Juan Valera
El doble sacrificio
El padre Gutiérrez a don Pepito
Málaga, 4 de Abril de 1842.
Mi querido discípulo: Mi hermana, que ha vivido más de veinte años en ese lugar, vive hace dos en mi
casa, desde que quedó viuda y sin hijos. Conserva muchas relaciones, recibe con frecuencia cartas de ahí y
está al corriente de todo. Por ella sé cosas que me inquietan y apesadumbran en extremo. ¿Cómo es posible,
me digo, que un joven tan honrado y tan temeroso de Dios, y a quien enseñé yo tan bien la metafísica y la
moral, cuando él acudía a oír mis lecciones en el Seminario, se conduzca ahora de un modo tan pecaminoso?
Me horrorizo de pensar en el peligro a que te expones de incurrir en los más espantosos pecados, de amargar
la existencia de un anciano venerable, deshonrando sus canas, y de ser ocasión, si no causa, de irremediables
infortunios. Sé que frenéticamente enamorado de Doña Juana, legítima esposa del rico labrador D.
Gregorio, la persigues con audaz imprudencia y procuras triunfar de la virtud y de la entereza con que ella se
te resiste. Fingiéndote ingeniero o perito agrícola, estás ahí enseñando a preparar los vinos y a enjertar las
cepas en mejor vidueño; pero lo que tú enjertas es tu viciosa travesura, y lo que tú preparas es la desolación
vergonzosa de un varón excelente, cuya sola culpa es la de haberse casado, ya viejo, con una muchacha
bonita y algo coqueta. ¡Ah, no, hijo mío! Por amor de Dios y por tu bien, te lo ruego. Desiste de tu criminal
empresa y vuélvete a Málaga. Si en algo estimas mi cariño y el buen concepto en que siempre te tuve, y si no
quieres perderlos, no desoigas mis amonestaciones.
De don Pepito al padre Gutiérrez
Villalegre, 7 de Abril.
Mi querido y respetado maestro: El tío Paco, que lleva desde aquí vino y aceite a esa ciudad, me acaba de
entregar la carta de usted del 4, a la que me apresuro a contestar para que usted se tranquilice y forme mejor
opinión de mí. Yo no estoy enamorado de Doña Juana ni la persigo como ella se figura. Doña Juana es una
mujer singular y hasta cierto punto peligrosa, lo confieso. Hará seis años, cuando ella tenía cerca de treinta,
logró casarse con el rico labrador D. Gregorio. Nadie la acusa de infiel, pero sí de que tiene embaucado
a su marido, de que le manda a zapatazos y le trae y le lleva como un zarandillo. Es ella tan presumida y tan
vana, que cree y ha hecho creer a su marido que no hay hombre que no se enamore de ella y que no la
persiga. Si he de decir la verdad, Doña Juana no es fea, pero tampoco es muy bonita; y ni por alta, ni por
baja, ni por muy delgada ni por gruesa llama la atención de nadie. Llama, sí, la atención por sus miradas, por
sus movimientos y porque, acaso sin darse cuenta de ello, se empeña en llamarla y en provocar a la gente. Se
pone carmín en las mejillas, se echa en la frente y en el cuello polvos de arroz, y se pinta de negro los
párpados para que resplandezcan más sus negros ojos. Los esgrime de continuo, como si desde ellos
estuviesen los amores lanzando enherboladas flechas. En suma; Doña Juana, contra la cual nada tienen que
decir las malas lenguas, va sin querer alborotando y sacando de quicio a los mortales del sexo fuerte, ya de
paseo, ya en las tertulias, ya en la misma iglesia. Así hace fáciles y abundantes conquistas. No pocos
hombres, sobre todo si son forasteros y no la conocen, se figuran lo que quieren, se las prometen felices, y se
atreven a requebrarla y hasta a hacerle poco morales proposiciones. Ella entonces los despide con cajas
destempladas. En seguida va lamentándose jactanciosamente con todas sus amigas de lo mucho que
cunde la inmoralidad y de que ella es tan desventurada y tiene tales atractivos, que no hay hombre que no la
requiebre, la pretenda, la acose y ponga asechanzas a su honestidad, sin dejarla tranquila con su D. Gregorio.
La locura de Doña Juana ha llegado al extremo de suponer que hasta los que nada le dicen están
enamorados de ella. En este número me cuento, por mi desgracia. El verano pasado vi y conocí a Doña Juana
en los baños de Carratraca. Y como ahora estoy aquí, ella ha armado en su mente el caramillo de que he
venido persiguiéndola. No hallo modo de quitarle esta ilusión, que me fastidia no poco, y no puedo ni quiero
abandonar este lugar y volver a Málaga, porque hay un asunto para mí de grande interés, que aquí me
retiene. Ya hablaré de él a usted otro día. Adiós por hoy.
Del mismo al mismo
10 de Abril.
Mi querido y respetado maestro: Es verdad: estoy locamente enamorado; pero ni por pienso de Doña
Juana. Mi novia se llama Isabelita. Es un primor por su hermosura, discreción, candor y buena crianza.
Imposible parece que un tío tan ordinario y tan gordinflón como D. Gregorio, haya tenido una hija tan
esbelta, tan distinguida y tan guapa. La tuvo D. Gregorio de su primera mujer. Y hoy su madrastra Doña
Juana la cela, la muele, la domina y se empeña en que ha de casarla con su hermano D. Ambrosio, que es un
grandísimo perdido y a quien le conviene este casamiento, porque Isabelita está heredada de su madre, y,
para lo que suele haber en pueblos como este, es muy buen partido. Doña Juana aplica a D. Ambrosio, que al
fin es su sangre, el criterio que con ella misma emplea, y da por seguro que Isabelita quiere ya de amor a D.
Ambrosio y está rabiando por casarse con él. Así se lo ha dicho a D. Gregorio, e Isabelita, llena de miedo, no
se atreve a contradecirla, ni menos a declarar que gusta de mí, que yo soy su novio y que he venido a este
lugar por ella.
Doña Juana anda siempre hecha un lince vigilando a Isabelita, a quien nunca he podido hablar y a quien
no me he atrevido a escribir, porque no recibiría mis cartas.
Desde Carratraca presumí, no obstante, que la muchacha me quería, porque involuntaria y
candorosamente me devolvía con gratitud y con amor las tiernas y furtivas miradas que yo solía dirigirle.
Fiado sólo en esto vine a este lugar con el pretexto que ya usted sabe.
Haciendo estaría yo el papel de bobo, si no me hubiese deparado la suerte un auxiliar poderosísimo. Es
éste la chacha Ramoncica, vieja y lejana parienta de D. Gregorio, que vive en su casa, como ama de llaves,
que ha criado a Isabelita y la adora, y que no puede sufrir a Doña Juana, así porque maltrata y tiraniza a su
niña, como porque a ella le ha quitado el mangoneo que antes tenía. Por la chacha Ramoncica, que se ha
puesto en relación conmigo, sé que Isabelita me quiere; pero que es tan tímida y tan bien mandada, que no
será mi novia formal, ni me escribirá, ni consentirá en verme, ni se allanará a hablar conmigo por una reja,
dado que pudiera hacerlo, mientras no den su consentimiento su padre y la que tiene hoy en lugar de madre.
Yo he insistido con la chacha Ramoncica para ver si lograba que Isabelita hablase conmigo por una reja;
pero la chacha me ha explicado que esto es imposible. Isabelita duerme en un cuarto interior, para salir del
cual tendría que pasar forzosamente por la alcoba en que duerme su madrastra, y apoderarse además de la
llave, que su madrastra guarda después de haber cerrado la puerta de la alcoba.
En esta situación me hallo, mas no desisto ni pierdo la esperanza. La chacha Ramoncica es muy ladina y
tiene grandísimo empeño en fastidiar a Doña Juana. En la chacha Ramoncica confío.
Del mismo al mismo
15 de Abril.
Mi querido y respetado maestro: La chacha Ramoncica es el mismo demonio, aunque para mí, benéfico y
socorrido. No sé cómo se las ha compuesto. Lo cierto es que me ha proporcionado para mañana, a las diez de
la noche, una cita con mi novia. La chacha me abrirá la puerta y me entrará en la casa. Ignoro a dónde se
llevará a Doña Juana para que no nos sorprenda. La chacha dice que yo debo descuidar, que todo lo tiene
perfectamente arreglado y que no habrá el menor percance. En su habilidad y discreción pongo mi confianza.
Espero que la chacha no habrá imaginado nada que esté mal; pero en todo caso, el fin justifica los medios, y
el fin que yo me propongo no puede ser mejor. Allá veremos lo que sucede.
Del mismo al mismo
17 de Abril.
Mi querido y respetado maestro: Acudí a la cita. La pícara de la chacha cumplió lo prometido. Abrió la
puerta de la calle con mucho tiento y entré en la casa. Llevándome de la mano me hizo subir a obscuras las
escaleras y atravesar un largo corredor y dos salas. Luego penetró conmigo en una grande estancia que
estaba iluminada por un velón de dos mecheros, y desde la cual se descubría la espaciosa alcoba contigua. La
chacha se había valido de una estratagema infernal. Si antes me hubiera confiado su proyecto, jamás hubiera
yo consentido en realizarle. Vamos... si no es posible que adivine usted lo que allí pasó. D. Gregorio se había
quedado aquella noche a dormir en la casería, y la perversa chacha Ramoncica, engañándome, acababa de
introducirme en el cuarto de Doña Juana. ¡Qué asombro el mío cuando me encontré de manos a boca con
esta señora! Dejo de referir aquí, para no pecar de prolijo, los lamentos y quejas de esta dama, las muestras
de dolor y de enojo, combinadas con las de piedad, al creerme víctima de un amor desesperado por ella, y los
demás extremos que hizo, y a los cuales todo atortolado no sabía yo qué responder ni cómo justificarme.
Pero no fue esto lo peor, ni se limitó a tan poco la maldad de la chacha Ramoncica. A don Gregorio, varón
pacífico, pero celoso de su honra, le escribió un anónimo revelándole que su mujer tenía a las diez una cita
conmigo. D. Gregorio, aunque lo creyó una calumnia, por lo mucho que confiaba en la virtud de su esposa,
acudió con don Ambrosio para cerciorarse de todo.
Bajó del caballo, entró en la casa y subió las escaleras sin hacer ruido, seguido de su cuñado. Por
dicha o por providencia de la chacha, que todo lo había arreglado muy bien, D. Gregorio tropezó en la
obscuridad con un banquillo que habían atravesado por medio y dio un costalazo, haciendo bastante estrépito
y lanzando algunos reniegos.
Pronto se levantó sin haberse hecho daño y se dirigió precipitadamente al cuarto de su mujer. Allí oímos
el estrépito y los reniegos, y los tres, más o menos criminales, nos llenamos de consternación. ¡Cielos santos!
-exclamó Doña Juana con voz ahogada: -Huya usted, sálveme: mi marido llega. No había medio de salir de
allí sin encontrarse con D. Gregorio, sin esconderse en la alcoba o sin refugiarse en el cuarto de Isabelita,
que estaba contiguo. La chacha Ramoncica, en aquel apuro, me agarró de un brazo, tiró de mí, y me llevó al
cuarto de Isabelita, con agradable sorpresa por parte mía. Halló D. Gregorio tan turbada a su mujer, que se
acrecentaron sus recelos y quiso registrarlo todo, seguido siempre de su cuñado. Así llegaron ambos al
cuarto de Isabelita. Ésta, la chacha Ramoncica como tercera, y yo como novio, nos pusimos humildemente
de rodillas, confesamos nuestras faltas y declaramos que queríamos remediarlo todo por medio del santo
sacramento del matrimonio. Después de las convenientes explicaciones y de saber D. Gregorio cuál es mi
familia y los bienes de fortuna que poseo, D. Gregorio, no sólo ha consentido, sino que ha dispuesto que
nos casemos cuanto antes. Doña Juana, a regañadientes, ha tenido que consentir también, a lo que ella
entiende para salvar su honor. Y hasta me ha quedado muy agradecida, porque me sacrifico para salvarla. Y
más agradecida ha quedado a Isabelita, que por el mismo motivo se sacrifica también, a pesar de lo
enamorada que está de D. Ambrosio.
No he de negar yo, mi querido maestro, que la tramoya de que se ha valido la chacha Ramoncica tiene
mucho de censurable; pero tiene una ventaja grandísima. Estando yo tan enamorado de Doña Juana y
estando Isabelita tan enamorada de don Ambrosio, los cuatro correríamos grave peligro, si mi futura y yo
nos quedásemos por aquí. Así tenemos razón sobrada para largarnos de este lugar, no bien nos eche la
bendición el cura, y huir de dos tan apestosos personajes como son la madrastra de Isabelita y su hermano.
De doña Juana a doña Micaela, hermana del padre Gutiérrez
4 de Mayo.
Mi bondadosa amiga: Para desahogo de mi corazón, he de contar a usted cuanto ha ocurrido.
Siempre he sido modesta. Disto mucho de creerme linda y seductora. Y, sin embargo, yo no sé en qué
consiste; sin duda, sin quererlo yo y hasta sin sentirlo se escapa de mis ojos un fuego infernal que vuelve
locos furiosos a los hombres. Ya dije a usted la vehemente y criminal pasión que en Carratraca inspiré a D.
Pepito, y lo mucho que éste me ha solicitado, atormentado y perseguido viniéndose a mi pueblo. Crea usted
que yo no he dado a ese joven audaz motivo bastante para el paso, o mejor diré, para el precipicio a que se
arrojó hace algunas noches. De rondón, y sin decir oste ni moste, se entró en mi casa y en mi cuarto para
asaltar mi honestidad, cuando estaba mi marido ausente. ¡En qué peligro me he encontrado! ¡Qué
compromiso el mío y el suyo! D. Gregorio llegó cuando menos lo preveíamos. Y gracias a que tropezó en un
banquillo, dio un batacazo y soltó algunas de las feas palabrotas que él suele soltar. Si no es por esto, nos
sorprende. La presencia de espíritu de la chacha Ramoncica nos salvó de un escándalo y tal vez de un drama
sangriento. ¿Qué hubiera sido de mi pobre D. Gregorio, tan grueso como está y saliendo al campo en
desafío? Sólo de pensarlo se me erizan los cabellos. La chacha, por fortuna, se llevó a D. Pepito al cuarto de
Isabel. Así nos salvó. Yo le he quedado muy agradecida. Pero aun es mayor mi gratitud hacia el apasionado
D. Pepito, que, por no comprometerme, ha fingido que era novio de Isabel, y hacia mi propia hija
política, que ha renunciado a su amor por D. Ambrosio y ha dicho que era novia del joven malagueño.
Ambos han consumado un doble sacrificio para que yo no pierda mi tranquilidad ni mi crédito. Ayer se
casaron y se fueron en seguida para esa ciudad. Ojalá olviden, ahí, lejos de nosotros, la pasión que mi
hermano y yo les hemos inspirado. Quiera el cielo que, ya que no se tengan un amor muy fervoroso, lo cual
no es posible cuando se ha amado con fogosidad a otras personas, se cobren mutuamente aquel manso y tibio
afecto, que es el que más dura y el que mejor conviene a las personas casadas. A mí, entretanto, todavía no
me ha pasado el susto. Y estoy tan escarmentada y recelo tanto mal de este involuntario fuego abrasador que
brota a veces de mis ojos, que me propongo no mirar a nadie e ir siempre con la vista clavada en el suelo.
Consérvese usted bien, mi bondadosa amiga, y pídale a Dios en sus oraciones que me devuelva el sosiego
que tan espantoso lance me había robado.
Madrid 1897.
No hay comentarios:
Publicar un comentario