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AUTOR DE TIEMPOS PASADOS

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martes, 24 de agosto de 2010

Robert L. Stevenson -- LA ISLA DEL TESORO



LA ISLA DEL TESORO
2ª parte

--
PARTE CUARTA
LA EMPALIZADA
Narración continuada por el doctor:
Capítulo 16
Cómo abandonamos el barco
Sería la una y media -los tres toques del mar - cuando dos chinchorros fueron arriados desde la Hispaniola
y algunos marineros se dirigieron a tierra. El capitán, el squire y yo volvimos al camarote y continuamos
deliberando sobre los acontecimientos. Si el viento hubiera estado a nutro favor, no habríamos dudado en
deshacernos de los seis amotinados que permanecían a bordo y zarpar. Pero no corría ni la menor brisa y,
para completar nuestras cuitas, Hunter nos comunicó que Jim Hawkins había saltado a uno de los botes y
estaba en la isla con los demás.
Ni por un instante se nos ocurrió dudar de la lealtad de Jim Hawkins, pero sentimos una profunda preocup
ación por su seguridad. Conociendo la determinación de los marineros, creímos tener pocas esperanzas
de ver de nuevo al muchacho. Preocupados, subimos a cubierta: la brea hervía en las ensambladuras de los
tablones; el olor insano de aquel fondeadero me revolvió el estómago -se respiraba la fiebre, la disentería-;
vimos a lo s seis bribones que andaban de conciliábulo sentados a la sombra de una vela en el castillo de
proa. Allá en tierra se divisaban los dos botes amarrados y un marirnero en cada uno, en la desembocadura
del riachuelo. Uno de los forajidos silbaba la vieja canción «Lilibulero».
La espera destrozaba nuestros nervios, por lo que decidimos que Hunter y yo nos acercáramos a tierra en
otro chinchorro en busca de noticias. Los botes se habían dirigido hacia la derecha, pero nosotros remamos
en línea recta, hacia la empalizada que el mapa señalaba. Cuando nos vieron aparecer los dos que estaban
de guardia en los botes, se sobresaltaron; dejé de oír la canción, y me di cuenta de que discutían qué hacer
con nosotros. De haber ido alguno de ellos a avisar a Silver, seguramente hubiésemos podido tomarles delantera,
pero probablemente habían recibido órdenes de permanecer en su puesto; de nuevo escuché la vieja
canción.
La costa presentaba un pequeño saliente rocoso y yo maniobré de forma que sirviera para ocultarnos de
ellos, por lo que incluso antes de desembarcar ya los habíamos perdido de vista. Salté a tierra y empecé a
caminar rápidamente, aunque con prudencia; hacía tanto calor, que me protegí la cabeza con un pañuelo de
seda; también portaba dos pistolas cargadas para mi defensa. No había caminado ni cien yardas, cuando me
encontré con la empalizada.
Estaba levantada en la cima de una gran duna aprovechando que allí manaba un pequeño manantial, al
que se había dejado dentro del recinto junto a una especie de fuerte construido con troncos, y capaz de albergar,
en caso de necesidad, lo menos cuarenta hombres; se veían aspilleras practicadas en los cuatro lados,
lo que garantizaba una defensa de mosquetería. Alrededor se había rozado un espacio considerable y la
obra se cerraba con una empalizada de seis pies de altura, lo suficientemente sólida como para resistir cualquier
ataque y, por otra parte, hábilmente levantada con separaciones que impedían el ocultamiento de los
asaltantes. Sin duda los que disparasen desde el fuerte tendrían a su merced a los que atacaran; casi como
cazadores que disparasen contra perdices. Ni un regimiento hubiera podido tomar aquel fortín, si los defensores
estaban alerta y con suficientes provisiones. Consideré sobre todo la importancia de contar con un
manantial en el mismo fortín, porque, si bien en la Hispaniola gozábamos de buen alojamiento, abundancia
de armas y municiones, y víveres suficientes, amén de nuestros buenos vinos, algo había sido descuidado:
no teníamos agua. Meditaba sobre ello cuando hasta mí llegó, como si resonara sobre toda la isla, un esp eluznante
grito de agonía. La muerte violenta no era algo a lo que yo no estuviera acostumbrado -pues serví
con Su Alteza el Duque de Cumberland, y mi cuerpo muestra una cicatriz consecuencia de Fontenoy-, pero
debo confesar que mi corazón se detuvo y de pronto empezó a latir sin medida. Pensé quejim Hawkins
había muerto. Haber sido un viejo soldado me sirvió en ese instante, pero aún más mi dedicación a la medi-
Comment: La «Union Jack», enseña
nacional del Reino Unido formada por las
cruces de San Jorge, San Andrés y San
Patricio.
Comment: Bote de remos muy pequeño.
Comment: Abertura larga v estrecha
que se practica para poder disparar por
ella.
Comment: Mosquete: antigua arma de
fuego de mayor calibre que el fusil.
Comment: Batalla que se dio en la
ciudad de ese nombre (en Bélgica). el 11
de mavo de 1745 , entre los ejércitos
francés (Saxe) v aliado (Cumberland).
cina, pues exige reacciones inmediatas; y esta educación me hizo decidir al instante, y sin pérdida de tiempo
corrí hacia la playa y salté a bordo del chinchorro.
Afortunadamente, Hunter era un buen remero y parecía que volábamos sobre las aguas; pronto amarramos
al costado de la goleta, y subí a bordo.
Todos estaban allí sobresaltados, lógicamente. El squire, pálido como un papel, aguardaba sentado, imagino
que considerándose culpable de habernos arrastrado a aquella situación. En el alcázar uno de los marineros
no demost raba mejor humor.
-Fijaos en ese marinero -me dijo el capitán Smollett senalándolo con disimulo -. Es novato. Cuando escuchó
ese grito terrible, estuvo a punto de desmayarse. Creo que bastaría orientar su miedo para que se pasara
a nuestras filas.
Comuniqué al capitán mi criterio de fortificarnos en la empalizada, y entre los dos convinimos los det alles
para llevarlo a cabo. Apostamos entonces al viejo Redruth en el pasillo entre el camarote y el castillo
de proa, con tres o cuatro mosquetes cargados y una colchoneta como protección. Hunter situó el chinchorro
en la portañuela de popa, y Joyce y yo lo pertrechamos con sacos de pólvora, mosquetes, cajas de galleta,
barricas de salazón de cerdo, un tonel de brandy y mi inapreciable botiquín.
Entre tanto, el squire y el capitán permanecían en cubierta; este último llamó al timonel, que obviamente
era el jefe de los amotinados a bordo.
-Señor Hands -le dijo, apuntándolo con sus pistolas-, el señor Trelawney y yo estamos decididos a disp arar
sobre usted. Al menor movimiento por parte de cualquiera de los suyos, es usted hombre muerto.
Los forajidos se quedaron desconcertados, y después de una breve consulta empezaron a bajar uno a uno
por la escalera de rancho, seguramente pensando en sorprendernos de alguna manera por la espalda. Pero
allí se encontraron con Redruth en el pasadizo, y no tuvieron otra salida que dar la vuelta y regresar a cubierta,
donde comenzaron a asomar cautelosamente sus cabezas.
-¡Abajo, perros! -gritó el capitán.
Volvieron a ocultarse, y por el momento ninguno de aquellos marineros, tan poco animosos, continuó inquietándonos.
El chinchorro estaba ya dispuesto, tan cargado como nuestra temeridad permitía, y Joyce y yo subimos a
él, desde la portañuela de popa, y remamos hacia la costa tan de prisa como nos permitieron las circunstancias.
Este segundo viaje despertó ya claramente las sospechas de los dos bandidos que vigilaban en la playa.
Una vez más dejé de oír sus silbidos, y, antes de perdernos de su vista tras el saliente, pude asegurarme de
que uno de ellos saltaba del bote y desaparecía en la maleza. Me dieron ganas de cambiar mi plan y aprovechar
para destruir los botes, pero temí que Silver y los otros estuvieran muy cerca, y no podía arriesgar todo
por tan poco.
Pronto atracamos en el mismo lugar que la primera vez, y nos dedicamos a aprovisionar el fortín. Trasladamos
los pertrechos que pudimos hasta la empalizada, y dejando allí a Joyce de vigilancia -que, aunque
fuera sólo un hombre, disponía de media docena de mosquetes-, Hunter y yo volvimos al chinchorro a por
más provisiones. No terminó nuestra faena hasta que todo estuvo almacenado, y entonces los dos criados
del squire ocuparon posiciones en el fortín y yo regresé, remando con todas mis fuerzas, a la Hispaniola.
Trasladar un segundo cargamento puede parecer más osadía de la que en verdad representaba, porque, si
los piratas tenían sin duda la ventaja de su número, nuestras eran las armas. Ninguno de los que permanecían
en tierra tenía mosquete y, antes de que pudieran acercársenos a tiro de pistola, ya habríamos dado buena
cuenta de media docena, al menos.
El squire me aguardaba en la portañuela, sin demostrar su pasada debilidad. Fijó la amarra y me ayudó a
cargar nuevamente el botecillo con la presteza de quien se juega en ello la vida. Más carne de cerdo, más
pólvora y galleta, y un mosquete y un machete para cada uno de nosotros, el squire, el capitán, Redruth y
yo. El resto de las armas y de la pólvora lo arrojamos al mar, y, dado el poco calado y la claridad de las
aguas, podíamos ver en el fondo el brillo del acero sobre la arena.
Empezaba ya a bajar la marea y el barco a derivar suavemente en torno al ancla. Escuchamos voces lejanas
en dirección de los dos botes, y aunque ello nos tranquilizó pensando en joyce y en Hun ter, que estaban
más hacia el este, también nos advertía que no podíamos perder un minuto en zarpar.
Redruth fue retrocediendo desde su parapeto y se descolgó hasta el chinchorro; dimos entonces una vuelta
para recoger al capitán en la escalerilla de babor.
Antes departir, el capitán Smollett se dirigió a los amotinados, que aún permanecían escondidos en el
castillo de proa:
-¡Eh, vosotros! ¿Me oís?
Pero no escuchamos respuesta alguna.
-¡Gray! -llamó el señor Smollett, en un último intento-. Voy a abandonar el barco, y te ordeno que sigas a
tu capitán. Sé que en el fondo eres un buen hombre, y hasta diría que ninguno de vosotros está definitiv amente
perdido. Tengo el reloj en la mano; te doy treinta segundos para que me obedezcas.
Hubo un silencio.
-¡Ven conmigo, muchacho! -insistió el capitán-, rompe amarras. No puedo esperar más, cada segundo
que pasa arriesgo mi vida y la de estos caballeros.
Entonces escuchamos un repentino estrépito, como de lucha, y vimos a Abraham Gray surgir como un
rayo, con una cuchillada en el rostro, y correr hacia el capitán, junto al que se situó como un perro que acude
al silbido de su amo.
-Estoy con usted, señor -dijo.
Inmediatamente el capitán y él embarcaron con nosotros y empezamos a remar.
Habíamos conseguido salir salvos del barco, pero aún teníamos que alcanzar la empalizada.
Narración continuada por el doctor:
Capítulo 17
El último viaje del chinchorro
El tercer viaje del chinchorro fue totalmente distinto de los anteriores. En primer lugar, la frágil embarcación
había sido cargada con exceso. Con cinco hombres - de los cuales, tres, Trelawney, Redruth y el capitán,
eran hombres corpulentos- ya hubiera sufrido quizá demasiado peso. Y si a ello añadimos la pólvora,
las barricas de salazón y los sacos de galleta, es fácil imaginarse que por la popa el mar estaba a ras dula
borda, lo que ocasionó que más de una vez embarcásemos agua y que mi calzón y los faldones de mi casaca
estuvieran empapados antes de avanzar ni cien yardas.
El capitán nos distribuyó en diversas formas para equilibrar el bote, y algo logramos, pero teníamos miedo
hasta de respirar. Como además la marea ya bajaba con fuerza, formando una corriente que arrastraba
hacia el oeste a través de la ensenada y luego hacia el sur, hacia alta mar, iba alejándonos del canal que
habíamos utilizado por la mañana. Hasta las más pequeñas olas representaban un peligro para nosotros en
aquellas condiciones; pero lo peor era luchar contra la corriente, porque no había manera de conservar el
rumbo hacia nuestro punto de atraque protegido por el saliente rocoso. Estábamos derivando peligrosamente
hacia el lugar donde precisamente habían amarrado sus botes los piratas, y éstos podían aparecer en
cualquier momento.
-No puedo mantener el rumbo, es imposible -le dije al capitán, pues era yo quien gobernaba, mientras
Smollett y Redruth, más descansados, se afanaban en los remos-. La marea es fuerte y nos desvía -le expliqué-.
Hay que remar con más fuerza.
-No podemos, sin correr el riesgo de inundar el chinchorro -contestó el capit án-. ¡Mantened el rumbo,
contra corriente, mantenedlo cuanto sea posible!
Lo intenté, pero mi experiencia me aseguraba que la marea nos arrastraría violentamente, y no pudimos
evitar que el botecillo derrotara hacia el este, es decir, casi en ángulo recto con el rumbo que debíamos seguir.
-Así nunca conseguiremos llegar -dije.
-No podemos seguir otro rumbo -contestó el capitán-. Hay que luchar contra la corriente. Fijaos -
continuó-, si derivamos a sotavento de nuestro punto de destino, es difícil saber dónde atracaremos, y,
además, varnos a quedar expuestos a que los amotinados nos aborden, mientras que con este rumbo llegará
un punto en que la marea amaine, y entonces podremos regresar costeando.
-La corriente empieza a ceder, señor -dijo el marinero Gray, que iba encaramado a la proa-. Ya no es preciso
retener tanto el timón.
-Bien, muchacho -le dije, y le hablé como si nada hubiera ocurrido, como si desde el principio hubiera
sido leal, que era lo que habíamos decidido el capitán y yo.
De pronto, el señor Smollett pareció recordar algo importantísimo, y exclamó con voz alterada:
-¡El cañón!
-Ya había pensado en ello -contesté yo, relacionándolo con un posible bombardeo del fortín-. Pero nunca
podrán llevar el cañón a tierra, y si lo hacen, no es fácil arrastrarlo a través de la maleza.
-Mirad a popa -me indicó el capitán.
Nos habíamos olvidado por completo de la pieza larga del nueve; y vi con espanto cómo los cinco facin erosos
que quedaban a bordo se afanaban en torno a ella, quitándole la «chaqueta», como llamaban a la lona
embreada que la protegía. Y recordé entonces que también habíamos olvidado en la goleta las granadas del
cañón y los detonantes, y que bastaría con que dieran con los pertrechos para que los amotinados se hici eran
dueños de todo.
-Israel era el artillero de Flint -dijo Gray con voz ronca. Arriesgándolo entonces todo, enfilamos decididos
hacia el desembarcadero. La corriente había amainado lo suficiente como para que pudiéramos gobernar
el chinchorro sin demasiados problemas, pero, en la deriva a que nos había arrastrado, navegábamos
ahora, además de con cierta lentitud, con un rumbo que nos presentaba de costado la Hispaniola, en lugar
de popa, con lo que ofrecíamos mejor blanco que la puerta de un corral.
Desde nuestra posición podía ver y oír a aquel bribón aguardentoso de Israel Hands, que hacía rodar una
gruesa granada por cubierta.
-¿Quién es aquí el mejor tirador? -preguntó el capitán.
-El señor Trelawney, sin duda -dije yo.
-Señor Trelawney -dijo entonces el capitán-, ¿tendríais la amabilidad de quitar de en medio a uno de esos
perros levantiscos..., a Hands, si os fuera posible?
Trelawney, impávido, frío como el acero, cebó su mosquete.
-Tened cuidado -dijo el capitán- al disparar, no vayamos a zozobrar. Atención todos para asegurar el
chinchorro cuando el señor Trelawney apunte.
El squire levantó su arma, cesamos de remar y nos situamos en posición de hacer de contrapeso; he de
decir que ni una gota de agua penetró en nuestro bote.
Los amotinados, entre tanto, habían girado la cureña y ahora trataban de apuntar hacia nosotros; Hands,
que estaba junto a la boca del cañón con el atacador, era sin duda el mejor expuesto. Pero nos falló la suerte,
porque, en el mismo instante de disparar el squire, Hands se agachó y la bala, que rozó su cabeza, alcanzó
a otro de sus compinches.
Al caer éste, dio un grito que no sólo puso en movimiento a sus compañeros a bordo, sino que alertó a los
que estaban en tierra, y mirando hacia la playa pude ver a los piratas salir en tropel por entre los árboles
para ocupar sin pérdida de tiempo sus puestos en los botes.
-Mirad esos botes, señor -le dije al capitán.
-¡Avante! -ordenó él entonces-, olvidad toda precaución. Si nos vamos a pique, tanto peor.
-Sólo veo acercarse uno de los botes -le indiqué-; los otros marineros seguramente estarán tomando posiciones
en tierra.
-Buena carrera habrán de darse -repuso el capitán-, y ya sabéis lo que es un Jack en tierra. No me preocupan
demasiado. Me alarma más ese cañón. Cómo hemos podido olvidar deshacernos de las granadas.
La doncella de mi esposa sería capaz de acertar en el tiro. Señor Trelawney, estad atento y, si veis que encienden
la mecha, advertidnos para que aguantemos sobre los remos.
Con todos estos acontecimientos habíamos avanzado un trecho muy considerable, a pesar de ir sobrecargados.
No nos faltaba mucho para arribar, con treinta o cuarenta bogadas más atracaríamos; el reflujo había
descubierto ya una estrecha restinga bajo los árboles, que se amontonaban en la orilla. Y tampoco sentíamos
excesivo temor por el bote que nos perseguía, porque el promontorio nos ocultaba a sus ojos. La corriente
que tanto nos había perjudicado, nos compensaba ahora retrasando a nuestros enemigos. Pero el
cañón era un peligro del que aún no nos habíamos librado.
-Me entran tentaciones, aunque signifique perder un poco de tiempo, de detenernos y quitar de en medio
a otro de esos bandidos -dijo el capitán.
Porque era evidente que éstos no estaban dispuestos a retrasar otra andanada. Ni siquiera habían atendido
a su compañero herido, al que veíamos tratando de alejarse a rastras.
-¡Preparados! -gritó el squire.
-¡Aguantad! -ordenó el capitán, presto como un eco.
Y él y Redruth aguantaron los remos con tal esfuerzo, que la popa del chinchorro se hundió bajo las
aguas. En ese instante retumbó el cañonazo. Fue -como más tarde supe- el que Jim escuchó, ya que el di sparo
del squire no llegó a sus oídos. La bala pasó sobre nuestras cabezas, supongo, aunque ninguno puede
decirlo, pero el aire que desplazó seguramente contribuyó para que zozobrásemos.
El chinchorro empezó a hundirse por la popa. La profundidad era sólo de tres pies, y, aunque algunos cayeron
de cabeza al mar, pronto se levantaron, empapados; el capitán y yo permanecimos de pie, enfrente
uno del otro.
Comment: Jack: nombre familiar de
los marineros en Inglaterra.
Comment: Franja estrecha de arena.
No sufrimos grandes daños. Nos habíamos salvado y pudimos vadear hasta la costa sin ningún peligro.
Pero todos nuestros pertrechos quedaron inutilizados en el agua, y hasta de los cinco mosquetes sólo dos
estaban aún en condiciones de ser utilizados. Agarré el mío antes de caer al mar y lo alcé sobre mi cabeza
como por una especie de instinto. El capitán llevaba el suyo colgado al hombro y prudentemente con el
cañón hacia arriba. Pero los demás quedaron en el fondo.
Para aumentar nuestra confusión, escuchamos voces que se acercaban por el bosquecillo que bordeaba la
ribera; lo que aumentó nuestros temores, no ya tan sólo porque nos cortasen el camino hacia la empalizada,
y en la indefensión en que nos hallábamos, sino considerando que Hunter yJoyce, de ser atacados por media
docena siquiera, no tuvieran el buen sentido y la decisión suficiente para resistir. Que Hunter era hombre
firme, nos constaba; pero joyce era dudoso, pues, si bien se trataba de alguien de buena disposición
como criado, la capacitación de hombre de armas no era la misma que para cepillar la ropa.
Con todas estas cavilaciones por fin logramos alcanzar la costa. Pero atrás quedaba nuestro pobre chinchorro
y con él la mitad de nuestras municiones y avituallamiento.
Narración continuada por el doctor:
Capítulo 18
Cómo terminó nuestro primer día de lucha
A toda velocidad nos lanzamos a través del bosque tras el cual estaba la empalizada, y a cada paso nos
parecía escuchar más cerca aún las voces de los bucaneros. Pronto oímos el crujir de las ramas bajo sus
pisadas, lo que indicaba cuán cerca estaban ya de nosotros.
Consideré que nos veríamos obligados a hacerles frente antes de poder llegar al fortín, y cebé mi mo squete.
-Capitán -dije-, Trelawney es el mejor tirador. Déjele su arma, porque la suya no puede utilizarse.
Cambiaron las armas, y Trelawney, silencioso y sereno como lo había estado desde el comienzo de los
incidentes, se detuvo para comprobar que el mosquete se hallaba dispuesto. Me di cuenta también de que
Gray se encontraba desarmado, y le di mi machete. A todos se nos alegró el corazón al verlo escupir sobre
su palma, fruncir el gesto y dar unas cuchilladas al aire. Su aire fiero nos confortó, pues indicaba que nuestro
nuevo aliado no era un refuerzo despreciable.
Anduvimos unos cuarenta pasos y salimos del bosque, y allí pudimos contemplar la empalizada delante
de nuestros ojos. Nos acercamos al fortín por el lado sur, y casi al mismo instante siete de aquellos forajidos,
con job Anderson, el contramaestre, a su cabeza, se abalanzaron contra nosotros desde el suroeste con
gran algazara.
Se detuvieron al vernos armados, y, aprovechando ese momento de indecisión, el squire y yo disparamos
sobre ellos, y a nuestro fuego se unió, desde el fortín, la descarga de Hunter y de Joyce. Los cuatro disparos
fueron graneados, pero lograron su efecto: uno de los bandidos cayó allí mismo y los demás, sin detenerse a
pensarlo, dieron vuelta y se internaron bajo la protección de los árboles. Cargamos de nuevo las armas y
salimos al campo para comprobar la muerte de aquel bribón; no cabía duda: un disparo le había atravesado
el corazón. Pero poco duró nuestro regocijo, porque, mientras permanecíamos en aquel descubierto, de
pronto sonó un tiro de pistola, sentí pasar la bala junto a mi oído, y el pobre Tom Redruth cayó cuan largo
era dando un extraño salto. El squire y yo devolvimos el disparo, pero, como no pudimos apuntar a bulto
alguno, no hicimos más que desperdiciar la pólvora. Cargamos otra vez y atendimos al pobre Tom.
El capitán y Gray estaban examinándolo, y bastó una mirada para darnos cuenta de que no tenía remedio.
Me figuro que la presteza con que respondimos al disparo dispersó a los amotinados, porque durante un
rato no volvieron a molestarnos, lo que aprovechamos para llevar al malogrado Redruth, que no cesaba de
sangrar y dar ayes, tras la empalizada y recostarlo en el interior del fortín de troncos.
Pobre viejo, ni una palabra, ni una queja había salido de sus labios desde que empezaron nuestras desventuras,
ni una expresión de temor, ni tampoco de asentimiento. Ahora esperaba su muerte tendido en aquel
fortín. Había resistido como un troyano en su puesto tras el colchón en la goleta; había cumplido todas las
órdenes en silencio, casi tercamente, y bien. Era el mayor de todos nosotros, lo menos veinte años. Y precisamente
fue a aquel hombre, sombrío, viejo y abnegado criado, a quien le tocó morir.
El squire cayó de rodillas junto a él y le besó la mano llorando como un niño.
-¿Me estoy muriendo, doctor? -me preguntó. -Tom, amigo -le dije-, te vas a donde iremos todos.
-Me hubiera gustado llevarme a uno al menos por delante -murmuró.
-Tom -dijo el squire-, di que me perdonas.
-Eso no sería respetuoso de mi parte, señor -contestó-. Pero si así lo deseáis, que así sea, ;amén!
Hubo un corto silencio, y después nos pidió que alguien leyera una oración.
-Es la costumbre, señor -dijo, como disculpándose. Y sin añadir palabra expiró.
Mientras tanto el capitán Smollett, al que me había parecido ver singularmente abultado, empezó a sacar
de su pecho y bolsillos una gran variedad de objetos: la ban dera con los colores de Inglaterra, una Biblia,
un largo trozo de cuerda, pluma, tinta, el cuaderno de bitácora y varias libras de tabaco. Aseguró en una
esquina del fortín un tronco fino que había encontrado, y con ayuda de Hunter subióse al tejado y con sus
propias manos izó y desplegó nuestra bandera.
Esto pareció reconfortarlo enormemente. Volvió a entrar en el fuerte y se puso a inventariar las provisiones,
como si aquello fuera lo único que le importaba. Sin embargo no había dejado de seguir con emoción
la muerte de Tom; y cuando llegó su fin, se acercó con otra bandera y la extendió sobre su cuerpo, haciendo
su gesto de marcial reverencia.
-No os acongojéis, señor -le dijo al squire-. Ha muerto como corresponde a un marino, cumpliendo su
deber para con su capitán y armador; ahora está en buenas manos. Como debe ser. Después de estas pal abras,
el capitán me llevó aparte.
-Doctor Livesey -me dijo-, ¿en cuántas semanas espera el squire el barco de socorro?
Le dije que era cuestión quizá de meses, más que semanas; que Blandly enviaría a buscarnos en caso de
no haber regresado para finales de agosto, pero no antes.
-Eche usted mismo la cuenta -le dije.
-Es el caso -contestó el capitán, rascándose la cabeza- que, aun contando con los inestimables bienes de
la Providencia, estamos en un verdadero apuro.
-¿Qué quiere usted decir? -pregunté.
-Que es una lástima que hayamos perdido aquel segundo cargamento; eso quiero decir -replicó el capitán-.
Podemos resistir con la munición y la pólvora de que disponemos. Pero las raciones van a ser muy
escasas, demasiado escasas, doctor Livesey; tanto, que quizá sea mejor no tener que contar con otra boca.
Y señaló el cuerpo muerto que cubría la bandera.
En aquel momento se produjo una explosión y una bala de cañón silbó sobre el fortín para perderse en la
lejanía del bosque.
-¡Y bien! -exclamó el capitán-. ¡Se lucen! ¡Y no tenéis tanta pólvora como para desperdiciarla, bribones!
Un segundo disparo dio prueba de que la puntería mejoraba y el proyectil cayó dentro de la empalizada,
levantando una nube de arena, pero sin otros daños.
-Capitán -dijo el squire-, el fortín no es visible desde el barco. Debe ser la bandera la que les indica el o bjetivo.
¿No deberíamos arriarla?
-¡Arriar mi bandera! -rugió el capitán-. ¡No, señor; no haré tal cosa! -y bastó que pronunciase esas pal abras
para que todos nos diéramos cuenta de que sentíamos lo mismo que él. Porque aquellos colores no
eran solamente el símbolo de la nobleza y recio espírit u propios de un marino, sino que además proclam aban
a nuestros enemigos nuestro desprecio por su bombardeo.
A lo largo del atardecer siguieron cañoneándonos. Una bala tras otra se enterraron en la arena, porque
debían elevar tanto el ángulo de tiro, que da r en el blanco era casi imposible para ellos, y las andanadas
caían o largas o cortas, y tampoco los rebotes significaban un verdadero peligro para nosotros; sólo una
bala atravesó el techo, pero no causó daños, y no tardamos en habituarnos a aquella especie de juego salvaje
hasta no darle más importancia que a un golpe de cricket.
-Después de todo hay una cosa buena -observó el capitán-; probablemente habrán despejado el bosque, y
pienso que la marea debe haber bajado ya lo suficiente para que nuestros pertrechos hayan quedado en superficie.
Pido voluntarios para ir a recoger la cecina.
Gray y Hunter se ofrecieron los primeros. Bien armados se deslizaron fuera de la empalizada; pero la expedición
no tuvo éxito, porque los sediciosos habían pensado lo mismo, quizá porque confiaban en la puntería
de Israel, y cuatro o cinco de ellos estaban ya ocupados en hacerse con nuestras provisiones cargándolas
en uno de los botes que se hallaba cerca de la orilla, lo que no era tarea fácil, porque la corriente era
fuerte en ese momento. Allí estaba Silver, sentado en popa, dando órdenes; y lo más inquietante: cada uno
de los piratas portaba un mosquete que ignorábamos de qué secreta armería procedían.
El capitán se sentó con el cuaderno de bitácora ante él y empezó a escribir:
«Alexander Smollett, capitán; David Livesey, médico de a bordo; Abraham Gray, calafate;
John Trelawney, armador; John Hunter y Richard Joyce, sirvientes del armador:
únicos supervivientes (de los que permanecieron fieles en la dotación del barco), con
provisiones para diez días a media ración, han desembarcado en este día e izado la bandera
británica en el fortín de la Isla del Tesoro. Thomas Redruth, criado del armador, ha sido
muerto por un disparo de los amotinados; James Hawkins, el grumete...»
Y precisamente, cuando estaba yo meditando sobre la suerte del pobre Jim Hawkins, escuchamos una
voz más allá de la empalizada.
-Alguien nos llama -dijo Hunter, que estaba de guardia. - ¡Doctor! ¡Squire! ¡Capitán! ¿Eh, Hunter, eres
tú? -se oyó gritar.
Corrí entonces hacia la puerta, y allí pude ver, sano y salvo, a Jim Hawkins, que trepaba por la empalizada.
Reanuda la narración Jim Hawkins:
Capítulo 19
La guarnición de la empalizada
Tan pronto como Ben Gunn vio ondear la bandera, se detuvo en seco y me tomó por el brazo.
-Mira -dijo-, son tus amigos, sin duda son ellos.
-Quizá sean los amotinados - le contesté.
-Nunca -exclamó-. Si así fuera, en un lugar como éste, donde solamente puede haber caballeros de fort una,
Silver hubiera izado la Jolly Roger, no te quepa duda. No, ésos son los tuyos. Y deben haber combat ido,
y ademas no creo que hayan llevado la peor parte. Se habrán refugiado en la vieja empalizada de Flint; la
levantó hace ya años y años. ¡Ah, Flint sí que era un hombre con cabeza! Quitando el ron, nunca se vio
quien pudiera estar a su altura. No temía a nadie, no sabía lo que era el miedo... Sólo a Silver; ya puedes
imaginarte cómo es Silver.
-Sí -contesté-, quizá tengas razón; ojalá. Razón de más para darme prisa y unirme a mis amigos.
-No, compañero -replicó Ben-, espera. Tú eres un buen muchacho, no me engaño; pero eres un mozalbete
solamente, después de todo. Escucha: Ben Gunn se larga. Ni por ron me metería ahí dentro contigo, no, ni
siquiera por ron, antes tengo que ver a tu caballero de nacimiento comprometerse con su palabra de honor.
No olvides repetirle mis palabras: «Toda la confianza (debes decirle esto), toda la confianza del mundo»; y
entonces le pellizcas, así.
Y me pellizcó por tercera vez con el mismo aire de complicidad. -Y cuando se necesite a Ben Gunn, tú
ya sabes dónde encontrarlo, Jim. En el mismo sitio donde hoy me has encontrado. Y el que venga a buscarme
que traiga algo blanco en la mano y que venga solo. ¡Ah! Y debes decirles: «Ben Gunn», diles eso,
«tiene sus razones».
-Bueno -1e dije-, creo que te entiendo. Quieres proponer algo y quieres ver al squire o al doctor, y ellos
podrán encontrarte en el lugar que yo te encontré. ¿Es eso todo?
-¿Ycuándo?, tepreguntarás tú -me dijo-. Pues desde mediodía hasta los seis toques.
-Muy bien -le contesté-. ¿Puedo irme ahora?
-¿No se te olvidará? -me preguntó con ansiedad-. «Toda la confianza del mundo» y «él tiene sus razones
», debes decirles eso. Razones propias; ése es el punto crucial: de hombre a hombre. Y bien, ya puedes
irte -dijo, aunque seguía reteniéndome por el brazo-. Pero escucha, Jim, si fueras a encontrarte con Silver. ..
¿no venderías a Ben Gunn? ¿Ni aunque te torturasen en el potro? No, ¿verdad? Y si esos piratas acampan
aquí, Jim, ¿qué dirías tú, si hubiera viudas por la mañana?
Sus palabras fueron interrumpidas por una fuerte detonación, y una bala de cañón quemó las copas de los
árboles y se hundió en la arena a menos de cien yardas de donde estábamos. Un minuto después cada uno
corríamos en distintas direcciones.
Durante más de una hora las detonaciones estremecieron la isla y los cañonazos continuaron arrasando la
espesura. Yo fui de un escondrijo a otro, perseguido siempre, o al menos así me lo parecía, por aquellas
descargas. Al final creo que hasta llegué a recobrar el ánimo, aunque aún no me atrevía a dirigirme a la
empalizada, porque allí los disparos podían alcanzarme más fácilmente. Así que decidí dar un gran rodeo
hacia el este y acercarme a la costa por entre el arbolado.
El sol acababa de ponerse y la brisa del mar agitaba los árboles y rizaba la superficie grisácea del fondeadero;
la marea había bajado y dejaba al descubierto grandes zonas arenosas; el fresco de la noche, después
de un día tan caluroso, penetraba a través de mis ropas.
Comment: Bandera negra con una
calavera y dos tibias cruzadas. enseña de
los barcos corsarios
Comment: Las tres (seis toques marinos).
Comment: Hace un juego de palabras
con el crucial del mástil.
La Hispaniola seguía fondeada en el mismo punto, pero en la pena de la cangreja ondeaba la jolly Roger
-la negra enseña de la piratería-. De pronto vi que se iluminaba con un rojo fogonazo y la detonación fue
contestada por todos los ecos y otra andanada silbó en el aire. Fue la última.
Durante algún tiempo permanecí oculto, observando los movimientos que siguieron al ataque. En la orilla,
no lejos de la empalizada, vi cómo empezaban a romper a hachazos el bote pequeño. A lo lejos, junto a
la desembocadura del riachuelo, una enorme hoguera brillaba entre los árboles, y desde la playa iba y venía
a la goleta uno de los botes con aquellos marineros que yo había visto tan ceñudos a bordo y que ahora remaban
cantando al compás de sus bogadas, como chiquillos, aunque en sus voces se percibía la euforia del
ron.
Por fin creía que era el momento de intentar alcanzar la empalizada. Estaba a bastante distancia de ella,
en la franja arenosa que cierra el fondeadero por el este y que con la bajamar hace camino hacia la Isla del
Esqueleto; al ponerme en pie, me pareció ver, en la parte más lejana de la franja de arena, entre unos matorrales,
una roca solitaria, lo suficientemente grande y de un raro color blancuzco, que me hizo pensar en la
roca blanca de que me hablara Ben Gunn y jun to a la que se encontraba el bote que quizá algún día pudiera
necesitar.
Fui bordeando el bosque hasta penetrar por la retaguardia de la empalizada, esto es, por el lado de la co sta,
y no tardé en ser recibido calurosamente por aquellos leales.
Les relaté mi aventura sin perder tiempo, y comencé a hacerme cargo de mi tarea. El fortín había sido
construido con troncos de pino sin escuadrar, incluso el piso y el techo, y este último se levantaba a un pie
o pie y medio sobre el arenal. Había una especie de porche en la puerta y bajo él brotaba un manantial encauzado
por un extraño pilón, que no era sino un gran caldero de barco, desfondado, y hundido en la arena,
como dijo el capitán, «hasta la amurada».
Se había cuidado de que todo lo preciso estuviera en el recinto del fortín, y fuera tan sólo se veía una especie
de losa, que servía de hogar y una rejilla de herrumbroso hierro para contener el fuego.
Todo el interior de la empalizada en el declive de la duna había sido rozado para levantar el fortín, y como
mudos testigos que daban las rotas cepas que indicaban la vieja y hermosa arboleda. El suelo había sido
erosionado por las aguas o por el aluvión, al perder la protección del bosque, y sólo por donde corría el
arroyuelo se veía ahora una capa de musgo, algunos helechos y yedra. Pero ya en los límites de la empalizada,
el bosque recobraba su densidad -lo que perjudicaba ciertamente nuestra defensa-, pletórico de abetos
en las zonas más interiores, y de encinas, hacia el mar.
La brisa fresca de la noche, que ya antes me hiciera tiritar, penetraba ahora por todos los resquicios de la
ruda construcción, y rociaba el suelo como una lluvia de arena finísima. La sentíamos en nuestros ojos, la
mascábamos, había arena en nuestras caras, en el manantial, hasta en el fondo del pilón, como gachas en
una sartén. La chimenea, un agujero cuadrado en el techo, no tiraba bien, y así el humo llenaba la habitación
provocándonos la tos y enrojeciéndonos los ojos. A todo esto hay que añadir la presencia de Gray, que
yo desconocía, y al que vi con el rostro vendado a causa de una cuchillada que recibió al escapar de los
amotinados, y el pobre Tom Redruth, que aún insepulto yacía junto a una pared, rígido y frío, bajo la enseña
de la Unión Jack.
Si se nos hubiera dejado permanecer quietos y ociosos, el descorazonamiento hubiera terminado por apoderarse
de nosotros, pero el capitán Smollett no era hombre para tolerarlo. Nos hizo formar ante él y nos
distribuyó en guardias. El doctor, Gray y yo constituimos una, y el squire, Hunter y Joyce, la otra. Aunque
estábamos muy fatigados, dos fueron a por leña y otros dos cavaron una fosa para Redruth, el doctor fue
nombrado cocinero y a mí me ordenaron montar vigilancia en la puerta; el capitán no cesaba de ir de unos a
otros infundiendo ánimos o ayudando allí donde era preciso.
De vez en cuando el doctor asomaba a la puerta para respirar un poco de aire puro y limpiar sus ojos enrojecidos
por el humo, y en cada una de esas salidas aprovechaba para conversar conmigo.
-Smollett -me dijo en una de esas ocasiones- vale más que yo. Y cuando yo afirmo esto, Jim, es mucho lo
que digo.
En otra permaneció silencioso largo rato. Después echó hacia atrás su cabeza y me preguntó.
-¿Tú crees que Ben Gunn está cuerdo?
-No lo sé, señor -le respondí-. No estoy seguro de que no esté loco.
-Pues, si existe alguna duda, es que seguramente lo está. Un hombre que ha pasado tres años royéndose
las uñas en una isla desierta, no puede esperarse, Jim, que esté tan cuerdo como tú o como yo. La natural eza
humana no es tan firme. ¿Me dijiste que te pidió queso?
-Sí, señor: queso -contesté.
-Y bien, Jim -dijo él -, toma buena cuenta de cuánto vale ser uno persona delicada en sus alimentos. ¿Tú
has visto mi cajita de rapé? ¿A que jamás me has visto aspirarlo? Y es porque en mi cajita de rapé lo que en
realidad llevo es un trozo de queso de Parma... un queso italiano muy nutritivo. ¡Bien, pues se lo regalaré a
Ben Gunn!
Antes de cenar enterramos al viejo Tom en la arena y permanecimos unos instantes junto a su tumba rindiéndole
honores. Habíamos hecho buen acopio de leña, aunque no tanta como hubiera deseado el capitán,
por lo que nos dijo que «a la mañana siguiente reanudásemos la faena, y con más brío». Nos sentamos a
comer y, después de dar cuenta de nuestra ración de cerdo y nuestro vaso de aguardiente, los tres jefes se
retiraron a deliberar en un rincón.
Parecían muy preocupados por la escasez de provisiones, ya que podía ser causa de grave apuro, tan grave
como para considerar la rendición por hambre mucho antes de que pudiera llegarnos socorro alguno.
Convinieron en que lo único que podíamos hacer era seguir eliminando piratas hasta que se rindieran, en el
mejor de los casos, o escaparan con la Hispaniola. De los diecinueve sólo quedaban ya quince; y dos est aban
con seguridad heridos, uno de ellos, por lo menos -el que hirió el squire en la goleta-, de mucha grav edad,
si es que no había muerto también. Por lo que debíamos aprovechar e ir reduciéndolos siempre que se
pusieran a tiro, y tratar de resguardarnos nosotros con el mayor cuidado. Pensábamos contar, ademas, con
dos excelentes aliados: el ron y el clima.
En cuanto al primero, y aunque los piratas se encontraban a más de media milla de distancia, ya presentíamos
su efecto al escuchar las canciones y el alboroto hasta altas horas de la madruga da; y con respecto al
segundo, el doctor apostaba su peluca a que, acampando junto a la ciénaga, y sin medicamentos, antes de
una semana la mitad de ellos estarían fuera de combate.
-Por eso -nos explicó-, ya se darán por contentos si pueden escapar con la goleta. Es un buen barco, y
siempre podrán volver a la piratería, como imagino.
-¡Sería el primer navío que he perdido! -exclamó el capitán Smollett.
Yo estaba muerto de fatiga, como cabe suponer, y cuando logré acostarme, después de tantos acontecimientos,
me dormí como un tronco.
Cuando me desperté, los demás ya se habían levantado y hasta almorzado, y la leñera mostraba una pila
el doble de alta que el día anterior. Me despertó un gran tumulto y fuertes voces.
-¡Bandera de parlamento! -oí que alguien gritaba; y a continuación, una exclamación de sorpresa-: ¡Es el
propio Silver! Me levanté de un salto y frotándome los ojos corrí hacia una de las aspilleras del fortín.
Capítulo 20
La embajada de Silver
Dos hombres se acercaban a la empalizada; uno de ellos agitaba una tela blanca y el otro, que avanzaba
con toda calma, era en efecto nada menos que el propio Silver.
Creo que fue el amanecer más frío que yo había vivido hasta entonces y al raso. El cielo brillaba sin nubes
y las copas de los árboles reflejaban el suave tono rosado del sol naciente. Silver y su ayudante estaban
parados en una umbría, como emergiendo de una espesa niebla que les alcanzaba hasta las rodillas y que no
era sino la humedad de la ciénaga. Aquella bruma y el frío del alba indicaban la insalubridad de la isla, un
lugar propio a las fiebres.
-Que no salga nadie -dijo el capitán-. Diez contra uno a que se trata de una artimaña.
Entonces gritó al bucanero:
-¿Quién va? ¡Alto o disparo!
-¡Bandera de parlamento! -gritó Silver.
El capitán estaba en el porche, a cubierto de cualquier disparo traicionero. Se volvió hacia nosotros y nos
dijo:
-La guardia del doctor que se encargue de la vigilancia. Doctor Livesey, situaos, si gustáis, en el norte;
Jim, al este; Gray, al oeste. La guardia que no está de servicio que cargue los mosquetes. ¡Rápido! Y cuidado.
Y volviéndose hacia los amotinados, les gritó:
-¿Qué embajada traéis?
Esta vez fue el acompañante de Silver quien replicó:
-El capitán Silver, señor, que quiere subir a bordo y proponeros un trato.
-¡El capitán Silver! No lo conozco. ¿Quién es tal? -gritó el capitán. Y oí que decía para sí-: Conque capitán...
¡Qué rápidamente ascienden aquí!
Esta vez fue John «el Largo» el que respondió:
-Yo, señor. Estos desgraciados me han nombrado capitán después de vuestra deserción, señor -y puso un
énfasis especial en lo de «deserción»-. Estamos dispuestos a someternos, si aceptáis nuestras condiciones, y
acabar con esta espinosa situación. Todo lo que yo pido es vuestra palabra, capitán Smollett, de que me
dejaréis regresar sano y salvo y darme un minuto para ponerme fuera de tiro antes de disparar.
-No tengo el menor deseo de hablar con usted -dijo el capitán Smollett-. Si quiere parlamentar, puede
hacerlo, es todo. Si hay traición, será por vuestra parte, y que el Señor os ayude.
-Con eso me basta, capitán -dijoJohn «el Largo», animadamente-. Su palabra es suficiente para mí. Yo
conozco al verdadero caballero con sólo verlo.
El hombre que portaba la bandera de parlamento intentó detener a Silver, lo que no era sorprendente después
de las «caballerosas» palabras del capitán. Pero Silver se rio de él a grandes car cajadas y le dio una
fuerte palmada en la espalda, como si imaginar cualquier peligro fuera cosa absurda. Y después empezó a
caminar hacia la empalizada, arrojó la muleta por encima y con notable destreza y vigor consiguió sujetarse
con una pierna, saltó la cerca y cayó de nuestro lado sin el menor percance.
Confieso que estaba demasiado interesado por todos aquellos acontecimientos para cumplir como es debido
mi deber de centinela; abandoné la vigilancia en la aspillera y me acerqué hasta donde estaba el capitán,
que se encontraba ahora sentado en el umbral con los codos en las rodillas, su cabeza entre las manos y
los ojos fijos en el manantial que borboteaba desde la caldera perdiéndose en la arena. Entre dientes silbaba
la canción «Venid, muchachas y muchachos».
A Silver le costó más trabajo subir la duna. Entre lo pronun ciado de la cuesta y las muchas cepas de los
árboles talados, a lo que añadíase lo muelle del arenal, él y su muleta eran inútiles como un barco en el v aradero.
Pero era terco, y siguió subiendo en silencio hasta que el fin llegó donde estaba el capitán, al que
saludó con toda desenvoltura. Se había engalanado con lo mejor que tenía: una inmensa casaca azul repleta
de botones de latón que le colgaba por debajo de las rodillas y un magnífico sombrero con encajes que lucía
medio caído.
-Ya está usted aquí -dijo el capitán, levantando su cabeza-. Siéntese si gusta.
-¿No va a dejarme entrar, capitán? -se quejó John «el Largo»-. Hace una mañana muy fría para estar sentados
a la intemperie y en la arena.
-Ya ve, Silver -dijo el capitán-, si usted hubiera tenido a bien ser un hombre honrado, ahora estaría tranquilamente
en su cocina. Suya es la culpa. ¿Hablo con el cocinero de mi barco? En ese caso le trataré como
corresponde. ¿O con el capitán Silver, un vil amotinado y un pirata? ¡Entonces que lo ahorquen!
-Bien, bien, capitán -repuso el cocinero y se sentó en la arena-, pero tendrá usted que darme su mano para
levantarme. No están ustedes muy bien acondicionados aquí. ¡Ah, ahí veo a Jim! Muy buenos días, Jim. A
sus órdenes, doctor. Bien, veo que todos están juntos como una familia feliz, como suele decirse. - Si tiene
usted algo que explicar, mejor será que lo haga -dijo el capitán.
-Tiene usted mucha razón, capitán Smollett -replicó Silver-. El deber es el deber, no cabe duda. Bien,
pues ahora escúcheme usted. Me la jugaron anoche, no niego que fue una buena jugada. Alguno de ustedes
manejó con pericia el espeque . Y no voy a negar que consiguieron asustar a muchos de mis camaradas...,
quizá a todos, y hasta puede ser que yo me asustara, y hasta que precisamente ahora esté yo aquí por esa
razón, par a parlamentar. Pero también debe tener en cuenta, capitán, que esa astucia no sirve dos veces,
¡por Satanás! Pondré centinelas y nos ceñiremos una cuarta en el ron. Puede que usted crea que todos estábamos
borrachos. Pero le digo que yo no lo estaba; estaba muy cansado, y eso hizo que no me despertara,
porque, si me despierto un segundo antes, os pillo con las manos en la masa. Cuando me acerqué aún no
estaba muerto, no, señor.
-¿Y bien? -dijo el capitán Smollett dando toda la impresión de serenidad que podía.
Porque todo cuanto Silver estaba contando era para él el mayor de los enigmas, lo que no trascendió en
su tono de voz. Yo empezaba a imaginar de qué se trataba. Me acordé de las últimas palabras de Ben Gunn
y no dudé que podía haber hecho una visita nocturna a los bucaneros aprovechando que dormían borrachos
junto a la hoguera, y, de cualquier forma, eché con alegría la cuenta y resté un enemigo mas, quedando ya
sólo catorce.
-Esta es mi propuesta -dijo Silver-. Queremos el tesoro, y lo vamos a conseguir. ¡Es nuestro botín! Ustedes,
como supongo, desearán salvar sus vidas: y ésa es vuestra parte. Usted guarda un mapa, ¿lo tiene, no?
-Pudiera ser -replicó el capitán.
-Bueno, lo tiene, lo sé -insistió John «el Largo»-. No es necesario que sea usted tan hosco conmigo; no
arreglará nada con eso, se lo aseguro. Lo único que me interesa resolver es esto: necesitamos ese mapa. Por
lo demás, jamás he pensado en hacerles daño.
Comment: Palanquita de madera que
usan los artilleros.
-Nada de eso le valdrá conmigo -replicó el capitán-. Sa bemos cuáles son vuestras intenciones, y nos tienen
sin cuidado, porque ya, como usted muy bien sabe, no pueden llevarlas a cabo.
Y el capitán lo miró con toda parsimonia, mientras cargaba su pipa.
-Si Abraham Gray... -comenzó a decir Silver.
-¡Alto ahí! -exclamó el señor Smollett-. Gray no me ha contado nada ni nada le he preguntado; y lo que
es más, antes de hacerlo, por mí pueden él y usted y esta condenada isla saltar por los aires. Sólo le digo a
usted lo que pienso sobre este asunto, para que se dé por enterado.
Este desahogo pareció calmar a Silver. También él había perdido un poco su contención y trató de refrenarse
y conservar su mesura.
-Es suficiente -dijo-. No soy quien para considerar lo que un caballero pueda tener o no por juego limpio,
según cada caso. ¿Puedo, ya que usted lo hace, cargar yo otra pipa?
Y llenó su pipa y la encendió. Los dos hombres siguieron sentados y fumando durante un largo rato, mirándose
en silencio, retacando sus pipas, escupiendo y volviendo a fumar, como en la más gustosa de las
comedias.
-Así -prosiguió Silver- que ésta es la cuestión. Ustedes nos dan el mapa para encontrar el tesoro y dejan
de cazar a mis pobres muchachos y de romperles la cabeza mientras duermen. Y en tal caso yo les ofrezco
escoger entre dos caminos: o volver con nosotros una vez que el tesoro esté a bordo, y yo garantizo bajo mi
palabra de honor dejarlos sanos y salvos en alguna tierra, o, si no les gusta, porque algunos de mis marin eros
son bastante groseros y quizá saquen viejas cuentas y no sea muy recomendable para ustedes ese viaje,
en ese otro caso pueden quedarse donde ahora están; yo les dejaré la mitad de las provisiones y garantizo
por mi honor dar noticias al primer navío que encuentre para que venga a recogerlos. Es un trato excelente,
sí, señor. Y espero -y aquí alzó su voz- que todos los que están aquí en este fortín hayan escuchado mis
palabras, porque lo que a uno digo lo digo a todos.
El capitán Smollett se levantó y golpeó la pipa con la palma de su mano para sacar las últimas brasas.
-¿Eso es todo? -preguntó.
-;Mi última palabra, por todos los diablos! -contestó John-. Si rehusan esa solución, ya no será a mí a
quien oigan, sino las balas de los mosquetes.
-Perfectamente -dijo el capitán-. Ahora me va a escuchar usted a mí. Si todos vosotros os presentáis aquí,
uno a uno, desarmados, yo os garantizo que os pondré grilletes y os llevaré a Inglaterra para ser juzgados.
Y sino lo hacéis así, por mi nombre, que es Alexander Smollett, que he izado los colores de mi Rey y he de
veros a todos con Davy Jones. No podéis encontrar el tesoro. No sabéis gobernar el barco, ninguno de vosotros
sirve para ello. No podéis vencernos. Gray, él solo, ha podido con cinco de vosotros cuando escapó.
Vuestro barco está en el carenero, y usted al socaire, y pronto va a comprobarlo. Yo estoy decidido a todo,
y se lo advierto, y estas palabras son las últimas que escuchará de mí, porque le juro por el cielo que la
próxima vez que os encuentre pienso meteros una bala en la espalda. Así que, andando, muchachos. Largo
de aquí, y sin deteneros; a paso de carga.
El rostro de Silver era como una ilustración; sus ojos se salían de las órbitas. Sacudió su pipa.
-¡Déme una mano para levantarme! -imploró.
-No -respondió el capitán.
-;Que alguien me dé una mano! -gritó.
Ninguno de nosotros se movió. Rugiendo las más atroces maldiciones, se arrastró por la arena hasta que
pudo aferrarse al porche y ponerse en pie con su muleta. Entonces escupió dentro del pilón.
-¡Eso -gritó- es lo que pienso de vosotros! Antes de que pase una hora habré acabado con este viejo fortín
como si fuera una pipa de ron. ¡Podéis reíros, por todos los relámpagos, podéis reí ros! Antes de una hora
veremos quién se ríe mejor. Los muertos estarán contentos por no estar vivos.
Y con un terrible juramento echó a andar dando traspiés y dejando un surco en la arena; tras cuatro o cinco
intentos furiosos, logró saltar la estacada con ayuda del hombre que llevaba la bandera de parlamento, y
en un abrir y cerrar de ojos desapareció entre los árboles.
Capítulo 21
Al ataque
Tan pronto como Silver desapareció, bajo la mirada inescrutable del capitán, regresó éste al fortín; allí se
encontró con que ni uno de nosotros había permanecido en su puesto, a excepción de Gray. Fue la primera
vez que lo vi encolerizado.
-¡Vayan a sus puestos! -nos gritó.
Comment: Vieja imagen, que significa
«tumba en las profundidades». cadáver
arrojado al mar.
Comment: Juego de palabras: significa
que no puede hacer nada (inmovilizado
en el carenero, y sin viento).
Cuando nos retirábamos, cabizbajos, escuchamos cómo le decía a Gray:
-Voy a citarlo en el cuaderno de bitácora: ha cumplido con su deber como un marino.
Entonces se dirigió al squire:
-Señor Trelawney, estoy muy sorprendido. Y tampoco esperabatal comportamiento por parte del doctor.
¡Creí, señor Livesey, que vestía el uniforme del Rey! Si fue así su participación en Fontenoy, mucho mejor,
señor, que se hubiera quedado en la cama.
La guardia del doctor volvió a apostarse en las aspilleras; los demás cargaron rápidamente sus mosquetes.
Y todos sin duda estábamos avergonzados, «con la pulga tras la oreja», como suele decirse.
El capitán nos miró durante un rato en silencio, y después dijo:
-Le he soltado a Silver una buena andanada. Lo he puesto furioso adrede. No dudo que antes de una hora
nos atacarán. No he de repetir que somos menos que ello s, pero vamos a pelear bastante bien resguardados,
y pienso, o así lo había imaginado, con la necesaria disciplina. Estad seguros de que podemos vencer.
A continuación inspeccionó nuestras defensas y comprobó, como dijo, que todo estaba en orden.
Las dos fachadas más cortas del fortín, al este y al oeste, tenían dos aspilleras cada una; en la parte sur,
donde estaba el porche, había otras dos, y cinco en la fachada norte. Disponíamos de veinte mosquetes para
nosotros siete. Apilamos la leña en cuatro pilas, como parapeto, y junto a ellas situamos las municiones y
los mosquetes de repuesto ya cargados y los machetes.
-Apagad el fuego -dijo el capitán-, ya no hace frío y el humo no puede hacer mas que perjudicar nuestros
ojos.
El señor Trelawney sacó la parrilla y arrojó las ascuas en la arena, enterrándolas con un pie.
-Hawkins no ha almorzado -continuó el capitán Smollett-. Sírvete tú mismo, Hawkins, pero come en tu
puesto. Y rápido, muchacho, porque puede que no termines tu comida. Hunter -llamó-, sirve a todos una
ronda de aguardiente.
Y mientras bebíamos, el capitán fijó nuestro plan de defensa.
-Doctor -ordenó- , os encargo la custodia de la puerta. Observad sin exponeos, no salgáis en ningún caso
y disparad a través del porche. Hunter que se sitúe allí, cubriendo la zona este. Joyce, usted defenderá el
oeste. Señor Trelawney, vos sois el mejor tirador; vos y Gray defenderéis este lado norte, que, como tiene
cinco aspilleras, permite cubrir una zona más amplia, y además posiblemente ahí se produzca el ataque. Es
preciso que no lleguen a alcanzar el fortín, porque, si toman las aspilleras, nos pueden liquidar aquí dentro.
Hawkins, ni tú ni yo servimos mucho en este trance, así que nuestra misión será cargar los mosquetes y
tener dispuesta la munición.
Tal como el capitán había dicho, el calor empezaba a sentirse. El sol ya se había levantado sobre los árboles
que nos rodeaban y comenzó a dar de lleno en la explanada, y como de un sorbido secó la humedad.
Al poco rato el arenal parecía arder y la resina se derretía en los troncos del fortín. Nos quitamos las casacas,
desabotonamos nuestras camisas y las arremangamos hasta los hombros. Y así aguardamos el ataque,
cada uno en su puesto, febriles de calor y ansiedad.
Pasó una hora.
-¡Que los ahorquen! -dijo el capitán -. Estamos clavados como en las calmas tropicales. Gray, silba para
que corra algún aire. Y en aquel momento preciso empezaron las señales que indicaban un ataque inminente.
-Discúlpeme, señor -dijo Joyce-, ¿debo tirar si veo a alguno?
-¡Es lo que he ordenado! -gritó el capitán.
-Muchas gracias -repuso Joyce con la misma exquisita urbanidad.
No sucedió nada durante un rato; pero ya estábamos todos alerta aguzando el oído y los ojos. Con los
mosquetes bien apoyados, los tiradores estaban tensos. El capitán permanecía en medio del fortín con la
boca apretada y el ceño fruncido.
Pasaron unos segundos y, de repente, Joyce apuntó con cuidado y disparó. Aún sonaba en nuestros oídos
la detonación, cuando desde el exterior empezaron a tirar sobre nosotros con fuego graneado: como si fuéramos
un blanco, de todas partes llega ban disparos que se incrustaban en los troncos, aunque felizmente
ninguno nos alcanzó. Cuando el humo se disipó, la empalizada y los bosques cercanos daban la misma i mpresión
de reposo que antes de empezar la escaramuza. Ni el brillo de un cañón, ni una rama que se moviera
delataban al enemigo.
-¿Alcanzó usted a su hombre? -preguntó el capitán.
-No, señor -contestó Joyce-, me parece que no, señor.
-Eso es querer decir la verdad - murmuró el capitán Smollett-. Cárgale su mosquete, Hawkins. ¿Cuántos
estimáis que habría por vuestra zona, doctor?
-Puedo precisarlo -dijo el doctor Livesey-. Aquí he visto que dispararon tres veces, porque conté los fogonazos;
dos casi juntos, y un tercero algo más hacia el oeste.
-Tres -repitió el capitán-. ¿Y cuántos en vuestra parte, señor Trelawney?
Esto no tenía tan fácil respuesta. Muchos habían sido los disparos por el norte: siete, según la cuenta del
squire; ocho o nueve conforme a la de Gray. Por el este y el oeste, sólo uno de cada. Todo llevaba pues a
pensar que el ataque iba a efectuarse por el norte y que las otras zonas servirían nada mas que de dispersión.
Con esos datos el capitán Smollett confirmó su defensa y nos hizo comprender que, si los amotinados
lograban pasar de la empalizada, podrían tomar las aspilleras y cazarnos como a ratas en nuestra propia
madriguera. Aunque tampoco hubo tiempo para meditarlo con cuidado. Porque, de improviso, con terroríficos
gritos, un grupo de piratas salió de entre los árboles del lado norte y se lanzó a todo correr hacia la empalizada.
Al mismo tiempo se reanudaron los disparos desde otras partes; una bala atravesó la puerta e hizo
saltar en astillas el mosquete del doctor.
Los asaltantes trepaban como monos por la empalizada. El squirey Gray dispararon contra ellos sin cesar;
y tres forajidos cayeron, uno dentro del recinto y los otros dos por la parte de fuera. Uno de estos dos
pareció estar más asustado que herido, pues se incorporó y como alma que lleva el diablo desapareció entre
la maleza.
Dos habían mordido, pues, el polvo; otro había huido, y cuatro lograron alcanzar nuestra línea defensiva;
siete u ocho más, escondidos en los bosques, y posiblemente con varios mosquetes cada uno, disparaban sin
tregua contra el fortín, aunque sus descargas no nos causaban daño.
Los cuatro que habían conseguido penetrar siguieron corriendo hacia el fortín, dando alaridos que eran
contestados con otros gritos de ánimo por los que estaban entre los árboles. Se trató inútilmente de cazarlos,
pero era tal la precipitación de nuestros tiradores, que, antes de darnos cuenta, los cuatro piratas habían
remontado la cuesta y estaban y a sobre nosotros.
La cara de job Anderson, el contramaestre, apareció en la aspillera central.
-¡A por ellos! ¡A por ellos! -gritaba con voz de trueno. Otro pirata agarró el mosquete de Hunter por el
cañón, se lo quitó de las manos y lo sacó por la aspillera, golpeándolo al mismo tiempo al pobre hombre,
que quedó sin sentido. Un tercero dio la vuelta al fortín y consiguió entrar, cayendo sobre el doctor blandiendo
su cuchillo.
Nuestra suerte cambiaba. Un momento antes éramos quienes a cubierto disparábamo s sobre un enemigo
expuesto; ahora éramos nosotros los que ofrecíamos el mejor blanco y sin poder devolver los golpes.
El humo de los disparos hacía irrespirable el aire del fortín, pero esto no era todo desventajoso. Mis oídos
estallaban con la confusión de gritos, fogonazos, detonaciones y gemidos de dolor.
-¡Salgamos, muchachos! ¡Fuera todos! -gritó el capitán- ¡Vamos a luchar a campo abierto! ¡Los mach etes!
Cogí un machete del montón, y alguien, al mismo tiempo, tomó otro, dándome un corte en los nudillos
que apenas sentí. Corrí precipitadamente hacia la luz del sol. Alguien corría tras de mí, pero no sabía quién
era. Frente a mí, el doctor perseguía a su enemigo cuesta abajo, y en el instante de mirarlos vi cómo rompía
su guardia y derribaba al bandido de un terrible tajo en la cara.
-¡Dad la vuelta al fortín! ¡Hacia el otro lado! -gritó el capitán, y me pareció percibir un cambio en su voz.
Obedecí sin pensarlo dos veces, y corrí hacia el este con el machete dispuesto a golpear, y de improviso
me di de bruces con Anderson. Escuché su rugido infernal y vi levantarse su garfio que brillaba al sol. No
sentí miedo siquiera. Y no sé ni qué pasó: vi aquel garfio que caía sobre mí, di un salto y rodé por la duna
fuera de su alcance.
Cuando escapaba del fortín, había visto a los amotinados escalar la empalizada, acudiendo en auxilio de
los primeros asaltantes. Uno de ellos, con un gorro de dormir rojo y el cuchillo entre los dientes, se había
encaramado y estaba a horcajadas en la empalizada. Pues bien, tan corto debió ser el intervalo en que yo me
zafé de Anderson, que, cuando volví a ponerme en pie, el hombre del gorro rojo aún estaba en la misma
posición; otro asomaba la cabeza por entre los troncos. Y sin embargo ese instante había presenciado el fin
de la batalla y nuestra victoria. Y así sucedió.
Gray, que corría detrás de mí, había batido de un solo tajo al corpulento contramaestre, antes de que éste
hubiera podido reaccionar ante mi salto. Otro pirata había recibido un balazo por una aspillera en el momento
en que iba a disparar hacia el interior del fortín, y ahora agonizaba con la pistola aún humeante en su
mano. Un tercero -el que yo había visto- cayó de un solo golpe del doctor. De los cuatro que habían alcanzado
la empalizada, sólo quedaba ya uno, y lo vi correr, tirando su cuchillo, hacia la cerca e intentar subir a
ella.
-¡Fuego! ¡Tiradle desde la casa! -gritó el doctor-. Y tú, muchacho, vuelve al refugio.
Pero nadie atendió a sus palabras, nadie disparó, y el último de los atacantes logró escapar y reunirse con
los demás en el bosque. Tres segundos habían bastado para que no quedara ninguno de nuestros asaltantes;
ninguno vivo, porque cuatro yacían dentro de la empalizada y otro fuera.
El doctor, Gray y yo corrimos a refugiarnos en el fortín. Suponíamos que los piratas volverían al ataque y
a recuperar sus armas. El humo que llenaba el interior del fortín empezaba a disiparse, y pudimos ver, a la
primera ojeada, el alto precio de aquella victoria: Hunter estaba caído, sin sentido, junto a la aspillera; Joyce,
junto a la suya, con un balazo que le había atravesado la cabeza, no volvería a levantarse; y en mitad de
la habitación, pálido, el squire sostenía al capitán.
-El capitán está herido -dijo el señor Trelawney.
-¿Han huido? -preguntó el señor Smollett.
-Como liebres -respondió el doctor-, y hay cinco de ellos que ya no correrán nunca más.
-¡Cinco! -exclamó el capitán -. Así es mejor. Cinco de un lado y tres de otro nos dejan en cuatro contra
nueve. Es una proporción más ventajosa que al principio . Entonces éramos siete contra diecinueve, o así lo
creíamos, lo que era tan desmoralizador como si fuese cierto.
PARTE QUINTA
MI AVENTURA EN LA MAR
Capítulo 22
Así empezó mi aventura en la mar
Los amotinados ya no volvieron a atacar; ni siquiera disp araron un solo tiro desde el bosque. Habían recibido
«suficiente ración para aquel día», como dijo el capitán, y pudimos dedicarnos sin otros temores a
reparar el fortín, atender a los heridos y preparar una buena comida. El squire y yo nos ocupamos de esto
último, e hicimos fuego en la explanada; estábamos al descubierto, pero ni nos dábamos cuenta, horrorizados
por los gemidos que escuchábamos de los heridos que estaban siendo curados por el doctor.
De los ocho que habían caído en el combate, sólo tics respiraban todavía: el pirata que recibió él tiro en la
aspillera, Hunter y el capitán Smollet; pero los dos primeros podíamos ya darlos por muertos. El bucanero
murió mientras le operaba el doctor, y Hunter, aunque hicimos todo cuanto estaba en nuestras manos, no
volvió a recobrar el conocimiento; todavía alentó, respirando estertoreamente, como el viejo capitán en
nuestra hostería cuando le dio el ataque, hasta la tarde, pero tenía aplastadas las costillas y se había fract urado
el cráneo en su caída, y aquella noche, sin que nos diésemos cuenta, se fue con su Hacedor.
Las heridas del capitán eran considerables, aunque no fatales. Ningún órgano había sufrido daño irrep arable.
El disparo de Anderson -porque fue Job el primero que le disparó- había roto su paletilla y tocado el
pulmón, pero no de gravedad; la segunda bala había desgarrado algún músculo de su pantorrilla. Su curación
era segura, dijo el doctor, pero entretanto, y en algunas semanas, no debería levantarse ni mover el
brazo y, de ser posible, n i siquiera hablar.
El corte que yo me había hecho en los nudillos no tenía más importancia que una picadura. El doctor Livesey
me puso un emplasto y, de propina, me dio un sopapo cariñoso.
Después de comer, el squire y el doctor se sentaron un rato junto al capitán para celebrar consejo, y después
de un rato de conversación, y cuando ya era más del mediodía, el doctor tomó su sombrero y dos pistolas,
se ajustó un machete al cinturón y con un mosquete al hombro salió del fortín, cruzó la empalizada
por el norte y lo vimos desaparecer apresuradamente por el bosque.
Gray y yo estábamos sentados en una esquina del fortín, lo suficientemente alejados para no escuchar,
por discreción, las deliberaciones de nuestros jefes. Al ver al doctor alejarse, Gray, que estaba fumando,
dejó caer su pipa asombrado:
-¡Por Davy Jones! ¿Qué sucede? -exclamó-. ¡Se ha vuelto loco el doctor Livesey!
-No lo creo -dije-. En toda esta tripulación no hay hombre de mejor juicio.
-Pues si es así, compañero -dijo Gray- , si él no está loco, entonces el que debe estarlo soy yo.
-Debe tener algún plan -le dije-, no te quepa duda. Y si no me equivoco, creo que va en busca de Ben
Gunn.
Y los acontecimientos me darían la razón.
Pero mientras tanto, como en el fortín hacía un calor sofocante y la p equeña explanada arenosa, dentro de
la empalizada, ardía bajo el sol del mediodía, y quizá estimulado al imaginar con envidia que el doctor estaría
caminando por la fresca umbría de aquellos bosques, con los pájaros revoloteando alrededor suyo y res-
Comment: Los amotinados quedaron
muy pronto reducidos a ocho, pues, el
que fue herido en la goleta por el señor
Trelawney murió aquella misma noche.
Pero esta circunstancia. como es de suponer,
no fue conocida por los leales hasta
más tarde. (Anotación sin firma en el
manuscrito del relato.)
pirando el suave olor de los pinos, mientras yo me achicharraba allí sentado, con las ropas pegadas a la
resina derretida y no viendo más que sangre y cadáveres en torno mío, lo que me producía una repulsión
más intensa que el miedo que pudiera sentir, un pensamiento, no tan razonable como la misión que yo adjudicaba
al doctor, empezó a urgar en mi cabeza.
Después, mientras baldeaba el fortín y fregaba los cacharros de la cocina, aquella repugnancia y aquel
pensamiento fueron creciendo en mi corazón, hasta que, sin pensarlo más, y aprovechando que nadie me
veía, cogí de un saco que tenía a mi lado toda la galleta que pude y llené los bolsillos de mi casaca. Era el
primer paso de mi aventura.
Pensaréis que me comportaba como un insensato, y con razón, y que mi correría tenía mucho de temeridad;
pero estaba decidido a intentar un plan que se perfilaba en mi cabeza, y tampoco dejé de tomar las
necesarias precauciones. Mi alimentación estaba asegurada por la galleta que me había procurado... Y también
me apoderé de un par de pistolas, y como ya llevaba municiones y un cuerno de pólvora, me juzgué
bien pertrechado.
Mi proyecto no era demasiado aventurado. Pensé bajar hasta la restinga que separaba por el este el fondeadero
de la mar abierta, buscar la roca blanca que me había parecido localizar la noche anterior y averiguar
si verdaderamente allí se encontraba el bote de Ben Gunn, y, en todo caso, la importancia que pudiera
tener ese hallazgo justificaba el riesgo. Pero como estaba seguro de que no me habrían permitido abandonar
la empalizada, no me quedó otro recurso que despedirme a la francesa y deslizarme fuera escapando a la
vigilancia.
Los acontecimientos propiciaron mi ocasión. El squire y Gray estaban ayudando al capitán a arreglar sus
vendajes; nadie atendía la vigilancia, y de una carrera gané la empalizada y me escondí en la espesura; antes
de que pudieran notar mi ausencia, ya estaba lejos del alcance de mis compañeros.
Esta segunda correría fue una locura mayor que mi primera escapada, pues sólo dejaba a dos hombres
útiles para guardar el fortín; pero, como la anterior, condujo a la salvación de todos.
Marché directamente hacia la costa oriental de la isla, porque había resuelto descender a la restinga por el
lado del mar, con lo que evitaba todo riesgo de ser descubierto desde el fondeadero. La tarde había caído,
aunque aún lucía el sol y el calor era penetrante. Y a medida que seguía mi camino por entre los árboles,
podía oír en la lejanía, frente a mí, no sólo el sonido del mar en las rompientes, sino el balanceo de las copas
de los árboles que me indicaba que la brisa marina se levantaba con más fuerza que de ordinario. Pronto
me llegaron las primeras bocanadas de aire fresco, y en unos pasos salí del bosque y pude contemplar el
mar, azulísimo y resplandeciente de sol hasta el horizonte, y el oleaje que batía las playas y las cubría de
espuma.
Nunca pude ver aquella mar en calma en torno a la Isla del Tesoro. Aún cuando el sol incendiara los aires
sobre nuestras cabezas, aunque el cielo estuviera como suspenso, o aunque la mar fuera una limpia y tersa
seda azul, grandes olas seguían batiendo noche y día a lo largo de la costa con formidable estruendo, y no
creo que hubiera ni un solo lugar en la isla donde ese ruido no penetrara.
Seguí adelante, bordeando la playa, y lleno de alegría. Cuando consideré que ya había avanzado bastante
hacia el sur, me deslicé con cuidado escondiéndome entre unos espesos matorrales, hasta que alcancé el
lomo de una gran duna, ya en la franja arenosa.
Detrás de mí estaba el mar, y, enfrente, el fondeadero. La brisa, como si su violencia de aquella noche la
hubiera agotado antes, había cesado; y suaves vientecillos se levantaban variables del sur y del sureste,
arrastrando grandes bancos de niebla. El fondeadero, al socaire de la Isla del Esqueleto, era una balsa de
aceite, como cuando por primera vez fondeamos en él. La Hispaniola se reflejaba nítidamente en la luna de
aquel espejo, desde la cofa a la línea de flotación, y la bandera negra ondeaba en la pena de la cangreja.
A un cost ado amarraba uno de los botes, con Silver en popa - qué fácil me era siempre reconocerlo-, y en
la goleta vi dos hombres reclinados sobre la amurada de popa; uno de ellos lucía un gorro rojo, lo que me
indicaba que se trataba del mismo forajido que algunas horas antes había yo visto tratando de saltar la empalizada.
Al parecer estaban en animada conversación, y reían, aunque a tal distancia -más de una milla- no
podía yo entender ni una palabra. De improviso escuché la más espeluznante vocinglería, y, aunque al principio
me sobresaltó, pronto reconocí los chillidos del Capitán Flint y hasta me pareció distinguir su brillante
plumaje encaramado en el puño de su amo.
Poco después soltó cabos el bote y navegó hacia la costa, y el hombre del gorro rojo y su compañero desaparecieron
por la cubierta.
El sol ya se había ocultado detrás del Catalejo, y la niebla empezaba a cubrir rápidamente los contornos,
lo que me dio una impresión de súbito anochecer. Vi que no tenía tiempo que perder, si quería encontrar el
bote aquella misma noche.
La roca blanca, que se distinguía perfectamente por encima de la maleza, estaba cerca de una milla más
abajo, en el arenal, y tardé un buen rato en llegar hasta ella, porque tuve que ir avanzando con todo cuidado,
algunas veces a gatas y apartando la vegetación. Ya era casi noche cerrada cuando logré alcanzarla y
toqué su áspera superficie. A un lado había una hondonada poco profunda cubierta de matas y oculta por
algunas dunas y arbustos de los que por allí abundaban, y en el fondo descubrí una pequeña tienda hecha
con piel de cabra, como las que los gitanos llevan en sus viajes por Inglaterra. Descendí a la hondonada y
levanté la falda de la tienda, y allí estaba el bote de Ben Gunn... o algo que era un bote, porque en mi vida
he visto cosa más rudimentaria: un burdo armazón de palos, cubierto de pieles de cabra con el pelo hacia
dentro. Era excesivamente pequeño hasta para mí, y no concibo cómo hubiera podido mantenerse a flote
con un hombre hecho y derecho. Tenía una especie de bancada muy tosca, un codaste y un remo de doble
pala.
Por aquella época yo aún no había visto jamás un coraclo de los que hicieron famosos los antiguos bretones;
pero después he visto alguno y es lo que mejor puede dar una idea sobre el bote de Ben Gunn: parecía
el primer y peor coraclo construido nunca por las manos de un hombre. Pero, al menos, poseía la mayor
ventaja del coraclo: era sumamente liviano y fácil de transportar.
Cabe pensar que, ya que había encontrado el bote, debía darme por satisfecho de mi aventura; pero una
nueva idea me rondaba por la cabeza, y la acariciaba con tanta insistencia, que creo que hubiera sido capaz
de realizarla aun ante las propias barbas del capitán Smollett. Se trataba de deslizarme, protegido por la
oscuridad de la noche, hasta la Hispaniola, cortar sus amarras y dejarla a la deriva para que encallase donde
la mar la llevara. Yo estaba persuadido de que los amotinados, después de su derrota de aquella mañana, no
estarían sino deseando levar anclas y hacerse a la mar, y juzgué que impedírselo podía servir a nuestros
intereses. Visto que los vigilantes de la goleta no tenían ningún bote, pensé que llevar a cabo mi plan no
entrañaba gran riesgo.
Me senté a esperar y aproveché para darme un atracón de galleta. La noche era tan oscura, que de mil no
hubiera encontrado otra tan a propósito. La niebla cubría el territorio. Cuando los últimos fulgores de la
tarde se apagaron, una total oscuridad cayó sobre la Isla del Tesoro. Y cuando por fin salí de mi escondite
con el coraclo a hombros, en aquella negrura sólo se distinguían como dos ojos brillantes que venían del
fondeadero.
Uno era la gran hoguera en tierra en torno a la cual los piratas bebían para olvidar su derrota; el otro, más
tenue, indicaba la posición del anclaje de la go leta. La Hispaniola había ido girando con la marea -ahora su
proa apuntaba hacia donde yo estaba- y las luces de a bordo que yo veía eran tan sólo un reflejo en la niebla
de la intensa claridad que alumbraba la portañuela de popa. Había comenzado el reflujo y tuve que atrav esar
una franja de arena húmeda donde me hundí varias veces hasta las rodillas, hasta que logré alcanzar la
orilla; vadeé unos metros y, cuando ya entendí que había suficiente profundidad, puse el coraclo en posición
de navegar.
Capítulo 23
A la deriva
El coraclo -y bien lo comprobé antes de acabar mis andanzas- era un bote muy seguro (si conseguía uno
caber en él), y también muy marinero, pero al mismo tiempo se trataba del artefacto más indócil para su
manejo. No conseguía fijar el rumbo, se desequilibraba, viraba por completo ante cualquier ola, y lo más
apropiado quizá sea decir que parecía una peonza. Hasta el propio Ben Gunn me confesó tiempo después
que era «un tanto misterioso hasta que uno descubría sus cualidades».
Ciertamente yo no conocía esas cualidades. No sabía gobernarlo; se atravesaba constantemente, y estoy
convencido de que jamás hubiera alcanzado la goleta a no ser por el propio reflujo. Por fortuna, remase yo
como quisiera, la marea me llevaba mar adentro y en ese camino la Hispaniola era un blanco difícil de no
alcanzar. Al principio vi su silueta como una mancha más oscura aún sobre la oscuridad; después empecé a
ver el limpio dibujo de sus mástiles y su casco, y antes de darme cuenta (pues cuanto más mar abierta alcanzaba,
más rápida era la corriente), me encontré junto a su amarra y me así a ella.
La amarra estaba tan tirante como la cuerda de un arco, porque también el barco era forzado por la corriente
que batía contra su casco en la oscuridad con el rumor de un riachuelo en las montañas. Un solo tajo
con mi navaja y la Hispaniola sería arrastrada por la marea.
Recordé entonces que una amarra tirante, si es cortada de pronto, puede resultar tan peligrosa como la
coz de un caballo. Si hubiera llegado a cometer la t orpeza de cortarla, lo más probable hubiera sido que el
latigazo nos enviara al coraclo y a mí por los aires.
Comment: Madero vertical que limita
la parte posterior del bote y sostiene el
armazón de la popa y el timón.
Comment: Botecito muy pequeño, para
pesca. construido con mimbres v revestido
de cuero o lona embreada.
Tratar de resolver este imprevisto, me detuvo; y al punto comprendí que no tenía solución. Pero la suerte
volvió a serme propicia. Los suaves vientos que habían empezado a soplar del sur y del sureste cambiaron
después de anochecer, y empecé a sentir la brisa del suroeste. En estas cavilaciones estaba, cuando un go lpe.
de aire empujó la Hispaniola contra la corriente, y con indeciblegozo vi que la amarra se aflojaba, y la
mano con que la tenía asida se hundió en el mar.
Me decidí en un instante; saqué mi navaja, la abrí con los dientes y corté el trenzado hasta que el barco
quedó sujeto sólo con dos hilos. Me detuve, esperando para dar el último tajo a que de nuevo soplara el
viento.
Durante toda esta faena yo había estado escuchando voces que venían del camarote; no les había prestado
mucha atención, porque mi pensamiento estaba ocupado por completo en mi tarea.
Pero en aquel momento, en el silencio , aguardando, no pude dejar de prestar atención.
Una de las voces era la del timonel, Israel Hands, el que en tiempos fuera artillero de Flint. La otra era,
por supuesto, la de mi ya conocido bandido del gorro rojo. Deduje que ambos habían bebido en exceso y
que aún seguían emborrachándose; pues mientras yo atendía a sus palabras, uno de ellos, lanzando un grito
propio de borracho, abrió la portañuela de popa y arrojó al agua lo que supuse una botella vacía. Pero no
sólo estaban embriagados, sino que era evidente que se mostraban furiosos. Escuché una sarta de maldiciones
y hasta en algún momento tales expresiones de cólera, que pensé que acabarían riñendo. El altercado
pareció aplacarse y las voces empezaron a suavizarse; de nuevo pelearon, y de nuevo volvieron a apaciguar
sus ánimos.
Yo veía en la lejanía, en tierra, el resplandor de la gran hoguera que iluminaba por entre los árboles. Alguno
cantaba una vieja, apagada y monótona canción marinera, con un quiebro al final de cada verso, y que
al parecer era interminable, o al menos dependía tan sólo de la paciencia del cantor. Yo ya la había escuchado
muchas veces durante la travesía, y recordaba aquellas palabras:
«... y sólo uno quedó
d e setenta y cinco que zarparon.»
Pensé que esa canción tan triste era la más apropiada para unos facinerosos que habían sufrido tan crueles
pérdidas en el combate de la mañana. Pero el tono tampoco reflejaba otra emoción que la dureza de aquellos
bucaneros, tan insensibles como el océano por el que navegaban.
Sentí entonces un golpe de viento; la goleta viró y pareció alejarse hacia la oscuridad; noté que se aflojaba
la amarra, y, con un golpe de navaja, corté los últimos hilos.
Fui arrastrado contra la proa de la Hispaniola. La goleta empezó a virar lentamente sobre sí mism a, impulsada
por la corriente. Me afané como llevado por todos los demonios, pues sabía que en cualquier momento
podía irme a pique; vi que no podía evitar que el coraclo chocara contra el casco del barco, y traté de
llevarlo hacia popa. Conseguí salvar el choque con mi peligrosa vecina, pero en el mismo instante en que
daba el último empujón mis manos tropezaron con un cabo que arrastraba colgando desde la toldilla. Inconscientemente
me agarré a él.
No sabría decir por qué lo hice. Fue un acto instintivo; pero una vez que tuve bien cogido aquel cabo, y
comprobé que estaba firme, la curiosidad, como siempre, pudo más que cualquier otra consideración, y
trepé para echar una mirada por la portañuela de popa.
Fui cobrando el cabo hasta que juzgué que estaba lo suficientemente cerca, y con bastante peligro me balanceé
hasta que pude ver el techo y 'parte del interior del camarote.
En aquel momento la goleta y su pequeña rémora se deslizaban ya velozmente por la mar, hasta el punto
de que casi habíamos alcanzado la altura de la hoguera de los piratas. La goleta hablaba, como dicen los
marinos, y bien alto, además, cortando las olas con un rumor de espuma; tan fuerte, que fue preciso que yo
mirara a través de la portañuela para explicarme cómo los guardianes no se habían alarmado. Pero un vist azo
fue más que suficiente, aunque tampoco, en mi peligroso equilibrio, hubiera podido dar más: Hands y su
compinche estaban empeñados en una lucha a muerte, cuerpo contra cuerpo, y cada uno de ellos aprisionaba
con sus manos el cuello del otro.
Me dejé caer sobre el coraclo y a punto estuve de caer al mar. No había podido ver más que a aquellos
dos furiosos contendientes con el rostro de ira, luchando bajo la lámpara humeante; y cerré mis ojos para
que se acostumbrasen de nuevo a la oscuridad.
La canción de los piratas había terminado, finalmente, y toda aquella mermada pandilla, alrededor del
fuego, entonaba ahora aquella otra que tantas veces yo había oído:
«Quince hombres en el cofre del muerto,
¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ; Y una botella de ron!
El ron y Satanás se llevaron al resto.
¡Ja! Ja! ¡Ja! ; Y una botella de ron!»
Cavilaba yo en qué atareados debían andar el ron y Satanás en aquel momento en el camarote de la Hispaniola,
cuando me sorprendió un repentino bandear del coraclo. También la goleta escoraba y viró rápidamente,
cambiando de rumbo. La velocidad aumentaba de una forma inexplicable.
Abrí los ojos. Por todas partes a mi alrededor rompían olas muy bajas y como fosforescentes, que se
abrían con un ruido seco y una crujiente espuma. La misma Hispaniola, cuya estela me arrastraba, parecía
vacilar y vi su arboladura meciéndose sobre la oscuridad de la noche; me fijé mejor, comprobé que la goleta
derivaba con rumbo sur.
Eché una mirada hacia atrás, y el corazón saltó en mi pecho. Allí estaba el resplandor de la hoguera. La
corriente nos había hecho virar casi en ángulo recto, arrastrándonos, goleta y coraclo, cada vez más rápidamente,
con un ruido más intenso, cortando aquella proa las olas cada vez con un chasquido más fuerte, y
haciendo remolinos, a través del estrecho hasta la mar abierta.
De improviso la goleta viró con violencia desviándose quizá veinte grados y en ese momento se escuch aron
gritos a bordo; oí ruidos de carreras hacia cubierta y adiviné que los dos borrachos habían sido interrumpidos
en su pelea y se habían dado cuenta de lo sucedido.
Me agazapé en el fondo del maltrecho coraclo y encomendé devotamente mi alma a su Creador. Estaba
seguro de que, en cuanto navegásemos más allá del canal, no tardaríamos en estrellar nos contra alguna de
aquellas furiosas rompientes, lo que daría fin a todas mis desventuras, y, aunque quizá hubiera podido aceptar
la muerte con cierta serenidad, no podía sino mirar con espanto aquel final que me aguardaba.
Supongo que permanecí horas y horas arrojado sin cesar de aquí para allá por el oleaje, calado hasta los
huesos y aguardando la muerte en cada zambullida. Poco a poco el cansancio me fue rindiendo; el entumecimiento
y un pasajero sopor me invadieron, pese a mi certeza de que iba a morir, y el sueño se apoderó de
mí; así que, zarandeado por el mar en aquel coraclo, me dormí y soñé con mi lejana patria y con la vieja
«Almirante Benbow».
Capítulo 24
La travesía en el coraclo
Ya era pleno día cuando desperté y me encontré a la deriv a en el extremo suroeste de la Isla del Tesoro.
El sol estaba alto, aunque aún se ocultaba tras la masa del Catalejo, que en aquella parte de la isla bajaba
casi hasta el mar como cortado a pico y dando lugar a un asombroso acantilado.
El cabo de la Bolina y el monte Mesana formaban como un recodo; desértico y sombrío el monte; el cabo,
cortado por acantilados de cuarenta o cincuenta pies de altura y flanqueado por enormes peñascos caídos.
Yo me encontraba a un cuarto de milla mar adentro y mi primera idea fue ir a tierra y desembarcar.
Pero no tardé en abandonar este proyecto. Porque las olas rompían con estruendo contra las rocas derrumbadas,
levantando grandes penachos de espuma y agua, y en ese fragor incesante me veía a mí mismo, de
aventurarme a desafiarlo, destrozado contra las rocas o agotando mis fuerzas para escalar aquellos brutales
peñascos.
Y no era eso todo, sino que vi agrupados en las zonas más lisas de las rocas unos monstruos viscosos -
como repugnantes babosas de increíble tamaño-, que en grupos de cuatro o cinco docenas aullaban espantosamente
o se dejaban caer al mar con atronadoras zambullidas.
Después he sabido que se trataba de leones marinos, es decir, criaturas inofensivas. Pero su aspecto, un ido
a lo dramático de aquella costa y al ímpetu del oleaje, fue más que suficiente para borrar de mi cabeza
toda idea de desembarcar allí. Mejor morir de hambre en la mar, que afrontar tales peligros.
Pero, como mi confianza me decía, aún quedaban otras posibilidades de mejor suerte. Al norte del cabo
de la Bolina la costa seguía por un largo trecho en línea recta, y con la marea baja dejaba al descubierto una
ancha faja de amarillas arenas. Y aún más al norte, otro cabo -que las cartas señalaban como cabo Boscosoavanzaba
cubierto de altísimos y verdes pinos que llegaban hasta el borde del mar.
Recordé lo que me había indicado Silver acerca de la corriente que bordeaba la Isla del Tesoro, en dirección
norte, a lo largo de la costa occidental. Y como comprobé, por mi posición, que me encontraba en
aquellos momentos bajo su influencia, preferí dejar atrás el cabo de la Bolina y guardar todas mis fuerzas
para intentar desembarcar en el, al parecer, más propicio cabo Boscoso.
El mar estaba suavemente ondulado. El viento soplaba constantemente y sin violencia desde el sur; y
como seguía la misma dirección que la corriente, las olas no llegaban a romper.
De no ser así yo me hubiera ido a pique; pero tal como estaba la mar, mi coraclo navegaba con toda seguridad
y velozmente, como si cabalgase sobre las olas. Yo iba echado en el fondo y no asomaba más que lo
preciso para mirar. Veía grandes olas azules, que parecían venir sobre mí, pero el coraclo las remontaba
elásticamente y caía por el otro lado como un vuelo de pájaro.
Comencé a tomar confianza, y hasta llegué a sentarme para tratar de remar. Pero la más mínima alteración
en el equilibrio de peso causaba graves perturbaciones en el rumbo del coraclo. Y en uno de estos movimientos
míos, insignificante, por otra parte, el bote perdió su estabilidad, se precipitó en la caída de una
ola, y de forma tan brusca, que se hundió vertiginosamente contra el flanco de otra ola que seguía a la anterior.
Quedé empapado y preso del miedo, pero rápidamente aseguré mi anterior posición, y el coraclo pareció
estabilizarse y volvió a navegar tranquilamente por entre aquellas grandes olas. No dudé que lo mejor era
dejarlo navegar a su natural; lo que, por desgracia, me alejaba de tierra.
Tuve miedo, pero no por ello perdí la cabeza. Traté, primero, de achicar el agua que había inundado el
coraclo sirviéndome de mi sombrero; después, asomando con cuidado por la borda, empecé a estudiar las
características del bote para deslizarse con tanta suavidad sobre las olas.
Observé que cada ola, en lugar de ser esa gran montaña tersa y pulida que se ve desde tierra o desde la
cubierta de un navío, era mucho más parecida a una cordillera con sus picos y sus montes y valles. El coraclo,
abandonado a la deriva, serpenteaba por entre las olas acomodándose a las zonas más bajas y esquivando
las más abruptas y vacilantes cimas.
«Bien», me dije a mí mismo, «está claro que debes continuar tumbado como estás; pero también puedes
aprovechar, cuando el bote esquive las olas y navegue entre dos, para dar con el remo una paletada y tratar
de enderezar el rumbo hacia tierra». Y así lo hice. Continué tendido en la más incómoda postura, y de
cuando en cuando asomaba para dar un ligero golpe de remo que pretendía guiar el coraclo.
Fue un trabajo penosísimo y lento, pero observé que empezaba a ganar distancia, y cuando me acercaba
al cabo Boscoso, aunque sabía que no había forma de pasar cerca de él, había ganado unos centenares de
yardas hacia levante, y no estaba ya muy lejos. Podía ver las verdes copas de los pinos meciéndose con la
brisa, y eso me dio ánimos para tratar de alcanzar, y sabía que lo conseguiría, el siguiente promontorio.
Me urgía, además, lograrlo, porque empezaba a sentir la falta de agua. El sol era abrasador y el resplandor
de sus infinitos reflejos en las olas me consumía hasta el pun to que mis labios estaban cubiertos por una
costra de sal, mi cabeza ardía de dolor y mi garganta era como una quemadura. La visión de aquellos árboles
tan próximos aguzaba mi sed y sentí vértigo; pero la corriente me arrastraba lejos del cabo y, cuando
pasé a su altura, de nuevo no tuve ante mí sino una vasta extensión de mar. Pero algo allí hizo cambiar por
completo el curso de mis pensamientos.
Frente a mí, a menos de media milla, estaba la Hispaniola, navegando con las velas desplegadas. Inmediatamente
pensé que iba a caer en manos de aquellos piratas, pero me sentía tan desfalleci do, sobre todo
por la falta de agua, que ya no sabía si aquello debía alegrarme o no; tampoco pensé más en ello, porque la
sorpresa se apoderó hasta tal punto de mí, que no p ude hacer más que mirar y maravillarme.
La Hispaniola navegaba con la vela mayor y dos foques al viento, y la bella lona blanca resplandecía al
sol como la nieve o la plata. Cuando apareció ante mis ojos, todas sus velas iban tensas por el viento y llevaba
rumbo noreste; me figuré que los que habían quedado a bordo se proponían dar la vuelta a la isla para
regresar al fondeadero. Pero después empezó a virar más y más hacia el oeste, y no dudé que me habían
descubierto y se proponían abordarme. Y de pronto se detuvo en el ojo del viento', con todas sus velas estremeciéndose.
«;Inútiles!», me dije; «deben estar borrachos como cubas». Y me imaginé con qué severidad les hubiera
reprendido el capitán Smollett.
La goleta empezó a virar, volvió a cobrar viento y siguió navegando; durante un minuto cortó las aguas
con velocidad, pero después volvió a quedarse inmóvil, otra vez en el ojo del viento. Una y otra vez sucedió
lo mismo. Hacia cualquier lado, norte o sur, este y oeste, la Hispaniola repitió sus inexplicables bandazos
y a cada escapada volvía a quedar con el velamen distendido. Pensé que el barco navegaba sin gobierno.
Pero ¿dónde estaban entonces los dos marineros? Estarían borrachos o habrían desertado. Y planeé subir
a bordo y hacerme con el timón con el fin de entregársela al capitán.
La corriente empujaba ahora la goleta y el coraclo hacia el sur velozmente. La Hispaniola navegaba de
manera tan vacilante y tan irregular, y en cada detención permanecía tanto tiempo inmóvil, que pensé que,
si me decidía a remar, podía ganar ventajosamente la distancia que nos separaba e incluso alcanzarla. El
proyecto tenía un sabor peligroso que me seducía, y sobre todo pensar en el tanque de agua a bordo, junto a
la escala de proa, duplicaba mi renacido valor.
Me senté al remo, y en ese instante una ola me cubrió. Pero me mantuve firme y empecé a remar con todas
mis fuerzas y con precaución, tratando de abordar la Hispanióla. Embarqué un golpe de mar tan violento,
que hube de parar y achicar el bote. Pero mi corazón revoloteaba en mi pecho como un pájaro. Poco a
poco fui guiando el coraclo entre las olas y ya no tuve más contratiempos que algún golpe de agua por la
proa y los naturales remojones. Iba aproximándome rápidamente a la goleta; ya percibía el brillo del latón
de su rueda de timón, que giraba loca, pero no veía ni un alma sobre cubierta. Era extraño, pero supuse que
la habían abandonado. O que los marineros debían estar borrachos en el camarote, y en ese caso quizá lograra
reducirlos y gobernar el barco a mi antojo.
Durante un rato la goleta permaneció detenida, lo que no era ventajoso para mí. Aproaba hacia el sur, p ero
daba constantes bandazos y, cada vez que cambiaba de rumbo, las velas cobraban viento y la fijaban en
una nueva derrota. He dicho que esto era lo menos ventajoso para mí, porque, si bien parecía inmóvil, veía
las velas que restallaban como cañones y los motones rodaban por cubierta, y la goleta seguía alejándose de
mí tanto por la fuerza de la corriente como por el viento que la impulsaba.
Pero por fin se presentó mi oportunidad. La brisa amainó durante unos segundos, y sólo impulsada por la
corriente la Hispaniola empezó a virar lentamente sobre sí misma y acabó por presentarme la popa con la
portañuela del camarote todavía abierta de par en par y la lámpara que aún iluminaba desde la mesa, aunque
ya era pleno día. La vela mayor pendía como una bandera. La goleta no tenía otro impulso queda corriente.
Aunque en los últimos momentos yo había perdido terreno, comencé denodadamente a remar tratando de
alcanzarla.
No distaba ya más de cien yardas cuando el viento volvió de improviso. Soplaba de babor y las velas lo
recogieron hinchándose y la goleta empezó a navegar de nuevo ciñendo y cortando las olas como una golondrina.
Mi primer impulso fue de desesperación, pero inmediatamente sentí un profundo gozo. La goleta viró y
avanzó de costado hacia mí, cubriendo velozmente la distancia que nos separaba. Yo contemplaba fascin ado
la blancura del agua cortada por su roda, y me pareció inmensa desde mi pequeño coraclo.
En ese instante me di cuenta del peligro. No tuve tiempo de pensar; apenas pude saltar, y así salvarme.
Porque justamente, cuando me hallaba en la cresta de una ola, me abordó la goleta que avanzaba escorada y
como el viento. Vi pasar su bauprés sobre mi cabeza. Salté del coraclo y vi a éste hundirse en las aguas. Me
agarré al botalón del foque y afirmé un pie entre el estay y la braza. En ese instante, mientras trataba con
todas mis fuerzas de asegurarme, un golpe sordo me advirtió que la goleta acababa de abordar, destrozándolo,
al coraclo, y que por lo tanto yo ya no tenía otra salvación que la propia Hispaniola.
Capítulo 25
Cómo arrié la bandera negra
Apenas había conseguido encaramarme sobre el bauprés, cuando el petifoque dio una sacudida y se tensó
con el viento, batiendo con un violento sonido. La goleta se estremeció hasta la quilla con aquel tremendo
impulso, pero un instante después, aunque las otras velas aún recogían viento, dio otra sacudida, como un
aletazo, y quedó de nuevo caído.
Casi a punto estuve de caer a la mar; así que me apresuré a gatear por el bauprés hasta dar de cabeza en la
cubierta.
Vine a caer a sotavento del alcázar, y la vela mayor, que continuaba tensa por el viento, sirvió para ocultarme.
No descubrí a los piratas. En la tablazón, que nadie había baldeado desde el motín, podían contarse
las huellas de muchos pies; y una botella, vacía y rota por su cuello, rodaba de un lado a otro por cubierta
como una cosa viva entre los imbornales.
De repente la Hispaniola orzó y los foques restallaron; el timón dio un giro y toda la goleta se inclinó con
una violentísima sacudida. La botavara cobró hacia la otra borda, chirriando su escota en los motones, y
toda la banda de barlovento quedó ante mi vista. Allí estaban los dos piratas: el del gorro rojo, caído de
espaldas, tieso, con los brazos abiertos en cruz y mostrando sus dientes por la boca entreabierta. Israel
Hands estaba sentado y caído contra la amurada, con su barbilla hundida en el pecho, las manos abiertas
apoyadas en la cubierta y el rostro, pese a su piel curtida, tan blanco como la cera de una vela.
Durante cierto tiempo, el barco continuó su rumbo a grandes bandazos como un caballo resabiado, a toda
vela y sintiéndose crujir su arboladura. Su proa cortaba las aguas embravecidas, y las olas rompían y caían
Comment: Cabo de la vela (uno de los
cabos).
Comment: Cabo con que se cazan las
velas.
como lluvia de espuma sobre cubierta; cuánto más violentos resultaban estos bandazos en aquel hermoso
barco, que en mi pequeño y rudimentario coraclo que ya estaba en el fondo del mar.
A cada bandazo de la goleta el pirata del gorro rojo resbalaba hacia un lado u otro, pero a pesar de tan
tremendo zarandeo -lo que producía una macabra impresión- no se modificaba su aspecto ni aquella siniestra
mueca que le hacía enseñar los dientes. También Hands a cada oscilación p arecía hundirse más y más en
sí mismo, escurriéndose sobre cubierta; su cuerpo empezó a inclinarse hacia popa y pronto lo único visible
de su rostro fue una oreja y el rizo medio pelado de una patilla.
En torno a ellos observé grandes manchas oscuras en la tablazón, y vi que era sangre, lo que me hizo
pensar que ambos habían muerto uno a manos de otro en el extravío de la borrachera.
Estaba yo mirándolos y pensando en todas estas cosas, cuando, en un momento en que el barco se mantenía
bastante quieto, Israel Hands se volvió un poco hacia un lado, con un quejido sordo, y se movió lentamente
volviendo a colocarse en su anterior postura. El quejido, propio de un terrible dolor o una mortal
debilidad, y más que otra cosa aquel gesto de abatimiento con su cabeza hundida en el pecho casi me
ablandaron el corazón. Pero me bastó recordar la conversación que había escuchado desde la barrica de
manzanas para que toda piedad desapareciera de mí.
Fui a popa hasta acercarme a él, que estaba junto al palo mayor.
-He subido a bordo, señor Hands -dije irónicamente. Entonces él volvió sus ojos hacia mí casi sin fue rzas;
estaba tan desfallecido como para mo strar sorpresa y sólo pudo articular una palabra:
-Brandy.
Pensé que estaba muriéndose, y pasando bajo la botavara, que de nuevo barría la cubierta, bajé a los camarotes
de popa.
Ante mis ojos se ofreció el mayor de los desastres. Todos los armarios y cajones habían sido forzados,
supongo que en busca del mapa. El piso estaba enfangado, porque seguramente aquellos malvado s se habían
revolcado allí en sus borracheras y deliberaciones tras regresar de la marisma cercana a nuestro fortín.
Los mamparos, que recordaba pintados de blanco con cenefas doradas, estaban ahora manchados con señales
de manos. Docenas de botellas vacías chocaban unas contra otras por todos los rincones del camarote.
Uno de los libros de medicina del doctor estaba abierto sobre la mesa y la mitad de sus páginas habían sido
arrancadas, imagino que para encender sus pipas. Y en medio de aquella visión, una lámpara, todavía encendida,
iluminaba con una luz humosa, débil y sombría.
Fui a la bodega: los barriles de vino habían desaparecido y un sorprendente número de botellas había sido
ya consumido y luego arrojado fuera.
No cabía duda de que desde que el motín comenzara ni uno solo de aquellos piratas había estado sobrio
ni por un instante. Buscando por aquel desorden encontré una botella en la que aún quedaba un poco de
brandy para Hands; y también descubrí galleta, frutas en conserva, un gran racimo de pasas y un trozo de
queso, lo que aproveché. Volví a cubierta, puse mis provisiones detrás del timón y, evitando las posibles
miradas del contramaestre, me dirigí hacia el tanque de agua y bebí un largo y maravilloso trago. Después
me acerqué a Hands y le di el brandy.
Se bebió más de medio cuartillo antes de quitarle la botella de los labios.
-¡Ay! -exclamó-, ¡qué demonios! ¡Lo necesitaba!
Yo estaba en mi rincón y empecé a comer.
-¿Se encuentra muy mal? -le pregunté. Dio un gruñido o, para decirlo mejor, aulló.
-Si aquel medicucho estuviera a bordo - dijo-, me pondría en pie de dos pases, pero no tengo suerte, ya
ves, y eso es lo peor que me sucede. En cuanto a ese espantapájaros -añadió señalando al del gorro rojo -,
está muerto y bien muerto. No era un marin ero, ni siquiera un hombre. Y ahora dime, ¿de dónde sales tú? -
Bien -dije-, estoy a bordo para tomar posesión de este barco, señor Hands; y tendrá la amabilidad de considerarme
su capitán hasta nuevas órdenes.
Me miró perplejo, pero no dijo nada. El color empezaba a volver a sus mejillas, aunque continuaba bastante
pálido y a cada bandazo de la goleta seguía escurriéndose por la cubierta.
-Y a propósito -continué-, no puedo aceptar esa bandera, señor Hands; así que con su permiso la voy a
arriar. Mejor no ondear ninguna que ver izada ésa.
Y sorteando de nuevo la botavara, fui hasta donde estaba amarrada la driza y arrié aquella maldita bandera
negra y la arrojé a las aguas.
-¡Dios salve al Rey! -grité, haciendo un alarde con mi sombrero -. ¡Este es el final del capitán Silver!
El me miraba ya con aire de astucia, aunque seguía sin variar su postura.
-Calculo -dijo finalmente-, calculo yo, capitán Hawkins, que bien le gustaría ahora poder tocar puerto.
Podríamos charlar de ello.
Comment: Hace un juego de palabras
con los pases de los hipnotizadores.
-Sí -dije-, con todo mi corazón, señor Hands. Diga qué se le pasa por la cabeza -y continué comiendo con
un excelente apetito.
-Ese tipejo -empezó, señalando, tembloroso por la debilidad, el cadáver-... O'Brien se llamaba... un apestoso
irlandés. Bien, ese hombre y yo largamos velas para volver al fondeadero. El está ya muerto y más
tieso que un pantoque, y no sé quién va a poder gobernar este barco. Si yo no le digo lo que tiene usted que
hacer, usted w es hembre que sepa de esto, por lo que a mí se me alcanza. Así que podemos hacer un trato:
usted me da de comer y de beber y algún trapo para vendarme la herida, y yo le diré cómo debe go bernar el
barco. Así cuadran las cuentas, y cada cual toma lo suyo.
-Voy a decirle una cosa -le contesté-: No voy a regresar al fondeadero del capitán Kidd. Mi idea es llevar
la goleta a la Cala del Norte y vararla allí tranquilamente.
-Así tendrá que ser -exclamó-. No soy ningún estúpido marino de agua dulce, después de todo. Tengo
ojos en la cara, ¿no? He jugado y perdido, yes usted quien ahora manda. ¿A la Cala del Norte? ¡No me da
donde elegir! Pero estoy dispuesto a ayudarlo, aunque me conduzca al Muelle de las Ejecuciones, ¡rayos!,
así lo haré.
No me pareció que sus palabras careciesen de cierto buen sentido. Y cerré aquel trato. En tres minutos la
Hispaniola ya navegaba apaciblemente con buen viento a lo largo de la costa de la Isla del Tesoro, y esp erábamos
doblar el cabo septentrional antes del mediodía y alcanzar la Cala del Norte antes de la pleamar,
porque ése era el momento en que podríamos embarrancarla sin que sufriera daños, y desde allí, con el reflujo,
desembarcar.
Fijé con un cabo la rueda del timón y bajé a buscar mi cofre, del que saqué un pañuelo de seda de mi madre,
de gran suavidad. Ayudé a Hands a vendarse la cuchillada, pues aún sangraba, en el muslo, y tras haber
comido un poco y con otro par de tragos de brandy, noté que empezaba a revivir, y hasta enderezó su po stura
y hablaba con más vigor. Era ya otro hombre.
La brisa nos impulsaba favoreciendo nuestros deseos. La goleta cortaba el mar navegando ligera como un
pájaro; la costa de la isla pasaba rápidamente ante nosotros y el paisaje cambiaba a cada minuto. Pronto
dejamos de ver las tierras altas y empezamos a navegar a la altura de un territorio bajo y arenoso poblado
de pinos enanos; y pronto también aquel paisaje quedó atrás, hasta que doblamos el promontorio de la colina
rocosa con que la isla termina por el norte.
Yo me sentía eufórico con mi flamante mando y fascinado por la belleza de la luz del sol y los variados
matices, y la conciencia, que antes me había amonestado por esta aventura, callaba ahora ante la gran victoria
que había representado. Creo que mi alegría hubiera sido completa de no tener presentes los ojos del
contramaestre, que me seguían donde me encontrase y con la extraña sonrisa que no se borraba dé su cara.
Era una sonrisa en la que se mezclaban dolor y desfallecimiento -parecía la macilenta sonrisa de un anciano-,
pero con un tinte sombrío de felonía, y ese rictus seguía todos mis movimientos, espiándome, aguardando.
Capítulo 26
Israel Hands
El viento, sirviendo a nuestros deseos, cambió al oeste. Podíamos navegar con más facilidad desde el extremo
noreste de la isla hasta la entrada de la Cala del Norte. Pero como no había forma de poder anclar, y
yo no me atrevía a varar la goleta hasta que la marea estuviera alta, durante largo tiempo no tuvimos nada
que hacer a bordo. El contramaestre me indicó cómo fachear el barco; y, tras muchos intentos, al fin logré
hacerlo y los dos nos sentamos silenciosos a comer.
-Capitán -me dijo, con aquella misma inquietante sonrisa-, ¿qué hacemos con mi viejo camarada O'-
Brien? ¿Por qué no lo coge usted y lo arroja al agua? Yo no soy particularmente melindroso, sí me duele
haberlo liquidado, pero no considero que esté bien ahí en cubierta... Feo ornamento, ¿no cree usted?
-Ni tengo fuerzas yo solo ni me apetece la tarea -le contesté-. Por mí, ahí se queda.
-Este es un barco sin suerte, Jim -siguió, haciéndome un guiño de complicidad-. Un puñado de hombres
ha caído ya en esta Hispaniola, pobres marineros que se ha tragado el otro mundo desde que embarcamos
en Bristol. No, nunca he visto un barco con peor suerte. Mira a este O'Brien... y ahora está muerto, ¿no es
verdad? Pues bien, yo no soy hombre de letras y tú eres un mozo que sabe leer y entiende esas cosas de la
pluma; y para decirlo sin rodeos, ¿tú crees que, cuando uno se muere, lo hace para siempre o que vuelve
otra vez?
-Se puede matar el cuerpo, señor Hands, pero no el espíritu; ya debía saberlo -repliqué-. O'Brien está en
el otro mundo, y hasta puede que nos esté mirando.
Comment: Parte de la embarcación que
forma el fondo junto a la quilla.
Comment: «Ponerse en facha»: detener
a una embarcación maniobrando con las
velas en sentido contrario.
-¡Oh! -exclamó-. Pues es de lamentar, porque así es como si matar a uno no fuera más que matar el tiempo.
De todos modos, los espíritus no cuentan mucho, por lo que yo sé. No me asusta te ner que vérmelas
con ellos, Jim. Y ahora que estamos hablando con confianza, te agradecería mucho que bajases al camarote
y me trajeras un... bueno, un... ¡cómo crujen mis cuadernas!, no doy con el nombre; bien, tú traeme una
botella de vino, Jim, porque este brandy es demasiado fuerte para mi cabeza.
Todo aquello no me parecía natural, y desde luego que prefiriese el vino al aguardiente no podía yo
creerlo. Aquello no era más que un pretexto. Quería alejarme de la cubierta, de eso no había duda, pero
ignoraba con qué propósito. Su mirada esquivaba la mía; sus ojos miraban de soslayo y hacia todas partes,
lo mismo hacia los cielos que, furtivamente, hacia el cadáver de O'Brien. Seguía sonriendo sin cesar y se
relamía tan gustosamente, que hasta un niño hubiera podido percatarse de que maquinaba alguna artimaña.
Pero yo conocía mi terreno, y con alguien en el fondo tan torpe no me resultaba difícil ocultar mis sosp echas;
y le dije sin vacilar:
-¿Vino? Estupendo. ¿Lo quieres blanco o tinto?
-Calculo que viene a ser la misma cosa para mí, compañero -replicó-; con tal que sea fuerte y abundante,
¿qué importa lo demás?
-De acuerdo -le contesté-. Voy a traerte Oporto, amigo Hands. Pero me va a costar trabajo dar con la botella.
Y diciendo esto me alejé hacia la escala del camarote, haciendo el mayor ruido posible; y entonces me
quité los zapatos, di vuelta por el pasillo, subí por la escala del castillo de proa y asomé la cabeza a ras de la
cubierta. Yo sabía que él no podía ni imaginarse que yo apareciera allí, pero de todas formas fui lo más
cauteloso posible; y en verdad que mis sospechas quedaron confirmadas.
Hands abandonó su postración, incorporándose dificultosamente; y a pesar de notarse que la pierna le
producía un dolor intenso -pues le oí quejarse-, cruzó sin embargo la cubierta rápidamente hasta la banda
de babor y de un rollo de maroma sacó un largo cuchillo, o quizás fuera corto, pero estaba hasta la empuñadura
tinto en sangre. Lo examinó por unos instantes acercándoselo a los ojos, probó el filo y la punta en
la palma de su mano, y después lo escondió apresuradamente en el bolsillo interior de su casaca. Y volvió a
arrastrarse hasta el lugar que antes ocupaba apoyado en la amurada.
Yo no precisé saber más. Israel podía moverse, estaba armado, y, si tenía las lógicas intenciones de deshacerse
de mí, sin duda que fácilmente yo me convertiría en su víctima. Cómo pensara arreglárselas después,
atravesando la isla a rastras desde la Cala del Norte hasta la ciénaga donde estaban sus compañeros, o
confiando en que éstos acudirían en su ayuda, no lo podía imaginar.
Pero a pesar de todo tenía la seguridad de que al menos en. una cosa podía fiarme de él, puesto que nuestros
intereses coincidían, y era en poner a salvo la golera. Ambos queríamos embarrancarla con el menor
daño posible en un lugar seguro, con el fin de que en su momento pudiera ser puesta a flote de nuevo sin
demasiado trabajo; y hasta tanto consiguiéramos vararla, mi vida, así lo creía, estaría segura.
Al mismo tiempo que meditaba en todas estas cosas, me deslicé de nuevo hasta el camarote, me calcé
mis zapatos y cogí la primera botella de vino que encontré a mano; aparecí con ella en cubierta.
Hands seguía tumbado como un guiñapo donde lo había dejado, y tenía los ojos casi cerrados como si estuviera
tan débil que no pudiera resistirla luz del sol. En cuanto me vio, alzó su mirada, tomó la botella,
rompió el cuello con la maestría del que está habituado a hacerlo, y dio un largo trago que solemnizó con
un brindis.
-¡Suerte!
Después se quedó un rato tranquilo, y luego, sacando un pedazo de tabaco, me pidió que le cortase un
trozo.
-Córtame un cacho -me dijo -, porque no tengo navaja ni fuerzas. Ojalá las tuviera. ¡Ay, Jim, Jim, creo
que he perdido mis estays! Córtame un cacho, porque me temo que no vas a cortarme muchos más, much acho;
voy a hacer mi último viaje y no hay que engañarse.
-Bien -le dije-, te cortaré el tabaco; pero, si yo estuviera en tu lugar y me creyera tan condenado, me pondría
a rezar como un buen cristiano.
-¿Por qué? -me contestó-. Dime por qué.
-¿Por qué? -exclamé-. Hace poco me hablabas de los muertos. Tú has traicionado, has vivido en pecado y
has vertido sangre; a tus pies hay ahora mismo un hombre a quien has asesinado. ¡Y me preguntas por qué!
¡Por Dios, Hands, ése es el porqué!
Le dije esto bastante enfurecido, pensando además en el cuchillo que llevaba oculto en su bolsillo y que
destinaba, y de sus malos pensamientos no tenía yo dudas, a terminar conmigo. El, por su parte, bebió un
largo trago de vino y me dijo con extraña e inesperada solemnidad:
-Treinta años llevo navegando los mares. Y he visto de todo, bueno y malo, he sufrido los peores temporales
y sé lo que es acabarse las provisiones y tener que defenderse a cuchillo, y todo lo que haya que ver.
Pero te voy a decir algo : no he visto nunca nada bueno que venga de lo que llamáis virtud. Hay que pegar el
primero; los muertos no muerden. Esa es mi opinión, amén. Y ahora escucha esto -añadió, cambiando bruscamente
su tono-: ya está bien de niñerías. La marea está subiendo y podemos pasar. Obedece mis órdenes,
capitán Hawkins, y embarranquemos el barco y acabemos de una vez.
Sólo teníamos que salvar unas dos millas, pero la navegación era difícil: la entrada a la Cala del Norte era
angosta y de poco calado, y además formaba un recodo, de manera que la goleta debía ser gobernada con
mucha habilidad para conseguir que llegara a su destino. Yo era un buen subalterno, que cumplía con eficacia
las órdenes, y estoy seguro de que Hands era un magnífico piloto; así que fuimos sorteando los bancos
sin el menor problema y con tal precisión, que contemplar la maniobra hubiera procurado un inmenso placer.
En cuanto atravesamos los dos pequeños cabos que cerraban la entrada, nos encontramos en el centro de
una bahía. Las costas de la Cala del Norte estaban cubiertas por bosques tan espesos como los que yo había
visto en el otro fondeadero; pero éste era más estrecho, con forma alargada, que le daba el aspecto de un
estuario. Frente a nosotros, en el extremo sur, vimos los restos de un buque hundido, que estaba en su última
fase de ruina. Debía haber sido un navío de tres palos, pero llevaba seguramente tantos años expuesto a
la injuria del tiempo, que por todas partes estaba cubierto como por inmensas telarañas de algas, que, al
bajar la marea, surgían en sus mástiles chorreando agua. Sobre la cubierta ahora visible habían arraigado
los mismos matorrales que en la costa veíamos cubiertos de flores. Era un espectáculo triste, pero nos aseguraba
que aquel fondeadero era un buen abrigo.
-Ahora -dijo Hands-, ten cuidado; hay un trozo de playa que es perfecto para varar el barco. Arena fina,
seguro que nunca hace viento y está rodeado de árboles, y mira las flores que crecen como en un jardín
sobre ese viejo barco.
-Cuando embarranquemos -pregunté-, ¿cómo podremos volver a sacarlo a flote?
-Ah -replicó-, tú tomas una maroma y la llevas a tierra, cuando la marea ya esté baja; la fijas en uno de
aquellos grandes pinos; la traes a bordo y le das otra vuelta en el cabestrante, y ya no hay más que esperar
la pleamar, y sale a flote el solo como la cosa más natural. Y ahora, muchacho, pon atención. Estamos ya
sobre el sitio justo y el barco navega demasiado rápido. ¡Un poco a estribor! ¡Ahí! ¡Sostén firme! ¡A estribor!
... ¡Ahora un poco a babor! ¡Sostén firme!
Seguía dando órdenes que yo obedecía inmediatamente. De pronto, gritó:
-¡Ahora, muchacho... orza!
Yo fijé el timón, y la Hispaniola viró rápidamente y avanzó de proa hacia la costa baja y frondosa.
La excitación por toda la maniobra me impidió, desde luego, estar pendiente del contramaestre como con
anterioridad. Y hasta en aquel momento la seguía yo con tan vivo interés, esperando el instante en que el
barco embarrancase, que me olvidé del peligro que me amenazaba y sólo tenía ojos p ara mirar por la bo rda
cómo la proa cortaba las olas. Y allí hubiera perecido sin siquiera luchar por mi vida, si no hubiera sido
porque un presentimiento me sobrecogió y me hizo volver la cabeza. Quizá fue un ruido, o que vi la sombra
de Hands con el rabillo del ojo; acaso un instinto como el de los gatos; pero el caso es que, cuando miré
hacia atrás, allí estaba Hands ya casi sobre mí con el cuchillo en su mano derecha.
Recuerdo que los dos gritamos cuando nuestros ojos se encontraron; pero, si el mío fue un grito de terror,
el suyo era una especie de bufido salvaje, como el de un toro al embestir. Saltó sobre mí al mismo tiempo
que daba aquel furioso alarido, y yo salté como pude hacia el castillo de proa. Al precipitarme para esquivar
su golpe, solté el timón, y la rueda empezó a girar violentamente a sotavento; creo que eso fue lo que
me salvó la vida, porque, al girar, dio a Hands en el pecho con tal violencia, que quedó parado en seco.
Antes de que él se recobrara, ya me había puesto a salvo, escapando de aquel rincón donde podría acorralarme;
ahora tenía toda la cubierta libre para esquivar sus ataques. Me protegí tras el palo mayor y saqué mi
pistola; él venía directamente hacia mí blandiendo el cuchillo. Apunté con serenidad y apreté el gatillo.
Pero no se produjo el disparo; el agua del mar había inutilizado mi arma. Me maldije a mí mismo por ese
descuido. ¿Cómo no se me había ocurrido cebar de nuevo la pistola y comprobar su carga? En aquellas
circunstancias yo no era más que una oveja esperando a su carnicero.
Aunque Hands estaba herido, era increíble la agilidad con que se movía, y parecía un demonio con el p elo
aceitoso cayéndole sobre su rostro y las mejillas encendidas por la agitación o por la furia. Yo no tenía
tiempo de probar la otra pistola, ni demasiada confianza en que no estuviera inservible. Una cosa era clara
para mí: si continuaba retrocediendo, no tardaría en acorralarme contra la proa, como antes había estado
apunto de conseguirlo en popa. Y si lograba cercarme, lo único que yo podía esperar de este lado de la
eternidad eran nueve o diez pulgadas de acero ensangrentado dentro de mi cuerpo. Me escondí tras el palo
mayor, que era de un respetable grosor, y esperé con todos mis nervios en tensión.
Cuando vio que yo me defendía con aquella especie de juego del esquinazo, se detuvo; y durante unos
momentos intentó alcanzarme con rápidos golpes de su cuchillo, a los que yo respondía esquivando a un
lado y otro del mástil. Era un juego que a menudo había yo practicado en mi tierra, entre los peñascos del
Cerro Negro; pero nunca pensé que tendría que utilizarlo de aquel modo. De otras formas no hice quizá otra
cosa que seguirlo imaginando que tenía que vérmelas con un marino viejo y además herido en una pierna.
Eso pareció acrecentar mi valor, hasta el punto que incluso aventuré pronósticos sobre el desenlace; pero, si
empezaba a considerar la posibilidad de prolongarlo mucho tiempo, no alcanzaba ninguna esperanza sobre
su resultado.
Y así estaban las cosas, cuando de repente la Hispaniola embarrancó, escoró con violencia y quedó varada
en el arenal con una inclinación de cuarenta y cinco grados a babor; penetró un poco de agua por los
imbornales, que hizo pequeños charcos entre la cubierta y la amurada.
Hands y yo fuimos derribados al mismo tiempo y rodamos casi juntos hasta la banda; el cadáver del pirata
del gorro rojo, que aún conservaba los brazos en cruz, rodó, rígido, junto a nosotros. Yo di con la cabeza
contra un pie del timonel, y sentí el golpe resonar en mi boca. Pese a ello, me levanté inmediatamente, antes
que Hands, al que le había caído encima el cadáver. La inclinación del barco no era a propósito para
poder correr en cubierta; era preciso que yo buscara un medio de escapar, y lo antes posible, porque mi
enemigo estaba a punto de lanzarme el cuchillo. Rápido como el pensamiento, salté a un obenque de mes ana,
trepé por él todo lo rápido que mis manos me permitían y no respiré hasta verme sentado en la cruceta.
Mi ligereza me salvó; el cuchillo se clavó a menos de medio pie por debajo de mí, cuando empecé a trepar
a toda velocidad. Vi a Israel Hands con gesto de perplejidad, su rostro levantado, mirándome con la
boca abierta.
Aproveché aquel instante de sosiego para cebar de nuevo mis pistolas, y, cuando ya tuve una dispuesta,
preparé la otra conven ientemente.
Hands se quedó desconcertado e indeciso; se daba cuanta de que con aquellos dados no ganaría nunca; y
después de visibles vacilaciones, trató de encaramarse por el cabo, con el cuchillo entre sus dientes. Pero
trepar no era empresa fácil para él; mucho tiempo gastó en ello y cuántos ayes, con aquella pierna colgando
herida. Ya tenía yo mis dos pistolas preparadas cuando aún no había él trepado ni una tercera parte del
obenque. Entonces, mirándolo, y con una pistola en cada mano le grité:
-¡Un palmo más, señor Hands, y le salto los sesos! Los muertos no muerden, ¿no es eso lo que dijo? -
añadí, riendo entre dientes. Se detuvo. Vi, por su gesto, que trataba de pensar, lo que para él era empresa
harto lenta y dificultosa, y yo, crecido por mi superioridad en aquel momento, solté una carcajada. El tragó
saliva varias veces, y trató de hablar, aunque sin perder aquella expresión de perplejidad. Para poder hacerlo
se quitó el cuchillo de su boca, pero no hizo ningún otro movimiento.
Jim -me dijo-, calculo que los dos estamos en un mal paso, y que no tenemos otra salida que firmar un
pacto. Si no hubiera sido por el bandazo, te habría atrapado; pero ya te dije que este barco trae mala suerte,
sí, señor; y creo que tendré que rendirme, aunque sea duro, ya lo ves, para un buen marinero, siendo tú un
grumete, Jim.
Saboreaba yo estas palabras, tan sonriente y ufano como un gallo en su corral, cuando de improviso vi a
Hands que echó la mano atrás por encima del hombro. Algo silbó en el aire como una flecha; sentí un golpe
y después un agudo dolor, y quedé clavado por mi hombro contra el mástil. Ni lo pensé; el dolor era muy
fuerte y no menos mi sorpresa; nunca he sabido si quise disparar o no, pero apreté los dos gatillos. Ambas
pistolas cayeron de mis manos, y junto a ellas, con un grito ahogado, el timonel Israel Hands se soltó del
obenque y cayó de cabeza al mar.
Capítulo 27
¡Doblones!
Como el barco estaba tan escorado, los mástiles sobresalían sobre las aguas, y a la altura que yo estaba,
en la cruceta, veía bajo mis pies la superficie de la bahía. Hands, que no había alcanzado esa altura, cayó
cerca del casco, casi junto a la borda. Vi su cuerpo emerger entre remolinos de espuma sanguinolenta y
volver a hundirse para siempre. Cuando la mar estuvo en calma, pude verlo hecho un ovillo en el fondo de
limpia y luminosa arena, en la sombra que proyectaba el casco de la goleta. A veces el temblor de una ola
provocaba la ilusión de un movimiento, como si intentara levantarse. Pero estaba bien muerto, con dos di sparos
y, además, ahogado, y ya no era más que comida para los peces, como yo lo hubiera sido.
Empecé a sentirme mareado, desfallecido y sobrecogido por el miedo. Noté cómo la sangre caliente me
corría por la espalda y el pecho. El cuchillo que me sujetaba por el hombro al mástil era como un hierro al
rojo; sin embargo no me pesaba tanto ese dolor, que me creía capaz de soportar sin una queja, como el terror
a caer desde la cruceta en aquellas aguas serenas y verdosas junto al cuerpo del timonel.
Me agarré con todas mis fuerzas a la cruceta, hasta que me dolieron las uñas, y cerré los ojos para no ver
aquella escena. Poco a poco fui recobrando el valor, el pulso volvió a latir con un ritmo más tranquilo y
comencé a sentirme dueño de mí mismo.
Mi primer pensamiento fue el de arrancarme el cuchillo; pero estaba clavado con tanta fuerza, y los nervios
me fallaron, que tuve que desistir con un violento escalofrío. Y como siempre sucede con las cosas
más insignificantes, fue ese tiritón el que resolvió mi problema. Porque el cuchillo, que había estado a punto
de herirme en algún lado más grave o mortal, lo único que atravesaba era la parte superior del hombro,
casi solamente la piel, y aquel escalofrío terminó por desgarrarla. La sangre manó copiosamente, pero me
sentía libre y podía moverme y sólo mi casaca y mi camisa me unían al palo, lo que no tardé en resolver
dando un fuerte tirón.
Sin perder tiempo me deslicé por el obenque de babor hasta cubierta; ni por todo el oro del mundo lo
hubiera hecho por el de estribor, que caía a plomo sobre las aguas donde reposaba Israel Hands.
Bajé al camarote y curé mi herida como pude. El dolor era muy intenso y sangraba abundantemente, pero
no era profunda y no la juzgué grave, ni tampoco me impedía demasiado mover el brazo. Después inspeccioné
el barco, y, pues ahora estaba bajo mi mando, decidí desembarazarme de su último pasajero, el cadáver
de O'Brien.
Yacía arrojado como un fardo contra la amurada, una especie de desfondado espantapájaros de rostro
como la cera. Estaba en una postura que facilitaba mis intenciones; y como ya empezaba a estar habituado a
estas macabras experiencias, mi antiguo temor ante los muertos había casi desaparecido. Lo agarré por la
cintura, como un saco de salvado, y de un buen empujón lo arrojé por la borda. Se hundió con un ruidoso
chapuzón, su gorro rojo quedó flotando en las aguas, y, cuando me dejó la espuma producida por su caía, lo
vi tendido junto a Israel, moviéndose ambos con la ondulación del mar. O'Brien, aunque joven, era bastante
calvo, y allí se destacaba su cráneo mondo apoyado en las rodillas de su asesino, y sobre los dos cuerpos,
los peces que empezaban a congregarse.
Ahora estaba yo solo en la goleta. La marea empezaba a cambiar. El sol llegó a su ocaso y ya las sombras
de los pinos se alargaban a través del fondeadero y pintaban sobre la cubierta grandes manchas de luz y
sombra vacilantes. La brisa del atardecer se levantaba, y aún protegido por la colina de los dos picos, que se
levantaba hacia el este, el aparejo empezaba a vibrar con un sordo silbido y las velas a agitarse de un lado
para otro.
Entonces caí en la cuenta de que existía peligro para el barco. Pude arriar los foques con cierta facilidad,
y los abandoné caídos en cubierta; pero la vela mayor era una tarea mucho más difícil. Cuando la goleta
escoró al embarrancar, la botavara había caído del mismo lado, saliendo sobre la borda, y las jimelgas así
como parte de la lona cayeron al mar. Pensé que aquello aumentaba el peligro, pero en mi turbación no veía
forma de solucionar el problema. Determiné cortar la driza, y así lo hice con mi navaja. El pico de la cangreja
quebró de inmediato y una gran panza de lona distendida flotó sobre el mar. Eso fue todo lo que pude
hacer, porque no conseguí mover la cargadera, y dejé la Hispaniola a su suerte como yo quedaba a la mía.
Cuando terminé estos trabajos, la oscuridad cubría el fondeadero y recuerdo que las últimas luces del sol
entraban a través de un claro de los bosques y brillaban como una joya en las algas y flores que cubrían
aquel navío hundido a la entrada de la bahía. Empecé asentir frío; la bajamar asentaba la go leta más y más
sobre su casco y aumentaba su escora.
Traté de encaramarme hacia proa con gran dificultad y miré sobre la borda. No parecía haber mucha profundidad,
y sujetándome con cuidado a la driza cortada me dejé caer lentamente al agua. Apenas me llegaba
a la cintura, la arena era dura, y notaba las ondulaciones del fondo; feliz y con bastante ánimo vadeé
hasta la orilla. La Hiipaniola quedó allí varada, con su vela mayor cubriendo la superficie de las aguas. En
ese instante el sol se ocultó y la brisa empezó a soplar suavemente por entre los árboles en la oscuridad del
crepúsculo.
Por lo menos yo estaba en tierra y no volvía del mar con las manos vacías. La goleta estaba libre de filibusteros
y aguardando a nuestra gente para ser tripulada de nuevo y navegar. Yo no tenía otro pensamiento
que regresar a la empalizada y gozar del relato de mi aventura. Era posible que me amonestasen por ella,
Comment: Extremos de la botavara.
Comment: Candaliza (cada uno de los
cabos que hacen de brioles en la Cangr eja)
de las can grejas.
pero el haber capturado la Hispaniola pensaba que podía callar todas las voces y estaba convencido de que
hasta el propio capitán Smollett tendría que admitir que yo no había perdido el tiempo.
Con esos pensamientos, y alegre como el que más, tomé camino en dirección al fortín para encontrarme
con mis compañeros. Traté de situarme partiendo de que el mas oriental de los ríos, que desembocaban en
el fondeadero del capitán Kidd, bajaba desde el monte de los dos picos que ahora tenía yo a mi izquierda; y
empecé a rodearlo para cruzar cerca de su nacimiento, donde el caudal era escaso. El bosque no parecía
demasiado impenetrable, y, siguiéndolo a lo largo de las estribaciones del monte, no tardé en recorrer su
ladera y dar con el río, que atravesé con el agua a media pierna. Así llegué a un sitio que reconocí como
aquel donde me había encontrado con Ben Gunn, el abandonado; seguí entonces mi camino con más caut ela,
vigilando hacia todas partes. La noche había caído y, cuando llegé cerca de la depresión entre los dos
picachos, advertí como un fulgor vacilante, y pensé que el hombre de la isla estaría cocinando su cena en
una hoguera. Me inquietaba imaginarlo tan despreocupado, porque ese mismo fuego que yo veía podía ser
descubierto también por Silver desde su campamento en la ciénaga.
Fui acercándome poco a poco, aprovechando la oscuridad de la noche, y mucho me costó no perderme en
mi camino; el monte de los dos picos quedaba a mis espaldas y el Catalejo a mi derecha, ambos muy desdibujados
por la noche; pocas eran las estrellas y su brillo apagado, y el terreno por donde yo caminaba est aba
plagado de matorrales que más de una vez me hicieron caer sobre la arena.
De pronto me encontré en el centro de una tenue claridad. Levanté los ojos; pálidos rayos de bellísima
luz se abrían sobre la cima del Catalejo, y, casi inmediatamente, un inmenso disco de plata se levantó sobre
las copas de los árboles: era la luna.
Bajo su luz anduve rápidamente los últimos tramos de mi camino; y unas veces corriendo, otras paso a
paso, fui acercándo me lleno de impaciencia a la empalizada. Cuando alcancé el bosque que la rodeaba, tuve
buen cuidado en arrastrarme cautelosamente, porque hubiera sido un triste fin para mis aventuras recibir un
tiro por equivocación de mis propios compañeros.
La luna iba levantándose con todo su esplendor; su luz iluminaba grandes zonas del bosque, y de pronto,
ante mí, entre los árboles, vi un resplandor de muy distinto color. Un fulgor rojizo que por momentos se
apagaba, como si fuera el rescoldo de una hoguera.
No podía ni imaginar de qué podía tratarse.
Me deslicé hasta la orilla del calvero. Hacia el oeste se veía iluminado por la luna; el resto, incluyendo el
fortín, estaba aún cubierto por la oscuridad, unas tinieblas salpicadas aquí y allá por plateadas franjas de
luz. Detrás del fortín brillaban las ascuas de lo que fue una hoguera, pero aún irradiaba un fuerte resplandor
rojizo que contrastaba vivamente con la mórbida blancura de la luna. No se oía ruido alguno ni se sentía
otra presencia que el suave sonido de la brisa.
Me detuve muy asombrado, y quizá con cierto temor. Yo sabía que mis compañeros no tenían la costumbre
de encender grandes hogueras, antes bien, por orden del capitán, limitábamos las ocasiones de hacer
fuego; y comencé a temer que algo malo les hubiera sucedido durante mi ausencia.
Me agazapé y con mil cuidados empecé a arrastrarme hacia el este, encubierto por las sombras, y busqué
el lugar donde la empalizada estuviera más-protegida por la oscuridad, y allí la crucé.
Continué arrastrándome sin hacer el menor ruido hasta llegar a una de las esquinas del fortín. Conforme
me aproximaba mi corazón iba tranquilizándose. Cuántas veces había aborrecido el sonido de los ronquidos
de mis compañeros, pero cómo lo esperaba escuchar en aquelizs momentos; y cómo se llenó mi corazón de
alegría cuando hasta mí llegaron. Hasta aquel grito tan marinero de guardia: «¡Todo bien!», jamás habría
sido tan tranquilizador.
Pero, de todas formas, empezó a inquietarme un sexto sentido: la vigilancia en torno a la empalizada era
deplorable. Si hubiera sido Silver o alguno de los suyos, en lugar mío, ninguno de mis compañeros hubiera
vuelto a ver la luz del día. Pensé que quizá las heridas del capitán le habían impedido organizar mejor los
centinelas, y me culpé a mí mismo por haberlos abandonado en aquella situación.
Llegué a la puerta y me puse en pie. Dentro había una absoluta oscuridad y era imposible distinguir a n adie.
Se escuchaba el ruido monótono de los ronquidos y me pareció oír un rumor de aletazos o el roce de un
pico, que no podía -o no quería- explicarme. Empecé a andar hacia el interior tanteando con los brazos. «Mi
lecho estará donde antes» (imaginé regocijado); «y cuando despierte mañana, cómo voy a reírme al ver su
estupor».
Mi pie tropezó con algo blando: era una pierna; quien fuese gruñó y dio media vuelta sin llegar a despertarse.
En ese instante, de improviso, una voz estridente rompió a chillar en la oscuridad:
-¡Doblones! ¡Doblones! ¡Doblones! ¡Doblones! ¡Doblones!
Y continuó imparable como el repiqueteo de un pequeño telar. ¡Era el loro verde de Silver, el Capitán
Flint! Eso era lo que yo había oído picotear; era él quien, mejor centinela que ningún humano, anunciaba
mi llegada con su abrumador estribillo.
No tuve ni tiempo de recobrarme de la sorpresa. A los agudos y metálicos chillidos del loro se despert aron
los durmientes y rápidamente se levantaron; y con un tremendo juramento la voz de Silver tronó:
-¿Quién va?
Intenté echar a correr, pero choqué con uno de los piratas y, al retroceder, me precipité en brazos de otro,
que me sujetó con fuerza.
-¡Trae una antorcha, Dick! -dijo Silver, cuando se aseguró de mi captura.
Y uno de ellos salió del fortín y volvió rápidamente con una rama encendida.
PARTE SEXTA
EL CAPITAN SILVER
Capítulo 28
En el campamento enemigo
La luz de aquel fuego que iluminó el interior del fortín no hizo sino que viera realizados mis más sombríos
presentimientos. Los amotinados se habían apoderado del recinto y de todas nuestras provisiones; allí
estaban el barril de aguardiente, la salazón de cerdo y la galleta, pero lo peor, lo que hizo aumentar mis
temores, es que no vi ni rastro de prisioneros. Imaginé que sin duda habían perecido y mi corazón se llenó
de dolor por no haber estado con ellos en tan grave momento.
En total eran seis los piratas; todos los que habían quedado vivos. Había cinco en pie, con huellas de cansancio
en sus rostros abotargados, de encendidas mejillas, recién despertados del primer sueño de la borrachera.
Un sexto bucanero estaba incorporado apoyándose sobre un codo; tenía una palidez mortal y las ensangrentadas
vendas liadas en su cabeza indicaban que hacía poco que había sido herido, y, aún menos,
curado. Pensé que era él mismo que yo había visto correr hacia el bosque después de recibir un tiro.
El loro estaba quieto, picoteándose el plumaje, en el hombro de john «el Largo». Silver parecía más pálido
e intranquilo que de costumbre. Lucía todavía aquel vistoso traje con el que había capitaneado el motín,
pero ya se veía deslustroso, lleno de barro y rotos causados por los arbustos.
-Así que -dijo- aquí tenemos a Jim Hawkins. ¡Así revienten las cuadernas!, y caído del cielo, como suele
decirse, ¿eh? Bien, acércate, ¿porque vienes como amigo, no?
Y diciendo esto se sentó en el tonel de aguardiente y empezó a cargar su pipa.
-¡Acércame una tea encendida, Dick! -llamó, y cuando la pipa ya tiraba -. Está muy bien muchacho -
añadió-; tira la tea por ahí. Vosotros, caballeretes, volved a dormir; no es preciso que sigáis aquí contemplando
al señor Hawkins; seguro que él os disculpará. Así pues, Jim -prosiguió retacando su pipa-, has
vuelto, ¡qué sorpresa tan agradable para el pobre y viejoJohn! Ya vi que eras listo la primera vez que te
eché un ojo encima, pero la verdad es que no comprendo este regreso tuyo.
Como puede suponerse, yo no contesté a sus palabras.
Me había colocado de espaldas a la pared y allí permanecí, mirando a Silver cara a cara, intentando aparentar
una valentía que el desconsuelo de mi corazón hacía muy difícil.
Silver dio un par de chupadas a la pipa, con mucha tranquilidad, y prosiguió:
-Ahora que estás aquí, Jim -me dijo -, voy a confesarte mis pensamientos. Siempre me has parecido un
muchacho formidable, sí, señor, con empuje, el propio retrato de mí mismo cuando yo era joven y apuesto.
Siempre he querido verte unido a nosotros y que tuvieses tu parte y vivieras como un caballero, y, ahora,
gallito, no tienes más remedio que hacerlo. El capitán Smollett es un buen marino, mejor que yo lo seré
nunca, pero es demasiado rígido con la disciplina. «E l deber es el deber», dice siempre, y lleva razón. Ten
cuidado con él. Y con el doctor, que no quiere ni verte; «un bribón desagradecido», es lo que me dijo que
pensaba de ti. En resumen: no puedes volver con los tuyos porque no quieren nada contigo; y amenos que
tú solo seas una tripulación, lo que resultaría bastante solitario, no tienes otro camino que enrolarte con el
capitán Silver.
Al menos me había enterado de que mis compañeros aún vivían, y, aunque no dudaba de las palabras de
Silver sobre los sentimientos que hacia mí abrigaban, lo que había oído me dejaba menos entristecido que
confortado.
-No es preciso que te repita que estás en nuestras manos -continuó Silver-, porque eso se ve, ¿no? Pero
yo soy hombre que gusta de argumentar; siempre he aborrecido las amenazas, que además no sirven para
nada. Si te gusta mi ofrecimiento, de acuerdo, únete a nosotros; si no te gusta, Jim, eres libre para decir que
no, completamente libre, compañero. No creo que ningún navegante hijo de buena madre pueda hablar más
claro, ¡o que me hunda!
-¿Tengo que responder ahora? -contesté con voz trémula. Porque a través de todo aquel irónico parlamento,
yo veía una grave amenaza que iba cayendo sobre mí, y sentí un intenso calor en mi rostro y mi
corazón latir con violencia.
-Muchacho -dijo Silver-, nadie te aprieta. Echa tus cuentas. Ninguno de nosotros te apremia, compañero;
y es agradable pasar el tiempo en tu compañía, tenlo por seguro.
-Bien -dije, tratando de aparentar valor-. Si he de elegir, lo primero que creo es tener derecho a saber qué
ha sucedido y por qué estáis vosotros aquí y no mis compañeros. ¿Dónde están?
-¿Qué ha sucedido? -dijo uno de los bucaneros con un ronco gruñido -. ¿Y quién es el listo que lo sabe?
-Cierra tu cuartel hasta que se te hable, amigo -gritó Silver con voz enojada. Y después, ya con un tono
más suave, me dijo-: Ayer por la mañana, señor Hawkins, en la tercera guardia, vino a parlamentar el do ctor
Livesey, y me dijo: «Capitán Silver, está usted perdido. El barco ha zarpado». Bueno, yo no podía decir
que no, habíamos estado bebiendo un poco y cantando, eso ayuda a vivir, así que no podía decir que no,
porque ninguno de nosotros había estado vigilando la golet a. Entonces fuimos a mirar, y, ¡por todos los
temporales!, el maldito barco ya no estaba. En mi vida he visto un rebaño de idiotas más cariacontecidos, y
no te quepa duda de que yo era el que tenía la cara más larga. Entonces me dijo el doctor, «vamos a hacer
un trato». Y lo hicimos, y por eso aquí estamos nosotros con las provisiones y el aguardiente, bien a cubierto
y con toda la leña que tuvisteis la bondad y previsión de cortar, y, ¿cómo diría?, tan a gusto como en el
barco. En cuanto a ellos... se largaron; no sé dónde pueden estar.
Volvió a chupar tranquilamente su pipa.
-Pero que no se te ocurra pensar que tú estabas incluido en el trato -prosiguió-. Lo últ imo que dijimos
fue: «¿Cuántos son ustedes?», yo se lo pregunté, y él me dijo: «Cuatro, y uno de nosotros está herido. En
cuanto a ese maldito chico, ni sé dónde está ni me importa. Estamos hartos de él». Esas fueron sus palabras.
-¿Eso es todo? -pregunté.
-Bueno... eso es todo lo que tienes que saber, hijito -contestó Silver.
-¿Y ahora debo elegir?
-Y ahora debes elegir, tenlo por seguro -repuso Silver.
-Pues bien -le dije-; soy lo bastante listo como para saber lo que me espera. Y poco me importa ni siquiera
lo peor. He visto ya morir a demasiados hombres desde que desgraciadamente tropecé con vosotros. Pero
hay un par de cosas que he de decirle -y proseguí ya sin ninguna contención-, y la primera es ésta: no es
tampoco muy bueno vuestro camino; habéis perdido el barco, habéis perdido el tesoro, y habéis perdido
varios hombres; todo el negocio se ha venido abajo; y si quiere usted saber a quién le debe todo esto: ¡es a
mí! Yo estaba dentro de la barrica de manzanas la noche que avistamos tierra y les oí a John, a usted, a
Dick Johnson y a Hands, que ahora por cierto está en el fondo de los mares, y fui yo quien se lo contó todo
al squire. Y en cuanto a la goleta, fui yo quien cortó la amarra y el que maté a los dos que habíais dejado a
bordo, y yo el que la he llevado a un lugar donde jamás la volveréis a ver. Yo soy el que se ríe el último;
soy yo quien ha gobernado este maldito asunto desde el principio; y os tengo ahora mismo el miedo que
podía tenerle a una mosca. Puede usted matarme, si quiere, o dejarme ir. Pero una cosa voy a decirle, y no
la repetiré: si me deja libre, lo pasado, pasado, y cuando os juzguen por piratas, trataré de salvar a todos los
que pueda. Esa es la única elección, y no a mí a quien corresponde. Matando a uno más no ganaréis nada,
pero, si me dejáis con vida, tendréis un testigo a vuestro favor para salvaros del patíbulo.
Me callé, y ya me faltaba el aliento; y con gran sorpresa por mi parte, ninguno de los piratas, que lo habían
escuchado todo, se movió; permanecieron recostados mirándome atónitos como carneros. Aproveché su
asombro para continuar:
-Y ahora, señor Silver -le dije-, creo que usted vale más que todos éstos, y, si las cosas empeoran para mí,
le agradecería que haga saber al doctor cómo me he portado.
-Lo tendré en la memoria -dijo Silver y en tono tan extraño, que no pude precisar si se reía de mi petición
o si mi valor lo había llegado a impresionar verdaderamente.
-Voy a cargar otro en mi cuenta -exclamó de pronto el marinero viejo de la cara color caoba, que se llamaba
Morgan, y que era el que yo había conocido en la taberna de John «el Largo» en los muelles de Bristol-.
Debí hacerlo, cuando reconoció a «Perronegro».
Comment: Juego de palabras con las
tablas que tapan las escotillas y escotillones.
-Sí -dijo Silver-, y te diré algo mas, ¡por todos los temporales! También es el muchacho que le robó el
mapa a Billy Bones. ¡Desde el principio no hemos hecho otra cosa que estrellarnos contra Jim Hawkins!
-¡Pues aquí se acaba! -dijo Morgan con una maldición. Y saltó, como si tuviera veinte años, con su cuchillo
en la mano. -¡Atrás! -gritó Silver-. ¿Quién te crees que eres, Tom Mor gan? ¿Te crees acaso el capitán?
¡Por Satanás, que voy a darte un escarmiento! Arrodíllate ante mí, porque voy a mandarte al mismo sitio al
que ya he enviado a otros muchos fanfarrones antes que a ti desde hace treinta años: unos cuelgan de una
verga, otros fueron por encima de la borda y todos están ahora dando de comer a los peces. Ningún hombre
que me haya mirado entre los ojos ha dejado de arrepentirse por haber nacido. Tom Morgan, puedes asegurarlo.
Morgan se detuvo, pero los demás empezaron a murmurar. -Tom tiene razón -se oyó una voz.
-Bastantes mangoneos he aguantado ya de ti -añadió otro de los piratas-, y que me ahorquen si vas a seguir
haciéndolo, John Silver.
-¿Alguno de vosotros, caballeros, quiere salir a vérselas conmigo? -rugió Silver, levantándose del barril y
echándose atrás, pero sin soltar la pipa que aún humeaba en su mano derecha-. Quiero escuchar lo que tengáis
que decirme, ¿o sois mudos? Estoy dispuesto a satisfacer al que así lo quiera. ¿O es que he vivido yo
todos estos años para que cualquier hijo de una pipa de ron venga ahora a cruzárseme por la proa? Ya conocéis
las reglas: todos sois caballeros de fortuna, ¿no es eso lo que decís? Pues bien; estoy listo. El primero
que se atreva, que coja un machete, que voy a ver qué color tiene por dentro. Con muleta y todo, y antes
de terminarme mi tabaco.
Ninguno de aquellos hombres se movió; ni tampoco hubo respuesta.
-¡Sois de buena calidad! -añadió dando otra chupada a su pipa-. Una gentuza que da gusto ver. No sabéis
ni luchar. Lo único que sabéis es entender el inglés del rey George: Me elegisteis como capitán, y me elegisteis
porque soy el que más vale, y en eso os llevo más de una milla de ventaja. Y si ahora no queréis
pelear como caballeros de fortuna, pues entonces ¡que nos trague la borrasca!, vais a obedecerme, por las
buenas o por las malas. Este chico es el mejor muchacho que he visto. Es más hombre que cualquier rat a
como vosotros, y os digo esto: que vea yo a uno poner su mano en él... No tengo más que decir, pero recordad
mis palabras.
Hubo un largo silencio. Yo seguía apoyado contra la pared, con el corazón aún palpitando como un martillo,
pero veía un rayo de esp eranza. Silver se apoyó también en la pared, junto a mí, con los brazos cruzados
y la pipa en la comisura de sus labios, y tan tranquilo como si estuviera en una iglesia; sin embargo, sus
ojillos furtivos se movían sin cesar vigilando a sus levantiscos camaradas. Estos, por su parte, fueron poco
a poco agrupándose en el otro extremo de la habitación y el sordo murmullo de su conciliábulo llegaba a
mis oídos como el sonido del viento. De vez en cuando alguno levantaba su mirada y por un instante la
rojiza luz de la antorcha iluminaba su rostro tenso, pero ya no era a mí, sino a Silver, a quien escudriñaban.
-Parece que tenéis muchas cosas que deciros -observó Silver lanzando un salivazo hacia el techo-. Quisiera
oírlo yo también. O, si habéis terminado, quisiera veros durmiendo.
-Perdona, señor -dijo uno de ellos-, pero nos parece que no haces mucho caso de algunas reglas; quizás
debieras recordar algunas de ellas: esta tripulación está descontenta; a esta tripula ción no se le debe intentar
maniatar con empalomaduras; esta tripulación tiene sus derechos como cualquier tripulación y me tomo
la libertad de decirte que además los derechos de nuestro propio código, y el primero de ellos es que podemos
juntarnos para hablar. Perdona, pero, aún reconociéndote como capitán, por el momento, reclamo
nuestro derecho de salir afuera para deliberar.
Y con un ceremonioso saludo marinero aquel individuo, que era un tipo larguirucho y horrible, con ojos
amarillentos y de unos treinta y cinco años, caminó tranquilamente hacia la puerta y salió del fortín. Los
demás forajidos, uno tras otro, siguieron su ejemplo; cada uno hizo el mismo saludo al pasar ante Silver y
añadió alguna disculpa: «Es conforme a las reglas», dijo uno. «Hay consejo en el alcázar», dijo Morgan. Y,
con una u otra observación, todos fueron saliendo y nos dejaron solos a Silver y a mí.
El viejo cocinero se quitó rápidamente la pipa de su boca.
-Ahora, Jim Hawkins, fíjate bien -me dijo en voz tan baja, que apenas pude oírlo-, estás a medio tablón
de la muerte, y lo que aún es peor, de que te martiricen. Esos quieren quitarme de enmedio. Recuerda que
yo estoy de tu parte suceda lo que suceda. No era ésa verdaderamente mi intención, desde luego, hasta que
te oí hablarme como lo hiciste. Yo estaba loco y desesperado por perder tanto dinero y además con la perspectiva
de que me ahorquen. Pero he visto que eres un hombre valiente. Y me he dicho: John, tu sitio está
junto a Hawkins, y el de Hawkins, contigo. Tú eres su última carta, y ¡por todos los fuegos del infierno!,
John, ¡tú eres la suya! Pase lo que pase, tú debes salvar a tu testigo y él salvará tu cuello.
Empecé a comprender por dónde quería ir.
-¿Quiere usted decir que todo está perdido? -pregunté.
Comment: Las leyes. Se refiere a la
horca.
Comment: Ligadura que une la relinga
a su vela, en ciertos casos. Nuevo juego
de palabras.
-¡Sí, por todos los cañonazos! -contestó-. El barco perdido, y el pescuezo perdido... ése es el resumen.
Cuando miré hacia la bahía, ¡ay, Jim Hawkins!, y no vi la goleta... bien, aunque soy hombre duro de pelar,
te juro que me sentí vencido. Escucha: toda esa gente que está ahí fuera tratando de liquidarnos, fíjate lo
que te digo, no son listos, son cobardes. Yo salvaré tu vida, si puedo. Pero escucha, Jim: toma y daca, tú
salvarás a john «el Largo» de la horca. Yo estaba confundido; lo que me decía me parecía imposible de
conseguir. Y escucharlo de él, el viejo bucanero, el cabecilla de la rebelión.
-Haré lo que pueda -le dije.
-¡Trato hecho! -exclamó-. Hablas con valor, ¡y por todos los temporales!, correremos la suerte.
Caminó renqueando hasta la antorcha y encendió de nuevo su pipa.
-Entiéndeme, Jim -dijo cuando volvió junto a mí-. Tengo cabeza. Y me dice que me ponga del lado del
squire. Yo sé que tú has escondido el barco en lugar seguro. ¿Cómo lo has conseguido? No lo sé; pero no
dudo de que está seguro. Me figuro que Hands u O'Brien se acobardaron. Nunca he tenido mucha confianza
en ellos. Mira. No voy a preguntar nada, ni voy a permitir que otros hagan preguntas. Sé cuándo una jugada
está perdida, lo sé; y también sé cuándo un muchacho vale de verdad. Ah, eres joven... ¡tú y yo hubiéramos
podido hacer grandes cosas juntos!
Llenó en el barril de aguardiente un vasito de estaño.
-¿Gustas, compañero? -me preguntó; y al ver que yo rehusaba, dijo-: Bueno Jim, yo sí tomaré un trago.
Necesito calafatearme, porque habrá jaleo. Y hablando de jaleo, ¿por qué me daría el doctor el mapa, eh,
Jim?
Mi rostro debió expresar el mayor asombro, y él entendió que era inútil seguir preguntando.
-Ah, pues me lo dio -dijo-. Y seguramente que hay algo por debajo de todo esto, no lo dudo... seguramente
que hay algo oculto, sí; Jim, para bien o para mal.
Y bebió otro trago de aguardiante, y se mesó los cabellos como un hombre que se dispone para un mal
trance.
Capítulo 29
La Marca Negra, de nuevo
Durante largo rato los bucaneros mantuvieron su consejo; después uno de ellos entró en el fortín, repitiendo
el mismo irónico saludo, que me pareció una burla, y pidió que se le prestase por unos momentos la
antorcha. Silver se la entregó secamente, y el enviado volvió a salir, dejándonos a oscuras.
-Comienza la brisa, Jim -dijo Silver, que cada vez iba adoptando un tono más familiar conmigo.
Yo estaba cerca de una de las aspilleras, y miré hacia el exterior. La hoguera se había consumido y sus
ascuas eran un débil resplandor; pensé que a causa de ello habían pedido los conspiradores nuestra antorcha.
Los vi, fomando un corro, hacia la mitad del declive que descendía hasta la empalizada; uno sostenía
la antorcha; otro estaba de rodillas en medio, y vi que una navaja brillaba en su mano con siniestros fulgores
que reflejaban la luna y las ascuas. Los demás parecían observar las maniobras de éste. Entonces me
pareció ver que además de la navaja tenía un libro en la mano; y aún estaba yo preguntándo me qué negocio
se traería con tan diferentes objetos, cuando vi que se levantaba y todos juntos se dirigieron hacia el fortín.
-Ahí vienen -dije, y me aparté de la arpillera, porque me pareció indigno que me descubriesen espiándolos.
-Bien, que vengan, muchacho, que vengan -dijo Silver con cierto tono jovial-. Aún me queda un tiro.
Entonces aparecieron, atropellándose al decidir quién entrara el primero, y acabaron por empujar a uno
de ellos. Avanzó tan pausadamente, que casi resultaba cómico, vacilando con cada pie, y además adoptaba
una insólita postura, con un brazo extendido y el puño cerrado.
-Adelante, muchado -dijo Silver-, no voy a comerte.
Entrégame lo que te han dado para mí. Conozco las reglas, sí, señor. No me opongo a la Hermandad.
El bucanero se adelantó con más ánimo y pasó de la suya algo a la mano de Silver; después se retiró todo
lo rápidamente que pudo para unirse a sus compañeros.
El viejo cocinero miró lo que le había entregado.
-¡La Marca Negra! Ya la esperaba -dijo-. ¿De dónde habrán sacado este papel? ¡Pero... ! ¿Qué es esto!
¡Mira! ¡Esto trae mala suerte! Han arrancado este papel de una Biblia. ¿Quién ha sido el idiota que ha roto
una hoja de la Biblia?
-¿Lo veis? -dijo Morgan a los suyos-. ¿Lo veis? Ya os lo dije yo. Nada bueno puede venir de esto.
-Bien, ya habéis hecho lo que teníais que hacer -dijo Silver-. Creo que acabaréis todos en la horca.
¿Quién era el mamarracho que tenía una Biblia?
Comment: Los piratas y filibusteros
solían llamarse «los Hermanos de la
Costa».
-Era Dick -dijo uno.
-Pues que rece. Creo que a Dick se le ha acabado la suerte, no me cabe duda.
Entonces interrumpió el hombre de los ojos amarillentos.
-Deja esa charla, John Silver -dijo-. Esta trip ulación te ha señalado con la Marca Negra por acuerdo de
todos, como es nuestra ley; ahora lo que tienes que hacer es leer lo que dice ahí escrito. Después podrás
hablar.
-Gracias, George -replicó el cocinero-. Qué bien sabes manejar lo s negocios, te sabes todas las reglas de
carrerilla, y a lo que veo, George, con gusto. Bueno... ¿Qué hay aquí? ¡Ah! «DESTITUIDO »... ¿No es
eso? Y muy bien escrito, por cierto; como de imprenta... ¿Lo has escrito tú, George? Me parece que te estás
encaramando mucho en esta tripulación. No tardarás en hacerte capitán, y no me extrañaría. ¿Quieres da rme
una tea encendida? Esta pipa no tira bien.
-Vamos, ya está bien -dijo George-; no vas a seguir burlándote de esta tripulación. Te crees muy gracioso,
¿no? Pero ya no eres nadie, así que baja de ese barril y vota.
-Me parece haber oído que conoces bien las reglas -contestó
Silver desdeñosamente-. Pero por si no es así, voy a recordártelas. Estoy aquí sentado porque soy vuestro
capitán, y recuerda que lo soy hasta que me hagáis todos los cargos y yo pueda contestar; y mientras eso
suceda, esa Marca Negra no vale ni una galleta. Después, ya veremos.
-Oh, no te apures por eso -replicó George-, que sabemos lo que hacemos. Primero: has sido tú quien ha
hecho picadillo a esta tripulación, y no tendrás el descaro de negarlo. Segundo: has sido tú quien ha dejado
escapar a nuestros enemigos, cuando ya los teníamos en el cepo. ¿Por qué? Yo no lo sé; pero eso no servía
sino a sus intereses. Tercero: has sido tú quien nos impidió atacarles en la retirada. No, John Silver, te
hemos calado; tú estás de acuerdo con el enemigo, y eso es grave. Y, por último: ese muchacho.
-¿Eso es todo? -preguntó Silver con mucha serenidad.
-Y suficiente -replicó George-. Y no tenemos por qué mojarnos con tu zambullida.
-Bien. Y ahora, escuchadme, porque voy a responder a esos cuatro puntos; pienso contestar uno por uno.
He hecho trizas este viaje, ¿no es así? Muy bien; pero todos vosotros conocíais lo que yo quería hacer, y
sabéis muy bien que, si se hubiera hecho, ahora estaríamos a bordo de la Hispaniola y, además todos, vivos
y bien sanos, con la tripa llena de pastel de ciruelas y con el tesoro bien estibado en la bodega. ¡Por todos
los temporales! ¿Y quién lo ha impedido? ¿Quién me forzó la mano, cuando yo era el legítimo capitán?
¿Quién me señaló con la Marca Negra, supongo que ya desde el mismo día que desembarcamos? ¿Quién ha
empezado este baile? Ah, es un hermoso baile, y en eso estoy de acuerdo con vosotros, y hasta se parece
mucho a un zapateado marinero, pero al cabo de una cuerda en el Muelle de las Ejecuciones, sí, mirando a
Londres, sí, señor. ¿Y quién tiene la culpa? Pues Anderson, o Hands... ¡O tú, George Merry! Tú que eres el
que tiene más que callar, más que todos estos que te han echado a perder. Y ahora tienes la osadía de envalentonarte
y tratar de destituirme para nombrarte tú mismo capitán. ¡Tú! ¡Tú, que nos has hundido a todos!
¡Por Satanás que en mi vida he visto cosa parecida!
Silver hizo una pausa y vi en los rostros de George y de todos sus secuaces que aquella arenga había
hecho efecto.
-Eso en cuanto a tu primera cuestión -exclamó el acusado enjugándose el sudor de su frente, pues había
hablado tan vehementemente, que hasta el fortín parecía temblar-. Y os doy mi palabra de que me repugna
hablar con vosotros. No tenéis lealtad ni sentido común, y no sé en qué pensaban vuestras madres cuando
dejaron que os enrolaseis. ¡Hacerse a la mar! ¡Caballeros de fortuna! Mejor serviríais para sastres.
-Sigue, John -dijo Morgan-. Contesta a otras cuestiones.
-Ah, las otras. .. -repuso John-. Crees que son buenas, ¿no es así? Aseguráis que esta aventura se ha malogrado.
Y si de verdad supieseis lo malograda que está, no sé cómo os vería. Porque estamos tan cerca de
sentir la soga al cuello, que se me estira sólo de pensar en el patíbulo. Podéis tratar de imaginaros colgados
con cadenas y con los pájaros aguardando, y los marineros río abajo señalándoos con el dedo mientras se
dicen unos a otros: «¿Quién es aquél?», y el otro: «¿Aquél? ¡Pero si esjohn Silver! Yo lo conocía». Oigo el
ruido de sus cables de boya a boya. Bueno, pues cada hijo de madre está ahora al filo de eso, y todo gracias
a Hands, a Anderson y a ti, George, y a todos los idiotas que han sido nuestra perdición. Y para acabar, si
queréis saber lo referente a este muchacho, bien... ¡Que revienten mis cuadernas! ¿Es que no sirve de rehén?
¿Es que vamos a desperdiciar un rehén? Nunca. Puede ser nuestra última carta, y no me extrañaría que
así fuera. ¿Matarlo? No seré yo, compañeros, el que lo haga. Y... sí, me he dejado tu tercera acusación.
Habría mucho que discutir sobre ese punto. Quizá no signifique nada para vosotros el poder disponer de un
doctor de verdad, con estudios, que venga a visitaros todos los días; tú, John, con tu cabeza rota, y tú,
George, hace seis horas estabas tiritando con la malaria y tus ojos tienen el color de la corteza del limón
ahora mismo. Tampoco me parece que sepáis que tiene que venir un barco de socorro. Pero así es, y no
falta mucho para que arribe, y entonces sí que os alegrará tener un rehén. Y en cuanto a la segunda, ¿por
qué hice el trato?... Pero si vosotros mismos estabais tan asustados, que me pedisteis de rodillas que lo
hiciera. Y además, ¿de qué hubiéramos comido? Hubiéramos muerto de hambre. Claro que según vosotros
todo eso no es nada. Bien, ¡mirad! ¡Y si dijera que es por esto por lo que lo hice!
Y tiró al suelo un papel que reconocí en seguida: era el mapa amarillento con las tres cruces rojas, el que
yo había encontrado en el paquete de hule con el cofre del capitán.
No pude ni imaginar por qué razón se lo habría entregado el doctor.
Pero si eso me resultaba inexplicable, más increíble fue aquel mapa para los amotinados. Saltaron sobre
él como un gato sobre un ratón. Se lo pasaron de mano en mano, arrancándoselo los unos a los otros, y por
los juramentos y gritos y risotadas que les escuché proferir, se hubiera dicho que ya ten ían en sus manos el
oro, y más, que ya se habían hecho a la mar con él, seguros de un triunfo.
-¡Sí! -dijo uno-, es de Flint, no hay duda: J. F. y la rúbrica, como una lanzada, así lo hacía siempre.
-Muy bonito - dice George-, ¿pero dónde está el barco para poder zarpar y llevarnos el tesoro?
Silver se levantó violentamente, apoyándose en la pared.
-Te lo aviso, George -gritó-. Si dices una palabra más, tendrás que vértelas conmigo. ¿Dónde está el barco?
¡Y yo qué sé! Tú eres quien debía decir cómo, tú y los demás que habéis perdido mi goleta con vuestra
torpeza. Pero no, no sois capaces, no tenéis ni la in teligencia de una cucaracha. Sabías hablar con respeto;
vuelve a hacerlo George Merry, vuelve a hacerlo.
-Hazlo -dijo el viejo Morgan -. Verdaderamente Silver es nuestro capitán.
-Así me parece -dijo el cocinero-. Tú perdiste el barco y yo he encontrado el tesoro. ¿Quién merece más
reconocimiento por su empresa? Y ya no' tengo más que decir; sólo una cosa: ¡por el in fierno!, renuncio a
mi mando. Elegid a quien os dé la gana, yo ya no quiero ser vuestro capitán.
-¡Silver! -gritaron-. ¡Barbecue siempre! ¡Barbecue para capitán!
-¿Con que esa canción tenemos ahora? -exclamó el cocinero-. Me parece, George, que tendrás que esperar
otra oportunidad; y da gracias a que no soy hombre vengativo. Pero nunca he tenido esa tendencia. Y
ahora, camaradas, ¿qué hago con la Marca Negra? Ya no vale para mucho, ¿verdad? Lo siento por Dick,
que se ha echado encima la maldición, y por la Biblia,
-¿No se remediaría besando el libro? -preguntó Dick, que indudablemente se sentía muy intranquilo por
la maldición que pensaba haber atraído.
-¡Una Biblia con una hoja rota! -dijo Silver burlándose-. No, ya no vale así. Jurar ahora sobre ella sería
como jurar sobre un libro de baladas.
-¿De verdad que ese juramento ya no obligaría? -dijo entonces Dick con cierta alegría-. Pues entonces me
parece que vale la pena guardarla.
-Toma, Jim -me dijo Silver entregándome la Marca Negra-: Ahí tienes una curiosidad.
Era un redondel pequeño del tamaño de una moneda de una corona. Uno de los lados estaba en blanco,
porque era de la última hoja; en el otro había uno o dos versículos del Apocalipsis, y recuerdo algunas palabras
que me impresionaron profundamente: «Fuera perros hechiceros, fornicarios, homicidas... ». La cara
impresa estaba ennegrecida con carbón, el cual empezaba ya a desprenderse y me manchó los dedos; la
otra, limpia, llevaba escrita una sola palabra, también con un tizón: «DESTITUIDO». Todavía conservo ese
curioso recuerdo, pero el tiempo ha borrado esa palabra y no queda mas que un débil arañazo, como el que
pudiera hacer una uña.
Después de aquellos acontecimientos la noche transcurrió tranquila. Bebimos una ronda de aguardiente y
nos echarnos todos a dormir; Silver, para vengarse de George Merry, lo puso de centinela y lo amenazó de
muerte, si abandonaba su puesto.
Tardé mucho en poder cerrar los ojos, y Dios sabe que tenía bastante sobre lo que meditar: había matado
a un hombre aquella tarde, mi situación era muy peligrosa, y el asombroso juego en que ahorame metía
Silver, tratando de mantener en un puño a los amotinados y agarrándose con la otra mano a todos los medios
posibles, y hasta imposibles, de pactar por su lado y salvar su miserable vida. A él todo eso no le impidió
dormir plácidamente y roncar con estrépito; era mi corazón el que sufría por Silver, a pesar de ser un
malvado, y pensé en los peligros que lo cercaban y en el infamante patíbulo que ya estaba esperándolo.
Capítulo 30
Bajo palabra
Me despertó -para decir verdad, nos despertamos todos, hasta el centinela que se había dormido en su
puesto- una voz jovial, campechana, que nos llamaba desde los lindes del bosque.
-¡Eh del fortín! -gritaba -. ¡Soy el doctor!
El era, en efecto. Y a pesar de la alegría que me causó oírle, la sombra de una preocupación me rondaba.
Porque sabía que mi conducta indisciplinada, mis correrías, y, sobre todo, junto a quiénes me habían llev ado,
a qué peligros, me impedía presentarme ante él y mirarlo a la cara.
Era muy temprano; debía haberse levantado aún de noche. Empezaba a clarear débilmente. Yo fui corriendo
a mirar desde una de las aspilleras, y lo vi, como había visto a Silver, pareciendo surgir de la niebla.
-¡Doctor! Os deseo muy buenos días, señor -exclamó Silver muy cordialmente, aunque la bondad de su
voz no ocultaba un tenso estado de alerta- . Veo que, como siempre, sois hombre madrugador y animoso.
Como dice el refrán, es el pájaro temprano el que se lleva el grano. George -ordenó-, muévete y ayuda al
doctor Livesey a trepar a cubierta. Supongo que todos sus pacientes están bien... de salud y espíritu.
Y siguió así de dicharachero, mientras aguardaba en lo alto de la duna apoyado en su muleta y con la otra
mano sobre la pared: reconocí en él al viejo John de los primeros tiempos tanto por su expresión como por
sus modales.
-Tengo una sorpresa, señor -continuó-. Hay aquí cierto forastero. ¿Eh? ¿Eh? Un nuevo huésped, señor, y
tan educado y compuesto como un músico. Ha dormido como un sobrecargo, sí, señor, sin despegarse de
mí, como dos barcos juntos, toda la noche. El doctor Livesey había saltado ya la empalizada y se acercaba
al cocinero; noté una alteración en su voz, al decir:
-¿No será Jim?
-El mismísimo Jim en persona -dijo Silver.
El doctor pareció quedarse perplejo; se detuvo sin decir nada, y pasaron unos segundos antes de que recobrase
el ánimo suficientemente para seguir su camino.
-Bien -dijo al fin-, bien; atendamos primero nuestro deber, ya habrá tiempo para nuestros particulares regocijos,
¿no dice usted eso siempre, Silver? Vamos a visitar a sus pacientes.
Entró en el fortín y con una severa inclinación de su cabeza me saludó, dedicándose a examinar a los enfermos.
Aunque debía saber que su vida no estaba segura entre aquellos malvados traido res, no aparentaba
el menor temor y departía con los pacientes como si estuviera realizando su habitual visita en cualquier
apacible hogar de Inglaterra. Creo que sus maneras produjeron en aquellos hombres una actitud respetuosa
hacia él, pues lo trataban como si aún fuera el médico del barco y ellos una leal tripulación.
-Mejorarás pronto -le dijo al de la cabeza vendada-, y si alguien ha escapado alguna vez por milagro,
puedes considerarte tú el elegido; debes tener la mollera dura como el hierro. Bien, George, ¿qué tal te encuentras?
Ciertamente tienes un color que no indica nada bueno; ese hígado tuyo marcha como quiere.
¿Has tomado la medicina? ¿La ha tomado, muchachos? -preguntó. -Sí, sí, señor, la tomó, seguro -contestó
Morgan.
-Porque quiero que sepáis que, desde que me he convertido en médico de amotinados, o, mejor, en médico
de prisión -dijo el doctor con un tono pretendidamente cortés -, he tomado como cuestión de honor no
perder ni a uno de vosotros y conservaros para el rey George, que Dios guarde, y para la horca.
Los rufianes se miraron entre ellos, aunque sin responder.
-¿No es así? -replicó el doctor-. Ven, Dick, en séñame la lengua. ¡Sería sorprendente que te encontrases
bien! Este hombre tiene una lengua capaz de asustar a los franceses. Será tifus.
-¡Ahí tienes -dijo Morgan - el castigo por romper la Biblia!
-Quizá sea mejor decir -añadió el doctor- que es la consecuencia de vuestra absoluta ignorancia y no tener
ni el sentido común preciso para diferenciar un aire sano de uno envenenado, y la tierra seca de una
pestilente ciénaga cargada de infecciones. Lo más probable, y por supuesto sólo es mi opinión, es que muchos
de vosotros pagaréis con la vida antes de lograr libraros de la malaria. ¡Acampando en los pantanos!
Me sorprende usted, Silver. Aunque parece menos tonto que los demás, no creo que tenga ni la más ligera
idea de las reglas para conservar la salud... Bien -añadió, una vez que medicinó a todos y que ellos tomaron
aquellos preparados con la humildad de un huerfanito en el asilo, lo que no dejaba de ser cómico en tan
sanguinarios y levantiscos piratas- ; bien. Hemos acabado por hoy. Ahora quisiera hablar con ese joven.
Y señaló con la cabeza hacia mí, sin darle importancia.
George Merry estaba apoyado en la puerta, escupiendo y carraspeando a causa del medicamento. Cuando
escuchó las palabras del doctor, se volvió furioso y gritó:
-¡No!-con un tremendo juramento.
Silver golpeó en el barril con la palma de su mano.
-¡ Si- len-cio! -rugió, y miró entorno suyo con la fiereza de un león-. Doctor -dijo ya con tono más calmado-,
estoy pensando en ello, porque conozco la debilidad que sentís por este briboncil lo. Y como todos estamos
muy agradecidos por vuestros cuida dos, y, como podéis ver, tenemos fe en vuestros conocimientos y
nos tomamos estos bebedizos como si fueran aguardiente, creo haber encontrado un medio que puede satisfacernos
a todos. ¿Me das tu palabra, Hawkins, palabra de joven caballero -pues lo eres, aunque de humilde
cuna-, tu palabra de honor de no cortar la amarra?
Le prometí, aunque con cierto -disgusto, cumplir esa palabra.
-Entonces, doctor -dijo Silver-, tened la bondad de alejaros hasta salir de la empalizada, y cuando estéis
allí, yo llevaré al muchacho, y os permitiré hablar a través de los troncos. Buenos días, doctor; nuestros
respetos al squire y al capitán Smollett.
Pero cuando el doctor salió del fortín, la explosión de furia, que sólo las amenazadoras miradas de Silver
habían contenido, rompió el dique, y no dudaron en acusar al viejo cocinero de jugar con dos barajas, de
procurar una paz por separado que lo salvara a él solo, de sacrificar los intereses de la tripulación y, en una
palabra, de todo aquello que, realmente, era lo que estaba haciendo. A mí me parecía un juego tan evidente,
que no podía ni imaginar cómo aplacaría aquel motín. Pero Silver era capaz de imponerse a todo. Los insultó
de forma irrepetible; les dijo que era necesario que yo hablase con el doctor; les hizo casi tragarse el plano
de la isla, y entonces les preguntó si había alguno capaz de estropear el pacto precisamente en el instante
en que casi había conseguido el tesoro.
-¡No, por todos los temporales! -chillaba -. Romperemos el pacto en su momento. Y hasta entonces yo sé
cómo tratar con ese doctor, aunque tuviera que limpiarle sus botas con aguardiente.
Y les ordenó que encendiesen fuego. Después puso su mano sobre mi hombro y salimos renqueando por
su muleta. Los demás se quedaron en silencio, no creo que estuvieran convencidos.
-Despacio, muchacho, despacio -me dijo-. Pueden caer sobre nosotros, si se dan cuenta de que huimos.
Con gran compostura, pues, avanzamos por el arenal hacia donde nos aguardaba el doctor, y, al llegar a
una distancia de la empalizada desde la que aquél podía oírnos, nos detuvimos.
-Os ruego que consideréis lo que voy a deciros, doctor -empezó Silver-. El muchacho os podrá confirmar
mis palabras. Le he salvado la vida y me jugué con ese acto la mía. Pensad que, cuando un hombre navega
tan ceñido al viento como yo - cuando se juega a cara o cruz el último aliento del cuerpo-, tiene derecho a
ser oído y a alguna palabra de esperanza. Considerad que no se trata ahora sólo de mi vida, sino que está
también la de este muchacho; y debéis hablarme con toda franqueza, doctor, debéis darme aunque sea una
pizca de esperanza, por misericordia.
Yo notaba un cambio en Silver desde que habíamos abando nado el fortín; parecía que el rostro se le
había afilado y su voz era temblorosa. Nunca he visto a nadie con tanta sincera ansiedad. -¿No será, John,
que tiene miedo? -preguntó Livesey.
-Yo no soy cobarde, doctor; no, ¡no! Ni siquiera esto -y chasqueó los dedos-. Pero he de confesaros con
toda franque za que pensar en el patíbulo me da escalofríos. Sois un hombre bueno y leal, ¡nunca he visto
uno mejor! Y no podéis olvidar que también he hecho cosas buenas, al menos recordadlas como recordáis
las malas. Ahora voy a retirarme, voy a dejaros solo con jim, y recordad también este gesto, que me valga
en mi cuenta, porque os aseguro que es todo lo más que da la cuerda.
Y diciendo esto se apartó un poco y, sentándose en las grandes raíces de un árbol cercano, empezó a silbar.
De vez en cuando lo veíamos moverse en su postura, quizá para no perdernos de vista al doctor y a mí
o, más probablemente, a sus compinches, que caminaban inquietos de un lado a otro del arenal desde la
hoguera, que trataban de prender, al fortín, de donde sacaban la salazón y la galleta para la comida que preparaban.
-De modo, Jim -me dijo el doctor con cierta tristeza-, que aquí te encuentro. Estás recogiendo lo que has
sembrado, hijo. Bien sabe Dios que no está en mi ánimo reprenderte, pero sí he de decirte algo, por duro
que sea: bien que permaneciste en tu puesto mientras el capitán Smollett estaba sano, pero, en cuanto no
pudo controlarte por estar herido, escapaste, y eso, ¡por el rey George!, fue una cobardía.
Yo me eché a llorar.
-Doctor -le dije-, no necesitáis reprenderme. Bastante me he culpado yo a mí mismo. Sé que mi vida está
amenazada por todos lados, y ya estaría muerto, si Silver no lo hubiera impedido. Creedme, puedo morir,
doctor, y quizá sea lo que merezco, pero lo que temo es a que me den tormento. Si me torturasen...
Jim -dijo el doctor, interrumpiéndome cambiando de tono-, Jim, no hables. Salta la empalizada y huy amos.
-Doctor -dije-, he empeñado mi palabra.
-Lo sé, lo sé -exclamó-. Eso ya no puedes remediarlo, Jim. Yo echaré sobre mí, holus bolus, la culpa y el
deshonor; pero, muchacho, no puedo dejarte ahí. ¡Salta! Un salto y escaparemos corriendo como si fuésemos
antílopes.
-No -repuse-; ya sabéis que, en mi lugar, vos no lo haríais; ni vos ni el square ni el capitán. Tampoco lo
haré yo. Silver se ha fiado de mi palabra y volveré con él. Pero dejadme acabar. Si llegan a torturarme, seguramente
terminaré por confesar dónde está el barco, porque fui yo el que lo solté, tuve suerte, me arriesgué
y tuve suerte. Ahora está en la Cala del Norte, en la playa sur, más abajo de la marca de pleamar. Con
media marea estará varado.
-¡El barco! -exclamó el doctor.
En síntesis le describí mi aventura y él me escuchó en silencio.
-Hay como una fatalidad en todo esto -observó, cuando yo hube acabado de narrar mis correrías-. Siempre
eres tú el que nos sacas de apuros. ¿Crees que, aunque sólo fuera por eso, consentiríamos por nada del
mundo en dejarte perecer? Poco agradecidos seríamos, hijo mío. Tú descubriste el complot de los amotin ados;
tú encontraste a Ben Gunn -que es lo mejor que has hecho o que puedas hacer en tu vida, aunque llegues
a los noventa años... Ah, ¡y por Júpiter, hablando de Ben Gunn!, esto es lo peor de todo. ¡Silver! - gritó
entonces-, ¡Silver! Voy a darle un consejo.
El cocinero se acercó.
-Procure usted retrasar la busca del tesoro.
-Señor - dijo Silver-, no puedo hacer algo que es imposible. Sólo puedo salvar la vida de este muchacho, y
la mía, si precisamente doy la orden de buscar el tesoro, tenedlo por seguro.
-Bien, Silver -replicó el doctor-, pero le diré algo: esté usted preparado para una buena borrasca, cuando
den con el sitio.
-Señor - dijo Silver-, entre nosotros he de deciros que esas palabras pueden significar mucho o nada. ¿Qué
os traéis entre manos? ¿Por qué abandonasteis el fortín? ¿Por qué me habéis dado el mapa? Ah, no sé. ..
Hasta ahora os he obedecido y sin recibir una palabra de aliento. Pero esto es demasiado. Si no me decís lo
que significan vuestras palabras, y con claridad, abandono el timón. -No -dijo el doctor en voz baja-, no
tengo derecho a decir más. Pero voy a ir todo lo lejos que puedo, y quizá más allá, aunque el capitán me
pele mi peluca, lo que me temo. Voy a darle un atisbo de esperanza, Silver: si salimos de esta trampa, haré
todo lo que esté en mis manos, menos jurar en falso, para salvarle el cuello. La faz de Silver expresó una
profunda alegría.
-No podríais verdaderamente decir más, no, señor, ni aunque fueseis mi madre - exclamó.
-Bien. Y ésa es la primera advertencia -añadió el doctor-. La segunda es un consejo: Tenga usted siempre
al muchacho al lado; y si necesitáis socorro, dad un grito. Voy a regresar con los míos y a preparar ese socorro.
Creo que pruebo no hablar por hablar. Adiós, Jim.
Y el doctor Livesey me estrechó la mano por entre los troncos, saludó a Silver con una inclinación de cabeza
y se perdió a buen paso entre los árboles.
Capítulo 31
La busca del tesoro: la señal de Flint
Jim -dijo Silver, cuando nos quedamos solos-, yo he salvado tu vida y tú la mía, eso no lo olvidaré. He
visto cómo el doctor te rogaba que escaparas con él y te he visto a ti decir que no, tan claro como si lo
hubiera oído, Jim, y eso es algo que apunto en tu favor. Es el primer rayo de esperanza que tengo desde que
falló el ataque, y a ti te lo debo. Y ahora, Jim, que vamos a dedicarnos a buscar el tesoro, y quién sabe lo
que podrá pasar, y eso no me gusta, tú y yo vamos a estar juntos, hombro con hombro, como se dice, y v amos
a salvar nuestro pellejo contra viento y marea.
Uno de los piratas nos gritó desde la fogata que la comida ya estaba preparada, y en seguida volvimos
con ellos y nos sentamos en la arena, dando buena cuenta de la cecina y la galleta. Habían encendido una
hoguera tan grande como para asar un buey, lo que producía un calor insoportable, y las llamas eran tan
altas, que sólo podía uno acercarse a favor del viento. Con el mismo espíritu de despilfarro habían cocinado
tres veces más de lo que podíamos consumir, y uno de los piratas, riéndose estúpidamente, echó las sobras
al fuego, que chisporroteó y pareció crecer. Aquellos hombres no se cuidaban para nada del mañana; de la
mano a la boca, ésa era la única norma de su vida; y aquella imprevisión en cuanto a los víveres, y el sueño
pesado de los centinelas, me hizo comprender que, aunque valientes para un abordaje y para jugárselo todo
a una carta, eran absolutamente incapaces de algo que se pareciera a una campaña prolongada.
Hasta el mismo Silver, que con el Capitán Flint subido en un hombro estaba sentado comiendo junto a
ellos, no parecía censurar aquella disipación. Lo que no dejó de sorprenderme, conociendo su astucia, de la
que por cierto últimamente había visto las mejores muestras.
-Ay, compañeros -dijo-, podéis dar gracias a que Barbecue esté aquí. Esta cabeza piensa por vosotros. He
conseguido lo que planeaba, sí. Ellos tienen el barco, ya lo sé. Pero aún no sé dónde lo esconden; en cuanto
demos con el tesoro habrá que empezar a buscarlo. Y entonces, compañeros, como nosotros tenemos los
botes, la victoria será nuestra.
Continuó su plática con la boca llena de tocino. Pareció establecer la confianza y la seguridad de los suyos
y, lo que me parece más acertado, la suya propia.
-En cuanto a los rehenes -prosiguió-, de eso han hablado el doctor y este muchacho. Algo he conseguido
pescar, y a él le debo estas noticias, pero eso es cuestión aparte. Cuando vayamos a buscar el tesoro, pienso
llevarlo conmigo bien atado con una cuerda, porque hay que conservarlo como si fuera polvo de oro, por si
ocurre algún percance. Pero entendedlo bien, sólo hasta que estemos a salvo. Cuando tengamos el barco y
el tesoro, y nos hagamos a la mar como una buena familia, entonces ya hablaremos del señor Hawkins, sí, y
le daremos todo lo que haya que darle, sin escatimar, como pago de sus muchas mercedes.
Los piratas, como es lógico, estaban del mejor talante. No así yo, que empezaba a sentirme roído por un
atroz descorazonamiento. Si el plan que les acababa de explicar hubiera sido factible, Silver, que ya era
traidor porpartida doble, no vacilaría en seguirlo. Aún tenía un pie en cada campo y yo no dudaba de que
siempre preferiría las riquezas y la libertad de los piratas a un dudoso escapar de la horca, que al fin y al
cabo era todo lo que podía esperar con nosotros.
Sí, y aunque los acontecimientos se desarrollaran de forma que obligaran a su lealtad para con el doctor
Livesey, a pesar de ello, ¡qué peligros nos aguardaban! Porque si sus compinches descu brían que sus so spechas
eran ciertas, y él y yo hubiéramos tenido que luchar por nuestras vidas -él; un inválido, y yo, un
muchacho-, ¡cómo enfrentarnos a cinco marineros vigorosos sin piedad!
A estas cavilaciones mías se añadían las dudas sobre el comportamiento de mis compañeros, su misterioro
abandono del fortín y su inexplicable entrega del mapa; ¿y aquellas oscuras palabras del do ctor a Silver:
«Esté usted preparado para una buena borrasca, cuando den con el sitio»? Es comprensible que mi comida
pareciera poco gustosa, y la intranquilidad con que seguí a mis carceleros en su busca del tesoro.
Debíamos ser un curioso espectáculo para cualquiera: todos vestidos con ropas de marinero, y todos, menos
yo, armados hasta los dientes. Silver llevaba dos mosquetones en bandolera, cruzados en pecho y espalda,
un enorme machete en el cinturón y una pistola en cada bolsillo de su casaca. Para rematar aquella
insólita figura, el Capitán Flint iba subido en su hombro chillando todo su vocabulario de cubierta. Yo iba
detrás, atado por la cintura con una cuerda, y el cocinero tiraba del extremo unas veces con sus manos y
otras con sus dientes. Supongo que yo debía parecer un oso bailarín.
Los demás iban cargados con picos y palas, que habían traído a tierra desde la Hispaniola, y sacos con
tocino y galleta, sin olvidar el aguardiente. Todos los víveres procedían, como pude comprobar, de nuestras
reservas, lo que me aseguraba que algo extraño había pactado entre Silver y el doctor, como se desprendía
de las palabras de Silver aquella noche, ya que de no existir tal pacto él y sus cómplices, sin el barco, se
hubieran visto forzados a vivir de agua de los arroyos y de lo que pudieran cazar; y el agua no hubiera est ado
muy limpia, creo, y dudo de la cacería, dada la puntería de los marineros, aparte de considerar bastante
reducida su provisión de pólvora.
Equipados de esta guisa, nos pusimos en marcha; ven ía hasta el herido en la cabeza, que mejor hubiera
estado a la sombra del fortín. Caminamos en fila hacia la playa, donde nos esperaban dos botes. También
los botes habían sufrido las consecuencias de la embriaguez general de aquella tripulación, pues uno tenía
rota la bancada y los dos estaban llenos de barro y agua. Pensaban llevar los dos botes como medida de
seguridad, y se repartieron en ambos y empezamos a remar a través del embarcadero.
Según navegábamos comenzaron las discusiones sobre el mapa. La cruz roja era demasiado grande para
señalar con exactitud el lugar, y los términos escritos al dorso, un tanto ambiguos. El lector recordará que
decían:
«Arbol alto, lomo del Catalejo, desmorando una cuarta al N. del N.N.E.
Isla del Esqueleto E.S.E. y una cuarta al E.
Diez pies.»
El árbol alto era, pues, la señal más importante. Ahora bien: frente a nosotros el fondeadero estaba cerrado
por una meseta de doscientos a trescientos pies de altura, que se unían por el norte a las estribaciones
meridionales del Catalejo, volviéndose a elevar hacia el sur en aquel abrupto promontorio que cortaban los
acantilados, el monte Mesana. La meseta estaba cubierta de pinos de muy diferente talla. Varios elevaban
cuarenta o cincuenta pies su limpio color sobre el resto del bosque, ¿pero cuál de ellos era el «árbol alto»
del capitán Flint? No había brújula para guiarnos.
Pese a ello, todos los piratas habían ya elegido su árbol favorito antes de llegar a la mitad del camino, y
sólo John «el Largo» se encogía de hombros y les decía que aguardasen.
Remábamos despacio, como había ordenado Silver, para no cansar a los hombres antes de tiempo, y después
de una larga travesía desembarcamos en las cercanías del segundo río, el que desciende por uno de los
barrancos del Catalejo. Desde allí, torciendo a la izquierda, empezamos a ascender hacia la meseta. Al
principio el terreno, pesado y fangoso, con una casi impenetrable vegetación, retrasó mucho nuestra marcha;
pero poco apoco lapendiente fue haciéndose más dura y pedregosa y los matorrales clareando. Aquélla
era ciertamente una parte de la isla de las más agradables. Una aromática retama y numerosos arbutos con
flores sustituían la hierba. Bosquecillos de verdes árboles de nuez moscada alternaban con las rojizas columnetas
y las largas sombras de los pinos, y el olor de las especies de los unos se mezclaba al aroma de los
otros. El aire fresco y vigorizante, lo que, bajo los ardientes rayos del sol, refrescaba nuestros sentidos.
Todos los piratas empezaron a corretear, gritando con gran contento. Se esparcieron como un abanico, y
en el centro, tras ellos, Silver y yo caminábamos, yo atado a mi cuerda y él renqueando y fatigado, con mil
tropezones. Alguna vez tuve que ayudarlo o hubiera caído rodando cuesta abajo.
Llevábamos más de media milla en nuestra subida y ya estába mos alcanzando el borde de la meseta,
cuando uno que iba destacado hacia la izquierda empezó a llamar a gritos, como sobrecogido por el terror.
Todos empezaron a correr en aquella dirección.
-No puede ser que haya encontrado el tesoro -dijo el viejo Morgan pasando ante nosotros-; el tesoro debe
estar más arriba. Lo que en realidad sucedía era cosa bien distinta, como pudimos comprobar, cuando llegamos
a aquel sitio. Al pie de un pino bastante alto, y como trenzado en una planta trepadora, que había
distorsionado algún huesecillo, yacía un esqueleto humano del que aún pendía algún jirón de ropa. Creo
que todos, por un instante, sentimos que nos recorría un escalofrío.
-Era un marinero -dijo George Merry, quien, más osado que los demás, se había acercado y examinaba la
tela-. Buen paño marinero.
-Sí, sí -dijo Silver-, es muy probable. Tampoco esperaríais encontrar aquí a un obispo, creo yo. Pero ¿no
os dais cuenta de que los huesos no están en forma natural? ¿Por qué?
Y era cierto: mirando con cuidado, resultaba evidente que el esqueleto tenía una postura que no era nat ural.
Aparte de cierto desorden (producido acaso por los pájaros que lo devoraban o por el lento crecer de la
trepadora que lo envolvía), el hombre estaba demasiado recto: los pies apuntaban en una dirección, pero las
manos, levantadas y unidas sobre el cráneo, como las de quien se tira al agua, apuntaban en la dirección
opuesta.
-Se me ha metido una idea en mi vieja cabeza -dijo Silver-. Veamos la brújula. Aquélla es la cima de la
Isla del Esqueleto, que sobresale como un diente. Vamos a tomar el rumbo siguiendo la línea de los huesos.
Así se hizo. El esqueleto apuntaba directamente en dirección a la isla, y la brújula indicaba, en efecto,
E.S.E. y una cuarta al E.
-Me lo figuraba - exclamó el cocinero-. Es un indicador. Allí está el rumbo que lleva a la estrella polar y a
nuestros buenos dineros. Pero, ¡por todos los temporales!, frío me da de pensar que ésta es una de las bromas
de Flint, no me cabe duda. El y los otros seis estuvieron aquí, solos, y él los mató uno por uno, y a éste
lo trajo aquí, y lo orientó según la brújula. ¡Que reviente mis cuadernas! Los huesos son grandes y el pelo
parece que fue rubio. Ah... éste debía ser Allardyce. ¿Recuerdas a Allardyce, Morgan?
-Ay, sí -repuso Morgan-, me acuerdo; me debía dinero, me lo debía y encima se llevó mi cuchillo cuando
vino a tierra.
-Hablando de cuchillos -dijo otro-, ¿por qué no buscamos el de éste? Flint no era hombre que registrara
los bolsillos de un marinero, y no creo que los pájaros se lleven nada de peso.
-¡Por todos los diablos que llevas razón! -exclamó Silver.
-Aquí no hay nada -dijo Merry palpando por entre los huesos y los jirones de tela-: ni una moneda de cobre
ni una caja de tabaco. Esto no me parece tampoco muy normal.
-No, ¡por todos los cañonazos! -dijo Silver-, no lo es. Ni tampoco creo que sea bueno, puedes asegurarlo.
¡Por el fuego de San Telmo, compañeros, que no quisiera encontrarme con Flint! Seis eran y de los seis
sólo quedan huesos. Seis somos nosotros.
-Yo lo vi muerto con estos ojos -dijo Morgan-. Billy me hizo entrar con él. Allí estaba con dos monedas
de un penique sobre sus ojos.
-Muerto, sí... seguro que estaba muerto, y en los infiernos -dijo el de la cabeza vendada-; si hay un espíritu
que pueda volver, ése es Flint. ¡ Qué gran corazón y qué mala suerte tuvo!
-Eso es verdad -observó otro-: recuerdo cómo se enfurecía, y luego gritaba pidiendo más ron, o se ponía
a cantar «Quince hombres»; sólo cantaba esa canción, compañeros, y os digo que desde entonces no me
gusta mucho cuando la oigo. Hacía más calor que en un horno y la ventana estaba abierta, y yo escuchaba
esa canción una y otra vez... Y a Flint se lo llevaba la muerte.
-Vamos, vamos -dijo Silver-, no hablemos más de eso. Muerto está y se sabe que los muertos no andan;
al menos, supongo que no andan de día, eso es seguro. Tanto pensar mató al gato. Vamos a buscar los doblones.
Nos pusimos en marcha; pero a pesar del calor del sol y de aquella luz deslumbrante, los piratas no se
mostraban ya tan alegres, sino que caminaban juntos y hablando en voz baja. El terror del pirata muerto
había sobrecogido sus espíritus.
Capítulo 32
La busca del tesoro: la voz entre los árboles
En cuanto alcanzamos la meseta, todos, en parte por lo abatidos que estaban, en parte porque Silver y los
enfermos descansaran, decidieron sentarse un rato.
Desde donde estábamos se dominaba un vasto paisaje gracias al declive hacia poniente de la meseta. Ante
nosotros, por encima de las copas de los árboles, veíamos el cabo Boscoso batido por el oleaje; detrás no
solamente podíamos divisar el fondeadero y la Isla del Esqueleto, sino hasta la franja de arena y el terreno
más bajo de la parte oeste, y más allá, la inmensa extensión del océano. El Catalejo se alzaba poderoso ante
nosotros, con algunos pinos aislados y sus formidables precipicios. No se escuchaba otro ruido que el de las
lejanas rompientes, que parecía subir de toda la costa hacia la cima del monte, y el zumbido de los infinitos
insectos de aquellos matorrales. No se descubría presencia humana alguna; ni una vela en la mar; la grandeza
del paisaje aumentaba la sensación de soledad.
Silver, mientras descansaba, tomó ciertas demoras con la brújula.
-Hacia esa parte veo tres «árboles altos» -dijo-, casi en la línea de la Isla del Esqueleto. «Lomo del Cat alejo
»... supongo que quiere indicar aquella punta más baja. Creo que ahora es un juego
de niños el hacernos con el dinero. Casi me dan ganas de que comamos antes de ir a buscarlo.
-Yo no tengo hambre -gruñó Morgan-. De pensar en Flint se me ha quitado.
-Ah, bueno, camarada, puedes dar gracias a tu estrella porque esté muerto -dijo Silver.
-Era un demonio -gritó un tercer pirata, estremeciéndose-, -¡y con aquella cara azulada!
-Como se la había dejado el ron -añadió Merry-. ¡Azulada, sí! Recuerdo que era como ceniza. Azulosa es
la palabra.
Desde que habíamos topado con el esqueleto y habían empezado a dar vueltas en sus cabezas a esos recuerdos,
sus voces iban haciéndose un sombrío susurro, de forma que el rumor de las conversaciones ap enas
rompía el silencio del bosque. Y de pronto, saliendo de entre los árboles que se levantaban ante nosotros,
una voz aguda, temblorosa y rota entonó la vieja canción:
«Quince hombres en el cofre del muerto.
¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡Y una botella de ron!».
No he visto jamás hombres tan espantados y despavoridos como aquellos filibusteros. El color desapareció
como por ensalmo de los seis rostros; algunos se pusieron en pie aterrados y otros se cogieron entre sí;
Morgan se arrastraba por el suelo.
-¡Es Flint, por todos los...! -chilló Merry.
La canción terminó tan repentinamente como había empezado; cortada a mitad de una nota como si alguien
hubiera tapado la boca del cantor. Como venía a través del aire limpio y luminoso, y como de muy
lejos, me pareció que tenía algo de dulce balada, y eso hacía aún mas extraño su efecto sobre aquellos
hombres.
-Vamos -dijo Silver, a quien parecían no salir las palabras de sus labios violáceos-, ;no hagáis caso! ¡Listos
para la maniobra! Es una buena señal, es la voz de alguien que está de broma... alguien de carne y con
sangre en las venas, no os quepa duda.
Conforme hablaba, Silver parecía ir recobrando el valor y también parte del color perdido. Los demás
empezaron a ir dominándose y a tratar de razonar, cuando de pronto volvió a escucharse la misma voz, pero
esta vez no cantaba, sino que era como una llamada débil y lejana, cuyo eco vibraba en los peñascos del
Catalejo.
-¡Darby M'Graw! -repetía el lamento, pues eso es lo, que en realidad parecía-. ¡Darby M'Graw! ¡Darby
M'Graw! -una vez y otra, y después, elevándose, profirió un juramento que afrenta repetir-: ¡Dame el ron
por el culo, Darby!
Los bucaneros se quedaron clavados en su sitio con los ojos fuera de las órbitas. La voz se había extinguido
hacía ya mucho y aún continuaban mirando fijamente delante de ellos, mudos de terror.
-¡Ya no hay duda! -dijo uno-. ¡Huyamos!
-¡Esas fueron sus últimas palabras! -exclamó Morgan -, ¡sus últimas palabras a bordo de este mundo!
Dick había sacado la Biblia y rezaba apresuradamente. Sin duda, antes de hacerse a la mar y entrar en tan
malas compañías, Dick había recibido una buena crianza.
Pero, a pesar de todo, Silver no se rendía. Oí cómo sus dientes castañeteaban, pero no estaba disp uesto a
rendirse.
-Nadie en esta isla ha oído hablar de Darby -murmuró-, nadie aparte de los que estamos aquí. -Y después,
haciendo un gran esfuerzo, dijo -: Yo he venido para apoderarme de ese dinero, y nadie, ni hombre ni demonio,
compañeros, me hará desistir. No le tuve miedo a Flint en vida y, ¡por Satanás!, que estoy dispuesto
a hacerle cara muerto. Ahí, a menos de un cuarto de milla, hay setecientas mil libras. ¿Cuándo se ha visto
que un caballero de fortuna vuelva la espalda a un tesoro así por un viejo marino borracho con la nariz violeta...
y, además, muerto?
Pero sus compinches no dieron la menor muestra de recuperar su valor; al contrario, cada vez parecían
más aterrados, sobre todo ante los juramentos de Silver, que tomaban como provocaciones al espíritu de
Flint.
-¡Cuidado, John! -dijo Merry-. No irrites su alma. Todos los demás estaban demasiado aterrorizados como
para hablar. Y hubieran escapado cada uno por un lado si no hubiera sido por el propio miedo, que los
paralizaba; se apiñaron con John, como si aquella audacia los protegiera. El, por su parte, era ya muy dueño
de sí mismo.
-¿Su alma? Bien, acaso sea su alma -dijo-. Pero no lo veo tan claro. Se oía también un eco. Yo no sé de
un espíritu que haga sombra; ¿y por qué, entonces, va a hacer eco? Me parece muy extraño, ¿no es así?
Su argumento me pareció que no se mantenía, pero nadie es capaz de predecir qué pueda influir en los
temerosos, y, con gran sorpresa por mi parte, George Merry se tranquilizó bastante.
-Sí, eso es verdad -dijo-. Hay pocas cabezas como la tuya, John, eso no hay quien lo pueda negar. ¡A las
velas, compañeros! Esta tripulación está dando una bordada en falso. Y hay una cosa... si os fijáis era como
la voz de Flint, pero no tenía aquella fuerza suya, de mandar, aquel poder... Se parecía a... otra voz... sí, era
como la voz...
-¡Por todos los temporales! -rugió Silver-. ¡Ben Gunn! -¡ Sí, ésa era la voz! -gritó Morgan, levantándose
del suelo-. ¡Era la voz de Ben Gunn!
-Pero viene a ser lo mismo -dijo Dick-, porque Ben Gunn también se fue, como Flint.
Pero a los más veteranos aquellas últimas palabras parecieron tranquilizarlos.
-¿Y qué importa Ben Gunn? -dijo Merry-; vivo o muerto, no cuenta para nada.
Cómo habían ido recobrando el valor resultaba extraordinario para mí; el color volvía a sus caras, y no
tardaron en reanudar una conversación animada. De vez en cuando se callaban para escuchar, pero, al no
oír nada, decidieron seguir su camino y volvieron a echarse al hombro las herramientas y los víveres. Merry
abrió la marcha, llevando la brújula de Silver, y seguimos directamente hacia la Isla del Esqueleto. Realmente,
vivo o muerto, a nadie le importaba Ben Gunn.
Dick era el único que seguía aferrado a su Biblia, y, mientras caminaba, miraba frecuentemente a su alrededor;
p ero ninguno trató de consolarlo y hasta Silver se burlaba de todas sus inquietudes.
-Ya te lo dije -le repetía-; esa Biblia no sirve. Y si no se puede jurar sobre ella, ¿tú crees que va a parar a
algún espíritu? ¡Ni esto! -y hacía chasquear sus dedos enormes mientras se paraba sobre su muleta.
Pero Dick no admitía bromas y pronto fue visible que empezaba a sentirse enfermo. Quizá favorecida por
el calor, la fatiga y aquella profunda impresión, la fiebre que el doctor Livesey anunciara iba apoderándose
de él.
El camino no era difícil a través de la meseta; empezábamos a ir cuesta abajo, pues, como ya he dicho, la
altiplanicie descendía hacia el oeste. Pinos de todos los tamaños crecían, aunque muy clareados, y hasta en
los bosquecillos de azaleas y árboles de nuez moscada grandes calveros aparecían abrasados por el sol.
Ibamos avanzando hacia el noroeste, a través de la isla, y nos acercábamos a las laderas del Catalejo; ante
Comment: Derrota entre dos viradas
cuando se navega de bolina. Nuevo juego
de palabras.
nosotros se abría el paisaje de la bahía occidental, donde yo había estado ya una vez en mi viejo y zarandeado
coraclo.
Por fin alcanzamos el primero de los altos árboles, pero por la brújula comprobamos que no era el que
buscábamos. Lo mismo ocurrió con el segundo. El tercero se alzaba lo menos doscientos pies sobre un espeso
matorral: era un verdadero gigante, con un tronco rojizo, cuyo diámetro podía ser el de una cabaña, y
que producía una sombra tan inmensa, que bien podría haber maniobrado en ella una compañía. Era visible
desde muy lejos en el mar, desde cualquier posición, y servía perfectamente para ser reseñado en las cartas
como marca de navegación.
Pero no era su tamaño lo que emocionaba a mis compañeros, sino la idea de que a su sombra dormían setecientas
mil libras. La avaricia iba disipando en ellos sus anteriores temores. Los ojos les brillaban y sus
pies se volvían ligeros, veloces; toda su alma estaba ahora pendiente de aquella fortuna, de la vida regalada
y de los placeres que les iba a permitir a cada uno desde entonces.
Silver, gruñendo, avanzaba renqueando con su muleta; las aletas de su nariz vibraban; gritaba mil jur amentos
contra las moscas que se posaban en su rostro sudoroso y ardiente, y daba furiosos tirones a la
cuerda con que me arrastraba, y de cuando en cuando se volvía dirigiéndome una mirada asesina. No se
tomaba ya ningún trabajo en disimular sus pensamientos y yo podía leerlos como si estuvieran impresos.
Ante la inminencia del tesoro todo lo demás había dejado de existir: sus promesas, la advertencia del do ctor;
y yo no tenía dudas de que, en cuanto logr ara apoderarse del oro, buscaría la Hispaniola y, aprovechando
la noche, degollaría a toda persona honrada que quedase en la isla, y luego largaría velas, como había
pensado en un principio, cargado de crímenes y de riquezas.
Tan preocupado como yo estaba con estos pensamientos, no me era fácil seguir el paso de aquellos buscadores
de tesoros. De cuando en cuando daba un tropezón; y entonces Silver tiraba violentamente de la
soga y era cuando me dirigía sus miradas asesinas. Dick, que iba rezagado, seguía la comitiva hablando
entre dientes, no sé si plegarias o maldiciones, conforme la fiebre le subía. Y a todo esto se añadía en mi
cabeza la imagen de la tragedia que aquellas tierras habían contemplado un día, cuando el desalmado pirata
del rostro ceniciento, el que había muerto en Savannah cantando y pidiendo más ron a voces, había sacrificado
allí mismo y por su propia mano a seis compañeros. Aquel bosque cillo, tan apacible ahora, debió
haber escuchado los alaridos y los gritos, y aún, en mi pensamiento, creía oírlos vibrar en el aire sereno.
Llegamos al borde del bosque.
-¡Victoria, compañeros! ¡Corramos todos! -gritó Merry. Y los que iban en vanguardia echaron a correr.
Y de repente, no habían avanzado ni diez yardas, cuando los vi detenerse. Escuché un grito ahogado. Silver
intentó ir más de prisa empujando frenéticamente su muleta; y un instante después también él y yo nos
paramos en seco.
Ante nosotros vimos un profundo hoyo, no muy reciente, pues los taludes se habían desmoronado en parte
y la hierba crecía en el fondo; y allí clavado se veía el astil de un pico que estaba partido por su mitad y,
esparcidas, las tablas de varias cajas. En una de ellas vi, marcado con un hierro candente, la palabra Walrus:
el nombre del barco de Flint.
Aquello lo aclaraba todo: el tesoro había sido descubierto y saqueado; ;las setecientas mil libras habían
desaparecido!
Capítulo 33
La caída de un jefe
Jamás se vio revés semejante en este mundo. Cada uno de los seis hombres se quedó como si lo hubiera
fulminado un rayo. Pero Silver reaccionó casi en el acto. Todos sus pensamientos habían estado dirigidos,
como un caballo de carreras, hacia aquel dinero; pero se contuvo en un segundo y conservó la cabeza, trató
de recuperar su humor y cambió sus planes antes de que los otros fueran presa del desengaño.
Jim -me susurró-, toma esto. Y pon atención, porque en un momento estallará la tormenta.
Y deslizó en mi mano un pistolón de dos cañones.
Empezó al mismo tiempo a deslizarse cautelosamente y sin perder la calma, hacia el norte, y con unos
pocos pasos puso la excavación entre nosotros y los cinco piratas. Entonces me miró y movió su cabeza
como diciéndome: «Estamos en un callejón sin salida», que era lo que yo también pensaba de aquella situación.
Su mirada se había transformado y ahora era completamente amistosa; pero yo sentía ya tal repugnancia
ante aquellos cambios constantes de actitud, que no pude evitar decirle:
-Ahora cambiará usted otra vez de casaca.
Pero no tuvo tiempo de responderme. Los bucaneros, con terribles maldiciones, empezaron a saltar al
fondo del hoyo y a escarbar con sus dedos, tirando las tablas fuera. Morgan encontró una moneda de oro.
La levantó por encima de su cabeza gritando una sarta de maldiciones horribles. Era una moneda de dos
guineas, y empezó a pasar de mano en mano.
-¡Dos guineas! -gritó Merry mostrándole a Silver la pieza-. Estas son las setecientas mil libras, ¿no es
así? Ahí tenemos al hombre de los pactos. Tú eres el que nunca estropea un negocio, ¿verdad?, ¡tú, estúpido
marino de agua dulce!
-Seguid escarbando, muchachos -dijo Silver con el más insolente descaro-; seguramente encontraréis alguna
criadilla.
-¡Criadillas! - respondió Merry dando un chillido-. ¿Habéis oído eso, compañeros? Tú lo sabías todo,
John «el Largo». Miradlo. Se le nota en la cara.
-Ah, Merry -dijo Silver-, ¿otra vez con pretensiones de capitán? Verdaderamente eres un tipo de empuje.
Pero todos los piratas parecían pensar como Merry. Empezaron a salir de la excavación con furiosas miradas.
Y observé algo que podía significar lo peor para nosotros: que todos subían y se situaban en la parte
opuesta a Silver.
Y así nos quedamos: dos en un bando, cinco en el otro, el hoyo entre los dos grupos y nadie con el valor
suficiente para dar el primer golpe. Silver no se movió: los observaba muy firme sobre su muleta y me p areció
más decidido y sereno que nunca. No me cabe duda de que era un hombre valiente.
Merry seguramente pensó que una arenga podía decidir a sus compinches.
-Camaradas -dijo-, ahí delante tenemos a esos dos, solos; uno es un viejo inválido, que nos ha metido en
esto, y suya es la culpa de estar como estamos; el otro es un cachorrillo, a quien yo mismo he de arrancar el
corazón. ¡Vamos, compañeros!
Levantó su brazo al mismo tiempo que su voz, ordenando el ataque. Pero en aquel instante -¡zum! ¡zum!
¡zum!- tres disparos de mosquete relampaguearon en la espesura. Merry cayó de cabeza en el hoyo; el
hombre de la cabeza vendada giró sobre sí mismo como un espantapájaros y cayó de costado, herido de
muerte, aunque aún se retorcía; los demás volvieron la espalda y echaron a correr con toda su alma. Y antes
de respirar siquiera, John «el Largo» descargó sus dos tiros sobre Merry, que, intentaba levantarse; volvió a
caer y alzó sus ojos en el último estertor.
-George -le dijo Silver-, cuenta saldada.
En ese instante el doctor, Gray y Ben Gunn salieron del bosque de árboles de la nuez y se unieron a nosotros
con los mosquetes aún humeantes.
-¡Corramos! -gritó el doctor-. ¡Corramos, muchachos! ¡Hay que impedir que lleguen a los botes!
Y nos lanzamos tras ellos, hundiéndonos a veces hasta el pecho en aquellos matorrales.
Silver no quería que lo dejásemos atrás. El esfuerzo que aquel hombre realizó, saltando con su muleta
hasta que los músculos del pecho parecían estar a pun to de reventar, no lo he visto nunca igualar por nadie;
y lo mismo considera el doctor. Pero no pudo alcanzarnos, y corría rezagado unas treinta yardas, cuando
llegamos a la meseta.
-¡Doctor! -gritó-, ¡mire allí! ¡No hay prisa!
Y verdaderamente no la había. En la zona más despejada de aquella altiplanicie pudimos ver a los tres p iratas
supervivientes, que corrían en una dirección equivocada, hacia el monte Mesana; así pues estábamos
entre ellos y los botes. Nos sentamos a descansar los cuatro, mientras John Silver, enjugándose el sudor de
la cara, casi se arrastraba hacia nosotros.
-Muchas gracias, doctor -dijo-. Habéis llegado en el momento preciso para Hawkins y para mí. ¡De modo
que eras tú, Ben Gunn! -añadió-. Buena pieza estás hecho.
-Soy Ben Gunn; ése soy -contestó el abandonado, casi temblando como un anguila en su azoramiento-. Y
-siguió después de una larga pausa-, ¿cómo está usted, señor Silver? Muy bien, muchas gracias, debe decir
usted.
-Ben Gunn -murmuró Silver-, ¡y pensar que tú me la has jugado!
El doctor envió a Gray a buscar uno de los picos que los amotinados habían olvidado en su fuga; y conforme
regresamos, caminando ya con toda tranquilidad cuesta abajo hasta donde estaban fondeados los
botes, me contó en pocas palabras lo que había sucedido. La historia interesaba mucho a Silver, y en ella
Ben Gunn, aquel abandonado medio idiotizado, era el héroe.
Resulta que Ben, en sus largas y solitarias caminatas por la isla, había encontrado el esqueleto, y había
sido él quien lo despojara de todo; había localizado el tesoro y lo había desenterrado (suyo era el pico cuyo
astil partido vimos en la excavación) y había ido transportándolo a cuestas, en larguísimas y fatigosas jo rnadas,
desde aquel gigantesco pino hasta una cueva que había encontrado en el monte de los dos picos, en
Comment: Criadilla de tierra: bongo
carnoso que se cría bajo tierra. mm, sabroso.
la zona noreste de la isla, y allí lo había almacenado a buen recaudo dos meses antes de que nosotros arribásemos
con la Hispaniola.
Cuando el doctor logró hacerle confesar este secreto, la misma tarde del ataque, y después de descubrir, a
la mañana siguiente, que el fondeadero estaba desierto, fue a parlamentar con Silver, le entregó entonces el
mapa, puesto que ya no servía para nada, y no tuvo reparo en entregarle las provisiones, porque en la cueva
de Ben Gunn había bastante carne de cabra, que él mismo había conservado; así le entregó todo, y más que
hubiera tenido, con tal de poder salir de la empalizada y esconderse en el monte de los pinos, donde estaba
a salvo de las fiebres y cerca del dinero.
-En cuanto a ti, Jim -me dijo-, me dolió mucho, pero hice lo que creí mejor para los otros, que habían
cumplido con su deber; y si tú no eras uno de ellos, la culpa era sólo tuya.
Pero aquella mañana, al comprender que yo me vería complicado en la siniestra broma que les había reservado
a los amotinados, había ido corriendo hasta la cueva, y dejando al capitán al cuidado del squire,
acompañado por Gray y el abandonado, había atravesado la isla en diagonal con el fin de estar pronto a
auxiliarnos, como fue preciso, en la excavación junto al pino. Y al darse cuenta de que era bastante improbable
alcanzarnos, dada la delantera que llevábamos, envió por delante a Ben Gunn, que era hombre veloz
en su carrera, para que hiciese lo necesario mientras ellos llegaban. Fue entonces cuando a Ben se le ocurrió
retrasarnos con la treta de Flint, que sabía asustaría a sus antiguos compañeros; y le salió tan bien, que
permitió que Gray y el doctor llegaran a tiempo y pudieran emboscarse antes de la aparición de los piratas.
-Ah -dijo Silver-, tener a Hawkins ha sido mi mejor fortuna. Porque habríais dejado que hiciesen trizas al
viejoJohn sin la menor consideración, ¿no es así, doctor?
-Ni por un instante -replicó el doctor Livesey jovialmente. Llegamos al fin donde estaban los botes. El
doctor, con un zapapico abrió vías de agua en uno de ellos, y rápidamente embarcamos todos en el otro y
nos hicimos a la mar para ir costeando hasta la Cala del Norte.
Navegamos ocho o nueve millas. Silver parecía muy fatigado, y a pesar de ello se sentó a los remos, como
el resto de nosotros, y así fuimos saliendo a mar abierta por una superficie serena y miste riosa. Poco
después atravesamos el canal y doblamos el extremo sureste de la isla, a cuya altura, cuatro días antes,
habíamos remolcado la Hispaniola.
Al pasar frente al monte de los dos picos, pudimos ver la oscura boca de la cueva de Ben Gunn, y junto a
ella la figura erguida de un hombre vigilando con un mosquete: era el squire, y lo saludamos agitando un
gran pañuelo y con tres hurras, en los cuales debo decir que Silver tomó parte con tanto entusiasmo como el
que más. Tres millas más allá entramos en la embocadura de la Cala del Norte, y cuál no sería nuestra so rpresa
al ver la Hspaniola navegando sola. La pleamar la había puesto a flote y, si hubiera soplado un viento
fuerte o una corriente tan poderosa como la del fondeadero sur, posiblemente nunca más la hubiéramos
recobrado o la hubiésemos hallado encallada y destrozada contra cualquier roca. Pero por suerte no había
percance alguno que lamentar, salvo que la vela mayor estaba destrozada. Dispusimos otro ancla y la fondeamos
en braza y media de agua. Entonces regresamos remando hasta la rada del Ron, donde estaba el
tesoro; y desde allí Gray regresó solo con el bote a la Hispaniola para pasar la noche de guardia.
Una suave cuestecilla conducía desde la playa a la boca de la cueva. Allí arriba nos encontramos con el
squire, que me recibió muy cordial y bondadosamente, sin mencionar mis correrías, ni para elogiarme ni
como censura. Sólo vi en él cierto desagrado ante el saludo de Silver.
John Silver -le dijo- , es usted un bribón prodigioso y un impostor..., un monstruo impostor. Me han indicado
estos caballeros que no le conduzca hasta los jueces, y no pienso hacerlo. Pero deseo que los muertos
que ha causado pesen sobre su alma como ruedas de molino colgadas al cuello.
-Gracias por sus bondades, señor -replicó John «el Largo», haciendo otra reverencia.
-¡Y se atreve a darme las gracias! -exclamó el squire-. Es una grave omisión de mis deberes. Retírese usted.
Después de este recibimiento entramos en la cueva. Era espaciosa y bien ventilada y un pequeño manantial
corría hasta una charca de agua cristalina rodeada de helechos. El suelo era de arena. Delante de un
gran fuego estaba el capitán Smollett, y en un rincón del fondo, iluminado por los suaves reflejos de las
llamas, vi un enorme montón de monedas y pilas de lingotes de oro. Era el tesoro de Flint que habíamos
venido a buscar desde tan lejos y que había costado la vida de diecisiete hombres de la Hispaniola. Cuántas
mas habría costado juntarlo, cuánta sangre y cuántos pesares, cuántos hermosos navíos yacían en el fondo
de los mares, cuántos valientes habrían pasado el tablón con los ojos vendados, cuántos cañonazos, cuánto
deshonor, cuántas mentiras, cuánta crueldad, nadie quizá podría decirlo. Sin embargo, aún había tres hombres
en aquella isla -Silver, el viejo Morgan y Ben Gunn- que habían tenido parte en esos crímenes y que
ahora esperaban tenerla en el botín.
-Entra, Jim -dijo el capitán-. Eres un buen muchacho, claro que en tu camino, Jim; pero pienso que no
volveremos nunca a hacernos juntos a la mar. Eres demasiado caprichoso para mi gusto. Ah, y también está
usted, John Silver. ¿Qué le trae por aquí?
-Señor, he vuelto a mi deber -contestó Silver.
-¡Ah! -dijo el capitán; y fue todo lo que dijo.
Aquella noche gocé de una magnífica cena junto a los míos, y qué sabrosa me pareció la cabra de Ben
Gunn, y las golosinas, y una botella de viejo vino que habían traído desde la Hispaniola. Creo que nadie
fue nunca tan feliz como lo éramos nosotros. Y allí estaba Silver, sentado lejos del resplandor del fuego,
comiendo con buen apetito y pendiente de si precisábamos algo para traerlo, y hasta participando con cierta
discreción de nuestras risas; ah, el mismo suave, cortés y servicial marinero de nuestra anterior travesía.
Capítulo 34
El fin de todo
Al día siguiente, muy de mañana, empezamos a acarrear aquella inmensa fortuna hasta la playa, que distaba
cerca de una milla, y desde allí, otras tres millas mar adentro hasta la Hispaniola. La tarea fue muy
pesada para tan corto número como éramos. Los tres forajidos que aún erraban por la isla no nos preocup aban;
uno de nosotros vigilando en la cima de la colina bastaba para protegernos de cualquier repentina
agresión; y además, no dudábamos de que estarían más que hartos de cualquier querella.
Hicimos nuestro trabajo con entusiasmo. Gray y Ben Gunn fueron los encargados de tripular el bote, y
los demás, en su ausencia, íbamos apilando el oro en la playa. Dos de los lingotes, atados con un cabo, eran
ya de por sí carga más que suficiente para un hombre fornido; tan pesada, que exigía un lento transporte. En
cuanto a mí, como no servía por mi fortaleza para estos trabajos, me destinaron a ir envasando las monedas
de oro en los sacos de galleta, y pasé el día en la cueva.
Aquélla era una extraña colección de monedas, como la que había encontrado en el cofre de Billy Bones,
por la diversidad de cuños, y tan fascinante, que jamás he gozado tanto como al ir clasificándolas. Había
piezas inglesas, francesas, españolas, portuguesas, georges y luises, doblones y guineas de oro, moidores,
cequíes, y en fin, toda la galería de retratos de los reyes de Europa en los últimos cien años junto a monedas
orientales de raro diseño, acuñadas con dibujos que parecían retazos de telas de araña, monedas cuadradas
en lugar de redondas y taladradas algunas en su centro como para poder colgarlas de un collar.
Formaban el más variado museo del dinero, y, en cuanto a su cantidad, creo que eran más que las hojas
en el otoño, o que lo digan mis riñones, que con dificultad soportaban aquel trabajo, y mis dedos, que no
daban abasto a ir clasificándolas.
Ese trabajo duró varias jornadas, y cada atardecer una fortuna iba siento estibada junto a otra en nuestro
barco y otra aún mayor quedaba aguardando su traslado para el siguiente día. Durante todo ese tiempo no
vimos ni señales de los tres amotinados que habían huido.
Sólo una vez -creo que fue a la tercera noche-, cuando el doctor y yo paseábamos por la colina contemplando
desde allí todas las tierras bajas de la isla, la densa oscuridad nos trajo en el viento un rumor de risas
y gritos. Sólo un instante. Y de nuevo se hundió en el silencio.
-¡Que los cielos se apiaden de ellos! -dijo el doctor-. ¡Son los amotinados!
-Y borrachos, señor -oímos la voz de Silver detrás de nosotros.
Porque debo decir que Silver estaba en completa libertad, y que, a pesar de los constantes desaires a que
era sometido, poco a poco parecía ir recobrando sus antiguos privilegios. Verdadera mente resultaba admirable
cómo encajaba todas las humillaciones y con qué incansable cortesía y afabilidad no cesaba de intentar
congraciarse con todos. Sin embargo, no conseguía que se le tratara mejor que a un perro, salvo por parte
de Ben Gunn, que parecía conservar ante su antiguo cabo el mismo pavor de siempre. Y también por lo
que a mí se refiere, que realmente me sentía agradecido con él, aunque no me faltasen razones para dudar
de su conducta, pues hasta en el último momento, en la meseta, le había visto planear una nueva traición.
Por eso el doctor le respondió desabridamente:
-Borrachos o delirando.
-Lleváis razón, señor-replicó Silver-; lo que para vos o para mí viene a importar lo mismo.
-Supongo que no pretenderá que a estas alturas le considere un hombre compasivo --le dijo el doctor irónicamente-,
y si mis emociones le resultan ciertamente incomprensibles, señor Silver, he de decirle que, si
estuviera convencido de que sus compinches están delirando, lo que no me extrañaría, porque uno de ellos
al menos debe ser pasto de las fiebres, saldría ahora mismo de aquí y, aunque me jugase la piel, no dudaría
en prestarles los auxilios de mi profesión.
-Perdonadme, señor, pero creo que haríais muy mal -respondió Silver-. Podríamos perder vuestra vida,
que es preciosa, no os quepa duda. Yo estoy ahora metido hasta el cuello en vuestro partido, y no me gustaría
verlo disminuido, y menos aún tratándose de vos, a quien tanto debo. Esos que aullan ahí abajo no son
hombres de palabra, no, ni siquiera aunque lo pretendieran; y lo que es más, no entenderían la vuestra.
-No -dijo el doctor-. En cuanto a palabra, ya sé que sólo usted es capaz de mantenerla, ¿no es verdad?
No volvimos a saber de los tres piratas. En una ocasión escuchamos el estampido de un mosquete en la
lejanía, y nos figuramos que estaban cazando. Entonces celebramos un consejo y se decidió abandonar la
isla, lo que provocó la alegría de Ben Gunn y la más rotunda aprobación por parte de Gray. Dejamos allí,
para que pudiera ser aprovechado por los piratas, una buena provisión de pólvora y municiones, gran cantidad
de salazón de cabra y algunas medicinas, así como herramientas y ropa y una vela y un par de brazas
de cuerda, y, por especial indicación del doctor, un espléndido regalo de tabaco.
Eso fue lo último que hicimos en la isla. El tesoro estaba embarcado y habíamos hecho acopio de agua y
cecina. Y así, en una mañana de limpio aire, levamos anclas y zarpamos de la Cala del Norte enarbolando
el mismo pabellón que nuestro capitán izara orgulloso en la empalizada.
Los tres forajidos debían estar espiándonos con más atención de la que nosotros suponíamos, pues, al n avegar
por la bocana de la bahía, lo que nos obligó a acercarnos a la punta sur, los vimos en el arenal, juntos
y arrodillados implorando con sus brazos en alto. Creo que lograron que nuestros corazones se apiadaran de
su miserable suerte, pero no podíamos correr el riesgo de otro motín; y conducirlos a la patria, donde serían
ajusticiados, también hubiera sido un acto cruel en su humanitarismo. El doctor les dijo a gritos que les
habíamos dejado suficientes provisiones y útiles y dónde podían encontrarlos. Pero ellos siguieron llamándonos,
y por nuestros nombres, y suplicándonos por Dios que tuviéramos compasión y no los abandonásemos
en aquellos parajes. Cuando se convencieron de que el barco no se detendría y que no tardaríamos en
estar fuera de su alcance, uno de ellos -no sé quien- se levantó, se echó el mosquete a la cara y disparó contra
nosotros; la bala silbó sobre la cabeza de Silver y atravesó la vela mayor.
Nos protegimos tras la borda y, cuando volví a mirar, ya no estaban en la franja de arena, y hasta la misma
restinga casi no se percibía en la distancia. Habíamos acabado con ellos, y, antes de que el sol estuviera
en su cenit, pude ver, con la más inmensa alegría, cómo la cima de la Isla del Tesoro se hundía tras la curva
azulísima del horizonte marino.
Sufríamos tal escasez de marineros, que todos a bordo tuvimos que hacernos a la maniobia, menos el capit
án, que ordenaba desde su lecho, una colchoneta situada en popa, pues, aunque ya estaba bastante repuesto,
todavía precisaba esa quietud. Pusimos proa hacia el puerto más cercano de la América española,
porque no podíamos arriesgarnos a emprender el regreso a la patria sin enrolar una nueva tripulación; sufrimos
un par de temporales y tuvimos vientos contrarios antes de llegar a nuestro primer destino, al que
arribamos con muchas dificultades.
Un atardecer anclamos en un bellísimo golfo bastante bien abrigado, y en seguida nos vimos rodeados de
canoas tripuladas por negros, indios mexicanos y mestizos, que nos ofrecían frutas y verduras y que estaban
dispuestos a bucear para recoger las monedas con que pagásemos aquellos presentes. La visión de aquellos
rostros risueños (sobre todo los de los negros), aquellos frutos tropicales exquisitos, y la contemplación de
las luces del poblado que empezaban a encenderse hacía un contraste encantador con nuestra trágica y sangrienta
aventura en la isla; y el doctor y el squire, llevándome con ellos, fueron a tierra para pasar allí la
velada. En el poblado encontraron a un capitán de la Marina Real inglesa con el que departieron largamente
y que nos llevó a su navío; y, en resumen, lo pasamos tan agradablemente, que regresamos a la Hispaniola
con las primeras luces del alba.
Encontramos a Ben Gunn solo en cubierta, y en cuanto nos vio a bordo empezó con grandes aspavientos
a contarnos lo sucedido en nuestra ausencia. Silver se había escapado. Gunn confesó que había sido cómplice
en su fuga, y que ya hacía unas horas que había partido en un bote, pero nos juraba que lo había hecho
por salvar nuestras vidas, que estaba seguro hubieran peligrado si «aquel cojo permanecía a bordo». Y eso
no era todo: el cocinero no nos había abandonado con las manos vacías. Había perforado un mamparo robando
uno de los sacos de oro, que podía contener trescientas o cuatrocientas guineas, que bien habrían de
venirle en su vida errabunda.
Creo que todos nos alegramos de habernos quitado ese peso y al más bajo precio.
Añadiré, para no alargar demasiado esta ya larga historia, que enrolamos algunos marineros, que nuestra
travesía hasta Inglaterra fue feliz y que la Hispaniola arribó a Bristol cuando el señor Blandly estaba disp oniendo
un barco de so corro. Con ella regresábamos cinco de los que nos habíamos lanzado en aquella aventura.
«La bebida y el diablo se llevaron el resto», y con ensañamiento; de cualquier forma, tuvimos más
suerte que aquel otro barco del que cantaban:
«Y sólo uno quedó
de setenta y cinco que zarparon. »
Cada uno de nosotros recibió su muy considerable parte de aquel tesoro, y usamos de ella con prudencia
o despilfarrándola, según la naturaleza de cada cual. El capitán Smollett se ha retirado de la mar. Gray no
sólo supo conservar su dinero, sino que, habiéndole acuciado un súbito deseo de prosperar, se dedicó con
afán a su profesión y hoy es piloto y copropietario de un hermoso barco, ha contraído matrimonio y es p adre
de familia.
En cuanto a Ben Gunn, se le dieron mil libras, que gastó o perdió en tres semanas, o para decir mejor, en
diecinueve días, pues el que hacía veinte ya vino a nosotros mendigando. Entonces se le encomendó, para
garantizarle su vida, un puesto de guardián en una hacienda, que era lo que tanto había temido él, en la isla;
y ahí continúa sus días, siendo muy querido y popular entre los hijos de los campesinos y un notable solista
en el coro de la iglesia los domingos y fiestas de guardar.
De Silver no hemos vuelto a saber. Aquel formidable navegante con una sola pierna ha desaparecido de
mi vida; supongo que se reuniría con su vieja negra y que vivirá todavía, satisfecho, junto a ella y al Capitán
Flint. Y ójala así sea, porque sus posibilidades de gozo en el otro mundo son harto escasas.
Los lingotes de plata y las armas aún están, que yo sepa, donde Flint las enterró; y por lo que a mí concierne,
allí van a seguir. Yuntas de bueyes y jarcias que me arrastraran no conseguirían hacerme volver a
aquella isla maldita; pero aún en las pesadillas que a veces perturban mi sueño oigo la marejada rompiendo
contra aquellas costas, o me incorporo sobresaltado oyendo la voz del Capitán Flint que chilla en mis oídos:
«¡Doblones! ¡Doblones!»

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