Baronesa de Orczy
I
PARIS, SEPTIEMBRE DE 1792
Una muchedumbre enfurecida, hirviente y
vociferante de seres que sólo de nombre eran
humanos, pues a la vista y al oído no parecían
sino bestias salvajes, animados por las bajas
pasiones, la sed de venganza y el odio. La hora,
un poco antes del crepúsculo, y el lugar, la
barricada del Oeste, el mismo sitio en que, una
década después, un orgulloso tirano erigiría un
monumento imperecedero a la gloria de la nación
y a su propia vanidad.
Durante la mayor parte del día la guillotina
había desempeñado su espantosa tarea: todo
aquello de lo que Francia se había jactado en los
siglos pasados, apellidos ancestrales y sangre
azul, pagaba tributo a su deseo de libertad y
fraternidad. Que a últimas horas de la tarde
hubiera cesado la carnicería únicamente se debía
a que la gente tenía otros espectáculos más
interesantes que presenciar, un poco antes de que
cayera la noche y se cerraran definitivamente las
puertas de la ciudad.
Y por eso, la muchedumbre abandonó
precipitadamente la Place de la Gréve y se
dirigió a las distintas barricadas para asistir a
aquel espectáculo tan divertido.
Podía verse todos los días, porque ¡aquellos
aristócratas eran tan estúpidos! Naturalmente,
eran traidores al pueblo, todos ellos: hombres y
mujeres, y hasta los niños que descendían de los
grandes hombres que habían cimentado la gloria
de Francia desde la época de las Cruzadas, la
vieja noblesse. Sus antepasados habían sido los
opresores del pueblo, lo habían aplastado bajo
los tacones escarlata de sus delicados zapatos de
hebilla y, de repente, el pueblo se había hecho
dueño de Francia y aplastaba a sus antiguos amos
—no bajo los tacones, porque la mayoría de la
gente iba descalza en aquellos tiempos—, sino
bajo un peso más eficaz, el de la cuchilla de la
guillotina.
Y cada día, cada hora, el repugnante
instrumento de tortura reclamaba múltiples
víctimas: ancianos, mujeres jóvenes, niños
pequeños, hasta el día en que reclamara también
la cabeza de un rey y de una hermosa y joven
reina.
Pero así debía ser, ¿acaso no era el pueblo el
soberano de Francia? Todo aristócrata era un
traidor, como lo habían sido sus antepasados. El
pueblo sudaba y trabajaba y se moría de hambre
desde hacía doscientos años para mantener el
lujo y la extravagancia de una corte libidinosa;
ahora, los descendientes de quienes habían
contribuido al esplendor de aquellas cortes tenían
que esconderse para salvar la vida, escapar si
querían evitar la tardía venganza de un pueblo.
Y, efectivamente, intentaban esconderse, e
intentaban escapar; en eso radicaba precisamente
la gracia del asunto. Todas las tardes, antes de
que se cerraran las puertas de la ciudad y de que
los carros del mercado desfilaran por las distintas
barricadas, algún aristócrata estúpido trataba de
librarse de las garras del Comité de Salud
Pública. Con diversos disfraces, bajo distintos
pretextos, intentaban cruzar las barreras, bien
protegidas por los ciudadanos soldados de la
República. Hombres con ropas de mujer, mujeres
con atuendo masculino, niños disfrazados con
harapos de mendigo. Los había de todos los
tipos: antiguos condes, marqueses, incluso
duques que querían huir de Francia, llegar a
Inglaterra o a otro maldito país, y allí despertar
sentimientos contrarios a la gloriosa Revolución,
o formar un ejército con el fin de liberar a los
desgraciados prisioneros que antes se llamaban a
sí mismos soberanos de Francia.
Pero casi siempre los cogían al llegar a las
barricadas, sobre todo en la Puerta del Oeste,
vigilada por el sargento Bibot, que poseía un
olfato prodigioso para descubrir a los
aristócratas, aunque fueran perfectamente
disfrazados. Y, naturalmente, era entonces
cuando empezaba la diversión. Bibot observaba a
su presa como el gato observa al ratón;
jugueteaba con ella, a veces durante un cuarto de
hora; simulaba que se dejaba engañar por el
disfraz, las pelucas y los efectos teatrales que
ocultaban la identidad de un antiguo marqués o
un conde.
¡Ah! Bibot tenía un gran sentido de humor, y
merecía la pena acercarse a la barricada del
Oeste para verle cuando sorprendía a un
aristócrata en el momento en que intentaba
escapar a la venganza de su pueblo.
A veces, Bibot permitía a su víctima traspasar
las puertas, le dejaba creer al menos durante dos
minutos que de verdad había huido de París, que
incluso lograría llegar sana y salva a Inglaterra;
pero cuando el pobre desgraciado había recorrido
unos diez metros hacia la tierra de la libertad,
Bibot enviaba a dos de sus hombres detrás de él
y lo traían despojado de su disfraz.
¡Ah, qué gracioso era aquello! Pues, con mucha
frecuencia, el fugitivo resultaba ser una mujer,
una orgullosa marquesa que ponía una expresión
terriblemente cómica al comprender que había
caído en las garras de Bibot, sabiendo que al día
siguiente le esperaba un juicio sumarísimo y, a
continuación, el cariñoso abrazo de Madame
Guillotina.
No es de extrañar que aquella hermosa tarde de
septiembre la muchedumbre que rodeaba a Bibot
estuviese impaciente y excitada. La sed de sangre
aumenta cuando se satisface, y nunca se llega a
saciar: aquel día, la multitud había visto caer cien
cabezas nobles bajo la guillotina y quería
cerciorarse de que vería caer otras cien a la
mañana siguiente.
Bibot estaba sentado sobre un tonel vacío,
junto a las puertas; tenía bajo su mando un
pequeño destacamento de ciudadanos soldados.
Ultimamente se había multiplicado el trabajo.
Aquellos malditos aristócratas estaban
aterrorizados y hacían todo lo posible por salir de
París: hombres, mujeres y niños cuyos
antepasados, aun en épocas remotas, habían
servido a los traidores Borbones eran también
traidores y debían servir de pasto a la guillotina.
Cada día Bibot tenía la satisfacción de
desenmascarar a unos cuantos monárquicos
fugitivos y de hacerlos volver para que los
juzgara el Comité de Salud Pública, que estaba
presidido por el ciudadano Fouicquier Tinville,
un buen patriota.
Robespierre y Danton habían felicitado a Bibot
por su celo, y Bibot estaba orgulloso de haber
enviado a la guillotina al menos a cincuenta
aristócratas por iniciativa propia.
Pero aquel día todos los sargentos de las
distintas barricadas habían recibido órdenes
especiales. Ultimamente, un elevado número de
aristócratas había logrado escapar de Francia y
llegar a Inglaterra sanos y salvos. Corrían
extraños rumores sobre aquellas fugas; se habían
hecho muy frecuentes y extraordinariamente
osadas, y la gente empezaba a pensar cosas raras.
El sargento Grospierre había acabado en la
guillotina por haber dejado que una familia
entera de aristócratas escapara por la Puerta del
Norte ante sus mismísimas narices.
Todo el mundo decía que aquellas fugas las
organizaba una banda de ingleses de una osadía
increíble que, por el simple deseo de meterse en
asuntos que no les concernían, dedicaban su
tiempo libre a arrebatar a Madame Guillotina las
víctimas que en justicia le estaban destinadas.
Estos rumores pronto adquirieron unos tintes
absurdos. No cabía duda de que existía una
banda de ingleses entrometidos; además, se decía
que la dirigía un hombre de un valor y una
audacia poco menos que fabulosos. Circulaban
extrañas historias que aseguraban que tanto él
como los aristócratas a los que rescataba se
hacían invisibles repentinamente al llegar a las
puertas de la ciudad y que las traspasaban por
medios sobrenaturales.
Nadie había visto a aquellos misteriosos
ingleses, y en cuanto a su jefe, nunca se hablaba
de él sin un escalofrío supersticioso. En el
transcurso del día, el ciudadano Foucquier
Tinville recibía un trozo de papel de procedencia
desconocida; a veces lo encontraba en un bolsillo
de la chaqueta; en otras ocasiones se lo entregaba
alguien de entre la multitud, mientras se dirigía a
la reunión del Comité de Salud Pública. La nota
siempre contenía una breve advertencia de que la
banda de ingleses entrometidos estaba en acción,
y siempre iba firmada con un emblema en rojo,
una florecilla en forma de estrella, que en
Inglaterra se llama pimpinela escarlata. Al cabo
de unas horas de haber recibido la desvergonzada
nota, los ciudadanos del Comité de Salud Pública
se enteraban de que unos cuantos monárquicos y
aristócratas habían logrado llegar a la costa y se
dirigían a Inglaterra.
Se había duplicado el número de guardias en
las puertas de la ciudad, se había amenazado con
la guillotina a los sargentos al mando y se
ofrecían cuantiosas recompensas por la captura
de aquellos atrevidos y descarados ingleses. Se
había prometido una suma de cinco mil francos a
quien atrapara al misterioso y escurridizo
Pimpinela Escarlata.
Todos pensaban que Bibot sería esa persona, y
él dejaba que esta creencia cobrase fuerza en la
mente de todos; y así, día tras día, la gente iba a
verlo a la Puerta del Oeste para estar presente
cuando atrapase a los aristócratas fugitivos a los
que acompañase el misterioso inglés.
—¡Bah! —dijo Bibot a su cabo de confianza—,
¡El ciudadano Grospierre era un imbécil! Si
hubiera sido yo quien hubiera estado en la Puerta
del Norte la semana pasada...
El ciudadano Bibot escupió en el suelo para
expresar su desprecio por la estupidez de su
camarada.
—¿Cómo ocurrió, ciudadano? —preguntó el
cabo.
—Grospierre estaba en la puerta, de guardia —
contestó Bibot con ademán ampuloso, mientas la
multitud lo rodeaba, escuchando con interés su
relato—. Todos hemos oído hablar de ese inglés
entrometido del maldito Pimpinela Escarlata. No
pasará por mi puerta, ¡morbleu!, a menos que sea
el mismísimo diablo. Pero Grospierre era
imbécil. Los carros del mercado pasaban por las
puertas; había uno cargado de barriles,
conducido por un viejo, con un niño a su lado.
Grospierre estaba un poco borracho, pero se creía
muy listo. Miró dentro de los barriles —al menos
en la mayoría— y, como vio que estaban vacíos,
dejó pasar al carro.
Un murmullo de ira y desprecio circuló por el
grupo de pobres diablos harapientos que se
arremolinaban en torno al ciudadano Bibot.
—Media hora más tarde —prosiguió el
sargento— aparece un capitán de la guardia con
un escuadrón de doce soldados. «¿Ha pasado un
carro por aquí?», le pregunta jadeante a
Grospierre, «Sí», contesta Grospierre, «no hace
ni media hora». «¡Y les has dejado escapar!»,
grita furioso el capitán. «¡Irás a la guillotina por
esto, ciudadano sargento! ¡En ese carro iban
escondidos el duque de Chalis y toda su
familia!» «¿Qué?», bramó Grospierre, pasmado.
«¡Sí! ¡Y el conductor era ni más ni menos que
ese maldito inglés, Pimpinela Escarlata!»
La multitud acogió el relato con un rugido de
indignación. El ciudadano Grospierre había
pagado su terrible error con la guillotina, pero,
¡qué estúpido! ¡Qué estúpido!
Bibot se rió tanto de sus propias palabras que
tardó un rato en poder continuar.
—«¡Tras ellos, soldados!», gritó el capitán —
dijo al cabo de unos minutos—. «¡Acordaos de la
recompensa! ¡Tras ellos! ¡No pueden haber
llegado muy lejos!» Y a continuación cruzó la
puerta, seguido por una docena de hombres.
—¡Pero ya era demasiado tarde! —exclamó
con excitación la muchedumbre.
—¡No los alcanzaron!
—¡Maldito sea ese Grospierre por su
estupidez!
—¡Recibió su merecido!
—¡A quién se le ocurre no examinar los
barriles como es debido!
Pero aquellos comentarios parecían divertir
extraordinariamente a Bibot; rió hasta que le
dolieron los costados y le rodaron las lágrimas
por las mejillas.
—¡No, no! —dijo al fin—. ¡Si los aristócratas
no iban en el carro, y el conductor no era
Pimpinela Escarlata!
—¿Cómo?
—¡Cómo que no! ¡El capitán de la guardia era
ese maldito inglés disfrazado, y todos los
soldados, aristócratas!
En esta ocasión, la gente no dijo nada; aquella
historia tenía un aire sobrenatural, y aunque la
República había abolido a Dios, no había
conseguido aniquilar el temor a lo sobrenatural
en el corazón del pueblo. Verdaderamente, aquel
inglés debía ser el mismísimo diablo.
El sol se hundía por el oeste. Bibot se dispuso a
cerrar las puertas.
—En avant los carros —dijo.
Había unos doce carros cubiertos en fila,
dispuestos para abandonar la ciudad con el fin de
recoger los productos del campo que se
venderían en el mercado a la mañana siguiente.
Bibot los conocía a casi todos, pues traspasaban
la puerta que estaba a su cargo dos veces al día,
cuando entraban y salían de la ciudad. Hablaba
con un par de conductores —mujeres en su
mayoría— y examinaba minuciosamente el
interior de los vehículos.
—Nunca se sabe —decía siempre—, y no voy
a dejarme sorprender como le ocurrió al imbécil
de Grospierre.
Las mujeres que conducían los carros solían
pasar el día en la Place de la Gréve, bajo la
tarima de la guillotina, tejiendo y chismorreando
mientras contemplaban las filas de carretas que
transportaban a las víctimas que el Reinado del
Terror reclamaba diariamente. Era muy
entretenido ver la llegada de los aristócratas a la
recepción de Madame Guillotina, y los sitios
junto a la tarima estaban muy solicitados.
Durante el día, Bibot había estado de guardia en
la Place. Reconoció a la mayoría de aquellas
brujas, las tricoteuses, como se las llamaba, que
pasaban horas enteras tejiendo, mientras bajo la
cuchilla caía una cabeza tras otra, y en muchas
ocasiones les salpicaba la sangre de aquellos
malditos aristócratas.
—¡Hé, la mére! —le dijo Bibot a una de
aquellas horribles brujas—. ¿Qué llevas ahí?
Ya la había visto antes, con su labor de punto y
el látigo del carro al lado. La vieja había atado
una hilera de cabellos rizados al mango del
látigo, de todos los colores, desde el dorado al
plateado, rubios y oscuros, y los acarició con sus
dedos enormes y huesudos mientras respondía
riendo a Bibot:
—Me he hecho amiga del amante de Madame
Guillotina —dijo, emitiendo una risotada
grosera—. Los fue cortando mientras rodaban las
cabezas para dármelos. Me ha prometido que
mañana me dará más, pero no sé si estaré en el
sitio de siempre.
—¡Ah! ¿Y cómo es eso, la mére? —preguntó
Bibot, que, aun siendo soldado endurecido, no
pudo evitar un estremecimiento ante aquella
repulsiva caricatura de mujer, con su repugnante
trofeo en el mango del látigo.
—Mi nieto tiene la viruela —respondió
señalando con el pulgar hacia el interior del
carro—. Algunos dicen que es la peste. Si es así,
mañana no me dejarán entrar en París.
Al oír la palabra viruela, Bibot retrocedió
inmediatamente, y cuando la vieja habló de la
peste, se apartó de ella con la mayor rapidez
posible.
—¡Maldita seas! —murmuró, y la multitud se
apresuró a alejarse del carro, que quedó solo en
medio de la plaza.
La vieja bruja se echó a reír.
—¡Maldito seas tú, ciudadano, por tu cobardía!
—dijo— ¡Bah! ¡Vaya un hombre, que tiene
miedo a la enfermedad!
—¡Morbleu! ¡La peste!
Todos se quedaron espantados, en silencio,
horrorizados por el odioso mal, lo único que aún
era capaz de inspirar temor y asco a aquellos
seres salvajes y embrutecidos.
—¡Largaos, tú y tu prole apestada! —gritó
Bibot con voz ronca.
Y, tras soltar otra risotada, la vieja fustigó su
flaco rocín y el carro traspasó la puerta. El
incidente había estropeado la tarde. A la gente le
horrorizaban aquellas dos maldiciones, las dos
enfermedades que nada podía curar y que eran
precursoras de una muerte espantosa y solitaria.
Todos se dispersaron por los alrededores de la
barricada, silenciosos y taciturnos, mirándose
unos a otros con recelo, evitando el contacto
instintivamente, por si la peste ya rondaba entre
ellos. De repente, como en la historia de
Grospierre, apareció un capitán de la Guardia.
Pero Bibot lo conocía y no cabía la posibilidad
de que fuera el astuto inglés disfrazado.
—¡Un carro! —gritó jadeante el capitán antes
de llegar a las puertas.
—¿Qué carro? —preguntó Bibot con
brusquedad.
—Lo conducía una vieja... Un carro...
Cubierto...
—Había doce.
—Una vieja que dijo que su nieto tenía la
peste...
—Sí...
—¿No los habrá dejado pasar?
—¡Morbleu! —exclamó Bibot, cuyas mejillas
se habían puesto repentinamente blancas de
miedo.
—En ese carro iba la condesa de Tournay y sus
dos hijos, los tres traidores y condenados a
muerte.
—Pero, ¿y el conductor? —balbuceó Bibot al
tiempo que un estremecimiento de superstición le
recorría la columna vertebral.
—¡Sacré tonnerre! —exclamó el capitán—.
¡Pero si se teme que fuera ese maldito inglés,
Pimpinela Escarlata!
II
DOVER, EN LA POSADA «THE
FISHERMAN'S REST»
En la cocina, Sally estaba muy atareada;
sartenes y cacerolas se alineaban en el gigantesco
fogón, el enorme perol del caldo estaba en una
esquina y el espetón daba vueltas con lentitud y
parsimonia, presentando alternativamente a la
lumbre cada lado de una pierna de vaca de
nobles proporciones. Las dos jóvenes pinches
trajinaban sin cesar, deseosas de ayudar,
acaloradas y jadeantes, con las mangas de la
blusa de algodón bien subidas por encima de sus
codos rollizos, emitiendo risitas sofocadas por
alguna broma que sólo ellas conocían cada vez
que la señorita Sally les volvía la espalda. Y la
vieja Jamima, de ademán impasible y sólida
mole, no paraba de refunfuñar en voz baja,
mientras removía metódicamente el perol del
caldo sobre la lumbre.
—¡Venga, Sally! —se oyó gritar en el salón
con acento alegre, si bien no demasiado
melodioso.
THE FISHERMAN’S REST: El descanso del pescador (N. de la T.)
—¡Ay, Dios mío! —exclamó Sally, riendo de
buen humor—. Pero, ¿se puede saber qué
quieren ahora?
—Pues cerveza —refunfuñó Jamima—. No
pensarás que Jimmy Pitkin se va a conformar con
un jarro, ¿no?
—El que también parecía traer mucha sed era
el señor Harry —intervino Martha, una de las
pinches, sonriendo bobaliconamente, y al
encontrarse sus ojos negros y brillantes como el
azabache con los de su compañera, las dos
muchachas empezaron a soltar risitas ahogadas.
Sally pareció enfadarse unos momentos, y se
frotó pensativamente las manos contra sus bien
formadas caderas. Saltaba a la vista que ardía en
deseos de plantar las palmas en las mejillas
sonrosadas de Martha, pero prevaleció su buen
carácter y, torciendo el gesto y encogiéndose de
hombros, centró su atención en las patatas fritas.
—¡Venga, Sally! ¡Ven aquí, Sally!
Y un coro de jarros de peltre golpeados por
manos impacientes contra las mesas de roble del
salón acompañó los gritos que reclamaban a la
lozana hija del posadero.
—¡Sally! —gritó una voz más insistente que
las demás—. ¿Es que piensas tardar toda la tarde
en traernos esa cerveza?
—Ya podría llevársela padre —murmuró Sally,
mientras Jamima, flemática y sin hacer el menor
comentario, cogía un par de jarras coronadas de
espuma del estante y llenaba varios jarros de
peltre con la cerveza casera que había hecho
famosa a «The Fisherman's Rest» desde la época
del rey Charles—. Sabe que aquí tenemos mucho
trabajo.
—Tu padre ya tiene bastante con discutir de
política con el señor Hempseed para preocuparse
de ti y de la cocina —refunfuñó Jamima en voz
inaudible.
Sally fue hasta el espejito que colgaba en un
rincón de la cocina; se alisó apresuradamente el
pelo y se colocó la cofia de volantes sobre sus
oscuros rizos de la forma que más le favorecía;
después cogió los jarros por las asas, tres en cada
una de sus manos fuertes y morenas y, riendo y
refunfuñando, ruborizada, los llevó al salón.
Allí no había el menor indicio del trajín y la
actividad que mantenían ocupadas a las cuatro
mujeres en la cocina.
El salón «The Fisherman's Rest» es en la
actualidad una sala de exposiciones. A finales del
siglo XVIII, en el año de gracia de , aún no
había adquirido la fama e importancia que los
cien años siguientes y la locura de la época le
otorgarían. Pero incluso entonces era un lugar
antiguo, pues las vigas de roble ya estaban
ennegrecidas por el paso del tiempo, al igual que
los asientos artesonados con sus respaldos
elevados y las largas mesas enceradas que había
entre medias, en las que innumerables jarros de
peltre habían dejado fantásticos dibujos de
anillos de varios tamaños. En la ventana de
cristales emplomados, situada a gran altura, una
hilera de macetas de geranios escarlatas y
espuelas de caballero azules daban una brillante
nota de color al entorno apagado de roble.
Que el señor Jellyband, propietario de The
Fisherman’s Rest, de Dover, era un hombre
próspero era algo que el observador más
distraído podía apreciar inmediatamente. El
peltre de los hermosos aparadores antiguos y el
cobre que reposaba en la gigantesca chimenea
resplandecían como la plata y el oro; el suelo de
baldosas rojas brillaba tanto como el geranio de
color escarlata sobre el alféizar del ventanal, y
todo aquello demostraba que sus sirvientes eran
numerosos y buenos, que la clientela era
constante y que reinaba el orden necesario para
mantener el salón con elegancia y limpieza en
grado sumo.
Cuando entró Sally, riendo a pesar del ceño
fruncido y mostrando una hilera de dientes de un
blanco deslumbrante, fue recibida con vítores y
aplausos.
—¡Vaya, aquí está Sally! ¡Vamos, Sally! ¡Un
hurra por la guapa Sally!
—Creía que te habías quedado sorda en esa
cocina —murmuró Jimmy Pitkin, pasándose el
dorso de la mano por los labios, que estaban
resecos.
—¡Vale, vale! —exclamó Sally riendo,
mientras depositaba los jarros de cerveza sobre
las mesas—. ¡Pero qué prisas tienen ustedes! ¡Su
pobre abuela muriéndose y a usted lo único que
le interesa es seguir bebiendo! ¡Nunca había
visto tanta bulla!
Un coro de alegres risas subrayó la broma, lo
que dió a los allí presentes tema para múltiples
chistes durante bastante tiempo. Sally no parecía
tener ya tanta prisa para volver con sus cacerolas
y sus sartenes. Un joven de pelo rubio y rizado y
ojos azules brillantes y vivaces acaparaba toda la
atención y todo el tiempo de la muchacha,
mientras corrían de boca en boca chistes bastante
subidos de tono sobre la abuela ficticia de Jimmy
Pitkin, mezclados con densas nubes de acre
humo de tabaco.
De cara a la chimenea, con las piernas muy
separadas y una larga pipa de arcilla en la boca,
estaba el posadero, el honrado señor Jellyband,
propietario de The Fisherman’s Rest, como lo
había sido su padre, y también su abuelo y su
bisabuelo. De tipo grueso, carácter jovial y
calvicie incipiente, el señor Jellyband era sin
duda el típico inglés de campo de aquella época,
la época en que nuestros prejuicios insulares se
encontraban en su apogeo, en que, para un
inglés, ya fuera noble, terrateniente o campesino,
todo el continente europeo era el templo de la
inmoralidad y el resto del mundo una tierra sin
explotar llena de salvajes y caníbales.
Allí estaba el honrado posadero, bien erguido
sobre sus fuertes piernas, fumando su pipa, ajeno
a los de su propio país y despreciando cuanto
viniera de fuera. Llevaba chaleco escarlata, con
brillantes botones de latón, calzones de pana,
medias grises de estambre y elegantes zapatos de
hebilla, prendas típicas que caracterizaban a todo
posadero británico que se preciase en aquellos
tiempos, y mientras la hermosa Sally, que era
huérfana, hubiera necesitado cuatro pares de
manos para atender a todo el trabajo que recaía
sobre sus bien formados hombros, el honrado
Jellyband discutía sobre la política de todas las
naciones con sus huéspedes más privilegiados.
En el salón, iluminado por dos lámparas
resplandecientes que colgaban de las vigas del
techo, reinaba un ambiente sumamente alegre y
acogedor. Por entre las densas nubes de humo de
tabaco que se amontonaban en todos los rincones
se distinguían las caras de los clientes del señor
Jellyband, coloradas y agradables de ver, y en
buenas relaciones entre ellos, con su anfitrión y
con el mundo entero. Por toda la habitación
resonaban las carcajadas que acompañaban las
conversaciones, amenas si bien no muy elevadas,
mientras que las continuas risitas de Sally daban
testimonio del buen uso que el señor Harry Waite
hacía del escaso tiempo que la muchacha parecía
dispuesta a dedicarle.
La mayoría de las personas que frecuentaban el
salón del señor Jellyband eran pescadores, pero
todo el mundo sabe que los pescadores siempre
tienen sed; la sal que respiran cuando están en el
mar explica el hecho de que siempre tengan la
garganta seca cuando están en tierra. Pero The
Fisherman’s Rest era algo más que un lugar de
reunión para aquellas gentes sencillas. La
diligencia de Londres y Dover salía diariamente
de la posada, y los viajeros que cruzaban el canal
de la Mancha y los que iniciaban el «gran viaje»
estaban familiarizados con el señor Jellyband,
sus vinos franceses y sus cervezas caseras.
Era casi finales de septiembre de , y el
tiempo, que durante todo el mes había sido
bueno y soleado, había empeorado bruscamente.
En el sur de Inglaterra la lluvia caía
torrencialmente desde hacía dos días,
contribuyendo en gran medida a destruir todas
las posibilidades que tenían las manzanas, peras
y ciruelas de convertirse en frutas realmente
buenas, como Dios manda. En esos momentos, la
lluvia azotaba las ventanas y descendía por la
chimenea, produciendo un alegre chisporroteo en
el fuego de leña que ardía en el hogar.
—¡Madre mía!
—¿Ha visto usted que septiembre más pasado
por agua tenemos, señor Jellyband? —preguntó
el señor Hempseed.
El señor Hempseed ocupaba uno de los
asientos que había junto a la chimenea, porque
era una autoridad y un personaje no sólo en The
Fisherman’s Rest, donde el señor Jellyband
siempre lo elegía como contrincante para sus
discusiones de política, sino en todo el barrio, en
el que su cultura y, sobre todo, sus
conocimientos de las Sagradas Escrituras
despertaban profundo respeto y admiración. Con
una mano hundida en el amplio bolsillo de sus
calzones de pana, ocultos bajo una levita
profusamente adornada y muy gastada, y la otra
sujetando la larga pipa de arcilla, el señor
Hempseed miraba con desánimo hacia el otro
extremo de la habitación, contemplaba los
riachuelos de agua que se escurrían por los
cristales de la ventana.
—No —respondió sentenciosamente el señor
Jellyband—. No he visto cosa igual, señor
Hempseed, y llevo aquí cerca de sesenta años.
—Sí, pero no se acordará usted de los tres
primeros años de esos sesenta, señor Jellyband
—replicó pausadamente el señor Hempseed—.
Nunca he visto a un niño que se fije mucho en el
tiempo, ni aquí ni en ninguna parte, y yo llevo
viviendo aquí hace casi setenta y cinco años,
señor Jellyband.
La superioridad de este razonamiento era tan
irrefutable que por unos momentos el señor
Jellyband no pudo dar rienda suelta a su habitual
fluidez verbal.
—Más parece abril que septiembre, ¿verdad?
—prosiguió el señor Hempseed, tristemente, en
el momento en que una andanada de gotas de
lluvia caía chisporroteando sobre el fuego.
—¡Sí que lo parece! —asintió el honrado
posadero—, pero es lo que yo digo, señor
Hempseed, ¿qué se puede esperar con un
gobierno como el nuestro?
El señor Hempseed movió la cabeza, dando a
entender que compartía aquella opinión,
temperada por una profunda desconfianza en el
clima y el gobierno británicos.
—Yo no espero nada, señor Jellyband —dijo—
. En Londres no tienen en cuenta a los pobres
como nosotros, eso lo sabe todo el mundo, y yo
no suelo quejarme, pero una cosa es una cosa y
otra que caiga tanta agua en septiembre, que
tengo toda la fruta pudriéndoseme y
muriéndoseme, como el primogénito de las
madres egipcias, y sin servir de mucho más que
ellas, a no ser a un puñado de judíos buhoneros y
de gentes por el estilo, con esas naranjas y esas
frutas extranjeras del diablo que no compraría
nadie si estuvieran en sazón las manzanas y peras
inglesas. Como dicen las Sagradas Escrituras...
—Tiene usted mucha razón, señor Hempseed
—le interrumpió Jellyband—, y es lo que yo
digo, ¿qué se puede esperar? Esos demonios de
franceses del otro lado del canal están venga a
matar a su rey y a sus nobles y, mientras tanto, el
señor Pitt, el señor Fox y el señor Burke
peleando y riñendo para decidir si los ingleses
debemos permitirles que sigan haciendo de las
suyas. «¡Que los maten!», dice el señor Pitt.
«¡Hay que impedírselo!», dice el señor Burke.
—Pues lo que yo digo es que debernos dejar
que los maten, y que se vayan al diablo —replicó
el señor Hempseed con vehemencia, pues no le
agradaban las ideas políticas de su amigo
Jellyband, que siempre acababa metiéndose en
honduras y le dejaba pocas oportunidades para
expresar las perlas de sabiduría que le habían
hecho merecer de tan buena fama en el barrio y
de tantos jarros de cerveza gratis en The
Fisherman’s Rest.
—Que los maten —repitió—, pero que no
llueva tanto en septiembre, porque eso va contra
la ley de las Sagradas Escrituras, que dicen...
—¡Madre mía, qué susto me ha dado usted,
señor Harry!
Fue mala suerte para Sally y su pretendiente
que la muchacha pronunciara estas palabras en el
preciso instante en que el señor Hempseed
tomaba aliento para declamar uno de los pasajes
de las Sagradas Escrituras que le habían hecho
famoso, porque desencadenaron sobre su bonita
cabeza la terrible cólera de su padre.
—¡Vamos, Sally, hija, ya está bien! —dijo el
señor Jellyband, intentando imprimir un gesto de
mal humor a su benévolo rostro—. Deja de
tontear con esos mequetrefes y ponte a trabajar.
—El trabajo va bien, padre,
Pero el tono del señor Jellyband era imperioso.
En los planes que había trazado para la lozana
muchacha, su única hija, que cuando Dios así lo
dispusiera pasaría a ser la propietaria de The
Fisherman's Rest, no entraba verla casada con
uno de aquellos jovenzuelos que apenas ganaban
suficiente para vivir con la red.
—¿No has oído lo que te he dicho, muchacha?
—insistió en aquel tono de voz pausado que
nadie se atrevía a desobedecer en la posada.
Prepara la cena de lord Tony, porque si no te
esmeras y no queda satisfecho, verás lo que te
espera. ¿Entendido?
Sally obedeció a regañadientes.
—¿Es que espera huéspedes especiales esta
noche, señor Jellyband? —preguntó Jimmy
Pitkin, intentando lealmente apartar la atención
del honrado posadero de las circunstancias que
habían provocado la salida de Sally de la
habitación.
—¡Así es! —contestó el señor Jellyband—.
Son amigos de lord Tony. Duques y duquesas del
otro lado del canal a quienes el joven señor y su
amigo, sir Andrew Ffoulkes, y otros nobles han
ayudado a escapar de las garras de esos asesinos.
Aquello fue excesivo para la quejumbrosa
filosofía del señor Hempseed.
—¡Pero bueno! —exclamó—. Lo que yo digo
es, ¿por qué lo hacen? No me gusta meterme en
los asuntos de otras gentes. Como dicen las
Sagradas Escrituras...
—Lo que pasa, señor Hempseed —le
interrumpió el señor Jellyband, con mordaz
sarcasmo—, es que, como usted es amigo
personal del señor Pitt, a lo mejor piensa igual
que el señor Fox: «¡Que los maten!»
—Perdone, señor Jellyband —protestó
débilmente el señor Hempseed—, pero yo no...
Mas el señor Jellyband al fin había conseguido
montar su caballo de batalla favorito y no tenía la
menor intención de apearse de él.
—O a lo mejor es que se ha hecho usted amigo
de alguno de esos franceses que, según cuentan,
han venido aquí con el propósito de
convencernos a los ingleses de que hacen bien en
ser asesinos.
—No sé qué quiere decir, señor Jellyband —
replicó el señor Hempseed—. Yo lo único que sé
es que...
—Lo único que yo sé —manifestó el posadero
en voz muy alta— es que mi amigo Peppercorn,
que es el dueño de la posada del Blue—Faced
Boar, inglés leal y auténtico donde los haya,
mire usted por dónde, se hizo amigo de varios de
esos comedores de ranas y los trató como si
fueran ingleses y no un puñado de espías
sinvergüenzas e inmorales, ¿y qué pasó después?
Pues que ahora Peppercorn va diciendo por ahí
que si las revoluciones y la libertad están muy
El verraco de jeta azul. (N. Del T.)
bien y que abajo con los aristócratas, como aquí
el señor Hempseed.
—Perdone, señor Jellyband —volvió a
protestar débilmente el señor Hempseed—, pero
yo no...
El señor Jellyband se había dirigido a todos los
presentes, que escuchaban con respeto,
boquiabiertos, la lista de desafueros del señor
Peppercorn. En una mesa, dos clientes —
caballeros a juzgar por sus ropas— habían
abandonado a medio terminar una partida de
dominó y llevaban un rato escuchando, a todas
luces con gran regocijo, las opiniones del señor
Jellyband sobre asuntos internacionales. Uno de
ellos, con una media sonrisa sarcástica en las
comisuras de sus inquietos labios, se volvió hacia
el centro de la habitación, donde se encontraba el
señor Jellyband, que seguía de pie.
—Mi querido amigo —dijo pausadamente—,
al parecer usted cree que estos franceses, estos
espías, como los llama usted, son unos tipos muy
listos, pues han puesto boca abajo, si se me
permite la expresión, las ideas de su amigo el
señor Peppercorn. Según usted, ¿cómo lo han
conseguido?
—¡Hombre! Pues supongo que hablando con él
y convenciéndole. Según he oído decir, esos
franceses tienen un pico de oro, y aquí el señor
Hempseed puede decirle que son capaces de liar
al más pintado.
—¿Es eso cierto, señor Hempseed? —preguntó
el desconocido cortésmente.
—¡No, señor! —contestó el señor Hempseed,
muy irritado—. No puedo darle la información
que me pide usted.
—Entonces, mi buen amigo, confiemos en que
estos espías tan listos no logren cambiar sus
opiniones, que son tan leales.
Pero aquellas palabras fueron excesivas para la
ecuanimidad del señor Jellyband. Le sobrevino
un ataque de risa que al poco corearon cuantos se
sentían obligados a seguirle la corriente.
—¡Ja, ja, ja! ¡Jo, jo, jo! ¡Je, je, je! —rió en
todos los tonos el honrado posadero y siguió
riendo hasta que le dolieron los costados y se le
saltaron las lágrimas—. ¡Esta sí que es buena!
¿Lo han oído ustedes? ¿Hacerme cambiar a mí
de opinión? Que Dios le bendiga, señor, pero
dice usted cosas muy raras.
—Bueno, señor Jellyband, ya sabe lo que dicen
las Sagradas Escrituras —intervino el señor
Hempseed sentenciosamente—: «Que aquel que
está de pie ponga cuidado para no caer. »
—Pero tenga usted en cuenta una cosa, señor
Hempseed —replicó el señor Jellyband, aún
agitado por la risa—, que las Sagradas Escrituras
no me conocían a mí. Vamos, es que no bebería
ni un vaso de cerveza con uno de esos franceses
asesinos, y a mí no hay quien me haga cambiar
de opinión. ¡Pero si he oído decir que esos
comedores de ranas ni siquiera saben hablar
ingles, o sea que si alguno intenta hablarme en
esa jerga infernal, lo descubriría enseguida! Y
como dice el refrán, hombre prevenido vale por
dos.
—¡Muy bien, querido amigo! —asintió el
desconocido animadamente—. Veo que es usted
demasiado astuto y que podría enfrentarse con
veinte franceses. Si me concede el honor de
acabar esta botella de vino conmigo, brindaré a
su salud.
—Es usted muy amable, señor —dijo el señor
Jellyband, enjugándose los ojos, que aún
desbordaban lágrimas de risa—. Lo haré con
muchísimo gusto.
El forastero llenó de vino dos vasos y, tras
ofrecer uno al posadero, cogió el otro.
—Por muy ingleses y patriotas que seamos —
dijo con la misma sonrisa irónica que jugueteaba
en las comisuras de sus delgados labios—, por
muy patriotas que seamos, hemos de reconocer
que al menos esto es bueno, aunque sea francés.
—¡Sí, desde luego! Eso no lo puede negar
nadie, señor —admitió el posadero.
—A la salud del mejor mesonero de Inglaterra,
nuestro honrado anfitrión el señor Jellyband —
dijo el forastero en voz muy alta.
—¡Hip, hip, hurra! —replicaron todos los
parroquianos.
A continuación todos aplaudieron y golpearon
las mesas con jarros y vasos para acompañar las
fuertes carcajadas sin motivo concreto y las
exclamaciones del señor Jellyband.
—¡Vamos, hombre, como si a mí me pudieran
convencer esos extranjeros sinvergüenzas...! Que
Dios le bendiga, señor, pero dice usted unas
cosas muy raras.
Ante hecho tan palmario, el desconocido
asintió de buena gana. No cabía duda de que la
posibilidad de que alguien pudiera cambiar la
convicción del señor Jellyband, profundamente
arraigada, de que los habitantes de todo el
continente europeo eran despreciables era una
idea completamente absurda.
III
LOS REFUGIADOS
En todos los rincones de Inglaterra había un
sentimiento de animadversión hacia los franceses
y su forma de actuar. Los contrabandistas y los
que comerciaban dentro de la legalidad entre las
costas francesas e inglesas traían noticias del otro
lado del canal que hacían hervir la sangre de todo
inglés honrado, y despertaban en él un deseo de
«darles su merecido» a aquellos asesinos que
habían encarcelado a su rey y a toda su familia,
habían sometido a la reina y a los infantes a
infinitos ultrajes y que incluso reclamaban la
sangre de toda la familia de los Borbones y de
sus partidarios.
La ejecución de la princesa de Lamballe, la
encantadora y joven amiga de Marie Antoinette,
había llenado de un horror indescriptible a todos
los habitantes de Inglaterra, y la ejecución diaria
de docenas de monárquicos de buenas familias,
cuyo único pecado consistía en llevar un apellido
aristocrático, parecían clamar venganza ante la
Europa civilizada.
Pero, a pesar de todo, nadie se atrevía a
intervenir. Burke había agotado su elocuencia en
intentar convencer al gobierno británico de que
se enfrentara al gobierno revolucionario de
Francia, pero el señor Pitt, con su habitual
prudencia, no creía que su país se encontrase en
condiciones de embarcarse en otra guerra
complicada y costosa. Era Austria la que debía
tomar la iniciativa; Austria, cuya hija más
hermosa era ya una reina destronada, que había
sido encarcelada e insultada por una turba
vociferante; y, sin duda, no era a Inglaterra a
quien le correspondía levantarse en armas —esto
argumentaba el señor Fox— si un grupo de
franceses decidía matar a otro.
En cuanto al señor Jellyband y los que como él
pensaban, aunque juzgaban a todos los
extranjeros con absoluto desprecio, eran más
monárquicos y antirrevolucionarios que nadie, y
en aquellos momentos estaban furiosos con Pitt
por su precaución y su moderación, aunque,
naturalmente, no comprendían las razones
diplomáticas que guiaban la política de aquel
gran hombre.
Pero de repente, Sally entró corriendo en la
habitación, excitada y nerviosa. Los ocupantes
del salón no habían oído el ruido del exterior,
pero la muchacha había estado observando a un
caballo y su jinete que se habían detenido a la
puerta de The Fisherman’s Rest, empapados y,
mientras el mozo de cuadra se apresuraba a
atender al caballo, la hermosa Sally fue a la
puerta para dar la bienvenida al viajero.
—Creo que he visto el caballo de lord Antony
en el patio, padre —dijo mientras cruzaba
rápidamente el salón.
Pero ya habían abierto la puerta de par en par
desde fuera, y al cabo de escasos segundos, un
brazo cubierto de tela encerada y chorreando
agua rodeaba la cintura de la hermosa Sally,
mientras una voz potente resonaba en las vigas
enceradas del salón.
—Benditos sean sus ojos pardos por su
agudeza, mi hermosa Sally —dijo el hombre que
acababa de entrar, mientras el honrado señor
Jellyband se precipitaba hacia él con ademán
anhelante y ceremonioso, como convenía a la
llegada de uno de los huéspedes más apreciados
de su establecimiento.
—¡Cielo santo, Sally! —añadió lord Antony al
tiempo que depositaba un beso en las lozanas
mejillas de la señorita Sally—. Cada día está más
guapa, y a mi honrado amigo Jellyband debe
costarle trabajo alejar a los hombres de esa
delgada cintura suya. ¿No es así, señor Waite?
El señor Waite, dividido entre el respeto que
debía al aristócrata y el desagrado que le
producía esta clase de bromas, se limitó a emitir
un gruñido nada comprometedor.
Lord Antony Dewhurst, uno de los hijos del
duque de Exeter, era en aquella época el tipo
perfecto del joven caballero inglés: alto, bien
formado, ancho de hombros y de expresión
cordial, su risa resonaba allí donde iba. Buen
deportista, animado compañero, hombre de
mundo, cortés y educado, sin demasiada
inteligencia que pudiera echar a perder su
carácter jovial, era el personaje favorito de los
salones londinenses o de las cantinas de las
posadas rurales. En The Fisherman’s Rest todos
le conocían, porque le gustaba ir a Francia y
siempre pasaba una noche bajo el techo del
honrado Jellyband en el viaje de ida o en el de
vuelta.
Saludó con una inclinación de cabeza a Waite,
Pitkin y los demás cuando por fin soltó la cintura
de Sally, y se dirigió hacia el hogar para
calentarse y secarse. Mientras esto hacía, lanzó
una mirada rápida y algo recelosa a los dos
forasteros, que habían reanudado en silencio la
partida de dominó, y durante unos segundos una
expresión de profunda inquietud, incluso de
angustia, nubló su rostro joven y radiante.
Pero sólo durante unos segundos, enseguida se
volvió hacia el señor Hempseed, que se atusaba
respetuosamente la barba.
—Bueno, señor Hempseed, ¿qué tal va la fruta?
—Mal, señor, mal —contestó apesadumbrado
el señor Hempseed—, pero, ¿qué se puede
esperar con este gobierno que protege a esos
perillanes de franceses, que serían capaces de
matar a los de su clase y a toda la nobleza?
—¡Cuánta razón tiene! —exclamó lord
Antony—. Claro que serían capaces, mi buen
Hempseed, y los que tengan la mala suerte de
caer en su poder, ¡adiós! Pero esta noche van a
venir aquí unos amigos que han escapado de sus
garras.
Cuando el joven pronunció estas palabras, dio
la impresión de que lanzaba una mirada
desafiante a los silenciosos forasteros del rincón.
—Gracias a usted, señor, y a sus amigos, según
he oído decir —dijo el señor Jellyband.
Pero la mano de lord Antony se posó
inmediatamente en el brazo de Jellyband, a modo
de advertencia.
—¡Silencio! —dijo en tono imperioso, e
instintivamente volvió a mirar a los
desconocidos.
—¡Ah, no se preocupe por ellos, señor! —
replicó Jellyband—. No tema. De no haber
sabido que estábamos entre amigos, no hubiera
dicho nada. Ese caballero es un súbdito leal del
rey George, como usted, señor, mejorando lo
presente. Hace poco que ha llegado a Dover, y va
a iniciar negocios aquí.
—¿Negocios? A fe mía que será una funeraria,
porque puedo asegurarle que jamás había visto
un semblante tan lúgubre.
—No, mi señor, es que creo que el caballero es
viudo, lo que sin duda explica su expresión
melancólica. Pero de todos modos, es un amigo,
se lo garantizo. Y tendrá usted que reconocer, mi
señor, que nadie puede juzgar mejor las caras
que el dueño de una posada conocida...
—Bueno, si estamos entre amigos no hay
ningún problema —dijo lord Antony, pues
saltaba a la vista que no deseaba discutir el
asunto con su anfitrión—. Pero, dígame una
cosa. No hay nadie más hospedándose aquí,
¿verdad?
—Nadie, señor, y tampoco va a venir nadie, a
no ser...
—¿A no ser qué?
—Estoy seguro de que su señoría no tendrá
nada que objetar.
—¿De quién se trata?
—Pues van a venir sir Percy Blakeney y su
esposa, pero no se alojarán aquí...
—¿Lord Blakeney? —repitió lord Antony
asombrado.
—Así es, señor. El patrón del barco de sir
Percy acaba de estar aquí y me ha dicho que el
hermano de la señora partirá hoy para Francia en
el Day Dream, que es el yate de sir Percy, y que
su esposa y él le acompañarán hasta aquí para
despedirle. No le molesta, ¿verdad, señor?
—No, no me molesta, amigo mío. A mí no me
molesta nada, salvo que esa cena no sea lo mejor
que pueda preparar la señorita Sally y la mejor
que se haya servido nunca en The Fisherman’s
Rest.
—No pase cuidado por eso, señor —replicó
Sally, que durante todo este tiempo había estado
preparando la mesa para la cena. Y quedó muy
alegre e incitante, con un gran ramo de dalias de
brillantes colores en el centro, y las
resplandecientes copas de peltre y los platos de
porcelana azul alrededor.
—¿Cuántos cubiertos pongo, señor?
—Para cinco comensales, hermosa Sally, pero
que la comida sea al menos para diez... Nuestros
amigos llegarán cansados, y supongo que
también hambrientos. Le aseguro que yo solo
podría devorar una vaca entera esta noche.
—Creo que ya han llegado —dijo Sally,
nerviosa, pues se oía claramente la trápala de
caballos y ruedas que se acercaban rápidamente.
En el salón se produjo una gran conmoción.
Todos sentían curiosidad por ver a los
importantes amigos de sir Antony que venían del
otro lado del mar. La señorita Sally lanzó una o
dos miradas fugaces al espejito colgado de la
pared, y el honrado señor Jellyband salió
apresuradamente para ser el primero en dar la
bienvenida a sus distinguidos huéspedes. Los
únicos que no participaron en la excitación
general fueron los dos forasteros del rincón.
Siguieron jugando tranquilamente al dominó, y
no miraron ni una sola vez hacia la puerta.
—Adelante, señora condesa, la puerta de la
derecha —dijo una voz cordial afuera.
—Efectivamente, ya han llegado —dijo lord
Antony alegremente—. Vamos, mi hermosa
Sally, a ver con qué rapidez sirves la sopa.
La puerta se abrió de par en par y, precedido
por el señor Jellyband, que no cesaba de hacer
reverencias y pronunciar frases de bienvenida,
entró en el salón un grupo compuesto por cuatro
personas, dos damas y dos caballeros.
—¡Bienvenidos! ¡Bienvenidos a la vieja
Inglaterra! —dijo lord Antony efusivamente,
dirigiéndose al encuentro de los recién llegados
con los brazos extendidos.
—Ah, usted debe ser lord Antony Dewhurst —
dijo una de las damas, con marcado acento
extranjero.
—Para servirla, madame —replicó lord
Antony, y acto seguido besó ceremoniosamente
la mano de las dos señoras.
Después se volvió hacia los hombres y les
estrechó la mano cálidamente.
Sally ya estaba ayudando a las señoras a
quitarse las capas de viaje, y ambas se dirigieron,
tiritando, hacia el refulgente fuego.
Todos los parroquianos del salón se movieron.
Sally entró apresuradamente en la cocina,
mientras que Jellyband, aún deshaciéndose en
saludos respetuosos, colocaba unas sillas junto a
la chimenea. El señor Hempseed, acariciándose
la barba, abandonó el asiento junto al hogar.
Todos miraban con curiosidad, aunque con
deferencia, a los extranjeros.
—¡Ah, messieurs! ¡No sé qué decir! —exclamó
la dama de más edad, tendiendo sus hermosas y
aristocráticas manos al calor de la hoguera y
mirando con inexpresable gratitud primero a lord
Antony y después a uno de los jóvenes que había
acompañado al grupo, y que en ese momento se
despojaba de su grueso abrigo con esclavina.
—Únicamente que se alegra de estar en
Inglaterra, condesa —replicó lord Antony—, y
que no ha sufrido demasiado en esta travesía tan
agotadora.
—Claro, claro que nos alegramos de estar en
Inglaterra —dijo, al tiempo que sus ojos se
llenaban de lágrimas—, y ya hemos olvidado
nuestros padecimientos.
Su voz tenía un tono musical y grave, y el
rostro hermoso y aristocrático, con abundantes
cabellos de un blanco de nieve peinados muy por
encima de la frente, a la moda de la época,
reflejaba una gran dignidad y múltiples
sufrimientos sobrellevados noblemente.
—Espero que mi amigo, sir Andrew Ffoulkes,
haya sido un compañero de viaje entretenido,
madame.
—Ah, desde luego. Sir Andrew es todo
amabilidad. ¿Cómo podríamos demostrarles
nuestra gratitud mis hijos y yo, messieurs?
Su acompañante, una personilla delicada cuya
expresión de cansancio y pena le daba un aire
infantil y trágico, aún no había dicho nada;
apartó sus ojos, grandes, pardos y llenos de
lágrimas, del fuego y buscó los de sir Andrew
Ffoulkes, que se había acercado al hogar y a ella.
Al encontrarse con los ojos del hombre, que
estaban prendidos con una admiración palpable
de aquel dulce rostro, las pálidas mejillas de la
muchacha se tiñeron levemente de un color más
encendido.
—Así que esto es Inglaterra —dijo, mirando
con curiosidad infantil el hogar, las vigas de
roble, y a los parroquianos con sus levitas
adornadas y sus rostros joviales, rubicundos,
británicos.
—Un trocito nada más, mademoiselle —replicó
sir Andrew, sonriendo—, pero a su entera
disposición.
La muchacha volvió a sonrojarse, pero, en esta
ocasión, una brillante sonrisa, dulce y fugaz,
iluminó su delicado rostro. No dijo nada, y
aunque también sir Andrew guardó silencio,
aquellos dos jóvenes se entendieron mutuamente,
como ocurre con los jóvenes del mundo entero y
como ha ocurrido desde que el mundo es mundo.
—Bueno, ¿y la cena? —intervino lord Antony
en el tono jovial de costumbre—. La cena, mi
querido Jellyband. ¿Dónde está esa hermosa
mocita con la sopera? Venga, buen hombre, que
mientras usted contempla a las damas van a
desmayarse de hambre.
—¡Un momento! ¡Un momento, señor! —
exclamó Jellyband abriendo la puerta que daba a
la cocina. Con voz potente gritó: —¡Sally!
¡Vamos, Sally! ¿Está todo listo, hija?
Sally ya lo tenía todo preparado, y al cabo de
unos momentos apareció en el umbral con una
sopera gigantesca de la que salía una nube de
vapor y un apetitoso y penetrante aroma.
—¡Gracias a Dios! ¡La cena, por fin! —
exclamó lord Antony alegremente, mientras
ofrecía su brazo a la condesa con galantería.
—¿Me concede el honor? —añadió
ceremoniosamente, y a continuación la
acompañó hasta la mesa.
En el salón todo era un ir y venir; el señor
Hempseed y la mayor parte de los parroquianos
se habían retirado para dejar sitio a «la
aristocracia» y para terminar de fumar sus pipas
en otro lugar. Sólo los dos forasteros se
quedaron, en silencio, jugando tranquilamente al
dominó y bebiendo vino a pequeños sorbos. En
otra mesa, Harry Waite, que estaba poniéndose
de mal humor por momentos, observaba a Sally,
que trajinaba alrededor de la mesa.
La muchacha era como una personificación
sumamente delicada de la vida rural inglesa, y no
es de extrañar que el sensible joven francés no
pudiera apartar los ojos de aquel hermoso rostro.
El vizconde de Tournay era un muchacho
imberbe de apenas diecinueve años, en quien las
terribles tragedias que tenían por escenario su
país natal habían dejado pocas huellas. Iba
vestido elegantemente, casi con amaneramiento,
y una vez a salvo en Inglaterra, saltaba a la vista
que estaba dispuesto a olvidar los horrores de la
Revolución entre las delicias de la vida inglesa.
—Pardi! Si esto es Inglaterra —dijo sin dejar
de mirar a Sally con aire de satisfacción— he de
decir que me complace.
Sería imposible reproducir la exclamación
exacta que escapó por entre los dientes apretados
del señor Harry Waite. Unicamente por el
respeto hacia los nobles y sobre todo hacia lord
Antony mantuvo a raya el desagrado que le
inspiraba el joven extranjero.
—Pues sí, esto es Inglaterra, joven réprobo —
replicó lord Antony riendo—, y le ruego que no
introduzca sus laxas costumbres extranjeras en
este país tan decente.
Lord Antony ya había ocupado la cabecera de
la mesa, con la condesa a su derecha. Jellyband
iba de un lado a otro, llenando vasos y
enderezando sillas. Sally esperaba para servir la
sopa. Los amigos del señor Harry Waite
finalmente lograron sacarle de la habitación,
pues su talante era cada vez más violento al ver
la palpable admiración que el vizconde sentía por
Sally.
—Suzanne —ordenó la rígida condesa con
severidad.
Suzanne volvió a sonrojarse; había perdido la
noción del tiempo y del lugar en que se
encontraba mientras se calentaba ante el fuego,
permitiendo al apuesto joven inglés que solazase
sus ojos en su dulce rostro, y que su mano se
posara en la de ella, como al descuido. La voz de
su madre la devolvió a la realidad una vez más, y
con un dócil «Sí, mamá», fue a sentarse a la
mesa.
IV
LA LIGA DE LA PIMPINELA
ESCARLATA
Formaban un grupo animado, incluso feliz,
sentados en torno a la mesa: sir Andrew Ffoulkes
y lord Antony Dewhurst, dos típicos caballeros
ingleses, apuestos, de buena cuna y buena
educación, de aquel año de gracia de , y la
condesa francesa con sus dos hijos, que acababan
de escapar de terribles peligros y al fin habían
encontrado un refugio seguro en las costas de la
protectora Inglaterra.
Los dos forasteros del rincón debían haber
terminado la partida de ajedrez; uno de ellos se
levantó y, de espaldas al alegre grupo, se puso
con gran parsimonia el amplio abrigo de triple
esclavina. Mientras estaba ocupado en esta tarea,
lanzó una mirada rápida a su alrededor. Todos
prestaban atención únicamente a reír y charlar, y
el forastero murmuró las siguientes palabras:
«¡Todos a salvo!». Su compañero, con la
prudencia propia de una larga experiencia, se
puso de rodillas y al cabo de unos segundos se
deslizó sin ruido bajo el banco de roble. A
continuación el otro forastero dijo «Buenas
noches» en voz alta y abandonó en silencio el
salón.
En la mesa, nadie había observado la extraña y
sigilosa maniobra, pero cuando el desconocido
cerró la puerta del salón, todos suspiraron
inconscientemente con alivio.
—¡Al fin solos! —exclamó lord Antony en
tono jovial.
El joven vizconde Tournay se levantó, con la
copa en la mano, y con la cortesía y afectación
propias de la época, la alzó y dijo en un inglés
vacilante:
—Brindo por su majestad el rey George III de
Inglaterra. Que Dios le bendiga por la
hospitalidad que nos brinda a los pobres
exiliados franceses.
—¡Por su majestad el rey! —corearon lord
Antony y sir Andrew, bebiendo a continuación a
la salud del monarca.
—Por su majestad el rey Luis de Francia —
añadió sir Andrew, con solemnidad—. Que Dios
lo proteja y le conceda la victoria sobre sus
enemigos.
Todos se levantaron y bebieron en silencio. El
destino del infortunado rey de Francia, prisionero
por entonces de su propio pueblo, proyectó una
sombra incluso en el apacible semblante del
señor Jellyband.
—Y a la salud de monsieur el conde de
Tournay de Basserive —dijo lord Antony
animadamente—. Por que le demos la
bienvenida a Inglaterra dentro de pocos días.
—Ah, monsieur —dijo la condesa, mientras
con mano levemente temblorosa se acercaba la
copa a los labios—. No me atrevo a tener
esperanzas.
Pero sir Antony ya había servido la sopa, y
durante los momentos siguientes cesó la
conversación, mientras Jellyband y Sally tendían
los platos, y todos empezaron a comer.
—¡Créame, madame! —dijo lord Antony al
cabo de un rato—. No he hecho este brindis en
vano. Al verse a salvo en Inglaterra, junto a
mademoiselle Suzanne y mi amigo el vizconde,
se sentirá más tranquila respecto a la suerte que
correrá monsieur el conde...
—Ah, monsieur —replicó la condesa, con un
profundo suspiro—. Confío en Dios, pues lo
único que puedo hacer es rezar, y esperar...
—¡Bien, madame! —intervino sir Andrew
Ffoulkes—. Naturalmente que debe confiar en
Dios, pero también debe creer un poco en sus
amigos ingleses, que han jurado traer al conde a
Inglaterra, como les han traído hoy a ustedes.
—Claro que sí, monsieur —dijo la condesa—.
Tengo absoluta confianza en usted y en sus
amigos. Le aseguro que su fama se ha extendido
por toda Francia. Que varios amigos míos hayan
escapado de las garras de ese terrible tribunal
revolucionario es poco menos que un milagro...
Y todo gracias a usted y a sus amigos...
—Nosotros sólo hemos sido simples
instrumentos, señora condesa...
—Pero, monsieur, mi marido —prosiguió la
condesa, mientras las lágrimas contenidas
velaban su voz—, se encuentra en una situación
tan peligrosa... No lo hubiera dejado, pero... ha
sido por mis hijos... Estaba dividida entre mi
deber hacia él y hacia mis hijos. Ellos se negaron
a venir sin mí... y usted y sus amigos me juraron
solemnemente que mi marido estaría a salvo.
Pero ahora que estoy aquí, entre todos ustedes,
en esta Inglaterra tan hermosa y libre... pienso en
él, teniendo que huir para salvar la vida, acosado
como un pobre animal... pasando por peligros tan
terribles... ¡Ah! No debería haberlo dejado... ¡No
debería haberlo dejado!
La pobre mujer se desmoronó por completo; el
cansancio, la aflicción y la emoción se adueñaron
de su porte rígido y aristocrático. Lloraba en
silencio, y Suzanne corrió hacia ella e intentó
secar sus lágrimas con besos.
Lord Antony y sir Andrew no interrumpieron a
la condesa mientras hablaba. No cabía duda de
que le profesaban un profundo afecto; su silencio
así lo testimoniaba, pero, desde siempre, desde
que Inglaterra es lo que es, el inglés se siente un
poco avergonzado de sus emociones y
sentimientos de simpatía. Por eso, los dos
jóvenes no dijeron nada y se empeñaron en
disimular sus sentimientos, pero sólo
consiguieron adoptar una expresión de
inconmensurable timidez.
—Por lo que a mí respecta, monsieur —
intervino de repente Suzanne, mirando a sir
Andrew por entre sus abundantes rizos
castaños—, confío plenamente en usted, y sé que
traerá a mi querido padre a Inglaterra como nos
ha traído a nosotros.
Pronunció estas palabras con tal confianza, con
tal esperanza, que los ojos de su madre se
secaron como por arte de magia, y una sonrisa
asomó a los labios de todos.
—¡Me avergüenza usted, mademoiselle! —
replicó sir Andrew—. Aunque mi vida está a su
disposición, yo no he sido más que un humilde
instrumento en manos de nuestro jefe, que
organizó y llevó a cabo su fuga.
Habló con tal vehemencia y calor que los ojos
de Suzanne se clavaron en él con mal disimulada
sorpresa.
—¿Su jefe, monsieur? —repitió asombrada la
condesa—. ¡Ah, claro! Es normal que tengan un
jefe, pero no se me había ocurrido. Pero, dígame,
¿dónde está? Quisiera verle inmediatamente, y
mis hijos y yo nos arrojaríamos a sus pies para
agradecerle cuanto ha hecho por nosotros.
—¡Ay, eso es imposible, madame! —dijo lord
Antony.
—¿Imposible? ¿Por qué?
—Porque Pimpinela Escarlata actúa en la
sombra y sólo sus más inmediatos colaboradores
conocen su identidad tras jurar solemnemente
mantenerla en secreto.
—¿Pimpinela Escarlata? —dijo Suzanne,
riendo alegremente—. ¡Qué nombre tan curioso!
¿Qué es Pimpinela Escarlata, monsieur?
Miró a sir Andrew con anhelante curiosidad. El
rostro del joven se había transfigurado. Sus ojos
brillaban de entusiasmo; su cara literalmente
irradiaba adoración, cariño y admiración hacia su
jefe.
—Mademoiselle, la Pimpinela Escarlata —
respondió al fin—, es el nombre de una humilde
flor silvestre inglesa; pero también es el nombre
bajo el que se oculta la identidad del hombre más
bueno y más valiente del mundo, para poder
realizar más fácilmente la noble tarea que se ha
impuesto.
—Ah, sí —intervino el joven vizconde—. He
oído hablar de Pimpinela Escarlata. Es una
florecilla... ¿roja? ¡Sí, eso es! En París dicen que
cada vez que un monárquico huye a Inglaterra,
ese monstruo, Foucquier Tinville, el acusador
público, recibe una nota con esa florecilla
dibujada en rojo... ¿Sí?
—Sí, efectivamente —asintió lord Antony.
—Entonces, hoy habrá recibido una de esas
notas...
—Sin duda.
—¡Ah! ¡Me gustaría saber qué dirá Tinville! —
exclamó Suzanne alegremente—. He oído decir
que esa florecilla roja es lo único que le asusta.
—Pues, en ese caso —dijo sir Andrew—,
tendrá muchas más ocasiones de examinarla.
—¡Ah, monsieur! —suspiró la condesa—.
Todo esto parece una novela, y no la entiendo.
—¿Y por qué habría de entenderla, madame?
—Pero, dígame, ¿por qué su jefe —y todos
ustedes— gasta su dinero y arriesga su vida,
porque eso es lo que ustedes arriesgaron,
messieurs, al ir a Francia, por unos hombres y
mujeres franceses que no significan nada para
ustedes?
—Por deporte, madame la condesa, por deporte
—aseguró lord Antony con su habitual tono de
voz potente y jovial—. Verá, es que nosotros
somos una nación de deportistas, y en estos
momentos está de moda arrancar la liebre de los
dientes del podenco.
—Ah, no, no. No puede ser sólo por deporte,
monsieur... Estoy segura de que tienen una
motivación más noble para hacer esta buena
obra.
—Entonces, madame, me gustaría que usted la
descubriera. Yo le aseguro que me encanta este
juego, pues es el mejor deporte que he conocido
hasta ahora. Eso de escapar por un pelo... ¡los
riesgos del mismísimo diablo! ¡Adelante! ¡A por
ellos!
Pero la condesa movió la cabeza con
incredulidad. Se le antojaba ridículo que aquellos
hombres y su jefe, todos ellos ricos,
probablemente de buena cuna, tan jóvenes, se
enfrentaran a los terribles peligros que la condesa
sabía que corrían constantemente sólo por
deporte. En cuanto ponían el pie en Francia, su
nacionalidad no les servía de salvaguardia.
Cualquiera que fuera sorprendido protegiendo o
prestando ayuda a supuestos monárquicos era
inevitablemente condenado a la pena capital,
cualquiera que fuese su nacionalidad. Y, por lo
que sabía la condesa, aquella banda de jóvenes
ingleses había desafiado al tribunal de los
revolucionarios, implacable y sediento de sangre,
dentro de los propios muros de la ciudad de
París, y le había arrebatado a las víctimas
condenadas al pie mismo de la guillotina. Con un
estremecimiento, recordó los acontecimientos de
los últimos días, la huida de París con sus dos
hijos, los tres escondidos bajo el techo de un
carro bamboleante, entre un montón de coles y
nabos, sin atreverse a respirar, mientras la
muchedumbre aullaba: «A la lanterne les
aristos!», en aquella terrible barricada del Oeste.
Todo había sucedido de una forma casi
milagrosa: su marido y ella se habían enterado de
que se encontraban en las listas de «personas
sospechosas», lo que significaba que los
juzgarían y condenarían a muerte en cuestión de
días, quizá de horas.
Pero de pronto concibieron una esperanza de
salvación; la misteriosa carta, firmada con el
enigmático dibujo escarlata; las instrucciones
claras y precisas; la separación del conde de
Tournay, que había destrozado el corazón de la
pobre esposa; la esperanza de volver a verse; la
huida con sus dos hijos; el carro cubierto; aquella
vieja espantosa que lo conducía, parecida a un
demonio, con el lúgubre trofeo en el mango del
látigo...
La condesa paseó la mirada por aquella posada
inglesa, pintoresca y antigua, con la paz de
aquella tierra de libertad religiosa y civil, y cerró
los ojos para ahuyentar la obsesiva visión de la
barricada del Oeste y de la muchedumbre
retirándose presa del pánico cuando la vieja bruja
pronunció la palabra «peste».
Mientras iba en el carro, a cada instante
esperaba que la reconocieran, la arrestaran y que
tanto sus hijos como ella fueran juzgados y
condenados, y aquellos jóvenes ingleses, bajo la
guía de su valiente y misterioso jefe, habían
arriesgado la vida para salvarlos a ellos, como ya
habían salvado a docenas de personas inocentes.
¿Y todo únicamente por deporte? ¡Imposible!
Los ojos de Suzanne, que buscaban los de sir
Andrew, le decían bien a las claras que pensaba
que al menos él rescataba a sus semejantes de
una muerte terrible que no merecían movido por
una motivación más elevada y más noble que lo
que quería hacerle creer.
—¿Con cuántas personas cuenta su valiente
grupo, monsieur? —preguntó tímidamente.
—Veinte en total, mademoiselle —contestó—.
Uno que da las órdenes y diecinueve que
obedecen. Todos somos ingleses, y todos somos
fieles a la misma causa: obedecer a nuestro jefe y
salvar al inocente.
—Que Dios les proteja a todos, messieurs —
dijo la condesa fervientemente.
—Hasta ahora lo ha hecho, madame.
—Me parece prodigioso, ¡prodigioso!, que
sean ustedes tan valientes, que estén tan
entregados a su prójimo... ¡siendo ingleses! En
Francia, la traición acecha por todas partes, en
nombre de la libertad y la fraternidad.
—En Francia, las mujeres han sido aún más
crueles con nosotros, los aristócratas, que los
hombres —dijo en vizconde, suspirando.
—Sí, es cierto —añadió la condesa, y una
expresión de arrogante desdén y profunda
amargura pasó por sus ojos melancólicos—. Por
ejemplo, esa mujer, Marguerite St. Just.
Denunció al marqués de St. Cyr y a toda su
familia al tribunal del Terror.
—¿Marguerite St. Just? —repitió lord Antony,
dirigiendo una mirada rápida y nerviosa a sir
Andrew—. ¿Marguerite St. Just?. Sin duda...
—¡Sí! —le interrumpió la condesa—. Sin duda
ustedes la conocen. Era una actriz destacada de
la Comédie Française, y hace poco se casó con
un inglés. Tienen que conocerla...
—¿Conocerla? —repitió lord Antony—. ¿Que
si conocemos a lady Blakeney... la mujer más
famosa de Londres, la esposa del hombre más
rico de Inglaterra? Naturalmente; todos
conocemos a lady Blakeney.
—Fue compañera mía en el convento de París
—explicó Suzanne—, y vinimos juntas a
Inglaterra a aprender su idioma. Le tenía mucho
cariño a Marguerite, y no puedo creer que hiciera
una cosa tan vil.
—Francamente, parece increíble —dijo sir
Andrew—. ¿Dice usted que denunció al marqués
de St. Cyr? ¿Por qué habría de hacer semejante
cosa? No cabe duda de que se trata de un error...
—No hay error posible, monsieur —replicó la
condesa con frialdad—. El hermano de
Marguerite St. Just es un conocido republicano.
Al parecer, hubo una disputa familiar entre mi
primo, el marqués de St. Cyr, y él. Los St. Just
son en realidad plebeyos, y el gobierno
republicano tiene muchos espías. Le aseguro que
no hay ningún error... ¿No ha oído esta historia?
—A decir verdad, madame, he oído ciertos
rumores, pero en Inglaterra nadie los cree... Sir
Percy Blakeney, su marido, es un hombre muy
acaudalado, con una elevada posición social,
amigo íntimo del príncipe de Gales... y lady
Blakeney es quien arbitra la moda y la alta
sociedad de Londres.
—Es posible, monsieur, y, naturalmente,
nosotros llevaremos una vida muy tranquila en
Inglaterra, pero ruego a Dios que mientras esté
en este hermoso país no me encuentre a
Marguerite St. Just.
Pareció como si un jarro de agua fría cayera
sobre el alegre grupo reunido en torno a la mesa.
Suzanne estaba triste, en silencio. Sir Andrew
jugueteaba nervioso con su tenedor, y la condesa,
encerrada en la armadura de sus prejuicios
aristocráticos, estaba rígida, inflexible, en su silla
de respaldo recto. En cuanto a lord Antony,
parecía sumamente incómodo, y miró un par de
veces con recelo a Jellyband, que parecía
igualmente incómodo.
—¿A qué hora espera a sir Percy y lady
Blakeney? —se las ingenió para susurrarle al
posadero sin que nadie se diera cuenta.
—Llegarán de un momento a otro, señor —
respondió Jellyband también en un susurro.
Mientras pronunciaba estas palabras, se oyó a
lo lejos el retumbar de un carruaje; el ruido fue
aumentando, se oyeron claramente dos gritos, la
trápala de los cascos de los caballos en el
desigual empedrado, y al cabo de unos segundos
un mozo de cuadra abrió la puerta del salón y
entró precipitadamente.
—¡Sir Percy Blakeney y su esposa! —gritó con
todas sus fuerzas—. ¡Acaban de llegar!
Y entre gritos, tintinear de arneses y cascos de
hierro resonando sobre las piedras, un coche
magnífico, tirado por cuatro bayos soberbios, se
detuvo en el porche de The Fisherman’s Rest.
V
MARGUERITE
Transcurridos unos momentos, el tranquilo
salón con vigas de roble de la posada fue
escenario de una confusión y un desasosiego
indescriptibles. Cuando el mozo de cuadra
anunció la llegada de los huéspedes, lord
Antony, soltando un juramento muy en boga por
aquellos días, se levantó de su asiento de un salto
y se puso a dar órdenes confusas al pobre
Jellyband que, aturdido, no sabía qué hacer.
—¡Por lo que más quiera, buen hombre —le
amonestó su señoría—, intente distraer a lady
Blakeney hablando afuera unos momentos
mientras se retiran las señoras! ¡Maldición! —
exclamó, y añadió otro juramento aún más
enfático— ¡Qué mala suerte!
—¡Deprisa, Sally! ¡Las velas! —gritó
Jellyband, corriendo de aquí para allá, ora
brincando sobre una pierna, ora sobre la otra,
contribuyendo a aumentar el nerviosismo
reinante.
También la condesa se había puesto de pie;
erguida, rígida, trataba de disimular su excitación
bajo una decorosa sang—froid, repitiendo
mecánicamente:
—¡No quiero verla! ¡No quiero verla!
Afuera, la confusión que había desencadenado
la llegada de tan importantes huéspedes crecía
sin cesar.
«¡Buen día, sir Percy! ¡Buen día, su señoría!»
«¡A su disposición, sir Percy!», se oía entonar a
un coro ininterrumpido en el que se intercalaban,
con tono más débil, frases como: «¡Una caridad
para este pobre ciego, señora y caballero!»
De repente, en medio del estruendo se oyó una
voz singularmente dulce.
—Dejen a ese pobre hombre, y que le den de
comer. Yo corro con los gastos.
La voz era grave y musical, con un timbre
ligeramente cantarín y un leve soupçon de acento
extranjero en la pronunciación de las
consonantes.
Al oírla, todos los que estaban en el salón
guardaron silencio y se quedaron escuchando
involuntariamente unos momentos. Sally se
detuvo con las velas ante la puerta que daba a los
dormitorios del piso de arriba, y la condesa se
retiró apresuradamente ante la aparición de
aquella enemiga que poseía una voz tan dulce y
musical; Suzanne se disponía a seguir a su madre
de mala gana, y lanzaba miradas de pesar hacia
la puerta de entrada, en la que esperaba ver a su
antigua y querida compañera de colegio.
Jellyband abrió la puerta, aún con la absurda y
vana esperanza de evitar la catástrofe que flotaba
en el aire, y la misma voz grave y musical dijo
con una alegre risa y un tono de consternación
burlona:
—¡Brrr! ¡Me he puesto como una sopa! Dieu!
¿Han visto ustedes qué clima más odioso?
—Suzanne, ven conmigo inmediatamente. Te
lo ordeno —dijo la condesa imperiosamente.
—¡Oh! ¡Mamá! —exclamó Suzanne,
suplicante.
—¡Mi señora... esto... mi señora! —tartamudeó
Jellyband, que trataba de cortarle el paso a lady
Blakeney torpemente.
—Pardieu, buen hombre —dijo lady Blakeney,
un poco impaciente—, ¿por qué se pone usted en
medio, saltando a la pata coja como una cigüeña?
Deje que me acerque al fuego. Voy a morirme de
frío.
Empujó suavemente al posadero y entró en el
salón.
Existen muchos retratos y miniaturas de
Marguerite St. Just —lady Blakeney, como se
llamaba en aquella época—, pero dudo que
ninguno de ellos haga justicia a su singular
belleza. De estatura superior a la media, figura
magnífica y porte regio, no es de extrañar que
incluso la condesa se detuviera
involuntariamente unos segundos para admirarla
antes de volver la espalda a tan fascinante
aparición.
Por entonces, Marguerite St. Just contaba
apenas veinticinco años, y su belleza se
encontraba en todo su esplendor. El gran
sombrero, con sus plumas ondeantes, arrojaba
una suave sombra sobre la frente clásica con una
aureola de pelo rojizo, libre de polvo en esos
momentos; la dulce boca infantil, la nariz recta,
como cincelada, la barbilla redonda y el delicado
cuello, todo ello parecía realzado por los
pintorescos ropajes de la época. El traje de
terciopelo, de un azul intenso, moldeaba el grácil
contorno de su figura, y una manita minúscula
sujetaba con dignidad el largo bastón adornado
con un gran manojo de cintas que se había puesto
de moda recientemente entre las damas de la alta
sociedad.
Con una rápida ojeada a la habitación
Marguerite Blakeney reconoció a cuantos había
en ella. Hizo una cortés inclinación de cabeza a
sir Andrew Ffoulkes, y le tendió la mano a sir
Antony.
—¡Hola, lord Tony! ¡Vaya! ¿Qué hace usted
aquí, en Dover? —le preguntó cordialmente.
Sin esperar la respuesta, se volvió hacia la
condesa y Suzanne. Su rostro se iluminó,
pareciendo aún más radiante, al tender ambos
brazos hacia la muchacha.
—¡Pero si es mi pequeña Suzanne! Pardieu,
querida ciudadana, ¿cómo es que estás en
Inglaterra? ¡Y con madame!
Se acercó efusivamente a ambas, sin el menor
indicio de azoramiento ni en sus ademanes ni en
su sonrisa. Lord Tony y sir Andrew
contemplaban la escena preocupados y
anhelantes. A pesar de ser ingleses, habían
estado varias veces en Francia, y habían tratado
lo suficiente con los franceses como para saber
que la rancia noblesse de ese país albergaba un
desprecio infinito y un odio mortal hacia todos
aquellos que habían contribuido a su caída.
Armand St. Just, el hermano de la hermosa lady
Blakeney, aunque de ideas moderadas y
conciliadoras, era un ferviente republicano, y su
disputa con la antigua familia de los St. Cyr —
cuyos detalles no conocía ningún extraño—
habían culminado en la caída y casi total
extinción de esta última. En Francia habían
triunfado St. Just y los suyos, y en Inglaterra,
cara a cara con aquellos tres refugiados que
habían sido expulsados de su país, que habían
escapado para salvar la vida y habían sido
despojados de todo cuanto le habían
proporcionado largos siglos de lujo, se
encontraba un vástago representativo de aquellas
mismas familias republicanas que habían
depuesto a un rey y habían desarraigado a una
aristocracia cuyo origen se perdía en la niebla y
la lejanía de los siglos pasados.
Estaba ante ellos, con toda la insolencia
inconsciente de la belleza, ofreciéndoles su
delicada mano, como si con ese gesto pudiera
solucionar el conflicto y el derramamiento de
sangre de la última década.
—Suzanne, te prohibo que hables con esa
mujer —dijo la condesa severamente, poniendo
una mano represora en el brazo de su hija.
Pronunció estas palabras en inglés, para que
todos las oyeran y las comprendieran, los dos
caballeros ingleses y el mesonero y su hija,
gentes plebeyas. Sally sofocó una exclamación
de espanto ante la insolencia de la extranjera,
ante aquella desvergüenza para con su señoría,
que era inglesa, puesto que era la esposa de sir
Percy y, además, amiga del príncipe de Gales.
En cuanto a lord Antony y sir Andrew, casi se
les paró el corazón de horror ante aquella afrenta
gratuita. Uno de ellos soltó una exclamación de
súplica; el otro de admonición, y ambos miraron
instintiva y rápidamente hacia la puerta, en la
que ya se oía una voz pesada y lenta, aunque no
desagradable.
Las únicas que no mostraron turbación de entre
los allí presentes fueron Marguerite Blakeney y
la condesa de Tournay. Esta, rígida, erguida y
desafiante, aún con la mano sobre el brazo de su
hija, parecía la personificación del orgullo más
indomeñable. Durante unos segundos el dulce
rostro de Marguerite se puso tan blanco como el
suave encaje que rodeaba su cuello, y un
observador muy avisado quizá hubiese notado
que la mano con que sujetaba el largo bastón
adornado con cintas estaba agarrotada y
ligeramente temblorosa.
Pero aquello sólo duró unos segundos;
enseguida se alzaron levemente las delicadas
cejas, los labios se curvaron sarcásticamente, los
ojos, azul claro, se clavaron en la rígida condesa,
y con un leve encogimiento de hombros...
—¡Vaya, vaya, ciudadana! —dijo en tono
desenfadado—. ¿Se puede saber qué mosca le ha
picado?
—Ahora estamos en Inglaterra, madame —
replicó la condesa fríamente—, y soy libre de
prohibir a mi hija que le estreche la mano
amistosamente. Vamos, Suzanne.
Hizo una seña a su hija, y sin volver a mirar a
Marguerite Blakeney, pero haciendo una
profunda reverencia a la vieja usanza a los dos
jóvenes, abandonó la habitación con paso
majestuoso.
En el salón de la posada se hizo el silencio
durante unos momentos, mientras el frufrú de las
faldas de la condesa se desvanecía por el pasillo.
Marguerite, rígida como una estatua, siguió con
mirada glacial a la erguida figura hasta que
desapareció tras el umbral, pero cuando la
pequeña Suzanne se disponía a seguir a su
madre, humilde y obediente, se borró la dureza
del rostro de lady Blakeney y en sus ojos se posó
una expresión afligida, casi patética e infantil.
La pequeña Suzanne vio aquella expresión; el
carácter dulce de la niña salió al encuentro de la
hermosa mujer, apenas un poco mayor que ella;
la obediencia filial dio paso a la simpatía juvenil,
y al llegar a la puerta, se dio la vuelta, corrió
hasta Marguerite, y abrazándola, la besó
efusivamente, y a continuación fue en pos de su
madre, con Sally a la zaga, mientras una amable
sonrisa le formaba hoyuelos en el rostro y hacía
una última reverencia a lady Blakeney.
El gesto de delicadeza de Suzanne rompió la
desagradable tensión reinante. Sir Andrew siguió
su bonita figura con los ojos hasta que se perdió
de vista, y después se encontró con los de
Marguerite, con una expresión de regocijo.
Marguerite, con remilgada afectación, hizo un
ademán como de besar la mano a las damas
cuando éstas traspasaron el umbral, y una sonrisa
festiva asomó a las comisuras de sus labios.
—¡Bueno, ya está! —dijo desenfadadamente—
. ¡Dios mío! Sir Andrew, ¿ha visto usted qué
persona tan desagradable? Espero que cuando me
haga vieja no sea así.
Se recogió las faldas, y adoptando un aire
majestuoso, se dirigió muy digna hacia la
chimenea.
—Suzanne —dijo, imitando la voz de la
condesa—. ¡Te prohibo que hables con esa
mujer!
La carcajada que siguió a aquella broma sonó
un poco forzada, pero ni sir Andrew ni lord
Antony eran observadores demasiado
perspicaces. La imitación fue tan perfecta, el
tono de voz tan fielmente reproducido, que los
dos jóvenes exclamaron al unísono,
entusiasmados: «¡Bravo!».
—¡Ah, lady Blakeney! —añadió lord Tony—,
cómo deben echarla de menos en la Comédie
Française, y cómo deben odiar los parisinos a sir
Percy por habérsela llevado de allí.
—Ni hablar —replicó Marguerite, encogiendo
sus gráciles hombros—. Es imposible odiar a sir
Percy por nada. Es tan ingenioso que desarmaría
a la mismísima condesa.
El joven vizconde, que no había seguido el
ejemplo de su madre y de su digna retirada, se
adelantó un paso, dispuesto a defender a la
condesa si lady Blakeney volvía a burlarse de
ella, pero antes de que pudiera pronunciar una
sola palabra de protesta, afuera se oyó una risa
simpática pero inequívocamente necia, y al cabo
de unos segundos apareció en el umbral una
figura de una estatura inusual y elegantemente
vestida.
VI
UN EXQUISITO DE
Como cuentan las crónicas de la época, en el
año de gracia de , a sir Percy Blakeney aún
le faltaban uno o dos para cumplir los treinta.
Más alto que la media, aun para ser inglés, ancho
de hombros y de proporciones gigantescas, se
hubiera podido calificar de extraordinariamente
apuesto de no haber sido por cierta expresión de
vaguedad en sus ojos hundidos y la continua risa
necia que parecía desfigurar su boca firme y bien
dibujada.
Hacía casi un año que sir Percy Blakeney, uno
de los hombres más ricos de Inglaterra, árbitro de
todas las modas, y amigo íntimo del príncipe de
Gales, había sorprendido a la alta sociedad de
Londres y Bath regresando a su país tras uno de
sus viajes por el extranjero casado con una mujer
hermosa, inteligente y francesa. Sir Percy, el más
aburrido y soporífero, el más británico de los
británicos capaz de hacer bostezar a una mujer
guapa, había ganado un brillante premio
matrimonial para el cual, según afirman los
cronistas, había habido múltiples competidores.
Marguerite St. Just había hecho su entrada en
los círculos artísticos de París en el preciso
momento en que tenía lugar el mayor
levantamiento social que jamás ha conocido el
mundo. Con apenas dieciocho años,
generosamente dotada por la naturaleza de
belleza y talento, y con la única compañía de un
hermano joven que la adoraba, al poco tiempo
reunía en su encantador piso de la Rue Richelieu
un grupo tan brillante como exclusivo, es decir,
exclusivo sólo desde cierto punto de vista.
Marguerite St. Just era republicana por principios
y convicción —su lema era igualdad de
nacimiento—; para ella, la desigualdad de
fortuna era un simple accidente de la adversidad,
y la única desigualdad que admitía era la del
talento. «El dinero y los títulos pueden ser
hereditarios», decía, «pero la inteligencia no», y
así, su salón estaba reservado a la originalidad y
el intelecto, la brillantez y el ingenio, a los
hombres inteligentes y las mujeres con talento, y
al poco tiempo, ser admitido en él empezó a
considerarse en el mundo intelectual —que aun
en aquellos tiempos de confusión giraba en torno
a París— el sello de cualquier carrera artística.
Hombres inteligentes, distinguidos, e incluso
hombres de elevada posición, formaban una
corte selecta alrededor de la fascinante y joven
actriz de la Comédie Française, y ella se
deslizaba por el París republicano, revolucionario
y sediento de sangre como un cometa radiante
cuya cola estaba formada por lo más exquisito y
lo más interesante de la Europa intelectual.
Y de repente ocurrió lo inesperado. Algunas
personas sonrieron con indulgencia y lo
calificaron de extravagancia artística; otras lo
consideraron una decisión prudente, en vista de
los múltiples acontecimientos que se
precipitaban en París en aquellos días; pero el
verdadero motivo de aquel clímax siguió siendo
un misterio y un rompecabezas para todos. Sea
como fuere, un buen día Marguerite St. Just se
casó con sir Percy Blakeney, así, por las buenas,
sin soiré de contrat, diner de fiançailles ni
ninguno de los accesorios de las bodas francesas
al uso.
Nadie se podía explicar cómo aquel inglés
estúpido y aburrido había logrado ser admitido
en el seno del círculo intelectual que giraba en
torno a «la mujer más inteligente de Europa»,
como la llamaban unánimemente sus amigos...
Una llave de oro abre todas las puertas, dice el
refrán al que recurrían los maliciosos.
En fin; se casó con él, y «la mujer más
inteligente de Europa» unió su destino al de
aquel «maldito imbécil» de Blakeney, y ni
siquiera los amigos más íntimos de Marguerite
pudieron atribuir el extraño paso que había dado
a otra causa que no fuera una extravagancia en
grado sumo. Las personas que la conocían bien
se reían burlonamente ante la idea de que
Marguerite St. Just se hubiera casado con un
idiota por las ventajas sociales que pudiera
reportarle. Sabían a ciencia cierta que a
Marguerite St. Just no le importaba el dinero, y
aún menos los títulos; además, había al menos
media docena de hombres en el mundo
cosmopolita en que vivía de tan buena cuna
como Blakeney, si no tan acaudalados, que
hubieran sido felices de dar a Marguerite St. Just
la posición que ella hubiera deseado.
En cuanto a sir Percy, todo el mundo opinaba
que no estaba en absoluto preparado para
desempeñar el difícil papel que había asumido.
Al parecer, las únicas prendas que poseía para
esta tarea consistían en una adoración ciega por
Marguerite, sus inmensas riquezas y la gran
aceptación de que gozaba en la corte inglesa;
pero la sociedad londinense pensaba que,
teniendo en cuenta sus limitaciones intelectuales,
hubiera actuado más sensatamente otorgando
estos privilegios sociales a una mujer menos
brillante e ingeniosa.
Aunque últimamente era un personaje muy
destacado en la alta sociedad inglesa, había
pasado la mayor parte de sus primeros años de
vida en el extranjero. Su padre, el difunto sir
Algernon Blakeney, había tenido la terrible
desgracia de ver cómo su joven esposa, a la que
idolatraba, se volvía irremediablemente loca tras
dos años de feliz matrimonio. Percy nació
precisamente cuando la difunta lady Blakeney
cayó víctima de la terrible enfermedad que en
aquella época se consideraba incurable y poco
menos que una maldición divina para toda la
familia. Sir Algernon se llevó a su esposa
enferma al extranjero, y allí debió educarse
Percy, creciendo entre una madre idiota y un
padre distraído, hasta que alcanzó la mayoría de
edad. La muerte de sus padres, que tuvo lugar
con escaso intervalo de tiempo entre uno y otro,
lo convirtió en un hombre libre, y como sir
Algernon se había visto obligado a llevar una
vida sencilla y retirada, la cuantiosa fortuna
familiar se había multiplicado por diez.
Sir Percy Blakeney había viajado mucho por el
extranjero antes de llevar a su país a su joven y
hermosa esposa francesa. Los círculos más
selectos de la época los recibieron a ambos con
los brazos abiertos, sin el menor reparo. Sir
Percy era rico, su esposa encantadora, y el
príncipe de Gales les tomó gran cariño. Al cabo
de seis meses, se les consideraba árbitros de la
moda y la elegancia. Las chaquetas de sir Percy
estaban en boca de todos, se repetían sus
necedades, la juventud dorada de Almack's o el
paseo del Mall imitaba su risa tonta. Todos
sabían que era irremediablemente estúpido, pero
no era de extrañar, teniendo en cuenta que todos
los Blakeney eran célebres por su torpeza desde
varias generaciones atrás, y que la madre de sir
Percy había muerto loca.
La buena sociedad le aceptaba, le mimaba, le
tenía en gran estima, pues sus caballos eran los
mejores del país, y sus fiestas y vinos los más
celebrados. Con respecto a su matrimonio con
«la mujer más inteligente de Europa»... Bueno,
lo inevitable llegó con pasos rápidos y seguros.
Nadie sintió lástima de él, pues él mismo se
había buscado su suerte. En Inglaterra había gran
número de damas jóvenes, de elevado rango y
notable belleza, que hubieran contribuido de
buena gana a gastar la fortuna de los Blakeney y
que hubieran sonreído indulgentemente ante las
necedades y las estupideces bien intencionadas
de sir Percy. Además, nadie sintió lástima de
Blakeney porque, al parecer, no la necesitaba:
parecía muy orgulloso de su inteligente esposa, y
le importaba poco que ella no se tomara la menor
molestia por ocultar el benévolo desprecio que a
todas luces le inspiraba, y que incluso se
divirtiera aguzando su ingenio a costa de su
marido.
Pero Blakeney era demasiado estúpido para
darse cuenta del ridículo en que le ponía su
brillante esposa, y si las relaciones conyugales
con la fascinante joven parisina no habían
resultado como deseaban sus esperanzas y su
adoración perruna, la sociedad sólo podía hacer
conjeturas sobre el tema.
En su hermosa casa de Richmond desempeñaba
un papel secundario frente a su esposa con una
bonhomie imperturbable; la rodeaba literalmente
de lujo y joyas, que ella aceptaba con una gracia
inimitable, ofreciendo la hospitalidad de su
soberbia mansión con la misma gentileza con
que recibía al grupo de intelectuales de París.
No se podía negar que sir Percy Blakeney era
apuesto, con la salvedad de aquella expresión de
vaguedad y aburrimiento habitual en él. Iba
siempre impecablemente vestido y seguía las
exageradas modas «Incroyable» de París que
acababan de llegar a Inglaterra, con el perfecto
buen gusto que caracteriza al caballero inglés.
Aquella tarde de septiembre, a pesar del largo
viaje en carruaje, a pesar de la lluvia y el barro,
llevaba el abrigo elegantemente ajustado a los
hombros, sus manos parecían casi femeninas de
puro blancas, asomando bajo los ondulantes
volantes del mejor encaje; la chaqueta de satén
extravagantemente corta, a la altura de la cintura,
el chaleco de anchas solapas y los calzones de
rayas muy ajustados realzaban su gigantesca
figura y, en reposo, aquel magnífico ejemplar de
virilidad inglesa despertaba admiración hasta que
sus gestos amanerados, sus movimientos
afectados y aquella risa necia que jamás
abandonaba sus labios la destruían.
Entró en el antiguo salón de la posada con aire
indolente, sacudiéndose el agua de su bonito
abrigo; después, colocándose un monóculo con
montura de oro en su perezoso ojo azul, observó
a los allí presentes, sobre los que bruscamente
había descendido un silencio embarazoso.
—¿Qué tal, Tony? ¿Qué tal, Ffoulkes? —dijo
al reconocer a los dos jóvenes, estrechándoles las
manos a continuación—. ¡Qué barbaridad! —
añadió, conteniendo un ligero bostezo—. ¿Han
visto qué día tan asqueroso? ¡Qué maldito clima
éste!
Con una risita afectada, mitad de turbación y
mitad de sarcasmo, Marguerite se volvió hacia su
marido y se puso a examinarlo de pies a cabeza,
con un destello de burla en sus alegres ojos.
—¡Pero bueno! —exclamó sir Percy, tras unos
segundos de silencio, al ver que nadie decía
nada—. Qué calladitos están todos... ¿Es que
ocurre algo?
—Oh, nada, sir Percy —replicó Marguerite,
con cierto desenfado que, no obstante, sonó un
poco forzado—. Nada que pueda perturbarle...
Solamente que han insultado a su esposa.
Sin duda, la intención de la carcajada con que
acompañó este comentario era asegurar a sir
Percy que el incidente revestía cierta gravedad, y
debió surtir efecto, pues, imitando la risa de su
mujer, sir Percy dijo plácidamente:
—No es posible, querida mía. ¿Quién ha osado
molestarla? ¿Eh?
Lord Tony quiso intervenir, pero no le dio
tiempo a hacerlo, pues el joven vizconde ya se
había adelantado hacia sir Percy.
—Monsieur —dijo, preludiando su discurso
con una aparatosa reverencia y hablando en un
inglés algo atropellado—, mi madre, la condesa
de Tournay de Basserive, ha ofendido a madame
quien, según veo, es su esposa. No puedo pedirle
excusas en nombre de mi madre. A mi entender,
obra correctamente, pero estoy dispuesto a
ofrecerle la reparación habitual entre hombres de
honor.
El joven irguió su pequeña figura en toda su
estatura, exaltado, orgulloso y acalorado,
mirando fijamente aquel metro ochenta y pico de
magnificencia representados por sir Percy
Blakeney.
— ¡Mire, sir Andrew! —dijo Marguerite, con
una de sus carcajadas alegres y contagiosas—.
Mire qué cuadro: el pavo inglés y el gallito
francés.
La comparación era perfecta, y el pavo inglés
contempló perplejo al delicado gallito francés,
que le rondaba con aire amenazador.
—Pero, buen señor —dijo al fin sir Percy,
volviendo a colocarse el monóculo y observando
al joven francés con asombro ilimitado—, ¿se
puede saber dónde demonios ha aprendido usted
inglés?
—¡Monsieur!
El vizconde se sintió profundamente humillado
por la forma en que aquel inglés gigantesco se
tomaba su actitud belicosa.
—¡Es fantástico! —prosiguió sir Percy,
imperturbable—. ¡Sencillamente fantástico! ¿No
le parece, Tony, eh? Juro que yo no sé hablar la
jerga francesa así de bien.
—¡Desde luego que no! Puedo garantizarlo —
dijo Marguerite—. Sir Percy tiene tal acento
británico que podría cortarse con un cuchillo.
—Monsieur —terció el vizconde, nervioso y en
un inglés aún más atropellado—, me temo que
no me ha entendido. Le ofrezco la única
reparación posible entre caballeros.
—¿Y qué diablos es eso? —preguntó sir Percy
dulcemente.
—Mi espada, monsieur —contestó el vizconde,
que, aunque seguía perplejo, empezaba a perder
la paciencia.
—Usted es deportista, lord Tony —dijo
Marguerite alegremente—. Apuesto uno contra
diez por el gallito.
Pero sir Percy miró distraídamente al vizconde
unos momentos con los pesados párpados
entornados; después contuvo otro bostezo, estiró
sus largos miembros y se dio la vuelta
tranquilamente.
—Es usted muy amable, señor —murmuró
despreocupadamente—, pero, ¿me quiere
explicar para qué demonios me va a servir su
espada?
Con lo que el vizconde pensó y sintió en aquel
momento en que el inglés de largas piernas le
trató con tan extraordinaria insolencia se podrían
llenar varios libros de profundas reflexiones... Lo
que le dijo puede resumirse en una sola palabra
inteligible, pues el resto quedó ahogado en su
garganta por una ira incontenible.
—Un duelo, monsieur —tartamudeó.
Una vez más Blakeney se dio la vuelta y, desde
su aventajada estatura, miró al hombrecillo
colérico que tenía ante él; pero no perdió su
imperturbabilidad y buen humor ni un segundo.
Soltó la necia carcajada de costumbre y,
hundiendo sus manos largas y finas en los
amplios bolsillos de su abrigo, dijo
pausadamente:
—¿Un duelo? ¡Vaya! ¿A eso se refería? ¡Qué
cosas! Es usted un rufián sediento de sangre,
joven. ¿Acaso quiere hacerle un agujero a un
hombre que respeta la ley?... Yo jamás me bato
en duelo —añadió, al tiempo que se sentaba y
estiraba perezosamente sus largas piernas—. Eso
de los duelos es incomodísimo, ¿verdad, Tony?
Sin duda, el vizconde había oído hablar de que
en Inglaterra la moda de batirse entre caballeros
había sido suprimida por la ley con mano dura;
sin embargo, a él, un francés cuyas ideas sobre la
valentía y el honor se basaban en un código
respaldado por largos siglos de tradición, el
espectáculo de un caballero negándose a aceptar
un duelo se le antojaba poco menos que
monstruoso. Reflexionaba vagamente sí debía
abofetear en la cara al inglés de largas piernas y
llamarle cobarde, o si tal conducta en presencia
de una dama se consideraría impropia de
caballeros, cuando, felizmente, intervino
Marguerite.
—Se lo ruego, lord Tony —dijo con su voz
dulce y melodiosa—. Le ruego que imponga paz,
Este niño está furioso y —añadió con un soupçon
de sarcasmo— podría hacerle daño a sir Percy.
Soltó una carcajada burlona que, sin embargo,
no perturbó lo más mínimo la placidez de su
marido.
—El pavo británico ya se ha divertido
suficiente —añadió—. Sir Percy es capaz de
provocar a todos los santos del calendario sin
perder el buen humor.
Pero Blakeney, tan cordial como de costumbre,
también se reía de sí mismo.
—Eso ha estado muy bien, sí señora —dijo,
volviéndose tranquilamente hacia el vizconde—.
Mi esposa es muy inteligente, señor... Ya lo
comprobará usted, si vive lo suficiente en
Inglaterra.
—Sir Percy tiene razón, vizconde —terció lord
Antony, posando amistosamente una mano en el
hombro del joven francés—. No sería muy
apropiado que iniciase su carrera en Inglaterra
provocándole a batirse en duelo.
El vizconde se quedó vacilante unos
momentos; después, encogiéndose ligeramente
de hombros, gesto que dedicó al extraordinario
código del honor que imperaba en aquella isla
cubierta de niebla, dijo con gran dignidad:
—¡Ah, bien! Si monsieur se da por satisfecho,
yo no tengo inconveniente. Usted, señor, es
nuestro protector. Si he actuado mal, me retiro.
—¡Estupendo! —exclamó Blakeney, con un
prolongado suspiro de satisfacción—. Eso es;
retírese usted por ahí. Maldito cachorro irritable
—añadió para sus adentros—. Oiga, Ffoulkes, si
éste es un ejemplar de las mercancías que sus
amigos y usted traen de Francia, le aconsejo que
las tiren en mitad del canal, amigo mío, porque si
no tendré que ir a ver al viejo Pitt a decirle que
imponga una tarifa restrictiva y que les encarcele
a ustedes por contrabando.
—Vamos, sir Percy, su caballerosidad le pierde
—dijo Marguerite con coquetería—. No olvide
que usted mismo ha importado ciertas
mercancías francesas.
Blakeney se puso de pie lentamente y,
haciendo una profunda y complicada reverencia
a su esposa, dijo con suma galantería:
—Pero yo tuve la oportunidad de elegir,
madame, y mi gusto es exquisito.
—Me temo que más que su caballerosidad —
replicó ella con sarcasmo.
—¡Por favor, querida mía, sea razonable!
¿Cree que voy a permitir que cualquier comedor
de ranas de tres al cuarto al que no le guste la
forma de su nariz me deje el cuerpo como un
acerico?
—¡Quede tranquilo, sir Percy! —rió lady
Blakeney, devolviéndole la reverencia—. ¡No
tema! No es a los hombres a quienes no les gusta
la forma de mi nariz.
—¡Yo no temo a nadie! ¿Acaso pone en duda
mi valor, madame? No tengo por costumbre
crear conflictos gratuitamente, ¿verdad, Tony?
En más de una ocasión he tenido que medir mis
puños con alguien... Y le aseguro que ese alguien
no salió muy bien parado...
—Le creo, sir Percy —dijo Marguerite, con
una alegre y penetrante carcajada que resonó en
las viejas vigas de roble del salón—. Me hubiera
gustado verle... ¡Ja, ja, ja!... Debía tener usted un
aspecto fantástico... ¡Y... mira que asustarse de
un chiquillo francés...!¡Ja, ja, ja!
—¡Ja, ja, ja! ¡Je, je, je! —rió sir Percy, como
un eco—. ¡Ah, madame, me hace usted un gran
honor! Fíjese, Ffoulkes: he hecho reír a mi
esposa... ¡a la mujer más inteligente de Europa!...
¡Esto merece un brindis! —Y, diciendo esto,
golpeó vigorosamente la mesa que estaba a su
lado—. ¡Eh, Jelly! ¡Venga aquí inmediatamente!
La armonía volvió a instaurarse. Con un
poderoso esfuerzo, el señor Jellyband se recobró
de las múltiples emociones que había
experimentado en el transcurso de la última
media hora.
—Un cuenco de ponche, Jelly. Que esté
calentito y bien fuerte, ¿eh? —dijo sir Percy—.
Hay que aguzar el ingenio que ha hecho reír a
una mujer inteligente. ¡Ja, ja, ja! ¡Deprisa, mi
buen Jelly!
—No tenemos tiempo, sir Percy —dijo
Marguerite—. El patrón del barco vendrá aquí
directamente, y mi hermano tiene que subir a
bordo, o el Day Dream no aprovechará la marea.
—¿Que no tenemos tiempo, querida mía? Un
caballero siempre tiene tiempo de emborracharse
y embarcar antes de que cambie la marea.
—Su señoría —dijo Jellyband
respetuosamente—, creo que el joven caballero
ya viene con el patrón del barco de sir Percy.
—Muy bien —dijo Blakeney—. Así Armand
podrá beber con nosotros un poco de ponche.
Tony, ¿cree que ese mequetrefe amigo suyo
querrá tomar un vaso? —añadió, volviéndose
hacia el vizconde—. Dígale que brindaremos en
señal de reconciliación.
—Están ustedes tan animados —dijo
Marguerite— que confío en que sabrán
disculparme si me despido de mi hermano en
otra habitación.
Hubiera sido de mala educación protestar.
Tanto lord Antony como sir Andrew
comprendieron que lady Blakeney no estaba de
humor para diversiones en aquel momento. El
cariño que profesaba a su hermano, Armand St.
Just, era extraordinariamente profundo y
conmovedor. Había pasado unas semanas en
Inglaterra, en casa de Marguerite, y regresaba a
su país para ponerse a su servicio en unos
momentos en que la muerte era la recompensa
que habitualmente recibía la dedicación y el
entusiasmo.
Tampoco sir Percy hizo la menor tentativa de
retener a su esposa. Con aquella galantería
perfecta y un tanto afectada que caracterizaba
todos sus movimientos, le abrió la puerta del
salón y le dedicó la reverencia más aparatosa que
dictaba la moda de la época, mientras ella
abandonaba majestuosamente la habitación sin
concederle más que una mirada distraída y
ligeramente despectiva. Sólo sir Andrew
Ffoulkes, cuyo pensamiento parecía más agudo,
más dulce y más comprensivo desde que
conociera a Suzanne de Tournay, observó la
extraña mirada de indecible melancolía, de
intensa y desesperada pasión con que el necio y
frívolo sir Percy siguió la figura de su brillante
esposa.
VII
LA PARCELA SECRETA
Una vez fuera del ruidoso salón, a solas en el
pasillo débilmente iluminado, Marguerite
Blakeney pareció respirar con mayor libertad.
Emitió un profundo suspiro, como si hubiera
estado largo tiempo oprimida por la pesada carga
del autocontrol, y dejó que unas lágrimas
resbalaran distraídamente por sus mejillas.
Afuera había cesado de llover, y por entre las
nubes que pasaban veloces, los pálidos rayos del
sol posterior a la tormenta brillaban sobre la
hermosa costa blanca de Kent y las pintorescas e
irregulares casas que se apiñaban alrededor del
muelle del Almirantazgo. Marguerite Blakeney
salió al porche y miró al mar. Recortada contra el
mar eternamente cambiante, una grácil goleta de
velas blancas cabeceaba movida por la suave
brisa. Era el Day Dream, el yate de sir Percy
Blakeney, que estaba preparado para llevar a
Armand St. Just a Francia, al corazón mismo de
la sangrienta e hirviente revolución que estaba
derrocando una monarquía, atacando una religión
y destruyendo una sociedad para intentar
reconstruir sobre las cenizas de la tradición una
nueva Utopía, con la que soñaban unos cuantos
pero que ninguno tenía poder para establecer.
A lo lejos se distinguían dos figuras que se
dirigían a The Fisherman's Rest; una era un
hombre mayor, con una curiosa aureopla de
pelos grises alrededor de la barbilla, enorme y
rotunda, que caminaba con los movimientos
bamboleantes que invariablemente delatan al
marino; la otra, una figura joven y delgada,
vestida elegantemente con un abrigo de varias
esclavinas. Estaba perfectamente rasurado y
llevaba el oscuro cabello peinado hacia atrás,
poniendo de relieve una frente despejada y noble.
—¡Armand! —exclamó Marguerite Blakeney,
en cuanto le vio a lo lejos, y una sonrisa de
felicidad iluminó su dulce rostro, a pesar de las
lágrimas.
Al cabo de uno o dos minutos, los hermanos se
arrojaron el uno en brazos del otro, mientras el
viejo capitán se quedaba respetuosamente a un
lado.
—¿Cuánto tiempo tenemos hasta que monsieur
St. Just suba a bordo, Briggs? —preguntó lady
Blakeney.
—Deberíamos soltar amarras dentro de media
hora, su señoría —respondió el hombre,
tirándose de la barba gris.
Entrelazando el brazo con el de su hermano,
Marguerite se dirigió con él hacia el acantilado.
—Media hora —dijo, mirando pensativa al
mar—, media hora más y estarás lejos de mí,
Armand. ¡Ah, me cuesta trabajo creer que te
marchas! Estos últimos días, mientras Percy ha
estado fuera y te he tenido sólo para mí, han
pasado como en un sueño.
—No voy lejos, querida mía —dijo dulcemente
el joven—. Sólo hay que cruzar un estrecho
canal y recorrer unos cuantos kilómetros de
carretera... Puedo volver dentro de poco.
—No es la distancia, Armand, sino ese
espantoso París... precisamente ahora...
Llegaron al borde del acantilado. La suave
brisa marina revolvió el pelo de Marguerite sobre
su rostro, e hizo ondear el extremo del cuello de
encaje a su alrededor como una serpiente blanca
y flexible. Trató de penetrar la distancia con la
mirada, allí donde se extendían las costas de
Francia, aquella Francia inquieta y dura que
estaba cobrando el impuesto de sangre a sus hijos
más nobles.
—Nuestro hermoso país, Marguerite —dijo
Armand, que parecía haber adivinado los
pensamientos de su hermana.
—Han llegado demasiado lejos, Armand —
replicó ella con vehemencia—. Tú eres
republicano y yo también... Tenemos las mismas
ideas, el mismo entusiasmo por la libertad y la
igualdad... Pero seguro que hasta tú piensas que
han llegado demasiado lejos...
—¡Chist! —dijo Armand instintivamente,
lanzando una mirada rápida y recelosa a su
alrededor.
—¡Ah! ¿Lo ves? Sabes que no se está a salvo
hablando de estas cosas... ¡ni siquiera aquí, en
Inglaterra!
De repente se colgó de su brazo con pasión
incontenible, casi maternal.
—¡No te vayas, Armand! —le rogó—. ¡No
vuelvas allí! ¿Qué haría yo si... si...?
Su voz quedó ahogada por los sollozos; sus
ojos, tiernos, azules y cariñosos, miraron
suplicantes al joven, que le devolvió una mirada
resuelta, decidida.
—En cualquier caso, serías mi hermana,
valiente como siempre —respondió con
dulzura—, y recordarías que, cuando Francia está
en peligro, sus hijos no deben volverle la
espalda.
Mientras el joven pronunciaba estas palabras,
aquella sonrisa dulce e infantil volvió a aparecer
en el rostro trágico de Marguerite, pues parecía
bañado en lágrimas.
—¡Oh, Armand! —exclamó Marguerite—. A
veces desearía que no tuvieras tantas virtudes y
tanta nobleza... Te aseguro que los defectillos
son mucho menos peligrosos e incómodos. Pero,
¿serás prudente? —añadió anhelante.
—En la medida de lo posible... te prometo que
lo seré.
—Recuerda, querido mío, que sólo te tengo a
ti... para... para que cuides de mí.
—No, cielo, ahora tienes otros intereses. Percy
cuida de ti.
Una expresión de extraña melancolía se adueñó
de los ojos de Marguerite, que murmuró:
—Sí... Antes sí.
—Pero estoy seguro de que...
—Vamos, vamos, no te preocupes por mí.
Percy es muy bueno.
—¡Ni hablar! —le interrumpió Armand
enérgicamente—. Claro que me preocupo por ti,
querida Margot. Mira, nunca te he hablado de
estas cosas; parecía como si siempre hubiera algo
que me detenía cuando quería hacerte ciertas
preguntas. Pero, no sé por qué, no puedo
marcharme y dejarte sin preguntarte una cosa...
No tienes que contestarme si no lo deseas —
añadió al observar que en los ojos de Marguerite
centelleaba una expresión de dureza, casi de
recelo.
—¿De qué se trata? —se limitó a preguntar
Marguerite.
—¿Sabe sir Percy que...? Quiero decir, ¿sabe
qué papel desempeñaste en la detención del
marqués de St. Cyr?
Marguerite se echó a reír. Fue una risa sin
alegría, amarga, despectiva, como una nota
discordante en la música de su voz.
—¿Quieres decir que denuncié al marqués de
St. Cyr al tribunal que los envió a él y a toda su
familia a la guillotina? Sí, lo sabe... Se lo conté
después de casarnos...
—¿Le explicaste las circunstancias... que te
libran por completo de culpa?
—Era demasiado tarde para hablar de
«circunstancias». Se enteró de la historia por
otras personas, y al parecer mi confesión llegó
demasiado tarde. Ya no podía acogerme a las
circunstancias atenuantes; no podía degradarme
intentando explicárselo...
—¿Y qué ocurrió?
—Pues que ahora, Armand, tengo la
satisfacción de saber que el mayor estúpido de
Inglaterra siente un absoluto desprecio por su
esposa.
En esta ocasión habló con vehemente
amargura, y Armand St. Just, que la quería con
toda su alma, se dio cuenta de que había puesto
torpemente el dedo en una llaga muy dolorosa.
—Pero sir Percy te quería, Margot —insistió
con dulzura.
—¿Que me quería? Mira, Armand, yo creía que
así era, porque si no, no me hubiera casado con
él. Estoy casi segura —añadió, hablando muy
deprisa, como si se alegrara de poder
desprenderse al fin de una pesada carga que
llevara varios meses oprimiéndola—, estoy casi
segura de que incluso tú pensabas, como todos
los demás, que me casé con sir Percy por su
dinero, pero te aseguro que no fue por eso.
Parecía adorarme, con una pasión y una
intensidad extraordinarias que me llegaron al
alma. Como bien sabes, yo nunca había querido a
nadie, y por entonces tenía veinticuatro años, así
que pensé que no estaba en mi carácter amar.
Pero siempre he creído que debía ser maravilloso
ser amada de una forma ciega y apasionada...
adorada, en una palabra. Y el hecho mismo de
que Percy fuera tonto y estúpido me resultaba
atractivo, porque pensaba que así me querría aún
más. Un hombre inteligente hubiera tenido otros
intereses; un hombre ambicioso, otras
esperanzas... Pensé que un imbécil me adoraría,
y no pensaría en otra cosa. Y yo estaba dispuesta
a corresponderle, Armand; me hubiera dejado
adorar, y a cambio le hubiera dado una ternura
infinita...
Suspiró; y aquel suspiro llevaba encerrado todo
un mundo de desilusión. Armand St. Just la dejó
hablar sin interrupción; la escuchó, mientras sus
propios pensamientos se desbordaban. Era
terrible ver a una mujer joven y bella —una
muchacha en todo menos en el apellido— casi en
el umbral de la vida y ya sin esperanza, sin
ilusiones, despojada de esos sueños dorados y
fantásticos que hubieran debido hacer de su
juventud unas continuas vacaciones.
Pero quizás —aunque quería profundamente a
su hermana—, quizás Armand lo comprendía:
había observado a las gentes de muchos países,
gentes de todas las edades, de todas las
posiciones sociales e intelectuales, y en el fondo
comprendía lo que Marguerite no había llegado a
decir. Cierto que Percy Blakeney era tonto, pero
en su torpe mente debía haber un lugar para ese
orgullo inextirpable del descendiente de una
larga línea de caballeros ingleses. Un Blakeney
había muerto en Bosworth Field; otro había
sacrificado vida y fortuna en aras de un Estuardo
traidor, y ese mismo orgullo —estúpido y lleno
de prejuicios en opinión del republicano
Armand— debió sentirse herido en lo más hondo
al enterarse del pecado que se encontraba a las
mismas puertas de lady Blakeney. Ella era
entonces joven; estaba equivocada, quizá mal
aconsejada. Armand lo sabía, y quienes se
aprovecharon de la juventud de Marguerite, de su
impulsividad y su imprudencia, lo sabían aún
mejor; pero Blakeney era torpe y no quiso
atender a «circunstancias». Sólo entendía los
hechos, y éstos le demostraban que lady
Blakeney había denunciado a un hombre de su
misma clase a un tribunal que no conocía la
clemencia, y el desprecio que debió sentir por el
acto que ella había cometido, aunque hubiera
sido involuntariamente, mató el amor que
albergaba en su pecho, en el que la comprensión
y la racionalización no podían tener cabida.
Pero en esos momentos, su hermana le
desconcertaba. La vida y el amor son tan
variables... ¿Podría ser que, al desvanecerse el
amor de su marido, se hubiera despertado el
amor por él en el corazón de Marguerite? En el
sendero del amor se encuentran extraños
extremos; era posible que aquella mujer, que
había tenido a la mitad de la Europa intelectual a
sus pies, hubiera depositado su afecto en un
idiota. Marguerite contemplaba fijamente el
crepúsculo. Armand no veía su rostro, pero de
repente se le antojó que algo que destelló un
segundo a la dorada luz del atardecer caía de sus
ojos sobre el delicado encaje. Pero Armand no
podía abordar aquel tema. Conocía muy bien el
carácter apasionado y extraño de su hermana, y
también conocía aquella reserva que se escondía
tras sus ademanes francos, y abiertos. Siempre
habían estado juntos, pues sus padres habían
muerto cuando Armand era aún adolescente y
Marguerite una niña. Él, que le llevaba ocho
años, la había vigilado hasta que se casó; la había
acompañado durante los brillantes años que
pasaron en la Rue Richelieu, y la había visto
iniciar su nueva vida, en Inglaterra, con pena y
ciertos presentimientos.
Aquella era la primera vez que iba a verla a
Inglaterra desde su boda, y los pocos meses de
separación ya parecían haber erigido un delgado
muro entre los dos hermanos. Aún seguía
existiendo el mismo cariño, profundo e intenso,
por ambas partes, pero era como si cada uno
tuviera su parcela secreta, en la que el otro no se
atrevía a entrar.
Eran muchas las cosas que Armand St. Just no
podía contarle a su hermana; los aspectos
políticos de la revolución francesa cambiaban
casi de día en día, y quizá ella no comprendiera
que sus opiniones y simpatías se hubieran
modificado, pues los excesos cometidos por
aquellos que habían sido amigos suyos eran cada
vez más terribles. Y Marguerite no podía
contarle a su hermano los secretos de su corazón;
apenas los entendía ella misma. Sólo sabía que,
en medio de tanto lujo, se sentía sola y
desgraciada.
Y Armand se marchaba. Marguerite temía por
su seguridad, anhelaba su presencia. No quería
estropear aquellos últimos momentos agridulces
hablando de sí misma. Lo llevó por el acantilado,
y después bajaron a la playa, con los brazos
entrelazados. Aún tenían muchas cosas que
contarse y que estaban fuera de la parcela secreta
de cada uno.
VIII
EL AGENTE AUTORIZADO
La tarde se acercaba rápidamente a su fin, y la
larga y fría noche de verano inglés empezaba a
tender su manto de niebla sobre el verde paisaje
de Kent.
El Day Dream había levado anclas, y
Marguerite Blakeney se quedó a solas al borde
del acantilado durante más de una hora,
contemplando aquellas velas blancas que
alejaban velozmente de ella al único ser al que
realmente importaba, a quien se atrevía a amar,
en quien sabía que podía confiar.
A la izquierda, no lejos de donde se
encontraba, las luces del salón de The
Fisherman’s Rest despedían destellos amarillos
en medio de la creciente niebla; de vez en
cuando, sus nervios exaltados creían distinguir
desde allí el ruido del regocijo y la alegre charla,
o la risa perpetua y absurda de su marido, que
chirriaba sin cesar en sus sensibles oídos.
Sir Percy había tenido la delicadeza de dejarla
completamente a solas. Marguerite suponía que,
a pesar de su estupidez, era suficientemente
bondadoso como para haber comprendido que
deseaba estar sola mientras aquellas blancas
velas se perdían en la tenue línea del horizonte.
Su marido, de ideas tan estrictas en materia de
decoro y decencia, ni siquiera le había sugerido
que se quedara un criado por allí cerca,
Marguerite se lo agradeció; siempre intentaba
agradecerle su solicitud, que era constante, y su
generosidad, que verdaderamente no conocía
límites. A veces, incluso intentaba refrenarse
para no pensar en él en unos términos tan
sarcásticos y duros que la impulsaban a decir,
aun sin quererlo, cosas crueles e insultantes,
animada por la vaga esperanza de herirle.
¡Sí! Muchas veces sentía deseos de herirle, de
hacerle ver que también ella le despreciaba, que
también ella había olvidado que casi había
llegado a amarle. ¡Amar a aquel petimetre
ridículo, cuyos pensamientos no iban más allá
del nudo de una corbata o del nuevo corte de una
chaqueta! ¡Bah! Y sin embargo... por su mente
flotaron, llevados por las alas invisibles de la
ligera brisa marina, vagos recuerdos que eran
dulces y ardientes y armonizaban con aquella
tranquila noche de verano: los días en que él
empezó a idolatrarla; parecía tan apasionado —
un auténtico esclavo—, y aún existía la
intensidad latente de un amor que la había
fascinado.
Y de repente aquel amor, aquella pasión, que
durante todo su noviazgo había sido para
Marguerite como la fidelidad rendida de un
perro, pareció desvanecerse por completo.
Veinticuatro horas después de la sencilla
ceremonia en la vieja iglesia de St. Roch,
Marguerite le contó que, sin darse cuenta, había
hablado de ciertos asuntos comprometedores
para el marqués de St. Cyr en presencia de unos
hombres —amigos suyos— que habían utilizado
la información en contra del desgraciado
marqués y le habían enviado a él y a su familia a
la guillotina.
Marguerite detestaba al marqués. Años atrás,
Armand, su querido hermano, se había
enamorado de Angèle St. Cyr, pero St. Just era
plebeyo, y el marqués estaba lleno de orgullo y
de los arrogantes prejuicios de su casta. Un día,
Armand, el amante tímido y respetuoso, se
atrevió a enviar un poema, un poema ardiente,
entusiasta, apasionado, a la mujer de sus sueños.
A la noche siguiente le esperaron los criados del
marqués de St. Cyr a las puertas de la ciudad de
París y le apalearon ignominiosamente, como a
un perro, y estuvo a punto de perder la vida.
Todo por haberse atrevido a poner sus ojos en la
hija del aristócrata. En aquellos días, dos años
antes de la gran Revolución, este tipo de
incidentes ocurrían casi a diario en Francia; de
hecho, contribuyeron a desencadenar las
sangrientas represalias que, años más tarde,
enviaron a la guillotina a aquellas altivas
cabezas.
Marguerite lo recordaba todo: lo que su
hermano debió sufrir en su hombría y su orgullo
tuvo que ser espantoso; y nunca intentó ni
siquiera analizar lo que ella sufrió por él y con él.
Pero llegó el día del desquite. St. Cyr y los de
su clase quedaron sometidos a los mismos
plebeyos a los que tanto despreciaban. Armand y
Marguerite, intelectuales e inteligentes,
adoptaron con el entusiasmo propio de su edad
las doctrinas utópicas de la Revolución, mientras
el marqués de St. Cyr y su familia luchaban
desesperadamente por conservar los privilegios
que les habían situado por encima de sus
semejantes en la escala social. Marguerite,
impulsiva, irreflexiva, sin calcular el significado
de sus palabras, aún resentida por la terrible
afrenta que había recibido su hermano a manos
del marqués, oyó casualmente —en su propio
grupo— que los St. Cyr mantenían
correspondencia en secreto con Austria y que
esperaban obtener apoyo del emperador para
reprimir la creciente revolución de su país.
En aquellos tiempos, una denuncia era
suficiente: las irreflexivas palabras de Marguerite
sobre el marqués de St. Cyr dieron su fruto al
cabo de veinticuatro horas. Fue arrestado.
Registraron sus papeles, y en su escritorio
encontraron cartas del emperador austríaco en las
que prometía enviar tropas para combatir al
populacho en París. Fue acusado de traición a su
patria, y ejecutado en la guillotina. Su familia, su
mujer y sus hijos, compartieron su terrible suerte.
Marguerite, horrorizada ante las consecuencias
de su inconsciencia, no pudo hacer nada por
salvar al marqués; su propio grupo, los dirigentes
del movimiento revolucionario, la proclamó
heroína. Y cuando se casó con sir Percy
Blakeney, quizá no fuera consciente de la
severidad con que él juzgaría el pecado que había
cometido involuntariamente, y que aún llevaba
como una pesada carga sobre su alma. Se lo
confesó abiertamente a su marido, confiando en
que el amor ciego que sentía por ella y el
ilimitado poder que Marguerite ejercía sobre él
pronto le harían olvidar algo que seguramente
sería muy mal acogido por un inglés.
Es cierto que, en el momento de la confesión,
sir Percy pareció tomárselo con mucha calma. En
realidad, dio la impresión de no entender el
significado de las palabras de Marguerite; pero
es aún más cierto que, a partir de entonces,
Marguerite no volvió a advertir el menor indicio
de aquel amor que ella creía que le pertenecía
por completo. En la actualidad llevaban vidas
separadas, y sir Percy parecía haber abandonado
su amor por ella, como si se tratara de un guante
que no le sentara bien. Marguerite intentó
incitarle aguzando su ingenio contra el torpe
intelecto de su marido; trató de despertar sus
celos, ya que no podía despertar su amor; intentó
aguijonearle para provocar su agresividad; mas
todo en vano. Sir Percy siguió igual, siempre
lento, pasivo, somnoliento, siempre galante e
invariablemente caballeroso: Marguerite tenía
todo lo que la alta sociedad y un marido
acaudalado pueden ofrecer a una mujer guapa,
pero aquella hermosa noche de verano, cuando
las velas blancas del Day Dream quedaron al fin
ocultas por las sombras, se sintió más sola que
aquel pobre vagabundo que caminaba
trabajosamente por los escabrosos acantilados.
Con otro prolongado suspiro, Marguerite
Blakeney dio la espalda al mar y los acantilados,
y se dirigió lentamente hacia The Fisherman's
Rest. Al acercarse, oyó con mayor claridad el
ruido de las risas alegres y joviales. Distinguió la
agradable voz de sir Andrew Ffoulkes, las
bulliciosas risotadas de lord Tony, los
comentarios absurdos y aislados de su marido;
entonces, cayendo en la cuenta de que la
carretera estaba solitaria y de que la oscuridad se
cerraba a su alrededor, apretó el paso... Al cabo
de unos segundos vio a un desconocido que se
dirigía rápidamente hacia ella. Marguerite no se
inmutó; no se sentía en absoluto nerviosa y The
Fisherman’s Rest se encontraba ya muy cerca.
El desconocido se detuvo al ver que Marguerite
se aproximaba hacia él, y cuando estaba a punto
de pasar a su lado, le dijo en voz muy baja:
—Ciudadana St. Just.
Marguerite emitió un pequeño grito de sorpresa
al oír pronunciar su apellido de soltera a su lado.
Miró al desconocido, y, con una exclamación de
alegría sincera, le tendió efusivamente ambas
manos.
—¡Chauvelin! —exclamó.
—El mismo, ciudadana. A su disposición —
replicó el hombre, besándole galantemente las
puntas de los dedos.
Marguerite no añadió nada durante unos
momentos, mientras contemplaba con evidente
agrado la figura no demasiado atractiva que tenía
ante ella. Chauvelin estaba por entonces más
cerca de los cuarenta que de los treinta; era un
personaje inteligente, de mirada astuta, con una
extraña expresión zorruna en sus ojos hundidos.
Era el desconocido que, unas horas antes había
invitado amistosamente al señor Jellyband a un
vaso de vino.
—Chauvelin... amigo mío —dijo Marguerite,
con un suspiro de satisfacción—. ¡Cuánto me
alegro de verle!
Sin duda, a la pobre Marguerite St. Just,
solitaria en medio de su esplendor y de sus
estirados amigos, le encantó ver una cara que le
traía recuerdos de los días felices de París,
cuando, como una verdadera reina, era el centro
del grupo de intelectuales de la Rue de Richelieu.
Sin embargo, no observó la sonrisilla sarcástica
que asomaba a los delgados labios de Chauvelin.
—Pero, dígame —continuó diciendo
animadamente—, ¿qué diablos hace aquí, en
Inglaterra?
Había echado a andar de nuevo hacia la posada
y Chauvelin caminaba a su lado.
—Lo mismo puedo preguntarle yo, hermosa
dama —replicó—. ¿Qué tal le va?
—¿A mí? —dijo Marguerite encogiéndose de
hombros—. Je m’ennuie, mon ami. Eso es todo.
Llegaron al porche de The Fisherman’s Rest,
pero Marguerite no parecía muy dispuesta a
entrar. El aire de la noche era delicioso después
de la tormenta, y se había encontrado con un
amigo que le traía el aliento de París, que
conocía bien a Armand, que podía hablar de los
queridos y brillantes amigos que había dejado
allí al partir. Se quedó bajo el bonito porche,
mientras por las ventanas abuhardilladas del
salón, con sus luces alegres, se oía bullicio de
risas, de gritos que reclamaban a Sally y más
cerveza, de golpear de jarros y tintinear de dados,
todo ello mezclado con la risa necia y apagada de
sir Percy Blakeney. Chauvelin estaba a su lado,
con los ojos astutos, pálidos y amarillentos
clavados en su hermoso rostro, dulce e infantil a
la suave media luz del verano inglés.
—Me sorprende, ciudadana —dijo en voz baja,
tomando un pellizco de rapé.
—¿Ah, sí? —replicó Marguerite alegremente—
. Vamos, mi querido Chauvelin. Suponía que,
con esa agudeza que le caracteriza, habría
adivinado que esta atmósfera de nieblas y
virtudes no es lo más apropiado para Marguerite
St. Just.
—¿De veras? ¿Es tan terrible como todo eso?
—preguntó Chauvelin, en tono de burlona
consternación.
—Pues sí —contestó Marguerite—. E incluso
peor.
—¡Qué extraño! Yo pensaba que a una mujer
hermosa la vida rural inglesa le resultaría muy
atrayente.
—¡Sí! También yo lo creía —dijo ella con un
suspiro—. Las mujeres guapas —añadió,
reflexiva— deberían pasarlo bien en Inglaterra,
pues les están prohibidas todas las cosas
agradables, cosas que, en realidad, hacen todos
los días.
—¡No es posible!
—Quizá no me crea, querido Chauvelin —dijo
Marguerite con la mayor seriedad—, pero paso
muchos días, días enteros, sin toparme con una
sola tentación.
—Entonces, no me extraña que la mujer más
inteligente de Europa esté aquejada de ennui —
replicó Chauvelin, con galantería.
Marguerite se echó a reír, con una de sus
carcajadas melodiosas, infantiles,
estremecedoras.
—Tiene que ser espantoso, ¿verdad? —dijo
maliciosamente—, porque si no, no me hubiera
alegrado tanto de verle.
—¡Y esto tras un año de amor y matrimonio!
—¡Sí!... Un año de amor y matrimonio...
Precisamente ése es el problema.
—¡Ah!... ¿De modo que esa romántica locura
no sobrevivió siquiera unas semanas? —dijo
Chauvelin con sarcasmo.
—Las locuras románticas no duran mucho,
querido Chauvelin... Se contraen como el
sarampión... y se curan fácilmente.
Chauvelin cogió otro pellizco de rapé; parecía
muy adicto a ese pernicioso hábito, tan extendido
en aquella época. Quizá fuera también que tomar
rapé le servía para disimular las miradas rápidas
y perspicaces con que trataba de penetrar en el
alma de las personas con las que entraba en
contacto.
—No me extraña que el cerebro más activo de
Europa esté aquejado de ennui —repitió, con la
misma galantería.
—Tenía la esperanza de que usted conociera un
remedio para esta enfermedad, mi querido
Chauvelin.
—¿Cómo puedo tener yo éxito en algo que no
ha logrado sir Percy Blakeney?
—¿Le importa que dejemos a un lado a sir
Percy de momento, querido amigo? —dijo
Marguerite bruscamente.
—¡Oh, querida señora!, perdóneme, pero
precisamente eso es algo que no podemos hacer
—dijo Chauvelin, mientras sus ojos, suspicaces
como los de un zorro al acecho, lanzaban otra
rápida mirada a Marguerite—. Conozco un
remedio maravilloso para las peores
manifestaciones del ennui, que le revelaría con
muchísimo gusto, pero...
—Pero, ¿qué?
—No podemos olvidar a sir Percy...
—¿Qué tiene que ver en esto?
—Me temo que mucho. El remedio que yo
puedo ofrecerle, mi hermosa señora, tiene un
nombre muy plebeyo. ¡Trabajo!
—¿Trabajo?
Chauvelin miró a Marguerite larga y
escrutadoramente. Parecía como si aquellos ojos
suspicaces y pálidos estuvieran leyendo cada uno
de los pensamientos de la muchacha. Estaban
solos; el aire de la noche se encontraba en calma
y los susurros quedaban ahogados por el ruido
del salón de la posada. Sin embargo, Chauvelin
dio uno o dos pasos bajo el porche, miró
rápidamente a su alrededor, y, tras comprobar
que nadie podía oírle, volvió junto a Marguerite.
—¿Quiere prestar un pequeño servicio a
Francia, ciudadana? —preguntó con un repentino
cambio de actitud que confirió a su rostro
delgado y zorruno una expresión de infinita
gravedad.
—¡Pero hombre, qué serio se ha puesto de
repente! —replicó Marguerite en tono
desenfadado—. Francamente, no sé si prestaría a
Francia un pequeño servicio... Depende del tipo
de servicio que quiera... el país o usted.
—¿Ha oído hablar de Pimpinela Escarlata,
ciudadana St. Just? —preguntó Chauvelin,
bruscamente.
—¿Que si he oído hablar de Pimpinela
Escarlata? —repitió Marguerite con una
carcajada alegre y prolongada—. Pues claro; no
se habla de otra cosa... Aquí tenemos sombreros
«a la Pimpinela Escarlata»; a los caballos se les
llama «Pimpinela Escarlata»; la otra noche, en
una cena que daba el príncipe de Gales, tomamos
«soufflé a la Pimpinela Escarlata»... ¡Fíjese! —
añadió alegremente—, el otro día le encargué a
mi modista un vestido azul con adornos en verde,
y, ¡cómo no!, el modelo también se llamaba
«Pimpinela Escarlata»...
Chauvelin no hizo el menor movimiento
mientras Marguerite parloteaba animadamente;
ni siquiera intentó hacerla callar cuando su
melodiosa voz y su risa infantil resonaron en el
tranquilo aire nocturno. Mantuvo una expresión
seria y grave mientras Marguerite reía, y su voz,
clara, dura e incisiva, apenas se elevó para decir:
—Bien, ciudadana, si ha oído hablar de ese
enigmático personaje, habrá adivinado que el
hombre que oculta su identidad bajo ese extraño
seudónimo es el más acérrimo enemigo de
nuestra república, de Francia... de los hombres
como Armand St. Just.
—¡Sí! —dijo Marguerite con un pequeño
suspiro—. Supongo que así será... Francia tiene
muchos enemigos acérrimos en los días que
corren.
—Pero usted, ciudadana, es hija de Francia, y
debería estar dispuesta a ayudarla en momentos
de grave peligro.
—Mi hermano Armand está dedicado en
cuerpo y alma a Francia —replicó
orgullosamente—. Yo no puedo hacer nada...
aquí, en Inglaterra.
—Sí, sí puede... —insistió Chauvelin,
adoptando una expresión aún más grave,
mientras su rostro delgado y zorruno parecía
cubrirse de dignidad—. Aquí, en Inglaterra, sólo
usted puede ayudamos, ciudadana... ¡Escúcheme
con atención! Estoy aquí en representación del
gobierno republicano; mañana iré a Londres a
presentar mis credenciales al señor Pitt. Una de
las misiones que debo llevar a cabo es averiguar
lo más posible sobre la Liga de la Pimpinela
Escarlata, que se ha convertido en una constante
amenaza para Francia, pues está empeñada en
ayudar a nuestros malditos aristócratas —
traidores a su patria y enemigos del pueblo— a
escapar al justo castigo que merecen. Usted sabe
tan bien como yo, ciudadana, que en cuanto
llegan aquí, esos émigrés franceses intentan
despertar sentimientos de animadversión hacia la
República... Están dispuestos a unirse a
cualquiera con la suficiente osadía como para
atacar a Francia... En los últimos meses han
logrado cruzar el canal decenas de esos émigrés;
algunos sólo eran sospechosos de traición, y
otros ya habían sido condenados por el Tribunal
de Seguridad Pública. La fuga de todos fue
planeada, organizada y llevada a cabo por esa
asociación de bribones ingleses, encabezados por
un hombre cuyo cerebro parece tan ingenioso
como misteriosa es su identidad. A pesar de
todos los esfuerzos de mis espías, no han
conseguido averiguar quién es. Los demás son
simples instrumentos, mientras que él es el
cerebro que, bajo un extraño anonimato, trabaja
en silencio para aniquilar a Francia. Mi intención
es destruir ese cerebro, para lo cual necesito su
ayuda. Es probable que si le encuentro a él,
pueda encontrar al resto de la banda. Es un joven
cachorro de la alta sociedad inglesa; de eso estoy
completamente seguro. Busque a ese hombre por
mí, ciudadana —dijo en tono apremiante—;
búsquelo en nombre de Francia.
Marguerite escuchó el apasionado discurso de
Chauvelin sin pronunciar palabra, sin apenas
moverse, sin atreverse casi a respirar. Antes le
había dicho que aquel héroe misterioso de novela
era el tema de conversación del selecto grupo al
que ella pertenecía. Antes de oír las palabras de
Chauvelin, su corazón y su imaginación se
habían conmovido al pensar en aquel hombre
valiente que, ajeno a la notoriedad y la fama,
había rescatado cientos de vidas de un destino
terrible e implacable. Sentía poca simpatía por
aquellos altivos aristócratas franceses, insolentes
con su orgullo de casta, de quienes la condesa de
Tournay de Basserive era un ejemplo típico;
pero, aun siendo republicana y de ideas liberales
por principios, le repugnaban y detestaba los
métodos que había elegido la joven República
para establecerse. No vivía en París desde hacía
varios meses; los horrores y el derramamiento de
sangre del Reinado del Terror, que habían
culminado en las matanzas de septiembre, le
habían llegado como un débil eco desde el otro
lado del Canal. A Robespierre, Danton y Marat
no los había conocido con su nuevo disfraz de
justicieros sangrientos y amos despiadados de la
guillotina. Su alma se encogía de horror ante
aquellos excesos, a los que temía que su hermano
Armand —que era republicano moderado—
fuera un día sacrificado.
Cuando oyó hablar por primera vez de aquel
grupo de valientes ingleses, que, por puro amor a
sus semejantes, libraban de una muerte espantosa
a mujeres y niños, hombres viejos y jóvenes, su
corazón se encendió de orgullo por ellos, y en
esos momentos, mientras Chauvelin hablaba, su
alma salió al encuentro del galante y misterioso
jefe de la temeraria banda, que arriesgaba su vida
a diario, que la entregaba gratuitamente y sin
ostentación, en aras de la humanidad.
Cuando Chauvelin terminó de hablar,
Marguerite tenía los ojos húmedos, el encaje de
su pecho subía y bajaba a impulsos de la
respiración rápida, agitada; ya no oía el ruido de
los vasos del salón de la posada, no prestaba
atención a la voz de su marido ni a su risa necia.
Sus pensamientos habían volado hacia el
misterioso héroe. ¡Ah! Él era un hombre al que
podría haber amado, si se hubiera cruzado en su
camino; todo en él excitaba su imaginación
romántica: su personalidad, su fuerza, su valor, la
lealtad de aquellos que servían bajo sus órdenes a
la misma noble causa y, sobre todo, el anonimato
que lo coronaba como con un halo de esplendor
romántico.
—¡Búsquelo en nombre de Francia, ciudadana!
La voz de Chauvelin junto a su oído la despertó
de sus sueños. El misterioso héroe se desvaneció
y, a pocos metros de ella, un hombre bebía y
reía, aquél a quien había jurado fidelidad y
lealtad.
—¡Pero hombre, qué cosas dice! —exclamó
volviendo a adoptar un aire de
despreocupación—. ¿Dónde diablos quiere que
lo busque?
—Usted va a todas partes, ciudadana —susurró
Chauvelin, insinuante—. Según tengo entendido,
lady Blakeney es el centro de la alta sociedad
londinense... Usted lo ve todo, lo oye todo.
—Calma, amigo mío —replicó Marguerite,
irguiéndose en toda su estatura y posando los
ojos, con un leve gesto de desprecio, en la
pequeña y delgada figura que tenía ante ella—.
¡Calma! Parece olvidar que entre lady Blakeney
y lo que usted propone se interpone el metro
ochenta y cinco de estatura de sir Percy Blakeney
y una larga línea de antepasados.
—¡Tiene que hacerlo por Francia, ciudadana!
—insistió Chauvelin, apremiante.
—No dice usted más que tonterías; porque
incluso si llegara a saber quién es Pimpinela
Escarlata, no podría hacerle hada... ¡Es inglés!
—Ya me encargaría yo de eso —replicó
Chauvelin, con una risita seca, áspera—. En
primer lugar, podríamos enviarlo a la guillotina
para enfriar su entusiasmo, y después, cuando se
organizara un gran revuelo diplomático nos
disculparíamos —humildemente, claro está—
ante el gobierno británico y, si fuera necesario,
compensaríamos a la afligida familia.
—Lo que me propone es monstruoso,
Chauvelin —dijo Marguerite, apartándose de él
como si fuera un insecto asqueroso—.
Quienquiera que sea ese hombre, es noble y
valiente, y yo jamás me prestaría a una villanía
como ésa. Jamás, ¿me oye?
—¿Prefiere que la insulte cada aristócrata
francés que venga a este país?
Chauvelin había elegido cuidadosamente el
objetivo para disparar la diminuta flecha. Las
jóvenes y frescas mejillas de Marguerite
palidecieron ligeramente y se mordió el labio
inferior, porque no quería que viera que la flecha
había dado en el blanco.
—Eso no tiene nada que ver —replicó
finalmente, con indiferencia—. Sé defenderme.
Pero me niego a hacer trabajos sucios para
usted... o para Francia. Cuenta usted con otros
medios; utilícelos, amigo mío.
Y sin dirigir otra mirada a Chauvelin,
Marguerite Blakeney le volvió la espalda y entró
en la posada.
—Esa no es su última palabra, ciudadana —
dijo Chauvelin, en el momento en que un
torrente de luz procedente del pasillo iluminaba
la figura elegante y suntuosamente vestida de
Marguerite—. ¡Espero que nos veamos en
Londres!
—Nos veremos en Londres —dijo Marguerite,
hablando por encima del hombro—, pero es mi
última palabra.
Abrió resueltamente la puerta del salón y
desapareció, pero Chauvelin se quedó bajo el
porche unos momentos, cogiendo un pellizco de
rapé. Había recibido una negativa y un desaire,
pero su rostro astuto y zorruno no mostraba ni
decepción ni desánimo; por el contrario, en las
comisuras de sus delgados labios asomó una
extraña sonrisa, medio sarcástica, de absoluta
satisfacción.
IX
EL ULTRAJE
Al día de lluvia incesante siguió una noche
preciosa e iluminada por las estrellas; una noche
fresca y sosegada de finales de verano,
típicamente inglesa por una leve insinuación de
humedad y el aroma de la tierra mojada y las
hojas goteantes.
El magnífico carruaje, tirado por cuatro de los
mejores pura sangres de Inglaterra, recorrió la
carretera de Londres, con sir Percy Blakeney en
el pescante, sujetando las riendas con sus manos
delgadas, femeninas, y a su lado, lady Blakeney,
arropada en sus costosas pieles. ¡Un paseo de
ochenta kilómetros en una noche de verano
cuajada de estrellas! Marguerite acogió la idea
con entusiasmo... Sir Percy era un conductor
fantástico; sus cuatro pura sangres, que habían
llegado a Dover un par de días antes, estaban
descansados y prestarían aún mayor interés al
viaje, y Marguerite disfrutó por anticipado de
aquellas breves horas de soledad, con la suave
brisa nocturna acariciando sus mejillas, sus
pensamientos volando, ¿hacia dónde? Sabía por
experiencia que sir Percy hablaría poco, o
incluso no diría nada: la había llevado muchas
veces en su hermoso coche durante horas enteras
por la noche, sin hacer más que uno o dos
comentarios sobre el tiempo o el estado de las
carreteras desde el principio hasta el final del
viaje. Le gustaba mucho conducir de noche, y
Marguerite había adoptado rápidamente esta
afición suya. Sentada a su lado hora tras hora,
admirando su forma especial de llevar las
riendas, con gran destreza, pensaba con
frecuencia en qué pasaría por su torpe mente. El
nunca se lo decía, y Marguerite jamás se atrevía
a preguntar.
En The Fisherman’s Rest, el señor Jellyband
hacía su ronda nocturna, apagando las luces. Se
habían marchado todos los parroquianos del bar,
pero arriba, en los pequeños y acogedores
dormitorios, el señor Jellyband tenía varios
huéspedes importantes: la condesa de Tournay,
con Suzanne, y el vizconde, y habían preparado
otras dos habitaciones para sir Andrew Ffoulkes
y lord Antony Dewhurst, por si los dos jóvenes
decidían honrar el antiguo establecimiento
pasando la noche allí. De momento, aquellos dos
valientes se encontraban cómodamente
instalados en el salón, ante la enorme hoguera de
leña que, a pesar de la bonanza de la noche,
habían alimentado para que ardiera alegremente.
—Oiga, Jelly, ¿se han marchado todos? —
preguntó lord Tony al honrado posadero, que
seguía con su tarea de recoger vasos y jarros.
—Todo el mundo, como puede ver, señor.
—¿Y se han acostado los criados?
—Todos menos el chico que sirve en la
cantina, y ése —añadió riendo—, supongo que se
quedará dormido dentro de poco, el muy bribón.
—Entonces, ¿podremos hablar aquí sin que
nadie nos moleste durante media hora?
—Naturalmente, señor... Les dejaré las velas en
el aparador... y sus habitaciones ya están
preparadas... Yo duermo en el piso de arriba,
pero si su señoría grita un poco fuerte, estoy
seguro de que le oiré.
—Muy bien, Jelly... y... oiga, apague la
lámpara. Con la hoguera tenemos suficiente luz,
y no queremos que se fije en nosotros quien pase
por la calle.
—De acuerdo, señor.
El señor Jellyband hizo lo que le habían
ordenado: apagó la vieja y pintoresca lámpara
que colgaba de las vigas del techo y sopló las
velas.
—Tráiganos una botella de vino, Jelly —
propuso sir Andrew,
—¡Muy bien, señor!
Jellyband salió a buscar el vino. La habitación
había quedado prácticamente a oscuras, salvo por
el círculo de luz rojiza y danzarina que formaban
los destellantes leños del hogar.
—¿Alguna cosa más, caballeros? —preguntó
Jellyband al volver con una botella de vino y dos
vasos, que dejó en la mesa.
—Eso es todo, Jelly. Gracias —contestó lord
Tony.
—¡Buenas noches, señores!
—¡Buenas noches, Jelly!
Los dos jóvenes se quedaron escuchando los
pesados pasos del señor Jellyband, que resonaron
en el pasillo y la escalera. Finalmente también se
desvaneció ese ruido, y The Fisherman’s Rest
pareció quedar envuelto en el sueño, a excepción
de los dos hombres que bebían en silencio junto
a la chimenea.
Durante un rato no se oyó nada en el salón, a
no ser el tic—tac del gran reloj de pie y el
crujido de la leña quemándose.
—¿Todo bien esta vez, Ffoulkes? —preguntó
al fin lord Antony.
Saltaba a la vista que sir Andrew estaba
soñando despierto, contemplando el fuego, en el
que sin duda veía un rostro bonito y pícaro, con
grandes ojos pardos y una cascada de rizos
oscuros enmarcando una frente infantil.
—Sí —contestó, reflexivo—. Todo bien.
—¿Ninguna dificultad?
—Ninguna.
Lord Antony se echó a reír de buen humor
mientras se servía otro vaso de vino.
—Supongo que no hace falta que pregunte si el
viaje te ha resultado agradable en esta ocasión...
—No, amigo mío. No hace falta que lo
preguntes —replicó sir Andrew animadamente—
. Ha estado bien.
—Entonces, a la salud de la muchacha —dijo
lord Tony en tono jovial—. Es una guapa mocita,
aunque francesa. Y también brindo por tu
noviazgo, porque florezca y prospere
maravillosamente.
Vació el vaso hasta la última gota, y a
continuación se puso al lado de su amigo, junto
al hogar.
—Bueno, supongo que el siguiente viaje lo
harás tú, Tony —dijo sir Andrew,
interrumpiendo sus reflexiones—. Tú y Hastings,
y espero que la tarea os resulte tan agradable
como a mí y que tengáis una compañera de viaje
tan encantadora como la que he tenido yo. Tony,
no puedes hacerte idea de...
—¡No! ¡No puedo hacérmela! —le interrumpió
su amigo amablemente—. Pero te creo. Y ahora
—añadió, con una repentina expresión de
seriedad en su rostro joven y alegre—, ¿qué te
parece si entramos en materia?
Los dos jóvenes acercaron sus sillas, e
instintivamente, a pesar de encontrarse a solas,
bajaron la voz hasta hablar en un susurro.
—En Calais vi a Pimpinela Escarlata a solas
unos momentos —dijo sir Andrew— hace un par
de días. Llegó a Inglaterra dos días antes que
nosotros. Había escoltado al grupo desde París y,
¡parece increíble!... Iba vestido como una vieja
vendedora del mercado, y hasta que salieron de
la ciudad, fue conduciendo el carro cubierto en el
que iban la condesa de Tournay, mademoiselle
Suzanne y el vizconde, escondidos entre nabos y
coles. Por supuesto, ellos ni siquiera sospechaban
quién era el conductor. Tuvo que pasar entre la
soldadesca y una muchedumbre vociferante que
gritaba: «¡A bas les aristos!», pero el carro pasó
junto a otros del mercado, y Pimpinela Escarlata,
con chal, faldas y capucha gritaba: «¡A bas les
aristos!», más fuerte que nadie. De verdad que
ese hombre es prodigioso —añadió el joven, con
los ojos despidiendo destellos de entusiasmo y
admiración por su querido jefe—. Tiene una cara
dura impresionante, ¡te lo juro!... y gracias a eso
puede hacer lo que hace.
A lord Antony, cuyo vocabulario era más
limitado que el de su amigo, sólo se le ocurrieron
uno o dos juramentos para expresar la
admiración que sentía por su jefe.
—Quiere que Hastings y tú os reunáis con él en
Calais —dijo sir Andrew más calmado—, el día
dos del mes que viene. Veamos... Eso es el
próximo miércoles.
—Sí
—Naturalmente, esta vez es el caso del conde
de Tournay. Se le presenta una tarea muy
peligrosa al conde, pues después de que el
Comité de Salud Pública lo declarase
«sospechoso», escapó de su castillo y ahora está
condenado a muerte. Su fuga fue una obra
maestra del ingenio de Pimpinela Escarlata.
Sacar al conde de Francia va a ser una diversión
como pocas, y escaparéis por los pelos, si es que
lo conseguís. St. Just ha ido a buscarlo.
Naturalmente, nadie sospecha todavía de St. Just,
pero después de eso... ¡Sacarlos a los dos del
país! Me consta que va a ser un trabajo difícil,
que pondrá a prueba el ingenio de nuestro jefe.
Me gustaría que me ordenaran que formara parte
del grupo.
—¿Tienes instrucciones especiales para mí?
—¡Sí! Y mucho más precisas que de
costumbre. Parece ser que el gobierno
republicano ha enviado a un agente autorizado a
Inglaterra, un hombre llamado Chauvelin, que,
según dicen, detesta a nuestra liga, y está
decidido a averiguar la identidad de nuestro jefe,
para secuestrarlo la próxima vez que intente
poner el pie en Francia. El tal Chauvelin se ha
traído un verdadero ejército de espías, y hasta
que el jefe no los descubra a todos, piensa que
debemos vernos lo menos posible para tratar
asuntos relacionados con la liga, y no debemos
hablarnos en lugares públicos durante algún
tiempo por ningún motivo. Cuando quiera
comunicarse con nosotros, ya ideará algo para
hacérnoslo saber.
Los dos jóvenes estaban inclinados sobre el
fuego, porque las llamas se habían extinguido, y
sólo el destello rojizo de las ascuas moribundas
arrojaba una luz lívida sobre un estrecho
semicírculo frente al hogar. El resto de la
habitación estaba envuelta en completas
tinieblas. Sir Andrew sacó una cartera de
bolsillo, extrajo un papel y lo desdobló, y los dos
juntos intentaron leerlo a la débil luz rojiza de la
hoguera. Tan embebidos estaban en esa tarea, tan
absortos en la causa, tan en serio se tomaban su
actividad y aquel documento que, salido de las
manos de su adorado jefe, era sumamente
valioso, que únicamente tenían ojos y oídos para
el papel. No percibían los ruidos que había a su
alrededor, de la ceniza crujiente que caía del
hogar, del monótono tic—tac del reloj, del leve
susurro, casi imperceptible, de algo que se
deslizó junto a ellos, en el suelo. De debajo de
los bancos salió una figura; con movimientos
silenciosos, como de serpiente, se acercó a los
dos jóvenes, sin respirar, arrastrándose por el
suelo, en medio de la negrura de tinta de la
habitación.
—Tienes que leer estas instrucciones y
aprenderlas de memoria —dijo sir Andrew—.
Después, destruye el papel.
Iba a guardarse la cartera en el bolsillo cuando
un trocito de papel cayó aleteando al suelo. Lord
Antony se agachó y lo recogió.
—¿Qué es eso? —preguntó.
—Se te acaba de caer del bolsillo. Desde luego,
no parecía estar con el otro.
—¡Qué raro! ¿Cómo habrá venido a parar
aquí? Es del jefe —añadió, mirando el papel.
Los dos se agacharon para intentar descifrar la
diminuta nota en que habían garabateado a toda
prisa unas cuantas palabras y, de repente, les
llamó la atención un leve ruido que parecía venir
del pasillo.
—¿Qué es eso? —dijeron a la vez. Lord
Antony atravesó la habitación, llegó a la puerta y
la abrió de par en par, bruscamente. En ese
mismo momento recibió un terrible golpe entre
los ojos, que lo hizo retroceder violentamente
hacia la habitación. Al mismo tiempo, la figura
agazapada en la oscuridad se irguió y se abalanzó
sobre sir Andrew, que, desprevenido, se
desplomó en el suelo.
Todo ocurrió en el breve espacio de dos o tres
segundos, y sin darles tiempo a lanzar un grito ni
a hacer el menor movimiento para defenderse,
dos hombres redujeron a lord Antony y sir
Andrew, les pusieron una mordaza, y los
colocaron uno contra la espalda del otro, con
brazos, manos y piernas fuertemente atados.
En el ínterin, un hombre había cerrado la puerta
sin hacer ruido; llevaba un antifaz y permanecía
inmóvil mientras los otros dos terminaban su
trabajo.
—¡Todo listo, ciudadano! —dijo uno de ellos,
tras examinar por última vez las ligaduras de los
dos jóvenes ingleses.
—¡Muy bien! —replicó el hombre de la
puerta—. Ahora registradles los bolsillos y
dadme todos los papeles que encontréis.
Los hombres llevaron a cabo la orden
inmediatamente, en silencio. El enmascarado,
tras tomar posesión de los papeles, prestó oídos
unos instantes por si había ruidos en The
Fisherman's Rest. Visiblemente satisfecho de
que aquel vil atropello no hubiera tenido testigos,
volvió a abrir la puerta y señaló el pasillo con
ademán imperioso. Los cuatro hombres
levantaron a sir Andrew y lord Antony del suelo,
y tan silenciosamente como habían llegado,
sacaron de la posada a los dos valientes jóvenes
amordazados y se internaron en las tinieblas de la
carretera de Dover.
En el salón de la posada, el enmascarado que
había dirigido la osada operación ojeaba
rápidamente los papeles robados.
—El trabajo de hoy no ha estado nada mal —
murmuró, quitándose pausadamente el antifaz, y
sus ojos pálidos y zorrunos brillaron al fulgor
rojizo del fuego—. Pero que nada mal.
Abrió un par de cartas más de la cartera de sir
Andrew Ffoulkes, y se fijó en la minúscula nota
que los dos jóvenes ingleses apenas habían
tenido tiempo de leer; pero una carta en
particular, firmada por Armand St. Just, pareció
proporcionarle una extraña satisfacción.
—Así que Armand St. Just es un traidor —
murmuró—. Ahora, hermosa Marguerite
Blakeney, creo que me ayudarás a buscar a
Pimpinela Escarlata —añadió cruelmente,
apretando los dientes.
X
PALCO DE LA OPERA
Era noche de gala en el teatro del Covent
Garden, la primera de la temporada del otoño de
aquel memorable año de gracia de .
El teatro estaba abarrotado, desde los elegantes
palcos de la orquesta y la platea hasta los
asientos y tribunas de arriba, de carácter más
plebeyo. El Orfeo de Glück despertaba gran
expectación entre los sectores más intelectuales
del local, mientras que las mujeres de la alta
sociedad, la gente elegante y de vistosos ropajes,
llamaban más la atención a quienes no se
interesaban demasiado por aquella «reciente
importación de Alemania».
Selina Storace había recibido una gran ovación
de sus numerosos admiradores tras una
magnífica aria; Benjamin Incledon, el favorito de
las damas, había sido objeto de especial
reconocimiento desde el palco real; y en esos
momentos bajaba el telón, tras el clamoroso final
del tercer acto, y el público, que había seguido
hechizado los mágicos compases del genial
maestro, pareció proferir al unísono un
prolongado suspiro de satisfacción, antes de
sacar a paseo cientos de lenguas maledicientes y
frívolas.
En los elegantes palcos de la orquesta se veían
muchas caras conocidas. El señor Pitt, abrumado
por los asuntos de estado, disfrutaba de unas
horas de tranquilidad con aquel regalo musical;
el príncipe de Gales, jovial, rechoncho y de
aspecto un tanto vulgar y tosco, iba de palco en
palco pasando breves minutos con sus amigos
más íntimos.
También en el palco de lord Grenville, un
personaje extraño e interesante llamaba la
atención de todo el mundo, una figura delgada y
pequeña de expresión astuta y sarcástica y ojos
hundidos, pendiente de la música, contemplando
con aire crítico al público, vestido
impecablemente de negro, con el pelo oscuro, sin
empolvar. Lord Grenville, secretario de Estado
para Asuntos Exteriores, le dispensaba un trato
sumamente cortés, pero frío.
Aquí y allá, repartidos entre las bellezas de
corte claramente británico, destacaban algunos
rostros extranjeros en marcado contraste: los
semblantes altivos y aristocráticos de los
múltiples monárquicos franceses emigrados que,
perseguidos por la facción revolucionaria e
implacable de su país, habían encontrado un
pacífico refugio en Inglaterra. En aquellos
rostros habían dejado profundas huellas la
aflicción y las preocupaciones. Sobre todo las
mujeres prestaban poca atención a la música y al
deslumbrante público; sin duda, sus
pensamientos se encontraban muy lejos, con el
marido, el hermano, acaso el hijo, que aún corría
peligro, o que había sucumbido recientemente a
un cruel destino.
Entre ellos, la condesa de Tournay de
Basserive, llegada de Francia hacía poco tiempo,
era uno de los personajes más sobresalientes:
vestida de seda negra, de pies a cabeza, con sólo
un pañuelo de encaje blanco que aliviaba el aire
de duelo que la rodeaba, estaba al lado de lady
Portarles, que con ingeniosas ocurrencias y
chistes un tanto subidos de tono trataba
vanamente de llevar una sonrisa a los tristes
labios de la condesa. Detrás de ella se
encontraban la pequeña Suzanne y el vizconde,
silenciosos y algo cohibidos entre tantos
desconocidos. Los ojos de Suzanne parecían
melancólicos; al entrar en el teatro abarrotado,
había mirado ansiosamente a su alrededor,
examinando todas las caras, escudriñando todos
los palcos. Saltaba a la vista que la cara que
buscaba no se encontraba allí, pues se había
sentado detrás de su madre, y sin prestar la
menor atención al público, escuchaba la música
con expresión lánguida.
—Ah, lord Grenville —dijo lady Portarles,
cuando, tras un discreto golpe, en la puerta del
palco apareció la cabeza, intresante e inteligente,
del secretario de Estado—. No podía usted haber
llegado más á propos. Madame la condesa de
Tournay arde en deseos de conocer las últimas
noticias de Francia.
El distinguido diplomático se adelantó hacia las
señoras y les estrechó la mano.
—¡Ay! —exclamó tristemente—. Son muy
malas. Continúan las matanzas; París
literalmente está anegado en sangre, y la
guillotina reclama cien víctimas diariamente.
Pálida y llorosa, la condesa estaba reclinada
contra el respaldo del asiento, escuchando
horrorizada el breve y gráfico resumen de lo que
ocurría en su malhadado país.
—Ah, monsieur —dijo, emocionada—, es
terrible oír eso... Y mi marido aún en ese país
espantoso. Para mí es horrible estar aquí, en un
teatro, a salvo y tan tranquila, mientras él corre
tales peligros.
—Vamos, madame —terció lady Portarles, en
su habitual tono franco y brusco—. Si usted
estuviera en un convento, no por eso su marido
se encontraría más seguro, y tiene que pensar en
sus hijos: son demasiado jóvenes para someterlos
a tanta angustia y tanta aflicción
prematuramente.
La condesa sonrió entre sus lágrimas ante la
vehemencia de su amiga. Lady Portarles, cuya
voz y cuyos modales no hubieran desmerecido
de los de un mozo de cuerda, tenía un corazón de
oro, y ocultaba una auténtica simpatía y
amabilidad bajo la actitud un tanto ruda que
adoptaban las damas de la época.
—Además, madame —añadió lord Grenville—
, ¿no me dijo usted ayer que la Liga de la
Pimpinela Escarlata había prometido por su
honor traer a monsieur el conde a Inglaterra?
—¡Sí, sí! —contestó la condesa—. Esa es mi
única esperanza. Ayer vi a lord Hastings... y me
lo confirmó una vez más.
—En ese caso, estoy seguro de que no debe
temer hada. Si la liga jura algo, no cabe duda de
que lo cumple. ¡Ah! —exclamó el anciano
diplomático con un suspiro—, ojalá fuera yo
unos años más joven...
—¡Vamos, lord Grenville! —le interrumpió
lady Portarles con brusquedad—. Aún es lo
suficientemente joven como para volverle la
espalda a ese cuervo francés que tiene
entronizado en su palco esta noche.
—Ojalá pudiera... pero su señoría debe
recordar que para servir a nuestro país hay que
dejar a un lado los prejuicios. Monsieur
Chauvelin es el agente autorizado de su
gobierno...
—¡Pero bueno! —replicó lady Portarles—.
¿Llama usted gobierno a esa pandilla de
bandidos sedientos de sangre?
—Todavía no parece prudente que Inglaterra
rompa relaciones diplomáticas con Francia —
dijo el ministro con cautela—, y no podemos
negarnos a recibir con cortesía al agente que este
país decida enviarnos.
—¡Al diablo con las relaciones diplomáticas,
señor mío! Ese zorro astuto que tiene usted ahí
no es más que un espía; se lo garantizo, y, o
mucho me equivoco, o dentro de poco descubrirá
usted que no le importa absolutamente nada la
diplomacia, y que lo que quiere es perjudicar a
los refugiados monárquicos, a nuestro heroico
Pimpinela Escarlata y a los miembros de ese
valeroso grupo.
—Estoy segura —dijo la condesa, frunciendo
sus delgados labios—, de que si ese Chauvelin
quiere hacernos daño, encontrará una leal aliada
en lady Blakeney.
—¡Pero qué mujer ésta! —exclamó lady
Portarles—. ¿Habráse visto qué maldad? Lord
Grenville, usted que tiene un pico de oro,
¿querría hacerme el favor de explicarle a
madame la condesa que se está comportando
como una imbécil? Madame, en la situación en
que usted se encuentra aquí, en Inglaterra —
añadió, volviéndose con expresión colérica y
resuelta hacia la condesa—, no puede permitirse
el lujo de darse esos aires a los que son tan
aficionados ustedes los aristócratas franceses.
Lady Blakeney simpatizará o no con esos
bandidos franceses; es posible que haya tenido
algo que ver o no con la detención y la ejecución
de St. Cyr, o como se llamara ese buen señor,
pero es el centro de la alta sociedad de este país.
Sir Percy Blakeney tiene más dinero que media
docena de hombres juntos, y está a partir un
piñón con la realeza, y si usted intenta ofender a
lady Blakeney, a ella no la perjudicará en
absoluto, pero a usted la dejará en ridículo. ¿No
es así, lord Grenville?
Pero lo que lord Grenville pensaba sobre el
asunto, o a qué conclusiones podía llegar la
condesa de Tournay tras la pequeña diatriba de
lady Portarles, siguió siendo un misterio, porque
acababa de alzarse el telón para dar comienzo al
tercer acto de Orfeo, y por todas partes pedían
silencio.
Lord Grenville se despidió apresuradamente de
las damas y regresó sin ruido a su palco, en el
que Chauvelin había permanecido durante todo
el entr’acte, con su eterna caja de rapé en la
mano, y con sus perspicaces y pálidos ojos
fijamente clavados en el palco de enfrente, en el
que, entré frufrús de faldas de seda, risas y
miradas de curiosidad del público, acababa de
entrar Marguerite Blakeney acompañada por su
marido, divina y hermosa con sus abundantes
rizos entre dorados y rojizos, ligeramente
espolvoreados y recogidos en la nuca, al final de
su grácil cuello, con un gigantesco lazo negro.
Siempre vestida a la última moda, Marguerite era
la única dama que aquella noche había
prescindido del chaleco de anchas solapas que
estaba muy en boga desde hacía dos o tres años.
Llevaba un vestido de talle bajo y corte clásico
que pronto pasaría a ser el modelo más extendido
en todos los países de Europa. Quedaba perfecto
con su figura grácil, de porte regio, con los
brillantes adornos que parecían una masa de
bordados de oro.
Al entrar, se asomó unos momentos a la
barandilla del palco para comprobar cuántos
asistentes a la función conocía. Muchas personas
le dedicaron una inclinación de cabeza, y
también le enviaron un saludo rápido y cortés
desde el palco real.
Chauvelin la estuvo observando atentamente
durante el comienzo del tercer acto. Escuchaba
arrobada la música, mientras su delicada
manecita jugueteaba con un pequeño abanico
adornado con joyas. Su cabeza regia, el cuello y
los brazos estaban cubiertos de diamantes
magníficos y raras gemas, regalo de un marido
que la adoraba y que estaba cómodamente,
arrellanado a su lado.
A Marguerite le apasionaba la música. Aquella
noche, Orfeo la tenía hechizada. En su rostro
dulce y joven se leía claramente la alegría de
vivir, que chispeaba en sus brillantes ojos azules
e iluminaba la sonrisa que acechaba en sus
labios. Al fin y al cabo, sólo tenía veinticinco
años; se encontraba en la flor de la juventud, era
la favorita de la clase más elevada, que la
idolatraba, la festejaba, la mimaba. El Day
Dream había vuelto de Calais hacía dos días, y le
había traído la noticia de que su adorado
hermano se encontraba sano y salvo, que pensaba
en ella y sería prudente.
No es de extrañar que en aquellos momentos,
escuchando los apasionados compases de Glück,
olvidara sus decepciones, olvidara sus sueños de
amor perdidos, olvidara incluso a aquella nulidad
perezosa y afable que había compensado su falta
de dotes espirituales prodigándole toda clase de
privilegios mundanos.
Sir Percy se quedó en el palco el tiempo que
exigían las convenciones, haciendo sitio a Su
Alteza Real y a la multitud de admiradores que,
en continua procesión, acudían a rendir tributo a
la reina de la alta sociedad. Después se marchó,
probablemente a hablar con amigos cuya
compañía le resultaba más agradable. Marguerite
ni siquiera se preguntó dónde habría ido; le
importaba muy poco, y tenía a su alrededor a su
pequeña corte, integrada por la jeunesse dorée de
Londres, a la que despidió al poco tiempo, pues
deseaba estar a solas con Glück un ratito.
Un discreto golpe en la puerta interrumpió su
deleite.
—Adelante —dijo con cierta impaciencia, sin
volverse a mirar al intruso.
Chauvelin, que esperaba la ocasión, había
observado que se encontraba a solas, y, sin
desanimarse por aquel impaciente «Adelante»—,
se deslizó silenciosamente en el palco, y al cabo
de unos instantes se situó tras el asiento de
Marguerite.
—Quisiera hablar con usted un momento,
ciudadana —dijo en voz baja.
Marguerite se volvió rápidamente, sin
disimular su inquietud.
—¡Me ha asustado! —dijo, con una risita
forzada—. Su llegada es de lo más inoportuna.
Quiero escuchar a Glück, y no tengo el menor
deseo de hablar.
—Pero ésta es la única oportunidad que tengo
—replicó Chauvelin en el mismo tono, y sin
esperar a que le dieran permiso, acercó una silla
a la de Marguerite; la colocó tan cerca que podía
susurrarle al oído, sin molestar al público y sin
que lo vieran, en la oscuridad del palco—. Es la
única oportunidad que tengo —repitió al ver que
Marguerite no se dignaba contestarle—. Lady
Blakeney siempre está tan rodeada de gente, tan
aclamada por su corte, que un viejo amigo nunca
encuentra ocasión de hablar con ella.
—Pues entonces, espere a otro momento —dijo
Marguerite, aún más impaciente—. Esta noche
iré al baile de lord Grenville, después de la
ópera, y supongo que usted también. Allí le
concederé cinco minutos...
—Tres minutos en la intimidad de este palco
son más que suficientes para mí —replicó
Chauvelin en tono afable—, y creo que haría
bien en escucharme, ciudadana St. Just.
Marguerite se estremeció involuntariamente.
La voz de Chauvelin no pasaba de un murmullo.
Aunque estaba aspirando tranquilamente un
pellizco de rapé, había algo en su actitud, en
aquellos ojos pálidos y zorrunos que a
Marguerite casi le heló la sangre en las venas,
como si vislumbrara un peligro mortal que hasta
ese momento no hubiera siquiera sospechado.
—¿Es una amenaza, ciudadano? —preguntó al
fin.
—No, mi hermosa señora —contestó
Chauvelin con galantería—. Sólo una flecha
lanzada al aire.
Calló unos instantes, como el gato que ve al
ratón corriendo despreocupado, listo para atacar,
pero esperando con ese sentido felino del placer
ante la inminencia de una maldad. A
continuación dijo en voz muy baja:
—Su hermano, St. Just, está en peligro.
No se movió ni un solo músculo del hermoso
rostro que tenía ante él. Chauvelin veía a
Marguerite de perfil, pues parecía absorta en la
contemplación del escenario, pero era un
observador suspicaz, y notó la repentina rigidez
de los ojos, el endurecimiento de la boca, la
profunda tensión, casi como si se paralizara, del
esbelto cuerpo.
—Muy bien —replicó Marguerite, con fingida
despreocupación—. Como es una de sus intrigas
imaginarias, será mejor que vuelva a su asiento y
me deje disfrutar de la música.
Y se puso a marcar el ritmo golpeando
nerviosamente con la mano contra la barandilla
almohadillada del palco. Selina Storace cantaba
«Che farò» ante un público hechizado, pendiente
de los labios de la prima donna. Chauvelin no se
levantó de su asiento; observaba en silencio la
diminuta mano nerviosa, único indicio de que la
flecha había dado en el blanco.
—¿Y bien? —dijo de repente Marguerite,
fingiendo tranquilidad.
—¿Y bien, ciudadana? —replicó Chauvelin
afablemente.
—¿Qué le ocurre a mi hermano?
—Le traigo noticias suyas que, según creo, le
interesarán mucho; pero primero, quisiera
explicarle una cosa... ¿Me permite?
La pregunta era innecesaria. Chauvelin notó
que todos y cada uno de los nervios de
Marguerite se encontraban en tensión, a la espera
de sus palabras, aunque la muchacha mantenía el
rostro vuelto hacia el escenario.
—El otro día le pedí ayuda, ciudadana... —
dijo—. Francia la necesita, y yo creía que podía
confiar en usted, pero ya me dio su respuesta...
Desde ese día las exigencias de mi trabajo y sus
compromisos no nos han permitido vernos... pero
han ocurrido muchas cosas...
—Le ruego que no divague, ciudadano —dijo
Marguerite, como quitándole importancia—. La
música es fascinante, y el público se va a
impacientar con su charla.
—Un momento, ciudadana. El día en que tuve
el honor de verla en Dover, y poco menos de una
hora después de que me diera su respuesta
definitiva, cayeron en mi poder ciertos papeles
que revelaban otro de esos sutiles planes para la
fuga de una pandilla de aristócratas franceses —
el traidor de Tournay entre otros—, organizada
por ese maldito entrometido, Pimpinela
Escarlata. También han llegado a mis manos
varias pistas de esta misteriosa organización,
pero no todas, y lo que quiero es que usted...
¡Mejor dicho!, tiene usted que ayudarme a
reunirlas todas.
Marguerite había escuchado a Chauvelin con
palpable impaciencia; cuando terminó el discurso
se encogió de hombros y dijo alegremente:
—¡Bah! ¿Acaso no le he dicho ya que no me
importan ni sus planes ni Pimpinela Escarlata?
Pero me había dicho que mi hermano...
—Un poco de paciencia, se lo ruego, ciudadana
—prosiguió, imperturbable—. Esa misma noche
había dos caballeros en The Fisherman's Rest,
lord Antony Dewhurst y sir Andrew Ffoulkes.
—Lo sé. Yo los vi.
—Mis espías ya sabían que son miembros de
esa maldita liga. Fue sir Andrew Ffoulkes quien
escoltó a la condesa de Tournay y a sus hijos
para cruzar el Canal de la Mancha. Cuando los
dos hombres se quedaron solos, mis espías
entraron en el salón de la posada, amordazaron y
ataron a esos dos caballeros tan valientes, se
apoderaron de sus papeles y me los trajeron.
En pocos instantes Marguerite comprendió el
peligro. ¿Papeles?... ¿Habría cometido Armand
alguna imprudencia?... La idea la llenó de horror.
Sin embargo, no dejó que Chauvelin viera que le
tenía miedo; se echó a reír, alegre y
despreocupadamente.
—¡Qué barbaridad! ¡Su descaro es increíble!
—dijo animadamente—. ¡Robo y violencia... en
Inglaterra! ¡En una posada llena de gente!
¡Podrían haber sorprendido a sus hombres en el
acto!
—¿Y qué si hubiera sido así? Son hijos de
Francia, y su humilde servidor es quien les ha
enseñado todo lo que saben. Si los hubieran
cogido, habrían ido a la cárcel, o incluso a la
horca, sin una palabra de protesta ni una
indiscreción. De todos modos, hubiera valido la
pena correr el riesgo. Una posada llena de gente
es más segura de lo que usted cree para llevar a
cabo estas pequeñas operaciones, y mis hombres
tienen experiencia.
—Bueno, ¿y esos papeles? —preguntó, como
sin darle importancia al asunto.
—Por desgracia, aunque por ellos me he
enterado de ciertos nombres..., de ciertos
movimientos... datos suficientes, a mi juicio,
para desbaratar de momento el golpe que tenían
planeado, sólo será de momento, y sigo
ignorando la identidad de Pimpinela Escarlata.
—¡Ah, amigo mío! —dijo Marguerite, con la
misma ligereza fingida—, entonces está como
antes, ¿verdad?, y podrá dejarme disfrutar de la
última estrofa del aria. ¿De acuerdo? —añadió,
sofocando ostensiblemente un bostezo
imaginario—. Pero, ¿qué decía sobre mi
hermano?
—Enseguida llego a ese punto, ciudadana.
Entre los papeles había una carta dirigida a sir
Andrew Ffoulkes escrita por su hermano, St.
Just.
—¿Y qué?
—Esa carta demuestra que no sólo simpatiza
con los enemigos de Francia, sino que colabora
con la Liga de la Pimpinela Escarlata, si es que
no es miembro de ella.
Al fin había descargado el golpe. Marguerite lo
estaba esperando desde hacía tiempo. No
demostraría ningún temor; estaba decidida a que
pareciera que no le preocupaba, que se lo tomaba
a la ligera. Cuando recibiera el golpe final,
deseaba estar preparada, ser dueña de su ingenio,
de ese ingenio que había merecido el calificativo
del más agudo de Europa. No se arredró. Sabía
que lo que le había dicho Chauvelin era verdad;
aquel hombre era demasiado vehemente, estaba
demasiado convencido, ciegamente, de la
errónea causa que defendía, y se sentía
demasiado orgulloso de sus compatriotas, de
aquellos hacedores de revoluciones, como para
rebajarse a inventar falsedades ruines y absurdas.
La carta de Armand —del estúpido e
imprudente Armand— se encontraba en manos
de Chauvelin. Marguerite lo sabía como si la
tuviera ante sus propios ojos; y Chauvelin la
guardaría para lograr sus propósitos hasta que le
conviniera destruirla o utilizarla contra Armand.
Sabía todo eso y, sin embargo, siguió riendo, aún
con más despreocupación y más fuerza que
antes.
—¡Vamos, vamos! —exclamó, hablando por
encima del hombro y mirando abiertamente a
Chauvelin a la cara—. ¿No decía yo que eran
invenciones suyas?... ¡Que Armand se ha unido
al enigmático Pimpinela Escarlata!... ¡Y decir
que Armand ayuda a esos aristócratas franceses
que tanto detesta!... ¡Hay que reconocer que esta
historia es digna de su gran imaginación!
—Permítame que deje bien claro este asunto,
ciudadana —dicho Chauvelin, con la misma
calma, sin inmutarse—. Le aseguro que St. Just
está tan comprometido que no existe la menor
posibilidad de que obtenga el perdón.
Durante unos instantes se hizo un silencio
absoluto en el palco de la orquesta. Marguerite
estaba muy erguida en su asiento, rígida e
inmóvil, intentando pensar, intentando afrontar la
situación, reflexionando sobre lo que debía
hacer.
En el escenario, Storace había terminado de
cantar el aria, y saludaba al público que la
aclamaba enfervorizado, enfundada en ropajes
clásicos pero con las reverencias que dictaban los
usos del siglo XVIII.
—Chauvelin, —dijo Marguerite Blakeney al
fin, tranquilamente, sin el envalentonamiento que
había caracterizado su actitud hasta ese
momento—. Chauvelin, amigo mío, vamos a
tratar de comprendernos mutuamente. Me da la
impresión de que mi ingenio se ha oxidado al
contacto con este clima tan húmedo. Dígame una
cosa. Usted está deseando descubrir la identidad
de Pimpinela Escarlata, ¿no es así?
—El más acérrimo enemigo de Francia,
ciudadana... y el más peligroso, pues trabaja en la
oscuridad.
—Querrá decir el más noble... ¡Pero en fin...! Y
usted va a obligarme a ejercer de espía para usted
a cambio de la seguridad de mi hermano
Armand, ¿no es así?
—¡Ah, hermosa señora, esas palabras son muy
feas! —protestó Chauvelin cortésmente—. Por
supuesto que nadie va a obligarla, y el servicio
que le pido que me preste, en nombre de Francia,
no puede llamarse con ese nombre tan
desagradable: espionaje.
—Así es como se llama aquí —replicó
Marguerite secamente—. Esa es su intención,
¿verdad?
—Mi intención es que usted obtenga el perdón
para Armand St. Just prestándome un pequeño
servicio.
—¿En qué consiste?
—Sólo vigilar por mí esta noche, ciudadana St.
Just —se apresuró a contestar Chauvelin—.
Verá; entre los papeles que se le encontraron a
sir Andrew Ffoulkes, había una notita. ¡Mire! —
añadió, sacando un minúsculo papel de su
bolsillo y dándoselo a Marguerite.
Era el mismo papelito que, cuatro días antes,
leían los dos jóvenes en el preciso momento en
que fueron atacados por los esbirros de
Chauvelin. Marguerite lo cogió mecánicamente y
se inclinó para leerlo. Sólo había dos líneas,
escritas con una caligrafía deformada. Leyó, casi
en voz alta:
«Recuerden que no debemos vernos más de lo
estrictamente necesario. Ya tienen todas las
instrucciones para el día . Si quieren hablar
conmigo, estaré en el baile de G.»
—¿Qué significa esto? —preguntó Marguerite.
—Mire con atención y lo comprenderá,
ciudadana.
—En esta esquina hay un dibujo, una florecita
roja...
—Sí.
—La Pimpinela Escarlata —dijo
ansiosamente—, y el baile de G. se refiere al
baile de Grenville... Estará en casa de lord
Grenville esta noche.
—Así es como yo interpreto esta nota,
ciudadana —concluyó Chauvelin—. Después de
que mis espías redujeron y registraron a lord
Antony Dewhurst y sir Andrew Ffoulkes, les di
órdenes de que los llevaran a una casa solitaria
en la carretera de Dover, que había alquilado con
este fin. Allí han estado prisioneros hasta esta
mañana. Pero al encontrar esta notita, pensé que
lo mejor sería que llegaran a Londres a tiempo
para asistir al baile de lord Grenville.
Comprenderá usted que tienen muchas cosas que
contarle a su jefe... y esta noche tendrán la
oportunidad de hablar con él, tal y como les
recomendó que hicieran. Por eso, esta mañana
esos dos caballeros encontraron las puertas de
esa casa de la carretera de Dover abiertas de par
en par; sus carceleros habían desaparecido y
había dos buenos caballos ensillados
esperándolos en el jardín. Aún no los he visto,
pero es de suponer que no habrán parado hasta
llegar a Londres. ¿Ve qué sencillo es todo,
ciudadana?
—Sí, parece muy sencillo —replicó
Marguerite, haciendo un último y amargo
esfuerzo por parecer alegre—. Cuando se quiere
matar un pollito... se lo agarra y se le retuerce el
cuello... Al único que no le parece tan sencillo es
al pollito. Me pone usted una pistola en el pecho,
y tiene usted un rehén para obligarme a
obedecer... A usted le parece sencillo, pero a mí
no.
—No, ciudadana. Le ofrezco la oportunidad de
salvar al hermano que usted quiere tanto de las
consecuencias de la estupidez que ha cometido.
El rostro de Marguerite se dulcificó, sus ojos se
humedecieron, y murmuró, casi para sus
adentros:
—El único ser en el mundo que siempre me ha
querido de verdad... Pero, ¿qué quiere que haga,
Chauvelin? —preguntó, con una desesperación
infinita en su voz ahogada por las lágrimas—.
¡En mi situación actual, yo no puedo hacer nada!
—Claro que sí, ciudadana —replicó Chauvelin
seca, implacablemente, sin dejarse ablandar por
aquella súplica desesperada e infantil que hubiera
derretido incluso un corazón de piedra—. Siendo
lady Blakeney, nadie sospecharía de usted, y con
su ayuda, ¿quién sabe?, es posible que esta noche
logre averiguar al fin la identidad de Pimpinela
Escarlata... Usted estará en el baile... Observe,
ciudadana; observe y escuche... Después me
contará si ha oído algo, una frase suelta,
cualquier cosa... Debe fijarse en todas las
personas con las que hablen sir Andrew Ffoulkes
o lord Antony Dewhurst. En la actualidad, usted
se encuentra completamente libre de sospecha.
Pimpinela Escarlata asistirá esta noche al baile
de lord Grenville. Averigüe quién es, y me
comprometo, en nombre de Francia, a garantizar
la seguridad de su hermano.
Chauvelin la ponía entre la espada y la pared.
Marguerite se sentía atrapada en una tela de
araña en la que no había posibilidad de
escapatoria. Aquel hombre tenía en su poder un
rehén precioso, que intercambiaría por su
obediencia; porque Marguerite sabía que sus
amenazas jamás eran vanas. No cabía duda de
que el Comité de Salud Pública ya había
señalado a Armand como «sospechoso», no le
permitirían salir de Francia y le castigarían
implacablemente si Marguerite se negaba a
obedecer a Chauvelin. Durante unos momentos,
como mujer que era, albergó la esperanza de
contemporizar con él. Tendió la mano a aquel
hombre, a quien detestaba y temía.
—Chauvelin, si le prometo mi ayuda en este
asunto —dijo afablemente—, ¿me dará la carta
de St. Just?
—Si me presta un valioso servicio esta noche,
le daré la carta... mañana —respondió él con una
sonrisa sarcástica.
—¿Acaso no se fía de mí?
—Confío plenamente en usted, mi querida
señora, pero es Francia quien tiene en prenda la
vida de St. Just, y su salvación depende de usted.
—Quizá no pueda ayudarle —dijo Marguerite
en tono suplicante—, por mucho que desee
hacerlo.
—Eso sería terrible —replicó Chauvelin
pausadamente—, para usted... y para St. Just.
Marguerite se estremeció. Sabía que no podía
esperar misericordia de aquel hombre
todopoderoso, que tenía la vida de su adorado
hermano en un puño. Le conocía demasiado
bien, y también sabía que, si no lograba sus fines,
sería implacable.
Sintió frío a pesar de la atmósfera opresiva del
teatro. Se le antojó que los sobrecogedores
compases de la música llegaban hasta ella como
de una tierra lejana. Se cubrió los hombros con el
elegante chal de encaje, y contempló en silencio
el brillante escenario, como en un sueño.
Durante unos segundos sus pensamientos se
apartaron del ser querido que se encontraba en
peligro, y volaron hasta el otro hombre que
también tenía derecho a su confianza y su afecto.
Se sintió sola y asustada por Armand; anheló el
consuelo y el consejo de alguien que supiera
cómo ayudarla y animarla. Sir Percy Blakeney le
había amado en su día; era su marido; ¿por qué
tenía que pasar sola aquella terrible prueba? Sir
Percy tenía poco cerebro, eso era cierto, pero le
sobraban músculos, y si ella ponía la
inteligencia, y él la fuerza y el empuje
masculino, juntos vencerían al astuto
diplomático, y rescatarían al rehén de sus manos
vengativas sin poner en peligro la vida del noble
jefe de aquel grupo de héroes. Sir Percy conocía
bien a St. Just, parecía tenerle cariño...
Marguerite estaba segura de que podía ayudarle.
Chauvelin ya no le prestaba la menor atención.
Había pronunciado la cruel fórmula: «O esto o...
» y ahora le tocaba decidir a ella. El francés
parecía absorto en las emocionantes melodías de
Orfeo, y marcaba el ritmo de la música con su
cabeza puntiaguda, como de hurón.
Un discreto golpecito en la puerta interrumpió
las reflexiones de Marguerite. Era sir Percy
Blakeney, erguido, somnoliento, afable, con su
sonrisa a medio camino entre la timidez y la
necedad, que en aquel momento irritó a
Marguerite profundamente.
—Esto... tu, coche está afuera, querida —dijo,
arrastrando las palabras de una forma
exasperante—. Supongo que querrás ir a ese
dichoso baile... Perdone... esto... monsieur
Chauvelin... No había reparado en usted...
Tendió dos dedos blancos y delgados hacia
Chauvelin, que se puso en pie cuando sir Percy
entró en el palco.
—¿Vienes, querida?
—¡Chist! ¡Chist! —se oyó protestar desde
distintos rincones del teatro.
—¡Qué desvergüenza! —comentó sir Percy
con una sonrisa afable.
Marguerite suspiró, impaciente. Su última
esperanza acababa de desvanecerse bruscamente.
Se puso la capa y, sin mirar a su marido, dijo:
«Estoy preparada», al tiempo que se cogía de su
brazo. Al llegar a la puerta del palco se dio la
vuelta y miró a la cara a Chauvelin, que con su
chapeau—bras bajo el brazo y una extraña
sonrisa rondándole por sus delgados labios, se
disponía a seguir a la mal avenida pareja.
—Es sólo un au revoir, Chauvelin —dijo
Marguerite cortésmente—. Nos veremos esta
noche en el baile de lord Grenville.
Y, sin duda, el astuto francés leyó en los ojos
de la mujer algo que le produjo una profunda
satisfacción, pues, sonriendo sarcásticamente,
tomó un pellizco de rapé y, después, tras
sacudirse la corbata de delicado encaje, se frotó
las manos delgadas y huesudas, muy animado.
XI
EL BAILE DE LORD GRENVILLE
El histórico baile ofrecido por el entonces
secretario de Estado para Asuntos Exteriores,
lord Grenville, fue el acontecimiento más
destacado del año. A pesar de que la temporada
de otoño acababa de empezar, todos los que
ocupaban un lugar en la alta sociedad trataron
por todos los medios de llegar a Londres a
tiempo para asistir y lucirse en el baile, cada cual
según sus posibilidades.
Su Alteza Real el príncipe de Gales había
prometido asistir, después de que acabara la
ópera. Lord Grenville había presenciado los dos
primeros actos de Orfeo antes de prepararse para
recibir a sus huéspedes. A las diez, una hora
inusualmente tardía en aquella época, los
suntuosos salones del edificio del ministerio de
Asuntos Exteriores, exquisitamente decorados
con palmeras y flores exóticas, estaban llenos a
rebosar. Se había acondicionado una habitación
para bailar, y los delicados compases del minué
acompañaban dulcemente la animada charla y la
alegre risa de los invitados, numerosos y alegres.
En una pequeña cámara que daba al último
rellano de la escalera se encontraba el
distinguido anfitrión dando la bienvenida a sus
huéspedes. Hombres elegantes, mujeres
hermosas, personalidades de todos los países de
Europa, desfilaban ante él, intercambiaban las
reverencias y los saludos que imponía la
extravagante moda de la época, y a continuación,
riendo y charlando, se desperdigaban por el
vestíbulo, por el salón de baile y la sala de
juegos.
No lejos de lord Grenville, apoyado sobre una
de las consolas, Chauvelin, con su impecable
traje negro, examinaba pausadamente al brillante
grupo. Observó que aún no habían llegado sir
Percy y lady Blakeney, y sus ojos pálidos y
penetrantes se clavaban disimuladamente en la
puerta cada vez que aparecía alguien.
Estaba un tanto aislado; no existían muchas
posibilidades de que el enviado del gobierno
revolucionario de Francia despertase grandes
simpatías en Inglaterra en los días en que habían
empezado a filtrarse desde el otro lado del Canal
de la Mancha las noticias de las terribles
matanzas de septiembre y del Reinado del Terror
y la Anarquía.
Por su misión oficial, sus colegas ingleses lo
habían recibido cortésmente; el señor Pitt le
había estrechado la mano y lord Grenville había
sido su anfitrión en más de una ocasión; pero los
círculos más íntimos de la alta sociedad
londinense no le hacían el menor caso: las
mujeres le volvían la espalda abiertamente y los
hombres que no ocupaban puestos oficiales se
negaban a estrecharle la mano.
Pero Chauvelin no era hombre al que le
preocuparan este tipo de convenciones sociales,
que él consideraba simples incidentes en su
carrera diplomática. Sentía un entusiasmo ciego
por la causa revolucionaria, detestaba las
desigualdades sociales, y profesaba un amor
ferviente a su país. Estos tres sentimientos le
hacían indiferente a los desaires que recibía en
aquella Inglaterra cubierta de niebla, monárquica
y anticuada.
Pero, por encima de todo, Chauvelin perseguía
un objetivo concreto. Creía firmemente que los
aristócratas franceses eran los peores enemigos
de Francia, y hubiera deseado verlos destruidos,
a todos y cada uno de ellos; fue una de las
primeras personas que, durante el espantoso
Reinado del Terror, formuló el histórico y cruel
deseo de que «los aristócratas podrían tener una
sola cabeza entre todos, para así poder cortarla
con un solo golpe de guillotina». Por eso,
consideraba a todo noble francés que había
logrado escapar de Francia una víctima
arrebatada injustamente a la guillotina. No cabe
duda de que, en cuanto conseguían cruzar la
frontera, los émigrés monárquicos hacían todo lo
posible por despertar la indignación de los
extranjeros contra Francia. En Inglaterra, Bélgica
y Holanda se preparaban innumerables conjuras
para tratar de convencer a alguna gran potencia
de que enviase tropas al París revolucionario,
para liberar al rey Luis, y para colgar a los
dirigentes sedientos de sangre de aquella
monstruosa república.
No es de extrañar, por tanto, que el romántico y
misterioso Pimpinela Escarlata despertara un
profundo odio en Chauvelin. El y un puñado de
bribones bajo su mando, bien provistos de
dinero, dotados de una osadía ilimitada y de una
penetrante astucia, habían logrado rescatar a
cientos de aristócratas de Francia. Nueve
décimas partes de los émigrés que agasajaba la
corte inglesa le debían la vida a aquel hombre y
su grupo.
Chauvelin había jurado a sus colegas de París
que averiguaría la identidad de aquel inglés
entrometido, le tendería una trampa para que
fuera a Francia, y entonces... Chauvelin emitió
un profundo suspiro de satisfacción ante la sola
idea de ver aquella enigmática cabeza cayendo
bajo la cuchilla de la guillotina, con tanta
facilidad como la de cualquier otro hombre.
De repente se produjo un gran alboroto en la
escalera, y todas las conversaciones cesaron
cuando el mayordomo, que se encontraba fuera,
anunció:
—Su Alteza Real, el príncipe de Gales y
comitiva, sir Percy Blakeney, lady Blakeney.
Lord Grenville se dirigió rápidamente a la
puerta para recibir a su importante invitado.
El príncipe de Gales, que llevaba un magnífico
traje de terciopelo de color salmón con suntuosos
bordados en oro, entró con Marguerite Blakeney
del brazo; y a su izquierda iba sir Percy, con sus
extravagantes ropajes al estilo «Incroyable», el
cabello rubio sin empolvar, valiosos encajes en
cuello y muñecas y el chapeau—bras bajo el
brazo.
Tras las palabras convencionales de cordial
bienvenida, lord Grenville dijo a su huésped real:
—Alteza, ¿me permitís que os presente a
monsieur Chauvelin, enviado del gobierno
francés?
En cuanto entró el príncipe, Chauvelin se
adelantó, a la espera de las presentaciones. Hizo
una profunda reverencia, y el príncipe le
devolvió el saludo con una brusca inclinación de
cabeza.
—Monsieur —dijo Su Alteza Real con
frialdad—, trataremos de olvidar el gobierno que
le ha enviado, y le consideraremos un simple
huésped, un caballero particular de Francia.
Como tal, sea usted bienvenido, monsieur.
—Monseñor —replicó Chauvelin, haciendo
otra reverencia—. Madame —añadió,
inclinándose ceremoniosamente ante Marguerite.
—¡Ah, mi querido Chauvelin! —exclamó
Marguerite en tono despreocupado y tendiéndole
la diminuta mano—. Monsieur y yo somos viejos
amigos, Alteza.
—Ah, en ese caso —dijo el príncipe, en esta
ocasión con gran afabilidad—, sea usted
bienvenido por partida doble.
—Quisiera pedir permiso para presentaros a
otra persona, Alteza —terció lord Grenville.
—¿Quién? —preguntó el príncipe.
—Madame la comtesse de Tournay de
Basserive y su familia, que acaban de llegar de
Francia.
—¡Claro que sí! ¡Entonces han sido muy
afortunados!
Lord Grenville fue a buscar a la condesa, que
estaba sentada en un extremo de la sala.
—¡Qué barbaridad! —susurró Su Alteza Real a
Marguerite en cuanto vio la rígida figura de la
anciana dama—. ¡Parece la mismísima
encarnación de la virtud y la melancolía!
—Tened en cuenta, Alteza —replicó
Marguerite, sonriendo—, que la virtud es como
los aromas delicados: se hacen más fragantes
cuando se los exprime.
—¡Ay! —suspiró el príncipe—, me temo que
la virtud no le sienta nada bien a su encantador
sexo, madame.
—Madame la comtesse de Tournay de
Basserive —dijo lord Grenville, presentando a la
señora.
—Es un placer, madame. Como usted sabe, a
mi real padre le alegra recibir a aquellos de sus
compatriotas que la propia Francia ha expulsado
de su tierra.
—Su Alteza Real es muy amable —replicó la
condesa con decorosa dignidad. Después,
señalando a su hija, que estaba a su lado
tímidamente, añadió—: Mi hija, Suzanne,
monseñor.
—¡Ah, encantadora!... ¡Encantadora! —dijo el
príncipe—. Y ahora, condesa, permítame que le
presente a lady Blakeney, que nos honra con su
amistad. Estoy seguro de que tendrán ustedes
muchas cosas que contarse. Todo compatriota de
lady Blakeney es doblemente bienvenido... Sus
amigos son nuestros amigos... sus enemigos,
enemigos de Inglaterra.
Los ojos de Marguerite chispearon de regocijo
al oír las amables palabras de su exaltado amigo.
La condesa de Tournay, que la había insultado
abiertamente hacía poco, estaba recibiendo una
lección en público, y Marguerite no pudo evitar
alegrarse. Pero la condesa, para quien el respeto
a la realeza equivalía casi a una religión, estaba
demasiado adiestrada en las normas protocolarias
como para demostrar el menor indicio de
turbación cuando las dos damas se saludaron
ceremoniosamente.
—Su Alteza Real es muy amable, madame —
dijo Marguerite, coquetamente, con un destello
de malicia en sus chispeantes ojos azules—, pero
en este caso no es necesaria su amistosa
mediación... Aún guardo en mi memoria el
agradable recuerdo del encantador recibimiento
que me dispensó usted la última vez que nos
vimos.
—Madame, nosotros, los pobres, exilados,
demostramos nuestra gratitud a Inglaterra
acatando los deseos de monseñor —replicó la
condesa en tono glacial.
—¡Madame! —dijo Marguerite, con otra
ceremoniosa reverencia.
—Madame —replicó la condesa con igual
dignidad.
Mientras tanto, el príncipe decía unas palabras
amables al joven vizconde.
—Me alegro de conocerle, monsieur le
vicomte. Conocí a su padre cuando era
embajador en Londres.
—¡Ah, monseñor! —replicó el vizconde—.
Entonces yo era muy niño... y ahora le debo el
honor de este encuentro a nuestro protector,
Pimpinela Escarlata.
—¡Chist! —exclamó el príncipe
apresuradamente, muy serio, señalando a
Chauvelin, que en el transcurso de esta escena se
había mantenido un poco apartado, observando a
Marguerite y la condesa con una sonrisilla
sarcástica y burlona asomando a sus delgados
labios.
—Por favor, monseñor —dijo, como si
respondiera directamente al desafío del
príncipe—. Os ruego que no impidáis que este
caballero demuestre su gratitud. Conozco muy
bien esa florecita roja... y Francia también.
El príncipe lo miró fijamente unos momentos.
—En ese caso, monsieur —dijo—, es posible
que sepa usted más que nosotros sobre nuestro
héroe nacional... Acaso sepa quién es... ¡Mire! —
añadió, volviéndose hacia los diversos grupos
que se habían formado en el salón—. Las damas
están pendientes de sus labios... Se haría usted
muy famoso entre el bello sexo si satisfaciera su
curiosidad.
—¡Ah, monseñor! —dijo Chauvelin,
expresivamente—, en Francia corre el rumor de
que Su Alteza podría dar la mejor información
sobre esa enigmática flor silvestre!
Al pronunciar estas palabras dirigió una mirada
rápida y penetrante a Marguerite; pero la
muchacha no reveló la menor emoción, y sus
ojos se encontraron con los de Chauvelin sin
ningún temor.
—¡Imposible! —dijo el príncipe—. Mis labios
están sellados, y los miembros de la Liga
guardan celosamente el secreto de la identidad de
su jefe... Por eso, sus adoradores tienen que
conformarse con venerar a una sombra. Aquí en
Inglaterra —añadió con dignidad y encanto a un
tiempo—, sólo con mencionar el nombre de
Pimpinela Escarlata se ruborizan de entusiasmo
las mejillas más hermosas. Nadie lo ha visto
jamás, a excepción de sus fieles colaboradores.
No sabemos si es alto o bajo, rubio o moreno,
apuesto o mal formado; pero sí sabemos que es
el hombre más valiente del mundo, y todos nos
sentimos un poco orgullosos, monsieur, al
recordar que es inglés.
—Ah, monsieur —terció Marguerite, mirando
casi con aire desafiante al rostro plácido, como
de esfinge, del francés—, Su Alteza Real debería
añadir que las señoras lo consideramos un héroe
de tiempos antiguos... Lo adoramos... Llevamos
un distintivo con su nombre... Temblamos de
miedo cuando se encuentra en peligro, y nos
regocijamos cuando consigue una victoria.
Chauvelin se limitó a inclinar la cabeza
cortésmente ante el príncipe y Marguerite; pero
pensó que la intención de ambos al pronunciar
aquellas palabras —cada uno a su manera—
había sido mostrarle desprecio o intentar
provocarle. Detestaba al príncipe, amante de los
placeres y ocioso; a la hermosa mujer que
llevaba en su cabellera dorada un ramillete de
rubíes y diamantes en forma de florecillas rojas,
la tenía en un puño: podía permitirse el lujo de
guardar silencio y quedar a la espera de los
acontecimientos.
Una carcajada prolongada, jovial y necia
rompió el silencio que había descendido sobre
todos.
—Y nosotros, los pobres maridos —dijo
alborozadamente sir Percy con su habitual tono
afectado—, tenemos que aguantar que ellas
adoren a una sombra absurda.
Todos se echaron a reír, el príncipe más fuerte
que nadie. Se suavizó la tensión de la excitación
contenida, y al momento siguiente todo el mundo
charlaba y reía alegremente, mientras el animado
grupo se deshacía y se dispersaba por las
habitaciones contiguas.
XII
EL TROCITO DE PAPEL
Marguerite sufría intensamente. Aunque reía y
charlaba, aunque era objeto de más admiración y
más atenciones que ninguna de las mujeres que
habían asistido a la fiesta, se sentía como si
estuviera condenada a muerte y viviera el último
día en este mundo.
Sus nervios se encontraban en un estado de
dolorosa tensión, que se había multiplicado por
cien en el transcurso del breve rato, apenas una
hora, que había pasado en compañía de su
marido entre la ópera y el baile. Aquel débil rayo
de esperanza —encontrar en un individuo
perezoso y afable un amigo y consejero
valioso— se desvaneció con la misma rapidez
con que había llegado, en el preciso instante en
que se vio a solas con él. El mismo sentimiento
de amable desprecio que se experimenta por un
animal o un sirviente fiel le hizo apartarse con
una sonrisa del hombre que hubiera debido ser su
apoyo moral en la angustiosa crisis que
atravesaba; que hubiera debido ser consejero frío
y objetivo cuando los sentimientos y el cariño
femeninos la arrastraban de un extremo a otro,
dividiéndola entre el amor hacia su hermano, que
se encontraba lejos y en peligro de muerte, y el
horror ante el terrible servicio que Chauvelin la
obligaba a prestar a cambio de la seguridad de
Armand.
Allí estaba él, el apoyo moral, el consejero frío
y objetivo, rodeado por un grupo de jóvenes
petimetres, descerebrados y necios, que se
repetían unos a otros, dando muestras de
encontrarlo muy divertido, unos versitos que
acababa de inventar.
Marguerite oía aquellas palabras ridículas y
absurdas por todas partes; al parecer, la gente no
tenía otra cosa de qué hablar. Incluso el príncipe
le había preguntado, riendo, qué le había
parecido la última obra poética de su marido.
—Lo hice mientras me anudaba la corbata —
había dicho sir Percy a su cohorte de
admiradores.
Lo buscan por aquí, lo buscan por allá, los
malditos franceses lo buscan sin cesar.
Nadie sabe dónde está; parece cosa de magia.
¿Dónde se habrá metido el Pimpinela
Escarlata?
La bon mot de sir Percy rodaba por los
brillantes salones. El príncipe estaba encantado.
Aseguraba que, sin Blakeney, la vida sería un
desierto de aburrimiento. Cogiéndole del brazo,
lo llevó a la sala de juegos, donde se enzarzaron
en una prolongada partida de dados.
Sir Percy, cuyo mayor interés en las reuniones
sociales parecía centrarse en la mesa de juego,
normalmente permitía a su esposa que
coqueteara, bailara, se divirtiera o se aburriese
cuanto quisiera. Y aquella noche, tras recitar su
bon mot, dejó a Marguerite rodeada de una
multitud de admiradores de todas las edades,
deseosos y encantados de ayudarla a olvidar que
en el espacioso salón había un ser alto y perezoso
que había cometido la estupidez de creer que la
mujer más inteligente de Europa se avendría a
aceptar los prosaicos vínculos del matrimonio
inglés.
Sus nervios sobreexcitados, la agitación y
preocupación prestaban a la hermosa Marguerite
Blakeney aún mayor encanto: escoltada por una
auténtica bandada de hombres de todas las
edades y nacionalidades, provocaba múltiples
exclamaciones de admiración a su paso.
No estaba dispuesta a seguir pensando. Su
educación, un tanto bohemia desde su más tierna
edad, la había hecho fatalista. Pensaba que los
acontecimientos se desarrollarían por sí solos,
que no estaba en sus manos dirigirlos. Sabía que
no podía esperar misericordia de Chauvelin.
Aquel hombre había puesto precio a la cabeza de
Armand, y había dejado que ella tomara la
decisión de pagarlo o no.
Más adelante vio a sir Andrew Ffoulkes y lord
Antony Dewhurst, que al parecer acababan de
llegar. Observó que sir Andrew se dirigía
inmediatamente al encuentro de la pequeña
Suzanne de Tournay, y que al cabo de poco
tiempo los dos jóvenes se las ingeniaban para
quedarse a solas en el mullido alféizar de una
ventana, para mantener una larga conversación,
de la que ambos parecieron disfrutar.
Los dos hombres tenían mal aspecto y
expresión preocupada, pero iban impecablemente
vestidos, y su cortés actitud no dejaba entrever el
menor indicio de la terrible catástrofe que se
cernía sobre ellos mismos y sobre su jefe.
Marguerite adivinó que la Liga de la Pimpinela
Escarlata no tenía la menor intención de
abandonar su causa al observar a Suzanne, que
declaraba abiertamente que su madre y ella
tenían la absoluta certeza de que la Liga
rescataría al conde de Tournay en el transcurso
de los próximos días. Marguerite se preguntó de
una forma vaga, contemplando a la brillante
multitud del salón de baile alegremente
iluminado, cuál de aquellos hombres distinguidos
que la rodeaban sería el misterioso Pimpinela
Escarlata, el cerebro de tan arriesgados planes,
que tenía en sus manos el destino de vidas muy
valiosas.
La invadió una curiosidad irrefrenable por
conocerle, aunque llevaba meses oyendo hablar
de él y habían aceptado su anonimato como
todos los demás miembros de la alta sociedad;
pero en esos momentos ansiaba saberlo —
dejando aparte a Armand y, desde luego, a
Chauvelin—, únicamente por ella misma, por la
entusiasta admiración que siempre le habían
inspirado su valentía y su astucia.
Naturalmente, que se encontraba en el baile
saltaba a la vista, pues sir Andrew Ffoulkes y
lord Antony Dewhurst esperaban reunirse con su
jefe, y quizá que les diera una nueva mot
d’ordre.
Marguerite miró a todos, a los aristocráticos
rostros normandos, a los sajones de cabello rubio
y mandíbula cuadrada, a la casta de los celtas,
más suave y gentil, y pensó cuál de ellos daba
muestras de la fuerza, el valor y la astucia que le
había permitido imponer su voluntad y su
jefatura sobre varios caballeros ingleses de buena
cuna, entre los que se corría el rumor de que era
Su Alteza Real.
¿Sir Andrew Ffoulkes? Seguro que no, con sus
dulces ojos azules, que miraban tiernos y
anhelantes a la pequeña Suzanne, a quien su
severa madre había apartado de aquel placentero
tête—a—tête. Marguerite le vio cruzar la
habitación y quedarse solitario y perdido tras la
desaparición de la delicada figura de Suzanne
entre la multitud.
Le siguió con la mirada mientras se dirigía
hacia la puerta, que daba a una pequeña cámara;
después el caballero se detuvo y se apoyó en el
dintel, mirando ansiosamente a su alrededor.
Marguerite logró deshacerse
momentáneamente de su atento acompañante, y,
esquivando los grupos, se dirigió hacia la puerta
en la que se apoyaba sir Andrew. No hubiera
sabido decir por qué deseaba estar cerca de él;
quizá la empujaba una fatalidad todopoderosa,
que tantas veces parece dominar el destino de los
hombres.
De repente se detuvo; sintió como si se le
parara el corazón; sus ojos, grandes y brillantes,
se clavaron unos momentos en aquella puerta, y
se apartaron de ella con la misma rapidez. Sir
Andrew seguía en el umbral, con la misma
actitud lánguida, pero Marguerite había visto con
toda claridad que lord Hastings —uno de los
jóvenes amigos de su marido que también
formaba parte de la pandilla del príncipe— le
había deslizado algo en la mano al pasar casi
rozándole.
Marguerite continuó inmóvil, observando unos
momentos, apenas un instante, e inmediatamente
prosiguió su camino hacia la puerta por la que
acababa de desaparecer sir Andrew, simulando
despreocupación de una forma admirable, pero
apretando el paso.
Desde el momento en que Marguerite vio a sir
Andrew apoyado en el dintel de la puerta hasta
que le siguió hasta la pequeña cámara que había
detrás transcurrió menos de un minuto. El
destino suele ser veloz cuando se prepara para
asestar un golpe.
Lady Blakeney dejó de existir bruscamente.
Era Marguerite St. Just quien estaba allí;
Marguerite St. Just, que había pasado su infancia
y los primeros años de su juventud en los brazos
protectores de su hermano Armand. Olvidó todo
lo demás: su rango, su dignidad, su entusiasmo
secreto, todo salvo que la vida de Armand corría
peligro, y que allí, a poco más de cinco metros de
donde ella estaba, en la pequeña cámara desierta,
podía encontrarse el talismán que salvaría a su
hermano, en manos de sir Andrew.
Apenas transcurrieron treinta segundos entre el
momento en que lord Hastings deslizara el
misterioso «algo» en la mano de sir Andrew y el
momento en que Marguerite llegó a la habitación
vacía. Sir Andrew estaba de espaldas a ella, junto
a una mesa sobre la que se apoyaba un enorme
candelabro de plata. El joven tenía un papel en la
mano, y cuando entró Marguerite lo sorprendió
intentando descifrar su contenido.
Silenciosa, sin que su ceñido traje hiciera el
menor ruido al rozar la gruesa alfombra, sin
atreverse a respirar hasta haber cumplido su
propósito, Marguerite se acercó a sir Andrew...
En ese momento él se dio la vuelta y la vio;
Marguerite emitió un gemido, se pasó la mano
por la frente, y murmuró débilmente:
—En esa habitación hace un calor espantoso...
Estoy mareada... ¡Ah!...
Se tambaleó como si fuera a desplomarse, y sir
Andrew, recuperándose rápidamente, arrugó la
pequeña nota que estaba leyendo con la mano y
llegó justo a tiempo de prestarle ayuda.
—¿Se siente mal, lady Blakeney? —preguntó
muy preocupado—. Permítame que...
—No, no es nada... —le interrumpió
inmediatamente—. Una silla...
Se desplomó en una silla que había junto a la
mesa, y echando hacia atrás la cabeza, cerró los
ojos.
—¡Bueno! —exclamó, aún débilmente—, se
me está pasando el mareo... No se preocupe por
mí, sir Andrew; le aseguro que ya me siento
mejor.
En momentos así, no cabe duda —y los
psicólogos insisten en ello— de que se pone en
funcionamiento un sentido que no tiene nada que
ver con los otros cinco; no es que veamos, ni que
oigamos o toquemos, sino que parece como si
hiciéramos las tres cosas a la vez. Marguerite
estaba sentada con los ojos cerrados. Sir Andrew
se encontraba justo detrás de ella, y a la derecha
estaba la mesa con el candelabro de cinco brazos.
La única visión que ocupaba la mente de
Marguerite era la cara de Armand. Armand, cuya
vida corría peligro inminente, y que parecía
mirarla desde un fondo en que sobresalía
borrosamente la multitud enfurecida de París, las
paredes desnudas del Tribunal de Seguridad
Pública, con Foucquier—Tinville, el acusador
público, exigiendo la vida de Armand en nombre
del pueblo de Francia, y la siniestra guillotina
con su cuchilla manchada esperando otra
víctima... ¡Armand!
El silencio fue absoluto durante unos
momentos en la pequeña cámara. Las dulces
notas de la gavota, el frufrú de los ricos vestidos,
la charla y las risas de la alegre multitud del
brillante salón de baile servían de extraño
acompañamiento a la tragedia que se
representaba en aquella habitación.
Sir Andrew no había pronunciado ni una
palabra. De repente, el sexto sentido de
Marguerite Blakeney empezó a actuar con
fuerza. No veía, pues tenía los ojos cerrados; no
oía, pues el ruido del salón de baile ahogaba el
suave susurro de aquel papel decisivo; sin
embargo, sabía, como si lo hubiera visto y oído,
que sir Andrew estaba quemando la nota a la
llama de una de las velas.
En el preciso instante en que prendió, abrió los
ojos, levantó la mano, y delicadamente, con dos
dedos, arrebató el papel ardiente al joven.
Después apagó la llama, y se acercó el papel a la
nariz con toda naturalidad.
—Qué detalle, sir Andrew —dijo—.
Seguramente fue su abuela quien le enseñó que
el olor del papel quemado es un remedio
extraordinario para el mareo.
Suspiró con satisfacción, sujetando el papel
con fuerza entre sus dedos enjoyados, el talismán
que tal vez salvaría la vida de su hermano
Armand. Sir Andrew la miraba, demasiado
perplejo para comprender lo que realmente había
pasado; le había cogido tan desprevenido, que
parecía incapaz de entender el hecho de que del
trozo de papel que Marguerite sujetaba con su
delicada mano quizá dependiera la vida de su
camarada.
Marguerite se echó a reír.
—¿Por qué me mira así? —preguntó
coquetamente—. Le aseguro que me siento
mucho mejor: su remedio ha resultado muy
eficaz. En esta habitación hace fresco —añadió,
con tranquilidad—, y el sonido de la gavota del
salón de baile es fascinante y calma los nervios.
Siguió charlando despreocupada y
amigablemente, mientras sir Andrew,
desesperado, se rompía la cabeza intentando
encontrar el método más rápido para arrebatarle
el papel a aquella hermosa mujer. En su mente se
agolparon pensamientos vagos y tumultuosos: de
repente recordó la nacionalidad de Marguerite y,
lo peor de todo, se acordó de la terrible historia
que se contaba sobre el marqués de St. Cyr, que
nadie había creído en Inglaterra por la reputación
de sir Percy y de la propia lady Blakeney.
—¿Qué? ¿Aún sigue soñando? —dijo
Marguerite, con una alegre carcajada—. ¡Qué
poco galante es usted, sir Andrew! Y, ahora que
lo pienso, me dio la impresión de que se asustó al
verme hace un momento en lugar de alegrarse.
Después de todo, creo que no ha quemado ese
trocito de papel porque estuviera preocupado por
mi salud, ni que su abuela le haya enseñado ese
remedio... Juraría que lo que intentaba destruir
era la última carta de amor de su dama. Vamos,
confiéselo —añadió, levantando juguetonamente
el papel—, ¿qué es lo que contiene? ¿Un
ultimátum o una oferta de acabar como amigos?
—Sea lo que sea, lady Blakeney —dijo sir
Andrew, que empezaba a recuperar el aplomo—,
no cabe duda de que esta nota es mía, y...
Sin importarle que aquel acto se considerase de
mala educación para con una dama, el joven se
abalanzó hacia ella para arrebatársela; pero la
mente de Marguerite fue más rápida que la del
joven; su actuación, bajo la presión de la
profunda excitación, más veloz y decidida. La
muchacha era alta y fuerte; retrocedió y derribó
la mesita Sheraton, que se encontraba en
posición inestable, y que cayó con estrépito,
junto al enorme candelabro.
Marguerite gritó, asustada.
—¡Las velas, sir Andrew...! ¡Deprisa!
Apenas ocurrió nada: una o dos velas se
apagaron al caer el candelabro; otras derramaron
un poco de cera sobre la costosa alfombra; otra
prendió en la pantalla de papel que la cubría. Sir
Andrew apagó las llamas con rapidez y habilidad
y volvió a colocar el candelabro sobre la mesa;
pero en realizar esta operación tardó varios
segundos, segundos que bastaron a Marguerite
para lanzar una rápida ojeada al papel y leer su
contenido —una docena de palabras escritas con
la misma caligrafía deformada que ya había visto
en otra ocasión, rubricadas con el mismo dibujo
una flor en forma de estrella en tinta roja.
Cuando sir Andrew volvió a mirarla, lo único
que vio en su rostro fue preocupación por el
accidente que acababa de ocurrir y alivio por su
feliz conclusión. La nota, tan pequeña como
decisiva, se había deslizado hasta el suelo. El
joven se apresuró a recogerla, y cuando sus
dedos se cerraron con fuerza sobre ella, en su
rostro apareció una expresión de enorme alivio.
—¿No le da vergüenza estar haciendo estragos
en el corazón de una duquesa impresionable
mientras conquista el afecto de mi pequeña
Suzanne, sir Andrew? —dijo Marguerite,
moviendo la cabeza con un suspiro de
coquetería—. ¡Vaya, vaya! Estoy convencida de
que ha sido el mismísimo Cupido quien se ha
puesto a su lado para amenazar al ministerio de
Asuntos Exteriores con un incendio y obligarme
a tirar ese mensaje de amor antes de que lo
mancillaran mis ojos indiscretos. ¡Y pensar que
con un momento más hubiera podido enterarme
de los secretos de una duquesa pecadora!
—¿Me permite que reanude la interesante
actividad que usted ha interrumpido, lady
Blakeney? —dijo sir Andrew, con la misma
calma que demostraba Marguerite.
—¡Claro que sí, sir Andrew! ¡Por nada del
mundo osaría estorbar los planes del dios del
amor una vez más! Quizá desencadenaría sobre
sí un terrible castigo por mi atrevimiento.
¡Adelante, siga quemando su prenda de amor!
Sir Andrew ya había formado una larga pajuela
retorciendo el papel y lo había colocado a la
llama de la vela que no se había pagado. No
reparó en la extraña sonrisa dibujada en el rostro
de su hermosa contrincante, tan absorto estaba en
la tarea de destruirlo. De haberla notado, quizá se
hubiera borrado de su rostro la expresión de
alivio. Contempló la fatídica nota mientras se
rizaba bajo la llama. Al cabo de unos segundos
cayó al suelo el último fragmento, y aplastó las
cenizas con el pie.
—Y bien, sir Andrew —dijo Marguerite
Blakeney, con la coquetería y el aplomo que la
caracterizaban—, ¿se atreve a despertar los celos
de su dama invitándome a bailar el minué?
XIII
O ESO O…
Las pocas palabras que Marguerite Blakeney
logró descifrar en el trozo de papel medio
quemado parecían literalmente las palabras del
destino. «Parto mañana...». Esto se podía leer
con claridad, y el resto era una mancha
producida por el humo de la vela, que había
borrado las siguientes palabras; pero en la parte
inferior de la nota había otra frase, que
Marguerite conservó grabada en su mente con
toda exactitud, como si fueran letras grabadas a
fuego. «Si desea hablar conmigo otra vez, estaré
en el comedor a la una en punto». La nota iba
firmada con un dibujito realizado
apresuradamente, la florecilla en forma de
estrella que ya le resultaba familiar.
¡A la una en punto! Iban a dar las once y en el
salón bailaban el último minué, con sir Andrew
Ffoulkes y la bella lady Blakeney dirigiendo los
complejos y delicados movimientos de las demás
parejas.
¡Iban a dar las once! Las manecillas del
hermoso reloj de estilo Luis XV, con su soporte
de oro, parecían deslizarse con una velocidad
enloquecedora. Dos horas más, y su propia suerte
y la de Armand quedarían selladas. Al cabo de
esas dos horas tendría que decidir entre guardar
en secreto la información que con tanta astucia
había obtenido, y dejar a su hermano en manos
del destino que le aguardaba, o traicionar
voluntariamente a un hombre valiente que
dedicaba su vida a sus semejantes, que era noble,
generoso y que, por encima de todo, estaba
desprevenido. Hacerlo le parecía algo espantoso,
pero, ¿y Armand? También su hermano era noble
y valiente. Y además, él la amaba, le hubiera
confiado su vida de buena gana, y ahora que
podía salvarlo, Marguerite vacilaba. ¡Ah, era
monstruoso! Los ojos de Armand, en aquel rostro
dulce y cariñoso, tan lleno de amor por ella,
parecían mirarla con reproche. «Hubieras podido
salvarme, Margot», le decían, «pero has
preferido la vida de un extraño, de un hombre
que no conoces, al que no has visto jamás. Has
decidido que sea él quien se salve, y a mí me
envías a la guillotina. »
Estos pensamientos contrapuestos se debatían
en la mente de Marguerite mientras, con una
sonrisa en los labios, se deslizaba entre los
elegantes laberintos del minué. Con ese sexto
sentido que le caracterizaba, observó que había
logrado borrar por completo los temores de sir
Andrew. Se había dominado a la perfección; en
aquel momento, y mientras duró el minué,
interpretó su papel con mayor brillantez que
cuando actuaba en el escenario de la Comédie
Française; pero en aquellos tiempos la vida de su
hermano no dependía de su talento histriónico.
Como era demasiado inteligente para excederse
en la interpretación, no volvió a hacer ninguna
alusión al presunto billet doux que había sido la
causa de los cinco minutos de angustia que había
vivido sir Andrew Ffoulkes. Marguerite vio que
la inquietud del joven se derretía bajo su
resplandeciente sonrisa, y al poco comprendió
que, cualesquiera que fueran las dudas que
hubiera albergado en su momento, cuando
tocaron los últimos compases del minué se
habían desvanecido por completo. Sir Andrew
nunca llegó a saber de la febril excitación que
experimentó Marguerite, de los esfuerzos que
tuvo que hacer para mantener sin interrupción
una conversación banal y animada.
Cuando acabó el minué, le pidió a sir Andrew
que la acompañara a la habitación contigua.
—He prometido a Su Alteza Real que cenaría
con él —dijo—, pero antes de despedirnos,
dígame una cosa... ¿Me ha perdonado?
—¿Que si la he perdonado?
—¡Sí! Confiese que acabo de darle un susto
tremendo, pero recuerde que yo no soy inglesa, y
que para mí, intercambiar billets doux no es un
delito. Le juro que no se lo contaré a la pequeña
Suzanne. Pero, dígame, ¿asistirá usted al partido
de críquet que se celebrará en mi casa el
miércoles próximo?
—No puedo decírselo con seguridad, lady
Blakeney —respondió el joven evasivamente—.
Es posible que tenga que marcharme de Londres
mañana.
—En su lugar, yo no lo haría —replicó
Marguerite. Después, al ver que en los ojos del
joven volvía a aparecer una expresión de
inquietud, añadió alegremente—: Nadie lanza la
pelota tan bien como usted, sir Andrew, y le
echaremos en falta en la pista.
Sir Andrew la había acompañado hasta la sala
contigua, en la que Su Alteza Real ya esperaba a
la hermosa lady Blakeney.
—La cena está lista, madame —dijo el
príncipe, ofreciendo el brazo a Marguerite—, y
estoy lleno de esperanzas. Puesto que la diosa de
la Fortuna me ha mirado con tan malos ojos,
confío en que la diosa de la Belleza me prodigue
sus sonrisas.
—¿Su Alteza ha tenido mala suerte en las
cartas? —preguntó Marguerite, cogiendo al
príncipe del brazo.
—¡Sí! Muy mala suerte. Blakeney, no
conformándose con ser el súbdito más rico de mi
padre, tiene además una suerte envidiable. Por
cierto, ¿dónde se ha metido ese genio
inigualable? Le juro, señora, que esta vida sería
un desierto insoportable sin las sonrisas de usted
y las ocurrencias de su marido.
XIV
¡A LA UNA EN PUNTO!
La cena transcurrió en medio de una gran
animación. Todos los comensales comentaron
que lady Blakeney jamás había estado tan
adorable ni aquel «maldito imbécil» de sir Percy
tan divertido.
Su Alteza Real rió hasta que las lágrimas le
rodaron por las mejillas con las ocurrencias
estúpidas pero graciosas de Blakeney. Cantaron
sus versos ramplones: «Lo buscan por aquí, lo
buscan por allá...» con la melodía de «¡Adelante,
felices britanos!», y con el acompañamiento del
chocar de vasos contra la mesa. Además, lord
Grenville tenía un cocinero fantástico; según las
malas lenguas, se trataba de un vástago de la
antigua noblesse francesa, que, tras haber
perdido su fortuna, había ido a buscarla en la
cuisine del ministerio de Asuntos Exteriores
británico.
Marguerite Blakeney dio muestras de su gran
brillantez y, sin duda, ni un solo comensal del
abarrotado comedor llegó siquiera a sospechar la
terrible lucha que libraba su corazón.
El reloj continuaba con su tictac implacable.
Ya era más de medianoche, e incluso el príncipe
de Gales deseaba abandonar la mesa. En el
transcurso de la siguiente media hora se
dilucidaría el destino de dos hombres valientes:
el del hermano amado y el del héroe
desconocido.
Marguerite no había intentado ver a Chauvelin
durante la pasada hora; sabía que sus ojos
penetrantes, zorrunos, la aterrorizarían
inmediatamente, y que inclinarían la balanza de
su decisión en favor de Armand. Mientras no lo
viera, en lo más profundo de su ser aún podría
albergar una esperanza vaga e indefinida de que
ocurriera «algo», algo importante, decisivo, que
marcase época, y que librase sus hombros
jóvenes y frágiles de la terrible carga de aquella
responsabilidad, de tener que elegir entre tan
crueles alternativas.
Pero los minutos pasaban con la monotonía que
invariablemente asumen cuando nuestros nervios
se destrozan con su incesante tictac.
Después de la cena se reanudó el baile. Su
Alteza Real se marchó, y los invitados de mayor
edad empezaron a seguir su ejemplo. Los jóvenes
eran inagotables y acometieron otra gavota, que
ocuparía el siguiente cuarto de hora.
Marguerite no se sentía con ánimos para seguir
bailando; incluso el más férreo autocontrol tiene
un límite. Escoltada por un ministro del gabinete,
se dirigió una vez más a la pequeña cámara, que
seguía siendo la habitación más tranquila. Sabía
que Chauvelin debía estar esperándola
impaciente en alguna parte, dispuesto a
aprovechar la primera oportunidad de un tête—
á—tête. Sus ojos se habían encontrado unos
instantes tras el minué anterior a la cena, y
Marguerite sabía que el astuto diplomático, con
sus ojos pálidos y penetrantes, había adivinado
que había llevado a cabo su tarea.
Así lo había dispuesto el destino. Marguerite,
desgarrada por el más terrible conflicto que
puede conocer el corazón de una mujer, se había
doblegado a su mandato. Pero tenía que salvar a
Armand de cualquier precio; él era lo primero,
pues era su hermano, y había sido madre, padre y
amigo desde que, siendo una criatura, murieron
sus padres. Pensar en que Armand muriera como
un traidor en la guillotina resultaba demasiado
espantoso; era sencillamente imposible. No podía
ocurrir... jamás... jamás. En cuanto al
desconocido, al héroe... ¡En fin, que decidiera el
destino! Marguerite rescataría la vida de su
hermano de las manos del despiadado enemigo, y
después, el astuto Pimpinela Escarlata sabría
ingeniárselas él solo.
Quizás, de una forma vaga, Marguerite
esperaba que el osado conspirador que llevaba
tantos meses despistando a un verdadero ejército
de espías, lograría burlar a Chauvelin y salir ileso
del trance.
Pensaba en todo esto mientras escuchaba el
ingenioso discurso del ministro del Gabinete,
que, sin duda, creía haber encontrado en lady
Blakeney un excelente público. De repente,
Marguerite vio la zorruna cara de Chauvelin
asomando entre las cortinas de la puerta.
—Lord Fancourt —le dijo al ministro—,
¿podría hacerme usted un favor?
—Estoy a su entera disposición, señoría —
contestó lord Fancourt con galantería.
—¿Le importaría ir a ver si mi marido sigue
aún en la sala de juego? Si está allí, ¿querría
decirle que estoy muy cansada y que me gustaría
volver a casa pronto?
Cualquier humano acata las órdenes de una
mujer hermosa, incluso los ministros del
Gabinete, y lord Fancourt se dispuso a obedecer
inmediatamente.
—No quisiera dejar sola a su señoría —dijo.
—No se preocupe. Aquí estaré bien, y espero
que nadie me moleste... pero la verdad es que me
encuentro muy cansada. Sir Percy conducirá el
coche hasta Richmond. Es un viaje muy largo, y
como no iremos deprisa, no llegaremos a casa
hasta el alba.
A lord Fancourt no le quedó más remedio que
marcharse.
En el momento en que desapareció, Chauvelin
se deslizó en la habitación y se acercó a lady
Blakeney, tranquilo e impasible.
—¿Tiene alguna noticia que comunicarme? —
preguntó.
Marguerite experimentó la sensación de que un
velo de hielo le cubría repentinamente los
hombros; aunque sus mejillas ardían, se
estremeció. ¡Oh, Armand; jamás sabrás el
terrible sacrificio de orgullo y dignidad que una
hermana que te adora va a hacer por ti!
—Nada importante —contestó clavando la
mirada al frente mecánicamente—, pero podría
ser una pista. He conseguido —no importa
cómo— sorprender a sir Andrew Ffoulkes en el
preciso momento en que quemaba un papel con
una de esas velas, en esta habitación. Tuve el
papel en mis manos un par de minutos, y pude
ver lo que había escrito él.
—¿Le dio tiempo a leer lo que decía? —
preguntó Chauvelin en voz baja.
Marguerite asintió, y prosiguió, con el mismo
tono monótono y mecánico:
—En una esquina de la nota vi el dibujo de
siempre, una florecita en forma de estrella.
Encima distinguí dos renglones, porque lo demás
había quedado ennegrecido por las llamas.
—¿Y qué decían esos dos renglones?
Marguerite sintió como si se le contrajera la
garganta. Durante unos instantes pensó que no
sería capaz de pronunciar las palabras que
podrían condenar a muerte a un hombre valiente.
—Es una suerte que no se destruyera todo el
papel —añadió Chauvelin, sarcásticamente—,
porque en ese caso, las cosas no le habrían salido
demasiado bien a Armand St. Just. ¿Qué decían
esos dos renglones, ciudadana?
—Uno decía: «Parto mañana» —contestó
Marguerite pausadamente—. El otro: «Si desean
hablar conmigo otra vez estaré en el comedor a
la una en punto».
Chauvelin miró el reloj que había encima de la
repisa de la chimenea.
—Entonces, tengo tiempo de sobra —dijo
tranquilamente.
—¿Qué piensa hacer? —preguntó Marguerite.
Estaba pálida como una estatua; tenía las
manos frías como el hielo, la cabeza y el corazón
le latían con fuerza a causa de la terrible tensión
nerviosa. ¡Qué cruel era todo aquello, qué
terriblemente cruel! ¿Qué había hecho ella para
merecerlo? Ya había tomado su decisión: ¿había
cometido una acción ruin o sublime? Sólo el
ángel encargado de dejar constancia de nuestros
actos en el libro de oro tenía la respuesta.
—¿Qué piensa hacer? —repitió
mecánicamente.
—De momento, nada. Después, depende.
—¿Depende de qué?
—De a quién vea en el comedor a la una en
punto.
—Verá a Pimpinela Escarlata, lógicamente.
Pero usted no lo conoce.
—No, pero entonces lo conoceré.
—Sir Andrew le habrá prevenido.
—No lo creo. Cuando se separó de él después
del minué se quedó observándola unos
momentos de una forma que me hizo
comprender que algo había ocurrido entre
ustedes dos. Es natural que yo adivinara en qué
consistía ese «algo», ¿no? A continuación inicié
una larga y animada conversación con ese
caballero —hablamos del gran éxito que ha
obtenido Herr Glück en Londres—, hasta el
momento en que una dama solicitó su brazo para
que la acompañara a la mesa.
—¿Y después?
—No le perdí de vista durante toda la cena.
Cuando volvimos a subir, lady Portarles lo
abordó y se pusieron a hablar de la hermosa
mademoiselle Suzanne de Tournay. Yo sabía que
sir Andrew no se movería del sitio hasta que lady
Portarles agotara el tema de conversación, cosa
que no ocurriría hasta que transcurriera al menos
un cuarto de hora, y ahora es la una menos cinco.
Chauvelin se dispuso a marcharse y se acercó a
la puerta donde, tras correr las cortinas, se detuvo
unos instantes para señalar a Marguerite la lejana
figura de sir Andrew Ffoulkes, que hablaba
animadamente con lady Portarles.
—Creo que no cabe duda de que encontraré a
la persona que estoy buscando en el comedor, mí
hermosa dama —dijo Chauvelin con una sonrisa.
—Quizá haya más de una.
—Cuando el reloj dé la una, quienquiera que se
encuentre allí estará vigilado por uno de mis
hombres, y uno, o dos, o quizá tres de los allí
presentes partirá mañana para Francia. Uno de
ellos tiene que ser Pimpinela Escarlata.
—Sí, pero...
—Yo también partiré mañana para Francia, mi
hermosa dama. Los documentos que se
encontraron en Dover al registrar a sir Andrew
Ffoulkes hablan de una posada en las cercanías
de Calais llamada Le Chat Gris que yo conozco
muy bien, y de un lugar apartado de la costa, la
cabaña del Pére Blanchard, que intentaré
encontrar. Es en estos lugares donde ese inglés
entrometido ha escondido al traidor de Tournay y
a algunas personas más para que vayan a
buscarlos allí sus emisarios. Pero, al parecer, ha
decidido no enviar a nadie y partir mañana él
solo. Pues bien, una de las personas a las que
veré esta noche en el comedor irá a Calais, y yo
la seguiré, hasta que descubra el punto en que
esos aristócratas fugitivos le estarán esperando;
pues dicha persona, mi querida señora, será el
hombre que llevo buscando desde hace casi un
año, el hombre cuyas fuerzas han superado a las
mías, cuyo ingenio me ha confundido, cuya
audacia me tiene perplejo... ¡Sí! A mí, que he
visto más de un truco y más de dos a lo largo de
mi vida... el misterioso y escurridizo Pimpinela
Escarlata.
—¿Y Armand? —preguntó Marguerite en tono
suplicante.
—¿Acaso he dejado de cumplir alguna vez mi
palabra? Le prometo que el día que Pimpinela
Escarlata y yo partamos hacia Francia, le enviaré
esa carta imprudente por mediación de un
mensajero especial. Aún más, le prometo por el
honor de Francia que el día que le eche el guante
a ese inglés entrometido, St. Just estará en
Inglaterra, sano y salvo y en los brazos de su
encantadora hermana.
Y con una profunda y aparatosa reverencia,
Chauvelin abandonó silenciosamente la
habitación, no sin antes mirar de nuevo el reloj.
Marguerite experimentó la sensación de que, a
pesar del ruido, del estruendo de la música, el
baile y las risas, distinguía el andar felino de
Chauvelin deslizándose por los enormes salones:
de que le oía descender la impresionante
escalera, llegar al comedor y abrir la puerta. El
Destino había decidido por ella, la había hecho
hablar, la había obligado a cometer un acto vil y
abominable, para salvar al hermano al que tanto
amaba. Se reclinó en la silla, pasiva e inmóvil,
con la imagen de su implacable enemigo aún
ante sus ojos doloridos.
Cuando Chauvelin llegó al comedor, la
estancia se encontraba completamente vacía.
Tenía ese aspecto de abandono y oropel desolado
que recuerda a un vestido de baile al día
siguiente de la fiesta. La mesa estaba cubierta de
copas medio vacías, había servilletas
desdobladas por todas partes, las sillas —vueltas
unas hacia otras en grupos de dos y tres—
parecían asientos de fantasmas que estuvieran
absortos en una conversación. En los rincones
más apartados de la sala había sillas agrupadas
de dos en dos, muy juntas, que daban testimonio
de recientes cuchicheos amorosos, junto a platos
de carne fría y champán helado; en otros puntos,
las sillas estaban de tres en tres y de cuatro en
cuatro, recuerdos de animadas discusiones sobre
los últimos escándalos; otras estaban en fila,
rígidas, críticas, ácidas, como viudas anticuadas,
unas cuantas aisladas y solitarias, junto a la
mesa, que habían ocupado los glotones,
únicamente pendientes de los platos exquisitos, y
otras derribadas, testigos explícitos de la bondad
de las bodegas de lord Grenville.
Era, en realidad, una réplica fantasmal de la
fiesta de alta sociedad que se celebraba en el piso
de arriba; un fantasma que habita toda casa en
que se ofrecen bailes y buenas cenas; un dibujo
trazado con tiza blanca sobre cartón gris,
apagado y sin color, cuando los brillantes
vestidos de seda y las chaquetas de
esplendorosos bordados ya no ocupan el primer
plano y las velas parpadean somnolientas en los
candelabros.
Chauvelin sonrió, benévolo, y frotándose las
manos largas y delgadas, recorrió con la mirada
el comedor vacío, que todos habían abandonado
para reunirse con sus amigos en el salón.
Reinaba un silencio absoluto en la habitación
débilmente iluminada, mientras que la melodía
de la gavota, el murmullo lejano de risas y
charlas y el traqueteo de algún que otro carruaje
en el exterior parecían llegar a aquel palacio de
la Bella Durmiente como el murmullo de
espectros que revolotearan a lo lejos. Todo
estaba tan silencioso, tan inmóvil en aquel
entorno lujoso, que ni el observador más sagaz,
ni un auténtico profeta, hubiera adivinado que,
en ese preciso instante, el comedor vacío no era
sino una trampa para capturar al conspirador más
astuto y audaz que hubieran conocido aquellos
tiempos de agitación.
Chauvelin reflexionó, intentando vislumbrar el
futuro inmediato. ¿Cómo sería aquel hombre, al
que tanto él como los dirigentes de la revolución
habían jurado condenar a muerte? Todo cuanto le
rodeaba era extraño y misterioso; su identidad,
que ocultaba tan hábilmente, el poder que ejercía
sobre diecinueve caballeros ingleses que
parecían obedecer sus órdenes ciega y
entusiásticamente, el amor apasionado y la
sumisión que despertaba en un grupo de hombres
bien adiestrados, y, sobre todo, su prodigiosa
audacia, el infinito descaro que le había
permitido burlar a sus enemigos más
implacables, dentro de los mismísimos muros de
París.
No era sorprendente que en Francia el apodo
del misterioso inglés provocase un
estremecimiento de superstición en las gentes. El
propio Chauvelin, mientras inspeccionaba la
habitación vacía, en la que aparecería el extraño
héroe en cualquier momento, experimentó una
extraña sensación de temor que le recorrió la
espina dorsal.
Pero había trazado muy bien sus planes. Estaba
seguro de que no habían prevenido a Pimpinela
Escarlata, e igualmente seguro de que Marguerite
Blakeney no le había engañado. Si lo había
hecho... Una expresión de crueldad, que hubiera
hecho estremecer a Marguerite, asomó a los ojos
pálidos y penetrantes de Chauvelin. Si le había
mentido, Armand St. Just sería condenado a la
pena capital.
¡Pero no, no! ¡Claro que no le había engañado!
Por suerte, el comedor estaba vacío: así la tarea
de Chauvelin resultaría más sencilla cuando
aquel enigma viviente entrara allí a solas y
desprevenido. En la habitación no había nadie; a
excepción de Chauvelin.
Mientras contemplaba con una sonrisa de
satisfacción la solitaria estancia, el astuto agente
del gobierno francés percibió la respiración
tranquila y monótona de uno de los invitados de
lord Grenville, que, sin duda, había cenado
opíparamente y disfrutaba de una siesta, ajeno al
estruendo del baile del piso de arriba.
Chauvelin miró a su alrededor una vez más, y
en un extremo del sofá, que ocupaba un rincón
oscuro de la habitación, tumbado con la boca
abierta, los ojos cerrados, unos leves silbidos
saliendo de las fosas nasales, vio al zanquilargo
marido de la mujer más inteligente de Europa.
Chauvelin contempló a sir Percy, que dormía
plácidamente, en paz con el mundo entero y
consigo mismo, tras la opípara cena, y una
sonrisa, casi de lástima, suavizó unos instantes
los duros rasgos del rostro del francés y el
destello de sarcasmo de sus pálidos ojos.
Saltaba a la vista que el durmiente, sumido en
un sueño profundo, no se entrometería en la
trampa que había tendido Chauvelin para atrapar
al astuto Pimpinela Escarlata. Volvió a frotarse
las manos, y, siguiendo el ejemplo de sir Percy
Blakeney, se estiró en otro sofá, cerró los ojos,
abrió la boca, emitió los ruidos propios de una
respiración tranquila y... quedó a la espera.
XV
LA DUDA
Marguerite Blakeney contempló la estilizada
figura vestida de negro de Chauvelin abriéndose
paso entre la multitud que abarrotaba el salón.
Después no le quedó más remedio que esperar,
con los nervios a punto de estallar por la
excitación.
Estaba sentada lánguidamente en la pequeña
cámara, que seguía vacía, mirando por entre las
cortinas de la puerta a las parejas que bailaban en
el salón. Miraba sin ver, oía la música, mas sólo
era consciente de una sensación de expectación,
de la angustia de la espera.
En su mente apareció la visión de lo que quizá
estuviera ocurriendo en el piso de abajo en aquel
mismo momento. El comedor casi vacío, la hora
fatídica—¡con Chauvelin al acecho!—; después,
a la hora en punto, la entrada de un hombre, de
él, de Pimpinela Escarlata, el misterioso héroe
que para Marguerite había adquirido visos de
irrealidad, tan extraña era su personalidad oculta.
Sintió deseos de estar ella también en el
comedor, para verle al entrar; sabía que, con su
intuición femenina, reconocería inmediatamente
en el rostro del desconocido —quienquiera que
fuese — la fuerte personalidad que caracteriza al
dirigente de hombres, al héroe, al águila
poderosa que vuela en las alturas, cuyas altivas
alas iban a enredarse en la trampa del hurón.
Mujer al fin y al cabo, pensó en él con
profunda tristeza; la ironía de la suerte que aquel
hombre correría era cruel: ¡permitir que el
valeroso león sucumbiera al mordisco de una
rata! ¡Ah! ¡Si no hubiera estado en peligro la
vida de Armand... !
—¡Perdóneme, señoría! Debe haber pensado
que soy muy negligente —oyó decir de repente a
su lado—. Me he topado con grandes dificultades
para dar su recado, porque no encontraba a
Blakeney por ninguna parte...
Marguerite se había olvidado por completo de
su marido y de su recado; cuando lord Fancourt
pronunció aquel nombre, se le antojó extraño y
desconocido, pues en los últimos cinco minutos
se había sumergido en su antigua vida en la Rue
de Richelieu, con Armand siempre a su lado,
para amarla y protegerla, para defenderla de las
múltiples intrigas que plagaban París en aquellos
días.
—Afortunadamente lo he encontrado —
prosiguió lord Fancourt—, y le he dejado su
recado. Me ha dicho que daría órdenes
inmediatamente para que enganchasen los
caballos.
—¡Ah! —exclamó Marguerite, distraída—.
¿Ha encontrado a mi marido y le ha dado mi
recado?
—Sí; estaba en el comedor, profundamente
dormido. Al principio no pude despertarle.
—Muchas gracias —dijo Marguerite
mecánicamente, intentando poner sus ideas en
orden.
—¿Me hará su señoría el honor de concederme
este baile hasta que su coche esté listo? —
preguntó lord Fancourt.
—No, se lo agradezco mucho, caballero, pero
debe usted perdonarme. Estoy muy cansada, y el
calor del salón de baile es realmente opresivo.
—El invernadero está deliciosamente fresco.
Permítame acompañarla hasta allí, y después le
llevaré un refresco. Me parece que no se
encuentra usted muy bien, lady Blakeney.
—Es sólo que estoy muy cansada —insistió
Marguerite en tono de hastío, mientras permitía
que lord Fancourt la acompañara hasta el
invernadero, donde las luces amortiguadas y las
plantas daban frescor al aire. Le llevó una silla, y
Marguerite se desplomó en ella. La larga espera
le resultaba insoportable. ¿Por qué no iba
Chauvelin a contarle el resultado de su
vigilancia?
Lord Fancourt era muy atento. Marguerite
apenas prestaba atención a lo que decía, y de
repente le sorprendió espetándole:
—Lord Fancourt, ¿se fijó usted en quién había
en el comedor hace un momento, además de sir
Percy Blakeney?
—Sólo el agente del gobierno francés,
monsieur Chauvelin, que también estaba
dormido en otro rincón —contestó—. ¿Por qué
me lo pregunta su señoría?
—No lo sé... ¿Se fijó en la hora que era cuando
estaba allí?
—Debían ser la una y cinco o y diez... Me
pregunto en qué está pensando su señoría —
añadió, pues saltaba a la vista que los
pensamientos de la hermosa dama se
encontraban muy lejos, y que no estaba
prestando atención a su elevada conversación.
Pero en realidad sus pensamientos no se
encontraban muy lejos: sólo un piso más abajo,
en aquella misma casa, en el comedor en que
Chauvelin seguía vigilando. ¿Le habrían salido
mal las cosas? Durante unos instantes, acarició
aquella posibilidad como una esperanza, la
esperanza de que sir Andrew hubiera prevenido a
Pimpinela Escarlata, y de que el pájaro no
hubiera caído en la trampa de Chauvelin. Pero la
esperanza se desvaneció enseguida, dejando
lugar al temor. ¿Le habrían salido mal las cosas?
Pero entonces... ¡Armand!
Lord Fancourt renunció a seguir hablando al
darse cuenta de que no tenía oyentes. Quería una
oportunidad para marcharse discretamente; pues
estar frente a una dama que, por hermosa que
sea, no responde a los enormes esfuerzos que se
realizan para entretenerla no es precisamente
halagador, ni siquiera para un ministro del
Gabinete.
—¿Quiere que vaya a ver si ya está preparado
el coche de su señoría? —dijo el ministro, un
tanto inseguro.
—Sí... gracias, muchas gracias... Si fuera usted
tan amable... Me temo que no es muy agradable
estar conmigo esta noche... Pero es que me
encuentro muy cansada... y quizá lo mejor sea
que me quede sola.
Marguerite llevaba un buen rato deseando
librarse del ministro, pues suponía que, al igual
que el zorro al que tanto se asemejaba, Chauvelin
andaría rondando allí cerca, a la espera de que se
quedara a solas.
Pero cuando lord Fancourt se marchó,
Chauvelin no apareció. ¿Qué había ocurrido?
Marguerite pensó que el destino de Armand
temblaba en la balanza... Temía —y era el suyo
un miedo mortal— que Chauvelin no hubiera
logrado su propósito, y que el misterioso
Pimpinela Escarlata se le hubiera escapado de las
manos una vez más, en cuyo caso sabía que no
podía albergar ninguna esperanza de compasión,
de misericordia por parte del francés.
Chauvelin ya había pronunciado la fórmula: «O
eso o ... », y no se conformaría con menos. Era
rencoroso, y se empeñaría en creer que
Marguerite le había engañado a propósito, y al
no haber logrado atrapar al águila, su espíritu
vengativo se conformaría con capturar una presa
insignificante: ¡Armand!
Sin embargo, Marguerite había hecho cuanto
estaba en su mano; había puesto en juego todos
sus recursos para salvar a Armand. No soportaba
la idea de que todo se hubiera frustrado. No
podía quedarse quieta en su asiento; deseaba
enterarse de que había ocurrido lo peor
inmediatamente. No acertaba a entender por qué
Chauvelin no había ido aún a descargar su ira y
sus sarcasmos sobre ella.
Lord Grenville fue a decirle que su coche
estaba listo, y que sir Percy la estaba esperando,
ya con las riendas en la mano. Marguerite se
despidió de su distinguido anfitrión, y mientras
cruzaba el salón la detuvieron un sin fin de
amigos para hablar con ella e intercambiar
corteses au revoirs.
El ministro dijo adiós a la hermosa lady
Blakeney en el piso de arriba; abajo, en el rellano
de la escalera, esperaba un verdadero ejército de
galantes caballeros para despedirse de la reina de
la belleza, mientras que afuera, bajo el enorme
pórtico, los magníficos bayos de sir Percy
pateaban impacientemente el suelo.
Marguerite acababa de despedirse de su
anfitrión en el piso de arriba, cuando de repente
vio a Chauvelin. El francés subía la escalera
lentamente, frotándose las delgadas manos con
parsimonia.
En su inquieto rostro había una extraña
expresión, entre regocijada y perpleja, y cuando
sus penetrantes ojos se encontraron con los de
Marguerite, el sarcasmo asomó a ellos.
—Monsieur Chauvelin —dijo lady Blakeney
cuando el francés llegó al final de la escalera y le
hizo una aparatosa reverencia—, mi coche está
afuera. ¿Quiere darme el brazo?
Galante como de costumbre, Chauvelin le
ofreció el brazo y la acompañó hasta abajo. Aún
había una gran multitud; algunos de los invitados
del ministro se preparaban para salir; otros
estaban apoyados en las barandillas,
contemplando al grupo que subía y bajaba por la
ancha escalera.
—Chauvelin —dijo Marguerite, desesperada—
, tengo que saber qué ha ocurrido.
—¿Qué ha ocurrido, mi querida señora? —
replicó el francés, fingiendo sorpresa—.
¿Dónde? ¿Cuándo?
—No me atormente, Chauvelin. Le he prestado
mi ayuda esta noche... Tengo derecho a saberlo.
¿Qué ha ocurrido en el comedor hace unos
momentos, a la una en punto?
Habló en un susurro, confiando en que, gracias
al murmullo de la multitud, sólo el hombre que
iba a su lado prestaría atención a sus palabras.
—Todo era paz y quietud, mi hermosa dama. A
esa hora yo estaba durmiendo en un sofá y sir
Percy Blakeney en otro.
—¿Y no entró nadie en la habitación?
—Nadie.
—Entonces, usted y yo no hemos conseguido
nada...
—Así es, no hemos conseguido nada...
seguramente.
—Pero, ¿y Armand? —dijo Marguerite en tono
suplicante.
—¡Ah! La suerte de Armand St. Just pende de
un hilo... Ruegue al cielo que ese hilo no se
rompa, mi querida señora.
—Chauvelin, le he prestado un servicio de
corazón, sinceramente... Recuerde que...
—Recuerdo mi promesa —replicó Chauvelin
en voz baja—. El día en que Pimpinela Escarlata
y yo nos encontremos en suelo francés, St. Just
estará en los brazos de su encantadora hermana.
—Y eso significa que tendré las manos
manchadas con la sangre de un hombre valiente
—dijo Marguerite, estremeciéndose.
—O la sangre de ese hombre o la de su
hermano. Seguro que en estos momentos usted
desea tanto como yo que el enigmático
Pimpinela Escarlata parta para Calais hoy
mismo...
—Yo sólo deseo una cosa, ciudadano.
—¿De qué se trata?
—Que Satán, su amo, requiera su presencia en
otro sitio antes de que salga el sol.
—Me halaga usted, ciudadana.
Marguerite se detuvo unos instantes en medio
de la escalera, para intentar adivinar los
pensamientos que ocultaba aquella máscara
delgada y zorruna. Pero Chauvelin mantuvo su
actitud cortés, sarcástica y misteriosa, sin dejar
entrever a la pobre mujer angustiada el menor
indicio de si debía albergar temores o esperanzas.
Al llegar abajo, un nutrido grupo la rodeó
inmediatamente. Lady Blakeney jamás
abandonaba una casa sin una escolta de
revoloteantes mariposas humanas atraídas por su
deslumbrante belleza. Pero antes de separarse
definitivamente de Chauvelin, le tendió una
mano minúscula, con aquel gesto de súplica
infantil tan suyo.
—Déme alguna esperanza, por favor,
Chauvelin —le rogó.
Con una galantería inigualable, Chauvelin se
inclinó ante aquella manecita, tan blanca y
delicada, que se transparentaba por el guante de
encaje negro, y besó las yemas de los dedos
rosados...
—Ruegue al cielo que no se rompa el hilo —
repitió, con su enigmática sonrisa.
Y, haciéndose a un lado, dejó que las
mariposas revoloteantes se aproximaran a la
llama, y el brillante grupo formado por la
jeunesse dorée, pendiente de cada movimiento
de lady Blakeney, ocultó el rostro de zorro del
francés.
XVI
RICHMOND
Unos minutos más tarde, Marguerite estaba
acomodada y envuelta en costosas pieles en el
pescante del magnífico carruaje, junto a sir Percy
Blakeney, y los cuatro espléndidos bayos
galopaban estrepitosamente por la calle desierta.
La noche era cálida a pesar de la suave brisa
que abanicaba las mejillas ardientes de
Marguerite.
Al poco dejaron atrás las casas de Londres, y
sir Percy condujo velozmente sus caballos, que
trapaleaban por el viejo punto de Hammersmith,
camino de Richmond.
El río aparecía y desaparecía, formando
hermosas y delicadas curvas, como una serpiente
de plata bajo los rutilantes rayos de la luna. Las
sombras alargadas que proyectaban los árboles
tendían espesos mantos de negrura sobre la
carretera de trecho en trecho. Los caballos
galopaban a una velocidad desenfrenada,
mientras que las manos fuertes y certeras de sir
Percy los sujetaban sin esfuerzo.
Los paseos nocturnos tras los bailes y cenas en
Londres eran una fuente inagotable de placer
para Marguerite, y le gustaba en grado sumo
aquellas extravagancias de su marido de llevarla
de esta forma a casa todas las noches, a su
hermosa casa a la orilla del río, en lugar de vivir
en una incómoda casa de la ciudad. A sir Percy
le encantaba conducir sus briosos corceles por
las carreteras solitarias e iluminadas por la luna,
y a Marguerite le encantaba sentarse en el
pescante, con el suave aire nocturno de finales de
verano acariciándole el rostro, después de la
atmósfera sofocante de un baile o una fiesta. El
recorrido no era muy largo; a veces, menos de
una hora, cuando los caballos estaban bien
descansados y sir Percy les daba rienda suelta.
Aquella noche, parecía que sir Percy llevara al
mismísimo diablo entre los dedos, y que el
carruaje volara por la carretera, que discurría
junto al río. Como de costumbre, no hablaba con
Marguerite; miraba fijamente al frente, con las
riendas entre sus manos blancas y delgadas.
Marguerite lo miró con disimulo una o dos
veces; vio su hermoso perfil, y un ojo indolente,
la frente alta y recta y el párpado pesado y
semicerrado.
El rostro de sir Percy parecía
extraordinariamente serio a la luz de la luna, y al
corazón doliente de Marguerite le recordó los
días felices de su noviazgo, antes de que se
convirtiera en un bobo perezoso, en un petimetre
amanerado que pasaba la vida entre partidas de
naipes y fiestas.
Pero esa noche, a la luz de la luna, no
distinguía la expresión de los indolentes ojos
azules; sólo veía el contorno de la firme barbilla,
la comisura de los fuertes labios; la forma bien
dibujada de la frente despejada. En verdad, la
Naturaleza se había portado bien con sir Percy, y
sus defectos sólo podían atribuirse a su pobre
madre, medio loca, y al padre, distraído y
apenado, ninguno de los cuales se había
preocupado por la joven vida que brotaba entre
ellos, y que, quizá a causa de su descuido, ya
empezaba a torcerse.
De repente, Marguerite sintió una profunda
simpatía por su marido. La crisis moral que
acababa de atravesar la hacía juzgar con
indulgencia los defectos y las debilidades de los
demás.
Había comprendido, con fuerza devastadora,
hasta qué punto puede golpear y dominar el
Destino a un ser humano. Si una semana antes le
hubieran dicho que ella se rebajaría a espiar a sus
amigos, que traicionaría a un hombre valiente y
desprevenido para ponerlo en manos de un
enemigo implacable, se hubiera reído
despectivamente.
Y sin embargo, eso era lo que había hecho: era
posible que al día siguiente cayera sobre su
cabeza el peso de la muerte de un hombre
valiente, igual que el marqués de St. Cyr había
muerto dos años antes a causa de unas palabras
que ella había pronunciado al descuido; pero en
aquel caso, Marguerite era inocente desde el
punto de vista moral, pues no quería perjudicar
gravemente a nadie, y fue el destino el que se
encargó de todo. Mas en esta ocasión, había
hecho algo que a todas luces era una vileza, y lo
había hecho deliberadamente, por un motivo que
los moralistas más puros quizá no aprobarían.
Al sentir el contacto del fuerte brazo de su
marido, pensó que si llegaba a enterarse de su
actuación de aquella noche la odiaría y
despreciaría aún más. Pues los seres humanos se
juzgan unos a otros de una forma superficial,
insustancial, despectiva. Sin racionalizar los
hechos, sin caridad. Despreciaba a su marido por
sus necedades y sus actividades vulgares, sin el
menor atisbo de intelectualidad; y pensaba que él
la despreciaría aún más por no haber tenido la
suficiente fortaleza para obrar bien por el bien en
sí mismo, y haber sacrificado a su hermano a los
dictados de su conciencia.
Absorta en sus pensamientos, aquella hora de
paseo en la fresca noche estival se le antojó a
Marguerite demasiado breve; y experimentó una
profunda decepción al darse cuenta de repente de
que los caballos estaban traspasando la verja de
su hermosa casa inglesa.
La casa de sir Percy Blakeney, situada a orillas
del río, es ya histórica: de nobles dimensiones, se
alza en medio de unos jardines de diseño
exquisito, con terraza y una de las fachadas de
cara al río. Construida en la época Tudor, los
viejos ladrillos rojos de los muros resultan
sumamente pintorescos entre la enramada verde,
el cuidado césped, con un reloj de sol, antiguo,
que añade una nota de armonía al entorno.
Grandes árboles seculares prestan su fresca
sombra a la tierra, y en aquella cálida noche de
principios de otoño, las hojas se teñían levemente
de color bermejo y dorado, y el antiguo jardín
tenía un aire singularmente poético y apacible a
la luz de la luna.
Con certera precisión, sir Percy hizo detenerse
a los cuatro bayos justo enfrente de la hermosa
entrada de estilo isabelino. A pesar de lo
avanzado de la hora, apareció un verdadero
ejército de criados, como si surgieran del suelo,
en cuanto el carruaje se aproximó ruidosamente a
la casa, y lo rodearon en actitud respetuosa.
Sir Percy bajó rápidamente, y después ayudó a
su mujer a descender. Marguerite se quedó
afuera unos instantes, mientras sir Percy daba
órdenes a uno de sus hombres. Marguerite dio la
vuelta a la casa y se internó en el césped,
contemplando soñadora el paisaje plateado. La
Naturaleza se le antojaba exquisitamente
sosegada en comparación con las tumultuosas
emociones que había experimentado: se oía el
débil murmullo del río y, de cuando en cuando,
el suave y fantasmal susurro de una hoja muerta
al caer.
Todo lo demás era silencio a su alrededor.
Antes, había oído el piafar de los caballos
cuando los llevaban hasta las lejanas cuadras, los
pasos apresurados de los criados que se retiraban
a descansar; también la casa estaba en silencio.
Aún había luz en varias habitaciones, sobre los
magníficos salones; eran sus aposentos y los de
sir Percy, situados en extremos opuestos de la
casa, tan separados como sus vidas. Marguerite
suspiró involuntariamente; en aquel preciso
momento no hubiera sabido decir por qué.
Su aflicción era infinita. Se compadecía de sí
misma, profunda y dolorosamente. Jamás se
había sentido tan completamente sola, ni había
necesitado tan desesperadamente consuelo y
simpatía. Con otro suspiro, se alejó de la orilla
del río y se dirigió hacia la casa, pensando
vagamente si, después de aquella noche, sería
capaz de volver a dormir y descansar.
De repente, antes de llegar a la terraza, oyó
unas firmes pisadas sobre la arena crujiente, y al
cabo de unos instantes surgió de las sombras la
figura de su marido. También él había rodeado la
casa y deambulaba por el césped, camino del río.
Aún llevaba el grueso abrigo con múltiples
cuellos y solapas que él había puesto de moda,
pero se lo había echado hacia atrás, hundiendo
las manos en los amplios bolsillos de sus
calzones de satén, como era su costumbre. El
deslumbrante traje de color crema que llevaba en
el baile de lord Grenville, con su chorrera de
valiosísimo encaje, tenía un aspecto
extrañamente fantasmal, recortado contra el
fondo oscuro de la casa.
No pareció reparar en Marguerite, pues tras
detenerse unos momentos, volvió hacia la casa y
se dirigió a la terraza.
—¡Sir Percy!
Blakeney ya había puesto el pie en el peldaño
inferior de la escalera, pero al oír la voz de su
mujer se sobresaltó y se detuvo, y después miró
inquisitivamente las sombras desde las que
Marguerite le había llamado.
Marguerite se acercó a él rápidamente,
iluminada por la luna, y, en cuanto sir Percy la
vio, dijo, con aquel aire de galantería consumada
que siempre adoptaba cuando se dirigía a ella:
—¡A su disposición, señora!
Pero su pie siguió en el escalón, y en su actitud
había un vago indicio, que Marguerite apreció
claramente, de que quería marcharse y no tenía el
menor deseo de iniciar una conversación a media
noche.
—El aire está deliciosamente fresco —dijo
Marguerite—. La luz de la luna es poética, y el
jardín realmente incitante. ¿No le gustaría
quedarse aquí un rato? No es demasiado tarde, ¿o
es que mi compañía le resulta tan desagradable
que tiene prisa por librarse de ella?
—No, señora —replicó sir Percy en todo
afable—; es justo lo contrario, pero le garantizo
que encontrará el aire nocturno más excitante sin
mi compañía, de modo que, cuanto antes aparte
ese obstáculo, más disfrutará su señoría.
Se dio la vuelta y empezó a subir la escalera.
—Le aseguro que se confunde, sir Percy —se
apresuró a decir Marguerite, y aproximándose a
él, añadió—: Recuerde que la barrera que se ha
alzado entre nosotros no es culpa mía.
—¡Ah! Le pido disculpas, señora —protestó sir
Percy con frialdad—. Siempre he tenido pésima
memoria.
La miró a los ojos, con la actitud de indolente
despreocupación que se había convertido en su
segunda naturaleza. Marguerite le mantuvo la
mirada unos instantes; y al acercarse a él al pie
de la escalera, sus ojos se dulcificaron.
—¿Pésima, sir Percy? ¡Vaya! ¡Entonces debe
haber cambiado mucho! ¿Fue hace tres años
cuando nos vimos por espacio de una hora en
París, cuando usted se dirigía a Oriente? Cuando
volvió, al cabo de dos años, no me había
olvidado.
A la luz de la luna, la belleza de Marguerite era
prodigiosa, con la capa de pieles sobre sus
hermosos hombros, rodeada por el halo
destellante del bordado de oro de su vestido, y
los infantiles ojos azules clavados en él.
Sir Percy se quedó inmóvil y rígido unos
instantes; su mano se aferraba con fuerza a la
barandilla de piedra de la terraza.
—Señora, confío en que no requiera mi
presencia con la intención de sumergirse en
tiernos recuerdos —dijo en tono glacial.
Su voz era fría, impersonal; su actitud ante
Marguerite, rígida e implacable. El decoro
femenino hubiera debido dictarle que pagara con
frialdad la frialdad con que él la trataba, con una
simple inclinación de cabeza; pero el instinto
femenino le aconsejaba seguir allí, ese agudo
instinto por el que una mujer hermosa consciente
de sus poderes se empeña en hacer que un
hombre que no le rinde homenaje caiga de
rodillas ante ella. Le tendió la mano.
—¿Y por qué no, sir Percy? El presente no es
tan esplendoroso como para que no sienta deseos
de remover un poco el pasado.
Sir Percy doblegó su alta figura, y cogiendo las
yemas de los dedos que Marguerite le ofrecía, los
besó ceremoniosamente.
—Confío en que sepa perdonar que mi torpe
intelecto no la acompañe en esa actividad, señora
—dijo.
Intentó marcharse una vez más, y una vez más
lo detuvo Marguerite, con su voz dulce, infantil,
casi tierna.
—Sir Percy.
—A sus pies, señora.
—¿Es posible que el amor muera? —dijo lady
Blakeney con una vehemencia súbita,
impremeditada—. Yo creía que la pasión que
sentía por mí duraría toda una vida. Percy,
¿acaso no queda nada de ese amor que... pueda
ayudarle a saltar esa triste barrera?
Mientras Marguerite pronunciaba estas
palabras, pareció como si la enorme figura de sir
Percy adquiriese aún mayor rigidez; la fuerte
boca se endureció, y a aquellos ojos azules,
normalmente indolentes, asomó una expresión de
indomable obstinación.
—¿Le importaría decirme con qué objeto,
señora? —preguntó con frialdad.
—No le comprendo.
—Pues es muy sencillo —replicó sir Percy con
una amargura que pareció sacudir literalmente
sus palabras, a pesar de que saltaba a la vista que
hacía grandes esfuerzos por reprimirla—. Se lo
pregunto humildemente, porque mi torpe mente
es incapaz de comprender la causa de todo esto,
de la nueva actitud de su señoría. ¿Es que siente
la necesidad de volver a practicar el diabólico
juego al que se dedicó el año pasado con tan
excelentes resultados? ¿Acaso quiere verme de
nuevo a sus pies, rendido de amor, para darse el
gusto de echarme de su lado como si fuera un
perro faldero un poco pesado?
Marguerite había logrado exaltarlo
momentáneamente; y volvió a mirarle a los ojos,
porque así era como lo recordaba el año anterior.
—¡Se lo ruego, Percy! —susurró—. ¿No
podemos enterrar el pasado?
—Perdóneme, señora, pero creo haber
entendido que lo que usted desea es removerlo.
—¡No! ¡No me refería a ese pasado, Percy! —
dijo con la voz velada por la ternura—. ¡Me
refería a los días en que aún me amaba ... ! ¡Oh,
yo era frívola y vanidosa, y me dejé seducir por
sus riquezas y su posición. Me casé con usted,
con la esperanza de que el gran amor que usted
sentía engendraría el amor en mí... ¡Pero, ay!...
La luna se había ocultado tras un montón de
nubes. Por el oeste, una suave luz grisácea
empezaba a disolver el pesado manto de la
noche. Sir Percy sólo podía distinguir el grácil
contorno de Marguerite, su cabeza regia, con una
cascada de rizos dorados y rojizos, y las
rutilantes joyas que formaban la florecilla roja,
en forma de estrella, que llevaba en el pelo a
modo de diadema.
—Veinticuatro horas después de nuestra boda,
señora, el marqués de St. Cyr y toda su familia
murieron en la guillotina, y llegó a mis oídos el
rumor de que era la esposa de sir Percy Blakeney
quien había ayudado a que acabaran así.
—¡No! Yo misma confesé lo que había de
cierto en esa odiosa historia.
—No hasta después de que me lo contaran los
extraños, con todos sus espantosos detalles.
—Y usted los creyó sin más —replicó
Marguerite con vehemencia—, sin pedir pruebas
ni hacer preguntas... creyó que yo, a quien había
jurado amar más que a su propia vida, a quien
había asegurado que adoraba, había sido capaz
de hacer algo tan vil como lo que le contaron
esas gentes. Pensó que le había engañado, que
debía haber hablado antes de casarme con usted.
Pero, si hubiera querido escucharme, le hubiera
dicho que hasta la mañana misma en que St. Cyr
fue a la guillotina, me desviví por salvarlos a él y
a su familia, recurriendo a todas las influencias
que tenía. Pero el orgullo selló mis labios al ver
que su amor había muerto, como si hubiera caído
bajo la cuchilla de esa misma guillotina. Le
hubiera contado que me embaucaron. ¡Sí, a mí, a
quien, también según los rumores, se le ha
atribuido la inteligencia más aguda de toda
Francia! Hice aquello porque caí en la trampa
que me tendieron unos hombres que sabían cómo
jugar con el amor que sentía por mi único
hermano y mi deseo de venganza. ¿No es natural
que lo hiciese?
Su voz quedó ahogada por las lágrimas.
Guardó silencio unos instantes, tratando de
recobrar el aplomo. Miró a su marido con
expresión de súplica, como si la estuviera
juzgando. Sir Percy la había dejado hablar
vehemente, apasionadamente, sin hacer ningún
comentario, sin ofrecerle una palabra de
simpatía, y mientras Marguerite guardaba
silencio, intentando tragarse las ardientes
lágrimas que anegaban sus ojos, se quedó a la
espera, impasible e inmóvil. A la tenue luz
grisácea del alba, su figura parecía aún más
erguida, más rígida. El rostro indolente y afable
había experimentado una extraña transformación.
En su excitación, Marguerite vio que los ojos de
su marido ya no tenían una expresión lánguida, y
que había desaparecido el gesto afable y un poco
necio de su boca. Bajo sus párpados
semicerrados destelló una extraña mirada de
intensa pasión; tenía los labios apretados, como
si sólo la fuerza de voluntad refrenara aquella
pasión desbocada.
Por encima de todo, Marguerite Blakeney era
una mujer, con todas las debilidades más
fascinantes y los defectos más adorables de una
mujer. En un instante comprendió que había
estado equivocada durante los últimos meses;
que aquel hombre que estaba ante ella, frío como
una estatua cuando su voz melodiosa llegó a sus
oídos, la amaba, como la había amado el año
anterior; que quizá su pasión había estado
dormida pero allí seguía, tan fuerte, intensa y
poderosa como cuando sus labios se unieron por
primera vez en un beso prolongado y
enloquecedor.
El orgullo le había impedido acercarse a ella, y
Marguerite, como mujer que era, estaba
dispuesta a recuperar aquella conquista que una
vez había sido suya. De repente, se le antojó que
la única felicidad que podía ofrecerle la vida
sería sentir de nuevo el beso de aquel hombre
sobre sus labios.
—Lo que ocurrió fue lo siguiente, sir Percy —
dijo en voz baja, dulce, infinitamente dulce—.
¡Armand lo era todo para mí! No teníamos
padres, y nos cuidamos el uno al otro. El era para
mí un padre en pequeño, y yo para él una madre
en miniatura, y nos queríamos mucho. Un día...
¿me escucha, sir Percy!, un día, el marqués de St.
Cyr ordenó que azotaran a mi hermano, que lo
azotaran sus lacayos, ¡a ese hermano al que
quería más que a nadie en el mundo! ¿Y qué
delito había cometido? Que, siendo plebeyo,
había osado amar a la hija del aristócrata; por eso
lo apalearon, y lo azotaron... ¡como a un perro, y
estuvo a punto de perder la vida! ¡Ah, cuánto
sufrí! ¡Su humillación me partió el alma! Cuando
se me presentó la oportunidad de vengarme, la
aproveché. Pero mi intención era únicamente
humillar al orgulloso marqués. Conspiró con
Austria contra su propio país. Me enteré por pura
casualidad, y hablé de ello, sin saber —¿cómo
podía haberlo adivinado?— que me habían
engañado, que me habían tendido una trampa.
Cuando comprendí lo que había hecho, era
demasiado tarde.
—Quizá sea un poco difícil volver al pasado,
señora —dijo sir Percy, tras unos momentos de
silencio—. Ya le he confesado que tengo muy
mala memoria, pero siempre he creído que,
cuando murió el marqués, le rogué que me
explicara ese rumor que corría de boca en boca.
Si mi escasa memoria no me juega una mala
pasada, creo recordar que se negó a darme
cualquier clase de explicación, y exigió a mi
amor una connivencia humillante que no estaba
dispuesto a dar.
—Deseaba probar su amor por mí, y no superó
la prueba. En los viejos tiempos me decía que
sólo vivía para mí, para amarme.
—Y, para demostrarle ese amor, me pidió que
renunciase a mi honor —replicó sir Percy, dando
la impresión de que, poco a poco, lo abandonaba
su imperturbabilidad y se relajaba su rigidez—,
que aceptase sin rechistar ni preguntar todos los
actos de mi dueña, como un esclavo tonto y
obediente. Como mi corazón rebosaba de amor y
pasión, no pedí ninguna explicación; pero
naturalmente, esperaba que me la diera. Con una
sola palabra que hubiera dicho, yo hubiera
aceptado cualquier explicación, y la hubiera
creído. Pero tras la confesión de los hechos,
terribles, usted se marchó sin añadir nada; volvió
orgullosamente a casa de su hermano, y me dejó
solo... durante semanas... sin saber a quién tenía
que creer, pues el relicario que contenía mi única
ilusión estaba hecho pedazos, a mis pies.
Marguerite no podía quejarse de la frialdad e
imperturbabilidad de su marido en aquellos
momentos; la voz de sir Percy temblaba por la
intensa pasión que trataba de dominar con
esfuerzos sobrehumanos.
—¡Sí! ¡El orgullo me cegó! —exclamó
Marguerite, afligida—. En cuanto me marché de
su lado, lo lamenté, pero cuando regresé, ¡le
encontré tan cambiado ... ! Ya llevaba esa
máscara de indolente indiferencia que no se ha
quitado hasta... hasta ahora.
Estaba tan cerca de él que su suave pelo, que
llevaba suelto, rozaba la mejilla de sir Percy; sus
ojos, relucientes de lágrimas, lo enloquecieron, la
música de su voz le prendió fuego en las venas.
Pero no estaba dispuesto a rendirse al encanto
mágico de aquella mujer a la que había amado
tan profundamente, y a cuyas manos su orgullo
había sufrido un golpe terrible. Sir Percy cerró
los ojos para borrar la delicada visión de aquella
dulce cara, de aquel cuello níveo y de aquella
figura grácil, alrededor de la cual empezaba a
juguetear la luz rosada del amanecer.
—No, señora, no es una máscara —dijo en
tono glacial—. Le juré... hace tiempo, que mi
vida era suya. Desde hace meses es un juguete en
sus manos... Ha cumplido su objetivo.
Pero en aquel instante Marguerite comprendió
que aquella frialdad era una máscara. La angustia
y la aflicción que había experimentado la noche
anterior volvieron de pronto a su mente, pero no
con amargura, sino con la sensación de que aquel
hombre, que la quería, la ayudaría a sobrellevar
su cargo.
—Sir Percy —dijo impulsivamente—, Dios
sabe que ha hecho todo lo posible para que la
tarea que me había impuesto a mí misma
resultara terriblemente difícil. Ahora mismo
acaba de hablar de mi actitud. De acuerdo,
llamémoslo así, si quiere. Yo quería hablar con
usted porque... porque... tenía ciertos
problemas... y necesitaba su comprensión.
—Estoy a sus órdenes, señora.
—¡Qué frío es usted! —suspiró Marguerite—.
Le aseguro que me cuesta trabajo creer que hace
unos meses una sola lágrima mía lo hubiera
enloquecido por completo. Ahora me acerco a
usted... con el corazón destrozado... y... y...
—Dígame, señora —la interrumpió sir Percy,
con la voz casi tan temblorosa como la de ella—,
¿en qué puedo servirla?
—Percy... Armand se encuentra en peligro de
muerte. Una carta escrita por él... impetuosa,
imprudente, como todos sus actos, y dirigida a sir
Andrew Ffoulkes, ha caído en poder de un
fanático. Armand está irremediablemente
comprometido... Quizá lo detengan mañana... y
después irá a la guillotina... a menos que... a
menos que... ¡Ah, es terrible! —dijo Marguerite
con un gemido de angustia, mientras en su mente
se agolpaban bruscamente los acontecimientos
de la noche anterior—. ¡Es horrible!... Usted no
lo entiende, no puede entenderlo... y no puede
acudir a nadie... para que me preste ayuda, ni
siquiera comprensión.
Las lágrimas se negaron a contenerse.
Vencieron las preocupaciones, las luchas consigo
misma, la espantosa incertidumbre por la suerte
de Armand. Se tambaleó, como si fuera a
desplomarse, y apoyándose en la barandilla de
piedra, ocultó el rostro entre las manos y sollozó
amargamente.
Al oír el nombre de Armand St. Just y enterarse
de que corría peligro, el rostro de sir Percy
adquirió un tinte levemente pálido, y en sus ojos
apareció la expresión de decisión y obstinación
más marcada que nunca. Pero guardó silencio, y
se limitó a observarla, mientras el delicado
cuerpo de Marguerite se agitaba con los sollozos;
la observó hasta que el rostro de sir Percy se
dulcificó inconscientemente, y en sus ojos
destelló algo parecido a las lágrimas.
—¿De modo que el perro asesino de la
revolución se revuelve contra la mano que le
daba de comer? —dijo con profundo sarcasmo—
. Por favor, señora —añadió con gran dulzura,
mientras Marguerite seguía sollozando
histéricamente—, le ruego que seque sus
lágrimas. Nunca he podido ver llorar a una mujer
hermosa, y yo...
Instintivamente, a la vista del desamparo y la
aflicción de Marguerite, sir Percy tendió los
brazos con una pasión repentina, irrefrenable, y a
continuación la hubiera cogido y acercado a sí,
para protegerla de todo mal con su propia vida,
con su propia sangre... Pero el orgullo salió
victorioso en esta lucha una vez más; se contuvo
con un tremendo esfuerzo de voluntad, y dijo con
frialdad, mas con gran dulzura:
—¿No quiere confiarse a mí y decirme cómo
puedo tener el honor de servirla, señora?
Marguerite hizo un esfuerzo supremo por
dominarse y, volviendo un rostro bañado en
lágrimas hacia él, le tendió la mano, que sir
Percy besó con la consumada galantería de
costumbre; pero en esta ocasión, los dedos de
Marguerite se demoraron en su mano unos
segundos más de lo absolutamente necesario, y
esto ocurrió porque Marguerite comprobó que la
mano de su marido temblaba perceptiblemente y
le ardía, mientras que sus labios estaban fríos
como el mármol.
—¿Puede hacer algo por Armand? —preguntó
Marguerite, dulce y sencillamente—. Usted tiene
muchas influencias en la corte... muchos
amigos...
—Pero, señora, ¿no sería mejor que se
procurase la influencia de su amigo francés
monsieur Chauvelin? Si no me equivoco, su
influencia puede llegar hasta el gobierno
republicano de Francia.
—No puedo pedírselo a él, Percy... ¡Ah, ojalá
me atreviera a contarle a usted... pero... pero...
Chauvelin ha puesto precio a la cabeza de mi
hermano, y...
Marguerite hubiera dado cualquier cosa por
reunir valor suficiente para contárselo todo... lo
que había hecho aquella noche, cuánto había
sufrido y por qué se había visto obligada a
hacerlo. Pero no se atrevió a ceder al impulso...
no en aquel momento, en que estaba empezando
a comprender que su marido aún la amaba, en
que esperaba recuperar su amor. No se atrevía a
hacerle otra confesión. Quizá no lo entendería;
cabía la posibilidad de que no comprendiera sus
luchas y sus tentaciones. Era posible que el amor
de sir Percy, aún adormecido, durmiera el sueño
de la muerte.
Quizá adivinara lo que pasaba por su mente. Su
actitud reflejaba una profunda nostalgia, era una
auténtica oración por aquella confianza que el
estúpido orgullo de Marguerite le negaba. Como
ella siguió en silencio, sir Percy suspiró, y dijo
con enorme frialdad:
—Bueno, señora, puesto que tanto la aflige, no
hablaremos sobre el tema... Con respecto a
Armand, le ruego que no tenga ningún miedo. Le
doy mi palabra de que no le ocurrirá nada. Y
ahora, ¿me da usted su permiso para retirarme?
Se está haciendo tarde, y...
—¿Aceptará al menos mi gratitud? —le
interrumpió Marguerite con verdadera ternura,
acercándose a él.
Con un esfuerzo rápido, casi involuntario, sir
Percy la hubiera cogido entre sus brazos en ese
mismo momento, pues los ojos de Marguerite
estaban anegados en lágrimas que hubiera
querido secar con sus besos; pero ya en otra
ocasión le había seducido de la misma forma,
para después dejarlo a un lado, como si se tratara
de un guante inservible. Sir Percy pensó que se
trataba de un simple capricho pasajero, y era
demasiado orgulloso para caer en la trampa una
vez más.
—Es demasiado pronto, señora —dijo en voz
queda—. Aún no he hecho nada. Es muy tarde, y
estará usted cansada. Sus doncellas estarán
esperándola arriba.
Se apartó para dejarla pasar. Marguerite
suspiró. Fue un suspiro rápido, de decepción. El
orgullo de sir Percy y la belleza de Marguerite
habían entrado en conflicto, y el orgullo había
vencido. Marguerite pensó que, al fin y al cabo,
era posible que se hubiera engañado, que lo que
había tomado por la chispa del amor en los ojos
de su marido no fuera más que la pasión del
orgullo, o incluso de odio en lugar de amor. Se
quedó mirándole unos instantes. Sir Percy estaba
tan rígido e impasible como antes. Había vencido
el orgullo y Marguerite no le importaba en
absoluto. Poco a poco el gris del alba iba
cediendo su lugar a la luz rosada del sol naciente.
Los pájaros empezaron a piar. La Naturaleza se
despertó, respondiendo con una sonrisa feliz al
calor de la esplendorosa mañana de octubre. Sólo
entre aquellos dos corazones se alzaba una
barrera infranqueable, hecha de orgullo por
ambas partes, y ninguno de los dos estaba
dispuesto a dar el primer paso para derribarla.
Sir Percy doblegó su elevada figura en una
reverencia ceremoniosa, y Marguerite, con un
último suspiro de amargura, empezó a subir la
escalera de la terraza.
La larga cola de su vestido bordado en oro
barrió las hojas muertas de los escalones,
produciendo un susurro débil y armonioso al
remontarlos con ligereza, con una mano apoyada
en la barandilla, y la luz rosada del amanecer
formando una aureola dorada alrededor de su
pelo y arrancando destellos de los rubíes que
llevaba en la cabeza y los brazos. Llegó a las
altas puertas de cristal de la casa. Antes de
entrar, se detuvo una vez más para mirar a sir
Percy, esperando contra toda esperanza ver que
le tendía los brazos, y oír su voz llamándola.
Pero sir Percy no se movió; su enorme figura
parecía la personificación del orgullo indomable,
de la obstinación más recalcitrante.
Las lágrimas ardientes acudieron a los ojos de
Marguerite, y como no quería que él las viera, se
volvió bruscamente, y corrió hacia sus
habitaciones con toda la rapidez que pudo.
Si en aquel momento hubiera vuelto al lugar
que acababa de abandonar, y hubiera mirado una
vez más el jardín teñido de luz rosada, hubiera
visto algo ante lo que sus propios sufrimientos
hubieran parecido livianos y llevaderos: un
hombre fuerte, dominado por la pasión y la
desesperación. Al fin había cedido el orgullo; la
obstinación había desaparecido, la voluntad era
impotente. No era más que un hombre
enamorado locamente, ciega y apasionadamente
enamorado, y en cuanto el ruido de las leves
pisadas de Marguerite se desvaneció en el
interior de la casa, sir Percy se arrodilló en la
escalera de la terraza y, loco de amor, besó uno a
uno los puntos que habían pisado los piececitos
de Marguerite, y la barandilla de piedra en la que
había posado su mano.
XVII
LA DESPEDIDA
Cuando Marguerite llegó a su habitación,
encontró a la doncella terriblemente preocupada
por ella.
—Su señoría estará muy cansada —dijo la
pobre mujer, con los ojos medio cerrados de
sueño—. Son más de las cinco.
—Sí, Louise, la verdad es que me siento
cansadísima —replicó Marguerite en tono
amable—; pero también lo estarás tú, de modo
que ve a acostarte inmediatamente. Puedo
arreglármelas yo sola.
—Pero señora...
—No discutas, Louise, y ve a acostarte. Ponme
una bata y déjame sola.
Louise obedeció de buena gana. Le quitó a su
señora el bonito vestido de baile, y la envolvió en
una bata suave y ondulante.
—¿Dese algo más su señoría? —preguntó a
continuación.
—No, nada más. Apaga las luces cuando
salgas.
—Sí, señora. Buenas noches, señora.
—Buenas noches, Louise.
Cuando la doncella se hubo marchado,
Marguerite descorrió las cortinas y abrió las
ventanas de par en par. El jardín y el río estaban
inundados de luz rosada. A lo lejos, por oriente,
los rayos del sol naciente habían transformado el
color rosa en un dorado resplandeciente. El
césped estaba desierto, y Marguerite contempló
la terraza en la que unos momentos antes había
intentado vanamente recuperar el amor de un
hombre, que en el pasado había sido enteramente
suyo.
Resultaba extraño que en medio de tantos
problemas y tanta preocupación por Armand lo
que dominara su corazón en aquellos momentos
fuera una profunda pena amorosa.
Parecía como si hasta sus brazos y sus piernas
anhelaran el amor de un hombre que la había
rechazado, que se había resistido a su ternura,
mostrando frialdad ante sus ruegos, y que no
había respondido a la llamarada de pasión que la
había hecho creer y esperar que los felices días
de París no estaban muertos y olvidados por
completo.
¡Qué extraño era todo! Marguerite seguía
amándole. Y al mirar atrás, al recordar los
últimos meses de malentendidos y soledad,
comprendió que nunca había dejado de amarle;
que en lo más profundo de su corazón siempre
había sabido que las necedades de su marido, su
risa vacía y su perezosa indiferencia no eran más
que una máscara; que aún seguía existiendo el
hombre de verdad, fuerte, apasionado,
voluntarioso, el hombre que ella amaba, cuya
intensidad la había fascinado, cuya personalidad
la atraía, pues siempre había pensado que tras su
aparente estupidez había algo, que ocultaba a
todo el mundo, y especialmente a ella.
El corazón de una mujer es un problema
sumamente complejo y, en ocasiones, su dueña
es precisamente la menos indicada para
solucionar el rompecabezas.
Marguerite Blakeney, «la mujer más inteligente
de Europa», ¿amaba realmente a un imbécil?
¿Era amor lo que sentía por él un año antes,
cuando se casó? ¿Era amor lo que sentía en
aquellos momentos, al comprender que seguía
amándola, pero que no quería ser su esclavo, su
amante ardiente y apasionado? Marguerite no
podía saberlo; al menos no en aquellas
circunstancias. Quizá fuera que su orgullo había
bloqueado su mente, impidiéndole comprender
los sentimientos de su propio corazón. Pero eso
sí lo sabía... que deseaba recuperar aquel corazón
obstinado, conquistarlo una vez más... y no
volver a perderlo jamás... Lo mantendría,
mantendría su amor, se haría merecedora de él, y
lo cuidaría. Porque había una cosa cierta: que la
felicidad ya no era posible sin el amor de aquel
hombre.
Los pensamientos y emociones más
contradictorios se agolpaban en su mente.
Absorta en ellos, dejó que el tiempo pasara sin
sentir; quizá, agotada por la prolongada
excitación, cerró los ojos y se sumió en un sueño
intranquilo, en el que las visiones rápidamente
cambiantes parecían continuación de sus
pensamientos angustiados, pero se despertó
bruscamente, fuera sueño o meditación, al oír
ruido de pasos junto a la puerta de su habitación.
Se levantó de un salto, nerviosa, y prestó oídos:
la casa estaba tan silenciosa como antes; los
pasos habían cesado. Los brillantes rayos del sol
matutino entraban a raudales por las ventanas
abiertas. Miró el reloj que había en la pared: eran
las seis y media, demasiado temprano para que
los criados anduvieran por la casa.
No cabía duda de que se había quedado
dormida sin darse cuenta. La habían despertado
el ruido de pisadas y de voces susurrantes y
apagadas... ¿De quién serían?
Despacio, de puntillas, cruzó la habitación,
abrió la puerta y prestó oídos una vez más. No
percibió el menor ruido en ese silencio especial
que acompaña a las primeras horas de la mañana,
cuando la humanidad entera está sumida en el
sueño más profundo. Pero el ruido la había
puesto nerviosa, y cuando, al llegar al umbral,
vio una cosa blanca a sus pies —una carta,
evidentemente— casi no se atrevió a tocarla.
Tenía un aspecto fantasmal. No le cabía duda de
que no estaba allí cuando subió a su habitación.
¿Se le habría caído a Louise? ¿O se trataría de un
espectro provocador que desplegaba cartas
imaginarias, inexistentes?
Finalmente se agachó para recogerla y,
sorprendida, completamente atónita, comprobó
que la carta en cuestión iba dirigida a ella, y que
estaba escrita con la caligrafía grande y seria de
su marido. ¿Qué tendría que decirle a esas horas
de la madrugada para no poder esperar hasta la
mañana?
Rasgó el sobre y leyó lo siguiente:
Circunstancias totalmente imprevistas me
obligan a ir al Norte de inmediato, y presento mis
disculpas a su señoría por no poder tener el
honor de despedirme personalmente. Como es
posible que el asunto que reclama mi atención
me tenga ocupado una semana, no podré
disfrutar del privilegio de asistir a la fiesta que
ofrecerá su señoría el miércoles. Su siempre fiel
y humilde servidor:
PERCY BLAKENEY
A Marguerite debió contagiársele la torpeza
intelectual de su marido, pues tuvo que leer
aquellas sencillas líneas varias veces para
comprender su significado.
Se quedó inmóvil en el rellano de la escalera,
dando vueltas y más vueltas a la misteriosa y
breve misiva, con la mente en blanco, agitada,
con los nervios en tensión y un presentimiento
que no hubiera podido explicar.
Sir Percy poseía numerosas fincas en el Norte,
y en muchas ocasiones iba allí él solo y se
quedaba una semana entera; pero era muy
extraño que precisamente entre las cinco y las
seis de la mañana surgieran circunstancias tales
que lo obligaran a partir con semejante premura.
Marguerite intentó borrar una sensación de
nerviosismo poco habitual en ella, pero en vano;
temblaba de pies a cabeza. La invadió un deseo
irrefrenable de volver a ver su marido,
inmediatamente, si es que aún no se ha había
marchado.
Olvidando que únicamente iba cubierta con una
ligera bata, y que el pelo le caía en desorden
sobre los hombros, corrió escaleras abajo, y,
atravesando el vestíbulo, llegó hasta la puerta.
Como de costumbre, estaban echados los
cerrojos, pues los criados aún no se habían
levantado; pero sus agudos oídos percibieron
ruido de voces y el patear de los cascos de un
caballo sobre las losas.
Con dedos trémulos, Marguerite descorrió los
cerrojos uno por uno, rasguñándose las manos,
arañándose las uñas, pues las barras eran
pesadas, pero no prestó la menor atención a estas
molestias; su cuerpo entero se agitaba de
inquietud sólo con pensar que quizá fuera
demasiado tarde, que quizá sir Percy ya se había
marchado sin que ella lo hubiera visto y le
hubiera deseado buen viaje.
Por último hizo girar la llave y abrió la puerta.
Sus oídos no la habían engañado. Frente a la
puerta, un mozo sujetaba dos caballos. Uno de
ellos era Sultán, el animal favorito de sir Percy, y
también más rápido, ensillado y listo para iniciar
el viaje.
A los pocos instantes, sir Percy dobló una
esquina de la casa y se dirigió apresuradamente
hacia los caballos. Se había quitado el llamativo
traje que había llevado al baile, pero, como de
costumbre, iba impecable y suntuosamente
vestido, con un traje de buen paño, corbata y
puños de encaje, botas altas y calzones de
montar.
Marguerite se adelantó unos pasos. Sir Percy
alzó los ojos y la vio. Su entrecejo se frunció
ligeramente.
—¿Se marcha? —preguntó Marguerite
atropelladamente—. ¿A dónde va?
—Como ya he tenido el honor de comunicar a
su señoría, un asunto inesperado requiere mi
presencia en el Norte —respondió sir Percy, con
su habitual tono frío e indolente.
—Pero... mañana tenemos invitados...
—En la nota ruego a su señoría que presente
mis más sinceras disculpas a su Alteza Real.
Usted es una anfitriona perfecta, y no creo que
nadie me eche de menos.
—Pero estoy segura de que podría haber
pospuesto el viaje... hasta después de la fiesta —
dijo Marguerite nerviosamente—. Ese asunto no
será tan importante... y hace un momento no me
dijo nada...
—Como ya he tenido el honor de comunicarle,
señora, se trata de un asunto totalmente
inesperado y muy urgente... Por tanto, le ruego
que me dé permiso para partir de inmediato.
¿Desea algo de la ciudad... cuando regrese?
—No, gracias... No quiero nada... Pero,
¿volverá pronto?
—Muy pronto.
—¿Antes de que acabe la semana?
—No se lo puedo asegurar.
Saltaba a la vista que estaba deseando
marcharse, mientras que Marguerite hacía todo
lo posible por retenerlo unos momentos más.
—Percy —dijo—, ¿no quiere decirme por qué
se marcha hoy? Como esposa suya, creo que
tengo derecho a saberlo. No le han llamado del
Norte; lo sé. Anoche no llegó ninguna carta ni
ningún mensajero antes de que saliéramos para ir
a la ópera, y cuando regresamos del baile no
había nada esperándole... Estoy segura de que no
va al Norte... Es un misterio, y yo...
—No hay misterio alguno, señora —replicó sir
Percy, con un leve deje de impaciencia en la
voz—. El asunto que me ocupa está relacionado
con Armand... Bien, ¿tengo su permiso para
partir?
—Armand... Pero no correrá usted ningún
riesgo, ¿verdad?
—¿Riesgo yo?... No, señora, pero su
preocupación me honra., Como usted dice, poseo
ciertas influencias, y tengo la intención de
ejercerlas, antes de que sea demasiado tarde.
—Permita al menos que le exprese mi
gratitud...
—No, señora —replicó sir Percy con
frialdad—. No es necesario. Mi vida está a su
entera disposición, y me siento sobradamente
recompensado.
—Y la mía estará a su disposición si usted la
acepta, a cambio de lo que va a hacer por
Armand —dijo Marguerite, al tiempo que le
tendía impulsivamente las manos—. Pero, ¡en
fin!, no quiero retenerlo más... Mi pensamiento
irá con usted... Adiós.
¡Qué hermosa estaba a la luz del sol matutino,
con su cabello deslumbrante derramándose sobre
los hombros! Sir Percy se inclinó profundamente
y le besó la mano; al sentir el ardiente beso, el
corazón de Marguerite se emocionó, rebosante
de alegría y esperanza.
—¿Regresará usted? —preguntó con ternura.
—¡Muy pronto! —contestó sir Percy, mirando
anhelante a los ojos azules de Marguerite.
—Y... ¿lo recordará? —añadió Marguerite,
mientras en sus ojos destellaban una infinidad de
promesas en respuesta a la mirad de sir Percy.
—Siempre recordaré que usted me ha honrado
requiriendo mis servicios, señora.
Sus palabras fueron frías y formales, pero en
esta ocasión no dejaron helada a Marguerite. Su
corazón de mujer interpretó las emociones del
hombre bajo la máscara de impasibilidad que su
orgullo le obligaba a adoptar.
Sir Percy le hizo otra reverencia y te pidió
permiso para partir.
Marguerite se quedó a un lado mientras su
marido subía a lomos de Sultán y, cuando
atravesó la verja al galope, le dio el último adiós,
agitando la mano.
Al poco quedó oculto por una curva del
camino; su mozo de confianza se veía en
dificultades para mantenerse al mismo paso que
él, pues Sultán corría como un rayo,
respondiendo a la excitación de su jinete.
Marguerite, con un suspiro casi de felicidad, se
dio la vuelta y entró en la casa. Volvió a su
habitación porque de repente, como una niña
cansada, sentía mucho sueño.
Parecía como si su espíritu disfrutara de una
paz absoluta y, aunque aún estaba inflamado por
una melancolía indefinible, lo aliviaba una
esperanza vaga y deliciosa, como un bálsamo.
Ya no se sentía angustiada por Armand. El
hombre que acababa de partir, y que estaba
decidido a ayudar a su hermano, le inspiraba una
confianza absoluta por su fuerza y su poder. Se
sorprendió al pensar que le había considerado un
necio; naturalmente, se trataba de una máscara
que adoptaba para ocultar la dolorosa herida que
Marguerite había infligido a su fe y su amor. Su
pasión lo hubiera dominado, y no quería que ella
viera lo mucho que le importaba y cuán
profundamente sufría.
Pero a partir de ese momento todo iría bien;
Marguerite mataría su propio orgullo, lo
sometería ante él, se lo contaría todo, confiaría
en él completamente, y volverían los días felices
en que paseaban por los bosques de
Fontainebleau, hablando poco, pues sir Percy
siempre había sido un hombre silencioso, pero en
que Marguerite sabía que siempre encontraría
consuelo y felicidad en aquel corazón lleno de
fortaleza.
Cuanto más pensaba en los acontecimientos de
la noche anterior, menos temía a Chauvelin y sus
planes. El francés no había logrado averiguar la
identidad de Pimpinela Escarlata; de eso estaba
segura. Tanto lord Fancourt como Chauvelin le
habían asegurado que a la una de la noche no
había nadie en el comedor, salvo el francés y
Percy... ¡Sí! ¡Percy! Hubiera podido preguntarle
a él, pero no se le había ocurrido. De todos
modos, no sentía el menor temor de que el héroe
valiente y desconocido cayera en la trampa de
Chauvelin y, al menos, la muerte de Pimpinela
no recaería sobre su conciencia.
Sin duda, Armand aún se encontraba en
peligro, pero Percy le había dado su palabra de
que lo salvaría, y mientras Marguerite lo veía
alejarse al galope, no se le pasó por la cabeza que
existiera la más remota posibilidad de que no
llevara a término cualquier empresa que
emprendiera. Cuando Armand estuviera sano y
salvo en Inglaterra, Marguerite no le permitiría
que regresase a Francia,
Se sentía casi feliz, y tras correr las cortinas
para protegerse del sol cegador, se acostó, apoyó
la cabeza en la almohada y, como una niña
cansada, enseguida se sumió en un sueño
tranquilo y sosegado.
XVIII
EL EMBLEMA MISTERIOSO
Ya estaba muy avanzado el día cuando se
despertó Marguerite, descansada tras el largo
sueño. Louise le llevó leche fresca y un plato de
fruta, y su ama dio cuenta del frugal desayuno
con buen apetito.
Mientras masticaba las uvas, en la mente de
Marguerite se agolpaban frenéticamente los
pensamientos más dispares, pero en su mayoría,
acompañaban a la figura erguida de su marido,
que había contemplado mientras se alejaba al
galope hacía ya más de cinco horas.
En respuesta a sus impacientes preguntas,
Louise le dio la noticia de que el criado había
vuelto a casa con Sultán y había dejado a sir
Percy en Londres. El criado pensaba que su amo
tenía intención de embarcar en su yate, que
estaba anclado bajo el puente de Londres. Sir
Percy había ido a caballo hasta aquel lugar, en el
que se había reunido con Briggs, el patrón del
Day Dream, y a continuación había ordenado al
mozo que volviera a Richmond con Sultán y la
montura vacía.
La noticia dejó a Marguerite más confusa que
antes. ¿Adónde iría sir Percy en el Day Dream?
Según él, se trataba de algo relacionado con
Armand. ¡Claro! Sir Percy tenía amigos
influyentes en todas partes. Quizá se dirigiera a
Greenwich, o... Pero al llegar a este punto,
Marguerite dejó de hacer conjeturas. Pronto
quedaría todo explicado: sir Percy le había dicho
que regresaría, y que se acordaría.
Ante Marguerite se presentaba un largo día de
ocio. Esperaba la visita de su antigua compañera
de colegio, la pequeña Suzanne de Tournay. Con
sana malicia, la noche anterior le había pedido a
la condesa que le permitiera disfrutar de la
compañía de Suzanne en presencia del príncipe
de Gales. Su Alteza Real aprobó la idea
entusiasmado, y declaró que iría a ver a las dos
damas con sumo gusto en el transcurso de la
tarde. La condesa no se atrevió a denegar su
permiso, y, dadas las circunstancias, se vio
obligada a prometer que enviaría a la pequeña
Suzanne a pasar un alegre día en Richmond con
su amiga.
Marguerite la esperaba impaciente; ardía en
deseos de hablar largo y tendido sobre los viejos
tiempos del colegio con la joven. Prefería su
compañía a la de cualquier otra persona, y
confiaba en pasar varias horas con ella,
deambulando por el hermoso y antiguo jardín y
el frondoso parque, o paseando a la orilla del río.
Pero Suzanne aún no había llegado, y
Marguerite, después de vestirse, se dispuso a
bajar. Aquella mañana parecía una muchacha,
con su sencillo vestido de muselina con un ancho
fajín azul alrededor de la esbelta cintura y un
delicado chaleco cruzado en cuyo pecho había
prendido unas rosas tardías de color carmesí.
Cruzó el rellano al que daban sus aposentos, y
se quedó inmóvil unos instantes junto a la
escalera de roble que descendía hasta el piso
inferior. A la izquierda estaban los aposentos de
su marido, varias estancias en las que Marguerite
casi nunca entraba.
Consistían en el dormitorio, el recibidor y el
vestidor y, en el extremo del rellano, un pequeño
despacho, que, cuando no lo utilizaba sir Percy,
siempre estaba cerrado con llave. Frank, su
ayuda de cámara de confianza, era el responsable
de aquella habitación. No se permitía a nadie
entrar en ella. A lady Blakeney jamás se le había
ocurrido hacerlo y, naturalmente, los demás
criados no se atrevían a quebrantar norma tan
estricta.
Con el amable desprecio que había adoptado
recientemente en la relación con su marido,
Marguerite le tomaba el pelo por el secreto que
rodeaba su estudio privado. Aseguraba
burlonamente que sir Percy lo protegía de las
miradas curiosas por temor a que alguien
descubriese el poco «estudio» que se realizaba
entre sus cuatro paredes: sin duda, el mueble más
llamativo era un cómodo sillón para las dulces
siestas de sir Percy.
En esto pensaba Marguerite aquella radiante
mañana de octubre, mientras miraba
cautelosamente el pasillo. Frank debía andar muy
ocupado ordenando las habitaciones de su amo,
pues la mayoría de las puertas estaban abiertas, y
también la del despacho.
A Marguerite le embargó una curiosidad
repentina e infantil por echar una ojeada a la
guarida de sir Percy. Naturalmente, a ella no le
afectaba la prohibición y, como era lógico, Frank
no se atrevería a negarle la entrada. Sin embargo,
prefirió esperar a que el criado fuese a arreglar
otra habitación para investigar rápidamente y en
secreto, sin que nadie la molestara.
Despacio, de puntillas, cruzó el rellano y, como
la mujer de Barbazul, temblando de excitación y
asombro, se detuvo unos segundos en el umbral,
extrañamente perturbada e indecisa.
La puerta estaba entornada, y no distinguió
nada en el interior. La empujó con cuidado.
Como no se oía ningún ruido, dedujo que Frank
no debía encontrarse allí, y entró audazmente.
Inmediatamente le sorprendió la sencillez de
cuanto la rodeaba: las cortinas oscuras y pesadas,
los enormes muebles de roble, los mapas
colgados en la pared no le recordaron al hombre
indolente y mundano, al amante de las carreras
de caballos, al sofisticado árbitro de la moda, que
era la imagen que presentaba sir Percy Blakeney
al exterior.
En la estancia no había el menor indicio de una
partida apresurada. Todo estaba en su sitio; no se
veía ni un solo trozo de papel en el suelo, ni un
armario o cajón abierto. Las cortinas estaban
descorridas, y por la ventana abierta entraba
libremente el fresco aire matutino.
Frente a la ventana, en el centro de la
habitación, había un gigantesco escritorio de
aspecto severo, que sin duda se utilizaba
constantemente. En la pared situada a la
izquierda del escritorio, alzándose casi desde el
suelo hasta el techo, colgaba el retrato de cuerpo
entero de una mujer, de factura exquisita y
magnífico marco, con la firma de Boucher. Era la
madre de Percy.
Marguerite sabía muy poco de ella; únicamente
que había muerto en el extranjero, enferma física
y mentalmente, cuando Percy era un muchacho,
Debió ser una mujer muy hermosa, cuando la
pintó Boucher, y al contemplar el retrato,
Marguerite se quedó asombrada ante el
extraordinario parecido que existía entre madre e
hijo: la misma frente baja y cuadrada, coronada
por una cabellera abundante y rubia, suave y
sedosa; los mismos ojos azules, hundidos y un
tanto somnolientos, bajo las cejas rectas, de trazo
bien definido; y en los ojos, la misma
vehemencia disimulada tras una aparente
indolencia, la misma pasión latente que
iluminaba el rostro de Percy en los días
anteriores a su matrimonio, que Marguerite había
vuelto a percibir aquella mañana, al amanecer,
cuando se acercó a él, y que le había incitado a
dar un cierto tono de ternura a su voz.
Marguerite examinó el retrato, pues le
interesaba; después se dio la vuelta y miró una
vez más el enorme escritorio. Estaba cubierto de
papeles, que parecían recibos y facturas, todos
cuidadosamente atados y etiquetados,
metódicamente distribuidos. Hasta ese momento,
a Marguerite no se le había ocurrido —ni
siquiera había pensado que mereciera la pena
averiguarlo— cómo administraba sir Percy la
inmensa fortuna que le había dejado su padre,
cuando todos pensaban que carecía por completo
de inteligencia.
Desde que entrara en la habitación ordenada y
cuidada, se sentía tan sorprendida que aquella
prueba palpable de la gran habilidad de su
marido para los negocios no despertó en ella más
que un asombro pasajero, pero reforzó su
convicción de que, con sus necedades mundanas,
su amaneramiento y su conversación baladí, no
sólo llevaba una máscara, sino que representaba
un papel muy bien estudiado.
Marguerite no acertaba a comprenderlo. ¿Por
qué se tomaría tantas molestias? ¿Por qué un
hombre que sin duda era serio y formal se
empeñaba en presentarse ante sus semejantes
como un bobo de cabeza hueca?
Probablemente quería ocultar su amor por una
mujer que lo despreciaba... pero hubiera podido
cumplir su objetivo con menos sacrificio, y con
muchos menos problemas que los que debía
costarle representar constantemente un papel que
no se correspondía con su verdadero carácter.
Miró a su alrededor sin propósito concreto;
estaba terriblemente confundida, y ante aquel
misterio inexplicable empezó a apoderarse de
ella un temor innombrable. De repente
experimentó una sensación de frío e
incomodidad en la habitación oscura y austera.
En las paredes no había cuadros, salvo el
hermoso retrato de Boucher; sólo dos mapas,
ambos de Francia. Uno representaba la costa
septentrional y el otro los alrededores de París.
¿Para qué los querría sir Percy?
Empezó a dolerle la cabeza, y abandonó aquel
extraño escondite de Barbazul que había
invadido y que no comprendía. No quería que
Frank la viese allí, y tras lanzar una última
mirada a su alrededor, se dirigió a la puerta. Y en
ese momento su pie tropezó con un pequeño
objeto que debía encontrarse junto a la mesa,
sobre la alfombra, y que echó a rodar por la
habitación.
Marguerite se agachó para cogerlo. Era un
anillo de oro macizo, con un sello plano en el
que había un emblema grabado.
Le dio vueltas entre los dedos, y examinó el
pequeño grabado. Representaba una florecilla en
forma de estrella, la misma que había visto con
toda claridad en otras dos ocasiones: una vez en
la ópera, y otra en el baile de lord Grenville.
XIX
LA PIMPINELA ESCARLATA
Marguerite no hubiera podido decir en qué
momento concreto empezó a deslizarse en su
mente la primera sospecha. Con el anillo
apretado con fuerza en la mano, salió
apresuradamente de la habitación, corrió
escaleras abajo y salió al jardín, y allí, tranquila y
a solas con las flores, el río y los pájaros, pudo
contemplar el anillo a su sabor y examinar el
emblema con mayor detenimiento.
Estúpidamente, sentada a la sombra de un
sicomoro, se puso a contemplar el sello del
anillo, con la florecilla en forma de estrella
grabada.
¡Bah! ¡Era completamente ridículo! Estaba
soñando. Tenía los nervios sobreexcitados, y veía
simbolismos y misterios en las coincidencias más
triviales. ¿Acaso no se había puesto de moda en
la ciudad que todo el mundo luciera el emblema
del misterioso y heroico Pimpinela Escarlata?
¿Acaso no lo llevaba ella misma bordado en los
vestidos, engastados en joyas y esmaltes para el
pelo? ¿Qué tenía de raro el hecho de que sir
Percy hubiera elegido aquel emblema como
sello? Era muy probable que hubiera ocurrido
eso... sí... muy probable, y además... ¿qué
relación podía existir entre su marido, un
petimetre exquisito, con sus ropas de buena
calidad y sus ademanes refinados e indolentes, y
el audaz conspirador que rescataba a las víctimas
francesas ante las mismísimas narices de los
dirigentes de una revolución sedienta de sangre?
Sus pensamientos se acumulaban
vertiginosamente, dejándole la mente en blanco...
No veía nada de lo que ocurría a su alrededor, y
se sobresaltó cuando una voz joven y fresca gritó
desde el otro extremo del jardín: «Chérie...
chérie! ¿Dónde estás?», y la pequeña Suzanne,
fresca como un capullo de rosa, con los ojos
radiantes de júbilo y los rizos castaños ondeando
a la suave brisa matutina corrió hacia ella por el
césped.
—Me han dicho que estabas en el jardín —
exclamó alegremente, al tiempo que se arrojaba
con impulso juvenil en brazos de Marguerite—,
y he venido corriendo para darte una sorpresa.
No me esperabas tan pronto, ¿verdad, Margot
chérie?
Marguerite, que había escondido
apresuradamente el anillo entre los pliegues de
su pañuelo, intentó responder con la misma
alegría y despreocupación a la impulsividad de la
muchacha.
—Claro que no, cielo —replicó con una
sonrisa—. Me encanta tenerte toda para mí, y
durante un día entero... ¿No te aburrirás?
—¡Aburrirme! Margot, ¿cómo puedes decir
cosas tan horribles? Pero si cuando estábamos
juntas en el convento siempre nos gustaba que
nos dejaran quedarnos las dos solas..
—Y contamos secretos.
Las dos jóvenes entrelazaron los brazos y se
pusieron a pasear por el jardín.
—¡Ah, qué casa tan bonita tienes, Margot! —
dijo la pequeña Suzanne entusiasmada—. ¡Y qué
feliz debes ser!
—¡Sí, desde luego! Debería ser feliz, ¿no? —
replicó Marguerite con un leve suspiro de
melancolía.
—Lo dices con mucha tristeza, chérie... Bueno,
supongo que ahora que eres una mujer casada ya
no te apetecerá contarme secretos. ¡Ah, cuántos
secretos teníamos cuando estábamos en el
colegio! ¿Te acuerdas? Algunos no se los
confiábamos ni siquiera a la hermana Teresa de
los Santos Angeles, a pesar de que era
encantadora.
—Y ahora tienes un secreto importantísimo,
¿eh, pequeña? —dijo Marguerite en tono
animoso—, que vas a contarme inmediatamente.
No, no tienes por qué sonrojarte, chérie —
añadió, al ver que la bonita cara de Suzanne se
teñía de carmesí—. ¡Vamos, no hay nada de que
avergonzarse! Es un hombre noble y bueno, del
que se puede una sentir orgullosa como amante,
y... como marido.
—No, chérie, si no me avergüenzo —replicó
Suzanne dulcemente—, y me siento muy
orgullosa al oírte hablar tan bien de él. Creo que
mamá dará su aprobación —añadió pensativa—
y yo ¡seré tan feliz...! Pero, naturalmente, no se
puede pensar en nada de eso hasta que papá se
encuentre a salvo...
Marguerite se sobresaltó. ¡El padre de
Suzanne! ¡El conde de Tournay, una de las
personas cuya vida correría peligro si Chauvelin
lograba averiguar la identidad de Pimpinela
Escarlata!
Por mediación de la condesa y de algunos
miembros de la Liga, Marguerite se había
enterado de que su misterioso jefe había
empeñado su palabra de honor en sacar de
Francia al fugitivo conde de Tournay sano y
salvo. Mientras la pequeña Suzanne seguía
charlando, ajena a todo lo que no fuera su
secretillo importantísimo, los pensamientos de
Marguerite volvieron a los acontecimientos de la
noche anterior.
La peligrosa situación de Armand, la amenaza
de Chauvelin, su cruel disyuntiva «O eso o ... »,
que ella había aceptado.
Y el papel que ella había desempeñado en el
asunto, que hubiera debido culminar a la una de
la noche en el comedor de la casa de lord
Grenville, momento en que el implacable agente
del gobierno francés seguramente averiguó al fin
quién era el misterioso Pimpinela Escarlata, que
tan abiertamente desafiaba a un verdadero
ejército de espías y defendía a los enemigos de
Francia con tal audacia y por simple deporte.
Desde entonces, Marguerite no había tenido
noticias de Chauvelin, y había llegado a la
conclusión de que el francés no había logrado su
objetivo. Sin embargo, no sentía preocupación
por Armand, porque su marido le había
prometido que a su hermano no le ocurriría nada.
Pero de repente, mientras Suzanne continuaba
su alegre charla, le invadió un horror espantoso
por lo que había hecho. Era cierto que Chauvelin
no le había dicho nada; pero recordó su
expresión sarcástica y malvada al despedirse de
ellos tras el baile. ¿Habría descubierto algo?
¿Habría trazado ya planes precisos para coger al
osado conspirador con las manos en la masa, en
Francia, y enviarlo a la guillotina sin
remordimientos ni demoras?
Marguerite se puso enferma de puro terror, y su
mano apretó convulsivamente el anillo que
llevaba en el vestido.
—No me estás escuchando, chérie —dijo
Suzanne en tono de reproche, interrumpiendo su
narración, larga y sumamente interesante.
—Claro que sí, cielo. Te estoy escuchando —
replicó Marguerite haciendo un esfuerzo,
obligándose a sonreír—. Me encanta oírte... y tu
felicidad me llena de alegría... No tengas miedo.
Ya nos las arreglaremos para convencer a mamá.
Sir Andrew Ffoulkes es un noble caballero
inglés; tiene dinero y una buena posición, y la
condesa dará su consentimiento... Pero..., dime
una cosa, pequeña... ¿Qué noticias tenéis de tu
padre?
—¡Ah, no podrían ser mejores! —contestó
Suzanne, loca de contento—. Lord Hastings vino
a ver a mamá a primeras horas de esta mañana y
le dijo que todo va bien, y que podemos confiar
en que llegue a Inglaterra dentro de menos de
cuatro días.
—Sí —dijo Marguerite, con los brillantes ojos
prendidos de los labios de Suzanne, que continuó
alegremente:
—¡Ahora ya no tenemos ningún temor! ¿No
sabes que el mismísimo Pimpinela Escarlata, tan
noble y bueno, ha ido a rescatar a papá, chérie?
Ha ido allí, chérie... ya se ha marchado —añadió
Suzanne con excitación—. Estaba en Londres
esta mañana, y quizá mañana llegue a Calais...
Allí se reunirá con papá... y después... y
después...
Las palabras de Suzanne fueron como un
golpe. Marguerite lo esperaba desde hacía
tiempo, aunque en el transcurso de la última
media hora había intentado engañarse y borrar
sus temores. Había ido a Calais, se encontraba en
Londres por la mañana... él... Pimpinela
Escarlata... Percy Blakeney... su marido, al que
había delatado ante Chauvelin la noche anterior...
Percy... Percy... su marido... Pimpinela
Escarlata... ¡Ah! ¿Cómo había estado tan ciega?
En aquel momento lo comprendió, lo
comprendió todo de repente... El papel que
representaba, la máscara que llevaba... para
despistar al mundo entero.
Y todo por puro deporte y juego: salvar de la
muerte a hombres, mujeres y niños, como otras
personas destruyen y matan animales por placer,
por gusto. Aquel hombre rico y ocioso necesitaba
un objetivo en la vida... Él y el puñado de
jóvenes cachorros que se habían alistado bajo su
bandera llevaban varios meses entreteniéndose
en arriesgar la vida por unos cuantos inocentes.
Quizá sir Percy tenía intención de decírselo
cuando se casaron, pero cuando la historia del
marqués de St. Cyr llegó a sus oídos, se alejó
bruscamente de ella, pensando, sin duda, que
algún día podía traicionarlos, a él y a sus
camaradas, que habían jurado seguirle. Y por eso
la había engañado, como había engañado a todos
los demás, mientras que cientos de personas le
debían la vida, y muchas familias le debían la
vida y la felicidad.
La máscara de petimetre necio resultaba muy
eficaz, y había representado su papel con
consumada maestría. No era de extrañar que los
espías de Chauvelin no hubieran logrado
descubrir, en aquel ser aparentemente estúpido y
sin cerebro, al hombre que con increíble audacia
e infinito ingenio había burlado a los espías
franceses más habilidosos, tanto en Francia como
en Inglaterra. La noche anterior, cuando
Chauvelin fue al comedor de la casa de lord
Grenville a buscar al osado Pimpinela Escarlata,
sólo vió al necio de sir Percy Blakeney
profundamente dormido en un sofá.
¿Habría adivinado el secreto Chauvelin con su
gran astucia? En eso radicaba el rompecabezas,
terrible, espantoso. Al delatar a un desconocido
sin nombre para salvar a su hermano, ¿habría
condenado a muerte Marguerite Blakeney a su
propio esposo?
¡No, no, no! ¡Mil veces no! El Destino no
podía descargar un golpe así; la propia
Naturaleza se rebelaría; su mano, cuando
sujetaba el minúsculo trozo de papel la noche
anterior, se hubiera paralizado antes de cometer
un acto tan horrible y espantoso.
—¿Qué te ocurre, chérie? —preguntó la
pequeña Suzanne, realmente preocupada, pues el
rostro de Marguerite había adquirido un tinte
pálido y ceniciento—. ¿Te sientes mal,
Marguerite? ¿Qué te ocurre?
—Nada, nada, bonita mía —murmuró
Marguerite, como en sueños—. Espeta un
momento... Déjame pensar... ¿Dices... dices que
Pimpinela Escarlata se ha marchado hoy?
—Marguerite, chérie, ¿qué ocurre? No me
asustes...
—Te digo que no es nada, de verdad... Nada...
Quiero quedarme a solas un momento y... es
posible que tengamos que reducir el tiempo que
íbamos a pasar juntas... A lo mejor tengo que
irme... Lo entiendes, ¿verdad?
—Lo que comprendo es que ha ocurrido algo,
chérie, y que quieres estar sola. No seré un
estorbo. No te preocupes por mí. Lucile, mi
doncella, aún no se ha ido... Volveremos juntas...
No te preocupes por mí.
Rodeó impulsivamente a Marguerite con sus
brazos. A pesar de ser una niña, comprendió que
su amiga estaba profundamente afligida, y con el
infinito tacto de su ternura juvenil, no intentó
entrometerse y se dispuso a desaparecer
discretamente.
Besó a Marguerite una y otra vez, y atravesó el
jardín con expresión de tristeza. Marguerite no se
movió; se quedó en el mismo sitio en que estaba,
pensando... preguntándose qué debía hacer.
En el momento en que la pequeña Suzanne iba
a remontar la escalera de la terraza, un criado
rodeó la casa y se dirigió corriendo hacia su ama.
Llevaba una carta lacrada en la mano. Suzanne
se volvió instintivamente; su corazón le decía
que quizá fueran malas noticias para su amiga, y
pensaba que su pobre Margot no se encontraba
en condiciones de recibir ninguna más.
El criado saludó respetuosamente a su ama, y a
continuación le dio la carta lacrada.
—¿Qué es esto? —preguntó Marguerite.
—Acaba de llegar con un mensajero, señora.
Marguerite cogió la carta con gesto mecánico,
y le dio la vuelta con dedos temblorosos.
—¿Quién la envía? —dijo.
—El mensajero ha dicho que tenía orden de
entregar la carta, señora, y que su señoría sabría
de dónde proviene —contestó el criado.
Marguerite rompió el sobre. Su instinto ya le
había dicho qué contenía, y sus grandes ojos se
limitaron a lanzarle una mirada rápida.
Era una carta escrita por Armand St. Just a sir
Andrew Ffoulkes, la carta que los espías de
Chauvelin habían robado en The Fisherman's
Rest y que Chauvelin había empuñado como una
vara para obligarla a obedecer.
Había cumplido su palabra: le devolvía la
comprometedora carta de St. Just... porque estaba
tras la pista de Pimpinela Escarlata.
Los sentidos de Marguerite desfallecieron, y
experimentó la sensación de que el alma
abandonaba su cuerpo; se tambaleó, y hubiera
caído a no ser por el brazo de Suzanne, que le
rodeó la cintura. Con un esfuerzo sobrehumano
recuperó el control de sí mismo. Aún quedaba
mucho por hacer.
—Tráeme al mensajero —dijo al criado, con
gran calma—. No se habrá marchado ya,
¿verdad?
—No, señora.
—Y tú, pequeña, entra en casa, y dile a Lucile
que se prepare. Me temo que voy a tener que
enviarte con tu madre. Ah, sí, y dile a una de mis
doncellas que me prepare un vestido y una capa
de viaje.
Suzanne no replicó. Besó a Marguerite con
ternura, y obedeció sin pronunciar palabra. La
muchacha se sentía abrumada por la terrible
aflicción que reflejaba el rostro de su amiga.
Al cabo de unos instantes regresó el criado,
seguido por el mensajero que había llevado la
carta.
—¿Quién le ha dado este sobre? —preguntó
Marguerite.
—Un caballero, señora —respondió el
hombre—. Me lo dio en la posada de The Rose
and Thistle, enfrente de Charing Cross. Me dijo
que usted entendería de qué se trataba.
—¿En The Rose and Thistle? ¿Qué hacía allí?
—Estaba esperando el carruaje que había
alquilado, su señoría,
—¿Un carruaje?
—Sí, señora. Había encargado un carruaje
especial. Según me dijo su criado, se dirigía a
Dover en posta.
—Está bien. Puede marcharse. —A
continuación se volvió hacia su criado—: Que
preparen inmediatamente mi coche y los cuatro
caballos más veloces que haya en las cuadras.
El criado y el mensajero se apresuraron a
obedecer. Marguerite se quedó unos momentos a
solas. Su esbelta figura estaba rígida como una
estatua, sus ojos miraban sin ver, tenía las manos
fuertemente apretadas sobre el pecho, y sus
labios se movían, murmurando con una
persistencia patética y conmovedora:
—¿Qué puedo hacer? ¿Qué puedo hacer?
¿Dónde puedo encontrarlo? ¡Oh, Dios mío, dame
lucidez ...!
Pero no era momento para la desesperación ni
el arrepentimiento.
Involuntariamente, había hecho algo terrible: a
sus ojos, el peor delito que jamás cometió mujer
alguna. En ese instante lo comprendió en todo su
horror. Su ceguera al no haber adivinado el
secreto de su marido se le antojaba otro pecado
mortal. ¡Tenía que haberlo comprendido! ¡Tenía
que haberlo comprendido!
¿Cómo podía haber pensado que un hombre
capaz de amar con la intensidad con que la había
amado Percy Blakeney desde el principio, que un
hombre así podía ser el imbécil sin cerebro que
deliberadamente aparentaba ser? Al menos ella
tenía que haber comprendido que se trataba de
una máscara, y al descubrirlo, debía habérsela
arrancado en un momento en que se encontrasen
los dos a solas.
Su amor por él había sido insignificante y
débil, y su orgullo no había tardado en aplastarlo.
También ella había utilizado una máscara,
adoptando una actitud de desprecio hacia su
marido, cuando lo que en realidad ocurría era
que no había sabido comprenderlo.
Pero no había tiempo para recordar el pasado.
Marguerite había cometido un terrible error a
causa de su ceguera; tenía que rectificarlo, no
con vanos remordimientos, sino con una
actuación rápida y eficaz.
Percy se dirigía a Calais, totalmente ajeno al
hecho de que su enemigo más implacable le
seguía pisándole los talones. Había zarpado del
Puente de Londres a primeras horas de aquella
mañana. Si encontraba viento favorable, no cabía
duda de que llegaría a Francia en el plazo de
veinticuatro horas, y tampoco cabía duda de que
había contado con el viento favorable y había
elegido aquella ruta.
Por su parte, Chauvelin iría a Dover en coche
de posta, fletaría allí un barco y llegaría a Calais
más o menos al mismo tiempo. Una vez en
Calais, Percy se reuniría con todas aquellas
personas que esperaban con impaciencia al noble
y valiente Pimpinela Escarlata, que había ido a
rescatarlas de una muerte terrible e inmerecida.
Con los ojos de Chauvelin pendientes de cada
uno de sus movimientos, Percy no sólo pondría
en peligro su propia vida, sino la del padre de
Suzanne, el anciano conde de Tournay, y la de
los demás fugitivos que le esperaban y confiaban
en él. También estaba Armand, que había ido a
reunirse con De Tournay, con la seguridad que le
daba el saber que Pimpinela Escarlata se ocupaba
de su seguridad.
Marguerite tenía en sus manos todas aquellas
vidas, y la de su marido; tenía que salvarlos,
contando con que el valor y el ingenio humanos
estuvieran a la altura de la tarea que iba a
acometer.
Por desgracia, Marguerite no sabía dónde
encontrar a su marido, mientras que Chauvelin,
al haber robado los documentos de Dover,
conocía el itinerario completo. Lo que deseaba
Marguerite, por encima de todo, era poner a
Percy sobre aviso.
Ya lo conocía lo suficiente como para tener la
certeza de que no abandonaría a quienes habían
depositado su confianza en él, de que no se
arredraría ante el peligro y no permitiría que el
conde de Tournay cayera en unas manos asesinas
que no conocían la misericordia. Pero si le
avisaba, quizá pudiera trazar otros planes, actuar
con más cautela y más prudencia.
Inconscientemente, podía caer en una trampa,
pero, si le ponían sobre aviso, aún cabía la
posibilidad de que llevara a cabo su empresa.
Y si no lo lograba, si el destino, y Chauvelin,
con tantos recursos como tenía a su alcance,
resultaban demasiado poderosos para el audaz
conspirador, Marguerite al menos estaría a su
lado, para consolarlo, amarlo y cuidarlo, para
burlar a la muerte en el último momento
haciéndola parecer dulce, si morían los dos
juntos, el uno en brazos del otro, con la felicidad
suprema de saber que la pasión había respondido
a la pasión, y que todos los malentendidos habían
tocado a su fin.
El cuerpo de Marguerite se puso rígido,
rebosante de una firme decisión. Eso era lo que
pensaba hacer, si Dios le daba inteligencia y
fortaleza. Desapareció la mirada perdida de sus
ojos, que se iluminaron con una llama interior al
pensar que volvería a verle tan pronto, en medio
de peligros mortales: despidieron destellos con la
alegría de compartir aquellos peligros con él, de
ayudarle tal vez, de estar con él en el último
momento... si no lograba su propósito.
El rostro dulce e infantil adquirió una
expresión dura y decidida, y la boca curvada se
cerró con fuerza sobre los dientes apretados.
Estaba dispuesta a triunfar o morir, con él y por
él. Entre las cejas rectas apareció un frunce, que
denotaba una voluntad de hierro y una resolución
indomable; ya había trazado sus planes. En
primer lugar, iría a buscar a sir Andrew Ffoulkes,
era el mejor amigo de Percy, y Marguerite
recordó emocionada el ciego entusiasmo con que
siempre hablaba el joven de su misterioso jefe.
Le ayudaría en todo lo que necesitara; el coche
de lady Blakeney estaba preparado. Se cambiaría
de ropa, se despediría de Suzanne, y partiría de
inmediato.
Sin prisas, pero sin la menor vacilación, entró
silenciosamente en la casa.
XX
EL AMIGO
Al cabo de menos de media hora, Marguerite,
absorta en sus pensamientos, se encontraba en el
interior de su carruaje, que la llevaba velozmente
a Londres.
Antes se había despedido cariñosamente de la
pequeña Suzanne, tras haberse asegurado de que
la niña se instalaba en su propio coche para
regresar a casa en compañía de su doncella.
Envió un mensajero con una respetuosa misiva
en que presentaba sus disculpas a Su Alteza
Real, rogándole que suspendiera su augusta
visita, pues un asunto urgente e imprevisto, le
impedía atenderle, y otro que se encargaría de
apalabrar una posta de caballos en Faversham.
A continuación se cambió el vestido de
muselina por un traje y una capa de viaje en
tonos oscuros, cogió dinero —que su marido
siempre ponía generosamente a su disposición—
y partió.
No trató de engañarse con esperanzas vanas e
inútiles; sabía que, para garantizar la seguridad
de su hermano, era condición indispensable la
inminente captura de Pimpinela Escarlata. Como
Chauvelin le había devuelto la comprometedora
carta de Armand, no cabía la menor duda de que
el agente francés estaba convencido de que Percy
Blakeney era el nombre al que había jurado
enviar a la guillotina.
¡No! ¡En esos momentos no podía permitirse
que el cariño le hiciera concebir vanas
esperanzas! Percy, su esposo, el hombre al que
amaba con todo el ardor que la admiración por su
valentía había encendido en ella, se encontraba
en peligro de muerte, y por su culpa. Le había
delatado a su enemigo —involuntariamente, era
cierto—, pero le había delatado al fin y al cabo, y
si Chauvelin lograba apresarlo, pues de momento
Percy desconocía ese peligro, su muerte recaería
sobre la conciencia de Marguerite. ¡Su muerte!
¡Si ella hubiera sido capaz de defenderlo con su
propia sangre y de dar la vida por él!
Ordenó al cochero que la llevara a la posada de
The Crown; una vez allí, le dijo que diera de
comer a los caballos y que los dejara descansar.
A continuación alquiló una silla y se dirigió a la
casa de Pall Mall en que vivía sir Andrew
Ffoulkes.
De entre todos los amigos de Percy que se
habían alistado bajo su audaz estandarte,
Marguerite prefería confiar en sir Andrew
Ffoulkes. Siempre había sido amigo suyo, y en
esos momentos, el amor del joven por la pequeña
Suzanne le acercaba aún más a ella. Si no
hubiera estado en casa, si hubiera acompañado a
Percy en su loca aventura, quizá hubiera acudido
a lord Hastings o lord Tony. Necesitaba la ayuda
de uno de aquellos jóvenes, pues en otro caso se
encontraría impotente para salvar a su marido.
Pero, afortunadamente, sir Andrew Ffoulkes
estaba en casa, y su criado anunció a lady
Blakeney de inmediato. Marguerite subió a los
cómodos aposentos de soltero del joven, y se
instaló en una pequeña sala, lujosamente
amueblada. Al cabo de unos instantes hizo su
aparición sir Andrew.
Saltaba a la vista que al enterarse de quién era
la dama que había ido a verle se había
sobresaltado, pues miró a Marguerite con
preocupación, e incluso con recelo, mientras la
recibía con las aparatosas reverencias que
imponía el rígido protocolo de la época.
Marguerite no dio ninguna muestra de
nerviosismo; estaba muy tranquila, y tras
devolver al joven el complicado saludo, dijo
pausadamente:
—Sir Andrew, no tengo el menor deseo de
desperdiciar un tiempo que podría ser precioso
en conversaciones inútiles. Tendrá que aceptar
ciertas cosas que voy a decirle, pues carecen de
importancia. Lo único que importa es que su jefe
y camarada, Pimpinela Escarlata... mi marido...
Percy Blakeney... se encuentra en peligro de
muerte.
De haber albergado la menor duda sobre la
verdad de sus deducciones, Marguerite hubiera
podido confirmarlas en ese momento, pues sir
Andrew, cogido completamente por sorpresa, se
puso muy pálido, y fue incapaz de hacer el
mínimo esfuerzo por desmentir sus palabras de
una forma inteligente.
—No me pregunte por qué lo sé, sir Andrew —
añadió Marguerite con la misma calma—.
Gracias a Dios, lo sé, y quizá no sea demasiado
tarde para salvarlo. Por desgracia, no puedo
hacerlo yo sola, y por eso he venido a pedirle
ayuda.
—Lady Blakeney —dijo el joven, tratando de
recobrar el control de sí mismo—, yo...
—Por favor, escúcheme —le interrumpió
Marguerite—. El asunto es el siguiente. La noche
que el agente del gobierno francés les robó
ciertos documentos cuando estaban en Dover,
encontró entre ellos los planes que su jefe o
alguno de ustedes pensaba llevar a cabo para
rescatar al conde de Tournay y a otras personas.
Pimpinela Escarlata, es decir, Percy, mi marido,
ha iniciado esta aventura él solo esta misma
mañana. Chauvelin sabe que Pimpinela Escarlata
y Percy Blakeney son la misma persona. Lo
seguirá hasta Calais, y allí lo apresará. Usted
conoce tan bien como yo el destino que le
aguarda en manos del gobierno revolucionario
francés. No lo salvará la intercesión de
Inglaterra, ni siquiera del mismísimo rey George.
Ya se encargarán Robespierre y su banda de que
la intercesión llegue demasiado tarde. Pero,
además, ese jefe en el que tanta confianza se ha
depositado, será involuntariamente la caua de
que se descubra el escondite del conde de
Tournay y de todos los que tienen sus esperanzas
puestas en él.
Pronunció estas palabras con calma,
desapasionadamente, y con una resolución firme,
férrea. Su objetivo consistía en lograr que aquel
hombre la creyera y la ayudara, pues no podía
hacer nada sin él.
—No entiendo a qué se refiere —insistió sir
Andrew, intentando ganar tiempo, pensar qué
debía hacer.
—Yo creo que sí lo entiende, sir Andrew.
Tiene que saber que lo que digo es verdad. Por
favor, enfréntese con los hechos. Percy ha
zarpado rumbo a Calais, supongo que hacia un
lugar solitario de la costa, y Chauvelin le
persigue. El agente francés se dirige a Dover en
coche de posta, y es probable que cruce el canal
de la Mancha esta misma noche. ¿Qué cree usted
que ocurrirá?
El joven guardó silencio.
—Percy llegará a su punto de destino sin saber
que le están siguiendo, irá a buscar a De Tournay
y los demás —entre los que se encuentra mi
hermano, Armand St. Just—, irá a buscarlos uno
por uno seguramente, sin saber que los ojos más
sagaces del mundo observan todos sus
movimientos. Cuando haya delatado
involuntariamente a quienes confían ciegamente
en él, cuando ya no puedan sacarle más partido y
esté a punto de regresar a Inglaterra, con las
personas a las que ha ido a salvar corriendo
tantos riesgos, las puertas de la trampa se
cerrarán a su alrededor y acabará su noble vida
en la guillotina.
Sir Andrew siguió en silencio.
—No confía usted en mí —dijo Marguerite
apasionadamente—. ¡Dios mío! ¿Acaso no ve
que estoy desesperada? Dígame una cosa —
añadió, agarrando repentinamente al joven por
los hombros con sus manecitas—. ¿Realmente le
parezco el ser más despreciable del mundo, una
mujer capaz de traicionar a su propio marido?
—¡No permita Dios que le atribuya motivos
tan ruines, lady Blakeney, pero... —dijo sir
Andrew al fin.
—Pero, ¿qué?... Dígame... ¡Vamos, rápido!
¡Cada segundo es precioso!
—¿Podría usted explicarme quién ha ayudado a
monsieur Chauvelin a obtener la información que
posee? —le preguntó a bocajarro, mirándola
inquisitivamente a los azules ojos.
—Yo —respondió Marguerite con calma—.
No voy a mentirle, porque quiero que confíe
totalmente en mí. Pero yo no tenía ni idea...
¿cómo podía tenerla? de la identidad de
Pimpinela Escarlata... y la recompensa por mi
actuación era la vida de mi hermano.
—¿Le recompensa por ayudar a Chauvelin a
apresar a Pimpinela Escarlata?
Marguerite asintió.
—Sería inútil contarle cómo me obligó a
hacerlo. Armand es algo más que un hermano
para mí, y yo... ¿cómo podía adivinarlo?... Pero
estamos desperdiciando el tiempo, sir Andrew...
Cada segundo es precioso... ¡En el nombre de
Dios! ¡Mi marido está en peligro!... ¡Su amigo,
su camarada! ¡Ayúdeme a salvarlo!
La situación de sir Andrew era francamente
incómoda. El juramento que había prestado ante
su jefe y camarada le obligaba a la obediencia y
el secreto; y sin embargo, aquella hermosa
mujer, que le pedía que la creyera, estaba
desesperada, de eso no cabía duda; y tampoco
cabía duda de que su amigo y jefe se encontraba
en grave peligro, y...
—Lady Blakeney —dijo al fin—, Dios sabe
que me ha dejado usted tan perplejo que ya no sé
cuál es mi obligación. Dígame qué quiere que
haga. Somos diecinueve hombres dispuestos a
ofrecer nuestra vida por Pimpinela Escarlata si se
encuentra en peligro.
—En estos momentos no hace falta sacrificar
ninguna vida, amigo mío —replicó Marguerite
secamente—. Mi ingenio y cuatro caballos
veloces serán suficientes, pero tengo que saber
dónde puedo encontrar a mi marido. Mire —
añadió, mientras sus ojos se llenaban de
lágrimas—, me he humillado ante usted,
admitiendo la falta que he cometido. ¿Tendré que
confesarle también mi debilidad?.... Mi marido y
yo hemos estado muy alejados, porque él no
confiaba en mí, y porque yo estaba demasiado
ciega para entender lo que ocurría. Tiene usted
que reconocer que la venda que me había puesto
en los ojos era muy gruesa. ¿Es de extrañar que
no viera nada? Pero anoche, después de hacerle
caer involuntariamente en esta situación tan
peligrosa, la venda se desprendió bruscamente de
mis ojos. Aunque usted no me ayudara, sir
Andrew, lucharía a pesar de todo por salvar a mi
marido, pondría en juego toda mi capacidad por
él; pero es probable que me vea impotente, pues
podría llegar demasiado tarde, y en ese caso, a
usted sólo le quedaría un terrible remordimiento
para toda la vida, y... y... a mí, un dolor
insoportable.
—Pero, lady Blakeney —dijo sir Andrew,
conmovido por la seriedad de las palabras de
aquella mujer de exquisita belleza—, ¿no
comprende que lo que quiere hacer es una tarea
de hombres? No puede ir a Calais usted sola.
Correría tremendos riesgos, y las posibilidades
de encontrar a su marido son remotísimas,
aunque yo le dé indicaciones muy precisas.
—Ya sé que correré riesgos —murmuró
Marguerite dulcemente—, y que el peligro es
grande, pero no me importa. Son muchas las
culpas que tengo que expiar: Pero me temo que
está usted equivocado. Chauvelin está pendiente
de los movimientos de todos ustedes, y no se
fijará en mí. ¡Deprisa, sir Andrew! El coche está
preparado, y no podemos perder ni un minuto...
¡Tengo que encontrarlo! —repitió con
vehemencia casi frenéticamente—. ¡Tengo que
prevenirle de que ese hombre le persigue... ¿Es
que no lo entiende... es que no entiende que
tengo que encontrarle aunque sea... aunque sea
demasiado tarde para salvarle? Al menos... al
menos estaré con él en el último momento...
—Bien, señora; estoy a sus órdenes. Cualquiera
de mis camaradas y yo mismo daríamos gustosos
nuestra vida por su marido.
Si usted quisiera marcharse...
—No, amigo mío. ¿No se da cuenta de que me
volvería loca si le dejara ir sin mí? —Le tendió la
mano. ¿Confiará en mí?
—Estoy esperando sus órdenes —se limitó a
repetir sir Andrew.
—Escúcheme con atención. Tengo el coche
preparado para ir a Dover. Sígame lo más
rápidamente que le permitan sus caballos. Nos
veremos al anochecer en The Fisherman's Rest.
Chauvelin evitará esa posada, porque allí e
conocen, y pienso que es el lugar más seguro
para nosotros. Aceptaré de buen grado su
compañía hasta Calais... Como usted ha dicho, es
posible que no dé con sir Percy aunque usted me
explique lo que debo hacer. En Dover fletaremos
una goleta, y cruzaremos el canal por la noche.
Si está dispuesto a hacerse pasar por mi lacayo,
creo que no lo reconocerán.
—Estoy a su entera disposición, señora —
replicó el joven con la mayor seriedad—. Ruego
a Dios que aviste usted el Day Dream antes de
que lleguemos a Calais. Con Chauvelin
pisándole los talones, cada paso que dé
Pimpinela Escarlata en suelo francés estará
plagado de peligros.
—Que Dios le oiga, sir Andrew. Pero debemos
despedirnos ahora mismo. ¡Nos veremos mañana
en Dover! Esta noche, Chauvelin y yo
disputaremos una carrera en el canal de la
Mancha, y el premio será la vida de Pimpinela
Escarlata.
Sir Andrew besó la mano a Marguerite y la
acompañó hasta su silla. Al cabo de un cuarto de
hora, lady Blakeney se encontraba de nuevo en
The Crown, donde le esperaban el coche y los
caballos, listos para emprender el viaje. A los
pocos momentos galopaban estruendosamente
por las calles de Londres, y a continuación se
internaron en la carretera de Dover a una
velocidad de vértigo.
Marguerite no tenía tiempo para la
desesperación. Había acometido su tarea y no le
quedaba ni un minuto libre para pensar. Con sir
Andrew Ffoulkes por compañero y aliado,
renació la esperanza en su corazón.
Dios sería misericordioso. No permitiría que se
cometiera un crimen tan espantoso, la muerte de
un hombre valiente a manos de una mujer que lo
amaba, que lo adoraba, y que hubiera muerto
gustosa por él.
Los pensamientos de Marguerite volaron hacia
él, hacia el héroe misterioso, al que siempre
había amado sin saberlo cuando aún no conocía
su identidad. En los viejos tiempos, lo llamaba
burlonamente el oscuro rey que dominaba su
corazón, y de repente había descubierto que
aquel enigmático personaje al que adoraba y el
hombre que amaba apasionadamente eran el
mismo. No es de extrañar que en su mente
empezaran a brillar débilmente escenas más
felices. Pensó, de una forma vaga, en lo que le
diría a su marido cuando se encontraran cara a
cara una vez más.
Había experimentado tanta angustia y tanto
nerviosismo en el transcurso de las últimas horas,
que en aquellos momentos se permitió el lujo de
abandonarse a pensamientos más esperanzados y
alegres.
Poco a poco, el retumbar de las ruedas del
coche, con su incesante monotonía, actuó como
un bálsamo sobre sus nervios: sus ojos, doloridos
por el cansancio y las muchas lágrimas que no
había derramado, se cerraron involuntariamente,
y se sumió en un sueño intranquilo.
XXI
INCERTIDUMBRE
Ya estaba bien entrada la noche cuando
Marguerite llegó a The Fisherman’s Rest. Había
hecho todo el viaje en menos de ocho horas,
gracias a que, cambiando innumerables veces de
caballos en distintas postas, y pagando
invariablemente con largueza, siempre había
obtenido los animales mejores y más veloces.
También el cochero había sido infatigable; sin
duda, la promesa de una recompensa especial y
generosa le había ayudado a seguir adelante, y
puede decirse que el suelo literalmente soltaba
chispas bajo las ruedas del coche de su ama.
La llegada de lady Blakeney en mitad de la
noche produjo enorme revuelo en The
Fisherman’s Rest. Sally saltó precipitadamente
de la cama, y el señor Jellyband se tomó grandes
molestias para que su distinguida huésped se
encontrara cómoda.
Tanto Sally como su padre conocían demasiado
bien los modales de que debe hacer gala un
posadero que se precie para dar muestras de la
menor sorpresa ante la llegada de lady Blakeney
a solas y a hora tan insólita. Sin duda no
pensaban nada bueno, pero Marguerite estaba tan
absorta en la importancia —la terrible
gravedad— de su viaje que no se detuvo a
reflexionar sobre semejantes bagatelas.
El salón —escenario del reciente y vil atropello
perpetrado contra dos caballeros ingleses—
estaba completamente vacío. El señor Jellyband
se apresuró a encender de nuevo la lámpara,
reavivó un alegre fuego en el enorme hogar, y
arrastró hasta él un cómodo sillón, en el que
Marguerite se desplomó, agradecida.
—¿Su señoría piensa pasar aquí la noche? —
preguntó la guapa Sally, que ya había empezado
a extender un mantel níveo sobre la mesa, en
preparación de la sencilla cena que iba a servir a
su señoría.
—¡No! No toda la noche —contestó
Marguerite—. Pero no quiero ocupar ninguna
habitación. Unicamente me gustaría disponer de
este salón para mí sola durante un par de horas.
—Está a su entera disposición, señoría —dijo
el honrado Jellyband, cuya rubicunda cara se
mantenía impertérrita, para no delatar ante la
aristócrata la estupefacción ilimitada que el buen
hombre empezaba a experimentar.
—Cruzaré el canal en cuanto cambie la marea
—dijo Marguerite—, en la primera goleta que
pueda alquilar. Pero el cochero y los criados sí
pasarán la noche aquí, y probablemente varios
días más, así que espero que les atienda bien.
—Sí, señora. Yo cuidaré de ellos. ¿Desea su
señoría que Sally le traiga algo de cenar?
—Sí, por favor. Que traiga comida fría, y en
cuanto llegue sir Andrew Ffoulkes, hágale pasar
aquí.
—Sí, señora.
Muy a su pesar, el rostro de Jellyband
expresaba disgusto en aquellos momentos. Tenía
a sir Percy en gran estima, y no le gustaba ver a
su esposa a punto de escaparse con el joven sir
Andrew. Naturalmente, no era asunto suyo, y el
señor Jellyband no era un chismoso; pero, en lo
más profundo de su ser, recordó que su señoría
era, al fin y al cabo, una de esas «extranjeras», y,
¿quién podía extrañarse de que fuera tan inmoral
como todos los de su calaña?
—No se quede levantado, buen Jellyband —
añadió Marguerite amablemente—. Ni usted
tampoco, señorita Sally. Es posible que sir
Andrew llegue tarde.
A Jellyband le alegró infinitamente que Sally
pudiera ir a acostarse. Aquella historia no le
hacía ninguna gracia, pero lady Blakeney le
pagaría estupendamente por sus servicios, y,
después de todo, no era asunto suyo.
Sally dejó en la mesa una frugal cena a base de
carne fría, vino y fruta; después, con una
respetuosa reverencia, se retiró, preguntándose,
en su simpleza, por qué tendría un aire tan serio
su señoría si estaba a punto de fugarse con su
amante.
Ante Marguerite se presentaba una espera larga
y angustiosa. Sabía que sir Andrew —que tenía
que procurarse ropas adecuadas para su disfraz
de lacayo— no podía llegar a Dover hasta
pasadas al menos dos horas. Desde luego, era un
jinete excelente, y para él, los ciento y pico
kilómetros que separaban Londres de Dover
serían pan comido. También él arrancaría chispas
al suelo con los cascos de su caballo, pero cabía
la posibilidad de que no obtuviera buenas
cabalgaduras de refresco, y, de todos modos, no
podía haber salido de Londres hasta una hora
después que ella como mínimo.
Marguerite no había encontrado ni rastro de
Chauvelin en la carretera, y su cochero, al que
interrogó, no había visto a nadie que respondiera
a la descripción que le dio su ama de la figura
enjuta del pequeño francés.
Por tanto, saltaba a la vista que Chauvelin le
sacaba ventaja. Marguerite no se atrevió a hacer
preguntas en las distintas posadas en las que se
detuvieron para cambiar de caballos, temiendo
que Chauvelin hubiera apostado en el camino
espías que pudieran oírla, adelantarse a ella y
prevenir a su enemigo de su inminente llegada.
Pensó en qué posada se alojaría Chauvelin, y si
habría tenido la buena suerte de haber fletado un
barco y encontrarse ya camino de Francia. La
idea le oprimió el corazón como una barra de
hierro. ¿Sería realmente demasiado tarde?
La soledad de la habitación la agobiaba; todo lo
que la rodeaba respiraba una quietud espantosa;
el único ruido que rompía aquel terrible silencio
era el tictac del gran reloj, con una lentitud y
monotonía sin límites.
Marguerite tuvo que hacer acopio de todas sus
fuerzas, de toda su firmeza y resolución, para
mantener el coraje durante aquella espera
nocturna.
Excepto ella, todos los habitantes de la casa
debían haberse acostado. Había oído a Sally
subir a su habitación. El señor Jellyband se fue a
atender al cochero y los criados de lady
Blakeney, y al volver, se acomodó bajo el
porche, en el mismo sitio en que Marguerite
había visto a Chauvelin una semana antes. Sin
duda, tenía intención de esperar levantado a sir
Andrew Ffoulkes, pero al poco tiempo le venció
el sueño, pues, de repente, aparte del lento tictac
del reloj, Marguerite oyó el susurro rítmico y
pausado de la respiración del buen hombre.
Ya hacía rato que Marguerite se había dado
cuenta de que el hermoso y cálido día de octubre,
que tan felizmente había comenzado, había dado
paso a una noche helada y borrascosa. Tenía
mucho frío, y agradeció el alegre fuego que ardía
en el hogar. Poco a poco, a medida que pasaba el
tiempo, la noche fue empeorando, y el ruido de
las grandes olas rompientes que se estrellaban
contra el malecón del Almirantazgo, a pesar de
encontrarse bastante lejos de la posada, llegaba a
sus oídos como un trueno apagado.
El viento empezó a soplar con furia, haciendo
retumbar las ventanas de cristales emplomados y
las enormes puertas de la vieja casa; azotaba los
árboles y se colaba bramando por el tiro de la
chimenea. Marguerite pensó si el viento sería
favorable a su viaje. No tenía miedo a la
tempestad, y hubiera preferido enfrentarse a
peligros mucho peores que retrasar la travesía
una sola hora.
Una repentina conmoción en el exterior
interrumpió sus reflexiones. Sin duda era sir
Andrew Ffoulkes, que llegaba precipitadamente,
pues oyó los cascos de su caballo trapaleando en
las losas del patio, y la voz somnolienta pero
respetuosa del señor Jellyband dándole la
bienvenida.
En ese momento cayó en la cuenta de lo
incómodo de su situación: ¡sola, a una hora
insólita, en un lugar en que la conocían
perfectamente, acudiendo a una cita clandestina
con un joven caballero tan conocido como ella y
que aparecía disfrazado! ¡Buen tema para dar pie
a los chismorreos de gentes malintencionadas!
Marguerite se lo tomó por el lado cómico: era
tal el contraste entre la seriedad de su aventura, y
la interpretación que inevitablemente daría a sus
actos el honrado señor Jellyband, que, por
primera vez desde hacía muchas horas, en la
comisura de sus labios infantiles tembló una
sonrisilla, y cuando sir Andrew, casi
irreconocible con su atuendo de lacayo, entró en
el salón, le recibió con una alegre carcajada.
—¡A fe mía que me satisface su aspecto, señor
lacayo! —dijo.
El señor Jellyband iba detrás de sir Andrew,
con expresión de enorme perplejidad. El disfraz
del joven caballero había confirmado sus peores
sospechas. Sin permitirse ni una leve sonrisa en
su rostro jovial, sacó el tapón de la botella de
vino, preparó unas sillas, y se quedó esperando.
—Gracias, querido amigo —dijo Marguerite,
que seguía sonriendo al pensar en lo que debía
pasarle por la cabeza al buen hombre en aquel
mismo momento—. No necesitamos nada más.
Tome, por las molestias que ha tenido que
tomarse por nuestra culpa.
Le dio dos o tres monedas a Jellyband, que las
cogió respetuosamente, y con la gratitud que
hacía el caso.
—Un momento, lady Blakeney —intervino sir
Andrew, al ver que Jellyband se disponía a
retirarse—. Me temo que tendremos que poner a
prueba una vez más la hospitalidad de mi amigo
Jellyband. Siendo decirle que no podemos cruzar
el canal esta noche.
—¿Que no podemos cruzarlo esta noche? —
repitió Marguerite, estupefacta—. ¡Pero, sir
Andrew, tenemos que hacerlo! ¡Tenemos que
hacerlo! ¿Qué es eso de que «no podemos»?
Cueste lo que cueste, hay que fletar un barco esta
misma noche.
Pero el joven movió la cabeza tristemente.
—Me temo que no es una cuestión de precio,
lady Blakeney. Se aproxima una tempestad
terrible que viene de Francia, y el viento sopla
hacia nosotros. Es imposible zarpar hasta que
cambie de dirección.
Marguerite se puso mortalmente pálida. No
había previsto algo así. La mismísima Naturaleza
le estaba gastando una broma espantosa y cruel.
Percy se encontraba en peligro, y no podía llegar
hasta él, porque daba la casualidad de que el
viento soplaba de la costa francesa.
—¡Pero tenemos que ir! ¡No podemos
retrasarnos! —repitió con una vehemencia
extraña y persistente—. ¡Usted sabe que tenemos
que ir! ¿No puede encontrar algún medio?
—Ya he estado en la playa —replicó sir
Andrew—, y he hablado con los patrones de un
par de barcos. Es absolutamente imposible zarpar
esta noche, según me han asegurado todos los
marineros. Nadie puede salir de Dover esta
noche —añadió, mirando significativamente a
Marguerite—. Nadie.
Marguerite comprendió inmediatamente a qué
se refería. Aquel nadie incluía también a
Chauvelin. Asintió afablemente, mirando a
Jellyband.
—Bueno, habrá que resignarse —le dijo—.
¿Tiene una habitación para mí?
—Claro que sí, señoría. Una habitación muy
bonita, amplia y soleada. Diré que la preparen
inmediatamente... Y hay otra para sir Andrew...
Las dos estarán listas enseguida.
—Así se habla, querido Jellyband —dijo sir
Andrew animadamente, al tiempo que le daba
unas vigorosas palmadas en la espalda a su
anfitrión—. Abra las dos habitaciones, y deje las
velas en la cómoda. Juraría que está usted muerto
de sueño, y su señoría debe comer algo antes de
retirarse a descansar. Vamos, no tema nada,
amigo mío, y alegre un poco esa cara. La visita
de su señoría, aun a hora tan intempestiva, es un
gran honor para su casa, y sir Percy Blakeney le
recompensará por partida doble si se encarga
como es debido de que su esposa disfrute de
intimidad y comodidad.
Sin duda, sir Andrew había adivinado los
múltiples y encontrados temores y dudas que se
agolpaban en la mente del honrado Jellyband; y,
como era un caballero galante, con esta ocurrente
insinuación intentó acallar los escrúpulos del
buen posadero. Tuvo la satisfacción de
comprobar que, al menos en parte, lograba su
propósito. El rubicundo semblante de Jellyband
se iluminó al oír el nombre de sir Percy.
—Me encargaré de todo inmediatamente, señor
—dijo con presteza, y con una actitud menos
fría—. ¿Su señoría tiene todo lo que desea para
cenar?
—Está todo bien. Gracias, querido amigo.
Como estoy muerta de hambre y de cansancio, le
ruego que prepare las habitaciones lo antes
posible.
—Vamos, cuénteme —dijo Marguerite con
impaciencia en cuanto Jellyband abandonó el
salón—. ¿Qué noticias trae?
—No tengo mucho más que añadir, lady
Blakeney —contestó el joven—. A causa de la
tormenta, es imposible que zarpe ningún barco
de Dover con la próxima marea. Pero lo que al
principio ha podido parecerle una terrible
calamidad, es en realidad una suerte. Si nosotros
no podemos poner rumbo a Francia esta noche,
Chauvelin se encuentra en la misma situación.
—Es posible que haya zarpado antes de que se
desencadenara la tormenta.
—Ojalá fuera así —replicó sir Andrew
animadamente—, porque seguramente se habría
desviado de su ruta. ¿Quién sabe? A lo mejor
está en el fondo del mar en estos mismos
momentos, porque la tormenta es espantosa, y
cualquier embarcación pequeña que se encuentre
en alta mar tendrá muchas dificultades. Pero me
temo que no podemos cimentar nuestras
esperanzas en el naufragio de ese astuto zorro y
de sus planes asesinos. Los marineros con los
que he hablado me han asegurado que hacía
varias horas que no zarpaba de Dover ninguna
goleta. Por otra parte, he averiguado que esta
tarde llegó un forastero en coche, y que, al igual
que yo, hizo preparativos para cruzar el canal de
la Mancha.
—Entonces, ¿Chauvelin está todavía en Dover?
—Sin ninguna duda. ¿Quiere que le tienda una
emboscada y le atraviese con mi espada? Sería la
forma más rápida de deshacemos de ese
obstáculo.
—¡No bromee, sir Andrew! ¡Ay! Desde anoche
me he sorprendido en varias ocasiones deseando
la muerte de ese desalmado. ¡Pero lo que usted
propone es imposible! ¡Las leyes de este país
prohiben el asesinato! Sólo en nuestra hermosa
Francia se pueden cometer matanzas al por
mayor legalmente, en nombre de la libertad y del
amor fraterno.
Sir Andrew convenció a Marguerite de que se
sentara a la mesa para tomar algo de cena y beber
un vaso de vino. A Marguerite iba a resultarle
muy difícil soportar aquel descanso forzoso de al
menos doce horas, hasta que cambiara la marca,
en el estado de intenso ¡nerviosismo en que se
encontraba. Obediente como una niña en estos
pequeños asuntos, Marguerite intentó comer y
beber.
Sir Andrew, con la profunda comprensión de
todos los enamorados, casi logró hacerla feliz
hablándole de su marido. Le contó algunas de las
atrevidas fugas que el valiente Pimpinela
Escarlata había preparado para los desgraciados
fugitivos franceses a quienes una revolución
implacable y sanguinaria expulsaba de su país.
Los ojos de Marguerite brillaron de entusiasmo
cuando sir Andrew le habló de la valentía de sir
Percy, de su ingenio, de su infinita habilidad a la
hora de arrebatar a la cuchilla de la guillotina,
siempre a punto para asesinar, la vida de
hombres, mujeres y niños. Incluso le hizo sonreír
al hablarle de los múltiples disfraces de
Pimpinela Escarlata, siempre tan originales,
gracias a los cuales había burlado la más estrecha
vigilancia en las barricadas de París. La última
vez, la fuga de la condesa de Tournay y sus hijos
había sido una auténtica obra maestra, y
Blakeney, vestido como una repugnante vieja del
mercado, con un gorro pringoso y rizos grises y
desordenados, tenía un aspecto que hubiera
hecho reír al más serio de los mortales.
Marguerite rió de buena gana cuando sir
Andrew intentó describirle el atuendo de
Blakeney, cuyo mayor obstáculo radicaba
siempre en su gran estatura, que en Francia
dificultaba doblemente el disfrazarse.
Así transcurrió una hora. Tendrían que pasar
muchas más en una inactividad forzosa en
Dover. Marguerite se levantó de la mesa con un
suspiro de impaciencia. Pensó con terror en la
noche que le aguardaba en su habitación, con su
angustia por única compañía, y la sola ayuda del
bramido de la tempestad para conciliar el sueño.
Se preguntó dónde estaría Percy en aquellos
momentos. El Day Dream era un yate fuerte,
bien construido, capaz de navegar en alta mar.
Sir Andrew mantenía la opinión de que se habría
refugiado antes de que estallara la tempestad, o
que quizá no se habría arriesgado a salir a mar
abierto, en cuyo caso estaría anclado en
Gravesend.
Briggs era un patrón experto, y sir Percy sabía
gobernar una embarcación tan bien como un
marino consumado. La tempestad no
representaba ningún peligro para ellos.
Era más de medianoche cuando Marguerite
decidió retirarse a descansar. Tal y como se
temía, el sueño se negó reiteradamente a acudir a
sus ojos. Sus pensamientos no pudieron ser más
negros durante las largas horas de amargura en
que la furiosa tempestad le separaba de Percy. Al
oír el ruido de las lejanas olas rompientes, su
corazón lloró de melancolía. Se encontraba en
ese estado de ánimo en que el mar ejerce un
efecto entristecedor sobre los nervios. Sólo
cuando nos sentimos muy dichosos podemos
contemplar con alegría la extensión ilimitada de
agua, que se mece incansablemente, con una
monotonía persistente e irritante, acompañando a
nuestros pensamientos, sean éstos tristes o
alegres. Cuando son alegres, las olas nos
devuelven su alegría, como un eco; pero cuando
son tristes, parece como si cada vaivén del mar
aumentara nuestra tristeza y nos hablara de lo
absurdo e insignificante de todas nuestras
alegrías.
XXII
CALAIS
Aun la noche más angustiosa o el día más largo
tarde o temprano toca inevitablemente a su fin.
Marguerite pasó más de quince horas sometida
a una tortura mental tan espantosa que a punto
estuvo de volverse loca. Tras una noche de
insomnio, se levantó temprano, incapaz de
dominar su nerviosismo, ardiendo en deseos de
iniciar el viaje, horrorizada ante la posibilidad de
que se interpusieran más obstáculos en su
camino. Temía tanto tiempo de perder su única
oportunidad de partir, que se levantó antes de
que ningún habitante de la casa se hubiera puesto
en movimiento.
Cuando bajó al salón, encontró a sir Andrew
Ffoulkes allí sentado. Había salido media hora
antes para ir al malecón del Almirantazgo, donde
había comprobado que ni el paquebote francés ni
ningún barco fletado por un particular podía
zarpar todavía de Dover. La tempestad estaba en
su apogeo, y estaba cambiando la marea. Si el
viento no amainaba o cambiaba de dirección, se
verían obligados a esperar otras diez o doce
horas hasta la siguiente marea para iniciar la
travesía. Y ni la tormenta había amainado, ni el
viento había cambiado, y la marea bajaba
rápidamente.
Al enterarse de tan pésimas noticias,
Marguerite se sumió en negra desesperación.
Únicamente su inquebrantable resolución evitó
que se desmoronase, lo que hubiera aumentado la
preocupación de sir Andrew, que era ya muy
profunda.
Aunque trataba de disimularlo, Marguerite
observó que el joven estaba tan ansioso como
ella por encontrar a su camarada y amigo. La
inactividad forzosa era terrible para ambos.
Marguerite jamás hubiera podido explicar
cómo pasaron aquel angustioso día en Dover.
Como le horrorizaba dejarse ver, pues los espías
de Chauvelin podía andar por allí cerca, pidió en
la posada que le dejaran un salón privado, y sir
Andrew y ella estuvieron allí sentados
incontables horas, forzándose a tomar, muy de
cuando en cuando, las comidas que les servía la
pequeña Sally, sin otra cosa en que ocuparse más
que pensar, hacer conjeturas, y sólo en contadas
ocasiones, albergar cierta esperanza.
La tempestad había amainado cuando ya era
demasiado tarde; la marea estaba demasiado baja
para que una embarcación pudiese levar anclas.
El viento había cambiado, y se estaba
transformado en una favorable brisa del noroeste,
una auténtica bendición del cielo para realizar
una travesía rápida hasta Francia.
Y allí siguieron esperando, preguntándose
cuándo llegaría la hora en que pudieran partir.
Aquel día largo y angustioso había tenido sus
momentos de alegría: sir Andrew bajó de nuevo
al malecón, y volvió inmediatamente para
contarle a Marguerite que había alquilado una
goleta muy veloz, cuyo capitán estaba preparado
para zarpar en cuanto la marca les fuese
favorable.
Desde aquel instante, las horas se les antojaron
menos pesadas; la espera fue menos angustiosa
hasta que al fin, a las cinco de la tarde,
Marguerite, cubierta por un tupido velo y seguida
por sir Andrew Ffoulkes, que, con atuendo de
lacayo, llevaba varios bultos de equipaje, se
dirigieron al malecón.
Una vez a bordo, el aire fresco y penetrante del
mar reanimó a lady Blakeney; la brisa era lo
suficientemente fuerte como para hinchar las
velas del Foam Crest, que navegaba alegremente
hacia alta mar.
Tras la tormenta, el sol era esplendoroso, y
Marguerite, al contemplar los blancos
acantilados de Dover que desaparecían de su
vista poco a poco, se sintió más tranquila, y casi
esperanzada.
Sir Andrew era todo amabilidad con ella, y
Marguerite pensó que era muy afortunada por
tenerle a su lado en aquella situación tan difícil.
Poco a poco, entre las brumas vespertinas, que
cerraban rápidamente, fue destacándose la gris
costa de Francia. Se veía el destello de una o dos
luces, y las torres de varias iglesias, que
asomaban por entre la niebla.
Al cabo de media hora Marguerite
desembarcaba en territorio francés. Había
regresado a un país en que, en aquel mismo
instante, los hombres asesinaban a sus
semejantes a centenares, y enviaban al matadero
a miles de mujeres y niños inocentes.
El propio aspecto del país y sus habitantes, aun
en aquel remoto pueblo costero, daba testimonio
de la bullente revolución que se desarrollaba a
casi quinientos kilómetros de distancia, en la
hermosa ciudad de París, que se había convertido
en un lugar repugnante a causa del constante fluir
de la sangre de sus hijos más nobles, de los
gemidos de las viudas, de los gritos de los niños
huérfanos.
Todos los hombres llevaban gorros rojos —con
diversos grados de limpieza—, con la escarapela
tricolor prendida a la izquierda. Marguerite
observó, con un estremecimiento, que en lugar
del semblante risueño y alegre a que estaba
acostumbrada, en el rostro de sus compatriotas
había una invariable expresión de desconfianza y
disimulo.
En los tiempos que corrían, cada persona
espiaba a los demás: la palabra más inocente,
pronunciada en son de broma, podía esgrimirse
en cualquier momento como prueba de
tendencias aristocráticas, o de traición al pueblo.
Incluso las mujeres iban con una extraña mirada
de temor y odio acechando en sus ojos oscuros, y
contemplaron a Marguerite cuando bajó a tierra,
seguida por sir Andrew, murmurando a su paso:
«Sacrés aristos!» o «Sacrés Angais!».
Por lo demás, la presencia de ambos no
despertó ningún otro comentario. En aquellos
días, Calais mantenía comunicaciones
comerciales constantes con Inglaterra, y en sus
costas se veían con frecuencia comerciantes
ingleses. Todo el mundo sabía que, debido a los
fuertes impuestos que había que pagar en
Inglaterra, se pasaban de contrabando grandes
cantidades de vinos y coñacs franceses. Este
hecho complacía enormemente al bourgeois
francés; le encantaba ver cómo el gobierno y el
rey inglés, a los que odiaba, perdían de esta
forma una parte de sus ingresos. Un
contrabandista inglés era siempre bien recibido
en las tabernuchas de mala muerte de Calais y
Bolonia.
Seguramente por eso, mientras sir Andrew
llevaba a Marguerite por las tortuosas calles de
Calais, muchos de sus habitantes, que volvían la
cabeza soltando un terno al paso de aquellos
extranjeros vestidos a la moda inglesa, pensarían
que estaban allí para adquirir objetos por los que
había que pagar derechos de aduana en su país de
nieblas, y apenas se fijaban en ellos.
Pero Marguerite no dejaba de pensar en cómo
habría podido pasar desapercibido en Calais sir
Percy, con su enorme estatura, en qué disfraz
habría adoptado para realizar su noble tarea sin
llamar demasiado la atención.
Sin intercambiar más que unas cuantas
palabras, sir Andrew atravesó con ella toda la
ciudad, hasta llegar al extremo opuesto del que
habían desembarcado, y a continuación se
dirigieron al cabo Gris—Nez. Las calles eran
angostas, tortuosas, y en la mayoría había un
hedor insoportable, una mezcla de pescado
podrido y de sótano húmedo. La noche anterior
había llovido intensamente, y a veces,
Marguerite se hundía hasta el tobillo en el barro,
pues las calles carecían de iluminación, a no ser
por la luz tenue de la lámpara de una casa de
trecho en trecho.
Pero no hizo el menor caso a aquellas molestias
insignificantes: «Es posible que veamos a
Blakeney en la posada del Chat Gris», le había
dicho sir Andrew al desembarcar, y
experimentaba la sensación de caminar sobre una
alfombra de pétalos de rosa, pues iba a ver a su
marido muy pronto.
Finalmente llegaron a su destino. Saltaba a la
vista que sir Andrew conocía el camino, porque
se movía con seguridad en medio de la
oscuridad, y no había preguntado a nadie por
dónde debían ir. Estaba tan oscuro que
Marguerite no observó el aspecto exterior de la
casa. El Chat Gris, como lo había llamado sir
Andrew, era una pequeña posada de las afueras
de Calais, por la que había que pasar para ir —al
Gris—Nez. Se encontraba a cierta distancia de la
costa, pues el ruido del mar se oía a lo lejos.
Sir Andrew golpeó la puerta con la
empuñadura de su bastón, y en el interior
Marguerite distinguió un leve gruñido y el
murmullo de una retahíla de juramentos. Sir
Andrew volvió a llamar, en esta ocasión con
mayor vehemencia: se oyeron más juramentos, y
a continuación unas pisadas que se arrastraban
hacia la puerta. Al cabo de unos instantes se
abrió de par en par, y Marguerite comprobó que
se encontraba en el umbral de la habitación más
miserable y destartalada que había visto en su
vida.
El papel de las paredes colgaba, hecho jirones;
al parecer, no había ni un solo mueble en la
instancia del que pudiera decirse, aun haciendo
gala de una gran imaginación, que estuviera
«entero». La mayor parte de las sillas tenían el
respaldo roto, otras carecían de asiento; una
esquina de la mesa estaba apoyada sobre un
montón de astillas, en sustitución de la pata.
En un rincón de la habitación había un enorme
hogar, sobre el que colgaba un puchero, del que
emanaba un aroma a sopa caliente no demasiado
desagradable. A un lado, en lo alto de la pared,
había una especie de desván, ante el que colgaba
una andrajosa cortina de cuadros blancos y
azules. Al desván se accedía por un tramo de
escalones desvencijados.
En las paredes desnudas, con el papel
descolorido y salpicadas de manchas de diversa
procedencia, habían escrito con tiza, en
caracteres grandes y gruesos, las siguientes
palabras: «Liberté, Egalité, Fraternité».
El sórdido cuchitril estaba débilmente
iluminado por una lámpara de aceite apestosa,
que colgaba de las desvencijadas vigas del techo.
Todo tenía un aspecto tan miserable, tan sucio y
desalentador, que Marguerite casi no se atrevió a
traspasar el umbral.
Sin embargo, sir Andrew entró sin la menor
vacilación.
—¡Viajeros ingleses, ciudadano! —dijo
enérgicamente, en trances.
El individuo que había acudido a la puerta para
responder a la llamada de sir Andrew, y que,
presumiblemente era el propietario de aquel
miserable cuchitril, era un campesino de edad,
muy corpulento, que llevaba una sucia blusa
azul, unos pesados zuecos, de los que sobresalían
briznas de paja, unos raídos pantalones azules, y
el inevitable gorro rojo con la escarapela tricolor,
que proclamaba sus opiniones políticas del
momento. Llevaba una pipa corta de madera, que
despedía un olor a tabaco rancio. Miró con cierto
recelo y enorme desprecio a los viajeros,
murmuró «Sacrrréés Anglais» y escupió en el
suelo para dar otra muestra de su independencia
de espíritu, no obstante lo cual se apartó para
dejarles paso, muy consciente, sin duda, de que
aquellos sacrrréés Anglais siempre llevaban la
bolsa bien llena.
—¡Dios mío! —exclamó Marguerite, cruzando
la habitación con un pañuelo pegado a su
delicada nariz—. ¡Qué garito tan espantoso!
¿Está seguro de que éste es el sitio que
buscábamos?
—Sí, estoy completamente seguro —contestó
el joven, sacudiendo una silla para que se sentara
Marguerite con su pañuelo ribeteado de encaje,
muy a la moda—. Pero juro que jamás había
visto una pocilga tan infame.
—Hay que reconocer que no resulta muy
acogedor —dijo Marguerite, mirando a su
alrededor con cierta curiosidad, horrorizada ante
las paredes destartaladas, las sillas rotas y la
mesa desvencijada.
El posadero del Chat Gris —que se llamaba
Brogard— no volvió a prestar atención a sus
huéspedes. Llegó a la conclusión de que pedirían
la cena de un momento a otro, pero hasta
entonces, un ciudadano libre no tenía por qué
mostrar deferencia, ni siquiera cortesía, a nadie,
por elegantemente que fuera vestido.
Junto al hogar había una figura agazapada,
vestida, al parecer, enteramente con harapos:
debía ser una mujer, aunque hubiera resultado
difícil asegurar ese extremo, a no ser por el
gorro, que en sus buenos tiempos había sido
blanco, y por algo que vagamente recordaba a
unas enaguas. Mascullaba algo para sus adentros,
y de vez en cuando removía la pócima del
puchero.
—Eh, amigo —dijo al fin sir Andrew—,
quisiéramos cenar algo... Juraría que la
ciudadana —añadió, señalando al montón de
harapos agazapado junto al fuego— está
confeccionando una sopa deliciosa, y mi ama no
prueba bocado desde hace varias horas.
Brogard tardó varios minutos en atender la
petición. ¡Un ciudadano libre no se precipita así
como así a cumplir los deseos de quienes le
piden algo!
—¡Sacrrréés aristos! —murmuró, y volvió a
escupir en el suelo.
A continuación se dirigió con mucha calma a
un aparador que había en un rincón de la
habitación; sacó una vieja sopera de peltre y,
lentamente, sin pronunciar palabra, se la dio a su
media naranja, que, igualmente silenciosa, se
puso a llenar el recipiente con la sopa del
puchero.
Marguerite contempló estos preparativos
horrorizada; de no haber sido por la gravedad del
asunto que la había llevado hasta allí, hubiera
escapado sin el menor pudor de aquel cuchitril
lleno de suciedad y espantosos olores.
—¡Vaya! La verdad es que nuestros anfitriones
no son precisamente alegres —dijo sir Andrew,
al ver la expresión de horror del rostro dé
Marguerite—. Ojalá pudiera ofrecerle una
comida más abundante y apetitosa... pero creo
que la sopa es comestible y el vino bueno. Estas
gentes se revuelcan en la suciedad, pero por lo
general viven bien.
—Le ruego que no se preocupe por mí, sir
Andrew —dijo con dulzura—. Mi cabeza no se
encuentra en condiciones de darle demasiadas
vueltas a un asunto como la comida.
Brogard prosiguió lentamente con sus
preparativos: colocó en la mesa un par de
cucharas y dos vasos, que sir Andrew tuvo la
precaución de limpiar cuidadosamente.
El mesonero también puso una botella de vino
y un trozo de pan, y Marguerite hizo un esfuerzo
para acercar su silla a la mesa y simular que
comía. Sir Andrew, como convenía a su papel de
lacayo, se quedó de pie detrás de la silla de lady
Blakeney.
—Por favor, señora —dijo, al ver que
Marguerite parecía incapaz de comer—, le ruego
que intente tomar aunque sea un bocado.
Recuerde que va a necesitar todas sus fuerzas.
La verdad es que la sopa no estaba demasiado
mala; olía y sabía bien. A Marguerite le hubiera
gustado, a no ser por el terrible entorno. No
obstante, partió el pan, y bebió un poco de vino.
—Sir Andrew, no puedo verle de pie —dijo—.
Usted necesita comer tanto como yo. Este
individuo pensará que soy una inglesa excéntrica
que se ha fugado con su lacayo si usted se sienta
a mi lado y comparte conmigo este remedo de
cena.
Efectivamente; después de dejar en la mesa lo
absolutamente imprescindible, Brogard no volvió
a ocuparse de sus huéspedes. La mére Brogard
abandonó la habitación en silencio, arrastrando
los pies, y el hombre se quedó allí
holgazaneando y sacando humo a su apestosa
pipa, a veces bajo las mismísimas narices de
Marguerite, como debe hacer cualquier
ciudadano libre que se precie.
—¡Maldito animal! —exclamó sir Andrew, con
auténtica indignación británica, cuando Brogard
se apoyó en la mesa, fumando y mirando con aire
de suficiencia a aquellos dos sacrés Anglais.
—En el nombre del cielo, sir Andrew —le
reprendió Marguerite rápidamente, al ver que el
joven, con un instinto netamente británico,
apretaba el puño amenazadoramente—, recuerde
que está usted en Francia, y que en este año de
gracia, la gente actúa así.
—¡Me encantaría retorcerle el pescuezo a ese
animal— murmuró sir Andrew, enfurecido.
Siguiendo el consejo de Marguerite, se había
sentado a su lado, y los dos hacían nobles
esfuerzos para engañarse mutuamente,
simulando que comían y bebían.
—Le ruego que no despierte las iras de ese
individuo —dijo Marguerite—, para que conteste
a las preguntas que tenemos que hacerle.
—Haré lo posible, pero le aseguro que
preferiría retorcerle el pescuezo a hacerle
preguntas. ¡Eh, amigo! —dijo afablemente en
francés, dado un ligero golpecito a Brogard en el
hombro—. ¿Vienen muchos de nuestra clase por
aquí? Quiero decir viajeros ingleses.
Brogard miró a su alrededor, por encima del
hombro, dio un par de chupadas a la pipa, pues
no tenía ninguna prisa por contestar, y murmuró:
—Pues... a veces.
—¡Ah! —exclamó sir Andrew, con aire
despreocupado—. Los viajeros ingleses saben
dónde se puede beber buen vino, ¿eh, amigo?
Pero dígame una cosa... Mi señora quisiera saber
si por casualidad ha visto usted a un buen amigo
suyo, un caballero inglés, que viene a Calais con
frecuencia por asuntos de negocios. Es muy alto,
y hace unos días partió hacia París... Mi señora
esperaba reunirse con él aquí, en Calais.
Marguerite intentó no mirar a Brogard, para no
delatar la terrible ansiedad con que esperaba su
respuesta. Pero un ciudadano francés libre nunca
tiene prisa por contestar a una pregunta; Brogard
tardó unos momentos en responder con mucha
calma:
—¿Inglés alto? ¿Hoy? ¡Sí!
—¿Le ha visto? —preguntó sir Andrew, en
tono despreocupado.
—Sí, hoy —masculló Brogard, de mal humor.
A continuación quitó tranquilamente el sombrero
de sir Andrew de una silla que estaba a su lado,
se lo puso, se estiró la sucia blusa, e intentó
expresar con una pantomima que el individuo en
cuestión llevaba unas ropas muy elegantes—.
Sacré aristo ese inglés tan alto! —masculló.
Marguerite apenas pudo reprimir un grito.
—No cabe duda de que es sir Percy —
murmuró—, ¡y sin disfraz!
Sonrió, a pesar de la preocupación y de las
lágrimas que empezaban a agolparse en sus ojos,
al pensar en «la pasión dominante llevada hasta
la muerte»; en Percy, enfrentándose a los
peligros más terribles con una chaqueta de última
moda y los encajes de la camisa impecables.
—¡Ah, qué temerario es! —suspiró—.
¡Deprisa, sir Andrew! Pregúntele a ese hombre
cuándo se marchó.
—Ah, sí, amigo mío —añadió sir Andrew, con
la misma actitud de indiferencia—, mi señor
siempre lleva una ropa muy bonita. No cabe
duda de que el caballero que usted ha visto es el
amigo de mi señora. ¿Y dice que se ha
marchado?
—Sí, se fue... pero volverá... aquí. Ha
encargado la cena...
Sir Andrew puso rápidamente la mano en el
brazo de Marguerite para prevenirla; el gesto
llegó justo a tiempo, pues al momento siguiente,
la loca alegría que experimentaba lady Blakeney
la hubiera delatado. Se encontraba bien, a salvo,
y volvería en cualquier momento, lo vería quizá
al cabo de unos instantes... ¡Ah! Pensó que no
podría soportar tanta alegría.
—¿Aquí? —le preguntó a Brogard, que de
repente se había transformado a sus ojos en un
mensajero celestial de felicidad—. ¿Dice que el
caballero inglés volverá aquí?
El mensajero celestial escupió en el suelo para
expresar su desprecio por todos y cada uno de los
aristos que se empeñaban en frecuentar el Chat
Gris.
—¡Que sí! —masculló—. Ha encargado la
cena... y volverá... ¡Sacrés Anglais! —añadió, a
modo de protesta contra el lío que armaban por
un simple inglés.
—Pero, ¿dónde está ahora? ¿No lo sabe? —
preguntó Marguerite impaciente, posando su
mano blanca y delicada en la sucia manga de la
camisa del hombre.
—Se fue a buscar un caballo y un carro —
respondió Brogard lacónicamente, al tiempo que,
con un gesto agrio, se quitaba del brazo aquella
hermosa mano que muchos príncipes habían
besado con orgullo.
—¿A qué hora salió?
Pero saltaba a la vista que Brogard estaba harto
de tantas preguntas. Pensaba que no estaba bien
que a un ciudadano —que era el igual de
cualquiera— le interrogasen de aquella forma
unos sacrés aristos, aunque fueran ingleses ricos.
Lo propio de su dignidad recién adquirida era
mostrarse lo más grosero posible, pues sin duda
responder dócilmente a unas preguntas
respetuosas era señal inequívoca de servilismo.
—No lo sé —replicó secamente—. Ya he
hablado bastante, ¡voyons, les aristos!.. Llegó
hoy. Encargó la cena. Salió. Volverá. ¡Voilà!
Y tras esta última declaración de sus derechos
de ciudadano y hombre libre, es decir, ser tan
grosero como le viniera en gana, Brogard salió
de la habitación arrastrando los pies y dando un
portazo.
XXIII
LA ESPERANZA
—Vamos, señora —dijo sir Andrew, al ver que
Marguerite parecía dispuesta a llamar a su
malhumorado anfitrión para que volviera—.
Creo que será mejor que lo dejemos en paz. No
le sacaremos nada más, y quizá despertemos sus
sospechas. No sabemos cuántos espías podrían
estar acechándonos en este pueblo dejado de la
mano de Dios.
—¡Y qué me importa ahora que sé que mi
marido se encuentra bien y que voy a verle casi
enseguida! —replicó Marguerite alegremente.
—¡Chist! —dijo sir Andrew, realmente
preocupado, pues, llevada por su entusiasmo,
Marguerite había hablado en voz bastante alta.
En los días que corren, hasta las paredes tienen
oídos en Francia.
Sir Andrew se levantó precipitadamente de la
mesa, y dio varias vueltas por aquella habitación
miserable y desnuda, parándose a escuchar con
atención junto a la puerta, por la que acababa de
desaparecer Brogard, pero sólo distinguió unos
juramentos mascullados y lentas pisadas.
Después se encaramó a los desvencijados
escalones que subían hasta el desván, con el fin
de asegurarse de que no había ningún espía de
Chauvelin rondando por allí.
—¿Estamos solos, señor lacayo? —preguntó
Marguerite animadamente cuando el joven
volvió a sentarse a su lado—. ¿Podemos hablar?
—¡Con mucha cautela! —suplicó sir Andrew.
—¡Vamos, sir Andrew! ¡Qué cara tan triste!
¡Yo estoy tan contenta que me pondría a bailar!
Ya no hay nada que temer. Nuestro barco está en
la playa, el Foam Crest se encuentra a menos de
tres kilómetros mar adentro, y mi marido estará
aquí, bajo este mismo techo, quizá dentro de
media hora. Ya nada puede detenernos.
Chauvelin y su banda aún no han llegado.
—¡No, señora! Me temo que eso no lo
sabemos.
—¿Qué quiere decir?
—Chauvelin estaba en Dover al mismo tiempo
que nosotros.
—Atrapado por la misma tempestad que nos
impedía zarpar.
—Efectivamente. Pero... No he querido
decírselo antes, por temor a asustarla, pero lo vi
en la playa unos cinco minutos antes de que
embarcáramos. Al menos en ese momento
hubiera jurado que era él. Iba disfrazado de curé,
de tal modo que ni siquiera Satán, que es su
protector, hubiera podido reconocerlo. Pero le oí
hablar cuando intentaba alquilar un barco para
que lo llevara rápidamente a Calais, y debió
zarpar menos de una hora después que nosotros.
La expresión de alegría se borró
inmediatamente del rostro de Marguerite.
Comprendió bruscamente que Percy corría un
riesgo terrible al encontrarse en suelo francés.
Chauvelin le seguía, pisándole los talones; y allí,
en Calais, el astuto diplomático era
todopoderoso: una palabra suya y encontrarían a
Percy, y lo apresarían, y...
Experimentó la sensación de que se le helaba
hasta la última gota de sangre en las venas; ni
siquiera en los momentos de peor angustia que
había pasado en Inglaterra había comprendido
con tanta claridad la inminencia del peligro que
corría su marido. Chauvelin había jurado enviar a
Pimpinela Escarlata a la guillotina, y en aquellos
momentos, el audaz conspirador, cuyo
anonimato le había servido hasta entonces de
salvaguardia, había quedado al descubierto ante
su enemigo más cruel e implacable, y todo por
culpa de Marguerite.
Al apresar a lord Tony y sir Andrew Ffoulkes
en el salón de The Fisherman’s Rest, Chauvelin
se había apoderado de los documentos que
contenían todos los planes de la última
expedición. Armand St. Just, el conde de
Tournay, y los demás monárquicos fugitivos
debían reunirse con Pimpinela Escarlata, o según
se había decidido en un principio, con dos
emisarios suyos, aquel mismo día, el dos de
octubre, en un lugar que conocían los miembros
de la Liga, al que de una forma un tanto vaga se
denominaba «cabaña del Pére Blanchard».
Armand, cuyos compatriotas aún no sabían que
mantenía relaciones con Pimpinela Escarlata ni
que condenaba la brutal política del Reinado del
Terror, había partido de Inglaterra hacía algo más
de una semana, con las instrucciones pertinentes
que le permitirían encontrar a los demás
fugitivos y llevarlos a lugar seguro.
Marguerite sabía esto desde el principio, y sir
Andrew había confirmado sus conjeturas.
También sabía que cuando sir Percy se enterase
de que Chauvelin había robado los documentos
de los planes y las instrucciones para sus
camaradas, sería demasiado tarde para
comunicarse con Armand o enviar nuevas
instrucciones a los fugitivos.
Acudirían sin remedio al lugar señalado en la
fecha acordada, inconscientes del grave peligro
que aguardaba a su valiente salvador.
Blakeney, que había organizado y planeado
toda la expedición, como tenía por costumbre, no
permitiría que ninguno de sus camaradas más
jóvenes corriera el riesgo de que lo capturasen
casi con toda seguridad. Este era el motivo de la
apresurada nota que les había enviado en el baile
de lord Grenville: «Parto mañana, yo solo».
Y ahora que su enemigo más implacable
conocía su identidad, vigilarían cada uno de sus
pasos en cuanto pusiera el pie en Francia. Los
emisarios de Chauvelin seguirían todos sus
movimientos, lo perseguirían hasta que llegara a
la misteriosa cabaña en que le esperaban los
fugitivos, y allí la trampa se cerraría sobre él y
sobre ellos.
Sólo disponían de una hora —la hora que
Marguerite y sir Andrew sacarán de ventaja a su
enemigo— para prevenir a Percy del inminente
peligro, y para convencerle de que abandonara
tan temeraria aventura, que sólo podía culminar
en su muerte.
Pero al menos quedaba una hora.
—Chauvelin conoce esta posada, por los
documentos que robó —dijo sir Andrew en tono
apremiante—, y en cuanto desembarque vendrá
directamente aquí.
—Aún no ha desembarcado —dijo
Marguerite—. Le sacamos una hora de ventaja, y
Percy llegará de un momento a otro. Ya
habremos cruzado la mitad del canal cuando
Chauvelin caiga en la cuenta de que hemos
escapado de sus manos.
Pronunció estas palabras con nerviosismo y
vehemencia, deseando transmitir a su joven
amigo la esperanza y el optimismo que su
corazón se empeñaba en alentar, pero sir Andrew
movió la cabeza con pesar.
—¿También ahora guarda silencio, sir
Andrew? —dijo Marguerite con un deje de
impaciencia—. ¿Por qué mueve la cabeza y pone
esa cara tan triste?
—Perdóneme, señora —replicó—, pero es que
al trazar sus planes de color de rosa, está
olvidando el factor más importante.
—¿A qué diablos se refiere? No he olvidado
nada... ¿De qué factor está hablando? —añadió
aún más impaciente.
—Mide casi dos metros —replicó sir Andrew
pausadamente—, y lleva por nombre Percy
Blakeney.
—No lo entiendo —musitó Marguerite.
—¿Acaso cree que Blakeney se marchará de
Calais sin haber llevado a cabo la tarea que se ha
impuesto?
—¿Quiere decir que... ?
—Está el anciano conde de Tournay...
—¿El conde... ? —repitió Marguerite en un
susurro.
—Y St. Just... y más personas...
—¡Mi hermano! —exclamó Marguerite,
sollozando de angustia y aflicción—. Que Dios
me perdone, pero me temo que lo había olvidado.
—En este mismo momento, esos fugitivos
esperan con absoluta confianza y una fe
inamovible la llegada de Pimpinela Escarlata,
que ha empeñado su honor en llevarlos sanos y
salvos hasta la otra orilla del canal.
¡Efectivamente, Marguerite lo había olvidado!
Con el sublime egoísmo de la mujer que ama con
toda su alma, en las últimas veinticuatro horas
había dedicado todos sus pensamientos
únicamente a Percy. Su mente estaba ocupada
por la vida de su marido, tan precoz, tan noble, y
por el peligro que corría, él, su amado, el héroe
valiente.
—¡Mi hermano! —murmuró, y, una a una,
fueron agolpándose en sus ojos gruesas lágrimas
de dolor, al recordar a Armand, el compañero
adorado de su niñez, el hombre por el que había
cometido el pecado mortal por cuya causa se
encontraba en peligro la vida de su valiente
esposo.
—Sir Percy no sería el jefe querido y venerado
por un grupo de caballeros ingleses si
abandonase a quienes han depositado su
confianza en él —dijo sir Andrew con orgullo—.
En cuanto a no mantener su palabra, la sola idea
es ridícula.
Guardaron silencio durante unos instantes.
Marguerite ocultó el rostro entre las manos, y
dejó que las lágrimas se deslizaran lentamente
entre sus dedos temblorosos. El joven no dijo
nada: le partía el alma la inmensa aflicción de
aquella hermosa mujer. Desde el principio había
sentido el terrible impasse en que los había
sumido a todos la imprudencia de Marguerite.
Conocía demasiado bien a su amigo y jefe, con
su tremenda osadía, su valentía sin límites, la
adoración que profesaba a su propia palabra de
honor. Sir Andrew sabía que Blakeney
arrostraría cualquier peligro y correría los
mayores riesgos antes de quebrantarla, y, con
Chauvelin pisándole los talones, habría una
última tentativa, por desesperada que fuese, de
rescatar a quienes confiaban en él plenamente.
—Sí, sir Andrew —dijo al fin Marguerite,
haciendo valerosos esfuerzos por secar sus
lágrimas—, tiene usted razón, y yo no me
deshonraré intentando disuadirle de que cumpla
con su deber. Como usted dice, mis ruegos serían
vanos. Que Dios le dé fortaleza y habilidad —
añadió con vehemencia y resolución—, para
burlar a sus perseguidores. Quizá no se niegue a
llevarle consigo cuando inicie su noble tarea.
Entre los dos, reunirán astucia y valor. ¡Que Dios
los proteja a ambos! Pero será mejor que no
perdamos tiempo. Sigo pensando que la
seguridad de Percy depende de que sepa que
Chauvelin le sigue.
—Indudablemente. Blakeney posee unos
recursos prodigiosos. En cuanto sea consciente
del peligro que corre, obrará con mayor
precaución, y su ingenio es verdaderamente
portentoso.
—Entonces, ¿por qué no hace usted una
expedición de reconocimiento por el pueblo
mientras yo espero aquí a que regrese mi
marido? A lo mejor se topa con Percy, y eso nos
ahorraría un tiempo muy valioso. Si le encuentra,
dígale que tenga cuidado. ¡Su peor enemigo
viene pisándole los talones!
—Pero, ¿cómo va a esperar usted en semejante
cuchitril?
—¡No me importa lo más mínimo! Pero podría
preguntarle a nuestro malhumorado anfitrión si
me permitiría esperar en otra habitación, en la
que estuviera a resguardo de las miradas curiosas
de algún viajero que pasara por aquí. Ofrézcale
una buena cantidad, para que no se olvide de
avisarme en cuanto vuelva el inglés.
Pronunció estas palabras tranquilamente,
incluso con cierto optimismo, trazando planes,
preparada para lo peor en caso de que fuera
necesario. Ya no cometería más errores;
demostraría que era digna de su marido, que iba
a sacrificar su vida por salvar a sus semejantes.
Sir Andrew la obedeció sin vacilar.
Instintivamente, Marguerite sabía que en
aquellas circunstancias su mente era la más
poderosa. Sir Andrew estaba dispuesto. a
someterse a su dirección, a ser el instrumento,
mientras que ella sería el cerebro rector.
El joven se dirigió a la puerta de la habitación
interior, por la que habían desaparecido Brogard
y su mujer momentos antes, y llamó. Como de
costumbre, la respuesta consistió en una retahíla
de juramentos en voz baja.
—¡Eh, amigo Brogard! —dijo el joven en tono
imperioso—. Mi señora quisiera descansar un
rato. ¿Puede darle otra habitación? Le gustaría
estar sola.
Sacó dinero del bolsillo, y lo hizo tintinear
significativamente en una mano. Brogard abrió la
puerta y escuchó la petición de sir Andrew con la
apatía y el mal humor habituales en él. Pero, a la
vista del dinero, su actitud indolente sufrió un
ligero cambio. Se quitó la pipa de la boca y entró
en la habitación arrastrando los pies.
A continuación señaló hacia el desván por
encima del hombro.
—¡Puede quedarse ahí arriba! —dijo, soltando
un gruñido—. Es cómoda, y además, no tengo
más habitaciones.
—Me parece perfecto —dijo Marguerite en
inglés. Comprendió inmediatamente las ventajas
que le brindaría un lugar como aquel, oculto a las
miradas indiscretas—. Déle el dinero, sir
Andrew. Ahí arriba estaré bien, y podré verlo
todo sin que me vean a mí.
Asintió, dirigiéndose a Brogard, que,
condescendiente, se dignó subir al desván y
sacudir la paja que había en el suelo.
—Le ruego que no cometa ninguna
imprudencia, señora —dijo sir Andrew cuando
Marguerite se disponía a remontar los
desvencijados escalones—. Recuerde que este
lugar está infestado de espías. Le suplico que no
se descubra ante sir Percy, a menos que tenga la
absoluta certeza de que se encuentra a solas con
él.
Mientras pronunciaba estas palabras,
comprendió que era innecesario tomar esta
precaución: Marguerite poseía la misma calma y
claridad de ideas que cualquiera. No cabía
ninguna posibilidad de que cometiera una
imprudencia.
—No se preocupe —replicó, tratando de
mostrarse alegre—. Le aseguro que no lo haré.
No quisiera poner en peligro la vida de mi
marido, ni sus planes, hablándole ante
desconocidos. No tema. Esperaré a que se me
presente la ocasión, y le ayudaré de la forma que
considere más adecuada.
Brogard bajó las escaleras, y Marguerite se
dispuso a subir a su escondite.
—No me atrevo a besarle la mano, señora —
dijo sir Andrew cuando Marguerite empezó a
remontar los escalones—, puesto que soy su
lacayo, pero confío en que todo salga bien. Si no
encuentro a Blakeney en el plazo de media hora,
volveré con la esperanza de que esté aquí.
—Sí, eso será lo mejor. Podemos permitirnos
el lujo de esperar media hora. Es imposible que
Chauvelin llegue antes. Quiera Dios que o usted
o yo hayamos visto a Percy para entonces. ¡Qué
tenga buena suerte, amigo mío! No se preocupe
por mí.
Marguerite remontó con ligereza los
desvencijados escalones de madera que llevaban
al desván. Brogard no le prestó la menor
atención. Podía ponerse cómoda en la pequeña
habitación o no; el posadero lo dejaba a su
elección. Sir Andrew estuvo observándola hasta
que llegó al desván y se sentó en la paja.
Marguerite corrió las raídas cortinas, y el joven
comprobó que se encontraba extraordinariamente
bien situada para ver y oír sin que nadie notara su
presencia.
Había pagado a Brogard con largueza; el
malhumorado posadero no tendría motivo alguno
para delatarla. Sir Andrew se dispuso a salir. Al
llegar a la puerta se dio la vuelta y miró al
desván. Por entre las deshilachadas cortinas
divisó el dulce rostro de Marguerite, que lo
observaba, y el joven se regocijó al ver que tenía
una expresión serena y que incluso sonreía. Tras
inclinar la cabeza a modo de despedida, sir
Andrew salió a la oscuridad.
XXIV
LA TRAMPA MORTAL
El cuarto de hora siguiente transcurrió rápida y
silenciosamente. En la habitación de abajo,
Brogard pasó un buen rato recogiendo la mesa, y
disponiéndola para otro huésped.
Como Marguerite estuvo observando estos
preparativos, se le antojó que el tiempo se
deslizaba más deprisa. Aquel remedo de cena
estaba destinado a Percy. Saltaba a la vista que
Brogard profesaba cierto respeto al inglés de
elevada estatura, pues se tomó bastantes
molestias para conseguir que la habitación
resultara un poco más acogedora que antes.
Incluso sacó de un escondrijo del viejo
aparador algo que recordaba a un mantel; y
cuando lo extendió y vio que estaba lleno de
agujeros, movió la cabeza dubitativamente unos
rnomentos e hizo todo lo posible por colocarlo
sobre la mesa de tal modo que quedaran ocultas
la mayor parte de sus lacras.
A continuación sacó una servilleta, igualmente
vieja y raída, pero con cierto grado de limpieza,
y procedió a secar cuidadosamente con ella el
vaso, las cucharas y los platos que había
colocado en la mesa.
Marguerite no pudo por menos que sonreír al
contemplar todos aquellos preparativos, que
Brogard llevó a cabo acompañándolos de una
serie de juramentos entre dientes. No cabía duda
de que la gran estatura y corpulencia del inglés, o
quizá el peso de sus puños, inspiraban un temor
extraordinario a aquel ciudadano libre de
Francia, pues en otro caso no se habría tomado
tantas molestias por un sacré aristo.
Cuando la mesa estuvo lista, por decirlo de
alguna manera, Brogard examinó su obra con
evidente satisfacción. Después quitó el polvo a
una de las sillas con una punta de su blusa,
removió el puchero, arrojó un montón de astillas
al fuego, y abandonó la habitación con la cabeza
gacha.
Marguerite se quedó a solas con sus
reflexiones. Había extendido su capa de viaje
sobre la paja, y estaba sentada cómodamente,
pues la paja estaba limpia y los desagradables
olores de abajo llegaban hasta ella bastante
atenuados.
En aquellos momentos. se sentía casi dichosa;
dichosa porque, el asomar la cabeza por entre las
andrajosas cortinas, veía una silla desvencijada,
un mantel desgarrado, un vaso, un plato y una
cuchara; simplemente por eso. Pero aquellos
objetos feos y mudos parecían decirle que
estaban esperando a Percy; que pronto, muy
pronto, él estaría allí, que en aquella habitación
miserable y vacía se encontrarían los dos a solas.
La idea era tan maravillosa que Marguerite
cerró los ojos con el fin de borrar todo lo demás
de su mente. Al cabo de unos minutos estaría a
solas con él; Percy la tomaría en sus brazos, y
Marguerite le haría comprender que, después de
aquello, moriría gustosa por él y con él, porque
no era posible que existiera mayor felicidad
sobre la tierra.
¿Y qué ocurriría a continuación? Marguerite no
podía adivinarlo ni siquiera remotamente.
Naturalmente, sabía que sir Andrew tenía razón,
que Percy haría todo cuanto se había propuesto;
que ella, aun estando allí, no podría hacer otra
cosa que prevenirle para que obrara con
precaución, pues lo seguía el mismísimo
Chauvelin. Después de haberle avisado, no le
quedaría más remedio que ver cómo se
embarcaba en aquella misión terrible y temeraria;
no podría intentar retenerlo, con una palabra o
una mirada. Tendría que obedecer lo que le
ordenara hacer, aunque le dijera que
desapareciese, y esperar, sometiéndose a una
tortura indescriptible, mientras Percy iba quizá al
encuentro de la muerte.
Pero incluso eso le parecía menos insoportable
que la idea de que él no llegara a saber cuánto lo
amaba, al menos no tendría que pasar por aquel
trance. La miserable habitación, que parecía
esperarle, le decía que pronto estaría allí.
De repente, sus hipersensibles oídos
percibieron el ruido de pasos que se acercaba, y
el corazón le dio un vuelco de alegría
desenfrenada. ¿Sería Percy al fin? No; aquellas
pisadas no parecían tan largas ni tan firmes como
las suyas. Además, creyó distinguir dos pisadas
distintas. ¡Sí! ¡Eso era! Dos hombres se
aproximaban a la posada. Dos forasteros que
quizá querían tornar una copa, o...
Pero no le dio tiempo a hacer más conjeturas,
pues inmediatamente llamaron imperiosamente a
la puerta, y a los pocos instantes la abrieron
bruscamente desde fuera, mientras una voz
áspera y dominante gritaba:
—¡Eh, ciudadano Brogard! ¡Hola!
Marguerite no veía a los recién llegados, pero,
por un agujero que había en una de las cortinas
podía observar una parte de la habitación de
abajo.
Oyó las lentas pisadas de Brogard, que salía de
la habitación de dentro, mascullando una retahíla
de juramentos, como de costumbre. Al ver a los
nuevos huéspedes, se detuvo en medio de la
estancia, dentro del campo de visión de
Marguerite; los miró aún con mayor desprecio y
desdén del que había hecho gala con sus
anteriores huéspedes, y murmuró: «¡Sacrée
soutane!».
Marguerite experimentó la sensación de que el
corazón dejaba de latirle; sus ojos,
desmesuradamente abiertos, se clavaron en uno
de los recién llegados, que, en aquel mismo
momento, avanzó rápidamente hacia Brogard.
Llevaba sotana, sombrero de ala ancha y zapatos
con hebilla, el atuendo normal del curé francés,
pero cuando se situó frente al posadero, se abrió
unos instantes la sotana y dejó al descubierto el
pañuelo tricolor de los funcionarios, detalle que
provocó en Brogard la reacción inmediata de
cambiar su actitud de desprecio por un
servilismo medroso.
Fue la visión de aquel curé lo que a Marguerite
le heló la sangre en las venas. No podía verle la
cara, pues el sombrero de ala ancha la ocultaba
casi por completo, pero reconoció las manos
largas y huesudas, la ligera giba de la espalda,
los ademanes de aquel hombre. ¡Era Chauvelin!
El horror de la situación la dejó paralizada,
como si le hubieran dado un golpe; la terrible
decepción, el temor a lo que pudiera ocurrir, le
hicieron tambalearse, y tuvo que hacer un
esfuerzo casi sobrehumano para no desplomarse
sin sentido.
—Un plato de sopa y una botella de vino —le
dijo Chauvelin a Brogard en tono imperioso—. Y
después, lárgate de aquí. ¿Entendido? Quiero
estar solo.
En silencio, sin mascullar ningún juramento,
Brogard obedeció, Chauvelin se sentó a la mesa
que estaba preparada para el inglés alto, y el
mesonero se puso a trajinar de un lado a otro con
actitud servil, sirvió la sopa y escanció el vino.
El hombre que acompañaba a Chauvelin, al que
Marguerite no podía ver, se quedó de pie junto a
la puerta.
Respondiendo a una brusca señal de Chauvelin,
Brogard volvió precipitadamente a la habitación
de dentro, y aquél hizo un gesto al hombre que
había venido con él.
Marguerite lo reconoció enseguida; era Desgas,
secretario y hombre de confianza de Chauvelin,
al que había visto varias veces en París, en
tiempos pasados. Cruzó la estancia, y se quedó
escuchando con atención junto a la puerta de la
habitación de los Brogard unos momentos.
—¿No están escuchando? —preguntó
Chauvelin secamente.
—No, ciudadano.
Durante unos segundos, Marguerite temió que
Chauvelin ordenara a Desgas que registrara la
posada. No se atrevía a imaginar qué ocurriría si
la descubrían. Pero, por suerte, Chauvelin
parecía más impaciente por hablar con su
secretario que temeroso de los espías, pues le
dijo a Desgas que volviera rápidamente a su
lado.
—¿Y la goleta inglesa? —preguntó.
—Se perdió de vista al anochecer, ciudadano
—contestó Desgas—, pero después puso rumbo
al oeste, hacia el cabo Gris—Nez
—¡Ah, bien! —murmuró Chauvelin—. Y el
capitán Jutley… ¿qué le ha dicho?
—Me aseguró que ha obedecido sin reservas
todas las órdenes que le envió usted la semana
pasada. Desde entonces han patrullado todas las
carreteras que llevan hasta aquí noche y día, y
vigilan estrechamente la playa y los acantilados.
—¿Sabe dónde está la «cabaña del Pére
Blanchard»?
—No, ciudadano. Al parecer, nadie conoce un
lugar con ese nombre. Naturalmente, hay muchas
cabañas de pescadores por toda la costa, pero...
—Está bien, ¿Y qué me dice de esta noche?. —
le interrumpió Chauvelin, impaciente.
—Están patrullando las carreteras y la playa
como de costumbre, ciudadano, y el capitán
Jutley espera sus órdenes.
—Pues vaya a verle inmediatamente. Dígale
que envíe refuerzos a todas las patrullas,
especialmente a las que están en la playa. ¿Ha
entendido?
Chauvelin hablaba secamente, sin rodeos, y
cada palabra que pronunciaba resonaba en el
corazón de Marguerite como el toque de
difundos de sus más fervientes esperanzas.
—Los hombres deben vigilar lo más
estrechamente posible para descubrir a cualquier
desconocido que pase por la carretera o la playa,
tanto si va andando, a caballo o en carruaje —
prosiguió Chauvelin—. Que tengan cuidado
sobre todo con un extranjero de elevada estatura,
del que no voy a dar ninguna descripción más,
pues probablemente irá disfrazado; pero no podrá
disimular su estatura, a no ser que vaya
encorvado. ¿Ha entendido?
—Perfectamente, ciudadano —repuso Desgas.
—En cuanto cualquiera de los hombres divise a
un desconocido, que no lo pierdan de vista. Una
vez que lo descubran, el hombre que le pierda la
pista a ese extranjero, pagará su negligencia con
la vida. Pero que venga inmediatamente un
hombre a comunicármelo aquí. ¿Queda claro?
—Absolutamente claro, ciudadano.
—Muy bien. Vaya a ver a Jutley enseguida.
Asegúrese de que envía los refuerzos a la patrulla
de servicio, y pídale al capitán que le
proporcione otra media docena de hombres y
tráigalos aquí cuando usted vuelva. Puede
regresar dentro de diez minutos. Vamos.
Desgas saludó y se dirigió a la puerta.
Mientras Marguerite escuchaba horrorizada las
instrucciones que daba Chauvelin a su
subordinado, comprendió con toda claridad,
espantada, los planes para la captura del
Pimpinela Escarlata. Chauvelin quería que los
fugitivos siguieran creyendo que se encontraban
a salvo, y que esperaran en su apartado escondite
a que Percy se reuniera con ellos. Entonces,
rodearían al audaz conspirador y lo cogerían con
las manos en la masa, en el mismo momento en
que estuviera ayudando a unos monárquicos, que
eran traidores a la república. Así, si se divulgaba
la noticia de su captura, ni siquiera el gobierno
británico podría elevar una protesta legal a su
favor, pues al haber conspirado con los enemigos
del gobierno francés, Francia tenía derecho a
condenarlo a muerte.
Entonces sería imposible que escaparan, ni
Pimpinela Escarlata ni los demás, con todas las
carreteras sometidas a estrecha vigilancia, la
trampa bien preparada, la red, floja de momento,
pero tensándose cada vez más, hasta que se
cerrara sobre el osado conspirador, cuya astucia
sobrehumana no podría librarlo de la tupida
malla.
Cuando Desgas estaba a punto de salir,
Chauvelin volvió a llamarle.
Marguerite pensó vagamente qué otros planes
diabólicos se le habrían ocurrido para atrapar a
un hombre valiente, que luchaba en solitario
contra treinta o cuarenta. Le miró cuando se
volvió para hablar con Desgas—, apenas
distinguía su cara bajo el sombrero de curé, de
ala ancha. En aquellos momentos, su delgado
rostro y sus ojillos pálidos expresaban un odio
tan implacable, una maldad tan demoníaca, que
en el corazón de Marguerite se extinguió la
última esperanza, pues no podía esperar la menor
piedad.
—Se me olvidaba una cosa —dijo Chauvelin,
con una extraña risita, frotándose las delgadas
manos, como garras, con gesto de malvada
satisfacción—. Es posible que ese extranjero se
muestre un tanto agresivo. En ese caso, recuerde
que no se debe disparar contra él, a no ser como
último recurso. Lo quiero vivo... si es posible.
Se echó a reír, como nos cuenta Dante que ríen
los demonios al contemplar la tortura de los
condenados. Marguerite pensaba que ya había
experimentado toda la gama del horror y la
angustia que puede soportar el corazón humano;
sin embargo, cuando Desgas salió de la casa, y
ella se quedó sola con la única compañía de un
desalmado como Chauvelin en aquella miserable
y desolada habitación, se dio cuenta de que todo
cuanto había sufrido hasta entonces no era nada
en comparación con lo que la aguardaba.
Chauvelin siguió riendo para sus adentros un
buen rato, frotándose las manos en anticipación
de su triunfo.
Sus planes estaban bien trazados, y era más que
probable que los llevara a cabo con éxito. No
quedaba ni una rendija por la que pudiera escapar
al hombre más valiente y astuto del mundo.
Todas las carreteras protegidas, hasta el último
rincón vigilado, y en aquella cabaña solitaria de
un lugar perdido de la costa, un pequeño grupo
de fugitivos esperando a su salvador, al que
llevarían a la muerte; no, a algo peor que la
muerte. Aquel desalmado con atuendo sagrado,
era demasiado malvado para permitir que un
hombre valeroso tuviera la muerte rápida y
repentina de un soldado en cumplimiento de su
deber.
Por encima de todo, lo que Chauvelin deseaba
era tener en su poder, impotente, al astuto
enemigo que hasta entonces se había burlado de
él; quería regodearse y disfrutar con su caída,
infligirle las torturas morales y mentales que sólo
un odio implacable puede idear. El águila
valiente, atrapada, y con sus nobles alas cortadas,
estaba condenada a someterse a los mordiscos de
la rata. Y ella, su esposa, que lo amaba, y que
había sido la causante de su situación, no podía
hacer nada para ayudarle.
Nada, salvo esperar la muerte a su lado, y unos
breves instantes para decirle que su amor —
verdadero, apasionado— le pertenecía por
completo.
Chauvelin estaba sentado junto a la mesa; se
quitó el sombrero, y Marguerite distinguió el
contorno de su perfil y de la afilada barbilla al
inclinarse sobre la frugal cena. Saltaba a la vista
que estaba muy contento, y que esperaba el
desarrollo de los acontecimientos con absoluta
calma; incluso daba la impresión de estar
saboreando la insípida comida de Brogard.
Marguerite pensó cómo un ser humano podía
albergar tanto odio contra otro.
De repente, mientras observaba a Chauvelin, a
sus oídos llegó un ruido que la dejó helada. Y sin
embargo, aquel ruido no debería haber inspirado
horror a nadie, pues era simplemente una voz
fresca y alegre cantando de buena gana «God
Save the King!».
«God Save the King»: «Dios salve al rey», himno nacional
británico (N. de la T.)
XXV
EL ÁGUILA Y EL ZORRO
A Marguerite se le cortó la respiración;
experimentó la sensación de que su vida quedaba
en suspenso mientras escuchaba aquella voz y
aquella canción. Había reconocido al cantante:
era su marido. También Chauvelin lo había oído,
pues, tras lanzar una rápida mirada hacia la
puerta, se apresuró a coger el sombrero de ala
ancha y a encasquetárselo en la cabeza.
La voz se oía cada vez más cerca; durante
breves instantes, se apoderó de Marguerite un
deseo irrefrenable de correr escaleras abajo y
atravesar la habitación, hacer callar aquella voz a
cualquier precio, rogar al alegre cantante que
huyera, que huyera para salvar su vida antes de
que fuera demasiado tarde. Refrenó su impulso
justo a tiempo. Chauvelin la apresaría antes de
que llegara a la puerta, y, además, Marguerite no
sabía si había apostado más soldados por allí
cerca. Su impetuosa acción hubiera podido ser la
señal que acabara con la vida del hombre por
cuya salvación estaba dispuesta a morir.
«Que sea largo su reinado,
Dios salve al rey»
cantaba la voz con más fuerza que antes. Al poco
tiempo se abrió la puerta y se hizo un silencio
absoluto durante unos segundos.
Marguerite no podía ver la puerta; contuvo la
respiración, tratando de imaginar lo que ocurría.
Naturalmente, nada más entrar, Percy Blakeney
vio al curé sentado a la mesa; su vacilación no
duró más de cinco segundos, y al poco
Marguerite vio su alta figura atravesando la
habitación, mientras decía en voz alta y animada:
—¡Eh! ¿No hay nadie en la casa? ¿Dónde está
ese imbécil de Brogard?
No se había quitado aún el magnífico traje de
montar que llevaba cuando Marguerite le viera
por última vez en Richmond, hacía ya muchas
horas. Como de costumbre, su atuendo era
absolutamente impecable; los delicados encajes
del cuello y puños se mantenían inmaculados, las
manos eran blancas y delgadas, llevaba el pelo
meticulosamente peinado y el monóculo con su
habitual gesto de afectación. La verdad era que,
en aquel momento, hubiera podido pensarse que
sir Percy Blakeney se dirigía a una fiesta en casa
del príncipe de Gales en lugar de estar metiendo
la cabeza, deliberadamente y a sangre fría, en la
trampa que le había tendido su más implacable
enemigo.
Se quedó unos instantes en medio de la
habitación, mientras que Marguerite,
completamente paralizada de terror, parecía
incapaz incluso de respirar.
A cada momento esperaba que Chauvelin
hiciera una señal, que la posada se llenara de
soldados, y deseaba echar a correr escaleras
abajo para ayudar a Percy a vender cara su vida.
Al verlo allí parado, totalmente ajeno al peligro,
estuvo a punto de gritarle:
—¡Huye, Percy! ¡Es tu enemigo! ¡Escapa antes
de que sea demasiado tarde!
Pero ni siquiera le dio tiempo a hacer eso,
porque al momento siguiente Blakeney se dirigió
lentamente a la mesa, y, dando unas palmaditas
joviales en la espalda al curé, dijo, en su habitual
tono afectado e indolente:
—¡Vaya, vaya!... Monsieur Chauvelin... Juro
que jamás habría pensado que fuera a
encontrármelo aquí. Chauvelin, que iba a llevarse
la sopa a la boca, casi se ahogó. Su delgado
rostro se puso completamente rojo, y un fuerte
ataque de tos impidió a aquel astuto
representante de Francia delatar la sorpresa más
grande que había experimentado en su vida. No
cabía duda de que aquella atrevida jugada del
enemigo absolutamente inesperada, y su osadía y
descaro, le dejaron estupefacto
momentáneamente.
Saltaba a la vista que no había tomado la
precaución de ordenar que los soldados rodearan
la posada. También saltaba a la vista que
Blakeney lo había adivinado, y su ingenioso
cerebro ya debía haber trazado algún plan para
sacar partido a aquella entrevista inesperada.
En el desván, Marguerite no hizo el menor
movimiento. Había prometido solemnemente a
sir Andrew que no le dirigiría la palabra a su
marido en presencia de extraños, y poseía
suficiente autocontrol como para no entrometerse
impulsiva e irracionalmente en los planes de sir
Percy. Observar a aquellos dos hombres juntos
en silencio supuso una terrible prueba de
fortaleza para ella. Marguerite había oído a
Chauvelin dar órdenes para que las carreteras
estuvieran constantemente vigiladas. Sabía que si
Percy salía en ese momento del Chat Gris, no
podría llegar muy lejos sin que lo viera alguno de
los hombres del capitán Jutley que patrullaban
por los alrededores, cualquiera que fuese la
dirección que tomara. Por otra parte, si se
quedaba en la posada, Desgas tendría tiempo de
volver con la media docena de hombres que
había pedido Chauvelin.
La trampa empezaba a cerrarse, y lo único que
podía hacer Marguerite era observar y pensar qué
ocurriría. Los dos hombres formaban un
tremendo contraste, y de los dos, era Chauvelin
el que mostraba un cierto temor. Marguerite lo
conocía lo suficiente como para adivinar lo que
pasaba por su cabeza. No temía por sí mismo, a
pesar de encontrarse a solas en una posada
solitaria con un hombre muy corpulento y de una
audacia y temeridad que parecían increíbles.
Sabía que Chauvelin hubiera arrostrado de buena
gana las situaciones más arriesgadas por el bien
de la causa que defendía de corazón, pero de lo
que sí tenía miedo era de que aquel inglés
desvergonzado le derribara de un puñetazo y
multiplicara así sus posibilidades de escapar.
Probablemente sus esbirros no lograrían capturar
a Pimpinela Escarlata si no los dirigía una mano
astuta y un cerebro sagaz, cuyo incentivo era un
odio implacable.
Pero el representante del gobierno francés no
tenía ningún motivo de temor, al menos de
momento, a manos de su poderoso adversario.
Blakeney, con su risa más necia y una expresión
bondadosa en el rostro, le dio unos golpecitos en
la espalda con gran solemnidad.
—No sabe usted cuánto lo siento —dijo
alegremente—. Lo siento muchísimo... Tengo la
impresión de que le he molestado... y, encima, la
sopa... Es que comer sopa es un lío... Sin ir más
lejos, un amigo mío murió tomando sopa...
ahogado... igual que usted... por una cucharada
de sopa.
Y dirigió a Chauvelin una sonrisa tímida,
bondadosa.
—¡Qué barbaridad! —prosiguió en cuanto el
francés se hubo repuesto un poco—. ¡Qué garito
tan repugnante éste! ¿No le parece?... Esto... ¿me
permite? —añadió, en tono de disculpa, al
tiempo que se sentaba en una silla que estaba
junto a la mesa y acercaba hacia sí la sopera—.
Ese imbécil de Brogard debe hacerse quedado
dormido o algo por el estilo.
Había otro plato en la mesa, y sir Percy se
sirvió sopa tranquilamente; a continuación
escanció vino en un vaso.
Marguerite no dejaba de pensar qué haría
Chauvelin. Su disfraz era tan bueno que quizá
tuviera la intención de negar su identidad en
cuanto se repusiera por completo. Pero
Chauvelin era demasiado astuto para dar un paso
en falso tan evidente e infantil, y tendiéndole la
mano a sir Percy, le dijo en tono afable:
—Estoy realmente encantado de verle, sir
Percy. Le ruego que me disculpe... pensaba que
estaba usted al otro lado del canal. La sorpresa
casi me ha dejado sin aliento.
—¡Desde luego! —exclamó sir Percy,
sonriendo amablemente—. Eso me ha parecido,
¿verdad... monsieur... esto... Chambertin?
—Perdone, pero es Chauvelin.
—Le pido disculpas... mil veces le pido
disculpas. Sí, eso es, Chauvelin... Nunca se me
quedan los nombres extranjeros...
Comía tranquilamente la sopa, y reía de buen
humor, como si hubiera ido hasta Calais con el
propósito exclusivo de cenar en aquella posada
asquerosa, en compañía de su archienemigo.
Marguerite no acertaba a comprender por qué
Percy no derribaba al francés de un puñetazo en
aquel mismo momento... y sin duda, a su marido
debió ocurrírsele algo parecido, pues de vez en
cuando, brillaba en sus ojos un destello
amenazador al posarlos en la breve figura de
Chauvelin, que ya había recobrado el control de
sí mismo y también comía tranquilamente.
Pero aquella mente perspicaz, que había
trazado y llevado a término tantos planes
audaces, era demasiado clarividente para
arriesgarse innecesariamente. Al fin y al cabo, la
posada podía estar infestada de espías, y cabía la
posibilidad de que Chauvelin hubiera sobornado
al posadero. A un grito del francés podían acudir
veinte hombres que reducirían a Blakeney de
inmediato y lo apresarían sin darle tiempo a
ayudar, o al menos a prevenir, a los fugitivos. No
podía arriesgarse a eso; estaba dispuesto a
ayudarles, a sacarles de Francia sanos y salvos;
porque les había dado su palabra, y la mantendría
a toda costa. Y mientras comía y charlaba, no
dejaba de pensar y planear, y arriba, en el
desván, una pobre mujer angustiada se devanaba
los sesos decidiendo qué debía hacer, sometida a
la tortura de tener que refrenar el deseo de correr
hasta él, sin atreverse a mover por temor a
desbaratar los planes de su marido.
—No sabía que usted... esto... tuviera las
órdenes sagradas —dijo Blakeney jovialmente.
—Pues... yo... —tartamudeó Chauvelin.
Saltaba a la vista que la tranquilidad y el
descaro de su antagonista le había hecho perder
su equilibrio habitual.
—Pero, de todos modos, le habría reconocido
—prosiguió sir Percy afablemente, mientras se
servía otro vaso de vino—, aunque el sombrero y
la peluca le cambian mucho.
—¿Usted cree?
—¡Desde luego! Cualquier persona se
transforma... Pero... espero que no le haya
molestado este comentario... Tengo la mala
costumbre de hacer comentarios sobre todo...
Espero que no le haya molestado...
—¡No, no, en absoluto! En fin... Espero que
lady Blakeney se encuentre bien —dijo
Chauvelin, apresurándose a cambiar el tema de
conversación.
Blakeney terminó la sopa con mucha lentitud,
bebió el vaso de vino, y a Marguerite le pareció
que recorría la habitación con una rápida mirada.
—Muy bien, gracias —replicó al fin,
secamente.
Se hizo una pausa, durante la cual Marguerite
pudo contemplar a los dos enemigos que debían
estar midiendo sus fuerzas mentalmente. Vio a
Percy sentado a la mesa, su rostro casi entero, a
menos de diez metros de donde ella estaba
agazapada, confundida, sin saber qué hacer ni
qué pensar. Ya había dominado el impulso de
bajar y revelar su presencia a sir Percy. Un
hombre capaz de representar un papel con la
maestría que él lo estaba haciendo en aquel
momento no necesitaba que una mujer le
aconsejara que obrase con cautela.
Marguerite se abandonó a un placer muy
preciado por cualquier mujer enamorada, el de
mirar al hombre que amaba. Por entre las raídas
cortinas contempló la hermosa cara de su marido,
en cuyos indolentes ojos azules y tras cuya necia
sonrisa veía con toda claridad la fuerza, el valor
y el ingenio que habían logrado que los
seguidores de Pimpinela Escarlata confiaran en
él y le venerasen. «Somos diecinueve hombres
dispuestos a sacrificar nuestra vida por su
marido, lady Blakeney», le había dicho sir
Andrew; y al mirar la frente de Percy, baja pero
amplia y cuadrada, los ojos, azules, hundidos y
de mirada intensa, el continente en una palabra,
de un hombre de brío indomable, que ocultaba,
tras una comedia perfectamente representada,
una fuerza de voluntad casi sobrehumana y un
ingenio portentoso, comprendió la fascinación
que ejercía sobre sus seguidores, pues, ¿acaso no
había hechizado también el corazón y la
imaginación de Marguerite?
Chauvelin, que trataba de disimular su
impaciencia con sus amables modales, lanzó una
rápida ojeada a su reloj. Desgas no tardaría
mucho en aparecer; dos o tres minutos más, y
aquel inglés desvergonzado estaría en las seguras
manos de media docena de los hombres más
leales del capitán Jutley.
—¿Se dirige usted a París, sir Percy? —
preguntó con aire despreocupado.
—¡Ni hablar! —exclamó Blakeney, riendo—.
Sólo llegaré hasta Lille... París no me gusta ...
Me parece un lugar repugnante e incómodo en
estos momentos... monsieur Chambertin...
perdone... ¡Chauvelin!
—No para un inglés como usted, sir Percy —
replicó Chauvelin sarcásticamente—, a quien no
le interesa el conflicto que lo asola.
—Sí, la verdad es que no es asunto mío, y
nuestro maldito gobierno está de su parte en esta
historia. El viejo Pitt no se atreve a matar una
mosca. Pero parece que tiene usted prisa, señor
—añadió al ver que Chauvelin volvía a sacar el
reloj—. Una cita, tal vez... Le ruego que no se
preocupe por mí... Yo dispongo de tiempo
sobrado.
Se levantó de la mesa y arrastró una silla hasta
la chimenea. Una vez más, Marguerite estuvo
tentada de acercarse a él, porque el tiempo se
agotaba; Desgas podía regresar en cualquier
momento con sus hombres. Percy no lo sabía y...
¡Oh! ¡Qué terrible era aquello, y qué impotente
se sentía!
—No tengo ninguna prisa —prosiguió Percy
afablemente—, pero a fe mía que no quisiera
pasar más tiempo del absolutamente
imprescindible en este cuchitril dejado de la
mano de Dios. Pero, señor —añadió, al ver que
Chauvelin miraba disimuladamente el reloj por
tercera vez—, ese reloj no andará más deprisa
por mucho que lo mire. ¿Está esperando a un
amigo?
—Sí, eso es. ¡A un amigo!
—Supongo que no será una dama, monsieur
l'Abbé —dijo sir Percy, riendo—. Me imagino
que la santa iglesia no permitirá... ¿eh?.... Pero
acérquese al fuego... Empieza a hacer un frío de
mil demonios.
Dio una patada a la leña con el tacón de su
bota, y los troncos soltaron una llamarada. Al
parecer, sir Percy no tenía ninguna prisa por
marcharse, y estaba totalmente ajeno al peligro
que le acechaba. Arrastró otra silla hasta la
chimenea, y Chauvelin, cuya impaciencia era ya
incontrolable, se sentó junto al hogar, de tal
modo que podía dominar la puerta desde su
asiento. Desgas se había marchado hacía casi un
cuarto de hora. En su dolor, Marguerite
comprendió con toda claridad que, en cuanto
llegara su subordinado, Chauvelin abandonaría
todos los demás planes concernientes a los
fugitivos para capturar al desvergonzado
Pimpinela Escarlata de inmediato.
—Eh, monsieur Chauvelin —dijo sir Percy
animadamente—, dígame, ¿es guapa su amiga?
Hay que ver lo hermosas que son algunas
francesitas... Pero, claro, no tengo por qué
preguntar estas cosas —añadió, dirigiéndose con
aire indolente hacia la mesa en la que habían
cenado—. En materia de buen gusto, la iglesia
nunca se ha quedado atrás...
Pero Chauvelin no le prestaba atención. Tenía
los cinco sentidos clavados en la puerta por la
que entraría Desgas de un momento a otro.
También los pensamientos de Marguerite estaban
centrados allí, porque sus oídos habían percibido
de repente, en medio del silencio de la noche, el
ruido de numerosas pisadas rítmicas no muy
lejos.
Eran Desgas y sus hombres. ¡Tres minutos más
y entrarían en la posada! Tres minutos más y
ocurriría algo espantoso: la valiente águila caería
en la trampa. Marguerite hubiera querido gritar,
pero no se atrevió ni siquiera a moverse; porque
mientras oía a los soldados aproximarse, miraba
a Percy, observando cada uno de sus
movimientos. Estaba junto a la mesa, sobre la
que estaban desparramados los restos de la cena;
platos, vasos, cucharas, saleros y pimenteros. Se
encontraba de espaldas a Chauvelin, y seguía
charlando, afectada y neciamente, como de
costumbre, pero sacó la caja de rapé del bolsillo,
y vació rápidamente en ella el contenido del
pimentero.
Se volvió hacia Chauvelin, riendo neciamente.
—¿Eh? ¿Ha dicho algo, señor?
Chauvelin estaba demasiado pendiente del
ruido de los pasos que se aproximaban para
observar lo que acababa de hacer su enemigo.
Recuperó su aplomo, tratando de parecer
despreocupado aun estando a punto de obtener la
victoria.
—No —dijo—, o sea... como usted decía, sir
Percy...
—Decía que el judío de Piccadilly me ha
vendido esta vez el mejor rapé que he probado en
mi vida —continuó Blakeney, dirigiéndose a
Chauvelin, que estaba junto al fuego—. ¿Me
hace usted el honor, monsieur l'Abbé?
Se acercó a Chauvelin, con su habitual actitud
débonnaire, despreocupada, y le ofreció la caja
de rapé a su archienemigo.
A Chauvelin, que, como le había dicho a
Marguerite en una ocasión, había visto más de
uno o dos trucos en su vida, jamás se le hubiera
ocurrido ninguno como aquél. Con un oído
pendiente de las pisadas que se aproximaban
cada vez más, y un ojo clavado en la puerta por
la que entrarían Desgas y sus hombres de un
momento a otro, tranquilizado por la actitud
indolente del desvergonzado inglés, no podía
sospechar ni remotamente la trampa que iba a
tenderle.
Cogió un pellizco de rapé.
Sólo quien haya aspirado vigorosamente cierta
cantidad de pimienta por accidente podrá hacerse
una ligera idea del estado de impotencia al que
queda reducido un ser humano.
Chauvelin experimentó la sensación de que la
cabeza le iba a estallar; sin parar de estornudar,
estuvo a punto de ahogarse; se quedó ciego,
sordo y mudo durante unos instantes, instantes
que Blakeney aprovechó para coger su sombrero
tranquilamente, sin la menor prisa, sacar unas
monedas del bolsillo, que dejó en la mesa, y
abandonar la habitación con la misma calma.
XXVI
EL JUDIO
Marguerite tardó un buen rato en poner sus
dispersas ideas en orden; el episodio que se
cuenta en el capítulo anterior se había
desarrollado en el plazo de menos de un minuto,
y Desgas y los soldados se encontraban aún a
unos doscientos metros del Chat Gris.
Cuando se dio cuenta de lo que había ocurrido,
su corazón se llenó de una extraña mezcla de
alegría y asombro. Había sido tan limpio, tan
ingenioso... Chauvelin seguía inmovilizado,
impotente, mucho más que si hubiera recibido un
puñetazo, pues ni podía ver, ni oír ni hablar,
mientras que su astuto enemigo se le había
escapado de las manos tranquilamente.
Blakeney se había marchado; sin duda
intentaría reunirse con los fugitivos en la cabaña
del Pére Blanchard. De momento, Chauvelin
había quedado completamente inutilizado;
también de momento, Desgas y sus hombres no
habían apresado al audaz Pimpinela Escarlata.
Pero las patrullas rondaban por todas las
carreteras y la playa. Todo esta vigilado, y no se
perdía de vista a ningún extranjero. ¿Hasta dónde
podría llegar Percy con sus vistosas ropas sin que
lo descubrieran y lo siguieran?
Marguerite se lamentó de no haber salido a su
encuentro antes para decirle las palabras de aviso
y amor que probablemente necesitaba. Percy no
podía conocer las órdenes que Chauvelin había
dado para su captura, y quizá en aquel mismo
momento...
Pero antes de que estos terribles pensamientos
adoptaran una forma concreta en el cerebro de
Marguerite, oyó estruendo de armas afuera, junto
a la puerta, y la voz de Desgas que gritaba:
«¡Alto!» a sus hombres.
Chauvelin se había repuesto un poco; los
estornudos eran menos fuertes, y se puso de pie
con dificultad. Logró llegar a la puerta justo
cuando Desgas llamaba.
Chauvelin abrió la puerta de golpe, y antes de
que su secretario pudiera pronunciar palabra,
tartamudeó entre estornudo y estornudo:
—El extranjero alto... ¡Deprisa!... ¿Lo ha visto
alguien?
—¿Dónde, ciudadano? —preguntó Desgas,
sorprendido.
—¡Aquí mismo! ¡Acaba de salir por esa puerta,
no hace ni cinco minutos!
—Nosotros no hemos visto nada, ciudadano.
Todavía no ha salido la luna, y...
—Y usted ha llegado con cinco minutos de
retraso, amigo mío —replicó Chauvelin, con
furia reconcentrada.
—Ciudadano... yo...
—Ha hecho lo que le ordené —le interrumpió
Chauvelin, con impaciencia—. Ya lo sé. Pero ha
tardado demasiado tiempo. Por suerte, no ha
ocurrido nada irreparable, pues en otro caso le
irían muy mal las cosas, ciudadano Desgas.
Desgas empalideció ligeramente. La actitud de
su superior denotaba una ira y un odio terribles.
—El extranjero alto, ciudadano... —
tartamudeó.
—Estaba aquí, en esta misma habitación, hace
cinco minutos, cenando en esa mesa. ¡Qué
desvergüenza la suya! Por razones evidentes, no
me atreví a enfrentarme a él yo solo. Brogard es
un imbécil, y ese maldito inglés da la impresión
de tener la fuerza de un toro, así que se ha
escapado delante de mis narices.
—No puede ir muy lejos sin que lo descubran,
ciudadano.
—¿Ah, no?
—El capitán Jutley ha enviado cuarenta
hombres de refuerzo a la patrulla de servicio,
veinte de ellos a la playa. Me ha asegurado una
vez más que ha habido vigilancia constante
durante todo el día, y que es imposible que un
desconocido llegue a la playa o coja una barca
sin que le vean.
—Muy bien. ¿Saben los hombres lo que tienen
que hacer?
—Han recibido órdenes muy claras, ciudadano;
y he hablado yo mismo con los que iban a partir.
Deben seguir, con la mayor discreción posible, a
cualquier extranjero que vean, especialmente si
es alto o si va encorvado para disimular su
estatura.
—No deben detenerlo bajo ninguna
circunstancia, naturalmente —se apresuró a
añadir Chauvelin—. Ese desvergonzado
Pimpinela Escarlata se escaparía de unas manos
torpes. Tenemos que dejarle llegar a la cabaña
del Pére Blanchard, y una vez allí, rodearle y
capturarle.
—Los hombres lo saben, ciudadano, y también
que, en cuanto descubran a un extranjero de
elevada estatura, deben seguirlo, mientras que un
hombre viene inmediatamente aquí a
comunicárselo a usted.
—Eso es —dijo Chauvelin, frotándose las
manos con gran satisfacción.
—Traigo más noticias, ciudadano.
—¿De qué se trata?
—Un inglés muy alto ha mantenido una larga
conversación hace unos tres cuartos de hora con
un judío, llamado Rubén, que vive a poca
distancia de aquí.
—¿Y qué? —preguntó Chauvelin, con
impaciencia.
—La conversación giró en torno a un caballo y
un carro que el inglés quería alquilar, y que el
judío debía tenerle parados para las once.
—Ya son más de las once. ¿Dónde vive el tal
Rubén?
—A unos minutos a pie de aquí.
—Envíe a un hombre para que averigüe si el
inglés se ha marchado en el carro del tal Rubén.
—Sí, ciudadano.
Desgas fue a dar las órdenes pertinentes a uno
de los hombres. Marguerite no se había perdido
ni una sola palabra de la conversación mantenida
entre Chauvelin y su secretario, y experimentó la
sensación de que cada palabra que pronunciaban
se clavaba en su corazón, llenándolo de
impotencia y de oscuros presentimientos.
Había ido hasta allí con grandes esperanzas y
una firme resolución, dispuesta a ayudar a su
marido, y hasta entonces no había podido hacer
nada, salvo observar, con el corazón transido de
angustia, las mallas de la red mortal que se iba
estrechando en tomo al audaz Pimpinela
Escarlata.
Percy no podía dar muchos pasos sin que los
ojos que le espiaban le descubrieran y
denunciaran. Su propia impotencia despertó en
ella una terrible sensación de decepción absoluta.
Las posibilidades de resultar útil a su marido
eran casi nulas, y su única esperanza radicaba en
que le permitieran compartir su suerte,
cualquiera que ésta fuera.
De momento, incluso las posibilidades de
volver a ver al hombre que amaba eran muy
remotas. Sin embargo, estaba decidida a vigilar
estrechamente a su enemigo, y en su corazón
nació la débil esperanza de que, mientras no
perdiese de vista a Chauvelin, la balanza del
destino aún podría inclinarse a favor de Percy.
Desgas dejó a Chauvelin paseando taciturno
por la habitación, y salió a esperar a que
regresara el hombre que había enviado a buscar a
Rubén. Transcurrieron varios minutos, durante
los cuales Chauvelin dio claras muestras de estar
consumido por la impaciencia. Parecía como si
no confiara en nadie; la última faena que le había
hecho Pimpinela Escarlata le hacía dudar
repentinamente de que fuera a obtener la victoria
final a menos que él mismo dirigiera y
supervisara la captura de aquel inglés
desvergonzado.
Al cabo de unos cinco minutos regresó Desgas,
seguido por un judío de edad con una gabardina
sucia y raída, desgastada y grasienta en los
hombros. Su pelo rojizo, que llevaba peinado al
estilo de los judíos polacos, con una especie de
tirabuzones a ambos lados de la cara, estaba
salpicado de gris en muchos puntos, y la capa de
mugre de las mejillas y la barbilla le daban un
aspecto insólitamente desaliñado y repulsivo.
Tenía la chepa que habitualmente adoptaban los
de su raza para mostrar una falsa humildad en
siglos pasados, antes del advenimiento de la
igualdad y la libertad en materia de fe, y
caminaba detrás de Desgas con esa forma
especial de arrastrar los pies que siempre ha
distinguido al mercader judío del continente
europeo hasta nuestros días.
Chauvelin, que albergaba los mismos
prejuicios que todos los franceses hacia esa raza
tan despreciada, le hizo un gesto a aquel
individuo para indicarle que se mantuviera a una
distancia respetuosa. El grupo integrado por los
tres hombres se encontraba justo debajo de la
lámpara de aceite que colgaba del techo, y
Marguerite podía verlos con toda claridad.
—¿Es éste el hombre que buscábamos? —
preguntó Chauvelin.
—No, ciudadano —contestó Desgas—. No
hemos encontrado a Rubén, pero, al parecer, este
hombre sabe algo que está dispuesto a vender a
cambio de cierta cantidad.
—¡Ah! —dijo Chauvelin, apartándose con
repugnancia del odioso ejemplar humano que
tenía frente a él.
El judío, con una paciencia característica, se
quedó humildemente a un lado, apoyado en un
bastón grueso y nudoso, con el grasiento
sombrero de ala ancha oscureciendo su
mugrienta cara, a la espera de que su Excelencia
se dignara hacerle alguna pregunta.
—El ciudadano asegura —le dijo Chauvelin en
tono imperioso— que sabes algo sobre mi amigo,
ese inglés tan alto, y yo quisiera verle... Morbleu!
¡Mantén las distancias! —añadió de inmediato,
al ver que el judío se apresuraba a dar unos pasos
hacia él ansiosamente.
—Sí, Excelencia —replicó el judío, que
hablaba con ese ceceo especial que denota los
orígenes orientales—. Rubén Goldstein y yo
hemos visto esta noche a un inglés muy alto en la
carretera, cerca de aquí.
—¿Hablasteis con él?
—El vino a hablar con nosotros, Excelencia.
Quería saber si podía alquilar un caballo y un
carro para ir a un sitio al que quería llegar esta
noche por la carretera de St. Martin.
—¿Qué le dijisteis?
—Yo no dije nada —repuso el judío en tono
ofendido—. Rubén Goldstein, ese maldito
traidor, ese hijo de Belial...
—Déjate de tonterías —le interrumpió
Chauvelin bruscamente—, y sigue contando qué
ocurrió.
—Me quitó la palabra de la boca, Excelencia.
Estaba yo a punto de ofrecerle al acaudalado
inglés mi caballo y mi carro, pero llevarlo a
donde se le antojara, cuando Rubén se me
adelantó y ofreció su jaca, que está famélica, y su
carro desvencijado.
—¿Y qué hizo el inglés?
—Le hizo caso a Rubén Goldstein, Excelencia,
y sin pensárselo dos veces, se metió la mano en
el bolsillo, sacó un puñado de monedas de oro, y
se las enseñó a ese descendiente de Belcebú,
diciéndole que todo aquello sería suyo si le tenía
preparado el caballo y el carro a las once.
—Y, naturalmente, el caballo y el carro estaban
listos a esa hora…
—¡Bueno, por decirlo de alguna manera,
estaban listos, Excelencia! La jaca de Rubén
andaba coja, como de costumbre, y al principio
se negaba a moverse. Hasta pasado un rato,
después de darle muchas patadas, no echó a
andar —dijo el judío con una risita maliciosa.
—¿Y se marcharon?
—Sí, se marcharon hace cinco minutos, más o
menos. Yo estoy muy enfadado por la estupidez
del extranjero ese. ¡Inglés tenía que ser! Debería
haber visto que la jaca de Rubén no estaba en
condiciones de tirar de un carro...
—Pero no tenía otra elección...
—¿Que no tenía otra elección, Excelencia? —
protestó el judío ásperamente—. ¿Acaso no le
repetí cien veces que con mi caballo y mi carro
iría más rápido y más cómodo que con ese saco
de huesos que tiene Rubén? Pero no me hizo
caso. Rubén es un embustero que sabe embaucar
a la gente. Engañó al extranjero. Si tenía prisa,
hubiera empleado mejor su dinero alquilando mi
carro.
—Entonces, ¿tú también tienes un caballo y un
carro? —preguntó Chauvelin en tono imperioso.
—Claro que sí, Excelencia, y si su Excelencia
desea usarlos…
—¿No sabrás por casualidad por dónde se fue
mi amigo con el carro de Rubén Goldstein?
El judío se frotó la barbilla pensativamente. El
corazón de Marguerite latía tan deprisa que
parecía que estuviera a punto de estallar. Había
oído la imperiosa pregunta; miró angustiada al
judío, pero no pudo distinguir su rostro
ensombrecido por el ancho ala del sombrero.
Pensó vagamente que aquel hombre tenía la
suerte de Percy en sus largas y sucias manos.
Se hizo un largo silencio, durante el cual
Chauvelin miró con el ceño fruncido, impaciente,
a la encorvada figura que estaba frente a él. Al
fin, el judío se metió lentamente la mano en el
bolsillo del pecho y de sus profundidades sacó
varias monedas de plata. Las contempló,
pensativo, y a continuación dijo quedamente:
—Esto es lo que me dio el extranjero, antes de
marcharse con Rubén, para que mantuviera la
boca cerrada y no hablara de él. Chauvelin se
encogió de hombros, impaciente.
—¿Cuánto hay ahí? —preguntó.
—Veinte francos, Excelencia —contestó el
judío—, y he sido un hombre honrado toda mi
vida.
Sin añadir palabra, Chauvelin sacó unas
monedas de oro de su bolsillo, las puso en la
palma de su mano y las hizo tintinear al
tendérselas al judío.
—¿Cuántas monedas de oro tengo en la palma
de la mano? —preguntó en voz baja.
Saltaba a la vista que no quería asustar al
hombre, sino ganárselo para que sirviera a sus
propósitos, pues su actitud era afable y tranquila.
Sin duda temía que la amenaza de la guillotina y
otros métodos de persuasión similares no
hicieran mella en la mente del viejo, y
sospechaba que era más probable que le resultara
útil movido por la avaricia que por el miedo a la
muerte.
Los ojos del judío lanzaron una mirada rápida y
penetrante al oro que brillaba en la mano de su
interlocutor.
—Yo diría que al menos cinco, Excelencia —
contestó en tono servil.
—¿Crees que serán suficientes para solar esa
lengua tan honrada que tienes?
—¿Qué desea saber, Excelencia?
—Si tu caballo y tu carro pueden llevarme
hasta donde se encuentra mi amigo, ese
extranjero tan alto, que se ha marchado en el
carro de Rubén Goldstein.
—Mi caballo y mi carro pueden llevar allí a su
Excelencia cuando lo desee.
—¿A un lugar llamado la cabaña del Pére
Blanchard?
—¿Cómo lo ha adivinado su Excelencia? —
preguntó el judío, atónito.
—¿Conoces ese sitio?
—Sí lo conozco, Excelencia.
—¿Por qué carretera se va?
—Por la de St. Martin, Excelencia, y después
hay que coger un sendero que lleva a los
acantilados.
—¿Conoces la carretera? —repitió Chauvelin
secamente.
—Hasta la piedra y el hierbajo más pequeño
que hay en ella, Excelencia —contestó el judío
en voz baja.
Sin añadir ningún comentario, Chauvelin arrojó
las cinco monedas de oro, una tras otra, ante el
judío, que se arrodilló y las recogió
dificultosamente a gatas. Una salió rodando, y le
costó mucho trabajo recuperarla, pues había
quedado oculta bajo el aparador. Chauvelin
esperó tranquilamente mientras el viejo se
arrastraba por el suelo para buscarla.
Cuando el judío logró ponerse de pie
trabajosamente, Chauvelin dijo:
—¿Cuánto tardarías en preparar el caballo y el
carro?
—Ya están preparados, Excelencia.
—¿Dónde?
—A menos de diez metros de esta casa. Si su
Excelencia tiene a bien echarles una ojeada...
—No necesito verlos. ¿Hasta dónde puedes
llevarme?
—Hasta la cabaña del Pére Blanchard,
Excelencia, y más lejos de lo que la jaca de
Rubén ha llevado a su amigo. Estoy seguro de
que a menos de dos leguas de aquí nos
toparemos con ese tramposo de Rubén, su jaca,
su carro y el extranjero tirados en mitad de la
carretera.
—¿A qué distancia está el pueblo más cercano?
—Por la carretera que sigue el inglés, el pueblo
más cercano es Miquelon, a menos de dos leguas
de aquí.
—¿Podría coger otro medio de transporte si
quisiera ir más lejos,
—Sí que podría... si es que ha llegado hasta
allí.
—Y tú, ¿podrías llevarme?
—¿Quiere intentarlo su Excelencia?
—Esa es mi intención —contestó Chauvelin en
voz baja—, pero recuerda que si me has
engañado, ordenaré a dos de mis soldados más
fornidos que te den una paliza de tal calibre que
te molerán todos los huesos de tu feo cuerpo.
Pero si encontramos a mi amigo el inglés, en la
carretera o en la cabaña del Pére Blanchard,
recibirás otras diez monedas de oro. ¿Aceptas el
trato?
El judío volvió a frotarse la barbilla
pensativamente. Miró el dinero que tenía en la
mano, y a continuación a su severo interlocutor y
a Desgas, que estaba detrás de él, en silencio.
Tras unos instantes de reflexión, dijo
pausadamente:
—Acepto.
—Entonces, espérame afuera —dijo
Chauvelin—, y recuerda que, o cumples tu parte
del trato, o te juro que yo cumpliré la mía.
Tras una última reverencia, servil y medrosa, el
viejo judío abandonó la habitación arrastrando
los pies. Chauvelin parecía complacido con los
resultados de la entrevista, pues se frotó las
manos con aquel gesto suyo de maligna
satisfacción.
—Mi chaqueta y mis botas —le dijo a Desgas.
Desgas fue hasta la puerta, y debió dar las
órdenes pertinentes, pues al cabo de breves
instantes entró un soldado con la capa, las botas
y el sombrero de Chauvelin.
Este se quitó la sotana, bajo la cual llevaba
unos calzones ajustados y un chaleco de paño, y
procedió a cambiarse de atuendo.
—Mientras tanto, ciudadano —le dijo a
Desgas—, vaya usted a ver al capitán Jutley lo
más deprisa posible, y dígale que le dé doce
soldados más. Llévelos por la carretera de St.
Martin, y dentro de poco tiempo alcanzarán el
carro del judío en el que partiré ahora mismo. O
mucho me equivoco, o se va a armar una buena
en la cabaña del Pére Blanchard. Le garantizo
que al llegar allí acorralaremos a nuestra presa,
pues ese desvergonzado Pimpinela Escarlata ha
tenido la osadía, o la estupidez, no sabría decir
cuál de las dos cosas, de mantener el plan que
había preparado al principio. Ha ido a reunirse
con De Tournay, St. Just y los demás traidores,
algo que yo pensaba que de momento no tenía
intención de hacer. Cuando los encontremos,
serán una banda de hombres desesperados y
cercados. Supongo que algunos de nuestros
hombres quedarán hors de combat. Esos
monárquicos son buenos espadachines, y el
inglés es endiabladamente astuto, y parece muy
fuerte. De todos modos, seremos al menos cinco
contra uno. Usted puede seguir al carro de cerca
con sus hombres, por la carretera de St. Martin,
pasando por Miquelon. El inglés va delante de
nosotros, y no creo que se le ocurra mirar hacia
atrás.
Mientras daba las órdenes, concisa y
secamente, terminó de cambiarse de atuendo. Se
había desprendido del traje de sacerdote, y estaba
vestido de nuevo con las ropas oscuras y
ajustadas de costumbre. Por último cogió el
sombrero.
—Voy a poner en sus manos un prisionero muy
interesante —dijo soltando una risita, al tiempo
que tomaba del brazo a Desgas con una
familiaridad inusitada y le acompañaba hasta la
puerta—. No lo mataremos inmediatamente, ¿eh,
amigo Desgas? La cabaña del Pére Blanchard —
estoy seguro de no equivocarme— se encuentra
en un lugar solitario de la playa, y nuestros
hombres tendrán la oportunidad de hacer un poco
de deporte cazando el zorro herido. Elija bien los
hombres que va a llevar, amigo Desgas... de la
clase que disfruta con ese tipo de deporte, ¿eh?
Tenemos que asegurarnos de que Pimpinela
Escarlata sufre un poco... pero, ¿qué digo? ... que
se asusta y tiembla, ¿eh? ... antes de que le... —
hizo un gesto expresivo, al tiempo que soltaba
una carcajada maligna, que a Marguerite le llenó
el alma de un terror mortal.
—Elija bien a sus hombres, ciudadano Desgas
—repitió, mientras acompañaba a su secretario a
la puerta.
XXVII
LA PERSECUCION
Marguerite Blakeney no vaciló ni un instante.
Afuera, junto a la puerta del Chat Gris, se habían
desvanecido los últimos ruidos en la noche. Oyó
a Desgas dar órdenes a sus hombres, y a
continuación dirigirse hacia el fuerte para pedir
otros doce hombres de refuerzo: pensaban que
seis no serían suficientes para capturar al astuto
inglés, cuya ingeniosa mente era aún más
peligrosa que su valor y fortaleza.
Al cabo de unos minutos, volvió a oír la ronca
voz del judío, azuzando a su jaca, y a
continuación el retumbar de unas ruedas y el
ruido de un carro desvencijado que avanzaba a
trompicones por la desigual carretera.
Todo estaba en silencio en la posada. Brogard
y su mujer, aterrorizados de Chauvelin, no
habían dado la menor señal de vida: esperaban
que se olvidara de ellos y pasar desapercibidos.
Marguerite ni siquiera oyó el habitual torrente de
juramentos entre dientes.
Esperó unos momentos más, y descendió
silenciosamente las viejas escaleras, se ciñó la
oscura capa y salió de la posada sin hacer ruido.
Era noche cerrada, y la negrura impedía
distinguir su oscura silueta. Sus agudos oídos
seguían con atención el carro que iba delante de
ella. Caminando por las sombras de la zanja que
bordeaba la carretera, confiaba en que no la
descubrieran los hombres de Desgas cuando se
acercaran allí, ni las patrullas que, según creía,
debían estar aún de servicio.
Así inició la última etapa de su desesperado y
angustioso viaje, ella sola, por la noche, y a pie.
Faltaban casi tres leguas para llegar a Miquelon,
y después tendría que continuar hasta la cabaña
del Pére Blanchard, dondequiera que se
encontrase aquel lugar fatídico, caminando
seguramente por senderos escabrosos; pero no le
importaba.
La jaca del judío no avanzaba muy deprisa, y
aunque Marguerite se sentía agotada, de
cansancio mental y tensión nerviosa, sabía que
podría mantenerse fácilmente al mismo paso que
el carro por una carretera empinada en la que el
pobre animal, que sin duda estaría medio muerto
de hambre, tendría que descansar cada poco
trecho. La carretera discurría a cierta distancia
del mar, rodeada a ambos lados de arbustos y
árboles achaparrados, cubiertos de escaso follaje,
inclinados por los efectos del viento del norte,
con las ramas como cabellos fantasmales y
rígidos en la semioscuridad, azotados por vientos
continuos.
Por suerte, la luna no mostraba el menor deseo
de asomarse entre las nubes, y Marguerite,
pegándose al borde de la carretera, agachada
junto a la hilera de arbustos, quedaba oculta a las
miradas indiscretas. Todo a su alrededor
respiraba un silencio absoluto: sólo a lo lejos,
muy a lo lejos, se oía el ruido del mar, como un
tenue gemido.
El aire era fresco y tonificante; tras el
prolongado período de inactividad en la
miserable posada llena de olores repugnantes,
Marguerite hubiera disfrutado de los dulces
aromas de aquella noche de otoño, y del lejano
tronar melancólico de las olas, se hubiera
deleitado con la tranquilidad y el silencio de
aquel solitario paisaje, de la calma que sólo
interrumpía de vez en cuando el grito estridente y
lastimero de una gaviota lejana y el rechinar de
las ruedas, carretera abajo; hubiera gozado de la
tranquila atmósfera, de la sosegada inmensidad
de la Naturaleza en aquella zona solitaria de la
costa, pero su corazón rebosaba de crueles
presentimientos, de un intenso dolor y una
profunda nostalgia por un ser que era
infinitamente importante para ella.
Sus pies resbalaban en la hierba del borde de la
carretera, pues le parecía más seguro no ir por el
centro, y le costaba trabajo caminar a buen paso
por la pendiente enfangada. También pensó que
sería mejor no acercarse demasiado al carro; el
silencio era tan profundo que el crujir de las
ruedas le serviría de guía.
La desolación era absoluta. Ya había dejado
muy atrás las débiles luces de Calais, y en la
carretera no se veía el menor rastro de habitación
humana, ni siquiera una cabaña de pescador o de
leñador; a la derecha, muy lejos, se extendía el
borde de un acantilado, y más abajo, la
accidentada playa, contra la que se estrellaba la
marea creciente con su distante y continuo
murmullo. Y delante de Marguerite, el crujir de
las ruedas, que llevaba a su enemigo implacable
camino de la victoria.
Marguerite se preguntó en qué punto de la
solitaria costa se encontraría Percy en aquellos
momentos. Sin duda no podía andar muy lejos,
pues le sacaba menos de un cuarto de hora de
ventaja a Chauvelin. Pensó si sabría que en aquel
trocito de Francia fresco y aromatizado por el
océano acechaban muchos espías, todos ellos
impacientes por avistar su alta silueta, por
seguirle hasta donde le esperaban sus amigos,
que no sospechaban nada, y por arrojar sobre él y
sobre ellos una red mortal.
Chauvelin, que avanzaba en el renqueante carro
del judío, estaba absorto en pensamientos muy
agradables. Se frotó las manos, satisfecho, al
pensar en la tela de araña que había tejido, y de
la que aquel inglés audaz y ubicuo no tenía la
menor posibilidad de escapar. A medida que
transcurría el tiempo, mientras el viejo judío le
llevaba sin prisa pero sin pausa por la oscura
carretera, se sentía más y más impaciente por el
grandioso final de aquella excitante persecución
del misterioso Pimpinela Escarlata.
La captura del valeroso conspirador sería la
hoja más destacada de la corona de gloria del
ciudadano Chauvelin. Sorprendido con las manos
en la masa, en el momento preciso en que
ayudaba a unos traidores a la república de
Francia, el inglés no podría pedir protección a su
país. Además, Chauvelin estaba decidido a que
cualquier intercesión llegara demasiado tarde.
No sintió el menor escrúpulo ni un segundo, al
pensar en la terrible situación en que había
colocado a una esposa desgraciada que había
traicionado involuntariamente a su marido. La
verdad era que Chauvelin ni siquiera pensaba en
ella: había sido un instrumento útil y nada más.
La famélica jaca del judío apenas podía hacer
algo más que caminar. Trotaba pesadamente, y el
conductor tenía que pararla con frecuencia.
—¿Falta mucho para Miquelon? —preguntaba
Chauvelin de cuando en cuando.
—Ya no está lejos, Excelencia —contestaba
invariablemente el judío, muy tranquilo.
—Todavía no nos hemos topado con tu amigo
y el mío, tirados en mitad de la carretera, como
tú decías —comentó Chauvelin sarcásticamente.
—Paciencia, Excelencia —replicó el hijo de
Moisés—. Van delante de nosotros. Distingo las
huellas de las ruedas del carro que lleva ese
traidor, ese hijo de Amalaquita.
—¿Estás seguro de que no te has equivocado
de carretera?
—Tan seguro como de la presencia de esas
diez monedas de oro en los bolsillos de su
Excelencia, que confío en que acaben pasando a
los míos.
—No te quepa duda de que serán tuyas en
cuanto le haya estrechado la mano a mi amigo el
inglés.
—¿Eh? ¿Qué ha sido eso? —exclamó el judío
de repente.
En medio del silencio, que hasta entonces había
sido absoluto, se distinguía claramente el ruido
de cascos de caballo sobre la enfangada
carretera.
—Son soldados —añadió medroso, en un
susurro.
—Espera un momento. Quiero comprobarlo —
dijo Chauvelin.
Marguerite también había oído el ruido de unos
cascos al galope, que se aproximaban al carro y
hacia ella. Prestó atención durante unos segundos
a los ruidos circundantes, pensando que Desgas y
su escuadrón pronto los alcanzarían, pero aquello
procedía de la dirección contraria, probablemente
de Miquelon. La oscuridad le proporcionaba
suficiente protección. Se dio cuenta de que el
carro se detenía, y con suma cautela, pisando sin
ruido sobre la carretera reblandecida, se acercó
un poco.
El corazón le latía muy deprisa, y temblaba de
pies a cabeza; ya había adivinado las noticias de
que eran portadores aquellos jinetes: «Hay que
vigilar a cualquier extranjero que pase por estas
carreteras o por la playa, sobre todo si es muy
alto o si va encorvado, para disimular su estatura;
cuando se le descubra, que venga
inmediatamente un mensajero a caballo a
comunicármelo». Esas eran las órdenes de
Chauvelin. ¿Habrían descubierto al extranjero
alto, y sería aquél el mensajero a caballo
portador de la gran noticia, que la liebre acosada
al fin había metido la cabeza en el lazo
corredizo?
Al ver que el carro se había detenido,
Marguerite se deslizó hacia él en la oscuridad,
con cuidado, para situarse a la distancia
conveniente para enterarse de las noticias que
traía el mensajero.
Oyó las palabras de la contraseña,
pronunciadas apresuradamente: «Liberté,
Fraternité, Egaité!», y, a continuación, la
rápida pregunta de Chauvelin:
—¿Qué novedades hay?
Dos hombres a caballo se habían detenido
junto al vehículo.
Marguerite vio sus siluetas recortadas contra el
cielo de medianoche. Oyó sus voces, y el bufido
de sus caballos, y de pronto, detrás de ella, no
muy lejos, las pisadas regulares y rítmicas de un
grupo de soldados desfilando: Desgas y sus
hombres.
Se hizo un largo silencio, durante el cual
Chauvelin debió demostrar su identidad a los
soldados, pues al cabo de unos momentos se
sucedió una serie de preguntas y respuestas:
—¿Han visto al extranjero? —preguntó
Chauvelin impacientemente.
—No, ciudadano, no hemos visto a ningún
extranjero de elevada estatura. Hemos venido
siguiendo el borde del acantilado.
—¿Y bien?
—A menos de un cuarto de legua, pasado
Miquelon, encontramos un edificio de madera
muy burdo, que parecía una cabaña de pescador,
para guardar redes y herramientas. Al principio,
nos dio la impresión de que estaba vacía, y
pensábamos que no tenía nada sospechoso hasta
que vimos que salía humo por una abertura en un
lateral. Desmonté y me acerqué a la casa sin
hacer ruido. Estaba vacía, pero en un rincón
había una hoguera de carbón, y un par de
taburetes. Consulté a mis camaradas, y
decidimos que ellos se ocultaran con los
caballos, a una distancia que no pudieran verlos
desde la cabaña, y que yo me quedara vigilando,
y eso es lo que hice.
—¡Muy bien! ¿Y vio algo?
—Al cabo de media hora, oí unas voces,
ciudadano, y a los pocos momentos aparecieron
dos hombres en el borde del acantilado. Me
pareció que venían de la carretera de Lille. Uno
era joven, y el otro bastante viejo. Iban hablando
en voz muy baja, y no pude oír lo que decían.
Uno era joven, y el otro bastante viejo. El
atribulado corazón de Marguerite casi dejó de
latir al oír las palabras de aquel hombre: el joven,
¿sería Armand, su hermano? Y el viejo, ¿De
Tournay? ¿Serían los dos fugitivos que, sin que
ellos lo supieran, iban a servir de cebo para
atrapar a su noble e intrépido salvador?
—Los dos entraron en la cabaña —prosiguió el
soldado, mientras Marguerite, con los nervios en
tensión, creyó percibir la risa triunfal de
Chauvelin—, y yo me acerqué un poco más. La
casa tiene unas paredes muy delgadas, y me
enteré de algunos retazos de la conversación que
mantenían.
—¡Vamos, deprisa! ¿Qué oyó?
—El viejo preguntó al joven si estaba seguro
de que estaban en el lugar convenido. «Sí, claro»
contestó el joven; «estoy completamente
seguro». Le enseñó a su compañero un papel que
llevaba a la luz de la hoguera. «Este es el plan
que me dio antes de que yo saliera de Londres»,
le dijo. «Nosotros debíamos seguir este plan al
pie de la letra, a menos que recibiera órdenes
contrarias, y no las he recibido. Mire, ésta es la
carretera por la que hemos venido... Aquí está la
bifurcación... Este es el atajo de la carretera de
St. Martin... y éste es el sendero por el que
hemos llegado al borde del acantilado». En ese
momento debí hacer algún ruido, porque el joven
fue hasta la puerta de la cabaña, y miró a su
alrededor muy preocupado. Cuando volvió a
reunirse con su compañero, hablaron en voz tan
baja que no pude oírles.
—¿Y qué pasó después? —preguntó
Chauvelin, impaciente.
—Los que patrullábamos por esa parte de la
playa éramos seis en total. Entre todos decidimos
que lo mejor sería que se quedaran cuatro para
vigilar la cabaña, y que mi camarada y yo
volviésemos aquí inmediatamente para
comunicarle lo que habíamos visto.
—¿Y no encontraron ni rastro del extranjero?
—Ni rastro, ciudadano.
—Si sus camaradas le vieran, ¿qué harían?
—No perderle de vista ni un momento, y si
diera muestras de querer huir, o si apareciese una
barca, le rodearían, y, si fuera necesario,
dispararían contra él, y al oír el ruido de los
disparos, el resto de la patrulla iría rápidamente a
la cabaña. Pero, en cualquier caso, no le dejarían
escapar.
—Sí, muy bien, pero no quiero que el
extranjero resulte herido... todavía no —dijo
Chauvelin con ferocidad—. Pero han cumplido
ustedes con su deber. Quiera el destino que no
sea demasiado tarde...
—Ahora mismo acabamos de ver a seis
hombres que llevan varias horas patrullando por
esta carretera.
—¿Y qué dicen?
—Que tampoco han visto a ningún extranjero.
—Sin embargo, tiene que ir delante de
nosotros, en un carro o algo parecido... ¡Vamos!
¡No podemos perder ni un minuto! ¿A qué
distancia está esa cabaña de aquí?
—A unas dos leguas, ciudadano.
—¿Podrá encontrarla otra vez... sin ninguna
vacilación?
—Sin duda alguna, ciudadano.
—¿Por el sendero al borde del acantilado... y a
pesar de la oscuridad?
—No es una noche demasiado oscura,
ciudadano, y sé que seré capaz de encontrar el
camino perfectamente —repitió con firmeza el
soldado.
—Entonces, vámonos. Que su camarada lleve
los caballos de los dos hasta Calais, porque no
los van a necesitar. Camine junto al carro, y
dígale al judío que continúe; después, cuando
lleguen a un cuarto de legua del sendero, dígale
que pare, y asegúrese de que coge el camino más
directo.
Mientras Chauvelin pronunciaba estas
palabras, Desgas y sus hombres se aproximaban
rápidamente, y Marguerite oyó sus pisadas a
unos cien metros detrás de ella. Pensó que sería
imprudente quedarse donde estaba, además de
innecesario, pues ya había oído suficiente.
Experimentaba la sensación de haber perdido
toda capacidad de sufrimiento: le parecía como si
su corazón, sus nervios y su cerebro se hubieran
insensibilizado tras tantas horas de incesante
angustia que habían culminado en una terrible
desesperación.
Pues ya no había la menor esperanza. A dos
leguas escasas del lugar en que se encontraba, los
fugitivos esperaban a su valiente libertador.
Estaba en algún punto de aquella solitaria
carretera, y al poco tiempo se reuniría con ellos;
entonces se cerraría la trampa, hábilmente
tendida, y dos docenas de hombres, al frente de
otro cuyo odio era tan implacable como malvada
su astucia, rodearían al pequeño grupo de
fugitivos y a su audaz jefe. Los capturarían a
todos. Como Chauvelin le había dado su palabra
de honor, Armand quedaría libre, pero Percy, su
marido, a quien Marguerite quería y adoraba
cada vez más, caería en manos de su despiadado
enemigo, que no albergaba ni un ápice de
misericordia por un corazón valiente, ni el menor
vestigio de admiración por un alma noble, y que
únicamente mostraría un odio mortal a su astuto
antagonista, que se había burlado de él tanto
tiempo.
Marguerite oyó al soldado dar unas breves
indicaciones al judío, y a continuación se retiró
rápidamente al borde de la carretera, y se
agazapó bajo unos arbustos, al tiempo que
Desgas y sus hombres se aproximaban.
Todos siguieron al carro sin hacer ruido,
caminando lentamente por la oscura carretera.
Marguerite esperó hasta que calculó que no la
oirían, y echó a andar silenciosamente en medio
de la oscuridad, que parecía haberse
intensificado repentinamente.
XXVIII
LA CABAÑA DEL PÉRE BLANCHARD
Marguerite siguió caminando, como en sueños;
la tela de araña iba estrechándose a cada
momento sobre la vida del ser amado, que era lo
más importante para ella. Su único objetivo
consistía en volver a ver a su marido, decirle
cuánto había sufrido, cómo se había equivocado,
cuán poco le había comprendido. Había
renunciado a la esperanza de salvarle: lo veía
cercado por todas partes, y, desesperada, miró a
su alrededor, en la oscuridad, preguntándose si
finalmente caería en la trampa mortal que le
había tendido su implacable enemigo.
El distante bramido de las olas la hizo
estremecer; de cuando en cuando, el tétrico grito
de un búho o de una gaviota la llenaban de un
horror inexpresable. Pensó en aquellas bestias
voraces —con forma humana— que acechaban a
su presa y la aniquilaban tan despiadadamente
como un lobo hambriento para satisfacer su
apetito de odio. Marguerite no tenía miedo a la
oscuridad; sólo temía a aquel hombre que iba
delante de ella, sentado en el fondo de un burdo
carro de madera, deleitándose en unos
pensamientos de venganza que hubieran hecho
reír encantados a los mismísimos demonios del
infierno.
Tenía los pies doloridos. Le temblaban las
rodillas, de puro cansancio corporal. Desde hacía
días vivía en un auténtico torbellino de
excitación; llevaba tres noches sin dormir como
era debido; caminaba por una carretera
resbaladiza desde hacía casi dos horas, y a pesar
de todo, su resolución no había flaqueado ni un
momento. Vería a su marido, se lo contaría todo,
y, si estaba dispuesto a perdonar el delito que
había cometido en su ciega ignorancia, tendría la
dicha de morir a su lado.
Debía caminar sumida casi en un trance,
sostenida y guiada únicamente por el instinto, a
la zaga del enemigo, cuando de repente sus
oídos, armonizados con el más leve sonido por
aquel instinto ciego, le dijeron que el carro se
había parado y que los soldados habían hecho un
alto. Habían llegado al punto de destino. Sin
duda, no muy lejos, a la derecha, discurría el
sendero que llevaba a los acantilados y a la
cabaña.
Sin importarle los riesgos, se aproximó
silenciosamente al lugar en que se encontraba
Chauvelin, rodeado por la pequeña tropa: había
bajado del carro y estaba dando órdenes a los
hombres. Marguerite quería oírlas: las pocas
posibilidades que aún le quedaban de ser útil a
Percy radicaban en oír todos y cada uno de los
detalles de los planes de su enemigo.
El punto en que se había detenido el grupo
debía estar situado a unos ochocientos metros de
la costa; el ruido del mar llegaba hasta allí muy
débilmente. Chauvelin y Desgas, seguidos por
los soldados, torcieron a la derecha de la
carretera, seguramente para internarse en el
sendero que llevaba al acantilado. El judío se
quedó en la carretera, con el carro y la jaca.
Con infinita cautela, literalmente arrastrándose
sobre manos y rodillas, Marguerite también
torció a la derecha. Para ello, tuvo que gatear
entre los arbustos de ásperas ramas, intentando
hacer el menor ruido posible al avanzar,
desgarrándose las manos y la cara con las ramas
secas, pendiente tan sólo de oír sin que la vieran
ni la oyeran. Por suerte, como es habitual en esa
zona de Francia, el sendero estaba flanqueado
por un seto bajo y desigual, tras el cual había un
arroyo seco, lleno de hierba áspera. Marguerite
se refugió allí; nadie la vería, y podría intentar
acercarse unos tres metros al lugar en que estaba
Chauvelin, dando órdenes a los soldados.
—Bueno, ¿dónde está la cabaña del Pére
Blanchard? —dijo en voz baja e imperiosa.
—A unos ochocientos metros de aquí,
siguiendo el sendero— contestó el soldado que
encabezaba el grupo desde hacía un rato—, y
bajando después por el acantilado.
—Muy bien. Llévenos hasta allí. Antes de
empezar a descender el acantilado, acérquese a la
cabaña, haciendo el menor ruido posible, y
compruebe si están dentro esos traidores
monárquicos. ¿Entendido?
—Entendido, ciudadano.
—Y ahora, escúchenme todos con mucha
atención —prosiguió Chauvelin gravemente,
dirigiéndose a los soldados que le rodeaban—,
pues es posible que a partir de ahora no podamos
intercambiar palabra. Recuerden cada sílaba que
yo pronuncie, como si su vida dependiera de su
memoria. Además, es probable que así sea —
añadió secamente.
—Le escuchamos, ciudadano —dijo Desgas—,
y un soldado de la República jamás olvida una
orden.
—Ustedes, los que han llegado hasta la cabaña,
intentarán asomarse a ella. Si ven a un inglés con
esos traidores, un hombre mucho más alto de lo
normal, o que está encorvado como para
disimular su estatura, silben rápidamente para
avisar a sus camaradas. Entonces, los demás —
añadió, dirigiéndose una vez más a todos los
soldados— rodearán rápidamente la cabaña y
entrarán en ella, y cada uno de ustedes se
encargará de apresar a uno de los hombres que
estén dentro, sin darles tiempo a que cojan sus
armas de fuego. Si alguno se resiste, dispárenle a
los brazos o las piernas, pero no maten el inglés
bajo ninguna circunstancia. ¿Han entendido?
—Sí, ciudadano.
—El hombre que tiene una estatura superior a
la media seguramente tendrá también una fuerza
superior a la media. Harán falta cuatro o cinco
hombres para reducirlo.
Chauvelin hizo una breve pausa, y continuó:
—Si esos traidores monárquicos están solos
todavía, cosa más que probable, avisen a los
soldados que están esperando allí. Pónganse
todos a cubierto tras las rocas que hay alrededor
de la cabaña y esperen en completo silencio hasta
que aparezca el inglés alto; ataquen la cabaña
cuando se hayan asegurado de que él se
encuentra dentro. Pero recuerden que deben ser
tan cautelosos como lo es el lobo por la noche,
cuando merodea junto a los corrales. No quisiera
que esos monárquicos dieran la voz de alarma, y
con que dispararan una pistola o dieran un grito
sería suficiente para avisar a ese personaje tan
alto de que se alejara del acantilado y de la
cabaña, y —añadió con vehemencia—, es
precisamente al inglés al que tienen ustedes la
obligación de capturar esta noche.
—Sus órdenes serán obedecidas sin reservas,
ciudadano.
—Bien. Empiecen a andar haciendo el menor
ruido posible, y yo les seguiré.
—¿Qué hacemos con el judío, ciudadano? —
preguntó Desgas, mientras los soldados enfilaban
el sendero silenciosamente, como sombras
sigilosas.
—¡Ah, sí! Me había olvidado de él —dijo
Chauvelin, y volviéndose hacia el judío, lo llamó
en tono imperioso.
—¡Eh, tú... Aarón, Moisés, Abraham, o como
demonios te llames! —le dijo al viejo, que se
había quedado junto a su famélica jaca, lo más
lejos posible de los soldados.
—Benjamín Rosenbaum, para servirle,
Excelencia —repuso humildemente.
—No me gusta oír tu voz, pero sí me gusta
darte ciertas órdenes, que, si eres un hombre
prudente, más te valdrá obedecer.
—Servidor de usted, Excelencia...
—Cierra esa repulsiva boca. Vas a quedarte
aquí, ¿me oyes?, con el carro y el caballo, hasta
que nosotros volvamos. No se te ocurra, bajo
ninguna circunstancia, hacer el menor ruido, ni
siquiera respirar más fuerte de lo necesario. Y no
abandones tu puesto por nada del mundo, hasta
que yo te lo ordene. ¿Entendido?
—Pero, Excelencia... —protestó el judío con
voz lastimera.
—No hay «peros» que valgan, y no discutas —
dijo Chauvelin en un tono que hizo temblar al
tímido anciano de pies a cabeza—. Si, cuando yo
vuelva, no te encuentro aquí, te juro
solemnemente que, por mucho que intentes
escapar y esconderte, te encontraré, y que sobre
ti recaerá un castigo espantoso, tarde o temprano.
¿Me has oído?
—Pero, Excelencia...
—He dicho que si me has oído.
Todos los soldados se habían marchado,
caminando sigilosamente, y los tres hombres
estaban solos en la oscura y desolada carretera.
Marguerite, oculta tras el seto, escuchaba las
órdenes de Chauvelin como si fuera su sentencia
de muerte.
—Le he oído, Excelencia —contestó el judío,
tratando de acercarse a Chauvelin—, y juro por
Abraham, Isaac, y Jacob, que obedeceré a su
Excelencia absolutamente en todo, y que no me
moveré del sitio hasta que su Excelencia se digne
iluminar con la luz de su semblante a su humilde
siervo; pero recuerde, Excelencia, que soy un
pobre viejo; mis nervios no son tan fuertes como
los de un soldado joven. Si acertaran a pasar por
esta desolada carretera unos merodeadores
nocturnos, es posible que me pusiera a gritar o
que echara a correr del susto, y sería mi vida lo
que estaría en juego si cayera sobre mi cabeza un
castigo terrible por algo que no puedo evitar.
El judío parecía verdaderamente angustiado;
temblaba de pies a cabeza. Saltaba a la vista que
no se le podía dejar sólo en aquella carretera
oscura. El pobre hombre estaba en lo cierto;
cabía la posibilidad de que, involuntariamente,
movido por el terror, diera un alarido que sirviera
de aviso al escurridizo Pimpinela Escarlata.
Chauvelin reflexionó unos instantes.
—¿Crees que si dejamos aquí el carro y el
caballo no les pasará nada? —le preguntó
secamente.
—A mi juicio —intervino Desgas— estarán
más seguros sin ese judío sucio y cobarde que
con él, ciudadano. No cabe duda de que, si se
asusta, saldrá corriendo o se pondrá a chillar
como un loco.
—Pero, ¿qué puedo hacer con ese animal?
—¿Y si le ordena que vuelva a Calais,
ciudadano?
—No, porque lo necesitaremos para que lleve a
los heridos más tarde —replicó Chauvelin, con
un gesto significativo.
Volvió a hacerse el silencio. Desgas esperaba
la decisión de su jefe, y el judío gemía junto a su
jaca,
—Bueno, viejo gandul y cobarde —dijo
Chauvelin al fin—, será mejor que vengas detrás
de nosotros. Tome, ciudadano Desgas, tápele la
boca a ese tipo con este pañuelo.
Chauvelin le tendió un pañuelo a Desgas, que
se puso a atarlo alrededor de la boca del judío
con aire solemne. Benjamín se dejó amordazar
dócilmente; saltaba a la vista que prefería aquella
molestia a que lo dejaran solo en la oscura
carretera de St. Martin. A continuación, los tres
hombres echaron a andar en fila.
—¡Deprisa! —dijo Chauvelin, impaciente—.
Ya hemos perdido demasiado tiempo.
Y al poco rato, las pisadas firmes de Chauvelin
y Desgas y los pasos vacilantes del viejo judío se
desvanecieron en el sendero.
Marguerite no se había perdido ni una sola
palabra de las órdenes de Chauvelin. Sus nervios
estaban en tensión, con el objeto de comprender
la situación en primer lugar y, a continuación,
recurrir al ingenio que tantas veces había
merecido el calificativo del más agudo de
Europa, y que era lo único que podía resultarle
útil en aquellos momentos.
En verdad, la situación era desesperada; un
minúsculo grupo de hombres desprevenidos
esperaba tranquilamente la llegada de su
salvador, igualmente ajeno a la trampa que les
habían tendido. Parecía tan terrible aquella red,
extendida formando un círculo en mitad de la
noche, en una playa solitaria, en torno a un
puñado de hombres indefensos, indefensos
porque estaban desprevenidos; y uno de ellos era
el esposo al que Marguerite idolatraba, y otro el
hermano al que quería. Pensó vagamente quiénes
serían los demás... que también esperaban a
Pimpinela Escarlata, con la muerte acechándoles
detrás de cada roca del acantilado.
De momento Marguerite no podía hacer nada,
salvo seguir a los soldados y a Chauvelin. Por
temor a perderse no echó a correr para buscar
aquella cabaña de madera y quizá llegar a tiempo
de prevenir a los fugitivos y a su valiente
libertador.
Durante unos segundos le pasó por la cabeza la
idea de emitir un agudo grito —lo que tanto
temía Chauvelin— para avisar a Pimpinela
Escarlata y sus amigos, con la descabellada
esperanza de que lo oyeran y huyeran antes de
que fuera demasiado tarde. Pero no sabía a qué
distancia del borde del acantilado se encontraba;
no sabía si sus gritos llegarían a oídos de los
hombres condenados. Quizá fuera demasiado
prematuro, y no tendría ocasión de hacer otra
tentativa. La amordazarían, como al judío, y sería
una prisionera impotente en manos de los
hombres de Chauvelin.
Como un fantasma, avanzó sigilosamente bajo
el seto; se había quitado los zapatos y llevaba las
medias desgarradas. No sentía ni cansancio ni
dolor; la indomable voluntad de reunirse con su
marido, a pesar del destino adverso y de un
enemigo astuto, anulaban toda sensación de
molestia corporal y agudizaban sus instintos.
Sólo oía las pisadas rítmicas de los enemigos
de Percy delante de ella; sólo veía, mentalmente,
la cabaña de madera, y a él, a su marido, que
caminaba ciegamente hacia su suerte.
De repente, sus instintos, agudizados, le dijeron
que se detuviera y se agazapara aún más a la
sombra del seto. La luna, que había sido su
aliada, manteniéndose oculta tras unas nubes,
apareció en todo el esplendor de la noche otoñal,
y a los pocos instantes inundó aquel paisaje
misterioso y desolado como un torrente de
brillante luz.
Ante ella, a menos de doscientos metros, estaba
el borde del acantilado, y debajo, extendiéndose
hasta la feliz y libre Inglaterra, el mar, que se
mecía lenta y apaciblemente. La mirada de
Marguerite se posó unos instantes en las aguas
brillantes, planteadas, y sintió que su corazón,
insensibilizado por el dolor desde hacía tantas
horas, se ablandaba y distendía, y que sus ojos se
llenaban de lágrimas ardientes: a menos de cinco
kilómetros, con las blancas velas desplegadas,
estaba anclada una grácil goleta.
Más que reconocerla, Marguerite adivinó su
presencia. Era el Day Dream, el yate preferido de
Percy, con Briggs, el rey de los capitanes, a
bordo, y con toda su tripulación de marineros
británicos. Sus velas blancas, que relucían a la
luz de la luna, parecían querer transmitir a
Marguerite un mensaje de alegría y esperanza,
que ella temía que jamás se hiciera realidad.
Esperaba mar adentro, esperaba a su dueño,
como un hermoso pájaro blanco a punto de
emprender el vuelo, y su dueño jamás llegaría
hasta ella, jamás volvería a ver su lisa cubierta,
jamás volvería a avistar los blancos acantilados
de Inglaterra, la tierra de la libertad y la
esperanza.
La visión del yate pareció infundir a aquella
pobre mujer angustiada la fuerza sobrehumana
de la desesperación. Allí estaba el borde del
acantilado y, un poco más abajo, la cabaña en
que, dentro de pocos momentos, su marido
encontraría la muerte. Pero había salido la luna;
Marguerite la vio perfectamente; también vería la
cabaña, a lo lejos, correría hasta ella, despertaría
a sus ocupantes, les prevendría para que se
preparasen a vender cara su vida, en lugar de
dejarse atrapar como ratas en un agujero.
Continuó avanzando a trompicones, tras el
seto, pisando la hierba corta y gruesa de la zanja.
Debió ir muy deprisa y adelantar a Chauvelin y
Desgas, pues al cabo de poco tiempo llegó al
borde del acantilado, y oyó sus pisadas
claramente detrás de ella. Pero a sólo unos
metros de distancia, ahora que la luna había
salido por completo, su silueta debió recortarse
nítidamente contra el fondo plateado del mar.
Pero tan sólo unos momentos, pues en seguida
se agazapó, como un animal asustado. Se asomó
al borde del acantilado: el descenso resultaría
bastante fácil, pues no era escarpado, y las
enormes rocas le proporcionarían buenos
asideros. De repente, mientras lo contemplaba,
vio allá abajo, a la izquierda, un tosco edificio de
madera por cuyas paredes se filtraba una lucecita
roja, como un faro. Experimentó la sensación de
que el corazón le dejaba de latir; la emoción y la
alegría eran tan intensas que se asemejaban a un
terrible dolor.
No podía calcular a qué distancia se encontraba
la cabaña, pero sin permitirse ni un segundo de
vacilación empezó a bajar, arrastrándose de una
roca a otra, sin preocuparse del enemigo que
estaba detrás de ella, ni de los soldados, que sin
duda se habrían escondido, pues aún no había
aparecido el inglés. Siguió avanzando, olvidando
a su mortal enemigo, que le pisaba los talones,
corriendo, tropezando, con los pies destrozados,
aturdida; pero a pesar de todo, siguió
avanzando... Cuando, de pronto, la hacía caer
una grieta, o una piedra, o una roca resbaladiza,
se levantaba trabajosamente, y echaba a correr de
nuevo, con la intención de avisar a los fugitivos,
de rogarles que huyeran antes de que llegara
Percy, y de decirle a su marido que se alejara,
que se alejara del espantoso destino que le
aguardaba. Pero súbitamente se dio cuenta de
que unos pasos más rápidos que los suyos la
seguían de cerca, y a los pocos instantes, una
mano la agarró por la falda, y volvió a caer de
rodillas, mientras le rodeaban la boca con algo
para impedir que soltara un grito.
Aturdida, furiosa por la amargada decepción,
miró a su alrededor, impotente, y, agachado junto
a ella, vio entre la niebla que parecía rodearla dos
ojos malvados y penetrantes, que a su cerebro
excitado se le antojaron dotados de una luz
verdosa, extraña y sobrenatural.
Estaba tendida a la sombra de una gran roca;
Chauvelin no podía distinguir sus rasgos, pero le
pasó los dedos largos y blancos por la cara.
—¡Una mujer! —susurró—. ¡Por todos los
santos del cielo! Desde luego, no podemos
soltarla —murmuró para sus adentros—. Me
gustaría saber quién...
Se calló bruscamente, y tras unos segundos de
silencio absoluto, emitió una risita larga y
extraña, mientras Marguerite volvía a sentir, con
un estremecimiento de horror, los delgados
dedos del hombre deslizándose por su rostro.
—¡No es posible! ¡Pero qué sorpresa tan
agradable! —susurró, con falsa galantería, y
Marguerite notó que Chauvelin llevaba su mano,
que no podía oponer resistencia, a los finos y
burlones labios.
La situación hubiera resultado realmente
grotesca de no haber sido porque al mismo
tiempo era terriblemente trágica: la pobre mujer,
angustiada, destrozada, furiosa por la amarga
decepción que había sufrido, recibiendo de
rodillas las banales galanterías de su mortal
enemigo.
A punto de desvanecerse, medio asfixiada por
la mordaza, no tenía fuerzas ni para moverse ni
para gritar. Era como si la excitación que había
mantenido hasta entonces su delicado cuerpo
hubiera cesado repentinamente, como si la
sensación de absoluta desesperación hubiera
paralizado por completo su cerebro y sus nervios.
Chauvelin debió dar ciertas órdenes, que
Marguerite no pudo oír por estar demasiado
aturdida, pues notó que la levantaban del suelo;
apretaron aún más la mordaza, y unos fuertes
brazos la llevaron hacia la lucecita roja, que para
ella había sido como un faro y el último destello
de esperanza.
XXIX
ATRAPADOS
Marguerite no sabía cuánto tiempo la llevaron
de aquella forma: había perdido la noción del
tiempo y del espacio, y durante unos segundos, la
Naturaleza, misericordiosa, la privó de
consciencia.
Cuando volvió a caer en la cuenta de la
situación en que se encontraba, comprobó que
estaba tumbada sobre una chaqueta de hombre,
no demasiado incómoda, con la cabeza apoyada
en una roca. La luna había vuelto a ocultarse tras
unas nubes, y, en comparación, la oscuridad
parecía más intensa. El mar bramaba a sus pies, a
unos veinte metros, y al mirar a su alrededor no
vio el menor vestigio de la lucecita roja.
Comprendió que el viaje había tocado a su fin
al oír muy cerca el murmullo de una sucesión de
preguntas y respuestas.
—Hay cuatro hombres en la cabaña,
ciudadano. Están sentados junto al fuego, y
parecen muy tranquilos.
—¿Qué hora es?
—Casi las dos.
—¿Y la goleta?
—Sin duda es inglesa, y está anclada a unos
tres kilómetros mar adentro. Pero no se ve el
bote.
—¿Se han escondido los hombres?
—Sí, ciudadano.
—¿No cometerán ninguna estupidez?
—No se moverán hasta que aparezca el inglés.
Entonces rodearán a los cinco hombres y los
reducirán.
—Muy bien. ¿Y la señora?
—Me da la impresión de que sigue aturdida.
Está a su lado, ciudadano.
—¿Y el judío?
—Está amordazado y con las piernas atadas.
No puede moverse ni gritar.
—Bien. Tenga el fusil preparado, por si lo
necesita. Acérquese a la cabaña. Yo me ocuparé
de la señora.
Desgas debió obedecer inmediatamente, pues
Marguerite lo oyó alejarse por la pendiente
rocosa; después notó unas manos cálidas,
delgadas, como garras, que le cogían las suyas
férreamente.
—Antes de que le quitemos ese pañuelo de su
bonita boca, creo conveniente decirle unas
cuantas palabras de aviso, mi hermosa dama —le
susurró Chauvelin al oído—. No puedo adivinar
a qué debo el honor de que me haya seguido tan
encantadora persona hasta este lado del canal,
pero, o mucho me equivoco, o el objetivo de sus
atenciones no halagaría mi vanidad, y, además,
creo que tampoco me equivoco al suponer que el
primer sonido que emitirán sus hermosos labios
en cuanto le quite esta cruel mordaza servirá sin
duda para poner sobre aviso a ese astuto zorro al
que me he tomado la molestia de seguir hasta su
madriguera.
Guardó silencio unos instantes, aferrando con
más fuerza la muñeca de Marguerite; después
prosiguió, en el mismo tono susurrante:
—Si tampoco me equivoco en esta ocasión, en
esa cabaña está esperando su hermano, Armand
St. Just, con el traidor de De Tournay y otros dos
hombres a los que no conozco, a que llegue su
misterioso salvador, cuya identidad confunde
desde hace tiempo a nuestro Comité de Salud
Pública, el audaz Pimpinela Escarlata. No cabe
duda de que si usted grita, si se produce un
forcejeo o si se hacen disparos, es más que
probable que las mismas piernas que han traído
hasta aquí a ese enigma escarlata lo lleven con la
misma celeridad a un lugar en que esté a salvo.
En ese caso, el objetivo por el que he recorrido
tantos kilómetros no se habrá cumplido. Por otra
parte, sólo de usted depende que su hermano,
Armand, quede libre y pueda irse con usted a
Inglaterra esta misma noche, si ése es su deseo, o
a cualquier otro lugar igualmente seguro.
Marguerite no podía emitir ningún ruido, pues
el pañuelo estaba atado muy fuertemente
alrededor de su boca, pero Chauvelin la miraba
fijamente a la cara, perforando la oscuridad; y la
mano de la mujer debió responder a su última
sugerencia, pues enseguida prosiguió:
—Lo que quiero que haga para ganarse la
salvación de Armand es muy sencillo, querida
señora.
«¿De qué se trata?», pareció contestarle la
mano de Marguerite,
—Quedarse inmóvil aquí mismo, sin hacer el
menor ruido, hasta que yo le dé permiso para
hablar. Ah, pero estoy casi seguro de que me
obedecerá —añadió, con aquella extraña risita
suya—, porque, permítame decirle que si grita,
aún más, si hace el menor ruido, o intenta
moverse de aquí, mis hombres —hay treinta
apostados por los alrededores— apresarán a St.
Just, De Tournay y sus dos amigos, y los matarán
aquí mismo, por orden mía, delante de mis ojos.
Marguerite escuchó las palabras de su
implacable enemigo con terror creciente.
Paralizada por el dolor físico, le quedaba
suficiente vitalidad mental para comprender todo
el horror de aquel espantoso «O eso o... » que
Chauvelin le proponía una vez más; una
disyuntiva mil veces más espantosa que la que le
había propuesto aquella noche fatídica en el
baile.
En esta ocasión significaba que tenía que
quedarse inmóvil y dejar que el marido al que
adoraba se dirigiese inconscientemente hacia la
muerte, o que, si intentaba prevenirle, algo que
quizá resultaría inútil, equivaldría a la muerte de
su hermano y de otros tres hombres
desprevenidos.
No veía a Chauvelin, pero casi podía sentir
aquellos ojos pálidos y penetrantes clavados con
expresión de maldad en su cuerpo impotente, y
las palabras que pronunció apresuradamente, en
un susurro, sonaron en sus oídos como el
anuncio de la muerte de su última esperanza.
—Vamos, señora —dijo Chauvelin
cortésmente—, a usted sólo puede interesarle St.
Just, y lo único que tiene que hacer para salvarle
es quedarse donde está y guardar silencio. Mis
hombres tienen órdenes muy precisas de no
herirle. Con respecto a ese enigmático Pimpinela
Escarlata, ¿qué significa para usted? Créame,
aunque usted le avisara, no conseguiría nada. Y
ahora, querida señora, deje que le quite esta
molesta coacción que le hemos colocado en su
hermosa boca. Como puede ver, deseo que tenga
usted completa libertad para tomar una decisión.
Los pensamientos de Marguerite bullían en un
torbellino; le dolían las sienes, tenía los nervios
paralizados, el cuerpo entumecido de dolor, y la
oscuridad la rodeaba como con un manto. Desde
donde se encontraba no veía el mar, pero oía el
incesante murmullo lóbrego de la marea
creciente, que le llevaba sus esperanzas muertas,
su amor perdido, el marido al que había delatado
y condenado a muerte.
Chauvelin le quitó la mordaza de la boca.
Marguerite no gritó: en aquel momento no tenía
fuerzas para hacer nada; sólo para reponerse y
obligarse a pensar.
¡Sí, pensar, pensar qué debía hacer! Los
minutos pasaban; en aquel espantoso silencio no
podía saber si deprisa o despacio; no oía nada, no
veía nada; no sentía el aire otoñal, aromatizado
por el penetrante olor del mar, ya no oía el
murmullo de las olas, ni el tabletear de las
piedrecillas al rodar por una cuesta. La situación
se le antojaba cada vez más irreal. Era imposible
que ella, Marguerite Blakeney, la reina de la alta
sociedad londinense, estuviera en aquella costa
desolada, en mitad de la noche, junto a su
enemigo más implacable; y no era posible que en
algún lugar, acaso a pocos metros de distancia,
de donde ella se encontraba, el hombre que había
despreciado, pero que, a cada momento que
transcurría en aquella vida extraña, como de
ensueño, cobraba mayor importancia... no era
posible que aquel hombre caminara
inconscientemente al encuentro de su destino sin
que ella pudiera hacer nada por salvarlo.
¿Por qué no se decidía a avisarle, dando unos
chillidos que resonaran desde un extremo a otro
de la playa solitaria, para que desistiera de su
empeño y volviera sobre sus pasos, pues la
muerte lo acechaba a cada paso que daba? Los
gritos subieron a su garganta en una o dos
ocasiones, como instintivamente; pero enseguida
se presentaba ante sus ojos la fatídica alternativa:
su hermano y los otros tres hombres morirían
delante de sus ojos, y ella sería su asesina.
¡Ah! ¡Qué bien conocía la naturaleza femenina
aquel demonio con forma humana que estaba a
su lado! Había manejado sus sentimientos con la
misma habilidad que un músico su instrumento.
Había medido cada uno de sus pensamientos a la
perfección.
Marguerite no podía dar la señal, porque era
débil, y porque era una mujer. ¿Cómo podría
ordenar deliberadamente que disparasen contra
Armand delante de sus propios ojos, que la
amada sangre de su hermano cayera sobre su
cabeza? Armand tal vez moriría con una
maldición en los labios. ¡Y también el padre de
la pequeña Suzanne, un anciano! ¡Y los demás!
Era demasiado espantoso.
Esperar, esperar... ¿cuánto tiempo? La
madrugada transcurría velozmente, pero aún no
había amanecido; el mar seguía con su incesante
y lóbrego murmullo; la brisa otoñal suspiraba
dulcemente en la noche; la playa solitaria estaba
en silencio, como una tumba.
De repente, se oyó una voz fuerte y alegre que,
no muy lejos, cantaba «God Save the King!».
XXX
LA GOLETA
El atribulado corazón de Marguerite cesó de
latir. Más que verlos, sintió a los hombres que
vigilaban preparándose para el ataque. Sus
sentidos le dijeron que todos ellos, agazapados y
espada en mano, se disponían a saltar.
La voz se oía cada vez más próxima; en la
desolada inmensidad de los acantilados, con el
potente murmullo del mar abajo, era imposible
saber si el alegre cantante, que pedía a Dios en su
canción que salvara al rey, mientras que él se
encontraba en peligro de muerte, estaba lejos o
cerca, y mucho menos por dónde venía. Débil al
principio, poco a poco se hizo más fuerte; de vez
en cuando, una piedrecilla se desprendía bajo las
firmes pisadas del cantante, y bajaba rodando por
el precipicio rocoso, hasta caer en la playa.
Al oír la voz, Marguerite sintió que la vida se
le escapaba, como si cuando aquel hombre se
acercara, cuando quedara atrapado...
Oyó claramente el chasquido del rifle de
Desgas a su lado...
¡No, no, no! ¡Dios de los cielos, no puede
ocurrir! ¡Que la sangre de Armand se derramara
sobre su cabeza! ¡Que la acusaran de ser su
asesina! ¡Que el hombre al que amaba la
detestara y despreciara por ello, pero, Dios,
sálvalo a cualquier precio!
Dando un grito agudo, se levantó de un salto, y
rodeó la roca junto a la que se había refugiado:
vio la lucecita roja filtrándose por las rendijas de
la cabaña; corrió hacia ella, se abalanzó sobre sus
paredes de madera, y se puso a golpearlas con los
puños cerrados, frenéticamente, al tiempo que
gritaba:
—¡Armand, Armand! ¡Sal de ahí, por lo que
más quieras! ¡Tu jefe está cerca! ¡Lo han
delatado! ¡Armand! ¡Armand, huye, en el
nombre del cielo!
Alguien la agarró y la tiró al suelo. Se quedó
allí gimiendo, magullada, sin importarle nada,
sollozando y gritando:
—¡Percy, esposo mío, huye, por el amor de
Dios! ¡Armand, Armand! ¿Por qué no escapas?
—Que alguien haga callar a esa mujer —siseó
Chauvelin, que apenas pudo refrenar el impulso
de golpearla.
Le arrojaron algo sobre la cara; no podía
respirar, y tuvo que guardar silencio
forzosamente.
También el atrevido cantante guardaba
silencio, sin duda prevenido del peligro
inminente por los frenéticos gritos de
Marguerite. Los soldados se habían puesto de
pie; su silencio ya no era necesario: los
lastimeros gritos de la pobre mujer resonaban por
todo el acantilado.
Chauvelin, mascullando un juramento, que no
presagiaba nada bueno para la que se había
atrevido a desbaratar sus planes más acariciados,
se apresuró a ordenar:
—¡Al ataque, soldados, y que nadie escape
vivo de esa cabaña!
La luna había vuelto a aparecer entre las nubes;
se había desvanecido la oscuridad del acantilado,
dando paso una vez más a una luz brillante y
plateada. Varios soldados se precipitaron hacia la
burda puerta de madera de la cabaña, y uno de
ellos se quedó vigilando a Marguerite.
La puerta estaba a medio abrir; uno de los
soldados la empujó, pero adentro todo era
oscuridad, y la hoguera de carbón sólo iluminaba
un rincón de la habitación con una tenue luz
rojiza. Los soldados se detuvieron
automáticamente en el umbral, como máquinas, a
la espera de recibir órdenes.
Chauvelin, que estaba preparado para un
violento ataque desde el interior de la casa y para
una fuerte resistencia por parte de los cuatro
fugitivos bajo el amparo de la oscuridad, se
quedó paralizado de asombro al ver a los
soldados inmóviles, como si montaran guardia, y
comprobar que no se oía ni un solo ruido en la
cabaña.
Lleno de extraños y angustiosos
presentimientos, también él fue hasta la puerta, y
tratando de perforar la negrura con los ojos,
preguntó rápidamente:
—¿Qué significa esto?
—Creo que ya no hay nadie, ciudadano —
replicó uno de los soldados, imperturbable.
—¿No habrán dejado ir a esos cuatro hombres?
—tronó Chauvelin en tono amenazador—. ¡Les
ordené que no dejaran escapar a nadie con vida!
¡Deprisa, síganlos! ¡Vamos, en todas
direcciones!
Los soldados, obedientes como máquinas, se
precipitaron hacia la playa por la pendiente
rocosa; unos fueron a derecha e izquierda, a la
mayor velocidad que les permitían sus piernas.
—Usted y sus hombres pagarán con la vida por
esta estupidez, ciudadano sargento —le dijo
Chauvelin con crueldad al sargento que se
encontraba al mando—. Y usted también,
ciudadano —añadió, volviéndose con un gruñido
hacia Desgas—. Por haber desobedecido mis
órdenes.
—Usted nos ordenó que esperásemos hasta que
llegara el inglés alto y se reuniera con los cuatro
hombres que había en la cabaña. No ha llegado
nadie, ciudadano —replicó el sargento con
resentimiento.
—Pero hace un momento, cuando la mujer se
puso a gritar, les ordené que entraran en la casa y
no dejaran escapar a nadie.
—Pero ciudadano, creo que los cuatro hombres
que estaban ahí dentro hacía ya un rato que se
habían marchado...
—¿Cómo que lo cree? ¿Cómo que... ? —dijo
Chauvelin, casi sofocado por la ira—. Y los dejó
escapar...
—Nos ordenó que esperásemos, ciudadano —
protestó el sargento—, y que obedeciéramos sus
órdenes al pie de la letra, bajo pena de muerte. Y
nosotros hemos esperado.
—Yo oí a los hombres salir de la cabaña, pocos
minutos después de que nos escondiéramos, y
mucho antes de que la mujer gritara —añadió,
pues Chauvelin parecía haberse quedado sin
habla de pura rabia.
—¡Escuchen! —dijo Desgas bruscamente.
A lo lejos se oyó el ruido de repetidos disparos.
Chauvelin intentó escudriñar la playa, que se
extendía a sus pies, pero dio la casualidad de que
la caprichosa luna ocultó su luz tras unas nubes,
y no pudo ver nada.
—Uno de ustedes, que entre en la cabaña y
encienda una luz —logró tartamudear al fin.
El sargento obedeció, impasible; fue hasta la
hoguera y encendió la pequeña linterna que
llevaba en el cinturón. No cabía duda de que la
cabaña estaba completamente vacía.
—¿Por dónde se fueron? —preguntó
Chauvelin.
—No sabría decirle, ciudadano —contestó el
sargento—. Primero bajaron por el acantilado, y
después desaparecieron detrás de unas rocas.
—¡Silencio! ¿Qué ha sido eso?
Los tres hombres prestaron oídos. A lo lejos,
muy a lo lejos, se oía resonar débilmente, casi
desvaneciéndose en la noche, el rápido chapoteo
de media docena de remos. Chauvelin sacó su
pañuelo y se enjugó el sudor de la frente.
—¡El bote de la goleta! —acertó a decir con
voz entrecortada.
Sin duda, Armand St. Just y sus tres
compañeros habían logrado deslizarse por el
acantilado, mientras los hombres, como
auténticos soldados del bien adiestrado ejército
republicano, obedecían ciegamente y sin
reservas, temerosos de sus vidas, las órdenes de
Chauvelin: esperar a que llegara el inglés alto,
que era la presa importante.
Seguramente habían llegado a una de las calas
que se adentraban en el mar; el bote del Day
Dream debía estar esperándoles allí, y ya se
encontrarían a salvo a bordo de la goleta
británica.
Como para confirmar esta suposición, se oyó el
estruendo apagado de un cañón mar adentro.
—La goleta, ciudadano —dijo Desgas en voz
baja—. Ha zarpado.
Chauvelin tuvo que hacer acopio de toda su
presencia de ánimo y autocontrol para no
entregarse a un ataque de rabia, tan inútil como
indigno. No cabía duda de que aquella maldita
cabeza británica le había burlado una vez más.
Chauvelin no podía concebir cómo había logrado
llegar hasta la cabaña sin que le viera ninguno de
los treinta soldados que vigilaban el lugar.
Naturalmente, estaba muy claro que lo había
hecho antes de que los treinta hombres ocuparan
el acantilado, pero no encontraba explicación al
hecho de que hubiera venido desde Calais en el
carro de Rubén Goldstein sin que lo descubriera
ninguna de las patrullas. Parecía como si un hado
todopoderoso protegiese al audaz Pimpinela
Escarlata, y su astuto enemigo experimentó un
estremecimiento casi de superstición al mirar los
imponentes acantilados y la desolada playa.
Pero todo aquello era real, y estaban en el año
de gracia de : no existían ni las brujas ni las
hadas. Chauvelin y sus treinta hombres habían
escuchado con sus propios oídos—aquella
maldita voz cantando «God Save the King!»,
veinte minutos después de haber rodeado la
cabaña; debió ser entonces cuando los cuatro
fugitivos llegaron a la cala y subieron al bote, y
la cala más próxima se encontraba a casi dos
kilómetros de la cabaña.
¿Dónde se habría metido aquel osado inglés? A
menos que mismísimo Satán le hubiera dado
alas, no podía haber recorrido aquella distancia
por un acantilado rocoso en el plazo de dos
minutos; y sólo habían transcurrido dos minutos
entre el momento en que se oyó su canción y el
momento en que se oyeron los remos del bote
chapoteando mar adentro. Él debió quedarse
atrás, y esconderse en los acantilados; como las
patrullas seguían vigilando, no cabía duda de que
lo encontrarían tarde o temprano. Chauvelin
volvió a sentirse esperanzado.
Dos soldados que habían echado a correr tras
los fugitivos, ascendían trabajosamente por el
acantilado; uno de ellos llegó junto a Chauvelin
en el mismo instante en que el corazón del astuto
diplomático empezaba a albergar aquella
esperanza.
—Es demasiado tarde, ciudadano —dijo el
soldado—. Llegamos a la playa justo antes de
que la luna se ocultara entre unas nubes. Sin
duda, el bote estaba vigilando junto a la primera
cala, a un kilómetro y medio más o menos, pero
cuando nosotros llegamos a la playa ya se había
marchado hacía bastante tiempo y se había
internado en alta mar. Disparamos, pero,
naturalmente, no sirvió de nada. Se dirigió hacia
la goleta a toda velocidad. Lo vimos con toda
claridad a la luz de la luna.
—Sí —replicó Chauvelin con impaciencia—.
Había zarpado hacía ya rato, y la cala más
próxima se encuentra a un kilómetro y medio,
¿no es eso?
—¡Sí, ciudadano! Yo eché a correr hacia la
playa, aunque me imaginaba que el bote habría
estado esperando cerca de la cala, pues la marea
llegaría allí antes. Debió zarpar unos minutos
antes de que la mujer empezara a gritar.
¡Unos minutos antes de que la mujer empezara
a gritar! Entonces, las esperanzas de Chauvelin
no eran vanas. Seguramente, Pimpinela Escarlata
había intentado enviar a los fugitivos en el bote,
pero a él no le había dado tiempo a llegar a la
goleta; tenía que seguir en tierra, y todas las
carreteras estaban vigiladas. Aún no se había
perdido todo mientras aquel británico
desvergonzado continuase en suelo francés.
—¡Traigan una luz! —ordenó, entrando de
nuevo en la cabaña.
El sargento le llevó su linterna, y los dos
hombres examinaron el interior de la casa: con
una rápida mirada, Chauvelin observó lo que
contenía: una caldera bajo una abertura de la
pared, con los últimos rescoldos del fuego de
carbón, un par de taburetes caídos, como si los
hubieran derribado al huir precipitadamente,
herramientas y redes de pescar en un rincón, y,
junto a éstas, un objeto pequeño y blanco.
—Coja eso —le dijo Chauvelin al sargento,
señalando el objeto blanco—, y démelo.
Era un trozo de papel arrugado, que los
fugitivos debían haber olvidado con las prisas al
escapar. El sargento, muy asustado por la rabia y
la impaciencia del ciudadano Chauvelin, cogió
un papel y se lo entregó respetuosamente a su
jefe.
—Léalo, sargento —dijo éste secamente.
—Es casi ilegible, ciudadano... Está
garrapateado de mala manera...
El sargento, a la luz de la linterna, se puso a
descifrar las palabras precipitadamente
garabateadas:
«No puedo reunirme con ustedes sin poner sus
vidas en peligro y arriesgar el éxito de la
operación de rescate. Cuando reciban esta nota,
esperen dos minutos; después, salgan de la
cabaña sin hacer ruido, uno a uno, tuerzan a la
izquierda y bajen por el acantilado con
precaución. Sigan a la izquierda hasta llegar a la
primera roca que se interna en el mar —detrás de
ella, en la cala, hay un bote esperándoles—. Den
un silbido agudo, y se acercará. Suban a él y mis
hombres les llevarán a la goleta, y a la seguridad
de Inglaterra. Una vez a bordo del Day Dream,
envíen el bote para que me recoja a mí. Digan a
mis hombres que estaré en la cala que se
extiende frente al Chat Gris, junto a Calais. Ellos
la conocen. Llegaré allí lo antes posible. Que me
esperen a una distancia prudencial, mar adentro,
hasta que oigan la señal de costumbre. No se
retrasen, y obedezcan estas instrucciones al pie
de la letra. »
—Después hay una firma, ciudadano —añadió
el sargento, al tiempo que le devolvía el papel a
Chauvelin.
Pero el diplomático no esperó ni un instante
más. Una frase de aquella nota decisiva le había
llamado la atención: «Estaré en la cala que se
extiende frente al Chat Gris, junto a Calais».
Aquella frase podía representar la victoria para
él.
—¿Quién de ustedes conoce bien la costa? —
gritó a sus hombres, que uno a uno habían ido
regresando de su infructuosa búsqueda y estaban
reunidos de nuevo alrededor de la cabaña.
—Yo, ciudadano —contestó uno de ellos—.
Nací en Calais, y conozco estos acantilados
palmo a palmo.
—¿Hay una cala justo enfrente del Chat Gris?
—Sí, ciudadano. La conozco muy bien.
—El inglés tiene la intención de ir allí. Como
no conoce bien esta zona, es posible que vaya
por el camino más largo, y, de todos modos,
obrará con mucha cautela por temor a que le
descubran las patrullas. Aún nos queda una
posibilidad de apresarlo. Recompensaré con mil
francos a los hombres que lleguen a esa cala
antes que ese inglés zanquilargo.
—Yo conozco un atajo por los acantilados —
dijo el soldado, y, dando un grito de entusiasmo,
echó a correr, seguido de cerca por sus
camaradas.
Al cabo de unos minutos, sus pisadas se
desvanecieron en la distancia. Chauvelin se
quedó escuchándolas unos instantes; la promesa
de la recompensa espoleaba a los soldados de la
República. En su rostro volvió a aparecer la
expresión de odio y triunfo anticipado.
A su lado, Desgas permanecía mudo e
impasible, esperando a recibir órdenes, mientras
que dos soldados estaban arrodillados junto a la
postrada Marguerite. Chauvelin dirigió a su
secretario una mirada cruel. Sus planes, tan bien
trazados, habían fracasado, y los resultados eran
problemáticos. Aún existían grandes
posibilidades de que Pimpinela Escarlata
escapase, y Chauvelin, con esa furia irracional
que a veces acomete a los caracteres fuertes,
estaba deseando dar rienda suelta a su rabia y
pagarla con alguien.
Los soldados tenían a Marguerite sujeta y
pegada al suelo, aunque la pobrecilla no se
debatía. Al final, el agotamiento la había
vencido, y yacía sin sentido: los ojos rodeados de
profundos círculos enrojecidos, testimonio de las
largas noches de insomnio, el pelo enredado y
húmedo alrededor de la frente, los labios
entreabiertos, curvados, testimonio del dolor
físico.
La mujer más inteligente de Europa, la elegante
lady Blakeney, que había fascinado a la alta
sociedad londinense con su belleza, su ingenio y
sus extravagancias, presentaba un cuadro
patético de femineidad doliente que hubiera
despertado la compasión de cualquiera, pero no
la de su rencoroso y burlado enemigo.
—No tiene sentido vigilar a una mujer que está
medio muerta —dijo Chauvelin despectivamente
a sus soldados—, cuando han dejado escapar a
cinco hombres que estaban vivitos y coleando.
Los soldados se pusieron de pie, obedientes.
—Será mejor que intenten encontrar ese
sendero y el carro desvencijado que dejamos en
la carretera.
De repente se le ocurrió una brillante idea.
—¡A propósito! ¿Dónde está el judío?
—Aquí al lado, ciudadano —contestó
Desgas—. Le amordacé y le até las piernas,
como usted me ordenó.
A los oídos de Chauvelin llegó un gemido
lastimero procedente de las inmediaciones del
lugar en que se encontraba. Siguió a su
secretario, que se dirigía al otro lado de la
cabaña, donde, hecho un ovillo, con las piernas
fuertemente atadas y una mordaza en la boca,
estaba el desgraciado descendiente de Israel.
A la luz planteada de la luna, la cara del judío
tenía un tinte cadavérico, de puro terror; tenía los
ojos desorbitados, casi vidriosos, y le temblaba
todo el cuerpo, y por sus labios descoloridos
escapaba un lamento lastimero. La cuerda que le
habían atado alrededor de los hombros y los
brazos se había aflojado, pues se le había
enredado alrededor del cuerpo, pero no parecía
haberse dado cuenta de esta circunstancia, ya que
no había hecho la menor tentativa de moverse del
sitio en que le había dejado Desgas: como un
pollo aterrorizado que contempla una línea de
tiza blanca trazada en una mesa o una cuerda que
paraliza sus movimientos.
—Traigan aquí a ese cerdo cobarde —ordenó
Chauvelin.
Se sentía extraordinariamente cruel, y como no
tenía ningún motivo razonable para descargar su
mal humor sobre los soldados, que se habían
limitado a obedecer sus órdenes puntualmente,
pensó que aquel hijo de la odiada raza podía ser
una cabeza de turco excelente. Con un desprecio
sin disimulo, miró al aterrorizado judío, que
seguía gimiendo y lamentándose, pero no se
acercó a él, y dijo con mordaz sarcasmo, cuando
los dos soldados le presentaron al pobre viejo a
la luz de la luna:
—Supongo que, siendo judío, tendrás buena
memoria para los tratos, ¿no? ¡Contesta! —
añadió, al ver que el judío, temblando de pies a
cabeza, parecía demasiado asustado para hablar.
—Sí, Excelencia —tartamudeó el pobre
desgraciado.
—Entonces, recordarás el que hicimos tú y yo
en Calais cuando te comprometiste a alcanzar a
Rubén Goldstein, su jaca, y mi amigo el
extranjero, ¿verdad?
—Pe... pe... pero... Excelencia...
—¿No recuerdas que dije que no hay «peros»
que valgan?
—Sí... sí... Excelencia...
—¿Cuál era el trato?
Se hizo un silencio absoluto. El pobre hombre
miró hacia los grandes acantilados, a la luna, los
rostros impávidos de los soldados, incluso a la
mujer postrada e inmóvil que estaba allí cerca,
pero no respondió.
—¿Es que no piensas hablar? —dijo Chauvelin
en tono amenazador.
El pobre desgraciado lo intentó, pero saltaba a
la vista que era incapaz. Sin embargo, no cabía
duda de que sabía lo que le esperaba a manos del
severo hombre que tenía ante él.
—Excelencia... —se atrevió a decir,
implorante.
—Como parece que el miedo te ha paralizado
la lengua —dijo Chauvelin sarcásticamente—,
tendré que refrescarte la memoria. Llegamos al
acuerdo de que si alcanzábamos a mi amigo, el
inglés alto, antes de que llegara a la cabaña, te
daría diez monedas de oro.
De los labios temblorosos del judío escapó un
leve gemido.
—Pero —continuó Chauvelin, poniendo
énfasis en sus palabras—, si no cumplías tu
promesa, te daría una buena tunda, para
enseñarte a no decir mentiras.
—No le engañé, Excelencia; le juro por
Abraham...
—Sí, y por todos los demás patriarcas. Por
desgracia, según tu religión, creo que siguen aún
en el Hades, y no te servirán de gran ayuda en tus
actuales dificultades. Tú no has cumplido tu
parte del trato, pero yo tengo la intención de
cumplir la mía. Vamos, dénle una buena paliza a
este maldito judío con la hebilla de sus
cinturones —añadió, dirigiéndose a los soldados.
Mientras los soldados se desabrochaban
obedientemente los gruesos cinturones de cuero,
el judío soltó un chillido que hubiera bastado
para hacer salir a todos los patriarcas del Hades y
de cualquier otro sitio para defender a su
descendiente de la brutalidad de aquel
funcionario francés.
—Supongo que puedo confiar en ustedes,
ciudadanos soldados —dijo Chauvelin riendo
maliciosamente— para que le den a este viejo
embustero la paliza más grande de su vida. Pero
no le maten —añadió secamente.
—Le obedeceremos, ciudadano —replicaron
los soldados, imperturbables como siempre.
Chauvelin no esperó a ver cómo llevaban a
cabo sus órdenes; sabía que podía confiar en que
los soldados —que aún estaban escocidos por su
reprimenda— no se andarían con chiquitas si les
dejaba las manos libres para apalear a un tercero.
—Cuando ese cobarde haya recibido su
merecido —le dijo a Desgas—, que los hombres
nos guíen hasta el carro y que uno de ellos lo
conduzca hasta Calais. El judío y la mujer se
cuidarán mutuamente —añadió en tono brutal—
hasta que podamos enviar a alguien a recogerlos
mañana por la mañana. No podrán llegar muy
lejos en su estado, y ahora no tenemos tiempo
para ocuparnos de ellos.
Chauvelin aún no había abandonado toda
esperanza. Sabía que a sus hombres les espoleaba
el aliciente de la recompensa. No existían
demasiadas posibilidades racionales de que el
enigmático y audaz Pimpinela Escarlata, solo y
con treinta hombres tras de él, escapara por
segunda vez.
Pero ya no se sentía tan seguro: la audacia del
inglés le había vencido, y la estupidez y cerrazón
de los soldados, y la intromisión de una mujer le
habían hecho perder los ases del triunfo cuando
ya los tenía en la mano. Si Marguerite no hubiera
intervenido, si los soldados hubieran demostrado
una pizca de inteligencia, si... era una larga serie
de «síes», y Chauvelin se quedó inmóvil unos
segundos, incluyendo a treinta y tantas personas
en una larga y aplastante maldición. La
Naturaleza, poética, silenciosa, apacible, la
brillante luna, el mar plateado, en calma,
parecían expresar belleza y tranquilidad, pero
Chauvelin maldijo a la Naturaleza, a los hombres
y mujeres, y, sobre todo, maldijo a todos los
enigmas británicos entrometidos y zanquilargos,
y fue la suya una maldición gigantesca.
Los aullidos del judío, que sufría el castigo
sobre sus espaldas, aquietaron su corazón, que
rebosaba de maldad y rencor. Sonrió. Le
tranquilizó pensar que al menos otro ser humano
tampoco estaba en paz con la humanidad.
Se dio la vuelta y contempló por última vez la
desolada playa, en la que se erguía la cabaña de
madera, bañada en aquellos momentos por la luz
de la luna, el escenario de la mayor decepción
que jamás hubiera experimentado un miembro
destacado del Comité de Salud Pública.
Contra una roca, sobre un duro lecho de piedra,
yacía Marguerite Blakeney, inconsciente, y unos
metros más allá, el desgraciado judío recibía
sobre sus anchas espaldas los golpes de dos
recios cinturones de cuero, empuñados por dos
robustos soldados de la República. Los alaridos
de Benjamín Rosenbaum hubieran podido
levantar a los muertos de sus tumbas. Debieron
despertar de su sueño a todas las gaviotas, que
seguramente contemplarían con gran interés los
actos de los señores de la creación.
—Ya es suficiente —ordenó Chauvelin cuando
se debilitaron los gemidos del judío y pareció
que el pobre desgraciado iba a desmayarse—. No
es necesario matarle.
Los soldados se abrocharon los cinturones
obedientemente, y uno de ellos dio una cruel
patada al judío en el costado.
—Déjenlo ahí —dijo Chauvelin—, y vayan
hacia el carro. Yo les seguiré.
Se acercó a donde yacía Marguerite, y la miró a
la cara. Había recobrado la conciencia y hacía
débiles esfuerzos por levantarse. Sus grandes
ojos azules contemplaban la escena con
expresión de terror; se posaron con una mezcla
de horror y piedad en el judío, cuya triste suerte
y cuyos alaridos ensordecedores habían sido lo
primero que había percibido al volver en sí;
después su mirada se clavó en Chauvelin, con
sus ropas oscuras e impecables, que apenas se
habían arrugado tras los turbulentos
acontecimientos de las últimas horas. Sonreía
sarcásticamente, y sus pálidos ojos azules la
miraron con intensa maldad.
Con galantería burlona, se agachó y se llevó a
los labios la helada mano de Marguerite, que
experimentó un escalofrío de odio indescriptible
que le recorrió todo el cuerpo.
—Lamento mucho que las circunstancias,
sobre las que no puedo ejercer ningún dominio,
me obliguen a dejarla aquí de momento —dijo en
tono sumamente dulce—. Pero me marcho con la
certeza de que no queda desprotegida. Nuestro
amigo Benjamín, aunque no se encuentre en
perfecta condiciones en este preciso instante,
defenderá galantemente su hermosa persona; no
me cabe la menor duda. Al amanecer enviaré a
alguien a recogerla, y hasta entonces, estoy
seguro de que Benjamín se dedicará por
completo a usted, si bien es posible que le
encuentre usted un poco lento.
Marguerite sólo tuvo fuerzas para volver la
cabeza. Su corazón estaba destrozado por la más
cruel de las angustias. A su mente había vuelto
una idea aterradora, al tiempo que recobraba el
sentido: «¿Qué le había ocurrido a Percy? ¿Y a
Armand?».
No sabía lo que había pasado después de oír la
alegre canción, «God save the King!», y estaba
convencida de que aquella había sido la señal de
muerte.
—Aunque de mala gana, me veo obligado a
dejarla —concluyó Chauvelin—. Au revoir, mi
hermosa dama. Espero que nos volvamos a ver
muy pronto en Londres. ¿Asistirá usted a la
fiesta del príncipe de Gales? ¿No?... ¡Bueno, au
revoir! Le ruego que le dé recuerdos de mi parte
a sir Percy Blakeney.
Y, sonriendo irónicamente, le hizo una última
reverencia, volvió a besarle la mano y
desapareció por el sendero, a la zaga de los
soldados, y seguido por el imperturbable Desgas.
XXXI
LA HUIDA
Marguerite se quedó escuchando, aún medio
aturdida, las firmas pisadas de los cuatro
hombres, que se alejaban rápidamente.
La Naturaleza respiraba tal calma que,
apoyando el oído en el suelo, pudo percibir con
toda claridad el ruido de los pasos cuando se
internaron en la carretera, y el débil resonar de
las ruedas del viejo carro y de los cascos de la
jaca le indicaron que su enemigo se encontraba a
un cuarto de legua. No sabía cuánto tiempo
llevaba allí. Había perdido la noción del tiempo;
alzó la mirada hacia el cielo iluminado por la luz
de la luna, como en sueños, y prestó oídos al
monótono vaivén de las olas.
El vigorizante aroma del mar fue como un
néctar para su cuerpo fatigado; la inmensidad de
los acantilados solitarios era silenciosa, como de
ensueño. Su cerebro sólo permanecía consciente
a la tortura incesante e insoportable de la
incertidumbre.
¡No sabía qué había ocurrido... !
No sabía si Percy estaría en aquellos momentos
en manos de los soldados de la República,
sometido a las mofas y los improperios de su
malvado enemigo. Por otra parte, tampoco sabía
si el cuerpo de Armand yacía sin vida en la
cabaña, mientras que Percy había escapado para
enterarse de que la mano de su esposa había
guiado a aquellos sabuesos humanos para dar
muerte a Armand y sus amigos.
El dolor físico del agotamiento absoluto era tan
grande que hubiera deseado que su fatigado
cuerpo pudiera descansar allí para siempre,
después de la confusión, la pasión y las intrigas
de los últimos días... allí, bajo el cielo claro,
oyendo el mar, y con la dulce brisa otoñal
susurrándole una última canción de cuna. Todo
era soledad y silencio, como en un país de
ensueño. Incluso el débil eco del carro se había
desvanecido hacía tiempo, a lo lejos.
De repente... un ruido... sin duda el más
extraño que jamás habían oído aquellos
desolados acantilados de Francia, rompió la
silenciosa solemnidad de la playa.
Tan extraño era el ruido, que la suave brisa
dejó de murmurar, y las piedrecillas de rodar por
la cuesta. Tan extraño, que Marguerite,
extenuada, agotada como estaba, pensó que la
inconsciencia benévola de la muerte próxima le
estaba gastando una broma sutil a sus sentidos
medio dormidos.
Era el sonido de un «¡Maldita sea!» clara y
absolutamente británico.
Las gaviotas se despertaron en sus nidos y
miraron a su alrededor, asombradas; un búho
lejano y solitario ululó en mitad de la noche, y
los grandes acantilados contemplaron, ceñudos y
majestuosos, aquel sacrilegio insólito.
Marguerite no daba crédito a sus oídos.
Alzándose sobre las manos, puso en tensión
todos sus sentidos, para intentar ver y oír, para
entender el significado de aquel ruido tan
terrenal.
Durante unos segundos todo volvió a quedar en
calma; el mismo silencio descendió una vez más
sobre la inmensidad desolada.
Después, Marguerite, que había prestado
atención como en un trance, que pensaba que
debía estar soñando con la dura y magnética luz
de la luna sobre su cabeza, volvió a oírlo; y en
esta ocasión, su corazón cesó de latir; sus ojos,
desorbitados, miraron a su alrededor, sin
atreverse a dar crédito a sus otros sentidos.
—¡Qué barbaridad! ¡Ojalá no me hubieran
pegado con tanta fuerza esos tipos!
Ya no cabía duda posible; sólo unos labios
concretos, británicos hasta la médula, podían
haber pronunciado aquellas palabras, con tono
somnoliento, afectado y pesado.
—¡Maldita sea! —repitieron con vehemencia
aquellos mismos labios británicos—. ¡Estoy más
débil que la gelatina!
Marguerite se puso de pie inmediatamente.
¿Estaría soñando? ¿Serían aquellos enormes
acantilados rocosos las puertas del paraíso?
¿Sería aquella brisa fragante obra del batir de
alas de los ángeles, que le llevaban oleadas de
alegrías sobrenaturales tras tantos sufrimientos,
o, débil y enferma como estaba, acaso era
víctima de un delirio?
Volvió a prestar oídos, y una vez más oyó los
sonidos terrenales del hermoso idioma británico,
sin el menor parecido con los susurros del
paraíso o el batir de alas de los ángeles.
Miró a su alrededor, anhelante, hacia los
grandes acantilados, a la cabaña solitaria, a la
playa pedregosa. En alguna parte, encima o
debajo de ella, tras una roca o en una hendidura,
pero oculto a sus ojos febriles, debía estar el
propietario de aquella voz, que en días pasados la
irritaba, pero que en aquellos momentos la harían
la mujer más feliz de Europa en cuanto lo
encontrara.
—¡Percy! ¡Percy! —gritó histéricamente,
torturada entre la esperanza y la duda—. Estoy
aquí. ¡Ven! ¿Dónde estás? ¡Percy! ¡Percy!
—Me encanta que me llames, querida —dijo la
misma voz somnolienta y afectada—, pero que
me aspen si puedo moverme. Esos malditos
comedores de ranas me han dado más palos que
a una estera, y me siento muy débil... No puedo
moverme.
Pero Marguerite seguía sin comprender. Tardó
al menos otros diez segundos en darse cuenta de
dónde provenía aquella voz, tan somnolienta, tan
querida, pero ¡ay!, con un extraño deje de
debilidad y sufrimiento. No se veía a nadie...
excepto junto a una roca... ¡Dios del cielo!... ¡El
judío!... ¿Se había vuelto loca o estaba soñando?
La espalda del hombre estaba iluminada por la
luz de la luna. Estapa agazapado, intentando en
vano levantarse con los brazos atados.
Marguerite corrió hasta él, le cogió la cabeza
entre las manos... y miró a unos ojos azules,
bondadosos, con expresión de cierto regocijo,
destacándose en la máscara deformada y extraña
del judío.
—¡Percy!... ¡Percy!... ¡Esposo mío! —dijo con
voz entrecortada, a punto de desvanecerse de
alegría—. ¡Gracias, Dios mío! ¡Gracias, Dios
mío!
—Vamos, querida —replicó sir Percy
animadamente—, ya daremos gracias más tarde.
Ahora, ¿crees que podrías aflojar estas malditas
cuerdas y librarme de esta situación tan poco
elegante?
Marguerite no tenía cuchillo, sus dedos estaban
entumecidos y débiles, pero atacó las cuerdas
con los dientes, mientras que de sus ojos
brotaron grandes lágrimas que cayeron sobre
aquellas pobres manos atadas.
—¡Qué barbaridad! —exclamó sir Percy
cuando, tras los frenéticos esfuerzos de
Marguerite, cedieron las cuerdas—. No creo que
jamás haya ocurrido una cosa semejante: que un
inglés se deje dar una tunda por un maldito
extranjero y no haga nada por devolvérsela.
Saltaba a la vista que el dolor físico le había
dejado agotado, y cuando cedió la última cuerda,
se desplomó sobre la roca, encogido.
Marguerite miró a su alrededor, impotente.
—¡Daría cualquier cosa por encontrar una gota
de agua en esta playa espantosa! —exclamó,
desesperada, al ver que sir Percy iba a
desmayarse de nuevo.
—No, querida mía —murmuró él con su
sonrisa bondadosa—. ¡Personalmente, preferiría
una gota de buen coñac Francés! Y si metes la
mano en estas sucias ropas, encontrarás mi
petaca... Que me aspen si puedo moverme.
Cuando hubo bebido un poco de coñac, obligó
a Marguerite a imitarle.
—¡Esto es otra cosa! ¿Eh, mujercita? —dijo
con un suspiro de satisfacción—. ¡Bonita
situación para sir Percy Blakeney, que lo
encuentre su esposa en este estado! ¡Qué
barbaridad! —añadió, pasándose la mano por la
barbilla—. Llevo sin afeitarme casi veinte horas;
debo tener un aspecto repulsivo. Y estos rizos...
Y, riendo, se quitó la peluca que tanto lo
desfiguraba, y estiró sus largas piernas, que
estaban entumecidas tras las largas horas de ir
encorvado. Después se agachó y miró larga e
inquisitivamente a los azules ojos de su esposa.
—Percy —susurró Marguerite, mientras por
sus delicadas mejillas se extendía un profundo
rubor—, si tú supieras...
—Lo sé, cariño... lo sé todo —dijo sir Percy
con dulzura infinita.
—¿Y podrás perdonarme algún día?
—No tengo nada que perdonar, cariño mío. Tu
heroísmo, tu amor, que tan poco merezco, han
expiado con creces el desgraciado incidente del
baile.
—Entonces, ¿lo has sabido todo el tiempo? —
susurró Marguerite.
—Sí —contestó sir Percy con ternura—. Lo he
sabido... todo el tiempo... Pero ¡ay!, si hubiera
sabido que tu corazón era tan noble, Margot mía,
hubiera confiado en ti, como tú te mereces, y no
hubieras tenido que padecer los terribles
sufrimientos de las últimas horas, corriendo en
pos de un marido que ha hecho tantas cosas que
habrás de perdonarle.
Estaban sentados uno junto, al otro, apoyados
contra una roca, y sir Percy posó su dolorida
cabeza en el hombro de su mujer. En aquellos
momentos, Marguerite sin duda merecía el
calificativo de «la mujer más feliz de Europa».
—En esta ocasión, el ciego tendrá que guiar al
cojo, ¿no crees, cariño? —dijo sir Percy con su
bondadosa sonrisa de siempre—. ¡Qué
barbaridad! No sé qué estarán peor, si mis
hombros o tus piececitos.
Se inclinó para besarlos, pues asomaban por las
medias desgarradas, dando patético testimonio de
los padecimientos y el heroísmo de Marguerite.
—Pero Armand —dijo Marguerite, con miedo
y arrepentimiento repentinos, como si, en medio
de su felicidad, se le presentara la imagen de su
hermano adorado, por el que había cometido una
falta tan grave.
—Ah, no te preocupes por Armand, cariño —
dijo sir Percy con ternura—. ¿Acaso no te di mi
palabra de honor de que no le ocurriría nada? El,
De Tournay y los demás están en estos
momentos a bordo del Day Dream.
—Pero, ¿cómo? —preguntó Marguerite con
voz entrecortada—. No entiendo nada.
—Pues es muy sencillo —replicó sir Percy con
su risa tímida y banal—. Verás. Cuando descubrí
que ese animal de Chauvelin tenía la intención de
aplastarme como a una sanguijuela, pensé que lo
mejor que podía hacer, ya que no podía
quitármelo de encima, era llevarlo conmigo.
Tenía que reunirme con Armand y los demás
como fuera, y todas las carreteras estaban
vigiladas, todo el mundo buscaba a tu humilde
servidor. Sabía que, después de escaparme de sus
manos en el Chat Gris, vendría a buscarme aquí,
cualquiera que fuese el camino que eligiera. No
quería perderle de vista, y un cerebro británico es
tan bueno como uno francés mientras no se
demuestre lo contrario.
Lo cierto era que se había demostrado que era
infinitamente superior, y el corazón de
Marguerite se llenó de júbilo y admiración
cuando su marido siguió contándole de qué
forma tan osada había rescatado a los fugitivos
ante las mismísimas narices de Chauvelin.
—Sabía que no me reconocerían si me vestía
con las ropas sucias del viejo judío —dijo
alegremente—. Había visto a Rubén Goldstein
en Calais aquella misma tarde. A cambio de unas
cuantas monedas de oro me dio estos trapos, y se
comprometió a quitarse de en medio, mientras
que yo me llevé su carro y su jaca.
—Pero si Chauvelin te hubiera descubierto...
—dijo Marguerite con voz entrecortada—. El
disfraz era muy bueno, pero él es tan listo...
—Entonces, el juego hubiera tocado a su fin —
replicó sir Percy tranquilamente—. Pero tenía
que arriesgarme. Conozco la naturaleza humana
bastante bien —añadió, con un deje de tristeza en
su voz joven y alegre—, y me conozco de
memoria a estos franceses. Detestan tanto a los
judíos, que no se acercan a ellos a más de dos
metros, y ¡francamente!, creo que logré el
aspecto más repulsivo del mundo...
—¡Sí!... ¿Y después? —preguntó Marguerite,
impaciente.
—Pues después llevé a cabo el plan que tenía,
es decir, al principio estaba decidido a dejar todo
al azar, pero cuando oí a Chauvelin dar órdenes a
los soldados, pensé que el Destino y yo
podíamos trabajar juntos. Confié en la
obediencia ciega de los soldados. Chauvelin les
había ordenado, so pena de muerte, que no se
movieran hasta que llegara el inglés alto. Desgas
me había dejado atado cerca de la cabaña; y los
soldados no se fijaban en el judío que había
llevado hasta allí al ciudadano Chauvelin. Logré
desatarme las manos. Siempre llevo papel y lápiz
a dondequiera que vaya, y garrapateé a toda prisa
unas cuantas instrucciones en un trozo de papel.
Después miré a mi alrededor; me arrastré hasta la
cabaña, antes las mismísimas narices de los
soldados, que estaban escondidos, sin hacer el
menor movimiento, tal y como les había
ordenado Chauvelin, tiré la nota por una rendija
de la pared, y esperé. En la nota les decía a los
fugitivos que salieran de la cabaña en silencio,
bajaran el acantilado y continuaran a la izquierda
hasta llegar a la primera cala, y que dieran cierta
señal, ante la cual acudiría a recogerlos el bote
del Day Dream, que les esperaba no muy lejos.
Por suerte para ellos y para mí, me obedecieron
al pie de la letra. Los soldados que los vieron
obedecieron igualmente las órdenes de
Chauvelin. ¡No se movieron! Esperé casi media
hora, y cuando comprendí que los fugitivos
estarían a salvo, di la señal que produjo tanto
alboroto.
Y ésa era toda la historia. Parecía muy sencilla,
y Marguerite no pudo por menos que asombrarse
del prodigioso ingenio, del arrojo y la audacia sin
límites que habían trazado y llevado a cabo aquel
plan tan osado.
—¡Pero esos animales te han pegado! —gritó
horrorizada, al recordar el ultraje.
—¡Bueno, eso no he podido evitarlo! —dijo
dulcemente sir Percy—. Mientras la suerte de mi
mujercita fuera tan incierta, tenía que quedarme
aquí, a su lado. ¡Pero no te preocupes! —añadió
alegremente—. Te garantizo que Chauvelin no
perderá nada esperando. ¡Ya verás cuando lo
coja en Inglaterra! Pagará la paliza que me ha
dado con interés compuesto, te lo prometo.
Marguerite se echó a reír. Era tan maravilloso
estar junto a él, oír su animada voz, ver el
centelleo de sus ojos azules mientras estiraba sus
fuertes brazos, pensando en su enemigo y en el
castigo que tan merecido se tenía...
Pero de pronto, se sobresaltó; el rubor de
felicidad abandonó sus mejillas, se apagó el
brillo de alegría de sus ojos: había oído unos
pasos sigilosos, y una piedra había caído rodando
desde el borde del acantilado hasta la playa.
—¿Qué ha sido eso? —susurró, asustada.
—Nada, querida mía —musitó sir Percy, con
una suave carcajada—. Es que te habías olvidado
de una cosa... de mi amigo, Ffoulkes.
—¡Sir Andrew! —exclamó Marguerite.
Efectivamente; se había olvidado del amigo y
compañero, que había confiado en ella y había
estado a su lado durante todas aquellas horas de
angustia y sufrimiento. Lo recordó de repente,
con una punzada de remordimiento.
—Te habías olvidado de él, ¿verdad, querida
mía? —dijo sir Percy alegremente—. Por suerte,
le vi, no lejos del Chat Gris, antes de la
agradable cena con mi amigo Chauvelin... Pero,
maldita sea; tengo que ajustarle las cuentas a ese
joven réprobo... En fin, el caso es que le dije que
viniera aquí por una carretera muy larga, que da
un gran rodeo y que a los hombres de Chauvelin
jamás se les hubiera ocurrido seguir, para que
llegara justo en el momento en que lo
necesitáramos, ¿eh, mujercita mía?
—¿Y te obedeció? —preguntó Marguerite,
completamente atónita.
—Sin rechistar. Mira, ahí viene. No se puso en
medio cuando no lo necesité, y ahora llega justo
en el momento crítico. ¡Ah! Será un marido
excelente y muy metódico para la pequeña
Suzanne.
Mientras tanto, sir Andrew Ffoulkes había
descendido con sumo cuidado por el acantilado:
se detuvo una o dos veces, prestando oídos a los
susurros que le guiarían hasta el escondite de
Blakeney.
—¡Blakeney! —se arriesgó a decir—.
¡Blakeney! ¿Está usted ahí?
Rodeó la roca en que se apoyaban sir Percy y
Marguerite, y al ver la extraña figura cubierta
con la gabardina del judío, se detuvo, confuso.
Pero Blakeney ya se había puesto de pie,
trabajosamente.
—¡Estoy aquí, amigo! —dijo con su necia
risa—. ¡Todos vivos! Aunque con este chisme
parezco un espantapájaros.
—¡Diantres! —exclamó sir Andrew con
ilimitado asombro al reconocer a su jefe—. ¡Por
todos los... !
El joven se percató de la presencia de
Marguerite y por suerte pudo dominar las
palabras subidas de tono que se le vinieron a los
labios al ver al exquisito sir Percy con aquel
extraño y sucio atuendo.
—¡Sí! —dijo Blakeney tranquilamente—. ¡Por
todos los... ejem! ¡Amigo mío! Aún no he tenido
tiempo de preguntarle qué está haciendo en
Francia, cuando le ordené que se quedara en
Londres... ¿Qué es esto? ¿Insubordinación?
¡Espere a que tenga la espalda en condiciones, y
verá el castigo que recibe!
—¡Lo aceptaré de buena gana, con tal de que
esté usted vivo para impartirlo! —replicó sir
Andrew, riendo alegremente—. ¿Hubiera
preferido que dejara a lady Blakeney hacer el
viaje sola? Pero, en el nombre del cielo, ¿de
dónde ha sacado esa ropa tan curiosa?
—¿A que es muy original? —dijo sir Percy,
con igual jovialidad—. Pero ahora que está aquí,
no debemos perder ni un minuto, Ffoulkes —
añadió con autoridad y vehemencia repentinas—.
Ese animal de Chauvelin puede enviar a alguien
a buscamos.
Marguerite se sentía tan feliz que hubiera
podido quedarse allí para siempre, oyendo la voz
de su marido, haciéndole mil preguntas. Pero al
oír el nombre de Chauvelin se sobresaltó,
asustada, temerosa por la vida del hombre por el
que habría dado la suya gustosa.
—Pero, ¿cómo vamos a volver? —preguntó
con voz entrecortada—. Las carreteras hasta
Calais están llenas de soldados y...
—No vamos a volver a Calais, cariño —replicó
sir Percy—. Iremos al otro extremo de Gris—
Nez, que está a menos de media legua de aquí. El
bote del Day Dream nos recogerá allí.
—¿El bote del Day Dream?
—Sí —dijo sir Percy, riendo alegremente—.
Otro truquito mío. Tendría que haberte dicho que
cuando eché esa nota en la cabaña, la acompañé
de otra dirigida a Armand, en la que le decía que
dejara la primera en la casa. Por eso, Chauvelin y
sus hombres han vuelto a toda velocidad al Chat
Gris a buscarme; pero en la nota de Armand iban
las verdaderas instrucciones, entre ellas algunas
dirigidas al viejo Briggs. Ya le había ordenado
que se internara mar adentro, y que se dirigiera al
oeste. Cuando se encuentren lejos de Calais,
enviará el bote a una pequeña cala que
conocemos él y yo y que está justo detrás de
Gris—Nez. Los hombres me buscarán —ya
hemos concertado una señal— y subiremos a
bordo, mientras Chauvelin y sus hombres vigilan
solemnemente la cala que está frente al Chat
Gris.
—¿Al otro lado de Gris—Nez? Pero yo... no
puedo andar, Percy —gimió Marguerite,
impotente, cuando, al intentar levantarse,
descubrió que no podía ni mantenerse en pie.
—Yo te llevaré, cariño —dijo sir Percy con
sencillez—. Ya sabes: el ciego llevando al cojo.
También sir Andrew estaba dispuesto a prestar
ayuda con aquella preciosa carga, pero sir Percy
no quería confiar a su amada a otros brazos que
no fueran los suyos.
—Cuando ustedes dos estén a bordo del Day
Dream —le dijo a su joven camarada—, y esté
convencido de que mademoiselle Suzanne no me
recibirá al llegar a Inglaterra con miradas de
reproche, entonces me tocará a mí descansar.
Y sus brazos, aún vigorosos a pesar de la fatiga
y los sufrimientos, se cerraron en torno al
cansado cuerpo de Marguerite, y lo levantaron
con tanta delicadeza como si fuera una pluma.
Después, cuando sir Andrew se alejó
discretamente, se dijeron muchas cosas —o más
bien las susurraron— que ni siquiera la brisa
otoñal oyó, porque se había ido a descansar.
Percy olvidó su fatiga; debía tener los hombros
muy doloridos, pues los soldados le habían
pegado con saña; pero tenía unos músculos como
de acero, y una fuerza casi sobrenatural.
Resultaba muy fatigoso caminar media legua por
aquel acantilado rocoso, pero su coraje no cedió
ni un momento, ni sus músculos se cansaron.
Continuó andando, con firmes pisadas, con sus
potentes brazos rodeando la preciosa carga, y...
sin duda, mientras Marguerite se dejaba llevar,
tranquila y feliz, adormilada a ratos, observando
en otras ocasiones, a través de la luz creciente de
la mañana, aquel rostro benévolo de ojos
indolentes y azules, siempre alegres, siempre
iluminados por una sonrisa de buen humor, le
susurró muchas cosas, que ayudaron a acortar el
largo camino y que actuaron como un bálsamo
para los excitados nervios de Blakeney.
La luz del alba, con sus múltiples colores,
apuntaba por oriente, cuando al fin llegaron a la
cala que se extendía detrás de Gris—Nez. El bote
les estaba esperando, y a una señal de sir Percy
se acercó a ellos, y dos robustos marineros
británicos tuvieron el honor de llevar a su señora
al barco.
Al cabo de media hora se encontraban a bordo
del Day Dream. A la tripulación, que
inevitablemente compartía los secretos de su amo
y que estaba dedicada a él en cuerpo y alma, no
le sorprendió verle llegar con tan extraordinario
disfraz.
Armand St. Just y los demás fugitivos
esperaban impacientemente la llegada de su
valiente salvador; sir Percy, en lugar de quedarse
a oír sus muestras de gratitud, se dirigió a su
camarote lo más rápidamente posible, dejando a
Marguerite muy feliz en brazos de su hermano.
Todo a bordo del Day Dream respiraba aquel
lujo exquisito que tanto apreciaba sir Percy
Blakeney, y cuando desembarcaron en Dover ya
se había puesto las ropas suntuosas que tanto le
gustaban y que siempre llevaba en abundancia a
bordo de su yate.
Pero surgió la dificultad de buscar un par de
zapatos para Marguerite, y grande fue la alegría
del grumete cuando la señora pudo poner pie en
suelo inglés calzada con su mejor par.
El resto es silencio, silencio y alegría por los
que habían padecido tantos sufrimientos y habían
encontrado al fin una felicidad grande y
duradera.
Pero cuentan las crónicas que en la brillante
boda de sir Andrew Ffoulkes y mademoiselle
Suzanne de Tournay de Basserive, ceremonia a
la que asistieron Su Alteza Real el príncipe de
Gales y toda la élite de la alta sociedad, la mujer
más hermosa, sin lugar a dudas, fue lady
Blakeney, mientras que las ropas que llevaba sir
Percy Blakeney fueron tema de comentario de la
jeunesse dorée de Londres durante muchos días.
También se sabe que monsieur Chauvelin, el
agente acreditado del gobierno republicano
francés, no estuvo presente ni en esa ni en
ninguna otra ceremonia celebrada en Londres,
tras la memorable noche del baile de lord
Grenville.
FIN DE LA PIMPINELA ESCALATA
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