Charles
Dickens
El barón Von Koéldwethout, de
Grogzwig, Alemania, era probablemente un joven barón como cualquiera le
gustaría ver uno. No es necesario q diga que vivía en un castillo, porque es
evidente; tampoco es necesario que diga que vivía en un castillo antiguo, pues
¿qué barón alemán viviría en u: nuevo? Había muchas circunstancias extrañas
relacionadas con este venerable edificio, entre las cuales no era la menos
sorprendente y misteriosa el hecho de que cuando soplaba el viento, éste rugía
en el interior de las chimeneas, o incluso aullaba entre los árboles del bosque
circundante, o que cuando brillaba la luna ésta se abría camino por entre
determinadas pequeñas aberturas de los muros y llegaba a iluminar plenamente
algunas zonas de los amplios salones y galerías, dejando otras en una sombra
tenebrosa. Tengo entendido que uno de los antepasados del
barón, que andaba escaso de dinero, le
han clavado una daga a un caballero que
llegó una noche pidiendo servidumbre
de paso, y se supone que tos hechos milagrosos tuvieron lugar como consecuencia
de aquello. Y, sin embargo, difícilmente puedo saber cómo sucedió, pues el
antepasado del barón, que era un
hombre amable, se sintió después tan
apenado por haber sido tan irreflexivo, y haber puesto sus manos violentas
sobre una cantidad de piedras y maderos pertenecientes a un barón más débil,
que construyó como excusa una capilla obteniendo un recibo del cielo como saldo
a cuenta.
El hecho de haber hablado del
antepasado del barón me trae a la mente los vehementes deseos de éste de que se
respete su linaje. Temo no poder decir con seguridad cuántos antepasados haya
tenido el barón, pero sé que había tenido muchísimos más que cualquier otro
hombre de su época, y sólo deseo que haya vivido hasta fechas recientes para
haber podido dejar más en la tierra. Para los grandes hombres de los siglos
pasados debió ser muy duro haber llegado al mundo tan pronto, pues lógicamente
un hombre que nació hace trescientos o cuatrocientos años no puede esperarse
que tuviera antes que él tantos parientes
como un hombre que haya nacido ahora.
Éste último, quienquiera que sea -y por lo que nosotros sabemos lo mismo podría
ser un zapatero remendón que un tipo bajo y vulgar-, tendrá un linaje más largo
que el mayor de los nobles vivo actualmente; y afirmo que esto no es justo.
¡Bueno, pero el barón Von Koëldwethout
de Grogzwig! Era un hombre guapo y atezado, de cabello oscuro y grandes
mostachos que salía a cazar a caballo vestido con paño verde de Lincoln, con
botas rojas en los pies, con un cuerno de
caza colgado del hombro como el guarda
de un campo muy amplio. Cuando soplaba su
cuerno, otros veinticuatro caballeros
de rango inferior, vestidos con paño verde
de Lincoln un poco más basto, y botas
de cuero bermejo de suelas un poco más
gruesas, se presentaban directamente;
y galopaban todos juntos con lanzas en las manos como barandillas de un área
lacada, cazando jabalíes, o encontrándose quizá con un oso en cuyo último caso
el barón era el primero en matarlo, y después engrasaba con él sus bigots.
Fue una vida alegre la del barón de
Grogzwig, y más alegre todavía la de sus partidarios, quienes bebían vino del
Rin todas las noches hasta que caían bajo la mesa, y entonces encontraban las
botellas en el suelo y pedían pipas. Jamás hubo calaveras tan festivos,
fanfarrones, joviales y alegres como los que formaban la animada banda de
Grogzwig.
Pero los placeres de la mesa, o los
placeres de debajo de la mesa, exigen un poco de variedad; sobre todo si las mismas
veinticinco personas se sientan diariamente ante la misma mesa para hablar de
lo mismos temas y contar las mismas historias. El barón se sintió aburrido y
deseó excitación. Empezó disputar con sus caballeros, y todos los días, después
de la cena, intentaba patear a dos o tres de ellos. A principio aquello resultó
un cambio agradable, pero al cabo de una semana se volvió monótono, el barón se
sintió totalmente indispuesto y buscó, con desesperación, alguna diversión
nueva.
Una noche, tras los entretenimientos
del día e los que había ido más allá de Nimrod o Gillingwiter, y matado «otro
hermoso oso», llevándolo después a casa en triunfo, el barón Von KoéldwethOL se
sentó desanimado a la cabeza de su esa
contemplando con aspecto descontento
el techo ahumado del salón. Trasegó enormes copas llenas de vino, pero cuanto
más bebía más fruncía el ceño. Los caballeros que habían sido honrados con la
peligrosa distinción de sentarse a su derecha y a su izquierda le imitaron de
manera milagrosa en el beber y se miraron ceñudamente el uno al otro.
-¡Lo haré! -gritó de pronto el barón
golpeando la mesa con la mano derecha y retorciéndose el mostacho con la
izquierda-. ¡Preñaré a la dama de Grogzwig!
Los veinticuatro verdes de Lincoln se
pusieron pálidos, a excepción de sus veinticuatro narices, cuyo color
permaneció inalterable.
-Me refiero a la dama de Grogzwig
-repitió el barón mirando la mesa a su alrededor.
-¡Por la dama de Grogzwig! -gritaron
los verdes de Lincoln, y por sus veinticuatro gargantas bajaron veinticuatro
pintas imperiales de un vino del Rin tan viejo y extraordinario que se lamieron
sus cuarenta y ocho labios, y luego pestañearon.
-La hermosa hija del barón Von
Swillenhausen -añadió KoMwethout, condescendiendo a explicarse-. La pediremos
en matrimonio a su padre en cuanto el sol baje mañana. Si se niega a nuestra
petición, le cortaremos la nariz.
Un murmullo ronco se elevó entre el
grupo; todos los hombres tocaron primero la
empuñadura de su espada, y después la
punta de su nariz, con espantoso significado.
¡Qué agradable resulta contemplar la
piedad filial!
Si la hija del barón hubiera suplicado
a un corazón preocupado, o hubiera caído a los pies de su padre cubriéndolos de
lágrimas saladas, o simplemente si se hubiera desmayado y hubiera cumplimentado
luego al anciano caballero con frenéticas jaculatorias, la: posibilidades son
cien contra una a que el castillo de Swillenhausen habría sido echado por la
ventana, c habrían echado por la ventana al barón y el castillo habría sido
demolido. Sin embargo, la damisela mantuvo su paz cuando un mensajero
madrugador llevó o la mañana siguiente la
petición de Von Kodldwethout, y se
retiró modestamente a su cámara, desde cuya ventana observó la llegada del
pretendiente y su séquito. En cuanto estuvo segura de que el jinete de los
grandes mostachos era el que se le proponía como esposo, se precipitó a
presencia de su padre y expresó estar dispuesta a sacrificarse para asegurar la
paz del anciano. El venerable barón cogió a su hija entre sus brazos e hizo un
guiño de alegría.
Aquel día hubo grandes fiestas en el
castillo. Los veinticuatro verdes de Lincoln de Von Koéldwethout intercambiaron
votos de amistad eterna con los doce verdes de Lincoln de Von Swillenhausen, y
prometieron al viejo barón que beberían su vino «hasta que todo se volviera
azul», con lo que probablemente querían significar que hasta que todos sus
semblantes hubieran adquirido el mismo tono que sus narices. Cuando llegó el
momento de la despedida todos palmeaban las espaldas de todos los demás, y el
barón Von Koéldwethout y sus seguidores cabalgaron alegremente de regreso a
casa.
Durante seis semanas mortales jabalíes
y osos tuvieron vacaciones. Las casas de Kodldwethout y Swillenhausen estaban
unidas; las lanzas se aherrumbra ron, y el cuerno de caza del barón contrajo
ronquera por falta de soplidos.
Aquellos fueron momentos importantes
para los veinticuatro, pero ¡ay!, sus días elevados y triunfales estaban ya
calzándose para disponerse a irse. -Querido mío
-dijo la baronesa. -Mi amor -le respondió
el barón. -Esos hombres toscos y ruidosos...
-¿Cuáles, señora? -preguntó el barón
sorprendido.
Desde la ventana junto a la que
estaban, la baronesa señaló el patio inferior en donde, inconscientes de todo,
los verdes de Lincoln estaban realizando copiosas libaciones estimulantes como
preparativo para salir a cazar uno o dos verracos.
-Son mi grupo de caza, señora -le
informó el barón.
-Licéncialos, amor-murmuró la
baronesa.
-¡Licenciarlos! -gritó el barón con
asombro.
-Para complacerme, amor -contestó la
baronesa.
-Para complacer al diablo, señora
-respondió el barón.
Entonces la baronesa lanzó un gran
grito y se desmayó a los pies del barón.
¿Qué podía hacer el barón? Llamó a la
doncella de la señora y rugió pidiendo un doctor; y luego, saliendo a la
carrera al patio, pateó a los dos verdes de Lincoln que más habituados estaban
a ello, y maldiciendo a todos los demás, les pidió que se marcharan... aunque
no le importaba adónde. No sé la expresión alemana para ello, pues si la
conociera lo habría podido describir
delicadamente.
No me corresponde a mí decir mediante
qué medios, o qué grados, algunas esposas consiguen someter a sus esposos de la
manera que lo hacen, aunque sí puedo tener mi opinión personal sobre el tema, y
pensar que ningún Miembro del Parlamento debería estar casado, por cuanto que
tres miembros casados de cada cuatro votarán de acuerdo con la conciencia de su
esposa (si la tienen), y no de acuerdo con la suya propia. Lo único que
necesito decir ahora es que la baronesa
von Koéldwethout adquirió de una u
otra manera un gran control sobre el barón von KoUldwethout, y que poco a poco,
trocito a trocito, día a día y año a año el barón obtenía la peor parte de
cualquier cuestión disputada, o era astutamente descabalgado de cualquier antigua
afición; y así, cuando se convirtió en un hombre grueso y robusto de unos
cuarenta y ocho años, no tenía ya fiestas, ni jolgorios, ni grupo de caza ni
tampoco caza: en resumen, no le quedaba nada que
le gustara o que hubiera sólido tener;
y así, aunque fue tan valiente como un león, y tan audaz como descarado, fue
claramente despreciado y reprimido por su propia dama en su propio castillo de
Grogzwig.
Y no acaban aquí todos los infortunios
del barón. Aproximadamente un año después de sus nupcias vino al mundo un barón
robusto y joven en cuyo honor se dispararon muchos fuegos artificiales y se
bebieron muchas docenas de barriles de vicio; pero al año siguiente llegó una
joven baronesa y cada año otro joven barón, y así un año tras otro, o un barón
o una baronesa (y un año los dos al mismo tiempo), hasta que el barón se
encontró siendo padre de una pequeña familia de doce. En cada uno de esos
aniversarios la venerable baronesa Von Swillenhausen se ponía muy nerviosa y
sensible por el bienestar de su hija la baronesa Von Koéldwethout, y aunque no
se sabe que la buena dama hiciera nunca nada real que contribuyera a la
recuperación de su hija, seguía considerando un deber ponerse tan nerviosa como
fuera posible en el castillo de Grogzwig, y dividir su tiempo entre
observaciones morales sobre la forma en que se llevaba la casa del barón y
quejarse por el duro destino de su infeliz hija. Y si el barón de Grogzwig,
algo herido e irritado por esa conducta, cobraba valor y se aventuraba a
sugerir que su esposa al menos no estaba peor que las esposas de otros barones,
la baronesa Von Swillenhausen suplicaba a todas las personas que se dieran
cuenta de que nadie salvo ella simpatizaba con los sufrimientos de su hija; y
con aquello, sus parientes y amigos comentaban que con toda seguridad ella
sufría mucho más que su yerno, y que si existía algún animal vivo de corazón
duro, ése era el barón de Grogzwig.
El pobre barón lo soportó todo
mientras pudo, y cuando no pudo soportarlo ya más perdió el apetito y el ánimo,
y se quedó sentado lleno de tristeza y aflicción.
Pero todavía le aguardaban problemas
peores, y cuando le llegaron aumentó su
melancolía y su tristeza. Cambiaron
los tiempos; se endeudó. Las arcas de Grogzwig, que la familia Swillenhausen
había considerado inagotables, se vaciaron; y precisamente cuando la baronesa
estaba a punto de sumar la decimotercera adición al linaje de la familia, Von
Koéldwethout descubrió que carecía de medios para reponerlas.
-No veo qué se puede hacer -dijo el
barón-. Creo que me suicidaré.
Fue una idea brillante. El barón cogió
un viejo cuchillo de caza de un armario
que tenía al lado, y tras afilarlo
sobre la bota, le hizo a su garganta lo que los muchachos llaman «una oferta».
-¡Bueno! -exclamó el barón al tiempo
que detenía la mano-. Quizá no esté lo
bastante afilado.
El barón lo afiló de nuevo e hizo otro
intento, pero detuvo su mano un fuerte griterío que se produjo entre los
jóvenes barones y baronesas, reunidos todos en
un salón infantil situado arriba de la
torre con barras de hierro por el exterior de las ventanas para impedir que se
lanzaran al foso.
-Si hubiera sido soltero -dijo el
barón suspirando-, podría haberlo hecho más de cincuenta veces sin que me
interrumpieran. ¡Vamos! Lleva una botella de vino y la pipa más grande a la
pequeña habitación abovedada que hay tras el salón.
Una de las criadas ejecutó de la
manera más amable posible la orden del barón en el curso de una media hora, y
Von Koéldwethout, tras apreciar que así había sido hecho, se dirigió a grandes
zancadas hacia la habitación abovedada cuyas paredes, que eran de una madera
oscura y brillante, relucían al fuego de los leños ardientes apilados en el
hogar. La botella y la pipa estaban dispuestas y el lugar parecía en general
muy cómodo.
-Deja la lámpara-ordenó el barón.
-¿Alguna otra cosa, mi señor?
-preguntó la criada. -Soledad -contestó el barón.
La criada obedeció y el barón cerró la
puerta.
Fumaré una última pipa y luego pondré
fin a todo -dijo el barón.
El señor de Grogzwig dejó el cuchillo
sobre la mesa, hasta que lo necesitara, se sirvió una buena medida de vino, se
echó hacia atrás en la silla, estiró las piernas delante del fuego y se
desinfló.
Pensó en muchísimas cosas, en sus
problemas de hoy y en los días pasados, cuando era soltero, en los verdes de
Lincoln, que desde hacía tiempo habían sido
dispersados por el país, sin que nadie
supiera dónde estaban con la excepción de
dos, que desgraciadamente habían sido
decapitados, y cuatro que se habían matado de tanto beber. Su mente pensó en
osos y verracos, cuando en el momento de beberse la copa hasta el fondo alzó la
mirada y vio por primera vez, con asombro ilimitado, que no estaba solo.
No, no lo estaba; pues al otro lado
del fuego se hallaba sentada con los brazos cruzados una horrible y arrugada figura,
de ojos profundamente hundidos e inyectados en sangre, rostro cadavérico de
inmensa longitud ensombrecido por unas grejas enmarañadas y mal cortadas de
cabellos negros recios. Vestía una especie de túnica de color azulado desvaído
que, como observó el barón contemplándola atentamente, estaba ornamentada
llevando por delante, a modo de cierres, asideros de ataúd. También llevaba las
piernas cubiertas por planchas
de ataúd, a modo de armadura; y sobre
el hombro izquierdo llevaba un corto manto oscuro que parecía hecho con los
restos de un paño mortuorio. No prestaba
atención al barón, pues miraba
fijamente el fuego.
-¡Hola! -exclamó el barón al tiempo
que golpeaba el suelo con los pies para llamar su atención. -¡Hola! -replicó el
otro dirigiendo la mirada hacia el barón, pero sólo los ojos, no el rostro-.
¿Qué pasa?
-¿Que qué pasa? -contestó el barón sin
acobardarse en lo más mínimo por la voz
hueca y la mirada carente de brillo
del otro-. Soy yo el que debería hacer esa pregunta. ¿Cómo llegó hasta aquí?
-Por la puerta -contestó la figura.
-¿Quién es? -preguntó el barón. -Un hombre
-contestó la figura. -No le creo -dijo
el barón.
-Pues no lo crea-contestó la figura.
-Eso es lo que haré -replicó el barón.
La figura se quedó mirando un tiempo
al osado barón de Grogzwig, y luego, en tono familiar dijo: -Ya veo que nadie
le puede persuadir. ¡No soy un hombre!
-Entonces ¿qué es? -preguntó el barón.
-Un genio -contestó la figura.
-Pues no se parece mucho a ninguno
-contestó burlonamente el barón.
-Soy el genio de la desesperación y el
suicidio. Ahora ya me conoce.
Tras decir esas palabras, la aparición
se puso de cara al barón, como si se preparara para una conversación; y lo más
notable de todo fue que apartó el manto hacia un lado, mostrando así una estaca
que le recorría el centro del cuerpo. Se la sacó con un movimiento brusco y la
dejó sobre la mesa con el mismo cuidado que si se tratara de un bastón de
paseo.
-¿Está dispuesto ya para mí? -preguntó
la figura fijando la mirada en el cuchillo de caza.
-No del todo. Primero he de terminar
esta pipa. -Entonces aligere -exclamó la figura.
-Parece tener prisa-contestó el barón.
-Pues bien, sí, la tengo. Hay ahora
muchos asuntos de los míos en Inglaterra y Francia, y mi tiempo está
ocupadísimo.
-¿Bebe? -preguntó el barón tocando la
botella con la cazoleta de la pipa.
-Nueve veces de cada diez, y siempre
con exageración -replicó secamente la figura.
-¿Nunca con moderación?
-Jamás -contestó la figura con un
estremecimiento-. Eso produce alegría.
El barón echó otra ojeada a su nuevo
amigo, a quien consideró como un parroquiano verdaderamente extraño, y
finalmente le preguntó si tomaba parte activa en acontecimientos como los que
había, estado contemplando.
-No -contestó la figura en tono
evasivo-. Pero estoy siempre presente.
-Para contemplar imparcialmente,
supongo -dijo el barón.
-Exactamente -contestó la figura
jugueteando con la estaca y examinando la punta-. Dese toda la prisa que pueda,
¿quiere? Pues hay un joven caballero que ahora me necesita porque le aflige el
tener demasiado dinero y tiempo libre, o eso me parece.
-¿Va a suicidarse porque tiene
demasiado dinero? -exclamó el barón, realmente
divertido-. ¡Ja, ja! Ésa sí que es
buena.
(Aquella fue la primera vez que el
barón se rió desde hacia mucho tiempo.
-Le ruego que no vuelva a hacer eso
-le reconvino la figura, que parecía muy asustada.
-¿Y por qué no? -preguntó el barón.
-Porque me produce un gran dolor.
Suspire todo lo que quiera: eso me hace sentir bien.
Al escuchar la mención de la palabra,
el barón suspiró mecánicamente; la figura,
animándose de nuevo, le entregó el
cuchillo de caza con la cortesía más encantadora.
-Y, sin embargo, no es mala idea, un
hombre que se suicida porque tiene demasiado dinero -comentó el barón al tiempo
que sentía el borde del arma.
-¡Bah! No mejor que la de un hombre
que se suicida porque no tiene nada, o tiene demasiado poco -contestó la
aparición con petulancia.
No tengo manera de saber si el genio
se comprometió sin intención alguna al decir eso o si es que pensó que la mente
del barón estaba ya tan decidida que no importaba lo que dijera. Lo único que
sé es que el barón detuvo al instante la mano, abrió bien los ojos y miró como
si en ellos hubiera entrado por primera vez una luz nueva.
-Bueno, la verdad es que no hay nada
que sea lo bastante malo como para quitarse de en medio por ello -dijo Von
Koéldwethout.
-Salvo las arcas vacías -gritó el
genio.
-Bien, pero un día pueden llenarse de
nuevo -añadió el barón.
-Las esposas regañonas -le reconvino
el genio. -¡Ah! Se las puede hacer
callar-contestó el barón. -Trece hijos
-gritó el genio.
-Seguramente no todos saldrán malos
-replicó el barón.
Evidentemente el genio se estaba
enfadando bastante por el hecho de que de pronto el barón sostuviera esas
opiniones, pero intentó tomárselo a broma y dijo que se sentiría muy agradecido
hacia él si le permitía saber cuándo iba a dejar de tomárselo a risa.
-Pero si no estoy bromeando, nunca
estuve tan lejos de eso -protestó el barón.
-Bueno, me alegra oír eso -respondió
el genio con aspecto ceñudo-. Porque una broma que no sea un juego de palabras
es la muerte para mí. ¡Vamos! ¡Abandone
enseguida este mundo terrible!
-No sé -dijo el barón jugueteando con
el cuchillo-. Ciertamente que es terrible, pero no cree que el suyo sea mucho
mejor, pues no tiene aspecto de encontrarse
especialmente cómodo. Eso me recuerda
que me sentía muy seguro de obtener alga mejor si abandonaba este mundo... -de
pronto lanzó un grito y se incorporó-: nunca había pensado en esto.
-¡Concluya! -gritó la figura castañeteando
los dientes.
-¡Fuera! -le contestó el barón-.
Dejaré de meditar sobre las desgracias, pondré buena cara y probaré de nuevo
con el aire libre y los osos; y si eso no funciona, hablaré sensatamente con la
baronesa y acabaré con los Von Swillenhausen.
Tras decir aquello, el barón volvió a
sentarse en la silla y rió con tanta
fuerza y alboroto que la habitación
resonó.
La figura retrocedió uno o dos pasos
mirando entretanto al barón con terror intenso, y después recogió la estaca, se
la metió violentamente en el cuerpo, lanzó un aullido atemorizador y
desapareció.
Von Koéldwethout no volvió a verla
nunca. Una vez que había decidido actuar, inmediatamente obligó a razonar a la
baronesa y a los Von Swillenhausen, y murió muchos años después; no como un
hombre rico que yo sepa, pero como un hombre feliz: dejó tras él una familia
numerosa que fue cuidadosamente educada en la caza del oso y el verraco bajo su
propia vigilancia personal. Y mi consejo a todos los hombres es que si alguna
vez se sienten tristes y melancólicos por causas similares (como les sucede a
muchos hombres), contemplen los dos lados del asunto, y pongan un cristal de
aumento sobre el mejor; y si todavía se sienten tentados a irse sin permiso,
que primero se fumen una gran pipa y se beban una botella entera, y aprovechen
el laudable ejemplo del barón de Grogzwig.
No hay comentarios:
Publicar un comentario