de la soledad, mil veces más penosa! ¡Es algo más terrible de lo que se pueda concebir y que hace sucumbir aun al más fuerte!», dice gimiendo; después añade: «Y yo no soy el más fuerte. Me parece a veces que estoy herido de muerte.» Pero lo que él pide no son aplausos, ni mues­tras de agrado, ni gloria; al contrario, nada sería más agradable a su temperamento combativo que la ira, la in­dignación, el desprecio y hasta la mofa. « Para un arco tan tenso que hasta corre el peligro de romperse, todo sentimiento apasionado es favorable, mientras sea vio­lento»; pero nada, ni una sola contestación fogosa o fría o siquiera tibia; nada que le dé la prueba de que existe espiritualmente. Hasta sus amigos evitan contestar, y en sus cartas pasan por encima de ese asunto, sin expresar su juicio porque les es penoso. Y ésta es la herida que lo corroe cada vez con más fuerza, que inflama su amor propio y su orgullo, < la herida de no recibir contesta­ción». Esa herida es la que envenenó su soledad hasta convertirla en un estado febril.
Y esa fiebre, después de haberse incubado largamen­te, rompe un día de pronto su prisión y surge hirviente. Si uno ausculta los escritos de Nietzsche o las cartas de sus últimos años, puede oír el batir precipitado de su sangre bajo la monstruosa presión del aire enrarecido. El corazón de los alpinistas o de los aviadores ha experi­mentado el ritmo martilleante de unos pulmones someti­dos a tan ruda prueba; las últimas cartas de Kleist tienen también ese pulso y esa presión violenta: las vibraciones peligrosas y el zumbido de una caldera que va a estallar. En el porte tranquilo de Nietzsche surge un rasgo de im­paciencia: «El silencio tan prolongado ha exasperado mi orgullo.» Ahora quiere, exige a cualquier precio una contestación. Estimula, azuza al impresor con cartas y telegramas para que imprima deprisa, rápidamente, como si la demora fuese perjudicial. Ya no espera  como era su primitivo proyecto  a que La voluntad de poder, su obra principal, esté acabada, sino que, lleno de im­paciencia, arranca algunos fragmentos de la obra y los arroja como si fueran antorchas en medio de su época. « El acento alciónico» ha desaparecido; hay en sus últimas obras gemidos de dolor, de un dolor reprimido; hay gritos de una cólera terriblemente irónica, arrancados a su espíritu por el látigo de la impaciencia; hay gruñidos de mastín, mastín de labios llenos de baba y de dientes blanquísimos. La indiferencia, en su orgullo exaltado, acaba empujándole a provocar a su época para que ésta reaccione contra él con un grito de rabia. Y, como un reto más provocador, se pone a narrar su vida en Ecce Homo con un cinismo que pasará a la historia. Nunca ningún libro había sido producido con este deseo, con una sed tan febril y una tal impaciencia por la respuesta como esos últimos libelos de Nietzsche: así como Jerjes ordenó castigar al mar insensible y rebelde con fuertes latigazos, Nietzsche quiere ahora también, en una locura semejante, desafiar la indiferencia que lo rodea por me­dio de esos escorpiones que son sus libros. Hay en su de­seo urgente de respuesta una inquietud demoníaca, un temor terrible de no poder vivir el tiempo suficiente para ver el resultado, el éxito. Y se siente claramente cómo a cada golpe de látigo que da, le sigue un momento de pausa. Es entonces cuando se asoma fuera de sí mismo para escuchar ansioso el grito de sus víctimas; pero no hay ningún grito; nada se conmueve; ninguna respuesta sube hasta las regiones de su soledad de azur. El silencio forma como un anillo de hierro alrededor de su garganta y no se rompe ni aun con el grito más terrible que ha co­nocido el hombre. Y él se da perfecta cuenta de que nin­gún dios podrá ya librarle del tormento de su suprema soledad.
Entonces se apodera de Níetzsche una cólera apoca­líptica. Cual Polifemo ciego, arroja Nietzsche a su alre­dedor bloques de piedra que silban en el aire, sin ver si acierta o no; y como no tiene a nadie que sufra con él, que sienta con él, se coge a sí mismo, se coge su corazón tembloroso. Como ha matado a todos los dioses, hace de sí mismo un nuevo dios. «¿No debemos convertirnos en dioses, para parecer dignos de tal acción?» Ha destruido todos los altares, y por eso se construye uno nuevo, el Ecce Homo, con el fin de celebrar sobre él su propio sacrificio; ensalzarse, ya que nadie lo ensalza; vanaglo­riarse, ya que nadie lo alaba. Amontona ahora las más grandes piedras del idioma; resuenan golpes de martillo furiosos como no han resonado otros en el siglo; entona con entusiasmo su canto fúnebre de embriaguez y exal­tación, el pean de sus actos y victorias. Empieza como un crepúsculo, y hay en él aullidos de una tempestad que se acerca; después resuenan carcajadas, unas carcajadas de loco, malignas, estridentes, como la alegría de un deses­perado, que rompen el alma; eso es su Ecce Homo. Pero ese canto se hace cada vez más violento, más estridente; las carcajadas resuenan agudamente en medio de silen­cios glaciales, y Nietzsche, como transportado lejos de sí mismo, eleva sus manos y agita sus pies ditirámbicamen­te; y de pronto empieza la danza, la danza sobre el abis­mo; el abismo de su horrible caída.

LA DANZA SOBRE EL ABISMO

Si miras largo tiempo hacia el abismo, llegas a sentir que el abismo lo mira a ti.

Los cinco meses del otoño de 1888, los últimos de la época creadora de Nietzsche, son únicos en los anales de la producción literaria. Es posible que, en un período de tiempo tan limitado, nunca un genio haya pensado tanto, de un modo tan intenso, tan continuo, tan hiperbólico y radical; jamás un cerebro humano se ha visto tan colma­do de ideas, tan lleno de imágenes a inundado de música como el de Nietzsche, ya dispuesto así por el destino. No hay otro ejemplo en la historia literaria universal que pueda ser comparable a esa abundancia, a ese éxtasis de embriaguez, a ese furor fanático de creación; sólo cerca de él, en el mismo año y bajo el mismo cielo, un pintor experimenta una productividad semejante, una produc­tividad que llega a los confines de la locura. En su jardín de Arles, y en su asilo de alienados, Van Gogh pinta con la misma rapidez, con la misma pasión de luz, con la mis­ma exuberancia creativa. Apenas ha terminado uno de sus cuadros al rojo blanco, su pincel impecable corre ya sobre otra tela, sin plan, sin duda, sin reflexión. Crea al dictado, con una lucidez y una mirada completamente demoníacas, en una procesión de visiones inagotables. Los amigos que lo han dejado solo durante una hora ante su caballete, se asombran al ver que ya ha acabado una segunda tela y que, sin parar, húmedos aún los pinceles, con ojos brillantes, está ya empezando la tercera. El de­monio, que lo tiene asido por la garganta, no consiente ni aun darle tiempo para respirar, ni se inquieta porque, como un jinete vertiginoso, esté destrozando al cuer­po jadeante y febril que tiene debajo de sí. Del mismo modo crea Nietzsche su obra: sin respiro, sin descanso, con una rapidez y velocidad sin precedentes. Sus últimas obras sólo le ocupan diez días, quince tal vez, tres sema­nas a lo más; los períodos de gestación, de creación y de elaboración se funden en uno solo como en un brillante relámpago. No hay tiempo para la incubación, para el re­poso, para alguna investigación, para un tanteo, para co­rrecciones o rectificaciones; todo sale ya perfecto, defi­nitivo; caliente y ya enfriado al mismo tiempo. Nunca ha tenido un cerebro una tal tensión eléctrica, sostenida­ hasta en las últimas vibraciones de sus palabras; nunca se han asociado las palabras a velocidades tan mágicas; la visión es ya al mismo tiempo palabra, la idea es claridad perfecta y, a pesar de esa plenitud gigantesca, no hay ras­tro de la violencia del esfuerzo. La creación ha dejado de ser acción o trabajo; es ya sólo un laissez faire a las po­tencias superiores. El espíritu vibrante no necesita más que alzar los ojos, esos ojos que tan lejos miran y que «tan lejos piensan», para ver (como Hölderlin en su últi­mo impulso de contemplación mística) enormes espa­cios del pasado y del porvenir; pero él, con el demonio de la claridad, los ve al alcance de su mano. Y no tiene más que alargar esa mano, ardiente y rápida, para tocar­los; y apenas los toca, se llenan de imágenes, de música, de vida. Y ese río de ideas y de imágenes no se interrum­pe un solo momento en esas jornadas verdaderamente napoleónicas. El espíritu está inundado, se llena de fuer­za, de una fuerza elemental. « Zarathustra me ha asalta­do.» Siempre, con sorpresa violenta, se ve desarmado ante cualquier cosa superior, como si en alguna parte de su espíritu un dique de razón o de defensa hubiera sido destruido por la corriente torrencial que se precipita so­bre ese ser impotente y desprovisto magníficamente de toda voluntad. « Puede ser que nunca haya sido produ­cido nada por un tal desbordamiento de fuerzas», dice Nietzsche estáticamente al hablar de sus últimas obras; pero nunca osa afirmar que esa fuerza que se agita den­tro de él y lo destruye sea su propia fuerza. Al contrario, se siente como ebrio. Modestamente se da cuenta de que es solamente «portavoz de imperativos del más allá» y que se ve presa de un poder demoníacamente superior.
1 Pero ¿quién podría describir ese milagro de inspira­ción, los espantos y los estremecimientos de ese huracán creador que sopla cinco meses sin interrupción, cuando él mismo lo ha descrito ya con transportes de gratitud, con la fuerza iluminada de las cosas que ha vívido por sí mismo? Sólo cabe copiar la siguiente página como él mismo la escribió entre relámpagos:
«¿Tiene alguien, a fines del siglo XIX, una idea clara de eso que los poetas de las edades fuertes llamaron inspiración? Si no, os lo diré yo: con sólo un resto de superstición en nuestro interior, no podríamos, desde luego, rechazar la posibilidad de ser solamente una en­carnación, un portavoz, un medium de potencias supe­riores. Ése es el concepto de revelación, en el sentido de que, de pronto, con seguridad y fineza indecibles, algo bien visible y audible, algo que os estremece y trastorna hasta lo más mínimo de vuestro ser, describe simple­mente un hecho. Se oye, sin tratar de oírlo; se toma sin tenerlo que pedir; como un relámpago surge un pensa­miento, como algo necesario. No hay la menor duda al darle forma..., nunca he tenido que elegir. Un encanto, cuya formidable tensión se resuelve a veces en un to­rrente de lágrimas, y en el cual el ritmo de la marcha ya se acelera, ya se retarda; un estado completamente fuera de uno mismo, con una conciencia clarísima de expe­rimentar innumerables escalofríos y estremecimientos hasta la punta de los pies; una profundidad feliz en la que las cosas más dolorosas y más siniestras no producen efectos de contraste, sino que parecen indispensables, necesarias, como si fueran un color complementario en medio de esa superabundancia de luz, un instinto de re­laciones rítmicas que abrazan vastos espacios donde las formas se despliegan..., la necesidad de un ritmo am­plio, son casi la medida de la fuerza de la inspiración, como un contrapeso a la presión interior, a la tensión... Todo sucede fuera del dominio de la voluntad, en un desbordamiento sentimental de la libertad, de lo absolu­to, de la fuerza, de la divinidad... Lo más característico es la necesidad de la imagen, de la metáfora; uno no se da cuenta de lo que es imagen o metáfora, sino que éstas se presentan como la expresión más adecuada, más justa y más sencilla. Se podría decir, en verdad, recordando una frase de Zarathustra, que los objetos, las cosas vienen so­las para ofrecerse como metáforas ("Todas las cosas se presentan dócilmente en lo discurso y lo acarician y lo adulan; pues quieren montarse sobre tus espaldas. Aquí cabalgas tú mismo sobre cada parábola, en marcha hacia la verdad. Aquí lo brotan todas las palabras del ser y to­dos los secretos de esas palabras; el espíritu, el ser ente­ro, quiere convertirse en palabra, todo el futuro quiere expresarse por ti"). Eso es lo que yo sé de la inspira­ción; no dudo que tendríamos que remontarnos miles de años atrás para encontrar a alguien que pudiese decirme: "Eso es también lo que yo creo".»
En ese vertiginoso acento que suena en esa especie de beatífico himno a sí mismo, ya sé que los médicos ven un caso de euforia, ese último sentimiento de voluptuo­sidad del que va a morir, así como el estigma de la mega­lomanía, de esa exaltación del «yo» tan característica de los espíritus enfermos; sin embargo, pregunto yo: ¿cuán­do la embriaguez creadora ha sido esculpida así, para la eternidad, con una claridad tan diamantina? Pues ése es el milagro particular a inaudito de las últimas obras de Nietzsche: en ellas hay una especie de sonambulismo, un grado supremo de claridad mezclado con un grado supre­mo de embriaguez, y son sutiles como serpientes, en me­dio de una fuerza casi bestial de orgía desenfrenada. Ha­bitualmente, los exaltados, aquellos a quienes Dionisos ha embriagado el alma, tienen los labios pesados y la palabra oscura. Como en un sueño, sus expresiones son confusas. Todos aquellos que han mirado hacia el fondo del abismo adquieren el acento órfico, pítico y misterio­so de un lenguaje del más allá, para el cual nuestros sen­tidos sólo tienen un presentimiento temeroso, al tiempo que nuestro espíritu no acaba de comprenderlo. Nietzsche, sin embargo, es claro como un diamante, aun cuan­do esté poseído por la exaltación, y su palabra sigue sien­do fuerte, incisiva y dura aun en medio del fuego de la embriaguez. No ha habido seguramente otro mortal que se haya asomado al borde de la locura con tanta temeri­dad y tanta calma como lo hizo Nietzsche. El estilo de Nietzsche no es (como el de Hölderlin y el de todos los místicos o píticos) algo sombrío y oscuro a fuerza de mis­terio; al contrario, nunca ha sido más claro, más verdadero, que en sus últimos momentos, cuando se podría muy bien decir que se vio iluminado por el misterio. Ver­dad es que ésta es una luz muy peligrosa; tiene el brillo y resplandor enfermizos de un sol de medianoche, que se eleva rojo por encima de los icebergs; es una luz septen­trional del alma que, en su grandiosidad única, hace es­tremecer. No calienta, pero espanta; no deslumbra, pero mata. Nietzsche no es arrastrado al abismo por el ritmo oscuro del sentimiento, como Hölderlin, ni tampoco por un torrente de melancolía; Nietzsche se consume en su propia luz, como por una insolación de un sol extraordi­nariamente brillante y luminoso, por una alegría que pu­diéramos llamar alegría al rojo blanco y que resulta inso­portable. La caída de Nietzsche es una muerte de luz, una carbonización del espíritu en su propia llama.
Hace ya tiempo que el alma le arde y le llamea por un exceso de luz; a menudo él mismo se asusta, en su clarivi­dencia, de ese exceso de luz que le llega de arriba y de la salvaje alegría que hay en su alma: « Las intensidades de mi sentimiento me hacen estremecer y reír.» Pero ya nada puede poner diques a esa corriente de éxtasis, a ese flu­jo de pensamientos que han descendido del cielo como halcones y aletean chillando a su alrededor día y noche, hora tras hora, hasta que las sienes parecen estallar. Du­rante la noche el cloral le alivia y le provee de un refugio pasajero, el del sueño, contra la invasión tumultuosa de las visiones, pero sus nervios están al rojo, como hilos me­tálicos; todo su ser se convierte en electricidad y en luz, una luz resplandeciente, llena de llamaradas y fulgura­ciones.
¿Puede considerarse un milagro el hecho de que este torbellino de inspiración tan rápida, esa torrentera de vertiginosos pensamientos, pierda el contacto con la tie­rra firme, y que Nietzsche, arrastrado por todos los de­monios del espíritu, olvide quién es y acabe por no reco­nocer sus propios límites? Desde hace mucho tiempo (desde el momento en que observó que obedecía a fuer­zas superiores y no a sí mismo), su mano duda antes de escribir su propio nombre bajo sus escritos: Friedrich Nietzsche. Pues el nieto del pastor protestante de Naum­burgo siente sordamente que, después de tanto tiempo, ya no es él quien está viviendo esa vida tan extraordina­ria, sino que es otro ser que no tiene nombre todavía, una potencia superior, un nuevo mártir de la humani­dad. Por eso no firma sus últimos mensajes más que con nombres simbólicos: «El Monstruo», «El Crucificado», « El Anticristo», «Díonisos». No los firma con su nom­bre porque se da cuenta de que sólo obran en él las po­tencias superiores y él ya no es, en su concepto, un hom­bre, sino una potencia, una misión. «Ya no soy un hombre, soy dinamita.» «Soy un pasaje de la historia universal que divide en dos toda la historia de la humanidad», gri­ta en un acceso de hybris, en medio de un atroz silencio. Del mismo modo que Napoleón ante Moscú ardiendo, con el invierno frente a él, el infinito invierno de Rusia, y a su alrededor los restos miserables de aquel gran ejérci­to, lanza aún las proclamas y alocuciones más amenaza­doras y grandiosas (grandiosas hasta rozar el ridículo), Níetzsche, ante el Kremlin en llamas que es su cerebro, compone, con los restos de sus pensamientos, libelos te­rribles. Ordena al emperador de Alemania que venga a Roma para ser fusilado; invita a las potencias europeas a una acción militar contra Alemania, a la que quisiera ver encerrada en una camisa de hierro. Nunca un furor tan apocalíptico se ha debatido tan en el vacío; nunca una hybris más magnífica ha elevado a un espíritu tan lejos de las cosas terrestres. Sus palabras suenan como martilla­zos dados contra el edificio mundial; pide que el calen­dario sea modificado y cuente, no desde el nacimiento de Cristo, sino desde la aparición del Anticristo; coloca su imagen encima de las más altas figuras de todos los tiempos; el delirio mental de Nietzsche es más grandio­so que el de los demás enfermos del espíritu; en eso, como en todo, sigue reinando el exceso.
Nunca un mortal se ha visto invadido por una inunda­ción tan grande de inspiración creadora como la que su­frió Nietzsche en ese otoño. «Nunca se ha escrito de esa manera, nunca se ha sentido así; nadie ha sufrido nunca de ese modo; así sólo sufre un dios: un Dionisos»; esas pa­labras, que pronuncia cuando empieza su locura, son de una verdad terrible. Pues ese cuartito del cuarto piso y la gruta de Sils Maria albergan, al mismo tiempo que al hom­bre enfermo, presa del delirio, los pensamientos y las pa­labras más grandiosos que ha conocido el siglo; el espíritu creador se ha refugiado bajo ese techo quemado por el sol, y despliega toda su plenitud sobre un pobre hombre solitario, innominado, tímido y perdido... Es mucho más de lo que un ser humano puede soportar. Y en este estre­cho espacio, asfixiado de inmensidad, el pobre espíritu te­rrestre, asustado, vacila y se tambalea bajo la fuerza de los relámpagos, de las iluminaciones y de las fulguraciones que lo azotan. Igual que Hölderlin en su ceguera espiri­tual, siente que un dios está junto a él, un dios de fuego, cuya mirada es imposible sostener y cuyo aliento quema... El pobre ser, estremecido, se levanta para verle la cara y los pensamientos se le escapan en incoherente precipitación..., pues el que siente, crea y sufre cosas inefables... ¿no es él, por sí mismo, un dios?... ; ¿no es él un nuevo dios del Universo, ya que el otro ha sido aniquilado?... ¿Quién es?... ¿El Crucificado?... ¿Un dios muerto o un dios vivo?... ¿El dios de su juventud, Dionísos..., o las dos cosas a la vez?... ¿Dionisos crucificado?... Sus pensa­mientos corren como un torrente, la corriente arde a fuer­za de luz... Pero ¿es que eso es luz? ¿No es más bien mú­sica? El cuartucho de la Vía Alberto comienza a resonar, las esferas vibran, los cielos se transfiguran... ¡Oh, qué música! Las lágrimas le resbalan por la barba, ardientes, fervorosas... ¡Oh, qué ternura, qué felicidad... ! ¡Y qué inmensa claridad! En la calle, allá abajo, todos le sonríen; sí, las gentes le sonríen. Respetuosamente se levantan para saludarlo; y la vendedora busca en su cesta las más her­mosas manzanas... ; todos hacen cortesías y reverencias ante el asesino de Dios; todo es júbilo... ¿por qué?... Sí, él lo sabe; es porque ha llegado el Anticristo y todos gritan: «¡Hosanna, hosanna!...» Todo canta, el Universo resue­na de alegría y de música... Después todo queda mudo... ; algo ha caído; ¡ay! es él mismo el que ha caído frente a su casa... Alguien lo levanta .... está de nuevo en su cuarto... ¿Ha dormido mucho tiempo?... Todo está oscuro... Allí está el piano. ¡Música, música!... De pronto hay muchos hombres en el cuarto... ¿No es Overbeck?... Sin embar­go, está en Basilea... Y él mismo, ¿dónde está?..., ¿dón­de?... Ya lo sabe... ¿Por qué lo miran de un modo tan ex­traño, tan inquietos?... Un vagón, un coche... Los raíles rechinan, rechinan de un modo extraño, como si quisie­ran cantar... Sí... Están cantando La canción del gondole­ro..., y él empieza a cantar con los raíles..., canta en me­dio de las tinieblas infinitas...
Y después, largo tiempo en un cuarto oscuro, lejos, en un cuarto siempre oscuro, siempre oscuro. Ya no hay sol; ya no hay luz, ni dentro ni fuera. En alguna parte, abajo, hablan algunos hombres. Una mujer... ¿Es su hermana?... Pero su hermana está lejos, muy lejos, en el país de los lamas... Una mujer le lee un libro... ¿Un li­bro?... ¿No ha escrito él también libros?... Alguien le habla con dulzura, pero él no comprende lo que le di­cen... Aquel a quien ha pasado un tal huracán por el alma queda sordo para siempre a las palabras huma­nas... Aquel a quien el demonio ha mirado tan profun­damente a los ojos, queda ciego para siempre.

EL EDUCADOR PARA LA LIBERTAD

Grandeza significa marcar una dirección.

«Después de la próxima guerra europea me entende­rán» entre sus últimos escritos emerge esta frase profética. Porque, en efecto, el verdadero sentido, la necesi­dad histórica del gran exhortador sólo se comprende a partir de la situación tensa, insegura y peligrosa de nues­tro mundo a finales del siglo XIX y principios del XX. En este genio atmosférico se descargó con violencia toda la presión del embotamiento moral de Europa: la tempes­tad más maravillosa del espíritu que precede a la tem­pestad más terrible de la historia. La mirada de Nietz­sche, mirada que «pensaba más allá», previó la crisis, mientras los demás se mantenían en un ambiente domés­tico al calor de los agradables fuegos del tópico, y vio también sus causas: «el prurito nacionalista del corazón y el veneno en la sangre por los que hoy en día en Euro­pa los pueblos se aíslan el uno del otro como si estuvie­ran en cuarentena», el «nacionalismo bovino» carente de una idea superior a la idea egoísta de la historia, mien­tras todas las fuerzas se empeñaban ya con ahínco en al­canzar una unión futura y más elevada. Y el anuncio de la catástrofe prorrumpe con furia de su boca cuando ve los intentos convulsos por «eternizar en Europa el siste­ma de pequeños estados» y por defender una moral ba­sada única y exclusivamente en el negocio y los intereses. «Esta situación absurda no puede durar mucho», escri­be en la pared con dedo de fuego, «la capa de hielo que la sustenta se ha vuelto tan delgada que todos percibimos el aliento cálido y peligroso de los vientos del des­hielo» Nadie como Nietzsche percibió los crujidos en los cimientos de la sociedad europea, nadie lanzó tan de­sesperadamente, en una época de autocomplacencia op­timista, un grito a Europa, un grito a favor de la huida, de la huida hacia la honestidad, hacia la claridad, hacia la máxima libertad intelectual. Nadie sintió tan intensa­mente que una época había acabado y muerto, y que algo nuevo y violento tomaba cuerpo en el núcleo de una cri­sis letal: sólo ahora lo sabemos con él.
Esta crisis letal fue pensada y vivida previamente por él de una manera también letal: he ahí su grandeza, su heroísmo. Y la enorme tensión que atormentó su espíri­tu hasta límites insospechados y que, por último, lo des­garró, lo hizo vincularse a un elemento superior: no era más que la fiebre de nuestro mundo antes de que estalla­ra el absceso. Los pájaros que anuncian la tempestad, mensajeros del espíritu, siempre preceden a las grandes revoluciones y catástrofes, y hay una verdad espiritual en la fe sorda y supersticiosa del pueblo, que hace que apa­rezcan cometas en el elemento superior y tracen órbitas sangrientas antes de las crisis y de las guerras. Nietzsche fue una luz de este tipo en el elemento superior, el re­lámpago que precede a la tormenta, el gran tumulto en las montañas antes de que la tempestad se precipite ha­cia los valles: nadie presintió como él, con tal certeza me­teorológica, además de los detalles, toda la violencia del futuro cataclismo de nuestra cultura. Mas esa es la eter­na tragedia del espíritu: que su ámbito claro y superior de contemplación no se transmita al aire escaso y viciado de su época, que el presente jamás capte ni perciba que un signo se alza sobre él en el cielo del espíritu y que se oye el aleteo de la profecía. Ni siquiera el espíritu má s lúcido del siglo se mostró lo suficientemente claro para que su época lo entendiera; así como aquel corredor de maratón que presenciara el ocaso del imperio persa y que, recorriendo con pulmones palpitantes la larga dis­tancia que lo separaba de Atenas, sólo pudo anunciar su mensaje con un único grito extático (la sangre explotó después mortalmente en su sofocado pecho), Nietzsche sólo pudo anunciar la terrible catástrofe de nuestra cul­tura, pero no pudo evitarla. Solamente lanzó un grito in­menso, inolvidable, extático a su tiempo: luego se le que­bró el espíritu.
Sin embargo, a mi juicio, quien mejor nos reveló a nosotros y a todo el mundo su verdadera acción fue su mejor lector, Jakob Burckhardt, cuando escribió que sus libros «acrecentaban la independencia en el mundo». Hombre inteligente y perspicaz, Burckhardt dijo de ma­nera expresa: la independencia en el mundo, y no la in­dependencia del mundo. Pues la independencia siempre existe sólo en el individuo, en lo singular, y no puede multiplicarse con el número, no crece con los libros y con la educación: «no existen edades heroicas, sino sólo hombres heroicos». Es siempre el individuo quien intro­duce la independencia en el mundo y siempre lo hace para sí solo. Pues todo espíritu libre es un Alejandro que conquista al asalto todas las provincias a imperios, pero carece de heredero: el reino de la libertad siempre recae luego en diadocos y administradores, en comentaristas e intérpretes que se convierten en esclavos de la palabra. La grandiosa independencia de Nietzsche no regala por tanto una doctrina (como creen los académicos), sino una atmósfera, la atmósfera infinitamente clara, demasiado clara, atravesada por tormentas de pasión, de una naturaleza demoníaca que se redime en la tempestad y en la destrucción. Cuando uno se adentra en sus libros, siente el ozono, el aire elemental despojado de todo em­botamiento, de toda niebla y humedad: en ese paisaje he­roico, uno ve con libertad hasta las alturas de los cielos y respira un aire transparente y afilado como un cuchillo, un aire para corazones fuertes y espíritus libres. El último sentido de Nietzsche es siempre la libertad: el sentido de su vida y el sentido de su ocaso. Así como la naturaleza necesita ciclones y tornados para descargar su exceso de fuerza en una revuelta contra su propia existencia, así necesita el espíritu de vez en cuando a un hombre demo­níaco cuyo exceso de violencia se rebele contra la comu­nidad del pensamiento y la monotonía de la moral. A un hombre que destruya y se destruya a sí mismo; pero estos rebeldes heroicos no son menos formadores a imagen del universo que los creadores silenciosos. Si aquellos muestran la plétora de la vida, éstos señalan su inconce­bible amplitud. Porque por las naturalezas trágicas to­mamos conciencia de la profundidad del sentimiento. Y sólo gracias a los desmesurados conoce la humanidad su última dimensión.

FIN

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