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AUTOR DE TIEMPOS PASADOS

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sábado, 12 de julio de 2008

parte 2ª -- 1984 -- GEORGE ORWEL

parte 2ª -- 1984 -- GEORGE ORWEL
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Parte segunda

I


A media mañana, Winston salió de su cabina para ir a los lavabos.
Una figura solitaria avanzaba hacia él desde el otro extremo del largo pasillo brillantemente iluminado. Era la muchacha morena. Habían pasado cuatro días desde la tarde en que se la había encontrado cerca de la tienda. Al acercarse, vio Winston que la joven llevaba en cabestrillo el brazo derecho. De lejos no se había fijado en ello porque las vendas tenían el mismo color que el «mono». Probablemente, se habría aplastado la mano para hacer girar uno de los grandes cali-doscopios donde se fabricaban los argumentos de las novelas. Era un accidente que ocurría con frecuencia en el Departamento de Novela.
Estaban separados todavía por cuatro metros cuando la joven dio un traspié y se cayó de cara al suelo exhalando un grito de dolor. Por lo visto, había caído sobre el brazo heri do. Winston se paró en seco. La muchacha logró ponerse de rodillas. Tenía la cara muy pálida y los labios, por contraste, más rojos que nunca. Clavó los ojos en Winston con una expresión desolada que más parecía de miedo que de dolor.
Una curiosa emoción conmovió a Winston. Frente a él tenía a la enemiga que procuraba su muerte. Frente a él, también, había una criatura humana que sufría y que quizás se hubiera parti-do el hueso de la nariz. Se acercó a ella instintivamente, para ayudarla. Winston había sentido el dolor de ella en su propio cuerpo al verla caer con el brazo vendado.
-¿Estás herida? -le dijo.
-No es nada. El brazo. Estaré bien en seguida.
Hablaba como si le saltara el corazón. Estaba temblando y palidísima.
-¿No te has roto nada?
-No, estoy bien. Me dolió un momento nada más.
Le tendió a Winston su mano libre y él la ayudó a levantarse Le había vuelto algo de color y parecía hallarse mucho mejor.
-No ha sido nada -repitió poco después-. Lo que me dolió fue la muñeca. ¡Gracias, camarada!
Y sin más, continuó en la dirección que traía con paso tan vivo como si realmente no le hubiera sucedido nada. El incidente no había durado más de medio minuto. Era un hábito adquirido por instinto ocultar los sentimientos, y además cuando ocurrió aquello se hallaban exactamente de-lante de una telepantalla. Sin embargo, a Winston le había sido muy difícil no traicionarse y ma-nifestar una sorpresa momentánea, pues en los dos o tres segundos en que ayudó a la joven a le-vantarse, ésta le había deslizado algo en la mano. Evidentemente, lo había hecho a propósito. Era un pequeño papel doblado. Al pasar por la puerta de los lavabos, se lo metió en el bolsillo.
Mientras estuvo en el urinario, se las arregló para desdoblarlo dentro del bolsillo. Desde luego, tenía que haber algún mensaje en ese papel. Estuvo tentado de entrar en uno de los waters y leer-lo allí. Pero eso habría sido una locura. En ningún sitio vigilaban las telepantallas con más interés que en los retretes.
Volvió a su cabina; sentóse, arrojó el pedazo de papel entre los demás de encima de la mesa, se puso las gafas y se acercó al hablescribe. «¡Todavía cinco minutos! -se dijo a sí mismo-, ¡por lo menos cinco minutos!» Le galopaba el corazón en el pecho con aterradora velocidad. Afortuna-damente, el trabajo que estaba realizando era de simple rutina -la rectificación de una larga lista de números- y no necesitaba fijar la atención.
Las palabras contenidas en el papel tendrían con toda seguridad un significado político. Había dos posibilidades, calculaba Winston. Una, la más probable, era que la chica fuera un agente de la Policía del Pensamiento, como él temía. No sabía por qué empleaba la Policía del Pensamiento ese procedimiento para entregar sus mensajes, pero podía tener sus razones para ello. Lo escrito en el papel podía ser una amenaza, una orden de suicidarse, una trampa... Pero había otra posibi-lidad, aunque Winston trataba de convencerse de que era una locura: que este mensaje no viniera de la Policía del Pensamiento, sino de alguna organización clandestina. ¡Quizás existiera una Hermandad! ¡Quizás fuera aquella muchacha uno de sus miembros! La idea era absurda, pero se le había ocurrido en el mismo instante en que sintió el roce del papel en su mano. Hasta unos mi-nutos después no pensó en la otra posibilidad, mucho más sensata. E incluso ahora, aunque su cabeza le decía que el mensaje significaría probablemente la muerte, no acababa de creerlo y persistía en él la disparatada esperanza. Le latía el corazón y le costaba un gran esfuerzo conse-guir que no le temblara la voz mientras murmuraba las cantidades en el hablescribe.
Cuando terminó, hizo un rollo con sus papeles y los introdujo en el tubo neumático. Habían pa-sado ocho minutos. Se ajustó las gafas sobre la nariz, suspiró y se acercó el otro montón de hojas que había de examinar. Encima estaba el papelito doblado. Lo desdobló; en él había escritas es-tas palabras con letra impersonal:

Te quiero.

Winston se quedó tan estupefacto que ni siquiera tiró aquella prueba delictiva en el «agujero de la memoria». Cuando por fin, reaccionando, se dispuso a hacerlo, aunque sabía muy bien cuánto peligro había en manifestar demasiado interés por algún papel escrito, volvió a leerlo antes para convencerse de que no había soñado.
Durante el resto de la mañana, le fue muy difícil trabajar. Peor aún que fijar su mente sobre las tareas habituales, era la necesidad de ocultarle a la telepantalla su agitación interior. Sintió como si le quemara un fuego en el estómago. La comida en la atestada y ruidosa cantina le resultó un tormento. Había esperado hallarse un rato solo durante el almuerzo, pero tuvo la mala suerte de que el imbécil de Parsons se le colocara a su lado y le soltara una interminable sarta de tonterías sobre los preparativos para la Semana del Odio. Lo que más le entusiasmaba a aquel simple era un modelo en cartón de la cabeza del Gran Hermano, de dos metros de anchura, que estaban pre-parando en el grupo de Espías al que pertenecía la niña de Parsons. Lo más irritante era que Winston apenas podía oír lo que decía Parsons y tenía que rogarle constantemente que repitiera las estupideces que acababa de decir. Por un momento, divisó a la chica morena, que estaba en una mesa con otras dos compañeras al otro extremo de la estancia. Pareció no verle y él no vol-vió a mirar en aquella dirección.
La tarde fue más soportable. Después de comer recibió un delicado y difícil trabajo que le había de ocupar varias horas y acaparar su atención. Consistía en falsificar una serie de informes de producción de dos años antes con objeto de desacreditar a un prominente miembro del Partido Interior que empezaba a estar mal visto. Winston servía para estas cosas y durante más de dos horas logró apartar a la joven de su mente. Entonces le volvió el recuerdo de su cara y sintió un rabioso e intolerable deseo de estar solo. Porque necesitaba la soledad para pensar a fondo en sus nuevas circunstancias. Aquella noche era una de las elegidas por el Centro Comunal para sus reuniones. Tomó una cena temprana -otra insípida comida- en la cantina, se marchó al Centro a toda prisa, participó en las solemnes tonterías de un «grupo de polemistas», jugó dos veces al tenis de mesa, se tragó varios vasos de ginebra y soportó durante una hora la conferencia titulada «Los principios de Ingsoc en el juego de ajedrez». Su alma se retorcía de puro aburrimiento, pero por primera vez no sintió el menor impulso de evitarse una tarde en el Centro. A la vista de las palabras Te quiero, el deseo de seguir viviendo le dominaba y parecía tonto exponerse a correr unos riesgos que podían evitarse tan fácilmente. Hasta las veintitrés, cuando ya estaba acostado -en la oscuridad, donde estaba uno libre hasta de la telepantalla con tal de no hacer ningún ruido- no pudo dejar fluir libremente sus pensamientos.
Se trataba de un problema físico que había de ser resuelto: cómo ponerse en relación con la muchacha y preparar una cita. No creía ya posible que la joven le estuviera tendiendo una tram-pa. Estaba seguro de que no era así por la inconfundible agitación que ella no había podido ocul-tar al entregarle el papelito. Era evidente que estaba asustadísima, y con motivo sobrado. A Winston no le pasó siquiera por la cabeza la idea de rechazar a la muchacha. Sólo hacía cinco noches que se había propuesto romperle el cráneo con una piedra. Pero lo mismo daba. Ahora se la imaginaba desnuda como la había visto en su ensueño. Se la había figurado idiota como las demás, con la cabeza llena de mentiras y de odios y el vientre helado. Una angustia febril se apo-deró de él al pensar que pudiera perderla, que aquel cuerpo blanco y juvenil se le escapara. Lo que más temía era que la muchacha cambiase de idea si no se ponía en relación con ella rápidamente. Pero la dificultad física de esta aproximación era enorme. Resultaba tan difícil como in-tentar un movimiento en el juego de ajedrez cuando ya le han dado a uno el mate. Adondequiera que fuera uno, allí estaba la telepantalla. Todos los medios posibles para comunicarse con la jo-ven se le ocurrieron a Winston a los cinco minutos de leer la nota; pero una vez acostado y con tiempo para pensar bien, los fue analizando uno a uno como si tuviera esparcidas en una mesa una fila de herramientas para probarlas.
Desde luego, la clase de encuentro de aquella mañana no podía repetirse. Si ella hubiera traba-jado en el Departamento de Registro, habría sido muy sencillo, pero Winston tenía una idea muy remota de dónde estaba el Departamento de Novela en el edificio del Ministerio y no tenía pre-texto alguno para ir allí. Si hubiera sabido dónde vivía y a qué hora salía del trabajo, se las habría arreglado para hacerse el encontradizo; pero no era prudente seguirla a casa ya que esto suponía esperarla delante del Ministerio a la salida, lo cual llamaría la atención indefectiblemente. En cuanto a mandar una carta por correo, sería una locura. Ni siquiera se ocultaba que todas las car-tas se abrían, por lo cual casi nadie escribía ya cartas. Para los mensajes que se necesitaba man-dar, había tarjetas impresas con largas listas de frases y se escogía la más adecuada borrando las demás. En todo caso, no sólo ignoraba la dirección de la muchacha, sino incluso su nombre. Fi-nalmente, decidió que el.sitio más seguro era la cantina. Si pudiera ocupar una mesa junto a la de ella hacia la mitad del local, no demasiado cerca de la telepantalla y con el zumbido de las con-versaciones alrededor, le bastaba con treinta segundos para ponerse de acuerdo con ella.
Durante una semana después, la vida fue para Winston como una pesadilla. Al día siguiente, la joven no apareció por la cantina hasta el momento en que él se marchaba cuando ya había sona-do la sirena. Seguramente, la habían cambiado a otro turno. Se cruzaron sin mirarse. Al día si-guiente, estuvo ella en la cantina a la hora de costumbre, pero con otras tres chicas y debajo de una telepantalla. Pasaron tres días insoportables para Winston, en que no la vio en la cantina. Tanto su espíritu como su cuerpo habían adquirido una hipersensibilidad que casi le imposibili-taba para hablar y moverse. Incluso en sueños no podía librarse por completo de aquella imagen. Durante aquellos días no abrió su Diario. El único alivio lo encontraba en el trabajo; entonces conseguía olvidarla durante diez minutos seguidos. No tenía ni la menor idea de lo que pudiera haberle ocurrido y no había que pensar en hacer una investigación. Quizá-la hubieran vaporizado, quizá se hubiera suicidado o, a lo mejor, la habían trasladado al otro extremo de Oceanía.
La posibilidad a la vez mejor y peor de todas era que la joven, sencillamente, hubiera cambiado de idea y le rehuyera.
Pero al día siguiente reapareció. Ya no traía el brazo en cabestrillo; sólo una protección de yeso alrededor de la muñeca. El alivio que sintió al verla de nuevo fue tan grande que no pudo evitar mirarla directamente durante varios segundos. Al día siguiente, casi logró hablar con ella. Cuan-do Winston llegó a la cantina, la encontró sentada a una mesa muy alejada de la pared. Estaba completamente sola. Era temprano y había poca gente. La cola avanzó hasta que Winston se en-contró casi junto al mostrador, pero se detuvo allí unos dos minutos a causa de que alguien se quejaba de no haber recibido su pastilla de sacarina. Pero la muchacha seguía sola cuando Wins-ton tuvo ya servida su bandeja y avanzaba hacia ella. Lo hizo como por casualidad fingiendo que buscaba un sitio más allá de donde se encontraba la joven. Estaban separados todavía unos tres metros. Bastaban dos segundos para reunirse, pero entonces sonó una voz detrás de él: «¡Smith!». Winston hizo como que no oía. Entonces la voz repitió más alto: «¡Smith!». Era inútil hacerse el tonto. Se volvió. Un muchacho llamado Wilsher, a quien apenas conocía Winston, le invitaba sonriente a sentarse en un sitio vacío junto a él. No era prudente rechazar esta invitación. Después de haber sido reconocido, no podía ir a sentarse junto a una muchacha sola. Quedaría demasiado en evidencia. Haciendo de tripas corazón, le sonrió amablemente al muchacho, que le miraba con un rostro beatífico. Winston, como en una alucinación, se veía a sí mismo partiéndole la cara a aquel estúpido con un hacha. La mesa donde estaba ella se llenó a los pocos minutos.
Por lo menos, la joven tenía que haberlo visto ir hacia ella y se habría dado cuenta de su inten-ción. Al día siguiente, tuvo buen cuidado de llegar temprano. Allí estaba ella, exactamente, en la misma mesa y otra vez sola. La persona que precedía a Winston en la cola era un hombrecillo nervioso con una cara aplastada y ojos suspicaces. Al alejarse Winston del mostrador, vio que aquel hombre se dirigía hacia la mesa de ella. Sus esperanzas se vinieron abajo. Había un sitio vacío una mesa más allá, pero algo en el aspecto de aquel tipejo le convenció a Winston de que éste no se instalaría en la mesa donde no había nadie para evitarse la molestia de verse obligado a soportar a los desconocidos que luego se quisieran sentar allí. Con verdadera angustia, lo siguió Winston. De nada le serviría sentarse con ella si alguien más los acompañaba. En aquel momen-to, hubo un ruido tremendo. El hombrecillo se había caído de bruces y la bandeja salió volando derramándose la sopa y el café. Se puso en pie y miró ferozmente a Winston. Evidentemente, sospechaba que éste le había puesto la zancadilla. Pero daba lo mismo porque poco después, con el corazón galopándole, se instalaba Winston junto a la muchacha.
No la miró. Colocó en la mesa el contenido de su bandeja y empezó a comer. Era importantí-simo hablar en seguida antes de que alguna otra persona se uniera a ellos. Pero le invadía un miedo terrible. Había pasado una semana desde ' que la joven se había acercado a él. Podía haber cambiado de idea, es decir, tenía que haber cambiado de idea. Era imposible que este asunto ter-minara felizmente; estas cosas no suceden en la vida real, y probablemente no habría llegado a hablarle si en aquel momento no hubiera visto a Ampleforth, el poeta de orejas velludas, que an-daba de un lado a otro buscando sitio. Era seguro que Àmpleforth, que conocía bastante a Wins-ton, se sentaría en su mesa en cuanto lo viera. Tenía, pues, un minuto para actuar. Tanto él como la muchacha comían rápidamente. Era una especie de guiso muy caldoso de habas. En voz muy baja, empezó Winston a hablar. No se miraban. Se llevaban a la boca la comida y entre cuchara-da y cucharada se decían las palabras indispensables en voz bajá e inexpresiva.
-¿A qué hora sales del trabajo?
-Dieciocho treinta.
-¿Dónde podemos vernos?
-En la Plaza de la Victoria, cerca del Monumento.
-Hay muchas telepantallas allí.
-No importa, porque hay mucha circulación.
-¿Alguna señal?
-No. No te acerques hasta que no me veas entre mucha gente. Y no me mires. Sigue andando cerca de mí.
-¿A qué hora?
-A las diecinueve.
-Muy bien.
Ampleforth no vio a Winston y se sentó en otra mesa. No volvieron a hablar y, en lo humana-mente posible entre dos personas sentadas una frente a otra y en la misma mesa, no se miraban. La joven acabó de comer a toda velocidad y se marchó. Winston se quedó fumando un cigarrillo.
Antes de la hora convenida estaba Winston en la Plaza de la Victoria. Dio vueltas en torno a la enorme columna en lo alto de la cual la estatua del Gran Hermano miraba hacia el Sur, hacia los cielos donde había vencido a los aviones eurasiáticos (pocos años antes, los vencidos fueron los aviones de Asia Oriental), en la batalla de la Primera Franja Aérea. En la calle de enfrente había una estatua ecuestre cuyo jinete representaba, según decían, a Oliver Cromwell. Cinco minutos después de la hora que fijaron, aún no se había presentado la muchacha. Otra vez le entró a Winston un gran pánico. ¡No venía! ¡Había cambiado de idea! Se dirigió lentamente hacia el nor-te de la plaza y tuvo el placer de identificar la iglesia de San Martín, cuyas campanas -cuando existían- habían cantado aquello de «me debes tres peniques». Entonces vio a la chica parada al pie del monumento, leyendo o fingiendo que leía un cartel arrollado a la columna en espiral. No era prudente acercarse a ella hasta que se hubiera acumulado más gente. Había telepantallas en todo el contorno del monumento. Pero en aquel mismo momento se produjo una gran gritería y el ruido de unos vehículos pesados que venían por la izquierda. De pronto, todos cruzaron co-rriendo la plaza. La joven dio la vuelta ágilmente junto a los leones que formaban la base del monumento y se unió a la desbandada. Winston la siguió. Al correr, le oyó decir a alguien que un convoy de prisioneros eurasiáticos pasaba por allí cerca.
Una densa masa de gente bloqueaba el lado sur de la plaza. Winston, que normalmente era de esas personas que rehuyen todas las aglomeraciones, se esforzaba esta vez, a codazos y empujo-nes, en abrirse paso hasta el centro de la multitud. Pronto estuvo a un paso de la joven, pero entre los dos había un corpulento prole y una mujer casi tan enorme como él, seguramente su esposa. Entre los dos parecían formar un impenetrable muro de carne. Winston se fue metiendo de lado y, con un violento empujón, logró meter entre la pareja su hombro. Por un instante creyó que se le deshacían las entrañas aplastadas entre las dos caderas forzudas. Pero, con un esfuerzo supre-mo, sudoroso, consiguió hallarse por fin junto a la chica. Estaban hombro con hombro y ambos miraban fijamente frente a ellos.
Una caravana de camiones, con soldados de cara pétrea armados con fusiles ametralladoras, pasaban calle abajo. En los camiones, unos hombres pequeños de tez amarilla y harapientos uni-formes verdosos formaban una masa compacta tan apretados como iban. Sus tristes caras mongó-licas miraban a la gente sin la menor curiosidad. De vez en cuando se oían ruidos metálicos al dar un brinco alguno de los camiones. Este ruido lo producían los grilletes que llevaban los pri-sioneros en los pies. Pasaron muchos camiones con la misma carga y los mismos rostros indife-rentes. Winston conocía de sobra el contenido, pero sólo podía verlos intermitentemente. La mu-chacha apoyaba el hombro y el brazo derecho, hasta el codo, contra el costado de Winston. Sus mejillas estaban tan próximas que casi se tocaban. Ella se había puesto inmediatamente a tono con la situación lo mismo que lo había hecho en la cantina. Empezó a hablar con la misma voz inexpresiva, moviendo apenas los labios. Era un leve murmullo apagado por las voces y el es-truendo del desfile.
-¿Me oyes?
-Sí.
-¿Puedes salir el domingo?
-Sí.

-Entonces escucha bien. No lo olvides. Irás a la estación de Paddington...
Con una precisión casi militar que asombró a Winston, la chica le fue describiendo la ruta que había de seguir: un viaje de media hora en tren; torcer luego a la izquierda al salir de la estación; después de dos kilómetros por carretera y, al llegar a un portillo al que le faltaba una barra, entrar por él y seguir por aquel sendero cruzando hasta una extensión de césped; de allí partía una vere-da entre arbustos; por fin, un árbol derribado y cubierto de musgo. Era como si tuviese un mapa dentro de la cabeza.
-¿Te acordarás? -murmuró al terminar sus indicaciones.
-Sí.
Tuerces a la izquierda, luego a la derecha y otra vez a la izquierda. Y al portillo le falta una ba-rra.
-Sí. ¿A qué hora?
-Hacia las quince. A lo mejor tienes que esperar. Yo llegaré por otro camino. ¿Te acordarás bien de todo?
-Sí.
Entonces, márchate de mi lado lo más pronto que puedas. No necesitaba habérselo dicho. Pero, por lo pronto, no se podía mover. Los camiones no dejaban de pasar y la gente no se cansaba de expresar su entusiasmo. Aunque es verdad que solamente lo expresaban abriendo la boca en se-ñal de estupefacción. Al principio había habido algunos abucheos y silbidos, pero procedían sólo de los miembros del Partido y pronto cesaron. La emoción dominante era sólo la curiosidad. Los extranjeros, ya fueran de Eurasia o de Asia Oriental, eran como animales raros. No había manera de verlos, sino como prisioneros; e incluso como prisioneros no era posible verlos más que unos segundos. Tampoco se sabía qué hacían con ellos aparte de los ejecutados públicamente como criminales de guerra. Los demás se esfumaban, seguramente en los campos de trabajos forzados. Los redondos rostros mongólicos habían dejado paso a los de tipo más europeo, sucios, barbudos y exhaustos. Por encima de los salientes pómulos, los ojos de algunos miraban a los de Winston con una extraña intensidad y pasaban al instante. El convoy se estaba terminando. En el último camión vio Winston a un anciano con la cara casi oculta por una masa de cabello, muy erguido y con los puños cruzados sobre el pecho. Daba la sensación de estar acostumbrado a que lo ataran. Era imprescindible que Winston y la chica se separaran ya. Pero en el último momento, mientras que la multitud los seguía apretando el uno contra el otro, ella le cogió la mano y se la estrechó.
No habría durado aquello más de diez segundos y, sin embargo, parecía que sus manos habían estado unidas durante una eternidad. Por lo menos, tuvo Winston tiempo sobra do para aprender-se de memoria todos los detalles de aquella mano de mujer. Exploró sus largos dedos, sus uñas bien formadas, la palma endurecida por el trabajo con varios callos y la suavidad de la carne jun-to a la muñeca. Sólo con verla la habría reconocido entre todas las manos. En ese instante se le ocurrió que no sabía de qué color tenía ella los ojos. Probablemente, castaños, pero también es verdad que mucha gente de cabello negro tienen ojos azules. Volver la cabeza y mirarla hubiera sido una imperdonable locura. Mientras había durado aquel apretón de manos invisible entre la presión de tanta gente, miraban ambos impasibles adelante y Winston, en vez de los ojos de ella, contempló los del anciano prisionero que lo miraban con tristeza por entre sus greñas de pelo.

II

Winston emprendió la marcha por el campo. El aire parecía besar la piel. Era el segundo día de mayo. Del corazón del bosque venía el arrullo de las palomas. Era un poco pronto. El viaje no le había presentado dificultades y la muchacha era tan experimentada que le infundía a Winston una gran seguridad. Confiaba en que ella sabría escoger un sitio seguro. En general, no podía de-cirse que se estuviera más seguro en el campo que en Londres. Desde luego, no había telepanta-llas, pero siempre quedaba el peligro de los micrófonos ocultos que recogían vuestra voz y la re-conocían. Además, no era fácil viajar individualmente sin llamar la atención. Para distancias de menos de cien kilómetros no se exigía visar los pasaportes, pero a veces vigilaban patrullas alre-dedor de las estaciones de ferrocarril y examinaban los documentos de todo miembro del Partido al que encontraran y le hacían difíciles preguntas. Sin embargo, Winston tuvo la suerte de no en-contrar patrullas y desde que salió de la estación se aseguró, mirando de vez en cuando cauta-mente hacia atrás, de que no lo seguían. El tren iba lleno de proles con aire de vacaciones, quizá porque el tiempo parecía de verano. El vagón en que viajaba Winston llevaba asientos de madera y su compartimiento estaba ocupado casi por completo con una única familia, desde la abuela, muy vieja y sin dientes, hasta un niño de un mes. Iban a pasar la tarde con unos parientes en el campo y, como le explicaron con toda libertad a Winston, para adquirir un poco de mantequilla en el mercado negro.
Por fin, llegó a la vereda que le había dicho ella y siguió por allí entre los arbustos. No tenía re-loj, pero no podían ser todavía las quince. Había tantas flores silvestres, que le era imposible no pisarlas. Se arrodilló y empezó a coger algunas, en parte por echar algún tiempo fuera y también con la vaga idea de reunir un ramillete para ofrecérselo a la muchacha. Pronto formó un gran ra-mo y estaba oliendo su enfermizo aroma cuando se quedó helado al oír el inconfundible crujido de unos pasos tras él sobre las ramas secas. Siguió cogiendo florecillas. Era lo mejor que podía hacer. Quizá fuese la chica, pero también pudieran haberlo seguido. Mirar para atrás era mostrar-se culpable. Todavía le dio tiempo de coger dos flores más. Una mano se le posó levemente so-bre el hombro.
Levantó la cabeza. Era la muchacha. Ésta volvió la cabeza para prevenirle de que siguiera ca-llado, luego apartó las ramas de los arbustos para abrir paso hacia el bosque. Era evidente que había estado allí antes, pues sus movimientos eran los de una persona que tiene la costumbre de ir siempre por el mismo sitio. Winston la siguió sin soltar su ramo de flores. Su primera sensa-ción fue de alivio, pero mientras contemplaba el cuerpo femenino, esbelto y fuerte a la vez, que se movía ante él, y se fijaba en el ancho cinturón rojo, lo bastante apretado para hacer resaltar la curva de sus caderas, empezó a sentir su propia inferioridad. Incluso ahora le parecía muy proba-ble que cuando ella se volviera y lo mirara, lo abandonaría. La dulzura del aire y el verdor de las hojas lo hechizaban. Ya cuando venía de la estación, el sol de mayo le había hecho sentirse sucio y gastado, una criatura de puertas adentro que llevaba pegado a la piel el polvo de Londres. Se le ocurrió pensar que hasta ahora no lo había visto ella de cara a plena luz. Llegaron al árbol derri-bado del que la joven había hablado. Ésta saltó por encima del tronco y, separando las grandes matas que lo rodeaban, pasó a un pequeño claro. Winston, al seguirla, vio que el pequeño espacio estaba rodeado todo por arbustos y oculto por ellos. La muchacha se detuvo y, volviéndose hacia él, le dijo:
-Ya hemos llegado.
Winston se hallaba a varios pasos de ella. Aún no se atrevía a acercársele más.
-No quise hablar en la vereda prosiguió ella- por si acaso había algún micrófono escondido. No creo que lo haya, pero no es imposible. Siempre cabe la posibilidad de que uno de esos cerdos te reconozcan la voz. Aquí estamos bien.
Todavía le faltaba valor a Winston para acercarse a ella. Por eso, se limitó a repetir tontamente:
-¿Estamos bien aquí?
-Sí. Mira los árboles -eran unos arbolillos de ramas finísimas-. No hay nada lo bastante grande para ocultar un micro. Además, ya he estado aquí antes.
Sólo hablaban. Él se había decidido ya a acercarse más a ella. Sonriente, con cierta ironía en la expresión, la joven estaba muy derecha ante él como preguntándose por qué tardaba tanto en empezar. El ramo de flores silvestre se había caído al suelo. Winston le cogió la mano.
-¿Quieres creer -dijo- que hasta este momento no sabía de qué color tienes los ojos? -Eran cas-taños, bastante claros, con pestañas negras-. Ahora que me has visto a plena luz y cara a cara, ¿puedes soportar mi presencia?
-Sí, bastante bien.
-Tengo treinta y nueve años. Estoy casado y no me puedo librar de mi mujer. Tengo varices y cinco dientes postizos.
Todo eso no me importa en absoluto -dijo la muchacha.
Un instante después, sin saber cómo, se la encontró Winston en sus brazos. Al principio, su única sensación era de incredulidad. El juvenil cuerpo se apretaba contra el suyo y la masa de cabello negro le daba en la cara y, aunque le pareciera increíble, le acercaba su boca y él la besa-ba. Sí, estaba besando aquella boca grande y roja. Ella le echó los brazos al cuello y empezó a llamarle «querido, amor mío, precioso...». Winston la tendió en el suelo. Ella no se resistió; po-día hacer con ella lo que quisiera. Pero la verdad era que no sentía ningún impulso físico, ningu-na sensación aparte de la del abrazo. Le dominaban la incredulidad y el orgullo. Se alegraba de que esto ocurriera, pero no tenía deseo físico alguno. Era demasiado pronto. La juventud y la be-lleza de aquel cuerpo le habían asustado; estaba demasiado acostumbrado a vivir sin mujeres. Quizá fuera por alguna de estas razones o quizá por alguna otra desconocida. La joven se levantó y se sacudió del cabello una florecilla que se le había quedado prendida en él. Sentóse junto a él y le rodeó la cintura con su brazo.
-No te preocupes, querido, no hay prisa. Tenemos toda la tarde. ¿Verdad que es un escondite magnífico? Me perdí una vez en una excursión colectiva y descubrí este lugar. Si viniera alguien, lo oiríamos a cien metros.
-¿Cómo te llamas? -dijo Winston.
-Julia. Tu nombre ya lo conozco. Winston... Winston Smith.
-¿Cómo te enteraste?
-Creo que tengo más habilidad que tú para descubrir cosas, querido. Dime, ¿qué pensaste de mí antes de darte aquel papelito?
Winston no tuvo ni la menor tentación de mentirle. Era una especie de ofrenda amorosa empe-zar confesando lo peor.
-Te odiaba. Quería abusar de ti y luego asesinarte. Hace dos semanas pensé seriamente romper-te la cabeza con una piedra. Si quieres saberlo, te diré que te creía en relación con la Policía del Pensamiento.
La muchacha se reía encantada, tomando aquello como un piropo por lo bien que se había dis-frazado.
-¡La Policía del Pensamiento, qué ocurrencia! No es posible que lo creyeras.
Bueno, quizá no fuera exactamente eso. Pero, por tu aspecto... quizá por tu juventud y por lo saludable que eres; en fin, ya comprendes, creí que probablemente...
-Pensaste que era una excelente afiliada. Pura en palabras y en hechos. Estandartes, desfiles, consignas, excursiones colectivas y todo eso. Y creíste que a las primeras de cambio te denuncia-ría como criminal mental y haría que te mataran.
-Sí, algo .así. Ya sabes que muchas chicas son de ese modo.
-La culpa la tiene esa porquería -dijo Julia quitándose el cinturón rojo de la Liga Anti-Sex y ti-rándolo a una rama, donde quedó colgado. Luego, como si el tocarse la cintura le hubiera recor-dado algo, sacó del bolsillo de su «mono» una tableta de chocolate. La partió por la mitad y le dio a Winston uno de los pedazos. Antes de probarlo, ya sabía él por el olor que era un chocolate muy poco frecuente. Era oscuro y brillante, envuelto en papel de plata. El chocolate, corrientemente, era de un color castaño claro y desmigajaba con gran facilidad; y en cuanto a su sabor, era algo así como el del humo de la goma quemada. Pero alguna vez había probado chocolate como el que ella le daba ahora. Su aroma le había despertado recuerdos que no podía localizar, pero que lo turbaban intensamente.
-¿Dónde encontraste esto? dijo.
En el mercado negro -dijo ella con indiferencia- Yo me las arreglo bastante bien. Fui jefe de sección en los Espías. Trabajo voluntariamente tres tardes a la semana en la Liga juvenil Anti-Sex. Me he pasado horas y horas desfilando por Londres. Siempre soy yo la que lleva uno de los estandartes. Pongo muy buena cara y nunca intento librarme de una lata. Mi lema es «grita siem-pre con los demás». Es el único modo de estar seguros.
El primer trocito de chocolate se le había derretido a Winston en la lengua. Su sabor era deli-cioso. Pero le seguía rondando aquel recuerdo que no podía fijar, algo así como un objeto visto por el rabillo del ojo. Hizo por librarse de él quedándole la sensación de que se trataba de algo que él había hecho en tiempos y que hubiera preferido no haber hecho.
Eres muy joven -dijo-. Debes de ser unos diez o quince años más joven que yo. ¿Qué has podi-do ver en un hombre como yo que te haya atraído?
Algo en tu cara. Me decidí a arriesgarme. Conozco en seguida a la gente de la acera de enfren-te. En cuanto te vi supe que estabas contra ellos.
Ellos, por lo visto, quería decir el Partido, y sobre todo el Partido Interior, sobre el cual hablaba Julia con un odio manifiesto que intranquilizaba a Winston, aunque sabía que aquel sitio en que se hallaban era uno de los poquísimos lugares donde nada tenían que temer. Le asombraba la ru-deza con que hablaba Julia. Se suponía que los miembros del Partido no decían palabrotas, y el propio Winston apenas las decía como no fuera entre dientes. Sin embargo, Julia no podía nom-brar al Partido, especialmente al Partido Interior, sin usar palabras de esas que solían aparecer escritas con tiza en los callejones solitarios. A él no le disgustaba eso, puesto que era un síntoma de la rebelión de la joven contra el Partído y sus métodos. Y semejante actitud resultaba natural y saludable, como el estornudo de un caballo que huele mala avena. Habían salido del claro y pa-seaban por entré los arbustos. Iban cogidos de la cintura siempre que tenían sitio suficiente para pasar los dos juntos. Notó que la cintura de Julia resultaba mucho más suave ahora que se había quitado el cinturón. Seguían hablando en voz muy baja. Fuera del claro, dijo Julia, era mejor ir con prudencia. Llegaron hasta la linde del bosquecillo. Ella lo detuvo.
-No salgas a campo abierto. Podría haber alguien que nos viera. Estaremos mejor detrás de las ramas.
Y permanecieron a la sombra de los arbustos. La luz del sol, filtrándose por las innumerables hojas, les seguía caldeando el rostro. Winston observó el campo que los rodeaba y experimentó, poco a poco, la curiosa sensación de reconocer aquel lugar. Era tierra de pastos, con un sendero que la cruzaba y alguna pequeña elevación de cuando en cuando. En la valla, medio rota, que se veía al otro lado, se divisaban las ramas de unos olmos que se balanceaban con la brisa, y sus hojas se movían en densas masas como cabelleras femeninas. Seguramente por allí cerca, pero fuera de su vista, habría un arroyuelo.
-¿No hay por aquí cerca un arroyo? -murmuró.
-Sí lo hay. Está al borde del terreno colindante con éste. Hay peces, muy grandes por cierto. Se puede verlos en las charcas que se forman bajo los sauces.
-Es el País Dorado... casi -murmuró.
-¿El País Dorado?
No tiene importancia. Es un paisaje que he visto algunas veces en sueños.
-iMira! -susurró Julia.
Un pájaro se había movido en una rama a unos cinco metros de ellos y casi al nivel de sus ca-ras. Quizá no los hubiera visto. Estaba en el sol y ellos a la sombra. Extendió las alas, volvió a colocárselas cuidadosamente en su sitio, inclinó la cabecita un momento, como si saludara respe-tuosamente al sol y empezó a cantar torrencialmente. En el silencio de la tarde, sobrecogía el vo-lumen de aquel sonido. Winston y Julia se abrazaron fascinados. La música del ave continuó, minuto tras minuto, con asombrosas variaciones y sin repetirse nunca, casi como si estuviera demostrando a propósito su virtuosismo. A veces se detenía unos segundos, extendía y recogía sus alas, luego hinchaba su pecho moteado y empezaba de nuevo su concierto. Winston lo contemplaba con un vago respeto. ¿Para quién, para qué cantaba aquel pájaro? No tenía pareja ni rival que lo contemplaran. ¿Qué le impulsaba a estarse allí, al borde del bosque solitario, rega-lándole su música al vacío? Se preguntó si no habría algún micrófono escondido allí cerca. Julia y él habían hablado sólo en murmullo, y ningún aparato podría registrar lo que ellos habían di-cho, pero sí el canto del pájaro. Quizás al otro extremo del instrumento algún hombrecillo meca-nizado estuviera escuchando con toda atención; sí, escuchando aquella. Gradualmente la música del ave fue despertando en él sus pensamientos. Era como un líquido que saliera de él y se mez-clara con la luz del sol, que se filtraba por entre las hojas. Dejó de pensar y se limitó a sentir. La cintura de la muchacha bajo su brazo era suave y cálida. Le dio la vuelta hasta quedar abrazados cara a cara. El cuerpo de Julia parecía fundirse con el suyo. Donde quiera que tocaran sus manos, cedía todo como si fuera agua. Sus bocas se unieron con besos muy distintos de los duros besos que se habían dado antes. Cuando volvieron a apartar sus rostros, suspiraron ambos profunda-mente. El pájaro se asustó y salió volando con un aleteo alarmado.
Rápidamente, sin poder evitar el crujido de las ramas bajo sus pies, regresaron al claro. Cuando estuvieron ya en su refugio, se volvió Julia hacia él y lo miró fijamente. Los dos respiraban pesa-damente, pero la sonrisa había desaparecido en las comisuras de sus labios. Estaban de pie y ella lo miró por un instante y luego tanteó la cremallera de su mono con las manos. ¡Si! ¡Fue casi como en un sueño! Casi tan velozmente como él se lo había imaginado, ella se arrancó la ropa y cuando la tiró a un lado fue con el mismo magnífico gesto con el cual toda una civilización pare-cía anihilarse. Su blanco cuerpo brillaba al sol. Por un momento él no miró su cuerpo. Sus ojos habían buscado ancoraje en el pecoso rostro con su débil y franca sonrisa. Se arrodilló ante ella y tomó sus manos entre las suyas.
--¿Has hecho esto antes?
-Claro. Cientos de veces. Bueno, muchas veces.
-¿Con miembros del Partido?
-Sí, siempre con miembros del Partido.
-¿Con miembros del Partido del Interior?
-No, con esos cerdos no. Pero muchos lo harían si pudieran. No son tan sagrados como preten-den.
Su corazón dio un salto. Lo había hecho muchas veces. Todo lo que oliera a corrupción le lle-naba de una esperanza salvaje. Quién sabe, tal vez el Partido estaba podrido bajo la superficie, su culto de fuerza y autocontrol no era más que una trampa tapando la iniquidad. Si hubiera podido contagiarlos a todos con la lepra o la sífilis, ¡con qué alegría lo hubiera hecho! Cualquier cosa con tal de podrir, de debilitar, de minar.
La atrajo hacia sí, de modo que quedaron de rodillas frente a frente.
—Oye, cuantos más hombres hayas tenido más te quiero yo. ¿Lo comprendes?
-Sí, perfectamente.
-Odio la pureza, odio la bondad. No quiero que exista ninguna virtud en ninguna parte. Quiero que todo el mundo esté corrompido hasta los huesos.
-Pues bien, debe irte bien, cariño. Estoy corrompida hasta los huesos.
-¿Te gusta hacer esto? No quiero decir simplemente yo, me refiero a la cosa en sí.
-Lo adoro.
Esto era sobre todas las cosas lo que quería oír. No simplemente el amor por una persona sino el instinto animal, el simple indiferenciado deseo. Esta era la fuerza que destruiría al Partido. La empujó contra la hierba entre las campanillas azules. Esta vez no hubo dificultad. El movimiento de sus pechos fue bajando hasta la velocidad normal y con un movimiento de desamparo se fue-ron separando. El sol parecía haber intensificado su calor. Los dos estaban adormilados. Él al-canzó su desechado mono y la cubrió parcialmente.
Al poco tiempo se durmieron profundamente. Al cabo de media hora se despertó Winston. Se incorporó y contempló a Julia, que seguía durmiendo tranquilamente con su cara pecosa en la palma de la mano. Aparte de la boca, sus facciones no eran hermosas. Si se miraba con atención, se descubrían unas pequeñas arrugas en torno a los ojos. El cabello negro y corto era extraordina-riamente abundante y suave. Pensó entonces que todavía ignoraba el apellido y el domicilio de ella.
Este cuerpo joven y vigoroso, desamparado ahora en el sueño, despertó en él un compasivo y protector sentimiento. Pero la ternura que había sentido mientras escuchaba el can to del pájaro había desaparecido ya. Le apartó el mono a un lado y estudió su cadera. En los viejos tiempos, pensó, un hombre miraba el cuerpo de una muchacha y veía que era deseable y aquí se acababa la historia. Pero ahora no se podía sentir amor puro o deseo puro. Ninguna emoción era pura porque todo estaba mezclado con el miedo y el odio. Su abrazo había sido una batalla, el clímax una victoria. Era un golpe contra el Partido. Era un acto político.

III

Podemos volver a este sitio -propuso Julia-. En general, puede emplearse dos veces el mismo escondite con tal de que se deje pasar uno o dos meses.
En cuanto se despertó, la conducta de Julia había cambiado. Tenía ya un aire prevenido y frío. Se vistió, se puso el cinturón rojo y empezó a planear el viaje de regreso. A Winston le parecía natural que ella se encargara de esto. Evidentemente poseía una habilidad para todo lo práctico que Winston carecía y también parecía tener un conocimiento completo del campo que rodeaba a Londres. Lo había aprendido a fuerza de tomar parte en excursiones colectivas. La ruta que le señaló era por completo distinta de la que él había seguido al venir, y le conducía a otra estación. «Nunca hay que regresar por el mismo camino de ida», sentenció ella, como si expresara un im-portante principio general. Ella partiría antes y Winston esperaría media hora para emprender la marcha a su vez.
Había nombrado Julia un sitio donde podían encontrarse, después de trabajar, cuatro días más tarde. Era una calle en uno de los barrios más pobres donde había un mercado con mucha gente y ruido. Estaría por allí, entre los puestos, como si buscara cordones para los zapatos o hilo de co-ser. Si le parecía que no había peligro se llevaría el pañuelo a la nariz cuando se acercara Wins-ton. En caso contrario, sacaría el pañuelo. Él pasaría a su lado sin mirarla. Pero con un poco de suerte, en medio de aquel gentío podrían hablar tranquilos durante un cuarto de hora y ponerse de acuerdo para otra cita.
Ahora tengo que irme -dijo la muchacha en cuanto vio que él se había enterado bien de sus ins-trucciones. Debo estar de vuelta a las diecinueve treinta. Tengo que dedicarme dos horas a la Li-ga Anti-Sex repartiendo folletos o algo por el estilo. ¿Verdad que es un asco? Sacúdeme con las manos. ¿Estás seguro de que no tengo briznas en el cabello? ¡Bueno, adiós, amor mío; adiós!
Se arrojó en sus brazos, lo besó casi violentamente y poco después desaparecía por el bosque sin hacer apenas ruido. Incluso ahora seguía sin saber cómo se llamaba de apellido ni dónde vi-vía. Sin embargo, era igual, pues resultaba inconcebible que pudieran citarse en lugar cerrado ni escribirse. Nunca volvieron al bosquecillo. Durante el mes de mayo sólo tuvieron una ocasión de estar juntos de aquella manera. Fue en otro escondite que conocía Julia, el campanario de una ruinosa iglesia en una zona casi desierta donde una bomba atómica había caído treinta años an-tes. Era un buen escondite una vez que se llegaba allí, pero era muy peligroso el viaje. Aparte de eso, se vieron por las calles en un sitio diferente cada tarde y nunca más de media hora cada vez. En la calle era posible hablarse de cierta manera. Mezclados con la multitud, juntos, pero dando la impresión de que era el movimiento de la masa lo que les hacía estar tan cerca y teniendo buen cuidado de no mirarse nunca, podían sostener una curiosa e intermitente conversación que se en-cendía y apagaba como los rayos de luz de un faro. En cuanto se aproximaba un uniforme del Partido o caían cerca de una telepantalla, se callaban inmediatamente. Y reanudaban la conversa-ción minutos después, empezando a la mitad de una frase que habían dejado sin terminar, y luego volvían a cortar en seco cuando les llegaba el momento de separarse. Y al día siguiente seguían hablando sin más preliminares. Julia parecía estar muy acostumbrada a esta clase de conversa-ción, que ella llamaba «hablar por folletones». Tenia además una sorprendente habilidad para hablar sin mover los labios. Una sola vez en todo un mes de encuentros nocturnos consiguieron darse urí beso. Pasaban en silencio por una calle (Julia nunca hablaba cuando estaban lejos de las calles principales) y en ese momento oyeron un ruido ensordecedor, la tierra tembló y se oscure-ció la atmosfera. Winston se encontró tendido al lado de Julia, magullado y con un terrible páni-co. Una bomba cohete había estallado muy cerca. De pronto se dio cuenta de que tenía junto a la suya la cara de Julia. Estaba palidísima, hasta los labios los tenía blancos. No era palidez, sino una blancura de sal. Winston creyó que estaba muerta. La abrazó en el suelo y se sorprendió de estar besando un rostro vivo y cálido. Es que se le había llenado la cara del yeso pulverizado por la explosión. Tenía la cara completamente blanca.
Algunas tardes, a última hora, llegaban al sitio convenido y tenían que andar a cierta distancia uno del otro sin dar la menor señal de reconocerse porque había aparecido una patrulla por una esquina o volaba sobre ellos un autogiro. Aunque hubiera sido menos peligroso verse, siempre habrían tenido, la dificultad del tiempo. Winston trabajaba sesenta horas a la semana y Julia to-davía más. Los días libres de ambos variaban según las necesidades del trabajo y no solían coin-cidir. Desde luego, Julia tenía muy pocas veces una tarde libre por completo. Pasaba muchísimo tiempo asistiendo a conferencias y manifestaciones, distribuyendo propaganda para la Liga juve-nil Anti-Sex, preparando banderas y estandartes para la Semana del Odio, recogiendo dinero para la Campaña del Ahorro y en actividades semejantes. Aseguraba que merecía la pena darse ese trabajo suplementario; era un camuflaje. Si se observaban las pequeñas reglas se podían infringir las grandes. Julia indujo a Winston a que dedicara otra de sus tardes como voluntario en la fabri-cación de municiones como solían hacer los más entusiastas miembros del Partido. De manera que una tarde cada semana se pasaba Winston cuatro horas de aburrimiento insoportable atorni-llando dos pedacitos de metal que probablemente formaban parte de una bomba. Este trabajo en serie lo realizaban en un taller donde los martillazos se mezclaban espantosamente con la música de la telepantalla. El taller estaba lleno de corrientes de aire y muy mal iluminado.
Cuando se reunieron en las ruinas del campanario llenaron todos los huecos de sus conversa-ciones anteriores. Era una tarde achicharrante. El aire del pequeño espacio sobre las campanas era ardiente e irrespirable y olía de un modo insoportable a palomar. Allí permanecieron varias horas, sentados en el polvoriento suelo, levantándose de cuando en cuando uno de ellos para asomarse cautelosamente y asegurarse de que no se acercaba nadie.
Julia tenía veintiséis años. Vivía en una especie de hotel con otras treinta muchachas («¡Siem-pre el hedor de las mujeres! ¡Cómo las odio!», comentó); y trabajaba, como él había adivinado, en las máquinas que fabricaban novelas en el departamento dedicado a ello. Le distraía su traba-jo, que consistía principalmente en manejar un motor eléctrico poderoso, pero lleno de resabios. No era una mujer muy lista -según su propio juicio-, pero manejaba hábilmente las máquinas. Sabía todo el procedimiento para fabricar una novela, desde las directrices generales del Comité Inventor hasta los toques finales que daba la Brigada de Repaso. Pero no le interesaba el produc-to terminado. No le interesaba leer. Consideraba los libros como una mercancía, algo así como la mermelada o los cordones para los zapatos.
Julia no recordaba nada anterior a los años sesenta y tantos y la única persona que había cono-cido que le hablase de los tiempos anteriores a la Revolución era un abuelo que había desapare-cido cuando ella tenia ocho años. En la escuela había sido capitana del equipo de hockey y había ganado durante dos años seguidos el trofeo de gimnasia. Fue jefe de sección en los Espías y se-cretaria de una rama de la Liga de la juventud antes de afiliarse a la Liga juvenil Anti-Sex. Siem-pre había sido considerada como persona de absoluta confianza. Incluso (y esto era señal infali-ble de buena reputación) la habían elegido para trabajar en Pomosec, la subsección del Departa-mento de Novela encargada de fabricar pornograffa barata para los proles. Allí había trabajado un año entero ayudando a la producción de libritos que se enviaban en paquetes sellados y que llevaban títulos como Historias deliciosas, o Una noche en un colegio de chicas, que compraban furtivamente los jóvenes proletarios, con lo cual se les daba la impresión de que adquirían una mercancía ilegal.
-¿Cómo son esos libros? -le preguntó Winston por curiosidad.
-Pues una porquería. Son de lo más aburrido. Hay sólo seis argumentos. Yo trabajaba única-mente en los calidoscopios. Nunca llegué a formar parte de la Brigada de Repaso.
No tengo disposiciones para la literatura. Sí, querido, ni siquiera sirvo para eso.
Winston se enteró con asombro de que en la Pornosec, excepto el jefe, no había más que chi-cas. Dominaba la teoría de que los hombres, por ser menos capaces que las mujeres de dominar su instinto sexual, se hallaban en mayor peligro de ser corrompidos por las suciedades que pasa-ban por sus manos.
-Ni siquiera permiten trabajar allí a las mujeres casadas -añadió-. Se supone que las chicas sol-teras son siempre muy puras. Aquí tienes por lo pronto una que no lo es.
Julia había tenido su primer asunto amoroso a los dieciséis años con un miembro del Partido de sesenta años, que después se suicidó para evitar que lo detuvieran. «Fue una gran cosa -dijo Ju-lia-, porque, si no, mi nombre se habría descubierto al confesar él.» Desde entonces se habían sucedido varios otros. Para ella la vida era muy sencilla. Una lo quería pasar bien; ellos -es decir, el Partido- trataban de evitarlo por todos los medios; y una procuraba burlar las prohibiciones de la mejor manera posible. A Julia le parecía muy natural que ellos le quisieran evitar el placer y que ella por su parte quisiera librarse de que la detuvieran. Odiaba al Partido y lo decía con las más terribles palabrotas, pero no era capaz de hacer una crítica seria de lo que el Partido representaba. No atacaba más que la parte de la doctrina del Partido que rozaba con su vida. Wins-ton notó que Julia no usaba nunca palabras de neolengua excepto las que habían pasado al habla corriente. Nunca había oído hablar de la Hermandad y se negó a creer en su existencia. Creía es-túpido pensar en una sublevación contra el Partido. Cualquier intento en este sentido tenía que fracasar. Lo inteligente le parecía burlar las normas y seguir viviendo a pesar de ello. Se pregun-taba cuántas habría como ella en la generación más joven, mujeres educadas en el mundo de la revolución, que no habían oído hablar de nada más, aceptando al Partido como algo de imposible modificación -algo así como el cielo- y que sin rebelarse contra la autoridad estatal la eludían lo mismo que un conejo puede escapar de un perro.
Entre Winston y Julia no se planteó la posibilidad de casarse. Había demasiadas dificultades para ello. No merecía la pena perder tiempo pensando en esto. Ningún comité de Oceanía autori-zaría este casamiento, incluso si Winston hubiera podido librarse de su esposa Katharine.
-¿Cómo era tu mujer?
-Era..., ¿conoces la palabra piensabien, es decir, ortodoxa por naturaleza, incapaz de un mal pensamiento?
-No, no conozco esa palabra, pero sí la clase de persona a que te refieres.
Winston empezó a contarle la historia de su vida conyugal, pero Julia parecía saber ya todo lo esencial de este asunto. Con Julia no le importaba hablar de esas cosas. Katharine había dejado de ser para él un penoso recuerdo, convirtiéndose en un recuerdo molesto.
Lo habría soportado si no hubiera sido por una cosa -añadió. Y le contó la pequeña ceremonia frígida que Katharine le había obligado a celebrar la misma noche cada semana-. Le repugnaba, pero por nada del mundo lo habría dejado de hacer. No te puedes figurar cómo le llamaba a aquello.
-«Nuestro deber para con el Partido» -dijo Julia inmediatamente.
-¿Cómo lo sabías?
-Querido, también yo he estado en la escuela. A las mayores de dieciséis años les dan confe-rencias sobre temas sexuales una vez al mes. Y luego, en el Movimiento juvenil, no dejan de grabarle a una esas estupideces en la cabeza. En muchísimos casos da resultado. Claro que nunca se tiene la seguridad porque la gente es tan hipócrita...
Y Julia se extendió sobre este asunto. Ella lo refería todo a su propia sexualidad. A diferencia de Winston, entendía perfectamente lo que el Partido se proponía con su puritanismo sexual. Lo más importante era que la represión sexual conducía a la histeria, lo cual era deseable ya que se podía transformar en una fiebre guerrera y en adoración del líder. Ella lo explicaba así «Cuando haces el amor gastas energías y después te sientes feliz y no te importa nada. No pueden sopor-tarlo que te sientas así. Quieren que estés a punto de estallar de energía todo el tiempo. Todas estas marchas arriba y abajo vitoreando y agitando banderas no es más que sexo agriado. Si eres feliz dentro de ti mismo, ¿por qué te ibas a excitar por el Gran Hermano y el Plan Trienal y los Dos Minutos de Odio y todo el resto de su porquería?». Esto era cierto, pensó él. Había una co-nexión directa entre la castidad y la ortodoxia política. ¿Cómo iban a mantenerse vivos el miedo, y el odio y la insensata incredulidad que el Partido necesitaba si no se embotellaba algún instinto poderoso para usarlo después como combustible? El instinto sexual era peligroso para el Partido y éste lo había utilizado en provecho propio. Habían hecho algo parecido con el instinto familiar. La familia no podía ser abolida; es más, se animaba a la gente a que amase a sus hijos casi al es-tilo antiguo. Pero, por otra parte, los hijos eran enfrentados sistemáticamente contra sus padres y se les enseñaba a espiarlos y a denunciar sus desviaciones. La familia se había convertido en una ampliación de la Policía del Pensamiento. Era un recurso por medio del cual todos se hallaban rodeados noche y día por delatores que les conocían íntimamente.
De pronto se puso a pensar otra vez en Katharine. Ésta lo habría denunciado a la P. del P. con toda seguridad si no hubiera sido demasiado tonta para descubrir lo herético de sus opiniones. Pero lo que se la hacía recordar en este momento era el agobiante calor de la tarde, que le hacía sudar. Empezó a contarle a Julia algo que había ocurrido, o mejor dicho, que había dejado de ocurrir en otra tarde tan calurosa como aquélla, once años antes. Katharine y Winston se habían extraviado durante una de aquellas excursiones colectivas que organizaba el Partido. Iban retra-sados y por equivocación doblaron por un camino que los condujo rápidamente a un lugar solita-rio. Estaban al borde de un precipicio. Nadie había allí para preguntarle. En cuanto se dieron cuenta de que se habían perdido, Katharine empezó a ponerse nerviosa. Hallarse alejada de la ruidosa multitud de excursionistas, aunque sólo fuese durante un momento, le producía un fuerte sentido de culpabilidad. Quería volver inmediatamente por el camino que habían tomado por error y empezar a buscar en la dirección contraria. Pero en aquel momento Winston descubrió unas plantas que le llamaron la atención. Nunca había visto nada parecido y llamó a Katharine para que las viera.
-¡Mira, Katharine; mira esas flores! Allí, al fondo; ¿ves que son de dos colores diferentes?
Ella había empezado ya a alejarse, pero se acercó un momento, a cada instante más intranquila. Incluso se inclinó sobre el precipicio para ver donde señalaba Winston. Él es taba un poco más atrás y le puso la mano en la cintura para sostenerla. No había nadie en toda la extensión que se abarcaba con la vista, no se movía ni una hoja y ningún pájaro daba señales de presencia. Enton-ces pensó Winston que estaban completamente solos y que en un sitio como aquél había muy pocas probabilidades de que tuvieran escondido un micrófono, e incluso si lo había, sólo podría captar sonidos. Era la hora más cálida y soñolienta de la tarde. El sol deslumbraba y el sudor per-laba la cara de Winston. Entonces sé le ocurrió que...
-¿Por qué no le diste un buen empujón? dijo Julia-. Yo lo habría hecho.
-Sí, querida; yo también lo habría hecho si hubiera sido la misma persona que ahora soy. Bue-no, no estoy seguro...
-¿Lamentas ahora haber desperdiciado la ocasión?
-Sí. En realidad me arrepiento de ello.
Estaban sentados muy juntos en el suelo. Él la apretó más contra sí. La cabeza de ella descan-saba en el hombro de él y el agradable olor de su cabello dominaba el desagradable hedor a pa-lomar. Pensó Winston que Julia era muy joven, que esperaba todavía bastante de la vida y por tanto no podía comprender que empujara una persona molesta por un precipicio no resuelve na-da.
-Habría sido lo mismo -dijo.
-Entonces, ¿por qué dices que sientes no haberlo hecho? -Sólo porque prefiero lo positivo a lo negativo. Pero en este juego que estamos jugando no podemos ganar. Unas clases de fracaso son quizá mejores que otras, eso es todo.
Notó que los hombros de ella se movían disconformes. Julia siempre lo contradecía cuando él opinaba en este sentido. No estaba dispuesta a aceptar como ley natural que el individuo está siempre vencido. En cierto modo comprendía que también ella estaba condenada de antemano y que más pronto o más tarde la Policía del Pensamiento la detendría y la mataría; pero por otra parte de su cerebro creía firmemente que cabía la posibilidad de construirse un mundo secreto donde vivir a gusto. Sólo se necesitaba suerte, astucia y audacia. No comprendía que la felicidad era un mito, que, la única victoria posible estaba en un lejano futuro mucho después de la muerte, Y que desde el momento en que mentalmente le declaraba una persona la guerra al Partido, le convenía considerarse como un cadáver ambulante.
-Los muertos somos nosotros -dijo Winston. Todavía no hemos muerto -replicó Julia prosaicamente.
Físicamente, todavía no. Pero es cuestión de seis meses, un año o quizá cinco. Le temo a la muerte. Tú eres joven y por eso mismo quizá le temas a la muerte más que yo. Naturalmente, haremos todo lo posible por evitarla lo más que podamos. Pero la diferencia es insignificante. Mientras que los seres humanos sigan siendo humanos, la muerte y la vida vienen a ser lo mis-mo.
-Oh, tonterías. ¿Qué preferirías: dormir conmigo o con un esqueleto? ¿No disfrutas de estar vi-vo? ¿No te gusta sentir: esto soy yo, ésta es mi mano, esto mi pierna, soy real, sólida, estoy vi-va?... ¿No te gusta?
Ella se dio la vuelta y apretó su pecho contra él. Podía sentir sus senos, maduros pero firmes, a través de su mono. Su cuerpo parecía traspasar su juventud y vigor hacia él.
-Sí, me gusta erijo Winston.
-No hablemos más de la muerte. Y ahora escucha, querido; tenemos que fijar la próxima cita. Si te parece bien, podemos volver a aquel sitio del bosque. Ya hace mucho tiempo que fuimos. Basta con que vayas por un camino distinto. Lo tengo todo preparado. Tomas el tren... Pero lo mejor será que te lo dibuje aquí.
Y tan práctica como siempre amasó primero un cuadrito de polvo y con una ramita de un nido de palomas empezó a dibujar un mapa sobre el suelo.

IV

Winston examinó la pequeña habitación en la tienda del señor Charrington. Junto a la ventana, la enorme cama estaba preparada con viejas mantas y una colcha raquítica. El antiguo reloj, en cuya esfera se marcaban las doce horas, seguía con su tic-tac sobre la repisa de la chimenea. En un rincón, sobre la mesita, el pisapapeles de cristal que había comprado en su visita anterior bri-llaba suavemente en la semioscuridad.
En el hogar de la chimenea había una desvencijada estufa de petróleo, una sartén y dos copas, todo ello proporcionado por el señor Charrington. Winston puso un poco de agua a hervir. Había traído un sobre lleno de café de la Victoria y algunas pastillas de sacarina. Las manecillas del reloj marcaban las siete y veinte; pero en realidad eran las diecinueve veinte.
Julia llegaría a las diecinueve treinta.
El corazón le decía a Winston que todo esto era una locura; sí, una locura consciente y suicida. De todos los crímenes que un miembro del Partido podía cometer, éste era el de más imposible ocultación. La idea había flotado en su cabeza en forma de una visión del pisapapeles de cristal reflejado en la brillante superficie de la mesita. Como él lo había previsto, el señor Charrington no opuso ninguna dificultad para alquilarle la habitación. Se alegraba, por lo visto, de los dólares que aquello le proporcionaría. Tampoco parecía ofenderse, ni inclinado a hacer preguntas indis-cretas al quedar bien claro que Winston deseaba la habitación para un asunto amoroso. Al contra-rio, se mantenía siempre a una discreta distancia y con un aire tan delicado que daba la impresión de haberse hecho invisible en parte. Decía que la intimidad era una cosa de valor inapreciable. Que todo el mundo necesitaba un sitio donde poder estar solo de vez en cuando. Y una vez que lo hubiera logrado, era de elemental cortesía, en cualquier otra persona que conociera este refu-gio, no contárselo a nadie. Y para subrayar en la práctica su teoría, casi desaparecía, añadiendo que la casa tenía dos entradas, una de las cuales daba al patio trasero que tenía una salida a un callejón.
Alguien cantaba bajó la ventana. Winston se asomó por detrás de los visillos. El sol de junio estaba aún muy alto y en el patio central una monstruosa mujer sólida como una columna nor-manda, con antebrazos de un color moreno rojizo, y un delantal atado a la cintura, iba y venía continuamente desde el barreño donde tenía la ropa lavada hasta el fregadero, colgando cada vez unos pañitos cuadrados que Winston reconoció como pañales. Cuando la boca de la mujer no estaba impedida por pinzas para tender, cantaba con poderosa voz de contralto:

Era sólo una ilusión sin esperanza
Que pasó como un día de abril,
pero aquella mirada, aquella palabra
y los ensueños que despertaron
me robaron el corazón.


Esta canción obsesionaba a Londres desde hacía muchas semanas. Era una de las producciones de una subsección del Departamento de Música con destino a los proles. La letra de estas can-ciones se componía sin intervención humana en absoluto, valiéndose de un instrumento llamado «versificador». Pero la mujer la cantaba con tan buen oído que el horrible sonsonete se había convertido en unos sonidos casi agradables. Winston oía la voz de la mujer, el ruido de sus zapa-tos sobre el empedrado del patio, los gritos de los niños en la calle, y a cierta distancia, muy dé-bilmente, el zumbido del tráfico, y sin embargo su habitación parecía impresionantemente silen-ciosa gracias a la ausencia de telepantalla.
«!Qué locura! ¡Qué locura!», pensó Winston. Era inconcebible que Julia y él pudieran frecuen-tar este sitio más de unas semanas sin que los cazaran. Pero la tentación de disponer de un es-condite verdaderamente suyo bajo techo y en un sitio bastante cercano al lugar de trabajo, había sido demasiado fuerte para él. Durante algún tiempo después de su visita al campanario les había sido por completo imposible arreglar ninguna cita. Las horas de trabajo habían aumentado im-placablemente en preparación de la Semana del Odio. Faltaba todavía más de un mes, pero los enormes y complejos preparativos cargaban de trabajo a todos los miembros del Partido. Por fin, ambos pudieron tener la misma tarde libre. Estaban ya de acuerdo en volver a verse en el claro del bosque. La tarde anterior se cruzaron en la calle. Como de costumbre, Winston no miró di-rectamente a Julia y ambos se sumaron a una masa de gente que empujaba en determinada direc-ción. Winston se fue acercando a ella. Mirándola con el rabillo del ojo notó en seguida que esta-ba más pálida que de costumbre.
-Lo de mañana es imposible -murmuró Julia en cuanto creyó prudente poder hablar.
-¿Qué?
-Que mañana no podré ir.
La primera reacción de Winston fue de violenta irritación. Durante el mes que la había conoci-do la naturaleza de su deseo por ella había cambiado. Al principio había habido muy poca sen-sualidad real. Su primer encuentro amoroso había sido un acto de voluntad. Pero después de la segunda vez había sido distinto. El olor de su pelo, el sabor de su boca, el tacto de su piel parecí-an habérsele metido dentro o estar en el aire que lo rodeaba. Se había convertido en una necesi-dad física, algo que no solamente quería sino sobre lo que a la vez tenía derecho. Cuando ella dijo que no podía venir, había sentido como si lo estafaran. Pero en aquel momento la multitud los aplastó el uno contra el otro y sus manos se unieron y ella le acarició los dedos de un modo que no despertaba su deseo, sino su afecto. Una honda ternura, que no había sentido hasta enton-ces por ella, se apoderó súbitamente de él. Le hubiera gustado en aquel momento llevar ya diez años casado con Julia.. Deseaba intensamente poderse pasear con ella por las calles, pero no co-mo ahora lo hacía, sino abiertamente, sin miedo alguno, hablando trivialidades y comprando los pequeños objetos necesarios para la casa. Deseaba sobre todo vivir con ella en un sitio tranquilo sin sentirse obligado a acostarse cada vez que conseguían reunirse. No fue en aquella ocasión precisamente, sino al día siguiente, cuando se le ocurrió la idea de alquilar la habitación del señor Charrington. Cuando se lo propuso a Julia, ésta aceptó inmediatamente. Ambos sabían que era una locura. Era como si avanzaran a propósito hacia sus tumbas. Mientras la esperaba sentado al borde de la cama volvió a pensar en los sótanos del Ministerio del Amor. Era notable cómo en-traba y salía en la conciencia de todos aquel predestinado horror. Allí estaba, clavado en el futu-ro, precediendo a la muerte con tanta inevitabilidad como el 99 precede al 100. No se podía evi-tar, pero quizá se pudiera aplazar. Y sin embargo, de cuando en cuando, por un consciente acto de voluntad se decidía uno a acortar el intervalo, a precipitar la llegada de la tragedia.
En este momento sintió Winston unos pasos rápidos en la escalera. Julia irrumpió en la habita-ción. Llevaba una bolsa de lona oscura y basta como la que solía llevar al Ministerio. Winston le tendió los brazos, pero ella apartóse nerviosa, en parte porque le estorbaba la bolsa llena de herramientas.
-Un momento -dijo-. Deja que te enseñe lo que traigo. ¿Trajiste ese asqueroso café de la Victo-ria? Ya me lo figuré. Puedes tirarlo porque no lo necesitaremos. Mira.
Se arrodilló, tiró al suelo la bolsa abierta y de ella salieron varias herramientas, entre ellas un destornillador, pero debajo venían varios paquetes de papel. El primero que cogió Winston le produjo una sensación familiar y a la vez extraña. Estaba lleno de algo arenoso, pesado, que ce-día donde quiera que se le tocaba.
-No será azúcar, ¿verdad? dijo, asombrado.
-Azúcar de verdad. No sacarina, sino verdadero azúcar. Y aquí tienes un magnífico pan blanco, no esas porquerías que nos dan, y un bote de mermelada. Y aquí tienes un bote de leche conden-sada. Pero fíjate en esto; estoy orgullosísima de haberlo conseguido. Tuve que envolverlo con tela de saco para que no se conociera, porque...
Pero no necesitaba explicarle por qué lo había envuelto con tanto cuidado. El aroma que des-pedía aquello llenaba la habitación, un olor exquisito que parecía emanado de su primera infan-cia, el olor que sólo se percibía ya de vez en cuando al pasar por un corredor y antes de que le cerraran a uno la puerta violentamente, ese olor que se difundía misteriosamente por una calle llena de gente y que desaparecía al instante.
-Es café -murmuró Winston-; café de verdad.
-Es café del Partido Interior. ¡Un kilo! -dijo Julia.
-¿Cómo te las arreglaste para conseguir todo esto?
-Son provisiones del Partido Interior. Esos cerdos no se privan de nada. Pero, claro está, los camareros, las criadas y la gente que los rodea cogen cosas de vez en cuando. Y... mira: también te traigo un paquetito de té.
Winston se había sentado junto a ella en el suelo. Abrió un pico del paquete y lo olió.
-Es té auténtico.
-Últimamente ha habido mucho té. Han conquistado la India o algo así -dijo Julia vagamente-. Pero escucha, querido: quiero que te vuelvas de espalda unos minutos. Siéntate en el lado de allá de la cama. No te acerques demasiado a la ventana. Y no te vuelvas hasta que te lo diga.
Winston la obedeció y se puso a mirar abstraído por los visillos de muselina. Abajo en el patio la mujer de los rojos antebrazos seguía yendo y viniendo entre el lavadero y el tendedero. Se qui-tó dos pinzas más de la boca y cantó con mucho sentimiento:

Dicen que el tiempo lo cura todo,
dicen que siempre se olvida,
pero las sonrisas y lágrimas
a lo largo de los años
me retuercen el corazón.

Por lo visto se sabía la canción de memoria. Su voz subía a la habitación en el cálido aire esti-val, bastante armoniosa y cargada de una especie de feliz melancolía. Se tenía la sensación de que esa mujer habría sido perfectamente feliz si la tarde de junio no hubiera terminado nunca y la ropa lavada para tender no se hubiera agotado; le habría gustado estarse allí mil años tendiendo pañales y cantando tonterías. Le parecía muy curioso a Winston no haber oído nunca a un miem-bro del Partido cantando espontáneamente y en soledad. Habría parecido una herejía política, una excentricidad peligrosa, algo así como hablar consigo mismo. Quizá la gente sólo cantara cuando estuviera a punto de morirse de hambre.
-Ya puedes volverte -dijo Julia.
Se dio la vuelta y por un segundo casi no la reconoció. Había esperado verla desnuda. Pero no lo estaba. La transformación había sido mucho mayor. Se había pintado la cara. Debía de haber comprado el maquillaje en alguna tienda de los barrios proletarios. Tenía los labios de un rojo intenso, las mejillas rosadas y la nariz con polvos. Incluso se había dado un toquecito debajo de los ojos para hacer resaltar su brillantez: No se había pintado muy bien, pero Winston entendía poco de esto. Nunca había visto ni se había atrevido a imaginar a una mujer del Partido con cos-méticos en la cara. Era sorprendente el cambio tan favorable que había experimentado el rostro de Julia. Con unos cuantos toques de color en los sitios adecuados, no sólo estaba mucho más bonita, sino, lo que era más importante, infinitamente más femenina. Su cabello corto y su «mo-no» juvenil de chico realzaban aún más este efecto. Al abrazarla sintió Winston un perfume a violetas sintéticas. Recordó entonces la semioscuridad de una cocina en un sótano y la boca ne-gra cavernosa de una mujer. Era el mismísimo perfume que aquélla había usado, pero a Winston no le importaba esto por lo pronto.
-¡También perfume! -dijo.
-Sí, querido; también me he puesto perfume. ¿Y sabes lo que voy a hacer ahora? Voy a bus-carme en donde sea un verdadero vestido de mujer y me lo pondré en vez de estos asquerosos pantalones. ¡Llevaré medias de seda y zapatos de tacón alto! Estoy dispuesta a ser en esta habita-ción una mujer y no una camarada del Partido.
Se sacaron las ropas y se subieron a la gran cama de caoba. Era la primera vez que él se desnu-daba por completo en su presencia. Hasta ahora había tenido demasiada vergüenza de su pálido y delgado cuerpo, con las varices saliéndole en las pantorrillas y el trozo descolorido justo encima de su tobillo. No había sábanas pero la manta sobre la que estaban echados estaba gastada y era suave, y el tamaño y lo blando de la cama los tenía asombrados.
-Seguro que está llena de chinches, pero ¿qué importa? -dijo Julia.
No se veían camas dobles en aquellos tiempos, excepto en las casas de los proles. Winston había dormido en una ocasionalmente en su niñez. Julia no recordaba haber dormido nunca en una.
Durmieron después un ratito. Cuando Winston se despertó, el reloj marcaba cerca de las nueve de la noche. No se movieron, porque Julia dormía con la cabeza apoyada en el hueco de su bra-zo. Casi toda su pintura había pasado a la cara de Winston o a la almohada, pero todavía le que-daba un poco de colorete en las mejillas. Un rayo de sol poniente caía sobre el pie de la cama y daba sobre la chimenea donde el agua hervía a borbotones. Ya no cantaba la mujer en el patio, pero seguían oyéndose los gritos de los niños en la calle. Julia se despertó, frotándose los ojos, y se incorporó apoyándose en un codo para mirar a la estufa de petróleo.
-La mitad del agua se ha evaporado -dijo-. Voy a levantarme y a preparar más agua en un mo-mento. Tenemos una hora. ¿Cuándo cortan las luces en tu casa?
-A las veintitrés treinta.
-Donde yo vivo apagan a las veintitrés en punto. Pero hay que entrar antes porque... ¡Fuera de aquí, asquerosa!
Julia empezó a retorcerse en la cama, logró coger un zapato del suelo y lo tiró a 'un rincón, igual que Winston la había visto arrojar su diccionario a la cara de Goldstein aquella mañana du-rante los Dos Minutos de Odio.
-¿Qué era eso? le preguntó Winston, sorprendido. -Una rata. La vi asomarse por ahí. Se metió por un boquete que hay en aquella pared. De todos modos le he dado un buen susto.
-¡Ratas! -murmuró Winston-. ¿Hay ratas en esta habitación?
-Todo está lleno de ratas -dijo ella en tono indiferente mientras volvía a tumbarse-. Las tene-mos hasta en la cocina de nuestro hotel. Hay partes de Londres en que se encuentran por todos lados. ¿Sabes que atacan a los niños? Sí; en algunas calles de los proles las mujeres no se atreven a dejar a sus hijos solos ni dos minutos. Las más peligrosas son las grandes y oscuras. Y lo más horrible es que siempre...
-¡No sigas, por favor! -dijo Winston, cerrando los ojos con fuerza.
-¡Querido, te has puesto palidísimo! ¿Qué te pasa? ¿Te dan asco?
-¡Una rata! ¡Lo más horrible del mundo!
Ella lo tranquilizó con el calor de su cuerpo. Winston no abrió los ojos durante un buen rato. Le había parecido volver a hallarse de lleno en una pesadilla que se le presentaba con frecuencia. Siempre era poco más o menos igual. Se hallaba frente a un muro tenebroso y del otro lado de este muro había algo capaz de enloquecer al más valiente. Algo infinitamente espantoso. En el sueño sentíase siempre decepcionado porque sabía perfectamente lo que ocurría detrás del muro de tinieblas. Con un esfuerzo mortal, como si se arrancara un trozo de su cerebro, conseguía siempre despertarse sin llegar a descubrir de qué se trataba concretamente, pero él sabía que era algo relacionado con lo que Julia había estado diciendo y sobre todo con lo que iba a decirle cuando la interrumpió.
-Lo siento dijo-; no es nada. Lo que ocurre es que no puedo soportar las ratas.
-No te preocupes, querido. Aquí no entrarán porque voy a tapar ese agujero con tela de saco antes de que nos vayamos. Y la próxima vez que vengamos traeré un poco de yeso y lo tapare-mos definitivamente.
Ya había olvidado Winston aquellos instantes de pánico. Un poco avergonzado de sí mismo sentóse a la cabecera de la cama. Julia se levantó, se puso el «mono» e hizo el café. El aroma re-sultaba tan delicioso y fuerte que tuvieron que cerrar la ventana para no alarmar a la vecindad. Pero mejor aún que el sabor del café era la calidad que le daba el azúcar, una finura sedosa que Winston casi había olvidado después de tantos años de sacarina. Con una mano en un bolsillo y un pedazo de pan con mermelada en la otra se paseaba Julia por la habitación mirando con indi-ferencia la estantería de libros, pensando en la mejor manera de arreglar la mesa, dejándose caer en el viejo sillón para ver sí era cómodo y examinando el absurdo reloj de las doce horas con aire divertido y tolerante. Cogió el pisapapeles de cristal y se lo llevó a la cama, donde se sentó para examinarlo con tranquilidad. Winston se lo quitó de las manos, fascinado, como siempre, por el aspecto suave, resbaloso, de agua de lluvia que tenía aquel cristal.
-¿Qué crees tú que será esto? -dijo Julia.
-No creo que sea nada particular... Es decir, no creo que haya servido nunca para nada concre-to. Eso es lo que me gusta precisamente de este objeto. Es un pedacito de historia que se han ol-vidado de cambiar; un mensaje que nos llega de hace un siglo y que nos diría muchas cosas si supiéramos leerlo.
-¿Y aquel cuadro -señaló Julia- también tendrá cien años?
-Más, seguramente doscientos. Es imposible saberlo con seguridad. En realidad hoy no se sabe la edad de nada.
Julia se acercó a la pared de enfrente para examinar con detenimiento el grabado. Dijo:
-¿Qué sitio es éste? Estoy segura de haber estado aquí alguna vez.
-Es una iglesia o, por lo menos, solía serlo. Se llamaba San Clemente. -La incompleta canción que el señor Charrington le había enseñado volvió a sonar en la cabeza de Winston, que murmu-ró con nostalgia: Naranjas y limones, dicen las campanas de San Clemente.
Y se quedó estupefacto al oír a Julia continuar:
Me debes tres peniques, dicen las campanas de San Martín. ¿Cuándo me pagarás?, dicen las campanas de Old Bailey...
-No puedo recordar cómo sigue. Pero sé que termina así. Aquí tienes una vela para alumbrarte cuando te acuestes. Aquí tienes un hacha para cortarte la cabeza.
Era como las dos mitades de una contraseña. Pero tenía que haber otro verso después de «las campanas de Old Bailey». Quizá el señor Charrington acabaría acordándose de este final.
-¿Quién te lo enseñó? dijo Winston.
-Mi abuelo. Solía cantármelo cuando yo era niña. Lo vaporizaron teniendo yo unos ocho años... No estoy segura, pero lo cierto es que desapareció. Lo que no sé, y me lo he preguntado muchas veces, es qué sería un limón -añadió-. He visto naranjas. Es una especie de fruta redonda y ama-rillenta con una cáscara muy fina.
-Yo recuerdo los limones --dijo Winston-. Eran muy frecuentes en los años cincuenta y tantos. Eran unas frutas tan agrias que rechinaban los dientes sólo de olerlas.
-Estoy segura de que detrás de ese cuadro hay chinches -dijo Julia-. Lo descolgaré cualquier día para limpiarlo bien. Creo que ya es hora de que nos vayamos. ¡Qué fastidio, ahora tengo que quitarme esta pintura! Empezaré por mí y luego te limpiaré a ti la cara.
Winston permaneció unos minutos más en la cama. Oscurecía en la habitación. Volvióse hacia la ventana y fijó la vista en el pisapapeles de cristal. Lo que le interesaba inagotablemente no era el pedacito de coral, sino el interior del cristal mismo. Tenía tanta profundidad, y sin embargo era transparente, como hecho con aire. Como si la superficie cristalina hubiera sido la cubierta del cielo que encerrase un diminuto mundo con toda su atmósfera.
Tenía Winston la sensación de que podría penetrar en ese mundo cerrado, que ya estaba dentro de él con la cama de caoba y la mesa rota y el reloj y el grabado e incluso con el mismo pisapa-peles. Sí, el pisapapeles era la habitación en que se hallaba Winston, y el coral era la vida de Ju-lia y la suya clavadas eternamente en el corazón del cristal.

V

Syme había desaparecido. Una mañana no acudió al trabajo: unos cuantos indiferentes comen-taron su ausencia, pero al día siguiente nadie habló de él. Al tercer día entró Winston en el vestí-bulo del Departamento de Registro para mirar el tablón de anuncios. Uno de éstos era una lista impresa con los miembros del Comité de Ajedrez, al que Syme había pertenecido. La lista era idéntica a la de antes -nada había sido tachado en ella-, pero contenía un nombre menos. Bastaba con eso. Syme había dejado de existir. Es más, nunca había existido.
Hacía un calor horrible. En el laberíntico Ministerio las habitaciones sin ventanas y con buena refrigeración mantenían una temperatura normal, pero en la calle el pavimento echaba humo y el ambiente del metro a las horas de aglomeración era espantoso. Seguían en pleno hervor los pre-parativos para la Semana del Odio y los funcionarios de todos los Ministerios dedicaban a esta tarea horas extraordinarias. Había que organizar los desfiles, manifestaciones, conferencias, ex-posiciones de figuras de cera, programas cinematográficos y de telepantalla, erigir tribunas, construir efigies, inventar consignas, escribir canciones, extender rumores, falsificar fotografías... La sección de Julia en el Departamento de Novela había interrumpido su tarea habitual y confec-cionaba una serie de panfletos de atrocidades. Winston, aparte de su trabajo corriente, pasaba mucho tiempo cada día revisando colecciones del Times y alterando o embelleciendo noticias que iban a ser citadas en los discursos. Hasta última hora de la noche, cuando las multitudes de los incultos proles paseaban por las calles, la ciudad presentaba un aspecto febril. Las bombas cohete caían con más frecuencia que nunca y a veces se percibían allá muy lejos enormes explo-siones que nadie podía explicar y sobre las cuales se esparcían insensatos rumores.
La nueva canción que había de ser el tema de la Semana del Odio (se llamaba la Canción del Odio) había sido ya compuesta y era repetida incansablemente por las telepantallas. Tenía un ritmo salvaje, de ladridos y no podía llamarse con exactitud música. Más bien era como el redo-ble de un tambor. Centenares de voces rugían con aquellos sones que se mezclaban con el chas-chas de sus renqueantes pies. Era aterrador. Los proles se habían aficionado a la canción, y por las calles, a media noche, competía con la que seguía siendo popular: «Era una ilusión sin espe-ranza». Los niños de Parsons la tocaban a todas horas, de un modo alucinante, en su peine cu-bierto de papel higiénico. Winston tenía las tardes más ocupadas que nunca. Brigadas de volunta-rios organizadas por Parsons preparaban la calle para la Semana del Odio cosiendo banderas y estandartes, pintando carteles, clavando palos en los tejados para que sirvieran de astas y tendiendo peligrosamente alambres a través de la calle para colgar pancartas. Parsons se jactaba de que las casas de la Victoria era el único grupo que desplegaría cuatrocientos metros de propa-ganda. Se hallaba en su elemento y era más feliz que una alondra. El calor y el trabajo manual le habían dado pretexto para ponerse otra vez los shorts y la camisa abierta. Estaba en todas partes a la vez, empujaba, tiraba, aserraba, daba tremendos martillazos, improvisaba, aconsejaba a todos y expulsaba pródigamente una inagotable cantidad de sudor.
En todo Londres había aparecido de pronto un nuevo cartel que se repetía infinitamente. No te-nía palabras. Se limitaba a representar, en una altura de tres o cuatro metros, la monstruosa figura de un soldado eurasiático que parecía avanzar hacia el que lo miraba, una cara mogólica inexpre-siva, unas botas enormes y, apoyado en la cadera, un fusil ametralladora a punto de disparar. Desde cualquier parte que mirase uno el cartel, la boca del arma, ampliada por la perspectiva, por el escorzo, parecía apuntarle a uno sin remisión. No había quedado ni un solo hueco en la ciudad sin aprovechar para colocar aquel monstruo. Y lo curioso era que había más retratos de este enemigo simbólico que del propio Gran Hermano. Los proles, que normalmente se mostraban apáticos respecto a la guerra, recibían así un trallazo para que entraran en uno de sus periódicos frenesíes de patriotismo. Como para armonizar con el estado de ánimo general, las bombas cohe-tes habían matado a más gente que de costumbre. Una cayó en un local de cine de Stepney, ente-rrando en las ruinas a varios centenares de víctimas. Todos los habitantes del barrio asistieron a un imponente entierro que duró muchas horas y que en realidad constituyó un mitin patriótico. Otra bomba cayó en un solar inmenso que utilizaban los niños para jugar y varias docenas de és-tos fueron despedazados. Hubo muchas más manifestaciones indignadas, Goldstein fue quemado en efigie, centenares de carteles representando al soldado eurasiático fueron rasgados y arrojados a las llamas y muchas tiendas fueron asaltadas. Luego se esparció el rumor de que unos espías dirigían los cohetes mortíferos por medio de la radio y un anciano matrimonio acusado de ex-tranjería pereció abrasado cuando las turbas incendiaron su casa.
En la habitación encima de la tienda del señor Charrington, cuando podían ir allí, Julia y Wins-ton se quedaban echados uno junto al otro en la desnuda cama bajo la ventana abierta, desnudos para estar más frescos. La rata no volvió, pero las chinches se multiplicaban odiosamente con ese calor. No importaba. Sucia o limpia, la habitación era un paraíso. Al llegar echaban pimienta comprada en el mercado negro sobre todos los objetos, se sacaban la ropa y hacían el amor con los cuerpos sudorosos, luego se dormían y al despertar se encontraban con que las chinches se estaban formando para el contraataque. Cuatro, cinco, seis, hasta siete veces se encontraron allí durante el mes de junio. Winston había dejado de beber ginebra a todas horas. Le parecía que ya no lo necesitaba. Había engordado. Sus varices ya no le molestaban; en realidad casi habían des-aparecido y por las mañanas ya no tosía al despertarse. La vida había dejado de serle intolerable, no sentía la necesidad de hacerle muecas a la telepantalla ni el sufrimiento de no poder gritar pa-labrotas cada vez que oía un discurso. Ahora que casi tenían un hogar, no les parecía mortificante reunirse tan pocas veces y sólo un par de horas cada vez. Lo importante es que existiese aquella habitación; saber que estaba allí era casi lo mismo que hallarse en ella. Aquel dormitorio era un mundo completo, una bolsa del pasado donde animales de especies extinguidas podían circular. También el señor Charrington, pensó Winston, pertenecía a una especie extinguida. Solía hablar con él un rato antes de subir. El viejo salía poco, por lo visto, y apenas tenía clientes. Llevaba una existencia fantasmal entre la minúscula tienda y la cocina, todavía más pequeña, donde él mismo se guisaba y donde tenía, entre otras cosas raras, un gramófono increíblemente viejo con una enorme bocina. Parecía alegrarse de poder charlar. Entre sus inútiles mercancías, con su lar-ga nariz y gruesos lentes, encorvado bajo su chaqueta de terciopelo, tenía más aire de coleccio-nista que de mercader. De vez en cuando, con un entusiasmo muy moderado, cogía alguno de los objetos que tenía a la venta, sin preguntarle nunca a Winston si lo quería comprar, sino enseñán-doselo sólo para que lo admirase. Hablar con él era como escuchar el tintineo de una desvencijada cajita de música. Algunas veces, se sacaba de los desvanes de su memoria algunos polvo-rientos retazos de canciones olvidadas. Había una sobre veinticuatro pájaros negros y otra sobre una vaca con un cuerno torcido y otra que relataba la muerte del pobre gallo Robín. «He pensado que podría gustarle a usted», decía con una risita tímida cuando repetía algunos versos sueltos de aquellas canciones. Pero nunca recordaba ninguna canción completa.
Julia y Winston sabían perfectamente -en verdad, ni un solo momento dejaban de tenerlo pre-sente- que aquello no podía durar. A veces la sensación de que la muerte se cernía sobre ellos les resultaba tan sólida como el lecho donde estaban echados y se abrazaban con una desesperada sensualidad, como un alma condenada aferrándose a su último rato de placer cuando faltan cinco minutos para que suene el reloj. Pero también había veces en que no sólo se sentían seguros, sino que tenían una sensación de permanencia. Creían entonces que nada podría ocurrirles mientras estuvieran en su habitación. Llegar hasta allí era difícil y peligroso, pero el refugio era invulne-rable. Igualmente, Winston, mirando el corazón del pisapapeles, había sentido como si fuera po-sible penetrar en aquel mundo de cristal y que una vez dentro el tiempo se podría detener. Con frecuencia se entregaban ambos a ensueños de fuga. Se imaginaban que tendrían una suerte magnífica por tiempo indefinido y que podrían continuar llevando aquella vida clandestina du-rante toda su vida natural. O bien Katharine moriría, lo cual les permitiría a Winston y Julia, me-diante sutiles maniobras, llegar a casarse. O se suicidarían juntos. O desaparecerían, disfrazándo-se de tal modo que nadie los reconocería, aprendiendo a hablar con acento proletario, logrando trabajo en una fábrica y viviendo siempre, sin ser descubiertos, en una callejuela como aquélla. Los dos sabían que todo esto eran tonterías. En realidad no había escapatoria. E incluso el único plan posible, el suicidio, no estaban dispuestos a llevarlo a efecto. Dejar pasar los días y las se-manas, devanando un presente sin futuro, era lo instintivo, lo mismo que nuestros pulmones eje-cutan el movimiento respiratorio siguiente mientras tienen aire disponible.
Además, a veces hablaban de rebelarse contra el Partido de un modo activo, pero no tenían idea de cómo dar el primer paso. Incluso si la fabulosa Hermandad existía, quedaba la dificultad de entrar en ella. Winston le contó a Julia la extraña intimidad que había, o parecía haber, entre él y O'Brien, y del impulso que sentía a veces de salirle al encuentro a O'Brien y decirle que era enemigo del Partido y pedirle ayuda. Era muy curioso que a Julia no le pareciera una locura se-mejante proyecto. Estaba acostumbrada a juzgar a las gentes por su cara y le parecía natural que Winston confiase en O'Brien basándose solamente en un destello de sus ojos. Además, Julia daba por cierto que todos, o casi todos, odiaban secretamente al Partido e infringirían sus normas si creían poderlo hacer con impunidad. Pero se negaba a admitir que existiera ni pudiera existir ja-más una oposición amplia y organizada. Los cuentos sobre Goldstein y su ejército subterráneo, decía, eran sólo un montón de estupideces que el Partido se había inventado para sus propios fi-nes y en los que todos fingían creer. Innumerables veces, en manifestaciones espontáneas y asambleas del Partido, había gritado Julia con todas sus fuerzas pidiendo la ejecución de perso-nas cuyos nombres nunca había oído y en cuyos supuestos crímenes no creía ni mucho menos. Cuando tenían efecto los procesos públicos, Julia acudía entre las jóvenes de la Liga juvenil que rodeaban el edificio de los tribunales noche y día y gritaba con ellas: «¡Muerte a los traidores!». Durante los Dos Minutos de Odio siempre insultaba a Goldstein con más energía que los demás. Sin embargo, no tenía la menor idea de quién era Goldstein ni de las doctrinas que pudiera repre-sentar. Había crecido dentro de la Revolución y era demasiado joven para recordar las batallas ideológicas de los años cincuenta y sesenta y tantos. No podía imaginar un movimiento político independiente; y en todo caso el Partido era invencible. Siempre existiría. Y nunca iba a cambiar ni en lo más mínimo. Lo más que podía hacerse era rebelarse secretamente o, en ciertos casos, por actos, aislados de violencia como matar a alguien o poner una bomba en cualquier sitio.
En cierto modo, Julia era menos susceptible que Winston a la propaganda del Partido. Una vez se refirió él a la guerra contra Eurasia y se quedó asombrado cuando ella, sin concederle impor-tancia a la cosa, dio por cierto que no había tal guerra. Casi con toda seguridad, las bombas cohe-te que caían diariamente sobre Londres eran lanzadas por el mismo Gobierno de Oceanía sólo para que la gente estuviera siempre asustada. A Winston nunca se le había ocurrido esto. Tam-bién despertó en él Julia una especie de envidia al confesarle que durante los dos Minutos de Odio lo peor para ella era contenerse y no romper a reír a carcajadas. Pero Julia nunca discutía las enseñanzas del Partido a no ser que afectaran a su propia vida. Estaba dispuesta a aceptar la mitología oficial, porque no le parecía importante la diferencia entre verdad y falsedad. Creía por ejemplo -Porque lo había aprendido en la escuela- que el Partido había inventado los aeroplanos. (En cuanto a Winston, recordaba que en su época escolar, en los años cincuenta y tantos, el Par-tido no pretendía haber inventado, en el campo de la aviación, más que el autogiro; una docena de años después, cuando Julia iba a la escuela, se trataba ya del aeroplano en general; al cabo de otra generación, asegurarían haber descubierto la máquina de vapor.) Y cuando Winston le dijo que los aeroplanos existían ya antes de nacer él y mucho antes de la Revolución, esto le pareció a la joven carecer de todo interés. ¿Qué importaba, después de todo, quién hubiese inventado los aeroplanos? Mucho más le llamó la atención a Winston que Julia no recordaba que Oceanía había estado en guerra, hacía cuatro años, con Asia Oriental y en paz con Eurasia. Desde luego, para ella la guerra era una filfa, pero por lo visto no se había dado cuenta de que el nombre del enemigo había cambiado. «Yo creía que siempre habíamos estado en guerra con Eurasia», dijo en tono vago. Esto le impresionó mucho a Winston. El invento de los aeroplanos era muy ante-rior a cuando ella nació, pero el cambiazo en la guerra sólo había sucedido cuatro años antes, cuando ya Julia era una muchacha mayor. Estuvo discutiendo con ella sobre esto durante un cuarto de hora. Al final, logró hacerle recordar confusamente que hubo una época en que el ene-migo había sido Asia Oriental y no Eurasia. Pero ella seguía sin comprender que esto tuviera im-portancia. «¿Qué más da?», dijo con impaciencia. «Siempre ha sido una puñetera guerra tras otra y de sobras sabemos que las noticias de guerra son todas una pura mentira.»
A veces le hablaba Winston del Departamento de Registro y de las descaradas falsificaciones que él perpetraba allí por encargo del Partido. Todo esto no la escandalizaba. Él le contó la histo-ria de Jones, Aaronson y Rutherford, así como el trascendental papelito que había tenido en su mano casualmente. Nada de esto la impresionaba. Incluso le costaba trabajo comprender el sen-tido de lo que Winston decía.
-¿Es que eran amigos tuyos? -1e preguntó.
-No, no los conocía personalmente. Eran miembros del Partido Interior. Además, eran mucho mayores que yo. Conocieron la época anterior a la Revolución. Yo sólo los conocía de vista.
-Entonces ¿por qué te preocupas? Todos los días matan gente; es lo corriente.
Intentó hacerse comprender:
-Ése era un caso excepcional. No se trataba sólo de que mataran a alguien. ¿No te das cuenta de que el pasado, incluso el de ayer mismo, ha sido suprimido? Si sobrevive, es únicamente en unos cuantos objetos sólidos, y sin etiquetas que los distingan, como este pedazo de cristal. Y ya apenas conocemos nada de la Revolución y mucho menos de los años anteriores a ella. Todos los documentos han sido destruidos o falsificados, todos los libros han sido otra vez escritos, los cuadros vueltos a pintar, las estatuas, las calles y los edificios tienen nuevos nombres y todas las fechas han sido alteradas. Ese proceso continúa día tras día y minuto tras minuto. La Historia se ha parado en seco. No existe más que un interminable presente en el cual el Partido lleva siempre razón. Naturalmente, yo sé que el pasado está falsificado, pero nunca podría probarlo aunque se trate de falsificaciones realizadas por mí. Una vez que he cometido el hecho, no quedan pruebas. La única evidencia se halla en mi propia mente y no puedo asegurar con certeza que exista otro ser humano con la misma convicción que yo. Solamente en ese ejemplo que te he citado llegué a tener en mis manos una prueba irrefutable de la falsificación del pasado después de haber ocurri-do; años después.
Y total, ¿qué interés puede tener eso? ¿De qué te sirve saberlo?
-De nada, porque inmediatamente destruí la prueba. Pero si hoy volviera a tener una ocasión semejante guardaría el papel.
-¡Pues yo no! -dijo Julia-. Estoy dispuesta a arriesgarme, pero sólo por algo que merezca la pe-na, no por unos trozos de papel viejo. ¿Qué habrías hecho con esa fotografía si la hubieras guar-dado?
-Quizás nada de particular. Pero al fin y al cabo, se trataba de una prueba y habría sembrado algunas dudas aquí y allá, suponiendo que me hubiese atrevido a enseñársela a alguien. No creo que podamos cambiar el curso de los acontecimientos mientras vivamos. Pero es posible que se creen algunos centros de resistencia, grupos de descontentos que vayan aumentando e incluso dejando testimonios tras ellos de modo que la generación siguiente pueda recoger la antorcha y continuar nuestra obra.
No me interesa la próxima generación, cariño. Me interesa nosotros.
No eres una rebelde más que de cintura para abajo -dijo él.
Ella encontró esto muy divertido y le echó los brazos al cuello, complacida.
Julia no se interesaba en absoluto por las ramificaciones de la doctrina del partido. Cuando Winston hablaba de los principios de Ingsoc, el doblepensar, la mutabilidad del pasado y la de-generación de la realidad objetiva y se ponía a emplear palabras de neolengua, la joven se aburría espantosamente, además de hacerse un lío, y se disculpaba diciendo que nunca se había fijado en esas cosas. Si se sabía que todo ello era un absoluto camelo, ¿para qué preocuparse? Lo único que a ella le interesaba era saber cuándo tenía que vitorear y cuándo le correspondía abuchear. Si Winston persistía en hablar de tales temas, Julia se quedaba dormida del modo más desconcer-tante. Era una de esas personas que pueden dormirse en cualquier momento y en las posturas más increíbles. Hablándole, comprendía Winston qué fácil era presentar toda la apariencia de la orto-doxia sin tener idea de qué significaba realmente lo ortodoxo. En cierto modo la visión del mun-do inventada por el Partido se imponía con excelente éxito a la gente incapaz de comprenderla. Hacía aceptar las violaciones más flagrantes de la realidad porque nadie comprendía del todo la enormidad de lo que se les exigía ni se interesaba lo suficiente por los acontecimientos públicos para darse cuenta de lo que ocurría. Por falta de comprensión, todos eran políticamente sanos y fieles. Sencillamente, se lo tragaban todo y lo que se tragaban no les sentaba mal porque no les dejaba residuos lo mismo que un grano de trigo puede pasar, sin ser digerido y sin hacerle daño, por el cuerpecito de un pájaro.

VI

Por fin, había ocurrido. Había llegado el esperado mensaje. Le parecía a Winston que toda su vida había estado esperando que esto sucediera.
Iba por el largo pasillo del Ministerio y casi había llegado al sitio donde Julia le deslizó aquel día en la mano su declaración. La persona, quien quiera que fuese, tosió ligera mente sin duda como preludio para hablar. Winston se detuvo en seco y volvió la cara. Era O'Brien.
Por fin, se hallaban cara a cara y el único impulso que sentía Winston era emprender la huida. El corazón le latía a toda velocidad.
No habría podido hablar en ese momento. Sin embargo, O'Brien, poniéndole amistosamente una mano en el hombro, siguió andando junto a él. Empezó a hablar con su característica corte-sía, seria y suave, que le diferenciaba de la mayor parte de los miembros del Partido Interior.
-He estado esperando una oportunidad de hablar contigo -le dijo-, estuve leyendo uno de tus ar-tículos en neolengua publicados en el Times. Tengo entendido que te interesa, desde un punto de vista erudito, la neolengua.
Winston había recobrado ánimos, aunque sólo en parte. No muy erudito -dijo-. Soy sólo un afi-cionado. No es mi especialidad. Nunca he tenido que ocuparme de la estructura interna del idio-ma.
-Pero lo escribes con mucha elegancia -dijo O'Brien-. Y ésta no es sólo una opinión mía. Estu-ve hablando recientemente con un amigo tuyo que es un especia lista en cuestiones idiomáticas. He olvidado su nombre ahora mismo; que lo tenía en la punta de la lengua. Winston sintió un escalofrío. O'Brien no podía referirse más que a Syme. Pero Syme no sólo estaba muerto, sino que había sido abolido. Era una nopersona. Cualquier referencia identificable a aquel vaporizado habría resultado mortalmente peligrosa. De manera que la alusión que acababa de hacer O'Brien debía de significar una señal secreta. Al compartir con él este pequeño acto de crimental, se habían convertido los dos en cómplices. Continuaron recorriendo lentamente el corredor hasta que OBrien se detuvo. Con la tranquilizadora amabilidad que él infundía siempre a sus gestos, aseguró bien sus gafas sobre la nariz y prosiguió:
Lo que quise decir fue que noté en tu artículo que habías empleado dos palabras ya anticuadas. En realidad, hace muy poco tiempo que se han quedado anticuadas. ¿Has visto la décima edición del Diccionario de Neolengua?
-No -dijo Winston-. No creía que estuviese ya publicado. Nosotros seguimos usando la novena edición en el Departamento de Registro.
Bueno, la décima edición tardará varios meses en aparecer, pero ya han circulado algunos ejemplares en pruebas. Yo tengo uno. Quizás te interese verlo, ¿no?
-Muchísimo -dijo Winston, comprendiendo inmediatamente la intención del otro.
-Algunas de las modificaciones introducidas son muy ingeniosas. Creo que te sorprenderá la reducción del número de verbos. Vamos a ver. ¿Será mejor que te mande un mensajero con el diccionario? Pero temo no acordarme; siempre me pasa igual. Quizás puedas recogerlo en mi piso a una hora que te convenga. Espera. Voy a darte mi dirección.
Se hallaban frente a una telepantalla. Como distraído, OBrien se buscó maquinalmente en los bolsillos y por fin sacó una pequeña agenda forrada en cuero y un lápiz tinta morado. Colocán-dose respecto a la telepantalla de manera que el observador pudiera leer bien lo que escribía, apuntó la dirección. Arrancó la hoja y se la dio a Winston.
-Suelo estar en casa por las tardes –dijo-. Si no, mi criado te dará el diccionario.
Ya se había marchado dejando a Winston con el papel en la mano. Esta vez no había necesidad de ocultar nada. Sin embargo, grabó en la memoria las palabras escritas, y horas después tiró el papel en el «agujero de la memoria» junto con otros.
No habían hablado más de dos minutos. Aquel breve episodio sólo podía tener un significado. Era una manera de que Winston pudiera saber la dirección de O'Brien. Aquel recurso era necesa-rio porque a no ser directamente, nadie podía saber dónde vivía otra persona. No había guías de direcciones. «Si quieres verme, ya sabes dónde estoy», era en resumen lo que O'Brien le había estado diciendo. Quizás se encontrara en el diccionario algún mensaje. De todos modos lo cierto era que la conspiración con que él soñaba existía efectivamente y que había entrado ya en con-tacto con ella.
Winston sabía que más pronto o más tarde obedecería la indicación de O'Brien. Quizás al día siguiente, quizás al cabo de mucho tiempo, no estaba seguro. Lo que sucedía era sólo la puesta en marcha de un proceso que había empezado a incubarse varios años antes. El primer paso con-sistió en un pensamiento involuntario y secreto; el segundo fue el acto de abrir el Diario. Aquello había pasado de los pensamientos a las palabras, y ahora, de las palabras a la acción. El último paso tendría lugar en el Ministerio del Amor. Pero Winston ya lo había aceptado. El final de aquel asunto estaba implícito en su comienzo. De todos modos, asustaba un poco; o, con más exactitud, era un pregusto de la muerte, como estar ya menos vivo. Incluso mientras hablaba O'-Brien y penetraba en él el sentido de sus palabras, le había recorrido un escalofrío. Fue como si avanzara hacia la humedad de una tumba y la impresión no disminuía por el hecho de que él hubiera sabido siempre que la tumba estaba allí esperándole.

VII

Winston se despertó muy emocionado. Le dijo a Julia: «He soñado que... », y se detuvo porque no podía explicarlo. Era excesivamente complicado. No sólo se trataba del sueño, sino de unos recuerdos relacionados con él que habían surgido en su mente segundos después de despertarse. Siguió tendido, con los ojos cerrados y envuelto aún en la atmósfera del sueño. Era un amplio y luminoso ensueño en el que su vida entera parecía extenderse ante él como un paisaje en una tar-de de verano después de la lluvia. Todo había ocurrido dentro del pisapapeles de cristal, pero la superficie de éste era la cúpula del cielo y dentro de la cúpula todo estaba inundado por una luz clara y suave gracias a la cual podían verse interminables distancias. El ensueño había partido de un gesto hecho por su madre con el brazo y vuelto a hacer, treinta años más tarde, por la mujer judía del noticiario cinematográfico cuando trataba de proteger a su niño de las balas antes de que los autogiros los destrozaran a ambos.
-¿Sabes? -dijo Winston-; hasta ahora mismo he creído que había asesinado a mi madre.
-¿Por qué la asesinaste? -le preguntó Julia medio dormida.
-No, no la asesiné. Físicamente, no.
En el ensueño había recordado su última visión de la madre y, pocos instantes después de des-pertar, le había vuelto el racimo de pequeños acontecimientos que rodearon aquel hecho. Sin du-da, había estado reprimiendo deliberadamente aquel recuerdo durante muchos años. No estaba seguro de la fecha, pero debió de ser hacía menos de diez años o, a lo mas, doce.
Su padre había desaparecido poco antes. No podía recordar cuánto tiempo antes, pero sí las re-vueltas circunstancias de aquella época, el pánico periódico causado por las incursiones aéreas y las carreras para refugiarse en las estaciones del Metro, los montones de escombros, las consig-nas que aparecían por las esquinas en llamativos carteles, las pandillas de jóvenes con camisas del mismo color, las enormes colas en las panaderías, el intermitente crepitar de las ametralladoras a lo lejos... y, sobre todo, el hecho de que nunca había bastante comida. Recordaba las largas tardes pasadas con otros chicos rebuscando en las latas de la basura y en los montones de desperdicios, encontrando a veces hojas de verdura, mondaduras de patata e incluso, con mucha suerte, mendrugos de pan, duros como piedra, que los niños sacaban cuidadosamente de entre la ceniza; y también, la paciente espera de los camiones que llevaban pienso para el ganado y que a veces dejaban caer, al saltar en un bache, bellotas o avena.
Cuando su padre desapareció, su madre no se mostró sorprendida ni demasiado apenada, pero se operó en ella un súbito cambio. Parecía haber perdido por completo los ánimos. Era evidente -incluso para un niño como Winstonque la mujer esperaba algo que ella sabía con toda seguridad que ocurriría. Hacía todo lo necesario -guisaba, lavaba la ropa y la remendaba, arreglaba las ca-mas, barría el suelo, limpiaba el polvo-, todo ello muy despacio y evitándose todos los movi-mientos inútiles. Su majestuoso cuerpo tenía una tendencia natural a la inmovilidad. Se quedaba las horas muertas casi inmóvil en la cama, con su niñita en los brazos, una criatura muy silencio-sa de dos o tres años con un rostro tal delgado que parecía simiesco. De vez en cuando, la madre cogía en brazos a Winston y le estrechaba contra ella, sin decir nada. A pesar de su escasa edad y de su natural egoísmo, Winston sabía que todo esto se relacionaba con lo que había de ocurrir: aquel acontecimiento implícito en todo y del que nadie hablaba.
Recordaba la habitación donde vivían, una estancia oscura y siempre cerrada casi totalmente ocupada por la cama. Había un hornillo de gas y un estante donde ponía los alimentos. Recorda-ba el cuerpo estatuario de su madre inclinado sobre el hornillo de gas moviendo algo en la sartén. Sobre todo recordaba su continua hambre y las sórdidas y feroces batallas a las horas de comer. Winston le preguntaba a su madre, con reproche una y otra vez, por qué no había más comida. Gritaba y la fastidiaba, descompuesto en su afán de lograr una parte mayor. Daba por descontado que él, el varón, debía tener la ración mayor. Pero por mucho que la pobre mujer le diera, él pe-día invariablemente más. En cada comida la madre le suplicaba que no fuera tan egoísta y recor-dase que su hermanita estaba enferma y necesitaba alimentarse; pero era inútil. Winston cogía pedazos de comida del plato de su hermanita y trataba de apoderarse de la fuente. Sabía que con su conducta condenaba al hambre a su madre y a su hermana, pero no podía evitarlo. Incluso cre-ía tener derecho a ello. El hambre que le torturaba parecía justificarlo. Entre comidas, si su ma-dre no tenía mucho cuidado, se apoderaba de la escasa cantidad de alimento guardado en la ala-cena.
Un día dieron una ración de chocolate. Hacía mucho tiempo -meses enteros- que no daban chocolate. Winston recordaba con toda claridad aquel cuadrito oscuro y preciadísimo. Era una tableta de dos onzas (por entonces se hablaba todavía de onzas) que les correspondía para los tres. Parecía lógico que la tableta fuera dividida en tres partes iguales. De pronto -en el ensueño-, como si estuviera escuchando a otra persona, Winston se oyó gritar exigiendo que le dieran todo el chocolate. Su madre le dijo que no fuese ansioso. Discutieron mucho; hubo llantos, lloros, re-primendas, regateos... su hermanita agarrándose a la madre con las dos manos -exactamente co-mo una monita- miraba a Winston con ojos muy abiertos y llenos de tristeza. Al final, la madre le dio al niño las tres cuartas partes de la tableta y a la hermanita la otra cuarta parte. La pequeña la cogió y se puso a mirarla con indiferencia, sin saber quizás lo que era. Winston se la quedó mi-rando un momento. Luego, con un súbito movimiento, le arrancó a la nena el trocito de chocolate y salió huyendo.
-¡Winston! ¡Winston! -le gritó su madre-. Ven aquí, devuélvele a tu hermana el chocolate.
El niño se detuvo pero no regresó a su sitio. Su madre lo miraba preocupadísima. Incluso en ese momento, pensaba en aquello, en lo que había de suceder de un momento a otro y que Wins-ton ignoraba. La hermanita, consciente de que le habían robado algo, rompió a llorar. Su madre la abrazó con fuerza. Algo había en aquel gesto que le hizo comprender a Winston que su her-mana se moría. Salió corriendo escaleras abajo con el chocolate derretiéndosele entre los dedos.
Nunca volvió a ver a su madre. Después de comerse el chocolate, se sintió algo avergonzado y corrió por las calles mucho tiempo hasta que el hambre le hizo volver. Pero su madre ya no esta-ba allí. En aquella época, estas desapariciones eran normales. Todo seguía igual en la habitación. Sólo faltaban la madre y la hermanita. Ni siquiera se había llevado el abrigo. Ni siquiera ahora estaba seguro Winston de que su madre hubiera muerto. Era muy posible que la hubieran man-dado a un campo de trabajos forzados. En cuanto a su hermana, quizás se la hubieran llevado -como hicieron con el mismo Winston- a una de las colonias de niños huérfanos (les llamaban Centros de Reclamación) que fueron una de las consecuencias de la guerra civil; o quizás la hubieran enviado con la madre al campo de trabajos forzados o sencillamente la habrían dejado morir en cualquier rincón.
El ensueño seguía vivo en su mente, sobre todo el gesto protector de la madre, que parecía con-tener un profundo significado. Entonces recordó otro ensueño que había tenido dos meses antes, cuando se le había aparecido hundiéndose sin cesar en aquel barco, pero sin dejar de mirarlo a él a través del agua que se oscurecía por momentos.
Le contó á Julia la historia de la desaparición de su madre. Sin abrir los ojos, la joven dio una vuelta en la cama y se colocó en una posición más cómoda.
-Ya me figuro que serías un cerdito en aquel tiempo -dijo indiferente-. Todos los niños son unos cerdos. -Sí, pero el sentido de esa historia...
Winston comprendió, por la respiración de Julia, que estaba a punto de volverse a dormir. Le habría gustado seguirle contando cosas de su madre. No suponía, basándose en lo que podía re-cordar de ella, que hubiera sido una mujer extraordinaria, ni siquiera inteligente. Sin embargo, estaba seguro de que su madre poseía una especie de nobleza, de pureza, sólo por el hecho de regirse por normas privadas. Los sentimientos de ella eran realmente suyos y no los que el Estado le mandaba tener. No se le habría ocurrido pensar que una acción ineficaz, sin consecuen-cias prácticas, careciera por ello de sentido. Cuando se amaba a alguien, se le amaba por él mis-mo, y si no había nada más que darle, siempre se le podía dar amor. Cuando él se había apodera-do de todo el chocolate, su madre abrazó a la niña con inmensa ternura. Aquel acto no cambiaba nada, no servía para producir más chocolate, no podía evitar la muerte de la niña ni la de ella, pero a la madre le parecía natural realizarlo. La mujer refugiada en aquel barco (en el noticiario) también había protegido al niño con sus brazos, con lo cual podía salvarlo de las balas con la misma eficacia que si lo hubiera cubierto con un papel. Lo terrible era que el Partido había per-suadido a la gente de que los simples impulsos y sentimientos de nada servían. Cuando se estaba bajo las garras del Partido, nada importaba lo que se sintiera o se dejara de sentir, lo que se hicie-ra o se dejara de hacer. Cuanto le sucedía a uno se desvanecía y ni usted ni sus acciones volvían a figurar para nada. Le apartaban a usted, con toda limpieza, del curso de la historia. Sin embar-go, hacía sólo dos generaciones, se dejaban gobernar por sentimientos privados que nadie ponía en duda. Lo que importaba eran las relaciones humanas, y un gesto completamente inútil, un abrazo, una lágrima, una palabra cariñosa dirigida a un moribundo, poseían un valor en sí. De pronto pensó Winston que los proles seguían con sus sentimientos y emociones. No eran leales a un Partido, a un país ni a un ideal, sino que se guardaban mutua lealtad unos a otros. Por primera vez en su vida, Winston no despreció a los proles ni los creyó sólo una fuerza inerte. Algún día muy remoto recobrarían sus fuerzas y se lanzarían a la regeneración del mundo. Los proles con-tinuaban siendo humanos. No se habían endurecido por dentro. Se habían atenido a las emocio-nes primitivas que él, Winston, tenía que aprender de nuevo por un esfuerzo consciente. Y al pensar esto, recordó que unas semanas antes había visto sobre el pavimento una mano arrancada en un bombardeo y que la había apartado con el pie tirándola a la alcantarilla como si fuera un inservible troncho de lechuga.
-Los proles son seres humanos dijo en voz alta- Nosotros, en cambio, no somos humanos.
Por qué? dijo Julia, que había vuelto a despertarse. Winston reflexionó un momento.
-¿No se te ha ocurrido pensar dijo- que lo mejor que haríamos sería marcharnos de aquí antes de que sea demasiado tarde y no volver a vernos jamás?
-Sí, querido, se me ha ocurrido varias veces, pero no estoy dispuesta a hacerlo.
-Hemos tenido suerte dijo Winston-; pero esto no puede durar mucho tiempo. Somos jóvenes. Tú pareces normal e inocente. Si te alejas de la gente como yo, puedes vivir todavía cincuenta años más.
-No. Ya he pensado en todo eso. Lo que tú hagas, eso haré yo. Y no te desanimes tanto. Yo sé arreglármelas para seguir viviendo.
-Quizás podamos seguir juntos otros seis meses, un año... no se sabe. Pero al final es seguro que tendremos que separarnos. ¿Te das cuenta de lo solos que nos encontraremos? Cuando nos hayan cogido, no habrá nada, lo que se dice nada, que podamos hacer el uno por el otro. Si con-fieso, te fusilarán, y si me niego a confesar, te fusilarán también. Nada de lo que yo pueda hacer o decir, o dejar de decir y hacer, serviría para aplazar tu muerte ni cinco minutos. Ninguno de nosotros dos sabrá siquiera si el otro vive o ha muerto. Sería inútil intentar nada. Lo único impor-tante es que no nos traicionemos, aunque por ello no iban a variar las cosas.
-Si quieren que confesemos -replicó Julia- lo haremos. Todos confiesan siempre. Es imposible evitarlo. Te torturan.
-No me refiero a la confesión. Confesar no es traicionar. No importa lo que digas o hagas, sino los sentimientos. Si pueden obligarme a dejarte de amar... esa sería la verdadera traición.
Julia reflexionó sobre ello.
-A eso no pueden obligarte -dijo al cabo de un rato-. Es lo único que no pueden hacer. Pueden forzarte a decir cualquier cosa, pero no hay manera de que te lo hagan creer. Dentro de ti no pue-den entrar nunca.
-Eso es verdad elijo Winston con un poco más de esperanza-. No pueden penetrar en nuestra alma. Si podemos sentir que merece la pena seguir siendo humanos, aun que esto no tenga nin-gún resultado positivo, los habremos derrotado.
Y pensó en la telepantalla, que nunca dormía, que nunca se distraía ni dejaba de oír. Podían es-piarle a uno día y noche, pero no perdiendo la cabeza era posible burlarlos. Con toda su habili-dad, nunca habían logrado encontrar el procedimiento de saber lo que pensaba otro ser humano. Quizás esto fuera menos cierto cuando le tenían a uno en sus manos. No se sabía lo que pasaba dentro del Ministerio del Amor, pero era fácil figurárselo: torturas, drogas, delicados instrumen-tos que registraban las reacciones nerviosas, agotamiento progresivo por la falta de sueño, por la soledad y los interrogatorios implacables y persistentes. Los hechos no podían ser ocultados, se los exprimían a uno con la tortura o les seguían la pista con los interrogatorios. Pero si la finalidad que uno se proponía no era salvar la vida sino haber sido humanos hasta el final, ¿qué impor-taba todo aquello? Los sentimientos no podían cambiarlos; es más, ni uno mismo podría supri-mirlos.. Sin duda, podrían saber hasta el más pequeño detalle de todo lo que uno hubiera hecho, dicho o pensado; pero el fondo del corazón, cuyo contenido era un misterio incluso para su due-ño, se mantendría siempre inexpugnable.

VIII

Lo habían hecho, por fin lo habían hecho.
La habitación donde estaban era alargada y de suave iluminación. La telepantalla había sido amortiguada hasta producir sólo un leve murmullo. La riqueza de la alfombra azul oscuro daba la impresión de andar sobre el terciopelo. En un extremo de la habitación estaba sentado O'Brien ante una mesa, bajo una lámpara de pantalla verde, con un montón de papeles a cada lado. No se molestó en levantar la cabeza cuando el criado hizo pasar a Julia y Winston.
El corazón de Winston latía tan fuerte que dudaba de poder hablar. Lo habían hecho; por fin lo habían hecho... Esto era lo único que Winston podía pensar. Había sido un acto de inmensa au-dacia entrar en este despacho, y una locura inconcebible venir juntos; aunque realmente habían llegado por caminos diferentes y sólo se reunieron a la puerta de O'Brien. Pero sólo el hecho de traspasar aquel umbral requería un gran esfuerzo nervioso. En muy raras ocasiones se podía pe-netrar en las residencias del Partido Interior, ni siquiera en el barrio donde tenían sus domicilios. La atmósfera del inmenso bloque de casas, la riqueza de amplitud de todo lo que allí había, los olores -tan poco familiares- a buena comida y a excelente tabaco, los ascensores silenciosos e increíblemente rápidos, los criados con chaqueta blanca apresurándose de un lado a otro... todo ello era intimidante. Aunque tenía un buen pretexto para ir allí, temblaba a cada paso por miedo a que surgiera de algún rincón un guardia uniformado de negro, le pidiera sus documentos y le mandara salir. Sin embargo, el criado de O'Brien los había hecho entrar a los dos sin demora. Era un hombre sencillo, de pelo negro y chaqueta blanca con un rostro inexpresivo y achinado. El corredor por el que los había conducido, estaba muy bien alfombrado y las paredes cubiertas con papel crema de absoluta limpieza. Winston no recordaba haber visto ningún pasillo cuyas pare-des no estuvieran manchadas por el contacto de cuerpos humanos.
O'Brien tenía un pedazo de papel entre los dedos y parecía estarlo estudiando atentamente. Su pesado rostro inclinado tenía un aspecto formidable e inteligente a la vez. Se estuvo unos veinte segundos inmóvil. Luego se acercó el hablescribe y dictó un mensaje en la híbrida jerga de los ministerios.

«Reí 1 coma 5 coma 7 aprobado excelente. Sugerencia contenida doc G doblemás ridículo ro-zando crimental destruir. No conviene construir antes conseguir completa información maquina-ria puntofinal mensaje.»

Se levantó de la silla y se acercó a ellos cruzando parte de la silenciosa alfombra. Algo del am-biente oficial parecía haberse desprendido de él al terminar con las palabras de neolengua, pero su expresión era más severa que de costumbre, como si no le agradara ser interrumpido. El terror que ya sentía Winston se vio aumentado por el azoramiento corriente que se experimenta al serle molesto a alguien. Creía haber cometido una estúpida equivocación. Pues ¿qué prueba tenía él de que OBrien fuera un conspirador político? Sólo un destello de sus ojos y una observación equí-voca. Aparte de eso, todo eran figuraciones suyas fundadas en un ensueño. Ni siquiera podía fin-gir que habían venido solamente a recoger el diccionario porque en tal caso no podría explicar la presencia de Julia. Al pasar O'Brien frente a la telepantalla, 'pareció acordarse de algo. Se detu-vo, volvióse y giró una llave que había en la pared. Se oyó un chasquido. La voz se había callado de golpe.
Julia lanzó una pequeña exclamación, un apagado grito de sorpresa. En medio de su pánico, a Winston le causó aquello una impresión tan fuerte que no pudo evitar estas palabras:
--¿Puedes cerrarlo?
-Sí -dijo OBrien-; podemos cerrarlos. Tenemos ese privilegio.
Estaba sentado frente a ellos. Su maciza figura los dominaba y la expresión de su cara conti-nuaba indescifrable. Esperaba a que Winston hablase; pero ¿sobre qué? Incluso ahora podía con-cebirse perfectamente que no fuese más que un hombre ocupado preguntándose con irritación por qué lo habían interrumpido. Nadie hablaba. Después de cerrar la telepantalla, la habitación parecía mortalmente silenciosa. Los segundos transcurrían enormes. Winston dificultosamente conseguía mantener su mirada fija en los ojos de OBrien. Luego, de pronto, el sombrío rostro se iluminó con el inicio de una sonrisa. Con su gesto característico, O'Brien se aseguró las gafas sobre la nariz.
-¿Lo digo yo o lo dices tú? preguntó O'Brien.
-Lo diré yo -respondió Winston al instante-. ¿Está eso completamente cerrado?
-Sí; no funciona ningún aparato en esta habitación. Estamos solos.
-Pues vinimos aquí porque...
Se interrumpió dándose cuenta por primera vez de la vaguedad de sus propósitos. No sabía exactamente qué clase de ayuda esperaba de OBrien. Prosiguió, consciente de que sus palabras sonaban vacilantes y presuntuosas:
-Creemos que existe un movimiento clandestino, una especie de organización secreta que actúa contra el Partido y que tú estás metido en esto. Queremos formar parte de esta organización y trabajar en lo que podamos. Somos enemigos del Partido. No creemos en los principios de Ing-soc. Somos criminales del pensamiento. Además, somos adúlteros. Te digo todo esto porque de-seamos ponernos a tu merced. Si quieres que nos acusemos de cualquier otra cosa, estamos dis-puestos a hacerlo.
Winston dejó de hablar al darse cuenta de que la puerta se había abierto. Miró por encima de su hombro. Era el criado de cara amarillenta, que había entrado sin llamar. Traía una bandeja con una botella y vasos.
-Martín es uno de los nuestros -dijo O'Brien impasible-. Pon aquí las bebidas, Martín. Sí, en la mesa redonda. ¿Tenemos bastantes sillas? Sentémonos para hablar cómodamente. Siéntate tú también, Martín. Ahora puedes dejar de ser criado durante diez minutos.
El hombrecillo se sentó a sus anchas, pero sin abandonar el aire servil. Parecía un lacayo al que le han concedido el privilegio de sentarse con sus amos. Winston lo miraba con el rabillo del ojo. Le admiraba que aquel hombre se pasara la vida representando un papel y que le pareciera peligroso prescindir de su fingida personalidad aunque fuera por unos momentos. O'Brien tomó la botella por el cuello y llenó los vasos de un líquido rojo oscuro. A Winston le recordó algo que desde hacía muchos años no bebía, un anuncio luminoso que representaba una botella que se movía sola y llenaba un vaso incontables veces. Visto desde arriba, el líquido parecía casi negro, pero la botella, de buen cristal, tenía un color rubí. Su sabor era agridulce. Vio que Julia cogía su vaso y lo olía con gran curiosidad.
-Se llama vino -dijo O'Brien con una débil sonrisa-. Seguramente, ustedes lo habrán oído cita-ren los libros. Creo que a los miembros del Partido Exterior no les llega. -Su cara volvió a en-sombrecerse y levantó el vaso-: Creo que debemos empezar brindando por nuestro jefe: por Emmanuel Goldstein.
Winston cogió su vaso titubeando. Había leído referencias del vino y había soñado con él. Co-mo el pisapapeles de cristal o las canciones del señor Charrington, pertenecía al romántico y des-aparecido pasado, la época en que él se recreaba en sus secretas meditaciones. No sabía por qué, siempre había creído que el vino tenía un sabor intensamente dulce, como de mermelada y un efecto intoxicante inmediato. Pero al beberlo ahora por primera vez, le decepcionó. La verdad era que después de tantos años de beber ginebra aquello le parecía insípido. Volvió a dejar el va-so vacío sobre la mesa.
-Entonces, ¿existe de verdad ese Goldstein? preguntó.
-Sí, esa persona no es ninguna fantasía, y vive. Dónde, no lo sé.
-Y la conspiración..., la organización, ¿es auténtica? ¿no es sólo un invento de la Policía del Pensamiento?
-No, es una realidad. La llamamos la Hermandad. Nunca se sabe de la Hermandad, sino que existe y que uno pertenece a ella. En seguida volveré a hablarte de eso. -Miró el reloj de pulsera-. Ni siquiera los miembros del Partido Interior deben mantener cerrada la telepantalla más de me-dia hora. No debíais haber venido aquí juntos; tendréis que marcharos por separado. Tú, camara-da -le dijo a Julia-, te marcharás primero. Disponemos de unos veinte minutos. Comprenderéis que debo empezar por haceros algunas preguntas. En términos generales, ¿qué estáis dispuestos a hacer?
-Todo aquello de que seamos capaces -dijo Winston.
O'Brien había ladeado un poco su silla hacia Winston de manera que casi le volvía la espalda a Julia, dando por cierto que Winston podía hablar a la vez por sí y por ella. Empezó pestañeando un momento y luego inició sus preguntas con voz baja e inexpresiva, como si se tratara de una rutina, una especie de catecismo, la mayoría de cuyas respuestas le fueran ya conocidas.
-¿Estáis dispuestos a dar vuestras vidas?
-Sí.
-¿Estáis dispuestos a cometer asesinatos?
-Sí.
--¿A cometer actos de sabotaje que pueden causar la muerte de centenares de personas inocen-tes?
-Sí.
-¿A vender a vuestro país a las potencias extranjeras?
-Sí.
-¿Estáis dispuestos a hacer trampas, a falsificar, a hacer chantaje, a corromper a los niños, a distribuir drogas, a fomentar la prostitución, a extender enfermedades venéreas... a hacer todo lo que pueda causar desmoralización y debilitar el poder del Partido?
-Sí.
-Si, por ejemplo, sirviera de algún modo a nuestros intereses arrojar ácido sulfúrico a la cara de un niño, ¿estaríais dispuestos a hacerlo?
-Sí.
-¿Estáis dispuestos a perder vuestra identidad y a -vivir el resto de vuestras vidas como cama-reros, cargadores de puerto, etc.?
-Sí.
-¿Estáis dispuestos a suicidaros si os lo ordenamos y en el momento en que lo ordenásemos?
-Sí.
-¿Estáis dispuestos, los dos, a separaros y no volveros a ver nunca?
-No -interrumpió Julia.
A Winston le pareció que había pasado muchísimo tiempo antes de contestar. Durante algunos momentos creyó haber perdido el habla. Se le movía la lengua sin emitir sonidos, formando las primeras sílabas de una palabra y luego de otra. Hasta que lo dijo, no sabía qué palabra iba a de-cir:
-No -dijo por fin.
-Hacéis bien en decírmelo -repuso O'Brien-. Es necesario que lo conozcamos todo.
Se volvió hacia Julia y añadió con una voz algo más animada:
-- ¿Te das cuenta de que, aunque él sobreviviera, sería una persona diferente? Podríamos ver-nos obligados a darle una nueva identidad. Le cambiaríamos la cara, los movimientos, la forma de sus manos, el color del pelo... hasta la voz, y tú también podrías convertirte en una persona distinta. Nuestros cirujanos transforman a las personas de manera que es imposible reconocerlas. A veces, es necesario. En ciertos casos, amputamos algún miembro.
Winston no pudo evitar otra mirada de soslayo a la cara mongólica de Martín. No se le notaban cicatrices. Julia estaba algo más pálida y le resaltaban las pecas, pero miró a O'Brien con valen-tía. Murmuró algo que parecía conformidad.
-Bueno. Entonces ya está todo arreglado -dijo O'Brien.
Sobre la mesa había una caja de plata con cigarrillos. Con aire distraído, O'Brien la fue acer-cando a los otros. Tomó él un cigarrillo, se levantó y empezó a pasear por la habitación como si de este modo pudiera pensar mejor. Eran cigarrillos muy buenos; no se les caía el tabaco y el pa-pel era sedoso. O'Brien volvió a mirar su reloj de pulsera.
-Vuelve a tu servicio, Martín -dijo-. Volveré a poner en marcha la telepantalla dentro de un cuarto de hora. Fíjate bien en las caras de estos camaradas antes de salir. Es posible que los vuel-vas a ver. Yo quizá no.
Exactamente como habían hecho al entrar, los ojos oscuros del hombrecillo recorrieron rápidos los rostros de Julia y Winston. No había en su actitud la menor afabilidad. Estaba registrando unas facciones, grabándoselas, pero no sentía el menor interés por ellos o parecía no sentirlo. Se le ocurrió a Winston que quizás un rostro transformado no fuera capaz de variar de expresión. Sin hablar ni una palabra ni hacer el menor gesto de despedida, salió Martín, cerrando silenciosamente la puerta tras él. O'Brien seguía paseando por la estancia con una mano en el bolsillo de su «mono» negro y en la otra el cigarrillo.
-Ya comprenderéis -dijo- que tendréis que luchar a oscuras. Siempre a oscuras. Recibiréis ór-denes y las obedeceréis sin saber por qué. Más adelante os mandaré un libro que os aclarará la verdadera naturaleza de la sociedad en que vivimos y la estrategia que hemos de emplear para destruirla. Cuando hayáis leído el libro, seréis plenamente miembros de la Hermandad. Pero en-tre los fines generales por los que luchamos y las tareas inmediatas de cada momento habrá un vacío para vosotros sobre el que nada sabréis. Os digo que la Hermandad existe, pero no puedo deciros si la constituyen un centenar de miembros o diez millones. Por vosotros mismos no llega-réis a saber nunca si hay una docena de afiliados. Tendréis sólo tres o cuatro personas en contac-to con vosotros que se renovarán de vez en cuando a medida que vayan desapareciendo. Como yo he sido el primero en entrar en contacto con vosotros, seguiremos manteniendo la comunicación. Cuando recibáis órdenes, procederán de mí. Si creemos necesario comunicaros algo, lo haremos por medio de Martín. Cuando, finalmente, os cojan, confesaréis. Esto es inevitable. Pero tendréis muy poco que confesar aparte de vuestra propia actuación. No podréis traicionar más que a unas cuantas personas sin importancia. Quizá ni siquiera os sea posible delatarme. Por en-tonces, quizá yo haya muerto o seré ya una persona diferente con una cara distinta.
Siguió paseando sobre la suave alfombra. A pesar de su corpulencia, tenía una notable gracia de movimientos. Gracia que aparecía incluso en el gesto de meterse la mano en el bolsillo o de manejar el cigarrillo. Más que de fuerza daba una impresión de confianza y de comprensión iró-nica. Aunque hablara en serio, nada tenía de la rigidez del fanático. Cuando hablaba de asesina-tos, suicidio, enfermedades venéreas, miembros amputados o caras cambiadas, lo hacía en tono de broma. «Esto es inevitable parecía decir su voz-; «esto es lo que hemos de hacer queramos o no. Pero ya no tendremos que hacerlo cuando la vida vuelva a ser digna de ser vivida.» Una oleada de admiración, casi de adoración, iba de Winston a O'Brien. Casi había olvidado la som-bría figura de Goldstein. Contemplando las vigorosas espaldas de OBrien y su rostro enérgica-mente tallado, tan feo y a la vez tan civilizado, era imposible creer en la derrota, en que él fuera vencido. No se concebía una estratagema, un peligro a que él no pudiera hacer frente. Hasta Julia parecía impresionada. Había dejado quemarse solo su cigarrillo y escuchaba con intensa aten-ción. OBrien prosiguió:
-Habréis oído rumores sobre la existencia de la Hermandad. Supongo que la habréis imaginado a vuestra manera. Seguramente creeréis que se trata de un mundo subterráneo de conspiradores que se reúnen en sótanos, que escriben mensajes sobre los muros y se reconocen unos a otros por señales secretas, palabras misteriosas o movimientos especiales de las manos. Nada de eso. Los miembros de la Hermandad no tienen modo alguno de reconocerse entre ellos y es imposible que ninguno de los miembros llegue a individualizar sino a muy contados de sus afiliados. El propio Goldstein, si cayera en manos de la Policía del Pensamiento, no podría dar una lista completa de los afiliados ni información alguna que les sirviera para hacer el servicio. En realidad, no hay tal lista. La Hermandad no puede ser barrida porque no es una organización en el sentido corriente de la palabra. Nada mantiene su cohesión a no ser la idea de que es indestructible. No tendréis nada en que apoyaros aparte de esa idea. No encontraréis camaradería ni estímulo. Cuando finalmente seáis detenidos por la Policía, nadie os ayudará. Nunca ayudamos a nuestros afiliados. Todo lo más, cuando es absolutamente necesario que alguien calle, introducimos clandestina-mente una hoja de afeitar en la celda del compañero detenido. Es la única ayuda que a veces prestamos. Debéis acostumbraros a la idea de vivir sin esperanza. Trabajaréis algún tiempo, os detendrán, confesaréis y luego os matarán. Esos serán los únicos resultados que podréis ver. No hay posibilidad de que se produzca ningún cambio perceptible durante vuestras vidas. Nosotros somos los muertos. Nuestra única vida verdadera está en el futuro. Tomaremos parte en él como puñados de polvo y astillas de hueso. Pero no se sabe si este futuro está más o menos lejos. Qui-zá tarde mil años. Por ahora lo único posible es ir extendiendo el área de la cordura poco a poco. No podemos actuar colectivamente. Sólo podemos difundir nuestro conocimiento de individuo en individuo, de generación en generación. Ante la Policía del Pensamiento no hay otro medio.
Se detuvo y miró por tercera vez su reloj.
-Ya es casi la hora de que te vayas, camarada -le dijo a Julia-. Espera. La botella está todavía por la mitad.
Llenó los vasos y levantó el suyo.
-¿Por qué brindaremos esta vez? --dijo, sin perder su tono irónico-. ¿Por el despiste de la Poli-cía del Pensamiento? ¿Por la muerte del Gran Hermano? ¿Por la humanidad? ¿Por el futuro?
-Por el pasado -dijo Winston.
-Sí, el pasado es más importante -concedió O'Brien seriamente.
Vaciaron los vasos y un momento después se levantó Julia para marcharse. O'Brien cogió una cajita que estaba sobre un pequeño armario y le dio a la joven una tableta delgada y blanca para que se la colocara en la lengua. Era muy importante no salir oliendo a vino; los encargados del ascensor eran muy observadores. En cuanto Julia cerró la puerta, O'Brien pareció olvidarse de su existencia. Dio unos cuantos pasos más y se paró.
-Hay que arreglar todavía unos cuantos detalles -dijo-. Supongo que tendrás algún escondite.
Winston le explicó lo ¿le la habitación sobre la tienda del señor Charrington.
-Por ahora, basta con eso. Más tarde te buscaremos otra cosa. Hay que cambiar de escondite con frecuencia. Mientras tanto, te enviaré una copia del libro. -Winston observó que hasta O'-Brien parecía pronunciar esa palabra en cursiva-. Ya supondrás que me refiero al libro de Goldstein. Te lo mandaré lo más pronto posible. Quizá tarde algunos días en lograr el ejemplar. Com-prenderás_ que circulan muy pocos. La Policía del Pensamiento los descubre y destruye casi con la misma rapidez que los imprimimos nosotros. Pero da lo mismo. Ese libro es indestructible. Si el último ejemplar desapareciera, podríamos reproducirlo de memoria. ¿Sueles llevar una cartera a la oficina? -añadió.
-Sí. Casi siempre.
-¿Cómo es?
-Negra, muy usada. Con dos correas.
Negra, dos correas, muy usada... Bien. Algún día de éstos, no puedo darte una fecha exacta, uno de los mensajes que te lleguen en tu trabajo de la mañana contendrá una errata y tendrás que pedir que te lo repitan. Al día siguiente irás al trabajo sin la cartera. A cierta hora del día, en la calle, se te acercará un hombre y te tocará en el brazo, diciéndote: «Creo que se te ha caído esta cartera». La que te dé contendrá un ejemplar del libro de Goldstein. Tienes que, devolverlo a los catorce días o antes por el mismo procedimiento.
Estuvieron callados un momento.
-Falta un par de minutos para que tengas que irte --dijo O'Brien-. Quizá volvamos a encontrar-nos, aunque es muy poco probable, y entonces nos veremos en...
Winston lo miró fijamente.
-¿... En el sitio donde no hay oscuridad? -dijo vacilando.
O’Brien asintió con la cabeza, sin dar señales de extrañeza:
-En el sitio donde no hay oscuridad -repitió como si hubiera recogido la alusión-. Y mientras tanto, ¿hay algo que quieras decirme antes de salir de aquí? ¿Alguna pregunta?
Winston pensó unos instantes. No creía tener nada más que preguntar. En vez de cosas relacio-nadas con OBrien o la Hermandad, le acudía a la mente una imagen superpuesta de la oscura habitación donde su madre había pasado los últimos días y el dormitorio en casa del señor Cha-rrington, el pisapapeles de cristal y el grabado con su marco de palo rosa. Entonces dijo:
-¿Oíste alguna vez una vieja canción que empieza: Naranjas y limones, dicen las campanas de San Clemente.
OBrien, muy serio, continuó la canción:

Me debes tres peniques, dicen las campanas de San Martín.
¿Cuándo me pagarás?, dicen las campanas de Old Bailey.
Cuando me haga rico, dicen las campanas de Shoreditch


-¡Sabías el último verso!! dijo Winston.
-Sí, lo sé, y ahora creo que es hora de que te vayas. Pero, espera, toma antes una de estas table-tas.
OBrien, después de darle la tableta, le estrechó la mano con tanta fuerza que los huesos de Winston casi crujieron. Winston se volvió al llegar a la puerta, pero ya O'Brien empezaba a eli-minarlo de sus pensamientos. Esperaba con la mano puesta en la llave que controlaba la telepan-talla. Más allá veía Winston la mesa despacho con su lámpara de pantalla verde, el hablescribe y las bandejas de alambre cargadas de papeles. El incidente había terminado. Dentro de treinta se-gundos pensó Winston- reanudaría O'Brien su interrumpido e importante trabajo al servicio del Partido.

IX

Winston se encontraba cansadísimo, tan cansado que le parecía estarse convirtiendo en gelati-na. Pensó que su cuerpo no sólo tenía la flojedad de la gelatina, sino su transparencia. Era como si al levantar la mano fuera a ver la luz a través de ella. Trabajaba tanto que sólo le quedaba una frágil estructura de nervios, huesos y piel. Todas las sensaciones le parecían ampliadas. Su «mo-no» le estaba ancho, el suelo le hacía cosquillas en los pies y hasta el simple movimiento de abrir y cerrar la mano constituía para él un esfuerzo que le hacía sonar los huesos.
Había trabajado más de noventa horas en cinco días, lo mismo que todos los funcionarios del Ministerio. Ahora había terminado todo y nada tenía que hacer hasta el día siguiente por la ma-ñana. Podía pasar seis horas en su refugio y otras nueve en su cama. Bajo el tibio sol de la tarde se dirigió despacio en dirección a la tienda del señor Charrington, sin perder de vista las patru-llas, pero convencido, irracionalmente, de que aquella tarde no se cernía sobre él ningún peligro. La pesada cartera que llevaba le golpeaba la rodilla a cada paso. Dentro llevaba el libro, que te-nía ya desde seis días antes pero que aún no había abierto. Ni siquiera lo había mirado.
En el sexto día de la Semana del Odio, después de los ' desfiles, discursos, gritos, cánticos, banderas, películas, figuras de cera, estruendo de trompetas y tambores, arrastrar de pies cansa-dos, rechinar de tanques, zumbido de las escuadrillas aéreas, salvas de cañonazos..., después de seis días de todo esto, cuando el gran orgasmo político llegaba a su punto culminante y el odio general contra Eurasia era ya un delirio tan exacerbado que si la multitud hubiera podido apoderarse de los dos mil prisioneros de guerra eurasiáticos que habían sido ahorcados públicamente el último día de los festejos, los habría despedazado..., en ese momento precisamente se había anunciado que Oceanía no estaba en guerra con Eurasia. Oceanía luchaba ahora contra Asia Oriental. Eurasia era aliada.
Desde luego, no se reconoció que se hubiera producido ningún engañó. Sencillamente, se hizo saber del modo más repentino y en todas partes al mismo tiempo que el enemigo no era Eurasia, sino Asia Oriental. Winston tomaba parte en una manifestación que se celebraba en una de las plazas centrales de Londres en el momento del cambiazo. Era de noche y todo estaba cegadora-mente iluminado con focos. En la plaza había varios millares de personas, incluyendo mil niños de las escuelas con el uniforme de los Espías. En una plataforma forrada de trapos rojos, un ora-dor del Partido Interior, un hombre delgaducho y bajito con unos brazos desproporcionadamente largos y un cráneo grande y calvo con unos cuantos mechones sueltos atravesados sobre él, aren-gaba a la multitud. La pequeña figura, retorcida de odio, se agarraba al micrófono con una mano mientras que con la otra, enorme, al final de un brazo huesudo, daba zarpazos amenazadores por encima de su cabeza. Su voz, que los altavoces hacían metálica, soltaba una interminable sarta de atrocidades, matanzas en masa, deportaciones, saqueos, violaciones, torturas de prisioneros, bombardeos de poblaciones civiles, agresiones injustas, propaganda mentirosa y tratados incum-plidos. Era casi imposible escucharle sin convencerse primero y luego volverse loco. A cada momento, la furia de la multitud hervía inconteniblemente y la voz del orador era ahogada por una salvaje y bestial gritería que brotaba incontrolablemente de millares de gargantas. Los chilli-dos más salvajes eran los de los niños de las escuelas. El discurso duraba ya unos veinte minutos cuando un mensajero subió apresuradamente a la plataforma y le entregó a aquel hombre un pa-pelito. Él lo desenrolló y lo leyó sin dejar de hablar. Nada se alteró en su voz ni en su gesto, ni siquiera en el contenido de lo que decía. Pero, de pronto, los nombres eran diferentes. Sin nece-sidad de comunicárselo por palabaras, una oleada de comprensión agitó a la multitud. ¡Oceanía estaba en guerra con Asia Oriental! Pero, inmediatamente, se produjo una tremenda conmoción. Las banderas, los carteles que decoraban la plaza estaban todos equivocados. Aquellos no eran los rostros del enemigo. ¡Sabotaje! ¡Los agentes de Goldstein eran los culpables! Hubo una fe-nomenal algarabía mientras todos se dedicaban a arrancar carteles y a romper banderas, piso-teando luego los trozos de papel y cartón roto. Los Espías realizaron prodigios de actividad subiéndose a los tejados para cortar las bandas de tela pintada que cruzaban la calle. Pero a los dos o tres minutos se había terminado todo. El orador, que no había soltado el micrófono, seguía vo-ciferando y dando zarpazos al aire. Al minuto siguiente, la masa volvía a gritar su odio exacta-mente como antes. Sólo que el objetivo había cambiado.
Lo que más le impresionó a Winston fue que el orador dio el cambiazo exactamente a la mitad de una frase, no sólo sin detenerse, sino sin cambiar siquiera la construcción de la frase. Pero en aquellos momentos tenía Winston otras cosas de qué preocuparse. Fue entonces, en medio de la gran algarabía, cuando se le acercó un desconocido y, dándole un golpecito en un hombro, le di-jo: «Perdone, creo que se le ha caído a usted esta cartera». Winston tomó la cartera sin hablar, como abstraído. Sabía que iban a pasar varios días sin que pudiera abrirla. En cuanto terminó la manifestación, se fue directamente al Ministerio de la Verdad, aunque eran ya las veintitrés. Lo mismo hizo todo el personal del Ministerio. En verdad, las órdenes que repetían continuamente las telepantallas ordenándoles reintegrarse a sus puestos apenas eran necesarias. Todos sabían lo que les tocaba hacer en tales casos.
Oceanía estaba en guerra con Asia Oriental; Oceanía había estado siempre en guerra con Asia Oriental. Una gran parte de la literatura política de aquellos cinco años quedaba anticuada, abso-lutamente inservible. Documentos e informes de todas clases, periódicos, libros, folletos de pro-paganda, películas, bandas sonoras, fotografías... todo ello tenía que ser rectificado a la velocidad del rayo. Aunque nunca se daban órdenes en estos casos, se sabía que los jefes de departamento deseaban que dentro de una semana no quedara en toda Oceanía ni una sola referencia a la guerra con Eurasia ni a la alianza con Asia Oriental. El trabajo que esto suponía era aplastante. Sobre todo porque las operaciones necesarias para realizarlo no se llamaban por sus nombres verdade-ros. En el Departamento de Registro todos trabajaban dieciocho horas de las veinticuatro con dos turnos de tres horas cada uno para dormir. Bajaron colchones y los pusieron por los pasillos. Las comidas se componían de sandwiches y café de la Victoria traído en carritos por los camareros de la cantina: Cada vez que Winston interrumpía el trabajo para uno de sus dos descansos dia-rios, procuraba dejarlo todo terminado y que en su mesa no quedaran papeles. Pero cuando vol-vía al cabo de tres horas, con el cuerpo dolorido y los ojos hinchados, se encontraba con que otra lluvia de cilindros de papel le había cubierto la mesa como una nevada, casi enterrando el hablescribe y esparciéndose por el suelo, de modo que su primer trabajo consistía en ordenar to-do aquello para tener sitio donde moverse. Lo peor de todo era que no se trataba de un trabajo mecánico. A veces bastaba con sustituir un nombre por otro, pero los informes detallados de acontecimientos exigían mucho cuidado e imaginación.
Incluso los conocimientos geográficos necesarios para trasladar la guerra de una parte del mundo a otra eran considerables.
Al tercer día le dolían los ojos insoportablemente y tenía que limpiarse las gafas cada cinco minutos. Era como luchar contra alguna tarea física aplastante, algo que uno tenía derecho a ne-garse a realizar y que sin embargo se hacía por una impaciencia neurótica de verlo terminado. Es curioso que no le preocupara el hecho de que todas las palabras que iba murmurando en el hablescribe, así como cada línea escrita con su lápiz-pluma, era una mentira deliberada. Lo único que le angustiaba era el temor de que la falsificación no fuera perfecta, y esto mismo les ocurría a todos sus compañeros. En la mañana del sexto día el aluvión de cilindros de papel fue disminu-yendo. Pasó media hora sin que saliera ninguno por el tubo; luego salió otro rollo y después nada absolutamente. Por todas partes ocurría igual. Un hondo y secreto suspiro recorrió el Ministerio. Se acababa de realizar una hazaña que nadie podría mencionar nunca. Era imposible ya que nin-gún ser humano pudiera probar documentalmente que la guerra con Eurasia había sucedido. In-esperadamente, se anunció que todos los trabajadores del Ministerio estaban libres hasta el día siguiente por la mañana. Era mediodía. Winston, que llevaba todavía la cartera con el libro, la cual había permanecido entre sus pies mientras trabajaba y debajo de su cuerpo mientras dormía, se fue a casa, se afeitó y casi se quedó dormido en el baño, aunque el agua estaba casi fría.
Luego, con una sensación voluptuosa, subió las escaleras de la tienda del señor Charrington. Por supuesto, estaba cansadísimo, pero se la había pasado el sueño. Abrió la ventana, encendió la pequeña y sucia estufa y puso a calentar un cazo con agua. Julia llegaría en seguida., Mientras la esperaba, tenía el libro. Sentóse en la desvencijada butaca y desprendió las correas de la cartera.
Era un pesado volumen negro, encuadernado por algún aficionado y en cuya cubierta no había nombre ni título alguno. La impresión también era algo irregular. Las páginas estaban muy gas-tadas por los bordes y el libro se abría con mucha facilidad, como si hubiera pasado por muchas manos. La inscripción de la portada decía:

TEORIA Y PRACTICA DEL COLECTIVISMO
OLIGÁRQUICO

por
EMMANUEL GOLDSTEIN

Winston empezó a leer:

CAPÍTULO PRIMERO

La ignorancia es la fuerza

Durante todo el tiempo de que se tiene noticia probablemente desde fines del período neolítico- ha habido en el mundo tres clases de personas: los Altos, los Medianos y los Bajos. Se han subdividido de muchos modos, han llevado muy diversos nombres y su número relativo, así como la actitud que han guardado unos hacia otros, ha variado de época en época; pero la estructura esencial de la sociedad nunca ha cambiado. Incluso después de enormes conmociones y de cam-bios que parecían irrevocables, la misma estructura ha vuelto a imponerse, igual que un girosco-pio vuelve siempre a la posición de equilibrio por mucho que lo empujemos en un sentido o en otro.
Los objetivos de estos tres grupos son por completo inconciliables.

Winston interrumpió la lectura, sobre todo para poder disfrutar bien del hecho asombroso de hallarse leyendo tranquilo y seguro. Estaba solo, sin telepantalla, sin nadie que escuchara por la cerradura, sin sentir el impulso nervioso de mirar por encima del hombro o de cubrir la página con la mano. Un airecillo suave le acariciaba la mejilla. De lejos venían los gritos de los niños que jugaban. En la habitación misma no había más sonido que el débil tictac del reloj, un ruido como de insecto. Se arrellanó más cómodamente en la butaca y puso los pies en los hierros de la chimenea. Aquello era una bendición, era la eternidad. De pronto, como suele hacerse cuando sabemos que un libro será leído y releído por nosotros, sintió el deseo de «calarlo» primero. Así, lo abrió por un sitio distinto y se encontró en el capítulo III. Siguió leyendo:

CAPITULO III

La guerra es la paz

La desintegración del mundo en tres grandes superestados fue un acontecimiento que pudo haber sido previsto y que en realidad lo fue- antes de mediar el siglo xx. Al ser absorbida Europa por Rusia y el Imperio Británico por los Estados Unidos, habían nacido ya en esencia dos de los tres poderes ahora existentes, Eurasia y Oceanía. El tercero, Asia Oriental, sólo surgió como uni-dad aparte después de otra década de confusa lucha. Las fronteras entre los tres superestados son arbitrarias en algunas zonas y en otras fluctúan según los altibajos de la guerra, pero en general se atienen a líneas geográficas. Eurasia comprende toda la parte norte de la masa terrestre euro-pea y asiática, desde Portugal hasta el Estrecho de Bering. Oceanía comprende las Américas, las islas del Atlántico, incluyendo a las Islas Británicas, Australasia y África meridional. Asia Orien-tal, potencia más pequeña que las otras y con una frontera occidental menos definida, abarca China y los países que se hallan al sur de ella, las islas del Japón y una amplia y fluctuante porción de Manchuria, Mongolia y el Tibet.
Estos tres superestados, en una combinación o en otra, están en guerra permanente y llevan así veinticinco años. Sin embargo, ya no es la guerra aquella lucha desesperada y aniquiladora que era en las primeras décadas del siglo XX. Es una lucha por objetivos limitados entre combatien-tes incapaces de destruirse unos a otros, sin una causa material para luchar y que no se hallan di-vididos por diferencias ideológicas claras. Esto no quiere decir que la conducta en la guerra ni la actitud hacia ella sean menos sangrientas ni más caballerosas. Por el contrario, el histerismo béli-co es continuo y universal, y las violaciones, los saqueos, la matanza de niños, la esclavización de poblaciones enteras y represalias contra los prisioneros hasta el punto de quemarlos y ente-rrarlos vivos, se consideran normales, y cuando esto no lo comete el enemigo sino el bando pro-pio, se estima meritorio. Pero en un sentido físico, la guerra afecta a muy pocas personas, la ma-yoría especialistas muy bien preparados, y causa pocas bajas relativamente. Cuando hay lucha, tiene lugar en confusas fronteras que el hombre medio apenas puede situar en un mapa o en torno a las fortalezas flotantes que guardan los lugares estratégicos en el mar. En los centros de civili-zación la guerra no significa más que una continua escasez de víveres y alguna que otra bomba cohete que puede causar unas veintenas de víctimas. En realidad, la guerra ha cambiado de carácter. Con más exactitud, puede decirse que ha variado el orden de importancia de las razones que determinaban una guerra. Se han convertido en dominantes y son reconocidos consciente-mente motivos que ya estaban latentes en las grandes guerras de la primera mitad del siglo xx.
Para comprender la naturaleza de la guerra actual -pues, a pesar del reagrupamiento que ocurre cada pocos años, siempre es la misma guerra- hay que darse cuenta en primer lugar de que esa guerra no puede ser decisiva. Ninguno de los tres superestados podría ser conquistado definiti-vamente ni siquiera por los otros dos en combinación. Sus fuerzas están demasiado bien equili-bradas. Y sus defensas son demasiado poderosas. Eurasia está protegida por sus grandes espacios terrestres, Oceanía por la anchura del Atlántico y del Pacífico, Asia Oriental por la fecundidad y laboriosidad de sus habitantes. Además, ya no hay nada por qué luchar. Con. las economías au-tárquicas, la lucha por los mercados, que era una de las causas principales de las guerras anterio-res, ha dejado de tener, sentido, y la competencia por las materias primas ya no es una cuestión de vida o muerte. Cada uno de los tres superestados es tan inmenso que puede obtener casi todas las materias que necesita dentro de sus propias fronteras. Si acaso, se propone la guerra el domi-nio del trabajo. Entre las fronteras de los superestados, y sin pertenecer de un modo permanente a ninguno de ellos, se extiende un cuadrilátero, con sus ángulos en Tánger, Brazzaville, Darwin y Hong-Kong, que contiene casi una quinta parte de la población de la Tierra. Las tres potencias luchan constantemente por la posesión de estas regiones densamente pobladas, así como por las zonas polares. En la práctica, ningún poder controla totalmente esa área disputada. Porciones de ella están cambiando a cada momento de manos, y lo que en realidad determina los súbitos y múltiples cambios de alianzas es la posibilidad de apoderarse de uno u otro pedazo de tierra me-diante una inesperada traición.
Todos esos territorios disputados contienen valiosos minerales y algunos de ellos producen ciertas cosas, como la goma, que en los climas fríos es preciso sintetizar por métodos relativa-mente caros. Pero, sobre todo, proporcionan una inagotable reserva de mano de obra muy barata. La potencia que controle el África Ecuatorial, los países del Oriente Medio, la India Meridional o el Archipiélago Indonesio, dispone también de centenares de millones de trabajadores mal paga-dos y muy resistentes. Los habitantes de esas regiones, reducidos más o menos abiertamente a la condición de esclavos, pasan continuamente de un conquistador a otro y son empleados como carbón o aceite en la carrera de armamento, armas que sirven para capturar más territorios y ga-nar así más mano de obra, con lo cual se pueden tener más armas que servirán para conquistar más territorios, y así indefinidamente. Es interesante observar que la lucha nunca sobrepasa los límites de las zonas disputadas. Las fronteras de Eurasia avanzan y retroceden entre la cuenca del Congo y la orilla septentrional del Mediterráneo; las islas del Océano índico y del Pacífico son conquistadas y reconquistadas constantemente por Oceanía y por Asia Oriental; en Mongolia, la línea divisoria entre Eurasia y Asia Oriental nunca es estable; en tomo al Polo Norte, las tres po-tencias reclaman inmensos territorios en su mayor parte inhabitados e inexplorados; pero el equi-librio de poder no se altera apenas con todo ello y el territorio que constituye el suelo patrio de cada uno de los tres superestados nunca pierde su independencia. Además, la mano de obra de los pueblos explotados alrededor del Ecuador no es verdaderamente necesaria para la economía mundial. Nada atañe a la riqueza del mundo, ya que todo lo que produce se dedica a fines de guerra, y el objeto de prepararse para una guerra no es más que ponerse en situación de empren-der otra guerra. Las poblaciones esclavizadas permiten, con su trabajo, que se acelere el ritmo de la guerra. Pero si no existiera ese refuerzo de trabajo, la estructura de la sociedad y el proceso por el cual ésta se mantiene no variarían en lo esencial.
La finalidad principal de la guerra moderna (de acuerdo con los principios del doblepensar) la reconocen y, a la vez, no la reconocen, los cerebros dirigentes del Partido Interior. Consiste en usar los productos de las máquinas sin elevar por eso el nivel general de la vida. Hasta fines del siglo xix había sido un problema latente de la sociedad industrial qué había de hacerse con el so-brante de los artículos de consumo. Ahora, aunque son pocos los seres humanos que pueden co-mer lo suficiente, este problema no es urgente y nunca podría tener caracteres graves aunque no se emplearan procedimientos artificiales para destruir esos productos. El mundo de hoy, si lo comparamos con el anterior a 1914, está desnudo, hambriento y lleno de desolación; y aún más si lo comparamos con el futuro que las gentes de aquella época esperaba. A principios del siglo XX la visión de una sociedad futura increíblemente rica, ordenada, eficaz y con tiempo para todo -un reluciente mundo antiséptico de cristal, acero y cemento, un mundo de nívea blancura- era el ideal de casi todas las personas cultas. La ciencia y la tecnología se desarrollaban a una veloci-dad prodigiosa y parecía natural que este desarrollo no se interrumpiera jamás. Sin embargo, no continuó el perfeccionamiento, en parte por el empobrecimiento causado por una larga serie de guerras y revoluciones, y en parte porque el progreso científico y técnico se basaba en un hábito empírico de pensamiento que no podía existir en una sociedad estrictamente reglamentada. En conjunto, el mundo es hoy más primitivo que hace cincuenta años. Algunas zonas secundarias han progresado y se han realizado algunos perfeccionamientos, ligados siempre a la guerra y al espionaje policíaco, pero los experimentos científicos y los inventos no han seguido su curso y los destrozos causados por la guerra atómica de los años cincuenta y tantos nunca llegaron a ser reparados. No obstante, perduran los peligros del maquinismo. Cuando aparecieron las grandes máquinas, se pensó, lógicamente, que cada vez haría menos falta la servidumbre del trabajo y que esto contribuiría en gran medida a suprimir las desigualdades en la condición humana. Si las máquinas eran empleadas deliberadamente con esa finalidad, entonces el hambre, la suciedad, el analfabetismo, las enfermedades y el cansancio serían necesariamente eliminados al cabo de unas cuantas generaciones. Y, en realidad, sin ser empleada con esa finalidad, sino sólo por un proceso automático -produciendo riqueza que no había más remedio que distribuir-, elevó efecti-vamente la máquina el nivel de vida de las gentes que vivían a mediados de siglo. Estas gentes vivían muchísimo mejor que las de fines del siglo xix.
Pero también resultó claro que un aumento de bienestar tan extraordinario amenazaba con la destrucción -era ya, en sí mismo, la destrucción- de una sociedad jerárquica. En un mundo en que todos trabajaran pocas horas, tuvieran bastante que comer, vivieran en casas cómodas e higiénicas, con cuarto de baño, calefacción y refrigeraci6n, y poseyera cada uno un auto o quizás un aeroplano, habría desaparecido la forma más obvia e hiriente de desigualdad. Si la riqueza llegaba a generalizarse, no serviría para distinguir a nadie. Sin duda, era posible imaginarse una sociedad en que la riqueza, en el sentido de posesiones y lujos personales, fuera equitativamente distribuida mientras que el poder siguiera en manos de una minoría, de una pequeña casta privi-legiada. Pero, en la práctica, semejante sociedad no podría conservarse estable, porque si todos disfrutasen por igual del lujo y del ocio, la gran masa de seres humanos, a quienes la pobreza suele imbecilizar, aprenderían muchas cosas y empezarían a pensar por sí mismos; y si empeza-ran a reflexionar, se darían cuenta más pronto o más tarde que la minoría privilegiada no tenía derecho alguno a imponerse a los demás y acabarían barriéndoles. A la larga, una sociedad jerár-quica sólo sería posible basándose en la pobreza y en la ignorancia. Regresar al pasado agrícola -como querían algunos pensadores de principios de este siglo- no era una solución práctica, pues-to que estaría en contra de la tendencia a la mecanización, que se había hecho casi instintiva en el mundo entero, y, además, cualquier país que permaneciera atrasado industrialmente sería inútil en un sentido militar y caería antes o después bajo el dominio de un enemigo bien armado.
Tampoco era una buena solución mantener la pobreza de las masas restringiendo la produc-ción. Esto se practicó en gran medida entre 1920 y 1940. Muchos países dejaron que su econo-mía se anquilosara. No se renovaba el material indispensable para la buena marcha de las indus-trias, quedaban sin cultivar las tierras, y grandes masas de población, sin tener en qué trabajar, vivían de la caridad del Estado. Pero también esto implicaba una debilidad militar, y como las privaciones que infligía eran innecesarias, despertaba inevitablemente una gran oposición. El problema era mantener en marcha las ruedas de la industria sin aumentar la riqueza real del mundo. Los bienes habían de ser producidos, pero no distribuidos. Y, en la práctica, la única ma-nera de lograr esto era la guerra continua.
El acto esencial de la guerra es la destrucción, no forzosamente de vidas humanas, sino de los productos del trabajo. La guerra es una manera de pulverizar o de hundir en el fondo del mar los materiales que en la paz constante podrían emplearse para que las masas gozaran de excesiva comodidad y, con ello, se hicieran a la larga demasiado inteligentes. Aunque las armas no se des-truyeran, su fabricación no deja de ser un método conveniente de gastar trabajo sin producir nada que pueda ser consumido. En una fortaleza flotante, por ejemplo, se emplea el trabajo que hubie-ran dado varios centenares de barcos de carga. Cuando se queda anticuada, y sin haber producido ningún beneficio material para nadie, se construye una nueva fortaleza flotante mediante un enorme acopio de mano de obra. En principio, el esfuerzo de guerra se planea para consumir to-do lo que sobre después de haber cubierto unas mínimas necesidades de la población. Este míni-mo se calcula siempre en mucho menos de lo necesario, de manera que hay una escasez crónica de casi todos los artículos necesarios para la vida, lo cual se considera como una ventaja. Consti-tuye una táctica deliberada mantener incluso a los grupos favorecidos al borde de la escasez, porque un estado general de escasez aumenta la importancia de los pequeños privilegios y hace que la distinción entre un grupo y otro resulte más evidente. En comparación con el nivel de vida de principios del siglo XX, incluso los miembros del Partido Interior llevan una vida austera y laboriosa. Sin embargo, los pocos lujos que disfrutan -un buen piso, mejores telas, buena calidad del alimento, bebidas y tabaco, dos o tres criados, un auto o un autogiro privado- los colocan en un mundo diferente del de los miembros del Partido Exterior, y estos últimos poseen una ventaja similar en comparación con las masas sumergidas, a las que llamamos «los proles». La atmósfera social es la de una ciudad sitiada, donde la posesión de un trozo de carne de caballo establece la diferencia entre la riqueza y la pobreza. Y, al mismo tiempo, la idea de que se está en guerra, y por tanto en peligro, hace que la entrega de todo el poder a una reducida casta parezca la condi-ción natural e inevitable para sobrevivir.
Se verá que la guerra no sólo realiza la necesaria distinción, sino que la efectúa de un modo aceptable psicológicamente. En principio, sería muy sencillo derrochar el trabajo sobrante construyendo templos y pirámides, abriendo zanjas y volviéndolas a llenar o incluso produciendo in-mensas cantidades de bienes y prendiéndoles fuego. Pero esto sólo daría la base económica y no la emotiva para una sociedad jerarquizada. Lo que interesa no es la moral de las masas, cuya ac-titud no importa mientras se hallen absorbidas por su trabajo, sino la moral del Partido mismo. Se espera que hasta el más humilde de los miembros del Partido sea competente, laborioso e incluso inteligente -siempre dentro de límites reducidos, claro está-, pero siempre es preciso que sea un fanático ignorante y crédulo en el que prevalezca el miedo, el odio, la adulación y una continua sensación orgiástica de triunfo. En otras palabras, es necesario que ese hombre posea la mentali-dad típica de la guerra. No importa que haya o no haya guerra y, ya que no es posible una victo-ria decisiva, tampoco importa si la guerra va bien o mal. Lo único preciso es que exista un estado de guerra. La desintegración de la inteligencia especial que el Partido necesita de sus miembros, y que se logra mucho mejor en una atmósfera de guerra, es ya casi universal, pero se nota con más relieve a medida que subimos en la escala jerárquica. Precisamente es en el Partido Interior donde la histeria bélica y el odio al enemigo son más intensos. Para ejercer bien sus funciones administrativas, se ve obligado con frecuencia el miembro del Partido Interior a saber que esta o aquella noticia de guerra es falsa y puede saber muchas veces que una pretendida guerra o no existe o se está realizando con fines completamente distintos a los declarados. Pero ese conoci-miento queda neutralizado fácilmente mediante la técnica del doblepensar. De modo que ningún miembro del Partido Interior vacila ni un solo instante en su creencia mística de que la guerra es una realidad y que terminará victoriosamente con el dominio indiscutible de Oceanía sobre el mundo entero.
Todos los miembros del Partido Interior creen -en esta futura victoria total como en un artículo de fe. Se conseguirá, o bien paulatinamente mediante la adquisición de más territorios sobre los que se basará una aplastante preponderancia, o bien por el descubrimiento de algún arma secreta. Continúa sin cesar la búsqueda de nuevas armas, y ésta es una de las poquísimas actividades en que todavía pueden encontrar salida la inventiva y las investigaciones científicas. En la Oceanía de hoy la ciencia -en su antiguo sentido- ha dejado casi de existir. En neolengua no hay palabra para ciencia. El método empírico de pensamiento, en el cual se basaron todos los adelantos cien-tíficos del pasado, es opuesto a los principios fundamentales de Ingsoc. E incluso el progreso técnico sólo existe cuando sus productos pueden ser empleados para disminuir la libertad huma-na.
Las dos finalidades del Partido son conquistar toda la superficie de la Tierra y extinguir de una vez para siempre la posibilidad de toda libertad del pensamiento. Hay, por tanto, dos grandes problemas que ha de resolver el Partido. Uno es el de descubrir, contra la voluntad del interesa-do, lo que está pensando determinado ser humano, y el otro es cómo suprimir, en pocos segundos y sin previo aviso, a varios centenares de millones de personas. Éste es el principal objetivo de las investigaciones científicas. El hombre de ciencia actual es una mezcla de psicólogo y policía que estudia con extraordinaria minuciosidad el significado de las expresiones faciales, gestos y tonos de voz, los efectos de las drogas que obligan a decir la verdad, la terapéutica del shock, del hipnotismo y de la tortura física; y si es un químico, un físico o un biólogo, sólo se preocupará por aquellas ramas que dentro de su especialidad sirvan para matar. En los grandes laboratorios del Ministerio de la Paz, en las estaciones experimentales ocultas en las selvas brasileñas, en el desierto australiano o en las islas perdidas del Antártico, trabajan incansablemente los equipos técnicos. Unos se dedican sólo a planear la logística de las guerras futuras; otros, a idear bombas cohete cada vez mayores, explosivos cada vez más poderosos y corazas cada vez más impenetra-bles; otros buscan gases más mortíferos o venenos que puedan ser producidos en cantidades tan inmensas que destruyan la vegetación de todo un continente, o cultivan gérmenes inmunizados contra todos los posibles antibióticos; otros se esfuerzan por producir un vehículo que se abra paso por la tierra como un submarino bajo el agua, o un aeroplano tan independiente de su base como un barco en el mar, otros exploran posibilidades aún más remotas, como la de concentrar los rayos del sol mediante gigantescas lentes suspendidas en el espacio a miles de kilómetros, o producir terremotos artificiales utilizando el calor del centro de la Tierra.
Pero ninguno de estos proyectos se aproxima nunca a su realización, y ninguno de los tres su-perestados adelanta a los otros dos de un modo definitivo. Lo más notable es que las tres poten-cias tienen ya, con la bomba atómica, un arma mucho más poderosa que cualquiera de las que ahora tratan de convertir en realidad. Aunque el Partido, según su costumbre, quiere atribuirse el invento, las bombas atómicas aparecieron por primera vez a principios de los años cuarenta y tantos de este siglo y fueron usadas en gran escala unos diez años después. En aquella época ca-yeron unos centenares de bombas en los centros industriales, principalmente de la Rusia Euro-pea, Europa Occidental y Norteamérica. El objeto perseguido era convencer a los gobernantes de todos los países que unas cuantas bombas más terminarían con la sociedad organizada y por tan-to con su poder. A partir de entonces, y aunque no se llegó a ningún acuerdo formal, no se arroja-ron más bombas atómicas. Las potencias actuales siguen produciendo bombas atómicas y alma-cenándolas en espera de la oportunidad decisiva que todos creen llegará algún día. Mientras tan-to, el arte de la guerra ha permanecido estacionado durante treinta o cuarenta años. Los autogiros se usan más que antes, los aviones de bombardeo han sido sustituidos en gran parte por los pro-yectiles autoimpulsados y el frágil tipo de barco de guerra fue reemplazado por las fortalezas flo-tantes, casi imposibles de hundir. Pero, aparte de ello, apenas ha habido adelantos bélicos. Se si-guen usando el tanque, el submarino, el torpedo, la ametralladora e incluso el rifle y la granada de mano. Y, a pesar de las interminables matanzas comunicadas por la Prensa y las telepantallas, las desesperadas batallas de las guerras anteriores -en las cuales morían en pocas semanas cente-nares de miles e incluso millones de hombres- no han vuelto a repetirse.
Ninguno de los tres superestados intenta nunca una maniobra que suponga el riesgo de una se-ria derrota. Cuando se lleva a cabo una operación de grandes proporciones, suele tratarse de un ataque por sorpresa contra un aliado. La estrategia que siguen los tres superestados -o que pre-tenden seguir-- es la misma. Su plan es adquirir, mediante una combinación, un anillo de bases que rodee completamente a uno de los estados rivales para firmar luego un pacto de amistad con ese rival y seguir en relaciones pacíficas con él durante el tiempo que sea preciso para que se confíen. En este tiempo, se almacenan bombas atómicas en los sitios estratégicos. Esas bombas, cargadas en los cohetes, serán disparadas algún día simultáneamente, con efectos tan devastado-res que no habrá posibilidad de respuesta. Entonces se firmará un pacto de amistad con la otra potencia, en preparación de un nuevo ataque. No es preciso advertir que este plan es un ensueño de imposible realización. Nunca hay verdadera lucha a no ser en las zonas disputadas en el Ecuador y en los Polos: no hay invasiones del territorio enemigo. Lo cual explica que en algunos si-tios sean arbitrarias las fronteras entre los superestados. Por ejemplo, Eurasia podría conquistar fácilmente las Islas Británicas, que forman parte, geográficamente, de Europa, y también sería posible para Oceanía avanzar sus fronteras hasta el Rin e incluso hasta el Vístula. Pero esto vio-laría el principio -seguido por todos los bandos, aunque nunca formulado- de la integridad cultu-ral. Así, si Oceanía conquistara las áreas que antes se conocían con los nombres de Francia y Alemania, sería necesario exterminar a todos sus habitantes -tarea de gran dificultad físicao asi-milarse una población de un centenar de millones de personas que, en lo técnico, están a la mis-ma altura que los oceánicos. El problema es el mismo para todos los superestados, siendo absolu-tamente imprescindible que su estructura no entre en contacto con extranjeros, excepto en redu-cidas proporciones con prisioneros de guerra y esclavos de color. Incluso el aliado oficial del momento es considerado con mucha suspicacia. El ciudadano medio de Oceanía nunca ve a un ciudadano de Eurasia ni de Asia Oriental -aparte de los prisioneros- y se le prohibe que aprenda lenguas extranjeras. Si se le permitiera entrar en relación con extranjeros, descubriría que son criaturas iguales a él en lo esencial y que casi todo lo que se le ha dicho sobre ellos es una sarta de mentiras. Se rompería así el mundo cerrado en que vive y quizá desaparecieran él miedo, el odio y la rigidez fanática en que se basa su moral. Se admite, por tanto, en los tres Estados que por mucho que cambien de manos Persia, Egipto, Java o Ceilán, las fronteras principales nunca podrán ser cruzadas más que por las bombas.
Bajo todo esto hallamos un hecho al que nunca se alude, pero admitido tácitamente y sobre el que se basa toda conducta oficial, a saber: que las condiciones de vida de los tres superestados son casi las mismas. En Oceanía prevalece la ideología llamada Ingsoc, en Eurasia el neobolche-vismo y en Asia Oriental lo que se conoce por un nombre chino que suele traducirse por «adora-ción de la muerte», pero que quizá quedaría mejor expresado como «desaparición del yo». Al ciudadano de Oceanía no se le permite saber nada de las otras dos ideologías, pero se le enseña a condenarlas como bárbaros insultos contra la moralidad y el sentido común. La verdad es que apenas pueden distinguirse las tres ideologías, y los sistemas sociales que ellas soportan son los mismos. En los tres existe la misma estructura piramidal, idéntica adoración a un jefe semidivi-no, la misma economía orientada hacia una guerra continua. De ahí que no sólo no puedan con-quistarse mutuamente los tres superestados, sino que no tendrían ventaja alguna si lo consiguie-ran. Por el contrario, se ayudan mutuamente manteniéndose en pugna. Y los grupos dirigentes de las tres Potencias saben y no saben, a la vez, lo que están haciendo. Dedican sus vidas a la con-quista del mundo, pero están convencidos al mismo tiempo de que es absolutamente necesario que la guerra continúe eternamente sin ninguna victoria definitiva. Mientras tanto, el hecho de que no hay peligro de conquista hace posible la denegación sistemática de la realidad, que es la característica principal del Ingsoc y de sus sistemas rivales. Y aquí hemos de repetir que, al hacerse continua, la guerra ha cambiado fundamentalmente de carácter.
En tiempos pasados, una guerra, casi por definición, era algo que más pronto o más tarde tenía un final; generalmente, una clara victoria o una derrota indiscutible. Además, en el pasado, la guerra era uno de los principales instrumentos con que se mantenían las sociedades humanas en contacto con la realidad física. Todos los gobernantes de todas las épocas intentaron imponer un falso concepto del mundo a sus súbditos, pero no podían fomentar ilusiones que perjudicasen la eficacia militar. Como quiera que la derrota significaba la pérdida de la independencia o cual-quier otro resultado indeseable, habían de tomar serias precauciones para evitar la derrota. Estos hechos no podían ser ignorados. Aun admitiendo que en filosofía, en ciencia, en ética o en políti-ca dos y dos pudieran ser cinco, cuando se fabricaba un cañón o un aeroplano tenían que ser cua-tro. Las naciones mal preparadas acababan siempre siendo conquistadas, y la lucha por una ma-yor eficacia no admitía ilusiones. Además, para ser eficaces había que aprender del pasado, lo cual suponía estar bien enterado de lo ocurrido en épocas anteriores. Los periódicos y los libros de historia eran parciales, naturalmente, pero habría sido imposible una falsificación como la que hoy se realiza. La guerra era una garantía de cordura. Y respecto a las clases gobernantes, era el freno más seguro. Nadie podía ser, desde el poder, absolutamente irresponsable desde el momen-to en que una guerra cualquiera podía ser ganada o perdida.
Pero cuando una guerra se hace continua, deja de ser peligrosa porque desaparece toda necesi-dad militar. El progreso técnico puede cesar y los hechos más palpables pueden ser negados o descartados como cosas sin importancia. Lo único eficaz en Oceanía es la Policía del Pensamien-to. Como cada uno de los tres superestados es inconquistable, cada uno de ellos es, por tanto, un mundo separado dentro del cual puede ser practicada con toda tranquilidad cualquier perversión mental. La realidad sólo ejerce su presión sobre las necesidades de la vida cotidiana: la necesidad de comer y de beber, de vestirse y tener un techo, de no beber venenos ni caerse de las ventanas, etc... Entre la vida y la muerte, y entre el placer físico y el dolor físico, sigue habiendo una dis-tinción, pero eso es todo. Cortados todos los contactos con el mundo exterior y con el pasado, el ciudadano de Oceanía es como un hombre en el espacio interestelar, que no tiene manera de sa-ber por dónde se va hacia arriba y por dónde hacia abajo. Los gobernantes de un Estado como éste son absolutos como pudieran serlo los faraones o los césares. Se ven obligados a evitar que sus gentes se mueran de hambre en cantidades excesivas, y han de mantenerse al mismo nivel de baja técnica militar que sus rivales. Pero, una vez conseguido ese mínimo, pueden retorcer y de-formar la realidad dándole la forma que se les antoje.
Por tanto, la guerra de ahora, comparada con las antiguas, es una impostura. Se podría compa-rar esto a las luchas entre ciertos rumiantes cuyos cuernos están colocados de tal manera que no pueden herirse. Pero aunque es una impostura, no deja de tener sentido. Sirve para consumir el sobrante de bienes y ayuda a conservarla atmósfera mental imprescindible para una sociedad je-rarquizada. Como se ve, la guerra es ya sólo un asunto de política interna. En el pasado, los gru-pos dirigentes de todos los países, aunque reconocieran sus propios intereses e incluso los de sus enemigos y gritaran en lo posible la destructividad de la guerra, en definitiva luchaban unos co-ntra otros y el vencedor aplastaba al vencido. En nuestros días río luchan unos contra otros, sino cada grupo dirigente contra sus propios súbditos, y el objeto de la guerra no es conquistar territorio ni defenderlo, sino mantener intacta la estructura de la sociedad. Por lo tanto, la palabra guerra se ha hecho equívoca. Quizá sería acertado decir que la guerra, al hacerse continua, ha dejado de existir. La presión que ejercía sobre los seres humanos entre la Edad neolítica y princi-pios del siglo XX ha desaparecido, siendo sustituida por algo completamente distinto. El efecto sería muy parecido si los tres superestados, en vez de pelear cada uno con los otros, llegaran al acuerdo -respetándolo- de vivir en paz perpetua sin traspasar cada uno las fronteras del otro. En ese caso, cada uno de ellos seguiría siendo un mundo cerrado libre de la angustiosa influenció del peligro externo. Una paz que fuera de verdad permanente sería lo mismo que una guerra permanente. Éste es el sentido verdadero (aunque la mayoría de los miembros del Partido lo en-tienden sólo de un modo superficial) de la consigna del Partido: la guerra es la paz.
Winston dejó de leer un momento. A una gran distancia había estallado una bomba. La inefable sensación de estar leyendo el libro prohibido, en una habitación sin telepantalla, seguía llenándo-lo de satisfacción. La soledad y la seguridad eran sensaciones físicas, mezcladas por el cansancio de su cuerpo, la suavidad de la alfombra, la caricia de la débil brisa que entraba por la ventana... El libro le fascinaba o, más exactamente, lo tranquilizaba. En cierto sentido, no le enseñaba nada nuevo, pero esto era una parte de su encanto. Decía lo que el propio Winston podía haber dicho, si le hubiera sido posible ordenar sus propios pensamientos y darles una clara expresión. Este libro era el producto de una mente semejante a la suya, pero mucho más poderosa, más sistemática y libre de temores. Pensó Winston que los mejores libros son los que nos dicen lo que ya sa-bemos. Había vuelto al capítulo 1 cuando oyó los pasos de Julia en la escalera. Se levantó del sillón para salirle al encuentro. Julia entró en ese momento, tiró su bolsa al suelo y se lanzó a los brazos de él. Hacía más de una semana que no se habían visto.
-Tengo el libro -dijo Winston en cuanto se apartaron.
-¿Ah, sí? Muy bien -dijo ella sin gran interés y casi inmediatamente se arrodilló junto a la estu-fa para hacer café.
No volvieron a hablar del libro hasta después de media hora de estar en la cama. La tarde era bastante fresca para que mereciera la pena cerrar la ventana. De abajo llegaban las habituales canciones y el ruido de botas sobre el empedrado. La mujer de los brazos rojizos parecía no mo-verse del patio. A todas horas del día estaba lavando y tendiendo ropa. Julia tenía sueño, Winston volvió a coger el libro, que estaba en el suelo, y se sentó apoyando la espalda en la cabecera de la cama.
-Tenemos que leerlo elijo-. Y tú también. Todos los miembros de la Hermandad deben leerlo.
-Léelo tú --dijo Julia con los ojos cerrados-. Léelo en voz alta. Así es mejor. Y me puedes ex-plicar los puntos difíciles.
El viejo reloj marcaba las seis, o sea, las dieciocho. Disponían de tres o cuatro horas más. Winston se puso el libro abierto sobre las rodillas en ángulo y empezó a leer:

CAPITULO PRIMERO

La ignorancia es la fuerza


»Durante todo el tiempo de que se tiene noticia, probablemente desde fines del período neolíti-co, ha habido en el mundo tres clases de personas: los Altos, los Medianos y los Bajos. Se han subdividido de muchos modos, han llevado muy diversos nombres y su número relativo, así co-mo la actitud que han guardado unos hacia otros, han variado de época en época; pero la estruc-tura esencial de la sociedad nunca ha cambiado. Incluso después de enormes conmociones y de cambios que parecían irrevocables, la misma estructura ha vuelto a imponerse, igual que un gi-roscopio vuelve siempre a la posición de equilibrio por mucho que lo empujemos en un sentido o en otro.
-Julia, ¿estás despierta? -dijo Winston.
-Sí, amor mío, te escucho. Sigue. Es maravilloso.

Winston continuó leyendo:

Los fines de estos tres grupos son inconciliables. Los Altos quieren quedarse donde están. Los Medianos tratan de arrebatarles sus puestos a los Altos. La finalidad de los Bajos, cuando la tie-nen -porque su principal característica es hallarse aplastados por las exigencias de la vida coti-diana-, consiste en abolir todas las distinciones y crear una sociedad en que todos los hombres sean iguales. Así, vuelve a presentarse continuamente la misma lucha social. Durante largos pe-ríodos, parece que los Altos se encuentran muy seguros en su poder, pero siempre llega un mo-mento en que pierden la confianza en sí mismos o se debilita su capacidad para gobernar, o am-bas cosas a la vez. Entonces son derrotados por los Medianos, que llevan junto a ellos a los Bajos porque les han asegurado que ellos representan la libertad y la justicia. En cuanto logran sus ob-jetivos, los Medianos abandonan a los Bajos y los relegan a su antigua posición de servidumbre, convirtiéndose ellos en los Altos. Entonces, un grupo de los Medianos se separa de los demás y empiezan a luchar entre ellos. De los tres grupos, solamente los Bajos no logran sus objetivos ni siquiera transitoriamente. Sería exagerado afirmar que en toda la Historia no ha habido progreso material. Aun hoy, en un período de decadencia, el ser humano se encuentra mejor que hace unos cuantos siglos. Pero ninguna reforma ni revolución alguna han conseguido acercarse ni un milí-metro a la igualdad humana. Desde el punto de vista de los Bajos, ningún cambio histórico ha significado mucho más que un cambio en el nombre de sus amos.
A fines del siglo XIX eran muchos los que habían visto claro este juego. De ahí que surgieran escuelas del pensamiento que interpretaban la Historia como un proceso cíclico y aseguraban que la desigualdad era la ley inalterable de la vida humana. Desde luego, esta doctrina ha tenido siempre sus partidarios, pero se había introducido un cambio significativo. En el pasado, la nece-sidad de una forma jerárquica de la sociedad había sido la doctrina privativa de los Altos. Fue defendida por reyes, aristócratas, jurisconsultos, etc. Los Medianos, mientras luchaban por el po-der, utilizaban términos como «libertad», «justicia» y «fraternidad». Sin embargo, el concepto de la fraternidad humana empezó a ser atacado por individuos que todavía no estaban en el Poder, pero que esperaban estarlo pronto. En el pasado, los Medianos hicieron revoluciones bajo la ban-dera de la igualdad, pero se limitaron a imponer una nueva tiranía apenas desaparecida la ante-rior. En cambio, los nuevos grupos de Medianos proclamaron de antemano su tiranía. El socia-lismo, teoría que apareció a principios del siglo XIX y que fue el último eslabón de una cadena que se extendía hasta las rebeliones de esclavos en la Antigüedad, seguía profundamente infesta-do por las viejas utopías. Pero a cada variante de socialismo aparecida a partir de 1900 se aban-donaba más abiertamente la pretensión de establecer la libertad y la igualdad. Los nuevos movi-mientos que surgieron a mediados del siglo, Ingsoc en Oceanía, neobolchevismo en Eurasia y adoración de la muerte en Asia oriental, tenían como finalidad consciente la perpetuación de la falta de libertad y de la desigualdad social. Estos nuevos movimientos, claro está, nacieron de los antiguos y tendieron a conservar sus nombres y aparentaron respetar sus ideologías. Pero el pro-pósito de todos ellos era sólo detener el progreso e inmovilizar a la Historia en un momento da-do. El movimiento de péndulo iba a ocurrir una vez más y luego a detenerse. Como de costum-bre, los Altos serían desplazados por los Medianos, que entonces se convertirían a su vez en Al-tos, pero esta vez, por una estrategia consciente, estos últimos Altos conservarían su posición permanentemente.
Las nuevas doctrinas surgieron en parte a causa de la acumulación de conocimientos históricos y del aumento del sentido histórico, que apenas había existido antes del siglo XIX. Se entendía ya el movimiento cíclico de la Historia, o parecía entenderse; y al ser comprendido podía ser también alterado. Pero la causa principal y subyacente era que ya a principios del siglo xx era técnicamente posible la igualdad humana. Seguía siendo cierto que los hombres no eran iguales en sus facultades innatas y que las funciones habían de especializarse de modo que favorecían inevitablemente a unos individuos sobre otros; pero ya no eran precisas las diferencias de clase ni las grandes diferencias de riqueza. Antiguamente, las diferencias de clase no sólo habían sido inevitables, sino deseables. La desigualdad era el precio de la civilización. Sin embargo, el desa-rrollo del maquinismo iba a cambiar esto. Aunque fuera aún necesario que los seres humanos realizaran diferentes clases de trabajo, ya no era preciso que vivieran en diferentes niveles socia-les o económicos. Por tanto, desde el punto de vista de los nuevos grupos que estaban a punto de apoderarse del mando, no era ya la igualdad humana un ideal por el que convenía luchar, sino un peligro que había de ser evitado. En épocas más antiguas, cuando una sociedad justa y pacífica no era posible, resultaba muy fácil creer en ella. La idea de un paraíso terrenal en el que los hombres vivirían como hermanos, sin leyes y sin trabajo agotador, estuvo obsesionando a mu-chas imaginaciones durante miles de años. Y esta visión tuvo una cierta importancia incluso en-tre los grupos que de hecho se aprovecharon de cada cambio histórico. Los herederos de la Revo-lución francesa, inglesa y americana habían creído parcialmente en sus frases sobre los derechos humanos, libertad de expresión, igualdad ante la ley y demás, e incluso se dejaron influir en su conducta por algunas de ellas hasta cierto punto. Pero hacia la década cuarta del siglo XX todas las corrientes de pensamiento, político eran autoritarias. Pero ese paraíso terrenal quedó desacre-ditado precisamente cuando podía haber sido realizado, y en el segundo cuarto del siglo xx vol-vieron a ponerse en práctica procedimientos que ya no se usaban desde hacía siglos: encarcela-miento sin proceso, empleo de los prisioneros de guerra como esclavos, ejecuciones públicas, tortura para extraer confesiones, uso de rehenes y deportación de poblaciones en masa. Todo esto se hizo habitual y fue defendido por individuos considerados como inteligentes y avanzados. Los nuevos sistemas políticos se basaban en la jerarquía y la regimentación.
Después de una década de guerras nacionales, guerras civiles, revoluciones y contrarrevolucio-nes en todas partes del mundo, surgieron el Ingsoc y sus rivales cómo teorías políticas inconmo-vibles. Pero ya las habían anunciado los varios sistemas, generalmente llamados totalitarios, que aparecieron durante el segundo cuarto de siglo y se veía claramente el perfil que había de tener el mundo futuro. La nueva aristocracia estaba formada en su mayoría por burócratas, hombres de ciencia, técnicos, organizadores sindicales, especialistas en propaganda, sociólogos, educadores, periodistas y políticos profesionales. Esta gente, cuyo origen estaba en la clase media asalariada y en la capa superior de la clase obrera, había sido formada y agrupada por el mundo inhóspito de la industria monopolizada y el gobierno centralizado. Comparados con los miembros de las clases dirigentes en el pasado, esos hombres eran menos avariciosos, les tentaba menos el lujo y más el placer de mandar, y, sobre todo, tenían más consciencia de lo que estaban haciendo y se dedicaban con mayor intensidad a aplastar a la oposición. Esta última diferencia era esencial. Comparadas con la que hoy existe, todas las tiranías del pasado fueron débiles e ineficaces. Los grupos gobernantes se hallaban contagiados siempre en cierta medida por las ideas liberales y no les importaba dejar cabos sueltos por todas partes. Sólo se preocupaban por los actos realizados y no se interesaban por lo que los súbditos pudieran pensar. En parte, esto se debe a que en el pa-sado ningún Estado tenía el poder necesario para someter a todos sus ciudadanos a una vigilancia constante. Sin embargo, el invento de la imprenta facilitó mucho el manejo de la opinión pública, y el cine y la radio contribuyeron en gran escala a acentuar este proceso. Con el desarrollo de la televisión y el adelanto técnico que hizo posible recibir y transmitir simultáneamente en el mis-mo aparato, terminó la vida privada. Todos los ciudadanos, o por lo menos todos aquellos ciuda-danos que poseían la suficiente importancia para que mereciese la pena vigilarlos, podían ser te-nidos durante las veinticuatro horas del día bajo la constante observación de la policía y rodeados sin cesar por la propaganda oficial, mientras que se les cortaba toda comunicación con el mundo exterior.
Por primera vez en la Historia existía la posibilidad de forzar a los gobernados, no sólo a una completa obediencia a la voluntad del Estado, sino a la completa uniformidad de opinión.
Después del período revolucionario entre los años cincuenta y tantos y setenta, la sociedad vol-vió a agruparse como siempre, en Altos, Medios y Bajos. Pero el nuevo grupo de Altos, a dife-rencia de sus predecesores, no actuaba ya por instinto, sino que sabía lo que necesitaba hacer pa-ra salvaguardar su posición. Los privilegiados se habían dado cuenta desde hacía bastante tiempo de que la base más segura para la oligarquía es el colectivismo. La riqueza y los privilegios se defienden más fácilmente cuando se poseen conjuntamente. La llamada «abolición de la propie-dad privada», que ocurrió a mediados de esté siglo, quería decir que la propiedad iba a concen-trarse en un número mucho menor de manos que anteriormente, pero con esta diferencia: que los nuevos dueños constituirían un grupo en vez de una masa de individuos. Individualmente, nin-gún miembro del Partido posee nada, excepto insignificantes objetos de uso personal. Colecti-vamente, el Partido es el dueño de todo lo que hay en Oceanía, porque lo controla todo y dispone de los productos como mejor se le antoja. En los años que siguieron a la Revolución pudo ese grupo tomar el mando sin encontrar apenas oposición porque todo el proceso fue presentado co-mo un acto de colectivización. Siempre se había dado por cierto que si la clase capitalista era ex-propiada, el socialismo se impondría, y era un hecho que los capitalistas habían sido expropia-dos. Las fábricas, las minas, las tierras, las casas, los medios de transporte, todo se les había quitado, y como todo ello dejaba de ser propiedad privada, era evidente que pasaba a ser propiedad pública. El Ingsoc, procedente del antiguo socialismo y que había heredado su fraseología, reali-zó los principios fundamentales de ese socialismo, con el resultado, previste y deseado, de que la desigualdad económica se hizo permanente.
Pero los problemas que plantea la perpetuación de una sociedad jerarquizada son mucho más complicados. Sólo hay cuatro medios de que un grupo dirigente sea derribado del Poder. O es vencido desde fuera, o gobierna tan ineficazmente que las masas se le rebelan, o permite la for-mación de un grupo medio que lo pueda desplazar, o pierde la confianza en sí mismo y la volun-tad de mando. Estas causas no operan sueltas, y por lo general se presentan las cuatro combina-das en cierta medida. El factor que decide en última instancia es la actitud mental de la propia clase gobernante.
Después de mediados del siglo XX, el primer peligro había desaparecido. No había posibilidad de una derrota infligida por una potencia enemiga. Cada uno de los tres superestados en que aho-ra se divide el mundo es inconquistable, y sólo podría llegar a ser conquistado por lentos cam-bios demográficos, que un Gobierno con amplios poderes puede evitar muy fácilmente. El se-gundo peligro es sólo teórico. Las masas nunca se levantan por su propio impulso y nunca lo harán por la sola razón de que están oprimidas. Las crisis económicas del pasado fueron absolu-tamente innecesarias y ahora no se tolera que ocurran, pero de todos modos ninguna razón de descontento podrá tener ahora resultados políticos, ya que no hay modo de que el descontento se articule. En cuanto al problema de la superproducción, que ha estado latente en nuestra sociedad desde el desarrollo del maquinismo, queda resuelto por el recurso de la guerra continua (véase el capítulo III), que es también necesaria para mantener la moral pública a un elevado nivel. Por tanto, desde el punto de vista de nuestros actuales gobernantes, los únicos peligros auténticos son la aparición de un nuevo grupo de personas muy capacitadas y ávidas de poder o el crecimiento del espíritu liberal y del escepticismo en las propias filas gubernamentales. O sea, todo se reduce a un problema de educación, a moldear continuamente la mentalidad del grupo dirigente y del que se halla: inmediatamente debajo de él. En cambio, la consciencia de las masas sólo ha de ser influida de un modo negativo.
Con este fondo se puede deducir la estructura general de la sociedad de Oceanía. En el vértice de la pirámide está el Gran Hermano. Éste es infalible y todopoderoso. Todo triunfo, todo descubrimiento científico, toda sabiduría, toda felicidad, toda virtud, se considera que procede direc-tamente de su inspiración y de su poder. Nadie ha visto nunca al Gran Hermano. Es una cara en los carteles, una voz en la telepantalla. Podemos estar seguros de que nunca morirá y no hay ma-nera de saber cuándo nació. El Gran Hermano es la concreción con que el Partido se presenta al mundo. Su función es actuar como punto de mira para todo amor, miedo o respeto, emociones que se sienten con mucha mayor facilidad hacia un individuo que hacia una organización. Detrás del Gran Hermano se halla el Partido Interior, del cual sólo forman parte seis millones de perso-nas, o sea, menos del seis por ciento de la población de Oceanía. Después del Partido Interior, tenemos el Partido Exterior; y si el primero puede ser descrito como «el cerebro del Estado», el segundo pudiera ser comparado a las manos. Más abajo se encuentra la masa amorfa de los pro-les, que constituyen quizá el 85 por ciento de la población. En los términos de nuestra anterior clasificación, los proles son los Bajos. Y las masas de esclavos procedentes de las tierras ecuato-riales, que pasan constantemente de vencedor a vencedor (no olvidemos que «vencedor» sólo debe ser tomado de un modo relativo) y no forman parte de la población propiamente dicha.
En principio, la pertenencia a estos tres grupos no es hereditaria. No se considera que un niño nazca dentro del Partido Interior porque sus padres pertenezcan a él. La entrada en cada una de las ramas del Partido se realiza mediante examen a la edad de dieciséis años. Tampoco hay pre-juicios raciales ni dominio de una provincia sobre otra. En los más elevados puestos del Partido encontramos judíos, negros, sudamericanos de pura sangre india, y los dirigentes de cualquier zona proceden siempre de los habitantes de esa área. En ninguna parte de Oceanía tienen sus habitantes la sensación de ser una población colonial regida desde una capital remota. Oceanía no tiene capital y su jefe titular es una persona cuya residencia nadie conoce. No está centraliza-da en modo alguno, aparte de que el inglés es su principal lingua franca y que la neolengua es su idioma oficial. Sus gobernantes no se hallan ligados por lazos de sangre, sino por la adherencia a una doctrina común. Es verdad que nuestra sociedad se compone de estratos -una división muy rígida en estratos- ateniéndose a lo que a primera vista parecen normas hereditarias. Hay mucho menos intercambio entre los diferentes grupos de lo que había en la época capitalista o en las épocas preindustriales. Entre las dos ramas del Partido se verifica algún intercambio, pero sola-mente lo necesario para que los débiles sean excluidos del Partido Interior y qué los miembros ambiciosos del Partido Exterior pasen a ser inofensivos al subir de categoría. En la práctica, los proletarios no pueden entrar en el Partido. Los más dotados de ellos, que podían quizá constituir un núcleo de descontentos, son fichados por la Policía del Pensamiento y eliminados. Pero seme-jante estado de cosas no es permanente ni de ello se hace cuestión de principio. El Partido no es una clase en el antiguo sentido de la palabra. No se propone transmitir el poder a sus hijos como tales descendientes directos, y si no hubiera otra manera de mantener en los puestos de mando a los individuos más capaces, estaría dispuesto el Partido a reclutar una generación completamente nueva de entre las filas del proletariado. En los años cruciales, el hecho de que el Partido no fue-ra un cuerpo hereditario contribuyó muchísimo a neutralizar la oposición. El socialista de la vieja escuela, acostumbrado a luchar contra algo que se llamaba «privilegios de clase», daba por cierto que todo lo que no es hereditario no puede ser permanente. No comprendía que la continuidad de una oligarquía no necesita ser física ni se paraba a pensar que las aristocracias hereditarias han sido siempre de corta vida, mientras que organizaciones basadas en la adopción han durado cen-tenares y miles de años. Lo esencial de la regla oligárquica no es la herencia de padre a hijo, sino la persistencia de una cierta manera de ver el mundo y de un cierto modo de vida impuesto por los muertos a los vivos. Un grupo dirigente es tal grupo dirigente en tanto pueda nombrarla sus sucesores. El Partido no se preocupa de perpetuar su sangre, sino de perpetuarse a sí mismo. No importa quién detenta el Poder con tal de que la estructura jerárquica sea siempre la misma.
Todas las creencias, costumbres, aficiones, emociones y actitudes mentales que caracterizan a nuestro tiempo sirven para sostener la mística del Partido y evitar que la naturaleza de la socie-dad actual sea percibida por la masa. La rebelión física o cualquier movimiento preliminar hacia la rebelión no es posible en nuestros días. Nada hay que temer de los proletarios. Dejados aparte, continuarán, de generación en generación y de siglo en siglo, trabajando, procreando y muriendo, no sólo sin sentir impulsos de rebelarse, sino sin la facultad de comprender que el mundo podría ser diferente de lo que es. Sólo podrían convertirse en peligrosos si el progreso de la técnica in-dustrial hiciera necesario educarles mejor; pero como la rivalidad militar y comercial ha perdido toda importancia, el nivel de la educación popular declina continuamente. Las opiniones que tenga o no tenga la masa se consideran con absoluta indiferencia. A los proletarios se les puede conceder la libertad intelectual por la sencilla razón de que no tienen intelecto alguno. En cam-bio, a un miembro del Partido no se le puede tolerar ni siquiera la más pequeña desviación ideo-lógica.
Todo miembro del Partido vive, desde su nacimiento hasta su muerte, vigilado por la Policía del Pensamiento. Incluso cuando está solo no puede tener la seguridad de hallarse efectivamente solo. Dondequiera que esté, dormido o despierto, trabajando o descansando, en el baño o en la cama, puede ser inspeccionado sin previo aviso y sin que él sepa que lo inspeccionan. Nada de lo que hace es indiferente para la Policía del Pensamiento. Sus amistades, sus distracciones, su con-ducta con su mujer y sus hijos, la expresión de su rostro cuando se encuentra solo, las palabras que murmura durmiendo, incluso los movimientos característicos de su cuerpo, son analizados escrupulosamente. No sólo una falta efectiva en su conducta, sino cualquier pequeña excentrici-dad, cualquier cambio de costumbres, cualquier gesto nervioso que pueda ser el síntoma de una lucha interna, será estudiado con todo interés. El miembro del Partido carece de toda libertad pa-ra decidirse por una dirección determinada; no puede elegir en modo alguno. Por otra parte, sus actos no están regulados por ninguna ley ni por un código de conducta claramente formulado. En Oceanía no existen leyes. Los pensamientos y actos que, una vez descubiertos, acarrean la muer-te segura, no están prohibidos expresamente y las interminables purgas, torturas, detenciones y vaporizaciones no se le aplican al individuo como castigo por crímenes que haya cometido, sino que son sencillamente el barrido de personas que quizás algún día pudieran cometer un crimen político. No sólo se le exige al miembro del Partido que tenga las opiniones que se consideran buenas, sino también los instintos ortodoxos. Muchas de las creencias y actitudes que se le piden no llegan a fijarse nunca en normas estrictas y no podrían ser proclamadas sin incurrir en flagran-tes contradicciones con los principios mismos del Ingsoc. Si una persona es ortodoxa por naturaleza (en neolengua se le llama piensabien) sabrá en cualquier circunstancia, sin detenerse a pensarlo, cuál es la creencia acertada o la emoción deseable. Pero en todo caso, un enfrentamien-to mental complicado, que comienza en la infancia y se concentra en torno a las palabras neolin-güísticas paracrimen, negroblanco y doblepensar, le convierte en un ser incapaz de pensar de-masiado sobre cualquier tema.
Se espera que todo miembro del Partido carezca de emociones privadas y que su entusiasmo no se enfríe en ningún momento. Se supone que vive en un continuo frenesí de odio contra los ene-migos extranjeros y los traidores de su propio país, en una exaltación triunfal de las victorias y en absoluta humildad y entrega ante el poder y la sabiduría del Partido. Los descontentos produci-dos por esta vida tan seca y poco satisfactoria son suprimidos de raíz mediante la vibración emo-cional de los Dos Minutos de Odio, y las especulaciones que podrían quizá llevar a una actitud escéptica o rebelde son aplastadas en sus comienzos o, mejor dicho, antes de asomar a la cons-ciencia, mediante la disciplina interna adquirida desde la niñez. La primera etapa de esta disci-plina, que puede ser enseñada incluso a los niños, se llama en neolengua paracrimen. Paracri-men significa la facultad de parar, de cortar en seco, de un modo casi instintivo, todo pensamien-to peligroso que pretenda salir a la superficie. Incluye esta facultad la de no percibir las analogí-as, de no darse cuenta de los errores de lógica, de no comprender los razonamientos más senci-llos si son contrarios a los principios del Ingsoc y de sentirse fastidiado e incluso asqueado por todo pensamiento orientado en una dirección herética. Paracrimen equivale, pues, a estupidez protectora. Pero no basta con la estupidez. Por el contrario, la ortodoxia en su más completo sen-tido exige un control sobre nuestros procesos mentales, un autodominio tan completo como el de una contorsionista sobre su cuerpo. La sociedad oceánica se apoya en definitiva sobre la creencia de que el Gran Hermano es omnipotente y que el Partido es infalible. Pero como en realidad el Gran Hermano no es omnipotente y el Partido no es infalible, se requiere una incesante flexibili-dad para enfrentarse con los hechos. La palabra clave en esto es negroblanco. Como tantas pala-bras neolingüísticas, ésta tiene dos significados contradictorios. Aplicada a un contrario, significa la costumbre de asegurar descaradamente que lo negro es blanco en contradicción con la realidad de los hechos. Aplicada a un miembro del Partido significa la buena y leal voluntad de afirmar que lo negro es blanco cuando la disciplina del Partido lo exija. Pero también se designa con esa palabra la facultad de creer que lo negro es blanco, más aún, de saber que lo negro es blanco y olvidar que alguna vez se creyó lo contrario. Esto exige una continua alteración del pasado, posi-ble gracias al sistema de pensamiento que abarca a todo lo demás y que se conoce con el nombre de doblepensar.
La alteración del pasado es necesaria por dos razones, una de las cuales es subsidiaria y, por decirlo así, de precaución. La razón subsidiaria es que el miembro del Partido, lo mismo que el proletario, tolera las condiciones de vida actuales, en gran parte porque no tiene con qué compa-rarlas. Hay que cortarle radicalmente toda relación con el pasado, así como hay que aislarlo de los países extranjeros, porque es necesario que se crea en mejores condiciones que sus antepasa-dos y que se haga la ilusión de que el nivel de comodidades materiales crece sin cesar. Pero la razón más importante para «reforman» el pasado es la necesidad de salvaguardar la infalibilidad del Partido. No solamente es preciso poner al día los discursos, estadísticas y datos de toda clase para demostrar que las predicciones del Partido nunca fallan, sino que no puede admitirse en ningún caso que la doctrina política del Partido haya cambiado lo más mínimo porque cualquier variación de táctica política es una confesión de debilidad. Si, por ejemplo, Eurasia o Asia Orien-tal es la enemiga de hoy, es necesario que ese país (el que sea de los dos, según las circunstancias) figure como el enemigo de siempre. Y si los hechos demuestran otra cosa, habrá que cambiar los hechos. Así, la Historia ha de ser escrita continuamente. Esta falsificación diaria del pasado, realizada por el Ministerio de la Verdad, es tan imprescindible para la estabilidad del régimen como la represión y el espionaje efectuados por el Ministerio del Amor.
La mutabilidad del pasado es el eje del Ingsoc. Los acontecimientos pretéritos no tienen exis-tencia objetiva, sostiene el Partido, sino que sobreviven sólo en los documentos y en las memo-rias de los hombres. El pasado es únicamente lo que digan los testimonios escritos y la memoria humana. Pero como quiera que el Partido controla por completo todos los documentos y también la mente de todos sus miembros, resulta que el pasado será lo que el Partido quiera que sea. También resulta que aunque el pasado puede ser cambiarlo, nunca lo ha sido en ningún caso concreto. En efecto, cada vez que ha habido que darle nueva forma por las exigencias del mo-mento, esta nueva versión es ya el pasado y no ha existido ningún pasado diferente. Esto sigue siendo así incluso cuando -como ocurre a menudo- el mismo acontecimiento tenga que ser alte-rado, hasta hacerse irreconocible, varias veces en el transcurso de un año. En cualquier momento se halla el Partido en posesión de la verdad absoluta y,, naturalmente, lo absoluto no puede haber sido diferente de lo que es ahora. Se verá, pues, que el control del pasado depende por completo del entrenamiento de la memoria. La seguridad de que todos los escritos están de acuerdo con el punto de vista ortodoxo que exigen las circunstancias, no es más que una labor mecánica. Pero también es preciso recordar que los acontecimientos ocurrieron de la manera deseada. Y si es necesario adaptar de nuevo nuestros recuerdos o falsificar los documentos, también es necesario olvidar que se ha hecho esto. Este truco puede aprenderse como cualquier otra técnica mental. La mayoría de los miembros del Partido lo aprenden y desde luego lo consiguen muy bien todos aquellos que son inteligentes además de ortodoxos. En el antiguo idioma se conoce esta opera-ción con toda franqueza como «control de la realidad». En neolengua se le llama doplepemar, aunque también es verdad que doblepensar comprende muchas cosas.
Doblepensar significa el poder, la facultad de sostener dos opiniones contradictorias simultá-neamente, dos creencias contrarias albergadas a la vez en la mente. El intelectual del Partido sa-be en qué dirección han de ser alterados sus recuerdos; por tanto, sabe que está trucando la reali-dad; pero al mismo tiempo se satisface a sí mismo por medio del ejercicio del doblepensar en el sentido de que la realidad no queda violada. Este proceso ha de ser consciente, pues, si no, no se verificaría con la suficiente precisión, pero también tiene que ser inconsciente para que no deje un sentimiento de falsedad y, por tanto, de culpabilidad. El doblepensar está arraigando en el corazón mismo del Ingsoc, ya que el acto esencial del Partido es el empleo del engaño consciente, conservando a la vez la firmeza de propósito que caracteriza a la auténtica honradez. Decir men-tiras a la vez que se cree sinceramente en ellas, olvidar todo hecho que no convenga recordar, y luego, cuando vuelva a ser necesario, sacarlo del olvido sólo por el tiempo que convenga, negar la existencia de la realidad objetiva sin dejar ni por un momento de saber que existe esa realidad que se niega..., todo esto es indispensable. Incluso para usar la palabra doblepensar es preciso emplear el doblepensar. Porque para usar la palabra se admite que se están haciendo trampas con la realidad. Mediante un nuevo acto de doblepensar se borra este conocimiento; y así indefini-damente, manteniéndose la mentira siempre unos pasos delante de la verdad. En definitiva, gra-cias al doblepensar ha sido capaz el Partido y seguirá siéndolo durante miles de años- de parar el curso de la Historia.
Todas las oligarquías del pasado han perdido el poder porque se anquilosaron o por haberse re-blandecido excesivamente. O bien se hacían estúpidas y arrogantes, incapaces de adaptarse a las nuevas circunstancias, y eran vencidas, o bien se volvían liberales y corbardes, haciendo conce-siones cuando debieron usar la fuerza, y también fueron derrotadas. Es decir, cayeron por exceso de consciencia o por pura inconsciencia. El gran éxito del Partido es haber logrado un sistema de pensamiento en que tanto la consciencia como la inconsciencia pueden existir simultáneamente. Y ninguna otra base intelectual podría servirle al Partido para asegurar su permanencia. Si uno ha de gobernar, y de seguir gobernando siempre, es imprescindible que desquicie el sentido de la realidad. Porque el secreto del gobierno infalible consiste en combinar la creencia en la propia infalibilidad con la facultad de aprender de los pasados errores.
No es preciso decir que los más sutiles cultivadores del doblepensar son aquellos que lo inven-taron y que saben perfectamente que este sistema es la mejor organización del engaño mental. En nuestra sociedad, aquellos que saben mejor lo que está ocurriendo son a la vez los que están más lejos de ver al mundo como realmente es. En general, a mayor comprensión, mayor autoengaño: los más inteligentes son en esto los menos cuerdos. Un claro ejemplo de ello es que la histeria de guerra aumenta en intensidad a medida que subimos en la escala social. Aquellos cuya actitud hacia la guerra es más racional son los súbditos de los territorios disputados. Para estas gentes, la guerra es sencillamente una calamidad continua que pasa por encima de ellos con movimiento de marea. Para ellos es completamente indiferente cuál de los bandos va a ganar. Saben que un cambio de dueño significa sólo que seguirán haciendo el mismo trabajo que antes, pero someti-dos a nuevos amos que los tratarán lo mismo que los anteriores. Los trabajadores algo más favorecidos, a los que llamamos proles, sólo se dan cuenta de un modo intermitente de que hay guerra. Cuando es necesario se les inculca el frenesí de odio y miedo, pero si se les deja tranqui-los son capaces de olvidar durante largos períodos que existe una guerra. Y en las filas del Parti-do -sobre todo en las del Partido Interior hallamos el verdadero entusiasmo bélico. Sólo creen en la conquista del mundo los que saben que es imposible. Esta peculiar trabazón de elementos opuestos -conocimiento con ignorancia, cinismo con fanatismo- es una de las características dis-tintivas de la sociedad oceánica. La ideología oficial abunda en contradicciones incluso cuando no hay razón alguna que las justifique. Así, el Partido rechaza y vivifica todos los principios que defendió en un principio el movimiento socialista, y pronuncia esa condenación precisamente en nombre del socialismo. Predica el desprecio de las clases trabajadoras. Un desprecio al que nun-ca se había llegado, y a la vez viste a sus miembros con un uniforme que fue en tiempos el distin-tivo de los obreros manuales y que fue adoptado por esa misma razón. Sistemáticamente socava la solidaridad de la familia y al mismo tiempo llama a su jefe supremo con un nombre que es una evocación de la lealtad familiar. Incluso los nombres de los cuatro ministerios que los gobiernan revelan un gran descaro al tergiversar deliberadamente los hechos. El Ministerio de la Paz se ocupa de la guerra; El Ministerio de la Verdad, de las mentiras; el Ministerio del Amor, de la tor-tura, y el Ministerio de la Abundancia, del hambre. Estas contradicciones no son accidentales, no resultan de la hipocresía corriente. Son ejercicios de doblepensar. Porque sólo mediante la recon-ciliación de las contradicciones es posible retener el mando indefinidamente. Si no, se volvería al antiguo ciclo. Si la igualdad humana ha de ser evitada para siempre, si los Altos, como los hemos llamado, han de conservar sus puestos de un modo permanente, será imprescindible que el estado mental predominante sea la locura controlada.
Pero hay una cuestión que hasta ahora hemos dejado a un lado. A saber: ¿por qué debe ser evi-tada la igualdad humana? Suponiendo que la mecánica de este proceso haya quedado aquí clara-mente descrita, debemos preguntarnos: ¿cuál es el motivo de este enorme y minucioso esfuerzo planeado para congelar la historia de un determinado momento?
Llegamos con esto al secreto central. Como hemos visto, la mística del Partido, y sobre todo la del Partido Interior, depende del doblepensar. Pero a más profundidad aún, se halla el motivo original, el instinto nunca puesto en duda, el instinto que los llevó por primera vez a apoderarse de los mandos y que produjo el doblepensar, la Policía del Pensamiento, la guerra continua y to-dos los demás elementos que se han hecho necesarios para el sostenimiento del Poder. Este mo-tivo consiste realmente en...

Winston se dio cuenta del silencio, lo mismo que se da uno cuenta de un nuevo ruido. Le pare-cía que Julia había estado completamente inmóvil desde hacía un rato. Estaba echada de lado, desnuda de la cintura para arriba, con su mejilla apoyada en la mano y una sombra oscura atrave-sándole los ojos. Su seno subía y bajaba poco a poco y con regularidad.
Julia.
No hubo respuesta.
-Julia, ¿estás despierta?
Silencio. Estaba dormida. Cerró el libro y lo depositó cuidadosamente en el suelo, se echó y es-tiró la colcha sobre los dos.
Todavía, pensó, no se había enterado de cuál era el último secreto. Entendía el cómo; no enten-día el porqué. El capítulo 1, como el capítulo III, no le habían enseñado nada que él no supiera. Solamente le habían servido para sistematizar los conocimientos que ya poseía. Pero después de leer aquellas páginas tenía una mayor seguridad de no estar loco. Encontrarse en minoría, incluso en minoría de uno solo, no significaba estar loco. Había la verdad y lo que no era verdad, y si uno se aferraba a la verdad incluso contra el mundo entero, no estaba uno loco. Un rayo amari-llento del sol poniente entraba por la ventana y se aplastaba sobre la almohada. Winston cerró los ojos. El sol en sus ojos y el suave cuerpo de la muchacha tocando al suyo le daba una sensación de sueño, fuerza y confianza. Todo estaba bien y él se hallaba completamente seguro allí. Se durmió con el pensamiento «la cordura no depende de las estadísticas», convencido de que esta observación contenía una sabiduría profunda.

X

Se despertó con la sensación de haber dormido mucho tiempo, pero una mirada al antiguo reloj le dijo que eran sólo las veinte y treinta. Siguió adormilado un rato; le despertó otra vez la habi-tual canción del patio:

Era sólo una ilusión sin esperanza
Que pasó como un día de abril,
pero aquella mirada, aquella palabra
y los ensueños que despertaron
me robaron el corazón.


Esta canción conservaba su popularidad. Se oía por todas partes. Había sobrevivido a la Can-ción del Odio. Julia se despertó al oírla, se estiró con lujuria y se levantó.
-Tengo hambre -dijo—. Vamos a hacer un poco de café. ¡Caramba) La estufa se ha apagado y el agua está fría. -Cogió la estufa y la sacudió-. No tiene ya gasolina.
-Supongo que el viejo Charrington podrá dejarnos alguna -dijo Winston.
-Lo curioso es que me había asegurado de que estuviera llena añadió ella-. Parece que se ha en-friado.
Él también se levantó y se vistió. La incansable voz proseguía:

Dicen que el tiempo lo cura todo,
dicen que siempre se olvida,
pero las sonrisas y lágrimas
a lo largo de los artos
retuercen el corazón.

Mientras se apretaba el cinturón del «mono», Winston se asomó a la ventana. El sol debía de haberse ocultado detrás de las casas porque ya no daba en el patio. El cielo estaba tan azul, entre las chimeneas, que parecía recién lavado. Incansablemente, la lavandera seguía yendo del lava-dero a las cuerdas, cantando y callándose y no dejaba de colgar pañales. Se preguntó Winston si aquella mujer lavaría ropa como medio de vida, o si era la esclava de veinte o treinta nietos. Julia se acercó a él; juntos contemplaron fascinados el ir y venir de la mujerona. Al mirarla en su acti-tud característica, alcanzando el tendedero con sus fuertes brazos, o al agacharse sacando sus po-derosas ancas, pensó Winston, sorprendido, que era una hermosa mujer. Nunca se le había ocu-rrido que el cuerpo de una mujer de cincuenta años, deformado hasta adquirir dimensiones mons-truosas a causa de los partos y endurecido, embastecido por el trabajo, pudiera ser un hermoso cuerpo. Pero así era, y después de todo, ¿por qué no? El sólido y deformado cuerpo, como un bloque de granito, y la basta piel enrojecida guardaba la misma relación con el cuerpo de una muchacha que un fruto con la flor de su árbol. ¿Y por qué va a ser inferior el fruto a la flor?
-Es hermosa -murmuró.
-Por lo menos tiene un metro de caderas elijo Julia.
-Es su estilo de belleza.
Winston abarcó con su brazo derecho el fino talle de Julia, que se apoyó sobre su costado. Nunca podrían permitírselo. La mujer de abajo no se preocupaba con sutilezas mentales; tenía fuertes brazos, un corazón cálido y un vientre fértil. Se preguntó Winston cuántos hijos habría tenido. Seguramente unos quince. Habría florecido momentáneamente -quizá durante un año- y luego se había hinchado como una fruta fertilizada y se había hecho dura y basta, y a partir de entonces su vida se había reducido a lavar, fregar, remendar, guisar, barrer, sacar brillo, primero para sus hijos y luego para sus nietos durante una continuidad de treinta años. Y al final todavía cantaba. La reverencia mística que Winston sentía hacia ella tenía cierta relación con el aspecto del pálido y limpio cielo que se extendía por entre las chimeneas y los tejados en una distancia infinita. Era curioso pensar que el cielo era el mismo para todo el mundo, lo mismo para los habitantes de Eurasia y de Asia Oriental, que para los de Oceanía. Y en realidad las gentes que vivían bajo ese mismo cielo eran muy parecidas en todas partes, centenares o millares de millo-nes de personas como aquélla, personas que ignoraban mutuamente sus existencias, separadas por muros de odio y mentiras, y sin embargo casi exactamente iguales; gentes que nunca habían aprendido a pensar, pero que almacenaban en sus corazones, en sus vientres y en sus músculos la energía que en el futuro habría de cambiar al mundo. ¡Si había alguna esperanza, radicaba en los proles! Sin haber leído el final del libro, sabía Winston que ese tenía que ser el mensaje final de Goldstein. El futuro pertenecía a los proles. Y, ¿podía él estar seguro de que cuando llegara el tiempo de los proles, el mundo que éstos construyeran no le resultaría tan extraño a él, a Winston Smith, como le era ahora el mundo del Partido? Sí, porque por lo menos sería un mundo de cor-dura. Donde hay igualdad puede haber sensatez. Antes o después ocurriría esto, la fuerza alma-cenada se transmutaría en consciencia. Los proles eran inmortales, no cabía dudarlo cuando se miraba aquella heroica figura del patio. Al final se despertarían. Y 'hasta que ello ocurriera, aun-que tardasen mil años, sobrevivirían a pesar de todos los obstáculos como los pájaros, pasándose de cuerpo a cuerpo la vitalidad que el Partido no poseía y que éste nunca podría aniquilar.
-¿Te acuerdas -le dijo a Julia- de aquel pájaro que cantó para nosotros, el primer día en que es-tuvimos juntos en el lindero del bosque?
-No cantaba para nosotros -respondió ella-. Cantaba para distraerse, porque le gustaba. Tampo-co; sencillamente, estaba cantando.
Los pájaros cantaban; los proles cantaban también, pero el Partido no cantaba. Por todo el mundo, en Londres y en Nueva York, en África y en el Brasil, así como en las tierras prohibidas más allá de las fronteras, en las calles de París y Berlín, en las aldeas de la interminable llanura rusa, en los bazares de China y del Japón, por todas partes existía la misma figura inconquistable, el mismo cuerpo deformado por el trabajo y por los partos, en lucha permanente desde el nacer al morir, y que sin embargo cantaba. De esas poderosas entrañas nacería antes o después una raza de seres conscientes. «Nosotros somos los muertos; el futuro es de ellos», pensó Winston. Pero era posible participar de ese futuro si se mantenía alerta la mente como ellos, los proles, mante-nían vivos sus cuerpos. Todo el secreto estaba en pasarse de unos a otros la doctrina secreta de que dos y dos son cuatro.
-Nosotros somos los muertos -dijo Winston. -Nosotros somos los muertos -repitió Julia con obediencia escolar.
-Vosotros sois los muertos -dijo una voz de hierro tras ellos.
Winston y Julia se separaron con un violento sobresalto. A Winston parecían habérsele helado las entrañas y, mirando a Julia, observó que se le habían abierto los ojos desmesuradamente y que había empalidecido hasta adquirir su cara un color amarillo lechoso. La mancha del colorete en las mejillas se destacaba violentamente como si fueran parches sobre la piel.
-Vosotros sois los muertos -repitió la voz de hierro.
-Ha sido detrás del cuadro -murmuró Julia.
-Ha sido detrás del cuadro -repitió la voz-. Quedaos exactamente donde estáis. No hagáis nin-gún movimiento hasta que se os ordene.
¡Por fin, aquello había empezado! Nada podían hacer sino mirarse fijamente. Ni siquiera se les ocurrió escaparse, salir de la casa antes de que fuera demasiado tarde. Sabían que era inútil. Era absurdo pensar que la voz de hierro procedente del muro pudiera ser desobedecida. Se oyó un chasquido como si hubiese girado un resorte, y un ruido de cristal roto. El cuadro había caído al suelo descubriendo la telepantalla que ocultaba.
-Ahora pueden vernos -dijo Julia.
-Ahora podemos veros -dijo la voz-. Permaneced en el centro de la habitación. Espalda contra espalda. Poneos las manos enlazadas detrás de la cabeza. No os toquéis el uno al otro.
Por supuesto, no se tocaban, pero a Winston le parecía sentir el temblor del cuerpo de Julia. O quizá no fuera más que su propio temblor. Podía evitar que los dientes le castañetearan, pero no podía controlar las rodillas. Se oyeron unos pasos de pesadas botas en el piso bajo dentro y fuera de la casa. El patio parecía estar lleno de hombres; arrastraban algo sobre las piedras. La mujer dejó de cantar súbitamente. Se produjo un resonante ruido, como si algo rodara por el patio. Se-guramente, era el barreño de lavar la ropa. Luego, varios gritos de ira que terminaron con un ala-rido de dolor.
-La casa está rodeada -dijo Winston.
-La casa está rodeada elijo la voz.
Winston oyó que Julia le decía:
-Supongo que podremos decirnos adiós.
-Podéis deciros adiós -dijo la voz. Y luego, otra voz por completo distinta, una voz fina y culta que Winston creía haber oído alguna vez, dijo:
-Y ya que estamos en esto, aquí tenéis una vela para alumbraras mientras os acostáis, aquí te-néis un hacha para cortaras la cabeza.
Algo cayó con estrépito sobre la cama a espaldas de Winston. Era el marco de la ventana, que había sido derribado por la escalera de mano que habían apoyado allí desde abajo. Por la escalera de la casa subía gente. Pronto se llenó la habitación de hombres corpulentos con uniformes ne-gros, botas fuertes y altas porras en las manos.
Ya Winston no temblaba. Ni siquiera movía los ojos. Sólo le importaba una cosa: estarse in-móvil y no darles motivo para que le golpearan. Un individuo con aspecto de campeón de lucha libre, cuya boca era sólo una raya, se detuvo frente a él, balanceando la porra entre los dedos pulgar e índice mientras parecía meditar. Winston lo miró a los ojos. Era casi intolerable la sen-sación de hallarse desnudo, con las manos detrás de la cabeza. El hombre sacó un poco la lengua, una lengua blanquecina, y se lamió el sitio donde debía haber tenido los labios. Dejó de prestarle atención a Winston. Hubo otro ruido violento. Alguien había cogido el pisapapeles de cristal y lo había arrojado contra el hogar de la chimenea, donde se había hecho trizas.
El fragmento de coral, un pedacito de materia roja como un capullito de los que adornan algu-nas tartas, rodó por la estera. «¡Qué pequeño es!», pensó Winston. Detrás de él se produjo un ruido sordo y una exclamación contenida, a la vez que recibía un violento golpe en el tobillo que casi le hizo caer al suelo. Uno de los hombres le había dado a Julia un puñetazo en la boca del estómago, haciéndola doblarse como un metro de bolsillo. La joven se retorcía en el suelo esfor-zándose por respirar. Winston no se atrevió a volver la cabeza ni un milímetro, pero a veces en-traba en su radio de visión la lívida y angustiada cara de Julia. A pesar del terror que sentía, era como si el dolor que hacía retorcerse a la joven lo tuviera él dentro de su cuerpo, aquel dolor es-pantoso que sin embargo era menos importante que la lucha por volver a respirar. Winston sabía de qué se trataba: conocía el terrible dolor que ni siquiera puede ser sentido porque antes que na-da es necesario volver a respirar. Entonces, dos de los hombres la levantaron por las rodillas y los hombros y se la llevaron de la habitación como un saco. Winston pudo verle la cara amarilla, y contorsionada, con los ojos cerrados y sin haber perdido todavía el colorete de las mejillas.
Siguió inmóvil como una estatua. Aún no le habían pegado. Le acudían a la mente pensamien-tos de muy poco interés en aquel momento, pero que no podía evitar. Se preguntó qué habría si-do del señor Charrington y qué le habrían hecho a la mujer del patio. Sintió urgentes deseos de orinar y se sorprendió de ello porque lo había hecho dos horas antes. Notó que el reloj dé la repi-sa de la chimenea marcaba las nueve, es decir, las veintiuna, pero por la luz parecía ser más tem-prano. ¿No debía estar oscureciendo a las veintiuna de una tarde de agosto? Pensó que quizás Julia y él se hubieran equivocado de hora. Quizás habían creído que eran las veinte y treinta cuando fueran en realidad las cero treinta de la mañana siguiente, pero no siguió pensando en ello. Aquello no tenía interés. Se sintieron otros pasos, más leves éstos, en el pasillo. El señor Charrington entró en la habitación. Los hombres de los uniformes negros adoptaron en seguida una actitud más sumisa. También habían cambiado la actitud y el aspecto del señor Charrington. Se fijó en los fragmentos del pisapapeles de cristal.
-Recoged esos pedazos -dijo con tono severo. Un hombre se agachó para recogerlos.
Charrington no hablaba ya con acento eockney. Winston comprendió en seguida que aquélla era la voz que él había oído poco antes en la telepantalla. Charrington llevaba toda vía su chaque-ta de terciopelo, pero el cabello, que antes tenía casi blanco, se le había vuelto completamente negro. No llevaba ya gafas. Miró a Winston de un modo breve y cortante, como si sólo le intere-sase comprobar su identidad y no le prestó más atención. Se le reconocía fácilmente, pero ya no era la misma persona. Se le había enderezado el cuerpo y parecía haber crecido. En el rostro sólo se le notaban cambios muy pequeños, pero que sin embargo lo transformaban por completo. Las cejas negras eran menos peludas, no tenía arrugas, e incluso las facciones le habían cambiado algo. Parecía tener ahora la nariz más corta_ Era el rostro alerta y frío de un hombre de unos treinta y cinco años. Pensó Winston que por primera vez en su vida contemplaba, sabiendo que era uno de ellos, a un miembro de la Policía del Pensamiento.

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