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lunes, 14 de julio de 2008

WILLIAM WILSON -- EDGAR ALLAN POE

WILLIAM WILSON
EDGAR ALLAN POE

_
¿Qué decir de ella? ¿Qué decir (de la) torva
conciencia, ese espectro en mi camino?
CAMBERLAYNE, PHARRONIDA
_
Permitid que, por el momento, me presente como William Wilson. La página
inmaculada que tengo ante mí, no debe ser manchada con mi verdadero
nombre. Éste ya ha sido exagerado objeto del desprecio -del horror-, del odio
de mi estirpe. ¿Los vientos indignados, no han esparcido su incomparable
infamia por las regiones más distantes del globo? ¡Oh, paria, el más
abandonado de todos los parias! ¿No estás definitivamente muerto para la
tierra? ¿No estás muerto para sus honores, para sus flores, para sus doradas
ambiciones? Y una nube densa, lúgubre, ¡limitada ¿no cuelga eternamente
entre tus esperanzas y el cielo?
Aunque pudiese, no quisiera registrar hoy, ni aquí, la narración de mis últimos
años de indecible desdicha y de crimen imperdonable. Esa época -esos años
recientes- llegaron repentinamente al colmo de la depravación cuyo origen es
lo único que en el presente me propongo señalar. Por lo general los hombres
caen gradualmente en la bajeza. En mi caso, en un sólo instante, toda virtud se
desprendió de mi cuerpo como si fuera un manto. De una maldad
comparativamente trivial, pasé, con la zancada de un gigante, a enormidades
peores que las de un Heliogábalo. Acompañadme en el relato de la
oportunidad, del único acontecimiento que provocó una maldad semejante. La
muerte se acerca, y la sombra que la precede ha ejercido un influjo
tranquilizador sobre mi espíritu. Al atravesar el valle en penumbras, anhelo la
comprensión -casi dije la piedad- de mis semejantes. Desearía que creyeran
que, en cierta medida, he sido esclavo de circunstancias que exceden el control
humano. Desearía que, en los detalles que estoy por dar, buscaran algún
pequeño oasis de fatalidad en un erial de errores. Desearía que admitieran -y
no pueden menos que hacerlo- que aunque hayan existido tentaciones
igualmente grandes, el hombre no ha sido jamás así tentado y, sin duda, jamás
así cayó. ¿Será por eso que nunca sufrió de esta manera? En realidad, ¿no
habré vivido en un sueño? ¿No me muero ahora víctima del horror y del
misterio de las más enloquecidas visiones sublunares?
Soy descendiente de una estirpe cuya imaginación y temperamento fácilmente
excitable la destacó en todo momento; y desde la más tierna infancia di
muestras de haber heredado plenamente e carácter de la familia. A medida que
avanzaba en años, ese carácter se desarrolló con más fuerza y se convirtió por
muchos motivos en causa de grave preocupación para mis amigos, y de
acusado perjuicio para mí. Crecí con voluntad propia, entregado a los más
extravagantes caprichos, y víctima de las más incontrolables pasiones. Pobres
de espíritu, mentalmente débiles y asaltados por enfermedades
constitucionales análogas a las mías, mis padres poco pudieron hacer para
contener las malas predisposiciones que me distinguían. Algunos esfuerzos
flojos y mal dirigidos terminaron en un completo fracaso para ellos y,
naturalmente, en un triunfo total para mí. De allí en adelante mi voz fue ley en
esa casa; y a una edad en que pocos niños han abandonado los andadores,
quedé a merced de mi propia voluntad y me convertí, de hecho, si no de
derecho, en dueño de mis actos.
Mis más tempranos recuerdos de la vida escolar se relacionan con una casa
isabelina, amplia e irregular en un pueblo de Inglaterra, cubierto de niebla,
donde se alzaban innumerables árboles nudosos y gigantescos, y donde todas
las casas eran excesivamente antiguas. En verdad, esa vieja y venerable
ciudad era un lugar de ensueño, propicio para la paz del espíritu. En este
mismo momento, en mi fantasía, percibo el frío refrescante de sus avenidas
profundamente sombreadas, inhalo la fragancia de sus mil arbustos, y me
vuelvo a estremecer con indefinible deleite ante el sonido hueco y profundo de
la campana de la iglesia que quebraba, cada hora, con su hosco y repentino
tañido, el silencio de la melancólica atmósfera en la que el recamado
campanario gótico se engastaba y dormía.
Tal vez el mayor placer que me es dado alcanzar hoy en día sea el demorarme
en recuerdos de la escuela y todo lo que con ella se relaciona. Empapado
como estoy por la desgracia -una desgracia, ¡ay! demasiado real- se me
perdonará que busque alivio, aunque leve y efímero en la debilidad de algunos
detalles por vagos que sean. Esos detalles, triviales y hasta ridículos en sí
mismos, asumen en mi imaginación una extraña importancia por estar
relacionados con una época y un lugar en donde reconozco la presencia de las
primeras ambiguas admoniciones del destino que después me envolvieron tan
completamente en su sombra. Permitidme, entonces, que recuerde.
Ya he dicho que la casa era antigua e irregular. Se erguía en un terreno
extenso y un alto y sólido muro de ladrillos, coronado por una capa de cemento
y de vidrios rotos, rodeaba la propiedad. Esta muralla, semejante a la de una
prisión, era el límite de nuestros dominios; lo que había más allá sólo lo
veíamos tres veces por semana: una vez los sábados a la tarde cuando,
acompañados por dos preceptores, se nos permitía realizar un breve paseo en
grupo a través de alguno de los campos vecinos; y dos veces durante el
domingo, cuando marchábamos de modo igualmente formal a los servicios
matinales y vespertinos de la iglesia del pueblo. El director de la escuela era
también el pastor de la iglesia. ¡Con qué profunda sorpresa y perplejidad lo
contemplaba yo desde nuestros bancos lejanos, cuando con paso solemne y
lento subía al púlpito! Ese hombre reverente, de semblante tan modestamente
benigno, de vestiduras tan brillosas y clericalmente ondulantes, de peluca
minuciosamente empolvada, rígida y enorme... ¿podía ser el mismo que poco
antes, con rostro amargo y ropa manchada de rapé, administraba, férula en
mano, las leyes draconianas de la escuela? ¡Oh, gigantesca Paradoja,
demasiado monstruosa para tener solución!
En un ángulo de la voluminosa pared rechinaba una puerta aun más
voluminosa. Estaba remachada y tachonada con tomillos de hierro y coronada
con picas dentadas del mismo metal. ¡Qué impresión de profundo temor
inspiraba! Nunca se abría, salvo para las tres salidas y regresos mencionados;
por eso, en cada crujido de sus enormes goznes encontrábamos la plenitud del
misterio, un mando de asuntos para solemnes comentarios o para aun más
solemnes meditaciones.
El extenso muro era de forma irregular, con abundantes recesos espaciosos.
De éstos, tres o cuatro de los más grandes constituían el campo de juegos. El
piso estaba nivelado y cubierto de grava fina y dura. Recuerdo bien que no
tenía árboles, ni bancos, ni nada parecido. Por supuesto que quedaba en la
parte posterior de la casa. En el frente había un pequeño cantero, plantado con
boj y otros arbustos; pero a través de esta sagrada división sólo pasábamos en
contadas ocasiones, como el día de llegada o el de partida del colegio o quizás,
cuando algún padre o amigo nos pasaba a buscar y nos íbamos alegremente a
disfrutar de la Navidad o de las vacaciones de verano a nuestras casas.
¡Pero la casa! ¡Qué extraño era aquel viejo edificio! y para mí, ¡qué palacio
encantado! Realmente sus recovecos eran infinitos, así como sus
incomprensibles subdivisiones. En cualquier momento resultaba difícil afirmar
con seguridad en cuál de sus dos pisos nos hallábamos.
Entre un cuarto y otro siempre había tres o cuatro escalones que subían o
bajaban. Además, las alas laterales eran innumerables -inconcebibles- y
volvían de tal modo sobre sí mismas que nuestras ideas más exactas con
respecto a la casa en sí, no diferían demasiado de las que teníamos sobre el
infinito. Durante los cinco años de mi residencia, nunca pude cerciorarme con
precisión de en qué remoto lugar estaban situados los pequeños dormitorios
que nos habían asignado a mí y a otros dieciocho o veinte alumnos.
El aula era el cuarto más grande de la casa -y desde mi punto de vista- el más
grande del mundo entero. Era muy largo, angosto y desconsoladoramente bajo,
con puntiagudas ventanas góticas y cielo raso de roble. En un ángulo remoto y
aterrorizante había un cerramiento cuadrado de unos ocho o diez pies, allí se
encontraba el sanctum donde rezaba "entre una clase y otra" de nuestro
director, el reverendo doctor Bransby. Era una estructura sólida, de puerta
maciza, y antes de abrirla en ausencia del "dómine" hubiéramos preferido morir
por la peine forte et dure. En otros ángulos había dos cerramientos similares
sin duda mucho menos reverenciados, pero no por eso menos motivo de terror.
Uno de ellos era la cátedra del preceptor "clásico", otro el correspondiente a
"inglés y matemáticas". Dispersos por el salón, entrecruzados en interminable
irregularidad había innumerables bancos y pupitres, negros, viejos, carcomidos
por el tiempo, tapados por pilas de libros manoseados, y tan cubiertos de
iniciales, nombres completos, figuras grotescas y otros múltiples esfuerzos del
cortaplumas, que habían perdido lo poco que en lejanos días les quedaba de
su forma original. En un extremo del salón había un inmenso balde de agua, y
en el otro un reloj de formidables dimensiones.
Encerrado entre las macizas paredes de esta venerable academia, pasé sin
tedio ni disgustos los años del tercer lustro de mi vida.
El fecundo cerebro de la infancia no requiere que lo ocupen o diviertan los
sucesos del mundo exterior; y la monotonía aparentemente lúgubre de la
escuela estaba repleta de excitaciones más intensas que las que mi juventud
obtuvo del lujo, o mi edad madura del crimen. Sin embargo debo creer que mi
primitivo desarrollo mental ya salía de lo común... y hasta tenía mucho de
outré. Por lo general, los acontecimientos de la infancia no dejan un recuerdo
definido en el hombre maduro. Todo se parece a una sombra grisácea, -un
recuerdo débil e irregular- una evocación indistinta de pequeños placeres y
fantasmagóricos dolores. Pero en mi caso no es así. En la infancia debo haber
sentido con la energía de un hombre lo que ahora encuentro estampado en mi
memoria con imágenes tan vívidas, tan profundas y tan duraderas como los
exergos de las medallas cartaginesas.
Y sin embargo -desde un punto de vista mundano- ¡qué poco había allí para
recordar! Despertar por la mañana, el llamado nocturno a acostarse, los
estudios, los recitados; las vacaciones periódicas y los paseos; el campo de
juegos con sus peleas, sus pasatiempos, sus intrigas... todo eso que por obra
de un hechizo mental tota ente olvidado después, llegaba a abarcar una
multitud de sensaciones, un mundo de ricos incidentes, un universo de
variadas emociones, de la más apasionada y entusiasta excitación. "¡Oh, le bon
temps, que ce siècle de fer!"
En verdad, el ardor, el entusiasmo y mi naturaleza imperiosa pronto me
destacaron de mis condiscípulos y suave, pero naturalmente fui ganando
ascendiente sobre todos los que no eran mucho mayores que yo; sobre todos...
con una única excepción. La excepción fue un alumno que sin ser pariente mío,
llevaba mi mismo nombre y apellido; una circunstancia poco destacable porque
pese a mi ascendencia noble, el mío era uno de. esos apellidos comunes que,
desde tiempos inmemoriales, parecen haber pasado a ser propiedad de la
plebe. En este relato me he denominado William Wilson, nombre ficticio, pero
no muy distinto del verdadero. Sólo mi tocayo, entre los que según la
fraseología del colegio formaban nuestro "grupo" se atrevía a competir conmigo
en el estudio, -en los deportes y rencillas del campo de juegos- negándose a
creer ciegamente en mis afirmaciones y a someterse a mis deseos... en una
palabra, pretendía oponerse a mi arbitraria dictadura. Si existe en la tierra un
despotismo supremo e ¡limitado es el despotismo que ejerce en la juventud,
una mente superior sobre los espíritus menos enérgicos de sus compañeros.
La rebeldía de Wilson era para mí una fuente de la mayor perplejidad; tanto
más cuando pese a la bravuconería con que trataba en público tanto a él como
a sus pretensiones, secretamente le temía y no podía menos que pensar que la
igualdad que mantenía conmigo tan fácilmente era una prueba de su verdadera
superioridad; porque no ser superado me costaba una lucha permanente. Sin
embargo esa superioridad -y aún esa igualdad- en realidad nadie más que yo la
reconocía; nuestros compañeros, por una inexplicable ceguera, ni siquiera
parecían sospecharla. Lo cierto es que su competencia, su resistencia y sobre
todo su impertinente y tozuda interferencia en mis propósitos, eran tan
dolorosas como poco evidentes. Era como si careciera tanto de la ambición
que estimula, como de la apasionada energía mental que me permitía
destacarme. Parecía que su rivalidad sólo se debía al caprichoso deseo de
contradecirme, asombrarme o mortificarme; aunque había momentos en que yo
no podía menos que observar, con una mezcla de asombro, humillación y
resentimiento, que Wilson mezclaba sus injurias, sus insultos o sus
contradicciones con un muy inapropiado y sin duda inoportuno modo afectuoso.
Yo sólo podía concebir ese singular comportamiento como el producto de una
consumada suficiencia que adoptaba el tono vulgar de la condescendencia y la
protección.
Quizás fuera este último rasgo en la conducta de Wilson, junto con nuestros
nombres idénticos y la simple coincidencia de haber ingresado el mismo día en
la escuela lo que, entre los alumnos de los cursos superiores, dio pábulo a la
idea de que éramos hermanos. Porque los estudiantes mayores, por lo general,
no se informan en detalle de los asuntos de los menores. Ya he dicho, o debí
decir, que Wilson no estaba, m remotamente emparentado con mi familia. Pero
con seguridad, de haber sido hermanos, hubiéramos sido mellizos; porque
después de egresar de la escuela del doctor Bransby, me enteré por
casualidad de que mi tocayo había nacido el diecinueve de enero de 1913 y
esta es una coincidencia bastante notable, pues se trata precisamente del día
de mi natalicio.
Tal vez parezca extraño que, pese a la continua ansiedad que me causaban la
rivalidad de Wilson y su intolerable espíritu de contradicción, de alguna manera
no podía resolverme a odiarlo. Sin duda, casi todos los días manteníamos una
discusión en la que me cedía públicamente la palma de la victoria, aunque de
alguna manera me hacía sentir que era él quien la merecía; sin embargo, una
sensación de orgullo de mi parte, y una gran dignidad de la suya, nos mantenía
siempre en lo que se ha dado en llamar "buenas relaciones", mientras en
muchos aspectos nuestros temperamentos congeniaban, despertando en mí un
sentimiento que sólo nuestras respectivas posturas impedían que madurara en
amistad. Me resulta verdaderamente difícil definir, y aun describir mis
verdaderos sentimientos hacia él. Eran una mezcla abigarrada y heterogénea;
cierta petulante animosidad, que no llegaba a ser odio, cierta estima, un
respeto mayor aun, mucho temor y un mundo de inquietante curiosidad. Para
los moralistas, será innecesario agregar, además, que Wilson y yo éramos
compañeros inseparables.
Sin duda esta anómala relación que existía entre nosotros era lo que me
llevaba a atacarlo (y los ataques eran muchos, francos o en cubiertos) por
medio de la burla o de las bromas pesadas (que duelen aunque parezcan una
simple diversión) en lugar de convertirse en una seria y decidida hostilidad.
Pero mis esfuerzos en ese sentido no siempre resultaban exitosos, aunque
concibiera mis planes cor mucha astucia; porque el carácter de mi tocayo
poseía esa modesta y silenciosa austeridad del que, aunque goce de sus
propias bromas afiladas, no posee en sí mismo un talón de Aquiles y se niega
totalmente a ser objeto de una burla. Sólo pude encontrarle un punto
vulnerable, debido a una peculiaridad de su persona y ocasionado quizá por
una enfermedad constitucional, que hubiese relegado a cualquier otro
antagonista menos exasperado que yo; mi rival tenía un defecto en las cuerdas
vocales que le impedía levantar la voz más allá de un susurro apenas audible.
Y yo no dejé de aprovechar las pobres ventajas que ese defecto me
proporcionaba.
Las represalias de Wilson eran muchas; pero había una que me Perturbaba
más allá de toda medida. Jamás pude saber cómo descubrió con tanta
sagacidad que algo tan insignificante me ofendería; Pero una vez que lo supo,
no dejó de asestármela. Yo siempre había experimentado aversión por mi poco
elegante apellido y ni nombre de pila tan común que era casi plebeyo. Esos
nombres eran veneno Para mis oídos y cuando, el día de mi llegada, se
presentó un segundo William Wilson en la academia, me indigné con él por
llevar tal nombre y me disgusté doblemente con el apellido debido a que lo
llevaba un extraño el cual sería motivo de una doble repetición, que estaría
constante en mi presencia y cuyas actividades en la rutina del colegio, a causa
de esa odiosa coincidencia, muchas veces serían confundidas con las mías.
Este sentimiento de vejación así engendrado fue creciendo con cada
circunstancia que tendiera a revelar un parecido moral o físico entre mi rival y
yo. Entonces todavía no había descubierto el hecho notable de que fuésemos
de la misma edad, pero noté que éramos de la misma estatura y percibí una
singular semejanza en nuestras facciones y aspecto físico. También me
amargaba que entre los alumnos de las clases superiores se rumoreara que
éramos parientes. En una palabra, nada podía molestarme más (aunque lo
disimulara escrupulosamente) que cualquier alusión a un parecido intelectual,
personal o familiar entre nosotros. Pero en realidad no tenía motivos para creer
que (con excepción de un parentesco y en el caso del mismo Wilson) que estas
similitudes fueran comentadas u observadas siquiera por nuestros
compañeros. Me resultaba evidente que él las observaba en todos sus
aspectos y con tanta claridad como yo; pero que en tales circunstancias
hubiera sido capaz de descubrir tan fructífero campo de ataque, sólo puede ser
atribuible, como ya dije, a su extraordinaria perspicacia.
Su táctica consistía en perfeccionar una imitación de mi persona, tanto en
palabras como en hechos y Wilson desempeñaba admirablemente su papel. Mi
forma de vestir era fácil de copiar; se apropió sin dificultad de mi manera de
caminar y de mis actitudes, y a pesar de su defecto constitucional, ni siquiera
mi voz escapó a su imitación. Por supuesto que no intentaba imitar mis tonos
más fuertes, pero la tonalidad general de mi voz era idéntica; y su extraño
susurro llegó a convertirse en el eco mismo de mi voz.
No me aventuraré a describir hasta dónde me exasperaba este minucioso
retrato (porque con justicia no podía tildarse de caricatura). Me quedaba un
consuelo: por lo visto era el único que notaba la imitación y sólo tenía que
soportar las sonrisas cómplices y misteriosamente sarcásticas de mi tocayo.
Satisfecho de haber provocado en mí el efecto esperado, parecía reír en
secreto por el aguijón que acababa de clavarme y desdeñaba el aplauso
general que fácilmente podría haber obtenido con sus astutas maniobras.
Durante muchos meses fue un enigma indescifrable para mí que la totalidad del
colegio no advirtiera sus designios, no percibiera sus intenciones, ni
comprobara su cumplimiento, y participara de su burla. Tal vez la gradación de
su máscara la hizo menos perceptible; o posiblemente debí mi seguridad a la
maestría del imitador que desdeñando la letra (que es todo lo que ven los
obtusos en una pintura) sólo ofrecía en pleno el espíritu del original para mi
contemplación y tormento.
Ya he hablado más de una vez del desagradable aire protector que Wilson
asumía con respecto a mí, y de sus frecuentes y oficiosas interferencias que se
interponían en mi voluntad. Esta interferencia muchas veces adoptaba la
desagradable forma de un consejo, consejo más insinuado que abiertamente
ofrecido. Yo lo recibía con una repugnancia que se fue acentuando con los
años. Y sin embargo, en este día tan lejano, permítaseme el acto de justicia de
reconocer que no recuerdo ocasión alguna en la que las sugerencias de mi
rival me incitaran a los errores o tonterías tan habituales en esa edad inmadura
e inexperta: si no su talento, o su sabiduría mundana por lo menos su sentido
moral y su sensatez eran mucho más agudos que los míos; y hoy en día, yo
hubiera podido ser un hombre mejor, y por lo tanto más feliz, de haber
rechazado con menos frecuencia los consejos encerrados en esos susurros
que en ese momento odiaba cordialmente y despreciaba con amargura.
Como sea, acabé por impacientarme en extremo ante esa desagradable
supervisión y cada día me sentía más agraviado por lo que consideraba su
intolerable arrogancia. He dicho ya que durante nuestros primeros años de
relación como condiscípulos, mis sentimientos hacia Wilson bien podrían haber
madurado en una amistad; pero en los últimos meses de mi residencia en la
academia, aunque su impertinencia hubiera disminuido, sin duda, en alguna
medida, mis sentimientos se trocaron, en similar proporción; en odio más
profundo. Creo que en una ocasión él lo percibió, y desde entonces, me evitó, o
simuló evitarme.
Si mal no recuerdo, en esa misma época, tuvimos un violento altercado durante
el que Wilson perdió la calma hasta un punto mayor que otras veces, y habló y
actuó con una franqueza nada común en su carácter. En ese momento
descubrí, o creí descubrir, en su tono, en su aire, y en su apariencia general
algo que al principio me sorprendió y luego me interesó profundamente,
trayendo a mi recuerdo veladas visiones de mi primera infancia: vehementes,
confusos y tumultuosos recuerdos de un tiempo en que la memoria misma aún
no había nacido. Sólo logro describir la sensación que me oprimía diciendo que
me resultó difícil rechazar la convicción de haber estado vinculado en alguna
época muy lejana con ese ser que permanecía de pie ante mí... una vinculación
en algún punto infinitamente remoto del pasado. Sin embargo la ilusión se
desvaneció con la misma rapidez con que había llegado, y si la refiero es para
precisar el día en que mantuve la última conversación con mi extraño tocayo en
la academia.
La enorme casa vieja, con sus innumerables subdivisiones, tenía varios cuartos
contiguos de gran tamaño donde dormía la mayoría de los estudiantes. Como
sucede inevitablemente en un edificio tan mal proyectado, había asimismo una
cantidad de cuartos de menor tamaño, verdaderas sobras de la estructura, y
que el ingenio económico del doctor Bransby también había habilitado como
dormitorios; pese a que por su tamaño tan reducido no pudieran alojar más que
a un sólo individuo. Wilson ocupaba uno de esos cuartos pequeños.
Una noche, hacia el final de mi quinto año en la escuela e inmediatamente
después del altercado que acabo de mencionar, cuando todos dormían, me
levanté, y lámpara en mano me interné por interminables pasillos angostos
rumbo al dormitorio de mi rival. Hacía mucho que planeaba hacerle una de
esas perversas bromas pesadas, hasta ese momento siempre infructuosas.
Tenía intenciones de llevar a cabo de inmediato mi plan, y decidí que Wilson
percibiera toda su milicia Al llegar a su cuarto, entré en silencio, y dejé afuera la
lámpara cubierta con una pantalla. Avancé un paso y escuché el sonido de su
respiración tranquila. Seguro de que dormía, volví a tomar la lámpara y me
aproximé con ella a la cama. Esta se hallaba rodeada de pesadas cortinas;
siguiendo con mi plan, las aparté con lentitud y en silencio hasta que rayos de
luz iluminaron de golpe al durmiente, mientras mis ojos se clavaban en su cara.
Lo miré, e instantáneamente quedé petrificado, helado. Respiré con dificultad,
me temblaban las rodillas y mi espíritu era presa de un horror sin sentido, pero
intolerable. Jadeando, aproximé aún más la lámpara a su cara. ¿Eran esos...
ésos, los rasgos de William Wilson? Veía, sin duda que eran los suyos, pero
me estremecía como presa de un ataque de fiebre al imaginar que no lo eran.
¿Qué había en ellos para confundirme de tal manera? Lo miré fijo mientras mi
cerebro era presa de un torbellino de pensamientos incoherentes. No era esa
su apariencia -seguramente no era ésa- cuando estaba despierto. ¡El mismo
nombre! ¡La misma figura! ¡El mismo día de llegada a la academia! ¡Y después
su obstinada e insensata imitación de mi manera de caminar, mi voz, mis
costumbres y actitudes! ¿Estaría en verdad, dentro de los límites de las
posibilidades humanas que lo que ahora veía fuese meramente el resultado de
su constante y sarcástica imitación? Despavorido y cada vez más tembloroso
apagué la lámpara, salí en silencio del cuarto y abandoné en el acto los
salones de esa vieja academia a la que no regresaría jamás
Después de pasar algunos meses holgazaneando en casa, me hallé convertido
en un estudiante de Eton. El breve intervalo transcurrido bastó para debilitar el
recuerdo de los acontecimientos ocurridos en la academia del doctor Bransby,
o por lo menos para modificar los sentimientos que esos recuerdos me
inspiraban. La verdad -la tragedia- del drama, ya no existían. Ahora podía
dudar de la evidencia de mis sentidos, y las pocas veces que recordaba el
episodio me sorprendían los extremos a que puede llegar la credulidad humana
y sonreía ante la fuerza de la imaginación que poseía por herencia. Dado el
género de vida que empecé a llevar en Eton era lógico que este escepticismo
no decreciera. El vórtice de locura irreflexiva en el que inmediata y
temerariamente me sumergí, barrió con todo lo que no fuera el pasado reciente
ahogando de inmediato toda impresión sólida o seria y dejando en mi recuerdo
tan sólo las cosas más triviales de mi vida anterior.
No deseo, sin embargo, trazar aquí el curso de este miserable libertinaje, un
libertinaje que desafiaba las leyes y eludía la vigilancia de la institución.
Transcurrieron tres años de locura que no me dejaron ningún provecho, sino
que arraigaron en mí los vicios y, de manera insólita, aumentaron mi estatura
corporal. En ese tiempo, después de una semana de tonta disipación, invité a
un grupo de los estudiantes más disolutos a una orgía secreta en mis
habitaciones. Nos encontramos ya avanzada la noche, porque nuestra orgía
debía prolongarse fielmente hasta la mañana. Corría con libertad el vino, y no
faltaban otras seducciones tal vez más peligrosas; cuando el gris de la aurora
apenas se perfilaba en el este, nuestro extravagante delirio estaba en su punto
más alto. Excitado hasta la locura por las cartas y el alcohol, yo insistía en un
brindis especialmente blasfemo cuando de repente atrajo mi atención la puerta
que se entreabría con violencia, y la voz ansiosa de un criado. Decía que una
persona me reclamaba con desesperada urgencia en el vestíbulo.
Salvajemente excitado por el vino, la inesperada interrupción me alegró en
lugar de sorprenderme. Salí tambaleante y en pocas pasos estuve en el
vestíbulo del edificio. En ese lugar, estrecho y bajo, no había lámpara, y sólo la
pálida claridad del amanecer se abría paso por la ventana semicircular. Al
transponer el umbral percibí la presencia de un joven casi de mi misma
estatura, que vestía una bata de casimir blanco, cortada al nuevo estilo, como
la que llevaba yo puesta en ese momento. La débil luz me permitió percibirlo,
pero no alcancé a distinguir los rasgos de su cara. Al verme entrar, vino
presuroso a mi encuentro y tomándome del brazo con un gesto de petulante
impaciencia, me murmuró al oído las palabras:
-¡William Wilson!
Recuperé en el acto la sobriedad.
En los modales del desconocido, y en el temblor de su dedo suspenso entre
mis ojos y la luz, había algo que me llenó de indescriptible asombro; pero no
fue eso lo que me conmovió con mayor violencia. Fue la solemne admonición
que contenían aquellas palabras sibilantes pronunciadas en voz baja y singular;
y por sobre todo, fue el carácter, el tono, el sonido de esas sílabas escasas,
simples y familiares, pero susurradas, que llegaban a mí con mil turbulentos
recuerdos de días pasados, y que golpearon mi alma con el impacto de una
batería galvánica. Antes de que pudiera recobrar el uso de mis facultades, mi
visitante había desaparecido.
Aunque ese acontecimiento tuvo un vívido efecto sobre mi imaginación, fue
también un efecto pasajero. Durante una semana me ocupé en hacer toda
clase de investigaciones o me dejé envolver en una nube de especulaciones
morbosas. No pretendí ocultar a mi percepción la identidad del singular
individuo que con tanta perseverancia se inmiscuía en mis asuntos y que me
acosaba con sus insinuados consejos. ¿Pero quién era y qué era ese Wilson?
¿De dónde venía? ¿Cuáles eran sus propósitos? Me resultó imposible
encontrar una respuesta satisfactoria a estas preguntas; sólo alcancé a
averiguar que un repentino accidente familiar lo obligó a abandonar la
academia del doctor Bransby el mismo día de mi huida. Pero poco tiempo
después dejé de pensar en el asunto; mi atención estaba completamente
absorbida por el proyecto de ingresar en Oxford. Hacia allí pronto me trasladé;
mis padres, en su irreflexiva vanidad, me proporcionaron un vestuario Y una
pensión anual que me permitirían disfrutar a mi antojo del lujo, ya tan caro a mi
corazón, y rivalizar en despilfarro con los más altivos herederos de los más
opulentos ducados de Gran Bretaña.
Excitado por tantos medios para fomentar el vicio, mi temperamento se
desbordó con renovado ardor, y en la loca infatuación de mis francachelas,
mancillé las más elementales normas de decencia. Pero sería absurdo
detenerme en los detalles de mis extravagancias. Baste decir que fui más
despilfarrador que el mismo Herodes, y que dando nombre a una multitud de
nuevas locuras, agregué un apéndice nada breve al largo catálogo de vicios
entonces habituales en la más disoluta universidad de Europa.
Sin embargo resultaba casi increíble que pese a haber caído tan bajo
mancillando mi condición de caballero, hubiera de llegar a familiarizarme con el
vil arte del jugador profesional y que, habiéndome convertido en adepto de esa
ciencia despreciable, la practicara con frecuencia, corno un medio de aumentar
aún más mis enormes rentas a expensas de mis compañeros más débiles de
carácter. Sin embargo, esa era la verdad. Y la misma enormidad de esta
ofensa contra todos los sentimientos varoniles y honorables, demostraba, más
allá de toda duda, la principal, ya que no la única razón de la impunidad con
que la cometía. ¿Quién, entre mis más desenfrenados camaradas, no hubiera
preferido dudar del testimonio de sus sentidos antes de sospechar culpable de
semejante vileza al alegre, al franco, al generoso William Wilson -el más noble
y liberal compañero de Oxford- ese cuyas locuras (según decían sus parásitos)
eran sólo las locuras de la juventud y de la fantasía, cuyos errores no eran más
que caprichos inimitables cuyos vicios más negros eran sólo descuidadas y
atrevidas extravagancias?
Había estado dos años exitosamente entregado a estas actividades, cuando
llegó a la Universidad un joven noble, un parvenu de apellido Glendinning -tan
rico como Herodes Atico según los rumores- y cuyas riquezas también habían
sido fácilmente obtenidas. Pronto me di cuenta de que era un simple y,
naturalmente, lo consideré un sujeto adecuado para poner a, prueba mis
habilidades. Lo invité a jugar con frecuencia y, con la habitual artimaña del
tahúr, le permití ganar sumas considerables para envolverlo más eficazmente
en mis redes. Una vez maduros mis planes, me encontré con él (decidido a que
esa partida fuera la última y decisiva) en las habitaciones de un compañero
llamado Preston, amigo por igual de ambos pero que, para hacerle justicia, no
abrigaba la más remota sospecha de mis intenciones. Para mayor disimulo,
conseguí reunir un grupo de ocho a diez personas y me las ingenié para que la
pro puesta de jugar a las cartas pareciera accidental y la sugiriera la misma
víctima. Para no prolongar un tema tan vil, no omití ninguna de las
acostumbradas y delicadas bajezas de situaciones similares, hasta tal punto
repetidas que sorprende que todavía existan seres tan tontos que caigan en la
trampa.
Dilatamos el juego hasta altas horas de la noche y por fin llevé a cabo la
maniobra gracias a la cual Glendinning quedaba como mi único adversario. El
juego, también era mi preferido, el écarté. El resto de los invitados, interesados
por nuestra partida, abandonó sus propias cartas y nos rodeó. El parvenú, a
quien al principio de la noche logré inducir a beber en abundancia, mezclaba
las cartas, las repartía y jugaba con una nerviosidad que su ebriedad sólo en
parte podía explicar. En poco rato se convirtió en mi deudor por una importante
suma y entonces, después de beber un gran trago de oporto, hizo lo que yo
fríamente esperaba: me propuso doblar nuestras ya extravagantes apuestas.
Simulé una enorme renuencia y recién cuando mis repetidas negativas le
provocaron algunas réplicas coléricas, que me acusaban de cobarde, acepté la
propuesta. El resultado, por supuesto, no hizo más que demostrar hasta qué
punto había caído la presa en mis redes: en menos de una hora, su deuda se
cuadruplicó. Hacía rato que el semblante de Glendinning perdía el tinte
rubicundo provocado por el vino; pero ahora, para mi sorpresa, percibí en él
una palidez verdaderamente espantosa. Aseguro que me sorprendió, porque
en respuesta a mis ansiosas averiguaciones, Glendinning me había sido
presentado como inmensamente rico, y las sumas que ya llevaba perdidas,
aunque importantes en sí mismas, supuse que no podían incomodarlo
seriamente, y mucho menos afectarlo con tal violencia. Lo primero que pensé
era que estaba agobiado por el vino que acababa de beber; y más por
mantener mi reputación a los ojos de mis compañeros que por motivos menos
interesados, me disponía a exigir con tono perentorio la suspensión de la
partida, cuando algunas frases dichas a mi alrededor y la exclamación de total
desesperanza que profirió Glendinning, me dieron a entender que acababa de
provocar su ruina total en circunstancias que, al convertirlo en Objeto de la
piedad general, deberían haberlo protegido hasta de los ataques de un espíritu
maligno.
Es difícil saber cuál debía haber sido mi conducta en ese momento. La
lamentable condición de mi víctima creaba un clima de incómodo abatimiento
en todos los presentes; hubo algunos instantes de Profundo silencio durante el
que me ardieron las mejillas ante las miradas abrasadoras de desprecio y de
reproche que me dirigían los menos viciosos del grupo. Confieso que el peso
intolerable de mi ansiedad se vio durante breves instantes aliviada por una
repentina y extraordinaria interrupción. Las pesadas puertas plegadizas de la
habitación se abrieron de par en par con un ímpetu tan vigoroso y arrollador
que, como por arte de magia, se extinguieron todas las velas del cuarto. Pero
las llamas, agonizantes, nos Permitieron percibir la entrada de un desconocido,
un hombre aproximadamente, de mi estatura, completamente envuelto en una
capa. La oscuridad era ahora total, Y sólo podíamos sentir que el desconocido
estaba entre nosotros. Antes de que nadie pudiera recobrarse de la sorpresa
provocada por entrada tan ruda e intempestiva, oímos la voz del intruso.
-Señores- dijo en una voz baja y clara, en un susurro jamás olvidado que me
estremeció hasta la médula-. Señores, no me disculparé por mi
comportamiento, porque al conducirme de esta manera cumplo con un deber.
Sin lugar a dudas, ustedes ignoran la verdadera personalidad del que esta
noche le ha ganado a Lord Glendinning una importante suma al ecarté. Por lo
tanto les señalaré una manera expeditiva para obtener esta tan necesaria
información. Por favor examinen con cuidado el paño de su manga izquierda y
los pequeños paquetes que encontrarán en los espaciosos bolsillos de su bata
bordada.
Mientras hablaba, el silencio era tan profundo que se hubiera Podido oír la
caída de un alfiler sobre el piso. Al terminar de hablar, salió tan abruptamente
como había llegado. ¿Puedo describir... describiré mis sensaciones? ¿Necesito
decir que experimenté todos los horrores del condenado? No tuve tiempo de
reflexionar. Varias manos me aferraron con rudeza, impidiéndome todo
movimiento, y de inmediato se volvieron a prender las luces. Enseguida me
registraron. En el forro de mi manga encontraron todas las cartas esenciales en
el écarté, y en los bolsillos de mi bata una serie de mazos de barajas idénticos
a los que utilizábamos en nuestras partidas, con la única excepción de que las
mías eran lo que técnicamente se denomina arrondées: los honores eran
levemente convexos en las puntas, las cartas más bajas, levemente convexas
a los costados. De esta manera, el incauto que corta el mazo a lo largo, según
lo acostumbrado, invariablemente proporciona un honor a su adversario,
mientras el tahúr cortará a lo ancho sin proporcionar a su víctima ninguna carta
de importancia en el juego.
Cualquier explosión de indignación ante lo que acababan de descubrir me
hubiera afectado menos que el silencioso desprecio o la sarcástica compostura
con que lo recibieron.
-Señor Wilson- dijo nuestro anfitrión, inclinándose para levantar del piso una
lujosa capa de pieles excepcionales, Señor Wilson, esta capa es suya. (Hacía
frío y al salir de mi habitación me había echado la capa sobre los hombros
quitándomela luego al llegar a la escena del juego). Supongo que está de más
buscar aquí mayores pruebas de su habilidad -comentó, observando los
pliegues de la capa con amarga sonrisa-. Ya tenemos bastantes. Espero que
comprenda la necesidad de abandonar Oxford, y, en todo caso, de salir
inmediatamente de mis aposentos.
Envilecido, humillado como estaba, es probable que hubiera respondido a tan
exasperante lenguaje con un arrebato de violencia si en ese momento mi
atención no hubiese sido atraída por un hecho sorprendente. La capa que me
había puesto para la reunión era de pieles extremadamente raras; tan poco
comunes y extravagantemente costosas que no me aventuraré a hablar de su
precio. También el modelo era de mi propia y fantástica invención; porque era
exigente hasta la fanfarronería en cuestiones de naturaleza tan frívola. Por eso,
cuando el señor Preston me alcanzó la que acababa de levantar del piso, cerca
de las puertas plegadizas de la habitación vi, con un asombro que se acercaba
al terror, que yo tenía mi propia capa colgando del brazo (donde distraídamente
la había colocado) y que la que él me entregaba era absolutamente idéntica en
todos y cada uno de sus detalles. Recordé que el extraño personaje que me
desenmascarara estaba envuelto en una capa al entrar y, aparte de mí, esa
noche ningún otro invitado llevaba capa. Con la poca presencia de ánimo que
me quedaba, tomé la que me ofrecía Preston, la coloqué con disimulo sobre la
mía; salí de la habitación con una resuelta expresión de desafío, y al alba de la
mañana siguiente inicié un viaje al continente sumido en un abismo de horror y
de vergüenza.
Huía en vano. Mi maldito destino me persiguió exultante, y me demostró, sin
lugar a dudas, que su misterioso dominio acababa de empezar. Apenas puse
mis pies en París tuve nuevas pruebas del odioso interés que Wilson
demostraba en mis asuntos. Volaron los años, sin que yo pudiera experimentar
el menor alivio. ¡Miserable! ¡En Roma se interpuso entre mis ambiciones y yo
con inoportuna y espectral solicitud! También en Viena, en Berlín y en Moscú.
¿Dónde en verdad, no tuve amargos motivos para maldecirlo desde el fondo
del corazón? Por fin huí, presa de pánico, de esa inescrutable tiranía, como si
se tratara de una peste; y huí en vano hasta los mismos confines de la tierra.
Y una y otra vez, en secreta comunión con mi espíritu, me preguntaba; "¿Quién
es? ¿De dónde viene? ¿Qué quiere?" Pero no encontré la respuesta. Entonces
estudié con minuciosidad las formas y los métodos y los rasgos dominantes de
aquella impertinente vigilancia. Pero aún en eso no había en qué basar una
conjetura. Era ciertamente notable que en ninguna de las múltiples instancias
en que se había cruzado últimamente en mi camino lo había hecho más que
para frustrar planes o malograr hechos que, de haberse cumplido, hubieran
culminado en una amarga maldad. ¡Pobre justificación es ésta, en verdad, para
una autoridad tan imperiosamente asumida! ¡Pobre compensación para los
derechos de un libre albedrío tan pertinaz e insultantemente negado!
También me había visto obligado a notar que, durante un largo período, mi
verdugo (que escrupulosamente y con maravillosa destreza mantuvo su
capricho de vestirse de manera idéntica que yo) consiguió que, en la ejecución
de sus variadas interferencias a mi voluntad, nunca y en ningún momento
pudiera ver sus facciones. Quienquiera fuese Wilson, esto, al menos era el
colmo de la afectación o de la locura. ¿Supuso por un instante que en quien me
amonestara en Eton, en quien malograra mi ambición en Roma, mi venganza
en París, mi apasionado amor en Nápoles o lo que falsamente definiera como
mi avaricia en Egipto que en éste -mi archienemigo y genio maligno-, dejaría de
reconocer al William Wilson de mis días de escolar al tocayo, al compañero, al
rival, al odiado y temido rival de la academia del doctor Bransby? ¡Imposible!
Pero permitan que me apresure a llegar a la última escena del drama.
Hasta allí yo había sucumbido con indolencia a su imperioso dominio. El
sentimiento de profundo temor con que habitualmente contemplaba el elevado
carácter, la majestuosa sabiduría y la aparente ubicuidad y omnipotencia de
Wilson, sumados al terror que ciertos rasgos de su naturaleza y las conjeturas
que me inspiraban, habían llevado a grabar en mí la idea de mi absoluta
debilidad y desamparo, y a sugerirme una implícita aunque amarga y renuente
sumisión a su arbitraria voluntad. Pero últimamente, me había entregado por
completo a la bebida, y la terrible influencia que ésta ejercía sobre mi
temperamento hereditario, me llevó a impacientarme cada vez más ante esa
vigilancia. Empecé a murmurar, a vacilar, a resistir. ¿Y fue sólo mi imaginación
la que me indujo a creer que con el aumento de mi propia firmeza, la de mi
torturador sufriría una proporcional disminución? Sea como fuere, empecé a
sentirme inspirado por una ardiente esperanza, que con el tiempo fomentó en
mis más secretos pensamientos la firme y desesperada resolución de no seguir
tolerando esa esclavitud.
Fue en Roma, durante el carnaval de 18.., que asistí a un baile de máscaras en
el palazzo del duque napolitano Di Broglio. Me dejé arrastrar con más libertad
que de costumbre por el exceso de bebida y luego la atmósfera sofocante de
los salones atestados me irritó hasta un punto intolerable. Además, la dificultad
de abrirme paso entre la aglomeración de invitados contribuyó en gran medida
a aumentar mi malhumor; porque buscaba ansioso (permitidme no decir con
qué indigno motivo) a la joven, alegre y hermosa esposa del anciano y
tambaleante Di Broglio. Con inescrupulosa confianza ella me había confiado el
secreto del disfraz que luciría esa noche, y habiéndola vislumbrado a la
distancia, me apresuraba a reunirme con ella. En ese momento sentí que una
mano liviana se apoyaba sobre mi hombro y volví a escuchar ese inolvidable,
bajo y maldito susurro junto a mi oído.
En un absoluto frenesí de furia me volví de inmediato contra aquél que así me
interrumpía y lo aferré por el cuello con violencia. Tal como yo suponía, vestía
un disfraz similar al mío: capa española de terciopelo azul y cinturón rojo del
que pendía una espada. Una máscara de seda negra le cubría por completo la
cara.
-¡Miserable!- grité con voz ronca por la furia que cada sílaba que pronunciaba
parecía atizar-. ¡Miserable! ¡Impostor! ¡Maldito villano! ¡No permitiré... no
permitiré que me persigas hasta la muerte! ¡Sígueme o te atravesaré aquí
mismo con mi espada!- Y me encaminé a una pequeña antecámara contigua,
arrastrándolo conmigo sin que él se resistiera.
En cuanto entramos, furioso, lo empujé para alejarlo de mí. Él trastabilló contra
la pared, mientras yo cerraba la puerta con un juramento y le ordenaba que
desenvainara su espada. Sólo vaciló un instante; después, con un pequeño
suspiro desenvainó en silencio y se preparó para defenderse.
El duelo fue breve. Frenético y presa de feroz excitación, yo sentía en mi brazo
la energía y el poder de una multitud. En pocos segundos lo acorralé contra la
pared, y allí, teniéndolo en mi poder, le hundí repetidas veces la espada en el
pecho con brutal ferocidad.
En aquel instante, alguien movió el pestillo de la puerta. Evité presuroso una
intrusión y de inmediato regresé al lado de mi moribundo rival. ¿Pero qué
lenguaje humano puede transmitir adecuadamente esa sorpresa, ese horror
que me poseyó frente al espectáculo que tenía ante mi vista? El breve instante
en que aparté la mirada pareció ser suficiente para producir un cambio material
en el arreglo de aquel extremo lejano de la habitación. Un gran espejo -o por lo
menos en mi confusión eso me pareció al principio-, alzábase donde antes no
había nada. Y cuando avancé hacia él, en el colmo del espanto, cubierta de
sangre y pálida la cara, mi propia imagen vino tambaleándose hacia mí.
Eso me pareció, digo, pero me equivocaba. Era mi antagonista, era Wilson
quien se erguía ante mí, agonizante. Su máscara y su capa yacían en el suelo,
donde las había arrojado. Cada hebra de su ropa, cada línea de los marcados y
singulares rasgos de su cara ¡eran idénticos a los míos!
Era Wilson. Pero ya no se expresaba en susurros y hubiera podido imaginar
que era yo mismo el que hablaba cuando dijo:
-Has vencido y me entrego. Pero a partir de ahora tú también estás muerto...
muerto para el mundo, para el cielo y para la esperanza. En mí existías... y
observa esta imagen, que es la tuya, porque al matarme te has asesinado tú
mismo!

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