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AUTOR DE TIEMPOS PASADOS

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sábado, 23 de noviembre de 2013

EL LADRON DE CUERPOS - ANNE RICE - 2

EL LADRON DE CUERPOS - ANNE RICE - 2

11

De acuerdo —dije estúpidamente, sorprendiéndome una vez más ante el sonido bajo y débil de la voz—. Esto ya empezó, así que, a controlarse. — La idea me hizo reír.
La peor parte fue la del viento frío. Me castañeteaban los dientes. El dolor punzante en la piel era totalmente distinto del que sentía como vampiro.
Era preciso arreglar esa puerta, pero no tenía idea de cómo se hacía.
¿Quedaba algo de puerta? Imposible saberlo, porque era como tratar de ver en medio de una nube de humos tóxicos. Lentamente me puse de pie, y en el acto tomé conciencia del aumento de estatura; me sentí muy inestable.
Ya no había en la habitación ni rastros de calor. Es más, la entrada del viento producía ruidos en toda la casa. Con sumo cuidado me encaminé al porche. Mis pies resbalaron hacia la derecha y me arrojaron de nuevo contra el marco de la puerta. Presa de pánico, logré de todos modos asirme de la madera húmeda con esos dedos grandes y temblorosos, lo que impidió que rodara por los escalones. Me esforcé otra vez por ver en la penumbra, pero no pude distinguir nada en absoluto.
—Tranquilízate —me dije, notando que los dedos me transpiraban y se me entumecían al mismo tiempo, y que los pies también me dolían pues se me estaban adormeciendo—. Lo que pasa es que aquí no hay luz artificial, eso es todo —pensé—, y estás mirando con ojos de mortal.
¡Ahora haz algo inteligente! —Y con cuidado, casi resbalando de nuevo, volví a entrar.
Alcanzaba a adivinar el tenue contorno de Mojo que me observaba jadeando ruidosamente, y noté un hilito de luz en uno de sus ojos oscuros. Le hablé con dulzura.
—Soy yo, Mojo. ¡Soy yo! —Le acaricié con suavidad el pelo de las orejas.
Enfilé hacia la mesa, me desplomé bruscamente en una silla— siempre asombrado por la consistencia de mi nueva carne —y me tapé la boca con la mano.
Sucedió de verdad, tonto, me dije. No hay duda. Un hermoso milagro, eso es lo que es. ¡Te liberaste de tu cuerpo preternatural! Eres un ser humano, un hombre. Ahora debes contrarrestar el pánico. ¡Piensa como el héroe que te vanaglorias de ser! Tienes asuntos prácticos que resolver. Te está entrando nieve. Este cuerpo mortal se está congelando, por el amor al cielo. ¡Ocúpate de las cosas como debes!
No obstante, lo único que hice fue abrir más los ojos y fijarlos en algo que parecía ser la nieve acumulándose con pequeños cristales chispeantes sobre la superficie blanca de la mesa, en la esperanza de que en cualquier momento la visión fuera más nítida, aunque desde luego no lo iba a ser.
Eso era té derramado, ¿no? Y vidrios rotos. No te cortes con los vidrios, ¡porque no vas a cicatrizar! Se me acercó Mojo y me gustó que apoyara su flanco tibio y peludo contra mi pierna temblorosa. Pero, ¿por qué la sensación me resultaba tan lejana, como si tuviera que traspasar varias capas de franela? ¿Por qué no alcanzaba a oler el maravilloso aroma de su pelo? Eso quiere decir que los sentidos son más limitados. Tendría que haberlo supuesto.
Bueno, ahora ve y mírate en un espejo. Sí, y cierra todas las puertas, que hace frío.
—Vamos, muchacho —le dije al perro, y salimos de la cocina para entrar en el comedor. Cada paso que daba era lento, pesado. y con dedos torpes, muy imprecisos, cerré la puerta. El viento chocó contra ella y se coló por los bordes, pero la puerta resistió.

Giré sobre mis talones, perdí un instante el equilibrio pero en el acto me enderecé. ¡No tendría que ser tan difícil habituarme, por Dios! De nuevo me asenté firmemente sobre los pies, bajé la vista para mirarlos y me asombró su tamaño; luego me estudié las manos, también grandes pero de ninguna manera feas. ¡No te dejes dominar por el pánico! El reloj pulsera me resultaba incómodo pero me hacía falta. Está bien: déjatelo puesto. Pero los anillos... Decididamente no quería tenerlos en los dedos.

Me picaban. Quise sacármelos, ¡pero no pude! No salían por nada. Dios santo.
Bueno, basta. Te vas a volver loco sólo porque no puedes quitártelos Qué tontería. Tranquilizate. Sabes que existe el jabón... Bueno, enjabónate las manos, esas manazas oscuras, heladas, y los anillos te saldrán enseguida.
Crucé los brazos y, al apoyar las manos sobre los costados de mi cuerpo, me sorprendió sobremanera la sensación húmeda de la transpiración humana bajo la camisa —nada que ver con el sudor de la sangre—; inspiré lentamente sin prestar atención a la sensación de que algo fuerte me oprimía el pecho, a la sensación del acto mismo de respirar, y haciendo un esfuerzo me obligué a pasear la vista por el ambiente. No era momento para lanzar un alarido de terror.
Estaba muy oscuro. Sólo había una lámpara de pie en un rincón lejano y otra muy pequeña sobre la repisa de la chimenea, ambas encendidas pero de todos modos estaba tremendamente oscuro. Me dio la impresión de hallarme bajo agua, y que el agua era sucia, quizás hasta enturbiada con tinta.

Esto es normal; esto es mortal. Así es como ellos ven. Pero qué lóbrego me parecía todo, qué parcial, sin nada de ese característico espacio abierto que tenían las habitaciones donde se desplazan los vampiros.
Qué sombrías las sillas y su oscuro fulgor, la mesa apenas visible la opaca luz dorada que trepaba por los rincones, las molduras de yeso de los techos que se esfumaban entre las sombras, las tiniebla impenetrables, y qué atemorizante la negrura vacía del pasillo. Podía haber algo oculto en esas sombras, una rata, cualquier Cosa. Podía haber otro ser humano en ese pasillo. Miré a Mojo y me asombró lo borroso que lo veía, misterioso pero de una manera totalmente distinta.
Era eso: las cosas perdían sus contornos en esa Suerte de penumbra.
Imposible. calcular su textura o tamaño total.
Ah, pero sobre la chimenea había un espejo. Fui a buscarlo, frustrado por lo mucho que me pesaban las piernas, por el repentino miedo a tropezar y la necesidad de mirarme los pies más de una vez. Coloqué la pequeña lámpara bajo el espejo Y luego me miré.
Oh, sí. Qué distinto estaba. Desapareció la tensión, el brillo nervioso de los ojos. El que me devolvía la mirada era un hombre Joven, con cara de gran susto.
Levanté la mano y me palpé la boca, las cejas, la frente —que era más alta que la mía—, y por último el pelo suave. El rostro me resulté muy agradable, infinitamente más de lo que suponía, por el hecho de ser cuadrado, de no tener arrugas marcadas y ser muy proporcionado, por los ojos de mirada intensa. Pero no me gustó la expresión de miedo que
había en ellos. Traté de ver una expresión distinta, de afirmar las facciones desde adentro, de dejarlas que expresaran el asombro. Y no estoy seguro de que en ese momento me sintiera maravillado. Hmmm. No pude ver en esa cara nada que viniera de adentro.
Lentamente abrí la boca y hablé. Dije en francés que yo era Lestat de Lioncourt, que me hallaba en el interior de ese cuerpo y que todo estaba bien. ¡El experimento había resultado! Estaba transcurriendo la primera hora de la prueba, el malvado James se había ido y ¡todo había salido bien! En ese momento advertí en los ojos algo de mi antigua ferocidad; y cuando sonreí vi mi propia malicia durante al menos unos segundos antes de que se borrara la sonrisa, dejándome inexpresivo, con cara de asombro.
Me volví y miré al perro, que se hallaba a mi lado y levantaba la cabeza para observarme, como era su costumbre, con gran satisfacción.
—Cómo sabes que soy yo el que está aquí adentro, y no James? —pregunté.
Levantó la cabeza y movió apenas una oreja.
—Vamos, basta ya de tanta locura y debilidad! —Enfilé hacia el pasillo oscuro, pero de repente se me doblé la pierna derecha y me deslicé pesadamente; la mano izquierda patiné sobre el piso para amortiguar el impacto; la cabeza chocó contra la chimenea de mármol, y sentí una súbita explosión de dolor cuando el codo golpeó también contra el mármol. Con gran estrépito se me cayeron encima los implementos para el fuego, pero eso no fue nada. El golpe en el codo me había tocado el nervio y el dolor era un fuego que me subía por todo el brazo.
Me di vuelta boca abajo y aguardé un momento que me pasara el dolor.
Sólo entonces tomé conciencia de que la cabeza me latía por el golpe contra el mármol. Levanté una mano y sentí entre el pelo la humedad de la sangre. ¡Sangre!
Ah, qué bueno. A Louis le haría mucha gracia, pensé. Me puse de pie y el dolor se trasladó al costado derecho de la frente, como si fuera un peso que se corría desde adelante. Para afirmarme, me sostuve del borde de la chimenea.
Una de las numerosas alfombritas de la habitación yacía en el piso a mis pies. La culpable. La pateé para sacarla del camino, giré sobre mis talones y con sumo cuidado me encaminé al pasillo.
Pero, ¿adónde iba? ¿Qué pensaba hacer? La respuesta me llegó de improviso. Tenía la vejiga llena  el malestar era mayor desde el momento de la caída. Tenía que orinar.
¿No había un baño ahí abajo, por alguna parte? Encontré la llave de la luz y encendí la araña del techo. Durante un largo instante contemplé las diminutas lamparitas —alrededor de veinte— y comprendí que eso era bastante luz, con independencia de lo que me pareciera a mí, pero nadie había dicho que no pudiera encender todas las lámparas de la casa.

Eso me propuse hacer. Crucé el living, la pequeña biblioteca y el pasillo del fondo, y todas las veces la luz me desilusionaba. No podía desprenderme de la sensación de oscuridad, y lo borroso de las cosas me desorientaba y alarmaba un tanto.
Por último subí lenta, cuidadosamente la escalera, temeroso de perder el equilibrio en cualquier momento y tropezar, disgustado con el dolor sordo que sentía en las piernas. Unas piernas tan largas.
Miré hacia abajo por el hueco de la escalera y quedé azorado. Aquí uno se puede caer y matar, me dije.
Entré en el estrecho baño y en seguida encontré la luz. Tenía que orinar, eso era, cosa que no había hecho en más de doscientos años.
Bajé el cierre de mi pantalón moderno y saqué el miembro, que de inmediato me impresioné por su tamaño y flaccidez. El tamaño me pareció bien, por supuesto. ¿Quién no quiere que esos órganos sean grandes? Y estaba circuncidado, lo cual me pareció un detalle simpático.
Pero no lo quería tocar porque me repugnaba su flaccidez. Tuve que hacer un esfuerzo para recordar que era mío. ¡Caramba!
¿Y el olor que emanaba de él, que surgía del pelo que lo rodeaba? ¡Eso también es tu cuerpo, muchacho! Ahora hazlo funcionar.
Cerré los ojos, y cuando lo apreté —quizá incorrectamente, con demasiada fuerza— brotó de él un gran arco de orina maloliente que no cayó en el inodoro sino que reboté contra la tabla blanca.
Repulsivo. Corregí la puntería y observé con perversa fascinación que luego caía dentro del retrete, que se formaban burbujas en la Superficie y que el olor se hacía cada vez más nauseabundo, hasta que ya no pude aguantarlo más. Por fin la vejiga estaba vacía. Guardé esa cosa blanda y desagradable, subí el cierre y bajé la tapa del inodoro. Accioné la manija y allí marchó la orina, salvo las salpicaduras que quedaron sobre la tabla y en el suelo.
Procuré respirar hondo, pero el feo olor me envolvía. Levanté las manos y noté que también lo tenía en los dedos. Abrí el grifo del lavatorio, tomé el jabón y me puse a trabajar. Pese a que me enjaboné varias veces no podía estar seguro de que me hubieran quedado limpias del todo. La piel era mucho más porosa que mi antigua epidermis sobrenatural; por eso la sentía sucia. Luego empecé a tironear de los anillos.

Ni aun con la espuma pude sacármelos. Hice memoria: sí, el hijo de puta los tenía puestos en Nueva Orleáns. Probablemente él tampoco se los podía sacar, ¡y ahora tenía que aguantarlos yo! Ya estaba al borde de mi paciencia, pero nada podía hacer hasta que no encontrara un joyero que me los cortara con una sierrita, unas tenacillas o algún otro instrumento.
De sólo pensarlo sentí que los músculos se me ponían tensos y volvían a aflojarse en dolorosos espasmos. Yo mismo me di la orden de dominarme.
Me enjuagué las manos una y otra vez —cosa ridícula—, manoteé la toalla y las sequé, nuevamente asqueado por su textura absorbente y por trocitos de suciedad que encontré alrededor de las uñas. Dios santo, ¿por qué ese imbécil no se lavaba bien las manos?
Luego me miré en el espejo que cubría la pared del fondo del baño, y lo que vi me desagradó enormemente. Un gran manchón de humedad en los pantalones. ¡Se ve que ese estúpido miembro no estaba seco cuando lo guardé!
Bueno, en los viejos tiempos nunca me había preocupado por eso. Pero claro, en ese entonces yo era un mugriento terrateniente que se bañaba en verano, o cuando se le ocurría zambullirse en un arroyo de montaña.
¡De ninguna manera podía andar con esa mancha! Salí del baño, pasé junto al paciente Mojo, le hice apenas una caricia en la cabeza y llegué al dormitorio principal. Abrí el placard, encontré otro pantalón de lana —de mejor calidad aún—, me saqué los zapatos y en el acto me cambié.
Y ahora, ¿qué tengo que hacer? Buscar algo para comer, me dije.
¡Entonces comprendí que tenía hambre! Ese era el malestar que había estado sintiendo, junto con el de la vejiga llena, sumado a una sensación general de pesadez desde que comenzó esta pequeña saga.
Comer. Pero, ¿sabes lo que pasará si comes? Tendrás que volver a ese baño, o a algún otro, a eliminar la comida digerida. La sola idea casi me da arcadas.
De hecho, me dieron tantas náuseas de sólo imaginar que salían excrementos humanos de mi cuerpo, que por un momento pensé que iba a vomitar. Me quedé sentado muy quieto al pie de la moderna cama baja y traté de dominar mis emociones. procuré hacerme a la idea de que ésos eran los aspectos más simples del ser mortal; no debía permitir que oscurecieran las cuestiones más importantes. También pensé que me estaba comportando como un perfecto cobarde, no como el héroe que decía ser. En realidad, no creo que el mundo me considere un héroe, pero hace mucho tiempo decidí que debía vivir como si lo fuera, que debía atravesar todas las dificultades de mi camino porque son mi inevitables círculos de fuego.
De acuerdo, ése era mi pequeño e ignominioso círculo de fuego. Y en el acto debía dejar de ser cobarde. Para cumplir esa prueba debía comer, paladear, sentir, ver. ¡Pero qué tormento iba a ser!
Por último, me puse de pie y, dando pasos más largos a causa de mis nuevas piernas, volví al placard; allí comprobé asombrado que no había mucha ropa: dos pantalones de lana, dos chaquetas de lana bastante livianas, ambas nuevas, y no más de tres camisas en un estante.
Hmmm. ¿Qué había pasado con lo demás? Abrí el cajón superior de la cómoda. Vacío. Más aún: todos los cajones estaban vacíos, lo mismo que el mueblecito próximo a la cama.
¿Qué podía significar? ¿Que James se había llevado su ropa o la había enviado al lugar al que fue? Pero, ¿por qué? No le iban a ir bien con su nuevo cuerpo y, según me había dicho, se había ocupado de todos esos detalles. Me sentí profundamente perturbado. ¿Significaría que pensaba no regresar más?
Qué absurdo. De ningún modo iba a despreciar los veinte millones. ¡Y yo no podía perder mi valioso tiempo de mortal preocupándome por semejante bagatela!

Bajé la peligrosa escalera acompañado por Mojo, que se movía lentamente a mi lado. Ya manejaba el nuevo cuerpo sin esfuerzo, pese a lo incómodo y pesado que me resultaba. Abrí el placard del pasillo y vi que quedaba colgado un viejo abrigo, un par de galochas y nada más.
Regresé hasta el pequeño escritorio del living porque él me había dicho que ahí iba a encontrar el registro de conductor. Lentamente abrí el primer cajón: vacío. Todo estaba vacío. Ah, pero en uno de los cajones había unos papeles. Algo que ver con esa casa, pero en ninguna parte figuraba el nombre Raglan James. Procuré comprender lo que eran los papeles, pero la jerga oficial me superó. No recibí una impresión inmediata del significado, como me pasaba cuando miraba con mis ojos vampíricos.
Me vino a la memoria lo que había dicho James sobre las sinápsis. Sí, pensaba con más lentitud, y también me costaba leer cada palabra.
Oh, bueno, ¿pero qué importaba? No encontré ningún registro de conductor. Y lo que me hacía falta era dinero. Ah, sí, yo había dejado el dinero sobre la mesa. ¿Y si se había volado al jardín?
Volví en el acto a la cocina. Noté el ambiente gélido, y de hecho la mesa y las ollas de cobre estaban cubiertas por una fina capa de escarcha blanca.
La billetera no estaba sobre la mesa; tampoco las llave del auto. Y la luz, desde luego, se había hecho añicos.
Me arrodillé a oscuras y comencé a tantear el suelo. Encontré el pasaporte, no así la billetera ni las llaves. Sólo trocitos de vidrio de la lámpara que se me clavaron en las manos y me cortaron en dos sitios.
Minúsculas gotitas de sangre sin aroma, sin verdadero sabor. Traté de ver sin sentir. No estaba la billetera. Volví a salir a la escalerita, esta vez con cuidado para no caerme. La billetera no estaba. No pude ver en la profunda nieve del jardín.
Ah, pero de nada valía buscarlas, ¿verdad? Tanto la billetera como las llaves eran pesadas, o sea que no podían haberse volado. ¡Se las llevó él! ¡Probablemente hasta regresó para buscarlas! Monstruo depravado... Y cuando tomé conciencia de que el tipo ya estaba dentro de mi potente cuerpo pretematural cuando hizo eso, la furia me paralizó.

Bueno, tú imaginabas que podía pasar, ¿no? Condecía con su naturaleza.
Y de nuevo te estás congelando. ¡Tiemblas! Vuelve al comedor y cierra la puerta.
Eso hice, pero tuve que esperar a Mojo, que se tomó su tiempo como si no le molestara la nevisca. El comedor se había enfriado, dado que dejé la puerta abierta, y cuando volví a subir a la planta alta comprobé que la temperatura de toda la casa había descendido a causa de mi incursión por la cocina. Tenía que acordarme de cerrar las puertas.
Me dirigí a una de las habitaciones en desuso y fui derecho a la chimenea en la que había escondido el dinero. Cuando metí la mano no toqué el sobre que había puesto allí sino una sola hoja de papel. La retiré hecho una furia, e incluso antes de encender la luz alcancé a leer el texto: Sinceramente debe ser usted un tonto, para suponer que un hombre de mi capacidad no iba a encontrar eso que ocultó. No es preciso ser vampiro para detectar cierta humedad delatora en el piso y la pared. Que tenga una agradable aventura. Lo veo el viernes. ¡Cuídese! Raglan James.

Tanto me indigné, que por un momento no me pude mover. Estaba que echaba chispas. Tenía los puños crispados. “Maldito sinvergüenza!”, me desahogué, con esa voz opaca, débil, detestable.
Me encaminé al baño. Desde luego, tampoco estaba el otro dinero detrás del espejo, y sólo encontré otra notita.
¿Qué es la vida humana sin dificultades? Comprenderá usted que no puedo resistirme ante estos pequeños descubrimientos. Es como dejar botellas de vino sueltas cerca de un alcohólico. Lo veo el viernes. Por favor, tenga cuidado al caminar por las aceras congeladas. No quisiera que se quebrase una pierna.
¡No aguanté más y pegué un puñetazo contra el espejo! Oh, bueno.
Fue una bendición que no hubiera quedado un enorme boquete en la pared, como habría quedado de haber sido Lestat el vampiro el autor del golpe, sino sólo cristales rotos. ¡Y mala suerte durante siete años!
Di media vuelta y bajé de nuevo a la cocina, pero esta vez atranqué la puerta al pasar. Cuando abrí la heladera, ¡no encontré nada! ¡Nada!
¡Ah, demonio, lo que le iba a hacer! ¿Cómo pensó que podía obrar impunemente? ¿Acaso no me cree capaz de regalarle veinte millones y después retorcerle el pescuezo? ¿Cómo se le ocurre?
Hmmm.
¿Era difícil entenderlo? James no iba a volver, ¿no es cierto? Por supuesto que no.
Regresé al comedor. No había juegos de plata ni de porcelana en la vitrina, pero sin duda los hubo la noche anterior. Salí al pasillo: ni un cuadro en las paredes. Revisé el living. No estaban las telas de Picasso, Jasper Johns, de Kooning ni Warhol. Todo había desaparecido, hasta las fotos de los barcos.
Tampoco estaban las esculturas chinas. Las bibliotecas se hallaban casi vacías. De las alfombras quedaban muy pocas: una en el comedor, ¡con la que casi me había matado! Y otra al pie de la escalera ¡Se había llevado todos los objetos de valor de la casa! Si hasta faltaba la mitad de los muebles. ¡El muy hijo de puta no pensaba Volver! Jamás tuvo la intención.
Me senté en el sillón más próximo a la puerta. Mojo, que me había seguido fielmente, aprovechó la ocasión para tenderse a mis pies. Hundí la mano en su pelambre, le di un suave tironcito, se la lis y pensé qué gran alivio era tenerlo conmigo.

Desde luego, James había sido un tonto en planear eso. ¿Pensó acaso que no me atrevería a recurrir a mis compañeros?
Hmmm. Pedirles ayuda... qué idea grotesca. No hacían falta grandes alardes de imaginación para adivinar lo que me diría Marius si le contaba lo que hice. Lo más probable era que ya lo supiese y estuviera ocultando su desaprobación. En cuanto a lo que opinarían los más viejos, me estremecía de sólo pensarlo. Lo mejor que me podía pasar, desde todo punto de vista, era que el intercambio de cuerpos pasara inadvertido. Eso lo supe desde el principio.
Lo más importante era que James no sabía —no podía saberlo— cuánto se iban a enojar los otros conmigo a causa de ese experimento. Y tampoco conocía los límites de las facultades de las que en ese momento disponía.
Ah, pero todo eso era prematuro. Robarme el dinero, saquear la casa, no era más que un chiste maligno de James, nada más que eso. No podía dejarme la ropa y el dinero; su mezquindad se lo impedía. Tenía que trampear un poco. Por supuesto que planeaba regresar y cobrar los veinte millones. Además, contaba con que yo no le iba a hacer daño porque
seguramente iba a querer repetir el experimento, porque lo valoraría por ser la única persona capaz de hacerlo.
Sí, ése era el asqüe se guardaba en la manga: que yo no iba a perjudicar al único mortal con quien podría intercambiar mi cuerpo cuando quisiera hacerlo de nuevo.

¡Hacerlo de nuevo! Tuve que reírme. Me reí en efecto, y qué sonido extraño me resultó. Cerré fuertemente los ojos y permanecí sentado unos momentos, disgustado con el sudor que se me adhería a las costillas, con la forma en que me dolían el estómago y la cabeza, con la pesadez que sentía en manos y piernas. Y cuando volví a abrirlos, lo único que vi fue ese mundo borroso de colores pálidos y bordes desdibujados...
¿Hacerlo de nuevo? Contrólate, Lestat. Apretaste los dientes Con tanta fuerza, que te lastimaste. ¡Te cortaste la lengua! ¡Te has hecho sangrar la boca! Y la sangre tiene gusto a salmuera, nada más que agua y sal, agua y sal. Por el amor del infierno, ¡domínate!
Al cabo de un instante de tranquilidad, me puse de pie y emprendí una búsqueda sistemática del teléfono.
No había ni uno en toda la casa.
Hermoso.
Qué tonto fui en no planificar mejor la experiencia. Me entusiasmé .tanto con las consideraciones más amplias de orden espiritual, que no preví nada con sensatez. ¡Tendría que haber tenido una suite en el Willard y el dinero en la caja fuerte del hotel! Debí haber pensado en un auto.
A propósito, ¿dónde estaba el auto?
Fui al placard de la entrada, encontré el sobretodo, advertí que el forro tenía un desgarrón —quizá por eso no lo había vendido— me lo puse lamentando que no hubiera un par de guantes en los bolsillos y salí por la puerta de atrás, pero no sin antes ocupar m de cerrar fuertemente la del comedor. Le pregunté a Mojo si quería acompañarme o quedarse adentro.
Quiso venir, por supuesto.
En el senderito, había unos treinta centímetros de nieve y cuan d llegué a la calle, la capa era más espesa aún.
Desde luego, ni señales del Porsche. Ni a la izquierda de los escalones del frente ni en toda la cuadra. Sólo para cerciorarme, me llegué hasta la esquina, di media vuelta y regresé. Tenía los pies congelados, lo mismo que las manos, y me dolía la piel de la cara. Bueno, tendría que caminar, por lo menos hasta que localizara un teléfono público. La nieve soplaba alejándose de mí, lo cual era una bendición, pero lamentablemente no sabía adónde tenía que ir.
A Mojo ese clima parecía encantarle, porque avanzaba por delante de mí sin cesar, mientras los minúsculos copitos de nieve caían, brillantes, sobre su pelaje gris. Yo tendría que haber intercambiado el cuerpo con él, pensé. Pero la idea de que estuviera Mojo dentro de mi cuerpo vampírico me dio mucha risa; reí y reí sin parar, di vueltas en círculo y seguí riendo hasta que al final me detuve por. que, sinceramente, me moría de frío.

La situación era muy graciosa. Ahí estaba yo hecho un ser humano, o sea que había conseguido lo que siempre soñé desde mi muerte, ¡y la experiencia me resultaba espantosa! Sentí una punzada de hambre en mi estómago que aullaba, y luego otra, a las que sólo podía denominar retortijones de hambre.
—Tengo que encontrar Paolo’s. Pero, ¿cómo voy a conseguir que me den comida? Necesito comer, ¿no? No puedo subsistir sin alimento, de lo contrario me debilitaría.
Al llegar a la esquina de la avenida Wisconsin vi luces y gente que bajaba por la calle. Ya habían despejado la nieve de la calzada, de modo que estaba abierta al tránsito. Alcancé a distinguir a personas que iban y venían bajo los faroles, pero todo lo veía poco claro, por Supuesto.
Seguí de prisa a pesar de que los pies se me entumecían de dolor, lo cual no es una contradicción, como bien lo sabe cualquiera que haya
Caminado en la nieve, hasta que por fin vi la vidriera iluminada de un bar.
Martini’s. No había problema. Olvidémonos de Paolo` s. Voy a tener que conformarme con Martini’s. Un auto se había detenido al frente y de él bajó una pareja joven que de inmediato entró en el local. Lentamente me acerqué a la puerta y vi a una muchacha bastante bonita que, de un escritorio de madera, recogía dos menúes para entregarlos a losóvenes y junto con ellos se internaba en las sombras. Vislumbré velas y manteles a cuadros, y de pronto comprendí que el hedor fétido que impregnaba mi nariz era olor a queso quemado.

No me habría gustado ese olor siendo vampiro; no, en absoluto, pero tanto no me habría repugnado. Lo habría tomado como algo que venía de afuera. Pero en ese momento lo relacioné con el hambre que sentía y fue como si me tironeara los músculos desde adentro de la garganta. En realidad, me dio la impresión de que tenía el olor, dentro de las tripas, que era algo más que un simple olor por la fuerza con que me presionaba.
Qué curioso. Sí, tengo que advertir todas esas cosas porque eso es estar vivo.
La joven había regresado. Vi su perfil suave cuando miró el papel que
había sobre su pequeño escritorio y levantó una lapicera para anotar algo.
Tenía cabello oscuro, largo y ondulado, y piel muy clara. Me dieron ganas de verla mejor. Traté de percibir su aroma pero no pude. Sólo me llegaba el olor a queso quemada.
Abrí la puerta sin prestar atención al mal olor, entré, me planté delante de la muchacha y la bendita tibieza del local me envolvió, con olores y todo. Era muy joven, de facciones pequeñas y angostos ojos negros. Tenía labios grandes, exquisitamente pintados, y cuello largo, de hermosa línea.
El cuerpo era típico del siglo XX: puro hueso bajo el vestido.
—Mademoiselle —dije, enfatizando mi acento francés—, tengo mucha hambre y afuera está muy frío. ¿No hay nada que pueda hacer para ganarme un plato de comida? Si quiere le 1avo los pisos o las cacerolas, haré lo que haga falta.
Me miró un momento, inexpresiva. Luego se enderezó, se apartó la cabellera, puso los ojos en blanco y volvió a mirarme.
—Salga de aquí! —Su voz me pareció metálica, apagada. No lo era, desde luego; era el modo en que oían los mortales. No pude percibir la resonancia que sí captaba un vampiro.
—Me da un pedazo de pan? Un solo pedazo. —Los olores a comida, desagradables y todo, me atormentaban. No recordaba bien qué gusto tenía la comida. No podía recordar textura y alimento juntos pero una sensación muy humana se estaba apoderando de mí. Estaba desesperado por comida.
—Voy a llamar a la policía —dijo, temblándole un tanto la voz— si no se va ya mismo de aquí.
Traté de leerle los pensamientos. Imposible. Miré en derredor entornando los párpados. Intenté leérselos a los otros humanos. Nada. En ese cuerpo, no tenía la facultad. No, no puede ser. Volví a mirarla. Nada.
Ni el menor indicio de sus pensamientos, nada que me indicara qué clase de persona era.
—Ah, bueno —repuse, obsequiándole mi sonrisa más amable, aunque sin tener idea de cómo me salía o cuál podía ser su efecto —Espero que se pudra en el infierno por su falta de caridad Pero Dios sabe que no me merezco más que esto —Di media vuelta y estaba ya por marcharme cuando me tocó la manga
—Mire —comenzó estremeciéndose levemente del disgusto—, ¡usted no puede venir aqui y pretender que se le dé de comer!
—La sangre se le había subido a las mejillas, pero no la pude oler. Olf en cambio una especie de perfume almizclado que emanaba de ella, algo que era en parte humano y en parte esencia comercial. De pronto vi dos pezones diminutos que resaltaban en la tela de su vestido.
Qué asombroso. Traté de leerle de nuevo los pensamientos. Supuse que podría hacerlo, puesto que se trataba de una facultad innata, pero fue en vano.
—Le advertí que estaba dispuesto a pagarle con trabajo —articulé, procurando no mirarle los pechos—. Haré lo que me pida. Y  le ruego me disculpe. No quiero que se pudra en el infierno. Cómo pude decirle algo tan horrible Lo que pasa es que estoy en apuros
Me han pasado muchas cosas. Ese que está ahí afuera es mi perro. ¿Qué le puedo dar de comer?
—Ese perro! —Miró a través de la vidriera a Mojo, que estaba sentado en la nieve con aire majestuoso. —No me haga bromas.
- —Qué voz aguda tenía; sin la menor personalidad. Cuántos ruidos del mismo tipo me llegaban. Metálicos, débiles.
—De veras es mi perro —dije, fingiendo indignación—. Lo quiero mucho.
Se rió.
—Ese perro come aquí todas las noches por la puerta de la cocina!
—Ah, fabuloso. Por lo menos uno de los dos se alimenta. Me, alegro de oírlo, madernojselle. Tal vez tendría que ir yo por la puerta de la cocina. O quizá el perro me deje algo.
- Soltó una risita falsa. Me estaba observando —eso era evidente——, mirando con interés mi rostro y mi ropa. ¿Qué impresión le habré Causado? No lo sé. El sobretodo negro no era una prenda Ordinaria, pero tampoco elegante. El pelo castaño de esa cabeza mía estaba lleno de nieve.
Era flacucha pero de innegable sensualidad. Nariz muy angosta, ojos muy bien formados, hermosos huesos.
—De acuerdo —aceptó—. Siéntese al mostrador, que le haré servir algo.
¿Qué quiere?
—Lo que sea. Cualquier cosa. Gracias por su amabilidad.
—De nada. Tome asiento. —Abrió la puerta y le gritó al perro;
—Ve por la puerta del fondo —acompañando la palabra con un gesto.
Mojo se quedó sentado donde estaba, paciente montaña de piel.
Yo entonces salí al viento helado y le indiqué que fuera por la puerta de la cocina. Con un ademán le señalé el callejón lateral. Me miró un largo instante; luego se levantó, se encaminó hacia el callejón y desapareció.

Volví a entrar, por segunda vez agradecido de poder guarecerme del frío, aunque tenía los zapatos llenos de nieve derretida. Me interné en la penumbra del restaurante, tropecé contra una banqueta de madera que no había visto, casi me caigo y por último me senté en esa misma banqueta. Ya me habían preparado un lugar en el mostrador, con un individual azul y pesados cubiertos de acero. El olor a queso era asfixiante. Había otros olores: fritura de cebolla, ajo, grasa quemada.
Todo repugnante.
La banqueta me resultaba por demás incómoda. El borde redondo del asiento se me incrustaba en las piernas, y me seguía molestando no ver bien en la oscuridad. El restaurante parecía muy largo, como si tuviera varias habitaciones más en hilera. Pero no alcanzaba a ver hasta el fondo.
Oía ruidos atemorizantes, como de grandes ollas que chocaban contra algo de metal, y todo eso me hacía mal a los oídos o, mejor dicho, me desagradaba.

La muchacha apareció sonriente, trayendo un vaso grande de vino tinto.
El olor era agrio y potencialmente nauseabundo.
Le di las gracias. Luego tomé el vaso y bebí un sorbo grande. Retuve el vino un instante antes de tragarlo, y en el acto me ahogué. No entendí lo que pasó, si había tragado mal, si el vino me irritaba la garganta por algún motivo, o qué. Sólo sé que me dio un acceso de tos y tuve que manotear la servilleta —de tela— para taparme la boca. Una parte del vino me subió a la nariz. En cuanto al gusto lo noté débil, ácido. Una frustración total.
Cerré los ojos y apoyé la cabeza sobre la mano izquierda la misma mano que sostenía fuertemente la servilleta.
—Por .qué no prueba de nuevo —me invitó ella. Abrí los ojos y vi que tenía una enorme jarra y me estaba llenando otra vez el vaso.
—Bueno, gracias. —Tenía una sed enorme, que el mero sabor del vino no había hecho sino incrementar. Pero esta vez no iba a tragar tan de golpe.
Levanté el vaso, tomé un sorbo pequeño, traté de paladearlo aunque parecía no haber nada que paladear, y por último lo tragué. Muy livianito, totalmente distinto del trago suculento de sangre. Tengo que tomarle la mano. Apuré el resto. Luego tomé la jarra, volví a llenarlo, y eso también lo bebí.
Hubo un momento en que sentí sólo frustración. Después fui sintiéndome mareado. Ya va a venir la comida, pensé. Ah, ahí llega... una bandejita de palitos de pan, o al menos eso parecen ser.
Levanté uno, lo olí con cuidado para cerciorarme de que fuera pan, le di un mordisco y en el acto desapareció. Fue como comer arena. Igual que la arena del desierto de Gobi que me entraba en la boca. Arena.
—Como comen esto los mortales? —pregunté.
—Más despacio —respondió la mujer hermosa, y soltó una risita—. ¿No eres mortal? ¿De qué planeta vienes?
—De Venus, el planeta del amor.
Me observaba sin disimulo, y sus mejillas volvieron a adquirir un leve rubor.
—Bueno, ¿por qué no te quedas por aquí hasta que termine mi turno?
Después puedes acompañarme a casa.
—Con mucho gusto —acepté. Luego tomé conciencia de lo que eso podía significar para mí, y me produjo un efecto extraño. Tal vez podría acostarme con ella. Oh, sí, era decididamente una posibilidad porque la noté dispuesta. Mis ojos descendieron hasta sus pequeños pezones, que me tentaban al sobresalir bajo la seda negra de su vestido. Sí, acostarme con ella. Y qué suave era la piel de su Cuello.

El miembro se me excitó entre las piernas. Menos mal, algo que me funciona, me dije. Pero qué rara esa sensación local, ese endurecimiento e hinchazón la forma insólita en que consumía todos mis pensamientos La sed de sangre nunca era local. Dejé vagar ‘la mirada. Ni siquiera bajé la vista cuando me sirvieron el plato de spaghetti al tuco. La fuerte fragancia me llegó a la nariz: queso derretido, Carne quemada. Y grasa.
Bájate, le dije al miembro. Todavía no es hora de eso.
Por último dirigí la mirada al plato. El hambre me oprimía como Si alguien me hubiera agarrado los intestinos con ambas manos y me lo estuviera retorciendo. ¿Recordaba esa sensación? Sabe Dios que en mi época de mortal había pasado hambre. El hambre era como la Vida misma. Pero el recuerdo me pareció lejano, muy poco importante. Lentamente tomé el tenedor, que en aquel entonces jamás usaba porque no teníamos —sólo cuchillos y cucharas en nuestro tosco mundo—, introduje los dientes bajo la maraña de fideos húmedos y alcé una pila que me llevé a la boca.
Supe que estaban demasiado calientes antes de que me tocaran la lengua, pero no me detuve con la necesaria rapidez. Me quemé mucho y dejé caer el tenedor. Eso sí que fue idiotez pura, pensé, y ya debe ser mi décimo acto de idiotez pura. ¿Qué debo hacer para encarar las cosas de forma más inteligente, con más paciencia y serenidad? Me eché hacia atrás en la incómoda banqueta, lo más que se podía hacer sin caerme al piso, e intenté pensar.
Estaba tratando de dominar mi nuevo cuerpo, que me resultaba débil y con sensaciones desconocidas —un frío doloroso en los pies, por ejemplo; pies mojados en medio de una corriente de aire cercana al piso —, y era comprensible que cometiera errores tan tontos. Tendría que haber traído las galochas. Tendría que haber buscado un teléfono antes de ir allí, para llamar a París y hablar con mi representante. No razonaba; tercamente me comportaba como si fuera vampiro, y no lo era.

Sin duda, la temperatura de la comida no me habría quemado cuando era vampiro. Pero en ese momento no lo era. Por eso debía haber llevado las galochas. ¡Piensa!
Qué diferente de lo que había supuesto me estaba resultando la experiencia. Oh, dioses. ¡Ahí estaba yo, hablando de pensar, cuando lo que había creído era que iba a disfrutar! Creí que iba a sumergirme en sensaciones, recuerdos, descubrimientos; ¡y lo único que podía pensar era en cómo frenarme!
A decir verdad, había imaginado diversos placeres: comer, beber, acostarme con una mujer, después con un hombre. Pero de lo vivido hasta ese momento, nada me resultaba muy placentero.
Bueno, la culpa de esa situación tan lamentable era sólo mía, pero podía revertirla. Me limpié la boca con la servilleta, hecha de áspera tela sintética, no más absorbente que un trozo de hule; luego tomé el vaso y volví a apurar el vino. Una sensación de náusea me recorrió. Se me cerró la garganta, y acto seguido me sentí mareado. Dios santo, ¿tres vasos y ya me embriagaba?
Levanté de nuevo el tenedor. Como los pegajosos fideos ya estaban más fríos, cargué el tenedor y me lo llevé a la boca. ¡Casi me ahogo una vez más! Se me cerró la garganta, como si quisiera impedir que el menjunje me asfixiara. Tuve que parar, respirar lentamente por la nariz, convencerme de que eso no era veneno, de que yo ya no era vampiro,y por último masticar con cuidado para no morderme la lengua. Pero como me la había mordido un rato antes, empezó a dolerme el trocito de carne lastimado. El dolor me resulté mucho más perceptible que la comida. No obstante, seguí masticando los spaghetti y me puse a pensar que no tenían mucho sabor, que estaban agrios y salados, que la consistencia era espantosa, y cuando comía volví a sentir la tirantez, el nudo en la boca del estómago.
Ahora bien, si fuera Louis el que pasaba por eso... si tú fueras el vampiro presumido de siempre y estuvieras sentado frente a él, observándolo, lo criticarías por todo lo que estuvo haciendo y pensando, lo condenarías por su timidez, por estar desaprovechando la experiencia, por no percibir las cosas.

Levanté una vez más el tenedor. Mastiqué otro bocado y lo tragué. Bueno, ahí noté algo de gusto. No era, eso sí, el sabor punzante • y delicioso de la sangre, sino algo mucho más suave, más granulado, más gomoso. Bueno, Otro bocado más. Esto te puede llegar a gustar.
También puede ser que la comida no sea muy buena. Otro bocado.
—Eh, no te apures tanto —me dijo la mujer hermosa. Estaba apoyándose contra mí, pero no pude sentir su sabrosa dulzura a través del sobretodo.
Me volví, la miré de nuevo a los ojos y me maravillé de sus pestañas largas y curvas, de lo tierna que parecía su boca cuando sonreía. —Te vas a atragantar.
—Sí; tengo mucha hambre —le expliqué—. No lo vayas a tomar como ingratitud pero, ¿no tendrías algo que no fuera un mazacote coagulado como esto? Algo con más consistencia, como carne, por ejemplo...
Se rió.
—Eres un hombre muy extraño. ¿De dónde vienes?
—De Francia, zona de campo.
—Bueno, te traeré otra cosa.
No bien se hubo marchado bebí otro vaso de vino. Decididamente me estaba mareando, pero también sentía una tibieza interior que no me desagradaba. De repente me dieron ganas de reír y me di Cuenta de que estaba por lo menos algo ebrio, al fin.
‘Decidí observar a los Otros seres humanos que había en el Salón. Qué raro eso de no poder percibir sus aromas ni oírles los pensamientos Ni siquiera oía bien sus voces, sino apenas ruidos mezclados. Y muy extraño sentir frío y calor al mismo tiempo, la cabeza afectada por el aire excesivamente caldeado y los pies helados por la corriente de aire cercana al piso.
La joven puse ante mí un plato de carne (ternera, la llamé). Tomé un trocito, lo cual pareció impresionarla —tendría que haber usado cuchillo y tenedor—, lo mordí y me resultó bastante insípido, como los fideos.
Pero reconozco que era mejor, y mastiqué con gusto.
—Gracias, has sido muy amable conmigo. Eres un encanto, y te pido que me perdones por la forma en que te hablé hace un rato. De verdad lo digo.
Me dejó unos instantes para ir a cobrarle a una pareja que se retiraba y yo seguí con mi comida, mi primera comida de arena, goma, pedacitos de cuero y sal. Me reí para mis adentros. Más vino, pensé; es como no beber nada, pero algo de efecto me produce.
Después de llevarse el plato me trajo otra jarra de vino. Y yo seguí ahí, con las medias y los zapatos húmedos, fríos, incómodo en la banqueta de madera, esforzándome por ver en la penumbra, cada vez más borracho, hasta que por fin ella estuvo lista para partir.

En ese momento no me sentía más cómodo que cuando empezó todo. Y apenas me levanté me percaté de que casi no podía caminar. No tenía sensibilidad en las piernas, a tal punto que miré hacia abajo para cerciorarme de que estaban en su lugar.
A la mujer bonita le pareció muy divertido; a mí no tanto. Me ayudó a andar por la acera nevada, se dirigía a Mojo llamándolo “Perro” con gran respeto, y me aseguró que vivía a “unos pasitos” de ahí. Lo único bueno era que el frío ya no me molestaba tanto.
Me costaba mantener el equilibrio. Las piernas me resultaban de plomo.
Hasta los objetos más iluminados me parecían fuera de foco. Me dolía la
cabeza. Estaba seguro de que me iba a caer. Es más, el miedo a caerme se estaba convirtiendo en pánico.
Pero felizmente llegamos a su puerta y subimos una escalera alfombrada, esfuerzo que me agotó tanto que me dejó con el corazón agitado y la cara bañada en transpiración. ¡No veía casi nada! Era una locura. La oí poner la llave en la cerradura.
Me agredió otro hedor insoportable. El tétrico departamentito parecía una madriguera de cartón y madera terciada, con sus paredes cubiertas de afiches anodinos. Pero, ¿a qué se debía el olor? De repente comprendí que provenía de los gatos, a los que les permitía hacer sus necesidades en una caja de tierra, ya llena de excrementos, que había en el piso de un bañito, y pensé que se acababa todo, ¡que me iba a morir! Permanecí inmóvil, haciendo esfuerzos por no vomitar. Sentí de nuevo un dolor sordo en el estómago, pero esta vez no era hambre, y me daba la impresión de que el cinturón me apretaba enormemente.
Cuando el malestar se intensificó, me di cuenta de que debla abocarme a una tarea similar a la que ya habían efectuado los gatos. Tenía que hacerlo en ese instante o pasar vergüenza. Y había que entrar en ese mismo recinto. El corazón se me subió a la garganta.
—Qué te pasa? ¿Te sientes mal?
—j,Puedo usar ese cuarto? —pregunté, señalando la puerta abierta.
—Por supuesto. Entra nomás.
Pasaron diez minutos, tal vez más, hasta que salí. Sentía tal desagrado por el simple proceso de la evacuación —el olor, la sensación de hacerlo, el espectáculo— que no podía hablar. Pero ya había terminado. Sólo me quedaba la borrachera, la desdorosa experiencia de querer apagar la luz y errarle al interruptor, de querer tomar el picaporte y que mi mano —esa manaza inmensa— no lo hallara.

Encontré el dormitorio, muy caliente, abundante en muebles modernos de laminado ordinario, sin un estilo en particular.
La muchacha estaba toda desnuda, sentada en el costado de la cama.
Traté de verla con claridad pese a que una lámpara próxima distorsionaba la luz. Pero su rostro era una mezcla de sombras feas, y su piel parecía amarillenta. La rodeaba el olor rancio de la cama.
La única conclusión que pude sacar fue que era tremendamente delgada, como es habitual en las mujeres de esta época; las costillas se le traslucían en la piel blancuzca, sus pechos eran insólitamente pequeños, con pezones diminutos, y las caderas no existían. Parecía un espectro. Y sin embargo, ahí estaba sonriendo, como si eso fuera normal, con su hermoso pelo ondulado que le caía por la espalda, ocultando la tenue sombra de su pubis bajo una mano fláccida.
Bueno, era obvio cuál iba a ser la maravillosa experiencia humana que estaba a punto de ocurrir. Pero no sentía nada por esa ° mujer, nada. Le sonreí y comencé a desvestirme. Apenas me quité el sobretodo sentí frío. ¿Es que ella no lo sentía? Luego me saqué . el suéter, y en el acto me horrorizó el olor de mi propia transpiración. Santo Dios, ¿así era todo, antes? Y tan limpio que me había parecido ese cuerpo.
Ella no dio muestras de notarlo y mentalmente se lo agradecí. Me saqué la camisa, los zapatos, las medias y el calzoncillo. Seguía teniendo los pies fríos. De hecho, tenía frío y estaba desnudo, muy . desnudo y no sabía si me gustaba. De pronto me vi en el espejo de la Cómoda y advertí que el miembro, por supuesto, estaba dormido. Ella tampoco pareció sorprenderse.
—Ven aquí —me invitó—. Siéntate.
La obedecí temblando de arriba abajo. Después tosí. Al principio fue un espasmo que me tomó por sorpresa. Luego fue un ataque de toses incontrolables, y al final tan violentas que me dejaron un gran dolor en las costillas.
—Perdón.
—Me encanta tu acento francés —murmuró, al tiempo que me acariciaba el pelo y me pasaba las uñas por la mejilla.
Esa sensación sí que fue agradable. Incliné la cabeza y la besé en la garganta, y eso también fue lindo. No tan emocionante como aferrar a una víctima, pero lindo igual. Traté de recordar lo que sentía hace doscientos años, cuando era el terror de las chicas del pueblo. ¡Siempre se presentaba algún granjero a las puertas del castillo, me echaba maldiciones y me amenazaba con el puño en alto, asegurándome que si su hija quedaba embarazada tendría que hacerme responsable! En ese momento todo me parecía divertidísimo. Y las chicas, ay, qué encantadoras.
—Te pasa algo?
—No, nada. —La besé nuevamente en el cuello. También le sentí olor a transpiración, y no me gustó. Pero, ¿por qué? Esos olores no eran tan penetrantes como me resultaban antes, en mi antiguo cuerpo. Pero tenían que ver con algo de ese nuevo cuerpo: ésa era la parte desagradable. No podía protegerme de ellos y parecían ser capaces de invadirme y contaminarme. Por ejemplo, el sudor de su cuello ahora lo sentía en mis labios. Me di cuenta de lo que era, le sentí el gusto y me dieron ganas de alejarme de ella.
Oh, pero era una locura. Esa mujer era un ser humano, lo mismo que yo.
Gracias a Dios todo terminaría el viernes. ¡Pero qué derecho tenía yo de agradecer a Dios!
Los bultitos tibios de sus pezones rozaron mi pecho, y la carne que había tras ellos me pareció esponjosa, tierna. Le pasé un brazo para rodear su espalda menuda.
—Estás caliente. Creo que tienes fiebre —me dijo al oído, y me besó en el cuello de la misma manera como lo había hecho yo.
—No, estoy bien —aseguré, aunque no tenía ni idea de si era cierto o no.
¡Qué difícil labor!
De repente, su mano tocó mi miembro, desatando una inmediata estimulación. El miembro se alargó y endureció. La sensación, si bien localizada, me excitó. Cuando volví a mirar sus pechos, y el triangulito de pelo entre sus piernas, el miembro se volvió más duro aún. Sí, recuerdo muy bien todo eso. Mis ojos tienen relación con ello, y ahora ninguna otra
cosa importa. Hmmm. Lo que debes hacer es tenderla sobre la cama.
—Epa! —murmuró—. ¡Qué pedazo de artefacto!
—Te parece? —Bajé la mirada. Esa cosa monstruosa estaba al doble de su tamaño. Me pareció groseramente desproporcionada con respecto a todo lo demás. —Sí, tienes razón. Tendría que haberme imaginado que James lo iba a constatar primero.
—Quién es James?
—No, nada—farfullé. Tomé su rostro para volverlo hacia mí y besé sus labios finos, húmedos. Ella abrió la boca buscando mi lengua. Eso me agradó, pese al mal gusto que le sentí. No me importó. Luego se me cruzó por la mente la idea de la sangre, de beber su sangre.
¿Dónde estaba esa sensación intensa que experimentaba al acercarme a la víctima, el momento antes de clavarle los dientes en la piel, de sentir fluir la sangre en mi lengua?
No, no iba a ser tan fácil, ni tan ardiente. Será más bien una sensación entre las piernas y más parecida a un estremecimiento; pero qué estremecimiento, tengo que reconocerlo.
El sólo hecho de pensar en sangre aumentó mi pasión y la empujé bruscamente al lecho. Quería acabar; nada me importaba más que acabar.
—Espera un momento —me pidió.
—Esperar qué? —Me subí sobre ella, la besé de nuevo, hundí más la lengua en su boca. Nada de sangre. Ah, qué blanca. No hay sangre. Mi miembro se introdujo entre sus muslos calientes, y en ese momento casi me sale el chorro. Pero todavía faltaba.
—Dije que esperaras! —gritó, con las mejillas coloradas—. Tienes que poner te un preservativo.
—Qué diablos dices? —murmuré. Entendía el significado de las palabras pero no les encontraba sentido Estiré la mano hacia abajo y palpé la abertura húmeda, jugosa, que me pareció deliciosa - mente pequeña.
Me gritó que la soltara y me empujó con ambas manos. Estaba enrojecida, hermosa por la indignación, y cuando me quiso apartar con la rodilla, me dejé caer sobre ella. La penetré con el miembro y Sentí esa carne tierna, caliente y estrecha que me envolvía, que me dejaba sin aliento.
—No! ¡Basta! ¡Te dije que no! —vociferaba.
Pero no podía parar. Cómo diablos se le ocurría pensar que era momento para hablar de esas cosas, me dije medio enloquecido hasta que, en un momento de espasmódico entusiasmo, acabé. ¡Brotó rugiente Semen del miembro!
Un momento antes, había sido la eternidad, y al siguiente ya : había terminado todo, como si no hubiera empezado nunca. Quedé tendido encima de ella, exhausto, por supuesto empapado en sudor, levemente disgustado por lo pegajoso que había sido todo y por sus alaridos de terror.

Por último me di vuelta y quedé boca arriba. Me dolía la cabeza y todos los aromas espantosos de la habitación se intensificaron: un olor a sucio proveniente de la cama misma, con su colchón hundido, apelotonado; el olor fétido de los gatos.
Ella saltó de la cama. Parecía haberse vuelto loca. Temblorosa, gimoteando, manoteó una manta de un sillón para taparse y comenzó a gritarme que me fuera, que me fuera, que me fuera.
—Pero, ¿qué es lo que te pasa? —quise saber.
Me lanzó una andanada de maldiciones modernas.
—Estúpido, hijo de puta, idiota, sinvergüenza! —Cosas por el estilo. Dijo que podía haberle contagiado alguna enfermedad, y hasta mencionó varias. También podía haberla dejado embarazada, o sea que era un imbécil, un delincuente, y debía marcharme en ese mismo momento de ahí. Mejor que me fuera, dijo, porque si no, llamaba a la policía.
Sentí una oleada de somnolencia. Traté de ver bien a la muchacha pese a la oscuridad. Luego me acometieron unas nauseas más fuertes que antes.
Procuré dominarlas y sólo mediante un enérgico acto de voluntad conseguí no vomitar.
Por último, me incorporé y me puse de pie. La miré mientras ella se dedicaba a gritarme, a llorar, y de pronto comprendí que estaba sufriendo mucho, que realmente le había hecho doler y de hecho tenía un feo magullón en la cara.
Muy lentamente capté lo que había pasado. Ella pretendía que me pusiera un profiláctico y yo la tomé por la fuerza, por lo cual no disfrutó nada: sólo tuvo miedo. Recordé su imagen en el momento de mi clímax, recordé cómo se resistía, y llegué a la conclusión de que para ella era inconcebible que yo hubiera disfrutado la lucha, su indignación y sus protestas, que me hubiera complacido dominarla. Pero de alguna manera común y mezquina, creo que gocé.
Todo el asunto me resultó deprimente, me llenó de desesperanza. ¡El placer mismo no había sido nada! Esto no lo soporto ni un minuto más, pensé. Si hubiera podido llamar a James le habría ofrecido otra fortuna sólo para que regresara de inmediato. Llamar a James... Me había olvidado por completo de buscar un teléfono.
—Escúchame, machre —dije—, lo siento muchísimo. Todo salió mal, lo sé. Perdóname.
Hizo ademán de darme un sopapo, pero le sujeté la muñeca fácilmente y la obligué a bajar la mano, lastimándola un poco.
—Ya mismo te marchas o llamo a la policía.
—Te comprendo. Fue una torpeza de mi parte. Estuve muy mal Mucho peor que mal! —me espetó, con voz áspera.
Y esa vez sí me dio la bofetada. No tuve suficiente rapidez y quedé azorado por la fuerza del impacto, por la forma en que me ardió. Me pasé la mano por el lugar golpeado de la cara. Qué dolor molesto, injuriante.
—Te vas! —me gritó.
Me vestí, pero fue como levantar bolsas de ladrillos. Una vergtlenza sorda se apoderó de mí, una sensación de ineptitud, de malestar ante el menor gesto que hacía o la menor palabra que se me ocurría pronunciar; tanto, que sólo quería que me tragara la tierra.

Por último, ya todo correctamente cerrado y abotonado, volví a calzarme las medias mojadas, los zapatos delgados, y estuve listo para partir.
Ella sentada en la cama. Los huesos de la espalda le asomaban bajo la carne blanca y el pelo le caía en montoncitos gruesos sobre la manta que mantenía apretada contra el pecho. Qué frágil parecía.., qué penosamente fea y repugnante.
Traté de verla como si fuese Lestat, pero no pude. Esa mujer me parecía una cosa trivial, inútil, ni siquiera interesante. Me sentí un tanto horrorizado. ¿Habría sido lo mismo en la aldea de mi niñez? Quise hacer memoria, recordar a esas chicas —muertas ya hace siglos—, pero no pude ver sus rostros. Lo que recordaba era felicidad, picardía, una gran exuberancia que durante períodos intermitentes me había hecho olvidar las privaciones y desesperanza de mi vida.
¿Qué significaba aquello en ese preciso momento? ¿Cómo era posible que toda la experiencia me hubiera resultado tan desagradable, al parecer tan inútil? De haber sido yo, esa mujer me habría parecido fascinante como puede serlo un insecto; hasta sus habitaciones pequeñas me habrían parecido peculiares aun en sus peores detalles. Ah, cuánto afecto me despertaba siempre el triste hábitat de los pequeños mortales. ¿Pero por qué era así?
¡Y esa pobre mujer me habría parecido hermosa sencillamente porque estaba viva! No habría sido ensuciado por ella ni aunque la hubiera usado durante una hora para alimentarme En ese momento, en Cambio me sentía inmundo por haber estado con ella y sucio por haberla tratado con crueldad. ¡No me extrañaba el miedo que ella le tenía a la enfermedad! ¡Yo también me sentía contaminado! Pero, ¿dónde residía la perspectiva de la verdad?
—Lo siento muchísimo —volví a decir—. Tienes que creerme. No era eso lo que quería. En realidad, no sé lo que quería.
—Estás loco —musitó amargamente, sin levantar la mirada.
—Una de estas noches vendré a verte y te traeré un regalo, algo muy hermoso que realmente desees. Así tal vez me perdones.
No me respondió.
—Dime algo que de verdad desees. No importa lo que cueste. ¿Qué cosa te gustaría tener y no puedes?
Alzó la vista con aire hosco. Tenía la cara abotagada, enrojecida; luego se limpió la nariz con el dorso de la mano.
—Ya sabes lo que quería —expresó con voz agria, desagradable, casi asexuada.
—No, no lo sé. Dímelo.
Su rostro estaba tan desfigurado, y la voz me sonó tan rara, que me asustó. Aún me sentía aturdido por el vino, pero mi mente no se había alterado con la embriaguez. Me resultaba muy placentero eso de que el cuerpo estuviera ebrio pero yo no.
—j,Quién eres? —preguntó. Se la veía inflexible y amarga.
—Eres alguien importante, ¿no? No un simple... —Su voz se fue apagando.
—Si te lo cuento no lo creerías.
Giró más la cabeza y me observó como si de pronto empezara a comprender todo. No supe qué pasaba por su mente. Sólo sabía que le tenía lástima y que ella no me gustaba. No me gustaba ese cuartito sucio con sus techos bajos, la cama fea, la alfombra color tostado, la luz mortecina y la apestosa caja de los gatos en el baño.
—Te voy a tener presente —dije, sintiéndome desdichado pero con ternura—. Pienso darte una sorpresa. Voy a traerte algo maravilloso, algo que nunca podrás comprar te. Un regalo como de otro mundo. Pero ahora tengo que dejarte.
—Sí, mejor que te vayas.
Me volví para hacer precisamente eso. Pensé en el frío que hacía afuera, en Mojo que me esperaba en el pasillo, en la casa con la puerta de atrás arrancada de sus bisagras, en que no tenía dinero ni teléfono.
Ah, el teléfono.
Ella sí tenía. Se lo había visto sobre el tocador.
Cuando me encaminé hacia el aparato, me gritó y me arrojó algo; un zapato, creo. Me dio en el hombro pero no me dolió. Levanté el tubo, marqué los dos ceros de larga distancia y pedí hablar con mi agente de Nueva York con cobro revertido.
Sonó muchas veces. No había nadie. Ni siquiera estaba puesto el contestador automático. Qué raro, y qué gran inconveniente.
Por el espejo alcancé a ver que ella me miraba en silencio, furiosa, envuelta en la manta que le quedaba como un vestido moderno. Una situación patética, hasta el último detalle.

Llamé a París. Una vez más sonó incansablemente, hasta que por fin me llegó la conocida voz de mi agente, a quien saqué del sueflo. Le informé en francés que me encontraba en Georgetown, que necesitaba veinte mil dólares.., no, mejor que me enviara treinta, y de inmediato.
Me explicó que en París estaba amaneciendo. Tendría que esperar que abrieran los bancos, pero en cuanto pudiera me remitiría el dinero. Quizá fuera el mediodía en Georgetown, cuando lo recibiera Memoncé el nombre de la agencia donde debía ir a retirarlo y le imploré que no se demorara, que no me fuera a fallar pues se trataba de una emergencia me encontraba sin un centavo y debía atender obligaciones. Me aseguró que iba a obrar con la mayor celeridad. Entonces corté.
Ella me miraba fijamente. No creo que haya entendido la conversación, porque no hablaba francés.
—Te voy a recordar —dije——. Perdóname, por favor. Ahora me . voy.
Demasiados trastornos te he causado ya.
No me contestó. Me quedé mirándola, tratando de entender todo por última vez, de saber por qué ella me parecía tan tosca y carente de atractivo. ¿Desde qué perspectiva solía mirar las cosas antes, puesto que la vida me parecía tan bella y todas sus criaturas variaciones sobre el mismo magnífico tema? —Adiós, machére —la saludé—. Lo siento mucho, muchísimo.
Mojo me esperaba pacientemente afuera. Pasé a su lado e hice chasquear los dedos para indicarle que me siguiera, cosa que hizo. Y ahí nomás bajamos la escalerita y nos internamos en la noche helada.
Pese a las ráfagas de viento que se colaban en la cocina y lograban introducirse hasta el comedor, las demás habitaciones de la Casa estaban aceptablemente caldeadas. De unas rejillitas que había en los pisc salían corrientes de aire tibio. Qué amable, James, en no haber apagado la calefacción, pensé. Pero su intención es marcharse no bien reciba los veinte millones, de modo que la cuenta nunca se pagará.

Subí a la planta alta, crucé el dormitorio principal y entré en el baño, un ambiente agradable con cerámicas blancas, elegantes espejos, y la casilla de la ducha cerrada con puertas de reluciente vidrio. Probé el agua: chorro rotundo, caliente. Una delicia. Me quité la ropa húmeda y olorosa, coloqué las medias cerca de la calefacción Y doblé el suéter porque era el único que tenía. Luego me instalé largo rato bajo la ducha.
Apoyé la cabeza contra la cerámica y hasta puede ser que me haya quedado dormido de pie. Pero después empecé a llorar y casi al mismo tiempo, a toser. Sentí un ardor intenso en el pecho, y la misma picazón dentro de la nariz.
Por último salí, me sequé y volví a mirar ese cuerpo en el espejo. No le encontré falla alguna. Los brazos eran robustos pero de músculos planos, lo mismo que el pecho. Las piernas, bien formadas. La cara era realmente bella —la tez oscura casi perfecta—, aunque en su estructura ya no quedaba nada infantil, como en mi propia cara. Era una cara de hombre, rectangular, un poco dura pero bella, muy bella, quizá debido a los ojos grandes. También la noté un poco áspera. Me estaba creciendo la barba.
Debía afeitarme. Qué molestia.
—Esta vivencia tendría que resultar te espléndida —pronuncié en voz alta —. Tienes el cuerpo de un hombre de veintiséis años en perfecto estado.
Pero hasta ahora todo fue un suplicio. Has cometido un error tras otro.
¿Cómo es que no puedes hacer frente al desafío? ¿Dónde quedaron tu fortaleza y tu fuerza de voluntad?
Me sentía helado. Mojo se había dormido al pie de la cama. Voy a hacer eso, pensé; dormir. Dormir como mortal y, cuando me despierte, ya entrará la luz del día en la habitación. Aunque esté nublado será algo maravilloso. Será de día. Podrás ver el mundo de día como lo has añorado todos estos años. No des importancia a esta lucha abismal, a estas trivialidades, al miedo.
Pero una horrible sospecha se apoderó de mí. ¿Acaso mi vida mortal había sido otra cosa que lucha abismal, trivialidades y miedo? ¿No era de esa misma manera para la mayoría de los humanos? ¿No era ése el mensaje de innumerables escritores y poetas modernos: que malgastábamos la vida en vanas preocupaciones? ¿No era todo eso un pésimo lugar común?
Me sentí sumamente conmovido. Traté de argumentar conmigo mismo una vez más, como lo había hecho todo el tiempo. Pero, ¿de qué servía?
¡Estar dentro de ese lerdo cuerpo humano me hacía sentir muy mal! Era espantoso no tener mis dones sobrenaturales. Y el mundo, si se lo miraba bien, era sucio, desprolijo, lleno de accidentes. Y ni siquiera podía ver la mayor parte de él. ¿Qué mundo?
¡Ah, pero mañana! Oh Dios, otro pésimo lugar común. Me reí solo, y al instante me dio un acceso de tos. Esa vez el dolor fue en el cuello y muy intenso, y me saltaron lágrimas. Me conviene dormir, descansar, prepararme bien para mi único y preciado día.
Apagué la lámpara y abrí la cama. Por suerte estaba limpia. Apoyé la cabeza sobre la almohada de plumas, encogí las piernas hasta acercar las rodillas al pecho, me tapé hasta el mentón y me puse a dormir.
Tenía una leve idea de que, si se incendiaba la casa, iba a morir. Si había algun escape de gas por las rejillas de la calefacción, iba a morir Más aun, podía entrar alguien por la puerta abierta del fondo y matarme Todo tipo de catástrofes podía ocurrir Pero ahí estaba Mojo, ¿no? Y yo me sentía tan, pero tan cansado!
Horas más tarde, desperté

Tenía otro ataque de tos y sentía un frío tremendo. Necesitaba un pañuelo, encontré una caja de pañuelitos de papel y me soné la nariz  unas cien veces Después, cuando pude volver a respirar, caí otra vez en un extraño agotamiento febril que me dio la sensación engañosa de estar flotando, cuando en realidad me hallaba tendido firmemente sobre la cama No es más que un resfrío, pensé. No tendría que haber tomado tanto frío. Esto me va a estorbar, pero también es experiencia, experiencia que debo investigar.
A la segunda vez que me desperté, el perro estaba parado al lado de la cama lamiéndome la cara. Estiré la mano, sentí su hocico peludo y me reí; luego volví a toser pese al ardor de la garganta y me di cuenta de que había estado haciéndolo largo rato.
La luz era muy clara, maravillosamente clara. Gracias a Dios, encontraba por fin una lámpara de luz intensa en ese mundo tenebroso. Me incorporé. Por un momento me sentí tan deslumbrado que no pude darme cuenta cabal de lo que veía El cielo que se vislumbraba por las ventanas era de un azul perfecto, vibrante, el sol se derramaba sobre los pisos encerados y el mundo : entero parecía glorioso en SU luminosidad: las ramas peladas de los árboles con su festón nevado, el techo de enfrente nevado, la habitación misma, llena de blanco y de color lustroso, la luz que se reflejaba desde el espejo, desde el cristal del tocador, desde el picaporte de bronce de la puerta del baño.
—Dios mío, mira, Mojo —susurré. En el acto pateé las mantas, Corrí a la ventana y la levanté hasta arriba. El aire frío era cortante, pero ¿qué importaba? Qué hermoso el color intenso del cielo, las altas nubes blancas que corrían hacia el oeste, el verde vivo del pino de la casa vecina.

De pronto eché a llorar sin consuelo, y a padecer con otro acceso de tos.
—Este es el milagro —musité. Mojo me tocó con delicadeza y dejó escapar un gemido agudo. Los dolores y molestias mortales no importaban Esta era la promesa bíblica que durante doscientos años no se había cumplido.

12

A los pocos instantes de salir de la casa, e internarme en la gloriosa luz del día, supe que esa experiencia iba a valer todas las tribulaciones y el padecidos. Y que un simple resfrío, pese a los síntomas de debilitamiento que producía, no me impediría retozar bajo el sol de la mañana.
Nada importó que me estuviera enloqueciendo una gran debilidad física, que al ir caminando con Mojo sintiera el cuerpo como de plomo, que, por más que lo intentara, no lograra dar saltos en el aire, ni que abrir la puerta de la carnicería fuese un esfuerzo sobrehumano; tampoco importó que me estuviera poniendo cada vez peor del resfrío.

Una vez que Mojo hubo devorado las sobras que le regaló el carnicero, salimos juntos a deleitamos con la luz y tuve la sensación de que me emborrachaba al ver el sol que caía sobre las ventanas y las calles húmedas, sobre los charcos vidriosos en los lugares donde se había derretido la nieve, sobre los cristales de los escaparates y sobre la gente, los miles y miles de personas felices que alegremente se encaminaban a realizar las tareas de la jornada.
Qué distintas eran de las personas de la noche, porque era evidente que se sentían seguras a la luz del día, porque caminaban y hablaban abiertamente, porque encaraban las numerosas transacciones del día, que rara vez se efectúan con tal vigor al caer la noche.

¡Ah, ver a las mamás que, con sus hijitos a la rastra, guardaban la fruta en la bolsa de las compras; observar los enormes y ruidosos camiones de reparto estacionados en las calles fangosas mientras hombres de robusta contextura bajaban la mercadería y la entraban por las puertas de servicio! Ver a hombres sacando la nieve a paladas Y limpiando ventanas, ver los bares llenos de seres que consumían con placentera expresión grandes cantidades de café y olorosos desayunos fritos al tiempo que leían el diario, se preocupaban por el tiempo o conversaban sobre el trabajo del día. Fascinante ver grupitos de escolares de uniforme que, desafiando el viento helado, organizaban sus juegos en una cancha de piso duro bañada por el sol.
Una gran energía, un gran optimismo unía a todos esos seres, y basta se lo podía percibir como emanando de los estudiantes que corrían entre los edificios del campus universitario o se reunían a almorzar en cálidos restaurantes.

Esos humanos, ante la luz se abrían como flores, apuraban el paso, aceleraban su dicción. Y cuando sentí el calor del sol sobre cara y manos, yo también me abrí como una flor. Sentí, así, la alquimia de ese cuerpo mortal que respondía, con toda su vitalidad, pese a la congestión del resfrío y al molesto dolor de manos y pies congelados.
Haciendo caso omiso de la tos, que empeoraba hora a hora, y de la visión que se me nublaba, nuevo y molesto síntoma, caminé con Mojo por la ruidosa calle M y entré en Washington, la capital del país. Paseé por la zona de los monumentos y mausoleos de mármol, vi los enormes edificios y residencias oficiales, recorrí la triste belleza del cementerio de Arhlington con sus miles de pequeñas lápidas todas iguales y llegué hasta la polvorienta mansión del gran  general confederado Robert E. Lee.
A esa altura, ya estaba al borde del delino Y es muy posible que el malestar físico aumentara mi felicidad, puesto que me producía una actitud semejante a la de la persona ebria o drogada No sé Lo único cierto es que estaba contento, contentísimo, y que el mundo a la luz del día no era el mundo de la noche.
Pese al frío, muchos turistas se habían atrevido a salir como yo a ver esos famosos lugares de interés. Me deleité en silencio con su entusiasmo; comprendí que a ellos, igual que a mí, les afectaban los paisajes abiertos de la ciudad capital, que los alegraba y transformaba ver el cielo tan azul y los numerosos monumentos espectaculares erigidos para celebrar los logros de la humanidad.
“jSoy uno de ellos!”, pensé de improviso, ya no Caín buscando eternamente la sangre de su hermano. Miré aturdido en derredor. “Soy uno de ustedes!”
Largo rato contemplé la ciudad desde las alturas de Arlington, temblando de frío e incluso soltando unas lágrimas frente al deslumbrante espectáculo tan ordenado, tan representativo de los principios de la gran Edad de la Razón, deseando que Louis o David estuvieran ahí conmigo sufriendo porque sabía que ambos desaprobarían mi proceder.

Pero eso que veía era el verdadero planeta, la tierra viviente nacida del sol del calor, incluso bajo el reluciente manto de nieve invernal.
Por último, bajé de la colina; Mojo corría de tanto en tanto por delante de mí, y luego regresaba para acompañarme. Recorrí la ribera del congelado Potomac, maravillándome ante el sol que se reflejaba en el hielo y en la nieve ya en proceso de derretirse. Hasta me encantó observar cómo la nieve se iba convirtiendo en agua.
En algún momento de la tarde fui a parar al grandioso mausoleo de Jefferson, un elegante y amplio pabellón griego que tiene grabadas en sus paredes de mármol las palabras más solemnes y conmovedoras que he leído jamás. Mi corazón se henchía al pensar que, durante esas preciadas horas, no me sentí lejos de los sentimientos allí expresados. De hecho, durante ese lapso en que me mezclé con la raza humana, no hubo nada en mí que me diferenciara de los demás.
Pero eso era mentira, ¿o no? Llevaba la culpa en mi interior, en la continuidad de mi memoria, en mi espíritu irreductible: Lestat el asesino, Lestat el que rondaba por las noches. Recordé la advertencia de Louis:
“No puedes convertirte en humano sólo con apoderar te de un cuerpo humano!” Rememoré la expresión trágica, consternada, de su rostro.
Pero, ¿y si el vampiro Lestat nunca hubiera existido? ¿Y si hubiese sido sólo una creación literaria, puro invento del hombre en cuyo cuerpo yo ahora moraba? ¡Qué idea maravillosa!
Permanecí largo rato en la escalinata del mausoleo, con la cabeza gacha, mientras el viento tironeaba con fuerza de mi ropa. Una mujer amable me dijo que estaba enfermo, que debía abotonarme el abrigo. La miré a los ojos y noté que lo que ella veía era sólo un muchacho. No estaba deslumbrada ni temerosa. No había en mí esa necesidad de tronchar su vida para poder yo disfrutar más de la mía. ¡Pobre mujer de ojos celestes y pelo descolorido! De repente le tomé su mano pequeña y arrugada, se la besé, le dije en francés que la amaba y vi que una sonrisa se dibujaba en su rostro marchito. Qué encantadora me pareció, encantadora como todos los humanos sobre los que alguna vez posé mis ojos vampíricos.

La sordidez de la noche anterior se borré en esas horas del día. Creo que todo lo soñado para esa aventura se había cumplido.
Pero un invierno riguroso me rodeaba. A pesar de sentirse más animada por el cielo azul, la gente decía que se avecinaba otra tormenta peor aún que la anterior. Las tiendas iban a cerrar temprano las calles volverían a quedar intransitables y ya se había clausurado el aeropuerto. Varios peatones me advirtieron que me surtiera de velas porque podía cortarse la electricidad. Y un señor mayor, que llevaba un grueso gorro de lana, me reprendió por no llevar puesto nada en la cabeza. Una mujer joven me dijo que parecía enfermo, que me fuera rápido a mi casa.
No es más que un resfrío, les contestaba. Con un buen jarabe para la tos se me iba a pasar. Raglan James sabría qué hacer cuando recuperara su cuerpo. Seguramente no le haría demasiada gracia, pero podría consolarse con los veinte millones. Además, todavía me quedaban varias horas como para medicarme con remedios comerciales y descansar.

Por el momento, me sentía demasiado incómodo en general como para preocuparme por semejante cosa. Había derrochado demasiado tiempo en esas distracciones triviales. Y desde luego, podía conseguir ayuda para todas las molestias banales de la vida real... Ah, la vida real.
Me había olvidado de la hora, y sin duda en la agencia me estaba esperando el dinero. En el reloj de una tienda vi que eran las dos y media.
La misma hora marcaba el ordinario reloj pulsera que yo llevaba. Bueno, me quedaban sólo unas trece horas.
Trece horas en ese cuerpo espantoso, con la cabeza que me estallaba y con dolor de piernas. Mi felicidad desapareció en un ataque súbito de temor. ¡Pero el día era demasiado bello para arruinarlo por cobardía!
Alejé entonces esa sensación de mi mente.
Trozos de poesía acudieron a mi memoria.., y de vez en cuando el tenue recuerdo de mi último invierno mortal, de haber estado de cuclillas frente a la chimenea, en la gran sala de la casa paterna, tratando por todos los medios de calentarme las manos en el fuego que se extinguía. Pero en general pude vivir el momento de un modo muy distinto a como solfa hacerlo mi mente maquinadora. Tan fascinado estaba con todo lo que pasaba a mi alrededor, que durante horas no experimenté aflicción ni distracción de tipo alguno.
Eso era absolutamente extraordinario. Y, en mi euforia, estaba seguro de poder llevar siempre dentro de mí el recuerdo de esa sencilla jornada.
El regreso a pie hasta Georgetown me resulté por momentos una hazaña ímproba. Aun antes de partir del mausoleo de Jefferson, el Cielo ya había comenzado a nublarse y rápidamente iba adquiriendo un tinte plomizo.
La luz se secaba como si fuera líquida.
Sin embargo, me encantaron esas manifestaciones más melancólicas. Me sentía hipnotizado por el espectáculo de los mortales que cerraban sus tiendas, que caminaban presurosos en contra del Viento, cargados con bolsas de alimentos, por los faros de los autos que alumbraban su luz intensa, casi festiva, la creciente penumbra.
Comprendí que no iba a haber crepúsculo. Oh, qué lástima. Pero como vampiro, muchas veces había contemplado el crepúsculo. Entonces, ¿a qué quejarme? No obstante, durante un momento fugaz lamenté haber pasado esas horas tan valiosas en las garras del crudo invierno. Pero por razones que no acertaba a explicarme, había sido justo lo que quería. Un invierno crudo como los de mi infancia. Crudo como aquel invierno en París, cuando Magnus me llevó a su cueva. Quedé satisfecho, complacido.
Cuando llegué a la agencia, hasta yo me di cuenta de que la fiebre me estaba subiendo y debía buscar refugio y alimento. Felizmente había llegado mi dinero. También me habían preparado una nueva tarjeta de crédito a nombre de Lionel Potter, uno de los nombres ficticios que usaba en París, y un talonario de cheques de viajero. Guardé todo en los bolsillos y, ante el horrorizado cajero, metí en los bolsillos también los treinta mil dólares.
—Mire que alguien lo puede asaltar! —murmuré, inclinándose sobre el mostrador. Agregó algo que no entendí bien acerca de que me convenía llevar el dinero al banco antes del horario de cierre. Después debía dirigirme a una sala de primeros auxilios porque se aproximaba un temporal. Había mucha gente engripada, prácticamente la epidemia de todos los inviernos.
Para simplificar, le dije a todo que sí, pero no tenía ni la menor intención de pasar las horas de mortal que me quedaban en manos de los médicos.
Además, no hacía falta. Lo único que necesitaba era comida, algo caliente para beber y la paz de una cama blanda de hotel. Entonces podría devolver a James ese cuerpo en condiciones tolerables y regresar tranquilamente al mío.
Pero primero tenía que cambiarme de ropa. ¡Eran apenas las tres y cuarto, me quedaban unas doce horas y no aguantaba ni un minuto más esos trapos sucios!
Llegué a las distinguidas Galerías Georgetown justo cuando estaban cerrando para que la gente pudiera huir del temporal, pero fui convincente y me permitieron entrar en una elegante casa de ropa, donde en un instante entregué al impaciente empleado una lista de todas las prendas que creía iba a necesitar. Cuando le di la tarjetita plástica, me invadió un enorme mareo. Me causó gracia, porque el hombre ya había perdido toda su impaciencia y trató de venderme bufandas y corbatas varias. Casi no le entendía lo que me decía. Ah, sí, marque todo en la registradora. Todo esto se lo entregaremos al señor James a las tres de la madrugada. Sí, claro, el otro pulóver, y por qué no, la echarpe también.
Cuando conseguí escapar con mi cargamento de relucientes cajas y bolsas, me acometió otra oleada de mareos. De hecho, una negrura total comenzaba a rodearme; corría peligro de caer de rodillas y perder el conocimiento ahí nomás, sobre el piso. Una preciosa muchacha vino a rescatarme. “Se está por desmayar!” A esta altura, ya transpiraba profusamente, y sentía frío pese al ambiente caldeado de la galería.

Le expliqué que necesitaba un taxi, pero no pasaba ninguno. Ya era poca la gente que quedaba por las calles y de nuevo había empezado a nevar.
Había visto antes, no lejos de allí, un hermoso hotel con el romántico nombre de “Las Cuatro Estaciones” y hacia él me dirigí, para lo cual primero me despedí de la bella criatura y agaché la cabeza para enfrentar el viento feroz. En “Las Cuatro Estaciones” me sentiría a salvo, pensé casi con alegría, encantado de pronunciar en voz alta el significativo nombre.
Podría cenar, y no necesitaba volver a esa casa odiosa hasta que no se acercara la hora de devolver el cuerpo.
Cuando llegué por fin al lugar, me resulté más que satisfactorio. Dejé un abultado depósito para garantizar que Mojo se comportaría como un caballero educado, lo mismo que yo. La suite era suntuosa, con enormes ventanales que daban al Potomac, alfombras aparentemente interminables, cuartos de baño dignos de un emperador romano, aparatos de televisión y heladeritas disimuladas dentro de hermosos muebles de madera, y numerosos artefactos más.

Sin pérdida de tiempo pedí un banquete para mí y para Mojo; luego abrí el barcito, que estaba lleno de caramelos y otras golosinas además de licores, y me serví el mejor whisky. ¡Qué gusto espantoso! ¿Cómo diablos podía David beber eso? La tableta de chocolate estuvo mejor. ¡Fantástica! Me la devoré y después llamé al restaurante para que, al pedido de minutos antes, agregaran todos los postres con chocolate que tuvieran en el menú.
Tengo que llamar a David, me dije. Pero me parecía una total imposibilidad levantarme del sillón e ir hasta el escritorio para tomar el teléfono. Además, eran tantas las cosas que deseaba analizar, fijar en la mente. Malditos sean los malestares. Así y todo había quedado una experiencia fabulosa. Incluso me estaba acostumbrando a esas manazas que me llegaban varios centímetros más abajo de donde debían, y a esa piel oscura, porosa. No debía quedarme dormido. Qué desperdicio...
Me despertó el timbre. Había pasado una media hora completa de tiempo mortal. Me puse de pie con esfuerzo, como si con cada Paso tuviera que levantar ladrillos, y no sé cómo me las ingenié Para abrirle a la camarera, una agradable mujer mayor, de pelo amarillo claro, que entró empujando un carrito con mantel, lleno de comida. Le di carne a Mojo —antes había colocado en el piso una toalla de baño a modo de mantel— y él comenzó a comerla con ganas. Al mismo tiempo que comía se tendió, cosa que sólo hacen los perros de gran tamaño y que a Mojo en particular le dio un aspecto mucho más monstruoso: parecía un león que indolentemente mordisquea a un cristiano indefenso al que sostiene entre sus inmensas patas.

Sin pérdida de tiempo bebí la sopa caliente, aunque no le sentí mucho el gusto, pero qué podía esperarse con semejante resfrío. El vino era excelente, mucho mejor que el ordinario de la otra noche, y aunque su sabor aún me parecía flojo en comparación con la sangre, bebí dos vasos.
Estaba a punto de devorar las pastas, como se les dice aquí, cuando levanté la mirada y noté que la inquieta camarera no se había retirado.
—Usted está enfermo —constató—, muy enfermo.
—Tonterías, machre. Tengo un resfrío mortal, ni más ni menos. —Busqué el fajo de billetes en el bolsillo de la camisa, le di varios de veinte y le pedí que se marchara. Ella se resistía a dejarme.
—Está tosiendo mucho. Creo que está enfermo de verdad. Pasó mucho tiempo a la intemperie, ¿verdad?
Me quedé mirándola, totalmente desarmado al verla tan solícita, sabiendo que corría verdadero peligro de que, como un tonto, me brotaran las lágrimas. Quería advertirle que yo era un monstruo, que ese cuerpo sencillamente era robado. Qué tierna era, qué cariñosa.
—Todos estamos relacionados —le dije—, la humanidad entera. Tenemos que preocuparnos los unos por los otros, ¿no? —Supuse que se iba a horrorizar por tanto sentimentalismo, demostrado con la emoción densa del borracho, y que por ende se marcharía. Pero no fue así.
—Claro que sí —dijo——. Permítame llamarle a un médico antes de que empeore la tormenta.
—No, mi querida; váyase no más.
Dirigiéndome una última mirada de preocupación, por fin se retiró.
Después de consumir los fideos con salsa de queso —insípidos—, empecé a preguntarme si la mujer no tendría razón. Fui hasta el baño y encendí la luz. El hombre que vi en el espejo tenía, en efecto, un malísimo aspecto con sus ojos inyectados en sangre el cuerpo que le temblaba y su piel oscura amarillenta, si no directamente pálida.

Me palpé la frente, pero ¿de qué me sirvió? No me puedo morir de esto, pensé. Sin embargo, no estaba tan seguro. Recordé la expresión que había visto en la cara de la camarera, la preocupación de las personas que me pararon por la calle. Me dio otro acceso de tos.
Algo tengo que hacer, me dije. Pero, ¿qué? ¿Y si los médicos me daban algún sedante fuerte y quedaba tan atontado que no podía regresar a la casa de Georgetown? ¿Y si los medicamentos afectaban mi capacidad de concentración y después no podía realizarse la mutación de cuerpos?
Dios santo, ni siquiera había tratado de salir y elevarme de ese cuerpo humano, truco que me salía muy bien en ini otra forma.
Tampoco quise intentarlo. ¿Y si no podía volver a entrar? No, mejor esperar a James para tales experimentos, ¡y mientras tanto, no acercarme a médicos ni jeringas!
Sonó el timbre. Era la camarera bondadosa que me traía una bolsa llena de remedios: frascos de líquidos rojos y verdes, tubitos plásticos de comprimidos.
—Tendría que hacerse ver por un doctor —me aconsejó, mientras depositaba todo en hilera sobre el mármol del baño—. ¿Quiere que le llamemos uno nosotros?
—De ninguna manera —respondí, al tiempo que le entregaba más dinero y la acompañaba a la puerta. Pero me pidió que aguardara, y me preguntó si no podía sacar al perro puesto que ya había terminado de comer. Ah, sí, era una muy buena idea. Le puse más billetes en la mano. Luego le dije a Mojo que hiciera todo lo que ella le indicaba. La mujer parecía fascinada con Mojo. Algo dijo acerca de que su cabeza era más grande que la de ella.
• Regresé al baño y contemplé los medicamentos. ¡Qué desconfianza les tenía! Pero tampoco era muy caballeresco devolverle a James un cuerpo enfermo. ¿Y si después no lo quería? No, difícil. Seguramente se quedaría con los veinte millones, y también con las toses del resfrío.
Bebí un trago de repulsivo jarabe verde, luchando por dominar las náuseas; después me trasladé con esfuerzo al living, donde me desplomé ante el escritorio.

Allí había papelería del hotel y un bolígrafo que funcionaba bastante bien, de esa manera resbaladiza que tienen los bolígrafos. Me puse a escribir y, aunque noté que me resultaba muy difícil con esos dedos grandes, perseveré lo mismo. Entonces anoté de prisa todo lo que había visto y sentido.
Seguí escribiendo pese a que casi no podía sostener la cabeza y me Costaba respirar a causa del resfrío. Finalmente, cuando no quedaba más papel y ya ni podía leer mis propios garabatos, metí las hojas en un sobre, le pasé la lengua para cerrarlo y lo dirigí a mi propio nombre, al departamento de Nueva Orleáns; luego me lo guardé en el bolsillo de la camisa, debajo del pulóver, donde no se me iba a perder.

Por último me tendí en el piso. El sueño se iba a apoderar de mí, cubriendo muchas de las horas mortales que me restaban, porque ya no me quedaban fuerzas para nada.
Pero no me dormí profundamente. Tenía demasiada fiebre, y miedo.
Recuerdo que la camarera amable entró con Mojo y volvió a decirme que estaba enfermo.
Recuerdo también que entró la empleada de la noche, preocupada como la otra. Y que Mojo se acostó a mi lado, y lo tibiecito que lo sentí cuando me acurruqué contra él, encantado con su olor, con el aroma maravilloso de su pelaje, aunque no fuera una emoción tan fuerte como habría sido en la época en que tenía mi antiguo cuerpo, y por un momento hasta pensé que estaba de vuelta en Francia, en aquellos viejos tiempos.
Pero en cierto sentido, la imagen de los viejos tiempos casi había quedado borrada por la nueva experiencia. De vez en cuando abría los ojos, veía una aureola alrededor de la lámpara encendida, veía las ventanas negras que reflejaban el mobiliario, e imaginaba que oía nevar afuera.
En algún momento me puse de pie, enfilé hacia el baño, me golpeé fuertemente la cabeza contra el marco de la puerta y caí de rodillas. ¡Dios mío, cuántos tormentos! ¿Cómo los sopor tan los mortales? ¿Cómo pude soportarlos yo alguna vez? Qué dolor. Como si se desparramara líquido bajo mi piel.
Pero peores calamidades me aguardaban. De puro desesperado tuve que usar el baño y limpiarme cuidadosamente después. ¡Qué desagradable! Y lavarme las manos. Temblando de repugnancia, debí lavarme las manos una y otra vez. Cuando descubrí que la cara de ese cuerpo se había cubierto con una sombra gruesa de áspera barba, me reí. Qué costra tenía sobre el labio superior, el mentón y bajando hasta el cuello de la camisa.
¿Qué aspecto me daba? De loco; de menesteroso. Pero no podía afeitarme todo ese pelo. No tenía navaja y, además, seguro que si lo hacía me cortaba el cuello.
Qué sucia la camisa. Me había olvidado de ponerme la ropa que compré, pero ¿no era tarde ya para eso? Aturdido, vi que mi reloj marcaba las dos.
Dios santo, casi la hora en que debía efectuarse la transformación. —Ven, Mojo —dije, y bajamos por la escalera en vez de usar el ascensor, lo cual no fue una gran hazaña puesto que estábamos apenas en el primer piso. Cruzamos el hall casi desierto y salimos a la noche.

Había nieve amontonada por todas partes. Las calles estaban realmente intransitables y hubo momentos en que volví a caerme de rodillas, los brazos hundiéndoseme en la nieve, y Mojo que me lamía la cara como tratando de darme calor. Pero seguí adelante, subí la loma no sé en qué estado físico y mental, hasta que por fin doblé la esquina y vi a lo lejos las luces de la casa.
La cocina en penumbras estaba llena de nieve suave, profunda. Me pareció sencillo atravesarla, hasta que me di cuenta de que por debajo de todo había una capa congelada, muy resbaladiza, resto de la tormenta de la víspera.
Así y todo logré llegar al living y me tiré tiritando en el suelo. Sólo entonces tomé conciencia de que me había olvidado el sobretodo y el dinero guardado en sus bolsillos. Me quedaban apenas unos billetes en la camisa. Pero no importaba. Pronto llegaría el Ladrón de Cuerpos.
¡Recuperaría mi vieja forma, todos mis poderes! Después, qué placentero sería rememorar la vivencia, sano y salvo en ini reducto de Nueva Orleáns, cuando el frío y la enfermedad ya no significaran nada para mí, cuando no existieran ya los dolores, cuando volviera a ser el vampiro Lestat que vuela sobre los techos, que tiende las manos hacia las estrellas lejanas.
El lugar me pareció muy frío comparado con el hotel. Me di vuelta una vez, divisé el pequeño hogar y traté de encender los leños con la mente.
Después me reí al recordar que todavía no era Lestat, que pronto arribaría James.
—Mojo, no soporto este cuerpo ni un instante más —le confesé en susurros. El perro se había sentado ante la ventana del frente y miraba la noche jadeando, empañando el vidrio con su aliento.
Traté de permanecer despierto pero no pude. Cuanto más frío sentía, más me envolvía la somnolencia. Y entonces se apoderó de mi un pensamiento aterrador: ¿y si, en el momento indicado, no lograba Salir de ese cuerpo y elevarme? Si no podía encender fuego, si no podía leer las mentes, si no podía...

Medio dominado por el sopor, traté de realizar el pequeño truco psíquico.
Dejé hundir mi mente casi hasta el borde de los sueños. Sentí la deliciosa vibración que a menudo precede la ascensión del espíritu. Pero no sucedió nada fuera de lo habitual. Lo intenté una Vez más. “Sube”, dije.
Traté de imaginar la forma etérea de mí mismo que se liberaba y elevaba hasta el techo. No tuve suerte. Imposible; Como si quisiera que me creciesen alas de plumas. Y estaba tan agotado y dolorido. De hecho, estaba amarrado a esas piernas inservibles, a ese pecho que me dolía, imposibilitado de respirar sin esfuerzo.
Pero pronto estaría allí James, el hechicero, el que conocía el truco. Sí. Ansioso por recibir los veinte millones, James dirigiría toda la operación Cuando volví a abrir los ojos vi la luz del día.
Me senté en el acto y miré hacia adelante. No podía haber error. El sol  estaba alto en los cielos, y el aluvión de luz que derramaba entraba por las ventanas y caía sobre el piso encerado. Desde afuera me llegaban los ruidos del tránsito.
—Dios mío —musité en inglés, porque Mon Dieu no significa la misma cosa—. Dios mío, Dios mío, Dios mío.
Volvf a acostarme, tan azorado que no podía pensar con coherencia ni saber si lo que sentía era furia o un ciego temor. Después levanté lentamente el brazo para ver la hora. Once y cuarenta y siete de la mañana.
En menos de quince minutos la fortuna de veinte millones de dólares, que retenía un banco del centro, volvería una vez más a Lestan Gregor, mi propio seudónimo, el ser que había quedado abandonado dentro de ese cuerpo por Raglan James, quien obviamente no había regresado esa madrugada a la casa para efectuar el intercambio convenido. Y ahora, habiendo perdido esa inmensa fortuna, seguramente ya no volvería nunca más.
—Oh Dios, ayúdame —imploré en voz alta; de inmediato me vino flema a la garganta y las toses fueron como puñaladas en mi pecho—. Yo lo sabía.
Lo sabía. —Qué tonto había sido. Qué tonto.
¡Maldito sinvergûenza, deleznable Ladrón de Cuerpos, me la vas a pagar!
¡Cómo te atreves a hacerme esto! ¡Y este cuerpo! Este cuerpo que me dejaste, que es lo único que tengo para ir a buscarte, está realmente enfermo.

Cuando logré salir a la calle, ya eran las doce en punto. Pero, ¿qué importaba? No me acordaba del nombre ni la dirección del banco.
Tampoco podría haber dado una buena razón para presentarme allí, de todos modos. ¿Por qué habría de reclamar veinte millones que cuarenta y cinco segundos después volverían igualmente a mí? ¿Adónde iba a llevar esa masa  temblorosa de carne?
¿Al hotel, a .retirar la ropa y el dinero?
¿Al hospital, para que me administraran los medicamentos que tanta falta me hacían?
¿A Nueva Orleáns, a ver a Louis para que me ayudara, Louis que quizá fuera el único capaz de ayudarme? ¿Cómo iba a localizar a ese miserable Ladrón de Cuerpos si no contaba con la colaboración de Louis? ¿Y qué haría Louis cuando me acercara a él? ¿Cómo me juzgaría cuando le contara lo que había hecho?
Me estaba cayendo. Había perdido el equilibrio. Traté de asirme de la baranda de hierro pero ya era tarde. Un hombre corría hacia mí. El dolor hizo explosión en mi cabeza cuando golpeé contra el escalón. Cerré los ojos y apreté los dientes para no gritar. Volví a abrirlos y vi sobre mí un plácido cielo azul.
—Llame a una ambulancia —le dijo el hombre a otro que había a su lado.
Eran sólo formas sin rasgos contra el cielo resplandeciente, el cielo claro, saludable.
—No! —intenté gritar, pero me salió apenas un áspero murmullo—.
¡Tengo que llegar a Nueva Orleáns! —Con un torrente de palabras traté de explicar lo del hotel, el dinero, la ropa, que por favor alguien me ayudara, que llamaran un taxi, tenía que viajar de inmediato de Georgetown a Nueva Orleáns.
Luego me quedé tendido en la nieve, callado, y pensé qué bonito era ese cielo con sus nubes blancas, e incluso esas sombras oscuras que me rodeaban, esas personas que intercambiaban susurros furtivos que no alcanzaba a oír. Y Mojo que ladraba y ladraba sin cesar. Traté de hablarle pero no pude, no pude decirle siquiera que no se preocupara, que todo iba a salir bien.
Se acercó una niñita. Distinguí su pelo largo, sus manguitas abullonadas y un trozo de cinta que se agitaba al viento. Me miraba desde arriba como los demás; su rostro era todo sombras y, tras ella, el cielo brillaba peligrosamente.
—jPor Dios, Claudia, hazte a un lado que me tapas el sol! —clamé.
—Quédese quieto, señor, que ya lo vienen a llevar.
—No se mueva, amigo.
¿Adónde se había ido ella? Cerré los ojos y traté de oír el ruido de SUS pasos en la acera. ¿Qué era esa risa que percibía?
La ambulancia. Máscara de oxígeno. Aguja. Entonces comprendí.
¡Iba a morir dentro de ese cuerpo y sería tan sencillo! Estaba Por morir, como millones de otros mortales. Ah, ésa era la causa de todo, el motivo por el cual el Ladrón de Cuerpos, el Angel de la Muerte había ido a yerme, dándome los medios que yo había buscado con mentiras y autoengaño.
Estaba por morir.
• ¡Pero no quería morir!
—Por favor, Dios,así no, no en este cuerpo. —Cerré los ojos entras murmuraba —Todavía no. ¡Por favor, no quiero morir!
No me dejes morir. —Estaba llorando, deshecho, lleno de miedo. Señor Dios, si alguna vez se me hubiera revelado un esquema más perfecto... a mí, el monstruo pusilánime que se internó en el Gobi, no para buscar el fuego del cielo sino por orgullo, por orgullo.
Cerré con fuerza los ojos. Sentía que las lágrimas rodaban por mis mejillas.
—No me dejes morir. Por favor, no me dejes morir. No ahora ni así. ¡No en este cuerpo! ¡Ayúdame!
Una manecita me tocó, tratando de buscar la mía. Me la apretó firme, tierna, tibia. Y tan suave, tan pequeña. Y tú sabes de quien es esa mano, lo sabes pero tienes tanto miedo que no abres los ojos.
Si ella está aquí quiere decir que te estás muriendo. No puedo abrir los ojos. Tengo miedo, mucho miedo. Lloro y me estremezco. Apreté con tanta fuerza su manecita que seguramente le hice daño, pero no me decidía a abrir los ojos.
Louis, ella está aquí. Vino a buscarme. Ayúdame, Louis, por favor. No puedo mirarla. No la voy a mirar. ¡No puedo soltar su mano! ¿Y dónde estás tú? Dormido dentro de la tierra, bajo ese descuidado jardín tuyo, con el sol que baña tus flores, dormido hasta que vuelva la noche.
—Marius, ayúdame. Pandora, dondequiera que estés, ayúdame. Khayman, ven a ayudarme. Armand, olvidemos los rencores. ¡Te necesito! Jesse, no dejes que me suceda esto.
Oh, el penoso murmullo de la plegaria de un demonio tapada por el ulular de la sirena. No abras los ojos. No la mires. Si la miras, se acabó.
¿Pediste ayuda en los últimos momentos, Claudia? ¿Tenías miedo? ¿Viste la luz como si fuera el fuego del infierno que llenaba el pozo de la ventilación, o acaso fue la luz hermosa la que inundó el mundo entero con amor?
Estábamos los dos juntos en el cementerio, en la noche tibia y fragante, tachonada de estrellas lejanas, bañada en suave luz púrpura. Sí, los numerosos colores de la penumbra. Mira su piel brillante de mujer, el oscuro magullón de sus labios femeninos, el color intenso de sus ojos.

Sostenía su ramo de crisantemos amarillos y blancos. Jamás olvidaré ese aroma.
—Mi madre está enterrada aquí?
—No lo sé, petite chérie. Nunca supe su nombre, siquiera.
—La madre ya estaba podrida, apestaba cuando la vi; las hormigas le caminaban por los ojos, le entraban por la boca.
—Tendrías que haber averiguado cómo se llamaba. Tendrías que haberlo hecho por mí. Me gustaría saber dónde la sepultaron.
—Eso ocurrió hace medio siglo, querida. Odiame por las cosas mas importantes. Odiame, si lo deseas, porque no yaces ahora a su lado. ¿Te daría tibieza si estuvieras allí con ella? La sangre es tibia, querida. Ven conmigo, bebe sangre, como tú y yo sabemos hacerlo. podemos hacerlo juntos hasta el fin del mundo.
—Para todo tienes una respuesta. —Qué fría su sonrisa. En estas sombras uno casi puede ver a la mujer que hay en ella, la mujer que desafía a la estampa permanente de dulzura infantil, con la inevitable invitación a besar, a abrazar, a amar.
—Nosotros somos la muerte, machérie; la muerte es la respuesta final — La tomé en mis brazos, la apreté contra mí, besé, besé y besé su piel de vampiro. —Después de eso ya no hay preguntas.
Su mano me tocó la frente.
La ambulancia coma como si la persiguiera la sirena, como si _. la sirena fuese la fuerza que la impelia La mano rozó mis párpados :: ¡No te voy a mirar!
Oh, por favor, ayudenme la monótona plegaria del demonio a sus secuaces a medida que se hunde cada vez más, rumbo al infierno.

13

Sí, ya sé dónde nos encontramos. Desde el principio estuvieron tratando de traerme de vuelta aquí, al pequeño hospital.
—Qué aspecto desolado tiene ahora, con sus paredes de barro, sus ventanas con persianas y las camitas atadas unas a otras. Sin embargo, ella estaba ahí en la cama, ¿no? Conozco a la enfermera, sí, y al viejo médico de hombros caídos, y te veo ahí en la cama.., eres tú, la pequeñita de rulos que está acostada sobre la frazada, y ahí está Louis...
“Bueno, ¿por qué estoy aquí? Sé que esto es un sueño. No es la muerte. La muerte no tiene una consideración especial por las personas,
—Estás seguro? —dijo ella. Estaba sentada en la silla de respaldo recto, llevaba el pelo rubio recogido con una cinta azul y chinelas en sus piececitos, Eso quería decir que estaba ahí, en la cama, y en la silla, mi muñequita francesa, mi encanto, con sus pies de empeine alto y sus manos perfectas.
—Y tú estás aquí con nosotros, en una cama de una sala de primeros auxilios de Washington. Sabes que estás aquí muriéndote, ¿no?
—Hipotermia aguda, muy probablemente neumonía. Pero, ¿cómo sabemos qué infección tiene? Bombardéenlo con antibióticos, imposible darle oxígeno ahora. Si lo enviamos a la Universidad, también van a terminar atendiéndolo en el pasillo.
—No dejen que me muera, por favor. Tengo mucho miedo.
—Estamos aquí con usted, lo estamos atendiendo. ¿Por qué no nos da su nombre? ¿Tiene algún familiar a quien haya que dar aviso?
—Vamos, diles quién eres realmente —me aguijoneó ella con una risita argentina y su voz siempre tan hermosa, tan delicada. Siento sus labios tiernos... mírenlos. Yo solía apretarle el labio inferior con un dedo, a modo de juego, cuando le besaba los párpados y su frente tersa.
—No te pases de lista, pequeña! —murmuré entre dientes—. Además,
¿quién soy aquí?
—No un ser humano, si a eso te refieres. No hay nada que pueda convertirte en humano.
—De acuerdo, te doy cinco minutos. ¿Por qué me trajiste aquí? ¿Qué quieres que diga? ¿Que lamento lo que hice, haberte sacado de esa camita para convertirte en vampiro? ¿Quieres que te diga la verdad más sincera?
No sé si me arrepiento. Siento mucho que hayas sufrido. Siento mucho que cualquiera sufra, pero honestamente no puedo asegurar que lamente ese pequeño truco.
—i,No tienes ni una pizca de miedo a quedarte solo?
—Si la verdad no puede salvarme, nada podrá. —Cómo odiaba el olor a enfermedad que me rodeaba, esos cuerpecitos febriles, húmedos bajo las deslucidas mantas, todo ese sucio hospital de muchas décadas atrás.
—Padre mío que estás en el infierno, Lestat sea tu nombre.
—Y tú? Cuando el sol te quemó entera en el pozo de ventilación del
Teatro de los Vampiros, ¿te fuiste al infierno?
Risas, risas puras, como monedas relucientes que caen de una cartera.
—No te lo voy a decir jamás!
—Bueno, sé que esto es un sueño, que lo ha sido desde el primer momento. No puede ser que alguien regrese de entre los muertos para decir semejantes banalidades.
—Sucede todo el tiempo, Lestat. No te excites tanto. Ahora quiero que me prestes atención. Mira esas camitas, mira a esos niños que sufren.
—A tí te rescaté de ahí.
—Sí, de la misma manera en que Magnus te sacó de tu vida Y te dio a cambio algo maligno y perverso. Me convertiste en asesina! de mis hermanos y hermanas. Todos mis pecados provienen de aquel momento, cuando me levantaste de la cunita.
—No, no puedes echarme toda la culpa a mí. No lo voy a permitir. ¿Acaso el padre es autor de los crímenes del hijo? Y aunque así fuera, ¿qué?
¿Quién hay allí que lleve la cuenta? ¿No ves que ése es el problema? No hay nadie.
_jEntonces está bien que matemos?
—Yo te di vida, Claudia. No fue para siempre, no, pero fue vida, y hasta nuestra vida es mejor que la muerte.
—Cómo mientes, Lestat. “Hasta nuestra vida”, dices. La verdad es que piensas que nuestra maldita vida es mejor que la vida misma. Reconócelo.
Mirate cómo estás ahora en tu cuerpo humano. Cómo lo odiabas. —Es verdad, lo admito. Pero ahora quiero oírte hablar con el corazón, mi preciosa, mi pequeña hechicera. ¿Sinceramente habrías preferido la muerte en vez de la vida que te regalé? Vamos, dime. ¿O acáso esto es un tribunal como el de los humanos, donde el juez puede mentir y los abogados pueden mentir y sólo están obligados a decir la verdad quienes suben al estrado de los testigos?
Me miró con aire muy pensativo, mientras una mano regordeta jugueteaba con el bordado de su túnica. Cuando bajó la mirada, la luz brilló primorosamente en sus mejillas, en su boquita oscura. Ah, qué hermosa creación. La muñeca vampiro.
—‘,Qué sabía yo de opciones? —dijo, mirando al frente con sus . ojos grandes, vidriosos y llenos de luz—. No había alcanzado la edad de la razón cuando hiciste tu sucio trabajito; y dicho sea de paso, padre, siempre quise saber una cosa: ¿gozaste cuando me diste a succionar la sangre de tu brazo?
—Eso no interesa —murmuré. Aparté mis ojos de ella y los posé en la huerfanita moribunda que había bajo las mantas. Vi a la enfermera de pelo recogido, vestida con harapos, que se desplazaba Inquieta entre las camas. —A los niños mortales se los concibe en Un acto de placer —dije, pero no sabía si me estaba escuchando. No quise mirarla. —No puedo mentir. No importa si hay un juez o un Jurado. Yo...
—No trate de hablar. Le he dado una combinación de drogas que le van a venir bien. La fiebre ya está cediendo. Le estamos Curando la congestión pulmonar.
: —Por favor, no me dejen morir. Todo está sin terminar y es monstruoso.
Si existe el infierno voy a ir allí, pero no creo que exista. Si es que existe, debe ser un hospital como éste, sólo que lleno de niños enfermos y moribundos. Pero yo creo que sólo existe la muerte.
—¿Un hospital lleno de niños?
—Oh, mira cómo ella te sonríe, cómo te apoya la mano sobre la frente.
Las mujeres te aman, Lestat. Ella te ama aunque estés dentro de ese cuerpo. Mírala. Cuánto amor.
—¿Por qué no habría de preocuparse por mí? ¿Acaso no es enfermera? Y yo soy un moribundo.
—Y qué atractivo moribundo. Tendría que haberme imaginado que harías la transmutación sólo si te ofrecían un cuerpo bello. ¡Qué vano y superficial eres! Mira ese rostro. Mucho más apuesto que el tuyo propio.
—Yo no diría tanto!
Me dirigió una sonrisa maliciosa. Su rostro brillaba en la penumbra de la habitación.
—No se preocupe, que yo estoy con usted. Me voy a quedar aquí, a su lado, hasta que se mejore.
—He visto morir a tantos humanos. Yo les provoqué la muerte. El momento en que la vida se va del cuerpo es tan simple y traicionero. Sencillamente se desliza y se va.
—Está diciendo insensateces.
—No; estoy diciendo la verdad, y usted lo sabe. No puedo prometer que , si vivo, vaya a reformarme . No lo creo posible. Sin embargo, me muero de miedo ante la idea de morir. No me suelte la mano.
—Lestat, ¿por qué estamos aquí?
¿Louis?
Levanté la mirada. Estaba parado en la puerta del pequeño hospital, desorientado, con el mismo aspecto que tenía la noche en que lo creé, ya no aquel joven mortal enceguecido se furor, sino el sombrío caballero de ojos serenos y la paciencia infinita de un santo.
—Ayúdame a levantarme —dije—. Tengo que sacarla de su camita.
Estiró la mano, pero se hallaba muy confundido. ¿No intervino en ese pecado? No, por supuesto que no, porque vivía cometiendo desatinos y sufriendo, expiando su culpa al mismo tiempo que los cometía. Yo era el demonio. Yo era el único que podía levantarla de su camita.
Hora de mentirle al médico.
—Esa niña que está ahí es mi hija.
Seguramente se iba a alegrar de que le quitaran una carga.
—Llévesela, señor, y gracias. —Miró agradecido las monedas de oro que le arrojé sobre la cama. Claro que hice eso. Por supuesto que los ayudé. —Sí, gracias. Dios lo bendiga.
Seguro que me bendecirá. Siempre lo hace. Yo también lo bendigo.
—Ahora duerma En cuanto se desocupe un cuarto, lo llevaremos; allí estará más cómodo.
—1Por qué somos tantos aquí? Por favor, no me abandone.
—No; yo me quedo con usted. Me siento aquí, a su lado.
Las ocho Estaba tendido en la camilla con la aguja pinchada en el brazo y la bolsita plástica de ese líquido que atraía a la luz. pude ver con toda claridad el reloj. Lentamente volví la cabeza.
Había allí una mujer. Tenía puesto un abrigo negro que resaltaba contra sus medias blancas y sus zapatos blandos, blancos también. Llevaba el pelo peinado en un grueso rodete y estaba leyendo.
Tenfa cara ancha, de huesos fuertes, tez clara y grandes ojos castaños.
Sus cejas eran oscuras y bien delineadas y, cuando levantó la mirada, me encantó su expresión. Cerró el libro sin hablar y me sonrió.
—Ya está mejor —sentenció. Voz modulada, dulce. Un mínimo trazo de sombra azul bajo los ojos.
—Sí? —El barullo me hacía mal a los oídos. Había demasiadas personas.
Puertas que se abrían y cerraban.
Se levantó, cruzó el pasillo y tomó mi mano entre las suyas.
—Oh, sí, mucho mejpr.
—Entonces voy a vivir?
—Sí —respondió, pero no estaba segura. ¿Se propuso demostrarme expresamente que no lo estaba?
—No me deje morir dentro de este cuerpo —rogué, humedeciéndome los labios con la lengua. ¡Los sentía tan secos! Dios santo cómo odiaba ese físico, cómo odiaba la forma en que el pecho Subía y bajaba, la voz que me salía, el dolor insoportable detrás de tos ojos.
—Ya empieza de nuevo —dijo, ensanchando la - sonrisa.
—Siéntese aquí, conmigo.
—Ya lo estoy. Le dije que no me iba a ir. Me quedo aquí, con usted
—Si me ayuda, estará ayudando al demonio.
—Ya me lo dijo.
- - - iQuiere escuchar toda la historia?
—Sólo si conserva la calma mientras me la cuenta, si se toma su tiempo
—Qué bonito rostro tiene. ¿Cuál es su nombre?
—Gretchen
——Es monja, ¿no?
—Cómo se dio cuenta?
—Me di cuenta. Ante todo, por las manos, por la alianza de plata que usa, por algo de la cara, una expresión resplandeciente... la expresión de los que tienen fe. Y el hecho de que se haya quedado conmigo cuando los demás le decían que siguiera con lo suyo. Yo advierto cuándo una mujer es religiosa. Soy el diablo, y sé cuando estoy contemplando la bondad.
¿Eran lágrimas lo que vi agolparse en sus ojos?
—Me está tomando el pelo —dijo con amabilidad—. Tengo una etiquetita aquí, sobre el bolsillo, donde dice que soy monja. Hermana Marguerite.
—No la vi, Gretchen. No quería hacerla llorar.
—Ya está mejorando. Está mucho mejor. Creo que se va a curar perfectamente.
—Soy el diablo, Gretchen. Oh, no el propio Satanás, el Hijo de las
Tinieblas, ben Sharar, pero sí malo, muy malo. Un demonio de primera, sin duda.
—Está soñando. Es producto de la fiebre.
—Eso sería espléndido? Ayer, parado en la nieve, traté de imaginar precisamente eso: que toda mi vida de maldad no fuera sino el sueño de un mortal. Ojalá, pero no es así, Gretchen. El diablo precisa de usted. El diablo está llorando. Quiere que le tome la mio. No le tiene miedo al demonio, ¿verdad?
—Si lo que necesita es un acto de piedad, no. Ahora duérmase. Van a venir a ponerle otra inyección. Yo no me voy. Mire, arrimo la silla a su cama para poder tenerle la mano.
—Qué estás haciendo, Lestat?
Estábamos en nuestra suite del hotel, un lugar mucho mejor que ese apestoso hospital —siempre es mejor una buena habitación de hotel que un apestoso hospital—, y Louis le había chupado la sangre a Claudia.
Louis, el pobre indefenso.
—Claudia, Claudia, escúchame. Vuelve en ti... Estás enferma, ¿me oyes?
Para curarte debes hacer lo que te digo. —Me mordí mi propia muñeca y, cuando comenzó a brotar la sangre, se la puse en los labios. —Muy bien, querida, bebe un poquito más...
—Trate de beber un poquito de esto. —Me pasó la mano por detrás del cuello. Ah, qué dolor cuando me levantó la cabeza.
—El sabor es tan flojo. No se parece en absoluto al de la sangre.
Sus párpados me parecieron tersos sobre sus ojos cabizbajos. Me hizo acordar de una mujer griega pintada por Picasso, por lo sencilla que parecía con sus huesos grandes, fina y fuerte. ¿Alguna Vez alguien había besado su boca de monja?
—Hay gente muriéndose aquí, ¿no? Por eso están tan colmados los pasillos. Oigo a gente que llora. Se trata de una epidemia, ¿verdad?
—Es una época mala —dijo moviendo apenas sus labios virginales—. Pero se va a curar. Yo me quedo aquí.
Louis estaba tan enojado.
—Pero, ¿por qué, Lestat?
Porque ella era hermosa, porque se estaba muriendo, porque quise ver si daba resultado. Porque ella estaba ahí y nadie la quería; entonces la alcé, la tuve en brazos. Porque era algo que yo podía hacer, como la velita de la iglesia que sirve para encender otra sin perder su propia luz. Era mi manera de crear, mi única manera, ¿no lo ves? En un momento dado
éramos dos, y al instante ¿ramos tres.
Lo vi tan acongojado, de pie ahí con su larga capa negra, y sin embargo él no podía quitarle los ojos de encima a la niña; no podía dejar de mirar sus mejillas de marfil, sus diminutas muñecas.
Se imaginan! ¡Una niña vampiro! Una las nuestras.
• —Comprendo.
¿Quién habló? Me sobresaltó, pero no era Louis sino David, David, que estaba ahí cerca con su ejemplar de la Biblia. Louis levantó lentamente la mirada. No sabía quién era David.
—Nos parecemos a Dios cuando creamos algo de la nada, cuando fingimos ser la llamita y producimos otras llamas?
David meneó la cabeza.
—Craso error —sentenció.
—Entonces el mundo también es un error. Ella es nuestra hija...
—No soy tu hija. Soy hija de mi mamá.
—No, querida, ya no. —Alcé los ojos hacia David. —Bueno, Contéstame
—Por qué alegas tan altos fines para justificar lo que hiciste? —preguntó, pero era tan compasivo, tan bueno. Louis seguía Contemplándola horrorizado, mirando sus piececitos blancos. Piececitos tan seductores.
—Entonces resolví hacerlo. No me importó qué haría él con mi cuerpo, con tal de que me pusiera dentro de esta forma humana durante venticuatro horas, ya que eso me permitiría ver la luz del sol, sentir Como sienten los mortales, conocer sus puntos débiles, su dolor.
“—Al hablar, le apretaba la mano.
Ella asintió, volvió a enjugarme la frente, me tomó el pulso con sus dedos firmes y tibios.
…..entonces decidí hacerlo, sin más. Sí, sé que me equivoqué, que fue un error cederle todas mis facultades, pero usted se imagina... y ahora no puedo morir en este cuerpo. Mis compañeros no deben ni saber qué fue de mí. Si lo supieran, vendrían...
—Los demás vampiros —murmuró.
—Sí. —Entonces le conté todo lo de ellos, le hablé de cómo había buscado a los otros largo tiempo atrás, pensando que, si conocía la historia de las cosas, eso aclararía el misterio... Le hablé y le hablé, le expliqué lo que éramos, mi viaje a través de los siglos, después la tentación que fue la música de rock, perfecto teatro para mí, lo que quise hacer, le mencioné a David, a Dios y el diablo en el bar de París, David junto al fuego del hogar con la Biblia en la mano asegurando que Dios no es perfecto. A veces mantenía los ojos cerrados, a veces los abría, y todo el tiempo ella me sostenía la mano.

Entraba y salía gente. Los médicos discutían. Una mujer lloraba. Afuera volvía a haber luz. La vi cuando se abrió la puerta y una ráfaga de aire cruel se precipitó por el pasillo. “j,Cómo vamos a bañar a todos estos pacientes?”, preguntó una enfermera. “A esa mujer habría que aislarla.
Llama al doctor y dile que tenemos un caso de meningitis en el piso.”
—De nuevo es de mañana, ¿verdad? Debe estar muy cansada... ha estado conmigo toda la tarde y la noche. Tengo mucho miedo, pero también sé que usted se tiene que ir.
Estaban trayendo más enfermos. El médico se le acercó para avisarle que debían devolver todas esas camillas, de modo que sus cabezas se recortaban contra la pared. También le aconsejó que se fuera a su casa, que le convenía descansar. Además, habían entrado de servicio varias enfermeras más.
¿Estaba llorando yo? La agujita del brazo me hacía doler; qué seca tenía la garganta... y los labios.
—No podemos siquiera dar entrada oficial a todos esos enfermos.
—Me oye, Gretchen? —le pregunté—. ¿Entendió lo que le estuve
contando?
—No hace más que preguntármelo y todas las veces le he dicho que sí, que le entiendo. Le presto atención. No lo voy a dejar.
—Dulce Gretchen. Hermana Gretchen.
—Quiero sacarlo de aquí y llevármelo.
—j,Qué dijo?
—Llevármelo a mi casa. Ahora está mucho mejor, le bajó bastante la fiebre. Pero si se queda en este lugar... —Confusión en su rostro. Volvió a acercarme el vaso y bebí varios sorbos.
_Comprendo. Sí, lléveme, por favor. —Traté de incorporarme. —Tengo miedo de quedarme.
—Todavía no —dijo, instandome a volver a tenderme en la camilla. Luego me quitó la cinta adhesiva del brazo y extrajo la perversa aguja. ¡Dios santo, tenía ganas de orinar! ¿Es que no terminarían nunca esas repugnantes necesidades físicas? ¿Qué demonios era la condición de mortales? Cagar, mear, comer, ¡y de nuevo todo el ciclo! ¿Vale la pena pasar  por esto sólo para poder ver la luz del sol? No era suficiente con estar muriéndome. Además, tenía que orinar. pero no sopor taba la idea de tener que usar nuevamente ese frasco, aunque casi ni recordaba cómo era.
—j,Por qué no me tiene miedo, hermana? ¿No cree que estoy loco?
—Hace daño a la gente solamente cuando es vampiro —dijo con sencillez —, cuando está en su verdadero cuerpo, ¿no es así?
—Sí, es cierto. Pero usted es como Claudia. No le tiene miedo a nada
—La estás tomando por tonta —dijo Claudia—. Vas a hacerle daño a ella también.
—Tonterías. Ella no lo cree —repuse. Me senté en el diván de la sala del hotelito, examiné la habitación sintiéndome muy cómodo con esos viejos muebles dorados. El siglo XVII!, mi siglo. El siglo del pícaro y del hombre racional. Mi época más perfecta.
Flores en petit - point. Brocato. Espadas doradas y risas de borrachos abajo, en la calle.
David estaba de pie junto a la ventana, mirando por sobre los techos bajos de la ciudad colonial. ¿Alguna vez había estado en este siglo?
—No, nunca! —exclamó azorado—. Todas las superficies están trabajadas a mano; todas las medidas son irregulares. Qué tenue el asidero que tienen las cosas creadas sobre la naturaleza, como Si ese asidero pudiera volver fácilmente a la tierra.
—Vete, David —dijo Louis—. Tu lugar no está aquí. Nosotros tenemos que quedarnos. Nada podemos hacer.
—Eso si que es melodramático —opinó Claudia. Tenía puesto el Sucio camisón del hospital. Bueno, eso yo lo solucionaría pronto. Saquearía las tiendas para conseguirle cintas y encajes. Le compraría sedas, pulseritas de plata y anillos de perlas.
La rodeé con mi brazo.
—Oh, qué hermoso oír que alguien dice la verdad —sostuve - un pelo tan fino, que ahora será fino para siempre.
Intenté volver a incorporarme pero me pareció imposible. Por el pasillo estaban entrando de prisa a un paciente de emergencia, con dos enfermeras a cada lado; alguien golpeó la camilla y la vibración la sentí dentro de mí. Luego hubo silencio, y las manos del reloj avanzaron dando un saltito. El hombre que tenía al lado se quejó y volvió la cabeza. Le vi
un enorme vendaje blanco sobre los ojos. Qué desnuda me pareció su boca.
—Tenemos que confinar a estas personas —dijo una voz.
—Vamos, lo llevo a casa.
¿Y Mojo? ¿Qué habra pasado con Mojo? ¿Y si vinieron a reclamarla? Este era un siglo en que se encarcelaba a los perros sólo por ser perros. Tuve que explicárselo a Gretchen. Ella me estaba incorporando, o tratando de hacerlo, pasándome el brazo bajo los hombros. Mojo ladrando en la casa de Georgetown. ¿Estaría allá, encerrado?
Louis estaba triste.
—Hay una peste en la ciudad —dijo.
—Pero eso a ti no te puede hacer daño, David —repuse.
—Tienes razón. Pero hay otras cosas...
Claudia se rió.
—Sabes una cosa? Está enamorada de ti.
—Te habrías muerto por la peste —le dije.
—A lo mejor no me había llegado la hora.
—Crees que cada cual tiene su hora?
—No, en realidad no —me respondió—. Quizá lo más fácil fue echarte la culpa de todo. Confieso que nunca supe la diferencia entre lo bueno y lo malo.
—Tuviste tiempo de aprenderlo—le dije.
—También tú, mucho más del que jamás tuve yo.
—Gracias a Dios que me lleva —murmuré. Estaba de pie.
—Tengo miedo, lisa y llanamente miedo.
—Una carga menos para el hospital —dijo Claudia con una risa tintineante, mientras sus piececitos se balanceaban sobre el borde de la silla. De nuevo tenía puesto el vestido de los bordados. Ahora sí estaba mejor de aspecto.
—Gretchen la hermosa —dije—. Se le arrebolan las mejillas cuando se lo digo.
Sonrió al calzar mi brazo izquierdo sobre su hombro mientras con el suyo derecho me sostenía de la cintura.
—Yo lo. cuidaré —me susurró al oído—. No es muy lejos. Junto a su automóvil, bajo el viento inclemente, tuve que sostener aquel apestoso miembro, y observé cómo el amarillo arco de pis producía vapor cuando caía sobre la nieve ya blanda.
—Dios santo —dije—. ¡Me causa una sensación casi agradable! ¿Qué es el ser humano que puede encontrar placer en cosas tan inmundas?

14

En algún momento empecé a entrar y salir del sueño, tomé conciencia de que íbamos en un auto pequeño, que Mojo venía con nosotros, jadeando al lado de mi oreja, y que recorríamos colinas boscosas cubiertas de nieve. Yo estaba envuelto en una manta y me sentía terriblemente descompuesto por el movimiento del coche. Y además, estaba temblando.
Apenas si recordaba que habíamos ido a la casa de Georgetown, donde encontramos a Mojo aguardando pacientemente. Tuve la vaga certidumbre de que podía morir en ese vehículo si otro nos chocaba. Lo sentí como algo peligroso y real, tan real como el dolor que me oprimía el pecho. Y el Ladrón de Cuerpos me había engañado.
Gretchen tenía la mirada fija en el camino sinuoso. El sol formaba una aureola alrededor de su cabeza con todas esos pelitos que escapaban de su grueso rodete y el cabello suavemente ondeado que le crecía desde la sien. Era una hermosa monja, pensé, al tiempo que mis ojos se abrían y cerraban como por propia voluntad.
Pero, ¿por qué es tan buena conmigo? ¿Porque es monja?
Todo era quietud en nuestro derredor. Había casas entre los árboles, sobre colinas, en pequeños valles, muy cerca unas de otras. Un barrio rico, quizá, con esas mansiones de madera en pequeña escala que a veces prefieren los mortales adinerados en lugar de las residencias palaciegas del siglo pasado.

Finalmente, nos internamos por el sendero de acceso próximo a una de tales casas, pasamos por un bosquecillo de árboles pelados y nos detuvimos junto a un pequeño chalet, sin duda una casa para sirvientes o para huéspedes, ubicada a cierta distancia de la residencia principal.
Las habitaciones eran acogedoras y estaban caldeadas. Quería tirarme en la cama limpia, pero estaba demasiado sucio e insistí en que se me permitiera bañar este desagradable cuerpo. Gretchen se opuso tenazmente aduciendo que estaba enfermo, que no debía bañarme Pero yo no quise hacerle caso. Encontré el baño y no salí de allí en un rato largo.
Después volví a quedarme dormido, apoyado contra los azulejos mientras Gretchen llenaba la bañera. El vapor me resultó placentero. Alcanzaba a ver a Mojo junto a la cama, esa esfinge lobuna que me observaba por la puerta abierta. ¿Creía ella que Mojo se parecía al diablo?
Pese a que me sentía extremadamente débil hablaba con Gretchen, trataba de explicarle cómo fue que llegué a encontrarme en esa situación, por qué tenía que ir a Nueva Orleáns a buscar a Louis para que me brindara la sangre potente.
En voz baja, le conté muchas cosas en inglés; usaba el francés sólo cuando, por alguna razón, no me salía la palabra que quería; me explayé sobre la Francia de mi época, sobre la pequeña colonia de Nueva Orleáns donde residí después, sobre lo maravillosa que me parecía la era actual y la decisión que tomé aquella vez de ser músico de rock durante un tiempo, porque creía que, al presentarme como símbolo del mal, podría hacer algún bien.
¿Era humano ese deseo de que me comprendiera, el miedo a morir en sus brazos, a que nadie se enterara jamás de quién había sido yo ni lo que había sucedido?
Ah, pero mis compañeros lo sabían, y no habían acudido en mi ayuda.
También le hablé de eso. Le describí a los antiguos y su desaprobación.
¿Qué quedó sin contarle? Pero ella tenía que entender, monja exquisita como era, cuánto había querido yo hacer el bien mientras fui cantante de rock.
—Esa es la única manera que tiene el diablo literal de hacer el bien —dije
—. Representar se a sí mismo en un escenario para dejar el mal al descubierto. A menos que uno crea que está haciendo el bien cuando está haciendo el mal, pero entonces Dios sería un monstruo, ¿no? El diablo simplemente es parte del plan divino.
Ella daba la impresión de escucharme con atención crítica. Pero no me sorprendió cuando me respondió que el demonio no formaba parte del plan de Dios. Su voz era baja y estaba llena de humildad. A medida que hablaba me iba quitando la ropa húmeda, y no creo que haya querido hablar en absoluto sino que sólo trataba de tranquilizarme. El diablo había sido el más poderoso de los ángeles, dijo, y rechazó a Dios por soberbia. El mal no podía formar parte del plan divino.

Cuando le pregunté si conocía todos los argumentos que se oponían a esa teoría, y lo ilógica que era, lo ilógico que era todo el cristianismo, me contestó muy serena que no importaba. Lo importante era hacer el bien.
Eso era todo. Muy sencillo.
—Ah, entonces comprende.
—Perfectamente —me dijo.
Pero me di cuenta de que no entendía.
—Usted es muy buena conmigo —dije. Le di un beso suave en la mejilla cuando me ayudó a entrar en el agua caliente.
Me tendí en la tina, observé cómo me bañaba y noté lo bien que me 3entía, cómo me gustaba el agua tibia contra el pecho, el suave roce de la esponja sobre mi piel, quizá lo mejor de todo lo que había soportado hasta ese momento. Pero, ¡qué largo me parecía el cuerpo humano! Qué extrañamente largos los brazos. Me vino a la memoria una imagen de una vieja película, del monstruo Frankenstein caminando con torpeza, agitando las manos como si su lugar no fuese el extremo de esos brazos.
Me sentí como ese monstruo. De hecho, decir que como humano me sentía totalmente monstruoso era la pura verdad.
Creo que dije algo al respecto. Ella me pidió que me callara. Dijo que mi cuerpo era bello, fuerte y natural. Parecía muy preocupada. Yo me sentí algo avergonzado de que me lavara el pelo y la cara, pero ella dijo que las enfermeras vivían haciendo esas cosas.

Me contó que se había pasado la vida cuidando enfermos en misiones en el extranjero, en lugares tan sucios y carentes de todo que, en comparación, hasta el más abarrotado hospital de Washington era un paraíso.
Vi que sus ojos recorrían mi cuerpo, que se ruborizaba, y noté la forma en que me miraba, llena de vergüenza y confusión. Qué extrañamente inocente era.
Sonreí para mis adentros, pero me dio miedo de que sufriera debido a sus propios deseos camales. Qué broma cruel para ambos que este cuerpo le resultara tentador. Pero no cabía duda de que así era, lo cual, agotado y febril como estaba, me revolvió la sangre, la sangre humana. Oh, ese cuerpo siempre estaba peleando por algo.
Apenas si podía tenerme en pie mientras ella me secaba con un toallón, pero puse toda mi voluntad. Le di un beso en la coronilla; ella alzó la mirada despacito, intrigada, perpleja. Me dieron ganas de volver a besarla, pero no tenía fuerzas. Con sumo cuidado me secó el pelo, y con especial suavidad, la cara. Hacía mucho tiempo que nadie me tocaba de esa manera. Le dije que la amaba por su enorme bondad.
—Odio este cuerpo. Es un infierno estar aquí adentro.
—Tan insoportable le resulta ser humano?
—No me haga bromas. Sé que no cree las cosas que le conté.
—Oh pero nuestras fantasías son como nuestros sueños —dijo, frunciendo el entrecejo—. Tienen un significado.
De pronto me vi reflejado en el espejo del botiquín: un hombre alto, de piel color caramelo y espeso pelo castaño, y a su lado la mujer de huesos grandes y piel suave. Fue tanto el shock, que casi me paraliza el corazón.
—Dios santo, ayúdame —murmuré—. Quiero recuperar mi cuerpo.
—Sentí deseos de llorar.
Me hizo recostar en la cama y apoyar la cabeza en las almohadas. La tibieza de la habitación me daba placer. Comenzó a afeitarme, ¡gracias a Dios! Odiaba esa sensación de tener pelo en la cara. Le conté que, cuando morí, estaba bien afeitado como todos los hombres elegantes, y que, luego de hacemos vampiros, nos manteníamos iguales eternamente. Nos volvíamos cada vez más blancos, es verdad, y más fuertes, y el cutis se nos alisaba. Pero el pelo seguía siempre del mismo largo, lo mismo que las uñas y la barba. Además, yo era bastante lampiño por naturaleza.
—Fue dolorosa la transformación? —quiso saber.
—Me dolió porque me resistí. No quería que ocurriera. No sabía realmente lo que me estaban haciendo. Tenía la impresión de que una especie de monstruo medieval me había apresado y sacado de la ciudad civilizada. No olvide que en esa época París era una ciudad maravillosamente culta. Ah, si usted fuera allí ahora le parecería salvaje en grado sumo, pero para un terrateniente de un inmundo castillo era muy tentadora con sus teatros, con la ópera y los bailes en la corte. No se imagina. Y después, la tragedia, ese demonio que surgió de la noche y me llevó a su torre. Pero el acto mismo, el Truco Misterioso, no duele; es el éxtasis. Después uno abre los ojos y toda la humanidad le resulta hermosa de un modo que antes no conocía.

Me puse la camisa de dormir que me dio, me metí en la cama y dejé que me subiera las mantas hasta el cuello. Tenía la sensación de estar flotando. A decir verdad, era una de las sensaciones más agradables que experimentaba desde que me había convertido en mortal, algo semejante a la embriaguez. Me tomó el pulso y me tocó la frente. Vi miedo en su rostro, pero me resistía a creerlo.
Le comenté que, para mí, como ser malvado que era, el verdadero sufrimiento estaba en que comprendía la bondad y la respetaba. Siempre tuve conciencia. Pero durante toda mi vida, incluso cuando era un muchacho mortal, se me pidió  que fuera en contra de mi conciencia si quería obtener cualquier cosa de valor.
—Pero, ¿cómo? ¿A qué se refiere?
Le conté que, de joven, me había escapado con una compañía de actores, cometiendo con ello un evidente pecado de desobediencia
También forniqué con una de las muchachas del grupo. jSin embargo, en esos días actuar en el teatro del pueblo y hacer el amor parecían cosas de inestimable valor!
—Eso ocurrió cuando estaba vivo, simplemente vivo. ¡Los pecados triviales de un jovencito! Después de morir, cada uno de los pasos que di en la vida fue de sometimiento al pecado, pero a cada instante captaba lo hermoso y lo sensual.
Le pregunté cómo podía ser eso. ¡Cuando convertí a Claudia en una niña vampiro, y a Gabrielle, mi madre, en una beldad vampiro, lo hice también buscando un sentimiento intenso! Me pareció irresistible. Y en aquellos momentos no le encontraba sentido a ningún concepto de pecado.
Me explayé sobre el tema; volví a mencionar a David y la visión que de Dios y el diablo tuvo en un bar; dije que para él Dios no era perfecto sino que estaba aprendiendo todo el tiempo, que de hecho el diablo aprendió tanto que llegó a despreciar su trabajo y a suplicar que se lo liberara de él. Pero sabía que ya le había contado todo eso en el hospital, cuando ella se quedaba teniéndome la mano.
Había momentos en que dejaba de acomodarme las almohadas, de traerme comprimidos y vasos de agua, y se limitaba a mirarme. Qué sereno su rostro, qué enfática su expresión, las pestañas gruesas y oscuras que rodeaban sus ojos claros, su boca grande y suave tan elocuente de bondad.
—Sé que es buena y la amo por eso —dije—. Sin embargo, le daría la
Sangre Misteriosa para convertirla en inmortal, para tenerla conmigo en la eternidad porque es tan enigmática conmigo, tan fuerte.
Me rodeaba un manto de silencio, había un rugido ahogado en mis oídos y un velo sobre mis ojos. La observé, inmóvil, mientras levantaba una jeringa, la probaba haciendo salir una gotita de líquido y luego me la clavaba en la carne. Experimenté una tenue sensación de ardor, pero fue muy remota, muy poco importante.

Cuando me alcanzó un vaso grande de jugo de naranja, bebí con fruición. Hmmm. Eso sí que me gustó paladear, algo espeso como sangre pero lleno de dulzura, que de una extraña manera me daba la sensación de estar devorando la luz misma.
—Había olvidado estas cosas —confesé—. Qué delicioso; mucho mejor que el vino. Tendría que haberlo bebido antes. Y pensar que podía haberme vuelto sin conocerlo. —Me hundí en las almohadas y contemplé los tirantes del techo en pendiente. Era una habitación chica y bonita muy blanca, muy sencilla Su celda de monja Nevaba del otro lado de la ventanita. Conté doce pequeños paneles de vidrio.
Entraba y salía del sueño. Tengo un leve recuerdo de que ella trataba de hacerme tomar sopa y yo no podía. Temblaba de la cabeza a los pies y me aterraba que pudieran volverme las pesadillas. No quería que viniera Claudia. La luz de la habitación me quemaba los ojos. Le conté que Claudia me perseguía, le hablé del reducido hospital.
—Lleno de niños —dijo. ¿No había comentado algo sobre eso antes? Qué desconcertada la noté. Me habló suavemente sobre su trabajo en las misiones... con niños, en la selva de Venezuela y en el Perú.
—No hable más —me sugirió.
Sabía que la estaba asustando. De nuevo flotaba, entraba y salía de la oscuridad, sentía un paño frío en la frente, volvía a reír por esa sensación de ingravidez. Le dije que con mi cuerpo de siempre podía volar por el aire. Le relaté que me había internado en la luz del sol sobre el desierto de Gobi.
De vez en cuando abría sobresaltado los ojos, impresionado por encontrarme ahí, en su pequeña habitación blanca.
A la luz bruñida vi un crucifijo con un Cristo sangrante en la pared, y sobre una repisita una estatua de la Virgen María, la conocida imagen de la Intercesora de Todas las Gracias, con la cabeza inclinada y las manos extendidas. Aquella otra, que tenía la herida roja en la frente, ¿era Santa Rita? Oh, viejas creencias... Y pensar que estaban vivas en el corazón de
esa mujer.
Entrecerré los ojos tratando de leer los títulos más grandes de los libros: Santo Tomás de Aquino, Maritain, Teilhard de Chardin. El enorme esfuerzo que me insumió interpretar esos nombres de filósofos católicos me dejó exhausto. No obstante, leí también otros títulos, ya que mi mente febril era incapaz de descansar. Había libros sobre enfermedades tropicales, enfermedades infantiles, psicología infantil. Sobre la pared, cerca del crucifijo, alcancé a distinguir una foto de varias monjas con sus hábitos, tal vez en alguna ceremonia. No pude darme cuenta de si ella era una de las del grupo, no con esos ojos mortales y en la forma en que me dolían. Llevaban hábitos de falda corta color azul, y velos azules y blancos.

Me tenía la mano. Una vez más le dije que debía ir a Nueva Orleáns. Tenía que curarme para encontrar a mi amigo Louis, quien me ayudaría a recuperar mi antiguo cuerpo. Le describí a Louis: le conté que vivía alejado del mundo moderno en una casa diminuta Y sin luz, detrás de un ruinoso jardín. Le expliqué que era débil, pero no obstante podía darme su sangre, la cual me permitiría volver a ser vampiro; que luego saldría a cazar al Ladrón de Cuerpos para que me devolviera mi antigua forma. Le hablé de que Louis era muy débil, de que no me daría mucha fuerza vampírica, pero que jamás podría hallar al Ladrón si no contaba con un cuerpo pretematural.
—De modo que, cuando me dé la sangre, este cuerpo morirá. Usted lo está curando para la muerte. —Me había puesto a llorar. Tomé conciencia de que estaba hablando en francés, pero al parecer ella me entendió, porque me dijo en ese mismo idioma que descansara, que estaba delirando.
—Yo me quedo con usted —dijo lentamente en francés— para protegerlo.
Su mano tibia y cariñosa estaba sobre la mía. Con sumo cuidado me retiró el pelo de la frente.
Cayó la noche en torno de la casita.
Había un fuego encendido en la chimenea, y Gretchen se había tendido a mi lado. Antes se había puesto un camisón largo muy grueso y blanco. Se había soltado el pelo y abrazaba mi cuerpo tembloroso. Me gustaba sentir su pelo contra mi brazo. Me aferré a ella, con miedo de hacerle mal. Una y otra vez me enjugaba la cara con un paño frío. Me obligaba a beber jugo de naranja o agua fría. Pasaban las horas de la noche, y mi miedo iba en aumento.
—No lo dejaré morir —me susurró al oído. Pero noté un miedo que ella no lograba disimular. Me dormí con un sueño liviano, de modo que la habitación retuvo su forma, su luz, su color. Convoqué nuevamente a los otros, imploré a Marius que me ayudara. Empecé a pensar en cosas terribles: que todos estaban ahí como otras tantas estatuillas blancas de la Virgen María y Santa Rita, observándome, negándose a ayudarme.
En algún momento de la noche oí voces. Había venido un médico, un hombre joven, de aspecto cansado, piel cetrina y ojos enrojecidos. Una vez más me clavaron una aguja en el brazo. Bebí con ganas cuando me acercaron agua helada. No pude seguir el murmullo del doctor, ni tampoco era la intención que yo escuchase. Pero la cadencia de las voces era serena, tranquilizadora. Pesqué las palabras “epidemia”, “nevada” y “condiciones imposibles”.
Una vez que él se marchó, le rogué a ella que volviera.
—Quiero estar cerca de los latidos de su corazón —dije, cuando se tendió a mi lado. Qué agradable sensación, qué blandos sus brazos robustos, sus senos grandes e informes contra mi pecho, su pierna suave contra la mía Estaba tan enfermo que no podía sentir miedo?
—Ahora duerma y trate de no preocupar se. —Por fin me invadió un Sueño profundo, profundo como la nieve de la calle, como la oscuridad.
—,No te parece que ya es hora de que te confieses? —preguntó Claudia—.
Sabes que estás pendiendo del proverbial hilo. —Se hallaba sentada en mi regazo, mirándome, con las manos apoyadas en mis hombros, su carita a escasos centímetros de la mía.
El corazón se me encogió, explotó de dolor, pero no hubo un puñal, sólo esas manitas que me aferraban y el aroma de rosas que subía de su pelo resplandeciente.
—No, no puedo confesarme —le respondí. Cómo me temblaba la voz. — Oh Dios, qué pretendes de mí!
—No estás arrepentido! ¡Nunca lo estuviste! Dilo. ¡Di la verdad! Te merecías el puñal con que traspasé tu corazón, y tú lo sabes. ¡Siempre lo has sabido!
Dentro de mí algo se quebró cuando la contemplé, cuando miré el rostro delicado dentro de su marco de fino pelo. La alcé y me levanté; luego la puse sobre la silla, ante mí, y caí de rodillas a sus pies.
—Claudia, escúchame. Yo no lo empecé. ¡Yo no hice el mundo! El mal estuvo siempre. Se encontraba en las tinieblas y se apoderó de mí, me hizo parte de él, y yo hice lo que creí que debía. No te rías, por favor; no mires a otro lado. ¡Yo no inventé el mal! ¡No me hice a mí mismo!
Qué perpleja estaba cuando me miraba, me observaba; luego su boquita se distendió y formó una preciosa sonrisa.
—No fue todo angustia —dije, aferrándola de sus pequeños hombros—.
No fue un infierno. Dime que no lo fue. Dime que también hubo felicidad.
¿Pueden ser felices los demonios? Dios mío, no comprendo.
—No comprendes, pero siempre haces algo, ¿no?
—Sí, y no lo lamento. No. Lo gritaría desde los techos hasta la cima misma del cielo. Claudia, volvería a hacerlo! —Lancé un gran suspiro y repetí las palabras, con mayor volumen. —1Volvería a hacerlo!
Silencio en la habitación.
Nada alteró su serenidad. ¿Estaba enojada? ¿Sorprendida? Imposible saberlo, mirando esos ojos inexpresivos.
—Eres perverso, padre mío —sentencié en voz baja—. ¿Cómo puedes soportarlo?
David se dio vuelta desde la ventana y se detuvo junto a Claudia. Yo seguía de rodillas, y él me miraba desde arriba.
—Soy el ideal de mi especie —dije—, el vampiro perfecto. Cuando me miras estás mirando al vampiro Lestat. Nadie eclipsa a esta silueta que ves ante ti... ¡nadie! —Lentamente me puse de pie. —No soy el tonto de todos los tiempos, ni un dios encallecido por los milenios. No soy un embustero de capa negra ni un vagabundo acongojado. Tengo conciencia.
Sé distinguir el bien del mal. Sé lo que hago y sí, lo hago. Soy el vampiro Lestat. Esta es mi respuesta. Haz con ella lo que quieras.
El alba. Incolora y brillante sobre la nieve. Gretchen dormía, acunándome.
No se despertó cuando me incorporé y tomé el vaso de agua. Insípida, pero fresca.
Luego abrió los ojos, se enderezó de un salto y el pelo al caer le rodeó la cara, seca y limpia y llena de débil luz.
Besé su mejilla tibia y sentí sus dedos en mi cuello; después, sobre mi frente.
—Consiguió hacerme pasar —dije con voz temblorosa, ronca. Después volví a tenderme sobre la almohada y una vez más sentí lágrimas en mis mejillas. Cerré los ojos y murmuré: —Adiós, Claudia —esperando que no me oyera Gretchen.
Cuando volví a abrirlos, me había traído un tazón grande de caldo, que bebí y encontré casi sabroso. Sobre un plato había manzanas y naranjas abiertas, lustrosas. Las comí con ganas, sorprendido por la consistencia de las manzanas y lo fibrosas que eran las naranjas. Luego vino un líquido caliente, mezcla de licor fuerte, miel y limón, y fue tanto lo que me gustó que corrió a prepararme más.

Pensé otra vez en cuánto se parecía a las mujeres griegas de Picasso. Sus cejas eran de un marrón oscuro y sus ojos claros, casi verde pálido, lo que confería a su rostro una expresión de abnegación e inocencia. No era joven, y para mí eso también realzaba su belleza.
Había en su semblante un no sé qué de entrega y abstracción por la forma en que asentía y decía que estaba mejorando cada vez que se lo preguntaba.
Parecía eternamente absorta en sus pensamientos. Un largo instante pasó mirándome como si yo la desconcertara; después, muy despacio se agaché y apretó sus labios contra los míos. Una vibrante emoción me recorrió el cuerpo.
Volví a quedarme dormido.
Y no tuve sueños.
Fue como si siempre hubiese sido humano, siempre hubiese estado en ese cuerpo y, ah, tan agradecido por esa cama blanda y limpia.
La tarde. Parches de azul tras los árboles.
Como en trance, la vi avivar el fuego. Observé el resplandor en sus pies descalzos. Mojo tenía el pelo gris cubierto de un polvillo de nieve mientras comía tranquilamente de un plato que sujetaba entre las patas, mirándome de tanto en tanto
Mi pesado cuerpo humano hervía aún de fiebre, pero menos, mejor, con sus dolores menos pronunciados, ya sin temblar. Oh, ¿por qué ella había hecho todo eso por mí? ¿Por qué? ¿Y qué puedo hacer yo por ella? pensé.
Ya no me asustaba la idea de morir. Pero cuando pensaba en lo que me esperaba —aprehender al Ladrón de Cuerpos— sentía una punzada de pánico. Además, durante una noche más iba a estar tan enfermo que no podría irme de allí.
Volvimos a dormitar abrazados, dejando que afuera se oscureciera la luz.
El único sonido era la trabajosa respiración de Mojo. El pequeño fuego ardía vivamente. La habitación estaba cálida y silenciosa. El mundo entero parecía hallarse cálido y en silencio. Comenzó a caer la nieve y muy pronto cayó también la despiadada penumbra de la noche.
Una oleada de sentimientos protectores cruzó por mi interior cuando miré su rostro dormido, cuando pensé en la mirada abstraída que había visto en sus ojos. Hasta su voz estaba teñida de una profunda melancolía.
Algo había en ella que sugería una honda resignación. Pasara lo que pasare, no la iba a abandonar, pensé, hasta que supiera cómo podría retribuirle. Además, ella me agradaba. Me gustaba su tristeza interior, su recóndita calidad humana, la sencillez de sus movimientos y su lenguaje, el candor de sus ojos.
Cuando volví a despertar, había venido de nuevo el médico, el mismo muchacho joven de piel cetrina y cara de agotamiento, aunque lo noté más descansado y con su chaqueta blanca ahora muy limpia. Me había puesto en el pecho un pedacito de metal frío, y evidentemente me auscultaba el corazón o algún otro ruidoso órgano interno para obtener alguna información importante. Tenía en las manos unos horribles guantes plásticos y, como si yo no estuviera allí, en voz baja le hablaba a Gretchen sobre los problemas que continuaban en el hospital.

Gretchen se había puesto un sencillo vestido azul, parecido a un hábito de monja sólo que más corto, y debajo llevaba medias negras. Su pelo bellamente desordenado, lacio y limpio, me hizo pensar en el heno que la princesa hiló y convirtió en oro en el cuento de Rumpelstiltskin.
Una vez más acudió a mi memoria Gabrielle, mi madre, y el momento fantasmal en que la convertí en vampira, cuando le corté el pelo rubio, que le volvió a crecer en el término de un día mientras ella dormía el sueño de muerte en la cripta, cómo casi se volvió loca cuando lo advirtió.

Recuerdo que gritó y gritó hasta que alguien pudo calmarla. No sé por qué me vino ella a la memoria, salvo que fuera porque me encantaba el pelo de Gretchen. No se parecía en nada a Gabrielle. En nada.
Por último, el médico terminó de tocarme, apretarme y auscultarme, y salió para conferenciar con ella. Maldito sea mi oído mortal. Pero sabía que estaba casi curado. Y cuando él volvió y se paró junto a la cama y me dijo que ahora iba a estar “bien”, que sólo necesitaba descansar unos días más, yo le comenté que todo se lo debía a los cuidados de Gretchen.
El hombre reaccionó con un enfático ademán de asentimiento y una serie de murmullos ininteligibles; luego partió, hundiéndose en la nieve. Me llegó el ruido tenue de su auto cuando se alejaba.
Me sentía tan despejado y bien que me dieron ganas de llorar. En cambio, bebí más de ese exquisito jugo de naranja y comencé a pensar en cosas... a evocar cosas.
—Tengo que dejarlo solo un ratito para ir a comprar algunos alimentos.
—Sí, y eso lo pago yo —dije. Apoyé mi mano en su muñeca. Aunque la voz aún me salía ronca y débil, le conté lo del hotel, que todavía estaba mi dinero allí, dentro del sobretodo. Iba a alcanzar para pagarle la atención y la comida y le pedí que fuera a buscarlo. La llave tenía que estar en mi ropa, le expliqué.
Ella había colgado todo en perchas y, efectivamente, la llave estaba en el bolsillo de la camisa.
—Ve? Todo lo que le dije es verdad.
Me sonrió con calidez. Dijo que iría al hotel a buscar el dinero si le prometía que me iba a callar. No era conveniente dejar dinero tirado por cualquier parte, ni siquiera en un hotel elegante.
Quise contestarle, pero estaba muy adormilado. Después, por la ventanita la vi marcharse, cruzar la nieve hacia su auto. Vi que subía. Qué figura fuerte, robusta, pero con piel clara y una suavidad que la volvía encantadora para mirar, y hermosa para abrazar. Sin embargo me dio miedo que me dejara.
Cuando volví a abrir los ojos estaba parada con mi sobretodo en el brazo.
El dinero era mucho, dijo, y lo trajo todo. Jamás había visto tanto todo junto, en fajos. Qué persona rara era yo. En total eran unos veintiocho mil dólares. Había cerrado mi cuenta en el hotel.
Ellos preguntaron por mí. Me habían visto huir en medio de la nieve. Le hicieron firmar recibo por todo. El papelito me lo dio, como si fuera importante. Tenía mis otras pertenencias, la ropa que había comprado, que seguía en sus bolsas y cajas.
Quise darle las gracias pero, ¿dónde estaban las palabras? Le agradecería cuando volviera a mi propio cuerpo.
Después de guardar todas las prendas, preparó una cena simple de caldo, pan y manteca. Comimos juntos, con una botella de vino de la que bebí una cantidad muy superior a la que ella consideraba sensata. Debo decir que ese pan, manteca y vino fueron la mejor comida humana que había probado hasta ese momento, y se lo comenté. Le pedí por favor más vino, porque esa borrachera era absolutamente sublime.
—Por qué me trajo aquí? —le pregunté.
Se sentó en el borde de la cama de frente al fuego, sin mirarme, y jugueteó con su pelo. Empezó a explicarme de nuevo lo de la epidemia y el hospital repleto.
—No. ¿Por qué lo hizo? Había otras personas allí.
—Porque usted no se parece a nadie que yo conozca. Me hace acordar a un cuento que leí alguna vez.., sobre un ángel obligado a bajar a la tierra dentro de un cuerpo humano.
Con súbito dolor recordé lo que Raglan James me había dicho de que yo parecía un ángel. Pensé en mi otro cuerpo, poderoso, que deambulaba por el mundo bajo su odioso dominio.
Lanzó un suspiro y me miró. Estaba intrigada.
—Cuando termine esto, vendré a verla con mi cuerpo verdadero. Me descubriré ante usted. Quizá le interese comprobar que no la engañé. Y como es una mujer tan fuerte, sospecho que la verdad no le hará daño.
—La verdad?
Le expliqué que, cuando nos descubríamos ante algunos mortales, a menudo los volvíamos locos, porque éramos seres antinaturales y no conocíamos la existencia de Dios o del diablo. En suma, éramos como una visión religiosa sin revelación. Una experiencia mística pero sin un núcleo de verdad.
Evidentemente quedó subyugada. Una luz sutil entró en sus ojos. Me pidió que le explicara cómo fue que aparecí en mi otra forma.
Le describí cómo me había hecho vampiro a los veinte años. Yo era alto para aquella época, rubio, de ojos claros. Le conté de nuevo que me había quemado la piel en el Gobi. Temía que el Ladrón de Cuerpos planeara quedarse con mi cuerpo para siempre seguramente se había marchado a alguna parte, ocultándose del resto de la tribu, y estaba tratando de perfeccionar el uso de mis poderes.
Me pidió que le contara cómo era volar.
—Se parece más a flotar. Uno simplemente asciende a voluntad, se autoimpulsa en una dirección o en otra. Es un desafío a la gravedad que no se parece al vuelo de los seres naturales. Da miedo. Es la más atemorizante de nuestras facultades; creo que nos hace más daño que ninguna otra, nos llena de desesperanza, pues es la prueba definitiva de que no somos humanos. Tenemos miedo de que algún día nos vayamos de la tierra y nunca más volvamos a tocarla.
Imaginé al Ladrón de Cuerpos usando ese don. Yo lo había visto usarlo.
—No sé cómo cometí la tontería de permitirle llevarse un cuerpo tan potente como el mío. Me encegueció el deseo de ser humano.
Ella me miraba, con las manos entrelazadas y una gran serenidad en sus grandes ojos.
—i,Usted cree en Dios? —le pregunté, y señalé el crucifijo de la pared—. ¿Cree en esos filósofos católicos, los de los libros de la biblioteca?
Lo pensó un largo instante.
—No de la manera en que me lo pregunta.
Sonreí.
—,Cómo, entonces?
—He llevado una vida sacrificada desde que tengo memoria. En eso creo.
Creo que debo hacer todo lo que esté a mi alcance para aliviar el sufrimiento. Eso es lo único que puedo hacer, y es algo inmenso. Se trata de un gran don, como el suyo de volar.
Me desconcertó. Nunca había pensado que el trabajo de enfermera tuviera que ver con poder alguno. Pero la entendí perfectamente.
—Tratar de conocer a Dios puede tomarse como un pecado de orgullo, o una falla de la imaginación —dijo—. Pero cuando vemos el sufrimiento, todos sabemos lo que es. Conocemos el hambre, la privación. Yo trato de aliviar esos males. Ese es el meollo de mi fe. Pero para responderle con sinceridad.., sí, creo en Dios y en Jesucristo. Igual que usted.
—No, yo no creo.
—Cuando estaba con fiebre hablaba sobre Dios y el diablo como nunca oí hablar a nadie.
—Hablaba de aburridos argumentos teológicos.
—No; decía que no eran pertinentes.
—iDe veras?
—Sí. Usted, cuando ve el bien, sabe reconocerlo. Al menos eso dijo. Yo también. Dedico mi vida a tratar de hacerlo.
Suspiré.
—Comprendo. Dígame, ¿me habría muerto si no me sacaba del hospital?
—Puede ser. Sinceramente no lo sé.
Me daba mucho placer el solo hecho de mirarla. Su rostro era amplio, de pocos contornos y sin nada de belleza elegante ni aristocrática. Pero belleza tenía en abundancia. Y los años habían sido generosos con ella.
No estaba desgastada por las preocupaciones.
Presentí que anidaba en su interior una tierna sensualidad, sensualidad en la que ella no confiaba, como tampoco alimentaba.
—Explíquemelo de nuevo. ¿Dijo que quería ser cantante de rock para hacer el bien? ¿Pretendía ser bueno convirtiéndose en símbolo del mal?
Cuénteme un poco más sobre eso.
Le conté, claro. Le dije cómo lo había hecho, que reuní a una pequeña banda, “La noche de Satanás”, y convertí a sus integrantes en profesionales. Le dije que fracasé, que hubo conflictos entre los de mi especie, que yo mismo había sido retirado por la fuerza y toda la debacle había sucedido sin desgarrarse la tela racional del mundo mortal. Me había visto forzado a volver a la invisibilidad.
—No hay lugar para nosotros sobre la tierra. Tal vez antes lo hubo, no sé.

El hecho de que existamos no es ninguna justificación. Los cazadores erradicaron a los lobos del mundo. Pensé que, si daba a conocer nuestra existencia, los cazadores nos erradicarían también a nosotros. Nadie cree en nosotros. Y así debe ser. Quizá sea necesario que muramos en la desesperanza, que nos esfumemos del mundo muy lentamente, sin producir sonido alguno.
“Sólo que no puedo soportarlo. No soporto est4r callado y no ser nada, quitar la vida con placer, yerme rodeado por todas partes por las creaciones y los logros de los mortales y no poder ser uno de ellos, sino ser Caín. El solitario Caín. Ese es el mundo para mí, lo que los mortales hacen y han hecho. No es en absoluto el grandioso mundo natural. Si fuera el mundo natural, quizá, siendo inmortal, lo habría pasado mejor de lo que lo pasé. Son las proezas de los mortales. Los cuadros de Rembrandt, los mausoleos en la ciudad capital bajo la nieve, las grandes catedrales. Y nosotros estamos eternamente alejados de esas cosas —y con toda razón—, aunque las vemos con nuestros ojos de vampiros.
—¿Por qué intercambió su cuerpo con un humano?
—Para poder caminar al sol durante un día. Para pensar, respirar y sentir como mortal. Tal vez para poner a prueba una creencia.
—i,Cuál?
—Que lo único que queremos es volver a ser mortales, que lamentamos haber renunciado a ello, que no valía la pena perder nuestra alma humana para alcanzar la inmortalidad. Pero ahora sé que estaba equivocado.
De repente pensé en Claudia. Recordé las pesadillas. Un enorme sosiego se apoderó de mí. Cuando volví a hablar, fue un callado acto de voluntad.
—Prefiero toda la vida ser vampiro. No me gusta ser mortal. No me agrada sentirme débil, enfermo, frágil ni sentir dolor. Es horrible. Quiero recuperar cuanto antes mi cuerpo.
La noté un tanto espantada.
—A pesar de que cuando está en el otro cuerpo mata y bebe sangre; aunque lo odia y se odia a sí mismo.
—No lo odio. Tampoco me odio a mí mismo. ¿No ve? Esa es la contradicción. Jamás me odié.
—Usted me dijo que era el diablo, que cuando yo lo ayudaba estaba ayudando al demonio. No diría esas cosas si no lo odiara.
No le respondí.
—Mi mayor pecado —dije luego— ha sido siempre que me divierto mucho conmigo mismo. Siempre siento culpa, aversión moral hacia mí mismo, pero así y todo lo paso bien. Soy fuerte; soy una criatura de grandes pasiones y muy voluntariosa. Precisamente ése es el núcleo del dilema que se me presenta: ¿cómo puedo disfrutar tanto siendo vampiro, si es algo malo? Ah, es una vieja historia. Los hombres lo resuelven cuando van a la guerra. Se convencen de que existe una causa. Luego experimentan la emoción de matar, como si fueran meras bestias. Y las bestias la conocen, claro que sí. Los lobos la conocen. Conocen la fascinación pura de despedazar a su presa. Yo la conozco.
Durante largo rato pareció perdida en sus pensamientos. Estiré un brazo y le toqué la mano.
—Venga, acuéstese y duerma. Acuéstese de nuevo a mi lado. No le haré daño. No puedo. Estoy demasiado enfermo. —Solté una risita. —Usted es muy hermosa —dije—. Jamás se me ocurriría hacerle daño. Sólo quiero tenerla cerca. Está volviendo la noche y quiero que se tienda aquí al lado.
—Todo lo que dice lo dice en serio, ¿verdad?
—Por supuesto.
—j,Se da cuenta de que es como un niño? Tiene una gran sencillez. La sencillez de un santo.
Me reí.
—Mi querida Gretchen, me esta entendiendo mal en algo muy importante... aunque a lo mejor no. Si yo creyera en Dios, si creyera en la salvación, supongo que tendría que ser un santo.

Reflexionó largo rato; luego me contó en voz baja que hacía apenas un mes había tomado licencia en las misiones del extranjero. Vino de Guyana Francesa a Georgetown a estudiar en la universidad, y en el hospital sólo trabajaba de voluntaria.
—Sabe la verdadera razón por la cual pedí licencia?
—No. Dígamela.
—Quería conocer a un hombre, la tibieza de estar cerca de un hombre.
Quería saber cómo era, una sola vez. Tengo cuarenta años y nunca estuve con un hombre. Usted habló de aversión moral; ésas fueron las palabras que usó. Yo sentía aversión por mi virginidad, por la perfección absoluta de la castidad. Con independencia de lo que creo, me parecía algo cobarde.
—Le entiendo. Seguramente hacer el bien en las misiones a la larga no tiene nada que ver con la castidad.
—Por el contrario, están muy relacionados, pero porque el trabajo intenso es posible sólo si uno tiene la mente puesta en una sola cosa y no esta casado con nadie, salvo con Cristo.
Admití saber lo que me quería decir.
—Pero si el renunciamiento se convierte en un obstáculo para el trabajo —dije—, es mejor conocer el amor de un hombre, ¿verdad?
—Eso es lo que pensé. Sí. Vivir la experiencia y luego regresar al trabajo de Dios.
—Exacto.
Con voz soñolienta agregó:
—He estado buscando al hombre. Por el momento.
—Entonces ésa es la respuesta a por qué me trajo aquí.
—Tal vez. Dios sabe muy bien que todos los demás me causaban mucho miedo. A usted no le tengo miedo. —Me miró como sorprendida de sus propias palabras.
—Venga, acuéstese y duerma. Ya voy a tener tiempo de curarme, y usted de estar segura de lo que desea. Jamás se me ocurriría forzarla, hacerle nada que pudiera ser cruel.
—Pero, ¿por qué, si es el diablo, habla con tanta bondad?
—Ya le dije: ése es el misterio. O bien es la respuesta, una cosa o la otra.
Venga, acuéstese a mi lado.
Cerré los ojos. La sentí meterse bajo las mantas, la presión tibia de su cuerpo contra el mío, su brazo que me cruzaba el pecho.
—Sabes una cosa? Este aspecto de ser humano es placentero.
Estaba medio dormido cuando la oí susurrar:
—Creo conocer la razón por la cual tú pediste licencia —dijo— Quizá no la sepas.
—Me imagino que no me crees —murmuré. Las palabras me iban saliendo lentamente. Qué hermoso fue volver a rodearla con mi brazo, colocar su cabeza contra mi cuello. Le besé el pelo, en cantad con esa suave elasticidad sobre mis labios.
—Hay una razón secreta para que hayas bajado a la tierra y entrado en el cuerpo de un humano. La misma razón por la cual lo hizo Jesucristo.
—,Cuál?
—La redención.
—Ah, ser salvado. Eso sí que sería lindo, ¿no?
Quise decir algo más, lo imposible que era pensar siquiera en semejante cosa, pero me estaba deslizando hacia el sueño. Y supe que no me iba a encontrar con Claudia.
Quizá después de todo no hubiera sido un sueño sino sólo un recuerdo.
Yo estaba con David en el Rijksmuseum, contemplando el gran cuadro de Rembrandt.
Ser salvado. Qué idea, qué idea atractiva, estrafalaria e imposible... Qué estupendo haber encontrado a la única mortal sobre la faz de la tierra que creyera seriamente en semejante cosa.
Y Claudia ya no se reía. Porque estaba muerta.

15

Primera hora del alba, cuando está por salir el sol. La hora en que, en el pasado, a menudo me encontraba meditando, cansado, medio enamorado del cambiante cielo.
Me bañé lentamente, con esmero, en el cuartito de baño lleno de luz tenue y vapor. Tenía la mente despejada y sentía regocijo, como si el hecho de que la enfermedad me hubiera dado tregua fuese una forma de felicidad. Me afeité con cuidado hasta que la piel quedó totalmente suave y después, registrando en el pequeño botiquín tras el espejo, encontré lo que buscaba: las funditas de goma que la pondrían a salvo de mí, de la posibilidad de que le plantara un bebé en sus entrañas, para que este cuerpo no le pasara ninguna otra simiente Sombría y pudiera perjudicarla de formas que yo no podía prever.
Extraños objetos esos, guantes para el miembro. Me habría gustado tirarlos, pero estaba decidido a no cometer los errores de antes.
Cerré la puertita - espejo tratando de no hacer ruido. Sólo entonces vi un telegrama pegado con cinta en la parte superior, un rectángulo de papel amarillento con letras algo confusas:
GRETCHEN, REGRESA, TE NECESITAMOS. NO HAREMOS PREGUNTAS. TE ESPERAMOS.
La fecha era muy reciente, de apenas unos días antes. Y el lugar de origen, Caracas, Venezuela.

Me acerqué a la cama con sumo cuidado para no hacer ruido, y coloqué los pequeños dispositivos de seguridad sobre la mesita, listos. Volví a acostarme a su lado y comencé a besar su boca dormida.
Lentamente besé sus mejillas, sus ojos. Quise sentir sus pestañas con mis labios. Quise sentir la carne de su cuello. No para matar: para besar; no por posesión sino para esa breve unión física que no robaría nada a ninguno de los dos; por el contrario, nos aunaría en un placer muy agudo, semejante al dolor.
Poco a poco fue despertando bajo mis caricias.
—Confía en mí —murmuré—. No te haré daño.
—Pero es que quiero que me hagas daño —me dijo al oído.
Con mucha suavidad le quité el grueso camisón. Quedó acostada boca arriba, mirándome, sus pechos hermosos como toda ella, las aureolas de los pezones muy pequeñas y rosadas, y los pezones mismos, duros. Su vientre era suave, sus caderas anchas. Una encantadora sombra de pelo marrón entre las piernas, reluciendo a la luz que se filtraba por las ventanas. Me incliné y besé ese pelo.
Besé sus muslos, separé sus piernas con la mano, hasta que se abrió a mí la carne tibia del interior, y sentí mi miembro rígido, preparado.
Contemplé su lugar secreto, cubierto, púdico, y un rosa oscuro en su tierno velo de plumón. Una excitación aguda me recorrió, endureciendo más mi miembro. Podía haberla forzado, tan urgente era la sensación que me inundaba.
Pero no, esta vez no.
Subí, me puse a su lado, le di vuelta la cara y acepté sus besos, lentos, torpes, inexpertos. Sentí su pierna apretada contra la mía, sus manos sobre mí, buscando la tibieza de mis axilas, el húmedo pelo inferior de ese cuerpo de hombre, oscuro, grueso. Era mi cuerpo, y estaba listo para ella, a la espera. Fue mi pecho lo que tocó, aparentemente complacida con su dureza. Mis brazos, los que besó como si valorara su fuerza.

La pasión que había en mí disminuyó levemente, pero al instante volvió a crecer, luego se apagó de nuevo, y una vez más aumentó.
No vino a mi mente ninguna idea de beber sangre; nada que tuviera que ver con la pujante vida de ella que en otra época yo podía haber consumido. Por el contrario, el momento estuvo perfumado con el suave calor de su cuerpo viviente. Y me pareció una bajeza que algo pudiera dañarla, que algo pudiera arruinar su misterio elemental, el misterio de su confianza, de su anhelo, de su miedo profundo y también elemental.
Deslicé mi mano hasta la puertita; qué pena que esa unión fuera a ser tan parcial, tan breve.
Después, cuando mis dedos tantearon el virginal pasaje, el fuego dominó su cuerpo. Sus senos se hincharon contra mí, y la sentí abrirse, pétalo a pétalo, al tiempo que su boca, dura, se pegaba contra la mía.
Pero, ¿y los peligros? ¿No la inquietaban? Parecía despreocupada en su pasión, totalmente bajo mi dominio. Hice un esfuerzo para detenerme, abrir el sobrecito y envolver mi órgano con la pequeña funda, mientras sus ojos pasivos seguían clavados en mí, como si ya no tuviera voluntad propia.
Era esa entrega la que necesitaba, la que su propio ser se exigía. Una vez más me puse a besarla. Estaba húmeda, lista para mí y no podía contenerme más, y cuando me subí sobre su cuerpo, noté el estrecho pasaje ceñido, caliente y enloquecedor, bañado en propios jugos. Vi que la sangre subía a sus mejillas y el ritmo se aceleraba; incliné mis labios para lamer sus pezones, para reclamar nuevamente su boca. Cuando dejó escapar el gemido final, fue como un gemido de dolor. Y ahí estaba otra vez el misterio: que algo pudiera ser tan perfecto, consumado, y haber durado tan poco, un instante invalorable.
¿Había sido unión? ¿Nos fusionamos uno con el otro en el clamoroso silencio?
No creo que haya sido unión. Por el contrario, me pareció la mas violenta de las separaciones: dos seres opuestos que se arrojaban en brazos uno del otro, en celo, torpemente, desconociendo los sentimientos insondables del otro, una vivencia de dulzura terrible como su brevedad, de una soledad hiriente como su innegable fuego Nunca ella me había parecido tan frágil como me pareció en ese momento, con los ojos cerrados, la cabeza vuelta contra la almohada, sus pechos ya aquietados. Me pareció una imagen para provocar violencia, para producir la más desenfrenada crueldad en el corazón masculino.
¿Eso a qué se debía?
¡No quería que ningún otro mortal la tocara!
No quería que su propia culpa la tocara. No quería que el remordimiento la afectara, que la rozara ninguno de los otros males de la mente humana.
Sólo entonces volví a pensar en el Don Misterioso, y no en Claudia sino en el dulce esplendor palpitante que fue hacer a Gabrielle. Armada de fortaleza y certidumbre, ella había iniciado su deambular sin sentir jamás tormento moral alguno cuando comenzaron a rodearla las infinitas complejidades del gran mundo.
Pero, ¿quién podía saber lo que era capaz de brindar la Sangre Misteriosa a cualquier alma humana? Y esa mujer, una persona virtuosa, que creía en dioses antiguos e implacables, bebía la sangre de mártires y el embriagador sufrimiento de mil santos. Ella por cierto nunca iba a pedir ni aceptar el Don Misterioso, como tampoco lo haría David.
Pero, ¿qué importaban esas cuestiones mientas ella no supiera con certeza que lo que yo decía era verdad? ¿Y si nunca podía demostrarle mi sinceridad? ¿Y si nunca volvía a tener la Sangre Misteriosa dentro de mí para dársela a nadie, y quedaba eternamente encerrado dentro de esa carne mortal? Permanecí callado, mirando cómo la habitación se iba llenando de claridad. Vi llegar la luz al cuerpo del Cristo crucificado que había sobre la biblioteca; la vi caer sobre la cabeza inclinada de la Virgen.
Acurrucados uno contra el otro, volvimos a dormimos.

16

Mediodía. Me había puesto la ropa nueva que compré el último aciago día de mi deambular: pulóver blanco de mangas largas, modernos pantalones de denim desteñidos.
Armamos una especie de pic nic frente al fuego crepitante, para lo cual extendimos una frazada sobre la alfombra. Sobre ella nos sentamos a comer juntos el desayuno tardío, mientras Mojo devoraba el suyo en el piso de la cocina. El menú fue una vez más pan francés con manteca, jugo de naranja, huevos duros y fruta cortada, en gruesas rebanadas. Yo me
alimentaba con ganas, sin prestar atención a las advertencias de Gretchen de que todavía no estaba curado del todo. Me sentía muy bien, y hasta su pequeño termómetro digital así me lo indicaba.
Tenía que viajar a Nueva Orleáns. Si el aeropuerto estaba abierto, tal vez pudiera estar allí al anochecer. Pero no quería dejarla en ese momento. Le pedí vino, Quería hablar. Quería comprenderla, y también tenía miedo de dejarla, de estar solo, sin su compañía. La perspectiva del viaje en avión introdujo en mi alma un temor cobarde. Además, me agradaba estar con ella...
Me había estado hablando sobre su vida en las misiones, de lo mucho que le había gustado siempre. Los primeros años los pasó en Perú, y de allí fue al Yucatán. Su último destino había sido en la selva de la Guyana Francesa, un lugar de primitivas tribus indígenas. La misión se llamaba Santa Margarita María y quedaba a seis horas de viaje, subiendo por el río Maroni en canoa a motor, desde la ciudad de St. Laurent, Junto con las otras monjas había reacondicionado la capilla de material, la escuelita pintada de blanco y el hospital. Pero a menudo tenían que dejar la misión e ir a visitar a la gente de las aldeas. Ese trabajo le encantaba, dijo.
Me mostró muchas fotos, pequeñas imágenes coloridas de las humildes construcciones de la misión, de ella y sus hermanas, y del sacerdote que iba a oficiar misa. Ninguna de esas monjas usaba hábitos ni velo; llevaban ropa de algodón blanco o color caqui y el pelo suelto (eran verdaderas monjas de trabajo, explicó). Y ahí estaba ella, radiante, feliz, sin esa expresión meditativa que se le notaba ahora. En una de las tomas aparecía rodeada de indios de tez morena, delante de una extraña edificación con complicados grabados en sus paredes. En otra estaba aplicando una inyección a un anciano espectral, y éste sentado en ana silla pintada de llamativo color.

La vida en esas aldeas selváticas era la misma desde hacía siglos, dijo.
Esos pueblos existían desde mucho antes de que los franceses o españoles hubieran puesto un pie sobre Sudamérica. No era fácil conseguir que confiaran en los médicos y los sacerdotes. A ella no le importaba si aprendían o no las oraciones, sino que se preocupaba por las vacunas y por una adecuada higiene de las heridas infectadas. Le preocupaba acomodar huesos quebrados para que esa gente no quedara tullida para siempre.

Desde luego, querían que ella regresara. Habían tenido mucha paciencia con su pedido de licencia. La necesitaban. El trabajo la aguardaba. Me mostró el telegrama, que yo ya había visto pegado en la pared del baño.
—Extrañas eso, es evidente —dije.
La estaba observando, esperando ver signos de culpa por lo que habíamos hecho juntos. Pero no le vi ninguno. Tampoco se la notaba angustiada por el telegrama.
—Por supuesto, voy a regresar —declaró con sencillez—. Quizá te parezca absurdo, me costó salir de ahí. Pero la cuestión de la castidad se había transformado en una obsesión destructiva.
Cómo no la iba a entender. Me miró con sus ojos grandes, serenos.
—Y ahora ya sabes —dije— que no es importante en absoluto que te acuestes o no con un hombre. ¿No es eso lo que averiguaste?
—Quizá —admitió con una sonrisita. Qué fuerte parecía, sentada allí sobre la manta, las piernas castamente dobladas hacia un lado, el pelo suelto aún, más semejante a un velo de monja ahí en esa habitación que en ninguna de las fotos.
—j,Cómo empezó todo en ti? —quise saber.
—j,Piensas que es importante? No creo que apruebes mi historia si te la cuento.
—Me gustaría conocerla.
Era hija de una pareja católica, la madre maestra y el padre contador en la zona de Bridgepor t, Chicago, y desde pequeña demostró talento para el piano. Toda la familia se sacrificó para pagarle las clases con un famoso profesor.
—Ya ves, el renunciamiento —dijo, con la misma sonrisita de antes— desde siempre. Sólo que en ese entonces era por la música, no por la medicina.
Pero ya en aquella época era sumamente religiosa, leía las vidas de los santos y soñaba con ser santa, con trabajar en misiones en el extranjero.
Le fascinaba principalmente Santa Rosa de Lima, la mística, lo mismo que San Martín de Porres, que había trabajado más en el mundo. Y Santa Rita.
Algún día quería dedicarse a los leprosos, encontrar un trabajo que fuera absorbente, heroico. De niña había construido un pequeño oratorio detrás de su casa, donde pasaba horas arrodillada ante un crucifijo esperando que se abrieran en sus manos y sus pies las heridas de Cristo, el estigma.
—Esas historias me las tomaba muy en serio. Los santos eran reales para mí. Me atrae la posibilidad del heroísmo.
—Heroísmo —repetí. Mi palabra. Pero qué distinta era la definición que y le daba. No quise interrumpirla.
—Me daba la impresión de que el piano se oponía a mi espiritualidad. Yo quería renunciar a todo por el prójimo, lo cual incluía renunciar también al piano, especialmente al piano.
Eso me entristeció. Me pareció que no había relatado esa historia a menudo, y hablaba con voz muy apagada.
—Pero, ¿y la felicidad que producías en otros cuando tocabas?
—le pregunté—. ¿Eso no valía nada?
—Ahora puedo decir que sí —reconoció bajando aún más la voz. Las palabras le salían con penosa lentitud. —Pero en ese entonces... No estaba segura. No era persona para ese talento. No me molestaba que me escucharan, pero no quería que me vieran. —Se sonrojó al mirarme. —A lo mejor, si hubiera tocado en el coro de una iglesia, o detrás de un
biombo, habría sido distinto.
—Entiendo. Hay muchos humanos que sienten lo mismo.
—Pero tú no, ¿verdad?
Le dije que no moviendo la cabeza.
Me explicó cuánto había sufrido cuando la hacían vestirse de encaje blanco para tocar delante de público. Lo hacía para complacer a sus padres y maestros. Participar en los certámenes la mortificaba, pero casi sin excepción ganaba. A los dieciséis años su carrera se había convertido en una empresa familiar.
—Pero, la música misma, ¿la disfrutabas?
Lo pensó un momento.
—Me ponía en éxtasis. Cuando tocaba estando sola.., sin nadie que me mirara, me entregaba totalmente. Era casi como estar bajo la influencia de una droga. Algo... casi erótico. A veces las melodías me obsesionaban, me daban vueltas continuamente por la cabeza. Perdía la noción del tiempo cuando estaba al piano. Hasta el día de hoy no puedo escuchar música sin sentirme transportada. Aquí en esta casa no ves radios ni grabadores. No puedo tener esas cosas ni siquiera hoy.
—Pero, ¿por qué te lo niegas? —Miré en derredor. Tampoco había un piano.
Sacudió la cabeza como para restarle importancia.
—El efecto es demasiado absorbente, ¿no te das cuenta? Soy capaz de olvidarme de todo. Y cuando me ocurre eso, no consigo hacer nada. Dejo la vida en suspenso, por así decirlo.
—Pero, Gretchen, ¿acaso es verdad? ¡Para algunos de nosotros, esos sentimientos tan intensos son la vida! Nosotros buscamos el éxtasis, En esos momentos.., trascendemos todo el dolor, la mezquindad, . la lucha. Así sentía yo cuando estaba vivo. Así siento ahora.
Se quedó cavilante, el rostro sereno, relajado. Cuando habló, lo • hizo con convicción.
—Quiero más que eso —dijo- —. Quiero algo más palpable y constructivo.
Para decirlo de otro modo, no puedo disfrutar ese placer si sé que hay otros que sufren hambre y enfermedades.
—Pero en el mundo siempre habrá padecimientos. Y la gente necesita la música, Gretchen, de la misma manera que necesita el alimento.
—No sé si concuerdo contigo. De hecho, estoy segura de que no. Tengo que dedicar mi vida a aliviar el dolor. Créeme que todos estos argumentos ya los he analizado muchas veces.
—Oh, pero preferir cuidar enfermos antes que la música —dije—. No lo puedo entender. Claro que la labor de la enfermera es loable. —Estaba tan apesadumbrado que me costaba continuar.
—¿Cómo fue que tomaste la decisión? ¿No se opuso tu familia? Siguió contando. Cuando tenía dieciséis años, la madre cayó enferma durante meses y se ignoraba la causa. La madre estaba anémica, vivía con fiebre y llegó un momento en que ya fue obvio que se estaba consumiendo. Se le hicieron estudios, pero los médicos no daban en la tecla. Todos estaban seguros de que iba a morir. El clima de la casa estaba infectado de dolor, incluso de encono.
—Le pedí un milagro a Dios —dijo—. Le prometí que, si salvaba a mi madre, jamás iba a volver a tocar las teclas de un piano. Prometí entrar en un convento apenas me lo permitieran así podría dedicar mi vida a cuidar enfermos y moribundos.
—Y tu madre se curó.
—Sí. Al cabo de un mes se había recuperado totalmente. En la actualidad vive. Se jubiló y da clases a alumnos particulares... en un barrio de negros de Chicago. Desde entonces nunca tuvo la más mínima enfermedad.
—Y tú cumpliste la promesa?
Asintió.
—Entré en la orden de las Hermanas Misioneras a los diecisiete, y ellas me hicieron seguir estudios terciarios.
—También cumpliste la promesa de no volver a tocar el piano?
—Así es —se limitó a decir, sin manifestar nostalgia ni arrepentimiento alguno. Tampoco parecía ansiosa por contar con mi comprensión o aprobación. En realidad, yo sabía que captaba mi tristeza, y además estaba un poco preocupada por mí.
—¿Fuiste feliz en el convento?
—Oh, sí. ¿No lo ves? Las personas como yo no pueden llevar una vida común. Tengo que hacer algo difícil, tengo que correr riesgos. Entré a esa orden porque tenían misiones en los lugares más remotos y peligrosos de Sudamérica. No te puedo decir lo que me gustaron esas selvas! —Su voz se hizo más baja, casi apremiante.
—No me importan el calor ni los peligros. Hay momentos en que estamos todos sobrepasados de trabajo, con el hospital abarrotado, y tenemos que acostar a los enfermitos afuera, bajo un cobertizo y en hamacas, ¡y yo siento tanta vida interior! No te das una idea. Me interrumpo apenas para secarme el sudor de la cara, lavarme las manos y quizá beber un vaso de agua, pienso: estoy viva, estoy aquí, haciendo cosas importantes.
Nuevamente sonrió.
—Es otro tipo de intensidad —sostuve—, algo totalmente distinto que hacer música. Veo la diferencia fundamental.
Recordé las palabras de David cuando me contó su vida, cómo había buscado la emoción en el peligro. Ella estaba buscando la emoción en el renunciamiento total. El buscó el peligro de lo oculto en Brasil. Gretchen buscó el duro desafío de restablecer la salud de miles de seres anónimos, eternamente pobres. Eso me perturbó hasta lo más hondo.
—Hay también algo de vanidad en ello, desde luego —reconoció—. La vanidad siempre es enemiga. Eso era lo que más me molestaba de mi... mi castidad: el orgullo con que la vivía. Pero hasta el hecho de volver de este modo a los Estados Unidos constituía un riesgo. Estaba aterrada cuando bajé del avión, cuando me di cuenta de que estaba aquí, en Georgetown, y nada me impediría estar con un hombre si lo deseaba. Creo que fue el miedo lo que me llevó al hospital a trabajar. Dios sabe muy bien que la libertad no es fácil.
—Esa parte la comprendo. Pero, ¿cómo reaccionó tu familia ante tu promesa de renunciar a la música?
—En el primer momento no se enteraron, no se lo conté a nadie. Anuncié mi vocación y me mantuve firme. Hubo muchas recriminaciones. Después
de todo, mis hermanos habían tenido que vestirse con ropa de segunda mano para que yo pudiera tomar clases de piano. Pero eso pasa con frecuencia. Ni siquiera en una buena familia católica se recibe con bombos y platillos la noticia de que una hija quiera hacerse monja.
—Sufrieron por el talento que tenías.
—Sí, sí —dijo, enarcando levemente las cejas. Qué sincera y tranquila parecía. No decía nada con dureza, con frialdad. —Pero yo tenía una visión de algo infinitamente más importante que tocar el piano en un concierto o levantarme del taburete para recibir un ramo de rosas. Pasó mucho tiempo hasta que por fin les conté lo de la promesa.
—¿ Años?
Asintió sin palabras.
—Lo entendieron —dijo luego—. Vieron el milagro. No podían menos. Les hice notar que me sentía más afortunada que todas las que habían entrado al convento. Había recibido una señal evidente de Dios. El nos había resuelto los conflictos a todos.
—Crees en eso.
—Sí, lo creo. Pero en cierto sentido no importa que sea cierto o no. Y si hay alguien que debería comprenderlo, eres tú.
—¿Por qué?
—Porque hablas de verdades religiosas e ideas religiosas y sabes que importan aunque sólo sean metáforas. Eso fue lo que te oí cuando delirabas.
Lancé un suspiro.
—,Nunca te dan ganas de volver a tocar el piano? ¿No quieres... digamos, encontrar un salón vacío, con un gran piano en el escenario, y sentarte a...?
—Claro que sí, pero no lo puedo hacer y no lo haré. —Su sonrisa era verdaderamente hermosa.
—Gretchen, esta historia tiene algo tremendo. ¿Por qué, siendo una chica católica, no podías tomar tu talento musical como un don de Dios, un don que no debía desperdiciarse?
—Yo sabía que me lo mandaba Dios, pero vi una bifurcación en mi camino. Sacrificar el piano fue la oportunidad que Dios me dio de servirlo de una manera especial. Lestat, ¿qué podía significar la música en comparación con el hecho de ayudar a personas, a centenares de personas?
Meneé la cabeza.
—Creo que se puede considerar igualmente importante a la música.
Meditó largo rato antes de responder.
—Yo no podía continuar. Es posible que haya usado la enfermedad de mi madre... Tenía que ser enfermera. No veía otro camino para mí. La pura verdad es que... no puedo vivir cuando me enfrento con la miseria del mundo. No puedo justificar el confort o el placer cuando hay otra gente que sufre. No sé cómo otros pueden.
—No pensarás que puedes cambiar todo, Gretchen.
—No, pero puedo vivir mi vida produciendo un efecto sobre muchas, muchas vidas individuales. Eso es lo que cuenta.
La historia me afectó tanto, que no pude quedarme ahí sentado. Me levanté para estirar las piernas entumecidas y fui hasta la ventana a mirar el campo de nieve.
Me habría sido fácil desechar todo si ella hubiese sido una persona quejosa o minusválida mental, o bien una persona abrumada por los conflictos y la inestabilidad. Pero nada más lejos de la verdad. Gretchen me resultaba casi insondable.
Era lo contrario de mí, como tantas décadas atrás lo había sido mi amigo mortal Nicolás. No porque se pareciera a él sino porque en el cinismo de Nicolás, en su eterna rebelión, había cierta renuncia de sí mismo que jamás pude comprender. Mi Nicki, tan lleno de aparente exceso y excentricidad.., que sin embargo disfrutaba con lo que hacía, pero sólo porque causaba escozor a otros.

Renunciar a uno mismo: en eso se resumía todo.
Me volví. Ella estaba mirándome. Una vez más tuve la sensación de que no le importaba mucho lo que yo dijera. No me pedía comprensión. En cierto sentido, era una de las personas más fuertes que había conocido en mi larga vida.
Con razón me sacó del hospital; otra enfermera no habría querido semejante carga.
—Gretchen, ¿nunca temes haber derrochado tu vida? ¿Nunca : piensas que el sufrimiento y la enfermedad seguirán existiendo mucho tiempo después de que te vayas de esta tierra, y que tu obra no significará nada en el designio general?
—El designio general es lo que no significa nada. El acto pequeño lo es todo. Por supuesto que el sufrimiento continuará cuando yo ya no esté, pero lo importante es que hice todo lo que pude. Ese es mi triunfo, mi vanidad. Esa es mi vocación y mi pecado de orgullo. Esa es mi clase de heroísmo.
—Pero, chérie, estarías en lo cierto sólo si hubiera alguien que llevara la cuenta, algún Ser Supremo que ratificara tu decisión, si se te recompensara por tus obras o al menos se las defendiera.
—No. Nada más lejos de la verdad —me contradijo, eligiendo con cuidado las palabras—. Piensa un poco: esto que te he dicho evidentemente es nuevo para ti. A lo mejor es un secreto religioso.
—j,Por qué lo dices?
—Muchas noches me quedo despierta pensando que tal vez no exista un Dios personal, que siempre van a existir niños que sufren, como se ve a diario en nuestros hospitales. Pienso en los eternos dilemas, como por ejemplo, por qué Dios permite que un niño sufra. Dostoievski planteó ese interrogante, lo mismo que Albert Camus, el escritor francés.

Nosotros mismos lo estamos planteando. Pero en definitiva no importa.
“Dios puede existir o no, pero la miseria es real, totalmente real e innegable y mi compromiso es para con esa realidad: ése es el nudo de mi fe. ¡Tengo que hacer algo por solucionarla!
—Y cuando te llegue el momento de la muerte, si no existe Dios...
—No importa. Sabré que hice lo que estaba a mi alcance. La hora de mi muerte podrá ser este instante. —Se encogió de hombros. —No me haría cambiar mi manera de pensar.
—Por eso es que no sientes culpa de que hayamos tenido relaciones ayer.
Lo pensó.
—Culpa? Siento alegría cuando pienso en ello. ¿No te das cuenta de lo que has hecho por mí? —Lentamente sus ojos se llenaron de lágrimas. —Vine aquí a conocerte, a estar contigo. Ahora ya puedo volver a la misión.
Inclinó la cabeza unos instantes hasta que recobró la compostura. Luego levantó la mirada y retomó la palabra.
—Cuando me contabas que a esa niña, Claudia, la habías hecho... cuando hablabas de haber hecho entrar a Gabrielle, tu madre, en tu mundo... dijiste estar buscando algo. ¿Podrías llamarlo trascendencia? Cuando yo trabajo en la misión hasta quedar exhausta, trasciendo. Trasciendo la duda y algo... algo quizá sombrío e irremediable que llevo en mi interior.
No sé.
—Sombrío e irremediable, sí; es eso, ¿no? La música no te lo remediaba.
—Sí, lo hacía; pero era falso.
—jPor qué falso? ¿Por qué dices que era falsa una actividad buena, como tocar el piano?
—Porque no hacía mucho por los otros, por eso.
—Claro que sí. Les daba placer, eso es seguro.
—¿Placer?
—Perdona, elegí un término inadecuado. La vocación te ha hecho olvidar de ti misma. Cuando tocabas el piano, eras tú misma, ¿no lo ves? ¡Eras la Gretchen única! Ese es precisamente el significado de la palabra “virtuoso”. Y tú querías perder te, a ti misma.
—Creo que tienes razón. La música no era mi camino.
—Gretchen, me asustas.
—No debería asustar te. No estoy diciendo que el otro camino estuviera equivocado. Si tú hacías el bien con tu música, durante ese breve período como cantante de rock que me contaste, ésa era tu manera de hacer el bien. La mía es otra, nada más.
—No; en ti hay un renunciamiento feroz. Estás hambrienta de amor, del mismo modo que yo por la noche tengo hambre de sangre. Con tu labor de enfermera te estás castigando, niegas tus deseos carnales, tu gusto por la música y por todas las cosas del mundo que son como la música. Eres como un virtuoso, no hay duda; un virtuoso de tu propio sufrimiento.
—Estás equivocado, Lestat —repuso ella con otra sonrisa—. Sabes que no es verdad. Eso es lo que quieres creer de una persona como yo.
Escúchame: si todo lo que me has dicho es cierto, a la luz de esa verdad, ¿no es obvio que tu destino era encontrarme?
—Cómo es eso?
—Ven, siéntate aquí conmigo y charlemos.
No sé por qué vacilé, qué miedos tenía. Por último, regresé a la frazada y me senté apoyando la espalda contra el costado de la biblioteca con las piernas cruzadas.
—No te das cuenta? Yo represento un camino opuesto, un camino que jamás se te ocurrió pensar y que quizá te traería el consuelo que buscas.
—Gretchen, no me irás a decir que crees todo lo que te he dicho sobre mi persona. No espero que lo creas.
—iTe creo hasta la última palabra! Y no importa la verdad literal Estás buscando algo que los santos buscaban cuando renunciaban a su vida normal, cuando entraban al servicio de Cristo. Y no importa que no creas en Jesucristo. Lo que importa es que has sufrido mucho en la vida que llevaste hasta ahora, que sufriste al punto de la locura, y que mi opción te ofrece una posibilidad distinta.
—j,Me propones esto a mí?
—Por supuesto. ¿No ves cómo ha sido todo? Entras en este cuerpo caes en mis manos, me brindas el momento de amor que yo busco. Pero, ¿qué te he dado yo a ti? ¿Qué significo yo para ti?
Levantó la mano para que no la interrumpiera.
—No, no vuelvas a hablarme de grandes designios No preguntes si existe un Dios literal Piensa en todo lo que te he dicho
Lo he dicho refiriéndome a mí, pero también a ti. ¿Cuántas vidas quitaste en esa existencia tuya sobrenatural? ¿Cuántas vidas salvé yo — concretamente_ en las misiones?
Estuve a punto de negar toda la posibilidad, cuando de pronto se me ocurrió esperar, quedarme callado, reflexionar.
Me estremecí de sólo pensar, una vez más, que a lo mejor nunca recuperaría mi cuerpo preternatural y quedaría por siempre aprisionado en esa carne. Si no apresaba al Ladrón de Cuerpos, si no Conseguía que mis compañeros me ayudaran, la muerte que dije desear me llegaría a su debido momento. Había retrocedido en el tiempo
¿Y si había un designio para eso? ¿Y si existía un destino y me Pasaba la vida mortal trabajando como lo hacía Gretchen, dedicando la totalidad de mi ser físico y espiritual a los demás? ¿Y si volvía con ella a esa misión de la selva? No como su amante, desde luego. Esas cosas no eran para ella, evidentemente. Pero, ¿y si iba como ayudante o colaborador suyo? ¿Y si enterraba mi vida mortal en ese marco de abnegación?
Por supuesto, existía una aptitud más que ella desconocía: la riqueza que yo podía volcar en la misión. Y aunque la fortuna era tan enorme que algunos hombres no podrían haberla calculado, yo sí podía. Podía, en una gran visión incandescente, avizorar sus límites, sus efectos. Poblaciones enteras vestidas y alimentadas, hospitales equipados con todos los medicamentos, escuelas con libros, pizarrones, radios y pianos. Sí, pianos. Oh, era una vieja historia. Un sueño antiguo, muy antiguo.

Permanecí en silencio mientras cavilaba. Imaginé cada momento de mi vida mortal, mi posible vida mortal, dedicando mi fortuna a ese sueño. Lo vi como si fueran minúsculos granos deslizándose por el centro de un reloj de arena.
Bueno, en ese preciso minuto, mientras estábamos sentados en esa limpia habitación, había gente muriendo de hambre en Oriente, en el Africa. En todo el mundo morían seres humanos por enfermedades y catástrofes.
Las inundaciones arrasaban con sus viviendas, las sequías resecaban sus alimentos y sus esperanzas. Hasta la miseria de un solo país era más de lo que la mente podía soportar, si se la describía aunque fuese sin entrar en detalles.
Pero aun si yo invertía en esta empresa todo lo que tenía, ¿qué habría conseguido en el análisis final?
¿Cómo podía saber siquiera que en un pueblito de la jungla era mejor la medicina moderna que la situación de antes? ¿Cómo podía saber si el hecho de brindar educación a un niño de la selva le traería aparejada la felicidad? ¿Cómo podía saber si valía la pena mi renunciamiento en aras de todo eso? ¿Cómo podía hacer para preocuparme por esas cosas? Ese
era el horror.

No me importaba. Podía, sí, llorar por el individuo que sufría, ¡pero no tenía deseos de sacrificar mi vida por los millones de seres anónimos del mundo! De hecho, tal posibilidad me llenaba de pavor. Era sumamente triste. No me parecía vida. Me parecía, además, lo contrario de la trascendencia.
Hice gestos de negación con la cabeza. En voz baja, titubeante, le expliqué por qué me atemorizaba tanto esa posibilidad.
—Siglos atrás, la primera vez que salí al escenario en el pequeño teatro de París —cuando vi las caras felices y oí los aplausos— tuve la sensación de que mi cuerpo y mi alma habían encontrado su destino. Era como si, por fin, hubieran empezado a cumplirse todas las promesas de mi infancia.
“Ah, había otros actores, peores y mejores; otros cantantes, otros payasos; ha habido un millón desde entonces Y habrá un millón después de ahora. Pero cada uno de nosotros brilla con su propia energía inimitable; cada uno de nosotros cobra vida en su momento único y deslumbrante; cada uno de nosotros tiene su oportunidad de derrotar a los otros para siempre en la mente del espectador, y ésa es la única clase de logro que puedo entender en forma cabal: la clase de logro en la que el ser —este ser, silo deseas— es totalmente íntegro y triunfante.
“Sí, pude haber sido un santo, tienes razón, pero tendría que haber encontrado una orden religiosa o llevar un ejército a la batalla. Tendría que haber hecho milagros de tal magnitud como para que el mundo entero cayera de rodillas. Soy yo el que debe atreverse aunque esté equivocado, completamente equivocado. Gretchen, Dios me dio un alma individual y no puedo enterrarla.

Me sorprendió ver que aún me sonreía con dulzura, sin cuestionamientos, y que su rostro seguía lleno de serena perplejidad.
—Es mejor reinar en el infierno —preguntó con cuidado— que prestar servicios en el cielo?
—No, no. Yo, si pudiera, haría el cielo y el infierno. Pero debo levantar mi voz, debo brillar. Y debo tratar de obtener el éxtasis que tú te has negado, esa intensidad de la cual huiste. ¡Para mí, eso es trascender! Cuando hice a Gabrielle, por perverso que parezca, sí, eso fue trascender. Fue un acto único, poderoso y espeluznante, que me obligó a usar toda mi audacia y ese don único que poseo. Ellas no morirán, dije, quizá las mismas palabras que usas tú con los niños de las aldeas.
“Pero las pronuncié para introducirlas en mi mundo no natural. ‘El objetivo no era tan sólo salvar, sino convertirlas en lo que era yo: un ser único, terrible. Era conferirles precisamente la individualidad que tanto valoro. Nosotros vamos a vivir, incluso en el estado que se denomina de la muerte viva, vamos a amar, a sentir, a desafiar a quienes nos juzgan y
nos destruyen. Esa es mi trascendencia. Y en eso no intervienen para nada el renunciamiento ni la redención.
Oh, qué frustrante era no poder comunicárselo, no poder hacérselo creer en un sentido literal.
- - ¿No ves que he podido sobrevivir a todo lo que me pasó Precisamente porque soy lo que soy? Mi fortaleza, mi voluntad, ese no querer entregarme... son los únicos componentes de mi corazón Y mi alma que de verdad puedo identificar. Este ego, si quieres llamarlo así, es mi fuerza.
Soy el vampiro Lestat, y nada.., ni siquiera este cuerpo mortal, me va a derrotar.
Me llamó mucho la atención verla asentir, notar su expresión de aceptación total.
—Y si vinieras conmigo, el vampiro Lestat perecería en su propia redención, ¿no es así?
—Sí. Moriría una muerte lenta, horrible, entre pequeñas e ingratas tareas, ocupándose de las hordas interminables de seres anónimos, los eternamente menesterosos.

De pronto sentí tal tristeza, que no pude continuar. Estaba cansado de una manera mortal y desagradable, pues la alquimia de la mente había influido sobre el cuerpo. Pensé en mi sueño y en mis palabras a Claudia, que ahora había vuelto a decir para Gretchen, y me conocí a mi mismo como antes jamás.
Encogí las piernas, apoyé sobre ellas los brazos, y la frente sobre los antebrazos.
—No puedo hacerlo —dije por lo bajo—. No puedo enterrarme vivo en el tipo de existencia que llevas tú. ¡Y no quiero —eso es lo tremendo—, no quiero hacerlo! No creo que ello pudiera salvar mi alma. No creo que importara.
Sentí sus manos en mis brazos. Me estaba acariciando de nuevo el pelo, apartándomelo de la frente.
—Te comprendo —dijo—, pese a que estás equivocado.
Solté una risita en el momento en que alcé la mirada hacia ella. Tomé una servilleta, me la pasé por los ojos, me soné la nariz.
—Pero no he conmovido tu fe, ¿no?
—No. —Esta vez su sonrisa fue distinta, más cálida, radiante.
—Me serviste para confirmarla —aseguró en un murmullo—. Qué raro eres, y qué gran milagro que te hayas cruzado conmigo. Casi me atrevo a creer que tu opción es la más adecuada para ti. ¿Quién otro podría ser tú? Nadie.
Me eché hacia atrás y bebí un sorbito de vino. Se había puesto tibio por el fuego, pero seguía siendo sabroso y envió una oleada de placer a mis piernas indolentes. Bebí otro sorbo, dejé el vaso y la miré.
—Quiero hacerte una pregunta, y que me la respondas de corazón. Si gano la batalla y recupero mi cuerpo, ¿quieres que venga a verte?
¿Quieres que te demuestre que todo lo que te dije es verdad? Piénsalo bien antes de responder.
“Yo quiero hacerlo, sinceramente te lo digo. Pero no sé si es lo que más te conviene. Tu vida es casi perfecta. Nuestro pequeño episodio carnal no podría alejarte de esa vida. Tenía razón, ¿no?, cuando te dije que ahora sabes que el placer erótico no es importante para ti, que pronto, si no de inmediato, regresarás a tu trabajo en la selva.
—Es verdad. Pero hay algo más que también deberías saber. Esta mañana hubo un momento en que pensé que podía abandonarlo todo... sólo para quedarme contigo.
—No, tú no puedes haber pensado eso, Gretchen.
—Sí, yo. Me sentí inundada por esa sensación, tal como antes me ocurría con la música. Y aun ahora, si me dijeras “Ven conmigo”, tal vez iría. Si ese mundo tuyo existe realmente... —Se interrumpió para encogerse de hombros. Se retiró el pelo y lo alisó detrás del hombro. —La castidad significa no enamorar se —añadió, centrando la mirada en mí—. Podría enamorarme de ti. Sé que podría.
—Luego agregó en voz baja, turbada: —Podrías convertirte en mi dios, lo sé.
Eso me asustó, y al mismo tiempo me produjo un desvergonzado placer, un triste orgullo. Traté de no ceder a la excitación física que me iba invadiendo. Al fin y al cabo, ella no sabía lo que estaba diciendo No podía saberlo Pero había algo muy convincente en su voz, en sus modales.
—Me vuelvo —anunció con la misma voz, llena de certidumbre y humildad— Tal vez me vaya dentro de unos días Pero si ganas tu batalla, si recuperas tu antigua forma, por el amor de Dios sí, quiero que vengas a verme. ¡Quiero saber!
No le respondí. Estaba demasiado desconcertado, y luego expresé ese desconcierto.
—Cuando vaya a verte y te revele mi verdadera personalidad, quizá te desilusiones horriblemente.
—Por qué?
—Me consideras un ser humano sublime por el contenido espiritual de todo lo que te he dicho. Me ves como si fuera una especie de loco bendito que revela verdades con error como podría hacerlo un místico. Pero no soy humano. Y cuando lo sepas, quizá me aborrezcas.
—No. Nunca podría aborrecerte. Y en cuanto a que todo lo que has dicho fuera verdad, eso sería un milagro.
—Quién sabe, Gretchen, quién sabe. Pero recuerda lo que dije. Somos una visión sin revelación. Somos un milagro sin significación. ¿Sinceramente quieres esa cruz junto con tantas otras?
No me contestó, pues estaba sopesando mis palabras. Yo no Imaginaba qué podían significar para ella. Estiré la mano, ella me la tomó y apretó con suavidad mis dedos entre los suyos, sin apartar los Ojos de mí.
—No existe Dios, ¿no, Gretchen?
—No, no existe —murmuró.
Me dieron ganas de reír y de llorar. Volví a apoyar la espalda, reí suavemente para mis adentros y la miré, miré su figura de estatua, el brillo de fuego en sus ojos castaños.
—No sabes cuánto has hecho por mí —dijo—. No sabes cuánto ha significado. Ahora estoy lista para regresar.
Asentí sin despegar los labios.
—Entonces, mi hermosa, no importa si volvemos a la cama, ¿verdad?
Ciertamente, creo que debemos hacerlo.
—Sí, yo también lo creo —me respondió.
Casi había oscurecido cuando me levanté, llevé el teléfono con su largo cable hasta el pequeño cuarto de baño y me encerré para llamar a mi agente de Nueva York. Una vez más sonó y sonó. Ya me iba a dar por vencido e intentar comunicarme con mi representante de París, cuando alguien atendió y me contó lenta, dificultosamente, que mi agente ya no vivía. Había sufrido una muerte violenta unos días atrás, en su oficina de la avenida Madison. Se decía que el móvil del crimen fue el robo, pues desaparecieron todos sus archivos y su computadora.
Quedé tan anonadado que no pude articular respuesta alguna. Por último, reuní algo de valor como para formular unas preguntas.
El crimen había ocurrido el miércoles a eso de las ocho de la noche. Nadie conocía la magnitud del daño causado por el robo de los archivos. Y lamentablemente el hombre había sufrido.
—Es una situación muy. muy penosa —dijo la voz—. Si usted se encontrara en Nueva York no podría no enterarse porque se publicó en todos los diarios. Se lo llamó un asesinato vampírico, ya que el cadáver quedó sin una gota de sangre.

Corté, y durante un largo momento permanecí en rígido silencio. Luego llamé a París, y al cabo de una breve demora atendió mi representante.
Gracias a Dios que lo había llamado, dijo, y también me pidió que me identificara. Las contraseñas no le bastaron. Le propuse entonces mencionar conversaciones que habíamos tenido en el pasado, y aceptó.
Hable, me dijo. En el acto le recité una letanía de secretos que sólo él y yo conocíamos, y noté con qué alivio se quitaba un gran peso de encima.
Me contó que habían estado pasando cosas muy raras. En dos oportunidades lo llamó una persona que dijo ser yo pero evidentemente no lo era. Ese individuo conocía dos de las contraseñas que habíamos usado en el pasado y brindó una explicación complicada acerca de por qué no conocía las últimas. Entretanto, habían ingresado electrónicamente varias órdenes para la transferencia de fondos, pero en todos los casos las contraseñas fueron incorrectas. Aunque no del todo.
De hecho, todo parecía indicar que esa persona estaba a punto de descifrar nuestro sistema.
—Además señor, le diré lo más sencillo: ¡ese hombre no habla el mismo francés que usted! No lo tome a mal, pero el francés que usted habla es... ¿cómo decirlo?.., desusado. Emplea palabras antiguas, y ordena las frases de una manera que no es la habitual. Yo me doy cuenta cuándo es usted.
—Lo comprendo —dije—. Ahora escúcheme bien lo que voy a decirle: no hable más con esa persona, porque sabe leer la mente y está tratando de arrancarle telepáticamente las contraseñas. Usted y yo vamos a idear otro sistema. Quiero que ahora me haga una transferencia... a mi banco de Nueva Orleáns. Pero después, todo lo demás quedará inmovilizado. Y cuando yo vuelva a llamarlo, utilizaré tres palabras anticuadas. No se las digo ya... pero serán palabras que alguna vez me oyó usar, y las reconocerá.
Desde luego, eso era riesgoso. ¡Pero ese hombre me conocía! Luego le aseguré que el ladrón de que hablábamos era sumamente peligroso. Y que, como había atacado a mi representante de Nueva York, él debía utilizar todo medio posible de protección personal. Yo iba a pagar todo..,  la cantidad necesaria de custodios las veinticuatro horas del día.
Preferible pecar por exceso.
—Muy pronto va a volver a tener noticias mías. Recuerde que serán palabras anticuadas. Usted se va a dar cuenta cuando sea yo el que hable.
Corté. Temblaba de indignación. ¡Ah, ese monstruo! No contento con apoderar se del cuerpo del dios, también tenía que saquear los almacenes del dios. ¡Sinvergüenza! ¡Y yo había sido tan tonto, que no pensé que pudiera pasar eso!
—Es que eres humano —me dije—. ¡Eres un humano idiota!
—‘No quería ni pensar en las acusaciones que me haría Louis antes de acceder a ayudarme.
¿Y si Marius se había enterado? Oh, era demasiado terrible para imaginarlo siquiera. Debía ponerme cuanto antes en contacto con Louis.
Tenía que conseguir una valija y dirigirme al aeropuerto. Mojo Sin duda debería viajar en una jaula especial, que también había que Conseguir. Mi despedida de Gretchen no sería el adiós prolongado y bello que había imaginado. Pero seguramente me iba a entender.
Estaban pasando muchas cosas en el complejo mundo alucinatorio de su misterioso amante. Era hora de separamos.

17

Al viaje al sur fue un suplicio. El aeropuerto, que acababa de abrirse luego de repetidas tormentas, rebosaba de ansiosos mortales que esperaban sus vuelos largamente demorados, o bien que iban a recibir a sus seres queridos.
Gretchen dejó escapar las lágrimas, y yo también. Se había apoderado de ella un miedo terrible a no volver a verme     nunca más, y traté de tranquilizarla asegurándole que iría a la selva de la Guyana Francesa, a visitarla a la misión de Santa Margarita María. Guardé en el bolsillo la dirección escrita, junto con los números de la casa matriz que la orden tiene en Caracas, desde donde las hermanas me podrían orientar para que encontrara el lugar por mis propios medios. Ella ya había reservado un vuelo para emprende r esa misma noche el primer tramo de su retomo.
—¡De alguna manera tengo que volver a verte! —dijo, con una voz que me partió el alma.
—Me vas a ver, machére. Te lo prometo. Voy a buscar la misión. Te encontraré.

El vuelo fue un infierno. Viajé medio atontado, esperando a cada momento que explotara el avión y mi cuerpo mortal estallara en mil pedazos. Beber grandes cantidades de gin tonic no consiguió aliviar mi miedo, y cuando lograba no pensar en ello unos instantes, era sólo para obsesionarme con las dificultades que debería enfrenta r. En mi departamento, ubicado en una azotea de Nueva Orleáns, por ejemplo, tenía muchísima ropa que no me iba. Además estaba acostumbrado a entrar directamente por una puerta que había en la azotea, y no tenía llave de la puerta de calle. De hecho, la llave se hallaba en mi lugar de descanso nocturno, una cámara secreta del cementerio de Lafayette a la que no era posible acceder con sólo la fuerza de un mortal, ya que estaba bloqueada por varios portones que ni una banda de varios humanos podría haber abierto.
¿Y si el Ladrón de Cuerpos había andado antes que yo por Nueva Orleáns? ¿*Y si había saqueado mi departamento y se había llevado todo el dinero que yo ocultaba allí? No era muy probable, no. Pero ¡ había robado todos los archivos de mi desventurado agente de Nueva York... Oh, mejor pensar en que explotara el avión. También estaba el problema de Louis. ¿Y si no lo encontraba? ¿Y si...? Así seguí durante casi las dos horas.
Por último realizamos el descenso, difícil, estrepitoso, aterrador, en medio de una lluvia de proporciones bíblicas. Recogí a Mojo, deseché la jaula y audazmente lo subí conmigo a un taxi. Y ahí par timos en plena tormenta. El chofer corrió todos los riesgos que se le presentaron, por lo cual a cada instante Mojo y yo terminábamos arrojados uno en brazos del otro, por así decirlo.

Era cerca de medianoche cuando por fin llegamos a las calles arboladas del sector alto de la ciudad. Llovía tanto que apenas si se distinguían las viviendas tras las cercas de hierro. Cuando vi en el terreno de Louis la casa lóbrega y olvidada, disimulada tras los árboles oscuros, pagué al conductor, tomé la valija y nos bajamos con Mojo en medio del diluvio.
Hacía frío, sí, mucho frío, pero no molestaba tanto como el aire gélido de Georgetown, pues el espeso follaje de gigantescas magnolias y pinos parecía alegrar el ambiente, volverlo más soportable. Por otra par te, jamás había contemplado con ojos mortales una vivienda más calamitosa que ese inmenso caserón abandonado que se erigía delante de la oculta choza de Louis.
Mientras me ponía la mano sobre los ojos para repararlos de la lluvia, observé las ventanas negras, vacías, y sentí un miedo irracional de que allí no viviera nadie, miedo de estar yo loco y condenado a permanecer eternamente dentro de ese cuerpo humano.
Mojo dio un salto y pasó al otro lado de la cerca en el mismo instante en que lo hacía yo. Juntos avanzamos por entre el pasto crecido, rodeamos las ruinas del viejo porche y llegamos al jardín. Predominaba en la noche el ruido de la lluvia retumbando en mis mortales oídos, y casi lloré cuando por fin divisé la choza, un armatoste de enredadera s empapada s que surgía ante mis ojos.
Pronuncié el nombre de Louis en fuerte susurro. Aguardé, pero no oí ruido alguno en el interior. Ese lugar daba la impresión de estar por venirse abajo por el deterioro. Lentamente me acerqué a la puerta.
—Louis —volví a articular—. ¡Louis, soy yo, Lestat!
Entré con cuidado, pues había pilas de objetos polvorientos.
¡Imposible ver! Sin embargo, vislumbré el escritorio, la blancura del papel, la vela y una cajita de fósforos a su lado.
Con dedos temblorosos procuré encender un fósforo, cosa que logré al cabo de varios intentos. Por último, lo acerqué al pabilo y una pequeña luz resplandeciente alumbró el sillón de pana roja que era mío, además de otros objetos, viejos y descuidados.

Me inundó un alivio profundo. ¡Había llegado! ¡Podía considerarme casi a salvo! Y no estaba loco. Ese era mi mundo, ¡ese lugar horrible, lleno de cosas! Louis seguramente no se demoraría. Debía estar por venir. Me desplomé sobre el sillón, de puro agotamiento. Acaricié a Mojo, le rasqué la cabeza.
—Llegamos, muchacho —le dije—. Pronto saldremos a perseguir a ese canalla. Ya vamos a ver qué hacemos con él. —Me había puesto de nuevo a temblar; de hecho, sentía la misma congestión en el pecho. — Dios santo, que no me pase otra vez. ¡Louis, por el amor de Dios, regresa! Vuelve ya, dondequiera que estés. Te necesito.
Estaba por buscar en el bolsillo uno de los muchos pañuelos de papel que me había dado Gretchen, cuando advertí una silueta para da a mi izquierda, a escasos centímetros del brazo del sillón, y una mano muy blanca que intentaba alcanzarme. En el mismo instante, Mojo dio un salto, lanzó uno de sus gruñidos más aterradores y quiso abalanza r s e sobre esa sombra.
Traté de gritar para darme a conocer, pero no pude ni abrir la boca, pues fui arrojado al piso en medio de los ladridos ensordece dores de Mojo. Una bota de cuero me aplastó con tal fuerza la garganta, los huesos mismos del cuello, que poco faltó para que me los quebrara.
No podía hablar, ni tampoco liberarme. El perro lanzó un lamento penetrante; luego él también se calló de golpe y oí los sonidos apagados que producía su enorme cuerpo al caer. Al sentir su peso sobre mis piernas, me debatí frenéticamente presa de pánico. Toda sensatez me abandonó mientras trataba de aferra r el pie que me tenía sujeto al piso, golpeaba esa fuerte pierna, boqueaba en busca de aire; sólo lograba emitir gemidos inarticulados.
Louis, soy Lestat. Estoy dentro de este cuerpo humano.
El pie apretaba cada vez con más intensidad. Me estaba estrangulando, un poco más y me quebraría los huesos, y yo no podía pronunciar ni una sílaba para salvarme. Vi su rostro en la penumbra, la blancura refulgente de la carne que no parecía ser carne, los huesos primorosamente simétricos, la mano delicada, a medio cerrar, que se cernía en el aire en perfecta actitud de indecisión al tiempo que los ojos hundidos, de un verde incandescente, me miraban desde arriba sin
la menor emoción.
Volví a gritar las palabras con toda mi alma, pero ¿acaso él alguna vez pudo adivinar el pensamiento de sus víctimas? ¡Yo sí podía hacerlo; él no! Oh Dios, ayúdame; Gretchen, ayúdame, gritaba mentalmente.
Cuando el pie aumentó la presión quizá por última vez, dejan do de lado toda indecisión, giré con esfuerzo la cabeza hacia la derecha, aspiré desfallecido algo de aire y alcancé a pronunciar la palabra "¡Lestat!" al tiempo que con el pulgar me señalaba desesperadamente a mí mismo.
Fue el único gesto que pude hacer. Me estaba asfixiando, y una negrura total se abatió sobre mí. De hecho sentía unas enormes náuseas también, y justo en el instante en que, presa de un agradable mareo, dejé de preocuparme, la presión cedió. Me di vuelta boca abajo y me incorporé apoyándome en las manos, tosiendo sin cesar.
—Por el amor de Dios —clamé, escupiendo las palabras mientras me atragantaba con las inhalaciones de aire—, soy Lestat. ¡Lestat, dentro de este cuerpo ¿No podías darme la oportunidad de hablar? ¿Matas a cualquier desventurado mortal que por casualidad entre en tu casa?
¿Dónde quedaron las eternas leyes de la hospitalidad, idiota? ¿Por qué diablos no pones rejas en las puertas? —Con esfuerzo me puse de rodillas, y en ese momento me dominaron las náuseas, por lo que vomité una inmundicia de comida podrida sobre el polvo y la mugre; luego reculé, sintiéndome desdichado, con frío, y lo miré desde el piso.
—Mataste al perro, ¿no? ¡Monstruo! —Me abalancé sobre el cuerpo inerte de Mojo. Pero no estaba muerto sino sólo inconsciente, y en el acto sentí los latidos de su corazón. —Gracias a Dios, porque si lo mataba s, jamás, jamás te habría perdona do.
Mojo soltó un gemido; movió la mano izquierda y luego despacito la derecha. Le apoyé la mano entre las orejas. Sí, se recuperaba, y estaba ileso. ¡Pero qué experiencia funesta! ¡Haber estado a punto de morir justamente en ese lugar! De nuevo me indigné y miré a Louis con furia.

Qué inmóvil estaba ahí parado, en silencio, perplejo. El ruido de la lluvia, los misteriosos sonidos de la noche invernal... todo pare ció esfumar se repentinamente en el instante en que lo miré. Nunca lo había visto con ojos mortales. Jamás había contemplado esa belleza pálida de fantasma. Cuando los mortales posaban en él sus ojos, ¿cómo se les ocurría pensar que fuera un humano? Ah, las manos, semejantes a las de los santos de yeso que cobraban vida en lóbregas cavernas. Y qué desprovisto de sentimiento ese rostro. Los ojos no eran las ventana s del alma sino sólo señuelos de ilumina ron semejantes a piedras preciosas.
—Louis, ha ocurrido lo peor. Lo peor. El Ladrón de Cuerpos hizo el cambio, pero me robó el cuerpo y no tiene intención de devolvérmelo.
No advertí en él reacción alguna. En realidad, parecía tan inanimado y amenazador que, de pronto, lancé un torrente de palabras en francés, mencioné todas las imágenes y detalles que pude recordar en mi afán por lograr que me reconociera. Hablé de la última conversación que habíamos mantenido en esa misma casa, del breve encuentro en la catedral, su advertencia de que no debía hablar con el Ladrón de Cuerpos. Le confesé que no había podido resistirme a lo que ese hombre me ofrecía, y que viajé al norte a encontrar me con él, para aceptar su propuesta.
Su rostro desalmado seguía sin denotar nada vital, y me callé de golpe.
Mojo trataba de levantarse soltando de tanto en tanto un gemido.
Lentamente le pasé el brazo derecho por el cuello, me apoyé contra él luchando por no perder el aliento y traté de tranquilizarlo diciéndole que todo estaba bien, que nos habíamos salvado. Ya no le iba a suceder nada malo.
Louis posó sus ojos en el animal; luego volvió a mirarme a mí. Después noté que se aflojaba un poco el gesto de su boca. Estiró una mano y me hizo levantar, sin mi consentimiento ni mi colaboración.
—De veras eres tú —afirmó con un áspero susurro.
—Maldita sea, claro que soy yo. Y por poco me matas, no sé si te das cuenta. ¿Cuántas veces piensas ejecutar ese truquito tuyo mientras sigan funcionando los relojes de la tierra? ¡Necesito que me ayudes, maldita sea! ¡Y una vez más tratas de matarme! Y ahora, por favor, a ver si cierras alguna persiana que te quede en estas ventanas de porquería, y enciendes algún fuego en esta miserable chimenea.

Volví a desplomarme en mi sillón de pana roja con la respiración aún forzada, cuando un extraño ruido a lengüetazos me distrajo. Levanté los ojos. Louis no se había movido; más aún, me miraba como si me considerara un monstruo. Pero Mojo estaba pacientemente lamiendo mi vómito del piso.
Lancé una carcajada divertida que amenazó con convertirse en ataque de histeria.
—Por favor, Louis, enciende el fuego —le pedí—. Me estoy congelando en este cuerpo mortal. ¡Apresúrate!
—Dios mío —musitó—. ¡Qué has hecho ahora!

18

Por mi reloj pulsera supe que eran las dos. La lluvia había amaina do tras los postigos de puertas y ventanas y yo estaba acurrucado en el sillón rojo, disfrutando del fueguito. Pero de nuevo tenía frío y me daban ataques de tos. Seguramente ya llegaría el momento en que no tuviera que preocuparme más por eso.
Le había contado todo, con lujo de detalles.
En un arranque de mortal candidez, describí cada experiencia con todos sus pormenores, desde mis conversaciones con Raglán James hasta la triste despedida de Gretchen. Hablé de mis sueños, de Claudia en el pequeño hospital de antaño, de la conversación que tuvimos en la sala de fantasía del hotel dieciochesco, de la tremenda soledad que sentí
al amar a Gretchen porque sabía que en el fondo ella me consideraba loco, que sólo por esa razón me quería. Me tomaba por una especie de idiota bondadoso, nada más.
Listo. Ya estaba. No tenía idea de dónde hallar al Ladrón de Cuerpos, pero tenía que encontrarlo. Y sólo podría emprende r la búsqueda cuando volviera a ser vampiro, cuando este físico alto y poderoso recibiera sangre preternatural.
Si bien quedaría débil porque sólo contaría con la sangre de Louis, de todos modos sería veinte veces más fuerte que en ese momento y tal vez podría requerir la ayuda del resto de los compañeros. Una vez que el cuerpo se transformara, seguramente poseería alguna voz telepática.
Podría implorar ayuda a Marius, a Armand e incluso a Gabrielle —ah, sí, mi querida Gabrielle— porque ya no estaría dominada por mí y me podría oír, lo cual, en el designio corriente de las cosas —si es que se podía usar tal palabra—, no podía hacer.
El seguía sentado a su escritorio como lo estuvo todo el tiempo, sin reparar en las corrientes de aire, por supuesto, ni en la lluvia que golpeteaba contra las maderas de los postigos, escuchando sin abrir la boca todo lo que le decía, observándome con expresión de dolor y desconcierto cuando comencé a pasearme mientras continuaba mi encendido relato.
—No me juzgues por mi estupidez —le rogué. Volví a contarle el tormento que viví en el Gobi, mi extraña conversación con David, la visión de David en el café de París. —Me hallaba en un estado de desesperación. Tú sabes por qué lo hice. No necesito decírtelo. Pero ahora hay que volver atrás.
Ya a esa altura me daban constantes ataques de tos y me sonaba la nariz como loco con esos miserables pañuelitos de papel.
—No sabes lo repugnante que es estar en este cuerpo. Bueno, por favor, hazlo ahora mismo, rápido, lo mejor que puedas. Cien años han pasado desde la última vez que lo llevaste a cabo. Hay que agradecerle a Dios que no se te hayan desvanecido los poderes. Ya estoy listo. No hacen falta preparativos. Cuando recupere mi forma, pienso meterlo a él aquí adentro y quemarlo hasta dejarlo hecho cenizas.
Nada me respondió.
Me levanté y volví a pasearme, esta vez para entrar en calor y porque un miedo horrible se estaba apoderando de mí. Al fin y al cabo estaba por morir, ¿no es así? Y renacer, tal como había ocurrido hacía más de doscientos años. Ah, pero no sentiría dolor. No, nada de dolor... sólo algunos malestares, que no eran nada comparados con la opresión en el pecho que sentía en ese instante, o el frío que me atenaceaba manos y pies.
—Louis, por el amor de Dios, sé rápido —dije. Lo miré. — ¿Qué te pasa?
Me respondió con voz baja, insegura.
—No puedo hacerlo.
—¡Qué!
Lo miré tratando de descifrar lo que había querido decir, qué dudas podía tener, qué posible dificultad habría que resolver. Entonces me di cuenta del cambio asombroso que se había operado en su rostro enjuto, perdida ahora toda su tersura y convertido, de hecho, en una perfecta máscara de pesar.

Una vez más comprendí que lo estaba viendo como lo veían los humanos.
Un tenue brillo rojizo velaba sus ojos verdes. Todo su cuerpo, de apariencia tan fuerte y sólida, temblaba.
—No puedo ayudarte, Lestat —repitió, poniendo toda su alma en las palabras—. ¡No puedo!
—¿Qué estás diciendo, por Dios? —clamé—. Yo te hice. ¡Hoy existes gracias a mí! Me amas, tú mismo me lo aseguraste. Claro que me ayudarás.
Me precipité hacia él, apoyé con fuerza las manos sobre el escritorio y lo miré fijo.
—¡Louis, respóndeme! ¿Qué es eso de que no puedes?
—No te culpo por lo que hiciste. Pero, ¿es que no ves lo que pasó, Lestat? Renaciste y ahora eres mortal.
—No es momento para sentimentalismos sobre la transformación.
¡No me contestes con mis mismas palabras! Yo estaba equivocado.
—No, no lo estaba s.
—¿Qué quieres decir, Louis? Estamos perdiendo tiempo. ¡Tengo que salir a perseguir a ese monstruo que me robó mi cuerpo!
—Los demás se encargarán de él, Lestat. A lo mejor ya lo hicieron.
—¿Qué es eso de que ya lo hicieron?
—¿Crees que no saben lo que pasó? —Estaba profundamente conmovido, pero también furioso. Era notable cómo, al hablar, se le formaban y borraban en la carne las arrugas humana s de la expresión.
—¿Cómo va a pasar semejante cosa sin que ellos se enteren? —dijo, casi rogándome que comprendiera—. Dijiste que ese tal Raglán James era un hechicero, pero ningún hechicero puede ocultarse totalmente y no ser descubierto por seres poderosos como Maharet o su hermana, como Khayman y Marius, o incluso Armand. Además, qué torpe: haber asesinado a tu representante de manera tan sangrienta y cruel. — Sacudió la cabeza, y de pronto se apretó los labios. —¡Lestat, lo saben!
Tienen que saberlo. Bien podría ser que ya hubieran destruido tu cuerpo.
—Eso no lo harían.
—¿Por qué no? Tú entregas te a ese demonio una máquina de destrucción...
—Pero él no sabía usarla. ¡Eran sólo treinta y seis horas de tiempo mortal! Louis, sea como fuere, tienes que darme la sangre.
Sermonéame después. Haz funcionar el Truco Misterioso y ya encontraré las respuestas a todos estos interrogantes. Estamos desperdiciando minutos valiosísimos.
—No, Lestat. El tema del ladrón y lo que hizo con tu cuerpo no nos incumbe. Lo importante es lo que ahora te está pasando a ti, a tu alma, dentro de ese cuerpo.
Está bien. Como quieras. Conviérteme, pues, en vampiro.
—No puedo. O mejor dicho, no lo haré.
No pude resistirme y me abalancé sobre él. Al instante lo tenía aferrado con ambas manos de las solapas de ese saco negro, sucio y raído. Tironeé de la tela, listo para sacarlo del sillón, pero permane inamovible mirándome sin hablar, con expresión de tristeza. Enojado pero impotente, lo solté y me quedé parado, tratando de aquietar el desasosiego de mi corazón.
—¡No puedes decirlo en serio! —exclamé, y di un golpe de puño contra el escritorio—. ¿Cómo me lo puedes negar?
—¿Por qué no me dejas quererte bien? —preguntó, con voz transida de emoción y rostro sumamente pesaroso—. No lo haría por grande que fuera tu dolor, por mucho que me lo suplicaras, por impresionante que fuera la letanía de hechos que me presentaras. Me niego, porque de ninguna manera voy a hacer a otro como nosotros. ¡Lo que me has contado no son grandes tragedias! ¡No te están ocurriendo calamidades! —Sacudió la cabeza, como si estuviera tan afectado que no pudiese continuar. Luego dijo: —En eso has triunfado como sólo tú podías hacerlo.
—No, no, tú no entiendes...
—Sí, claro que sí. ¿Tengo que llevarte frente a un espejo? —Con gestos lentos se puso de pie y me miró fijamente a los ojos—. ¿Debo obligarte a analizar las moralejas del cuento que acabo de oír de tus propios labios? ¡Lestat, has realizado nuestro sueño! ¿Es que no lo ves? Has conseguido renacer como mortal. ¡Un mortal bello y fuerte!
—No. —Di unos pasos atrás haciendo gestos de negación al tiempo que levantaba las manos en ademán suplicante.
—Estás loco. No sabes lo que dices. ¡Odio este cuerpo! Odio ser humano.
Si te queda una pizca de compasión, Louis, ¡deja de lado esos delirios y escúchame!
—Ya te oí. Ya lo he oído todo. ¿Por qué no lo crees? Lestat, ganaste. Te has liberado de la pesadilla. Has vuelto a tener vida.
—¡Sufro horrores! Dios mío, ¿qué debo hacer para convencer te?
—Nada. Soy yo quien tiene que convencerte a ti. ¿Cuánto tiempo llevas ya en ese cuerpo? ¿Tres días? ¿Cuatro? Hablas de males tares como si fueran enfermedades de muerte; hablas de límites físicos como si se tratara de perversas restricciones punitivas.
"No obstante, en tus largas lamentaciones tú mismo me has pedido que no te haga caso, que no acceda a tus ruegos. ¿Para qué, si no, me contaste la historia de David Talbot y su obsesión con Dios y el diablo? ¿Para qué me contaste todo lo que te dijo la monja Gretchen? ¿Para qué describiste el pequeño hospital que viste en sueños? Sé que no fue Claudia la que se te apareció. No digo que Dios haya puesto a Gretchen en tu camino, pero sí que te has enamorado de ella. Tú mismo lo reconoces. Esa mujer está esperando que regreses. En definitiva, quizá sea ella quien te guíe para que aprendas a tolerar las molestias y dolores de la vida humana...
—No, Louis. Lo has entendido todo mal. No quiero que ella me guíe. ¡No quiero esta vida mortal!
—¿No te das cuenta de la oportunidad que se te brinda? ¿No advierte s la senda que se abre ante ti y la luz al final del camino?
—Me voy a volver loco si sigues diciendo esas cosas...
—Lestat, ¿qué puede hacer cualquiera de nosotros para redimirse? ¿Y quién era siempre el que se obsesionaba con estos temas? Tú.
—¡No, no! —Levanté los brazos y los crucé repetidas veces, como tratando de detener a ese camión cargado de filosofía insensata que amenazaba atropellarme. —¡No! Te digo que esto es falso. Es la peor de las mentiras.
Me dio la espalda y yo volví a lanzarme sobre él, incapaz de contenerme. Lo habría aferrado por los hombros para sacudirlo, pero, con un gesto demasiado rápido para mi ojo, me empujó hacia atrás y me mandó contra el sillón.
Sorprendido, me doblé el tobillo y caí sobre los almohadones. Con el puño derecho me golpeé la palma de la mano izquierda.
—Ah, no, no. Nada de sermone s ahora. —Casi se me saltaban las lágrimas. —Nada de consejos ni perogrullada s.
—Vuelve con ella.
—¡Estás loco!
—Imagínalo —prosiguió, como si yo no hubiera hablado, dándome la espalda, quizá con los ojos fijos en la ventana y voz casi inaudible. Su figura se recortaba contra el plateado continuo de la lluvia. —Renaces después de tantos años de apetitos inhumanos, de siniestro y desalmado succiona r. Y en ese hospital de la selva podrás salvar una vida humana por cada una que hayas segado. Oh, no sé qué ángeles de la guarda te protegen. ¿Por qué son tan misericordiosos? Me ruegas que te lleve de nuevo al horror, pero cada palabra tuya realza el esplendor de todo lo que has visto y sufrido.
—¡Desnudo mi alma y la usas contra mí!
—No, Lestat. Trato de hacer te bucear en tu interior. Me estás rogando que te conduzca de vuelta a Gretchen. ¿Seré yo, tal vez, el único ángel de la guarda? ¿Soy el único que puedo confirma r ese destino?
—¡Hijo de puta! Si no me das la sangre...
Giró en redondo. Su rostro era el de un fantasma; sus ojos, estaban muy abiertos, asquerosamente irreales en su belleza.
—No lo haré ahora, mañana ni nunca. Vuelve con ella, Lestat. Vive la vida mortal.
—¡Cómo te atreves a elegir por mí! —Me puse nuevamente de Pie, decidido a terminar con las súplicas y lamentos.
—No vengas a pedírmelo de nuevo; si vienes, te haré daño. Y no deseo hacerlo.
—¡Me has matado! Eso es lo que has hecho. ¡Piensas que creo todas tus mentiras! Me has condenado a este cuerpo doliente y podrido, eso es lo que has hecho. ¿Crees que no sé el odio que sientes? ¿Crees que no me doy cuenta de que buscas desquitarte? Por Dios, di la verdad.
—No, no es verdad. Te quiero. Pero estás ciego de impaciencia, angustiado por dolores poco importantes. Eres tú quien no me perdonará nunca si te robo este destino, pero te llevará un tiempo poder valorar mi gesto.
—No, no, por favor. —Me acerqué a él, pero no ya con indignación.
Caminé despacio, hasta que pude apoyar las manos en sus hombros y aspirar la tenue fragancia de polvo y tumba que llevaba adherida a la ropa. Dios santo, ¿era nuestra piel la que atraía tan delicadamente la luz? Y nuestros ojos. Ah, mirarme en sus ojos.
—Louís, quiero que me tomes. Te lo pido por favor. Deja que haga yo las interpretaciones sobre mi relato. Mírame, Louis; tómame. —Sostuve su mano fría, inerte, y la apoyé contra mi cara. —Siente la sangre que hay en mí, siente el calor. Me deseas, Louis, no puedes negarlo. Me deseas, quieres tenerme en tu poder como te tuve yo a ti hace tanto tiempo. Seré tu creación, tu vastago, Louis. Hazlo, por favor. No me obligues a implorártelo de rodillas.
Noté un cambio en él, la repentina expresión depredadora que tiñó sus ojos. Pero, ¿había algo más fuerte que su sed? Su fuerza de voluntad.
—No, Lestat —susurró—. No puedo. Aunque yo esté equivocado y tú no... por más que carezcan de sentido todas tus metáforas, no puedo hacerlo.
Lo tomé en mis brazos, ah, qué frío, qué reacio este monstruo que yo había creado con carne humana. Lo besé en la mejilla, temblando y mis dedos se deslizaron hasta su cuello.
No se alejó. No tuvo valor. Sentí que su pecho se hinchaba contra el mío.
—Hermoso mío, haz lo que te pido —murmuré en su oído—. Lleva este calor a tus venas y devuélveme todo el poder que en una oportunidad te di. —Apreté mis labios contra su boca fría, descolorida. —Bríndame el futuro, Louis. Dame la eternidad. Líbrame de esta cruz.
Vi por el rabillo del ojo que levantaba la mano, y a continuación sentí sus dedos sedosos contra mi mejilla. Me acarició también el cuello.
—No puedo, Lestat.
—Sí, claro que puedes —murmuré besándole la oreja mientras le hablaba, conteniendo las lágrimas, pasándole el brazo por la cintura—. No me abandones en este sufrimiento, por favor.
—No me lo pidas más. De nada vale. Ahora me voy. No volverás a verme nunca más.
—¡Louis! —Lo aferré. —¡No me lo puedes negar!
—Sí que puedo, y lo he hecho.
Noté que se ponía tieso y trataba de apartarse sin herirme. Yo lo aferré con más fuerza aún.
—No me volverás a encontrar aquí. Pero sí sabes dónde encontrarla a ella, que te está esperando. ¿No aprecias tu propia victoria? Has vuelto a ser mortal, y tan joven... Mortal, y tan bello. Mortal, con todo tu conocimiento y tu misma indomable voluntad.
Con firmeza se soltó de mi abrazo, me apartó apretándome las manos mientras lo hacía.
—Adiós, Lestat. Tal vez los demás vayan a buscarte cuando pase el tiempo, cuando crean que ya has pagado lo suficiente.
Lancé un último lamento mientras procuraba liberar mis manos para sujetarlo, porque sabía lo que él pensaba hacer.
Con un movimiento súbito y misterioso desapareció, y yo quedé tendido en el piso.
La vela estaba apagada, pues había caído sobre el escritorio. La única iluminación era la del fuego mortecino. Y los postigos de la puerta estaban abiertos, y la lluvia caía, fina y silenciosa pero continua. Y me di cuenta de que estaba totalmente solo.
Me había desplomado estirando las manos para amortiguar el golpe. En el momento de levantarme, le grité, rogando que pudiera oírme por lejos que ya estuviera.
—Louis, ayúdame. No quiero estar vivo. ¡No quiero ser mortal! ¡Louis, no me dejes aquí! ¡No quiero esto! ¡No quiero salvar mi alma!
No sé cuántas veces repetí los mismos argumentos. Al rato, quedé tan agotado que no pude continuar; además, el sonido de esa voz mortal y su tono de desesperación herían mis propios oídos.

Me senté en el piso, una pierna doblada bajo mi cuerpo y el codo apoyado sobre la rodilla, y me pasé la mano por el cabello. Mojo se había acercado, temeroso, y se tendió junto a mí. Me agaché y apreté la frente contra su pelo.
El fuego casi se había consumido. La lluvia siseaba, suspiraba, redoblaba sus bríos, pero caía en línea recta desde el cielo, sin una pizca de odioso viento.
Por último, levanté la mirada y contemplé esa habitación lúgubre, con su revoltijo de libros y viejas estatuas, la suciedad por todas partes y las brasas que irradiaban luz desde el hogar. Qué cansado estaba, qué insensibilizado por la furia, qué próximo a la desesperación.
¿Alguna vez había estado tan carente de toda esperanza?
Mis ojos se posaron en la puerta, repararon en la incesante lluvia, en la penumbra amenazadora. Sí, sal e intérnate en la oscuridad con Mojo, y a él seguramente le encantará como le encantó la nieve. Tienes que salir e internar te en ella. Tienes que salir de esta choza y buscar un refugio cómodo donde descansar.

Mi departamento de la azotea... seguramente podrás hallar la forma de entrar en él. Sí, alguna forma. El sol iba a salir al cabo de unas horas, ¿no?
Ah, mi preciosa ciudad bajo la tibia luz del sol.
Por Dios, no te pongas de nuevo a llorar. Necesitas descansar y pensar.
Pero antes de irte, ¿por qué no le incendias la casa? No toques la casa grande. El no la quiere. ¡Quémale la choza!
Me di cuenta de que esbozaba una sonrisa maliciosa aun cuan do las lágrimas se agolpaban a mis ojos.
¡Sí, redúcela a cenizas! Se lo merece. Seguro que se llevó sus escritos, sí, claro, ¡pero sus libros se harán humo! Ni más ni menos que lo que se merece.
De inmediato recogí los cuadros —un espléndido Monet, dos pequeños Picasso y una tempera del período medieval, todos en estado de deterioro, desde luego—, corrí a la mansión victoriana y los guardé en un rincón que me pareció seco y seguro.
Luego regresé a la choza, tomé la vela y la acerqué a los restos del fuego.
En el acto las cenizas blandas explotaron con chispitas anaranjadas que se adhirieron al pabilo.
—Ah, esto te lo mereces, canalla, traidor. —Presa de furor llevé la llama a los libros que había apilados contra la pared, y con cuidado moví las hojas para que se quemaran. De ahí pasé a un abrigo viejo que había sobre una silla de madera y que ardió como si fuera paja; también a los almohadones de pana roja del que había sido mi sillón. Sí, todo, lo quemo todo.
Pateé una pila de revistas mohosas bajo el escritorio y les prendí fuego.
Fui apoyando la llama libro por libro, que luego arrojaba a todos los rincones de la casucha.
Mojo esquivó las pequeñas fogatas, hasta que por último salió a la intemperie y se detuvo a gran distancia, bajo la lluvia. Me miraba por la puerta abierta.
Oh, pero avanzaba demasiado lentamente. Y Louis tiene un cajón lleno de velas. Cómo pude olvidarlas... maldito sea este cerebro mortal... Las saqué, entonces —eran unas veinte—, encendí directamente la cera sin preocuparme por la mecha y las arrojé sobre el sillón de pana para armar una gran hoguera. Lancé otras sobre las pilas de escombros que quedaban, tiré libros ardiendo contra los postigos húmedos y prendí fuego a los trozos de antiguas cortinas que colgaban aquí y allá de viejos bárrales olvidados. A puntapiés hice agujeros en el yeso podrido y arrojé velas encendidas al enlistonado. Luego prendí fuego a las gastadas alfombras, pero primero las arrugué para permitir que el aire circulara
por debajo.

Al cabo de unos minutos el lugar era presa de las llamas, pero lo que ardía con más intensidad eran el sillón rojo y el escritorio. Salí a la lluvia y vi las lengüetas de fuego entremedio de las tablas rotas.
Un humo horrible y denso se elevó cuando las llamas consumieron los postigos húmedos, cuando se las vio salir por las ventanas y achicharrar las enredaderas. ¡Maldita lluvia! Pero en el momento en que la hoguera del escritorio y el sillón se hizo más intensa, ¡toda la choza estalló en llamaradas color naranja! Los postigos volaron a la vez que se abría un enorme boquete en el techo.
—¡Sí, sí, quémate! —grité. La lluvia me caía en la cara, en los párpados. Yo prácticamente daba saltos de alegría. Mojo retrocedió hacia la mansión en sombras, con la cabeza gacha. —¡Quémate, quémate! ¡Louis, ojalá pudiera quemar te a ti también! ¡Cómo me gustaría hacerlo! ¡Ah, si supiera dónde yaces durante el día!
Sin embargo, pese al júbilo me di cuenta de que estaba lloran do. Me pasaba el dorso de la mano por la boca y clamaba: "¡Cómo pudiste dejarme así! ¡Cómo pudiste hacerlo! Te maldigo." Hecho un mar de lágrimas, volví a caer de rodillas sobre la tierra mojada.
Me senté apoyándome en los talones, con las manos plegadas ante mí, desdichado, y contemplé la gran hoguera. Algunas luces comenzaron a encender se en casas distantes. Alcancé a oír el ulular de una sirena a lo lejos. Comprendí que debía irme.
Sin embargo, seguía ahí, como embotado, cuando de pronto Mojo me sobresaltó con uno de sus gruñidos más aterradores. Advertí que se había parado a mi lado, que apretaba su piel húmeda contra mi rostro y tenía la mirada perdida en la casa incendiada.
Me moví para tomarlo del collar cuando comprendí el motivo de su miedo. No se trataba de un humano servicial sino más bien de una silueta blanca y fantasmal, una suerte de espeluznante aparición que había cerca de la casa incendiada, iluminada por el resplandor del fuego.

¡Hasta con mis ojos mortales me di cuenta de que era Marius! También noté la expresión de ira de su rostro. Jamás había visto yo tal reflejo de furia, y no me cupo duda de que eso era precisamente lo que quiso que yo viera.
Abrí los labios, pero la voz había muerto en mi garganta. Lo único que pude hacer fue tenderle los brazos, enviarle desde el corazón un mudo pedido de ayuda, de piedad.
Una vez más el perro lanzó su feroz advertencia y pareció a punto de saltar.
Y mientras yo observaba, indefenso, temblando de pies a cabeza, la figura giró lentamente y, dirigiéndome una última mirada de enojo y desprecio, se marchó.
Sólo entonces reaccioné.
—¡Marius, no me dejes aquí' ¡Ayúdame! —Alcé los brazos al cielo. — Marius —clamé con voz gutural.
Pero era inútil, ya lo sabía.
La lluvia me empapaba el abrigo, se me metía por los zapatos. Tenía el pelo mojado y ya no importaba si había estado llorando, porque el agua había arrastrado mis lágrimas.
—Crees que me has vencido —murmuré. ¿Qué necesidad había de llamarlo a los gritos?. —Crees haber emitido tu juicio y que con eso se termina todo. Sí, piensas que es tan sencillo. Bueno, estás equivocado.
Nunca seré vengado por lo de hoy. Pero me verás de nuevo. Ya me verás.
Agaché la cabeza.
La noche se llenó de voces mortales, de pasos que corrían. Un potente ruido de motor se detuvo en la esquina lejana. Tuve que hacer un esfuerzo para poner en movimiento estas miserables piernas humanas. Le hice señas a Mojo de que me siguiera. Dejamos atrás las ruinas de la casita, que seguían ardiendo alegremente; saltamos un tapial bajo, cruzamos por un callejón cubierto de malezas y huimos.

Sólo más tarde me puse a pensar que probablemente estuvimos a punto de que nos pescaran: el pirómano y su temible perro.
Pero, ¿eso qué importaba? Louis me había echado, lo mismo que Marius...
Marius, que podía encontrar mi cuerpo preternatural antes que yo y destruirlo en el acto. Marius, que quizá ya lo hubiera aniquilado para dejarme eternamente anclado en este esqueleto mortal.
Ah, si en mi juventud mortal alguna vez había padecido tal desdicha, no lo recordaba. Y aunque la hubiese sufrido, de poco consuelo me servía.
¡Mi miedo era inenarrable! No lo podía vencer con la razón. Daba vueltas y más vueltas con mis esperanzas y mis planes ineficaces.
"Tengo que encontrar al Ladrón de Cuerpos. Tengo que encontrarlo, y tú debes darme tiempo, Marius. Si no me ayudas, al menos concédeme eso."
Lo repetía una y otra vez como el Ave María del rosario, mientras marchaba con dificultad bajo la lluvia inclemente.
Una o dos veces hasta grité mis plegarias en la oscuridad, parado bajo un viejo roble que chorreaba, tratando de ver la luz que llegaba a través del cielo húmedo.
¿Quién en el mundo podía ayudarme?
Mi única esperanza era David, aunque vaya uno a saber qué podía hacer para ayudarme. ¡David! ¿Y si también él me daba la espalda?

19

Me hallaba sentado en el Café du Monde cuando salió el sol, y me preguntaba cómo haría para entrar en mi departamento de la azotea. El hecho de analizar ese pequeño problema me impedía perder la razón.
¿Sería ésa la clave de la supervivencia humana? Hmmin. ¿Cómo entrar por la fuerza en mi lujoso departamento? Yo mismo había colocado un portón infranqueable en la entra da del jardín de la azotea. Yo mismo había instalado complejas cerraduras en todas las puertas. Las ventanas tenían rejas para que los mortales no pudieran pasar, aunque nunca me había puesto a pensar cómo ningún mortal podía subir hasta allí.
Bueno, tendré que ingresar por el portón. Pensaré en algún tipo de magia verbal para usar con los demás moradores del edificio, todos inquilinos de Lestat de Lioncour t; que los trata muy bien, permítaseme añadir. Los convenceré de que soy un primo francés del propietario, enviado a ocuparse de la penthouse en su ausencia, y diré que se me debe franquear la entrada a toda costa. ¡Aunque tenga que usar una palanca o un hacha!
O una sierra eléctrica. Apenas un detalle técnico, como dicen en esta era.
Tengo que entrar.
Después, ¿qué hago? ¿Tomo una cuchilla de cocina —porque hay allí cosas por el estilo, aunque jamás tuve necesidad de una cocina— y me degüello?
No. Llamo a David. No hay nadie en este mundo a quien puedas recurrir, ¡y piensa en las cosas terribles que él te va a decir!
Cuando dejé de discurrir sobre todo eso, de inmediato me acometió un desánimo demoledor.
Marius y Louis me habían echado. En la peor de mis locuras, se negaron a ayudarme. Cierto es que me había burlado de Marius. No quise aceptar su sabiduría, su compañía, sus normas.
Sí, me lo tenía merecido, como tan a menudo dicen los mortales. Había cometido el deleznable acto de soltar al Ladrón de Cuerpos con mis poderes. Verdad. También era culpable de espectaculares experimentos y desaciertos.
Pero nunca imaginé cómo iba a sentirme privado por completo de mis facultades, mirándolo todo des de afuera. Los demás lo sabían; seguramente lo sabían. Y permitieron que Marius emitiera su juicio y me hiciera saber que, en castigo por mi acto, ¡decidían echarme!
Pero Louis, mi hermoso Louis, cómo pudo menospreciarme. ¡Yo habría desafiado hasta a los cielos para ayudarlo! Había contado tanto con él, con despertarme esta noche y tener la vieja, poderosa sangre corriendo por mis venas.
Oh, Dios, ya no era uno de ellos. Ahora no era más que ese mortal que estaba ahí sentado, en la sofocante calidez del bar, bebiendo un café —de rico sabor, eso sí—, comiendo una rosquilla dulce, sin esperanzas de recuperar jamás su lugar.
Ah, cómo los odiaba. ¡Qué ganas me daban de hacerles daño! Pero, ¿quién tenía la culpa de todo? Lestat, ahora un hombre de un metro noventa, ojos castaños, piel bastante oscura y espesa cabellera ondulada. Lestat, de brazos musculosos y piernas fuertes, y otro resfrío mortal que lo debilitaba. Lestat, con su fiel perro Mojo. Lestat, que quería saber cómo hacer para apresar al demonio que había huido llevándose no su alma, como suele ocurrir, sino su cuerpo, un cuerpo que bien podía estar ya destruido.

La cordura me dijo que aún era muy pronto para planear nada. Además, nunca me había interesado demasiado la venganza. La venganza es para quienes en algún momento resultan vencidos. Yo no estoy vencido, me dije. Y es mucho más interesante analizar la victoria que el desquite.
Mejor pensar en cosas pequeñas, cosas que puedan ser cambiadas. David tenía que escucharme. ¡Por lo menos que me diera su consejo! Pero, ¿qué más podía dar? ¿Qué podían hacer dos mortales para perseguir al despreciable ser? Ahhh...
Mojo tenía hambre y me observaba con sus ojazos inteligentes. Cómo lo miraba la gente del bar; cómo esquivaban a ese funesto animal peludo de hocico oscuro, orejas de borde rosado y enormes patas. Imprescindible darle de comer. Al fin y al cabo, era cierto el típico lugar común: ¡ese inmenso perro era mi único amigo!
¿Satanás tenía un perro cuando lo arrojaron al infierno? De ser así, el perro tendría que haber ido con él.
—¿Cómo lo hago, Mojo? —le pregunté—. ¿Cómo hace un simple mortal para apresar al vampiro Lestat? ¿O acaso mis compañeros redujeron mi hermoso cuerpo a cenizas? ¿Fue ése el sentido de la visita que me hizo
Marius? ¿Hacerme saber que ya lo habían con sumado? Dios mío... ¿Qué dice la bruja en esa horrenda película? Cómo pudiste hacerle eso a mi hermosa perversidad. Me ha vuelto la fiebre, Mojo. Las cosas se van a tener que arreglar solas. ¡ME VOY A MORIR!
Oh Dios, contempla el sol que invade calladamente las calles sucias, mira cómo mi hermosa Nueva Orleáns despierta bajo la bella luz del Caribe.
—Vamos, Mojo. Hora de entrar. Después podremos descansar al calor.
Pasé por el restaurante que queda frente al viejo Mercado Francés y compré una porción de huesos y carne para él. La amable camarera me llenó una bolsa con sobra s del día anterior y comentó que al perro le iban a encantar. Luego me preguntó si yo no quería el desayuno, si no tenía hambre en esa hermosa mañana invernal.
—Después, querida. —Le entregué un billete grande. Me quedaba el consuelo de que seguía siendo rico. O al menos eso creía. No lo sabría con certeza hasta que no me sentara a la computadora y averiguara las actividades del vil estafador.
Mojo consumió su comida en la cuneta sin emitir ni una protesta.
Eso era un perro. ¿Por qué no habré nacido yo perro?
Ahora bien, ¿dónde diablos quedaba mi departamento? Tuve que detenerme a pensar, deambular dos cuadras y volver  atrás para encontrarlo —enfilándome más a cada instante pese a que el cielo estaba azul y había un sol intenso—, porque casi nunca entraba al edificio desde la calle.
Ingresar en el edificio fue fácil. De hecho, fue sencillo forzar la puerta de la calle Dumaine y volver a cerrarla. Ah, pero ese portón va a ser lo peor, pensé, mientras arras t raba mis pesadas piernas por la escalera, piso tras piso. Mojo esperaba amablemente en los des cansos a que yo llegara detrás de él.

Por último divisé los barrotes del portón, la preciosa luz del sol que caía sobre el pozo de ventilación desde el jardín de la azotea, y el movimiento de las inmensas begonias, que sólo tenían algunos bordes quemados por el frio Pero, ¿cómo iba a abrir esa cerradura? Me hallaba calculando qué herramientas iba a necesitar —¿una pequeña bomba?— cuando me di cuenta de que la puerta de mi departamento, cinco metros más allá, no estaba cerrada.
—¡Dios mío, el canalla ha estado aquí! —susurré—. Maldita sea. Mojo, me han saqueado mi cueva.
Desde luego, también eso podía considerarse como un signo positivo: quería decir que el delincuente aún vivía, que mis compañeros no lo habían ultimado. ¡O sea que aún podía prenderlo! Pateé el portón, con lo cual sólo conseguí un dolor fenomenal en el pie y la pierna.
Luego aferré el portón y lo sacudí sin piedad, pero estaba firme, agarrado a sus antiguas bisagras que yo mismo le había hecho poner. Un fantasma débil como Louis no podría haberlo transpuesto, y mucho menos un mortal. Indudablemente el ser abyecto no lo había tocado sino que había entrado como solía hacerlo yo: bajando de los cielos.
Bueno, basta ya. Búscate unas herramientas y hazlo de prisa. Averigua pronto qué grado de daño te causó.
Giré sobre mis talones, pero en ese preciso instante Mojo se puso en posición de alerta y lanzó su gruñido de advertencia. Alguien se movía dentro del departamento. Un trozo de sombra brincó sobre la pared del hall.
No era el Ladrón de Cuerpos. Eso era imposible, gracias a Dios. Pero, ¿quién?
Al instante se resolvió el misterio. ¡Apareció David! Vestido con traje oscuro de tweed y sobretodo, mi querido David me estudió con su característica expresión de curiosidad desde el extremo del sendero que cruzaba el jardín. No creo que nunca en mi larga vida me haya alegrado tanto el ver a otro mortal.
Pronuncié su nombre en el acto. Luego dije en francés que era yo, Lestat, que por favor me abriera el portón.
No me respondió enseguida. Creo que jamás lo vi tan señorial y dueño de sí mismo, el verdadero gentleman inglés que me miraba sin demostrar en su rostro arrugado nada más que mudo espanto. Miró también al perro.
Luego volvió a estudiarme. Y otra vez al perro.
—¡David, te juro que soy Lestat! —clamé en inglés—. ¡Este es el cuerpo del mecánico! ¡Recuerda la fotografía! James consiguió hacer el cambio. Estoy preso dentro de este físico. ¿Qué puedo decirte para que me creas?
Déjame entrar, por favor.
Siguió inmóvil. Pero de pronto se adelantó hasta el portón con paso decidido y rostro insondable.
Casi me desmayo de la alegría. Yo continuaba aferrado con ambas manos a los barrotes, como si estuviera preso; después me di cuenta de que lo estaba mirando a los ojos, que por primera vez éramos de la misma altura.
—No sabes cuánto me alegro de verte, David —exclamé, nuevamente en francés—. ¿Cómo hiciste para entrar? David, soy Lestat. Soy yo. Me crees, ¿verdad? Reconoces mi voz. David, ¡Dios y el diablo en el bar de París! ¿Quién sabe eso más que yo?
Sin embargo, no reaccionó a mi voz; me miraba a los ojos con la expresión de quien cree oír ruidos lejanos. Pero pronto cambió toda su actitud y vi en él evidentes signos de reconocimiento.
—Gracias al cielo —exclamó con un pequeño y muy británico suspiro.
Sacó un estuche del bolsillo y de él una fina pieza de metal que introdujo en la cerradura. Yo, que conocía bastante el mundo, me di cuenta que se trataba de un implemento de ladrones. Me abrió el portón y luego me tendió los brazos.
Nos dimos un abrazo largo, cálido y silencioso, y a mí me costó un gran esfuerzo no soltar alguna lágrima. No con demasiada frecuencia había tocado a ese hombre. Y la emoción del momento me tomó un tanto desprevenido. Recordé la adormilada tibieza de mis abrazos con Gretchen y por un instante, quizá, no me sentí tan solo.
Pero no había tiempo para disfrutar de ese solaz. Me separé sin muchas ganas y una vez más pensé qué espléndido estaba David. Tan impresionan t e me resultaba, que casi me creía joven como el cuerpo donde me hallaba. Necesitaba runcho a mi amigo.

Todas las pequeña s huellas de la edad, que antes le veía con mis ojos vampíricos, eran invisibles. Las profunda s arrugas parecían ser par te de su expresiva personalidad, lo mismo que !i luz serena de sus ojos. Se lo veía muy vigoroso ahí parado, con su atuendo característico y la cadenita de oro del reloj sobre su chaleco de tweed. Muy aplomado, muy inteligente, muy solemne.
—¿Sabes lo que hizo el hijo de puta? Me jugó sucio y me abandonó. Y mis compañeros también me abandonaron. Louis, Marius. Me volvieron la espalda. Estoy prisionero en este cuerpo, David. Ven, tengo que comprobar si el monstruo robó en mis aposentos.

Corrí hacia la puerta del departamento casi sin oír las pocas Palabras que me contestó David, en el sentido de que no creía que hubiese entrado nadie.
Tenía razón. ¡El canalla no me había desvalijado! Todo estaba exactamente en el mismo lugar, hasta mi viejo sobretodo de pana colgado de un perchero. Estaba el block de papel amarillo donde había hecho unas anotaciones antes de partir. Y la computadora. Ah, tenía que encenderla de inmediato para apreciar la magnitud del robo. A lo mejor mi agente de París, pobre, todavía corría peligro. Debía comunicarme enseguida con él.
Pero me distrajo la luz que entraba por las paredes de vidrio, el apacible esplendor del sol al derramar se sobre sillones y sofás oscuros, sobre la suntuosa alfombra persa con sus guirnaldas de rosas, incluso sobre los pocos cuadros modernos de gran tamaño —todos abstractos furiosos— que hacía mucho había elegido para esas pare des. Me estremecí al contemplar todo eso, maravillándome una vez más de que la iluminación eléctrica no pudiera producir nunca la particular sensación de bienestar que en ese momento me inundaba.
También advertí que había un fuego encendido en la amplia chimenea revestida de cerámicos blancos —obra de David, sin du da—, y me llegó olor a café desde la cocina, habitación en la que rara vez había entrado durante los años que habité esa casa.
En el acto, David balbuceó una disculpa. Ni siquiera había ido a su hotel, por lo ansioso que estaba de encontrarme. Había venido directamente desde el aeropuerto, y sólo salió a comprar unas mínimas provisiones como para pasar la noche de vigilia por si acaso yo daba señales de vida.
—Fantástico. Qué suerte que viniste —dije, y me hizo gracia su cortesía británica. Me alegraba mucho de verlo, y él se disculpaba por haberse puesto cómodo.
Me quité el sobretodo húmedo y me senté ante la computadora.
—Esto me llevará apenas un minuto —anuncié, al tiempo que apretaba las teclas pertinentes—; enseguida te cuento todo. Pero, ¿por qué viniste?
¿Sospechabas lo que pasó?
—Por supuesto. ¿Te enteraste del crimen cometido por un vampiro en Nueva York? Sólo un monstruo pudo haber destrozado esas oficinas.
Lestat, ¿por qué no me llamaste? ¿Cómo no me pediste ayuda?
—Un momento. —Ya salían en pantalla las letras y números. Mis cuentas estaban en orden. Si el sinvergüenza hubiera entrado en el sistema, me habrían aparecido señales preprogramadas por todas partes.
Desde luego, no había manera de saber con certeza que no hubiera atacado mis cuentas en bancos europeos hasta que yo no pudiera entrar en sus sistemas. Y maldición, no me acordaba de las claves; más aún, me estaba costando manejar hasta los comandos más simples.
—En eso él tenía razón —musité—. Me advirtió que mis procesos del pensamiento no serían iguales. —Salí del programa financiero y pasé al Wordstar, el procesador que usaba para escribir, y redacté una nota para mi agente de París, que al instante le envié mediante el módem telefónico.
En ella le pedía un inmediato informe financiero y le recordaba que tomara las mayores precauciones para salvaguardar su vida. Listo.
Me eché contra el respaldo, respiré hondo —lo cual en el acto me produjo un acceso de tos— y noté que David me miraba como si le costara creer lo que veía. De hecho, era casi cómico ver cómo me miraba. Luego posó sus ojos en el  perro, que inspeccionaba el lugar perezosamente y de tanto en tanto me miraba para pedir órdenes.
Lo llamé con un chasquido de dedos y le di un fuerte abrazo. David presenció la escena como si fuera la cosa más rara del mundo.
—Dios santo, estás realmente dentro de ese cuerpo; no suelto ahí adentro, sino amarrado a cada célula.
—A mí me lo dices —me lamenté—. Es horrible. Además, los otros se niegan a ayudarme. Me echaron. —Apreté los dientes con indignación. — ¡Me echaron! —Lancé un rezongo que inadvertidamente excitó a Mojo, motivándolo para venir a lamerme la cara.
"Claro que me lo merezco —dije, acariciando a Mojo—. Eso tiene el trato conmigo. ¡Siempre me hago acreedor a lo peor! La peor deslealtad, la peor traición, el peor abandono. Lestat el villano. Bueno, a este villano lo dejaron totalmente librado a sus propios recursos.
—Me he vuelto loco tratando de comunicarme contigo —aseguró David con tono a la vez discreto y medido—. Tu agente de París juró que no podía ayudarme. Ya había decidido probar suerte en esa dirección de Georgetown. —Señaló el block de papel amarillo. —Gracias a Dios que estás aquí.
—David, mi peor temor es que los demás hayan aniquilado a James y, junto con él, a mi cuerpo. A lo mejor este físico es el único que me queda.
—No, no lo creo —repuso con convincente ecuanimidad—. Tu ladrón ha dejado un rastro muy visible. Pero ven, sácate esa ropa mojada, que te estás resfriando.
—¿A qué te refieres con eso de "rastro"?
—Tú sabes que nosotros nos mantenemos informados de esos crímenes.
Por favor, dame la ropa.
—¿Más crímenes después del de Nueva York? —le pregunté, interesado.
Dejé que me llevara hacia la chimenea, feliz de sentir el calorcito. Me quité el suéter y la camisa húmedos. Por supuesto, en los diversos placares no había ropa que me fuera bien de tamaño. Además, caí en la cuenta de que la valija me la había olvidado la noche anterior en lo de Louis. —Lo de Nueva York fue el miércoles por la noche, ¿verdad?
—Mi ropa te va a andar —dijo David, distrayéndome de mis pensamientos, y se dirigió a una gigantesca maleta que había en un rincón.
—¿Qué pasó? ¿Por qué supones que fue James?
—Tiene que ser —respondió. Abrió la maleta, sacó varias prendas dobladas y luego un traje de invierno muy parecido al que tenía puesto y todavía en su percha, que colocó sobre la silla más próxima. —Toma, ponte esto. Si no, te vas a morir.
—Oh, David —dije, terminando de desvestirme—, estuve a punto de morir en más de una oportunidad. En realidad, mi breve vida de mortal la pasé siempre al borde de la muerte. El cuidado de este cuerpo me produce asco. No sé cómo ustedes aguantan este ciclo interminable de comer, orinar, moquear, defecar ¡y volver a comer! Si tienes fiebre, dolor de
cabeza, ataques de tos y una nariz que te chorrea, ¡se convierte en un infierno! Y los profilácticos, por Dios. ¡Sacarte esas cosas horribles es peor que tener que ponértelas! ¡No sé cómo se me pudo ocurrir que quería embarcarme en esto! Los otros crímenes... ¿cuándo fueron? Es más importante cuándo que dónde.

De nuevo me miraba fijo, tan impresionado que no podía responder. Mojo ahora coqueteaba con él —digamos que lo estaba calificando—, y le lamió amistosamente la mano. David lo acarició con cariño, pero siguió con la mirada posada en mí.
—David —dije, sacándome las medias húmedas—, habíame de los otros crímenes. Dices que James dejó rastros.
—Es todo tan loco. Tengo una docena de fotos de esta cara tuya, pero verte a ti adentro de ella... Nunca lo pude imaginar. En absoluto.
—¿Cuándo atacó por última vez, ese depravado?
—Oh... La última noticia proviene de la República Dominicana. Eso fue... déjame ver... hace dos noches.
—¡República Dominicana! ¿Qué diablos fue a hacer ahí?
—Lo mismo quisiera saber yo. Antes atacó cerca de Bal Harbour, en Florida. En ambas oportunidades fue en un edificio alto, al que ingresó de la misma manera que en Nueva York: atravesando una pared de vidrio. En los tres sitios destrozó los muebles. Arrancó cajas de seguridad empotradas y se llevó oro, piedras preciosas, bonos. Mató a un hombre en Nueva York; el cadáver quedó desangrado por supuesto. Dos mujeres succionadas en Florida y una familia muerta en Santo Domingo, pero allí succionó sólo al padre.
—¡No puede dominar su fuerza! Actúa con la torpeza de un robot.
—Exactamente lo que pensé yo. Lo primero que me llamó la atención fue esa mezcla de destructividad con fuerza bruta. ¡Ese ser es increíblemente inepto! Todo el asunto es muy estúpido. Pero no me explico por qué eligió esos tres sitios para sus robos. —De pronto dejó de hablar y me dio la espalda, casi con timidez.

Me di cuenta de que ya me había quitado toda la ropa y estaba desnudo, lo cual lo volvió extrañamente reservado, a tal punto que casi se sonrojó.
—Aquí tienes medias secas —dijo—. ¿No se te ocurre nada mejor que andar con la ropa empapada? —Me arrojó las medias sin levantar la mirada.
—Yo no sé mucho de nada. Eso es lo que he descubierto. Ahora entiendo por qué te llama la atención lo de los distintos lugares geográficos. ¿Qué necesidad de viajar al Caribe si puede robar todo lo que le dé la gana en los barrios residenciales de Boston o Nueva York?
—Sí, a menos que le esté molestando mucho el frío. ¿Puede ser eso?
—No. El no lo siente tanto. No es lo mismo.
Me agradó ponerme la camisa y los pantalones secos. Esas prendas sí me iban bien, aunque eran un poco amplias, de un estilo pasado de moda, no entalladas como las usaban los jóvenes. La camisa era gruesa y los pantalones pinzados, pero el chaleco lo sentía cómodo, abrigado.
—No puedo atarme el nudo con estos dedos mortales. Pero, ¿por qué me visto así, David? ¿Nunca usas ropa más informal, como se dice ahora?
Dios santo, parece que vamos a un entierro. ¿Por qué tengo que hacerme un lazo alrededor del cuello?
—Porque quedaría muy mal que no lo usaras si te pones traje —me respondió—. Ven, que te ayudo. —Una vez más le noté cierta timidez al acercarse. Comprendí que sentía una gran atracción por mi cuerpo. Mi antiguo físico lo asombraba; éste, en cambio, encendía su pasión.
Mientras lo observaba atentamente y sentía el movimiento de sus dedos haciéndome el nudo de la corbata, tomé conciencia de que yo también experimentaba una profunda atracción Por él.

Recordé cuántas veces había querido tomarlo, estrecharlo en mis brazos, clavarle lenta, tiernamente los incisivos en el cuello, beberle la sangre.
Ahora tal vez podría tenerlo en cierto sentido sin poseerlo, mediante el simple acto humano de enredarme con sus piernas, en cualquier combinación de gestos y abrazos íntimos que a él pudieran gustarle. Y a mí también.
La idea me paralizó y una sensación de frío corrió por mi piel humana. Me sentía unido a él, unido como lo había estado con la infortunada joven a la que violé, con los turistas que paseaban por la nevada ciudad capital, mis hermanos, unido como lo había estado con mi querida Gretchen.
Era tan fuerte esa percepción —la de ser humano y estar con un humano — que, de pronto, y pese a la belleza de la sensación, me dio miedo.
Entonces comprendí que el miedo era parte de la belleza.
Oh, sí, yo era mortal como él. Flexioné los dedos y lentamente enderecé la espalda, con lo cual el estremecimiento se tornó en una sensación erótica al máximo.
Alarmado, David se desprendió bruscamente de mí, tomó el saco de la silla y me ayudó a ponérmelo.
—Tienes que contarme todo lo que te pasó —dijo—. Y tal vez dentro de una hora ya nos confirmen desde Londres si el hijo de puta ha vuelto a atacar.
Estiré el brazo, lo tomé del hombro con mi débil mano mortal, lo atraje hacia mí y le di un beso suave en la cara. Una vez más él dio un respingo.
—Déjate de tonterías —exclamó, como quien amonesta a un niño—.
Quiero que me cuentes todo. Ahora bien, ¿tomaste ya el desayuno?
Necesitas un pañuelo. Aquí tienes.
—¿Cómo vamos a recibir la comunicación de Londres?
—Por fax desde la Casa Matriz al hotel. Ven, vamos a comer algo.
Tenemos todo un día por delante para hacer planes.
—Si es que él ya no está muerto —manifesté con un suspiro—. Dos noches atrás, en Santo Domingo... —Una vez más me inundó una apabullante sensación de desesperanza. El delicioso impulso erótico corría peligro.
David sacó una bufanda larga de lana de la maleta y me la puso al cuello.
—¿No puedes hablar a Londres ahora? —quise saber.
—Es un poco temprano, pero puedo intentarlo.
Encontró el teléfono junto al sofá y durante unos cinco minutos conversó con alguien que estaba del otro lado del océano. Aún no había novedades.
Al parecer, las policías de Nueva York, Florida y Santo Domingo no estaban en comunicación entre sí, pues aún no se había establecido una relación entre los crímenes.
—Enviarán la información al hotel por fax, apenas la reciban __me hizo saber no bien cortó—. Vamos allí. Estoy que me muero de hambre. Me he pasado toda la noche aquí, esperando. Ah, el perro...
¿Qué vas a hacer con ese animal tan espléndido?
—El ya desayunó; se va a quedar muy contento en el jardín de la azotea.
Estás ansioso por irte de aquí, ¿no? ¿Por qué no nos acostamos juntos?
No entiendo.
—¿Lo dices en serio?
Me encogí de hombros.
—Por supuesto. —¿Si lo decía en serio? Ya me estaba empezando a obsesionar con esa simple posibilidad: hacer el amor antes de que ocurriera ninguna otra cosa. ¡La idea me parecía fantástica!
De nuevo se quedó mirándome como en trance.
—¿Te das cuenta de que tienes un físico estupendo? Es decir... supongo que te habrás dado cuenta de que te han dejado un... hermosísimo cuerpo de hombre.
—No olvides que lo revisé muy bien antes de aceptar el cambio. ¿Por qué
no quieres...?
—Has estado con una mujer, ¿verdad?
—No me gusta que me leas los pensamientos. Es mala educación.
Además, ¿eso qué te importa?
—Una mujer a la que amabas.
—Siempre he amado a hombres y mujeres por igual.
—Es un uso ligeramente distinto del verbo "amar". Mira, ahora no podemos hacerlo, así que contrólate. Me tienes que contar todo lo de ese tal James. Nos llevará cierto tiempo preparar el plan.
—El plan. ¿Sinceramente piensas que podemos frenarlo?
—¡Desde luego que sí! —Me hizo señas de que nos fuéramos.
—Pero, ¿cómo? —Ya íbamos saliendo.
—Tenemos que observar la conducta de ese ser para saber cuáles son sus puntos fuertes y débiles. Recuerda también que somos dos contra uno, y que le llevamos una enorme ventaja.
—¿Cuál?
—Lestat, quita de tu mente esas imágenes eróticas y vamos ya. No puedo pensar con el estómago vacío, y es evidente que tú no estás razonando como corresponde.
Mojo se acercó al portón con la intención de seguirnos, pero le dije que se quedara.
Le di un beso cariñoso en el costado de su narizota negra. El se tendió sobre el suelo húmedo y se limitó a mirarnos con cara de desilusión mientras bajábamos la escalera.

El hotel quedaba a escasas cuadras de distancia, y caminar bajo el cielo azul no era desagradable pese al viento helado. Sin embargo, tenía tanto frío que no quise comenzar el relato. Además, el espectáculo de la ciudad a la luz del día me distraía de mis pensamientos.
Una vez más me impresionó la actitud despreocupada de la gente que se veía de día. Todo el mundo parecía bendecido por esa luz, con independencia de la temperatura. Y al contemplar todo aquello sentí que en mí asomaba cierta tristeza, ya que yo no quería permanecer en ese mundo iluminado, por hermoso que fuere.

No; prefería recuperar mi visión sobrenatural. A mí que me den la misteriosa belleza del mundo nocturno. Devuélvanme mi fortaleza y resistencia preternaturales, y con gusto renuncio para siempre a este espectáculo. El vampiro Lestat... c'est moi.
David avisó en la conserjería del hotel que íbamos a estar en el comedor, que de inmediato le alcanzaran allí cualquier cosa que le llegara por fax.
Nos instalamos en una tranquila mesa con mantel blanco, ubicada en una esquina del inmenso salón antiguo, con sus recargados techos de yeso y cortinados de seda, y comenzamos a devorar el abundante desayuno de Nueva Orleáns, que incluía huevos, bizcochos, carnes fritas y mantecosos cereales.
Tuve que confesar que el problema de la comida había mejora do con el viaje al sur. También me estaba resultando más fácil comer, no me atragantaba tanto ni me raspaba la lengua contra mis propios dientes. El café almibarado de mi ciudad natal superaba toda perfección. Y el postre de bananas asadas con azúcar era como para subyugar a cualquier mortal.

Pero a pesar de tantas tentadoras exquisiteces, y del deseo desesperado de recibir pronto noticias de Londres, en ese momento lo que más quería era relatarle a David mi lamentable historia. A cada momento me exigía detalles, me interrumpía con preguntas, de modo que resultó un informe mucho más pormenorizado que el que le di a Louis. y que también me hizo sufrir muchísimo más.
Resultó muy penoso para mí revivir la ingenua conversación que tuve con James en la casa de Georgetown, confesar que no tuve la precaución de desconfiar de él, que había tenido la vanidad de creer que ningún mortal podía burlarse de mí.
Luego vino la vergonzosa violación, el punzante relato del tiempo que estuve con Gretchen, las pesadillas terribles de Claudia, la separación de Gretchen para volver a buscar a Louis, que entendió mal todo lo que le conté, prefirió dar crédito a su propia interpretación, y no me hizo el favor que le pedí.
Gran parte de mi sufrimiento radicaba en que ya no sentía enojo sino un enorme pesar. Pensé en Louis, pero ya no como la imagen del amante cariñoso al que daban ganas de abrazar, sino la de un ángel insensible que me impedía pertenecer al Misterioso Séquito.
—Entiendo por qué se negó —dije, sintiéndome casi incapaz de tratar ese tema—. Supongo que tendría que haberlo previsto. Y te digo con sinceridad: no creo que persista eternamente en esa actitud para conmigo. Lo que pasa es que se entusiasmó con la sublime idea de que debo salvar mi alma. Es lo que él haría. Sin embargo, en cierto sentido él jamás haría eso. Y nunca me comprendió. Nunca. Por eso es que en su libro me describió tantas veces sin llegar al fondo de mí. Si sigo preso en este cuerpo, si él llegara a entender que no pienso irme a la selva de la Guayana Francesa a reunirme con Gretchen, creo que con el tiempo va a ceder. A pesar de que le incendié la casa. A lo mejor demora años... ¡Años dentro de este miserable...!
—Te estás enfureciendo de nuevo. Tranquilo. ¿Y qué es eso de que le incendiaste la casa?
—¡Estaba enojado! —exclamé en un nervioso susurro—. Indignado. N o, ni siquiera ésa es la palabra.
Pensé que en aquella, ocasión no era enojo lo que sentí sino más bien un gran sufrimiento, pero me di cuenta de que no era así. Me puse tan triste que no quise seguir cavilando sobre el tema. Bebí como mejor pude otro vigorizante sorbo de espeso café negro, y pasé a narrar que había visto a Marius a la luz de las llamas. Marius había querido que lo viera. El ya había emitido su juicio, pero yo sinceramente no sabía cuál era.
Una fría desesperanza me dominó, borró todo rastro de enojo en mí, y me quedé apático mirando el plato, el restaurante ya medio vacío, con sus cubiertos relucientes y las servilletas dobladas como sombreritos en cada lugar. Mis ojos siguieron de largo y se posaron en las luces silenciosas del hall, con esa desagradable tenebrosidad que se cernía sobre todas las cosas, y luego en David, que pese a su carácter, su conmiseración y su encanto, no era el ser maravilloso al que habría visto con mis ojos vampíricos sino tan sólo un mortal más, frágil, que vivía al borde de la muerte como yo.
Me sentía alicaído, triste. No podía seguir hablando.
—Escucha, Lestat. No creo que Marius haya destruido a ese ser. No habría ido a mostrarse ante ti, si hubiese cometido ese acto. No puedo imaginar qué piensa ni qué siente alguien como él; no me imagino siquiera lo que piensas tú, y eso que eres uno de mis amigos más queridos de toda la vida. Pero no creo que lo haya hecho. Se presentó ahí para mostrar te su indignación, para negarte ayuda, y ése fue el juicio que emitió. Pero apuesto a que te está dando tiempo para recuperar tu cuerpo. Y recuerda que, cualquiera sea la expresión que le hayas visto, la percibiste con tus ojos humanos.
—Eso ya lo pensé —repuse, desanimado—. ¿Qué otra cosa puedo creer, salvo que mi cuerpo todavía existe y puedo recuperarlo? No sé darme por vencido.
Me obsequió una encantadora sonrisa llena de cariño.
—Tuviste una estupenda aventura —dijo—. Ahora, antes de que pensemos cómo aprehender al ladrón, quiero hacerte una pregunta. Y por favor, no pierdas los estribos. Me doy cuenta de que no sabes cuánta fuerza tienes en este cuerpo, como tampoco lo sabías del otro.
—¿Fuerza? ¿Qué fuerza? Esto no es más que un montón de nervios y ganglios repulsivos, fofos. Ni menciones la palabra "fuerza".
—Tonterías. Eres un robusto y saludable muchacho de unos noventa kilos, sin un gramo de grasa. Te quedan por delante cincuenta años de vida mortal. Por el amor del cielo, toma conciencia de tus privilegios.
—Está bien, está bien. ¡Es hermoso estar vivo! —susurré, para no gritar—.
¡Y hoy al mediodía podría atropellarme un camión por la calle! ¿No ves, David, que me desprecio a mí mismo por no poder soportar estas simples tribulaciones? ¡Odio ser esta criatura débil y cobarde!
Me apoyé en el respaldo y dirigí mis ojos al techo tratando de no toser, llorar ni estornudar, como tampoco de cerrar la mano derecha en un puño porque corría el riesgo de romper la mesa o golpear alguna pared.
—¡Odio la cobardía! —musité.
—Lo sé —convino de buen grado. Me observó unos instantes en silencio; luego se secó los labios con la servilleta y asió la taza del café. — Suponiendo que James todavía ande por ahí con tu viejo cuerpo —dijo luego—, ¿estás totalmente seguro de que quieres re cobrarlo y volver a ser Lestat dentro de ese otro cuerpo?
Me reí para mis adentros.
—¿Cómo quieres que te lo demuestre? ¿Cómo diablos voy a hacer para efectuar de nuevo la transformación? De eso depende que conserve la salud mental.
—Bueno, primero tenemos que ubicar a James. Lo primordial es encontrarlo... No nos daremos por vencidos hasta que no tengamos la certeza de que no se lo puede hallar.
—¡Dicho por ti parece tan fácil! ¿Cómo se hace semejante cosa?
—Shhh, estás llamando la atención sin necesidad —me regañó, con autoridad—. Bebe el jugo de naranja, que te hará falta. Te pido otro.
—No necesito el jugo de naranja y tampoco necesito más cuidados. ¿ De veras sugieres que hay posibilidades de atrapar a ese delincuente?
—Como te dije antes, Lestat, piensa en la limitación más importante que tenías en tu antiguo estado: los vampiros no pueden andar a la luz del día; más aún, de día son seres completamente indefensos. Cierto es que poseen el reflejo de dañar a quienquiera que se atreva a perturbar su descanso. Pero, salvo eso, se hallan indefensos. Y durante unas diez o
doce horas deben permanecer en un mismo lugar. Eso nos da una gran ventaja, máxime porque es mucho lo que sabemos sobre el ser en cuestión. Lo único que necesitamos es la oportunidad de enfrentamos con él y confundirlo bastante como para que se pueda hacer la mutación.
—¿Se lo puede obligar?
—Sí. Se lo puede hacer salir de ese cuerpo el tiempo necesario como para que te metas tú en él.
—Tengo que contarte algo, David. Con este cuerpo no tengo ni un solo poder extrasensorial. Tampoco los tenía cuando era un muchacho mortal.
No creo que pueda... elevarme y salir de este cuerpo. Lo intenté una vez en Georgetown y no pude mover la carne.
—Cualquiera puede hacer ese truco, Lestat; sólo estabas atemorizado. Y aún llevas dentro de ti algo de todo lo que sabías cuando eras vampiro.
Tenías la ventaja de las células preternaturales, sí, pero la mente propiamente dicha no olvida. Es obvio que James trasladó los poderes mentales de un cuerpo al otro, pero seguramente tú también te quedaste con parte de ese conocimiento.
—Sí, reconozco que estaba atemorizado... Después no quise intentarlo más por miedo a no poder volver a entrar en el cuerpo.
—Yo te voy a enseñar a salir del cuerpo y efectuar un ataque concertado sobre James. Recuerda que somos dos, Lestat. El ataque lo haremos juntos tú y yo. Y yo sí tengo notables dones parapsicológicos, para definirlos de una manera sencilla. Puedo hacer muchas cosas.
—David, a cambio de esto seré tu esclavo toda la eternidad. Te daré lo que  pidas. Iré hasta los confínes del universo por ti, con tal de que esto se cumpla.
Titubeó como si quisiera hacer algún pequeño comentario jocoso, pero lo pensó mejor y no dijo nada. Luego prosiguió.
—Empezaremos con la preparación cuanto antes. Pero ahora que lo pienso, me parece que lo mejor es obligarlo a salir de golpe. Yo, eso lo puedo hacer incluso antes de que se dé cuenta de que estás tú allí.
Cuando me vea a mí, no sospechará. Además, puedo ocultarle mis pensamientos. Y ésa es otra cosa que debes aprender: a disimular tus pensamientos.
—Pero, ¿y si te reconoce, David? El sabe quién eres, te recuerda. Me habló de ti. ¿Qué le va a impedir que te queme vivo en el instante en que te vea?
—El lugar donde se realice el encuentro. No se va a arriesgar a originar un gran incendio muy cerca de su persona. Además, vamos a atraerlo a un lugar donde no se atreva a demostrar sus dones, para lo cual habrá que pensarlo todo muy bien. Pero eso puede esperar hasta tanto sepamos cómo hacer para encontrarlo.
—Podemos acercarnos a él en una multitud.
—O cuando esté por amanecer, porque no podrá correr el riesgo de producir un incendio cerca de su cueva.
—Exacto.
—Bueno, hagamos un cálculo aproximado de sus poderes a partir de la información con que contamos.
Dejó de hablar un momento cuando el camarero llegó a la mesa con una de esas hermosas cafeteras bañadas en plata que hay en los hoteles de categoría. Siempre tienen una pátina distinta de la de cualquier platería, y pequeñísimas abolladuras. Observé el brebaje negro que salía por el pico.
En realidad yo observaba varias cosas mientras estaba ahí sentado, pese a lo desdichado que me sentía. El sólo hecho de estar con David me daba esperanzas.
David bebió un sorbo del café recién servido cuando el camarero ya se marchaba; luego metió la mano en el bolsillo de su saco y me entregó un bollito de hojas de papel.
—Son las crónicas que sacaron los diarios acerca de los asesinatos. Léelas con sumo cuidado y dime cualquier cosa que se te cruce por la mente.
La primera, titulada "Homicidio vampírico en el centro", me indignó. Se hablaba allí de la injustificable destrucción que me había mencionado David. Tenía que ser torpeza, destrozar mobiliarios tan tontamente. Y el robo... qué insensatez atroz. A mi representan te le había quebrado el cuello en el acto de beberle la sangre. Más ineptitud.
—Me llama la atención que hasta pueda usar el don de volar —dije, enojado—. Sin embargo, en este caso atravesó la pared en el piso treinta.
—Eso no significa que pueda usar ese poder en grandes distancias.
—Pero entonces, ¿cómo hizo para llegar de Nueva York a Bal Harbour en una noche? Y lo que es más importante, ¿por qué? Si utiliza vuelos comerciales, ¿qué sentido tiene ir a Bal Harbour en vez de Boston, Los Angeles o París? Piensa en cuánto podría robar en un museo importante o un inmenso banco. Lo de Santo Domingo no lo entiendo. Aunque domine el arte de volar, no puede resultarle fácil. Entonces, ¿para qué ir a esos sitios? ¿Querrá atacar en lados muy distintos para que nadie relacione los hechos?
—No. Si sólo buscara el secreto, no actuaría de manera tan espectacular.
Está cometiendo disparates. ¡Se comporta como si estuviera drogado!
—Así es. Y a decir verdad, ésa es la sensación que uno experimenta al principio. Uno se intoxica con los efectos magnificados de los sentidos.
—¿Podría ser que volara por el aire y atacara simplemente en cualquier lugar adonde lo llevara el viento, que no existiera un plan determinado? —preguntó David.
Pensé en la pregunta mientras leía las demás crónicas, muy frustrado por no poder escrutarlas como podría haber hecho con mis ojos de vampiro.
Sí, más torpeza, más estupidez. Cuerpos humanos aplastados con "un instrumento pesado", que desde luego sólo era su puño.
—Le gusta romper vidrios, ¿eh? —dije—. Le agrada sorprender a sus víctimas. Debe disfrutar viendo su miedo. No deja testigos. Roba todo lo que le parece de valor. Y nada de eso es muy valioso. Cómo lo odio. Y sin embargo... yo también he cometido actos igual de terribles.
Recordé las conversaciones con ese depravado. ¡Cómo me dejé engañar por sus modales de caballero! Pero también me vinieron a la mente las descripciones de él que me había hecho David, todo lo que dijo sobre su estupidez y su autodestructividad. Y su torpeza. Cómo pude olvidarlo.
—No —respondí por fin—. No cree que pueda recorrer semejantes distancias. No te imaginas lo aterrador que puede llegar a ser el don de volar. Veinte veces más atemorizante que el viaje fuera del cuerpo. Todos nosotros lo odiamos. Hasta el rugir del viento produce una sensación de impotencia, un abandono peligroso, por así decirlo. hice una pausa. Nosotros conocemos ese vuelo en sueños, quizás porque antes de nacer lo conocimos en algún reino celestial que está más allá de esta tierra. Pero no podemos concebirlo como criaturas mortales, y sólo yo podía saber hasta qué punto me había desgarrado el corazón.
—Prosigue, Lestat, te estoy escuchando. Yo te comprendo.
Lancé un pequeño suspiro.
—Yo aprendí ese don sólo porque me encontraba en manos de un vampiro audaz, que no le temía a nada. Algunos de nosotros nunca lo aprenden. No, no creo que domine el arte. Está viajando por cualquier otro medio, y sólo se desplaza por el aire cuando está cerca de la víctima.
—Sí, eso parece cuadrar con las pruebas. Si supiéramos...
Algo lo distrajo de improviso. Un anciano empleado del hotel, de aspecto amable, había aparecido en una puerta lejana y con enloquecedora lentitud enfilaba hacia nosotros trayendo un sobre grande en la mano.
David sacó de inmediato un billete, y lo tuvo preparado.
—Un fax, señor. Acaba de llegar.
—Ah, muchísimas gracias.
Abrió el sobre.
—Te leo —me anunció—. Cable de noticias proveniente de Miami. Una residencia en lo alto de una colina, en la isla de Curacao. Hora probable: ayer a la noche, pero no se lo descubrió hasta las 4 de la mañana. Cinco personas encontradas muertas.
—¿Dónde carajo queda Curacao?
—Eso es más desconcertante aún. Se trata de una isla holandesa... bien al sur del Caribe. No le veo sentido en absoluto.
Leímos juntos la noticia. Una vez más, al parecer el móvil había sido el robo. El maleante rompió una claraboya para entrar y demolió el contenido de dos habitaciones. Murió una familia íntegra. La perversidad con que actuó dejó aterrada a toda la isla. Fueron hallados dos cadáveres sin sangre, uno de ellos perteneciente a un niñito.
—¡Este canalla no está sólo viajando al sur!
—Hasta en el Caribe hay lugares más interesantes —comentó David—. ¡Pasó por alto toda la costa de América Central! Ven, vamos a buscar un mapa para analizar sus movimientos. Me pareció ver una oficina de turismo en el hall central. Ahí seguramente tienen mapas. Después llevamos todo a tu casa.

El agente de viajes, un señor mayor de voz refinada, con suma amabilidad - buscó unos mapas en el desorden de su escritorio. ¿Curazao?
Sí, en alguna parte tenía unos folletos. De todas las islas del Caribe, no le parecía una de las más atractivas.
—¿Por qué va la gente ahí? —pregunté.
—Bueno, en general no va mucho —confesó, rascándose la calva—. Salvo en los cruceros, por supuesto. En los últimos años han estado haciendo escala en ese puerto. Aquí están. —Me puso en la mano un folleto de un barco pequeño llamado Corona de los Mares, muy bonito en la foto, que recorría todas las islas y hacía su última escala en Curacao antes de emprender el regreso.
—¡Cruceros! —murmuré mirando la ilustración. Mis ojos se posaron luego en los enormes afiches de barcos que había en las paredes de la oficina.
—En su casa de Georgetown tenía muchísimas fotos de barcos —comenté —. David, ¡está viajando por mar! ¿Recuerdas lo que me dijiste acerca de que su padre trabajaba para una empresa naviera? A mí también me mencionó algo así como que quería viajar a Norteamérica en algún transatlántico.
—¡A lo mejor tienes razón! Nueva York, Bal Harbour... —Miró al agente. — ¿Los cruceros suelen hacer escala en Bal Harbor?
—En Port Everglades, que queda muy cerca. Pero no muchos zarpan de
Nueva York.
—¿No paran en Santo Domingo?
—Oh, sí, ése es un lugar habitual. Todos varían su itinerario. ¿En qué tipo de barco está pensando?
David anotó rápidamente las diversas localidades y las noches en que habían ocurrido los homicidios; sin dar ninguna explicación, desde luego.
Pero luego se mostró abatido.
—No —dijo—, veo que es imposible. ¿Qué crucero podría cubrir el trayecto desde Florida hasta Curacao en tres noches?
—Bueno, hay uno —intervino el agente—, que casualmente zarpó este último miércoles de Nueva York. Es el buque insignia de la Línea Cunard,
el Queen Elizabeth II.
—Ese mismo —confirmé yo—. El Queen Elizabeth II, David, el mismo barco que me mencionó. Tú dijiste que su padre...
—Creía que se lo usaba para cruces transatlánticos.
—No en invierno —repuso afablemente el señor—. Recorre el Caribe hasta marzo. Y es quizá el más veloz que existe, pues alcanza veintiocho nudos.
Pero mire, podemos revisar ya mismo el itinerario.
Emprendió otra de esas búsquedas, al parecer inútiles, de papeles en su escritorio, hasta que por último halló un folleto bellamente impreso, que abrió y alisó con la mano.
- * Sí, partió de Nueva York el miércoles. Arribó a Port Everglades el viernes por la mañana, zarpó antes de medianoche y prosiguió rumbo a Curacao, adonde llegó ayer a las cinco de la mañana. Pero no hizo escala en la República Dominicana, así que no sé qué decir le.
—¡No importa; pasó por allí! —exclamó David—. ¡Pasó por la República Dominicana a la noche siguiente! Mira el mapa. No hay duda. Ah, el muy tonto. Prácticamente te lo anticipó, Lestat, con toda esa charla obsesiva.
Va a bordo del Queen Elizabeth, el mismo barco que fue tan importante para su padre, el barco donde el viejo pasó su vida.
Agradecimos calurosamente al hombre sus mapas y folletos, y luego salimos a buscar un taxi.
—¡Es tan típico de él! —comentó David en el auto, camino a mi departamento—. Todo lo que hace ese demente es simbólico. ¿Te conté que lo habían despedido del Queen Elizabeth en medio de un escándalo?
Ah, estuviste tan acertado. Lo suyo es una obsesión, y él mismo te dio la pista.
—Sí, claro que sí. La Talamasca no lo quiso enviar a América en el Queen Elizabeth II. Y eso nunca te lo perdonó, David.
—Lo odio —articuló, con un ardor tal que me sorprendió, aún teniendo en cuenta las circunstancias en las cuales estábamos involucrados.
—Pero en realidad no es una tontería tan grande, David. ¿No ves que es una cosa astuta, diabólica? Es verdad, sin darse cuenta me dio la clave en esas charlas que tuvimos en Georgetown, y eso podemos atribuírselo a su autodestructividad, porque no creo que haya supuesto que yo me iba a dar cuenta. Además, honestamente, si tú no me hubieras mostrado las noticias que publicaron los diarios sobre los otros asesinatos, a lo mejor nunca se me habría ocurrido esa posibilidad.
—Puede ser. A mí me da la impresión de que quiere que lo pesquen.
—No, David. Se está escondiendo. De ti, de mí, de mis compañeros. Oh, es muy inteligente. Digamos que es un brujo abominable, capaz de ocultarse por completo. ¿Y dónde se oculta? En el atestado mundo de mortales que viaja en las entrañas de un buque veloz. ¡Mira su itinerario! Un barco que navega todas las noches. Sólo de día se queda en los puertos.
—Como quieras —admitió David—, pero para mí sigue siendo un idiota.
¡Y vamos a apresarlo! Ahora bien. Me contaste que le habías dado un pasaporte, ¿no?
—A nombre de Clarence Oddbody, pero seguramente no lo uso.
—Pronto lo sabremos. Yo sospecho que subió al buque en Nueva York de la manera habitual. Para él tiene que haber sido muy importante que se lo recibiera con la debida pompa, reservar la suite más cara y llegar hasta la cubierta superior con los ayudantes haciéndole reverencias. Esas suites son enormes, por lo cual no sería nada llamativo tener ahí un baúl inmenso donde esconderse de día. Ningún camarero lo tocaría.
Ya habíamos llegado de nuevo a mi edificio. David sacó unos billetes para pagar el taxi y enseguida subimos.
No bien entramos en el departamento, nos sentamos con los folletos y los recortes de los diarios, y dedujimos el cronograma con que se habían perpetrado los crímenes.
Resultaba obvio que el malhechor había matado a mi agente de Nueva York escasas horas antes de zarpar la nave. Tuvo tiempo de sobra para embarcar antes de las once de la noche. El homicidio próximo a Bal Harbour se había cometido pocas horas antes de amarrar el buque.

Evidentemente utilizaba su capacidad de volar para trayectos cortos, y regresaba a su camarote u otro lugar de escondite antes de la salida del sol.
Para el crimen de Santo Domingo quizá había abandonado el barco  durante una hora y lo alcanzó más adelante, en el trayecto hacia el sur.
Una vez más, esas distancias no eran nada. Ni siquiera necesitaba una visión sobrenatural para localizar al gigantesco paquebote que surcaba el mar. Los asesinatos de Curacao se habían llevado a cabo poco después de levar anclas. Probablemente él volvió al barco menos de una hora después, cargado con su botín.
El buque estaba viajando ahora rumbo al norte. Apenas dos horas antes había fondeado en La Guaira, sobre la costa venezolana. Si esa noche cometía algún crimen en Caracas o sus alrededores, sabríamos con certeza que lo habíamos ubicado, pero no teníamos intención de esperar esa ulterior confirmación.
—Bueno, pensemos un plan —dije—. ¿Nos atreveríamos a embarcamos nosotros mismos en ese barco?
—Tenemos que hacerlo, por supuesto.
—Entonces hay que conseguir pasaportes falsos. Es posible que armemos un gran revuelo. David Talbot no debe quedar implicado y yo no puedo utilizar el pasaporte que él me dio. Además, ni siquiera sé dónde lo dejé.
Tal vez esté todavía en la casa de Georgetown. Sólo Dios sabe por qué puso su propio nombre en ese documento, quizá quiera causarme problemas la primera vez que se me ocurriera Pasar por una aduana.
—Exacto. Yo puedo ocuparme de la documentación antes de irnos de Nueva Orleáns. Ahora bien, no podemos llegar a Caracas antes de las cinco, hora de partida del buque. No. Tendremos que abordarlo mañana en Grenada. Nos queda tiempo hasta las cinco. Es muy probable que haya camarotes disponibles, porque siempre se producen cancelaciones de
último momento y a veces hasta muertes. De hecho, en un barco tan caro como el Queen Elizabeth II siempre hay muertes. Eso James debe saberlo seguro. O sea que, tomando las necesarias precauciones, puede saciar su apetito en el instante que se le ocurra.
—Pero, ¿por qué tiene que haber muertes?
—Por los pasajeros ancianos —respondió David—. Es algo que ocurre en esos viajes. El buque lleva un hospital grande para emergencias. No olvides que un navío de semejante envergadura es un mundo flotante.
Pero no importa. Nuestros investigadores aclararán todo. En seguida me comunico con ellos. Será fácil llegar a Grenada desde Nueva Orleáns, y todavía nos va a quedar tiempo para preparamos.
"Bueno, Lestat, analicemos todo en detalle. Supongamos que enfrentamos a este ser despreciable antes del alba, que conseguimos meterlo de vuelta en este cuerpo y que después no podemos controlarlo. Necesitamos un lugar donde esconder te a ti... un tercer cama rote, reservado bajo otro nombre que no tenga nada que ver con ninguno de nosotros.
—Sí, algo que esté en el medio del buque, en alguna de las cabinas inferiores. No en la de más abajo porque sería demasiado evidente, sino más bien en la mitad, yo diría.
—Pero, ¿con qué velocidad puedes moverte? ¿Podrías bajar en cuestión de segundos hasta esa cubierta?
—Sin duda. Por eso no te preocupes. Y en el camarote tiene que caber un baúl grande. Aunque, en realidad, eso no es funda mental si de antemano he podido colocar una buena cerradura en la puerta, pero no sería mala idea.
—Ah, ya veo, ya veo lo que tenemos que hacer. Tú, descansa, bebe tu café, date una ducha, haz lo que quieras. Yo voy al otro cuarto y hago los llamados necesarios. Como esto tiene que ver con la Talamasca, debes dejarme solo.
—No lo dirás en serio. Quiero escuchar lo que...
—Hazme caso. Ah, y busca quien te pueda cuidar ese bello can (perro) tuyo. ¡Imposible llevarlo con nosotros! Y un perro de ese carácter, no puede quedar abandonado.
Rápidamente se encerró en mi dormitorio para poder hacer por su cuenta los enigmáticos llamados.
—Justo cuando yo empezaba a disfrutarlo... —lamenté.
Salí a buscar a Mojo, que estaba durmiendo en el frío y húmedo jardín de la azotea como si fuera la cosa más natural del mundo. Lo llevé a casa de la mujer de la planta baja. De todos mis inquilinos, era la más afable, y seguramente le vendrían bien doscientos dólares por alojar a un perro manso.

Apenas se lo sugerí, se mostró fuera de sí de alegría. Dijo que Mojo podía usar el patio trasero del edificio, que a ella le hacía falta el dinero y la compañía, y que yo era muy bueno. Tanto como mi primo, el señor de Lioncour t, una especie de ángel guardián suyo que nunca se molestaba en cobrar los cheques con que ella le pagaba el alquiler.
Subí de nuevo al departamento y me encontré con que David seguía con su trabajo y no me dejaba escuchar. Me pidió que preparara café, cosa que por supuesto yo no sabía hacer. Bebí el café viejo y llamé a París.
Me atendió mi representante. Dijo que estaba a punto de enviarme el informe por mí solicitado. Todo andaba bien. No había habido más intentos de robo por parte del ladrón misterioso. El último había ocurrido la noche del viernes. A lo mejor se había dado por vencido. Una cuantiosa suma de dinero me aguardaba en mi banco de Nueva Orleáns.
Le reiteré todas las precauciones que debía tomar y le dije que pronto lo volvería a llamar.
Noche del viernes: quería decir que James había hecho el último intento de robo antes de que el Queen Elizabeth II zarpara de los Estados Unidos.
Mientras iba a bordo, no tenía modo de robar por computadora. Y sin duda no planeaba hacerle daño a mi agente de París. Eso, si es que se contentaba con sus breves vacaciones en el Queen Elizabeth. Nada le impedía abandonar el barco cuando quisiera.
Volví a la computadora e intenté ingresar en las cuentas de Lestan Gregor, la persona que supuestamente le había girado los veinte millones al banco de Georgetown. Tal como suponía, Gregor aún existía pero prácticamente no le quedaba ni un centavo. Saldo de su cuenta: cero. Los veinte millones girados a Georgetown para que los usara Raglán James de hecho habían regresado al señor Gregor el viernes al mediodía, pero de inmediato fueron retirados de su cuenta. La extracción se había organizado la noche anterior. El viernes a las titee el dinero ya se había ido por algún camino imposible de rastrear. Toda la operación figuraba ahí, grabada en diversos códigos numéricos y terminología bancaria, que cualquier tonto podía ver.

Y por cierto había un tonto mirando la pantalla en ese preciso instante.
El abyecto individuo me había advertido que sabía robar mediante la computadora. Sin duda le había sonsacado información a la gente del banco de Georgetown, o bien había violado sus mentes confiadas valiéndose de la telepatía, con el fin de averiguar las claves cifradas que le hacían falta.
Fuese como fuere, él ahora contaba con una fortuna que antes era mía, por lo cual lo odiaba mucho más. Lo odiaba porque había matado a mi agente de Nueva York. Lo odiaba porque en el mismo acto destrozó mis muebles, y por robarse todo lo demás de la oficina. Lo odiaba por su mezquindad y su intelecto, su crudeza y su osadía.
Me quedé bebiendo el café viejo y pensando en lo que nos esperaba. Por supuesto, comprendía lo que había hecho James, por estúpido que pareciese. Supe desde el primer momento que, en su caso, el hecho de robar tenía que ver con ansias no saciadas de su alma. Y el Queen Elizabeth II había sido el mundo de su padre, el mundo de donde, por habérselo sorprendido robando, se lo había expulsado.
Oh, sí, expulsado, tal como mis compañeros hicieron conmigo. Y qué ansioso por regresar con sus nuevos poderes y su nueva riqueza debe haber estado. Probablemente lo había planeado con lujo de detalles no bien fijamos fecha para efectuar la transmutación. Sin duda, si yo lo hubiera hecho esperar, él habría tomado el barco en algún puerto más adelante. En cambio así, pudo iniciar el viaje a escasa distancia de Georgetown y aprovechó para dar muerte a mi representante antes de zarpar.
Ah, lo recuerdo sentado en esa oscura cocina de Georgetown, mirando a cada rato su reloj. Es decir, este reloj.
David salió por fin del dormitorio, anotador en mano. Estaba todo arreglado.
—No viaja ningún Clarence Oddbody en el Queen Elizabeth, pero un misterioso inglés joven, de nombre Jason Hamilton, reservó la lujosa suite Reina Victoria apenas dos días antes de que el buque zarpara de Nueva York. Por el momento debemos suponer que se trata de nuestro hombre.
Recibiremos más información antes de llegar a Grenada. Nuestros detectives ya se encuentran trabajan do.
"Para nosotros tenemos reservadas dos suites en la misma cubierta que el amigo misterioso. Nos embarcaremos mañana antes de las diecisiete, que es la hora de zarpar.
"El primero de los vuelos que deberemos tomar parte de Nueva Orleáns dentro de tres horas. Por lo menos una de esas horas la necesitamos para conseguir los pasaportes. Nos los proporcionará un señor que me fue sumamente recomendado y ya nos está esperando. Aquí está la dirección.
—Excelente. Yo tengo aquí suficiente dinero en efectivo.
—Muy bien. Bueno, uno de nuestros investigadores se reunirá con nosotros en Grenada. Se trata de un hombre muy hábil, que durante años ha trabajado conmigo. El reservó el tercer camarote, interno, en la cubierta cinco. Y se las va a ingeniar para entrar en el camarote modernas armas de fuego, como también el baúl que vamos a necesitar después.
—Esas armas no son nada para un hombre que habite en mi viejo cuerpo.
Pero después, por supuesto...
—Exacto —dijo David—. Después de hacerse el cambio, me hará falta un arma para protegerme de este hermoso cuerpo joven que está aquí. —Me señaló con un gesto. —Siguiendo con el plan, luego de embarcarse con todas las de la ley, mi investigador saldrá subrepticiamente pero nos dejará las armas en el camarote. Nosotros cumpliremos con el procedimiento de rigor para embarcarnos, usando los nuevos documentos de identidad. Ah, y ya elegí nuestros nombres, no me quedó  más remedio. Espero que no te moleste. Tú serás Sheridan Blackwood, un norteamericano. Yo, un cirujano inglés jubilado, Alexander Stoker. En estas pequeñas misiones, siempre lo mejor es pasar por médico. Ya vas a ver.
—Me alegro de que no hayas elegido H.P. Lovecraft —dije, exagerando un suspiro de alivio—. ¿Tenemos que irnos ya?
—Sí. Ya pedí el taxi. Antes de partir debemos comprar alguna ropa veraniega; si no, vamos a parecer ridículos. No hay un minuto que perder.
Y ahora, si con esos fuertes brazos me ayudas con esta maleta, te quedaré eternamente agradecido.
—Qué desilusión.
— ¿Por qué? —Se detuvo, me miró y casi en el acto se ruborizó, como le había sucedido antes. —Lestat, no tenemos tiempo para esas cosas.
—Suponiendo que nos salga todo bien, quizá ésta sea nuestra última oportunidad, David.
—De acuerdo; esta noche tendremos tiempo de sobra para hablar de ese tema en el hotel de la playa de Grenada. Según lo rápido que aprendas tus lecciones sobre proyecciones astrales, por supuesto- Y ahora, muestra por favor algo de vigor juvenil de tipo constructivo y ayúdame con la maleta. Tengo setenta y cuatro años.
—Espléndido. Pero antes de partir quiero saber algo.
— ¿Qué?
— ¿Por qué me estás ayudando?
—Pero si lo sabes, por el amor del cielo.
—No, no lo sé.
Me miró con aire severo un largo instante.
—Porque te tengo cariño —respondió luego—. No me importa en qué cuerpo estés. En verdad te lo digo. Pero te confieso que ese atroz Ladrón de Cuerpos, como tú le llamas, me aterra enormemente.
"Es un necio y siempre provoca su propia ruina. Pero esta vez creo que tienes razón. No tiene tantas ganas de que lo apresen, si es que alguna vez las tuvo. Cuenta con que todo le va a salir bien y quizá pronto se canse del Queen Elizabeth. Por eso debemos actuar. Bueno, recoge ya la maleta. Yo casi me mato subiéndola por la escalera.
Le obedecí.
Pero sus palabras cargadas de afecto me ablandaron, me entristecieron un poco, y en el acto mi mente se pobló con una serie de imágenes fragmentarias de todas las pequeñas cosas que podíamos haber hecho en la cama grande y muelle del otro cuarto.
Pero, ¿si el Ladrón de Cuerpos ya había saltado del barco? ¿Y si ya se lo había destruido esa misma mañana, tras haberme mirado Marius con tal desprecio?
—Después seguiremos viaje a Río —anunció David, que ya se dirigía hacia el portón—. Llegaremos justo para el carnaval. Será una linda vacación para los dos.
— ¡Me muero si tengo que vivir tanto! —exclamé, mientras me ponía delante de él para bajar la escalera—. Lo que pasa contigo es que te has acostumbrado a ser humano porque lo eres desde hace tanto tiempo.
—Ya estaba habituado cuando tenía dos años de edad —fue su comentario.
—No te creo. Hace siglos que vengo observando a los seres humanos de dos años y te digo que son infelices, David. Corren por todas partes, se caen, viven gritando. ¡Odian ser humanos! A esa altura ya saben que se trata de una especie de juego sucio que les han hecho.

Se rió para sus adentros pero no me contestó. Tampoco quería mirarme. Cuando, llegamos a la calle ya nos estaba esperando el taxi.

20

El viaje en avión habría sido otra pesadilla, pero como estaba tan cansado, dormí. Habían pasado veinticuatro horas desde la última vez que descansé en brazos de Gretchen, y lo cierto es que caí en un sueño tan profundo que, cuando David me despertó para cambiar de avión en Puerto Rico, no sabía dónde estábamos ni qué hacíamos. Y hasta hubo un
momento en que me pareció totalmente normal estar dentro de este físico grande y pesado, en estado de confusión e irreflexiva obediencia a las órdenes de David.

No salimos a la parte exterior del aeropuerto para el cambio de aviones y más tarde, al aterrizar por fin en el pequeño aeródromo de Grenada, me sorprendió la deliciosa calidez del Caribe y el cielo esplendoroso del atardecer.
Todo el mundo parecía cambiado por el suave bálsamo de las brisas que nos recibieron. Me alegré de haber hecho la incursión por los negocios de la calle Canal de Nueva Orleáns, porque la gruesa ropa de lana que teníamos era inadecuada. Mientras el taxi nos llevaba por un camino angosto y desparejo hacia el hotel situado en la playa, me deslumbraron los hibiscos rojos tras las pequeñas cercas de las casas, el bosque lujuriante que nos rodeaba, los elegantes cocoteros inclinados sobre las destartaladas casas de las laderas, y sentí ansias de ver, no ya con la limitada visión mortal, sino con la luz mágica del sol de la mañana.
Sin lugar a dudas, haber efectuado la transformación en el frío espantoso de Georgetown había tenido algo de penitencia. No obstante, si rememoraba la experiencia, la bellísima nieve blanca, la tibieza de la casa de Gretchen, no me podía quejar. Pero esa isla del Caribe me parecía el mundo verdadero, el mundo para los que realmente estaban vivos. Y me maravillé, como siempre me ocurría en esas islas, de que pudieran ser tan hermosas, tan cálidas, tan extremadamente pobres.
La pobreza se veía por doquier, en las casuchas de madera construidas sobre pilotes, en los peatones a los costados del camino, en los autos viejos y herrumbrados, en la carencia total del menor signo de riqueza, todo lo cual contribuía a crear una impresión extraña para el visitante y era señal de una existencia dura para los nativos, que nunca habían podido reunir dinero como para salir de ese lugar ni siquiera por un solo  día.
El cielo de la noche era de un azul intenso, como suele serlo en esa parte del mundo, incandescente como lo es a veces el de Miami, mientras en el lejano borde del mar fulgurante las nubecitas blancas dan al panorama el mismo aspecto puro y espectacular. Fascinante, y eso no era más que una mínima partícula del gran Caribe. ¿Cómo se me pudo ocurrir nunca habitar en otros climas?
El hotel era apenas una polvorienta casa de huéspedes de estuco blanco con oxidados techos metálicos. Lo conocían sólo unos pocos británicos, era muy tranquilo y contaba con un ala de anticuadas habitaciones que daban a las arenas de la playa Grand Anse. Disculpándose porque los acondicionadores de aire estuvieran des compuestos, y por el escaso
tamaño de las habitaciones —deberíamos compartir un cuarto con camas gemelas (casi me da un ataque de risa, mientras David levantaba los ojos al cielo como quejándose de su suerte)—, el propietario nos mostró que el ruidoso ventilador de techo levantaba una hermosa brisa. En las ventanas, viejos postigos con persianitas. Los muebles eran de mimbre blanco, y el piso, de viejas cerámicas.

A mí me pareció simpático, pero sobre todo por el calor dulce del aire que nos rodeaba, por el trozo de jungla que crecía alrededor de la edificación, con sus inevitables hojas de bananero y coronas de novias. Ah, qué bella enredadera. Yo debería tener por norma no 'vivir en ninguna parte del mundo donde no creciese esa enredadera.
En el acto empezamos a cambiarnos la ropa. Me quité las prendas de lana y me puse la camisa y el pantalón finos que antes de partir había comprado en Nueva Orleáns. Me puse también un par de zapatillas blancas y decidí no perpetrar un atentado sexual en la persona de David, que se cambiaba dándome la espalda. Luego salí, me interné bajo los cocoteros arqueados y bajé a la playa.

La noche era sumamente plácida. Me volvió todo el amor por el Caribe y recuperé también recuerdos alegres y dolorosos. Pero ansiaba ver esa noche con mis viejos ojos, ver más allá de la penumbra cada vez más densa y el manto de sombra que cubría las colinas. Deseaba fervientemente contar con mi sentido preternatural de la audición y captar las suaves canciones de la selva, pasear con velocidad vampírica por lo alto de las montañas para hallar las pequeñas cascadas y valles secretos cómo sólo podía hacerlo el vampiro Lestat.
Experimenté una tristeza abrumadora. Y quizá por primera vez comprendí que todo lo que había soñado sobre la vida mortal había sido mentira. No era que la vida no fuese mágica, que la creación no fuese un milagro, que el mundo no fuese fundamentalmente bueno. El problema era que siempre tomé con tanta naturalidad mis pode res misteriosos, que no me di cuenta del privilegio que significaban. No evalué mis facultades en su justa importancia. Y ahora las quería recuperar.
Había fracasado, ¿no es así? ¡La vida mortal tendría que haber sido suficiente! Alcé la mirada y contemplé las estrellitas, tan crueles como indignas guardianas, y oré a los dioses enigmáticos que no existen para comprender.
Pensé en Gretchen. ¿Habría llegado ya a las selvas y estaría con todos los enfermos que añoraban el consuelo de sus caricias? Qué pena no saber dónde se encontraba.
A lo mejor ya estaba trabajando en el dispensario, con brillantes frasquitos de medicamentos, o bien desplazándose a aldeas vecinas cargada de milagros en su mochila. Recordé la felicidad con que me describió la misión. Evoqué el ardor de esos abrazos, la soñolienta sensación de dulzura, el consuelo que me brindó esa pequeña habitación.
Una vez más vi caer la nieve tras los vidrios de las ventanas. Vi los ojazos castaños posados en mí, oí el ritmo pausado de las palabras femeninas.
Y de nuevo reparé en el azul intenso del cielo nocturno sobre mi cabeza.
Sentí la brisa que avanzaba sobre mí lo mismo que sobre el agua, y pensé en David; en David que estaba ahí, conmigo.
Lloraba cuando me tocó el brazo.
Por un instante no pude distinguir sus facciones. La playa estaba a oscuras y era tan imponente el ruido de las olas, que nada parecía funcionarme como debía. Después me di cuenta de que era David el que me miraba. Vestido con camisa blanca de algodón, pantalones veraniegos y sandalias, conseguía estar siempre elegante aun con ese atuendo.
Amablemente me pidió que volviera a la habitación.
—Llegó Jake —dijo—, nuestro hombre de México. Creo que deberías regresar.
El ventilador de techo producía ruido al funcionar, y el aire atravesaba los postigos cuando entramos en el deslucido cuartito. Los cocoteros dejaban escapar un golpeteo agradable, sonido que subía y bajaba con la brisa.
Jake estaba sentado en una de las angostas y vencidas camitas. Se trataba de un individuo alto, delgado, de pantalones cortos color caqui y remera blanca, que fumaba un oloroso cigarro. Tenía la piel muy bronceada, y una mata informe de tupido pelo rubio entrecano. Su pose era totalmente relajada pero, tras esa fachada, se advertía un ser sumamente atento y desconfiado. Su boca formaba una perfecta línea recta.
Nos dimos la mano y él apenas disimuló el hecho de que me estaba mirando de arriba abajo. Ojos rápidos, sigilosos, parecidos a los de David aunque más pequeños. Sólo Dios sabe lo que vio.
—Bueno, las armas no serán problema —declaró con evidente acento australiano—. En los puertos como éste no hay detectores de metal. Yo me embarcaré a eso de las diez de la mañana; les dejo el baúl y las armas en su camarote de la cubierta cinco y me reúno con ustedes en el Café Centaur, de St. George. Espero que sepas lo que estás haciendo, David, con esto de hacer entrar armas de fuego al Queen Elizabeth II.
—Por supuesto que lo sé —respondió David cortésmente, con una sonrisita divertida—. Bien, ¿qué averiguaste sobre nuestro hombre?
—Ah, sí, Jason Hamilton. Uno ochenta de estatura, tez oscura, pelo rubio más bien largo, ojos azules, penetrantes. Un tipo misterioso. Muy británico, muy gentil. Se corren muchos rumores sobre su verdadera identidad. Deja cuantiosas propinas, duerme de día y al parecer no baja del barco cuando éste toca puerto. Todas las mañanas entrega al camarero unos paquetitos para que envíe por correo. Eso lo hace muy temprano y después ya desaparece por todo el día. No hemos podido averiguar a qué casilla de correo los remite, pero pronto lo sabremos.
Hasta ahora nunca apareció a comer por el restaurante del barco. Se comenta que está gravemente enfermo, pero de qué, no se sabe. Por otra parte, es la imagen de la salud, lo cual sólo contribuye a ahondar el misterio. Es un hombre de buena planta, y usa ropa muy llamativa, al parecer. Juega fuerte a la ruleta y baila durante horas con las mujeres.
Más concretamente, parecen gustarle las viejas. Por ese sólo dato podría despertar sospechas, si no fuera tan rico. Pasa mucho tiempo recorriendo el barco y nada más.
—Excelente. Es justo lo que me interesaba saber —acotó David—. Tienes nuestros boletos, ¿no?
El hombre señaló un sobre de cuero negro sobre la cómoda de mimbre.
David revisó su contenido e hizo luego un gesto de asentimiento.
—¿Muertes que haya habido hasta ahora en el barco? —quiso saber.
—Ah, eso es sugestivo. Se han producido seis desde que partió de Nueva York, lo que es un poco más de lo habitual. Todas mujeres mayores y, al parecer, de insuficiencia cardíaca. ¿Es éste el tipo de datos que querías?
—Por cierto —contestó David.
El "traguito", pensé yo.
—Ahora tendrías que echar un vistazo a estas armas —prosiguió Jake— y saber manejarlas. —Tomó un gastado bolso de lona que había en el piso, el tipo de bolso en el que uno guardaría armas caras, supuse. Sacó de él un revólver grande Smith & Wesson y una pistolita automática del tamaño de la palma de mi mano.
—Sí, a éste lo conozco —aseguró David, tomando el revólver y apuntando al suelo—. Ningún problema. —Le sacó el cargador y luego volvió a ponérselo. —Pero ruega que no tenga que usarlo. Haría un ruido infernal.
Luego me lo pasó.
—Pálpalo, Lestat —dijo—. Lamentablemente no habrá tiempo para practicar. Yo pedí uno que tuviera gatillo sensible.
—Y éste lo tiene —afirmó Jake, mirándome sin simpatía—, así que tengan cuidado.
—Qué objeto inhumano —comenté. Era muy pesado. Un objeto de destructividad. Hice girar el tambor. Seis balas. Le noté un olor raro.
—Ambos son calibre treinta y ocho —explicó el hombre con cierto desdén. Luego me mostró una cajita de cartón.— Aquí tienen munición suficiente para lo que sea que vayan a hacer en este barco.
—No te aflijas, Jake —manifestó David en tono firme—. Las cosas saldrán a la perfección. Y gracias por tu habitual eficiencia. Ahora ve y pasa una velada agradable en la isla. Te veo en el Café Centaur antes del mediodía.
El tipo me dirigió una mirada de desconfianza, asintió con un gesto, recogió las armas y las municiones —que volvió a guardar en el bolso— y nos dio la mano, primero a mí y luego a David. Acto seguido se marchó.
Aguardé hasta que se hubiera cerrado la puerta.
—Creo que no le caigo bien —dije—. Me culpa de que te haya involucrado en una especie de crimen sórdido.
David dejó escapar una breve risa.
—He estado en situaciones mucho más comprometidas que ésta — expresó—. Y si me preocupara por lo que piensan de nosotros nuestros detectives, hace muchísimo que me habría jubilado. Ahora bien ¿qué conclusiones podemos sacar de esta información?
—Bueno, que se está alimentando con las ancianas, y robándolas también.
Envía el botín en encomiendas pequeñas para no despertar sospechas. Lo que hace con los objetos de más tamaño nunca lo sabremos. A lo mejor los arroja al mar. Yo supongo que debe tener más de una casilla de correo, pero eso no nos concierne.
—Correcto. Ahora echa llave a la puerta, que ya es hora de practicar algo de brujería. Después vendrá una regia cena. Tengo que enseñar te a ocultar tus pensamientos. Jake pudo leerte con toda facilidad. Lo mismo puedo yo. Si no, el Ladrón de Cuerpos advertirá tu presencia aunque esté doscientas millas mar adentro.
—Yo lo hacía mediante un acto de voluntad cuando era Lestat —aduje—.
Ahora no tengo ni la más mínima idea de cómo se hace.
—De la misma forma. Vamos a practicar hasta que ya no pueda leerte ni una sola imagen o palabra. Después nos dedicaremos al tema de viajar fuera del cuerpo. —Miró la hora, gesto que de pronto me hizo recordar a James en aquella cocina. —Pon el cerrojo. No quiero que después aparezca ninguna camarera.
Le obedecí. Tomé asiento en la cama frente a David, que había adoptado una actitud serena aunque dominante. Se arremangó los puños de la camisa almidonada y pude verle el vello oscuro de los brazos. Por el cuello desprendido de la camisa también le asomaba vello oscuro, matizado apenas por algo de gris, como ocurría con su barba. Me resultó imposible creer que tuviera setenta y cuatro años.
—Eso te lo pesqué —comentó, enarcando las cejas—. Te adivino demasiado. Bueno, escucha lo que te digo. Hazte a la idea de que tus pensamientos no deben salir de ti, que no intentarás comunicarte con otros seres por medio de gestos faciales, ni lenguaje del cuerpo de tipo alguno. Créate la imagen de tu mente cerrada, si es preciso. Sí, así está bien. Has puesto la mente totalmente en blanco. Hasta te cambió un tanto la expresión de los ojos. Perfecto. Ahora voy a tratar de leerte. Sigue igual.

Al cabo de cuarenta y cinco minutos ya dominaba bastante bien la técnica, pero no podía leer en absoluto los pensamientos de David por más que él tratara de proyectármelos. Dentro de este cuerpo, yo no tenía las facultades parapsicológicas de antes. Pero al menos había logrado ocultar los míos, y eso era vital. Seguimos practicando la noche entera.
—Ahora estamos listos para empezar con el viaje incorpóreo —anunció luego.
—Eso va a ser un infierno. No creo que pueda salir de este cuerpo. Como ves, no tengo tus dones.
—Pamplinas. —Se distendió un poco, cruzó los tobillos y se puso más cómodo en el sillón. Pero de alguna manera, con independencia de lo que hiciera, nunca perdía el tono de maestro, de autoridad, de sacerdote.
Estaba implícito en su gesticulación, pero sobre todo en su voz. —Acuéstate en la cama, cierra los ojos y escucha bien lo que te digo.
Hice lo que me indicaba. Y de inmediato me sentí adormilado. Su voz, pese a la suavidad, adquirió un tono más perentorio, como la de un hipnotizador que me instaba a relajarme, a visualizar un doble espiritual de esta forma humana.
—¿Debo representarme la imagen de mí mismo dentro de este cuerpo?
—No; no hace falta. Lo que importa es que tú, tu mente, tu alma, tu yo se vinculen con la forma que visualizas. Ahora imagínala acorde con tu cuerpo, y luego imagina que deseas sacarla de tu cuerpo, ¡que tú quieres elevarte!
Durante treinta minutos continuó con sus pausadas instrucciones, reiterando en su propio estilo las lecciones que durante milenios han enseñado los sacerdotes a los iniciados. Yo conocía la vieja fórmula, pero también conocía la total vulnerabilidad mortal, una aplastante conciencia de mis propias limitaciones y un miedo paralizante.
Llevábamos quizá cuarenta y cinco minutos practicando, cuan do por fin alcancé el sutil estado vibratorio en la cúspide del sueño. De hecho, tuve la sensación de que mi cuerpo entero se convertía en ese estado vibratorio ¡y nada más! Y justo cuando me daba cuenta de ello, cuando podría haber hecho algún comentario, sentí de pronto que me desprendía
y comenzaba a elevarme.

Abrí los ojos, o al menos pensé que lo hacía. Vi que flotaba justo encima de mi cuerpo; después no vi ni siquiera el cuerpo de carne y hueso.
"¡Sube!", me dije, ¡y al instante llegué al techo con la levedad y la rapidez de un globo lleno de gas! No me costó nada darme vuelta y mirar hacia abajo, toda la habitación.
¡Había llegado más arriba de las aspas del ventilador! Y allá abajo se encontraba dormida la forma humana donde con tanto sufrimiento había morado todos esos días. Tenía los ojos cerrados, lo mismo que la boca.
Vi a David sentado en el sillón de mimbre, su tobillo izquierdo apoyado sobre el derecho, las manos laxas sobre sus muslos mientras contemplaba al hombre dormido. ¿Se habría dado cuenta de que lo logré?
No alcanzaba a oír las palabras que él pronunciaba. Lo cierto es que yo parecía estar en una esfera totalmente distinta de la de esas dos siluetas sólidas, si bien me sentía total y absolutamente yo mismo.
¡Qué placentera sensación! Se parecía tanto a la libertad de que gozaba como vampiro, que me dieron ganas de llorar. Sentí pena por las dos figuras solitarias de allá abajo. Quise traspasar el techo e internarme en la noche.
Lentamente ascendí, atravesé el techo del hotel, me desplacé y fui a quedar sobre la arena blanca.
Pero ya era suficiente, ¿no? El miedo me atenaceó, el miedo que me invadía antes, cuando realizaba el mismo truco. ¡Qué era lo que me mantenía vivo en ese estado! ¡Necesitaba mi cuerpo! En el acto me desplomé a ciegas y regresé a la carne. Me desperté con un intenso cosquilleo y miré a David, que me devolvió la mirada.
—Lo hice —declaré. Me llenó de espanto verme otra vez rodeado de carne y piel, sentir que los dedos de mis pies cobraban vida dentro de los zapatos. ¡Dios santo, qué experiencia! Y tantos mortales habían tratado de describirla. Y tantos más, en su ignorancia, no creían que semejante cosa pudiera ocurrir.
—Acuérdate de ocultar tus pensamientos —me advirtió él de improviso—.
Olvídate del entusiasmo, y ¡cierra tu mente con llave!
—De acuerdo.
—Ahora hagámoslo de nuevo.
A medianoche —unas dos horas después— ya había aprendido a elevarme a voluntad. En realidad, eso era como una adicción: la sensación de liviandad, ¡el ascenso como una exhalación! La deliciosa capacidad de atravesar paredes y techos; y después, el repentino retorno. Producía un placer palpitante, puro, luminoso, como el erotismo de la mente.
—¿Por qué no puede el hombre morir de esta manera, David? Es decir, ¿por que no puede simplemente abandonar la tierra y elevarse así hasta los cielos?
—¿Es que viste alguna puerta abierta, Lestat?
—No —repuse amargamente—. Vi este mundo. Tan bello, tan claro. Pero era este mundo.
—Ahora ven, que debes aprender a realizar el ataque.
—Pensé que de eso te encargarías tú. Que de un golpe lo ibas a obligar a salir del cuerpo y...
—Sí, pero ¿si me detecta antes, no me da tiempo de hacerlo y me convierte en una hermosa hoguera? ¿Qué pasaría? No; tú también debes aprender el ardid.
Eso fue mucho más difícil, pues requería lo contrario de la pasividad y relajación que habíamos empleado antes. Tenía que orientar toda mi energía sobre David con el declarado propósito de obligarlo a salir de su cuerpo —fenómeno que no se me permitiría ver realmente— y luego entrar yo en él. La concentración que me exigía era pavorosa. El cálculo del tiempo, fundamental. Y los repetidos esfuerzos me produjeron un nerviosismo tan agotador como el de la persona diestra que trata de escribir a la perfección con la izquierda.

Más de una vez estuve a punto de derramar lágrimas de ira y frustración.
Pero David se mostró inflexible: debíamos continuar porque eso se podía hacer. No, de nada serviría una medida doble de whisky. No, no comeríamos hasta más tarde. Tampoco podíamos suspender para ir a caminar por la playa o darnos un chapuzón.
La primera vez que lo logré quedé estupefacto. Avancé a toda velocidad hacia David y sentí el impacto de la misma manera puramente mental en que sentía la libertad del vuelo. Después ya estuve dentro de él, y durante una fracción de segundo me vi a mí mismo a través de las lentes oscuras de los ojos de mi amigo.
Luego experimenté una estremecedora desorientación y un golpe invisible, como si alguien me hubiera apoyado una mano enorme sobre el pecho. Comprendí que él había vuelto y me echaba. Me encontré revoloteando en el aire y por fin de regreso en mi propio cuerpo bañado en transpiración, soltando risas histéricas de la emoción y la fatiga total.
—Eso es todo lo que necesitamos —dijo—. Ahora sé que podemos llevar a cabo el plan. ¡Vamos, otra vez! Lo haremos veinte veces, si es necesario, hasta que nos salga sin errores.
Al quinto ataque que salió bien, permanecí dentro de su cuerpo durante treinta segundos enteros, totalmente fascinado por los diversos sentimientos concomitantes que me invadieron: las piernas más livianas, la visión más defectuosa y el sonido peculiar de mi voz al salir de su garganta. Bajé la mirada, vi sus manos —delgadas, surcadas por venitas— ¡y eran mis manos! Qué difícil me resultaba dominarlas. Incluso una de ellas tenía un marcado temblor que antes jamás le había notado.
Luego vino el sacudón y me encontré volando hacia arriba; luego la caída en picada y entrar de vuelta en el cuerpo de veintiséis años.
Lo habremos hecho unas doce veces antes de que David me anunciara que había llegado el momento de que él resistiera mi embate.
—Ahora debes atacarme con mucho más decisión. ¡Tu objetivo es recuperar el cuerpo! Y seguramente te opondrán resistencia.
Luchamos por espacio de una hora, hasta que por fin, cuando Pude hacerlo salir de su cuerpo y mantenerlo afuera durante diez segundos, aseguró que ya era suficiente.
—El no te mintió en eso de que tus células te iban a reconocer.
Te recibirán y tratarán de retenerte. Cualquier humano adulto sabe usar su propio cuerpo mucho mejor que el intruso. Y desde luego, tú sabes usar esos dones preternaturales de formas que él ni se imagina. Creo que podremos hacerlo. Es más, estoy seguro.
—Pero dime una cosa. Antes de que suspendamos, ¿no quieres sacarme de este cuerpo y meterte tú aquí, aunque sea para ver qué se siente?
—No —repuso serenamente—. No quiero.
—¿No sientes curiosidad? ¿No deseas saber...?
Me di cuenta de que yo estaba poniendo a prueba su paciencia.
—A decir verdad, no tenemos tiempo. Y a lo mejor tampoco quiero enterarme. Recuerdo bien mi juventud; casi te diría que demasiado bien.
Esto no es un juego. Lo que importa es que ya estás en condiciones de  atacarlo. —Miró la hora.— Son casi las tres. Vamos a comer algo y luego a dormir. Nos espera un día intenso, pues habrá que explorar el barco y confirmar nuestros planes. Debemos estar descansados y en pleno uso de nuestras facultades. Ven, vamos a ver qué podemos conseguir para comer y beber.
Salimos y tomamos el sendero que llevaba a la pequeña cocina, una habitación rara, húmeda, algo desordenada. El amable propietario nos había dejado dos platos dentro de la oxidada y ruidosa heladera, como asimismo una botella de vino blanco. Nos sentamos a la mesa y comenzamos a devorar hasta el último bocado de arroz, batatas y carne sazonada, sin importarnos en absoluto que estuvieran muy fríos.
— ¿Puedes leerme los pensamientos? —le pregunté luego de haber apurado dos vasos de vino.
—No; ya le tomaste la mano.
— ¿Y cómo lo hago cuando esté dormido? El Queen Elizabeth II debe estar a menos de ciento cincuenta kilómetros de aquí. Va a amarrar dentro de dos horas.
—Igual que cuando estés despierto: te cierras totalmente. Porque, tú sabes, nunca estamos dormidos del todo. No lo están ni siquiera quienes se hallan en estado de coma. Siempre puede funcionar la voluntad. Y estas cosas dependen precisamente de la voluntad.
Lo observé, y si bien lo vi cansado, no se lo notaba ojeroso ni en manera alguna debilitado. Su abundante cabellera oscura acentuaba por supuesto la impresión de vitalidad, y sus grandes ojos castaños poseían la misma luz ardiente de toda la vida.
Terminé rápidamente, dejé los platos en la pileta y salí a la playa sin decirle yo que me proponía hacer. Seguro me iba a decir que ahora tenía que descansar, y yo no quería privarme de esa última noche como ser humano bajo las estrellas.
Caminé hasta el borde del mar, me desvestí y me metí en el agua. Me pareció fría pero tentadora; luego estiré los brazos y empecé a nadar. No me resultó fácil, por supuesto, pero tampoco difícil una vez que me resigné al hecho de que los mortales lo hacían de esa manera, brazada por brazada contra el empuje de las olas, dejando que el agua mantuviera a flote esa mole de cuerpo, cosa que éste estaba totalmente dispuesto a hacer.
Nadé hasta muy lejos; luego hice la plancha y contemplé el firmamento, lleno aún de nubecitas blancas. Tuve una sensación de paz pese al frío de mi piel desnuda, pese a la penumbra del entorno y a la extraña sensación de inseguridad que me producía flotar en el mar traicionero. Cuando pensé en volver a mi antiguo cuerpo no pude menos que sentirme feliz, y una vez más me convencí de que en mi aventura humana había fracasado.
No había sido el héroe de mis propios sueños. La vida humana me había resultado demasiado difícil.
Por último, volví a la playa y salí. Recogí mi ropa, la sacudí para quitarle la arena, me la colgué al hombro y regresé a la habitación.
Había una única lámpara encendida sobre la cómoda. David estaba sentado en su cama, la más próxima a la puerta. Tenía puesto sólo un largo saco pijama y fumaba uno de sus pequeños cigarros. Me gustaba ese aroma misterioso, dulzón.
Se lo veía señorial como siempre, con los brazos plegados y los ojos plenos de una normal curiosidad mientras miraba cómo yo tomaba una toalla del baño y me secaba la piel y el pelo.
—Acaban de llamar de Londres.
—¿Novedades? —Me sequé la cara; luego colgué la toalla en el respaldo de una silla. Era un gusto sentir el aire sobre mi piel desnuda, ahora que estaba seca.
—Hubo un robo en las colinas de Caracas. Muy similar a los crímenes de Curacao. Una enorme residencia con múltiples objetos de arte, alhajas, cuadros. Muchas cosas fueron destrozada s. Sólo se llevaron lo portátil.
Tres muertos. Debemos agradecer a los dioses la pobreza de la imaginación humana —por lo mezquinas que son las ambiciones de ese hombre— y que se nos haya presentado tan pronto la oportunidad de aprehenderlo. Con el tiempo, habría toma do conciencia de su monstruoso potencial. Ahora, en cambio, es para nosotros un necio de conducta predecible.
—¿Acaso algún ser utiliza todo lo que posee? —pregunté—. Quizás unos pocos genios conocen sus verdaderos límites. Y los demás, ¿qué hacemos además de protestar?
—No sé —me respondió, y por su rostro cruzó una sonrisita. Sacudió la cabeza como diciendo que no, y desvió la mirada. —Una de estas noches, cuando todo haya terminado, cuéntame de nuevo cómo te resultó la experiencia, cómo pudiste estar dentro de ese bello cuerpo joven y odiar tanto este mundo.
—Te lo diré, pero no lo comprenderás nunca. Estás del otro lado del vidrio oscuro. Sólo los muertos saben lo terrible que es estar vivo.
Saqué una camiseta de algodón de mi pequeña maleta, pero no me la puse. Me senté en la cama, a su lado. Luego le di un beso suave en la cara, como había hecho en Nueva Orleáns, y disfruté la sensación áspera de su barba mal afeitada, tal como me gustaban esas cosas cuando era realmente Lestat y estaba a punto de beber la fuerte sangre masculina.

Me acerqué más, pero de pronto me tomó la mano y sentí que me apartaba suavemente.
—¿Por qué, David?
No me respondió. Levantó la mano derecha y me retiró el pelo de los ojos.
—No lo sé —pronunció en susurros—. No puedo. Honestamente no puedo.
Se levantó con elegancia y salió a la noche.
Yo estaba tan furioso de pura pasión refrenada, que por un instante no pude reaccionar. Luego salí tras él. Se había alejado un trecho por la arena y se detuvo, como un rato antes había hecho yo.
Me aproximé por detrás.
—Dime por qué no.
—No lo sé —repitió—. Lo único que sé es que no puedo. Créeme que quiero, pero no pudo. Mi pasado... está demasiado fresco. —Dejó escapar un largo suspiro, y durante unos momentos volvió a quedar en silencio. Después prosiguió. —Tengo tan fresco el recuerdo de aquellos días... Me siento como si estuviera de nuevo en la India, o en Río. Sí, en Río. Como si fuera otra vez un hombre joven.
Sabía que la culpa de eso era mía, y que de nada valía pronunciar palabras de disculpa. También percibí algo más: yo era un ser malvado, y aun cuando me hallara dentro de este cuerpo, David captaba esa maldad.
David percibía mi intensa voracidad vampírica. Se trataba de una vieja y terrible perversidad. Gretchen no la había sentido porque la engañé con el cuerpo tibio y sonriente. Pero cuando David me miraba, veía al demonio rubio de ojos azules al que tan bien conocía.
Nada dije. Me limité a contemplar el mar. Quiero recuperar mi cuerpo, pensé. A mí, que me dejen ser ese diablo. Aléjenme de esta clase de mezquino deseo, de esta debilidad. Llévenme de vuelta a los cielos misteriosos, que es donde debo estar. De pronto me pare ció que mi soledad y mi sufrimiento se volvían más insoportables de lo que eran antes del experimento, antes de venir a habitar en carne más vulnerable.
Sí, déjenme salir, por favor. Quiero ser un espectador. ¡Cómo pude ser tan tonto!
Oí que David decía algo, pero no entendí las palabras. Alcé los ojos con lentitud, dejé atrás mis pensamientos, vi que se había dado vuelta para mirarme a la cara y sentí que apoyaba suavemente la mano sobre mi cuello. Quise reaccionar con enojo, decir por ejemplo, "Saca esa mano de ahf', "No me atormentes", pero no abrí la boca.
—No, no eres malvado —murmuró—. El problema soy yo, ¿no te das cuenta? ¡Es mi miedo! ¡No sabes lo que ha significado esta aventura para mí! Poder estar de nuevo en esta parte del gran mundo, ¡y contigo! Te amo. Te amo desesperadamente, como loco. Amo el alma que llevas dentro, y que no es mala. No es voraz, pero es inmensa. Abruma incluso a ese cuerpo joven porque es el alma tuya, feroz, indomable y atemporal, el alma del verdadero Lestat. Yo no puedo entregarme a ella. No puedo... Si lo hiciera, dejaría de ser yo para siempre, como si... como si...
No pudo seguir; estaba demasiado conmovido. Me hizo mucho daño el dolor que trasuntaba su voz, el leve temblor que socavaba la firmeza de su tono. Yo no podría perdonármelo nunca. Me quedé sentado muy quieto, con la mirada perdida en la tiniebla. Los únicos sonidos eran el ruido de las olas, el golpeteo tenue de los cocoteros. Qué inconmensurables eran los cielos; qué agradables y serenas las horas previas al amanecer.
Recordé el rostro de Gretchen. Oí su voz.
Esta mañana hubo un momento en que pensé que podía abandonarlo todo... sólo para quedarme contigo... Me sentí inundada por esa sensación, tal como antes me ocurría con la música. Y aun ahora, si me dijeras "Ven conmigo", tal vez iría... La castidad significa no enamorarse... Podría enamorarme de ti. Sé que podría.
Después, tras esa imagen ardiente, tenue pero innegable, vi el rostro de Louis, y oí palabras pronunciadas con esa su voz que prefería olvidar.
¿Dónde estaba David? Permítaseme despertar de estos recuerdos. No los quiero. Levanté los ojos y lo vi otra vez, y en él vi la misma dignidad de siempre, la moderación, la fortaleza imperturbable. Pero también el dolor.
—Perdón —me pidió en un susurro. Su voz seguía vacilante pues luchaba por mantener la fachada bella y distinguida. —Cuando bebiste la sangre de Magnus abrevaste en la Fuente de Juvencia, por lo cual nunca vas a saber lo que significa ser viejo como yo. Que Dios se apiade de mí: odio la palabra viejo, pero eso es lo que soy.
—Te comprendo —dije—. No te preocupes. —Me incliné hacia adelante y volví a besarlo. —No te voy a molestar. Vamos, que nos conviene dormir.
Te prometo que te voy a dejar en paz.

21

Dios santo, David, míralo! —Acabábamos de bajar del taxi en el concurrido muelle. Pintado de color azul y blanco, el Queen Elizabeth II era tan inmenso que no podía entrar en aquel pequeño puerto. Por eso estaba fondeado a unos dos o tres kilómetros de distancia —me costaba precisarlo—, y se lo veía tan monstruosamente grande que parecía un barco salido de una pesadilla, anclado, inmóvil, en una bahía. Sólo las hileras y más hileras de diminutas ventanitas impedían que pareciese el barco de algún gigante.
Con sus reducidas dimensiones, sus colinas verdes y su costa curva, la isla se estiraba hacia la nave como si quisiera achicarla y atraerla, pero en vano.
Verlo ahí me produjo una súbita excitación. Jamás había subido a una motonave moderna. Esa parte iba a ser divertida.
Mientras mirábamos, enfiló hacia el muelle una lanchita de madera, con el nombre del transatlántico pintado en letras destacadas, que transportaba un cargamento de sus numerosos, pasajeros.
—Ahí en la proa viene Jake —anunció David—. Ven, vamos al bar.
Caminamos sin prisa bajo el sol ardiente, cómodos con nuestras camisas de manga corta y pantalones veraniegos —turistas al fin—, y pasamos por los puestos donde personas de piel oscura vendían conchas marinas, muñequitas de trapo y otros recuerdos. Que bonita era la isla y sus colinas boscosas tachonadas de pequeñas viviendas. Las construcciones más sólidas de la ciudad de St. George se apiñaban en una pendiente escarpada, hacia la izquierda y lejos del puerto. Todo el paisaje poseía un matiz casi italiano, con esas paredes oscuras, rojizas, y los herrumbrados techos de metal corrugado que bajo el sol candente engañaban la vista, pues parecían techos de tejas. Era un precioso lugar para explorar... en otro momento.
El interior del lóbrego bar estaba fresco; había unas pocas mesas y sillas pintadas de colores chillones. David pidió botellas de cerveza fría, y al cabo de unos minutos entró Jake —vestido con la misma remera blanca y pantalones cortos— eligiendo adrede una silla desde donde pudiera controlar la puerta abierta. Allá afuera, el mundo parecía hecho de agua brillante. La cerveza tenía sabor a malta y era bastante buena.
—Misión cumplida —anunció en voz baja, imperturbable, como si no estuviera con nosotros sino absorto en sus pensamientos. Bebió un sorbo de la botella marrón y luego le pasó a David dos llaves sobre la mesa. — Transporta más de mil pasajeros. Nadie se va a percatar de que el señor Eric Sampson no vuelve a embarcar. El camarote es diminuto, en el sector interior como me pediste, mitad del barco, saliendo del pasillo. Cubierta Cinco, como sabes.
—Excelente. Y conseguiste dos juegos de llaves. Muy bien.
—El baúl está abierto y la mitad del contenido desparramado por el piso.
Los revólveres los puse en el baúl, dentro de dos libros que yo mismo ahuequé. Aquí están los cerrojos. Tendrías que poder colocar en la puerta el más grande, sin demasiada dificultad, pero no sé si les va a caer muy bien a los camareros cuando lo vean. Te deseo la mejor de las suertes una vez más. Ah, te enteraste del robo que hubo esta mañana en las sierras,
¿no? Parece que tenemos un vampiro en Grenada. Tal vez debieras pensar en quedar te aquí, David, ya que tanto te atraen estas cosas.
—¿Esta mañana?
—A las tres. En la cima de esas colinas. Fue en una casa grande, de propiedad de una australiana. Todos muertos. Un gran estropicio. No se habla de otra cosa en la isla. Bueno, me voy.
' Sólo después de que Jake se hubo ido, volvió a hablar David.
—Esto es malo, Lestat. A las tres de la madrugada estábamos los dos en la playa. Si él percibió aunque sea en mínimo grado nuestra presencia, quizá no esté en el barco. O tal vez se apronte para hacernos frente cuando se ponga el sol.
—Esta mañana él estaba demasiado ocupado. Además, si se hubiera percatado de nuestra presencia, nos habría incendiado el cuartito del hotel. Salvo que no sepa hacerlo, pero eso no lo podemos saber.
Embarquémonos de una vez, que ya estoy cansado de esperar. Mira, está empezando a llover.
Recogimos nuestro equipaje, incluso la monstruosa valija que David había traído de Nueva Orleáns, y nos encaminamos de prisa a la lancha.
De pronto apareció una multitud de mortales viejos y endebles —saliendo de taxis, cobertizos y pequeñas tiendas de los alrededores—, por lo que demoramos unos minutos en subir a la inestable lanchita y tomar asiento en el banco de plástico, bajo la lluvia.
No bien puso proa hacia el Queen Elizabeth H, experimenté la embriagante emoción de ir navegando en ese mar cálido, en una embarcación tan pequeña. Me encantó el movimiento cuando cobramos velocidad.
A David lo vi muy nervioso. Abrió su pasaporte, leyó la información por enésima vez y volvió a guardarlo. Esa mañana, después del desayuno, habíamos estudiado nuestros datos de identidad, pero esperábamos no tener que usar nunca los diversos detalles.
Por si hiciera falta, el doctor Stoker, jubilado ya, estaba de vacaciones en el Caribe, pero se hallaba muy preocupado por su querido amigo Jason Hamilton, que viajaba en la suite Reina Victoria. Les haría saber a los  camareros de la Cubierta Insigne que estaba ansioso por verlo, pero por favor, que no le transmitieran su preocupación.
Yo era simplemente alguien a quien él había conocido la noche anterior en el hotel, con el cual había entablado amistad a raíz de que ambos Íbamos a viajar en el mismo buque. No debía haber ninguna otra relación entre nosotros, porque, una vez hecho el cambio, James volvería a este cuerpo y quizá David tuviera que estropearlo de alguna manera si no lo podía dominar.
Había más datos, para el caso de que nos interrogaran si se producía algún revuelo. Pero la impresión general era que no se llegaría hasta tal punto.
Por último, la lancha se puso a la par del barco y atracó junto a una amplia abertura en el medio mismo del inmenso casco azul. ¡Qué disparate, lo enorme que parecía visto desde ese ángulo! Sinceramente, me dejaba pasmado.
Casi no lo advertí cuando entregamos los boletos al tripulante encargado de recogerlos. Alguien se ocuparía de nuestro equipaje. Recibimos indicaciones algo imprecisas sobre cómo llegar a la Cubierta Insigne, y nos internamos por un pasillo interminable, de techo muy bajo e innumerables puertas a ambos lados. A los pocos minutos, nos habíamos perdido.
Seguimos caminando hasta que de repente llegamos a un amplio lugar abierto con el piso en desnivel y —nada menos— un gran piano de cola que parecía listo para un concierto. ¡Todo eso en el vientre sin ventanas del barco!
—Es el Salón del Medio —me informó David al tiempo que señalaba un gran diagrama en colores del barco que colgaba de la pared—. Ahora ya sé dónde estamos. Sígueme.
—Qué absurdo es todo esto —comenté, observando la alfombra de intensos colores, los plásticos y cromados que había por doquier—. Qué espanto me parece ver todo sintético.
—Shh, mira que para los ingleses es un gran orgullo; podrías ofender a alguien. Ya no se permite usar madera... por cierta disposición que tiene que ver con los incendios. —Se detuvo ante un ascensor y apretó el botón.
—Por aquí vamos a subir a la Cubierta de Botes. ¿No dijo el hombre que buscáramos allí el Bar de la Reina?
—No tengo idea —repuse. Subí al ascensor como un zombi. —¡Esto no tiene nombre!
—Lestat, las motonaves gigantescas existen desde principios de siglo. Se ve que has estado viviendo en el pasado.
En la Cubierta de Botes me encontré con toda una serie de maravillas.
Había allí un enorme teatro y un entrepiso entero de elegantes tiendas.
Debajo del entrepiso había una pista de baile, con un pequeño estrado para la orquesta y un sector de mesitas de bar y cómodos sillones de cuero. Los negocios habían cerrado porque el barco estaba en puerto,  pero se veía muy bien la mercadería por entremedio de las rejas de protección. En los pequeños escaparates, había expuesta ropa cara, alhajas  finas, porcelana, smokings, camisas de pechera almidonada,  regalos diversos.
Por todos lados se veía pasear a los pasajeros, en su mayoría hombres y mujeres de avanzada edad con breves atuendos playeros, y muchos se habían reunido en el tranquilo salón de abajo, ilumina do por el sol.
—Vamos a las habitaciones —dijo David, llevándome a la rastra.
Al parecer, las suites superiores, hacia donde nos dirigíamos, quedaban un tanto separadas del cuerpo del barco. Tuvimos que entrar en el Bar de la Reina, un local largo y angosto, de agradable mobiliario, reservado con exclusividad para los pasajeros de la cubierta principal, y luego buscar un ascensor casi secreto para llegar a las habitaciones. El bar contaba con grandes ventanales que permitían ver la maravilla del mar azul y el cielo límpido.
Ese sector correspondía a la primera clase en el cruce transatlántico, y aunque ahí, en el Caribe, no se le daba tal denominación, lo cierto es que el salón y el restaurante quedaban aislados del resto de ese mundo flotante.
Por último, aparecimos en la cubierta superior y entramos en un pasillo de decoración más recargada que los de abajo. Se notaba cierto tono artdéco en las lámparas de plástico, en la bella terminación de las puertas.
La iluminación también era más generosa y alegre. Un afable camarero — de unos sesenta años— salió de una cocinita y nos orientó para llegar a nuestros camarotes, casi en el final del pasillo.
—¿Dónde queda la suite Reina Victoria? —le preguntó David.
El camarero le respondió en el acto, con similar acento británico, que quedaba ahí nomás, y hasta le señaló la puerta.
Al mirarla, sentí que me erizaba. Yo sabía, sin asomo de duda, que el ser despreciable estaba adentro. ¿Qué necesidad tenía de buscarse un sitio más difícil donde ocultarse? Nadie me lo tenía que decir. En esa suite íbamos a encontrar un baúl grande cerca de la pared. Tomé leve conciencia de que David desplegaba todo su encanto y aplomo con el camarero, para explicarle que él era médico y deseaba echar un vistazo  cuanto antes a su querido amigo Jason Hamilton. Pero no quería alarmar al amigo.
Claro que no, convino el alegre camarero, quien informó, sin que se lo preguntaran, que el señor Hamilton dormía todo el día. Más aún, en ese preciso momento estaba durmiendo, como lo indicaba el cartelito de "No molestar" colgado del picaporte. Pero, ¿no queríamos ir ya a nuestros cuartos? Casualmente ahí llegaba el equipaje.
Los camarotes me sorprendieron. Vi ambos cuando nos abrieron las puertas, antes de entrar en el mío.
Una vez más me llamó la atención que sólo hubiera materiales sintéticos, puesto que no tenían la calidez de la madera. Pero las habitaciones eran amplias, evidentemente lujosas, y se conectaban por una puerta para convertirse en una suntuosa suite. En ese momento la puerta estaba cerrada.
Ambos cuartos tenían una decoración idéntica, salvo pequeñas diferencias de detalle en el color, y parecían habitaciones de hoteles modernos, con camas bajas de dos plazas, colchas en tonos pastel y cómodas angostas empotradas en las paredes cubiertas de espejos.
Estaba el obligado televisor gigantesco y había incluso un pequeño sector para sentarse, con un elegante sofá chico, mesita y sillón tapizado.
Sin embargo, la verdadera sorpresa fueron las terrazas. Una gran puerta corrediza de cristal daba a un pequeño porche privado, de un ancho suficiente como para dar cabida a una mesa y sillas. ¡Que lujo poder salir, pararse junto a la baranda y contemplar la hermosa isla en la bahía! Y desde luego, eso quería decir que la suite Reina Victoria también tenía terraza, por donde debía entrar la resplandeciente luz de la mañana.
Tuve que reírme para mis adentros al recordar las viejas motonaves del siglo pasado, con sus diminutos ojos de buey. Y aunque me desagradaban los colores pálidos, desteñidos, de la decoración, y la falta total de revestimientos antiguos, empezaba a comprender porqué a James siempre le había fascinado ese pequeño reino tan especial.

Mientras tanto, alcanzaba a oír claramente a David hablando con el camarero; la animada entonación británica parecía agudizarse cada vez que el uno le respondía al otro, hasta que el ritmo de la conversación se volvió tan rápido que me perdí y ya no entendí todo lo que hablaban.
Al parecer el tema era el pobre enfermo, y que el doctor Stoker deseaba entrar silenciosamente para controlarlo mientras él dormía, pero el camarero sentía mucho no poder permitirlo. Lo que el doctor quería era conseguir la llave adicional de esa suite y quedarse con ella para poder seguir de cerca la evolución del enfermo...
Poco a poco, mientras iba desempacando, caí en la cuenta de que la conversación, con toda su lírica amabilidad, iba a desembocar en un soborno. Por último, David expresó con su tono más cortés que comprendía lo incómodo que se sentía el camarero, por lo cual quería darle dinero para que se pagara una buena cena en el primer puerto que tocaran. Y si las cosas salían mal y el señor Hamilton se fastidiaba, David asumiría toda la culpa, diría que la llave la había sacado él de la cocina para no complicar en absoluto al camarero.
Parecía que la batalla estaba ganada, ya que David estaba usan do su poder de persuasión casi hipnótico. Sin embargo, el diálogo prosiguió con tonterías tales como que el señor Hamilton estaba muy enfermo, que el doctor Stoker había sido enviado por la familia para que lo cuidara, y que era de suma importancia que pudiera mirarle la piel. Ah, sí, la piel. El camarero entonces debió pensar que se trataba de alguna enfermedad que ponía en peligro la vida y por último confesó que sus compañeros estaban almorzando, que él era el único que quedaba en esa cubierta y que, de acuerdo, aceptaría mirar para otro lado si el doctor le daba la seguridad de que...
—Mi estimado amigo, yo me hago responsable de todo. Ah, y tome esto por las molestias que le he causado. Vaya a cenar en algún lugar lindo...
No, no proteste. Ahora deje todo en mis manos.
A los pocos segundos el pasillo había quedado vacío. Con una sonrisa triunfal, David me hizo señas de que fuera a reunirme con él. Me mostró la llave de la suite Reina Victoria, luego cruzamos el corredor y él la puso en la cerradura.
La suite era inmensa, en dos niveles separados por unos cuatro o cinco peldaños alfombrados. La cama se hallaba en el nivel inferior y se la veía muy desordenada; había almohadas metidas entre las sábanas para dar la impresión de que alguien dormía con la cabeza tapada por las mantas.
En el nivel superior estaban los sillones y las puertas que daban a la terraza. Las gruesas cortinas estaban corridas, de modo que casi no había luz. Entramos en silencio, encendimos la luz de arriba y cerramos la puerta.
Las almohadas dentro de la cama eran un ardid excelente para cualquiera que espiara desde el pasillo, pero si uno se acercaba advertía que no había tal truco sino sólo una cama revuelta.
¿Y dónde se hallaba el demonio? ¿Dónde estaba el baúl?
—Ah, ahí, en el extremo de la cama —dije. Lo había confundido con una especie de mesa pues estaba totalmente cubierto con una tela decorativa.
Vi entonces que se trataba de un ropero negro de metal con bordes de bronce, de tamaño suficiente como para albergar a un hombre tendido de lado, con las piernas flexionadas. La gruesa tela que lo envolvía sin duda se mantenía firme sobre la tapa con un poquito de adhesivo. Yo mismo había usado el mismo sistema en él viejo siglo.
Todo lo demás estaba inmaculado, aunque los armarios rebosaban literalmente de ropa fina. Revisé rápidamente los cajones de la cómoda pero no encontré documentos importantes. Era evidente que los pocos papeles que necesitaba los llevaba sobre su persona, persona que en esos instantes estaba oculta dentro del baúl. No había joyas ni alhajas escondidos que pudiéramos encontrar. Lo que sí hallamos fue una cantidad de sobres gruesos y grandes, ya franqueados, que el pérfido utilizaba para desprenderse de los tesoros robados.
—Cinco casillas de correo —dije, mientras los revisaba. David anotó todos los números en su libretita con tapas de cuero; luego volvió a guardársela en el bolsillo y miró el baúl.
Le advertí en susurros que tuviera cuidado, porque aun dormido él podía presentir el peligro. Que ni se le ocurriera tocar la cerradura.
David asintió. Se arrodilló en silencio junto al baúl, apoyó suavemente la oreja contra la tapa, y enseguida la retiró con una expresión feroz en el rostro.
—Está ahí adentro con seguridad —declaró, sin quitar los ojos del baúl.
—¿Qué oíste?
—Los latidos de su corazón. Ve y escúchalos tú mismo. Es tu corazón.
—Quiero verlo —dije—. Ponte de este lado, para no estorbar.
—Creo que no deberías.
—Quiero hacerlo. Además, tengo que conocer esa cerradura por si acaso.
—Me aproximé al baúl, y no bien vi la cerradura me di cuenta de que nunca había sido usada. O no la podía cerrar telepáticamente o bien nunca se había tomado la molestia. Me paré a un costado, me agaché, tomé la tapa sujetándola por su borde de bronce y la levanté hasta apoyarla contra la pared.

Al golpear contra el panel produjo un sonido ahogado, se mantuvo abierta, y yo me di cuenta de que estaba contemplando una suave tela negra plegada de manera tal de ocultar lo que había debajo. Nada se movió bajo la tela.
¡No saltó ninguna mano blanca para agarrarme del cuello!
Me paré lo más lejos posible, estiré el brazo, manoteé la tela y la retiré produciendo un gran revoloteo de brillosa seda negra. Mi corazón mortal latía desordenadamente y casi pierdo el equilibrio cuando puse un trecho de distancia entre el baúl y yo. Pero el cuerpo que allí yacía, totalmente visible, con las piernas encogidas tal como había imaginado y los brazos plegados alrededor de las rodillas, no se movió.
En realidad, el rostro bronceado parecía el de un maniquí, con los ojos cerrados y el conocido perfil destacado contra el mortuorio acolchado de seda blanca. Mi perfil, mis ojos, mi cuerpo vestido con traje negro de etiqueta —negro vampiro, si se quiere—, con pechera dura y lustrosa corbata negra. Mi pelo, suelto, abundante, dorado bajo la tenue luz.
¡Mi cuerpo!
Y yo, de pie ahí dentro del físico mortal y tembloroso, con ese rollo de seda negra que me colgaba de la mano cual capa de torero.
—¡De prisa! —murmuró David.
En el mismo instante en que esas palabras se formaban en sus labios, advertí que, dentro del baúl, comenzaba a moverse el brazo doblado. El codo se puso rígido. La mano estaba soltando la rodilla que tenía aferrada. De inmediato volví a arrojar la tela sobre el cuerpo y vi que caía de la misma manera informe que antes. Y con un rápido movimiento de mi mano izquierda solté la tapa apoyada en la pared, de modo que se cerró produciendo un ruido sordo.
Gracias a Dios, la tela que recubría el baúl no se enganchó sino que quedó bien colocada, cubriendo la cerradura intacta. Me alejé, casi descompuesto de miedo y asombro, pero fue un alivio sentir que David me apretaba el brazo.
Largo rato nos quedamos ahí en silencio, hasta que tuvimos la certeza de que el cuerpo preternatural descansaba otra vez.
Yo ya había conseguido dominarme y pude echar un último vistazo en derredor. Todavía estaba temblando, aunque muy motivado por las tareas que aún faltaban.
Pese a los gruesos revestimientos de materiales sintéticos, esos aposentos eran desde todo punto de vista suntuosos y representaban el tipo de lujo y privilegio a los que muy pocos mortales podían acceder. Y él, cómo debía haberlo disfrutado. Tanta ropa fina, de etiqueta... Hasta se había dado el gusto de tener sacos de vestir de pana negra, otros del estilo que es más conocido, e incluso una capa de teatro. Había cantidad de lustrosos zapatos en el piso del placard, y una gran variedad de costosos vinos y licores en el mueble - bar.
¿Invitaba a las mujeres allí, a tomar una copa, mientras él bebía su "traguito"?
Miré la amplia pared de vidrio, que llamaba la atención a causa de la franja de luz que se filtraba por los bordes superior e inferior del cortinado. Sólo en ese momento me di cuenta de que ese cuarto miraba al sudeste.
/ David me apretó el brazo. Quería saber si no podíamos marcharnos ya sin peligro.
Abandonamos de inmediato la Cubierta Insigne sin toparnos de nuevo con el camarero. David llevaba la llave en el bolsillo.
Bajamos a la Cinco, que era la última cubierta de camarotes, aunque no  del barco propiamente dicho, y encontramos la pequeña cabina del inexistente Eric Sampson, donde aguardaba otro baúl destinado al cuerpo de arriba cuando volviera a pertenecerme.
Se trataba de un ambiente reducido, sin ventanas. Desde luego, tenía el cerrojo habitual pero, ¿y los otros, los que le habíamos pedido a Jake que trajera? Eran demasiado ostensibles para nuestros fines; sin embargo, noté que la puerta quedaría infranqueable con sólo apoyar el baúl contra ella. Eso bastaría para impedir la entrada de algún camarero fastidioso, o de James si se las ingeniaba para andar por ahí luego de realizarse la transformación. De ninguna manera podría empujar la puerta. Es más, si yo calzaba el baúl entre la puerta y el extremo de la litera, nadie podría moverla. Excelente. Esa parte del plan ya estaba lista.

Faltaba organizar el regreso desde la suite Reina Victoria hasta esa cubierta, lo cual no sería difícil puesto que en todos los salones, grandes y pequeños, había diagramas del barco.
Rápidamente advertí que el mejor camino interno lo brindaba la escalera A, quizá la única que iba desde la cubierta inferior a la nuestra hasta la Cinco sin interrupción. No bien llegamos al pie de esa escalera comprobé que no me costaría nada lanzarme desde el punto más alto utilizando las barandas, continuas y redondeadas. Subí luego a la Cubierta de Deportes para ver cómo llegar a ella desde la nuestra.
—Oh, tú puedes ir caminando, mi joven amigo —dijo David—. Yo, los ocho pisos los subo por el ascensor.
Cuando volvimos a encontrarnos en la serena luz natural del Bar de la Reina, yo ya tenía calculado el plan completo. Pedimos dos gin tonics — bebida que me resultaba tolerable— y repasamos el proyecto hasta el último detalle.
Por la noche nos ocultaríamos hasta la hora en que James decidiera retirarse a pasar el día. Si venía temprano, aguardaríamos hasta el momento crucial antes de abrir el baúl y encararlo.
David lo estaría apuntando con el Smith & Wesson mientras ambos intentábamos desalojar su espíritu del cuerpo, momento que yo aprovecharía para meterme adentro. El cálculo del tiempo era fundamental. El ya estaría sintiendo el peligro de la luz solar; ya sabría que no tenía posibilidades de permanecer dentro del cuerpo vampírico.
Pero no debíamos darle la oportunidad de causarnos daño.
En caso de que el primer ataque fracasara, le mostraríamos lo insegura que era su posición. Si trataba de eliminar a cualquiera de los dos, bastarían nuestros alaridos para que de inmediato alguien acudiera en nuestra ayuda. Y si quedaba un cadáver, se lo dejaría en el camarote de James. Además, con el tiempo tan contado, ¿adonde podría ir el propio James? Probablemente no supiera cuánto tiempo podía permanecer consciente, puesto que ya estaría saliendo el sol. Me atrevería a afirmar que nunca se había extendido hasta la hora límite, como más de una vez lo hice yo.
Dada su confusión un segundo ataque daría resultado con toda seguridad. Y mientras David siguiera apuntándole al cuerpo mortal de James con el revólver grande, yo cruzaría —con velocidad sobrenatural— el pasillo de la Cubierta Insigne, bajaría por la escalera interna hasta la cubierta de abajo, la recorrería entera, atravesaría el pasillito y saldría a uno más ancho que hay detrás del Bar de la Reina; allí encontraría el inicio de la escalera A y me lanzaría ocho Pisos abajo hasta la Cubierta Cinco. Al llegar, correría por el pasillo, entraría en el camarote pequeño y atrancaría la puerta. El próximo paso sería empujar el baúl hasta calzarlo entre la cama y la puerta, meterme adentro y bajar la tapa.

Aun cuando me topara con una horda de mortales que me obstaculizaran el camino no demoraría más que unos segundos, y la mayor parte de ese tiempo me hallaría a salvo en el interior del barco, aislado de la luz del sol.
James —de nuevo dentro de este físico, y sin duda furioso— no tendría la menor idea de mi paradero. Por más que redujera a David, no podría localizar mi camarote sin practicar una búsqueda minuciosa, cosa que no estaría en condiciones de realizar. Además, David dirigiría a los guardias de seguridad contra él, acusándolo de todo tipo de sórdidos crímenes.
Por supuesto, mi amigo no tenía intenciones de dejarse reducir. Seguiría apuntando a James con el Smith & Wesson hasta que el barco atracara en Barbados, momento en el cual lo acompañaría hasta la planchada y lo invitaría a bajar a tierra. Luego controlaría que no se le ocurriera regresar.
Al atardecer yo me levantaría del baúl para reunirme con David, y juntos disfrutaríamos del viaje hasta el puerto siguiente.
David se echó hacia atrás en su sillón, al tiempo que apuraba el resto de su gin tonic. Era evidente que estaba analizando el plan.
—Te darás cuenta, por supuesto, de que no puedo matar a ese individuo —dijo—. Tenga yo un revólver o no.
—Bueno, claro, no puedes hacerlo a bordo —respondí— porque se oiría el disparo.
—¿Y si él se da cuenta y trata de desarmarme?
—Se hallaría en la misma situación. Supongo que será inteligente y lo sabrá.
—Estoy dispuesto a dispararle si no me queda más remedio. Ese será el pensamiento que me leerá con sus dones parapsicológicos. Si tengo que hacerlo, lo voy a hacer y después formularía las debidas acusaciones, como por ejemplo que lo encontré robando en tu camarote, que yo estaba ahí esperándote cuando él entró.
—¿Y si hiciéramos la transmutación antes del amanecer, así me queda tiempo para arrojarlo al mar?
—No conviene. Hay pasajeros y oficiales por todas partes. Seguramente alguien lo vería, gritaría "Hombre al agua" y se armaría un gran revuelo.
—También puedo partirle el cráneo.
—Entonces yo tendría que esconder el cadáver. No; esperemos que el monstruo se dé cuenta de su buena suerte y baje a tierra de buena gana.
No quiero verme obligado a... No me atrae la idea de...
—Lo sé, lo sé, pero podrías limitarte a meterlo en el baúl. Total, nadie lo encontraría.
—Lestat, no quiero asustar te, ¡pero hay razones de peso para que no intentemos darle muerte! El mismo te las explicó, ¿recuerdas? Amenázalo, y saldrá de ese cuerpo para atacarte de nuevo. De hecho, no le estaríamos dejando otra salida, y por otra parte, prolongaríamos la batalla parapsicológica en el peor momento. No es inconcebible pensar que pudiera seguirte a la Cubierta Cinco y pro curara volver a entrar en el cuerpo. Desde luego, sería una tontería que lo hiciera si no tiene un lugar donde ocultarse... pero supongamos que cuenta con un escondite sustituto. Piénsalo.
—En eso quizá tengas razón.
—Tampoco conocemos el alcance de sus poderes paranormales. Y no olvides que su especialidad es precisamente ésa: ¡cambio de cuerpos y posesión! No, no intentes ahogarlo ni matarlo a golpes. Déjalo que vuelva a entrar en ese cuerpo mortal, y yo lo mantendré encañonado hasta que hayas tenido tiempo de desaparecer del panorama. Luego él y yo vamos a conversar sobre el futuro.
—Entiendo lo que quieres decir.
—Después, si no tengo más remedio que matarlo de un tiro, lo mato.
Luego lo meto en el baúl y confío en que nadie oiga el disparo. Quién te dice... A lo mejor no lo oyen.
—Dios mío, ¿te das cuenta de que voy a dejarte solo con ese monstruo,
David? ¿Por qué no lo atacamos juntos apenas se ponga el sol?
—De ninguna manera. ¡Eso implicaría una lucha sin cuartel! Y él puede aferrarse denodadamente al cuerpo, salir volando y dejarnos a bordo de este barco, que estará navegando la noche entera. Ya lo tengo todo pensado, Lestat. Cada parte del plan es fundamental. Tenemos que encararlo en su momento más débil, poco antes del amanecer, y aprovechar cuando el buque esté por atracar, porque él va a estar muy contento de poder desembarcar. Confía en que voy a poder ocuparme de él. ¡No sabes cuánto lo odio! Si lo supieras, tal vez no te preocuparías
tanto. ; —Ten por seguro que cuando lo encuentre, lo mato.
—Razón de más para que prefiera bajar a tierra. Va a querer sacarte ventaja y yo, además, le aconsejaré que huya de prisa.
—La caza mayor. Me va a encantar. Lo encontraré aunque se oculte en otro cuerpo. Qué hermoso juego va a ser.
David permaneció un momento en silencio.
—Lestat, existe otra posibilidad, por supuesto...
—¿Cuál? No te entiendo.
Desvió la mirada como tratando de elegir las palabras más adecuadas.
Luego me miró a los ojos.
—Podríamos destruir a ese ser, ya lo sabes.
—David, ¿estás loco...?
—Entre los dos podríamos hacerlo. Hay formas. Antes de ponerse el sol podríamos aniquilarlo, y tú quedarías...
—¡No sigas! —me irrité. Pero al ver su semblante triste, su inquietud, su evidente confusión moral, lancé un suspiro y proseguí en un tono más calmo. —David, soy el vampiro Lestat. Ese cuerpo al que te refieres es el mío, y vamos a recuperarlo.
No me respondió de inmediato. Luego asintió con energía y musitó:
—Sí, correcto.
Hicimos una pausa, que yo aproveché para repasar cada paso del plan.
Cuando volví a mirarlo, lo noté tan pensativo como antes; más aún, muy absorto.
—Creo que todo va a salir bien —sostuvo—, máxime cuando recuerdo las descripciones que me diste de él en ese cuerpo. Dijiste que se sentía incómodo, torpe. Y, por supuesto, no debemos olvidarnos de la clase de ser humano que es: su verdadera edad, su antiguo modus operandi, por así decirlo. Hmmm. No me va a quitar el revólver. Sí, pienso que todo saldrá como lo planeamos.
—Lo mismo digo.
—Y tomando en cuenta todos los factores —agregó—, ¡es la única oportunidad que tenemos!

22

Durante las dos horas siguientes seguimos explorando el barco. Era de capital importancia que pudiéramos escondemos dentro de él por la noche, hora en que James andaría paseando por las diferentes cubiertas.
Teníamos que recorrerlo por ese motivo, aunque debo confesar que, de todos modos, el barco me inspiraba una enorme curiosidad.
Salimos del estrecho Bar de la Reina y regresamos al cuerpo principal del buque, para lo cual tuvimos que pasar frente a numerosas puertas de camarotes antes de llegar al entrepiso circular con su ciudadela de elegantes boutiques. Luego bajamos por una escalera de caracol, cruzamos una amplia pista de baile y arribamos a otros bares y salones, todos alfombrados y con atronadora música electrónica; pasamos por una piscina cubierta alrededor de la cual almorzaban centenares de personas en grandes mesas redondas; salimos a otra piscina, esta vez al aire libre, donde un sinnúmero de viajeros tomaban sol en reposeras, dormitaban o bien leían el diario 0 pequeños libros encuadernados en rústica.
Pasamos frente a una pequeña biblioteca, llena de silenciosos lectores, y un casino que no iba a abrir mientras el buque no zarpara. Había allí máquinas tragamonedas, apagadas y sombrías, y mesas para jugar al blackjack y a la ruleta.
A continuación, un salón y otro más, uno con ventanas, el otro en la penumbra total, y un hermoso restaurante para pasajeros de mediana categoría al que se accedía por escaleras de caracol. Un tercer salón — también muy atractivo— estaba destinado a viajeros de las cubiertas inferiores. Hacia abajo fuimos, dejando atrás el camarote que era mi escondite secreto. Descubrimos también no uno, sino dos centros de estética corporal, con sus máquinas para sacar músculos y salas para limpiar los poros con chorros de vapor.
Encontramos un pequeño hospital, con enfermeras de blanco y minúsculas habitaciones muy iluminadas; en una esquina, un amplio recinto sin ventanas y, en su interior, varias personas trabajan do ante computadoras. Había una peluquería y salón de belleza para mujeres, y otro local similar para hombres. También vimos una oficina de turismo y, en otro momento, algo que parecía ser un banco.
Y siempre caminábamos por pasillos angostos que daban la impresión de no tener fin. Nos rodeaban eternamente paredes y techos de un aburrido tono beige. A continuación de una alfombra aparecía otra de distinto color, tan horrible como aquélla; los chillones diseños modernos se juntaban en los lugares de acceso con tanta violencia que daban ganas de reírse. Perdí la cuenta de las numerosas escaleras de peldaños poco profundos y alfombrados. Me costaba distinguir entre un grupo de ascensores y otro. Donde quiera que posaba los ojos veía puertas numeradas de camarotes. Los cuadros de adorno eran insulsos e imposibles de distinguir uno de otro. A cada rato tenía que consultar los diagramas para saber a ciencia cierta dónde había estado y hacia dónde me dirigía, o bien para salir de algún camino circular por el que pasaba por cuarta o quinta vez.

A David todo eso le resultaba sumamente divertido, sobre todo cuando en cada recodo nos encontrábamos con otros pasajeros perdidos. Por lo menos en seis oportunidades ayudamos a personas de mucha edad a encontrar determinado sitio. Y después volvíamos a Perdemos otra vez.
Por último, no sé por qué milagro pudimos orientamos, cruzamos el angosto Bar de la Reina, subimos la secreta Cubierta Insigne y llegamos a nuestros camarotes. Faltaba apenas una hora para el crepúsculo, y las gigantescas máquinas ya se habían puesto en funcionamiento.
No bien me hube cambiado para la noche —con remera blanca y traje de verano—, me encaminé a la terraza para ver salir el humo de la enorme chimenea. Todo el barco había comenzado a vibrar por la potencia de las máquinas. Y la tenue luz caribeña se apagaba tras las sierras lejanas.
Un miedo atroz me atenaceó, como si la vibración de los moto res me hubiera apresado las entrañas. Pero no tenía nada que ver con eso.
Simplemente pensaba que nunca más iba a volver a ver esa intensa luz natural. En el futuro vería la luz de escasos momentos —el atardecer—, pero nunca un manchón de sol sobre el agua, nunca ese brillo áureo en ventanas distantes ni el cielo azul tan límpido en su última hora, tras las nubes movedizas.
Quise aferrarme al instante, saborear cada cambio leve, sutil. Y al mismo tiempo no lo quería. Siglos atrás, no había habido un adiós a las horas del día. Aquel último día fatídico, el sol se estaba poniendo, y hasta este momento no se me había ocurrido pensar que no lo vería nunca más. ¡Ni se me había pasado por la mente!
Era lo más lógico que quisiera quedarme ahí, sintiendo su dulce tibieza, disfrutando esos preciados instantes de luz cabal.
Pero en realidad no lo quería. No me importaba. Había visto la luz en momentos más prodigiosos. Aquello iba a terminar, ¿no? Pronto volvería a ser Lestat, el vampiro.
Entré y crucé lentamente el camarote. Me miré en el espejo grande. Ah, ésta iba a ser la noche más larga de mi existencia, pensé; más larga incluso que aquella terrible noche de frío y enfermedad pasada en Georgetown. ¡Ni quería imaginar qué pasaría si algo salía mal!
David me esperaba en el pasillo con traje de hilo blanco, característico en él. Dijo que debíamos salir de ahí antes de que el sol se ocultara bajo las olas. Yo no estaba tan ansioso, porque no me parecía que ese ser chapucero fuera a saltar del baúl y se internara en el ardiente crepúsculo, como tanto me gustaba hacer a mí. Por el contrario, seguro que, por miedo, aguardaría un rato dentro del baúl antes de salir.
¿Qué haría después? ¿Descorrer las cortinas de su terraza, bajar del buque por esa vía para ir a robarle a alguna pobre familia de la costa lejana? Pero como ya había robado en Grenada, a lo mejor tenía pensado descansar.
Imposible saberlo.
Bajamos de nuevo al Bar de la Reina y salimos a la ventosa cubierta.
Muchos pasajeros estaban afuera para ver cuando el barco se alejara del puerto. La tripulación se aprontaba. Una gruesa columna de humo gris brotaba de la chimenea, mezclándose con la luz menguante del cielo.
Apoyé los brazos en la borda y dirigí la mirada hacia la curva de tierra.
Las olas, siempre cambiantes, captaban y retenían la luz con mil diferentes matices y grados de opacidad. ¡Pero cuánto más variada y translúcida me parecería mañana por la noche! Sin embargo, al contemplarla ahora, se me borró toda idea de futuro. Me abandoné a la majestad pura del mar, a la luz de un rojo ígneo que bañaba y alteraba el azul del cielo infinito.

A mi alrededor, los mortales parecían aplacados. Se conversaba poco. La gente se reunía en la ventosa popa para rendir homenaje a ese instante.
La brisa allí era sedosa, fragante. El sol naranja oscuro, simple ojo que parecía espiarnos desde el horizonte, de pronto se hundió, no se lo vio más. Una gloriosa explosión de luz amarilla tiñó el borde inferior de las cuantiosas nubes, mientras un resplandor rosado subía y subía, internándose en los cielos infinitos y brillantes. Y a través de esa sublime niebla de color aparecieron los primeros parpadeos de las estrellas.
El agua se tornó oscura; las olas chocaban con fuerza contra el casco. Me di cuenta de que la nave ya se movía. Y de improviso dejó escapar un potente silbido, un grito que arrancó miedo y excitación de mis entrañas.
Tan lento y uniforme era su movimiento, que me vi obligado a no apartar los ojos de la costa para medirlo. Estábamos girando hacia el oeste, internándonos en la luz que moría.
David tenía la mirada vidriosa. Su mano derecha aferraba la baranda.
Contemplaba el horizonte, las nubes y, más allá, el rosa intenso del cielo.
Quise decirle algo, algo importante que le transmitiera el profundo amor que me embargaba. De pronto tuve la sensación de que el corazón se me partía, me volví lentamente hacia él y apoyé mi mano izquierda sobre su derecha, apoyada en el parapeto.
—Lo sé —dijo en susurros—. Créeme que lo sé. Pero ahora tienes que ser inteligente. Guárdatelo en tu interior.
Oh, sí, bajar el velo, convertirme en uno de los tantos centena res que están aislados, en silencio. Quedarme solo. Y ése, mi último día de mortal, había tocado a su fin.
Otra vez sonó la vibrante sirena. El barco casi había terminado de dar la media vuelta y avanzaba hacia mar abierto. El cielo se oscurecía de prisa, se acercaba la hora de bajar a alguna de las cubiertas inferiores y de buscar un rinconcito en algún salón ruidoso donde nadie reparara en nosotros.
Eché una última mirada al cielo, noté que había desaparecido toda la luz, total e irremediablemente, y me entró frío en el corazón. Pero yo no podía lamentar la falta de luz; no podía. Lo único que mi alma monstruosa anhelaba era recuperar mis facultades vampíricas. No obstante, la tierra misma parecía exigirme algo mejor: que llorara por aquello a lo que había renunciado.
No pude hacerlo. Sentía tristeza, y me pesaba el fracaso aplastante de mi aventura humana mientras seguía ahí parado sintiendo la brisa tibia.
La mano de David me tironeó suavemente del brazo.
—Sí, entremos —acepté, y le di la espalda al delicado cielo del Caribe. Ya había caído la noche. Y mis pensamientos se hallaban con James, sólo con él.
Oh, cómo deseaba poder verlo levantarse de su escondite de seda. Pero sería demasiado peligroso. No existía ningún sitio desde donde pudiéramos observarlo sin correr riesgos. Lo único que podíamos hacer era ocultarnos.
Con la llegada de la noche, el barco mismo cambió.
Vimos al pasar, en las pequeñas tiendas rutilantes del entrepiso, una actividad ruidosa y febril. Abajo, hombres y mujeres ataviados con telas refulgentes ya iban ocupando sus lugares en el teatro.
En el casino, las máquinas tragamonedas habían cobrado vida con luces centelleantes, y un gentío se agolpaba entorno a la ruleta. Las parejas de ancianos bailaban al ritmo de una música suave y lenta interpretada por una orquesta en el umbrío salón de la Reina.
Una vez que encontramos un rinconcito apropiado en el lóbrego Club Lido, y que pedimos algo de beber, David me ordenó que me quedara ahí mientras él se iba solo a la Cubierta Insigne.
—¿Por qué? ¿Qué es eso de que me quede solo? —reaccioné indignado.
—Si él te llega a ver, te reconoce en el acto —dijo, como restándole importancia, con la actitud de quien le habla a un niño. Luego, calzándose un par de anteojos negros, agregó: —En mí no va a reparar.
—Está bien, jefe —acepté con fastidio. ¡Me molestaba tener que esperar ahí mientras él salía de aventura.
Me volví a echar hacia atrás en el sillón, bebí otro antiséptico sorbo de mi gin tonic y me esforcé por ver en medio de la molesta oscuridad a las parejas jóvenes que se movían contra las luces titilantes de la pista iluminada eléctricamente. El elevado volumen de la música me resultaba insoportable. Pero la vibración sutil del gigantesco paquebote, deliciosa.

Ya estábamos avanzando. En realidad, cuando miré más allá de ese pozo de sombras artificiales, a través de una de las numerosas puertas de vidrio, alcancé a ver que el cielo lleno de nubes, luminoso aún por el resplandor del atardecer, pasaba raudo junto a la nave.
Un barco extraordinario, pensé; eso debía admitirlo. A pesar de sus lucecitas chillonas y sus horribles alfombras, no obstante sus techos bajos, opresivos, y los numerosos y aburridos salones, seguía siendo un barco maravilloso.
Me hallaba cavilando al respecto, tratando de no enloquecer de impaciencia —más aún, de verlo todo desde la óptica de James—, cuando me distrajo a lo lejos la aparición de un muchacho rubio, hermosamente bronceado. Llevaba ropa de etiqueta, salvo un incongruente par de anteojos de color violeta. Me quedé un rato contemplando con deleite su apariencia cuando de pronto, horrorizado, caí en la cuenta de que ¡me estaba mirando a mí mismo!
Era James, con su traje negro de etiqueta y camisa almidonada, que escudriñaba el lugar tras unas modernas gafas y lentamente se encaminaba al salón donde yo me encontraba.
El dolor que me oprimía el pecho fue intolerable. En mi ansiedad, comencé a sentir que me temblaban todos los músculos. Levanté la mano para sostenerme la frente e incliné una pizca la cabeza, al tiempo que volvía a mirar hacia la izquierda.
¡Pero cómo no iba a divisarme con esos poderosos ojos preternaturales!
La oscuridad no era un obstáculo para él. Con seguridad percibiría el aroma a miedo que emanaba de mí, ya que en ese momento estaba transpirando.
Pero no me vio. De hecho, se había sentado en el bar dándome la espalda y movió la cabeza a la derecha. Yo sólo alcanzaba a verle la línea de la mejilla y la mandíbula. Cuando vi que adoptaba un aire de tranquilidad total, noté también que estaba posando, con el codo izquierdo apoyado sobre la madera lustrada, la rodilla derecha apenas flexionada, y el taco calzado en el apoyapiés de bronce de su banqueta alta.
Movía levemente la cabeza siguiendo el ritmo de la música. Y emanaba de él un gran orgullo, la satisfacción genuina de ser lo que era y estar donde estaba.
Respiré hondo. Del otro lado del amplio salón, lejos de él, vi Que la figura inconfundible de David se detenía un instante en la puerta abierta y luego seguía su camino. Gracias a Dios había divisado al monstruo, que a todo el mundo debía parecerle ya tan absolutamente normal como a mí (salvo por su llamativa belleza).
Cuando volví a sentir miedo, me obligué a imaginar un empleo que no tenía, una ciudad en la que nunca había vivido. Pensé en una novia de nombre Bárbara, bellísima y cautivante, y en una pelea entre nosotros que desde luego nunca tuvo lugar. Llené mi mente con tales imágenes y un millón de cosas más: peces tropicales que algún día me gustaría tener en una pecera, decidir si me convenía, o no, ir a ver el espectáculo del teatro.
El ser no se percató de mí; casi diría que no reparaba en nadie. Había algo casi conmovedor en su forma de sentarse, con el rostro algo levantado, al parecer disfrutando de ese pequeño salón oscuro, común y por cierto que bastante feo.
Le encanta, me dije. Estos salones públicos, con su plástico y su oropel, representan el pináculo de la elegancia y le fascina la sola idea de estar aquí. Ni siquiera desea que se fijen en él. No repara en nadie que pudiera prestarle atención. Es un pequeño mundo en sí mismo, del mismo modo que lo es este barco, que avanza raudamente por cálidos mares.
Pese a mi miedo, aquello me pareció de pronto algo conmovedor y trágico. Y me pregunté si yo no habría dado también una impresión de fracaso a los demás cuando tenía esa otra forma. ¿No me veían los otros como un ser igualmente triste?
Temblando con todo el cuerpo, tomé el vaso y apuré la bebida como si fuera remedio. Me oculté de nuevo tras las imágenes fabricadas, las usé para disfrazar mi temor y hasta me puse a tararear un poco al compás de  la música, mientras observaba con aire casi ausente el juego de las luces coloreadas sobre esa hermosa cabellera rubia.
De repente se bajó de la banqueta y, enfilando hacia la izquierda, atravesó muy despacito el oscuro bar, pasó a mi lado sin verme y se encaminó hacia las luces más intensas que rodeaban la piscina techada. Levantaba el mentón y daba pasos lentos y prudentes como queriendo hacer ver que le costaban, y giraba la cabeza a diestra y siniestra mientras observaba el espacio que iba atravesando. Después, de la misma manera cautelosa — más indicativa de debilidad que de fuerza— empujó la puerta de vidrio que comunicaba con la cubierta y se sumergió en la noche.
¡Yo tenía que seguirlo! Sabía que no debía, pero sin darme cuenta ya me había levantado, la cabeza llena de la misma nube de falsa identidad, y lo seguí, eso sí, me detuve del lado de adentro de la puerta. Alcancé a verlo muy lejos, en el extremo mismo de la cubierta,, con los brazos apoyados en la barandilla mientras el viento impetuoso le desordenaba el pelo.
Estaba mirando el firmamento y una vez más se lo notaba lleno de orgullo y satisfacción, feliz con el viento y la oscuridad, quizás, y meciéndose levemente como suelen hacerlo los músicos ciegos cuando interpretan su música, como si apreciara cada instante que transcurría dentro de ese cuerpo, lleno de simple y puro regocijo.

De nuevo me inundó la sensación de que lo reconocía. ¿Les habría parecido yo el mismo tonto inservible a quienes me habían conocido y condenado? Oh, qué ser lamentable, haber pasado su vida preternatural en este sitio tan artificioso, con sus pasajeros viejos y tristes, en camarotes de chillona elegancia, aislados del gran universo de verdaderos esplendores que yacía más allá.
Sólo al cabo de un largo rato inclinó en tanto la cabeza y recorrió con su mano derecha la solapa de su saco, tranquilo, complacido como gato que lame su propio pelo. ¡Con cuánto cariño acariciaba ese trozo de tela sin importancia! Gesto que, más que ningún otro de los suyos, transmitía con absoluta elocuencia la totalidad de la tragedia.
Después miró a derecha e izquierda, y al ver sólo a dos personas que, a lo lejos, escudriñaban en otra dirección, ¡de pronto se elevó por los aires y desapareció!
Desde luego, no es que hubiera desaparecido, sino simplemente que iba desplazándose por los aires. Y yo me quedé temblando tras la puerta de vidrio, observando el lugar que había quedado vacío, sintiendo el sudor que me corría por la cara y la espalda. David me susurró algo al oído.
—Ven, amigo; vamos a cenar al restaurante de la Reina.
Giré y vi la expresión forzada de su rostro. Por supuesto, James todavía estaba a una distancia desde la que podía oírnos, captar cualquier cosa fuera de lo común sin tener siquiera que proponérselo deliberadamente.
—Sí, el restaurante de la Reina —dije, haciendo esfuerzos para no pensar en lo que anoche nos había dicho Jake, en el sentido de que el tipo tenía que presentar se a una comida en ese mismo lugar—. No tengo mucha hambre, pero es aburrido quedarse aquí, ¿verdad?
David temblaba igual que yo. Pero también se le notaba un gran entusiasmo.
—Te cuento —me dijo, siguiendo con el mismo tono falso mientras volvíamos a cruzar el salón rumbo a la escalera—. Están todos de rigurosa etiqueta, pero a nosotros tienen que servirnos igual Porque acabamos de embarcamos.
—No me importa ni aunque estén todos desnudos. Va a ser una noche infernal.
El famoso restaurante de primera clase era un poco más tranquilo y civilizado que los otros recintos que habíamos pasado. Estaba todo puesto con tapizados blancos y laca negra, y me pareció muy agradable el caudal de cálida luz. La decoración me pareció algo fría, la misma impresión que me causaba todo lo del barco; sin embargo no se podía decir que fuese fea. Y la comida era excelente.
Pasados veinticinco minutos desde que el pájaro levantara vuelo, me atreví a deslizar varios comentarios.
—¡No puede usar ni el diez por ciento de su fuerza porque le aterra!
—Estoy de acuerdo. Está tan asustado que hasta camina como si estuviera ebrio.
—En efecto; tú lo has dicho. No estaba ni a tres metros de mí, David, y no se percató de mi presencia.
—Lo sé, créeme que lo sé. Ay, Lestat, cuántas cosas no te he enseñado.
Hace un momento te estaba observando, aterrado de que se te ocurriera practicar alguna picardía telekinésica, viendo que yo no te había dado instrucciones para defender te de él.
—David, si de verdad él quisiera usar sus facultades, yo no podría hacer nada para impedírselo. Pero ya ves que no las sabe usar. Y si lo hubiera intentado, yo me habría cerrado por instinto, porque precisamente eso es lo que me estuviste haciendo practicar.
—Es verdad. Todo es cuestión de usar las mismas estratagemas que sabías y comprendías cuando te hallabas dentro de la otra forma. Anoche me dio la sensación de que tus mayores éxitos los lograste cuando te olvidabas de que eras mortal y volvías a comportarte como antes.
—Puede ser, pero te confieso que no lo sé. ¡Lo que fue verlo dentro de mi cuerpo!
—Shh, termina tu última comida y no levantes la voz.
—Mi última comida. —Contuve una risita. —Me voy a dar un festín con él cuando lo agarre. —Luego callé, porque tomé la des agradable conciencia de que estaba hablando de mi propia carne. Miré la mano larga, de piel morena, que sostenía el cuchillo de plata. ¿Sentía yo el menor afecto por ese cuerpo? No. Quería recuperar el mío, y no sopor taba la idea de que debería esperar unas ocho horas para que volviera a ser mío.
No lo vimos más hasta pasada la una.
Sabía .que me convenía evitar el pequeño Club Lido pues era el mejor lugar para bailar, cosa que a él le gustaba, y el ambiente era bastante oscuro. Preferí deambular por los salones más grandes, siempre con anteojos oscuros y el pelo engominado con un fijador que un joven camarero me consiguió. No me molestaba haber arruinado así mi apariencia, pero ello me daba un aspecto anónimo, y en consecuencia ganaba en tranquilidad.
Cuando volvimos a divisarlo se hallaba en uno de los pasillos externos, a punto de entrar en el casino. Esa vez fue David el que no aguantó y fue tras él para mirarlo de cerca.
Me dieron ganas de recordarle que no debíamos seguir a ese monstruo.
Lo único que teníamos que hacer era dirigirnos a la suite Reina Victoria a la hora adecuada. El pequeño diario de a bordo, que ya había sacado la  edición del día siguiente, traía la hora exacta en que saldría el sol: las 6,21. Me reí al verla, pero también es verdad que ya no podía determinar esas cosas tan fácilmente como antes. Bueno, a las 6,21 de la mañana volvería a ser el que siempre fui.
Por último David regresó a su sillón y tomó el diario que había estado leyendo sin cesar.
—Se encuentra en la ruleta, y está ganando. ¡El muy tonto usa sus poderes parapsicológicos para jugar!
—Sí, sigue diciendo eso. ¿Por qué no hablamos ahora de nuestras películas preferidas? Últimamente no he visto nada del actor holandés Rutger Hauer, y lo extraño.
David soltó una risita.
—A mí también me gusta mucho —confesó.
A las tres y veinticinco, seguíamos conversando pausadamente, cuando de pronto vimos pasar de nuevo al apuesto señor Jason Hamilton. Tan lento, tan soñador, tan predestinado al fracaso. David amagó con levantarse y seguirlo, pero apoyé mi mano sobre la suya.
—No hace falta, amigo. Faltan tres horas nada más. A ver, cuéntame la trama de Cuerpo y alma, esa vieja película —¿recuerdas?— que trataba sobre aquel boxeador... ¿no era allí que se mencionaba al tigre de Blake?
A las seis y diez, la luz lechosa ya teñía el firmamento. Era el momento exacto en el que yo solía buscar mi lugar de descanso, y me costaba creer que él no hubiera buscado el suyo aún. Teníamos que encontrarlo dentro de su lustroso baúl negro.
No lo veíamos desde las cuatro y pico, hora en que se hallaba en la pequeña pista del Club Lido, bailando a su típica manera de borracho con una diminuta mujer canosa de vestido rojo. Nos ubicamos a cierta distancia, fuera del bar, apoyando la espalda contra la pared, y desde allí escuchamos el ritmo ágil de su voz, oh, tan británica. Después nos marchamos de prisa.
Se acercaba el momento. Ya no huiríamos más de él. La larga noche estaba a punto de concluir. Varias veces pensé que en pocos minutos, podía morir, pero semejante reflexión jamás en la vida me había disuadido de nada. Si hubiera pensado que podía pasarle algo a David, entonces sí, habría perdido el valor.
Nunca había visto tan decidido a mi amigo. Acababa de sacar el revólver grande del camarote de la Cubierta Cinco y lo llevaba en el bolsillo del saco. Dejamos abierto el baúl, listo para mí, y en la puerta ya colocado el cartelito de "No molestar" para evitar que acudieran los camareros.

También resolvimos que, luego del cambio, yo no debía llevarme el revólver negro pues entonces quedaría en manos de James. No echamos llave a la puerta del pequeño camarote. En realidad las llaves estaban adentro, porque tampoco podía arriesgarme a llevarlas encima. Si algún camarero comedido trababa la puerta por fuera, me obligaría a accionar la cerradura con mi mente, cosa no muy difícil para el viejo Lestat.
Lo que sí llevaba en el bolsillo era el pasaporte falso a nombre de Sheridan Blackwood, y dinero suficiente como para que el tonto huyera al lugar del mundo que quisiera. El barco ya estaba entrando en el puerto de Barbados. Dios mediante, no le insumiría mucho tiempo atracar.
Tal como esperábamos, no había nadie en el ancho pasillo iluminado de la Cubierta Insigne. Se me ocurrió que el camarero estaba dormitando tras las cortinas de la cocinita.
En silencio avanzamos hasta la puerta de la suite Reina Victoria, David colocó la llave y enseguida entramos. El baúl estaba abierto y vacío. Las luces, todas encendidas. El sinvergüenza no había vuelto todavía.
Sin articular palabra, fui apagándolas una por una, caminé hasta la puerta que daba a la terraza y descorrí las cortinas. El cielo tenía todavía el color azul de la noche, pero a cada instante se volvía más claro. Una bella y suave luminosidad inundó la habitación, que sin duda le quemaría en los ojos apenas él la viera y le causaría un gran dolor en su piel expuesta.
Debía estar por regresar, a menos que tuviese otro escondite que nosotros ignorábamos.
Volví a la puerta de entrada y me paré a su izquierda. Allí él no me vería, porque cuando empujara la puerta ella misma me taparía - David había subido los escalones hasta la salita elevada, se hallaba con la espalda hacia la pared de vidrio y de frente a la puerta del camarote, sosteniendo el arma fuertemente con ambas manos.
De pronto oí pasos rápidos que se aproximaban. No le hice señas a David porque noté que él también los había oído. Venía casi corriendo. Me sorprendió su audacia. Entonces David levantó el revólver y apuntó a la puerta cuando la llave ya giraba en la cerradura.
Se abrió la puerta contra mi cuerpo, y James la cerró de un golpe al tiempo que entraba tambaleándose en la habitación. Con el brazo se tapaba los ojos para protegerse de la luz que entraba por la pared de vidrio, mientras murmuraba una maldición contra los camareros que no habían cerrado las cortinas como les había ordenado.
Con su torpeza característica, enfiló hacia los peldaños y se paró en seco al ver que David lo apuntaba desde arriba.
—¡Ya! —gritó mi amigo.
Me lancé sobre él con todo mi ser; la parte invisible de mí se elevó de mi cuerpo mortal y se precipitó con fuerza incalculable sobre mi antigua forma, pero en el acto fui arrojado hacia atrás. Volví a entrar en el cuerpo mortal, pero lo hice con tanta rapidez que el cuerpo mismo, derrotado, se azotó contra la pared.
—¡De nuevo! —gritó David, pero una vez más salí repelido con apabullante rapidez y me costó un esfuerzo volver a dominar las pesadas piernas humanas para quedarme erguido.
Vi que sobre mí aparecía mi viejo rostro de vampiro, enrojecidos los ojos azules, entrecerrándose a causa del resplandor cada vez más intenso de la habitación. ¡Oh, yo sabía lo que estaba sufriendo! Conocía ese estado de confusión. El sol quemaba su piel tierna, que nunca había cicatrizado del todo desde la experiencia en el Gobi. Probablemente ya sintiera débiles las piernas con el entumecimiento inevitable del día naciente.
- -—Bien, James, el juego ha terminado —clamó David con evidente furia. ¡Use el cerebro!
Al oír la voz de David, el ser se volvió como si se cuadrara; luego se acobardó, siempre protegiéndose los ojos de la luz, cayó sobre la mesita de luz, cuyo material plástico, al deshacerse, produjo un ruido horrible.
Cuando se dio cuenta del destrozo que había causado, intentó volver a mirar a David, que daba la espalda al sol.
—¿Ahora qué piensa hacer? —exigió saber David—. ¿Adonde puede ir?
¿Dónde puede esconderse? Si nos mata, registrarán este camarote no bien encuentren los cadáveres. Se acabó, amigo mío. Ríndase.
James dejó escapar un profundo gruñido y agachó la cabeza como un toro enceguecido que se apresta a lanzarse a la carga. Vi que cerraba los puños y me inundó la desesperación.
—Entréguese, James —lo instó David.
Aproveché que el individuo soltaba una andanada de insultos para arrojarme nuevamente sobre él, movido no sólo por el coraje y la humana voluntad sino también por el pánico. ¡El primer rayo caliente de sol cruzó por el agua! Dios mío, era ahora o nunca, y no podía darme el lujo de fallar. Lo embestí con fuerza, sentí una sacudida eléctrica paralizante al  atravesarlo y luego no pude ver nada más. La sensación era como si una gigantesca aspiradora me chupara, obligándome a bajar y bajar, hundiéndome en las tinieblas mientras gritaba "¡Sí, me meto dentro de él, dentro de mí mismo! ¡Dentro de mi cuerpo, sí!" Quedé, entonces, mirando de frente una llamarada de luz áurea.
El dolor en los ojos me resultaba insoportable. Era el calor del Gobi. Era la gran iluminación final del infierno. ¡Pero había conseguido mi propósito!
¡Estaba dentro de mi propio cuerpo! Y esa luminosidad era el sol que salía y escaldaba mis manos y cara maravillosas, preciadas, preternaturales.
r —¡David, hemos triunfado! —grité, y las palabras me salieron con un extraño volumen. Me levanté de un salto del piso, al que me había caído, en posesión una vez más de la gloriosa fuerza y rapidez de otrora.
Enceguecido, corrí hacia la puerta y tuve una última visión fugaz de mi antiguo cuerpo humano cuando, en cuatro patas, trataba de llegar a los escalones.
Llegado al pasillo, la habitación virtualmente explotó de luz y calor. No podía quedarme allí ni un minuto más, aunque oí el disparo ensordecedor del potente revólver.
—¡Dios te ayude, David! —musité. Al instante me hallaba al pie del primer tramo de escalera. Por suerte la luz del sol no pene traba hasta ese pasaje interior, pero mis piernas ya se estaban debilitando. Cuando se disparó el segundo tiro, yo ya había saltado la baranda de la escalera A y me arrojé hasta la Cubierta Cinco, donde eché a correr.
Alcancé a oír un disparo más antes de llegar al reducido camarote, pero, oh, tan débil. La bronceada mano que abrió la puerta casi no pudo hacer girar el picaporte. Ya me enfrentaba de nuevo al peligro de un resfrío, como si estuviera paseando por las nieves de Georgetown. Pero la puerta se abrió y caí de rodillas dentro de la habitación. Aunque me hubiera desplomado, ya estaba a salvo de la luz.
Con un último esfuerzo de voluntad cerré la puerta, corrí el baúl hasta su lugar y me derrumbé en su interior. Después, lo único que pude hacer fue estirarme para aferrar la tapa. Sentí que caía y se cerraba, pero ya no pude sentir nada más. Permanecí inmóvil, mientras un áspero suspiro partía de mis labios.
—¡Dios te ayude, David! —repetí. ¿Por qué había abierto fuego? ¿Por qué?
¿Y por qué tantos disparos de un arma tan potente? ¿Cómo podía el mundo no oír los tiros de un revólver tan ruidoso?
Pero no había fuerza que me permitiera acudir en su ayuda. Se me estaban cerrando los ojos, hasta que por fin quedé flotando en la oscura penumbra de terciopelo que había dejado de habitar desde aquel fatídico encuentro en Georgetown. Todo había terminado, yo era de nuevo el vampiro Lestat, y ninguna otra cosa importaba ya. Ninguna.
Creo que mis labios formaron nuevamente la palabra "David", como si fuera una plegaria.
No bien me desperté, presentí que David y James no estaban en el barco.
No sé muy bien cómo lo sabía, pero lo cierto es que lo sabía.
Luego de acomodarme un poco la ropa y disfrutar unos momentos de frívola felicidad al mirarme en el espejo y flexionar mis maravillosos dedos de manos y pies, salí para cerciorarme de que ninguno de los dos estaba en el barco. A James no pensaba encontrarlo, pero a David... ¿qué le había sucedido luego de disparar el revólver?
¡Con seguridad que tres balas tenían que haber matado a James! Y desde luego, todo había ocurrido en mi camarote —de hecho encontré en mi bolsillo mi pasaporte a nombre de Jason Hamilton—, de modo que me encaminé a la Cubierta Insigne con la mayor cautela.
Los camareros iban de aquí para allá para entregar bebidas y arreglar las habitaciones de los que ya se habían aventurado a salir por la noche.
Utilicé toda mi habilidad para moverme rápidamente entre el pasaje y entrar sin, que me vieran en la suite Reina Victoria.
Se notaba a las claras que ya la habían ordenado. El baúl negro que James usaba de ataúd estaba cerrado y cubierto con la tela alisada. Habían retirado la mesa de luz rota, pero quedó una marca en la pared.
No había sangre en la alfombra. Es más, no se veía la menor huella de la horrenda lucha que había tenido lugar. Y a través de los vidrios de la terraza pude advertir que estábamos saliendo del puerto de Barbados bajo un glorioso velo crepuscular, y avanzábamos hacia mar abierto.
Me asomé un instante a la terraza, sólo para contemplar la noche infinita y sentir una vez más la alegría de mi vieja visión vampírica. A lo lejos, en la costa, distinguí un millón de minúsculos detalles que jamás habría podido ver un mortal. Tanto me fascinó experimentar la antigua levedad física, la sensación de gracia y destreza, que me dieron ganas de ponerme a bailar. Me habría encantado hacer un zapateo americano en un costado del buque, luego en el otro, todo el tiempo cantando y haciendo chasquear los dedos.
Pero no tenía tiempo para esas cosas. Primero debía averiguar qué había pasado con David.
Abrí la puerta, crucé el pasillo y rápida, silenciosamente, destrabé la cerradura del camarote de David. Después, con un repentino arranque de velocidad sobrenatural, entré sin que me vieran quienes andaban por allí.
Todo había desaparecido. Incluso habían higienizado ya el camarote para un nuevo pasajero. Obviamente habían obligado a David a abandonar el buque. ¡A lo mejor ahora estaba en Barbados! De ser así, lo encontraría enseguida.
Pero, ¿y el otro cuarto, el que pertenecía a mi antigua identidad mortal?
Abrí la puerta de comunicación sin tocarla, y comprobé que también la habían vaciado y limpiado.
Qué hacer. No deseaba permanecer en ese barco más de lo necesario, ya que apenas me descubrieran me convertiría por cierto en el centro de la atención general. La debacle se había producido en mi camarote.
Oí el paso fácilmente identificable del camarero que tanto nos había ayudado antes, y abrí la puerta justo cuando él pasaba por allí. Noté que al verme se llenaba de excitación y perplejidad. Le hice señas para que entrara.
—¡Señor, lo están buscando! ¡Pensaron que había bajado en Barbados!
Debo dar aviso de inmediato a seguridad.
—Oh, cuénteme lo que pasó —dije, mirándolo fijo a los ojos. Noté que el hechizo surtía efecto, pues adoptó una actitud de entrega y confianza total.
Al amanecer se había producido un desagradable incidente en mi camarote. Un británico de edad avanzada —que, dicho sea de paso, antes había asegurado ser mi médico— efectuó varios disparos, sin que ninguno diera en el blanco, contra un joven asaltante que —declaró— había intentado matarlo. En realidad, no se había podido localizar al asaltante pero, por la descripción que brindó el caballero inglés, se pudo establecer que el joven había ocupado precisamente el camarote ése donde nos encontrábamos, y que se había embarcado utilizando un nombre falso.
Pero lo mismo había hecho el caballero inglés. La confusión de nombres era parte importante del embrollo. El camarero no sabía todo lo sucedido, salvo que habían arrestado al caballero, obligándolo a bajar a tierra.
El camarero estaba intrigado.
—Creo que fue un alivio para todos que lo hicieran bajar. Pero debemos llamar al jefe de seguridad, señor. Están muy preocupados por usted. Me extraña que no lo hayan detenido cuando volvió a embarcarse en Barbados. Lo han estado buscando el día entero.
Yo no estaba muy seguro de querer soportar miradas incisivas por parte de los funcionarios de seguridad, pero el tema quedó rápidamente decidido cuando en la puerta de la suite aparecieron dos hombres de uniforme blanco.
Di las gracias al camarero, me acerqué a los dos señores y los invité a pasar, hecho lo cual me ubiqué en la zona más oscura, como era mi costumbre en encuentros de esa naturaleza. Además, les pedí que me disculparan por no encender las lámparas, pero la luz que entraba por la puerta de la terraza era suficiente, expliqué, teniendo en cuenta el mal estado de mi piel enferma.
A ambos los noté muy desconfiados, por lo que tuve que volver a utilizar la persuasión de mi hechizo al hablar.
—¿Qué pasó con el doctor Alexander Stoker? —pregunté—. Es mi médico personal, y me preocupa su suerte.
Fue evidente que el más joven, hombre de rostro muy colorado y acento irlandés, no creyó lo que yo le decía y presintió algo raro en mi forma de hablar y conducirme. Mi única esperanza era poder sumirlo en la confusión para que se quedara callado.

Pero el otro, un inglés alto e instruido, fue mucho más fácil de embaucar, y comenzó a contarme todo sin segundas intenciones.
Parece ser que el doctor Stoker no era tal, sino un inglés de nombre David Talbot, que se negó a confesar por qué había usado un nombre falso. —¡Imagínese, ese señor Talbot llevaba un arma en el barco! —exclamó el alto, mientras su compañero seguía mirándome con suspicacia—. Claro que esa organización de Londres, la Talamasca o como se llame, pidió muchas disculpas y quiso enmendar todo. Por último, el asunto lo arregló el capitán con unas personas de la oficina central de Cunard. Como el señor Talbot empacó sus cosas y accedió a que se lo acompañara a tomar un avión que partía de inmediato a los Estados Unidos, no se le hizo una denuncia penal.
—¿A qué lugar de Estados Unidos?
—A Miami, señor. Casualmente yo mismo lo llevé. A toda costa quiso enviarle un mensaje a usted: que se reuniera con él en Miami, a su conveniencia. Creo que en el hotel Park Central... Me repitió varias veces el recado.
—Entiendo. ¿Y el hombre que lo atacó, el que lo obligó a disparar su arma?
—No lo hemos podido encontrar, señor, aunque es indudable que varias personas lo habían visto antes a bordo ¡acompañado por el señor Talbot!
Casualmente aquél era su camarote, y creo que usted estaba ahí conversando con el camarero cuando llegamos.
—Todo esto me desconcierta mucho —expresé con mi tono más convincente—. ¿Usted cree que ese muchacho de pelo castaño ya no está a bordo?
—Casi podríamos asegurarlo, señor, aunque, por supuesto, es imposible practicar una búsqueda minuciosa en un buque como éste. Las pertenencias de ese señor estaban aún en el camarote cuando lo abrimos.
Tuvimos que abrirlo porque el señor Talbot insistía en que había sido atacado por ese joven, ¡y además dijo que este último también viajaba con nombre supuesto! Tenemos su equipaje en custodia, desde luego. Si me acompaña al despacho del capitán, tal vez podría aclararnos...
Me apresuré a afirmar que no sabía nada del asunto, pues no había estado en mi cuarto en el momento del hecho. El día anterior había bajado en Grenada, y no me enteré nunca de que se hubiesen embarcado ninguno de esos dos hombres. Y esa mañana había salido a pasear por Barbados, por lo que no supe nada sobre el tiroteo.
Pero toda esa conversación mía fue una pantalla para seguir usan do con ellos la persuasión, y convencerlos de que debían dejarme solo para yo poder cambiarme y descansar un rato.
Cuando cerré la puerta, luego de que se marcharon, supe que se dirigían a la oficina del capitán y que regresarían en cuestión de minutos. En realidad no importaba. David estaba a salvo, pues abandonó el buque y viajó a Miami, donde debía reunirme con él. Eso era lo único que quería saber. Gracias a Dios había podido partir de Barbados enseguida. Porque sólo Dios sabía dónde podía estar James en esos momentos.
En cuanto al señor Jason Hamilton, cuyo pasaporte llevaba yo en el bolsillo, todavía le quedaba un ropero lleno de prendas en esa suite, y mi intención era apropiarme rápidamente de algunas. Me saqué el arrugado traje de etiqueta y el resto de mi atuendo para la noche, y me puse pantalón, camisa de algodón y un saco decente de hilo. Desde luego, todo estaba hecho a la medida perfecta para ese cuerpo. Hasta los zapatos de lona me resultaron muy cómodos.
Llevé conmigo el pasaporte y una considerable suma de dólares norteamericanos que había encontrado en la vieja ropa.
Luego volví a salir a la terraza y permanecí inmóvil bajo la caricia de  la brisa, mientras mis ojos somnolientos recorrían el mar, de un azul intenso y luminoso.
El Queen Elizabeth II avanzaba a los famosos veintiocho nudos, y las olas transparentes se estrellaban contra su proa majestuosa. La isla de Barbados había desaparecido por completo de la vista. Levanté la mirada y contemplé la gran chimenea negra, que por ser tan inmensa parecía la chimenea del propio infierno. Era todo un espectáculo el espeso humo gris que salía de ella, describía un arco y bajaba hasta el nivel mismo del mar empujado por el viento incesante.
Volví a mirar el lejano horizonte. Todo el universo estaba impregnado de una luz bella y azulada. Tras una fina bruma que los mortales jamás podrían percibir, vi las minúsculas constelaciones titilantes, como también los planetas luminosos que avanzaban lentamente. Estiré mis extremidades, contento de sentirlas, fascina do con el cosquilleo que me recorría hombros y espalda. Me sacudí entero y me gustó el roce del pelo contra el cuello; después apoyé los brazos sobre la baranda.
—Te voy a encontrar, James —murmuré—; de eso no te quepa la menor duda. Pero ahora tengo otras cosas que hacer. En vano podrás seguir tramando pequeños ardides.
Luego ascendí despacio, lo más despacio que pude, hasta que estuve muy alto, encima del barco, y lo miré desde arriba. Admiré sus numerosas cubiertas apiladas una sobre la otra, festoneadas por mil y una lucecitas amarillas. Qué festivo se lo veía, qué despreocupado. Valerosamente avanzaba, mudo y poderoso, por el mar ondulante, portando su pequeño reino de seres que bailaban, cenaban y charlaban, de atareados oficiales de seguridad, de presurosos camareros, de cientos y cientos de personas felices que nada sospechaban de que hubiéramos estado allí para perturbarlas con nuestro pequeño drama, ni de que nos hubiéramos ido con la misma rapidez con que llegamos, dejando sólo una mínima secuela de alboroto. Que reine la paz en el Queen Elizabeth II, pensé, y una vez más supe por qué el Ladrón de Cuerpos se había encariñado con esa nave, por qué se escondió en ella, por triste y de mal gusto que fuese.
Al fin y al cabo, ¿qué es todo nuestro mundo para las estrellas del firmamento? Qué piensan ellas de nuestro planeta diminuto, me pregunté, un planeta lleno de alocadas yuxtaposiciones, de ocurrencias fortuitas, luchas interminables y delirantes civilizaciones desparramadas sobre su faz, unidas no por voluntad, fe ni ambición comunitaria sino por cierta nebulosa capacidad de sus millones de habitantes de no pensar en las tragedias de la vida y lanzarse una y otra vez a la felicidad, tal como lo hacían los pasajeros de ese bar quito, como si la felicidad fuese para todos los seres tan natural como el hambre, el sueño, la necesidad de amor o el miedo al frío. Me elevé cada vez más alto hasta que ya no pude ver la nave. Se interponían nubes entre mí y el mundo de abajo. Y arriba ardían las estrellas en su fría majestuosidad, y por una vez en la vida no las odié. No, no podía odiarlas, no podía odiar nada. Me sentía demasiado lleno de júbilo y de sombrío triunfo amargo. Yo era Lestat, que me desplazaba entre el cielo y el infierno, contento de serlo quizá por vez primera.

1 comentario:

eileanezagar dijo...

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