CUENTOS DE LA
ALHAMBRA
Washington Irving
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El Palacio de la Alhambra
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En mayo de 1829, acompañado por un amigo, miembro de la Embajada
rusa en Madrid, capital de España, inicio el viaje que había de llevarme a
conocer las hermosas regiones de Andalucía. Las amenas incidencias que
matizaron el camino se pierden ante el espectáculo que ofrece la región más
montañosa de España, y que comprende el antiguo reino de Granada, último
baluarte de los creyentes de Mahoma.
En un elevado cerro, cerca de la ciudad, se ha construido la antigua
fortaleza rodeada de gruesas murallas y con capacidad para albergar una
guarnición de cuarenta mil guerreros.
Dentro de ese recinto se levantaba la residencia de los reyes: el magnífico
palacio de la Alhambra., Su nombre deriva del término Aljamra, la roja,
porque, la primitiva fortaleza llamábase Cala-al-hamra, es decir, castillo o
fortaleza roja.
Sobre sus orígenes no están de acuerdo los investigadores. Para unos la
fortaleza fue construida por los romanos; para otros, por los pueblos ibéricos
de la comarca y luego ocupada por los árabes al conquistar el territorio de la
península.
Expulsados los moros de España, los reyes cristianos residían en ella por
breves temporadas. Después de la visita de Felipe V, el palacio cayó en el más
completo abandono.
La fortaleza quedó a cargo de un gobernador con numerosa fuerza militar
y atribuciones especiales e independiente de la autoridad del capitán general
de Granada.
Para llegar a la Alhambra es necesario atravesar la ciudad y subir por un
accidentado camino llamado la "Cuesta de Gomeres", famosa por ser citada en
cuantos romances y coplas corren por España.
Al llegar a la entrada de la fortaleza, llama la atención una grandiosa
puerta de estilo griego, mandada construir por el emperador Carlos V.
Ante ella, en banco de piedra, dormitaban dos viejos y mal uniformados
soldados, mientras que el centinela (por su edad debía ser una verdadera
reliquia militar) conversaba con un zaparrastroso individuo que al punto se me
ofreció como guía y buen conocedor de la Alhambra.
Con cierto recelo acepté sus servicios, los que más tarde resultaron de
mucha utilidad. Seguimos por un camino cubierto por frondosos árboles,
pudiendo ver a nuestra izquierda las cúpulas del palacio, y a la derecha, las
célebres Torres Bermejas, cuyo color rojo herían los rayos del sol.
Subiendo la sombreada cuesta, llegamos a una fortificación construida
para defender la entrada de los fuertes y que recibe el nombre de barbacana.
Ella guarnecía la "Puerta de la justicia" porque en aquel lugar solían reunirse
los jueces para atender pequeños asuntos. Atravesando esta torre se observa
la "Plaza de los Aljibes", donde los moros han perforado profundos pozos que
surten a la fortaleza de agua fresca y cristalina.
Frente a la plaza se encuentra, a medio construir, el palacio que, según
Carlos V, debía eclipsar en belleza todas las artes árabes.
Pasando por él, entramos con cierta emoción al palacio de la Alhambra.
Nos creímos elevados a lejanos tiempos y rodeados de personajes de leyenda.
Con suma curiosidad examinamos el gran patio cubierto por lajas de
mármol, denominado el "Patio de la Alberca", en cuyo centro luce un estanque
de cuarenta metros de largo por diez de ancho, lleno de pececillos de colores y
rodeado de hermosas flores.
En uno de los extremos del patio se encuentra la Torre de Comares,
mientras que por su frente, después de atravesar un artístico arco, se entra en
el célebre "Patio de los Leones". En su centro, la famosa fuente, apoyada en
doce leones, arroja tenues hilos de agua, que magnifican las hermosas
filigranas sostenidas por delicadas columnas de mármol blanco.
Sobre el patio da la maravillosa "Sala de las Dos Hermanas", cuyas
paredes cubre un zócalo de vistosos azulejos, en los que están pintados los
escudos de los reyes y que contribuye a destacar los artísticos relieves y
vívidos colores que adornan las paredes.
Frente a esta cámara se encuentra la "Sala de los Abencerrajes", donde,
según la leyenda, encontraron la muerte los miembros de esa familia, rival de
los Zegríes.
La Torre de Comares y un original deporte volvimos sobre nuestros pasos
para visitar la célebre torre que lleva el nombre de su constructor, donde se
encuentra la renombrada "Sala de los Embajadores", artísticamente decorada,
y el "Tocador de la Reina"', especie de minarete donde las bellas princesas se
distraían en la contemplación del paisaje que rodea la fortaleza.
Un fresco amanecer resolvimos ascender a la elevada torre para admirar
desde ella la hermosa vista de Granada y sus fértiles caronpiñas.
Debimos subir por una larga, oscura y peligrosa escalera en caracol que
nos impuso varios descansos hasta conseguir llegar a lo alto. Desde allí íbamos
contemplando los lugares más renombrados de la Alhambra. A nuestros pies
se abría paso entre las montañas el "Valle del río Darro", cuyas arenas
arrastran partículas de oro. Al frente se elevaba, en lo alto de una colina, "El
Geeneralife", soberbio palacio donde los reyes moros, pasaban los meses de
verano. Luego fijamos nuestra vista en el concurrido paso que lleva el nombre
de "Alameda de la Carrera de Darro" y en "La Fuente del Avellano". Luego, en
un desfiladero conocido peor el "Paso de Lope" y el "Puente de los Pinos",
famoso, no tanto por los sangrientos combates que libraron cristianos y moros,
sino porque allí Cristóbal Colón, descubridor de América, fue alcanzado por un
enviado de la reina Isabel, cuando, convencido de que nada podía hacer
España, se dirigía a Francia para someter a consideración del rey de ese país
su magnífico proyecto.
Después de admirar el paisaje, cuando el sol hacía imposible nuestra
permanencia en aquel lugar, nos disponíamos a descender; observamos, con
gran sorpresa, que en una de las torres de la Alhambra dos o tres muchachos
agitaban largas cañas, como si quisieran pescar en el aire.
Nuestro asombro creció al ver que en otros lugares ocurría lo mismo. No
había muralla o torre a la que no se hubiesen encaramado los singulares
pescadores.
Preocupados y haciendo toda clase de suposiciones, llegamos al "Patio de
los Leones", desde donde buscamos a nuestro sapiente guía. No tardamos en
dar con él, y con ello desapareció el misterio que tanto nos daba que pensar.
Las abandonadas ruinas de la Alhambra se habían convertido en un
prodigioso criadero de golondrinas y alondras, que revoloteaban en cantidad
sobre las torres.
¿Qué mejor pasatiempo que el de cazarlas por medio de anzuelos
encebados con apetitosas carnadas?
¡Pescar en el cielo!
He aquí el grato y productivo deporte inventado por los habitantes de la
Alhambra.
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Leyenda del albañil y el tesoro escondido
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Hace muchos años, vivió en Granada un maese albañil, tan buen creyente,
que nunca dejaba de cumplir con los preceptos y festividades señalados por la
religión cristiana.
Pero su fe sufría una ruda prueba. Sus esfuerzos para conseguir trabajo sólo
eran recompensados por un aumento de la pobreza y el hambre que pasaba,
habitualmente, su numerosa familia.
Una noche, en uno de los pocos momentos que disfrutaba de felices sueños,
fuertes golpes dados en la puerta de la mísera casucha lo arrancaron del
camastro.
Encendió un candil y corrió la tranca que aseguraba la entrada. Como por
encanto, su mal humor se transformó en asombro y luego en terror.
Frente a él tenía a un monje que le pareció altísimo, cuyo rostro delgado y de
una extrema palidez no alcanzaba a cubrir la oscura capucha.
—Vengo en tu busca —dijo el monje con voz cavernosa—, sabiendo que eres
buen cristiano y que no te negarás a efectuar una tarea que no admite demora.
—Estoy a tus órdenes, buen padre —contestó el maese, algo repuesto de la
impresión—, siempre que me pagues de acuerdo con el trabajo.
—Serás bien recompensado. No tendrás quejas, pero como el asunto requiere
cierto secreto, me acompañarás con los ojos vendados.
Nada opuso a esta condición el albañil, ansioso como estaba de ganar
algunos céntimos. Largo fue el andar por tortuosos caminos, hasta que el monje
se detuvo ante la puerta de un sombrío caserón.
Rechinó, la cerradura al abrir y gimieron los goznes al cerrar. Un intenso
escalofrío sacudió el cuerpo del maese albañil cuando una mano lo tomó del brazo
guiándolo a través de un silencioso pasaje. Al quitarle la venda se encontró en un
gran patio, escasamente alumbrado.
—Aquí —dijo el monje señalando una fuente morisca— harás el trabajo. A tu
lado están los materiales necesarios.
—¿Qué he de hacer, buen padre?
—Una pequeña bóveda, que tratarás de terminar esta noche.
La impresión aceleraba el ritmo de su tarea, pero ella requería más tiempo
del calculado.
El canto de los gallos anunciaba la cercanía del alba, cuando el monje, que no
se había apartado de su lado, interrumpió la labor.
—Por esta noche es suficiente —dijo—; toma tu paga y deja que te vende los
ojos. Te guiaré hasta tu casa.
El maese albañil no opuso reparo. Durante el camino de regreso no dejó de
apretar la moneda de oro que le entregara el monje. Al llegar, éste le preguntó si
al día siguiente estaba dispuesto a finalizar el trabajo.
—Vivo para eso, buen padre, pero espero que el pago sea igual al de hoy.
—Estaré aquí mañana a medianoche.
Y sin decir más, se perdió en la semioscuridad del amanecer.
La impaciencia abrumó todo el día al albañil. La curiosidad atormentaba a su
buena mujer. Pero de estas preocupaciones no participaba su numerosa prole, que
no hacía otra cosa que comer, desquitándose del hambre de muchos meses.
Llegada la hora convenida y tomando las mismas precauciones de la noche
anterior, volvió el albañil a continuar su obra.
Al poner término al trabajo, el monje, cuya voz sonaba más cavernosa, dijo:
—Sólo falta que me ayudes a traer los bultos que has de enterrar en esta
bóveda.
Un nuevo escalofrío sacudió al albañil. La sospecha de que su trabajo se
relacionaba con algún asunto macabro lo inmovilizó unos instantes. Sintió
erizársele los cabellos. Gruesas gotas de sudor perlaron su frente.
Fue necesario un nuevo pedido del religioso para que sus piernas, sacudidas
por violentos temblores, pudieran arrastrarlo hasta la última habitación de la casa.
Allí, recién el aliento volvió a su alma. Contra lo que esperaba, sólo vio en un
rincón cuatro cofres destinados a guardar dinero.
Grandes fueron los esfuerzos que debieron realizar para arrastrarlos hasta la
bóveda. Una vez depositados allí, fácil resultó cerrarla, cuidando de borrar las
señales que delataran su trabajo.
Después de entregarle dos monedas de oro, vendarle los ojos y conducirlo
por un camino mucho más largo que las veces anteriores, el monje, antes de
desaparecer, murmuró a su oído:
—Detente aquí y espera a que suenen las campanas de la Catedral. Una
terrible desgracia caerá sobre ti y sobre tu familia si antes te vence la curiosidad.
Para que ello no ocurriera, grato entretenimiento se proporcionó el albañil
con el alegre tintinear de las monedas de oro. Una vez que sonaron las campanas
y pudo arrancarse la venda, se encontró a orillas de un ría, desde donde le era
fácil volver a su casa.
La alegría del buen comer sólo alcanzó a durar dos semanas. Falto
nuevamente de dinero y trabajo, su familia volvió a caer en el más mísero estado.
Pasaron así algunos meses. Un atardecer estaba sentado frente a su
destartalada casa reflexionando sobre su mala suerte, cuando una discreta
tosecilla lo trajo a la realidad.
Reconoció en el que interrumpía sus meditaciones a uno de los viejos más
ricos y avaros que habitaban en la ciudad.
—Parece, maese albañil, que no te sonríe la fortuna —dijo el anciano con voz
chillona.
—Así es, señor; malos son los tiempos que corren.
—Entonces, tomarás a bien que te ayude con un trabajillo, siempre está, que
me cobres barato.
—En cuanto a eso, no tenga temor, no hay en Granada quien trabaje por
menos precio.
—Por eso te busco, buen hombre. Necesito que me remiendes una casa en
forma suficiente como para que no se venga abajo.
—Quedo a sus órdenes, señor.
—Mañana al amanecer, te vendré a buscar y empezarás tu trabajo.
Al día siguiente, el viejo avaro llevó al albañil a un caserón al que apenas
sostenían las paredes. Después de recorrer las habitaciones fijando las
reparaciones necesarias, llegaron a un patio cuyo centro adornaba una fuente
morisca.
El albañil se detuvo, meditando, al parecer, sobre el precio que debía cobrar
por su trabajo.
—Quien habitó aquí —dijo a modo de comentario— se contentaba con bien
poco.
—Era suficiente para mi inquilino, un viejo y mísero clérigo, muerto hace
algunos meses —explicó el avaro—. Se le creía dueño de una gran fortuna, pero,
como sabrás, las apariencias engañan. Lo mismo dicen de mí, porque tengo dos
arruinadas fincas.
—Mucho es lo que hay que hacer y largo el tiempo a emplear. Creo haber
encontrado una solución.
—Siempre que ella no aumente el precio...
—Por el contrario. Lo mejor será que habite esta casa mientras la reparo: yo
me ahorro el alquiler y usted la mano de obra.
La alegría del propietario no tuvo límites. El arreglo le resultaba en esa forma
mucho más barato de lo calculado.
Al día siguiente los viejos y escasos muebles del albañil fueron trasladados al
derruído caserón. Con la mudanza pareció cambiar la suerte de la familia. El
hambre huyó de la casa. A la antigua pobreza la reemplazó un bienestar que
aumentaba con el tiempo.
Tal situación convirtió al maese albañil en propietario de varias fincas, entre
las que se incluía el viejo caserón. La Iglesia recibió importantes donaciones. Los
pobres, generosa ayuda. Por largos años gozó de sus riquezas y el aprecio de los
habitantes de Granada.
Un día, sintiendo que la vida lo abandonaba, llamó a su hijo mayor.
—Eres mi heredero —dijo— y por lo tanto depositario del secreto de nuestra
fortuna.
—Si es tu deseo, padre mío —respondió el hijo, cuya pena no alcanzaba a
borrar la visión del dinero—, te escucho.
Y con voz que parecía un murmullo, el antiguo albañil contó a su primogénito
cómo la casualidad lo había llevado al sitio en que había enterrado un tesoro, y del
cual solamente había gastado una tercera parte.
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Leyenda del mago y la princesa hechicera
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Hace muchos años, ocupaba el trono de Granada el famoso rey moro Aben-
Habuz. Sus hazañas, tal como las relatan las viejas crónicas, no se inspiraban, por
cierto, en nobles y honrados propósitos. Amargas lágrimas costaban a sus débiles
vecinos los atropellos a que lo impulsaba su rapacidad.
De acuerdo con el viejo refrán "el que siembra vientos recoge tempestades",
el avaro rey, al llegar a una edad en que las energías abandonan el cuerpo y el
espíritu pide paz y tranquilidad, sólo cosechó continuos sobresaltos y angustiosos
temores.
Los príncipes vecinos, a quienes había despojado de bienes y dominios,
enterados de que la vejez abatía sus fuerzas, no tardaron en sublevarse y llevar
ataques que aumentaban su zozobra y su miedo.
La ubicación de la capital del reino no era, por cierto, muy estratégica. Las
altas montañas que la rodeaban, hacían casi imposible establecer la proximidad de
un ejército. Este favor que dispensaba la naturaleza a sus enemigos, obligó a
Aben-Habuz a tomar extremas medidas de vigilancia.
Estableció guardias en los picos más altos y senderos practicables. Debían
señalar por medio de hogueras la proximidad de los atacantes, para poder enviar
inmediatamente los refuerzos necesarios. Pero tales precauciones no vencían la
audacia de los príncipes. Cuando él recibía un aviso, sus adversarios, que habían
avanzado por algún oculto paso, huían cargados de botín y prisioneros.
Esta situación agriaba día a día el fiero carácter de Aben-Habuz.
Un atardecer, mientras examinaba el horizonte esperando ver surgir una de
las tantas columnas de humo que señalaban la proximidad de enemigos, le fue
anunciada la llegada a la corte de un sabio y viejo médico árabe, que creía
proporcionarle algún remedio a sus males.
Llevado a su presencia, el visitante le causó honda impresión.
Una larga barba blanca le bajaba hasta la cintura. Los años no habían vencido
su alta osamenta. Venía caminando desde tierras lejanas sin más arma y sostén
que un grueso bastón en el que había grabado misteriosos símbolos.
Al decir llamarse Ibrahim Eben Abu Ajib, murmullos de admiración y respeto
certificaron la fama que le precedía. No ignoraba el rey y sus cortesanos la
existencia de este hijo de Abu Ajib, nada menos que compañero del gran Profeta.
Desde niño vivió en Egipto, estudiando, aun por más difíciles que ellas resultaran,
todas las ciencias y artes que se transmitían desde la más remota antigüedad.
La astrología no escapaba a su vasto saber, y dominaba la magia en todos los
colores del arco iris, porque, según él explicaba, la blanca y la negra sólo era cosa
de principiantes.
Como un aserto a su vasto saber, la corte comentaba que había hallado el
ansiado y muy buscado secreto de prolongar la vida. Que su edad era de más de
doscientos años, pero que había hecho su descubrimiento un poco tarde, cuando
no había tiempo de borrar canas y arrugas.
Como su personalidad y antecedentes daban brillo a la corte y sus achaques
necesitaban atención, Aben-Habuz no vaciló en dispensarle los más gratos
honores. Hizo amueblar suntuosas habitaciones, pero el mago no se avenía con el
bullicio del palacio y decidió habitar en una caverna situada en la montaña sobre
la que se levantaba el real albergue.
Dispuestos los arreglos convenientes, entre ellos perforar la roca en tal forma
que le permitiera observar las estrellas a toda hora, grabó en las paredes
misteriosos símbolos, desconocidos jeroglíficos egipcios y órbitas de estrellas y
planetas. Hizo construir singulares instrumentos, raros mecanismos que causaron
la admiración de los artífices de Granada, pero nunca lograron conocer su
aplicación: el sabio guardaba profundo secreto. Los consejos de un médico
resultan indispensables cuando a cierta edad tienden a aparecer males ignorados.
Esa necesidad llevó al docto Ibrahim Eben Abu Ajib al puesto de consejero
favorito del rey de Granada.
En una de sus visitas, Aben-Habuz renovó sus quejas contra la continua
vigilancia que debía ejercer sobre sus vecinos y el daño que le causaban sus
correrías, cuando el mago, después de escucharlo en silencio y meditar un largo
tiempo, dijo:
—En Egipto, poderoso rey, vi y estudié un prodigioso invento. Se halla
colocado en una montaña que domina el valle en que se encuentra la ciudad de
Borza, cerca del río Nilo. Está compuesto de dos figuras de bronce: un gallo y un
carnero, que giran independientemente sobre un mismo eje. Si algún peligro se
cierne sobre la ciudad, el gallo empieza a cantar, mientras que el carnero señala la
dirección por donde avanza el enemigo. De esta forma los laboriosos habitantes
estaban siempre a cubierto.
—¡Mahoma me ilumine! —imploró el rey—. ¡Es eso lo que necesito! Un
carnero y un gallo centinelas. Dejaría de temer los asaltos de mis enemigos. ¡Allah
Akbar! Es la tranquilidad para mis últimos años.
Con suma paciencia esperó el mago a que el rey diera rienda suelta a sus
deseos; luego, con voz grave, de quien hace profundas revelaciones, agregó:
—Conocéis ya mi viaje a las lejanas tierras de los faraones, siguiendo a los
victoriosos ejércitos de Amrou, y cómo trabé conocimiento con la flor de la
sabiduría.
Un día, paseaba con un respetable sacerdote a orillas del Nilo, cuando
interrumpió en forma extraña nuestra discusión sobre un elevado tema
astrológico.
—Allí es —dijo solemne, al tiempo que me señalaba las grandiosas pirámides
— donde se encuentra la verdadera y única fuente del conocimiento. De las tres,
la que está en el medio guarda la momia del Supremo Sacerdote a cuyos
esfuerzos se deben estos maravillosos monumentos. A su lado se encuentra el
excelso libro de la Sabiduría, que encierra los preciados secretos de la ciencia que
enseña a Hacer cosas extraordinarias y admirables: la magia.
Ese libro lo recibió Adán al ser expulsado del Paraíso; gracias a su ayuda, el
rey Salomón pudo construir el templo de Jerusalén y luego, el Supremo
Sacerdote, las Pirámides.
Saber que existía tal obra y enloquecer por el deseo de poseerla fue una sola
cosa. Con los soldados que tenía a mis órdenes y cientos de esclavos egipcios
taladré la pirámide hasta dar con uno de los múltiples pasadizos. A riesgo de
perder mi vida seguí sus vericuetos y logré encontrar la cámara que guardaba
desde hacía siglos la momia del Supremo Sacerdote. Fácil me fue entonces
apoderarme del libro y abandonar con gran alegría el impresionante
monumento..."
—Pero, ¿de qué me sirve, sabio Ibrahim —interrumpió impaciente Aben-
Habuz—, el hecho de que te hayas apoderado del libro de la Sabiduría?
—Pronto lo sabrás, poderoso señor; él me ha instruído en preciadas cosas.
Gracias a él no sólo obligo a un gentío a que venga en mi ayuda, sino que puedo
construir un aparato muy superior al que te he descripto.
—Sabio Eben Abu Ajib —imploró el rey—, hazlo. ¡Consigue la tranquilidad de
mis últimos años, y todos mis tesoros serán tuyos!
—¡Allah Akbarl ¡Lo que es, es! ¡Lo que ha de ser, será! —contestó el mago,
dando término a la entrevista.
Y sin perder tiempo se dispuso a cumplir los anhelos del rey. Comenzó a
construir sobre la parte más alta del palacio una elevada torre, sobre la cual fijó
un eje, en el que giraban, en vez de un gallo y un carnero, un moro a caballo
armado de escudo y una lanza, que agitaba en la dirección en que avanzaba el
enemigo.
Debajo de la figura se abría una sala circular con aberturas que dominaban
los cuatro puntos cardinales. Frente a cada una de esas extrañas ventanas, situó
mesas sobre las que colocó diminutas figuras de guerreros, alineadas en posición
de dos ejércitos prontos a darse batalla y separados por una pequeña lanza
grabada con misteriosos símbolos.
La sala era guardada por una gruesa puerta de bronce con cerradura de
acero, cuya única llave guardaba el rey celosamente.
La terminación del mágico aparato coincidió con la falta de actividad de sus
enemigos. La impaciencia empezó a consumir al viejo rey.
—Antes —decía con voz quejumbrosa a sus consejeros— me molestaban con
una invasión diaria; ahora parece que estos bandidos no existen.
—Ya vendrán —solía repetir muchas veces al día Eben Ajib.
Pronto estas palabras tuvieron confirmación. Un amanecer, el guarda de la
torre dio la voz de alarma. La figura del moro había girado hacia la Sierra Elvira y
su lanza se agitaba en dirección al Paso de Lope.
Aben-Habuz saltó del lecho, gritando alborozado:
—¡Que las trompetas llamen a las armas!
Pero el mago, que había seguido en silencio al oficial portador de la noticia,
exclamó:
—De nada tienes necesidad, ¡oh rey! Dejad las armas tranquilas y a vuestros
guerreros en el descanso. Sólo pido que os dignéis subir a la torre.
Con gran trabajo y gracias a la ayuda del bicentenario Ibrahim, consiguió el
viejo rey ascender por la larga escalera. Abierta la pesada puerta, vio con
asombro que la ventana que dominaba la dirección por donde se señalaba la
presencia del enemigo estaba abierta.
Eben Ajib, después de observar un instante la montaña, habló al rey:
—Ya sabe por dónde avanza el enemigo, pero ten a bien observar lo que
ocurre en esta mesa.
El asombro de Aben-Abuz no tuvo límites. Las pequeñas figuras de madera
estaban en movimiento. Los caballos caracoleaban, los jinetes agitaban sus
lanzas, como el zumbido de un lejano mosquito se escuchaba el sonido de
trompetas, choques de armas, gritos y relinchos.
—Esto prueba que tus enemigos siguen avanzando. ¡Pero no te inquietes,
poderoso rey! —agregó el mago—. Si quieres que se retiren sin causarles daño,
toca las figuras con el asta de esta pequeña lanza, pero si deseas destrozarlas,
hiérelas con la punta.
Aben-Habuz luchó un instante con su conciencia. La ira agitó la larga barba.
Su cara tomó un color violáceo. Demasiado daño le había causado la rebeldía de
sus vecinos como para olvidarlos y otorgar clemencia.
—Debe haber algún escarmiento —exclamó trémulo, y tomando la lanza
mágica hirió a unas y tocó a otras figuras, las que sin tardanza se trababan en
ruda pelea.
Grandes esfuerzos tuvo que hacer el mago para dominar el entusiasmo del
rey, impedir la muerte de todos sus enemigos y convencerlo de que ya era tiempo
de abandonar la torre y enviar tropas en averiguación de lo ocurrido.
Pronto retornaron los emisarios con una grata noticia. Un poderoso ejército
llegado hasta cerca de Granada, se había retirado al producirse entre sus jefes
una agria discusión, finalizada en sangrienta lucha.
Al demostrarse las fantásticas virtudes del aparato, Aben-Habuz ordenó se
celebraran grandes fiestas, en las que el mago ocupaba el sitio de honor.
—Como has conseguido —díjole un día— mi tranquilidad y supremacía,
pídeme, sabio Ibrahim Eben Abu Ajib, la recompensa a que tienes derecho.
—¿Qué puedo pedirte, oh rey? Los estudiosos nos contentamos con bien
poco. Facilítame los medios para mejorar en algo mi humilde habitación.
—Así será —contestó Aben-Habuz sin poder contener una sonrisa, pensando
qué ingenuos y fáciles de contentar eran los verdaderos filósofos. Y sin perder un
instante dio orden al tesorero para que entregara al sabio las cantidades
requeridas para poner en condiciones la caverna que habitaba.
Las humildes necesidades de Ibrahim Eben Abu Ajib consistieron en hacer
abrir habitaciones contiguas a la primitiva sala; cubrir las paredes con delicados y
maravillosos tapices de seda de Damasco, los pisos con ricas alfombras de
Esmirna, sobre las cuales lucían valiosas otomanas y preciados divanes.
—Los huesos se resienten después de tanto dormir sobre un duro lecho, y a
mi edad —agregaba— tampoco se podía sufrir la humedad que destilaban estas
paredes.
En una de las salas hizo construir un regio baño de mármol verde con
delicadas fuentes que vertían, además de exóticos perfumes, aceites balsámicos y
aromáticos.
—Esto —explicaba cada vez que se sumergía en el tibio compuesto—
devuelve al cuerpo la agilidad que pierde en tantas horas de meditación y estudio.
Como la luz que llegaba por la abertura de la sala era insuficiente, ordenó
colocar en todos los aposentos costosas lámparas de oro y fino cristal, que llenó
con un aceite especial cuya fórmula estaba en el Excelso Libro de la Sabiduría y
que daba una luz más suave y delicada que la del más hermoso día.
Era la única, según él, que no fatigaba sus ojos en la lectura de los
misteriosos papiros.
Estos arreglos que parecían no tener fin, alarmaron al celoso tesorero. Un
día, después de sumar las cantidades gastadas en la decoración del retiro del
mago, dio un grito de asombro y corrió a informar al rey de tal derroche.
—No desesperes —aconsejóle Aben-Habuz—; estos sabios tienen sus
caprichos y hay que respetarlos; ya terminará por cansarse de amueblar su
vivienda.
El tiempo dio razón al rey. A poco finalizaron los trabajos de lo que el sabio
llamaba su humilde morada, y que era, para los demás, un lujoso y confortable
palacio subterráneo.
—¿Estáis contento? —preguntóle un día el tesorero.
—¡Así..., así! —contestó Abu Ajib—. Mi aposento está completo; sólo me
resta encerrarme y consagrar mi tiempo al estudio, pero algo falta para entretener
o alegrar mis fatigas mentales.
—¡Poderoso mago, tus deseos son órdenes!
—Es una pequeñez, cosa sin mayor importancia: algunas bailarinas y
cantantes.
—¡Bai ... la... rinas ...! —tartamudeó asombrado el tesorero.
—¿Qué tiene de particular? —replicó el sabio con cierta gravedad—; mi
espíritu, aunque de alguna edad, necesita recrearse. Sencillos son mis gustos,
pero, de cumplirse mi deseo, quiero que éstas estén en la flor de la juventud y
posean exquisita belleza. Sólo así puede encontrar distracción un filósofo.
Satisfechos sus deseos, los días comenzaron a transcurrir con suma placidez.
Ibrahim Eben Abu Ajib, encerrado en su caverna, alternaba sus estudios con
las gracias y melodiosos cantos de las danzarinas.
El rey entretenía sus ocios encerrado en la torre, disponiendo cruentas
batallas y destrozando imaginarios ejércitos.
Como el juego llegó a cansarlo, le dio realidad provocando en toda forma a
sus adversarios. Los ataques de éstos no se hicieron esperar, pero las continuas
derrotas calmaron sus odios y los llevaron a proclamar la invencibilidad del viejo
rey y a pasar por alto sus insultos.
Falto de actividad, volvió Aben-Habuz a caer en nuevo aburrimiento.
Bulliciosas fiestas, magníficos torneos o hermosas doncellas sólo despertaban
momentáneo interés.
Pasaron algunos meses. Convencido de que aquel hastío no llevaba miras de
terminar, resolvió, después de una noche de cruel insomnio, llamar al mago y
ordenarle buscara una nueva distracción.
Pero su resolución no llegó a cumplirse. Un jadeante oficial irrumpió en sus
aposentos para informarle que el moro de bronce, inmóvil durante tanto tiempo,
había girado y agitaba su lanza hacia una de las montañas de Guadix.
A medio vestir y sofocado por la rapidez, llegó Aben-Habuz a la sala de la
torre. La ventana situad: en aquella dirección permanecía cerrada y las pequeñas
figuras guardaban extraña quietud.
Venciendo su asombro ordenó que varios destacamentos, exploraran
cuidadosamente las montañas vecinas.
La curiosidad lo mantuvo en suspenso durante tres días. Cuando sus ojos
fatigados por la vigilancia en la torre se cerraban para descansar, el bullicio de la
tropa que regresaba de la inspección lo alteró nuevamente.
—Majestad —informó el oficial que mandaba los guerreros—, podéis estar
tranquilo en absoluto. El enemigo no se ha atrevido a asomar por el reino de
Granada. Sólo os puedo anunciar la captura de una bellísima joven cristiana que
descansaba cerca de una vertiente.
La sorpresa abrió los semicerrados ojos de Aben Habuz. Atusándose la barba
dijo:
—¿Una joven habéis dicho? ¿Bella para más? ¡Traedla inmediatamente!
Cumpliendo con la real orden fue llevada a su presencia una doncella de
prodigiosa belleza.
Un ¡ah! de asombro recorrió la sala del trono. Nunca hablase visto tan esbelto
cuerpo ni tan gracioso y exquisito andar. Su cabellera, recogida en trenzas y
adornada con joyas, palidecía al más oscuro negro mate. Sus facciones tenían rara
simetría; sus rosados labios dejaban entrever dos hileras de dientes capaces de
ruborizar a una perla. Dos delicadas rosas eran sus mejillas, y su cuello una
alhaja, rodeada por una cadena de oro con una lira de plata.
Los fulgores de sus ojos, que apagaban los de los brillantes que adornaban su
frente, produjeron tal incendio en el viejo corazón de Aben-Habuz, que casi llegó a
perder los sentidos. Dominando aquella extraña pasión, alcanzó a preguntarle:
—¡Oh maravillosa joven! Cuéntame cómo has llegado a mi reino.
Una voz dulce y melodiosa que lo turbó más aún, contestó:
—Huyendo de los enemigos de mi padre, un príncipe cristiano caído en
desgracia y prisionero ...
—No te dejes engañar —interrumpió el mago Ibrahim al oído de Aben-Habuz
—. Ella es el enemigo señalado por el moro de la torre. En sus ojos leo algo
maléfico. En su rostro advierto cosas que me hacen sospechar que es alguna cruel
hechicera transformada en hermosa doncella para dominarte.
—Sabio Abu Ajib —respondió el rey con enojo—. Tu ciencia será profunda,
pero en cuanto al conocimiento de estas cuestiones femeninas, lo desafío al
mismísimo rey Salomón. Esta joven en quien crees ver una maléfica hechicera, es
una bella e inocente paloma, que da recreo a mis ojos y amor a mi corazón.
—Ten presente, poderoso rey —insistió Ibrahim—, que mi proceder ha sido
desinteresado. He contribuído a destrozar a tus enemigos; en cambio ahora te
solicito me cedas a esta joven, que al par que entretenga mis momentos de
descanso, la estudiaré por si encuentro en ella una hábil hechicera y poder así
destruir sus malas artes.
—Tus pretensiones —repuso con voz agriada Aben Nabuz— no tienen límites;
¿para qué quieres más bailarinas?
—Ninguna de ellas toca la lira de plata, y un rato de música es agradable
cuando la mente se halla fatigada.
—¡Pues búscate otra música! —gritó el rey en el colmo de la ira—. Esta joven
es mía y nadie en el mundo me la arrebatará. Siento tanto cariño por ella como
David, padre de Salomón, sintió por la sulamita Abisag.
Los presagios y ruegos de Ibrahim terminaron en borrascosa discusión. El
mago ofendido por las palabras del rey, se retiró a sus aposentos. Aben-Habuz,
riéndose de sus profecías, se dedicó a hacerle la corte a la bella princesa. Creía
suplir su falta de juventud y atractivos físicos con espléndidos regalos. Los
mercaderes de Granada debían venderle las joyas más preciadas, las más raras y
delicadas esencias, sedas y encajes que llegaban de Asia y África.
La ciudad vivía de fiesta en fiesta. Bailes, torneos, corridas de toros se daban
en alegre continuidad. Nada conmovía a la princesa. Regalos y fiestas los recibía
como cumplidos, más que a su alcurnia, a su belleza, de la que estaba muy
envanecida.
Su conducta parecía guiada por el propósito de arruinar a su viejo admirador,
haciéndole gastar sumas fabulosas en innecesarios objetos.
Nada de lo que ideaba Aben-Habuz vencía la amable reserva de la princesa.
No lo desairaba ni le sonreía. Cada vez que, incontenible, le declaraba su
amor, ella, como respuesta, pulsaba la lira de plata.
Sus melodiosas notas parecían estar acompañadas del misterioso poder de
sumir al viejo rey en un sueño irresistible, del que despertaba horas después con
mayor vigor, pero curado por varios días de su avasalladora pasión.
Mientras Aben-Habuz vivía en este ensueño olvidaba día a día los deberes
para con su reino. Los cortesanos, y luego el pueblo, empezaron a murmurar
lamentándose del estado de idiotez de su soberano y del derroche a que lo
conducía su favorita.
La situación llegó a agravarse cuando el pueblo, perdiendo todo respeto,
intentó asaltar el palacio y matar a la princesa cristiana.
El temperamento guerrero volvió a renacer en el pecho del rey. Al frente de
sus tropas atacó a los sublevados, derrotándolos y ahogando toda posibilidad de
nueva insurrección.
Al reinar la tranquilidad, Aben-Habuz hizo llamar al mago Ibrahim, que
permanecía en sus aposentos sin olvidar las ofensas y el triste resultado de su
pedido.
Con voz amable y ánimo de congraciarse, le dijo:
—Debo confesarte, sabio Abu Ajib, que tus profecías sobre la hermosa
cristiana se han cumplido. Espero de ti los consejos que me libren de futuros
peligros.
—Solamente puedo darte uno —replicó solemne Ibrahim—, que alejes cuanto
antes de tu lado a esa joven que causará tu ruina.
—Eso es imposible —gimió dolorido Aben-Habuz—. ¡Preferiría en este caso
perder mi reino!
—Es que perderás ambas cosas —vaticinó el mago.
—No me abandones en esta cruel situación —imploró el rey—. Ten piedad de
mis sentimientos y busca la forma de evitar mayores riesgos, y cumplir mi anhelo
de hallar, lejos de las obligaciones e hipocresías de la corte, un retiro pleno de
amor y placidez.
Ibrahim meditó unos instantes, luego examinó con atención el arrugado
rostro del rey.
—¿En qué forma me recompensarías si te suministro lo que anhelas?
—¡Concederé lo que pidas! ¡Palabra de rey!
—¿Habéis escuchado, magno soberano, algún relato del asombroso jardín del
Irán, maravilla (le la Arabia Feliz?
—Como buen creyente conozco lo que a su respecto dice el Libro del Corán,
en el capítulo "La Aurora del día". Además he oído de labios de peregrinos relatos
increíbles y portentosas descripciones de ese lugar. Pero los he considerado como
exageraciones de viajeros para deslumbrar a sus oyentes...
—Tu incredulidad es inexacta. Lo dicho por ellos es verdad —interrumpió Abu
Ajib—. Tuve la suerte de ver el jardín y el palacio del Irán y si tu paciencia es
grande, ten a bien de escuchar mi relato, en el que hallarás algo semejante a tus
deseos:
Siendo joven erraba por el desierto cuidando los camellos de mi padre,
cuando un día uno de ellos se extravió en las dunas de Aden. La larga búsqueda
agotó mis fuerzas. Alcancé a llegar a un pequeño oasis, donde me tumbé a
dormir. Grato fue mi despertar frente a las puertas de una hermosa ciudad,
rodeada de jardines de incomparable belleza, que recorrí con asombro y temor.
Sus palacios, calles, plazas y mercados estaban desiertos.
Ni un solo ser viviente habitaba en ella. Impresionado por el silencio, resolví
volver al oasis, y cuando alcancé a cruzar la puerta por donde había entrado, me
volví a admirar sus bellos monumentos, pero la ciudad había desaparecido en las
arenas del desierto.
Preocupado por lo que creía un sueño, me orienté tratando de dar con la
caravana. En el camino tuve la fortuna de encontrar a un viejo sacerdote
mahometano, de mucho saber y conocimiento en leyendas y tradiciones.
Después de oírme me explicó que había visitado el maravilloso jardín del
Irán, que solía aparecer de vez en cuando a los viajeros del desierto. Su origen se
remontaba a la antigua época en que la tribu de los Additos poblaba esas tierras.
El rey Sheddad, hijo de Ad y bisnieto de Noé, tuvo la idea de fundar una hermosa
ciudad. Cuando se terminó de construir era tan extraordinaria y magnífica, que el
rey resolvió edificar un palacio con jardines que superaran a los que, según el
Libro del Corán, existen en el paraíso celestial. Pero su soberbia fue severamente
castigada por Alá. El rey y sus súbditos desaparecieron misteriosamente. Un velo
cayó sobre la ciudad, ocultándola a la vista humana, y suele descubrirse de vez en
cuando, como un ejemplo del castigo que merece la vanidad.
Esta leyenda unida al recuerdo de la maravillosa ciudad no alcanzó a borrarse
de mi mente. Al conseguir el Libro de la Sabiduría, resolví, como una de las
primeras cosas, visitar nuevamente el jardín del Irán. Fácil me fue hallarlo, e
instalándome en el palacio del rey Sheddad, gocé durante algún tiempo de las
delicias de aquel edén. Mi poder obligó al genio que cuidaba la ciudad a
informarme cómo se hacía invisible tanta belleza. Así es como puedo construir, si
lo deseas, un palacio y un jardín que superen en magnificencia a los del Irán. Mi
poder es mayor del que requiere esa empresa. Acuérdate que poseo el Libro de la
Excelsa Sabiduría, anterior al gran Salomón."
—Abu Ajib —imploró Aben-Habuz—. Demasiado conozco tu saber y poder
para que me atreva a ponerlos en duda. Sólo te pido que me hagas un palacio
semejante al que me has descripto y te recompensaré hasta con la mitad de mi
reino.
—¡Bah! —contestó despectivo el mago—. Nosotros los que consagramos
nuestra vida al estudio consideramos las riquezas como producto del egoísmo,
pero para conformarte, te pediré que me regales el primer animal cargado que
cruce la puerta del encantado palacio.
El rey no ocultó su alegría y apresuró la respuesta a tan poco pedir. Ibrahim,
demostrando una actividad insospechada, empezó a construir sobre sus
habitaciones subterráneas, en el centro de un patio rodeado de gruesos muros,
una torre con sólidas puertas, en torno a la cual, con la ayuda de un cincel y una
maza, labró dos misteriosos símbolos; una gran llave y una mano gigantesca.
Pronunciando algunas palabras cabalísticas, dio fin a su trabajo.
Finalizada la obra, después de permanecer dos días en sus aposentos
haciendo misteriosas experiencias, subió a lo alto de la montaña. Pasada la
medianoche fue a despertar a Aben-Habuz y le dijo:
—Poderoso rey, mi obra está concluída. En lo alto de la montaña se
encuentran a tu disposición el palacio y los jardines de la belleza más fantástica
que pueda concebir la imaginación del hombre. Cuenta con las propiedades del
jardín del Irán, que queda oculto a todo el que no posea la clave secreta que
enuncia el Libro de la Suprema Sabiduría.
—¡Oh! —exclamó asombrado el rey—. En cuanto amanezca me instalaré en
ese palacio.
Las pocas horas que faltaban para nacer el nuevo día, transcurrieron para
Aben-Habuz con una lentitud desesperante. Antes que el sol iluminara los picos de
Sierra Nevada, ya estaba a caballo dispuesto para la partida. A su lado, sobre un
hermoso animal, cuya blancura podría rivalizar con la nieve, iba la princesa
cristiana, más hermosa que nunca, luciendo un maravilloso vestido adornado con
brillantes y esmeraldas.
El mago Ibrahim, que no gustaba de los ejercicios ecuestres, caminaba al
otro lado del rey ayudándose con su bastón y sin dejar de observar a la joven y a
la lira de plata que conservaba sujeta a la cadena de oro que rodeaba su cuello.
La curiosidad impacientaba a Aben-Habuz. Estaban por llegar y no divisaba
las torres del monumental palacio ni los deliciosos jardines prometidos.
—Ya te previne —explicó Abu Ajib— que guarda los mismos hechizos que el
del Irán. Nada has de ver hasta pasar por la puerta mágica.
Cuando llegaron al patio amurallado Ibrahim indicó al rey fijara su atención
en la llave y la gigantesca mano labrada sobre y a cada uno de los lados de la
enorme puerta.
—Estos son —dijo— los símbolos que protegen la entrada al maravilloso
retiro. Hasta que esa mano suba y tome la llave no habrá en el mundo quien
pueda atentar contra la tranquilidad del dueño de estas montañas.
El asombro que le produjo cosa tan notable distrajo tanto a Aben-Habuz, que
ni siquiera notó que el caballo de la princesa pasaba por la puerta hasta llegar al
centro del patio. Un grito del mago lo trajo a la realidad.
—¡Ah!, rey de Granada —dijo alborozado—, he aquí mi recompensa: el
primer animal con su carga que atravesara la puerta encantada.
Aben-Habuz aumentó su buen humor. No esperaba por cierto una broma
semejante, pero cuando la insistencia del mago le indicó que aquello era cosa
seria, el enojo turbó su mente y sosteniendo la barba que se sacudía al son de su
ira, exclamó:
—Ibrahim Abu Ajib, no tolero bromas de mal gusto ni torcidas
interpretaciones a mi promesa. Ella era de entregarte el primer animal cargado
que atravesara esa puerta; toma, pues, la más robusta mula y cárgala con mis
mejores joyas, pero no pretendas, ni aun en broma, quedarte con la dueña de mi
corazón.
—De sobra sabes —contestó el mago— que desprecio los tesoros. Me basta
para poseerlos el Libro de la Excelsa Sabiduría, así que no niegues lo que en
buena ley prometiste; entrégame la cautiva como cosa mía.
A todo esto la princesa seguía, con despectiva sonrisa y desde su
cabalgadura, la discusión de aquellos dos ancianos sobre la propiedad de su
belleza.
Aben-Habuz, después de girar la cabeza como buscando nuevas fuerzas,
estalló indignado:
—¡Ratón del desierto! ¡Guarda tu saber y rinde respeto a tu señor y a tu rey!
—¡Ja!... ¡ja! —rió irónico Abud Ajib—, no sabía que tus pretensiones llegaban
a tanto, iluso muñeco que ordena obediencia a un monarca de la sabiduría.
Conténtate, Aben-Habuz, en manejar tu pobre estado y gozar en ese paraíso de
locos, mientras yo me divierto a tu costa en mi humilde retiro.
Acompañando sus últimas palabras con un gesto (le desdeñosa superioridad,
tomó la brida del caballo que montaba la bella princesa y golpeó con su bastón la
superficie del patio. Un suave temblor agitó la montaña, el mago y la cautiva
desaparecieron tragados por la tierra, la que volvió a unirse sin dejar la más
pequeña señal de lo ocurrido.
Largo tiempo quedó Aben-Habuz sin habla. Pero al fin, consiguió salir de su
aturdimiento y, venciendo el dolor de su corazón, dio frenéticas órdenes de que se
cavase en el lugar en que se había ocultado el testarudo mago.
Todos los esfuerzos realizados para descubrir su retiro fueron inútiles. Al
llegar a cierta profundidad la tierra volvía a unirse tapando los pozos cavados. La
entrada a los aposentos de Ibrahim había desaparecido tras una pared de roca en
la que se destrozaban las herramientas que pretendían taladrarla.
La desesperación del rey no tenía límites. A la pérdida de la amada se añadía
la ineficacia del aparato construído por Abu Ajib. La figura del moro había girado y
su lanza permanecía inmóvil después de señalar el lugar por donde se había
hundido el mago.
Para mayor tortura, cuando apenas la calma volvía a su corazón llegaban, al
parecer del interior de la montaña, e invadían los aposentos del castillo,
melodiosas canciones que acompañaban las dulces notas de la lira de plata.
Un día un pobre pastor pidió ver al rey. Después de mucho insistir fue llevado
a su presencia. Buen rato permaneció de rodillas antes de que el mal humor del
monarca le otorgara permiso de hablar.
—Perdóname, rey mío —dijo el pastor—, si no te traigo una buena noticia.
Hoy, al amanecer, mientras buscaba una cabra extraviada encontré un
pasaje que parecía atravesar la montaña. Venciendo mi temor lo seguí hasta
llegar, con gran sorpresa, a los aposentos del mago.
—¡Al fin —exclamó frenético el rey— podré acabar con ese miserable!
—Fácil te será —agregó el pastor— porque cuando lo vi, Ibrahim Eben Abu
Ajib descansaba sobre un lujoso diván adormecido por una mágica melodía que
arrancaba de la lira de plata la princesa hechicera.
El rey, guiado por el pastor y seguido por los cortesanos, corrió a buscar el
pasaje descubierto, pero fue inútil, éste había desaparecido. Ordenó efectuar
nuevas excavaciones que resultaron vanas. Los símbolos mágicos representados
por la llave y la gigantesca mano protegían poderosamente al señor de aquellas
montañas.
Aben-Habuz alcanzó a vivir unos pocos años más, de los cuales no gozó un
solo día de la ansiada tranquilidad. El recuerdo de su bella cautiva, las continuas
luchas con los príncipes vecinos y las intrigas de la corte, amargaban de sobra su
corazón.
El lugar en que Ibrahim dijo o simuló construir el famoso palacio y jardín fue
llamado por los habitantes de Granada "La locura del rey" o "El paraíso de los
locos".
Allí se construyó muchos años después la Alhambra, y sus guardianes,
generalmente inválidos o ancianos, caen repentinamente, ya de día o de noche,
en un profundo y dulce sueño. La leyenda dice que eso sucederá hasta que la
mano alcance la llave y destruya al genio que mantiene encantada a aquella
montaña, guardiana de un poderoso mago hechizado por una hermosa princesa.
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Leyenda del príncipe Ahmed Al Kamel
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Había una vez en Granada, un rey moro que no tenía más que un hijo
llamado Ahmed. La servidumbre del palacio no tardó en llamar al pequeño
príncipe Al Kamel o El Perfecto, a causa de las excepcionales cualidades morales y
físicas que revelaban sus pocos años.
Los astrólogos, hombres que se dedicaban a observar el estado del cielo,
pronosticando de acuerdo con la hora del nacimiento los sucesos que ocurrirían en
su vida, no señalaban más que hechos favorables.
Pero estos horóscopos o estudios sobre su destino admitían una sombra, sin
decir por ello que le fuera perjudicial. Ésta lo representaba como "un gran amor
que lo arrastraría a grandes peligros. La única forma de salvarlo era evitar que se
enamorara hasta llegar a la mayoría de edad.
Para prevenir esta contingencia, resolvió el rey, sabiamente, recluir al
príncipe en un lugar donde jamás pudiese ver el rostro de una mujer ni llegase a
sus oídos la palabra amor. Con este objeto hizo construir un magnífico palacio en
la cima de una colina que se eleva detrás de la Alhambra, en medio de jardines
deliciosos, pero rodeado de elevadas murallas (palacio conocido en la actualidad
con el nombre de "El Generalife". El joven príncipe fue encerrado en este palacio y
confiado a la vigilancia y a los cuidados de Eben Bonabben, uno de los filósofos
árabes más sabios y austeros.. Había pasado la mayor parte de su vida en Egipto,
estudiando los jeroglíficos y examinando las tumbas y las pirámides, y encontraba
más encanto en una momia egipcia que en la más seductora de las bellezas vivas.
El sabio recibió la orden de instruir al príncipe en toda clase de ciencias, con
excepción de una sola cosa: debía ignorar por completo lo que era el amor.
—Emplead, con este objeto todas las precauciones que creáis convenientes —
dijo el rey— pero acordaos, Eben Bonabben, que si mi hijo aprende algo de esa
ciencia prohibida, vuestra cabeza responderá por vuestra negligencia.
Una grave sonrisa apareció en la apergaminada cara de Eben Bonabben.
—Vuestra Majestad puede estar tranquilo con respecto a su hijo, como yo lo
estoy con respecto a mi cabeza. ¿Soy el hombre capaz de dar lecciones de esa
funesta pasión?
Encerrado en el palacio y jardines creció el príncipe bajo los atentos cuidados
del filósofo. Era servido por esclavos negros; mudos, ignorantes del amor, o, al
menos, privados de la palabra para poderlo explicar. Su educación intelectual fue
el objeto particular de los cuidados de Eben Bonabben, que se esforzaba en
iniciarlo en las ciencias ocultas del Egipto.
Pero el príncipe hizo pocos progresos, demostrando bien pronto que no era
dado a la filosofía, ciencia que estudia las propiedades y efectos de las cosas
naturales. Sin embargo, mostrábase asombrosamente dócil, siguiendo los
consejos que le daban. Escuchaba con paciencia, reprimiendo su fastidio, las
sabias y pesadas explicaciones de Eben Bonabben, del cual recibió las nociones de
todas las ciencias, y de esta forma cumplió dichosamente sus veinte años, dotado
de un saber prodigioso, pero totalmente ignorante de las cosas del amor.
Pero llegado este tiempo se efectuó un cambio completo en la conducta del
príncipe. Abandonó por entero sus estudios y se dedicó a asear por los jardines y
a meditar al lado de las fuentes. Entre sus conocimientos se le había enseñado un
poco de música, y ella absorbía ahora una gran parte del tiempo, y a la vez se iba
desarrollando en él el gusto de la poesía. El sabio Eben Bonabben se alarmó y
trató de combatir estas dulces inclinaciones explicándole un severo curso de
álgebra, pero el príncipe se apartó de este estudio con horror:
"¡No puedo sufrir el álgebra! —dijo—, ¡la aborrezco! ¡Necesito alguna cosa
que hable más al corazón!"
El sabio Eben Bonabben movió la cabeza al oír estas palabras.
"Se acabó la filosofía —pensó—, el príncipe ha descubierto que tiene un
corazón". Desde entonces ejerció sobre su discípulo una inquieta vigilancia y dióse
cuenta de que la ternura de su naturaleza estaba en efervescencia, y que sólo
necesitaba un objeto. Vagaba por los jardines del Generalife; lleno de una dulce
embriaguez, cuya causa desconocía; otras veces se sumía en deliciosos sueños; o
tomaba su laúd sacándole los sones más conmovedores y en seguida lo arrojaba,
deshaciéndose en suspiros y quejas.
Pronto esa predisposición al amor se manifestó aun con los objetos
inanimados; prodigaba tiernos cuidados a las flores que cultivaba; después hizo
objeto de sus predilecciones a ciertos árboles y entre ellos uno en particular, de
forma graciosa y delicado ramaje, al que rendía un culto apasionado; grabó su
nombre en la corteza, adornó sus ramas con guirnaldas y cantaba dulces melodías
en honor suyo, acompañándose de su laúd.
El sabio Eben Bonabben se alarmó de la exaltación de su discípulo, a quien
veía aprender lo que se le ocultaba, pues la menor alusión podía ser suficiente
para revelarle el secreto fatal. Temblando por la salvación del príncipe y por su
propia cabeza, se apresuró a arrancarle de las seducciones del jardín y lo encerró
en la torre más alta del Generalife. Esta torre contenía soberbios departamentos y
gozábase desde ella una hermosa vista, pero se elevaba muy por encima de la
atmósfera de perfumes y de los bosquecillos encantadores, tan peligrosos para la
vivísima sensibilidad de Ahmed.
¿Pero qué hacer para hacerle aceptable esta violencia y para alegrar en algo
las largas horas de fastidio? Había agotado ya toda clase de conocimientos
agradables y, en cuanto al álgebra, no era posible ni hablarle de ella. Por fortuna,
Eben Bonabben, durante su estancia en Egipto, había aprendido el lenguaje de los
pájaros, que le enseñó un rabino judío, en cuya familia este conocimiento se
trasmitía de padres a hijos, desde el gran Salomón, a quien se lo había enseñado
la reina de Saba. A la primera palabra que le dirigió al príncipe sobre esta
cuestión, sus ojos brillaron de placer, y se aplicó con tal ardor al estudio 'de esta
ciencia, que al poco tiempo era aún mas sabio en ella que su maestro.
La torre del Generalife dejó de ser un sitio solitario, pues encontró
compañeros con los que poder conversar.
La primera amistad que hizo fue la de un cuervo que había construído el nido
en una grieta en lo alto de las murallas, desde donde lanzábase al espacio en
busca de su presa. Pero el príncipe le encontró poco digno de amistad y estima,
pues no era más que un pirata del aire, necio y fanfarrón, que no hablaba más
que de rapiña, valentía y acciones feroces.
Trabó después conocimiento con un búho, pájaro de aspecto importante y
grave, enorme cabeza y ojos redondos, que pasaba todo el día dormitando en un
agujero del muro y lanzábase a merodear por la noche. Mostraba grandes
pretensiones de sabiduría, hablaba de astrología y conocía algo de magia, pero era
terriblemente dado a la metafísica y el príncipe encontró sus discursos todavía
más pesados y fastidiosos que los del sabio Eben Bonabben.
Hizo después amistad con un murciélago que permanecía todo el día colgado
por las patas en un oscuro rincón de la bóveda y sólo salía, furtivamente, cuando
llegaba el crepúsculo. No tenía de las cosas más que conocimientos borrosos e
incompletos y se mofaba de todo lo que ignoraba o apenas conocía, pareciendo no
encontrar placer en nada.
Después de estos tres pájaros, fue de una golondrina de quien el príncipe se
prendó al poco tiempo. Era sumamente habladora, pero inquieta, revoltosa,
siempre en el aire, incapaz de seguir mucho tiempo una conversación. Al fin se
convenció de que era una charlatana que se contentaba con revolotear por la
superficie de las cosas sin profundizar en nada y que, con sus pretensiones de
saberlo todo, no conocía nada a fondo.
Tales eran los únicos plumíferos compañeros con quienes el príncipe tuvo
ocasión de ejercitarse en el lenguaje que acababa de aprender; la torre era
demasiado elevada para que otros pájaros pudieran frecuentarla. Se cansó bien
pronto de sus nuevas amistades, cuyas conversaciones decían tan poco al espíritu
y nada al corazón, y poco a poco fue cayendo otra vez en su aburrimiento. Pasó el
invierno y reapareció la primavera con sus flores, sus verdores, sus brisas
perfumadas y volvió para los pájaros el tiempo dichoso de amarse y construir sus
nidos. fue una explosión casi repentina de conciertos y melodías en los bosques y
jardines del Generalife, que llegaban a los oídos del príncipe, encerrado en su
torre solitaria. Por todas partes se oía un solo tema invariable: "¡Amor!, ¡amor!,
¡amor!", cantado en los aires y repetido por todas las voces y en todos los tonos:
El príncipe, perplejo, escuchaba en silencio:
"¿Qué es este amor —preguntábase— del cual parece estar lleno el universo
y que yo no conozco?"
Entonces interrogó a su amigo el cuervo, pero el impetuoso pájaro le
respondió con desdén:
"Dirigíos a la turba de pacíficos pájaros de la tierra que han nacido para
servirnos de presa a los príncipes del aire. Mi ocupación es la guerra, y mis
placeres los combates. En una palabra: yo soy un guerrero y no sé nada de esa
cosa que llaman amor".
El príncipe separóse de él con disgusto y fue a buscar al búho a su retiro.
"Esta es un ave de costumbres pacíficas —se dijo— y podrá resolverme el
enigma." Y pidió al búho que le dijera qué era ese amor que todos los pájaros
cantaban allá abajo, en el bosque.
El búho tomó un aire de dignidad ofendida y contestó:
"Mis noches se consumen en el estudio y mis días en reflexionar en mi celda
sobre lo que he aprendido. En cuanto a esos pájaros de que me habláis no los oigo
nunca; los desprecio, a ellos y al objeto de sus canciones. ¡Gracias a Alá, no sé
cantar! ¡Soy un filósofo y no sé nada de eso que llaman amor!"
Entonces el príncipe hizo a su amigo el murciélago, que seguía pendiente de
las patas, la misma pregunta. El murciélago, frunciendo el hocico, tomó un aire
ceñudo:
"No vale la pena —dijo agriamente— venir a turbar mi sueño matinal para
hacerme una pregunta tan frívola. Yo no salgo hasta que oscurece, cuando
duermen todos los pájaros, y no me ocupo jamás de sus negocios. Yo no soy ni
cuadrúpedo ni pájaro, gracias al cielo. Conozco la perfidia de todo el mundo y los
aborrezco a todos en general y a cada uno en particular. En una palabra: soy
misántropo y no sé nada de lo que llaman amor".
El príncipe fue entonces a ver a la golondrina, a quien detuvo cuando pasaba
volando alrededor de la torre. La golondrina, como de costumbre, tenia mucha
prisa y apenas tuvo tiempo de responderle.
"A fe mía —dijo—, tengo tantos asuntos, tantas ocupaciones, que no he
tenido nunca tiempo de pensar en ello. Todos los días debo hacer mil visitas,
tengo mil negocios de importancia que examinar, y no me queda un momento
libre para ocuparme de esas tonterías. En una palabra: soy una ciudadana del
mundo y no sé una palabra de eso que llaman amor." Y diciendo esto voló sobre el
valle y se perdió de vista en un momento.
Quedóse el príncipe contrariado y perplejo, pero la misma dificultad de
satisfacerla, estimulaba aún su curiosidad. Hallándose de este humor, entró en la
torre su viejo guardián; el príncipe dirigióse vivamente a su encuentro:
—¡Oh, sabio Eben Bonabben! —exclamó—, tú me has enseñado casi toda la
sabiduría de la tierra, queda una cosa que ignoro por completo y en la que
quisiera ser instruído.
—El príncipe no tiene más que preguntar: todo lo que encierra la limitada
inteligencia de su servidor está a ,su disposición.
—Dime, pues, ¡oh profundísimo sabio!, ¿qué es esa cosa que llaman amor?
El sabio Eben Bonabben se quedó como herido por un rayo. Empezó a
temblar y cambió de color, sintiendo que su cabeza vacilaba ya sobre sus
hombros.
—¿Qué ha podido sugerir a mi príncipe semejante pregunta? ¿Dónde puede
haber aprendido esa vana palabra?
El príncipe le condujo a la ventana de la torre.
—¡Escuchad, oh Eben Bonabben! —dijo.
El sabio escuchó. El ruiseñor, posado en el ramaje debajo de la torre, cantaba
a su bienamada la rosa; de todas las ramas floridas y de los espesos matorrales
se elevaba un concierto; y el amor, el amor, el amor, era el tema invariable.
—¡Allah Akbarl ¡Dios es grande! —exclamó el sabio Bonabben—, ¿quién
puede pretender ocultar ese misterio al corazón del hombre cuando hasta los
mismos pájaros conspiran a revelarlo?
Y volviéndose hacia Ahmed, le dijo:
—¡Oh príncipe mío!, cierra tus oídos a estos cantos seductores e impide que
llegue a tu inteligencia esta peligrosa ciencia. Sabe que el amor es la causa de la
mitad de los males que sufren los desdichados mortales. El es el que enciende el
odio y la discordia entre los amigos y los hermanos, el que causa las sangrientas
traiciones y el estrago de la guerra. Las inquietudes y las penas, los días sin
alegrías y las noches de insomnio, forman su cortejo. Marchita la flor y destruye
los placeres de la juventud y lleva consigo los males y las tristezas de una vejez
prematura. ¡Alá te conserve, oh príncipe mío, en una completa ignorancia de lo
que es amor!
Retiróse, el sabio Eben Bonabben dejando al príncipe en mayor perplejidad.
En vano intentó alejar de su espíritu esta preocupación; no por eso dejó de ser
menos señora de sus pensamientos, forzándolo a consumirse en vanas conjeturas.
"Con toda seguridad —decíase a sí mismo escuchando los cantos melodiosos de
los pájaros— que estos acentos no son los del dolor, sino que expresan, por el
contrario, la ternura y la alegría. Si el amor es una cosa tan grande de desgracia y
de discordia, ¿por qué estos pájaros no languidecen en la soledad y por qué no se
les ve despedazarse en lugar de revolotear alegremente entre los árboles o
juguetear reunidos entre las flores?"
Reposaba una mañana sobre su lecho, meditando en este enigma. La
ventana de su cuarto, abierta de par en par, dejaba entrar la suave brisa que
venía del valle del Darro, saturada del perfume de los naranjos en flor; oíanse
débilmente los trinos del ruiseñor, que cantaba siempre su eterna canción. Cuando
el príncipe escuchaba suspirando, oyó de pronto en el aire un ruido de alas: un
bello palomo, perseguido por un gavilán, refugióse en la habitación y cayó
jadeante al suelo, mientras que su perseguidor, escapada la presa, emprendió
otra vez su vuelo hacia las montañas.
El príncipe recogió al ave fatigada, que respiraba agitadamente, y después de
haberla calmado con sus caricias, la metió en una jaula de oro y le dio con su
propia mano el trigo más blanco y el agua más pura. Pero el ave rehusó todo
alimento y permaneció triste y abatida, exhalando dolorosos gemidos.
—¿Por qué te quejas? —le dijo Ahmed—, ¿no tienes todo lo que tu corazón
puede desear?
—¡Ay, no! —respondió el palomo—. !Me veo separado de la compañera de mi
corazón y en la dichosa época de la primavera, la del amor!
—¡Del amor! —exclamó Ahmed—. Te ruego, hermosa ave, que me digas lo
que es el amor.
—Muy bien puedo hacerlo, príncipe. El amor es el tormento de uno solo, la
felicidad de dos y la discordia y la enemistad de tres; es un encanto que aproxima,
atrayéndoles, a dos seres y los une con lazos de una dulce simpatía, que los hace
felices cuando están juntos y desgraciados cuando se separan. ¿No existe acaso
ninguna criatura a quien estéis ligado con los nudos de este tierno afecto?
—Amo a mi viejo maestro Eben Bonabben más que a ninguna otra persona;
con frecuencia me resulta fastidioso y algunas veces me siento más feliz sin su
presencia.
—No es de esta clase de simpatía de la que hablo. Me refiero al amor, al gran
misterio y el principio de la vida, la alegría embriagadora de la juventud, el sabio
placer de la edad madura. Mira a tu alrededor, príncipe, y verás cómo la
naturaleza, en esta bendita estación, está toda llena de amor.
Cada criatura tiene su compañera; el pajarillo más insignificante canta a su
amada; hasta el mismo insecto, en el polvo, corteja a su dama, y esas mariposas
que veis revolotear alrededor de la torre y jugando en el aire, son felices con sus
amores. ¡Ay, príncipe! ¿Has malgastado tantos preciosos días de tu juventud sin
saber nada del amor? ¿No hay ninguna persona del otro sexo, alguna bella
princesa o gentil damita que haya cautivado tu corazón y hecho nacer en tu pecho
un dulce conjunto de penas agradables y tiernos deseos?
—Empiezo a comprender —dijo el príncipe, con un suspiro—; he sentido más
de una vez esa inquietud pero sin conocer la causa.; pero, ¿dónde encontrar en
esta soledad un objeto como el que describes?
Después de algún rato más de conversación, la iniciación del príncipe en la
nueva ciencia fue completa.
—¡Ay! —dijo—. Si verdaderamente el amor es tal delicia y su privación hace
tan desgraciado, ¡Alá me libre de turbar la alegría de los que aman!
Y abriendo la jaula, sacó al palomo y lo puso en la ventana, diciéndole:
—Vete, ave feliz; ve a gozar con la compañera de tu corazón estos días
primaverales de tu juventud. ¿Por qué te he de tener prisionero como yo, en esta
horrorosa torre donde el amor no puede entrar jamás?
El palomo, transportado de júbilo, batió sus alas, describió un círculo en el
espacio y después voló rápidamente hacia las floridas alamedas del Darro.
El príncipe siguióle con la vista y se abandonó después a amargas
reflexiones. El canto de los pájaros, que poco antes le deleitaba, hacía ahora
mayor su amargura.
"¡Amor! ¡amor!, ¡amor!" ¡Ay, pobre joven! Ahora comprendía el significado de
sus cantos.
Cuando volvió a ver al sabio Bonabben, sus ojos chispeaban de coraje.
—¿Por qué —le dijo— me habéis tenido en esta abyecta ignorancia? ¿Por qué
el haberme ocultado el gran misterio y el principio de la vida, que conoce hasta el
más vil insecto? Ved cómo toda la naturaleza está disfrutando de él y cada
criatura se regocija con su compañera. Este, éste es el amor que yo quiero
conocer. ¿Por qué he de ser yo sólo el que no goce de él? ¿Por qué he perdido
tantos años de mi juventud sin conocer sus delicias?
El sabio Bonabben comprendió que toda reserva había de resultar inútil, pues
el príncipe conocía ya la ciencia peligrosa y prohibida. Así es como le informó de
las predicciones hechas por los astrólogos y las precauciones que se habían
tomado en su educación para librarlo de los males que le amenazaban.
—Y ahora, príncipe —agregó—, mi vida está en tus manos. Si el rey, tu
padre, descubre que durante el tiempo que has estado confiado a mis cuidados
has sabido lo que es el amor, pagaré con mi cabeza.
El príncipe se mostró más razonable que la mayor parte de los jóvenes de su
edad y se rindió a las reflexiones de su maestro sin oponer nada contra ellas.
Además, sentía un verdadero cariño por el sabio Bonabben, y no habiendo sido
instruido en el amor más que teóricamente, consintió en tener oculta en su pecho
la ciencia que había aprendido, antes de poner en peligro la cabeza del filósofo.
Pero su discreción tuvo que pasar por una prueba mayor. Algunos días
después, cuando meditaba acodado en las almenas de la torre, el palomo a quien
había dado libertad apareció cerniéndose en el aire y vino a posarse sin temor
sobre sus hombros.
El príncipe lo estrechó tiernamente sobre su corazón y le dijo:
—Ave feliz, tú que puedes volar, por decirlo así, sobre las alas de la aurora
hasta las extremidades del mundo, ¿dónde has estado desde nuestra separación?
—En una tierra lejana, príncipe, de donde te traigo buenas noticias en premio
de mi libertad. Durante mi caprichoso viaje a través de llanuras y montañas,
divisé debajo de mí un jardín delicioso, lleno de frutas y flores de todas clases.
Estaba situado en una verde pradera, a la orilla de un río caudaloso, y en el medio
del jardín se elevaba un magnífico palacio. Descendí sobre un árbol para reposar
de mi viaje y vi sobre la verde orilla una bellísima princesa. Estaba rodeada de sus
doncellas, tan jóvenes como ella, que la adornaban con guirnaldas y coronas de
flores, pero ninguna flor del campo ni del jardín podía compararse con su belleza.
Allí transcurría su vida separada del mundo, pues el jardín estaba rodeado de altas
murallas y ningún mortal podía entrar en él. Al ver esta jovencita tan tierna, tan
inocente, tan pura, tan alejada de todo contacto con el mundo, pensé: "He aquí el
ser criado por el cielo para inspirar amor a mi príncipe".
Al oír este relato, el corazón de Ahmed se inflamó; toda la hermosura latente
de su naturaleza había encontrado de pronto un objeto en que manifestarse y
concibió por la princesa una vehemente pasión. Escribió una carta, redactada en
los más apasionados términos, que respiraba el más ardiente amor, pero al mismo
tiempo quejándose de la desgraciada esclavitud de su persona, que le impedía ir a
buscarla para arrojarse a sus plantas. Agregaba algunas poesías de una
elocuencia tierna y conmovedora, pues, sobre ser naturalmente poeta, estaba
inspirado por el amor. Después escribió la dirección en esta forma:
"A la bella desconocida, de parte del príncipe cautivo, Ahmed", y
perfumándola con almizcle y esencia de rosa, la entregó al palomo.
—¡Ve, fiel mensajero! —le dijo—, atraviesa montañas, valles, ríos y llanuras;
no te detengas en los árboles ni te poses en la tierra, hasta que no hayas
entregado esta carta a la dueña de mi corazón.
El palomo se elevó en el espacio, y tomando vuelo partió rápidamente en
línea recta. El príncipe le siguió con la vista hasta que no fue más que un punto en
el cielo y desapareció por último tras una montaña.
Largo tiempo esperó la vuelta del mensajero y comenzaba a tacharlo de
olvidadizo, cuando una tarde, a la puesta del sol, el palomo entró en su
habitación, y, cayendo a sus pies, expiró. Algún arquero, cazando, le había
atravesado el pecho con una flecha, pero el pájaro fiel había empleado el resto de
vida que le quedaba en cumplir su misión. Inclinóse el príncipe con dolor sobre
este gentil mártir de la fidelidad y vio que llevaba un collar de perlas del que
estaba pendiente, y bajo un ala, una miniatura de esmalte que representaba a
una encantadora princesa en la flor de la juventud. Sin duda alguna, era la bella
desconocida del jardín; pero, ¿cuál era su nombre? ¿Dónde vivía? ¿Cómo había
recibido su carta? ¿Había enviado ella este retrato para indicarle que aprobaba su
pasión? Desgraciadamente, la muerte del fiel palomo dejaba todas estas cosas
envueltas en la bruma de la duda y el misterio.
El príncipe miraba, embebido, el retrato, hasta que sus ojos se bañaron en
lágrimas; lo besaba, estrechándolo contra su corazón, y permanecía horas enteras
contemplándolo con desesperada ternura.
"¡Bella imagen! —decía—. No eres, ¡ay!, más que una imagen; sin embargo,
tus preciosos ojos me miran tiernamente; esos labios de rosa parecen querer
hablar para infundirme valor. ¡Vana ilusión! ¿No han mirado del mismo modo a
algún rival más afortunado? ¿En qué lugar de este vasto mundo puedo esperar
descubrir el modelo? ¿Quién sabe qué montañas, qué reinos nos separan, qué
contratiempos pueden sobrevenir? Puede ser que en este instante, en este mismo
instante, se halle rodeada de amantes mientras yo permanezco aquí, prisionero en
una torre, consumiendo el tiempo en la adoración de una vana pintura." Y el
príncipe Ahmed tomó una resolución. "Voy —se dijo— a huir de este palacio, que
es para mí una odiosa, prisión, y, peregrino de amor, recorreré el mundo entero
en busca de esa princesa desconocida."
Escaparse durante el día, cuando todo el mundo estaba despierto, era cosa
muy difícil; pero por la noche el palacio apenas estaba guardado, pues nadie
esperaba una tentativa de esa clase, de parte del príncipe, que siempre había
parecido resignarse con su cautividad. Pero, ¿quién le guiaría en su huida en la
oscuridad, no conociendo el país? Entonces se acordó del búho, que,
acostumbrado a volar de noche, debería conocer todos los callejones y pasos
ocultos. Habiendo ido, pues, a buscarle a su celda, le interrogó sobre su
conocimiento del país. El búho, revistiéndose de un aire de importancia, le
contestó:
—Has de saber, ¡oh príncipe!, que nosotros los búhos somos de una familia
muy antigua y numerosa, que aunque hayamos caído algo en decadencia,
poseemos castillos y palacios en ruinas en todas partes de España. No hay torre
en las montañas, fortaleza en las llanuras, ni ciudadela en las poblaciones, donde
no habite alguno de nuestros hermanos, tíos o primos. Y durante los viajes que he
hecho para visitar a mi numerosa parentela, he explorado los rincones y
escondrijos y estoy perfectamente instruido de los sitios secretos del país.
El príncipe, loco de contento de encontrar al búho tan profundamente versado
en topografía, le informó entonces, en confianza, de su tierna pasión y de la
evasión que proyectaba, rogándole que le acompañase y fuese su consejero.
—¿Qué me propones? —le contestó el búho con aire de dignidad ofendida—;
¿soy yo ave para intervenir en asuntos de amores; yo, que he empleado mi vida
en la meditación y el estudio de los astros?
—No te ofendas, severo búho —replicó el príncipe—; deja por algún tiempo
tus meditaciones y la luna y ayúdame en mi huida; te prometo que recibirás
cuanto pueda desear tu corazón.
—Yo poseo ya cuanto puedo desear —contestó el búho—; algunos ratones
bastan para mi frugal sustento y este agujero del muro es suficientemente
espacioso para mis estudios; ¿qué más puede desear un filósofo como yo?
—Acuérdate, ¡oh sabio búho!, de que mientras estás en la soledad de tu
celda contemplando la luna, tu talento se pierde para el mundo. Algún día seré
príncipe soberano, y entonces podré cubrirte de honores y dignidades.
El búho, aunque filósofo, y muy por encima de las necesidades ordinarias de
la vida, no estaba libre de ambición y decidióse finalmente a partir con el príncipe
para servirle de guía y consejero durante su peregrinación.
Un enamorado ejecuta pronto sus deseos. El príncipe reunió todas sus alhajas
y las ocultó en sus vestidos para los gastos del viaje, y aquella misma noche
descolgóse al jardín por medio de su faja, escaló las murallas del Generalife y,
guiado por el búho, salvó felizmente la montaña antes de que amaneciera.
Entonces deliberó con su guía acerca del camino que debían seguir.
—Si me es permitido darte un consejo —dijo el búho—, te recomendaría que
fueses a Sevilla. Has de saber que, hace muchos años, fui a visitar allí a uno de
mis tíos, búho de gran dignidad y poderío, que habitaba en un ala arruinada del
Alcázar. Durante mis paseos nocturnos por la ciudad, observé con frecuencia una
luz que brillaba en una torre solitaria. Al fin descendí a posarme sobre la tronera y
vi que la claridad provenía de la lámpara de un mago árabe que se hallaba
rodeado de sus libros de magia y sobre su hombro sostenía un viejo cuervo,
venido con él de Egipto. Conozco a este cuervo y le debo la mayor parte de los
conocimientos que poseo. Murió después el mago; pero el cuervo continúa
habitando la torre, pues estos pájaros llegan a hacerse prodigiosamente viejos. Me
atrevería a aconsejarte, ¡oh príncipe!, que fuésemos a buscar al cuervo, pues es
adivino y hechicero y muy versado en la magia, arte en que son renombrados
todos los cuervos, especialmente los de Egipto.
Quedó el príncipe maravillado de la sabiduría de este consejo, y tomó por lo
tanto el camino de Sevilla. No viajaba más que de noche, para complacer a su
compañero, y reposaba durante el día en alguna sombría caverna o buscaba una
torre desmantelada, pues el búho conocía todos los escondrijos de esta clase y
tenía una verdadera pasión por la arqueología, ciencia que estudia los
monumentos antiguos.
Al fin llegaron a Sevilla una mañana al despuntar el alba. El búho, que
aborrecía la claridad del día y la animación de las calles, se detuvo fuera de las
puertas de la ciudad, alojándose en la cavidad de un árbol.
El príncipe franqueó la puerta y encontró sin trabajo la torre mágica que se
eleva por encima de las casas de la ciudad, como una palmera se alza por encima
de los arbustos del desierto. Era la misma que existe aún, conocida con el nombre
de Giralda, la famosa torre construida en Sevilla por los moros.
El príncipe subió por una larga escalera de caracol hasta lo alto, donde
encontró al cuervo adivino, misterioso pájaro, viejo, calvo, desplumado y con una
nube en un ojo, que le daba el aire de un espectro. Estaba sostenido sólo sobre
una pata, la cabeza inclinada a un lado, mirando con su único ojo una misteriosa
figura trazada en el suelo.
El príncipe se acercó con todo el respeto y la deferencia que inspiraban su
exterior venerable y su genio sobrenatural.
—Perdóname, ¡oh ancianísimo cuervo y sapientísimo mago! —le dijo—, si
interrumpo por un momento los estudios que son la admiración del mundo. Tienes
delante de ti a un peregrino de amor que desea consultarte para saber cómo
podrá obtener la posesión del objeto de sus desvelos.
—En otros términos —dijo el cuervo con aire entendido—: vienes a poner a
prueba mi habilidad en el arte de la quiromancia. Aproxímate, dame tus manos y
déjame descifrar las misteriosas líneas del destino.
—Dispénsame —dijo el príncipe—, no vengo para escrutar los secretos del
destino, que Alá oculta a los ojos de los mortales. Soy un peregrino de amor y
quiero simplemente encontrar un hilo que me conduzca hasta el objeto de mi
peregrinación.
—¿Y es posible que no encontréis el objeto de vuestra pasión en la amorosa
Andalucía? —dijo el viejo cuervo, fijando en él su único ojo—. ¿Y sobre todo en la
gallarda Sevilla, donde las gentiles bellezas de ojos negros bailan alegres zambras
a la sombra de los naranjos?
El príncipe enrojeció, algo contrariado al oír hablar tan cínicamente a un
pájaro tan viejo, que tenía ya un pie en el sepulcro.
—Créeme —le dijo en tono grave—, no me he puesto en camino para tener
tan poca constancia como supones. Las bellas andaluzas de ojos negros que
danzan bajo los naranjos del Guadalquivir no tienen para mí ningún interés.
Yo voy en busca de una purísima beldad desconocida, que es el original de
este retrato. Te suplico, pues, poderoso cuervo, suponiendo qué no esté fuera del
alcance de tu ciencia o del límite de tu poder, que me digas dónde podré
encontrarla.
El viejo cuervo de cabeza calva sintióse avergonzado de la severa gravedad
del príncipe y respondió secamente:
—¿Qué sé yo de la juventud y de la belleza? Yo no visito más que a las
personas viejas y marchitas, no las que tienen juventud y belleza. Yo soy el
adivinador del destino que lanza sus presagios desde lo alto de la chimenea y bate
sus alas en la ventana del moribundo. Dirigíos, pues, a otros para tener noticias
de vuestra desconocida beldad.
—¿Y a quién he de dirigirme si no es a los hijos de la sabiduría, versados en
los secretos del Libro del Destino? Yo soy príncipe real, sometido a la influencia de
los astros y empeñado 'en una misteriosa empresa de la que puede depender la
suerte de los imperios.
Al oír que se trataba de un negocio de importancia en el que influían los
astros, cambió el cuervo de tono y de actitud, y escuchó la historia del príncipe
con profunda atención. Cuando hubo acabado, le dijo:
—En lo que respecta a la princesa, no puedo darte noticias por mí mismo,
pues yo no frecuento los jardines ni las mansiones de las damas, pero vete sin
tardanza a Córdoba y busca la palmera de Abderramán el Grande, que se eleva en
el patio de la Mezquita principal: al pie del árbol encontrarás un gran viajero que
ha visitado todos los países y todas las cortes y ha sido favorito de reinas y
princesas. Él te dará noticias del objeto de tus pesquisas.
—Mil gracias por tus preciosas indicaciones —le dijo respetuosamente el
príncipe—. Adiós, venerable cuervo.
—Adiós, peregrino de amor —le contestó secamente el cuervo.
Y de nuevo tornó a meditar sobre el diagrama. El príncipe salió de Sevilla,
reunióse con su compañero de viaje, el búho, que aun dormitaba en el hueco del
árbol, y se pusieron en camino para Córdoba.
Llegaron allí después de atravesar los jardines suspendidos, los bosques de
naranjos y limoneros que dominan el encantador valle del Guadalquivir y al llegar
a las puertas de la ciudad, el búho fuése a habitar a un oscuro agujero de la
muralla, y el príncipe Ahmed partió en busca de la palmera plantada en tiempos
lejanos por el gran Abderramán. Elevándose en medio del gran patio de la
Mezquita, destacábase como una torre por encima de los naranjos y de los
cipreses. Algunos derviches y faquires hallábanse sentados en grupos en las
galerías del patio, y numerosos fieles hacían sus abluciones en las fuentes, antes
de entrar en la Mezquita.
Al pie del árbol, mucha gente reunida escuchaba los discursos de un
personaje que parecía hablar con gran animación. "He aquí, sin duda alguna —se
dijo el príncipe Ahmed—, el gran viajero queme ha de dar noticias de la
desconocida princesa". Y se mezcló con la muchedumbre, pero quedóse
enormemente admirado al ver que a quien escuchaban era a un papagayo que,
con su plumaje de brillante verde, su mirar impertinente y su presumido penacho,
tenía el aspecto de un pájaro orgulloso de sí mismo.
—¿Es posible —preguntó el príncipe a uno de los que escuchaban— que
tantas personas serias disfruten con la charla de ese pájaro parlanchín?
—No sabéis de quién estáis hablando —le respondió el otro—; este papagayo
desciende de aquel famoso papagayo de Persia, renombrado por su talento de
cuentista. Lleva toda la ciencia de Oriente en la punta de su lengua y sabe de
memoria a todos los poetas. Ha visitado algunas cortes extranjeras en las que ha
sido considerado como un oráculo de erudición. Por todo esto ha sido el favorito
del bello sexo, que admira a los sabios A papagayos que recitan poesías.
—Muy bien —dijo el príncipe—, voy a pedirle una entrevista particular a este
distinguido viajero. Obtuvo del pájaro la entrevista pedida y le explicó su asunto.
A la primera palabra que dijo, el papagayo fue presa de un acceso de risa, tan
prolongado, que le hizo venir las lágrimas a los ojos.
—Perdóname esta alegría —le dijo—; sólo nombrar el amor me hace reír a
carcajadas.
El príncipe se escandalizó de esta alegría intempestiva y le dijo:
—¿Acaso no es el amor el gran misterio de la naturaleza, el principio secreto
de la vida, el vínculo de la simpatía universal?
—¡Paparruchadas! —exclamó el papagayo interrumpiéndole—. ¿Dónde has
aprendido, dime, esa jerga sentimental? Créeme: el amor ha pasado ya de moda
y no se oye hablar de él ni entre los espíritus refinados ni entre la gente
distinguida.
El príncipe suspiró acordándose del lenguaje tan diferente que empleaba su
amigo el palomo. "Como este pájaro ha vivido en la corte —se decía— quiere
echárselas de espíritu superior y delicado gentilhombre, aparentando no saber
nada del amor". No queriendo, pues, exponer de nuevo al ridículo el sentimiento
que llenaba su corazón, fue directamente al objeto de su visita.
—Dime, maravilloso papagayo, tú que has sido en todas partes admitido, y
conoces todas las mansiones, ¿recuerdas haber visto el original de este retrato? El
papagayo `tomó con una de sus patas el medallón y moviendo la cabeza de un
lado a otro, lo examinó atentamente y exclamó:
—Palabra de honor que es una cara preciosa; pero ve uno tantas caras
bonitas, que difícilmente..., pero espera..., mirándola despacio..., no cabe duda:
¡ésta es la princesa Aldegunda! ¿Cómo he podido olvidar a una de mis mejores
amigas?
—¡La princesa Aldegunda! —repitió el príncipe—, ¿y dónde podré encontrarla?
—Poco a poco, poco a poco —contestó el papagayo—. Es más fácil
encontrarla que poderla obtener. Es hija única del rey cristiano de Toledo y se
halla encerrada lejos del mundo hasta que cumpla los diecisiete años, a causa de
una predicción de esos astrólogos intrigantes. No podrás verla, pues ningún
mortal ha podido conseguirlo. Yo fui llevado a su presencia para distraerla y te
juro, a fe de papagayo que ha visto el mundo, que no he hablado en mi vida con
princesa más discreta.
—Una palabra, en confianza, mi querido papagayo —dijo el príncipe—: yo soy
el heredero de un reino y algún día me sentaré en el trono. Veo que sois un pájaro
con talento y que conoce el mundo: ayudadme a obtener la posesión de esta
princesa y os elevaré, en mi corte, a una posición distinguida.
—Con todo mi corazón —dijo el papagayo—; pero desearía, si fuera posible,
que fuese una renta fija, pues nosotros, espíritus elevados, sentimos una gran
repugnancia por el trabajo.
Pronto se cerró el trato; el príncipe Ahmed salió de Córdoba por la misma
puerta que había entrado, llamó al búho, que descendió del agujero del muro, le
presentó a su nuevo compañero como un sabio colega y prosiguieron, reunidos, su
viaje.
Iban demasiado despacio para la impaciencia del príncipe, pero el papagayo
estaba acostumbrado a la buena vida, y no le gustaba levantarse temprano.
Por otra parte, el búho prefería dormir al mediodía y hacía perder mucho
tiempo con sus largas siestas. Sus aficciones de arqueóloga eran también causa
de retraso, pues quería explorar todas las ruinas, contando largas leyendas a
propósito de todas las torres derruídas y antiquísimos castillos del país. El príncipe
había creído que el papagayo y el búho, siendo los dos sapientísimos pájaros, se
harían fácilmente amigos uno de otro, pero se equivocó por completo.
Continuamente estaban en disputa, pues el uno era de espíritu superficial y el otro
era filósofo. El papagayo recitaba versos, criticaba las últimas obras y desplegaba
toda su elocuencia a propósito de pequeños puntos de erudición; por el contrario,
el búho miraba estas cosas como fútiles y sin importancia y no disfrutaba más que
con la metafísica. Además, si el papagayo cantaba cancionetas, repetía chistes,
hacía gracias a propósito de su grave compañero y reía inmoderadamente de sus
propias ocurrencias, todo lo cual era considerado por el búho como graves
atentados a su dignidad, tornábase sombrío y de mal humor, refunfuñaba y
guardaba silencio todo el día.
El príncipe no prestaba atención a las peleas de sus compañeros, absorto en
sus propios pensamientos y en la contemplación de la bella princesa. De esta
forma atravesaron los sombríos desfiladeros de Sierra Morena, las áridas mesetas
de la Mancha y de Castilla y bordearon las riberas doradas del río Tajo. cuyos
mágicos afluentes se extienden por una mitad de España y Portugal. Al fin
divisaron una ciudad fortificada, rodeada de torres y murallas, construida en la
cima de un roquizo promontorio que bañaban las impetuosas olas del Tajo.
—He aquí la antigua y renombrada ciudad de Toledo —exclamó el búho—,
famosa por sus antigüedades. ¡He aquí las cúpulas y torres célebres, revestidas de
una legendaria grandeza en las cuales han meditado tantos antepasados míos!
—¡Bah! —dijo el papagayo, cortando de repente su entusiasmo de arqueólogo
—. ¿Qué nos importan vuestras antigüedades, vuestras leyendas y vuestros
antepasados? Ocupémonos, mejor, de que estamos ante la mansión de la
juventud y de la belleza; mirad al fin, ¡oh príncipe!, el lugar en que vive la
princesa que desde hace tanto tiempo buscáis.
El príncipe miró en la dirección indicada por el papagayo y vio en una verde
pradera, regada por las aguas del Tajo, un palacio magnífico que se elevaba en un
delicioso jardín entre frondosos árboles. Era un lugar semejante en todo al que el
palomo le había descrito como morada de la princesa pintada en el medallón.
Quedóse mirándolo con el corazón palpitante de emoción. "Puede ser que en este
momento —pensaba— la bella princesa Aldegunda juegue con sus compañeras en
la sombra de aquellas; glorietas, o se pasee con leve paso a lo largo de esas
magníficas terrazas, o repose bajo aquellos soberbios techos!" Mirando con más
atención, vio que los muros del jardín eran muy altos, lo que hacía imposible su
acceso, y que hombres armados patrullaban a su alrededor.
El príncipe volvióse hacia el papagayo, diciéndole:
—¡Oh, tú, la más perfecta de todas las aves que poseen el don de la palabra
humana, apresúrate a introducirte en ese jardín; ve a encontrar el ídolo, de mi
alma y dile que el príncipe Ahmed, el peregrino del amor, guiado por las estrellas,
acaba de llegar, en busca de ella, a las floridas márgenes del Tajo!
El papagayo, orgulloso de su embajada, voló hacia el jardín y franqueó sus
altas murallas, y después de haberse cernido un momento sobre los árboles y el
césped, descendió a posarse en el balcón de un pabellón situado a la orilla del río.
Desde allí pudo ver a la princesa tendida sobre un diván, con los ojos fijos en un
papel y las lágrimas corriendo dulcemente por sus pálidas mejillas.
Después de sacudir sus alas, arreglar su verde plumaje y levantar su
penacho, el papagayo vino a posarse cerca de ella, con aire galante, diciéndole
tiernamente:
—Seca tus lágrimas, encantadora princesa, pues vengo a traer el consuelo y
la alegría a tu corazón. Sorprendióse un poco la princesa de oír una voz, pero
habiéndose vuelto y no viendo más que a un pajarillo de verde plumaje, que le
hacia reverencias, dijo:
—¡Ay! ¿Qué alegría puedes traerme tú, si no eres más que un pájaro?
Disgustóse el papagayo de esta respuesta y le dijo:
—A más de una hermosa dama he consolado yo en mi vida; pero dejemos
esto: Vengo de embajador de un príncipe real. Sabe que Ahmed, príncipe de
Granada, acaba de llegar en tu busca y está acampado en este momento en las
floridas márgenes del Tajo.
A estas palabras, los ojos de la bella princesa brillaron con un fulgor más vivo
que los diamantes de su diadema.
—¡Ah, gentil papagayo! —exclamó—. Tus noticias son agradables en verdad,
pues me hallaba triste y enferma hasta la muerte por la duda en que estaba de la
constancia de Ahmed. Apresúrate a volver y dile que las palabras de su carta las
tengo grabadas en el corazón y que su poesía ha sido el alimento de mi alma. Dile
también que es preciso que se prepare a probarme su amor por medio de las
armas; mañana es el decimoséptimo aniversario de mi nacimiento y el rey, mi
padre, celebra un gran torneo.
Muchos príncipes descenderán a la liza y mi mano será la recompensa del
vencedor.
El papagayo reanudó su vuelo, atravesó los jardines y volvió al lugar en que
el príncipe esperaba su regreso. El júbilo que sintió el príncipe por haber
encontrado el original de su querido retrato y de haberla hallado tierna y fiel, sólo
puede ser comprendido por los privilegiados mortales que han tenido la fortuna de
realizar su sueño, cambiando lo anhelado por la realidad. Pero una cosa turbaba
su alegría: el torneo que debía realizarse.
Efectivamente, las riberas del Tajo relucían con el brillo de las armas y
resonaba el ruido de las trompetas de los diferentes caballeros que, seguidos de
sus soberbios cortejos, se encaminaban a Toledo para asistir a la ceremonia. La
misma estrella que había presidido los destinos del príncipe había gobernado los
de la princesa y hasta sus diecisiete años se la había tenido encerrada lejos del
mundo, para preservarla del amor. Pero la fama de sus encantos había ganado, en
lugar de perder, con esta reclusión. Multitud de poderosos príncipes se disputaban
su mano, y su padre, que era un rey de talento, para evitar crearse enemigos
eligiendo a alguno de ellos, los había remitido a la decisión de las armas. Entre los
rivales, muchos eran célebres por su fuerza y bravura. ¡Qué situación la del
infortunado Ahmed, desprovisto de armas como estaba, e inhábil, además, para
los ejercicios de la caballería!
—¡Qué desgraciado príncipe soy —se dijo— por haber sido criado lejos del
mundo bajo la vigilancia de un filósofo! ¿De qué me sirven en amor el álgebra y la
filosofía? ¡Ay! Eben Bonabben, ¿por qué no me has instruido en el manejo de las
armas?
Entonces el búho rompió el silencio, empezando su discurso con una
exclamación piadosa, como devoto musulmán que era.
—¡Allah Akbar! —exclamó—. ¡Dios es grande y en sus manos están todos los
secretos! Él sólo gobierna los destinos de los príncipes de la tierra. Sabe ¡oh
príncipe!, que este país encierra muchos secretos que únicamente poseen los que,
como yo, conocen las ciencias ocultas. Sabe que en las montañas vecinas hay una
caverna y dentro de ella una mesa de hierro; sobre esa mesa de hierro hay una
armadura mágica y a su lado un caballo encantado, todo lo cual se halla allí
encerrado desde hace muchas generaciones.
Abrió el príncipe de par en par los ojos, maravillado, y el búho, encrespando
sus plumas, a la vez que guiñaba continuó:
—Hace muchos años que acompañé a mi padre por estos lugares en un viaje
que hizo para visitar sus dominios y nos alojamos en esa caverna; por eso
conozco el secreto. Es tradición en nuestra familia, la cual he oído contar con
frecuencia a mi abuelo, cuando yo era pequeño, que esa armadura había
pertenecido a un mago árabe que se había refugiado en esa caverna cuando cayó
Toledo en poder de los cristianos, luego murió allí y dejó su caballo y sus armas
bajo un encanto mágico, que impide que pueda servirse de ellos más que un
musulmán y solamente entre el amanecer y el mediodía. El que se sirva de ellos
en ese espacio de tiempo, vencerá a todos sus adversarios.
—Está bien —dijo Ahmed—; vamos a esa caverna. Guiado por su fabuloso
consejero, el príncipe encontró la caverna en uno de los más salvajes rincones de
las escarpadas rocas que se elevan alrededor de Toledo; únicamente el triste ojo
de un búho o el de un arqueólogo era capaz de descubrir la entrada.
Una lámpara sepulcral, cuyo aceite no se agotaba nunca, esparcía una
melancólica claridad sobre los objetos circundantes. En el centro de la caverna,
sobre la mesa de hierro, yacía la armadura; la lanza estaba apoyada en ella y a su
lado se encontraba un caballo enjaezado para el combate, pero inmóvil como una
estatua. La armadura estaba limpia y brillante, no habiendo perdido nada de su
antiguo lustre; el caballo tan en condiciones como si acabase de llegar de pastar,
y cuando Ahmed le pasó la mano por el cuello, golpeó el suelo con las patas y dio
tal relincho de alegría que retemblaron las paredes de la caverna. Provisto así de
armas y caballo, resolvió el príncipe entrar en liza en el próximo torneo.
Llegó por fin el ansiado día; el palenque para el combate se había dispuesto
en la Vega, al pie del escarpe que coronan las murallas de Toledo, y estaba
rodeado de estrados y galerías, cubiertos de ricos tapices y protegidos del sol por
toldos de seda. Todas las bellezas del país se habían dado cita en estas galerías y
debajo de ellas encontrábanse empenachados caballeros acompañados de sus
pajes y escuderos, y entre ellos hallábanse los príncipes que se disponían a tomar
parte en el torneo. Pero todas las bellezas del país se eclipsaron, cuando apareció
en el pabellón real la princesa Aldegunda, que por primera vez se ofrecía a la
admirada contemplación del mundo. Un murmullo de admiración corrió por la
asamblea a la vista de su incomparable belleza, y los príncipes, que se disputaban
su mano únicamente confiados en los relatos que se les habían hecho de sus
encantos, sintieron acrecer su ardor para el combate.
Pero la princesa mostrábase inquieta; cambiaba frecuentemente de color y
dirigía miradas de inquietud y desconfianza sobre el empenachado grupo de
caballeros. Disponíanse las trompetas a dar la señal del combate, cuando el
heraldo anunció la llegada de un caballero extranjero y Ahmed apareció a caballo
en el palenque. Un yelmo de acero, enriquecido con piedras preciosas, sobresalía
de su turbante; su coraza estaba damasquinada de oro; su daga y su cimitarra,
cuajadas de pedrería, estaban hechas en Fez. Llevaba a la espalda un escudo
redondo y en la mano, la lanza encantada. La gualdrapa de su caballo, ricamente
bordada, barría la tierra, y el soberbio animal caracoleaba y relinchaba de alegría
al verse de nuevo entre el aparato de las armas. El aspecto arrogante y gracioso
del príncipe atrajo todas las miradas y cuando fue proclamado su nombre, "El
Peregrino de Amor", sintióse el rumor producido por las bellas damas de la galería.
Pero cuando Ahmed se presentó para entrar en la liza, se le cerró el paso:
sólo los príncipes —le dijeron— podían ser admitidos al combate. Entonces dio a
conocer su nombre y su rango: ¡peor todavía!, era musulmán y no podía tomar
parte en un torneo en que era el premio la mano de una princesa cristiana.
Los príncipes rivales le rodearon, altaneros y amenazadores: uno de ellos, de
complexión hercúlea, lleno de arrogancia se mofó de su juventud y delicados
miembros, e hizo burla de su galante apodo. Montó en cólera el príncipe y desafió
a su rival. Tomaron distancia, dieron media vuelta y se acometieron y al primer
choque de la lanza mágica, el insolente Hércules fue derribado de la silla. El
príncipe hubiera querido detenerse aquí, pero, ¡ah!, tenía que entendérselas con
un caballo y armas poseídos del diablo y nada, una vez en movimiento, podía
detenerlos. El caballo cargó sobre los más compactos grupos de caballeros; la
lanza derribaba cuanto se le ponía delante; el apuesto príncipe se encontró en
ruda pelea con todos ellos en medio del palenque, echando por tierra a grandes y
pequeños, nobles y villanos, y deplorando interiormente sus involuntarias
hazañas. El rey indignóse fuertemente del ultraje hecho a sus súbditos y sus
huéspedes y mandó a sus guardias a la refriega, pero fueron desmontados al
primer choque. El rey tiró entonces sus vestiduras de corte, embrazó su escudo y
su lanza, montó a caballo y avanzó para imponer al extranjero con la presencia de
la misma Majestad. ¡Ah!, la majestad no lo pasó mejor que la gente vulgar: el
corcel y las armas no distinguían de personas, y Ahmed, con gran desesperación
suya, fue lanzado contra el rey, que al momento cayó al suelo con las piernas en
alto, mientras la corona rodaba por el polvo.
En ese momento llegó el sol al meridiano, y el encanto mágico terminó de
obrar su' poder. El caballo se lanzó a través del llano, franqueó de un salto la
barrera, se sumergió en el Tajo, cuya impetuosa corriente atravesó, llevó al
príncipe, estupefacto y sin aliento, a la caverna, y volviendo á su sitio junto a la
mesa de hierro, quedóse otra vez como una estatua. Apeóse el príncipe, no poco
contento de verse al fin pie en tierra y dejó la armadura donde la había
encontrado, para que aguardase allí los decretos del destino. Sentóse después en
la caverna y se puso a reflexionar en el desesperado estado a que habían llevado
sus asuntos aquel caballo y armas diabólicos. ¿Cómo osaría presentarse en Toledo
en adelante, después de haber cubierto así de oprobio a sus caballeros y ultrajado
a su rey? Además, ¿qué pensaría la princesa de acciones tan violentas y tan poco
corteses? Lleno de inquietud mandó a sus alados mensajeros en busca de noticias.
El papagayo recorrió todas las plazas públicas y todos los sitios de reunión de la
ciudad y bien pronto volvió con un montón de chismes. La consternación era
general en Toledo: se habían llevado al palacio a la princesa privada de sentido; el
torneo se había terminado en la mayor confusión; todo el mundo se ocupaba de la
aparición repentina, las prodigiosas hazañas y, extraña desaparición del caballero
musulmán. Decían unos que era un mago, otros que era un demonio que había
tomado la forma humana, y otros hablaban de encantados guerreros encerrados,
según decía, la tradición, en las cavernas de las montañas y pensaban que éste
podría ser uno de ellos, que había salido de su reposo para hacer esta algarada.
Pero todos convenían en que ningún mortal ordinario hubiera podido hacer tantos
prodigios ni desmontar a tan valientes y apuestos caballeros cristianos.
El búho partió cuando fue de noche, voló de acá para allá sobre la ciudad en
sombras y se posó sobre los tejados y las chimeneas. Después dirigió su vuelo
hacia el palacio real, situado en la parte más alta de Toledo, rondó alrededor de
sus terrazas y de sus muros, escuchando por todas partes y mirando con sus
grandes ojos redondos por todas las ventanas, a costa de que dos o tres damas de
honor se desmayaran de miedo. Despuntaba el alba por encima de la montaña,
cuando volvió de cazar ratones y contó al príncipe lo que había visto.
—Cuando volaba alrededor de la real morada —le dijo—, vi a través de una
ventana de la torre más alta a una bella princesa; Reposaba en su lecho y
sirvientes y médicos la rodeaban, pero ella rehusaba toda asistencia y todo alivio.
Retiráronse y la vi entonces sacar de su pecho una carta, leerla y besarla, después
de lo cual dio rienda suelta a sus lamentaciones, lo que, a pesar de ser filósofo,
me apenó bastante.
El tierno corazón de Ahmed entristecióse al oír estas noticias.
—¡Oh sabio Eben Bonabben, qué verdad era lo que me decías! —exclamó—.
Penas; cuidados y noches sin sueño son el patrimonio de los amantes. ¡Alá
preserve a la princesa de esa cosa que se llama amor!
Nuevas noticias llegadas de Toledo confirmaron el relato del búho. La ciudad
estaba inquieta y alarmada: la princesa había sido encerrada en la torre más alta
del palacio y todas las avenidas estaban fuertemente custodiadas. Mientras tanto
una devoradora melancolía se había apoderado de ella y nadie podía adivinar la
causa; rehusaba toda alimentación y rechazaba todo consuelo. Los médicos más
hábiles habían ensayado su arte en vano; se la creía sometida a la influencia de
algún sortilegio y el rey había hecho publicar un edicto anunciando que el que la
curase recibiría en recompensa la joya más rica de su real tesoro.
Cuando el búho, que dormitaba en un rincón oyó hablar del edicto, movió sus
grandes ojos con aire misterioso.
—¡Allah Akbar! —exclamó—. ¡Dichoso el hombre que haga esta cura, si sabe
lo que tiene que elegir en el tesoro real!
—¿Qué quieres decir, venerable búho? —dijo Ahmed.
—Escucha, ¡oh príncipe!, mi relato. Has de saber que nosotros, los búhos,
formamos una sabia corporación, aficionada a las investigaciones oscuras y
olvidadas. Durante mi reciente viaje nocturno en que exploré las cúpulas y torres
de Toledo, vi una academia de búhos arqueólogos que tenían sus asambleas en
una gran torre abovedada donde está depositado el tesoro real. Discutían las
formas, inscripciones, destino, fecha y procedencia de las gemas, joyas antiguas y
vasos de oro y plata amontonados en el tesoro, pero lo que les interesaba
principalmente eran ciertas reliquias y talismanes que están allí desde la época del
godo Rodrigo. Entre estos objetos se encontraba un cofre de madera de sándalo
con caracteres misteriosos grabados en él, los cuales no eran conocidos más que
por un pequeño número de eruditos. Este cofre y estas inscripciones habían
ocupado a la academia durante muchas sesiones y habían sido objeto de largas y
serias controversias. En el momento de mi visita, un viejísimo búho, llegado
recientemente del Egipto, estaba sentado sobre la tapa del cofre y discurría sobre
las inscripciones, llegando a la conclusión de que el cofre encerraba el tapiz de
seda del gran Salomón, que, sin duda alguna, había sido llevado a Toledo por los
judíos refugiados allí después de la caída de Jerusalén.
Cuando el búho terminó su arqueológico discurso, el príncipe permaneció un
momento sumido en sus pensamientos.
—El sabio Eben Bonabben —exclamó al fin— me habló de las propiedades
maravillosas de ese talismán que desapareció después de la caída de Jerusalén y
que se creía perdido para la humanidad. La cosa permanece sin duda secreta para
los cristianos de Toledo; si yo pudiera apoderarme de ese tapiz, estaría asegurada
mi felicidad.
Al día siguiente quitóse el príncipe sus ricas vestiduras y se puso el sencillo
traje de un árabe del desierto. Ennegreció su cara y nadie hubiera podido
reconocer en él al soberbio guerrero que había causado tanta admiración y terror
en el torneo. Con un palo en la mano, un zurrón al costado y una pequeña flauta
pastoril, llegó a Toledo y presentándose en la puerta del palacio se hizo anunciar
como aspirante a la recompensa ofrecida por la curación de la princesa.
Los guardias se apresuraron a rechazarlo rudamente.
—¿Qué puede un árabe vagabundo como tú —le dijeron— en un caso como
éste en que los sabios más eminentes del mundo han fracasado?
Pero el rey oyó el tumulto y ordenó que fuera llevado el árabe a su presencia.
—Poderosísimo rey —dijo Ahmed—, delante de ti tienes un beduino que ha
pasado la mayor parte de su vida en la soledad del desierto. Esas soledades, como
es sabido, son la mansión de los demonios y espíritus malignos que atormentan a
los pobres pastores como nosotros durante las largas veladas solitarias, entrando
en el cuerpo de nuestras ovejas y de nuestras vacas y enfureciendo algunas veces
al mismo paciente camello. Nuestro remedio contra ellos es la música y sabemos
melodías transmitidas de generación en generación, que cantamos y tocamos en
nuestros caramillos para ahuyentar los espíritus malignos. Yo he heredado este
don de mis antepasados y poseo ese talento en sumo grado. Si tu hija está bajo el
imperio de una influencia maligna de esa especie, respondo con mi cabeza que he
de curarla.
El rey, que era hombre de talento y no ignoraba que los árabes poseían
maravillosos secretos, llenóse de esperanza al oír el confiado lenguaje del príncipe
y lo condujo. en seguida a la torre, en lo alto de la cual se encontraba la
habitación de la princesa. Las ventanas se hallaban situadas sobre una terraza con
balaustrada, desde la que se descubría Toledo y sus deliciosos alrededores.
Hallábanse casi cerradas y apenas dejaban pasar la luz, pues la princesa era presa
de una devoradora, tristeza que no admitía consuelo.
Ahmed se instaló en la terraza y se puso a tocar en su flauta pastoril
ingenuas melodías árabes que había aprendido de sus servidores en El Generalife
de Granada. La princesa permaneció insensible y los doctores que estaban
presentes movieron la cabeza con una sonrisa de incredulidad y desdén. Al fin, el
príncipe, dejando su caramillo, comenzó a cantar con una sencilla tonada los
versos amorosos contenidos en la carta en que le había declarado su amor.
La princesa reconoció la canción: su corazón palpitó de alegría y levantando
la cabeza escuchó, mientras las lágrimas acudían a sus ojos y corrían por sus
mejillas. Hubiera querido pedir que el cantor fuese llevado a su presencia, pero su
pudor de doncella ataba su lengua; el rey adivinó su deseo y a su orden fue
introducido Ahmed en la habitación. Los enamorados fueron discretos,
contentándose con mirarse, pero sus miradas decían mucho; jamás fue tan
completo el triunfo de la música. Las rosas habían aparecido en las tiernas mejillas
de la princesa, recobraron sus labios su antigua frescura y sus lánguidos ojos, su
fascinante brillo.
Los médicos que se hallaban presentes mirábanse unos a otros asombrados.
El rey contemplaba al cantor árabe con una admiración mezclada de respeto.
—Prodigioso joven —exclamó—. Tú serás en adelante el primer médico de mi
corte y no quiero hacer ya uso de otros remedios que tus melodías.
Recibe ahora tu recompensa, la joya más preciada de mi tesoro.
—¡Oh, rey! —respondió Ahmed—. Yo no necesito ni la plata ni el oro ni las
piedras preciosas. Tú tienes en el tesoro una reliquia trasmitida por los
musulmanes, dueños antes de Toledo; es un cofre de madera de sándalo que
encierra un tapiz de seda, dadme ese cofre y quedaré contento. La modestia del
árabe asombró a todos los presentes, pero su sorpresa aumentó cuando una vez
traído el cofre de sándalo, se sacó de él el tapiz. Era una pieza de fina seda verde,
cubierta de caracteres hebraicos y caldeos. Los médicos de la corte miráronse,
encogiéndose de hombros, y sonrieron de la simplicidad de este novicio que se
contentaba con tan ridículos honorarios.
—Ese tapiz —dijo el príncipe— ha cubierto otras veces el trono del gran
Salomón y es digno, por tanto, de ser puesto a los pies de la belleza.
Diciendo eso extendió el tapiz en la terraza, bajo una otomana que se había
llevado allí para la princesa, sentándose él mismo a sus pies.
—¿Quién puede oponerse —dijo— a lo que está escrito en el Libro del
Destino? He aquí el cumplimiento de las predicciones de los astrólogos. Sabed, ¡oh
rey!, que tu hija y yo nos amamos en secreto desde hace mucho, tiempo.
¡Reconoce en mí al Peregrino de Amorl
Apenas hubo acabado de hablar, el tapiz se elevó en los aires, llevando al
príncipe y a la princesa. El rey y los médicos se quedaron con la boca abierta
siguiéndoles con la vista hasta que no parecían más que un punto en el seno de
una blanca nube y desaparecieron al fin en la bóveda azul del cielo.
El rey, lleno de furor, hizo venir al tesorero...
—¿Cómo has consentido que un infiel se apoderara de semejante talismán?
—¡Ay, señor! No sabíamos de lo que se trataba y no habíamos podido
descifrar las inscripciones grabadas en el cofre. Si ese tapiz es verdaderamente el
que cubría el trono del gran Salomón, posee una propiedad mágica y puede
transportar a su dueño de un lugar a otro a través del espacio.
El rey reunió a un poderoso ejército y marchó sobre Granada, en persecución
de los fugitivos. Después de una larga y penosa marcha encontróse en la Vega y
estableció allí su campo, enviando a un heraldo para reclamar a su hija. El rey de
Granada vino a su encuentro con toda su corte y reconocieron en él al cantor
árabe, pues Ahmed había heredado el trono por la muerte de su padre y la bella
Aldegunda se había convertido en sultana.
El rey se aplacó fácilmente cuando se enteró de que su hija había sido
autorizada para seguir en su religión, no porque fuese de una escrupulosa piedad,
sino porque la religión es siempre un punto de honor y de etiqueta entre los
príncipes. En lugar de sangrientas batallas, hubo una serie de fiestas y regocijos,
hasta que el monarca, muy satisfecho, volvió a Toledo, y la joven pareja continuó
reinando en la Alhambra con tanta honra como sabiduría.
Conviene agregar que el búho y el papagayo habían seguido los dos al
príncipe, a pequeñas jornadas, hasta Granada: el primero, viajando de noche y
deteniéndose en las diversas mansiones de su familia; el segundo, distinguiéndose
en las escogidas reuniones de las villas y ciudades que encontraba a su paso.
Ahmed se acordó con reconocimiento de los servicios que ambos le habían
prestado durante su peregrinación y nombró al búho su primer ministro y al
papagayo su maestro de ceremonias. No hay necesidad de decir que no hubo
jamás reino más sabiamente administrado, ni corte en que fuese mejor observada
la etiqueta.
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Leyenda del Aguador y la Herencia del Moro
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Frente al palacio de la Alhambra, en un declive que parte del camino hacia la
campiña, se habían excavado, en lejanos tiempos, grandes depósitos de agua que
daban a ese lugar el nombre de "Plaza de los Aljibes".
Al final de esa explanada se hallaba uno de los más famosos pozos árabes,
cuya profundidad permitía extraer el agua más pura y fresca de Granada.
Junto a esas cisternas, y siguiendo una antigua costumbre, se reunían
alrededor de los bancos de piedra todas las comadres, sirvientas, vagabundos y
ociosos con que contaba la ciudad. Su único pasatiempo lo constituía el
comentario e intercambio de noticias, chismes y cuentos que les traían los
aguadores.
Estos personajes, encargados de vender a los habitantes de Granada el
preciado líquido que llevaban en grandes vasijas de barro o cobre ya cargadas a
las espaldas, ya en pacientes burros, recorrían la ciudad de un extremo a otro sin
que nada pudiera escapar a sus vigilantes ojos o atentos oídos.
Entre los que se surtían en aquel pozo, había uno, muy robusto y ancho de
espaldas, pero bajo y patizambo, llamado Pedro Gil, aunque nadie lo conocía sino
por el nombre "Peregil".
Nacido en Galicia, patria de los buenos mozos de cordel, Peregil se había
iniciado en su comercio con sólo una gran vasija que llevaba a la espalda. Como
era muy ahorrativo, pronto pudo reunir lo suficiente para comprar un hermoso
pollino que cargaba con varios cántaros.
En su comercio no tenía rival. Era el aguador más solicitado. Siempre atento
y alegre, despertaba la simpatía de sus clientes. Las damas o los caballeros no
podían dejar de escapar una sonrisa ante sus vivas respuestas o graciosas
ocurrencias. Era, al decir de los habitantes, el hombre más feliz de Granada.
Pero como todo lo que reluce no es oro, si a alguien se le hubiere ocurrido
seguirle habría comprobado, con gran sorpresa, que al llegar a su hogar aquella
alegría se _transformaba en un angustioso padecer. Su numerosa prole lo recibía
con lloros y gritos de hambre y su abandonado hogar, con más miseria.
Su esposa conservaba las antiguas costumbres de soltera, gustándole más
los aplausos a su fama de bailarina de bolero, el son de las alegres castañuelas y
las conversaciones con las vecinas, que atender al cuidado de la casa y de los
hijos. Todas las ganancias del buen Peregil las gastaba en vestidos y adornos,
llegando hasta quitarle el pollino los días de fiesta, para ir a los bailes de los
pueblos vecinos.
Peregil, que amaba con delirio a sus hijos, pequeños, pero fuertes y
patizambos como él, soportaba en silencio la extraña conducta de su esposa.
Su amargura hallaba cierto desquite el día que conseguía ahorrar unos
cuantos céntimos y llevaba a sus retoños al campo, para jugar, correr o saltar,
después de una buena merienda.
Al fin de un día de calor insoportable, cerca de la medianoche, y como
todavía quedaban vecinos sentados frente a sus casas, desquitándose de las horas
de sufrimiento, decidió Peregil, pensando en sus hijos, hacer un último viaje a la
"Plaza de los Aljibes" y redondear así las ganancias del día.
Cantando y zurrando al pollino a modo de refresco y aliento, llegó a los
solitarios pozos. Disponíase a llenar los cántaros, cuando notó con cierto temor
una solitaria figura vestida a la usanza árabe sentada en uno de los bancos de
piedra.
La pálida luz de la luna daba a ella un aspecto espectral. Peregil estuvo a
punto de largar los cántaros y echar a correr, cuando aquel moro, levantando
lentamente un brazo, le hizo señas como para que se aproximara.
Sus buenos sentimientos vencieron al recelo.
—Apiádate —le dijo el árabe cuando estuvo cerca— de un hombre enfermo,
ayudándole a regresar a la ciudad. Te recompensaré doblando tus ganancias de
esta noche.
—Te socorreré, buen hombre —respondió Peregil—, no por interés al dinero,
sino porque necesitas atención a tu enfermedad. Con gran trabajo subió el moro
en el asno. Sus fuerzas estaban tan agotadas que Peregil debía caminar a su lado
sosteniéndolo para que no cayera.
—¿Dónde debo conducirte? —preguntó el aguador una vez que llegaron a la
ciudad.
—¡Ah! —dijo el moro—, no tengo ni casa ni amigos. Si puedes darme
albergue en tu casa obtendrás .generosa paga.
Peregil, compadecido del sufrimiento y estado de aquel extranjero, no dudó
un instante en acceder a su pedido, alojándolo durante esa noche en su pobre
choza.
Como siempre, sus hijos acudían a recibirle al son de clamores o lloros de
hambre, pero al ver al extraño personaje que montaba el jumento, cesaron sus
gritos y corrieron a esconderse detrás de su madre, quien a tono con su genio
empezó a gritar y gemir:
—Como si fuera poco, traer a casa tus infieles amigotes. ¿Quieres que la
Inquisición nos meta a todos en la cárcel? ¡Qué será de nuestros hijos...
—No alborotes a los vecinos —dijo su esposo—. Es cristiano no negar un
auxilio, más cuando este pobre hombre, sin nadie que lo cuide, está expuesto a
morir en el abandono.
La mujer seguía insistiendo, pero Peregil, demostrando desconocido carácter
y energía, amenazó a su esposa con razones más contundentes y ayudó al moro a
acostarse sobre una estera y una piel de oveja, en el sitia más fresco de la
humilde morada.
Pocos momentos después, el moro fue presa de gran agitación y violentos
temblores, ante los cuales nada podía hacer la escasa ciencia del repartidor de
agua.
En uno de los momentos en que su estado pareció mejorar, llamó
quedamente al generoso Peregil.
—Mi mal no tiene remedio —dijo—. La vida no tardará en abandonarme.
En reconocimiento a tu bondad sírvete aceptar este cofre.
Con gran trabajo y lentitud abrió el albornoz, y sacó de su pecho una
pequeña caja de madera de sándalo que entregó al honrado dueño de casa.
—Lo guardaré —contestó éste— con la esperanza de que cures lo antes
posible y puedas gozar de las propiedades que encierra.
Pero en ese momento las palabras que quiso pronunciar el enfermo fueron
cortadas por nuevos ataques que le produjeron la muerte, sin alcanzar a explicar
al aguatero los secretos que guardaba.
Al enterarse la mujer del triste fin del moro, casi llega a perder el juicio.
—¿Quién te manda traer desconocidos a tu casa? —gemía desesperada—.
¿Qué vas a hacer cuando encuentren a este hombre muerto en nuestro patio?
¡Nos llevarán presos por asesinos y perderemos todos nuestros bienes en manos
de la justicia!
El susto inmovilizó al buen Peregil durante un rato. Pero su entendimiento no
lo abandonó en aquel momento de peligro y le dio una idea salvadora.
—¡Por suerte no ha amanecido! —exclamó—. Tengo tiempo de sacar el
cadáver fuera de la ciudad y enterrarlo en la ribera del río Genil. Como no tenía
parientes ni amigos, ni lo vieron entrar en nuestra casa, su desaparición no será
notada.
Su mujer encontró aceptable el plan y sin perder un instante envolvieron el
cuerpo del moro en la estera en que yacía, lo cargaron sobre el asno, que condujo
el aguador al sitio elegido para darle sepultura.
Pero el buen Peregil al enunciar su proyecto había olvidado que frente a su
casa vivía Pedrillo Pedrugo, un barbero famoso en Granada, tanto por su maldad
como por su arte de enterarse de todos los secretos e intimidades de los
habitantes. Su cara alargada como la de un zorro, su cuerpo raquítico y sus
piernas de mosquito, no cesaban de husmear sobre vida y milagros.
En la ciudad se decía que sus orejas de murciélago y sus ojos de búho nunca
dormían, para oír o ver cuanto ocurría o hablaban sus vecinos.
Estas ruines cualidades hacían que su clientela, casi siempre en busca de
chismes o secretos, fuera mayor que la de otros rapabarbas.
Tan agudos eran sus sentidos, que oyó llegar a Peregil más tarde de lo
acostumbrado; luego, el cese repentino de los gritos de los hijos y los lamentos de
la mujer; presintiendo que algo raro ocurría, se asomó cautelosamente a una de
las ventanas, alcanzando a ver a Peregil en el momento en que ayudaba a un
moro a bajar del asno y lo introducía en su casa.
Aquello encendió tanto su curiosidad y le pareció tan singular, que pasó la
noche asomado a la ventana vigilando a su vecino, hasta que lo vio con un
extraño bulto atravesado en el borrico.
Pedro Pedrugo no aguardó más y, vistiéndose rápidamente, salió con gran
sigilo detrás del aguador, quien sin sospechar la vigilancia de que era objeto llegó
a la orilla del río y dio sepultura al desventurado moro.
El perverso rapabarbas se dio prisa en volver a su casa, donde, con gran
impaciencia, esperó el amanecer.
Una vez que el sol hubo alcanzado cierta altura, tomó la navaja y otros
utensilios propios de su oficio y se dirigió a la casa de la primera autoridad de la
ciudad.
El Alcalde era uno de sus diarios clientes, y después de sentarse
cómodamente, permitió que Pedrillo Pedrugo comenzara a pasarle jabón por la
barba.
A medida que iba cumpliendo su tarea comenzó a decirle:
—¡La ciudad se ha vuelto muy peligrosa! ¡Ocurren cosas sin nombre!
¡Increíbles! ¡Robo, asesinato y sepultura en pocas horas!
El asombro hizo incorporar al Alcalde en forma tan violenta, que Pedrillo no
pudo evitar que sus dedos llenos de jabón, porque en aquel entonces no se usaba
brocha, le dieran en las narices.
Resoplando y medio ahogado, pudo exclamar:
—¿Qué dices? ¿Me cuentas un sueño o una realidad?
—No es que quiera acusar a nadie —respondió el barbero, mientras limpiaba
con un paño, que hacía meses necesitaba lavarse, las municipales narices—; pero
Peregil el aguador ha hecho esas cosas en lo que va de la medianoche al
amanecer.
—¿Y cómo pudiste enterarte de todo éso?
—Ya le contaré, señor, pero no llegue a pegar otro salto porque ahora
empiezo a pasar la navaja. Y así, mientras lo afeitó, lavó y secó con el sucio¡,
lienzo, narró su vigilancia, persecución y fúnebre tarea realizada por el vecino.
El Alcalde era el hombre más perverso y avaro que vivía en la ciudad.
Administraba la ley de' acuerdo con sus intereses y siempre estaba dispuesto a
vender el fallo de la justicia al que mejor pagases.
Mientras el barbero curioso contaba lo visto, sus ojos se agrandaban
brillantes por la codicia. Aquél debía ser un crimen suculento en oro. Por eso lo
principal del caso estaba, no en detener al autor, sino en apoderarse del botín,
que agregaría nuevas riquezas a las muchas que ya tenía guardadas.
Resuelto el principal problema, llamó al alguacil de confianza, un sujeto tan
flaco como un palo y seco como un higo, que vestía de acuerdo con el cargo que
desempeñaba: un ancho sombrero con, alas vueltas hacia arriba, capilla y traje
que de negro había venido a parar en color de ratón, que destacaban su cuello
almidonado, lo único blanco que tenían su cuerpo y alma. Como distintivo de su
cargo y odiada autoridad, llevaba una vara que parecía más gruesa que su cuerpo.
De allí que los habitantes de Granada lo llamasen la "Sombra de la vara".
Alpio el representante de la autoridad desplegó todo , su celo para capturar al
presunto asesino. Obró con tanta rapidez, que no había llegado el pobre Peregil de
realizar su primer viaje a la "Plaza de los Aljibes", cuando fue detenido y llevado
ante el terrible Alcalde.
Éste, después de mirarlo en forma amenazadora, exclamó con una voz de
trueno que al tembloroso y asustado aguador le pareció que salía del infierno:
—¡Conque tú eres el asesino! ¡No pretendas negarlo! ¡Los ojos de la justicia
están en todas partes! ¡Eres carne de la horca! Pero da gracias a que has tenido la
suerte de dar con un juez piadoso que comprende que has dado muerte a un
moro, enemigo de nuestra religión. Te ayudaré por eso; pero a condición de que
me des lo que has robado y no hablaremos más de este asunto.
Peregil, que al empezar el Alcalde su retahíla, había caído de rodillas, juró y
rejuró por todos los santos que era inocente, que no había asesinado a moro
alguno, y con todo candor narró la verdad.
El Alcalde no era capaz de dejarse impresionar por juramentos o verdad
alguna, así que cortando las justificaciones del aguador, dijo:
—Por más que invoques los santos, en tus ojos leo la codicia que te impulsó a
apoderarte de las alhajas y dinero del moro.
—Castígueme Dios si le miento, señor —contestó lloroso Peregil—, no tenía
más que un pequeño cofre, que me regaló en agradecimiento a mi ayuda, y que
no sé lo que contiene…
Fresca mercadería, se llegó a la tienda de un comerciante árabe y le pidió
que leyera el misterioso pergamino.
Éste, después de acceder a su pedido, contestó sonriente:
—Lo que aquí está escrito es una poderosa fórmula mágica que permite
destruir el encantamiento que pesa sobre un valioso tesoro.
—Eso es todo —replicó con cierta amargura el aguador—, pues que se quede
como está; yo nada entiendo de magia ni de tesoros encantados.
Y sin preocuparse más por el asunto se despidió del moro dejándole el
pergamino. Después de ambular por las calles de Granada vendiendo agua, llegó
de nuevo a la "Plaza de los Aljibes" dispuesto a cargar su garrafa y hacer su último
viaje. Pero un grupo de ociosos, reunidos junto a uno de los bancos de piedra, se
deslumbraba conversando sobre leyendas de fabulosos tesoros escondidos por los
moros en las cercanías de la Alhambra.
El buen Peregil estuvo un buen rato escuchando lo que se decía. El recuerdo
del pergamino empezó a torturarlo obligándolo a pensar que bien podía haber un
tesoro escondido y fácil de encontrar, gracias a sus indicaciones.
Tan absorto iba en sus pensamientos e imaginando riquezas ocultas debajo
del Palacio, que estuvo varias veces a punto de caer y romper el cántaro que
colgaba a sus espaldas.
Aquella noche no se acordó de que existieran los lamentos de su mujer e
hijos y menos de pegar los ojos. Apenas amaneció, se llegó a la tienda del moro y
después de referirle lo ocurrido hizo la siguiente proposición:
—Gracias a sus conocimientos pude enterarme de lo que decía el pergamino;
bien podemos ir juntos al sitio que él señala y probar su poder; si él es ineficaz,
nada habremos perdido, pero si resulta verdadero, el tesoro lo dividiremos entre
los dos.
—¡Por Alá, no corráis! —contestó el moro—; para que lo escrito aquí surta
efecto, debe ser leído a medianoche a la luz de una vela especial; sin sus
cualidades la fórmula no tiene ningún valor.
—No se preocupe usted —exclamó el aguador—, la tengo y la iré a buscar en
seguida.
El moro tuvo que aguardar bien poco el retorno de Peregil. Apenas éste le
entregó el trozo de vela que guardaba el cofre de sándalo, lo observó
cuidadosamente y después de tomar su olor dijo:
—Exóticas esencias y mágicos ingredientes entran en su composición; es sin
duda la vela que describe el pergamino. Su luz permitirá abrir las cavernas más
secretas, los muros más gruesos, las puertas y las rejas de acero más resistentes,
pero infeliz el que se halle en la cámara del tesoro si ella llega a apagarse; sufrirá
un eterno hechizo.
Como la impaciencia consumía al aguatero y la curiosidad y el interés al
moro, fácil les fue ponerse de acuerdo para comprobar esa misma noche lo que
aseveraba el pergamino.
Así que, después de un día que pareció el más largo de su vida y a una hora
bastante avanzada, provistos de un farol, subieron por la cuesta que llevaba a la
Alhambra hasta llegar a la Torre de los Siete Suelos, lugar señalado por el
documento como depósito del tesoro.
El lugar, rodeado de espesa arboleda y cruzado por murciélagos y lechuzas,
era famoso por las leyendas que originaba.
Para darse ánimo cambiaron unas pocas palabras y alumbrándose con el farol
cruzaron las ruinas del edificio hasta llegar a la entrada de un pasadizo, cuya boca
asomaba en los cimientos de la torre. De acuerdo con las indicaciones del
documento, debieron pasar por tres cuevas que se comunicaban por largas
escaleras; al llegar a la cuarta, un piso de gruesas losas impedía el pasaje a las
siguientes cuevas.
Medio muertos de miedo se detuvieron hasta que oyeron dar en un
campanario el toque de medianoche. Inmediatamente encendieron el trozo de vela
y el moro leyó rápidamente el pergamino.
Al sonar su última palabra, violentos ruidos subterráneos sacudieron sus
oídos. La tierra tembló y las losas se abrieron mostrando una escalera de piedra.
Venciendo su temor y animándose uno a otro descendieron por ella hasta
llegar a una sala cuyas paredes estaban cubiertas con símbolos misteriosos. En el
centro del aposento se hallaba un enorme cofre asegurado por siete barras de
acero, custodiado a cada lado por moros armados, de punta en blanco, pero
convertidos en estatuas por algún hechizo.
Contra las paredes veíanse grandes recipientes llenos de piedras preciosas,
joyas y monedas de oro. El aguador y el comerciante se precipitaron sobre ellos,
hundiendo los brazos y sacando todo lo que podían guardar sus bolsillos, pero tal
era la impresión que les causaba la inmovilidad y el rostro de los moros
guardianes del cofre, que, contagiados por un terror indescriptible, abandonaron
la sala y corrieron escaleras arriba hasta llegar a la cueva en que habían dejado la
vela, cuya llama, sacudida por la agitación de los recién llegados, se apagó al
tiempo que nuevos ruidos se dejaban oír y las losas del suelo se unían con gran
violencia.
El pánico que los sacudió fue tal, que, sin saber cómo, subieron las escaleras,
atravesaron las cuevas, los escombros y los árboles, hasta llegar a contemplar la
pálida luz de las estrellas al borde del camino que iba a Granada.
Dejándose caer sobre la mullida hierba descansaron largo rato; luego, más
animados, resolvieron repartirse las riquezas que habían obtenido y volver alguna
otra noche por el resto. En prueba de mutua seguridad y confianza, uno se quedó
con el pergamino y otro con el trozo de vela, que pese a todo no olvidaron de
recoger. Hecho esto emprendieron el regreso no sin antes decirle el moro a
Peregil:
—Perdonadme, amigo, si os doy un consejo: que guardéis el mayor secreto
hasta que saquemos todo el tesoro y lo pongamos en sitio seguro. Si algo de eso
llega a oídos del Alcalde, bien podemos despedirnos de todo.
—Lo que usted dice es una gran verdad —contestó el aguador—, trataré de
no decir una palabra.
—Estoy seguro de su discreción —replicó el moro—, mas dudo de su mujer.
—Ella no sabrá nada —aseguró Peregil con gran energía.
—Confío en su promesa y en su silencio —terminó diciendo su acompañante
antes de despedirse.
La resolución del buen aguador era terminante, pero no contaba con la
dificultad que tiene un marido en ocultarle un secreto a la esposa. Al regreso a su
casa encontró a su mujer llorando sobre la piel de oveja.
—Ahí llega el perdido de mi marido —exclamó apenas lo vio—. ¡A qué me
trae otro protegido que nos lleve más a la miseria y al hambre!
Aumentando sus gritos y arañándose el pecho agregaba:
—¡Más desgracias nos esperan...! ¿Qué va a ser de mí y de nuestros hijos?
¡Los escasos bienes saqueados por jueces y alguaciles, mientras que el haragán
de su padre anda de juerga con moros infieles! ¡Sólo queda largarnos por las
calles a mendigar un pedazo de pan!
Fueron tan dramáticos los gestos y las palabras de su casquivana mujer, que
Peregil, llorando y sin poder contenerse, sacó de su bolsillo unas monedas de oro
y las puso en las faldas de la amargada esposa. Sentir el suave tintineo del oro y
desaparecer las lágrimas como por encanto, fue todo uno. Su asombro llegó a un
punto tal, que el aguador, asustado por el tamaño que alcanzaban sus ojos y para
evitar nuevos reproches, haciendo graciosas cabriolas, sacó una hermosa cadena
de oro y se la colgó sobre el pecho.
—¿Qué has hecho, Peregil? —exclamó asustada—, ya sospechaba que no
andabas en buenas compañías. con toda seguridad que esto es producto de algún
robo o asesinato.
Y la pobre mujer, lanzando cortos chillidos, empezó a ver a su marido
colgado de la horca. Tal fue el cuadro que imaginó su mente, que presa de un
fuerte ataque de nervios, cayó desvanecida.
No bien repuesta, al aguador no le quedó más remedio, después de hacerle
jurar y rejurar guardar profundo secreto, que contarle la historia que lo había
puesto en camino de la buena suerte. Después que su mujer lo hubo abrazado
llena de alegría, dijo:
—¿Qué me dices ahora del resultado de las buenas acciones y la herencia que
ellas me trajeron?
Y sin más hablar se tendió a dormir mientras su esposa se pasaba la noche
contando las doradas monedas, probándose collares y joyas y ansiando el día que
pudiera lucirlas a la vista de todos.
A la mañana siguiente, el aguador tomó una de las monedas y fue a venderla
a un joyero del mercado, diciendo que la había encontrado entre las ruinas de la
Alhambra. El comerciante, después de cerciorarse de que era de oro purísimo, se
la compró por la tercera parte de su valor.
No reparó en ello el buen Peregil, que sin demora, empleó casi todo el dinero
en comprar ropas y juguetes a sus hijos, provisiones y dulces para una opípara
comida, pasando el resto del día jugando y saltando con los pequeñuelos.
Su mujer no aguantó mucho tiempo el saberse rica. Empezó por adoptar un
aire misterioso y altanero, dándose importancia con sus vecinas, a las que hablaba
sobre proyectos que iba a realizar o vestidos que había encargado. Esto motivó
que la creyeran falta de juicio y fuera el motivo de diversión de sus amigas.
Si bien no decía más, al llegar a su casa empezaba a ponerse sobre sus
harapos los collares de perlas, brazaletes y joyas, para tener el gusto de mirarse y
remirarse en un pedazo de espejo que colgaba de la pared.
Como aquello no le fue suficiente, su vanidad la llevó a asomarse a la
ventana para ver el efecto que causaban tan deslumbrantes adornos. Pero la
pobre no se acordó, en ese instante, que frente a su casa vivía Pedrillo Pedrugo,
que en esos momentos, sin clientes que atender, espiaba la calle. Los destellos de
los brillantes hirieron sus ojos. Asombrado, acercóse a la ventanilla y con la mayor
sorpresa reconoció a la mujer del aguador, alhajada con tanta riqueza como una
princesa oriental.
Después de registrar en su mente una lista de los adornos, corrió a toda
velocidad a la casa del Alcalde, contándole, una vez pasada su agitación, lo que
había visto.
Unos instantes después el alguacil "Sombra de la vara" era comisionado para
prender al aguador, que fue conducido ante el juez al caer la tarde.
—¡Pedazo de bellaco —vociferó el Alcalde—, has de pagar caro tu engaño
¿Conque el infiel que murió en tu casa no te dejó nada más que un cofre vacío? ¡Y
ahora tu mujer luce más brillantes que una reina! ¡Miserable! ¡O me das todo lo
que tienes o te mandaré a bailar en la horca.
El atribulado Peregil creyó llegada su última hora y cayendo de rodillas contó
cómo había obtenido sus tesoros. El perverso Alcalde, el taimado alguacil y el
rapabarbas soplón escucharon con gran asombro la fantástica historia.
Una vez repuesto de la impresión, el juez ordenó a "Sombra de la vara" que
detuviera en seguida al acompañante del aguador.
Aturdido por el temor de verse aprisionado por las mallas de tan codiciosa
red judicial, el moro no atinó en un principio a imaginar lo sucedido. Pero llegar, y
ver al lloroso Peregil, fue comprenderlo todo. Con rabia y desprecio murmuró al
pasar a su lado:
—¡Aturdido borrico! ¿No te dije cuán imprudente era confiar en tu mujer?
Interrogado por el Alcalde, sus palabras no hicieron sino repetir la historia
contada por el aguador, pero el astuto avaro manifestó que no creía en ella y que
debía mandarlos a la cárcel e iniciar una severa investigación.
—Me parece que el señor juez no alcanza a comprender —respondió el no
menos ladino moro que en esa forma no obtendrá ningún beneficio.
Pocos somos en verdad los que conocemos el secreto y en la cámara
subterránea quedan tesoros como para enriquecernos varias veces. Bien puede
usted darnos la seguridad de que nos lo repartiremos por igual. De lo contrario no
diré una sola palabra por más tormento que me apliquen y se perderá el tesoro.
El Alcalde pensó un instante; luego conferenció en voz baja con el taimado
alguacil, quien le dictó el siguiente consejo:
—No vacile en darle toda clase de seguridades, pues una vez en poder del
tesoro, fácil será deshacerse de ellos amenazándolos con la hoguera por infieles y
hechiceros.
Después de simular que meditaba una resolución, contestó:
—Es demasiado fantástica la historia que me relatan. Para convencerme de
ella debo presenciar ese conjuro esta misma noche. De ser real nos repartiremos
el tesoro como buenos amigos, pero si me engañan, no obtendrán clemencia.
Mientras tanto permaneceréis detenidos.
Estas palabras, que produjeron gran satisfacción a Peregil, fueron acogidas
con cierta reserva por el moro.
Antes de darse la medianoche el Alcalde, el alguacil y el rapabarbas, armados
hasta los dientes, llevando a sus prisioneros y al borrico, partieron rumbo al lugar
en que se encontraba el tesoro.
Su camino fue silencioso v. acompañados por la buena suerte de no ser
vistos, llegaron a la imponente Torre. Después de atar al asno en un árbol
comenzaron a descender las escaleras hasta llegar a la cueva con el piso de losas.
Peregil encendió el trozo de vela y el moro empezó a leer el pergamino. De
nuevo se sintieron fuertes ruidos, tembló la tierra y con gran estruendo se
separaron las losas del piso dejando ver la estrecha escalera. Tal temor entró al
Alcalde, al mísero alguacil y al curioso barbero, que no se atrevieron a moverse de
donde se hallaban.
Bajaron el aguador y el moro, y sin dejarse intimidar por el fiero aspecto de
los que guardaban el cofre, tomaron dos de los jarrones de mayor tamaño,
repletos de joyas y monedas de oro, que Peregil llevó con gran trabajo y esfuerzo
hasta el borrico, manifestando que era cuanto podía cargar el animal.
—Sí —apoyó el moro—, es por ahora lo suficiente como para hacernos varias
veces ricos.
—¿Cómo por ahora? ¿Acaso queda más aún? —preguntó el Alcalde.
—¿Que si hay? —contestó el árabe—. Queda lo que más vale, un cofre de
gran tamaño lleno de piedras preciosas.
—¡Pues hay que subirlo sin más tardanza! —exclamó fuera de sí el avaro
Alcalde.
—Hágalo si es su deseo, pero no cuente con mi. ayuda —respondió el moro—
. Creo que ya hemos sacado bastante.
—A mí también me parece —agregó Peregil—, porque mi pobre borrico no
podrá llevar más carga.
En vano amenazó e imploró el Alcalde, pero viendo que no vencía sus firmes
propósitos, dijo al alguacil y al barbero:
—Subiremos nosotros el cofre y nos repartiremos su contenido.
Y acompañado no de muy buena gana por sus secuaces, comenzó a
descender por la escalera.
El moro, que los observaba con atención, no bien vio que llegaban a la
cámara del tesoro, apagó la vela. Terroríficos ruidos se dejaron oír y las losas
volvieron a unirse con fuerte choque, sepultando a los tres perversos carceleros.
El moro y Peregil no pararon hasta llegar donde pacía el cargado borrico.
—¿Qué habéis hecho...? —gimió Peregil una vez que el susto lo dejó articular
palabra.
—Nada que no sea la voluntad de Alá —respondió el moro—. Con los
traidores se ha enterrado la avaricia y la maldad. Estaba escrito en el libro del
destino. Así quedarán hasta que alguien conozca el secreto y deshaga el poderoso
hechizo, cosa que creo un poco difícil —y sin decir más, arrojó el trozo de vela en
medio del bosque.
Como nada podía hacer, Peregil se resignó a seguir a su fiero compañero de
regreso a la ciudad. Durante el camino el buen aguador no pudo menos que
abrazar repetidas veces a su noble borrico, por lo que el moro llegó a pensar que
más alegría le proporcionaba tener el animal que el tesoro.
El reparto de las riquezas obtenidas no originó ninguna diferencia. El moro,
que tenía debilidad por las piedras preciosas, entregó a Peregil casi todos los
objetos de oro, que, en su conjunto alcanzaban mayor valor.
No olvidaron la anterior lección. Así que en cuanto les fue posible volvió el
moro al África, mientras que el aguador resolvió trasladarse con su familia y
pollino al reino de Portugal.
Los consejos de su ambiciosa mujer le fueron en esos momentos de mucha
utilidad. Con el tiempo llegó a ser un importante personaje que llevaba espada al
cinto y ocultaba las torcidas piernas tras ricos justillos.
Su esposa, cargada de joyas y extravagantes vestidos, se entretenía en velar
por los hijos, que, no por ricos, dejaban de ser tan robustos y patizambos como el
padre, que olvidando el antiguo nombre comercial de Peregil, llevaba el muy
pomposo de don Pedro Gil.
Nadie extrañó en Granada a los tres personajes. Encantados en la Cámara
subterránea, esperarán, quién sabe por cuántos siglos, que les den libertad y
vuelvan a abundar en España soplones barberos, malvados alguaciles y avaros
Alcaldes.
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Leyenda de la rosa de la Alhambra
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La hermosa ciudad de Granada fue durante mucho tiempo la residencia
predilecta de los reyes de España. Pero una serie de terremotos que asoló la
región y sacudió por entero el antiguo palacio morisco, atemorizó en tal forma a
los reales personajes, que abandonaron precipitadamente tan peligroso lugar.
La Alhambra permaneció durante largos años en completo abandono. Los
aposentos perdieron su brillo y los jardines su esplendor. La Torre de las Infantas,
morada de las tres famosas princesas Zayda, Zorayda y Zorahayda, no escapaba
al general descuido y se había convertido en el refugio de arañas, murciélagos y
lechuzas.
Contribuía en mucho el hacerla inhabitable la antigua creencia de que la
sombra de la bella Zorahayda, que había muerto en aquella Torre, solía verse, a la
luz de la luna, reclinada en la fuente del saloncito o derramando amargas lágrimas
junto a uno de los ventanales, mientras se oían dulces notas de un laúd.
Como el tiempo borra los malos recuerdos, un buen día se les ocurrió a los
reyes de España volver a Granada.
Un ejército de obreros invadió la Alhambra, que al cabo de poco tiempo lucía
en todo su esplendor. Redobles de tambores y sones de trompetas aturdieron a
los apacibles habitantes de la montaña. Ondear de banderas y pendones,
cegadores brillos de armas y joyas, deslumbraron a los habitantes de la ciudad,
que con vivas y flores recibían a sus soberanos Felipe V y su bella consorte Isabel,
princesa de Parma.
Los aposentos y cámaras del Palacio de la Alhambra volvieron a vivir la
agitación y el bullicio que reina en una corte. El ir y venir de agraciadas damas de
honor, las galantes frases de los caballeros y las travesuras y carreras de ligeros
pajecillos, alternaban con alegres piezas musicales y divertidas canciones.
Entre los muchos personajes que formaban la real comitiva se contaba un
paje llamado Ruiz de Alarcón, descendiente de ilustre y noble familia. Era el
favorito de la reina y eso significaba que su físico e ingenio debían estar de
acuerdo con la gracia y belleza que rodeaba a la hermosa y exigente Isabel.
Se encontraba una mañana en los bosques cercanos al Palacio adiestrando el
halcón favorito de la reina, cuando éste, después de volar a gran altura, se
precipitó sobre un pájaro posado en las ramas de un árbol. La avecilla consiguió
eludir el ataque, lo que hizo que el halcón pusiera mayor empeño en cobrar su
presa, y sin hacer caso a las llamadas del paje, empezó a perseguirlo hasta que,
cansado, se posó sobre la muralla de la Torre de las Infantas, situada en un
barranco algo lejano de la Alhambra. Con gran trabajo llegó el joven a los muros
de la Torre, pero como ellos no presentaban ninguna abertura y su elevación hacia
difícil el escalamiento, resolvió rodearlo para dar con la entrada.
Ella se abría frente a un pequeño jardín cercado por cañas y enredaderas.
Debió pasar un portillo y cruzar canteros llenos de rosales y fragantes flores para
llegar a la puerta, cerrada en esos momentos. Intentó abrirla, después de llamar
repetidas veces. Pero solamente el silencio contestaba a sus tentativas. Tras breve
espera, se resolvió a mirar por un pequeño agujero que presentaba la puerta. Su
asombro no tuvo límites al observar que ella daba a un primoroso saloncito
morisco, cuyas paredes tenían delicados adornos que hacían juego con las
columnas de una hermosa fuente de alabastro rodeada de flores sobre la que se
apoyaba una guitarra ricamente adornada. En una de las esquinas colgaba una
jaula cuyo ocupante era un pájaro de raros colores y deliciosos trinos. En un sillón
y sin importarle el canto del ave, dormía plácidamente, entre delicadas labores
femeninas, un magnífico gato persa.
Este cuadro le causó cierta intranquilidad por cuanto le habían asegurado que
aquella Torre estaba deshabitada. Por un momento creyó haber descubierto un
aposento encantado y alguna princesa hechizada bajo el aspecto de aquel gato
persa.
Esta idea lo resolvió a llamar en forma más suave y examinar las ventanas en
busca de un ser humano. Nueva confusión trajo a su mente el rostro de una
bellísima joven, que se dejó ver por unos instantes.
Tras prudente espera, y convencido de que sufría alucinaciones o de que allí
había algún misterio o una dama en peligro, insistió en sus propósitos, los que
obtuvieron por recompensa el presentársele aquella visión, esta vez convertida en
una real y maravillosa beldad de quince años.
Ruiz de Alarcón, venciendo el hechizo de su belleza, la saludó haciendo una
cortés reverencia, al tiempo que decía:
—Más que hermosa princesa, perdón os pido por mi molestia, pero necesito
de vuestro permiso para recoger un halcón posado en lo alto de esta Torre.
—Lamento, señor, no poder complaceros —contestó la dulcísima voz de la
joven— porque mi tía no me permite abrir la puerta a desconocidos.
—No me consideréis impertinente, pero es el caso que esa ave es la favorita
de la reina y no puedo dejar de rescatarla.
—¿Sois entonces un caballero al servicio de su majestad?
—Ese es mi cargo, encantadora princesa, pero muchos males me aguardan si
no regreso con ese malvado halcón.
—Pues entonces lo lamento mucho. Mi tía me ha advertido que jamás deje
entrar a los caballeros de la Corte.
—Pero considerad, gentil señorita, que entre ellos hay malos y buenos y que
el que os habla es un inocente paje, que caerá en desgracia si le negáis este
pequeño favor.
La joven, que por hermosa no dejaba de tener delicados sentimientos,
consideró que era verdaderamente penoso que aquel gentil paje resultara
perjudicado, sobre todo porque no se parecía por su físico y humildes súplicas a
los terribles y malvados caballeros de la Corte, que, según su tía, eran tan
peligrosos para las incautas jóvenes.
Viendo que la niña se manifestaba indecisa, el paje renovó sus pedidos con
tanta elocuencia, que la tímida y ruborosa joven terminó por abrir la puerta.
Si a Ruiz de Alarcón la guardiana de la Torre le pareció muy hermosa, sus
sentidos se deslumbraron al apreciar toda la belleza y la gracia que derramaba
aquella aparición celestial, que convertía en mustias y pálidas a todas las flores de
Granada.
Venciendo su turbación, subió a buscar al desobediente pajarraco. Al bajar
encontró a la joven sentada cerca de la fuente y entretenida en tejer un delicado
encaje, pero al levantar la vista un ovillo de hilo se deslizó sobre el suelo.
Apresuróse el paje a recogerlo y doblando la rodilla se lo ofreció como si fuera una
reina, y como a tal le besó la mano cuando ella intentó tomarlo.
A su exclamación de enojo quiso el joven responder con varias de las
galanterías que se acostumbraban en la Corte, pero fue presa de una gran
timidez. Las palabras morían en sus labios sin poder pronunciarlas, y lo poco que
alcanzó a decir eran sonidos inarticulados que contribuían a confundirlo más aún.
Aunque inocente y candorosa, la niña alcanzó a comprender las razones que
perturbaban al paje y su enojo cedió ante la alegría de tener rendido a sus pies a
tan apuesto servidor de la reina.
Cuando el joven empezaba a recobrar la serenidad, una lejana voz hizo
sobresaltar a la guardiana de la Torre.
—Es mi tía que regresa —exclamó temerosa—. Marchaos, señor,
inmediatamente, que me ponéis en grave compromiso.
—No me moveré de aquí —contestó Ruiz de Alarcón—, hasta tanto no me
entreguéis como recuerdo esa rosa que adorna vuestros cabellos.
Con gran rapidez la niña desprendió la flor de sus trenzas y el paje,
poniéndola sobre su corazón, desapareció detrás de los arbustos que adornaban el
jardín.
Entrar la precavida tía Fredegunda a la Torre y darse cuenta de que allí había
ocurrido algo anormal fue todo uno.
—¿Qué es lo que ha pasado? —preguntó con su chillona voz.
—Nada que pueda decirse grave, querida tía —contestó la joven, sofocada
por la emoción—. Un halcón que perseguía su presa llegó hasta aquí.
—¡Jesús, María! ¡Qué barbaridad! ¡Ya ni nuestro pájaro está a resguardo de
ese voraz halcón! ¡Ay, Dios mío! Ten cuidado de cerrar bien la puerta.
Diciendo esto la buena anciana, después de poner orden en el aposento,
dedicó largo rato a aconsejar a su sobrina contra las acechanzas y galanterías de
Inahallernc de la Cnrre
Aunque jamás había sufrido ningún desengaño, porque nunca había contado
con facciones agradables, no por eso dejaba de trasmitir a la joven cuanto conocía
sobre los peligros que acechan a las jóvenes.
Su hermosa sobrina Jacinta, que hasta hacía poco tiempo había estado
completando su educación en un convento, era huérfana, siendo su padre un
valiente oficial muerto en el campo de batalla. Su tía la guardaba y vigilaba con
gran celo, pero su belleza y dulzura no habían pasado inadvertidas para los
habitantes de la ciudad, quienes con gran admiración la llamaban la "Rosa de la
Alhambra".
Pronto se cansó de Granada el rey Felipe V, y decidió dirigirse hacia otra
ciudad. Al enterarse la vigilante tía de la partida de los soberanos, no dejó de
observar atentamente el paso de los caballeros que constituían el séquito real.
Cuando el último de ellos hubo desaparecido a su vista, emprendió el regreso muy
satisfecha porque su sobrina ya no corría peligro alguno. Pero al acercarse a su
vivienda quedó muda por el asombro. Un hermoso caballo árabe se revolvía
inquieto frente al portillo del jardín, mientras que entre las flores un apuesto joven
se arrodillaba ante su sobrina.
Al acercarse, el potro dio un relincho de aviso y el paje, sin esperar más,
besó la mano de la niña y saltando la cerca montó a caballo, desapareciendo en
un instante.
Jacinta, afligida por la partida del joven, sin importarle lo que podía pensar y
decir la vigilante Fredegunda, se arrojó a sus brazos derramando abundantes
lágrimas.
—¡Ay, tía! —gemía entre sollozos—. ¡Se ha ido! ¡Se ha alejado de mí y nunca
más lo veré¡
—¿Pero a quién le ha sucedido eso? ¿Qué malas noticias trajo ese joven que
se arrodillaba ante ti?
—¡Es él, tía, por quien lloro! ¡Es un paje de la reina que se despedía de mí!
—¡Un caballero de esa laya! —exclamó fuera de sí la inmaculada tía—. ¿Cómo
has conocido tú a ese personaje?
—El día en que el halcón de la reina se posó en la Torre, él era el encargado
de cuidarlo.
—¡Ay, niña de mi alma! ¡No existe ave de rapiña peor que esos alocados
pajes, que se divierten en cazar tan candorosas avecillas como eres tú!
Con gran enojo cerró la puerta de la Torre con toda clase de trancas para que
nada volviera a perturbar a su hermosa sobrina.
Bajo extrema vigilancia pasó la niña verano e invierno sin tener noticias del
apuesto paje. Al llegar la primavera y cuando todo era vida y esplendor, la bella
Jacinta empezó a perder colores mientras honda tristeza le hacía olvidar sus
agujas, enmudecer su dulce voz como también las melodías que tañían las
cuerdas de la guitarra.
Sus ojos ya no brillaban como las estrellas, el llanto los enrojecía casi a
diario.
La rígida Fredegunda creía aliviar sus penas diciéndole a menudo:
—¡Ay, candorosa sobrina! ¡Mira si no das razón a mis palabras! ¿No te advertí
repetidas veces de lo inconstantes y frívolos que son los caballeros de la Corte?
Por otra parte, ¿qué puedes esperar, tú, una pobre huérfana, de un joven de
noble familia? Aunque quisiera casarse contigo, estoy bien segura de que sus
padres se lo impedirían. Déjate, pues, de llorar y no te aflijas por cosas
imposibles.
Estas palabras no hacían sino aumentar el desconsuelo de Jacinta, que para
evitar las recriminaciones de su tía, trataba de aislarse lo más posible.
Una calurosa noche —su tía hacía tiempo se hallaba entregada al sueño—
permanecía en el salón de la Torre evocando junto a la fuente aquella feliz
mañana en que el apuesto paje había solicitado su ayuda, cuando al recordar cuán
pronto la había olvidado, sus ojos se llenaron de lágrimas que corriendo por las
mejillas cayeron en la taza de la fuente. El agua, quieta hasta entonces, empezó a
agitarse y formar burbujas que fueron creciendo y se convirtieron en una bella
joven, vestida como una princesa árabe.
La aparición impresionó en tal forma a Jacinta, que olvidando sus penas huyó
del salón. Después de agitada noche y ya al amanecer, despertó a su tía para
contarle lo que le había ocurrido.
Mas la austera Fredegunda lo creyó un delirio o un sueño de su atribulada
cabecita.
—Con toda seguridad —dijo a modo de conformarla— que habías estado
recordando la vieja leyenda de las tres princesas moras.
—¿Qué leyenda es esa que no recuerdo, querida tía?
—Pero me parece que te la he contado hace mucho tiempo. Se refiere a las
tres hijas del entonces rey de Granada, Zayda, Zorayda, y Zorahayda, que
permanecieron guardadas en esta Torre por orden de su padre, hasta que para
poner fin a su cautiverio resolvieron escapar y casarse con tres valientes
caballeros cristianos, pero a último momento la menor de ellas se dejó vencer por
el temor, negándose a dejar esta Torre, en la que había de morir poco tiempo
después.
—Recuerdo ahora que conocía esta leyenda y que he acompañado con
lágrimas las desdichas de Zorahayda.
—No me extraña que ello ocurriera, por cuanto quien la pretendía era uno de
tus antepasados, que después de largo tiempo y cicatrizado su corazón, se casó
con una noble dama de la Corte.
—Es otra alma que sufre tanto como yo —pensó para sí la joven—, y no he
de temerle. Esperaré esta noche, por si nuevamente llega a aparecer.
Siguiendo su pensamiento, apenas se durmió la vigilante Fredegunda y en la
Torre reinó completo silencio, se levantó y bajó al saloncito que adornaba la
fuente morisca. El lejano campanario de una iglesia anunciaba la medianoche,
cuando la superficie del agua empezó a agitarse y a formar burbujas, surgiendo la
bella princesa, cuyos vestidos lucían valiosas joyas, llevando en sus delicadas y
pequeñas manos un precioso laúd.
La joven estuvo a punto de abandonar sus propósitos, y huir, pero la triste
voz v el sufrimiento que reflejaban sus bellas facciones la detuvieron.
—¿Cuáles son tus penas, hermosa criatura —dijo con tono cariñoso— para
alterar con lágrimas la quietud de la fuente? ¿Qué pesar amarga tu corazón para
interrumpir la tranquilidad de la sala con lamentos y suspiros?
—Lloro la ausencia de un doncel que en ¡vano prometió tenerme en su
memoria.
—No te aflijas, niña mía, porque penas mayores hay en el mundo y las tuyas
se resolverán con felicidad. Ten presente mis desdichas. Soy una princesa mora a
quien un caballero, tu antecesor, me cortejó y fue correspondido al punto de
convenir casarnos y convertirme a su religión, pero en el instante de cumplir
nuestros propósitos, me faltó valor, y como si ello fuese un castigo, se apoderó de
mi espíritu un hechizo que sólo tú puedes romper, si nada en ti se opone a ello.
—Por el contrario —respondió muy emocionada Jacinta—, haré cuanto pueda
por libraros de él.
—Gracias, niña mía, aproxímate sin miedo y bautízame con el agua de la
fuente según manda tu religión; sólo así descansará mi alma.
Temblorosa acercóse Jacinta a la fuente y, después de sumergir su pequeña
mano en el agua, cumplió con aquel singular pedido. La princesa, al término de la
ceremonia, sonriente de felicidad, se desvaneció en finísimas gotas de rocío,
mientras que el laúd de plata se depositaba a los pies de la niña.
Poco tardó en abandonar el aposento y refugiarse en el lecho. Apenas concilió
el sueño. Los primeros rayos del sol la sorprendieron pensando si lo sucedido era
una realidad o fantasía.
Sin poder contener la curiosidad, bajó al saloncito. La emoción casi la
desvanece al ver el laúd de plata en el mismo lugar que había quedado la noche
anterior. Corrió entonces a despertar a su tía contándole con voz entrecortada por
la agitación lo sucedido y la existencia del magnífico instrumento.
Después de vestirse, bajó Fredegunda al salón, y su frío corazón se
enterneció cuando su sobrina, pulsando el laúd, arrancó de sus cuerdas una
melodía tan prodigiosa como cautivadora.
Jacinta encontró en la música felices momentos que le hacían olvidar las
penas de su corazón. Pero sin darse cuenta, las maravillosas notas del laúd
detenían a cuanta persona se aproximaba a la Torre.
Las propiedades de aquella extraordinaria música no tardaron en conocerse y
hacer famosa a su ejecutante.
Los nobles más distinguidos rivalizaban en invitar a aquella virtuosa joven,
porque sus ejecuciones eran un poderoso imán, sin el cual no había fiesta posible.
Su celebridad corrió por España entera y en todas las ciudades se elogiaba a
la renombrada artista, cuya música exaltaba los sentidos.
Jacinta no se daba tiempo en atender tanta invitación y agasajos, y la
vigilante Fredegunda, cada vez más alerta y desconfiada, debía sostener
verdaderas batallas para contener a los admiradores de su maravillosa sobrina.
Mientras esto ocurría, el rey Felipe V fue presa de una rara enfermedad
mental que, después de pasar por diversas alternativas, hizo crisis en la manía de
creerse muerto, y que como tal, ordenó debían darle sepultura.
Grave conflicto causó a la reina y a los ministros tan raro capricho. No podían
desobedecer la real orden ni tampoco cumplirla, pues el enterrarlo vivo hubiera
sido castigado por el delito de regicidio.
Preocupados por tan complicado problema, los personajes de la Corte
buscaban toda clase de soluciones, cuando llegaron a sus oídos las maravillosas
virtudes de una joven tañedora de laúd. Al punto se destacaron emisarios en su
busca, y, pocos días después, la joven llegó al palacio vestida al estilo andaluz y
con su laúd de plata, en momentos que Isabel se paseaba en compañía de sus
damas de honor por los hermosos jardines.
Sorprendida quedó la reina al ver tan noble belleza y timidez en la joven que
enloquecía de admiración a España, y que con tanto acierto llamaban la "Rosa de
la Alhambra".
Su tía Fredegunda no tardó en informar a la soberana de su historia y
antepasados, aumentando el interés de la reina al enterarse de que descendía de
muy noble familia y de que su padre había dado la vida en defensa de sus reyes.
—Espero —dijo Isabel— que tu llegada a la Corte confirme tus excelentes
dotes como ejecutante de tan precioso instrumento. Pero, si eres capaz de aliviar
el mal que aqueja a tu rey, gozarás de mi protección y muchos serán los honores
y riquezas que te aguardan.
Ansiosa de probar las virtudes de tan eximia artista, guió a la joven a través
del palacio hasta llegar a una tétrica aunque imponente sala, cubierta con negras
colgaduras. Largos velones iluminaban un suntuoso catafalco, desde donde
asomaba la nariz del monarca, que, con las manos cruzadas sobre el pecho,
esperaba que le dieran sepultura.
Entró la reina, haciendo señas de guardar silencio a los enlutados y tristes
caballeros que rodeaban a su esposo, y señalando un pequeño asiento, indicó a la
hermosa Jacinta que podía comenzar.
La emoción hizo en un principio vacilar sus delicados dedos, pero a medida
que iba tocando, su entusiasmo crecía y con ello mejoraba la forma de ejecutar,
que alcanzó a una perfección tal, que los presentes se sintieron transportados al
reino de la música. Después de tocar algunas melodías que el maniático rey creyó
sin duda provenían de los ángeles, la eximia artista empezó a cantar al compás
del laúd un famoso romance que exaltaba las glorias de la Alhambra y los heroicos
hechos de armas de los guerreros moros. Como la canción se asociaba al recuerdo
del apuesto paje, fue tal el sentimiento que puso al entonarla, que el rey
incorporóse en el catafalco para luego arrojarse al suelo y ordenar con viva
impaciencia que se le trajera su espada y su escudo.
Al punto aquella orden fue coreada por vivas y gritos de alegría, las ventanas
fueron abiertas y el sol entró raudo.
Pasado este primer momento, todos se volvieron a la excelsa artista, que
había abandonado su asiento y presa de una intensa palidez, mientras el laúd se
deslizaba hasta el suelo, iba a caer desvanecida, si en el mismo momento no la
hubiesen recogido los brazos del apuesto Ruiz de Alarcón.
Repuesta la hermosa Jacinta de su emoción, no se negó a escuchar las
justificaciones que de su inexplicable silencio le ofrecía el joven. Como era de
imaginar, apenas confesó a su padre su afecto por la joven, éste le prohibió en
absoluto toda relación que no estuviera de acuerdo con su alcurnia y nobleza.
Pero pronto la reina venció los escrúpulos de tan rígido padre, que al conocer
la gracia y belleza de su futura hija y las mercedes y favores que le otorgaban en
la Corte, consintió, sin más vacilar, no tardando mucho tiempo en celebrarse con
gran pompa las bodas de la hermosa "Rosa de la Alhambra" con el gentil caballero
Ruiz de Alarcón.
En su felicidad, olvidaron el mágico laúd, que al cabo de un tiempo fue
robado por un envidioso artista italiano traído a la Corte, antes de la maravillosa
cura del rey. A su muerte sus ignorantes parientes hicieron fundir el preciado
metal, mientras que sus cuerdas fueron aprovechadas en un viejo violín de
Cremona, cuyas mágicas notas dieron merecida fama al gran Paganini.
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Leyenda del Gobernador y el Notario
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Entre las autoridades que gobernaron la Alhambra, se destacó, hace
muchísimos años, un viejo y valiente militar que, habiendo perdido un brazo en
una célebre batalla, era conocido por el nombre de "El gobernador manco".
Ufano de su gloria y coraje, irritable y severo en sus actos, resultaba
imponente con los largos y erguidos mostachos que casi le llegaban a los ojos,
altas botas y larguísima espada.
Aplicaba con toda exactitud los reglamentos y ordenanzas que establecían a
la Alham Ira como fortaleza real. No se podía entrar con ninguna clase de armas,
a no ser algún noble caballero, y los jinetes debían desmontar al llegar a la puerta
y conducir por la brida a su cabalgadura.
Como el gobernador no hacía excepciones y mantenía con estricto rigor su
autoridad, muy pronto se indispuso con el capitán general que mandaba en la
provincia y que no toleraba que en su jurisdicción existiera otro Estado que
resistiese a su poder.
Esta enemistad, agriada por continuas discusiones, exasperaba y enfurecía
cada vez más a las celosas autoridades.
"El gobernador manco" alcanzaba cierta ventaja sobre su rival, porque el
suntuoso palacio de la capitanía, situado al pie de la colina en que se levantaba la
Alhambra, era dominado por una de las salientes de la fortaleza y allí, en horas en
que mayor era la cantidad de gente que iba y venía, se paseaba erguido, espada
al cinto, con desdeñoso gesto de superioridad militar.
Cada vez que bajaba hasta la ciudad, lo hacía con gran pompa, en la vieja
carroza tirada por ocho mulas y con numerosa escolta de caballerizos y lacayos.
Esta exhibición le causaba cierto placer, sobre todo al observar a los
impresionados habitantes de Granada contemplarlo con gran temor y respeto.
Pero no reparaba en las sonrisas de los amigos del capitán general, que
burlándose de tanto aparato lo llamaban: "El rey de los mendigos", de acuerdo
con la pobreza y mísero vestir de sus vasallos.
Pero el principal motivo de tanta enemistad lo proporcionaba el derecho que
tenía el gobernador de pasar las provisiones para la fortaleza libres de todo
impuesto provincial.
Este privilegio provocó que numerosas bandas de contrabandistas hicieran
grandes negocios en connivencia con los soldados de la guarnición.
La situación llegó a tal extremo, que el capitán general decidió un día ponerle
fin. Para resolver el asunto, llamó a un solapado notario que atendía la secretaría
y que se distinguía por tramar toda clase de enredos y pleitos contra la autoridad
de la Alhambra.
Después de estudiar el caso, el astuto secretario le aconsejó que insistiera en
detener y registrar cuanto cargamento pasara por la ciudad. Para afirmar sus
derechos, redactó un extenso memorial que debía enviarle al gobernador.
Recibirlo el viejo militar y poner el grito en el cielo fue todo uno.
—Al diablo —exclamó furioso— con leyes y notarios. ¡Qué pobre capitanejo
ha de ser el que pretende asustarme con papeluchos y escritos de un avenegra!
¡Ya le demostraré lo que vale una espada frente a un tinterillo!
Y sin más, contestó al largo escrito sosteniendo sus derechos al libre tránsito
y amenazando con castigar a los plebeyos aduaneros que se atraviesen a detener
cualquier cargamento destinado a la Alhambra.
Planteada tan grave situación, llegó un buen día una mula cargada con
víveres para el gobernador. El cabo que mandaba el pelotón, custodio del animal,
era como su jefe, testarudo y valiente. Al llegar a las puertas de la ciudad puso
sobre la carga la bandera de la Alhambra, y con aire de desafío hizo avanzar sus
cuatro soldados.
Habían caminado muy pocos pasos cuando sonó el "¿quién vive?" del
centinela.
—Fuerzas de la Alhambra —contestó con aire marcial el cabo.
—¿Qué lleváis?
—¡Víveres para el gobernador!
—Pasad...
El cabo dio la voz de marcha y apenas el reducido convoy caminó unos
metros, cuando varios aduaneros que permanecían ocultos en el puente los
rodearon en forma amenazadora.
—¡Deteneos! —gritó el que parecía el jefe—. No podéis pasar sin que
hayamos visto lo que lleva ese animal.
Sin dejarse atemorizar, el cabo ordenó atención, preparar las armas y seguir
avanzando.
—No sois ciegos para ver la bandera de la Alhambra y por tanto lo que
llevamos escapa a todo registro.
—¡Al diablo con tu bandera y para de una vez.
—No reconozco vuestra autoridad y si la queréis imponer os va costar caro.
Dicho esto, fustigó a la mula, pero el jefe de los aduaneros se adelantó y la
tomó de las riendas. El cabo, después de dar la voz de alto, disparó el fusil,
hiriéndolo de muerte.
Los aduaneros cayeron sobre el viejo militar. que después de sufrir las iras
del populacho, traducidas en puntapiés, palos y golpes de puño, fue cargado de
cadenas y encerrado en la cárcel.
Sus soldados, que a favor de la confusión habían emprendido una estratégica
retirada, retornaron en busca de la mula, cuya carga había sido registrada y
aliviada.
Al enterarse el gobernador de los pormenores del grave episodio, el insulto a
su bandera y la prisión de un jefe de sus tropas, su cólera alcanzó límites
insospechados. Pensó enclavar cañones en la saliente que dominaba a su enemigo
y bombardear la capitanía general, pero como aquel plan no era factible porque la
artillería estaba fuera de uso, se conformó con enviar a un soldado exigiendo — la
entrega del cabo por considerar que únicamente él podía castigar los delitos
cometidos por sus súbditos.
El capitán general, aconsejado por el solapado notario, contestó, después de
muchos días, que como el hecho había ocurrido en la ciudad y la víctima era uno
de sus servidores, no cabía ninguna discusión ni duda sobre sus derechos a juzgar
al autor del crimen.
Insistió el gobernador en lo que creía justo y contestó el capitán general con
nuevos argumentos legales, cosa que ponía fuera de sí al viejo militar, que odiaba
todas las mañas y argucias de los defensores de la ley.
Mientras se cruzaban pedidos y negativas, el astuto notario, que se divertía
en provocar la ira del gobernador, continuaba con toda rapidez la instrucción del
sumario. El autor del hecho detenido en un pequeño calabozo, consumía su
impaciencia asomándose a una ventana cruzada con gruesos barrotes por donde
conversaba o recibía regalos de sus amigos.
Después de llenar cientos de hojas con declaraciones de testigos,
antecedentes y reconstrucciones, el falso notario consiguió enredar en tal forma al
cabo, que sin saber cómo terminó por confesarse autor del delito de asesinato,
que se castigaba con la muerte en la horca.
Al saber el gobernador el fin que aguardaba a su fiel soldado, llegó al colmo
de la furia y lanzó toda clase de amenazas contra la ciudad. Pero sus autoridades
parecieron ignorarlas y el día antes del señalado para cumplir la sentencia el cabo
fue puesto en capilla.
Llegadas las cosas a tal extremo, el gobernador no vaciló en resolver
personalmente este asunto. Hizo disponer la carroza, y escoltado por soldados y
servidores bajó a la ciudad como si fuese a visitar amigos.
Después de recorrer algunas calles, dirigióse hacia la casa del notario. Se
detuvo ante ella y ordenó que lo llamaran hasta la puerta.
—Según noticias, ha sido condenado uno de mis soldados —gritó el
gobernador.
—Así es, señor —contestó con socarrona sonrisa el notario—. No se ha hecho
más que, cumplir las disposiciones de la ley, como fácil os será comprobarlo
leyendo las declaraciones y la confesión del autor.
—Quisiera convencerme de esa justicia, si no tenéis inconvenientes —pidió el
gobernador.
El notario, inflado de vanidad, al poder demostrar su saber e inteligencia en
asuntos de esa clase, no tardó en regresar con el voluminoso expediente.
Acercándose a la carroza se puso a leer, dándose mucho tono y autoridad, las
principales partes del juicio. Lo hacía con tanta teatralidad, que pronto los vecinos
empezaron a rodearlo llenos de curiosidad.
—Si podéis, haced el favor de subir a la carroza —le interrumpió el
gobernador—. Me distrae este corrillo de abribocas y no puedo seguir vuestra
lectura.
Aceptó el notario de buen grado la proposición del gobernador, pero no había
terminado de sacar el segundo pie del estribo, cuando en contados segundos se
cerró con fuerza la puerta de la carroza, el conductor sacudió varios latigazos a las
mulas y coche, escolta y servidores, ante el asombro de los vecinos, partieron a
toda velocidad hasta llegar a la Alhambra y encerrar al prisionero en uno de los
mejores calabozos.
Después de tener asegurada tan valiosa presa, el gobernador envió a un
oficial con bandera de parlamento, proponiendo a su enemigo el canje de los
prisioneros.
El capitán general, herido en su dignidad, rehusó en forma altanera esa
proposición y ordenó se aceleraran los trabajos para levantar una gran horca en el
centro de la plaza.
—¿Con que ésas tenemos? —dijo el viejo militar, mandando se construyese
otro patíbulo en la parte de la fortaleza que dominaba la plaza.
Cuando estuvo listo, envió un nuevo mensaje advirtiéndole que en cuanto el
cabo fuese ahorcado, el pérfido notario bailaría al extremo de una cuerda.
El capitán no varió sus propósitos. Hizo formar las tropas, mientras
redoblaban los tambores y tocaban las campanas anunciando la ejecución.
El gobernador no se quedó en menos. Mandó formar la guarnición de la
fortaleza al son de tambores y campanas que participaban la próxima muerte del
notario.
Su esposa, que seguía con desesperadas lágrimas toda la ceremonia, cruzó
acompañada de sus numerosos hijos la muchedumbre, que no apartaba los ojos
de lo que iba a ocurrir en lo bajo y en lo alto de Granada, para caer de rodillas
frente al capitán general y pedirle aceptase la proposición del enemigo.
—Bien conocéis —dijo— que el gobernador cumplirá con su palabra y mi
esposo será ahorcado. Comprended, señor, que por un capricho me priváis de
sostén y condenáis a la miseria a mis numerosos hijos.
Conmovióse el capitán general por tantas lágrimas que lo ayudaban a no
perder tan ladino consejero, y dio orden a un oficial para que condujera hasta la
Alhambra al arrogante cabo, que aun vestido con la ropa de ajusticiado no dejaba
de ir con la frente erguida y marcial continente, y pidió se cumpliese el canje
solicitado.
No se demoró mucho en sacar al notario del calabozo. La socarrona sonrisa
había desaparecido y el terror se reflejaba en sus ojos. Sus cabellos encanecieron
y fuertes temblores sacudían su cuerpo.
El gobernador, con agria sonrisa, observó un momento su lamentable estado,
y apoyando su brazo en la espada, dijo con severo tono:
—Veo que sufrís las consecuencias de mandar gente a la horca. Y aunque
estéis amparado en la ley, la confianza nunca debe cegaros, sobre todo cuando
sintáis deseos de provocar con esas chanzas a un viejo militar.
Según dicen los viejos habitantes de Granada, el capitán general no tuvo,
desde ese entonces, malos consejos y la paz volvió a reinar entre tan celosas
autoridades.
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Las Cruzadas y los Primeros Reyes de Granada
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No pueden leerse las maravillosas y graciosas leyendas de la Alhambra sin
recordar a los reyes que tuvieron la virtud de fundar y construir esta joya
arquitectónica, sublime demostración del genio de los artífices árabes, monumento
imperecedero de la gloria de España.
Para conocer tan interesantes hechos, debió el autor estudiar las numerosas
crónicas que se conservan en la Biblioteca de la Universidad de Granada.
Según la historia, el primero de estos reyes, llamado Mohamed Abu-Alhamar,
nació en Arjona en el año 1195 de la Era Cristiana. Descendiente de la noble rama
de los Beni-Nasar, sus padres no escatimaron medios para educarlo de acuerdo
con el elevado rango que ocupaba la familia.
La civilización árabe había alcanzado en aquel entonces gran adelanto. En las
principales ciudades existían escuelas y sabios maestros de artes y ciencias, donde
los más ricos y distinguidos personajes educaban a sus hijos.
Al llegar Abu-Alhamar a la mayoría de edad, demostraba gran inteligencia y
perspicacia, tanto en las ciencias como en los negocios públicos, por lo que fue
nombrado alcaide de las ciudades de Arjona y Jaén. Pronto se distinguió por su
bondad y justicia, lo que le proporcionó enorme popularidad y merecido respeto.
A la muerte del rey Abou Hud, el pueblo musulmán se dividió en varios
bandos. Muchos nobles se manifestaron a favor del justiciero Abu-Alhamar. Sus
partidarios aumentaron en tal forma que, después de ser aclamado en numerosas
ciudades, llegó a Granada, donde fu é proclamado soberano.
Su gobierno dio a sus entusiastas súbditos nuevos motivos de alegría y
bienestar. Creó un admirable sistema de policía y dictó estrictas leyes para la
administración de justicia. Atendía personalmente a los necesitados, fundando
numerosos hospitales para ciegos, ancianos y enfermos; escuelas para instruir los
niños, carnicerías, hornos públicos y un sistema de irrigación que beneficiaba a la
ciudad y los campos vecinos.
Por su sabia administración y sus inteligentes iniciativas, Granada se había
convertido en un centro de cultura y comercio que traía la prosperidad a sus
habitantes.
Como no hay felicidad duradera, y cuando menos se sospechaba, sobre el
reino se elevaron amenazadores nubarrones que presagiaban sangrienta guerra.
Los ejércitos cristianos, aprovechando las divisiones y rivalidades de los
príncipes moros, habían empezado a recobrar el territorio que permanecía en
manos de los árabes.
Jaime el Conquistador se había apoderado de Valencia y Fernando el Santo
de Andalucía, llegando a sitiar, hasta que consiguiera tomarla, la ciudad de Jaén.
Abu-Alhamar comprendió bien pronto la imposibilidad de resistir las
poderosas fuerzas de Castilla. Después de profunda meditación resolvió
presentarse, en forma secreta, al rey Fernando.
Cuando llegó a su presencia, besando la mano del monarca español, dijo:
—Soy Mohamed Abu-Alhamar, rey de Granada; vengo a ponerme bajo
vuestro mando. Aceptadme como vasallo y disponed de mis pobres dominios
como mejor os plazca.
Fernando, que tenía buen corazón, apreció como se debía este gesto y,
abrazando a su rival, lo admitió con los derechos y prerrogativas de su más noble
vasallo, con la condición de pagarle cierto tributo anual y ayudarlo en sus
campañas militares.
El rey Fernando pronto necesitó el auxilio de Abu-Alhamar, quien acudió al
frente de quinientos guerreros para combatir contra los de su raza y religión.
El valor que demostró el moro en la conquista de la ciudad de Sevilla, sus
solicitudes a Fernando para que tuviese clemencia con los vencidos, no vencieron
su triste fama ni su amargura al darse cuenta que a su reino le amenazaban
graves peligros.
Los habitantes de Granada esperaban a su rey con grandes festejos y arcos
de triunfo, en homenaje a su bravura y bondad. La multitud delirante lo aclamó
como "El Ghalib", o sea "El Victorioso", pero el apenado rey exclamó: "¡Sólo Dios
es vencedor!", palabras que adoptó por divisa, haciéndolas grabar en su escudo.
Mohamed tenía presente que la paz que había comprado a tan duroprecio no
podía ser duradera. Siguiendo el viejo refrán "Ármate en tiempo de paz y abrígate
aun en verano", empezó a construir obras de defensa, aumentando sus arsenales
y estimulando en toda forma las artes e industrias que dieran mayor poderío a
Granada.
De estas iniciativas surge la que más brillo y renombre ha de dar a su reino:
el maravilloso palacio de la Alhambra.
Su construcción empezó en el año 1250 y fue dirigida y vigilada por Abu-
Alhamar, cuyas sencillas costumbres lo llevaban a mantener largas conversaciones
con los obreros y dirigir los trabajos de los artistas y maestros de obra.
Pasaba la mayor parte del tiempo en los jardines, donde se cultivaban las
plantas y flores más exóticas y hermosas de España, leyendo o completando la
educación de sus tres hijos.
Permaneció fiel a su promesa de lealtad, y a la muerte de Fernando el Santo
envió, con su pésame al nuevo rey Alfonso X, un séquito de cien caballeros que
velasen sus restos en la Catedral.
Mohamed Abu-Alhamar llegó a vivir muchísimos años. Un día, al salir al
frente de las tropas para rechazar un ataque de sus enemigos, uno de sus jefes,
por casualidad, rompió la lanza contra el arco de la puerta. Sus acompañantes
vieron en ello una señal de mal augurio y rogaron al anciano rey que desistiera de
sus propósitos y confiara las tropas a otro jefe. Pero Abu-Alhamar no hizo caso y
ordenó continuar la marcha. Al atardecer, un súbito malestar casi lo derriba del
caballo. La extraña enfermedad tuvo un trágico desenlace frente al cual se
declararon impotentes los médicos de la Corte, falleciendo el soberano.
Su cuerpo fue embalsamado y colocado en un suntuoso féretro de plata
labrada, que se depositó, acompañado por el dolor de sus súbditos, en un
magnífico mausoleo de mármol.
La Alhambra guarda, con sus restos, imperecedero recuerdo de su
esclarecido fundador. Pero la magna empresa lleva asociado otro no menos ilustre
hombre: el que continuó y dio fin a la construcción de tan suntuoso palacio.
No puede quedar en el olvido el célebre príncipe Yusef Abul Hagig, que ocupó
el trono de GrpLnada en el año 1333.
Sus condiciones morales eran muy semejantes a las de su antecesor
Mohamed Abu-Alhamar, pero su físico mucho más agraciado, causaba admiración.
De alta estatura y prodigiosa fuerza, aumentaba su presencia y nobleza con una
larga barba negra. Su cultura y sus conocimientos se extendían a todas las
ciencias y artes de aquel entonces. Alcanzaba gran fama como poeta y
conquistaba a su pueblo por su cortesía y humanidad. Si bien de mucho valor y
coraje, aborrecía la guerra por sus inútiles matanzas, por lo que llegó a prohibir a
sus guerreros todo acto de crueldad, y mandó respetar y proteger a las inocentes
víctimas, es decir, las mujeres, los niños, y los enfermos.
¡Tan nobles sentimientos no podían consagrarlo como un gran guerrero!
Derrotado por las fuerzas de los reyes de Castilla y Portugal, se retiró a Granada,
dedicándose enteramente a la educación y bienestar de su pueblo.
Inició la construcción de diversas obras, entre las que se cuentan la
terminación de la Alhambra, iniciada por Abu-Alhamar, la Puerta de la justicia y el
Alcázar de Málaga. Agregó nuevos ornamentos y obras de arte a patios y salones
del palacio, revistiendo a su conjunto de la gracia y elegancia que lo han hecho
tan famoso y visitado.
Los nobles de la ciudad no tardaron en seguir el ejemplo del rey, y pronto la
ciudad se vio rodeada de hermosos palacios, verdaderas obras de arte que
llevaron a decir a un escritor que "Granada era en aquella época un vaso de plata
cubierto de esmeraldas y jacintos".
La nobleza de Yusef se manifestó cuando su peor enemigo, Alfonso XI de
Castilla, murió a raíz de una cruel epidemia mientras sitiaba la ciudad de Gibraltar.
En vez de alegría sólo manifestó pesar, diciendo que aquella desgracia privaba al
inundo de uno de los más ilustres príncipes.
Sus tropas suspendieron la lucha y abrieron camino a las fuerzas que
trasladaban hasta Sevilla al difunto rey.
El destino proporcionó al generoso Yusef un trágico fin. Un día, mientras
permanecía en la Mezquita Real, un demente lo atacó con un puñal infiriéndole
una herida mortal. El pueblo, indignado, vengó su muerte destrozando al asesino.
Sobre su tumba de mármol fueron grabadas sentidas oraciones. Su nombre
flota imperecedero sobre la Alhambra, maravilla que eterniza su recuerdo.
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Leyenda del Gobernador y del Soldado
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Irritado el "gobernador manco" por las continuas quejas y acusaciones de que
la fortaleza se había convertido en un refugio de malhechores y contrabandistas,
se decidió un día a limpiar sus dominios de tan peligrosa vecindad. Desalojó, sin
contemplación, de las cuevas que rodeaban al palacio, a una numerosa población
de vagos y gitanos.
Para que estas medidas se cumpliesen y los truhanes no volvieran a sus
antiguas guaridas, ordenó que destacamentos de soldados patrullaran
continuamente las alamedas y caminos, arrestando a toda persona sospechosa.
Una luminosa mañana de verano, uno de esos destacamentos mandado por
el cabo que tanto dio que hacer al escribano, se encontraba descansando a la
sombra de la tapia del jardín del Generalife, y cerca del camino que sube al Cerro
del Sol, cuando repentinamente oyeron el trotar de un caballo juntamente con una
voz que entonaba, con buen acento, una antigua canción guerrera.
No tardó en dejarse ver un robusto joven, con el rostro tostado por el sol,
cubierto por un sucio y deshilachado uniforme de soldado de infantería, y montado
en un hermoso caballo enjaezado al estilo árabe.
Asombróse mucho el veterano al contemplar a un militar que en aquellas
lamentables condiciones descendiera a caballo tan solitaria montaña Sin tiempo
para reflexionar, atinó a decir:
—¿Quién vive?
—Gente amiga.
—¿Quién sois?
—Un pobre soldado que vuelve de la guerra maltrecho y sin un céntimo.
El cabo, el corneta y los soldados que componían la patrulla lo rodearon con
curiosidad viendo que llevaba sobre la frente un parche negro que su barba era
rubia y vivos sus ojos, que descubrían cierta picardía y buen humor.
De buena gana contestó a las innumerables preguntas que le dirigieron los
guardianes del sendero. Agotada su curiosidad, creyó el recién llegado que le
tocaba interrogar a su vez.
—Os agradecería —dijo— me informéis qué ciudad es esa que diviso al pie de
esta colina
—¿Qué ciudad? —exclamaron todos con asombro mientras que el corneta
asumía el papel de informante—. ¡Qué cosa rara y graciosa! Un hombre que viene
del Cerro del Sol y pregunta que ciudad es Granadal
—¡Granada! ... Por los cielos, ¿será posible?...
—¡Que si es posible! —insistió el corneta—. ¿No veis desde aquí las torres de
la Alhambra?
—¡No trates de engañarme ni me vengas con bromas, mal corneta! Que de
ser verdad que esas torres son de la Alhambra, cosas más que' maravillosas debo
contar al gobernador.
—Pues como he decidido llevaros a su presencia —dijo al cabo—, pronto
podréis contárselas. Inmediatamente ordenó rodear al desconocido mientras el
corneta tomaba de la brida al caballo y poniéndose al frente dio la voz: "¡De
frente! ¡Marchen! ¡Arm...", partiendo con marcial paso hacia el palacio.
No era muy común en la fortaleza ver conducido prisionero a un mal
entrazado soldado seguido de tan hermoso caballo. Pronto los ociosos y comadres
que hablaban como cotorras varias horas al día cerca de los aljibes y las fuentes,
suspendieron sus conversaciones para entrar a ocuparse de tan extraordinario
caso. Todos los trabajos se paralizaban y las mozas que habían ido a 'buscar agua
abrían la boca con gran asombro al ver pasar al cabo llevando tan apuesto
prisionero. Rápidamente empezaron los curiosos a unirse a la cola de la patrulla y
a comentar si el preso era un contrabandista, un desertor o un bandido. Pero la
imaginación de uno fue superior y pronto se dijo que el cabo había capturado al
jefe de una terrible banda de ladrones.
—Pues ahora —decían las mujeres unas a otras que le libre Dios de las garras
del gobernador manco, aunque no las tiene más que en una.
Se encontraba el fiero gobernador en uno de los frescos salones interiores de
la Alhambra, tomando el sabroso chocolate de la mañana en compañía de su
confesor, un grueso fraile franciscano del vecino convento, sirviéndolos una
hermosa doncella de lindos ojos negros, hija de su ama de llaves y que, según
decían las malas lenguas, manejaba a su capricho al viejo gobernador, pero
nosotros no hemos de hacer caso de esas habladurías.
Con toda la ceremonia que indica el Código Militar, el cabo informó a su
superior de la prisión del sospechoso soldado. Incorporóse el viejo gobernador
henchido de autoridad, entregó a la linda doncella la taza de chocolate, pidió la
espada, atusóse el bigote y después de aclararse el pecho con una tosecita, se
arrellanó en el amplio sillón semejante a un trono y, con majestuoso ademán y
postura, ordenó comparecen ante su vista al prisionero. El soldado, que mantenía,
su excelente humor y tranquilidad, no pudo reprimir un gesto de burla ante la
rígida y autoritaria mirada del gobernador, quien, después de observarlo un
momento, dijo con voz de trueno:
—Diga el prisionero las causas de su detención e informe sobre su persona.
—Señor, nada más puedo decir que soy un pobre soldado que vuelve de la
guerra sin más bienes que cicatrices y golpes.
—¡Así que un soldado! ¡Eh! ¡Y a juzgar por vuestro maltrecho uniforme, de
infantería! ¿Y el hermoso caballo árabe que montáis forma parte de las cicatrices y
los chirlos?
—Sobre eso, y si su excelencia lo permite, tengo que decirle cosas tan raras y
extraordinarias que afectan grandemente la seguridad de esta fortaleza y de toda
Granada. Pero su excelencia debe oírlas a solas o a más acompañado de las
personas de más confianza y reserva.
El pedido hizo meditar al gobernador unos instantes y no encontrando que
perdiera nada en escuchar un cuento, ordenó al cabo y sus soldados que se
retiraran hacia la puerta, pero alertas, por si era necesaria su intervención.
—Hablad —dilo el viejo militar— con confianza; este buen fraile es mi
confesor; y esta muchacha agregó señalando a la joven que fingía estar ocupada
en algún quehacer para enterarse de lo que hablaban es sumamente discreta e
incapaz de revelar un secreto.
El soldado, que ya había admirado la hermosura de la moza, volvió a mirarla
con picardía y cariño, diciendo:
—Pues, siendo así, encantado de que nos acompañe esta joven.
Cuando los soldados se alejaron, el prisionero, con un ingenio y una facilidad
de palabra que no estaban de acuerdo con la profesión que invocaba, comenzó a
decir:
—Como he dicho a su excelencia, soy un soldado que después de batallar y
prestar toda clase de servicios, obtuvo justa licencia, por lo cual, separándome de
mi regimiento que acampaba en Valladolid, emprendí la marcha a pie hacia mi
pueblo natal, situado en Andalucía. Había llegado, ayer tarde, a una árida región
de Castilla la Vieja.
—¿Castilla la Vieja? —interrumpió indignado el viejo gobernador—.
¿Pretendéis, pedazo de pícaro, que crea tal embuste? ¡Que de ayer a hoy habéis
podido recorrer cerca de cien leguas de camino!
—Así ocurrió, excelencia —contestó sin inmutarse; el soldado—. Ello no es
más que una de las tarifas extraordinarias y verdaderas maravillas que debo
contaros.
—Si así es, podéis seguir hablando —dijo el gobernador arrellanándose en el
sillón y atusándose el bigote.
—Como caía la tarde y no distinguía ninguna casa o refugio donde pasar la
noche, apresuré el paso. Todo fue inútil, al llegar la noche no tuve más remedio
que acostarme en el llano, teniendo como al mohada mi morral y como techo las
estrellas. Sólo un bravo veterano como su excelencia puede comprender que esto
no es ninguna cosa del otro mundo para uno que ha hecho algunas campañas.
El gobernador, halagado, asintió con la cabeza mientras sacaba el pañuelo y
espantaba unas moscas que zumbaban a su alrededor.
—Para no cansar a su señoría, concretaré mi historia. Después de estar un
rato acostado, no me resigné a tener que dormirme muerto de sed. Así que
recogiendo mi almohada emprendí de nuevo la marcha. Después de caminar cerca
de dos leguas, llegué a un barranco que servía de cauce a un riachuelo, casi seco
por la falta de lluvias. En la orilla contraria se levantaba una torre moruna. Crucé
el puente que me llevaba a su lado y, después de examinarla, di con una bóveda
cavada en sus cimientos. "He aquí —pensé— el sitio apropiado para pasar la
noche". Bajé hasta el arroyo, apagando mi sed con un buen trago de agua dulce y
pura, y abriendo el morral completé mi cena con una cebolla y unos pedazos de
pan que constituían todas mis provisiones. Me senté sobre una piedra a orillas de
un riachuelo, contento, al fin, de tener un techo donde pasar la noche. Su
excelencia, que es un veterano, sabe muy bien que ése era un buen alojamiento
para un soldado.
—En lugares peores he acampado en mis buenos tiempos —dijo el
gobernador, guardando el pañuelo en la cazoleta de su larga tizona.
—Roía con todas mis ganas los duros pedazos de pan —siguió contando el
soldado—, cuando me sobresaltó un ruido que salía de la bóveda. Al prestar
atención reconocí que lo producían los cascos de un caballo. Así resultó ,a los
pocos instantes. Por una puerta que daba al arroyo salió un hombre conduciendo
de la brida a un fogoso corcel. La oscuridad no permitía individualizarlo, y pensé
que no podía ser sino un contrabandista o un bandolero quien vagaba por aquellas
solitarias ruinas, pero, como no tenía nada que me robase, pronto me tranquilicé y
seguí dándole a los dientes. El recién llegado acercóse al arroyo para darle de
beber al caballo, advirtiendo con gran sorpresa que era un moro, armado con
coraza de acero y reluciente casco que brillaba a la luz de las estrellas. El caballo,
enjaezado a la usanza ,árabe, llevaba grandes estribos. No bien llegó al agua,
metió en ella el hocico, bebiendo tanto que creí que iba a estallar.
—"Amigo —le dije sin poder contenerme—, mucha sed tiene su caballo".
—"Bien puede tenerla —me respondió el desconocido con acento árabe—,
hace casi un año que no la prueba".
—"¡Dios mío! Aguanta más que los camellos que he visto en África —exclamé
—. Pero como estaba aburrido de estar solo no vacilé en invitarlo a que
compartiera mi pobre cena. Al fin y al cabo, poco debe fijarse el soldado en la
religión que profesan sus compañeros, pues, como su excelencia conoce muy
bien, todos los militares del mundo son amigos en tiempo de paz."
El gobernador, magnánimo y demostrando saber, asintió con la cabeza.
—Pues como le decía, lo invité a compartir mis mendrugos.
—Mucho os agradezco —contestóme—, pero debo emprender
inmediatamente mi viaje y no tengo tiempo que perder.
—¿Y a qué región os dirigís? —le pregunté.
—A Andalucía, donde debo llegar antes del amanecer.
—Allí es mi destino —dije con alegría—, ya que no habéis aceptado la cena,
permitidme al menos que monte en la grupa de vuestro caballo, que es bastante
vigoroso y capaz de soportar una carga doble.
—Pues no encuentro ningún inconveniente en complacerte —contestó el moro
montando y ,agregando una vez que me acomodé en la grupa—: pero ten cuidado
de aguantarte firme, pues este caballo corre casi como el viento.
—No paséis temor —le respondí mientras iniciábamos la marcha—. El caballo,
después de andar al paso, tomó un trote largo y después un galope que se
convirtió al momento en una vertiginosa carrera. Todo pasaba a nuestro lado
como flechas. Apenas vi las luces de un pueblo le pregunté:
—¿Qué ciudad es aquélla?
—Segovia —me contestó—. Pero no había terminado de decir estas palabras
cuando las torres de la ciudad desaparecieron, hallándonos en las sierras de
Guadarrama. Después de rodear la muralla de Madrid y de desfilar, ante mis
asombrados ojos, montañas, valles, ríos, pueblos y castillos, envueltos en el
silencio de la noche, y para no aburrir a su señoría, al llegar a la falda de una
montaña, detuvo repentinamente tan extraordinaria cabalgadura.
—Hemos llegado al fin de nuestro viaje —dijo.
—"Por más que miré en torno mío no alcanzaba a localizar la región en que
me encontraba. Solamente advertí delante de nosotros la entrada de una gran
caverna. Mientras la contemplaba asombrado, empezaron a brotar de ella, con la
rapidez y furia de un huracán, una multitud de guerreros moros, ya a pie o a
caballo, y antes de que hubiera podido preguntar nada a mi camarada, picó
espuelas y se unió a los aparecidos. Después de recorrer una larga y fatigosa
senda que bajaba hasta un valle próximo y gracias a la luz del día que pronto
brilló en todo su esplendor, pude ver grandes caravanas que bordeaban el camino,
y que contenían toda clase de escudos, yelmos, corazas, lanzas y cimitarras;
grandes pilas de municiones y equipajes diversos por el suelo. ¡Qué alegría
hubiese experimentado su señoría, como buen veterano, al admirar aquellas
espléndidas armas de guerra! En otras cavernas se alineaban numerosos jinetes,
lanza en ristre, con banderas desplegadas, como prontos para entrar en batalla,
pero permanecían inmóviles como estatuas mientras que en otras había soldados
que descansaban en el suelo al lado de sus caballos. "Para finalizar la narración de
estos maravillosos sucesos y no cansar a su señoría, entramos por último en una
fantástica caverna, cuyas paredes estaban cubiertas con incrustaciones de oro,
plata, brillantes, zafiros y otras mil piedras preciosas. En una parte se alzaba el
trono, en el que se hallaba reclinado un rey moro, recibiendo homenaje de sus
súbditos, rodeado de sus nobles y guardado por unos descomunales soldados
africanos, armados de filosas cimitarras.
Hasta ese momento, y siguiendo esa costumbre, que tan bien conoce su
excelencia, de que el soldado no debe preguntar nada cuando está de servicio, me
fue posible aguantar mi curiosidad. Pero ante ese espectáculo, no pude dejar de
interrogar a mi acompañante.
—¿Puedes decirme, camarada —dije—, qué significa todo esto?
—Contemplas —respondió el guerrero con solemne voz y ademán— un
profundo y terrorífico misterio: Boabdil, el último rey de Granada, su corte y su
ejército.
—Difícil me resulta creerte —contesté—, tal rey y tal corte abandonaron
España hace cientos de años, para dejar sus huesos en el África.
—Lo que repites —me respondió el moro— no son más que falsas historias,
porque la verdadera ha sido que Boabdil y sus guerreros pelearon hasta el fin por
la defensa de Granada, y fueron encerrados gracias a un poderoso hechizo en esta
montaña. Los que se rindieron y abandonaron Granada no eran más que una serie
de espíritus a los que se les permitió tomar esa forma para engañar a los reyes
cristianos. Te confiaré, además, amigo, que España es un país encantado; no hay
cueva en la montaña, solitario torreón o abandonado castillo en la sierra, donde
no se oculten hechizados guerreros, que duermen o dormirán por siglos hasta que
Alá considere que han expiado sus pecados y la hermosa España vuelva a sus
manos. Una vez al año, en vísperas de San Juan, se ven libres, mientras dure la
luz del sol, del mágico encantamiento y pueden rendir pleitesía a su rey. En
cuanto a mí —siguió diciendo el moro—, me toca vivir en la vieja torre que hay al
lado del riachuelo, donde debo volver antes de llegar el alba. Los demás guerreros
que habitan en estas cavernas, en cuanto cese el hechizo, mandados por Boabdil,
recobrarán el trono en la Alhambra, y después de dominar a Granada, se llamará
a todos los guerreros que se encuentran en este país, para conquistar para el
Islam toda España."
Alarmado por semejante noticia no pude menos que decirle:
—¿Pero esto ocurrirá dentro de poco tiempo?
—"Alá es el único que puede resolverlo. El día de nuestro desquite se nos
aproximaba cuando el rey nombró a un valiente veterano gobernador de la
Alhambra. Mientras ese guerrero conocido por el nombre del "Gobernador Manco"
esté al frente de esa fuerte plaza, será imposible a Boabdil moverse a
conquistarla".
Al escuchar el temor y el alto concepto que inspiraba a sus enemigos, el
gobernador se irguió en su asiento, acarició su espada y se atusó con gran, pompa
sus bigotes.
—Para finalizar este relato que puede cansar a su señoría, el guerrero moro,
después de explicarme los motivos que retenían a Boabdil, se apeó del caballo
diciéndome:
—Hazme el favor de cuidarme el caballo mientras voy a rendir homenaje a
Boabdil.
Después de decir esto y mezclarse con la multitud que desfilaba ante el
trono, se me ocurrió que bien podía aprovechar ese momento para huir de aquel
ejército de aparecidos, y con la decisión que un soldado debe tener, como bien
sabe su señoría, me apropié del caballo como trofeo de guerra sobre un infiel y
enemigo de la patria. Monté con rapidez, taloneé al animal y emprendí la retirada
a toda velocidad. Pronto me persiguieron centenares de soldados que me dieron
alcance y me arrastraron hasta la puerta de la caverna de donde salían toda clase
de guerreros en dirección hacia los cuatro puntos cardinales.
Aturdido por los acontecimientos y el frenético galopar, perdí el conocimiento
y al recobrarlo me encontré tendido en una desierta montaña, con el caballo árabe
a mi lado, pues al caer quedó enredada la brida a mi cuerpo, impidiéndole huir a
su guarida. "Su señoría, como persona de gran ilustración e inteligencia,
comprenderá, mi asombro al despertar en semejante lugar. Después de
incorporarme vi una ciudad y este hermoso palacio. Con el caballo de la brida, por
temor de montarlo y que hiciera una de las suyas, empecé a descender hasta
encontrarme con los soldados que me informaron que la ciudad era Granada y que
esta fortaleza era gobernada por el muy temido y terror del infiel moro. Al
enterarme de esta grata noticia pedí que me condujeran ante su señoría a fin de
informarle de cuanto sabía y que pueda tomar las medidas que crea convenientes
para salvar al reino de la amenaza de ese formidable ejército encantado".
—Os he escuchado con atención —dijo el gobernador— y creo que bien
podréis decirme qué me aconsejáis para impedir ese ataque.
—No creo que un modesto soldado deba dictar consejos a un hábil y valiente
guerrero como su excelencia, pero podría decir, que deberíanse tapiar todas las
grutas y cavernas que existen en las montañas, de modo que el encantado
ejército de Boabdil quede aprisionado y deje de ser un peligro para la seguridad
de España. Además, si este reverendo monseñor —agregó el soldado dirigiéndose
al fraile— bendice las tapias y pone unas cruces e imágenes de santos, creo que
ello sería suficiente para desbaratar cualquier tentativa de los infieles.
—Oportuna y eficaz resultaría tal medida —dijo gravemente el fraile.
El gobernador, apoyando su único brazo en su espada de fuerte acero
toledano, clavó iracundo sus ojos en el soldado y con voz de trueno dijo:
—¿Os creéis, pedazo de pícaro, que me vais a engañar con toda esa historia
de torres, cavernas y moros hechizados...? ¡Ni lo pretendáis por un segundo...!
Sois sin duda un astuto zorro, pero sabed que os tenéis que entender con otro
más astuto y más viejo que no se deja engañar fácilmente. ¡A ver! ¡Guardias!
¡Poned cadenas a este bandido!
La joven y bella moza sintió impulsos de hablar en favor del prisionero, pero
el gobernador manco le impidió hacerlo con un rígido ademán.
Al ponerle las cadenas uno de los guardias notó que uno de los bolsillos
abultaba en demasía y al registrarlo vio que era un bolsón de cuero bastante
pesado. Lo vació sobre la mesa, y ante el general asombro salieron hermosas
joyas, rosarios de perlas, cruces de brillantes e infinidad de monedas antiguas que
rodaban por la mesa y el suelo.
Hasta reunir las piezas de oro que habían ido a refugiarse en todos los
rincones de la habitación, el procedimiento de la justicia fue suspendido. El
.gobernador, a quien no había conmovido el episodio y conservaba toda su
gravedad y presencia, seguía con vigilante mirada la búsqueda de las piezas, no
descansando hasta que vio en el bolsón todas las monedas y alhajas esparcidas.
El fraile, ante la vista de objetos tan sagrados, había sufrido un ataque de
indignación, poniéndose rojo como la grana.
—Sacrílego infame —exclamó—. ¿Dónde habéis robado estas sagradas
reliquias?
—Nada he hecho, monseñor —contestó el acusado—, esas reliquias debieron
ser robadas por el infiel moro a quien arrebaté el caballo. Iba a referir. a su
señoría, cuando ordenó que me cargaran cadenas, que al recobrar el conocimiento
encontré atado al arzón de la silla ese bolsón de cuero que sin duda contenía el
botín del infiel.
—Así será —replicó el gobernador—, pero por ahora y hasta mejor resolver,
os encerraré en un buen calabozo de las Torres Bermejas, que no están bajo
ningún hechizo' y libres de vuestros enemigos moros.
—Su señoría ordenará con acierto —dijo el prisionero con cierta ironía— y
mucho será mi reconocimiento por permanecer unos días en esta hermosa
fortaleza. A un soldado que ha cumplido varias campañas, poco le interesa el
lugar, con tal de tener una pasable cama y un regular rancho. Sólo recuerdo a su
señoría que no olvide tapiar todas las cavernas de las montañas.
Sin decir más el prisionero fue conducido a un sólido calabozo de las Torres
Bermejas, el hermoso corcel a las caballerizas del gobernador y el pesado bolsón
guardado en el arcón de su señoría, en opinión contraria del fraile, que alegó que
por ser cosas sagradas debían depositarse en la iglesia; pero como el rígido
gobernador se había hecho cargo del asunto y nadie podía discutirle su autoridad,
no insistió el clérigo, si bien pensó informar cuanto antes a la curia de Granada.
Las severas medidas del gobernador se explicaban, porque en aquella época
asolaba la región serrana de Granada una banda de pintorescos ladrones
capitaneados por el célebre y temido Manuel Borrasco, el cual no se limitaba a
fijar su lugar de operaciones en la campiña, sino que entraba en la ciudad con
distintos disfraces para informarse de las caravanas de mercaderías o viajeros
portadores de dinero u objetos de valor que estaban próximos a salir y a los
cuales se ocupaban de aligerar en las varias encrucijadas del camino. La repetición
de estas hazañas y robos, había llevado la justa alarma a las autoridades. Todos
los comandantes de puestos militares fueron advertidos para que redoblasen la
vigilancia y trataron en toda forma de apresar a los malhechores.
El gobernador manco, al apresar lo que creía un célebre bandido, lo creyó
motivo suficiente para rehabilitar el mal nombre que gozaba la fortaleza.
La noticia de la prisión del soldado no tardó en correr rápidamente por la
fortaleza y la ciudad. Aunque nadie conocía al preso, pronto fue creída la versión
de que era nada menos que el famoso bandido Manuel Borrasco, terror de las
Alpujarras, y que el gobernador manco lo había encerrado en las Torres Bermejas.
El calabozo en que se guardaba tenía una ventana asegurada con gruesos
barrotes de hierro, que daba a una explanada donde solían reunirse los curiosos y
las víctimas que acudían a reconocerlo como autor de sus despojos. Después de
mucho contemplarlo, como una fiera de exposición, todos debieron confesar que
aquel soldado no era Manuel Borrasco, quien por sus facciones feroces no tenía el
más ligero parecido al simpático soldado.
Los comentarios seguían en aumento; a los curiosos de la ciudad se unieron
los que acudían de todas partes de España para contemplar a aquel célebre
bandido. Pero todos estaban de acuerdo en afirmar que aquel soldado no era ni la
sombra de Manuel Borrasco. Esta unanimidad llevó a la gente a creer que la
historia extraordinaria contada por el prisionero podía ser verdadera, pues era
muy conocida la leyenda, que se trasmitía de padres a hijos, de que el ejército de
Boabdil, presa de un mágico encanto, había quedado encerrado en las montañas.
Muchos escalaron el Cerro del Sol en busca de la cueva. descripta por el
prisionero, dando más verosimilitud a la historia el hecho de encontrarse con un
pozo cuya profundidad nadie conocía, y no dudaban que debía ser la entrada al
refugio subterráneo de Boabdil.
Mientras esto ocurría, el soldado iba ganando el favor popular. Nadie lo
consideraba un bandido, y si lo era pertenecía sin duda a los llamados
caballerescos, que en España alcanzan tanta simpatía. Los habitantes de la ciudad
y la fortaleza, dejándose llevar por su sentimiento, empezaron a criticar el rigor
del gobernador y a considerar al prisionero corno una víctima de su cruel,
autoridad.
El prisionero, por otra parte, no abandonaba nunca su buen humor, haciendo
bromas y chistes a los que se acercaban a sus ventanas, y dirigiendo galantes
dichos a las muchachas que pasaban. Alguien le facilitó una vieja guitarra con la
que, sentado junto a la ventana, tocaba y entonaba graciosas canciones, muy
agradables a las jóvenes vecinas que por las noches solían reunirse en la
explanada para bailar sentidos boleros al son de la guitarra. La forzada
tranquilidad y un poco de aseo que incluía el haberse afeitado la enmarañada
barba, lo convirtieron en un atrayente y simpático soldado a los ojos de las
muchachas, opinión que compartía con sumo agrado la hermosa doncella del
gobernador, quien declaró, irresistible su picaresca mirada. Esta joven, que
simpatizó desde un comienzo con sus desgracias, influyó repetidas veces en el
ánimo del gobernador para obtener su liberación. Como nada obtuvo, resolvió
obrar por propia iniciativa tratando de suplir la falta de libertad con buenos platos
o dulces o algunas botellas de delicados vinos, que no alcanzaban a llegar a la
mesa o se perdían en la despensa o amplia bodega del gobernador.
Mientras el prisionero era tan bien visto y considerado como persona de
confianza, el gobernador planeaba un ataque a sus enemigos. El hallazgo de la
bolsa con joyas y monedas fue probado con tanta exageración, que provocó la
intervención del capitán general, su más tenaz enemigo.
Alegaba que el prisionero había sido tomado fuera de la fortaleza y dentro del
territorio que estaba bajo su mando; que por lo tanto debía serle entregada su
persona y todo lo hallado con ella. El fraile, por su parte, no permaneció quieto y
mandó la denuncia al Gran Inquisidor, quien no tardó en reclamarlo, por
considerar que las cruces y reliquias pertenecían a la Iglesia, y que el culpable,
por considerarlo sacrílego, debía ser quemado en el próximo auto de fe. El
gobernador, encolerizado por estas reclamaciones, gritaba que sólo él tenía
autoridad para juzgarlo y que antes de que se lo arrebataran, lo haría ahorcar
como un espía tomado dentro de la fortaleza. El capitán general tramó enviar un
fuerte destacamento de soldados para apoderarse del preso y traerlo a la ciudad,
mientras que el Gran Inquisidor y un buen número de familiares del Santo Oficio
conspiraban por su cuenta. El gobernador no tardó en ser avisado de estas
intenciones, ordenando inmediatamente que al amanecer el prisionero fuese
trasladado a un calabozo que había dentro de las murallas de la fortaleza.
—¡Que traten de arrebatármelo ahora! —exclamó sacudiendo la empuñadura
de su larga tizona—. ¡Mucho tendrán que correr para ganarle a un soldado viejo! Y
tú —agregó dirigiéndose a su hermosa doncella—, no te olvides de despertarme
antes de que cante el gallo, pues quiero presenciar la ejecución de mis órdenes.
El gobernador se acostó temprano, bufando de satisfacción al volver a burlar
a su acérrimo enemigo. Pasaron las horas. El canto del gallo anticipó el amanecer.
El sol ya comenzaba a elevarse a buena altura, cuando el gobernador, en vez de
despertarse al son de quedos golpes en la puerta, fue sacudido por su veterano
cabo, que, pálido por la emoción y el temor, sólo atinaba a decir:
—¡Ha volado! ¡Se ha escapado...!
—¿Qué? ¿Quién ha volado? ¿El halcón? —preguntó medio adormilado el
gobernador.
—¡No, señor! ¡El prisionero...! ¡El demonio...!, pues no podemos saber cómo
salió del calabozo, porque la puerta está cerrada y las rejas intactas.
—¿Qué? ¿Y el soldado de guardia?
—¡Dormido como un tronco!
—¿Quién fue la última persona que estuvo con él? —agregó el gobernador, ya
completamente despierto y tomando los hilos de la pesquisa. Vuestra doncella,
que le alcanzó la cena.
—¡Que comparezca en seguida!
Pero esta orden complicó momentáneamente el asunto. La habitación de la
hermosa joven estaba vacía y su cama indicaba que no se había acostado en toda
la noche. Ello demostraba que había huído con el prisionero que tan bien cuidaba.
Esto infirió honda herida en el duro corazón del gobernador, pero no había
terminado de producirse, cuando una nueva comprobación se lo destrozó del todo.
Al entrar en su despacho se encontró abierto su fuerte cofre, del que habían
desaparecido el valioso bolsón y dos pesados talegos repletos de monedas.
Esto lo resolvió a tomar cruel venganza, iniciando minuciosas averiguaciones
sobre el camino tomado por los fugitivos. Sólo se obtuvo el testimonio de un viejo
labrador, que dijo haber escuchado el galope de un caballo en dirección a las
montañas antes del amanecer, y asomándose a una ventana, alcanzó a distinguir
un jinete que llevaba una mujer en ancas.
—Examinad las caballerizas —exclamó el gobernador mancó.
Al momento se registraron, comprobándose que no faltaba másanimal que el
famoso caballo árabe, en cuyo lugar había amarrado un grueso garrote, con un
letrero que decía:
Al buen gobernador manco que oro, dote y esposa dio, regala este animalejo.
Un soldado viejo.
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Leyenda de la Niña y el Tesoro
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Entre los habitantes de la Alhambra se contaba, hace muchísimos años, a un
pequeño hombrecillo llamado Lope Sánchez, de carácter tan alegre y gracioso,
que se había convertido en el animador de todas las diversiones que se realizaban
en la fortaleza. Cuando finalizaba su trabajo en los jardines, solía sentarse en un
banco de la explanada entonando sentidas canciones que recordaban hechos de
famosos guerreros, como el Cid Campeador; Bernardo del Carpío; Hernando del
Pulgar y otros, con gran aplauso de los veteranos, para continuar luego con otras
más alegres, que permitían a los mozos y doncellas del lugar lucirse bailando
fandangos y boleros.
Como la generalidad de los hombres de poca estatura, Lope Sánchez habíase
casado con una mujer alta y robusta cuyo matrimonio le había dado una hija, que
a los doce años prometía ser tan bajita como el padre, pero de rostro muy
agraciado y hermosos ojos negros. Sanchica, como se llamaba la niña, había
heredado el alegre carácter paterno; siempre andaba cantando, bailando o
saltando por los jardines, alamedas o desiertos salones de la Alhambra.
Según antigua costumbre, los habitantes de la fortaleza se reunían en la
elevada meseta del Cerro del Sol para celebrar alrededor de grandes hogueras la
víspera de San .Juan, al son de cantos y alegres bailes que ejecutaba la
incansable guitarra de Lope Sánchez. Transcurría la animada velada, mientras
Sanchica en compañía de otras niñas aprovechaba la hermosa luz de la luna para
saltar y recoger piedrecillas entre las ruinas de la vieja torre conocida por "La silla
del Moro", cuando con gran asombro encontró una manecilla de azabache,
delicadamente labrada, con los dedos cerrados y el pulgar unido a ella. Contenta
por el hallazgo, corrió a enseñársela a su madre. No tardó en enterarse del asunto
toda la concurrencia, tejiendo toda clase de suposiciones y comentarios en los que
se destacaba un cierto temor supersticioso.
—¡Tiradla donde la encontrasteis, que es cosa de infieles! —aconsejaba uno.
—¡Sí! —agregaba otro—. Estas cosas de los moros llevan hechizos y mala
suerte.
—¡No hagáis tal! —aconsejaba un tercero—, podéis sacar algunos céntimos
vendiéndola a los joyeros de la ciudad.
Cuando la discusión subía de tono y las opiniones llevaban las de nunca
entenderse, se acercó al corrillo un viejo soldado que había hecho varias
campañas en el África y que tenía el rostro tan tostado por el sol como un moro, y
después de examinar detenidamente la manecilla dijo:
—Esto es un maravilloso amuleto contra toda clase de sortilegios y
hechicerías, por lo cual debo de felicitarlo, amigo Lope, pues le traerá buena
suerte a vuestra hija.
La madre de la niña no vaciló en seguir las palabras del viejo soldado, atando
el amuleto con una cinta que colocó alrededor de su cuello.
El hallazgo de la manecilla hizo cesar el baile y las canciones para dedicarse a
recordar fantásticas leyendas sentados alrededor de las hogueras. Pero la atención
de todos la atrajo una anciana cuando empezó a describir el palacio subterráneo
de Boabdil, que todos sabían se hallaba en las entrañas de la sierra.
—Entre aquellos escombros —dijo la narradora estremeciéndose y señalando
unos viejos muros y montones de piedras algo alejados de la montaña— se halla
un pozo por demás profundo que alcanza a llegar al mismo fondo del Cerro. Por
todo el oro del mundo no me atrevería a asomarme a él. Tengo presente lo que le
ocurrió hace algunos años a un pastor de la Alhambra que traía sus cabras a ese
lugar; bajó al pozo en 'busca de un cabrito que se había caído en él, y salió de allí
temblando por la impresión. Cuando consiguió calmarse, empezó a contar tan
extraordinarias historias, que todos los que lo conocíamos creímos que se había
vuelto loco. Varios días fue presa de un raro delirio con fantasmas moros que lo
perseguían por la caverna. Por largo tiempo, Pese a todas las invitaciones y
ruegos que se le hacían, estuvo sin subir a la montaña. Pero un día desapareció
para no volvérselo a encontrar más. Sus cabras pastaban entre las ruinas y su
sombrero y su manta estaban junto al pozo.
Un estremecimiento sacudió al auditorio, mientras que Sanchica, que no
había. perdido un detalle de la historia y que era sumamente curiosa se dejaba
llevar por el deseo de explorar el misterioso pozo. Disimuladamente se apartó de
sus compañeros y después de penoso andar entre tanto escombro y piedras,
consiguió llegar a la boca del pozo, que se abría en un declive del Valle del Darro.
La niña no titubeó en acercarse al borde y mirar hacia el fondo: la oscuridad era
impenetrable. Hondo temor se apoderó de Sanchica, obligándola a alejarse unos
pasos; pero calmada volvió a animarse y mirar de nuevo; el miedo la alejó otra
vez; pero al fin se decidió, y tomando una piedra la arrojó dentro del pozo; por
unos instantes nada sintió, luego escuchó repetidos choques contra las piedras
salientes que parecían horribles truenos, hasta que finalmente se hundió en el
agua, pero a grandísima profundidad.
El silencio que sucedió al hundirse el guijarro fue de brevísima duración,
porque rápidamente comenzó a subir del pozo un apagado clamoreo que fue
aclarándose hasta dejarse oír nítidamente, aunque lejano, el ruido de armas,
cimbales y trompetas, como si un ejército marchase a la guerra por profundos
caminos de la montaña. El espanto alejó a la niña, que se apresuró a volver junto
a sus amigas, pero con gran sorpresa y aumento de temor, vio que todas habían
desaparecido y que la hoguera estaba a punto de extinguirse. Sanchica llamó a
gritos a sus padres y a algunos de sus amigos, pero sólo le respondía el más
profundo silencio. Gritando de vez en cuando, bajó rápidamente la falda de la
montaña y cruzó los jardines del Generalife, hasta llegar a una alameda que
conduce a la Alhámbra, donde debió sentarse en un banco en el momento en que
le abandonaban las fuerzas.
El silencio de la noche era sólo alterado por el susurro de un cercano
arroyuelo. La placidez y tibieza de la atmósfera adormecían a la niña, cuando de
pronto fue llamada a la realidad por algo que brillaba a lo lejos. Fijando la vista
notó con sorpresa un gran número de guerreros moros, cuyos rostros eran de una
palidez cadavérica, que bajaban por la falda de la montaña camino a las alamedas
del palacio.
Armados de lanzas y adargas, cimitarras o hachas, cubiertos de relucientes
armaduras que lanzaban destellos al herirlas los rayos de la luna, montaban en
hermosos e inquietos corceles de pura raza árabe; pero el sonido de sus cascos no
se percibía; parecía que sus pisadas se desvanecían al tocar la tierra. Entre los
jinetes cabalgaba una bellísima dama, ciñendo una corona en su hermosa frente,
llevando sus trenzas adornadas de riquísimas joyas y la montura recamada en
oro. Pero alguna pena muy grande debía acongojarle, porque su semblante
reflejaba suma tristeza y sus grandes ojos no se levantaban del suelo.
La seguía un gran cortejo de nobles y servidores lujosamente vestidos,
destacándose en medio de ellos, sobre un hermoso corcel de guerra, el rey
Boabdil el Chico, cubierto con su manto real bordado con perlas y piedras
preciosas, tocado de una corona de oro y diamante. La asombrada Sanchica lo
reconoció por el gran parecido que tenía con el retrato que tantas veces había
contemplado en la galería de pinturas del Generalife.
El extraño y deslumbrante cortejo desfiló entre los árboles seguido por los
atónitos ojos de la niña, pues aunque convencida de que aquellos guerreros
estaban bajo un mágico hechizo, no experimentaba ningún temor; posiblemente
contribuía a ello la manecita que llevaba en su pecho, animándose a seguir a la
cabalgata una vez que finalizó el desfile.
La comitiva se dirigió hacia la gran Puerta de la justicia, que estaba abierta
de par en par. Los centinelas de guardia yacían en los bancos de la barbacana, al
parecer hechizados y sumidos en un profundo sueño, pasando los guerreros a su
lado con las banderas desplegadas como si se tratara de una marcha triunfal.
Al llegar Sanchica a la Puerta de la justicia vio cortado su camino por la
entrada de un gran subterráneo que parecía llegar hasta los cimientos de la Torre.
No vaciló un instante en descender por los desiguales escalones labrados en la
roca, que la condujeron a un pasaje iluminado con lámparas de plata que
despedían a la vez un exótico perfume. Después de recorrerlo en toda su
extensión llegó la niña a un espacioso aposento, adornado lujosamente e
iluminado también con lámparas de oro y cristal. Pero lo que más llamó su
atención fue un viejo de larga barba blanca, vestido a la moda árabe, que presa
de un extraño sopor, yacía recostado sobre un diván sosteniendo débilmente un
grueso bastón labrado. No lejos de él, una hermosísima joven, vestida a la usanza
española, ciñendo su frente una diadema de brillantes y su negra cabellera
salpicada de perlas, pulsaba dulcemente una lira de plata. Aquella escena trajo a
la memoria de Sanchica una vieja historia, de una bella princesa cristiana cautiva
en el corazón de la montaña por el encanto de un viejo hechicero, el cual, a su
vez, yacía en continua modorra por las mágicas notas de la lira de plata.
La princesa pronto reparó en la niña y no pudo menos que manifestar
profunda sorpresa. Contemplándola con dulce mirada le preguntó:
—¿Estamos acaso, dulce niña, en la víspera de San Juan?
—Sí, señora —atinó a contestar la niña.
—Entonces acércate sin temor —agregó con un suspiro de alegría—, soy
también cristiana y como por esta noche cesa el mágico encantamiento, ayúdame
a librarme de estas cadenas con ese talismán que cuelga de tu pecho.
Y finalizando estas palabras, entreabrió su túnica, mostrando un ancho
cinturón de oro que rodeaba su talle y al cual se enganchaba una cadena del
mismo metal que se empotraba en el suelo.
Sanchica se apresuró a tocar el cinturón con la manecita de azabache,
cayendo la cadena al suelo con fuerte ruido. Esto despertó al viejo mago, que
comenzó a desperezarse; pero sin vacilar, la princesa empezó a tañer la lira de
plata, volviendo el hechicero a caer en nueva modorra.
—Toca ahora su bastón con la mágica manecita de azabache —dijo la cautiva.
Hízolo así la niña, cayendo el bastón al suelo y quedando el mago
profundamente dormido. La princesa acercó su lira de plata al diván, y apoyándola
sobre la cabeza del durmiente hizo vibrar las cuerdas en los oídos al son de la
siguiente invocación:
—¡Poderoso espíritu de la música! ¡Tenlo encadenado hasta que amanezca el
nuevo día! —Y dirigiéndose a Sanchica, agregó:
—Ven conmigo, pequeña, te enseñaré el palacio de la Alhambra en todo su
esplendor, pues ese talismán tiene el poder de des cubrir todas sus maravillas.
La niña siguió en silencio a la princesa. Atravesaron la Puerta de la justicia y
llegaron a la Plaza de los Aljibes, la cual estaba llena de guerreros formados en
batallones con las banderas desplegadas. La Puerta del Alcázar estaba custodiada
por los guardias reales y largas filas de negros con sus cimitarras desnudas.
Sanchica no experimentó ningún temor ante todo esto, pero no pudo contener su
asombro cuando entró en el Palacio real, que la luna iluminaba con tanta fuerza
que parecía de día. Los salones, los patios y los jardines que acostumbraba ver en
abandono se habían transformado completamente. De las paredes de los
aposentos habían desaparecido las grietas, manchas y telarañas, para verse
cubiertas por magníficas telas de damasco, luciendo las pinturas y dorados en
todo su esplendor; los salones, de ordinario desprovistos de muebles, estaban
adornados por espléndidos divanes y otomanas recamados con perlas y piedras
preciosas, y las fuentes de los patios y jardines arrojaban artísticos chorros de
agua.
Las desiertas cocinas se habían transformado en bullicioso hormigueo de
cocineros y ayudantes que preparaban toda clase de salsas y suculentos
manjares, asando pollos y perdices que un ejército de mozos llevaba a las mesas
preparadas para un espléndido banquete. El "Patio de los Leones" estaba repleto
de jefes, guardias y cortesanos como en los antiguos tiempos, mientras que en
uno de los extremos de la Sala de la justicia el rey Boabdil, sentado en su trono,
empuñando un deslumbrante cetro, rodeado de los nobles, recibía el saludo de sus
súbditos.
A pesar de tal animación y gentío, reinaba un profundo silencio. La
tranquilidad de la noche sólo era alterada por el caer del agua en las fuentes, no
oyéndose una sola voz ni pasos que denunciaran a seres vivientes. La niña, un
poco sobrecogida por el asombro, seguía a la princesa sin articular palabra.
Después de cruzar todo el palacio llegaron a una puerta que conducía a los
pasadizos abovedados que cruzan por debajo de la Torre de Comares. A ambos
lados de la puerta había dos exquisitas estatuas del más puro alabastro, que
representaban deliciosas ninfas que miraban hacia un mismo sitio de la bóveda.
Ante ella se detuvo la hermosa cautiva y haciendo señas a Sanchica para que se
acercara dijo:
—Está guardado aquí un secreto que te voy a revelar en premio de tu fe y tu
valor. Estas estatuas vigilan un tesoro perteneciente a un antiquísimo rey moro.
Sólo debes decir a tu padre que abra un agujero en el lugar hacia donde miran las
estatuas y hallará riquezas que lo convertirán en el señor más poderoso de
Granada; el talismán te ayudará en todo y lo único que te pido es que encargues a
tu padre sea discreto y emplee una parte de él en costear diariamente misas que
me ayuden a librarme de este mágico hechizo.
Después de estas recomendaciones llevó a la niña al cercano y pequeño
jardín de Lindaraja. La luna se reflejaba en las apacibles aguas de la fuente
iluminando las flores y arbustos. La princesa cortó una rama de mirto y coronó a
la niña con ella.
—Esto es lo único que puedo dejarte como recuerdo de mi persona y verdad
de mis revelaciones. Es necesario que retorne al aposento encantado.
No intentes seguirme porque podría ocurrirte alguna desgracia. ¡Ten presente
mi pedido de hacer decir misas!
Y después de pronunciar estas palabras, la joven desapareció en el pasadizo
que pasando por la Torre de Comares llevaba al interior de la montaña.
El lejano canto de un gallo anunció la aurora, mientras que una fuerte brisa
empezó a soplar desde las montañas, y al rumor de hojas secas llevadas por el
viento, se unía el de puertas y ventanas golpeadas con fuerte ruido.
Retornó la niña por el mismo camino que había recorrido en compañía de la
princesa, pero todo aquel fantástico ejército, la suntuosa corte del rey Boabdil y
sus servidores habían desaparecido. Los salones y galerías volvían a presentar a la
luz del amanecer sus arruinadas paredes cubiertas de telarañas agitadas por el
revolotear de los murciélagos que volvían a ocultarse en los oscuros rincones y el
croar de las ranas en el estanque.
Sanchica se apresuró a subir a las modestas habitaciones que ocupaba su
familia. No encontró ninguna dificultad en llegar a su cuarto, pues la fortuna de su
padre era tan poca que no tenía necesidad de cerrar con llave las puertas.
Después de poner la guirnalda de mirto debajo de su almohada, cayó en profundo
sueño. Era ya cerca de mediodía cuando se despertó, y buscando a su padre, le
contó su extraordinaria aventura. El buen Lope Sánchez no pudo menos que reírse
de buena gana del sueño y candor de su hija, y, después de aconsejarle que
olvidara tamaña fantasía, volvió a su trabajo.
Recién iniciaba el arreglo de algunas matas de flores cuando vio venir a
Sanchica corriendo y gritando:
—¡Papá! ... ¡Papá! ... ¡Mira la guirnalda de mirto que la princesa me puso en
la cabeza!
El asombro hizo caer sentado a Lope Sánchez: la rama de mirto era de oro
puro y cada hoja estaba formada por una hermosa esmeralda. No estaba
habituado el alegre jardinero a ver y apreciar joyas de tanto valor, pero repuesto
de la impresión, tuvo buen cuidado de advertir a su hija que guardase el más
profundo secreto, cosa de que podía estar seguro, pues la niña era un modelo de
discreción. Después se dirigió al lugar donde estaban las dos estatuas de alabastro
y observó que sus cabezas se dirigían a un mismo lugar en el interior del
aposento. Luego de admirar tan sutil procedimiento para indicar un secreto, tomó
dos hilos y partiendo de los ojos hizo una pequeña señal en el lugar donde se
cruzaban. Ese día fue de gran sufrimiento y agitación para el jardinero. No se
apartaba un instante de las estatuas, temiendo a cada rato que fuese descubierto
el secreto del tesoro. Temblaba cada vez que oía pasos, sintiendo tentación de
volver la cabeza de las figuras, sin atinar a reflexionar que durante siglos miraban
en aquella dirección, sin que nadie se ocupara del poder de tal coincidencia.
—Se va a descubrir todo —murmuraba—. ¡Vaya forma de guardar un secreto!
¡Mirar donde no deben mirar! ¡Hay mujeres! Si no tienen lengua con qué
cotorrear, esté usted seguro que hablarán por los ojos.
La nerviosidad y agitación que le producían estos temores, el alejarse cada
vez que sentía aproximarse a alguien, finalizaron con la luz del día. El crepúsculo
hizo cesar la actividad de la Alhambra, los pasos que retumbaban en los desiertos
salones; las visitas fueron despedidas, la puerta principal cerrada, y, poco a poco,
invadieron el Palacio el croar de las ranas, el canto de las lechuzas y el vuelo de
los murciélagos.
Lope Sánchez esperó impaciente hasta una hora avanzada y provisto de una
linterna y algunas herramientas se dirigió con su hija al lugar que guardaban las
dos estatuas que señalaban, como siempre, el lugar que escondía el tesoro.
Después de pedirles permiso, el jardinero se puso a picar la pared en un punto
que había señalado. No había trabajado ni media hora cuando dio con un nicho
que guardaba dos grandes jarrones. En vano intentó sacarlos, pues parecía que
estaban empotrados en el muro, pero bastó que los tocara la niña, para que
perdieran su fijeza y pudiera retirarlos con toda facilidad, viendo con gran alegría
que se hallaban llenos de oro, alhajas y piedras preciosas. Apresuraron a llevar los
jarrones a sus habitaciones, mientras las dos estatuas seguían señalando el lugar
que había guardado el tesoro.
Tanta riqueza le acarreó a Lope Sánchez un sinnúmero tal de preocupaciones,
que pronto su genio alegre se trocó en amargos pesares. Empezó por pensar
cómo iba a sacar un tesoro y ponerlo en lugar seguro, para aterrorizarse por lo
inseguro de sus habitaciones. A pesar de asegurar con cerrojos y trancas las
puertas y ventanas, no lograba conciliar el sueño.
Como ya no bromeaba ni cantaba con sus amigos y vecinos, éstos empezaron
a retirarle el saludo creyendo que estaba arruinado y que tendrían que socorrerlo;
los menos, sin embargo, sospecharon que tal cambio de carácter podía deberse a
una repentina fortuna.
La robusta mujer de Lope Sánchez no permanecía ajena a las preocupaciones
que asaltaban a su marido, y como lo consideraba insignificante en muchos
aspectos, solía pedir consejos a un confesor, fray Simón, un rollizo fraile de
anchas espaldas, barba larga y gruesa cabeza, del cercano convento de San
Francisco y que era el director y consejero espiritual de la mayor parte de las
mujeres de la vecindad, he vuelto, hija mía, a decirte que anoche he rezado con
gran fervor a 'San Francisco, pero al parecer no está aún contento. Después de
acostarme se me apareció en sueños y con rostro severo me dijo: "¡Te atreves a
solicitarme permiso para disfrutar de un tesoro perteneciente a los infieles cuando
conoces la ruina de mi capilla! Para que ello sea posible pídele a Lope Sánchez una
parte del tesoro para que se me hagan dos candelabros para el altar mayor, y que
el resto quede para él".
Atemorizada por el relato, no vaciló la crédula mujer en ir al sitio secreto
donde su marido guardaba el tesoro, y llenando una gran bolsa de cuero con
monedas de oro, se las entregó al fraile. Este la llenó de tantas bendiciones como
días de su vida y guardándose la bolsa en una de las mangas de su hábito, se
despidió, adoptando un aire de humilde gratitud.
Al enterarse Lope Sánchez de labios de su esposa de este segundo donativo,
estuvo a punto de volverse loco.
—¡Oh, charlatana mujer! Me estás arruinando poco a poco —exclamaba—,
eres cómplice de un descarado robo. ¡Cuando seamos pobres irás a pedir limosna!
Después de mucho hablar y decir, pudo la mujer calmarlo y hacerle
comprender que todavía era inmensamente rico y que San Francisco se había
contentado con bien poca cosa.
Pero fray Simón, que tenía una extensa parentela que sostener, además de
seis rollizos huérfanos que había recogido, volvió a hacer diarias visitas a la buena
mujer invocando la necesidad de algunas limosnas para todos los santos del
calendario, hasta que Lope Sánchez, desesperado por la disminución de su capital,
y considerando que no iba a alcanzar para todos los santos del paraíso, resolvió
escapar de las ansias del pedigüeño, trasladándose ocultamente de noche a otra
provincia de España.
Para llevar a cabo este propósito hizo trasladar a su mujer a una lejana aldea
donde debía esperarlo; empaquetó el tesoro que le quedaba y compró un robusto
mulo, que escondió en una oscura bóveda de la Torre de los Siete Suelos, donde,
según se afirmaba, salía por las noches el "Velludo", un endemoniado caballo sin
cabeza que galopaba a través de las calles de Granada perseguido por siete
enormes perros. Lope Sánchez, que no creía en semejantes historias, eligió aquel
lugar convencido de que nadie se atrevería a entrar en la guarida de semejante
monstruo. Cerca de la medianoche, transportó con gran cuidado su tesoro a la
terrible cueva, lo cargó en el descansado mulo y emprendió viaje sigilosamente,
ocultándose en la densa sombra que los árboles proyectaban sobre el camino.
El rico jardinero había dispuesto sus planes con la mayor reserva, no
enterando a su esposa sino a último momento, pero por efecto de algún
misterioso aviso, sus propósitos llegaron a conocimiento de fray Simón. El
codicioso clérigo, al comprender que se escapaba para siempre el anhelado tesoro,
resolvió quitárselo por asalto en beneficio de la Iglesia y San Francisco. Para llevar
a cabo esa idea salió quedamente del convento después del toque de Ánimas, y se
dirigió hacia la Puerta de la justicia, escondiéndose entre los arbustos de rosas y
laureles que ornamentaban la alameda. Reinaba un profundo silencio que
interrumpía de tarde en tarde el graznido de las lechuzas o el lejano ladrido de un
perro. Pasaron varios cuartos de hora, que eran señalados por la campana de la
Torre de la Vela, cuando oyó un ruido de herraduras que descendían por la
alameda, y a través de la oscuridad distinguió, aunque confusamente, el bulto de
un caballo. El rollizo fraile, mientras se recogía los hábitos, sonreía de satisfacción
pensando en el mal rato que iba a hacer pasar al honrado Lope.
Se agachó, dispuesto como un gato que vigila a un ratón, manteniéndose
inmóvil hasta que su víctima pasó frente a él, salió de su escondrijo y saltó sobre
el animal como el mejor maestro de equitación.
—¡Ja! ... ¡Ja!... —rió el codicioso fraile—. Veremos ahora de quién es el
tesoro…¡Ja! ... ¡Ja! ... Pero el segundo acceso de risa se cortó como por milagro,
porque de repente su cabalgadura empezó a encabritarse, a tirar coces, dar
enormes saltos y corcovos, para salir a galope tendido camino abajo. El rollizo
fraile hacía toda clase de esfuerzos para sujetar al enloquecido animal, pero era
en vano; su pelada cabeza recibía porrazo tras porrazo contra las ramas de los
árboles; los arañazos le cruzaban toda la cara; y el hábito, hecho jirones,
flameaba al viento.
Para colmo de su espanto, alcanzó a ver a siete perros que corrían ladrando
tras él. y entonces pudo comprender, aunque tarde, que había montado en el
endemoniado "Velludo".
Jamás jinete alguno cumplió un trayecto tan terrible como el fraile. Después
de bajar por la alameda de la Alhambra y dar algunas vueltas por las montañas,
entró en la ciudad. De nada servía a fray Simón invocar a todos los santos del
cielo, pues a cada nombre que pronunciaba hacía saltar al terrible caballo hasta
los techos de las casas. Toda la noche duró esta carrera por las calles de Granada.
Al jinete no le quedaba hueso sin magullar cuando el canto del gallo anunció la
aurora. Al oírlo, "Velludo" giró sobre sus patas traseras y empezó un torturador
galope en dirección a su guarida. Atravesó como una flecha la ciudad, seguido de
los siete perros, que no habían cesado en toda la noche de aullar, ladrar y morder
los talones del atemorizado fraile. Apenas se anunciaba una débil claridad cuando
llegaron a la torre. Aquí el extraordinario animal hizo un raro corcovo, al tiempo
que soltaba un par de coces que hicieron dar al reverendo un doble salto mortal
en el aire, para llevarlo a caer en un seto espinoso, mientras el caballo
desaparecía en la oscura cueva seguido de los feroces perros, que al cesar sus
ladridos sumergieron a la comarca en un profundo silencio.
¿Tuvo mejor castigo la avaricia y el mal proceder?
Un campesino que iba a su labor encontró al aporreado y maltrecho fraile
tendido al pie del seto, cerca de la torre, pero en tan mal estado, que no podía
pronunciar palabra. fue conducido con sumo cuidado d su celda, corriéndose la voz
de que había sido maltratado por unos bandidos. Transcurrieron algunos días
antes de que pudiera moverse, pero en medio de sus dolores, se conformaba con
la idea de que aunque lo mejor del tesoro se le había escapado, le quedaba una
buena parte escondida debajo del colchón. Así que en cuanto pudo levantarse,
revolvió el lugar en que había escondido la guirnalda de mirto y tildas las monedas
que había sacado con engaños a la mujer de Lope Sánchez, pero la sorpresa le
produjo una especie de desvanecimiento que le hizo dar un nuevo porrazo contra
el suelo: la guirnalda era una simple y seca rama de mirto y la bolsa de cuero
estaba llena de arena y piedras.
Fray Simón tuvo buen cuidado de callar el motivo de sus desgracias, pues al
revelarlas hubiese pasado por ser un miserable, al par de tener que sufrir
merecido castigo que le impondría su superior. Sus aventuras sobre el "Velludo"
sólo fueron contadas muchísimos años después a su confesor en el lecho de
muerte.
Por mucho tiempo no se tuvieron noticias de Lope Sánchez. En la Alhambra
se recordaban con simpatía sus bremas y cantos, atribuyendo su cambio de
carácter, poco antes de su desaparición, a algunas dificultades económicas que le
habían sumido en la miseria.
Al cabo de muchos años, uno de sus antiguos amigos, un inválido veterano,
fue atropellado en una de las principales calles de la ciudad de Málaga por un
lujoso coche arrastrado por seis caballos. Al instante se detuve el carruaje,
descendiendo para ayudar al accidentado, que afortunadamente no había sufrido
daños mayores, un señor ya anciano, elegantemente vestido, con peluquín y
espada. Al contemplarlo, el asombro del soldado no tuvo límites: el personaje era
nada menos que su antiguo convecino y amigo Lope Sánchez, que en aquel
momento acompañaba a su hija a la iglesia para casarla con uno de los más
grandes nobles del reino.
En el lujoso carruaje iban los novios, acompañados por la señora de Sánchez,
que había aumentado tanto de peso que parecía un gran tonel, e iba tan cargada
de plumas, alhajas, collares de perlas y diamantes y anillos en todos los dedos,
que parecía la reclame de un joyero. Sanchica se había convertido en una
hermosísima joven, envidia de más de una princesa; en cambio el novio, sentado
junto a ella, era una persona que daba lástima: raquítico y consumido por las
diversiones, lo cual era una inequívoca señal de ser de sangre azul, todo un
grande de España, con un metro cincuenta de estatura. Este casamiento era
arreglo y obra de la madre de la joven.
Lope Sánchez, a quien la riqueza no había endurecido el corazón, invitó a su
amigo a pasar algunos días en su propia casa, digamos mejor palacio,
proporcionándole toda clase de diversiones, teatros, corridas de toros y fiestas,
regalándole, al partir, una pesada bolsa de dinero para él y otra para que
repartiera entre sus viejos amigos inválidos de la Alambra.
El antiguo jardinero explicaba su cambio de fortuna diciendo que, al fallecer
un hermano muy rico que vivía en América, había heredado su fortuna, en la que
se incluía una próspera mina de cobre: pero los incrédulos y envidiosos
charlatanes de la Alambra juraban y recuraban que su fortuna provenía de un
tesoro que había encontrado en el palacio morisco. Pro lo pronto, las dos ninfas de
alabastro siguen mirando el mismo sitio de la pared, lo que hace suponer que
todavía existe algún tesoro escondido, que bien pueda merecer la atención del
visitante.
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