John Milton El Paraíso Perdido
PRIMERA PARTE
ARGUMENTO
Este primer libro contiene, en breves palabras, la exposición o asunto de todo el
Poema: La Desobediencia del Hombre; y como consecuencia de ella, la pérdida
del Paraíso donde moraba. Indícase también que el primer móvil de su caída fue
la Serpiente o más bien Satanás, personificado en ella; el cual, rebelándose
contra Dios y atrayendo a su partido numerosas legiones de ángeles fue, por
disposición divina, arrojado del cielo y precipitado con toda su hueste al profundo
abismo.
Terminada esta exposición el poema prescinde de los demás antecedentes y
representa a Satanás con sus ángeles sumidos ya en el infierno, que se describe
aquí no como si estuviese situado en el centro del mundo (porque debe
suponerse que ni el cielo ni la tierra existían aún y por tanto no podían ser
mansión de réprobos) sino en un lugar de extrañas tinieblas, llamado más
propiamente caos. Lanzado allí, Satanás con todos los suyos, en medio de un
lago ardiente herido del rayo y anonadado vuelve por fin en sí como al despertar
de un sueño, llama al que yace junto a él, que es su segundo en poder y
jerarquía, y ambos discurren sobre su miserable estado. Evoca el príncipe infernal
a todas sus legiones, hasta entonces tan abatidas como él.
Levantándose a su voz unas tras otras: su número, su orden de batalla y sus
principales jefes, cuyos nombres son los de los ídolos conocidos después en
Canaán y las comarcas circunvecinas. En un discurso que Satanás les dirige, los
alienta con la esperanza de recobrar el cielo, anunciándoles por último la creación
de un nuevo mundo y de un nuevo ser conforme a una antigua profecía o
tradición que se conserva en el cielo, pues era opinión de algunos Santos Padres
que los ángeles existían mucho tiempo antes que este mundo visible.
Para averiguar la verdad de esta profecía y lo que en su consecuencia debiera
hacerse, junta en consejo a los principales. El Pandemonio palacio de Satanás
construido de pronto, surge del abismo, y en él tienen su consejo los próceres
infernales.
Canta celeste Musa la primera desobediencia del hombre. Y el fruto de aquel
árbol prohibido cuyo funesto manjar trajo la muerte al mundo y todos nuestros
males con la pérdida del Edén, hasta que un Hombre, más grande, reconquistó
para nosotros la mansión bienaventurada. En la secreta cima del Oreb o del Sinaí
tú inspiraste a aquel pastor que fue el primero en enseñar a la escogida grey
cómo en su principio salieron del caos los cielos y la tierra; y si te place más la
colina de Sión o el arroyo de Siloé que se deslizaba rápido junto al oráculo de
Dios, allí invocaré tu auxilio en favor de mi osado canto; que no con débil vuelo
pretendo remontarme sobre el monte Aonio al empeñarme en un asunto que ni en
prosa ni en verso nadie intentó jamás.
Y tú singularmente ¡Oh Espíritu! que prefieres a todos los templos un corazón
recto y puro, inspírame tu sabiduría. Tú estabas presente desde el principio y
desplegando como una paloma tus poderosas alas cubriste el vasto abismo
haciéndolo fecundo, ilumina mi oscuridad; realza y alienta mi bajeza para que
desde la altura de este gran propósito pueda glorificar a la Providencia eterna
justificando las miras de Dios para con los hombres.
Di ante todo, ya que ni la celestial esfera ni la profunda extensión del infierno
ocultan nada a tu vista, di qué causa movió a nuestros primeros padres, tan
favorecidos del cielo en su feliz estado, a separarse de su Creador e incurrir en la
única prohibición que les impuso siendo señores del mundo todo. ¿quién fue el
primero que los incitó a su infame rebelión? la infernal Serpiente. Ella con su
malicia animada por la envidia y el deseo de venganza engañó a la Madre del
género humano. Por su orgullo había sido arrojada del cielo con toda su hueste
de ángeles rebeldes y con el auxilio de éstos, no bastándole eclipsar la gloria de
sus próceres, confiaba en igualarse al Altísimo si el Altísimo se le oponía.
Para llevar a cabo su ambicioso intento contra el trono y la monarquía de Dios,
movió en el cielo una guerra impía, una lucha temeraria que le fue inútil. El
Todopoderoso lo arrojó de la etérea bóveda envuelto en abrasadoras llamas; y
con horrendo estrépito y ardiendo cayó en el abismo de perdición, para vivir entre
diamantinas cadenas y en fuego eterno, él que osó retar con sus armas al
Omnipotente.
Nueve veces habían recorrido el día y la noche, el espacio que miden entre los
hombres desde que fue vencido por su espantosa muchedumbre, revolcándose
en medio del ardiente abismo aunque conservando su inmortalidad.
Condenado quedaba empero a mayor despecho, toda vez que habían de
atormentarle el recuerdo de la felicidad perdida y el interminable dolor presente.
Dirige en torno funestas miradas que revelan inmensa pena y profunda
consternación, no menos que su tenaz orgullo y el odio más implacable; y
abarcando cuanto a los ojos de los ángeles es posible contempla aquel lugar,
desierto y sombrío, aquel antro horrible cerrado por todas partes y encendido
como un gran horno. Pero sus llamas no prestan luz y las tinieblas ofrecen cuanto
es bastante para descubrir cuadros de dolor, tristísimas regiones, lúgubre
oscuridad, donde la paz y el reposo no pueden morar jamás, donde no llega ni
aún la esperanza, que dondequiera existe. Allí no hay más que tormentos sin fin,
y un diluvio de fuego alimentado por azufre, que arde sin consumirse.
Tal es el lugar que la Justicia eterna había preparado para aquellos rebeldes; y
allí ordenó que estuviera su prisión en las más densas tinieblas, tres veces tan
apartada de Dios y de la luz del cielo, cuanto lo está el centro del universo del
más lejano polo. ¡Oh! ¡Qué diferencia entre esta morada y aquella de donde
cayeron!
Presto divisa allí el Arcángel a los compañeros de su ruina envueltos entre las
olas y torbellinos de una tempestad de fuego. Revolcábase también a su lado uno
que era el más poderoso y criminal después de él, conocido mucho más tarde en
Palestina con el nombre de Belcebú. El gran Enemigo en el cielo, rompiendo el
hosco silencio, con arrogantes palabras comenzó a decir:
«Si tú eres aquel... pero ¡oh! ¡cuán abatido, cuán otro del que adornado de brillo
deslumbrador en los felices reinos de la luz, sobrepujaba en esplendidez a
millones de espíritus refulgentes...! Si tú eres aquel a quien una mutua alianza, un
mismo pensamiento y resolución, e igual esperanza y audacia para la gloriosa
empresa, unieron en otro tiempo conmigo como nos une ahora una misma ruina...
mira desde qué altura y en qué abismo hemos caído por ser El mucho más
prepotente con sus rayos. Pero, ¿quien había conocido hasta entonces la fuerza
de sus terribles armas? Y a pesar de ellas a pesar de cuanto el Vencedor en su
potente cólera pueda hacer aún contra mí, ni me arrepiento, ni he decaído, bien
que menguada exteriormente mi brillantez, del firme ánimo, del desdén supremo
propios del que ve su mérito vilipendiado y que me impulsaron a luchar contra el
Omnipotente, llevando a la furiosa contienda innumerables fuerzas de espíritus
armados, que osaron despreciar su dominación. Ellos me prefirieron oponiendo a
su poder supremo otro contrario; y venidos a dudosa batalla en las llanuras del
cielo, hicieron vacilar su trono.
«¿Qué importa perder el campo donde lidiamos? No se ha perdido todo. Con esta
voluntad inflexible, este deseo de venganza, mi odio inmortal y un valor que no ha
de someterse ni ceder jamás ¿cómo he de tenerme por subyugado? Ni su cólera
ni su fuerza me arrebatarán nunca esta gloria: humillarme y pedir gracia doblada
la rodilla y acatar un poder cuyo ascendiente ha puesto en duda, poco ha, mi
terrible brazo. Y pues según ley del destino no pueden perecer la fuerza de los
dioses ni la sustancia empírea, y por la experiencia de este gran acontecimiento
vemos que nuestras armas no son peores, y que en previsión hemos ganado
mucho, podremos resolvernos a empeñar con más esperanza de éxito, por la
astucia o por la fuerza, una guerra eterna e irreconciliable contra nuestro gran
enemigo triunfante ahora, y que en el colmo de su júbilo impera como absoluto
ejerciendo en el cielo su tiranía.»
Así habló el Ángel apóstata, aunque acongojado por el dolor; así se jactaba en
alta voz, más poseído de una desesperación profunda; y de este modo le contestó
enseguida su arrogante compañero: «¡Oh príncipe! ¡Oh caudillo de tantos tronos,
que bajo tu enseña condujiste a la guerra a los serafines en orden de batalla, y
que mostrando tu valor en terribles trances pusiste en peligro al Rey perpetuo del
cielo, contrastando su soberano poder, débase éste a la fuerza, al acaso o al
destino! Harto bien veo y maldigo el fatal suceso de una triste y vergonzosa
derrota que nos arrebató el cielo. Todo este poderoso ejército se halla en la más
horrible postración, y destruido hasta el punto que pueden estarlo los dioses y las
divinas esencias, pues el pensamiento y el espíritu permanecen invencibles y el
vigor se restaura pronto, por más que esté amortiguada nuestra gloria y que
nuestra dichosa condición haya venido al más miserable estado. Pero, ¿y si el
vencedor (forzoso me es ahora creerlo todopoderoso, pues a no serlo no habría
conseguido avasallarnos), nos conserva todo nuestro espíritu y fortaleza para que
mejor podamos sufrir y soportar las penas, para aplacar su vengativa cólera, o
prestarle un servicio más rudo en el corazón del infierno, trabajando en medio del
fuego, o sirviéndole de mensajeros en el negro abismo? ¿De qué nos ha de servir
entonces conocer que no ha disminuido nuestra fuerza, ni se ha menoscabado la
eternidad de nuestro ser para sufrir un castigo eterno?»
A lo que con estas breves palabras replicó el gran Enemigo: «Humillado
Querubín, vileza es mostrarse débil, bien en las obras, bien en el sufrimiento. Ten
por seguro que nuestro fin no consistirá nunca en hacer el bien; el mal será
nuestra única delicia, por ser lo que contraría la Suprema Voluntad a que
resistimos. Si de nuestro mal procura su providencia sacar el bien debemos
esforzarnos en malograr su empeño, buscando hasta en el bien los medios de
hacer el mal; y esto fácilmente podremos conseguirlo, de suerte que alguna vez lo
enojemos, si no me engaño, y nos sea posible torcer sus profundas miras del
punto a que se dirigen. Pero mira irritado el vencedor, ha vuelto a convocar en las
puertas del cielo a los ministros de su persecución y de su venganza. La lluvia de
azufre que lanzó contra nosotros la tempestad, ha allanado la encrespada ola que
desde el principio del cielo nos recibió al caer; el trueno, en alas de sus
enrojecidos relámpagos y con su impetuosa furia, ha agotado quizá sus rayos, y
no brama ya a través del insondable abismo. No dejemos escapar la ocasión que
nos ofrece el descuido o el furor ya saciado de nuestro enemigo. ¿Ves aquella
árida llanura, abandonada y agreste cercada de desolación sin más luz que la que
debe al pálido y medroso resplandor de estas lívidas llamas? Salvémonos allí del
embate de estas olas de fuego; reposemos en ella, si le es dado ofrecernos algún
reposo, y reuniendo nuestras afligidas huestes, vemos cómo será posible hostigar
en adelante a nuestro enemigo, cómo reparar nuestra pérdida sobreponiéndonos
a tan espantosa calamidad, y qué ayuda podemos hallar en la esperanza, si no
nos sugiere algún intento la desesperación.»
Así hablaba Satán a su más cercano compañero, con la cabeza fuera de las olas
y los ojos centelleantes. De desmesurada anchura y longitud, las demás partes de
su cuerpo, tendido sobre el lago, ocupaba un espacio de muchas varas. Era su
estatura tan enorme, como la de aquel que por su gigantesca corpulencia se
designa en las fábulas con el nombre de Titán, hijo de la Tierra, el cual hizo la
guerra a Júpiter, y cual la de Briareo o Tifón, cuya caverna se hallaba cerca de la
antigua Tarso; tan grande como el Leviatán, monstruo marino a quien Dios hizo el
mayor de todos los seres que mandan en las corrientes del océano. Duerme
tranquilo entre las espumosas olas de Noruega, y con frecuencia acaece, según
dicen los marineros, que el piloto de alguna barca perdida lo torna por una isla,
echa el ancla sobre su escamosa piel, amarra a su costado, mientras las tinieblas
de la noche cubren el mar, retardando la ansiada aurora. No menos enorme y
gigantesco yacía el gran Enemigo encadenado en el lago abrasador, y nunca
hubiera podido levantar su cabeza, si por la voluntad y alta permisión del
Regulador de los cielos, no hubiera quedado en libertad de llevar a cabo sus
perversos designios, para que con sus repetidos crímenes atrajese sobre sí la
condenación al fraguar el mal ajeno, y a fin de que en su impotente rabia viese
que toda su malicia sólo había servido para que brillase más en el hombre a quien
después sedujo, la infinita bondad, la gracia y la misericordia y en él resaltasen a
la par su confusión, sus iras y su venganza.
Se enderezó de pronto sobre el lago, mostrando su poderoso cuerpo; rechaza con
ambas manos las llamas que abren sus agudas puntas, y que rodando en forma
de olas, dejan ver en el centro un horrendo valle; y desplegando entonces las alas
dirige a lo alto su vuelo y se mece sobre el tenebroso aire, no acostumbrado a
semejante peso, hasta que por fin desciende a una tierra árida, si tierra puede
llamarse la que está siempre ardiendo con fuego compacto, como el lago con
fuego líquido. Tal es el aspecto que presentan, cuando por la violencia de un
torbellino subterráneo se desprende una colina arrancada del Perolo o de los
costados del mugiente Etna, las combustibles e inflamadas entrañas que,
preñadas de fuego, se lanzan al espacio por el violento choque de los minerales y
con el auxilio de los vientos, dejando un ardiente vacío envuelto en humo y
corrompidos vapores. Semejante era la tierra en que puso Satán las plantas de
sus pies malditos. Síguele Belcebú, su compañero y ambos se vanaglorian de
haber escapado de la Estigia por su virtud de dioses, y por haber recobrado sus
propias fuerzas, no por la condescendencia del Poder supremo.
«¿Es ésta la región, dijo entonces el preciso Arcángel, éste el país, el clima y la
morada que debemos cambiar por el cielo, y esta tétrica oscuridad por la luz
celeste? Séalo, pues el que ahora es soberano, sólo puede disponer y ordenar es
lo que justo se contempla; lo más preferible es lo que más nos aparte de él; que
aunque la razón nos ha hecho iguales, él se nos ha sobrepuesto por la violencia.
¡Adiós, campos afortunados, donde reina la alegría perpetuamente! ¡Salud,
mansión de horrores! ¡Salud, mundo infernal! Y tú, profundo Averno, recibe a tu
nuevo señor, cuyo espíritu no cambiará nunca, ni con el tiempo, ni en lugar
alguno. El espíritu vive en sí mismo, y en sí mismo puede hacer un cielo del
infierno, o un infierno del cielo. ¿Qué importa el lugar donde yo resida, si soy el
mismo que era, si lo soy todo, aunque inferior a aquel a quien el trueno ha hecho
más poderoso? Aquí, al menos, seremos libres, pues no ha de haber hecho el
Omnipotente este sitio para envidiárnoslo, ni querrá, por lo tanto, expulsarnos de
él; aquí podremos reinar con seguridad, y para mí, reinar es ambición digna, aun
cuando sea sobre el infierno, porque más vale reinar aquí, que servir en el cielo.
Pero, ¿dejaremos a nuestros fieles amigos, a los partícipes y compañeros de
nuestra ruina, yacer anonadados en el lago del olvido? ¿No hemos de invitarlos a
que compartan con nosotros esta triste mansión, o intentar una vez más, con
nuestras fuerzas reunidas, si hay todavía algo que recobrar en el cielo, o más que
perder en el infierno?»
Así hablaba Satán; y Belcebú le respondió así: «¡Caudillo de los ínclitos ejércitos,
que por nadie sino por el Todopoderoso podían ser vencidos! Si otra vez oyen esa
voz, seguro vaticinio de su esperanza en medio de sus temores y peligros, esa
voz que ha resonado con tanta frecuencia en los trances más apurados, ya en el
crítico momento del combate, o cuando arreciaba la lucha, y que era en todos los
conflictos la señal indudable de la victoria, recobrarán de pronto nuevo valor y
vida, aunque ahora giman lánguidos y postrados en el lago de fuego, y tan
aturdidos y estupefactos como ha poco lo estábamos nosotros. Ni esto es de
extrañar, habiendo caído desde tan funesta altura.»
No bien había acabado de decir esto, cuando el réprobo Príncipe se dirigió hacia
la orilla. Pesado escudo de etéreo temple, macizo y redondo, pendía de sus
espaldas, cubriéndolas con su inmenso disco, semejante a la luna, cuya órbita
observa por la noche a través de un cristal óptico el astrónomo toscano, desde la
cima del Fiésole o en el valle del Amo, para descubrir nuevas tierras, ríos y
montañas en su manchada esfera. La lanza de Satán, junto a la cual parecía una
caña el más alto pino cortado en los montes de Noruega para convertirlo en mástil
de un gran navío almirante, le ayuda a sostener sus inseguros pasos sobre la
ardiente arena, pasos muy diferentes de aquellos con que recorría la azulada
bóveda. Una zona tórrida, rodeada de fuego, lo martiriza con sus ardores; pero
todo lo sufre, hasta que llega por fin a la orilla de aquel inflamado mar.
Desde allí llama a sus legiones, especie de ángeles degenerados, que yacen en
espeso montón, como las hojas de otoño de que están cubiertos los arroyos de
Valleumbrosa, donde los bosques de Etruria forman elevados arcos de ramaje;
como los juncos flotan dispersos por el agua, cuando Orión, armado de
impetuosos vientos, combate las costas del mar Rojo; del mar cuyas olas
derribaron a Busiris y a la caballería de Menfis, que perseguía con pérfido encono
a los moradores de Gessén, los cuales vieron desde la segura orilla cubiertas las
aguas de enemigas aljabas y ruedas de sus destrozados carros. Así esparcidas,
desalentadas y abyectas, llenaban el lago aquellas legiones asombradas al
contemplar su horrible transformación.
Y Satán alzó su voz, de modo que resonó en todos los ámbitos del infierno:
«¡Príncipes potentados, guerreros, esplendor del cielo que un día fue vuestro, y
que habéis perdido! ¡Qué tal estupor se haya apoderado de unos espíritus
eternos! ¿O es que habéis elegido este sitio después de las fatigas de la batalla
para dar reposo a vuestro valor, porque tan dulce os es dormir aquí como en los
valles del cielo? ¿Habéis jurado acaso adorar al vencedor en esa actitud humilde?
El os contempla ahora, querubines y serafines, revolcándoos en el lago con las
armas y banderas destrozadas; hasta que sus alados ministros observen desde
las puertas del cielo su ventajosa posición, y bajen para afrentarnos, viéndonos
tan amilanados, o para confundirnos con sus rayos en el fondo de este abismo.
¡Despertad: levantaos; o permaneced para siempre envilecidos!», y avergonzados
se levantaron; apoyándose sobre un ala, como el centinela que debiendo velar, es
sorprendido al dejarse vencer del sueño por su severo jefe, y, soñoliento aún,
procura parecer despierto. No ignoraban cuán desgraciada era su situación, ni
dejaban de experimentar acerba pena; pero todas aquellas innumerables falanges
obedecen al punto a la voz de su general.
Así como, agitando al aire su poderosa vara el hijo de Amram, en días aciagos
para Egipto, atrajo en alas del viento de oriente la negra nube de langostas, que
cayendo como la noche sobre el reino del impío Faraón, ennegrecieron toda la
tierra del Nilo; así en innumerable muchedumbre revoloteaban bajo la bóveda del
infierno los ángeles protervos, cercados de llamas por todas partes hasta que,
levantando su lanza el gran caudillo, como para señalarles el punto adonde
habían de dirigir su vuelo, se precipitaron con movimiento uniforme sobre la tierra
de endurecido azufre, y ocuparon la llanura toda. No salió nunca multitud tan
grande de entre los hielos del populoso Norte para cruzar el Rhin o el Danubio, al
arrojarse sus bárbaros hijos como un diluvio sobre el Mediodía, y extenderse
desde las costas de Gibraltar hasta los arenales de Libia.
De cada escuadrón y de cada hueste acuden al punto los guías y capitanes a
donde se hallaba su supremo jefe. Asemejaban dioses por su estatura y sus
formas, superiores a las humanas; príncipes reales; potestades que en otro
tiempo ocupaban sus tronos en el cielo, aunque en los anales celestes no se
conserve ahora memoria de sus nombres, borrados ya, por su rebelión, del libro
de la vida. No habían adquirido aún denominación propia entre los hijos de Eva;
pero cuando errantes sobre la tierra, con superior permiso de Dios para probar al
hombre, corrompieron a la mayor parte del género humano a fuerza de
imposturas, induciéndoles a que abandonaran a su Creador, a que venerasen a
los demonios como deidades y a transformar con frecuencia la gloria invisible de
aquel a quien debían el ser en la imagen de un bruto para tributar brillantes cultos
de pomposa adoración y oro; entonces fueron conocidos con varios nombres y en
el mundo pagano bajo las formas de varios ídolos.
Dime ¡oh Musa! cuáles eran; quién fue el primero, o quién el último que sacudió el
sueño en aquel lago de fuego para acudir al llamamiento de su soberano; cómo
los más cercanos a él en dignidad fueron presentándose en la desnuda playa,
mientras la confusa multitud aún permanecía alejada.
Los principales eran aquellos que saliendo del abismo infernal para apoderarse en
la tierra de su presa, tuvieron mucho después la audacia de fijar su residencia
cerca de la de Dios y sus altares junto al suyo; dioses adorados entre las
naciones vecinas que se atrevieron a disputar su imperio a Jehová, cuando
fulminaba sus rayos desde Sión y asentaba su trono entre los querubines. Hasta
en el mismo santuario llegaron no una vez sola a introducirse; y ¡oh abominación!
profanaron con un culto maldito las ceremonias sagradas y las fiestas más
solemnes y a la luz de la verdad osaron oponerse con sus tinieblas.
Primero Moloc, rey horrible, manchado con la sangre de los sacrificios humanos y
destilando lágrimas paternales aunque con el estrépito de tambores y timbales, no
fueron oídos los gritos de los hijos arrojados al fuego para ser después ofrecidos
al execrable ídolo. Los Ammonitas lo adoraron en la húmeda llanura de Rabba, en
Argob y en Basán hasta las extremas corrientes del Arnón; y no contento con tan
dilatado imperio, indujo por medio de engaños al sabio Salomón a que le erigiera
un templo frente al de Dios, en el monte del Oprobio, consagrándole luego un
bosque en el risueño valle de Hinnón, llamado desde entonces Tophet y negro
Gehenna, verdadero emblema del infierno.
A Moloc seguía Chamós, obsceno numen de los hijos de Moab, desde Aroax
hasta Nebo y el desierto más meridional de Abarim; en Hesebón y Horonaim,
reino de Seón; allende el floreciente valle de Sibma, tapizado de frondosas vides y
en Elealé, hasta el Asfaltite. Llamábase también Péor, cuando en Sittim incitó a
los israelitas que bajaban por el Nilo a que le hicieran lúbricas oblaciones, que
tantas calamidades les produjeron. De allí propagó sus lascivas orgías hasta el
monte del Escándalo, cercano al bosque del homicida Moloc, donde se unieron la
disolución y el odio, hasta que el piadoso Josías los desterró al infierno.
Con estas divinidades llegaron aquellas que desde las orillas del antiguo Eúfrates
hasta la corriente que separa a Egipto de las tierras sirias, son generalmente
conocidas con los nombres de Baal y de Ascaro, varón el primero y la segunda
hembra pues los espíritus se transforman a su antojo en uno u otro sexo, o se
apropian ambos a la vez, porque su esencia es sencilla y pura, que no está
enlazada ni sujeta con músculos ni nervios, ni se apoya en la frágil fuerza de los
huesos como nuestra pesada carne, sino que toma la forma que más le place,
ancha o estrecha, brillante u opaca, y así pueden realizar sus ilusiones y
satisfacer sus afectos de amor o de odio. Por estas divinidades abandonaron a
menudo los hijos de Israel a quien les daba vida, dejando de frecuentar su altar
legítimo para prosternarse vilmente ante brutales dioses; y a esto se debió que,
rendidos sus cuellos en lo más recio de las batallas, sirvieran de trofeo a la lanza
del enemigo más despreciable.
Tras esta turba de divinidades apareció Astoret, a quien los Fenicios llaman
Astarté reina del cielo, con una media luna por corona; a cuya brillante imagen
rinden himnos y votos las vírgenes de Sidón, a la luz del astro de la noche. Los
mismos cantos resonaban en Sión, donde se elevaba su templo en el monte de la
iniquidad, templo que edificó el afeminado rey, cuyo corazón, aunque generoso,
cedió a los halagos de idólatras hermosuras, e inclinó la frente ante su infame
culto.
En seguida iba Tamuz, cuya herida, que se renueva anualmente, congrega en el
Líbano a las jóvenes Sirias, para dolerse del infortunio del dios; las cuales durante
todo un día de verano entonan plegarias amorosas, mientras el río Adonis
deslizándose mansamente de su cautiva roca lleva al mar su purpúrea linfa, que
se supone enrojecida con la sangre de Tamuz a consecuencia de su anual herida;
amorosa fábula, que comunicó el mismo ardor a las hijas de Sión, cuyas lascivas
pasiones condenó Ezequiel bajo el sagrado pórtico, al descubrir en una de sus
visiones negras idolatrías de la infiel Judá.
Detrás estaba al que lloró amargamente cuando al pie del arca cautiva cayó su
grosero ídolo mutilado, cortadas cabezas y manos, en el umbral de la puerta de
su propio santuario, donde rodaron sus restos con mengua de sus adoradores.
Dagón es su nombre, monstruo marino que tiene de hombre la mitad superior del
cuerpo y de pescado la inferior; mas a pesar de ello ostentaba un alto templo en
Azot, y era temido en toda la costa de Palestina, en Gata, en Ascalón y Ascarón y
hasta en los límites de la frontera de Gaza,
Seguía Rimmón cuya deliciosa morada era la bella Damasco en las fértiles orillas
del Ablana y del Farfar, apacibles y cristalinos ríos. También éste fue osado
contra la casa de Dios; por el leproso que perdió una vez, se ganó un rey, a Acaz,
su imbécil conquistador, a quien apartó del ara del Señor, poniendo en su lugar
otra al estilo sirio, sobre la cual depositó Acaz sus impías ofrendas, adorando a
los dioses a quienes había vencido.
Aparecieron después en numerosa cohorte aquellos que bajo nombres, un día
famosos, Osiris, Isis, Oro y su séquito de monstruos y supersticiones, abusaron
del fanático Egipto y de sus sacerdotes, los cuales se forjaron divinidades
errantes, encubiertas bajo formas de irracionales, más bien que humanas. Ni se
libró Israel de aquel contagio, cuando transformó en oro prestado el becerro de
Oreb; crimen en que reincidió un rey rebelde en Bete y en Dan presentando bajo
la apariencia de aquel pesado animal a su creador, Jehová, que al pasar una
noche por Egipto aniquiló de un solo golpe a sus primogénitos y a sus rumiantes
dioses.
El último fue Belial. Nunca cayó del cielo espíritu más impuro ni más torpemente
inclinado al vicio por el vicio mismo. No se elevó en su honor templo alguno ni
humeaba ningún altar; pero, ¿quién se halla con más frecuencia en los templos y
los altares, cuando el sacerdote reniega de Dios, como renegaron los hijos de Elí,
que mancharon la casa divina con sus violencias y prostituciones? Reina también
en los palacios, en las cortes y en las corrompidas ciudades donde el
escandaloso estruendo de ultrajes y de improperios se eleva sobre las más altas
torres y cuando la noche tiende su manto por las calles, ve vagabundear por ellas
a los hijos de Belial, repletos de insolencia y vino. Testigos las calles de Sodoma y
la noche de Gabaa, cuando fue menester exponer en la puerta hospitalaria a una
matrona para evitar rapto más odios.
Estos eran los principales en grado y poderío; los demás sería prolijo enumerarlos
aunque muy célebres en lejanas regiones: dioses de Jonia a quienes la
posteridad de Javán tuvo por tales, pero reconocidos como posteriores al cielo y a
la tierra, padres de todos ellos. Titán, primer hijo del cielo con su numerosa prole y
su derecho de primogenitura usurpado por Saturno, más joven que él; del mismo
modo a éste se lo arrebató el poderoso Júpiter, su propio hijo y de Rhea, que
fundó en tal usurpación su imperio. Estos dioses conocidos primero en Creta y en
el monte Ida y después en la nevada cima del frío Olimpo, gobernaron en la
región media del aire, su más elevado cielo o en las rocas de Delfos o en Dodona,
y en toda la extensión de la tierra Dórica. Otro huyó con el viejo Saturno por el
Adriático a los campos de Hesperia, y por el país de los celtas arribó a las más
remotas islas.
Todos estos y más llegaron en tropel, pero con los ojos bajos y llorosos; aunque a
vueltas de su sombrío ceño, se echaba de ver un destello de alegría; que no
hallaban a su caudillo desesperado ni ellos se contemplaban aniquilados, en
medio de toda aquella destrucción. Se notaba esperanza en el dudoso gesto de
Satán, y recobrando de pronto su acostumbrado orgullo prorrumpió en recias
voces, con entereza más simulada que verdadera y poco a poco reanimó el
desfallecido aliento de los suyos disipando sus temores.
De repente ordena que al bélico son de trompetas y clarines se enarbole su
poderoso estandarte; Azazel, gran querubín, reclama de derecho tan envidiable
honor, y desenvuelve de la luciente asta la bandera imperial, que enarbolada y
tendida al aire, brilla como un meteoro, con las perlas y preciosos metales que
realzan las armas y trofeos de los serafines. Entretanto resuenan los ecos
marciales del sonoro bronce, a los que responde el ejército todo con un grito
atronador, que retumbado en las concavidades del infierno lleva el espanto más
allá del imperio del caos y la antigua noche.
De repente aparecen en medio de las tinieblas diez mil banderas que ondean en
los aires ostentando sus orientales colores, y en derredor de ellas un bosque
inmenso de lanzas y apiñados cascos. Se oprimen los escudos en una línea de
impenetrable espesor y a poco empiezan a moverse los guerreros, formando una
perfecta falange, al compás del modo dórico, que resuena en flautas y suaves
oboes. Tales eran los acentos que inspiraban a los antiguos héroes armados para
el combate, en vez de furor, una noble calma, un valor sereno, que se sobreponía
al temor, a la muerte y a la cobardía de la fuga o de una vergonzosa retirada;
concierto que con sus acordes religiosos bastaba a tranquilizar el ánimo turbado,
a desterrar la angustia, la duda, el temor y el pesar, y a mitigar el sobresalto del
corazón así en los hombres como en los dioses.
Unidas así sus fuerzas y con un pensamiento fijo, marchaban silenciosos los
ángeles caídos al son de los dulces instrumentos, que hacían menos dolorosos
sus pasos sobre aquel suelo abrasador; y cuando hubieron avanzado todos hasta
ponerse al alcance de la vista, se detuvieron, presentando su horrible frente, de
espantosa longitud. Brillaban sus armas como las de los antiguos guerreros y
alineados con sus escudos y lanzas, esperaban la orden que debía dictarles el
soberano.
Fija Satán su experta vista en las compactas filas; de una ojeada recorre toda la
hueste; ve el buen orden de los combatientes, sus semblantes, su estatura como
la de los dioses y calcula por último su número. Dilátase entonces su corazón
lleno de orgullo, y se vanagloria al verse tan poderoso, pues desde que fue
creado el hombre, no se había reunido fuerza tan formidable. A su lado cualquiera
otra sería tan despreciable como los pigmeos de la india que guerrean con las
grullas aun cuando se agregase la raza gigantesca de Flegra con la heroica que
luchó delante de Tebas y de Ilión, donde por una y otra parte se mezclaban
dioses auxiliares; aunque se uniesen aquellos que celebran fábulas y leyendas al
hablar del hijo de Utero, rodeado de caballeros de la Armórica y de Bretaña;
aunque se juntaran, en fin, todos los que después, cristianos o infieles, lidiaron en
Aspromonte o Montaubán, en Damasco, Marruecos o Traspisonda, o los que
Biserta envió desde la playa africana cuando Carlomagno y sus pares fueron
derrotados en Fuenterrabía.
Superior aquel ejército de espíritus a todos los de los mortales, observaba a su
jefe, que superando a su vez a cuantos le rodeaban por su estatura y lo imperioso
de su soberbio aspecto, se elevaba como una torre. No había perdido aún la
primitiva belleza de sus formas, ni dejaba de parecer un arcángel destronado, en
quien se traslucía aún la majestad de su pasada gloria; era comparable con el sol
naciente cuando sus rayos atraviesan con dificultad la niebla, o cuando situado a
espaldas de la luna en los sombríos eclipses difunde un crepúsculo funesto y
atormenta a los reyes con el temor que inspiran sus revoluciones. Así oscurecido,
brillaba más el arcángel que todos sus compañeros; pero surcaban su rastro
profundas cicatrices causadas por el rayo, y en la inquietud que en sus
demacradas mejillas y bajo sus cejas se retrataba, al par que en su intrepidez, e
indomable orgullo, parecía anhelar el momento de la venganza. Cruel era su
mirada, aunque en ella se descubrían indicios de remordimiento y de compasión
al fijarla en sus cómplices, en sus secuaces más bien, tan distintos de lo que eran
en la mansión bienaventurada, y a la sazón condenados para siempre a ser
participes de su pena: millones de espíritus que por su falta se hallaban sometidos
a los rigores del cielo, expulsados por su rebelión de los resplandores eternos, y
que habían mancillado su gloria por permanecerle fieles. Asemejábanse a las
encinas del bosque o a los pinos de la montaña, desnudos de su corteza por el
fuego del cielo, pero cuyos majestuosos troncos, aunque destrozados, subsisten
en pie sobre la abrasada tierra.
Prepárase a hablar Satán, y se inclinan de una a otra ala las dobles filas de sus
guerreros, rodeándole en parte todos sus capitanes, a quienes la atención hace
enmudecer. Tres veces intenta el Arcángel comenzar y otras tantas, con mengua
de su orgullo, brotan de sus ojos lágrimas como las que pueden verter los
ángeles; pero al fin se abren paso las palabras por en medio de sus suspiros.
«¡Legiones sin cuento de espíritus inmortales! ¡Dioses con quienes solo puede
igualarse el Omnipotente! No dejó aquel combate de ser glorioso, por más que el
resultado fuese funesto, como lo atestigua este lugar y este terrible cambio sobre
el que es odioso discurrir. ¿Pero qué espíritu, por previsor que fuera, y por más
que tuviera profundo conocimiento de lo pasado y de lo presente habría temido
que la fuerza unida de tantos dioses, y dioses como éstos, llegaría a ser
rechazada? ¿Quién podría creer aún después de nuestra derrota, que todas estas
poderosas legiones cuyo destierro ha dejado desierto el cielo, no volverían en sí,
levantándose a recobrar su primitiva morada? En cuanto a mí, todo el celeste
ejército es testigo de que ni los pareceres al mío contrarios, ni los peligros en que
me he visto han podido frustrar mis esperanzas; pero Aquel que reinando como
monarca en el cielo, había estado hasta entonces seguro sobre su trono,
sostenido por una antigua reputación, por el consentimiento o la costumbre, hacía
ante nosotros ostentación de su pompa regia, mas nos ocultaba su fuerza, con lo
que nos alentó a la empresa que ha sido causa de nuestra ruina. De hoy más
sabemos cuál es su poder y cuál el nuestro, de suerte que si no provocamos,
tampoco tememos que se nos declare una nueva guerra. El mejor partido que nos
resta, es fomentar algún secreto designio para obtener por astucia o por artificio lo
que no hemos conseguido por fuerza; para que al fin podamos probarle que el
que vence por la fuerza, no triunfa sino a medias de su enemigo. Puede el
espacio producir nuevos mundos; y sobre esto circulaba en el cielo ha tiempo un
rumor, respecto a que el Omnipotente pensaba crear en breve una generación
que sus predilectas miradas contemplarían como igual a la de los hijos del cielo.
Contra este mundo intentaremos acaso nuestra primera agresión, siquiera sea por
vía de ensayo; contra ése o cualquiera otro, porque este antro infernal no retendrá
cautivos para siempre a los espíritus celestiales, ni estarán sumidos mucho
tiempo en las tinieblas del abismo. Tales proyectos sin embargo deben madurarse
en pleno consejo. Ya no queda esperanza de nada porque ¿quién pensaría en
someterse? ¡Guerra pues! ¡Guerra franca o encubierta es lo que debemos
determinar!»
Dijo, y en muestra de aprobación levantáronse en alto millones de flamígeras
espadas que desenvainaron los poderosos querubines. Su repentino fulgor
ilumina en torno el Infierno; lanzan los demonios gritos de rabia contra el
Todopoderoso, y enfurecidos, y empuñando sus armas, golpean los escudos con
belicoso estruendo, lanzando un reto a la bóveda celeste.
Elevábase a poca distancia una colina, cuya horrible cima exhalaba sin cesar
fuego y columnas de humo, mientras lo restante de la eminencia brillaba con una
capa lustrosa, señal indudable de que en sus entrañas se ocultaba una sustancia
metálica, producida por el azufre. Por allí en alas del viento se precipitaba una
numerosa falange, semejante a las escuadras de peones que armados de picos y
azadas, se esparcen por los reales para construir una trinchera o levantar un
parapeto. Mammón es quien la conduce; Mammón, el menos altivo de los
espíritus caídos del cielo, pues aún en éste sus miradas y pensamientos se
dirigían siempre hacia abajo, admirando más las riquezas del pavimento celestial,
donde se pisa el oro, que cuantas cosas divinas o sagradas se gozan en la visión
beatífica de la tierra, y con impías manos arrancaron a su madre las entrañas
para apoderarse de tesoros que valdría más estuviesen para siempre ocultos.
Abrió en breve la gente de Mammón una ancha brecha en la montaña, y extrajo
de sus simas grandes porciones de oro. ¿Por qué hemos de admirarnos de que
se reproduzcan las riquezas en el infierno, si sus senos son los más a propósito
para tan precioso tósigo? Los que aquí se vanaglorian de las cosas mortales, y
hablan maravillados de Babel y de las obras de los reyes de Menfis, sepan que
los más célebres monumentos del poder y del arte humanos quedarían fácilmente
eclipsados junto a los que los espíritus réprobos construyen. Ellos fabrican en una
hora lo que los reyes, con incesantes trabajos e innumerables brazos, pueden
acabar apenas. Cerca de allí, en la llanura, funden otros con arte maravilloso el
mineral macizo en inmensos hornillos preparados al efecto, por debajo de los
cuales pasa una corriente de fuego líquido que sale del lago y separa cada
aspecto, sacando las escorias de entre los terrones de oro. Otros en fin forman
con igual prontitud en la tierra diferentes moldes, y por medio de un admirable
artificio llenan cada uno de aquellos profundos huecos con la materia de los
ardientes crisoles, del mismo modo que en el órgano un solo soplo de viento,
repartido entre varias series de tubos, produce todas sus armonías.
De repente al compás de una deliciosa música y dulces cantos, brota de la tierra
como vaporosa llama un edificio inmenso, construido como un templo y rodeado
de pilastras y columnas dóricas, coronadas por un arquitrabe de oro. No faltaban
allí cornisas ni frisos con sus bajos relieves, y la techumbre era de oro cincelado.
Ni Babilonia ni la grandiosa Menfis alcanzaron en sus días de gloria semejante
magnificencia para honrar a sus dioses Belo o Serapis, o para entronizar a sus
reyes cuando el Egipto y la Asiria rivalizaban en riquezas y ostentación.
Queda fija por fin la ascendente mole ostentando su majestuosa altura; y
abriéndose de pronto las puertas de bronce, dejan ver interiormente su vasto
espacio y toda la extensión de su pavimento terso y pulimentado. De la arqueada
bóveda penden, por una sutil combinación mágica, varias filas de radiantes
lámparas y esplendorosos fanales, que alimentados por la nafta y el asfalto
difunden la luz como los astros de un firmamento. Penetra apresuradamente la
multitud en aquel recinto, admirándolo todos, y unos ensalzan la obra y otros al
arquitecto. Dióse a conocer su mano en el cielo por la construcción de varias
elevadas torres, donde los ángeles que empuñaban cetro tenían su residencia y
trono de príncipes. El supremo Soberano los elevó a tal poder encargándoles que
gobernasen las celestiales milicias cada cual conforme a su jerarquía.
Ni fue el mismo arquitecto desconocido, ni careció de adoradores en la antigua
Grecia; los hombres de Ausonia lo llamaron Múlciber. Contaba la fábula cómo fue
arrojado por la ira de Júpiter, y por encima de los cristalinos muros del cielo,
rodando todo un día de estío desde la mañana al mediodía y desde el mediodía
hasta la noche, y al ponerse el sol cayó el cenit, como una estrella volante en
Lemos, isla del mar Egeo.
Referíanlo así los hombres Y se equivocaban, pues la caída de Múlciber con su
rebelde hueste tuvo lugar mucho tiempo antes. De nada le valió haber construido
elevadas torres en el cielo ni se salvó a pesar de todas sus máquinas siendo
arrojado de cabeza con su industriosa horda para que construyera en el infierno.
Entretanto los heraldos alados, por orden del soberano poder, con imponente
aparato y a son de trompetas, proclaman en todo el ejército la convocación de un
consejo solemne que debe reunirse inmediatamente en el «Pandemonium»,
capital de Satán y de sus magnates. Intiman el llamamiento a los más dignos por
su clase, o por elección en cada hueste y legión regular, los cuales acuden al
instante en grupos de ciento y de mil con su correspondiente séquito. Todas las
avenidas están ocupadas, obstruidas las puertas, los espaciosos pórticos del
templo y sobre todo el inmenso salón semejante a un campo cerrado, donde los
bravos campeones acostumbran a cabalgar con todas sus armas ante el trono del
sultán, retando a la caballería pagana a un combate a muerte o a romper lanzas.
Bulle apiñado el enjambre de espíritus, así en la tierra como en el aire, agitando
sus ruidosas alas. Como en la primavera cuando se halla el sol en Tauro, hacen
las abejas salir en grupos alrededor de la colmena a su populosa prole y
revolotean acá y allá entre las flores húmedas de rocío o sobre la plancha unida
que forma la explanada de su pajiza ciudadela, cubierta de reciente néctar y allí
discuten y acuerdan sobre sus negocios de Estado, así revoloteaban y se
comprimían aquellas numerosas legiones aéreas hasta el momento de darse la
voz de alerta. Pero ¡oh maravilla!, los que antes semejaban superar en altura a los
gigantes hijos de la Tierra, son ahora menores que los enanos más pequeños,
amontonándose innumerables en un reducido espacio, parecidos a los pigmeos
que se encuentran allende las montañas de la India, o a los duendes que el
rezagado campesino ve o imagina ver en sus conciliábulos de medianoche, junto
al lindero de un bosque o a la orilla de una fuente, mientras sobre su cabeza sigue
tranquila la luna su pálido curso, acercándose más a la tierra, y los locuaces
espíritus entregados a sus danzas y juegos halagan el oído del aldeano, cuyo
corazón late a la vez de regocijo y miedo.
De este modo aquellos espíritus incorpóreos redujeron su inmensa estatura a las
más diminutas formas, y casi todos se hallaron, aunque seguían siendo
innumerables, en el salón de aquella corte infernal. Pero más allá, interiormente,
en sus verdaderas proporciones y entre sí muy semejantes, hallábanse reunidos
en un sitio retirado los grandes señores seráficos y los querubines; y mil
semidioses, sentados en sillas de oro, constituían en secreto cónclave un consejo
pleno, en que después de breve silencio, y leída la convocatoria, comenzó la
solemne deliberación.
SEGUNDA PARTE
ARGUMENTO
Congregado el Consejo, consúltale Satán sobre si deber aventurarse otra batalla
para recobrar el cielo; algunos son de este parecer; mas no todos opinan lo
mismo. Prefieren otro recurso indicado antes por Satán que consiste en averiguar
la verdad de aquella profecía o tradición del cielo relativa a otro mundo y otra
especie de criaturas, iguales, o no muy inferiores a los ángeles, y que debían
crearse por aquel tiempo. Dudan respecto a quién se encargará de tan difícil
empresa; pero Satán se ofrece a hacer solo el viaje, y prorrumpen todos en
demostraciones de aplauso y júbilo. Terminado así el Consejo, retíranse los
espíritus por diferentes caminos, para dedicarse a ocupaciones diversas, según
las aficiones de cada cual, y para dar tiempo a que vuelva Satanás. Llega éste
entretanto a las puertas del infierno que encuentra cerradas. Refiérese a quiénes
estaban allí para guardarlas, y cómo abriéndoselas al fin le muestran el gran
abismo que hay entre el infierno y el cielo. Atraviésalo con gran dificultad, guiado
por el Caos, soberano de aquel lugar, hasta que llega a la vista del muevo mundo
que buscaba.
En un trono de excelsa majestad, muy superior en esplendidez a todas las
riquezas de Ormuz y de la India, y de las regiones en que el suntuoso Oriente
vierte con opulenta mano sobre sus reyes bárbaros perlas y oro, encúmbrase
Satán, exaltado por sus méritos a tan impía eminencia; y aunque la
desesperación lo ha puesto en dignidad tal como no podía esperar, todavía
ambiciona mayor altura; y tenaz en su inútil guerra contra los cielos no
escarmentado por el desastre, da rienda así a su altiva imaginación: «¡Potestades
y dominaciones, númenes celestiales! Pues no hay abismo que pueda sujetar en
sus antros vigor tan inmortal como el nuestro, aunque oprimido y postrado ahora
no doy por perdido el cielo. Después de esta humillación, se levantarán las
virtudes celestes más gloriosas y formidables que antes de su caída, y se
asegurarán por sí mismas del temor de una segunda catástrofe. Aunque la justicia
de mi cerebro y las leyes constantes del cielo me designaron desde luego como
vuestro caudillo, lo soy también por vuestra libre elección, y por los méritos que
haya podido contraer en el consejo o en el combate; de modo que nuestra pérdida
se ha reparado, en gran parte al menos, dado que me coloca en un trono más
seguro, no envidiado y cedido con pleno consentimiento. En el cielo el que más
feliz es por su elevación y su dignidad, puede excitar la envidia de un inferior
cualquiera; pero aquí, ¿quién ha de envidiar al que, ocupando el lugar más alto,
se halla más expuesto, por ser vuestro antemural a los tiros del Tonante, y
condenado a sufrir lo más duro de estos tormentos interminables? Donde no hay
ningún bien que disputar, no puede alzarse en guerra facción alguna, pues nadie
reclamará, seguramente, el bienestar del infierno; nadie tiene escasa participación
en la pena actual, para codiciar por espíritu de ambición, otra más grande. Con
esta ventaja, pues, para nuestra unión, esta fe ciega e indisoluble concordia, que
no se conocerán mayores en el cielo, venimos ya a reclamar nuestra antigua
herencia, más seguros de triunfar que si nos lo asegurase el triunfo mismo. Pero
cuál sea el medio mejor, si la guerra abierta o la guerra oculta, ahora lo
examinaremos; hable quien se sienta capaz de dar consejo.»
Calló Satán y hallándose inmediato Moloch, rey que empuñaba cetro, se puso en
pie. Era el más denodado y soberbio de todos los espíritus que combatieron en el
cielo, y su desesperación le comunicaba ahora mayor fiereza. Pretendía ser igual
en poderío al Eterno, y antes que reputarse inferior, dejar de existir porque sin
este cuidado nada tenía que lo intimidase. Menospreciaba a Dios y al infierno y
cuanto hubiese más horroroso que éste; y así prorrumpió en los siguientes
términos: «¡Guerra abierta! Este es mi parecer. No soy experto en ardides, ni me
vanaglorio de tal. Conspiren los que lo necesiten, mas cuando sea necesario no
ahora. Pues qué, mientras ellos sosegadamente urden sus tramas ¿han de
permanecer en pie y armados millones de espíritus que, ansiando la señal de
desplegar sus alas, yacen aquí expatriados del cielo, sin más morada que esta
sombría caverna, destierro infame y prisión de un tirano que reina por nuestra
apatía? No; prefiramos armarnos del furor y las llamas del infierno; abrámonos
todos a la vez sobre las elevadas torres del cielo, un camino en que no pueda
oponernos resistencia, transformando nuestros tormentos en horribles armas
contra el verdugo; que al estrépito de sus poderosos rayos responda nuestro
infernal trueno, y vea los relámpagos convertidos en negra y horrorosa llama
lanzada con igual rabia contra sus ángeles, y hasta su mismo trono envuelto entre
el azufre del Tártaro y el extraño fuego que inventó para atormentarnos. Parecerá
acaso difícil y escarpado el camino para escalar con seguro vuelo la altura de
enemigo tan poderoso; pero recuerden los que esto crean, si no están
aletargados aún con el soñoliento vapor de este lago del olvido que por nuestro
propio impulso nos elevamos a nuestra primitiva morada, y que el bajar y caer son
contra nuestra naturaleza; pues cuando últimamente el fiero Enemigo daba sobre
nuestra destrozada retaguardia, insultándonos y persiguiéndonos a través del
abismo ¿quién no sintió cuán pesado era nuestro vuelo al sumirnos en este
precipicio? El ascender, pues, nos será muy fácil.
«Témese el resultado de provocar a quien es tan fuerte para que imagine en su
cólera algún recurso que acabe de aniquilarnos, si es dable en este lugar mayor
anonadamiento; pero, ¿qué mal más grande que existir aquí privados de todo
bien, y condenados a eterna maldición en este antro odioso, donde nos abrasa
inextinguible fuego, sin esperanza de ver el fin, esclavos de sus iras y a merced
del látigo inexorable cuando llega la hora de los tormentos? Mayor castigo que el
presente sería un extremo tal, que feneceríamos. Pues, ¿qué tememos? ¿Por qué
vacilamos en excitar su furor postrero, que siendo más violento nos consumirá del
todo, reduciendo a la nada nuestra existencia? Preferible es esto a vivir
miserables perpetuamente. Y si nuestra naturaleza es en realidad divina y no
puede dejar de serlo, nos hallamos en peor condición que si nada fuésemos, y
tenemos la prueba de que nuestro poder basta para trastornar el cielo, alarmando
con incesantes asaltos aquel trono fatal aunque inaccesible; lo cual, ya que no
victoria, por lo menos será venganza.»
No dijo más; y frunciendo el ceño brillaron sus ojos en sed de inextinguible
venganza y tremenda lid peligrosa para todos los seres inferiores a los dioses. Del
lado opuesto se levantó Belial, en ademán más gracioso y menos fiero.
Jamás se vieron privados los cielos de tan hermosa criatura; parecía estar
predestinado a las dignidades y a los grandes hechos, pero todo era en él afición
y vanidad, por más que destilase maná su lengua y diera apariencias de cuerdos
a los más falsos razonamientos, torciendo y frustrando los consejos más
acertados. Era de pensamientos humildes, ingenioso para el vicio, tímido y lento
para toda acción generosa; pero sabía halagar los oídos y con persuasivo acento
comenzó así: «Desde luego ¡oh príncipes!, estaría yo por la guerra a muerte, que
en aborrecimiento no cedo a nadie, si lo que se alega como suprema razón para
resolvernos a una guerra inmediata no me disuadiera más, y no me pareciese en
último resultado de siniestro agüero. El que más se distingue como guerrero,
desconfiando de su consejo y de su propia fuerza, funda todo su valor en la
desesperación, y prefiere un completo aniquilamiento; pero ante todo, ¿cómo nos
vengaremos? Las torres del cielo están llenas de centinelas armados que hacen
imposible todo acceso, y con frecuencia acampan sus legiones al borde del
abismo, o con sombrío vuelo exploran por doquiera los reinos de la noche sin
temor a sorpresa alguna; y aun cuando nos abriéramos un camino por la fuerza,
aunque todo el infierno se arrojara tras nosotros para oscurecer con sus tinieblas
la purísima luz del cielo, permanecería nuestro Enemigo incorruptible sobre su
incólume trono, y la sustancia etérea libre de toda mancha rechazaría en breve la
agresión, sirviendo nuestro fuego para alumbrar su triunfo.
«Una vez repelidos, nuestra última esperanza será el colmo de la desesperación.
Y, ¿hemos de excitar al poderoso Vencedor a que apure su cólera y acabe con
nosotros? ¿Ha de ser el dejar de existir nuestro solo anhelo? ¡Triste remedio!
porque ¿quién querría perder, a pesar de cuanto padecemos, este ser inteligente,
este pensamiento que abarca toda la eternidad para perecer sepultados y
perdidos en las profundas entrañas de perpetua noche insensibles a todo y
gimiendo en completa inercia? Y, ¿quién sabe, dado que esto nos conviniera, si
nuestro airado Enemigo podrá y querrá concedernos semejante muerte? Que
pueda es dudoso; que no lo consentirá jamás es seguro. Siendo tan previsor,
¿cómo ha de resolverse a deponer de pronto su ira, simulando impotencia o
descuido, para conceder a sus enemigos lo que desean o aniquilar en su cólera a
aquellos a quienes preserva su cólera mismo a fin de castigarnos eternamente?
«¿Por qué, pues vacilamos?, dicen los que aconsejan la guerra: estamos
condenados, proscritos, destinados a una eterna desgracia. Como quiera que
procedamos ¿qué más podemos sufrir, qué castigo habrá mayor que éste? ¿Tan
extremo infortunio es por ventura hallarnos aquí sentados y deliberando armados?
¡Ah! Cuando huíamos atropelladamente, perseguidos y abrasados por el
tremendo rayo del cielo, y suplicábamos al abismo que nos acogiese, parecíanos
este infierno un consuelo para nuestras heridas; y cuando nos hallábamos
encadenados en el hirviente lago, ¿no era seguramente peor nuestra situación?
¿Qué sería si se reanimase el hálito que encendió aquel funesto fuego,
comunicándole una intensidad siete veces mayor, y de nuevo nos sumergiese
dentro de las llamas, o si la interrumpida venganza del Dominador supremo
armase otra vez su encendida diestra para atormentarnos? ¿Qué, si se abriesen
los diques de su cólera y si el firmamento que se extiende sobre el infierno
vertiera sobre nuestras cabezas el fuego de sus cataratas y cuantos horrores nos
amenazaban un día con su espantoso castigo? Mientras proyectamos ahora o
aconsejamos una gloriosa guerra, quizá se está formando abrasadora tempestad,
en que nos veremos envueltos y clavados sobre las rocas para ser juguete y
presa de furiosos torbellinos, o sepultados para siempre y cargados de cadenas
en este abrasado océano. ¡A solas entonces con nuestros incesantes gemidos,
sin tregua ni reposo ni compasión, durante siglos que no es de esperar acaben,
cuánta mayor será nuestra desventura! Debo, pues, disuadiros de la guerra, así
franca como encubierta porque, ¿de qué servirán ni astucia ni fuerza ni semejante
empeño? ¿Quién burlará la perspicacia de Aquél cuyos ojos lo abarcan todo de
una sola mirada? Contemplándonos está desde la altura de los cielos, y
menosprecia nuestras inútiles tentativas, dado que su poder es tan omnipotente
para resistir a nuestras fuerzas como para destruir todas nuestras tramas y
conatos.
«¿Luego viviremos envilecidos, y aunque hijos del cielo, arrojados de esta suerte
y condenados a destierro, y a sufrir en él estas cadenas y tormentos? Preferible
es en mi juicio a otro mal más grande pues el hado y sus decretos irrevocables
nos meten a la voluntad del Vencedor. Fuerza tenemos para sufrir lo mismo que
para obrar; la ley que lo ha ordenado así, es injusta, y esto hubiéramos debido
comprender desde el principio, y ser cautos, antes que mover guerra a Enemigo
tan poderoso y cuando su resultado era tan incierto.
«Rióme de los que tan audaces y hábiles son en manejar la lanza, y cuando ésta
les falta se amilanan y temen que sobrevenga lo que saben que ha de sobrevenir:
destierro, ignominia, cadenas y castigos, sujeción a que los somete su Vencedor.
Tal es ahora nuestra suerte, y si a ella nos sometiésemos resignados, lograríamos
quizá desarmar en cierto modo la cólera de nuestro supremo Enemigo; y tal vez
hallándonos tan lejos de su presencia e inofensivos se olvidará de nosotros, ya
satisfecho de su justicia; y si su aliento no lo incita se templará el voraz fuego que
nos consume; y purificada nuestra esencia, no participará de este vapor mefítico,
se habituará a él para no sentirlo, o finalmente modificada y atemperándose a su
intensidad y naturaleza, de tal manera se identificará con él, que no experimente
dolor alguno convirtiéndose los tormentos en placeres y la oscuridad en luz. ¿Por
qué no hemos de esperar en lo que el interminable curso de los días futuros
pueda traernos, ni en las alteraciones y cambios en que debemos poner nuestra
confianza, pues que nuestra suerte actual, si contraria, no es del todo infeliz, no
llegará al extremo con tal que no nos hagamos merecedores de mayor desventura
nosotros mismos?»
Así Belial, con palabras disfrazadas de razones, aconseja un proceder indigno,
una vil inacción, pero no la paz. Después de él habló Mammón de esta suerte:
«Moveremos guerra si la guerra es el mejor consejo, o para destronar al Rey del
cielo o para recobrar nuestros perdidos derechos. Destronarlo no lo esperemos,
mientras el eterno destino no ceda al inconstante acaso y sea el caos árbitro de
nuestra lucha. Si vana es la esperanza de lo uno, no lo será menor la de lo otro;
pues de no expulsar al supremo Rey del cielo, ¿qué espacio quedará en éste para
nosotros? Demos que calmada su ira, y a condición de someternos de nuevo,
perdone a todos: ¿con qué ojos lo contemplaremos cuando humillados en su
presencia, hayamos de recibir sus imperiosas órdenes, glorificar su majestad
murmurando himnos, y violentarnos cantando en loor suyo «¡aleluya!», mientras
él, envidiado soberano, hará ostentación de su regia pompa, y su altar exhalará
perfumes de ambrosia y de flores, serviles ofrendas de nuestro culto? Tal será
nuestro oficio en el cielo, tales nuestros placeres. ¡Oh! ¡Cuán dura será una
eternidad empleada en adorar a quien tanto odiamos!
«Rechacemos, pues, ese espléndido vasallaje que no es dado obtener por fuerza,
que aun concedido sería afrentoso por más que pertenezca al cielo, y busquemos
nuestro bien en nosotros mismos, viviendo por nosotros y para nosotros, libres, en
estos vastos subterráneos, sin depender de voluntad alguna, y prefiriendo tan
dura libertad al blando yugo de una pomposa servidumbre. Brillará más radiante
nuestro esplendor, si sabemos convertir lo pequeño en grande, lo nocivo en útil, la
desgracia en prosperidad, y si doquiera luchando con el anal, trocamos en
bienestar el dolor por medio del trabajo y de la paciencia.
«¿Por qué temer estos tenebrosos antros? ¿No se envuelve a veces el
omnipotente Señor del cielo entre negras y espesas nubes, sin que por eso
eclipsen su gloria, y vela su trono con la grandeza de las tinieblas, de que
encendido en furor se lanza el pavoroso trueno, de modo que se asemeja al
infierno el cielo? ¿Imita él nuestra oscuridad, y no hemos de poder nosotros
cuando nos plazca imitar su luz? No carece este ingrato suelo de ocultos tesoros,
de diamantes y oro, ni nosotros de arte para aprovecharnos de su magnificencia:
¿qué tenemos, pues, que envidiar al cielo? Podrán un tiempo estos mismos
suplicios llegar a hacerse nuestro elemento; llegar esas penetrantes llamas a
sernos tan benignas como hoy son crueles, y trocarse nuestra naturaleza en la
propia de ellas; y esto necesariamente pondrá término a nuestros dolores. Todo,
pues, nos invita a preferir pacíficos consejos y establecer un ordenado régimen,
adoptando los remedios que más eficaces sean para nuestros presentes males; y
en atención a lo que somos y al lugar en que nos hallamos, renunciar por
completo a todo intento de guerra. Este es mi parecer.»
No bien acabó de hablar, se suscitó en la asamblea un rumor semejante al que
encerrados entre las cóncavas rocas hacen los furiosos vientos, cuando después
de combatir el mar talo una noche, adormecen con su ronca cadencia a los
marineros, extenuados de cansancio, pero que logran anclar su batea en una
bahía pedregosa pasada la tempestad. Resonaban así los murmullos de
aprobación dados a Mammón cuando finalizó su razonamiento aconsejando la
paz, porque cualquiera batalla que se empeñase les infundía más espanto que el
mismo infierno: tal era el estrago que el rayo y la espada de Miguel habían
causado en ellos; deseando no menos fundar aquel otro imperio, que la política y
el largo transcurso del tiempo elevarían hasta hacerlo competir con el de los
cielos.
Esto observado por Belcebú, que después de Satán ocupaba el más alto puesto,
levantóse con gravedad, y al levantarse, mostraba bien que era una columna de
aquel estado. Grabada llevaba en su frente la meditación que requieren los
cargos públicos, y en su majestuoso semblante la sabiduría de un príncipe, por
más que hubiese decaído tanto. Severo y enhiesto, ostentaba sus atlánticos
hombros, capaces de sostener el peso de las más poderosas monarquías; su
mirada imponía atención al auditorio, que permanecía tranquilo, como la noche, o
en la estación estival el viento del Mediodía. Y arengóles de esta suerte:
«¡Tronos y potestades imperiales. Virtudes etéreas, celestial Estirpe! ¿Será que
renunciemos a estos títulos, trocándolos por el de príncipes del infierno? Sin
duda, pues el voto popular se inclina a que permanezcamos aquí para fundar un
creciente imperio. ¡Oh desvarío! ¿Podemos ignorar que el Rey del Empíreo nos
ha sumido en estos lóbregos calabozos, no para preservarnos de su poderoso
brazo, ni para vivir libres de la alta jurisdicción del cielo, en nueva liga contra su
trono, sino para mantenernos en la más dura estrechez, aunque alejados de él, y
bajo el inevitable yugo que reserva a toda esta cautiva muchedumbre? Porque
habéis de tener por cierto que él imperará como primero, como último y único rey,
lo mismo en la altura de los cielos que en la profundidad del abismo, dado que
nuestra rebelión no ha mermado parte alguna de su soberanía; pero asentará su
imperio en el infierno y nos regirá con cetro de hierro, como rige los cielos con
cetro de oro.
«¿A qué, pues, deliberamos sobre la paz ni sobre la guerra? Resolvímonos por
ésta y fuimos vencidos con irreparables pérdidas. Nadie ha ofrecido ni puesto
condiciones de paz: ¿qué paz ha de concederse a los esclavos, más que una
dura prisión y los rigores y castigos que arbitrariamente se nos impongan? ¿Qué
paz hemos de ofrecer, sino la que podemos dar, agresiones, odio, invencible
aversión y tardía venganza, conspirando siempre para hacer menos glorioso su
triunfo al Vencedor y para acibararle en lo posible la satisfacción que en nuestros
tormentos experimenta? Ocasión no ha de faltarnos y no necesitaremos
emprender peligrosas expediciones para invadir el cielo, cuyas altas murallas no
temen asedios ni asaltos ni celada alguna en nuestra parte.
«Empresa más fácil podemos acometer. Una región hay, si no miente antigua y
profética tradición del cielo, hay un mundo, dichosa mansión de un ser nuevo
llamado Hombre, que por este tiempo ha debido ser criado semejante a nosotros,
inferior en poderío y excelencia, pero más favorecido del Hacedor supremo.
Declaró su voluntad a los demás dioses, y quedó cumplida en virtud de un
juramento que hizo retemblar en torno las bóvedas celestiales. Encaminemos a
este fin todos nuestros proyectos; sepamos qué seres habitan ese mundo, cuál es
su forma, su naturaleza, su fuerza o debilidad, cuáles sus dotes, y si contra ellos
hemos de emplear la astucia o la violencia. Cerrados están los Cielos; domina allí
su excelso Arbitro en la seguridad de su propia fuerza; pero acaso se halle
situada esa mansión en los postreros límites de su reino; acaso esté confiada su
defensa exclusivamente a sus moradores; en cuyo caso podemos intentar con
fruto un repentino golpe, ya asolando aquellos lugares con el fuego de nuestro
infierno, ya enseñoreándonos de todos como de cosa propia y expulsando a los
débiles que los ocupan como se nos expulsó a nosotros; y cuando no expulsarlos,
atraerlos a nuestro partido, de modo que su Dios los mire como enemigos, y
arrepentido de ella, destruya su propia obra. Sería esto más que una vulgar
venganza; sería amenguar el placer que le ha causado nuestra derrota;
contrariedad tan ingrata para él cuanto satisfactoria para nosotros, porque sus
queridos hijos, partícipes de nuestra suerte, maldecirán su frágil origen y lo
efímero de su dicha. Ved si es para intentado proyecto tal, o si debemos
permanecer aquí sumidos en las tinieblas y forjándonos a nuestro gusto
quiméricas soberanías.»
Tal fue el diabólico consejo de Belcebú imaginado primeramente y en parte
propuesto por Satanás; pues ¿de quién sino del autor de todo mal podía nacer
propósito tan malvado y la idea de pervertir en su raíz a la raza humana
confundiendo la tierra con el infierno en odio de su supremo Autor? Pero este
mismo odio había de servir para más realzar su gloria.
Complació sobremanera a las infernales potencias el audaz Proyecto; y aprobado
qué fue por su voto unánime., brillando en los ojos de todos la alegría, renovó
Belcebú su discurso en estos términos: «¡Bien habéis calculado, prudentes
dioses, digno fin habéis puesto a tan prolija consulta! Grande como vosotros es
vuestra resolución, la cual nos sublimará al más alto punto acercándonos de
nuevo, y a despecho de los hados, a nuestras antiguas sedes desde estos
profundísimos abismos. A la vista de aquellas espléndidas regiones, no lejos de
nuestras armas y en una ocasión propicia, quizá logremos recobrar el Empíreo, o
cuando menos habitar en una templada zona, donde no huya de nosotros la
hermosa luz de los cielos. Los rayos del fúlgido Oriente nos librarán de esta
oscuridad, y al exhalar su embalsamado perfume el aura apacible y pura,
cicatrizará acaso las llagas causadas por este fuego devorador. Ahora bien: ¿a
quién enviaremos en busca de esa nueva región? ¿A quién juzgaremos digno de
tamaña empresa? ¿Quién aventurará sus vacilantes pasos por tan lóbrego,
inmenso e insondable abismo, y hallará la ignorada senda a través de palpables
sombras? ¿Quién, sin que se rindan sus alas sostendrá el vuelo aéreo en los
ilimitados espacios del vacío hasta llegar a la afortunada isla? ¿Qué arte, qué
fuerza le bastará, ni cómo le será posible salvar con seguridad los apiñados
centinelas y las múltiples falanges de ángeles que vigilan en derredor? Necesitará
de gran prudencia, y no menos nosotros para elegirlo, pues en él recaerá todo el
peso, todo el éxito de nuestras últimas esperanzas.»
Concluye así, siéntase, y los oyentes, con atentos ojos, esperan se presente
alguno para secundar, contradecir o emprender la peligrosa aventura; todos
permanecen quietos y mudos, calculando el riesgo en la profundidad de su
pensamiento, y cada cual descubre asombrado su propia desconfianza en el
semblante de los demás. Entre los más heroicos campeones que combatieron
contra el cielo, no se encontraba ninguno bastante osado que se ofreciera a
emprender por sí tan terrible expedición; hasta que Satán, a quien un glorioso
renombre encumbrara sobre todos sus compañeros con la altivez de monarca y el
convencimiento de su gran superioridad, reposadamente les habló así: «¡Oh
celestial progenie, tronos empíreos! Con razón guardamos silencio y
permanecemos dudosos, aunque no intimidados. Largo y penoso es el camino
que desde el infierno conduce a la luz; fuerte es nuestra prisión; nueve veces nos
rodea esta inmensa bóveda de fuego violento y destructor, y las encendidas
puertas de diamante, que nos oponen tantos estorbos, nos vedan salir de aquí.
Salvadas una vez éstas, se da en el profundo vacío de informe noche, que
amenaza con la total destrucción de su ser al que se sumerja en aquel horroroso
abismo. Si se penetra al fin en otro mundo cualquiera, o en una región
desconocida, ¿qué quedan más que ignorados peligros y la casi imposibilidad de
evadirse? No sería yo, sin embargo, digno de este trono ¡oh espíritus!, ni de esta
imperial soberanía ornada de tanto esplendor y armada de tal poder, si las
dificultades o peligros de lo que se propone y juzga importante a todos, pudieran
retractarme de emprenderlo. ¿Por qué asumir la dignidad regia, y no rehusar el
cetro, si me negase a aceptar en los riesgos la parte proporcionada a los honores,
la cual se debe al que reina con tanta mayor razón, cuanto que ocupa más alto
grado sobre los otros? Id, pues, espíritus poderosos, que aunque caídos, seguís
siendo el terror del cielo; id a ver si en nuestra morada, mientras nos veamos
reducidos a ella, hay algo que pueda atenuar nuestra miserable suerte y hacer
menos odioso el infierno; si existe algún arbitrio o algún encanto para suspender,
frustrar o mitigar los tormentos de esta detestable mansión. No os abandonéis al
sueño ante un enemigo que está siempre vigilante; y yo entretanto lejos de
vosotros, y atravesando un mundo de sombría desolación, procuraré la libertad de
todos. En esta empresa no me acompañará nadie.»
Así diciendo, se levantó el monarca, con lo cual prevenía cualquiera réplica; su
sagacidad le sugería el temor de que animados otros jefes con su resolución,
fuesen a ofrecer entonces, seguros de una negativa, lo que antes los arredraba,
pues de este modo, llegarían a hacerse rivales suyos en la opinión pública,
logrando a poca costa la gran celebridad que él debía adquirir en cambio de
infinitos riesgos.
Pero aquellos rebeldes temían tanto el empeño como la voz, que se lo prohibía;
abandonaron, como él su asiento; y el ruido que hicieron al levantarse todos a la
vez, se asemejaba al de un trueno lejano. Inclináronse ante Satán con respetuosa
veneración y lo ensalzaron como a un dios igual al Altísimo del cielo. Ni dejaron
de encarecer cuán digno era de alabanza el que por la salvación general
despreciaba la suya propia, aunque espíritus réprobos, no habían perdido
enteramente su virtud como los malvados que en la tierra se jactan de acciones
especiosas fundadas en vanagloria, o de una ambición que encubren con cierto
color de celo.
Así terminaron sus tristes y dudosos razonamientos, con las esperanzas que les
infundía caudillo tan incomparable; al modo que adormecidos los vientos del norte
al extenderse desde la cima de las montañas las nubes tenebrosas y cubrir la
risueña faz del cielo, derraman éstas sobre los oscuros campos nieve o torrentes
de agua; y si el fulgente sol envía sus destellos desde el ocaso, como una dulce
despedida, reviven los campos, renuevan las aves sus gorjeos y prorrumpen las
ovejas en alegres balidos que suenen por valles y colinas. ¡Qué baldón para la
humanidad! Unese el demonio en inalterable concordia con su infernal
compañero, y entre todos los seres racionales sólo los hombres se desavienen
entre sí, a pesar de la esperanza que debieran tener en la divina gracia. Dios
proclama la paz, y ellos viven, no obstante, dominados por el odio y la enemistad
y en perpetua lucha; se mueven crueles guerras y devastan la tierra para
destruirse unos a otros, como si no tuvieran, y en esto deberían cifrar su unión,
sobrados enemigos en el infierno que día y noche conspiran para su ruina.
Disuelto así el consejo, ordenadamente, se retiraron los magnates infernales. Iba
en medio el altivo soberano, que parecía por sí solo competidor del cielo, así
como en su suprema pompa y majestad, remedo de la de Dios, se mostraba
temido emperador del Orco. Rodeábale una cohorte de serafines de fuego que lo
conducían entre blasonados estandartes y tremendas armas. Mándase pregonar
entonces al son de las trompetas reales la decisión del gran senado, y
volviéndose prontamente a los cuatro vientos otros tantos querubines, acercan a
sus labios los sonoros tubos, a cuyas voces responden los heraldos. Resuenan
unas y otras por los más lejanos ámbitos; del abismo, y toda la hueste del infierno
acompaña con atronadores gritos sus fervientes exclamaciones.
Ya con mayor sosiego, y en cierto modo reanimada por una esperanza tan falaz
como presuntuosa, disuélvese toda aquella multitud, y cada cual sigue diverso
rumbo, conforme a su inclinación o a su melancólica incertidumbre, buscando una
distracción a sus desesperados pensamientos, a fin de entretener las enojosas
horas hasta el regreso de su ídolo. Unos, corriendo en veloz carrera por la llanura,
otros elevándose en sus alas por los aires, compiten entre sí en los juegos
Olímpicos, o en los campos Píticos; aros, refrenando sus fogosos corceles,
procuran salvar la meta en sus raudos carros, o forman alineados escuadrones
para escarmiento de las ciudades belicosas, se representan simulados combates
en la revuelta extensión del lo, creyendo verse en las nubes ejércitos que se
precipitan a entrar en batalla; y de cada parte se adelantan, lanza ésa ristre,
caballeros aéreos, hasta que cierran una con otra ambas legiones, y al choque de
sus armas parece arder de a otro extremo el horizonte. Otros, poseídos de más
implacable rabia que Tifeo, arrancan peñascos y montañas, se lanzan por los
aires cual torbellinos; apenas puede el yerno resistir tan violento ímpetu. No de
otro modo Acides, al volver de Ecalia, coronado por la victoria, y al vatir la
envenenada túnica, desarraigaba a impulsos de su paso los pinos de Tesalia y de
la cima del Ete, arrojando a Feas al mar de Eubea. Más pacíficos otros, retirados
a un muelle silencioso, cantan al compás de sus arpas, con acentos angelicales,
su heroica lid y la desgracia a que les trajo la fe de las armas, lamentando que el
destino triunfe del imo denodado por la fuerza o por la fortuna. Arrogantes se
mostraban en sus loores, pero su armonía (¿cómo no si al Viera de espíritus
inmortales?) tenía embebecido al infierno y extática a la muchedumbre que le
escuchaba.
Con discursos más dulces, todavía, pues la elocuencia deleita el alma y la música
los sentidos, retraídos algunos en un monte solitario, se entregan a más sublimes
pensamientos y a profundos raciocinios sobre la providencia, la ciencia, la
voluntad y el destino; por qué es inmutable, y libre la voluntad y absoluta la
presencia; mas no daban solución alguna, perdidos en tan intrincados laberintos.
Discuten prolijamente acerca del bien y del mal, la bienaventuranza y la última
pena, la pasión y la apatía, y la abyección: todo ciencia vana, todo falsa filosofía,
y sin embargo, comunicaban seductor encanto, aunque ajeno, a su dolor y
angustia, infundíanles engañosas esperanzas, o fortificaban, con pertinaz
paciencia, como confiada cota, sus corazones endurecidos.
Hay asimismo algunos que, congregados en numerosas bandas, se atreven a
explorar la dilatada extensión de aquel siniestro mundo, en busca de otro clima
que pueda ofrecerles mansión más grata. Dirigen a este fin su vuelo por cuatro
puntos distintos, siguiendo las márgenes de los cuatro ríos infernales que vierten
sus lúgubres aguas en el inflamado lago: la aborrecida Estigia, de donde el odio
mortal procede; el negro y profundo Aqueronte, con su tristeza; el Cocito, así
llamado por los lamentos que se oyen en lo interior de sus doloridas ondas, y el
feroz Flegeton, que en torrentes de fuego exhala su encendida rabia. A larga
distancia de éstos fluye lento y silencioso el Leteo, río del olvido, que arrastra su
tortuosa corriente, y al que bebe de sus aguas hace olvidar al punto su primitivo
estado, y con él la alegría y el pesar, los placeres y los dolores.
Pasado el Leteo, extiéndese un continente helado, sombrío y tenebroso,
combatido de perpetuas tempestades, huracanes y asolador granizo, que no se
liquida en la dura tierra sino que amontonándose en grandes moles, semeja
ruinas de antigua fábrica. Allí cubierta de nieve y hielo, se abre una profunda sima
parecida al lago Serbonio, entre Damieta y el monte Casio, donde fueron
sepultados ejércitos enteros, donde la crudeza del aire abrasa, y el frío produce
igual efecto que el fuego. Allí las furias armadas de garras, cual las arpías,
arrastran en sazón oportuna a todos aquellos réprobos, que alternativamente
experimentan la dura transición de cruelísimos contrastes, tanto más sensibles
cuanto que se suceden uno a otro. Desde el voraz fuego en que yacen, son
transportados a una atmósfera glacial en que se extingue su dulce calor etéreo, y
en la que permanecen algún tiempo inmóviles, aterridos de sus miembros todos,
para sufrir después nuevo y abrasador tormento. Cruzan yendo y viniendo el
estrecho del Leteo, y cada vez se aumenta más su suplicio y son mayores sus
ansias; anhelan tocar con sus labios aquella agua que los incita: una sola gota les
daría instantáneamente el dulce olvido de todas sus penas y desventuras; y ¡con
cuánta facilidad, teniéndola tan cerca!, pero el destino no lo consiente, y para
imposibilitar su deseo, les sale al paso Medusa, con su terrible aspecto de
Gorgona. El agua huye por sí misma de toda boca viviente, como huyó algún día
de los sedientos labios de Tántalo.
Divagando así perdidas entre y mil confusiones, con mortal sobresalto y los ojos
desencajados, veían por vez primera las desbandadas legiones su triste suerte, y
no les era dable reposo alguno. Salvan oscuros y desiertos valles, regiones donde
el dolor impera, montañas alpestres de hielo y fuego, rocas, cavernas, lagos,
abismos, tinieblas mortíferas, todo un mundo de destrucción que Dios,
maldiciéndolo, creó malo y únicamente bueno para el mal; mundo en que toda
vida muere, en que toda muerte vive, y en que la perversa naturaleza engendra
seres monstruosos, prodigios abominables, indefinibles, más repugnantes que los
que la fábula inventó o concibió el temor; Gorgonas, Hidras y Quimeras
espantosas.
Entretanto, Satán, el enemigo de Dios y el Hombre, llena su mente de ambiciosas
imaginaciones, extiende su raudo vuelo y explora el solitario camino que conduce
a las puertas del infierno. Toma unas veces la derecha, otras la opuesta mano; ya
se desliza con iguales alas por la superficie del abismo, ya se eleva cual torre
aérea hacia la ardiente concavidad del firmamento; y como se descubre en
lontananza, surcando el mar y suspendida al parecer de las nubes, una flota que,
a favor de los vientos del equinoccio, se ha dado a la vela en Bengala o en las
islas de Ternate y de Tidod, de donde los mercaderes extraen sus drogas, y por el
rumbo que marca el tráfico cruza el inmenso Océano desde Etiopía hasta el
Cabo, enderezando las proas al polo a pesar de las marejadas y de la noche; tal,
contemplado de lejos, parecía el alígero explorador.
Divísanse por fin las murallas del infierno, que se elevan hasta sus horribles
bóvedas, y las tres triplicadas puertas, formadas por tres planchas de bronce, tres
de hierro y tres de díamantina roca, todas impenetrables, todas rodeadas de un
valladar de inextinguible fuego. Delante de ellas, a uno y otro lado, estaban
sentadas dos formidables figuras; una, de la cabeza a la cintura, tenía apariencia
de mujer, y mujer bellísima; pero su asqueroso cuerpo era el de una serpiente
armada de aguijón mortal y cubierta de anchos y escamosos pliegues.
Rodeábanla por la mitad multitud de rabiosos perros que despidiendo de sus
anchas fauces de Cerbero incesantes aullidos, producían horrendo estrépito. Si
alguna vez se veían obligados a ocultarse, iban introduciéndose sin dificultad en
las entrañas del monstruo, donde tenían seguro asilo, e invisibles allí, proseguían
ladrando. Menos aborrecibles eran los que atormentaban a Scila mientras se
bañaba en el mar que separa al Calabrés de las mugientes costas de Trinacria; ni
ofrecía tan horrible aspecto el séquito que acompañaba a la nocturna maga,
cuando cabalgando por los aires, y atraída por el secreto olor de la sangre de
algún niño, acudía a los bailes de las brujas de la Laponia, y eclipsaba el
resplandor de la luna con la fuerza de sus encantos.
La otra figura, si darse puede este nombre a lo que no tenía forma distinta de
miembros, ni articulaciones, o si puede llamarse sustancia a lo que se asemejaba
a una sombra, que ambas cosas parecía, negra como la noche, feroz como diez
furias, terrible como el infierno, blandía un terrible dardo, y en lo que aparentaba
cabeza, tenía algo que representaba como una corona real. Al ir a acercársele
Satán, levantóse el monstruo de su asiento, avanzó presuroso hacia él, y el
infierno retembló con sus pasos. Contemplólo con asombro el impávido Enemigo,
y se admiró, mas sin arredrarse, porque excepto a Dios y su Hijo, ni respetaba ni
temía a ningún ser creado; y con desdeñosa mirada, se anticipó a hablar,
diciendo: «¿De dónde vienes tú? ¿Quién eres, monstruo execrable, que temerario
y terrible, osas con tu deforme aspecto oponerte a mi paso en estas puertas?
Resuelto estoy a franquearlas y ten por seguro que no te pediré permiso; retírate
o pagarás cara tu insensatez hijo del infierno, y aprenderás por experiencia a no
competir con los espíritus celestiales.»
A lo que replicó el espectro encendido en cólera: «¿Eres tú aquel ángel traidor, el
primero que infringió la paz y la fe del cielo, respetadas hasta entonces, y el que
en su orgullosa rebelión arrastró consigo a la tercera parte de los espíritus
celestes conjurados contra el Altísimo? Tú y ellos, desechados de Dios, ¿no
estáis condenados por ese crimen a subsistir aquí por toda una eternidad
envilecidos y entre tormentos? ¿Te cuentas tú entre los espíritus del cielo,
réprobo del infierno? ¿Y prorrumpes en altiveces y arranques de menosprecio
aquí, donde impero como soberano, y donde para mayor confusión tuya, soy tu
señor y rey? ¡Atrás fugitivo impostor, a tus mazmorras! Y pon nuevas alas a tu
ligereza, no sea que un látigo de escorpiones avive tu lentitud, o que al menor
impulso de ese dardo te sientas sobrecogido de extraño horror y de angustias que
todavía no has experimentado.»
Dijo así el pálido terror, y así hablando y amenazando, adquirió un aspecto diez
veces más repulsivo y espantoso. Por su parte Satán, ardiendo en ira, no daba
muestras de temor alguno, semejante a un ardiente cometa que inflama el
espacio ocupado por el enorme Serpentario en el cielo ártico, destilando de su
hórrida cabellera pestilencia y guerras. Dirígense ambos combatientes un golpe
mortal a la cabeza, contando con que no han de tener que repetirlo sus fatales
manos, y se provocan con sus miradas; como cuando cargadas con la artillería
del cielo, avanzan dos nubes lóbregas y mugiendo sobre el mar Caspio, y se
colocan frente a frente hasta que un soplo de viento les da la señal de romper en
medio de los aires el cruel combate. Contémplanse los esforzados campeones
con ojos tan sombríos, que al fruncir de sus cejas se oscureció el infierno; que tal
era su denuedo; pero ni uno ni otro habían de hallar sino una sola vez enemigo
más temible. Hubieran llevado a cabo inauditos hechos, con terror del infierno
todo, si la del medio cuerpo de serpiente, que estaba sentada junto a la puerta y
guardaba la fatal llave, no se hubiera arrojado entre los combatientes, lanzando
un espantoso grito. «¡Oh padre!», exclamó «¿qué intentan tus manos contra tu
único hijo? ¿Qué furor, ¡oh hijo!, te impulsa a dirigir tu dardo mortal contra la
cabeza de tu padre? ¿Sabes a quién obedeces? A aquel que sentado en su
supremo trono se ríe de ti, porque eres esclavo suyo, porque ejecutarás
débilmente cuanto te ordene en su cólera que él llama justicia; su cólera, que
algún día os desoirá a los dos.»
Dijo, y a su voz se detuvo el infernal fantasma, y Satán le respondió de este
modo: «Con tu extraño grito y tus palabras no menos extrañas te has interpuesto
aquí de manera que al suspender su repentino golpe mi brazo no renuncia a
poner por obra lo que ha resuelto. Pero antes deseo saber de ti quién eres, que
reúnes esas dos formas y por qué al encontrarme por primera vez en este valle
infernal, me has llamado padre y dices que es hijo mío ese espectro. Ni te
conozco, ni he visto Jamás seres tan detestables como sois ambos.»
«Luego, ¿ya me has olvidado?», replicó ella. «¿Tan horrible parezco ahora a tus
ojos cuando en el cielo me tuviste por tan hermosa? En medio y a la vista de
todos los serafines coligados contigo en su atrevida rebelión contra el Rey del
cielo, te sobrecogió de pronto un dolor cruel; anublados y desvanecidos tus ojos
se perdieron en las tinieblas, mientras que brotando de tu cabeza una tras otra
apiñadas llamas, se abrió profundamente por el lado izquierdo, y semejante a ti en
la forma y esplendor, y animada de celestial hermosura salí de ella en figura de
diosa armada. Retrocedieron llenos de admiración todos los espíritus y me
llamaron Pecado, considerándome como un presagio siniestro; pero
familiarizados después conmigo, los prende de suerte que mis gracias seductoras
rindieron a los que me miraban con más desvío. Fuiste el primero tú, que
contemplando a menudo en mí tu perfecta imagen, te enamoraste de ella, y a
solas conmigo gozabas los inefables deleites que engendraron en mis entrañas
un nuevo ser. En tanto estalló la guerra: combatióse en los campos del cielo;
nuestro poderoso Enemigo alcanzó inmarcesible triunfo (¿qué había de
acontecer?), y nuestro partido quedó derrotado en todo el Empíreo. Cayeron
nuestras legiones, precipitadas desde las alturas del cielo hasta el fondo de este
abismo, y envuelta en su ruina, caí yo también. Entonces me fue entregada esta
llave poderosa, con orden de mantener estas puertas cerradas para siempre, para
que nadie pueda traspasarlas, si no las abro. Pensativa y sola me senté aquí;
duróme poco el sosiego, pues fecundado por ti mi vientre, y cercano ya el trance
extremo, experimentó movimientos prodigiosos y dolores insoportables. Por fin
ese aborrecible vástago que ves, hechura tuya, abriéndose paso violentamente,
desgarró mis entrañas, y retorciéndose éstas por el miedo y las convulsiones,
quedó toda la parte inferior de mi cuerpo desfigurada. Nació ese enemigo mío,
nació de mí blandiendo su fatal dardo, que lo destruye todo; y yo huí gritando:
«¡Muerte!» Estremecióse el infierno, al oír este horrible nombre, y en lo más
hondo de las cavernas se oyó un suspiro que repetía «¡Muerte!» Y yo seguía
huyendo, y el espectro corría tras mí, aunque al parecer no tanto encendido en
rabia, cuanto en lujuria; y como más ligero que yo, me alcanzó por fin; y sin
respeto a mi horror de madre, entre impuros y violentos abrazos engendró
conmigo en aquel rapto estos monstruos ladradores, que lanzando continuos
aullidos me acosan como ves, y de nuevo los concibo a todas horas, y a todas
horas me hacen sentir los dolores de su acerbo parto, porque vuelven a entrar en
mi seno cuando les place, y aullando y royendo mis entrañas, que son su
alimento, salen de pronto, y me causan tan profundo terror que no hallo un
instante de tregua ni reposo.
«Sentada ante mis ojos, y siempre enfrente de mí, mi hija y enemiga, la horrible
Muerte, azuza a esos perros, y ya me hubiera devorado, a falta de otra presa,
aunque soy su madre, si no supiera que su fin va unido al mío, que yo, en tal
caso, sería para ella un bocado amargo, un letal veneno, porque el destino lo ha
dispuesto así. Pero te prevengo, padre, que evites la herida de su flecha, y no te
lisonjees de que te haga invulnerable esa brillante armadura, por más que sea de
etéreo temple, pues nadie, excepto aquel que reina allá arriba, puede despuntar
arma tan mortífera.»
Así dijo, y aprovechando el sagaz Enemigo la advertencia blanda y
pausadamente repuso: «Hija querida, pues me reconoces por tu señor y me
muestras a mi bello hijo (prenda amada de los placeres que gozamos allá en el
cielo, placeres tan dulces entonces como hoy de triste recuerdo, por la cruel
desventura en que impensadamente hemos caído), sabe que no vengo como
enemigo, sino para libertaros de esta sombría y horrible mansión de dolor a ti y a
él y a toda la hueste de espíritus celestiales que por nuestras justas pretensiones
quedaron envueltos en nuestra ruina. Enviado por ellos, emprendo solo este
arriesgado viaje y solo me arriesgo por todos. Voy a recorrer con solitarios pasos
el insondable abismo; en mi errante peregrinación a través del espacio inmenso,
voy en busca de un lugar cuya existencia se ha predicho, y que a juzgar por
varias señales, debe haberse creado ya, siendo redondo y vasto. Es una mansión
deleitosa, situada en los confines del cielo, y donde habitan tres seres de reciente
origen, destinados acaso a ocupar nuestros asientos vacantes, bien que se los
mantenga ahora alejados de ellos por temor de que sobrecargados con una
poderosa multitud, ocurran en el cielo nuevas perturbaciones. A averiguar si ésta
es la causa, u otra más oculta, voy apresuradamente; y una vez sabido el secreto,
volveré en breve para trasladaros, a ti y a la Muerte, a una morada donde vivireis
entre placeres, donde discurriréis con libre vuelo, invisibles, y respirando los
suavísimos vapores del embalsamado ambiente. Allí, para que saciéis sin tasa
vuestro apetito, todo será presa vuestra.»
Calló Satán, porque los dos monstruos dieron muestras de suma satisfacción, y la
Muerte gesticuló con espantosa sonrisa al saber que aplacaría su hambre
regocijándose de la dichosa ocasión que se la preparaba; y no menos complacida
su proterva madre, prosiguió diciendo: «Guardo la llave de este abismo infernal,
porque tal es mi privilegio y el mandato del omnipotente Señor del cielo que me
ha prohibido abrir estas puertas de diamante. La Muerte está determinada a
rechazar toda violencia, segura de no ser vencida por ningún poder viviente; pero
¿debo yo obedecer las órdenes de un tirano que me odia y que me ha sumido en
la lobreguez del profundo Tártaro, para desempeñar tan detestable oficio, y he de
estar yo, hija del cielo, condenada a perpetua angustia y pena, y a oír aterrada el
incesante clamoreo de mis hijos, que se alimentan de mis entrañas? Tú eres mi
padre, el autor de mi existencia; tú me has dado el ser: ¿a quién, pues debo
obedecer ni seguir sino a ti? Llévame pronto a ese nuevo mundo de claridad y de
ventura, donde en compañía de dioses que gozaban tan dulce vida en voluptuosa
paz y sentada a tu derecha, cual conviene a tu hija y favorita, reine por toda una
eternidad.»
Esto diciendo, sacó de su cintura la llave fatal, triste instrumento de todos
nuestros males, y arrastrando su monstruoso cuerpo hasta la puerta, alzó sin
dilación el enorme rastrillo que sólo ella podía levantar, y que no hubieran movido
todas las fuerzas del infierno juntas; hizo girar en la cerradura las complicadas
guardas de la llave y descorrió fácilmente las barras y cerrojos de hierro macizo y
de pura piedra. Abrense de improviso las puertas con impetuosa violencia y
resonante estrépito, y al rechinar sus goznes produjeron un bronco trueno que
retumbó en las más profundas concavidades del Averno.
Abrió las puertas; no estaba en su mano cerrarlas y quedaron abiertas para
siempre. Eran tan anchas, que desplegadas sus alas y banderas con sus caballos
y carros en buen orden. hubiera podido pasar holgadamente todo un ejército por
ellas; y como la boca de un horno encendido vomitaban rojizas llamas y espeso
humo.
De repente aparecen ante los ojos de Satán y los dos espectros los secretos del
antiguo abismo, sombrío e inmenso océano, sin límites ni dimensiones, donde se
pierden la extensión, la profundidad, el tiempo y el espacio; donde la primitiva
Noche y el Caos, progenitores de la Naturaleza viven en eterna discordia, entre el
rumor de perpetuas guerras, y sostenidos sólo por sus perturbaciones. El calor, el
frío, la humedad y la sequía, terribles campeones, se disputan la preferencia,
lanzan al combate sus átomos embrionarios los cuales agrupados en diversas
tribus alrededor de la bandera de sus legiones, pesada o ligeramente armados,
agudos, redondos, rápidos o lentos, pululan en número infinito como las arenas
de Barca o del ardiente suelo de Cirene, y van arrebatados a tomar parte en la
lucha de los vientos o a servir de contrapeso a sus raudas alas. El que lleva en
pos mayor número de átomos, domina por un momento; el Caos impera como
árbitro; sus mandatos aumentan más el desorden que le da el cetro, y a falta de él
lo gobierna todo el Acaso como ministro supremo. En aquel hórrido abismo, cuna
de la Naturaleza y tal vez su tumba, que no es ni mar ni tierra, ni aire, ni fuego,
sino mezcla de todos los elementos, los cuales confundidos en sus fecundos
gérmenes deben luchar así perpetuamente, a no ser que el Creador Supremo
destine sus impuros materiales a la formación de nuevos mundos; en aquel
hórrido abismo, al borde del infierno, se detuvo el cauteloso Satán, y lo contempló
algún tiempo reflexionando en su viaje, pues no era un pequeño estrecho el que
tenía que atravesar. Atruenan sus oídos estrepitosos rumores, no menos
violentos, comparando cosas grandes con pequeñas, que los de las tempestades
de Belona cuando pone en juego sus destructoras máquinas para arrasar una
ciudad fortísima; menor sería el estruendo si se desplomase la celeste bóveda, y
los elementos desencadenados arrancaran de su eje a la tierra inmóvil. Satán
despliega por fin sus alas, semejantes a dos anchas velas, para emprender su
vuelo, y estriba con el pie en la tierra, elevándose entre torbellinos de humo.
Llevado como en un carro de nubes, sigue subiendo audaz por espacio de
muchas leguas, pero faltándole de pronto el apoyo, encuentra un inmenso vacío,
y sorprendido y agitando en vano sus alas, cae como un plomo a diez mil brazas
de profundidad. Aún estaría cayendo, si por una desgraciada casualidad no lo
hubiera lanzado a otras tantas millas de altura la fuerte explosión de una
tempestuosa nube, impregnada de fuego y nitro. Apagóse su furor en una sirte
esponjosa que no era ni mar ni tierra, y Satán casi sumergido, atravesó el
movedizo promontorio, tan presto a pie como volando. Tuvo entonces que
emplear remos y velas; y semejante al grifo que en su alada carrera persigue por
desiertos montañas y valles al arimaspe, que ha sustraído sutilmente el oro
confiado a su vigilante guarda, así continúa Satán ardorosamente su camino a
través de pantanos, precipicios y estrechos, de vapores densos, o enrarecidos; y
con la cabeza, manos, alas y pies, nada, se sumerge, fluctúa, se arrastra y vuela.
Llega, por fin, a sus oídos con sin igual fragor, un extraño y universal clamoreo de
sordos sonidos y confusas voces, pero igualmente intrépido, se dirige hacia aquel
lado para dar con el poder o espíritu del profundo abismo que reside allí, y
preguntarle en qué punto se halla el límite de las tinieblas más próximo a la luz.
De repente aparece el trono del Caos, desplegándose su negro e inmenso
pabellón sobre un despeñadero de ruinas. La Noche, cubierta de negro manto, se
ve asimismo sentada en su trono, al lado del Caos; y como anterior a todos los
seres, comparte con él el cetro. A su lado se hallan Orco y Ades, y Demogorgón,
de terrible renombre; después el Rumor y el Acaso, el Tumulto y la Confusión
monstruosa, y por último, la Discordia con sus mil voces distintas. Satán se dirige
osado al Caos y le dice: «Potestades y espíritus de este profundo abismo, Caos y
antigua Noche: sabed que no vengo aquí como espía, con objeto de explorar o
sorprender los secretos de vuestro reino; obligado a pasar por este sombrío
desierto a través de vuestro vasto imperio, porque me encamino hacia la luz, solo,
sin guía y casi perdido, busco el rumbo más breve para llegar al punto donde
vuestras oscuras fronteras se tocan con el cielo. Y si algún otro lugar de vuestro
dominio ha sido invadido y ocupado últimamente por el Rey etéreo, salvando
estas profundidades allí intentaré llegar. Dirigid mis pasos que bien encaminados,
no será escasa la recompensa que logréis en beneficio de vuestros intereses; no
lo será, si arrojado el usurpador de la región perdida, consigo volverla a sus
primitivas tinieblas y a vuestro dominio. Este es el objeto de mi presente viaje, y
enarbolar de nuevo el estandarte de la antigua Noche. Para vosotros todas las
ventajas; yo me contento sólo con vengarme.»
Así dijo Satán, y con voz temblorosa y descompuesto semblante le contestó el
viejo Anarca: «Te conozco, extranjero; tú eres el poderoso jefe de los ángeles que
últimamente se rebelaron contra el Rey del cielo, y que fuiste derrotado. Yo lo vi y
lo oí, pues tan numerosa milicia no pudo huir en silencio a través del aterrado
abismo, yendo destrozada, perseguida, y más confundida que la misma
confusión, mientras las puertas del cielo daban paso a millones de sus huestes
victoriosas. Yo he venido a residir en mis fronteras, donde todo mi poder apenas
basta para salvar lo poco que me resta, pues también se experimentan aquí
vuestras divisiones intestinas, que van mermando los antiguos dominios de la
Noche; además de que por una parte del infierno, donde tenéis vuestras
prisiones, se ha dilatado en torno bajo mis pies; por otro ese Paraíso, ese nuevo
mundo, están suspendidos sobre mi reino y unidos por una cadena de oro al
punto del cielo de donde cayeron precipitadas vuestras legiones. Si queréis
encaminaros hacia ese lado, no estáis distante; más cerca os hallaréis del peligro.
Id, pues: apresurad la marcha; los despojos, la ruina y el exterminio son mi
alimento.»
No dijo más ni Satán se detuvo a replicar, sino que gozoso de tener próxima una
playa en aquel Océano, lánzase con nuevo ardor y con nueva fuerza por el
inmenso espacio, como una pirámide de fuego. Pugnando con los
desencadenados elementos que lo rodean por todas partes, prosigue su camino
más estrecho, más peligroso que el del navío Argos al cruzar el Bósforo, con
mayores riesgos que Ulises cuando al evitar por un lado a Caribdis, vio
amenazada su inexperiencia con otro escollo.
Así avanza Satán difícil y penosamente; pero una vez que forzó el paso, y más
adelante cuando cayó el Hombre (¡extraña novedad!), el Pecado y la Muerte, que
seguían las huellas del infernal enemigo, pues tal fue la voluntad del cielo,
abrieron ancho camino por el sombrío abismo, cuyo hirviente seno consintió que
se echara un puente de asombrosa longitud desde el infierno hasta el orbe
exterior de este frágil globo. Por medio de esta fácil comunicación, van y vienen
los espíritus perversos, excepto los mortales, para tentar o castigar a aquellos a
quienes Dios y los santos ángeles guardan por gracia particular.
Pero ya por fin comienza a sentirse la influencia sagrada de la luz, y el alba
luminosa envía desde las murallas del cielo un destello al tenebroso seno de la
oscura Noche. Aquí tienen principio los más lejanos límites de la naturaleza;
retrocede el Caos y se retira de sus defensas como enemigo vencido, con menos
estrépito y resistencia, mientras Satán, tranquila y holgadamente, se desliza por
las apacibles hondas, guiado de incierta luz, a la manera de un buque combatido
por las tempestades, que entra alegremente en el puerto, aunque con sus jarcias
y velas despedazadas. Parecido al aire, tiende sus alas a la inmensidad del vacío,
contemplando desde lejos y enajenado el empíreo cielo, cuya extensión es tal,
que no acierta a distinguir si es cuadrada o circular. Descubre las torres de ópalo;
las almenas de brillantes zafiros donde fue un tiempo su patria; ve también junto a
la luna, sujeto al extremo de una cadena de oro, aquel mundo suspendido, igual a
una estrella de la más pequeña magnitud; desde allí, animado por inicua sed de
venganza, maldito él, y en maldita hora, aceleró su vuelo.
TERCERA PARTE
ARGUMENTO
Sentado Dios en su trono, ve a Satán que vuela hacia el mundo nuevamente
creado, y mostrándole a su Hijo, que reside a su diestra, le predice cómo intentará
y logrará aquél pervertir al género humano. Pone a salvo de toda imputación su
injusticia y sabiduría, dado que ha hecho al Hombre libre y capaz de resistir a las
tentaciones de su enemigo; y anuncia su designio de perdonarle, atendiendo a
que no se dejará llevar de su propia perversidad, como Satán, sino de la
seducción de éste. El Hijo glorifica al Padre por su bondad, pero Dios declara al
propio tiempo que no podrá conceder su gracia al Hombre sin que la justicia
divina quede satisfecha, porque al atentar contra su poder, aspirando a la
divinidad, se ha hecho reo de muerte con toda su descendencia, y debe morir, a
no ser que haya alguien capaz de reparar su culpa, sufriendo el castigo de ella. El
Hijo de Dios se ofrece entonces voluntariamente a rescatar al Hombre; acepta el
Padre la oferta, ordena su encarnación, y dispone que sea exaltado sobre todo
cuanto existe en el cielo y en la tierra. Manda fuego a todos sus ángeles que le
adoren; obedécenle ellos, y al compás de sus arpas entonan himnos de gloria en
loor del Omnipotente y de su Hijo. Entretanto, desciende Satán a la superficie
exterior del globo terráqueo, y divagando por uno y otro punto llega a un lugar
llamado posteriormente el Limbo de la Vanidad. Qué seres y qué cosas se dirigen
volando hacia el mismo sitio. Acércase después a las puertas del cielo, y se
describen las gradas por donde se sube a él, así como las aguas que corren por
encima del firmamento. Pasa Satán a la órbita del Sol, y encuentra a Uriel, rector
de aquella esfera; pero antes toma la forma de un ángel inferior, y pretextando un
religioso deseo de contemplar el mundo nuevamente creado y al Hombre
colocado por Dios en él, procura averiguar cuál es su morada. Indícasela Uriel, y
Satán dirige a ella su vuelo, deteniéndose primeramente en la cima del Mates.
¡Salve sagrada luz hija primogénita del cielo oh destello inmortal del eterno Ser!
¿Por qué no he de llamarte así, cuando Dios es luz, y cuando en inaccesible y
perpetua luz tiene su morada, y por consiguiente en ti, resplandeciente efluvio de
su increada esencia? Y si prefieres el nombre de puro raudal de éter, ¿quién dirá
cuál es tu origen, dado que fuiste antes que el sol, antes que los cielos, cubriendo
a la voz de Dios, como con un manto, el mundo que salía de entre las profundas y
tenebrosas hondas, arrancado al vacío informe e, inconmensurable?
Vuelvo ahora a ti nuevamente con más atrevidas alas, dejando el Estigio lago, en
cuya negra mansión he permanecido sobrado tiempo. Mientras volaba cruzando
tenebrosas regiones y no menos sombríos ámbitos, canté el Caos y la eterna
Noche en tonos desconocidos a la cítara de Orfeo. Guiado por una musa celestial,
osé descender a las profundas tinieblas, y remontarme de nuevo; arduo y penoso
empeño. Seguro ya, vuelvo a ti, siendo tu influencia vivificadora; pero tú no
iluminas estos ojos que en vano buscan tu penetrante rayo sin descubrir claridad
alguna: a tal punto ha consumido sus órbitas invencible mal, o se hallan cubiertas
de espeso velo. Más alentado por el amor que me inspiran sagrados cantos,
recorro sin cesar los sitios frecuentados por las Musas, las claras fuentes los
umbríos bosques, las colinas que dora el sol; y a ti sobre todo, ¡oh Sión!, a ti, y a
los floridos arroyos que bañan tus santos pies y se deslizan con suave murmullo,
me dirijo durante la noche. Ni olvido tampoco a aquellos dos, iguales a mi en
desgracia (¡así los igualará en gloria!), el ciego Tamiris y el ciego Meónides, ni a
los antiguos profetas Tiresias y Fineo, deleitándome entonces con los
pensamientos que inspiran de suyo armoniosos metros, como el ave vigilante que
canta en la oscura sombra, y oculta entre el espeso follaje hace oír sus nocturnos
trinos.
Así con el progreso del año vuelven las estaciones; mas para mí no vuelve jamás
el día: no veo los dulces albores de la mañana, ni el crepúsculo de la tarde, y ni la
flor de la primavera, ni la rosa del estío, ni los rebaños de los prados, ni la faz
divina del Hombre. Sumido entre tinieblas y eternas nubes, apartado de las gratas
sendas de la vida humana, no me ofrece el libro cuyo estudio es tan interesante,
más que una inmensa página en blanco, donde están borradas para mí las obras
de la naturaleza, y la sabiduría halla cerrada en uno de mis sentidos la puerta que
más fácil entrada le dejaría. Brilla, pues, dentro de mi con más esplendor, ¡oh
celeste luz! Ilumina con tus rayos las potencias todas de mi alma; pon ojos en ella;
purifica y presérvala de las sombras que la envuelven, para que pueda ver y
narrar cosas invisibles a la vista de los mortales.
Desde las cumbres del puro empíreo, donde ocupando su trono domina sobre las
mayores eminencias, inclinó una mirada el omnipotente Padre para contemplar a
la vez sus obras y las obras de sus criaturas. Agrupábanse en torno suyo todas
las santidades del cielo, como otras tantas estrellas, y se gozaban de su vista con
indecible bienaventuranza: a su diestra tenía asiento su único Hijo, radiante
imagen de su gloria. Dirigió su vista a la Tierra, fijándola en nuestros dos primeros
padres, únicos seres de la especie humana, que colocados en un jardín delicioso
saboreaban inmortales frutos de paz y amor, inalterable paz, amor sin igual en
aquella soledad dichosa. Miró después al infierno y al abismo que lo separa del
mundo, y vio a Satán volando por la tenebrosa atmósfera, en torno de los límites
del cielo y hacia la región de la Noche, inclinado a posar sus fatigadas alas y su
pie impaciente en la árida superficie de este mundo, que le parecía un globo
sólido y sin firmamento. Dudaba si era océano o aire aquel espacio; y
observándolo Dios con la profunda mirada que penetra en el presente, el pasado
y el porvenir, dirigió a su Unigénito estas proféticas Palabras: «¿Ves Hijo mío el
furor de que está poseído nuestro adversario? Ni la estrechez en que se halla, ni
las barreras del terno, ni las cadenas de que está cargado, ni aun el vacío
inmenso del abismo bastan para contenerlo; tanto lo ciega la desesperación de
una venganza que recaerá sobre su rebelde meza. Rotos ahora los lazos que le
oprimían, se acerca al cuelo, a la región de la luz, dirigiéndose al mundo
nuevamente creado, con el intento de destruir por la fuerza al Hombre mora allí, o
lo que es peor, pervertirlo con algún artificioso engaño. Y lo conseguirá; porque
atento el Hombre a falaces lisonjas, y quebrantando fácilmente mi único Mandato,
la única prueba, que exijo de su obediencia, caerá no sólo él, sino toda su infeliz
progenie.
«¿A quién podrá culpar, a quién más que a sí propio? ¡Ingrato! Le concedí cuanto
podía anhelar; le inspiré la justicia, la rectitud, la fuerza para sostenerse, aunque
con la libertad para caer; del propio modo creé a todas las potestades y espíritus
etéreos, así a los que permanecieron fieles, como a los que se rebelaron, pues
libres fueron los unos para sostenerse, los otros para caer. Sin esta libertad, ¿qué
prueba sincera hubieran podido dar de verdadera obediencia, de constante fe ni
de amor, obrando sólo por necesidad, no voluntariamente? ¿De qué alabanza se
hubieran hecho merecedores? ¿Qué satisfacción había de causarme semejante
obediencia, cuando la voluntad y la razón (que en la razón también hay albedrío),
tan vana la una como la otra, privadas ambas de libertad y ambas pasivas,
cedieran a la necesidad no a mi precepto?
«Así creados, y conforme al derecho de que disfrutan, no pueden en justicia
acusar a su Hacedor, ni a su naturaleza, ni a su destino, cual si éste avasallase su
voluntad o dispusiera de ellos por un decreto absoluto o una prevención suprema.
Ellos mismos han decidido su rebelión, no yo; yo la tenía prevista, más semejante
prevención no redunda en disculpa suya, que no por haber dejado de preverla
hubiese sido menos segura. Así, pues, sin que los impulsase nadie, sin poder
achacarlo al destino, ni a una predestinación inmutable por parte mía, ellos son
los que pecan. Ellos los autores de su mal, en que caen deliberadamente o por su
elección. Libres los he formado; libres deben permanecer hasta que ellos mismos
vengan a esclavizarse, pues de otra suerte me sería forzoso cambiar su
naturaleza, revocando el supremo decreto, inmutable y eterno, por el cual les fue
otorgada su libertad. Ellos sólo son la causa de su caída.
«Los primeros culpables cayeron instigados, tentados por sí mismos, y por su
propia depravación: el Hombre cae engañado por aquellos rebeldes, y por lo
mismo obtendrá gracia; los otros no. Por la misericordia y la justicia triunfará mi
gloria así en el cielo como en la tierra; mas la misericordia, desde el principio al
fin, será la que resplandezca más.»
Mientras hablaba así Dios, se difundía por todo el cielo un aroma de perfumada
ambrosia que comunicaba a los elegidos espíritus de los bienaventurados el
inefable gozo de un nuevo júbilo. Mostraba el Hijo de Dios la expresión de una
gloria sin igual; veíase en él sustancialmente reproducido su Padre en toda su
plenitud; y en su rostro aparecían visibles una divina compasión, un amor infinito y
una inefable gracia, que le movieron a dirigirse a su Padre, diciendo así: «¡Oh
Padre mío! ¡Cuán misericordiosa es la sentencia que como supremo juez has
pronunciado! ¡Que el Hombre obtendrá perdón! Por ella publicarán cielo y tierra
tus alabanzas en innumerables himnos y sagrados cánticos, que resonando
alrededor de tu trono para siempre te bendigan. Pero, ¿será que el Hombre
perezca al fin? ¿Que la última y más amada de tus criaturas, el más joven de tus
hijos sea víctima de un engaño aunque su propia demencia contribuya a él? Lejos
de ti rigor tanto, lejos de ti, Padre mío, que juzgas, y siempre equitativamente, de
cuanto has hecho. ¿Conseguirá así sus fines nuestro adversario, frustrando los
tuyos y sobreponiéndose su malicia a tus bondades? ¿Verá satisfecho su orgullo,
aunque sujeto a más duras penas, y lograr saciar su venganza arrastrando
consigo al infierno, después de haberla corrompido, a toda la raza humana? ¿Has
de destruir tú mismo tu creación, y deshacer por ese enemigo lo que has hecho
para tu gloria? Pondríanse entonces en duda tu bondad y tu grandeza, y se
negarían una y otra, sin que fuera posible defenderlas.»
«¡Oh Hijo mío en quien tanto se goza mi alma», le replicó el Sumo Hacedor, «Hijo
de mi seno, mi único Verbo, mi sabiduría y mi más eficaz poder! Conformes están
tus palabras con mis pensamientos y con lo que mi eterno designio ha decretado;
no perecerá enteramente el Hombre: salvaráse el que lo desee, mas no por su
voluntad propia sino por mi gracia libremente concedida. Restableceré de nuevo
su degenerada condición, aunque sujeta por el pecado a impuros y violentos
deseos y con mi ayuda podrá otra vez resistir a su mortal enemigo; pero esta
ayuda ha de servirle para que sepa a qué extremo ha llegado la degradación, y
para que a mí. exclusivamente a mí, sea deudor de su libertad.
«Ya entre todos ellos he escogido a algunos, dignos de mi predilección, porque tal
ha sido mi voluntad: los demás oirán mi llamamiento y serán con frecuencia
amonestados para que, reconociendo su iniquidad, se apresuren a aplacar mi
indignación y aprovecharse de la gracia con que les brindo. Yo iluminaré cuanto
sea necesario la ofuscación de sus sentidos, y ablandaré sus endurecidos
corazones para que puedan orar, arrepentirse y prestarme la debida obediencia.
A sus ruegos, a su arrepentimiento y sumisión, cuando procedan de un ánimo
sincero, ni mis oídos ni mis ojos permanecerán cerrados; les daré por guía y
árbitro la conciencia; y si la escuchan y la emplean bien, cada vez alcanzarán más
luz, y perseverando hasta el fin, tendrán segura su salvación. Pero nunca
disfrutarán de mi inagotable indulgencia ni de mi gracia los que la olviden y
menosprecien, sino que se aumentarán en el endurecido su dureza y en el ciego
su ceguedad para que tropiecen y caigan en mayor abismo; y sólo a éstos
excluiré de mi misericordia.
«Resta todavía que hacer, desobediente y rebelde, el Hombre ha quebrantado su
fe, y pecado contra la alta majestad del cielo: ha aspirado a la divinidad y
perdídolo así todo, sin reservar nada con que expiar su crimen; por lo que
amenazado de destrucción, debe perecer con toda su posteridad. Preciso es,
pues, que él o la justicia dejen de existir, a no ser que en su lugar se ofrezca
voluntariamente alguno capaz de dar completa satisfacción, es decir, muerte por
muerte. Ahora bien, decidme, celestes potestades: ¿dónde hallar semejante
abnegación? ¿Quién de vosotros para redimir el crimen del Hombre se hará
mortal? ¿Qué justo salvará al injusto? ¿Existe en todo él cielo tan sublime amor?»
A esta pregunta enmudecieron los coros allí presentes, y el cielo todo quedó en
silencio. No se presentó en favor del Hombre patrono ni intercesor alguno, ni
menos quien osara atraer sobre su cabeza el mortífero castigo, ofreciéndose
como precio de aquel rescate; y hubiérase perdido toda la especie humana sin
tener quien la redimiese, entregada por un terrible decreto a la muerte y al
infierno, si el Hijo de Dios, en quien reside la plenitud del amor divino, no hubiese
interpuesto de nuevo su poderosa mediación, diciendo:
«Ya, Padre mío, has pronunciado su sentencia: el Hombre obtendrá perdón. Mas
este perdón en que está cifrada la mayor eficacia de tu bondad, que acude a
todas tus criaturas, y a todas llega sin que se prevea ni implore, ni solicite ¿ha de
haberse otorgado en vano? ¡Feliz el hombre que así lo alcanza. pero que una vez
perdido y muerto por el pecado, no podrá recurrir a él, en la incapacidad de
ofrecer por sí holocausto ni expiación alguna!
«Heme aquí, pues: yo me ofrezco por él; yo ofrezco mi vida por la suya. Caiga
sobre mí tu cólera; mírame como a un hombre. Por su amor me separaré de ti, me
desposeeré voluntariamente de esta gloria que contigo comparto; por él moriré
contento. Descargue en mí la Muerte sus furores; no permaneceré sumido mucho
tiempo en su tenebroso imperio. Tú me has concedido vivir por mí propio y
perpetuamente; y por ti viviré, aunque ahora me someta a la Muerte, y le entregue
cuanto haya en mí de perecedero.
«Pero una vez satisfecha esta deuda, no me dejarás yacer en el horror del
sepulcro, ni consentirás que mi alma inmaculada esté para siempre sujeta a la
corrupción, sino que resucitaré victorioso, subyugando a mi vencedor, a quien
arrancaré los despojos de que se muestra tan envanecido. Será este golpe
funesto para la Muerte, que al contemplar su humillación, quebrará su letal saeta;
y encumbrándome yo por el dilatado espacio del aire en medio de mi triunfo,
llevaré cautivo al infierno a pesar suyo, dejando aherrojadas las potestades de las
tinieblas. Y tú te deleitarás en este espectáculo, y dirigirás desde el cielo una
mirada, y sonreirás amorosamente; y con tu ayuda, confundiré a todos mis
enemigos, como a la Muerte, el postrero de ellos, cuyo esqueleto henchirá el
sepulcro. Cercado entonces de la muchedumbre redimida por mí, tornaré al cielo
tras larga ausencia; tornaré, Padre mío, a contemplar tu rostro, en que no se
descubrirá ya sombra alguna de indignación, sino anuncios de ventura y paz;
porque dando al olvido tu cólera, se gozará en tu reino de inefable júbilo.»
Estas fueron sus últimas palabras. Calló; mas parecía seguir hablando con una
expresión de dulzura tal, que revelaba su infinito amor hacia los mortales, amor
que sólo era comparable a su obediencia filial. Ofrecido a sí propio como víctima,
esperaba que el augusto Padre manifestase su voluntad. El cielo estaba mudo de
asombro, sin comprender la significación de aquel misterio ni el fin a que se
encaminaba; cuando el Omnipotente exclamo así: «¡Oh tú, en la tierra y en el
cielo única prenda de paz para el género humano, bastante a aplacar mi cólera, y
único objeto de mi complacencia! Bien sabes cuán queridas me son todas mis
obras, y cuánto lo es el Hombre, última de las que han salido de mis manos, pues
por él te separaré de mi seno Y de mi diestra, para salvar, privado de ti algún
tiempo, a toda esa raza de perdición. Y dado que tú solo puedes redimirla, une a
la tuya la naturaleza humana, y baja a ser hombre entre los hombres de la tierra;
hazte carne, cumplido que fuere el tiempo, saliendo del seno de una virgen y
naciendo milagrosamente. Sé padre del género humano en lugar de Adán,
aunque hijo de éste; y ya que en él perecen todos los hombres, de ti, como de
una segunda raíz, nacerán los que sean dignos de esta gracia, pero sin ti no se
salvará nadie. El crimen de Adán hace culpables a todos sus hijos; por tu mérito,
que les será traspasado, quedarán absueltos los que renunciando a sus propias
acciones, justas o injustas, vivan regenerados en ti, recibiendo de ti nueva
existencia. El Hombre, pues, como es justo satisfará la pena que debe el Hombre;
será juzgado, morirá; y al dejar de existir, volverá a levantarse, y con él se
levantarán todos sus hermanos, redimidos con su preciosa sangre. Así el amor
celestial vencerá el odio del infierno, entregándose a la muerte y muriendo para
redimir a tanta costa lo que el odio infernal ha destruido tan fácilmente, y lo que
destruirá todavía en aquellos que aun pudiendo, no acepten la gracia con que se
les brinda.
«Al descender hasta la humana naturaleza, no humillas ni degradas la tuya;
porque sentado en el trono de Dios, igualándolo en grandeza y gozando como él
de la mayor bienaventuranza, a todo has renunciado para preservar a un mundo
de su completa ruina; porque tu mérito, más bien que tu divino origen, te ha hecho
doblemente digno de ser el Hijo de Dios, mostrándote antes bueno que grande y
poderoso; y porque en ti abunda el amor más que el deseo de gloria. Por medio
de tu sublime humillación, elevarás contigo hasta este trono tu humanidad, y aquí
encarnado reinarás a la vez como Dios y como Hombre, como Hijo de Dios y del
Hombre, quedando consagrado por Rey del universo. Todo este poder te
concedo: reina perpetuamente, y goza de tu virtud. Imperarás como señor
supremo, sobre tronos principados potestades y dominaciones; y todos se
prosternarán ante ti en el cielo, en la tierra y en las profundidades del infierno.
Cuando asociada a tu gloria la corte celestial, aparezcas en la cumbre del
firmamento; cuando, sirviéndote los arcángeles de heraldos, convoquen a las
naciones ante tu tribunal terrible, y, acudan a su voz los vivientes de todas las
partes del mundo, y los muertos de todas las pasadas edades, y al estrépito
producido por la ruina de la naturaleza, despierten de su sueño, y corran
presurosos a oír tu irrevocable fallo, entonces juzgarás en presencia de los santos
todos, a los hombres y a los ángeles perversos, y convencidos de su iniquidad se
humillarán ante tu sentencia, y su innumerable multitud llenará el infierno, que
quedará para siempre cerrado desde aquel día. El mundo se reducirá a cenizas,
pero de entre ellas saldrán un nuevo cielo y una nueva tierra, que será morada de
los justos; los cuales tras largas tribulaciones, conocerán una edad de oro,
fecunda en grandiosos hechos y embellecida por el placer, el triunfo del amor y la
hermosura de la verdad. Entonces desceñirás tus regias vestiduras, no teniendo
para qué empuñar el cetro de tu soberanía, porque Dios será todo para todos.
Adorad, pues, angélicas potestades, al que muere para que se cumplan todas
estas maravillas; adorad a mi Hijo, y honradlo como a mí propio.»
Esto dijo el Todopoderoso, y la innumerable multitud de ángeles prorrumpieron en
ruidosas aclamaciones, cuya armonía, como producida por voces celestiales, era
intérprete de su júbilo. Al compás de los himnos y «hosannas» que resonaban por
las eternas regiones del Empíreo, inclinábanse reverentemente los ángeles ante
ambos tronos, y en muestra de adoración, cubrieron las gradas con coronas,
entretejidas de amaranto y oro; de amaranto inmortal, flor que brilló primero junto
al árbol de la Vida, en el Paraíso, pero que luego, por el pecado del hombre, de
nuevo se trasladó al cielo, su patria, y allí prospera y florece aún, prestando dulce
sombra a la fuente de la vida y a las márgenes del dichoso río, cuyas ondas de
ámbar se deslizan por entre las flores del Elíseo.
Con guirnaldas formadas de estas perpetuas flores, entrelazan y sostienen los
espíritus bienaventurados sus resplandecientes cabelleras; de las que
desprendiéndose después, se esparcen sobre el luciente pavimento; que brilla
como un mar de jaspe, matizado de celestiales rosas. Cíñenselas los ángeles de
nuevo; prepara cada cual su arpa de oro, siempre templada, y como un carcaj
suspendida a su costado; y preludiando una suavísima sinfonía entonan sagrado
cántico, que arrebata el alma de entusiasmo. No hay voz allí que permanezca
silenciosa, no hay voz que niegue el encanto de su melodía: tan acorde se ve
todo en el cielo.
Cantáronte a ti primero, ¡oh Padre omnipotente, inmutable, inmortal, infinito, que
has de reinar por siempre! A ti, creador de todas las cosas, fuente de luz invisible
entre los gloriosos fulgores del altísimo trono donde te sientas, que aun templando
la fuerza de tus rayos, y envuelto en la nube que como radiante tabernáculo te
rodea, dejas ver los bordes de tu manto oscurecidos por tan excesivo brillo. El
cielo entretanto aparece deslumbrado, y los más lucientes serafines no se
acercan a ti sino cubriéndose los ojos con ambas alas.
Ensalzáronte después a ti, que precediste a toda la creación, Hijo engendrado,
Divina Imagen, en cuya hermosa faz resplandece el Padre Omnipotente, para ti
visible, sin nube alguna, pero invisible a las demás criaturas. En ti el esplendor de
su gloria se reproduce impreso; y transfundido en ti se anima su inmenso espíritu.
Por ti creó el cielo de los cielos, y todas las potestades que en él se encierran; por
ti precipitó en el abismo a las ambiciosas dominaciones. No dejaste aquel día
vagar al terrible rayo de tu Padre, ni detuviste las ruedas de tu flamígero carro,
que estremecían la eterna bóveda del cielo al pasar sobre los rebelados ángeles
rebeldes. Tornaste triunfante de aquella lid, y tus potestades te exaltaron con
inmensas aclamaciones, a ti, Hijo único de la omnipotencia de tu Padre, ejecutor
de la terrible venganza que tomaba en sus enemigos. No así con el Hombre:
vencido por la malicia de aquellos, no le hiciste blanco de tus rigores, sino que lo
miraste con piedad, ¡oh Padre de gracia y misericordia! Sabedor tu amado y único
Hijo de que no era tu propósito castigar la fragilidad del hombre, y de la
compasión que por él sentías, para apaciguar tu cólera, poniendo término a la
lucha entre la misericordia y la justicia, que revelaba tu semblante, ofrecióse El
mismo al sacrificio para redimir al Hombre, renunciando a la felicidad de que junto
a ti gozaba. ¡Oh amor sin ejemplo, amor que no podía nacer sino en el espíritu
divino! ¡Salve, Hijo de Dios, redentor de la Humanidad! ¡Tu nombre será de hoy
más el sublime asunto de mi canto; mi cítara celebrará sin cesar tus alabanzas, al
par de las de tu Padre!
En tan gozosos afectos y loores empleaban sus bienhadadas horas los ángeles
que pueblan la región de las estrellas; mientras Satán, descendiendo al sólido y
opaco globo de este mundo esférico, comenzaba a recorrer la primera
convexidad, que envolviendo los orbes luminosos inferiores, los separa del Caos y
del dominio de la antigua Noche. De lejos parecíale un globo aquella convexidad;
de cerca un continente sin límites, sombrío, estéril y salvaje, triste como una
noche sin estrellas, y expuesto a las tempestades siempre amenazadoras del
Caos, que muge a su alrededor; cielo inclemente, excepto por la parte de los
muros del Empíreo, que aunque lejanos reflejaban un destello de claridad en
medio de las tinieblas procelosas.
Recorría el enemigo a pasos agigantados aquel anchuroso campo, semejante al
buitre que nacido en el Imaus, cuya nevada cima cubre el Tártaro vagabundo,
abandona la región falta de caza para cebarse en la carne de los corderos o
cabritillos que pastan en las colinas, y dirige después su vuelo hacia las corrientes
del Ganges o del Hydaspe, ríos de la India, bajando de paso a las áridas llanuras
de Sericana, por donde, a favor de la brisa y de las velas, caminan los chinos en
sus ligeros esquifes de caña. Marchaba así el Enemigo por aquel mar de tierra
que azotaba el viento, buscando por todas partes su presa; marchaba solo,
porque en aquel lugar no se encontraba aún ningún ser vivo ni muerto; pero más
tarde, cuando malogró el pecado las obras de los hombres, subieron allí desde la
tierra, como un vapor aéreo, las vanidades de los mortales, las almas de los que
cifran en ellas sus quiméricas esperanzas de gloria, de fama duradera o de
felicidad, así en ésta como en la otra vida. Todos aquellos que en la tierra aspiran
al fruto de una lastimosa superstición o de un desmedido celo, y no ambicionan
más que las alabanzas de los hombres, encuentran allí recompensa
proporcionada a sus merecimientos, vana como sus obras. Todos los seres
imperfectos, verdaderos abortos y monstruos, que salen extrañamente
amalgamados de manos de la naturaleza, se refugian en aquella región desde la
tierra en que se evaporan y vagan inútilmente por ella hasta la disolución del
mundo, y no residen en la vecina luna, como algunos han soñado; pues los
argentados campos de este astro sirven más bien de morada a otras almas
justas, a espíritus que participan a la vez de la naturaleza angélica y humana.
Desde el antiguo mundo fueron trasladados al principio a aquellas tristes regiones
los hijos de fementidos enlaces: los gigantes que llevaron a cabo inútiles proezas,
entonces muy celebradas; posteriormente los que edificaron a Babel en la llanura
de Sennaar, que sin desistir de su frustrado intento, seguirían construyendo
nuevas torres si tuviesen medios con que efectuarlo. Uno tras otro llegaron luego
muchos más, entre ellos Empédocles, que para ser tenido por Dios, se lanzó
voluntariamente a los abismos del Etna; y Cleombroto, que para gozar del Elíseo
de Platón, se sumergió en el mar. Empeño interminable sería mencionar a otros,
hipócritas o dementes, anacoretas y frailes blancos, negros y grises, con todos
sus embelecos. Por allí vagabundean los peregrinos que tan largo viaje
arriesgaron buscando muerto en el Gólgota al que vive en el cielo; y los que para
ganar el Paraíso, visten al morir el hábito franciscano o dominico, imaginando que
este disfraz les allanará la entrada. Cruzan todos ellos los siete planetas, las
estrellas fijas, la esfera cristalina, cuyo balanceo produce la trepidación, objeto de
tantas controversias, y la esfera que se puso en movimiento antes que ninguna
otra. En la puerta del cielo parece aguardarlos San Pedro con sus llaves: tocan ya
en el umbral; y cuando levantan el pie para penetrar en él, a impulsos de un
furioso viento que en encontradas direcciones los combate, son lanzados a diez
mil leguas de distancia en la inmensidad del aire. ¡Qué de cogullas, tocas y
hábitos se ven entonces revueltos y despedazados como los que con ellos se
cubren, y qué de reliquias, escapularios, indulgencias, dispensas, bulas y
absoluciones, que vienen a ser ludibrio de los vientos! Revolotea todo ello por los
espacios ilimitados, sobre el mundo, y en el vastísimo limbo llamado después
«Paraíso de los locos», que si andando el tiempo fue de pocos desconocido,
hallábase despoblado entonces y nadie penetraba en él.
Encontró a su paso el infernal Enemigo aquel tenebroso globo, y anduvo
recorriéndolo largo tiempo, hasta que el resplandor de la escasa luz le atrajo hacia
el sitio de donde salía. Pudo entonces descubrir a lo lejos un magnífico edificio
que en anchurosa gradería se alzaba hasta la muralla del cielo, y al terminar
aquélla, una construcción más suntuosa aún, semejante a la puerta de regio
alcázar, coronada con un frontispicio de diamante y oro. Brillantes perlas
orientales adornaban el pórtico, que ni pincel humano ni modelo alguno
aceptarían a imitar en la tierra; sus escalones eran como aquellos por donde vio
Jacob subir y bajar a las celestiales cohortes de los ángeles, cuando huyendo de
Esaú, camino de Padan-Aram, y entregado de noche al sueño en los campos de
Luza, bajo el estrellado firmamento, exclamó al despertar. «¡Esa es la puerta del
cielo!»
Cada uno de aquellos escalones contenía un misterio, mas no siempre estaba allí
fija la escala, que a veces se ocultaba en el cielo y se hacía invisible. Fluía por
debajo de ella un mar brillante de jaspe y de perlas líquidas, que surcaban los que
habían subido de la tierra en alas de los ángeles, o arrebatados en un carro por
corceles de raudo fuego. Mostrábase entonces la escala en toda su extensión, ya
para alucinar al Enemigo con la facilidad de la subida, ya para acrecentarle la
pena con que había de verse excluido de la mansión bienaventurada.
Enfrente de aquellas puertas, y precisamente encima de la risueña morada del
Paraíso, abríase un camino que conducía a la tierra, camino mucho más ancho
que fue en los venideros tiempos el espacioso que llegaba hasta el monte Sión y
la Tierra prometida, predilecta del Señor. Recorrían incesantemente aquel camino
los ángeles que comunicaban las órdenes supremas a las dichosas tribus, y el
Altísimo dirigía miradas bondadosas a las que habitaban desde Paneas,
manantial de las aguas del Jordán hasta Bersabé, donde la Tierra Santa confina
con el Egipto y las playas de la Arabia. Tan vasto era aquel camino, que sus
límites se perdían en las tinieblas, como las profundidades del Océano. Desde
allí, llegado que hubo al escalón inferior de las gradas de oro que conducen a la
puerta del cielo, Satán inclinó su vista y quedó maravillado al descubrir
repentinamente todo aquel mundo. Como el espía que caminando toda la noche
por peligrosos y desiertos sitios, llega por fin al despuntar la risueña aurora, a la
cumbre de empinada altura, y ve de pronto la agradable perspectiva de tierra
extraña, que con asombro contempla por primera vez, o de metrópoli famosa,
embellecida con pirámides brillantes torres que iluminan los dorados rayos del sol
naciente, así el espíritu maligno quedó embargado de asombro; aun con haber
visto en otro tiempo las maravillas del Cielo; mas el aspecto de aquel mundo que
tan hermoso parecía, todavía le inspiró mayor envidia que admiración.
Dominando desde aquella elevación la inmensa sombra de la noche, recorrió con
la vista desde el punto oriental de la Libia hasta el signo que toma el nombre del
animal que condujo a Andromeda más allá del horizonte del mar Atlántico. Vio
luego la extensión que media entre los dos polos, y sin más detención dirigió el
raudo vuelo hacia la primera región del mundo, y fácilmente torció el rumbo a
través del puro y marmóreo aire, entre innumerables estrellas que brillaban desde
lejos como astros, pero que de cerca parecían otros tantos mundos; y lo serán
acaso, o bien islas afortunadas como los jardines de las Hespérides, tan
celebrados en la antigüedad. Campos de bienandanza, bosques y valles floridos,
islas tres veces felices ¿quién tenía la dicha de habitarlos? Satán no se detuvo a
averiguarlo.
Atrae sobre todo sus miradas el áureo sol, resplandeciente como el Empíreo, y
hacia él dirige su vuelo atravesando el sereno firmamento; pero en qué dirección y
hasta qué punto más o menos del centro, difícil es discurrirlo; encaminose a la
región desde donde el fulgente astro comunica su luz a las vulgares
constelaciones que se mantienen a distancia proporcionada, y que en su sucesiva
evolución regulan el cómputo de los días, los meses y los años, ya acercándose
en sus varios movimientos al astro vivificante ya suspendiéndolos en virtud de la
influencia de sus magnéticos rayos, que templan con dulce calor el universo, y,
aunque invisibles, penetran con benigna eficacia en todas partes hasta en lo más
profundo de los abismos; tan maravillosamente está situado. Detúvose allí el
Impío; y acaso ningún astrónomo descubrió jamás con el auxilio de su cristal
óptico semejante mancha en el disco del astro luminoso.
Parecióle aquel lugar a Satanás espléndido sobre todo encarecimiento, superior a
cuanto como metal o piedra puede existir en la tierra. No eran todas sus partes
semejantes entre sí, pero en todas penetraba por igual una luz radiante como
penetra el fuego el interior del hierro. Si eran metales una parte parecía oro y la
otra plata finísima; si piedras, debían componerse de carbunclos o crisolitos
rubíes o topacios, semejantes a las doce que brillaban en el pecho de Aarón o a
aquella más imaginada que conocida que los filósofos de este mundo han
buscado tanto tiempo inútilmente aunque con su arte poderoso hayan sujetado al
volátil Hermes y extraído del mar bajo sus diferentes formas al antiguo Proteo,
hasta reducirlo por medio del alambique a la primitiva.
¿Cómo, pues, maravillarse de que aquellos campos y regiones exhalen elixir tan
puro, y de que corra el oro potable por los ríos, cuando a pesar de la distancia a
que se halla de nosotros, a su solo contacto produce el sol, incomparable
alquimista en medio de la oscuridad y combinando entre sí las sustancias
terrestres, riquezas tales de colores tan vivos y de efectos tan extraordinarios?
Lejos de quedar deslumbrado, contempla fijamente Satán todos aquellos objetos;
ninguno está fuera del alcance de su vista que como no se opone obstáculo ni
sombra alguna el sol lo esclarece todo. Así, cuando al mediodía lanza éste sus
rayos verticales desde el ecuador, cayendo directamente en ningún punto de
alrededor puede proyectarse la sombra de un cuerpo opaco. Aquel aire puro cual
ningún otro contribuía a que la mirada de Satán penetrase hasta los objetos más
lejanos y así descubrió claramente un hermoso ángel que estaba en pie y era el
mismo que Juan el apóstol percibió en el sol. Aunque vuelto de espaldas no se
ocultaba su glorioso aspecto: coronaba su frente una tiara de oro formada por los
rayos de aquel astro, y su cabellera, no menos brillante, ondeaba suelta sobre sus
alas. Parecía ocupado en un grave cargo o sumido en meditación profunda; pero
el Espíritu impuro se llenó de alegría con la esperanza de tener en él un guía que
dirigiese su vuelo errante hacia el Paraíso terrestre, feliz morada del Hombre,
donde debía terminar su viaje y principiar nuestra desventura.
Para evitar sin embargo todo peligro o contrariedad, ideó el medio de desfigurarse
tomando la forma de un querubín adolescente, si no de los de primer orden, tal
que llevase pintada en su rostro la inmortal juventud del cielo y la hermosura de la
gracia en todo su continente; que tan diestro era en aquellas artes. Sujetaba una
diadema sus cabellos, rizados por el aliento del céfiro, sus alas, compuestas de
plumas de varios colores estaban salpicadas de oro; la túnica recogida que le
cubría daba mayor desembarazo a sus movimientos, y parecía medir sus pasos al
compás del tirso de plata en que se apoyaba.
No pudo acercarse sin ser oído, y al sentir el ruido de sus pasos volvió el Angel su
radiante rostro. Reconoció entonces Satán a Uriel, uno de los siete arcángeles
que en presencia de Dios y como más próximos a su trono son los ejecutores de
sus mandatos; son sus ojos que recorren ya los cielos, ya el globo terrestre,
llevando instantáneamente su palabra, así a las regiones acuosas, como a las
secas, así a las tierras, como a los mares. Acércase Satán a Uriel, y le dice: Uriel,
pues eres uno de los siete espíritus que asisten ante el glorioso y brillante trono
del Señor, y el primero que sueles interpretar su voluntad suprema
transmitiéndola al más elevado cielo donde la están esperando todas sus
criaturas, no dudo que tus soberanos decretos te otorguen aquí igual honor, y que
por lo mismo, y siendo uno de los ojos del Eterno, visitarás con frecuencia el
mundo nuevamente creado. El ardiente deseo de ver y conocer las admirables
obras de Dios, y particularmente al Hombre, objeto principal de sus delicias y
favores, por quien todas esas obras tan maravillosas ha creado, me ha inducido a
separarme de los coros de querubines y a discurrir solo por estos sitios. Dime,
pues, hermosísimo serafín, dime en cuál de esos orbes esplendorosos tiene el
Hombre su residencia fija, o si no la tiene y puede habitar indistintamente en todos
ellos. Dime dónde podré hallar, dónde contemplar con mudo asombro, o
mostrando francamente mi admiración, a ese ser a quien el Criador da tantos
mundos, derramando sobre él tal copia de perfecciones. Así podremos ambos no
sólo por el hombre, sino por todas las demás cosas glorificar al universal Hacedor,
cuya justicia precipitó en lo más profundo del infierno a sus rebeldes enemigos, y
que para reparar esta pérdida, y para gloria mayor suya, ha creado esta dichosa
raza. En todo es sabia su providencia.»
Así habló el falso Enemigo, encubriendo su astucia, pues ni hombres ni ángeles
pueden discernir la hipocresía, vicio invisible en cielo y tierra, excepto para Dios
que lo consiente; que aun cuando la Sabiduría vigila, la Desconfianza duerme a
su puerta, o cede el puesto a la Sencillez; y la Bondad no ve mal alguno donde
claramente no se descubre. Esto fue lo que entonces engañó a Uriel, aunque
como director del sol, era tenido por el espíritu más perspicaz del cielo; por lo que
con natural sinceridad contestó así al pérfido impostor: «Ángel hermoso: tu deseo
de conocer las obras de Dios para glorificar a su Autor supremo, nada tiene de
vituperable, antes la vehemencia misma de ese anhelo es de mayor alabanza
merecedora, pues desde su empírea mansión te trae solo hasta aquí, queriendo
asegurarte por tus propios ojos lo que quizá en el cielo se contentan algunos con
saber de oídas. Maravillosas en verdad son las obras del Altísimo, todas dignas
de conocerse y recordarse siempre con delicia. Pero ¿cuál de los espíritus
creados podrá calcular su número o comprender la infinita sabiduría que las
produjo aunque sin manifestar lo recóndito de sus causas?
«Yo vi cuando a su voz se juntó la informe masa de la materia, embrión ya de ese
mundo: oyóla el caos; la revuelta confusión adquirió forma y la infinita inmensidad
se redujo a límites. Pronunció otra palabra, y las tinieblas se disiparon; brilló la luz,
nació el orden del desorden y al punto se repartieron según su gravedad
respectiva los elementos corpóreos, la tierra, el agua, el aire y el fuego. Voló a la
región aérea la quinta esencia del cielo y animándose según sus diferentes
disposiciones, y girando a modo de esfera, se convirtió en esas innumerables
estrellas que estás viendo. Cada cual ocupó distinto lugar conforme su
movimiento; cada cual sigue su curso; y lo demás circuye como una muralla el
Universo.
«¿Ves allá abajo aquel globo, uno de cuyos lados brilla con la luz reflejada que de
aquí recibe? Pues aquélla es la Tierra; allí habita el Hombre; esta luz es su día, y
sin ella cubriría la noche todo el globo terrestre, como sucede en el hemisferio
opuesto. Pero la proximidad de la Luna, que así se llama aquel hermoso planeta
que está enfrente, le presta oportuno auxilio; describe su círculo mensual, y
acabado, vuelve a recorrerlo incesantemente en medio del cielo, iluminándose su
triforme faz con el resplandor que recibe y que a su vez comunica a la tierra, y con
su pálida influencia ahuyenta la oscuridad de la noche. Ese punto adonde señalo,
es el Paraíso, mansión de Adán, y la sombra que en medio de él se dilata, su
vivienda. No puedes equivocar el camino; a mí me incumben otros cuidados.»
Volvió el rostro al decir esto, y Satán se inclinó profundamente ante aquel espíritu
superior, como es costumbre en el cielo, donde nadie rehúsa tributar el respeto y
honor debidos; y despidiéndose de Uriel, se lanzó a la costa inferior de la tierra
desde la Eclíptica. Cobrando entonces mayor agilidad con la esperanza de
obtener un feliz éxito, desciende perpendicularmente, gira como una rueda,
atravesando la región del Eter, y no se detiene hasta llegar a la cima de Nifates.
CUARTA PARTE
ARGUMENTO
A la vista va del Edén y, cercano al lugar en que se propone llevar por sí solo a
efecto su atrevida resolución contra Dios y el Hombre, comienza a dudar Satán
fluctuando entre sus temores, su envidia y desesperación. Por último triunfa en él
la perversidad, y se acerca al Paraíso, cuya situación y aspecto exterior se
describe; penetra en él; pósase, tomando la forma de un buitre, sobre el árbol de
la vida, que es el más elevado de cuantos se ven allí, y contempla detenidamente
el sitio en que se halla. Hácese una pintura de todo él, y aparecen Adán y Eva: la
admiración que su belleza y su dichoso estado producen en Satán no lo retrae de
su mal propósito; antes de oír cómo discurren entre sí, y al saber que les estaba
prohibido, so pena de muerte, comer el fruto del árbol de la ciencia, por este lado
piensa tentarlos, induciéndolos a la desobediencia; y poco después se aleja de
ellos para averiguar por otros medios algo más respecto a su situación. Entretanto
desciende Uriel en un rayo de sol, y previene a Gabriel, encargado de guardar la
puerta del Paraíso, que un espíritu infernal se ha escapado de aquel abismo y
cruzando a Mediodía por su esfera hacia el Paraíso en figura de ángel bueno,
acababa de ser descubierto por sus furiosos ademanes en la montaña. Gabriel
promete que le encontrará antes de rayar el alba. Entrada la noche tratan Adán y
Eva de retirarse a descansar. Descripción de su gruta. Su oración nocturna.
Prepara Gabriel su legión de vigilantes para que ronden en torno del Paraíso, y
envía dos ángeles vigorosos a la gruta de Adán, recelando que el Espíritu maligno
intentase hacer algún daño a los dos esposos mientras dormían; y en efecto, le
hallan puesto junto al oído de Eva, a quien sugiere su tentación durante el sueño.
Condúcenle a la fuerza adonde está Gabriel. Interrógale éste; él contesta con
altivez; mas atemorizado por una demostración del cielo, huye del Paraíso.
-¡Oh!, que no se hubiera oído entonces la protectora voz que escuchó en el cielo
el autor del Apocalipsis, cuando derribado por segunda vez el Dragón, se levantó
furioso para vengarse del Hombre! ¡Ay, desdichados habitantes de la tierra! Si
nuestros primeros padres hubiesen estado prevenidos contra su oculto enemigo,
cuando todavía era tiempo, se hubieran preservado quizá de sus mortíferas
acechanzas; no así ahora, que encendido en furor, comenzando por tentar al
Hombre para poder después acusarlo, baja Satán por vez primera a la Tierra, y
quiere vengarse en su inocente y débil morador de la pérdida de aquella batalla
que sostuvo y de la fuga que emprendió al infernal abismo. En medio de su
audacia e impavidez, no se muestra satisfecho de su raudo vuelo, ni halla motivo
bastante para envanecerse, sino que próxima a estallar su implacable cólera, la
siente hervir en su proceloso pecho, y cual máquina atronadora, retrocede sobre
sí mismo. Asaltan su turbado pensamiento el horror y la incertidumbre; sublévase
en su interior el infierno todo, porque en sí y alrededor de sí lleva el infierno. Ni un
solo paso puede dar para alejarse de él, como no se aleja de su ser por cambiar
de puesto. Despierta su adormecido despecho al grito de su conciencia; despierta
en él el amargo recuerdo de lo que fue, de lo que es, de lo que será, cuando con
mayor malicia incurra en mayor castigo. A veces fija tristemente su dolorida
mirada en el Edén, que tan risueño se le manifiesta; a veces en el cielo, y en la
esplendidez del sol, que brilla a la sazón con toda la pompa del mediodía; y
combatido por tan encontrados pensamientos, exclama suspirando: «¡Oh tú, que
coronado de suprema gloria, contemplas al igual de Dios este nuevo mundo
desde tu solitario imperio; tú, ante quien palidecen todos los demás astros, a ti
invoco, mas no con voz lisonjera, que si pronuncio tu nombre, ¡oh Sol! es para
decir cuán aborrecidos me son tus rayos! Y, ¿qué mucho, cuando me traen a la
memoria el bien de que gocé, yo que me vi encumbrado sobre tu soberana
esfera? Perdiéronme el orgullo y la más inicua ambición, al mover en el cielo
guerra contra el monarca sin par que domina en el. ¡Áh!, ¿por qué fui tan
insensato? ¿Debía yo corresponder así a quien me puso en tan sublime altura, a
quien jamás me echó en cara sus beneficios? ¿Tan dura era su servidumbre?
¿Qué menos podía yo hacer que tributarle alabanzas siendo tan merecidas y
mostrarle una gratitud, que tan justa era? «¡Ah que todas estas bondades fueron
en daño mío, y no sirvieron más que para dar pábulo a mi malicia! Al verme en
tanta supremacía creíme exento de sumisión; creí que dando un paso más, de tal
manera me sobrepondría a todo, que me hallaría en el mismo instante libre de la
inmensa deuda que para siempre tenía empeñado mi reconocimiento. Pesada es
la obligación que aun pagada nunca se satisface; pero yo olvidaba cuanto
incesantemente recibía, sin comprender que un pecho agradecido no debe por
ser deudor, y que continuamente está pagando, porque a la vez que contrae la
obligación, pone el desquite. ¿Qué violencia, pues, tenía que soportar?
«¡Oh, si su poderosa voluntad hubiera hecho de mí un ángel de ínfima condición!
No habría aún dejado de ser feliz, porque no me hubieran desvanecido tanto mis
quiméricas esperanzas. ¿Y por qué no? Cualquiera otra de las grandes
Potestades hubiera aspirado a la misma soberanía y arrastrándome a mí por
humilde tras su partido. Sin embargo, ninguno de los demás cayeron; todos
opusieron resistencia a la tentación, armándose por dentro como por fuera. Y ¿no
tenías tú la misma voluntad, el mismo poder para resistir? Sí que tenías. ¿De
quién pues, te quejas? ¿A quién acusas, más que a ese libre amor, don de los
cielos, que arde igualmente en todos los corazones?
«¡Maldecido amor, o maldecido odio, que tanto valen para mí uno como otro,
dado que es eterna mi desventura! Aunque el maldito eres tú, tú mismo, que
siendo árbitro de tu voluntad, voluntariamente elegiste lo que hoy motiva tu justo
arrepentimiento. ¡Ah miserable! ¿Por dónde huiré de aquella cólera sin fin, o de
esta también infinita desesperación? Todos los caminos me llevan al infierno.
Pero ¡si el infierno soy yo! ¡Si por profundo que sea su abismo, tengo dentro de mí
otro más horrible, más implacable, que a todas horas me amenaza con
devorarme! Comparado con él, este en que padezco me parece un cielo.
«¡Ah!, demos tregua al orgullo. ¿No habrá medio de arrepentirse, medio de ser
perdonado? Lo hay en la sumisión; mas ¿cómo consentirá mi altivez que me
humille así en presencia de mis inferiores, de los mismos a quienes seduje,
prometiéndoles que lejos de someterme jamás subyugaría al Omnipotente? ¡Ay
de mí! ¡Cuán ajenos están de figurarse lo cara que pago mi jactanciosa temeridad
y los tormentos que interiormente me aquejan mientras ellos adoran mi infernal
trono!
esta diadema, este cetro que tanto me han encumbrado, sólo sirven para hacer
más ignominiosa mi caída; sólo en ser más miserable consistirá mi supremacía,
que no otro será el triunfo de mi ambición.
«Y aun cuando fuera posible mi arrepentimiento, y que perdonado ya, pudiera
recobrar mi primer estado ¡qué de elevados designios no volvería a sugerirme mi
elevación! ¡qué tardaría mi hipócrita humildad en faltar a sus juramentos
contemplándolos nulos, como impuestos por el dolor y arrancados por la
violencia! Ni, ¿qué sincera reconciliación ha de caber donde un odio mortal ha
abierto tan profunda herida? En reincidencia, por el contrario, me precipitaría en
mayor mismo; pagaría cara esta breve tregua a costa de redoblar mis méritos; y
como nada de esto se oculta al que me condena, tan lejos está él de perdonarme,
cuanto yo de solicitar su misericordia. Así que ninguna esperanza resta: en lugar
de nosotros, expulsados de nuestra patria, ha creado al Hombre, en quien tiene
puestas sus delicias, y para el Hombre este mundo. Renuncio, pues, a la
esperanza, y con ella al temor, al remordimiento. No hay ya para mi bien posible;
tú ¡oh mal! serás ido mi bien en lo sucesivo; por ti a lo menos reinaré
conjuntamente con el Señor del Cielo, y quizás me quepa por reino la tetad del
Universo, como el Hombre y ese nuevo mundo lo Cimentarán en breve.»
Mientras hablaba así, cruzaban sombrías pasiones por su semblante: tres veces
lo alteraron la cólera, la envidia y la desperación, que sucesivamente lo fueron
desfigurando; y a pesar de las apariencias con que se disfrazaba, se le hubiera
conocido a la simple vista; porque jamás empaña nube alguna la radiante faz de
los bienaventurados. Pero él, que se observo al punto, cambió en tranquilo
exterior todos sus afectos, y tan diestro en ardides, que no tenía igual en dar a la
falsedad el aspecto de la virtud, encubrió la malicia con que preparaba su
venganza, aunque no lo bastante para engañar al, que estaba ya prevenido.
Había el Arcángel seguido inmediatamente todos sus pasos; lo había visto en el
monte Asirio consumido de una inquietud poco propia de los espíritus celestes
pues creyendo que nadie lo veía ni vigilaba en sus demostraciones y en sus
descompuestos ademanes claramente mostrada la exaltación que dominaba su
amo.
Siguió pues su camino acercándose a los términos del Edén, donde se descubre
el verde valladar, con que, a semejanza de cerca campestre corona el delicioso
Paraíso, próximo ya, la solitaria eminencia de una escabrosa colina y su áspera
pendiente rodeada de enmarañados y espesos bosques, que la hacen
inaccesible. Sobre su cumbre se elevan a desmedrada altura multitud de cedros,
pinos, abetos y pomposas palmeras, vergel agreste, donde el ramaje entrelazado,
multiplicando las sombras, forma un vistoso y magnífico anfiteatro. Dominando las
copas de los árboles, alzaba sus verdes muros el Paraíso, desde el cual se
ofrecía a nuestro común padre la inmensa perspectiva que al pie y en torno de
sus risueños dominios se dilataba; y sobre los muros, en línea circular, se
ostentaban los más hermosos árboles, cargados de las más exquisitas frutas; y
frutas y flores brillaban a la vez con los reflejos del oro y de los encendidos
colores que las esmaltaban; mientras el sol posaba en ellas sus rayos, más
complacido que en las bellas nubes del Ocaso o en el arco que nace de la lluvia,
enviada por Dios a refrigerar la tierra.
Tan encantador le parecía aquel sitio a Satán. Purificábase doblemente el aire a
medida que se acercaba a él, hinchándole el corazón de deleite, de aquel
gratísimo bienestar con que la primavera ahuyenta toda tristeza, como no sea la
de la desesperación. Agitando sus fragantes alas, esparcían los vientos los
perfumes que naturalmente atesoran, y revelaban en su murmullo dónde habían
adquirido las balsámicas esencias que prodigaban; y como el navegante que
traspone el cabo de Buena Esperanza, y al dejar atrás a Mozambique siente el
dulce halago de los vientos del nordeste, y los aromas de Saba que le envía la
Arabia feliz desde sus odoríferas riberas, y se complace enajenado en caminar
más lentamente, para recibir el suave aliento que sonriendo exhala de lejos el
Océano, así aspiraba el pérfido Enemigo el delicioso ambiente que iba
determinado a emponzoñar, aunque gozándose en él más que Asmodeo con el
maligno vapor que lo alejó, enamorado, y todo de la esposa del hijo de Tobías,
huyendo a impulsos de su venganza desde la Media a Egipto, para quedar allí
rigurosamente aprisionado.
Iba pues pensativo y lentamente subiendo Satán por la empinada y áspera colina,
sin hallar camino alguno entre los enmarañados zarzales y malezas que
estorbaban el paso a hombres y animales. Una sola puerta tenía el Paraíso, y
miraba a oriente, hacia el lado opuesto; lo cual, advertido por el príncipe infernal,
sin hacer caso de ella y como por menosprecio, salvó de un ligero salto el valladar
de la colina y su mayor altura, y cayó en el fondo interiormente. A la manera que
un lobo rapaz obligado por el hambre a rastrear una nueva presa, acecha los
lugares del campo en que los pastores encierran por la noche sus ganados,
creyéndolos seguros, y salta por encima del redil, cayendo en medio del rebaño, o
como el ladrón que para dar con el escondido tesoro de un rico ciudadano,
preservado de todo asalto dobladas puertas, hierros y cerrojos, se desliza
furtivamente por las ventanas o por las techumbres; tal se introdujo en el campo
de Dios aquel malvado, como se introdujeron después mercenarios viles en su
templo. Vuela de allí al árbol de la vida, que estaba en medio y sobresalía entre
todos los demás, y pósase en él transformado en buitre; y no para procurarse
nueva vida, sino para idear la muerte de los que vivían; no para aprovecharse de
la virtud de aquel árbol, sino de su fruto, que no abusando de él, era prenda
segura de inmortalidad; tan cierto es que sólo Dios conoce el justo valor del bien
presente, y que por el abuso o el mal empleo se pervierten las mejores cosas.
Inclina luego al suelo sus miradas, y contempla las nuevas maravillas, los tesoros
con que la naturaleza brinda a los sentidos del hombre en aquel estrecho recinto,
en aquella tierra, que más bien es abreviado cielo.
Jardín de Dios era en efecto el bellísimo Paraíso, puesto al oriente de Edén, que
se extendía desde Aurán, hasta las soberbias torres de la gran Seleucia,
construidas por los reyes griegos y hasta Talasar, que sirvió mucho antes de
morada a los hijos de Edén. En aquel delicioso país estableció Dios su jardín,
haciéndolo más encantador aún y extrayendo del fértil seno de la tierra los árboles
más agradables a la vista, al olfato y al paladar, entre los cuales sobresalía por su
altura el árbol de la vida y ostentaba sus frutos de ambrosía y oro vegetal. No
lejos se veía el árbol de la ciencia, nuestra muerte, de la ciencia del bien, que tan
caro nos costó, dándonos a conocer el mal.
Al mediodía, y atravesando el Edén, bajaba un anchuroso río, que sin torcer su
corriente, pasaba, sumergiéndose, por debajo del agreste monte, colocado allí por
Dios y levantado sobre las raudas ondas como término del Paraíso. Incitada de
dulce sed la esponjosa tierra, absorbía por sus venas las aguas hasta la cumbre
de donde manaba una fuente cristalina que esparcía por todas partes multitud de
arroyos; juntos los cuales, se precipitaban desde una altura, y acrecentando el río
que salía de su tenebroso cauce, dividíalo en cuatro corrientes principales que
con diverso rumbo recorrían vastas comarcas, celebérrimos imperios de que no
es menester hacer mención. Preferible sería pintar, si el arte llegase a tanto, cómo
los bullidores arroyos que nacían de aquella fuente de zafiro, saltando entre
orientales perlas y arenas de oro, a la sombra de los árboles que sobre ellos se
inclinaban, difundían el néctar de sus aguas y acariciaban todas aquellas plantas,
y nutrían flores dignas del Paraíso; flores que un arte sutil no había dispuesto en
regulares líneas ni en vistosos ramos; la espléndida naturaleza las prodigaba por
colinas y valles y llanuras, unas abriéndose a los primeros rayos del sol, otras
resguardadas en impenetrable sombra para mejor preservarse del resistero del
mediodía.
Tal era aquel delicioso sitio, mansión campestre y encantadora, de rico y variado
aspecto, de bosques cuyos árboles destilaban balsámicas y olorosas gomas, o de
los que pendían frutos esmaltados de luciente oro, y exquisitos por su labor; que
no en otra parte debió existir el jardín de las Hespérides, si su fábula fuese cierta.
A trechos se descubrían mesetas de verdes prados, con rebaños que pastaban la
verde hierba, colinas cubiertas de palmeras, valles cuya fertilidad aumentaban las
corrientes de agua; flores de todos matices rosas que no conocían espinas. Por
otro lado grutas umbrías y cavernas de sin igual frescura que ocultaban entre sus
pámpanos la risueña vid cargada de purpúreos racimos y trepando a lo alto para
lucir su gentil y fecunda gala; y al propio tiempo parleras cascadas que de las
empinadas cumbres se desprendían, esparciendo unas veces y juntando otras
sus aguas en transparente lago donde como en su espejo se retrataban
coronadas de mirtos sus ondulantes márgenes. Las aves prorrumpían a una en
sus gorjeos, y las primaverales brisas difundiendo la fragancia de los campos y
los bosques asociaban sus murmullos al del trémulo ramaje, mientras ejercitaba
sus danzas festivas Pan, numen universal, rodeado de las Gracias y las Horas, y
seguido de una perpetua primavera. No era tan delicioso el Enna por donde
Proserpina iba cogiendo flores, cuando ella, flor
más hermosa aún, fue arrebatada por el tenebroso Plutón y ocasionó a su madre
el dolor de buscarla por el mundo todo. Ni era tan apacible la floresta de Dafne,
junto al Oronte; ni la que bañaba la inspiradora fuente de Castalia; ni la isla Nisea,
cercada del río Tritón donde el viejo Cam, a quien los gentiles llaman Ammón y
los de la Libia Júpiter, ocultó a Amaltea y a su sonrosado hijo, el niño Baco, de la
vista de su madrastra Rhea. El mismo monte Amara, en que los reyes de Abisinia
guardaban a sus hijos, tenido por algunos como el verdadero paraíso, situado en
la Etiopía, cabe las fuentes del Nilo, aquel escarpado monte, puesto entre rocas
de alabastro, que no podía subirse en todo un día, en manera alguna podía
compararse con este jardín de Asiria, donde el príncipe infernal vio con desplacer
tantos placeres juntos y tantas especies de vivientes seres, nuevas para él y
desconocidas.
Dos de ellos de más noble figura, de cuerpo recto y elevado, recto como el de los
dioses, ostentando una dignidad natural y una desnudez majestuosa, parecían los
señores de aquel imperio, y se mostraban dignos de serlo. En sus celestiales
miradas resplandecía la imagen de su Creador, la verdad, la inteligencia, la
santidad pura y severa, que no excluía la verdadera libertad filial, de que procede
la autoridad humana. No eran iguales ambos ni parecían de un mismo sexo: él,
nacido para la reflexión y el valor; ella para la dulzura y la gracia seductora; él,
sólo para Dios, ella para Dios y para él. La frente hermosa y ancha del uno y su
sublime mirada indican su autoridad suprema; sus cabellos de color de jacinto,
partidos por mitad caen en varoniles bucles sobre sus hombros, pero sin pasar de
ellos; la cabellera de la otra, de largas hebras doradas, extendida como un velo,
desciende ondulando hasta su delicado talle, y se recoge en multitud de anillos,
como se enredan los de las vides, emblema de dependencia, impuesta con el
más tierno ascendiente, otorgada por ella, recibida por él y consagrada con actos
de espontánea sumisión, de modesta resistencia y de esquivez tan dulce como
amorosa. No había entonces en ellos parte alguna velada ni secreta; no conocían
el falso pudor, ni la vergüenza que mancillaba las obras de la naturaleza. Infame
vergüenza, hija del pecado; ¡qué de zozobras causaste a la humanidad con esa
mentida apariencia de pureza, privándonos de la mayor ventura de la vida, la
sinceridad del corazón, la paz inmaculada de la inocencia!
Iban así ambos mostrando su desnudez, y como ignorantes del mal, sin ocultarse
de las miradas de Dios ni las de los ángeles. Iban asidos de las manos, como dos
almas las más enamoradas que unió jamás en sus vínculos amor: Adán el más
bello de los hombres que fueron sus hijos, y Eva la más hermosa de las mujeres.
Sentáronse en el mullido césped, a la sombra de una espesura que exhalaba
perfumadas auras, y cerca de una cristalina fuente. Habíanse ejercitado en el
cultivo de su querido jardín cuanto bastaba a hacerles después grata la fresca
impresión del céfiro, y más dulce el reposo y más refrigerante la satisfacción de la
sed y el hambre. Sirviéronse de los frutos que eran su comida, frutos
sabrosísimos que doblándose las ramas les ofrecían, y descansaban recostados
sobre el blando musgo, tapizado de brillantes flores. De la corteza de los frutos
que habían gustado, hacían vasos para apagar la sed con el agua del arroyo que
rebosaba; y no faltaban en aquel banquete dulces requiebros ni cariñosas
sonrisas, naturales en esposos dichosamente unidos por el vínculo nupcial y que
se veían a solas.
Alrededor de ellos jugueteaban todos los animales terrestres, que por su ferocidad
fueron después perseguidos en bosques y desiertos, en montes y cavernas. Allí
triscaba el león, meciendo suavemente entre sus garras al corderillo; osos, tigres,
panteras y leopardos retozaban alegres en su presencia. Para divertirlos,
desplegaba allí el monstruoso elefante todas sus fuerzas, retorciendo a uno y otro
lado su flexible trompa; deslizábase hacia ellos la lisonjera serpiente, enroscando
en complicados nudos sus escamas, y dando ya indicios de su fatal malicia, no
conocida aún; y otros animales yacían sobre la hierba, unos que habiendo
acabado de pastar fijaban los ojos con mirada inmóvil, otros que estaban
rumiando y adormecidos; porque ya el sol iba declinando y apresurando el fin de
su curso hacia las islas del Océano, y los astros precursores de la noche subían
por la ascendente escala del cielo, a tiempo que Satán, dominado del mismo
asombro que al principio y sin poder apenas recobrar su desfallecida voz
exclamaba así: «¡Oh Infierno! ¡Qué triste espectáculo se ofrece ante mis ojos!
¿Posible es que ocupen nuestro dichoso lugar y tan bienaventurados sean esos
seres de otra especie, nacidos quizá de la tierra, que no son espíritus, y sin
embargo tan poco se diferencian de los brillantes espíritus celestiales? No puedo
contemplarlos sin asombro, y aun creo que podría amarlos; tan perfecta es su
semejanza con la divinidad, y tal gracia ha comunicado a sus formas la mano de
que han salido. ¡Oh, bellísimas criaturas! No podéis figuraros el cambio a que
estáis ya expuestos, y cuán pronto se trocará en desdicha vuestro bienestar;
desdicha tanto mayor, cuanto más felices os juzgáis ahora. Bienaventurados sois;
pero poca defensa tiene vuestra bienaventuranza para que dure mucho; y esa
mansión sublime, vuestro cielo, no tiene toda la fortaleza que necesita un cielo
para resistir al enemigo que ahora penetra en él. Yo no soy enemigo vuestro,
antes bien os compadezco al veros así abandonados y a pesar de la ninguna
compasión que conmigo se ha tenido. Quiero formar alianza con vosotros,
contraer una amistad tan íntima y tan estrecha, que en lo sucesivo viva yo con
vosotros, o vosotros viváis conmigo. No os parecerá mi mansión tan agradable
como este risueño Paraíso; pero la aceptaréis, porque al fin es obra de vuestro
Hacedor; él me la cedió a mí, y con igual generosidad os la cedo yo a vosotros. El
infierno abrirá de par en par sus puertas para recibiros, y a recibiros saldrán
también todos sus magnates. No os veréis allí reducidos a tan estrechos límites
como estos, y tendréis suficiente espacio para vuestra innumerable descendencia.
Si el lugar no es más delicioso, quejaos del que me obliga a tomar venganza de
sus ofensas en vosotros, que no me habéis ofendido; y aunque vuestra cándida
inocencia me inspire piedad, como en efecto me inspira, el público bien, que es
preferible, y el honor de un imperio que, gracias a mi venganza, ensanchará sus
límites con la conquista de un nuevo mundo, me obligan a hacer lo que de otra
suerte, aun estando condenado, me repugnaría.»
Así discurría Satán, excusando con la necesidad, que es la razón de los tiranos,
sus diabólicos proyectos; y descendiendo de la alta cima del árbol en que se
había colocado, se introduce entre la bulliciosa turba de los cuadrúpedos, toma ya
una, ya otra de sus formas, según convenía mejor a sus designios; Observa de
cerca su presa sin ser notado, y presta atención a sus palabras, y espía sus
acciones para averiguar cuanto deseaba saber sobre su estado. Tan pronto como
león de fiero aspecto, da vueltas alrededor de ellos; o como tigre que descubre
casualmente a orillas de un bosque dos tiernos cervatillos retozando, se agacha
contra la tierra y luego se levanta, y se mueve inquieto, a semejanza del enemigo
que busca dónde mejor emboscarse, y por fin se lanza sobre ellos para asirlos a
la vez, a cada uno con una garra. En esto Adán, el primer hombre, dirigiendo la
palabra a Eva, la mujer primera, hizo que Satán se volviese todo oídos para
escuchar aquel lenguaje para él tan nuevo.
«¡Oh mi única compañera, que eres parte de mi ser y el más querido de todos
cuantos me rodean! ¡Cuán infinitamente bueno es ese nuestro Hacedor, que
además ha hecho todo este vasto mundo para nosotros, y que se muestra tan
liberal de sus bondades como poderoso e infinito en su grandeza! Nos ha sacado
del polvo y puesto aquí, en medio de tanta felicidad, cuando nada merecíamos de
su mano, cuando nada podemos hacer que él necesite; y en cambio sólo un
precepto nos impone, sólo un deber fácil de cumplir: de todos los árboles de este
Paraíso, que tan varios y deliciosos frutos nos ofrecen, únicamente nos prohíbe
gustar del árbol de la ciencia, plantado junto al árbol de la vida. Cerca, pues, de la
vida está la muerte; y que ésta sea cosa terrible, no admite duda, pues sabes bien
cómo el Señor ha dicho que el fruto de ese árbol es la muerte; única prohibición
que ha impuesto a nuestra obediencia, en medio de tantos dones como nos ha
otorgado, y de tan gran poder y supremacía como nos concede sobre todas las
criaturas que pueblan la tierra, los aires y los mares. No nos parezca, por lo tanto,
penosa semejante privación, teniendo, cual tenemos, libertad para gozar de todo
lo demás y para escoger entre tantos y tan varios deleites el que prefiramos; y así
alabemos al Señor y agradezcámosle sus bondades, prosiguiendo en la grata
ocupación de podar estos tiernos árboles, y cultivar estas flores, trabajo que aun
cuando fuera más penoso, a tu lado sería muy dulce.»
Y Eva le replicó de este modo: «¡Oh tú, de quien soy y para quien he sido
formada, carne de tu carne, único objeto de mi existencia, que eres mi guía y mi
superior! Justo y razonable es cuanto has dicho, pues debemos al Señor
incesantes alabanzas y agradecimiento; y yo más particularmente, porque gozo
de mayor suma de felicidad al gozarte a ti, cuya supremacía es de tal naturaleza,
que no hallarás cosa que se te iguale. Acuérdome a cada instante de aquel día en
que despertando del sueño por primera vez me vi reclinada en una umbría sobre
las flores, admirada de mí, sin saber quién era, ni dónde estaba, ni de dónde o
cómo había venido. No lejos de allí, de lo interior de una gruta, nacía murmurando
un arroyuelo, que esparciendo su líquida corriente quedaba después inmóvil y tan
puro como la bóveda del cielo. Dirigíme a él con toda la irreflexión de mi
inexperiencia, y me tendí en su verde orilla para contemplar aquel terso y brillante
lago, que se asemejaba a otro firmamento; mas al inclinarme sobre él, vi que de
pronto enfrente de mí dentro del agua, aparecía una figura que también se
inclinaba para mirarme. Retrocedí asustada; ella retrocedió asimismo; plúgome
acercarme de nuevo; plúgole a ella acercarse igualmente y dirigirme también sus
miradas con el mismo interés y amor. Hasta ahora la hubiera estado
contemplando, llevada de una vana afición, si no hubiera sonado una voz que me
dijo: «Eso que ves, eso que estás contemplando, hermosa criatura, eres tú
misma; como tú aparece y desaparece; pero ven, y te llevaré adonde no sea una
sombra el ser que anhela gozar de tu vista y de tus dulces brazos, el ser cuya
imagen eres y de quien gozarás también en inseparable unión. Tú le darás una
multitud de criaturas parecidas a ti, por lo que serás llamada madre de la especie
humana.» ¿Qué había yo de hacer sino seguir ciegamente al que sin ser visto me
atraía de aquella suerte? Di algunos pasos, y te descubrí, tan bello y esbelto
como eres, debajo de un plátano, aunque debo confesarte que no me pareció al
pronto su belleza tan dulce, tan seductora como la del lago. Traté de huir, pero tu
me seguiste, gritando: «Vuelve acá, hermosa Eva. ¿De quién huyes? ¿Huyes de
mí, siendo mía, siendo mi carne, mis propios huesos? Para darte la existencia, he
cedido una parte de mí mismo; de lo más próximo a mi corazón ha salido la
sustancia de tu vida; y para tenerte siempre a mi lado, dulce consuelo mío, mitad
de mi alma, te estoy buscando; que sin ti, mi ser se vería incompleto.» Y tu
cariñosa mano asió la mía, y cedí a tu anhelo, y comprendí desde entonces
cuánto la gracia varonil excede a la de la belleza, cuán superior es la inteligencia
a toda otra hermosura.»
Así habló nuestra primera madre. y con miradas de casta seducción conyugal, y
con el más tierno abandono, medio abrazándolo se apoya en nuestro primer
padre, a quien hizo sentir la leve presión de su turgente seno, velado en parte por
las rizadas ondas de su áurea caballera. Enajenado él a la vista de tal beldad y de
tan dóciles encantos, sonreíase henchido de amor como sonríe Júpiter a Juno
cuando fecundiza las nubes que siembran las flores de Mayo sobre la tierra; y
selló los labios de Eva con un ósculo purísimo. Apartó Satán la vista lleno de
envidia; y dirigiéndoles de soslayo una mirada maligna y rencorosa exclamó
interiormente así: «¿Hay espectáculo más odioso e insufrible? ¿Han de gozar
encantados éstos, uno en brazos de otro, de delicias superiores a las del Edén, y
han de disfrutar tal cúmulo de venturas mientras yo vivo sumido en el infierno,
donde no existe placer ni amor, sino un violentísimo deseo, que no es por cierto el
menor de nuestros tormentos, deseo que no pueden consumar ni satisfacer tantas
penas y martirios? Mas no debo echar en olvido lo que he llegado a saber de sus
propios labios: no pueden disponer de todo a su voluntad; hay aquí un árbol fatal,
llamado de la ciencia, cuyo fruto se les prohíbe. Estáles, pues, vedada la ciencia,
lo cual es sospechoso y contrario a la razón. ¿Por qué su Señor les evita esa
ciencia? ¿Si será un delito el saber, si será la muerte? ¿Si toda su existencia se
cifrará en su ignorancia y su dicha en esta prueba de obediencia y de fidelidad?
¡Oh!, ¡qué bello descubrimiento para fraguar su ruina! Encenderé en su ánimo un
vivo deseo de saber, de infringir ese envidioso mandamiento, inventado sin duda
para mantener en la humillación a unos seres cuya inteligencia los sublimaría al
igual de los dioses. Pues bien: aspirando a esta gloria gustarán de ese fruto, y
morirán. ¿No es probable que suceda así? Pero antes es menester examinar muy
prolijamente este jardín y recorrer hasta sus últimos escondrijos. Una casualidad,
una dichosa casualidad puede conducirme al sitio donde halle, bien a orillas de
una fuente, bien al abrigo de una sombría espesura, alguno de esos espíritus
celestiales que me ilustre respecto a lo que falta averiguar. Vivid pues, felices
amantes, mientras podáis; gozad durante mi ausencia de esos breves placeres, a
los que sobrevendrán largas desventuras.»
Acabado de decir esto, se puso en marcha con arrogante y desdeñoso paso,
aunque con astuta precaución, recorriendo bosques, colinas, valles y llanuras.
Descendía entretanto lentamente el Sol hacia el punto extremo en que el cielo
parece tocar con el mar y con la tierra, y sus rayos, extendiéndose hasta el ocaso,
reflejaban en la puerta oriental del Paraíso. Era ésta una roca de alabastro, que
se alzaba hasta las nubes y que a larga distancia se descubría, accesible del lado
de la tierra por medio de una subida que conducía a su alta entrada: el resto lo
formaba un escarpado risco, imposible de superar. Entre ambas pilastras de la
roca se hallaba sentado Gabriel, caudillo de las guardas angelicales, esperando la
llegada de la noche; y alrededor se ejercitaba en heroicos juegos la joven milicia
del cielo desarmada, pero conservando a mano sus escudos, yelmos y lanzas,
pendientes en pabellones y ostentando el brillo deslumbrador de sus diamantes y
oro. De repente, envuelto en un rayo de sol y atravesando la claridad del
crepúsculo, aparece Uriel, rápido como una estrella que se desliza en otoño
durante la noche, cuando henchidos los aires de inflamados vapores, muestran al
navegante el punto desde donde se lanzarán contra él los vientos
desencadenados; y apresuradamente empezó a decir: «Gabriel, pues tienes a tu
cargo la guarda y vigilancia de esta mansión venturosa, para impedir que nada
malo se acerque aquí ni penetre en ella, sabe que hoy mismo, en la mitad del día,
llegó a mi espera un espíritu, deseoso al parecer de contemplar las maravillas
más admirables del Omnipotente, y sobre todo al Hombre, última criatura hecha a
su imagen. Le indiqué el camino que con mayor rapidez podía seguir; observé la
dirección de su vuelo, y al verlo detenerse en la montaña que cae al norte del
Edén, noté que sus miradas eran poco propias del cielo y que había en ellas algo
de sombrío. Lo seguí con la vista, pero lo he perdido entre estas espesuras; y
temo no sea alguno de los espíritus rebeldes, que salido del abismo, venga a
suscitar aquí nuevas perturbaciones: tú cuidarás de descubrir dónde se oculte.»
Y el alado guerrero le respondió: «No me admira, Uriel, que residiendo tú en la
brillante esfera del sol, abarques con tu penetrante mirada inmensas distancias y
profundidades. Nadie puede burlar la vigilancia que aquí se ejerce, pasando por
esta puerta, sino quien conocidamente proceda del cielo; y del mediodía hasta
ahora no se ha presentado ser alguno celestial. Si otro de diferente naturaleza,
como el que tú has descrito, ha traspasado estos límites terrestres con algún
designio, ya conoces cuán difícil es oponer obstáculos materiales a una sustancia
divina; mas cualquiera que sea la forma con que se encubra ese que dices, si se
ha introducido dentro del recinto de estos muros, lo hallaré mañana al rayar el
día.» Con esta promesa volvió Uriel a su región, llevado por el mismo rayo
luminoso cuyo más elevado extremo le hizo descender con mayor rapidez al sol,
que en aquella hora llegaba debajo de las Azores, fuese porque a impulso de una
increíble velocidad hubiera ya terminado su diario curso, fuese porque la tierra,
girando menos acelerada y abreviando su curso hacia el Oriente, dejase a aquel
astro iluminar con sus purpúreos y áureos fulgores las nubes que rodean su trono
en el Ocaso.
Llegó por fin la tranquila Noche, y el pardo Crepúsculo cubrió el mundo con su
triste manto. Seguíalo el Silencio y animales y aves se retiraban, ellos a sus
guaridas, éstas a sus nidos, todos enmudecieron, menos el vigilante ruiseñor que
empleaba la noche en ensayar sus amorosos e incesantes trinos. ¡Qué encanto
tenía el silencio! Poblábase de resplandecientes zafiros la bóveda del firmamento;
y Héspero, caudillo de la estrellada hueste, se distinguía por lo luminoso, hasta
que apareciendo la luna, reina de pálida majestad, ostentó su incomparable brillo
y ahuyentó las tinieblas con su planeta luz. A este tiempo Adán conversaba así
con Eva: «Querida esposa mía: esta hora de la noche y los seres todos que se
entregan al descanso, nos brindan con igual reposo. Para el hombre ha
establecido Dios el trabajo y el descanso, como la alternativa del día y de la
noche; y el rocío del sueño, que tan oportunamente hace sentir ahora su dulce
peso a nuestros ojos, viene a cerrar nuestros párpados. Las demás criaturas que
durante el día vagan ociosas y sin cuidado, tienen menos necesidad de reposo,
menos que el hombre, que da ocupación diaria a su cuerpo e inteligencia en lo
cual prueba su dignidad, y el galardón con que recompensa el cielo sus acciones,
porque los otros animales no ejercitan así su actividad, ni Dios toma en cuenta lo
que ejecutan. Mañana, antes que la fresca aurora anuncie en el oriente la
proximidad del día, deberemos levantarnos, y volver a nuestro agradable trabajo,
aclarando aquella enramada, y más allá desembarazando las verdes calles por
donde pasearemos al mediodía, pues nos estorba la espesura del ramaje que
esteriliza todas nuestras faenas, y que requiere más número de manos, si ha de
atajarse su desmedida exuberancia; al paso que debemos también limpiar la tierra
de las flores caídas y de las gomas que han destilado sobre ella, porque
únicamente sirven para afearla y obstruirla impidiéndonos caminar con facilidad.
Entretanto la naturaleza quiere y la noche manda que descansemos.»
A lo cual Eva, hermosísima criatura, respondió: «Dueño mío, de quien procedo: lo
que tú mandes obedeceré sumisa; Dios lo ha dispuesto así; Dios es tu ley, tú la
mía y en no excederse de ella consiste toda la ciencia todo el mérito de la mujer.
Embelésanme tus palabras hasta el punto de hacerme olvidar el tiempo, sus
mudanzas y el transcurso del día, porque contigo todo es igualmente agradable
para mí. Agradable es el ambiente de la mañana, dulces sus labores y los
primeros cánticos de las aves; hermoso el sol cuando en este amenísimo jardín
derrama sus orientales destellos sobre el césped, los árboles, los frutos y las
flores esmaltadas por el rocío; exhala aromas la tierra, fecundada por mansas
lloviznas, y es encantadora la paz de la tarde, como el silencio de la noche en que
sólo se oye la voz solemne de su cantor, y como la belleza de la luna y todas esas
esmeraldas del cielo que forman su luminosa corte. Pero ni el fresco ambiente de
la mañana, ni los primeros cantos de las aves ni el sol que inunda este jardín
ameno, ni los céspedes, frutos y flores esmaltadas por el rocío, ni el perfume que
tras mansa llovizna embalsama la tierra, ni la apacible tarde y la deliciosa noche
con su cantor solemne, ni el pasear a la luz de la luna o a la trémula claridad de
las estrellas, nada hay para mí tan dulce como tú mismo. Mas ¿por qué esos
astros están luciendo toda la noche? ¿Para quién es ese magnífico espectáculo si
tiene cerrado el sueño todos los ojos?»
«Hija de Dios y el Hombre, Eva hermosa, replicó nuestro primer padre; esos
astros que giran alrededor de la tierra llevan de una en otra región su luz que ha
de alumbrar aún a naciones que todavía no existen, y que brilla apareciendo y
ocultándose para evitar que la noche, envolviéndolo todo en su oscuridad, recobre
su antiguo imperio y prive de la vida a toda la naturaleza. Y no sólo esparcen
claridad esos templados astros, sino que con su benigno calor diferentemente
graduado lo vivifican, calientan, templan y mantienen todo, o comunican parte de
su virtud interior a los demás seres a todas las producciones de la tierra,
disponiéndolas a recibir del sol con mayor eficacia su cabal acrecentamiento. Y
aunque en la profunda noche falte quien los contemple, no por eso resplandecen
en vano; porque no pienses que aun dado que el hombre no existiera, dejaría ese
cielo de tener admiradores, ni Dios quien le tributase alabanzas; que mientras
velamos, mientras dormimos recorren invisibles la tierra millones de criaturas
espirituales, y día y noche alaban sin cesar y contemplan las obras del Creador.
¡Cuántas veces desde la cumbre de la sonora montaña o de lo interior de los
bosques llegan a nosotros voces celestiales a la mitad de la noche, que ya solas,
ya respondiéndose unas a otras, ensalzan al Omnipotente! Con frecuencia se
oyen sus coros y nocturnas veladas, y al divino son de los instrumentos que
acompañan sus melodías, media la noche su espacio, y se elevan al cielo
nuestros pensamientos.»
Así iban los dos discurriendo, y asidos uno a otro de la mano, entran solos en su
deliciosa gruta. Era un sitio elegido por el soberano Señor, y dispuesto de
manera, que nada echase allí de menos el Hombre de cuanto pudiera deleitarlo.
Formaban el laurel y mirto entrelazados una tupida bóveda de fuertes y olorosas
hojas; el acanto y toda especie de arbustos aromáticos, un verde muro por uno y
otro lado, que adornaban como rico mosaico mil y mil flores brillantes, el iris con
sus tornasoladas tintas, las rosas y el jazmín unidas a sus esbeltos tallos. Los
pies descansaban sobre un lecho de violetas, de azafrán y de jacintos, que
cubriendo el suelo como vistoso pavimento, hacían resaltar sus colores, más
vivos que los de las piedras más preciosas. Ninguna otra criatura, aves,
cuadrúpedos ni reptiles, osaba acercarse allí: tal era el respeto que inspiraba el
Hombre; y jamás se ideó mansión tan umbría, sagrada y solitaria que sirviese de
templo al dios Pan o a Silvano, ni a las Ninfas y Faunos, númenes de las selvas.
Allí, en aquel apartado retiro, entre flores, guirnaldas y perfumadas yerbas, se
desposó Eva embelleciendo su lecho nupcial por primera vez; y los coros
celestiales cantaron su himeneo el día en que su ángel tutelar la entregó a
nuestro primer padre, más ataviada, más encantadora en medio de su desnudez
que Pandora, en quien los dioses apuraron todos sus dones, cuando, ¡oh, fatal
semejanza en la desventurada!, cuando llevada por Hermes al insensato hijo de
Jafet, sedujo con sus dulces miradas al género humano para vengarse del que
había robado el primitivo fuego de Jove.
Llegado, pues, que hubieron a su umbrosa gruta, se detuvieron ambos, y
volviendo los ojos al firmamento, adoraron al Dios que hizo la tierra, el aire, el
cielo que estaban contemplando, el luciente globo de la luna y las estrellas que
poblaban la azulada bóveda.
«Obra tuya es también la noche, Omnipotente Hacedor, y obra tuya el día que
acaba de expirar y que hemos empleado en el trabajo que nos está prescrito, con
la dicha de auxiliarnos y amarnos mutuamente, colmo de todos los bienes que
nos otorgas. Este delicioso lugar es sobrado extenso para nosotros, y su
abundancia tal, que no hay quien participe de ella ni quien recoja cuanto su suelo
da de sí; pero tú has prometido que de nosotros dos nacerá una raza que ha de
llenar la tierra, y glorificar como nosotros tu infinita bondad, lo mismo cuando
despertamos a la luz del día, que cuando, como ahora, aspiramos a gozar del
sueño.»
Estas alabanzas pronunciaron los dos con unánime afecto, sin observar otro rito
que una pura adoración, que para Dios es el más agradable; y enlazadas las
manos, entraron en su gruta, y se retiraron a lo más apartado de ella. No tuvieron
que despojarse del molesto disfraz que nosotros vestimos, sino que yaciendo uno
al lado de otro, Adán estrechó a su hermosa Eva, y ésta aceptó los misteriosos
deberes que su santo vínculo le imponía. Dejemos que austeros hipócritas
encarezcan las perfecciones de la castidad, el respeto a los lugares sagrados y a
la inocencia, y que condenen como impuro lo que Dios ha purificado, lo que
prescribe a unos y lo que concede a la libertad de todos. El Señor manda que nos
multipliquemos, ¿y quién sino el autor de nuestra ruina, el enemigo de Dios y el
Hombre, puede obligarnos a lo contrario?
¡Salve, amor conyugal, misteriosa ley, origen verdadero de la vida humana, único
don propio del Paraíso, en que todas las cosas eran comunes! Por ti se ven libres
los hombres del adúltero furor que los iguala con los brutos; por ti fueron
engendrados los dulces afectos que el cariño, la fidelidad, la injusticia y la pureza
establecieron por primera vez, y los sagrados vínculos de padre, hijo y hermano.
¿Cómo he de ver yo en ti nada de criminal ni vituperable, nada que sea indigno de
la más santa morada, cuando eres fuente perpetua de doméstica ventura, tálamo
candoroso y casto, en estos como en los pasados tiempos, y cuando gozaron de
ti los santos y los patriarcas? En ti logra amor el acierto de sus doradas flechas;
en ti luce su inextinguible antorcha y posa sus purpúreas alas; y en ti se ven
cifrados sus encantos todos, no en las improvisadas caricias, en la sonrisa venal
de falsas, insípidas e impúdicas mercenarias, ni en los cortesanos galanteos,
festejos, mascaradas, músicas y bailes con que antojadizos amantes hacen gala
de una pasión que más bien es digna de menosprecio. Estrechamente enlazados
sus desnudos miembros, duermen ambos esposos al compás de los cantos con
que les regalan los ruiseñores, y coronados por la lluvia de rosas que les
renuevan los primeros albores de la mañana. Gozad de ese sueño, felices
consortes, doblemente venturosos, si no aspiráis a mayor ventura, ni a saber mas
de lo que sabéis.
Ya la noche había recorrido la mitad de su órbita sublunar, y el cono que su
sombra forma llegaba a la mayor altura de la anchurosa bóveda celeste; y ya
saliendo por la puerta de marfil, a la hora y con las armas que acostumbraban, se
disponían los querubines a su nocturna ronda, desplegando aparato bélico,
cuando dijo Gabriel al que más se acercaba a él en autoridad: «Llévate en pos,
Uziel, la mitad de esa legión y recorre en torno la parte del mediodía con la mas
cuidadosa vigilancia; que la otra mitad se dirija al norte, y dando nosotros la
vuelta, nos reuniremos en el occidente». Divídense con la rapidez de la llama,
unos hacia el lado del escudo, otros hacia el de la lanza; y llamando el mismo
Gabriel a dos ángeles que estaban a su lado y se distinguían por su denuedo y
sagacidad, les dio la siguiente orden: «Id, Ituriel y Zefón, id a recorrer el Edén con
toda la presteza que os sea posible; no dejéis de explorar rincón alguno, y sobre
todo la mansión de aquellas dos bellísimas criaturas, que quizás en estos
momentos están durmiendo, sin recelar de ningún peligro. Esta tarde, al declinar
el sol, vino un Ángel a participarme que había visto un espíritu infernal (¿quién
había de sospecharlo?) que escapándose del infierno se encaminaba a este
Paraíso, sin duda con algún propósito siniestro; y así donde quiera que lo halléis
apoderaos de él y traedlo a mi presencia.»
No dijo más, y se puso delante de su brillante hueste, que eclipsaba el resplandor
de la luna mientras los dos ángeles se encaminaban directamente al sitio en que
podían hallar a su Enemigo; y allí en efecto lo encontraron bajo la forma de un
sapo inmundo, agachado junto al oído de Eva. Por medio de esta diabólica
astucia procuraba insinuarse en los órganos de su imaginación y sugerirle a su
antojo mil ilusiones, sueños y devaneos, o inspirándole su ponzoñoso aliento,
inficionar sus espíritus vitales, nacidos de lo más puro de la sangre, como los
vapores que exhala arroyuelo cristalino, y suscitar en su mente insensatos y
desasosegados pensamientos, esperanzas vanas, propósitos ambiciosos, deseos
inmoderados, henchidos de altivos conceptos que dan origen a la soberbia.
Al descubrirlo así Ituriel, tocólo ligeramente con el cabo de su lanza. No puede la
impostura resistir el contacto de un arma celestial y por fuerza tiene que recobrar
su propia forma: como le aconteció a Satán, que se estremeció todo al verse
descubierto y sorprendido; y a la manera que prende una chispa en el montón de
pólvora acopiada para el almacén que se forma al menor indicio de guerra, y
encendido el negro grano, estalla de repente e inflama el aire, no menos pronto se
levantó el odioso Enemigo en su natural figura. Dieron un paso atrás los ángeles
al presentárseles tan súbitamente transformado el terrible rey; pero ajenos a todo
temor, se acercaron a él, diciéndole: «¿Cuál eres tú de los espíritus rebeldes
precipitados en el infierno? ¿Cómo te has evadido de allí, y por qué estás en
acecho, obrando traidoramente junto a la cabeza de los que duermen?»
«¡Ah! ¿No me conocéis? -replicó Satán con desdeñoso tono-. ¿No sabéis quién
soy? Pues bien me conocísteis en otra tiempo cuando, en vez de igualaros
conmigo, reinaba yo allí adonde no osabais encumbrar el vuelo. Desconocerme
ahora vale tanto como desconoceros a vosotros mismos, que sois sin duda los
últimos de vuestras filas. Y si no ignoráis quién soy, ¿a quién preguntarlo,
comenzando vuestro mensaje tan inútilmente como habéis de concluirlo?»
A lo que Zefón, devolviendo desprecio por desprecio, le contestó: «No juzgue
espíritu rebelde, que esa forma, en que tan menguado aparece tu esplendor,
pueda darte a conocer, pues no brillas ya en el Cielo inocente y puro, y estás muy
distante de aquella gloria que ostentabas cuando eras fiel; ahora llevas impreso el
crimen en tu semblante, y en la frente la lúgubre oscuridad de tu morada. Pero
ven con nosotros, y no dudes de que tendrás que dar cuenta al que nos envía, a
cuyo cargo está la custodia de este lugar inviolable y la incolumidad de esos dos
seres que están durmiendo.»
De este modo habló el Querubín, y su grave y severa reprensión añadió
invencible gracia a su juvenil belleza. Quedó confuso Satán; comprendió cuán
incontrastable es el proceder recto, cuán amable en sí misma la virtud, y no pudo
menos de dolerse de su pérdida, aunque más se dolió todavía de que tan visible
fuese la decadencia de su esplendor; y sin embargo, no quiso mostrar
apocamiento. «Si he de combatir -dijo- será como superior con el que manda, no
con el que es mandado o con todos a la vez; que en esto me cabrá más gloria o
por lo menos no perderé tanto.» A lo que con valentía replicó Zefón: «El miedo de
que estás poseído nos ahorrará de un empeño que el último de nosotros bastará
a realizar contra ti, perverso, y contra tu impotente debilidad.»
Enmudeció el infernal príncipe al oír esto, devorando interiormente su rabia, como
soberbio corcel, que al sentir el freno, salta irguiendo la cabeza y tascando el
férreo bocado. Tan inútil le parecía la fuga como el combate; embargábale el
corazón un temor que procedía de poder más alto, cuando nada le había hasta
entonces intimidado. Iban acercándose al punto del occidente en que, terminada
ya su excursión, volvían los ángeles y se congregaban para recibir nuevas
órdenes; al frente de los cuales puesto Gabriel, su caudillo, con voz sonora les
dijo así: «Por esta parte amigos, oigo pasos acelerados y descubro a Ituriel y
Zefón en medio de la oscuridad. Con ellos viene otro de soberana apariencia pero
muy decaído de su brillantez que por su arrogante ademán parece el príncipe del
Infierno. Determinado se muestra, según su aspecto, a no salir de aquí sin
empeñar combate. Preparaos, pues; en su hosco ceño trae pintada la
provocación.»
No había acabado de decir esto cuando acercándose los dos ángeles le refieren
sucintamente quién es aquél; dónde lo habían hallado, cuál era su ocupación, y,
en qué forma y actitud había tratado de ocultarse; Y dirigiéndole Gabriel una
penetrante mirada: «¿Por qué -le preguntó- has traspasado los límites a que te
ves reducido por tu crimen? ¿Por qué vienes a perturbar en su ministerio a los
que no se han dejado llevar de tu detestable ejemplo y tienen por lo mismo
derecho y facultad para impedir tu temerario acceso a estos lugares? ¿No hay
más que violar la tranquila morada de los que Dios ha establecido aquí y colmado
de bendiciones?»
Y con sonrisa de menosprecio le respondió Satán: «Gabriel en el Cielo tenías
fama de perspicaz y como tal te contemplaba yo; pero esas preguntas me hacen
dudar de tu buen acuerdo. ¿Hay alguien que viva contento entre suplicios? ¿Hay
quién, pudiendo, no anhele evadirse del infierno, aunque esté condenado a vivir
en él? Por cierto debes tener que a estarlo tú, lo desearías, y atropellarías por
todo con tal de hallar sitio, por lejano que fuese, libre de tanta penalidad donde
esperases trocar el dolor en alegría y en presto alivio, y los tormentos en
bienestar. Esto es lo que aquí busco, y lo que tú, que nunca has experimentado
males, sino venturas, no acertarías a comprender. ¿A qué me pones por delante
la voluntad del que nos aprisiona? Que refuerce con más seguros reparos sus
puertas de hierro si ha de tenernos sumidos en sus lóbregos calabozos. Esto es
cuanto tengo que responderte: por lo demás, la verdad fe han referido; como ésos
te han dicho me hallaron; lo cual, sin embargo, no implica violencia ni exceso
alguno.»
A estas palabras, dichas en tono desdeñoso, contestó el Ángel guerrero no
menos intencionadamente: «¡Oh! ¡qué dechado tan cabal de cordura se perdió el
cielo el día que Satán fue arrojado de él! Fue arrojado de él por su insensatez; y
llega ahora aquí el fugitivo de su prisión y abrigando la grave duda de si debe o no
tenerse por perspicaz al que le califica de temerario en invadir esta región, y
traspasar los límites de aquélla a que está condenado en el infierno; tan natural
contempla el evadirse de sus tormentos y su castigo. Sigue en su presunción,
soberbio, hasta que la cólera que nuevamente suscitas con tu fuga descargue en
ti siete veces, hasta que el azote que te haga volver a tus cadenas persuada a tu
gran prudencia de que no hay castigo proporcionado a la infinita indignación que
semejante culpa provoca. Pero, ¿por qué vienes solo? ¿Por qué no te siguen tus
huestes infernales? ¿Son los tormentos más llevaderos para ellos que para ti, y
por esto no tratan de evitarlos? ¿O es que no cuentas tú con tanto valor para
resistirlos? Pues, intrépido caudillo, que has sido el primero en librarte de tus
tormentos: si hubieras manifestado a tus secuaces la causa de tu evasión al
abandonarlos, seguramente no te hubieran dejado venir solo ni fugitivo.»
No pudo ya Satán reprimir su ira y exclamó: «Valor más que nadie tengo, ángel
insolente, para soportar mis penas. Sobrado sabes que fui yo tu más terrible
enemigo en aquella lid en que la fulminante furia del trueno vino tan presto en
auxilio tuyo, en auxilio de tu lanza, que por sí no inspiraba temor alguno. Pero tus
palabras, tan irreflexivas como siempre, muestran la inexperiencia en que estás
de lo que debe hacer un caudillo fiel a su deber y aleccionado por los malos
sucesos de su fortuna, que es no exponerlo todo a peligrosos trances, sino
experimentarlos primero él mismo. Por esto he cruzado yo solo estos desiertos
espacios, y venido a reconocer este mundo nuevamente creado, cuya fama no ha
podido menos de llegar hasta los infiernos. Espero encontrar aquí morada mas
venturosa, y establecer en la tierra o en las regiones aéreas mis potestades
proscritas, aunque para conquista tal fuese menester embestir otra vez contra ti y
tus bienhadadas legiones; que más fácilmente os acomodáis a la servidumbre del
Señor entronizado en los cielos, a entonar himnos en su alabanza y a incensarle
de lejos, que a la dureza de los combates.»
Lo cual, oído por Gabriel, prosiguió en estos términos: «Decir y desdecirse,
encarecer primero el mérito de la fuga y desempeñar después el oficio de espía,
no es propio de un caudillo, sino de un embaucador. ¿Cómo te atreves a
suponerte fiel a tu deber? ¡Que así profanes el nombre, el sagrado nombre de tu
fidelidad! Y, ¿a quién eres fiel? ¿A tu rebelde muchedumbre? ¿A ese tropel de
réprobos, dignos de ser mandados por tan digno jefe? ¿Consistía vuestra
disciplina, la fe que jurasteis y vuestra obediencia militar en alzaros desleales
contra el Poder supremo? Y por otra parte, falso hipócrita, que ahora te vendes
por paladín de la libertad, ¿quién más lisonjero, más humilde y servil adorador
que lo fuiste tú un día del invencible Rey de los cielos, sin duda con la esperanza
de destronarlo así mejor y empuñar su cetro? Pues oye, y haz lo que te prevengo;
sal de aquí, y huye al lugar de donde has salido; que si subsistes un momento
más en estos sagrados confines, arrastrando y cargado de hierros te volveré a tu
infernal mazmorra, quedarás enclavado allí, de suerte, que no te burles otra vez
de las fáciles puertas del infierno, ya que tan débiles te parecen.»
Amenazolo así; pero Satán lo oía con indiferencia, y encendido en nuevo furor,
repuso: «Cuando sea tu cautivo, querubín orgulloso, háblame de cadenas; ahora
disponte a sentir el peso de mi poderoso brazo. Jamás te abrumó otro tal, ni aun
cuando el Soberano celeste cabalgaba sobre tus alas, y uncido con otro como tú,
acostumbrados al mismo yugo, tirabais de su carro triunfal, y andabais por los
caminos del cielo empedrados de estrellas.»
Mientras esto decía, ardían en enrojecido fuego los angélicos escuadrones, y
desplegando en circular ala sus falanges, lo rodeaban, apuntándole con sus
lanzas; como cuando en los campos de Ceres, maduras para la siega, se mecen
las apiñadas espigas, inclinándose a uno y otro lado, según de donde se agita el
viento, y el labrador las contempla con inquietud, temiendo que todos aquellos
haces en que cifra su mayor logro, no vengan a convertirse en inútil paja.
Alarmado Satán en vista de aquella actitud, hizo sobre sí un esfuerzo, y dilató sus
miembros hasta adquirir las desmedidas proporciones y fortaleza del Atlas o el
Tenerife. Toca su cabeza en el firmamento y lleva en su casco el Horror por
penacho de su cimera; ni carece tampoco de armas, dado que empuña una lanza
y un escudo. Tremenda lid se hubiera suscitado entonces, que no sólo el Paraíso
sino la celeste bóveda hubiera conmovido en torno, y aun, puesto en grave
conflicto todos los elementos a impulsos de choque tan irresistible, si previendo
aquella catástrofe no hubiera el Omnipotente suspendido en el cielo su balanza
de oro, que desde entonces vemos brillar entre Astrea y el Escorpión. En aquella
balanza había pesado Dios todo lo creado; la tierra esférica en equilibrio con el
aire; y ahora pesa del mismo modo los acontecimientos, la suerte de las batallas y
de los imperios. Puso a la sazón en contrapeso el resultado de la fuga y el del
combate, y el segundo subió rápidamente hasta dar en el fiel que lo señalaba; y
entonces dijo Gabriel a su Enemigo: «Conozco, Satán, tus fuerzas como tú dices
conoces las mías: ni unas ni otras nos pertenecen; Dios nos las ha prestado. ¡Qué
insensatez jactarnos de lo que han de hacer nuestras armas, cuando no hemos
de llegar sino a lo que permita el Cielo! Tu poder es el que El consiente; el mío a
la sazón doble, para que yazgas a mis pies, como cieno que eres. Y si de ello
quieres una prueba, mira allá arriba y leerás tu suerte en el celeste signo donde
se pesa, donde se muestra cuán liviana y débil sería la resistencia.»
Miró en efecto Satán, y vio cuán desfavorable le era el movimiento de la balanza.
No esperó más; huyó lanzando denuestos, y en pos de él huyeron las nocturnas
sombras.
QUINTA PARTE
ARGUMENTO
Comienza a rayar el día, y Eva refiere a Adán su agitado sueño, que él oye con
disgusto; pero hace por consolarla, y salen ambos a su trabajo cotidiano,
dirigiendo antes a Dios su plegaria de la mañana. Para que el hombre no pueda
alegar disculpa alguna, envía Dios a Rafael que le recuerde su obediencia, que le
manifieste el uso que ha de hacer de su libertad, la proximidad de su enemigo,
quién es éste y cuál la causa de su enemistad con todo lo demás que a Adán le
importa saber. Baja pues Rafael al Paraíso; pintase su celestial hermosura. Al
descubrirle Adán, sale a recibirle, le conduce a su albergue, y le regala con las
frutas más sabrosas, que al efecto ha cogido Eva por su mano. Conversan
amigablemente entre sí, y Rafael desempeña su comisión hablando a Adán de su
estado, de la condición de su enemigo; y satisfaciendo a sus preguntas, le declara
quién sea éste y lo que lo induce a obrar así, empezando su relato por la primera
rebelión de Satán en el Cielo, el origen de ella, cómo se retrajo a las partes del
Norte con sus legiones, y las incitó a rebelarse contra Dios, logrando que le
siguiesen todos, excepto el serafín Abdiel que contradice sus razones, y se opone
a él, y por último le abandona.
Ya la aurora dirigía sus pasos a la región de Levante, dejando en el cielo
impresas sus sonrosadas huellas, y sembrando la tierra de orientales perlas,
cuando, como lo tenía de costumbre, despertó Adán, cuyo sueño ligero como el
aire, favorecido por una pura digestión y por dulces y suaves vapores, fácilmente
se disipaba al menor ruido de las hojas de los brumosos arroyuelos a que da
movimiento el alba, y de las aves vocingleras que revoloteaban entre los árboles.
Pero se sorprendió por lo mismo de hallar a Eva adormecida aún, el cabello
descompuesto y encendidas sus mejillas, como por efecto de un sueño
desasosegado; e incorporándose medio apoyado sobre su costado, para mejor
fijar su amorosísima mirada en aquella hermosura que, dormida o despierta, así le
enajenaba con sus encantos, blandamente estrechó su mano; y con una voz tan
dulce como la de Céfiro cuando acaricia a Flora, murmuró a su oído estas
palabras: «Despierta, hermosa, alma mía, supremo bien que me otorga el cielo,
delicia de mi corazón; despierta: mira que alumbra ya por la mañana, que la
frescura del campo nos está llamando, y que desperdiciamos estas primicias del
día, y no vemos cómo crecen nuestras tiernas plantas, cómo se abren las flores
de los naranjos, y la mirra destila su licor, y su bálsamo la caña, mientras la
naturaleza se reviste de sus colores, y la abeja extrae de los pétalos sus
almibarados jugos.»
Despierta Eva al oír esto, mira con asombro a Adán, y apretándolo entre sus
brazos dice: «¿Eres tú, consuelo mío, colmo de mi ventura, único ser en quien se
recrea mi pensamiento? ¡Con qué placer vuelvo a verte y vuelvo a gozar del día!
Porque has de saber que esta noche (noche igual no he pasado hasta ahora) he
tenido un sueño, si sueño puede llamarse, porque no he pensado en ti como
pienso siempre, ni en nuestras faenas últimas, ni en las próximas, sino en ofensas
y cuidados que hasta esta penosa noche no había sentido mi ánimo; he tenido un
sueño en que me parecía que introduciéndose en mi oído, una voz afectuosa me
invitaba a pasearme. La tomé al pronto por la tuya: «¿Por qué duermes, Eva?»
me decía. Esta es la hora del placer, de la frescura y del silencio, silencio
solamente interrumpido por el canoro pájaro de la noche, que la pasa en vela
modulando sus amorosos trinos; ésta es, la hora en que la luna completamente
redondeada y en la plenitud de su dulce caridad, ahuyenta la sombra que lo
encubre todo; inútiles encantos, si la vista no goza de ellos. El cielo vela también y
tiene abiertos sus ojos; ¿sabes para qué? Para contemplarte a ti, prodigio de la
naturaleza, a ti cuya presencia alegra, y cuya beldad no puede menos de
embelesar a cuantos la ven. «Me levanté, creyendo que eras tú el que me
hablaba, mas no te vi; eché a andar deseosa de encontrarte, y atravesé, o tal por
lo menos me pareció, multitud de caminos, hasta que de repente me hallé junto al
árbol de la ciencia prohibida que se me presentó hermosísimo, más hermoso que
durante el día. Mirándolo estaba maravillada, cuando a su lado noté que había
una figura con alas, como las que a menudo vemos bajar del cielo; sus húmedos
cabellos estaban rociados de ambrosía. Contemplaba también el árbol, y
exclamó: «¡Oh, preciosa planta! ¡Que tan cargada te veas de fruto y nadie, ni
Dios, ni hombre, quiera aliviarte de él ni gustar de su dulzura? ¿Tan despreciable
es la ciencia? Si no es por envidia, ¿qué otra causa puede haber para esta
prohibición? Prohíbalo quien quiera, nadie me impedirá a mí privarme más tiempo
de este placer. De otra suerte, ¿por qué estás aquí?» Esto dijo, y sin más, vacilar,
con mano atrevida cogió y gustó. Quedé horrorizada al oír estas palabras, y
mucho más viendo la temeraria acción que las acompañaba; pero él, arrebatado
de entusiasmo. «¡Oh divino fruto! -siguió diciendo- ¡dulce por extremo y más dulce
todavía por ser vedado! Niégasete, sin duda, para que seas alimento exclusivo de
los dioses, pues si lo fueras de los hombres los convertirías en divinidades. Y,
¿por qué no han de aspirar a ser dioses los humanos? ¿No se acrecienta el bien
a medida que se comunica? Lejos de perder en ello su autor, sería objeto de
nuevas adoraciones. Ven pues, felicísima criatura, Eva, hermosa y angelical;
gusta como yo de este fruto, que si hoy eres feliz llegarás doblemente a serlo;
gusta de él y serás una nueva deidad entre los dioses y tu imperio no se limitará a
la tierra, sino que tendrás por mansión el aire, como nosotros, o podrás
remontarte por tu propia virtud al cielo, y verás la vida que viven los dioses y tú
vivirás como ellos. Y hablando de esta suerte, se acercó a mí, y llevó a mis labios
parte del fruto que había arrancado. Su dulce y sabrosa fragancia excitó de tal
modo mi apetito que no pude menos de probarlo; y al punto sentí que nos
trasladábamos ambos a la región de las nubes, desde donde vi extenderse a mis
pies la inmensidad de la tierra, magnífico y variado espectáculo; y admirada de mi
vuelo, me asombré no menos del cambio que había experimentado y de la
incalculable altura a que me hallaba; cuando repentinamente desapareció mi guía,
y a mí se me figuró que caía precipitada a la tierra y que llegaba a ella
adormecida. ¡Con qué júbilo he despertado y visto que todo ha sido la ilusión de
un sueño!»
Refirió así Eva el que había tenido durante la noche; y contristado Adán al oírlo, le
respondió: «Perfecta imagen y amada mitad de mi mismo; ese desasosiego que
ha agitado esta noche tu mente mientras dormías, también ahora me aflige a mí.
No sé por qué recelo que ese sueño extraordinario traiga algún mal consigo; pero,
¿de dónde provendrá ese mal? En ti, que tan pura eres ni sombra de él puede
darse; pero oye lo que voy a decirte. Hay en el alma varias facultades inferiores
sometidas a la Razón como a su soberana. Entre ellas ejerce el principal oficio la
Imaginación que de todos los objetos exteriores que perciben los sentidos cuando
están despiertos, forma quimeras y visiones aéreas, las cuales agrupa o
desvanece la Razón, produciendo así todo cuanto afirmamos o negamos, todo
aquello que distinguimos con el nombre de ciencia o de opinión. Cuando la
naturaleza se entrega al reposo, la Razón se retrae también a su más oculto
seno; y acontece con frecuencia, que aprovechándose la Imaginación de este
retraimiento, como continuamente está en vela, procura imitarla forjándose allí mil
trazas y desvaríos; pero ordenando mal los objetos especialmente durante el
sueño sólo produce pensamientos inconexos, y confunde los hechos presentes
con los pasados y los remotos.
«Así en este sueño que me refieres, juzgo descubrir cierta semejanza con los
asuntos de que tratarnos en nuestra última conversación, bien que revestidos de
extraños accidentes; por lo que no debe esto causarte sobresalto alguno. Puede
introducirse un mal pensamiento en el ánimo tanto del hombre como de los
espíritus celestiales, indeliberadamente, y sin que llegue a contaminarlo; y esto
me inspira la confianza de que ese sueño que tal aversión te ha inspirado
mientras dormías, no consentirás nunca que despierta se realice. Aleja, pues, de
ti toda tristeza; que no empañe nube alguna la claridad de esos ojos, más brillante
y serena que la que en su primera sonrisa envía al mundo la aurora.
Levantémonos, y volvamos nuevamente a nuestras dulces faenas, nuestros
bosques y fuentes, y al cuidado de las flores que entreabren ahora sus cálices, y
exhala los suavísimos aromas que han guardado durante la noche, para que te
goces mejor en ellos.»
Así consoló Adán a su bella esposa, y ella en efecto quedó consolada; pero en
medio de su silencio se deslizó de sus ojos una dulce lágrima que enjugó con sus
cabellos; y al ver que asomaban otras a sus cristalinas fuentes, las atajó Adán con
un beso, correspondiendo de este modo a aquella tímida demostración de un
remordimiento que se alarmaba, con la sola idea de la culpa sin ser culpable.
Dando, pues al olvido sus temores, se apresuraron a salir al campo; y apenas
traspusieron el umbral de su mansión, a la que servían de techumbre espesos y
copudos árboles, y se hallaron al aire libre a la luz del día y del sol, que al
aparecer en su carro tocaba con las ruedas la superficie del Océano, y cuyos
rayos impregnados de rocío y paralelos a la tierra, doraban la vasta región oriental
del Paraíso y los fértiles llanos del Edén, se postraron humildemente para adorar
a su Criador, comenzando la acostumbrada plegaria que todas las mañanas le
dirigían de varios modos, sin que sus himnos careciesen jamás de variedad ni de
santo entusiasmo, bien fuesen recitados, bien cantados de improviso; pues en
sonora prosa o numeroso ritmo fluía de sus labios una elocuencia tan natural, que
no necesitaba de los dulces acordes del arpa ni del laúd; y dieron así principio:
«Estas Padre del bien Omnipotente Señor, son tus gloriosas obras. Obra es de
tus manos esta fábrica del Universo, tan maravillosamente bella; y tú mismo ¡cuán
admirable eres! Tu inefable grandeza se encumbra sobre esos cielos invisible
para nosotros, confusamente vislumbrada en tus más pequeñas obras en las
cuales, sin embargo, se descubre tu bondad superior a toda idea, y tu poder
divino. Celebradlo vosotros, que podéis hacerlo más dignamente espíritus
angélicos, hijos de la luz; vosotros, que lo contempláis de cerca, y que en torno de
su trono en la eternidad de un día sin noche, y en concertados coros eleváis
cánticos de alegría; vosotros que estáis en el cielo. Unid también vuestras
alabanzas, criaturas de la tierra, en torno del que es principio y postre y centro y
ser al propio tiempo infinito. Y tú la más brillante de las estrellas, última que
recorres la vía nocturna si no perteneces más bien al alba precursora del día que
con tu fulgente diadema coronas la risueña frente de la mañana: ensálzalo
asimismo en tu luminosa esfera a la hora apacible en que asoma la luz de
Oriente.
«Sol, vista y alma de este anchuroso mundo, ríndele homenaje como superior a ti,
y en tu incesante giro proclama sus loores, cuando apareces en el cielo, cuando
te ostentas en tu apogeo y cuando te ocultas a nuestros ojos. Luna, que
acompañas unas veces al Sol en su oriente y otras te apartas de él, huyendo con
las estrellas fijas en su movible órbita; y vosotros planetas errantes en número de
cinco, que al compás de armónicos sonidos os movéis en misteriosa danza:
publicad la gloria de aquel que de las tinieblas sacó la luz. Aire y los demás
elementos que fuisteis los primeros que engendró en su seno Naturaleza; pues
vuestra cuádruple virtud recorre bajo innumerables formas un círculo perpetuo, e
influís e inspiráis la vida en todo, que vuestro continuo movimiento sirva para
tributar al Supremo Hacedor himnos cada vez más nuevos y más variados. Y
vosotras nieblas y exhalaciones, que surgís de las montañas o de los vaporosos
lagos, negras o cenicientas, hasta que el sol dora con sus rayos la fimbria de
vuestros ropajes: surgid para honrar el nombre del magnífico autor del mundo; y
ya tapicéis de nubes el incoloro espacio del firmamento, o derraméis vuestra
fecunda lluvia en la sedienta tierra, que en vuestra ascensión o vuestro descenso
proclaméis siempre sus alabanzas. Alabadlo también con manso murmullo o
rugiendo impetuosamente, oh vientos que sopláis de los cuatro ángulos de la
tierra; y vosotros excelsos pinos, árboles y plantas de toda especie, inclinad
vuestras cabezas y agitad vuestras ramas en señal de adoración. Loadlo
asimismo al son susurrante de vuestras aguas, fuentes y líquidos arroyuelos. Unid
a las demás vuestras voces, criaturas todas vivientes. Aves que cantando os
remontáis hasta las puertas del cielo, sublimad su gloria en vuestras melodías, y
llevada por vuestras alas; y los que os deslizáis por entre las olas, y los que
vagáis por la tierra, ya hollándola majestuosa, ya arrastrando humildemente, sed
testigos de que mi lengua no enmudece ni por el día ni por la noche, y de que mi
voz resuena en las colinas, en los valles, en las fuentes y en la fresca sombra de
las enramadas que de mí aprenden sus alabanzas. ¡Bendito seas Señor del
Universo! Que tu bondad, como hasta aquí nos dispense únicamente bienes; y si
la noche ha producido o encubierto algún mal, ahuyéntalo como la luz ahuyenta
las tinieblas en este instante.»
Expresión de su inocencia era plegaria tan fervorosa, terminada la cual
recobraron sus ánimos la profunda paz y la acostumbrada calma. Apresuráronse
a volver a sus faenas campestres de la mañana, por entre prados cubiertos de
rocío y de árboles frutales que por su excesivo crecimiento extendían su espeso
ramaje más de lo conveniente, y necesitaban que una mano experta reformase su
estéril pompa. Acercan también la vid al olmo para unirlos entre sí; la cual, como
amante esposa lo ciñe con sus flexibles brazos, y le ofrece en dote sus racimos, y
embellece con ellos su inútil hojarasca.
Viéndolos ocupados de esta suerte el supremo Rey del cielo, se apiadó de ellos, y
llamando a Rafael el espíritu amigable que se digno de viajar con Tobías, y
favoreció su matrimonio con la doncella siete veces casada: «Rafael», le dijo, «ya
sabes la perturbación que, fugándose del infierno y atravesando el tenebroso
abismo, ha movido Satán en el Paraíso terrestre, y la iniquidad que ha causado
esta noche a los dos humanos que allí viven, proponiéndose con la ruina de ellos,
labrar a la vez, la de su descendencia. Ve, pues allá: emplea el resto del día en
conversar con Adán, como entre sí conversan los amigos. Lo encontrarás en un
sitio sombrío y retirado que le preserva del calor del mediodía, y donde con el
alimento y el descanso repara las fuerzas gastadas en sus diarias fatigas. Háblale
de modo que le hagas comprender su dichoso estado; que de su voluntad
depende su dicha, de su voluntad, que aunque libre, es también mudable, por lo
que debe andar precavido y desconfiado, no llegue a perderse por exceso de
confianza en su seguridad. Háblale asimismo de los riesgos a que está expuesto,
de quién debe recelar, y del Enemigo que por haber sido expulsado poco ha del
cielo, procura que los demás se hagan también indignos de tal ventura, no
empleando a este fin la violencia que le sería perjudicial, sino el engaño y la
seducción. Prevenlo, en suma, de cuanto debe hacer, no sea que, delinquiendo
voluntariamente, alegue después que ha obrado por sorpresa, por falta de
consejo y de previsión.»
Esto ordenó el Padre Eterno con lo que dejó enteramente satisfecha su justicia.
No demoró un punto el alado Ministro el cumplimiento de aquel mandato, y de
entre la innumerable multitud de serafines en que estaba cubierto por sus
grandiosas alas, alzó el rápido vuelo y cruzó por en medio del firmamento.
Apártanse a uno y otro lado las angélicas legiones para abrirle paso a través del
camino del Empíreo, hasta llegar a las puertas del cielo, las cuales se abren de
par en par por sí solas, girando sobre sus goznes de oro, que con tan divino arte
el sabio Autor de todo las había dispuesto. Desde allí, ni nubes ni astro alguno se
interponen a sus miradas, y ve la tierra pequeña como en sí es y semejante a los
demás globos luminosos, y ve el jardín de Dios coronado de cedros por encima
de las más altas montañas. Así aunque menos distintamente, contempla el
observador durante la noche por medio de los cristales de Galileo, tierras y
regiones imaginarias en lo interior de la luna; y así descubre el piloto como una
mancha nebulosa al aparecérsele, las islas de Delos y Sarnos entre las Cícladas.
Prosigue el Ángel bajando con acelerado vuelo, y cruza la inmensidad del espacio
aéreo, y surca mundos y mundos, seguro de sus fuertes alas, ora impelido por los
vientos del polo, ora sacudiendo velozmente el movible aire; hasta que llegando al
límite a que pueden las águilas remontarse, mirábanlo todas las aves asombradas
como al fénix único en su especie, cuando para depositar sus preciosas cenizas
en el fulgente templo del Sol, encaminaba su vuelo a la egipcia Tebas.
Descendiendo después sobre la cumbre oriental del Paraíso, recobra su aspecto
de alado serafín. Seis alas velan sus divinas formas: las dos que cubren sus
anchos hombros, le caen sobre el pecho como un magnífico manto real; las dos
de en medio ciñen su talle como una estrellada zona, v orlan sus riñones y cintura
con menudas plumas de oro y tornasoles copiados de los del cielo; y las otras dos
resguardan sus pies, adheridas a sus talones, con plumas esmaltadas del color
del firmamento. Mostrábase semejante al hijo de Maya, y al sacudir sus plumas,
llenaba de celestial fragancia el anchuroso espacio que en torno lo circuía.
Reconociéronlo al punto las legiones de ángeles que custodiaban el Edén, y lo
recibieron con el honor debido no sólo a su dignidad, sino a su misión sublime,
porque desde luego adivinaron toda la importancia de la que iba a desempeñar.
Pasó por delante de sus esplendentes tiendas, y entró en el bienaventurado
campo atravesando odoríferas florestas de mirra y casia, de nardos y de
bálsamos que sobrepujaban en dulzura a todo encarecimiento; porque exuberante
allí y risueña como en su primavera, la naturaleza desplegaba todos sus encantos
juveniles y vertía a manos llenas sus más gratos tesoros, en medio de aquel
silvestre espectáculo superior a toda perfección artística.
Sentado a la entrada de su fresca gruta, lo vio Adán según iba adelantándose por
en medio de la aromática floresta. Desde su mayor elevación lanzaba
directamente el Sol sus encendidos rayos hasta lo más profundo de la tierra, calor
excesivo para Adán; y Eva estaba en lo interior de su albergue, a la hora en que
solía, preparando para su comida los sabrosos frutos, que con sólo ser gustados
eran deleite del apetito, y al propio tiempo, despertaban la sed del néctar que la
leche, el jugo de ciertas frutas, o los racimos de la vid les suministraban. Llamó
pues, Adán a su esposa, diciendo: «Ven Eva, corre, verás un objeto digno de
contemplarse: a la parte de oriente, entre los árboles, y caminando en esta
dirección, viene una figura ¡oh, qué radiante! Parece una segunda aurora que
brilla en mitad del día. Algún mandato del cielo nos trae quizá, y se dignará de ser
hoy nuestro huésped. Apresúrate a ofrecerle las mejores provisiones que
guardes; no escasees prodigalidad alguna y recíbela con todo el honor debido a
un mensajero celeste. A nuestros bienhechores debemos corresponder con sus
propios dones, y mostrarnos liberales de lo que tan liberalmente se nos concede,
ya que la naturaleza multiplica aquí sus inagotables tesoros, y que al
desprenderse de ellos para hacerse más fecunda, nos enseña a no ser avaros.»
A esto replicó Eva: «Adán mío, a quien Dios ha consagrado como modelo de la
tierra que animó El mismo; el cuidado de guardar lo que ha de servirnos para
alimento, es inútil aquí donde las estaciones se encargan de proveernos de todo,
a no ser aquellos frutos que mejoran reservándose, porque pierden así su
humedad superflua. Pero no omitiré solicitud alguna, y juntaré de cada planta, de
cada árbol, de cada sabroso fruto, lo que más digno me parezca para agasajar a
ese angelical huésped, el cual sin convencer, de que Dios ha derramado sus
beneficios en la tierra como en el cielo.»
Y sin perder más tiempo, se dispone a proceder con la mayor diligencia y a
desempeñar sus quehaceres hospitalarios, pensando en cómo escoger lo más
delicado, lo que más se acomodase al gusto, sin mezclar cosas extrañas ni de
mal aspecto, sino de una agradable variedad que contribuyese a aumentar su
agrado. Discurre de un lado a otro, y de los más tiernos tallos arranca cuanto la
tierra, madre universal, produce en la India oriental y en la de Occidente, en las
orillas del Ponto, en las costas de África o en el país en que reinó Alción; frutos de
toda especie, de dura cáscara, de blanda piel, unos lisos, vellosos otros. De ellos
hace largo acopio que amontona con mano pródiga; exprime los dorados racimos
que le dan un licor inofensivo y grato y de simientes y dulces almendras que
tritura, saca almibarada crema. No carece de vasos puros que contengan una y
otra bebida; y por fin cubre el suelo de rosas y arbustos olorosos que para serlo
no había menester de fuego.
Entretanto se adelanta nuestro primitivo padre a recibir a su divino huésped, sin
más séquito que sus cabales perfecciones, que constituían toda su grandeza
incomparablemente mayor que la enojosa pompa que arrastran en pos los
príncipes, con tantos corceles ricamente enjaezados y tantos palafreneros
cuajados de oro que deslumbran a la multitud dejándola estupefacta. Llegó, pues,
Adán a su presencia, y no embarazado de temor, sino con la sumisión y afable
respeto que a su superior naturaleza se debía, profundamente, inclinándose, le
dijo: «Espíritu celestial, pues no es posible que hermosura tanta provenga más
que del cielo; ya que descendiendo de los supremos tronos, te dignas de
abandonar por breve tiempo aquellas mansiones venturosas para honrar estas
otras con tu presencia, haznos a los dos que aquí vivimos, a quienes el Soberano
del mundo ha otorgado la posesión de la morada tan espaciosa, haznos la
merced de reposar en este umbrío albergue tomando asiento y gustando los más
sazonados frutos de este jardín, hasta que ceda el calor del mediodía, y más
benigno el sol vaya declinando.»
Y el Ángel con la mayor dulzura le respondió: «A esto he venido Adán. Tal como
has sido creado, y dueño de una mansión como la presente, bien puedes invitar
aun a los mismos espíritus celestiales a que con frecuencia te visiten. Llévame
pues a ese apartado recinto cubierto de sombra; tengo para estar contigo desde
esta hora del mediodía hasta que comience la noche. «Y se encaminaron ambos
a la campestre vivienda, que como el asilo de Pomona se cobijaba entre fragantes
flores. Allí estaba Eva, sin otra gala ni adorno que ella propia, más encantadora
que la Ninfa de los bosques y que la más bella de aquellas tres diosas que en el
monte Ida sostuvieron desnudas la competencia de su hermosura; estaba para
servir al divino huésped, y no necesitaba de otro velo ni defensa que su virtud, sin
que ningún pensamiento impuro alterase la calma de su semblante. «¡Salve!», le
dijo el Ángel, empleando la santa salutación que después se dirigió a la
benditísima María, segunda Eva. «¡Salve, madre del género humano! Tu fecundo
seno dará al mundo más hijos que los frutos con que los árboles del Señor
colman esa mesa.» La mesa era un alto y espeso césped cercado de asientos de
muelle musgo y sobre su ancha y cuadrada superficie se extendían las
producciones todas del otoño, aunque allí otoño y primavera se daban la mano.
Entablaron los comensales su plática reposadamente, sin temor de que se les
enfriasen los manjares; y nuestro padre empezó diciendo: «Plázcate divino
extranjero, gustar de estos regalos, que nuestro Hacedor, de quien sin tasa ni
medida procede todo perfecto bien, ha mandado a la tierra que nos ceda para
nuestro alimento y nuestro placer; manjares insípidos quizá para naturalezas
espirituales; mas yo únicamente sé que el Padre celeste alimenta a todos.»
A esto replicó el Ángel: «Pues lo que El, alabado sea perpetuamente, lo que El da
al Hombre, que en parte es también espiritual, bien puede ser manjar agradable
para los espíritus más puros; que la inteligencia de éstos necesita de alimento
como vuestra razón, pues una y otra llevan en sí las facultades subalternas de los
espíritus, como son oír, ver, oler, tocar y gustar; y el gusto depura. digiere y
asimila las sustancias convirtiendo las corpóreas en incorpóreas. Ello es
indudable que todo lo creado ha menester de alimento con que sostenerse y
repararse: entre los elementos, el más grosero mantiene siempre al más puro, la
tierra al agua, la tierra y el agua al aire, y el aire a los etéreos fuegos, empezando
por la luna, que como más vecina de la tierra, presenta en su redonda faz esas
manchas que son vapores todavía impuros que no se han transformado en
sustancias; mas no por eso deja la luna de desprender de su húmedo continente
alimento para otras esferas superiores. El sol, que comunica su luz a todos los
astros, recibe de ellos sus acuosas exhalaciones y absorbe durante la noche el
licor del Océano. Aunque los árboles de vida que tenemos en el cielo nos den
frutos de ambrosía, y las vides destilen néctar, y aunque al amanecer extraigamos
melifluo rocío de entre las hojas, y el suelo ofrezca granos de perlas a nuestras
plantas, de tal manera ha prodigado aquí Dios sus bondades en la variedad de los
placeres de que gozáis, que bien puede esta mansión compararse con el cielo; y
así no creas que deje de quedar mi gusto satisfecho.»
Sentáronse, pues, y fueron comiendo de las viandas, y el Ángel no en la
apariencia ni figuradamente, como es común opinión de los teólogos, sino con
todo el incentivo de un verdadero apetito; así que el calor digestivo transformó los
manjares en su sustancia angélica, y la parte redundante salió a través de la
espiritual por medio de la transpiración. Ni esto debe causar asombro, cuando por
medio del carbón ardiente, trueca o cree posible trocar el empírico alquimista la
escoria más vil en el oro más puro cual si saliese de la mina. Desnuda Eva, hacía
oficios de sirviente y. apuradas las copas las coronaba de nuevo con licores a
cuál más grato. ¡Oh inocencia digna del Paraíso! Nunca como entonces hubieran
tenido disculpa los hijos de Dios en enamorarse de la hermosura; pero en
aquellos corazones no cabía el amor impúdico ni se comprendían los celos,
infierno de los amantes ofendidos.
Una vez satisfecha mas no ahíta, tanto en manjares como en bebidas, la
necesidad de la naturaleza, concibió de pronto Adán el deseo de no perder la
ocasión que con tan importante conferencia le brindaba para saber qué más había
en el mundo superior al suyo, qué seres poblaban el cielo cuya existencia tanto
sobre la suya se distinguía, cuyas esplendentes formas eran una emanación de la
Divinidad y cuyo envidiable poder en tanto grado excedía al del Hombre; y con
respetuosa prudencia se insinuó así: «Veo, conciudadano de Dios hasta dónde
llega tu bondad por el honor que nos has dispensado, dignándote de visitar
nuestra humilde morada y de probar los frutos de la tierra, que no son manjar
digno de los ángeles; mas los has aceptado de tal modo, que no parece puedas
mostrarte más complacido al tomar parte en el celestial banquete; y sin embargo
¡qué comparación cabe!»
Y el divino Mensajero repuso: «Hay, Adán, un Ser Omnipotente de quien
proceden todas las cosas, y en quien refluye todo aquello que no viene a estado
de depravación. Todo lo creó perfecto en su origen, con variedad de formas, con
diversos grados de sustancia y vida en los vivientes; pero todo se completa y
espiritualiza y depura a medida que más se aproxima a El o a aquella esfera de
acción que a cada cosa está designada, hasta que los cuerpos llegan a espíritus
en la proporción debida a cada especie. Así, de la raíz de una planta nace esbelto
su verde tallo, y de éste las hojas más delicadas, y de las hojas, en fin, la flor
primorosamente esmaltada que exhala aromáticas esencias. Y así las plantas y
los frutos que dan alimento al Hombre, siguiendo una escala gradual, se
transforman en espíritus vitales, o animales, o intelectuales, que armonizados
entre sí, producen la vida, el sentimiento, la imaginación, y la inteligencia de
donde el alma adquiere la razón; la razón que constituye su esencia ya proceda
discursivamente, ya por medio de la intuición. El discurso suele ser más propio de
vosotros, los humanos; la intuición, de nosotros los celestiales; diferimos en el
grado de razón, mas no en cuanto a su naturaleza, que es siempre idéntica. No te
admires, pues, de que yo haya aceptado los alimentos que Dios ha hecho a
propósito para ti, porque, como tú en la tuya, los convierto yo en mi, sustancia
propia. Tiempo vendrá quizás en que los hombres lleguen a participar de la
dignidad angélica, y que gusten del manjar celestial juzgándolo adecuado a su
subsistencia; en que vuestros cuerpos, así sustentados, se despojen un día de
todo lo que no es espiritual y se remonten alados a la región etérea como
nosotros, y puedan habitar libremente aquí o en la celestial morada, si dais
entonces muestras de ser obedientes y conserváis entero, inalterable y fiel el
amor que debéis al que os ha hecho progenie suya. Entretanto gozad de cuantos
dones os concede vuestro dichoso estado; que por ahora en vano aspiraríais a
más.»
«¡Cuán bien generoso espíritu y benigno huésped», repuso el patriarca de la raza
humana, «cuán bien nos has trazado el camino que puede conducirnos a nuestra
enseñanza, y la escala de la naturaleza que recorre desde el centro a la
circunferencia, y cómo la contemplación de los cosas creadas basta para
elevarnos de una en otra hasta la majestad de su Creador! Pero dime: ¿qué has
querido dar a entender con lo de «si dais muestras de ser obedientes»? ¿Es
posible que no lo seamos, que nos olvidemos del amor a Aquel que nos ha
sacado del polvo, estableciéndonos aquí y colmándonos de cuantos bienes puede
concebir o apetecer el anhelo humano?»
Y el Angel le replicó: «Hijo del Cielo y de la Tierra, escucha. A Dios eres deudor
de toda tu felicidad, pero el proseguir disfrutando de ella, de ti depende, es decir,
de tu obediencia en la cual debes mantenerte fiel, porque es la prenda de tu
ventura; tenlo presente. Dios te ha hecho perfecto, pero no inmutable; te ha hecho
bueno pero te deja árbitro de perseverar o no en esta bondad; te ha dotado de un
albedrío libre por su naturaleza, no sujeto al misterioso hado ni a la inflexible
necesidad. Por eso el homenaje que exige es voluntario y no forzoso, pues de ser
arrancado por la fuerza ni lo aceptaría, ni sería homenaje. ¿Cómo un corazón
esclavizado ha de mostrar que se somete voluntariamente a su servidumbre, si
cohibido por el destino, carece de toda elección posible? Nosotros también y
cuantas angélicas legiones asisten al trono de Dios ciframos nuestro estado de
bienaventuranza como vosotros el vuestro en la obediencia; que no tenemos otra
seguridad. Libremente servimos, porque libremente amamos; de nuestra voluntad
depende el amar o no, y en ella por consiguiente estriba nuestra elevación o
nuestra ruina. Por incurrir en la desobediencia cayeron algunos desde los cielos al
profundo abismo. ¡Oh!, ¡Y qué caída! ¡En qué miserable extremo, y desde qué
gloria tan sublime!»
A lo cual respondió nuestro primer padre: «Con la mayor atención he escuchado
tus palabras, divino maestro, y me han deleitado más que los armónicos acentos
de los vecinos montes, cuando repiten por la noche los cantos de los querubines.
Ni se me oculta que hemos sido creados libres, tanto para querer como para
obrar; y no olvidaremos nunca el amor que debemos a nuestro Hacedor y la
obediencia a su único mandamiento, que tan justo es en efecto, pues así me lo
persuado y ha persuadido siempre mi reflexión. Pero lo que dices que ha ocurrido
en el cielo me hace dudar de mí mismo y me inspira el deseo de oír, si te dignas
de referirlo, la relación completa del caso que debe ser muy extraño y digno de
escucharse con religioso silencio. Aún tenemos día sobrado; que apenas ha
llegado el sol a la mitad de su carrera, y comenzado la otra mitad en el ancho
círculo del cielo.»
A este ruego de Adán condescendió Rafael, después de una breve pausa
diciendo: «En arduo empeño me pones, padre de los hombres, arduo y triste a la
vez; porque ¿cómo representar al sentido humano las invisibles hazañas de los
espíritus guerreros, y cómo referir sin pena la ruina de tantos gloriosos seres, y
tan perfectos mientras guardaron fidelidad? ¿Cómo, por fin revelar los secretos de
un mundo que quizá no es lícito descubrir? Mas por tu bien debe permitirse todo.
Pondré al alcance de tu comprensión lo que es superior a ella, dando a lo
espiritual formas corpóreas por donde mejor se entienda; pues si la tierra es una
sombra del cielo ¿qué extraño que se asemejen más de lo que es posible
imaginar las cosas de acá abajo a las celestiales?
«No existía este mundo aún, y reinaba el lóbrego caos donde hoy giran las célicas
esferas, donde la tierra se asienta ahora equilibrada sobre su centro, cuando un
día (porque el tiempo, no obstante, la eternidad, aplicado al movimiento mide
cuanto es capaz de duración por medio de lo presente lo pasado y lo futuro),
cuando un día, digo, de los que completan el grande año celeste, fueron por
mandato supremo convocadas todas las angélicas legiones, y acudiendo desde
los más apartados ámbitos del Empíreo rodearon el trono del Omnipotente,
presididas por sus gloriosos capitanes. Enarbolábanse allí mil y mil enseñas,
banderas y estandartes, que entre las primeras filas y la retaguardia ondeaban al
aire, sirviendo para distinguir las diferentes jerarquías, órdenes y grados, o para
ostentar en los blasones de sus brillantes campos sagrados recuerdos y
memorables hechos de virtud y amor. Y cuando acabaron de formar un círculo de
inconmensurable extensión, incluyéndose una rueda en otra, el Infinito Padre, a
cuyo lado se sentaba el Hijo en el seno de su bienaventuranza, cual desde una
montaña de ardiente fuego que no deja ver su cima por la excesiva claridad que
luce en ella pronunció estas palabras: «Oíd todos vosotros, ángeles, hijos de la
luz, tronos, dominaciones, principados, virtudes y potestades; oíd mi decreto que
ha de ser para siempre irrevocable.» En este día he engendrado al que declaro mi
único Hijo, y sobre este santo monte acabo de consagrarlo. A mi diestra lo tengo;
vedlo. Desde hoy será, vuestro superior pues por mí mismo he jurado que todas
las rodillas se doblarán en el cielo ante El, y que lo reconocerán todos por
soberano. Vivid unidos, como una sola alma bajo el imperio de este representante
de mi grandeza, y sed perpetuamente dichosos; que el que lo desobedezca, me
desobedecerá a mí, romperá los vínculos que nos unen, y desde aquel día,
apartado de Dios y de su visión beatífica caerá en las más hondas tinieblas en el
profundo abismo, donde tiene reservado un lugar que ocupará sin fin y sin
esperanza de redención.
«Así habló el Señor Todopoderoso, y todos parecieron acoger dócilmente sus
palabras, aunque en realidad no todos sentían lo mismo. Aquel día, como uno de
los más solemnes, se pasó en cánticos y danzas en torno del sagrado monte;
místicas danzas, que la estrellada esfera de los planetas y los astros fijos imita
antes que otra alguna en sus intrincados, excéntricos y revueltos laberintos, tanto
más regulares, sin embargo, cuanto mayor es su irregularidad en la apariencia; y
de sus movimientos procede armonía tan divina y tan dulce en sus mágicos
acordes, que el mismo Dios los escucha embelesado.
«Acercábase entretanto la noche (que también nosotros tenemos mañana y tarde,
no porque nos sean necesarias, sino porque su variedad es más agradable), y
terminadas las danzas, sentimos el deseo de regalarnos con dulcísimos manjares;
y puestos en círculos como estábamos, aparecieron las mesas llenas de
angélicos alimentos, de líquidos rubíes y néctar, fruto de las deliciosas vides que
cultiva el cielo, rebosando en vasos de perlas, diamantes y macizo oro.
Recostados sobre flores y coronados de guirnaldas comían allí y bebían, y en
dulce consorcio se henchían de inmortalidad y júbilo, mas sin llegar a hastiarse,
porque la plenitud es allí el límite del exceso, hallándose en Presencia del
Bondadosísimo Señor, que al otorgarles tantos dones a manos llenas toma parte
en su regocijo. Entretanto la ambrosía de la noche, exhalándose entre nubes
desde el alto monte de Dios, fuente de la luz como de la sombra, había trocado la
faz del fulgente cielo en un crepúsculo agradable, pues nunca extiende allí la
noche más tenebroso velo, y un blando rocío iba adormeciendo todos los ojos
excepto los de Dios, siempre vigilantes. Diseminados poco después los ejércitos
angelicales por la llanura del cielo, mucho más extensa que la de la tierra, si
aplanase su superficie, que tales son los divinos atrios, se dispersaron en
legiones y curias, acampando a orillas de arroyos cristalinos y entre árboles de
vida; y bajo innumerables e improvisados pabellones como en otros tantos
tabernáculos, gozaban los celestiales espíritus del sueño, arrullados por los
frescos céfiros; gozaban del sueño todos, menos los que durante el transcurso de
la noche se empleaban en cantar melodiosos himnos alrededor del trono del
Señor.
«Pero no velaba con este objeto Satán, que así se llama ahora, porque su
primitivo nombre no se oye en el cielo. Satán, uno de los primeros, si no el más
distinguido de los arcángeles, grande por su poder, su favor y su dignidad, que
envidioso del puesto a que el Padre Omnipotente elevaba aquel día a su Hijo,
proclamándole por Mesías y ungiéndolo por Rey, no podía reprimir su orgullo
indignado de que así se le postergase. Cediendo pues a su malevolencia y a su
soberbia, no bien, mediada la noche, llegó la hora en que la oscuridad era mayor
y en que por lo mismo brindaba más al sueño y al recogimiento, determinó
alejarse con todas sus legiones, dando aquella muestra de menosprecio a la
supremacía de Dios, de cuyo culto y obediencia se separaba desde aquel
momento; y despertando al que lo seguía en autoridad, llevolo aparte y le dijo así:
«¿Tú también compañero mío, estás durmiendo? ¿Es posible que pueda el sueño
cerrar tus párpados? ¿No te acuerdas ya de lo que se decretó ayer, el decreto
que hace tan poco pronunciaron los labios del señor del Cielo? Tú tienes por
costumbre no ocultarme ninguno de tus pensamientos, como acostumbro yo a
confiarte también los míos. Y si despiertos tu y yo somos uno mismo, ¿por qué el
sueño ha de hacer que nos desunamos? Ves que se nos imponen nuevas leyes;
dictadas éstas por un poder soberano, pueden producir en nosotros sus vasallos,
nuevos propósitos, nuevos consejos para tratar de eventualidades que acaso
sobrevendrán; pero no es conveniente discurrir aquí más sobre este punto.
Congrega a los jefes de los millares de huestes que acaudillamos; diles que por
superior mandato antes que la oscura noche haya retirado sus sombrías nubes,
debo, juntamente con los que tremolan sus banderas bajo mis órdenes,
encaminarme con apresurado vuelo a las regiones que poseemos en el norte, y
disponer allí lo necesario para recibir dignamente a nuestro Rey, el gran Mesías, y
ejecutar lo que tenga a bien mandarnos, porque en breve aparecerá triunfante, en
medio de todas las jerarquías celestes, a las cuales impondrá sus leyes.
«Mientras el pérfido arcángel hablaba así, iba inspirando malignas prevenciones
en el incauto ánimo de su compañero, que conforme le había prescrito, llamó a la
vez, a unos tras otros, a los principales a quienes mandaba; indicoles que se le
había ordenado trasladar a otro punto el gran pendón que los distinguía, antes de
que la sombría noche abandonase el cielo; y para tomar el tiento a su lealtad, les
insinuó el motivo de aquella marcha con ciertas vaguedades y reticencias, propias
para agriar y torcer sus ánimos. Obedecieron todos, como lo tenían de costumbre,
la señal y superior mandato de su gran adalid, que bien merecía el nombre de
grande siendo tanta en el cielo su dignidad; seducíalos su esplendor, como
seduce a los astros que lo siguen el de la estrella de la montaña, y la impostura
de que se había valido arrastró en pos de sí a la tercera parte de las celestiales
huestes.
«Entretanto los ojos del Eterno, cuya mirada penetra los más recónditos
designios, descubrieron desde la cima del santo monte, alumbrado de noche por
las lámparas de oro que arden en su presencia, pero, sin necesitar de luz, la
rebelión que se preparaba; vieron cómo iba cundiendo entre aquellas lúcidas
cohortes, y la resistencia que su innumerable muchedumbre se aprestaba a hacer
a su voluntad suprema; y sonriendo, dirigió a su único Hijo estas palabras: «¡Hijo
mío, en quien veo resplandecer la plenitud de mi gloria, heredero de mi
omnipotencia! Pues se va a atentar contra ésta, impórtanos pensar cómo
defenderla y con qué armas hemos de sostener el derecho que poseemos a la
divinidad y al imperio de todo lo creado. Un enemigo se alza, que pretende erigir
un trono igual al nuestro, allá en las vastas regiones del Septentrión; y no
contento con esto, medita cómo aventurar al trance de una batalla nuestro poder y
nuestro derecho. Preparémonos, pues, y en tan temeroso riesgo armémonos
prontamente de cuantas fuerzas podamos disponer, empleándolas en
defendernos, no sea que por desprevenidos caigamos de nuestra sublime altura
de nuestro santuario de la cima de nuestro monte.
«A lo que con reposado, puro, inefable y sereno aspecto radiante de divinidad,
respondió el Hijo: «Omnipotente Padre que con razón haces desprecio de tus
enemigos, y que contemplándote seguro, te burlas de sus vanos intentos y de su
inútil cuanto tumultuosa audacia, con esto acrecentarán mi gloria; su odio
redundará en loor mío, cuando vean que el soberano poder que se me ha
otorgado aniquila todo su orgullo, y experimenten la habilidad de mi brazo en
subyugar a los que se rebelan; y entonces dirán si debo ser considerado como el
último de los cielos.»
«Mientras hablaba así el Hijo, caminaba Satán en apresurado vuelo con sus
secuaces; ejército más innumerable que las estrellas de la noche o las matutinas
gotas de rocío que, como relucientes perlas engasta el sol en las plantas y las
flores. Atraviesan una y otra región, los poderosos reinos de los serafines de las
potestades y de los tronos en sus triples grados; comparados tus dominios, Adán,
con aquellas regiones, serían lo que tu jardín con respecto a toda la tierra a los
mares todos al globo entero, desplegado en toda su longitud. De esta suerte
llegan por fin a las extremas partes del norte, y Satán a su mansión regia,
fabricada en lo más alto de un monte, que se divisaba a lo lejos como una
montaña sobrepuesta a otra, con pirámides y torres hechas de agramilado
diamante y de rocas de oro; que era el palacio del célebre Lucifer, según en su
lenguaje llaman los hombres a esta clase de construcciones; pues para afectar
mayor igualdad con Dios, imitando el nombre de la montaña en que acababa de
proclamarse al Mesías rey de los cielos, él llamó a la suya montaña de la Alianza.
Y convocando en torno de ella a todos sus secuaces con pretexto de que así se le
ordenaba para consultarlos sobre el ostentoso recibimiento que habían de hacer a
su Soberano luego que se presentase, y valiéndose del arte con que sabía fingir
el acento de la verdad cautivó su atención diciéndoles:
«Tronos, dominaciones, principados, virtudes y potestades, títulos magníficos, si
no son vanos desde el momento en que por un decreto se ha concedido a otro tan
gran poder, que nos eclipsa a todos al ser consagrado por rey supremo. El es la
causa de la atropellada marcha que esta noche hemos traído; él la de que aquí
estemos congregados de improviso, con el único objeto de acordar cómo más
dignamente hemos de recibir y qué honores nuevos hemos de rendir al que viene
a imponernos un tributo de genuflexión, una humillación servil, que hasta ahora no
se nos había exigido. Postrarnos ante uno, era demasiado: ¡cuán duro no debe
sernos este doble culto ofrecido no sólo al que es superior, sino al que se nos dice
ahora que es su imagen! Y, ¿qué acontecería si despertasen nuestros ánimos a
mejor acuerdo, y se determinasen a sacudir tal yugo? ¿Humillaréis las frentes, y
doblaréis temblando vuestras rodillas? No tal: creo conoceros bien; y asimismo os
reconoceréis vosotros como naturales e hijos de este cielo, que antes no ha
poseído nadie; y si no todos somos iguales, todos somos libres, igualmente libres,
porque la diferencia de clases y dignidades no se opone a la libertad. que, por el
contrario se concilia con ellas. ¿Quién, pues, ni razonable ni justamente podrá
alzarse con la monarquía sobre los que de derecho son iguales suyos, si no en
poder y esplendor al menos en libertad? ¿Quién se atrevería a dictarnos leyes ni
mandamientos, cuando por estar exentos de crimen, no necesitamos de ley
alguna? Y menos debiera atreverse a hacerlo el que no puede ser nuestro
soberano ni exigir que lo adoremos sin vilipendiar la regia dignidad en virtud de la
cual estamos destinados a gobernar, y no a ser siervos.»
«Escuchaban todos su audaz discurso sin contradecirlo, cuando levantándose el
serafín Abdiel, celosísimo adorador de la divinidad y dócil cual ningún otro a sus
mandatos inflamado en santa indignación, atajó así aquel furioso torrente:
«¡Oh blasfemo insolente y falso! No era de esperar que se oyesen semejantes
palabras en el cielo y menos proferidas por ti, ingrato, que tan encumbrado te
hallas sobre tus iguales. ¿Cómo puede tu sacrílega astucia condenar ese justo
decreto promulgado y jurado por el Señor? Ordena que ante su único Hijo, que
por derecho propio empuña el cetro regio, doblen todos los que habitan el cielo la
rodilla, y honrándolo como es debido, lo confiesen por legítimo Soberano; y, ¿esto
dices que es injusto, porque no es reducir con leyes a los libres, y lo es que uno
solo impere sobre sus iguales y obtenga un poder que nadie puede heredar
después? ¿Pretendes dictar leyes a Dios? ¿Vas a disputar sobre los fueros de la
libertad con el mismo que te ha hecho lo que eres, y que al crear conforme a su
voluntad las potestades celestes ha imitado las condiciones de su existencia?
Harto experimentada tenemos su bondad; harto sabemos con cuánta solicitud
procura nuestra dicha y nuestra grandeza, y que lejos de empequeñecernos,
quiere, por el contrario, sublimar nuestro venturoso estado uniéndonos más
estrechamente bajo una misma cabeza. Y, puesto que, como afirmas, fuera
injusto que el que es igual reine como monarca sobre sus iguales, ¿osas tú por
grande y glorioso que seas y aunque cifrases en ti solo el esplendor de las
angélicas naturalezas, igualarte a ese unigénito Hijo, por quien, como Verbo suyo,
el Padre Omnipotente lo creó todo, y te creó a ti mismo, y a todos esos espíritus
celestes, coronados de gloria en diferentes grados y glorificados con los nombres
de tronos, dominaciones, principados, virtudes y potestades, potestades que
constituyen nuestra esencia? No nos humillará su reinado, antes acrecerá nuestro
lustre, porque siendo nuestro príncipe, no podrá menos de identificarse con
nosotros; sus leyes serán las nuestras, y cuantos honores le tributemos vendrán a
recaer en nosotros mismos. Desiste pues, de tu insensato encono; no perviertas a
los que te escuchan, y apresúrate a calmar la cólera del Padre y la cólera del Hijo,
que no es difícil obtener el perdón cuando se implora a tiempo».
...Con este fervor se expresaba el Ángel, mas era inútil su celo, que se tenía por
extemporáneo, por poco digno y propio de espíritus apocados; de lo que
lisonjeándose el Apóstata más ensoberbecido que antes, le replicó:
«¿Que fuimos creados dices, y que como producto de segunda mano, el Padre
transfirió este cuidado a su Hijo? ¡Idea peregrina y nueva! Bueno fuera saber de
quién has aprendido esta doctrina. ¿Cuándo se efectuó esta creación?
¿Recuerdas tú cuándo saliste de la nada, y cómo te dio el ser ese tu Hacedor?
Porque nosotros no conocemos tiempo alguno en que no hayamos sido lo que
somos, ni nada que nos haya precedido. Engendrados fuimos por nosotros
mismos y elevados por nuestra propia virtud vivificadora, cuando llegado el
momento fatal, adquirieron las cosas su complemento, y nosotros, frutos ya
sazonados tuvimos por patria al cielo. Nuestro poder de nosotros únicamente
procede, y nuestro brazo ejecutará tales empresas que muestre bien si hay otro
que se le iguale. Entonces verás si tenemos necesidad de recurrir a súplicas, y si
rodeamos el trono del Omnipotente como adoradores o como agresores. Y ahora
lleva, refiere estas nuevas a tu ungido Príncipe; y apresura el vuelo antes que un
funesto obstáculo te lo impida».
...Dijo, y aquellas innumerables huestes aplaudieron sus palabras con un ronco
murmullo, parecido al que en el hondo mar forman las olas; mas no por eso perdió
su intrepidez el flamígero Serafín, pues aunque solo y cercado de enemigos, se
sintió con sobrado aliento para añadir:
«¡Oh espíritu apartado de Dios, espíritu maldito, contrario a toda virtud! Veo
inminente tu perdición, y veo a tu desventurada grey, envuelta en tus pérfidos
amaños participar a un mismo tiempo de tu crimen y tu castigo. No, no te inquiete
ya el deseo de sacudir el yugo del Divino Mesías; no abrigues más confianza en
las leyes de la indulgencia; otras serán las que contra ti se lancen, y leyes
irrevocables. Ese cetro de oro a que pretendes sustraerte se trocará en azote de
hierro que quebrante y reduzca a la nada tu inobediencia. Seguiré el consejo que
me has dado mas no por temor a tus advertencias y amenazas, sino para huir de
estas inicuas tiendas, que la inminente cólera del Señor abrasará en repentino
incendio, sin distinguir de inocentes ni de culpables. Teme tú el trueno que va a
estallar sobre tu cabeza, y el rayo devorador que te consuma. Gimiendo entonces
conocerás al que te ha creado, porque no podrás menos de conocer al que te
aniquile».
...Estas palabras pronunció el serafín Abdiel, único dechado de fidelidad entre
aquella multitud de infieles, único que conservaba su fe, su amor y su celo, y que
se mostraba firme, resuelto, inaccesible a toda seducción y a todo temor contra la
rebeldía que se fraguaba. Ni el número ni el ejemplo fueron poderosos a hacerlo
abjurar de la verdad, ni aun viéndose solo, a que decayera su constante ánimo.
Largo trecho anduvo entre las legiones, sufriendo los improperios con que al paso
lo zaherían; pero sobreponiéndose a sus insultos y menospreciando sus
amenazas, abandonó con desdeñosa indiferencia aquellas altivas torres que en
breve habían de derrumbarse.»
SEXTA PARTE
ARGUMENTO
Prosigue Rafael su narración, y refiere cómo fueron enviados Miguel y Gabriel a
combatir contra Satán y sus ángeles. Descríbese la primera batalla, de resultas de
la cual, y a favor de la noche se retira Satán con los suyos; convoca un consejo, e
inventa unas máquinas infernales, con que en nuevo combate empeñado al
siguiente día, consigue introducir algún desorden en las legiones de Miguel; pero
éstas, por fin arrancando de su asiento montes enteros, sepultan bajo ellos a las
huestes satánicas y sus máquinas. No logran sin embargo acabar con la rebelión
y al tercer día envía Dios al Mesías, su Hijo, a quien había reservado la gloria de
aquel triunfo. Preséntase éste en la plenitud del poder que le ha concedido su
Padre, y ordenando a sus legiones que se mantengan inmóviles a sus lados,
lánzase con su carro, fulminando rayos en medio de sus enemigos que incapaces
de resistirlo se ven perseguidos hasta los postreros atrincheramientos del cielo;
abierto el cual, caen precipitados con estrepitosa confusión al abismo, que de
antemano estaba preparado para servirles de castigo; con lo que el Mesías vuelve
victorioso al seno de su Padre.
«Continuó el Ángel intrépido caminando toda la noche; sin que nadie lo
persiguiese y atravesando los vastos campos del cielo, hasta que despertada la
Aurora por las Horas que marchan circularmente, abrió con sus rosadas manos
las puertas de la luz.
«Hay en lo interior de la montaña santa y próxima al trono de Dios, una gruta que
en perpetua alternativa ocupan la luz y las tinieblas, cuya agradable sucesión
forma lo que puede llamarse el día y la noche del cielo. Auséntase la luz, y por la
puerta opuesta entra mansamente la oscuridad, hasta que el momento de
extenderse por los celestes ámbitos, bien que su mayor sombra pudiera tenerse
aquí meramente por un crepúsculo. Ahora se acercaba la mañana circuida del
empíreo esplendor con que brilla en la región suprema, y la Noche huía ante ella
acosada por los rayos que despedía el Oriente; cuando a los ojos de Abdiel
apareció la inmensa llanura cubierta de fúlgidos escuadrones agrupados en orden
de batalla, de carros, de armas resplandecientes, de fogosos bridones que
reflejaban su brillo unos en otros; señales todas de guerra pero de guerra que iba
a estallar en breve porque todos sabían ya las nuevas que él pensaba
comunicarles.
«Introdújose gozoso entre aquellas amigas falanges que lo recibieron con júbilo y
ruidosas aclamaciones, como al único de tan inmensa muchedumbre de
criminales que se había preservado de su perdición; y conduciéndolo al compás
de sus aplausos a la santa montaña, lo presentaron ante el supremo trono de
donde, y de lo interior de una nube de oro, salió una voz que pronunció estas
dulces palabras:
«Siervo de Dios, has obrado bien; bien has combatido por la más noble causa
defendiendo la de la verdad solo contra multitud tanta de rebeldes, y haciéndote
más temible con tus palabras que lo son todos ellos con sus armas. Para dar
testimonio de la verdad, has menospreciado el baldón universal, más difícil de
sobrellevar que todas las violencias, cuidando sólo de hacerte grato a los ojos de
Dios, y sin temor a que te calificasen de perverso. Fácil es ya el empeño en que
vas a verte auxiliado de toda una hueste amiga, y habiéndote con contrarios a
cuya presencia volverás con tanta mayor gloria, cuanto más te vilipendiaron al
separarte de ellos. Someterás por la fuerza a los que no quieren admitir la razón
por ley, siendo como es tan justa, ni al Mesías por soberano, cuando reina por el
derecho de sus propios méritos. Apréstate, Miguel, príncipe de los ejércitos
celestiales, y tú Gabriel, que lo igualas con ardor bélico; guiad uno y otro al
combate mis invencibles legiones; poneos al frente de mis ejércitos santos. Que
congregados por millares y por millones, lleguen a competir en número con los de
esa muchedumbre rebelde y falta de Dios. Aprestad fuego y armas mortíferas:
dad sin temor en ellos; y persiguiéndolos hasta la extremidad del Empíreo,
arrojadlos de la presencia de Dios, de la mansión bienaventurada al lugar de su
tormento, a los abismos del Tártaro, que abren ya su inflamado caos para que en
él acabe su ruina».
«Esto dijo la soberana voz, y al punto empezaron las nubes a agolparse sobre la
montaña, y la espesa humareda con cuyos lóbregos remolinos luchaban furiosas
llamas, anunciaba la ira que iba a estallar en breve. Con estruendo no menos
espantoso resonó en la cumbre el penetrante acento de la trompeta aérea, que
apenas oída de las celestes potestades, se agruparon en irresistible masa
moviéndose silenciosas aquellas brillantes legiones al compás de armónicos
instrumentos, poseídas de heroico ardor, digno de un alto empeño, y siguiendo a
los inmortales caudillos que defendían la causa de Dios y de su Mesías. Marchan
con inquebrantable firmeza, sin que basten a desordenar sus filas angostos
valles, empinadas lomas, bosques, ni ríos; que no es el suelo obstáculo a sus
plantas, y los aires parecen ayudar a su veloz ímpetu. Y como cuando las aves de
todo género cruzaban sucesivamente el aire y posaban su vuelo sobre el Edén,
para que a cada cual impusieses tú su nombre, así iban atravesando los varios
espacios del cielo y una y otra región diez veces más anchurosas que la tierra
toda.
«Por fin, al término del horizonte y a la parte del septentrión, se descubrió en todo
su extenso ámbito una lengua de fuego que semejaba un ejército en orden de
batalla, y a menor distancia un bosque erizado de enhiestas lanzas, cubierto de
yelmos y escudos varios, en que se veían pintados emblemas ostentosos. Eran
los escuadrones de Satán, que se movían con precipitada furia, imaginándose
que aquel día, bien por fuerza de armas, bien por sorpresa, habían de
enseñorearse de la montaña del Eterno y sentar en su trono al soberbio
competidor, envidioso de su grandeza. Mas el resultado mostró cuán insensatos y
vanos eran sus propósitos.
«Extraño nos pareció al principio que unos ángeles moviesen guerra a los otros, y
que, viniesen a descomunal batalla los mismos que asociados de continuo en
unánime concierto de paz y amor, como hijos de un mismo y augusto Padre.
entonaban loores al Rey Eterno; pero sonó el grito de guerra y el rumor fragoroso
de la lid ahuyentando todo otro pacífico pensamiento.
«Descollando sobre todos los suyos y exaltado como un dios, mostrábase el
Apóstata en su refulgente carro aparentando majestad divina, cercado de
ardientes querubines y escudos de oro. Bajó de su pomposo trono, a tiempo que
entre una y otra hueste mediaba ya limitado trecho, tan limitado como terrible, y
que puestas frente a frente, se dilataban en formidable línea, prontas a
acometerse; mas antes de llegar a este trance, adelantase Satán con resueltos e
inmensos pasos a su sombría vanguardia, alto como una torre, y ciñendo su
armadura de diamante y oro. No pudo verlo Abdiel sin indignación: estaba entre
los campeones más insignes, determinado a los más valerosos hechos; y
alentóse a sí propio exclamando:
«¡Oh cielo! ¡Qué tal semejanza guarde aún con el Altísimo quien no conserva ya
ni fe ni respeto alguno! ¿Por qué donde falta la virtud, no han de faltar asimismo la
fuerza y el ardimiento, y por qué el más audaz bien que parezca invencible no ha
de ser también el más débil? Confiado en la ayuda del Omnipotente, he de poner
a prueba la fuerza de ese cuya insensatez y falacia he probado ya, porque justo
es que el que con la verdad ha triunfado, con las armas triunfe del mismo modo
venciendo en ambos combates; que cuando la razón lucha con la fuerza, por más
que sea empresa ardua y temeraria, la victoria debe estar de parte de la razón.»
«Así discurriendo, sale de entre sus compañeros armados, se encuentran a pocos
pasos con su altivo enemigo, a quien aquella demostración enfurece más y lo
provoca resueltamente diciéndole:
«Temerario, aquí te esperamos. ¿Presumías llegar a la eminencia a que aspiras
sin que nadie se te opusiese? Presumías hallar indefenso el trono de Dios, y que
lo hubiéramos abandonado temerosos de tu poder o aterrados por tus amenazas?
¡Insensato! No conoces cuán vano empeño es armarse contra un Señor
Todopoderoso, que del más leve grano puede a cada momento sacar
innumerables ejércitos, que destruyan tus maquinaciones, y que con sólo
extender su mano a inconmensurables límites lograría, sin otro auxilio, al menor
impulso, anonadarte a ti y confundir en tenebrosos abismos a tus legiones. Ya ves
que no todos siguen tu ejemplo, y que todavía hay quien abrigue fe y amor en su
Dios, lo cual no veías cuando en medio de los tuyos, fascinados por su error, era
yo el único que disentía de todos. Contempla ahora si tengo imitadores, y aunque
tarde, convéncete de que son pocos los que aciertan y muchos los que
desvarían.»
«A quien el protervo Enemigo, lanzando una mirada desdeñosa contestó de este
modo: «En mal hora para ti, en buena para mi sed de venganza, eres el primero a
quien encuentro después que huiste de mi presencia, ángel sedicioso. Vienes así
a pagar tu merecido, a sufrir el rigor de la cólera que has provocado, porque tu
lengua fue la primera que por espíritu de contradicción se desató en injurias
contra la tercera parte de los dioses congregados para defender sus derechos,
que no cederán a nadie por grande que sea su omnipotencia, mientras se sientan
animados de su virtud divina. Te has adelantado sin duda a tus compañeros,
ambicioso de obtener alguna ventaja sobre mí, para que este triunfo les hiciese
confiar en mi vencimiento. He suspendido mi venganza, porque en no replicarte,
parecería que me obligabas a guardar silencio, y porque es bien te convenzas de
que para mí libertad y cielo son una misma cosa, tratándose de espíritus
celestiales, no de los que se avienen mejor con la servidumbre, espíritus abyectos
entretenidos en cánticos y festines. Estos son los que tú has armado, mercenarios
del cielo, que siendo esclavos, intentan pelear contra la libertad; pero hoy han de
ponerse en parangón los hechos de los unos con los de otros.»
«Y Abdiel le replicó con entereza estas breves palabras: «¡Apóstata! No desistes
de tu error, ni te verás libre de él, porque cada vez se alejan más tus pasos de la
verdad. En vano infamas con el nombre de servidumbre el homenaje que
prescriben Dios o la Naturaleza, pues Dios y la Naturaleza mandan que impere el
que sea más digno, el superior a aquellos a quienes gobierna. Servidumbre es
obedecer a un insensato, al que se rebela contra quien tanto puede, como es la
de los tuyos al obedecerte. Ni tú mismo eres libre, sino esclavo de ti propio, y
nada importa que lleves tu insolencia hasta el punto de escarnecer nuestra
sumisión. Reina pues, en los infiernos, que serán tus dominios, mientras yo sirvo
en el cielo al Señor, por siempre bendito, y obedezco sus supremos mandatos,
como deben todos obedecerlos. Pero en el infierno te aguardan no coronas, sino
cadenas; y ya que según has dicho, he venido huyendo hasta aquí, reciba tu
arrogancia estas albricias con que te saludo.»
«Y al decir esto, había ya descargado un vigoroso golpe, que no quedó en
amago, sino que cayó de pronto como una tempestad sobre la orgullosa frente de
Satán, el cual ni con la vista, ni con la rapidez del pensamiento, ni menos aún con
su broquel, pudo repararlo, antes le obligó a retroceder diez largos pasos y a
doblar una rodilla sosteniéndose apenas en su robusta lanza; al modo que los
vientos subterráneos o las desbordadas aguas arrancan de su asiento una
montaña y la dejan medio inclinada con los pinos que cubren su superficie.
Asombrados, o más bien furiosos, vieron los rebeldes tronos aquella humillación
del que creían tan invencible; al paso que los nuestros prorrumpieron en un grito
de alegría, presagio de su victoria e indicio del anhelo con que ansiaban el
combate. Al punto ordena Miguel que suene la trompeta del arcángel, y pueblan
sus ecos la vasta extensión del cielo, y el ejército fiel entona el Hosanna al
Omnipotente.
«Mas no se contentaron las huestes contrarias con permanecer en inacción, sino
que se precipitaron furiosas a la lid. Levantóse horrendo clamoreo, cual nunca se
había oído en el cielo hasta el presente, formando asperísima discordancia el
choque de las armas y las armaduras, y el crujir de los carros de bronce y los
ardientes ejes de sus ruedas. ¿Quién podrá describir el tremendo choque?
Volaban las flechas encendidas, silbando horriblemente sobre nuestras cabezas,
y cubriendo ambos ejércitos con una bóveda de fuego, y bajo ella se lanzaba uno
contra otro con fragoroso ímpetu e inextinguible rabia. Tronaba el cielo todo, y de
haber existido la tierra, entonces se hubiera conmovido hasta sus últimos
cimientos. Mas, ¿qué mucho si de una y otra parte batallaban millones de ángeles
denodados, de los cuales el más débil hubiera bastado por sí solo a conturbar los
elementos, y a armarse de la fuerza con que prevalecen en sus regiones? ¿Qué
poder les estaba negado a aquellas falanges innumerables que entre sí luchaban,
para llevar por dondequiera el espanto y la asolación de la guerra? Hubieran
trastornado, ya que no destruido, hasta su mansión nativa, si el Eterno y
omnipotente Rey desde sus altos alcázares del cielo no hubiera puesto freno y
límites a sus fuerzas. Cada legión de por sí equivalía a un numeroso ejército;
cada guerrero representaba en fuerza una legión; y en tan atroz refriega el
caudillo era soldado, el soldado capaz de alzarse a caudillo; que cada cual sabía
bien cuando había de avanzar, cuando mantenerse a pie firme, o cambiar de
batalla; o abrir y estrechar las temerosas filas sin que en ninguno cupiese la
resolución de la fuga o la retirada, ni demostración alguna por donde parecer
medroso, sino que cada uno confiaba en sí propio, cual si él solo dispusiese de la
victoria.
«Y ¡qué de hazañas dignas de eterno nombre se consumaron! Por ser tantas no
son para referidas. Ocupaba el combate infinito espacio, variando en cada
momento en multitud de trances; y tan pronto luchaban los invictos guerreros en
terreno firme, como alzaban el vuelo y se acometían suspendidos de los
contrastados aires, que semejaban voraz hoguera. Mantúvose largo tiempo
indecisa la batalla, hasta que Satán, que aquel día desplegó una fuerza
maravillosa, no hallando quien pudiera contrarrestarlo, y desbaratando las filas de
los serafines, revueltos en lo más enconado de la pelea, divisó por fin la espada
de Miguel, que deshacía, segaba escuadrones enteros de un solo golpe.
«Asía el Arcángel su terrible arma con ambas manos, blandiéndola a todas partes
con incontrastable fuerza: donde asestaba su filo todo era devastación y ruina.
Salióle Satán al paso para poner coto a tan grande estragó, y se cubrió con el
vastísimo círculo de su escudo reforzado hasta por diez láminas de diamante. Al
verlo, el insigne Arcángel suspendió el belicoso empeño, y lleno de júbilo, como
quien esperaba terminar la guerra con la derrota de su Enemigo y encadenarlo a
sus plantas, el rostro encendido y con airado ceño, empezó dirigiéndole estas
palabras:
«Recréate en el mal de que eres autor y a que has dado origen con tu rebeldía,
pues hasta su nombre era en el cielo desconocido, y míralo propagarse aquí
gracias a una guerra que si a todos es odiosa, será funesta para ti y para tus
secuaces. ¿Qué has hecho de aquella bendita paz de que gozábamos, trocando
nuestro estado natural en este tan miserable, producido por tu criminal soberbia?
Y ¡que así hayas contaminado a tantos millones de ángeles, tan puros y fieles en
otro tiempo y hoy tan henchidos de envidia y deslealtad! Pero no creas turbar la
paz de esta mansión dichosa: el cielo te arrojará lejos de sus dominios, que como
reino que es de bienaventuranza no tienen cabida en él los malévolos ni los
perturbadores. Huye, pues, y en pos de ti vaya el mal que has abortado; y tú y tus
perversas falanges sumíos en el infierno, que es vuestra funesta morada y da allí
rienda suelta a tus furores, sin aguardar a que mi vengadora espada anticipe tu
castigo, ni a que más ejecutiva aún la cólera del Señor, apresure los horrores de
tu suplicio.»
«Y a esto respondió Satán: «No con vanas amenazas pretendas intimidar a quien
no has podido. ¿Quién de los míos ha huido de tu presencia? Y si a tus golpes ha
caído alguno, ¿no se ha recobrado al punto sin darse por vencido? Pues, ¿cómo
se promete tu arrogancia triunfar más fácilmente de mí, y que yo abandone esta
empresa? No desvaríes, porque no ha de terminar así un empeño que tú llamas
criminal y que nosotros contemplamos como glorioso. Venceremos sí o
convertiremos este cielo en el infierno que tú has inventado; y si no reinamos
aquí, seremos siquiera libres. Esto te digo; y que no he de huir de ti aunque
apuradas tus fuerzas, venga en auxilio tuyo ese que se apellida Omnipotente. De
lejos o de cerca quiero pelear contigo.»
«Ambos enmudecieron; ambos se aprestaron a un combate indescriptible. ¿Cómo
referirlo, ni aun con la lengua de los ángeles? ¿Con qué compararlo de lo que
conocemos en la tierra? ¿Qué imaginación humana podrá encumbrarse hasta las
maravillas del poder divino? Porque dioses parecían; y en sus movimientos, en su
reposo, en figura, en acciones y el manejo de sus armas, dignos de conquistar el
imperio de todo el cielo. Giraban sus fulminantes espadas en el aire describiendo
tremendos círculos y sus escudos, uno enfrente de otro, relumbraban como dos
grandes soles. Todo permanecía en expectativa, todo embargado de espanto.
Apartáronse a entrambos lados los ejércitos angélicos dejando libre el espacio en
que antes medían sus armas, porque hasta la conmoción que los combatientes
imprimían al aire era peligrosa. Tal (valiéndome de imágenes pequeñas para
pintar cosas sublimes) tal, una vez trastornada la armonía de la naturaleza y
puestas en guerra las constelaciones, veríamos dos planetas de siniestro aspecto
lanzarse uno contra otro y chocar furiosos en medio del firmamento, confundiendo
en una sus enemigas esferas.
«Levantaban a la vez ambos campeones sus temibles brazos, cuya fuerza era
sólo comparable a la del Omnipotente, y ambos ideaban asestar un golpe que
fuese el postrero y pusiera término a la lid. Competían en vigor, en destreza y
agilidad, mas la espada de Miguel, sacada de la armería de Dios, era de tan
acerado temple, que nada podía resistir a su cortante filo. Paró con ella un furioso
tajo de la de Satán rompiéndola en dos partes; y no bastando esto, tiróle una
estocada, que penetrándole en el costado derecho, le abrió una enorme herida.
Por primera vez sintió Satán el dolor, y comenzó a agitarse en horribles
contorsiones, que el acero le destrozaba las entrañas; pero su etérea contextura
no daba lugar a mayor estrago y se repuso en su ser, saliendo de la herida
copiosos borbotones de licor purpúreo de sangre, tal como puede animar los
espíritus celestiales, que manchó toda su armadura, poco ha tan resplandeciente.
«De todas partes acudieron a socorrerlo sus más denodados ángeles, poniéndose
en su defensa, mientras otros lo trasladaban en los paveses hasta su carro
distante un buen trecho del campo de batalla. En él lo depositaron haciendo
extremos de dolor y rabia, avergonzados de ver que no era tan invencible como
creían, postrada su soberbia con tal desastre, y desvanecida la confianza en que
estaban de que su poder era igual al poder divino. Sanó empero muy pronto,
porque los espíritus, en quienes todo es vida, existen por completo en cada una
de sus partes, no como el frágil hombre en el conjunto, de sus entrañas, de su
corazón, o su cabeza, del hígado o los riñones; no pueden morir sin reducirse a la
nada; no es posible que el líquido de sus tejidos reciba una herida mortal como no
es posible que la reciba la fluidez del aire; con todo corazón, todo cabeza, y ojos y
oídos y sentidos e inteligencia; y a medida de su voluntad mudan de miembros,
de color, de formas y de apariencia reduciéndose o dilatándose, según conviene
mejor a sus deseos.
«Llevábanse al propio tiempo a cabo memorables hechos por el lado en que
combatía Gabriel, el cual con sus brillantes enseñas, se entraba resueltamente
por las espesas legiones que acaudillaba Moloc. En vano lo perseguía este
soberbio príncipe, jurando que había de arrastrarlo encadenado a las ruedas de
su carro, y, blasfemando con impía lengua de la sacrosanta divinidad de Dios:
quedó hendido de un mandoble desde la cabeza a la cintura, y lanzando rabiosos
ayes, desapareció con su destrozada hueste. Otro tanto acaecía en los dos
extremos de la batalla, donde Uriel y Rafael triunfaban de sus orgullosos
enemigos, Adramalec y Asmodeo a pesar de sus gigantescas fuerzas y sus
diamantinas armaduras, viéndose ambos tronos castigados cuando más
prepotentes se creían, y caídos de su altivez, sin que sus armas y defensas los .
preservaran de huir cubiertos de horribles heridas. Ni se mostró Abdiel más
remiso en escarmentar a la descreída muchedumbre, cayendo a impulsos de sus
repetidos golpes Ariel y Arioc y Ramiel, que se distinguían por su violenta
ferocidad. «Pudiera referirte las proezas de muchos millares de ángeles para
perpetuar en la tierra la memoria de sus nombres; mas estos bienaventurados se
contentan con la gloria que disfrutan en el cielo, y no han menester las alabanzas
de los hombres. Y en cuanto a los adversarios bien que no les neguemos su
poder y esfuerzo bélico, ni la fama que ambicionaban merecedores como se
hicieron de la maldición que el cielo echó sobre ellos, dejémoslos yacer entre las
tinieblas del olvido; porque la fuerza que se aparta de la verdad y de la justicia no
es digna de estimación y loa, sino de reprobación y de menosprecio; aspira a la
gloria por medio de un vano orgullo, y a la reputación valiéndose de la infamia:
quede pues condenada a silencio eterno.
«Rendidos los principales caudillos, comenzó el combate a declinar,
multiplicándose los desastres, y comenzaron la derrota y la confusión. Veíanse
aquellos llanos cubiertos de despojos y armas despedazadas; los carros hechos
trizas, los conductores y los caballos amontonados y envueltos en humo y en
vivas llamas. Los pocos que subsistían en pie retrocedían azorados y
comunicaban su desaliento a los ejércitos de Satán, que apenas acertaban a
defenderse, que por primera vez sentían la debilidad del temor y los dolores del
sufrimiento y que huían ignominiosamente, avergonzados de verse reducidos a tal
extremo por mal de su pecado y su rebeldía. Hasta entonces ignoraban lo que era
miedo y cobardía y angustia.
«¡En cuán diferente situación se hallaban los santos inviolables! ¡Cuán firme, cuán
entera avanzaba su falange igual en sus filas, indestructibles, segura de su
victoria! Debía esta ventaja a su inocencia, que tan superior la hacía a sus
enemigos. No había incurrido en el pecado de desobediencia y se mantenía
animosa en la confianza de quedar incólume aun cuando la violencia de la
refriega turbase a veces el orden de sus legiones.
«La noche entretanto comenzó su curso, y esparciendo su oscuridad por el cielo,
dio tregua e impuso silencio al odioso estrépito de la guerra. Vencidos y
vencedores se guarecieron bajo su tenebroso manto; Miguel y sus ángeles
permanecieron en el campo de batalla, en torno del cual velaban multitud de
querubines con antorchas encendidas; en la parte más lejana Satán, rodeado de
sus rebeldes huestes y oculto entre profundas tinieblas; y no pudiendo reposar un
punto, luego que entró la noche, convocó a consejo a sus potentados y sin
muestra alguna de desaliento les habló así:
«Los peligros que habéis arrostrado, queridos compañeros, la destreza de que
habéis dado pruebas sin ser vencidos, os hacen merecedores, no ya de la libertad
que es galardón mezquino, sino de bienes que tenemos en más estima del honor,
el dominio, la gloria y el renombre. Todo un día habéis estado sosteniendo un
combate dudoso; y lo que en un día habéis hecho ¿por qué no poder hacerlo
durante una eternidad? Ha echado el Señor del cielo de cuanto poder disponía
contra vosotros; de su mismo trono ha sacado las fuerzas que creyó suficientes
para someteros a su voluntad; pero ¿lo han conseguido? No; y en esto debemos
hallar la prueba de que no es tan previsor de lo futuro ni tan omnisciente como lo
creíamos. Cierto que la inferioridad de nuestras armas nos ha perjudicado en
parte, y ocasionándonos dolores que antes no conocíamos; pero una vez
conocidos, los hemos menospreciado. Tenemos ya el convencimiento de que
nuestra naturaleza empírea no está sujeta a trance mortal alguno, de que es
imperecedera, pues aún debilitada por las heridas sana muy pronto de ellas, y
vuelve a cobrar su vigor nativo. A tan leve mal, fácil es aplicar remedio. Con más
poderosas armas, con instrumentos más impetuosos que para la lid próxima
dispongamos, mejoraremos de fortuna y empeoraremos la de los enemigos o por
lo menos se igualará la disparidad que seguramente no ha puesto entre ellos y
nosotros la naturaleza. Y si otra causa ignorada les ha concedido esa
superioridad, pues conservamos enteros nuestros ánimos y cabal nuestra
inteligencia, veamos, e investiguemos los medios de descubrirla.
«Dijo y se sentó. Próximo a él estaba en la asamblea Nisroc, cabeza de los
Principados que había salido del combate acribillado de heridas y con las armas
abolladas y hechas pedazos. Mostraba gesto sombrío, y le respondió:
«Tú que nos libras de nueva servidumbre para procurarnos el pacífico goce de los
derechos que como dioses nos son debidos, no dejas de comprender que siendo
tales hemos de lamentar doblemente el vernos expuestos a dolorosas heridas, y
forzados a pelear con desiguales armas contra un enemigo impasible e
invulnerable. De esta contrariedad necesariamente ha de provenir nuestra ruina;
porque ¿de qué nos sirve el valor, ni de qué esta fuerza tan vigorosa, si uno y otra
ceden al dolor, que lo rinde todo y deja desmayado al más poderoso brazo?
Podríamos muy bien renunciar quizás al goce de todo placer, y no prorrumpir en
quejas, y vivir tranquilos que es la más dulce de las vidas; pero el dolor es el
colmo de la miseria, el peor de los males, y cuando se hace excesivo, no hay
paciencia que baste a soportarlo. Si alguno de nosotros acierta a inventar una
arma que produzca dolorosa lesión en nuestros enemigos, invulnerables todavía,
o una defensa tan eficaz como lo es la suya, nos prestará un servicio no menos
digno de gratitud que el que debemos al que nos procura la libertad.»
«A lo que con estudiada compostura respondió Satán: «Pues ese invento
desconocido aún, y que con razón estimas tan importante para nuestro triunfo, lo
tengo ya. ¿Quién de nosotros, al contemplar la brillante superficie de este mundo
celeste en que moramos, de este vastísimo continente; ornado de plantas, de
frutos, de flores que exhalan ambrosía, de perlas y oro, puede ver con indiferencia
maravillas tantas, y no conocer que nacen allí en lo interior de profundos senos,
entre negras y crudas masas, de una espuma espirituosa e ígnea, hasta que
tocadas y vivificadas por un rayo del cielo, se animan de pronto y exponen sus
encantos a la influencia de la luz? Pues esos mismos gérmenes nos ofrecerá el
abismo en su natural inercia y provistos de una llama infernal; los cuales,
comprimidos en tubos huecos redondos y prolongados, con sólo aplicarles fuego
por una de sus extremidades, se dilatarán ardiendo, y estallarán por fin con el
estruendo del trueno, esparciendo entre nuestros enemigos tal estrago, que
despedazándolos y destruyendo cuanto a su furor traten de oponer, temerán que
hemos desarmado al Tonante de sus rayos, única arma terrible para nosotros. No
será larga nuestra faena, y antes que asome el día veremos cumplidos nuestros
deseos. ¡Animo, pues, nada temáis! Considerad que la habilidad y la fuerza
reunidas no hallan cosa difícil, y menos cosa de qué desesperar.»
«No bien pronunció estas palabras, reanimáronse los semblantes y se abrieron
los corazones a la esperanza. Admiración causó en todos semejante invento,
extrañado cada cual que no se le hubiese ocurrido a él: tan fácil parece una vez
descubierto lo que antes de descubrirse se hubiera tenido por imposible. Quizás
en los futuros siglos, si la perversidad de tu raza llega a tanto, no faltará alguno de
tus descendientes, que con ánimo dañino o por sugestión diabólica fragüe una
máquina parecida, y en castigo de sus crímenes destruya a los hijos de los
hombres al moverse guerra y atentar mutuamente contra sus vidas.
«Terminado el consejo, aprestáronse los rebeldes a la obra sin más tardanza.
Nadie opuso reparo alguno, y todos dieron ocupación a sus manos. En un
momento levantan la superficie del celeste suelo, descubren debajo las materias
elementales de la naturaleza en su primitivo origen, hallan la espuma sulfurosa y
nítrica, mezclan ambas entre sí y calcinándolas diestramente, las reducen a
negros y menudos gramos, de que hacen provisión copiosa. Rompen unos las
ocultas venas de los minerales y de las rocas, que existen en el cielo semejantes
a las de la tierra, y forjan tubos y balas que llevan consigo la destrucción; otros
fabrican dardos incendiarios, que abrasan instantáneamente cuanto tocan; y
antes que se acerque el día, durante el secreto de la noche, dan cima a sus
trabajos, y con gran previsión disponen todo lo necesario a su disimulada
empresa.
«Apareció por fin en el oriente del cielo la risueña aurora, y se levantaron los
ángeles vencedores al toque de la trompeta que los llamaba a las armas,
formándose en breve las espléndidas falanges, que ostentaban el áureo fulgor de
sus brillantes cotas. Desde las colinas que recibían los primeros rayos del sol,
espiaban algunos el espacio que en torno se dilataba, mientras, desempeñados
otros el oficio de exploradores, recorrían ligeramente armados todos los puntos,
para averiguar a qué distancia se hallaba el enemigo, dónde estaba acampado, si
había emprendido la fuga, si se ponía en movimiento o se conservaba inmóvil y
apercibido para el combate. Descubriósele por fin ya cercano que avanzaba a
paso lento, pero resueltamente formando una sola y espesa haz y desplegando al
viento sus estandartes; a tiempo que Zofiel el más veloz de los alados querubines,
retrocedía a toda prisa, gritando desde lo alto de los aires: «¡A las armas
guerreros! ¡A las armas, y a combatir! ¡Ahí tenéis al enemigo! Los que creíamos
que se habían fugado vienen a evitarnos la molestia de perseguirlos. No temáis
que por fin se salven. Una nube parece su espesa multitud, y que caminan
animados de funesta resolución y de confianza. Que cada cual ciña su cota de
diamantes, y ajuste bien su casco y embrace fuertemente su ancho escudo para
poder manejarlo como convenga, pues a mi juicio no va a ser hoy día de menuda
lluvia, sino de gran tormenta, que fulminará rayos abrasadores.»
«De esta suerte preparó a los que estaban ya prevenidos; y puestos en orden,
desembarazados de impedimentos, y viendo tranquilos que se acercaba el
instante de pelear, se movieron resueltamente. Ya se avista el enemigo.
Avanzaba con largos y lentos pasos, formando un inmenso cuadro, dentro del
cual llevaba sus infernales máquinas rodeadas de apiñados escuadrones que
impedían se descubriese el engaño. Al divisarse, se detuvieron los dos ejércitos;
mas de repente apareció Satán al frente de los suyos y en altas voces se expresó
así:
«¡Vanguardia! ¡A derecha e izquierda! Desplegad de frente, para que cuantos nos
odian puedan ver cómo ofrecemos paz y buena avenencia, y con qué sinceridad
de corazón estamos dispuestos a recibirlos si aceptan nuestra propuesta y no nos
vuelven la espalda por pura perversidad, que es lo que sospecho. Pero pongo al
cielo por testigo... Ya ves, ¡oh cielo! con qué lealtad obramos. ¡Ea, pues! Los que
al efecto estáis destinados, desempeñad vuestro oficio, haced lo que dejo
indicado, y bien recio para que todos puedan oírlo.»
Al oír estas palabras falaces y sarcásticas, los que formaban el frente se
dividieron a derecha e izquierda, retirándose por ambos flancos, y descubrieron
nuestros ojos un espectáculo no menos nuevo sobre ruedas y hechas de bronce,
de hierro o piedra que extraño: una triple fila de columnas tendidas (que en efecto
columnas parecían, o más bien troncos huecos de encina u otros árboles
despojados de sus ramas y cortados en los montes), pero horadadas en toda su
longitud, ofrecían sus bocas algo de siniestro, que revelaba insidiosos planes. Al
lado de cada columna veíase un serafín, cuya mano blandía una pequeña vara
que despedía fuego. Esto notábamos, y no sin sorpresa, perdiéndonos todos en
conjeturas; mas no duró mucho la incertidumbre, porque apenas aplicaron
ligeramente y todos a la vez las varas a unos agujeros imperceptibles de las
columnas, iluminó de pronto el cielo una explosión de fuego, vomitaron las
cavernosas máquinas torrentes de humo, y con horrible estruendo que ensordeció
los aires, desgarrando sus entrañas, lanzaron la infernal, indigesta masa que
contenían, con fragorosos truenos y una abrasadora lluvia de ardientes globos.
Iban asestados contra las filas del ejército vencedor, y era tal su furioso ímpetu
que dando en medio de ellas, no pudieron resistir su golpe los que se mantenían
como firmes rocas, y cayeron ángeles y arcángeles a millares revueltos entre sí y
en el mayor desorden. Ni sus armas les fueron de provecho alguno; que a no
serles más bien embarazosas, fácilmente hubieran podido, como espíritus que
eran, condensarse o esparcirse, y ponerse en salvo; pero ya sólo les quedaba la
mengua de su derrota y total dispersión, tanto más segura, cuando más extendían
sus filas. ¿Qué remedio intentar? Si avanzaban se exponían a ser rechazados de
nuevo y más vergonzosamente, añadiéndose al desastre el mayor ludibrio de los
enemigos, que ya se preparaban a descargar sus máquinas segunda vez: huir
amedrentados era indigna resolución.
«Veíalos Satán lleno de regocijo en aquel trance y burlándose de ellos, decía a
los suyos: «¿Qué es eso? ¿Por qué no se acercan más vuestros animosos
vencedores? ¿Qué se ha hecho del denuedo con que acometían? Pues, ¿no les
ofrecemos recibirlos con los brazos y el corazón abiertos? (¿puede hacerse
más?) Y les proponemos términos de avenencia, y ellos, cambiando de opinión,
toman el portante y nos hacen ridículas contorsiones, como si se propusieran
armar una danza. Aunque para danzar creo que se muestran un tanto
atolondrados y bulliciosos; bien que será la alegría que les han causado nuestros
pacíficos ofrecimientos; de modo que si se los repetimos podemos prometernos
completo éxito»
«Y en tono no menos burlón añadió Belial: «Los términos caudillo nuestro, en que
se los hemos hecho son de tanto peso y tan difíciles de entender, y con tan
irresistible fuerza de raciocinio los hemos expuesto, que no es mucho estén todos
esos guerreros algo pensativos y desconcertados. No es posible enterarse bien
de ellos, sin que le ocupen a uno de pies a cabeza; y por lo menos esta ocupación
tiene la ventaja de indicarnos que no andan muy derechos nuestros enemigos.»
«Con semejantes chanzonetas los denostaban, creyéndose en su
desvanecimiento superiores a todas las veleidades de la victoria. Estimábanse ya
con su invención iguales en poderío al Eterno, y se burlaban de sus rayos y de
sus legiones los breves momentos que duró su estrago, que no se prolongaron
mucho, porque, encendida en ira la divina hueste, echó mano de armas que
bastasen a desbaratar el infernal invento. Y fue así que de pronto (admira el vigor
la fuerza maravillosa que Dios ha puesto en sus fieles ángeles) arrojan las armas,
vuelan a las alturas, que con mil deliciosos valles alternan en el cielo como en la
tierra, y raudos cual otros tantos rayos asen de las montañas, las mueven y
desarraigan de sus cimientos con todo el peso de sus rocas y bosques, y
torrentes, y cogiéndolas por sus cimas, las voltean entre sus manos.
«Hubieras entonces presenciado el asombro y terror que se apoderó de los
rebeldes, viendo que las montañas, invertida su base se les venían encima, y que
bajo ellas quedaban aplastadas con su triple fila las maldecidas máquinas, y todas
sus esperanzas sepultadas entre tan inmensas moles. Sobre ellos al propio
tiempo llovían peñascos y promontorios enteros, que al caer oscurecían la luz, y
entre cuyos escombros desaparecían legiones, armas y defensas; y las armas
eran ya instrumentos de nuevo daño, porque al romperse herían a los que las
empuñaban, ocasionándoles acerbos dolores e imponderables tormentos: y sólo
se oían desesperados ayes y horrorosos gritos, pugnando cada cual por librarse
de la estrecha prisión que le sujetaba, pues el pecado privaba a aquellos espíritus
de la sutil fluidez y esencia, que poco antes constituían su ser.
«Pero los que quedaban ilesos se aprovecharon del ejemplo, y apelando al mismo
recurso arrancaron los montes circunvecinos. Comenzaron pues a volar por los
aires, chocando unos con otros. Jamás pudo preverse lucha tan espantosa. ¡Con
qué infernal rabia se combatía en los estrechos huecos que quedaban, y a pesar
del pavor que aquellas tinieblas infundían! Las más cruentas guerras comparadas
con la presente hubieran parecido un mero entretenimiento. El estruendo
engendraba nueva confusión; la confusión producía mayor frenesí y estrago.
Amenazaba desquiciarse el cielo, y seguramente se hubiera consumado aquel día
su ruina si el Padre Omnipotente, cercado de esplendor en el incontrastable trono
de su celestial santuario, pesando los acontecimientos y previendo aquella
iniquidad, no la hubiera permitido para realizar sus inescrutables fines de glorificar
a su consagrado Hijo, vengándolo de sus enemigos y declarar que transfería en él
su omnipotencia; por lo que, como asesor que era suyo, le dijo así:
«Destello de mi gloria, Hijo amado, Hijo en cuya faz aparece visible lo invisible
que como Dios yo tengo: tu mano, partícipe de mi omnipotencia, realizará lo que
tengo decretado. Dos días han transcurrido, dos días según en el cielo los
computamos, desde que Miguel y sus Potestades han ido a subyugar a esos
rebeldes. Tremendo ha sido el combate como no podía menos de serlo
armándose uno contra otro semejantes enemigos. Yo los he dejado entregados a
sí propios; y ya sabes que al crearlos los hice iguales, y que no hay entre ellos
más desigualdad que la del pecado, bien que ésta no se haya hecho sensible,
porque no he fulminado aún mi condenación; de suerte que se perpetuaría esa
lucha encarnizada, sin que llegara a decirse su resultado. La guerra fatigosa ha
dado ya de sí cuanto puede dar; se ha soltado el freno a la más desesperada
contienda; se han empleado los montes como armas arrojadizas, cosa ingrata
para el cielo y perjudicial a la naturaleza. Dos días pues han transcurrido; el
tercero te pertenece a ti porque a ti lo he destinado. Todo lo he consentido para
que tuvieses tú la gloria de dar fin a esta cruda guerra, que nadie más que tú
puede terminar. Yo he infundido en ti tal virtud y gracia tan eficaz, que los cielos y
el infierno se prosternarán ante tu poder incomparable. Tú has de sujetar esa
perversa rebelión de modo que todos confiesen ser tú el más digno de entrar en la
herencia universal, en la herencia que de derecho te corresponde como Rey que
has recibido la unción sagrada. Ve, pues, tú, poseedor del mayor poder de tu
poderoso Padre; asciende a mi carro; guía sus rápidas ruedas de suerte que
hagan temblar el cielo hasta sus cimientos; lleva mis armas todas, mi arco, mi
irresistible trueno; suspende mi espada de tu cintura augusta, para que
persiguiendo a esos hijos de las tinieblas, los arrojes de todos los límites del cielo
a los más hondos abismos; y allí podrán menospreciar según les plazca a su
Dios, y al Mesías; su ungido Rey.»
Al pronunciar estas palabras inundó completamente en rayos de luz a su Hijo,
cuya inefable faz recibió toda la efusión del Padre; y lleno de su filial divinidad le
respondió:
«Padre mío, superior a todos los celestes tronos, el primero, el más alto, el más
santo y el mejor por excelencia: tu designio constante es glorificar a tu Hijo, como
yo te glorifico también a ti según es justo. Toda mi gloria y grandeza, toda mi
felicidad consisten en que complaciéndote en mí, veas satisfecha tu voluntad, y yo
cifraré en cumplirla el colmo de mi ventura. Acepto como dones tuyos tu cetro y tu
poder, de que haré dejación mucho más complacido cuando vengan los tiempos
en que todo tú estés en todo, y yo en ti para siempre, y en mí todos aquellos que
te sean amados. Pero yo odio a los que tú odias, y puedo armarme de tu terror
como me armo de tus misericordias, dado que soy tu imagen en todo. Ministro de
tu poder, libraré en breve a los cielos de esos rebeldes, que caerán precipitados
en la lóbrega mansión donde los aguardan cadenas, tinieblas y perpetuos
remordimientos; porque ellos renegaron de la obediencia que te es debida,
cuando el obedecerte a ti es la felicidad suprema. Separados entonces tus
inmaculados santos de los ángeles impuros, y rodeando tu montaña santa, y yo
su caudillo, entonaremos sinceros cánticos, himnos de la más alta alabanza.»
«Dijo, e inclinándose sobre su cetro, se levantó del asiento de gloria que ocupaba
a la diestra del Señor, a tiempo que la tercera aurora sagrada comenzaba a
esparcir por el cielo sus resplandores. De repente, y con un ruido semejante al
fragor impetuoso del huracán, se lanzó el Carro de Dios Padre fulminando
espesas llamas. Tenía sus ruedas unas dentro de otras, y no se movía por
impulso ajeno, sino por el instinto de su propio espíritu, yendo escoltado por
cuatro custodios con aspecto de querubines. Cada uno de éstos mostraba cuatro
rostros maravillosos, y sus cuerpos y alas estaban sembrados de innumerables
ojos, refulgentes como estrellas; ojos que asimismo brillaban en las ruedas, las
cuales despedían centellas; y sobre sus cabezas se alzaba un firmamento de
cristal en que se veía un trono de zafiro matizado de purísimo ámbar y de los
colores del arco iris.
«Cubierto con la celeste armadura del radiante Urim, obra divinamente labrada,
ocupa el Mesías su carro. A su derecha lleva la Victoria que extiende sus alas de
águila, y al costado del arco el carcaj divino lleno de rayos de triples puntas.
Envuélvenlo en torno airados torbellinos de humo, de entre los cuales brotan las
llamas ardientes exhalaciones. Diez mil
millares de ángeles lo acompañan y lo rodean veinte mil carros de Dios (yo mismo
oí contarlos), que anuncian desde lejos su llegada. Sublimado sobre el
firmamento de cristal y sostenido en alas de los querubines, veíase en su trono de
zafiro; mas los suyos los descubrieron los primeros y se sintieron henchidos de
inefable júbilo al divisar ondeante en los aires y tremolado por ángeles el
estandarte del Mesías, que era la enseña del cielo. Bajo él congregó Miguel al
punto sus legiones, extendidas en dos alas, que en breve rodearon al supremo
caudillo formando un solo cuerpo.
«Ya el divino poder le había preparado el camino del triunfo: a su mandato,
retiráronse las montañas a su primitivo asiento; oyeron su voz y le obedecieron; el
cielo recobró su serena faz; los valles y las colinas se cubrieron de nuevas flores.
Y vieron todos estos prodigios, sus desventurados enemigos, y persistieron en su
obstinación reuniendo sus huestes para empeñar otro combate. ¡Insensatos, que
de la desesperación sacaban su confianza! ¡Que tal perversidad quepa en ánimos
celestiales! Pero ¿hay prodigios que basten a humillar a los soberbios, ni fuerza
que pueda ablandar sus corazones endurecidos? Lo que más debiera
convencerlos aumenta su pertinacia; enfurécense doblemente al ver la gloria del
Unigénito y su magnificencia despierta en ellos mayor envidia. Su única
aspiración es adquirir tanta grandeza, y vuelven a colocarse en orden de batalla,
confiados en triunfar por la fuerza o por la astucia, y en vencer finalmente a Dios y
su Mesías; y cuando no, hundirse para siempre en universal ruina; que no es
dado a su altivez huir ni retirarse ignominiosamente, sino provocar el postrer
combate. Por lo que el Hijo de Dios, dirigiendo su voz a uno y otro lado, habló así
a sus cohortes:
«Permaneced, ¡oh santos!, en vuestra gloriosa actitud, y vosotros, ángeles,
continuad armados; hoy descansaréis de vuestras fatigas. Habéis probado ya
vuestra fidelidad y mostrados adeptos a Dios, defendiendo su justa causa y
ostentando a fuer de invencibles los dones que habéis recibido de él. Pero el
castigo de esa maldecida grey queda reservado a otro brazo, porque la venganza
corresponde al Señor o a aquel a quien la confía. Lo que hoy ha de suceder no
será obra que lleven a cabo el número ni la muchedumbre; y si estáis atentos,
contemplaréis cómo me hago yo ministro de la indignación divina contra esos
impíos; que no os han ofendido a vosotros, sino a mí haciéndome objeto de su
envidia. En mí tienen puesto su encono, porque el sumo Hacedor, de quien es el
poder y la gloria de este imperio, me ha elevado a esta grandeza por efecto de su
voluntad; y a mí, por lo tanto, me ha encomendado su castigo. Desean que cada
cual probemos en nueva batalla nuestro poder, ellos contra mí solo, y yo solo
contra todos ellos; y pues la fuerza es su único recurso, y no ambicionan otro
timbre ni reconocen mayor virtud, sea la fuerza la que decida.»
«Al acabar de decir esto, revistióse su faz de un aire tan sombrío, que infundía
terror, y dando rienda suelta a su cólera, se precipitó sobre sus enemigos.
Cubriéndolo al mismo tiempo con sus alas incrustadas de estrellas, que hacían
más pavorosas las tinieblas de alrededor, los cuatro querubines que sostenían su
carro. Ya giran las ruedas de éste con un estruendo parecido al de un torrente de
un ejército numeroso, y arrebatado de su ardiente ímpetu, y formidable como la
noche, vuela hacia sus contrarios. Conmovíase a su paso el tranquilo Empíreo de
uno a otro extremo, y todo retemblaba y vacilaba, excepto el trono de Dios. Presto
se vio entre ellos, y empuñando en su mano diez mil rayos que arrojó delante de
sí, quedaron acribillados de heridas los rebeldes. Llenáronse de pavor; perdieron
todo aliento, toda esperanza de resistencia; cayéronseles las armas de las
manos. Alfombra de sus plantas fueron los escudos y yelmos y aceradas frentes
de todos aquellos tronos, potestades y serafines que derribadas ahora de su
soberbia, hubieran deseado ver otra vez sobre sí el peso de las montañas, para
no ser blanco de tan implacable encono.
«De los ojos de los cuatro querubines y de los innumerables, que cubrían también
las animadas ruedas, salían por todas partes rayos abrasadores. Un mismo
espíritu los dirigía; cada uno de aquellos ojos era un horno encendido que
fulminaba fuego contra los malvados, los cuales faltos ya de fuerzas y del vigor
que antes los animaba, caían vencidos, medrosos, confusos y aniquilados. Y sin
embargo, no apuró el Hijo de Dios su rigor con ellos, contentándose con desatar a
medias el trueno de su venganza, dado que no se había propuesto destruirlos,
sino expulsarlos de la celestial morada; y así les permitió reponerse de su
postración y los ahuyentó como un rebaño de tímidas ovejas reunidas por el
miedo. El terror y las furias los aguijaban; y al llegar a la muralla de cristal, que
formaba los límites del cielo, abrióse éste de par en par, y puso ante su vista la
inmensa sima del infinito abismo que los aguardaba.
«¡Qué espectáculo tan espantoso! El horror los hizo retroceder pero mayor era
aún el que los impelía hacia adelante. Ellos mismos iban precipitándose al llegar
al borde de la celestial orilla, y la maldición eterna los empujaba para más
apresurar su ruina. Oyó el infierno aquel fragoroso estrépito, como si se
derrumbase el cielo del cielo mismo, y hubiera huido amedrentado, si el inflexible
Destino no hubiera ahondado bien sus negros cimientos, ligándolos con cadenas
indestructibles.
«Nueve días estuvieron cayendo. Rugió trastornado el Caos y sintió diez veces
doblada su confusión con el estridente tumulto de aquel estrago, que acumuló
tantas ruinas y destrozos. Por fin abrió el infierno su boca, los tragó a todos, y
volvió a cerrarla; el infierno, propia morada suya, lugar de dolores y penas,
sembrado de inextinguible fuego. Y el cielo se regocijó, ya pacificado, y unió de
nuevo sus muros reduciéndolos a sus límites.
«Quedando vencedor por sí solo con la expulsión de sus enemigos, retiró el
Mesías su carro triunfal; y enajenados de júbilo salieron a su encuentro todos los
santos, que hasta entonces habían contemplado silenciosos e inmóviles sus
admirables hechos. Marchaban rodeándolo con ramos de palmas, y cada una de
aquellas brillantes jerarquías entonaba cánticos de triunfo, cánticos al Rey
victorioso, al Hijo, al heredero del Padre, al Señor cuyo dominio acataban al más
digno de poseerlo. Al compás de estas aclamaciones, atravesó por en medio del
cielo hasta el palacio y templo de su omnipotente Padre, sublimado sobre su
trono, que lo recibió en el esplendor de su gloria, donde está hoy sentado a su
diestra, en inmortal bienaventuranza. He aquí cómo asemejando las cosas del
cielo a las de la tierra, para satisfacer tus deseos, y a fin de que puedas
aprovecharte de las lecciones de lo pasado, acabo de revelarte lo que en otro
caso quizás hubiera ignorado para siempre la raza humana: la discordia y guerra
que se suscitó en los cielos entre las angélicas potestades, y la eterna ruina de
los que llevados de una desmedida ambición, se asociaron con Satán en su
rebeldía. Envidioso de tu felicidad, anhela hoy éste apartarte asimismo de la
obediencia a tu Creador, para que desheredado como él de tu dichoso estado,
vengas a merecer su castigo y caigas en su perpetua miseria. Su mayor
venganza, su único consuelo sería poder ultrajar al Altísimo, haciéndote a ti
partícipe de su error y de su pena. No des jamás oído a sus tentaciones; prevén
esto mismo a tu compañera; ten presente el terrible ejemplo que has oído, el
castigo en que incurren los inobedientes. Ellos hubieran podido ser siempre
venturosos, y se perdieron. No te olvides de esto, y teme ser contado entre los
rebeldes.»
SEPTIMA PARTE
ARGUMENTO
Accediendo a los ruegos de Adán, cuéntale Rafael cómo y por qué fue creado
este mundo; que habiendo Dios expulsado del cielo a Satán y a sus ángeles,
declaró que le placía crear otro mundo y otras criaturas que habitasen en él; y así
envía a su Hijo circundado de gloria y acompañado de angélicos coros, para que
en el espacio de seis días realice la obra de la creación. Al compás de sus himnos
celebran los ángeles esta nueva maravilla, y la reascensión del Hijo a los cielos.
Desciende del cielo, Urania, si es bien que te invoque con este nombre. Siguiendo
tu voz divina me remonto más allá del Olimpo, sobreponiéndome al cuello de las
alas del Pegaso. No me contento empero con invocar tu nombre: invoco tu
inspiración, porque ni tú te cuentas entre las nueve Musas, ni moras en la cumbre
del antiguo Olimpo. Nacida en el cielo, antes que apareciesen los montes, antes
que brotaran las fuentes de sus manantiales, tú conversabas con tu hermana, la
divina Sabiduría y con ella te recreabas en presencia del Omnipotente Padre, que
se complacía en oír tus celestiales cánticos. Transportado por ti, aunque habitador
terrestre, al cielo de los cielos, he respirado el aire empíreo que para mí
templabas. Sosténme también ahora, y vuélveme a mi nativo elemento, no sea
que al ímpetu de este desenfrenado bridón en que cabalgo, caiga, como
Belerofonte un día, bien que él no penetrase en región tan alta, y dé conmigo en
los campos aleyos, para vagar allí desamparado y en completo olvido.
Estoy aún a la mitad de mi canto pero reducido ya a límites más estrechos, cuales
son los de una divina y visible esfera. He descendido a la tierra, abandonando las
regiones allende el polo, y cantaré más seguro y con voz humana, sin temor de
que enronquezca ni quede muda, a pesar de habérseme deparado tan aciagos
días. ¡Oh!, y ¡qué aciagos, viéndome rodeado de dañinas lenguas, de tinieblas, de
peligros y de soledad! Pero no, no estoy solo, que tú me asistes, cuando por la
noche cierra mis párpados el sueño, y cuando la mañana ilumina el sonrosado
Oriente. Dirige pues mi canto sublime, Urania; dame un auditorio propicio, aunque
escaso en número, y aleja al propio tiempo de mí la bárbara disonancia de Baco y
su turbulento séquito, raza de aquella salvaje horda que en el Ródope despedazó
al barco de Tracia, cuando sin respeto al que era encanto de los bosques y de las
rocas, ahogó con su feroz griterío los ecos de su voz y de su cítara. No pudo
Calíope salvar a su hijo, pero tú, Urania, no abandonarás al que implora tus
favores porque ella inspiraba vanos sueños, y tú celestial aliento.
Di, ¡oh diosa!, lo que sucedió luego que Rafael, el afable arcángel, previno a Adán
que aleccionado por el ejemplo de los apóstatas del cielo, no incurriese en su
infidelidad, pues él y su descendencia, a quienes se había mandado que no
tocasen al árbol prohibido, se verían sometidos a igual castigo en el Paraíso, si
menospreciaban e infringían aquel único precepto, tan fácil de cumplir, en medio
de la infinita multitud de objetos que se brindaban allí a sus gustos, por extraños
que fuesen y caprichosos.
Con profunda atención escucharon Adán y su consorte Eva aquel relato, y
quedaron admirados y profundamente pensativos al oír cosas tan grandes y tan
extrañas, cosas de que no tenían la menor idea, que en el cielo se conociesen
odios, y que con semejante confusión anduviesen allí mezcladas la guerra y la
paz divina; pero el mal había venido a recaer por fin como desatado torrente
sobre sus autores, privándolos para siempre de la bienaventuranza. Disipáronse
en Adán las dudas que abrigaba su corazón, y nació en él sin otra intención, el
deseo de averiguar lo que más inmediatamente le interesaba: cómo se produjeron
el cielo y la tierra, todo este mundo visible; cuándo y de qué fueron creados, y por
qué causa; y qué era el Edén y cuanto fuera de él existía antes de la época a que
alcanzaba su memoria; semejante a aquel que ha saciado su sed del todo, y que
sigue con la vista al arroyuelo que se desliza murmurando, y despierta en él
nueva sed con el susurro de su corriente. Dirigióse, pues, a su celeste huésped
en estos términos:
«Admirables cosas que no pueden menos de maravillar por lo diferentes que son
de las de este mundo, nos has revelado, divino intérprete. Dios nos ha favorecido
enviándote desde el Empíreo para advertimos a tiempo de lo que hubiera podido
causar nuestra perdición; riesgo que no conocíamos, porque no está al alcance
de la inteligencia humana. Por ello debemos gratitud eterna a la infinita bondad,
recibiendo sus avisos con el solemne propósito de cumplir siempre su voluntad
soberana, único fin con que aquí existimos. Pero ya que para nuestro
aprovechamiento has tenido la dignación de descubrirnos cosas tan superiores a
la comprensión terrestre pero, que nos conviene conocer como lo ha dispuesto la
suprema sabiduría, ten la bondad asimismo de descender más hasta nosotros y
de instruirnos en lo que ha de sernos no menos útil, diciéndonos cómo se formó
ese cielo que vemos a tan lejana altura, ornado de los innumerables astros que lo
recorren, y eso que llena el espacio, todo ese difuso ambiente que abarca la
órbita de la florida tierra; qué causa movió al Creador, en medio del santo reposo
de que gozaba, por toda una eternidad, a sacar tan tarde su obra del Caos, y
cómo una vez empezada, se terminó en tan breve tiempo. A consentírtelo el
Señor, manifiéstanos lo que tanto anhelamos averiguar, no para inquirir los
secretos de su eterno imperio, sino para más glorificar sus obras. Réstale aún a la
gran lumbrera del día, largo espacio de su curso, aunque va declinando ya; pero
suspendiéndolo al oírte, al oír tu poderosa voz, te prestará atención, y retrasará su
marcha para escuchar cómo refieres su nacimiento, y cómo el de la Naturaleza, al
salir por primera vez del oculto abismo; y mientras la estrella y el astro de la
noche se apresuran para oír tu narración, la Noche traerá consigo el silencio; el
sueño se pondrá en vela con igual intento, o nosotros le ahuyentaremos hasta
que termine tu canto, y podamos despedirte antes que nos sorprenda el brillo de
la mañana.»
Esta súplica hizo Adán a su ilustre huésped; y el Ángel divino le contestó con
estas dulces palabras: «A tan comedido ruego, justo será acceder, pero, ¿qué
encarecimiento, qué lengua seráfica bastará a referir las obras del Omnipotente,
ni qué espíritu humano a comprenderlas? Lo que sí puedes conseguir, lo que no
será negado a tus oídos, es lo que mejor conduzca a glorificar al Hacedor y más
contribuya a labrar tu felicidad. Yo he recibido del cielo el encargo de satisfacer
tus deseos, como no pasen de ciertos límites; fuera de ellos no indagues más; no
desvanes con la esperanza de profundizar misterios ocultos, que el invisible Rey,
único que lo sabe todo, ha rodeado de tinieblas tan impenetrables a los que viven
en la tierra como en el cielo; y harto te queda en todo lo demás que estudiar y que
conocer. Porque el saber es como el alimento; se requiere no menos templanza
en la satisfacción del apetito, que en la medida a que debe el espíritu ajustarse,
pues la excesiva ciencia embaraza con su demasía y convierte la sabiduría en
locura, como el exceso de alimento se trueca en vapor inútil.
«Ahora bien, ten por cierto que apenas cayó Lucifer (a quien se daba este nombre
porque resplandecía entre los ángeles mas que la estrella así llamada entre las
estrellas), apenas cayó con sus malditas legiones en medio del abismo que les
estaba preparado y volvió vencedor el augusto Hijo con el séquito de sus Santos,
contempló el Eterno Omnipotente Padre toda aquella muchedumbre desde su
trono, y habló así a su Hijo:
«Engañóse por fin nuestro envidioso Enemigo, creyendo que todos habían de
seguirlo en su rebeldía y que con su auxilio nos arrancaría la posesión de esta
altísima e inaccesible fortaleza, asiento de la suprema Divinidad. Perdióle su
confianza, y arrastró en su catástrofe a muchos que han desaparecido fieles en su
puesto, que el cielo está todavía poblado, y que cuenta con suficiente número de
habitantes para llenar sus reinos, vastísimos como son, y para desempeñar los
sagrados ministerios y solemnes ritos de este sublime templo.
«Mas, para que su soberbia no se lisonjee de haber logrado esta ventaja, de
haber despoblado el cielo y locamente presuma del detrimento que me ha
causado, he de reparar la pérdida, si como tal puede considerarse el perderse
uno a sí mismo. Crearé al punto otro mundo, y de un hombre produciré una raza
de hombres innumerables, que habitarán allí, no en este reino, hasta que
elevándose gradualmente por sus méritos se abran y ganen al final esta morada,
purificados largo tiempo por medio de su obediencia. La tierra entonces se
convertirá en cielo, y el cielo en tierra, porque uno y otra formarán un solo imperio
donde reinen alegría y unión perpetuas. Entretanto, celestes potestades, gozad
de esta mansión con gran holgura. Y tú Verbo mío, hijo por mí engendrado, por ti
se cumple todo esto: habla, y quedará hecho. Contigo envío mi Espíritu, que lo
llena todo, contigo mi poder. Parte, pues; manda al abismo que forme el cielo y la
tierra dentro de ciertos limites. El abismo no los tiene, porque yo soy quien lleno lo
infinito y el espacio no está vacío. Y aunque Yo no reconozco límites en mí
mismo, y reduzco y no llevo a todas partes mi bondad, que es libre de obrar o no,
ni la necesidad ni el destino influyen nada en mis actos: el hado consiste en lo que
yo quiero.»
«Estas palabras dijo el Omnipotente y su Verbo, su filial Divinidad las realizó al
punto. Los actos de Dios son inmediatos, más rápidos que el tiempo y el
movimiento, y para hacerlos comprensibles al sentido humano, hay que valerse
de la sucesión de las palabras, de la lentitud con que procede la terrestre
inteligencia. Grande fue el triunfo, extremado el júbilo del cielo, al anunciarse así
la voluntad divina. «¡Gloria al Altísimo, decían, y, buena voluntad y paz en la tierra
a los futuros hombres! Gloria a Aquél cuya justicia y vengadora cólera ha arrojado
a los impíos de su presencia y de la morada de los justos! ¡Gloria y alabanza al
Señor, cuya sabiduría ha hecho del mal el bien, y ha destinado a una raza mejor
el lugar que ocupaban los espíritus malignos, y difundirá su eterna bondad en los
mundos y siglos venideros!»
«Prorrumpieron en este himno las celestes jerarquías, y apareció el Hijo,
dispuesto a su grande obra, revestido de la Omnipotencia, ciñendo la corona de la
Majestad divina. La sabiduría, el amor inmenso, su Padre todo reflejaba en él.
Asistían en torno de su carro innumerables querubines serafines, potestades,
tronos y virtudes, espíritus alados, carros asimismo con alas, sacados del arsenal
de Dios, donde existen millares de siglos ha, entre dos montañas de bronce,
preparados para los días solemnes; carrozas celestiales, prontas siempre a volar
y que ahora se ofrecían espontáneamente, porque estaban animadas de espíritu
vital, atentas al mandato de su Señor. El cielo abrió de par en par sus eternas
puertas, que al girar sobre los goznes de oro, produjeron un armonioso sonido,
para dar paso al Rey de la Gloria, al Verbo poderoso, al espíritu creador de
nuevos mundos.
«Detuviéronse en el continente del cielo, y desde sus orillas divisaron el vastísimo
inconmensurable abismo, tempestuoso como un océano, lóbrego, horrible,
impenetrable, agitado de arriba abajo por furiosos vientos y encrespadas olas,
que como montañas se elevaban para escalar los cielos y confundir el centro con
los polos.
«¡Basta, revueltas olas! ¡Y tú, abismo, sosiégate; cesen vuestros furores!»,
exclamó el Verbo creador. Y no se detuvo más; sino que arrebatado en alas de
los querubines, se remontó a la gloria paterna por en medio del Caos y del mundo
que todavía no era, porque el Caos oyó su voz. Seguíalo su brillante comitiva para
presenciar la obra de la creación y las maravillas de su poder; y paró de pronto las
ardientes ruedas de su carro, y tomó en la mano el compás de oro, guardado, en
los eternos tesoros de Dios, para trazar el círculo de este universo y cuantas
cosas habían de existir en él; y fijando uno de sus extremos en el centro y
volviendo el otro alrededor de la vasta profundidad de las tinieblas: «Aquí, dijo,
llegarás, y éstos, ¡oh mundo!, serán tus límites.»
«Así creó Dios el cielo y así la tierra, materia informe y vacía. Cubrían el abismo
profundas tinieblas, pero desplegando sus alas paternales sobre las tranquilas
aguas el Espíritu de Dios, infundió en ellas la virtud y el calor vital a través de la
masa fluida; arrojó a lo más profundo las negras y frías heces infernales,
contrarias a la vida; aunó y condensó cuantas cosas se asimilan entre sí; y
apartando las demás a diferentes lugares, e introduciendo el aire entre unas y
otras, apareció la tierra equilibrándose sobre su centro.
«¡Hágase la luz!», dijo, y la luz fue hecha. Brotó súbitamente del hondo abismo la
luz etérea, lo primero de todo, la esencia más pura de las cosas, y desde su
nativo oriente comenzó a esparcirse por entre las sombras aéreas, ciñéndola una
nube esférica y radiante, porque el sol no existía aún; y, en este nebuloso
tabernáculo permaneció algún tiempo. Vio Dios que la luz era buena, y la separó
de las tinieblas por medio del hemisferio. Y llamó a la luz día, y a las tinieblas
noche; y del espacio que entre uno y otro componen, formó el día primero. El cual
no pasó sin ser grandemente festejado y cantado por los coros angelicales; pues,
cuando percibieron la primera luz que asomaba por oriente, rompiendo las
tinieblas, en aquel natalicio del cielo y de la tierra, llenaron de vivas y
aclamaciones la vasta concavidad del universo, y al compás de sus arpas de oro
y sus acordados himnos, ensalzaron a Dios juntamente con sus obras
proclamándolo Creador cuando llegó la primera noche y cuando rayó la primera
aurora.
«Y dijo Dios en seguida: «Que en medio de las ondas se ponga el firmamento y
que divida unas aguas de otras.» Y Dios hizo el firmamento, dilatación de un aire
fluido, puro, transparente, elemental, que se extiende en redondo hasta la mayor
convexidad de aquel anchísimo orbe, división inmutable y segura que separa las
aguas de la región inferior y las superiores. Porque así como la tierra, estableció
Dios el mundo sobre reposadas aguas, en medio de un vasto océano de cristal, y
alejó de él la tumultuosa irregularidad del Caos, para que el contacto de sus
violentas extremidades no alterase su estructura. Y dio el nombre de cielo al
firmamento; y los coros nocturnos y matutinos cantaron el día segundo.
«La tierra estaba formada, pero sumergida como rudo embrión en el seno de las
aguas aún no se descubría. Inundaba toda su superficie el grande Océano, y no
en balde, porque se infiltraba en todo su globo un templado y fecundo humor que
hacía fermentar y concebir a la madre universal, fertilizada por una humedad
vivificadora, cuando dijo Dios: «Aguas que os derramáis por los cielos,
congregaos en un lugar y aparezca el continente enjuto.» Y salieron de pronto las
enormes montañas, que elevando sus cimas hasta las nubes, tocaban con las
estrellas. Y tanto como sus hinchadas moles subían, tanto se ahuecaban y
hundían sus cóncavos senos para dejar anchos y profundos lechos por donde las
aguas se dilatasen. Y por ellos corrían con bulliciosa rapidez sus turgentes ondas,
como inflamadas gotas que ruedan sobre el polvo árido. Unas se elevan cual
murallas de cristal, otras saltan por encima formando puntiagudos montes; que
tan raudo movimiento imprimió el imperioso mandato a sus corrientes. Como en
los ejércitos de que ya tienes una idea, acuden a sus filas los soldados al oír el
llamamiento de la trompeta, así se precipitan una tras otra las olas por donde más
fácil camino encuentran, impetuoso torrente en los despeñaderos, mansas y
apacibles en las llanuras. Ni les son de obstáculo alguno las rocas o las
montañas; hallan siempre salida, ya introduciéndose subterráneas, ya
serpenteando por mil rodeos y abriéndose profundos canales en aquellos
terrenos, cenagosos que fácilmente se descomponían antes que Dios les
mandase quedar secos y endurecidos, menos los destinados a recibir los ríos,
que llevan en pos húmedos despojos perpetuamente. A la parte árida llamó el
mismo Señor tierra; al ancho receptáculo en que las aguas se acumulaban, mar.
Y vio que aquello era bueno; y dijo: «Que la tierra se vista de verde hierba, de
plantas que den simiente, y de árboles con frutos de especies varias, que lleven
entre sí su propia semilla, para reproducirse sobre la tierra.»
«No bien dijo estas palabras, cuando de aquella misma tierra, que hasta entonces
se mostraba rasa, árida, desierta, desagradable sin ornato alguno brotó delicado
césped con cuyo verdor, se atavió toda su superficie, luciendo en torno su vistoso
esmalte. Viéronse allí las plantas, con su infinita variedad de hojas, florecer de
improviso, arrebolarse de mil colores y embalsamar el seno de la madre tierra con
los aromas dulcísimos que exhalaban. Apenas abrían sus cálices, provocaba la
floreciente viña con sus apretados racimos; redondeábase en sus rastreros tallos
la calabaza; mecíanse en sus haces formadas en espesas legiones las huecas
cañas, y el humilde arbusto y la punzante zarza enlazaban sus enmarañadas
cabelleras. Alzábanse por fin los arrogantes árboles, moviéndose
acompasadamente y dilatando sus ramas, unas cubiertas de copiosos frutos,
otras matizadas de flores. Erguíanse sobre las colinas gigantescos bosques, y
espesas arboledas sobre las cañadas, a las márgenes de las fuentes y en las
orillas de los ríos. ¿Qué le faltaba a la tierra para asemejarse al cielo? Bien
podían morar en ella los dioses; y recorrerla embelesados, y reposar al amor de
sus umbrías sagradas. Dios no le había enviado aún lluvia que la regase, ni
formado al Hombre que había de cultivarla; pero de sus nuevas entrañas fluía un
jugoso vapor que abonaba el suelo y alimentaba las plantas antes de que
brotasen, y la menuda hierba antes de verdeguear sus tallos. Y vio Dios que esto
era bueno; y la mañana y la noche renovaron los cantos del tercer día.
Y volvió a hablar el Altísimo. «Que luzcan astros en el espacio de los cielos para
distinguir los días de las noches, y para que marquen las estaciones y los días y
el transcurso de los años; y mando que su oficio sea servir de luminares en el
cielo y de antorcha para la tierra.» Y así fue hecho. Y puso Dios dos grandes
astros, grandes por lo que habían de servir al Hombre, los cuales alternasen, el
mayor en presidir al día, y el más pequeño a la noche. Y también hizo las
estrellas, poniéndolas en el firmamento de los cielos a fin de que iluminasen la
tierra, y regulasen las vicisitudes de los días y de las noches, y diferenciasen la
luz de las tinieblas. Y paróse a contemplar su grande obra, y le pareció bien.
Porque el primero de aquellos astros fue el sol, cuya inmensa esfera careció en
un principio de luz, aunque era de sustancia etérea; y luego formó el globo de la
luna y las varias magnitudes de las estrellas, y las sembró por el cielo como en un
campo. Y tomando una gran parte de luz de su nebuloso tabernáculo, la trasladó
al orbe solar que por sus poros recibe y aspira el brillante líquido, y que con su
fuerza retiene la plenitud de sus rayos, siendo a la sazón el gran palacio de la luz.
De él, como de su manantial, se mantienen los demás astros, depositando aquella
misma luz en sus urnas de oro, y allí abrillanta sus cuernos el planeta de la
mañana; mientras ellos iluminados por reflejo acrecientan el fulgor escaso que les
es propio, aunque a la vista humana aparezcan tan diminutos por la mucha
distancia a que los contempla.
«Por vez primera apareció en su oriente el glorioso astro, regulador del día, que
derramó sus espléndidos rayos por todo el horizonte, ufano al verse recorriendo el
sublime cielo en toda su longitud, yendo precedido de la aurora y de las pléyades,
que en festivas danzas difundían anticipada su benéfica influencia.
«Menos brillante que él, en la parte opuesta del occidente y a igual altura,
alzábase la luna, que recibía de lleno su claridad, reflejándola como un espejo, no
necesitando otra luz en aquella posición y manteniéndose a igual distancia hasta
que llego la noche. Asomó entonces por el oriente para dar la vuelta en torno del
eje de los cielos, y dividió su imperio con mil astros menores, con mil y mil
estrellas que alumbraban a la vez, tachonando la celeste bóveda; con lo que
también, por vez primera ornaron el hemisferio, ascendiendo y declinando
sucesivamente y coronaron con los encantos de la noche y de la mañana el
cuarto día.
«Y dijo el Señor: «Que las aguas produzcan reptiles seres vivientes de fecundos
gérmenes; y que las aves vuelen sobre la tierra, desplegando sus alas en el libre
firmamento de los cielos.» Y creó las ballenas enormes, y todos los seres que
viven y nadan, y producen abundantemente las aguas en todas sus especies, y
todas las especies también de pájaros alados. Y vio que esto era bueno y los
bendijo a todos diciendo: «Creced y multiplicaos, y llenad las aguas de los mares,
de los lagos y de los ríos; y vosotras, aves, multiplicaos sobre la tierra.» Y por
golfos y mares y calas y bahías bullen al punto cardúmenes innumerables,
millones de peces que con sus aletas y escamas relucientes se deslizan entre las
verdosas ondas, en muchedumbre tal, que forman a veces inmensos bancos en
medio del Océano. Solitarios o en compañía, pacen unos las ovas de que se
sustentan, y se pierden entre los enmarañados bosques de coral, o serpentean
con la velocidad de un relámpago, luciendo a la luz del sol sus tornasoladas
mallas con recamos de oro; otros, reposando tranquilos entre sus conchas de
nácar, saborean su líquido alimento; otros, en fin, cubiertos de fuertes armaduras,
acechan su presa bajo las rocas. Triscan en tanto sobre la tranquila llanura del
mar, las focas y los combados delfines; otros, de prodigioso volumen, moviéndose
pesadamente, revuelven el Océano como una tempestad; mientras el leviatán,
mayor que ningún otro viviente, tendido como un promontorio sobre aquel abismo,
dormita o nada y se asemeja a una flotante playa sorbiendo y arrojando
alternativamente todo un mar por sus agallas.
«En las cálidas grutas, en los pantanos y orillas de las aguas, salen al propio
tiempo numerosas bandadas de las infinitas crías encerradas en los huevos, que
rompiéndose al ser sazón dan a luz sus desnudas avecillas; las cuales tardan
poco en vestirse de plumas y en ensayar su vuelo, y se remontan a lo más
encumbrado del aire, y cantan su triunfo desdeñándose de la tierra, que cubren
con su sombra como una nube. Allí, en la cima de las rocas y de los cedros,
labran sus nidos las águilas y las cigüeñas. Aves hay que se mecen solas en la
región aérea; más cautas otras, viajan unidamente en formación regular y
teniendo en cuenta las estaciones, y dirigen sus caravanas por encima de los
mares y de las tierras, prestándose mutua ayuda para facilitar su vuelo.
Estribando así en los vientos, emprende su viaje anual, la prudente grulla,
moviendo y azotando el aire al pasar con sus pobladas alas. Saltando de rama en
rama, alegran las arboledas con sus gorjeos los pajarillos, y ejercitan sus pintadas
alas durante el día; mas no porque se acerque la noche deja el ruiseñor su
solemne canto, antes la emplea toda en exhalar sus sentidos ayes. En los
argentados lagos, como en los ríos, bañan otros el delicado vello de sus
gargantas; el cisne enarca su cuello entre las blancas alas, majestuosamente
tendidas; luce su pompa haciendo de sus pies remos y cuando abandona el
húmedo elemento se lanza en medio de la región del aire; al paso que otros
caminan con pie seguro, como el crestudo gallo, que con su clarín anuncia las
silenciosas horas, y el que se gallardea con su rica cola sembrada de los colores
del iris y estrellados ojos. Así las aguas se poblaron de peces y el aire de aves; y
la noche y la mañana solemnizaron el quinto día.
«El sexto y último de la creación comenzó al son de las arpas nocturnas y
matinales; a tiempo que el Señor dijo: «Que la tierra produzca las especies de
animales vivientes, los que andan en rebaños, y los reptiles, y las bestias de la
tierra, cada uno según su especie.» Y obedeció la tierra, y abrió de pronto sus
fecundos senos y dio de una vez a luz innumerables criaturas vivientes, perfectas
en sus formas y en sus miembros completamente organizadas. Y como de sus
madrigueras, salieron de las entrañas de la tierra las fieras salvajes, y ganaron los
bosques, los matorrales, las espesuras y las cavernas, estableciéndose y viviendo
en parejas entre los árboles; y los ganados discurrieron por los campos y
verdosas praderas, éstos en corto número y solitarios; aquellos, en grandes
rebaños brotando todos de una vez y pastando juntos. Aquí, de entre el tupido
césped nacía la terneruela; allí asomaba el flaco león y se asía de sus garras para
dejar libre el resto de su cuerpo, saltando cual si hubiese roto sus ligaduras, y
sacudiendo su áspera melena; y la onza, el leopardo, el tigre, levantaban la tierra,
como el topo escarbando a su alrededor y formando montecillos. El ágil ciervo
sacaba de debajo del suelo la enramada de su cabeza y Behemot, el más
voluminoso engendro de la tierra, podía apenas desembarazar de la que lo cubría
su pesada mole. Balando y vestidas de sus vellones, despuntaban, a manera de
plantas, las ovejas; y entre el agua y la tierra se mostraban indecisos el caballo
acuático y el escamoso cocodrilo.
«Bullía a la vez todo cuanto se arrastra por la tierra, insectos o gusanillos, los
unos agitando los flexibles abanicos de sus alas y decorando sus diminutos
contornos con los pomposos blasones del estío, esmaltados de oro y de púrpura
de verde azul; los otros, prolongando como una línea de estrecho cuerpo, y
marcando en la tierra su sinuosa huella; y no son éstos los seres más pequeños
de la naturaleza. Algunos, de la especie de las serpientes, prodigiosos por su
longitud y corpulencia, enroscan sus pliegues anulosos y se añaden alas. Es la
primera, la económica hormiga próvida de lo futuro, que en un pequeñísimo pecho
encierra un gran corazón, modelo quizá de la perfecta igualdad de algún día y que
logra establecer en común sus populares tribus. Aparece en seguida el enjambre
de la abeja hembra, que alimentando con delicioso manjar a su holgazán esposo,
construye de cera sus celdillas y deposita la miel en ellas. Los demás son
innumerables. Conoces la naturaleza de cada uno, los nombres que tú mismo les
has dado, y no tengo necesidad de repetírtelos. Conoces asimismo a la serpiente,
el animal más astuto de cuantos se crían en los campos, de desmedida longitud a
veces, con sus ojos de bronce y la terrible cresta que lleva por
cabellera, aunque lejos de serte a ti nociva, se somete dócilmente a tu voluntad.
«Mostrábanse ya en la plenitud de su esplendor los cielos y giraban movidos por
el impulso que les comunicó al principio la mano de su gran Motor; ricamente
ataviada se sonreía la tierra contemplándose ya perfecta; veíanse poblados el
aire, el agua, la tierna, por las aves, peces y animales, que volaban, nadaban y
caminaban; y sin embargo, no estaba aún completo el sexto día. Faltaba la obra
maestra, el ser para quien todo aquello se había creado, la criatura que sin
encorvarse, sin ser bruta como las demás, dotada de la santidad de la razón,
pudiese erguir su cuerpo, alzar su frente serena, avasallarlo todo y conocerse a sí
mismo; pudiese elevarse magnánimo para desde aquí comunicar con el cielo sus
pensamientos, y lleno de gratitud, reconocer la fuente de donde todo su bien
emana, y con espíritu devoto dirigir su corazón, su voz, y sus miradas, adorando y
tributando culto al Supremo Dios que hizo de él la primera de sus obras. Por lo
que el Omnipotente y Eterno Padre (que, ¿dónde deja de estar presente?) habló
así a su Hijo, siendo oído de todo el mundo:
«Hagamos ahora al hombre a nuestra imagen y semejanza; y que reine sobre los
peces del mar y los pájaros del aire, sobre las bestias del campo, sobre la tierra,
en fin, y los reptiles que se arrastran por el suelo.»
«Y esto dicho, te formó a ti Adán, a ti Hombre, polvo de la tierra, e inspiró en tu
aliento el soplo de la vida, y te creó a su propia imagen, a imagen del mismo Dios,
y quedaste hecho alma viviente. Te creó varón, y para perpetuar tu raza creó
hembra a tu compañera. Y bendijo al género humano diciendo: «Creced,
multiplicaos y llenad la tierra. Dominadla y extended vuestro dominio sobre los
peces del mar y los pájaros del aire, y sobre todos los seres vivientes que se
mueven sobre la tierra, dondequiera que hayan sido creados, pues no se ha dado
aún nombre a región alguna.» En seguida, como sabes, te trasladó a esta
deliciosa morada, a este jardín plantado con los árboles de Dios, no menos gratos
a la vista que al paladar, y liberalmente te concedió todos sus sabrosos frutos por
alimento. Aquí están reunidas, en infinita variedad, cuantas especies hay de ellos
sobre la tierra; pero del árbol cuyo fruto lleva en sí el conocimiento del bien y del
mal debes abstenerte, porque el día que comas de él, morirás; la pena que tienes
impuesta es la muerte.
Sé cauto y refrena cuidadosamente tu apetito, para que no te sorprenda el
pecado, ni su negra compañera, la muerte. «Aquí terminó Dios su obra, y
contempló todo lo que había hecho, y vio que todo era perfectamente bueno; y así
la noche y la mañana completaron el sexto día; y el Creador, que cesó en su obra
no porque estuviese cansado, regresó a su mansión sublime, al cielo de los
cielos, a lo más alto, para ver desde allí aquel mundo nuevamente creado,
aditamento de su imperio, y qué aspecto ofrecía desde su trono, y cómo en
bondad y en hermosura correspondía todo a su grandiosa idea. Y se remontó
entre universales aclamaciones al sonoro compás de diez mil arpas que
rompieron en angélicas armonías: la tierra y los aires las repitieron (y tú las
recordarás, pues las escuchaste); los cielos y las constelaciones todas se hicieron
sus ecos, y los planetas detuvieron su curso para oírlas, mientras la brillante
pompa seguía ascendiendo, extática de júbilo.
«¡Abríos eternales puertas!», iban cantando. «¡Cielos, abrid vuestras vivientes
puertas, y entrar el Creador glorioso que vuelve terminada ya su obra magnífica,
su obra de seis días, el Mundo! Abríos de hoy más con frecuencia; que Dios se
dignará de visitar a menudo la morada de los hombres justos, y se complacerá en
ello, y enviará a ella, con repetidos mensajes a sus alados nuncios, portadores de
su suprema gracia.»
«Así en su ascensión cantaba el glorioso séquito; y atravesando los cielos, que
abrían de par en par sus refulgentes puertas, caminaba el Creador derechamente
a la eterna mansión de Dios; suntuoso y ancho camino, en que el polvo es oro y la
calzada de estrellas, como las aves en la galaxia o vía láctea que descubres por
la noche, a la manera de una zona tachonada de estrellas.
«Extendíase entonces por la tierra del Edén la noche séptima, pues el Sol estaba
en su ocaso, y asomaba por oriente el crepúsculo precursor de la oscuridad,
cuando llegó a la santa montaña, suprema cumbre del cielo, trono imperial de la
Divinidad, por siempre firme e incontrastable, el poderoso Hijo, y tomó asiento con
su augusto Padre. El también había asistido invisible, aunque sin moverse (que tal
es el privilegio de la Omnipotencia) a la ordenada obra, como principio y fin de
todas las cosas; y reposando del trabajo, bendijo y santificó el día séptimo, como
quien en él descansaba de todo lo hecho; pero no lo santificó en silencio: el arpa
cumplió su oficio, y no suspendió sus sones; el tubo dulce y solemne, el órgano
con todas sus armonías, con cuantos sonidos salen de la vibrante cuerda o el hilo
de oro, acordaron sus suaves tonos, acompañados de voces ya unísonas, ya
contrapunteadas; y las nubes de incienso que se desprendían de los áureos
incensarios, velaban la montaña toda. Celebraban la Creación y la obra de seis
días.
«¡Grandes, ¡oh Jehová!, son tus obras y tu poder infinito! ¿Qué pensamiento
puede comprenderte ni qué lengua expresar tu grandeza? Con más gloria vuelves
ahora que cuando volviste vencedor de los ángeles gigantes. Tus truenos aquel
día mostraron tu poder; pero hoy eres Creador, y el crear es más que destruir lo
creado. ¿Quién puede igualarse a ti, Omnipotente Rey, ni poner límites a tu
imperio? Fácilmente desvelaste la soberbia de los espíritus apóstatas, y
aniquilaste su vano empeño: presumieron los impíos amenguar tu fuerza y apartar
de ti los innumerables adoradores; pero el que intenta contrariar tu poder, labra su
propia ruina, y sólo consigue realzarlo más; que con sus mismas armas lo
castigas, y del exceso del mal haces un bien mayor. Testimonio es de todo, ese
mundo, recién formado, ese otro cielo, no distante de las celestiales puertas,
fundado a nuestra vista sobre el claro cristal, sobre el transparente mar, de
extensión casi infinita, poblado de multitud de estrellas cada una, de las cuales
sea quizás un mundo dispuesto para habitarse, aunque tú solo sepas en qué
sazón. En medio se halla la mansión de los hombres, la tierra, con el Océano
inferior que la circuye, morada llena de encantos. ¡Dichosos una y mil veces los
hombres, y los hijos de los hombres, a quienes Dios tanto ha privilegiado,
creándolos a su imagen, para que habiten en esos lugares, le rindan culto, y en
recompensa, dominen sobre todas sus obras, sobre la tierra, la mar y el aire, y
multipliquen la raza de sus santos y justos adoradores! ¡Mil veces dichosos si
comprenden su ventura y perseveran en la virtud!»
«Esto cantaban, resonando por todo el Empíreo las voces de ¡aleluya! Y así fue
solemnizado el sábado.
«Creo haberte satisfecho ya en lo que deseabas. Sabes cómo empezó este
mundo, el origen de cuanto en él existe, y lo que desde el principio se hizo
anterior a tu memoria, para que la posteridad, informada por ti, tenga de todo
conocimiento. Si más pretendes saber, con tal que no exceda a la humana
capacidad, manifiéstalo.»
OCTAVA PARTE
ARGUMENTO
Adán hace algunas preguntas sobre los movimientos celestes, a las que contesta
el Ángel con palabras dudosas, aconsejándole que procure informarse de cosas
más dignas de saberse. Persuádese de ello Adán; pero deseoso de tener a
Rafael más tiempo consigo, le refiere todo lo que recuerda su memoria desde que
fue creado, y cómo entró en el Paraíso; su conferencia con Dios respecto a la
soledad y, a la compañía que pudiera convenirle; su primer encuentro y su
desposorio con Eva; y prosigue discurriendo sobre este punto con el Angel, que
después de hacerle algunas amonestaciones, regresa al cielo.
Suspendió el Ángel su relato, y tan dulce impresión dejaron sus palabras en los
oídos de Adán que, por algún tiempo, creyendo estarlo oyendo todavía,
permanecía inmóvil y atento; hasta que por fin, como quien de pronto vuelve en
sí, le dijo en tono de agradecido:
«¿Cómo podré mostrar el debido reconocimiento ni corresponder a la merced que
me has dispensado, divino historiador, satisfaciendo cumplidamente el anhelo que
tenía de instruirme, y llevando tu amistosa condescendencia hasta el punto de
revelarme cosas que jamás hubiera podido adivinar? Con asombro, pero con gran
deleite, las he escuchado, y atribuyo al Sumo Hacedor toda su gloria, como es
debido. Quédanme, sin embargo, algunas dudas que únicamente tú puedes
resolver; porque cuando contemplo esta admirable fábrica, este mundo
compuesto de cielo y tierra, y calculo su magnitud, la tierra me parece un grano
de arena, un átomo, comparada con el firmamento y todos sus numerosos astros,
y que éstos recorren espacios incomprensibles, de lo cual son prueba su distancia
y su breve reaparición diurna. Pero, ¿es posible que no tenga otro oficio que
difundir la luz alrededor de esta opaca tierra, de este diminuto globo, formando el
día y la noche, y que su vasta carrera atienda a objeto tan poco útil? Cuando en
esto pienso me maravillo de que la Naturaleza, tan próvida y sabia, incurra en
semejantes desproporciones; que con tan pródiga mano haya creado y
multiplicado esos sublimes cuerpos, sin otro fin al parecer, y que les imponga tan
incesante revolución, que se repite día por día; mientras la sedentaria tierra, que
hubiera podido moverse en círculo más estrecho, servida por seres más nobles
que ella, realiza su destino sin tanta agitación, y recibe el calor y la luz como un
tributo que le presta el incalculable curso de una velocidad que no puede
apreciarse, ni hay números que puedan expresarla.»
Habló nuestro padre así, y en su aspecto indicaba estar entregado a profundas
reflexiones; lo cual advertido por Eva, que aunque un tanto apartada, se hallaba
allí presente, se levantó de su asiento con humilde majestad y con una gracia que
inspiraba al que la veía deseos de que permaneciese en aquel lugar, y se dirigió a
visitar los frutos y las flores para ver cómo prosperaban sus tiernas y pomposas
plantas; y ellas se abrieron al sentir que se acercaba, y crecieron regocijadas al
contacto de su hermosa mano. Mas no se retiró disgustada del discurso que
había escuchado, ni porque su inteligencia fuese inferior a tan sublimes cosas,
sino por reservarse el placer de que Adán se las repitiese, y de ser ella su solo
oyente. Prefería oírlas de boca de su esposo más que de la del Ángel, y dirigirle a
él sus preguntas, porque estaba segura de que éste añadiría interesantes
digresiones, y de que sus conyugales caricias allanarían cuantas dificultades se
les ocurrieran; que de sus labios salía otro encanto tan dulce como el de sus
palabras. ¡Oh!, ¿dónde hallaríamos hoy semejante consorcio, unido por el amor y
el recíproco respeto? Retiróse pues con la dignidad de una diosa, y no sin el
correspondiente séquito; que en su compañía iban las gracias seductoras
rodeándola como a una reina, brotando en torno y de todos los ojos destellos del
deseo que de continuo incitaba a complacerla.
A las dudas propuestas por Adán, respondió Rafael con ingenua benevolencia:
«No censuro tu anhelo de saber que el cielo es como el libro de Dios, abierto ante
tus ojos, en el cual puedes leer sus obras maravillosas, y aprender a distinguir
estaciones, horas, días, meses y años. Que sea el cielo el que se mueve, o la
tierra, te importa poco, con tal que tus cálculos sean exactos; lo demás,
sabiamente ha hecho el supremo Artífice en encubrirlo tanto al hombre como al
ángel, no divulgando secretos que son para admirarlos más bien que para
escudriñarse. A los que gustan de desvanecerse en conjeturas, deja Dios que se
pierdan en fútiles cuestiones sobre la máquina de los cielos, quizá para burlarse
de sus vanas sutilezas; y cuando pretendan estudiar el cielo, y someter a cálculo
las estrellas, ¡qué no inventarán para ajustarlo todo a una forma! Construyendo
unas veces, y destruyendo otras, se esforzarán en salvar las apariencias, y
rodearán la esfera de curvas concéntricas con sus ciclos y epiciclos, y sus orbes
colocados unos dentro de otros. Esto he colegido yo de tus razonamientos, y en
esto te seguirán tus descendientes. Supones que los cuerpos mayores y más
luminosos no pueden estar subordinados a los más pequeños y opacos, ni los
cielos girar en tan inmenso espacio mientras la tierra tranquilamente asentada es
la única que goza de su tributo; mas considera, en primer lugar, que ni la
magnitud, ni la lucidez son indicios de excelencia, porque si bien en comparación
del cielo es la tierra tan pequeña, y no ostenta fulgor alguno, puede poseer
riquezas de más cuantía y más preciadas que el Sol, el cual brilla, pero estéril, y
cuya virtud es tan ineficaz para él cuanto fructuosa para la tierra. Ella es la
primera que recibe sus rayos, que de otra suerte serían inútiles, la que se
alimenta de su vigor; y todas esas espléndidas luminarias no se han hecho para la
tierra, sino para ti, morador terrestre. En cuanto a la vasta redondez del cielo,
sobrado alto, proclama la magnificencia del Hacedor, que ensanchó tanto su
recinto, para que el Hombre comprenda que no habita en mansión propia edificio
por demás anchuroso para él, del cual sólo ocupa una pequeña parte, y el resto
está destinado a usos que únicamente el Señor conoce. La rapidez de esos
círculos, por más que sean innumerables, debes atribuirla a su omnipotencia, que
añade a sus sustancias corpóreas una actividad casi espiritual. ¿Qué te diré yo de
la velocidad con que camino? Partí del cielo en que Dios reside al rayar el alba,
antes de mediodía, he llegado al Edén salvando una distancia que no hay
guarismos conocidos con que se indique. Discurro de este modo, admitiendo el
movimiento de los cielos, para mostrarte cuán débiles son los fundamentos de tus
dudas; pero no lo afirmo, aunque desde la tierra en que vives parezca así. Dios ha
puesto los cielos tan distantes de la tierra para que no penetre en sus vías el
sentido humano, y para que si los ojos terrestres pretenden alzarse tanto, se
pierdan en inútiles esfuerzos por aquellas altas regiones.
«Mas ¿y si el sol es el centro del Universo, y otros astros incitados por su fuerza
atractiva y la suya propia, giran en torno de él describiendo varios círculos? Seis
de ellos te lo hacen ver en su curso errante, elevándose unas veces,
descendiendo otras, adelantándose, retrocediendo, o permaneciendo. ¿Y si el
séptimo de esos planetas, la tierra, que aparece estable, participase a la vez de
tres movimientos imperceptibles, que por otra parte, debieran atribuirse a
diferentes esferas obrando en sentido contrario y cruzándose oblicuamente? O
eximes de semejante faena al Sol, o supones inalterable a ese veloz rumbo que
no ves de día ni de noche, que haces superior a todas las estrellas y semejante a
una rueda que gira sin cesar; creencia de que puedes prescindir, si la tierra,
industriosa de suyo, busca el día encaminándose al oriente, y si por la parte
privada de los rayos del sol halla la noche, reflejando la claridad de la luz en su
hemisferio opuesto. ¿Y qué diremos si esa misma luz enviada por la tierra a
través de la atmósfera transparente, fuese como la de un astro para el globo
terrestre de la luna, que la iluminase de día, y a su vez fuese iluminada por ella
durante la noche? La influencia sería totalmente recíproca siendo cierto que la
luna contenga campos y aun habitantes; las manchas que ves en ella semejan
nubes; las nubes pueden resolverse en lluvia y ésta producir en su jugoso suelo
frutos que den alimento a los seres allí nacidos. Un día quizás descubrirás nuevos
soles que lleven en pos sus lunas, y se transmitan su luz masculina y femenina;
sexos ambos, que animan el universo, y que pueden difundir la vida en cada uno
de los orbes donde residen. Que esparcidos por el vasto imperio de la naturaleza,
privados de seres vivientes, yermos y desiertos, están limitados estos cuerpos a
ostentar su luz, y apenas envíen un destello de ella a los demás orbes, atraídos
desde tan lejos hacia la región habitable, que recibe de los mismos su esplendor,
será asunto de eterna controversia. Pero que estas opiniones sean o no
fundadas; que el Sol predominante en los cielos influya sobre la tierra, o la tierra
sobre el Sol; que él dé en el oriente principio a su inflamado curso, o ella
emprenda su silencioso camino desde el occidente, adelantando lenta sus
inofensivos pasos, y gire sobre sú fácil eje conduciéndote sin sentir con su
apacible aire; ideas son con que no debes atormentar tu pensamiento: deja estos
secretos a la sabiduría de Dios; pon tu celo en servirle y en temerle. Que
disponga El de sus criaturas, dondequiera que estén, según le plazca; y tú goza
de los bienes que te ha otorgado, de este Paraíso y tu hermosa Eva. El Cielo está
muy sobre ti para que puedas averiguar lo que acaece en él. Sé humilde en tu
ciencia; cuida solamente de ti y de lo que te concierne; no sueñes en otros
mundos, ni en las criaturas que puedan morar en ellos, o en su estado, condición
y clase; y conténtate con cuanto te ha sido revelado, no sólo respecto a la tierra,
sino al más elevado cielo.»
A lo que aclaradas ya sus dudas respondió Adán: «Me has satisfecho
plenamente, ¡oh pura inteligencia del Cielo, benigno Angel! Me has librado de
incertidumbres, mostrándome el camino más llano de la vida, y enseñándome a
no acibarar las dulzuras de mi existencia, que Dios ha preservado de angustiosos
cuidados y pesares, siempre que nosotros renunciemos a quiméricos
pensamientos y nociones vanas. Pero el espíritu o la imaginación propenden a
lanzarse libres de todo freno en errores interminables, hasta que desengañados o
aleccionados por la experiencia, se persuaden de que no consiste el verdadero
saber en el profundo conocimiento de cosas inútiles, abstractas e
incomprensibles, sino el de todo aquello que está a nuestros alcances y de que
hacemos uso todos los días de nuestra vida: lo demás es humo, vanidad, locura,
que hace impracticable, que frustra lo que más debe interesarnos, y que empeña
más y más nuestra ansiosa solicitud. Descendamos, pues de la altura en que nos
hallábamos y tratemos de asuntos tan humildes y provechosos; así tendré
ocasión de acertar a dirigirte preguntas que no te parezcan inoportunas, y a que
te dignarás replicar benévolamente favoreciéndome como hasta ahora.
«Te he oído referir todo lo que es anterior a mis recuerdos; permíteme que a mi
vez te refiera yo mi historia que tal vez te sea desconocida. El día no declina aún,
y aprovecharé como ves lo que resta en idear algún recurso con que
entretenerme, invitándote a que oigas mi narración. Sería una insensatez el creer
que no he de merecerte respuesta alguna, porque mientras estoy a tu lado me
parece hallarme en el cielo. Tus palabras son a mis oídos más dulces que grato
es el fruto de la palmera para aplacar el hambre y la sed, a la hora de la comida,
después del trabajo; que aquél, aunque sabroso, al fin llega a cansar y produce
hartura; pero tus palabras, dictadas por la divina gracia, jamás hastían.»
Y le contestó Rafael con celestial agrado: «Tampoco tus labios, padre de los
hombres carecen de gracia, ni tu lengua de elocuencia. Dios te ha prodigado,
interior y exteriormente, sus dones haciéndote imagen suya, y bien hablando bien
permaneciendo en silencio, muestras esa gentileza y bella disposición que
acompaña a todas tus palabras, y movimientos. En el cielo te consideramos como
nuestro compañero de servicio en la tierra, y nos complacemos en observar las
miras de Dios con respecto al Hombre, porque vemos cuánto te ha honrado
igualándote en el amor con que nos mira a nosotros. Di, pues, cuanto te plazca.
Sucedió que aquel día estaba yo ausente, ocupado en un viaje arduo y penoso;
para hacer una larga excursión a las puertas del infierno. Iba una legión numerosa
según se nos había mandado, con el fin de vigilar todos los pasos e impedir que
saliesen espías de los enemigos, mientras el Señor estaba en su obra, no fuese
que indignado de tal temeridad destruyese lo que había creado; pues bien que
nada pudiesen ellos intentar sin su consentimiento, quiso el supremo monarca
enviarnos a cumplir sus altos mandatos y probar la prontitud de nuestra
obediencia. Llegamos en breve; encontramos cerradas y fuertemente barreadas
las pavorosas puertas; pero antes de aproximarnos oímos dentro un rumor que en
nada se parecía a los armónicos sones de los cánticos, ni las danzas, sino a los
gritos de los tormentos de las lamentaciones y de la furiosa rabia. Volvímonos
alegres a las colinas limítrofes de la luz antes que anocheciese el sábado, así
como se nos había ordenado. Pero comienza ya tu relato, el cual escucharé con
el mismo gusto que tú has escuchado el mío.»
Esto dijo el divino Nuncio; y prosiguió así nuestro primer padre: «Difícil le es al
Hombre decir cómo empezó su vida porque, ¿quién conoce su verdadero origen?
Pero el deseo de seguir conversando contigo me animará a hacerlo. Cual si
nuevamente despertase del más profundo sueño, me hallé muellemente
recostado sobre la florida hierba; y cubierto de un balsámico sudor, que tardaron
poco en enjugar los rayos del Sol, absorbí aquellos húmedos vapores. Volví en
seguida hacia el cielo mis ojos asombrados y estuve un rato contemplando el
espacioso firmamento; hasta que levantándome de pronto, por un movimiento
instintivo, salté como esforzándome en llegar a él, y me hallé derecho sobre mis
pies que me sostenían. Alrededor vi colinas y valles, umbrosos bosques, llanuras
bañadas de sol, líquidos arroyuelos, que murmurando se deslizaban, y por
doquiera criaturas que vivían y se movían, que andaban o volaban, y aves que
gorjeaban entre el ramaje. Todo se mostraba risueño y mi corazón estaba
inundado en fragancia y en alegría.
«Reparé entonces en mí mismo, examiné todos mis miembros, di algunos pasos,
y me determiné a correr, valiéndome de mis sueltas articulaciones, e impelido por
la vigorosa fuerza que en mí sentía; pero ¿quién era yo, dónde estaba, por qué
existía? De nada tenía noticia. Probé a hablar, y hablé sin dificultad prestándose a
ello mi lengua, y poniendo nombre a cuanto veía; y exclamé: «¡Oh Sol, claridad
hermosa, y tú Tierra, que recibes su luz, y que tan lozana te ostentas y tan
risueña; montes y valles, ríos, bosques y llanuras; y vosotros, los que gozáis de
vida y movimiento, bellísimas criaturas! Decidme, decidme si lo sabéis, de dónde
procedo y cómo me encuentro aquí. No procedo de mí mismo sino seguramente
de un gran Hacedor, tan grande por su bondad como por su poder. Decidme
cómo he de conocerlo, cómo podré adorarlo, pues por él gozo de movimiento y
vida y me siento más feliz de lo que yo mismo puedo comprender.»
«Y mientras hablaba así, me encaminé sin saber adónde, lejos del sitio donde por
vez primera respiré el aire y contemplé esa encantadora luz; y como nadie me
respondiese, me senté pensativo en un verde y sombrío ribazo, bordado todo de
flores. Por primera vez también me asaltó el delicioso sueño, que con dulce
opresión y sin alarmarme embargó mis sentidos, bien que temí volver a la
insensibilidad de mi primer estado, y disolverme repentinamente. Mas en el
mismo punto se apoderó de mi mente un sueño, cuya agradable representación
vino a hacerme creer que gozaba aún de mi ser, que vivía aún; y figuróseme que
llegaba allí alguien de divino aspecto y que me decía: «Adán tu mansión te llama;
levántate, Hombre, destinado a ser el primer padre de innumerables hombres.
Vengo, llamado por ti, para conducirte al delicioso jardín donde tienes dispuesta tu
morada.» Esto diciendo, me asió de la mano, y deslizando por el aire sin dar paso
alguno, me transportó por encima de los campos y de las aguas a una selvosa
montaña, cuya cima era una llanura, ancho recinto cercado de hermosísimos
árboles, de calles y de bosques; que de cuanto hasta entonces había visto en la
tierra, nada apenas me parecía tan agradable. Los frutos, que en extremada
abundancia, pendían de cada árbol, incitaban primero a los ojos y encendían
después el apetito en deseo de cogerlos y de gustarlos; y en esto desperté, y vi
que era realidad lo que con tal viveza el sueño me había pintado. De nuevo
hubiera emprendido mi carrera, a no habérseme aparecido entre los árboles la
divina presencia del que en aquel lugar me servía de guía; y lleno de júbilo, pero
con respetuoso temor, me prosterné ante sus plantas para adorarle.
«Hízome levantar, y con la mayor dulzura me dijo: «Yo soy el mismo que buscas,
el autor de cuanto ves encima, debajo y alrededor de ti. Te hago dueño de este
Paraíso; tenlo por tuyo para cultivarlo, guardarlo y sustentarte de sus frutos. De
todos los árboles que en este jardín crecen come libremente y con corazón
alegre; no padezcas necesidad; pero del que lleva en sí el conocimiento del bien y
del mal, que he plantado en medio del jardín, junto al árbol de la vida, y para
prueba de tu obediencia y fidelidad (no olvides jamás este precepto) guárdate de
gustar, y evita sus funestas consecuencias. Sabe que el día que comas de él, y
quebrantes el único mandato que te impongo, morirás infaliblemente, serás mortal
desde entonces, perderás tu presente fidelidad, y expulsado de aquí irás a un
mundo de desdichas y penalidades.»
«El severo tono con que pronunció esta rigurosa prohibición resuena aún con
terrible eco en mis oídos, dado que está en mi mano no incurrir en semejante
pena; mas en seguida cobró su risueño aspecto y prosiguió hablándome en estos
afectuosos términos: «No sólo este encantador recinto, sino la tierra toda, te doy a
ti y a tu descendencia. Poseedla como dueños, con todo lo que vive en ella, en el
agua y en el aire, animales, peces y aves; en testimonio de lo cual, he ahí a los
pájaros y cuadrúpedos, según la especie de cada uno: te los presento para que
les impongas sus nombres; y para que con la más sumisa obediencia te rindan
homenaje; y lo propio has de entender de los peces, que residen dentro del agua
y no comparecen aquí porque no pueden abandonar su elemento, ni respirar este
aire, sutil para ellos en demasía.» Y mientras así se expresaba, fueron de dos en
dos acercándose a mí las aves y los animales, postrándoseme éstos con mansos
halagos, y aquéllas descendiendo sostenidas en sus alas. Ibales dando nombre a
medida que pasaban e instruyéndome en su naturaleza, que de tal penetración
me había dotado Dios en aquel momento; pero en ninguna de aquellas criaturas
hallaba lo que parecía aún faltarme; y así me atreví a preguntar a la celeste
visión:
«Y a ti, ¿cómo te llamaré? Porque tú eres superior a todos estos, superior al
Hombre, a todo lo que es más que el Hombre, y a cuanto pudiera yo nombrar.
¿Cómo podré adorarte, autor de este Universo y de todo lo que es un bien para el
Hombre, cuya felicidad has labrado tan sin medida, disponiéndolo todo para este
fin? Pero nadie participa conmigo de tan gran ventura. ¿Qué dicha hay en la
soledad? ¿Qué goce es el que se disfruta a solas? Y aun gozando así de todo,
¿cómo puede uno satisfacerse?»
«La presuntuosa resolución con que dije esto sugirió a mi celeste visión una
sonrisa que realzó su majestad, y añadió: «¿Qué entiendes por soledad? ¿No
están la tierra y el aire poblados de criaturas vivientes, que dóciles a tu voluntad,
se muestran contentos con tu presencia? ¿No comprendes su lenguaje y sus
instintos? También alcanzan ellos una inteligencia y una razón que no son de
despreciar. Recréate con ellos, trátalos como soberano dueño de un vasto
imperio.»
«Estas palabras del universal Señor me parecieron un mandato; y en tono
suplicante, como quien demanda indulgencia, repuse: «¡Que no te ofendan mis
palabras, Señor Omnipotente y Hacedor mío! ¡Préstame benignos oídos! ¿No te
has dignado hacerme aquí tu representante, y disponer que sean inferiores a mí
todas esas criaturas? Pues, ¿qué sociedad, qué armonía, qué verdadero placer,
puede ser común a los que no se consideran entre sí iguales? No hay mutualidad
de afecto si no se da y se recibe en la proporción debida, porque en la
desigualdad que eleva a unos y rebaja a otros, no puede existir perfecto acuerdo
y se establece pronto recíproco desvío. Hablo de la sociedad tal como yo la
desearía, en que los placeres razonables han de ser comunes, y no pueden serlo
en el consorcio del bruto con el hombre. Cada cual busca solaz en los de su
especie, como el león en la compañía de la leona, y por eso tú mismo los has
unido en parejas; que no sólo es imposible que se entiendan el pájaro y la fiera, o
el pez y el ave, mas ni siquiera el simio con el buey, y menos el hombre con el
bruto, por ser esto lo más difícil.»
«A lo cual, sin manifestar desagrado, respondió el Todopoderoso: «Veo, Adán,
que quieres procurarte una felicidad perfecta y pura en la elección de tus
asociados, y que no hallarás placer con encontrarte rodeado de tantos goces,
viéndote solitario. ¿Qué juzgas de mí y de mi actual estado? ¿Crees que yo soy
completamente feliz o no? Solo estoy toda una eternidad; no reconozco segundo,
ni semejante, y mucho menos igual; ¿con quién pues he de comunicarme, sino
con los que son hechura mía; inferiores a mí, e infinitamente inferiores a lo que
respecto a ti son las demás criaturas?»
«A esta pregunta respondí humildemente: «Soberano del mundo, para concebir la
alteza o profundidad de tus eternos designios, ¡qué limitado es el alcance
humano! Tú eres perfecto por ti mismo y en ti no cabe la menor falta. No es así el
Hombre, que se perfecciona gradualmente con el deseo de asociarse a sus
semejantes, para hacer más llevaderos, o mejorar sus defectos. Ni en ti hay la
necesidad de reproducirte siendo infinito como eres, y, aunque uno cabal en
número. El número es lo que manifiesta en el Hombre su imperfección individual,
y así debe producir el semejante de su semejante, y para multiplicar su imagen,
imperfecta en la unidad, necesita de un amor mutuo, de una compañía querida,
pero tú, aunque solo en tu recóndito alcázar, no has menester mejor
acompañamiento que tú mismo; no buscas otra sociedad; y si tal quisieses,
sublimarías a una de tus criaturas hasta unirla o ponerla en comunicación contigo,
hasta divinizarla; mientras que yo no puedo levantar al que se arrastra por la tierra
para conversar con él, ni hallar en su trato complacencia alguna.»
«Alentado por su bondad, habléle así valiéndome del permiso que me otorgaba;
El acogió mi indicación, replicando con su graciosa y divina voz: «Me he
complacido hasta ahora en probarte, Adán; y advierto que no sólo conoces a los
animales, pues has dado a cada cual adecuado nombre, sino que te conoces a ti
mismo. Bien descubres el libre espíritu que en tu interior he puesto, la imagen
mía, que no he concedido a los brutos, por lo cual no puedes igualarte a ellos.
Razón tienes en considerar extraña su sociedad, y piensa siempre del mismo
modo. Antes de oírte sabía que no era conveniente al hombre la soledad; mas la
compañía que entonces viste no es la que te destino; te la mostré únicamente
para probar si juzgabas bien de tu conveniencia y de lo que es justo. La que ahora
te presentaré ha de agradarte seguramente; será una semejanza tuya, un sostén
a propósito para ti, un segundo tú, exactamente igual a lo que anhela tu corazón.»
«Calló al decir esto, o yo no le oí decir más, porque rendida mi naturaleza
terrestre a aquella virtud divina, que por tanto tiempo me había tenido remontado
a la excelsa altura de su celestial coloquio, como deslumbrado y oprimido por una
fuerza que embarga los sentidos, no pudiendo vencer mi languidez, recurrí al
alivio del sueño, y éste acudió al instante, traído en mi auxilio por la naturaleza, y
cerró mis párpados, pero dejó clara mi vista interior, la luz de mi fantasía; y
arrebatado como en un éxtasis, me pareció percibir, aunque dormido, el mismo
glorioso ser que había tenido despierto ante mis ojos; y vi que descendía hasta
mí, y que me abría el costado izquierdo y sacaba de él una costilla teñida toda en
sangre del corazón, principio y savia de la existencia. La herida era profunda, mas
de carne nueva y quedó sanada.
«Dispuso la visión creadora y modeló la costilla con sus manos y de ellas salió
una criatura semejante al Hombre, diferente sexo, y tan en extremo hermosa que
cuanto en el mundo me había parecido bello, dejó de serlo tal desde aquel
instante, o más bien lo contemplé cifrado en ella y en el encanto de sus ojos; los
cuales llenaron mi corazón de un suave deleite que antes no había sentido, y
esparcieron en todo cuanto la rodeaba el espíritu del amor y el más delicioso
anhelo. A poco desapareció, privándome de su luz, y desperté y corrí en su
busca, resuelto a hallarla o a lamentar su pérdida para siempre y renunciar a toda
otra felicidad. Y cuando menor era mi esperanza, hela nuevamente a corto trecho
de allí, conforme se me había en el sueño aparecido, revestida de todas las
seducciones que tierra y cielo podían juntar para hacer su beldad más
interesante. Llegóse a mí llevada por su creador celestial, que aunque invisible,
con su voz, la dirigía habiéndola impuesto ya en los deberes de la santidad
nupcial y en los ritos del matrimonio. La gracia acompañaba sus pasos, y el cielo
reverberaba en sus ojos, y la dignidad y el amor presidían a todos sus
movimientos. Enajenado de júbilo no pude menos de exclamar así:
«Esta vez colmas mis deseos. Cumpliste ya tu promesa, bondadoso Señor,
dispensador de todos los bienes, y de éste en especial, el mayor don que has
podido hacerme. ¿Cómo no me lo envidias? Ya veo el hueso de mis huesos, la
carne de mi carne: en ella me veo a mí. Mujer es su nombre; del Hombre ha sido
sacada; y por esta causa, el Hombre, dejará a su padre y a su madre para unirse
con su mujer; y ambos serán una misma carne, un mismo corazón y una sola
alma.»
«Ella me oyó; y aunque impulsada hacia mí por una fuerza divina, la inocencia, el
pudor virginal, su virtud, la conciencia de su dignidad, que ha de ser requerida
antes de conquistada, que no es fácil ni espontánea, sino retraída y cauta, para
que su incentivo sea mayor, en suma, la naturaleza, bien que exenta de todo
pensamiento pecaminoso, tan poderosamente obró en ella, que al verme se retiró.
Yo la seguí; ella, poseída del sentimiento del honor, con majestuosa
condescendencia, aprobó la demostración de mi solicitud; y la conduje al lecho
nupcial, arrebolado su rostro con el carmín de la aurora. Los cielos todos, las
favorables constelaciones, marcaron aquella hora con su más benigna influencia;
congratulóse la tierra; estremeciéronse de gozo sus colinas; las aves gorjearon
alborozadas, y el fresco ambiente, y los bullidores céfiros difundieron la nueva
entre los bosques, derramando sus alas las rosas y perfumes que habían libado
en las aromáticas florestas; hasta que la enamorada avecilla de la noche cantó
aquel himeneo, y dio prisa a la estrella de la tarde, para que iluminando la cima de
su colina, encendiese la nupcial antorcha.
«Te he dicho, pues, lo que pasó por mí; mi historia te hará ver la felicidad terrestre
de que disfruto. Confeso que todo me causa placer aquí, pero un placer que,
anhelado o involuntario, ni excita en mí cambio alguno, ni produce mayor deseo,
como me sucede con la delicada sensación que comunican a mi paladar, a mi
vista, y a mi olfato los frutos, las plantas, y las flores, y lo agradables que me son
el paseo y el melodioso cántico de las aves. Enajenado con cuanto veo,
enajenado con cuanto toco, nada es sin embargo comparable con la pasión que
experimenté por primera vez. ¡Qué conmoción tan extraña! En todos los demás
goces me reconozco superior dueño de mí mismo; en éste solamente, en el poder
fascinador que sobre mí ejerce el encanto de la belleza, cedo a la debilidad; y
bien porque mi naturaleza no sea bastante fuerte para oponer resistencia a su
seducción, bien porque en la merma de mi costado haya perdido más de lo
necesario, es lo cierto que esa belleza tiene en sí demasiados atractivos, siendo
en su exterioridad tan perfecta, aunque interiormente no lo sea tanto. No se me
oculta, que atendido el fin primordial de la Naturaleza, la excelencia del espíritu y
de las facultades internas es evidente su inferioridad, y que aun considerada en
sus formas, se asemeja menos a la imagen del Creador que nos hizo a
entrambos, y no corresponde al sello de predominio que llevamos sobre las
demás criaturas; pero cuando contemplo de cerca su beldad, me parece tan
seductora, tan acabada en sí misma, que su menor deseo, su menor palabra,
juzgo que es lo más cuerdo, lo más virtuoso, lo más discreto, y lo mejor que
ocurrirse puede. La ciencia más sublime se da ante ella por vencida; el menor
razonamiento al lado suyo queda desconcertado y acaba por parecerme un
desvarío; síguenla ciegamente la autoridad y la razón, como si hubiera sido ella
formada la primera, y no después que yo y accidentalmente: en suma, y para
decirlo de una vez, en ella moran y ejercen su supremo imperio la majestad del
alma y la nobleza, que la rodean con la aureola del respeto, como custodios
angelicales.»
A esto con severo semblante replicó el Ángel: «No acuses a la Naturaleza, que ha
hecho cuanto en su mano estaba. Haz tú lo propio, y no desconfíes de la
sabiduría que no ha de abandonarte mientras tú no te apartes de ella en el
momento de necesitarla más, y mientras no des exagerada importancia a lo que
la merece menos, como por ti mismo lo puedes ver porque ¿qué es lo que tanto
admiras?; ¿qué es lo que de tal modo te enajena? La belleza es sin duda digna
de tu afecto, de tu respeto y de tu amor, mas no de rendimiento tan absoluto.
Compárate con ella, y estímate en lo que vales, que a veces nada es tan
provechoso como esa estimación de sí mismo bien entendida y puesta en sus
justos y razonables límites. Cuanto más procures conocerte a ti, más se
persuadirá ella de tu superioridad, y menos se sobrepondrán a la realidad las
apariencias. Dios la hizo seductora para que te inspirase mayor agrado, y al
propio tiempo majestuosa para que la honrases con tu amor, que si no procede
con cordura tardará poco ella en comprenderlo. Pero cuando el deleite de los
sentidos, que sirve para la propagación de la especie, absorbe todos los demás
placeres, debe reflexionarse que ese mismo deleite se ha concedido a los
irracionales, los cuales no participarían de él si fuese digno de avasallar el alma
humana y de que preponderase en ella esta pasión. Sigue amando los encantos,
la ternura, la discreción que hallas en tu compañera; ámala en este sentido, pero
no con pasión, porque no consiste en ella el verdadero amor. El amor purifica el
pensamiento y engrandece el corazón; lleva a la razón por guía: préciate de
juicioso; sirve de escala para remontarse hasta el amor celeste, y no se mancha
con el deleite de la carne; por esto no ha sido sacada tu compañera de entre las
bestias irracionales. Al oír esto, repuso Adán medio avergonzado: «No es su
extrema belleza, aun siendo tan seductora, ni el deseo de la procreación, común a
todos los seres (pues tengo más alta idea del lecho nupcial, que miro con
misterioso respeto) lo que me enamora en ella, sino la gracia impresa en todas
sus acciones, los mil y mil donaires con que acompaña cuanto dice y cuanto hace,
y su amorosa y dulce condescendencia; señales, evidentes todas, de la unión que
reina en nuestras almas hasta hacer una sola de ambas, y de la armonía en que
vivimos los dos esposos, más agradable que la del más armonioso son a nuestros
oídos. No es esto lo que me subyuga (nada te oculto de lo que pasa en mí); no
estoy ofuscado, porque mis sentidos perciben los objetos conforme a su variedad
y a la influencia que ejerce cada uno; me conservo libre para dar la preferencia a
lo mejor y para decidirme por lo que prefiero. Tú no me vedas que ame; al
contrario, me dices que el amor nos sublima al cielo, y que es quien allá nos
encamina y guía. Pues bien, permíteme que te pregunte ahora: ¿no aman los
espíritus celestiales? Y, ¿cómo expresan su amor? ¿Contemplándose únicamente
o por medio de una irradiación mutua, o de un contacto, bien sea virtual, bien
inmediato?»
A lo que con celestial semblante, que animaba el sonrosado carmín propio del
amor, contestó sonriendo el Ángel: «Bástete saber que somos felices, y que sin
amor no hay felicidad. Ese puro, aunque corpóreo deleite de que disfrutas, porque
tú has sido creado puro, nosotros lo gozamos en sumo grado; no hallamos
embarazo alguno en las partes de nuestro cuerpo. Si los espíritus se acercan, se
confunden totalmente.
más que el aire con el aire, aunándose la pureza de sus esencias, y no viéndose
en la precisión de juntar la carne con la carne y el alma con el alma. Y ya no
puedo retrasarme más: el sol se aleja, trasponiendo el Cabo Verde de la tierra y
las islas Hespérides, que es la señal de mi partida. Persevera en el bien, sé feliz y
ama; ama sobre todo a Aquel que cifra el amor en la obediencia, y no olvides su
mandamiento. Cuida que la pasión no extravíe tu juicio, ni te induzca a hacer
nada de lo que repugna a una voluntad libre. En tu mano tienes tu felicidad o
desgracia y la de tus hijos; y así procede con gran cautela. En tu perseverancia
nos complaceremos no sólo yo sino todos los bienaventurados. Mantente firme;
que de conservarte en tu actual estado o para siempre perderlo, tú eres
exclusivamente árbitro y responsable; y pues Dios te ha hecho perfecto cuanto es
menester para que no necesites de ayuda extraña, rechaza toda tentación que te
aleje de tu obediencia.»
Levantóse el Angel al decir esto, y Adán lo despidió mostrándole su gratitud en
estos términos: «Pues ya es forzosa tu ausencia, ve en paz, huésped celestial,
divino nuncio de Aquel cuya soberana bondad adoro. ¡Cuán complaciente, cuán
amoroso has estado para conmigo! El honor que me has dispensado te
agradecerá siempre mi memoria. Sigue siendo el protector y amigo del género
humano y visítame con frecuencia.»
Y de esta suerte se separaron en la umbría floresta el Angel volviendo al cielo, y
Adán entrándose en su morada.
NOVENA PARTE
ARGUMENTO
Después de explorar Satán la tierra con la más maligna intención, vuelve de
noche al Paraíso introduciéndose en forma de vapor acuoso en el cuerpo de la
Serpiente que yacía dormida. Salen Adán y Eva al amanecer para continuar su
trabajo, el cual propone Eva que se divida dirigiéndose cada cual a distinto punto;
mas Adán no lo aprueba, alegando el peligro que podían correr, y temeroso de
que el enemigo contra quien ya estaban prevenidos, no sedujese a Eva al hallarla
sola. Picada ella de que no la creyese bastante cuerda o bastante fuerte, insiste
en que se separen, deseando además dar pruebas de su firmeza. Cede por fin
Adán; la Serpiente halla sola a su Esposa; acércase cautamente; empieza por
contemplarla; le dirige la palabra, y con lisonjeros encarecimientos la declara muy
superior a todas las demás criaturas. Admirada Eva de oír hablar a la Serpiente le
pregunta cómo ha adquirido aquella facultad humana, y la inteligencia de que
carecía antes; la Serpiente responde que habiendo probado el fruto de cierto árbol
que allí existía, ha adquirido a un mismo tiempo la palabra y la razón, de que
hasta entonces no había gozado. Ruégale Eva que la conduzca adonde está el
árbol, y al verlo reconoce que es el de la ciencia prohibida; pero más alentada ya
la Serpiente, la induce con mil instancias y artificios a que pruebe el fruto, y
hallándolo de un sabor delicioso, reflexiona un momento si debe o no
participárselo a Adán; pero al cabo va a presentárselo y le refiere lo que la ha
decidido a comer de él. Queda al pronto consternado Adán; pero considerando
que su esposa está perdida, resuelve, llevado de su vehemente amor, perecer
con ella, y atenuando su falta, come también del mismo fruto. Efectos que ambos
experimentan. Procuran encubrir su desnudez, y acaban por reconvenirse y
acusarse mutuamente.
Cesen ya las pláticas que Dios o un ángel, huésped del Hombre, sostenían
familiarmente con él, como con un amigo, dignándose de sentarse a su lado, de
compartir con él su campestre mesa, y de permitirle discurrir sencillamente sin
mostrarse con él severo. Una trágica catástrofe sucederá a esta escena:
insensata desconfianza, monstruosa infidelidad, desobediencia y rebelión por
parte del Hombre; por parte de Dios, de tal manera olvidado, desvío y profundo
disgusto, indignación, justísimo rigor y terrible sentencia, que trajo sobre el mundo
un cúmulo de males, el pecado y la muerte que le acompaña, y la miseria
precursora de la muerte; enojoso empeño, pero asunto no menos sublime y más
heroico que la cólera del inexorable Aquiles persiguiendo a su enemigo tres veces
fugitivo alrededor de las murallas de Troya, y que el furor de Turno al verse
privado de Lavinia, su prometida esposa, y la ira de Neptuno y de Juno, tan
pertinaz contra los griegos y contra el hijo de Citerea. Y no me será difícil
remontar mi canto a tal altura, si logro el auxilio de mi celeste protectora, que sin
ser llamada acude a mí todas las noches, y me dicta entre sueños, o me inspira
fáciles rimas en que yo no había pensado.
Largo tiempo ha que por vez primera elegí este asunto para un canto heroico,
pero comencé ya tarde. La naturaleza no me ha dado facilidad para pintar guerras
que hasta aquí se han contemplado como el único argumento para la poesía
heroica: ¡sublime aspiración realzar a fuerza de largos y repugnantes desastres,
hazañas de fabulosos caballeros en batallas también supuestas, y no consagrar
un solo canto a la verdadera fortaleza, a la paciencia y heroicidad de los mártires;
describir evoluciones y juegos, vistosas empalizadas, escudos relumbrantes de
empresas, y blasones bridones encubertados, arneses bordados de oro, y
arrogantes jinetes entrando en las justas y en los torneos; y luego la suntuosidad
de los banquetes servidos en magníficos salones por numerosos pajes y
escuderos; primores artificiosos y rutinarios, que no pueden dar justo y heroico
renombre ni al autor ni a su poema! Pero a mí, que no he puesto mi arte en el
estudio, en estas cosas se me ofrece argumento más sublime, bastante por sí
solo a granjearme alta reputación, a no ser que la tardanza del tiempo, el hielo del
clima o el de mis años entorpezca mis ya rendidas alas; y no podría menos de
suceder así, si esta obra fuese exclusivamente mía y del nocturno numen, que
sugiere sus cantos a mis oídos.
Hundíase el Sol en el Océano, y con él desaparecía la estrella de Héspero, cuyo
oficio es llevar el crepúsculo a la tierra.
Sirviendo de medianera entre el día y la noche. Del uno al otro extremo del
hemisferio extendía ésta su velo en torno del horizonte, a tiempo que Satán, a
quién Gabriel había intimidado con sus amenazas y expulsado del Edén, más
diestro ahora en su falacia y malignidad, y más ansioso de la perdición del
Hombre, a pesar de que él también a mayor castigo, sin temor se exponía alguno,
resolvió penetrar de nuevo en aquellas regiones. Era de noche cuando emprendió
el vuelo; a la mitad de ella había acabado de dar la vuelta a la tierra, porque
evitaba el día desde que Uriel, que regulaba el movimiento del Sol, lo descubrió al
entrar en el Edén, y previno contra sus intentos a los querubines que lo
aguardaban. Así expulsado y poseído de mortal angustia, siete noches
consecutivas anduvo rodando entre las tinieblas: tres veces recorrió la línea
equinoccial, y cuatro, atravesando los coluros, cruzó por el carro de la noche de
polo a polo. A la octava noche volvió al Paraíso, y en la parte opuesta a la que
guardaban los querubines, descubrió una entrada furtiva, que ellos no conocían,
Había allí un lugar (ya no existe, y de esta novedad no fue causa el tiempo, sino el
pecado), donde el Tigris se precipita en una profunda sima al pie del Paraíso,
refluyendo parte de sus aguas hasta formar una fuente junto al árbol de la vida.
En aquel precipicio se arrojó Satán, arrastrado por el río, y entre el salto que sus
aguas daban subió al jardín, envuelto en su densa niebla Allí buscó un sitio donde
ocultarse. Había recorrido mares y tierras del Edén al Ponto Euxino y la laguna
Meótides, y más allá de las riberas del Obi, y descendió al polo Antártico,
cruzando al Occidente, desde el Orontes al Océano que se ve atajado por el istmo
de Darién, y luego a las regiones bañadas por el Ganges y por el Indo. Al
escudriñar así toda la tierra con minucioso examen y contemplar con profunda
atención todas las criaturas, para elegir la que mejor se prestase a sus intentos,
halló que la más astuta era la serpiente, y después de prolijas dudas y reflexiones,
se convenció de que en ninguna como en ella podría injertar su insidioso espíritu,
y en ninguna encubrir mejor sus siniestros odios a la más penetrante vista; porque
en la falsedad de la serpiente no había ardid que pareciese impropio, ni cabía
sospechar de su natural sutileza y malignidad, al paso que en los demás animales
cualquier acto superior a su rudo instinto hubiera podido parecer influencia y
sugestión diabólica. Esta fue al cabo su resolución; pero tales y tan desesperados
combates traía en su interior que prorrumpió en doloridos ayes, discurriendo así:
«¡Oh Tierra! ¡Cuán semejante eres al Cielo, por no decir superior y morada más
digna de los dioses, dado que has sido producto de una segunda creación, con la
cual se perfeccionó la antigua! Porque ¿hubiera Dios después de hacer una obra
perfecta, creado otra peor? ¡Oh terrestre cielo alrededor del cual giran otros que
brillan únicamente para comunicarte sus resplandores! Sólo para ti existen al
parecer, uno y otro astro, y en ti concentran los preciosos detalles de su sagrada
influencia. Así como en el cielo Dios es el centro que se difunde por dondequiera
así lo eres tú también con respecto a los demás orbes, que tienes por tributarios.
En ti que no en ellos aparecen todas las virtudes conocidas, que producen las
yerbas y las plantas, y la estirpe más noble de los seres animados de vida gradual
se crecen, sienten y raciocinan, dones todos cifrados en el Hombre. ¡Con qué
placer, si de algún placer fuese yo capaz, recorrería tus campos contemplando
esa deliciosa alternativa de colinas y valles, ríos, bosques y llanuras; tan pronto
tierras, tan pronto mares; aquí una ribera al pie de una selva, allá enormes rocas y
grutas y cavernas! Pero ninguno de esos lugares me ofrece mansión ni asilo, y
cuanto mayores son los encantos que me rodean, más grande es el tormento que
llevo dentro de mí, como si fuese yo el odioso objeto de sentimientos tan
encontrados. Toda dulzura se convierte para mí en veneno, y hasta en el cielo mi
suerte sería tristísima. Y no es que yo quiera vivir aquí, ni aun en el cielo, de no
imperar en él como soberano; porque no es la esperanza de llegar a condición
menos miserable la que me anima ahora, sino el deseo de hacer a otros tan
desdichados como lo soy yo, aunque redunde en mayor desventura mía; que lo
que únicamente halaga mi desasosegado anhelar es la destrucción. Si en efecto,
logro destruir, o que él propio labre su total perdición, al hombre para quien todo
se ha creado, todo ello lo acompañará en su ruina, como identificado que está en
su prosperidad o su infortunio. ¡Sea con su infortunio! ¡Perezca cuanto aquí
existe! De todas las potestades infernales, yo seré el único a quien quepa la gloria
de haber aniquilado en un día lo que El, el que se llama Omnipotente, ha
empleado en crear seis días y seis noches sin interrupción; y ¿quién sabe cuánto
tiempo empleara antes en concebirlo? Quizá no tuvo tal pensamiento hasta que
yo, en una sola noche, libré de oprobiosa servidumbre casi a la mitad de los que
llevan el nombre de ángeles, reduciendo en proporción la multitud de sus
adoradores. En venganza de esto, sin duda, y para reponer sus legiones así
mermadas, fuese por haber desmerecido de aquella antigua virtud que poseyó al
crear los ángeles si fueron creación suya, fuese para humillarnos más, determinó
suplir nuestra falta con un ser formado de tierra, elevándole desde tan vil
extracción hasta el punto de concederle nuestra dignidad celeste. Como lo
resolvió, lo llevó a cabo; y formó al Hombre, y para él labró todo este magnífico
mundo, y le dio por mansión la tierra, proclamándolo rey de ella; y ¡oh indignidad!
puso a su servicio las alas de los serafines, y por custodios suyos espíritus de
fuego, obligados a desempeñar este terrestre ministerio.
«Temeroso de su vigilancia, y con el fin de eludirla, me he envuelto en los
nebulosos vapores de la noche, y deslizándome cautelosamente entre estos
matorrales, buscando una serpiente adormecida para introducirme entre sus
escamas, y ocultarme, y ocultar mis tenebrosos planes. ¡Oh indigna degradación!
¡Yo, que he lidiado contra los dioses, queriendo sublimarme sobre todos ellos,
verme obligado ahora a transformarme en un reptil, a identificarme con su
asqueroso cieno, y embrutecer así la pura esencia que aspiraba al más excelso
grado de la divinidad! Pero ¿a qué extremo no son capaces de descender la
ambición y la venganza? El ambicioso, para lograr su fin, debe rebajarse tanto
como ha pretendido elevar sus miras, y por encumbrado que esté, humillarse
hasta los mas viles empleos. La venganza tan dulce a primera vista, ¡qué amarga
es al fin, pues que recae en el vengativo! Pero no importa: recaiga en mí, con tal
que descargue el golpe donde lo asesto; y ya que no puede alcanzar al que está
más alto, hiera al menos al que provoca más inmediatamente mi envidia, a ese
nuevo favorito del cielo, al Hombre formado de barro, hijo del despecho, a quien,
para mayor afrenta nuestra, sacó su Hacedor del lodo. No haya más: a ese
ensañamiento se responde con la misma saña.»
Esto dijo; y rastreando por entre la maleza ya húmeda, ya árida, en forma de
negro vapor, prosiguió su nocturna excursión por los sitios donde más fácilmente
diera con la serpiente, hasta que la descubrió adormecida, enroscada en la
multitud de sus complicados pliegues, y en medio su cabeza llena de astutas
maquinaciones. No estaba oculta en la siniestra sombra de horrible caverna, sino
durmiendo tranquila, ni temerosa, ni terrible, sobre la espesa hierba. Introdújose el
demonio por su boca, y apoderándose de su brutal instinto, de su corazón, de su
cabeza, impregnó en todo su ser su activa inteligencia, mas sin turbar su sueño, y
esperando la llegada de la mañana.
Cuando la sagrada luz comenzó a alborear en el Edén, sobre las húmedas flores,
y a exhalar éstas su matinal incienso, cuando todos los seres que respiran elevan
al Criador su silencioso homenaje, desde el grande altar de la tierra, con el aroma
que le es tan grato, salieron de su mansión nuestros primeros padres y unieron la
plegaria de sus labios al coro de las criaturas que carecían de voz; y terminada su
oración, recreándose unos instantes con la dulzura del ambiente que el aire les
enviaba, acordaron el medio de adelantar en sus incesantes trabajos, los cuales
requerían mucho más de lo que ellos dos podían hacer en tan vasto terreno; y así
ocurriósele a Eva decir a su esposo:
«Adán, no debemos aflojar en el cultivo de este jardín, sino cuidar de sus plantas,
yerbas y flores, que es la agradable tarea que se nos ha impuesto; pero hasta que
vengan más brazos en nuestra ayuda, la obra será menor que el trabajo, y cada
vez más desproporcionada a la exuberancia con que crece todo. Las ramas que
podamos por superfluas, que enderezamos o sujetamos durante el día, en una o
dos noches brotan de nuevo y frustran todos nuestros afanes. Quisiera, pues, que
para remediarlo, me dieses algún consejo, u oye el que de pronto se ocurre a mi
imaginación. Dividamos nuestro trabajo; elige tú el sitio que mejor te parezca, o
dedícate a lo que más urgente contemples, ya cubriendo de madreselva esta
enramada, ya dirigiendo la yedra a las plantas con que deba unirse, mientras yo,
alejándome por aquel lado, iré enderezando los tallos de las rosas mezcladas con
los mirtos, en lo cual me ocuparé hasta el mediodía. Porque si seguimos corno
hasta aquí, trabajando siempre uno al lado del otro, ¿cómo hemos de evitar,
viéndonos juntos, que la distracción de una mirada, de una sonrisa, de la
conversación a que da lugar un objeto nuevo, interrumpa nuestra ocupación a
cada paso y la haga cundir tan poco, que aunque comenzada muy de mañana,
esté sin terminar a la hora de la comida?»
A lo que con cariñosas palabras replicó Adán: «¡Eva mía, mi única compañera de
todas las criaturas vivientes, la que más amo, sin comparación alguna! Bueno es
tu intento; acertadamente discurres sobre lo que debemos hacer para el mejor
desempeño de la tarea que nos ha impuesto el Señor aquí; y no puedo menos de
alabar tu celo, porque nada más recomendable en la mujer que el estudio que
pone en sus quehaceres y en procurar que su esposo trabaje también con fruto.
Pero el mandato de Dios no es tan riguroso que nos vede el descanso
indispensable, ora se invierta en alimentar el cuerpo o en pláticas sabrosas, que
son el alimento del espíritu, o en la dulce distracción de una mirada, de una
sonrisa, placeres concedidos a nuestra razón y negados a los brutos, porque son
la expresión de nuestro amor, que no debe considerarse como el fin menos noble
de nuestra vida; así que, no nos ha destinado Dios a un trabajo penoso, sino al
que puede proporcionarnos aquel gusto que es inseparable de la razón. Unidas
nuestras manos, no dudes que dejarán fácilmente expeditas las enramadas y
veredas que frecuentamos en nuestros paseos, hasta que dentro de poco
tengamos otros brazos más jóvenes que nos ayuden. Si, después de todo, te
molesta el conversar tanto conmigo, consentiré en ausentarme por breve tiempo,
que la soledad es a veces, la compañía más agradable y una separación, aunque
corta, hace más dulce el placer de volver a verse. Un recelo, sin embargo, me trae
inquieto, el riesgo que puedes correr lejos de mí: porque ya sabes lo que se nos
ha advertido: sabes que envidioso de nuestra felicidad y desesperando de la
suya, un enemigo perverso está acechándonos para consumar nuestra perdición
y mengua, y que vigila no lejos de aquí, tal vez ansioso de realizar su anhelo y
aprovechar la ventaja de tenernos separados. Mientras estemos juntos no se
atreverá a acercarse, dado que en caso necesario, fácilmente nos podremos
prestar auxilio bien intente apartarnos de nuestra obediencia a Dios, bien
perturbar nuestro conyugal amor, que de todas nuestras venturas es quizá la que
más envidia. Sea pues éste su intento, sea que abrigue otro mas funesto, no te
alejes de quien te ha dado la vida, de quien te ampara y protege aún. La mujer
que se ve amenazada de algún peligro o de algún menoscabo en su honra, halla
su segura confianza en el esposo, que la defiende y se hace participante de todas
sus desgracias y sinsabores.»
Eva con inocente dignidad, mas con severa dulzura, propia de quien ama y se
siente contrariado, prosiguió así: «¡Hijo del cielo y de la tierra, señor de la tierra
toda! Bien sé que tenemos un enemigo que solicita nuestra ruina. Ya me has
informado de esto, y lo he oído además de boca del Angel al despedirse, desde la
sombría estancia en que me oculté, regresando precisamente a la caída de la
tarde, cuando se cierran los cálices de las flores. Pero ¡sospechar de mi fidelidad
para con Dios y para contigo, sólo porque un enemigo intenta ponerla a prueba!
Nunca supuse en ti semejante duda. ¿Por qué temer tanto su violencia, si
inaccesibles a la muerte y a las penalidades, hemos al cabo de preservarnos de
ellas, y aun rechazarlas cuando necesario fuere? Y si lo que verdaderamente
temes es su astucia, ¿qué recelo tienes de que venza ni seduzca mi
inquebrantable fidelidad ni mi amor sincero? ¿Cómo han podido albergarse en tu
corazón tales sentimientos? ¿Cómo pensar tan desfavorablemente de la que
tanto amas?»
A lo cual, tratando de persuadirla, contestó así:
«Hija de Dios y el Hombre, inmortal Eva, porque tal eres, pura de todo pecado y
mancha: si pretendo persuadirte a que no te alejes de mi vista, no es por
desconfianza que de ti tenga, sino para evitar las asechanzas con que nos
persigue nuestro enemigo, porque el seductor, aunque trabaje en vano, siempre
deja alguna mancha en aquel a quien solicita, dando a entender que su entereza
no es tal que pueda resistir a la tentación. Tú misma te enojarías y mostrarías tu
indignación contra semejante ultraje, aunque resultase sin efecto; y así no
interpretes mal el deseo que tengo de preservarte a ti sola de esta ofensa, pues
contra los dos a la vez, bien que su audacia sea grande, no la dirigiría; y si a tanto
se atreviese, a mí me acometería primero. Ni son para menospreciadas su astucia
y perversidad, que poderosas deben ser cuando logró seducir a los ángeles. No
juzgues pues inútil mi auxilio. Al influjo de tus miradas, crecerán en mí todas las
virtudes; tu presencia me inspirará más cordura, más previsión, más fuerza, si
fuese preciso recurrir a ésta, porque la humillación de verme ante ti vencido
redoblaría mi vigor al más indecible extremo. ¿Por qué mi presencia no ha de
producir en ti un sentimiento igual, ni qué testigo mejor de esta prueba de
entereza a que estás resuelta y del triunfo de tu virtud?»
Celoso de lo que tanto le interesaba, expresaba así Adán su conyugal amor; pero
atribuyéndolo Eva a desconfianza de su firmeza, le replicó de nuevo, dulcificando
su voz: «Si nuestro estado es tal, que hemos de vivir incesantemente estrechados
por un enemigo violento o pérfido, y si estando separados no hemos de ser cada
cual bastante a defendemos, ¿qué tranquilidad nos espera en medio de tan
continuo sobresalto? El castigo no puede preceder al pecado: al tentarnos ese
enemigo, nos ultraja ciertamente poniendo en duda nuestra integridad, pero de la
duda no resulta infamia para nosotros, sino descrédito para él. ¿Por qué pues
temerle y huirle tanto? Doble honor será, por el contrario, para nosotros
desbaratar sus maquinaciones, y granjearnos así nuestra paz interior, y
juntamente el favor del cielo, testigo de nuestra resistencia. ¿Será bien culpar a
nuestro sabio Creador de habernos hecho felices tan a medias, que ni juntos ni
separados contemos con seguridad alguna? Poco apetecible sería ventura
semejante; y, de estar expuestos a un peligro como éste, no merece nuestro Edén
tal nombre.»
A lo que con mayor vehemencia contradijo Adán en estos términos: «Mujer, Dios
lo hizo todo perfecto, que así lo dispuso su voluntad. Nada salió imperfecto ni
defectuoso de sus manos creadoras, y mucho menos el hombre y cuanto puede
asegurar su felicidad, preservándolo de toda fuerza exterior, pues aunque lleva
consigo el peligro, lleva también los medios de evitarlo. Contra su voluntad ningún
mal puede inferírsele, y esta voluntad es libre, como lo es cuanto obedece a la
razón. Esta razón, por otra parte obra con rectitud, pero Dios la manda que esté
siempre vigilante y sobre sí, para que no dejándose deslumbrar por una engañosa
apariencia de bien se incline al error, y extravíe a la voluntad de manera que ésta
incurra en lo que Dios expresamente tiene prohibido. No es, pues, la desconfianza
sino es ternura del amor la que nos prescribe a mí que vele por ti, y a ti que veles
por mí igualmente. A vueltas de toda muestra firmeza posible es que nos
perdamos, porque no es imposible que cegándonos nuestro enemigo con
engaños artificiosos, se olvide la razón de la vigilancia a que está obligada y nos
induzca en inadvertido yerro. No te expongas a la tentación; vale más evitaría, lo
cual más fácilmente conseguirás si no te apartas de mí; pero el peligro vierte sin
ser buscado. Pretendes dar pruebas de tu constancia: dalas antes de tu
obediencia. ¿Quién testificará de tu triunfo si no ha presenciado nadie tu
combate? Pero si presumes que en el imprevisto trance saldremos más airosos
de lo que parece estando unidos, ya vas advertida; aléjate, porque permanecer
aquí a la fuerza sería tanto como estar ausente. Aléjate con tu nativa inocencia y
cobra fuerzas de tu virtud; empléala toda; y pues Dios ha hecho con respecto a ti
lo que debía, haz tú también lo que debes.
A estas razones del patriarca del género humano, insistió Eva en replicar; y
aunque sumisa, dijo por fin: «Iré, pues, con tu permiso, y sobre todo alentada por
la razón que has indicado últimamente; que en un trance imprevisto, quizá nos
hallaríamos menos preparados estando juntos. Iré ya más animosa, y sin el recelo
de que tan fiero enemigo comience desde su agresión por la parte más débil; y si
tal intentase, sería doblemente vergonzoso su vencimiento.»
Y diciendo esto, retiró suavemente su mano de entre las de su esposo, y como
una ninfa de las selvas o dríada, o del séquito de Diana, se encaminó con ligera
planta hacia el bosque, sobrepujando en gentileza y gracia a la misma diosa de
Delos, bien que no fuese como ella armada de arcos ni flechas, sino de
instrumentos apropiados al cultivo de los jardines no pulidos aún por el arte ni por
la acción del fuego, y tales como los ángeles se los habían suministrado.
Asemejábase en su atavío a Pales o Pomona, a Pomona huyendo de Vertumno y
a Ceres, virgen aún antes de tener fruto de Júpiter en Proserpina. Veíala Adán
alejarse contemplándola encantado, y fija su ardiente mirada en ella; hubiera sin
embargo preferido tenerla a su lado. Una y otra vez la advirtió que regresase en
breve, y otras tantas prometió ella volver a su morada al acercarse el mediodía,
para disponer lo conveniente a la comida de aquella hora y entregarse luego al
reposo.
¡Oh desdichada Eva! ¡Qué amargo desengaño, qué humillación te espera antes
de tu imaginado regreso! ¡Oh infame crimen! Desde este momento no hallarás ya
en el paraíso ni dulces manjares ni grata tranquilidad. Un lazo te está aguardando
oculto entre esas risueñas flores y entre esas sombras, donde el odio infernal se
prepara a interceptarte el camino y arrebatarte tu inocencia, tu ventura y tu
fidelidad.
Y era así, que desde los primeros albores de la mañana había salido el Enemigo
de su escondrijo, disfrazado bajo la apariencia de una serpiente, y con la
esperanza más que probable de hallar a los dos únicos representantes del género
humano, que en realidad equivalían a todo éste; y eran el anhelado objeto de su
venganza. Recorre florestas y descampados, todos los lugares en que el ramaje
forma alguna espesura y ofrece sitios más deliciosos y retirados; los busca en las
márgenes de las fuentes y en la frescura de los arroyos y las umbrías, pero desea
sobre todo hallar a Eva separada de su esposo, aunque no abrigaba la menor
esperanza de conseguir tanta ventura; cuando de pronto, realizándose una y otra,
la descubre completamente sola, velada por una fragante nube. Divisábasela a
medias entre el espeso valladar de encendidas rosas, que en torno la rodeaban,
ocupándose en enderezar los delgados tallos de las flores, que aunque
ostentaban en toda su viveza brillantes colores de púrpura y azul matizados de
oro, se inclinaban lánguidas bajo su peso; y ella las sostenía graciosamente
enlazándolas con mirto, descuidada a la sazón de sí misma, flor más delicada y
bella que todas las otras, necesitada también de su natural apoyo, del cual estaba
tan lejos, cuando cercana la tempestad que la amenazaba. Allí, a poca distancia,
por entre las sombrías calles que formaban los más empinados árboles, los
cedros, los pinos y las palmeras, la acechabil la Serpiente ya acercándose
resueltamente a ella, ya ocultándose y volviendo a aparecer, resguardada por la
frondosidad del ramaje y las flores que había Eva plantado por su propia mano:
pensil más encantador que los fabulosos jardines del resucitado Adonis, o los del
famoso Alción, huésped del hijo del viejo Laertes, y más delicioso que los no
fingidos, sino verdaderos, donde el rey, sabio por excelencia, se solazaba con la
bella esposa que debía al Egipto.
Admirado contemplaba Satán aquel lugar, y mucho más la persona de Eva.
Hallábase como el que encerrado largo tiempo en una ciudad populosa, cuyas
apiñadas chimeneas y fétidos vapores vician el aire, sale una mañana de estío a
respirar ambiente más puro en una granja campestre, halagado por el olor de las
mieses, de las eras y de los establos, y por el aspecto y bullicio de los campos; y
si por dicha acierta a pasar una beldad virginal, graciosa como una ninfa, todo lo
que le rodea adquiera por ella mayor encanto, como si en sus ojos se cifrase todo
aquello que lo enajena. Este mismo placer experimentó la Serpiente al contemplar
aquel florido vergel, dulce retiro de Eva en medio de la soledad de la mañana. Su
celestial belleza es la de un ángel aunque, más delicada como de mujer al fin; su
graciosa inocencia, cada ademán y hasta el menor de sus movimientos
desconciertan la infernal malicia, y como que la arrebatan algo de la feroz
intención que antes la animaba. Así permaneció el malvado unos momentos
enajenado del mal que era su esencia y estúpidamente entregado al bien que por
entonces le libraba de su enemistad y perfidia, de su odio, de su envidia y de su
venganza; mas el fuego del infierno, que interiormente le abrasaba como le
hubiera abrasado aun en el cielo, le sacó en breve de su delicioso éxtasis,
atormentándole tanto más, cuanto mayor era la felicidad que allí se respiraba, y
de que él estaba privado para siempre; lo que renovándose su furioso encono, y
entregándose de nuevo a su perversa intención, se complacía en discurrir así:
«¿Adónde me llevas pensamiento? ¿Qué dulce impulso es éste con que me
enajenas, hasta el punto de hacerme olvidar el fin con que aquí he venido? No ha
sido el amor, sino el odio; no la esperanza de trocar el Infierno en Paraíso, ni la de
gozar de ningún placer, sino la de destruir todo goce, excepto el que consiste en
la destrucción, pues los demás son para mí extraños. No he de malograr pues la
ocasión que ahora me sonríe. Encuentro sola a la mujer, que será dócil a mis
sugestiones; mis ojos, de tanta penetración dotados, no alcanzan a ver a su
esposo, de cuya superior inteligencia es bien que me recate, porque su fuerza, su
altivo denuedo y sus heroicos miembros, aunque formados de deleznable tierra, le
hacen un competidor temible. El además es invulnerable, y yo no; que a tal bajeza
me ha traído el infierno, y tanto me han hecho mis dolores desmerecer de lo que
era en el cielo. Y ¡qué hermosa, qué divina creación es la mujer! ¡Cuán digna es
del amor de los dioses, y cuán poco terrible; por más que sean terribles el amor y
la hermosura cuando no son objeto de un odio más poderoso aún, doblemente
poderoso si sabe encubrirse con la máscara del amor! Esto, que ha de perderla,
voy a intentar ahora.»
Y con esta resolución, el enemigo del género humano introducido en el cuerpo de
la serpiente (¡fatal consorcio!), se dirigió hacia Eva, no arrastrándose por tierra y
enroscándose en sí misma, como después lo hizo, sino enhiesta sobre su cola,
base circular de múltiples anillos que se elevaban unos sobre otros, y que
creciendo cada vez más, formaban con sus escamosos pliegues un confuso
laberinto. Erguía su cabeza coronada por una cresta; brillaban sus ojos como dos
carbunclos; y alzando entre espirales círculos su cuello con mil vistosos
cambiantes de verde y oro, mecíase el resto de su cuerpo sobre la hierba. Nada
más bella y graciosa que su figura. Jamás se conocieron serpientes tan
seductoras, ni las que en lliria transformaron a Hermione y Cadmo, ni aquella en
que se convirtió el dios adorado de Epidauro, ni las que dieron su forma a Júpiter,
Ammón o a Júpiter Capitolino, unida la una a Olimpia, la otra a la que fue madre
de Escipión, gloria de Roma.
Movióse primero torcidamente, como el que acercándose a otro por temor de
importunarle, se vale de rodeos; como el diestro piloto que al llegar con su nave a
la corriente de un promontorio, inclina a un lado y otro el timón, y cambia las velas
según el viento. Así variaba la Serpiente de dirección, y con sus tortuosas
posturas y estudiados ademanes procuraba atraerse las miradas de Eva. pero
distraída ésta en su quehacer, aunque oía el movimiento de las hojas, no
prestaba atención al ruido, acostumbrada como estaba al jugueteo que por el
campo traían en su presencia todos los animales más dóciles a su mandato que a
la voz de Circe su rebaño transfigurado.
Más confiada ya la Serpiente, púsose delante de ella, sin esperar a que la
llamase, y quedó inmóvil de admiración; inclinó repetidas veces su prominente
cresta y su esmaltado y brillante cuello con sumisión cariñosa, lamiendo la tierra
en que había fijado Eva su planta, hasta que tantas mudas demostraciones
consiguieron por fin su efecto; y satisfecho Satán de haber llamado su atención,
valiéndose de la lengua de la serpiente, o por un mero impulso del aire en que iba
envuelta su voz, comenzó con insinuante astucia a tentarla así:
«No te maravilles de mí, reina del universo, cuando tú eres aquí la única
maravilla. No me rechacen con desdén esos ojos, que son todo un cielo de
dulzura, ni te ofendas de que yo me acerque a ti y no me sacie de contemplarte,
que yo solo soy, yo solo, el que no se ha dejado intimidar por tu majestuoso
aspecto, más majestuoso ahora en la soledad. ¡Oh imagen, la más perfecta de tu
perfecto Hacedor! Todos los seres vivientes se recrean en ti, gloríanse de ser
tuyos, y adoran enajenados tu celestial hermosura, cuyo poder es mayor a
medida que es objeto de admiración más universal. Y, ¡estar encerrada aquí en
este recinto agreste, en medio de salvajes brutos incapaces de contemplarte,
incapaces de apreciar todo lo bella que eres, a excepción de un hombre que te
acompaña! Y, ¿por qué ha de ser uno solo, cuando merecerías ser tenida por
diosa entre los dioses y adorada y servida por multitud de ángeles que a todas
horas te rodeasen?»
Con tan lisonjeras palabras dio principio a su discurso el Tentador, y halló desde
luego cabida en Eva; que aunque en extremo admirada de oír su voz, manifestó
su asombro diciendo así:
«¿Qué es esto? ¡El lenguaje del hombre y el pensamiento humano expresados
por la lengua de un bruto! Creía yo que a lo menos del primero estaban privados
los irracionales, habiéndolos Dios creado mudos e incapaces de articular todo
sonido; en cuanto al segundo, ya abrigaba yo dudas al notar que hay mucho de
discernimiento en sus miradas y en sus acciones. No ignoraba que tú, Serpiente,
eres el más sagaz de todos los animales campestres, más no sabía que
estuvieses dotada del habla humana. Repite, pues este milagro, y dime cómo
siendo muda has podido adquirir la palabra, y cómo de todas las criaturas que
diariamente se ofrecen a mi vista, eres la que conmigo te muestras más
afectuosa. Esto deseo saber, que bien lo merece semejante maravilla.»
«¡Reina de este hermoso mundo -contestó el pérfido seductor-, encantadora Eva!
Fácil me es hacer lo que ordenas, y justo que en todo seas obedecida. Era yo al
principio como los demás animales que pacen la hierba que van pisando; eran
mis instintos tan viles y terrestres como mi alimento, y fuera de éste o de la
diferencia de sexo, nada sabía discernir, ninguna cosa más alta se me alcanzaba.
Pero vagando acaso un día por el campo, acerté a descubrir a lo lejos un
hermosísimo árbol cargado de frutos, que resaltaban extraordinariamente por sus
colores de carmín y oro. Acerquéme para mejor contemplarlo, y sentí que de sus
ramas salía un delicioso perfume que excitaba el apetito, mas sabroso al olfato
que el olor del más dulce hinojo, o el de las ubres de la oveja y la cabra, llenas a
la caída de la tarde, de leche que no han mamado aún el cordero ni el cabritillo,
distraídos en su retozo. Con la impaciencia de satisfacer el ansia que en mí se
despertó, resolví gustar aquel bello fruto; estimulábanme el hambre y la sed,
poderosos incentivos, a comer una de aquellas manzanas, cuyo aroma me
incitaba tanto. Enrosqué mi cuerpo alrededor del musgoso tronco, pues para
alcanzar a sus ramas desde la tierra, es menester tu elevada estatura, o la de
Adán. Viéronme con envidia, poseídos de igual deseo, los animales que me
rodeaban, imposibilitados de hacer lo mismo; y llegado que hube a la mitad del
árbol, del que tan cercana pendía la seductora abundancia de aquella fruta,
arranqué, comí hasta la saciedad, y experimenté un placer que jamás había
hallado ni en las más gustosas plantas ni en las más cristalinas fuentes.
Satisfecho por fin, experimenté en mí un extraño cambio; iluminó la razón mis
facultades interiores; tardé poco en adquirir el habla, aunque conservando esta
misma forma; y desde entonces se elevó mi pensamiento a profundas y sublimes
meditaciones, y mi espíritu fue capaz de considerar todo lo que hay visible en el
cielo, en la tierra y en el aire, todo lo bello y bueno que en el mundo existe. Pero
todo lo bueno y lo bello está cifrado en tu divina imagen, junto todo en el celestial
destello de tu hermosura, a la cual nada hay que pueda igualarse ni compararse.
Ella es la que, aun a riesgo de serte importuno, me ha obligado a venir aquí para
contemplar y adorar a la que con tan justo derecho está proclamada como
soberana de las criaturas y señora del universo.»
Así habló la Serpiente poseída del maligno espíritu; y doblemente admirada y sin
cautela alguna, Eva le replicó así: «Serpiente, tus excesivas alabanzas me hacen
dudar de la virtud de ese fruto que has sido la primera en probar, mas dime:
¿dónde crece ese árbol? ¿Está muy lejos de aquí? ¡Hay tantos y tan diferentes
árboles puestos por Dios en el Paraíso que nos son todavía desconocidos! Con
tal abundancia se brindan a nuestra elección, que existen multitud de frutas que
no hemos tocado aún y que penden incorruptibles de sus ramas hasta que
nazcan otros hombres que se aprovechen de ellas, y otras manos que nos
ayuden a aligerar a la naturaleza de tanta fecundidad.»
Lo cual oído por la astuta Serpiente, se apresuró, llena de júbilo a responder. «El
camino, gran señora es fácil y nada largo. Al otro lado de una calle de mirtos, en
una plazoleta y junto a una fuente, pasado un bosquecillo de balsámica mirra lo
encontraremos; por lo que si aceptas mi compañía, te conduciré en seguida».
«Condúceme», dijo Eva. Y sin más tardanza se aprestó a hacerlo la Serpiente,
arrastrándose con tal rapidez, que su encorvado cuerpo parecía derecho: tan
pronta estaba para la maldad. Incítala la esperanza, y brilla su cresta de alegría;
como el fuego errante, formado de untuosos vapores, que condensa la noche y
sostiene el frío, que con el movimiento, produce llama y que animado, según
dicen, por un espíritu maligno, girando y despidiendo falaces fuegos, engaña y
extravía al caminante nocturno, llevándolo por bosques y pantanos, hasta que tal
vez lo precipita en un lago, donde se ahoga privado de todo auxilio. Así brillaba el
traidor enemigo, conduciendo engañoso a Eva, nuestra crédula madre, hacia el
árbol prohibido, origen de todos nuestros males, la cual así que lo vio, dijo a su
guía:
«Serpiente, hubiéramos podido ahorrarnos de venir hasta aquí, diligencia para mí
infructuosa, bien que sea tal la abundancia de estos frutos. Admirable es sin duda
y si tales efectos producen, guarda su virtud para ti, que nosotros no podemos
gustar de ellos, ni tocar a ese árbol. Dios nos lo ha prohibido, único mandamiento
que ha salido de sus labios por lo demás, vivimos siendo ley de nosotros mismos:
nuestra ley es nuestra razón.»
«¿Eso dices? -replicó astutamente el Seductor. ¡Dios ha mandado que no comáis
de todos los frutos de estos árboles, y os ha hecho señores de cuanto hay en la
tierra y en los aires!»
Y Eva que todavía no había pecado, contestó: «Podemos comer de los frutos que
llevan todos los árboles de este jardín, pero del que da ese hermoso árbol,
plantado en medio del Paraíso, ha dicho Dios: «No comeréis, ni llegaréis a él,
porque será vuestra muerte».
Y apenas oyó el Seductor esta breve respuesta, fingiendo gran celo y amor por el
Hombre, y profunda indignación por el agravio que se le hacía, apeló a un nuevo
recurso, y como luchando con el sentimiento que le agitaba, tomó al fin una
actitud tranquila, y el aire estudiado de quien se preparaba a tratar de un asunto
grave. Como cuando en Atenas, en la libre Roma, en tiempo en que florecía
aquella elocuencia que no ha vuelto a oírse, se presentaba un orador famoso,
encargado de una gran causa, y concentrándose en sí mismo, cautivaba antes de
hablar con sus movimientos y gestos al auditorio, y otras veces, para no
entretenerse en el exordio, prorrumpía desde luego en altos conceptos,
arrebatado por la fuerza de su razón o de la justicia; no de otro modo irguiéndose,
agitándose y levantándose a su mayor altura, con toda la vehemencia de su
pasión, exclamó el falso Tentador:
«¡Oh sagrada y sabia planta, dispensadora de la sabiduría y madre de la ciencia!
En mí siento ya la eficacia de tu poder, que ilumina mi mente, y no sólo me
permite discernir las cosas en sus primeras causas, sino los medios de que se
valen los agentes superiores, a pesar de su profunda sabiduría. Y tú, reina de
este universo no creas en esa terrible amenaza de muerte, que seguramente no
se realizará. ¿Quién ha de haceros morir? ¿El fruto de ese árbol, cuando con él
se adquiere la vida de la ciencia? ¿El que ha fulminado esa amenaza? Pites, ¿no
me veis a mí, a mí que he tocado y gustado ese fruto que se os veda? Y no
solamente vivo, sino que gozo de una vida más perfecta que la que el destino me
había otorgado, gracias al propósito que formé de sobreponerme a mi condición.
¿Ha de cerrarse para el Hombre el camino que tienen abierto los irracionales?
¿Ha de encenderse la ira de Dios por tan pequeña falta? ¿No aplaudirá más bien
vuestro intrépido valor, al ver que ni el temor de la muerte que os pone delante,
sea la muerte lo que quiera, os retrae de un empeño que puede proporcionaros
vida más venturosa, el conocimiento del bien y el mal? ¡El bien! ¿Hay nada más
justo? ¡El mal! Pues si el mal existe, ¿por qué no conocerlo, y así se evitará
mejor? Dios no puede castigaros siendo justo, y si no es justo no es Dios, y
dejando de ser Dios no hay para qué temerle ni obedecerle. El mismo temor de la
muerte debe induciros a no temerla. Y, ¿por qué os ha impuesto esa prohibición
sino para intimidaros, para manteneros en vuestra baja servidumbre, en vuestra
ignorancia, y que no dejéis de ser sus adoradores? Sabe bien que el día en que
comáis de ese fruto. vuestros ojos, que tan claros parecen ahora, y que sin
embargo están rodeados de oscuridad, se abrirán completamente a la luz, y
seréis lo que son los dioses, y comprenderéis el bien y el mal como lo
comprenden ellos. Llegaréis a ser dioses, como yo he llegado a ser hombre, que
hombre soy interiormente, pues tal es la proporción establecida: el bruto pasa a
ser hombre, y el hombre dios. Quizá la muerte consista en esto, en trocar la
naturaleza humana por la divina, y si con tal trueque se os amenaza, y es lo peor
que puede aconteceros, el morir, ¿no es apetecible? ¿Qué dignidad es la de los
dioses, que el Hombre no puede aspirar a ella ni aun participando del alimento
divino? Han existido primero, y de esta ventaja se prevalen para hacernos creer
que todo procede de ellos, lo cual es muy dudoso al ver esta bellísima tierra
caldeada por el sol, tan fecunda de todo mientras ellos nada producen. Si ellos lo
han hecho todo, ¿por qué han puesto en este árbol la ciencia del bien y del mal,
para que quien quiera que guste de sus frutos obtenga a pesar suyo la sabiduría?
Y al adquirir ésta, ¿en qué puede el Hombre ofender a Dios, ni en qué vuestro
saber perjudicar al suyo? Y si todo depende de él, ¿cómo este árbol produce una
cosa contraria a su voluntad? ¿Será su móvil la envidia? Pero, ¿cabe esta pasión
en ánimos celestiales? Estas, éstas razones y otras muchas, os inducen a no
privaros de tan precioso fruto. Arráncalo, pues, diosa humana, y come de él sin
recelo alguno.»
Concluyó así su razonamiento, y sus pérfidas sugestiones hallaron fácil acogida
en el corazón de la incauta Eva. Tenía sus ojos fijos en aquellos frutos, cuyo
aspecto era por sí solo harto tentador; resonaba en sus oídos el eco de aquel
lenguaje, que a ella le parecía tan persuasivo, tan convincente por su razón y por
su verdad. Acercábase por otra parte la hora del mediodía, y despertaba en ella
un apetito tanto mayor, cuanto más incitativa era la fragancia de aquella fruta, que
un irresistible deseo estimulaba a su vista a coger y saborear, pero se detuvo un
momento, haciéndose a sí propia estas reflexiones:
«Grandes son sin duda tus virtudes, ¡oh el más excelente de los frutos! y aunque
vedado al Hombre, digno de la mayor admiración, cuando por tanto tiempo
menospreciado, es tu primer efecto dar elocuencia a un mudo y hacer que una
lengua incapaz de hablar prorrumpa de este modo en tus alabanzas; alabanzas
que no omitió ni aun el mismo por quien nos estás prohibido, en el hecho de
llamarte árbol de la ciencia, del bien y del mal. Védanos que te probemos, pero su
mandato te hace doblemente apetecible porque, manifiesta el bien que de ti
resulta y la necesidad que tenemos de él. El bien que no se conoce, no es tal
bien, y el poseer lo que no se aprecia es como si no se poseyese. En suma, ¿qué
nos prohíbe? El saber, es decir, nuestro bien; nos prohíbe adquirir la sabiduría;
pero semejante prohibición no puede obligarnos a nosotros. Y si la muerte ha de
venir después a esclavizarnos, ¿dé qué nos sirve esa libertad concedida a
nuestra naturaleza? El día que comamos de ese fruto es el de nuestra perdición;
¡moriremos! Pero, ¿ha muerto la serpiente? ¿No ha comido de él, y sin embargo
vive, y conoce, y habla, y discurre, y raciocina, cuando antes estaba privada de
razón? ¿O es que la muerte se ha inventado sólo para nosotros, y que se nos
niega el alimento intelectual concedido a los irracionales? Pues si únicamente se
concede a éstos, ¿cómo el primero que ha gustado de él, lejos de mostrarse
avaro de tal bien, lo ofrece tan espontáneamente, sin interés alguno, por amistad
hacia el Hombre, ajeno a toda especulación y engaño? ¿Qué tengo, pues, que
temer, o más bien, por qué abrigo temor alguno en la ignorancia en que estoy del
bien y el mal, de Dios y de la muerte, de la ley y del castigo? Remedio da para
todo este divino fruto, tan hermoso a la vista, tan grato al paladar, con su virtud de
infundir la ciencia. ¿Quién me impide cogerlo y alimentar con él mi cuerpo y mi
espíritu a la vez?»
En mal hora discurrió así; que acabando de decir esto, alargó su temeraria mano,
cogió el fruto, y comió de él. En el mismo momento la tierra se sintió herida; la
naturaleza toda, estremecida hasta en sus últimos cimientos, y exhalando un
quejido de cada una de sus obras, anunció con dolorosas angustias que todo se
había perdido. Ocultóse el perverso reptil en la espesura del bosque, y pudo
hacerlo sin que lo advirtiese Eva, que totalmente entregada a la satisfacción de su
apetito, a nada más atendía. No había al parecer experimentado hasta entonces
placer igual en ningún otro fruto, fuese que realmente lo sintiese así, o que la
ilusión de la ciencia que iba a adquirir se lo imaginaba. No se apartaba de su
pensamiento la idea de su divinidad; devoraba el fruto con ansioso afán sin
conocer que comía su muerte. Y luego que se hubo saciado, cual si estuviese
exaltada de embriaguez, dando rienda suelta a su júbilo, lo expresó así:
«Oh, árbol soberano, en quien tan alta virtud reside el más precioso de todos los
del Paraíso! ¡Que siendo tu bendito fruto la sabiduría, haya estado hasta hoy
oscurecido, menospreciado, pendiente de ti y creado sin utilidad alguna! Tú serás
mi primer cuidado en lo sucesivo. Al compás de mis cánticos, consagrados, como
es justo, a tus alabanzas, todos los días, al venir la aurora, te visitaré, y aligeraré
tus ramas del fértil peso de que están cargadas y con que brindas a todos tan
liberalmente; hasta que alimentada por ti, adquiera suficiente caudal de ciencia
para igualarme a los dioses, a esos dioses dotados del conocimiento de todo, y
que envidian a los demás lo que ellos no pueden concederles; que si fuesen
suyos los dones que tú das, seguramente no brillarías aquí. Y, ¡cuán reconocida,
oh, experiencia no debo estarte desde que eres mi mejor guía! Por no seguirte he
estado hasta hoy sumida en la ignorancia; mas ya me abres el camino de la
ciencia, y me introduces en el asilo más recóndito en que se oculta. Yo quizá
estoy oculta también: el cielo está tan alto, que desde su remota esfera no se
perciben distintamente las cosas de acá abajo, y tal vez, distraído en otros
cuidados, nuestro gran Legislador confía su continua vigilancia a los ministros que
lo rodean.
«Pero, ¿cómo compareceré ahora yo en presencia de Adán? ¿Le daré
conocimiento de la mudanza que hay en mí, lo haré partícipe de toda mi felicidad,
o me reservaré la ciencia que he adquirido sin comunicársela? Esto postrero
añadirá a mi sexo lo que le falta, acrecentará su amor, y me hará igual a él, y
acaso superior, que sin duda es preferible, porque mientras sea inferior ¿qué
libertad disfruto? Esto es lo que conviene. Mas, ¿y si me ha visto Dios? ¿Y si me
aguarda la muerte? ¡Quedar privada de la existencia! Adán entonces se unirá a
otra Eva, y faltando yo, sería feliz con ella. De sólo pensarlo me siento ya morir.
No; llevaré a cabo mi resolución. Adán me acompañará en la prosperidad o en el
infortunio. Lo amo con tal ternura que arrostraré con él todas las muertes, porque
vivir sin él no sería vida.»
Y diciendo esto se apartó del árbol para alejarse, pero antes hizo una profunda
reverencia al poderoso ser que residía en él y le infundía la savia de la ciencia, de
que manaba el néctar, alimento de los dioses.
Adán, en tanto que impaciente esperaba su vuelta, de las más selectas flores
había tejido una guirnalda para adornar los cabellos de la que merecía ver
coronadas sus tareas campestres, como cuando los labradores ofrecen una
corona a la reina de sus sembrados. Recreábase en mil alegres pensamientos y
en el placer con que volvería a verla después de tan larga ausencia y, sin
embargo, algo de funesto presentía a veces su corazón en los desiguales latidos
con que palpitaba; y así se adelantó a aguardarla, siguiendo el camino que había
tomado al separarse de él. Conducía éste al árbol de la ciencia, y la encontró a
poco de haberlo ella dejado, Vio que llevaba en la mano una rama llena de
hermosos frutos cubiertos de brillante vello y que difundían en torno la fragancia
de la ambrosía. Apresurose Eva a llegar; antes de hablar, expresaba en el rostro
su disculpa y la defensa de su tardanza, y con las cariñosas palabras de que
sabía usar, le dijo de esta manera:
«Adán, ¿has extrañado mi larga ausencia? ¡Cuánto te he echado de menos!, y
separada de ti, ¡qué lento me ha parecido el tiempo! Agonía de amor semejante,
no la he experimentado nunca, ni la experimentaré otra vez, porque no volveré a
exponer mi inexperiencia y temeridad al tormento que he sentido en estar lejos de
ti; pero el motivo ha sido tal, que te admirarás de oírlo.
«Este árbol no es, como nos habían dicho, peligroso por sus frutos, ni son éstos
origen de males desconocidos; todo lo contrario; producen un divino efecto, abren
los ojos a una nueva luz y se convierten en dioses los que los prueban, como he
tenido ocasión de verlo. La sabia serpiente no está sometida al precepto que
nosotros, o no se ha sometido a él: ha comido de este fruto, y en vez de hallar la
muerte que a nosotros nos amenaza, ha adquirido desde luego el habla humana,
el discurso humano y raciocina que es un asombro. Sus persuasiones me han
convencido de suerte, que yo también he comido y he experimentado, cuán
verdaderos son los efectos: se han abierto mis ojos, cerrados antes; se ha
engrandecido mi espíritu, ensanchado mi corazón, y yo elevándome a la
divinidad; divinidad que anhelo principalmente para ti, y que sin ti no apetecería;
porque la ventura, si tú no participas de ella, no me haría a mí venturosa, y el
disfrutarla sin ti engendraría en mí hastío y aborrecimiento. Gusta, pues de este
fruto para que permanezcamos los dos unidos, y sea igual nuestra suerte, igual
nuestro gozo y nuestro amor igual. Si no lo haces, nuestra condición no sería la
misma; nos veremos separados, y aunque yo renuncie por ti a la divinidad quizá
sea tan tarde que el destino no lo consienta ya.»
Con tan lisonjeras expresiones refería Eva lo acaecido, pero en sus mejillas se
notaba cierto tinte de rubor. Adán, por su parte, al oír tan funesta declaración,
quedó sorprendido y anonadado; helósele la sangre en las venas, y corrió por
todos sus miembros un estremecimiento. Sus manos privadas de acción dejaron
caer la guirnalda que tenía preparada para Eva, cuyas flores esparcidas por el
suelo se marchitaron. Permaneció algún tiempo confuso y mudo, hasta que por fin
rompió el silencio empezando por decirse a sí mismo:
«¡Oh, hermoso ser, obra la mas acabada y perfecta de la creación, criatura en
quien Dios apuró para deleite de los ojos y el pensamiento cuanto hay de santo y
divino, de bueno, de afectuoso y de encantador! ¡Que así te hayas perdido! ¡Que
en un instante te veas en tan miserable estado, postrada, envilecida y condenada
a muerte! ¿Cómo has podido resolverte a infringir tan estrecho mandamiento, y a
tocar con sacrílega mano el fruto prohibido? Algún falaz artificio de un enemigo a
quien no conocías te ha seducido y causado tu perdición y la mía, porque yo
estoy resuelto a morir contigo. Privado de ti, ¿cómo he de vivir? ¿Cómo renunciar
a tu dulce compañía, al amor que tan estrechamente nos une, ni sobrevivirte en la
soledad de estos salvajes bosques? Porque aunque Dios crease otra Eva,
producida nuevamente de mi costado, jamás te apartarías tú de mi corazón. No,
no; la naturaleza me encadena a ti con indisoluble lazo. Eres la carne de mi carne,
el hueso de mis huesos, y en la prosperidad como en el infortunio, mi suerte será
siempre la tuya.»
Y profiriendo estas palabras, como quien recobrado de un profundo desmayo, y
después de luchar con mil opuestos sentimientos, se somete a lo que parece
irremediable, así, con tranquilo ánimo se volvió a Eva, añadiendo:
¡Qué acción tan temeraria has cometido, irreflexiva Eva, y qué peligro tan grande
has arrostrado, no sólo al poner tus ojos en el fruto prohibido, prohibido tan
terminantemente, sino lo que es mucho más, en gustar de él cuando nos estaba
vedado hasta tocarlo! Pero ¿quién puede anular lo pasado, y no hacer lo que ya
se hecho? Ni Dios con todo su poder, ni aun el mismo Hado. Quizá no morirás por
esto; quizá tu acción sea menos vituperable por haber gustado antes y profanado
ese fruto la serpiente, haciéndolo común a los demás y privándole de su carácter
sagrado. Y si para ella no ha sido mortal, sino que vive, y vive, según dices,
adquiriendo la vida del Hombre, indicio es muy favorable para nosotros, que con
este alimento podemos obtener una superioridad proporcionada a nuestra
naturaleza, que necesariamente será de dioses, de ángeles o de semidioses. Ni
me resuelvo yo a creer que Dios, sabio Creador, aunque nos haya amenazado
con la muerte, quiere destruimos tan pronto, siendo sus criaturas predilectas y
habiéndonos elevado a tanta dignidad sobre todas sus demás obras; las cuales,
después de haber sido hechas para nosotros, perecerían, porque dependen de
nuestra suerte. ¿Ha de ponerse Dios en contradicción consigo mismo,
deshaciendo hoy lo que ayer hizo, y perdiendo el fruto de sus trabajos? ¿Puede
concebirse, aunque en su mano esté repetir su obra, que así quiera aniquilarnos?
Daría lugar al triunfo de su adversario, y a que dijese éste: «Efímera es la
condición de los que más han merecido el favor divino. ¿Quién está seguro de
disfrutarlo largo tiempo? Primero me destruyó a mí: ahora a la raza humana; ¿a
quién le tocará luego?» Ocasión que no debe darse nunca a un enemigo para que
así se mofe. Mi suerte pues está identificada con la tuya; la misma sentencia ha
de alcanzar a ambos: si muero contigo, será, para mí la muerte como la vida. Tan
fuertes son los lazos con que la Naturaleza ha unido los sentimientos de mi
corazón a mi existencia propia; mi existencia eres tú, porque mío es cuanto tú
eres; nuestra condición no puede ser distinta; los dos somos uno solo, una sola
carne; perderte a ti será como perderme yo a mí mismo,»
Y a este razonamiento, respondió así Eva: «¡Oh, prueba insigne de un extremado
amor, testimonio ilustre, y sublime ejemplo, que me obliga a imitarte! Destituida de
tu perfección ¿cómo he de lograrlo, Adán? Yo que me envanezco de haber salido
de tu costado, ¿cómo no he de regocijarme al oírte hablar así de nuestra unión, y
al ver que formamos ambos un solo corazón, un alma sola? Bien lo muestras en
este día al declarar que antes que la muerte, o cosa más temible que la muerte,
pueda separarnos, estás resuelto, llevado de tu entrañable amor, a seguirme en
mi falta, y aun en mi crimen; si crimen hay en gustar de este hermoso fruto, cuya
virtud, (pues el bien procede siempre del bien, sea directa, sea accidentalmente)
me ha suministrado esta preciosa prueba de tu amor, que sin ella quizá no
hubiera llegado a manifestárseme tan inmenso. Y si yo hubiera creído que la
muerte con que se nos amenaza había de ser la consecuencia de mi temerario
intento, yo sola hubiera arrostrado este castigo, sin tratar de exponerte a él;
porque antes morir abandonada que obligarte a una acción contraria a tu sosiego,
sobre todo después de la completa seguridad que tengo de un cariño tan
verdadero, tan profundo, tan incomparable. Yo siento en mí efectos muy distintos;
no la muerte, sino una vida más grande, una vista más perspicaz, otras
esperanzas, otros goces, y un deleite tal, que cuantos placeres han halagado
hasta ahora mis sentidos, me parecen insípidos y hasta ingratos. Come pues
siguiendo mi ejemplo, Adán, sin reparo alguno, y da al viento esos mortales
temores.»
Estas palabras acompañó con un estrecho abrazo, e inundados sus ojos en
lágrimas de alegría. No podía ser mayor su satisfacción, viéndose objeto de un
amor que arrostraba por ella la divina cólera o la muerte; y en recompensa
(porque a complacencia tal era lo que correspondía) presentó con pródiga mano a
Adán los apetitosos frutos pendientes de su rama, que él no tuvo escrúpulo en
comer, contra lo que su razón le sugería, porque no obraba ofuscado, sino
seducido por una mujer encantadora.
La tierra temblaba en tanto, alterada hasta, en sus más profundos senos, como
acometida de un nuevo vértigo, y la Naturaleza prorrumpió en un segundo
gemido. Oscurecióse el firmamento, rugió sordamente el trueno, y el cielo vertió
algunas tristes lágrimas al consumarse aquel pecado, que en su origen llevaba ya
la muerte; mas nada de esto advirtió Adán, embebido en saborear el funesto fruto.
Ni Eva temió reincidir en su atrevimiento, doblemente animada por la complicidad
de su compañero; así que embriagados ambos como con un vino nuevo, se
entregaron al más frenético regocijo, imaginándose sentir ya en sus pechos el
aliento de la divinidad, que los levantaba sobre la despreciable tierra. Pero aquel
fruto engañoso comenzó a despertar en ellos por vez primera otros afectos,
encendiéndolos en lúbricos deseos: Adán miró a Eva con lascivos ojos; ella le
correspondió con voluptuoso agrado, y en ambos prendió el fuego de la lujuria. El
empezó a provocarla así:
«Ahora descubro, Eva, de cuán delicado gusto, de qué gentileza estás dotada,
que no es pequeña parte de la sabiduría, pues ahora distinguimos de sabores, y
tenemos un buen juez en el paladar. Pero a ti es debida toda la gloria que me has
proporcionado en semejante día. ¡Oh! ¡qué de placeres hemos perdido
absteniéndonos de este delicioso fruto! Hasta hoy no sabíamos lo que es
verdadero gusto; y si tal deleite tienen en
sí las cosas que se nos prohíben, debiéramos desear que la prohibición se
extendiera a diez árboles en vez de uno. Ven, pues; gocemos, ya que es nuestro
tanto bien, el inefable placer que este nuevo alimento nos promete. Jamás, desde
que te vi por primera vez y me desposé contigo, me ha parecido tu hermosura
ornada de tanto encanto, ni he sentido deseos tan vehementes de gozar de tu
belleza, que me enamora como nunca: influencia sin duda de la virtud de ese
árbol.»
Añadió a estas palabras acciones y miradas que indicaban la impaciencia de su
amor. No era menor la de Eva, cuyos ojos despedían el fuego que la devoraba.
Asióla él de la mano, y sin resistencia alguna la condujo a un verde ribazo
cubierto por una espesa enramada que daba sombra a un lecho de flores,
pensamientos, violetas, gamones y jacintos, el más fresco y muelle regazo de la
tierra. Apuraron allí sin tasa sus amorosas ansias y delicias, sellando su mutuo
crimen y desquitándose de su pecado, hasta que vencidos por el estupor del
sueño, hubieron de renunciar a sus voluptuosos goces.
Luego que fue perdiendo aquel falso fruto la virtud con que sus suaves y
penetrantes aromas habían embriagado sus espíritus y pervertido sus más
íntimas facultades, desvaneciéndose el impuro letargo de un sueño que les había
representado a lo vivo la enormidad de su falta, se levantaron desasosegados, se
miraron uno a otro, y vieron cuán distinto se ofrecía todo a sus ojos, y cuán oscura
niebla cubría sus corazones. Había huido de ellos la inocencia, que los
preservaba del conocimiento del mal, ocultándoselo como con un velo; la
confianza sincera, la rectitud natural y el honor, lejos ya de su lado, dejaban
expuesta su desnudez a la criminal vergüenza que los cubría; pero al que la
vergüenza cubre con su máscara, le descubre más. Como el valeroso Danita, el
hercúleo Sansón, que al desasirse de los torpes brazos de la filistea Dalila,
despertó ya privado de su fuerza, volvieron ellos en sí destituidos de todas sus
virtudes; y confusos y silenciosos permanecieron sentados, contemplándose largo
tiempo, sin atreverse a proferir palabra; hasta que Adán, aunque tan abatido como
Eva, prorrumpió al fin en sentidas quejas diciendo:
«¡Oh, Eva! ¡En mal hora diste oídos a aquel falso reptil, que nunca hubiera
aprendido a remedar la voz humana! Veraz habría sido en pronosticar nuestra
desgracia, no en prometernos una mentida elevación, porque si se han abierto
nuestros ojos y sabemos discernir ya lo bueno de lo malo, hemos perdido el bien,
y sólo nos queda el mal. ¡Funesto fruto de la ciencia, si consiste en conocer esto,
en dejarnos así desnudos privados de nuestro honor, de la inocencia, de la fe y de
la pureza, que eran nuestro mejor ornato, ahora manchadas y envilecidas! En
nuestros rostros aparecen evidentes las huellas de la insensata concupiscencia,
origen de nuestros males y de nuestra vergüenza, que es el mayor de todos; que
en cuanto a la pérdida del bien, no debe quedarte la menor duda. Y, ¿cómo osaré
yo ahora ponerme en presencia de Dios o de los ángeles, a quienes veía antes
con tanto júbilo y enajenamiento? Sus celestiales figuras anonadarán con su
irresistible esplendor esta materia terrestre. ¡Oh! ¡Si pudiera ocultar mi salvaje
existencia en la soledad, en el más oscuro rincón, al abrigo de árboles gigantes,
impenetrables a la luz del sol y de los astros, y entre las tinieblas de una
oscuridad más profunda que la de la noche! ¡Encubridme vosotros, pinos;
tapadme, ¡oh cedros!, con vuestras innumerables ramas, donde jamás vuelva a
ser visto! Pero, no: en tan miserable estado pensemos qué arbitrio será el mejor
por de pronto para ocultar uno a los ojos de otro lo que nos causa mayor
vergüenza, lo que más repugnante es a nuestra vista. Busquemos un árbol cuyas
anchas y flexibles hojas unidas entre sí y rodeadas a nuestra cintura, nos
preserven de esta vergüenza que en lo sucesivo ha de acompañarnos siempre,
para que no nos dé continuamente en el rostro con nuestra impureza.»
Y practicando el consejo, internáronse ambos en lo más espeso del bosque, y
eligieron al efecto la higuera; mas no la que nosotros apreciamos con este
nombre y por su celebrado fruto, sino la conocida hoy entre los indios, en la costa
de Malabar, o en el Decán, de ramas tan anchas y dilatadas, que colgando hasta
el suelo y prendiendo en él, como hijas que crecen alrededor de su madre, forman
pilares, bóvedas y muros, dentro de los cuales resuena el eco; donde el pastor
indio, huyendo del sol, busca la fresca sombra, y por entre los claros del ramaje
vigila a su ganado mientras está pastando.
Cogieron aquellas hojas, anchas como el escudo de una amazona, y con el arte
que ya sabían, las juntaron y ciñeron a sus riñones: inútil precaución, si así
querían ocultar su crimen y librarse de la vergüenza que los acosaba. ¡Oh!, ¡cuán
menguado reparo, en comparación con su primitiva y gloriosa desnudez! Tales
halló en los últimos tiempos Colón a los americanos, cubiertos con una faja de
plumas, desnudo lo restante del cuerpo, y viviendo como salvajes en sus islas y
entre los bosques de sus playas.
Así disfrazados, y creyendo encubrir parte de su vergüenza, mas no por eso más
tranquilos, ni consolados interiormente, se sentaron para desahogarse en llanto; y
no sólo acudieron las lágrimas a sus ojos, sino que se desencadenó una
tempestad furiosa en el fondo de sus corazones; lucha de violentos afectos, de
ira, odios, desconfianzas, sospechas y discordias, todos perturbando a la vez lo
más íntimo de sus ánimos, en otro tiempo morada pacífica y apacible, y al
presente llena de agitaciones y sobresaltos. No les servía ya de guía la
inteligencia, ni la voluntad se prestaba a sus persuasiones; eran esclavos del
apetito sensual, que usurpándoles, a pesar de su inferioridad, la soberanía de la
razón, se alzaba con su dominio. En este estado de excitación, torva la mirada y
temblorosa la voz, dirigió de nuevo Adán la palabra a Eva:
«¡Oh! ¡Si hubieras dado oído a mis palabras y permanecido a mi lado como te lo
rogué, en la infausta hora que te asaltó el necio afán de vagar por esos campos,
sugerido no sé por quién! Eramos hasta entonces dichosos; no nos veíamos,
como ahora, imposibilitados de todo bien, infamados, desnudos, miserables...
Que de hoy más nadie pretenda con frívolos pretextos poner a prueba su
fidelidad; quien con tal empeño solicita verse en semejante trance muy expuesto
está a perecer en él.»
Y sentida Eva de esta reconvención, le replicó: «¿Qué severidad de lenguaje
estás empleando Adán? ¿A mi insensatez, o al capricho de vagar por esos
campos, como dices atribuyes nuestro infortunio? ¿Quién sabe lo que hubiera
acontecido aun estando tú presente, y lo que hubieras tú mismo hecho? Aquí, de
igual suerte que allí, no hubieras sospechado la falacia de la Serpiente, al oírla
hablar como hablaba, mucho más no mediando entre nosotros y ella motivo
alguno de enemistad, ni temor de que quisiese hacerme mal o idease cómo
perdernos. ¡Que no debía separarme de tu lado! ¡Bueno sería yacer siempre
inerte como una costilla inanimada! Siendo así, ¿por qué tú, que eres mi superior,
no me prohibiste terminantemente el alejarme., dado que me exponía al riesgo
que encareces tanto? Lejos de contrariarme, no opusiste dificultad, despidiéndote
de mí cariñosamente. Si te hubieras mantenido firme y resuelto en tu negativa, ni
yo hubiera faltado a mi deber, ni tú ahora serías mi cómplice.»
Adán, irritado por vez primera: «¡Eva ingrata!», exclamó: «¿Este es tu amor? ¿Así
correspondes al mío, que has visto inalterable cuando tú estabas perdida, y yo a
salvo aún? ¿No he podido yo vivir y gozar de inmortal ventura, sin arrostrar
contigo la muerte voluntariamente? ¿Y me acusas de ser la causa de tu culpa, y
crees que no fui bastante severo en lo que te permití? Te advertí, te aconsejé, te
predije el riesgo a que te exponías, y que un enemigo oculto estaba acechando
para tender sus lazos. Llevar más allá mi celo, hubiera sido violentarte, y emplear
la violencia contra el que es libre es un proceder indigno. La confianza es la que
te ha cegado, la seguridad que abrigabas o de que no corrías peligro alguno, o de
que saldrías triunfante de cualquier empeño. Acaso yo erré también cuando
admirando más de lo justo lo que me parecía en ti tan perfecto, imaginé que
ningún mal se atrevería a llegar hasta ti. Bien pago mi error ahora, que se ha
convertido. ¿Y tú eres mi acusadora? Este castigo merece quien por confiar
demasiado en la excelencia de la mujer, la deja ejercer imperio; que contrariada,
romperá en freno, y entregada a su albedrío, cuando algún daño le sobrevenga,
su primer impulso será acusar al hombre de débil e indulgente.»
Así pasaban infructuosamente el tiempo en mutuas reconvenciones; ninguno de
los dos se culpaba a sí propio, pareciendo interminables sus estériles altercados.
DECIMA PARTE
ARGUMENTO
Sabida la desobediencia del Hombre, abandonan los ángeles custodios el
Paraíso, y vuelven al cielo para justificar su vigilancia, de la cual se demuestra
Dios satisfecho, declarando que no han podido evitar la entrada de Satanás en
aquel lugar. Envía en seguida a su Hijo para que juzgue a los culpables, el cual lo
verifica, y pronuncia la debida sentencia. Compadecido de ellos, cubre su
desnudez y asciende de nuevo al cielo. El Pecado y la Muerte, que hasta
entonces habían permanecido a la puerta del infierno, presintiendo por una
maravillosa simpatía el triunfo de Satanás en aquel mundo nuevo, y el pecado
cometido por el Hombre, resuelven no estar más tiempo confinados en aquel
lugar, sino seguir a Satanás, su señor, a la morada del Hombre, y para facilitar el
tránsito desde el infierno al mundo, abren un anchó camino o un elevado puente
sobre el Caos, según el designio primeramente concebido por Satanás; y cuando
se disponen a dirigirse a la tierra, se encuentran con él, que envanecido de su
triunfo vuelve al infierno. Congratúlanse mutuamente. Llega Satanás al
Pandemonio, y en plena asamblea refiere pomposamente el triunfo que ha
conseguido sobre el Hombre; pero en vez de aplausos, oye sólo un silbido
universal de su auditorio, convertido como él en serpientes, conforme a la
sentencia dada en el Paraíso. Engañados por la apariencia del árbol prohibido
que se ofrece a su vista, quieren todos ellos probar el fruto, y no comen más que
polvo y amarga ceniza. Resolución que forman el Pecado y la Muerte. Dios
predice la completa victoria de su Hijo y la regeneración de todas las cosas, pero
ordena a sus ángeles que hagan algunas alteraciones en los cielos y en los
elementos. Convencido Adán cada vez más de su desgraciada condición, se
lamenta tristemente, y rechaza los consuelos de Eva; mas ella insiste, y por fin
logra tranquilizarlo. Creyendo evitar la maldición que ha de caer sobre su
posteridad, propone varios medios violentos que desaprueba Adán, porque
esperando en la promesa que se les había hecho, de que la raza humana se
vengaría de la Serpiente, la exhorta a intentar por medio de la oración y el
arrepentimiento la reconciliación con el Señor, tan justamente ofendido.
Súpose al punto en el cielo el acto de odio y desesperación consumado por Satán
en el Paraíso, y cómo, disfrazado de serpiente había seducido a Eva, y ésta a su
marido, para comer el funesto fruto, pues, ¿qué cosa puede ocultarse a la
vigilancia de Dios que lo ve todo, ni engañar su previsión que a todo alcanza?
Sabio y justo el Señor en cuanto dispone, no había impedido a Satán que tentase
el ánimo del Hombre, a quien dotó de suficiente fuerza y entera libertad para
descubrir y rechazar las astucias de un enemigo o de un falso amigo. Que bien
conocían nuestros primeros padres, y no debieron olvidar jamás la suprema
prohibición de no tocar a aquel fruto, por más que a ello los incitaran, pues por
desobedecer este mandato, incurrieron en tal pena (¿qué menor podían
esperarla?) y su crimen, por suponer otros varios, bien merecía tan triste suerte.
Silenciosos y compadecidos del Hombre, se apresuraron a ascender desde el
Paraíso al Cielo los ángeles custodios. De aquel suceso colegían lo desventurado
que iba a ser, y se maravillaban de la sutileza de un enemigo que así les había
ocultado sus furtivos pasos.
Luego que tan funestas nuevas llegaron a las puertas del cielo desde la tierra,
contristaron a cuantos las oyeron. Pintóse esta vez en los semblantes celestiales
cierta sombría tristeza, que mezclada con un sentimiento de piedad, no bastaba,
sin embargo, a turbar su bienaventuranza. Rodearon los eternos moradores a los
recién llegados en innumerable multitud, para oír y saber todo lo acaecido; y ellos
se dirigieron al punto hacia el supremo trono, como responsables del hecho, a fin
de alegar justos descargos en favor de su extremada vigilancia, que fácilmente
podían probar; cuando el Omnipotente y eterno Padre, desde lo interior de su
misteriosa nube, y entre truenos hizo así resonar su voz:
«Ángeles aquí reunidos, y vosotros Potestades que volvéis de vuestra infructuosa
misión, no os aflijáis ni turbéis por esas novedades de la tierra, que aun con el
más sincero celo, no habéis podido precaver ya os predije no ha mucho tiempo lo
que acaba de suceder; cuando por primera vez, salido del infierno, el Tentador
atravesó el abismo. Entonces os anuncié que prevalecerían sus intentos; que en
breve realizaría su odiosa empresa; que el Hombre sería seducido y se perdería,
dando oídos a la lisonja y crédito a la impostura contra su Hacedor. Ninguno de
mis decretos ha concurrido a la necesidad de su caída; no he comunicado el más
leve impulso al albedrío de su voluntad, que siempre he dejado libre y puesta en
el fiel de su balanza. Pero al fin ha caído. ¿Qué resta hacer más que dictar la
mortal sentencia que su trasgresión merece, la muerte a que queda sujeto desde
este día? Presume que la amenaza será vana e ilusoria, porque no ha sentido ya
el golpe inmediatamente como temía; pero en breve verá que el aplazamiento no
es perdón, lo cual experimentará hoy mismo. No ha de quedar burlada mi justicia
como lo ha quedado mi bondad. Pero ¿a quién enviaré por juez? ¿A quién, sino a
ti, Hijo mío, que en mi lugar riges el universo, a ti que ejerces, transmitido por mí,
todo juicio en los cielos, en la tierra y en los infiernos? Con esto se persuadirán de
que procuro conciliar la misericordia con la justicia al enviarte a ti, amigo del
Hombre, mediador suyo, designado para servirle de rescate y ser voluntariamente
su Redentor, como estás destinado a convertirte en hombre y a ser juez de su
humillación.»
Así habló el Padre; e inclinando a la derecha el esplendor de su gloria, inundó al
Hijo con los rayos de su clara divinidad. El reflejó toda la refulgente majestad de
su Padre y respondió con inefable dulzura de este modo:
«Eterno Padre: tuyo es el mandato, mío el obedecer tu suprema voluntad en el
cielo como en la tierra, porque tú te complaces en mí; que soy siempre tu Hijo por
extremo amado. Voy a juzgar en la tierra a los que te han desobedecido; pero tú
sabes que cualquiera que sea la sentencia, sobre mí recaerá el mayor castigo
cuando se hayan cumplido los tiempos; que ante ti me impuse este sacrificio, y no
estoy arrepentido de él, porque así tendré el derecho de mitigar la pena, que ha
de refluir en mí. Templaré de tal modo la justicia con la misericordia, que
realzadas así una y otra; ambas queden satisfechas, y tú desagraviado. Y no he
menester para esto de séquito ni aparato alguno: en este juicio sólo han de
intervenir el juez y los dos culpables; el tercero está condenado por ausente con
más rigor; está convicto de su crimen y de su rebeldía a todas las leyes, que en la
serpiente no ha podido obrar convicción alguna.»
Pronunciadas estas palabras, se levantó de su radiante trono, con todo el
esplendor de su gloria colateral, y rodeándole los Tronos, las Potestades, los
Principados y las Dominaciones, lo acompañaron hasta las celestiales puertas,
desde donde se descubre la perspectiva del Edén y de sus confines todos.
Rápidamente hizo su descenso, que no hay tiempo que mida la velocidad de los
dioses, por más que vuele en alas de los más raudos minutos. Inclinándose a su
ocaso, alejábase ya el sol del mediodía, y esparcíanse por la tierra a su hora
acostumbrada los blandos céfiros, anunciando la proximidad de la húmeda noche;
cuando más tranquilo aún, en medio de su indignación, se acercaba el que como
juez e intercesor a un tiempo iba a sentenciar al Hombre. Oyeron los culpables la
voz de Dios, que al declinar de la tarde resonaba por el Paraíso llevada a sus
oídos por el hálito de los vientos; oyéronla, y Hombre y Mujer huyeron de su
presencia, ocultándose entre los árboles más sombríos; pero Dios se acercó, y
llamó en alta voz a Adán.
«¿Dónde estás, Adán, que no vienes alegre como acostumbrabas a recibirme así
que me veías de lejos? Me disgusta que te ausentes de aquí, y que te
entretengas en la soledad, cuando un solícito deber te hacía presentarte antes sin
ser buscado. ¿Vengo yo con menos esplendor? ¿Qué novedad te tiene ausente?
¿Qué causa tu detención? Ven al punto.»
Presentóse, y Eva con él, pero más medrosa, a pesar de haber delinquido
primero, y ambos confusos y desconcertados. No brillaba ya en sus miradas el
amor ni para con Dios, ni el del uno al otro; no se revelaba en sus semblantes
sino el crimen, la vergüenza, la turbación, el despecho, la ira, la obstinación, el
odio y la hipocresía. Pero al fin, después de muchas vacilaciones respondió Adán:
«Os vi en el jardín, pero, atemorizado a vuestra voz, como estaba desnudo, me
oculté.»
Y el divino Juez, sin reconvenirle contestó: «Pues muchas veces has oído mi voz,
que no te infundía temor, antes bien te regocijaba. ¿Cómo es que ahora te causa
espanto? ¡Que estás desnudo! Y, ¿quién te lo ha hecho advertir? ¿Has comido
acaso el fruto del árbol que te prohibí gustases?»
A lo que acosado de remordimientos, replicó Adán: «¡Oh cielo! ¡En qué trance tan
penoso me veo hoy ante mi Juez! O echo sobre mí todo el delito, o tengo que
acusar a la que es como yo mismo, a la compañera de mi existencia, cuya falta,
dado que no ha querido ofenderme a mí, debiera yo encubrir, y no dar lugar con
mis quejas a su castigo. Pero no puedo menos de sucumbir a la dura necesidad,
a un imperioso deber, para que no recaigan en mí el pecado y la pena a un
tiempo, que para mí solo, serían insoportables. Ni, ¿de qué me serviría obrar de
otro modo, si está patente a tus ojos cuanto tratara yo de ocultarte? Esta mujer, a
quien tú creaste para descanso mío, que me concediste como el más completo de
tus dones, tan buena, tan hermosa, tan encantadora, tan divina, de quien yo no
recelaba mal alguno, que en cuanto hacía parecía llevar la justificación de su
proceder, me dio a comer del fruto vedado, y comí.»
Y el Supremo Señor repuso: «¿Era tu Dios, para que así la obedecieses antes
que a mí? ¿Fue creada para ser tu guía, ni superior, ni aun igual a ti, que así has
abdicado en ella de tu dignidad de hombre, y de la superioridad que respecto a
ella debías tener? De ti la formó Dios y para ti, que realmente la aventajas en todo
género de excelencias y perfecciones; porque si bien está adornada de belleza y
encantos, que la hacen amable y digna de tu amor, no por eso había de
avasallarte; que sus cualidades son para obedecer, no para ejercer el mando.
Este a ti te correspondía, si tú hubieras sabido conducirte.»
Y en seguida se volvió a Eva sólo para preguntarle: «Y tú, dime, mujer, ¿qué has
hecho?»
Anonadada por la vergüenza, sin poder ocultar su crimen, y no atreviéndose a
hablar apenas delante de su Juez, llena de confusión respondió Eva: «Me engañó
la serpiente, me engañó y comí.»
Lo cual oído por el Señor, procedió sin más dilación a sentenciar a la serpiente, a
quien se acusaba, bien que fuese un bruto, incapaz de achacar el crimen a quien
lo había hecho instrumento de él, e infamándole, apartándolo del fin de su
creación; de manera que con razón fue maldito, como pervertido en su naturaleza.
No le importaba entonces saber más al Hombre, ni supo más, porque esto no
aminoraba su delito; y así Dios fulminó su sentencia contra Satán, el primero que
había delinquido, aunque en términos misteriosos, que juzgó ser los que
convenían, haciendo recaer su maldición sobre la serpiente. «Pues tal maldad has
cometido, maldita seas entre todos los animales que pueblan la tierra. Caminarás
arrastrando sobre tu vientre; comerás polvo todos los días de tu vida. Interpondré
la enemistad entre ti y la mujer, entre su generación y la tuya. Su planta
quebrantará tu cabeza, y tú morderás su planta.»
Así habló el oráculo, y así se verificó cuando Jesús, hijo de María, segunda Eva,
vio a Satán, príncipe del aire, caer del cielo, como un relámpago; y cuando
levantándose de su sepulcro, despojó de su poder a aquellos principados y
potestades, y triunfó de ellos con excelsa pompa; y luego en su ascensión
brillante; llevóse cautivo por los aires el cautiverio, el imperio mismo de Satán,
usurpado por tanto tiempo; de Satán, a quien por fin pondrá bajo nuestros pies el
que aquel día predijo su fatal quebranto.
Y dirigiéndose a la Mujer, pronunció así su sentencia: «Yo multiplicaré tus
angustias cuando conciba tu seno, y parirás tus hijos entre dolores, y quedarás
sometida a la voluntad de tu marido, y él te dominará.»
Y últimamente condenó a Adán en estos términos: «Por haber escuchado las
palabras de tu mujer, y comido del árbol que te había vedado, diciendo: «De ese
árbol no comerás», la tierra será maldita a causa de tu pecado; sacarás tu
alimento de ella con penoso afán durante tu vida; te producirá por sí cardos y
espinas; comerás hierba de los campos, y ganarás el pan con el sudor de tu
rostro, hasta que vuelvas al seno de la tierra de que has de saber, saliste; porque
polvo eres, y en polvo te volverás.»
Así juzgó Dios al Hombre, siendo a la vez su Juez y su Salvador, y en aquel
instante apartó de él el golpe mortal que en el mismo día le amenazaba; y
viéndolo desnudo, expuesto a la inclemencia del aire, que había de sufrir grandes
alteraciones, se compadeció de él, y no se desdeñó de hacer desde entonces
oficio de sirviente suyo, como cuando lavó los pies de los que le servían; y desde
luego, con el amor de un padre de familia, cubrió su desnudez con pieles de
animales, unos muertos, otros que, como la culebra, se despojaban de la suya por
otra nueva. No se desdeñó tampoco de vestir a sus enemigos; que no sólo cubrió
de pieles su desnudez exterior, sino que echó sobre la interior, aún más
ignominiosa, el
manto de su justicia, defendiéndolos de las miradas de su Padre. Y con rápida
ascensión volvió a su bendito seno, y a la plenitud de su gloria, como estaba
antes, y refirióle cuanto había pasado con el Hombre, aunque su Padre nada
ignoraba, y aplacó su cólera por medio de su amorosa intercesión.
Entretanto, y cuando en la tierra no se había delinquido aún, ni pronunciándose la
terrible sentencia, estaban sentados el Pecado y la Muerte dentro de las puertas
del infierno, y uno frontero a otro. Hallábanse abiertas las puertas, y de lo interior
salían llamas devoradoras que se extendían por el Caos. Habíalas franqueado el
Pecado para dar paso a Satán, y ahora decía a la Muerte:
«¿Qué hacemos aquí, hija mía, ociosos y contemplándonos uno a otro, mientras
Satán, nuestro gran autor, triunfa en otros mundos y nos procura mansión más
venturosa para nosotros, querido linaje suyo? Ni es posible que haya dejado de
salir airoso de su empresa, pues de otra suerte ya hubiera vuelto aquí acosado
por el furor de sus perseguidores, porque ningún sitio más a propósito que éste
para su castigo ni para vengarse de él. Yo siento en mí una nueva fuerza, como si
me nacieran alas, y que me esperan dominios más extensos fuera de estos
abismos: siéntome atraído, sea por simpatía, sea por cierta fuerza connatural,
poderosa para unir entre sí a larga distancia con secretos vínculos y por las más
ignoradas vías, cosas que se asemejaban. Tú, sombra inseparable mía, debes
seguirme, porque no hay poder que pueda divorciar a la Muerte del Pecado; y por
si la dificultad de salvar este ciego. e insondable abismo entorpece el regreso de
nuestro padre, acometamos una atrevida empresa, que no es superior a tu fuerza
ni a la mía; echemos un puente desde el infierno a ese nuevo mundo en que
impera Satán ahora; monumento que nos granjeará alto concepto entre toda la
infernal hueste, pues facilitará su salida de aquí a sus marchas y
transmigraciones, dondequiera que la suerte los encamine. Ni puedo yo
equivocarme en el plan que trace, dado que tan certera es la atracción, el instinto
que me dirige.»
A lo que contestó el descarnado Esqueleto: «Ve adonde el Hado y tu irresistible
impulsión te lleven: yo no he de quedarme atrás ni errar el camino, teniéndote a ti
por guía. ¡Qué olor a carne y a innumerables víctimas percibo! ¡Cómo saboreo ya
el gusto de la muerte que exhala cuanto en ese mundo vive! No dejaré de ayudar
al intento que te propones: cuenta con mi cooperación.»
Y al decir esto, aspiraba con deleite el olor de la mortal descomposición que se
efectuaba en la tierra. Como cuando una bandada de carnívoras aves acuden
afanosas desde larguísimas distancias la víspera de un combate al campo en que
se establecen dos ejércitos enemigos, llevadas por el olor de los cadáveres
vivientes que una sangrienta batalla ha de entregar a la muerte el siguiente día:
así el repugnante monstruo venteaba su presa, alzando la cóncava nariz, para
llenarla de infestado aire y olfatear desde más lejos. Atravesando las puertas del
infierno, lanzáronse ambos a la inmensidad y confusión del sombrío Caos,
siguiendo distintas direcciones: y haciendo uso de su poder, que era muy grande,
se posaron sobre las aguas y juntaron en una masa cuanto en ellas había de
sólido o flutinoso, revolviéndolo hacia arriba y hacia abajo, como en proceloso
mar, cada cual por su lado, hasta arrojarlo junto a la boca del infierno: no de otro
modo que dos vientos polares, cayendo encontrados sobre el mar Cronio,
aglomeran las montañas de hielo que forman hacia el Oriente y mas allá de
Petzora, el camino que debe conducir a las opulentas costas del Catay.
Valiéndose la muerte de su pesada, dura y fría maza, como de un tridente, golpeó
la amontonada tierra, dejándola tan firme como la isla de Delos, flotante en otro
tiempo, y endureció la materia restante con su mirada, cual si tuviese la propiedad
de la de la Gorgona. Trabaron con betún del Asfaltite la ya trazada vía, ancha
como las puertas, y profunda como los cimientos del infierno; y levantando sobre
el espumoso abismo, en figura de elevados arcos, una inmensa mole, fabricaron
un puente de prodigiosa longitud que se apoyaba en la inmóvil muralla de este
mundo, abierto y entregado ya a la muerte, y que daba paso ancho, llano, fácil y
seguro a los abismos infernales. Si las cosas grandes pueden compararse con las
pequeñas, así Jerjes salió de Susa con ánimo de subyugar la Grecia, y desde el
palacio de Memnón se encaminó al mar, y echando un puente sobre el
Helesponto, juntó a Europa con el Asia, y azotó con repetidos golpes las
indignadas olas.
Prosiguieron, pues, la fábrica de su puente con maravilloso arte, extendiendo una
larga cadena de rocas sobre el perturbado abismo, y siguiendo la huella de Satán,
hasta el punto mismo en que, parando su vuelo, se vio libre del Caos, y puso su
planta en la árida superficie de este mundo esférico; y con diamantinos clavos y
cadenas aseguraron (¡oh funesta seguridad!) su perdurable obra. Y divididos por
breve trecho, vieron los confines del Cielo Empíreo y de este mundo, dejando a la
izquierda el infierno separado por su anchuroso abismo, con los diferentes
caminos que guiaban a cada una de aquellas tres legiones. Tomaron sin vacilar el
de la tierra, y dirigieron sus primeros pasos al Paraíso.
En breve descubrieron a Satán bajo la forma de un luminoso ángel, que se
remontaba al cenit entre el Centauro y el Escorpión, mientras el Sol se levantaba
en Aries. Iba así disfrazado, mas no bastaba disfraz alguno para que los hijos
desconociesen a su padre. Después de haber seducido a Eva, se alejó, sin ser
percibido, por el bosque: cambió de figura para mejor observar los efectos de su
crimen; vio que Eva insistía en él, y que, aunque exenta de malicia, había logrado
lo mismo de su esposo; observó la vergüenza que los obligaba a cubrirse de un
velo inútil; pero al descender el Hijo de Dios a juzgarlos, huyó aterrado, no porque
esperase librarse del castigo, sino para diferirlo algún tiempo más. Temía el
malvado el que desde luego pudiera imponerle la divina cólera; más no
sucediendo así volvió por la noche al sitio en que sentados los desventurado
cónyuges discurrían sobre su triste suerte. A vueltas de sus quejas, oyó su propia
sentencia, y al saber que no se ejecutaría inmediatamente, sino pasado algún
tiempo, voló henchido de júbilo al infierno con aquellas nuevas. Al llegar a la
entrada del Caos, junto al extremo del nuevo y admirable puente, encontró de
improviso a sus amados hijos, que le buscaban, y los recibió con grande alegría,
la cual se acrecentó al ver la estupenda fábrica. Largo rato le duró el asombro,
hasta que su digno y encantador hijo, el Pecado, rompió el silencio en estos
términos:
«¡Oh padre! Tuya es esta magnífica obra, tuyo este trofeo, que contemplas cual si
no se te debiese a ti. Tú eres su autor, su primer arquitecto; porque no bien
adivinó mi corazón (que por una secreta armonía se mueve a compás del tuyo,
como unidos ambos en íntimo consorcio), no bien adivinó que habías triunfado en
la tierra, de lo cual me dan ahora tus ojos evidente indicio, cuando, a pesar de los
mundos que nos separaban me sentí atraído hacia ti, juntamente con ésta, hija
tuya también, que tal es la fatal unión en que los tres vivimos. No podía ya el
infierno tenernos más tiempo sujetos en su recinto, ni su lóbrego e intransitable
seno impedirnos que siguiésemos tus gloriosas huellas. De cautivos, que hasta
ahora hemos estado en lo interior del Orco, nos has sacado a la libertad, y
dádonos fuerza para llegar hasta aquí y echar sobre el tenebroso abismo este
enorme puente. Todo este mundo es ya tuyo. Tu valor ha conseguido lo que tus
manos no habían logrado ejecutar, y tu previsión ganado con creces cuanto con la
guerra habías perdido. Ya estás vengado del desastre que en el cielo
experimentamos. Aquí remas ya como monarca, que allí no podías serlo. Que
domine el otro donde la victoria le concedió su imperio, mas que renuncie a este
mundo de que su propia sentencia le ha desposeído, y que de hoy más entre
conmigo a la parte en la universal soberanía, cuyos límites los formará el
Empíreo, siendo ahora suyo el mundo cuadrado, y el mundo circular tuyo. Que se
atreva ahora contigo, que tan peligroso eres para su trono.»
A lo que placentero repuso el príncipe de las tinieblas: «Hija querida, y tú, que
eres a la vez hijo y nieto mío: bien demostráis ahora que sois de la estirpe de
Satán, nombre de que me glorío, por ser el antagonista del Omnipotente Rey de
los Cielos; bien merecéis mi gratitud y la del infierno todo, pues con triunfador
empeño habéis erigido este monumento triunfal cabe las puertas del mismo cielo,
y hecho mía vuestra gloriosa empresa. Habéis convertido el cielo y este mundo en
un solo imperio, en un imperio y un continente de fácil comunicación; y así,
mientras que a través de las tinieblas y a favor del nuevo camino que habéis
abierto, descendiendo a dar cuenta a los campeones que siguen mis banderas de
todos estos triunfos y a celebrarlos en su compañía, cruzad vosotros esos
innumerables orbes, vuestros ya todos, y encaminaos al Paraíso. Fijad en él
vuestra mansión, vuestro venturoso reino; ejerced vuestro dominio sobre la tierra,
sobre los aires, y especialmente sobre el Hombre, único señor de tan vasto
imperio. Hacedlo desde luego vuestro esclavo, hasta que por fin acabéis con su
existencia. Yo delego en vosotros mis poderes, y os nombro mis representantes
en la tierra con toda la autoridad que de mí procede. De vuestras fuerzas ahora
unidas depende la conservación de este nuevo imperio, que gracias a mí, el
Pecado entrega a la muerte. Si juntos lográis vencer, ningún detrimento en su
bien tendrá ya que temer el infierno. Id, pues, y desplegad todo vuestro poder.»
Despidiólos así; y ellos, atravesando velozmente la región de los astros, fueron
por todas partes derramando su veneno. Emponzoñadas las estrellas, perdieron
su lucidez, y hasta los planetas se vieron totalmente eclipsados. Satán, que tomó
otro rumbo, se dirigió por la nueva vía a las puertas del infierno. Gemía el Caos
sintiéndose aprisionado y hendido por uno y otro lado, y al rebotar de sus olas,
golpeaba la maciza fábrica en la que no hacían mella alguna sus furores. Entró en
su retiro el príncipe de las tinieblas, hallando las puertas de par en par, sin nadie
que las guardase, y todo en la más tétrica soledad, porque los que estaban allí
para custodiarlas, abandonando su puesto, habían levantado su vuelo a la más
alta esfera, y los demás retirándose al interior, al abrigo de los muros del
Pandemonio, ciudad y magnífica residencia de Lucifer, que así se llamaba
aludiendo a la brillante estrella comparable con Satanás. Vigilaban allí en continua
guardia las legiones, mientras los próceres celebraban un consejo ansioso de
saber qué causa podría diferir el regreso de su soberano; por lo demás,
observaban fielmente las órdenes que al partir les había dictado. A tal manera que
el Tártaro se retira de Astracán a sus nevadas llanuras, huyendo de los rusos, sus
enemigos, o que el Sofi bactriano retrocede ante la enseña de la turquesa media
luna, llevando la devastación hasta más allá del reino de Aladule y se refugia en la
ciudad de Tauris o en la del Casbín; veíanse las huestes recién lanzadas del cielo
dejar desiertas las inmensas regiones que forman los límites infernales, y
acogerse con cuidadosa vigilancia a los muros de su metrópoli, aguardando de
hora en hora a su aventurero caudillo, que había partido en busca de ignorados
mundos. Llegó; atravesó por en medio de ellas sin darse a conocer, bajo la
apariencia de un ángel de ínfimo orden entre la milicia plebeya, y penetrando
invisible en el regio salón plutónico, ocupó su elevado trono, suntuosamente
erigido en el extremo opuesto bajo un dosel de riquísimo brocado. Sentóse un
instante; dirigió en torno una mirada, todavía encubierto, hasta que de repente,
como saliendo de una nube, apareció su fúlgido semblante, con todo el brillo de
una estrella, o más esplendoroso aún, y rodeado de aquella gloriosa aureola, pero
sólo aparente, que le era permitido ostentar después de su caída. Admirados de
tan súbito fulgor los moradores de la Estigia, vuelven los rostros y descubren su
anhelado caudillo, que estaba ya entre ellos; con lo que prorrumpieron en
ruidosas aclamaciones. Levantáronse apresuradamente de su tenebroso estrado
de próceres del consejo, y con general alegría se acercaron a felicitarlo.
Impúsoles silencio con la mano, y se captó su atención diciendo:
«Tronos, Dominaciones, Principados, Virtudes y Potestades, títulos de que os
declaro nuevamente en posesión, a más de que de derecho os corresponden: el
feliz éxito de mi empresa ha sobrepujado a mis esperanzas. Aquí vuelvo para
sacaros triunfantes de esta sentina infernal, abominable, maldita, asilo de la
miseria, y prisión de nuestro tirano. Ya poseéis como señores un espacioso
mundo, apenas inferior al cielo en que nacisteis, mundo que os he conquistado
con mi esfuerzo, a costa de indecibles riesgos. Sería largo empeño referiros todo
lo que he hecho, lo que he sufrido, los obstáculos que he hallado en mi viaje por
esos inmensos abismos en que nada hay real, y en que la más horrible confusión
domina. Sobre ellos han labrado el Pecado y la Muerte un ancho camino para
facilitar vuestra gloriosa marcha; pero, ¡qué de penalidades me ha costado esa
vía por nadie transitada aún, viéndome obligado a luchar con un insondable vacío,
y sumergirme en el seno de la Noche primitiva y del fiero Caos! Celosos ambos
de sus secretos, se oponían a mi extraño viaje, y con espantosos bramidos
protestaban de mi audacia ante el supremo Hado. Llegué por fin a ese mundo
nuevamente creado, cuya fama tanto se ha celebrado en el cielo. ¡Oh!, ¡qué
fábrica tan maravillosa y tan perfecta! Allí tenía situado su paraíso el Hombre, que
era feliz a consecuencia de nuestro destierro. Ya no lo es: mi astucia le ha
seducido, le ha divorciado de su Creador, y lo que más debe admiraros,
valiéndome para esto no más que de una manzana; de cuya ofensa en castigo
(cosa es que os moverá a risa) Dios ha condenado a su querido Hombre, y
juntamente con él a todo el mundo, a ser víctimas del Pecado y de la Muerte, es
decir, de nosotros, que hemos adquirido este poder sin esfuerzo, ni peligro, ni
contratiempo alguno. Allí vamos a trasladarnos, allí nos estableceremos, y
mandaremos en el Hombre como mandaba él en todas las cosas. Verdad es que
también Dios me ha condenado a mí, o más bien que a mí, a la serpiente en cuyo
cuerpo me introduje para engañar al Hombre: la parte que a mí me alcanza de
esa sentencia es la enemistad que ha de mediar entre mí y el género humano. Yo
morderé sus plantas, y su descendencia hollará mi cabeza, aunque ignoro
cuándo; pero en cambio, de la adquisición de un mundo, ¿quién teme tan leve
pena ni otra más rigurosa? Ya sabéis, pues, lo que he hecho; ¿qué os resta a
vosotros hacer, ¡oh dioses!, más que lanzaros a la posesión de bien tan
incomparable?»
Así dio fin a su arenga, y permaneció algún tiempo inmóvil, esperando que
atronasen sus oídos universales aclamaciones y aplausos estrepitosos; mas, en
su lugar, sólo resonaron siniestros silbidos, lanzados por todas partes, de aquellas
innumerables lenguas, que era demostración harto clara de público menosprecio.
Maravillóse de esto, mas no le duró mucho el asombro, que mayor era el que de
sí mismo concibió al sentir que su rostro se adelgazaba prolongándose, que los
brazos se le adherían a las costillas, que sus piernas se enlazaban una a otra,
hasta que faltándole el apoyo, cayó convertido en monstruosa serpiente,
arrastrándose sobre su vientre, y luchando consigo en vano, porque un poder
superior lo sujetaba, condenándolo a tomar la figura en que había pecado, y
según la sentencia que se le había impuesto. Quiso hablar, y su arponada lengua
sólo acertó a contestar con silbidos a todas las demás lenguas arponadas como la
suya; que todos cual él, quedaron transformados en serpientes, dado que eran
cómplices de su inicuo crimen. Horrible fue la silba que se desató por todos los
ámbitos del salón; arrastrábanse por él un enjambre de monstruos, revueltos
entre sí colas con cabezas, escorpiones, áspides, crueles anfisbenas, comudas
cerastes, hidras temibles, élopes y dipsas, que nunca se multiplicaron
muchedumbre tan grande de serpientes ni en la tierra empapada con sangre de la
Gorgona, ni en las playas de la isla Ofrusa.
En medio de todos, sobresalía Satán por su magnitud de enorme dragón, más
grande que el inmenso Pitón engendrado por el Sol en el cieno del valle Pitio, de
suerte que aun así conservaba su superioridad sobre los demás. Todos lo
siguieron atropelladamente hasta la llanura en que estaba el rebelde ejército
preciso, formado en orden de batalla y con el sublime anhelo de ver llegar en son
de triunfo a su glorioso adalid; y vieron en efecto, ¡qué espectáculo tan
inesperado!, un tropel de asquerosísimas serpientes. El horror que al principio
sintieron acabó por trocarse en no menos horrible simpatía, porque ellos también
se convirtieron en aquello mismo que a su vista se presentaba, cayéndoseles de
las manos armas, lanzas y broqueles, dando en tierra con sus cuerpos,
prorrumpiendo en agudos silbidos, y desapareciendo bajo aquella forma de que
habían sido contagiados; que a crimen igual, correspondía también igual castigo.
Así, el aplauso con que contaban, se volvió atronadora silba, y el triunfo en
ignominia que lanzaban sobre sí por sus propias bocas. No lejos de allí se
extendía un bosque, nacido en el momento de su metamorfosis, y que el Supremo
Señor había dispuesto para más agravar su pena, cuyos árboles se veían
cargados de hermosos frutos, parecidos a aquellos del Paraíso, con qué el
enemigo infernal había seducido a Eva. En aquella extraña novedad se fijaron sus
ávidas miradas, figurándose que en vez del árbol vedado, se les ofrecían otros
muchos que aumentasen sus tormentos y su vergüenza; pero devorados por una
sed ardiente y por una hambre rabiosa que Dios les envió a fin de incitarlos más,
no pudieron resistir, y enredándose unos en otros, se precipitaron y encaramaron
a los árboles, formando madejas más enmarañadas que las de los cabellos de
Megera. Abalanzáronse ansiosamente a los frutos, bellísimos a la vista, tan bellos
como los que se producían a orillas del bituminoso lago en que ardió Sodoma;
frutos que no engañaban el tacto, pero sí el gusto, y de que procuraron saciarse
para satisfacer el hambre; mas, en vez de manjar sabroso, comían sólo amarga
ceniza, que arrojaban al punto de sus contrariadas bocas entre repugnantes
náuseas. Apretados del hambre y de la sed, renovaban frecuentemente su
embestida, y siempre experimentaban el mismo sabor asqueroso que les
desquiciaba las quijadas, llenas de hollín y ceniza, cayendo repetidas veces en el
propio engaño, mientras el Hombre de quien habían triunfado, sólo una había
incurrido en su error. Así permanecieron largo tiempo devorados por el hambre y
atormentados por la incesante furia de los silbidos, hasta que les fue dado
recobrar su perdida forma; y así quedaron condenados a sufrir todos los años, por
cierto número de días, aquella misma humillación, en pena del orgullo y regocijo
que habían sentido al seducir al Hombre. Ellos, sin embargo, difundieron entre los
paganos una tradición, inventando la fábula de una serpiente, que llamaron Ofión,
la cual, juntamente con Eurínome (quizá la dominadora Eva), se alzó en un
principio con el imperio del alto Olimpo, de donde fueron ambos expulsados por
Saturno y Rhea, antes que naciese Júpiter Dicteo.
Entretanto llegaba al Paraíso la infernal pareja, y ¡ojalá no hubiese llegado! El
Pecado, que primero influía allí con su poder y posteriormente con su acción,
ahora se establecía corporalmente para residir en él como constante habitador.
Seguíalo en pos y paso a paso la Muerte, que no cabalgaba aún en su pálido
caballo; a la cual se dirigió el Pecado diciendo:
«Segundo fruto de Satán, Muerte, que has de avasallarlo todo: ¿qué juzgas ahora
de nuestro imperio? Con penosa dificultad hemos llegado a él; pero, ¿no es
preferible a aquel umbral tenebroso del infierno, donde estábamos sentados,
siempre vigilando, siempre ignorados y envilecidos, y tú medio extenuado de
hambre?»
Y el Monstruo nacido del Pecado le respondió así: «A mí, víctima de un hambre
eterna, tanto me da el Infierno, como el Cielo o el Paraíso. Allí me encontraré
mejor donde más tenga que devorar; y esto, aunque tanta abundancia ofrece,
paréceme sobrado pequeño para llenar este estómago y este anchuroso cuerpo.»
A lo cual repuso el incestuoso Padre: «Pues desde luego puedes alimentarte de
todas estas yerbas, frutos y flores, y no perdonar ni una bestia, ni un pescado, ni
un ave, que no es pasto poco apetitoso, y saciarte de cuantas cosas ha de
destruir al seguir del Tiempo, hasta que apoderado yo del Hombre y de su raza,
pervierta sus pensamientos, sus miradas, sus palabras y sus acciones, y le
prepare para ser tu postrera y más agradable presa.»
Dicho esto, se separaron, tomando cada cual diverso camino, ambos con el
propósito de destruir y hacer perecedero todo lo criado, y de disponerlo a la
devastación que tarde o temprano había de verificarse: viendo lo cual, el
Omnipotente, desde el sublime trono que ocupa rodeado de sus Santos, habló así
a todas aquellas esplendorosas jerarquías:
«Ved con qué rabia se apresuran esos monstruos del infierno a perturbar y
destruir ese nuevo mundo que yo he creado tan bello y tan perfecto; y que se
mantendría en el mismo estado si la insensatez del Hombre no hubiera dado
entrada en él a esas destructoras furias que me califican de demente; y esto
suponen el príncipe del Infierno y sus secuaces, porque cuando les concedo tan
llano acceso a ese lugar celestial y consiento que se enseñoreen de él, piensan
que condesciendo con las miras de tan menguados enemigos, y se lisonjean de
que mi pasión me ciega en términos de abandonarlo todo y entregar el universo a
su desconcierto. No conocen esos abortos del infierno que me he valido de ellos y
los mantengo esclavizados allí, para que absorban toda la escoria e inmundicia
con que la impura desobediencia del Hombre ha manchado lo que tan inmaculado
era en su origen, hasta que rebosando y ahítos de ese letal veneno, llegue un día
en que victorioso brazo, dulcísimo Hijo mío, hunda para siempre en el Caos al
Pecado y a la Muerte con su voraz sepulcro, y quede cerrada la boca del infierno,
y sus mandíbulas ociosas. Regenerados entonces el cielo y la tierra, se
purificarán para santificar lo que no podría ya mancillarse nunca; pero entretanto
la maldición que he pronunciado tiene que cumplirse.»
Dijo; y resonando como las olas del mar, prorrumpieron los celestiales coros en
cánticos de «aleluya»; y entre innumerables himnos repetían: «Justos son tus
designios, justos tus decretos en cuanto obras. ¿Quién puede destruirte?» Y
celebraban después al Hijo Redentor del género humano, por quien los siglos
verán nacer o descender de los cielos un nuevo cielo, una nueva tierra.
Esto cantaban; y el Creador llamó por su nombre a sus principales ángeles, y les
encargó de diferentes ministerios, conforme la actual sazón de las cosas lo
requería. El primero fue el Sol, a quien prescribió que alterase su movimiento y
enviase su luz a la tierra haciendo que alternasen en ella el calor y el frío, hasta el
punto de ser casi intolerables ambos; que llevase del Norte al decrépito invierno, y
del Mediodía los rigores del abrasado solsticio. A la pálida luna le ordenaron
también su curso: a los otros cinco planetas su movimiento y sus varios aspectos,
el sextil, el cuadrado, el trino y el opuesto, todos ellos tan nocivos y tan funestos
en su conjunción; enseñando a las estrellas fijas a ejercer asimismo su maligna
influencia y suscitar tempestades, ya al ascender cuando el sol, ya al declinar con
él. A los vientos señalaron sus lugares respectivos. Y cuando enfurecidos debían
introducir la confusión en el aire, en el mar y a lo largo de sus playas; al trueno, en
fin, el tiempo en que había de aterrar los tenebrosos palacios aéreos con su
hórrido estampido.
Dicen algunos que el Señor mandó a los ángeles apartar más de dos veces diez
grados los polos de la tierra del eje del Sol, y que no sin gran trabajo pudieron
poner oblicuo aquel globo central. Otros pretenden que se ordenó al Sol llevar sus
riendas a igual distancia de la línea equinoccial por uno y otro lado, pasando por
el Tauro, las siete Hermanas Atlánticas y los Gemelos de Esparta, subiendo hasta
el trópico de Cáncer, y bajando después por Leo, Virgo y Libra hasta Capricornio,
para proporcionar en su curso a cada clima, la variedad de las estaciones. De
esta suerte, ornada la tierra de flores inmarcesibles, hubiera gozado de una
perpetua primavera, y de igual duración en los días y en las noches, excepto en
los puntos situados más allá de los círculos polares, donde hubiera brillado el día
sin noche alguna, mientras que el Sol, para resarcirlos de su alejamiento, girando
visible siempre a sus ojos en torno del horizonte, no les hubiera dejado conocer el
Oriente ni el Ocaso, ni se hubieran visto envueltos en nieve el yerto Estotiland y
los países australes que se extienden más allá del de Magallanes.
Al presenciar la desobediencia de nuestros primeros padres, el Sol retrocedió en
su curso como en el festín de Atreo: ¿quién sabe si antes de su pecado se
hubiera visto la tierra expuesta, cual hoy, al penetrante frío y a los rigurosísimos
calores? Estas vicisitudes de los cielos produjeron, aunque lentamente, iguales
efectos en los mares y en la tierra, la influencia de los astros esparció por todas
partes vapores, nieblas, ardientes emanaciones, corruptas y pestilenciales; desde
el norte de Norumbeca y las playas de Samoyeda, rompiendo sus prisiones de
bronce, y lanzándose armados dé hielo, nieve y granizo, de huracanes y
torbellinos, los furiosos Bóreas y Cecias, Argeste y Tracias, arrasan las selvas y
trastornan los mares; saliendo de Sierra Leona con encontrado ímpetu el Africo y
el Noto, impelen las negras nubes preñadas de truenos; y a través de ellos, no
menos airados, se precipitan de levante a occidente, el Euro y el Céfiro con sus
fragorosos colaterales el Siroco y el Libequio. Empezó pues la desolación por las
cosas inanimadas. La discordia, hija del Pecado, fue la primera que introdujo la
muerte entre los irracionales por medio de una feroz antipatía, y se encendió la
guerra entre bruto y bruto, entre ave y ave, entre pescado y pescado,
devorándose unos a otros, olvidados de su pasto, y perdido el temor al Hombre,
de quien huían, o a quien con gesto amenazador veían pasar, clavando en él
aviesas miradas.
Así tuvieron exteriormente principio nuestros males, que Adán pudo ya presenciar
en parte, aunque acongojado por la mano, se ocultó en la más retirada oscuridad;
pero otros mayores sentía dentro de sí; y en la lucha que traía con sus pasiones,
procuraba desahogarse, exclamando:
«¡Qué desventura la mía después de tanta felicidad! Este fin ha tenido para mi
ese nuevo y glorioso mundo. ¡Y yo, que era la gloria de su gloria, y que gozaba de
tal bienaventuranza, ahora me veo maldito! ¡Que tenga que huir de la presencia
de Dios, cuando su vista era en otro tiempo mi mayor delicia! Y, ¡si al menos fuera
éste él término de mis males! Merecidos los tengo, y justo es que pague lo que
merezco; pero no sucederá así, que cuanto coma, cuanto beba, cuanto proceda
de mí, sólo servirá para perpetuar mi maldición. ¡Oh! Aquellas palabras que antes
tanto me deleitaban, aquel «creced y multiplicaos» equivaldrá para mí a una
sentencia de muerte. Porque, ¿qué puedo yo multiplicar más que la maldición que
llevo sobre mi cabeza? Y de los que en las futuras edades sean mis sucesores,
¿quién al considerar los males que de mí heredan, no execrará mi memoria?
«¡Maldito seas impuro progenitor! ¡Agradecidos debemos estarte Adán!» Y sus
gracias serán otras tantas imprecaciones. A la maldición, pues, que sobre mí
llevo, deberán agregarse las que por una violenta reacción me alcancen, que
hallarán en mí su centro, y aunque estén en su esfera, me abrumarán con su
pesadumbre. ¡Oh malogradas dulzuras del Paraíso! ¡Cuán caras me costáis
adquiridas a precio de tantos males!
«Pero después de todo, ¿te exigí yo, Creador Omnipotente, que me convirtieses
de tierra en Hombre? ¿Te solicité para que me sacases de las tinieblas, o para
que me colocases en este jardín delicioso? Pues si mi voluntad no tuvo parte en
mi existencia, lo justo y equitativo sería que me restituyeses a la nada,
mayormente cuando mi deseo es resignar y devolver todo lo que he recibido, y
cuando es tal mi incapacidad para cumplir con las duras condiciones que se me
han impuesto a fin de conservar un bien que no he pretendido. ¿No es suficiente
pena la pérdida de este bien? ¿Por qué has de añadir el sentimiento de una
desventura eterna? Es, pues, inexplicable tu justicia, aunque a decir verdad,
demasiado tarde para prorrumpir en estas quejas. Hubiera debido rehusar tales
condiciones, en el momento en que se me propusieron; pero ¡desdichado!, si las
aceptaste, ¿cómo quieres gozar del bien y cuestionar sobre ellas? Dices que Dios
te ha creado sin tu consentimiento, y si un hijo desobediente, a quien tú
reconvinieses te replicara: «Y, ¿por qué me has dado la existencia cuando yo no
te la pedía?» ¿aceptarías tú el menosprecio que hacía de ti y su insolente
disculpa? No fue ciertamente creado por tu elección, sino por una necesidad de la
naturaleza. Dios te creó por su voluntad y con el fin de que le sirvieses; la
recompensa que te otorgaba era una pura gracia; tu castigo el que a su justicia
plugo imponerte. Pues bien sometido estoy; su sentencia es equitativa. Polvo soy,
y en polvo he de convertirme. ¡Oh felicidad, cuando quiera que acontezca! Mas,
¿por qué esta dilación en ejecutar la pena el mismo día que se ha dictado? ¿Por
qué he de sobrevivirme? ¿Por qué ha de burlarse de mí amenazándome con la
muerte, y reservandome un castigo perpetuo? ¡Con qué placer cumpliría yo mi
sentencia de muerte y me trocaría en tierra insensible, descansando en ella como
en el seno de mi madre! Hallaría allí mi reposo, y dormiría tranquilo; no atronaría
más que mis oídos aquella tremenda voz; no abrigaría el temor de mayor
desdicha, ni me atormentaría esta expectativa cruel de mi posteridad. Pero una
duda me asalta aún. ¿Si será que no muera del todo, y que este puro aliento vital,
este espíritu del Hombre, que Dios le ha inspirado, no llegue a perecer con el
barro de su cuerpo? Y entonces ¿quién sabe si yaceré en el sepulcro o, en otro
lugar no menos terrible, y si mi suerte será todavía una especie de vida. Pero,
¿cómo ha de serlo? Si lo que en mí pecó fue ese hálito vital, eso que vive y ha
pecado será lo que haya de morir; pero verdaderamente el cuerpo no tiene parte
en la vida ni en el pecado. Todo, pues, morirá en mí; resuélvase así esta duda,
quedando tranquilo, dado que no llega a tanto el alcance humano.
«Y porque el Señor sea infinito en todo, ¿ha de serlo también en sus rigores? Aun
cuando así sea, el Hombre no lo es, y por lo tanto ha de ser mortal, pues de otra
suerte, ¿cómo Dios ha de hacer objeto de su cólera infinita al Hombre, cuyo fin es
la muerte? ¿Ha de ser ésta inmortal? Sería una contradicción tan extraña, que no
es posible, en el mismo Dios, porque argüiría, no poder, sino debilidad. Y por
satisfacer su ira, al castigar al Hombre, ¿había de llevar lo finito hasta lo infinito,
pretendiendo saciar un rigor que nunca se saciaría? Valdría esto tanto como
hacer extensiva su sentencia hasta más allá del polvo, de la nada y de las leyes
de la Naturaleza, la cual mide las causas por la energía de la acción que
imprimen, no por el círculo de su propia esfera. Mas si la muerte no acabase de
un golpe con todo lo que es sentir, como suponía yo, y fuese desde ahora para
siempre un mal interminable, mal que empiezo a experimentar en mí, fuera de mí,
y por toda una eternidad... ¡oh desdichado! Vuelve a espantarme este temor, y de
nuevo combate con tempestuosos vértigos mi indefensa fantasía. Sí; la muerte y
yo somos incorpóreos: no sólo a mí, sino a toda mi posteridad alcanza la
maldición. ¡Envidiable patrimonio os lego, hijos míos! ¡Oh! ¡Si me fuese dado
consumirlo todo, y no dejaros la menor parte! ¡Cómo me bendeciríais por esta
pérdida en vez de maldecirme! ¿Acaso el Hombre no lo es, y por lo tanto ha de
condenarse a todo el género humano, siendo inocente, por la falta de un solo
hombre? ¡Inocente! ¿Lo es, cuando de mi nada puede salir que no sea
corrupción, y espíritu y voluntad tan depravados, que no solamente estén
dispuestos a hacer, sino a desear lo que yo he hecho? ¿Qué descargo han de
ofrecer cuando comparezcan ante el Señor? Después de todo, yo no puedo
menos de absolverlos; todo este laberinto de vanos subterfugios y razonamientos
en que me pierdo, me trae otra vez a mi convicción. El primero y el último a quien
debe acriminarse, soy yo, sólo yo, raíz y origen de toda corrupción, y sobre mí
debe recaer todo el castigo. ¡Ojalá que así sea! ¡Insensato anhelo! ¿Podrías tú
soportar esta carga más pesada que la tierra, más pesada que el mundo todo,
aun cuando te ayudase a sobrellevarla aquella Mujer infame? De suerte que lo
que deseas y lo que temes te da el mismo resultado; viene a destruir todas tus
esperanzas de consuelo, y a demostrarte que eres un miserable sin ejemplo en lo
pasado ni en lo futuro, comparable sólo a Satán en el crimen y en el castigo. ¡Oh
conciencia! ¡En qué abismo de sobresaltos y horrores me has sumergido! No
encuentro camino alguno que me ponga a salvo, y de un precipicio doy en otro
más insondable.»
De este modo se lamentaba Adán consigo mismo en medio de la soledad de la
noche. No era ya ésta, como antes de la caída del Hombre, templada, agradable y
serena, sino húmeda, nebulosa y encapotada, que representaba doblemente
terribles los objetos a la conciencia del criminal. Tendido en tierra, en la yerta
tierra, maldecía mil veces la hora en que fue criado, y mil veces también acusaba
a la muerte de lenta, desde que sabía que era la consecuencia de su culpa.
«Muerte, ¿por que no vienes, decía, con triplicado rigor a acabar conmigo?
¿Faltará la verdad a su promesa, y no se apresurará a ser justa la Divina Justicia?
No acude la Muerte a mi llamamiento, y la Justicia Divina no acelera sus tardíos
pasos, a pesar de mis súplicas y clamores. Bosques, fuentes, colinas, valles y
arboledas: un eco de mi voz bastaba otro tiempo para que vuestros sombríos
recintos me respondiesen. ¡De cuán diferente modo entonces resonábais!»
Al verlo tan afligido, la triste Eva, desde el sitio en que su pena la tenía postrada,
se acercó a él, y procuró con dulces palabras calmar su arrebatada furia; mas
Adán la rechazó con aspereza, diciendo:
«¡Apártate de mí, malvada serpiente, que este nombre es el que te conviene
como cómplice suya, no menos falsa y odiosa que ella! Nada más te falta que su
figura y color para descubrir tu traidora índole, para que en lo sucesivo se guarden
de ti todas las criaturas, y no se dejen deslumbrar de tu celestial apariencia, que
oculta la malicia del infierno. ¡Ah!, que sin ti yo hubiera seguido siendo dichoso, a
no haber tu soberbia e inquieta vanidad despreciado mis consejos cuando mayor
era el peligro y empeñándote en no creerme. Anhelabas ser vista del Demonio; te
prometías vencerle; te engañó y se burló de ti, y yo engañado a mi vez,
permitiendo que te alejaras de mi lado, creyéndote prudente, constante, experta y
prevenida contra todo género de asechanzas, no conocí que tu virtud, lejos de
verdadera, era aparente, y que la naturaleza te formó de una costilla corva,
torcida, según veo ahora, hacia el lado siniestro mío, de que saliste. ¡Si al menos
me hubiera visto privado de ella porque sobraba entre las restantes!.
«¡Oh! ¿Por qué Dios, sabio Hacedor, que pobló los altos cielos de espíritus
varoniles, introdujo en la tierra este ser nuevo, este bello defecto de la naturaleza,
y no llenó el mundo de hombres, como lo está el cielo de ángeles, sin necesidad
de mujer alguna? ¿Por qué no halló otro medio de perpetuar la raza humana? No
hubiera dado lugar a esta desventura, ni a las muchas que de ella han de
originarse; que la tierra experimentará innumerables males por los artificios de la
mujer, y por la íntima unión con su sexo; pues o no hallará el hombre ninguna que
le convenga, sino la que más desdichas y desaciertos le ocasione, o la que
desee, le pagará en ingratitudes, entregándose a otro peor que él, y si le ama, se
verá contrariada por sus padres, o el logro de su mejor elección resultará tardío, y
cuando quede unido con el vínculo que anhelaba, lo estará a una pérfida enemiga
que sólo le proporcione aborrecimiento y mengua; de donde infinitas calamidades
para la vida humana, y disturbios sin cuento, en lugar de la paz doméstica.»
Nada más dijo Adán, y se apartó de ella; pero sin mostrarse Eva ofendida bañado
el rostro en lágrimas que sin cesar corrían por sus mejillas y suelto y desgreñado
el cabello, postrose humilde a sus pies y abrazada a ellos, imploró perdón,
exclamando:
«No así me abandones, Adán: el cielo es testigo del sincero amor y respeto que te
profesa mi corazón, y de que te he ofendido involuntariamente, por efecto de mi
desdicha y del engaño que padecí. Apiádate de mis ruegos; abrazada estoy a tus
rodillas; no me prives de lo único que es mi vida, de tus miradas, de tu protección,
de tus consejos; que en el colmo de desventura en que me veo, no cuento con
otra fuerza ni con otro apoyo. Si tú me abandonas, ¿de quién he de esperar
auxilio; ni dónde podré vivir? El tiempo que nos dure la vida. que quizá sean
breves momentos, haya al menos paz entre nosotros. Partícipes ambos de esta
común afrenta unámonos también en el odio contra el enemigo que nos ha
impuesto nuestra sentencia contra esa cruel serpiente. ¡No me hagas objeto de tu
aborrecimiento por una desgracia tan imprevista, cuando ya es segura mi
perdición, y cuando soy más miserable que tú mismo! Los dos hemos pecado, tú
sólo contra Dios, y yo contra Dios y contra ti. Volveré al lugar en que fui
condenada; desde allí importunaré al cielo con mis lamentos; le rogaré que aparte
de ti el castigo, y que caiga sobre mí sola, sobre mí, única causa de todos tus
males, objeto único de su cólera.»
No la dejaron proseguir sus sollozos; permaneció inmóvil en su humilde actitud,
hasta que el perdón que demandaba por una falta así confesada y de que estaba
tan arrepentida, movió a compasión a su esposo, el cual sintió al punto inclinarse
su corazón hacia lo que ha poco era su vida, su mayor delicia, y ahora estaba a
sus pies sumisa y acongojada; bellísima criatura, que imploraba la indulgencia, el
consejo, la ayuda del mismo a quien había desagradado. El, como quien se
encuentra desarmado, no teniendo en qué emplear su cólera, la levantó y consoló
con estas afectuosas palabras:
«¡Imprudente! ¡Conque otra vez, como antes, vuelves a desear que el castigo
caiga sobre ti sola! ¡Ah!, ¿sufrirás el que se te imponga, puesto que no eres capaz
de sobrellevar la ira que has experimentado no más que una pequeña parte, y
que tan insoportable te parece hasta mi disgusto? Si mis ruegos alcanzasen a
atenuar el rigor de lo que está ya decretado, yo me apresuraría a adelantarme a ti
yendo a aquel lugar, y levantando cuanto me fuera posible la voz para que cayese
toda la maldición sobre mi frente, para que fuese perdonada la fragilidad de tu
débil sexo, que me estaba confiado y de que cuidé tan mal. Pero levanta: no
disputemos más; no nos acriminemos uno a otro, que harto acriminados estamos
ya. Procuremos con el auxilio de un mutuo amor y ayudándonos uno a otro,
aligerar el peso de la desgracia que nos abruma. Porque el día de nuestra muerte
que se nos ha anunciado, o mi previsión es falsa, o no llegará tan pronto, sino que
será un mal lento, un morir prolongado, que haga mayor nuestra pena, y que
trascienda a toda nuestra raza. ¡Oh, raza desventurada!»
Y Eva, para inspirarle ánimo, replicó: «Sé, Adán, por una triste experiencia, cuán
ineficaces son mis palabras para contigo, y cuán destituidas las juzgas de razón.
¡Oh! ¡Y si lo acaecido poco ha, no las hubiera hecho además funestas! Sin
embargo, a pesar de mi indignidad, alentada por ti, restablecida nuevamente en tu
gracia y en la esperanza de recobrar tu amor, único consuelo de mi alma, que
viva o muerta, no quiero ocultarte los pensamientos que la inquietud de mi ánimo
me suscita, y que pueden aliviar nuestros males o darles fin. Violentos y tristes
son, pero tolerables, dada la extremidad en que nos vemos, y sobre todo, están
más en nuestra mano. Si tanto nos angustia la pena de nuestros descendientes,
condenados a una maldición infalible, víctimas al fin de la Muerte (que en efecto,
terrible es ser causa de la infelicidad ajena, de la infelicidad de nuestros propios
hijos, y lanzar de nuestro propio seno a ese maldito mundo una desdichada raza,
para que después de una vida de tormentos sea presa de tan repugnante
monstruo), de ti depende, ya que aún no se halla en su estado de concepción,
evitar que esa raza no bendecida llegue a ser engendrada. Sin hijos estás; sin
hijos puedes quedarte. Así la Muerte será burlada, y habrá de saciar en nosotros
dos su ansia devoradora. Pero si crees que es duro y dificultoso hablándose,
mirándose, amándose, renunciar al sagrado débito del amor, a las dulzuras de los
abrazos nupciales, y ahogar sin esperanza alguna el deseo, teniendo a la vista un
objeto que arde en el mismo anhelo, tormento no menos irresistible que el que
causa nuestros temores, entonces, para librarnos a nosotros, y librar al propio
tiempo a los nuestros del mal que nos amenaza, tomemos más pronta resolución
y entreguémonos a la Muerte; y si no damos con ella, hagamos en nosotros su
oficio con nuestras manos. ¿A qué seguir viviendo con un temor que no promete
más término que la Muerte, cuando podemos abreviar el plazo de nuestros días, y
destruyéndonos, anticipar nuestra destrucción?»
Esto dijo, añadió otras palabras que indicaban bien su desesperación; y tanto
había discurrido sobre la muerte, que llevaba impresa su palidez en el semblante.
No así Adán, que poco convencido de su consejo, y entregado con afán a otras
esperanzas, contestó a Eva:
«El menosprecio que haces de la vida y del placer parece indicar que hay en ti
algo más sublime y excelente que lo que con tal indignación rechazas; pero desde
el momento en que recurres a la destrucción de tu existencia, tú misma
desmientes semejante indicio, porque manifiestas, no desprecio, sino angustia y
pena por la pérdida de una vida y un placer que prefieres a todos los demás
bienes. Engañaste si deseas la muerte como término de tus males y creyendo
evadirte así de la pena a que estás condenada, porque Dios no se ha armado tan
vigorosamente de su vengadora ira para que se frustre; más temería yo que esa
muerte anticipada no nos preservase del castigo que nos aguarda, y que
semejante obstinación empeñaste al Altísimo en perpetuar la muerte en nuestra
vida. Adoptemos, pues, resolución más eficaz: yo creo acertar con ella
reflexionando atentamente en aquella profecía de nuestra sentencia: «Tu raza
hollará la cabeza de la serpiente»; lo cual sería bien fútil reparación, si como
presumo, no aludiese a nuestro enemigo Satán, que se valió de este engaño
contra nosotros. Hollar su cabeza sería en efecto nuestra mejor venganza, que sin
duda malograríamos dándonos nosotros mismos la muerte, o resolviéndonos a
hacer estériles nuestros días como propones; con lo que nuestro enemigo se
libraría del castigo que se le ha impuesto, y nosotros sólo conseguiríamos doblar
el nuestro. Renunciemos, pues, a toda violencia contra nosotros mismos, o a una
infecundidad voluntaria que nos privaría de toda esperanza y no argüiría en
nosotros más que rencor, orgullo, impaciencia, despecho y rebeldía contra Dios,
que tan justo es imponiéndonos este yugo. Recuerda con qué benignidad y
agrado nos escuchó, y cómo pronunció su sentencia sin cólera alguna, sin
hacernos reconvenciones. Temíamos una disolución inmediata, y pensábamos
que la-amenaza y la muerte tendrían lugar en el mismo día; y ¿a qué se ha
reducido? A anunciarnos, a ti, lo penoso que ha de serte llevar en tu seno y dar a
luz el fruto de tus entrañas, pena que se compensará con la alegría de verte
reproducida, y a mí, la maldición, que de rechazo alcanza a la tierra, de que
ganaré mi sustento trabajando: ¡como si fuese esto tan gran desgracia! Mayor lo
sería la ociosidad, porque al fin viviré de mi trabajo; y para que el frío y el calor se
nos hiciesen más soportables, sus próvidos cuidados atendieron a nuestra
necesidad sin que lo solicitásemos, y mientras nos juzgaba, se complacía de
nosotros, indignos de su protección, y sus manos nos proporcionaban con qué
vestirnos. Pues si le dirigimos nuestras súplicas, ¿cómo ha de cerrar el oído a
ellas, ni negar su corazón a la piedad? ¿Cómo dejará de enseñarnos por qué
medios hemos de evitar la inclemencia de las estaciones, la lluvia, el hielo, la
nieve y el granizo? Ya el cielo con demudada faz empieza a amenazar desde esa
montaña con todas estas contrariedades, y los vientos, con su soplo húmedo y
destructor, arrancan el follaje de esos hermosos y copudos árboles. Esto nos
obliga a procuramos mejor auxilio y algún calor más con que templar nuestros
ateridos miembros; y antes que al astro del día reemplace la frialdad de la noche,
veamos cómo reflejando junto sus rayos, pueden inflamar la materia seca, o cómo
por el frote de dos cuerpos llega a encenderse el aire; a la manera de las nubes,
que luchando entre sí hace poco, e impelidas por el aire, con su violento choque,
han engendrado el rayo, y precipitándose éste con su sesga llama, ha prendido
en la resinosa corteza del pino y del abeto, y esparcido en derredor un calor
agradable, que puede suplir al sol. Dios nos instruirá en el uso que hemos de
hacer de ese fuego, y en todo lo demás que sirva de alivio o preservativo a los
males que nuestras culpas han producido; y nos enseñará a orar e implorar su
gracia. Auxiliados y alentados por El, no tendremos que temer las incomodidades
de la vida, hasta que nos convirtamos por fin en el polvo, última y natural morada
nuestra. ¿Qué cosa podemos hacer mejor que volver al lugar en que hemos sido
juzgados, postrarnos devotamente ante El, confesar con humildad nuestras
culpas y pedirle perdón, regando el suelo con nuestras lágrimas, y exhalando
profundos sollozos salidos de nuestros contritos corazones, en señal de sincero
arrepentimiento y abnegación completa? Mitigará su rigor sin duda y dará al olvido
su desagrado; ¿pues cuando más indignado y justiciero parecía, no brillaba en
sus tranquilas miradas el afecto, la gracia y la compasión?»
Así habló nuestro arrepentido padre, y Eva no manifestaba menores
remordimientos. Encamináronse sin más tardanza al lugar en que habían sido
juzgados, y se prosternaron reverentemente en su presencia. Allí confesaron con
humildad sus culpas, imploraron perdón, bañaron con sus lágrimas la tierra, y
prorrumpieron en profundos sollozos con corazones contritos, en señal de sincero
arrepentimiento y de la más completa sumisión.
UNDECIMA PARTE
ARGUMENTO
Transmite el Hijo de Dios a su Padre las súplicas de los dos esposos, ya
arrepentidos de su culpa, e intercede por ellos. Acepta Dios sus ruegos, pero
declara que no pueden permanecer más tiempo en el Paraíso, y envía a Miguel
con algunos querubines para que los expulsen de aquella mansión, y sobre todo,
para que revele a Adán los acontecimientos futuros. Llega Miguel a la tierra. Adán
muestra a Eva ciertos signos siniestros; observa la llegada de Miguel, y le sale al
encuentro. Anúnciale el Angel su partida. Desconsuelo de Eva; Adán suplica y
acaba por obedecer. Condúcelo el Angel a la cima de una alta colina, y en una
visión le representa lo que ha de suceder hasta el Diluvio.
En esta humilde actitud permanecieron arrepentidos y orando, porque
descendiendo del trono de Dios misericordioso la gracia justificante, arrancó el
endurecimiento de sus corazones y puso en ellos una nueva carne regeneradora,
que prorrumpía en ayes inexplicables, y que inspirada por el espíritu de la oración,
se remontaba al cielo con vuelo más veloz que el de la elocuencia más sublime.
No era, sin embargo, su aspecto de míseros suplicantes, ni parecía su ruego de
menos interés que el de aquellos vetustos cónyuges de las antiguas fábulas,
menos antiguas sin embargo, que esta historia Deucalión y la casta Pirra, cuando
para reponer la anegada raza humana, se prosternaban devotos ante el santuario
de Temis.
Remontáronse al cielo las súplicas de Adán y Eva, sin que los envidiosos vientos
las apartaran o privaran de su camino; penetraron por las celestes puertas, como
espirituales que eran; y cubriéndolas el gran intercesor con la nube de incienso
que humeaba ante el altar de oro, llegaron ante el trono del Padre, donde las
presentó el Hijo radiante de júbilo, dando principio a su intercesión en estos
términos:
«Mira, Padre mío, los primeros frutos que en la tierra ha producido la gracia con
que has animado al Hombre; los sollozos y ruegos que envueltos entre incienso te
ofrezco en este incensario de oro, como sacerdote que soy tuyo; frutos cuya
semilla echaste en el corazón de Adán a la par que el arrepentimiento, y de más
grato sabor que los que sus manos cultivaban, que los que hubieran producido
todos los árboles del Paraíso antes de quedar privado aquél de su inocencia.
Presta ahora oídos a sus súplicas, y atiende, aunque mudos a sus suspiros; y
pues ignora, al dirigirte su oración, de qué palabras ha de valerse, permíteme ser
su intérprete, ya que soy su abogado y su víctima expiatoria. Refunde en mí sus
obras buenas o malas, que mis méritos perfeccionarán las primeras, y con mi
muerte redimiré las otras. Acéptame a mí, y recibe de esos desgraciados, cual si
fuese mío, el anhelo de paz para la raza humana. Que por lo menos viva,
reconciliado contigo el Hombre, los tristes días que le has concedido, hasta que la
muerte a que está condenado, y que yo pido que se difiera, no que se revoque, lo
conduzca a mejor vida, en que todos los redimidos por mí participen de esta paz y
bienaventuranza, identificados conmigo, como yo lo estoy contigo.»
A quien el Padre, no velado por nube alguna, respondió sereno:
«Todas tus peticiones acepto, amado Hijo, que todas eran otros tantos decretos
míos; pero permanecer más tiempo en el Paraíso, no lo consiente la ley que he
impuesto a la naturaleza. Esos puros e inmortales elementos, extraños a toda
combinación grosera, a toda mezcla inarmónica e impura, rechazan al Hombre
manchado ahora, y se apartan de él como de materia corrompida, para que según
su nueva naturaleza se procure un alimento mortal y más propio de la disolución a
que lo ha traído su pecado, a consecuencia del cual se pervirtió desde luego todo,
y se corrompió lo que de suyo era incorruptible. Creé al Hombre dotándole de dos
dones perfectísimos, la felicidad y la inmortalidad; pero el insensato perdió la una,
y la otra sólo serviría para perpetuar sus males; por lo que recurrí a la muerte. La
muerte, pues viene a ser su postrer remedio, y después de una vida meritoria a
fuerza de penosas tribulaciones, purificada por la fe y por los actos de la misma
fe, resucitará el día de la renovación del justo a una nueva vida, elevándose
triunfante al renovarse los cielos y la tierra. Convoquemos ahora el sínodo de
todos los bienaventurados en los vastos términos del cielo. No quiero ocultarles
mis juicios, sino que vean cómo procedo con el género humano, pues que vieron
como procedí con los ángeles rebeldes; y así, aunque se conservan firmes, se
afirmarán todavía más en su fidelidad.»
Calló y a la señal que hizo el Hijo al brillante ministro que esperaba sus órdenes,
éste tocó su trompeta, la misma quizá que se oyó después en el Oreb cuando
descendía Dios, y quizá también la misma que volverá a oírse en el juicio
universal. Oyóse al punto la voz del Angel en todas las regiones, y desde sus
venturosas moradas cubiertas de amaranto, desde sus fuentes y manantiales de
vida, desde todos los puntos en que reposaban en un goce común, se
apresuraron los hijos de la luz a acudir al supremo llamamiento; y todos ocuparon
sus sedes, hasta que desde lo alto de su encumbrado trono manifestó así su
soberana voluntad el Omnipotente:
«Hijos míos: el Hombre se ha hecho semejante a uno de nosotros y conocedor
del bien y el mal desde que probó el fruto prohibido, pero ese conocimiento se
limita al bien que ha perdido y al mal que se ha procurado. ¡Qué dichoso sería si
se hubiera contentado con conocer el bien por sí mismo, y no tener del mal la
menor idea! Al presente se aflige, se arrepiente y ora contrito; yo dirijo sus
movimientos; pero más que estos movimientos conozco cuán variable y vano es
su corazón entregado a sí mismo. Recelando, pues, que más adelante vuelva a
llegar con mano aún más osada al árbol de la vida, y coma su fruto, y viva
perpetuamente, o crea por lo menos que su vida ha de ser interminable, he
resuelto sacarlo del Paraíso y conducirlo a lugar más a propósito, donde labre la
tierra de que fue extraído.
«Miguel, tú quedas encargado de mi mandato. Elige de entre los querubines
flamígeros guerreros que llevar contigo, no sea que en favor del Hombre o para
asaltar la mansión que queda deshabitada, introduzca el Enemigo alguna nueva
perturbación. Apresúrate, pues, y expulsa del divino Edén a los esposos
pecadores; lanza a los profanos de aquel santo lugar y anúnciales a ellos y a toda
su descendencia su perpetuo destierro. Mas para que puedan soportar el peso de
su rigurosa sentencia, una vez que se muestran humildes y que lloran
compungidos su falta, que el terror no los amilane. Si obedecen resignados tu
intimación, no des lugar a que partan desconsolados; revela a Adán lo que
sucederá en los tiempos futuros conforme a las advertencias que yo te inspire, y
mezcla tus palabras, los con-suelos de mi nueva alianza con la regenerada
estirpe de la Mujer; de modo que se despidan tristes, pero tranquilos; Para
defender la parte del Edén que más fácil entrada ofrece, pon por la parte de
Oriente una guardia de querubines; vibre a larga distancia la llama de una espada
que infunda espanto a todo el que trate de aproximarse, y cierra enteramente el
paso hacia el árbol de la vida, no sea que, convertido el Paraíso en guarida de
espíritus malévolos, inficionen todos aquellos árboles y vuelvan a seducir al
Hombre con sus usurpados frutos.»
Apenas dejó de hablar, se preparó a descender prontamente el poderoso Angel, y
con él la esplendente legión de los vigilantes querubines. Semejante a un doble
Jano, cada uno tenía cuatro rostros; cada cual llevaba cubierto el cuerpo de ojos
más numerosos que los de Argos, y vigilantes hasta el punto de no dejarse
adormecer ni por la flauta arcadia, ni por el caramillo pastoril o la soporífera varilla
de Mermes.
Despertaba al propio tiempo Leucothea para alegrar de nuevo al mundo con su
sagrada luz, y embalsamaba con un fresco rocío la tierra, cuando Adán y nuestra
primera madre Eva concluían sus oraciones, y hallaban en sí una fuerza que
procedía del cielo. De su misma desesperación sacaban cierta esperanza, cierta
tranquilidad que no alejaba, sin embargo, todos sus temores; y Adán repetía así a
Eva sus benévolos consuelos:
«Eva, fácilmente admite la fe que todo el bien que disfrutamos procede del cielo;
pero que de nosotros ascienda al cielo algo que prevalezca para con el espíritu de
un Dios que es el colmo de toda dicha, o que baste a captarse su voluntad, no
parece igualmente creíble; y con todo, esta ferviente oración, estos anhelantes
suspiros que nacen de nuestro pecho, llegan hasta el trono del Señor, y desde el
momento en que con mis ruegos he procurado aplacar su ofendida divinidad, y
postrado ante ella he humillado mi corazón, paréceme que, propicio y afable,
inclina hacia mí su oído, y hasta llego a persuadirme de que me oye con favorable
disposición. Ello es que mi ánimo recobra su calma, y que acude a mi memoria
aquella promesa de que tu raza hollará la cabeza de nuestro enemigo; promesa
que no había vuelto a recordar en medio de mi turbación, y que ahora me infunde
la esperanza de que ha pasado ya la amargura de la muerte, y de que
seguiremos viviendo. Regocíjate, pues, Eva, con razón apellidada madre del
género humano, madre de cuanto vive, pues que por ti vivirá el Hombre, y para el
Hombre vivirá todo.»
Pero con rostro afectuoso a la vez y triste, le replicó así Eva: «No es digna de ese
glorioso título una pecadora, que destinada a ser tu ayuda, se convirtió en tu
asechanza: improperios, aversión y toda especie de oprobio es lo que merezco; y
sin embargo, la misericordia de mi juez es infinita. Yo, que he dado la muerte a
todos, vengo a ser por su gracia fuente de vida; y tú, generoso a tu vez también
me juzgas digna de tan alto título, cuando yo soy únicamente de otro. Pero ya el
campo nos llama al trabajo, que ahora ha de costarnos sudor después de una
noche de insomnio. Mas, ¿no ves? Mira cómo la mañana, indiferente a nuestro
cansancio, vuelve a emprender risueña su rosada vía. Marchemos, pues: no me
apartaré más de tu lado, cualquiera que sea el sitio a que nos conduzca nuestra
cotidiana faena, que ha de sernos penosa en lo sucesivo, pues ha de durar lo que
dure el día; bien, ¿qué trabajo ha de parecernos duro en medio de estos bellos
pensiles? Vivamos en ellos y viviremos contentos, aunque hayamos descendido
tanto de nuestro estado.»
Así discurría, a medida de sus deseos, profundamente humillada Eva; mas otra
era la decisión del Hado, y la Naturaleza tardó poco en manifestarla por medio de
las aves, de los brutos y del aire, porque éste eclipsó de repente el purpúreo brillo
de la mañana. A su vista, el ave de Júpiter, desde lo más alto de su vuelo, cayó
sobre dos pájaros de bellísima pluma a quienes perseguía, y el animal que reina
en los bosques, y que por primera vez se hizo entonces cazador, bajando de una
colina, se lanzó contra un ciervo y su compañera, la más hermosa pareja de
aquellos montes. Huían hacia la puerta oriental del Paraíso; observábalo Adán, y
siguiéndolos con sus miradas, dijo conmovido a Eva:
«¡Ay, Eva! Algún próximo contratiempo nos amenaza, cuando por medio de esos
mudos indicios de la Naturaleza nos presagia el cielo sus designios o cuando
menos nos da a entender que confiamos demasiado en la remisión de nuestro
castigo, porque nuestra muerte se ha diferido algunos días. ¿Quién sabe lo que
durarán, ni lo que hasta entonces será nuestra existencia, ni si lo más que
averiguaremos es que somos polvo, que polvo volveremos a ser, y que
acabaremos? ¿A qué, si no, ponernos delante de ese doble espectáculo, esa
súbita persecución en el aire y en la tierra, ambas en la misma dirección y en el
mismo instante? ¿Por qué esa oscuridad del lado de Oriente antes de mediar el
día, y ese fulgor matutino, mas vivo que el de la aurora, que ostenta aquella nube
hacia el Occidente, esparciendo destellos por el firmamento azul, y descendiendo
lentamente cual si trajese una misión del cielo?»
Y no era ofuscación suya; que de aquella parte, reflejando en el Paraíso un
resplandor marmóreo y posándose sobre una colina, anunciaba una aparición
gloriosa, de que no hubiera dudado Adán, si el humano temor no hubiera puesto
en sus ojos sombras. No aparecieron más esplendentes los ángeles cuando se
mostraron a Jacob en Mahanain, viéndose cubierto el campo con las tiendas de
sus fúlgidas cohortes, ni cuando en Dothán se descubrió flamígera montaña
hecho un campo de fuego y amenazando al monarca sirio, que para sorprender a
un solo hombre y obrando como asesino, suscitó una guerra sin proclamarla.
Señaló el príncipe de las celestes jerarquías los puestos que habían de ocupar
sus brillantes potestades para apoderarse del jardín, y él se adelantó solo,
buscando el sitio en que se había refugiado Adán. No se le ocultó a éste, y
mientras se acercaba el supremo mensajero, dijo a su esposa: «Disponte ya, Eva,
a alguna gran novedad, que quizá ha de cambiar nuestra suerte o imponernos
nuevas leyes a que tendremos de someternos, porque veo a lo lejos descender
de la fulminante nube que envuelve la colina un guerrero de la legión celeste, y
según su apariencia, no de los inferiores. Será algún gran Potentado, alguno de
los supremos Tronos; que tal es la majestad que lo rodea. No me inspira temor
por su terrible aspecto, ni tiene la benigna dulzura de Rafael, que tanta confianza
infunde, sino una presencia tan solemne como sublime; y para no ofenderlo,
retírate tú; yo con la mayor reverencia le saldré al encuentro.»
Y apenas dijo esto, se le acercó el Arcángel apresuradamente, no en su figura
celestial, sino ataviado como un hombre que ha de entenderse con otro hombre.
Sobre sus resplandecientes armas flotaba una veste marcial de púrpura, más viva
de color que la Melibea, o que la grana de Sarra con que en los tiempos de
treguas se ornaban los reyes y antiguos héroes. Isis tejió sus matices; su
estrellado yelmo con la visera alzada dejaba ver un rostro en las primicias de la
virilidad que acaba de salir de la juventud; a un lado, como un radiante zodíaco,
llevaba pendiente la espada, terrible espanto de Satanás, y en su mano
empuñaba la lanza. Adán se inclinó profundamente; el Arcángel se mantuvo
erguido, y con majestuosa dignidad le dio así cuenta de su mensaje:
«Adán, el supremo mandato del cielo no ha menester exordios: baste decirte que
tus ruegos han sido oídos, y que la muerte a que estabas sentenciado desde el
momento de tu trasgresión retrasará su golpe los largos días que te están
concedidos para dar lugar a tu arrepentimiento, y a que borres tu criminal acción
con tus buenas obras. Entonces tal vez, desenojado tu Señor, te redimirá
enteramente de la instancia con que la muerte te reclama; pero no te es permitido
morar más tiempo en el Paraíso, y yo he venido para sacarte de él y enviarte
fuera del Edén a labrar la tierra de que fuiste formado, y a cuyo seno es bien que
vuelvas.»
No dijo más; porque al oír Adán estas palabras, sintió sobrecogido su corazón y
embargados sus sentidos por el hielo del más acerbo dolor, mas Eva, que aunque
oculta, todo lo había escuchado, se denunció a sí misma, prorrumpiendo en gritos
y agudos lamentos:
«¡Oh inesperado golpe, más terrible que el de la muerte! ¡Salir de este dulce
Paraíso, dejar mi suelo natal y estos dichosos y umbríos vergeles, morada digna
de dioses! ¡Y yo que esperaba subsistir aquí tranquila en medio de mi tristeza,
hasta que llegase el día mortífero para ambos! Flores amadas que no hallaré en
ningún otro clima, las primeras a quienes visitaba por la mañana, las últimas de
quienes por la tarde me despedía; flores que tanto cuidaba mi cariñosa mano
desde que os abríais, y a todas las cuales he dado nombre: ¿quién os enderezará
hacia el Sol ahora, y os ordenará por tribus, y os regará con la ambrosía de estos
puros manantiales? Y tú, por fin, nupcial gruta, que yo me complacía en
embellecer con cuanto puede ser agradable a la vista y al olfato, ¿cómo me
alejaré de ti para andar vagando por un mundo inferior, que comparado con éste
será salvaje y sombrío? ¿Cómo vivir en un aire menos puro, acostumbrada a
estos frutos inmortales?»
Al oír esto el Angel, la interrumpió dulcemente: «No así te lamentes Eva; renuncia
con resignación a lo que justamente has perdido; no te apasiones con tanta
vehemencia de lo que no es tuyo. Al salir de aquí no vas sola; va contigo tu
esposo, a quien estás obligada a seguir, porque donde él habite será tu tierra
natal.»
Entonces Adán, volviendo en sí de su repentino e inerte anonadamiento y
recobrando el ánimo, dirigió a Miguel estas humildes palabras: «Espíritu celestial,
bien seas uno de los Tronos, bien lleves el nombre de superior entre ellos, porque
tu majestad puede ser propia de un príncipe que impera sobre otros príncipes:
bondadosamente nos has comunicado tu mensaje, que a hacerlo de otro modo,
no hubiéramos resistido a tan duro golpe; mas todo el dolor, todo el abatimiento y
desesperación que puede resistir nuestra flaqueza, en tus palabras están cifrados
al anunciarnos el destierro de esta feliz morada, que era nuestro dulce asilo, el
único consuelo que a nuestras almas estaban acostumbradas. Cualquiera otro
lugar nos parecerá inhospitalario y yermo; nos desconocerá a nosotros y será
para nosotros desconocido. ¡Ah! Si a fuerza de incesantes ruegos lograse apiadar
la voluntad de Aquel que lo puede todo, no cesaría un momento de importunarle
con continuos clamores; pero pedirle lo que se opone a su absoluto decreto, sería
tan inútil como querer contrarrestar con nuestro hálito la fuerza del viento, que
rechaza sofocante sobre nosotros al exhalarlo. Me someto pues, a su soberano
mandato: sólo me aflige la idea de que al partir de aquí, no volveré a ver su rostro,
no contaré más que con su bendito auxilio. Aquí hubiera yo recorrido de uno en
otro, adorándolos, todos los sitios en que se dignó consolarme con su divina
presencia; y hubiera dicho a mis hijos: «En este monte se me apareció; bajo este
árbol se me hizo visible; entre estos pinos oí su voz; aquí orillas de esta fuente
conversé con El.» En muestra de reconocimiento, le hubiera erigido altares de
césped, y hubiera acumulado lustrosas piedras de los arroyos en memoria y
monumento para las futuras edades, y derramado sobre ellas el dulce perfume de
odoríferas gomas, de los frutos y de las flores. Pero en ese otro ínfimo mundo,
¿dónde hallaré sus brillantes apariciones, ni siquiera señal de la huella de sus
plantas? Porque, aunque yo huya de su cólera, una vez recobrada la- vida, y
prolongada su duración y legada a la posteridad que se me promete, no me
queda otro consuelo que alcanzar a ver los destellos últimos de su gloria y adorar
de lejos los más leves vestigios de sus pasos.»
«No ignoras, Adán», le replicó Miguel con afectuoso semblante, «que suyo es el
cielo, suya la tierra toda, no esta roca solamente que llena con su presencia la
tierra, el mar, el aire; todo cuanto vive alentado por el calor de su virtual
omnipotencia. Te ha concedido el dominio de la tierra toda para que la poseas y la
gobiernes, don que no debes menospreciar; y así, no creas que su presencia está
reducida a los estrechos límites del Paraíso o del Edén. Este hubiera sido quizá la
cabeza de tu imperio, de donde hubieran salido todas las generaciones, y adonde
hubieran vuelto también de todos los confines de la tierra para ensalzarte y
reverenciarte a ti, su ilustre progenitor; pero tú has perdido esta preeminencia,
decayendo hasta el punto de tener que morar en el mismo suelo que tus hijos. No
dudes, pues, de que tan presente como aquí, está Dios en los valles y en las
llanuras, de que lo hallarás en todas partes, y de que por donde quiera te seguirán
las pruebas de su presencia, y te verás circuido de su bondad y paternal amor, de
su verdadera imagen y de las divinas huellas de sus pasos. Y para que puedas
creer y asegurarte en esto, antes que de aquí salgas, has de saber que soy
enviado para revelarte lo que en los futuros siglos te acontecerá a ti y acontecerá
a tu descendencia. Prepárate a presenciar bienes y males, la pugna que se
empeñará entre la divina gracia y la perversidad del hombre. Así aprenderás la
verdadera resignación, y a moderar la alegría con el temor y un piadoso
recogimiento, de modo que te mantengas igualmente sereno en la fortuna y en la
adversidad, para que puedas arrostrar más a salvo los trances de la vida, y
disponerte mejor al de la muerte cuando sobreviniere. Sube ahora conmigo a esta
eminencia; deja aquí a Eva, a quien ya he tranquilizado, entregada al sueño,
mientras tú, despierto, contemplas el porvenir, como en otro tiempo dormías tú
también cuando ella vino a la vida.»
A cuyas palabras agradecido, contestó Adán: «Sube en buena hora, que yo te
seguiré como a seguro guía por el camino que me conduzcas; sumiso estoy a la
voluntad del cielo en medio de mi castigo. Opondré dócil pecho a todos los males,
y me armaré para hacerme superior a todos los sufrimientos y conseguir desde
luego la tranquilidad por medio del trabajo, si así puedo merecerla.»
Y ascendieron ambos a la visión divina. Era aquella montaña la más alta del
Paraíso, y desde su cima se descubría claramente el hemisferio de la tierra, que
se dilataba hasta donde podía alcanzar la vista. No era más elevada ni en torno
se extendía más la montaña a donde por diferente causa llevó el Tentador,
hallándose en el desierto, al segundo Adán, para mostrarle todos los reinos de la
tierra y las grandezas de cada uno.
Desde allí pudo contemplar en su propio asiento las ciudades de antigua o
reciente fama, las que eran cabeza de los más insignes imperios, desde los
muros destinados a Cambalu, silla del Kan del Caita, y desde Camarcanda, orillas
del Oxo y trono de Temir, hasta Pequín, donde reinan los reyes de la China. De
aquí corrió su vista hasta Agra y Lahor, propias del gran Mogol, y hasta el
Quersoneso Aureo, o hacia Ecbatana la de Persia, después Hispahán, o a Moscú,
donde es soberano el zar de Rusia, y a Bizancio, dominada por el Sultán, que
nació en el Turquestá. Pudo luego fijar sus ojos en el reino de Nego y su puerto
más lejano, Erecco, y los pequeños estados marítimos de Montzaba, Quiloa,
Melinde y Sofala, que algunos creen Ofir, hasta los reinos de Congo y Angola más
al Mediodía; y trasladándose del río Niger al monte Atlas, los imperios de
Almanzor, de Fez, de Sus, de Marruecos, de Argel y Tremecén. Y desde allí
contempló a Europa, y el lugar en que Roma había de dominar al mundo. Y allá
en su imaginación quizá descubrió la opulenta Méjico, imperio de Motezuma, y el
de Cuzco en el Perú, espléndido trono de Atabalipa y la Guyana no despojada
aún, a cuya principal ciudad llamaron El Dorado los hijos de Gerión.
Mas para disponerlo a representaciones más sublimes, Miguel levantó de los ojos
de Adán el velo que había puesto sobre ellos el falso fruto de que se prometió
vista más perspicaz; y luego le purificó el nervio visual con eufrasia y ruda, porque
tenía mucho que ver, y le introdujo en él tres gotas de agua sacadas de la fuente
de la vida. La virtud de aquellas yerbas penetró de tal manera hasta lo íntimo de
la vista intelectual. que precisado Adán a cerrar los ojos, cayó enajenado,
cayendo todos sus espíritus en un éxtasis; por lo que el bello Angel le asió de la
mano y le hizo al punto volver en sí diciéndole:
«Adán, abre ahora los ojos, y contempla en primer lugar los efectos que tu crimen
original ha producido en algunos de los que nacerán de ti; los cuales sin embargo,
no han tocado jamás al árbol prohibido, ni conspirado con la serpiente, ni
delinquido con tu pecado; pero, a pesar de ello, de ese mismo pecado, heredan la
corrupción que ha de precipitarlos en acciones más violentas.»
Abrió los ojos Adán, y vio un campo que, labrado en parte, estaba lleno de haces
de paja recién segada; el resto quedaba para pasto y rediles de los ganados. En
medio, como marcando un límite, se alzaba un altar rústico, hecho de hierba, al
cual llegaba de pronto un segador sudoroso, que depositaba en él las primicias de
sus frutos, espigas verdes aún y tostados haces, pero revueltos, y según más a
mano los había hallado. Inmediato a él se veía un pastor en actitud más humilde,
cargado con los recentales más escogidos y mejores de su rebaño, y después de
sacrificarlos, extendía las entrañas y la grasa sobre la leña ya preparada,
rociándolas con incienso, y practicando todos los demás ritos debidos. De repente
bajó del cielo un fuego propicio sobre su ofrenda, y la consumió con presta llama,
esparciendo alrededor un grato aroma; pero la ofrenda del otro no se consumió,
porque no era sincera; lo cual lo encendió en ira, y según estaba hablando con el
pastor, le lanzó en medio del pecho una piedra que le dejó sin vida. Cayó, y
cubierto de mortal palidez exhaló el alma entre torrentes de sangre. Sobrecogido
con aquel espectáculo el corazón de Adán, exclamó:
«Maestro mío ¿por qué ha sucedido tan gran desdicha a ese hombre humilde que
tan bien ha hecho su sacrificio? ¿Este premio reciben la piedad y una devoción
tan pura?»
Y Miguel le respondió conmovido: «Esos dos son hermanos, Adán, y nacerán de
ti. El injusto ha matado al justo, por envidia de que el cielo haya aceptado la
ofrenda de su hermano; pero esa acción sanguinaria será vengada, y, como tan
meritoria, la fe del otro no quedará sin recompensa, aunque lo ves morir aquí
cubierto de polvo y sangre.»
«¡Ay!», dijo nuestro padre. «¡Por esa acción y por esa causa! ¿Conque lo que he
visto es la muerte? ¡Y por este medio volveré yo a la tierra nativa! ¡Oh
espectáculo terrible, que no puede contemplarse sin repugnancia y asombro, ni
considerarse sin horror, ni sentirse sin espanto!»
A lo que contestó Miguel: «Ya has visto en el hombre la primera forma de la
muerte; pero ¡cuán varias; son las que toma y cuántos los caminos que conducen
a su hórrida caverna, y todos ellos tristes! Es sin embargo más pavorosa para los
sentidos a la entrada que interiormente. Unos, como acabas de ver, morirán por
un golpe violento, otros por el fuego, el agua y el hambre, y muchos por la
intemperancia en los manjares y en las bebidas. Ella propagará por la tierra
crueles enfermedades, que en monstruosa multitud se ofrecerán a tu vista para
que comprendas cuántas miserias ha acarreado a la humanidad el liviano apetito
de Eva.»
Al punto apareció a su vista una mansión triste, repugnante, sombría, parecida a
un lazareto, en la cual se veían amontonados gran número de pacientes, porque
allí se juntaban todas las enfermedades: el horroroso espasmo, los agudos
tormentos, el agonizante desmayo del corazón, toda especie de fiebres, las
convulsiones, las epilepsias, los rigurosos catarros, la piedra intestina y las
úlceras, los cólicos rabiosos, el infernal frenesí, la siniestra melancolía, la lunática
demencia, la lánguida atrofia, con el marasmo, la hidropesía y la peste
devastadora, y las dopsias, el asma y el reuma que destroza la trabazón de los
miembros. Las toses eran crueles, amarguísimos los suspiros; la desesperación
corría de lecho en lecho, acosando a los enfermos, y sobre ellos blandía su dardo
la muerte triunfante, pero retardando sus golpes, a pesar de que a todas horas la
invocaban con afán, como el supremo bien y la última esperanza.
¿Quién, ni aun el corazón más endurecido, hubiera contemplado, con ojos enjutos
espectáculo tan tremendo? A Adán no le era posible, y lloró a pesar de no haber
nacido de mujer; predominó la compasión en lo más perfecto del Hombre, y por
algún tiempo se entregó al llanto, aunque acudiendo a su mente, más graves
pensamientos, moderó su exceso, y así que recobró la palabra, volvió a sus
exclamaciones:
«¡Oh miserable especie humana! ¡A qué degradación has llegado! ¡Qué condición
tan infeliz te está reservada! Más te valiera no haber nacido. ¿Por qué se nos ha
impuesto? Si el que la recibe la conociese, ¿cómo había de aceptar semejante
oferta y no rechazarla desde luego, prefiriendo quedar en un pacífico olvido? ¿ Es
posible que siendo el Hombre imagen de Dios, y habiendo sido formado tan
bueno, tan preeminente, aunque después se haya hecho criminal, tenga que
pasar por sufrimientos tan terribles a la vista y al ánimo tan intolerables? ¿Por
qué, conservando aún el Hombre parte de la semejanza divina, no había de estar
libre de semejantes imperfecciones, preservándolo de ellas el mismo respeto que
se debe a la imagen de su Creador?»
«La imagen de su Creador», replicó Miguel, «se apartó de ellos desde el
momento en que se envilecieron al entregarse a sus apetitos desordenados;
desde aquel punto se trocaron en la imagen de aquel a quien servían, del vicio
brutal que indujo a pecar, sobre todo a Eva, y que los rebajó hasta el punto de
hacerlos dignos de su castigo. Porque no es la imagen de Dios la que han afeado,
sino la suya propia, y si alguien ha desvanecido esta semejanza, han sido ellos; y
al convertir las saludables leyes de la pura naturaleza en horribles enfermedades,
ellos se imponen un castigo justo, por no haber respetado la imagen de Dios que
llevaban en sí mismos.»
«Reconozco esa justicia», dijo Adán, «y me someto a ella; pero, ¿no hay otro
medio menos doloroso que estos, para llegar a la muerte y confundirnos con
nuestro ordinario polvo?»
«Uno hay», respondió Miguel, «que consiste en observar la regla de «No
excederse», de guardar templanza en lo que se come y bebe, procurándose el
alimento preciso, no los deleites de la glotonería; con lo que pasarán multitud de
atos sobre tu cabeza. Así podrás vivir hasta que, como el fruto maduro, vuelvas al
seno de tu madre; y no serás arrancado violentamente, sino que te desprenderás
con facilidad cuando estés sazonado para la muerte, es decir, en tu ancianidad; y
entonces sobreviviendo a tu juventud y a tu robustez, se convertirá en débil y
caduca y encanecerá tu belleza; y torpes ya tus sentidos, quedarán yertos para el
gusto que ahora sientes en los placeres; y en lugar de ese espíritu juvenil,
confiado y vivaz, se inyectará en tu sangre un humor melancólico, frío y estéril,
que amenguará tu vigor y acabará por consumir todo el bálsamo de tu vida.»
A lo que repuso nuestro primer padre:
«Pues bien: no esquivaré ya la muerte; no deseo prolongar mucho la vida;
dispuesto estoy, por el contrario, a dejar cuan dulce y fácilmente me sea posible
esta pesada carga, que debo- tener sobre mí hasta que llegue el día designado
para librarme de ella; y esperaré tranquilamente mi disolución.
Y añadió Miguel: «No ames ni aborrezcas la vida, pero mientras te dure,
esfuérzate en vivir bien. Si será larga o breve, el cielo ha de decirlo. Y ahora
prepárate a presenciar otro espectáculo.»
Miró, y vio una espaciosa llanura llena de tiendas de varios colores: junto a unas
pastaban rebaños de ganados; de otras salían voces de instrumentos que por sus
acordes melodías indicaban ser órganos y arpas; y se descubría el que movía las
teclas y pulsaba las cuerdas, cuya ligera mano recorría todos los sonidos desde el
más bajo al más alto, produciendo resonantes fugas. En otro lado estaba un
hombre trabajando en una fragua con dos pedazos de hierro y cobre que había
derretido, y encontrado antes, ya porque un incendio casual abrasando algún
bosque en cualquier montaña o valle; y penetrando por las venas de la tierra,
hubiese arrojado el ardiente metal por la boca de una concavidad, ya porque
algún torrente hubiese expelido aquellas materias de las profundidades en que se
hallaban. Con sólo derramar el líquido en unos moldes que tenía ya preparados,
forjó primero sus propias herramientas, y luego las que podían servir para liquidar
o labrar los metales mismos.
Después de éstos, aunque no a mucha distancia, bajaron la llanura desde la cima
de los altos montes en que moraban, otros hombres de diferente raza. Indicaban
en su apariencia ser hombres justos, que ponían su estudio en adorar
sinceramente a Dios, y en cuidarse de todo aquello que puede proporcionar a los
hombres libertad y paz. Y no habían discurrido largo tiempo por la llanura cuando
de pronto salen de las tiendas un tropel de mujeres bellísimas, ricamente
ataviadas de joyas y galas seductoras, cantando al compás de las arpas dulces y
amorosos cánticos y tejiendo vistosas danzas. Aquellos hombres que
permanecían graves, las miraron, fijaron en ellas sus ojos sin temor alguno, hasta
que prendidos por fin en sus halagüeñas redes, cedieron a su encanto, y cada
cual eligió la que le agradaba más; y en amantes coloquios se entretuvieron,
hasta que apareció, precursora del amor, la estrella de la noche; y ardiendo
entonces en fuego que los devoraba, encendieron las antorchas nupciales, y
mandaron que se invocase el himeneo, que por primera vez se invocó en los ritos
del matrimonio; y las tiendas todas resonaron en fiestas y ruidosas músicas.
Aquellos inefables coloquios y deleitosos arrobamientos del amor y de la juventud,
que no malograban un solo instante aquellos cantos y lazos de flores y dulcísimas
armonías, de tal modo interesaban el corazón de Adán, de suyo inclinado al
placer, irresistible propensión de la naturaleza, que exclamó así:
«Verdaderamente me has abierto los ojos, ¡oh tú el primero de los ángeles
benditos! Más grata me parece esta visión, y más esperanzas de pacíficos días
me ofrece, que las dos pasadas. En ellas todo era estrago y muerte y tormentos
aún más terribles; en ésta la naturaleza parece realizar todos sus designios.»
«No juzgues», le advirtió Miguel, «que lo más placentero es lo mejor, por más que
parezca satisfacer a la naturaleza, y menos debes juzgarlo tú, creado para fin más
noble más santo y puro, y más conforme con la divinidad. Esas tiendas que tan
agradables te parecen, son el albergue de la perversidad, y en ellas habitará la
raza de aquel que mató a su hermano. Parecen cultivar con afán las artes que
embellecen la vida de las que son raros inventores, pero se olvidan de su
Creador, cuyo espíritu los ilumina, y no reconocen ninguno de sus beneficios.
Nacerá de ellos, sin embargo, una generación hermosa, porque esa turba de
mujeres tan bellas que acabas de ver, diosas en la apariencia, amables, alegres,
encantadoras, carecen de la bondad que consiste en la honra doméstica, el
principal timbre de una mujer. Destinadas y aderezadas sólo a los apetitos
lascivos, servirán no más que para cantar y danzar, y lucir galas, y ejercitar la
lengua, y flechar los ojos; y esa sobria raza de hombres cuyas vidas religiosas les
hacían dignos del título de hijos de Dios, sacrificarán bajamente toda su virtud,
toda su fama a las seducciones y sonrisas de esas bellas artes ateas. Ahora
nadan en placeres; nadarán luego en un profundo abismo; y ríen, pero en breve,
el mundo se convertirá para ellos en un mundo de lágrimas.»
Frustrada con esto la breve alegría de Adán: «¡Qué lástima y qué vergüenza»,
exclamó, que los que con tan buenos auspicios entran en la vida, tan fácilmente
se aparten de su sendero tomando otros extraviados, o desfallezcan a la mitad del
camino! Y lo que veo es que siempre los males del hombre tienen un mismo
origen, todos provienen de la mujer.»
«Provienen» repuso el Angel, «de la afeminada flaqueza del hombre, que debería
conservar más cuerdamente su dignidad, ya que ha recibido dones tan
superiores. Pero vas a ser testigo de otra escena.»
Miró, y descubrió un vasto país que delante de él se dilataba, ocupado por
pueblos y edificios rurales, y más lejos por ciudades populosas, con sus puertas y
fuertes torres y una muchedumbre armada, en cuyos feroces semblantes se
retrataba la guerra, gigantes de inmensos cuerpos y osados en sus empresas.
Unos blandían sus armas, otros aguijaban a sus fogosos bridones, y así jinetes
como infantes, ya diseminados, ya en orden de batalla, no desempeñaban allí un
ministerio ocioso. Apostados en un camino los escogidos para este fin, acopiaban
forraje y recogían gran número de hermosos bueyes y no menos hermosas vacas,
que arrebataban a sus suculentos pastos, y rebaños enteros de lanudas ovejas y
balantes corderillos, rico botín de todos aquellos llanos: apenas si lograban
escapar con vida los pastores que pedían socorro a gritos. De repente se traba un
sangriento combate: chocan entre sí y con cruel furia los escuadrones, y en el
sitio mismo en que poco antes yacían los ganados, yacen multitud de cadáveres y
armas destrozadas, y la tierra sangrienta se trueca en un desierto. Acampados
otros, asedian una población fuerte y la hostilizan con baterías, con minas, con
escalas, mientras los sitiados se defienden desde lo alto de las murallas con
flechas, jabalinas, piedras y ardiente azufre: horrible mortandad y gigantescas
proezas por ambos lados. Más allá los heraldos con sus cetros llaman a consejo
en las puertas de la ciudad, y al punto se reúnen varios hombres de cabellos
blancos y grave aspecto, mezclándose con los guerreros; hácense oír arengas
elocuentes, pero suscítase de pronto una oposición facciosa, hasta que por fin se
levanta un personaje de mediana edad; distinguido por su prudencia, que discurre
largamente sobre el derecho y la sinrazón, la justicia, la religión, la verdad, la paz
y el juicio de Dios. Vitupéranlo mozos y viejos, y hubieran puesto sus manos
violentamente en él, a no bajar una nube que lo arrebató, desapareciendo a los
ojos de aquella multitud. De esta suerte procedían allí la violencia, la tiranía, la luz
de la fuerza, y no era dable sosiego alguno en aquella tierra.
Lloraba Adán amargamente, y volviéndose a su guía le preguntó sollozando:
«¿Qué gente es ésa, ministros de la Muerte, no hombres, que así se la dan a sus
semejantes, y que multiplican diez mil veces el homicidio de su hermano? Porque
hermanos suyos son esos a quienes degüellan, hombres que asesinan a otros
hombres. Y ese justo, que a pesar de su virtud hubiera perecido, a no haberlo
salvado el cielo, ¿quién era?»
«Esos», replicó Miguel, «son los resultados de los torpes matrimonios que has
visto. Desde el punto en que se unen el bien y el mal, que recíprocamente se
aborrecen, la imprudencia de tal unión produce monstruosos engendros de
cuerpo y alma. Tales serán esos gigantes, hombres de encumbrada fama, porque
en semejantes tiempos sólo se admirará la fuerza, que se llamará valor y virtud
heroica. Vencer en las batallas, subyugar naciones, volver uno cargado de los
despojos de infinitas víctimas inmoladas, se considerará como el más sublime
grado de la gloria humana; que todo esto se hará por la gloria del triunfo, para
alcanzar el nombre de grandes conquistadores, bienhechores de la humanidad,
dioses, hijos de los dioses, cuando más bien debieran llamarse destructores y
plagas de la especie humana. Así se adquirirá en la tierra fama y nombradía, y el
verdadero mérito se dará al olvido. Ese, que ha de ser el séptimo de tus
descendientes, único justo de esa generación perversa, ya has visto que lo
odiaban por eso mismo, y cuán expuesto estuvo entre tantos enemigos, porque
se atrevió a ser el único virtuoso y a anunciarles la ingrata verdad de que Dios,
rodeado de sus santos, vendría a juzgarlos. Pero el Señor Omnipotente lo ocultó
en una nube de perfumes, y sus alados corceles le arrebataron, como has visto, y
Dios lo ha recibido en su seno para que goce con él de la salvación en el reino de
la bienaventuranza, exento de toda muerte; lo cual te dará a entender el premio
reservado para los buenos, y el castigo que a los demás aguarda; y en prueba de
ello, dirige allí tus miradas y considera bien lo que vas a ver.»
Y en efecto miró, y vio que todo había variado de aspecto. La boca de bronce de
la guerra había cesado de rugir; todo a la sazón respiraba contento y júbilo, lujuria
y disolución; todo era fiestas y danzas, matrimonios o prostituciones, según mejor
parecía, raptos o adulterios, y por dondequiera que pasaba una mujer hermosa,
arrastraba tras sí a los hombres. De las copas del deleite salían las discordias
civiles. Por último llegó un venerable patriarca, y se mostró indignado con sus
vicios, protestando contra su conducta. Frecuentaba sus reuniones en que sólo
veía triunfos y fiestas, y les predicaba conversión y arrepentimiento, como a almas
que gemían encarceladas y en breve habían de sufrir una sentencia terrible. Todo
fue en vano; y cuando sintió que se acercaba la hora, renunció a sus consejos, y
mudó lejos de allí sus tiendas.
En seguida, cortando altos troncos de la montaña, comenzó a construir una nave
de extraordinarias dimensiones; calculó los codos que había de tener en longitud,
en anchura y elevación; cubrióla en derredor de betún; abrió una puerta en uno de
sus costados, la llenó de abundantes provisiones para hombres y animales, y ¡oh
singular prodigio!, de cada especie de animales, aves y pequeños insectos,
entraron en ella a setenas y a pares, obedeciendo al precepto que se les había
impuesto, y los últimos de todos, el padre, sus tres hijos y sus cuatro mujeres;
después de lo cual cerró Dios la puerta.
Al propio tiempo se levantó el viento del Mediodía y desplegando sus inmensas y
negras alas, acumuló las nubes que se extendían bajo el cielo, las cuales se
aumentaron con todos los vapores, con todas las húmedas y sombrías
exhalaciones que inmediatamente les enviaron las montañas. Cerróse el denso
firmamento como una lóbrega techumbre, y se desgajó una impetuosa lluvia, que
prosiguió cayendo hasta que la tierra se ocultó a la vista. Sobrenadaba el bajel en
medio de las aguas y con su enristrada proa se abría seguro paso; las olas
habían sepultado ya las demás viviendas, que con todas sus pompas rodaban por
el profundo abismo; el mar inundaba al mar, dejándole sin términos y sin playas, y
en los palacios que tal magnificencia ostentaban antes, se guarecían y
propagaban los monstruos marinos. De todo el género humano, ha poco tan
numeroso, no quedaba más que lo que iba nadando en aquella frágil
embarcación.
¡Qué pena sentiste entonces, Adán, al ver el fin de tu descendencia, fin tan triste,
y al considerar tan completa despoblación! Tú también te hallaste sumido en otro
diluvio de lágrimas y pesares, anegado y ahogado como tus hijos, hasta que
blandamente sostenido por el Angel, pudiste permanecer en pie, bien que
inconsolable, como un padre que llora a sus hijos, muertos todos a un tiempo ante
sus ojos; tanto, que apenas te quedó fuerza para manifestar así tu dolor al Angel.
«¡Oh visiones en mal hora tenidas! Más dichoso hubiera vivido ignorante del
porvenir. Hubiera yo solo participado de tantos males; que la carga diaria se lleva
difícilmente. Estas penas que se reparten en varios siglos y que caen de una vez
sobre mí, mi previsión las anticipa y me atormentan con la idea de lo que han de
ser antes de que existan. Que ningún hombre pretenda jamás averiguar la suerte
que le ha de caber a él y a sus hijos en lo futuro: adquirirá la seguridad de males
que su previsión no podrá evitar, y que sólo temerlos serán para él no menos
insoportables que si realmente le aconteciesen. Pero ya de esto no debo
cuidarme: inútil es en el hombre esa prevención, dado que los pocos que
sobrevivan perecerán al cabo, de hambrientos y acongojados, a fuerza de vagar
por esos líquidos desiertos. ¡Insensato! Llegué a esperar, al ver que la violencia y
la guerra desaparecían de la tierra, que todo sería ventura, y que la paz vendría a
coronar a la raza humana con largos días de prosperidad; pero, ¡qué grande fue
mi error! Ahora conozco que tanto como corrompe la paz, devasta la guerra. ¿Por
qué ha de ser así? Explícamelo, mensajero celestial, y dime si la raza humana
perecerá aquí.»
Y Miguel replicó de nuevo: «Esos que ha poco has visto tan triunfantes y tan
viciosamente opulentos, son los mismos que viste al principio llevar a cabo
eminentes hechos y grandes proezas, pero sin el mérito de la verdadera virtud.
Los cuales después de haber vertido torrentes de sangre, trocado en ruinas las
naciones que han sometido y granjeándose por tanto en el mundo fama, insignes
títulos y grandes riquezas, han cifrado su bienestar en los placeres, la molicie, la
ociosidad, la crápula y la concupiscencia, hasta que sus torpezas y su soberbia,
de la intimidad en que con él vivían y de su pacífica situación, han extraído sus
hostiles hechos. De la propia suerte, los vencidos y los esclavizados por la guerra
han perdido, al tiempo que su libertad, toda virtud y el temor de Dios; y aunque
con fingida piedad le imploren en el trance de las batallas, no los ayudará el Señor
contra los invasores. Tibios así en su celo, procurarán en lo sucesivo vivir
tranquilos, licenciosa ~y mundanalmente, poseyendo lo que les dejen gozar sus
dueños, porque la tierra producirá siempre más que lo que la templanza exija.
Todo, pues, degenerará, llegará a pervertirse todo; yacerán en el olvido la
Justicia, la moderación, la verdad, la fe. Un solo hombre quedará exceptuando,
único hijo de la luz en un siglo de tinieblas, bueno a pesar de los malos ejemplos
de las seducciones, de las costumbres y de un mundo perverso; que superior al
temor de los vituperios, de los sarcasmos y de las violencias, los amonestará para
que se aparten de sus inicuas vías; que abrirá ante sus pasos las sendas de la
rectitud, mucho más seguras y pacíficas; que les anunciará la cólera que
amenaza a su impenitencia, y se apartará de ellos porque la escarnecen; Dios lo
contemplará como el único justo entre los vivientes; y él, obediente a su mandato,
construirá esa arca maravillosa que has visto, para librarse en ella él y su familia
de un mundo condenado a universal naufragio.
«No bien, acompañado de los hombres y animales elegidos para transmitir la
vida, entre y se guarezca en el arca, cuando instantáneamente se abrirán todas
las cataratas del cielo, que noche y día derramarán torrentes de agua sobre la
tierra; saldrán de madre las fuentes más profundas; reventará el Océano,
cubriendo todas sus playas, hasta que la inundación sobrepuje a los más
encumbrados montes. Este del Paraíso, impelido por la fuerza de las olas, y
asaltado a la vez por los dos brazos de la corriente, perderá su asiento, y
despojado de toda su pompa, arrastrados sus árboles por las aguas, se
precipitará por el gran río hasta la boca del golfo, donde se detendrá convertido
en isla salada y árida, refugio de focas, orcas y gaviotas de graznido desapacible.
Todo lo cual te enseñará que Dios no vincula en lugar alguno la santidad, si no va
con los hombres que lo frecuentan o en él habitan. Y ahora presta atención a lo
que sigue.»
Miró y vio el arca nadando sobre el agua, que a la sazón iba descendiendo,
porque las nubes se alejaban empujadas por el viento sutil del norte, cuyo duro
soplo rizaba la líquida superficie a medida que decrecía. Un sol radiante reflejaba
en las cristalinas ondas, y como tras larga sed se saciaba en ellas ansioso de su
frescura; y en breve toda aquella inundación, formando un tranquilo lago, fue
disminuyendo y estrechándose más y más, y se retiró por fin al profundo abismo,
que había ya abierto sus diques a tiempo que el cielo cerró sus cataratas. Ya no
sobrenada el arca, sino que parece afirmada en tierra, y fija en la cima de alguna
alta montaña; y ya se descubrían como otras tantas rocas las cumbres de las
colinas. Las rápidas corrientes sepultan rugiendo sus airadas olas en el mar, que
se retira. Sale un cuervo volando del arca; tras él, un mensajero más seguro, una
paloma enviada primera y segunda vez en busca de un árbol verde o de terreno
donde pudiera asentar sus ligeros pies. Vuelve al segundo viaje, trayendo en el
pico una rama de olivo, señal de paz; y al punto aparece seca la tierra; y baja del
arca el venerable anciano con toda su familia, y levantando sus manos y sus
piadosos ojos al cielo en muestra de gratitud, ve sobre su cabeza una nube de
rocío, y en medio de ella un arco formado con tres brillantes fajas de varios
colores, que indicaban la paz de Dios y una era de nueva alianza: con lo que el
corazón de Adán, antes tan triste, se regocijó sobremanera, y expresó su júbilo en
estos términos:
«¡Oh tú que puedes representar como presentes las cosas futuras, celestial
maestro! Ya con este último espectáculo me reanimo, seguro como estoy de que
vivirá el Hombre y de que subsistirán con sus razas todas las criaturas. Al
presente me lamento menos de la destrucción de todo un mundo de hijos
criminales, cuanto me regocijo de haber hallado un solo hombre tan perfecto y tan
justo, que Dios se haya dignado de hacerle principio de otro mundo, y de dar su
cólera al olvido. Mas dime: ¿qué significan esas fajas de color que se enarcan en
el cielo, como si el ceño de Dios se hubiese ya apaciguado? ¿Sirven, como una
margen florida para detener la fluctuación de esa acuátil nube, por temor de que
vuelva a disolverse y anegue otra vez la tierra?»
Y le respondió el Arcángel: «Has acertado en tu conjetura, que Dios ha tenido la
benevolencia de redimir sus iras, aunque tan arrepentido estaba últimamente de
haber creado al Hombre capaz de depravación. Sintióse apesadumbrado cuando
al declinar al mundo su mirada, vio llena la tierra toda de violencias, y que la carne
corrompía sus obras. Pero excluidos aquellos impíos, tal gracia ha merecido a sus
ojos un hombre justo, que se ha apiadado y no eliminará de la tierra a la raza
humana. Consiente en no aniquilar ya el mundo con un nuevo diluvio, en no
permitir que el mar traspase sus límites, ni la lluvia sumerja a hombres y animales.
Siempre que tienda una nube sobre la tierra, desplegará su arco, y seguirán su
invariable curso el día y la noche, la estación de la siembra y de la cosecha, del
calor y de los blancos hielos, hasta que el fuego purifique todas las cosas nuevas,
y así el cielo como la tierra, donde ha de morar el justo.»
DUODECIMA PARTE
ARGUMENTO
Prosigue el Angel Miguel refiriendo lo que acontecerá después del Diluvio. Al
hacer mención a Abraham, recorre sucesivamente la escala de los siglos hasta
venir a explicar quién será el fruto nacido de la Mujer que se había prometido a
Adán y Eva culpables ya; su encarnación, muerte, resurrección y ascensión; y el
estado de la Iglesia hasta su segunda venida. Completamente satisfecho Adán y
tranquilizado con aquellos anuncios y promesas, baja de la montaña con Miguel.
Despierta a Eva, que había estado durmiendo todo aquel tiempo, y cuyos
agradables sueños la habían predispuesto a la tranquilidad de ánimo y a la
obediencia. Miguel, llevándolos de la mano, los conduce a ambos fuera del
Paraíso, y fulmina su ardiente espada, mientras los querubines se colocan en sus
respectivos puestos según les había ordenado.
Como el viajero que precisado a caminar de prisa interrumpe, sin embargo, su
marcha al mediodía, suspendió aquí el Arcángel su narración, quedando entre el
mundo destruido y el mundo restaurado, por si Adán quería además discurrir
sobre lo que había oído; pero a poco, valiéndose de una sencilla transición,
prosiguió de nuevo, diciendo:
«Has visto pues, el principio y el fin de un mundo; has visto renacer al Hombre de
un tronco; y aún tienes más que ver, pero conozco que tu vista mortal se debilita:
estos objetos divinos no pueden menos de deslumbrar y fatigar los sentidos
humanos. Lo que ha de acontecer después es mejor que te lo refiera; y así oye y
estáme atento.
«Mientras esta segunda generación de hombres se reduzca a corto número, y
mientras en sus ánimos subsista el recuerdo de la terrible sentencia que se dictó,
vivirán temerosos de Dios, procederán justa y rectamente, y se multiplicarán en
breve. La tierra, cultivada por ellos, les dará colmadas cosechas de trigo, vino y
aceite; sacrificarán a menudo lo más selecto de sus rebaños, el toro, el cabrito, el
cordero, prodigando con afectuosa mano sus libaciones; e instituyendo fiestas
sagradas, transcurrirán sus días en inocente júbilo, en paz segura, divididos en
tribus y familias bajo el mando de paternal autoridad, hasta que se levante un
hombre altivo y ambicioso, que enemigo de igualdad tan bella y de tal feliz estado,
se arrogue un injusto dominio sobre sus hermanos y ahuyente de la tierra toda
concordia, toda ley natural. Empleará sus armas, y no contra las fieras, sino
contra los hombres, en guerras y hostiles asechanzas, y cuantos se nieguen a
obedecer su tirano imperio; y por esto se apellidará el gran cazador, a despecho
del Señor; a despecho también del cielo, pretenderá derivar del mismo su
transmitida soberanía, y su nombre equivaldrá al de rebelión, aunque acuse de
rebeldes a los demás.
«Acompañado o seguido de una multitud tan ambiciosa como él y no menos
propensa a la tiranía, marchando desde el Edén hacia el Occidente, encontrarán
una gran llanura, donde de las entrañas de la tierra, verdadera boca del infierno,
brotará un betún negro e hirviente, y con él y con ladrillos labrados al intento,
procurarán fabricar una ciudad y una torre, cuya cúspide llegue al cielo. Esta torre
tendrá Babel por nombre, no sea que diseminados alguna vez por extrañas
tierras, su memoria se dé al olvido, aunque por lo demás no se cuiden de que sea
buena o mala esta memoria.
«Pero Dios, que sin ser visto desciende muchas veces a visitar a los hombres, y
entra en sus moradas para investigar sus obras, fijó en ellos sus miradas y bajó a
aquella ciudad antes de que su torre ocultase las torres del cielo; y burlándose de
ellos, puso en sus lenguas espíritus diversos, que alterando por completo su
nativo idioma, lo convirtieron en un ruido disonante de palabras desconocidas.
Pronto se suscitó un confuso y estrepitoso clamoreo entre los constructores;
llamábanse unos a otros, pero nadie se entendía, de suerte que redoblando sus
gritos enfurecidos, y creyéndose mutuamente injuriados, trabaron entre sí
descomunal pelea. ¡Oh!, ¡qué de risas produjo en el cielo aquel espectáculo, con
su extraño azoramiento y su horrenda vocería! Cayó así en ridículo y concluyó la
soberbia fábrica, que por esta causa fue llamada «Confusión».
Viendo lo cual Adán, exclamó con paternal enojo: «¡Hijo execrable, que así aspira
a avasallar a sus hermanos, apoderándose de una autoridad usurpada que no ha
concedido Dios! Sólo nos ha dado dominio absoluto sobre las bestias, los peces y
las aves; este derecho tenemos, debido a su bondad; pero no ha hecho al hombre
señor de los demás hombres, sino que reservándose este título para sí, dejó a la
humanidad libre de toda servidumbre humana. Y ese usurpador no se contenta
con someter a su orgullo al hombre, porque con su torre pretende asaltar y
desafiar al cielo. ¡Miserable! ¿Qué alimentos pensará transportar allá arriba para
atender a su subsistencia y a la de su temerario ejercito, cuando el aire sutil que
reina sobre las nubes seque sus groseras entrañas, y lo prive de respiración ya
que no esté privado de sustento?»
A lo que contestó Miguel: «Con razón te indignas contra ese mal hijo que tal
perturbación produce en la tranquila existencia humana, empeñándose en
subyugar la libertad, hija de la razón; pero no olvides sin embargo, que desde tu
culpa original la verdadera libertad se ha perdido, la libertad gemela de la recta
razón, y por consiguiente partícipe con la de su mismo ser. Una vez oscurecida u
olvidada en el hombre la razón, nacen en él los deseos inmoderados, las
pasiones violentas que lo privan del imperio que sobre él ejercen aquéllas, y de
libre que era, lo reducen a esclavitud. Por lo mismo, desde el momento en que
consiente que un poder ominoso avasalle el albedrío de su razón, Dios le impone
el justo castigo de someterlo exteriormente a violentos opresores, que por lo
común tiranizan con no menos injusticia su libertad externa; y es bien que exista
la tiranía, aunque no por eso sea el tirano disculpable. A veces las naciones
decaerán de la virtud, que es la razón, de tal manera que, no la iniquidad, sino la
justicia, o la maldición que sobre ellas caiga, las privará de su libertad externa y
aun de la que interiormente disfruten. Testigo el hijo irrespetuoso de aquel que
fabricó el arca. que a consecuencia de la afrenta con que infamó a su padre, oyó
fulminar contra su viciosa raza esta maldición terrible: «Serás esclavo de los
esclavos».
«Caerá, pues, este último mundo como el primero, de un mal en otro peor, hasta
que cansado Dios de tantas maldades, retire su presencia de entre los hombres y
aparte de ellos sus santas miradas, resuelto a abandonarlos en sus caminos de
perdición, y a elegir entre todas las naciones una sola, que sea la que lo invoque,
una nación que proceda del único hombre fiel, el cual mire de la parte de acá del
Eúfrates, aunque haya sido criado en el seno de la idolatría.
«¿Podrás creer que esos hombres sean estúpidos, hasta el punto de abandonar
al Dios vivo, aun en vida del patriarca preservado del diluvio, y de adorar las obras
salidas de sus propias manos, los leños y las piedras, como si fueran dioses?
Pues a pesar de esto, el Altísimo Señor se dignará, por medio de una visión,
alejar a ese hombre de la casa de su padre, de entre los suyos y del culto de sus
falsos dioses, enviándolo a una tierra que le mostrará; y hará que sea principio de
una nación poderosa, a la cual colmará de bendiciones, de suerte que todas las
demás naciones de su raza lleguen a ser igualmente benditas. Y ese hombre
obedece al punto; no conoce la tierra adonde va, pero abriga una fe ciega; yo
estoy viéndolo, aunque tú no puedas verlo; veo la fe con que deja sus dioses, sus
amigos, su suelo natal la ciudad Ur de Caldea, pasando el vado para ir a Harán, y
llevando en pos un séquito embarazoso de ganados y de sirvientes. No camina
pobre, mas confía todas sus riquezas a Dios, que lo llama a una tierra
desconocida; y llega a Canaán, donde descubro sus tiendas colocadas alrededor
de Siquén y en la llanura próxima a Moreh; y allí se le promete para su
descendencia la donación de toda aquella tierra, desde Hamath, por la parte del
norte, hasta el Desierto, a la del mediodía (distingo los lugares por sus nombres,
aunque estos nombres no existan ya), y desde el monte Hermón hasta el
anchuroso mar occidental. A este lado Hermón; en el otro el mar. Mira en
perspectiva estos puntos según los voy mencionando: en la costa el monte
Carmelo; aquí la corriente del Jordán con los manantiales que la alimentan,
verdadero límite hacia el Oriente; pero sus hijos se establecerán en Senir, en
aquella larga cadena de colinas. Considera bien esto, que todas las naciones de
la tierra serán benditas en la descendencia de ese hombre, y que en su
descendencia está incluido tu gran Libertador, el destinado a hollar la cabeza de
la Serpiente; lo cual en breve te será más claramente revelado.
«Este bendito patriarca, que a su tiempo tendrá el nombre de fiel Abraham, dejará
un hijo, y este hijo un nieto, igual a él en fe, en sabiduría y en fama, el cual
acompañado de sus doce hijos, partirá de Canaán para una tierra más adelante
llamada Egipto, fertilizada y dividida por el río Nilo. Mira por dónde corre éste, y
como desagua en el mar por medio de siete bocas. Invitado por el más joven de
sus hijos, viene a residir en esta tierra en tiempo de carestía. Ilústrase este hijo
por sus hechos, que lo elevan a ser el segundo en el imperio de los Faraones, y
muere allí dejando una posteridad que muy pronto llega a ser una nación; la cual,
creciendo de día en día, se hace sospechosa a uno de los reyes sucesivos, y éste
procura atajar el incremento de aquella gente extraña tan numerosa,
convirtiéndola de huéspedes en esclavos, y en vez de hospitalidad dando muerte
a todos los hijos varones; pero por último nacen dos hermanos, llamados Moisés
y Aarón, enviados por Dios para redimir a su pueblo de la esclavitud que regresan
llenos de gloria y de despojos a la tierra de promisión.
«Ya antes de esto el pérfido tirano, que renegaba de su Dios y menospreciaba su
mensaje, ha de verse amenazado de señales y anuncios terribles: los ríos se
teñirán de sangre, aunque no lleven ninguna; invadirán su palacio las ranas, los
piojos y las moscas, y lo inundarán todo, y plagarán toda aquella tierra; sus
ganados morirán de morriña y peste; su cuerpo y los cuerpos de todos sus
súbditos se cubrirán de úlceras y tumores. Mezclado el trueno con el granizo y el
granizo con el rayo, despedazarán el cielo de Egipto, devorando la tierra por
donde pasen; y lo que no devoren de yerbas, frutos o granos, quedará envuelto
en una negra nube de langostas, que formando un inmenso enjambre,
consumirán hasta el más pequeño resto de verdura. Veránse sumidos en tinieblas
todos sus reinos; tinieblas palpables que suprimirán tres días; y finalmente, en
una misma noche y de un solo golpe morirán todos los recién nacidos de Egipto.
Traspasado de diez heridas el dragón del río, consentirá entonces en la partida de
sus huéspedes, y con frecuencia humillará su empedernido corazón; mas como el
hielo que se endurece de nuevo después de la blandura, sintiéndose poseído de
mayor ira, perseguirá a los que ya había dejado libres, y el-mar lo tragará con su
hueste, dejando pasar a los viajeros a pie enjuto, entre dos muros cristalinos; y la
vara de Moisés tendrá separadas las olas, hasta que el pueblo del Señor llegue a
su segura playa.
«Tal es el milagroso poder que Dios concederá a su profeta; y Dios estará
presente en su Angel, que caminará delante de ellos en una nube y en una
columna de fuego, de día en la nube de noche en la columna, para guiarlos en su
camino o ponerse a sus espaldas cuando los persiga el obstinado rey. Y los
perseguirá, en efecto, toda una noche; pero se interpondrá la oscuridad para
defenderlos hasta que se aproxime el alba; y entonces Dios, dirigiendo sus
miradas a través de la columna y de la nube, confundirá a las impías legiones, y
hará polvo las ruedas de sus carros, y por su mandato segunda vez tenderá
Moisés su poderosa vara sobre la mar, y la mar, obediente a ella, volverá sus olas
sobre los ordenados escuadrones, y dejará allí sepultados a sus guerreros. En
salvo ya el pueblo escogido, camina desde la playa a Canaán, atravesando el
áspero Desierto, pero no directamente por temor de que alarmados, los
Canaanitas no susciten una guerra que amedrente a gente inexperta en ella, y el
miedo la obligue a retroceder a Egipto, prefiriendo la vida menguada de la
esclavitud; porque para los nobles como para los que no lo son, la vida más dulce
es la más extraña a las armas, cuando no se acude a ellas por un impulso de
desesperación.
«La permanencia en el Desierto les será además provechosa, dado que podrán
fundar un gobierno, y entre sus doce elegir un gran senado que ejerza su
autoridad conforme a ordenadas leyes. Descenderá Dios al monte Sinaí, cuya
nebulosa cima lo recibirá temblando, y desde allí entre truenos y relámpagos y
estruendoso tañido de trompetas les dictará sus leyes, unas referentes a la
justicia civil, otras a los ritos religiosos de los sacrificios, anunciándoles por medio
de imágenes y sombras al que está destinado a hollar la cabeza de la Serpiente y
el modo con que proveerá a la salvación del género humano. Pero la voz de Dios
es temerosa al oído humano, y así le pedirán que les manifieste su voluntad por
boca de Moisés, poniendo término a su temor, y Dios accederá a su ruego, una
vez persuadidos de que no podrán acercarse a El sin mediador, sublime oficio
que desempeña Moisés ahora en figura, para introducir otro gran mediador, cuyo
tiempo predecirá; y todos los profetas cantarán sucesivamente el advenimiento
del gran Mesías.
«Establecidos estos ritos y estas leyes, de tal manera se mostrará Dios
complaciente con los hombres dóciles a su voluntad, que se dignará de poner su
tabernáculo en medio de ellos para que el Unido Santo habite entre los mortales.
Al tenor de lo que ha prescrito, se, fabrica un santuario de cedro cubierto de oro, y
dentro de él un arca en que se conservarán los testimonios y recuerdos de su
alianza; encima se eleva el trono de la misericordia, resguardado por las alas de
dos fulgentes querubines. Arden delante de este trono siete lámparas que como
en un zodíaco, representan las antorchas celestiales; y sobre la tienda
permanecerá de día una nube, de noche un flamígero destello, excepto los días
en que las tribus estén caminando; las cuales, conducidas por el Angel del Señor,
llegarán por fin a la tierra prometida a Abraham y su descendencia.
«Sería muy prolijo referirte todo lo demás, el número de batallas empeñadas, de
reyes destronados, de reinos que han de conquistarse; cómo el Sol quedará
inmóvil todo un día en el cielo, retrasándose el acostumbrado curso de la noche, y
esto a la voz de un hombre que gritara «¡Oh Sol! Párate sobre el Gibeón, y tú,
luna, en el valle de Ajalón hasta que Israel haya vencido», que así se llaman e!
tercer hijo de Abraham, hijo de Isaac, nombre que se transmitirá a su posteridad
vencedora de los pueblos de Canaán.»
Al llegar aquí lo interrumpió Adán diciendo:
«¡Oh mensajero del cielo, luz de mis tinieblas! ¡Qué de cosas favorables me has
revelado, sobre todo en lo que concierne a Abraham y su descendencia! Por
primera vez siento ahora verdaderamente abiertos mis ojos, y menos angustiado
mi corazón: hasta el presente todos mis pensamientos eran vacilaciones respecto
a la suerte que me estaba reservada, y no sólo a mi, sino a todo el género
humano: pero ya veo el día en que serán bendecidas todas las naciones; merced
que yo no merezco, por haber buscado la ciencia prohibida por medios también
ilícitos. No acabo de comprender sin embargo, por qué se imponen tantas y tan
diversas leyes a aquellos entre quienes se dignará Dios de residir en la tierra.
Esta multitud de leyes supone igual multitud de culpas. ¿Cómo Dios puede habitar
entre tales Nombres?»
Respondiole Miguel: «No dudes que entre ellos reinará el pecado que has
engendrado tú. La ley se les impone únicamente para evidenciar su natural
perversidad, que sin cesar está incitando al pecado a rebelarse contra aquélla; y
cuando vean que dicha ley puede poner de manifiesto el pecado, y no borrarlo,
excepto por débiles apariencias de expiación, como la sangre de toro o de macho
cabrío, deducirán que para satisfacer la deuda del Hombre es menester sangre
más preciosa, la del justo por el injusto, a fin de que en esta justicia que ha de
imputárseles por la fe, puedan hallar su justificación para con Dios y la paz de su
conciencia, que no bastarían a procurar todas las ceremonias de la ley, cuya parte
moral no puede cumplir el Hombre, y no cumpliéndola, no puede vivir. La ley
pues, parece imperfecta y únicamente dictada con el objeto de someter a los
hombres en la plenitud de los tiempos a una alianza más íntima, y disciplinados
ya, hacerlos pasar de las figuras aparentes a la realidad, de la carne al espíritu,
de la imposición de una ley estrecha a que libremente acepten una amplia gracia,
del temor servil al respeto filial, y de las obras de la ley a las obras de la fe. Así
que no ser Moisés, aunque tan amado del Señor, pero sólo ministro de la ley,
quien conduzca a su pueblo a Canaán, sino Josué, llamado Jesús por los
gentiles, y encargado con este nombre de ser quien doblegue a la Serpiente y
conduzca con toda seguridad al Hombre, completamente perdido en los desiertos
del mundo, al eterno descanso del Paraíso.
«Entretanto, establecidos aquellos en el Canaán terrestre, morarán y prosperarán
allí por largo tiempo; mas cuando sus pecados lleguen a perturbar el sosiego
público, provocarán a Dios a que les suscite nuevos enemigos, de los cuales se
verán libres luego que den muestras de arrepentimiento; y esta liber-tad les
procurarán primero los jueces. y después los reyes. El segundo de éstos, célebre
por su piedad, sus gloriosos hechos, obtendrá la irrevocable promesa de que su
regio trono ha de subsistir perpetuamente: todas las profecías referirán también
que del real trono de David. nombre propio de este rey procederá un Hijo, nacido
de la Mujer, el mismo que te ha predicho, predicho igualmente a Abraham, como
aquel en quien tendrán su esperanza todas las naciones, predicho a los reyes y
que será el postrero de éstos, porque su reino no tendrá fin.
«Pero a El ha de preceder una larga sucesión de reyes. El primero, hijo de David,
famoso por sus riquezas y sabiduría, colocará en un suntuoso templo rodeado de
una nube, el arca del Señor, que hasta entonces habrá andado vagando con sus
tiendas. De los demás que han de seguirlo, unos se contarán en el número de los
buenos, otros en el de los malos reyes. Los malos formarán más larga serie, y sus
torpes idolatrías y todos sus otros crímenes añadidos a la perversidad del pueblo,
de tal manera irritarán a Dios, que se apartará de ellos y abandonará su tierra, sus
habitaciones, su templo, su santa arca y sus reliquias más sagradas a la befa y
rapacidad de la ciudad, cuyos muros has visto entregados a la confusión, de
donde le vino el nombre de Babilonia. Allí los dejará en cautiverio por espacio de
sesenta años y por fin los sacará de él, recordando su misericordia y la alianza
jurada a David, inalterable como los días del cielo. Vueltos de Babilonia, por
disposición de los reyes sus señores, que Dios les inspirará, reedificarán ante
todo la casa del mismo Dios, y vivirán algún tiempo moderada y regularmente,
hasta que creciendo en opulencia y número, degeneren en facciosos. Las
primeras discordias nacerán de los sacerdotes, hombres que-consagrados a los
altares, deberían no pensar más que en la paz; sus rencillas llegarán hasta
profanar el mismo templo, acabando por arrebatar el cetro, sin hacer caso de
ninguno de los hijos de David, y por último lo perderán. Y pasar a manos de
extranjeros, para que el verdadero ungido, el Mesías, nazca privado de sus
derechos.
«Nace este rey, sin embargo, y una estrella hasta entonces oculta en los cielos,
anuncia su venida y sirve de guía a los sabios de Oriente que lo buscan para
ofrecerle incienso, mirra y oro. Un ángel, nuncio de paz, enseña el lugar de su
nacimiento á unos sencillos pastores que velaban durante la noche, los cuales
acuden transportados de júbilo y oyen los coros de innumerables ángeles que
entonan cantos al recién nacido. Su madre es una Virgen; su padre el Altísimo
Omnipotente. Subirá al trono hereditario, y se extenderá su reino a los confines
más apartados de la tierra, como su gloria a todos los ámbitos de los cielos.»
Calló Miguel al notar en el semblante de Adán una alegría tan viva, que
asemejándose al dolor, le hacía verter abundoso llanto y no poder proferir una
palabra; mas al fin pronunció las siguientes:
«¡Oh, profeta de faustas nuevas! Has colmado mis mayores esperanzas.
Claramente comprendo ahora lo que en mis más profundas meditaciones
buscaba en vano: por qué el que con tanta ansia esperamos, debe llamarse fruto
de la Mujer. ¡Salve Virgen Madre, que tan encumbrada estás en el amor del cielo!
Sin embargo, de mi carne nacerás, y de tu vientre nacerá el Hijo de Dios Altísimo.
Así se unirá Dios con el Hombre. Forzoso es que la serpiente aguarde, con mortal
angustia, el quebrantamiento de su cabeza. Mas dime: ¿dónde y cuándo será el
combate? ¿Qué golpe herirá la planta del vencedor?»
«No te figures», respondió Miguel, «que el combate vaya a ser un duelo, ni que se
produzcan realmente las heridas en la planta o en la cabeza: el Hijo no une la
humanidad a la divinidad para postrar con más fuerza a tu enemigo; ni quedará
así aniquilado Satán, cuando un escarmiento más terrible, su caída del cielo, no le
imposibilitó para hacerte a ti una mortal herida. El Mesías, tu Salvador, no te
curará destruyendo a Satán, sino destruyendo en ti y en tu raza las obras de éste,
lo cual no puede efectuarse sino perfeccionando lo que a ti te falta, la obediencia
a la ley de Dios, impuesta bajo pena de muerte y padeciendo esta muerte que ha
merecido tu desobediencia y la de aquellos que de ti desciendan. Sólo así puede
satisfacerse la Suprema Justicia. El cumplirá exactamente la ley de Dios por
obediencia y por amor, aunque sólo el amor baste al cumplimiento de esta ley.
Sufrirá tu castigo exponiéndose en la carne a una vida perseguida y a una
abominable muerte. Prometerá la vida a los que crean en su redención y en que
por medio de la fe se les imputará su obediencia, y los méritos para salvarse, no
por sus propias obras, aunque se ajusten a la ley. Vivirá en la tierra odiado,
blasfemado, prendido por fuerza, juzgado y condenado a muerte, infamado,
maldito, enclavado en la cruz por su propia nación, y muerto por haber
dispensado la vida.
Pero en su cruz quedarán clavados tus enemigos; con El serán crucificados el
castigo que se te ha impuesto, y los pecados de todo el género humano, y ningún
daño experimentarán después los que confíen plenamente en su satisfacción. Así
morirá, pero resucitando en breve. La muerte no tendrá sobre El poder muy
duradero, pues antes de que vuelva a lucir la tercera aurora, le verán los astros de
la mañana alzarse de su sepulcro, puro como la naciente luz; y entonces quedará
satisfecho el rescate que redime al Hombre de la muerte, y su muerte salvará al
Hombre, siempre que no menosprecie una vida así ofrecida, y que contraiga el
mérito de la fe acompañada de buenas obras. Este divino acto anula tu sentencia,
la muerte que hubieras debido sufrir, envuelto como estabas en el pecado, y
eliminado para siempre de la vida; este acto quebrantará la cabeza de Satán y
rendirá su fuerza, una vez derrotados el pecado y la muerte, sus dos principales
armas, cuyo aguijón se clavará más hondamente en su cabeza que la herida que
haga la muerte temporal en la planta del vencedor o de sus rescatados, porque
esta muerte es como un sueño de que dulcemente se despierta para pasar a la
vida de la inmortalidad.
«Después de su resurrección solo se detendrá en la tierra el tiempo preciso para
aparecerse alguna vez a sus discípulos, hombres que durante su vida lo siguieron
siempre; y a ellos les encargará que anuncien a las naciones lo que de El y de la
salvación humana han aprendido, bautizando en agua corriente a los que crean,
señal que purgándolos de la mancha del pecado para la pureza de su vida, los
preparará también en espíritu, si fuere menester, para una muerte semejante a la
del Redentor. Enseñarán por consiguiente a todas las naciones, porque desde
aquél día predicarán la salvación no sólo a los hijos nacidos del seno de
Abraham, sino a los que profesen la fe de Abraham, cualquiera que sea el lugar
del mundo donde se hallen; y así en su raza serán bendecidas todas las
naciones.
«En seguida ascenderá el Salvador al cielo de los cielos, llevando en pos la
victoria, triunfante de sus enemigos y de los tuyos, en su ascensión sorprenderá a
la Serpiente, como que es del aire, y arrastrándola encadenada por todo su
imperio, la dejará por último confundida. Entrará luego en su gloria, y recobrará su
trono a la derecha de Dios, magníficamente exaltado sobre todas las dignidades
del cielo; desde donde, cuando ese mundo esté preparado para su disolución,
volverá en toda su gloria y majestad a juzgar ä los vivos y a los muertos; juzgará a
los muertos apartados de la fe, y recompensará a los fieles recibiéndolos en su
bienaventuranza, y así en el cielo como en la tierra, porque toda la tierra será
entonces Paraíso, lugar más bienhadado que este Edén, y días aquellos
venturosísimos.»
Así habló el arcángel Miguel; y nuestro primer padre, lleno de júbilo y admiración,
exclamó: «¡Oh bondad infinita, bondad inmensa, que hasta del mal haces nacer
todo este bien, trocando en bienes los males, maravilla más grande que la de la
creación al salir la luz de las tinieblas! Cercado me veo ahora de incertidumbres:
no sé si arrepentirme del pecado en que he incurrido y a qué he dado ocasión, o
si más bien regocijarme, porque de él ha resultado mayor bien, gloria más grande
a Dios, a los hombres más benévola protección del cielo, y que a la cólera haya
sustituido la gracia. Pero dime, si nuestro Libertador torna a los cielos, ¿qué ser,
de ese escaso número de fieles, abandonados en medio de ese rebaño impío de
tantos enemigos de la verdad? ¿ Quién guiará a su pueblo, quién lo defenderá?
¿No serán sus discípulos víctimas de más sañudo rigor que el que con El han
empleado?»
«Seguro puedes estar», replicó el Angel, «de que así ha de suceder; pero desde
el cielo enviará a los suyos un consolador, el prometido de su Padre, su espíritu,
que residirá en ellos, y grabará en sus corazones la ley de la fe por medio del
amor, para guiarles con toda verdad; y les infundirá amor espiritual con que
puedan resistir las tentaciones de Satán y despuntar sus envenenados dardos.
Nada de lo que pueda intentar el hombre contra ellos los intimidará, ni aun la
misma muerte, pues recibirán en sus inferiores consuelos la compensación de
todas sus crueldades. Su inquebrantable firmeza desarmará a menudo a sus más
tenaces perseguidores, porque el Espíritu comunicado primero a los apóstoles,
que han de predicar a las naciones el Evangelio, y después a cuantos reciban la
gracia del bautismo, infundirá en aquéllos el portentoso don de hablar todas las
lenguas y de renovar todos los milagros que antes de ellos hizo su Maestro; y así
en cada nación persuadirán a una inmensa muchedumbre a oír embelesada las
nuevas venidas del cielo; y finalmente cumplido su ministerio y terminada
gloriosamente su carrera, morirán dejando escritas su historia y su doctrina.
«Pero, según lo habían predicho, en lugar de ellos, sucederán los lobos a los
pastores; lobos crueles, que emplearán los sagrados misterios del cielo en saciar
su vil ansia de ambición y lucro, y que corromperán con supersticiones y falsas
tradiciones la verdad, que sólo se conserva en las puras palabras de la Escritura,
y sólo es comprensible para el espíritu. Entonces procurarán valerse de nombres,
dignidades y títulos, y unir el poder secular a estos, aunque fingiendo que
únicamente aspiran al espiritual, con lo que se apropiarán el espíritu de Dios
prometido y otorgado por igual a todos los creyentes. A favor de tal ficción
impondrán leyes espirituales por medio del poder humano a cada conciencia;
leyes que nadie hallará escritas en los libros santos, ni entre las que el Espíritu
grabó tan profundamente en los corazones. ¿Qué pretenden, pues, más que
violentar el espíritu de la Gracia, y esclavizar a su compañera la libertad? ¿Qué
otra cosa que destruir los templos vivos edificados por la fe, por su propia fe, y no
por ninguna extraña?. Porque, ¿quién puede ser infalible en la tierra, obrando
contra la fe y contra la conciencia? Muchos se gloriarán de serlo, y de esta
variedad nacerá una rigurosa persecución contra los perseverantes adoradores
en espíritu y en verdad. El resto, que será el mayor número, creerán cumplir con
la religión apelando a demostraciones exteriores y a especiosas formalidades.
Hostigada por los dardos de la calumnia, huirá la verdad. y se hallará rara vez la
práctica de la fe. De esta suerte el mundo llegará a ser funesto para los buenos,
halagüeño para los malos, y se sentirá abrumado bajo su propia pesadumbre,
hasta que luzca el día de descanso para el justo, de venganza para el malvado,
que será el del advenimiento del Defensor que recientemente se te ha prometido,
fruto de una Mujer, vagamente anunciado y a quien no puedes ya menos de
conocer como tu Salvador y tu Soberano. Cercado de brillantes nubes, se
revelará, por fin, en el cielo, partícipe de la gloria de su Padre, y vendrá a aniquilar
a Satán con todo su perverso mundo; y de esta masa candente, purificada por el
fuego, sacará nuevos cielos, una nueva tierra, y creará siglos interminables,
fundados en la justicia, en la paz y en el amor, que darán frutos de colmado bien y
perpetua felicidad.»
Terminó con estas palabras, y Adán también, añadiendo:
«¡Cuán pronto, celestial profeta, has recorrido este mundo transitorio y la serie de
los tiempos hasta que lleguen a fijarse estables! Más allá todo es un abismo, todo
una eternidad, cuyo fin no puede alcanzar la vista. Saldré de aquí perfectamente
instruido y en paz con mis pensamientos; llevo cuanto puede contener este
pequeño vaso, y mi locura fue aspirar a llenarlo más. Sé para en adelante que lo
mejor es obedecer solamente a Dios; amarlo y temerlo a un tiempo; proceder cual
si estuviese siempre delante de El; no desconfiar jamás de su Providencia;
entregarse del todo a El, que misericordioso en todas sus obras, hace que el bien
triunfe del mal, y convierte las cosas más pequeñas en las más grandes, y
anonada con el impulso que se cree mas ineficaz los mayores poderes de la
tierra, y toda la ciencia mundana con la más humilde sencillez. Sé que el que
padece por la verdad adquiere valor bastante para lograr, el supremo triunfo, y
que para el fiel, la muerte no es más que la puerta de la vida. Esto he aprendido
con el ejemplo de Aquel a quien reconozco ya como mi Redentor siempre
bendito.»
Y el Angel por última vez repuso: «Pues sabiendo esto has llegado a la cumbre de
la sabiduría y no esperes alcanzarla mayor, aunque conocieses todas las estrellas
por su nombre, y todos los poderes etéreos, y los secretos del abismo, y las obras
todas de la Naturaleza, y las de Dios en el cielo, en el aire, en la tierra y en los
mares; aunque disfrutases de todas las riquezas de este mundo y lo redujeses
todo a tu solo imperio. Añade a tu saber acciones que sean dignas de él; añade la
fe, la virtud, la paciencia y la templanza; añade el amor, que algún día será
llamado caridad, y que es el alma de todo lo demás; y entonces sentirás menos
abandonar este Paraíso, porque dentro de ti hallarás otro mucho más venturoso y
bello.
«Pero bajemos ya de esta altura de contemplación, que ha llegado la hora precisa
en que es fuerza partir de aquí, y esos vigilantes que ves colocados por mí en
aquel collado, aguardan para marcharse. Flamígera espada, signo de
proscripción, vibra furiosamente delante de ellos: no podemos permanecer más
tiempo. Ve despierta a Eva: también la he tranquilizado a ella con agradables
sueños, nuncios consoladores y predispuesto su ánimo a una sumisa resignación.
En ocasión oportuna, tú la harás partícipe de cuanto has oído, y principalmente de
lo que le conviene a su fe saber, de la gran redención que su descendencia, la
descendencia de la Mujer, traerá a todo el género humano para que podáis vivir,
ya que serán largos vuestros días, unidos en una sola fe, bien que tristes, y no sin
causa, al recordar los males pasados pero contentos, sin embargo, considerando
vuestro dichoso fin.»
Dijo, y bajaron ambos de la colina; y apenas se vio al pie de ella, corrió Adán al
lecho en que había dejado a Eva durmiendo, y la encontró despierta y oyó que lo
recibía con estas palabras, nada melancólicas por cierto:
«Ya sé de dónde vienes y adónde has ido, porque Dios también nos asiste
cuando estamos dormidos y en los sueños se aprende algo, y los que me ha
sugerido han sido muy agradables y predíchome grandes bienes, apenas
abrumada de pesar y con el corazón tan angustiado, cerré los ojos. Sé tú ahora
mi guía: no me detendré un momento: ir contigo vale tanto como permanecer
aquí; quedarme sin ti sería alejarme contra mi voluntad, porque tú eres para mi
cuanto existe bajo el cielo, y contigo estaré en todos los lugares, contigo, a quien
mi crimen voluntario expulsa de esta mansión. Al salir de aquí llevo, sin embargo,
el consuelo que más puede tranquilizarme; que aunque por mí se ha perdido todo,
y aunque no merezco favor tan grande, de mí nacerá la prometida estirpe por
quien todo ha de restaurarse.»
Así habló nuestra madre Eva; Adán la escuchaba complacido, pero nada le
respondió, porque a su lado estaba el Arcángel. De la otra colina, donde estaban
colocados, con paso majestuoso descendían los querubines; deslizábanse al
andar como fingidos meteoros, cual la niebla de la tarde, que levantándose del
río, pasa rozando la superficie de los pantanos, y avanza presurosa hurtando el
suelo a las pisadas del labrador, que regresa a su alquería. Levantada delante de
ellos, fulguraba la espada del Señor, despidiendo airados resplandores, como un
cometa, y su ardiente fuego y los vapores que exhalaba iban acalorando el
templado clima del Paraíso, cual el adusto aire de la Libia. El Ángel entonces,
asiendo de las manos a nuestros padres, y apresurando sus lentos pasos, los
condujo directamente a la puerta oriental, y desde ella con la misma prontitud
hasta el pie de' la roca, donde se extendía la llanura Inferior, y desapareció.
Volvieron ellos la vista atrás, y descubrieron toda la parte oriental del Paraíso,
venturosa morada suya en otro tiempo, que ondulaba al trémulo movimiento de la
fulminante espada, y agrupadas a la puerta figuras de terrible aspecto y
relumbrantes armas. Como era natural, arrasáronsele en lágrimas los ojos, que se
enjugaron pronto. Delante tenían todo un mundo, donde podían elegir el lugar que
más les pluguiera para su reposo, y por guía la Providencia; y estrechándose uno
a otro la mano, prosiguieron por en medio del Edén su solitario camino con lentos
e inciertos pasos.
FIN
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