LIGEIA
Por Edgar Allan Poe
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Y allí se encuentra la voluntad, que no fenece.
¿Quién conoce los misterios de la voluntad y su
vigor? Pues Dios es una gran voluntad que penetra
todas las cosas por la naturaleza de su atención. El
hombre no se rinde a los ángeles, ni por entero a la
muerte, salvo únicamente por la flaqueza de su débil
voluntad.
JOSETH GLANVILL
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No puedo, por mi alma, recordar ahora cómo, cuándo,
ni exactamente dónde trabé por primera vez
conocimiento con lady Ligeia. Largos años han
transcurrido desde entonces, y mi memoria es débil
porque ha sufrido mucho. O quizá no puedo ahora
recordar aquellos extremos porque, en verdad, el
carácter de mi amada, su raro saber, la singular
aunque plácida clase de su belleza, y la conmovedora
y dominante elocuencia de su hondo lenguaje musical
se han abierto camino en mi corazón con paso tan
constante y cautelosamente progresivo, que ha sido
inadvertido y desconocido. Creo, sin embargo, que la
encontré por vez primera, y luego con mayor
frecuencia, en una vieja y ruinosa ciudad cercana al
Rin. De seguro, le he oído hablar de su familia.
Está fuera de duda que provenía de una fecha muy
remota. ¡Ligeia, Ligeia! Sumido en estudios que por
su naturaleza se adaptan más que cualesquiera otros
a amortiguar las impresiones del mundo exterior, me
bastó este dulce nombre -Ligeia- para evocar ante
mis ojos, en mi fantasía, la imagen de la que ya no
existe.
Y ahora, mientras escribo, ese recuerdo centellea,
sobre mí, que no he sabido nunca el apellido paterno
de la que fue mi amiga y mi prometida, que llegó a
ser mi compañera de estudios y al fin, la esposa de
mi corazón. ¿Fue aquello una orden mimosa por parte
de mi Ligeia? ¿O fue una prueba de la fuerza de mi
afecto lo que me llevó a no hacer investigaciones
sobre ese punto? ¿O fue más bien un capricho mío,
una vehemente y romántica ofrenda sobre el altar de
la más apasionada devoción? Si sólo recuerdo el
hecho de un modo confuso, ¿cómo asombrarse de que
haya olvidado tan por completo las circunstancias
que le originaron o le acompañaron? Y en realidad,
si alguna vez el espíritu que llaman novelesco, si
alguna vez la brumosa y alada Ashtophet del idólatra
Egipto, preside, según dicen los matrimonios
fatídicamente adversos, con toda seguridad presidió
el mío.
Hay un tema dilecto, empero, sobre el cual no falla
mi memoria. Es éste la persona de Ligeia. Era de
alta estatura, algo delgada, e incluso en los
últimos días muy demacrada. Intentaría yo en vano
describir la majestad, la tranquila soltura de su
porte o la incomprensible ligereza y flexibilidad de
su paso. Llegaba y partía como una sombra. No me
daba cuenta jamás de su entrada en mi cuarto de
estudio, salvo por la amada música de su apagada y
dulce voz, cuando posaba ella su marmórea mano sobre
mi hombro. En cuanto a la belleza de su faz, ninguna
doncella la ha igualado nunca. Era el esplendor de
un sueño de opio, una visión aérea y encantadora,
más ardorosamente divina que las fantasías que
revuelan alrededor de las almas dormidas de las
hijas de Delos.
Con todo, sus rasgos no poseían ese modelado regular
que nos han enseñado falsamente a reverenciar con
las obras clásicas del paganismo. "No hay belleza
exquisita -dice Bacon, lord Verulam-, hablando con
certidumbre de todas las formas y generos de
belleza, sin algo extraño en la proporción." No
obstante, aunque yo veía que los rasgos de Ligeia no
poseían una regularidad clásica, aunque notaba que
su belleza era realmente "exquisita", y sentía que
había en ella mucho de "extraño", me esforzaba en
vano por descubrir la irregularidad y por perseguir
los indicios de mi propia percepción de "lo
extraño".
Examinaba el contorno de la frente alta y pálida -
una frente irreprochable: ¡cuán fría es, en verdad,
esta palabra cuando se aplica a una majestad tan
divina!-, la piel que competía con el más puro
marfil, la amplitud imponente, la serenidad, la
graciosa prominencia de las regiones que dominaban
las sienes; y luego aquella cabellera de un color
negro como plumaje de cuervo, brillante, profusa,
naturalmente rizada, y que demostraba toda la
potencia del epíteto homérico, "¡jacintina!".
Miraba yo las líneas delicadas de la nariz, y en
ninguna parte más que en los graciosos medallones
hebraicos había contemplado una perfección
semejante. Era la misma tersura de superficie, la
misma tendencia casi imperceptible a lo aguileño,
las mismas aletas curvadas con armonía que revelaban
un espíritu libre. Contemplaba yo la dulce boca.
Encerraba el triunfo de todas las cosas celestiales:
la curva magnifica del labio superior, un poco
corto, el aire suave y voluptuosamente reposado del
interior, los hoyuelos que se marcaban y el color
que hablaba, los dientes reflejando en una especie
de relámpago cada rayo de luz bendita que caía sobre
ellos en sus sonrisas serenas y plácidas, pero
siempre radiantes y triunfadoras. Analizaba la forma
del mentón, y allí también encontraba la gracia, la
anchura, la dulzura, la majestad, la plenitud y la
espiritualidad griegas, ese contorno que el dios
Apolo reveló sólo en sueños a Cleómenes, el hijo del
ateniense. Y luego miraba yo los grandes ojos de
Ligeia.
Para los ojos no encuentro modelos, en la más remota
antigüedad. Acaso era en aquellos ojos de mi amada
donde residía el secreto al que lord Verulam alude.
Eran, creo yo, más grandes que los ojos ordinarios
de nuestra propia raza. Más grandes que los ojos de
la gacela de la tribu del valle de Nourjahad. Aun
así, a ratos era -en los momentos de intensa
excitación- cuando esa particularidad se hacia más
notablemente impresionante en Ligeia.
En tales momentos su belleza era -al menos, así
parecía quizá a mi imaginación inflamada- la belleza
de las fabulosas huríes de los turcos. Las pupilas
eran del negro más brillante y bordeadas de pestañas
de azabache muy largas; sus cejas, de un dibujo
ligeramente irregular, tenían ese mismo tono. Sin
embargo, lo extraño que encontraba yo en los ojos
era independiente de su forma, de su color y de su
brillo, y debía atribuirse, en suma, a la expresión.
¡Ah, palabra sin sentido, puro sonido, vasta latitud
en que se atrinchera nuestra ignorancia de lo
espiritual! ¡La expresión de los ojos de Ligeia!
¡Cuántas largas horas he meditado en ello; cuántas
veces, durante una noche entera de verano, me he
esforzado en sondearlo! ¿Qué era aquello, aquel lago
más profundo que el pozo de Demócrito que vacía en
el fondo de las pupilas de mi amada? ¿Qué era
aquello? Se adueñaba de mí la pasión de descubrirlo.
¡Aquellos ojos! ¡Aquellas grandes, aquellas
brillantes, aquellas divinas pupilas! Habían llegado
a ser para mí las estrellas gemelas de Leda, y era
yo para ellas el más devoto de los astrólogos.
No existe hecho, entre las muchas incomprensibles
anomalías de la ciencia psicológica, que sea más
sobrecogedoramente emocionante que el hecho -nunca
señalado, según creo, en las escuelas- de que, en
nuestros esfuerzos por traer a la memoria una cosa
olvidada desde hace largo tiempo, nos encontremos
con frecuencia al borde mismo del recuerdo, sin ser
al fin capaces de recordar. Y así, ¡cuántas veces,
en mi ardiente análisis de los ojos de Ligeia, he
sentido acercarse el conocimiento pleno de su
expresión! ¡Lo he sentido acercarse, y a pesar de
ello, no lo he poseído del todo, y por último, ha
desaparecido con absoluto! Y (¡extraño, oh, el más
extraño de todos los misterios!) he encontrado en
los objetos más vulgares del mundo una serie de
analogías con esa expresión. Quiero decir que,
después del periodo en que la belleza de Ligeia pasó
por mi espíritu y quedó allí como en un altar,
extraje de varios seres del mundo material una
sensación análoga a la que se difundía sobre mí, en
mí, bajo la influencia de sus grandes y luminosas
pupilas.
Por otra parte, no soy menos incapaz de definir
aquel sentimiento, de analizarlo o incluso de tener
una clara percepción de él. Lo he reconocido,
repito, algunas veces en el aspecto de una viña
crecida deprisa, en la contemplación de una falena,
de una mariposa, de una crisálida, de una corriente
de agua presurosa. Lo he encontrado en el océano, en
la caída de un meteoro. Lo he sentido en las miradas
de algunas personas de edad desusada. Hay en el
cielo una o dos estrellas (en particular, una
estrella de sexta magnitud, doble y cambiante, que
se puede encontrar junto a la gran estrella de la
Lira) que, vistas con telescopio, me han producido
un sentimiento análogo. Me he sentido henchido de él
con los sonidos de ciertos instrumentos de cuerda, y
a menudo en algunos pasajes de libros.
Entre otros innumerables ejemplos, recuerdo muy bien
algo en un volumen de Joseph Glanvill que (tal vez
sea simplemente por su exquisito arcaísmo, ¿quién
podría decirlo?) no ha dejado nunca de inspirarme el
mismo sentimiento: "Y allí se encuentra la voluntad
que no fenece. ¿Quién conoce los misterios de la
voluntad, y su vigor? Pues Dios es una gran voluntad
que penetra todas las cosas por la naturaleza de su
atención. El hombre no se rinde a los ángeles ni por
entero a la muerte, salvo únicamente por la flaqueza
de su débil voluntad."
Durante el transcurso de los años, y por una
sucesiva reflexión, he logrado trazar, en efecto,
alguna remota relación entre ese pasaje del
moralista inglés y una parte del carácter de Ligeia.
Una intensidad de pensamiento, de acción, de palabra
era quizá el resultado, o por lo menos, el indicio
de una gigantesca volición que, durante nuestras
largas relaciones, hubiese podido dar otras y más
inmediatas pruebas de su existencia.
De todas las mujeres que he conocido, ella, la
tranquila al exterior, la siempre plácida Ligeia,
era la presa más desgarrada por los tumultuosos
buitres de la cruel pasión. Y no podía yo evaluar
aquella pasión, sino por la milagrosa expansión de
aquellos ojos que me deleitaban y me espantaban al
mismo tiempo, por la melodía casi mágica, por la
modulación, la claridad y la placidez de su voz muy
profunda, y por la fiera energía (que hacía el doble
de efectivo el contraste con su manera de
pronunciar) de las vehementes palabras que prefería
ella habitualmente.
He hablado del saber de Ligeia: era inmenso, tal
como no lo he conocido nunca en una mujer. Sabía a
fondo las lenguas clásicas, y hasta donde podía
apreciarlo mi propio conocimiento, los dialectos
modernos europeos, en los cuales no la he
sorprendido nunca en falta. Bien mirado, sobre
cualquier tema de la erudición académica tan
alabada, sólo por ser más abstrusa, ¿he sorprendido
en falta nunca a Ligeia? ¡Cuán singularmente, cuán
emocionantemente, había impresionado mi atención en
este último periodo sólo aquel rasgo en el carácter
de mi esposa! He dicho que su cultura superaba la de
toda mujer que he conocido; pero ¿dónde está el
hombre que haya atravesado con éxito todo el amplio
campo de las ciencias morales, físicas y
matemáticas? No vi entonces lo que ahora percibo con
claridad; que los conocimientos de Ligeia eran
gigantescos, pasmosos; por mi parte, me daba la
suficiente cuenta de su infinita superioridad para
resignarme, con la confianza de un colegial, a
dejarme guiar por ella a través del mundo caótico de
las investigaciones metafísicas, del que me ocupé
con ardor durante los primeros años de nuestro
matrimonio.
¡Con qué vasto triunfo, con qué vivas delicias, con
qué esperanza etérea la sentía inclinada sobre mí en
medio de estudios tan poco explorados, tan poco
conocidos. Y veía ensancharse en lenta graduación
aquella deliciosa perspectiva ante mí, aquella larga
avenida, espléndida y virgen, a lo largo de la cual
debía yo alcanzar al cabo la meta de una sabiduría
harto divinamente preciosa para no estar prohibida!
Por eso, ¡Con qué angustioso pesar vi, después de
algunos años, mis esperanzas tan bien fundadas abrir
las alas juntas y volar lejos! Sin Ligeia, era yo
nada más que un niño a tientas en la noche.
Sólo su presencia, sus lecturas podían hacer
vivamente luminosos los múltiples misterios del
trascendentalismo en el cual estábamos sumidos.
Privado del radiante esplendor de sus ojos, toda
aquella literatura aligera y dorada, volviase
insulsa, de una plúmbea tristeza. Y ahora aquellos
ojos iluminaban cada vez con menos frecuencia las
páginas que yo estudiaba al detalle. Ligeia cayó
enferma. Los ardientes ojos refulgieron con un
brillo demasiado glorioso; los pálidos dedos tomaron
el tono de la cera, y las azules venas de su ancha
frente latieron impetuosamente vibrantes en la más
dulce emoción. Vi que debía ella morir, y luché
desesperado en espíritu contra el horrendo Azrael. Y
los esfuerzos de aquella apasionada esposa fueron,
con asombro mío, aún más enérgicos que los míos.
Había mucho en su firme naturaleza que me
impresionaba y hacía creer que para ella llegaría la
muerte sin sus terrores; pero no fue así. Las
palabras son impotentes para dar una idea de la
ferocidad de resistencia que ella mostró en su lucha
con la Sombra.
Gemía yo de angustia ante aquel deplorable
espectáculo. Hubiese querido calmarla, hubiera
querido razonar; pero en la intensidad de su salvaje
deseo de vivir -de vivir; sólo de vivir-, todo
consuelo y todo razonamiento habrían sido el colmo
de la locura. Sin embargo, hasta el último instante,
en medio de las torturas y de las convulsiones de su
firme espíritu, no flaqueó la placidez exterior de
su conducta. Su voz se tornaba más dulce -más
profunda-, ¡pero yo no quería insistir en el
vehemente sentido de aquellas palabras proferidas
con tanta calma! Mi cerebro daba vueltas cuando
prestaba oído a aquella melodía sobrehumana y a
aquellas arrogantes aspiraciones que la Humanidad no
había conocido nunca antes.
No podía dudar de que me amaba, y érame fácil saber
que en un pecho como el suyo el amor no debía de
reinar como una pasión ordinaria. Pero sólo con la
muerte comprendí toda la fuerza de su afecto.
Durante largas horas, reteniendo mi mano, desplegaba
ante mi su corazón rebosante, cuya devoción más que
apasionada llegaba a la idolatría. ¿Cómo podía yo
merecer la beatitud de tales confesiones? ¿Como
podía yo merecer estar condenado hasta el punto de
que mi amada me fuese arrebatada con la hora de
mayor felicidad? Pero no puedo extenderme sobre este
tema. Diré únicamente que en la entrega más que
femenina de Ligeia a un amor, ¡ay!, no merecido,
otorgado a un hombre indigno de él, reconocí por fin
el principio de su ardiente, de su vehemente y serio
deseo de vivir aquella vida que huía ahora con tal
rapidez. Y es ese ardor desordenado, esa vehemencia
en su deseo de vivir -sólo de vivir-, lo que no
tengo vigor para describir, lo que me siento por
completo incapaz de expresar.
A una hora avanzada de la noche en que ella murió,
me llamó perentoriamente a su lado, y me hizo
repetir ciertos versos compuestos por ella pocos
días antes. La obedecí. Son los siguientes:
¡Mirad! ¡Esta es noche de gala
después de los postreros años tristes!
Una multitud de ángeles alígeros, ornados
de velos, y anegados en lágrimas,
siéntase en un teatro, para ver
un drama de miedos y esperanzas,
mientras la orquesta exhala, a ratos,
la música de los astros.
Mimos, a semejanza del Altísimo,
murmuran y rezongan quedamente,
volando de un lado para otro;
meros muñecos que van y vienen
a la orden de grandes seres informes
que trasladan la escena aquí y allá,
¡sacudiendo con sus alas de cóndor
el Dolor invisible!
¡Qué abigarrado drama! ¡Oh, sin duda,
jamás será olvidado!
Con su Fantasma, sin cesar acosado,
por un gentío que apresarle no puede,
en un circulo que gira eternamente
sobre si propio y en el mismo sitio;
¡mucha Locura, más Pecado aún
y el Horror, son alma de la trama!
Pero mirad: ¡entre la chusma mímica
una forma rastrera se entremete!
¡Una cosa roja de sangre que llega retorciéndose
de la soledad escénica¡
¡Se retuerce y retuerce! Con jadeos mortales
los mimos son ahora su pasto,
los serafines lloran viendo los dientes del gusano
chorrear sangre humana.
¡Fuera, fuera todas las luces!
Y sobre cada forma trémula,
el telón cual paño fúnebre,
baja con tempestuoso ímpetu...
Los ángeles, pálidos todos, lívidos,
se levantan, descúbranse, afirma
que la obra es la tragedia Hombre,
y su héroe, el Gusano triunfante.
-¡Oh Dios mío! -gritó casi Ligeia, alzándose de
puntillas y extendiendo sus brazos hacia lo alto con
un movimiento espasmódico, cuando acabé de recitar
estos versos-. ¡Oh Dios mío! ¡Oh Padre Divino!
¿Sucederán estas cosas irremisiblemente? ¿No será
nunca vencido ese conquistador? ¿No somos nosotros
una parte y una parcela de Tí? ¿Quién conoce los
misterios de la voluntad y su vigor? El hombre no se
rinde a los ángeles ni a la muerte por completo,
salvo por la flaqueza de su débil voluntad.
Y entonces, como agotada por la emoción, dejó caer
sus blancos brazos con resignación, y volvió
solemnemente a su lecho de muerte. Y cuando exhalaba
sus postreros suspiros se mezcló a ellos desde sus
labios un murmullo confuso. Agucé el oído y
distinguí de nuevo las terminantes palabras del
pasaje de Glanvill: "El hombre no se rinde a los
ángeles ni por entero a la muerte, salvo por la
flaqueza de su débil voluntad."
Ella murió; y yo, pulverizado por el dolor, no pude
soportar más tiempo la solitaria desolación de mi
casa en la sombría y ruinosa ciudad junto al Rin. No
carecía yo de eso que el mundo llama riqueza. Ligeia
me había aportado más; mucho más de lo que
corresponde comúnmente a la suerte de los mortales.
Por eso, después de unos meses perdidos en
vagabundeos sin objeto, adquirí y me encerré en una
especie de retiro, una abadía cuyo nombre no diré,
en una de las regiones más selváticas y menos
frecuentadas de la bella Inglaterra.
La sombría y triste grandeza del edificio, el
aspecto casi salvaje de la posesión, los
melancólicos y venerables recuerdos que con ella se
relacionaban, estaban, en verdad, al unísono con el
sentimiento de total abandono que me había
desterrado a aquella distante y solitaria región del
país.
Sin embargo, aunque dejando a la parte exterior de
la abadía su carácter primitivo y la verdeante
vetustez que tapizaba sus muros, me dediqué con una
perversidad infantil, y quizá con la débil esperanza
de aliviar mis penas; a desplegar por dentro
magnificencias más que regias. Desde la infancia
sentía yo una gran inclinación por tales locuras, y
ahora volvían a mí como en una chochez del dolor.
(Ay, siento que se hubiera podido descubrir un
comienzo de locura en aquellos suntuosos y
fantásticos cortinajes, en aquellas solemnes
esculturas egipcias, en aquellas cornisas y muebles
raros, en los ¡extravagantes ejemplares de aquellos
tapices granjeados de oro! Me había convertido en un
esclavo forzado de las ataduras del opio, y todos
mis trabajos y mis planes habían tomado el color de
mis sueños. Pero no me detendré en detallar aquellos
absurdos. Hablaré sólo de aquella estancia maldita
para siempre, donde en un momento de enajenación
mental conduje al altar y tomé por esposa -como
sucesora de la inolvidable Ligeia- a lady Róvena
Trevanion de Tremaine, de rubios cabellos y ojos
azules.
No hay una sola parte de la arquitectura y del
decorado de aquella estancia nupcial que no aparezca
ahora visible ante mí. ¿Dónde tenia la cabeza la
altiva familia de la prometida para permitir,
impulsada por la sed de oro, a una joven tan querida
que franqueara el umbral de una estancia adornada
así? Ya he dicho que recuerdo minuciosamente los
detalles de aquella estancia, aunque olvidé tantas
otras cosas de aquel extraño periodo; y el caso es
que no había, en aquel lujo fantástico, sistema que
pudiera imponerse a la memoria.
La habitación estaba situada en una alta torre de
aquella abadía, construida como un castillo; era de
forma pentagonal y muy espaciosa. Todo el lado sur
del pentágono estaba ocupado por una sola ventana -
una inmensa superficie hecha de una luna entera de
Venecia, de un tono oscuro-, de modo que los rayos
del sol o de la luna que la atravesaban, proyectaban
sobre los objetos interiores una luz lúgubre. Por
encima de aquella enorme ventana se extendía el
enrejado de una añosa parra que trepaba por los
muros macizos de la torre. El techo, de roble que
parecía negro, era excesivamente alto, abovedado y
curiosamente labrado con las más extrañas y
grotescas muestras de un estilo semigótico y
semidruídico. En la parte central más escondida de
aquella melancólica bóveda colgaba, a modo de
lámpara de una sola cadena de oro con largos
anillos, un gran incensario del mismo metal, de
estilo árabe, y con muchos calados caprichosos, a
través de los cuales corrían y se retorcían con la
vitalidad de una serpiente una serie continua de
luces policromas. Unas otomanas y algunos
candelabros dorados, de forma oriental, se hallaban
diseminados alrededor; y estaba también el lecho -el
lecho nupcial- de estilo indio, bajo y labrado en
recio ébano, coronado por un dosel parecido a un
paño fúnebre. En cada uno de los ángulos de la
estancia se alzaba un gigantesco sarcófago de
granito negro, copiado de las tumbas de los reyes
frente a Luxor, con su antigua tapa cubierta toda de
relieves inmemoriales.
Pero era en el tapizado de la estancia, ¡ay!, donde
se desplegaba la mayor fantasía. Los muros,
altísimos -de una altura gigantesca, más allá de
toda proporción-, estaban tendidos de arriba abajo
de un tapiz de aspecto pesado y macizo, tapiz hecho
de la misma materia que la alfombra del suelo, y de
la que se veía en las otomanas, en el lecho de
ébano, en el dosel de éste y con las suntuosas
cortinas que ocultaban parcialmente la ventana.
Aquella materia era un tejido de oro de los más
ricos. Estaba moteado, en espacios irregulares, de
figuras arabescas, de un pie de diámetro,
aproximadamente, que hacían resaltar sobre el fondo
sus dibujos de un negro de azabache. Pero aquellas
figuras no participaban del verdadero carácter del
arabesco más que cuando se las examinaba desde un
solo punto de vista. Por un procedimiento hoy muy
corriente, y cuyos indicios se encuentran en la más
remota antigüedad, estaban hechas de manera que
cambiaban de aspecto.
Para quien entrase en la estancia, tomaban la
apariencia de simples monstruosidades; pero, cuando
se avanzaba después, aquella apariencia desaparecía
gradualmente, y paso a paso el visitante, variando
de sitio en la habitación, se veía rodeado de una
procesión continua de formas espantosas, como las
nacidas de la superstición de los normandos o como
las que se alzan en los sueños pecadores de los
frailes. El efecto fantasmagórico aumentaba en gran
parte por la introducción artificial de una fuerte
corriente de aire detrás de los tapices, que daba al
conjunto una horrenda e inquietante animación.
Tal era la mansión, tal era la estancia nupcial en
donde pasé, con la dama de Tremaine, las horas
impías del primer mes de nuestro casamiento, y las
pasé con una leve inquietud. Que mí esposa temiese
las furiosas extravagancias de mi carácter, que me
huyese y me amase apenas, no podía yo dejar de
notarlo; pero aquéllo casi me complacía. La odiaba
con un odio más propio del demonio que del hombre.
Mi memoria se volvía (¡oh, con que intensidad de
dolor!) hacia Ligeia, la amada, la augusta, la
bella, la sepultada. Gozaba recordando su pureza, su
sabiduría, su elevada y etérea naturaleza, su
apasionado e idólatra amor. Ahora mi espíritu ardía
plena y libremente con una llama más ardiente que la
suya propia. Con la excitación de mis sueños de opio
(pues estaba apresado de ordinario por las cadenas
de la droga), gritaba su nombre con el silencio de
la noche, o durante el día en los retiros escondidos
de los valles, como si con la energía salvaje, la
pasión solemne, el ardor devorador de mi ansia por
la desaparecida, pudiese yo volverla a los caminos
de esta tierra que había ella abandonado -¡ah!, ¿era
posible?- para siempre.
A principios del segundo mes de matrimonio, lady
Róvena fue atacada de una dolencia repentina, de la
que se repuso lentamente. La fiebre que la consumía
hacía sus noches penosas, y en la inquietud de un
semisopor, hablaba de ruidos y de movimientos que se
producían con un lado y en otro de la torre, y que
atribuía yo al trastorno de su imaginación o acaso a
las influencias fantasmagóricas de la propia
estancia. Al cabo entró en convalecencia, y por
último, se restableció. Aun así, no había
transcurrido más que un breve periodo de tiempo,
cuando un segundo y más violento ataque la volvió a
llevar al lecho del dolor, y de aquel ataque no se
restableció nunca del todo su constitución, que
había sido siempre débil. Su dolencia tuvo desde esa
época un carácter alarmante y unas recaídas más
alarmantes aún que desafiaban toda ciencia y los
denodados esfuerzos de sus médicos.
A medida que se agravaba aquel mal crónico, que
desde entonces, sin duda, se había apoderado por
demás de su constitución para ser factible que lo
arrancasen medios humanos, no pude impedirme de
observar una imitación nerviosa creciente y una
excitabilidad en su temperamento por las causas más
triviales de miedo. Volvió ella a hablar, y ahora,
con mayor frecuencia e insistencia, de ruidos -de
ligeros ruidos- y de movimientos insólitos en los
tapices, a los que había ya aludido.
Una noche, hacia fines de septiembre, me llamó la
atención sobre aquel tema angustioso en un tono más
desusado que de costumbre. Acababa ella de
despertarse de un sueño inquieto, y había yo
espiado, con un sentimiento medio de ansiedad, medio
de vago terror, las muecas de su demacrado rostro.
Hallábame sentado junto al lecho de ébano en una de
las otomanas indias. Se incorporó ella a medias y
habló en un excitado murmullo de ruidos que entonces
oía, pero que yo no podía oír, y de movimientos que
entonces veía, aunque yo no los percibiese. El
viento corría veloz por detrás de los tapices, y me
dediqué a demostrarle (lo cual debo confesar que no
podía yo creerlo del todo) que aquellos rumores
apenas articulados y aquellos cambios casi
imperceptibles en las figuras de la pared eran tan
sólo los efectos naturales de la corriente de aire
habitual. Pero una palidez mortal que se difundió
por su cara probó que mis esfuerzos por
tranquilizarla eran inútiles. Pareció desmayarse, y
no tenía yo cerca criados a quienes llamar.
Recordé el sitio donde estaba colocada una botella
de un vino suave, recetado por los médicos, y crucé,
presuroso, por la estancia para cogerla. Pero al
pasar bajo la luz del incensario, dos detalles de
una naturaleza impresionante atrajeron mi atención.
Había yo sentido algo palpable, aunque invisible,
que pasaba cerca de mi persona, y vi sobre el tapiz
de oro, en el centro mismo de la viva luz que
proyectaba el innecesario, una sombra, una débil e
indefinida sombra de angelical aspecto, tal como se
puede imaginar la sombra de una forma. Pero como
estaba yo vivamente excitado por una dosis excesiva
de opio, no concedí más que una leve importancia a
aquellas cosas ni hablé de ellas a Róvena. Encontré
el vino, crucé de nuevo la habitación y llené un
vaso que acerqué a los labios de mi desmayada mujer.
Entretanto, se había repuesto en parte, y cogió ella
misma el vaso, mientras me dejaba yo caer sobre una
otomana cerca del lecho, con los ojos fijos en su
persona. Fue entonces cuando oí claramente un ligero
rumor de pasos sobre la alfombra Junto al lecho, y
un segundo después, cuando Róvena hacía ademán de
alzar el vino hasta sus labios, vi o pude haber
soñado que veía caer dentro del vaso, como de alguna
fuente invisible que estuviera en el aire de la
estancia, tres o cuatro anchas gotas de un liquido
brillante color rubí. Si yo lo vi, Róvena no lo vio.
Bebió el vino sin vacilar, y me guarde bien de
hablarle de aquel incidente que tenía yo que
considerar, después de todo, como sugerido por una
imaginación sobreexcitada a la que hacían
morbosamente activa el terror de mi mujer, el opio y
la hora.
A pesar de todo, no pude ocultar a mi propia
percepción que, inmediatamente después de la caída
de las gotas color rubí, un rápido cambio -pero a un
estado peor- tuvo lugar en la enfermedad de mi
esposa; de tal modo, que a la tercera noche, las
manos de sus servidores la preparaban para la tumba,
y la cuarta estaba yo sentado solo, ante el cuerpo
de ella envuelto en un sudario, en aquella
fantástica estancia que la había recibido como a mi
esposa.
Extrañas visiones, engendradas por el opio,
revoloteaban como sombras ante mí. Miraba con ojos
inquietos los sarcófagos en los ángulos de la
estancia, las figuras cambiantes de los tapices y
las luces serpentinas y policromas del incensario,
sobre mi cabeza. Mis ojos cayeron entonces, cuando
intentaba recordar los incidentes de la noche
anterior, en aquel sitio, bajo la claridad del
incensario, donde había yo visto las huellas ligeras
de la sombra. Sin embargo, ya no estaba allí, y
respirando con gran alivio, volví la mirada a la
pálida y rígida figura tendida sobre el lecho.
Entonces se precipitaron sobre mí los mil recuerdos
de Ligeia, y luego refluyó hacia mi corazón con la
violenta turbulencia de un oleaje todo aquel
indecible dolor con que la había contemplado
amortajada. La noche iba pasando, y siempre con el
pecho henchido de amargos pensamientos de ella, de
mi solo y único amor, permanecí con los ojos fijos
en el cuerpo de Róvena.
Sería medianoche o tal vez más temprano, pues no
había tenido yo en cuenta el tiempo, cuando un
sollozo quedo, ligero, pero muy claro, me despertó,
sobresaltado, de mi ensueño. Sentí que venía del
lecho de ébano, el lecho de muerte. Escuché con la
angustia de un terror supersticioso, pero no se
repitió aquel ruido. Forcé mi vista para descubrir
un movimiento cualquiera en el cadáver, pero no se
oyó nada. Con todo, no podía haberme equivocado.
Había yo oído el ruido, siquiera ligero, y mi alma
estaba muy despierta en mí. Mantuve resuelta y
tenazmente concentrada mi atención sobre el cuerpo.
Pasaron varios minutos antes de que ocurriese algún
incidente que proyectase luz sobre el misterio. Por
último resultó evidente que una coloración leve y
muy débil, apenas perceptible, teñía de rosa y se
difundía por las mejillas y por las sutiles venas de
sus párpados.
Aniquilado por una especie de terror y de horror
indecibles, para los cuales no posee el lenguaje
humano una expresión lo suficientemente enérgica,
sentí que mi corazón se paralizaba y que mis
miembros se ponían rígidos sobre mi asiento. No
obstante, el sentimiento del deber me devolvió, por
último, el dominio de mí mismo. No podía dudar ya
por más tiempo que habíamos efectuado prematuros
preparativos fúnebres, ya que Róvena vivía aún. Era
necesario realizar desde luego alguna tentativa;
pero la torre estaba completamente separada del ala
de la abadía ocupada por la servidumbre, no había
cerca ningún criado al que pudiera llamar ni tenía
yo manera de pedir auxilio, como no abandonase la
estancia durante unos minutos, a lo cual no podía
arriesgarme. Luché, pues, solo, haciendo esfuerzos
por reanimar aquel espíritu todavía en suspenso.
A la postre, en un breve lapso de tiempo, hubo una
recaída evidente; desapareció el color de los
párpados y de las mejillas, dejando una palidez más
que marmórea; los labios se apretaron con doble
fuerza y se contrajeron con la expresión lívida de
la muerte; una frialdad y una viscosidad repulsiva
cubrieron en seguida la superficie del cuerpo, y la
habitual rigidez cadavérica sobrevino al punto. Me
dejé caer, trémulo, sobre el canapé del que había
sido arrancado tan de súbito, y me abandoné de
nuevo, trasoñando, a mis apasionadas visiones de
Ligeia.
Una hora transcurrió así, cuando (¿sería posible?)
percibí por segunda vez un ruido vago que venía de
la parte del lecho. Escuché, en el colmo del horror.
El ruido se repitió; era un suspiro. Precipitándome
hacia el cadáver, vi -vi con toda claridad- un
temblor sobre los labios. Un minuto después se
abrieron, descubriendo una brillante hilera de
dientes perlinos. El asombro luchó entonces en mi
pecho con el profundo terror que hasta ahora lo
había dominado. Sentí que mi vista se oscurecía, que
mi razón se extraviaba, y gracias únicamente a un
violento esfuerzo, recobré al fin valor para cumplir
la tarea que el deber volvía a imponerme. Había
ahora un color cálido sobre la frente, sobre las
mejillas y sobre la garganta; un calor perceptible
invadía todo el cuerpo, e incluso el corazón tenía
un leve latido. Mi mujer vivía. Con un ardor
redoblado, me dediqué a la tarea de resucitarla;
froté y golpeé las sienes y las manos, y utilicé
todos los procedimientos que me sugirieron la
experiencia y numerosas lecturas médicas.
Pero fue en vano. De repente el color desapareció,
cesaron los latidos, los labios volvieron a adquirir
la expresión de la muerte, y un instante después, el
cuerpo entero recobró su frialdad de hielo, aquel
tono lívido, su intensa rigidez, su contorno
hundido, y todas las horrendas peculiaridades de lo
que ha permanecido durante varios días en la tumba.
Y me sumí otra vez en las visiones de Ligeia, y otra
vez (¿cómo asombrarse de que me estremezca mientras
escribo?), otra vez llegó a mis oídos un sollozo
sofocado desde el lecho de ébano. Pero (¿para qué
detallar con minuciosidad los horrores indecibles de
aquella noche? ¿Para qué detenerme en relatar ahora
cómo, una vez tras otra, casi hasta que despuntó el
alba, el horrible drama de la resurrección se
repitió; cómo cada aterradora recaída se
transformaba tan sólo en una muerte más rígida y más
irremediable, cómo cada angustia tomaba el aspecto
de una lucha con un adversario invisible, y cómo
ahora cada lucha era seguida por no sé qué extraña
alteración en la apariencia del cadáver? Me
apresuraré a terminar.
La mayor parte de la espantosa noche había pasado, y
la que estaba muerta se movió de nuevo, al presente
con más vigor que nunca, aunque despertándose de una
disolución más aterradora y más totalmente
irreparable que ninguna. Había yo, desde hacia largo
rato, interrumpido la lucha y el movimiento y
permanecía sentado rígido sobre la otomana, presa
impotente de un torbellino de violentas emociones,
de las cuales la menos terrible quizá, la menos
aniquilante, constituía un supremo espanto. El
cadáver, repito, se movía, y al presente con más
vigor que antes. Los colores de la vida se difundían
con una inusitada energía por la cara, se distendían
los miembros, y salvo que los párpados seguían
apretados fuertemente, y que los vendajes y los
tapices comunicaban aún a la figura su carácter
sepulcral, habría yo soñado que Róvena se libertaba
por completo de las cadenas de la Muerte.
Pero si no acepté esta idea por entero, desde
entonces no pude ya dudar por más tiempo, cuando,
levantándose del lecho, vacilante, con débiles
pasos, a la manera de una persona aturdida por un
sueño, la forma que estaba amortajada avanzó osada y
palpablemente hasta el centro de la estancia.
No temblé, no me moví, pues una multitud de
fantasías indecibles, relacionadas con el aire, la
estatura, el porte de la figura, se precipitaron
velozmente en mi cerebro, me paralizaron, me
petrificaron. No me movía, sino que contemplaba con
fijeza la aparición. Había en mis pensamientos un
desorden loco, un tumulto inaplacable. ¿podía ser de
veras la Róvena viva quién estaba frente a mí?
¿podía ser de veras Róvena en absoluto, la de los
cabellos rubios y los ojos azules, lady Róvena
Trevanion de Tremaine? ¿Por qué, si, por qué lo
dudaba yo? El vendaje apretaba mucho la boca; pero
¿entonces podía no ser aquella la boca respirante de
lady de Tremaine? Y las mejillas eran las mejillas
rosadas como en el mediodía de su vida; si, aquéllas
eran de veras las lindas mejillas de lady de
Tremaine, viva. Y el mentón, con sus hoyuelos de
salud, ¿podían no ser los suyos? Pero ¿había ella
crecido desde su enfermedad? ¿Qué inexpresable
demencia se apoderó de mí ante este pensamiento? ¡De
un salto estuve a sus pies! Evitando mi contacto,
sacudió ella su cabeza, aflojó la tiesa mortaja en
que estaba envuelta, y entonces se desbordó por el
aire agitado de la estancia una masa enorme de
largos y despeinados cabellos; ¡eran más negros que
las alas del cuervo de medianoche! Y entonces, la
figura que se alzaba ante mí abrió lentamente los
ojos.
-¡Por fin los veo! -grité con fuerza-. ¿Cómo podía
yo nunca haberme equivocado? ¡Estos son los grandes,
los negros, los ardientes ojos, de mi amor perdido,
de lady, de Lady Ligeia!
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