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AUTOR DE TIEMPOS PASADOS

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miércoles, 13 de noviembre de 2013

SPECIAL - PHILIP K. DICK - FOSTER, ESTÁS MUERTO...

FOSTER, ESTÁS MUERTO...
Philip K. Dick
 
 
 
El colegio era un fastidio, como siempre, sólo que hoy era peor. Mike Foster dejó de
tejer sus dos cestas a prueba de agua y se incorporó, mientras todos los chicos que le
rodeaban seguían trabajando. El frío sol de la tarde brillaba en el exterior del edificio de
acero y hormigón. El transparente aire del otoño realzaba los tonos verdes y marrones de
las colinas. Algunos NATS volaban perezosamente en círculos sobre la ciudad.
La inmensa y ominosa forma de la señora Cummings, la maestra, se aproximó a su
pupitre.
—Foster, ¿has terminado?
—Sí, señora —respondió. Levantó las cestas—. ¿Puedo marcharme?
La señora Cummings examinó las cestas con aire crítico.
—¿Has acabado tus trampas?
El muchacho rebuscó en su pupitre y sacó una complicada trampa para cazar animales
pequeños.
—Todo terminado, señora Cummings, y también mi cuchillo.
Le enseñó la hoja afilada del cuchillo, fabricada a partir de un bidón de gasolina
desechado. La mujer tomó el cuchillo y pasó su dedo experto sobre el filo con expresión
escéptica.
—No es lo bastante fuerte —afirmó—. Lo has afilado demasiado. Perderá el filo la
primera vez que lo utilices. Baja al laboratorio de armas y examina los cuchillos que hay.
Después, afílalo otra vez y consigue una hoja más gruesa.
—Señora Cummings, ¿puedo hacerlo mañana? —suplicó—. ¿Puedo irme ahora, por
favor?
Todos los demás alumnos contemplaban la escena con interés. Mike Foster se
ruborizó. Odiaba destacar, pero tenía que marcharse. No podía permanecer en el colegio
ni un momento más.
—Mañana es el día dedicado a cavar —rugió la señora Cummings, inexorable—. No
tendrás tiempo de trabajar en tu cuchillo.
—Lo haré después de cavar —le aseguró.
—No, cavar no es lo tuyo. —La anciana examinó los esqueléticos brazos y piernas del
chico—. Será mejor que termines hoy tu cuchillo, y pases todo el día de mañana en el
campo.
—¿De qué sirve cavar? —preguntó Mike Foster, desesperado.
—Todo el mundo debe saber cavar —respondió con paciencia la señora Cummings.
Los niños rieron. Acalló sus carcajadas con una mirada hostil—. Todos saben lo
importante que es saber cavar. Cuando la guerra empiece, toda la superficie se llenará de
escombros y desechos. Para sobrevivir, será necesario cavar, ¿verdad? ¿Alguno de
ustedes ha visto a una ardilla cavar alrededor de las raíces de las plantas? La ardilla sabe
que encontrará algo de valor bajo la superficie de la tierra. Todos seremos como ardillas.
Todos tendremos que aprender a cavar en los escombros y encontrar cosas útiles, porque
ahí es donde estarán.
Mike Foster se quedó manoseando el cuchillo con aire afligido, mientras la señora
Cummings se alejaba por el pasillo. Algunos niños le dirigieron una sonrisa de desprecio,
pero nada hizo mella en la capa de infelicidad que le recubría. Cavar no le serviría de
nada. Cuando las bombas cayeran, moriría al instante. No servirían de nada las vacunas
que le habían aplicado en los brazos, muslos y nalgas. Había malgastado el dinero
asignado. Mike Foster no viviría lo suficiente para atrapar todas las infecciones
bacteriológicas. A menos que...
Se levantó como impulsado por un resorte y siguió a la señora Cummings hacia su
escritorio.
—Por favor, debo irme —suplicó, torturado por la desesperación—. Debo hacer algo.
Los cansados labios de la señora Cummings dibujaron una mueca de irritación, pero los
ojos atemorizados del muchacho la frenaron.
—¿Qué ocurre? —preguntó—. ¿Te encuentras mal?
El chico se quedó petrificado, incapaz de responder. La clase, complacida con el
cuadro, murmuró y rió hasta que la señora Cummings, irritada, golpeó en el escritorio con
un lápiz.
—Silencio —ordenó. Su voz se suavizó un ápice—. Michael, si tus reacciones son
inadecuadas, baja a la clínica psíquica. Es inútil que sigas trabajando si estás conflictuado.
La señorita Groves estará encantada de optimizarte.
—No —respondió Foster.
—En ese caso, ¿qué te pasa?
La clase se agitó. Otras voces respondieron por Foster. La desdicha y la humillación
paralizaron su lengua.
—Su padre es un anti-P —explicaron las voces—. No tienen refugio y no están
alistados en la Defensa Civil. Su padre ni siquiera ha contribuido a los NATS. No han
hecho nada.
La señora Cummings miró con asombro al muchacho silencioso.
—¿No tienen refugio?
El chico negó con la cabeza.
Una extraña sensación se apoderó de la mujer.
—Pero...
Quería decir «pero morirán en la superficie», y lo sustituyó por «pero, ¿adónde irán?»
—A ningún sitio —respondieron las dulces voces—. Todo el mundo estará en sus
refugios y él se quedará arriba. Ni siquiera tiene pase para el refugio del colegio.
La señora Cummings se quedó estupefacta. Había dado por sentado que todos los
niños del colegio tenían un pase que les permitía acceder a las intrincadas cámaras
subterráneas situadas debajo del edificio. Pero no. Sólo los niños cuyos padres
pertenecían a la DC, que contribuían a la defensa de la comunidad. Y si el padre de Foster
era un anti-P...
—Tiene miedo de estar sentado aquí —canturrearon las voces con calma—. Tiene
miedo que ocurra mientras está sentado aquí, porque los demás estarán a salvo en el
refugio.
 
Caminaba con parsimonia, las manos hundidas en los bolsillos, y daba patadas a las
piedras que encontraba en la acera. Anochecía. Los cohetes públicos descargaban
montones de viajeros fatigados, contentos de volver a casa después de recorrer ciento
cincuenta kilómetros desde las fábricas del oeste. Algo destelló en las lejanas colinas: una
torre de radar que giraba silenciosamente en la oscuridad. Los NATS habían aumentado
de número. Las horas del crepúsculo eran las más peligrosas. Los observadores visuales
eran incapaces de localizar los misiles de alta velocidad que se acercaban a tierra.
Suponiendo que esos misiles llegaran.
Una máquina de noticias le gritó cuando pasó. Guerra, muerte, sorprendentes armas
nuevas inventadas en la patria y en el extranjero. Hundió los hombros y continuó su
camino, dejó atrás los pequeños cascarones de hormigón que hacían las veces de casas,
todos exactamente iguales, robustas cajas reforzadas. Brillantes letreros de neón
destellaron más adelante, en la penumbra creciente: el distrito comercial, infestado de
tráfico y gente.
Se detuvo media manzana antes de llegar al laberinto de neones. A su derecha tenía un
refugio público. La entrada parecía un túnel, provista de un torniquete mecánico que
brillaba débilmente. Cincuenta centavos la entrada. Si se encontraba en plena calle y tenía
cincuenta centavos en el bolsillo, ningún problema. Había entrado en refugios públicos
muchas veces, durante los ataques ficticios. En otras ocasiones, espantosas ocasiones
dignas de una pesadilla que jamás olvidaba, no tenía los cincuenta centavos. Se había
quedado mudo y aterrorizado, mientras la gente pasaba de largo a toda velocidad y los
agudos aullidos de las sirenas sonaban por todas partes.
Continuó su camino poco a poco hasta que llegó al punto más iluminado, las enormes y
relucientes salas de exhibición de la General Electronics, que ocupaban dos manzanas,
iluminadas por todas partes, un inmenso cuadrado de color. Se detuvo y examinó por
millonésima vez las formas fascinantes, el escaparate que siempre le obligaba a detenerse
cuando pasaba.
En el centro del inmenso bloque había un único objeto, un conjunto de máquinas, vigas
de apoyo, puntales, paredes y cerraduras. Todos los reflectores apuntaban hacia él;
enormes letreros pregonaban sus mil y una ventajas..., como si pudiera existir alguna
duda.
 
¡EL NUEVO REFUGIO SUBTERRÁNEO A PRUEBA DE BOMBAS Y RADIACIONES, MODELO 1972, YA
HA LLEGADO! COMPRUEBE SUS INMEJORABLES PRESTACIONES:
—Ascensor automático de descenso. A prueba de averías, energía eléctrica autónoma,
cierre centralizado.
—Casco triple garantizado para soportar una presión de 5 atmósferas.
—Sistema de calefacción y refrigeración autónomo. Sistema de purificación del aire.
—Tres fases de descontaminación del agua y los alimentos.
—Cuatro fases desinfectantes de pre-exposición a las quemaduras.
—Proceso antibiótico completo.
—Cómodos plazos.
 
Contempló el refugio durante largo rato. En esencia, consistía en un gran depósito, con
un gollete en un extremo que era el tubo de descenso y una escotilla de huida en el otro.
Era completamente autónomo, un mundo en miniatura que suministraba su propia luz,
calor, aire, agua, medicamentos y alimentos, casi inagotables. Ya abastecido, contaba con
cintas de audio y vídeo, diversiones, camas, sillas, monitor, todo lo indispensable en un
hogar de la superficie. De hecho, era una casa subterránea. No faltaba nada que fuera
necesario o consagrado al ocio. Una familia estaría a salvo, incluso cómoda, durante el
ataque con bombas H o bacteriológicas más grave.
Costaba veinte mil dólares.
Mientras contemplaba en silencio la gigantesca muestra, un vendedor salió, camino de
la cafetería.
—Hola, hijo —saludó automáticamente cuando pasó junto a Mike Foster—. No está
mal, ¿verdad?
—¿Puedo entrar? —se apresuró a preguntar Foster—. ¿Puedo bajar?
El vendedor se detuvo cuando reconoció al muchacho.
—Tú eres aquel chico, aquel maldito chico que no deja de perseguirnos.
—Me gustaría bajar. Sólo un par de minutos. No tocaré nada, se lo prometo. No tocaré
nada.
El vendedor era un joven rubio, atractivo, de unos veintipocos años. Vaciló, indeciso. El
chico era muy pesado, pero tenía una familia, y eso significaba un cliente en perspectiva.
El negocio iba mal. Septiembre finalizaba y las ventas continuaban en descenso. Decir al
muchacho que fuera a vender sus cintas-noticiario no serviría de nada; por otra parte, era
un mal negocio alentar a los niños a que manosearan la mercancía. Hacían perder el
tiempo, rompían cosas, hurtaban objetos pequeños cuando nadie les miraba.
—Ni hablar —contestó el vendedor—. Oye, dile a tu padre que pase por aquí. ¿Ha visto
lo que tenemos?
—Sí —dijo Mike Foster con voz tensa.
—¿Qué le retiene? —El vendedor indicó con un gesto majestuoso la gran muestra
reluciente—. Le haremos un buen precio por el antiguo, teniendo en cuenta el índice de
inflación y el estado en que se encuentre.
—No tenemos ninguno —confesó Mike Foster.
El vendedor parpadeó.
—¿Cómo has dicho?
—Mi padre dice que es tirar el dinero. Dice que intentan asustar a la gente para que
compre cosas innecesarias. Dice...
—¿Tu padre en un anti-P?
—Sí —contestó Mike Foster, desolado.
El vendedor lanzó un suspiro.
—Muy bien, muchacho. Lamento que no podamos hacer negocios. No es culpa tuya.
¿Qué demonios le ocurre? ¿Contribuye a los NATS?
—No.
El vendedor maldijo por lo bajo. Un aprovechado, bien seguro porque el resto de la
comunidad entregaba el treinta por ciento de sus ingresos para mantener un sistema
defensivo constante.
—¿Qué opina tu madre? —preguntó—. ¿Está de acuerdo con él?
—Dice que... —Mike Foster se interrumpió—. ¿Puedo bajar un momento? No tocaré
nada. Sólo por esta vez.
—¿Cómo vamos a venderlo si dejamos que los niños lo toqueteen? No vamos a rebajar
el precio porque sea un modelo de demostración. Ya nos ha pasado demasiadas veces.
—La curiosidad del vendedor aumentó—. ¿Cómo se convierte uno en anti-P? ¿Siempre
ha pensado igual, o es que alguien le lavó el cerebro?
—Dice que ya han vendido a la gente todos los coches, lavadoras y televisores que
podían utilizar. Dice que los NATS y los refugios antibombas no sirven de nada, que la
gente nunca compra cosas verdaderamente útiles. Dice que las fábricas pueden seguir
produciendo fusiles y máscaras antigás sin cesar, y que mientras la gente tenga miedo los
seguirán comprando, porque piensan que si no lo hacen los matarán. Puede que un
hombre se canse de pagar un coche nuevo cada año y se detenga, pero nunca dejará de
comprar refugios para proteger a sus hijos.
—¿Y tú lo crees?
—Me gustaría tener un refugio. Si tuviéramos un refugio como ése, bajaría a dormir
cada noche. Lo tendríamos a mano cuando lo necesitáramos.
—Es posible que no haya guerra —dijo el vendedor. Intuyó la desdicha y miedo del
muchacho y le dedicó una sonrisa bondadosa—. Deja de preocuparte. Creo que ves
demasiadas películas... Sal a jugar, por ejemplo.
—Nadie está a salvo en la superficie. Debemos quedarnos abajo. Yo no tengo adónde
ir.
—Dile a tu padre que venga a echar un vistazo —murmuró el vendedor, incómodo—.
Quizá lo convenzamos. Tenemos muchas modalidades de venta a plazos. Dile que
pregunte por Bill O’Neill. ¿De acuerdo?
Mike Foster se alejó por la calle en sombras. Sabía que debía volver a casa, pero los
pies le pesaban y le dolía todo el cuerpo. El cansancio le trajo a la memoria lo que había
dicho el profesor de gimnasia el día anterior, durante los ejercicios. Estaban practicando
suspensión de la respiración; retenían el aire en los pulmones y corrían. Lo había hecho
mal. Los otros aún seguían corriendo cuando él se detuvo, expulsó el aire y se quedó
inmóvil, jadeando en busca de aliento.
—Foster —dijo el profesor, irritado—, estás muerto. Lo sabes, ¿verdad? Si hubiera sido
un ataque con gases... —Meneó la cabeza, preocupado—. Ve allí y practica tú solo. Si
quieres sobrevivir, debes mejorar.
Pero no confiaba en sobrevivir.
Cuando llegó al porche de su casa, vio que las luces de la sala de estar ya estaban
encendidas. Oyó la voz de su padre, y también la de su madre, más débilmente, desde la
cocina. Cerró la puerta y empezó a quitarse la chaqueta.
—¿Eres tú? —preguntó su padre.
Bob Foster estaba repantingado en su butaca, el regazo lleno de cintas y papeles de su
tienda de muebles.
—¿Dónde has estado? La cena está preparada desde hace media hora.
Se había quitado la chaqueta y subido las mangas de la camisa. Sus brazos eran
pálidos y delgados, pero musculosos. Estaba cansado. Tenía los ojos grandes y oscuros,
y su cabello empezaba a ralear. Movió las cintas de un montón al otro.
—Lo siento —dijo Mike Foster.
Su padre consultó el reloj de cadena; estaba seguro que era el único hombre que aún
llevaba reloj.
—Ve a lavarte las manos. ¿Qué has estado haciendo? —Escrutó a su hijo—. Estás
raro. ¿Te encuentras bien?
—He ido al centro.
—¿Para qué?
—A mirar los refugios.
Su padre, sin decir nada, tomó un fajo de documentos y los guardó en una carpeta.
Apretó los labios y profundas arrugas surcaron su frente. Resopló furioso cuando las
cintas cayeron al suelo. Se agachó para recuperarlas. Mike Foster no hizo nada para
ayudarle. Se acercó al ropero y colgó la chaqueta en la percha. Cuando se volvió, su
madre estaba dirigiendo la mesa con la cena hacia el comedor.
Comieron en silencio, concentrados en sus platos y sin mirarse.
—¿Qué viste? —preguntó por fin su padre—. Lo mismo de siempre, imagino.
—Ya han llegado los nuevos modelos del 72 —respondió Mike Foster.
—Son iguales que los modelos del 71. —Su padre tiró el tenedor con violencia. La
mesa lo capturó y absorbió—. Algunos accesorios nuevos, un poco más de cromo, y
punto. —Miró a su hijo, desafiador—. ¿Estoy en lo cierto?
Mike Foster jugueteó desmañadamente con su pollo a la crema.
—Los nuevos tienen un ascensor de descenso a prueba de averías. No puedes
quedarte a mitad de camino. Basta con entrar, y él hace el resto.
—El año que viene saldrá uno que te recogerá arriba y te bajará. Éste de ahora quedará
obsoleto en cuanto la gente lo compre. Eso es lo que quieren, que sigas comprando.
Sacan nuevos modelos lo más de prisa posible. El que has visto es de 1972, pero aún
estamos en 1971. ¿Es que no pueden esperar?
Mike Foster no contestó. Lo había oído miles de veces. Nunca había nada nuevo, sólo
cromo y accesorios, y los antiguos ya no servían para nada. La explicación de su padre
era enérgica, apasionada, casi frenética, pero carecía de sentido.
—Compremos uno antiguo, entonces —barbotó—. No me importa, cualquiera servirá.
Incluso uno de segunda mano.
—No, tú quieres uno nuevo. Brillante y reluciente, para impresionar a los vecinos.
Montones de cuadrantes, botones y aparatos. ¿Cuánto piden por él?
—Veinte mil dólares.
Su padre dejó escapar el aliento.
—Así de sencillo.
—En cómodos plazos.
—Claro. Pagas durante el resto de tu vida. Intereses, recargos... ¿Cuál es la garantía?
—Tres meses.
—¿Y qué pasa cuando se avería? Deja de purificar y descontaminar. Se cae en
pedazos en cuanto se cumplen los tres meses.
Mike Foster meneó la cabeza.
—No. Es grande y sólido.
Su padre enrojeció. Era un hombre bajo, delgado, de huesos frágiles. De repente,
pensó en las batallas perdidas que definían su vida, la lucha enconada por progresar,
siempre aferrándose a algo, un trabajo, dinero, la tienda de muebles, de tenedor de libros
a gerente, y por fin propietario.
—Nos asustan para que los engranajes sigan funcionando —gritó con desesperación a
su mujer y a su hijo—. No quieren otra depresión.
—Bob, para ya —dijo su mujer, en voz baja y con parsimonia—. No puedo aguantarlo
más.
Bob Foster parpadeó.
—¿De qué estás hablando? —murmuró—. Estoy cansado. Esos malditos impuestos.
Por culpa de las grandes cadenas, es imposible que una tienda pequeña siga abierta.
Tendría que haber una ley. —Su voz se quebró—. Creo que he perdido el apetito. —Se
levantó—. Voy a tenderme en el sofá y dormiré una siesta.
El rostro enjuto de su mujer se encendió de furia.
—¡Debes comprar uno! No soporto el modo en que hablan de nosotros. Todos los
vecinos y comerciantes, todos los que están enterados. Lo escucho en todas partes.
Desde el día que pusieron la bandera. Anti-P. El último de la ciudad. Todo el mundo
contribuye a pagar esos aparatos que vuelan ahí arriba, excepto nosotros.
—No —respondió Bob Foster—. No puedo comprarlo.
—¿Por qué?
—Porque no puedo permitírmelo —respondió con sencillez.
Se hizo el silencio.
—Lo invertiste todo en esa tienda —dijo Ruth por fin—. Y se está hundiendo. Te aferras
a ella como un náufrago a un clavo ardiendo. Nadie quiere ya muebles de madera. Eres
una reliquia... Una curiosidad.
Descargó el puño sobre la mesa, que se alzó al instante para recoger los platos sucios,
como un animal sobresaltado. Salió como una furia del comedor y volvió a la cocina. Los
platos tintineaban en el depósito de lavado mientras corría.
Bob Foster suspiró, cansado.
—No discutamos. Estaré en la sala. Déjenme dormir un par de horas. Hablaremos más
tarde.
—Siempre más tarde —comentó Ruth con amargura.
Su marido desapareció en la sala de estar, una silueta menuda, encorvada, de cabello
gris desgreñado, los omóplatos como alas rotas.
Mike se levantó.
—Voy a hacer los deberes —dijo.
Siguió a su padre, con una extraña expresión en el rostro.
 
La sala de estar estaba en silencio, el televisor apagado y la lámpara a la mínima
potencia. Ruth manipulaba los controles de la cocina para que preparara los platos del
mes siguiente. Bob Foster descansaba tendido en el sofá, descalzo y con la cabeza
apoyada en una almohada. Su rostro estaba pálido de cansancio. Mike vaciló un momento
antes de hablar.
—¿Puedo pedirte algo?
Su padre gruñó, se removió, abrió los ojos.
—¿Qué?
Mike se sentó frente a él.
—Cuéntame otra vez aquello de cuando le diste un consejo al presidente.
Su padre se irguió.
—Yo no le di ningún consejo al presidente. Sólo hablé con él.
—Cuéntamelo.
—Te lo he contado un millón de veces. Cada tanto, desde que eras un bebé. Tú
estabas conmigo. —Su voz se suavizó, mientras recordaba—. Eras un bebé; te
llevábamos en brazos.
—¿Qué aspecto tenía?
—Bueno —empezó su padre, deslizándose en una rutina que había practicado y pulido
durante años—, más o menos como en la tele. Un poco más bajo.
—¿Por qué vino aquí? —preguntó Mike con avidez, aunque conocía casi todos los
detalles. El presidente era su héroe, el hombre que más admiraba en el mundo—. ¿Por
qué vino a nuestra ciudad desde tan lejos?
—Iba de gira. —La amargura se insinuó en la voz de su padre—. Pasó por casualidad.
—¿Qué clase de gira?
—Recorría todo el país, visitando ciudades. —La amargura se intensificó—. Quería ver
cómo nos iba. Quería comprobar si habíamos comprado suficientes NATS, refugios
antibombas, vacunas antibacterias, máscaras antigás e instalaciones de radar para repeler
los ataques. La General Electronics Corporation empezaba a montar sus grandes salas de
muestra, todo brillante, reluciente y caro. El primer equipo defensivo para uso doméstico.
—Torció los labios—. Todo en cómodos plazos. Anuncios, carteles, focos, gardenias y
platos gratis para las señoras.
Mike Foster contuvo el aliento.
—Ése fue el día que recibimos nuestra Bandera de Preparación —dijo, emocionado—.
Ése fue el día que vino a entregarnos la bandera. Y la izaron en el centro de la ciudad.
Todo el mundo gritaba y lanzaba hurras.
—¿Te acuerdas?
—Creo... Creo que sí. Recuerdo a la gente y ruidos. Y hacía calor. Fue en junio,
¿verdad?
—El 10 de junio de 1965. Un gran acontecimiento. Por aquel entonces, pocas ciudades
tenían la gran bandera verde. La gente aún compraba coches y televisores. No habían
descubierto que aquellos días habían terminado. Los televisores y los coches son útiles...
Puedes fabricar y vender tantos como quieras.
—Te dio a ti la bandera, ¿verdad?
—Bueno, nos la dio a todos los comerciantes. La Cámara de Comercio lo había
arreglado. Competencia entre las ciudades, a ver quién compra más en menos tiempo.
Mejorar la ciudad al tiempo que se estimulan los negocios. Tal como enfocaban el asunto,
la idea era que, si debíamos comprar nuestras máscaras antigás y nuestros refugios
antibombas, debíamos cuidarlos bien. Como si alguna vez hubiéramos estropeado los
teléfonos o las aceras, o las autopistas, porque el Estado las proporcionaba. O los
ejércitos. ¿Acaso no han existido siempre los ejércitos? ¿Acaso los gobiernos no han
organizado siempre a los ciudadanos para la defensa? Supongo que la defensa cuesta
demasiado. Supongo que ahorran un montón de dinero, disminuyen la deuda nacional
gracias a esto.
—Cuéntame lo que dijo —susurró Mike Foster.
Su padre buscó la pipa y la encendió con dedos temblorosos.
—Dijo: «Aquí tienen su bandera, muchachos. Han hecho un buen trabajo.» —Bob
Foster tosió cuando aspiró el acre humo de la pipa—. Estaba bronceado, tenía la cara
colorada, no se cortaba un pelo. Sudaba y sonreía. Sabía tratar a la gente. Conocía a
mucha gente por el nombre. Contó un chiste divertido.
El chico tenía los ojos abiertos de par en par.
—Vino de tan lejos y habló contigo.
—Sí, hablé con él. Todos gritaban y lanzaban hurras. Se izó la bandera verde, la gran
Bandera de la Preparación.
—Y tú dijiste...
—Yo le dije: «¿Eso es todo lo que nos ha traído? ¿Un trozo de tela verde?» —Bob
Foster apretó la pipa—. Fue entonces cuando me convertí en un anti-P, aunque en aquel
momento no lo supe. Sólo sabía que nos habían dejado solos, de no ser por un trozo de
tela verde. En lugar de un país, una nación, ciento setenta millones de personas
coordinadas para defenderse, éramos un montón de pequeñas ciudades aisladas,
pequeños fuertes amurallados. Como en la Edad Media. Con ejércitos aislados de los
demás...
—¿Volverá algún día el presidente?
—Lo dudo. Estaba... Estaba de paso.
—Si vuelve —susurró Mike, nervioso, sin atreverse a albergar esperanza alguna—,
¿iremos a verle?
Bob Foster se incorporó. Sus brazos huesudos eran de color blanco. Su rostro enjuto
estaba demacrado por la preocupación. Y la resignación.
¿Cuánto valía ese maldito trasto que viste? —preguntó con voz ronca—. El refugio
antibombas.
El corazón de Mike dejó de latir.
—Veinte mil dólares.
—Hoy es jueves. Iremos a verlo el sábado. —Bob Foster dio unos golpecitos en su pipa
casi apagada—. Lo compraré a plazos. Ya se acerca la temporada de ventas de otoño.
Suele irme bien... La gente compra muebles de madera para regalar en Navidad. —Se
levantó con brusquedad—. ¿Trato hecho?
Mike no pudo responder, sólo asentir con la cabeza.
—Bien —dijo su padre, con patética jovialidad—. Ya no tendrás que ir a mirar el
escaparate.
 
El refugio fue instalado (pagando otros doscientos dólares) por una eficiente brigada de
operarios ataviados con guardapolvos marrones, que llevaban escritos en la espalda las
palabras GENERAL ELECTRONICS. Repararon con celeridad el patio trasero, colocaron en su
sitio los arbustos, alisaron la superficie y deslizaron respetuosamente la factura por debajo
de la puerta principal. El camión de reparto, ya vacío, se alejó calle abajo y el barrio quedó
en silencio de nuevo.
Mike Foster estaba con su madre y un grupo de vecinos admirados en el porche
posterior de la casa.
—Bien —dijo por fin la señora Carlyle—, ya tienen refugio. El mejor del mercado.
—Ya lo creo —reconoció Ruth Foster. Era muy consciente de la gente que la rodeaba;
hacía mucho tiempo que no se congregaban tantos vecinos en su casa. Se sentía
embargada de una sombría satisfacción, cercana al resentimiento—. Esto ya es otra cosa
—dijo con aspereza.
—Sí —corroboró el señor Douglas desde la calle—. Ahora ya tienen un sitio donde ir. —
Tomó el grueso libro de instrucciones que los operarios habían dejado—. Dice que pueden
abastecerlo para un año. Pueden vivir ahí abajo doce meses sin necesidad de subir ni una
vez. —Sacudió la cabeza, admirado—. El mío es un modelo antiguo, del 69. Sólo tiene
autonomía para seis meses. Me parece que...
—Para nosotros es suficiente —le interrumpió su mujer, con cierto anhelo en la voz—.
¿Podemos bajar a verlo, Ruth? Está preparado, ¿verdad?
Mike emitió un sonido estrangulado y saltó hacia adelante. Su madre sonrió.
—Él será el primero en bajar a verlo. En realidad, es para él.
El grupo de hombres y mujeres, cruzados de brazos para protegerse del frío viento de
septiembre, aguardó y contempló al muchacho, mientras éste se acercaba a la boca del
refugio y se detenía a unos pasos de distancia.
Entró en el refugio con cautela, casi temeroso de tocar algo. La boca era grande para
él; había sido construida de modo que un adulto entrara sin problemas. En cuanto pisó el
ascensor, éste descendió con un silbido hacia el fondo del refugio. El ascensor cayó sobre
los amortiguadores y el chico salió dando tumbos. El ascensor volvió a la superficie y, al
mismo tiempo, selló la parte subterránea del refugio, mediante una impenetrable capa de
acero y plástico levantada en la estrecha boca.
Las luces se encendieron automáticamente. El refugio estaba vacío. Aún no habían
bajado los suministros. Olía a barniz y a grasa de motor. Los generadores zumbaban bajo
sus pies. Su presencia activó los sistemas de purificación y descontaminación. Medidores
y cuadrantes empotrados en la pared de hormigón entraron en acción.
Se sentó en el suelo, las rodillas levantadas, el rostro solemne, los ojos abiertos como
platos. Sólo se oía el ruido de los generadores; estaba aislado del mundo por completo.
Se encontraba en un pequeño cosmos autónomo. Tenía todo cuanto necesitaba, bueno, lo
tendría dentro de poco: comida, agua, aire, cosas que hacer. Nada era más preciso. Podía
extender la mano y tocar todo lo que necesitaba. Podía quedarse hasta el fin del tiempo,
sin moverse. Sin que le faltara nada, sin miedo, acompañado por el ruido de los
generadores y las paredes ascéticas que le rodeaban por todas partes, tibias, cordiales,
como un recipiente vivo.
Lanzó un grito de júbilo que rebotó de pared en pared. El eco le ensordeció. Cerró los
ojos y apretó los puños. Una inmensa alegría le invadió. Volvió a gritar y dejó que los ecos
se derramaran sobre él, su voz reforzada por las paredes próximas, sólidas,
increíblemente poderosas.
 
Los chicos del colegio se enteraron antes que llegara por la mañana. Le saludaron
cuando se acercó, todos sonrientes y dándose codazos.
—¿Es verdad que han comprado un nuevo modelo General Electronics S-72? —
preguntó Earl Peters.
—Es verdad —respondió Mike. Su corazón se henchió de una confianza que jamás
había poseído—. Vengan a verlo —dijo con tanta indiferencia como logró fingir—. Se los
enseñaré.
Siguió adelante, consciente de sus caras envidiosas.
—Bien, Mike —dijo la señora Cummings, cuando iba a salir de la clase al finalizar la
jornada—. ¿Cómo te sientes?
Se detuvo junto a su escritorio, tímido y embargado de un silencioso orgullo.
—Muy bien —admitió.
—¿Ya contribuye tu padre a los NATS?
—Sí.
—¿Y has conseguido un pase para el refugio del colegio?
Exhibió con alegría la pequeña cinta azul que rodeaba su muñeca.
—Ha enviado un cheque al Ayuntamiento por todo. Dijo: «Ya que he llegado hasta aquí,
no cuesta nada continuar hasta el final.»
—Ya tienes todo cuanto poseen los demás. —La anciana sonrió—. Me alegro mucho.
Ya eres un pro-P, aunque no exista esa expresión. Eres... como todos los demás.
 
Al día siguiente, las máquinas de noticias propagaron a los cuatro vientos que los rusos
habían inventado los proyectiles perforadores.
Bob Foster estaba de pie en medio de la sala de estar, la cinta-noticiario en las manos,
su flaco rostro congestionado de furia y desesperación.
—¡Es un complot, maldita sea! —su voz adquirió un tono histérico—. Acabamos de
comprar ese trasto y fíjate. ¡Fíjate! —Tiró la cinta a su mujer—. ¿Lo ves? ¡Te lo dije!
—Ya lo he visto —se revolvió Ruth—. Estarás pensando que el mundo aguardaba tu
reacción. No paran de mejorar las armas, Bob. La semana pasada fueron las escamas
que envenenan las semillas. Hoy, los proyectiles perforadores. No esperarás que el
progreso se detenga porque cambiaste de opinión por fin y compraste un refugio,
¿verdad?
El hombre y la mujer se miraron.
—¿Qué demonios vamos a hacer? —preguntó Bob Foster en voz baja.
Ruth volvió a la cocina.
—Me han dicho que van a sacar adaptadores.
—¡Adaptadores! ¿Qué quieres decir?
—Para que la gente no tenga que comprar nuevos refugios. Vi un anuncio en la tele.
Van a sacar al mercado una especie de parrilla mecánica, en cuanto el gobierno lo
apruebe. Se extienden sobre el terreno e interceptan los proyectiles perforadores. Los
interceptan, detonan en la superficie, y no se introducen en el refugio.
—¿Cuánto valen?
—No lo han dicho.
Mike Foster estaba sentado en el sofá, muy atento. Se había enterado de la noticia en
el colegio. Estaban pasando la prueba sobre las bayas, examinando muestras de bayas
silvestres para diferenciar las inofensivas de las tóxicas, cuando el timbre anunció una
asamblea general. El rector leyó la noticia sobre los proyectiles perforadores y pronunció
una breve conferencia sobre el tratamiento de urgencia que debía aplicarse a la nueva
variante del tifus, desarrollada en fechas recientes.
Sus padres continuaron discutiendo.
—Tendremos que comprar uno —dijo con calma Ruth Foster—. De lo contrario, dará
igual que tengamos o no un refugio. Los proyectiles perforadores fueron diseñados a
propósito para penetrar en la superficie y buscar el calor. En cuanto los rusos hayan
producido...
—Compraré uno —dijo Bob Foster—. Compraré una parrilla antiproyectiles y lo que
haga falta. Compraré todo lo que saquen al mercado. Nunca dejaré de comprar.
—No es para tanto.
—Este juego posee una auténtica ventaja sobre vender coches y televisores a la gente.
Con algo así, debemos comprar. No es un lujo, algo grande y reluciente que impresione a
los vecinos, algo superfluo. Si no compramos, morimos. Siempre se ha dicho que la forma
de vender algo es crear anhelo en la gente. Crear una sensación de inseguridad, como
decirles que huelen mal o tienen un aspecto ridículo. Esto deja en pañales al desodorante
o la brillantina. Es imposible escapar. Si no compras, te matarán. La campaña publicitaria
perfecta. Compra o muere, el nuevo lema. Pon en tu patio trasero un nuevo refugio
antibombas de la General Electronics, o te matarán.
—¡Deja de hablar así! —gritó Ruth.
Bob Foster se dejó caer en la silla de la cocina.
—Muy bien. Me rindo. Picaré el anzuelo.
—¿Comprarás una? Creo que se pondrán a la venta en Navidad.
Había una extraña expresión en su rostro.
—Compraré uno de esos malditos trastos en Navidad, como todo el mundo.
 
Los adaptadores fueron un éxito.
Mike Foster caminaba lentamente por la calle abarrotada de gente. Era diciembre y
anochecía. Los adaptadores brillaban en todos los escaparates. De todas las formas y
tamaños, para toda clase de refugios. De todos los precios, para todas las economías. La
muchedumbre estaba alegre y emocionada, todo sonrisas, cargada de paquetes y abrigos,
la típica muchedumbre de todas las Navidades. Copos de nieve pintaban de blanco el aire.
Los coches avanzaban con precaución por las calles abarrotadas. Luces, letreros de neón
e inmensos escaparates iluminados brillaban por todas partes.
Su casa estaba oscura, silenciosa. Sus padres aún no habían llegado. Los dos estaban
trabajando en la tienda. El negocio iba mal y su madre había sustituido a uno de los
empleados. Mike alzó la mano hacia la cerradura codificada y la puerta se abrió. La estufa
automática había conservado la casa caliente y confortable. Se quitó la chaqueta y dejó
los libros.
No permaneció en la casa mucho rato. Salió por la puerta trasera al porche, con el
corazón acelerado.
Se obligó a detenerse, dar media vuelta y entrar de nuevo en la casa. Era mejor no
apresurarse. Había planificado cada momento, desde el instante en que vio el eje del túnel
recortarse contra el cielo nocturno. Había convertido el proceso en un arte; no había
emoción desperdiciada. Había dotado de belleza todos sus movimientos. La abrumadora
sensación de presencia cuando el túnel del refugio se cerraba a su alrededor. La helada
corriente de aire que se producía cuando el ascensor descendía hasta el fondo.
Y la grandeza del refugio en sí.
Cada tarde, en cuanto llegaba, se enterraba bajo la superficie, encerrado y protegido en
su silencio de acero, igual que desde el primer día. Ahora, la cámara estaba llena. Llena
de ingentes cantidades de comida, almohadas, libros, cintas de audio y vídeo, cuadros en
las paredes, telas de alegres colores y texturas, incluso jarrones con flores. El refugio era
su lugar, donde se acurrucaba rodeado de todo lo que necesitaba.
Demorándose lo máximo posible, recorrió la casa y buscó entre las cintas de audio.
Estuvo sentado en el refugio hasta la hora de la cena, escuchando «Wind in the willows».
Sus padres sabían donde encontrarle; siempre estaba en el mismo sitio. Dos horas de
felicidad ininterrumpida, a solas en el refugio. Y después, cuando la cena terminaba, volvía
de nuevo hasta la hora de acostarse. En ocasiones, por la noche, cuando sus padres
dormían, se levantaba con sigilo y se acercaba a la boca del refugio, y descendía a las
profundidades. Se escondía hasta el amanecer.
Encontró la cinta y salió corriendo al patio. Feas nubes negras cruzaban el cielo
grisáceo. Las luces de la ciudad se encendían poco a poco. El patio se veía frío y hostil.
Avanzó con paso vacilante hacia los peldaños..., y se quedó petrificado.
Distinguió una enorme cavidad bostezante, una boca vacía, sin dientes, abierta al cielo
de la noche. No había nada más. El refugio había desaparecido.
Permaneció inmóvil durante una eternidad, la cinta aferrada en su mano, la otra
apoyada sobre la barandilla del porche. La noche cayó. El hueco se disolvió en la
oscuridad. Todo el mundo se hundió en el silencio y las tinieblas abismales. Salieron
algunas estrellas. Se encendieron las luces de las casas próximas, frías y débiles. El
muchacho no vio nada. Estaba inmóvil, el cuerpo rígido como una piedra, contemplando el
gran pozo que había sustituido al refugio.
De pronto, su padre apareció junto a él.
—¿Cuánto rato llevas aquí? —preguntó su padre—. ¿Cuánto rato, Mike? ¡Contéstame!
Mike consiguió reponerse con un violento esfuerzo.
—Has vuelto pronto —murmuró.
—Me fui de la tienda a propósito. Quería estar aquí cuando tú... llegaras a casa.
—Ya no está.
—Sí. —La voz de su padre era fría, desprovista de emoción—. El refugio ya no está. Lo
siento, Mike. Les llamé y dije que se lo llevaran.
—¿Por qué?
—No podía pagarlo, sobre todo en Navidad, ahora que todo el mundo compra esas
parrillas. No podía competir con ellas. —Su voz se quebró—. Fueron muy legales. Me
devolvieron la mitad del dinero. —Su voz adquirió un tono irónico—. Sabía que si hacía un
trato con ellos antes de Navidad, saldría mejor librado. Podrán vendérselo a otra persona.
Mike no dijo nada.
—Intenta comprenderlo —continuó su padre—. Tuve que invertir todo el capital que
pude reunir en la tienda. Tenía que sacarla adelante. Era la tienda o el refugio. Y si elegía
el refugio...
—Nos quedábamos sin nada.
Su padre le apretó el brazo.
—Y en ese caso, también habríamos tenido que desprendernos del refugio. —Sus
fuertes y delgados dedos se hundieron espasmódicamente en su piel—. Ya eres mayor
para entender las cosas... Compraremos otro más adelante, quizá no el más grande, pero
algo. Fue un error, Mike. El maldito adaptador acabó de estropearlo todo. Seguiré
contribuyendo a los NATS, y pagaré tu pase del colegio. No se trata de una cuestión de
principios —terminó, desesperado—. No puedo hacer nada. ¿Lo entiendes, Mike? Tenía
que hacerlo.
Mike se apartó de él.
—¿Adónde vas? —Su padre le persiguió—. ¡Vuelve aquí!
Intentó atrapar a su hijo, pero en la oscuridad tropezó y cayó. Las estrellas le cegaron
cuando su cabeza golpeó contra una esquina de la casa. Se puso en pie con gran
esfuerzo y buscó algún apoyo.
Cuando recobró la vista, el patio estaba vacío. Su hijo se había ido.
—¡Mike! —gritó—. ¿Dónde estás?
No obtuvo respuesta. El viento de la noche acumuló nubes de nieve a su alrededor; el
aire frío transportaba un sabor amargo. Viento y oscuridad, nada más.
 
Bill O’Neill examinó el reloj de pared. Eran las nueve y media. Ya podía cerrar las
puertas y clausurar el gigantesco almacén. Echar a las ruidosas multitudes y volver a
casa.
—Gracias a Dios —exclamó, mientras sostenía la puerta para que saliera la última
anciana, cargada con paquetes y regalos. Tecleó el código de cierre y bajó la persiana—.
Menuda turba. Nunca había visto a tanta gente junta.
—Asunto concluido —dijo Al Connors desde la caja registradora—. Voy a contar el
dinero. Ve a echar un vistazo. Asegúrate que no quede ni uno.
O’Neill se alisó el cabello y se aflojó la corbata. Encendió un cigarrillo con ansia y fue a
inspeccionar la tienda. Comprobó los interruptores, apagó los escaparates. Por fin, se
acercó al gigantesco refugio antibombas que ocupaba el centro de la planta.
Subió la escalerilla hasta la boca y entró en el ascensor. Un segundo después se
encontraba en el interior del refugio, similar a una caverna.
En un rincón, Mike Foster estaba acurrucado, las rodillas apretadas contra la barbilla,
rodeando con sus brazos huesudos los tobillos. Tenía la cabeza gacha; sólo se veía su
cabello castaño enmarañado. No se movió cuando el vendedor se acercó, estupefacto.
—¿Qué demonios haces aquí? —preguntó O’Neill, sorprendido e irritado. Su furia
aumentó—. Creía que habían comprado uno. —Entonces, recordó—. Ah, ya. Nos lo
devolvieron.
Al Connors hizo acto de presencia.
—¿Qué te retiene? Salgamos de aquí y... —Vio a Mike y se quedó sin habla—. ¿Qué
hace ése aquí abajo? Échale y larguémonos.
—Vamos, muchacho —dijo O’Neill con suavidad—. Es hora de volver a casa.
Mike no se movió.
Los dos hombres intercambiaron una mirada.
—Creo que tendremos que sacarle a rastras —dijo Connors. Se quitó la chaqueta y la
tiró sobre el aparato de descontaminación—. Vamos. Acabemos de una vez.
Tuvieron que hacerlo los dos. El muchacho luchó con desesperación, sin decir palabra,
utilizando las uñas, los pies y hasta los dientes cuando le agarraron. Le arrastraron hasta
el ascensor y consiguieron activar el mecanismo. O’Neill fue con él; Connors le siguió a
continuación. Cargaron al muchacho hasta la puerta, le sacaron y aseguraron los cerrojos.
—Uau —jadeó Connors, desplomándose sobre el mostrador. Tenía la manga
desgarrada y un corte en la mejilla. Sus gafas colgaban de una oreja. Tenía el pelo
desgreñado y estaba agotado—. ¿Crees que deberíamos llamar a la policía? Ese chico no
está en sus cabales.
O’Neill, jadeante, se apoyaba en la puerta y escudriñaba la calle. Vio al chico sentado
en la acera.
—Sigue ahí —murmuró.
La gente empujaba al chico por todas partes. Por fin alguien se detuvo y le levantó. El
muchacho se soltó y desapareció en la oscuridad. La persona que le había ayudado
recogió sus paquetes, vaciló un instante y prosiguió su camino. O’Neill apartó la vista.
—Vaya complicación. —Se secó la cara con el pañuelo—. Nos enfrentó.
—¿Que le pasaba? No dijo ni una palabra.
—Es muy desagradable devolver cosas en Navidad —contestó O’Neill. Tomó su
chaqueta con mano temblorosa—. Es una pena. Ojalá hubieran podido quedárselo.
Connors se encogió de hombros.
—O pagas, o estás fuera.
—¿Por qué no les ofrecimos un trato especial? Tal vez... —O’Neill se esforzó en buscar
las palabras—. Tal vez sería mejor vender el refugio a precio de mayorista para esa gente.
Connors le dirigió una mirada iracunda.
—¿A precio de mayorista? Todo el mundo se apuntaría. No sería justo. ¿Cuánto tiempo
aguantaría el negocio? ¿Cuánto tiempo duraría la GEC?
—No mucho, imagino —admitió O’Neill.
—Utiliza la cabeza —rió Connors—. Necesitas un buen trago. Acompáñame al ropero.
Tengo guardada una botella de Haig & Haig. Te pondrá en forma antes de volver a casa.
Lo necesitas.
Mike Foster vagaba sin rumbo por las calles, entre las multitudes de gente que volvían a
casa después de las compras. No veía nada. La gente le empujaba, pero no se daba
cuenta. Luces, gente contenta, las bocinas de los coches, el rumor de los semáforos. Su
mente estaba vacía, muerta. Caminaba como un autómata, sin conciencia ni sentimientos.
A su derecha, un letrero de neón parpadeaba en la oscuridad. Un letrero enorme,
brillante y llamativo:
 
PAZ EN LA TIERRA A LOS HOMBRES DE BUENA VOLUNTAD
REFUGIO PÚBLICO
ENTRADA 50 CENTAVOS
 
 
FIN


SPECIAL - PHILIP K. DICK - GESTARESCALA

GESTARESCALA
Philip K. Dick
 
 

 
 
Y en verdad tuve miedo, mucho miedo.
Pero aún así, me sentí muy honrado  
De que recurriera a mi hospitalidad
Desde los portales oscuros de la tierra secreta.
D. H. Lawrence
 
 
1
 
Antes que él, su padre había sido ceramista. De modo que él también se dedicó a
componer cacharros o cualquier otro objeto de cerámica que quedara de los Viejos
Tiempos previos a la guerra, cuando las cosas no eran siempre de plástico... Una vasija
de cerámica era algo maravilloso, y se enternecía profundamente con cada una de las
que restauraba. Recordaba sus formas, su textura y su esmalte: quedaban grabados en
su piel. A pesar de todo, casi nadie requería sus servicios. Quedaban muy pocas piezas
de cerámica y sus dueños cuidaban de no romperlas.
“Yo soy Joe Fernwright”, se decía a sí mismo. “Soy el mejor ceramista de la Tierra. Yo,
Joe Fernwright, soy diferente a los demás hombres”.
Las cajas vacías se amontonaban en su oficina. Eran cajas de metal para devolver las
vasijas restauradas. Pero no había vasijas. Hacía siete meses que su mesa de trabajo
estaba vacía.
Meditó muchas cosas durante esos largos meses. Se había dicho que debería
abandonar eso y dedicarse a otro oficio, a cualquier cosa, con tal de no depender de su
pensión de veterano de guerra. Pensó que su trabajo no era lo suficientemente bueno;
que no tenía clientes porque enviaban sus vasijas a otro lado para arreglarlas. Examinó la
posibilidad de suicidarse. Una vez especuló con la idea de un gran crimen, como el
asesinato de algún jerarca del Senado Internacional de la Paz Mundial. Pero todo eso no
le serviría de nada. De todos modos, la vida todavía tenía algo de valor, porque le
quedaba una cosa buena entre todas las que se le habían escapado o que le habían
ignorado: esa cosa era el Juego.
Parado en el techo de su edificio de departamentos, Joe Fernwright, con su almuerzo
en la mano, aguardaba el aeroglobo rápido. El aire frío de la mañana le arañó y le hizo
temblar.  
“En cualquier momento aparece —se dijo—. Seguro que viene lleno y no para. Va a
pasar de largo, atestado de gente. Y… bueno, tendré que caminar...” pensó.
Se había acostumbrado a las caminatas. Como en todas las cosas, el gobierno había
fracasado estrepitosamente en materia de transporte público.  
“Sarta de degenerados —se dijo Joe—. Aunque los degenerados somos nosotros”
pensó. Después de todo, él también era parte del aparato planetario del Partido, esa red
de tentáculos que los había penetrado y que luego, en una convulsión de pasión amorosa,
los había envuelto en un abrazo mortal, tan amplio como el mundo entero.
—Me rindo —dijo el hombre que estaba a su lado, con un rictus de irritación en sus
mejillas afeitadas y perfumadas—. Voy a bajar por el ascensor hasta la calle y voy a
caminar. Que tengan suerte —el hombre se abrió paso a través de la multitud que
aguardaba el aeroglobo; el gentío se cerró detrás de él y se perdió de vista…
—Yo también —decidió Joe, y se dirigió al ascensor, junto con varios otros viajeros
malhumorados.
Una vez en la calle, franqueó una vereda agrietada y sin reparar, lanzó un suspiro
hondo y enojado, y luego, por medio de sus propias piernas, se encaminó hacia el norte.
Un patrullero policial descendió y se demoró un momento sobre la cabeza de Joe:
—Está caminando demasiado despacio —le informó el oficial, apuntándole con una
pistola láser de Walters & Jones—. Acelere o lo llevo preso.
—Juro por Dios que me voy a apurar —dijo Joe—. Deje que tome el ritmo, acabo de
empezar —apresuró el paso y alcanzó rápidamente a los demás peatones— los que,
como él, tenían la suerte de trabajar, de tener a dónde ir esa sombría mañana de un
jueves de principios de abril del año 2046, en la ciudad de Cleveland, República Comunal
de los Ciudadanos de América del Norte. O que por lo menos tenían algo que se parecía
a un empleo. Un lugar, un oficio, experiencia, y, quizás algún día, una tarea que cumplir.
 
En su oficina y taller —que eran en realidad un cubículo— había un banco,
herramientas, montones de cajas metálicas vacías, un pequeño escritorio y su vieja silla, y
una mecedora forrada de cuero que había pertenecido a su abuelo y luego a su padre. Y
ahora se sentaba él en esa silla, todos los días, todos los meses. También tenía una única
vasija de cerámica, bajita y gruesa, terminada en un esmalte azul opaco, sobre el
bizcocho blanco. La había encontrado hacía años e identificado como una obra japonesa
del siglo XVII, y la amaba. Nunca se había roto, ni siquiera durante la guerra.  
Se sentó en la silla, sintiéndola ceder aquí y allá, ajustándose a su cuerpo familiar. La
silla le conocía tan bien como él a ella; se habían acompañado durante toda una vida.
Luego se inclinó para oprimir el botón que traería el correo de la mañana, por un tubo,
hasta su escritorio. Se detuvo un instante. “¿Y si no hay nada?”, se preguntó. Nunca
había nada. Pero esta vez podría ser distinto. Como con un jugador de fútbol, cuando
hace mucho que no hace un gol, uno dice: “ahora, en cualquier momento lo hace”, y es
verdad. Joe oprimió el botón.
Aparecieron tres recibos.
Junto con ellos, el mustio paquete gris con el dinero del día, su pensión diaria del
gobierno. Papel moneda, en la forma de vales raros y adornados, que casi no tenían
valor. Todos los días, cuando recibía su paquete gris de billetes recién impresos, se iba
tan pronto como podía hasta el GUB, el súper centro de compras y canjes para todo uso,
y hacía sus transacciones rápidamente. Cambiaba los billetes, mientras tuvieran algún
valor, por comida, revistas, píldoras, una camisa nueva, cualquier cosa tangible en
general. Todo el mundo hacía lo mismo. No tenían otra salida; aferrarse a los billetes del
gobierno por más de veinticuatro horas era invitar al desastre, era equivalente al suicidio.
El dinero del gobierno perdía aproximadamente el ochenta por ciento de su poder
adquisitivo en dos días.
El hombre del cubículo contiguo al suyo le gritó un saludo:
—Salud y larga vida al Presidente. —Rutina, nada más.
—Sí—, musitó Joe. Otros cubículos, muchos de ellos, unos sobre los otros. “¿Cuántos
habrá en el edificio?”, pensó de repente.  
“¿Mil? ¿Dos mil, o dos mil quinientos? Ya sé lo que puedo hacer hoy”, se dijo; “puedo
investigar y averiguar cuántos cubículos hay además del mío. De ese modo sabré cuánta
gente hay en el edificio..., sin contar, claro está, a los ausentes por enfermedad y a los
que han muerto”.
Pero, primero, un cigarrillo. Sacó un paquete de cigarrillos de tabaco —algo
completamente ilegal, por el daño que causaba a la salud y la naturaleza adictiva de la
planta en sí— y se dispuso a encender uno.
Como siempre ocurría al hacer eso, su mirada se posó sobre el detector de humo
puesto en la pared frente a él. Cada bocanada, una multa de diez vales, se dijo. Volvió a
colocar los cigarrillos en su bolsillo, se frotó la frente con energía, tratando de vislumbrar
el deseo enquistado en el fondo de su ser, el ansia que le había llevado a infringir ya
varias veces esa reglamentación. ¿Qué es lo que realmente añoro?, se preguntó. La
gratificación oral es un mero sustituto. Llegó a la conclusión de que era algo enorme;
sintió un hambre primitiva que abría sus grandes fauces, como si fuera a devorar todo lo
que le rodeaba. Trasladar el mundo de su alrededor a su universo interno.
Así era como jugaba. Esa sensación había creado, para él, el Juego.
Oprimiendo el botón rojo, levantó el auricular y esperó a que el lento y chirriante
conmutador le proporcionase una línea exterior para su videófono.
—Scuac —protestó el videófono. En la pantalla se veían colores y trazos abstractos; la
interferencia electrónica era apenas visible.
Marcó de memoria. Doce números, comenzando con el tres de Moscú.
—De parte de las oficinas del Vicecomisionado Saxton Gordon —dijo al operador ruso
que le miraba con enojo desde la pantalla.  
—Más juegos, me supongo —contestó el operador.
—No sólo por medio de harina de plancton puede mantener sus procesos metabólicos
el bípedo humanoide —dijo Joe.
Después de mirarle con desaprobación, el operador le comunicó con Gauk. Se
encontró frente a la cara delgada y aburrida del pequeño funcionario soviético. El
aburrimiento se transformó de inmediato en interés.  
—A preslavni vityaz —entonó Gauk—. Dostoini konovod tolpi byezmozgloi,
prestóopnaya.
—Bueno, no me eches un discurso —dijo Joe. Se sentía impaciente y malhumorado,
pero eso era común por la mañana.
—Prostitye —se disculpó Gauk.
—¿Tienes un título para mí? —preguntó Joe mientras preparaba su lapicero.
—La computadora de Tokio ha estado ocupada toda la mañana —respondió Gauk—.
Así que lo hice a través de la otra más pequeña de Kobe. En algunas cosas Kobe es…
¿cómo se podría decir? más pintoresca que Tokio —se detuvo a consultar un pedazo de
papel. Su oficina, como la de Joe, era un cubículo con un escritorio, un videófono, una
silla recta hecha de plástico y un anotador— ¿Listo?
—Listo —Joe hizo un garabato con su lapicero.
Gauk carraspeó y leyó de su trozo de papel. Su expresión era sonriente y satisfecha;
parecía seguro de sí mismo.  
—Éste tuvo su origen en tu idioma —explicó, haciendo honor a una de las reglas que
habían sancionado todos juntos, miembros de una logia desparramada sobre la faz de la
Tierra, en sus pequeñas oficinas y miserables puestecitos; sin nada para hacer, sin tareas
ni preocupaciones ni problemas difíciles. Sin nada, salvo el vacío indiferente de su
sociedad, contra el cual cada uno de ellos protestaba a su manera, y al cual todos
eludían, en conjunto, a través del Juego—. Título de libro —continuó Gauk—. Es la única
pista que te puedo dar.
—¿Es conocido? —preguntó Joe.
Sin prestar atención a su pregunta, Gauk leyó el papelito.  
—Un ferrocarril callejero donde hay fuego de catedral.
—¿Amor? —preguntó Joe.
—No. Ardor.
—Ferrocarril —dijo Joe pensando—. Ferrocarril callejero. ¿Pero qué significa “fuego”?
—garabateó con el lapicero, confundido.
—¿Y esto es lo que te dio la computadora de traducción de Kobe? “Fuego” es “llama”
—decidió—. Catedral. ¿”Iglesia”? ¿”Santuario”? ¿De santuario? No. “Seo”. ¡Eso era!
“Sede religiosa”. De seo —lo anotó. Llama. Deseo. Y “ferrocarril callejero” ¿sería tranvía?
Claro. “Dónde”, el antiguo “do`. Ya lo tenía—. Un tranvía llamado deseo, de Tennessee
Williams.
Tiró el lápiz sobre el escritorio en señal de triunfo.
—Diez puntos para ti —dijo Gauk—. Esto te pone al mismo nivel que Hirshmeyer en
Berlín y un poco más adelante que Smith en Nueva. York. ¿Quieres intentar otro?
—Yo tengo uno —dijo Joe. Extrajo una hoja de papel doblada de su bolsillo, lo extendió
sobre la mesa y leyó—: Casamientos de santo sindicato sin posesión.  
Miró a Gauk con la sensación de tener algo bueno. Lo había conseguido de la
computadora de traducción más grande, en el centro de Tokio.
—Es fácil —dijo Gauk sin esforzarse—. Sindicato sin posesión, “gremio” sin “mío”.
Bodas de sangre. Diez puntos para mí —los anotó.
—La biografía es fantasía —dijo Joe con cierto enojo.
—La tienes tomada con los españoles, hoy, ¿eh? Ese es de Olla de la Nave —dijo
Gauk con una sonrisa amplia—. La vida es sueño.
—¿Olla de la Nave? —repitió Joe pensativo.
—Calderón de la Barca.
—Me rindo —dijo Joe.  
Se sentía cansado; como siempre, Gauk le llevaba kilómetros en este juego de
retraducir las traducciones de las computadoras de vuelta a su idioma original.
—¿Quieres probar uno más?
Dijo Gauk suavemente, su cara sin expresión.
—Uno más —decidió Joe.
—La mitad repetida frena a los que hacen miel de los dolores abdominales.
—Dios mío —dijo Joe, profundamente consternado. No sonaba a nada. `Dolores
abdominales”. “Cólicos”, quizá. Melancólicos. Pensó rápidamente. La mitad repetida frena.
Frena; ¿para? Pero la mitad repetida. No le veía solución. Durante unos instantes meditó
en silencio—. No —dijo al final—. No lo puedo adivinar. Me rindo.
—¿Tan pronto? —preguntó Gauk, levantando una ceja.
—Bueno, no vale la pena quedarse sentado aquí el resto del día tratando de adivinarla.
—Re-medio —dijo Gauk.
Joe gimió.
—¿Gimes? —dijo Gauk— ¿Porque le erraste a una que tendrías que haber acertado?
¿Estás cansado, Fernwright? ¿Te cansa estar sentado en tu rinconcito, sin nada para
hacer, hora tras hora, como todos? ¿Prefieres quedarte solo en silencio y no conversar
con nosotros? ¿Dejarte llevar?
Gauk parecía estar seriamente preocupado, su cara se había oscurecido.
—Lo que pasa es que era fácil —dijo Joe a modo de excusa. Pero podía ver que su
colega moscovita estaba lejos de creerle—. Y bueno —prosiguió—, estoy deprimido. No
puedo aguantar más. ¿Sabes lo que quiero decir? Sí, lo sabes —esperó. Pasó un
momento sin imagen, durante el cual ninguno de los dos habló—. Voy a colgar —dijo Joe,
y empezó a hacerlo.
—Espera —dijo Gauk rápidamente—. La última.
—No —dijo Joe.  
Colgó, y se quedó mirando al vacío. En la hoja de papel extendida delante de él tenía
unas cuantas más; pero se terminó, se dijo con amargura. Se había disipado la energía, la
capacidad para dilapidar toda una existencia sin un trabajo digno de ser llamado tal,
reemplazándolo por el ejercicio de lo trivial; más aún, el ejercicio voluntario, como en el
caso del Juego.
Contacto humano, pensó; a través del Juego el cascarón de nuestro aislamiento se raja
y quiebra. Nos asomamos, pero ¿qué es lo que vemos, en realidad? Reflejos de nosotros
mismos, nuestros rostros pálidos y demacrados, dedicados a no hacer nada en particular.
La muerte está muy cerca, pensó. Cuando uno piensa en todo esto, la puede sentir ahí al
lado. ¡Qué cerca está!, pensó. Nadie me está matando; no tengo enemigos ni
antagonistas. Es como el vencimiento de la suscripción a una revista: caduca un poco
cada mes. Lo que me pasa, pensó, es que estoy demasiado vacío como para seguir
participando. No me importa si ellos —los que siguen con el Juego— me necesitan,
necesitan mi contribución rancia y gastada.
Y, sin embargo, mientras miraba su trozo de papel ciegamente, sintió que algo ocurría
dentro de él: una especie de oscura fotosíntesis. Una concentración de las fuerzas que le
quedaban; una operación instintiva. Abandonado a su suerte, su cuerpo funcionando sin
orientación imponía su propio esfuerzo biológico en forma concreta. Comenzó a anotar
otro título.
Marcó una comunicación vía satélite con Japón; luego dio los números de la
computadora de traducción de Tokio. Con una rapidez nacida de larga práctica consiguió
una línea directa con la enorme y ruidosa maquinaria, evitando al ejército de empleados
que la atendían.  
—Transmisión oral —le informó.
La pesada GX9 pasó de recepción visual a oral.
—El vino del estío —dijo Joe. Encendió el grabador de su videófono.
La computadora contestó de inmediato, dándole la equivalencia en japonés.
—Gracias y fuera —dijo Joe, colgando. En seguida llamó a la computadora de
traducción de Washington, D.C. Rebobinó la cinta del grabador de su videófono, y
reprodujo las palabras japonesas —nuevamente en forma oral— para la computadora,
que traduciría la frase japonesa a su idioma.
—El era oriundo del hermano del padre.
—¿Qué? —dijo Joe, riéndose—. Repita, por favor.
—El era oriundo del hermano del padre —dijo la computadora con la paciencia y
nobleza de los seres superiores.
—¿Esa es la traducción exacta? —preguntó Joe.
—El era oriundo…
—Está bien, corte —dijo Joe. Colgó y se sonrió unos instantes; volvió a sentir que la
energía corría por su cuerpo, despertada por ese humor humano que lo llenaba de vigor.
Vaciló un instante, pensando, y luego decidió marcar el número del bueno de Smith en
Nueva York.
—Oficina de Abastecimiento y Suministros, Sección Siete —dijo Smith, y su cara
perruna, acosada por el aburrimiento, apareció en la pequeña pantalla gris—. Hola,
Fernwright. ¿Tiene algo para mí?
—Una fácil —dijo Joe—: Él era oriundo…
—Espere que haya escuchado la mía —le interrumpió Smith—. Déjeme a mí primero.
Vamos, Joe, ésta es fantástica. No la va a sacar nunca. Escuche —leyó rápidamente,
tropezándose con las palabras—: El caballero anterior afirma te entreguen. Por “Primero
que te diviertas”.
— No —dijo Joe.
—No, ¿qué? —Smith le miró frunciendo el ceño—. Ni siquiera lo ha intentado; se
quedó ahí sentado. Le doy tiempo. Las reglas estipulan cinco minutos; son suyos.
—Me retiro —dijo Joe.
—¿De qué? ¿Del Juego? ¡Pero si tiene una puntuación excelente!
—Me retiro de mi profesión —dijo Joe—. Voy a abandonar este lugar de trabajo y
cancelar mi videófono. No estaré aquí, así que no podré jugar —respiró hondo y
prosiguió—. Tengo sesenta y cinco monedas de cuarto de dólar ahorradas. De antes de la
guerra. Me llevó dos años.
—¿Monedas? —Smith lo miró boquiabierto— ¿Dinero de metal?
—Están en una bolsita de amianto debajo del calefactor en mi habitación —dijo Joe.
Haré la consulta hoy, se dijo—. Hay una cabina a la vuelta de mi edificio —le dijo a Smith.
Espero tener suficientes monedas, pensó. Dicen que Don Empleo da tan poco —o para
expresarlo de otro modo —cobra tanto... Pero sesenta y cinco monedas es bastante.
Equivalen a... Tenía que calcularlo en su anotador—. Diez millones de dólares en vales —
informó a Smith—. De acuerdo con el cambio oficial de hoy, que salió en el diario de la
mañana.
Después de una pausa eterna, Smith habló con lentitud.  
—Ya veo. Bueno, espero que tenga suerte. Conseguirá que le diga veinte palabras por
lo que tiene ahorrado. Quizá dos frases. “Vaya a Boston. Pregunte por” y luego se cortará;
se cerrará herméticamente. El depósito de monedas hará un ruido, y sus monedas
estarán allí abajo, en una red de viaductos, impulsadas por presión hidráulica hasta la
central de Don Empleo en Oslo —se frotó debajo de la nariz, como para eliminar cualquier
vestigio de humedad—. Le envidio, Fernwright. Quizá dos frases sean suficientes. Yo lo
consulté una vez. Le entregué cincuenta monedas. “Vaya a Boston”, me dijo. “Pregunte
por”. Y luego cortó. Me pareció que se divertía, que le gustaba cortar la comunicación en
el momento justo, como si mis monedas lo hubieran incitado al placer, a esa clase de
placer que podría satisfacer a un ente mecánico. Pero no deje que lo desanime.
—Claro que no —replicó Joe estoicamente.
—Cuando haya consumido todas sus monedas… —prosiguió Smith, pero Joe lo
interrumpió con una voz llena de aspereza:
—Al grano.  
—Ningún ruego.  
—Está bien.
Hubo una pausa. Los dos hombres se miraron.
—Ningún ruego —dijo Smith al fin—, ninguna argucia posible hará que esa condenada
máquina le diga una sola palabra más.  
—Mmm —dijo Joe.  
Trató de aparentar indiferencia, pero las palabras de Smith habían surtido efecto. Sintió
que su entusiasmo se enfriaba. Los vientos fríos y huracanados del miedo soplaban en su
alma. Miedo de terminar con las manos vacías. Una frase truncada de Don Empleo, y
entonces, como decía Smith, el fin. Don Empleo era la imagen antediluviana del hierro
mudo cuando se apagaba. La quintaesencia del rechazo. Si existe una sordera
sobrenatural, pensó, es la de Don Empleo cuando a uno se le acabaron las monedas.
—¿Puedo darle otra que conseguí de la traductora de Namangan? —dijo Smith—. Es
cortita. Escuche —sus dedos alargados recorrieron apresuradamente la lista que tenía
ante él—: Cacería Alba, película famosa del año.
—Casablanca —dijo Joe sin expresión.
—¡Sí! Dio en el blanco, Fernwright, ¡justo en el centro, con bandera y todo! ¿Quiere
otra? ¡No corte! ¡Tengo una realmente buena aquí!
—Désela a Hirshmeyer en Berlín —dijo Joe y colgó.
Me estoy muriendo, se dijo.
Se quedó sentado en su silla miserable y anticuada. Vagamente, vio que la luz roja de
aviso de su tubo de correos se había encendido; seguramente hacía algunos minutos que
estaba así. Qué raro, pensó. No hay correo hasta la una y quince de la tarde. ¿Franqueo
especial?, pensó. Oprimió el botón.
Salió una carta. Franqueo especial.
La abrió. Dentro había una tira de papel que decía:
“Ceramista, le necesito. Le pagaré.”
Sin firma. Ni remitente tampoco. La única dirección que figuraba era la suya. Dios mío,
pensó. Esto es algo grande y serio. Estoy seguro.
Giró la silla con cuidado hasta quedar frente a la luz roja del tubo de correo. Y se
acomodó para la espera. Hasta que llegue, se dijo. A menos que me muera de hambre
antes. Pero no me quiero morir ahora, pensó con fuerza. Quiero vivir. Y esperar. ¡Esperar!
Y esperó.
 
 
2
 
No recibió nada más por correo ese día, así que Joe Fernwright se dirigió a su “dulce
hogar”.
El “dulce hogar” era una habitación en el subsuelo de un enorme edificio de
apartamentos. En una época, la Compañía Rapivista del Gran Cleveland venia cada seis
meses y le ponía una vista tridimensional y animada de Carmel, California. Esta “vista”
llenaba su “ventana” —o seudoventana—. Debido al mal estado de sus finanzas, en los
últimos tiempos Joe se había resignado a contemplar la hoja lisa e inerte de vidrio negro.
Ya no seguía intentando creer que vivía en la cima de un cerro con vista al mar y a los
enormes pinos. Como si eso fuera poco, había dejado que venciera el plazo de su
psicoinductor. Éste era un aparatito encefálico instalado en el armario de su habitación
que obligaba a su cerebro a creer que su vista falsificada de Carmel era auténtica.
La alucinación había desaparecido de su cerebro y la ilusión de su ventana. Y ahora,
de regreso a “casa”, se encontraba deprimido, reflexionando, como siempre, sobre el sin
sentido de la vida.
En una época, el Museo de Artefactos Históricos de Cleveland le había enviado trabajo
regularmente. Con sus agujas había soldado miles de fragmentos, recreando el todo
armonioso de una vasija de cerámica tras otra, del mismo modo que su padre lo había
hecho antaño. Pero todo eso había terminado; todos los objetos de cerámica que poseía
el Museo ya habían sido restaurados.
Aquí, en su solitaria habitación, Joe Fernwright contemplaba la falta de adornos. Una y
otra vez, los dueños adinerados de vasijas preciosas pero quebradas habían recurrido a
él, y había cumplido con sus deseos. Había restaurado sus vasijas, y luego se habían ido,
sin dejar nada detrás de sí. No había una sola vasija para alegrar su habitación en
reemplazo de la ventana. Una vez, sentado de la misma forma que ahora, había meditado
acerca de la aguja incandescente que usaba como herramienta. Con sólo apretar el
aparato contra mi pecho, había pensado, cerca del corazón, y encenderlo, acabaría
conmigo mismo en menos de un segundo. Era una herramienta poderosa, a su manera.
Se terminaría esta vida de fracasos, había pensado una y otra vez. ¿Por qué no?
Pero allí estaba la extraña nota que había recibido por correo. ¿Cómo se había
enterado esa persona —o personas— de su existencia? Tenía un pequeño aviso
permanente en la Revista de Cerámica... a través del cual un hilo de trabajo había ido
apareciendo a través de los años. A decir verdad, a estas alturas, más que nada, había
ido desapareciendo.
Esa nota extraña, ¿de dónde venía?
Levantó el auricular de su videófono, marcó un número, y en unos instantes se
encontró cara a cara con su ex mujer, Kate. Era rubia y de facciones duras. Le miró con
desagrado.
—Hola —dijo Joe, tratando de ser amigable.
—¿Dónde está el cheque de la pensión de divorcio del mes pasado? —dijo Kate.
—Tengo un asunto. Te voy a poder pagar todo lo que te debo si esto...
—¿Y qué es “esto”? —le interrumpió Kate— ¿Alguna idea idiota que sacaste de las
profundidades de eso que llamas tu cerebro?
—Una nota —dijo—. Te la quiero leer. A ver si puedes encontrarle algo más que lo que
pude hacer yo.  
Aunque la odiaba justamente por eso —además de otras cosas—, reconocía que su ex
mujer tenía una mente rápida. A un año de su divorcio, dependía todavía de su poderoso
intelecto. Era extraño, pensó, cómo uno podía odiar a una persona y no querer verla
nunca más, y, sin embargo, ir a buscarla para pedirle consejos. Era irracional. ¿O era una
forma de superracionalidad? Algo como la superación del odio...
Y el odio, ¿no era irracional? Después de todo, Kate no le había hecho nada, excepto
hacerle excesiva e intensamente consciente de su falta de habilidad para ganar dinero. Le
había enseñado a odiarse a sí mismo, y después de eso, le había abandonado.
Y él insistía en llamarla y pedirle consejos.  
Le leyó la nota.
—Evidentemente, es algo ilegal —dijo Kate—. Pero sabes que no me interesan tus
asuntos de negocios. Tendrás que resolverlo tú solo, o con la ayuda de quienquiera que
ahora comparta contigo la cama. Seguro que alguna chiquilla que no sabe lo que está
haciendo, y que no tiene los elementos para comparar que tendría una mujer madura.
—¿Qué quieres decir con “algo ilegal”? —preguntó— ¿Qué clase de vasija es ilegal?
—Vasijas pornográficas. Como las que fabricaban los chinos durante la guerra.
—Oh, Dios —dijo; no había pensado en ellas. ¡Quién sino Kate se acordaría! Las pocas
que pasaron por sus manos le habían producido una fascinación morbosa a su ex mujer.
—Llama a la policía —le dijo Kate.
—Yo...
—¿Alguna otra cosita? —dijo Kate—. Ya interrumpiste mi cena y la de todos los que
están aquí esta noche.  
—¿Puedo ir? —preguntó. La soledad le invadió, tiñendo su pregunta con el miedo que
Kate siempre había sabido percibir: el miedo de que ella se retirara a su implacable torre
de marfil, la torre de su propio cuerpo y su propia mente, de la cual salía para infligirle una
o dos heridas. Luego se metía dentro, dejándole cara a cara con una máscara sin
expresión. Por medio de esa máscara, usaba sus propias falencias para dañarlo.
—No —dijo Kate.
—¿Por qué no?
—Porque no tienes nada que brindar en materia de conversación, de discusión o de
ideas. Como has dicho tú mismo infinidad de veces, tu talento está en tus manos. ¿O
pensabas venir y romper una de mis copas Príncipe Alberto con esmalte azul, para luego
restaurarla? A modo de una especie de pase mágico destinado a matar a todo el mundo
de risa.
—Puedo contribuir verbalmente —dijo Joe.
—Dame un ejemplo.
—¿Qué? —dijo, mirándola fijamente a través de la pantalla del videófono.
—Di algo profundo.
—¿Ahora mismo?
Kate asintió.
—La música de Beethoven está firmemente enraizada en la realidad. Es eso lo que
hace de él un genio. Por otro lado, Mozart, pese a ser un maestro...
—Vete al diablo —dijo Kate, y colgó. La pantalla se oscureció.
No tendría que haberle preguntado si podía ir, pensó Joe, deprimido. Fue una entrada,
una de esas brechas psíquicas que ella usaba y abusaba. Dios mío, ¿por qué le habré
preguntado? Se levantó y se paseó sin rumbo por la habitación; sus movimientos carecían
cada vez más de sentido, hasta que, al final se detuvo en el medio. Tengo que dedicar mi
atención a lo que realmente importa, se dijo. Y lo importante no es si ella me colgó o me
dijo cosas feas, sino decidir si la nota que recibí hoy por correo significa algo o no. Vasijas
pornográficas. Seguro que tiene razón. Y es ilegal restaurar vasijas pornográficas, así que
asunto terminado.
Tendría que haberme dado cuenta en cuanto vi la nota, musitó. Pero ahí está la
diferencia entre Kate y yo. Ella se daría cuenta de inmediato. Y yo, seguro que sigo en las
nubes hasta que la termino de restaurar y sólo caigo después de mirarla bien fijo por unos
instantes. Lo que me pasa, simplemente, es que tengo pocas luces, comparado con ella.
Y comparado con cualquiera también.
“Desocupe la parte delantera que la uña vuelve a utilizar”, pensó con convicción. Mi
mejor intento. Al menos soy bueno en el Juego, ¿y qué?, se preguntó. ¿Y qué?
Don Empleo, ayúdeme pensó. Ha llegado el momento. Esta noche.
Fue rápidamente al pequeño baño y levantó la tapa del tanque del inodoro. Nadie
busca algo en un lugar así, había pensado a menudo. Y allí estaba su pequeña bolsa de
amianto con las monedas.
Pero, además, encontró un pequeño recipiente de plástico flotando en el agua. Era la
primera vez en su vida que lo veía.
Al sacarlo del agua, vio, casi sin poder creerlo, que tenía un pedazo de papel enrollado
en su interior. Era una nota, que flotaba dentro del tanque de su inodoro como una botella
en el mar. Esto es absurdo, pensó, y tuvo ganas de reír. No puede ser. Pero no se rió,
porque sintió miedo, un miedo que bordeaba en el terror. Es otro mensaje, se dijo. Como
la nota en el correo de hoy. Pero nadie se comunica de esta manera; ¡no es humano!
Quitó la tapa del pequeño recipiente de plástico y sacó el pedazo de papel. Claro,
había algo escrito; estaba en lo cierto. Lo leyó. Luego lo leyó de nuevo.
TE PAGARÉ TREINTA Y CINCO MIL MIGAS.
¿Qué cuernos será una miga?, se preguntó, y el terror subió un escalón más hacia el
pánico; sintió un calor estrangulado que subía por su cuello, a modo de débil reacción
somática. Su cuerpo, y no sólo su mente, estaban intentando adaptarse a todo esto,
porque no se podía asimilar a nivel mental solamente; definitivamente, no.
Regresando a la habitación, levantó el auricular de su videófono y marcó el número del
servicio de diccionario-día-y-noche.
—¿Qué es una miga?
Preguntó cuando apareció el robot monitor en la pantalla.
—Una porción menuda de una cosa —dijo la computadora—. En otras palabras,
escombro pequeño. Una migaja o partícula. Incorporado al español en...
—¿Y en otros idiomas? —preguntó Joe.
—En italiano, mollica, briciola. En latín, mica. En francés, miette...  
—¿Y en cuanto a los idiomas extraterrestres?
—En Betelgeuse siete, en el idioma urdo significa una pequeña abertura de naturaleza
temporaria: una cuña que...
—No, eso no es —dijo Joe.
—En Rigel dos es el nombre de un pequeño animal escurridizo...
—Tampoco.
—En Sirio cinco, la “miga” es una unidad monetaria en idioma plabquiano.
—Eso es —dijo Joe— ¿Cuánto son treinta y cinco mil migas en dinero terrestre?
El robot-diccionario respondió de inmediato:  
—Disculpe, señor, pero tendrá que consultar al servicio bancario para obtener esa
respuesta. Tenga la amabilidad de buscar el número en su guía telefónica.
Y se apagó. La pantalla oscureció Buscó el número y se comunicó con el servicio
bancario.
—Cerramos por la noche —le informó el robot del servicio.
—¿En todo el mundo? —dijo Joe asombrado.
—Así es.
—¿Cuánto tengo que esperar?
—Cuatro horas.
—Pero mi vida, todo mi destino...
Pero le hablaba a un videófono muerto. El sistema de servicio bancario había roto el
contacto.
Decidió que lo mejor que podía hacer era acostarse y dormir las cuatro horas. Eran las
siete; podría ajustar la alarma para las once.
Al oprimir el botón correspondiente, su cama se deslizó desde su nicho en la pared
hasta llenar casi toda la habitación; había sido su comedor, y ahora era su dormitorio.
“Cuatro horas” se dijo mientras regulaba el mecanismo del reloj de la cama. Se recostó,
tratando de ponerse cómodo —o al menos tan cómodo como le permitía la cama—, y
tanteó la perilla que le induciría en forma inmediata a dormir de la manera más profunda y
poderosa posible.
Sonó un llamador.
El maldito circuito de sueños, se dijo. ¿Tan temprano, y ya lo tengo que usar? Se
levantó de un salto, abrió el armario al lado de la cama y buscó el manual de
instrucciones. Sí; era obligatorio soñar cada vez que usara la cama... salvo claro está, que
moviera la palanca sexual. Esa es la solución, musitó.
Le diré que estoy en compañía de una mujer para tener comercio carnal.
Se recostó nuevamente y activó la palanca para dormir.
—Usted pesa setenta y cinco kilos —sentenció la cama—. Y ése es exactamente el
peso que se halla distribuido sobre mi superficie. Por lo tanto, usted no está efectuando
un coito.
El mecanismo anuló la activación de la palanca para dormir y al mismo tiempo la cama
empezó a calentarse; filamentos incandescentes brillaron agresivamente debajo de él.
No podía discutir con una cama iracunda. Con resignación encendió el mecanismo
productor de sueños y cerró los ojos.
Se durmió de forma inmediata, como siempre; el mecanismo era perfecto. Enseguida,
comenzó el sueño; un sueño que compartía con todos los que estaban durmiendo en
cualquier parte del mundo.
Un mismo sueño para todos. Pero “gracias a Dios” un sueño diferente cada noche.
—Hola hola —entonó la alegre voz del sueño—. El sueño de esta noche fue realizado
por Reg Barker y se titula Grabado en la memoria. ¡Y recuerden, mis estimados
soñadores, envíennos sus ideas para sueños y ganen nuestros enormes premios en
dinero contante y sonante! ¡Y si usamos su idea, ganará un viaje fuera de la Tierra con
todos los gastos pagados... en la dirección que usted quiera!
El sueño comenzó.
Joe Fernwright se encontró ante el Consejo Fiduciario Supremo, reducido a un estado
de tembloroso pavor. El Secretario del C.F.S. le leyó una declaración:  
—Sr. Fernwright —declaró con voz solemne—, en su taller de grabado, usted ha
creado las planchas con las cuales se imprimirá el nuevo dinero. Su diseño, elegido de
entre más de cien mil, algunos de los cuales eran fruto de una pericia fantástica, ha
triunfado. Felicitaciones, Sr. Fernwright.
El Secretario le sonrió paternalmente, con un aire sacerdotal al cual a veces apelaba.
—Me siento sumamente honrado —contestó Joe— por este premio... y satisfecho de
haber hecho mi parte para devolver una estabilidad fiscal al mundo que consideramos
nuestro. Importa poco que mi perfil aparezca retratado en estos billetes nuevos tan
coloridos, pero ya que es así, quiero expresar mi agradecimiento.
—Su firma, Sr. Fernwright —le recordó el Secretario, como si fuera un padre sabio—.
Es su firma, y no su perfil, la que aparecerá en los billetes. ¿De dónde sacó la idea de que
iba a estar su perfil también?
—Usted no me entiende —dijo Joe—. Si mi perfil no aparece en los billetes nuevos,
retiraré mi diseño, y toda la estructura económica de la Tierra se vendrá abajo, dado que
tendrán que seguir usando los viejos billetes inflacionarios, que son basura.
El Secretario le observó.  
—¿Retiraría su diseño?
—Creo que fui perfectamente claro —dijo Joe en su sueño, mejor dicho, en el sueño de
ellos. En ese mismo momento, alrededor de un billón de personas estaban retirando sus
diseños de la misma manera que él. Por supuesto, no tenía conciencia de eso; sólo sabía
una cosa: sin él, el sistema, la misma naturaleza del Estado corporativo, se caería a
pedazos—. En cuanto a mi firma, seguiré el ejemplo de ese héroe del pasado, esa noble
persona, ese hidalgo que murió por sus amigos, el “Che” Guevara, y en honor a su
memoria firmaré los billetes como “Joe”. Pero mi perfil debe llevar varios colores. Por lo
menos tres.
—Sr. Fernwright —dijo el Secretario—, usted es un hombre duro para negociar. Es
firme. En efecto, me recuerda al “Che”, y estimo que los millones que nos miran por
televisión estarán de acuerdo. A ver esos aplausos, para Joe Fernwright y Che Guevara,
¡juntos los dos! —el Secretario tiró su declaración a un lado y comenzó a aplaudir—. A ver
los aplausos de toda esta buena gente; éste que ven aquí es un héroe del Estado, un
firme hombre nuevo que ha pasado años trabajando para...
El sonido de la alarma despertó a Joe.
Cristo, se dijo; se sentía aturdido. ¿Qué era todo eso? ¿Dinero? Ya se estaba
desvaneciendo en su mente.  
—Fabriqué el dinero —dijo, en voz alta, pestañeando—. O lo imprimí.
“¿A quién le importa?”, pensó. Un sueño. Compensación estatal por la realidad. Noche
tras noche. Es casi peor que estar despierto.
No, decidió. No había nada peor que estar despierto.
Levantó el videófono y marcó el número del banco.
—Banco Colectivo Interplanetario del Trigo y Maíz del Pueblo.
—¿A cuántos de nuestros dólares equivalen treinta y cinco mil migas? —preguntó Joe.
—¿Migas del idioma plabquiano de Sirio cinco?
—Así es.
El servicio bancario calló un instante y luego dijo:
—$ 200,000,000,000,000,000,000,000,000,000,000,000,000,000,000.
—¿En serio? —dijo Joe.
—¿Por qué habría de mentirle? —dijo el robot bancario—. Ni siquiera sé quién es
usted.
—¿Hay algún otro tipo de miga?—, dijo Joe. —Quiero decir, ¿se usa la palabra “miga”
como unidad monetaria en algún otro enclave, civilización, tribu, culto o sociedad dentro
del universo conocido?
—Hay una miga que está fuera de circulación hace varios miles de años, que se usaba
en...
—No, gracias —dijo Joe—. Estoy hablando de migas en vigencia. Muchísimas gracias
y fuera.
Colgó. Los oídos le zumbaban. Se sentía como si hubiera entrado en un enorme
auditorio lleno de campanas de tamaños terribles y majestuosos. Esto debe de ser lo que
llaman una “experiencia mística” se dijo.
La puerta de su habitación se abrió y dos policías del Cuerpo de Tranquilidad Civil
irrumpieron en ella. A medida que avanzaban, sus agudas y frías miradas recorrían el
lugar.
—Hymes y Perkin del CTC —dijo uno de ellos mientras exhibía rápidamente una
credencial—. Usted es restaurador de cerámicas, ¿no es cierto, Sr. Fernwright? Y
también es pensionado de guerra, ¿no es cierto? Sí, claro que es cierto —terminó,
contestando su propia pregunta— ¿Cuáles, diría usted, son sus ingresos diarios, con su
pensión y lo que gana con el supuesto trabajo que hace?
El otro agente del CTC abrió la puerta del baño.  
—Aquí hay algo interesante. El tanque del inodoro está sin tapa, y adentro hay una
bolsa de monedas de metal. Hay alrededor de ochenta. Usted es un hombre ahorrativo
Sr. Fernwright —el agente del CTC volvió a la habitación principal— ¿Cuánto hace...?
—Dos años —dijo Joe—. Y estoy dentro de la ley; me asesoré con Don Abogado antes
de empezar.  
—¿Cómo es este asunto de treinta y cinco mil migas plabquianas?
Joe vaciló.
Su actitud hacia el CTC y sus agentes no era una reacción poco común. Sus trajes
eran tan cuidados, las telas de tan buena calidad. Cada uno portaba un maletín. Todos
parecían ser ejecutivos de alto nivel, prósperos y responsables, con capacidad de
decisión. No eran meros burócratas que recibían órdenes y que las cumplían como
robots... y, sin embargo, tenían un aire de deshumanizados, cuya causa no podía
determinar. Ya lo tengo, pensó. Nadie podría imaginarse a un hombre del CTC cediéndole
el paso a una dama. Eso era lo que explicaba la sensación que causaban. Quizás era una
cosa sin importancia, pero servía para comprender la severa esencia del CTC en toda su
dimensión. Nunca ceder el paso, nunca quitarse el sombrero en un ascensor, pensó Joe.
Las reglas comunes de urbanidad no se aplicaban a ellos, y no se regían por las mismas.
Nunca. Y, sin embargo, qué elegantes estaban, qué bien afeitados.
Qué extraño, pensó, que esta idea me diera la sensación de que al fin los comprendo.
Pero así es. Quizá de manera simbólica, pero la comprensión se ha logrado y nunca me
abandonará.
—Recibí una nota —dijo Joe—. Se la mostraré.  
Les entregó la nota que había encontrado flotando, en su envase de plástico, dentro del
tanque de su excusado.  
—¿Quién escribió esto? —preguntó uno de los hombres del CTC.
—¿Quién sabe? —dijo Joe.
—¿Es un chiste?
—¿Me pregunta si la nota es un chiste, o si lo hago yo al decirle “quién sabe”...? —calló
de repente porque uno de los del CTC estaba extrayendo una barra detectora, un receptor
que captaría y grabaría sus pensamientos para ser examinados—. Verá que es verdad lo
que digo.
Como una varita mágica, la barra flotó sobre su cabeza durante unos minutos. Nadie
habló. Luego el agente la colocó de nuevo en su bolsillo y se puso un audífono en la
oreja. Volvió a reproducir los pensamientos de Joe, escuchando atentamente.
—Es verdad —dijo el agente; y paró la cinta, que estaba ubicada, obviamente, en su
maletín—. No sabe nada de la nota, ni quién la puso allí ni por qué. Disculpe, Sr.
Fernwright. Por supuesto, usted sabe que controlamos todas las llamadas telefónicas. La
suya nos interesó porque, como usted bien sabrá, la suma involucrada es astronómica.
—Infórmenos una vez por día acerca de este asunto —dijo el otro policía. Le entregó
una tarjeta a Joe—. El número está en la tarjeta. No pregunte por nadie en particular;
informe al que recoja la llamada sobre el desarrollo de los acontecimientos.
—No hay nada legal que usted pueda hacer por treinta y cinco mil migas plabquianas,
Sr. Fernwright —dijo el primer agente del CTC—. Tiene que ser algo ilegal. Esa es
nuestra opinión.
—Quizás haya una gran cantidad de vasijas rotas en Sirio cinco —dijo Joe.
—Tiene sentido del humor —dijo el primer agente del CTC secamente. Hizo una seña a
su compañero, abrió la puerta y se fueron. La puerta se cerró tras ellos.
—Quizás sea una vasija gigante —dijo Joe en voz alta—. Una vasija del tamaño de un
planeta, con cincuenta esmaltes y...
Se rindió; ya no le oirían. Y adornada originalmente por el artista más grande de la
historia plabquiana, pensó. Es la única muestra de su genialidad que queda, y la vasija ha
sido destruida por un terremoto. Como era un objeto de devoción religiosa, se ha venido
abajo toda la civilización plabquiana.
Civilización plabquiana. Mmm. ¿Cuál era exactamente el grado de desarrollo en Sirio
cinco?, se preguntó. Era una buena pregunta.
Fue al videófono y marcó el número de la enciclopedia.
—Buenas noches —respondió una voz robótica— ¿Cuál es la información que
necesita, señor o señora?
—Déme una breve reseña del desarrollo social de Sirio cinco —dijo Joe.
Sin que mediara una sola pausa la voz artificial prosiguió hablando:  
—Es una sociedad antigua que ha visto mejores épocas. La especie dominante actual
del planeta es lo que se ha dado en llamar un Spelux. Esta entidad fantasmal y enorme no
es oriunda del planeta; llegó a éste hace varios siglos, dominando a las especies débiles
tales como los morbios, los operores, los quertos, los conubios y flamenos que habían
sobrevivido cuando la especie reinante, los llamados Seres de la Niebla, se extinguieron.
—Spelux; el Spelux… ¿es todopoderoso?
—Su poder —dijo la enciclopedia—, se ve severamente coartado por un extraño libro,
probablemente inexistente, en el cual, según se afirma, se halla todo aquello que fue, es,
y será.
—¿De dónde viene este libro?
—Usted ya ha consumido la cantidad de información que le corresponde —respondió la
voz y desapareció.
Joe esperó exactamente tres minutos y volvió a marcar el número.
—Buenas noches, señor o señora. ¿Qué información necesita?
—El libro de Sirio cinco —dijo Joe—, que según se dice contiene todo lo que fue...
—Ah, es usted de nuevo. Bueno, su truco no dará resultado; ahora registramos las
voces —el aparato cortó la comunicación.
Es verdad, pensó Joe. Recuerdo haber leído algo sobre eso en el diario. El sistema
antiguo le costaba demasiado al gobierno... cuando hacíamos lo que yo intenté hacer
ahora. Caramba, se dijo. Tienen que pasar veinticuatro horas antes que pueda obtener
más información gratis. Por supuesto, podía ir a la cabina de una empresa enciclopédica
privada: Don Enciclopedia. Pero le costaría todo lo que tenía guardado en su bolsita de
amianto. El gobierno se había encargado de eso al permitir la existencia de empresas
privadas tales como Don Abogado, Don Enciclopedia y Don Empleo.
Creo que me jodieron, se dijo Joe Fernwright. Como siempre.
Nuestra sociedad, pensó amargamente, tiene una forma de gobierno perfecta. A fin de
cuentas, todo el mundo termina jodido.
 
 
3
 
Cuando llegó a su cubículo de trabajo a la mañana siguiente se encontró con una carta
con franqueo especial.
VENGA AL PLANETA DEL LABRADOR, SR. FERNWRIGHT. ALLÍ SE LE NECESITA.
SU VIDA COBRARÁ UN SENTIDO; CONTRIBUIRÁ EN LA CREACIÓN DE UN
ESFUERZO PERMANENTE QUE NOS SOBREVIVIRÁ A USTED Y A MÍ.
El Planeta del Labrador, reflexionó Joe. Le sonaba vagamente conocido. Sin pensar,
marcó el número de la enciclopedia.
—El Planeta del Labrador, es... —comenzó a decir, pero la voz artificial le interrumpió.
—Faltan doce horas todavía. Hasta luego.
—¿Para un sólo dato? —dijo con enojo—. Solamente quiero averiguar si Sirio cinco y
el planeta...  
Click. El mecanismo del robot había cortado. Hijos de su madre, pensó. Todos los
mecanismos robóticos y todas las computadoras son unos hijos de puta.
¿A quién puedo preguntar?, se preguntó. ¿Quién podría saber, sin esforzarse, si el
Planeta del Labrador era Sirio cinco? Kate. Kate tendría que saberlo.
Sin embargo, pensó mientras comenzaba a marcar el número de su oficina, si voy a
emigrar al Planeta del Labrador no tengo interés en que ella se entere; me podría rastrear
a causa de la pensión de divorcio atrasada.
Recogió de nuevo la nota anónima y la estudió. Un descubrimiento se filtró de manera
lenta por los resquicios de su mente, inundándole lentamente hasta llegar al borde de su
conciencia.
Había más palabras en la nota, escritas en algún tipo de tinta invisible. ¿Escritura
secreta?, se preguntó. Sintió una excitación maligna y animal, como si hubiera
descubierto un rastro cuidadosamente disimulado.
Marcó el número de Smith.  
—Si recibiera una carta —dijo Joe— con escritura semiinvisible, ¿cuál sería el
procedimiento que emplearía, usted en particular, para volverla visible?
—La expondría al calor —respondió Smith.
—¿Por qué?
—Porque lo más seguro es que esté escrita con leche. Y la escritura con leche se pone
negra al contacto con el calor.
—¿Escritura con leche?  
Dijo Joe disgustado.
—Las estadísticas demuestran...
—Es increíble. Simplemente increíble. Escritura con leche —sacudió la cabeza—. Y,
además, ¿qué estadísticas hay sobre escritura invisible? Esto es absurdo.
Sacó su encendedor y lo accionó debajo de la hoja de papel. De inmediato,
aparecieron letras negras:
HAREMOS SURGIR A GESTARESCALA
—¿Qué dice? —preguntó Smith.
—Escúcheme, Smith —dijo Joe—. Usted no ha usado la enciclopedia en las últimas
veinticuatro horas, ¿no es cierto?
—No —dijo Smith.
—Entonces llámela. Pregúntele si “Planeta del Labrador” es otro nombre para Sirio
cinco. Y pregunte también qué es “Gestarescala” —me imagino que podré preguntarle
eso al diccionario yo mismo, se dijo.  
Qué lío. ¿Qué manera es ésta de llevar adelante un negocio? Tuvo miedo mezclado
con náuseas; no le resultó agradable. El asunto no le parecía ni eficaz ni cómico;
simplemente era extraño. Además, pensó, voy a tener que informar de esto a la policía, y
probablemente ahora esté fichado —bueno, lo estuve desde mi nacimiento—, pero ahora
mi hoja de antecedentes tendrá nuevas anotaciones. Y le interrogarían. Todo eso nunca
indicaba nada bueno, como bien sabía todo ciudadano.
Gestarescala, pensó. Un conjunto de sonidos extraños, pero de alguna manera
impresionante. Le agradaba; parecía el polo opuesto de cosas tales como cubículos,
videófonos, caminar al trabajo en medio de las interminables multitudes, y desperdiciar la
vida con una pensión de veterano mientras participaba en el Juego. Estoy aquí, pensó,
cuando en realidad debería estar allí.
—Llámeme de nuevo, Smith —dijo al videófono— en cuanto haya hablado con la
enciclopedia. Hasta luego.
Cortó y llamó al diccionario.  
—Gestarescala —dijo— ¿Qué quiere decir?
—Gestarescala —dijo el diccionario, o mejor dicho su voz artificial— es la catedral
antigua de los Seres de la Niebla que en su tiempo dominaron Sirio cinco. Se hundió bajo
el mar hace siglos con todos sus utensilios y reliquias sagradas y nunca fue devuelta a
tierra firme.
—¿Usted está conectado directamente a la enciclopedia ahora? —preguntó Joe— Me
dio un montón de información.
—En efecto, señor o señora, estoy en conexión con la enciclopedia.
—¿Entonces me puede decir algo más?
—Nada más.
—Gracias —dijo Joe Fernwright torvamente, y colgó.
Lo veía todo claro ahora. Spelux —quizás fuera más correcto decir el Spelux; parecía
haber uno sólo— quería hacer surgir la antigua catedral de Gestarescala, y para poder
lograrlo necesitaba de un amplio surtido de peritos. Él era uno, por ejemplo, con su
habilidad para restaurar objetos de cerámica. Era obvio que en Gestarescala había
vasijas, en cantidad suficiente como para que el Spelux necesitara de sus servicios... y
ofreciera una suma abultada en pago de su trabajo.
A esta altura de los acontecimientos debe de haber contratado doscientos peritos de
doscientos planetas diferentes, pensó Joe.
No debo de ser el único que está recibiendo cartas extrañas y todo lo demás. En su
imaginación vio un gran cañón, que al dispararse lanzaba miles de cartas con franqueo
especial, dirigidas a individuos de distintas especies en toda la galaxia.
Dios mío, pensó. La policía se está percatando; allanaron mi habitación instantes
después que yo consultara al banco. Esos dos de anoche ya saben lo que significan estas
cartas y esa nota rara que encontré flotando en el tanque del inodoro. Podrían habérmelo
dicho. Pero por supuesto no lo harían; hubiera sido demasiado natural, demasiado
humano.
Su videófono sonó. Levantó el auricular.
—Consulté la enciclopedia —dijo Smith, cuando su imagen apareció en la pantalla—.
Planeta del Labrador es Sirio cinco en la jerga del espacio. Como tenía comunicación con
la enciclopedia me tomé la libertad de preguntarle algunas cosas más. Pensé que le
interesaría.
—Por supuesto.
—Una criatura enorme y antigua vive allí. Aparentemente está achacosa.
—¿Quiere decir que está enferma? —preguntó Joe.
—Bueno, ya sabe... la edad y todo eso. Ha estado adormecida.
—¿Es peligrosa?
—¿Cómo podría serlo, si además de adormecida está achacosa? Está senil. Esa es la
palabra... senil.
—¿Ha dicho algo alguna vez? —preguntó Joe.
—A decir verdad, no.
—¿Ni siquiera preguntar la hora?
—Hace unos diez años recobró el conocimiento unos instantes y pidió un satélite
meteorológico.
—¿Con qué lo pagó?
—No lo pagó. Es indigente. Se lo dimos gratis, e incluimos un satélite del noticiario
junto con el meteorológico.
—Vieja e indigente —dijo Joe. Se sintió abatido—. Bueno; supongo que no le voy a
poder sacar dinero.
—¿Por qué? ¿Lo está demandando?
—Hasta pronto, Smith —dijo Joe.
—¡Espere! —dijo Smith —Tengo un nuevo juego. ¿Quiere participar? Consiste en una
lectura veloz de los archivos de diarios para encontrar el titular más cómico. Un titular real,
se entiende, no uno inventado. Tengo uno bueno, de 1962. ¿Quiere oírlo?
—Está bien —dijo Joe, sintiéndose abatido todavía. Su abatimiento se disipó, dejándole
inerte y vacío. Respondió automáticamente—: A ver su titular.
—ELMO PLASKETT HUNDE AL CLUB “GIGANTES” —leyó Smith en su papelito.
—¿Quién diablos fue Elmo Plaskett?
—Vino de un club menor y...
—Tengo que irme ahora —dijo Joe, poniéndose de pie—. Tengo que dejar la oficina.  
Cortó. A casa, se dijo. A buscar mi bolsa de monedas.
 
 
4
 
Sobre las veredas de la ciudad, una enorme entidad, jadeante y animal, se
desparramaba. Era la masa de desocupados —e imposibles de ocupar— de Cleveland.
Se reunía y permanecía, permanecía y esperaba, esperaba y se fundía en una masa
informe que era a la vez cambiante y triste. Joe Fernwright, con su bolsa de monedas,
rozó su costado colectivo en su camino hacia la esquina y la cabina de Don Empleo.
Percibió el olor avinagrado de su presencia, su masa calurosa y dolorosamente
desilusionada. Por todos los costados había ojos que contemplaban su avance, su
determinación de pasar entre ellos.
—Permiso —le dijo a un joven delgado con aspecto de mejicano, apretujado justo en
su camino.
El joven pestañeó nerviosamente, pero no se movió. Había visto la bolsa de amianto en
las manos de Joe. Sabía, sin lugar a duda, qué había en ella, a dónde se dirigía Joe y
cuáles eran sus intenciones.
—¿Puedo pasar? —le preguntó Joe.  
Parecía estar en un atolladero de dimensiones permanentes. Detrás de él, la masa de
humanidad inactiva se había cerrado, bloqueándole la retirada. No podía volver ni
avanzar. Me imagino que ahora, pensó, se apoderan de mis monedas y listo. Le dolía la
cabeza, como si hubiera escalado una cresta. La cresta de la vida misma, de un cerro
terrible cubierto de calaveras. Vio las órbitas vacías en torno de él. Sintió una extraña
distorsión visual, como si la última voluntad de esa gente hubiera aparecido en forma
tangible... como si no pudiera ser demorada, pensó, y debiera ser cumplida ahora mismo.
—¿Puedo mirar sus monedas, señor? —dijo el joven mejicano.
Era difícil saber qué hacer. Los ojos —o mejor dicho las órbitas vacías— seguían
cercándole opresivamente; sintió que los rodeaban a él y a su bolsa de amianto. Me estoy
encogiendo, pensó con sorpresa. ¿Por qué? Se sintió débil y abatido, pero sin culpa. Era
su dinero. Lo sabían ellos y lo sabía él. Y, sin embargo, los ojos vacíos le hacían sentirse
pequeño. Como si no importara, se dijo, lo que hago o dejo de hacer; si llego hasta la
cabina de Don Empleo o no. Lo que haga, lo que me vaya a ocurrir… todo eso no cambia
nada para esta gente.
A pesar de todo, a nivel consciente, le era indiferente. Ellos tenían sus vidas, él la suya,
que incluía una bolsa de monedas de metal trabajosamente ahorradas. ¿Podrán
contaminarme?, se preguntó. ¿Arrastrarme a su pozo de inercia? El problema es suyo, no
mío, pensó. No me hundiré con el sistema; ésta es mi primera decisión, la de ignorar las
dos cartas de franqueo especial y hacer lo que hago: este viaje con mi bolsa de monedas.
Éste es el comienzo de mi liberación, y no habrá ninguna nueva esclavitud.
—No —dijo.
—No le quitaré ninguna —dijo el joven.
Un extraño impulso sobrecogió a Joe Fernwright. Abriendo la bolsa, extrajo una
moneda y se la ofreció al joven mejicano. Cuando el chico la tomó, otras manos
aparecieron por todos lados; el anillo de ojos sin esperanza se transformó en un anillo de
manos extendidas, abiertas. Pero no había codicia en los gestos; ninguna de las manos
intentó arrebatarle la bolsa de monedas. Simplemente estaban allí, a la espera. Una
espera silenciosa llena de confianza, como había sido su propia espera al lado del tubo de
correos. Es horrible, pensó Joe. Esta gente piensa que voy a darles un regalo. Han estado
esperando que el universo lo haga; el universo no les ha dado nada en todas sus vidas, y
lo han aceptado con tanta resignación como ahora. Me deben de ver como una deidad
sobrenatural. Pero no, pensó, tengo que salir de aquí. No puedo hacer nada por ellos.
Pero aun mientras se decía esto, hurgaba en la bolsa de tela. Se sorprendió colocando
monedas en una palma tras otra.
Sobre sus cabezas, un patrullero policial silbó estridentemente mientras descendía
como una enorme tapa. Sus dos ocupantes, que vestían pulcros uniformes y brillantes
cascos anti-disturbios, portaban sendos rifles láser.
—Salgan del paso de este hombre —dijo uno de los policías.
El círculo apretujado empezó a disolverse. Las manos extendidas desaparecieron,
como en un pozo oscuro e impenetrable.
—No se quede ahí parado —dijo el otro agente a Joe con su gruesa voz de policía—.
Circule. Y saque esas monedas de aquí o le haré una denuncia que no le dejará una sola
de ellas.
Joe siguió caminando.
—¿Quién se cree que es usted? —le dijo el otro policía, mientras el patrullero le
seguía, conservando la posición encima de su cabeza— ¿Algún tipo de una sociedad
filantrópica privada?  
Joe continuó su marcha sin decir nada.
—Está obligado por ley a responderme —dijo el policía.
Joe sacó una moneda de su bolsa de tela de amianto. Se la entregó al más cercano de
los dos policías. Al mismo tiempo se dio cuenta, con sorpresa, que sólo le quedaban unas
pocas.
¡Desaparecieron todas mis monedas! pensó. Así que me queda un solo camino: el
correo y lo que me trajo en estos últimos dos días. Me guste o no me guste, lo que acabo
de hacer me dejó sin otra posibilidad.
—¿Porqué me dio esta moneda? —preguntó el policía.
—Como propina —dijo Joe. En ese momento, sintió que su cabeza explotaba. El rayo
láser, graduado para aturdirlo, le golpeó justo entre ceja y ceja.
En la comisaría, el joven y ostentoso oficial de policía, rubio, esbelto y de ojos claros,
con su limpio y ostentoso uniforme, habló con Joe.  
—No le vamos a dar entrada, Sr. Fernwright, aunque en realidad usted es culpable de
un delito contra el pueblo.
—Contra el Estado —dijo Joe. Estaba acurrucado en una silla, frotándose la frente;
trataba de eliminar el dolor—. No contra el pueblo —alcanzó a decir. Cerró los ojos y el
dolor le inundó, extendiéndose radialmente desde el lugar donde le había alcanzado el
rayo.
—Lo que está diciendo —dijo el joven oficial de policía—, de por sí constituye otro
delito, y le podríamos hacer un sumario por ese hecho también. Incluso podríamos
entregarlo a la Oficina de Control Político en calidad de enemigo de la clase trabajadora,
embarcado en una conspiración y agitación contra el pueblo y sus servidores, es decir,
nosotros. Pero su expediente hasta aquí... —observó a Joe con una intensidad
profesional—. Un hombre cuerdo no anda por la calle entregando monedas a extraños —
el oficial de policía examinó un documento que había salido de una abertura de su
escritorio—. Es evidente que usted actuó sin premeditación.
—Sí —dijo Joe—. Sin premeditación.  
No sentía ninguna emoción; se sentía incómodo físicamente, y la sensación era aguda
e iba en aumento. Había eliminado los sentimientos junto con todo tipo de actividad
mental.
—Pero lo que sí vamos a hacer es embargar las monedas que le quedan, al menos por
ahora. Estará en libertad condicional durante un año. Durante ese período se presentará
aquí una vez por semana, a darnos una rendición de cuentas completa de sus
actividades.
—¿Sin juicio previo? —dijo Joe.
—¿Quiere ir a juicio? —el oficial de policía le miró fijamente.
—No —dijo Joe.  
Continuó frotándose la cabeza. El material del CTC parece no haber llegado todavía a
sus computadoras, pensó. Pero finalmente lo juntarán todo. La propina al agente, las
notas en el tanque de mi inodoro. Estoy loco, se dijo. Perdí la chaveta de tanto no hacer
nada; estos últimos siete meses me han deshecho. Y ahora, cuando me decidí, cuando
llevaba mis monedas a Don Empleo... no lo pude hacer.
—Espere un momento —dijo otro agente—. Aquí llegó algo del CTC sobre este
individuo. Acaba de salir de su computadora central.
Joe se dio la vuelta y corrió hacia la puerta de la comisaría. Hacia el gentío que había
afuera. Quería enterrarse en él, dejar de ser una partícula errante.
Delante de él aparecieron dos policías que intentaron detenerlo; se acercaron a un
ritmo asombroso, como en una película con la velocidad aumentada. Pero de repente,
estaban bajo agua; le miraron boquiabiertos y maniobraron rítmicamente cual esbeltos
peces plateados entre... ¡Dios mío!, ¡corales y algas marinas! Y, sin embargo, él no sentía
nada, ninguna humedad siquiera. Pero en lugar de la comisaría había un tanque de agua,
los muebles semihundidos en la arena como restos de un naufragio. Y los policías se
retorcían y deslizaban a su alrededor, casi hermosos en sus armónicos movimientos. Pero
no le podían tocar, porque él, a pesar de encontrarse en el medio de todo, no estaba
dentro del tanque. Tampoco podía escuchar nada. Las bocas se movían, pero alrededor
de él había sólo silencio.
Un calamar ondulante se deslizó por las aguas; era como el alma misma del mar,
pensó. El calamar empezó a expulsar nubes de oscuridad como si quisiera borrar la
escena. Ya no podía ver a los policías; la oscuridad se extendió hasta cubrir todo,
volviéndose cada vez más intensa. Pero puedo respirar, pensó Joe.  
—Eh —dijo en voz alta... y pudo escuchar su propia voz. No estoy en el agua, se dijo,
como ellos. Puedo tomar conciencia de mí mismo; soy una identidad separada. Pero ¿por
qué?
¿Qué pasa si trato de moverme?, se preguntó. Dio un paso, luego otro, y rebotó contra
una superficie plana. A ver en la otra dirección, pensó, dando un paso hacia su derecha.
Otro choque. Estoy en un cajón como un ataúd, pensó con pánico. ¿Me habrán matado
cuando traté de alcanzar la puerta? Extendió los brazos en la oscuridad, tanteando… y
algo apareció al alcance de su mano derecha. Pequeño y cuadrado, con dos perillas
diferentes.
Una radio de transistores.
La encendió.
—¡Hola, hola, buena gente! —resonó una voz alegre y aguda en la oscuridad—. Aquí
está Silvestre Sope el Saltarín, con seis videófonos delante de mí y veinte líneas en
funcionamiento, para poder escucharlos a todos ustedes, a toda la buena gente que
quiera hablarnos de algo, cualquier cosa. El número es 394-950-911111, así que llamen,
amigos, y hablen sobre cualquier tema, digan lo que les preocupa, bueno, malo, regular;
interesante o aburrido... Llamen a Silv Sope, el Saltarín al 394-950-911111, y todo nuestro
público lo escuchará a usted y su problema, su opinión, o el dato que juzga indispensable
que todos conozcan.  
Por la radio se escuchaba el sonido de un teléfono que sonaba.  
—¡Hola, hola, ya tenemos al primero! —dijo Silvestre Sope el Saltarín.  
—Sí, señor. Quiero decir, sí, señora.
—Señor Sope —dijo una chillona voz femenina—, debería haber un semáforo en la
esquina de Avenida Fulton y Tréboles, donde los chiquitos de la escuela, y se lo digo
porque los veo todos los días…
Algo duro, un objeto sólido, chocó con la mano izquierda de Joe. Lo agarró. Era un
teléfono.
Se sentó y puso el teléfono y la radio delante de él. Sacó su encendedor y lo prendió.
Éste dio sólo un haz de luz tenue, pero dentro del haz podía identificar la radio y el
teléfono. La radio era una Zenith, y bastante buena a juzgar por el tamaño.
—Muy bien, amigos —parloteaba alegremente Silvestre Sope el Saltarín—. El número
es 394-950-911111; allí es donde me encontrará y conmigo a un mundo entero lleno de...  
Joe marcó. Cuando hubo marcado todo el número con mucho cuidado, puso el
auricular contra su oído, escuchó la señal de ocupado por un momento, y luego la voz de
Silvestre Sope el Saltarín por el auricular y por la radio a la vez.  
—Sí señor ¿o es una señora otra vez? —dijo Sope.
—¿Dónde estoy? —dijo Joe por teléfono.
—¡Hola, hola! —dijo Sope—. Hay alguien allí, pobrecito, que se ha perdido. ¿Cuál es
su nombre, señor?
—Joseph Fernwright —dijo Joe.  
—Muy bien, Sr. Fernwright, es un gran placer conversar con usted. Su pregunta es...
“¿dónde estoy?” ¿Hay alguien que sepa dónde está el Sr. Joseph Fernwright de
Cleveland?… está en Cleveland, ¿no es cierto, Sr. Fernwright? ¿Alguien sabe dónde está
en este momento? Creo que ésta es una pregunta válida de parte del Sr. Fernwright; me
gustaría mantener algunas líneas libres para que cualquiera pueda llamarnos y darnos
una idea, aunque sólo fuera una idea general, del paradero actual del Sr. Fernwright. Así
que todos los que no saben dónde está el Sr. Fernwright, por favor dejen sus llamadas
hasta que lo hayamos ubicado, ¿de acuerdo? Sr. Fernwright, no debería faltar mucho;
tenemos un auditorio de diez millones de personas y un transmisor de cincuenta mil
watios... ¡espere! una llamada: El sonido de la campanilla de un teléfono. Sí, señor o
señora. ¿Su nombre, señor?
—Mi nombre es Eusebio L. Spelux —dijo una voz masculina desde la radio y desde el
teléfono de Joe—; vivo en Cerro Alegre nº 301, y yo sé dónde está el Sr. Fernwright. Está
en mi sótano, un poco a la derecha y detrás de la caldera. Está en un cajón de madera
que servía de embalaje al equipo de aire acondicionado que compré el año pasado.
—¿Escuchó eso, Sr. Fernwright? —gritó Silvestre Sope el Saltarín—. Usted está en un
cajón de embalaje en el sótano del Sr. Eusebio L... ¿cómo era el resto de su nombre,
señor?
—Spelux.
—Del Sr. Eusebio L. Spelux de la calle Cerro Alegre nº 301. Así que se acabaron sus
problemas, Sr. Fernwright. ¡Lo único que tiene que hacer es salir del cajón de embalaje y
estará perfectamente!
—No quiero que rompa el cajón, ¡eh! —dijo Eusebio L. Spelux—. Me parece que voy a
bajar al sótano y aflojar algunas de las tablas para que salga.
—Sr. Fernwright —dijo Sope—, podría decirnos, para informar a nuestro público
radiofónico, ¿cómo logró entrar en un cajón de embalaje vacío en el sótano del Sr.
Eusebio L. Spelux de la calle Cerro Alegre nº 301? Estoy seguro de que a nuestro público
le interesa sobremanera.
—No sé —dijo Joe.
—Bueno, quizás el Sr. Spelux... ¿Sr. Spelux? Parece haber cortado. Seguramente está
camino al sótano para sacarlo, Sr. Fernwright. Tuvo suerte, señor, que el Sr. Spelux
estuviera escuchando este programa. Si no, podría haberse quedado en ese cajón hasta
el día del Juicio Final. Ahora veamos qué ocurre con otro radioescucha; ¿hola?
El teléfono cortó. Se había interrumpido la comunicación.
Escuchó sonidos a su alrededor. Un ruido chirriante y algo se dobló; la caja donde se
encontraba Joe Fernwright con su encendedor, la radio, y el teléfono se inundó de luz.
—Te saqué de la comisaría de la mejor manera posible, dadas las circunstancias —dijo
una voz masculina, la misma que Joe había escuchado por radio.
—¡Qué manera extraña! —dijo Joe.
—Extraña para ti. Muchas de las cosas que has hecho desde que supe de tu existencia
han sido extrañas para mí.
—Como regalar mis monedas.
—No, eso lo entendí. Lo que me parece insólito es que te hayas pasado todos estos
meses en tu cubículo, esperando —otra tabla se desprendió, la luz aumentó y Joe
parpadeó. Trató de ver a Spelux, pero aún no podía— ¿Por qué no fuiste a un museo
cercano a romper unas cuantas vasijas sin que se dieran cuenta?... Hubieras tenido
trabajo, entonces. Y las vasijas estarían corno nuevas, ahora. No se habría perdido nada
y hubieras estado activo, produciendo durante todos esos días.  
La última tabla cayó a un costado y Joe Fernwright pudo ver, bajo la luz, a la criatura de
Sirio cinco, la forma de vida que la enciclopedia había descrito como senil e indigente.
Vio un inmenso aro de agua que rotaba sobre un eje horizontal, y dentro de él, sobre
un eje vertical, un aro de fuego. Por encima y por detrás de los dos aros elementales
flotaba una cortina.
Y un último detalle... una imagen enquistada en el centro de los dos aros giratorios: el
simpático rostro de una muchacha joven, de cabellos castaños. Estaba suspendida allí, y
le sonreía..., una cara común, fácil de encontrar y de olvidar. Era una máscara, pensó,
que podría haber sido dibujada sobre la acera con un trozo de tiza de color. Un rostro
temporario y poco imponente, a través del cual Spelux parecía tener la intención de
comunicarse con él. Pero, ¿y el aro de agua?, pensó. La base del universo, al igual que el
aro de fuego. Giraban a una velocidad perfectamente uniforme. Un mecanismo soberbio y
eterno, pensó, si descontamos la cortina y la carita femenina. Se sintió perplejo. ¿Era de
fuerza la impresión final que recibía? No tenía aire de senil, aunque le daba idea de gran
antigüedad, a pesar de la cara infantil. En cuanto a su estado financiero, no tenía forma
de estimarlo por ahora. Eso vendría después, si se daba la ocasión.
—Compré esta casa hace siete años —dijo Spelux... o al menos su voz—. Cuando
todavía había mercado.
Buscando la fuente del sonido, Joe descubrió un anacronismo que le heló la sangre,
como si le hubieran vertido una mezcla de hielo y fuego en las venas, transformándolo en
una pálida analogía de Spelux.
La voz provenía de un antiguo fonógrafo de cuerda, sobre el cual giraba un disco a una
velocidad inusitada. La voz de Spelux estaba grabada en el disco.
—Supongo que tienes razón —dijo Joe—. Era un buen momento para comprar, siete
años atrás. ¿Aquí es donde reclutas gente?
—Trabajo aquí —respondió la voz de Spelux... desde el antiguo fonógrafo de cuerda—.
Trabajo en otros lados también... en otros sistemas solares. Ahora déjame informarte
acerca de tu situación, Joe Fernwright. Para la policía, lo que hiciste fue simplemente dar
media vuelta y salir del edificio, y por alguna razón les resultó imposible detenerte en el
momento. Pero hay una orden de arresto contra ti, así que no puedes volver a tu
habitación ni a tu cubículo de trabajo.
—Sin ser atrapado por la policía.  
—¿Lo deseas?  
—Quizá sea lo que deba ocurrir —dijo Joe estoicamente.
—Estupideces. La policía aquí es salvaje y maliciosa. Quiero que veas la Gestarescala
antes de que se hundiera. Ennnnnnnnn —y el fonógrafo se detuvo. Joe le dio cuerda
nuevamente con la manivela, con una mezcla de sentimientos contradictorios, cada uno
de los cuales le habría sido muy difícil describir—. Encontrarás un visor sobre la mesa a tu
derecha —dijo Spelux, cuando el disco recobró su velocidad normal—. Un mecanismo de
visión en profundidad originado en tu propio planeta.
Joe lo buscó y encontró un antiguo visor estereoscópico, que databa del 1900, con un
juego de tarjetas en blanco y negro para ser insertadas.  
—¿Esto es lo mejor que pudiste conseguir? —dijo— Al menos podría ser una película,
o un vídeo estereofónico. Este aparato fue inventado antes del automóvil —de repente se
dio cuenta—. Estás sin dinero. Smith tenía razón.
—Esa es una calumnia —dijo Spelux—. Simplemente soy frugal. Es una característica
inherente a mi raza. Como producto del orden psicosocialista del que provienes, estás
acostumbrado a grandes gastos Yo, por el contrario, me manejo a tono con la libre
empresa “El ahorro es la...
—Dios mío —gimió Joe.
—Si no quieres que prosiga —dijo Spelux—, lo único que tienes que hacer es levantar
la púa del disco.
—¿Qué ocurre cuando se termina el disco?
—Eso no ocurrirá nunca.
—Entonces no es un disco de verdad.
—Claro que es un disco de verdad. Los surcos vuelven sobre sí mismos.
—¿Cuál es tu verdadero aspecto?
—¿Cuál es el tuyo? —replicó Spelux.
—Eso depende si aceptas la división que hace Kant entre los fenómenos y la Ding an
sich, la cosa en sí misma, que es como la mónada sin ventanas de Leibniz…  
Dijo Joe, enojado y gesticulando.  
Se detuvo porque se dio cuenta de que el fonógrafo se había parado de nuevo, y que el
disco no giraba. Mientras le daba cuerda, pensó que probablemente Spelux no había
escuchado nada de lo que dijo. Seguro que lo hizo a propósito, pensó.
—Me perdí tu discurso filosófico —dijo el fonógrafo cuando terminó de darle cuerda.
—Estaba diciendo —dijo Joe— que un fenómeno se percibe dentro de la estructura
perceptual del que percibe. Mucho de lo que ves al percibirme —se señaló para enfatizar
lo que estaba diciendo—...es una proyección de tu propia mente. Yo tendría otro aspecto
totalmente distinto para otro sistema perceptual. Por ejemplo, para la policía. Hay tantas
visiones del mundo como seres miran en él.
—Hum —dijo Spelux.
—Comprendes la diferenciación que hago, ¿no es cierto?
—¿Qué es lo que realmente quieres, Fernwright? Ha llegado el momento de que te
decidas, de que actúes. Participar, o no participar, en un gran acontecimiento histórico. En
estos momentos, Fernwright, estoy en miles de lugares, contratando o impulsando la
contratación de una variedad enorme de ingenieros y artesanos... y tú eres uno de esos
tantos. No puedo esperar mucho más.
—¿Soy esencial al proyecto? —preguntó Joe.
—Sí, necesito un restaurador de cerámicas. Tú o algún otro.
—¿Cuándo recibiré mis treinta y cinco mil migas? ¿Por adelantado? —dijo Joe.
—Las recibirás cuannnnnn —comenzó a decir Spelux, pero nuevamente se le acabó la
cuerda al aparato y el disco se detuvo.
Cuántas vueltas tiene este tipo, se dijo Joe con el ceño fruncido mientras le daba
cuerda al fonógrafo.
—Cuando —dijo Spelux— la catedral esté puesta como estaba hace siglos, y
solamente si eso se cumple.
Ya me parecía, pensó Joe.  
—¿Irás al Planeta del Labrador? —preguntó Spelux.
Joe pensó unos instantes. Mentalmente analizó su habitación, el cubículo donde
trabajaba, la pérdida de sus monedas, la policía... pensó acerca de todo eso y trató de ver
cuánto le daba la suma. ¿Qué es lo que me retiene aquí?, se preguntó. Lo conocido,
evidentemente. El hecho de que estoy acostumbrado a esto. Uno se puede acostumbrar a
cualquier cosa, incluso puede llegar a gustarle. La teoría de los reflejos es correcta; me
condiciona el hábito. Nada más.
—¿Me podrías dar algunas migas de adelanto? —le dijo a Spelux—. Quisiera
comprarme una chaqueta sport de cachemir y un par de zapatos nuevos.
El fonógrafo saltó en pedazos; las piezas llovieron por todas partes, golpeando a Joe
en la cara y los brazos. En el centro de los aros de fuego y agua se veía ahora una
enorme cara, furiosa y descompuesta; el débil rostro femenino había desaparecido, y el
que estaba en su lugar quemaba a Joe con la fuerza de un sol. El rostro le maldijo en un
lenguaje desconocido. Retrocedió, temeroso de la ira de Spelux. Los objetos comunes
que había utilizado hasta entonces para manifestarse se desintegraron: la cortina y hasta
los dos aros elementales. El sótano comenzó a resquebrajarse, como una ruina. Trozos
de cemento cayeron sobre el piso y luego éste se partió como arcilla seca.
Cristo, pensó Joe. Y Smith había dicho que era senil. Alrededor de él caían enormes
trozos de edificio; una sección de tubería le golpeó la cabeza y oyó millares de voces que
entonaban cantos de terror.  
—Iré —gritó, los ojos cerrados, cubriéndose la cabeza con las manos—. Tienes razón;
no es broma. Perdón. Ya sé que esto tiene suma importancia para ti.
La mano de Spelux lo aferró por la cintura. Lo levantó, apretándolo como si fuera un
rollo de papel de diario. Por un instante se encontró frente a un ojo llameante, rojo,
iracundo —¡un ojo único!— y la tormenta se abatió. La presión sobre su cintura se aflojó,
solamente un poco, pero lo suficiente. Espero no tener ninguna costilla rota, pensó. Mejor
me hago un examen médico antes de dejar la Tierra, por las dudas, para estar seguro.
—Te depositaré en el salón principal del Espaciopuerto de Cleveland —dijo Spelux—.
Tienes suficiente dinero para un pasaje hasta el Planeta del Labrador. Toma el primer
vuelo; no vuelvas a tu habitación a buscar nada... la policía te está esperando allí. Toma
esto —Spelux le puso algo en la mano. En la luz, reflejaba muchos colores. Los colores
se fundían en una forma y luego se dispersaban para volver a fundirse en otra. Y otra
más, que parecía saltar hacia él, llena de vida.
—Es un tiesto de cerámica —dijo Spelux.
—¿Esto es un trozo de una de las vasijas de la catedral? —dijo Joe—. ¿Por qué no me
lo mostraste al principio? Hubiera ido de inmediato, pensó, si hubiera visto esto... si
hubiera sabido.
—Ahora sabes —dijo Spelux— qué es lo que tendrás que restaurar con tu talento.
 
 
5
 
El hombre es un ángel trastornado, pensó Joe Fernwright. Alguna vez, todos ellos
habían sido ángeles de verdad, y habían tenido la posibilidad de elegir entre el bien y el
mal. De esta manera era fácil, muy fácil, ser ángel. Entonces ocurrió algo. Algo falló, se
descompuso o dejó de andar. Y a partir de ese momento tuvieron que enfrentarse con la
necesidad de optar, no entre el bien y el mal, sino buscando el mal menor. Eso fue lo que
los enloqueció, y ahora cada uno de ellos era un hombre.
Sentado en un banco plástico del Espaciopuerto de Cleveland, mientras esperaba su
vuelo, Joe se sintió débil e inseguro. Tenía una tarea ímproba por delante —ímproba por
las demandas que haría a su fuerza decadente—. Soy una cosa gris, pensó. Navegando
con las corrientes de aire que me empujan y me atropellan, como una bola gris, hacia
delante, siempre hacia delante.
La fuerza. La fuerza para existir, pensó, por un lado, y por el otro esa paz de no existir.
¿Cuál era mejor? Al final, la fuerza siempre se desgastaba; quizás ésa era la respuesta, y
no era necesario seguir indagando. La fuerza —la existencia— era transitoria. Y la paz —
la no existencia— era eterna; había sido suya antes de nacer y volvería a él después de
su muerte. El período de fuerza entre los dos momentos era un mero episodio, una breve
flexión de músculos prestados... un cuerpo que debería ser devuelto, cuando llagase el
momento... a su dueño legítimo. Si no hubiera conocido a Spelux, nunca se le habría
ocurrido todo esto, nunca lo hubiera pensado. Pero en Spelux había visto una fuerza
eterna y siempre renovada. Spelux, como una estrella, se alimentaba de sí mismo y jamás
se consumía. Y al igual que las estrellas, era hermoso. Era como una fuente, una
campiña, una calle vacía al atardecer bajo un cielo esfumado. El cielo se cubriría, el
atardecer se transformaría en noche cerrada, pero Spelux seguiría brillando, quemando
las impurezas de todo lo que lo rodeaba. Era la luz que desnudaba el espíritu, con todas
sus partes podridas. Y con esa luz fulminaba las porciones podridas; una aquí, otra allá,
recuerdos de una vida que nadie había solicitado.
Sentado allí, en la sala de espera del espaciopuerto, sobre el desagradable plástico de
la silla, Joe pudo oír el ruido de motores de cohete que se estaban calentando. Giró la
cabeza, y por el ventanal vio cómo despegaba un LB-4, sacudiendo el edificio y todo lo
que contenía. En cuestión de segundos, había desaparecido; no quedaba nada.
Contempló el silencio de los pantanos, y pensó, desde ellos, misteriosos y salvajes,
surge el sonido de vehículos gigantes.
Poniéndose de pie, cruzó la sala de espera hasta la cabina del Padre. Se sentó adentro
y puso una moneda de diez en la ranura y marcó al azar. El indicador se detuvo en Zen.
—Cuéntame tus tormentos —dijo el Padre, una voz madura cargada de compasión. Y
lenta; hablaba como si no hubiera apuro ni urgencias. El tiempo no existía.
—Hace siete meses que no tengo trabajo —dijo Joe—, y ahora conseguí un empleo
que me saca del Sistema Solar totalmente. Tengo miedo. ¿Qué pasa si no puedo realizar
el trabajo? ¿Si perdí mi habilidad después de tanto tiempo?
La voz ingrávida del Padre lo reaseguró.  
—Has trabajado, y has dejado de trabajar. Lo más difícil es no trabajar.
Eso es lo que me pasa por marcar Zen, se dijo Joe. Y antes que el Padre pudiera
profundizar sobre el tema, pasó a Ético Puritano.
—Sin trabajo —dijo el Padre en una voz un tanto más firme—, el hombre no es nada.
Deja de existir.
Rápidamente, Joe marcó a Católico Romano.
—Dios y el amor de Dios te aceptarán —dijo el Padre con una voz suave y lejana—.
Estarás seguro en sus brazos. Nunca te...
Joe marcó Alá.
—Mata a tu enemigo —dijo el Padre.
—No tengo enemigos —dijo Joe—, salvo mi propio cansancio y temor al fracaso.
—Ésos son enemigos —dijo el Padre—, que debes vencer en una jihad; debes
demostrar que eres un hombre, y un hombre de verdad es un luchador que devuelve los
golpes.  
La voz del Padre era severa.
Joe marcó Judaísmo.
—Un plato de sopa de lombriz marciana —comenzó el Padre dulcemente, pero se le
acabó el tiempo a Joe, y el Padre calló, inerte y muerto; o al menos dormido.
Sopa de lombriz, reflexionó Joe. La comida más alimenticia que se conocía. Quizás ése
fue el mejor consejo de todos, pensó. Iré al restaurante del espaciopuerto.  
Una vez allí, se sentó en un banquito y tomó una carta.
—¿Quiere un cigarrillo de tabaco? —dijo el hombre que tenía a su lado.
Joe le miró horrorizado.  
—Por Dios... no puede fumar un cigarrillo a la vista de todos... y menos aún aquí —dijo.
Consternado, se volvió para mirar al hombre y seguir hablándole. En ese momento se dio
cuenta con quién estaba conversando.
Sentado a su lado estaba Spelux en forma humana.
—No era mi intención —dijo Spelux— crearte tanta ansiedad. Tu trabajo es bueno; ya
te lo he dicho. Te elegí porque pienso que eres el mejor restaurador de cerámica de la
Tierra; eso también te lo dije ya. Además, el Padre tenía razón; necesitas comer algo y
descansar un poco. Voy a encargar tu pedido.
Spelux hizo una seña al robot que expendía la comida, mientras fumaba su cigarrillo
descaradamente.
—¿No pueden ver el cigarrillo? —preguntó Joe.
—No —dijo Spelux—. Y parece que el robot aquél tampoco me puede ver a mí —
volviéndose hacia Joe, dijo—: haz tú el pedido.  
Después que hubo tomado su plato de sopa de lombriz y una taza de café sin cafeína
(la ley así lo requería), Joe se dispuso a hablar.  
—Me parece que no me entiendes. Para alguien como tú…
—¿Cómo soy yo? —dijo Spelux.
—Si tú no lo sabes...
—Nadie se conoce a sí mismo —dijo Spelux—. Tú no te conoces; no tienes la menor
idea de tus potencialidades más elementales. ¿Sabes qué significará el Resurgimiento
para ti? Todo aquello que tienes en estado latente, potencial, se verá realizado. Todos
aquellos involucrados en el Resurgimiento, todos los que participan, seres de cientos de
planetas dispersos por la galaxia... todos cobrarán existencia real. Tú nunca has existido
realmente, Joe Fernwright. Simplemente has vegetado. Ser es hacer. Y haremos una
cosa grandiosa, Joe Fernwright —la voz de Spelux vibró como el acero.
—¿Viniste aquí a hablarme de mis dudas? —preguntó Joe—. ¿Es ésa la razón por la
cual estás en este espaciopuerto? ¿Para asegurarte que no cambie de idea y me vuelva
atrás a último momento?
No era posible; su persona no era tan importante. Spelux, repartido entre quince
mundos, no podía haberse rebajado a esto. Tenía demasiado que hacer, asuntos más
importantes que atender que devolverle la confianza en sí mismo a un pobre ceramista de
Cleveland.
—Éste es un “asunto más importante” —dijo Spelux.
—¿Por qué?
—Porque no existen los asuntos sin importancia, del mismo modo que no existe vida
sin importancia. La vida de un insecto, de una araña, es tan grande como la tuya, y la tuya
como la mía. La vida es la vida. Tienes tantas ganas de vivir como tengo yo; has pasado
siete meses infernales, esperando aquello que necesitabas día tras día... de la misma
manera que espera una araña. Piensa en la araña, Joe Fernwright. Teje su tela. Luego
hace una pequeña cueva de seda en un rincón para guarecerse. Tiene hilos que llevan a
todas partes de la tela, para saber cuándo cae algo comestible, algo que necesita para
vivir. Y espera. Pasa un día. Dos días... Una semana. Sigue esperando; no puede hacer
otra cosa. Un pequeño pescador de la noche... y quizás cae algo, y ella vive. O no cae
nada, y espera, pensando, “no caerá a tiempo. Es demasiado tarde.” Y tiene razón; se
muere esperando.
—Pero para mí “cayó” algo a tiempo.
—Caí yo.
—Me elegiste... —vaciló—. ¿Por lástima?
—Claro que no. El Resurgimiento va a exigir mucha habilidad, mucha pericia, muchas
artesanías y técnicas, varias artes distintas. ¿Tienes a mano ese tiesto de cerámica?
Joe sacó el pequeño trozo reluciente de su bolsillo. Lo puso sobre el mostrador, al lado
del plato de sopa vacío.
—Hay miles de éstos —dijo Spelux—. Calculo que tienes unos cien años más de vida.
No se puede hacer en cien años; caminarás entre ellos, entre estos hermosos trocitos,
hasta el día que te mueras. Y se cumplirá tu deseo; hasta el final, serás. Y al haber sido,
existirás para siempre —Spelux miró el reloj Omega que tenía sobre su muñeca
humanoide—. Dentro de dos minutos anunciarán tu vuelo.
Después de ajustarse el cinturón y de permitir que le pusieran el casco de presión
sobre la cabeza, logró girar un poco para mirar a su compañero de vuelo, sentado a su
lado.
Mali Joyez, decía la tarjeta. De reojo pudo ver que era una chica, extraterrestre pero
humanoide.
En ese momento los cohetes impulsores se encendieron y la nave comenzó a elevarse.
Nunca había salido de la Tierra antes, y se dio cuenta de esto rápidamente a medida
que aumentaba el peso que lo oprimía. Esto... no-es-como-ir-de-Nueva-York-a-Tokio, se
dijo, jadeando. Con un esfuerzo incalculable logró girar la cabeza una vez más para mirar
a la chica extraterrestre. Se había vuelto azul. Quizás sea algo natural en su raza, pensó
Joe. Quizás yo también me puse azul. Quizás me esté muriendo, se dijo; en ese momento
se encendieron los cohetes de autopropulsión... y Joe Fernwright se desvaneció.
Cuando despertó, pudo escuchar el sonido de la Cuarta de Mahler y el suave murmullo
de voces. Debo de ser el último en reaccionar, se dijo amargamente. Una azafata atildada
estaba desmontando su casco de presión y cortando su fuente particular de oxígeno.
—¿Se siente mejor, Sr. Fernwright? —preguntó la azafata mientras le peinaba
delicadamente—. La señorita Joyez ha estado leyendo el material biográfico que nos
entregó antes de comenzar el vuelo, y está muy interesada en conocerlo. Ahí está; su
cabello está perfecto ahora. ¿No le parece, Srta. Joyez?
—¿Cómo le va, Sr. Fernwright? —preguntó la Srta. Joyez con un marcado acento—.
Estoy contenta de conocerlo mucho. En la longitud de nuestro viaje yo estuviera
sorprendida de no hablar con usted, porque creo que nosotros en común mucho tenemos.
—¿Puedo ver el material biográfico de la Srta. Joyez? —le dijo Joe a la azafata.  
Cuando se lo entregó, lo miró rápidamente. Animal preferido: el quimpio. Color
preferido: rej. Juego preferido: El Estanciero... Música preferida: koto, clásica y Kimio Eto.
Nacida en el sistema de Sustis, lo que la hacía una especie de pionera.
—Creo que estamos en la misma empresa, varios de nosotros con la inclusión de yo y
mí.
—Usted y yo —dijo Joe.
—¿Usted es natural de Tierra?
—Nunca la había dejado.
—Entonces éste es su primer vuelo espacial.
—Así es —dijo. La miró con disimulo y la encontró atractiva: su cabello corto de color
bronce contrastaba bien con su tez grisácea. Además, tenía una de las cinturas más
pequeñas que jamás hubiera visto, que su blusa y pantalones de permoform destacaban
favorablemente junto con todo lo demás—. Usted es una bióloga marina —dijo, leyendo
un poco más de su material biográfico.
—Así es. Debo determinar la profundidad de infestación coral de... —vaciló y extrajo un
pequeño diccionario, en el cual buscó una palabra— Artefactos sumergidos.
Sintió un aguijón de curiosidad.  
—¿Cómo se le manifestó Spelux? —preguntó.
—Manifestó —repitió la Srta. Joyez; buscó en su pequeño diccionario.
—Materializó —dijo la azafata—. Hay un circuito en la nave que nos conecta
directamente con la computadora de traducción de la Tierra; al lado de cada diván hay un
auricular y un micrófono. Aquí están los suyos. Sr. Fernwright y Srta. Joyez.
—Mis habilidades lingüísticas terrestres están volviendo —dijo la Srta. Joyez,
rechazando el auricular—. ¿Cómo dijo...? —preguntó a Joe.
—¿Cómo se le apareció Spelux? —dijo Joe—. ¿Qué aspecto físico tenía? ¿Alto?
¿Bajo? ¿Gordo?
—Inicialmente se manifestó en un marco acuático, en tanto y en cuanto él, en sí
mismo, a veces descansa en el fondo de los océanos de su planeta... —meditó— Cerca
de la catedral sumergida...
Eso explicaba la transformación oceánica de la comisaría.  
—¿Y después qué forma adoptó? —preguntó— ¿La misma?
—La segunda vez que vino a yo —dijo la Srta. Joyez—, se manifestó como una ropa
de canasto.
¿Será eso lo que quiere decir?, musitó Joe. ¿Un canasto de ropa? Entonces pensó en
el Juego, y la vieja inquietud cobró vida dentro de él.  
—Srta. Joyez —dijo—, quizá podamos usar la computadora con provecho... puede ser
muy interesante. Déjeme contarle una anécdota de algo que ocurrió en la traducción
automática de un artículo soviético sobre ingeniería hace algunos años. Las palabras...
—Por favor —dijo la Srta. Joyez—. No puedo seguirlo, y, además, tenemos otras cosas
que conversar. Debemos preguntarles a todos para averiguar cuántos han sido
empleados por el Sr. Spelux —se ajustó el auricular, levantó el micrófono y apretó todos
los botones en la consola de traducción a su lado—. Por favor, ¿pueden levantar la mano
todos aquellos que van al Planeta del Labrador a trabajar en la empresa del Sr. Spelux?
—Lo que pasaba —dijo Joe—, era que ese artículo sobre ingeniería, que la
computadora estaba traduciendo, tenía un giro extraño que aparecía una y otra vez:
“diario de agua”. ¿Qué diablos querrá decir?, se preguntaban todos. No sabemos,
contestaban todos a la vez. Bueno, al final…
—De los cuarenta y cinco pasajeros de la nave, treinta han sido contratados por Spelux
—le interrumpió la Srta. Joyez—. Quizá sea el momento de fundar un gremio y trabajar
colectivamente —dijo, riendo.
—No es mala idea —dijo un hombre de cabellos grises y aspecto severo que estaba en
el extremo delantero de la sección.
—Pero nos está pagando tanto… —dijo un hombrecillo tímido que estaba hacia la
izquierda.
—¿Hay algo por escrito? —dijo el de cabellos grises— Nos hizo promesas de palabra y
nos amenazó, o al menos eso es lo que tengo entendido. Por lo menos a mí me amenazó.
Apareció como el día del Juicio Final; me dejó completamente sin aliento, y es raro que
alguien le pueda hacer eso a Harper Baldwin  
—De todos modos —dijo Joe—, finalmente lograron rastrear el giro hasta el original
ruso. ¿Sabe qué era? ¡Era “prensa hidráulica”! En la traducción salía como “diario de
agua”. Ahora, en base a esto, junto con varios colegas distinguidos ideamos...
—Promesas verbales —dijo una mujer madura de rostro afilado desde el fondo de la
sección—, no bastan. Antes de comenzar a trabajar tendríamos que haber firmado
contratos. En el fondo, si vamos al caso, nos hizo subir a esta nave bajo amenaza.
—Entonces imagínense la amenaza que va a significar cuando lleguemos al Planeta
del Labrador —señaló la Srta. Joyez.
Todos los pasajeros callaron un instante.
—Lo llamamos el Juego, simplemente —dijo Joe.
—Además —dijo el hombre de cabellos grises—, debemos recordar que somos sólo
una parte de la fuerza de trabajo que Spelux ha estado contratando por toda la galaxia. Lo
que quiero decir es que podemos actuar en conjunto hasta que nos hartemos, pero no le
va a importar a nadie. Los que estamos aquí no somos más que una gota en el océano. O
es lo que vamos a ser, cuando lleguen los otros a ese maldito planeta, cosa que puede
ocurrir en cualquier momento.
—Lo que tendríamos que hacer entonces, es organizarnos aquí —dijo la Srta. Joyez—.
Así, cuando lleguemos al Planeta del Labrador, donde seguramente nos alojarán en uno
de los hoteles importantes, nos pondremos en contacto con algunos de los otros
contratados, y posiblemente formemos un sindicato efectivo.
—¿Pero Spelux no es... un ser sobrenatural? ¿Una deidad? —dijo un hombre
corpulento de cara roja, haciendo un gesto.
—Las deidades no existen —dijo el hombrecillo tímido de la izquierda—. Solía creer en
ellas en una etapa anterior de mi vida, pero tras agudas y repetidas frustraciones, y lleno
de desilusión, dejé de hacerlo.
—Lo que importa es lo que puede hacer —dijo el de cara roja—. ¿Qué importa el
nombre? —siguió hablando vigorosamente—. En comparación con nosotros, Spelux tiene
los poderes y la naturaleza de una deidad. Por ejemplo, puede presentarse
simultáneamente en diez o quince planetas dispersos en toda la galaxia sin dejar el
Planeta del Labrador. En mi caso personal, su apariencia fue francamente temible, como
acaba de señalar el caballero de adelante. Pero yo estoy convencido de que es sincero.
Spelux nos obligó a venir aquí; nos forzó, de eso estoy seguro. En mí caso, la policía
tomó un interés particular en mis asuntos al mismo tiempo que Spelux me hizo su
propuesta. El resultado fue que al final tenía que elegir entre aceptarla o ir a la cárcel
como preso político.
¡Dios mío!, pensó Joe. Quizá Spelux estaba detrás de esa visita del CTC. Y después
los policías que me vigilaron mientras regalaba las monedas, esos que me llevaron
preso... ¡pudieron haber sido puestos sobre la pista por Spelux!
Ahora hablaban varios a la vez. Si escuchaba atentamente, Joe podía captar el sentido
general de lo que decían: ellos también contaban historias de rescates de vehículos
policiales y de comisarías por obra y gracia de Spelux. Esto cambia la cosa, se dijo Joe.
—Logró que cometiera un acto ilegal —decía una mujer gorda—. Me hizo firmar un
cheque para una de las instituciones benéficas del gobierno en un momento de confusión.
Por supuesto resultó ser que el cheque no tenía fondos, y la policía me llevó presa.
Cuando me subí a este avión me fugué bajo fianza. Me extraña que me hayan dejado ir
los del CTC; me podrían haber detenido en el espaciopuerto.
¡Qué raro!, reflexionó Joe. El CTC nos podría haber detenido a todos; Spelux no nos
llevó al Planeta del Labrador merced a ningún despliegue fastuoso de su poderío —nos
hizo tomar un vuelo regular— es más, estuvo él mismo en el espaciopuerto,
aparentemente con el objeto de asegurarse de que ninguno se volviera atrás. ¿Significa
esto que no hay un antagonismo real entre Spelux y el CTC?, se preguntó.
Trató de recordar la ley vigente sobre conocimientos y habilidades de valor
extraordinario. Se acordó que era un delito que una persona dejara la Tierra si esa
persona poseía habilidades únicas que dejarían de estar a disposición del gobierno o del
—pueblo— durante su ausencia. La declaración acerca de mis conocimientos y
habilidades fue aceptada de rutina; le echaron un vistazo, la sellaron y a otra cosa,
recordó... y el próximo en la fila probablemente era otro más que, dueño de alguna
habilidad especial y muy útil, se dirigía al Planeta del Labrador Y por lo visto tampoco le
habían puesto reparos.
Al pensar en todo esto sintió una profunda y permanente inseguridad. Si había algo en
común entre Spelux y la policía, en la práctica podía decir que estaba tan en manos de la
autoridad como si hubiera permanecido en la comisaría. Quizá más, en el Planeta del
Labrador no podría acogerse a las normas que protegían a los acusados. Como ya había
dicho alguien, una vez en el Planeta del Labrador estarían completamente a merced de
Spelux. En el fondo serían extensiones de su persona. Estaba en camino hacia una nueva
existencia corporativa, sin haberse librado de nada ni de nadie. Sería igual para todos;
cientos, quizás miles, que convergían sobre el Planeta del Labrador. Desde todos los
rincones de la galaxia. Pero en ese momento recordó algo. Algo que Spelux había dicho
en el restaurante del espaciopuerto. —No existen vidas sin importancia. —El pequeño
pescador de la noche. Ese era el nombre que Spelux había dado a la humilde araña.
—Escuchen —dijo Joe en voz alta al micrófono, y tenía oprimidos todos los botones,
para que todos los que estaban en el compartimiento lo escucharan, aunque no quisieran
—Spelux me dijo algo, en el espaciopuerto. Era acerca de la vida, que esperaba que
apareciera algo para alimentarla, y de cómo ese algo, ese acontecimiento, no llegaba
nunca para muchas vidas. Me dijo que esta Empresa, este Resurgimiento de
Gestarescala, era mi algo, mi acontecimiento.
Sentía que su convencimiento crecía, tornándose poderoso y absoluto; sintió que podía
cambiarlo; lo había ido despertando hasta poder decir yo soy, como lo explicaba Spelux.  
—“Todo aquello que está latente”, dijo Spelux, “que tiene potencial, todo será
actualizado”. Yo sentí que... —Joe vaciló, buscando la palabra exacta—. Él sabía —dijo
finalmente, mientras los demás le escuchaban en silencio— todo acerca de mi vida. La
conocía desde adentro, como si estuviera allí conmigo, mirando para fuera.
—Tiene telepatía —dijo el hombrecillo tímido. Hubo un murmullo de aprobación.
—Era algo más —dijo Joe— ¡Pero si la policía tiene equipos que fabrican telepatía y
los usan todo el tiempo! Lo utilizaron conmigo ayer.
—A mí me pasó lo mismo —dijo la Srta. Joyez. Dirigiéndose a los demás, dijo—. El Sr.
Fernwright tiene razón. Spelux rescató la esencia de mi vida; era como si pudiera ver todo
el recorrido de mi existencia, desde el principio hasta este punto. Y vio que a esta altura
no valía la pena vivirla, si no fuera por esto.
—Pero conspiró con la policía... —comenzó a decir el de cabellos grises, pero la Srta.
Joyez le interrumpió.
—No sabemos qué hizo. Creo que nos estamos dejando llevar por el pánico. Es más,
creo que Spelux planeó esta Empresa para salvarnos. Nos vio a todos, vio la inutilidad de
nuestras vidas, a dónde nos estaba llevando, y nos amó, porque estábamos vivos. E hizo
lo que pudo para ayudarnos... El Resurgimiento de Gestarescala es solamente un
pretexto; somos nosotros, y podemos ser miles, los objetivos reales de todo esto —hizo
una pausa y prosiguió—. Hace tres días intenté matarme. Ajusté el tubo de mi aspiradora
al tubo de escape de mi coche y puse el otro extremo dentro del auto. Luego me subí y
encendí el motor.
—¿Qué pasó después? ¿Cambió de idea? —dijo una chica delgada de cabello fino y
dorado como el maíz.
—No —dijo la Srta. Joyez—. La turbina dio un golpe y soltó el tubo. Me quedé sentada
en el frío durante una hora para nada.
—¿Lo intentaría de nuevo? —preguntó Joe.
—Iba a hacerlo hoy —dijo tranquilamente—. Y esta vez de un modo que no fuera a
fallar.
—Quiero que me escuchen; por lo que vale... —dijo el de la cara roja. Suspiró con un
ruido sordo y desgarrado, lleno de resignación y malestar—. Yo también iba a hacerlo.
—Pero yo no —dijo el hombre de cabellos grises; parecía furioso. Joe podía sentir la
fuerza de su ira—. Acepté porque me ofrecieron mucho dinero. ¿Saben quién soy yo? —
los envolvió con la mirada—. Soy un psicokinecista, el mejor de toda la Tierra.
Extendió el brazo ceremoniosamente y un portafolio en el fondo del compartimiento se
elevó y voló hacia él. Agresivamente, lo tomó, apretándolo.
Apretándolo, pensó Joe, del mismo modo que Spelux me apretó a mí.
—Spelux está aquí —dijo—. Entre nosotros —dirigiéndose al hombre de cabellos
grises, le dijo—: Usted es Spelux, y, sin embargo, está cuestionando la confianza que le
tenemos.
El hombre sonrió.  
—Se equivoca, amigo. No soy Spelux. Soy Harper Baldwin, asesor psicokinético del
gobierno. O al menos eso era ayer.
—Sin embargo, Spelux está aquí por algún lado —dijo una mujer gorda con cabello de
muñeca. Había estado tejiendo sin intervenir en la conversación hasta ese momento—.
Ese hombre tiene razón.
—Sr. Fernwright —dijo la azafata tratando de ayudar—. ¿Los puedo presentar? Esta
chica atractiva al lado del Sr. Fernwright es la Srta. Mali Joyez. Y ese caballero...  
Siguió monótonamente, pero Joe no le prestó atención; no le importaban los nombres,
con la excepción, quizás, de la chica a su lado. Durante los últimos cuarenta minutos, se
había sentido cada vez más favorablemente impactado por su belleza escueta y ascética.
Nada parecida a Kate, se dijo. Es lo opuesto. Esta es una mujer realmente femenina; Kate
era un hombre frustrado. Y ésas son las que castran a derecha e izquierda.
Cuando terminaron las presentaciones, Harper Baldwin retomó la palabra, con su voz
prepotente y exageradamente firme.  
—Creo que nuestro verdadero estado es la esclavitud. Detengámonos un instante y
revisemos todo el asunto. Es un caso de “por las buenas o por las malas”, ¿no es cierto?
Miró a los lados, buscando aprobación.
—El Planeta del Labrador —señaló la Srta. Joyez—, no es un planeta atrasado ni
subdesarrollado. Tiene una sociedad avanzada, que aunque no sea una civilización en el
sentido estricto de la palabra, tampoco es un conjunto de recolectores de comida ni un
clan de agricultores. Tiene ciudades. Leyes. Una variedad de expresiones artísticas que
van desde la danza hasta una forma modificada de ajedrez cuatridimensional.
—Eso no es verdad —dijo Joe con acento mordaz. Todos le miraron, sorprendidos por
su tono—. Lo único que hay es un ser enorme y viejo. Que, además, está achacoso. No
hay ninguna sociedad urbana avanzada.
—Espere un momento —dijo Harper Baldwin—. Si hay algo que no se puede decir de
Spelux, es que sea achacoso. ¿De dónde sacó esa información, Fernwright? ¿De una
enciclopedia del gobierno?
—Así es —dijo Joe, incómodo—. Y de segunda mano, además.
—Si la enciclopedia describió a Spelux como un ser achacoso —dijo la Srta. Joyez sin
inmutarse—, me gustaría saber qué otra cosa dijo además de eso. Tengo curiosidad por
ver cuán distante de la realidad está su visión del Planeta del Labrador.
Cada vez más incómodo, Joe siguió.  
—Dormido. De edad avanzada, y por lo tanto senil, e inofensivo.
Esta última característica no era fácilmente atribuible a Spelux, al menos en su trato
con Joe y los demás.
—Con permiso de ustedes —dijo Mali Joyez, poniéndose de pie—, me parece que iré
al salón a leer una revista o dormir un rato.
Abandonó el compartimiento con pasos enérgicos y cortos.
—Me parece —dijo la mujer que estaba tejiendo, sin levantar la cabeza —que el Sr.
Fernwright debería ir al salón y pedirle disculpas a la Srta. Comosellame.
Con las orejas coloradas y un escozor en la parte de atrás del cuello, Joe se puso de
pie y siguió a Mali Joyez.
Al bajar los escalones, tuvo una sensación rara. Como si fuera camino a mi muerte,
pensó. ¿O es hacia la vida, por primera vez? ¿Cómo el proceso de un parto?
Algún día lo sabría. Pero no ahora.
 
 
6
 
Encontró a la Srta. Joyez sentada en uno de los enormes sillones del salón, leyendo un
ejemplar de Ramparts. No levantó la vista, pero Joe dio por sentado que le había visto
entrar.  
—¿Cómo es que sabe tanto sobre el Planeta del Labrador, Srta. Joyez? —empezó
diciendo—. Lo que quiero decir es que no lo aprendió en la Enciclopedia, como yo.
Sin decir nada, la Srta. Joyez siguió leyendo.
Después de una pausa, Joe se sentó a su lado y vaciló, pensando qué podría decir.
¿Por qué le habían hecho enojar tanto sus afirmaciones acerca de la sociedad del Planeta
del Labrador? No sabía; ahora le parecía tan irracional como le había parecido a los
demás.  
—Tenemos un nuevo juego —dijo al final. Ella continuó leyendo—. Se trata de buscar
los titulares más cómicos que se hayan publicado, en los archivos de los diarios —siguió
sin contestar—. Le diré cuál fue el titular que me pareció más cómico. No fue fácil de
encontrar; tuve que revisar todos los periódicos hasta 1962.
Mali Joyez levantó la vista. Su rostro no reflejaba ninguna emoción particular, ningún
resentimiento; simplemente una curiosidad distante, mostrándose sociable. Nada más.  
—¿Cuál fue su titular, Sr. Fernwright?
—ELMO PLASKETT HUNDE AL CLUB “GIGANTES`.
—¿Quién fue Elmo Plaskett?
—Ahí está la cosa —dijo Joe—. Vino de las ligas menores; nadie lo conocía. Eso es lo
cómico. Quiero decir que Elmo Plaskett salió a jugar un día, bateó una carrera completa…
—¿Básquetbol? —preguntó la Srta. Joyez.
—Béisbol.
—Ah, sí. Que se juega con “bates”.
—¿Ha estado alguna vez en el Planeta del Labrador? —dijo Joe.
Por un instante se quedó callada.  
—Sí —respondió simplemente. Joe observó que ella había hecho un rollo con la revista
y lo sujetaba con fuerza. Su rostro estaba muy tenso.
—Así que lo conoce personalmente. ¿Se encontró con Spelux?
—En realidad, no. Sabíamos que estaba allí, medio vivo o medio muerto, como usted
prefiera... yo no sé. Permiso —le dio la espalda.
Joe empezó a decir algo mas, cuando vio algo que parecía ser una máquina SSA en un
rincón del salón. Poniéndose de pie, fue hasta ella para inspeccionarla.
—¿Puedo ayudarle, señor? —dijo la azafata, acercándose a él— ¿Desea que cierre el
salón para que la Srta. Joyez y usted puedan hacer el amor?
—No —respondió—. Me interesa este aparato —tocó el panel de controles de la SSA—
. ¿Cuánto cuesta usarlo?
—El servicio es gratuito la primera vez durante su vuelo —dijo la azafata—. Después
de eso cuesta dos auténticas Monedas de diez. ¿Quiere que lo ponga en funcionamiento
para la Srta. Joyez y usted?
—No estoy interesada —dijo Mali Joyez.
—Qué injusta es usted con el Sr. Fernwright —dijo la azafata, sonriendo, pero con un
tono de voz que indicaba desaprobación—. Usted comprende que no lo puede usar solo,
¿no es cierto?
—¿Qué es lo que arriesga? —preguntó Joe a Mali Joyez.
—Usted y yo no “tengo” ningún futuro juntos —contestó.
—Pero ése es el objeto de la SSA —protestó Joe—. Tratar de averiguar que...
—Ya sé lo que trata de averiguar —interrumpió Mali Joyez—. Usé de éstas antes. Está
bien —dijo abruptamente—. Para que pueda ver cómo funciona. Como una... —buscó la
palabra— Experiencia.  
—Gracias —dijo Joe.
La azafata comenzó a armar la máquina SSA en forma rápida y eficiente, mientras iba
explicando su funcionamiento:  
—SSA significa sub specie aeternitatis; es decir, algo que está fuera del tiempo. Ahora,
muchos piensan que la máquina SSA puede ver el futuro, que es capaz de predecir
acontecimientos. Eso no es así. El mecanismo, compuesto básicamente por una
computadora, se conecta por medio de electrodos a los cerebros de ambos participantes,
y acumula rápidamente una cantidad inmensa de información acerca de los dos. Luego
sintetiza esa información, y en base a probabilidades extrapola lo que posiblemente les
ocurriría si se casaran o se fueran a vivir juntos, por ejemplo. Tendré que afeitar dos
mechones de cabello de la cabeza de cada uno, si no les molesta, para poder aplicar los
electrodos —sacó un pequeño instrumento de acero inoxidable— ¿Qué período de tiempo
les interesa? —preguntó mientras, afeitaba dos redondeles sobre el cráneo de Joe y
luego sobre el de Mali Joyez —¿Un año? ¿Diez? Pueden elegir, pero cuanto más cerca
en el tiempo sea, mayor será la exactitud de la extrapolación.
—Un año —dijo Joe. Diez años le parecían demasiado; ni siquiera sabía si estaría vivo
para entonces.
—¿Esta de acuerdo, Srta. Joyez? —preguntó la azafata.
—Sí.
—La computadora tardará entre quince y diecisiete minutos en juntar, almacenar y
procesar toda la información —dijo la azafata, mientras aplicaba los dos electrodos sobre
el cuero cabelludo de Joe, y luego los otros dos sobre el de Mali Joyez—. Quédense
tranquilos y relájense; por supuesto no causa incomodidad. No sentirán, nada.
—Usted y “yo” Sr. Fernwright. Juntos durante un año —dijo Mali Joyez secamente—
¿Qué año tranquilo y amigable?”
—¿Usted hizo esto antes? —preguntó Joe— ¿Con otro hombre?
—Así es, Sr. Fernwright.
—¿Y la extrapolación fue desfavorable?
Asintió con la cabeza.
—Discúlpeme por haberla agredido en el compartimiento.
Dijo Joe, sintiéndose muy sumiso y culpable.
—Usted me llamó... —Mali Joyez hojeó su diccionario—. Mentirosa. Delante de todos.
Y yo había estado allí; usted no.
—Lo que quise decir era... —comenzó, pero la azafata le interrumpió.
—La Computadora SSA está recogiendo material de sus cabezas en este momento.
Sería mejor que no se pelearan y descansaran un rato. Si pudieran dejarse estar... abrir
sus mentes y dejar que les recojan los datos, sin pensar en nada en particular…
Es difícil hacer eso, reflexionó Joe, en estas circunstancias. Quizá Kate tenía razón
acerca de mí, pensó; en diez minutos logré insultar a la Srta. Joyez, mi compañera de
viaje y, además, una linda chica... Se sintió melancólico y deprimido. Lo único que tengo
para ofrecerle es ELMO PLASKETT HUNDE AL CLUB “GIGANTES”. Quizá, pensó le
interesa la restauración de cerámica. ¿Por qué no le habré hablado de eso en primer
lugar?, se preguntó. Después de todo, ésa es la razón por la cual estamos aquí: nuestra
experiencia, habilidad, conocimiento, entrenamiento.
—Soy restaurador de cerámica —dijo en voz alta.
—Ya lo sé —dijo Mali Joyez—. Leí su material biográfico, ¿recuerda?  
No parecía estar tan enojada ahora. La hostilidad que él había suscitado con su falta de
diplomacia había disminuido.
—¿Le interesa la restauración de cerámica? —preguntó.
—Me fascina. Por eso estaba tan... —hizo un gesto y consultó su diccionario—.
Encantada. De sentar y hablar a usted. Dígame... las vasijas, ¿quedan perfectas de
nuevo? No arregladas, pero... cómo se dice... sanas.
—Una pieza de cerámica restaurada vuelve exactamente al mismo estado que tenía
antes de romperse. Todas las partes se funden y confluyen. Por supuesto, debo tener
todos los tiestos; no lo puedo hacer si hay trozos de la vasija no presentes.
Estoy empezando a hablar como ella, se dijo. Ha de ser una personalidad fuerte, y yo
lo percibo subconscientemente. Como señaló Jung, hay un arquetipo espiritual que los
hombres perciben cuando se encuentran con las mujeres por primera vez. El arquetipo se
proyecta primero sobre una, luego sobre otra, otorgándoles poderes carismáticos. Debo
cuidarme, se dijo. Después de todo, el hecho de haberme visto involucrado con Kate
sugiere que mi figura arquetipo es mandona y dominante, y no receptiva y pasiva. No
quiero cometer la misma equivocación de nuevo, se dijo. La equivocación se llamaba
Katerina Hurley Blaine.
—La Computadora SSA ya tiene la información —les dijo la azafata. Les sacó los
electrodos—. Tardará dos o tres minutos en procesarla.
—¿Qué forma adopta la extrapolación? —preguntó Joe—. ¿Es una cinta de papel
mecanografiada o…?
—Se les mostrará un cuadro de un momento representativo de sus vidas entrelazadas
de aquí a un año —dijo la azafata—. Será una proyección tridimensional y en colores que
aparece sobre aquella pared —redujo la intensidad de las luces en el salón.
—¿Puedo fumar? —dijo Mali Joyez—. No estamos bajo ley terrestre aquí.
—Está prohibido fumar cigarrillos de tabaco durante todo el viaje —dijo la azafata—.
Debido al alto contenido de oxígeno de la atmósfera aquí dentro.
Las luces se apagaron y todo lo que rodeaba a Joe se sumergió en una oscura
nebulosa; las cosas, hasta la chica a su lado, perdieron sus formas. Transcurrió un
instante, y luego un cubo iluminado se materializó cerca de la máquina SSA.
Relampaguearon los colores. Imágenes varias; se vio a sí mismo restaurando cerámicas,
tomando su cena; la vio a ella peinándose ante un espejo. Las escenas pasaban volando
hasta que, de repente, una imagen visual quedó fijada.
En 3-D y a todo color, se vio a sí mismo caminando lentamente con Mali de la mano,
por una playa al atardecer, en un mundo desierto. El sistema de lente los enfocó de cerca
y pudo ver su propio rostro y el de ella. Ambos expresaban una gran ternura. Supo
inmediatamente, al ver su expresión dentro de un año, que jamás había tenido esa cara:
su vida no le había brindado ese tipo de cosas. Quizá tampoco a ella, pensó. La miró de
reojo pero no podía ver sus rasgos; no sabía cómo estaría recibiendo esto.
—Vaya, si parecen felices —dijo la azafata.
—Por favor, retírese. Ya —dijo Mali Joyez.
—Bueno —dijo la azafata—. Estoy arrepentida de haber venido en primer lugar.  
Abandonó el salón, cerrando la puerta tras ella.
—Están en todos lados —dijo Mali Joyez a modo de explicación—. Durante todo el
viaje. Nunca la dejan sola a una.
—Pero nos mostró cómo funcionaba el mecanismo.
—¡Qué diablos!, yo puedo “andar” una máquina SSA; lo hecho varias veces.
Parecía estar enojada y tensa, como si no le gustara lo que estaba viendo.
—Parece que nos llevaríamos bien —propuso Joe.
—¡Oh, Dios! —gritó Mali Joyez, golpeando el brazo del sillón con un puño—. Dijo lo
mismo la otra vez. Yo y Rodolfo. Perfecto funcionamiento en partes todas. ¡Y no “haber”
sido!  
Su voz descendió a un gruñido ronco. Su ira bañaba el salón con algo tangible como el
almizcle. La sintió vibrar a su lado; intuyó la reacción emocional intensa que había
provocado la escena proyectada.
—Como explicó la azafata —dijo Joe—, la SSA no puede ver el futuro; lo único que
puede hacer es juntar todos los datos de mi cabeza y la tuya y sacar una tendencia
probable.
—¿Para qué usarla, entonces? —replicó Mali.
—Compáralo con un seguro contra incendio —dijo Joe—. Te estás poniendo en la
posición de aducir un fraude porque tu habitación no se quemó, al final, y que por lo tanto
no necesitabas el seguro.
—La analogía es deficiente.
—Espero que sepas disculparme.
Él también se sentía irritado ahora. Y como antes, contra ella.
—¿Te piensas que yo “me” voy a acostarme contigo por esta escenita agarrados de las
manos? —dijo Mali ácidamente— Tunuma mokimo hilo, keí del befo ditikar sewat —
agregó en su propio idioma; evidentemente palabrotas.
Sonó un golpe en la puerta.  
—Eh, ustedes dos —gritó Harper Baldwin—. Estamos discutiendo los términos de
nuestro empleo colectivo; los necesitamos a ambos.
Joe se levantó y caminó hasta la puerta a través de la oscuridad del salón.
Discutieron durante dos horas, pero sin llegar nunca a una conclusión en común.
—Lo que pasa es que no sabemos lo suficiente sobre Spelux —se quejó Harper
Baldwin, cansado. Miró fijamente a Mali Joyez—. Tengo la sensación de que usted sabe
más que cualquiera de nosotros sobre Spelux, mucho más que lo que está dispuesta a
admitir. Incluso nos retuvo la información de que había estado ya una vez en el Planeta
del Labrador; si no se lo hubiera dicho a Fernwright...
—Nadie se lo preguntó —dijo Joe—. Cuando yo lo hice, respondió sin rodeos.
—¿Que piensa usted, Srta. Joyez? —preguntó un joven desgarbado— ¿Spelux nos
está tratando de ayudar, o es cierto que ha creado una población de esclavos expertos
para conseguir sus objetivos? Si es esto último, lo mejor que podemos hacer es dar media
vuelta con esta nave antes de llegar al Planeta del Labrador —su voz chillaba
nerviosamente.
Mali Joyez estaba sentada al lado de Joe. Se inclinó hacia él y le habló en voz baja:
—Salgamos de aquí. Volvamos al salón. Esta discusión no nos lleva a ningún lado y
quiero conversar más contigo.
—Está bien —dijo, alegremente; se levantó y ella siguió su ejemplo. Caminaron juntos
por el pasillo hasta el salón.
—Ahí van —dijo Harper Baldwin— ¿Cuál es el gran atractivo del salón, Srta. Joyez?
Mali se detuvo un instante.  
—Nos ha dado por los juegos amorosos —contestó, y siguió caminando.
—No deberías haber dicho eso —dijo Joe cuando entraban al salón y cerraban la
puerta—. Seguramente te creyeron.
—Pero es verdad —dijo Mali—. Normalmente una persona no usa la máquina SSA si
no tiene intenciones serias. Hacia la otra persona, que en este caso, soy yo.
Se sentó sobre el sillón y extendió los brazos hacia Joe.
Éste cerró la puerta del salón con llave. Parecía una medida razonable, dadas las
circunstancias.
Alegrías demasiado feroces, pensó, demasiado feroces para ser expresadas. El que
había dicho eso sabía de qué hablaba.
 
 
7
 
Una vez en órbita alrededor del Planeta del Labrador, la nave comenzó a accionar los
cohetes de retroceso. Aterrizarían dentro de media hora.
Mientras tanto, Joe Fernwright se divertía mordazmente leyendo el Wall Street Journal;
había descubierto a través de los años que este periódico, de entre todos, traía las
rarezas más escalofriantes y recientes. Leer el Journal era como hacer un pequeño viaje
al futuro dentro de los próximos seis meses.
Un nuevo alojamiento a gran profundidad para personas ancianas en New Jersey ha
incorporado un circuito especial, cuyo objeto es permitir que la entrega de una habitación
se efectúe sin demora y con la máxima facilidad. Cuando fallece un inquilino, detectores
electrónicos en la pared registran la ausencia de pulso y accionan otros circuitos. El
fallecido es aprisionado por agarraderas especiales y extraído por un orificio de la pared,
donde sus restos mortales son incinerados en el acto, dentro de una cámara de amianto,
permitiendo así que un nuevo inquilino, también un anciano, pueda ocupar el lugar en
medio día.
Dejó de leer y tiró el diario a un costado. Estamos mejor aquí, decidió. Eso es lo que
nos tienen preparado allá en la Tierra.  
—Verifiqué nuestras reservas —dijo Mali de paso—. Todos tenemos habitaciones en el
Hotel Olimpia en la ciudad más grande del planeta; Cabeza de Diamante es el nombre,
porque está ubicada sobre una saliente que se mete en Mare Nostrum unos setenta
kilómetros.
—¿Qué es “Mare Nostrum”? —preguntó Joe.
—Nuestro Océano.
Le mostró el artículo del Journal, primero a ella y luego, en silencio, a los demás
pasajeros. Lo leyeron todos y se miraron entre sí, buscando la reacción del otro.
—Tomamos la decisión correcta —dijo Harper Baldwin. Los demás asintieron—. Esa
noticia me basta —agregó. Movió la cabeza y frunció el ceño. Su rostro estaba
congestionado por el enojo y el desagrado—. Y nosotros creamos esa sociedad —gruñó.
Los tripulantes de la nave abrieron la escotilla de mano; se filtró una corriente de aire
frío, cargado de olores raros. Joe sintió la cercanía del mar en el aire. Cubriéndose los
ojos contra la débil luz solar, pudo distinguir los contornos de una ciudad razonablemente
moderna. Pero el mar está por aquí cerca, se dijo. Mali tiene razón; éste es un planeta
dominado por un océano. Todo lo importante lo encontraremos dentro de ese océano.
Con una sonrisa mecánica, las azafatas los escoltaron hasta la escotilla abierta y por
las escaleras que los llevaron hasta la superficie húmeda de la pista. Joe Fernwright tomó
a Mali del brazo y la escoltó. Ninguno de los dos habló por un rato... Mali parecía
ensimismada, sin prestar atención a la gente ni a los edificios del espaciopuerto que les
rodeaban. Malos recuerdos, pensó Joe. Quizás aquello había ocurrido aquí.
Consideremos el significado de todo esto para mí, pensó. El primer viaje interplanetario
de mi vida. Este suelo que piso no es el de la Tierra. Me está ocurriendo algo muy extraño
e importante. Olfateó el aire. Un mundo y un aire distintos. Qué cosa rara, decidió.
—No digas que este lugar te parece “sobrenatural” —dijo Mali—. Por favor, hazlo por
mí.
—No te entiendo —dijo Joe—. Es sobrenatural. Es totalmente distinto.
—No importa —dijo Mali—. Era un juego que teníamos Rodolfo y yo. Hace mucho
tiempo. Los llamábamos “cosismos”. A ver si puedo recordar algunos. Eran todos idea
suya. “Los vendedores de elásticos son muy estirados”. Ese era uno. “Las plantas están
invadiendo el mundo esporádicamente”. A ver otro. “Me dejó plantado en la esquina”. Ese
siempre me gustó, me hacía pensar en un hombre enterrado hasta las rodillas en una
esquina. “En 1945 el descubrimiento de la energía atómica electrificó al mundo”.
¿Entiendes? —le miró—. No. Pero no importa.
—Son todas afirmaciones verdaderas. ¿Cuál es el juego?  
—“La investigación del Senado sobre el uso de armas modernas fue explosiva”. ¿Qué
te parece ése? Lo vi en un periódico. Creo que Rodolfo encontró los demás en periódicos
o los escuchó por TV; creo que eran verídicos. Todo Rodolfo era verídico. Al principio. Al
final ya no —agregó sombríamente.
Un ser grande y cuidadoso de color marrón con aspecto de rata se acercó a Joe y Mali.
Tenía los brazos cargados de libros.
—Zanquivos —dijo Mali, señalándolo, mientras que otro acosaba a Harper Baldwin—.
Una de las formas de vida nativas de aquí, a diferencia de Spelux. Encontraremos...
déjame ver —contó con los dedos—: Zanquivos, morbios, operores, quertos, conubios y
flamenos. Resabios de tiempos antiguos... especies antiguas, de cuando los Seres de la
Niebla se extinguieron. Quiere que le compres un libro.
El zanquivo accionó un pequeño grabador que tenía en el cinturón; la cinta habló por él.  
—Historia completa de un mundo fascinante —dijo, y luego lo repitió en varios otros
idiomas.
—Cómpraselo —dijo Mali.
—¿Qué?
—Cómprale el libro.
—¿Lo conoces? ¿Qué libro es?
—Hay un solo libro. Al menos en este mundo —dijo Mali con paciencia.
—Cuando dices “mundo”, quieres decir “planeta” o en sentido más amplio... —insistió
Joe.
—En el Planeta del Labrador —dijo Mali— éste es el único libro.
—¿Y la gente no se cansa de leerlo?
—Cambia —dijo Mali.  
Le dio una moneda al zanquivo, que éste aceptó agradecido, entregándole una copia
del libro. Se lo dio a Joe.
—No tiene título ni autor —dijo Joe examinándolo.
—Está escrito —dijo Mali mientras caminaban hacia los edificios del espaciopuerto —
por un grupo de seres, o entidades, traducción no sé exacta, que registra todo lo que
ocurre en el Planeta del Labrador. Todo. No importa si es grande o pequeño.
— Entonces es un diario.
Mali se detuvo y se volvió hacia él, los ojos llenos de exasperación.  
—Lo registra antes que ocurra —dijo, con la mayor calma posible—. Las Calendas
tejen el relato; lo consignan en este libro siempre cambiante que no tiene título, y al final
ocurre.
—Premonición.
—Eso plantea un interrogante. ¿Cuál es la causa y cual el efecto? Las Calendas,
tejiendo su texto cambiante, dijeron que los Seres de la Niebla iban a desaparecer. Y
desaparecieron. ¿Fueron las Calendas quienes los hicieron desaparecer? Los zanquivos
piensan que sí. Pero los zanquivos son muy supersticiosos. Es natural que crean una
cosa así.
Joe abrió el libro al azar. El texto no estaba en su idioma; ni siquiera podía reconocer
las letras del alfabeto. Pero al hojearlo, se encontró con un párrafo corto que podía
entender, perdido entre una masa de anotaciones extrañas.
La joven Mali Joyez es una experta en eliminar los depósitos de coral de artefactos
sumergidos. Otros individuos traídos desde los diversos sistemas de la galaxia son
geólogos, ingenieros de estructura e hidráulicos, sismólogos; uno de ellos se especializa
en operaciones de rescate submarino y otro, que es arqueólogo, en localizar ciudades
sepultadas. Un bivalvo peculiar de muchos miembros, que vive en un tanque de agua
salada, es un excelente supervisor de operaciones de reflote de barcos hundidos. Un
gastrópodo capaz de  
Aquí el texto seguía en otro idioma. Cerró el libro, pensativo.  
—Quizá se hable de mí en alguna parte —dijo, mientras llegaban a la acera
transportadora que los llevaba a la explanada del espaciopuerto.
—Por supuesto —dijo Mali con calma—. Si buscas durante el tiempo suficiente lo
encontrarás. ¿Cómo lo harás? Perdón, ¿cómo te hará sentir?
—Extraño —dijo, todavía pensativo.  
Un vehículo de superficie, oficiando de taxi, les llevó a su hotel. En el viaje, Joe
Fernwright siguió examinando el libro anónimo; le preocupaba, cobrando prioridad sobre
las vistosas vidrieras que se veían al pasar, y las formas variadas de vida que pululaban
por ahí... tenía conciencia de las calles de la ciudad, del gentío y de los edificios, pero era
algo secundario. Había encontrado otro párrafo que podía entender.
Obviamente, la Empresa implica la ubicación, la elevación y la reparación de una
estructura subacuática, que dada la gran cantidad de ingenieros involucrados, tiene un
tamaño considerable. Posiblemente sea una ciudad entera o toda una civilización de un
pasado remoto.
Y otra vez el texto continuaba en una escritura extraña de puntos y rayas; una especie
de sistema binario de anotación.
—La gente que está escribiendo este libro sabe acerca del Resurgimiento de
Gestarescala —le dijo a la chica.
—Sí —dijo Mali después de un rato.
—¿Pero dónde está la predicción? —dijo Joe—. Esto está muy actualizado... hasta
este preciso momento, quizás, horas más, horas menos, pero eso es todo.
—Lo encontrarás —dijo Mali—, cuando hayas buscado un rato largo. Está enterrado.
Entre los distintos textos, que son todos traducciones de un texto primario, hay una línea
que los recorre como un hilo. El hilo del pasado que entra en el presente y luego pasa al
futuro. En alguna parte de ese libro, Joe Fernwright, está escrito el futuro de
Gestarescala. El futuro de Spelux. El nuestro. Estamos todos entretejidos por el hilo del
tiempo de las Calendas, su tiempo-fuera-del-tiempo.
—Tú ya sabías de la existencia del libro antes de comprárselo al zanquivo —dijo Joe.
—Lo conocí cuando vine aquí con Rodolfo. La máquina SSA nos extrapoló la felicidad
juntos, y el libro de las Calendas, este libro, decía que... —vaciló—. Que Rodolfo se
mataría. Primero intentó matarme a mí. Pero... no pudo.
—Y el libro de las Calendas lo predijo.
—Exactamente. Recuerdo que Rodolfo y yo lo leímos. Todavía teníamos la idea de que
la máquina SSA era un análisis científico de datos y que este libro era un cuento de
viejas, que veía desastre donde nosotros y la máquina SSA veíamos “alegreza”.
—¿Por qué se equivocó la máquina?
—Porque le faltaba un dato. El Síndrome de Whitney. Una reacción psicótica a las
anfetaminas de parte de Rodolfo. Paranoia y agresividad asesina. Le parecía que estaba
demasiado gordo, los tomaba como... —buscó la palabra.
—Reductores de apetito —dijo Joe—. Como el alcohol.  
Sirven para algunos, pensó; son mortales para otros. Y el Síndrome de Whitney ni
siquiera requería una sobredosis; bastaba una pequeña cantidad para activarlo, si existía
la enfermedad en estado latente. De la misma manera que, para un alcohólico, el sorbo
más pequeño llevaba a la derrota y a la amarga destrucción final.
—Qué lástima —murmuró.
El taxi se acercó a la acera. El chofer, un ser pequeño con dientes de nutria, dijo algo
en un idioma que Joe no comprendía. Mali, sin embargo, asintió y le dio una suma de
dinero metálico al individuo. Bajaron del taxi.
Parado en la acera, Joe miró alrededor.  
—Es como retroceder ciento cincuenta años —dijo. Vehículos de superficie, iluminación
con lámparas de carburo... se parece a la Tierra en la época del presidente Franklin
Roosevelt, se dijo, entre cautivado y divertido. Le gustaba. Es el ritmo, pensó; es más
lento. Y la densidad de la población... eran pocos los organismos que recorrían la calle, ya
sea a pie (o por medio de algún equivalente razonable) o en vehículos.
—Ahora puedes ver por qué me enojé contigo —dijo Mali, dándose cuenta de su
reacción—. Por haber difamado al Planeta del Labrador, que fue mi hogar durante seis
años. Y aquí estoy —e hizo un gesto—, de regreso, haciendo lo mismo que hice
entonces; creyendo con fe ciega en una máquina SSA.
—Entremos al hotel a tomar algo —dijo Joe.
Pasaron la puerta giratoria juntos y entraron al Hotel Olimpia, con sus suelos de
madera, decoraciones de madera labrada, sus manijas y pasamanos de bronce lustrado y
su gruesa alfombra roja. Sin olvidar su anticuado ascensor. Con sorpresa, Joe descubrió
que no era automático; necesitaba un ascensorista.
En la elegante habitación, con su cómoda, un espejo cascado, su cama de hierro y
cortinas de tela, Joe Fernwright se sentó en una silla excesivamente rellena, de dibujo
gastado, y se puso a estudiar El Libro.
No hacía mucho su preocupación estaba en El Juego. Y ahora... El Libro. Pero esto era
algo totalmente distinto, y cuanto más leía el Libro más se percataba de ese hecho.
Lentamente, mientras revisaba las páginas, iba armando el conjunto legible del texto:
había empezado a superponer los trozos.
—Me voy a bañar —dijo Mali. Ya había abierto su maleta sobre la cama, en su
habitación— ¿No es extraño, Joe Fernwright? —gritó desde allí—. Tenemos que usar
piezas separadas, como hace un siglo.
—Sí.
Entró en la habitación, con las bragas solamente; estaba desnuda de cintura para
arriba. Vio que sus pechos eran pequeños, pero la figura era firme y alargada, de
músculos jóvenes. Un cuerpo de bailarina, se dijo, o... de una mujer de Cro-Magnon, una
cazadora, una persona ágil y astuta acostumbrada a marchas largas e infructuosas. No le
sobraba un gramo de carne, como ya había descubierto en el salón de la nave. Entonces
lo había palpado; ahora lo veía. Sin embargo, pensó morbosamente, Kate tenía —todavía
tiene— un cuerpo tan bueno como éste. Eso le deprimió, y entonces volvió al Libro.
—¿Hubieras querido acostarte conmigo —preguntó Mali— si hubiera sido cíclope? —
se señaló un punto encima de la nariz—. Un ojo aquí, como Polifemo en La Odisea. Le
quemaron el ojo con una brasa, si mal no recuerdo.
—Escucha esto —dijo Joe. Leyó en voz alta del Libro—. La especie dominante actual
del planeta es lo que se ha dado en llamar un Spelux. Esta entidad fantasmal y enorme no
es oriunda del planeta: llegó a éste hace varios siglos, dominando a las especies débiles
que habían sobrevivido cuando la especie reinante, los llamados Seres de la Niebla, se
extinguieron. El poder de Spelux, sin embargo, se ve severamente coartado por un
extraño libro en el cual, según se afirma, está escrito todo aquello que fue, es y será.
Cerró el libro de un golpe.
—Habla de sí mismo.
Acercándose a su silla, Mali se inclinó para leer el texto.  
—Déjame ver qué más dice —pidió.
—Eso es todo. La parte legible se termina aquí.
Mali le quitó el libro de las manos y comenzó a hojearlo. Su ceño se frunció; su rostro
se tornó tenso y serio.  
—Bueno, aquí se te menciona por tu nombre, Joe —dijo al final—. Como te dije.
Le arrebató El Libro y leyó rápidamente.  
Joseph Fernwright se entera de que Spelux considera a las Calendas y su Libro como
sus enemigos. Se piensa que Spelux está tramando la derrota final de las Calendas. No
se sabe cómo lo logrará. Los rumores difieren sobre este punto.
—Déjame revisar las páginas—, dijo Mali; examinó las hojas siguientes y luego se
detuvo; su rostro se oscureció—. En mi idioma —anunció. Estudió el párrafo durante un
largo rato, y su expresión se volvía cada vez más intensa a medida que lo leía y releía—.
Aquí dice —susurró finalmente—, que la Empresa de Spelux es el Resurgimiento de la
catedral de Gestarescala para ubicarla en tierra firme nuevamente. ¡Y que fracasará!
—¿Dice algo más? —preguntó Joe. Tenía la sensación de que sí; bastaba mirar la cara
de Mali.
—Dice —prosiguió Mali—, que la mayoría de los que fueron contratados para ayudar a
Spelux serán destruidos cuando fracase la Empresa —se corrigió—. Tóojic. Dañados u
obligados a no existir. Mutilados, ésa es la palabra. Serán alterados en forma permanente,
más allá de toda salvación inmediata.
—¿Te parece que Spelux sabe de la existencia de estos párrafos? —dijo Joe—. Que
fracasará y que nosotros...  
—Claro que sabe. Está en el texto, en la parte que acabas de leer, Spelux considera
que “las Calendas y su Libro son sus enemigos y está tramando su derrota”. Y “Está
haciendo surgir a Gestarescala para derrotarlos”.
—No decía eso —dijo Joe—. Lo que se lee es “No se sabe cómo lo logrará. Los
rumores difieren sobre este punto”.
—Pero es obvio que es el Resurgimiento de Gestarescala —caminó por la habitación,
con las manos juntas, presa de la mayor agitación—. Lo dijiste tú mismo. “Los que
escriben este libro saben del Resurgimiento de Gestarescala”. Lo único que hay que
hacer es juntar los dos párrafos. Te dije que todo estaba allí, nuestro futuro, el de Spelux,
de Gestarescala. Y el nuestro es dejar de existir, es morir —se detuvo y le miró
frenéticamente—. Así es como perecieron los Seres de la Niebla. Desafiaron El Libro de
las Calendas. Los zanquivos te lo pueden contar; todavía lo están comentando.
—Lo mejor es que le hablemos al resto de la gente que está en el hotel acerca de este
asunto.  
Sonaron unos golpes en la puerta; se abrió, y la cara de Harper Baldwin apareció en el
espacio libre.  
—Disculpen la molestia —gruñó—, pero hemos estado leyendo este Libro —mostró su
copia del Libro de las Calendas—. Hay cosas sobre todos nosotros. Le informé a la
gerencia del hotel que notificara a todos los huéspedes que nos reuniríamos en la sala
principal de conferencias dentro de media hora.
—Estaremos allí —dijo Joe. A su lado, Mali Joyez asintió con la cabeza, su cuerpo
semidesnudo rígido de preocupación.
 
 
8
 
Media hora más tarde, una multitud de seres inteligentes, organismos de cuarenta
especies diferentes, llenaron la sala de conferencias. Joe reconoció varias especies que
había comido cuando aún vivía en la Tierra. La mayoría de los seres eran desconocidas
para él. Spelux había buscado en muchos sistemas estelares para encontrar los talentos
que necesitaba. En más de los que Joe había pensado.
—Me parece —dijo en voz baja a Mali—, que debemos estar listos para presenciar una
manifestación completa de Spelux. Seguramente se presentará aquí en su forma real.
—Pesa cuarenta mil toneladas. Si apareciera aquí en su forma real hundiría el edificio;
destrozaría el piso y terminaría en el sótano —dijo Mali roncamente.
—Quizás use otra forma, entonces. De pájaro, por ejemplo.
Parado sobre el escenario, delante del micrófono, Harper BaIdwin pidió silencio.  
—Bueno, amigos —dijo, y sus palabras se tradujeron de inmediato a todos los idiomas
necesarios en cada auricular.
—¿Corno una gallina? —dijo Mali.
—No es un pájaro; la gallina es un ave, un ave de corral. Pensaba más bien en un
magnífico albatros de alas largas.
—Spelux no desprecia las cosas humildes —dijo Mali—. Una vez se me presentó
como... —se detuvo—. No importa.
—La razón de esta reunión —continuó Harper Baldwin—, es la existencia de un libro
que hemos descubierto aquí. Aquellos de ustedes que han estado en este planeta un
tiempo mayor seguramente lo conocen, y ya se habrán formado su propia...  
Un gastrópodo de muchas patas se levantó y habló por su micrófono.  
—Claro que conocemos el Libro. Los zanquivos lo venden en el espaciopuerto.
—Nuestra edición, al ser más reciente, puede traer algún material que no conocen —
dijo Mali en el micrófono.
—Compramos una nueva todos los días —dijo el gastrópodo.
—Entonces sabe lo que dice; que el intento de levantar la Gestarescala va a fracasar, y
que moriremos —agregó Joe.  
—No dice exactamente eso —respondió el gastrópodo—. Dice que los reclutas de
Spelux sufrirán, recibirán algún tipo de golpe que los cambiará en forma permanente.
Una enorme libélula pidió la palabra de un modo muy simple; voló hasta Harper
Baldwin y se posó sobre su hombro. Dirigiéndose al gastrópodo, espetó:  
—No existe ninguna duda, sin embargo, de que El Libro de las Calendas predice el
fracaso de Spelux en su intento de hacer surgir nuevamente la Gestarescala.
El gastrópodo cedió la palabra a una gelatina rojiza sostenida por un armazón de metal
que la tenía en pie, para que pudiera participar en el debate. Se sonrojó aún más al
hablar: era muy tímida.  
—El sentido del texto parece ser que el levantamiento de la catedral fracasará. Digo
“parece ser”. Soy lingüista; el Sr. Spelux me hizo venir aquí por esa misma razón. En la
catedral sumergida se encuentran numerosos documentos. La frase clave “La Empresa
está destinada al fracaso” aparece ciento veintitrés veces en El Libro. Pude leer todas las
traducciones, y estimo que el significado correcto del texto es “Habrá fracasado después
de la Empresa”, es decir, que más bien llevará al fracaso, antes que fracasar en sí.
—No veo mayor diferencia —dijo Harper Baldwin, frunciendo el ceño—. De todos
modos, la parte importante para nosotros es la que trata de nuestra muerte o heridas... y
no el fracaso de la Empresa. ¿No es cierto que este libro siempre tiene razón? El ser que
me lo vendió me dijo eso.
—Los que lo venden reciben un cuarenta por ciento del precio de venta. Por supuesto
que dicen que El Libro es exacto —dijo la gelatina.
Irritado por la pulla Joe se puso de pie.  
—Con el mismo argumento podría acusar a todos los médicos del universo sobre la
base de que, como ganan dinero cuando uno está enfermo, entonces son responsables
de que la enfermedad exista.
Riéndose, Mali le hizo sentar nuevamente.  
—Ay “Dios mío” —dijo, tapándote la boca—. No creo que nadie haya defendido a los
zanquivos en los últimos doscientos años. Ahora tienen, a ver... Un “champagne”.
—Un campeón —gruñó Joe, todavía acalorado por el resentimiento—. Estamos
hablando de nuestras vidas. Esto no es un debate de política ni una reunión de vecinos
sobre el problema del transporte zonal.
Una corriente de murmullos recorrió la sala. Los científicos y artesanos hablaban entre
sí.
—Mi moción —gritó Harper Baldwin—, es que actuemos colectivamente, formando una
organización permanente con delegados, que puedan tratar con Spelux en nombre de
todos. Pero antes de eso, mis amigos y compañeros trabajadores que están hoy aquí
sentados, o aquí volando, sugiero que votemos si queremos trabajar en la Empresa o no.
Quizá no queramos. Tal vez lo único que deseemos hacer sea volver a casa. Veamos qué
es lo que piensa de nosotros el conjunto. Ahora, cuántos votan por seguir adelante y
trabajar...  
Se interrumpió bruscamente. Un ruido sordo estremeció la sala de conferencias, la voz
de Harper Baldwin ya no se podía escuchar. Era imposible para cualquiera de ellos
comunicarse en ese momento.
Spelux había llegado.
Debe de ser su forma verdadera, pensó Joe mientras miraba y escuchaba. Sin ninguna
duda, era Spelux en persona, como era, realmente. Así que...
Con el ruido de diez mil automóviles herrumbrados y deshechos, revueltos con una
enorme cuchara de madera, Spelux se alzó sobre la tarima que se hallaba en un extremo
de la sala. Su cuerpo vibraba y temblaba, y desde el fondo de su ser surgió un quejido. El
quejido aumentó de volumen hasta transformarse en un aullido. Joe pensó en un animal.
Quizás un animal atrapado en una trampa. Una garra solamente. Está tratando de
escapar pero la trampa es demasiado complicada. Al mismo tiempo, un chorro gigante de
agua de mar, restos de pescado, animales acuáticos, quelpo marino... La sala retumbaba
con el rugido y el choque del mar. Y en el centro de todo, la masa agitada de Spelux.
—A los dueños del hotel no les va a gustar esto —dijo Joe a media voz. Dios mío... la
enorme masa de extremidades retorcidas que brotaban por todos lados de aquel
corpachón inmenso... la cosa se irguió, y con un rugido furioso hundió el piso debajo de él
y la mole se perdió de vista, dejando restos marinos por toda la habitación.
Hilos de humo, o vapor, salían del orificio abierto. Pero Spelux ya no estaba allí. Como
lo había predicho Mali, su peso era demasiado grande. Spelux estaba en el sótano, diez
pisos más abajo.
Visiblemente alterado, Harper Baldwin habló a través de su micrófono  
—Papa... parece ser que tendremos que bajar a hablar con él —varios seres se le
acercaron; los escuchó atentamente, luego se enderezó y dijo—: tengo entendido que
está en el sótano, y no en el piso de abajo. Por lo visto... —Baldwin hizo un gesto de
alarma—, siguió viaje sin parar.
—Sabía que iba a ocurrir esto —dijo Mali— si venía aquí. Y bueno, tendremos que
dialogar con él en el sótano —ella y Joe se pusieron de pie y se reunieron con la multitud
de seres cerca de los ascensores.
—Debería haber venido como un albatros —insistió Joe.
 
 
9
 
Cuando llegaron al sótano, Spelux tronó un caluroso saludo.  
—No necesitarán equipos traductores —les informó—. Hablaré telepáticamente con
cada uno de ustedes en su propio idioma.
Ocupaba casi todo el sótano; tendrían que quedarse cerca de los ascensores. Se había
vuelto más denso ahora, más compacto... pero seguía siendo enorme. Joe respiró hondo.  
—¿Va a pagar los daños al hotel? ¿Una compensación por las roturas? —dijo.
—Mi cheque estará en el correo mañana a la mañana —dijo Spelux.
—Era un chiste del Sr. Fernwright —dijo Harper Baldwin nerviosamente—. Lo de
pagarle al hotel.
—¿Chiste? —dijo Joe— ¿Es un chiste hundir diez pisos de un edificio que tiene doce?
¿Cómo sabemos que no mató a nadie? Bien podría haber más de cien muertos, además
de unos cuantos heridos.
—No, no —le aseguró Spelux—, no maté a nadie. Pero el cuestionamiento es legítimo,
Sr. Fernwright —Joe sintió la presencia de Spelux dentro de sí, recorriendo su cerebro;
iba de aquí allá, tocando los rincones más extraños de su mente. ¿Qué estará buscando?,
pensó Joe. De inmediato llegó la respuesta—: Estoy interesado en su reacción al Libro de
las Calendas —dijo Spelux. Luego habló a todos—. Salvo la Srta. Joyez, ninguno de
ustedes sabía de la existencia del libro. Tendré que estudiar sus reacciones. Tardaré unos
segundos nada más —la extensión de Spelux dejó la mente de Joe. Se había ido a algún
otro lado.
Mali le miró.  
—Voy a hacerle una pregunta —dijo. Ella también respiró hondo para calmarse—.
Spelux —dijo abruptamente—. Dígame una cosa; ¿se va a morir pronto?
La enorme masa vibró; sus extremidades filamentosas se agitaron preocupadamente.  
—¿Dice eso en el Libro de las Calendas? —preguntó Spelux—. No lo dice. Si así fuera
a ocurrir, estaría escrito.
—Entonces el Libro es infalible —dijo Mali.
—No tiene ninguna razón para pensar que estoy cerca de la muerte —dijo Spelux.
—Por supuesto que no —contestó Mali—. Se lo pregunté para ver si me enteraba de
algo. Y así fue.
—Cuando me deprimo —prosiguió Spelux—, me pongo a pensar acerca del Libro de
las Calendas, y empiezo a creer que la predicción de que no podré hacer resurgir a
Gestarescala es verdad. Que, en realidad, no puedo lograr nada; la catedral permanecerá
en el fondo de Mare Nostrum, por toda la eternidad.
—Pero eso le pasa cuando anda corto de energías —dijo Joe.
—Todo ser viviente —dijo Spelux— experimenta períodos de expansión y períodos de
contracción. El ritmo de la vida es tan activo en mí como en ustedes. Soy más grande; soy
más viejo. Puedo hacer muchas cosas que ustedes no podrían hacer, ni siquiera
colectivamente. Pero hay momentos en los cuales el sol está cerca del horizonte, al
atardecer, antes que caiga la noche. Se encienden pequeñas luces aquí y allá, pero están
lejos de mí. Donde vivo yo, no hay luces. Por supuesto, podría fabricar vida, luz y
actividad en torno de mí, pero serían meras extensiones de mi propio ser. A partir de la
llegada de ustedes aquí, esto ha cambiado. Los que arribaron hoy son los últimos; la Srta.
Mali Joyez y los Sres.. Fernwright y Baldwin, junto con los que les han acompañado.
Me pregunto si dejaremos este planeta algún día, pensó Joe. Pasó revista a la Tierra y
a su vida en ella; el Juego y su habitación con la ventana muerta y oscura; el dinero de
juguete del gobierno que venía en paquetes. Pensó en Kate. No creo que la llame de
nuevo. Por alguna razón estoy seguro de eso; es un hecho. Probablemente, Mali tenga
que ver en el asunto. O quizás una situación más global, pensó... Spelux y la Empresa.
Este asunto de Spelux atravesando diez pisos para terminar en el sótano, pensó,
significa algo. Spelux sabía cuánto pesaba, y que ningún piso iba a poder aguantarlo,
como había dicho Mali. Lo había hecho a propósito.
Para que no le tuviéramos miedo, al verlo tal cual era en realidad. Y justamente por eso
quizá deberíamos temerle más que nunca, pensó.
—¿Tenerme miedo? —llegó el pensamiento de Spelux.
—De toda la Empresa —respondió Joe—. Las posibilidades de éxito son demasiado
pequeñas.
—Tienes razón —dijo Spelux—. Estamos hablando de las posibilidades, de
probabilidades. Puede que resulte; puede que no. No pretendo tener la certeza;
solamente la esperanza. No tengo ninguna certidumbre acerca del futuro —eso no lo tiene
nadie; tampoco las Calendas—. Ésta es la base de mi posición y mi intento.
—Pero intentarlo para luego fracasar... —dijo Joe.
—¿Es eso tan terrible? —dijo Spelux—. Les voy a decir algo acerca de todos ustedes;
una característica que tienen en común. Se han visto enfrentados al fracaso tantas veces
que tienen miedo de fracasar.
Ya me parecía, pensó Joe. Bueno, así es la cosa.
—Lo que estoy haciendo —dijo Spelux— es lo siguiente: estoy tratando de evaluar cuál
es mi fuerza. No existen modos abstractos de determinar los límites de la propia fuerza,
de la habilidad para realizar esfuerzos; sólo pueden medirse de este modo, mediante una
tarea que se acerca a los límites reales de esta fuerza, enorme, pero, sin embargo, finita.
El fracaso me brindará tanto conocimiento de mí mismo como el éxito. ¿Entienden eso?
No, por supuesto que no. Están paralizados. Es por eso que los traje aquí, Lo que lograré
es tener conciencia de mí mismo. Y ustedes también; cada uno de sí mismo.
—¿Y si fracasamos? —dijo Mali.
—La conciencia se logrará igual —dijo Spelux. Sonaba perplejo, corno si hubiera un
abismo entre él y los demás—. En realidad no entienden, ¿verdad? Ya comprenderán
antes que terminemos. Es decir, aquellos de ustedes que deseen llegar hasta el final.
—¿Todavía tenemos derecho a elegir a esta altura de los acontecimientos? —preguntó
un ser fungiforme con un ceceo.
—Los que quieran volver a su propio mundo están en libertad de hacerlo —respondió
Spelux—. Les proporcionaré el pasaje... de primera clase. Pero los que vuelvan,
encontrarán todo como estaba antes. Y así como estaba, no lo podían aguantar; cada uno
de ustedes intentó quitarse la vida, y estaban en un proceso de autodestrucción cuando
los encontré. Recuérdenlo. Aquello es lo que han dejado atrás. No lo transformen en su
futuro.
Hubo un silencio incómodo.
—Yo me voy —dijo Harper Baldwin.  
Varios otros se le arrimaron, como indicación de que ellos también se irían.
—¿Y tú? —le preguntó Mali a Joe.
—A mí me persigue la policía —dijo. Y la muerte también, pensó. Lo mismo que a ti,
que a todos nosotros—. No —decidió—. Lo voy a intentar. Me arriesgaré a que él…
nosotros fracasemos. Quizá tenga razón; quizás hasta el fracaso tenga valor. Como dice,
nos muestra nuestros límites; nos brinda un mapa de nuestras fronteras.
—Si me das un cigarrillo de tabaco —dijo Mali con un temblor de miedo— yo también
me quedaré. Pero me muero por un cigarrillo.
—No vale la pena morirse por eso —dijo Joe—. Mejor sería morir por lo que tenemos
por delante aunque caigamos diez pisos hasta el sótano en el intento.
—Entonces los demás se quedan —finalizó Spelux.
—Así es —chilló un cefalópodo univalvo.
—Bueno, supongo que me quedaré también —dijo Harper Baldwin, intranquilo.  
—Por lo tanto, podemos empezar —dijo Spelux con satisfacción.
 
Varios camiones pesados estaban estacionados delante del Hotel Olimpia. Cada uno
tenía un chofer e instrucciones precisas.
Un ser gordo con una cola larga y nudosa se acercó a Joe y Mali con una lista en su
garra enérgica.  
—Ustedes dos, vienen conmigo —declaró. Luego seleccionó once más del grupo.  
—Ese es un operor —dijo Mali a Joe—. Nuestro chofer. Pueden ir más rápido debido a
sus excelentes reflejos. Estaremos en el promontorio en “manera de un minuto”.  
—En cuestión de minutos —corrigió Joe distraídamente mientras se sentaba sobre un
banco en la parte trasera del camión.
Otros seres se apretujaron junto a Joe y Mali, y el motor del camión cobró vida
estruendosamente.
—¿Qué clase de turbina es ésta? —preguntó Joe, irritado por el ruido.
—Combustión interna. Bang, bang, bang, todo el viaje —gimió un bivalvo de aspecto
simpático que estaba a su lado.
—La frontera —dijo Joe, y sintió una especie de alegría dolorosa. Sí, pensó, ésta es la
frontera; estamos como Abraham Lincoln, en una choza de madera, con Daniel Boone y
todos ellos. Los pioneros de antaño.
Uno a uno los camiones arrancaron. Sus faros brillaban en la noche como ojos de
polillas luminosas y extrañas. Mali dijo:
—Spelux nos estará esperando cuando lleguemos —parecía estar cansada—. Es
capaz de trasladarse en forma instantánea, a causa de las pulsaciones autonómicas que
emanan de su propia infraestructura neurológica. Puede moverse de un lugar a otro sin
que transcurra el tiempo.
Se frotó los ojos y suspiró.
El bivalvo simpático habló nuevamente.  
—El ser que tiene a su lado, Sr. Fernwright, es veraz —extendió un seudópodo hacia
Mali—. Srta. Joyez, soy Nurb K’ohl Dáq, de Sirio tres. Hemos estado todos esperando
ansiosamente que llegase vuestro grupo, porque teníamos entendido que cuando ello
ocurriese, todos nosotros, que hemos estado esperando un tiempo largo, habríamos de
comenzar. Y así parece ser. Pero, además, estoy contento de serle conocido y que usted
me conozca, pues estoy encargado de buscar y ubicar los objetos recubiertos de coral,
que luego serán extraídos de Mare Nostrum y transportados hasta su taller.
—Yo soy el ingeniero a cargo de los antedichos artefactos y de su transporte hasta su
taller a requerimiento del Sr. Nurb K’ohl Dáq —agregó un cuasiarácnido que brillaba
oscuramente en su esqueleto quitinoso.
—¿No han hecho ningún trabajo preliminar —le preguntó Mali— mientras esperaban?
—Spelux nos confinó a nuestras habitaciones —explicó el bivalvo—. Hicimos dos
cosas. Uno: leímos todos los documentos referentes a la historia de Gestarescala. Dos:
observamos a través de un vídeo a los sensores automáticos mientras recorrían la
catedral hundida una y otra vez. Hemos visto a Gestarescala miles de veces en nuestras
pantallas. Pero ahora podremos tocarla.
—Quiero dormir —dijo Mali, y apoyó la cabeza sobre el hombro de Joe y se recostó
sobre él—. Despiértenme cuando lleguemos.
—Esta Empresa total... me recuerda una epopeya terrestre —dijo el cuasiarácnido a
Joe y al bivalvo—. Debíamos memorizar algunos trozos durante nuestros años de
escuela. Me impresionó mucho.
—Está hablando de Fausto —aclaró el bivalvo a Joe—. El hombre fáustico, que lucha
por superarse, que nunca está satisfecho. Spelux se parece a Fausto en algunos
sentidos, y es diferente en otros.
El cuasiarácnido movió sus antenas nerviosamente.  
—Spelux se parece a Fausto en todos los sentidos. Al menos al Fausto de Goethe, que
es la versión a la cual me refiero.
Qué cosa extraña, pensó Joe. Un cuasiarácnido quitinoso de muchas patas y un
bivalvo grande con seudópodos discutiendo el Fausto de Goethe. Un libro que nunca leí,
a pesar de que es obra de mi planeta, el producto de un ser humano.
—Parte de su dificultad —decía el cuasiarácnido—, reside en la traducción; fue escrito
en una lengua que ha muerto.
—Alemán —dijo Joe. Al menos eso lo sabía.
—Por aquí —masculló el cuasiarácnido—, tengo hecha una...
Revolvió dentro del bolso plástico que le colgaba del hombro; cuatro de sus
extremidades manuales revisaban prolijamente el contenido de éste.  
—Maldita bolsa —dijo en un susurro—. Todo se va para el fondo. Aquí está —extrajo
una hoja de papel muy ajada, que procedió a alisar cuidadosamente—. Tengo hecha mi
propia traducción al idioma terrestre actual. Les leeré, la escena decisiva de la segunda
parte, la del momento en que Fausto se detiene, al fin, a observar su obra, y se muestra
satisfecho. ¿Podría, quisiera, no sé que expresión usar? ¿Está bien, Fernwright, señor?
—Por supuesto —dijo Joe.  
El camión seguía su viaje, saltando y brincando sobre baches y piedras, sacudiendo a
los pasajeros con su vaivén. Mali ya se había dormido totalmente. Tenía razón acerca de
las habilidades del chofer operor; el camión se precipitaba a través de la noche a una
velocidad impresionante.  
—Un pantano rodea las montañas —entonó el cuasiarácnido, leyendo en su hoja de
papel cuidadosamente preservada—. Envenenando todo lo ya reclamado. Secar el
mefítico pantano... esto debe ser hecho; sería la máxima conquista posible. Haré lugar
para millones, de ningún modo seguros, pero diariamente liberados, en el cual vivir. Verde
la pradera, y plena de frutos; hombres y rebaños ya casi sobre la más nueva tierra,
afincados en el borde de lo que ha sido levantado por los esfuerzos de gentes valientes.
Aquí dentro una tierra de paraíso, protegida contra la torrente, y cuando carcoma,
intentando entrar y ocupar todo, un grupo correrá a contenerla. ¡Sí! Este...
El bivalvo interrumpió el fervoroso recitado del cuasiarácnido.  
—Su traducción no es correcta. “Hombres y rebaños ya casi sobre la más nueva tierra”.
Será correcto gramaticalmente, pero ningún terrestre habla así —el bivalvo agitó un
seudópodo hacia Joe, buscando aprobación— ¿No es así, Sr. Fernwright?
—Hombres y rebaños ya casi sobre la más nueva tierra —pensó Joe. Por supuesto, el
bivalvo tenía razón; pero...
—Me gusta —contestó.
—¡Y vean qué parecido es! —gritó al cuiasiarácnido, lleno de alegría— ¡A Spelux, a
nosotros, a nuestro cometido! “Aquí dentro una tierra de paraíso, protegida contra la
torrente”. La torrente es un símbolo de todo aquello que carcome las estructuras
levantadas por los seres vivientes. El agua que cubre la Gestarescala; la torrente que
triunfó hace muchos siglos. Pero Spelux va a hacerla volver atrás. El “grupo” que corre a
contener… esos somos todos nosotros. Quizá Goethe tenía precognición; quizá previó el
Resurgimiento de Gestarescala.
El camión disminuyó la marcha.  
—Llegamos —les informó el operor que conducía. Aplicó los frenos, y el camión se
detuvo con un chirrido. Todos se precipitaron violentamente hacia delante. Mali se movió
y abrió los ojos; miró en todas direcciones con cara de pánico... era obvio que no sabía
claramente dónde estaba.
—Aquí estamos —dijo Joe, y la abrazó contra sí. Y ahora empieza, reflexionó. Para
mejor o para peor; en la riqueza o en la pobreza. Hasta que... la muerte, pensó. Nos
separe. Qué raro que pensara en eso, la letanía de los votos matrimoniales. Y, sin
embargo, le parecía adecuado. La muerte bajo alguna forma nebulosa, parecía rondar por
ahí.
Se levantó, entumecido, y ayudó a Mali; junto con los otros, comenzó a bajar por la
parte de atrás del camión. El aire de la noche estaba cargado con los olores del mar...
Respiró hondo. Ahora sí que está cerca. El mar. La catedral. Y Spelux tratando de
separarlos, de hacer retroceder al mar de Gestarescala. Como Dios, pensó. Separando la
luz de las tinieblas, o lo que fuera. Y las aguas de la tierra.
—Dios, en el Génesis, es muy fáustico —le dijo al cuasiarácnido.  
Mali gimió:  
—Dios mío; teología en medio de la noche.
El aire frío y húmedo la hizo estremecer. Miró a su alrededor.  
—No puedo ver nada. Estamos en el centro de la nada.
Joe alcanzó a ver lo que parecía ser una cúpula geodésica recortada contra el tenue
cielo nocturno. Ahí está, se dijo.
Los demás camiones llegaron, y de cada uno de ellos descendieron grupos de seres,
cada uno según su idiosincrasia. Se ayudaban entre sí; la gelatina rojiza, por ejemplo,
pasó por momentos difíciles hasta que una aparición espinosa que parecía una bocha
agresiva la auxilió.
Un aerodeslizador, grande y luminoso, apareció encima de sus cabezas. Descendió
lentamente hasta estacionarse en medio del grupo.  
—Hola —dijo—. Soy el vehículo que les transportará hasta sus áreas de trabajo.
Súbanse con cuidado y los llevaré hasta allí, si no tienen inconveniente, por favor. Hola,
hola.
Hola, se dijo Joe, mientras él y los demás se arrastraban, ondeaban y rodaban hasta el
interior del vehículo.
 
Dentro de la cúpula geodésica fueron recibidos por una manada de robots. Joe los miró
incrédulo. ¡Robots!
—No son ilegales aquí —le señaló Mali—. Tienes que metértelo en la cabeza; ya no
estás en la Tierra.
—Pero Edgar Mahan demostró que la vida sintética es imposible “La vida deriva de la
vida, y por lo tanto la construcción de mecanismos autoprogramados...” —exclamó Joe.  
—Bueno, tienes veinte de ellos delante de tus narices —dijo Mali.
—¿Y por qué nos dijeron que no se podían fabricar? —preguntó Joe.  
—Porque ya de por sí hay suficientes desocupados en la Tierra como para aumentar
su número reemplazándolos por máquinas. El gobierno falsificó los datos científicos Y la
información para decir que los robots eran un imposible. Al margen de eso, no son
comunes; su fabricación es difícil y cara. Me sorprende ver tantos juntos aquí.
Seguramente son todos los que tiene. Esto es una... —buscó la palabra— para nosotros.
Una demostración. Para impresionarnos.
Uno de los robots, al ver a Joe, se dirigió hacia él:  
—¿Sr. Fernwright?
—Sí —dijo Joe. Miró a su alrededor. Los pasillos, las puertas macizas, la luz difusa;
todo era eficiente, extenso y laberíntico. Y perfecto. Era obvio que la construcción era
nueva; y sin uso.
—Estoy sumamente contento de verle —declaró el robot—. En el centro de mi pecho,
probablemente, podrá ver grabada la palabra “Willis”. Estoy programado para responder a
cualquier instrucción que comience con esa palabra. Por ejemplo, si desea que lo lleve
hasta su área de trabajo, lo único que debe decir es “Willis, me gustaría que me lleves a
mi área de trabajo” y entonces le llevaré allí alegremente, proporcionándome placer a mí
mismo, y espero que a usted también.
—Willis —dijo Joe— ¿Hay algún lugar de vivienda aquí para nosotros? Por ejemplo,
¿una habitación privada para la Srta. Joyez? Está cansada y quiere dormir.
—Un departamento de tres ambientes está a disposición de la Srta. Joyez y usted —
respondió Willis—. Es su vivienda particular.
—¿Qué?, —exclamó Joe.
—Un departamento de tres ambientes…
—¿Quieres decir que tenernos todo un departamento? ¿Y no una simple habitación?
—Un departamento de tres ambientes —repitió Willis con paciencia robótica.
—Llévanos hasta él. —dijo Joe.
—No —dijo Willis—; tiene que decir “Willis, llévanos hasta él”.  
—Willis, llévanos hasta él.
—Por supuesto, Sr. Fernwright.
El robot los condujo a través del vestíbulo hasta los ascensores.
Después de mirar todo el departamento, Joe acostó a Mali, quien se durmió
inmediatamente. Hasta la cama era grande. Todo tenía un aspecto sólido y de buen
gusto, aunque sin pretensiones. Y era grande. No podía creerlo. Examinó la cocina y el
comedor.
En el comedor encontró, sobre una mesita, una vasija de Gestarescala. Se dio cuenta
de lo que era en cuanto la vio. Se sentó sobre el sillón, extendió la mano y la levantó.
Ese esmalte de un amarillo profundo. Nunca había visto una riqueza de tono tal en el
amarillo; superaba los amarillos de los azulejos de Delft. Y hasta era superior al amarillo
Real Alberto. Eso le hizo pensar en porcelana fina. ¿Habría depósitos calcáreos aquí? se
preguntó. ¿Y cuál sería el porcentaje usado, en caso de haberlos? ¿Sesenta por ciento?
¿Cuarenta? ¿Serán tan buenos esos depósitos como los de Moravia?
—Willis —dijo.
—Vuesa merced ordena.
—¿Por qué “Vuesa merced ordena” y no “Sí, señor”? —preguntó Joe sorprendido.
—Estó faciendo un estudio della historia de vueso planeta —respondió el robot.
—¿Hay depósitos calcáreos en el Planeta del Labrador?
—Non es de mí povre sapiencia dexirle sí oviesse, más si vuesa merced placiere de
appellar alla computadora central...
—Te ordeno que hables normalmente.
—Vuesa merced deviesse dexir primo “Willis”, si fuera vuesa voluntad queste povre
vasallo…
—“Willis”, habla correctamente.
—Sí, Sr. Fernwright.
—Willis, ¿me puedes llevar hasta mi área de trabajo?
—Sí, Sr. Fernwright.
—Está bien —dijo Joe—, Ilévame allí.
El robot abrió la pesada puerta de acero y amianto y se hizo a un lado. Joe Fernwright
entró en la enorme y oscura sala. Las luces se encendieron automáticamente cuando
entró en la habitación.
En el otro extremo del lugar, vio una larga mesa de trabajo, con equipo completo. Tres
pares de agarraderas. Luz indirecta que se controlaba desde una consola de pedal. Lupas
autoenfocadoras, de treinta centímetros o más de diámetro. Agujas soldadoras, de todos
los tamaños posibles. A la izquierda vio cartones protectores, de un tipo sobre el cual
había leído pero que nunca había visto. Fue a levantar una de ellas, y la dejó caer... para
verla descender suavemente, aterrizando sin impacto.
Había tarros de esmalte sellados. Todos los tonos, matices y tintes estaban allí; cuatro
hileras de tarros que cubrían toda una pared. Podría encontrar el equivalente a cualquier
esmalte de vasija que llegara a su mesa. Y había algo más. Se acercó y lo inspeccionó,
maravillado. Una zona ingrávida, donde la fuerza de la gravedad estaba contrarrestada
por una rotación invisible: esto era la última palabra en equipo para restauradores de
cerámica. Ya no sería necesario asegurar las piezas de la vasija para fundirlas; en la zona
ingrávida, las piezas se quedarían donde las pusiera.  
Con esto podría hacerse cargo de una cantidad de vasijas cuatro veces mayor de las
que había reparado en épocas anteriores. Y ésas habían sido épocas prósperas. Y la
posición sería absolutamente exacta. Nada se resbalaría ni sé inclinaría durante el
proceso de restauración.
También reparó en el horno, que sería necesario en caso de tener que reemplazar un
fragmento perdido y fabricar un duplicado. De esta forma podría completar vasijas a las
cuales les faltasen trozos. Este aspecto de la tarea del restaurador era poco publicitada,
pero existía.
Nunca, en toda su vida, había visto un taller de restauración de cerámica tan bien
equipado.
Ya había un montón de vasijas rotas; una pila de cartones protectores se había
acumulado en un extremo del banco. Podría comenzar ahora mismo, se dijo. Lo único que
tengo que hacer es accionar media docena de llaves de contacto y empezar a trabajar.
Era tentador... Se acercó al estante de agujas soldadoras, sacó una y la sopesó. Bien
equilibrada, decidió. Un producto de calidad. Abrió uno de los cartones llenos y contempló
los tiestos amontonados. Su interés aumentó de inmediato; dejó la aguja y tomó los
fragmentos uno a uno, gozando del color y la textura de la vasija: Una vasija corta y
gorda. Quizá cómica. Devolvió las piezas a la caja y se dio vuelta, con la idea de llevarla a
la zona ingrávida. Quería empezar. Esa era su vida.  
—Nunca pensé que tendría la posibilidad de usar…
Se detuvo. Sintió el entusiasmo, dentro de sí, como un pequeño animal que le royese,
alegre y ansioso, el corazón.
Una figura negra, como un negativo de la vida misma, estaba frente a él. Le había
estado observando, y ahora que lo miraba cara a cara, Joe esperó que se fuera. Pero se
quedaba. Esperó un poco más. La figura permanecía en su lugar.
—¿Qué es esta cosa?, —le preguntó al robot, que todavía estaba en el umbral de la
sala.
—Tiene que decir “Willis” primero —le recordó el robot—. Debe decirme “Willis”,
¿qué...?
—Willis —dijo— ¿qué es?
—Una Calenda.
Respondió el robot.
 
 
10
 
Para ellos, pensó Joe, no existe la vida, sino meramente un resumen de la vida. Somos
un hilo que pasa entre sus manos; fluimos en constante movimiento; pasamos de largo,
inasibles. El pasar es continuo, y nos arrastra íntegramente, cada vez más, hacia la
espantosa alquimia de la tumba.
—¿Puedes comunicarte con Spelux? —le dijo a Willis.
—Tiene que decir…
—Willis —dijo—, ¿puedes conectar con Spelux?
La Calenda permanecía silenciosa frente a él... no era el silencio de una lechuza, que
absorbía y atenuaba los sonidos con sus plumas, sino un silencio mecánico: como si se
hubieran cortado los cables de su parte sonora. ¿Está realmente aquí? se preguntó Joe.
Parecía tener sustancia; no era nada vaporoso ni fantasmal. Está realmente aquí, se
respondió. Ha invadido mi área de trabajo antes que pudiera poner un solo tiesto en la
zona ingrávida, antes que pudiera calentar una sola aguja.
—No puedo ponerme en contacto con Spelux —respondió Willis—. Está durmiendo.
Dentro de doce horas se despertará y lo llamaré. Pero ha dejado un gran número de
mecanismos auxiliares a su disposición, para cualquier emergencia. ¿Quiere que active
alguno de ellos?
—Dime qué puedo hacer —dijo Joe—. Willis, ¿qué diablos puedo hacer?
—¿Con la Calenda? No hay nada registrado acerca de alguien que haya hecho algo
con las Calendas. ¿Quiere que profundice la investigación? Hay una computadora con la
cual puedo ponerme en comunicación; quizá pueda hacer un análisis de sus habilidades
con relación a la naturaleza de la Calenda, y formular una nueva interacción que…
—¿Se mueren? —preguntó Joe.
El robot calló.
—Willis —dijo— ¿se los puede matar?
—Es difícil precisar —dijo el robot—. No son seres vivientes normales. Además, todos
tienen el mismo aspecto, lo que complica bastante el asunto.
La Calenda depositó una copia del Libro sobre la mesa, cerca de Joe Fernwright.
Esperó a que éste lo recogiera.
En silencio levantó el libro, lo sostuvo un instante, y luego lo abrió en la página que
estaba marcada. El texto decía:
“Aquello que Joe Fernwright encuentre en la catedral hundida hará que mate a Spelux,
y al hacerlo, frenará el Resurgimiento de Gestarescala para siempre”.
Aquello que encontraré en la catedral, se dijo Joe. Allí en el fondo, debajo de las aguas.
Ya está en el mar esperándome...
Debo llegar allí lo antes posible, pensó. ¿Me dejará ir Spelux? Especialmente después
que lea esto... probablemente lo esté leyendo ahora mismo, mientras estoy aquí parado:
seguramente se mantiene al tanto de todas las alteraciones del texto a medida que crece,
cambia y se corrige día tras día, hora tras hora.
Si es inteligente me matará a mí primero, pensó. Antes que pueda ir bajo las aguas. Es
decir, me mataría ahora.
Esperó que la violencia de Spelux cayera sobre él.
No cayó. Claro, recordó. Spelux está dormido.
Por otro lado, meditó, quizás no deba ir allá abajo. ¿Qué es lo que recomendaría
Spelux? Quizás ésa era la decisión correcta: si Spelux quería que descendiera a
inspeccionar la catedral sumergida lo haría... si no, no. Qué raro que mi primera reacción
haya sido la de querer ir bajo las aguas, pensó. Como si no pudiera esperar para hacer mi
descubrimiento... un descubrimiento que destruirá a Spelux, y con él, al proyecto de
levantar la catedral. Es una reacción perversa. Un desliz del inconsciente. Quizás eso le
enseñaría algo acerca de sí mismo, algo que antes sabía, evocado por la Calenda y su
Libro. Las Calendas despertaron este sentimiento en mí, descubrió; esa es la base sobre
la cual operan. De este modo, logran que sus profecías se tornen verdaderas.
—Willis —dijo— ¿cómo se baja a Gestarescala?
—Por medio de un equipo de buceo con máscara o por medio de una cámara
proléptica.
Respondió el robot.
—¿Me puedes llevar hasta allí? —dijo Joe—. Quiero decir, Willis...
—Un momento —dijo el robot—. Hay una llamada para usted. Es oficial —el robot calló
un instante. Luego dijo—: es la Srta. Hilda Reiss, la secretaria personal de Spelux. Quiere
hablar con usted —se abrió una compuerta en el pecho del robot y apareció un teléfono
sobre una bandeja—. Levante el auricular —dijo Willis.
Joe obedeció.
—¿Sr. Fernwright? —dijo una voz femenina práctica y competente—. Tengo un pedido
urgente para usted de parte del Sr. Spelux, que en este momento está durmiendo.
Preferiría que usted no descendiera a la catedral en este momento. Quiere que usted
espere hasta que alguien pueda acompañarlo.
—Usted lo llama pedido —dijo Joe— ¿Debo entender que es una orden en el fondo?
¿Que me ordena no bajar?
—Todas las instrucciones del Sr. Spelux vienen en forma de pedidos. Nunca ordena
nada; simplemente lo pide.
—Así que en realidad es una orden.
—Creo que usted me comprende, Sr. Fernwright. El Sr. Spelux se pondrá en contacto
con usted en algún momento mañana. Hasta luego.
La comunicación se cortó.
—Es una orden —dijo Joe.
—Así es —convino Willis el robot—. Esa es su manera de manejar las cosas, como le
señaló esa mujer con tanta habilidad.
—Pero si trato de descender...
—No puede —dijo el robot secamente.
—Sí que puedo —respondió Joe—, aunque me echen después.
—Lo puede hacer —dijo el robot—, y lograr que lo maten.
—¿Qué me maten, Willis? ¿Por quién y por qué? —se sintió asustado y enojado, una
mezcla peculiar de emociones que le estimulaba el nervio vago; su respiración, y el ritmo
de su corazón cambiaron radicalmente—. ¿Quién me mataría? —preguntó.
—Primero tiene que decir... ¡bah, al diablo con ese asunto! —dijo el robot—. Sí, por las
formas de vida salvaje. Hay muchos riesgos.
—Pero son los normales para una tarea de este tipo —dijo Joe.
—Supongo que sí. Pero un pedido así...
—Voy a bajar.
—Va a encontrar una decadencia terrible allí abajo. Una decadencia inimaginable. El
mundo sumergido donde se halla Gestarescala es un lugar de cosas muertas, donde todo
se pudre y cae en la ruina y la desesperanza. Por eso Spelux quiere levantar la catedral.
Él no puede aguantar estar allí abajo; usted tampoco podrá. Espere a que descienda con
usted. Aguarde unos días; restaure las vasijas en su taller y olvídese de este asunto.
Spelux lo llama “Un submundo acuático” y tiene razón. Es un mundo en sí mismo,
totalmente diferente al nuestro, con sus propias leyes malditas, bajo las cuales todo debe
transformarse en basura. Un mundo dominado por la fuerza inexorable de la degradación
entrópica energética; nada más. Incluso aquellos que poseen una fuerza enorme, como
Spelux, se intoxican y pierden su poder al final. Es una tumba oceánica, y nos matará a
todos a menos que la catedral pueda ser levantada.
—No puede ser tan terrible —dijo Joe, pero al hablar sintió que el miedo lo recorría y se
aferraba a su corazón. Un temor generado en gran parte por la estupidez de su propio
comentario.
El robot le miró enigmáticamente; una mirada compleja que lentamente se transformó
en una expresión de sorna.
—Teniendo en consideración que eres un robot —dijo Joe—, no veo cuál es tu interés
emocional en este asunto; no tienes vida.
—A ninguna estructura, por artificial que sea, le agrada el proceso de su propia
degradación energética —contestó el robot—. Es el destino final de todas las cosas, y
todas se resisten.
—¿Y Spelux espera detener este proceso? —preguntó Joe—. Si es el destino final de
todo, entonces Spelux no lo puede frenar; está condenado al fracaso y el proceso seguirá.
—Allá abajo, dentro del agua —dijo Willis—, el proceso de decadencia es la única
fuerza vigente. Pero, aquí arriba —cuando la catedral esté levantada— habrá otras
fuerzas que no se muevan de manera retrógrada. Son fuerzas de apoyo y reparación, que
construyen, que fabrican y crean formas... y, en su caso, que restauran. Es por eso que
se lo necesita tanto. Usted, y otros como usted, serán los que impedirán el proceso de
descomposición con su habilidad y trabajo. ¿Se da cuenta ahora?
—Quiero ir allá abajo —dijo Joe.
—Haga lo que le plazca. Póngase el traje de buzo y sumérjase en el Mare Nostrum,
sólo y de noche. Descienda al submundo de la podredumbre y véala usted mismo. Lo
llevaré a una de las plataformas de buceo que tenemos flotando sobre el Mare Nostrum.
Podrá descender desde allí... sin mí.
—Gracias —dijo Joe.  
Pronunció la palabra con un tono que intentaba ser irónico, pero como salió como un
débil resuello, el robot pareció no percibir el tono.
La plataforma de buceo tenía tres cúpulas herméticas, cada una de ellas lo
suficientemente grande como para reunir a varios seres con su equipo. Joe recorrió las
enormes construcciones con la vista, apreciando su tamaño. Construido por los robots, se
dijo. Y hace poco. Las cúpulas parecían nuevas, y seguramente lo eran. Estas
instalaciones habían sido creadas para él y los demás, y no serían utilizadas hasta que él
y otros como él comenzaran a operarlas. Aquí no falta espacio, como en la Tierra,
reflexionó. Estas cúpulas pueden ser tan grandes como uno quiera... y Spelux, por
supuesto, las había hecho grandes; evidentemente.
—Así que no vas a descender conmigo —le dijo al robot Willis.
—Nunca.
—Muéstrame el equipo de buceo —dijo Joe—, y cómo debo usarlo. Enséñame todo lo
que debo saber.
—Le voy a dar las mínimas... —comenzó a decir el robot, y se detuvo. Una pequeña
aeronave estaba aterrizando sobre el techo de la cúpula más grande. Willis la examinó
atentamente—. Demasiado pequeña para ser Spelux —murmuró—. Debe de ser una
forma de vida más pequeña y por lo tanto inferior.
La aeronave se detuvo, y luego se abrió la escotilla. Taxi, se leía de proa a popa. Y por
la escotilla apareció Mali Joyez.
Bajó por el ascensor y fue directamente hacia Joe y Willis.
—Spelux me habló —dijo—. Quiere que te acompañe. Tenía sus dudas acerca de si
podrías ir solo... es decir, si sobrevivirías la experiencia, del submundo allí abajo.
—Y piensa que tú sí lo puedes hacer.
—Cree que los dos juntos podríamos ayudarnos mutuamente... y que la cosa
funcionaría. Tengo más experiencia que tú, mucha más.
—Sra. Dama —dijo Willis—, ¿quería Spelux que yo bajara también?
—No te mencionó —dijo Mali secamente.
—Mejor así —el robot frunció el ceño apesadumbrado—. No me gusta ir allí abajo.
—Pero pronto —dijo Mali—, todo cambiará. No habrá más un “Allí abajo”. Solamente
aquí arriba, donde rigen otras leyes.
—No cante victoria antes de la gloria —dijo el robot con frío escepticismo.
—Ayúdanos a ponernos el equipo —dijo Joe.
—Allí abajo, en el Submundo Acuático, se encontrarán en un lugar olvidado por Amalita
—Sentenció el robot.
—¿Quién es “Amalita”? —preguntó Joe.
—Es el dios para el cual fue construida la catedral —respondió Mali—. El dios adorado
en Gestarescala. Cuando la catedral surja nuevamente, entonces Spelux podrá invocar a
Amalita. Como en tiempos pasados, antes de la Catástrofe que llevó al hundimiento de la
catedral. La derrota de Amalita por Borel... una derrota temporaria pero grande. Me hace
recordar un poema terrestre, de Bertholt Brecht que se llama “La Joven Ahogada”. A ver si
la memoria me ayuda...: “Y gradualmente Dios la olvidó, primero sus brazos, luego sus
piernas y su cuerpo, hasta que fue...”
—¿Qué clase de dioses son éstos? —dijo Joe. No habían sido mencionados antes,
pero era a la vez obvio y lógico: una catedral... era un lugar de culto, y algo, o alguien,
tenía que ser el objeto de ese culto—. ¿Sabes algo más sobre ese asunto? —preguntó a
Mali.
—Yo puedo informarle de todo —exclamó el robot enojado.
—¿Se te ocurrió alguna vez —dijo Mali al robot—, que podría ser Amalita el que,
trabajando a través de Spelux, busca levantar la catedral para que su culto en este
planeta vuelva a surgir?  
—Hum —dijo el robot, un tanto picado; Joe casi podía oír cómo sus engranajes
chirriaban mientras meditaba—. Bueno, usted preguntó acerca de las dos deidades, Sr.
Caballero. Sin embargo, una vez más se olvidó de decir...
—Willis —interrumpió Joe—, dime lo que sepas acerca de Amalita y Borel. ¿Cuánto
hace que se los venera y en cuántos planetas? ¿Dónde empezó el culto?
—Tengo un folleto —dijo el robot—, que trata estos temas en forma exhaustiva —metió
su mano en el bolsillo del tórax y extrajo un folleto mimeografiado—. Escribí esto en mi
tiempo libre. Con su permiso, me voy a atener a él para no sobrecargar mis cintas de
memoria —aclaró—. Al principio, Amalita existió solo. Eso ocurrió hace aproximadamente
cincuenta mil años terrestres. Entonces, en un espasmo apoteósico, Amalita sintió deseos
sexuales. Pero no había nada hacia qué sentir deseo sexual. Sintió amor, y no había nada
para amar. Sintió odio, y no tenía qué odiar.
—Sintió indiferencia, pero no había nada que le causara indiferencia —Mali hablaba sin
emoción; el asunto le era ajeno.
—Analicemos el deseo sexual primero —retomó el robot—. Como es sabido, la forma
más provocativa del amor sexual es el incesto, en la medida que es un tabú que se
extiende por todo el universo. Cuanto más grande el tabú, mayor es la excitación. Por lo
tanto, Amalita creó a su hermana, Borel. El segundo aspecto más interesante del amor
sexual por alguien es que ese alguien sea malvado y perverso; alguien a quien, si uno no
lo amase, lo odiaría. Así que Amalita hizo que su hermana fuera perversa; y ella comenzó
a destruir todo lo que él había construido a través de los siglos.
—Como Gestarescala —murmuró Mali.
—Así es, Sra. Dama —asintió el robot—. Ahora, el siguiente estímulo poderoso para el
amor sexual es que el ser amado sea más fuerte que uno. Amalita, pues, hizo que su
hermana fuera capaz de destruir sus edificios uno a uno; trató de detenerla, pero ya era
demasiado fuerte, como había querido él. Finalmente, el último elemento: el ser amado lo
fuerza a uno a descender hasta su nivel, donde rigen sus propias leyes, violentas e
inmorales. Y eso es lo que tenemos aquí con el Resurgimiento de Gestarescala. Cada
uno de ustedes tendrá que descender al Submundo Acuático, donde las leyes de Amalita
no tienen vigencia. Hasta el mismo Spelux deberá inevitablemente sumergirse en el
Submundo, donde la parodia de la realidad, que es obra de Borel, envuelve todo.
—Pensé que Spelux era una deidad —dijo Joe—, debido a su inmensa fuerza.
—Las deidades no se caen diez pisos hasta un sótano —razonó el robot.
—Es cierto —admitió Joe.
—Los criterios involucrados —prosiguió el robot— son, en primer lugar, el de la
inmortalidad. Amalita y Borel gozan de ella; Spelux, no. El segundo criterio tiene que ver
con...  
—Conocemos los otros dos criterios —interrumpió Mali—. Poder ilimitado y
conocimiento infinito.
—Entonces han leído mi folleto —dijo el robot.
—Cristo —exclamó Mali con arrollador desdén.
—Mencionó a Cristo —dijo el robot—. Es una deidad interesante porque tiene poderes
limitados, conocimiento parcial y pudo morir. No cumple con ninguno de los tres criterios.
—¿Y cómo apareció el cristianismo? —preguntó Joe.
—Apareció —prosiguió el robot—, porque Cristo hizo una cosa: se preocupó por los
demás. Y “preocuparse” es la verdadera traducción del griego agape y del latín caritas.
Cristo tiene las manos vacías; no puede salvar a nadie, ni siquiera a sí mismo. Pero por
su preocupación, su estima por los demás, trasciende…  
—Dénos el folleto —dijo Mali cansadamente—, y lo leeremos en nuestros ratos libres.
Pero ahora vamos a bajar. Prepare nuestros equipos de buceo, como le pidió el Sr.
Fernwright.
—Hay una deidad similar —dijo el robot— en Beta doce, que muere cada vez que
muere un ser de su planeta. No podía morir en su lugar, pero podía morir con ellos. Y
cuando nacía una nueva criatura, resucitaba. De este modo ha sufrido infinidad de
muertes y renacimientos, en comparación con Cristo, que murió una sola vez. Mi folleto
trata de esto también. Todo está en mi folleto.
—Entonces eres una Calenda —dijo Joe.
El robot lo miró detenidamente y con cuidado. Y en silencio.
—Y tu folleto —prosiguió Joe—, es el Libro de las Calendas.
—No, exactamente —dijo el robot finalmente.
—¿Qué quiere decir? —dijo Mali, abruptamente.
—Que he basado mis diversos folletos en el Libro de las Calendas.
—¿Por qué? —dijo Joe.
El robot vaciló.  
—Espero llegar algún día a ser un escritor independiente —dijo.
—Ve a buscar nuestro equipo —ordenó Mali con un cansancio infinito.
Una idea extraña y peregrina cruzó por la mente de Joe. Quizás había surgido de la
discusión sobre Cristo.  
—“Preocupación” —dijo en voz alta, repitiéndose las palabras del robot—. Creo que
entiendo lo que quieres decir. Me pasó una cosa extraña, allá en la Tierra. Una cosa muy
trivial. Saqué una taza del armario; era una taza que casi nunca usaba. Adentro encontré
una araña muerta; se había muerto porque no tenía qué comer. Seguramente, una vez
que cayó dentro de la taza, ya no pudo salir. Pero la cosa es ésta. Había tejido una tela en
el fondo de la taza, lo mejor que pudo, dadas las circunstancias. Cuando la encontré y la
vi, muerta dentro de la taza, con su tela magra e inútil, pensé que nunca habría podido
hacer nada. Ninguna mosca hubiera pasado por allí, aunque hubiera esperado toda la
eternidad. Esperó hasta morirse. Trató de sacar el mejor partido de la situación, pero fue
inútil. Siempre me pregunté si sabría que era inútil. ¿Fabricó su tela sabiendo que no
serviría para nada?
—Una pequeña tragedia de la vida —agregó el robot—. Ocurren billones de ellas,
todos los días, que pasan inadvertidas. Solamente Dios las percibe; al menos, eso dice mi
folleto.
—Pero entiendo lo que quieres decir —dijo Joe—, respecto de la preocupación: tener
que ver. Eso sería más exacto. Sentí que yo tenía que ver con el asunto. Y tenía que ver.
Caritas. O, en griego… —no pudo recordar la palabra.
—¿Podemos bajar, ahora? —preguntó Mali.
—Sí —dijo Joe.  
Era evidente que ella no entendía. Pero extrañamente el robot sí entendía. ¿Por qué
entiende él, y ella no?, pensó. Quizá caritas era un factor de inteligencia. Quizá nos
equivocamos siempre, y caritas no es un sentimiento sino una forma elevada de actividad
cerebral, una habilidad para percibir algo en la realidad, tomar nota y, como decía el robot,
preocuparse. Conocimiento; eso era. No era un caso de sentimiento contra pensamiento:
era conocimiento.
—¿Me puedes dar una copia de tu folleto? —dijo en voz alta.
—Diez centavos, por favor —dijo el robot, alcanzándole el folleto.
Joe sacó una moneda de cartón y se la dio al robot.  
—Ahora vamos —le dijo a Mali.
 
 
11
 
El robot tocó una perilla, y un armario abrió su puerta corrediza. Adentro, Joe pudo ver
equipos completos de buceo; máscaras de oxígeno, aletas, trajes de plástico, linternas
sumergibles, pesas, palancas, ballestas, tanques de oxígeno y helio, todo, incluyendo
unos cuantos artículos que no pudo identificar.  
—En vista de su falta de experiencia en buceo de profundidad —dijo el robot—, sugiero
que desciendan por la cámara proléptica; pero si quieren usar esto —se encogió de
hombros— … No puedo hacer nada; la decisión es de ustedes.
—Yo tengo experiencia suficiente —dijo Mali enérgicamente. Empezó a sacar un
equipo del armario y al rato tenía un montículo formidable cuidadosamente ordenado
delante de ella—. Saca lo mismo que yo —le dijo a Joe— y ponte las piezas del mismo
modo y en el mismo orden que lo hago yo.
Se vistieron y, guiados por Willis, se dirigieron a la plataforma de buceo propiamente
dicha.
—Algún día —dijo el robot mientras desatornillaba la tapa del piso de la cámara—
escribiré un folleto sobre el buceo de profundidad. Existe el consenso de que el
submundo, está debajo de la tierra… Está en todas las religiones. Pero está en el mar. El
océano… —arrastró la enorme tapa— es, en realidad, el mundo original, del cual vinieron
todos los seres vivos hace un billón de años. En su planeta, Sr. Fernwright, este error es
común a varias religiones; por ejemplo, la diosa griega Ceres y su hija Kore... que
surgieron de la tierra.
—Hay un dispositivo de emergencia en tu cinturón —dijo Mali a Joe— para el caso de
que falle el suministro de oxígeno. Si pierdes aire, si el conducto se afloja o revienta, o si
los tanques se vacían, se activa la aguja hipodérmica en el cinturón —señaló el que tenía
sobre su propio cinturón—. Ésta desacelera los procesos metabólicos de modo que la
necesidad de oxígeno se reduce al mínimo; tan poco, que uno puede flotar fácilmente
hasta la superficie antes de sufrir daños el cerebro o cualquier otro efecto fisiológico que
derive de la falta de oxígeno. Cuando llegues a la superficie, estarás inconsciente,
naturalmente, pero tu máscara está diseñada para permitir el paso del aire en forma
automática, respondiendo al contacto con la atmósfera circundante. Y entonces te
remolcará hasta aquí.
—“Debo partir” —recitó Joe, tratando de recordar el resto. “Hay una tumba donde
bailan narcisos y lilas”.
—“Y quisiera alegrar al desventurado fauno, que yace allí bajo la tierra dormida”. Uno
de mis preferidos —terminó el robot—, de Yeats, según creo. ¿Piensa usted, Sr.
Caballero, que desciende a una tumba? ¿Que lo que tiene delante de usted es la muerte?
¿Que descender es morir? Conteste en veinticinco palabras o menos.
Lo único que sé es lo que me dijo la Calenda —dijo Joe sombríamente—. Y es que
encontraré en Gestarescala algo que me hará matar a Spelux. Así que voy hacia la
muerte, pero no la mía, sino la de otro. Para detener el resurgimiento de Gestarescala en
forma permanente.
Las palabras fluían por su cabeza, inexorables, siempre en la superficie, siempre a
mano. No se hundirían por mucho, mucho tiempo. Quizás nunca, pensó. Estoy marcado,
y llevaré esa marca por el resto de mi vida.
—Le daré un amuleto de la suerte —dijo el robot, y buscó nuevamente dentro de su
bolsillo pectoral. Sacó un pequeño paquete, que entregó a Joe—. Es un talismán que
representa la sublime pureza de Amalita. Un símbolo, por así decirlo.
—¿Alejará los malos influjos? —preguntó Joe.
—Debe decir: “Willis, ¿alejará...?” —dijo el robot.
—Willis —repitió Joe—, ¿nos protegerá este amuleto allá abajo?
Después de una pausa, el robot contestó:
—No.
—Y entonces, ¿por qué se lo diste? —preguntó Mali cáusticamente.
—Para... —el robot vaciló—. No importa.
Y calló. Pareció retraerse, volverse lejanamente inerte.
—Voy a atarte a mí —dijo Mali a Joe mientras conectaba un cable entre los dos
cinturones—. Esto nos dará unos seis metros de distancia. Creo que será suficiente. No
puedo arriesgarme a separarme demasiado de ti; podría ser la última vez que te viese.
El robot le alcanzó una caja de plástico a Joe sin decir nada.
—¿Para qué?
Preguntó Joe.
—Probablemente encuentre uno que otro tiesto roto allá abajo, y querrá traerlos.
Mali caminó con paso felino hasta la abertura del piso de la cámara.  
—Vamos —dijo, y encendió su linterna de helio.  
Miró rápidamente a Joe, y se zambulló. Los seis metros de cable se extendieron,
tirando de él y arrastrándolo. Con la mente en blanco, vacío de pensamientos, caminó
hasta el boquete y se dejó caer al agua, pasivamente.
La luz de la cámara de buceo se desvaneció tras él. Encendió su propia linterna y se
dejó arrastrar hacia abajo; el agua se volvió totalmente negra, salvo el sector vago y
semiirreal iluminado por su linterna. Debajo de él, brillaba la linterna de Mali, como la luz
fosforescente de algún pez de las profundidades.
—¿Estás bien?
La voz de Mali resonó en sus oídos y lo sobresaltó; entonces descubrió que estaban
unidos por un intercomunicador.
—¡Sí!  
Respondió.
Varios peces pasaron nadando, pomposos e indiferentes; lo miraron como bobos y
siguieron viaje, desapareciendo en la oscuridad.
—Ese robot charlatán —comentó Mali, hiriente—. Dios mío, nos debe haber dado
veinte minutos de charla, por lo menos.
Pero ahora estamos aquí, pensó Joe. En medio de las aguas del Mare Nostrum,
bajando cada vez más.
Se preguntó cuántos robots con inclinaciones teológicas habría en el universo. Quizá
Willis fuese el único... puesto allí por Spelux para conversar largamente, impidiendo de
ese modo que intentaran bajar.
El calefactor de su traje se encendió, y sintió desvanecerse el frío del mar. Dio gracias
por eso.
—Joe Fernwright —dijo la voz de Mali en su oído—. ¿Se te ocurrió que Spelux podría
haberme enviado aquí, para bajar contigo, como estamos haciendo, para matarte? Spelux
conoce la profecía. ¿No sería razonable que hiciera eso? Tan evidente… ¿No pensaste
todo eso?
A decir verdad, no lo había pensado. Y al pensarlo ahora, sintió que el frío del océano
penetraba nuevamente en su cuerpo un frío enervante que se hundía en su corazón, su
costado, sentía que se congelaba por dentro, y que estaba duro e inmóvil, como un
animal asustado; el miedo le quitaba la sensación de ser un hombre, un ser humano. Su
temor no era el de un hombre, era el de un animal pequeño. Y hacía que se encogiese,
como devolviéndole a épocas pasadas, eliminando los aspectos actuales de su
personalidad. Dios mío, pensó, mi miedo tiene millones de años de antigüedad.
—Por otro lado —señaló Mali—, el texto que la Calenda te mostró bien puede haber
sido una falsificación, preparada especialmente para ti. Un ejemplar único, para tus ojos
solamente.
—¿Cómo sabías lo de la Calenda y el nuevo texto? —preguntó Joe roncamente.
—Spelux me lo dijo.
—Entonces leyó lo mismo que yo, así que no es una falsificación especial para mí. Si lo
fuera, no estaría aquí.
Ella rió, sin decir nada. Descendieron más y más.
—Entonces presumo que estoy en lo cierto —concluyó Joe.
Un armazón brilló, rígido y amarillento, pudriéndose bajo la luz de su linterna. A su
derecha, la luz de Mali recortó otra vértebra. Era enorme... como un arca construida para
contener a todos los seres vivientes... hundida en el fondo del Mare Nostrum. Para
siempre. El arca del fracaso, pensó.
—¿Qué es? —preguntó.
—Un esqueleto.
—¿De qué?
Se acercó, barriendo lo más posible con el haz de la luz de su linterna. Al mismo
tiempo, Mali hacía lo mismo.
Mali pasó cerca de él; pudo verle la cara a través del disco transparente de su máscara
de oxígeno. Cuando habló, su voz sonaba apagada, como si a pesar de sus
conocimientos y experiencia, no hubiera esperado encontrar una cosa así.
—Es un Spelux —susurró—. El esqueleto de un Spelux antiguo y viejo, muerto y
olvidado hace mucho. Está terriblemente cubierto de coral; ha de tener un siglo por lo
menos, Dios mío.
—¿Quieres decirme que no sabías que estaba aquí? —dijo Joe.
—Quizá Spelux lo sabía; yo, no. Pero... —vaciló—. Creo que es un Spelux Negro.
—¿Y eso qué es? —preguntó Joe.  
Sintió que su desasosiego crecía hasta llenarlo totalmente y transformarse,
paulatinamente, en una sensación de pavor incontrolable, casi imposible de explicar. Mali
dijo:  
—Es como la antimateria; se puede hablar de ella, pero es imposible penetrar el
sentido de las palabras. Hay Speluces y hay Speluces Negros, siempre en una relación
de uno a uno. Cada Spelux tiene su contraparte, su doble opaco. En algún momento de
su vida debe matar a su contraparte negra, o ésta lo matará a él.
—¿Por qué?
—Porque sí. Es como preguntar ¿por qué es una piedra? ¿Te das cuenta?
Evolucionaron de ese modo, con esa extraña y doble esencia. Son entidades o, si lo
prefieres, “propiedades” mutuamente excluyentes. Sí, propiedades como las
combinaciones químicas. Los Speluces Negros no están exactamente vivos, ¿sabes?
Pero tampoco están bioquímicamente inertes. Son como cristales mal formados,
motivados por un principio destructivo, orientados por un tropismo específico... el de su
correspondiente Spelux. E incluso hay quienes dicen que no es algo exclusivo de los
Speluces; dicen que —dejó de hablar de repente, mirando fijamente hacia delante— …
No —gritó—. Eso no. No ahora, no la primera vez.
Un bulto putrescente de telas ondeantes mezcladas con hilachas sueltas se
tambaleaba hacia ellos, impulsado por corrientes turbias de agua. Tenía un aspecto
torvamente humano, como si hiciera mucho tiempo que estuviese de pie caminando con
sus miembros fuertes. Ahora estaba encorvado, y sus piernas colgaban como si las
hubieran deshuesado. Joe lo miró, y siguió mirándolo fijamente a medida que se
acercaba. Parecía querer flotar en su dirección... torpemente, con su paso lento y
quebrado. Y, sin embargo, avanzaba. Ahora podía divisar su cara.
Y sintió que en su interior el mundo se desmoronaba.
—Es tu cadáver —dijo Mali—. Tienes que comprender; el tiempo aquí abajo no es…
—Esta ciego —dijo—. Sus ojos... se... han... podrido. Ya no están. ¿Puede verme?
—Está consciente de tu presencia. Quiere… —vaciló.
—¿Qué quiere? —demandó Joe, con un gruñido que la hizo temblar.
Entonces, se lo dijo:  
—Quiere hablarte.  
Mali calló. Se transformó en una mera observadora. No hizo nada para ayudarle a él, ni
a su cadáver corrupto. Como si se hubiera ido, pensó, y ya no estuviera aquí. Estoy solo,
con esta cosa delante de mí.
—¿Qué debo hacer? —le preguntó a Mali.
—No —calló de nuevo, y luego prosiguió abruptamente— … No escuches lo que te
diga.
—¿Quieres decirme que puede hablar? —le dijo, horrorizado.  
Podía aceptar lo que sus ojos veían, podía conservar su salud mental cuando se le
presentaba su propio cadáver. Pero no podía creer más allá de eso. No era real, no era
cuerdo; tendría que ser una parodia, hecha por alguna forma de vida acuática; “algo” que
le había visto y que lograba plasmarse en una forma semejante a la suya.
—Te dirá que te vayas —dijo Mali—. Que abandones este océano, este planeta. Que
dejes Gestarescala, las esperanzas y el proyecto de Spelux, para siempre. Mira: ya está
tratando de formar las palabras.
La carne podrida de la parte inferior de la cara tembló; vio los dientes quebrados, y
entonces, desde la cavidad que había sido su boca, surgió un sonido. Un zumbido, como
de un cable sumergido a lo lejos. Algo que se extendía por miles de kilómetros; algo que
pesaba mucho y era denso y difícil de maniobrar. El zumbido continuaba. Finalmente,
mientras la cosa flotaba delante de él, girando lentamente, subiendo y bajando un poco,
pudo percibir una palabra. Luego, otra.
—Quédate —dijo, y su cavidad bucal se aflojó. Pequeños peces nadaron entre sus
dientes, desaparecieron, y luego salieron rápidamente—. Debes... seguir adelante.
Levanta... Gestares... cala.
—¿Todavía estás vivo? —le preguntó a la cosa.
—Nada de lo que está aquí abajo está vivo, en el sentido estricto de la palabra —
respondió Mali—. Son vestigios residuales... cargas parciales de una batería dañada.
—Pero esto todavía no existe —dijo Joe—. Está en el futuro.
—No existe el futuro aquí abajo —dijo Mali.
—Pero todavía no me ocurrió. Estoy vivo. Estoy cara a cara con esta cosa horrenda,
esta inmunda podredumbre ambulante. No me podría hablar si yo fuera él.
—Por supuesto —dijo Mali—. Pero... la distinción entre vosotros dos no es completa.
Algo de él está plasmado en ti; algo de ti permanece en él. Ambos están en ti; tú estás en
los dos. “El niño es el padre del hombre”, ¿recuerdas? Y el hombre es el padre del
cadáver. Yo pensé que te diría que te fueras. Al contrario, quiere que te quedes. Vino
hasta aquí para decirte eso. No lo entiendo. Esto no puede ser tu Negro, en el sentido que
yo te lo explicaba, al menos. Está muy deteriorado pero es bueno, y el Negro nunca es
bueno. ¿Puedo preguntarle algo?
No le respondió. Mali lo tomó como una aprobación silenciosa.
—¿Cómo moriste? —le preguntó al cadáver.
El maxilar expuesto agitó su blancura en las aguas turbulentas mientras batía las
palabras deformadas para formar una respuesta.
—Spelux nos hizo matar.
—¿A nosotros? —preguntó, alerta— ¿A cuántos de nosotros? ¿A todos?
—Nosotros —extendió un brazo podrido hacia Joe—. Nosotros dos —luego calló, y se
fue alejando lentamente— … No se está tan mal aquí. Tengo una caja que me hice; me
ayuda a protegerme. Me meto dentro y pongo una barrera en la abertura de entrada... y
los peces realmente peligrosos no pueden entrar.
—¿Quieres decir que tratas de proteger tu vida? —dijo Joe—. Pero si tu vida terminó.
No comprendía; no tenía sentido, era horripilante y estrafalario. La idea de un cadáver
putrefacto —su cadáver— que conservaba ese engendro de vida en el fondo del mar,
cumpliendo con los movimientos necesarios para asegurarse...  
—Mejores condiciones de vida para los cadáveres —dijo violentamente, sin dirigirse a
nadie en particular, ni a Mali ni al cuerpo deteriorado que flotaba delante de él.
—La maldición —dijo Mali.
—¿Qué?
—No te dejará ir. Te enfrenta con tu propio final, y a pesar de eso no te vas. Más
adelante, cuando seas eso —señaló al cadáver— … desearás haber partido. Hoy, esta
noche. Mañana a la mañana.
—Quédate —dijo el cadáver.
—¿Por qué? —preguntó Joe.
—Cuando Gestarescala surja de las aguas, podré descansar en paz. La estoy
esperando; estoy contento de que hayas venido al fin. Hace siglos que espero. Hasta que
vengas a liberarme, estoy atrapado en la totalidad del tiempo.  
Hizo un gesto implorante con su brazo derecho, pero se desprendieron porciones de la
mano, que fueron arrastradas por las aguas turbias. La mano tenía solamente dos dedos
ahora. Al ver esto, Joe se sintió físicamente asqueado. Si pudiera hacer retroceder el
reloj, pensó, y no haber venido hasta aquí. Pero el cadáver había dicho lo opuesto; su
llegada significaría una liberación para los dos. Jesús mío, pensó, yo voy a ser esa cosa
dentro de poco, y partes de mi cuerpo se desprenderán para ser devoradas por peces
peligrosos. Tendré que esconderme dentro de una caja aquí abajo, de lo contrario los
peces me comerán entero.
Quizá no sea cierto, pensó. Quizás éste no sea mi cadáver; ¿quién se topa con su
propio cadáver... y que, además, le hable a uno como rogándole? Las Calendas, pensó.
Pero no tenía sentido, pues —a diferencia de lo que pensaba Mali— el cadáver le había
pedido que se quedara, le había impulsado a comenzar su tarea de restaurador de
cerámicas.
Spelux, pensó. Éste es un fantasma enviado por él, un anzuelo loco y perverso para
atraparme. Es obvio.
—Bueno, gracias por tus consejos. Los tendré en cuenta —le dijo al cadáver, que
aguardaba, como esperando una respuesta.
—¿Está aquí mi cadáver también? —demandó Mali.
Pero no hubo contestación. Los despojos mortales de Joe se habían alejado. ¿Dije algo
que no debía? Se preguntó Joe. Pero, ¡qué diablos! ¿Qué se supone que uno debe
decirle a su propio cadáver? Le dije que iba a pensar lo que me había aconsejado; ¿qué
más puede pedir? Se sintió enojado; un tanto enojado. Ya no estaba ni asustado ni
horrorizado, solamente le invadía el mundano hervor de la rabia. Este tipo de presión… no
era justo. Le habían dicho que tenía que seguir adelante con su parte del proyecto. Y
entonces pensó en la maldición.
—La muerte —dijo a Mali mientras nadaban uno cerca del otro—. La muerte y el
pecado están conectados. Eso significa que si la catedral está maldita, nosotros también...  
—Yo vuelvo a subir —Mali ascendió, pasando por encima de él; sus piernas se movían
con seguridad—. No quiero ir demasiado cerca de la operación de dragado —señaló con
la mano.
Joe se dio vuelta a mirar.
Un instrumento enorme y silencioso, cuya estructura no reconoció, se encontraba a su
derecha, a cierta distancia. Ahora podía oír el latido opaco y grave de su actividad. El
sonido había estado presente todo el tiempo, pensó, pero debajo del límite de lo audible.
Quizá lo había sentido como una vibración, incluso lo seguía sintiendo así ahora.  
—¿Qué es? —preguntó, mientras enfilaba en esa dirección, fascinado por el asunto.
—Es una cuchara de caprix —dijo Mali—. Caprix jónico, el elemento de mayor peso
atómico en uso actualmente. Reemplaza a las viejas cucharas rexeroidales que solían
verse.
—¿La cuchara va a levantar toda la catedral? —le preguntó a Mali, que le acompañaba
sin demasiada gana.
—Solamente la base.
—¿El resto se cortará en bloques?
—Todo, salvo la base, que es un trozo sólido de ágata de Deneb tres. Si se lo cortara,
ya no podría sostener la superestructura. Por eso se usa la cuchara —se detuvo—. No es
conveniente ir tan cerca; además, ya sabes cómo operan las palas y cucharas de caprix;
el fulcro va y viene entre los cuatro bordes de la cuchara. Así que volvamos a la
superficie, ¡por favor! Me pone muy tensa estar aquí; es peligroso estar tan cerca del
dragado.
—¿Están cortados todos los bloques?
—Dios mío —dijo Mali cansadamente—. No, todos no. Solamente los primeros. La
cuchara no está levantando la base; solamente se está insertando en su lugar.
—¿Cuál será el ritmo de ascenso?  
—No está decidido todavía. Mira... estás hablando de ritmo de ascenso, y todavía
estamos ocupados colocando la cuchara. Ésta no es tu especialidad; no sabes nada de
dragado. La cuchara se está desplazando horizontalmente a un ritmo de seis pulgadas
por cada día de veintiséis horas, lo que es igual a nada.
—Hay algo que no quieres que vea —dijo Joe.
—Paranoico —replicó Mali.
Iluminó la zona a la derecha de la cuchara con su linterna. Pudo ver una masa densa y
opaca que se erguía altanera, transformándose en un triángulo de planos entre los cuales
nadaban los peces. Estaba incrustada de moluscos, crustáceos, bivalvos y otros animales
marinos. Y a un costado, donde trabajaba lentamente la cuchara, una forma idéntica:
Gestarescala.
—Así que eso era lo que no querías que viera —le dijo a Mali.  
Había dos catedrales.
 
 
12
 
—Una de las dos —dijo Joe— es negra. La Catedral Negra.  
—No es la que están dragando —dijo Mali.
—¿Estará segura —preguntó Joe— de no cometer semejante error?
Sabía instintivamente que una equivocación así mataría a Spelux: Sería el final de
todo. Y de todos. Simplemente el saber que existía, el verlo ahí, lo hizo sentir el aguijón
de la muerte; su corazón se cubrió de hielo. Iluminó aquí y allá con su linterna, como si
buscase una salida, y no la encontrase.
—Ahora sabes —dijo Mali— por qué quería subir de nuevo.
—Subiré contigo —dijo. No quería quedarse allí un solo instante más. Como Mali,
ansiaba la superficie y el mundo que se hallaba por encima de las aguas. Ese mundo no
tenía nada que se pareciera a lo que había aquí... y no debería tenerlo nunca, pensó—.
Vamos —dijo a Mali, y nadó hacia arriba. Cada segundo que pasaba le alejaba más de
las profundidades oscuras y frías y de todo lo que retenían—. Dame la mano —se dio
vuelta, extendiéndosela...
Y en ese momento la vio. Vio la vasija, iluminada por los rayos de su linterna.
—¿Qué pasa? —dijo Mali alarmada; habían dejado de ascender.  
—Tengo que volver.
—¡No dejes que te atraiga! Ese es su terrible efecto; sus efluvios influyen sobre ti.
¡Sube!  
Soltó su mano de la de Joe, y, agitando violentamente los pies, siguió ascendiendo a la
superficie. Pataleaba como si quisiera desembarazarse de alguna sustancia adhesiva,
algo que la estuviera reteniendo allí abajo.
—Tú sigue para arriba —dijo Joe.  
Se hundió cada vez más, sus ojos fijos en la vasija. La enfocó fijamente con su linterna.
Tenía corales a su alrededor, pero estaba descubierta en su mayor parte. Como si
estuviera esperándome, pensó. Tratando de atraparme del mejor modo posible... a través
de la cosa que más quiero.
Mali vaciló detrás de él y luego descendió a regañadientes hasta donde estaba Joe.  
—Qué… —empezó a decir, y luego vio la vasija; lanzó una pequeña exclamación.  
—Es un jarrón espiralado —dijo Joe—. Y muy grande.
Ya podía distinguir los colores que teñían a la vasija y que lo anclaban a ese lugar con
más firmeza que cualquier cuerda o red de algas, más que cualquier celada. Se hundió un
poco más, y luego otro poco.
—¿Qué más me puedes decir de esto? —preguntó Mali. Ya estaban sobre la vasija; los
brazos de Joe se extendían, como si actuaran guiados por una voluntad independiente—.
Es...
—No es loza de barro —dijo Joe—. Ha sido horneada a más de quinientos grados
centígrados; incluso puede haber llegado a temperaturas de mil ciento cincuenta grados.
Hay mucha vitrificación por encima del esmalte —ahora la podía tocar. La movió con
cuidado, pero el coral la apresaba—. Es loza rústica —decidió—, porcelana no; no es
translúcida. El blanco del esmalte me hace pensar… es una suposición, claro está, que es
un compuesto de óxido de estaño. En este caso, sería una pieza de cerámica de
mayólica. Se lo llama generalmente enlozado de estaño. Es como algunas piezas de
cerámica de Delft —frotó la superficie de la vasija—. Por la textura, diría que es una obra
esgrafiada con un esmaltado de plomo. ¿Ves? El diseño ha sido grabado a través de la
capa exterior, para exponer el color de la que está debajo. Como dije antes, éste es un
jarrón espiralado... pero seguramente podremos encontrar fuentes y ánforas también; es
cuestión de sacar los depósitos de coral y mirar debajo.
—¿Es una buena vasija? —preguntó Mali—. Quiero decir, a mí me parece una cosa
única; es muy linda. Pero a tus ojos expertos...
—Es magnífica —dijo, simplemente—. El colorido rojo seguramente proviene de cobre
reducido; se lo pasa a través de una atmósfera reductora en el horno. Y hierro ferroso.
Fíjate en el negro. El amarillo, por supuesto, es antimonio, que produce un color
excelente.
Los colores de esmalte que más me gustan, pensó. Los amarillos, los azules. No
cambiaré nunca. Es como si alguien hubiera puesto esto aquí para que yo lo encontrara.  
Frotó la superficie más y más, apreciándola por el tacto más que por la vista. Azules de
óxido de cobre, se dijo. Es lo único que le falta a esta vasija. ¿La habría puesto aquí
Spelux?
—¿Le han quitado el coral hace poco a esto? —preguntó a Mali—. Me parece extraño
que no haya estado totalmente cubierto.
Mali revisó la vasija, examinando su superficie y la del coral que la sostenía por abajo.
Mientras hacía eso, Joe se puso a estudiar el dibujo. Representaba una escena compleja
y adornada, aun más elaborada que el estilo istoriato de Urbino. Sólo una parte era
visible, pero estaba acostumbrado a suplir con la imaginación los fragmentos faltantes de
las piezas de cerámica. ¿Qué es lo que cuenta esto?, se preguntó. Un relato, pero ¿de
qué? Lo miró más de cerca.  
—No me gusta la cantidad de negro que tiene —dijo Mali, de repente—. Las cosas
negras aquí abajo minan mi sentido de seguridad —habiendo terminado su examen, se
alejó de la vasija—. ¿Podemos subir ahora? —preguntó. Se había puesto aun más tensa;
su agitación crecía segundo a segundo—. No me voy a quedar aquí y perder la vida
voluntariamente a causa de una maldita, estúpida vasija. Las vasijas no son tan
importantes. ¿Cuáles son los resultados de tu examen?
—El coral ha sido sacado en los últimos seis meses —rompió otro trozo de coral,
descubriendo más de la superficie de la vasija—. Podré terminar el trabajo en dos minutos
con mis herramientas.  
Ahora podía ver el diseño más claramente... El primer cuadro mostraba un hombre solo
sentado en una habitación triste y vacía. El segundo, una nave espacial de tipo comercial.
El tercer cuadro mostraba el mismo hombre pescando... sacaba un pez enorme del mar.
No podía ver el cuadro siguiente; lo tapaba el coral. Pero había algo después de la pesca
del monstruo negro. La captura del pez no era el final. Quizás hubiera uno o dos cuadros
más.
—Este es un esmalte flambé —dijo Joe distraídamente—. Como dije antes, de cobre
reducido. Pero en algunos lugares hasta parece ser un esmalte de “hoja muerta”; si no
hubiera sabido lo que era me...
—Tú, tú... petimetre pedante —dijo Mali enfurecida—. Miserable papanatas. Yo me
voy.
Dio una patada, ascendió, desconectó el cable que los unía, y se fue, iluminando su
camino con la linterna. Joe quedó solo, con la vasija y la Catedral Negra, que se
agazapaba allí cerca. Silencio. Una ausencia absoluta de actividad. Los peces no se
acercaban; parecían evitar las proximidades de la catedral Negra. Son sabios, decidió.
Igual que Mali.
Echó una última, larga y solitaria mirada hacia aquella estructura muerta, aquella
catedral que nunca había cobrado vida.
Agachándose sobre la vasija, la tomó con ambas manos y forcejeó. Dejó su linterna a
un costado. La vasija se quebró en miles de pedazos, que flotaban en las corrientes
marinas, y se encontró mirando las pocas piezas que quedaban aprisionadas por el coral.
Hizo fuerza sobre el trozo que quedaba y lo arrancó hacia delante, donde había estado
el resto de la vasija. El coral se resistió empecinadamente; se adhería al fragmento como
algo vivo. Lentamente, pudo liberarlo de su prisión. Cuando lo tuvo entre sus manos, nadó
hacia la superficie. Consigo llevaba los dos cuadros restantes del motivo de la jofaina.
Ascendieron con él, apretados contra su cuerpo.
Llegó a la superficie y se quitó la máscara. Flotando, examinó los cuadros a la luz de su
linterna.  
—¿Qué es? —era Mali, que nadaba hacia él con brazadas largas y rectas.
—El resto de la vasija —dijo roncamente.
El primer cuadro mostraba el enorme pez negro tragándose al hombre que lo había
atrapado. El segundo cuadro —el último, en realidad— mostraba nuevamente al pez. Esta
vez estaba devorando a un Spelux... más bien al Spelux. El hombre y Spelux
desaparecían en la garganta del pez, para terminar descomponiéndose dentro de su
estómago. Todo había terminado para ellos. Solamente quedaba el pez negro, dominando
todo.
—Este fragmento —empezó a decir, y se detuvo. Había algo que no había notado la
primera vez, y que ahora le llamaba la atención; le atraía, impotente, hacia sí.
En el último cuadro había un globo de diálogo grabado sobre la cabeza del pez. Había
palabras en el globo, en su propio idioma. Los leyó con dificultad mientras se sostenía
sobre el agua inquieta.
La vida en este planeta es subacuática, no terrestre.
No se comprometa con ese gordo embustero que se hace llamar Spelux. Las
profundidades se alimentan de la superficie, y dentro de esas profundidades se halla el
verdadero Spelux.
Y después, en letras muy chicas, estas palabras, escritas en el borde del último cuadro:
Éste ha sido un mensaje de utilidad pública.
—Esto es una locura —dijo Joe, mientras Mali nadaba hasta él. Sintió ganas de dejar
caer el trozo de vasija, que descendiera más y más a través de las aguas pesadas y
negras, hasta perderse de vista para siempre.
Prendida a sus hombros, Mali leyó el contenido del globo.  
—Dios mío —dijo, y rió—. Es como esas cosas, ¿cómo se llaman? que tenéis en la
Tierra. Masitas. Con mensajes de la suerte dentro.
—Galletitas de la fortuna —dijo Joe salvajemente.
—En algún lado leí acerca de alguien que fue a un restaurante chino en San Francisco,
en la Tierra, y al abrir una de esas masitas se encontró con un papel que decía:
“absténgase de fornicar”.
Rió de nuevo, con risa cálida y llena, y al mismo tiempo le tomó del hombro, girando
para quedar frente a él. De repente se puso muy sería.  
—Va a sostener una batalla terrible —dijo— para mantener la catedral allí abajo.
—Es ella misma la que no quiere subir. Es la catedral... quiere quedarse allí abajo. Este
fragmento es parte de ella —dejó caer el fragmento, que se hundió en el mar de
inmediato; miró un instante, pero sólo vio las aguas inquietas. Miró a Mali nuevamente—.
Era la catedral la que nos hablaba —dijo. Era una idea sombría que no le agradaba.
—¿La vasija no era de la Negra?
—No —respondió—. No era de la Catedral Negra —tendrían que enfrentarse al
hecho... él, los demás... y Spelux—. No creo que sepa esto. No es solamente un
problema del Libro de las Calendas, de lo que consignan como el destino. Tampoco es un
problema de ingeniería hidráulica.
—El alma —dijo Mali en un susurro.
—¿Qué? —preguntó enojado.
—Supongo que no quise decir eso —dijo Mali tras una pausa.
—Espero que no —respondió Joe—, porque no está viva. A pesar del mensaje de la
vasija, se dijo. Es una semblanza de vida. Inercia, simplemente. Como cualquier objeto
físico, permanece en su lugar hasta que se le aplica una fuerza suficiente... sólo entonces
se mueve, pero de mala gana. Debajo de nosotros, pensó, la catedral tiene una masa
infinitamente grande y nos quebraremos en el intento de desplazarla. Y nunca volveremos
a ser los mismos. Spelux tampoco. Y...
Permanecerá allá abajo, como ahora. Por los siglos de los siglos, como dicen en la
iglesia. Qué catedral extraña, pensó, que graba mensajes en vasijas incrustadas de coral.
Debe de haber una forma mejor de comunicarse con nosotros, los que vivimos aquí
arriba. Y, sin embargo... la manera de comunicarse de Spelux, con sus notas flotando en
el tanque del inodoro, allá en la Tierra... era igualmente extraña. Una tendencia planetaria,
supuso. Una costumbre étnica, consagrada por siglos de práctica.
—Sabía que ibas a encontrar la vasija —dijo Mali.
—¿Cómo?
—En el Libro de las Calendas. En una nota de pie de página, más o menos por la
mitad, escrita con letra cursiva inglesa.
—Pero se equivocaron —dijo Joe— cuando dijeron que en Gestarescala encontraría
algo que me llevaría a matar a Spelux. Así que fue una conjetura, mal hecha por
añadidura.
Y, sin embargo, pensó, en algo acertaron; encontré la vasija. Quizás algún día las
corrientes y mareas de la realidad nos arrastren, a Spelux y a mí, de tal manera que al
final lo mate. Si transcurre el tiempo suficiente. En realidad, reflexionó, en el transcurso
del tiempo todo va a ocurrir. Lo que en cierto modo explicaba cómo funcionaba el Libro de
las Calendas.
Funcionaba... y dejaba de funcionar.
La probabilidad, se dijo Joe. Una ciencia en sí misma. El Teorema de Bernoulli, el de
Bayes-Laplace, la Distribución de Poisson, la Distribución Binomial Negativa... monedas,
tarjetas y cumpleaños, y al final, las variables causales. Y dominándolo todo, los
espectros cavilantes de los filósofos Rudolf Carnap y Hans Reichenbach, el Círculo de
Viena y el surgimiento de la lógica simbólica. Un terreno turbio, en el cual no le agradaba
inmiscuirse, a pesar del hecho de que tenía que ver directamente con el Libro de las
Calendas. Era mucho más turbio que el mundo acuático que los rodeaba a él y a Mali.
—Volvamos a la base —dijo Mali, tiritando. Se alejó abruptamente, abandonándole;
Joe pudo ver, en la distancia, las luces que el robot Willis había encendido para ellos
anteriormente. Seguían encendidas; el robot los aguardaba.
Borel no pudo con nosotros, reflexionó Joe, mientras los dos nadaban hacia la
plataforma de buceo. Se sentía aliviado por eso. Había sido tan terrible como le habían
advertido Willis y Mali. Su propio cadáver... Todavía podía ver, en su mente, el maxilar
desnudo que se agitaba, blanco y muerto, en las corrientes del Submundo Acuático. El
mundo de Borel, con sus propias leyes. Un mundo lleno de basura y de cosas
moribundas.
Llegó a la plataforma con sus tres cúpulas herméticas. Allí estaba Willis, esperando
para ayudarle a subir.
El robot parecía enojado mientras Joe y Mali se quitaban los equipos de buceo.  
—Ya era hora, Caballero y Dama —dijo Willis de mal humor, recogiendo los equipos—.
Me desobedecieron y se demoraron demasiado —se corrigió—. Desobedecieron a
Spelux, quiero decir.
—¿Qué te ocurre? —dijo Joe.
—Oh, ese maldito programa de radio —dijo Willis, mientras maniobraba los tanques de
oxígeno de Mali, levantándolos sin esfuerzo con sus manos fuertes—. Considere la
situación —le sacó el traje, levantó todo y lo llevó hasta el armario—. Aquí estoy, sentado,
esperando que ustedes vuelvan y escuchando la radio. Están transmitiendo la Novena
Sinfonía de Beethoven. Pasan una publicidad de una faja para hernias. Luego, la música
de Viernes Santo, del Parsifal de Wagner. Entonces un aviso de una loción que cura el pie
de atleta. Acto seguido, un trozo coral de la cantata Jesu Du Meine Seele de Bach. Y la
propaganda de un supositorio para el tratamiento de las hemorroides. Luego el Stabat
Mater de Pergolesi. Un aviso de dentífrico para dientes postizos. Después el “Sanctus” del
Requiem de Verdi. Y un aviso de laxantes. Luego el “Gloria” de la Misa para tiempo de
Guerra de Haydn. Entonces, pasan una propaganda sobre un analgésico para los
problemas femeninos de la menstruación. Y una coral de la Pasión según San Mateo.
Entonces... —el robot dejó de hablar de pronto y ladeó la cabeza, como si escuchara.
Joe lo escuchó también. A su lado, Mali levantó la cabeza, giró sobre sí misma y se
lanzó hacia la entrada del edificio. Afuera, a la débil luz, miró hacia arriba.
Joe y Willis salieron tras ella.
Un enorme pájaro planeaba en el cielo oscuro. Dentro de sí tenía dos aros: uno de
fuego y otro de agua. En medio de éstos, una cara femenina y adolescente se asomaba
entre los pliegues de una cortina... Era Spelux, tal corno se le había manifestado a Joe la
primera vez, pero ahora elevado a la forma de un pájaro grandioso. Un águila, pensó Joe
maravillado, que chillaba, arañando el cielo nocturno con sus garras. Retrocedió un paso,
hasta la seguridad del umbral… Y el pájaro seguía acercándose a ellos, con sus aros
girando vertiginosamente.
—Es el viejo —dijo Willis sin demostrar ansiedad—. Le dije que viniera. ¿O él me lo dijo
a mí? No me acuerdo. De todos modos, conversamos, pero ahora lo tengo un poco
borroso en mi mente. Es un problema que tenemos, mis colegas y yo.
—Está aterrizando —dijo Mali.
El pájaro se detuvo en el aire. Su pico se movía convulsivamente; los ojos amarillos
taladraron a Joe —y a nadie más que a él— y entonces, desde su enorme buche
surgieron las palabras, lanzadas contra la oscuridad de la noche.  
—Tú —le gritó el pájaro—. Yo no quería que descendieras al fondo. No quería que
vieras lo que hay allí enterrado. Estás aquí para restaurar cerámicas. ¿Qué es lo que
viste? ¿Qué hiciste?
Los chillidos del pájaro tenían algo de frenéticos, una urgencia sobrecogedora. Spelux
había venido porque no podía esperar más sin la noticia; tenía que averiguar
inmediatamente lo ocurrido en el fondo del océano.
—Encontré una vasija —dijo Joe.
—¡La vasija mentía! —aulló Spelux—. Olvídate de lo que decía; debes escucharme a
mí solamente. ¿Entiendes?
—Lo único que me dijo la vasija... —empezó Joe.
—Hay miles de vasijas mentirosas allí abajo —interrumpió Spelux—. Cada una tiene un
relato falso diferente para contar a cualquiera que pase por ahí y repare en ella.
—Me mostró un enorme pez negro.
—No existe tal pez. Nada de lo que hay allí abajo es real salvo Gestarescala. La puedo
hacer surgir en cualquier momento, y lo puedo hacer solo, sin ayuda tuya ni de nadie.
Puedo traer cada una de las vasijas por mí mismo; las liberaré del coral, y si se quiebran
las repararé o conseguiré alguien que lo pueda hacer. ¿Quieres que te mande de vuelta a
tu cubículo para que te entretengas con tu juego? ¿Para que te deteriores a través del
paso de los años? ¿Que te vayas hundiendo lentamente en la putrefacción hasta que te
transformes en un desecho, sin mente ni perspectivas? ¿Es eso lo que quieres?
—No —dijo Joe—. No quiero eso.
—Volverás a la Tierra —chilló Spelux; el pico se abría y se cerraba, mordiendo el aire
con furor.
—Discúlpame si yo... —empezó a decir Joe, pero el pájaro lo interrumpía con una furia
brutal. Y como lo había hecho antes, con una gran agitación.
—Te pondré de vuelta en el cajón de embalaje en mi sótano —declaró Spelux—. Te
quedarás allí hasta que te encuentre la policía. Es más, les diré dónde estás; cuando te
alcancen te harán trizas. ¿Entiendes? ¿No se te ocurrió que si me desobedecías te
expulsaría? No tengo más necesidad de ti. Es como si no existieras para mí. Quizá no
deba gritarte de este modo, pero me pongo así cuando se me acaba la paciencia.
Tendrás que disculparme.  
—Me parece que te lo estás tomando demasiado a pecho. ¿Qué es lo que hice en
realidad? Fui al fondo, encontré una vasija y...
—Hallaste la vasija que yo no quería que hallaras —los ojos glaciales del pájaro se
clavaron sin piedad sobre él—. ¿No te das cuenta de lo que has hecho? Me has forzado a
actuar. ¡Tengo que reaccionar ahora; no puedo esperar! —y de repente el pájaro se elevó
por los aires, girando y apuntando hacia el mar. Surcó el espacio a una velocidad
tremenda, sus potentes alas se batieron con furia y quedó suspendido sobre el mar,
lanzando chillidos salvajes, aturdidores— ¡Silvestre Sope el Saltarín y sus seis teléfonos
no te podrán ayudar ahora! —gritó el pájaro desde el cielo oscuro, donde se confundía
con la niebla que empezaba a cubrir la superficie del mar —¡El público radiofónico no te
conoce! ¡No se interesa por ti! —el pájaro giró nuevamente y descendió más.
Y algo salió del fondo del mar.
 
 
13
 
—Dios mío —dijo Mali, acercándose a Joe—. Es su Negro. Viene a buscarlo.
El Spelux Negro surgió del mar, encontrándose con el Spelux auténtico en el aire. Las
plumas volaron en todas las direcciones cuando los dos seres se arañaron con sus
garras; y casi en seguida, la masa de los dos cuerpos entrelazados cayó como una piedra
al agua. Lucharon un instante sobre la superficie. Le pareció a Joe que el Spelux
auténtico intentaba zafarse... a menos que fuera una ilusión óptica.
Ambos desaparecieron de la vista, hundiéndose en las profundidades del Mare
Nostrum.
—Lo arrastró tras de sí —murmuró Mali con voz afligida.
—¿Hay algo que podamos hacer? —dijo Joe al robot— ¿Para ayudarlo? ¿Para
salvarlo? —se está ahogando, pensó Joe. Esto lo matará.
—Ya volverá a salir —dijo el robot.
—No puedes estar seguro de eso —dijo Joe. A su lado, Mali se hizo eco de sus
palabras— ¿Ha ocurrido antes esto? —preguntó Joe— ¿Que Spelux sea arrastrado hasta
el fondo?
En vez de levantar a Gestarescala, Spelux había sido sumergido... para unirse para
siempre al Spelux Negro y a la Catedral Negra. Como mi propio cadáver; esa cosa sin
vida que flota como un mero desecho y habita en una caja.
—Puedo disparar un cartucho GP al agua —sugirió el robot— pero un explosivo de esa
naturaleza lo mataría a él también.
—No —dijo Mali enfáticamente.
—Esto ya ocurrió una vez —reflexionó el robot—. En la cronología terrestre —hizo un
cálculo— … Hacia fines de 1936. Más o menos cuando se celebraban las olimpíadas de
verano en Berlín ese año.
—¿Y lo hizo retroceder? —preguntó Mali.
—Sí, Señora Dama —respondió Willis—. El Spelux Negro regresó una vez más a las
profundidades. Al venir aquí, Spelux asumió un riesgo conscientemente; sabía que podía
inquietar al Negro. Es por eso que dijo “Me has forzado a actuar”. Fue lo que hizo; ahora
está ahí abajo.
Iluminando el agua con su linterna, Joe vio algo que flotaba allí. Era un objeto que
brillaba bajo la luz.  
—¿Tienes una lancha? —preguntó a Willis.
—Sí, Sr. Caballero —dijo el robot— ¿Quiere ir hasta allí? ¿Y si salen a la superficie de
repente?
—Quiero ver qué es eso que está flotando en el agua —dijo Joe, aunque ya tenía una
idea bastante clara acerca de su naturaleza.  
De mala gana, el robot fue en busca del bote.
Unos minutos después, los tres surcaban la superficie oscura y turbulenta del Mare
Nostrum.
—Allí está —dijo Joe—. Unos metros a la derecha.
Enfocó el objeto con su linterna mientras el bote se acercaba. Extendiendo la mano, lo
buscó; sus dedos se cerraron sobre una manija; lo recogió.
Era una botella grande. Dentro de ella había una nota.
—Otro mensaje de Spelux —dijo Joe ásperamente mientras desenroscaba la tapa de la
botella y dejaba caer la nota sobre el piso del bote. La levantó con cuidado y la leyó a la
luz de la linterna.
Mantengan este lugar bajo observación para recibir mis boletines informativos cada
hora. Atentamente, Spelux.
P.D.: Si no vuelvo para mañana a la mañana, notifiquen a todos que el Proyecto se fue
a pique. Vuelvan a sus planetas como puedan. Saludos a todos. S.
—¿Por qué hace esto? —preguntó Joe al robot— ¿Por qué deja notas en botellas, y se
comunica con la gente a través de emisiones radiales y...?
—Un método idiosincrásico de comunicación interpersonal —respondió el robot
mientras volvían a la plataforma—. Desde que lo conozco, siempre nos hace llegar una
información fragmentaria, velada y tangencial, por los medios más indirectos. En su
opinión, ¿cómo debería comunicarse? ¿Por satélite?
—No estaría mal —dijo Joe, y sintió que la tristeza descendía sobre él como una nube
malsana y taciturna. Se recogió dentro de sí mismo, tiritando de frío mientras aguardaba
la llegada a la plataforma.
—Se va a morir —dijo Mali quedamente.
—¿Spelux? —preguntó Joe.
Asintió. Su rostro tenía algo de fantasmal en la tenue luz. Sombras vagas, como
mareas marinas, lo cruzaban.
—¿Alguna vez te conté acerca del juego? —dijo Joe.
—Discúlpame, en este momento yo...
—Se hace así: Se toma el título de un libro, preferiblemente uno famoso, y se lo dicta a
una computadora de Japón, que lo traduce al japonés. Entonces se...  
—¿Vas a volver para encontrarte con eso? —preguntó Mali.
—Así es.
—Tendría que sentir lástima por ti —dijo Mali—, pero no puedo. Tú eres el culpable de
todo esto, destruiste a Spelux, que quería salvarte de tus pasatiempos infantiles. Quería
devolverte la dignidad de tu trabajo en un cometido heroico, un cometido conjunto de
cientos de seres provenientes de una multitud de planetas.
—Pero el Sr. Caballero tenía que ir allí abajo —agregó el robot.
—Exactamente —completó Mali.
—Fue a causa del Libro de las Calendas —explicó Joe.
—Eso no es verdad —dijo el robot—. Tenía la intención de bajar al fondo del Mare
Nostrum antes de que apareciera la Calenda y le hiciera leer el pasaje del Libro.
—Un hombre debe responder a aquello que desafía su humanidad —dijo Joe.
—¿Y eso qué quiere decir? —inquirió Mali.
—Una manera de hablar —dijo Joe a modo de excusa—. Lo que quiero decir es que
“está ahí”, como dicen los alpinistas.
Y ahora, pensó, he matado a Spelux, como predecía el Libro. La Calenda tenía razón.
Las Calendas siempre tienen razón. Mientras nosotros estamos en este bote, Spelux se
está muriendo. Sin mí, sin mi descenso al fondo del Mare Nostrum, estaría vivo. Tienen
razón. Es culpa mía, como dijo el mismo Spelux al final, antes de que el Spelux Negro
surgiera de las aguas a luchar con él.
—¿Cómo te sientes, Joe Fernwright —le preguntó Mali— … sabiendo lo que has
hecho, cuál es tu responsabilidad?
—Bueno —dijo Joe—, lo que sugiero es que esperemos los boletines informativos.
Le pareció una respuesta floja, y su voz se perdió en el silencio. Los tres siguieron
viaje, sin hablar, hasta que llegaron al muelle de la plataforma, donde Willis amarró el
bote.
—Los boletines informativos de cada hora —dijo Mali sardónicamente mientras subían
al muelle.  
Las luces brillantes de la plataforma los iluminaban, dándoles una tonalidad extraña a
Mali y Willis, como un aspecto blanco plomizo, una mímesis macabra y antinatural de la
vida humana. Como si los hubiera matado a ellos también, pensó, y éstos fueran sus
cadáveres. Pero un robot no tiene cadáver, decidió; es un efecto de luz y yo estoy
cansado. Nunca en su vida se había sentido tan exhausto; mientras ascendía resoplaba,
sus pulmones doloridos. Era como si hubiera intentado sacar a Spelux del mar y ponerlo
al abrigo de tierra firme con sus propios brazos.
Que es lo que Spelux se merece, pensó.
—La historia de cómo me enteré de Spelux por primera vez —dijo Joe para cambiar de
tema— es interesante. Estaba en mi cubículo, sin tener nada que hacer, y la luz del tubo
de correo se iluminó. Apreté el botón, y por el tubo vino...
—Mira —le interrumpió Mali en voz baja pero profundamente intensa. Señaló el agua, y
Joe iluminó el sector con su linterna—. Está en ebullición. Es la lucha emprendida en las
profundidades. El Spelux Negro se traga a Spelux; la Catedral Negra se devora la
catedral; Amalita y Borel serán olvidados, y Spelux también. Nada sobrevivirá, nada
volverá a surgir de las aguas  
Le volvió la espalda y se alejó.
—Un segundo —dijo el robot—. Creo que hay una llamada para el Sr. Caballero. Como
la vez pasada, es una llamada oficial —el robot calló un instante y luego dijo—: Es la
secretaria personal de Spelux. Quiere hablar nuevamente con usted —el compartimiento
del tórax del robot se abrió, y una bandeja con un teléfono aparecieron como la vez
anterior—. Levante el auricular, por favor.
Joe levantó el auricular. Sintió que sus brazos cedían ante unas pesas que colgaban de
ellos; tuvo que hacer un esfuerzo para sostener el auricular a la altura correcta.
—¿Sr. Fernwright? —esa voz profesional, eficiente y femenina—. Soy Hilda Reiss, otra
vez. ¿Está Spelux allí con ustedes?
—Dile —le urgió Mali—. Dile la verdad.  
—Está en el fondo del Mare Nostrum —dijo Joe.
—¿Qué, Sr. Fernwright? No sé si lo entiendo bien.
—Bajó al Submundo Acuático —dijo Joe—. Fue una cosa repentina; nadie lo esperaba.
—No sé si lo estoy interpretando bien —dijo la Srta. Reiss—. Lo que me está
diciendo...
—Está luchando con todas sus fuerzas —dijo Joe—. Estoy seguro de que, al cabo,
saldrá victorioso. Dijo que enviaría boletines informativos cada hora. No creo que haya
demasiada razón para preocuparse.
—Sr. Fernwright —dijo la Srta. Reiss enérgicamente—. Spelux manda boletines
horarios solamente cuando está muy apremiado.
—Hum —dijo Joe.
—¿Me comprende? —dijo la Srta. Reiss.
—Sí.
—¿Bajó voluntariamente o fue arrastrado al fondo?
—Un poco de cada cosa —contemporizó Joe—. Hubo un enfrentamiento —hizo un
gesto; no podía encontrar las palabras adecuadas—. Entre los dos. Pero Spelux parecía
estar decididamente en mejor pie, o quizá debiera decir en mejor seudópodo.
—Déjame hablarle —dijo Mali; tomó el teléfono, arrancándolo de sus manos, y habló—:
aquí la Srta. Joyez —un silencio—. Sí, Srta. Reiss, ya lo sé... Sí, eso también lo sé...
Bueno, como dice el Sr. Fernwright, puede ser que salga victorioso. Debemos tener fe,
como dice la Biblia —escuchó durante un rato largo. Luego miró a Joe, tapó el micrófono
con la mano, y dijo—: Quiere que tratemos de hacerle llegar un mensaje a Spelux.
—¿Qué mensaje?  
—¿Qué mensaje? —repitió Mali en el teléfono.
—Los mensajes no lo van a ayudar —dijo Joe a Willis—; no hay nada que podamos
hacer.
Se sintió totalmente impotente, más que en cualquier otro momento de su vida. La
sensación de proximidad de la muerte, que lo perseguía en sus momentos de depresión,
se dilataba dentro de él con una furia sin límites, y sintió que entumecía sus tripas, su
corazón, sus nervios. La conciencia de su culpa colgaba de sus hombros como un manto
bordado de seda. Una vergüenza tan pura que casi tenía un valor de arquetipo, como si
estuviera reviviendo la vergüenza original de Adán, la primera sensación de conspicuidad
ante los ojos de Dios. Se odiaba, por su conducta necia… había puesto en peligro a su
benefactor, y junto con él, a todo el planeta. Soy un pájaro de mal agüero, se dijo. Las
Calendas tenían razón: he venido aquí a marchitar este planeta con mi presencia. Y
Spelux debió de haberlo sabido... sin embargo, me trajo aquí. Quizá porque esto era
necesario para mí; Cristo, lo hizo por mí, pensó. Y éste es el fin. Le he dado las gracias
llevándolo a la muerte.  
Mali colgó el auricular. Su rostro, tenso y duro, se volvió hasta enfrentarse a Joe
Fernwright. Lo miró sin pestañear por un rato largo. Lo contempló intensamente, y luego
se estremeció y bajó la cabeza, como si tragara.  
—Joe —dijo roncamente—, la Srta. Reiss nos dice que nos demos por vencidos. Que
dejemos este lugar y volvamos al Hotel Olimpia para buscar nuestras cosas. Y después
—hizo una pausa, el rostro desencajado—. Y después, que abandonemos el Planeta del
Labrador y volvamos a nuestros mundos.
—¿Por qué? —preguntó Joe.
—Porque no hay esperanzas. Y una vez que Spelux esté —hizo un gesto convulsivo—
…esté muerto, entonces la calamidad descenderá sobre todos los que estén en este
planeta. Así que, tenemos que empezar a... ya sabes... a mudarnos.
—Pero la nota de la botella decía que esperásemos los boletines informativos cada
hora —protestó Joe.
—No habrá boletines cada hora.
—¿Por qué no?
Mali no respondió; no quería profundizar el tema.
—¿Ella se va? —dijo Joe, frío de miedo.
—Sí, pero primero la Srta. Reiss se quedará para verificar que todos lleguen al
espaciopuerto. Hay una nave espacial que se puede cargar en cualquier momento:
Calcula que podremos estar todos a bordo en menos de una hora —dirigiéndose a Willis,
Mali dijo—: Consígueme un taxi.
—Tiene que decir “Willis, consígueme un taxi” —dijo el robot.  
—Willis, consígueme un taxi.
—¿Te vas? —preguntó Joe. Se sintió sorprendido. Su vida perdía cada vez más
sentido.
—Esas son nuestras instrucciones —dijo Mali simplemente.  
—Se nos dijo que esperásemos los boletines informativos.
—Eres un idiota.
—Pienso quedarme aquí.
—Bueno, quédate aquí —espetó—. ¿Llamaste un taxi? —le preguntó a Willis.
—Tiene que decir...
—Willis, ¿llamaste un taxi?
—Están todos ocupados —dijo el robot—. Llevando gente de todos los rincones de
este viejo y herrumbrado planeta hasta el espaciopuerto.
—Dale el vehículo en el cual vinimos tú y yo —dijo Joe.
—¿Entonces está seguro de que no se irá? —preguntó el robot.
—Estoy seguro.
—Creo entender tu razonamiento —dijo Mali—. Tú eres el culpable de lo que ocurrió,
de esta crisis, así que piensas que sería inmoral de tu parte el irte para salvar tu vida.
—No —respondió—. Lo que me pasa, en realidad, es que estoy demasiado cansado.
No puedo resistir el regreso a casa. Voy a asumir el riesgo. Si Spelux vuelve a tierra firme,
podremos continuar con la recuperación de Gestarescala. Si no... —encogió los hombros.
—Falso heroísmo —dijo Mali.
—Falso nada. Simplemente cansancio. Vamos, anda; vete al espaciopuerto. Esto
puede terminar en cualquier momento, como bien sabes.
—Bueno, eso es lo que me dijo la Srta. Reiss —dijo Mali, defensivamente. Se
demoraba, claramente indecisa en cuanto a lo que debía hacer—. Si me quedo... —
empezó a decir, pero Joe la interrumpió.
—No te quedarás. Ni tú ni nadie. Me quedo solo.
—¿Puedo hacer un comentario? —inquirió Willis. Como ninguno de los dos dijo nada,
continuó—: Nunca fue la intención de Spelux que nadie muriera con él. De ahí las
instrucciones de la Srta. Reiss: está obedeciendo las órdenes de Spelux. Sin lugar a
dudas dejó la orden estricta de que, en la eventualidad de su muerte, evacuara el planeta,
esperando que se cumpliera a tiempo. ¿Me comprende, Sr. Caballero?
—Comprendo —dijo Joe.
—Entonces, ¿se irá con la Srta. Dama?
—No.
—Los terrestres son conocidos por su estupidez —dijo Mali hirientemente—. Willis,
Ilévame hasta el espaciopuerto directamente; dejaré las cosas que están en mi
apartamento. Vamos.
—Hasta luego, Sr. Caballero —dijo Willis a Joe.
—Mucha suerte —dijo Joe.
—Y eso, ¿qué quiere decir? —preguntó Mali.
—Nada; es un antiguo juego de palabras —se alejó de ambos, caminando hacia el
muelle. Se detuvo allí y miró, sin verlos, el bote, y dentro de él la botella con la nota.
Mucha suerte a mí también, se dijo—. No es buen chiste siquiera —dijo, a nadie en
particular. A Spelux, pensó. Que tenga suerte. Allá abajo en el Mare Nostrum, donde
debería estar yo. Donde deberíamos estar todos. Peleando, como lo está haciendo él,
contra las Entidades Negras que nunca vivieron. La muerte al acecho, pensó, la muerte
animada. La muerte con apetito —“Afligido por un apetito voraz estoy”— recitó en voz
alta.
Se habían ido. Quedó solo sobre la plataforma. Oyó un ruido de turbinas, y un zumbido
poderoso sacudió el edificio: habían despegado.
—De La princesa Ida —dijo solo—. Cantado por Cyril, en el acto segundo, en los
jardines del Castillo Adamante —calló entonces, escuchando. Ya no se oían las turbinas.
Qué asunto endiablado, pensó. Qué maldito asunto endiablado. Y yo lo provoqué. El Libro
me usó, una bola que puso en movimiento, como en la visión aristotélica del mundo. Una
bola golpea a otra, y ésta a una tercera; esa es la esencia de la vida.
¿Hubieran sabido, Mali y Willis, a quién estaba recitando? Mali, no... pero Willis
conocía a Yeats. Seguramente también conocería las obras de W. S. Gilbert. Yeats.
Entonces pensó esto:
P: ¿Le gustan los Yeats?
R: No sé. Nunca los probé.
Su mente se vació durante unos instantes y luego pensó lo siguiente:
P: ¿Le gusta Wagner?
R: No sabría decirle. Nunca he wagnido.
La angustia y la desesperación le invadieron mientras pensaba estas cosas. Estoy loco,
se dijo. Puedo concentrarme en estupideces nada más; el dolor me ha aplastado. ¿Qué
estará ocurriendo allá abajo?
Se paró sobre el muelle, mirando la superficie del agua. Firme y suave, esa superficie
ocultaba lo que ocurría en el fondo. No podía deducir nada de lo que veía, nada podía
saber del asunto. Y entonces...
A medio kilómetro de la plataforma, el agua empezó a agitarse violentamente. Algo
enorme subió hasta la superficie, se sacudió, y al fin se desprendió. El enorme objeto
desplegó sus alas y las batió débil, lentamente, como si estuviera exhausto. Entonces, en
un vuelo desordenado e inseguro, la cosa se remontó. Sus alas subían y bajaban, pero
sólo se elevaba a pocos metros de la superficie.
¿Spelux? Trató de ver mejor a medida que la cosa se acercaba. Esta revoloteó y aleteó
hasta llegar a una de las cúpulas de la plataforma; lejos de aterrizar, sin embargo,
continuó viaje hasta perderse en la oscuridad de la noche.
Al mismo tiempo una alarma automática, accionada por la proximidad del ser, se
encendió, y una voz estentórea, grabada, comenzó a oírse desde los altavoces situados a
lo largo del edificio.
—¡Atención! ¡Hay un falso Spelux suelto! ¡Recurrir al procedimiento de emergencia
Número Tres! ¡Atención! Hay un falso Spelux... —y así sucesivamente.
La cosa aleteante y movediza que había surgido de las aguas no era Spelux.
 
 
14
 
Había ocurrido lo peor: Spelux había sido derrotado. Se dio cuenta cuando oyó aquella
alarma y el susurro de las alas gigantescas y fatigadas. La cosa tenía un objetivo. Se
dirigía con rumbo fijo.
¿Hacia dónde?, se preguntó Joe. Tembló al recordarla; aun sin aterrizar, parecía
extender su peso terrible sobre la superficie del planeta, incluyéndolo a él. Sentía como si
tuviera que soportar ese peso. No está interesado en mí, pensó, mientras se acurrucaba,
con los ojos cerrados y el cuerpo en posición fetal.
—Spelux —dijo en voz alta.
No hubo respuesta.
Se dirige al espaciopuerto, se dijo. Nunca dejarán este planeta. En esa dirección...
sentía la determinación del esfuerzo fatigoso de la criatura. Spelux la había dañado, pero
no había podido destruirla. Y Spelux yacía en el fondo del Mare Nostrum, seguramente
moribundo.
Tengo que ir allí abajo, pensó Joe. Tengo que bajar una vez más, a ver si puedo hacer
algo por él. Frenéticamente, empezó a juntar su equipo de buceo; encontró los tanques de
oxígeno, la máscara, las patas de rana, la linterna... trabajó con ahínco. Pero cuando se
puso el traje ajustado, se dio cuenta de que no tenía importancia; era demasiado tarde.
Aun si lo encuentro, pensó, no tendré modo de subirlo; no tengo grúa, ni nada. ¿Y
quién podrá curarlo? Ni yo, ni nadie.
Se rindió. Se volvió a quitar el traje y el cinturón con lastre. Sus dedos semiparalizados
tantearon el cierre... la tarea de quitarse el traje estaba casi más allá de sus fuerzas.
Qué trueque desastroso, pensó. Spelux en el fondo del mar; y el Spelux Negro, el falso
Spelux, dominando los cielos. Todo se ha invertido, y una situación peligrosa se ha
tornado catastrófica.
Al menos no me agarró a mí, pensó. Pasó de largo... en busca de presas mayores.
Miró la superficie del mar; con su linterna iluminó el lugar donde Spelux y su antítesis
se habían hundido. Objetos que parecían trozos de piel y plumas brillaron pálidos y
pegajosos a la luz de la linterna. Una mancha oscura se extendía en círculos aceitosos
sobre el agua. Sangre, pensó. La cosa esa está lastimada. A menos que esa sea la
sangre de Spelux.
Tieso y tembloroso, logró llegar hasta la lancha amarrada. En poco tiempo estaba en el
lugar; las manchas de sangre brillaban alrededor del bote. Apagó el motor y quedó a la
deriva. Los desechos no le decían nada, pero se quedó allí escuchando el ruido de las
olas que caían sordamente sobre la costa en algún lugar detrás de él. Puso la mano en el
agua y luego la miró. La sustancia viscosa, a la luz de la linterna, parecía negra, pero era
sangre, fresca y en grandes cantidades, que había manado de algo herido, más allá de
las posibilidades de recuperación.
Aquello que había perdido esta sangre se moriría en cuestión de días, decidió. Quizá
de horas.
Desde las profundidades del océano salió una botella. La vio de inmediato con su
linterna, puso en marcha la lancha y fue hacia ella. Pronto la tuvo en sus manos.
Una nota. Destapó la botella, la extrajo, y la leyó a la luz de su linterna.
¡Buenas nuevas! He derrotado a la oposición y me estoy recuperando en este
momento.
Con incredulidad volvió a leer las palabras. ¿Es un chiste?, se preguntó.
¿Fanfarronadas tontas en un momento como éste? Eso era justamente lo que la vasija
había dicho de Spelux: embustero. Y por extensión, la nota era falsa, y no provenía de
Spelux; como las palabras de la vasija, esto podría ser un producto de la catedral... no de
la contraparte Negra, sino de la Gestarescala que Spelux tenía —o había tenido— la
intención de hacer surgir. —He derrotado a la oposición—, repitió mentalmente, mientras
releía la nota una vez más. Hay algo difícil de creer aquí, decidió; el enemigo, cuando
surgió de las aguas y remontó vuelo, parecía estar lastimado pero no mortalmente. Y era
Spelux, imposibilitado de ascender desde el fondo del mar, el que parecía estar más
gravemente herido a los ojos de Joe. A pesar de la nota.
Una segunda botella, más chica que la anterior, subió hasta la superficie. La tomó, la
destapó y leyó el breve mensaje que contenía:
El comunicado anterior no es falso. Me encuentro en buen estado y espero que
ustedes también se hallen bien. S.
P.D.: Ya no es necesario que abandonen el planeta. Notifiquen a todos que estoy bien,
y que se queden en sus sectores de residencia, por ahora. S.
—Pero ya es demasiado tarde —dijo Joe en voz alta—. Están partiendo ahora mismo,
esperaste demasiado tiempo, Spelux, Yo soy el único que queda; yo y los robots, en
especial Willis. Y no somos gran cosa, nada en comparación con todo el equipo enorme y
variado que habías reunido para la tarea de levantar Gestarescala. Tu Proyecto ha
llegado a su fin.  
Lo que es más, esta nota podría ser una falsificación, también. Un intento, por parte de
la catedral, de retenerlos a todos... para impedir que abandonasen el planeta como había
dispuesto la Srta. Reiss. Sin embargo, la nota tenía algo del estilo de Spelux. Si las notas
eran falsificadas, eran buenas.
Joe tomó la última hoja de papel y escribió una respuesta en la parte de atrás con
letras de imprenta.
Si estás tan bien, ¿por qué te quedas ahí abajo? Firmado: Empleado Angustiado.
Puso la nota dentro de una de las botellas, le agregó una pesa de su cinturón, ajustó la
tapa, y la dejó caer por la borda. Ésta se hundió de inmediato, y volvió casi en seguida. La
atrapó y la abrió.
Estoy en el trámite de liquidar a la Catedral Negra. Regresaré a tierra firme cuando
haya terminado. Firmado: Patrón Confiado.
P.D.: Reúne a los otros. Serán necesarios. S.
Obedientemente, pero sin convicción, Joe volvió a la plataforma iluminada. Encontró un
videófono —había varios— y pidió que le comunicara con la torre de control del
espaciopuerto.  
—¿Cuándo despegó la última nave grande? —le preguntó a la torre.
—Ayer.
—¿Entonces hay una nave intersistema sobre la base de lanzamiento en este
momento?
—Así es.
Buenas noticias, y, sin embargo, de algún modo, siniestras.
—Spelux quiere que se la detenga y que los pasajeros sean desconcentrados para que
vengan aquí, dijo Joe.
—¿Usted tiene la autoridad para hablar en nombre del Sr. Spelux?
—Sí.
—Pruébelo.  
—Me dijo esto oralmente.
—Pruébelo.
—Si deja que la nave se vaya —dijo Joe—, Gestarescala no será levantada jamás. Y
Spelux lo destruirá.
—A ver cómo prueba eso.
—Déjeme hablar con la Srta. Reiss —insistió Joe.
—¿Quién es la Srta. Reiss?
—La secretaria privada de Spelux está en la nave.
—No puedo recibir órdenes de ella tampoco. Soy autónomo.
—¿Vio un ser grande que aleteaba, totalmente negro, por ahí?
—No.  
—Bueno —dijo Joe—. Se dirige en esa dirección. Aparecerá en cualquier momento.
Todos los que están en la nave morirán porque no quiere decirles que se dispersen.
—Esos rumores neuróticos de pánico no lograrán disuadirme —dijo la torre, pero
parecía estar inquieta. Hubo una pausa; Joe la sintió esforzándose para ver y sentir con
los limites de su aparato sensorio—. Me —dijo la torre lentamente —… Me parece verlo.
—Disperse a los pasajeros —dijo Joe—. Antes de que sea demasiado tarde.
—Serán “negros” perfectos —dijo la torre.  
—Blancos —corrigió Joe.
—El sentido era claro aunque la metáfora equivocada —replicó la torre. Pero ahora no
parecía estar tan segura de sí misma—. Quizá pueda ponerlo en contacto con alguien a
bordo de la nave.
—Apúrese —dijo Joe.
La pantalla del videófono mostró una variedad de colores extraños, y luego apareció la
cabeza despeinada y gris de Harper Baldwin.  
—¿Sí, Sr. Fernwright? —al igual que la torre, mostraba señas de un nerviosismo
agudo—. Nos estábamos por ir. Tengo entendido que un falso Spelux se dirige hacia
aquí, y si no zarpamos de inmediato...
—Las órdenes cambiaron —dijo Joe—. Spelux está vivo y bien, y los espera a todos en
la plataforma acuática lo antes posible.
Un rostro frío, práctico y competente apareció sobre la pantalla. Un rostro casi
femenino.  
—Yo soy Hilda Reiss. En una situación como ésta, nuestra única alternativa factible es
evacuar el Planeta del Labrador; pensé que usted lo había entendido. Yo le dije a la Srta.
Joyez...
—Pero Spelux quiere que se queden —dijo Joe. La burocracia, la maldita burocracia.
Presentó la nota de Spelux ante la pantalla —¿Reconoce su letra? Como su secretaria
personal y privada, tendría que conocerla.
Miró fijamente, frunciendo el ceño.  
—Ya no es necesario que abandonen el planeta. Notifiquen a todos que estoy bien y
que se queden... —leyó la Srta. Reiss en voz alta.
Joe les mostró la otra nota.
—“Reúne a los otros” —leyó la Srta. Reiss—. Ya veo. Bueno, es bastante claro —miró
a Joe—. Está bien, Sr. Fernwright. Podremos alquilar vehículos y choferes operores y
acudir a la plataforma de inmediato. Llegaremos dentro de diez o quince minutos. Por
muchas razones, espero que este falso Spelux que está suelto no nos destruya por el
camino. Hasta luego.
Y cortó. La pantalla se oscureció.
Diez minutos, pensó Joe. Con el Spelux Negro encima de sus cabezas, tendrán suerte
si logran conseguir operores que conduzcan para ellos. Si hasta la torre, con ser una
entidad artificial, se había preocupado...
Las posibilidades de que llegaran a la plataforma acuática eran remotas.
Transcurrió una media hora. No había señales de un deslizador, ni del grupo que venía.
Los agarró, se dijo Joe Fernwright. Están perdidos. Y mientras tanto, Spelux lucha contra
la Catedral Negra en el fondo del Mare Nostrum. Todo se decide en estos instantes. ¿Por
qué no llegarán?, se preguntó con vehemencia ¿Logró atacarlos? ¿Serán cadáveres
flotando en el agua o secándose hasta quedar como huesos y dientes blanqueados sobre
la tierra? ¿Y Spelux? ¿Qué le pasará? Aunque logren llegar hasta aquí, todo depende de
su victoria sobre la Catedral Negra. Si muere, entonces habrán venido en balde; nos
tendremos que ir todos, dejar el planeta. Yo volveré a la Tierra superpoblada, con su
dinero de juguete, mi pensión de veterano y mi cubículo vacío donde no pasa nada. Y el
Juego, el maldito juego, por el resto de mi vida.  
No me voy a ir de aquí, se dijo. Aunque muera Spelux. Pero... ¿cómo será el mundo sin
Spelux? Gobernado por el Libro de las Calendas... Un mundo mecánico, cada día
producido de antemano por el Libro; un mundo sin libertad. El Libro nos dirá lo que
debemos hacer cada día, y lo haremos. Hasta que, finalmente, el Libro nos dirá que
debemos morir, y...
Moriremos. El Libro se equivocó, pensó; dijo que lo que encontraría en el fondo del
océano me llevaría a matar a Spelux. Y no fue así.
Pero Spelux todavía podría morir, y la profecía se cumpliría. Todavía quedaban dos
batallas: la batalla para destruir la Catedral Negra, y la Gran Batalla, la enorme tarea de
lograr el Resurgimiento de Gestarescala. Spelux podría morir en cualquiera de las dos;
podría estar muriendo en ese mismo instante. Y todas nuestras esperanzas acabarían
con él.
Encendió la radio para ver si había alguna novedad.
—¿Impotente? —dijo la radio— ¿No puede llegar al orgasmo? Durovax transformará
su frustración en alegría —luego otra voz, la de un hombre deprimido—. Caramba, Sarita,
no sé lo que me pasa. Ya sé que te has dado cuenta: estoy totalmente fláccido estos
tiempos. Caramba, todo el mundo se ha dado cuenta —luego, una voz femenina—:
Enrique, lo que necesitas es una simple pastilla llamada Durovax, y en pocos días serás
un hombre en serio… ¿Durovax? —repitió Enrique—. Caramba, quizá deba probarlo —
luego, la voz del locutor nuevamente—: Cómprelo en su farmacia o escriba a... —en ese
momento, Joe la apagó. Ahora entiendo lo que quiso decir Willis, pensó.  
Un enorme deslizador aterrizó en el pequeño campo de aterrizaje de la plataforma. Lo
sintió llegar; el edificio vibró bajo el efecto. Así que lo lograron, se dijo, y corrió hasta el
campo para recibirlos Sus piernas parecían de plástico derretido; casi no se podía tener
en pie.
Harper Baldwin, alto y severo, fue el primero en salir.  
—Ahí está Fernwright —Baldwin estrechó la mano de Joe; ahora parecía sereno—.
Fue una batalla bastante tremenda.
—¿Qué pasó? —dijo Joe, mientras descendía una mujer de mediana edad y rostro
anguloso. ¡Por Dios!, pensó, no se queden ahí mirando, cuéntenme—. ¿Cómo lograron
escapar? —preguntó.  
Se bajó el hombre de cara colorada, luego la mujer gorda, y detrás de ella, el
hombrecillo tímido.
Mali Joyez apareció y dijo:  
—Cálmate Joe, te pones tan nervioso…
Ahora descendían del deslizador todas las formas de vida no humanoides. El
gastrópodo, la enorme libélula, el cubo de hielo con pelusa, la gelatina rojiza con su
soporte de metal, el cefalópodo univalvo, el amable bivalvo Nurb K’ohi Dáq, el
cuasiarácnido, con su caparazón quitinoso y brillante y sus múltiples patas... y luego el
chofer operor en persona, gordo, con su cola nudosa. Los seres reptaron, caminaron, se
bambolearon y se deslizaron hasta las cúpulas de la plataforma, huyendo del frío de la
noche. Todos, excepto el operor, que vagaba por ahí cerca, fumando quién sabe qué
hierba nativa. Tenía cara de satisfecho.
—¿Fue tan terrible? —preguntó Joe a Mali.
—Fue horrible, Joe —dijo Mali, todavía pálida y tensa, pero, al igual que Harper, un
poco más calmada ya.
—Y nadie me va a contar nada —dijo Joe.
—Yo te contaré —respondió Mali—, pero dame un momento. —Señalando al operor,
repitió, “solamente un momento”. Se estremeció, sacó un cigarrillo, fumó rápidamente, y
luego se lo ofreció a Joe.  
—Cuando estuvimos aquí con Rodolfo nos acostumbramos a esto. Lo encuentro útil —
agitó la cabeza negativamente, y Mali desistió—. A ver —musitó—. Después de tu
llamada, salimos de la nave… Mientras nos alejábamos, el Spelux Negro se acercó y
empezó a rondar la nave. Llamamos a este operor y...
—Yo levanté vuelo —dijo el operor con orgullo.
—Sí, levantó vuelo —continuó Mali—. Se le informó de la situación con todo detalle,
por si no quería llevarnos, y salió volando casi a ras del suelo; creo que pasó por encima
de los edificios dejando un espacio de menos de tres metros, y luego enfiló hacia el
campo abierto —se dirigió al operor—. Me olvidé por qué elegiste ese recorrido tan
extraño, que, además, conocías tan bien. Explícalo de nuevo.  
El operor se quitó el cigarrillo de los labios grisáceos y dijo:
—Evasores de impuestos.
—Claro —retomó Mali, asintiendo—. El Planeta del Labrador tiene una enorme tasa de
réditos: aproximadamente el setenta por ciento de los ingresos brutos, como promedio,
aunque varía según el nivel. Los operores generalmente hacen esa ruta a la inversa; es
decir, desde alguna área residencial, y en zigzag, etcétera, hasta el espaciopuerto,
evitando a la policía nativa y a los inspectores de réditos, y depositando al pasajero a
bordo de una nave antes que lo atrapen. Una vez allí, está a salvo, porque la nave se
considera territorio extranacional, algo así como una embajada.
—Siempre logro llegar —dijo el operor, contento—. Subirlos a una nave antes que los
agarren. No hay patrullero policial, ni siquiera con radar, que me pueda encontrar cuando
me aproximo al espaciopuerto. En diez años me pararon una sola vez, y en esa ocasión
estaba limpio —se sonrió mientras fumaba su cigarrillo.
—¿Quieren decir que el Spelux Negro se lanzó a perseguirlos? —preguntó Joe.
—No —dijo Mali—. Embistió la nave, unos minutos después que la evacuáramos. La
nave quedó totalmente destruida y, por lo que pudimos escuchar por la radio, el Spelux
Negro sufrió heridas.
—¿Entonces por qué usaron una vía de escape tan complicada? —preguntó Joe,
perplejo.
—Me pareció una buena idea en ese momento —respondió Mali—. Por lo que dijo
Hilda Reiss, pude comprender que Spelux estaba atacando la Catedral Negra en ese
momento. ¿Tienes alguna novedad posterior a tu conversación telefónica con la Srta.
Reiss?
—No —admitió Joe—. No me he fijado; estaba esperándolos a ustedes.
— Si pasábamos un minuto más a bordo de esa nave, esperando que zarpara —dijo
Mali—, ya estaríamos muertos. Fue una cosa demasiado arriesgada, Joe. No quisiera
vivirla de nuevo. Creo que pensó que la nave estaba viva porque era tan grande. Y
nosotros éramos demasiados pequeños; parece que ni siquiera vio el deslizador.
—Pasan las cosas más raras en este planeta —dijo el operor, mientras se escarbaba
los dientes con la uña del dedo pulgar. De repente, extendió la mano.
—¿Qué quieres? —preguntó Joe—. ¿Que te dé la mano?
—No. Quiero 0,85 migas. Me dijeron que usted pagaría la cuenta por haberlos traído
hasta aquí por mi vía de escape especial.
—Pásale la cuenta a Spelux —dijo Joe.
—¿No tiene 0,85 migas? —preguntó el operor.
—No.
—¿Y usted? —le preguntó a Mali.
—No nos han pagado a ninguno —dijo Mali—. Te pagaremos cuando nos pague
Spelux.
—Podría llamar a la policía —dijo el operor, pero parecía resignado en el fondo. Es una
criatura humilde, pensó Joe. Aceptará que le paguemos después.
Mali lo tomó del brazo y lo llevó adentro; el operor se quedó afuera, refunfuñando
inútilmente, pero no trató de detenerlos.  
—Creo —dijo Mali—, que hemos logrado una gran victoria, al escapar del Spelux
Negro, que, además, quedó lastimado. Tengo entendido que todavía está en el
espaciopuerto, y que las autoridades están tratando de decidir qué van a hacer con el.
Seguramente esperarán a que Spelux les dé instrucciones. Esa ha sido su manera de
trabajar durante años, desde que Spelux llegó aquí. Por lo menos eso era lo que decía
Rodolfo. Le interesaba mucho la manera en que Spelux gobernaba el planeta.
—¿Qué pasa si Spelux se muere?
—Entonces el operor no recibirá su paga —respondió Mali.
—No estoy pensando en eso —dijo Joe—, sino en lo siguiente: si Spelux muere, ¿se
curará al Spelux Negro para que gobierne el planeta en su lugar, como reemplazante?
—Quién sabe —dijo Mali. Se aproximó al grupo de seres de formas diversas,
provenientes de varios planetas, y con los brazos cruzados se quedó escuchando lo que
Harper Baldwin le decía al simpático bivalvo.  
—Fausto siempre muere —dijo Harper Baldwin.
—Solamente en la obra de Marlowe y en las leyendas sobre las cuales se basó —
respondió Nurb K’ohi Dáq.
—Todo el mundo sabe que Fausto muere —insistió Harper Baldwin; recorrió el grupo
de seres que lo rodeaban al bivalvo y a él con la mirada—. ¿No es cierto? —les preguntó
a todos.
—No está predeterminado —respondió Joe.
—Sí lo está —dijo Harper Baldwin con énfasis—. En el Libro de las Calendas. En forma
específica. Mírenlo de nuevo. Lo hemos perdido de vista; tendríamos que habernos ido
cuando podíamos, cuando la nave se preparaba para salir.
—Entonces hubiéramos muerto —dijo el cuasiarácnido, agitando los brazos
excitadamente—. Si estamos aquí, es porque el Sr. Fernwright pudo ponerse en contacto
con la Srta. Hilda Reiss e informarnos de que Spelux quería que evacuáramos la nave,
cosa que hicimos, y justo a...
—Pamplinas —dijo Harper Baldwin con enojo.
Joe recogió su linterna y se encaminó hacia el muelle. Iluminó la superficie oscura del
agua con la brillante luz de helio, buscando... algo. Cualquier cosa que indicara la
condición en la cual se hallara Spelux. Miró su reloj. Había transcurrido casi una hora
desde el encuentro de Spelux con el Spelux Negro y su caída hasta el fondo del Mare
Nostrum, para luchar a muerte con su Doble, y luego con la propia Catedral Negra.
¿Estará vivo?, se preguntó Joe. Su cadáver ¿subirá a la superficie o permanecerá
sumergido, como una mina, en ese mundo de descomposición, pudriéndose como la
carroña, escondiéndose en una caja o en otra cosa, ya sin vida, pero no totalmente
inerte? Una especie de estado de semiconciencia que podría continuar durante siglos. Y
la Catedral Negra quedará libre para subir a la superficie e instalarse sobre tierra firme.
Con Spelux muerto, no habría nada que se lo impidiera.
Quizás había otra nota. Registró las aguas buscando una botella; las iluminó aquí y
allá, abarcando un área enorme.
Ni una botella. Nada.
Mali se aproximó a él.  
—¿Hay algo?
—No —dijo cortante.
—¿Sabes lo que pienso? —dijo Mali—. Que está destinado a fracasar. El Libro tiene
razón, y Harper Baldwin también. Fausto siempre fracasa, y Spelux es la encarnación de
Fausto. La manera de luchar, la intensidad inquieta... está todo ahí; la leyenda se cumple;
incluso se está cumpliendo mientras estamos aquí parados.
—Quizá sea así —dijo Joe, recorriendo las aguas con los haces de luz de su linterna.
Mali le tomó del brazo y se acercó a él.  
—Estamos seguros ahora. Podríamos irnos. El Negro ya no nos persigue.
—Yo me quedo aquí.
Joe se alejó de ella, sin dejar de penetrar las aguas con su linterna. Su mente estaba
en blanco, no contenía ningún pensamiento; escuchaba pasivamente, esperando. Una
clave, una señal. Cualquier señal de lo que estaba ocurriendo en el fondo.
De repente el agua se agitó. Giró la linterna, iluminando ese sector. Se esforzó por ver.
Algo enorme pugnaba por salir a la superficie. ¿Qué era? ¿Gestarescala? ¿Spelux? ¿O
la Catedral Negra? El gigantesco objeto hacía hervir las aguas, nubes de vapor
ascendían, y la noche se vio sacudida por un enorme rugido, una caldera de poder
titánico, de intensa actividad.
—Es Spelux —dijo Mali en voz baja—, y está malherido.
 
 
15
 
El aro de fuego se había apagado. Solamente un aro continuaba girando, y chirriaba
penosamente... como si fuera una máquina la que muriese, pensó Joe, y no un ser
viviente.
Los demás se acercaron al muelle.  
—Ha fallado —dijo la gelatina rojiza —¿No ven? Se está muriendo.
—Sí —dijo Joe, en voz alta, y se sorprendió del tono de su propia voz, que sonó áspera
entre los gemidos que, herido, exhalaba Spelux. Los demás se hicieron eco de esa
palabra, como si hubiera pronunciado una sentencia, y como si la decisión de que Spelux
viviese o no dependiera de él—. Pero no podemos estar seguros hasta que lleguemos allí
—dejó a un lado su linterna y descendió la escalerilla de madera hasta el bote armado—.
Iré a averiguar —dijo; tomó la linterna, y luego, acurrucado y tembloroso en el viento
nocturno, encendió el motor.
—No vayas —dijo Mali.
—Volveré pronto —respondió Joe roncamente, y condujo el bote a través de las olas
que producía la masa movediza del cuerpo de Spelux.
Heridas enormes, pensó, mientras el bote subía y bajaba, siguiendo su camino
ansiosamente hacia delante. Heridas de una dimensión que no podemos comprender.
Maldición, pensó con amargura. ¿Por qué tendrá que acabar así? ¿Por qué no podrá ser
de otro modo? Se sintió entumecido, como si la muerte lo estuviera invadiendo a él
también. Cómo si él y Spelux…
El enorme cuerpo flotaba en el agua, perdiendo grandes cantidades de sangre; como
Cristo en la cruz, sangraba por la eternidad, como si la fuente de su sangre fuera
inagotable. Como si este momento fuera a durar para siempre, pensó Joe; yo aquí, en el
bote, tratando de acercarme, y él allí, tumbado, sangrante y moribundo. Dios mío, esto es
horrible, realmente horrible. Y, sin embargo, siguió acercándose cada vez más.
—¿Qué podemos hacer?
Se siguió, acercando, cada vez más; la periferia del cuerpo se contorsionaba a pocos
centímetros del bote. Éste se llenaba de agua sanguinolenta y Joe sentía que se hundía
bajo sus pies. Se aferró a los bordes, tratando de desplazar su peso, pero el agua y la
sangre seguían entrando. Me ahogaré en pocos segundos, pensó.
A regañadientes, dio marcha atrás; se alejó de Spelux. El bote dejó de hacer agua,
pero no se sintió mejor. El miedo y la agonía seguían siendo iguales en su identificación
empática con su patrón moribundo.
—Yo... yo... —balbuceó Spelux. Ahora babeaba, sin poder controlar los espasmos de
su cuerpo mutilado.
—Haremos cualquier cosa —dijo Joe—. Lo que sea.
—Son... terriblemente... receptivos —logró susurrar Spelux, dando una vuelta entera y
hundiéndose bajo la superficie, de modo que ya le era imposible hablar.
Ha llegado al final, pensó Joe.
Agobiado por la tristeza, dio media vuelta con el bote y se dirigió hacia el muelle de
nuevo. Se había terminado todo.
Mientras amarraba el bote, Mali, Harper Baldwin y varios otros seres se acercaron para
ayudarlo.
—Gracias —dijo, ascendiendo torpemente por la escalerilla de madera—. Está muerto
—sentenció—. O casi muerto.
Dejó que la Srta. Reiss y Mali lo cubrieran con una manta, una capa tibia que se
acomodó sobre su cuerpo bañado en sangre. Mi Dios, pensó. Estoy empapado. No
recordaba haberse mojado; en ese momento solamente había reparado en lo que veía en
Spelux. Ahora podía mirarse a sí mismo... y advertía que estaba mojado, congelado y
lleno de angustia.
—Aquí tienes un cigarrillo —dijo Mali, poniéndolo entre sus labios temblorosos—. Vete
adentro. No mires. No hay nada que puedas hacer. Ya lo intentaste.
—Nos pidió ayuda —dijo Joe, tiritando.
—Lo sé —respondió Mali—. Lo oímos —el resto del grupo asintió en silencio, sus
rostros pálidos de dolor.
—Pero no sé en qué lo podemos ayudar —prosiguió Joe—. No veo qué, pero trató de
decirlo. Quizá si lo hubiera podido formular, hubiéramos logrado hacerlo. Lo último que
hizo, que dijo, fue darme las gracias.  
Dejó que Mali lo condujera al abrigo de una de las cúpulas de la plataforma.
—Dejaremos este planeta hoy a la noche —dijo Mali cuando estuvieron juntos.  
—Está bien —dijo, asintiendo.
—Vuelve conmigo a mi planeta —prosiguió Mali—. No vuelvas a la Tierra; vas a ser tan
infeliz allí…
—Sí —afirmó. Era verdad. Más allá de cualquier duda posible. Como hubiera dicho W.
S. Gilbert—. ¿Dónde está Willis? —preguntó, mirando alrededor—. Quiero intercambiar
citaciones con él.  
—Citas —corrigió Mali.
Movió la cabeza asintiendo.  
—Claro —dijo—. Quise decir citas.
—Estás realmente muy cansado.
—Diablos —suspiró—. No sé por qué. Lo único que hice fue irme hasta allí en bote y
tratar de hablar con él.
—La responsabilidad —aclaró Mali.
—¿Qué responsabilidad? Ni siquiera pude oírlo bien.
—Pero la promesa que hiciste. Nos concierne a todos.
—Sin embargo, fracasé.
—Él fracasó. No es tu culpa. Tú escuchaste... todos estábamos escuchando. No llegó a
decirlo.
—¿Todavía está en la superficie? —preguntó Joe, mirando hacia el muelle y las aguas.
—Está sobre la superficie, flotando en esta dirección.
Joe tiró el cigarrillo, apagándolo con el tacón, y empezó a caminar hacia el muelle.
—Quédate aquí —exclamó Mali, tratando de detenerlo—. Hace frío afuera; estás
húmedo todavía, te morirás.
—¿Sabes cómo murió Gilbert? —le preguntó— ¿William Schwenk Gilbert, el autor de
tantas operetas y poemas líricos y cómicos que hicieron las delicias del público de
Londres un siglo y medio atrás, en la Tierra? Tuvo un ataque al corazón tratando de
salvar a una niña que se ahogaba —la hizo a un lado, atravesando la barrera térmica que
protegía la cúpula, saliendo a la intemperie y al muelle una vez más—. Yo no moriré —le
dijo mientras ella lo seguía—. Lo que de algún modo es una lástima.
Quizá fuera más útil, pensó, morir con Spelux. De ese modo, al menos, podríamos
expresar lo que sentimos. ¿Pero quién se daría cuenta? ¿Quién quedaría para reparar en
ello? Zanquivos y operores, pensó. Y robots. Siguió caminando, atravesando el grupo de
seres allí reunidos, hasta llegar al borde del muelle.
Cuatro linternas iluminaban el cascajo moribundo que era Spelux. Joe lo miró en
silencio, como hacían todos. No se le ocurría ningún comentario, y no parecía ser
necesario hacer ninguno tampoco. Míralo, se dijo. Y yo soy el artífice de eso. El Libro de
las Calendas tenía razón al final; al descender al fondo causé su muerte.
—Usted lo hizo —le dijo Harper Baldwin.
—Sí —dijo Joe estoicamente.
—¿Alguna razón? —ceceó el gastrópodo.  
—Ninguna —respondió Joe—. A menos que consideren la estupidez una razón.
—Yo estoy dispuesto a considerarlo —gruño Harper Baldwin.
—Está bien —finalizó Joe—. Entonces hágalo.  
Entonces miró, miró de nuevo, y miró otra vez: Spelux se acercaba más, y más... y
más. De repente, cerca del borde del muelle, casi tocándolo, el cuerpo se irguió en toda
su enormidad.
—¡Cuidado! —gritó Mali detrás de él, y el grupo se abrió, dispersándose, retrocediendo
en dirección de la cúpula hermética.
Demasiado tarde. La masa de Spelux descendió sobre el muelle; la madera se astilló y
comenzó a hundirse. Mirando hacia arriba, Joe pudo ver hacia dentro del inmenso cuerpo.
Y un instante después, pudo ver hacia fuera desde adentro del mismo cuerpo.
Spelux los había incorporado a todos. Ninguno había escapado, ni siquiera el robot
Willis, que se había mantenido a un costado. Envueltos, atrapados. Incluidos dentro de
aquello que era Spelux.  
Y oyó hablar a Spelux... no a través de sus oídos, sino dentro de su cerebro. Al mismo
tiempo, pudo oír a los demás, al resto del grupo, sus voces como un murmullo incesante,
como fondo de la voz de Spelux. —¡Socorro! ¿Dónde estoy? ¡Sáquenme de aquí! —se
gritaban unos a otros, como hormigas asustadas. Y la voz de Spelux que tronaba,
sobrecogedora, pero sin ahogarlos totalmente...
—Los he convocado hoy aquí —declaró Spelux, bombardeando el cerebro de Joe—,
porque necesito ayuda. Sólo ustedes pueden ayudarme.
Somos una parte de él, se dijo Joe sorprendido. ¡Una parte! Trató de ver, pero sus ojos
sólo percibían una película gelatinosa y ondulante que lo envolvía. No estoy cerca del
borde, pensó; estoy cerca del centro, por eso no puedo ver. Los del borde pueden ver,
pero...
—Por favor, escúchenme —le interrumpió Spelux, desperdigando sus pensamientos
como si fueran murciélagos—. Concéntrense. Si no lo hacen, serán absorbidos y
finalmente desaparecerán, tornándose inútiles para mis fines y los suyos propios. Los
necesito vivos, como entidades separadas combinadas por mi presencia somática.
—¿Podremos salir alguna vez? —aulló Harper Baldwin— ¿Nos quedaremos aquí para
siempre?
—¡Quiero salir! —gritó la Srta. Reiss con pánico —¡Déjeme ir!
—Por favor —imploró la enorme libélula— ¡Quiero volar y cantar! Estoy aprisionada
aquí, aplastada, comprimida entre otros seres. Déjeme volar, Spelux.
—¡Libéranos! —rogó Nurb K’ohl Dáq— ¡Esto es injusto!
—¡Nos estás destruyendo!
—¡Nos está sacrificando en su propio interés!
—¿Cómo te podremos ayudar si nos destruyes?
—No están siendo destruidos —dijo Spelux serenamente—. Están asimilados.
—Y ésa es una destrucción —protestó Joe.
—No lo es —resonó la voz de Spelux.  
Comenzó a alejarse pesadamente de los restos del muelle, esos trozos de madera
desparramados que no había asimilado. Hacia abajo, pensó Spelux, y el pensamiento se
grabó en el cerebro de Joe, al igual que en los demás cerebros que lo rodeaban. Abajo,
hasta el fondo. Ha llegado el momento: Gestarescala debe surgir de las aguas.
Ahora, pensó Spelux. Aquello que se hundió hace siglos será erigido, una vez más, en
la superficie. Amalita y Borel estarán libres y en la costa, y las cosas serán como antes,
por los siglos de los siglos.
Profundidad. El agua se volvió turbia. Una multitud de formas iban y venían; no había
dos iguales. Los copos del mar; un invierno de vida vegetal que flota y se adhiere.
Sigamos:
Ante él yacía Gestarescala. Sus pálidas torres, su arco gótico, sus contrafuertes
majestuosos, sus vidrios rojizos hechos de oro... La vio entera a través de una docena de
ojos. Estaba intacta. Ahora, pensó, entraré en ti, seré parte de ti y me elevaré. Subirás
conmigo, y moriremos en la playa. Pero tú te salvarás.
Divisó las ruinas dispersas de la Catedral Negra. Hecha añicos, pensó. Destruida, allí
donde la dejé; escombros podridos e inútiles que no sirven para nada y que ya no pueden
detenerme, débil como estoy. Gracias a todos ustedes, puedo funcionar de nuevo.
¿Pueden oírme? Habló con más claridad:  
—Contesten si pueden oírme.
—Sí, podemos.
—Sí.
—Sí —las voces se repetían unas a otras; los contó: estaban todos allí, vivos y
funcionando como subformas de su propio ser—. Muy bien —dijo, y el triunfo lo invadió
mientras se zambullía directamente hacia Gestarescala.
—¿Lograremos sobrevivir a esto? —preguntó Joe Fernwright. Sentía miedo.
Ustedes sí, pensó Spelux, pero yo no. Se extendió hasta que su pecho abarcó el área
más grande posible. Ahora yo soy tuyo y tú eres mía, Gestarescala. Lo logramos, a pesar
del Libro.
Envolvió la catedral sumergida dentro de sí.
Ahora, pensó. Escuchaba sin moverse. Sr. Baldwin, pensó, y Srta. Joyez, Sr. Dáq, Srta.
Fleg, Srta. Reiss... ¿pueden oírme?
—Sí —respuestas dadas a regañadientes, pero sinceras; sintió sus presencias, sus
agitaciones, mientras se resistían a su influjo.
Reúnanse, les dijo. Para sobrevivir debemos subir, y para subir debemos actuar. No
hay otro modo; nunca lo hubo.
—¿Cómo podemos actuar? —preguntaron las voces.
Combínense conmigo, dijo Spelux. Sumen sus habilidades, sus capacidades, sus
fuerzas... sumen todo eso a mi mente. Sr. Baldwin, usted mueve materia a distancia;
ayúdelos; ayúdeme. Srta. Joyez; usted entiende de extracción de objetos de entre el
coral; hágalo ahora; afloje las garras del coral. Sr. Fernwright, debe unir las superficies de
cerámica de la catedral... ellas son la arcilla y usted el alfarero. Sr. Dáq: usted es un
ingeniero hidráulico. No, contestó Dáq; soy un arqueólogo gráfico; me especializo en
objetos de arte. Los puedo identificar y catalogar; puedo estimar su valor cultural. Sí,
pensó Spelux; el Sr. Lunc es el ingeniero hidráulico. Me olvidé; es la similitud de nombres.
¡Haremos el primer intento ahora!, les dijo Spelux, a esas partes de sí mismo que
poseían identidades separadas. Probablemente volvamos a caer, pero lo intentaremos
nuevamente. ¿Mientras vivamos?, preguntó Mali Joyez. Sí, pensó. Lo intentaremos
mientras vivamos; hasta que el último de nosotros muera. Pero no es justo, pensó Harper
Baldwin. El pensamiento de Spelux respondió: Me ofrecieron todo lo que tenían; ansiaban
ayudarme cuando yacía moribundo. Ahora lo están haciendo. Estén contentos y alegres.
Se aferró al piso sólido de la catedral con sus muchas extensiones somáticas. Antes,
pensó, el Spelux Negro y la Catedral Negra estaban aquí abajo, y no podía arriesgarme a
levantarlo con mi propio cuerpo. Ahora puedo.
El intento falló. La catedral permaneció arraigada al coral. Amarrada por su masa, su
peso, sus lazos. Jadeó, cansado por el fallido esfuerzo. Sentía dolor por todos lados, y
todas las voces individuales dentro de él gritaban de pánico y angustia.
No quiere venir, pensó Joe Fernwright.
¿Es así?, preguntó Spelux. ¿Cómo lo sabías?
Lo descubrí cuando bajé hasta aquí, pensó Joe. Lo leí en la vasija, ¿recuerdas?
Sí, pensó Spelux, lo recuerdo. Sintió un terror agotador, una sumisión sobrecogedora
que envolvía todo lo que había allí abajo, inclusive a él mismo. Otra vez, pensó. Fausto
siempre fracasa. Pero yo no soy Fausto. Sí, lo eres, dijeron una multitud de voces, un
estruendo desesperado de derrota y rechazo…
Intentemos de nuevo, pensó Spelux. Vamos. Sintió que la base de la catedral se
resistía. Quizá tengas razón, musitó. Claro que tengo razón, contestó Joe. Ocurrió antes y
ocurrirá de nuevo; siempre volverá a ocurrir. Pero puedo levantar a Gestarescala, dijo
Spelux, dirigiéndose a sí mismo y a todos ellos a la vez. Juntos lo podemos hacer.
Usándolos, transformándolos en sus brazos, hizo fuerza; abrazó el cuerpo de la
catedral contra sí, y la forzó a subir contra su voluntad. Al sentir su resistencia, se llenó de
amargura y desaliento. Yo no sabía esto, pensó. Quizá el saberlo me mate; quizás era
eso lo que me quería decir El Libro. Debería dejarla aquí abajo; está mejor así.
No quiere subir.
Intentó de nuevo. No. No se levantará; en ningún momento, ni para nadie, ni con
ninguna combinación de circunstancias posibles. Lo digo yo.
Surgirá, dijo Joe Fernwright, cuando te hayas recuperado de tus heridas, las que
sufriste en la lucha con la Catedral Negra.
—¿Qué? —dijo, escuchando. Otras voces se unieron a la de Joe. Cuando tengas más
fuerza; espera hasta ese momento.
Debo restablecerme, reflexionó. Debe transcurrir un tiempo, un plazo real, sobre el cual
no tengo control. ¿Cómo es que ellos lo saben, y yo no me he dado cuenta? Escuchó
nuevamente, pero no pudo oír más voces; habían callado en cuanto dejó de esforzarse.
Así sea, decidió. Subiré a la superficie, y un día no muy lejano lo intentaré de nuevo.
Los absorberé una vez más, decidió. A todos ustedes. Serán partes de mí, como lo son
ahora. Está bien, chillaron las voces. Pero déjanos ir, pruébanos que lo puedes hacer. Lo
haré, respondió, y subió a la superficie.
Sintió el aire frío de la noche, y vio las estrellas lejanas y débiles.
Depositó las voces estridentes sobre un trecho de costa despoblado; vomitó a todos los
que había incorporado, y volvió al agua, a un mundo acuático que ya no ofrecía peligros;
podría quedarse allí para siempre sin correr riesgos imprevistos. Gracias, Joe Fernwright,
pensó, pero no obtuvo respuesta; estaba solo nuevamente dentro de sí mismo. Entonces
pronunció las palabras en voz alta, y mientras hablaba se sintió solo. Durante unos
instantes había tenido compañía. Pero volvería ese murmullo cálido de su interior...
Examinó sus heridas, se acomodó en una posición semisumergida, y esperó.
 
Tiritando, con sus pies dentro de un barro arenoso, Joe Fernwright oyó la voz de
Spelux:  
—Gracias, Joe Fernwright.
Siguió escuchando, pero eso era todo.
Podía ver a Spelux a unos metros de la costa. Pudo habernos matado, se dijo, junto
con él, en ese intento de levantar la catedral. Gracias a Dios que nos escuchó.
—Nos salvamos por poco —comentó Joe a los otros seres que estaban cerca de él,
dispersos aquí y allá sobre la playa arenosa. En especial a Mali Joyez, que se acurrucaba
junto a él, tratando de combatir el frío—. Demasiado poco —murmuró en voz baja. Por lo
menos nos dejó salir, reflexionó. Ahora, lo que tenemos que hacer es caminar hasta que
encontremos una casa o un camino. A menos que intente reabsorbernos en seguida.
Era poco probable, al menos por ahora.
—¿Te quedarás en el Planeta del Labrador? —le preguntó Mali—. Sabes lo que
significa; volverá a incorporar a todos los que se queden.
—Me quedo —dijo Joe.
—¿Por qué?
—Porque quiero probar que el Libro se equivocó.
—Pero ya está probado.
—Quiero decir definitivamente —explicó Joe—, de una vez por todas.  
Porque hasta ahora, pensó... puede llegar a tener razón; no sabemos qué puede ocurrir
mañana o pasado. Todavía podría llegar a matar a Spelux, de alguna manera indirecta,
recordó.
Sabía que eso no iba a ocurrir. Era demasiado tarde. Como muchas cosas, no podía
volver ahora. Las Calendas estaban condenadas; su poder se había quebrado.
—Pero el Libro casi tuvo razón —musitó. Obviamente, las Calendas especulaban con
los porcentajes. En general y a la larga, acertaban. Pero en ciertos casos —como éste—,
se equivocaban. Y era un caso importante; tenía que ver con la muerte física, real, de
Spelux; y el resurgimiento, igualmente físico y real, de Gestarescala.  
Con relación a esto, acontecimientos finales tales como la caída del planeta sobre su
rol no eran realmente importantes. En último análisis, quizá las Calendas tuvieran razón:
sus profecías tenían que ver con tendencias cósmicas tales como las leyes de la
termodinámica y la degradación final de la energía. Por supuesto, Spelux moriría...
eventualmente. Morirían todos, inclusive él, Joe. Pero aquí y ahora Gestarescala
aguardaba que Spelux la recobrara. Y lo haría. La catedral resurgiría de las aguas, como
era la intención de Spelux.
—Formamos una entidad poliencefálica —dijo Mali.
—¿Decías?
—Una mente colectiva, aunque subordinada a Spelux. Pero, al menos por un momento
—hizo un gesto— … todos nosotros, provenientes de diez sistemas estelares diferentes,
funcionamos como un solo organismo. En cierto modo fue positivo. No sentirse...  
—Solo —completó Joe.
—Así es; me di cuenta de cuán aislados estamos normalmente, cuán incomunicados.
Separados los unos de los otros... especialmente de los otros seres distintos a nosotros.
Eso se acabó cuando Spelux nos envolvió; ya ni siquiera teníamos fracasos individuales,
sino que todo era compartido.
—Se había acabado —corrigió Joe—, pero ha vuelto a ser así, a partir de este
momento.
—Si tú te quedas en el Planeta del Labrador, yo también me quedaré —decidió Mali.
—¿Por qué?  
—Me gusta la mente colectiva, y el grupo se quedará. Como dicen en tu planeta, aquí
hay acción.
—Hace por lo menos cien años que no dicen eso en la Tierra —comentó Joe.
—Nuestros libros de texto son muy antiguos —dijo Mali, disculpándose.
En voz alta al resto del grupo, Joe dijo:  
—Bueno, volvamos al Hotel Olimpia, para darnos un baño caliente y cenar algo.
—Y luego irnos a dormir —agregó Mali.
Joe le puso el brazo sobre los hombros.  
—O a hacer cualquiera de las cosas —dijo— que normalmente hacen los humanoides.
 
 
16
 
Ocho días, de veintiséis horas cada uno, más tarde, Spelux solicitó al grupo que se
reuniera en las cúpulas herméticas de la plataforma iluminada y climatizada. El robot
Willis tomaba nota a medida que llegaban, y cuando estuvieron todos se lo notificó a
Spelux y lo esperaron.
Joe Fernwright fue el primero en llegar. Se acomodó en una de las sillas y encendió un
cigarrillo hecho de hierba labradoriana. Había sido una semana agradable: había estado
mucho con Mali, y trabado amistad con Nurb K’ohl Dáq, el simpático bivalvo.
—Tengo un chiste que se cuenta en Deneb cuatro —dijo el bivalvo—. Un frebo que
llamaremos A está intentando vender un bulfo por cincuenta mil podios.
—¿Qué es un frebo? —preguntó Joe.
—Una especie de... —el bivalvo onduló del esfuerzo—. Una especie de idiota.
—¿Y un podio?
—Una unidad monetaria, como una miga o un rublo. Bueno, alguien le dice al frebo:
“¿realmente crees que te darán cincuenta mil podios por tu bulfo?”
—¿Qué es un bulfo? —preguntó Joe.
El bivalvo onduló nuevamente; esta vez se puso de un rosado intenso por el esfuerzo.  
—Un animalito doméstico, totalmente sin valor. Bueno, el frebo dice: “me dieron lo que
pedía. ¿De veras obtuviste ese precio?”, le pregunta el otro. “Claro”, responde el frebo.
“Lo cambié por dos písnidos de veinticinco mil podios cada uno”.
—¿Qué es un písnido?
El bivalvo se rindió; cerró su caparazón con un golpe, refugiándose en la soledad y el
silencio.
Estamos tensos, se dijo Joe. Hasta Nurb K’ohl Dáq. Nos está pesando a todos este
asunto.
De repente se puso de pie: Mali había entrado en la sala.  
—Aquí —dijo Joe, acercando una silla.
—Gracias —murmuró Mali al sentarse. Parecía estar pálida, y sus manos temblaban
cuando encendió el cigarrillo—. Tendrías que habérmelo encendido —comentó, entre
acusadora y bromista—. Supongo que soy la última en llegar.  
Miró alrededor del salón.
—¿Te estabas vistiendo? —dijo Joe.
—Sí —asintió—. Quería estar bien para lo que vamos a hacer.
—¿Cómo se viste uno para una fusión poliencefálica?  
— Así —se levantó para mostrarle su traje verde—. Lo tenía guardado para una
ocasión especial. Esta lo es.  
Se sentó nuevamente cruzando sus piernas largas y elegantes, y aspiró su cigarrillo
con fruición. Estaba sumida en sus pensamientos y parecía no prestarle atención.
Spelux entró en la sala.
La forma que había adoptado era nueva; Joe examinó al ser atildado con forma de
bolsa y se preguntó por qué Spelux había imitado esta forma particular de vida, y de qué
sistema estelar sería oriunda.
—Mis queridos amigos —tronó Spelux. La voz no había cambiado—. En primer lugar,
quiero que sepan que estoy totalmente restablecido físicamente, aunque
psicológicamente sufro de un trauma que me trastorna la memoria. En segundo lugar, he
examinado a cada uno de ustedes, sin que ustedes lo sepan y sin causarles
inconvenientes, y tengo datos que me dicen que ustedes, también, están en excelentes
condiciones fisiológicas. Sr. Fernwright, tengo que agradecerle especialmente por haber
detenido mis intentos prematuros de levantar la catedral.
Joe asintió.
Después de una pausa, el objeto con forma de bolsa abrió la hendidura que al parecer
era su boca y prosiguió:  
—Están todos muy callados.
Poniéndose de pie, Joe encaró a Spelux.  
—¿Qué posibilidades tenemos de salir de esto con vida?
—Buenas posibilidades —respondió Spelux.
—Pero no excelentes —insistió Joe.
—Haré un trato con ustedes —dijo Spelux—. Si siento que mi fuerza se acaba, que no
podré lograrlo, volveré a la superficie y los arrojare de mí.
—¿Y entonces, qué? —preguntó Mali.
—Y entonces —prosiguió Spelux—, volveré al fondo y lo intentaré nuevamente. Y
seguiré intentándolo hasta que lo logre —tres ojos hoscos se abrieron de repente en el
centro de la bolsa— ¿Eso les satisface?
—Sí —dijo la gelatina rojiza desde su soporte de metal.
—¿Lo único que les importa, entonces, es su seguridad personal? —preguntó Spelux.
—Así es —dijo Joe. Se sintió raro al decirlo. Había roto la atmósfera de dedicación que
Spelux había logrado imponer con su presencia; en vez del esfuerzo conjunto, la vida
individual había cobrado supremacía. Pero no era culpa suya; era el consenso del grupo.
Además, lo compartía.
—No les ocurrirá nada —dijo Spelux.
—Siempre, en el supuesto —insistió Joe— de que puedas devolvernos a tierra firme a
tiempo.
Spelux le miró con sus tres ojos centrales durante un rato largo.  
—Ya lo hice una vez —dijo.
Joe examinó su reloj.  
—Empecemos.
—¿Estás tomándole el tiempo al universo —preguntó Spelux— para ver si llega tarde?
¿Estás tomándole las medidas a las estrellas?
—Estoy tomándote el tiempo a ti —dijo Joe con sinceridad—. Nos hemos consultado y
nuestra decisión es darte dos horas de tiempo.
—¿Dos horas? —los tres ojos le miraron incrédulos—. ¿Para levantar Gestarescala?
—Así es —ratificó Harper Baldwin.
Spelux reflexionó un instante.  
—¿Saben? —dijo al fin— Yo puedo forzarlos a una fusión poliencefálica en cualquier
momento, a todos ustedes. Y puedo negarme a soltarlos luego.
—No vamos a llegar a esos extremos —dijo el gastrópodo— … porque aun estando
fusionados nos podemos negar a colaborar. Y si no colaboramos, no podrá llevar a cabo
su cometido.
La bolsa se infló de rabia impotente. Era un espectáculo diabólico; la indignación de un
ser de ochenta mil toneladas contenida por una frágil bolsa. Gradualmente, Spelux se
calmó, fue deslizándose lentamente hacia una tranquilidad relativa.
—Son las cuatro y media de la tarde —especificó Joe a Spelux—. Tienes hasta las seis
y media para elevar a Gestarescala y devolvernos a tierra firme.
La bolsa extendió un seudópodo y extrajo una copia del Libro de las Calendas de su
bolsillo; lo abrió y lo estudió con cuidado. Luego, pensativamente, cerró el libro y lo guardó
de nuevo.
—¿Qué es lo que dice? —pregunto la mujer de rostro enjuto.
—Dice que no puedo lograrlo —contestó Spelux.
—Dos horas —dijo Joe—. Menos de dos horas, ahora.
—No necesitaré dos horas —dijo Spelux con gran dignidad—. Si no lo logro en una
hora, me rendiré y los depositaré aquí de nuevo —dio media vuelta y salió al muelle
recientemente reparado.
—¿Dónde quieres que nos ubiquemos? —le preguntó Joe, siguiéndolo. Salieron de la
zona abrigada y hermética al frío del atardecer.
—Al borde del agua —dijo Spelux.  
Parecía estar enojado, pero al mismo tiempo desdeñoso; las condiciones impuestas
por el grupo parecían haber aumentado su determinación.
—Buena suerte —le dijo Joe.
Los demás se arrastraron, volaron o caminaron hasta el muelle; como había pedido
Spelux, se alinearon al borde del agua. Spelux los miró por última vez, y descendió por la
escalerilla hasta el agua. Desapareció debajo de la superficie de inmediato; sólo unas
burbujas marcaron el lugar por donde había descendido. Quizá para siempre, pensó Joe.
Él... nosotros... podemos no volver a subir jamás.
De pie al lado de Joe, Mali dijo:  
—Estoy asustada.
—Falta poco ahora —dijo la mujer gorda con cabello enmarañado de muñeca.
—¿Cuál es su especialidad? —le preguntó Joe.
—Cortadora de piedra. Picapedrera.
Después de eso esperaron en silencio.
 
La fusión le alcanzó con un choque inmenso. Descubrió que todos se veían afectados
del mismo modo; la ola confusa de sus voces asustadas lo bañó... y luego la presencia
sobrecogedora de Spelux, sus pensamientos, sus deseos. Y también sus miedos,
descubrió Joe. Más allá de la rabia y el desprecio había un nudo de ansiedad que no se
había notado antes de la fusión. Ahora lo sabían... y Spelux sabía eso; sus pensamientos
cambiaron a medida que trataba hábilmente de ocultarlos de la percepción de los demás.
—Spelux está asustado —declaró la mujer gorda.
—Sí, muy asustado —chilló el hombrecillo tímido.
—Mucho más que todos nosotros —acotó el cuasiarácnido.
—Más que algunos —corrigió la libélula.
—¿Dónde estamos? —dijo el hombre de cara colorada—. Yo ya estoy desorientado —
su voz rayaba con el pánico.
—¿Mali? —dijo Joe.
—Sí.  
Parecía estar muy cerca de él; casi podía tocarla, pero no tenía extremidades
anteriores. Era como un gusano dentro de un cadáver, insertado rígidamente dentro de
los tejidos de Spelux. Ninguno podía moverse en forma independiente. Existían solamente
como entidades mentales... una sensación desagradable y extraña.
Y, sin embargo, estaban multiplicados. Por los demás y por Spelux, más que nada.
Estaba indefenso, pero al mismo tiempo formaba parte de un superorganismo cuya
capacidad estaba más allá de las especulaciones más atrevidas. Hasta para Spelux el
crecimiento era notorio; Joe prestó atención a su actividad cerebral, y se maravilló de su
agudeza y poder recién adquiridos.
Descendieron hasta el fondo del océano.
—¿Dónde estamos? —dijo Harper Baldwin nerviosamente—. No puedo ver bien. Estoy
demasiado adentro. ¿Puede ver usted, Fernwright?
A través de los ojos de Spelux, Joe pudo ver que la silueta de Gestarescala se erguía
ante él. Spelux se movía con rapidez, sin perder tiempo; era obvio que tomaba el límite de
dos horas en serio. Extendiéndose, Spelux intentó abrazar la catedral; acumuló, en una
fracción de segundo, toda la energía necesaria para envolver a la catedral en un abrazo
inquebrantable.
De repente Spelux se detuvo. Algo surgía de Gestarescala para enfrentarlo; una figura
tenue y borrosa. Los pensamientos de Spelux corretearon por encima de Joe como
ratones; Joe pudo entender por qué se había detenido; la figura le era familiar.
Un Ser de la Niebla, de las épocas de antaño. Un sobreviviente que se interponía entre
Spelux y Gestarescala.
Físicamente, concretamente, el Ser de la Niebla le cerraba el paso.
—Questobar —dijo Spelux—. Te creía muerto.
—Y como todo lo muerto de este planeta, habito aquí abajo ahora —replicó lentamente
el Ser de la Niebla—: en Mare Nostrum. Nada muere definitivamente en este mundo —
extendió un brazo, y luego señaló directamente hacia Spelux—. Si haces surgir a
Gestarescala desde el fondo del océano, reinstalándola sobre tierra firme, volverá a
renacer el culto a Amalita, e indirectamente, a Borel. ¿Estás preparado para ello?
—Sí.
—¿Y junto con eso, nuestra propia restauración? ¿Cómo éramos en épocas
anteriores?
—Sí.
—Ya no serás la especie dominante en este planeta.
—Sí, ya lo sé —dijo Spelux. Los pensamientos revolotearon dentro de él: eran
pensamientos tensos, pero sin miedo.
—¿Y todavía tienes la intención de levantar la catedral? ¿A pesar de todo esto?
—Debe ser devuelta a tierra firme —sentenció Spelux—. Ése es su lugar, y no aquí
abajo, en un mundo de putrefacción.
El Ser de la Niebla se hizo a un lado.  
—No seré yo quien te lo impida —dijo.
La alegría invadió a Spelux y se abalanzó sobre Gestarescala, y todos lo acompañaron.
Todos juntos asieron la catedral en un abrazo total...
Y al hacerlo, Spelux comenzó a transformarse. Retrocedía en el tiempo, volviendo a su
ser más glorioso, a su momento culminante. Se volvió poderoso, indómito, sabio.
Y entonces, al levantar la catedral, Spelux cambió nuevamente.
Se transformó en una enorme figura femenina.
En ese momento la transformación alcanzó a la catedral; ella también cambió. Se
transformó en una criatura, cobijada por los brazos de Spelux; un pequeño infante
adormecido que yacía envuelto en un capullo brillante. Sin ningún esfuerzo, Spelux lo
llevó hasta la superficie; todos gritaron de júbilo cuando, en un instante refulgente, la
catedral se asomó a la luz del sol del atardecer.
¿Por qué el cambio?, se preguntó Joe.
Le contestó Spelux. Porque en una época fuimos bisexuales, transmitió a Joe. Esta
parte mía ha estado suprimida a través de los siglos. Hasta que no la recobrara no podía
hacer de la catedral mi criatura. Como debe ser.
La tierra se resquebrajaba y partía; Joe sintió que el terreno cedía bajo el peso
majestuoso de la criatura. Pero Spelux no se alarmaba: lentamente se desprendió de la
catedral, como si se resistiera a separarse totalmente de ella. Yo soy parte de ella, pensó,
y ella es parte de mí.
Retumbó un trueno y empezó a llover. En silencio, pesadamente, la lluvia invadió todo;
el agua caía de la catedral en torrentes que buscaban su camino hacia Mare Nostrum.
Ahora, lentamente, la catedral iba recobrando su forma original. La criatura cedió paso a
la roca y al basalto, a los contrafuertes majestuosos y a los arcos góticos. Una vez más,
los vitrales rojizos, hechos a partir del oro, brillaron en la luz errática del sol entre las
nubes cargadas de lluvia.
Está hecho, pensó Spelux. Ahora puedo descansar. El gran pescador de la noche ha
recibido su recompensa. Las cosas están nuevamente en orden.
Entonces déjanos ir, pensó Joe. Todavía falta eso.
—Sí —corearon otros seres— ¡Suéltanos!
Spelux vaciló; Joe sintió cómo sus pensamientos en pugna iban y venían. No, pensó.
Con ustedes soy fuerte; si los suelto, me reduciré a nada.
Tienes que hacerlo, pensó Joe. Ese fue el trato.
Es verdad, pensó Spelux. Pero tendrán muchas ventajas si permanecen como partes
mías. Podremos funcionar durante mil años, y ninguno estará solo.
—Votemos —sugirió Mali Joyez.
Está bien, acordó Spelux. Deliberen entre ustedes para ver quién desea quedarse
dentro de mí y quién desea irse como entidad separada.
Yo me quedo, pensó Nurb K’ohl Dáq.
Yo también, agregó el cuasiarácnido.
La votación continuó. Joe los escuchaba: algunos pedían quedarse, otros, irse. Yo
quiero que me liberen, dijo, cuando le llegó el turno. Spelux tuvo un escalofrío de
decepción. Joe Fernwright, pensó. Tú, que eres el mejor de todos... ¿no te quedarás?
No, pensó Joe.
 
Caminaba por una playa llena de sombras, donde se asomaban formas oscuras. Un
pantano denso y continuo, en algún lugar del Planeta del Labrador. ¿Cuánto hacía que
estaba caminando? No lo sabía. Un rato antes había estado dentro de Spelux, pero ahora
caminaba dolorosamente. La arena le dañaba los pies mientras luchaba por avanzar.
¿Estaré solo?, se preguntó. Deteniéndose, oteó el atardecer, tratando de distinguir
alguna otra señal de vida en la cercanía.
El gastrópodo se arrastró hacia él.  
—Me fui contigo —dijo.
—¿Alguien más? —preguntó Joe.
—En la votación final quedamos nosotros dos. Todos los demás se quedaron. Me
parece increíble, pero así es.
—¿Mali Joyez también?  
—Sí.
Y eso era todo. Sintió el peso de los siglos sobre sus hombros; la tarea de levantar la
catedral, y ahora la pérdida de Mali Joyez, eran demasiado.
—¿Sabes dónde estamos? —preguntó al gastrópodo—. No puedo caminar mucho
más.
—Yo tampoco —respondió el gastrópodo— pero hay una luz hacia el norte; la tengo
ubicada y estamos avanzando en esa dirección. Deberíamos llegar dentro de una hora, si
los cálculos de nuestra velocidad son correctos.
—No puedo ver esa luz —protestó Joe.
—Mi vista es superior a la tuya. La verás dentro de unos veinte minutos. Es un mero
punto; muy sutil. Seguramente una colonia de zanquivos.
—Zanquivos —exclamó Joe— ¿Vamos a pasar el resto de nuestras vidas con los
zanquivos? ¿Es así cómo acabaremos después de haber abandonado a Spelux y los
demás?  
—De allí podremos ir por deslizador hasta el Hotel Olimpia —explicó el gastrópodo—,
donde están nuestras cosas. Y de allí, podemos volver a nuestros planetas. Hicimos un
buen trabajo; para eso habíamos venido. Tendríamos que estar contentos.
—Sí —repitió Joe sombríamente—. Tendríamos que estar contentos.
—Fue un gran logro —insistió el gastrópodo—. Podemos ver que las leyendas que
sostienen que Fausto debe fracasar no solamente son falsas respecto de la realidad, sino
que, además...
—¿Por qué no hablamos de eso —interrumpió Joe— cuando lleguemos al Hotel
Olimpia?  
Siguió caminando. Después de un momento de vacilación, el gastrópodo lo siguió.
—¿Están muy mal las cosas en tu planeta? —preguntó— ¿En la Tierra, como lo
llaman?
—En la Tierra —dijo Joe— como en el cielo.
—Están mal, entonces.
—Sí —dijo Joe.
—¿Por qué no te vienes conmigo a mi planeta? Podré conseguirte trabajo... eres
ceramista, ¿no es cierto?
—Así es —admitió Joe.
—Tenemos muchas cerámicas en Betelgusa dos. Tus servicios serían muy apreciados.
—Mali —murmuró Joe en voz alta.
El gastrópodo lo percibió.  
—Comprendo —dijo con delicadeza—. Pero no va a venir: se queda con Spelux; al
igual que los demás, tiene miedo de volver al fracaso.
—Creo que iré a su planeta —dijo Joe—. Por lo que me contó... —no siguió, y continuó
caminando—. De todos modos —agregó después de un rato—, va a ser mejor que la
Tierra.  
Y estaré entre humanoides, pensó. Quizá me encuentre con alguien como Mali. Al
menos existe una posibilidad.
Los dos siguieron en silencio. Hacia la lejana colonia zanquiva que se acercaba a cada
paso trastabillante y exhausto.
—¿Sabes cuál pienso que es tu problema? —comentó el gastrópodo—. Creo que
debes crear una vasija nueva, en vez de restaurar las viejas solamente.
—Pero mi padre fue un restaurador de cerámica también —protestó Joe.
—Observa el éxito de las aspiraciones de Spelux. Emula su proeza, su cometido, en el
cual combatió y destruyó el Libro de las Calendas, derrocando de ese modo el dominio
tiránico del destino mismo. Sé creativo. Lucha contra el destino. Inténtalo.
—Intentarlo —dijo Joe. Nunca se le había ocurrido. Una vasija de su propia inspiración.
Su obra. Técnicamente podía lograrlo; sabía perfectamente cómo fabricar una pieza de
cerámica.
—En el taller que te proporcionó Spelux —dijo el gastrópodo—. Allí tienes todo el
equipo y todos los materiales. Con tus conocimientos y habilidad, debería resultar una
vasija excelente.
—Está bien —dijo Joe roncamente—. Lo intentaré.
Miró en derredor el flamante taller, con su potente iluminación. Estudió la mesa de
trabajo principal, las agarraderas… los lentes de aumento autoenfocadores, las diversas
agujas y los esmaltes; todos los tintes, todos los tonos, todas las gradaciones. El sector
ingrávido. El horno. Los jarrones de arcilla húmeda. Y la rueda de alfarero, accionada con
electricidad.
La esperanza renació en su pecho. Tenía todo lo necesario: rueda, arcilla, esmaltes,
horno.
Abriendo un jarrón, extrajo una masa de arcilla húmeda; la llevó hasta la rueda y la
echó a andar. Dejó caer la arcilla en el centro exacto. Qué justo, y es la primera vez, se
dijo, contento. Con sus pulgares fuertes amasó la arcilla, mientras la estiraba hacia arriba
formando una pieza alta y virtualmente simétrica. La pieza se elevaba cada vez más, y él
hundía cada vez más los pulgares, ahuecando el centro...
Finalmente, estaba terminada.
Secó la arcilla en el horno infrarrojo y luego la adornó con un esmalte simple. ¿Un color
más? Eligió un esmalte más, y eso fue suficiente. Hora de meterla en el horno.
La colocó en el horno precalentado, trabó la puerta y se sentó en el banco a esperar.
Tenía tiempo; toda una vida, si era necesario...
Una hora después el contador del horno sonó, y el horno se apagó solo. La vasija
estaba lista.
Con un guante de amianto, extrajo temblorosamente la alta vasija azul y blanca. Su
primera vasija. La llevó hasta la mesa, bajo una luz fuerte; la apoyó en ella y la miró bien.
Evaluó sus méritos artísticos desde un punto de vista profesional. Contempló su obra,
viendo, dentro de ella, la forma de otras, que vendrían más adelante. Otras vasijas, todo
un futuro que se extendía ante él. De algún modo, era su justificación por haber dejado a
Spelux y a los demás; sobre todo, a Mali. Mali, a quien amaba.
La vasija era horrible.
 
 
FIN

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