Infolinks In Text Ads

Gana una tarjeta regalo de 500 euros. Apúntate, es gratis, y si tu ganas, yo también gano. Sigue este enlace: http://www.premiofacil.es/alta.php?idr=52892442 !Vóta este sitio en Cincolinks.com

.

Enter your email address:

Delivered by FeedBurner

AUTOR DE TIEMPOS PASADOS

.

GOTICO

↑ Grab this Headline Animator

 Ruleta  Apuestas Deportivas  Juegos  Peliculas  Turismo Rural  Series Online Creative Commons License Esta obra es publicada bajo una licencia Creative Commons. Peliculas juegos gratis juegos
INFOGRAFIA ESTORES ALQUILER DE AUTOS EN LIMA HURONES POSICIONAMIENTO WEB ¡Gana Dinero con MePagan.com! Herbalife Amarres de amor Union de parejas Desarrollo de software a medida Bolas chinas Comprar en china Amarres de Amor Hosting Peru Noticias Anime Actualidad de cine Ver peliculas

Seguidores

--

lunes, 20 de mayo de 2013

El Invitado De Drácula Y Otros Relatos - Bram Stoker


EL INVITADO DE
DRÁCULA Y
OTROS RELATOS
Bram Stoker



EL INVITADO DE DRÁCULA
Cuando iniciamos nuestro paseo, el sol brillaba intensamente sobre Múnich y el aire
estaba repleto de la alegría propia de comienzos del verano. En el mismo momento en que
íbamos a partir, Herr Delbrück (el maitre d'hôtel del Quatre Saisons, donde me alojaba) bajó
hasta el carruaje sin detenerse a ponerse el sombrero y, tras desearme un placentero paseo,
le dijo al cochero, sin apartar la mano de la manija de la puerta del coche:
―No olvide estar de regreso antes de la puesta del sol. El cielo parece claro, pero se
nota un frescor en el viento del norte que me dice que puede haber una tormenta en
cualquier momento. Pero estoy seguro de que no se retrasará ―sonrió―, pues ya sabe qué
noche es.
Johann le contestó con un enfático:
―Ja, mein Herr.
Y, llevándose la mano al sombrero, se dio prisa en partir.
Cuando hubimos salido de la ciudad le dije, tras indicarle que se detuviera:
―Dígame, Johann, ¿qué noche es hoy?
Se persignó al tiempo que contestaba lacónicamente:
―Walpurgis Nacht.
Y sacó su reloj, un grande y viejo instrumento alemán de plata, tan grande como un
nabo, y lo contempló, con las cejas juntas y un pequeño e impaciente encogimiento de
hombros. Me di cuenta de que aquella era su forma de protestar respetuosamente contra el
innecesario retraso y me volví a recostar en el asiento, haciéndole señas de que
prosiguiese. Reanudó una buena marcha, como si quisiera recuperar el tiempo perdido.
De vez en cuando, los caballos parecían alzar sus cabezas y olisquear suspicazmente el
aire. En tales ocasiones, yo miraba alrededor, alarmado. El camino era totalmente anodino,
pues estábamos atravesando una especie de alta meseta barrida por el viento. Mientras
viajábamos, vi un camino que parecía muy poco usado y que aparentemente se hundía en
un pequeño y serpenteante valle. Parecía tan invitador que, aun arriesgándome a
ofenderlo, le dije a Johann que se detuviera y, cuando lo hubo hecho, le expliqué que me
gustaría que bajase por allí. Me dio toda clase de excusas, y se persignó con frecuencia
mientras hablaba. Esto, de alguna forma, excitó mi curiosidad, así que le hice varias
preguntas. Respondió evasivamente, sin dejar de mirar una y otra vez su reloj como
protesta. Al final, le dije:
―Bueno, Johann, quiero bajar por ese camino. No le diré que venga si no lo desea,
pero cuénteme por qué no quiere hacerlo, eso es todo lo que le pido.
Como respuesta, pareció zambullirse desde el pescante por lo rápidamente que llegó
al suelo. Entonces extendió sus manos hacia mí en gesto de súplica y me imploró que no
fuera. Mezclaba el suficiente inglés con su alemán como para que yo entendiese el hilo de
sus palabras. Parecía estar siempre a punto de decirme algo, cuya sola idea era evidente
que le aterrorizaba; pero cada vez se echaba atrás y decía mientras se persignaba:
―Walpurgis Nacht!
Traté de argumentar con él pero era difícil discutir con un hombre cuyo idioma no
hablaba. Ciertamente, él tenía todas las ventajas, pues aunque comenzaba hablando en
inglés, un inglés muy burdo y entrecortado, siempre se excitaba y acababa por revertir a
su idioma natal.... y cada vez que lo hacía miraba su reloj. Entonces los caballos se
mostraron inquietos y olisquearon el aire. Ante esto, palideció y, mirando a su alrededor
de forma asustada, saltó de pronto hacia adelante, los aferró por las bridas y los hizo
avanzar unos diez metros. Yo lo seguí y le pregunté por qué había hecho aquello. Como
respuesta, se persignó, señaló al punto que había abandonado y apuntó con su látigo hacia
el otro camino, indicando una cruz y diciendo, primero en alemán y luego en inglés:
―Enterrados..., estar enterrados los que matarse ellos mismos.
Recordé la vieja costumbre de enterrar a los suicidas en los cruces de los caminos.
―¡Ah! Ya veo, un suicida. ¡Qué interesante!
Pero a fe mía que no podía saber por qué estaban asustados los caballos.
Mientras hablábamos, escuchamos un sonido que era un cruce entre el aullido de un
lobo y el ladrido de un perro. Se oía muy lejos, pero los caballos se mostraron muy
inquietos, y le llevó bastante tiempo a Johann calmarlos. Estaba muy pálido y dijo:
―Suena como lobo..., pero no hay lobos aquí, ahora.
―¿No? ―pregunté inquisitivamente―. ¿Hace ya mucho tiempo desde que los lobos
estuvieron tan cerca de la ciudad?
―Mucho, mucho ―contestó―. En primavera y verano, pero con la nieve los lobos no
mucho lejos.
Mientras acariciaba los caballos y trataba de calmarlos, oscuras nubes comenzaron a
pasar rápidas por el cielo. El sol desapareció, y una bocanada de aire frío sopló sobre
nosotros. No obstante, tan sólo fue un soplo, y más parecía un aviso que una realidad,
pues el sol volvió a salir brillante. Johann miró hacia el horizonte haciendo visera con su
mano, y dijo:
―La tormenta de nieve venir dentro de mucho poco.
Luego miró de nuevo su reloj, y, manteniendo firmemente las riendas, pues los
caballos seguían manoteando inquietos y agitando sus cabezas, subió al pescante como si
hubiera llegado el momento de proseguir nuestro viaje.
Me sentía un tanto obstinado y no subí inmediatamente al carruaje.
―Hábleme del lugar al que lleva este camino ―le dije, y señalé hacia abajo.
Se persignó de nuevo y murmuró una plegaria antes de responderme:
―Es maldito.
―¿Qué es lo que es maldito? ―inquirí.
―El pueblo.
―Entonces, ¿hay un pueblo?
―No, no. Nadie vive allá desde cientos de años.
Me devoraba la curiosidad:
―Pero dijo que había un pueblo.
―Había.
―¿Y qué pasa ahora?
Como respuesta, se lanzó a desgranar una larga historia en alemán y en inglés, tan
mezclados que casi no podía comprender lo que decía, pero a grandes rasgos logré
entender que hacía muchos cientos de años habían muerto allí personas que habían sido
enterradas; y se habían oído ruidos bajo la tierra, y cuando se abrieron las fosas se hallaron
a los hombres y mujeres con el aspecto de vivos y las bocas rojas de sangre. Y por eso,
buscando salvar sus vidas (¡ay, y sus almas!.... y aquí se persignó de nuevo), los que
quedaron huyeron a otros lugares donde los vivos vivían y los muertos estaban muertos y
no.... no otra cosa. Evidentemente tenía miedo de pronunciar las últimas palabras.
Mientras avanzaba en su narración, se iba excitando más y más, parecía como si su
imaginación se hubiera desbocado, y terminó en un verdadero paroxismo de terror: blanco
el rostro, sudoroso, tembloroso y mirando a su alrededor, como si esperase que alguna
horrible presencia se fuera a manifestar allí mismo, en la llanura abierta, bajo la luz del sol.
Finalmente, en una agonía de desesperación, gritó: «Walpurgis Nacht!», e hizo una seña
hacia el vehículo, indicándome que subiera. Mi sangre inglesa hirvió ante esto y,
echándome hacia atrás, dije:
―Tiene usted miedo, Johann... tiene usted miedo. Regrese, yo volveré solo; un paseo
a pie me sentará bien. ―La puerta del carruaje estaba abierta. Tomé del asiento el bastón
de roble que siempre llevo en mis excursiones y cerré la puerta. Señalé el camino de
regreso a Múnich y repetí―: Regrese, Johann... La noche de Walpurgis no tiene nada que
ver con los ingleses.
Los caballos estaban ahora más inquietos que nunca y Johann intentaba retenerlos
mientras me imploraba excitadamente que no cometiera tal locura. Me daba pena el pobre
hombre, parecía sincero; no obstante, no pude evitar el echarme a reír. Ya había perdido
todo rastro de inglés en sus palabras. En su ansiedad, había olvidado que la única forma
que tenía de hacerme comprender era hablar en mi idioma, así que chapurreó su alemán
nativo. Comenzaba a ser algo tedioso. Tras señalar la dirección, exclamé: «¡Regrese!», y me
di la vuelta para bajar por el camino lateral, hacia el valle.
Con un gesto de desesperación, Johann volvió sus caballos hacia Múnich. Me apoyé
sobre mi bastón y lo contemplé alejarse. Marchó lentamente por un momento; luego, sobre
la cima de una colina, apareció un hombre alto y delgado. No podía verlo muy bien a
aquella distancia. Cuando se acercó a los caballos, éstos comenzaron a encabritarse y a
patear, luego relincharon aterrorizados y echaron a correr locamente. Los contemplé
perderse de vista y luego busqué al extraño pero me di cuenta de que también él había
desaparecido.
Me volví con ánimo tranquilo hacia el camino lateral que bajaba hacia el profundo
valle que tanto había preocupado a Johann. Por lo que podía ver, no había ni la más
mínima razón para esta preocupación; y diría que caminé durante un par de horas sin
pensar en el tiempo ni en la distancia, y ciertamente sin ver ni persona ni casa alguna. En
lo que a aquel lugar se refería, era una verdadera desolación. Pero no me di cuenta de esta
particularidad hasta que, al dar la vuelta a un recodo del camino, llegué hasta el disperso
lindero de un bosque. Entonces me di cuenta de que, inconscientemente, había quedado
impresionado por la desolación de los lugares por los que acababa de pasar.
Me senté para descansar y comencé a mirar a mi alrededor. Me fijé en que el aire era
mucho más frío que cuando había iniciado mi camino: parecía rodearme un sonido
susurrante, en el que se oía de vez en cuando, muy en lo alto, algo así como un rugido
apagado. Miré hacia arriba y pude ver que grandes y densas nubes corrían rápidas por el
cielo, de norte a sur, a una gran altura. Eran los signos de una tormenta que se aproximaba
por algún lejano estrato de aire. Noté un poco de frío y, pensando que era por haberme
sentado tras la caminata, reinicié mi paseo.
El terreno que cruzaba ahora era mucho más pintoresco. No había ningún punto
especial digno de mención, pero en todo él se notaba cierto encanto y belleza. No pensé
más en el tiempo, y fue sólo cuando empezó a hacerse notar el oscurecimiento del sol que
comencé a preocuparme acerca de cómo hallar el camino de vuelta. Había desaparecido la
brillantez del día. El aire era frío, y el vuelo de las nubes allá en lo alto mucho más
evidente. Iban acompañadas por una especie de sonido ululante y lejano, por entre el que
parecía escucharse a intervalos el misterioso grito que el cochero había dicho que era de un
lobo. Dudé un momento, pero me había prometido ver el pueblo abandonado, así que
proseguí, y de pronto llegué a una amplia extensión de terreno llano, cerrado por las
colinas que lo rodeaban. Las laderas de éstas estaban cubiertas de árboles que descendían
hasta la llanura, formando grupos en las suaves pendientes y depresiones visibles aquí y
allá. Seguí con la vista el serpentear del camino y vi que trazaba una curva cerca de uno de
los más densos grupos de árboles y luego se perdía tras él.
Mientras miraba noté un hálito helado en el aire, y comenzó a nevar. Pensé en los
kilómetros y kilómetros de terreno desguarnecido por los que había pasado, y me
apresuré a buscar cobijo en el bosque de enfrente. El cielo se fue volviendo cada vez más
oscuro, y a mi alrededor se veía una brillante alfombra blanca cuyos extremos más lejanos
se perdían en una nebulosa vaguedad. Aún se podía ver el camino, pero mal, y cuando
corría por el llano no quedaban tan marcados sus límites como cuando seguía las
hondonadas; y al poco me di cuenta de que debía haberme apartado del mismo, pues dejé
de notar bajo mis pies la dura superficie y me hundí en tierra blanda. Entonces el viento se
hizo más fuerte y sopló con creciente fuerza, hasta que casi me arrastró. El aire se volvió
totalmente helado, y comencé a sufrir los efectos del frío a pesar del ejercicio. La nieve caía
ahora tan densa y giraba a mi alrededor en tales remolinos que apenas podía mantener
abiertos los ojos. De vez en cuando, el cielo era desgarrado por un centelleante relámpago,
y a su luz sólo podía ver frente a mí una gran masa de árboles, principalmente cipreses y
tejos completamente cubiertos de nieve.
Pronto me hallé al amparo de los mismos, y allí, en un relativo silencio, pude oír el
soplar del viento, en lo alto. En aquel momento, la oscuridad de la tormenta se había
fundido con la de la noche. Pero su furia parecía estar abatiéndose: tan solo regresaba en
tremendos resoplidos o estallidos. En aquellos momentos el escalofriante aullido del lobo
pareció despertar el eco de muchos sonidos similares a mi alrededor.
En ocasiones, a través de la oscura masa de las nubes, se veía un perdido rayo de
luna que iluminaba el terreno y que me dejaba ver que estaba al borde de una densa masa
de cipreses y tejos. Como había dejado de nevar, salí de mi refugio y comencé a investigar
más a fondo los alrededores. Me parecía que entre tantos viejos cimientos como había
pasado en mi camino, quizá hallase una casa aún en pie que, aunque estuviese en ruinas,
me diese algo de cobijo. Mientras rodeaba el perímetro del bosquecillo, me di cuenta de
que una pared baja lo cercaba y, siguiéndola, hallé una abertura. Allí los cipreses formaban
un camino que llevaba hasta la cuadrada masa de algún tipo de edificio. No obstante, en el
mismo momento en que la divisé, las errantes nubes oscurecieron la luna y atravesé el
sendero en tinieblas. El viento debió de hacerse más frío, pues noté que me estremecía
mientras caminaba; pero tenía esperanzas de hallar un refugio, así que proseguí mi
camino a ciegas.
Me detuve, pues se produjo un repentino silencio. La tormenta había pasado y, quizá
en simpatía con el silencio de la naturaleza, mi corazón pareció dejar de latir. Pero eso fue
tan sólo momentáneo, pues repentinamente la luz de la luna se abrió paso por entre las
nubes, mostrándome que me hallaba en un cementerio, y que el objeto cuadrado situado
frente a mí era una enorme tumba de mármol, tan blanca como la nieve que lo cubría todo.
Con la luz de la luna llegó un tremendo suspiro de la tormenta, que pareció reanudar su
carrera con un largo y grave aullido, como el de muchos perros o lobos. Me sentía
anonadado, y noté que el frío me calaba hondo hasta parecer aferrarme el corazón.
Entonces mientras la oleada de luz lunar seguía cayendo sobre la tumba de mármol, la
tormenta dio muestras de reiniciarse, como si quisiera volver atrás. Impulsado por alguna
especie de fascinación, me aproximé a la sepultura para ver de quién era y por qué una
construcción así se alzaba solitaria en semejante lugar. La rodeé y leí, sobre la puerta
dórica, en alemán:
CONDESA DOLINGEN DE GRATZ
EN ESTIRIA
BUSCÓ Y HALLÓ LA MUERTE
EN 1801
En la parte alta del túmulo, y atravesando aparentemente el mármol, pues la
estructura estaba formada por unos pocos bloques macizos, se veía una gran vigueta o
estaca de hierro.
Me dirigí hacia la parte de atrás y leí, esculpida con grandes letras cirílicas:
Los muertos viajan de prisa
Había algo tan extraño y fuera de lo usual en todo aquello que me hizo sentir mal y
casi desfallecí. Por primera vez empecé a desear haber seguido el consejo de Johann. Y en
aquel momento me invadió un pensamiento que, en medio de aquellas misteriosas
circunstancias, me produjo un terrible estremecimiento: ¡era la noche de Walpurgis!
La noche de Walpurgis en la que, según las creencias de millones de personas, el
diablo andaba suelto; en la que se abrían las tumbas y los muertos salían a pasear; en la
que todas las cosas maléficas de la tierra, el mar y el aire celebraban su reunión. Y estaba
en el preciso lugar que el cochero había rehuido. Aquél era el pueblo abandonado hacía
siglos. Allí era donde se encontraba la suicida; ¡y en ese lugar me encontraba yo ahora
solo..., sin ayuda, temblando de frío en medio de una nevada y con una fuerte tormenta
formándose a mi alrededor! Fue necesaria toda mi filosofía, toda la religión que me habían
enseñado, todo mi coraje, para no derrumbarme en un paroxismo de terror.
Y entonces un verdadero tornado estalló a mi alrededor. El suelo se estremeció como
si millares de caballos galopasen sobre él, y esta vez la tormenta llevaba en sus gélidas alas
no nieve, sino un enorme granizo que cayó con tal violencia que parecía haber sido
lanzado por lo míticos honderos baleáricos... Piedras de granizo que aplastaban hojas y
ramas y que negaban la protección de los cipreses, como si en lugar de árboles hubieran
sido espigas de cereal. Al primer momento corrí hasta el árbol más cercano, pero pronto
me vi obligado a abandonarlo y buscar el único punto que parecía ofrecer refugio: la
profunda puerta dórica de la tumba de mármol. Allí, acurrucado contra la enorme puerta
de bronce, conseguí una cierta protección contra la caída del granizo, pues ahora sólo me
golpeaba al rebotar contra el suelo y los costados de mármol.
Al apoyarme contra la puerta, ésta se movió ligeramente y se abrió un poco hacia
adentro. Incluso el refugio de una tumba era bienvenido en medio de aquella despiadada
tempestad, y estaba a punto de entrar en ella cuando se produjo el destello de un
relámpago que iluminó toda la extensión del cielo. En aquel instante, lo juro por mi vida,
vi, pues mis ojos estaban vueltos hacia la oscuridad del interior, a una bella mujer, de
mejillas sonrosadas y rojos labios, aparentemente dormida sobre un féretro. Mientras el
trueno estallaba en lo alto fui atrapado como por la mano de un gigante y lanzado hacia la
tormenta. Todo aquello fue tan repentino que antes de que me llegara el impacto, tanto
moral como físico, me encontré bajo la lluvia de piedras. Al mismo tiempo tuve la extraña
y absorbente sensación de que no estaba solo. Miré hacia el túmulo. Y en aquel mismo
momento se produjo otro cegador relámpago, que pareció golpear la estaca de hierro que
dominaba el monumento y llegar por ella hasta el suelo, resquebrajando, desmenuzando
el mármol como en un estallido de llamas. La mujer muerta se alzó en un momento de
agonía, lamida por las llamas, y su amargo alarido de dolor fue ahogado por el trueno. La
última cosa que oí fue esa horrible mezcla de sonidos, pues de nuevo fui aferrado por la
gigantesca mano y arrastrado, mientras el granizo me golpeaba y el aire parecía reverberar
con el aullido de los lobos. La última cosa que recuerdo fue una vaga y blanca masa
movediza, como si las tumbas de mi alrededor hubieran dejado salir los amortajados
fantasmas de sus muertos, y éstos me estuvieran rodeando en medio de1a oscuridad de la
tormenta de granizo.
Gradualmente, volvió a mí una especie de confuso inicio de consciencia; luego una
sensación de cansancio aniquilador. Durante un momento no recordé nada; pero poco a
poco volvieron mis sentidos. Los pies me dolían espantosamente y no podía moverlos.
Parecían estar dormidos. Notaba una sensación gélida en mi nuca y a todo lo largo de mi
espina dorsal, y mis orejas, como mis pies, estaban muertas y, sin embargo, me
atormentaban; pero sobre mi pecho notaba una sensación de calor que, en comparación,
resultaba deliciosa. Era como una pesadilla..., una pesadilla física, si es que uno puede
usar tal expresión, pues un enorme peso sobre mi pecho me impedía respirar
normalmente.
Ese período de semiletargo pareció durar largo rato, y mientras transcurría debí de
dormir o delirar. Luego sentí una sensación de repugnancia, como en los primeros
momentos de un mareo, y un imperioso deseo de librarme de algo, aunque no sabía de
qué. Me rodeaba un descomunal silencio, como si todo el mundo estuviese dormido o
muerto, roto tan sólo por el suave jadeo de algún animal cercano. Noté un cálido lametón
en mi cuello, y entonces me llegó la consciencia de la terrible verdad, que me heló hasta los
huesos e hizo que se congelara la sangre en mis venas. Había algún animal recostado sobre
mí y ahora lamía mi garganta. No me atreví a agitarme, pues algún instinto de prudencia
me obligaba a seguir inmóvil, pero la bestia pareció darse cuenta de que se había
producido algún cambio en mí, pues levantó la cabeza. Por entre mis pestañas vi sobre mí
los dos grandes ojos llameantes de un gigantesco lobo. Sus aguzados caninos brillaban en
la abierta boca roja, y pude notar su acre respiración sobre mi boca.
Durante otro período de tiempo lo olvidé todo. Luego escuché un gruñido, seguido
por un aullido, y luego por otro y otro. Después, aparentemente muy a lo lejos, escuché un
«¡hey, hey!» como de muchas voces gritando al unísono. Alcé cautamente la cabeza y miré
en la dirección de la que llegaba el sonido, pero el cementerio bloqueaba mi visión. El lobo
seguía aullando de una extraña manera, y un resplandor rojizo comenzó a moverse por
entre los cipreses, como siguiendo el sonido. Cuando las voces se acercaron, el lobo aulló
más fuerte y más rápidamente. Yo temía hacer cualquier sonido o movimiento. El brillo
rojo se acercó más, por encima de la alfombra blanca que se extendía en la oscuridad que
me rodeaba. Y de pronto, de detrás de los árboles, surgió al trote una patrulla de jinetes
llevando antorchas. El lobo se apartó de encima de mí y escapó por el cementerio. Vi cómo
uno de los jinetes (soldados, según parecía por sus gorras y sus largas capas militares)
alzaba su carabina y apuntaba. Un compañero golpeó su brazo hacia arriba, y escuché
cómo la bala zumbaba sobre mi cabeza. Evidentemente me había tomado por el lobo. Otro
divisó al animal mientras se alejaba, y se oyó un disparo. Luego, al galope, la patrulla
avanzó, algunos hacia mí y otros siguiendo al lobo mientras éste desaparecía por entre los
nevados cipreses.
Mientras se aproximaban, traté de moverme; no lo logré, aunque podía ver y oír todo
lo que sucedía a mi alrededor. Dos o tres de los soldados saltaron de su monturas y se
arrodillaron a mi lado. Uno de ellos alzó mi cabeza y colocó su mano sobre mi corazón.
―¡Buenas noticias, camaradas! ―gritó―. ¡Su corazón todavía late!
Entonces vertieron algo de brandy entre mis labios; me dio vigor, y fui capaz de abrir
del todo los ojos y mirar a mi alrededor. Por entre los árboles se movían luces y sombras, y
oí cómo los hombres se llamaban los unos a los otros. Se agruparon, lanzando asustadas
exclamaciones, y las luces centellearon cuando los otros entraron amontonados en el
cementerio, como posesos. Cuando los primeros llegaron hasta nosotros, los que me
rodeaban preguntaron ansiosos:
―¿Lo hallaron?
La respuesta fue apresurada:
―¡No! ¡No! ¡Vámonos.... pronto! ¡Éste no es un lugar para quedarse, y menos en esta
noche!
―¿Qué era? ―preguntaron en varios tonos de voz.
La respuesta llegó variada e indefinida, como si todos los hombres sintiesen un
impulso común por hablar y, sin embargo, se vieran refrenados por algún miedo
compartido que les impidiese airear sus pensamientos.
―¡Era... era... una cosa! ―tartamudeó uno, cuyo ánimo, obviamente, se había
derrumbado.
―¡Era un lobo..., sin embargo, no era un lobo! ―dijo otro estremeciéndose.
―No vale la pena intentar matarlo sin tener una bala bendecida ―indicó un tercero
con voz más tranquila.
―¡Nos está bien merecido por salir en esta noche! ¡Desde luego que nos hemos
ganado los mil marcos! ―espetó un cuarto.
―Había sangre en el mármol derrumbado ―dijo otro tras una pausa―. Y desde
luego no la puso ahí el rayo. En cuanto a él... ¿está a salvo? ¡Miren su garganta. Vean,
camaradas: el lobo estaba echado encima de él, dándole calor.
El oficial miró mi garganta y replicó:
―Está bien; la piel no ha sido perforada. ¿Qué significará todo esto? Nunca lo
habríamos hallado de no haber sido por los aullidos del lobo.
―¿Qué es lo que ocurrió con ese lobo? ―preguntó el hombre que sujetaba mi cabeza,
que parecía ser el menos aterrorizado del grupo, pues sus manos estaban firmes, sin
temblar. En su bocamanga se veían los galones de suboficial.
―Volvió a su cubil ―contestó el hombre cuyo largo rostro estaba pálido y que
temblaba visiblemente aterrorizado mientras miraba a su alrededor―. Aquí hay bastantes
tumbas en las que puede haberse escondido. ¡Vámonos, camaradas, vámonos rápido!
Abandonemos este lugar maldito.
El oficial me alzó hasta sentarme y lanzó una voz de mando; luego, entre varios
hombres me colocaron sobre un caballo. Saltó a la silla tras de mí, me sujetó con los brazos
y dio la orden de avanzar; dando la espalda a los cipreses, cabalgamos rápidamente en
formación.
Mi lengua seguía rehusando cumplir con su función y me vi obligado a guardar
silencio. Debí de quedarme dormido, pues lo siguiente que recuerdo es estar de pie,
sostenido por un soldado a cada lado. Ya casi era de día, y hacia el norte se reflejaba una
rojiza franja de luz solar, como un sendero de sangre, sobre la nieve. El oficial estaba
ordenando a sus hombres que no contaran nada de lo que habían visto, excepto que
habían hallado a un extranjero, un inglés, protegido por un gran perro.
―¡Un gran perro! Eso no era ningún perro ―interrumpió el hombre que había
mostrado tanto miedo―. Sé reconocer un lobo cuando lo veo.
El joven oficial le respondió con calma:
―Dije un perro.
―¡Perro! ―reiteró irónicamente el otro. Resultaba evidente que su valor estaba
ascendiendo con el sol y, señalándome, dijo―: Mírele la garganta. ¿Es eso obra de un
perro, señor?
Instintivamente alcé una mano al cuello y, al tocármelo, grité de dolor. Los hombres
se arremolinaron para mirar, algunos bajando de sus sillas, y de nuevo se oyó la calmada
voz del joven oficial:
―Un perro, he dicho. Si contamos alguna otra cosa, se reirán de nosotros.
Entonces monté tras uno de los soldados y entramos en los suburbios de Múnich.
Allí encontramos un carruaje al que me subieron y que me llevó al Quatre Saisons; el
oficial me acompañó en el vehículo, mientras un soldado nos seguía llevando su caballo y
los demás regresaban al cuartel.
Cuando llegamos, Herr Delbrück bajó tan rápidamente las escaleras para salir a mi
encuentro que se hizo evidente que había estado mirando desde dentro. Me sujetó con
ambas manos y me llevó solícito al interior. El oficial hizo un saludo y se dio la vuelta para
alejarse, pero al darme cuenta insistí en que me acompañara a mis habitaciones. Mientras
tomábamos un vaso de vino, le di las gracias efusivamente, a él y a sus camaradas, por
haberme salvado. Él se limitó a responder que se sentía muy satisfecho, y que Herr
Delbrück ya había dado los pasos necesarios para gratificar al grupo de rescate; ante esta
ambigua explicación el maître d'hôtel sonrió, mientras el oficial se excusaba, alegando tener
que cumplir con sus obligaciones, y se retiraba.
―Pero Herr Delbrück ―interrogué―, ¿cómo y por qué me buscaron los soldados?
Se encogió de hombros, como no dándole importancia a lo que había hecho, y
replicó:
―Tuve la buena suerte de que el comandante del regimiento en el que serví me
autorizara a pedir voluntarios.
―Pero ¿cómo supo que estaba perdido? ―le pregunté.
―El cochero regresó con los restos de su carruaje, que resultó destrozado cuando los
caballos se desbocaron.
―¿Y por eso envió a un grupo de soldados en mi busca?
―¡Oh, no! ―me respondió―. Pero, antes de que llegase el cochero, recibí este
telegrama del boyardo de que es usted huésped ―y sacó del bolsillo un telegrama, que me
entregó y leí:
BISTRITZ
«Tenga cuidado con mi huésped: su seguridad me es preciosa. Si algo le
ocurriera, o lo echasen a faltar, no ahorre medios para hallarle y garantizar su
seguridad. Es inglés, y por consiguiente aventurero. A menudo hay peligro con la
nieve y los lobos y la noche. No pierda un momento si teme que le haya ocurrido
algo. Respaldaré su celo con mi fortuna.
Drácula.
Mientras sostenía el telegrama en mi mano, la habitación pareció girar a mi alrededor
y, si el atento maître d'hôtel no me hubiera sostenido, creo que me hubiera desplomado.
Había algo tan extraño en todo aquello, algo tan fuera de lo corriente e imposible de
imaginar, que me pareció ser, en alguna manera, el juguete de enormes fuerzas..., y esta
sola idea me paralizó. Ciertamente me hallaba bajo alguna clase de misteriosa protección;
desde un lejano país había llegado, justo a tiempo, un mensaje que me había arrancado del
peligro de la congelación y de las mandíbulas del lobo.


EL ENTIERRO DE LAS RATAS
Si abandona París por la carretera de Orleans, cruce la Enceinte y, si gira a la derecha,
se encontrará en un distrito algo salvaje y en absoluto placentero. A derecha e izquierda,
delante y detrás, por todos lados se alzan grandes montones de basura y otros residuos
acumulados por los procesos del tiempo.
París tiene su vida nocturna además de la diurna, y el viajero que penetra en su hotel
de la Rue de Rivoli o la Rue St. Honoré a última hora de la noche o lo abandona a primera
hora de la mañana puede adivinar, al llegar cerca de Montrouge ―si no lo ha hecho ya
antes― la finalidad de esos grandes carros que parecen como calderas sobre ruedas y que
puede hallar pase por donde pase.
Cada ciudad tiene sus instituciones peculiares creadas para sus propias necesidades,
y una de las más notables instituciones de París es su población de traperos. A primera
hora de la mañana ―y la vida de París empieza a una hora muy temprana― pueden verse
colocadas en la mayoría de las calles, al otro lado de cada Patio y callejón y entre tantos
edificios, como todavía en algunas ciudades norteamericanas e incluso en partes de Nueva
York, grandes cajas de madera en las que las criadas o los inquilinos de las casas vacían la
basura acumulada del día anterior. Alrededor de estas cajas se reúnen y circulan, una vez
llenas, escuálidos y macilentos hombres y mujeres cuyas herramientas del oficio Consisten
en un burdo saco o cesto colgado del hombro Y un pequeño rastrillo con el cual remueven
y sondean y examinan minuciosamente los cubos de basura. Recogen y depositan en sus
cestos, con ayuda de sus rastrillos, todo lo que pueden encontrar, con la misma facilidad
con la que un chino utiliza sus palillos para comer.
París es una ciudad de centralización, y centralización y clasificación están
estrechamente aliadas. En los primeros tiempos, cuándo la centralización se está
convirtiendo en un hecho, su precursora es la clasificación. Todas las cosas que son
similares o análogas son agrupadas juntas, y del agrupamiento de esos grupos surge un
punto total o central. Vemos radiar muchos largos, brazos con innumerables tentáculos, y
en el centro surge una gigantesca cabeza con un amplio cerebro y ojos atentos que miran a
todos lados y con oídos sensibles todos los sonidos.... y una boca voraz para tragar.
Otras ciudades se parecen a todas las aves y animales y peces cuyos apetitos y
digestiones son normales. Sólo París es la apoteosis analógica del pulpo. Producto de la
centralización llevada a un ad absurdum, representa con justicia el pez diablo; y en ningún
otro aspecto es más curioso el parecido que en la similitud con el aparato digestivo.
Los turistas inteligentes que, tras rendir su individualidad a las manos de los señores
Cook o Gaze, hacen París en tres días, se sienten a menudo desconcertados al saber que la
cena que en Londres cuesta unos seis chelines puede obtenerse por tres francos en un café
en el Palais Royal. No necesitarán sorprenderse si consideran que la clasificación es una
especialidad teórica de la vida parisina, que adopta a todo su alrededor el hecho que fue la
génesis de los traperos.
El París de 1850 no era como el París de hoy, y aquellos que ven el París de Napoleón
y del barón Hausseman difícilmente podrán comprender la existencia del estado de cosas
hace cuarenta y cinco años.
Entre algunas cosas, sin embargo, que no han cambiado están esos distritos donde se
recoge la basura. La basura es basura en todo el mundo, en todas las épocas, y el parecido
familiar de los montones de basura es perfecto. En consecuencia, el viajero que visita los
alrededores de Montrouge puede retroceder sin ninguna dificultad al año 1850.
En ese año yo estaba realizando una prolongada estancia en París. Estaba muy
enamorado de una joven dama que, aunque correspondía a mi pasión, cedía de tal modo a
los deseos de sus padres que había prometido no verme ni cartearse conmigo durante un
año. Yo también me había visto obligado a acceder a estas condiciones bajo la vaga
esperanza de la aprobación paterna. Durante el tiempo de prueba había prometido
permanecer fuera del país y no escribirle a mi amor hasta que hubiera transcurrido el año.
Por supuesto, el tiempo me pesaba horriblemente. No había nadie de mi familia o
círculo que pudiera hablarme de Alice, y nadie de su propia familia tenía, lamento decirlo,
la suficiente generosidad como para enviarme siquiera alguna palabra de aliento ocasional
relativa a su salud y bienestar. Pasé seis meses vagando por Europa, pero como no podía
hallar una distracción satisfactoria en el viaje, decidí ir a París, donde al menos estaría al
alcance de cualquier llamada de Londres en caso de que la buena suerte me reclamara
antes de terminar el plazo. Ese «la esperanza diferida enferma el corazón» nunca estuvo
mejor ejemplificado que en mi caso, porque, además del perpetuo anhelo de ver el rostro
que amaba, siempre estaba conmigo la torturante ansiedad de que algún accidente
pudiera impedirme mostrarle a Alice a su debido tiempo que, durante el largo período de
prueba, había sido fiel a su confianza y a mi amor. Así, cualquier aventura que emprendí
tenía en sí misma un intenso placer. Porque estaba cargada de posibles consecuencias más
de las que normalmente hubiera afrontado.
Como todos los viajeros, agoté los lugares de mayor interés al primer mes de mi
estancia, y al segundo mes me sentí impulsado a buscar diversión allá donde pudiera. Tras
efectuar diversas excursiones a los suburbios más conocidos, empecé a ver que existía una
terra incognita, en lo que a las guías de viaje se refería, en las selvas sociales que se
extendían entre esos puntos de atracción. En consecuencia, empecé a sistematizar mis
investigaciones, y cada día tomaba el hilo de mi exploración en el lugar donde lo había
dejado caer el día anterior.
A lo largo del tiempo, mi vagabundeo me llevó cerca de Montrouge, y vi que por allí
se extendía la última Thule de la exploración social, un país tan poco conocido como el que
rodea las fuentes del Nilo Blanco. Y así decidí investigar filosóficamente a los traperos: su
hábitat, su vida y sus medios de vida.
El trabajo era desagradable, difícil de realizar y con pocas esperanzas de una
recompensa adecuada. Sin, embargo, pese a la razón, prevaleció la obstinación, y entré en
mi nueva investigación con más energía de la que hubiera podido apelar para que me
ayudara en, cualquier otra investigación que me condujera a cualquier otro fin, valioso o
digno de estima.
Un día, a última hora de una espléndida tarde de finales de setiembre, entré en el
sanctasanctórum de la Ciudad de la Basura. El lugar era evidentemente la morada
reconocida de un buen número de traperos, porque se manifestaba una especie de orden
en la formación de los montículos de basura al lado de la carretera. Pasé entre esos
montículos, que se erguían como ordenados centinelas, decidido a penetrar más
profundamente y rastrear la basura hasta su última localización.
Mientras avanzaba, vi detrás de los montículos de basura algunas formas que iban de
aquí para allá, vigilando evidentemente con interés la aparición de cualquier extraño a
aquel lugar. El distrito era como una pequeña Suiza, y mientras avanzaba mi tortuoso
camino se cerró a mis espaldas.
Finalmente, llegué a lo que parecía una pequeña ciudad o comunidad de traperos.
Había un cierto número de chozas o chabolas, como las que pueden encontrarse en las
remotas partes del pantano de Allan ―toscos lugares con paredes de cañas recubiertas con
mortero de barro y con techos de paja hechos de los residuos de los establos―, lugares a
los que uno no desearía entrar bajo ningún concepto, y que incluso en las acuarelas sólo
podían parecer pintorescos si eran tratados juiciosamente. En medio de esas cabañas había
una de las más extrañas adaptaciones ―no puedo decir habitaciones― que jamás haya
visto. Un inmenso y viejo guardarropa, los colosales restos de algún boudoir de Carlos VII,
o Enrique II, había sido convertido en una morada. Las dobles puertas estaban abiertas, de
modo que todo su interior quedaba a la vista del público. La mitad abierta del
guardarropa era una sala de estar de metro veinte por metro ochenta, donde se sentaban,
fumando sus pipas alrededor de un brasero de carbón, no menos de seis viejos soldados
de la Primera República, con sus uniformes arrugados y deshilachados. Evidentemente,
eran de la clase de los mauvais sujets; sus turbios ojos y sus mandíbulas colgantes hablaban
con claridad de un amor común a la absenta; y sus ojos tenían esa expresión perdida y
consumida que es el sello del borracho en sus peores momentos, y ese semblante de
adormecida ferocidad que sigue a la estela del copioso beber. El otro lado estaba como en
sus viejos tiempos, con sus estantes intactos, excepto que habían sido cortados en
profundidad por la mitad y en cada estante, de los que había seis, se había habilitado una
cama hecha con trapos y paja. La media docena de respetables que vivían en aquella
estructura me miraron con curiosidad cuando pasé, y cuando les devolví la mirada tras
haberlos rebasado unos pasos vi que unían sus cabezas en una susurrada conferencia. No
me gustó en absoluto el aspecto de todo aquello, porque el lugar era muy solitario Y los
hombres tenían un aspecto muy, muy villano. De todos modos, no vi ninguna causa para
tener miedo, y seguí adelante, penetrando más y más en el Sáhara. El camino era tortuoso
hasta cierto grado y, tras avanzar en una serie de semicírculos, como cuando uno patina en
una pista de patinaje, no tardé en sentirme confuso con respecto a los puntos cardinales.
Cuando hube penetrado un poco más vi, al doblar la esquina de un medio montículo,
sentado sobre un montón de paja, a un viejo soldado con una deshilachada chaqueta.
«Vaya ―me dije a mí mismo―; la Primera República está bien representada aquí en
sus soldados.»
Cuando pasé por su lado, el viejo ni siquiera alzó la vista hacia mí, sino que miró al
suelo con estólida persistencia. De nuevo observé para mí mismo: «¡Mira lo que puede
hacer una vida de duras batallas! La curiosidad de este hombre es una cosa del pasado».
Cuando hube dado algunos pasos más, sin embargo., miré bruscamente hacia atrás y
vi que la curiosidad no, estaba muerta, porque el veterano había alzado la cabeza y me
estaba mirando con una expresión muy curiosa. Tuve la impresión de que su aspecto era
muy parecido al de los seis respetables de antes. Cuando me vio mirarle, bajó la cabeza; y
sin pensar más en él seguí mi camino, satisfecho de que hubiera un extraño parecido entre
aquellos viejos guerreros.
Poco después hallé a otro viejo soldado en las mismas condiciones. Él tampoco
reparó en mí cuando pasé por su lado.
Por aquel entonces era ya última hora de la tarde, y empecé a pensar en volver sobre
mis pasos. Así que di la vuelta para regresar, pero pude ver un cierto número de caminos
que iban entre los diferentes montículos y no pude decidir cuál de ellos debía tomar. En mi
perplejidad, deseé ver a alguien a quien poder preguntarle el camino, pero no vi a nadie.
Decidí avanzar más e intentar encontrar a alguien.... no un veterano.
Conseguí mi objetivo, porque, después de recorrer un par de cientos de metros, vi
delante de mí una choza como nunca había visto antes, con la diferencia sin embargo de
que no era para vivir, sino simplemente un techo con tres paredes, abierta por delante. Por
las evidencias que mostraba el vecindario, supuse que era un lugar de clasificación y
distribución. Dentro había una vieja mujer arrugada y encorvada por la edad; me acerque
a ella para preguntarle el camino.
Se levantó cuando me aproximé y le pregunté por dónde debía ir. Inmediatamente
inició una conversación, y se me ocurrió que allá en el centro mismo del Reino de la
Basura estaba el lugar donde reunir detalles sobre la historia de los traperos parisinos, en
particular si podía obtenerlos de los labios de alguien que parecía como si fuera uno de sus
más antiguos habitantes.
Empecé con mis preguntas, y la vieja me dio repuestas muy interesantes: había sido
una de las mujeres que hacían calceta mientras se sentaban cada día ante la guillotina, y
había tomado una parte activa entre las mujeres que se destacaron por su violencia en la
revolución. Mientras hablábamos, dijo de pronto:
―Pero m'sieur tiene que estar cansado de estar de pie.
Y le quitó el polvo a un viejo y tambaleante taburete para que me sentara. No me
gustó hacerlo por muchas razones, pero la pobre vieja era tan educada que no quise correr
el riesgo de ofenderla rehusando, y además, la conversación de alguien que había estado
en la toma de la Bastilla era tan interesante que me senté, y así prosiguió nuestra
conversación.
Mientras hablábamos, un hombre viejo ―más viejo y más encorvado y lleno de
arrugas incluso que la mujer apareció de detrás de la choza.
―Éste es Pierre ―me dijo ella―, m'sieur puede oír ahora las historias que desee,
pues Pierre estuvo en todas partes, desde la Bastilla hasta Waterloo.
El viejo tomó otro taburete a petición mía, y nos sumergimos en un mar de
reminiscencias revolucionarias. Este viejo, aunque vestido como un espantapájaros, era
como cualquiera de los seis veteranos.
Ahora estaba sentado en el centro de la baja choza con la mujer a mi izquierda y el
hombre a mi derecha, los dos un poco frente a mí. El lugar estaba lleno de todo tipo de
curiosos objetos de madera, y de mucha otras cosas que hubiera deseado que estuviesen
muy lejos. En una esquina había un montón de trapos que parecían moverse por la
cantidad de bichos que contenían y, en la otra, un montón de huesos cuyo olor estremecía
un poco. De tanto en tanto, al mirar aquellos montones, podía ver los relucientes ojos de
alguna de las ratas que infestaban el lugar. Aquellos asquerosos objetos eran ya bastante
malos, pero lo que tenía peor aspecto todavía era una vieja hacha de carnicero con un
mango de hierro manchado con coágulos de sangre apoyada contra la pared a la derecha.
De todos modos, estas cosas no me preocupaban mucho. La charla de los dos viejos era tan
fascinante que seguí y seguí, hasta que llegó la noche y los montículos de trapos arrojaron
oscuras sombras sobre los valles que había entre ellos.
Al cabo de un tiempo, empecé a intranquilizarme, no podía decir cómo ni por qué,
pero de alguna forma no me sentía satisfecho. La intranquilidad es un instinto y una
advertencia. La facultades psíquicas son a menudo los centinelas del intelecto, y cuando
hacen sonar la alarma, la razón empieza a actuar, aunque quizá no conscientemente.
Así ocurrió conmigo. Empecé a tomar consciencia de dónde estaba y de lo que me
rodeaba, y a preguntarme cómo actuaría en caso de ser atacado; y luego estalló
bruscamente en mí el pensamiento, aunque sin ninguna causa definida, de que estaba en
peligro. La prudencia susurró: «Quédate quieto y no hagas ningún signo», y así me quedé
quieto y no hice ningún signo, porque sabía que cuatro ojos astutos estaban sobre mí.
«Cuatro ojos.... si no más.» ¡Dios mío, qué horrible pensamiento! ¡Toda la choza podía
estar rodeada en tres de sus lados por villanos! Podía estar en medio de una pandilla de
desesperados como sólo medio siglo de revoluciones periódicas puede producir.
Con la sensación de peligro, mi intelecto y mis facultades de observación se
agudizaron, y me volví más cauteloso que de costumbre. Me di cuenta de que los ojos de
la vieja estaban dirigiéndose constantemente hacia mis manos. Las miré también, y vi la
causa: mis anillos. En el dedo meñique de mi izquierda llevaba un gran sello y en la
derecha un buen diamante.
Pensé que si había allí algún peligro, mi primera precaución era evitar las sospechas.
En consecuencia, empecé a desviar la conversación hacia la recogida de la basura, hacia las
alcantarillas, hacia las cosas que se encontraban allí; y así, poco a poco, hacia las joyas.
Luego, aprovechando una ocasión favorable, le pregunté a la vieja si sabía algo de aquellas
cosas. Ella respondió que sí, un poco. Alcé la mano derecha y, mostrándole el diamante, le
pregunté qué pensaba de aquello. Ella respondió que tenía malos los ojos y se inclinó
sobre mi mano. Tan indiferentemente como pude, dije:
―¡Perdón! ¡Así lo verá mejor!
Y me lo quité y se lo tendí. Una malvada luz iluminó su viejo y arrugado rostro
cuando lo tocó. Me lanzó una furtiva mirada tan rápida como el destello de un rayo.
Se inclinó por un momento sobre el anillo, con el rostro completamente neutro
mientras lo examinaba. El viejo miraba fijamente a la parte delantera de la choza ante él,
mientras rebuscaba en sus bolsillos y extraía un poco de tabaco envuelto en un papel y
una pipa y procedía a llenarla. Aproveché la pausa y el momentáneo descanso de los
inquisitivos ojos sobre mi rostro para mirar cuidadosamente a mi alrededor, ahora
sombrío a la escasa luz. Todavía estaban allí todos los montículos de variada y apestosa
asquerosidad; la terrible hacha manchada de sangre estaba apoyada contra la esquina de la
pared de la derecha, y por todas partes, pese a la escasa luz, destellaba el refulgir de los
ojos de las ratas. Las pude ver incluso a través de algunos de los resquicios de las tablas de
la parte de atrás, muy junto al suelo. ¡Pero cuidado! ¡Aquellos ojos parecían más grandes y
brillantes y ominosos de lo normal!
Por un instante pareció como si se me parara el corazón, y me sentí presa de aquella
vertiginosa condición mental en la que uno siente una especie de embriaguez espiritual, Y
como si el cuerpo se mantuviera erguido tan sólo en el sentido de que no hay tiempo de
caer antes de recuperarte. Luego, en otro segundo, la calma regresó a mí..., una fría calma,
con todas las energías en pleno vigor, con un autocontrol que sentía perfecto con todas mis
sensaciones e instintos alertas.
Ahora sabía toda la extensión del peligro: ¡era vigilado y estaba rodeado por gente
desesperada! Ni siquiera podía calcular cuántos de ellos estaban tendidos allí en el suelo
detrás de la choza, aguardando el momento para. atacar. Yo me sabía grande y fuerte, y
ellos lo sabían también. También sabían, como yo, que era inglés y que por lo tanto
lucharía; y así aguardaban. Tenía la sensación de que en los últimos segundos había
conseguido una ventaja, porque sabía el peligro y comprendía la situación. Ésta, pensé, es
mi prueba de valor..., la prueba de resistencia: ¡la prueba de lucha vendría más tarde!
La vieja mujer levantó la cabeza y me dijo de forma un tanto satisfecha:
―Un espléndido anillo, ciertamente.... ¡un hermoso anillo! ¡Oh, sí! Hubo un tiempo
en que yo tuve anillos así, montones de ellos, y brazaletes y pendientes. ¡Oh, porque en
aquellos espléndidos días yo era la reina del baile! ¡Pero ahora me han olvidado! ¡Me han
olvidado! ¡En realidad nunca han oído hablar de mí! ¡Quizá sus abuelos sí me recuerden, a
menos algunos de ellos.
Y dejó escapar una seca y cacareante risa. Y debo decir que entonces me sorprendió,
porque me tendió de vuelta el anillo con un cierto asomo de gracia pasada de modo que
no dejaba de ser patética.
El viejo la miró con una especie de repentina ferocidad, medio levantado de su
taburete, y me dijo de pronto, roncamente:
―¡Déjemelo ver!
Estaba a punto de tenderle el anillo cuando la vieja dijo:
―¡No, no se lo entregue a Pierre! Pierre es excéntrico. Pierde las cosas; ¡y es un anillo
tan hermoso!
―¡Zorra! ―dijo el viejo salvajemente.
De pronto la vieja dijo, un poco más fuerte de lo necesario:
―¡Espere! Tengo que contarle algo acerca de un anillo.
Había algo en el sonido de su voz que me impresionó. Quizá fuera mi
hipersensibilidad, fomentada por mi excitación nerviosa, pero por un momento pensé que
no se estaba dirigiendo a mí. Lancé una mirada furtiva por el lugar y vi los ojos de las ratas
en los montículos de huesos, pero no vi los ojos a lo largo del fondo. Pero mientras miraba
los vi aparecer de nuevo. El «¡Espere!» de la vieja me había proporcionado un respiro del
ataque, y los hombres habían vuelto a hundirse en su postura tendida.
―Una vez perdí un anillo.... un hermoso aro de diamantes que había pertenecido a
una reina y que me fue entregado por un recaudador de impuestos, que después se cortó
la garganta porque yo lo rechacé. Pensé que debía de haber sido robado, y entre todos lo
buscamos; pero no pudimos hallar ningún rastro. Vino la policía y Sugirió que debía de
haber ido a las alcantarillas. Bajamos.... ¡yo con mis finas ropas, porque no les iba a confiar
a ellos mi hermoso anillo! Desde entonces sé mucho Más sobre las alcantarillas, ¡y sobre
las ratas también! Pero nunca olvidaré el horror de aquel lugar, lleno de ojos llameantes,
un muro de ellos justo más allá de la luz de nuestras antorchas. Bien, bajamos debajo de
mi casa. Buscamos la salida de la alcantarilla y allá, en medio de las inmundicias, hallamos
mi anillo, y salimos.,
»¡Pero también hallamos algo más antes de salir! Cuando nos dirigíamos hacia la
salida, un montón de ratas de alcantarilla ―humanas esta vez― vino hacia nosotros.
Dijeron a la policía que uno de ellos había ido a las alcantarillas pero no había regresado.
Había ido sólo un poco antes que nosotros y, si se había perdido, no podía estar muy lejos.
Pidieron que les ayudaran, así que volvimos. Intentaron impedir que fuera con ellos, pero
insistí. Era una nueva excitación, y ¿no había recuperado mi anillo? No habíamos ido muy
lejos cuando tropezamos con algo. Había muy poca agua, y el fondo de la alcantarilla
estaba lleno de ladrillos, residuos y materia de muy variada índole. Había luchado,
incluso, cuando su antorcha se apagó. ¡Pero eran demasiadas para él! ¡No les había durado
mucho! Los huesos todavía estaba calientes, pero completamente mondos. Incluso hablan
devorado a sus propias muertas, y había huesos de ratas junto con los del hombre. Los
otros ―los humanos― se lo tomaron con tranquilidad, y bromearon sobre su camarada
cuando lo hallaron muerto. Bah, ¿qué más da, vivo o muerto?
―¿Y no tuvo usted miedo? ―le pregunté.
―¡Miedo! ―dijo con una risa―. ¿Yo miedo? ¡Pregúntele a Pierre! Pero entonces era
más joven y, mientras recorría aquella horrible alcantarilla con su pared de ansiosos ojos,
siempre moviéndose más allá del círculo de la luz de las antorchas, no me sentí tranquila.
¡Sin embargo, avancé por delante de los hombres! ¡Así es como lo hago siempre! Nunca he
dejado que los hombres vayan por delante de mí. ¡Todo lo que deseo es una oportunidad y
un medio! Y ellas lo devoraron..., se lo llevaron todo excepto los huesos; ¡y nadie se enteró,
nadie oyó ningún sonido!
Entonces estalló en un cloqueo del más terrible regocijo que jamás haya oído y visto.
Una gran poetisa describe a su heroína cantando: «¡Oh, verla u oírla cantar! Apenas
puedo decir qué es lo más divino». Y puedo aplicar la misma idea a la vieja bruja..., en
todo menos en la divinidad, porque difícilmente puedo decir qué era lo más diabólico, si
la dura, maliciosa, satisfecha, cruel risa, o la maliciosa sonrisa y la horrible abertura
cuadrada de la boca, como una máscara trágica, y el amarillento brillo de los pocos dientes
descoloridos en las informes encías. En esa risa y con esa sonrisa y la cloqueante
satisfacción supe, tan bien como si me lo hubiera dicho con resonantes palabras, que mi
muerte estaba sentenciada, y que los asesinos sólo aguardaban el, momento apropiado
para su realización. Pude leer entre las líneas de su espeluznante historia las órdenes a sus
cómplices. «Esperad ―parecía decirles―, concedeos vuestro tiempo. Yo daré el primer
golpe. ¡Hallad las armas para mí, y yo hallaré la oportunidad! ¡No escapará! Mantenedlo
tranquilo y todo irá bien. No habrá ningún grito, ¡y las ratas harán su trabajo! »
Cada vez se hacía más oscuro; la noche estaba llegando. Lancé una furtiva mirada
por la choza a mi alrededor: todo. seguía igual. La ensangrentada hacha en el rincón, los
montones de porquería, y los ojos en los montones de huesos y en las rendijas junto al
suelo.
Pierre había estado llenando ostensiblemente su pipa; ahora encendió una cerilla y
empezó a dar profundas chupadas. La vieja mujer dijo:
―¡Vaya, qué oscuro es! ¡Pierre, enciende la lámpara corno un buen chico!
Pierre se levantó y, con la cerilla encendida en la mano, tocó el pábilo de una lámpara
que colgaba a un lado de la entrada de la choza y que tenía un reflector que arrojaba la luz
por todo el lugar. Era evidente que la usaban para salir por la noche.
―¡Ésa no, estúpido! ¡Ésa no! ¡La linterna! ―le gritó la mujer.
Él la apagó de inmediato y dijo:
―De acuerdo, madre, la buscaré.
Y se puso a revolver por la esquina izquierda de la estancia, mientras la vieja decía en
la oscuridad:
―¡La linterna! ¡La linterna! ¡Oh! Ésa es la luz más útil para nosotros los pobres. ¡La
linterna fue la amiga de la revolución! ¡Es la amiga del trapero! Nos ayuda cuando todo lo
demás falla.
Apenas había acabado de pronunciar la última palabra cuando hubo una especie de
crujido por todo el lugar, y algo se arrastró firmemente sobre el techo.
De nuevo creí leer entre líneas sus palabras. Conocía la lección de la linterna.
«Uno de vosotros subid al techo con un nudo corredizo y estranguladlo cuando pase
si dentro fracasamos.»
Cuando miré por la abertura vi el lazo de una cuerda silueteado en negro contra el
cielo. ¡Estaba realmente rodeado! ¡Pierre no tardó en hallar la linterna. Mantuve los ojos
fijos en la vieja a través de la oscuridad. Pierre procedió a encender la luz, y al destello de
la chispa vi a la vieja alzar del suelo a su lado, donde había aparecido misteriosamente, y
luego ocultar en los pliegues de su ropa, un cuchillo largo y afilado o una daga. Parecía un
cuchillo de carnicero al que se le había proporcionado una punta aguzada.
La linterna empezó a arder.
―Tráela aquí, Pierre ―dijo la mujer―. Colócala en la entrada, donde pueda verla.
¡Qué hermosa es! Aleja de nosotros la oscuridad; ¡es perfecta!
¡Perfecta para ella y sus propósitos! Arrojaba toda su luz sobre mi rostro, dejando en
la penumbra los rostros de Pierre y de la mujer, que permanecían sentados más afuera de
mí a cada lado.
Sentí que el momento de la acción se aproximaba, pero ahora sabía que la primera
señal y movimiento procederla de la mujer, así que la vigilé a ella.
Estaba totalmente desarmado, pero ya había decidido qué hacer. Al primer
movimiento, agarraría el hacha de carnicero del rincón de la derecha y me abriría paso
hacia fuera. Al menos moriría luchando. Eché una mirada a mi alrededor para fijar su
lugar exacto, a fin de no fallar al agarTarla al primer esfuerzo, porque el tiempo y la
exactitud serían preciosos.
¡Buen Dios! ¡Había desaparecido! Todo el horror de la situación cayó sobre mí; pero
el pensamiento más amargo de todos fue que si el resultado de aquella terrible situación
era en mi contra, Alice sufriría infaliblemente. O bien me creerla un falso ―y cualquier
enamorado, o cualquiera que lo ha estado alguna vez, puede imaginar la amargura del
pensamiento―, o seguiría amándome durante mucho tiempo después de que me hubiera
perdido para ella y para el mundo, y así su vida se vería rota y amargada, destrozada por
la decepción y la desesperación. La auténtica magnitud del dolor me aferró y me dio
ánimos para soportar el terrible escrutinio de los conspiradores.
Creo que no me traicioné. La vieja mujer me estaba observando como un gato
observa a un ratón; tenía su mano derecha oculta en los pliegues de su ropa, aferrando,
como ya sabía, aquella larga daga de aspecto cruel. Tuve la sensación de que si hubiera
visto alguna inquietud en mi rostro hubiera sabido que había llegado el momento, y
hubiera saltado sobre mí como una tigresa, segura de atraparme descuidado.
Miré a la derecha, y vi allí una nueva causa de peligro. Delante y alrededor de la
choza había a poca distancia algunas formas sombrías; estaban completamente inmóviles,
pero sabía que todas estaban alertas y en guardia. Tenía pocas posibilidades en aquella
dirección.
Eché de nuevo una mirada a mi alrededor. En momentos de gran excitación y gran
peligro, que es también excitación, la mente trabaja muy rápido, y la agudeza de las
facultades que dependen de la mente crece en proporción. Entonces lo sentí. En un
instante abarqué toda la situación. Vi que el hacha había sido retirada a través de un
pequeño agujero hecho en una de las podridas planchas. Tenía que estar muy podrida
para permitir algo así sin siquiera un ruido.
La choza era una típica ratonera, y estaba guardada a todo su alrededor. Un verdugo
aguardaba tendido en el techo, listo para ahorcarme con su cuerda si yo conseguía escapar
de la daga de la vieja bruja. Delante, el camino estaba guardado por no sabía cuántos
vigilantes. Y en la parte de atrás había una hilera de hombres desesperados ―había visto
de nuevo sus ojos a través de, las grietas en las tablas del suelo, cuando miré por última
vez― mientras permanecían tendidos aguardando la señal de ponerse en pie. ¡Si tenía que
ser alguna vez, que fuera ahora!
Tan fríamente como fui capaz me giré un poco en mi taburete a fin de meter bien mi
pierna derecha debajo de mi cuerpo. Luego, con un repentino salto, girando la cabeza
hacia un lado y protegiéndola con las manos, y con el instinto de lucha de los antiguos
caballeros, pronuncié el nombre de mi dama y me lancé contra la pared de atrás de la
choza.
Pese a lo muy atentos que estaban, lo repentino de mi movimiento sorprendió tanto a
Pierre como a la vieja. Al tiempo que atravesaba las podridas planchas, vi a la mujer
levantarse de un salto, como un tigre, y oí su grito ahogado de contenida rabia. Mis pies
golpearon algo que se movía, y mientras saltaba alejándome de ello supe que había pisado
la espalda de uno de la hilera de hombres que permanecían tendidos boca abajo fuera de
la choza. Recibí rasguños de clavos y astillas, pero por otro lado salí incólume. Sin aliento,
trepé por el montículo que tenía delante, al tiempo que oía el sordo ruido de la choza al
desplomarse en una masa informe.
Fue una ascensión de pesadilla. El montículo, aunque bajo, era horriblemente
empinado y, con cada paso que daba, la masa de tierra y cenizas cedía y se hundía bajo
mis pies. El polvo se alzaba y me ahogaba; era mareante, fétido, horrible, pero sabía que
era una carrera a vida o muerte, y seguí luchando. Los segundos parecieron horas, pero
los breves momentos que había conseguido, combinados con mi juventud y mi fuerza, me
proporcionaron una gran ventaja y, aunque varias formas echaron a correr tras de mí en
un mortal silencio que era más terrible que cualquier sonido, alcancé fácilmente la cima.
Posteriormente he subido el cono del Vesubio y, mientras escalaba aquella desolada ladera
entre los humos sulfurosos, el recuerdo de aquella horrible noche en Montrouge me vino a
la memoria tan vívidamente que casi me desvanecí.
El montículo era uno de los más altos de la zona, y mientras trepaba hasta la cima,
jadeando en busca de aliento y con el corazón latiendo como un martillo pilón, vi a lo lejos,
a mi izquierda, el apagado resplandor rojizo del cielo, y más cerca aún el llamear de unas
luces. ¡Gracias a Dios! ¡Ahora sabía dónde estaba y dónde hallar el camino hasta París!
Hice una pausa durante dos o tres segundos y miré atrás. Mis perseguidores estaban
todavía muy retrasados, pero ascendían resueltamente y en un mortal silencio. Más allá, la
choza era una ruina.... una masa de maderos y formas que se movían. Podía verla bien,
porque las llamas estaban empezando ya a apoderarse de ella; los trapos y la paja se
habían incendiado, evidentemente, a causa de la linterna. ¡Y todavía el silencio! ¡Ni un
sonido! Aquellos pobres desgraciados sabían aceptar al menos las cosas.
No tuve tiempo más que para una mirada de pasada, por que, cuando observé a mi
alrededor en busca del mejor lugar para bajar, vi varias formas oscuras corriendo a ambos
lados para cortarme el camino. Ahora era una carrera por mi vida. Estaban intentando
adelantarme en mi camino hacia Paris y, con el instinto del momento, me lancé a
descender por el lado de la derecha. Fue justo a tiempo porque, aunque bajé en lo que me
parecieron unos pocos pasos, los viejos y cautelosos hombres que estaban observándome
dieron la vuelta, y uno de ellos, mientras yo corría por la abertura entre los dos montículos
de delante, casi me alcanzó con un golpe de aquella terrible hacha de carnicero. ¡Seguro
que no podía haber allí dos de aquellas armas!
Entonces empezó una caza auténticamente horrible. Me adelanté fácilmente a los
viejos, e incluso cuando algunos hombres más jóvenes y unas cuantas mujeres se unieron a
la caza, los distancié con facilidad. Pero no conocía el camino, y ni siquiera podía guiarme
por la luz en el cielo, porque estaba corriendo en sentido contrario a ella. Había oído que, a
menos que tengan un propósito consciente, los hombres perseguidos siempre giran hacia
la izquierda, y eso descubrí que estaba haciendo ahora; y supongo que eso lo sabían
también mis perseguidores, que eran más animales que hombres, y con astucia o instinto
habían descubierto por sí mismos tales secretos: porque tras una rápida carrera, tras la
cual esperaba tomarme un momento de respiro, vi de pronto delante de mí a dos o tres
formas que pasaban velozmente por detrás de un montículo a la derecha.
¡Estaba metido en una tela de araña! Pero con el pensamiento de este nuevo peligro
llegó la resolución del cazado, y así eché a correr por el siguiente giro a la derecha.
Proseguí en esta dirección durante unos cien metros, y luego, girando de nuevo a la
izquierda, me aseguré de que al menos había evitado el peligro de ser rodeado.
Pero no de la persecución, porque la turba seguía tras de mí, firme, resuelta,
incansable, y todavía en un hosco silencio.
En la creciente oscuridad, los montículos parecían ahora ser un poco más pequeños
que antes, aunque ―porque la noche se estaba cerrando― aparentaban ser más grandes
en proporción. Ahora estaba muy por delante de mis perseguidores, así que trepé
rápidamente por el montículo que tenía delante.
¡Alegría de alegrías! Estaba cerca del borde de aquel infierno de montículos de
basura. Detrás, lejos de mí, la luz roja de París en el cielo y, alzándose detrás, las alturas de
Montmartre.... una luminosidad débil, con algunos puntos brillantes como estrellas aquí y
allá.
Con el vigor restablecido en un momento, corrí por los pocos montículos de tamaño
decreciente que faltaban, y me hallé en el terreno llano más allá. Incluso entonces, sin
embargo, la perspectiva no era invitadora. Todo delante de mí era oscuro y deprimente, y
evidentemente había llegado a uno de esos lugares desiertos, húmedos y llanos que
pueden hallarse aquí y allá en las inmediaciones de las grandes ciudades. Lugares yermos
y desolados, donde el espacio es requerido para la aglomeración definitiva de todo lo que
es nocivo, y el terreno es demasiado pobre para crear un deseo de ocupación incluso entre
la gente más baja. Con los ojos acostumbrados a la semioscuridad del anochecer, y lejos
ahora de las sombras de aquellos terribles montículos de basura, podía ver mucho más
fácilmente que hacía unos momentos. Era posible, por supuesto, que el resplandor en el
cielo de las luces de París, aunque la ciudad estaba a algunos kilómetros de distancia, se
reflejara aquí. Fuera lo que fuese, veía lo suficiente como para percibir todo lo que había a
una cierta distancia a mi alrededor.
Delante había una lúgubre y plana extensión que parecía casi una llanura muerta,
con el oscuro brillo de charcas de agua estancada aquí y allá. Aparentemente muy lejos a
la derecha, entre un pequeño racimo de luces dispersas, se alzaba la oscura masa de Fort
Montrouge, y lejos a la izquierda, en la oscura distancia, marcadas por el apagado brillo de
las ventanas de algunas casas, las luces en el cielo mostraban la situación de Bicétre. Un
momento de reflexión me decidió a dirigirme hacia la derecha e intentar alcanzar
Montrouge. Allí al menos habría algún tipo de seguridad, y posiblemente llegaría antes a
alguno de los cruces de carreteras que conocía. En alguna parte, no muy lejos, tenía que
estar la estratégica carretera que conectaba la cadena de fuertes que rodeaba la ciudad.
Entonces miré hacia atrás. Sobre los montículos, y silueteados en negro contra el
resplandor del horizonte parisino, vi varias figuras que se movían, y más a la derecha
otras varias que se desplegaban entre yo y mi destino. Evidentemente, tenían intención de
cortarme el paso en aquella dirección, y así mis elecciones se vieron reducidas; ahora se
limitaban a ir directamente al frente o girar a la izquierda. Me incliné hacia el suelo, a fin
de conseguir la ventaja del horizonte como línea de visión, y miré con atención en aquella
dirección, pero no pude detectar ningún signo de mis enemigos. Argumenté que. puesto
que no habían protegido o no intentaban proteger aquel punto, eso significaba que había
allí un evidente peligro para mí de todos modos. Así que decidí avanzar directamente al
frente.
No era una perspectiva invitadora y, a medida que avanzaba, la realidad se hizo peor.
El terreno se volvió blando y rezumante, y de tanto en tanto cedía bajo mis pies de una
forma desagradable. De alguna forma, parecía descender, porque vi a mi alrededor
lugares aparentemente más elevados que donde estaba, y esto en un lugar que desde un
poco más atrás parecía llano por completo. Miré a mi alrededor, pero no pude ver a
ninguno de mis perseguidores. Aquello era extraño, porque durante todo el tiempo
aquellos pájaros nocturnos me habían seguido en la oscuridad con tanta facilidad como si
fuera a plena luz del día. Cómo me reproché el haber salido con mi traje de turista de
tweed de color claro. El silencio, al no ser capaz de ver a mis enemigos mientras tenía la
sensación de que ellos me estaban observando, era cada vez más terrible; y en la esperanza
de que alguien que no fueran ellos me oyera, alcé la voz y grité varias veces. No hubo ni la
más ligera respuesta, ni siquiera el eco recompensó mis esfuerzos. Durante un tiempo me
mantuve inmóvil y clavé los ojos en una dirección. En uno de los lugares elevados a mi
alrededor vi algo oscuro que se movía, luego otro, y otro. Era a mi izquierda, y al parecer
se movían para adelantarme.
Creí que con mi habilidad como corredor podría de nuevo eludir a mis enemigos en
aquel juego, y así eché a correr a toda velocidad.
¡Chap!
Mis pies cayeron en una masa fangosa, y caí cuando largo era en un hediondo charco
de agua estancada. El agua y el lodo en el cual mis brazos se hundieron hasta el codo eran
sucios y nauseabundos más allá de toda descripción, y con lo repentino de mi caída llegué
a tragar algo de aquella asquerosa materia, que casi estuvo a punto de ahogarme y me
hizo jadear en busca de aliento. Nunca olvidaré los momentos durante los cuales me
mantuve inmóvil tras ponerme en pie, intentando recuperarme, al borde del
desvanecimiento, del fétido olor del asqueroso charco, cuyos blancuzcos vapores se
alzaban como fantasmas a mi alrededor. Lo peor de todo fue que, con la aguda
desesperación del animal cazado cuando ve a la jauría perseguidora lanzarse contra él, vi
ante mis ojos, mientras permanecía de pie, impotente, las oscuras formas de mis
perseguidores avanzando rápidamente para rodearme.
Resulta curioso cómo nuestras mentes elaboran extraños vericuetos incluso cuando
las energías del pensamiento se hallan en apariencia concentrados en alguna terrible y
apremiante necesidad. Mi vida estaba en momentáneo peligro, mi seguridad dependía de
mi acción, y mi elección de alternativas tenía que actuar ahora casi a cada paso que diera, y
sin embargo no podía pensar más que en la extraña y testaruda persistencia de aquellos
viejos. Su silenciosa resolución, su firme y hosca persistencia, despertaban incluso en
aquellas circunstancias en mí, además de miedo, una cierta medida de respeto. Me
pregunté qué hubiera ocurrido de estar en el vigor de su juventud. ¡Ahora podía
comprender aquel arranque de energía en el puente de Arcola, aquella burlona
exclamación de la Vieja Guardia en Waterloo! El homenaje inconsciente tiene sus propios
placeres, incluso en tales momentos; pero afortunadamente no choca de ninguna forma
con el pensamiento del cual brota la acción.
Me di cuenta a primera vista de que, aunque me sentía derrotado en mi objetivo, mis
enemigos todavía no habían vencido. Habían conseguido rodearme por tres lados y
estaban intentando empujarme hacia la izquierda, donde había ya algún peligro para mí,
pero no habían dejado guardia. Acepté la alternativa: era un caso de elección de Hobson y
de correr. Tenía que mantenerme en terreno bajo, porque mis perseguidores estaban en los
lugares más altos. Sin embargo, aunque el rezumante y quebrado suelo dificultaba mi
marcha, mi juventud y mi entrenamiento me permitieron mantener la distancia y
conservar una línea en diagonal que no sólo les impedía ganar terreno sobre mí, sino que
incluso empezó a distanciarlos. Esto me dio nuevo valor y fuerza, y por aquel entonces mi
entrenamiento habitual empezaba a tomar de nuevo el mando y había recuperado el
aliento. Delante de mí, el terreno ascendía ligeramente. Me apresuré ladera arriba y
descubrí delante de mí una extensión de chapoteante terreno, con un bajo dique o talud de
aspecto oscuro y ominoso más allá. Tuve la sensación de que si podía alcanzar con
seguridad aquel dique, entonces, con terreno sólido bajo mis pies y algún tipo de sendero
que me guiara, podría hallar con cierta facilidad una forma de salir de mis apuros. Tras
una mirada a derecha e izquierda y sin ver a nadie cerca, mantuve los ojos durante unos
breves minutos fijos en mis pies, para comprobar que trabajaban correctamente a la hora
de cruzar aquel terreno pantanoso. Fue un trabajo duro y desagradable, pero había poco
peligro, tan sólo esfuerzo; y al poco tiempo estaba en el dique. Subí exultante su ladera,
pero allí me sacudió una nueva conmoción. A ambos lados de mí se alzaron un cierto
número de figuras agazapadas. Se lanzaron contra mí desde la derecha y desde la
izquierda. Entre todos, a cada lado, sujetaban una cuerda.
El cerco estaba casi completo. No podía ir a ningún lado, y el fin estaba cerca.
Sólo había una posibilidad, y la tomé. Me dejé resbalar por el dique y, para escapar
de las garras de mis enemigos, me lancé a la corriente.
En cualquier otra circunstancia hubiera pensado que el agua estaba sucia y
asquerosa, pero ahora le di la bienvenida como si fuera una corriente cristalina para un
viajero sediento. ¡Era un camino a la seguridad!
Mis perseguidores se lanzaron tras de mí. Si tan sólo uno de ellos hubiera sujetado la
cuerda, me hubieran cogido, porque me hubiera enredado con ella antes de tener tiempo
de dar una brazada; pero las muchas manos que la sujetaban les dificultaron y retrasaron,
y cuando la cuerda golpeó el agua oí el chapoteo muy detrás de mí. Unos minutos de
fuertes brazadas me llevaron al otro lado de la corriente. Refrescado por la inmersión y
alentado por la escapatoria, subí al dique del otro lado con un espíritu relativamente
alegre.
Miré hacia atrás desde arriba. Por entre la oscuridad vi a mis asaltantes dispersarse a
lo largo del dique hacia arriba y hacia abajo. Evidentemente, la persecución no había
terminado, y de nuevo tuve que elegir mi camino. Más allá del dique donde me hallaba
había un terreno salvaje y pantanoso muy similar al que había cruzado. Decidí evitar aquel
lugar, y por un momento dudé en ir dique arriba o dique abajo. Creí oír un sonido, el
apagado rumor de unos remos, así que escuché y luego grité.
Ninguna respuesta, pero el sonido cesó. De alguna forma, mis enemigos habían
conseguido un bote de algún tipo. Puesto que estaban más arriba de mi, tomé el camino
descendente y empecé a correr. Cuando pasé a la izquierda de donde había entrado en el
agua oí varios chapoteos, blandos y furtivos, como el sonido que hace una rata al
sumergirse en una conrriente, pero mucho mayor; y cuando miré, vi el oscuro brillo del
agua roto por las ondulaciones de varias cabezas que avanzaban. Algunos enemigos
estaban cruzando también a nado la corriente.
Y ahora detrás de mí, corriente arriba, el silencio se vio roto por el rápido crujir y
resonar de remos; mis enemigos aceleraban su persecución. Empleé todas mis energías y
seguí corriendo. Al cabo de un par de minutos, miré hacia atrás y, a la luz que se filtraba a
través de las nubes, vi varias formas oscuras trepar al terraplén tras de mí. Había
empezado a alzarse viento, y el agua a mi lado se estaba agitando y empezando a
romperse en pequeñas olas contra la orilla. Tenia que mantener los ojos muy atentos al
terreno delante de mí para evitar tropezar, porque sabía que tropezar era la muerte. Al
cabo de otros pocos minutos miré de nuevo hacia atrás. En el dique sólo había unas pocas
figuras oscuras, pero cruzando el terreno pantanoso había muchas más. Ignoraba qué
nuevo peligro significaba esto, sólo podía suponerlo. Luego, mientras corría, tuve la
sensación de que mi camino seguía desviándose hacia la derecha. Miré al frente y vi que el
río era mucho más ancho que antes, y que el dique sobre el que estaba desaparecía allí
delante, y que más allá había otra corriente en cuya orilla más cercana vi algunas de las
formas oscuras ahora al otro lado del pantano. Me hallaba en una isla de algún tipo.
Mi situación era entonces realmente terrible, porque mis enemigos me habían
atrapado entre ambos lados. Detrás de mí llegaba el acelerado rumor de los remos, como si
mis perseguidores supieran que el fin estaba cerca. A mi alrededor, a cada lado, sólo había
desolación; no había ningún techo, ninguna luz, hasta tan lejos como podía ver. Muy lejos
a la derecha se alzaba una masa oscura, pero no sabía lo que era. Me detuve un momento
para pensar en qué debía hacer, no mucho tiempo, porque mis perseguidores se estaban
acercando. Entonces me decidí. Me deslicé orilla abajo y me lancé al agua. Lo hice de
cabeza, a fin de aprovechar la corriente para rebasar el remolino de la isla. Aguardé hasta
que una nube cruzó por delante de la luna y lo sumió todo en la oscuridad. Entonces me
quité el sombrero y lo deposité suavemente en el agua, dejando que flotara con la
corriente, y un segundo más tarde me zambullí hacia la derecha y me mantuve bajo el
agua con todas mis fuerzas. Supongo que estuve medio minuto bajo el agua, y cuando salí
lo hice tan suavemente como pude; me volví y miré hacia atrás. Allá iba mi sombrero de
color pardo claro flotando alegremente corriente abajo. Muy cerca detrás apareció un viejo
bote desvencijado, impulsado furiosamente por un par de remeros. La luna estaba todavía
parcialmente oscurecida por las derivantes nubes, pero a la media luz pude ver a un
hombre en la proa sujetando, lista para golpear, lo que me pareció que era la misma
terrible hacha de la que antes habla escapado. Mientras miraba, el bote se acercó, se acercó,
y el hombre golpeó salvajemente. El sombrero desapareció. El hombre cayó hacia adelante,
casi fuera del bote. Sus camaradas lo sujetaron pero sin el hacha, y luego, mientras me
volvía con todas mis energías para alcanzar la otra orilla, oí el feroz retumbar de la palabra
«Sacré!» que indicaba la ira de mis frustrados perseguidores.
Ése fue el primer sonido que oí de unos labios humanos durante toda aquella terrible
caza, y por muchas amenazas y peligros que me acechasen, fue un sonido bienvenido
porque rompió aquel terrible silencio que me envolvía y abrumaba. Era como un signo
claro de que mis oponentes eran hombres y no fantasmas, y que ante ellos tenía al menos
las posibilidades de un hombre, aunque uno contra muchos.
Pero ahora que el conjuro del silencio se había roto, los sonidos llegaron numerosos y
rápidos. Del bote a la orilla y de vuelta de la orilla al bote llegaron una rápida pregunta y
una rápida respuesta, todo ello en feroces susurros. Miré hacia atrás, un movimiento fatal,
puesto que en aquel instante alguien vio mi rostro, que se reflejó blanco en la oscura agua,
y gritó. Varias manos me señalaron, y en uno o dos momentos el bote estuvo en marcha de
nuevo tras de mí. Me quedaba poco trecho que recorrer, pero el bote se acercaba más y
más. Unas brazadas más y estaría en la orilla, pero sentía que el bote se aproximaba, y
esperé a cada segundo el golpear de un remo o cualquier otra arma contra mi cabeza. De
no haber visto aquella terrible hacha desaparecer en el agua creo que no hubiera alcanzado
la orilla. Oí las murmuradas maldiciones de aquellos que no remaban y la afanosa
respiración de los remeros. Con un supremo esfuerzo por la vida o la libertad alcancé la
orilla y salté a ella. No había un solo segundo que perder, porque detrás de mí el bote varó
y varias formas saltaron en mi persecución. Alcancé la parte superior del dique y,
manteniéndome a la izquierda, corrí de nuevo. El bote se separó de la orilla y siguió
corriente abajo. Al ver aquello temí el peligro en aquella dirección y, volviéndome
rápidamente, corrí dique abajo por el otro lado, y tras pasar un corto trecho de terreno
pantanoso alcancé una llanura abierta y seguí corriendo.
Mis incansables perseguidores seguían detrás de mí. Muy lejos, más abajo, vi la
misma masa oscura de antes, pero ahora estaba más cerca y era más grande. Mi corazón se
estremeció de deleite, porque supe que debía de ser la fortaleza de Bicétre, y seguí
corriendo con nuevas energías.. Había oído que entre cada uno y todos los fuertes que
protegían París había caminos estratégicos, carreteras profundamente hundidas donde los
soldados que avanzaban por ellas quedaban protegidos del enemigo. Sabía que si podía
alcanzar esa carretera estaría a salvo, pero en la oscuridad no podía ver ningún signo de
ella, así que seguí corriendo con la ciega esperanza de alcanzarla.
De pronto, llegué al borde de un profundo corte, Y descubrí que allá abajo avanzaba
una carretera protegida a cada lado por una zanja de agua con una alta pared vertical a
cada lado.
Cada vez más débil y aturdido, seguí corriendo; el terreno se volvió quebrado, cada
vez más y más, hasta que me tambaleé y caí, y me levanté de nuevo, y corrí con la ciega
angustia de los perseguidos. De nuevo el pensamiento de Alice me dio nervio. No
destrozada su vida; lucharía y me debatida hasta el final. Con un gran esfuerzo llegué a la
muralla del fuerte. Mientras me izaba trepando como un gato montés, sentí realmente una
mano que intentaba agarrar la suela de mi zapato. Me hallaba ahora en una especie de
calzada elevada, y delante de mí vi una débil luz. Ciego y aturdido, seguí corriendo, me
tambaleé, caí, me levanté de nuevo, cubierto de polvo y sangre.
―¡Alto là!
Las palabras sonaron como una voz celestial. Un chorro de luz pareció envolverme, y
grité de alegría.
―Qui va lá? ―El sonido de unos mosquetes, el destello del acero ante mis ojos. Me
agaché instintivamente, pensando que muy cerca detrás de mí venían mis perseguidores.
Otra palabra o dos, y de una puerta brotó, o eso me pareció, una marea de rojo y azul
cuando salió la guardia. Todo a mi alrededor parecía arder con luz, y el destello del acero,
el resonar y el cliquetear de las armas y las fuertes y secas voces de mando me aturdieron.
Cuando caí hacia adelante, totalmente agotado, un soldado me sujetó. Miré hacia atrás con
temida expectación, y vi la masa de formas oscuras desaparecer en la noche. Luego debí
desvanecerme. Cuando recobré mis sentidos estaba en la sala de guardia. Me dieron
brandy, y tras unos momentos fui capaz de contarles algo de lo que había pasado. Luego
apareció un comisario de policía, al parecer surgido del aire, como suelen hacer los agentes
de policía parisinos. Escuchó atentamente, y luego consultó durante unos momentos con
el oficial al mando. Al parecer estuvieron de acuerdo, porque me preguntaron si estaba
con fuerzas para ir con ellos.
―¿Adónde? ―pregunté, mientras me levantaba para partir.
―De vuelta a los montículos de basura. ¡Puede que quizá todavía los atrapemos!
―¡Lo intentaré! ―dije.
Me miró fijamente por un momento, y de pronto dijo
―¿No preferiría aguardar un poco o hasta mañana, joven inglés?
Aquello despertó en mí la fibra sensible que sin duda esperaba y salté en pie.
―¡Vamos ahora! ―dije―. ¡Ahora, ahora! ¡Un inglés siempre está dispuesto a cumplir
con su deber!
El comisario era un buen tipo, además de astuto; me dio una amable palmada en el
hombro.
―Brave garçon! ―dijo―. Discúlpeme, pero sabía que esto le haría bien. La guardia
está preparada. ¡Vamos!
Y así, cruzando directamente la sala de guardia y un largo pasadizo abovedado,
salimos a la noche. Algunos de los hombres que iban delante llevaban poderosas linternas.
A través de patios y por un camino descendente salimos a través de un bajo arco hasta una
carretera hundida, la misma que había visto en mi huida. Se dio orden de marcha, y con
un rápido y elástico paso, medio correr, medio caminar, los soldados avanzaron. Sentí
renovadas mis fuerzas.... ésta es la diferencia entre cazador y cazado. Una breve distancia
nos llevó a un bajo puente de pontones que cruzaba la corriente. Evidentemente, se habían
hecho algunos esfuerzos para dañarlo, porque las cuerdas habían sido cortadas y una de
las cadenas estaba rota. Oí al oficial decir al comisario:
―¡Hemos llegado justo a tiempo! Unos minutos más, y hubieran destruido el puente.
¡Adelante, más aprisa todavía!
Y seguimos. De nuevo alcanzamos un pontón sobre la corriente; cuando llegamos a
él oímos el hueco retumbar de los tambores metálicos mientras los esfuerzos por destruir
el puente se renovaban. Una orden de mando, y varios hombres alzaron sus rifles.
―¡Fuego!
Sonó una descarga. Hubo un grito ahogado, y las formas oscuras se dispersaron.
Pero el mal ya estaba hecho, y vimos el otro extremo del pontón derivar en la corriente.
Aquello significó un retraso importante, y había transcurrido casi una hora antes de que
hubiéramos renovado las cuerdas y restablecido lo suficiente el puente como para
cruzarlo.
Reanudamos la persecución. Avanzamos más y más rápidamente hacia los
montículos de basura.
Al cabo de un tiempo llegamos a un lugar que conocía. Había los restos de un
fuego.... unas pocas cenizas de madera quemada aún dejaban escapar un resplandor
rojizo, pero la mayor palie estaban frías. Reconocí el emplazamiento de la choza y el
montículo detrás de ella por el que había escapado y, en el parpadeante resplandor, los
ojos de las ratas todavía brillaban con una especie de fosforescencia. El comisario dijo una
palabra al oficial, y éste gritó:
―¡Alto!
Se ordenó a los soldados que se desplegaran y vigilaran, y luego empezamos a
examinar las ruinas. El propio comisario empezó a levantar las carbonizadas tablas y la
porquería, que los soldados fueron retirando y apilando a un lado. De pronto se echó
hacia atrás, luego se inclinó y, alzándose, me hizo una seña.
―¡Mire! ―dijo.
Era una horrible visión. Había allí un esqueleto boca abajo, una mujer por la forma,
una mujer vieja por la tosca fibra de los huesos. Entre las costillas asomaba una larga daga
como una púa hecha con un cuchillo de carnicero afilado, con la punta enterrada en la
espina dorsal.
―Observará ―dijo el comisario al oficial y a mi mientras sacaba su bloc de notas―
que la mujer debió de caer sobre su daga. Las ratas son muchas aquí, vea sus ojos brillar
entre ese montón de huesos. Observará también ―me estremecí cuando colocó su mano
sobre el esqueleto― que esperaron poco tiempo, ¡porque los huesos apenas están fríos!
No había signos de nadie más cerca, ni vivo ni muerto; y así, desplegados de nuevo
en línea, los soldados siguieron avanzando. Finalmente llegamos a la choza hecha con el
viejo guardarropa. Nos acercamos. En cinco de los seis compartimentos había un viejo
durmiendo ... durmiendo tan profundamente que ni siquiera el resplandor de las linternas
los despertó. Parecían viejos y hoscos y canosos, con sus rostros hundidos, arrugados y
curtidos y sus bigotes blancos.
El oficial dio seca y fuertemente una voz de mando, y todos estuvieron de pie delante
de nosotros en posición de firmes
―¿Que hacéis aquí?
―Estábamos durmiendo ―fue la respuesta.
―¿Dónde están los otros chiffoniers? ―preguntó el comisario.
―Han ido a trabajar. ¿Y vosotros?
―¡Estamos de guardia!
―¡Peste! ―rió el oficial hoscamente, mientras miraba a los viejos a la cara uno tras
otro y añadía con fría y deliberada crueldad―: ¡Dormidos en servicio! ¿Así es como se
comporta la Vieja Guardia? ¡No me extraña lo que ocurrió en Waterloo!
A la luz de la linterna vi los hoscos y viejos rostros ponerse mortalmente pálidos, y
casi me estremecí ante la expresión de los ojos del viejo cuando las risas de los soldados
hicieron eco a la burla del oficial.
En aquel momento tuve la sensación de que en cierta medida había sido vengado.
Por un momento pareció como si fueran a arrojarse contra su atormentador, pero
años de vida en el ejército les habían enseñado y permanecieron inmóviles.
―Sólo sois cinco ―dijo el comisario―; ¿dónde está el sexto?
La respuesta llegó con una lúgubre risita.
El Invitado De Drácula Y Otros Relatos Bram Stoker
―¡Está aquí! ―y el que hablaba señaló al fondo del guardarropa―. Murió la otra
noche. No va a hallar mucho de él. ¡El entierro de las ratas es rápido!
El comisario se inclinó y miró. Luego se volvió al oficial y dijo tranquilamente.
―Será mejor que nos marchemos. Ya no hay ninguna huella ahora; nada que pruebe
que este hombre fue el herido por las balas de sus soldados. Probablemente lo asesinaron
para cubrir sus huellas. ¡Mire! ―Se inclinó de nuevo y apoyó sus manos sobre el
esqueleto―. Las ratas trabajan rápido y son muchas. ¡Estos huesos todavía están calientes!
Me estremecí, y lo mismo hicieron varios de los que estaban a mi alrededor.
―¡Formen! ―dijo el oficial; y así, en orden de marcha, con las linternas oscilando al
frente y los veteranos arnanillados en medio, avanzamos con paso firme fuera de los
montículos de basura y regresamos a la fortaleza de Bicétre.
Mi año de prueba terminó hace mucho tiempo, y ahora Alice es mi esposa. Pero
cuando miro en retrospectiva el lapso de aquellos doce meses de mi vida, uno de los más
vívidos incidentes que recuerda mi memoria es el asociado con mi visita a la Ciudad de la
Basura.


LA CASA DEL JUEZ
Próxima la época de exámenes, Malcolm Malcolmson decidió ir a algún lugar
solitario donde poder estudiar sin ser interrumpido. Temía las playas por su atractivo, y
también desconfiaba del aislamiento rural, pues conocía desde hacía mucho tiempo sus
encantos. Lo que buscaba era un pueblo donde nada le distrajera del estudio. Frenó sus
deseos de pedir consejo, pues pensó que cada uno le recomendaría un sitio ya conocido
donde, indudablemente, tendría amigos.
Malcolmson deseaba evitar las amistades así que decidió buscar por sí mismo. Hizo
su equipaje, tan sólo una maleta con un poco de ropa y todos los libros que necesitaba, y
compró un billete para el primer nombre desconocido que vio en los itinerarios de los
trenes de cercanías. Cuando al cabo de tres horas de viaje se apeó en Benchurch, se sintió
satisfecho de lo bien que había conseguido borrar sus pistas para poder disponer del
tiempo y la tranquilidad necesarios para proseguir sus estudios. Acudió de inmediato a la
única fonda del lugar, y tomó una habitación para la noche. Benchurch era un pueblo
donde se celebraban regularmente mercados, y una semana de cada mes era invadido por
una enorme muchedumbre; pero durante los restantes veintiún días no tenía más
atractivos que los que pueda tener un desierto.
Al día siguiente de su llegada, Malcolmson buscó una residencia aún más aislada y
apacible que una fonda tan tranquila como El Buen Viajero. Sólo encontró un lugar que
satisfacía realmente sus más exageradas ideas acerca de la tranquilidad. Realmente,
tranquilidad no era la palabra apropiada para aquel sitio; desolación era el único término
que podía transmitir una idea de su aislamiento. Era una casa vieja, anticuada, de
construcción pesada y estilo jacobino, con macizos gabletes y ventanas, más pequeñas de
lo acostumbrado y situadas más alto de lo habitual en esas casas; estaba rodeada por un
alto muro de ladrillos sólidamente construido. En realidad, daba más la impresión de un
edificio fortificado que de una simple vivienda. Pero todo esto era lo que le gustaba a
Malcolmson. He aquí —pensó— el lugar que estaba buscando, y sólo si lo consigo me
sentiré feliz. Su alegría aumentó cuando se dio cuenta de que estaba sin alquilar en aquel
momento.
En la oficina de correos averiguó el nombre del agente, que se sorprendió mucho al
saber que alguien deseaba ocupar parte de la vieja casona. El señor Carnford, abogado
local y agente inmobiliario, era un amable caballero de edad avanzada que confesó con
franqueza el placer que le producía el que alguien desease alquilar la casa.
―A decir verdad ―señaló― me alegraría por los dueños, naturalmente, que alguien
ocupase la casa durante años, aunque fuera de forma gratuita, si con ello el pueblo pudiera
acostumbrarse a verla habitada. Ha estado vacía durante tanto tiempo que se ha levantado
una especie de prejuicio absurdo a su alrededor, y la mejor manera de acabar con él es
ocuparla.... aunque sólo sea ―añadió, alzando una astuta mirada hacia Malcolmson― por
un estudiante, que desea quietud durante algún tiempo.
Malcolmson juzgó inútil pedir detalles al hombre acerca del absurdo prejuicio; sabía
que sobre aquel tema podría conseguir más información otro lugar. Pagó por adelantado
tres meses, se guardó el recibo y el nombre de una señora que posiblemente se
comprometería a ocuparse de él, y se marchó con las llaves en el bolsillo. De ahí fue
directamente a hablar con la dueña de la fonda, una mujer alegre y bondadosa a la que
pidió consejo acerca de qué clase y cantidad de víveres y provisiones necesitaría. Ella alzó
las manos con estupefacción cuando él le dijo dónde pensaba alojarse.
―¡En la Casa del Juez no! ―exclamó, palideciendo.
Él respondió que ignoraba el nombre de la casa, pero le explicó dónde estaba situada.
Cuando hubo terminado, la mujer contestó:
―¡Sí, no cabe duda..., no cabe duda de que es el mismo sitio! Es la Casa del Juez.
Entonces él le pidió que le hablase de la casa, por qué se llamaba así y qué tenía ella
en contra. La mujer le contó que en el pueblo la llamaban asi porque hacía muchos años
(no podía decir exactamente cuántos, puesto que ella era de otra parte de la región, pero
debían de ser al menos unos cien o quizá más) había sido el domicilio de cierto juez que en
su tiempo inspiró gran espanto a causa del rigor de sus sentencias y de la hostilidad con la
que siempre se enfrentó a los acusados en su tribunal. Acerca de lo que había en contra de
la casa no podía decir nada. Ella misma lo había preguntado a menudo, pero nadie la supo
informar. De todos modos, el sentimiento general era de que allí había algo, y ella por su
parte no aceptaría ni todo el dinero del Banco de Drinkswater si a cambio se le pedía que
permaneciera una sola hora a solas en la casa. Luego se excusó ante Malcolmson ante la
posibilidad de que sus palabras pudieran preocuparle.
―Es que esas cosas, señor, no me gustan nada, y además el que usted, un caballero
tan joven, se vaya, y perdone que se lo diga, a vivir allí tan solo... Si fuera hijo mío, y
perdone que se lo diga, no pasaría usted allí ni una noche, aunque tuviera que ir yo misma
en persona y hacer sonar la gran campana de alarma que hay en el tejado.
La pobre mujer hablaba de buena fe, y con tan buenas intenciones, que Malcolmson,
además de regocijado, se sintió conmovido. Le expresó cuánto apreciaba el interés que se
tomaba por él y luego, amablemente, añadió:
―Pero mi querida señora Witham, le aseguro que no es necesario que se preocupe
por mí. Un hombre que, como yo, estudia matemáticas superiores, tiene demasiadas cosas
en la cabeza para que pueda molestarle ninguno de esos misteriosos algos; por otraparte,
mi trabajo es demasiado exacto y prosaico como para permitir que algún rincón de mi
mente preste atención a misterios de cualquier tipo. ¡La progresión armónica las
permutaciones, las combinaciones y las funciones elípticas son ya misterios suficientes
para mí!
La señora Witham se encargó amablemente de su ministrarle provisiones, y fue en
busca de la vieja que le habían recomendado para «ocuparse de él. Cuando, al cabo de
horas, regresó con ella a la Casa del Juez, se encontró con la señora Witham, que le
esperaba en persona, junto con varios hombres y chiquillos llevando paquetes, e incluso de
una cama que habían transportado en una carreta, puesto que, como dijo ella, aunque era
posible que las sillas y las mesas estuvieran todas muy bien conservadas y fueran
utilizables, no era bueno ni propio de huesos jóvenes descansar en una cama que no había
sido oreada desde hacía por lo menos cincuenta años. La buena mujer sentía todas luces
curiosidad por ver el interior de la casa, y recorrió todo el lugar, pese a manifestarse tan
temerosa que al menor ruido se aferraba a Malcolmson, del cual no se separó ni un solo
instante.
Tras examinar la casa, Malcolmson decidió ocupar el comedor, que era espacioso
como para satisfacer sus necesidades; y la señora Witham, con ayuda de la señora
Dempster, la asistenta, procedió a ordenar las cosas. Una vez desempaquetados los bultos,
Malcolmson vio que, con bondadosa previsión, la mujer le había enviado de su propia
cocina provisiones suficientes para varios días. Antes de marcharse, la mujer expresó toda
clase de buenos deseos y, ya en la misma puerta, se volvió para decir:
―Quizá, señor, ya que la habitación es grande y con muchas corrientes de aire,
puede que no le venga mal instalar uno de esos biombos grandes alrededor de la cama por
la noche... Pero, la verdad sea dicha, yo me moriría de miedo si tuviera que quedarme aquí
encerrada con toda esa clase de.... de cosas que asomarán sus cabezas por los lados o por
encima del biombo y se pondrán a mirarme..
La imagen que acababa de evocar fue excesiva para sus nervios y huyó
precipitadamente. La señora Dempster, con aires de superioridad, lanzó un despectivo
resoplido cuando se hubo ido la otra mujer y afirmó categóricamente que ella por su parte
no se sentía en absoluto inclinada a atemorizarse ni ante todos los duendes del mundo.
―Le diré a usted lo que pasa, señor, ―dijo― Los duendes son toda clase de cosas...
¡menos duendes! Ratas, ratones y escarabajos; y puertas que crujen, y tejas caídas, y
tiradores de cajones que aguantan firmes cuando usted tira de ellos y luego se caen solos
en medio de la noche. ¡Observe el zócalo de la habitación! ¡Es viejo... tiene cientos de años!
¿Cree usted que no va a haber ratas y escarabajos ahí detrás? ¡Claro que sí! ¿Imagina usted
que no va a verlos? ¡Claro que no! Las ratas son los duendes, se lo digo yo, y los duendes
son las ratas.... ¡y no crea otra cosa!
―Señora Dempster ―dijo gravemente Malcolmson con una pequeña inclinación de
cabeza― ¡sabe usted más que un catedrático de matemáticas! Permítame decirle que, en
señal de mi estima hacia su salud mental, cuando me vaya le daré la posesión de esta casa
y le permitiré que resida aquí usted sola durante los dos últimos meses de mi alquiler,
puesto que las cuatro primeras semanas bastarán para mis propósitos.
―¡Muchas gracias por su amabilidad, señor! ―respondió ella― Pero no puedo
dormir ni una noche fuera de mi dormitorio: vivo en la Casa de Caridad Greenhow y si
pasara una sola noche fuera de mis habitaciones perdería todo los derechos de seguir
viviendo allí. La reglas son muy estrictas, y hay demasiada gente esperando una vacante
para que yo me decida a correr el menor riesgo. Si no fuera por esto, señor, vendría con
mucho gusto a dormir aquí para atenderle durante su estancia.
―Mi buena señora, he venido aquí con el propósito de estar solo, y créame que le
estoy profundamente agradecido a difunto señor Greenhow por haber organizado su casa
de caridad, o lo que sea, de forma tan admirable que m vea privado por la fuerza de la
oportunidad de tan terrible tentación. ¡San Antonio en persona no habría podido ser más
rígido al respecto!
La vieja se rió secamente.
―¡Ah! ustedes los señoritos jóvenes se asustan de nada. Puede estar seguro de que
encontrar aquí toda la soledad que desea.
Y se puso a trabajar en la limpieza y, al anochecer, cuando Malcolmson regresó de
dar su paseo (siempre llevaba uno de sus libros para estudiar mientras paseaba) se
encontró con la habitación barrida y aseada, un fuego ardiendo en la chimenea y la mesa
servida para la cena con las excelentes provisiones de la señora Witham.
―¡Esto sí es comodidad! ―dijo mientras se frotaba las manos.
Tras terminar dé cenar volvió a sus libros: echó más leña al fuego, avivó la lámpara y
se sumergió en su duro trabajo. No hizo ninguna pausa hasta más o menos las once,
cuando suspendió su tarea durante unos momentos para avivar el fuego y hacerse una
taza de té. El descanso era un lujo para él, y lo disfrutaba con una sensación de delicioso
desahogo. El fuego reavivado saltó y chisporroteó y proyectó extrañas sombras en la
antigua habitación y, mientras tomaba a sorbos el té caliente, gozó con la sensación de
aislamiento de sus semejantes. Fue entonces cuando notó por primera vez el ruido que
hacían las ratas.
Seguro que no han hecho tanto ruido durante todo el tiempo que he estado
estudiando ―pensó―. ¡De lo contrario me hubiera dado cuenta! Luego, mientras el ruido
iba en aumento, se tranquilizó diciéndose que aquellos rumores eran realmente nuevos.
Resultaba evidente que al principio las ratas se habían asustado por la presencia de
un extraño y por la luz del fuego y la lámpara, pero a medida que pasaba el tiempo se
habían vuelto más atrevidas, y ya se hallaban entretenidas de nuevo en sus ocupaciones
habituales.
¡Y eran realmente activas! ¡Subían y bajaban por detrás de la pared, por encima del
cielo raso, por debajo del suelo, se movían, corrían, bullían, roían y arañaban! Malcolmson
sonrió al recordar las palabras de la señora Dempster: los duendes son las ratas y las ratas son
los duendes. El té empezaba a hacer su efecto estimulante sobre nervios y el estudiante vio
con alegría que tenía ante sí una nueva inmersión en el largo hechizo del estudio antes de
que terminase la noche, cosa que le proporcionó tal sensación de comodidad que se
permitió el lujo de echar un ojeada por la habitación. Tomó la lámpara en una mano y
recorrió la estancia, preguntándose por qué una casa tan original y hermosa como aquélla
había permanecido abandonada. Los paneles de roble que recubrían las paredes estaban
finamente labrados, y el trabajo en madera de puertas y ventanas era hermoso y de raro
mérito. Había algunos cuadro viejos en las paredes, pero estaban tan cubiertos de polvo y
suciedad que no pudo distinguir ningún detalle. En su recorrido se topó con alguna grieta
o agujero bloqueados por la cabeza de una rata, cuyos brillante ojos relucían a la luz, pero
al instante la cabeza desaparecía, con un chillido y un rumor de huida. Sin embargo, lo
que más intrigó fue la cuerda de la gran campana de alarma del tejado, que colgaba en un
rincón de la estancia, a la derecha de la chimenea. Arrastró hasta cerca del fuego una gran
silla de roble tallado y se sentó para tomar su última taza de té. Cuando hubo terminado
volvió a su trabajo, sentado en la esquina de la mes con el fuego a su izquierda. Durante
un rato las ratas perturbaron su estudio con su continuo rebullir pero acabó por
acostumbrarse al ruido, del mismo modo que uno se acostumbra al tic-tac de un reloj o al
rumor de un torrente; y así se sumergió de tal forma en trabajo que nada en el mundo,
excepto el problema q estaba intentando resolver, hubiera sido capaz de hacer mella en él.
Pero de pronto, sin haber conseguido resolverlo, levantó la cabeza: en el aire notó esa
sensación tan peculiar que precede al amanecer y que tan temible resulta para los que
llevan vidas dudosas. El ruido de las ratas había cesado. Desde luego, tenía la impresión
de que había cesado hacía tan sólo unos instantes, y que precisamente había sido este
repentino silencio lo que le había obligado a levantar la cabeza. El fuego se había ido
apagando, pero todavía arrojaba un profundo y rojo resplandor. Al mirar en esa dirección,
y a pesar de toda su sangre fría, sufrió un sobresalto.
Allí, sobre la silla de roble tallado y alto respaldo, a la derecha de la chimenea, había
una enorme rata que le miraba fijamente con sus tristes ojillos. Hizo un gesto para
ahuyentarla, pero la rata no se movió. Ante lo cual hizo ademán de arrojarle algo.
Tampoco se movió, sino que le mostró encolerizada sus grandes dientes blancos; a la luz
de la lámpara, sus crueles ojillos brillaban con una luz de venganza. Malcolmson se
asombró, y, tomando el atizador de la chimenea, corrió hacia la rata para matarla. Pero
antes de que pudiera golpearla ésta, con un chillido que parecía concentrar todo su odio,
saltó al suelo y, trepando por la cuerda de la campana de alarma, desapareció en la
oscuridad donde no llegaba el resplandor de la lámpara, tamizado por una pantalla verde.
Al instante, y eso fue lo más extraño, el ruidoso bullicio de las ratas tras los paneles de
roble se reanudó.
Esta vez no consiguió sumergirse de nuevo en el problema; pero, cuando el gallo
cantó afuera se fue a la cama. Durmió tan profundamente que ni siquiera se despertó
cuando llegó la señora Dempster para arreglar la habitación. Sólo lo hizo cuando la mujer,
una vez barrida la estancia y preparado el desayuno, golpeó discretamente en el biombo
que ocultaba la cama. Aún se sentía un poco cansado de su trabajo nocturno, pero una taza
de té lo despejó pronto y, tomando un libro, salió a dar su paseo matutino. Encontró un
sendero apacible entre los olmos, y allí pasó la mayor parte del día estudiando su Laplace.
A su regreso pasó a saludar a la señora Witham a darle las gracias por su amabilidad.
Cuando ella le vio llegar a través de una ventana de su sanctasanctórum emplomada con
rombos de vidrios de colores, salió a calle a recibirle y le pidió que pasase. Una vez dentro,
miró inquisitivamente y negó con la cabeza al tiempo que decía:
―No debe trabajar tanto, señor. Esta mañana es usted más pálido que otras veces.
Estar despierto hasta tan tarde y con un trabajo tan duro para el cerebro no es bueno. Pero
dígame, señor, ¿cómo ha pasado la noche? Espero que bien. ¡No sabe cuánto me alegré
cuando la señora Dempster me dijo esta mañana que había encontrado tan profundamente
dormido cuan llegó!
―Oh, sí, todo ha sido estupendo; todavía no me han molestado los algos. Sólo las
ratas. Tienen montado un auténtico un circo por todo el lugar. Había una, de aspecto
diabólico, que se atrevió a subirse a mi propia silla, junto al fuego, y se habría marchado
de no haberla yo amenazado con atizador; entonces trepó por la cuerda de la campana
alarma y desapareció allá arriba, por encima de las paredes o el techo; no pude verlo bien
debido a la oscuridad.
―¡Dios nos asista! ―exclamó la señora Witham ¡Un viejo diablo, y sobre una silla
junto al fuego! ¡Tenga cuidado, señor! ¡Tenga mucho cuidado! A veces hay cosas muy
verdaderas que se dicen en broma.
―¿Qué quiere usted decir?
―¡Un viejo diablo! El viejo diablo, quizá. ¡Oh, señor no se ría usted! ―pues
Malcolmson había estallado una franca carcajada―. Ustedes, la gente joven, cree que es
muy fácil reírse de cosas que hacen estremecer a los viejos. ¡Pero no importa, señor! ¡No
haga caso! Quiera Dios que pueda usted continuar riendo todo el tiempo. ¡Eso es lo que le
deseo!
Y la buena señora rebosó de nuevo alegre simpatía, olvidados por un momento todos
sus temores.
―¡Oh, perdóneme! —dijo entonces Malcolmson—. No me juzgue descortés, es que la
cosa me ha hecho gracia.... eso de que el viejo diablo en persona estaba anoche sentado en
mi silla...
Y al recordarlo se rió de nuevo. Luego se fue a su casa a cenar.
Aquella noche el rumor de las ratas empezó más temprano; con toda seguridad se
había iniciado ya antes de su regreso, y sólo dejó de oírse unos momentos mientras les
duró el susto causado por su imprevista llegada. Después de cenar se sentó un momento
junto al fuego a fumar y, tras limpiar la mesa, empezó de nuevo su trabajo como otras
veces. Pero esa noche las ratas le distraían más que la anterior. ¡Cómo correteaban de
arriba abajo, por detrás y por encima! ¡Cómo chillaban, roían y arañaban! ¡Y cómo, más
atrevidas a cada instante, se asomaban a las bocas de sus agujeros y por todas las grietas y
resquebrajaduras del zócalo, con sus ojillos brillantes como lámparas diminutas cuando se
reflejaba en ellos el fulgor del fuego! Pero para el estudiante, habituado sin duda a ellos,
esos ojos no tenían nada de siniestro; por el contrario, sólo veía en ellos un aire travieso y
juguetón. A menudo, las más atrevidas hacían incursiones por el suelo o a lo largo de las
molduras de la pared. Una y otra vez, cuando empezaban a molestarle demasiado,
Malcolmson hacía un ruido para asustarlas, golpeaba la mesa con la mano o emitía un
fiero «Ssssh, ssssh» para que huyesen inmediatamente a sus escondrijos.
Así transcurrió la primera mitad de la noche; luego, a pesar del ruido, Malcolmson
fue sumergiéndose cada vez más en el estudio. De repente, alzó la vista, como la noche
anterior, dominado por una súbita sensación de silencio. No se oía ni el más leve ruido de
roer, chillar o arañar. Era un silencio de tumba. Entonces recordó el extraño suceso la
noche anterior, e instintivamente miró a la silla que había junto a la chimenea. Una extraña
sensación recorrió entonces todo su cuerpo.
Allá, al lado de la chimenea, en la gran silla de roble tallado de respaldo alto, estaba
la misma enorme rata mirándole fijamente con unos ojos fúnebres y malignos.
Instintivamente tomó el objeto que tenía más al alcance de su mano, unas tablas de
logaritmos, y se la arrojó. El libro fue mal dirigido y la rata no se movió; a que tuvo que
repetir la escena del atizador de la noche anterior; y de nuevo la rata, al verse
estrechamente cercada, huyó trepando por la cuerda de la campana. También fue muy
extraño que la fuga de esta rata fuese seguida inmediatamente por la reanudación de
ruido de la comunidad. En esta ocasión, como en la precedente, Malcolmson no pudo ver
por qué parte de estancia desapareció el animal, pues la pantalla de lámpara dejaba en
sombras la parte superior de la habitación y el fuego brillaba mortecino.
Miró su reloj y observó que era casi medianoche, avivó el fuego y preparó una taza
de té. Había trabajado perfectamente y se creyó merecedor de un cigarrillo; así pues, se
sentó en la gran silla de roble tallado junto a la chimenea y fumó con delectación. Mientras
lo hacía, empezó a pensar que le gusta saber por dónde lograba meterse el animal, ya que
empezaba a acariciar la idea de poner en práctica al día siguiente algo relacionado con una
ratonera. En previsión de ello, encendió otra lámpara y la colocó de forma que iluminase
bien el rincón derecho que formaban la chimenea y la pared. Luego apiló todos los libros
que tenía, colocándolos al alcance de la mano para arrojárselos al animal si llegaba el caso.
Finalmente, levantó la cuerda de la campana de alarma y colocó su extremo inferior
encima de la mesa, pisándolo con la lámpara. Cuando tomó la cuerda en sus manos no
pudo por menos que notar lo flexible que era, sobre todo teniendo en cuenta su grosor y el
tiempo que llevaba sin usar. Se podría colgar a un hombre de ella, pensó. Terminados sus
preparativos, miró a su alrededor y exclamó, satisfecho:
—¡Ahora, amiga mía, creo que vamos a vernos las caras de una vez!
Reanudó su estudio, y aunque al principio le distrajo el ruido, pronto se abandonó por
completo a sus proposiciones y problemas. De nuevo fue reclamado por su alrededor. Esta
vez no fue el repentino silencio lo que llamó su atención; había, además, un ligero
movimiento de la cuerda, y la lámpara se tambaleaba. Sin moverse, comprobó que la pila
de libros estuviese al alcance de su mano y luego deslizó su mirada a lo largo de la cuerda.
Pudo observar que la gran rata se dejaba caer desde la cuerda a la silla de roble, se
instalaba en ella y le contemplaba. Tomó un libro con la mano derecha y, apuntando
cuidadosamente, se lo lanzó. La rata, con un rápido movimiento, saltó de costado y
esquivó el proyectil. Tomó entonces un segundo y luego un tercero, y se los lanzó uno tras
otro, pero sin éxito. Porfin, y en el momento en que se disponía a arrojarle un nuevo libro,
la rata chilló y pareció asustada. Esto aumentó su deseo de dar en el blanco; el libro voló, y
alcanzó a la rata con un golpe resonante. El animal lanzó un chillido terrorífico y, echando
a superseguidor una mirada de terrible malignidad, trepó por el respaldo de la silla, desde
cuyo borde superior saltó hasta la cuerda de la campana de alarma, por la cual subió con
la velocidad del rayo. La lámpara que sujetaba la cuerda se tambaleó bajo el repentino
tirón, pero era pesada y no llegó a caerse. Malcolmson siguió a la rata con la mirada y la
vio, gracias a la luz de la segunda lámpara, saltar a una moldura del zócalo y desaparecer
por un agujero en uno de los grandes cuadros colgados de la pared, indescifrable bajo la
espesa capa de polvo y suciedad.
Cogió los libros uno a uno, haciendo un comentario sobre ellos mientras iba leyendo
sus títulos. Secciones cónicas ni lo rozó, ni tampoco Oscilaciones cicloideas,. ni los
Principia, ni los Cuaternios, ni la Termodinámica. ¡Éste es el libro que la alcanzó!
Malcolmson lo tomó del suelo y miró el título y, al hacerlo, se sobresaltó y una súbita
palidez cubrió su rostro. Miró a su alrededor, inquieto, y se estremeció levemente mientras
murmuraba para sí: ¡La Biblia que me dio mi madre! ¡Qué extraña coincidencia!
Volvió a sentarse y reanudó su trabajo; las ratas del zócalo volvieron a sus cabriolas.
Sin embargo, ahora le molestaban; al contrario, su presencia le proporcionaba una cierta
sensación de compañía. Pero no pudo concentrarse y después de intentar inútilmente
dominar el tema que tenía entre manos, lo dejó con desesperación y fue a acostarse, justo
cuando el primer resplandor del amanecer penetraba furtivamente por la ventana que
daba al este. Durmió pesadamente pero inquieto, y soñó mucho cuando le despertó la
señora Dempster, ya muy entrada la mañana, su aspecto era de haber descansado mal,
durante algunos minutos no pareció darse cuenta exacta de dónde se encontraba. Su
primer encargo sorprendió bastante a la criada.
―Señora Dempster, cuando me ausente hoy de casa quiero que coja la escalera,
saque el polvo y limpie bien todos esos cuadros.... especialmente el tercero a partir de la
chimenea. Quiero ver qué hay en ellos.
Hasta bien entrada la tarde estuvo Malcomson estudiando a la sombra de los árboles;
a medida que transcurría el día notó que sus asimilaciones mejoraban progresivamente y
fue volviendo al alegre optimismo del día anterior. Ya había conseguido solucionar
satisfactoriamente todos los problemas que hasta entonces le habían eludido, y se
encontraba en un estado tal de euforia que decidió hacer una visita a la señora Witham en
El Buen Viajero. La encontró en su confortable cuarto de estar, acompañada por un
desconocido que le fue presentado como el doctor Thornhill. La mujer no parecía hallarse
totalmente a gusto, y esto, unido a que el hombre se lanzó de inmediato a hacerle toda una
serie de preguntas, hizo pensar a Malcolmson que la presencia del doctor no era casual, así
que dijo sin ambages:
―Doctor Thornhill, contestaré gustosamente cualquier pregunta que quiera hacerme,
si primero me contesta usted a una que deseo hacerle yo.
El doctor pareció sorprenderse, pero sonrió y respondió al momento:
―¡De acuerdo! ¿De qué se trata?
―¿Le pidió a usted la señora Witham que viniera aquí a verme y aconsejarme?
El doctor Thornhill, se mostró por un momento desconcertado, y la señora Witham
enrojeció vivamente y volvió la cara hacia otro lado; sin embargo, el doctor era un hombre
sincero e inteligente y no dudó en contestar con franqueza:
―Así fue, en efecto, pero no quería que usted se enterase. Supongo que han sido mi
torpeza y mi apresuramiento los que le han hecho sospechar. Pero en fin, lo que me dijo
fue que no le gustaba la idea de que estuviese usted en esa casa completamente solo, y
tomando tanto té y tan cargado. Deseaba que yo le aconsejase que dejara el té y no se
quedara a estudiar hasta tan tarde. Yo también fui un buen estudiante en mis tiempos, y
por ello espero que me permita tomarme la libertad de darle un consejo sin ánimo de
ofenderle, puesto que no le hablo como un extraño, sino como un universitario puede
hablarle a otro.
Malcolmson le tendió la mano con una radiante sonrisa.
―¡Choque esos cinco!, como dicen en América. Le agradezco su interés, y también a
la señora Witham; y su amabilidad me obliga a pagarles en la misma moneda. Prometo no
volver a tomar té cargado, ni sin cargar, hasta que usted me autorice Y esta noche me iré a
la cama a la una de la madrugada lo más tarde. ¿De acuerdo?
―Estupendo. Y ahora cuénteme usted todo lo que ha visto en el viejo caserón.
Malcomson relató con todo detalle lo sucedido en las dos últimas noches. Fue
interrumpido de vez en cuando por las exclamaciones de la señora Witham hasta que
finalmente, al llegar al episodio de la Biblia toda la emoción reprimida de la mujer halló
salida en un tremendo alarido, y hasta que no se le administró un buen vaso de coñac no
se repuso. El doctor Thornhill lo escuchó todo con expresión de creciente gravedad, y
cuando el relato llegó a su fin y la señora Witham quedó tranquila preguntó:
―¿La rata siempre trepa por la cuerda de la campana de alarma?
―Sí, siempre.
―Supongo que ya sabrá usted ―dijo el doctor tras una pausa― qué es esa cuerda.
―¡No!
―Es la misma que utilizaba el verdugo para ahorcar a las víctimas del cruel juez.
Al llegar a este punto fue interrumpido de nuevo por otro grito de la señora Witham,
y hubo que poner otra vez en juego los medios para que volviera a recobrarse.
Malcolmson tras consultar su reloj, observó que ya era casi hora de cenar y se marchó a su
casa tan pronto como ella se hubo recobrado. Cuando la señora Witham volvió totalmente
en sí, asaetó al doctor Thornhill con coléricas preguntas acerca de qué pretendía metiendo
aquellas horribles ideas en la cabeza del pobre joven.
El doctor Thornhill respondió:
―¡Mi querida señora, mi propósito es bien distinto! Lo que yo quería era atraer su
atención hacia la cuerda de la campana y mantenerla fija allí. Es posible que se halle en un
estado de gran sobreexcitación, por haber estudiado demasiado o por lo que sea, pero de
todas formas me veo obligado a reconocer que parece un joven tan sano y fuerte mental y
corporalmente como el que más. Pero luego están las ratas..., y esa sugerencia del
diablo...Me habría ofrecido a ir a pasar la noche con él, pero estoy seguro de que eso le
hubiera humillado. Parece que por la noche sufre algún tipo de extraño terror o
alucinación, y de ser así deseo que tire de esa cuerda. Como está completamente solo, eso
nos servirá de aviso y podremos llegar hasta él a tiempo aún de serle útiles. Esta noche me
mantendré despierto hasta muy tarde y tendré los oídos bien abiertos. No se alarme usted,
señora Witham, si Benchurch recibe una sorpresa antes de mañana.
―Oh, doctor, ¿qué quiere usted decir?
―Exactamente esto: es muy posible, o mejor dicho probable, que esta noche oigamos
la gran campana de alarma de la Casa del Juez.
Y el doctor hizo un mutis tan efectista como cabía esperar.
―Ya tiene allí demasiadas preocupaciones ―añadió.
Cuando Malcomson llegó a la casa descubrió que era un poco más tarde que de
costumbre y que la señora Dempster ya se había marchado: las reglas de la Casa de
Caridad Greenhow no eran de desdeñar. Se alegró mucho de ver que el lugar estaba
limpio y reluciente, alegre fuego ardía en la chimenea y la lámpara esta bien despabilada.
La tarde era muy fría para el mes abril, y soplaba un pesado viento con una violencia
que crecía tan rápidamente que podía esperarse una buena tormenta para la noche. El
ruido que hacían las ratas cesó durante unos pocos minutos tras su llegada, pero tan
pronto como se volvieron a acostumbrar a su presencia lo reanudaron. Se alegró de oírlas,
y una vez más notó que en su bullicioso rumor había algo que le hacía sentirse
acompañado. Sus pensamientos retrocedieron hasta el extraño hecho de que las ratas sólo
dejaban de manifestarse cuando aquella otra rata (la gran rata de ojillos fúnebres) entraba
en escena.
Sólo estaba encendida la lámpara de lectura, cuya pantalla verde mantenía en
sombras el techo y la parte superior de la estancia, de tal modo que la alegre y rojiza luz de
la chimenea se extendía cálida y agradable por el pavimento, brillaba sobre el blanco
mantel que cubría la mesa. Malcomson se sentó a cenar con buen apetito y espíritu alegre.
Después de cenar y fumar un cigarrillo se entregó firmemente a su trabajo, decidido a que
nada le distrajese pues recordaba la promesa hecha al doctor y quería aprovechar de la
mejor manera posible el tiempo de que disponía.
Durante más de una hora trabajó sin problemas, luego sus pensamientos empezaron
a desprenderse de los libros y a vagabundear por su cuenta. Las actuales circunstancias en
las que se hallaba y la llamada de atención sobre su salud nerviosa no eran algo que
pudiera despreciar. Por aquel entonces, el viento se había convertido ya en un vendaval, y
el vendaval en una tormenta. La vieja casa, pese a su solidez, parecía estremecerse desde
sus cimientos, y la tormenta rugía y bramaba a través de las múltiples chimeneas y los
viejos gabletes, produciendo extraños y aterradores sonidos en los pasillos y las estancias
vacías. Incluso la gran campana de alarma del tejado debía de estar sufriendo los embates
del viento, pues la cuerda subía y bajaba levemente, como si la campana estuviera
moviéndose un poco, y el extremo inferior de la flexible cuerda azotaba el suelo de roble
con un ruido duro y hueco.
Al escucharlo, Malcomson recordó las palabras del doctor. Se acercó al rincón de la
chimenea y la tomó entre sus manos para contemplarla. Parecía sentir como una especie
de morboso interés por ella, y mientras la estaba observando se perdió un momento en
conjeturas sobre quiénes habrían sido esas víctimas y sobre el lúgubre deseo del juez de
tener siempre ante su vista una reliquia tan macabra. Mientras permanecía allí, el suave
balanceo de la campana del tejado había seguido comunicando a la cuerda cierto
movimiento, pero ahora, de pronto, empezó a notar una nueva sensación, una especie de
temblor en la cuerda, como si algo se estuviera moviendo a lo largo de ella.
Levantó instintivamente la vista y vio a la enorme rata que, lentamente, bajaba hacia
él mirándole con fijeza. Soltó la cuerda y retrocedió con brusquedad, mascullando una
maldición; la rata dio la vuelta, trepó de nuevo por la cuerda y desapareció; y en ese
instante Malcolmson se dio cuenta de que el ruido de las ratas, que había cesado hacía un
momento, volvía a comenzar.
Todo esto le dejó pensativo; entonces recordó que no había investigado la
madriguera de la rata ni mirado los cuadros como había pensado hacer. Encendió la otra
lámpara, que no tenía pantalla, y levantándola se situó frente al tercer cuadro a la derecha
de la chimenea, que era por donde había visto desaparecer a la rata la noche anterior.
A la primera ojeada retrocedió, tan bruscamente sobresaltado que casi dejó caer la
lámpara, y una mortal palidez cubrió sus facciones. Sus rodillas entrechocaron, pesadas
gotas de sudor perlaron su frente, y tembló como un álamo. Pero era joven y animoso, y
consiguió armarse nuevamente de valor; tras una pausa de unos segundos avanzó
lentamente unos pasos, alzó la lámpara y examinó el cuadro, que una vez desempolvado y
limpio era ya claramente distinguible.
Era el retrato de un juez vestido de púrpura y armiño. Su rostro era fuerte y
despiadado, maligno, vengativo y astuto, con una boca sensual y una nariz ganchuda de
rojizo color y forma semejante al pico de un ave de presa. El resto de la cara era de un
color cadavérico. Los ojos, de un brillo peculiar, tenían una expresión terriblemente
maligna. Contemplándolos, Malcomson sintió frío, pues en ellos vio una réplica exacta a
los ojos de la enorme rata. Casi se le cayó la lámpara de la mano cuando vio a ésta
mirándole con sus ojillos fúnebres desde el agujero de la esquina del cuadro y notó el
repentino cese del ruido de las demás. Pese a ello, volvió a reunir todo su valor y continuó
examinando la pintura.
El juez estaba sentado en una gran silla de roble tallado de respaldo alto, a la derecha
de una chimenea de piedra junto a la cual colgaba desde el techo una cuerda que yacía con
su extremo inferior enrollado en el suelo. Con una sensación de horror, Malcomson
reconoció en esa escena la habitación donde se hallaba ahora, y miró despavorido a su
alrededor, como esperando hallar alguna extraña presencia a su espalda. Luego volvió a
dirigir su mirada al rincón que formaba la chimenea lanzando un grito desgarrado, dejó
caer la lámpara que llevaba en la mano.
Allí, en la silla del juez, con la cuerda colgando tras ella, se había instalado aquella
enorme rata que tenía la misma fúnebre mirada que éste, ahora diabólicamente intensa.
Excepto el ulular de la tormenta, todo mantenía un completo silencio. La lámpara caída
hizo que Malcolmson volviera a la realidad. Por fortuna, era de metal y el aceite no se
derramó. Sin embargo, la necesidad de recogerla de inmediato serenó sus aprensiones
nerviosas. Cuando hubo apagado la lámpara se secó el sudor y meditó un momento.
―Esto no puede ser ―se dijo en voz alta―. Si sigo así voy a volverme loco. ¡Basta ya!
Prometí al doctor que no tomaría té. ¡Por Dios que tenía razón! Mis nervios han debido
llegar a un estado terrible. Es curioso que yo no lo note. Nunca en mi vida me he
encontrado mejor. Pero ahora todo vuelve a ir bien, no volveré a comportarme como un
necio.
Se preparó un buen vaso de brandy y se sentó resueltamente para proseguir su
estudio. Llevaba así cerca de una hora cuando levantó la vista del libro, atraído por el
súbito silencio. Sin embargo, el viento ululaba y rugía más fuerte que nunca, y la lluvia
golpeaba en ráfagas los cristales de las ventanas como si fuera granizo; en el interior de la
casa, sin embargo, no se oía nada, excepto el eco del viento bramando por la gran
chimenea como un arrullo de la tormenta. El fuego casi se había apagado; ardía ya sin
llama, arrojando sólo un resplandor rojizo.
Escuchó con atención, y entonces oyó un tenue y chirriante ruido, casi inaudible.
Provenía del rincón de la estancia donde colgaba la cuerda, y el estudiante pensó que
debía de producirlo el roce de la cuerda contra el suelo cuando el balanceo de la campana
la hacía subir y bajar. Sin embargo, al mirar hacia allí, observó sorprendido que la rata,
agarrada a la cuerda, la estaba royendo. La cuerda estaba ya casi roída por entero; se podía
ver un color más claro en el punto donde las hebras internas habían quedado al
descubierto. Mientras observaba, la tarea quedó completada y la cuerda cayó con un
chasquido sobre el piso de roble, al tiempo que, por un instante, la gran rata permanecía
colgada, como una monsruosa borla o campanilla, del cabo superior, que empezó a
balancearse a uno y otro lado.
Sintió por un momento otra oleada brusca de terror al darse cuenta de que la
posibilidad de comunicarse con el mundo exterior y pedir auxilio había quedado cortada,
pero este sentimiento fue reemplazado en seguida por una intensa cólera y, agarrando el
libro que estaba leyendo, lo arrojó contra la rata. El tiro iba bien dirigido, pero antes de que
el proyectil pudiera alcanzarla, la rata se dejó caer y aterrizó en el suelo con un blando
ruido. MalcoImson se abalanzó al instante sobre ella, pero el animal salió disparado y
desapareció en las sombras de la estancia.
Comprendió que el estudio había terminado, al menos por aquella noche, y decidió
alterar la monotonía de su vida con una cacería de ratas. Retiró la pantalla de la lámpara
para conseguir un mayor radio de acción de la luz. Al hacerlo, se disiparon las tinieblas de
la parte superior de la estancia, y ante aquella invasión de luz, cegadora en comparación
con la oscuridad anterior, los cuadros de la pared destacaron limpiamente. Desde donde
estaba Malcomson pudo ver, justo frente a él, el tercero a la derecha de la chimenea. Se
frotó con sorpresa los ojos, y luego un gran miedo empezó a invadirle. En el centro del
cuadro había un espacio vacío, grande e irregular, en el que se veía el lienzo pardo tan
limpio como cuando fue colocado en el bastidor. El fondo del cuadro estaba como antes,
con la silla, el rincón de la chimenea y la cuerda, pero la figura del juez había
desaparecido.
Estremecido de terror, fue girando lentamente, y entonces empezó a temblar como
afectado por un ataque de parálisis. Sus fuerzas parecían haberle abandonado, dejándole
incapaz de hacer el menor movimiento, incluso casi incapaz de pensar. Sólo podía ver y
oír. Allí, en la gran silla de roble de alto respaldo, estaba sentado el juez, con su atuendo de
púrpura y armiño, los fúnebres ojos brillando vengativos, una sonrisa de triunfo en la
boca, firme y cruel, mientras sostenía en sus manos un negro birrete.
Malcomson notó que la sangre huía de su corazón, como lo que se siente en los
momentos de prolongada ansiedad. Le silbaban los oídos. Sin embargo, podía oír el
bramar y el aullar de la tempestad y, atravesándola, deslizándose sobre ella, le llegaron las
campanadas de medianoche, en grandes repiques, desde la plaza del mercado. Durante un
tiempo que se le antojó interminable permaneció inmóvil como una estatua, casi sin
respiración, con los ojos desorbitados, heridos de horror.
A medida que iba sonando el reloj se intensificaba la sonrisa de triunfo en la cara del
juez, y cuando hubo sonado la última campanada de medianoche se colocó el negro
birrete en la cabeza. Lenta, deliberadamente, el juez se levantó de su asiento y tomó el
trozo de cuerda que yacía en el suelo, lo palpó con sus manos como si su contacto le
produjese placer, y luego empezó a anudar uno de sus extremos. Apretó y comprobó el
nudo con el pie, tirando fuertemente de él hasta quedar satisfecho, y entonces lo
transformó en un nudo corredizo, que alzó en su mano. Después empezó a moverse a lo
largo de la mesa, por el lado opuesto a donde se encontraba Malcomson, con la mirada fija
en él, hasta que le rebasó; entonces, con un rápido movimiento, se colocó ante la puerta.
Malcomson empezó a darse cuenta en ese momento de que había caído en una
trampa, e intentó pensar qué debía hacer. Había cierta fascinación en los ojos del juez que
no se apartaban de él, y cuya mirada se veía forzado a sostener. Vio que el juez se le
aproximaba (sin dejarde mantenerse entre la puerta y el joven), levantaba el lazo y lo
arrojaba en su dirección, como para capturarle. Con un gran esfuerzo hizo un rápido
movimiento lateral y vio cómo la cuerda caía a su lado y la oyó golpear contra el suelo de
roble. De nuevo levantó el nudo el juez y trató de cazarle, sin apartar sus fúnebres ojos de
él, y el estudiante consiguió evitarlo haciendo un poderoso esfuerzo. Esto se repitió
muchas veces, sin que el juez pareciera desanimarse por sus fracasos, sino más bien gozar
con ellos, como un gato con un ratón. Por fin, en la cumbre de su desesperación,
Malcomson arrojó una rápida mirada a su alrededor. La lámpara parecía reavivada y una
brillante luz inundaba la estancia. En las numerosas madrigueras y en las grietas y
agujeros del zócalo vio los ojos de las ratas; y esta visión, puramente física, le proporcionó
un destello de bienestar. Miró y pudo darse cuenta de que la cuerda de la gran campana
de alarma estaba plagada de ratas. Cada centímetro estaba cubierto de ellas, cada vez
salían más a través del pequeño agujero circular del techo de donde emergían, de tal modo
que, bajo su peso, la campana empezaba a oscilar.
Osciló hasta que el badajo llegó a tocarla. El sonido fue muy tenue, pero apenas había
comenzado su vaivén, y poco a poco iría aumentando la potencia del tañido.
Al oírlo, el juez, que había mantenido los ojos fijos en Malcomson, los levantó, y un
gesto de diabólica ira contrajo su rostro. Sus ojos relucieron como carbones encendidos y
golpeó el suelo con el pie, haciendo un ruido que pareció estremecer toda la casa. El
pavoroso estruendo de un trueno estalló sobre sus cabezas al mismo tiempo que el juez
volvía a levantar el lazo y las ratas seguían subiendo y bajando por su cuerda, como si
luchasen contra el tiempo. Pero esta vez, en lugar de arrojarlo, se fue acercando a su
víctima, y fue abriendo el lazo a medida que se aproximaba. Al llegar frente al estudiante
pareció irradiar algo paralizante con su sola presencia, y Malcomson, permaneció rígido
como un cadáver. Sintió sobre su garganta los helados dedos del juez mientras éste le
ajustaba el lazo. El nudo se apretó. Entonces el juez, tomando en sus brazos el rígido
cuerpo del muchacho, lo levantó, colocándolo en pie sobre la silla de roble y, subido junto
a él, alzó su mano y cogió el extremo de la oscilante cuerda de la campana de alarma. Al
alzar la mano, las ratas huyeron, chillando, por el agujero del techo. Tomando el extremo
del lazo que rodeaba el cuello de Malcomson, lo ató a la cuerda que colgaba de la campana
y entonces, descendiendo de nuevo al suelo, quitó la silla.
Al comenzar a sonar la campana de alarma de la Casa del Juez se congregó de
inmediato un gran gentío. Aparecieron luces y antorchas y, silenciosamente, la multitud se
encaminó presurosa hacia allí. Golpearon fuertemente la puerta, pero nadie respondió.
Entonces la echaron abajo y penetraron en el gran comedor; el doctor iba a la cabeza
de todos. El cuerpo del estudiante se balanceaba del extremo de la cuerda de la gran
campana de alarma; en el cuadro, el rostro del juez mostraba una sonrisa maligna.

No hay comentarios:

Archivo del blog

_____________

¡Suscríbete!

Wikio Estadisticas de visitas Leer mi libro de visitas Firmar el libro de visitas Technorati Profile Add to Technorati Favorites

PARA PASAR UN BUEN RATO

Powered By Blogger

Etiquetas

Philip K. Dick (144) SPECIAL (138) cuentos de zotique (18) 2ªparte (16) zothique (16) edgar allan poe (15) jack london (15) salvatore (14) relato (13) las guerras demoniacas (12) scifi (11) 1ªPat. (10) Terry Pratchett (10) Charles Dickens (8) cuentos (7) thomas harris (7) Fredric Brown (6) cuento (6) stars wars (6) terror (6) timothy (6) zahn (6) Anne Rice (5) MundoDisco (5) anibal lecter (5) ARTHUR C. CLARKE (4) CONFESIONES DE UN ARTISTA DE MIERDA (4) ESPECIAL (4) Hermann Hesse (4) Jonathan Swift (4) Jorge Luis Borges (4) LOS TRES MOSQUETEROS (4) anonimo (4) conan (4) gran hermano (4) lloyd alexander (4) paulo coelho (4) ray bradbury (4) 1984 (3) 2volumen (3) EL ALEPH (3) EL LADRON DE CUERPOS (3) Edgar Rice Burroughs (3) El Éxodo De Los Gnomos (3) FINAL (3) GIBRÁN KHALIL GIBRÁN (3) H. P. Lovecraft (3) Homero (3) Oscar Wilde (3) REINOS OLVIDADOS (3) Richard Awlinson (3) Robert E. Howard (3) Stephen King (3) apocaliptico (3) aventuras de arthur gordon pyn (3) barbacan (3) bruxas de portobello (3) chuck palahniuk (3) ciencia ficcion (3) clive barker (3) compendio de la historia (3) dragon rojo (3) el apostol del demonio (3) fantasia (3) george orwel (3) imagenes (3) la guarida del maligno (3) leyes de internet (3) lord dunsany (3) poul anderson (3) thiller (3) un mundo feliz (3) 06 (2) 1volumen (2) 1ªCap (2) 2 (2) 2001 una odisea espacial (2) 3 (2) 3volumen (2) 3ªparte (2) 4volumen (2) 5volumen (2) Anonymous (2) Anton Chejov (2) CUENTOS DE LA ALHAMBRA (2) Corto de Animación (2) Cuentos Maravillosos (2) David Eddings (2) Dragonlance (2) EL CASTILLO DE LOS CÁRPATOS (2) EL MUNDO DE JON (2) ENTRADAS (2) El jugador (2) El retrato de Dorian Gray (2) Eliphas Levi (2) Fistandantilus (2) Fitzgerald (2) Fábulas (2) Fëdor Dostoyevski (2) HORACIO QUIROGA (2) IMPOSTOR (2) JUAN SALVADOR GAVIOTA (2) José de Esponceda (2) Julio Verne (2) LA ISLA DEL TESORO (2) LA ODISEA (2) LOS VERSOS SATANICOS (2) Libro 2 de Leyendas Perdidas (2) Lord Byron (2) Lovecraft (2) MARQUES DE SADE (2) Mundo Disco (2) PODEMOS RECORDARLO TODO POR USTED (2) Pandora (2) Paul Auster (2) Robert L. Stevenson (2) Tantras (2) Terry Pratchet (2) Washington Irving (2) a vuestros cuerpos dispersos (2) aldous huzley (2) ambrose bierce (2) anthony bruno (2) august derleth (2) aventura (2) cap.3º (2) clarise (2) cronicas marcianas (2) dracula (2) dragones (2) el abat malefico (2) el angel y el apocalipsis (2) el club de la lucha (2) el despertar del demonio (2) el espiritu del dactilo (2) el hijo de elbrian (2) el silencio de los corderos (2) el silencio de los inocentes (2) el templo (2) guerras demoniacas (2) h.p. lovecraft (2) hannibal (2) hannibal lecter (2) heredero del imperio (2) historia (2) ii (2) indice (2) jaime a. flores chavez (2) la quimera del oro (2) markwart (2) novela (2) parte1ª (2) pecados capitales (2) philip jose farmer (2) poema (2) policiaco (2) republica internet (2) seven (2) vampiros (2)  jack london Las muertes concéntricas (1) "Canción del pirata" (1) (1932) (1) (1988) (1) 01 (1) 02 (1) 03 (1) 04 (1) 05 (1) 1 (1) 13 cuentos de fantasmas (1) 1554 (1) 20 reglas para el juego del poder (1) 2001 (1) (1) 3º y 4ºcaps. (1) 5 (1) (1) 6 (1) 666 (1) (1) (1) (1) 9º cap. (1) A Tessa (1) A mi amor (1) ABOMINABLE (1) ACEITE DE PERRO (1) ACTO DE NOVEDADES (1) ADIÓS VINCENT (1) AGUARDANDO AL AÑO PASADO (1) AIRE FRIO (1) ALAS ROTAS (1) ALCACER (1) ALFRED BESTER (1) ALGO PARA NOSOTROS TEMPONAUTAS (1) ALGUNAS CLASES DE VIDA (1) ALGUNAS PECULIARIDADES DE LOS OJOS (1) ANTES DEL EDEN (1) AQUÍ YACE EL WUB (1) ARAMIS (1) AUTOMACIÓN (1) AUTOR AUTOR (1) AVALON (1) AVENTURA EN EL CENTRO DE LA TIERRA (1) Agripa (1) Aguas Profundas (1) Alaide Floppa (1) Alejandro Dumas (1) Alekandr Nikoalevich Afanasiev (1) Algunos Poemas a Lesbia (1) Alta Magia (1) Ana María Shua (1) Angélica Gorodischer - EL GRAN SERAFÍN (1) Anónimo (1) Apariciones de un Ángel (1) Archivo (1) Arcipreste de Hita (1) Aventuras de Robinson Crusoe (1) BBaassss (1) BRUTALIDAD POLICIAL DE LA CLASE DOMINANTE (1) Barry Longyear (1) Benito Pérez Galdós (1) Beowulf (1) Berenice se corta el pelo (1) Bram Stoker (1) Bruce Sterling (1) Brujerías (1) BÉBASE ENTERO: CONTRA LA LOCURA DE MASAS (1) CADA CUAL SU BOTELLA (1) CADBURY EL CASTOR QUE FRACASÓ (1) CADENAS DE AIRE TELARAÑAS DE ÉTER (1) CAMILO JOSE CELA (1) CAMPAÑA PUBLICITARIA (1) CANTATA 140 (1) CARGO DE SUPLENTE MÁXIMO (1) CARTERO (1) CIENCIA-FICClON NORTEAMERICANA (1) COLONIA (1) CONSTITUCIÓN ESPAÑOLA DE 1978 (1) COPLAS A LA MUERTE DE SU PADRE (1) COTO DE CAZA (1) CUENTO DE NAVIDAD (1) CUENTO DE POE (1) CYBERPUNK (1) Calila y Dimna (1) Camioneros (1) Canción del pirata (1) Cavadores (1) Charles Bukowski (1) Clark Ashton Smith (1) Constitución 1845 (1) Constitución de 1834 (1) Constitución de 1837 (1) Constitución de 1856 (1) Constitución de 1871 (1) Constitución de 1876 (1) Constitución de 1931 (1) Constitución de 1978 (1) Constitución española de 1812 (1) Crónicas de Belgarath (1) Cuatro Bestias en Una: El Hombre Cameleopardo (1) Cuentos De Invierno (1) Cuentos De Invierno 2 (1) Cuerpo de investigación (1) CÁNOVAS (1) CÁTULO (1) DEL TIEMPO Y LA TERCERA AVENIDA (1) DESAJUSTE (1) DESAYUNO EN EL CREPÚSCULO (1) DESPERTARES. (1) DETRÁS DE LA PUERTA (1) DIABLO (1) DIÁLOGO SOBRE LA PENA CAPITAL (1) DOCTOR BHUMBO SINGH (1) DON DINERO (1) Daniel Defoe (1) Dashiell Hammett (1) Denuncia (1) Dia De Suerte (1) Divina Comedia (1) Dolores Claiborne (1) Douglas Adams (1) Douglas Niles (1) EL ABONADO (1) EL AHORCADO (1) EL ARTEFACTO PRECIOSO (1) EL CARDENAL (1) EL CASO RAUTAVAARA (1) EL CAÑÓN (1) EL CLIENTE PERFECTO (1) EL CLUB DE LUCHA (1) EL CONSTRUCTOR (1) EL CORAZON DE LAS TINIEBLAS (1) EL CUENTO FINAL DE TODOS LOS CUENTOS (1) EL DIENTE DE BALLENA (1) EL DÍA QUE EL SR. COMPUTADORA SE CAYÓ DE SU ÁRBOL (1) EL FABRICANTE DE CAPUCHAS (1) EL FACTOR LETAL (1) EL FALLO (1) EL GRAN C (1) EL HALCÓN MALTÉS (1) EL HOBBIT (1) EL HOMBRE DORADO (1) EL HOMBRE VARIABLE (1) EL HÉROE ES ÚNICO (1) EL INFORME DE LA MINORÍA (1) EL LADO OSCURO DE LA TIERRA (1) EL LOCO (1) EL MARTILLO DE VULCANO (1) EL MUNDO CONTRA RELOJ (1) EL MUNDO QUE ELLA DESEABA (1) EL OJO DE LA SIBILA (1) EL PADRE-COSA (1) EL PLANETA IMPOSIBLE (1) EL PRINCIPE (1) EL REY DE LOS ELFOS (1) EL TIMO (1) EL TRITÓN MALASIO (1) EL VAGABUNDO (1) EL ÍDOLO OSCURO (1) EL ÚLTIMO EXPERTO (1) ELOGIO DE TU CUERPO (1) EN EL BOSQUE DE VILLEFERE Robert E. Howard (1) EN EL JARDÍN (1) EN LA TIERRA SOMBRÍA (1) EQUIPO DE AJUSTE (1) EQUIPO DE EXPLORACIÓN (1) ERLATHDRONION (1) ESCRITOS TEMPRANOS (1) ESPADAS CONTRA LA MAGIA (1) ESPADAS CONTRA LA MUERTE (1) ESPADAS ENTRE LA NIEBLA (1) ESPADAS Y DEMONIOS (1) ESPADAS Y MAGIA HELADA (1) ESTABILIDAD (1) EXPOSICIONES DE TIEMPO (1) EXTRAÑOS RECUERDOS DE MUERTE (1) Eco (1) El Anillo Mágico de Tolkien (1) El Anticristo (1) El Asesino (1) El Barón de Grogzwig (1) El Cartero Siempre Llama Dos Veces (1) El Color De La Magia (1) El Corsario (1) El Dragón (1) El Entierro (1) El Incidente del Tricentenario (1) El Invitado De Drácula (1) El Jardín del Miedo (1) El Mago de Oz (1) El Misterio De Marie Roget (1) El Paraíso Perdido (1) El País De Las Últimas Cosas (1) El Presidente del Jurado (1) El Relato Del Pariente Pobre (1) El Vendedor de Humo (1) El camaleón (1) El caso de Charles Dexter Ward (1) El coronel no tiene quien le escriba (1) El doble sacrificio (1) El guardián entre el centeno (1) El hundimiento de la Casa de Usher (1) El judío errante (1) El manuscrito de un loco (1) El misterio (1) El número 13 (1) El pez de oro (1) El príncipe feliz (1) El puente del troll (1) El que cierra el camino (1) Electrobardo (1) Erasmo de Rotterdam (1) Estatuto de Bayona (1) FLAUTISTAS EN EL BOSQUE (1) FLUYAN MIS LÁGRIMAS DIJO EL POLICÍA (1) FOSTER ESTÁS MUERTO... (1) Fantasmas de Navidad (1) Federico Nietzsche (1) Festividad (1) Floyd L. Wallace (1) Francisco de Quevedo y Villegas (1) Franz Kafka (1) Fritz Leiber (1) GESTARESCALA (1) Gabriel García Márquez (1) Genesis (1) Gesta de Mio Cid (1) HISTORIA DE DOS CIUDADES (1) HISTORIA EN DOS CIUDADES (1) HUMANO ES (1) Historias de fantasmas (1) INFORME SOBRE EL OPUS DEI (1) IRVINE WELSH (1) Inmigración (1) Isaac Asimov (1) Itaca (1) J.R.R. TOLKIEN (1) JAMES P. CROW (1) JUEGO DE GUERRA (1) Jack London -- La llamada de la selva (1) John Milton (1) Jorge Manrique (1) Joseph Conrad (1) Juan Ruiz (1) Juan Valera (1) LA ARAÑA ACUÁTICA (1) LA BARRERA DE CROMO (1) LA CALAVERA (1) LA CAPA (1) LA CRIPTA DE CRISTAL (1) LA ESPAÑA NEGRA (1) LA ESTRATAGEMA (1) LA FE DE NUESTROS PADRES (1) LA GUERRA CONTRA LOS FNULS (1) LA HERMANDAD DE LAS ESPADAS (1) LA HORMIGA ELÉCTRICA (1) LA INVASIÓN DIVINA (1) LA JUGADA (1) LA LAMPARA DE ALHAZRED (1) LA LEY DE LA VIDA (1) LA M NO RECONSTRUIDA (1) LA MAQUETA (1) LA MAQUINA PRESERVADORA (1) LA MENTE ALIEN (1) LA MIEL SILVESTRE (1) LA NAVE DE GANIMEDES (1) LA NAVE HUMANA (1) LA NIÑERA (1) LA PAGA (1) LA PAGA DEL DUPLICADOR (1) LA PENÚLTIMA VERDAD (1) LA PEQUEÑA CAJA NEGRA (1) LA PIMPINELA ESCALATA (1) LA PUERTA DE SALIDA LLEVA ADENTRO (1) LA RANA INFATIGABLE (1) LA REINA DE LA HECHICERÍA (1) LA SEGUNDA LEY (1) LA SEGUNDA VARIEDAD (1) LA TRANSMIGRACIÓN DE TIMOTHY ARCHER (1) LA VIDA EFÍMERA Y FELIZ DEL ZAPATO MARRÓN (1) LA VIEJECITA DE LAS GALLETAS (1) LABERINTO DE MUERTE (1) LAS ESPADAS DE LANKHMAR (1) LAS MIL DOCENAS (1) LAS PARADOJAS DE LA ALTA CIENCIA (1) LAS PREPERSONAS (1) LEYENDA DE LA CALLE DE NIÑO PERDIDO (1) LO QUE DICEN LOS MUERTOS (1) LOS CANGREJOS CAMINAN SOBRE LA ISLA (1) LOS CAZADORES CÓSMICOS (1) LOS CLANES DE LA LUNA ALFANA (1) LOS DEFENSORES (1) LOS DÍAS DE PRECIOSA PAT (1) LOS INFINITOS (1) LOS MARCIANOS LLEGAN EN OLEADAS (1) LOS REPTADORES (1) LOTERÍA SOLAR (1) LSD (1) La Caza de Hackers (1) La Dama de las Camelias (1) La Habitación Cerrada (1) La Ilíada (1) La Luna Nueva (1) La Luz Fantástica (1) La Metamorfosis (1) La Nave (1) La Pillastrona (1) La Plancha (1) La Sombra Y El Destello (1) La Tortura de la Esperanza (1) La canción de Rolando (1) La catacumba (1) La familia de Pascual Duarte (1) La peste escarlata (1) La senda de la profecía (1) Las Campanas (1) Las Tablas Del Destino (1) Las cosas que me dices (1) Ley de Extranjería (1) Libro 1 (1) Libro 2 (1) Libro 3 (1) Libro de Buen Amor (1) Lo inesperado (1) Los Versos Satánicos (1) Los siete mensajeros (1) Lyman Frank Baum (1) MADERO (1) MAQUIAVELO (1) MECANISMO DE RECUPERACIÓN (1) MINORITY REPORT (1) MINORITY REPORT (1) MIO CID (1) MUERTE EN LA MONTAÑA (1) MUSICA (1) MUÑECOS CÓSMICOS (1) Mario Levrero (1) Marqués de Sade (1) Mary Higgins Clark (1) Marzo Negro (1) Mascarada (1) Miedo en la Scala (1) Montague Rhodes James (1) Mort (1) NO POR SU CUBIERTA (1) NOSOTROS LOS EXPLORADORES (1) NUESTROS AMIGOS DE FROLIK 8 (1) NUL-O (1) Nausícaa (1) Neuromante (1) Nombre (1) OBRAS ESCOGIDAS (1) OCTAVIO EL INVASOR (1) OH SER UN BLOBEL (1) OJO EN EL CIELO (1) ORFEO CON PIES DE ARCILLA (1) Odisea (1) Origen (1) Otros Relatos (1) PARTIDA DE REVANCHA (1) PESADILLA EN AMARILLO (1) PESADILLA EN BLANCO (1) PESADILLA EN ROJO (1) PESADILLA EN VERDE (1) PHILI K. DICK (1) PHILIP K. DICK . ¿QUE HAREMOS CON RAGLAND PARK? (1) PHILIP K.DICK (1) PIEDRA DE TOQUE (1) PIEZA DE COLECCIÓN (1) PLANETA DE PASO (1) PLANETAS MORALES (1) PODEMOS CONSTRUIRLE (1) PROBLEMAS CON LAS BURBUJAS (1) PROGENIE (1) PROYECTO: TIERRA (1) Para encender un fuego (1) Patrick Süskind (1) Peter Shilston (1) Petición pública (1) Poema de amarte en silencio (1) Poemas Malditos (1) Poesía (1) QUISIERA LLEGAR PRONTO (1) R.L. Stevenson (1) RENZO (1) ROMANCERO ANONIMO (1) ROOG (1) Rechicero (1) Residuos (1) Richard Back (1) Richard Matheson (1) Ritos Iguales (1) Robert Bloch (1) Ruido atronador (1) SACRIFICIO (1) SAGRADA CONTROVERSIA (1) SERVICIO DE REPARACIONES (1) SERVIR AL AMO (1) SI NO EXISTIERA BENNY CEMOLI... (1) SNAKE (1) SOBRE LA DESOLADA TIERRA (1) SOBRE MANZANAS MARCHITAS (1) SOY LEYENDA (1) SPECIAL - (1) SU CITA SERÁ AYER (1) SUSPENSIÓN DEFECTUOSA (1) Saga Macross (1) Salman Rushdie (1) San Juan de la Cruz (1) Si me amaras (1) Siglo XIX (1) Significado (1) SÍNDROME DE RETIRADA (1) TAL COMO ESTÁ (1) TIENDA DE CHATARRA (1) TONY Y LOS ESCARABAJOS (1) Tarzán y los Hombres Leopardo (1) Teatro de Crueldad (1) Telémaco (1) The Reward (1) Thomas M. Disch (1) Trainspotting (1) Tu aroma (1) UBIK (1) UN ESCÁNDALO EN BOHEMIA (1) UN MUNDO DE TALENTOS (1) UN PARAÍSO EXTRAÑO (1) UN RECUERDO (1) UN REGALO PARA PAT (1) UNA INCURSIÓN EN LA SUPERFICIE (1) UNA ODISEA ESPACIAL (1) Un Trozo de carne (1) Un millar de muertes (1) Una Historia Corta del MundoDisco (1) VETERANO DE GUERRA (1) VIDEO (1) VISITA A UN PLANETA EXTRAÑO (1) VIVA LA PEPA (1) Viajes de Gulliver (1) Villiers de L'Isle Adam (1) Volumen I de Avatar (1) Volumen II de Avatar (1) Volumen III de Avatar (1) WILLIAM BURROUGHS (1) William Gibson (1) Y GIRA LA RUEDA (1) YONQUI (1) a fox tale (1) agatha christie (1) aguas salobres (1) alan dean foster (1) alas nocturnas (1) alfonso linares (1) alien (1) allan (1) americano actual (1) amor oscuro (1) anabelle lee (1) anarko-underground (1) angeles (1) anon (1) antigua versión (1) apostasia (1) art (1) arthur conan doyle (1) asceta (1) asesinatos (1) avatar (1) aventuras (1) bajo el signo de alpha (1) berenice (1) biografia (1) bipolaridad (1) brujas.benito perez galdos (1) budismo (1) budista (1) cabeza de lobo (1) cap.2º (1) cap1º (1) cap2º (1) carnamaros (1) castas (1) castellana (1) chinos (1) ciberpunk (1) cimmeriano (1) citas (1) coaccion (1) coelho (1) como suena el viento (1) corto (1) cronicas de pridayn 2 (1) cronicas de pridayn 3 (1) cronicas de pridayn 4 (1) cronicas de prydayn 1 (1) cronicas de prydayn tr (1) cruvia (1) cuentos de un soñador (1) cuentos y fabulas (1) dactilo (1) dark (1) darren shan (1) definicion (1) demian (1) demonios (1) descontrol (1) dino buzzati (1) drogado (1) e.a.poe (1) edgar (1) el amo de los cangrejos (1) el barril del amontillado (1) el bucanero (1) el caldero magico (1) el castillo de llir (1) el cimerio (1) el corazon delator (1) el defensor (1) el demonio de la perversidad (1) el dios de los muertos (1) el enigma de las sociedades secretas (1) el escarabajo de oro (1) el fruto de la tumba (1) el gato negro (1) el gran rey (1) el idolo oscuro (1) el imperio de los nigromantes. (1) el invencible (1) el jardin de adompha (1) el jinete en el cielo (1) el libro de los tres (1) el octavo pasajero (1) el ojo de tandyla (1) el pie del diablo (1) el planeta de los simios (1) el pozo y el péndulo (1) el sexo y yo (1) el superviviente (1) el tejedor de la tumba (1) el ultimo jeroglifico (1) el unico juego entre los hombres (1) el verano del cohete (1) el viaje del rey euvoran (1) elabad negro de puthuum (1) etimologia (1) expulsion (1) fantasma (1) farmacias (1) fragmentos (1) francis bacon (1) frases (1) futuro mecanico (1) gengis khan (1) gnomos (1) goth (1) gothico (1) guerreras (1) guy de maupassant (1) hadas (1) harry potter y la piedra filosofal (1) historia ficcion (1) historietas (1) hombres (1) horror (1) horror onirico (1) i (1) iluminati (1) imperios galacticos (1) imperios galacticos III (1) imperios galaticos (1) inaguracion (1) indio americano (1) isabel allende (1) issac asimov (1) jack vance (1) jorge (1) justine (1) kabytes (1) la carta robada (1) la doctrina secreta (1) la isla de los torturadores (1) la loteria de babilonia (1) la magia de ulua (1) la mascara de la muerte roja (1) la montaña de los vampiros (1) la muerte de ilalotha (1) la nueva atlantida (1) la sombra (1) la ultima orden (1) las brujas de portobello (1) las tres leyes roboticas (1) lazarillo de tormes (1) libertad (1) libros sangrientos I (1) libros sangrientos II (1) libros sangrientos III (1) ligeia (1) lloid alexander (1) locura (1) los diez negritos (1) los infortunios de la virtud (1) los remedios de la abuela (1) los viejos (1) luis fernando verissimo (1) magia (1) mahatma gahdhi (1) mandragoras (1) mas vastos y mas lentos que los imperios (1) metadona (1) mi religion (1) miscelanea (1) misterio (1) mongoles (1) morthylla (1) movie (1) mujeres (1) narraciones (1) new (1) nigromancia en naat (1) no future (1) normandos (1) nueva era (1) nueva republica III (1) nuevas (1) oscuro (1) padre chio (1) palabras (1) parte 3ª (1) parte2ª (1) paulo (1) personajes (1) peter gitlitz (1) pierre boulle (1) placa en recuerdo de la represalia fascista (1) poe (1) poemas Zen (1) poesías (1) politica (1) por una net libre (1) portugues (1) psicosis (1) realidad divergente (1) recopilacion (1) recopilación (1) relato ciencia ficcion (1) relatos (1) relatos de los mares del sur (1) relay (1) republica intrnet (1) ricardo corazon de leon (1) rituales con los angeles (1) robert silverberg (1) robin hood (1) rpg (1) sajones (1) segunda parte (1) sherwood (1) si las palabras hablaran (1) sociedad secreta (1) soma (1) somatico (1) subrealista (1) suicidas (1) taran el vagabundo (1) tramites (1) trasgus (1) trolls (1) u-boat (1) underground (1) ursula k.leguin (1) usher II (1) veronika decide morir (1) vida (1) vikingos (1) volumen VI (1) willian wilson (1) xeethra (1) ylla (1) yo robot (1) zodiacos (1) ¡CURA A MI HIJA MUTANTE! (1) ¿SUEÑAN LOS ANDROIDES CON OVEJAS ELÉCTRICAS? (1) ¿quo vadis? (1) ÁNGELES IGNORANTES (1) Álvares de Azevedo (1)

FEEDJIT Live Traffic Feed