de la Casa de Usher
Edgar Allan Poe
(1809-1849)
(DE BÉRANGER.)
las nubes se cernían pesadas y opresoras en los cielos, había yo
cruzado solo, a caballo, a través de una extensión singularmente
monótona de campiña, y al final me encontré, cuando las sombras
de la noche se extendían, a la vista de la melancólica Casa de
Usher. No sé cómo sucedió; pero, a la primera ojeada sobre el
edificio, una sensación de insufrible tristeza penetró en mi espíritu.
Digo insufrible, pues aquel sentimiento no estaba mitigado por esa
emoción semiagradable, por ser poético, con que acoge en general
el ánimo hasta la severidad de las naturales imágenes de la
desolación o del terror. Contemplaba yo la escena ante mí—la
simple casa, el simple paisaje característico de la posesión, los
helados muros, las ventanas parecidas a ojos vacíos, algunos
juncos alineados y unos cuantos troncos blancos y enfermizos—con
una completa depresión de alma que no puede compararse
apropiadamente, entre las sensaciones terrestres, más que con ese
ensueño posterior del opiómano, con esa amarga vuelta a la vida
diaria, a la atroz caída del velo. Era una sensación glacial, un
abatimiento, una náusea en el corazón, una irremediable tristeza de
pensamiento que ningún estímulo de la imaginación podía impulsar
a lo sublime. ¿Qué era aquello—me detuve a pensarlo—, qué era
aquello que me desalentaba así al contemplar la Casa de Usher?
Era un misterio de todo punto insoluble; no podía luchar contra las
sombrías visiones que se amontonaban sobre mí mientras
reflexionaba en ello. Me vi forzado a recurrir a la conclusión
insatisfactoria de que existen, sin lugar a dudas, combinaciones de
objetos naturales muy simples que tienen el poder de afectarnos de
este modo, aunque el análisis de ese poder se base sobre
consideraciones en que perderíamos pie. Era posible, pensé, que
una simple diferencia en la disposición de los detalles de la
decoración, de los pormenores del cuadro, sea suficiente para
modificar, para aniquilar quizá, esa capacidad de impresión
dolorosa. Obrando conforme a esa idea, guié mi caballo hacia la
orilla escarpada de un negro y lúgubre estanque que se extendía
con tranquilo brillo ante la casa, y miré con fijeza hacia abajo—pero
con un estremecimiento más aterrador aún que antes—las
imágenes recompuestas e invertidas de los juncos grisáceos de los
lívidos troncos y de las ventanas parecidas a ojos vacíos.
Sin embargo, en aquella mansión lóbrega me proponía residir unas
semanas. Su propietario, Roderick Usher, fué uno de mis joviales
compañeros de infancia; pero habían transcurrido muchos años
desde nuestro último encuentro. Una carta, empero, habíame
llegado recientemente a una alejada parte de la comarca—una
carta de él—, cuyo carácter de vehemente apremio no admitía otra
respuesta que mi presencia. La letra mostraba una evidente
agitación nerviosa. El autor de la carta me hablaba de una dolencia
física aguda—de un trastorno mental que le oprimía—y de un
ardiente deseo de verme, como a su mejor y en realidad su único
amigo, pensando hallar en el gozo de mi compañía algún alivio a su
mal. Era la manera como decía todas estas cosas y muchas más,
era la forma suplicante de abrirme su pecho, lo que no me permitía
vacilación y, por tanto, obedecí desde luego, lo que consideraba yo,
pese a todo, como un requerimiento muy extraño.
Aunque de niños hubiéramos sido camaradas íntimos, bien mirado,
sabía yo muy poco de mi amigo. Su reserva fué siempre excesiva y
habitual. Sabía, no obstante, que pertenecía a una familia muy
antañona que se había distinguido desde tiempo inmemorial por
una peculiar sensibilidad de temperamento, desplegada a través de
los siglos en muchas obras de un arte elevado, y que se
manifestaba desde antiguo en actos repetidos de una generosa
aunque recatada caridad, así como por una apasionada devoción a
las dificultades, quizá más bien que a las bellezas ortodoxas y sin
esfuerzo reconocibles de la ciencia musical. Tuve también noticia
del hecho muy notable de que del tronco de la estirpe de los Usher,
por gloriosamente antiguo que fuese, no había brotado nunca, en
ninguna época, rama duradera; en otras palabras: que la familia
entera se había perpetuado siempre en línea directa, salvo muy
insignificantes y pasajeras excepciones. Semejante deficiencia,
pensé—mientras revisaba en mi imaginación la perfecta
concordancia de aquellas aserciones con el carácter proverbial de
la raza, y mientras reflexionaba en la posible influencia que una de
ellas podía haber ejercido, en una larga serie de siglos, sobre la
otra—, era acaso aquella ausencia de rama colateral y de
consiguiente transmisión directa, de padre a hijo, del patrimonio del
nombre, lo que había, a la larga, identificado tan bien a los dos,
uniendo el título originario de la posesión a la arcaica y equívoca
denominación de "Casa de Usher", denominación empleada por los
lugareños, y que parecía juntar en su espíritu la familia y la casa
solariega.
Ya he dicho que el único efecto de mi experiencia un tanto pueril—
contemplar abajo el estanque—fué hacer más profunda aquella
primera impresión. No puedo dudar que la conciencia de mi
acrecida superstición—¿por qué no definirla así?—sirvió para
acelerar aquel crecimiento. Tal es, lo sabía desde larga fecha, la
paradójica ley de todos los sentimientos basados en el terror. Y
aquélla fué tal vez la única razón que hizo, cuando mis ojos desde
la imagen del estanque se alzaron hacia la casa misma, que
brotase en mi mente una extraña visión, una visión tan ridícula, en
verdad, que si hago mención de ella es para demostrar la viva
fuerza de las sensaciones que me oprimían. Mi imaginación había
trabajado tanto, que creía realmente que en torno a la casa y la
posesión enteras flotaba una atmósfera peculiar, así como en las
cercanías más inmediatas; una atmósfera que no tenía afinidad con
el aire del cielo, sino que emanaba de los enfermizos árboles, de los
muros grisáceos y del estanque silencioso; un vapor pestilente y
místico, opaco, pesado, apenas discernible, de tono plomizo.
Sacudí de mi espíritu lo que no podía ser más que un sueño, y
examiné más minuciosamente el aspecto real del edificio. Su
principal característica parecía ser la de una excesiva antigüedad.
La decoloración ocasionada por los siglos era grande. Menudos
hongos se esparcían por toda la fachada, tapizándola con la fina
trama de un tejido, desde los tejados. Por cierto que todo aquello no
implicaba ningún deterioro extraordinario. No se había desprendido
ningún trozo de la mampostería, y parecía existir una violenta
contradicción entre aquella todavía perfecta adaptación de las
partes y el estado especial de las piedras desmenuzadas. Aquello
me recordaba mucho la espaciosa integridad de esas viejas
maderas labradas que han dejado pudrir durante largos años en
alguna olvidada cueva, sin contacto con el soplo del aire exterior.
Aparte de este indicio de ruina extensiva, el edificio no presentaba
el menor síntoma de inestabilidad. Acaso la mirada de un
observador minucioso hubiera descubierto una grieta apenas
perceptible que, extendiéndose desde el tejado de la fachada, se
abría paso, bajando en zigzag por el muro, e iba a perderse en las
tétricas aguas del estanque.
Observando estas cosas, seguí a caballo un corto terraplén hacia la
casa. Un lacayo que esperaba cogió mi caballo, y entré por el arco
gótico del vestíbulo. Un criado de furtivo andar me condujo desde
allí, en silencio, a través de muchos corredores oscuros e
intrincados, hacia el estudio de su amo. Muchas de las cosas que
encontré en mi camino contribuyeron, no sé por qué, a exaltar esas
vagas sensaciones de que he hablado antes. Los objetos que me
rodeaban—las molduras de los techos, los sombríos tapices de las
paredes, la negrura de ébano de los pisos y los fantasmagóricos
trofeos de armas que tintineaban con mis zancadas—eran cosas
muy conocidas para mí, a las que estaba acostumbrado desde mi
infancia, y aunque no vacilase en reconocerlas todas como
familiares, me sorprendió lo insólitas que eran las visiones que
aquellas imágenes ordinarias despertaban en mí. En una de las
escaleras me encontré al médico de la familia. Su semblante,
pensé, mostraba una expresión mezcla de baja astucia y de
perplejidad. Me saludó con azaramiento, y pasó. El criado abrió
entonces una puerta y me condujo a presencia de su señor.
La habitación en que me hallaba era muy amplia y alta; las
ventanas, largas, estrechas y ojivales, estaban a tanta distancia del
negro piso de roble, que eran en absoluto inaccesibles desde
dentro. Débiles rayos de una luz roja abríanse paso a través de los
cristales enrejados, dejando lo bastante en claro los principales
objetos de alrededor; la mirada, empero, luchaba en vano por
alcanzar los rincones lejanos de la estancia, o los entrantes del
techo abovedado y con artesones. Oscuros tapices colgaban de las
paredes. El mobiliario general era excesivo, incómodo, antiguo y
deslucido. Numerosos libros e instrumentos de música yacían
esparcidos en torno, pero no bastaban a dar vitalidad alguna a la
escena. Sentía yo que respiraba una atmósfera penosa. Un aire de
severa, profunda e irremisible melancolía se cernía y lo penetraba
todo.
A mi entrada, Usher se levantó de un sofá sobre el cual estaba
tendido por completo, y me saludó con una calurosa viveza que se
asemejaba mucho, tal vez fué mi primer pensamiento, a una
exagerada cordialidad, al obligado esfuerzo de un hombre de
mundo ennuyé (1). Con todo, la ojeada que lancé sobre su cara me
convenció de su perfecta sinceridad. Nos sentamos, y durante unos
momentos, mientras él callaba, le miré con un sentimiento mitad de
piedad y mitad de pavor. ¡De seguro, jamás hombre alguno había
cambiado de tan terrible modo y en tan breve tiempo como Roderick
Usher! A duras penas podía yo mismo persuadirme a admitir la
identidad del que estaba frente a mí con el compañero de mis
primeros años. Aun así el carácter de su fisonomía había sido
siempre notable.
Un cutis cadavérico, unos ojos grandes, líquidos y luminosos sobre
toda comparación; unos labios algo finos y muy pálidos, pero de
una curva incomparablemente bella; una nariz de un delicado tipo
hebraico, pero de una anchura desacostumbrada en semejante
forma; una barbilla moldeada con finura, en la que la falta de
prominencia revelaba una falta de energía; el cabello, que por su
tenuidad suave parecía tela de araña; estos rasgos, unidos a un
desarrollo frontal excesivo, componían en conjunto una fisonomía
que no era fácil olvidar. Y al presente, en la simple exageración del
carácter predominante de aquellas facciones, y en la expresión que
mostraban, se notaba un cambio tal, que dudaba yo del hombre a
quien hablaba. La espectral palidez de la piel y el brillo ahora
milagroso de los ojos me sobrecogían sobre toda ponderación, y
hasta me aterraban. Además, había él dejado crecer su sedoso
cabello sin preocuparse, y como aquel tejido arácneo flotaba más
que caía en torno a la cara, no podía yo, ni haciendo un esfuerzo,
relacionar a aquella expresión arabesca con idea alguna de simple
humanidad.
Me chocó lo primero cierta incoherencia, una contradicción en las
maneras de mi amigo, y pronto descubrí que aquello procedía de
una serie de pequeños y fútiles esfuerzos por vencer un
azaramiento habitual, una excesiva agitación nerviosa.
Estaba ya preparado para algo de ese género, no sólo por su carta,
sino por los recuerdos de ciertos rasgos de su infancia, y por las
conclusiones deducidas de su peculiar conformación física y de su
temperamento. Sus actos eran tan pronto vivos como indolentes. Su
voz variaba rápidamente de una indecisión trémula (cuando su
ardor parecía caer en completa inacción) a esa especie de
concisión enérgica, a esa enunciación abrupta, pesada, lenta—una
enunciación hueca—, a ese habla gutural, plúmbea, muy bien
modulada y equilibrada, que puede observarse en el borracho
perdido o en el incorregible comedor de opio, durante los períodos
de su más intensa excitación.
Así, pues, habló del objeto de mi visita, de su ardiente deseo de
verme, y de la alegría que esperaba de mí. Se extendió bastante
rato sobre lo que pensaba acerca del carácter de su dolencia. Era,
dijo, un mal constitucional, de familia, para el cual desesperaba de
encontrar un remedio; una simple afección nerviosa, añadió acto
seguido, que, sin duda, desaparecía pronto. Se manifestaba en una
multitud de sensaciones extranaturales... Algunas, mientras me las
detallaba, me interesaron y confundieron, aunque quizá los términos
y gestos de su relato influyeron bastante en ello. Sufría él mucho de
una agudeza morbosa de los sentidos; sólo toleraba los alimentos
más insípidos; podía usar no más que prendas de cierto tejido; los
aromas de todas las flores le sofocaban, una luz, incluso débil,
atormentaba sus ojos, y exclusivamente algunos sonidos
peculiares, los de los instrumentos de cuerda, no le inspiraban
horror.
Vi que era el esclavo forzado de una especie de terror anómalo.
—Moriré—dijo—, debo morir de esta lamentable locura. Así, así y
no de otra manera, debo morir. Temo los acontecimientos futuros,
no en sí mismos, sino en sus consecuencias. Tiemblo al
pensamiento de cualquier cosa, del más trivial incidente que pueden
actuar sobre esta intolerable agitación de mi alma. Siento verdadera
aversión al peligro, excepto en su efecto absoluto: el terror. En tal
estado de excitación, en tal estado lamentable, presiento que antes
o después llegará un momento en que han de abandonarme a la
vez la vida y la razón, en alguna lucha con el horrendo fantasma,
con el miedo.
Supe también a intervalos, por insinuaciones interrumpidas y
ambiguas, otra particularidad de su estado mental. Estaba él
encadenado por ciertas impresiones supersticiosas, relativas a la
mansión donde habitaba, de la que no se había atrevido a salir
desde hacía muchos años, relativas a una influencia cuya supuesta
fuerza expresaba en términos demasiado sombríos para ser
repetidos aquí, una influencia que algunas particularidades en la
simple forma y materia de su casa solariega habían, a costa de un
largo sufrimiento, decía él, logrado sobre su espíritu un efecto que
lo físico de los muros y de las torres grises, y del oscuro estanque
en que todo se reflejaba, había al final creado sobre lo moral de su
existencia.
Admitía él, no obstante, aunque con vacilación, que gran parte de la
especial tristeza que le afligía podía atribuirse a un origen más
natural y mucho más palpable, a la cruel y ya antigua dolencia, a la
muerte—sin duda cercana—de una hermana tiernamente amada,
su sola compañera durante largos años, su última y única parienta
en la tierra.
—Su fallecimiento—dijo él con una amargura que no podré nunca
olvidar—me dejará (a mí, el desesperanzado, el débil) como el
último de la antigua raza de los Usher.
Mientras hablaba, lady Madeline (así se llamaba) pasó por la parte
más distante de la habitación, y sin fijarse en mi presencia,
desapareció. La miré con un enorme asombro no desprovisto de
terror, y, sin embargo, me pareció imposible darme cuenta de tales
sentimientos. Una sensación de estupor me oprimía conforme mis
ojos seguían sus pasos que se alejaban. Cuando al fin se cerró una
puerta tras ella, mi mirada buscó instintivamente la cara de su
hermano, pero él había hundido el rostro en sus manos, y sólo pude
observar que una palidez mayor que la habitual se había extendido
sobre los descarnados dedos, a través de los cuales goteaban
abundantes lágrimas apasionadas.
La enfermedad de lady Madeline había desconcertado largo tiempo
la ciencias de sus médicos. Una apatía constante, un agotamiento
gradual de su persona, y frecuentes, aunque pasajeros ataques de
carácter cataléptico parcial, eran el singular diagnóstico. Hasta
entonces había ella soportado con firmeza la carga de su enferme,
sin resignarse, por fin, a guardar cama; pero, al caer la tarde de mi
llegada a la casa, sucumbió (como su hermano me dijo por la noche
con una inexpresable agitación) al poder postrador del mal, y supe
dela mirada que yo le había dirigido sería, probablemente, la última,
que no vería ya nunca más a aquella dama, viva al menos.
En varios días consecutivos no fué mencionado su nombre ni por
Usher ni por mí, y durante ese período hice esfuerzos ardosos para
aliviar la melancolía de mi amigo. Pintamos y leímos juntos, o si no,
escuchaba yo, como un sueño, sus fogosas improvisaciones en su
elocuente guitarra. Y así, a medida que una intimidad cada vez más
estrecha me admitía con mayor franqueza en las reconditeces de su
alma, percibía yo más amargamente la inutilidad de todo esfuerzo
para alegrar un espíritu cuya negrura, como una cualidad positiva
que le fuese inherente, derramaba sobre todos los objetos del
universo moral u físico una irradiación incesante de tristeza.
Conservaré siempre el recuerdo de muchas horas solemnes que
pasé solo con el dueño de la Casa de Usher. A pesar de todo,
intentaría en balde expresar el carácter exacto de los estudios o de
las ocupaciones en que me complicaba o cuyo camino me
mostraba. Una idealidad ardiente, elevada, enfermiza, arrojaba su
luz sulfúrea por doquiera. Sus largas improvisaciones fúnebres
resonarán siempre en mis oídos. Entre otras cosas, recuerdo
dolorosamente cierta singular perversión, amplificada, del aria
impetuosa del último vals de Weber. En cuanto a las pinturas que
incubaba su laboriosa fantasía—que llegaba, trazo a trazo, a una
vaguedad que me hacía estremecer con mayor conmoción, pues
temblaba sin saber por qué—, en cuanto a aquella pinturas (de
imágenes tan vivas, que las tengo aún ante mí), en vano intentaría
yo extraer de ellas la más pequeña parte que pudiese estar
contenida en el ámbito de las simples palabras escritas. Por la
completa sencillez, por la desnudez de sus dibujos, inmovilizaba y
sobrecogía la atención. Si alguna vez un mortal pintó una idea, ese
mortal fue Roderick Usher. Para mí, al menos, en las circunstancias
que me rodeaban, de las puras abstracciones que el hipocondríaco
se ingeniaba en lanzar sobre su lienzo, se alzaba un terror intenso,
intolerable, cuya sombra no he sentido nunca en la contemplación
de los sueños, sin duda, refulgentes, aunque demasiado concretos,
de Fuseli.
Una de las concepciones fantasmagóricas de mi amigo, en que el
espíritu de abstracción no participaba con tanta rigidez, puede ser
esbozada, aunque apenas, con palabras. Era un cuadrito que
representaba el interior de una cueva o túnel intensamente largo y
rectagular, de muros bajos, lisos, blancos y sin interrupción ni
adorno. Ciertos detalles accesorios del dibujo servían para hacer
comprender la idea de que aquella excavación estaba a una
profundidad excesiva bajo la superficie de la tierra. No se veía
ninguna salida a lo largo de su vasta extensión, ni se divisaba
antorcha u otra fuente artificial de luz, y, sin embargo, una oleada
de rayos intensos rodaba de parte a parte, bañándolo todo en un
lívido e inadecuado esplendor.
Acabo de hablar de ese estado morboso del nervio auditivo que
hacía toda música intolerable para el paciente, excepto ciertos
efectos de los instrumentos de cuerda. Eran, quizá, los límites
estrechos en los cuales se había confinado él mismo al tocar la
guitarra los que habían dado en gran parte aquel carácter fantástico
a sus interpretaciones. Pero en cuanto a la férvida facilidad de sus
impromptus, no podía uno darse cuenta así. Tenían que ser, y lo
eran, en las notas lo mismo que en las palabras de sus fogosas
fantasías (pues él las acompañaba a menudo con improvisaciones
verbales rimadas), el resultado de ese intenso recogimiento, de esa
concentración mental a los que he aludido antes, y que se observan
sólo en los momentos especiales de la más alta excitación artificial.
Recuerdo bien las palabras de una de aquellas rapsodias. Me
impresionó acaso más fuertemente cuando él me la dió, porque
bajo su sentido interior o místico me pareció percibir por primera vez
que Usher tenía plena conciencia de su estado, que sentía cómo su
sublime razón se tambaleaba sobre su trono. Aquellos versos,
titulados El palacio hechizado, eran, poco más o menos, si no al pie
de la letra, los siguientes:
I
En el más verde de nuestros valles,
habitado por los ángeles buenos,
antaño un bello y majestuoso palacio
—un radiante palacio—alzaba su frente.
En los dominios del rey Pensamiento,
¡allí se elevaba!
Jamás un serafín desplegó el ala
sobre un edificio la mitad de bello.
II
Banderas amarillas, gloriosas doradas
sobre su remate flotaban y ondeaban
(esto, todo esto, sucedía hace mucho,
muchísimo tiempo);
y a cada suave brisa que retozaba
en aquellos gratos días,
a lo largo de los muros pálidos y empenachados
se elevaba un aroma alado.
III
Los que vagaban por ese alegre valle,
a través de dos ventanas iluminadas, veían
espíritus moviéndose musicalmente
a los sones de un laúd bien templado,
en torno a un trono donde, sentado
(¡porfirogénito!)
con un fausto digno de su gloria,
aparecía el señor del reino.
IV
Y refulgente de perlas y rubíes
era la puerta del bello palacio
por la que salía a oleadas, a oleadas, a oleadas
y centelleaba sin cesar,
una turba de Ecos cuya grata misión
era sólo cantar,
con voces de magnífica belleza,
el talento y el saber de su rey.
V
Pero seres malvados, con ropajes de luto,
asaltaron la elevada posición del monarca;
(¡ah, lloremos, pues nunca el alba
despuntará sobre él, el desolado!)
Y en torno a su mansión, la gloria
que rojeaba y florecía
es sólo una historia oscuramente recordada
de las viejas edades sepultadas.
VI
Y ahora los viajeros, en ese valle,
a través de las ventanas rojizas, ven
amplias formas moviéndose fantásticamente
amplias formas moviéndose fantásticamente
en una desacorde melodía;
mientras, cual un rápido y horrible río,
a través de la pálida puerta
una horrenda turba se precipita eternamente,
riendo, mas sin sonreír nunca más.
Recuerdo muy bien que las sugestiones suscitadas por esta balada
nos sumieron en una serie de pensamientos en la que se manifestó
una opinión de Usher que menciono aquí, no tanto en razón de su
novedad (pues otros hombres han pensado lo mismo) (2), sino a
causa de la tenacidad con que él la mantuvo. Esta opinión, en su
forma general, era la de la sensibilidad de todos los seres
vegetales. Pero en su trastornada imaginación la idea había
asumido un carácter más atrevido aún, e invadía, bajo ciertas
condiciones, el reino inorgánico. Me faltan palabras para expresar
toda la extensión o el serio abandono de su convencimiento. Esta
creencia, empero, se relacionaba (como ya antes he sugerido) con
las piedras grises de la mansión de sus antepasados. Aquí las
condiciones de la sensibilidad estaban cumplidas, según él
imaginaba, por el método de colocación de aquellas piedras, por su
disposición, así como por los numerosos hongos que las cubrían y
los árboles enfermizos que se alzaban alrededor, pero sobre todo
por la inmutabilidad de aquella disposición y por su desdoblamiento
en las quietas aguas del estanque. La prueba—la prueba de aquella
sensibilidad—estaba, decía él (y yo le oía hablar, sobresaltado), en
la gradual, pero evidente condensación, por encima de las aguas y
alrededor de los muros, de una atmósfera que les era propia. El
resultado se descubría, añadía él, en aquella influencia muda,
aunque importuna y terrible, que desde hacía siglos había
moldeado los destinos de su familia, y que le hacía a él tal como le
veía yo ahora, tal como era. Semejantes opiniones no necesitan
comentarios, y no los haré.
Nuestros libros—los libros que desde hacía años formaban una
parte no pequeña de la existencia espiritual del enfermo—estaban,
como puede suponerse, de estricto acuerdo con aquel carácter
fantasmal. Estudiábamos minuciosamente obras como el Vertvert et
Chartreuse, de Gresset; el Belphegor, de Maquiavelo; El cielo y el
infierno, de Swedenborg; el Viaje subterráneo, de Nicolás Klimm de
Holberg; la Quiromancia, de Roberto Flaud, de Jean d'Indaginé y de
De la Chambre; el Viaje por el espacio azul, de Tieck, y la Ciudad
del Sol, de Campanella. Uno de sus volúmenes favoritos era una
pequeña edición in octavo del Directorium Inquisitorium, por el
dominico Eymeric de Gironne; y había pasajes, en Pomponius Mela,
acerca de los antiguos sátiros africanos o egipanes, sobre los
cuales Usher soñaba durante horas enteras. Su principal delicia,
con todo, la encontraba en la lectura atenta de un raro y curioso
libro gótico in-quarto—el manual de una iglesia olvidada—, las
Vigiliae Mortuorum Secundum Chorum Ecclesiae Maguntinae.
Pensaba a mi pesar en el extraño ritual de aquel libro, y en su
probable influencia sobre el hipocondríaco, cuando, una noche,
habiéndome informado bruscamente de que lady Madeline ya no
existía anunció su intención de conservar el cuerpo durante una
quincena (antes de su enterramiento final) en una de las numerosas
criptas situadas bajo los gruesos muros del edificio. La razón
profana que daba sobre aquella singular manera de proceder era de
esas que no me sentía yo con libertad para discutir. Como hermano,
había adoptado aquella resolución (me dijo él) en consideración al
carácter insólito de la enfermedad de la difunta, a cierta curiosidad
importuna e indiscreta por parte de los hombres de ciencia, y a la
alejada y expuesta situación del panteón familiar. Confieso que,
cuando recordé el siniestro semblante del hombre con quien me
había encontrado en la escalera el día de mi llegada a la casa, no
sentí deseo de oponerme a lo que consideraba todo lo más como
una precaución inocente, pero muy natural.
A ruegos de Usher, le ayudé personalmente en los preparativos de
aquel entierro temporal. Pusimos el cuerpo en el féretro, y entre los
dos lo transportamos a su lugar de reposo. La cripta en la que lo
dejamos (y que estaba cerrada hacía tanto tiempo, que nuestras
antorchas, semiacabadas en aquella atmósfera sofocante, no nos
permitían ninguna investigación) era pequeña, húmeda y no dejaba
penetrar la luz; estaba situada a una gran profundidad, justo debajo
de aquella parte de la casa donde se encontraba mi dormitorio.
Había sido utilizada, al parecer, en los lejanos tiempos feudales,
como mazmorra, y en días posteriores, como depósito de pólvora o
de alguna otra materia inflamable, pues una parte del suelo y todo
el interior de una larga bóveda que cruzamos para llegar hasta allí
estaban cuidadosamente revestidos de cobre. La puerta, de hierro
macizo, estaba también protegida de igual modo. Cuando aquel
inmenso peso giraba sobre sus goznes producía un ruido singular,
agudo y chirriante.
Depositamos nuestro lúgubre fardo sobre unos soportes en aquella
región de horror, apartamos un poco la tapa del féretro, que no
estaba aún atornillada, y miramos la cara del cadáver. Un parecido
chocante entre el hermano y la hermana atrajo en seguida mi
atención, y Usher, adivinando tal vez mis pensamientos, murmuró
unas palabras, por las cuales supe que la difunta y él eran gemelos,
y que habían existido siempre entre ellos unas simpatías de
naturaleza casi inexplicables. Nuestras miradas, entre tanto, no
permanecieron fijas mucho tiempo sobre la muerta, pues no
podíamos contemplarla sin espanto. El mal que había llevado a la
tumba a lady Madeline en la plenitud de su juventud había dejado,
como suele suceder en las enfermedades de carácter estrictamente
cataléptico, la burla de una débil coloración sobre el seno y el
rostro, y en los labios, esa sonrisa equívoca y morosa que es tan
terrible en la muerte. Volvimos a colocar y atornillamos la tapa, y
después de haber asegurado la puerta de hierro, emprendimos de
nuevo nuestro camino hacia las habitaciones superiores de la casa,
que no eran menos tristes.
Y entonces, después de un lapso de varios días de amarga pena,
tuvo lugar un cambio visible en los síntomas de la enfermedad
mental de mi amigo. Sus maneras corrientes desaparecieron. Sus
ocupaciones ordinarias eran descuidadas u olvidadas. Vagaba de
estancia en estancia con un paso precipitado, desigual y sin objeto.
La palidez de su fisonomía había adquirido si es posible, un color
más lívido; pero la luminosidad de sus ojos había desaparecido por
completo. No oía ya aquel tono de voz áspero que tenía antes en
ocasiones, y un temblor que se hubiera dicho causado por un terror
sumo, caracterizaba de ordinario su habla. Me ocurría a veces, en
realidad, pensar que su mente, agitada sin tregua, estaba torturada
por algún secreto opresor, cuya divulgación no tenía el valor para
efectuar. Otras veces me veía yo obligado a pensar, en suma, que
se trataba de rarezas inexplicables de la demencia, pues le veía
mirando al vacío durante largas horas en una actitud de profunda
atención, como si escuchase un ruido imaginario. No es de extrañar
que su estado me aterrase, que incluso sufriese yo su contagio.
Sentía deslizarse dentro de mí, en una gradación lenta, pero
segura, la violenta influencia de sus fantásticas, aunque
impresionantes supersticiones.
Fué en especial una noche, la séptima o la octava desde que
depositamos a lady Madeline en la mazmorra, antes de retirarnos a
nuestros lechos, cuando experimenté toda la potencia de tales
sensaciones. El sueño no quería acercarse a mi lecho, mientras
pasaban y pasaban las horas. Intenté buscar un motivo al
nerviosismo que me dominaba. Me esforcé por persuadirme de que
lo que sentía era debido, en parte al menos, a la influencia
trastornadora del mobiliario opresor de la habitación, a los sombríos
tapices desgarrados que, atormentados por las ráfagas de una
tormenta que se iniciaba, vacilaban de un lado a otro sobre los
muros y crujían penosamente en torno a los adornos del lecho. Pero
mis esfuerzos fueron inútiles. Un irreprimible temblor invadió poco a
poco mi ánimo, y a la larga una verdadera pesadilla vino a
apoderarse por completo de mi corazón. Respiré con violencia, hice
un esfuerzo, logré sacudirla, e incorporándome sobre las
almohadas y clavando una ardiente mirada en la densa oscuridad
de la habitación, presté oído—no sabría decir por que me impulsó
una fuerza instintiva—a ciertos ruidos vagos, apagados e
indefinidos que llegaban hasta mí a través de las pausas de la
tormenta. Dominado por una intensa sensación de horror,
inexplicable e insufrible me vestí de prisa (pues sentía que no iba a
serme posible dormir en toda la noche) y procuré, andando a
grandes pasos por la habitación, salir del estado lamentable en que
estaba sumido.
Apenas había dado así unas vueltas, cuando un paso ligero por una
escalera cercana atrajo mi atención. Reconocí muy pronto que era
el paso de Usher. Un instante después llamó suavemente en mi
puerta y entró, llevando una lámpara. Su cara era, como de
costumbre, de una palidez cadavérica; pero había, además, en sus
ojos una especie de loca hilaridad, y en todo su porte, una histeria
evidentemente contenida. Su aspecto me aterró; pero todo era
preferible a la soledad que había yo soportado tanto tiempo, y acogí
su presencia como un alivio.
—¿Y usted no ha visto esto?—dijo él bruscamente, después de
permanecer algunos momentos en silencio mirándome—. ¿No ha
visto usted esto? ¡Pues espere! Lo verá.
Mientras hablaba así, y habiendo resguardado cuidadosamente su
lámpara, se precipitó hacia una de las ventanas y la abrió de par en
par a la tormenta.
La impetuosa furia de la ráfaga nos levantó casi del suelo. Era, en
verdad, una noche tempestuosa; pero espantosamente bella, de
una rareza singular en su terror y en su belleza. Un remolino había
concentrado su fuerza en nuestra proximidad, pues había cambios
frecuentes y violentos en la dirección del viento, y la excesiva
densidad de las nubes (tan bajas, que pasaban sobre las tordillas
de la casa) no nos impedía apreciar la viva velocidad con la cual
acudían unas contra otras desde todos los puntos, en vez de
perderse a distancia. Digo que su excesiva densidad no nos
impedía percibir aquello, y aun así, no divisábamos ni la luna ni las
estrellas, ni relámpago alguno proyectaba su resplandor. Pero las
superficies inferiores de aquellas vastas masas de agitado vapor, lo
mismo que todos los objetos terrestres muy cerca alrededor
nuestro, reflejaban la claridad sobrenatural de una emanación
gaseosa que se cernía sobre la casa y la envolvía en una mortaja
luminosa y bien visible.
—¡No debe usted, no contemplará usted esto! —dije, temblando, a
Usher, y le llevé con suave violencia desde la ventana a una silla—.
Esas apariciones que le trastornan son simples fenómenos
eléctricos, nada raros, o puede que tengan su horrible origen en los
fétidos miasmas del estanque. Cerremos esta ventana; el aire es
helado y peligroso para su organismo. Aquí tiene usted una de sus
novelas favoritas. Leeré, y usted escuchará: y así pasaremos esta
terrible noche, juntos.
El antiguo volumen que había yo cogido era el Mad Trist, de sir
Launcelot Canning; pero lo había llamado el libro favorito de Usher
por triste chanza, pues, en verdad, con su tosca y pobre prolijidad,
poco atractivo podía ofrecer para la elevada y espiritual idealidad de
mi amigo. Era, sin embargo, el único libro que tenía inmediatamente
a mano, y me entregué a la vaga esperanza de que la excitación
que agitaba al hipocondríaco podría hallar alivio (pues la historia de
los trastornos mentales está llena de anomalías semejantes) hasta
en la exageración de las locuras que iba yo a leerle. A juzgar por el
gesto de predominante y ardiente interés con que escuchaba o
aparentaba escuchar las frases de la narración, hubiese podido
congratularme del éxito de mi propósito.
Había llegado a esa parte tan conocida de la historia en que
Ethelredo, el héroe del Trist, habiendo intentado en vano penetrar
pacíficamente en la mora da del ermitaño, se decide a entrar por la
fuerza. Aquí, como se recordará, dice lo siguiente la narración:
"Y Ethelredo que era por naturaleza de valeroso corazón, y que
ahora sentíase, además, muy fuerte, gracias a la potencia del vino
que había bebido no esperó más tiempo para hablar con el ermitaño
quien tenía de veras el ánimo propenso a la obstinación y a la
malicia; pero, sintiendo la lluvia sobre sus hombros y temiendo el
desencadenamiento de la tempestad, levantó su maza, y con unos
golpe abrió pronto un camino, a través de las tablas de la puerta, a
su mano enguantada de hierro; y entonces tirando con ella
vigorosamente hacia sí, hizo crujir, hundirse y saltar todo en
pedazos, de tal modo, que el ruido de la madera seca y sonando a
hueco repercutió de una parte a otra de la selva."
Al final de esta frase me estremecí e hice un pausa, pues me había
parecido (aunque pensé e seguida que mi excitada imaginación me
engañaba) que de una parte muy alejada de la mansión llegaba
confuso a mis oídos un ruido que se hubiera dicho, a causa de su
exacta semejanza de tono, el eco (pero sofocado y sordo,
ciertamente de aquel ruido real de crujido y de arrancamiento
descrito con tanto detalle por sir Launcelot. Era sin duda, la única
coincidencia lo que había atraído tan sólo mi atención, pues entre el
golpeteo de las hojas de las ventanas y los ruidos mezclados de la
tempestad creciente, el sonido en sí mismo no tenía, de seguro,
nada que pudiera intrigarme o turbarme.
Continué la narración:
"Pero el buen campeón Ethelredo, franqueando entonces la puerta,
se sintió dolorosamente furioso y asombrado al no percibir rastro
alguno del malicioso ermitaño, sino, en su lugar, un dragón de una
apariencia fenomenal y escamosa, con una lengua de fuego, y que
estaba de centinela ante un palacio de oro, con el suelo de plata, y
sobre el muro aparecía colgado un escudo brillante de bronce, con
esta leyenda encima:
El que entre aquí, vencedor será;
el que mate al dragón, el escudo ganará.
"Ethelredo levantó su maza y golpeó sobre la cabeza del dragón,
que cayó ante él y exhaló su aliento pestilente con un ruido tan
horrendo, áspero y penetrante a la vez, que Ethelredo tuvo que
taparse los oídos con las manos para resistir aquel terrible
estruendo como no lo había él oído nunca antes."
Aquí hice de súbito una nueva pausa, y ahora con una sensación de
violento asombro, pues no cabía duda de que había yo oído esta
vez (érame imposible decir de qué dirección venía) un ruido débil y
como lejano, pero áspero, prolongado, singularmente agudo y
chirriante, la contrapartida exacta del rito sobrenatural del dragón
descrito por el novelista y tal cual mi imaginación se lo había ya
figurado.
Oprimido como lo estaba, sin duda, por aquella segunda y muy
extraordinaria coincidencia, por mil sensaciones contradictorias,
entre las cuales predominaban un asombro y un terror extremos,
conservé, empero, la suficiente presencia de ánimo para tener
cuidado de no excitar con una observación cualquiera la
sensibilidad nerviosa de mi compañero. No estaba seguro en
absoluto de que él hubiera notado los ruidos en cuestión, siquiera, a
no dudar, una extraña alteración habíase manifestado, desde hacía
unos minutos, en su actitud. De su posición primera enfrente de mí
había él hecho girar gradualmente su silla de modo a encontrarse
sentado con la cara vuelta hacia la puerta de la habitación; así, sólo
podía yo ver parte de sus rasgos, aunque noté que sus labios
temblaban como si dejasen escapar un murmullo inaudible. Su
cabeza estaba caída sobre su pecho, y, no obstante, yo sabía que
no estaba dormido, pues el ojo que entreveía de perfil permanecía
abierto y fijo. Además, el movimiento de su cuerpo contradecía
también aquella idea, pues se balanceaba con suave, pero
constante y uniforme oscilación. Noté, desde luego, todo eso, y
reanudé el relato de sir Launcelot, que continuaba así:
"Y ahora el campeón, habiendo escapado de la terrible furia del
dragón, y recordando el escudo de bronce, y que el encantamiento
que sobre él pesaba estaba roto, apartó la masa muerta de delante
de su camino y avanzó valientemente por el suelo de plata del
castillo hacia el sitio del muro de donde colgaba el escudo; el cual,
en verdad, no esperó a que estuviese él muy cerca, sino que cayó a
sus pies sobre el pavimento de plata, con un pesado y terrible ruido.
"
Apenas habían pasado entre mis labios estas últimas sílabas, y
como si en realidad hubiera caído en aquel momento un escudo de
bronce pesadamente sobre un suelo de plata, oí el eco claro,
profundo, metálico, resonante, si bien sordo en apariencia. Excitado
a más no poder, salté sobre mis pies, en tanto que Usher no había
interrumpido su balanceo acompasado.
Sus ojos estaban fijos ante sí, y toda su fisonomía, contraída por
una pétrea rigidez. Pero cuando puse la mano sobre su hombro, un
fuerte estremecimiento recorrió toda su ser, una débil sonrisa
tembló sobre sus labios, y vi que hablaba con un murmullo
apagado, rápido y balbuciente, como si no se diera cuenta de mi
presencia. Inclinándome sobre él, absorbí al fin el horrendo
significado de sus palabras
—¿No oye usted? Sí, yo oigo, y he oído. Durante mucho, mucho
tiempo, muchos minutos, muchas horas, muchos días, he oído; pero
no me atrevía. ¡Oh, piedad para mí, mísero desdichado que soy!
¡No me atrevía, no me atrevía a hablar! ¡La hemos metido viva en la
tumba! ¿No le he dicho que mis sentidos están agudizados? Le digo
ahora que he oído sus primeros débiles movimientos dentro del
ataúd. Los he oído hace muchos, muchos días, y, sin embargo, ¡no
me atreví a hablar! Y ahora, esta noche, Ethelredo, ¡ja, ja! ¡La
puerta del ermitaño rota, el grito de muerte del dragón y el
estruendo del escudo, diga usted mejor el arrancamiento de su
féretro, y el chirrido de los goznes de hierro de su prisión, y su lucha
dentro de la bóveda de cobre! ¡Oh! ¿Adónde huir? ¿No estará ella
aquí en seguida? ¿No va a aparecer para reprocharme mi
precipitación? ¿No he oído su paso en la escalera? ¿No percibo el
pesado y horrible latir de su corazón? ¡Insensato!—y en ese
momento se alzó furiosamente de puntillas y aulló sus sílabas como
si en aquel esfuerzo exhalase su alma—: Insensato. ¡Le digo a
usted que ella está ahora detrás de la puerta!
En el mismo instante, como si la energía sobrehumana de sus
palabras hubiese adquirido la potencia de un hechizo, las grandes y
antiguas hojas que él señalaba entreabrieron pausadamente sus
pesadas mandíbulas de ébano. Era aquello obra de una furiosa
ráfaga, pero en el marco de aquella puerta estaba entonces la alta y
amortajada figura de lady Madeline de Usher. Había sangre sobre
su blanco ropaje, y toda su demacrada persona mostraba las
señales evidentes de una enconada lucha. Durante un momento
permaneció trémula y vacilante sobre el umbral; luego, con un grito
apagado y quejumbroso, cayó a plomo hacia adelante sobre su
hermano, y en su violenta y ahora definitiva agonía le arrastró al
suelo, ya cadáver y víctima de sus terrores anticipados.
Huí de aquella habitación y de aquella mansión, horrorizado. La
tempestad se desencadenaba aún en toda su furia cuando franqueé
la vieja calzada. De pronto una luz intensa se proyectó sobre el
camino y me volví para ver dónde podía brotar claridad tan singular,
pues sólo tenía a mi espalda la vasta mansión y sus sombras. La
irradiación provenía de la luna llena, que se ponía entre un rojo de
sangre, y que ahora brillaba con viveza a través de aquella grieta
antes apenas visible, y que, como ya he dicho al principio, se
extendía, zigzagueando, desde el tejado del edificio hasta la base.
Mientras la examinaba, aquella grieta se ensanchó con rapidez;
hubo de nuevo una impetuosa ráfaga, un remolino; el disco entero
del satélite estalló de repente ante mi vista; mi cerebro se alteró
cuando vi los pesados muros desplomarse, partidos en dos; resonó
un largo y tumultuoso estruendo, como la voz de mil cataratas, y el
estanque profundo y fétido, situado a mis pies, se cerró tétrica y
silenciosamente sobre los restos de la Casa de Usher.
FIN
NOTAS.-
(1) Hastiado. En francés en el original.
(2) Watson, Percival, Spallanzani, y en particular el obispo de Landaff.
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