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AUTOR DE TIEMPOS PASADOS

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domingo, 12 de septiembre de 2010

2001 UNA ODISEA ESPACIAL - Arthur C. Clarke






2001 - UNA ODISEA ESPACIAL
Arthur C. Clarke

***
I – NOCHE PRIMITIVA
1 - El camino de la extinción
La sequía había durado ya diez millones de años, y el reinado de los terribles saurios tiempo ha que había
terminado. Aquí en el ecuador, en el continente que había de ser conocido un día como Africa, la batalla
por la existencia había alcanzado un nuevo clímax de ferocidad, no avistándose aún al victorioso. En este
terreno baldío y disecado sólo podía medrar, o aun esperar sobrevivir, lo pequeño, lo raudo o lo feroz.
Los hombres mono del "veldt" no eran nada de ello, y no estaban por ende medrando; realmente, se
encontraban ya muy adelantados en el curso de la extinción racial. Una cincuentena de ellos ocupaban un
grupo de cuevas que dominaban un angosto vallecito, dividido por un perezoso riachuelo alimentado por
las nieves de las montañas, situadas a doscientas millas al norte. En épocas malas, el riachuelo
desaparecía por completo, y la tribu vivía bajo el sombrío manto de la sed.
Estaba siempre hambrienta, y ahora la apresaba la torva inanición. Al filtrarse serpenteante en la cueva el
primer débil resplandor del alba, Moon-Watcher vio que su padre había muerto durante la noche. No
sabía que el viejo fuese su padre, pues tal parentesco se hallaba más allá de su entendimiento, pero al
contemplar el enteco cuerpo sintió un vago desasosiego que era el antecesor de la pesadumbre.
Las dos criaturas estaban ya gimiendo en petición de comida, pero callaron al punto ante el refunfuño de
Moon-Watcher. Una de las madres, defendió a la cría a la que no podía alimentar debidamente,
respondiendo a su vez con un enojado gruñido, y a él le falto hasta la energía para asestarle un manotazo
por su protesta.
Había ya suficiente claridad para salir. Moon-Watcher asió el canijo y arrugado cadáver y lo arrastró tras
sí al inclinarse para atravesar la baja entrada de la cueva. Una vez fuera se echó el cadáver al hombro y se
puso en pie... único animal en todo aquel mundo que podía hacerlo.
Entre los de su especie Moon-Watcher era casi un gigante. Pasaba un par de centímetros del metro y
medio de estatura, y aunque pésimamente alimentado, pesaba unos cincuenta kilos. Su peludo y
musculoso cuerpo estaba a mitad de camino entre el del mono y el del hombre, pero su cabeza era mucho
más parecida a la del segundo que a la del primero. La frente era deprimida y presentaba protuberancias
sobre la cuenca de los ojos, aunque ofrecía inconfundiblemente en sus genes la promesa de humanidad.
Al tender su mirada sobre aquel hostil mundo del pleistoceno, había ya algo en ella que sobrepasaba la
capacidad de cualquier mono. En sus oscuros y sumisos ojos se reflejaba una alboreante comprensión...
los primeros indicios de una inteligencia que posiblemente no se realizaría aun durante años, y no podría
tardar en ser extinguida para siempre.
No percibiendo señal alguna de peligro, Moon-Watcher comenzó a descender el declive casi vertical al
exterior de la cueva, sólo ligeramente embarazado por su carga. Como si hubiesen estado esperando su
señal, los componentes del resto de la tribu emergieron de sus hogares, dirigiéndose presurosos declive
abajo en dirección a las fangosas aguas del riachuelo para su bebida mañanera.
Moon-Watcher tendió su mirada a través del valle para ver si los Otros estaban a la vista, mas no había
señal alguna de ellos. Quizá no habían abandonado aún sus cuevas, o estaban ya forrajeando a lo largo de
la ladera del cerro. Y como no se los veía por parte alguna, Moon-Watcher los olvidó, pues era incapaz
de preocuparse más que de una sola cosa cada vez.
Debía primero zafarse del viejo, pero éste era un problema que requería muy poco que pensar. Había
habido muchas muertes aquella temporada, una en su propia cueva; sólo tenía que depositar el cadáver
donde había dejado el de la nueva criatura en el último cuarto de luna, y las hienas se encargarían del
resto.
Ellas estaban ya a la espera, allá donde el pequeño valle se diluía en la sabana, como si supiesen de su
llegada. Moon-Watcher depositó el cuerpo bajo un mezquino matorral todos los huesos anteriores habían
desaparecido ya y se apresuró a volver a reunirse con la tribu. No volvió a pensar más en su padre.
Sus dos compañeras, los adultos de las otras cuevas, y la mayoría de los jóvenes estaban forrajeando
entre los árboles raquitizados por la sequía valle arriba, buscando bayas, suculentas raíces y hojas, y
ocasionales brevas, así como lagartijas o roedores. Sólo los pequeños y los más débiles de los viejos
permanecían en las cuevas; si quedaba algún alimento al final de la búsqueda del día, podrían nutrirse.
En caso contrario, no tardarían en estar de suerte otra vez las hienas.
Pero aquel día era bueno... aunque como Moon-Watcher no conservaba un recuerdo real del pasado, no
podía comparar un tiempo con otro. Había dado con una colmena en el tronco de un árbol muerto, y así
había disfrutado de la mejor golosina que jamás saboreara su gente; todavía se chupaba los dedos de
cuando en cuando mientras conducía el grupo al hogar, a la caída de la tarde. Desde luego, había sido
víctima de un gran número de aguijonazos, pero apenas los había notado. Se sentía ahora casi tan
contento como jamás lo estuviera; pues aunque estaba aún hambriento, en realidad no se notaba débil por
el hambre. Y eso era lo más a lo que podía aspirar cualquier mono-humanoide.
Su contento se desvaneció al alcanzar el riachuelo. Los Otros estaban allí. Cada día solían estar, pero no
por ello dejaba la cosa de ser menos molesta. Había unos treinta y no podían ser distinguidos de los
miembros de la propia tribu de Moon-Watcher. Al verle llegar, comenzaron a danzar, a agitar sus manos
y a gritar, y los suyos replicaron de igual modo.
Y eso fue todo lo que sucedió. Aunque los mono-humanoide luchaban y peleaban a menudo entre ellos
era raro que sus disputas tuvieran graves consecuencias. Al no poseer garras o colmillos y estando bien
protegidos por su pelo, no podían causarse mucho daño mutuo. En cualquier caso, disponían de escaso
excedente de energía para tal improductiva conducta; los gruñidos y las amenazas eran un medio mucho
más eficaz de mantener sus puntos de vista.
La confrontación duro aproximadamente cinco minutos; luego, la manifestación cesó tan rápidamente
como había comenzado, y cada cual bebió hasta hartarse de la lodosa agua... El honor había quedado
satisfecho; cada grupo había afirmado la reivindicación de su propio territorio. Y habiendo sido zanjado
este importante asunto, la tribu desfiló por la ribera del riachuelo. El siguiente apacentadero que merecía
la pena se hallaba ahora a más de una milla de las cuevas, y tenían que compartirlo con una manada de
grandes bestias semejantes al antílope, las cuales toleraban a duras penas su presencia. Y no podían ser
expulsadas de allí, pues estaban armadas con terribles dagas que sobresalían de su testuz... las armas
naturales que el mono-humanoide no poseía.
Así, Moon-Watcher y sus compañeros masticaban bayas y frutas y hojas y se esforzaban por ahuyentar
los tormentos del hambre... mientras en torno a ellos, compitiendo por el mismo pasto, había una fuente
potencial demás alimento del que jamás podían esperar comer. Pero los miles de toneladas de suculenta
carne que erraban por la sabana y a través de la maleza, no sólo estaban más allá de su alcance, sino
también de su imaginación.
Y, en medio de la abundancia, estaban pereciendo lentamente de inanición.
Con la última claridad del día, la tribu volvió, sin incidentes, a su cueva. La hembra herida que había
permanecido en ella arrulló de placer cuando Moon-Watcher le dio la rama cubierta de bayas que le
había traído, y comenzó a atacarla vorazmente. Bien escaso alimento había en ella, pero le ayudaría a
subsistir mientras sanaba la herida que el leopardo le había causado, y pudiera volver a forrajear por sí
misma.
Sobre el valle se estaba alzando la luna llena, y de las distantes montañas soplaba un viento cortante.
Haría mucho frío durante la noche... pero el frío, como el hambre, no era motivo de verdadera
preocupación; formaba simplemente parte del fondo de la vida.
Moon-Watcher apenas se movió cuando llegaron ecos de gritos y chillidos procedentes de una de las
cuevas bajas del declive, y no necesitaba oír el ocasional gruñido del leopardo para saber exactamente lo
que estaba sucediendo. Abajo, en la oscuridad, el viejo Cabello Blanco y su familia estaban luchando y
muriendo, mas ni por un momento atravesó la mente de Moon-Watcher la idea de que pudiera ir a prestar
ayuda de algún modo. La dura lógica de la supervivencia desechaba tales fantasías, y ninguna voz se alzó
en protesta desde la ladera del cerro. Cada cueva permanecía silenciosa, para no traerse también el
desastre.
El tumulto se apagó, y Moon-Watcher pudo oír entonces el roce de un cuerpo al ser arrastrado sobra las
rocas. Ello duró sólo unos cuantos segundos; luego, el leopardo dio buena cuenta de su presa, y no hizo
más ruido al marcharse silenciosamente, llevando a su víctima sin esfuerzo entre sus poderosas
mandíbulas.
Durante uno o dos días, no habría más peligro allí, pero podía haber otros enemigos afuera,
aprovechándose del frío. Estando suficientemente prevenidos, los rapaces menores podían a veces ser
espantados con gritos y chillidos. Moon-Watcher se arrastró fuera de la cueva, trepó a un gran canto
rodado que estaba junto a la entrada, y se agazapó en él para inspeccionar el valle.
De todas las criaturas que hasta entonces anduvieron por la Tierra, los mono-humanoide fueron los
primeros en contemplar fijamente a la Luna. Y aunque no podía recordarlo, siendo muy joven
Moon-Watcher quería a veces alcanzar, e intentar tocar, aquel fantasmagórico rostro sobre los cerros.
Nunca lo había logrado, y ahora era bastante viejo para comprender porqué. En primer lugar, desde
luego, debía hallar un árbol lo suficientemente alto para trepar a él.
A veces contemplaba el valle, y a veces la Luna, pero durante todo el tiempo escuchaba. En una o dos
ocasiones se adormeció, pero lo hizo permaneciendo alerta al punto que el más leve sonido le hubiese
despabilado como movido por un resorte.
A la avanzada edad de veinticinco años, se encontraba aún en posesión de todas sus facultades; de
continuar su suerte, y si evitaba los accidentes, las enfermedades, las bestias de presa y la inanición,
podría sobrevivir otros diez años más.
La noche siguió su curso, fría y clara, sin más alarmas, y la Luna se alzó lentamente en medio de
constelaciones ecuatoriales que ningún ojo humano vería jamás. En las cuevas, entre tandas de incierto
dormitar y temerosa espera, estaban naciendo las pesadillas de generaciones aún por ser.
Y por dos veces atravesó lentamente el firmamento, alzándose al cenit, y descendiendo por el Este, un
deslumbrante punto de luz más brillante que cualquier estrella.
2 – La nueva roca
Moon-Watcher se despertó de súbito, muy adentrada la noche. Molido por los esfuerzos y desastres del
día, había estado durmiendo más a pierna suelta que de costumbre, aunque se puso instantáneamente
alerta, al oír el primer leve gatear en el valle.
Se incorporó, quedando sentado en la fétida oscuridad de la cueva, tensando sus sentidos a la noche, y el
miedo serpeó lentamente en su alma. Jamás en su vida -casi el doble de larga que la mayoría de los
miembros de su especie podían esperar- había oído un sonido como aquel.
Los grandes gatos se aproximaban en silencio, y lo único que los traicionaba era un raro deslizarse de
tierra, o el ocasional crujido de una ramita. Mas éste era un continuo ruido crepitante, que iba
aumentando constantemente en intensidad. Parecía como si alguna enorme bestia se estuviese moviendo
a través de la noche, desechando en absoluto el sigilo, y haciendo caso omiso de todos los obstáculos. En
una ocasión Moon-Watcher oyó el inconfundible sonido de un matorral al ser arrancado de raíz; los
elefantes y los dinoterios lo hacían a menudo, pero por lo demás se movían tan silenciosamente como los
felinos.
Y de pronto llegó un sonido que Moon-Watcher no podía posiblemente haber identificado, pues jamás
había sido oído antes en la historia del mundo. Era el rechinar del metal contra la piedra.
Moon-Watcher llegó junto a la Nueva Roca, al conducir la tribu al río a la primera claridad diurna. Había
casi olvidado los terrores de la noche, porque nada había sucedido tras aquel ruido inicial, por lo que ni
siquiera asoció aquella extraña cosa con peligro o con miedo. No había, después de todo nada alarmante
en ello.
Era una losa rectangular, de una altura triple a la suya pero lo bastante estrecha como para abarcarla con
sus brazos, y estaba hecha de algún material completamente transparente; en verdad que no era fácil
verla excepto cuando el sol que se alzaba destellaba en sus bordes. Como Moon-Watcher no había
topado nunca con hielo, ni agua cristalina, no había objetos naturales con los que pudiese comparar
aquella aparición.
Ciertamente era más bien atractiva, y aunque él tenía por costumbre ser prudentemente cauto ante la
mayoría de las novedades, no vacilo mucho antes de encaramarse a ella. Y como nada sucedió, tendió la
mano y sintió una fría y dura superficie.
Tras varios minutos de intenso pensar, llegó a una brillante explicación. Era una roca, desde luego, y
debió haber brotado durante la noche.
Había muchas plantas que lo hacían así... objetos blancos y pulposos en forma de guijas, que parecían
emerger durante las horas de oscuridad. Verdad era que eran pequeñas y redondas, mientras que esta era
ancha y de agudas aristas; pero filósofos más grandes y modernos que Moon-Watcher estarían dispuestos
a pasar por alto excepciones igualmente sorprendentes a sus teorías.
Aquella muestra realmente soberbia de pensamiento abstracto condujo a Moon-Watcher, tras sólo tres o
cuatro minutos, a una deducción que puso inmediatamente a prueba. Las blancas y redondas plantasguijas
eran muy sabrosas (aunque había unas cuantas que producían una violenta enfermedad). ¿Quizás
ésta grande...?
Unas cuantas lamidas e intentos de roer le desilusionaron rápidamente. No había ninguna alimentación
en ella; por lo que, como mono-humanoide juicioso, prosiguió en dirección al río, olvidándolo todo sobre
el cristalino monolito, durante la cotidiana rutina de chillar a los Otros.
El forrajeo era muy malo, hoy, y la tribu hubo de recorrer varias millas desde las cuevas para encontrar
algún alimento. Durante el despiadado calor del mediodía una de las hembras más frágiles se desplomó
víctima de un colapso, lejos de cualquier posible refugio. Sus compañeros la rodearon arrullándola
alentadoramente, mas no había nada que pudieran hacer. De haber estado menos agotados, podían
haberla transportado con ellos; pero no les quedaba ningún excedente de energía para tal acto de caridad.
Por lo tanto, hubieron de abandonarla para que se recuperase con sus propios recursos, o pereciese. En el
recorrido de vuelta al hogar pasaron al atardecer por el lugar donde se depositaban los cadáveres; no se
veía en él ningún hueso.
Con la última luz del día, y mirando ansiosamente en derredor para precaverse de tempranos cazadores,
bebieron apresuradamente en el riachuelo, comenzando seguidamente a trepar a sus cuevas. Se hallaban
todavía a cien metros de la nueva roca cuando comenzó el sonido.
Era apenas audible, pero sin embargo los detuvo en seco, quedando paralizados en la vereda, con las
mandíbulas colgando flojamente. Una simple y enloquecedora vibración repetida, salía expelida del
cristal, hipnotizando a todo cuando aprehendía en su sortilegio. Por primera vez -y la última, en tres
millones de años- se oyó en Africa el sonido del tambor.
El vibrar se hizo más fuerte y más insistente. Los mono-humanoide comenzaron a moverse hacia
adelante como sonámbulos, en dirección al origen de aquel obsesionante sonido. A veces daban
pequeños pasos de danza, como si su sangre respondiese a los ritmos que sus descendientes aún tardarían
épocas en crear. Y completamente hechizados, se congregaron entorno al monolito, olvidando las fatigas
y penalidades del día, los peligros de la oscuridad que iba tendiéndose, y el hambre de sus estómagos.
El tamborileo se hizo más ruidoso, y más oscura la noche. Y cuando las sombras se alargaron y se agotó
la luz del firmamento, el cristal comenzó a resplandecer.
Primero perdió su transparencia, y quedó bañado en pálida y lechosa luminiscencia. A través de su
superficie y en sus profundidades se movieron atormentadores fantasmas vagamente definidos, los cuales
se fusionaron en franjas de luz y sombra, formando luego rayados diseños entremezclados que
comenzaron a girar lentamente.
Los haces de luz giraron cada vez más rápidamente, acelerándose con ellos el vibrar de los tambores.
Hipnotizados del todo, los mono-humanoide sólo podían ya contemplar con mirada fija y mandíbulas
colgantes aquel pasmoso despliegue pirotécnico. Habían olvidado ya los instintos de sus progenitores y
las lecciones de toda una existencia; ninguno entre ellos, corrientemente, habría estado tan lejos de su
cueva tan tarde. Pues la maleza circundante estaba llena de formas que parecían petrificadas y de ojos
fijos, como si las criaturas nocturnas hubiesen suspendido sus actividades para ver lo que habría de
suceder luego.
Los giratorios discos de luz comenzaron entonces a emerger, y sus radios se fundieron en luminosas
barras que retrocedieron lentamente en la distancia, girando sus ejes al hacerlo. Escindiéronse luego en
pares, y las series de líneas resultantes comenzaron a oscilar a través unas de otras, cambiando
lentamente sus ángulos de intersección. Fantásticos y volanderos diseños geométricos flamearon y de
apagaron al enredarse y desenredarse las resplandecientes mallas; y los mono-humanoide siguieron con
la mirada fija, hipnotizados cautivos del radiante cristal.
Jamás hubieran adivinado que estaban siendo sondeadas sus mentes, estudiadas sus reacciones y
evaluados sus potenciales. Al principio, la tribu entera permaneció semiagazapada, en inmóvil cuadro,
como petrificada. Luego el mono-humanoide más próximo a la losa volvió de súbito a la vida.
No varió su posición, pero su cuerpo perdió su rigidez, semejante a la del trance hipnótico, y se animó
como si fuera un muñeco controlado por invisibles hilos. Giró la cabeza a este y otro lado; la boca se
cerró y abrió silenciosamente; las manos se cerraron y abrieron. Inclinóse luego, arranco una larga brizna
de hierba, e intentó anudarla, con torpes dedos.
Parecía un poseído, pugnando contra un espíritu o demonio que se hubiese apoderado de su cuerpo.
Jadeaba intentando respirar, sus ojos estaban llenos de terror mientras quería obligar a sus dedos a hacer
movimientos más complicados que cualesquiera hubiese antes intentado.
A pesar de todos sus esfuerzos, únicamente logró hacer pedazos el tallo. Y mientras los fragmentos caían
al suelo, le abandonó la influencia dominante, y volvió a quedarse inmóvil, como petrificado.
Otro mono-humanoide surgió a la vida, y procedió a la misma ejecución. Este era un ejemplar más joven,
y por ende más adaptable, logrando lo que el más viejo había fallado. En el planeta Tierra, había sido
enlazado el primer tosco nudo...
Otros hicieron cosas más extrañas y todavía más anodinas. Algunos extendieron sus brazos en toda su
longitud e intentaron tocarse las yemas de los dedos... primero con ambos ojos abiertos y luego con uno
cerrado. Algunos hubieron de mirar fijamente en las formas trazadas en el cristal, que se fueron
dividiendo cada vez más finamente hasta fundirse en un borrón gris. Y todos oyeron aislados y puros
sonidos, de variado tono que rápidamente descendieron por debajo del nivel del oído.
Al llegar la vez a Moon-Watcher sintió muy poco temor. Su principal sensación era la de un sordo
resentimiento, al contraerse sus músculos y moverse sus miembros obedeciendo órdenes que no eran
completamente suyas.
Sin saber por que, se inclinó y recogió una piedrecita. Al incorporarse, vio que había una nueva imagen
en la losa del cristal.
Las formas danzantes habían desaparecido, dejando en su lugar una serie de círculos concéntricos que
rodeaban un intenso disco negro.
Obedeciendo las silenciosas órdenes que oía en su cerebro, arrojó la piedra con torpe impulso de volea,
fallando el blanco por bastantes centímetros.
"Inténtalo de nuevo", dijo la orden. Buscó en derredor hasta hallar oro guijarro. Y ésta vez su
lanzamiento dio en la losa, produciendo un sonido como de campana. Sin embargo todavía era muy
deficiente su puntería, aunque había sin duda mejorado.
Al cuarto intento, el impacto dio sólo a milímetros del blanco. Una sensación de indescriptible placer,
casi sexual en su intensidad, inundó su mente. Aflojóse luego el control, y ya no sintió ningún impulso
para hacer nada, excepto quedarse esperando.
Una a uno cada miembro de la tribu fue brevemente poseído. Algunos tuvieron éxito, pero la mayoría
fallaron el las tareas que se les habían impuesto, y todos fueron recompensados apropiadamente con
espasmos de placer o de dolor.
Ahora había sólo un fulgor uniforme y sin rasgos en la gran losa, por lo que se asemejaba a un bloque de
luz superpuesto en la circundante oscuridad. Como si se despertasen de un sueño, los mono-humanoide
menearon sus cabezas, y comenzaron luego a moverse por la vereda en dirección a sus cobijos. No
miraron hacia atrás ni se maravillaron ante la extraña luz que estaba guiándoles a sus hogares... y a un
futuro desconocido hasta para las estrellas.
3 – Academia
Moon-Watcher y sus compañeros no conservaban recuerdo alguno de lo que habían visto, después de que
el cristal cesara de proyectar su hipnótico ensalmo en sus mentes y de experimentar con sus cuerpos. Al
día siguiente, cuando salieron a forrajear, pasaron ante la losa sin apenas dedicarle un pensamiento; ella
formaba ahora parte del desechado fondo de sus vidas. No podían comerla, ni tampoco ella a ellos; por lo
tanto, no era importante.
Abajo, en el río, los Otros profirieron sus habituales amenazas ineficaces. Su jefe, un mono-humanoide
con sólo una oreja y de la corpulencia y edad de Moon-Watcher, aunque en peor condición, hasta se
permitió dar una breve carrera en dirección al territorio de la tribu, gritando y agitando los brazos en un
intento de amedrentar a la oposición y apuntalar su propio valor. El agua del riachuelo no tenía en
ninguna parte una profundidad mayor que treinta y cinco centímetros, pero cuanto más se adentraba en
ella Una-Oreja, más inseguro y desdichado se mostraba, hasta que no tardó en detenerse, retrocediendo
luego, con exagerada dignidad, para unirse a sus compañeros.
Por lo demás, no hubo cambio alguno en la rutina normal. La tribu recogió suficiente alimento para
sobrevivir otro día, y ninguno murió.
Y aquella noche, la losa de cristal se hallaba aún a la espera, rodeada de su palpitante aura de luz y
sonido. Sin embargo el programa que había fraguado, era sutilmente diferente.
A algunos de los mono-humanoide los ignoró por completo, como si se estuviese concentrando en los
sujetos más prometedores. Uno de estos fue Moon-Watcher; de nuevo sintió él serpear inquisidores
zarcillos por inusitados lugares ocultos de su cerebro. Y entonces comenzó a ver visiones.
Podían haber estado dentro del bloque de cristal; podían haberse hallado del todo en el interior de su
mente. En todo caso para Moon-Watcher eran absolutamente reales. Sin embargo, el habitual impulso
automático de arrojar de su territorio a los invasores, había sido adormecido.
Estaba contemplando un pacífico grupo familiar, que difería sólo en su aspecto de las escenas que él
conocía. El macho, la hembra y las dos crías que habían aparecido misteriosamente ante él, eran orondos,
de piel suave y reluciente... y esta era una condición de vida que Moon-Watcher no había imaginado
nunca. Inconscientemente, se palpó sus sobresalientes costillas; las de aquellas criaturas estaban cubiertas
por una capa adiposa. De cuando en cuando se desperezaban flojamente, tendidos a pierna suelta a la
entrada de una cueva, al parecer en paz con el mundo. Ocasionalmente, en gran macho emitía un enorme
gruñido de satisfacción.
No hubo allí ninguna otra actividad, y al cabo de cinco minutos se desvaneció de súbito la escena. El
cristal no era ya más que una titilante línea en la oscuridad; Moon-Watcher se sacudió como
despertándose de un sueño, percatándose bruscamente de donde se encontraba, y volvió a conducir a la
tribu a las cuevas.
No tenía ningún recuerdo consciente de lo que había visto; pero aquella noche, sentado caviloso a la
entrada de su cubil, con el oído aguzado a los ruidos del mundo que le rodeaba, sintió las primeras
punzadas de una nueva y poderosa emoción. Era una vaga y difusa sensación de envidia... o de
insatisfacción con su vida. No tenía la menor idea de su causa, y menos aún de su remedio; pero el
descontento había penetrado en su alma, y había dado un pequeño paso hacia la humanidad.
Noche tras noche, se repitió el espectáculo de aquellos cuatro rollizos monos humanoide, hasta
convertirse en fuente de fascinada exasperación, que servía para aumentar el hambre eterna y roedora de
Moon-Watcher. La evidencia de sus ojos no podía haber producido ese efecto; necesitaba un refuerzo
psicológico. Había ahora en la vida de Moon-Watcher lagunas que nunca recordaría, cuando los átomos
de su simple cerebro estaban siendo trenzados en nuevos moldes. Si sobrevivía, esos moldes se tornarían
eternos, pues su gen se transmitiría entonces a las futuras generaciones.
Era un lento y tedioso proceso, pero el monolito de cristal era paciente. No cabía esperar que ni él, ni sus
reproducciones desperdigadas a través de la mitad del globo tuvieran éxito con todas las series de grupos
implicados en el experimento. Cien fracasos no importarían, si un simple logro pudiese cambiar el
destino de un mundo.
Para cuando llegó la siguiente luna nueva, la tribu había visto un nacimiento y dos muertes. Una de éstas
había sido debida a la inanición; la otra aconteció durante el ritual nocturno, cuando un macho de
desplomó de súbito mientras intentaba golpear delicadamente dos piedras. Al punto, el cristal se
oscureció, y la tribu había quedado liberada del ensalmo. Pero el caído no se movió; y por la mañana,
desde luego, había desaparecido.
No hubo ejecución la siguiente noche; el cristal se hallaba aún analizando su error. La tribu pasó ante él
en la oscuridad, ignorando su presencia por completo. La noche siguiente estuvo de nuevo dispuesta la
función.
Los cuatro rollizos mono-humanoide estaban aún allí, y esta vez hacían cosas extraordinarias.
Moon-Watcher comenzó a temblar irrefrenablemente; sentía como si le fuese a estallar el cerebro, y
deseaba apartar la vista. Pero aquel implacable control mental no aflojaba su presa y se vio forzado a
seguir la lección hasta el final, aunque todos sus instintos se sublevaran contra ello.
Aquellos instintos habían servido bien a sus antepasados, en los días de cálidas lluvias y abundante
fertilidad, cuando por doquiera se hallaba el alimento presto a la recolección. Mas los tiempos habían
cambiado, y la sabiduría heredada del pasado se había convertido en insensatez. Los mono-humanoide
tenían que adaptarse, o morir... como las grandes bestias que habían desaparecido antes que ellos, y
cuyos huesos se hallaban empotrados en los cerros de caliza.
Así, Moon-Watcher miró con mirada fija y sin que le pestañearan los ojos el monolito de cristal, mientras
su cerebro permanecía abierto a sus aún inciertas manipulaciones. A menudo sentía nauseas, pero
siempre tenía hambre; y de cuando en cuando sus manos se contraían inconscientemente sobre los
moldes que habían de determinar su nuevo sistema de vida.
Moon-Watcher se detuvo de súbito, cuando la hilera de cerdos atravesó la senda, olisqueando y
gruñendo. Cerdos y mono-humanoide se habían ignorado siempre mutuamente, pues no había conflicto
alguno de intereses entre ellos. Como la mayoría de los animales que no competían por el mismo
alimento, se mantenían simplemente apartados de sus caminos particulares.
Sin embargo, a la sazón Moon-Watcher quedóse contemplándolos, con inseguros movimientos hacia
atrás y adelante al sentirse hostigado por impulsos que no podía comprender. De pronto, y como en un
sueño, comenzó a buscar en el suelo... no sabría decir qué, aun cuando hubiese tenido la facultad de la
palabra. Lo reconoció al verlo.
Era una piedra pesada y puntiaguda, de varios centímetros de longitud, y aunque no encajaba
perfectamente en su mano, serviría. Al blandirla, aturrullado por el repentino aumento de peso, sintió una
agradable sensación de poder y autoridad. Y seguidamente comenzó a moverse en dirección al cerdo más
próximo.
Era un animal joven y estólido, hasta para la norma de inteligencia de aquella especie. Aunque lo
observó con el rabillo del ojo, no lo tomó en serio hasta demasiado tarde. ¿Por qué habrían de sospechar
aquellas inofensivas criaturas de cualquier maligno intento? Siguió hozando la hierba hasta que el
martillo de piedra de Moon-Watcher le privó de su vaga conciencia. El resto de la manada siguió
pastando sin alarmarse, pues el asesinato había sido rápido y silencioso.
Todos los demás mono-humanoide del grupo se habían detenido para contemplar la acción, y se
agrupaban ahora con admirativo asombro en torno a Moon-Watcher y su víctima. Uno de ellos recogió el
arma manchada de sangre, y comenzó a aporrear con ella al cerdo muerto. Otros se le unieron en la tarea
con toda clase de palos y piedras que pudieron recoger, hasta que su blanco quedó hecho una pulpa
sanguinolenta.
Luego sintieron hastío; unos se marcharon, mientras otros permanecieron vacilantes en torno al
irreconocible cadáver... pendiente de su decisión el futuro de un mundo. Pasó un tiempo
sorprendentemente largo hasta que una de las hembras con cría comenzase a lamer la sangrienta piedra
que sostenía en sus manos.
Y todavía paso mucho más tiempo antes de que Moon-Watcher, a pesar de todo lo que se le había
enseñado, comprendiese realmente que no necesitaba tener hambre nunca más.
4 – El leopardo
Los instrumentos que habían planeado emplear eran bastante simples, aunque podían cambiar el mundo y
dar su dominio a los mono-humanoide. El más primitivo era la piedra manual, que multiplicaba muchas
veces la potencia de un golpe. Había luego el mazo de hueso, que aumentaba el alcance y procuraba un
amortiguador contra las garras o zarpas de bestias hambrientas. Con estas armas, estaba a su disposición
el ilimitado alimento que erraba por las sabanas.
Pero necesitaban de otras ayudas, pues sus dientes y uñas no podían desmembrar con presteza a ningún
animal más grande que un conejo. Por fortuna, la Naturaleza había dispuesto de instrumentos perfectos,
que sólo requerían ser recogidos.
Primeramente había un tosco pero muy eficaz cuchillo o sierra, de un modelo que serviría muy bien para
los siguientes tres millones de años. Era simplemente la quijada inferior de un antílope, con los dientes
aún en su lugar; no sufriría ninguna mejora sustancial hasta la llegada del metal. Había también un
punzón o daga bajo la forma de un cuerno de gacela, y finalmente un raspador compuesto por la quijada
completa de casi cualquier animal pequeño.
El mazo de piedra, la sierra dentada, la daga de cuerno y el raspador de hueso... tales eran las
maravillosas invenciones que los mono-humanoide necesitaban para sobrevivir. No tardarían en
reconocerlos como los símbolos del poder que eran, pero muchos meses habían de pasar antes de que sus
torpes dedos adquirieran la habilidad -o la voluntad- para usarlos.
Quizás, andando el tiempo, habrían llegado por su propio esfuerzo a la terrible y brillante idea de
emplear armas naturales como instrumentos artificiales. Pero los viejos estaban todos contra ellos y aún
ahora había innumerables oportunidades de fracaso en las edades por venir.
Se había dado a los mono-humanoide su primera oportunidad. No habría una segunda; el futuro se
hallaba en sus propias manos.
Crecieron y menguaron lunas; nacieron criaturas y a veces vivieron; débiles y desdentados viejos de
quince años murieron; el leopardo cobró se impuesto en la noche; los Otros amenazaron cotidianamente
a través del río... y la tribu prosperó. En el curso de un solo año, Moon-Watcher y sus compañeros
cambiaron casi hasta el punto de resultar irreconocibles.
Habían aprendido bien sus lecciones; ahora podían manejar todos los
instrumentos que les habían sido revelados. El mismo recuerdo del hambre se estaba borrando de sus
mentes; y, aunque los cerdos se estaban tornando recelosos, había gacelas y antílopes y cebras en
incontables millares en los llanos. Todos estos animales, y otros, habían pasado a ser presa de los
aprendices de cazador.
Al no estar ya semiembotados por la inanición, disponían de tiempo para el ocio y para los primeros
rudimentos de pensamiento. Su nuevo sistema de vida era ya aceptado despreocupadamente, y no lo
asociaban en modo alguna con el monolito que seguía alzado junto a la senda del río. Si alguna vez se
hubiesen detenido a considerar la cuestión, se hubiesen jactado de haber creado con su propio esfuerzo
sus mejores condiciones de vida actuales; de hecho, habían olvidado ya cualquier otro modo de
existencia.
Mas ninguna Utopía es perfecta, y esta presentaba dos defectos. El primero era el leopardo merodeador,
cuya pasión por los mono-humanoide parecía haber aumentado mucho, al estar estos mejor alimentados.
El segundo consistía en la tribu al otro lado del río; pues, como fuese, los Otros habían sobrevivido,
negándose tercamente a morir de inanición.
El problema del leopardo fue resuelto en parte por casualidad, y en parte por un serio - n verdad- y casi
fatal error cometido por Moon-Watcher. Sin embargo, por entonces le había parecido su idea tan brillante
que hasta había bailado de alegría, y quizás apenas podía censurársele por no prever las consecuencias.
La tribu experimentó aún ocasionales días malos, si bien no amenazaran ya su propia supervivencia. Un
día, hacia el anochecer, no habían cobrado ninguna pieza; las cuevas hogareñas estaban ya a la vista,
cuando Moon-Watcher conducía a sus cansados y mohínos compañeros a recogerse en ellas. Y de pronto
en el mismo umbral, toparon con uno de los raros regalos de la Naturaleza.
Un antílope adulto yacía junto a la vereda. Tenía rota una pata delantera, pero el animal conservaba aún
mucha de su fuerza combativa, y los chacales merodeadores se mantenían a respetuosa distancia de los
cuernos aguzados como puñales. Podían permitirse esperar; sabían que tenían sólo que armarse de
paciencia.
Pero habían olvidado la competencia, y se retiraron con coléricos gruñidos a la llegada de los
mono-humanoide. Estos trazaron también un círculo cauteloso manteniéndose fuera del alcance de
aquellas peligrosas astas; y seguidamente pasaron al ataque con mazos y piedras.
No fue un ataque muy efectivo o coordinado, para cuando la desdichada bestia hubo exhalado su último
aliento, la claridad casi se había ido... y los chacales estaban recuperando su valor. Moon-Watcher,
escindido entre el miedo y el hambre se dio lentamente cuenta de que todo aquel esfuerzo podía haber
sido en vano. Era demasiado peligroso quedarse allí por más tiempo.
Mas de pronto, y no por primera o última vez, demostró ser un genio. Con inmenso esfuerzo de
imaginación, se representó al antílope muerto... en la seguridad de su propia cueva. Y al punto comenzó a
arrastrarlo hacia la cara del risco; los demás comprendieron sus intenciones, y comenzaron a ayudarle.
De haber sabido él lo difícil que resultaría la tarea, no la habría intentado. Sólo su gran fuerza, y la
agilidad heredada de sus arbóreos antepasados, le permitieron subir el cuerpo por el empinado declive.
Varias veces, y llorando por la frustración, abandono casi su presa, pero le siguió impulsando una
obstinación casi tan profundamente arraigada como su hambre. A veces le ayudaban los demás, y a veces
le estorbaban; lo más a menudo simplemente le seguían. Pero finalmente se logró; el baqueteado antílope
fue arrastrado al borde de la cueva cuando los últimos resplandores de la luz del sol se borraban en el
firmamento; y el festín comenzó.
Horas después, ahíto mas que harto se despertó Moon-Watcher. Y sin saber por que se incorporó
quedando sentado en la oscuridad entre los desparramados cuerpos de sus igualmente ahítos compañeros,
y tendió su oído a la noche.
No se oía sonido alguno, excepto el pesado respirar en derredor suyo; el mundo parecía dormido. Las
rocas, más allá de la boca de la cueva, aparecían pálidas como huesos a la brillante luz de la luna, que
estaba ya muy alta. Cualquier pensamiento de peligro parecía infinitamente remoto.
De pronto, desde mucha distancia, llegó el sonido de un guijarro al caer. Temeroso, aunque curioso
Moon-Watcher se arrastró al borde de la cueva, y escudriño la cara del risco.
Lo que vio le dejo tan paralizado por el espanto que durante largos segundos fue incapaz de moverse. A
sólo siete metros más abajo, dos relucientes ojos dorados tenían clavada la mirada arriba, en su dirección;
le tuvieron tan hipnotizado por el pavor que apenas se dio cuenta del listado y flexible cuerpo detrás de
ellos, deslizándose suave y silenciosamente de roca en roca. Nunca había trepado antes tan arriba el
leopardo. Había desechado las cuevas más bajas, aun cuando debió de haberse dado buena cuenta de que
estaban habitadas. Mas ahora iba tras otra caza, estaba siguiendo el rastro de sangre, sobre la ladera del
risco, bañada por la luna.
Segundos después, la noche se hizo espantosa con los chillidos de alarma de los mono-humanoide. El
leopardo lanzó un rugido de furia, como si se percatara de haber perdido el elemento representado por la
sorpresa. Pero no detuvo su avance, pues sabía que no tenía nada que temer.
Alcanzó el borde, y descansó un momento en el exiguo espacio abierto. Por doquiera, en derredor,
flotaba el olor de sangre, llenando su cruel y reducida mente con irresistible deseo. Y sin vacilación,
penetró silenciosamente en la cueva.
Y con ello cometió su primer error, pues al moverse fuera de la luz de la luna, hasta sus ojos
soberbiamente adaptados a la noche quedaban en momentánea desventaja. Los mono-humanoide podían
verle, recortada en parte su silueta contra la abertura de la cueva, con más claridad de la que podía él
verles a ellos. Estaban aterrorizados, pero ya no completamente desamparados.
Gruñendo y moviendo la cola con arrogante confianza, el leopardo avanzó en busca del tierno alimento
que ansiaba. De haber hallado su presa en el espacio abierto exterior, no hubiese tenido ningún problema;
pero ahora que los mono-humanoide estaban atrapados, la desesperación les dio el valor necesario para
intentar lo imposible.
Y por primera vez, disponían de medios para realizarlo.
El leopardo supo que algo andaba mal al sentir un aturdidor golpe en su cabeza. Disparó su pata
delantera, y oyó un chillido angustioso cuando sus garras laceraron carne blanda. Luego sintió un
taladrante dolor cuando alguien introdujo algo aguzado en sus ijares... una, dos y por tercera vez aún.
Giró en redondo y remolineó para alcanzar a las sombras que chillaban y bailaban por todas partes.
De nuevo sintió un violento golpe a través del hocico, chasqueó los colmillos, asestándolos contra una
blanca mancha móvil... mas sólo para roer inútilmente un hueso muerto. Y luego, en una final e increíble
indignidad... se sintió tirado y arrastrado por la cola.
Giró de nuevo en redondo, arrojando a su insensatamente osado atormentador contra la pared de la
cueva, pero hiciera lo que hiciese no podía eludir la lluvia de golpes que le infligían unas toscas armas
manejadas por torpes pero poderosas manos. Sus rugidos pasaron de la gama del dolor al de la alarma, y
de la alarma al franco terror. El implacable cazador era ahora la víctima, y estaba intentando
desesperadamente batirse en retirada.
Y entonces cometió su segundo error, pues en su sorpresa y espanto había olvidado donde estaba. O
quizás había sido cegado o aturdido por los golpes llovidos en su cabeza; sea como fuere, salió disparado
de la cueva.
Se escucho un horrible ulular cuando fue a caer en el vació. Oyóse el batacazo al estrellarse contra una
protuberancia de la parte media del risco; después, el único sonido fue el deslizarse de piedras sueltas,
que rápidamente se apagó en la noche.
Durante un rato, intoxicado por la victoria, Moon-Watcher permaneció danzando y farfullando una
jerigonza en la entrada de la cueva. Sentía hasta el fondo de su ser que todo su mundo había cambiado y
que él no era ya una impotente víctima de las fuerzas que le rodeaban.
Volvió a meterse en la cueva y, por primera vez en su vida, durmió como un leño en ininterrumpido
sueño.
Por la mañana, encontraron el cuerpo del leopardo al pie del risco. Hasta muerto, paso un rato antes de
que alguien se atreviese a aproximarse al monstruo vencido; luego se acercaron, empuñando sus
cuchillos y sierras.
Fue una tarea muy ardua, y aquel día no cazaron.
5 – Encuentro en el alba
Al conducir a su tribu río abajo a la opaca luz del alba, Moon-Watcher, se detuvo vacilante en un paraje
familiar para él. Sabía que algo faltaba, pero no podía recordar qué era. No hizo el menor esfuerzo
mental para entender en problema, pues esa mañana tenía asuntos más importantes en la mente.
Como el trueno y el rayo y las nubes y los eclipses, el gran bloque de cristal había desaparecido tan
misteriosamente como apareciera.
Habiéndose desvanecido en el no-existente pasado, no volvió a turbar nunca más los pensamientos de
Moon-Watcher.
Nunca sabría que había sido de él; y ninguno de sus compañeros se sorprendió, al congregarse en su
derredor en la bruma mañanera, porque había hecho una pausa momentánea en el camino al río.
Desde su ribera del riachuelo, en la jamás violada seguridad de su propio territorio, los Otros vieron
primero a Moon-Watcher y a una docena de machos de su tribu destacarse como un friso móvil contra el
firmamento del alba. Y al punto comenzaron a chillar su diario reto; pero esta vez no hubo respuesta
alguna.
Con la firmeza de un propósito definido -y sobre todo silenciosamente- Moon-Watcher y su banda
descendieron la pequeña loma que atalayaba el río; y al aproximarse, los Otros se calmaron de súbito. Su
rabia ritual se esfumó para ser reemplazada por un creciente temor. Se percataban vagamente que algo
había sucedido, y que aquel encuentro era distinto a todos los que habían acontecido antes. Los mazos y
los cuchillos de hueso que portaban los componentes del grupo de Moon-Watcher no les alarmaban, pues
no comprendían su objeto. Sólo sabían que los movimientos de sus rivales estaban ahora imbuidos de
determinación y de amenaza.
En grupo se detuvo al borde del agua, y por un momento revivió el valor de los Otros, quienes,
conducidos por Una-Oreja, reanudaron semianimosamente su canto de batalla. Este duró sólo unos
segundos, pues una visión terrorífica los dejo mudos.
Moon-Watcher había alzado sus brazos al aire, mostrando la carga que hasta entonces había estado oculta
pos los hirsutos cuerpos de sus compañeros. Sostenía una gruesa rama, y empalada en ella se encontraba
la cabeza sangrienta del leopardo, cuya boca había sido abierta con una estaca, mostrando los grandes y
agudos colmillos de fantasmal blancura a los primeros rayos del sol naciente.
La mayoría de los Otros estaban demasiado paralizados por el espanto para moverse; pero algunos
iniciaron una lenta retirada a trompicones. Aquél era todo el incentivo que Moon-Watcher necesitaba.
Sosteniendo aún el mutilado trofeo sobre su cabeza, empezó a atravesar el riachuelo. Tras unos
momentos de vacilación, sus compañeros chapotearon tras él.
Al llegar a la orilla opuesta, Una-Oreja se mantenía aún en su terreno. Quizá era demasiado valiente o
demasiado estúpido para correr; o acaso no podía creer realmente que estaba sucediendo aquel ultraje.
Cobarde o héroe, al fin y al cabo no supuso diferencia alguna cuando el helado rugido de la muerte se
abatió sobre su roma cabeza.
Chillando de pavor, los Otros de desperdigaron por la maleza; pronto volverían, y no tardarían en olvidar
a su perdido caudillo.
Durante unos cuantos segundos Moon-Watcher permaneció indeciso ante su nueva víctima, intentando
comprender el nuevo y maravilloso hecho de que el leopardo muerto pudiese matar de nuevo. Ahora él
era el amo del mundo, y no estaba del todo seguro sobre lo que hacer a continuación.
Mas ya pensaría en algo.
6 – La ascendencia del hombre
Un nuevo animal se hallaba sobre el planeta, extendiéndose lentamente desde el corazón del Africa. Era
aún tan raro que un premioso censo lo habría omitido, entre los prolíficos miles de millones de criaturas
que vagaban por tierra y por mar. Hasta el momento, no había evidencia alguna de que pudiera prosperar,
o hasta sobrevivir; había habido en este mundo tantas bestias más poderosas que desaparecieron, que su
destino pendía aun en la balanza.
En los cien mil años pasados desde que los cristales descendieron en Africa, los mono-humanoide no
habían inventado nada. Pero habían comenzado a cambiar, y habían desarrollado actividades que ningún
otro animal poseía. Sus porras de hueso habían aumentado su alcance y multiplicado su fuerza; ya no se
encontraban indefensos contra las bestias de presa competidoras. Podían apartar de sus propias matanzas
a los carnívoros menores, en cuanto a los grandes, cuando menos podían disuadirlos, y a veces
amedrentarlos, poniéndolos en fuga.
Sus macizos dientes se estaban haciendo más pequeños, pues ya no le eran esenciales. Las piedras de
afiladas aristas que podían ser usadas para arrancar raíces, o para cortar y aserrar carne o fibra, habían
comenzado a reemplazarlos, con inconmensurables consecuencias. Los mono-humanoide no se hallaban
ya enfrentados a la inanición cuando se les pudrían o gastaban los dientes; hasta los instrumentos más
toscos podrían añadir varios años a sus vidas. Y a medida que disminuían sus colmillos y dientes,
comenzó a variar la forma de su cara; retrocedió su hocico, se hizo más delicada la prominente
mandíbula, y la boca se tornó capaz de emitir sonidos más refinados. El habla se encontraba aún a una
distancia de un millón de años, pero habían sido dados los primeros pasos hacia ella.
Y seguidamente comenzó a cambiar el mundo. En cuatro grandes oleadas, con doscientos mil años entre
sus crestas, barrieron el globo las Eras Glaciales, dejando su huella por doquiera. Allende los trópicos,
los glaciares dieron buena cuenta de quienes habían abandonado prematuramente su hogar ancestral; y,
en todas partes, segaron también a las criaturas que no podían adaptarse.
Una vez pasado el hielo, también se fue con él mucha de la vida primitiva del planeta... incluyendo a los
mono-humanoide. Pero, a diferencia de muchos otros, ellos habían dejado descendientes; no se habían
simplemente extinguido, sino que habían sido transformados. Los constructores de instrumentos habían
sido rehechos por sus propias herramientas.
Pues con el uso de garrotes y pedernales, sus manos habían desarrollado una destreza que no se hallaba
en ninguna otra parte del reino animal, permitiéndoles hacer aún mejores instrumentos, los cuales habían
desarrollado todavía más sus miembros y cerebros. Era un proceso acelerador, acumulativo; y en su
extremo estaba el Hombre.
El primer hombre verdadero tenía herramientas y armas sólo un poco mejores que las de sus antepasados
de un millón de siglos atrás, pero podían usarlas con mucho más habilidad. Y en algún momento en los
oscuros milenios pasados, habían inventado el instrumento más especial de todos, aún cuando no pudiera
ser visto ni tocado. Habían aprendido a hablar, logrando así su primera gran victoria sobre el Tiempo.
Ahora, el conocimiento de una generación podía ser transmitido a la siguiente de modo que cada época
podía beneficiarse de las que la habían precedido.
A diferencia de los animales, que conocían sólo el presente, el hombre había adquirido un pasado, y
estaba comenzando a andar a tientas hacia un futuro.
Estaban también aprendiendo a sojuzgar a las fuerzas de la naturaleza; con el dominio del fuego, había
colocado los cimientos de la tecnología y dejado muy atrás a sus orígenes animales. La piedra dio paso al
bronce, y luego al hierro. La caza fue sucedida por la agricultura. La tribu crecía en la aldea, y ésta se
transformaba en ciudad. El habla se hizo eterno, gracias a ciertas marcas en piedra, en arcilla y en papiro.
Luego inventó la filosofía y la religión. Y pobló el cielo, no del todo inexactamente, con dioses.
A medida que su cuerpo se tornaba cada vez más indefenso, sus medios ofensivos se hicieron cada vez
más terribles. Con piedra, bronce, hierro y acero había recorrido la gama de cuanto podía atravesar y
despedazar, y en tiempos muy tempranos había aprendido como derribar a distancia a sus víctimas. La
lanza, el arco, el fusil y el cañón y finalmente el proyectil guiado, le habían procurado armas de infinito
alcance y casi infinita potencia.
Sin esas armas, que sin embargo había empleado a menudo contra sí mismo, el Hombre no habría
conquistado nunca su mundo. En ellas había puesto su corazón y su alma, y durante eras le habían
servido muy bien.
Mas ahora, mientras existían, estaban viviendo con el tiempo prestado.
II – T.M.A UNO
7 – Vuelo espacial
No importa cuantas veces dejara uno la Tierra -se dijo el doctor Heywood Floyd -, la excitación no se
paliaba realmente nunca. Había estado una vez en Marte, tres en la Luna, y más de las que podía recordar
en las varias estaciones espaciales. Sin embargo, al aproximarse el momento del despegue, tenía
conciencia de una creciente tensión, una sensación de sorpresa y temor -sí, y de nerviosismo- que le
situaba al mismo nivel de cualquier bobalicón terrestre a punto de recibir su primer bautismo del espacio.
El reactor que le había trasladado allí desde Washington, tras aquella entrevista con el Presidente, estaba
descendiendo ahora hacia uno de los más familiares, y sin embargo más emocionantes paisajes de todo el
mundo. Allí se hallaban instaladas las primeras dos generaciones de la Era Espacial, ocupando veinte
millas de la costa de la Florida. Al sur, perfiladas por parpadeantes luces rojas de prevención, se
encontraban las gigantescas plataformas de los Saturnos y Neptunos que habían colocado a los hombres
en el camino de los planetas, y habían pasado ya a la historia. Cerca del horizonte, una rutilante torre de
plata bañada por la luz de los proyectores, era el último de los Saturno V, durante casi veinte años
monumento nacional y lugar de peregrinaje. No muy lejos, atalayante contra el firmamento como una
montaña artificial, se alzada la increíble mole del edificio de la Asamblea Vertical, la estructura simple
más grande aún de la Tierra.
Mas estas cosas pertenecían ya al pasado, y él estaba volando hacia el futuro. Al inclinarse el aparato al
virar; el doctor Floyd pudo ver bajo él una laberíntica masa de edificios, luego una gran pista de
aterrizaje, y después unos amplios chirlos rectos a través del llano paisaje de la Florida... los múltiples
rieles de una gigantesca pista de lanzamiento. Y a su final, rodeada por vehículos y grúas, se hallaba una
nave espacial destellando en un tormento de luz; estaba siendo preparada para su salto hacia las estrellas.
En súbita falta de perspectiva, producida por los rápidos cambios de velocidad y altura, a Floyd le
pareció estar viendo una pequeña polilla de plata, atrapada en el haz de un proyector.
Luego las diminutas y escurridizas figuras del suelo le hicieron darse cuenta del tamaño real de la
astronave; debía tener setenta metros a través de la estrecha V de sus alas. Y ese enorme vehículo, se dijo
Floyd con cierta incredulidad -aunque también con cierto orgullo- me está esperando a mí. Tanto como
supiera, era la primera vez que se había dispuesto una misión para llevar un solo hombre a la Luna.
Aunque eran las dos de la madrugada, un grupo de periodistas y fotógrafos le interceptó en el camino a la
nave espacial Orión III bañada por la luz de los proyectores. Conocía de vista a algunos de ellos, pues
como presidente del Consejo Nacional de Astronáutica, formaban parte de su vida las conferencias de
prensa. No era ahora el momento ni el lugar para celebrar una de ellas, y no tenía nada que decir; pero
era importante no ofender a los caballeros de los medios informativos.
- ¿Doctor Floyd? Soy Jim Forster, de la "Associated News". ¿Podría decirnos unas pocas palabras sobre
este viaje suyo?
- Lo siento. No puedo decir nada.
- ¿Pero usted se entrevistó con el Presidente esta misma noche? - preguntó una voz familiar.
- Ah.. hola, Mike. Me temo que le hayan sacado de la cama para nada.
Decididamente, no hay nada que manifestar.
- ¿No puede usted cuando menos confirmar o denegar que ha estallado en la Luna alguna especie de
epidemia? - preguntó un reportero de la televisión, apañándoselas para mantener debidamente enmarcado
a Floyd en su cámara-miniatura de televisión.
- Lo siento - respondió Floyd, meneando la cabeza.
- ¿Qué hay sobre la cuarentena? - preguntó otro reportero -. ¿Por cuánto tiempo se mantendrá?
- Tampoco nada a manifestar al respecto.
- Doctor Floyd - solicitó una bajita y decidida dama de la prensa -: ¿Qué posible explicación puede haber
para ese total cese de noticias de la Luna? ¿Tiene algo que ver con la situación política?
- Qué situación política - preguntó Floyd secamente.
Hubo un estallido de risas, y alguien dijo: "¡
Buen viaje, doctor!", cuando se encaminaba hacia la
plataforma del ascensor.
Tanto como podía recordar, la cuestión era la de una "situación" tanto como de una crisis permanente.
Desde 1970, el mundo había estado dominado por dos problemas que, irónicamente, tendían a cancelarse
mutuamente.
Aunque el control de la natalidad era barato, de fiar, y estaba avalado por las principales religiones, había
llegado demasiado tarde; la población mundial había alcanzado ya la cifra de seis mil millones... el tercio
de ellos en China. En algunas sociedades autoritarias hasta habían sido decretadas leyes limitando la
familia a dos hijos, pero se había mostrado impracticable su cumplimiento. Como resultado de todo ello,
la alimentación era escasa en todos los países; hasta los Estados Unidos tenían días sin carne, y se
predecía una carestía extendida para dentro de quince años, a pesar de los heroicos esfuerzos para
explotar los mares y desarrollar alimentos sintéticos.
Con la necesidad, más urgente que nunca, de una cooperación internacional, existían aún tantas fronteras
como en cualquier época anterior. En un millón de años, la especie humana había perdido poco de sus
instintos agresivos; a lo largo de simbólicas líneas visibles sólo para los políticos, las treinta y ocho
potencias nucleares se vigilaban mutuamente con beligerante ansiedad. Entre ellas, poseían el suficiente
megatonelaje como para extirpar la superficie entera de la corteza del planeta.
A pesar de que -milagrosamente- no se habían empleado en absoluto las armas atómicas, tal situación
difícilmente podía durar siempre.
Y ahora, por sus propias e inescrutables razones, los chinos estaban ofreciendo a las naciones más
pequeñas una capacidad nuclear completa de cincuenta cabezas de torpedo y sistemas de propulsión. El
precio era por debajo de los 200.000.000 de dólares, y podían ser establecidos cómodos plazos de pago.
Quizás estaban tratando sólo de sacar a flote su hundida economía, trocando en dinero contante y sonante
anticuados sistemas de armamento, como habían sugerido algunos observadores. O tal vez habían
descubierto métodos bélicos tan avanzados que no necesitaban ya de tales juguetes; se había hablado de
radiohipnosis desde satélites transmisores, y de chantajes por enfermedades sintéticas para las cuales sólo
ellos poseían el antídoto. Estas encantadoras ideas eran casi seguramente propaganda o pura fantasía,
pero no era prudente descartar cualquiera de ellas.
Cada vez que Floyd abandonaba la Tierra, se preguntaba si a su regreso la encontraría aún allí.
La pulida azafata le saludó cuando entró en la cabina.
- Buenos días, doctor Floyd. Yo soy miss Simmons. Doy a usted la bienvenida a bordo a nombre del
capitán Tynes y nuestro copiloto, primer oficial Ballard.
- Gracias - respondió Floyd con una sonrisa, preguntándose por que se habían de parecer siempre las
azafatas a guías-robot de turismo.
- Despegue dentro de veinte minutos - dijo ella señalando la vacía cabina de veinte pasajeros.
- Puede usted instalarse donde guste, pero el capitán Tynes le recomienda el asiento de la ventana de la
izquierda, si desea contemplar las operaciones de desatraque.
- Pues sí - respondió él, moviéndose hacia el asiento preferido. La azafata revoloteó en derredor suyo
durante unos momentos, yéndose luego a su cubículo, a popa de la cabina.
Floyd se instaló en su asiento, ajustó el cinturón de seguridad en torno a cintura y hombros, y sujetó su
cartera de mano en el asiento adyacente. Momentos después se oyó en el altavoz una voz clara y suave.
- Buenos días - dijo la voz de miss Simmons -. Este es el Vuelo Especial 3, de Kennedy a la Estación
Uno del Espacio.
Al parecer, estaba determinada a largar todo el rollo rutinario a su solitario pasajero, y Floyd no pudo
resistir una sonrisa mientras ella continuaba inexorablemente:
- Nuestro tiempo de tránsito será de cincuenta y cinco minutos. La aceleración máxima alcanzará dos ge,
y estaremos ingrávidos durante treinta minutos. No abandone por favor su asiento hasta que se encienda
la señal de seguridad.
Floyd miró por encima de su hombro y dijo "Gracias", teniendo el vislumbre de una sonrisa un tanto
embarazada pero encantadora.
Retrepóse en su butaca y se relajó. Calculó que aquel viaje iba a costar a los contribuyentes un poco más
de un millón de dólares. De no ser justificado, él perdería su puesto; pero siempre podría volver a la
Universidad y a sus interrumpidos estudios sobre la formación de los planetas.
- Establecido el autoconteo - dijo la voz del capitán en el altavoz, con el suave sonsonete empleado en la
cháchara del RT.
- Despegue en un minuto.
Como siempre se pareció más a una hora. Floyd se dio buena cuenta, entonces, de las gigantescas fuerzas
latentes a su derredor, en espera de ser desatadas. En los tanques de combustible de los dos ingenios
espaciales, y en el sistema de almacenaje de energía de la plataforma de lanzamiento, se hallaba
encerrada la potencia de una bomba nuclear. Y todo ello sería empleado para trasladarle a él a unas
simples doscientas millas de la Tierra.
No se produjo el antiguo conteo a la inversa de cuatro-tres-dos-uno, tan duro para el sistema nervioso
humano.
- Lanzamiento en quince segundos. Se sentirá usted más cómodo si comienza a respirar profundamente.
Aquella era buena psicología y buena fisiología. Floyd se sintió bien saturado de oxígeno, y dispuesto a
habérselas con cualquier cosa, cuando la plataforma de lanzamiento comenzó a expeler sus mil toneladas
de carga útil sobre el Atlántico.
Resultaba difícil decir el momento en que se alzaron sobre la plataforma y se hicieron aerotransportados,
pero cuando el rugido de los cohetes redobló de súbito su furia, y Floyd sintió que se hundía cada vez
más profundamente en los cojines de su butaca, supo que habían entrado en acción los motores del
primer cuerpo. Hubiese deseado mirar por la ventanilla, pero hasta el girar la cabeza resultaba un
esfuerzo. Sin embargo, no había ninguna incomodidad; en realidad, la presión de la aceleración y el
enorme tronar de los motores producía una extraordinaria euforia. Zumbándole los oídos y batiéndole la
sangre en sus venas, Floyd se sintió más viviente de lo que había estado durante años. Era joven de
nuevo, y sentía deseos de cantar en voz alta, lo cual podía muy bien hacer, pues nadie podría
posiblemente oírle.
Había perdido casi el sentido del tiempo cuando disminuyeron bruscamente la presión y el ruido, y el
altavoz de la cabina anunció:
- Preparado para separar el cuerpo inferior. Ya vamos.
Hubo una ligera sacudida; y de súbito Floyd recordó una cita de Leonardo da Vinci, que había visto en
una ocasión en un despacho de la NASA:
La Gran Ave emprenderá su vuelo
en el lomo de la gran ave, dando
gloria al nido donde naciera.
Bien, La Gran Ave estaba volando ahora, más allá de los sueños de Leonardo, y su agotada compañera
aleteaba de nuevo hacia la Tierra. En un arco de diez mil millas, el cuerpo inferior o primera etapa se
deslizaría, penetrando en la atmósfera, trocando velocidad por distancia cuando se posara en Kennedy. Y
en pocas horas, revisada y provista de nuevo combustible, estaría dispuesta de nuevo a elevar a otra
compañera hacia el radiante silencio que ella no alcanzaría jamás.
Ahora vamos por nuestros propios medios, pensó Floyd, a más de medio camino de la órbita de
aparcamiento. Al producirse de nuevo la aceleración, al dispararse los cohetes del cuerpo superior, el
impulso fue mucho más suave; en realidad, no sintió más que gravedad normal. Pero le hubiese sido
imposible andar, puesto que "arriba" estaba en derechura hacia el frente de la cabina. De haber sido lo
bastante necio como para abandonar su asiento, se hubiera estrellado al punto contra el tabique trasero.
Aquel efecto resultaba un tanto desconcertante, pues parecía que la nave se alzaba sobre su cola. Para
Floyd, que estaba enfrente mismo de la cabina, todas las butacas se le aparecían como sujetas a una pared
que descendiese verticalmente debajo de él. Se estaba esforzando por despejar tan desagradable ilusión,
cuando el alba estalló al exterior de la nave.
En cuestión de segundos, atravesaron cendales de color carmesí, rosa, oro y azul, hasta la penetrante
albura del día. A pesar de que las ventanas estaban muy teñidas para reducir el fulgor, los haces de luz
solar que barrieron lentamente la cabina dejaron semicegado a Floyd durante varios minutos. Se
encontraba en el espacio, pero no había forma de ver las estrellas.
Se protegió los ojos con las manos e intentó fisgar a través de la ventanilla de su costado. Afuera, el ala
replegada de la nave destellaba como metal incandescente a la reflejada luz solar; en su derredor, la
oscuridad era absoluta, y aquella oscuridad debía de estar llena de estrellas... pero era imposible verlas.
El peso iba disminuyendo lentamente; los cohetes dejaban de funcionar a medida que la nave se situaba
en órbita. El tronar de los motores se atenuó, convirtiéndose en un sordo ronquido, luego en suave siseo,
y se redujo finalmente al silencio. De no haber sido por sus sujetadores, Floyd hubiese flotado fuera de su
butaca; su estómago sintió como si de todos modos fuese a hacerlo así. Esperaba que las píldoras que le
habían dado media hora y diez mil millas antes, obrarían como estaba especificado. Sólo una vez había
sufrido el mareo espacial en su carrera, pero ya bastaba con ello, y a menudo hasta resultaba demasiado.
La voz del piloto era firme y confiada al sonar en el altavoz.
- Observe por favor todas las prescripciones cero-ge. Vamos a atracar en la Estación Espacial Uno dentro
de cuarenta y cinco minutos.
La azafata vino andando por el exiguo pasillo que estaba a la derecha de las próximas butacas. Había un
ligero flotamiento en sus pasos y sus pies se despegaban del suelo difícilmente, como si estuviesen
encolados. Ella se mantenía en la brillante banda de alfombrado Velcro que discurría en toda la longitud
del suelo... y del techo. La alfombra, y las suelas de las sandalias, estaban cubiertas de miríadas de
minúsculas grapillas, que se adherían como ganchos. Este truco de andar en caída libre era inmensamente
tranquilizador para los desorientados pasajeros.
- ¿Desearía usted algo de café o de té, doctor Floyd? - preguntó ella con jovial solicitud.
- No, gracias - sonrió él. Siempre se sentía como una criatura cuando tenía que chupar de uno de aquellos
tubos de plástico.
La azafata estaba aún rondando ansiosamente en su derredor, cuando abrió su cartera de mano,
disponiéndose a revisar sus papeles.
- Doctor Floyd, ¿puedo hacerle a usted una pregunta?
- Desde luego - respondió él, mirando por encima de sus gafas.
- Mi prometido es geólogo en Tycho - dijo miss Simmons, midiendo cuidadosamente sus palabras-, y no
he tenido noticias de él hace ya más de una semana.
- Lo siento; quizá se encuentre fuera de su base, y fuera de contacto.
Ella meneó la cabeza, replicando:
- El siempre me comunica cuando va a suceder algo así. Y puede usted imaginarse lo preocupada que
estoy... con todos esos rumores. ¿Es realmente verdad lo de una epidemia en la Luna?
- Si lo es, no supone ello motivo alguno de alarma. Recuerde cuando hubo una cuarentena en el 98 a
causa de aquel virus mutado de la gripe.
Mucha gente estuvo enferma... pero nadie murió. Y esto es realmente cuanto puedo decir - concluyó con
firmeza.
Miss Simmons sonrió agradablemente y se enderezó.
- Bien, gracias de todos modos, doctor. Siento haberle molestado.
- No es molestia, en absoluto - respondió él, galante, aunque no muy sinceramente. Y acto seguido se
sumió en sus interminables informes técnicos, en un desesperado último asalto a la habitual revisión.
Pues no tendría tiempo para leer, cuando llegase a la Luna.
8 – Cita orbital
Media hora después, anunció el piloto:
- Estableceremos contacto dentro de diez minutos. Compruebe por favor el correaje de seguridad de su
asiento.
Floyd obedeció, y retiró sus papeles. Era buscarse molestias tratar de leer durante el acto de juegos
malabares celestes que tenía lugar durante las últimas 300 millas; lo mejor era cerrar los ojos y relajarse,
mientras el ingenio espacial traqueteaba con breves descargas de energía de los cohetes.
Pocos minutos después tuvo un primer vislumbre de la Estación Espacial Uno, a pocas millas tan sólo.
La luz del sol destellaba y centellaba en las bruñidas superficies del disco de trescientos metros de
diámetro que giraba lentamente. No lejos, derivando en la misma órbita, se encontraba una replegada
nave espacial Tito-V, y junto a ella una casi esférica Aries-1B, el percherón del espacio, con las cuatro
recias y rechonchas patas de sus amortiguadores de alunizaje sobresaliendo de un lado.
La nave espacial Orión III estaba descendiendo de una órbita más alta, lo cual presentaba a la Tierra en
vista espectacular tras la Estación. Desde su altitud de 200 millas, Floyd podía ver gran parte de Africa y
el océano Atlántico. Había una considerable cobertura de nubes, pero aún podía detectar los perfiles
verdiazules de la Costa de Oro.
El eje de la Estación Espacial, con sus brazos de atraque extendidos, se hallaba ahora deslizándose
suavemente hacia ellos. A diferencia de la estructura de la que brotaba, no estaban girando... o, más bien,
estaban moviéndose a la inversa a un compás que contrarrestaba exactamente el propio giro de la
Estación. Así, una nave espacial visitante podía ser acoplada a ella, para el traslado de personal o
cargamento, sin ser remolineada desastrosamente en derredor.
Nave y Estación establecieron contacto, con el más suave de los topetazos. Del exterior llegaron ruidos
metálicos rechinantes, y luego el breve silbido del aire al igualarse las presiones. Poco después se abrió la
puerta de la cámara reguladora de presión, y penetró en la cabina un hombre vestido con los ligeros y
ceñidos pantalones y la camisa de manga corta, que era casi el uniforme de la Estación Espacial.
- Encantado de conocerle doctor Floyd, yo soy Nick Miller, de la seguridad de la Estación; tengo el
encargo de velar por usted hasta la partida del correo lunar.
Se estrecharon las manos, y Floyd sonrió luego a la azafata, diciendo:
- Haga el favor de presentar mis cumplidos al capitán Tynes, y agradézcale el excelente viaje. Quizá la
vuelva a ver a usted de regreso a casa.
Muy precavidamente -era ya más de un año desde la última vez que había estado ingrávido y pasaría aún
algún tiempo antes de que recuperase su andar espacial- atravesó valiéndose de las manos la cámara
reguladora de presión, penetrando en la amplia estancia circular situada en el eje de la Estación Espacial.
Era un recinto espesamente acolchado, con las paredes cubiertas de asideros esconzados; Floyd asió uno
de ellos firmemente mientras la estancia entera comenzaba a girar, hasta acompasarse a la rotación de la
Estación.
Al aumentar la velocidad, delicados y fantasmales dedos gravitatorios comenzaron a apresarle, siendo
lentamente impelido hacia la pared circular. Ahora estaba meciéndose suavemente, como un alga marina
mecida por la marea, en lo que mágicamente se había convertido en un piso combado. Estaba sometido a
la fuerza centrífuga del giro de la Estación, la cual era débil allí, tan cerca del eje, pero aumentaría
constantemente cuando se moviera hacia el exterior.
Desde la cámara central de tránsito siguió a Miller bajando por una escalera en espiral. Al principio era
tan liviano su peso que tuvo que forzarse a descender, asiéndose a la barandilla, no fue hasta llegar a la
antesala de pasajeros, en el caparazón exterior del gran disco giratorio, cuando adquirió peso suficiente
para moverse en derredor casi normalmente.
La antesala había sido objeto de una nueva decoración desde su última visita, dotándose de algunos
nuevos servicios. Junto a las acostumbradas butacas, mesitas, restaurante y estafeta de correos, había
ahora una barbería, un "drugstore", una sala de cine, y una tienda de souvenirs en la que se vendían
fotografías y diapositivas de paisajes lunares y planetarios, y garantizadas piezas auténticas de Luniks,
Rangers y Surveyors, todas ellas montadas esmeradamente en plástico y de precios exorbitantes.
- ¿Puedo servirle algo mientras esperamos? - preguntó Miller.
Embarcaremos dentro de unos treinta minutos.
- Me iría bien una taza de café cargado -dos terrones- y desearía llamar a Tierra.
- Bien, doctor. Voy a buscar el café... los teléfonos están allí.
Las pintorescas cabinas telefónicas estaban sólo a pocos metros de una barrera con dos entradas rotuladas
BIENVENIDOS A LA SECCION U.S.A. y BIENVENIDOS A LA SECCION SOVIETICA. Bajo estos
anuncios había advertencias que decían en inglés, ruso, chino, alemán, francés y español:
TENGA DISPUESTO POR FAVOR SU:
Pasaporte
Visado
Certificado Médico
Permiso de transporte
Declaración de peso
Resultaba de un simbolismo más bien divertido el hecho que tan pronto como los pasajeros atravesaban
las barreras, en cualquiera de las dos direcciones, quedaban libres para mezclarse de nuevo. La división
era puramente para fines administrativos.
Floyd, tras comprobar que la Clave de Zona para los Estados Unidos seguía siendo 81, marcó las doce
cifras del número de su casa, introdujo en la ranura de abono su carta de crédito de plástico, para todo
uso, y obtuvo la comunicación en treinta segundos.
Washington dormía aún, pues faltaban varias horas para el alba, pero no molestaría a nadie. Su ama de
llaves se informaría del mensaje en el registrador, en cuanto se despertara.
"Miss Flemming... aquí Mr. Floyd. Siento que tuviera que marcharme tan de prisa. Llame por favor a mi
oficina y pídales que recojan el coche... se encuentra en el "Aeropuerto Dulles", y la llave la tiene Mr.
Bailey, oficial de Control de Vuelo. Seguidamente llame al "Chevy Chase Country Club", y comunique a
secretaría que no podré participar en el torneo de tenis de la próxima semana. Presente mis excusas...
pues temo que contarán conmigo. Llame luego a la "Electrónica Downtown" y dígales que si no está
acondicionado para el miércoles el video de mi estudio... pueden llevárselo."
Hizo una pausa para respirar, y para intentar pensar en otras crisis o problemas que podían presentarse
durante los días venideros. "Si anda escasa de dinero, pídalo en la oficina; pueden tener mensajes
urgentes para mí, pero yo puedo estar demasiado ocupado para contestar. Besos a los pequeños, y dígales
que volveré tan pronto pueda. Vaya por Dios... aparece aquí alguien a quien no dedeo ver... llamaré
desde la Luna si puedo... adiós."
Floyd intentó escabullirse de la cabina, pero era demasiado tarde; ya había sido visto. Y dirigiéndose a él,
atravesaba la puerta de salida de la Sección Soviética el doctor Dmitri Moisevich, de la Academia de
Ciencias de la U.R.S.S.
Dmitri era uno de los mejores amigos de Floyd; y por esa misma razón, era la última persona con quien
deseaba hablar en aquel momento.
9 – El correo de la Luna
El astrónomo ruso era alto, delgado y rubio, y su enjuto rostro denotaba sus cincuenta y cinco años... los
diez últimos de los cuales los había pasado construyendo gigantescos observatorios de radio en lejanos
lugares de la Luna, donde dos mil millas de sólida roca los protegerían de la intromisión electrónica de la
Tierra.
¡
Vaya, Heywood! - dijo, con un fuerte apretón de manos. ¡
Qué pequeño es el Universo! ¿Cómo está
usted... y sus encantadores pequeños?
- Magníficamente, respondió Floyd con afecto, pero con un aire ligeramente distraído -. A menudo
hablamos de lo estupendamente que la pasamos con usted el verano pasado. - Sentía no poder parecer
más sincero; realmente, había disfrutado una semana de vacaciones en Odessa con Dmitri durante una de
las visitas del ruso a la Tierra.
- ¿Y usted... supongo que va hacia arriba? - inquirió Dmitri.
- Eh... sí... volaré dentro de media hora - respondió Floyd -. ¿Conoce usted a Mr. Miller?
El oficial de seguridad se había aproximado a respetuosa distancia con una taza de plástico con café en la
mano.
- Desde luego. Pero por favor deje eso, Mr. Miller. Esta es la última oportunidad del Dr. Floyd de tomar
una bebida civilizada... no ha de desperdiciarla. No... insisto.
Siguieron a Dmitri de la antesala principal a la sección de observación, y de pronto estuvieron sentados a
una mesa bajo una tenue luz contemplando el móvil panorama de las estrellas. La Estación Espacial Uno
giraba una vez cada minuto, y la fuerza centrífuga generada por esa lenta rotación producía una gravedad
artificial igual a la de la Luna. Se había descubierto que esto era una buena compensación entre la
gravedad de la Tierra y la absoluta falta de gravedad; además, proporcionaba a los pasajeros con destino
a la Luna la ocasión de aclimatarse.
Al exterior de las casi invisibles ventanas, discurrían en silenciosa procesión la Tierra y las estrellas. En
aquel momento, esta parte de la Estación estaba ladeada con relación al Sol; de lo contrario, habría sido
impensable mirar afuera, pues la estancia hubiese estado inundada de luz. Aun así, el resplandor de la
Tierra, que llenaba medio firmamento, lo apagaba todo, excepto las más brillantes estrellas.
Pero la Tierra se estaba desvaneciendo a medida que la Estación orbitaba hacia la parte nocturna del
planeta; dentro de pocos minutos sólo habría un enorme disco negro tachonado por las luces de las
ciudades. Y entonces el firmamento pertenecería a las estrellas.
- Y ahora - dijo Dmitri, tras haberse echado rápidamente al coleto su primer vaso, volviendo a llenarlo -,
¿Que es todo eso sobre una epidemia en el sector U.S.A.? Quise ir allá en este viaje. "No, profesor -me
dijeron-. Lo sentimos mucho, pero hay una estricta cuarentena hasta nuevo aviso." Toqué las teclas que
pude, pero fue inútil. Ahora, usted va a decirme lo que está sucediendo.
Floyd rezongó interiormente. "¡Ya estamos otra vez! - pensó -. Cuanto más pronto me encuentre a bordo
de ese correo, rumbo a la Luna, tanto más feliz me sentiré."
- La... ah... cuarentena, es una pura y simple medida de precaución - dijo cautelosamente -. Ni siquiera
estamos seguros de que sea realmente necesaria, pero no queremos arriesgarnos.
- Pero, ¿Cuál es la dolencia... cuáles son los síntomas? ¿Podría ser extraterrestre? ¿Necesita usted alguna
ayuda de nuestros servicios médicos?
- Lo siento, Dmitri... se nos ha pedido que no digamos nada por el momento. Gracias por el ofrecimiento,
pero podemos manejar la situación.
- Hum... - hizo Moisevich, evidentemente nada convencido -. A mí me parece extraño que le envíen a
usted, un astrónomo, a examinar una epidemia en la Luna.
- Sólo soy un ex astrónomo; hace ya años que no he hecho una investigación verdadera. Ahora soy un
científico experto, lo cual significa que no sé nada sobre absolutamente todo.
- ¿Conocerá usted entonces lo que significa T.M.A Uno?
Miller estuvo a punto de atragantarse con su bebida, pero Floyd era de una pasta más dura.
Miro fijamente a los ojos de su antiguo amigo, y dijo sosegadamente:
- ¿T.M.A Uno? ¡Vaya expresión! ¿Dónde la oyó usted?
- No importa, usted no puede engañarme. Pero si topa usted con algo que no pueda manejar, confío que
no esperará a que sea demasiado tarde para pedir ayuda.
Miller miró significativamente a su reloj.
- Se ha de embarcar dentro de cinco minutos, doctor Floyd - dijo -. Me parece que será mejor que nos
movamos.
Aunque sabía que todavía disponían de sus buenos veinte minutos, Floyd se apresuró a levantarse.
Demasiado apresuradamente, pues había olvidado el sexto de gravedad. Hubo de asirse a la mesa, pues,
haciéndolo a tiempo evitaba dar un bote hacia arriba.
- Ha sido magnífico encontrarle a usted, Dmitri - dijo, no muy sinceramente -. Espero que tenga un buen
viaje a la Tierra... le haré una llamada en cuanto regrese.
Al abandonar la estancia y atravesar la barrera U.S.A. de tránsito, Floyd observó:
- Uf... la cosa estaba que ardía. Gracias por haberme rescatado.
- Mire doctor, - dijo el oficial de seguridad -, espero que no tenga razón.
- ¿Razón sobre qué?
- Sobre toparnos con algo que no podamos manejar.
- Eso - respondió Floyd con determinación - es lo que yo intento descubrir.
Cuarenta y cinco minutos después, el Aries-1B Lunar partió de la estación. No se produjo nada de la
potencia y furia de un despegue de la Tierra... sólo un casi inaudible y lejano silbido cuando los eyectores
de plasma de bajo impulso lanzaron sus ráfagas electrificadas al espacio.
El suave empellón duró más de cincuenta minutos, y la queda aceleración no hubiera impedido a nadie el
moverse por la cabina. Pero una vez cumplida, la nave no estaba ya ligada a la Tierra, como lo estuviera
mientras acompañaba aún a la Estación. Había roto los lazos de la gravedad y ahora era un planeta libre e
independiente, contorneando el Sol en órbita propia.
La cabina que tenía ahora Floyd a su entera disposición había sido diseñada para treinta pasajeros.
Resultaba raro, y producía más bien una sensación de soledad, el ver todas las butacas vacías, y ser
atendido por entero por el camarero y la azafata... por no mencionar el piloto, copiloto y dos mecánicos.
Dudaba que ningún hombre en la historia hubiese recibido servicio tan exclusivo, y era sumamente
improbable que sucediera en el futuro. Recordó la cínica observación de uno de los menos honorables
pontífices: "Ahora que tenemos el Papado, disfrutemos de él." Bien, el disfrutaría de ese viaje, y de la
euforia de la ingravidez.
Con la pérdida de gravedad había, cuando menos por algún tiempo, descartado la mayoría de sus
preocupaciones. Alguien había dicho alguna vez que uno podía sentirse aterrorizado en el espacio, pero
no molestado. Lo cual era perfectamente verdad.
El camarero y la azafata estaban al parecer determinados a hacerle comer durante las veinticuatro horas
del viaje, pues se veía rechazando constantemente platos no pedidos. El comer con gravedad cero no
constituía ningún problema real, contrariamente a los sombríos augurios de los primeros astronautas.
Sentábase a una mesa corriente, a la cual se sujetaban fuentes y platos, como a bordo de un buque con
mar gruesa. Todos los cubiertos tenían algo de pegajoso, por lo que no se desprendían yendo a rodar por
la cabina. Así un filete estaba adherido al plato por espesa salsa, y mantenida una ensalada con aderezo
adhesivo. Había pocos artículos que no podían ser tomados con un poco de habilidad y cuidado; las
únicas cosas descartadas eran las sopas calientes y las pastas excesivamente quebradizas o
desmenuzables. Las bebidas eran, desde luego, cuestión muy diferente, todos los líquidos habían de
tomarse simplemente apretando tubos de plástico.
Una generación entera de investigación efectuada por heroicos pero no cantados voluntarios, se había
empleado en el diseño del lavabo, el cual estaba ahora considerado como más o menos a prueba de
imprudencias. Floyd lo investigó poco después del comienzo de la caída libre. Se encontró en un
pequeño cubículo dotado de todos los dispositivos de un lavabo corriente de líneas aéreas, pero
iluminado con una luz roja muy cruda y desagradable para los ojos. Un rótulo impreso en prominentes
letras anunciaba: ¡MUY IMPORTANTE! Para su comodidad, haga el favor de leer cuidadosamente estas
instrucciones.
Sentóse Floyd (uno tendía aún a hacerlo, aunque ingrávido) y leyó varias veces las instrucciones. Y al
asegurarse que no había modificación alguna desde su último viaje, oprimió el botón de Arranque.
Al alcance de la mano, comenzó a zumbar un motor eléctrico, y Floyd se sintió moviéndose. cerró los
ojos y esperó, tal como lo aconsejaban las instrucciones. Al cabo de un minuto, sonó levemente una
campanilla y miró en derredor. La luz había cambiado ahora a un sedante rosa- blanquecino; pero, lo que
era más importante, se encontraba otra vez sometido a la gravedad. Sólo la tenuísima vibración le reveló
que era una gravedad falsa, causada por el giro de tiovivo de todo el compartimiento de aseo. Floyd tomó
una jabonera, y la contemplo caer con movimiento retardado; juzgó que la fuerza centrífuga era
aproximadamente un cuarto de la gravedad normal. Pero ello era ya bastante; garantizaba que todo se
movía en la dirección debida, en un lugar donde eso era lo que más importaba.
Oprimió el botón de Parada para salir, y volvió a cerrar los ojos. El peso diminuyó lentamente al cesar la
rotación, la campanilla dio un doble tañido, y volvió a encenderse la luz roja de precaución, y
seguidamente se entornó la puerta con la debida posición para permitirle deslizarse fuera de la cabina,
donde se adhirió tan rápidamente como le fue posible a la alfombra. Hacía tiempo que había agotado la
novedad de la ingravidez, y agradecía a los deslizadores "Velcro" que le permitiesen andar casi
normalmente.
Tenía mucho en que ocupar su tiempo, aun cuando no hiciese más que sentarse y leer. Cuando se
aburriese de los informes y memorándums y minutas oficiales, conmutaría la clavija de su bloque de
noticias, poniéndola en el circuito de información de la nave y pasaría revista a las últimas noticias de la
Tierra. Uno a uno conjuraría a los principales periódicos electrónicos del mundo; conocía de memoria las
claves de los más importantes, y no tenía necesidad de consultar la lista que estaba al reverso de su
bloque. Conectando con la unidad memorizadora de reducción, tendría la primera página, ojearía
rápidamente los encabezamientos y anotaría los artículos que le interesaban. Cada uno de ellos tenía su
referencia de teclado, al pulsar el cual, el rectángulo del tamaño de un sello de correos se ampliaría hasta
llenar por completo la pantalla, permitiéndole así leer con toda comodidad. Una vez acabado, volvería a
la página completa, seleccionando un nuevo tema para su detallado examen.
Floyd se preguntaba a veces si el bloque de noticias, y la fantástica tecnología que tras él había, sería la
última palabra en la búsqueda del hombre en perfectas comunicaciones. Aquí se encontraba él, muy lejos
en el espacio, alejándose de la Tierra a miles de millas por hora, y sin embargo, en unos pocos
milisegundos podía ver los titulares de cualquier periódico que deseara. (Verdaderamente que esa palabra
de "periódico" resultaba un anacrónico pegote en la era de la electrónica.) El texto era puesto al momento
automáticamente cada hora; hasta si se leía sólo las versiones inglesas, se podía consumir toda una vida
no haciendo otra cosa sino absorber el flujo constantemente cambiante de información de los satélitesnoticiarios.
Resulta difícil imaginar cómo podía ser mejorado o hecho más conveniente el sistema, pero más pronto o
más tarde, suponía Floyd, desaparecería para ser reemplazado por algo tan inimaginable como pudo
haber sido el bloque de noticias para Caxton o Gutemberg.
Había otro pensamiento que a menudo lo llevaba a escudriñar aquellos minúsculos encabezamientos
electrónicos. Cuanto más maravillosos eran los medios de comunicación, tanto más vulgares, chabacanos
o deprimentes parecían ser sus contenidos. Accidentes, crímenes, desastres naturales y causados por la
mano del hombre, amenaza de conflicto, sombríos editoriales... tal parecía ser aún la principal
importancia de los millones de palabras esparcidos por el éter. Sin embargo, Floyd se preguntaba
también si eso era en suma una mala cosa; los periódicos de Utopía, lo había decidido hacía tiempo,
serían terriblemente insulsos.
De vez en cuando, el capitán y los demás miembros de la tripulación entraban en la cabina y cambiaban
unas cuantas palabras con él. Trataban a su distinguido pasajero con respetuoso temor, y sin duda ardían
de curiosidad sobre su misión, pero eran demasiado corteses para hacer cualquier pregunta o hasta para
hacer cualquier insinuación.
Sola la encantadora y menudita azafata parecía mostrarse completamente desenvuelta en su presencia.
Floyd descubrió rápidamente que procedía de Bali, y había llevado allende la atmósfera algo de la gracia
y el misterio de aquella isla aún no hollada en gran parte. Uno de los más singulares y encantadores
recuerdos de todo el viaje fue la demostración de ella de la gravedad cero mediante algunos movimientos
de danza clásica balinesa, con el admirable verdiazul menguante de la Tierra como telón de fondo.
Hubo un período de sueño al apagarse las luces de la cabina y Floyd se sujetó brazos y piernas con las
sábanas elásticas que le impedirían ser expelido al espacio. Parecía una tosca instalación... pero en la
gravedad cero su litera no almohadillada era más cómoda que los más muelles colchones de la Tierra.
Una vez se hubo sujetado bien, Floyd se adormiló con bastante rapidez, pero se despertó en una ocasión
en estado amodorrado y semiconsciente, quedando totalmente desconcertado por sus extraños aledaños.
Durante un momento pensó que se encontraba dentro de una linterna china débilmente iluminada; el
débil resplandor de los otros cubículos que le rodeaban daba esa impresión. Luego se dijo, con firmeza y
fructuosamente: "Ea, a dormir, muchacho. Este es sólo un corriente correo lunar."
Al despertarse, la Luna se había tragado medio firmamento, y estaban a punto de comenzar las maniobras
de frenado. El amplio arco de las ventanas encajado en la curvada pared de la sección de pasajeros
miraba al cielo abierto, y no al globo cercano, por lo que se trasladó a la cabina de mando. Allí, en las
pantallas retrovisoras de televisión, pudo contemplar las últimas fases del descenso.
Las cada vez más próximas montañas lunares, eran diferentes en absoluto de las de la Tierra; estaban
faltas de las destellantes cimas de nieve; el verde ornamento de la vegetación, las móviles coronas de
nubes. Sin embargo, el violento contraste de luz y sombra les confería una belleza propia. Las leyes de la
estética terrestre no eran aplicables allí; aquel mundo había sido formado y modelado por fuerzas
distintas a las terrestres, operando en eones de tiempo desconocidos a la joven y verdeante Tierra, con
sus fugaces Eras Glaciales, sus mares alzándose y hundiéndose rápidamente, y sus cadenas de montañas
disolviéndose como brumas ante el alba. Aquí era la edad inconcebible -pero no muerta, pues la Luna no
había vivido nunca- hasta la fecha.
La nave en descenso quedó equilibrada casi sobre la línea divisora de la noche y el día; directamente
debajo de ella había un caos de melladas sombras y brillantes y aislados picos que captaban la primera
luz de la lenta alba lunar. Aquél sería un espantoso lugar para intentar posarse, incluso contando con
todas las posibles ayudas electrónicas; pero estaban derivando lentamente, apartándose de él, hacia la
parte nocturna de la Luna.
Cuando sus ojos se acostumbraron más y más a la débil iluminación, Floyd vio de pronto que la parte
nocturna no estaba totalmente oscura, sino bañada por una luz fantasmal, pudiéndose ver claramente
picos, valles y llanuras. La Tierra, gigantesca luna para la Luna, inundaba con su resplandor el suelo de
abajo.
En el panel del piloto fulguraron luces sobre las pantallas de radar, y aparecieron y desaparecieron
números en los señalizadores de las computadoras, registrando la distancia de la cercana Luna. Estaban
aún a más de mil millas cuando volvió el peso al comenzar los propulsores una suave pero constante
deceleración. Parecieron transcurrir siglos en que la Luna se expandió lentamente a través del
firmamento, sumióse el Sol bajo el horizonte, y finalmente un gigantesco cráter llenó el campo visual. El
correo estaba cayendo hacia sus picos centrales... y de súbito Floyd advirtió que junto a uno de aquellos
picos, destellaba con ritmo regular una brillante luz. Podía ser un faro de aeropuerto enfilado a la Tierra,
y quedó con la mirada clavada en él y la garganta contraída. Era la prueba de que los hombres habían
establecido otra posición en la Luna.
El cráter se había expandido ya tanto que sus baluartes se estaban deslizando bajo el horizonte, y los
pequeños cráteres que salpicaban su interior estaban empezando a revelar su tamaño real. Algunos de
ellos, que parecían minúsculos desde la lejanía en el espacio, tenían un diámetro de millas, y podrían
haber engullido ciudades enteras.
Sometida a sus controles automáticos, la nave se deslizaba abajo por el firmamento iluminado por las
estrellas, hacia aquel estéril paisaje a la luz de la grande y gibosa Tierra. Una voz se elevó ahora de
alguna parte, sobre el silbido de los propulsores y los punteos electrónicos que atravesaban la cabina.
- Control Clavius a Especial 14; la entrada se realiza con exactitud. Efectúen por favor la comprobación
manual del dispositivo de alunizaje, presión hidráulica e inflado de la almohadilla parachoques.
El piloto oprimió diversos conmutadores, destellaron luces verdes y respondió:
- Verificadas todas las comprobaciones manuales. Dispositivo de alunizaje, presión hidráulica,
parachoques O.K.
- Confirmado - dijeron de la Luna.
El descenso continuó silenciosamente. Aunque aún había muchas comunicaciones, todas ellas corrían a
cargo de máquinas, transmitiéndose mutuamente fulgurantes impulsos binarios a una cadencia miles de
veces mayor que aquella con que sus constructores, de pensar lento, podían comunicarse.
Algunos de los picos de las montañas atalayaban ya la nave; el suelo se hallaba solamente a pocos miles
de pies, y la luz del faro era una brillante estrella fulgurando constantemente sobre un grupo de bajos
edificios y extraños vehículos. En la fase final de descenso, los propulsores parecían estar tocando alguna
singular tonada; sus intermitentes latidos verificaban el último ajuste preciso al impulso.
Bruscamente una remolineante nube de polvo lo ocultó todo, los propulsores lanzaron su último chorro, y
la nave se meció ligeramente, como un bote de remos acunado por una pequeña ola. Pasaron varios
minutos antes de que Floyd pudiese aceptar realmente el silencio que ahora los envolvía y la débil
gravedad que asía sus miembros.
Había efectuado, sin el menor incidente y en poco más de un día, el increíble viaje con el que habían
soñado los hombres durante dos mil años. Tras un vuelo normal, rutinario, había alunizado.
10 – Base Clavius
Clavius, de 240 Kms. de diámetro, es el segundo cráter, por su tamaño, de la cara visible de la Luna, y se
encuentra en el centro de las cordilleras del Sur. Es muy viejo; eras de vulcanismo y de bombardeo del
espacio han cubierto de cicatrices sus paredes y marcado de viruelas el suelo. Pero desde la última era de
formación del cráter, cuando los restos del cinturón de asteroides estaban aún cañoneando los planetas
interiores, había conocido paz durante quinientos mil años.
Ahora había nuevas y extrañas agitaciones sobre su superficie, y bajo ella, el hombre estaba
estableciendo su primera cabeza de puente en la Luna. En caso de emergencia, la Base Clavius podía
bastarse por entero a sí misma. Todas las necesidades de la vida eran producidas por las rocas locales,
una vez trituradas, calentadas y sometidas a un proceso químico. Y si uno sabía donde buscarlos, podía
hallarse en el interior de la Luna hidrógeno, oxígeno, carbono, nitrógeno, fósforo... y la mayoría de los
demás elementos.
La Base era un sistema cerrado, como un modelo a escala reducida de la propia Tierra, reproduciendo el
ciclo de todos los elementos químicos de la vida. La atmósfera era purificada en un vasto "invernadero";
un amplio espacio circular enterrado justamente bajo la superficie lunar. Bajo resplandecientes lámparas
por la noche, y con filtrada luz solar de día, crecían hectáreas de vigorosas plantas verdes en una
atmósfera cálida y húmeda, eran mutaciones especiales, destinadas al objeto expreso de saturar el aire de
oxígeno y proveer alimentos como subproducto.
Se producían más alimentos mediante sistemas de proceso químico y por el cultivo de algas. Aunque la
verde espuma que circulaba a través de metros de tubos de plástico no habría incitado a un gourmet, los
bioquímicos podían convertirla en chuletas, que sólo un experto podía diferenciar de las verdaderas.
Los mil cien hombres y seiscientas mujeres que componían el personal de la Base eran bien formados
científicos y técnicos, cuidadosamente seleccionados antes de su partida de la Tierra. Aunque la
existencia lunar se encontraba ya virtualmente exenta de las penalidades, desventajas y ocasionales
peligros de los primeros días, resultaba aún exigente psicológicamente, y no recomendable para quien
sufriera de claustrofobia. Debido a lo costoso que resultaba y al consumo de tiempo que requería el trazar
una amplia base subterránea en roca sólida o lava compacta, el normativo "módulo de estancia" para una
persona era una habitación de sólo dos metros de ancho, por cuatro de largo y tres de alto.
Cada habitación estaba atractivamente amueblada y se asemejaba mucho al apartamiento de un buen
motel, con sofá convertible, TV, pequeño aparato Hi-Fi, y teléfono. Además la única pared intacta podía
convertirse pulsando un conmutador en un convincente paisaje terrestre. Había una selección de ocho
vistas.
Este toque de lujo era típico en la Base, aunque resultaba difícil explicar su necesidad a la gente de la
Tierra. Cada hombre y mujer de Clavius había costado cien mil dólares de adiestramiento, transporte y
alojamiento; merecía la pena un pequeño extra para mantener su sosiego espiritual. No se trataba del arte
por el arte, sino del arte en pro de la paz mental.
Una de las atracciones de la vida en la Base - y de la Luna en general era indudablemente la baja
gravedad, que producía una sensación de cabal bienestar. Sin embargo, tenía sus peligros, y pasaban
varias semanas antes de que un emigrante de la Tierra pudiera adaptarse. En la Luna, el cuerpo humano
había de aprender toda una nueva serie de reflejos. Tenía que distinguir, por primera vez entre masa y
peso.
Un hombre que pesara noventa kilos en la Tierra podría sentirse encantado al descubrir que en la Luna su
peso era sólo de quince. En tanto se moviera en línea recta y a velocidad uniforme, experimentaba una
maravillosa sensación de flotar. Pero en cuanto intentara cambiar de trayectoria, doblar esquinas, o
detenerse de súbito... entonces descubría que seguían existiendo sus noventa kilos de masa, o inercia.
Pues ello era fijo e inalterable... lo mismo en la Tierra, la Luna, el Sol, o en el espacio libre. Por lo tanto
antes de que pudiera uno adaptarse debidamente a la vida lunar, era esencial aprender que todos los
objetos eran ahora seis veces más lentos de lo que sugería su mero peso. Era una lección que se llevaba
uno a casa a costa de numerosas colisiones y duros porrazos, y las viejas manos lunares se mantenían a
distancia de los recién llegados hasta que estuvieran aclimatados.
Con su complejo de talleres, despachos, almacenes, centro computador, generadores, garaje, cocina,
laboratorios y plantas para el proceso de alimentos, la Base Clavius era en sí un mundo en miniatura.
E irónicamente, muchos de los hábiles e ingeniosos artificios empleados para construir este imperio
subterráneo, fueron desarrollados durante la media centuria de la Guerra Fría.
Cualquiera que hubiese trabajado en un endurecido e insensible emplazamiento de misiles, se habría
encontrado en Clavius como en su propia casa. Aquí en la Luna había los mismos artilugios y los mismos
ingenios de la vida subterránea, y de protección contra un ambiente hostil; pero habían sido cambiados
para el objetivo de la paz. Al cabo de diez mil años, el hombre había hallado al fin algo tan excitante
como la guerra.
Por desgracia, no todas las naciones se habían percatado de ese hecho.
Las montañas que habían sido tan prominentes antes del alunizaje, habían desaparecido misteriosamente,
ocultadas a la vista bajo la acusada curva del horizonte lunar. En torno a la nave espacial había una
llanura lisa y gris, brillantemente iluminada por la sesgada luz terrestre. Aunque el firmamento era, desde
luego, completamente negro, sólo podían ser vistos en él los más brillantes planetas y estrellas, a menos
que se protegieran los ojos contra el resplandor de la superficie.
Varios extrañísimos vehículos rodaban en dirección a la nave espacial Aries-1B: grúas, cabrias, camiones
de reparación; algunos automáticos y otros manejados por un conductor instalado en una pequeña cabina
de presión. La mayoría tenían neumáticos, pues aquella suave y nivelada llanura no planteaba
dificultades de transporte en absoluto; pero un camión cisterna rodaba sobre las peculiares ruedas
flexibles que habían resultado uno de los mejores medios para andar recorriendo la Luna. La rueda
flexible, compuesta de placas planas dispuestas en círculo, y montada y alabeada independientemente
cada una, tenía muchas de las ventajas del tractor oruga, del que había evolucionado. Adaptaba su forma
y diámetro al terreno sobre el que se movía, y a diferencia del tractor oruga, continuaría funcionando aún
cuando le faltaran algunas de sus secciones.
Una camioneta con un tubo extensible semejante a la gruesa trompa de un elefante, lo frotaba ahora
cariñosamente contra la nave espacial. Pocos segundos después, se oyeron ruidos como de puñetazos o
porrazos en el exterior, seguidos del sonido del aire silbante al establecerse las conexiones e igualarse la
presión. Abrióse seguidamente la puerta interior de la esclusa reguladora de la presión de aire, y entró el
comité de recepción.
Estaba encabezado por Ralph Halvorsen, Administrador de la Provincia del Sur... que incluía no sólo a la
Base sino también cualquiera de las partes de los equipos de exploración que operaban desde ella. Con él
se encontraba su Jefe del Departamento Científico, el doctor Roy Michaels, un pequeño y canoso
geofísico al que Floyd conocía de visitas previas, y media docena de los principales científicos y
ejecutivos. Todos saludaron a Floyd con respetuoso alivio; desde el Administrador para abajo, resultaba
evidente que les parecía tener una oportunidad de desembarazarse de algunas de sus preocupaciones.
- Encantados de tenerlo entre nosotros, doctor Floyd - dijo Halvorsen -. ¿Tuvo usted buen viaje?
- Excelente - respondió Floyd -. No pudo haber sido mejor. La tripulación me atendió estupendamente.
Intercambiaron las acostumbradas frases sin importancia que la cortesía requería, mientras el autobús se
alejaba de la nave espacial; por tácito acuerdo, nadie mencionó en motivo de su visita. Tras recorrer unos
cincuenta metros desde el lugar del alunizaje el autobús llegó ante un gran rótulo que rezaba:
BIENVENIDOS A LA BASE CLAVIUS
Cuerpo de Ingeniería Astronáutica de U.S.A. 1994
Seguidamente se sumieron en una especie de trinchera que los llevó rápidamente bajo el nivel del suelo.
Se abrió una maciza puerta, que volvió a cerrarse tras ellos y ocurrió lo mismo con otras dos. Una vez
cerrada la última puerta, hubo un gran bramido de aire, y de nuevo estuvieron en la atmósfera, en el
ambiente de mangas de camisa de la Base.
Tras un breve recorrido por un túnel atestado de tubos y cables, y resonante de sordos ecos de rítmicos
estampidos y palpitaciones, llegaron al territorio de la dirección, y Floyd se volvió a encontrar en el
familiar ambiente de máquinas de escribir, computadoras de despacho, muchachas auxiliares, mapas
murales y repiqueteantes teléfonos. Al hacer una pausa ante la puerta que ostentaba el rótulo de
ADMINISTRADOR, Halvorsen dijo diplomáticamente:
- El doctor Floyd y yo estaremos en la sala de conferencias dentro de un par de minutos.
Los demás asintieron, dijeron algunas frases agradables, y se fueron por el pasillo. Pero antes de que
Halvorsen pudiera introducir a Floyd en su despacho, hubo una interrupción. Abrióse la puerta, y una
figurilla se precipitó hacia el Administrador, gritando:
Papi,
has estado en la punta. ¡Y prometiste llevarme!
- Vamos, Diana - dijo Halvorsen con impaciente ternura -, sólo te dije que te llevaría si podía.
Pero he estado muy ocupado esta mañana recibiendo al doctor Floyd. Dale la mano... acaba de llegar de
la Tierra.
La pequeña - Floyd estimó que tendría unos ocho años - extendió una floja manita. Su cara le era
vagamente conocida, y Floyd se dio cuenta de súbito que el Administrador le estaba mirando con sonrisa
burlona.
Súbitamente hizo memoria, y comprendió por qué.
¡
No puedo creerlo! - exclamó. ¡Pero si no era más que una criatura, cuando estuve aquí últimamente!
- La semana pasada cumplió sus cuatro años - respondió con orgullo Halvorsen -. Los niños crecen
rápidamente en esta baja gravedad. Pero no alcanzan la madurez tan de prisa... vivirán más que nosotros.
Floyd fijó su mirada, como fascinado, en la aplomada damita, observando su gracioso continente y la
desmesuradamente delicada estructura de su cuerpecito.
- Encantado de verte de nuevo, Diana - dijo.
Luego, algo, quizás por curiosidad, o acaso cortesía, le impulsó a añadir -: ¿Te gustaría ir a la Tierra?
Los ojos de la niña se agrandaron de asombro, y luego meneó la cabeza diciendo:
- Es un lugar desagradable; una se hace daño al caer. Además, hay demasiada gente.
Aquí, se dijo Floyd está la primera generación de los nativos del espacio; habrá más, en los años
venideros. Aunque había melancolía en su pensamiento, también había una gran esperanza. Cuando
estuviese la Tierra mansa y tranquila, y quizá algo cansada, habría un campo de acción para quienes
amaran la libertad, para los duros pioneros, los inquietos aventureros. Pero sus instrumentos no serían el
hacha y el fusil, la canoa y la carreta; serían la planta nuclear de energía, el impulso del plasma y la
granja hidropónica. Se estaba aproximando velozmente el tiempo en que la Tierra, como todas las
madres, debía decir adiós a sus hijos.
Con una mezcla de amenazas y promesas, Halvorsen logró desembarazarse de su decidido retoño, y
condujo a Floyd al despacho. La estancia del Administrador era sólo de cinco metros cuadrados, pero
lograba contener todos los avíos y símbolos de la posición de un típico jefe de un departamento con
50.000 dólares de sueldo anuales. Fotografías dedicadas de importantes políticos -incluyendo la del
Presidente de los Estados Unidos y la del Secretario General de las Naciones Unidas- adornaban una
pared, cubriendo la mayor parte de otra unas fotos asimismo firmadas por célebres astronautas.
Floyd se hundió en un cómodo sillón de cuero, siéndole ofrecida una copa de jerez, obsequio de los
laboratorios biológicos lunares.
- ¿Cómo van las cosas, Ralph? - preguntó Floyd, paladeando la bebida primero con precaución, y
aprobatoriamente luego.
- No demasiado mal - replicó Halvorsen -. Sin embargo, hay algo que es mejor que conozcas, antes de
que te metas en harina.
- ¿Qué es ello?
- Bueno, supongo que podría describirlo como un problema moral - suspiró Halvorsen.
¡
Oh!
- No es serio todavía, pero va rápidamente en camino de serlo.
- La suspensión de noticias.
- Exacto - replicó Halvorsen -. Mi gente se está soliviantando con ello. Después de todo, la mayoría de
ellos tienen familias en la Tierra, las cuales creen probablemente que se han muerto de una epidemia
lunar.
- Lo siento - dijo Floyd - pero a nadie se le ocurrió una tapadera mejor, y hasta ahora ha servido. Por
cierto... encontré a Moisevich en la Estación Espacial y hasta él se la tragó.
- Bien, eso debería hacer feliz a la seguridad.
- No demasiado... ha oído hablar del T.M.A. Uno; comienzan a filtrarse rumores... Nosotros no podemos
hacer una declaración, hasta que sepamos qué diablos es y si nuestros amigos los chinos están tras ello.
- El doctor Michaels cree que tiene una respuesta para eso. Se muere por decírsela a usted.
Floyd vació su copa.
- Y yo me muero por oírle. Vamos allá.
11 – Anomalía
La conferencia tuvo lugar en una amplia estancia rectangular que podía contener fácilmente cien
personas. Estaba equipada con los más recientes dispositivos ópticos y electrónicos y se habría parecido a
una sala de conferencias modelo a no ser por los numerosos carteles, retratos, anuncios y pinturas de
aficionados, que indicaban que también era el centro de la vida cultural local. A Floyd le llamó la
atención una colección de señales, reunidas evidentemente con esmerado cuidado, y que portaban
advertencias tales como Por Favor, apártese del césped; No aparque en días pares; Prohibido fumar; A la
playa; Paso de ganado; Peraltes suaves; No dé comida a los animales. De ser auténticos -como
ciertamente lo parecían- su transporte desde la Tierra debió de haber costado una pequeña fortuna. Había
un conmovedor desafío en ellos; en aquel mundo hostil, los hombres podían bromear aún sobre las cosas
que se habían visto obligados a abandonar... y que sus hijos no echarían nunca en falta.
Un numeroso grupo de cuarenta o cincuenta personas estaba esperando a Floyd, y todos se levantaron
cortésmente cuando entró siguiendo al administrador. Mientras saludaba con un ademán de la cabeza a
varios rostros conocidos, Floyd cuchicheó a Halvorsen:
- Me gustaría decir unas cuantas palabras antes de la conferencia.
Floyd tomó asiento en la fila de delante, mientras el Administrador subía a la tribuna y miraba en torno a
su auditorio.
- Damas y caballeros - comenzó Halvorsen -, no necesito decirles que esta es una ocasión muy
importante. Estamos encantados de tener entre nosotros al doctor Heywood Floyd. Todos le conocemos
por su reputación y algunos de nosotros personalmente. Acaba de efectuar un vuelo especial desde la
Tierra para venir aquí, y antes de la conferencia desea dirigirnos unas palabras. Doctor Floyd, por favor...
Floyd pasó a ocupar la tribuna en medio de un aplauso cortés, contempló al auditorio con una sonrisa y
dijo:
- Gracias... sólo deseo decir lo siguiente: el Presidente me ha pedido les trasmita su aprecio por su
sobresaliente tarea, que esperamos podrá ser reconocida en breve por el mundo. Me doy perfecta cuenta
-continuó solícito-, de que algunos de ustedes, quizás la mayoría, están ansiosos porque se rasgue el
presente velo de secreto; no serían ustedes científicos si pensaran de otro modo.
Vislumbró al doctor Michaels, cuyo rostro estaba ligeramente fruncido, rasgo acentuado por una larga
cicatriz en su mejilla derecha... probablemente consecuencia de algún accidente en el espacio. Se daba
buena cuenta de que el geólogo había estado protestando vigorosamente contra ese "cuento de policías y
ladrones".
- Pero deseo recordarles - prosiguió Floyd -, que esta es una situación totalmente extraordinaria. Hemos
de estar absolutamente seguros de nuestros propios actos; ahora, si cometemos errores, puede no haber
una segunda oportunidad... así que, por favor, les ruego que sean pacientes un poco más. Tales son
también los deseos del Presidente... Y esto es todo cuanto tengo que decir. Ahora estoy dispuesto a
escuchar su informe.
Volvió a su asiento, el Administrador dijo. "Muchas gracias por sus palabras, doctor Floyd", e hizo un
ademán con su cabeza, más bien bruscamente, a su Jefe Científico. Atendiendo la indicación, el doctor
Michaels se encaminó a la tribuna, y las luces se atenuaron.
Una fotografía de la Luna apareció en la pantalla. En el mismo centro del disco había el brillante anillo
de un cráter, del cual se proyectaban un abanico de llamativos rayos. Parecía exactamente como si
alguien hubiese arrojado un saco de harina a la cara de la Luna, esparciéndose aquella en todas
direcciones.
- En esta fotografía vertical - dijo Michaels, apuntando al cráter central - Tycho es aún más notable que
visto desde la Tierra; pues se encuentra más bien próximo al borde de la Luna, Pero observado desde este
punto de vista -mirándolo directamente desde una altura de mil millas- verán ustedes como domina un
hemisferio entero.
Dejo que Floyd absorbiera aquella vista no conocida de un objeto conocido, y prosiguió luego:
- Durante el año pasado hemos estado efectuando una inspección magnética de la región, desde un
satélite de bajo nivel. Sólo el mes pasado fue completada... y este es el resultado, el mapa que dio origen
a todo el trastorno.
Otra imagen apareció en la pantalla, se parecía a un mapa de perfil, aunque mostraba intensidad
magnética, sin alturas sobre el nivel del mar. En su mayor parte, las líneas eran aproximadamente
paralelas y espaciadas; pero en una esquina del mapa se apretaban de pronto, formando una serie de
círculos concéntricos... como el dibujo de un nudo en un trozo de madera.
Hasta para un ojo inexperimentado, resultaba evidente que algo peculiar había sucedido al campo
magnético de la Luna en aquella región; y en grandes letras a través de la base del mapa había unas
palabras: Anomalía Magnética de Tycho-Uno (T.M.A.-1). En el extremo superior derecho aparecía
CLASIFICADO.
- Al principio pensamos que podía tratarse de un crestón de roca magnética, pero toda la evidencia
geológica estaba en contra de ello. Y ni siquiera un gran meteorito de ferroníquel podía producir un
campo tan intenso como éste; por lo que tomamos la decisión de ir a examinarlo.
"La primera partida no descubrió nada... sólo el acostumbrado terreno llano, enterrado bajo una muy
tenue capa de polvo lunar. Introdujeron un taladro en el centro exacto del campo magnético, para obtener
una muestra para su estudio. A siete metros, el taladro se detuvo. Así que el grupo de investigación
comenzó a excavar... tarea nada fácil en traje espacial, puedo asegurarles.
"Lo que hallaron les hizo volver apresuradamente a la Base. Enviamos un grupo mayor, con mejor
equipo. Excavaron durante dos semanas... con el resultado que conocen ustedes.
La ensombrecida sala de conferencias se tornó de súbito muda y expectante al cambiar la imagen de la
pantalla. Aunque todos la habían visto varias veces, no había nadie que no alargase el cuello como si
esperase encontrar nuevos detalles. En la Tierra y en la Luna se había permitido a menos de cien
personas, hasta entonces, que posaran sus ojos en aquella fotografía.
Mostraba a un hombre en brillante traje espacial rojo y amarillo, de pie en el fondo de una excavación, y
sosteniendo una vara de agrimensor marcada en decímetros. Era evidentemente una foto sacada de
noche, y podía haber sido tomada en cualquier lugar de la Luna o Marte. Pero hasta la fecha, ningún
planeta había producido nunca una escena como aquella.
El objeto ante el cual posaba el hombre con el traje espacial, era una loza vertical de material como
azabache, de unos cuatro metros aproximadamente de altura y sólo dos de anchura; a Floyd le recordó,
un tanto siniestramente, una gigantesca lápida sepulcral. De aristas perfectamente agudas y simétricas,
era tan negra que parecía haber engullido la luz que incidía sobre ella; no presentaba en absoluto ningún
detalle de superficie. Resultaba imposible precisar si estaba hecha de piedra, de metal, de plástico... o de
algún otro material absolutamente desconocido por el hombre.
- T.M.A.-1 - declaro casi reverentemente el doctor Michaels -. Parece como nueva ¿No es así? Apenas
puedo censurar a quienes pensaban que sólo tenía una antigüedad de unos pocos años, y trataban de
relacionarla con la Expedición China del 98. Pero por mi parte, nunca creí en ello... y ahora hemos sido
capaces de fecharla positivamente, a través de la evidencia geológica local.
"Mis colegas y yo, doctor Floyd, ponemos en juego nuestra reputación en esto. T.M.A.-1 no tiene nada
que ver con los chinos. En realidad no tiene nada que ver con la especie humana... pues cuando fue
enterrada ahí, no había humanos.
"Tiene una antigüedad de aproximadamente tres millones de años. Lo que está usted ahora contemplando
es la primera evidencia de vida inteligente fuera de la Tierra.
12 – Viaje con luz terrestre
Macro- Cráter Province: Se extiende al Sur desde cerca del centro de la cara visible de la Luna, Al Este
del Cráter Central Province. Densamente festoneado con cráteres de impacto, muchos de ellos grandes,
incluyendo el mayor de la Luna; al Norte, algunos cráteres abiertos por impacto, formando el Mar
Imbrium. Superficies escabrosas casi por doquiera, excepto en algunos fondos de cráter. La mayoría de
las superficies en declive, generalmente de 10º a 12º; algunos fondos de cráter casi llanos.
Alunizaje y movimiento: Alunizaje generalmente difícil debido a las escabrosas y escarpadas superficies;
menos difícil en los fondos llanos de algunos cráteres. Movimiento posible casi en todas partes, pero se
requiere selección de ruta; menos difícil en los fondos llanos de algunos cráteres.
Construcción: Por lo general, moderadamente difícil debido al declive, y numerosos bloques de material
suelto; difícil la excavación de lava en algunos fondos de cráter.
Tycho: Post-Maria cráter, de 80 Km. de diámetro, borde de 2.500 metros sobre el terreno circundante;
fondo de 3.600 metros; tiene el más prominente sistema de radios de la Luna, extendiéndose algunos a
más de 800 kilómetros. (Extraído de "Estudio especial de Ingeniería de la Superficie de la Luna".
Despacho, Jefe de Ingenieros, Departamento del Ejército. Inspección geológica U.S.A. Washington,
1961).
El laboratorio móvil que rodaba entonces a través del llano del cráter a ochenta kilómetros por hora, se
parecía más a un remolque de mayor tamaño que el normal, montado sobre ocho ruedas flexibles. Pero
era mucho más que eso; era una base independiente en la cual podían vivir y trabajar veinte hombres
durante varias semanas. En realidad era virtualmente una astronave para la propulsión terrestre... y en
caso de emergencia podía también volar. Si llegaba a una grieta profunda o cañón demasiado grande para
poder contornearlo, y demasiado escarpado para introducirse, podía atravesar el obstáculo con sus cuatro
propulsores inferiores.
Fisgando el exterior por la ventanilla, Floyd veía extenderse ante él una pista bien trazada, donde docenas
de vehículos habían dejado una banda en la quebradiza superficie de la Luna.
A intervalos regulares a lo largo de la pista había altas y gráciles farolas de destellante luz. Nadie podía
posiblemente perderse, en el trayecto de 320 kilómetros que había de la base Clavius a T.M.A.-1, aunque
fuese de noche y tardara aún varias horas en salir el sol.
Las estrellas eran sólo un poco más brillantes, o más numerosas, que en una clara noche en las
altiplanicies de Nuevo México o del Colorado, pero había dos cosas en aquel firmamento, negro como en
carbón, que destruían cualquier ilusión de Tierra.
La primera era la propia Tierra, un resplandeciente fanal suspendido sobre el horizonte septentrional. La
luz que derramada aquel gigantesco hemisferio era docenas de veces más brillantes que la Luna llena, y
cubría todo aquel suelo con una fría y verdiazulada fosforescencia.
La segunda aparición celestial era un tenue y nacarado cono de luz sesgado sobre el firmamento del
levante, el cual se hacía cada vez más brillante hacia el horizonte, sugiriendo grandes incendios ocultos
justamente bajo el borde de la Luna.
Era una pálida aurora que nadie pudo ver nunca desde la Tierra, excepto durante los momentos de un
eclipse total. Era el halo anunciador del alba lunar, el aviso de que antes de poco tiempo, el sol bañaría
aquel soñoliento suelo.
Instalado con Halvorsen y Michaels en la cabina delantera de observación, inmediatamente bajo el
puesto del conductor, Floyd sintió que sus pensamientos volvían una y otra vez al abismo de tres
millones de años que acababa de abrirse ante él.
Como todos los hombres ilustrados, estaba acostumbrado a considerar períodos de tiempo mucho más
grandes... pero habían concernido sólo a los movimientos de las estrellas y a los lentos ciclos del
universo inanimado. No habían estado implicadas ni la mente ni la inteligencia; aquellos eones estaban
vacíos en cuanto tocara a las emociones.
¡
Tres millones de años! El infinitamente atestado panorama de la historia escrita, con sus imperios y sus
reyes, sus triunfos y sus tragedias, cubre escasamente una milésima de ese tremendo lapso de tiempo. No
sólo el propio hombre, sino la mayoría de los animales que viven hoy en la Tierra, no existían siquiera
cuando ese negro enigma fue cuidadosamente enterrado aquí, en el más brillante y más espectacular de
todos los cráteres de la Luna.
De que fue enterrado, y del todo deliberadamente, estaba absolutamente seguro el doctor Michaels. "Al
principio -explicaba-, más bien esperaba que pudiera marcar el emplazamiento de alguna estructura
subterránea, pero nuestras más recientes excavaciones han eliminado tal suposición. Se halla asentado en
una amplia plataforma del mismo negro material, con roca inalterada debajo. Las criaturas que lo
diseñaron quisieron asegurarse que permanecería inconmovible ante los mayores terremotos lunares.
Estaban construyendo para la eternidad."
Había un acento triunfal, y, sin embargo, melancólico, en la voz de Michaels, y Floyd compartía ambas
emociones. Al fin, había sido respondido uno de los más antiguos interrogantes del hombre; aquí estaba
la prueba, más allá de toda sombra de duda, que no era la suya la única inteligencia que había producido
el Universo. Pero con ese conocimiento volvía de nuevo una dolorosa certidumbre de la inmensidad del
Tiempo. La Humanidad había narrado en cien mil generaciones todo cuanto pasara de aquel modo.
Quizás estaba bien así, se dijo Floyd. Sin embargo... ¡cuánto podíamos haber aprendido de seres que
podían cruzar el espacio, mientras nuestros antepasados vivían aún en los árboles!
Unos cientos de metros más adelante, emergía un poste indicador sobre el singularmente limitado
horizonte de la Luna. En su base había una estructura en forma de tienda, cubierta con reluciente chapa
de plata, evidentemente para protección contra el terrible calor diurno. Al pasar el vehículo junto a ella,
Floyd pudo leer a la brillante luz terrestre:
Depósito de emergencia-3
20 litros de lox (oxígeno líquido)
10 litros de agua
20 paquetes de alimento Mk 4
1 caja de herramientas Tipo B
1 serie de pertrechos de reparación
¡Teléfono!
- ¿Sabe algo de eso? - preguntó Floyd, apuntando afuera -. Supongo que debe tratarse de un escondrijo de
abastecimientos, dejado por alguna expedición que nunca volvió...
- Es posible - admitió Michaels -. El campo magnético rotuló ciertamente su posición, de manera que
pudiera ser fácilmente hallada. Pero es más bien pequeña... no puede contener mucha cantidad de
abastecimientos.
- ¿Por qué no? - intervino Halvorsen -. ¿Quién sabe lo grande que eran ellos? Quizá sólo tenían
centímetros de estatura, lo cual convertiría a eso en una construcción de una altura de veinte o treinta
pisos. Michaels meneó la cabeza.
- Queda descartado - protestó -. No puede haber criaturas inteligentes muy pequeñas; se necesita un
mínimo de tamaño cerebral.
Floyd ya se había dado cuenta que Michaels y Halvorsen solían sustentar opiniones opuestas, aun cuando
no pareciese existir una hostilidad o fricción personal entre ellos. Solamente parecían respetarse
mutuamente; simplemente, estaban de acuerdo o en desacuerdo.
Cabía ciertamente poca concordancia entre la naturaleza de T.M.A.-1, o del Monolito Tycho, como
algunos preferían llamarlo, reteniendo parte de la abreviatura. En las seis horas desde que había puesto
pie en la Luna, Floyd había oído una docena de teorías, mas no se había pronunciado por ninguna de
ellas. Santuario, templete, tumba, mojón de reconocimiento, instrumento selenofísico... estas eran quizás
las sugestiones favoritas, y algunos de los protagonistas se acaloraban mucho en su defensa. Se habían
cruzado diversas apuestas, y gran cantidad de dinero cambiaría de mano cuando fuera conocida
finalmente la verdad... en el caso de que lo fuera alguna vez.
Hasta el momento el duro material negro de la losa había resistido todos los intentos, más bien suaves,
que habían efectuado Michaels y sus colegas para obtener muestras. No dudaban en absoluto que un rayo
láser la hendiría -pues, seguramente, nada podía resistir aquella terrible concentración de energía- pero
había de dejarse a Floyd la decisión de emplear medidas violentas. El había decidido ya que los rayos X,
las sondas sónicas, los haces de neutrones y todos los demás medios de investigación no destructiva,
fuesen puestos en juego antes de recurrir a la artillería pesada del láser. Era muestra de barbarie destruir
algo que no se podía comprender; pero quizás los hombres eran bárbaros en comparación con los seres
que habían construido aquel objeto.
¿Y de donde podían haber procedido? ¿De la misma Luna? No, eso era totalmente improbable. Cualquier
avanzada civilización terrestre -presumiblemente no humana- de la era Pleistocena, habría dejado
muchas otras huellas de su existencia. Lo hubiésemos sabido todo de ella, pensó Floyd, mucho antes de
que llegáramos a la Luna.
Ello dejaba dos alternativas... los planetas y las estrellas. Sin embargo, había pruebas abrumadoras en
contra de la vida inteligente en cualquier otra parte del Sistema Solar... o simplemente de vida de
cualquier clase excepto en la Tierra y en Marte. Los planetas interiores eran demasiado calientes, los
exteriores excesivamente fríos, a menos que se descendiera en su atmósfera a profundidades donde las
presiones alcanzaban cientos de toneladas por centímetro cuadrado.
Así, los visitantes habían venido quizá de las estrellas... lo cual resultaba aún más increíble. Al mirar
arriba, a las constelaciones desparramadas a través del firmamento lunar de ébano, Floyd recordó cuan a
menudo habían "demostrado" sus colegas científicos la imposibilidad de un viaje interestelar. El
recorrido de la Tierra a la Luna era ya bastante impresionante; pero la más próxima estrella se encontraba
a una distancia cien millones de veces mayor... Especular era perder el tiempo; debía esperar hasta que
hubiese más pruebas.
- Sujétense por favor los cinturones de seguridad y afiancen todos los objetos sueltos - dijo de pronto el
altavoz de la cabina -. Se aproxima un declive de cuarenta grados.
Dos postes señalizadores con luces parpadeantes habían aparecido en el horizonte, y el vehículo estaba
maniobrando entre ellos. Apenas se había ajustado Floyd sus correas, cuando el vehículo se inclinó
lentamente sobre el borde de un declive realmente terrorífico y comenzó a descender una larga pendiente
cubierta de derrubios y tan empinada como el tejado de una casa. La oblicua luz terrestre que provenía de
la parte posterior, procuraba muy escasa iluminación, por lo que se habían encendido los focos del
vehículo. Hacía muchos años Floyd se había encontrado en la boca del Vesubio, mirando al cráter, por lo
que podía ahora imaginarse fácilmente que estaba sumiéndose en otro semejante, no resultando en
verdad nada agradable la sensación.
Estaba descendiendo una de las terrazas interiores de Tycho, la cual se nivelaba a unos trescientos
cincuenta metros más abajo. Al serpear descendiendo el declive, Michaels apuntó a través de la gran
extensión llana tendida bajo ellos.
- Allá están ellos - exclamó.
Floyd asintió; había divisado ya el ramillete de luces rojas y verdes enfrente a algunos kilómetros, y
mantuvo sus ojos fijos en él mientras el vehículo descendía suavemente el declive. Evidentemente, el
gran artefacto locomóvil estaba bajo perfecto control, pero Floyd no respiró sosegadamente hasta que el
vehículo no volvió a recobrar su debida posición horizontal.
Entonces pudo ver, resplandeciendo como burbujas de plata a la luz terrestre, un grupo de cúpulas de
presión... los refugios temporales que albergaban a los trabajadores del lugar. Próxima a ellos se
encontraba una torre de radio, una perforadora, un grupo de vehículos aparcados, y un gran montón de
roca cascada, probablemente el material que había sido excavado para descubrir el monolito. Aquel
pequeño campamento en la desértica extensión parecía muy solitario, muy vulnerable a las fuerzas de la
Naturaleza agrupadas silenciosamente en su derredor. No había allí signo alguno de vida, ni ninguna
visible indicación de por que habían ido los hombres tan lejos de su hogar.
- Puede usted ver el cráter - dijo Michaels -. Allá a la derecha... a unos cien metros de aquella antena de
radio.
"Ya estamos, pues", pensó Floyd, al rodar el vehículo ante las cápsulas de presión y llegar al borde del
cráter. Su pulso se aceleró, al estirarse hacia adelante para ver mejor. El vehículo comenzó a descender
cautelosamente una rampa de consistente roca, introduciéndose en el interior del cráter. Y allí,
exactamente como lo había visto en fotografías, se hallaba T.M.A.-1.
Floyd fijó su mirada, pestañeo, meneó la cabeza, y clavó de nuevo la vista, hasta con la brillante luz
terrestre, resulta difícil ver el objeto distintamente; su primera impresión fue la de un rectángulo liso que
podía haber sido cortado en papel carbón; parecía no tener en absoluto espesor. Desde luego, se trataba
de una ilusión óptica; aunque estaba mirando un cuerpo sólido, reflejaba tan poca luz que sólo podía
verlo en silueta.
Los pasajeros mantuvieron un silencio total mientras el vehículo descendía al cráter. Había en ellos
espanto, y también incredulidad... simple escepticismo de que la muerta Luna, entre todos los mundos,
pudiese haber hecho surgir aquella fantástica sorpresa.
El vehículo se detuvo a unos siete metros de la losa, y a un costado de ella, de manera que todos los
pasajeros pudieran examinarla. Sin embargo, poco había que ver, aparte de la forma perfectamente
geométrica del objeto. No presentaba en ninguna parte marca alguna, ni cualquier reducción de su cabal
negrura de ébano. Era la cristalización misma de la noche, y por un momento Floyd se preguntó si en
efecto pudiera ser una extraordinaria formación natural, nacida de los fuegos y presiones que
acompañaron a la creación de la Luna. Pero bien sabía que tal remota posibilidad había sido ya
examinada y descartada.
Obedeciendo a alguna señal, se encendieron proyectores en torno al borde del cráter, y la brillante luz
terrestre fue extinguida por un resplandor mucho más intenso. En el vacío lunar eran desde luego
completamente invisibles los haces, los cuales formaban elipses superpuestas de cegadora blancura,
centradas sobre el monolito. Y allá donde se proyectaban, la superficie de ébano parecía tragarlas.
La Caja de Pandora, pensó Floyd, con súbita sensación de presagio, esperando ser abierta por el hombre
curioso. ¿Y qué hallaría en su interior?
13 – Lento amanecer
La principal cúpula de presión de la planta T.M.A.-1 tenía sólo siete metros de diámetro, y su interior se
hallaba incómodamente atestado. El vehículo, acoplado a ella a través de una de las dos cámaras
reguladoras de presión, procuraba un espacio vital sumamente apreciado.
En el interior de aquel globo esférico y su pared doble, vivían, trabajaban y dormían los seis científicos y
técnicos agregados ya permanentemente al proyecto. Contenía también la mayor parte de su equipo e
instrumental, todos los pertrechos que no podían ser dejados en el vacío exterior, dispositivos de cocina y
lavabo, muestras geológicas, y una pequeña pantalla de televisión a través de la cual podía ser mantenido
el emplazamiento en continua vigilancia.
Floyd no se sorprendió cuando Halvorsen prefirió permanecer en la cúpula; expuso su opinión con
admirable franqueza.
- Considero los trajes espaciales como un mal necesario - dijo el administrador -. Me pongo uno cuatro
veces al año, para mis comprobaciones trimestrales. Si no le importa, me quedaré aquí al cuidado de la
televisión.
No eran injustificados algunos de sus prejuicios, pues los más recientes modelos eran mucho más
cómodos que los torpes atuendos acorazados empleados por los primeros exploradores lunares. Podía
uno ponérselos en menos de un minuto, hasta sin ayuda, y eran automáticos. El "Mk V" en el cual se
hallaba ahora cuidadosamente embutido Floyd, le protegería contra lo peor que pudiese encontrar en la
Luna, bien fuese de día o de noche.
Entró en la pequeña cámara reguladora de presión, acompañado por el doctor Michaels. Una vez hubo
cesado el vibrar de las bombas, y se hubo tensado casi imperceptiblemente en torno suyo el traje, se
sintió encerrado en el silencio del vacío.
Silencio que fue roto por el grato sonido de la radio acoplada a su traje.
- ¿Bien de presión, doctor Floyd? ¿Respira usted normalmente?
- Sí... estoy magníficamente.
Su compañero controló cuidadosamente las esferas e indicadores del exterior del traje de Floyd, y luego
dijo:
- Bien... vámonos.
Abrióse la puerta exterior, y ante ellos apareció el polvoriento paisaje lunar, reinado a la luz terrestre.
Con cauto y contoneaste movimiento, Floyd siguió a Michaels. No resultaba difícil andar; en realidad, y
de manera paradójica, el traje le hacía sentirse más como en casa que cualquier momento desde que
llegara a la Luna. Su peso extra, y la leve resistencia que oponía a su movimiento, le procuraba algo de la
ilusión de la perdida gravedad terrestre.
La escena había cambiado desde que llegara el grupo, apenas hacía una hora. Aunque las estrellas, y la
media Tierra, seguían estando como siempre, la 14§ noche lunar había ya casi terminado. El resplandor
de la corona era como una falsa salida de luna a lo largo del firmamento oriental... y de pronto, sin
prevención, la punta del poste de la radio, a treinta y cinco metros de la cabeza de Floyd, pareció
súbitamente lanzar una llamarada, al prender en ella los primeros rayos del oculto sol.
Esperaron a que el supervisor del proyecto y dos de sus asistentes emergieran de la cámara reguladora de
presión, y seguidamente se encaminaron lentamente hacia el cráter. Para cuando lo alcanzaron, se había
trazado un arco de insoportable incandescencia sobre el horizonte oriental. Aunque pasaría más de una
hora antes de que el sol iluminase el borde de la lentamente giratoria luna, las estrellas ya habían sido
borradas.
El cráter se hallaba aún en sombras, pero los proyectores dispuestos en su borde iluminaban
brillantemente el interior. Mientras Floyd descendía lentamente la rampa, en dirección al negro
rectángulo, sintió una sensación no sólo de pavor sino de desamparo. Allí, en el mismo portal de la
Tierra, el hombre se encontraba enfrentando a un misterio que acaso nunca sería resuelto. Hacía tres
millones de años, algo había pasado por allí, había dejado el desconocido y quizás irreconocible símbolo
de su designio, y había vuelto a los planetas... o a las estrellas.
La radio del traje de Floyd interrumpió su ensueño.
- Al habla el supervisor del proyecto. Si se alinean todos de este lado, podríamos tomar unas fotos.
Doctor Floyd, haga el favor de situarse en el centro... doctor Michaels... gracias... Nadie excepto Floyd
parecía pensar que hubiese algo divertido en aquello. Muy sinceramente, el tenía que admitir que estaba
contento de que alguien hubiese traído un aparato fotográfico; la fotografía sería histórica, y deseaba
reservarse unas copias. Esperaba que su cara pudiese ser claramente visible a través del casco del traje.
- Gracias, caballeros - dijo el fotógrafo, después de que hubieron posado, un tanto engreídos, frente al
monolito, y hubiese hecho aquel una docena de tomas -. Pediremos a la sección fotográfica de la Base
que les envíe copias.
Seguidamente, Floyd dirigió toda su atención a la losa de ébano... andando lentamente en su derredor,
examinándola desde cada ángulo, intentando imprimir su singularidad en su mente. No esperaba
encontrar nada, pues sabía que cada centímetro cuadrado había sido sometido ya a un examen
microscópico.
El perezoso sol se había alzado ya sobre el borde del cráter, y sus rayos estaban derramándose casi de
flanco sobre la cara oriental del bloque, el cual parecía absorber cada partícula de luz como si nunca se
hubiese producido.
Floyd decidió intentar un simple experimento; se situó entre el monolito y el sol, y buscó su propia
sombra sobre la tersa lámina negra. No había ninguna huella de ella. Lo menos diez kilovatios de duro
calor debían estar cayendo sobre la losa; de haber algo en su interior, debía estar cociéndose rápidamente.
¡Cuán extraño!, pensó Floyd, permanecer aquí mientras que ese... ese objeto está viendo la luz del día por
primera vez desde que comenzaron en la Tierra los períodos glaciales. ¿Por qué su color negro?,
preguntóse de nuevo, era ideal, desde luego, para absorber la energía solar. Pero desechó al punto ese
pensamiento; pues, ¿quién sería lo bastante loco para enterrar un ingenio de potencialidad solar a siete
metros bajo el suelo?
Miró arriba a la Tierra, que comenzaba a desvanecerse en el firmamento mañanero. Sólo un puñado de
los seis mil millones de personas que la habitaban sabían de este descubrimiento; ¿cómo reaccionaría el
mundo ante las noticias, cuando finalmente se divulgaran?
Las implicaciones políticas y sociales eran inmensas; toda persona de verdadera inteligencia -cualquiera
que mirara un poco más allá de su nariz- hallaría sutilmente cambiados su vida, sus valores y su filosofía.
Aun cuando nada fuese descubierto sobre T.M.A.-1, y siguiese permaneciendo un misterio eterno, el
Hombre sabía que no era único en el Universo. Aunque no se hubiese encontrado en millones de años
con quienes estuvieron una vez aquí, ellos podrían volver; y si no, bien pudieran ser otros. Todos los
futuros debían de contener ya tal posibilidad.
Se hallaba aún Floyd rumiando estos pensamientos, cuando el micrófono de su casco emitió de súbito un
penetrante chillido electrónico, como una señal horaria espantosamente sobrecargada y distorsionada.
Involuntariamente, intentó taparse los oídos con los guantes espaciales de sus manos; recuperóse luego, y
tanteó frenéticamente el control de su receptor. Y mientras se tambaleaba, cuatro chillidos más estallaron
del éter... y luego hubo un compasivo silencio.
En todo el contorno del cráter, había figuras en actitudes de paralizado asombro. "Así, pues, no se trata
de una avería de mi aparato -se dijo Floyd -. Todos oyeron esos penetrantes chillidos electrónicos."
Al cabo de tres millones de años de oscuridad, T.M.A.-1 había saludado al alba lunar.
14 – Los oyentes
Ciento cincuenta millones de kilómetros más allá de Marte, en la fría soledad donde hombre alguno no
había aún viajado, el Monitor 79 del espacio profundo derivaba lentamente entre las enmarañadas órbitas
de los asteroides. Durante tres años había cumplido intachablemente su misión... habiendo de rendirse
tributo a los científicos americanos que lo habían diseñado, a los ingenieros británicos que lo habían
construido y a los técnicos rusos que lo habían lanzado. Una delicada tela de araña de antenas captaba las
ondas transitorias de radio... el incesante crujido y silbido de lo que Pascal, en una edad mucho más
simple, había denominado ingenuamente "el silencio eterno de los espacios infinitos". Detectores de
radiación notaban y analizaban los rayos cósmicos procedentes de la Galaxia y de puntos más allá;
telescopios neutrónicos y de rayos X avizoraban extrañas estrellas que ningún ojo humano vería siquiera;
magnetómetros observaban las rachas y huracanes de los vientos solares, al lanzar el Sol ráfagas de tenue
plasma a un millón y medio de kilómetros por hora a la cara de sus hijos, que giraban a su alrededor.
Todas estas cosas, y muchas otras, eran pacientemente anotadas por el Monitor 79 del espacio profundo,
y registradas en su cristalina memoria.
Una de sus antenas, por uno de los milagros ya corrientes de la electrónica, estaba apuntada siempre a un
punto cercano al sol, cada pocos meses podía haber sido visto su distante blanco, de haber habido un ojo
cualquiera para mirar, como una brillante estrella con una compañera próxima y más débil; pero la mayor
parte del tiempo estaba perdida en el resplandor solar.
Cada veinticuatro horas, el monitor enviaría a aquel lejano planeta Tierra la información que había
almacenado pacientemente, pulcramente empaquetada en un impulso de cinco minutos.
Aproximadamente un cuarto de hora después, ese impulso alcanzaría su destino, viajando a la velocidad
de la luz. Las máquinas destinadas al efecto le estarían esperando; ampliarían y registrarían la señal, y la
añadirían a los miles de kilómetros de cinta magnética almacenada en los sótanos de los Centros
Mundiales del Espacio en Washington, Moscú y Canberra.
Desde que orbitaran los primeros satélites, hacía unos cincuenta años, billones y trillones de impulsos de
información habían estado llegando del espacio, para ser almacenados para el día en que pudieran
contribuir al avance del conocimiento. Sólo una minúscula fracción de esa materia prima sería tratada;
pero no había manera de decir que observación podía desear consultar algún científico, dentro de diez, o
de cincuenta, o de cien años. Así, pues, todo había de ser mantenido archivado, acumulado en
interminables galerías dotadas de aire acondicionado; todo se guardaba por triplicado en los tres centros,
contra la posibilidad de pérdida accidental. Formaba parte del auténtico tesoro de la Humanidad, más
valioso que todo el oro encerrado inútilmente en los sótanos de los Bancos.
Y ahora el Monitor 79 del espacio profundo había notado algo extraño... una débil aunque inconfundible
perturbación que cruzaba el Sistema Solar, y totalmente distinta de cualquier fenómeno natural que
observara en el pasado. Automáticamente, registró la dirección, el tiempo, la intensidad; en pocas horas
pasaría la información a la Tierra.
Como también lo haría Orbiter M 15, que gravitaba en torno a Marte dos veces al día; y la sonda 21 de
alta inclinación, que ascendía lentamente sobre el plano de la eclíptica; y hasta el cometa artificial 5,
dirigiéndose a las frías inmensidades de allende Plutón, siguiendo una órbita cuyo punto más distante no
alcanzaría hasta dentro de mil años. Todos captaron ese extraño chorro de energía que había perturbado
sus instrumentos; todos, como era debido, informaron automáticamente a los depósitos de memoria de la
distante Tierra.
Las computadoras podían no haber percibido nunca la conexión entre cuatro peculiares series de señales
de las sondas espaciales en órbitas independientes a millones de kilómetros de distancia. Pero tan pronto
como lanzó una ojeada a su informe matinal, el Pronosticador de Radiación de Goddard supo que algo
raro había atravesado el Sistema Solar durante las últimas veinticuatro horas.
Tenía sólo parte de su huella, pero cuando la computadora la proyectó al Cuadro de situación Planetaria,
apareció tan clara e inconfundible como una estela de vapor a través de un firmamento sin nubes, o como
una línea de pisadas sobre nieve virgen. Alguna forma inmaterial de energía, arrojando una espuma de
radiación como la estela de una lancha de carreras, había brotado con ímpetu de la cara de la Luna, y
estaba dirigiéndose hacia las estrellas.
III – ENTRE PLANETAS
15 – Discovery
La nave se encontraba aún a sólo treinta días de la Tierra, pero sin embargo David Bowman hallaba a
veces difícil creer que hubiese conocido jamás otra existencia que la del cerrado y pequeño mundo de la
nave Discovery. Todos sus años de entrenamiento, todas sus anteriores misiones a la Luna y a Marte,
parecían pertenecer a otro mundo, a otra vida.
Frank Poole confesaba tener los mismos sentimientos, y a veces había lamentado, bromeando, que el
próximo psiquiatra estuviese casi a la distancia de ciento cincuenta millones de kilómetros. Pero aquella
sensación de aislamiento y de desamparo era bastante fácil de comprender, y ciertamente no indicaba
anormalidad alguna. En los treinta años desde que los hombres se aventuraron por el espacio, nunca
había habido una misión como aquella.
Había comenzado, hacía cinco años, con el nombre de Proyecto Júpiter... el primer viaje tripulado de ida
y vuelta al mayor de los planetas. La nave estaba casi lista para el viaje de dos años cuando algo
bruscamente, había sido cambiado el perfil de la misión.
La Discovery iría a Júpiter, en efecto, pero no se detendría allí. Ni siquiera aminoraría su velocidad al
atravesar el lejano sistema de satélites jovianos. Por el contrario, debería utilizar el campo gravitatorio
del gigantesco mundo como una honda para ser arrojada aún más allá del Sol. Como un cometa,
atravesaría rápida los últimos límites del Sistema Solar en dirección a su meta última, la anillada
magnificencia de Saturno. Y nunca volvería.
Para la Discovery, sería un viaje de ida tan sólo, pero sin embargo, su tripulación no tenía intención
alguna de suicidarse. Si todo iba bien, regresarían a la Tierra dentro de siete años... cinco de los cuales
pasarían como un relámpago en el tranquilo sueño de la hibernación, mientras esperaban el rescate por la
aún no construida Discovery II.
La palabra "rescate" era evitada cuidadosamente en los informes y documentos de las Agencias
Astronáuticas; implicaba algún fallo de planificación, por lo que la jerigonza aplicada era "recuperación".
Si algo iba realmente mal, a buen seguro que no habría esperanza alguna de rescate, a más de mil
millones de kilómetros de la Tierra.
Era un riesgo calculado, como todos los viajes a lo desconocido. Pero después de medio siglo de
investigación, la hibernación humana artificialmente inducida, había demostrado ser perfectamente
segura, y esto había abierto nuevas posibilidades al viaje espacial.
No habían sido explotadas al máximo, empero, hasta esta misión.
Los tres miembros del equipo de inspección, que no serían necesarios hasta que la nave entrase en su
órbita final en torno a Saturno, dormirían durante todo el viaje exterior. Así se ahorrarían toneladas de
alimentos y otros gastos; y lo que era casi tan importante, el equipo estaría fresco y alerta, y no fatigado
por el viaje de diez meses, cuando entrase en acción.
La Discovery entraría en una órbita de aparcamiento en torno a Saturno, convirtiéndose en una nueva
luna del planeta gigante.
Describiría una elipse de más de tres millones de kilómetros, que la llevaría junto a Saturno, y luego, a
través de las órbitas de todas sus lunas principales. Tendrían cien días para trazar cartas y estudiar un
mundo cuya superficie era ochenta veces mayor que la de la Tierra, y estaba rodeado por un séquito de lo
menos quince satélites conocidos... uno de los cuales era tan grande como el planeta Mercurio.
Habría allí maravillas suficientes para siglos de estudio; la primera expedición sólo podría llevar a cabo
un reconocimiento preliminar. Todo cuanto se encontrara se enviaría por radio a la Tierra; aun si no
volvieran nunca los exploradores, sus descubrimientos no serían perdidos.
Al final de los cien días, la astronave Discovery concluiría su misión. Toda la tripulación sería sometida
a la hibernación; sólo los sistemas esenciales continuarían operando, vigilados por el incansable cerebro
electrónico de la nave. Ella continuaría girando en torno a Saturno, en una órbita tan bien determinada
ahora, que los hombres sabrían exactamente donde buscarla dentro de mil años. Pero en sólo cinco, de
acuerdo con los planes establecidos, llegaría la Discovery II. Aunque pasaran seis, siete u ocho años, los
durmientes pasajeros no conocerían la diferencia. Para todos ellos, el reloj se habría parado, como se
había parado ya para Whitehead, Kaminski y Hunter.
A veces Bowman, como primer capitán de la Discovery, envidiaba a sus tres colegas, inconscientes en la
helada paz de la hibernación. Ellos estaban libres de todo fastidio y toda responsabilidad; hasta que
alcanzaran Saturno, el mundo exterior no existía para ellos.
Pero aquel mundo estada vigilándolos, a través de sus dispositivos biosensores, a un lado de la masa de
instrumentos del puente de mando, había cinco pequeños paneles con los nombres de HUNTER,
WHITEHEAD, KAMINSKI, POOLE, BOWMAN. Los dos últimos estaban en blanco; no les llegaría el
turno hasta dentro de un año. Los otros presentaban constelaciones de minúsculas lucecitas verdes,
anunciando que todo iba bien; y en cada uno de ellos había una pantalla a través de la cual una serie de
relucientes líneas trazaban los pausados ritmos que indicaban el pulso, la respiración y la actividad
cerebral.
Había veces en que Bowman, dándose cuenta de lo innecesario que aquello era -pues si algo iba mal,
sonaría al instante el timbre de alarma- conectaba el dispositivo auditivo. Y, semihipnotizado, escuchaba
los latidos infinitamente lentos del corazón de sus durmientes colegas, manteniendo los ojos fijos en las
perezosas ondas que atravesaban en sincronismo la pantalla.
Lo más fascinante de todo eran los trazados del electroencefalograma... las señales electrónicas de tres
personalidades que existieron, y que un día volverían a existir. Estaban casi exentas de los ascensos y los
descensos, aquellos altibajos correspondientes a las explosiones eléctricas que señalaban la actividad del
cerebro en vela... o hasta del cerebro en sueño normal. De subsistir cualquier chispa de conciencia, se
hallaba más allá del alcance de los instrumentos, y de la memoria.
Bowman conocía este hecho por experiencia personal. Antes de haber sido escogido para esta misión,
habían sido sondeadas sus reacciones a la hibernación. No estaba seguro si había perdido una semana de
su vida... o bien si se había pospuesto su muerte por el mismo lapso de tiempo. Cuando le fueron
aplicados los electrodos a la frente, y comenzó a latir el generador de sueño, había visto un breve
despliegue de formas caleidoscópicas y derivantes estrellas. Luego todo se había borrado, y la oscuridad
le había engullido. No sintió nunca las inyecciones, y menos aún el primer toque de frío al ser reducida la
temperatura de su cuerpo a sólo pocos grados sobre cero... Despertó, y le pareció que apenas había
cerrado los ojos. Pero sabía que era una ilusión; como fuera, estaba convencido de que habían
transcurrido realmente años.
¿Había sido completada la misión? ¿Habían alcanzado ya Saturno, efectuado su inspección y puestos en
hibernación? ¿Estaba allí la Discovery II, para llevarlos de nuevo a la Tierra?
Estaba como ofuscado, como envuelto en la bruma de un sueño, incapaz en absoluto de distinguir entre
los recuerdos falsos y reales. Abrió los ojos, pero había poco que ver, excepto una borrosa constelación
de luces que le desconcertaron durante unos minutos. Luego se dio cuenta de que estaba mirando a unas
lámparas indicadoras, pero como resultaba imposible enfocarlas, cesó muy pronto en su intento.
Sintió el soplo de aire caliente, despejando el frío de sus miembros. Una queda pero estimulante música
brotaba de un altavoz situado detrás de su cabeza, la cual fue cobrando un diapasón cada vez más alto...
De pronto una voz sosegada y amistosa -pero generada por computadora- le habló.
- Está usted activándose, Dave. No se incorpore ni haga ningún movimiento violento. No intente hablar.
¡No se incorpore!, pensó Bowman. Eso era ridículo. Dudaba de poder siquiera contraer un dedo. Pero
más bien con sorpresa, vio que podía hacerlo.
Se sintió lleno de contento, en un estado de estúpido aturdimiento. Sabía vagamente que la nave de
rescate debía de haber llegado, que había sido disparada la secuencia automática de resurrección, y que
pronto estaría viendo a otros seres humanos. Era magnífico, pero no se excitó por ello.
Ahora sentía hambre. La computadora, desde luego, había previsto tal necesidad.
- Hay un botón junto a su mano derecha, Dave. Si tiene hambre, apriételo.
Bowman obligó a sus dedos a tantear en torno, y descubrió el bulbo periforme. Lo había olvidado todo,
aunque debiera haber sabido que estaba allí. ¿Cuánto más había olvidado? ¿borraba la memoria la
hibernación?
Oprimió el botón y esperó. Varios minutos después, emergía de la litera un brazo metálico, y una
boquilla de plástico descendía hacia sus labios. Chupó ansiosamente, y un líquido cálido y dulce pasó por
su garganta, procurándole renovada fuerza a cada gota.
Apartó luego la boquilla, y descansó otra vez. Ya podía mover brazos y piernas; no era ya un imposible
sueño el pensamiento de andar.
Aunque sentía que le volvían rápidamente las fuerzas, se habría contentado con yacer allí para siempre,
de no haber habido otros estímulos del exterior. Mas entonces otra voz le habló... y esta vez era
cabalmente humana, no una construcción de impulsos eléctricos reunidos por una memoria más- quehumana.
Era también una voz familiar, aunque pasó algún rato antes de que la reconociera.
- Hola, Dave. Está volviendo en sí magníficamente. Ya puede hablar. ¿Sabe donde se encuentra?
Esto le preocupó unos momentos. Si realmente estaba orbitando en torno a Saturno, ¿qué había sucedido
durante todos los meses que pasaron desde que abandonara la Tierra? De nuevo comenzó a preguntarse si
estaría padeciendo amnesia. Paradójicamente, el mismo pensamiento le tranquilizó. Pues si podía
recordar la palabra "amnesia", su cerebro debía estar en muy buen estado.
Pero aún no sabía donde se encontraba, y el locutor, al otro extremo del circuito, debió de haber
comprendido perfectamente su situación.
- No se preocupe, Dave. Aquí Frank Poole. Estoy vigilando su corazón y respiración... todo está
perfectamente normal. Relájese... tranquilícese.
Vamos a abrir la puerta y a sacarle a usted.
Una suave luz inundó la cámara, y vio la silueta de formas móviles recortadas contra la ensanchada
entrada. Y en aquel momento todos sus recuerdos volvieron a su mente y supo exactamente donde se
encontraba.
Aunque había vuelto sano y salvo de los más lejanos linderos del sueño, y de las más próximas fronteras
de la muerte, había estado allí tan sólo una semana.
Al abandonar el Hibernáculo, no vería el frío firmamento de Saturno, el cual estaba a más de un año en el
futuro y a mil quinientos millones de kilómetros de allí. Se encontraba aún en el departamento de
adiestramiento del Centro de Vuelo Espacial, en Houston, bajo el ardiente sol de Texas.
16 – HAL
Pero ahora Texas era invisible, y hasta resultaba difícil ver los Estados Unidos. Aunque el inductor de
bajo impulso de plasma había sido cortado, la Discovery se hallaba aún navegando, con su grácil cuerpo
semejante a una flecha apuntando fuera de la Tierra, y orientado todo su dispositivo óptico de alta
potencia hacia los planetas exteriores, donde se encontraba su destino.
Sin embargo había un telescopio que apuntaba permanentemente a la Tierra. Estaba montado como la
mira de un arma de fuego en el borde de la antena de largo alcance de la nave, y comprobaba que el gran
rulo parabólico estuviese rígidamente fijado sobre su distante blanco. Mientras la Tierra permanecía
centrada en la retícula del anteojo, el vital enlace de comunicación estaba intacto, y podían provenir y
expedirse mensajes a lo largo del invisible haz que se extendía más de tres millones de millas cada día
que pasaba.
Por lo menos una vez en cada período de guardia, Bowman miraba a la Tierra a través del telescopio de
alineación de la antena. Pero como aquella estaba ahora muy lejos, atrás, del lado del Sol, presentaba a la
Discovery su oscurecido hemisferio, y en la pantalla central aparecía el planeta como un centellante
creciente de plata, semejante a otro Venus.
Era raro que en aquel arco de luz siempre menguante pudieran ser identificados cualesquiera rasgos
geográficos, pues las nubes y la cabina los ocultaban, pero hasta la oscurecida porción del disco era
infinitamente fascinadora. Estaba sembrada de relucientes ciudades; algunas de ellas brillaban con
invariable luz, titilando a veces como luciérnagas cuando pasaban sobre ellas variaciones atmosféricas.
Había también períodos en que, cuando la Luna pasaba en su órbita, resplandecía como una gran lámpara
sobre los oscurecidos mares y continentes de la Tierra. Luego, con un temblor de agradecimiento,
Bowman podía vislumbrar a menudo líneas costeras familiares, brillando en aquella espectral luz lunar.
Y a veces, cuando el Pacífico estaba en calma, podía hasta ver el fulgir lunar brillando en su cara; y
recordaba noches bajo las palmeras de las lagunas tropicales.
Sin embargo no lamentaba en absoluto aquellas perdidas bellezas. Las había disfrutado todas, en sus
treinta y cinco años de vida; y estaba decidido a volverlas a disfrutar, cuando volviese rico y famoso. En
el interin, la distancia las hacía a todas tanto más preciosas.
Al sexto miembro de la tripulación no le importaban nada todas esas cosas, pues no era humano. Era el
sumamente perfeccionado computador HAL 9.000, cerebro y sistema nervioso de la nave.
HAL (sigla de Computador ALgorítmico Heurísticamente programado, nada menos) era una obra
maestra de la tercera generación de computadores. Ello parecía ocurrir en intervalos de veinte años, y
mucha gente pensaba ya que otra nueva creación era inminente.
La primera había acontecido en 1940 y pico, cuando la válvula de vacío hacía tiempo anticuada, había
hecho posible tan toscos cachivaches de alta velocidad como la ENIAC y sus sucesores. Lugo en los años
sesenta habían sido perfeccionados sólidos ingenios microelectrónicos. Con su advenimiento, resultaba
claro que inteligencias artificiales cuando menos tan poderosas como la del hombre, no necesitaban ser
mayores que mesas de despacho... caso de que se supiera cómo construirlas.
Probablemente nadie lo sabría nunca; mas ello no importaba. En los años ochenta, Minsky y Good
habían mostrado cómo podían ser generadas automáticamente redes nerviosas autorreplicadas, de
acuerdo con cualquier arbitrario programa de enseñanza. Podían construirse cerebros artificiales
mediante un proceso asombrosamente análogo al desarrollo de un cerebro humano. En cualquier caso
dado, jamás se sabrían los detalles precisos, y hasta si lo fueran, serían millones de veces demasiado
complejos para la comprensión humana.
Sea como fuere, el resultado final fue una máquina-inteligencia que podía reproducir -algunos filósofos
preferían la palabra "remedar"- la mayoría de las actividades del cerebro humano, y con mucha mayor
velocidad y seguridad. Era sumamente costosa y sólo habían sido construidas hasta la fecha unas cuantas
unidades de la HAL 9.000; pero estaba comenzando a sonar un tanto a hueca la vieja chanza de que
siempre sería más fácil hacer cerebros orgánicos mediante un inhábil trabajo.
Hal había sido entrenado para aquella misión tan esmeradamente como sus colegas humanos... y a un
grado de potencia mucho mayor, pues además de su velocidad intrínseca, no dormía nunca. Su primera
tarea era mantener en su punto los sistemas de subsistencia, comprobando continuamente la presión del
oxígeno, la temperatura, el ajuste del casco, la radiación y todos los demás factores inherentes de los que
dependían las vidas del frágil cargamento humano. Podía efectuar las intrincadas correcciones de
navegación y ejecutar las necesarias maniobras de vuelo cuando era el momento de cambiar de rumbo. Y
podía atender a los hibernadores, verificando cualquier ajuste necesario a su ambiente, y distribuyendo
las minúsculas cantidades de fluidos intravenosos que los mantenían con vida.
Las primeras generaciones de computadoras habían recibido la información necesaria a través de
teclados de máquinas de escribir aumentados, y habían replicado a través de impresores de alta velocidad
y despliegues visuales. Hal podía hacerlo también así, de ser necesario, pero la mayoría de sus
comunicaciones con sus camaradas de navegación se hacían mediante la palabra hablada. Poole y
Bowman podían hablar a Hal como si fuese un ser humano, y él replicaría en el más puro y perfecto
inglés que había aprendido durante las fugaces semanas de su electrónica infancia.
Sobre si Hal pudiera realmente pensar, era una cuestión que había sido establecida por el matemático
Inglés Alan Turing en los años cuarenta. Turing había señalado que, si se podía llevar a cabo una
prolongada conversación con una máquina -indistintamente mediante máquina de escribir o micrófonosin
ser capaz de distinguir entre sus respuestas y las que podría dar un hombre, en tal caso la máquina
estaba pensando, por cualquier sensible definición de la palabra. Hal podía pasar con facilidad el test de
Turing.
Y hasta podía llegar el día en que Hal tomase el mando de la nave, en caso de emergencia, si nadie
respondía a sus señales, intentaría despertar a los durmientes miembros de la tripulación, mediante una
estimulación eléctrica y química. Y si no respondían, pediría nuevas órdenes por radio a la Tierra.
Y entonces, si tampoco la Tierra respondiese, adoptaría las medidas que juzgara necesarias para la
salvaguardia de la nave y la continuación de la misión... cuyo real propósito sólo él conocía, y que sus
colegas humanos jamás habrían sospechado.
Poole y Bowman se habían referido a menudo humorísticamente a sí mismos como celadores o conserjes
a bordo de una nave que podía realmente andar por sí misma. Se hubieran asombrado mucho, y su
indignación hubiera sido más que regular, al descubrir cuanta verdad contenía su chanza.
17 – En crucero
La carrera cotidiana de la nave había sido planeada con gran cuidado, y -teóricamente cuando menos-
Bowman y Poole sabían lo que deberían estar haciendo a cada momento de las veinticuatro horas.
Operaban en turno alternativo de doce horas, no hallándose nunca dormidos los dos al mismo tiempo. El
oficial de servicio permanecía normalmente en el puente de mando, mientras su adjunto proveía al
cuidado general, inspeccionaba la nave, solucionaba los asuntos que constantemente se presentaban, o
descansaba en su cabina.
Aunque Bowman era el capitán nominal, ningún observador exterior podría haberlo deducido, en esta
fase de la misión. El y Poole intercambiaban papeles, rango y responsabilidades por completo cada doce
horas. Ello mantenía a ambos en el máximo de adiestramiento, minimizaba las probabilidades de
fricción, y acercaba al objetivo de un 100% de eficacia.
El día de Bowman comenzaba a las 6, hora de la nave. La hora universal de los astrónomos. Si andaba
retrasado Hal tenía una variedad de artilugios para recordarle su deber, pero no había sido necesario
usarlos nunca. Como simple prueba Poole había desconectado una vez el despertador, pero sin embargo
Bowman se había levantado automáticamente a la hora debida.
Su primer acto oficial del día era adelantar doce horas el Cronómetro Regidor de la Hibernación. De
haberse dejado de hacer esta operación dos veces seguidas, ello supondría que tanto él como Poole
habían sido incapacitados, debiendo ser por ende efectuada la necesaria acción de emergencia.
Bowman se aseaba y hacía sus ejercicios isométricos antes de sentarse para desayunar y para escuchar la
edición radiada matinal del World Times. En tierra, no prestaba nunca tanta atención al periódico como
ahora; hasta los más pequeños chismorreos de sociedad, los más fugaces rumores políticos, parecían de
un absorbente interés para él, cuando pasaban por la pantalla.
A las 7 debía relevar oficialmente a Poole en el puente de mando, llevándole un tubo de café de la
cocina. Si -como era por lo general el caso- no había nada que informar ni acción alguna que ejecutar, se
dedicaba a comprobar las lecturas de todos los instrumentos, y verificaba una serie de pruebas destinadas
a localizar posibles deficiencias en su funcionamiento. Para las 10, había terminado con esa tarea, y
comenzaba un período de estudio.
Bowman había sido estudiante natural más de la mitad de su vida, y continuaría siéndolo hasta que se
retirase, gracias a la revolución del siglo XX en las técnicas de instrucción e información, poseía ya el
equivalente de dos o tres carreras... y, lo que era más, podía recordar el 90% de lo que había aprendido.
Hacía cincuenta años habría sido considerado especialista en astronomía aplicada y sistemas de
cibernética y propulsión espacial... aunque solía negar, con auténtica indignación, que fuese un
especialista en nada. Bowman nunca había podido fijar su atención exclusivamente en un tema
determinado; a pesar de las sombrías prevenciones de sus instructores, había insistido en sacar su grado
de perito en Astronáutica General... carrera vaga y borrosa, destinada a aquellos cuyo cociente de
inteligencia estaba en el bajo 130, y que nunca alcanzarían los rangos superiores de su profesión.
Mas su decisión había sido acertada; aquella cerrada negativa a especializarse le había calificado
singularmente para su presente tarea. Del mismo modo Frank Poole -quién a veces se denominaba a sí
mismo con menos precio "Practicante General en Biología espacial"- había sido una elección ideal como
su adjunto. Entre ambos y con la ayuda de los vastos depósitos de información de Hal, podían contender
con cualquier problema que pudiera presentarse durante el viaje... siempre que mantuviesen sus mentes
alertas y receptivas, y continuamente regrabados sus antiguos moldes de memoria.
Así, durante dos horas, de 10 a 12, Bowman establecía un diálogo con un preceptor electrónico,
comprobando sus conocimientos generales o absorbiendo material específico a su misión. Hurgaba
interminablemente en planos de la nave, diagramas de circuito y perfiles de viaje, o intentaba asimilar
todo cuanto era conocido sobre Júpiter, Saturno y sus familias de lunas, que se extendían hasta muy lejos.
A mediodía se retiraba a la cocina y dejaba la nave a Hal, mientras él preparaba su comida. Aun aquí,
estaba del todo en contacto con los acontecimientos, pues la pequeña salita cocina comedor contenía un
duplicado del Tablero de Situación, y Hal podía llamarle en un momento de advertencia.
Poole se le unía en esta comida, antes de volver a su período de seis horas de sueño, y por lo general
contemplaban uno de los programas regulares de la televisión que se les dirigía expresamente desde
Tierra.
Sus menús habían sido planeados con tal esmerada minuciosidad como cualquier parte de la misión. Las
viandas, congeladas en su mayoría, eran uniformemente excelentes, habiendo sido elegidas para el
mínimo de molestia. Habían que ser simplemente abiertos e introducido su contenido en la reducida
autococina, que lanzaba un zumbido de atención cuando había efectuado su tarea. Podían disfrutar de lo
que tenía el sabor -e, importante igualmente, el aspecto- de jugos de naranja, huevos (preparados de
diversas formas), bistecs, chuletas, asados, vegetales frescos, frutas surtidas, helados, y hasta de pan
recién cocido.
Tras la comida, desde las 13 a las 16, Bowman hacía un lento y cuidadoso recorrido de la nave... o de la
parte accesible de ella. La Discovery medía casi ciento treinta y cinco metros de extremo a extremo, pero
el pequeño universo ocupado por su tripulación se reducía casi por completo a los quince metros de la
esfera del casco de presión.
Allá se encontraban todos los sistemas de subsistencia, y el puente de mando, que era el corazón
operativo de la nave. Bajo el mismo había un "garaje espacial" dotado de tres cámaras reguladoras de
presión, a través de las cuales podían salir al vacío, de requerirse actividad extravehicular, unas cápsulas
motrices que podían contener un hombre cada una de ellas.
La región ecuatorial de la esfera de presión -el corte, como si fuese, de Capricornio a Cáncer- encerraba
un cilindro de rotación lenta, de once metros de diámetro. Al efectuar una revolución cada diez segundos,
este tiovivo de fuerza centrífuga producía una gravedad igual a la de la Luna. Ello bastaba para evitar la
atrofia física que resultaría de la completa ausencia de peso, permitiendo que se efectuaran en
condiciones normales -o casi normales- las funciones rutinarias de la existencia.
El tiovivo contenía por ende los servicios de cocina, comedor, lavado y aseo. Sólo allí les resultaba
seguro preparar y manipular bebidas calientes... cosa muy peligrosa en condiciones de ingravidez, donde
podía uno ser malamente escaldado por glóbulos flotantes o agua hirviendo. El problema del afeitado
estaba también solucionado, no se producían ingrávido pelillos volanderos que pudiesen averiar el
dispositivo eléctrico y producir un peligro para la salud.
El torno al borde del tiovivo había cinco reducidos cubículos, arreglados por cada astronauta a su gusto y
que contenían sus pertenencias personales, sólo los de Bowman y Poole estaban entonces en uso, pues
los futuros ocupantes de las restantes tres cabinas reposaban en sus sarcófagos electrónicos próximos a la
puerta.
En caso de ser necesario, podía detenerse el giro del tiovivo; cuando esto acontecía, había de retenerse su
movimiento angular en un volante, volviéndose a conmutar cuando se recomenzaba la rotación. Pero
normalmente se le dejaba funcionando a velocidad constante, pues resultaba bastante fácil penetrar en el
gran cilindro giratorio yendo mano sobre mano a lo largo de una barra que atravesaba la región de
gravedad cero de su centro. El traslado a la sección móvil era tan fácil y automático, tras una pequeña
práctica, como subir a una escalera móvil.
El casco esférico de presión formaba la cabeza de la tenue estructura en forma de flecha de más de cien
metros de longitud. La Discovery al igual que todos los vehículos destinados a la penetración en el
espacio profundo, era demasiado frágil y de líneas no aerodinámicas para pensar en la atmósfera, o para
desafiar el campo gravitatorio de cualquier planeta. Había sido montada en órbita en torno a la Tierra,
probada en un vuelo inicial translunar, y finalmente en órbita en torno a la luna. Era una criatura del
espacio puro... y lo parecía.
Inmediatamente detrás del casco de presión estaba agrupado un racimo de cuatro tanques de hidrógeno
líquido, y más allá de ellos, formando una larga y grácil V, estaban las aletas de radiación, que disipaban
el calor derramado por el reactor nuclear. Entreveradas en una delicada tracería de tubos para el fluido de
enfriamiento, se asemejaban a las alas de algún gran dragón volante, y desde ciertos ángulos, la nave
Discovery, proporcionaba una fugaz semejanza a un antiguo velero.
En la misma punta de la V, a cien metros del compartimiento de la tripulación, se encontraba el
acorazado infierno del reactor, y el complejo de concentrados electrodos a través del cual emergía la
incandescente materia desintegrada del motor de plasma. Este había ejecutado su trabajo hacía semanas,
forzando a la Discovery a salir de la órbita estacionaria en torno a la Luna. Ahora, el reactor emitía
solamente un tictac al generar energía eléctrica para los servicios de la nave, y las grandes aletas
radiadoras, que se tornaban de un rojo cereza cuando la Discovery aceleraba al máximo impulso,
aparecían oscuras y frías.
Aunque se requeriría una excursión en el espacio para examinar esta región de la nave, había
instrumentos y apartadas cámaras de televisión que proporcionaban un informe completo de las
condiciones allí existentes. Bowman creía conocer ya íntimamente cada palmo cuadrado del radiador,
paneles, y cada pieza de tubería asociada con ellos.
Para las 16 horas había ya terminado su inspección, y hacía un informe verbal al Control de la Misión,
hablando hasta que comenzó a llegarle el acuse de recibo. Entonces apagó su transmisor, escuchó lo que
tenía que decir Tierra, y volvió a transmitir su respuesta a algunas preguntas, a las 18 se levanto Poole y
le entregó el mando.
Disponía entonces de seis horas libres, para emplearlas como le placiera. A veces, continuaba sus
estudios, o escuchaba música o contemplaba una película. Mucho del tiempo lo empleaba revisando la
inagotable biblioteca electrónica de la nave. Habían llegado a fascinarle las grandes exploraciones del
pasado... cosa bastante comprensible, dadas las circunstancias. A veces navegaba con Piteas a través de
las columnas de Hércules, a la largo de la costa de una Europa apenas surgida de la edad de piedra,
aventurándose casi hasta las frías brumas del Artico. O dos mil años después perseguía con Ansón a los
galeones de Manila, o navegaba con Cook a lo largo de los ignotos azares de la Gran Barrera de
Arrecifes, o realizaba con Magallanes la primera circunnavegación del globo. Y comenzaba a leer la
Odisea, que era de todos los libros el que más vívidamente le hablaba a través de los abismos del tiempo.
Para distraerse, siempre podía entablar con Hal un gran número de juegos semiautomáticos, incluyendo
las damas y el ajedrez. Si se empleaba a fondo Hal podía ganar cualquiera de estos juegos, pero como
ello sería malo para la moral, había sido programado para ganar el cincuenta por ciento de la veces y sus
contendientes humanos pretendían no saberlo.
Las últimas horas de la jornada de Bowman estaban dedicadas a un aseo general y pequeñas
ocupaciones, a lo que seguía la cena a las 20... de nuevo con Poole. Luego había una hora durante la cual
hacía o recibía llamadas personales a la Tierra. Como todos sus colegas, Bowman era soltero; pues no era
justo enviar hombres con familias a una misión de tal duración. Aunque numerosas damitas habían
prometido esperar hasta que regresase la expedición, nadie lo creía realmente. Al principio Poole y
Bowman habían estado haciendo llamadas más bien íntimas una vez por semana, a pesar de saber que
muchos oídos estarían escuchando en el extremo del circuito Tierra destinado a inhibirlas. Sin embargo a
pesar de que el viaje apenas había comenzado, había empezado ya a disminuir el calor y la frecuencia de
las conversaciones con sus novias en la Tierra. Lo habían esperado, ése era uno de los castigos de un
astronauta, como lo había sido antaño para la vida de los marinos.
Verdad era, sin embargo -bien notoria por cierto- que los marinos tenían compensaciones en otros
puertos; por desgracia, no existían islas tropicales llenas de morenas muchachas más allá de la órbita de
la Tierra. Los médicos del espacio, desde luego, habían abordado con su habitual entusiasmo el
problema; y la farmacopea de la nave procuraba adecuados, si bien no seductores, sustitutos.
Poco antes de efectuar el traspaso de mando, Bowman hacía su informe final, y comprobaba que Hal
había transmitido todas las cintas de instrumentación para el curso del día. Luego, si tenía ganas de ello,
pasaba un par de horas leyendo o viendo una película; y a medianoche se acostaba... no necesitando
habitualmente para dormirse auxilio alguno de electronarcosis.
El programa de Poole era tan igual al suyo como la imagen de un espejo, y los dos regímenes de trabajo
casaban sin fricción. Ambos estaban totalmente ocupados, eran inteligentes y bien compenetrados como
para querellarse, y el viaje se había asentado en una cómoda rutina desprovista en absoluta de
acontecimientos, hallándose señalado el paso del tiempo sólo por los números cambiantes de los relojes.
La esperanza mayor de la pequeña tripulación de la Discovery era que nada perturbase aquella sosegada
monotonía, en las semanas y meses por venir.
18 – A través de los asteroides
Semana tras semana como un tranvía a lo largo del carril de su órbita, exactamente predeterminada, la
Discovery paso por la de Marte siguiendo hacia Júpiter. A diferencia de todas las naves que atravesaban
los firmamentos o los mares de la Tierra, ella no requería ni siquiera el más mínimo toque de los
controles. Su derrotero estaba fijado por las leyes de la gravitación; no había aquí ni bajos ni arrecifes no
señalados en la carta, en los cuales pudiese encallar. Ni había el más ligero peligro de colisión con otra
nave pues no existía ninguna en donde fuera -cuando menos de construcción humana- entre ella y las
infinitamente distantes estrellas.
Sin embargo, el espacio en el que estaba penetrando ahora estaba lejos de hallarse vacío. Delante se
encontraba una tierra de nadie amenazada por los pasos de más de un millón de asteroides... entre ellos,
menos de diez mil habían tenido determinadas con precisión sus órbitas por los astrónomos, sólo cuando
tenían un diámetro de más de ciento cincuenta kilómetros; la inmensa mayoría eran simplemente
gigantescos cantos rodados, vagando a la ventura a través del espacio.
No podía hacerse nada con respecto a ellos, hasta el más pequeño podía destruir por completo a la nave,
si chocaba con ella a decenas de miles de kilómetros por hora. Sin embargo la probabilidad de que ello
sucediera era insignificante. Pues en promedio sólo había un asteroide en un volumen de dos millones de
kilómetros de lado; por lo tanto la menor de las preocupaciones de la tripulación era la de que la
astronave Discovery pudiera ocupar el mismo punto, y al mismo tiempo.
En el día 86 debían efectuar ellos su mayor aproximación a un asteroide conocido. No llevaba nombre
-siendo simplemente designado con el número 7.794- y era una roca de cincuenta metros de diámetro que
había sido detectada por el Observatorio Lunar en 1977, e inmediatamente olvidada, excepto por las
pacientes computadoras del Centro de los Planetas menores.
Al entrar en servicio Bowman, Hal le recordó al punto el venidero encuentro... aunque no era probable
que olvidara el único acontecimiento previsto de todo el viaje. La trayectoria del asteroide frente a las
estrellas, y sus coordenadas en el momento de mayor aproximación, habían sido ya impresas en las
pantallas de exposición. También estaban inscritas las observaciones a efectuar o a intentar; iban a estar
muy atareados cuando 7.794 pasara raudo a sólo ciento cincuenta kilómetros de distancia, y a la relativa
velocidad de ciento treinta mil kilómetros por hora.
Al pedir Bowman a Hal la observación telescópica, un campo estrellado no muy denso apareció en la
pantalla. No había en él nada que asemejara a un asteroide; todas las imágenes, aun las más aumentadas,
eran puntos de luz sin dimensiones.
- La retícula del blanco - pidió Bowman.
Inmediatamente aparecieron cuatro tenues y estrechas líneas que encerraban a una minúscula e
indistinguible estrella. La miró fijamente durante varios minutos, preguntándose si Hal no se habría
posiblemente equivocado; luego vio que la cabeza de alfiler luminosa estaba moviéndose, con apenas
perceptible lentitud, sobre el fondo de las estrellas. Podía hallarse aún a un millón de kilómetros... pero
su movimiento probaba que, en cuanto a distancias cósmicas, se encontraba casi al alcance de la mano.
Cuando casi seis horas más tarde, se le unió Poole en el puente de mando, el 7.794 era cientos de veces
más brillante, y se estaba moviendo tan rápidamente sobre su fondo, que no cabía duda de su identidad.
Y no era ya sólo un punto luminoso, sino que había comenzado a mostrar su disco visible.
Clavaron la mirada en aquel guijarro que pasaba por el firmamento, con las emociones de marineros en
un largo viaje, bordeando una costa que no podían abordar. Aunque se daban cabal cuenta de que 7.794
era sólo un trozo de roca sin vida ni aire, ese conocimiento no afectaba sus sentimientos. Era la única
materia sólida que encontrarían a este lado de Júpiter... que estaba aún a más de trescientos millones de
kilómetros de distancia.
A través del telescopio de gran potencia, podían ver que el asteroide era muy irregular, y que giraba
lentamente sobre sus extremos. A veces parecía una esfera aislada, y a veces se asemejaba a un ladrillo
de tosca forma; su período de rotación era de poco más de dos minutos, sobre su superficie había
jaspeadas motas de luz y sombra distribuidas al parecer al azar, y a menudo destellaba como una distante
ventana cuando planos o afloramientos de material cristalino fulguraban al sol.
Estaba pasando ante ellos a casi cincuenta kilómetros por segundo; disponían tan sólo, pues, de unos
cuantos frenéticos minutos para observarlo atentamente. Las cámaras automáticas tomaron docenas de
fotografías, los ecos devueltos por el radar de navegación eran registrados cuidadosamente para un futuro
análisis y quedaba el tiempo justo para lanzar una cápsula de impacto.
Esta cápsula no llevaba ningún instrumento, pues no podría ninguno de ellos sobrevivir a tales
velocidades cósmicas. Era simplemente una bala de metal, disparada desde la Discovery en una
trayectoria que interseccionaría la del asteroide. Al deslizarse los segundos antes del impacto, Poole y
Bowman esperaron con creciente tensión. El experimento, por simple que pareciera en principio,
determinaba el límite, la precisión de sus dispositivos. Estaban apuntando a un blanco de treinta y cinco
metros de diámetro, desde una distancia de cientos de kilómetros.
Se produjo una súbita y cegadora explosión de luz contra la parte oscurecida del asteroide, el proyectil
había hecho impacto a velocidad meteórica; en una fracción de segundo, toda su energía cinética había
sido transformada en calor. Una bocanada de gas incandescente fue expelida brevemente al espacio; a
bordo de la Discovery, las cámaras estaban registrando las líneas espectrales, que se esfumaban
rápidamente. Allá en la Tierra, los expertos las analizarían, buscando las señas indicadoras de átomos
incandescentes. Y así, por vez primera, sería determinada la composición de la corteza de un asteroide.
En una hora, el 7.794 fue una estrella menguante, no mostrando ninguna traza de un disco. Y cuando
entró luego Bowman de guardia, se había desvanecido por completo.
De nuevo estaban solos; y solos permanecerían, hasta que las más exteriores lunas de Júpiter vinieran
flotando en su dirección, dentro de tres meses.
19 – Tránsito de Júpiter
Aun a treinta millones de kilómetros de distancia, Júpiter era ya el objeto más sobresaliente del
firmamento, el planeta era un disco pálido de tono asalmonado, de un tamaño aproximadamente de la
mitad de la Luna vista desde la Tierra, con las oscuras bandas paralelas de sus cinturones de nubes
claramente visibles. Errando en el plano ecuatorial estaban las brillantes estrellas de Io, Europa,
Ganímedes y Calixto... mundos que en cualquier otra parte hubiesen sido considerados como planetas en
su propio derecho, pero que allí eran simplemente satélites de un amo gigante.
A través del telescopio Júpiter presentaba una magnífica vista... un globo abigarrado, multicolor, que
parecía llenar el firmamento. Resultaba imposible abarcar su tamaño verdadero: Bowman recordó que
tenía once veces el diámetro de la Tierra, pero durante largo rato fue ésta una estadística sin ningún
significado real.
Luego, mientras se estaba informando de las cintas en las unidades de memoria de Hal, halló algo que de
súbito le permitió ver en sus verdaderas dimensiones la tremenda escala del planeta. Era una ilustración
que mostraba la superficie entera de la Tierra despellejada y luego estaquillada, como la piel de un
animal, sobre el disco de Júpiter. Contra este fondo, todos los continentes y océanos de la Tierra parecían
no mayores que la India en el globo terráqueo...
Al emplear Bowman el mayor aumento de los telescopios de la Discovery, le pareció estar suspendido
sobre un globo ligeramente alisado, mirando hacia un paisaje de volanderas nubes que habían sido
hechas tiras por la rápida rotación del gigantesco mundo. A veces esas tiras se cuajaban en manojos,
nudos y masas de vapor coloreado del tamaño de continentes; a veces eran enlazadas por pasajeros
puentes de miles de kilómetros de longitud. Oculta bajo aquellas nubes, había materia suficiente para
sobrepujar a todos los demás planetas del Sistema Solar. ¿Y qué más, se preguntó Bowman, se hallaba
también oculto allí?
Sobre ese moviente y turbulento techo de nubes, ocultando siempre la superficie del planeta, se
deslizaban a veces formas circulares de oscuridad, una de las lunas interiores estaba pasando ante el
distante sol, discurriendo su sombra bajo él y sobre el alborotado paisaje nuboso joviano.
Había aún más allá, a treinta millones de kilómetros de Júpiter, otras lunas, mucho más pequeñas. Pero
eran sólo montañas volantes de unas cuantas docenas de kilómetros de diámetro, y la nave no pasaría en
ninguna parte cerca de ninguna de ellas.
Con intervalos de pocos minutos, el transmisor del radar enviaba un silencioso rayo de energía; pero
ningún eco de nuevos satélites devolvía su latido desde el vacío.
Lo que llegó, con creciente intensidad, fue el bramido de la propia voz de la radio de Júpiter. En 1955,
poco antes del alba de la Era Espacial, los astrónomos habían quedado asombrados al hallar que Júpiter
estaba lanzando estallidos de millones de caballos de fuerza en la banda de diez metros. Era simplemente
un ronco ruido, asociado con los halos de partículas cargadas que circundaban el planeta como los
cinturones de Van Allen de la Tierra, pero en escala mucho mayor.
A veces, durante las horas solitarias pasadas en el puente de mando, Bowman escuchaba esa radiación.
Aumentaba la intensidad del amplificador de la radio hasta que la estancia se llenaba con un estruendo
crujiente y chirriante; de este fondo, y a intervalos regulares, surgían breves silbidos y pitidos, como
gritos de aves alocadas. Era un sonido fantasmagórico e imponente, pues no tenía nada que ver con el
hombre; era tan solitario y tan ambiguo como el murmullo de las olas en una playa, o el distante fragor
del trueno allende el horizonte.
Aun a su actual velocidad de más de ciento sesenta mil kilómetros por hora, le llevaría a la Discovery
casi dos semanas cruzar las órbitas de todos los satélites jovianos. Más lunas contorneaban a Júpiter que
planetas orbitaban al sol; el observatorio lunar estaba descubriendo nuevas lunas cada año, llegando ya la
cuenta a treinta y seis. La más exterior -Júpiter XVII- era retrógrada y se movía en inconstante
trayectoria, a cuarenta y ocho millones de kilómetros de su amo temporal. Era el premio de un constante
tira y afloja entre Júpiter y el Sol, pues el planeta estaba capturando constantemente lunas efímeras del
cinturón de asteroides, y perdiéndolas de nuevo al cabo de unos cuantos millones de años. Sólo los
satélites interiores eran de su propiedad permanente; el Sol no podría nunca arrancarlos de su asidero.
Ahora se encontraba aquí uno nuevo como presa de los antagónicos campos gravitatorios. La Discovery
estaba acelerando a lo largo de una compleja órbita calculada hacía meses por los astrónomos de la
Tierra, y cotejada constantemente por Hal. De cuando en cuando se producían minúsculos golpecitos
automáticos de los reactores de control, apenas perceptibles a bordo de la nave, al efectuarse la debida
corrección de trayectoria.
En el enlace de radio con la Tierra, fluía constantemente la información. Estaban ahora tan lejos del
hogar, que viajando a aquella velocidad sus señales tardaban cincuenta minutos en llegar. Aunque el
mundo entero estaba mirando sobre sus hombros, contemplando a través de sus ojos y de sus
instrumentos a medida que se aproximaban a Júpiter, pasaría casi una hora antes de que llegaran a Tierra
las nuevas de sus descubrimientos.
Las cámaras telescópicas estaban operando constantemente al atravesar la nave la órbita de los
gigantescos satélites interiores... cada uno de los cuales tenía una superficie mayor que la de la Luna.
Tres horas antes del tránsito, la Discovery paso sólo a treinta y dos mil kilómetros de Europa, y todos los
instrumentos fueron apuntados al mundo que se aproximaba, que crecía constantemente de tamaño,
cambio de esfera a semiesfera y pasó rápidamente en dirección al Sol.
Aquí había también treinta millones cuadrados de superficie, que no había sido hasta ese momento más
que la cabeza de un alfiler para el más poderoso telescopio. Los pasarían raudos en unos minutos, y
debían sacar el mayor partido del encuentro, registrando toda la información que pudieran. Habría meses
para poder revisarla despacio.
Desde la distancia, Europa había parecido una gigantesca bola de nieve, reflejando con notable eficiencia
la luz del lejano Sol. Observaciones más atentas así lo confirmaron; a diferencia de la polvorienta Luna,
Europa era de una brillante blancura, mucha de su superficie estaba cubierta de destellantes trozos que se
asemejaban a varados icebergs. Casi ciertamente, estaban formados por amoníaco y agua que el campo
gravitatorio de Júpiter había dejado, como fuera, de capturar.
Sólo a lo largo del ecuador era visible la roca desnuda; aquí había una tierra de nadie increíblemente
mellada de cañones y revueltos roquedales y cantos rodados, formando una franja más oscura que
rodeaba completamente el pequeño mundo.
Había unos cuantos cráteres meteóricos, pero ninguna señal de vulcanismo. Evidentemente, Europa
nunca había poseído fuentes internas de calor.
Había, como ya se sabía hacía tiempo, trazas de atmósfera, cuando el oscuro borde del satélite pasaba
cruzando a una estrella, su brillo se empañaba brevemente antes de la ocultación. Y en algunas zonas
había un atisbo de nubosidad... quizás una bruma de gotitas de amoníaco, arrastradas por tenues vientos
de metano.
Tan rápidamente como había surgido del firmamento de proa, Europa se hundió por la popa; y ahora el
cinturón de Júpiter se hallaba a sólo dos horas. Hal había comprobado y recomprobado con infinito
esmero la órbita de la nave, viendo que no había necesidad de más correcciones de velocidad hasta el
momento de la mayor aproximación. Sin embargo, aun sabiendo eso, causaba una tensión en los nervios
ver como aumentaba de tamaño, minuto a minuto, aquel gigantesco globo. Resultaba dificultoso creer
que la Discovery no estaba cayendo en derechura hacia él, y que el inmenso campo gravitatorio del
planeta no estaba arrastrándola hacia su destrucción.
Ya había llegado el momento de lanzar las sondas atmosféricas... las cuales, se esperaba, sobrevivirían lo
bastante como para enviar alguna información desde bajo el cobertor de nubes joviano. Dos rechonchas
cápsulas en forma de bomba, encerradas en protectores escudos contra el calor, fueron puestas
suavemente en órbita, cuyos primeros miles de kilómetros apenas se desviaban de la trazada por la
Discovery.
Pero lentamente fueron derivando; y por fin se pudo ver a simple vista lo que había estado afirmando
Hal. La nave se hallaba en una órbita casi rasante, no de colisión; no tocaría la atmósfera. En verdad, la
diferencia era de sólo unos cuantos cientos de kilómetros -una nadería cuando se estaba tratando con un
planeta de ciento cincuenta mil kilómetros de diámetro- pero ello bastaba.
Júpiter ocupaba ahora todo el firmamento; era tan inmenso que ni la mente ni la mirada podían abarcarlo
ya, y ambas habían abandonado el intento. De no haber sido por la extraordinaria variedad de color -los
rojos, rosas, amarillos, salmones y hasta escarlatas- de la atmósfera que había bajo ellos, Bowman
hubiese creído que estaba volando sobre un paisaje de nubes terrestres.
Y ahora, por primera vez en toda la expedición, estaban a punto de perder el Sol. Pálido y menguado
como aparecía, había sido el compañero constante desde que salieron de la Tierra, hacía cinco meses.
Pero ahora su órbita se estaba hundiendo en la sombra de Júpiter, y no tardarían en pasar al lado nocturno
del planeta.
Mil seiscientos kilómetros más adelante, la franja del crepúsculo estaba lanzándose hacia ellos; detrás, el
Sol estaba sumiéndose rápidamente en las nubes jovianas. Sus rayos se esparcían a lo largo del horizonte
como lenguas de fuego, con sus crestas vueltas hacia abajo, contraíanse luego y morían en breve fulgor
de magnificencia cromática. Había llegado la noche.
Y sin embargo... el gran mundo de abajo no estaba totalmente oscuro. Rielaba una fosforescencia que se
abrillantaba a cada minuto, a medida que se acostumbraban sus ojos a la escena. Caliginosos ríos de luz
discurrían de horizonte a horizonte, como las luminosas estelas de navíos en algún mar tropical. Aquí y
allá se reunían en lagunas de fuego líquido, temblando con enormes perturbaciones submarinas que
manaban del oculto corazón de Júpiter, era una visión que inspiraba tanto espanto, que Poole y Bowman
hubiesen estado con la mirada clavada en ella durante horas; ¿era aquello, se preguntaban, simplemente
el resultado de fuerzas químicas y eléctricas que hervían en una caldera... o bien el subproducto de
alguna fantástica forma de vida? Eran preguntas que los científicos podrían aún estar debatiendo cuando
el recién nacido siglo tocase a su fin.
A medida que se sumían más en la noche joviana, se hacía constantemente más brillante el fulgor bajo
ellos. En una ocasión Bowman había volado sobre el norte del Canadá durante el cenit de la aurora: la
nieve que cubría el paisaje había sido tan fría y brillante como esto. Y aquella soledad ártica, recordó, era
más de cien grados más cálida que las regiones sobre las cuales estaban lanzándose ahora.
- La señal de la Tierra está desvaneciéndose rápidamente - anunció Hal - Estamos entrando en la primera
zona de difracción.
Lo habían esperado... en realidad era uno de los objetivos de la misión, cuando la absorción de
microondas proporcionaría valiosa información sobre la atmósfera joviana. Pero ahora que habían pasado
realmente tras el planeta, y se cortaba la comunicación con la Tierra, sentían una súbita y abrumadora
soledad. El cese de radio duraría sólo una hora; luego emergerían de la pantalla eclipsadora de Júpiter y
reanudarían el contacto con la especie humana. Sin embargo, aquella hora sería la más larga de sus vidas.
A pesar de su relativa juventud, Poole y Bowman eran veteranos de una docena de viajes espaciales...
mas ahora se sentían como bisoños. Estaban intentando algo por primera vez; nunca había viajado
ninguna nave a tales velocidades, o desafiado tan intenso campo gravitatorio. El más leve error en la
navegación en aquel punto crítico y la Discovery saldría despedida hacia los límites extremos del
Sistema Solar, sin esperanza alguna de rescate.
Arrastrábanse los lentos minutos. Júpiter era ahora una pared vertical de fosforescencia, extendiéndose al
infinito sobre ellos... y la nave estaba remontando en derechura su resplandeciente cara. Aunque sabían
que estaban moviéndose con demasiada rapidez para que los prendiese la gravedad de Júpiter, resultaba
difícil creer que no se había convertido la Discovery en un satélite de aquel mundo.
Al fin, y muy delante de ellos, hubo un fulgor luminoso a lo largo del horizonte. Estaban emergiendo de
la sombra, saliendo al Sol. Y casi en el mismo momento, Hal anunció:
- Estoy en contacto-radio con Tierra. Me alegra también decir que ha sido completada con éxito la
maniobra de perturbación. Nuestro tiempo hasta Saturno es de ciento sesenta y siete días, cinco horas,
once minutos.
Estaba al minuto de lo calculado; el vuelo de aproximación había sido llevado a cabo con precisión
impecable. Como una bola en una mesa de billar, la Discovery se había apartado del móvil campo
gravitatorio de Júpiter, y obtenido el impulso para el impacto. Sin emplear combustible alguno, había
aumentado su velocidad en varios miles de kilómetros por hora.
Sin embargo, no había en ello violación alguna de las leyes de la mecánica; la naturaleza equilibraba
siempre sus asientos, y Júpiter había perdido exactamente tanto impulso angular como la Discovery
había ganado. El planeta había sido retardado... pero como su masa era un quintillón de veces mayor que
la de la nave, el cambio de su órbita era demasiado ínfimo como para ser detectable. No había llegado
aún la hora en que el hombre podría dejar su señal sobre el Sistema Solar.
Al aumentar la luz rápidamente en su derredor, alzándose una vez más el sumido Sol en el firmamento
joviano, Poole y Bowman se estrecharon las manos en silencio.
Pues aunque les resultaba difícil creerlo, había sido culminada sin tropiezo, la primera parte de su misión.
20 – El mundo de los Dioses
Pero aún no habían terminado con Júpiter. Más lejos, atrás, las dos sondas que la Discovery había
lanzado estaban estableciendo contacto con la atmósfera.
De una de ellas no se había vuelto a oír; probablemente había hecho una entrada demasiado precipitada,
y se había incendiado antes de poder transmitir información alguna. La segunda tuvo más suerte; hendía
las capas superiores de la atmósfera joviana, deslizándose de nuevo al espacio. Tal como había sido
planeado, había perdido tanta velocidad en el encuentro, que volvía a retroceder a lo largo de una gran
elipse. Dos horas después reentraba en la atmósfera en el lado diurno del planeta... moviéndose a ciento
doce mil kilómetros por hora.
Inmediatamente fue arrojada en una envoltura de gas incandescente, perdiéndose el contacto de radio.
Hubo ansiosos minutos de espera, entonces, para los dos observadores del puente de mando. Podía
suceder que la sonda sobreviviera, y que el escudo protector de cerámica no ardiese por completo antes
de que acabara el frenado. Si tal ocurriese, los instrumentos quedarían volatilizados en una fracción de
segundo.
Pero el escudo se mantuvo lo bastante como para que el ígneo meteoro se detuviera. Los fragmentos
carbonizados fueron eyectados, el robot saco sus antenas, y comenzó a escudriñar en derredor con sus
sentidos electrónicos. A bordo de la Discovery, que se hallaba ahora a una distancia de un millón y
medio de kilómetros, la radio comenzó a traer las primeras noticias auténticas de Júpiter.
Las miles de vibraciones vertidas cada segundo estaban informando sobre composición atmosférica,
presión, campos magnéticos, temperatura, radiación, y docenas de otros factores que sólo podrían
desentrañar los expertos en Tierra. Sin embargo, había un mensaje que podía ser entendido al instante;
era la imagen de TV, en color, enviada por la sonda que caía hacia el planeta gigante.
Las primeras vistas llegaron cuando el robot había entrado ya en la atmósfera, y había desechado su
escudo protector. Todo lo que era visible era una bruma amarilla, moteada de manchas escarlatas y que
se movía ante la cámara a vertiginosa velocidad... fluyendo hacia arriba al caer la sonda a varios cientos
de kilómetros por hora.
La bruma se tornó más espesa; resultaba imposible saber si la cámara estaba intentando ver en diez
centímetros o en diez kilómetros, pues no aparecía detalle alguno que pudiera enfocar el ojo. Parecía que,
en cuanto a la TV concernía, la misión era un fracaso. Los instrumentos habían funcionado, pero no
había nada que pudiese verse en aquella brumosa y turbulenta atmósfera.
Y de pronto, casi bruscamente, la bruma se desvaneció. La sonda debió de haber caído a través de la base
de una elevada capa de nubes, y salido a una zona clara... quizás a una región de hidrógeno casi puro con
sólo un esparcido desperdigamiento de cristales de amoníaco. Aunque aún resultaba en absoluto
imposible juzgar la escala de la imagen, la cámara evidentemente estaba abarcando kilómetros.
La escena era tan ajena a todo lo conocido, que durante un momento fue casi insensata para los ojos
acostumbrados a los colores y las formas de la Tierra. Lejos, muy lejos, abajo, se extendía un
interminable mar de jaspeado oro, surcado de riscos paralelos que podían haber sido las crestas de
gigantescas olas. Mas no había movimiento alguno; la escala de la escena era demasiado inmensa para
mostrarlo. Y aquella áurea vista no podía posiblemente haber sido un océano, pues se encontraba aún alta
en la atmósfera joviana. Sólo podía haber sido otra capa nubosa.
Luego la cámara captó, atormentadoramente borroso por la distancia, un vislumbre de algo muy extraño.
A muchos kilómetros de distancia, el áureo paisaje se convertía en un cono singularmente simétrico,
semejante a una montaña volcánica. En torno a la cúspide de este cono había un halo de pequeñas nubes
hinchadas... todas aproximadamente del mismo tamaño, y todas muy precisas y aisladas, había algo de
perturbador y antinatural en ellas... si, en verdad, podía ser aplicada la palabra "natural" a aquel pavoroso
panorama.
Luego, prendida por alguna turbulencia en la rápidamente espesada atmósfera, la sonda viró en redondo
un cuarto de horizonte y durante unos segundos la pantalla no mostró nada más que un áureo
empañamiento. Se estabilizó luego; el "mar" se hallaba mucho más próximo, pero tan enigmático como
siempre. Se podía observar ahora que estaba interrumpido aquí y allá por retazos de oscuridad, que
podían haber sido boquetes o hendiduras que conducían a una capa más profunda de la atmósfera.
La sonda estaba destinada a no alcanzarlas nunca. A cada kilómetro se había ido duplicando la densidad
del gas que la rodeaba, y subiendo la presión a medida que iba hundiéndose más y más profundamente
hacia la oculta superficie del planeta. Se hallaba aún alta sobre aquel misterioso mar cuando la imagen
sufrió una titilación preventiva, y esfumóse luego, al aplastarse el primer explorador de la Tierra bajo el
peso de kilómetros de atmósfera.
En su breve vida, había proporcionado un vislumbre de quizás una millonésima parte de Júpiter, y se
había aproximado escasamente a la superficie del planeta, a cientos de kilómetros bajo él en las
profundas brumas. Cuando desapareció la imagen de la pantalla, Bowman y Poole sólo pudieron sentarse
en silencio, con el mismo pensamiento dando vueltas en sus mentes.
Los antiguos, en verdad, habían hecho lo mejor que sabían, al bautizar a aquel mundo con el nombre del
señor de todos los Dioses. De haber vida allí, ¿cuanto tiempo se tomaría en localizarla? Y después de
eso... ¿cuantas centurias pasarían antes de que el hombre pudiera seguir a este primer pionero... y en qué
clase de nave?
Pero no eran estas cuestiones las que incumbían a la Discovery y a su tripulación. Su meta era un mundo
más extraño aún, casi el doble de lejos del Sol... a través de mil millones más de kilómetros de vacío
infestado de cometas.

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