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AUTOR DE TIEMPOS PASADOS

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sábado, 9 de octubre de 2010

Ruido atronador -- Ray Bradbury





Ruido atronador
Ray Bradbury


El anuncio que había en la pared parecía temblar bajo una desli­zante película de agua caliente. Eckels notó que sus pestañas parpa­deaban, y el anuncio brilló en aquella momentánea obscuridad:

SAFARI EN EL TIEMPO S. A.
SAFARIS A CUALQUIER AÑO DEL PASADO
USTED ELIGE EL ANIMAL
NOSOTROS LE LLEVAMOS ALLÍ
USTED LO MATA

A Eckels se le formó una flema en la garganta. Tragó saliva empujando hacia abajo la flema. Los músculos alrededor de la boca dibujaron una sonrisa mientras que lentamente alzaba su mano, con la que agitaba un cheque por valor de diez mil dólares ante el hombre situado al otro lado del escritorio.
¿Este safari garantiza que yo regrese vivo?
No garantizamos nada –dijo el oficial–, excepto los dinosau­rios –se volvió–. Éste es el señor Travis, su guía para el safari en el pasado. Él le dirá a qué debe disparar y en qué momento. Si usted desobedece sus instrucciones, hay una multa de otros diez mil dóla­res, además de una posible sanción por parte del gobierno, a la vuelta.
Eckels miró la confusa maraña zumbante de cables y cajas de acero, y el aura ora anaranjada, ora plateada, ora azul que había al otro extremo de la vasta oficina. Era como el sonido de una gigan­tesca hoguera donde ardía el tiempo, todos los años y todos los ca­lendarios de pergamino, todas las horas amontonadas en llamas.
El roce de una mano, y este fuego se volvería maravillosamente y en un instante, sobre sí mismo. Eckels recordó las palabras de los anuncios en la carta. De las brasas y cenizas, del polvo y los carbo­nes, como doradas salamandras, saltarán los viejos años, los verdes años; rosas endulzarán el aire, las canas se volverán negro ébano, las arrugas desaparecerán; todo regresará volando a la semilla, huirá de la muerte, retornará a sus principios; los soles se elevarán en los cielos occidentales y se pondrán en orientes gloriosos, las lunas se devorarán al revés a sí mismas, todas las cosas se meterán vivas en otras como cajas chinas, los conejos entrarán en los sombre­ros, todo volverá a la fresca muerte, la muerte en la semilla, la muerte verde, al tiempo anterior al comienzo. Bastará el roce de una mano, el más leve roce de una mano.
¡Maldita sea! –murmuró Eckels con la luz de la máquina iluminando su delgado rostro–. Una verdadera máquina del tiempo –sacudió la cabeza–. Da que pensar. Si ayer la elección hubiera ido mal, yo quizás estaría aquí huyendo de los resultados. Gracias a Dios, ganó Keith. Será un buen presidente.
Sí –dijo el hombre sentado tras el escritorio–. Tenemos suerte. Si Deutscher hubiese ganado, tendríamos la peor de las dictaduras. Es el antitodo, militarista, anticristo, antihumano, an­tiintelectual. La gente nos llamó, ya sabe usted, bromeando aunque no del todo. Decían que si Deutscher era presidente querían ir a vivir a 1492. Por supuesto, no nos ocupamos de organizar evasiones, sino safaris. De todos modos, el presidente es Keith. Ahora su única preocupación es...
Eckels terminó la frase:
Matar mi dinosaurio.
Un Tyrannosaurus rex. El Lagarto del Trueno, el más terrible monstruo de la historia. Firme este permiso. Si le pasa algo, no somos responsables. Estos dinosaurios son voraces.
Eckels enrojeció, enojado.
¡Trata de asustarme!
Francamente, sí. No queremos que vaya nadie que sienta pánico al primer tiro. El año pasado murieron seis jefes de safa­ris y una docena de cazadores. Vamos a darle a usted la más condenada emoción que un cazador pueda pretender. Lo envia­remos a sesenta millones de años atrás para que disfrute de la mayor cacería de todos los tiempos. Su cheque está todavía aquí. Rómpalo.
El señor Eckels miró el cheque durante un rato. Se le retorcían los dedos.

Buena suerte –dijo el hombre sentado tras el mostrador–. El señor Travis está a su disposición.
Silenciosamente cruzaron el salón, llevando los fusiles, hacia la Máquina, hacia el metal plateado y la luz rugiente.

Primero un día y luego una noche y luego un día y luego una noche, y luego día-noche-día-noche-día... Una semana, un mes, un año, ¡una década! 2055. 2019. ¡1999! ¡1957! ¡Desaparecieron! La Máquina rugió.
Se pusieron los cascos de oxígeno y probaron los intercomunicadores.
Eckels se balanceaba en el asiento almohadillado, con rostro pálido y duro. Sintió un temblor en los brazos y bajó los ojos y vio que sus manos apretaban el fusil. En la Máquina había otros cuatro hombres. Travis, el jefe del safari, su asistente, Lesperance, y otros dos cazadores, Billings y Kramer. Se miraron mutuamente y los años llamearon alrededor.
¿Estos fusiles pueden matar a un dinosaurio de un tiro? –pre­guntó Eckels.
Si da usted en el sitio preciso –dijo Travis por la radio del casco–. Algunos dinosaurios tienen dos cerebros, uno en la cabeza, otro en la columna vertebral. Si no les tiramos a éstos, tendremos más probabilidades. Aciértele con los dos primeros tiros a los ojos, si puede, cegándolo, y luego dispare al cerebro.
La Máquina aulló. El tiempo era una película que corría hacia atrás. Pasaron soles, y luego diez millones de lunas.
¡Dios santo! –dijo Eckels–. Los cazadores de todos los tiem­pos nos envidiarían.
El Sol se detuvo en el cielo.
La niebla que había envuelto la Máquina se desvaneció. Se en­contraban en los viejos tiempos, tiempos muy viejos en verdad, tres cazadores y dos jefes de safari con sus metálicos rifles azules sobre las rodillas.
Cristo no ha nacido aún –dijo Travis–. Moisés no ha subido a la montaña a hablar con Dios. Las Pirámides están todavía en la tierra, esperando. Recuerde que Alejandro, César, Napoleón, Hitler... no han existido.
Los hombres asintieron con movimientos de cabeza.
Eso –señaló el señor Travis– es la jungla de sesenta millones dos mil cincuenta y cinco años antes del presidente Keith.
Mostró un sendero de metal que se perdía entre la vegetación salva­je, sobre pantanos humeantes, entre palmeras y helechos gigantescos.
Y eso –dijo– es el Sendero, instalado por Safari en el Tiempo para su provecho. Flota a diez centímetros del suelo. No toca ni siquiera una brizna, una flor o un árbol. Es de un metal antigravitatorio. El propósito del Sendero es impedir que, de algún modo, usted toque este mundo del pasado. No se salga del Sendero. Repito. No se salga de él. ¡Por ningún motivo! Si se cae del Sendero hay una multa. Y no tire contra ningún animal que nosotros no aprobemos.
¿Por qué? –preguntó Eckels.
Estaban en la antigua selva. Unos pájaros lejanos gritaban en el viento, y había un olor de alquitrán y viejo mar salado, hierbas húmedas, y flores de color de sangre.
No queremos cambiar el futuro. Este mundo del pasado no es el nuestro. Al gobierno no le gusta que estemos aquí. Tenemos que dar mucho dinero para conservar nuestras franquicias. Una má­quina del tiempo es un asunto delicado. Podemos matar inadverti­damente un animal importante, un pajarito, un coleóptero, aun una flor, destruyendo así un eslabón importante en la evolución de las especies.
No me parece muy claro –dijo Eckels.
Muy bien –continuó Travis–, digamos que accidentalmente matamos aquí un ratón. Eso significa destruir las futuras familias de ese individuo, ¿entiende?
Entiendo.
¡Y todas las familias de las familias de ese individuo! Con sólo un pisotón aniquila usted primero uno, luego una docena, luego mil, un millón, ¡un billón de posibles ratones!
Bueno, ¿y eso qué? –dijo Eckels.
¿Eso qué? –gruñó suavemente Travis–. ¿Qué pasa con los zorros que necesitan esos ratones para sobrevivir? Por falta de diez ratones muere un zorro. Por falta de diez zorros, un león muere de hambre. Por falta de un león, especies enteras de insec­tos, buitres, infinitos billones de formas de vida son arrojadas al caos y la destrucción. Eventualmente todo se reduce a esto: cin­cuenta y nueve millones de años más tarde, un hombre de las ca­vernas, uno de la única docena que hay en todo el mundo, sale a cazar un jabalí o un tigre para alimentarse. Pero usted, amigo, ha aplastado con el pie a todos los tigres de esa zona, al haber pisado un ratón. Así que el hombre de las cavernas se muere de hambre. Y el hombre de las cavernas, no lo olvide, no es un hombre que pueda desperdiciarse, ¡no! Es toda una futura nación. De él nacerán diez hijos. De ellos nacerán cien hijos, y así hasta llegar a nuestros días. Destruya usted a ese hombre, y destruye usted una raza, un pueblo, toda una historia viviente. Es como asesinar a uno de los nietos de Adán. El pie que ha puesto usted sobre el ratón desenca­denará así un terremoto, y sus efectos sacudirán nuestra Tierra y nuestros destinos a través del tiempo, hasta sus raíces. Con la muerte de ese hombre de las cavernas, un billón de otros hombres no saldrán nunca de la matriz. Quizá Roma no se alce nunca sobre las siete colinas. Quizás Europa sea para siempre un bosque obscuro, y sólo crezca Asia saludable y prolífica. Pise usted un ratón y aplas­tará las Pirámides. Pise un ratón y dejará su huella, como un abismo en la eternidad. La reina Isabel no nacerá nunca, Washington no cruzará el Delaware, nunca habrá un país llamado Estados Unidos. Tenga cuidado. No se salga del Sendero. ¡Nunca pise fuera!
Ya veo –dijo Eckels–. Ni siquiera debemos pisar la hierba.
Correcto. Al aplastar ciertas plantas quizá sólo sumemos fac­tores infinitesimales. Pero un pequeño error aquí se multiplicará en sesenta millones de años hasta alcanzar proporciones extraordina­rias. Por supuesto, quizá nuestra teoría esté equivocada. Quizá no­sotros no podamos cambiar el tiempo. O quizá sólo pueda cambiar de modo muy sutil. Quizás un ratón muerto aquí provoque un desequilibrio entre los insectos más allá, más tarde, una desproporción en la población, una mala cosecha luego, una depresión, hambres colectivas, y, finalmente, un cambio en la conducta social de aleja­dos países. O aún algo mucho más sutil. Quizá sólo un suave aliento, un murmullo, un cabello, polen en el aire, un cambio tan, tan leve que uno podría notarlo sólo mirando muy de cerca. ¿Quién lo sabe? ¿Quién puede decir realmente que lo sabe? Nosotros no. Nuestra teoría no es más que una hipótesis. Pero mientras no sepa­mos con seguridad si nuestros viajes por el tiempo pueden terminar en un gran estruendo o en un imperceptible crujido, tenemos que tener mucho cuidado. Como usted sabe, esta máquina, este sen­dero, nuestros cuerpos y nuestras ropas han sido esterilizados antes del viaje. Llevamos estos cascos de oxígeno para no introducir nues­tras bacterias en una antigua atmósfera.
¿Cómo sabemos qué animales podemos matar?
Están marcados con pintura roja –dijo Travis–. Hoy, antes de nuestro viaje, enviamos aquí a Lesperance con la Máquina. Vino a esta era particular y siguió a ciertos animales.
¿Para estudiarlos?
Exactamente –dijo Travis–. Los rastreó a lo largo de toda su existencia, observando cuáles vivían mucho tiempo. Muy pocos. Cuántas veces se acoplaban. Pocas. La vida es breve. Cuando encontraba alguno que iba a morir aplastado por un árbol, u otro que se ahogaba en un pozo de alquitrán, anotaba la hora exacta, el minuto y el segundo, y le arrojaba una bomba de pintura que le manchaba de rojo el costado. No podemos equivocarnos. Luego midió nuestra llegada al pasado de modo que no nos encontremos con el monstruo más de dos minutos antes de aquella muerte. De este modo sólo matamos animales sin futuro, que nunca volverán a acoplarse. ¿Comprende qué cuidadosos somos?
Pero si ustedes vinieron esta mañana –dijo Eckels ansiosamente–, debían de haberse encontrado con nosotros, nuestro safari. ¿Qué ocurrió? ¿Tuvimos éxito? ¿Salimos todos… vivos?
Travis y Lesperance se miraron.
Eso hubiese sido una paradoja –dijo Lesperance–. El tiempo no permite esas confusiones… un hombre que se encuentra consigo mismo. Cuando va a ocurrir algo parecido, el tiempo se hace a un lado. Como un aeroplano que cae en el vacío. ¿Sintió usted ese salto de la máquina, poco antes de nuestra llegada? Estábamos cruzándonos con nosotros mismos que volvíamos al futuro. No vimos nada. No hay modo de saber si esta expedición fue un éxito, si cazamos nuestro monstruo, o si todos nosotros, y usted también señor Eckels, salimos con vida.
Eckels sonrió débilmente.
Dejemos esto –dijo Travis bruscamente–. ¡Todos en pie!
Se prepararon para dejar la Máquina.
La jungla era alta y la jungla era ancha y la jungla era todo el mundo para siempre y para siempre. Sonidos como música y sonidos como lonas voladoras llenaban el aire: los pterodáctilos que volaban con cavernosas alas grises, murciélagos gigantescos nacidos del delirio de una noche febril. Eckels, guardando el equilibrio en el estrecho sendero, apuntó con su rifle, bromeando.
¡No haga eso! –dijo Travis–. ¡No apunte ni siquiera en broma, maldita sea! Si se le disparara el arma…
Eckels enrojeció…
¿Dónde está nuestro Tyrannosaurus?
Lesperance miró su reloj de pulsera.
Adelante. Nos cruzaremos con él dentro de sesenta segundos. Sobre todo, busque la pintura roja. No dispare hasta que se lo digamos. Quédese en el sendero. ¡Quédese en el sendero!
Se adelantaron en el viento de la mañana.
Qué raro –murmuró Eckels–. Allá delante, a sesenta millones de años, ha pasado el día de las elecciones. Keith es presidente. La gente lo celebra. Y aquí, ellos no existen aún. Las cosas que nos preocuparon durante meses, toda una vida, no nacieron ni fueron pensadas aún.
¡Levanten el seguro todos! –ordenó Travis–. Usted dispare primero, Eckels. Luego, Billings. Luego, Kramer.
He cazado tigres, jabalíes, búfalos, elefantes, pero esto sí que es caza –dijo Eckels–. Tiemblo como un niño.
¡Ah! –dijo Travis.
Todos se detuvieron.
Travis alzó una mano.
Ahí adelante –susurró–. En la niebla. Ahí está. Ahí está Su Alteza Real.

La jungla era ancha y llena de gorjeos, crujidos, murmullos, y suspiros.
De pronto, todo cesó, como si alguien hubiese cerrado una puerta.
Silencio.
Un ruido atronador.
De la niebla, a cien metros de distancia, salió Tyrannosaurus rex.
Es… –murmuró Eckels–. Es…
¡Chist!
Venía a grandes trancos, sobre sus patas aceitadas y elásticas. Se alzaba diez metros por encima de la mitad de los árboles, un gran dios del mal, apretando las delicadas garras de relojero contra el oleoso pecho de reptil. Cada pata inferior era un pistón, quinientos kilogramos de huesos blancos, hundidos en gruesas cuerdas de músculos, encerrados en una vaina de piel centelleante y áspera, como la cota de malla de un guerrero terrible. Cada muslo era una tonelada de carne, marfil, y acero. Y de la gran caja de aire del torso colgaban los dos brazos delicados, brazos con manos que podían alzar y examinar a los hombres como juguetes, mientras el cuello de serpientes se retorcía sobre sí mismo. Y la cabeza, una tonelada de piedra esculpida que se alzaba fácilmente hacia el cielo. En la boca entreabierta asomaba una cerca de dientes como dagas. Los ojos giraban en las órbitas, ojos vacíos, que nada expresaban, excepto hambre. Cerraba la boca en una mueca de muerte. Corría, y los huesos de la pelvis hacían a un lado árboles y arbustos, y los pies se hundían en la tierra dejando huellas de quince centímetros de profundidad. Corría como si diese unos deslizantes pasos de baile, demasiado erecto y en equilibrio para sus diez toneladas. Entró fatigadamente en el área de Sol, y sus hermosas manos de reptil tantearon el aire.
¡Dios mío! –Eckels torció la boca–. Puede incorporarse y alcanzar la Luna.
¡Chist! –Travis sacudió bruscamente la cabeza–. Todavía no nos ha visto.
No es posible matarlo –Eckels emitió serenamente este ve­redicto, como si fuese indiscutible. Había visto la evidencia y ésta era su razonada opinión; el arma en sus manos parecía un rifle de aire comprimido–. Hemos sido unos locos. Esto es imposible.
¡Cállese! –siseó Travis.
Una pesadilla.
Dé media vuelta –ordenó Travis–. Vaya tranquilamente hasta la Máquina. Le devolveremos la mitad del dinero.
No imaginé que sería tan grande –dijo Eckels–. Calculé mal. Eso es todo. Y ahora quiero irme.
¡Nos ha visto!
¡Ahí está, la pintura roja en el pecho!
El Lagarto del Trueno se incorporó. Su armadura brilló como mil monedas verdes. Las monedas, embarradas, humeaban. En el barro se movían diminutos insectos, de modo que todo el cuerpo parecía retorcerse y ondular, aún cuando el monstruo mismo no se moviera. El monstruo resopló. Un hedor de carne cruda cruzó la jungla.
Sáquenme de aquí –dijo Eckels–. Nunca fue como esta vez. Siempre supe que saldría vivo. Tuve buenos guías, buenos safaris y protección. Esta vez me he equivocado. Me he encontrado con la horma de mi zapato, y lo admito. Esto es demasiado para mí.
No corra –dijo Lesperance–. Vuélvase. Ocúltese en la Má­quina.
Sí.
Eckels parecía aturdido. Se miró los pies como tratando de mo­verlos. Lanzó un gruñido de desesperanza.
¡Eckels!
Eckels avanzó algunos pasos, parpadeando y arrastrando los pies.
¡Por ahí no!
El monstruo, al advertir un movimiento, se lanzó hacia delante con un terrible grito. En cuatro segundos cubrió cien metros. Los rifles se alzaron y llamearon. De la boca del monstruo salió un torbellino que los envolvió con un olor de barro y sangre vieja. El monstruo rugió, mostrando sus brillantes dientes al Sol.
Eckels, sin mirar atrás, caminó ciegamente hasta el borde del Sendero, con el rifle que le colgaba de los brazos. Salió del Sendero, y caminó, y caminó por la jungla. Los pies se le hundieron en un musgo verde. Lo llevaban las piernas, y se sintió solo y alejado de lo que ocurría atrás.
Los rifles dispararon otra vez. El ruido se perdió entre chillidos y truenos. La gran palanca de la cola del reptil se alzó sacudiéndose. Los árboles estallaron en nubes de hojas y ramas. El monstruo retorció sus manos de joyero y las bajó como para acariciar a los hombres, para partirlos en dos, aplastarlos como cerezas, meterlos entre los dientes y en la rugiente garganta. Sus ojos de canto rodado bajaron a la altura de los hombres, que vieron sus propias imágenes. Dispararon sus armas contra las pestañas metálicas y los brillantes iris negros.
Como un ídolo de piedra, como el desprendimiento de una mon­taña, Tyrannosaurus cayó. Con un trueno, se abrazó a unos árboles, los arrastró en su caída. Torció y quebró el sendero de metal. Los hombres retrocedieron alejándose. El cuerpo golpeó el suelo, diez toneladas de carne fría y piedra. Los rifles dispararon. El monstruo azotó el aire con su cola acorazada, retorció sus mandíbulas de serpiente, y ya no se movió. Un chorro de sangre le brotó de la garganta. En alguna parte, dentro, estalló un saco de fluidos. Unas bocanadas nauseabundas empaparon a los cazadores. Los hombres se quedaron mirándolo, rojos y resplandecientes.
El trueno se apagó.
La jungla estaba en silencio. Tras la tormenta, una gran paz. Tras la pesadilla, el despertar.
Billings y Kramer se sentaron en el Sendero y vomitaron. Travis y Lesperance, de pie, sosteniendo aún los rifles humeantes, juraban continuamente.
En la Máquina del Tiempo, cara abajo, yacía Eckels, estreme­ciéndose. Había encontrado el camino de vuelta al Sendero y había subido a la Máquina.
Travis se acercó, lanzó una ojeada a Eckels, sacó unos trozos de algodón de una caja metálica y volvió junto a los otros, sentados en el Sendero.
Límpiense.
Limpiaron la sangre de los cascos. El monstruo yacía como una loma de carne sólida. Uno podía oír los suspiros y murmullos en su interior, a medida que morían las cámaras más lejanas, y los órga­nos dejaban de funcionar, y los líquidos corrían un último instante de un receptáculo a una cavidad, a una glándula, y todo se cerraba, para siempre. Era como estar junto a una locomotora estropeada o una excavadora de vapor en el momento en que se abren todas las válvulas o se las cierra herméticamente. Los huesos crujían. La propia carne, perdido el equilibrio, cayó como peso muerto sobre los delicados antebrazos, quebrándolos.
Se oyó otro crujido. Allá arriba, la gigantesca rama de un árbol se rompió y cayó. Golpeó a la bestia muerta como algo concluyente,
Ahí está –dijo Lesperance, y consultó su reloj–. Justo a tiempo. Ese es el árbol gigantesco que originalmente debía caer y matar al animal –miró a los dos cazadores–. ¿Quieren la fotogra­fía trofeo?
¿Qué?
No podemos llevar un trofeo al futuro. El cuerpo tiene que quedarse aquí donde hubiese muerto originalmente, de modo que los insectos, los pájaros y las bacterias puedan vivir de él, como estaba previsto. Se debe mantener el equilibrio. Dejamos el cuerpo, pero podemos llevarnos una foto con ustedes al lado.
Los dos hombres trataron de pensar, pero al fin sacudieron la cabeza.
Caminaron a lo largo del Sendero de metal. Se dejaron caer cansadamente en los almohadones de la Máquina. Miraron otra vez el monstruo caído, el monte paralizado, donde unos raros pájaros reptiles y unos insectos dorados trabajaban ya en la humeante arma­dura.
Un sonido en el piso de la Máquina del Tiempo los endureció. Eckels estaba allí, temblando.
Lo siento –dijo al fin.
¡Levántese! –gritó Travis.
Eckels se levantó.
¡Vaya por ese Sendero, solo! –dijo Travis, apuntando con el rifle–. Usted no volverá a la Máquina. ¡Lo dejaremos aquí!
Lesperance tomó a Travis por el brazo.
Espera...
¡No te metas en esto! –Travis apartó la mano de Lesperan­ce–. Este hijo de perra casi nos mata. Pero eso no es bastante. ¡Sus zapatos! ¡Míralos! Salió del Sendero. ¡Estamos arruinados! Dios sabe qué multa nos pondrán. ¡Decenas de miles de dólares! Garan­tizamos que nadie dejaría el Sendero. Y él lo dejó. ¡Oh, condenado tonto! Tendré que informar al gobierno. Incluso pueden quitarnos la licencia. ¡Dios sabe lo que le ha hecho al tiempo, a la historia!
Cálmate. Sólo pisó un poco de barro.
¿Cómo podemos saberlo? –gritó Travis–. ¡No sabemos nada! ¡Es un condenado misterio! ¡Fuera de aquí, Eckels!
Eckels buscó en su chaqueta.
Pagaré cualquier cosa. ¡Cien mil dólares!
Travis miró enojado la libreta de cheques de Eckels y escupió.
Vaya allí. El monstruo está junto al Sendero. Meta los brazos hasta los codos en la boca, y luego vuelva.
¡Eso no tiene sentido!
-El monstruo está muerto, cobarde bastardo. ¡Las balas! No podemos dejar aquí las balas. No pertenecen al pasado, pueden cambiar algo. Tome mi cuchillo. ¡Extráigalas!
La jungla estaba viva otra vez, con los viejos temblores y los gritos de los pájaros. Lentamente, Eckels se volvió a mirar el primi­tivo basurero, la montaña de pesadillas y terror. Al cabo de unos instantes, como un sonámbulo, arrastrando los pies, se dirigió hacia el monstruo.
Regresó temblando cinco minutos más tarde, con los brazos empapados y rojos hasta los codos. Extendió las manos. En cada una sostenía un montón de balas. Luego cayó. Se quedó allí, en el suelo, sin moverse.
No había por qué obligarlo a eso –dijo Lesperance.
¿No? Es demasiado pronto para saberlo –Travis, con el pie, tocó el cuerpo inmóvil–. Vivirá. La próxima vez no buscará cazas como ésta. Muy bien –le hizo una fatigada seña con el pulgar a Lesperance–. Enciende. Volvamos a casa.

1492. 1776. 1812.
Se limpiaron la cara y las manos. Se cambiaron la camisa y los pantalones. Eckels se había incorporado y se paseaba en silencio. Travis lo miró furiosamente durante diez minutos.
No me mire –gritó Eckels–. No hice nada.
¿Quién puede decirlo?
Salí del Sendero, eso es todo, traje un poco de barro en los zapatos. ¿Qué quiere que haga? ¿Que me arrodille y rece?
Quizá lo necesitemos. Se lo advierto, Eckels. Todavía puedo matarlo. Tengo listo el fusil.
Soy inocente. ¡No he hecho nada!
1999. 2000. 2055.
La Máquina se detuvo.
Afuera –dijo Travis.
El cuarto estaba como lo habían dejado. Pero no exactamente. El mismo hombre estaba sentado detrás del mismo escritorio. Pero no exactamente el mismo hombre detrás del mismo escritorio. Travis miró alrededor rápidamente.
¿Todo bien aquí? –estalló.
Muy bien. ¡Bienvenidos!
Travis no se sintió tranquilo. Parecía estudiar hasta los átomos del aire, el modo como entraba la luz del Sol por la única ventana alta.
Muy bien, Eckels, puede salir. No vuelva nunca.
Eckels no se movió.
¿No me ha oído? –dijo Travis–. ¿Qué mira?
Eckels olía el aire, y había algo en el aire, una substancia química tan sutil, tan leve, que sólo sus subliminales sentidos le advertían del lánguido clamor que estaba allí. Los colores, blanco, gris, azul, anaranjado, de las paredes, del mobiliario, del cielo más allá de la ventana, eran..., eran... Y había una sensación. Se estremeció. Le temblaron las manos. Se quedó oliendo aquel elemento raro con todos los poros del cuerpo. En alguna parte alguien debía de estar tocando uno de esos silbatos que sólo pueden oír los perros. Su cuerpo respondió con un grito silencioso. Más allá de ese cuarto, más allá de esta pared, más allá de este hombre que no era exacta­mente el mismo hombre detrás del mismo escritorio... se extendía todo un mundo de calles y gente. Qué clase de mundo era ahora, no se podía saber. Podía sentirlos cómo se movían, más allá de los mu­ros, casi, como piezas de ajedrez que arrastrara un viento seco...
Pero había algo más inmediato. El anuncio pintado en la pared de la oficina, el mismo anuncio que había leído aquel mismo día al entrar allí por vez primera.
De algún modo, el anuncio había cambiado.

SEFARI EN EL TIEMPO S. A.
SEFARIS A KUALKUIER AÑO DEL PASADO
USTÉ NOMBRA EL ANIMAL
NOSOTROS LE LLEBAMOS AYÍ
USTÉ LO MATA

Eckels sintió que caía en una silla. Tanteó insensatamente el grueso barro de sus botas. Sacó un trozo, temblando.
No, no puede ser. Algo tan pequeño. No puede ser. ¡No!
Hundida en el barro, brillante, verde, y dorada, y negra, había una mariposa, muy hermosa y muy muerta.
¡No algo tan pequeño! ¡No una mariposa! –gritó Eckels.
Cayó al suelo, una cosa exquisita, una cosa pequeña que podía destruir todos los equilibrios, derribando primero la línea de un pequeño dominó, y luego de un gran dominó, y luego de un gigan­tesco dominó, a lo largo de los años, a través del tiempo. La mente de Eckels giró sobre sí misma. La mariposa no podía cambiar las cosas. Matar una mariposa no podía ser tan importante. ¿O sí?
Tenía el rostro helado. Preguntó, temblándole la voz:
¿Quién..., quién ganó la elección presidencial ayer?
El hombre sentado tras el mostrador se rió.
¿Se burla de mí? Lo sabe muy bien. ¡Deutscher, por supuesto! No ese condenado debilucho de Keith. Tenemos un hombre fuerte ahora, un hombre con agallas. ¡Sí, señor! ¿Qué pasa?
Eckels gimió. Cayó de rodillas. Con dedos temblorosos recogió la mariposa dorada.
¿No podríamos –se preguntó a sí mismo, le preguntó al mundo, a los oficiales, a la Máquina–, no podríamos llevarla allí, no podríamos hacerla vivir otra vez? ¿No podríamos empezar de nuevo? ¿No podríamos...?
No se movió. Con los ojos cerrados, esperó, estremeciéndose. Oyó que Travis gritaba; oyó que Travis preparaba el rifle, alzaba el seguro y apuntaba.

Un ruido atronador.

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