Terry Pratchett
El Éxodo De
Los Gnomos
Libro 2
En el principio...
... Arnold Bros (fund. en 1905) creó la Tienda.
Al menos, ésa era la creencia de los
miles de gnomos que durante muchas generaciones —generaciones de gnomos, por
supuesto; los gnomos viven diez veces más deprisa que los humanos, de modo que,
para ellos, diez años son una larga vida— habían vivido bajo los suelos de
madera de Arnold Bros (fund. en 1905), unos viejos y respetables grandes
almacenes.
La Tienda se había convertido en su
mundo, un mundo con techo y paredes.
El Viento y la Lluvia eran antiguas
leyendas, igual que el Día y la Noche. Allí, en su mundo, había sistemas de
aspersores y acondicionadores de aire y sus pequeñas vidas aceleradas marchaban
al ritmo que marcaban la Hora de Apertura y la Hora de Cierre. Las estaciones
de su año eran las Rebajas de Enero, Ya es Primavera, la Semana de Vuelta al
Colé y la Campaña de Navidad. Guiados por el Abad y los clérigos de Artículos
de Escritorio, los diminutos gnomos adoraban —de una manera cortés y plácida,
como para no molestarlo— a Arnold Bros (fund. en 1905), quien, para ellos, era
el creador de todas las cosas, es decir, de la Tienda y cuanto contenía.
Algunas familias de gnomos se habían
hecho ricas y poderosas y habían adoptado los nombres de los departamentos de
la Tienda bajo los cuales vivían: los de Alimentación, los de Ferretería, los
de Mercería...
Entonces llegaron a la Tienda, en la
caja de un camión, los últimos gnomos que sobrevivían en el Exterior. Estos sí
sabían qué eran el viento y la lluvia. Por eso habían decidido no soportarlos
más. Entre ellos se contaba Masklin, cazador de ratas, y la abuela Morkie y
Grimma, aunque estas dos eran mujeres y, en realidad, no contaban. Y, por supuesto,
estaba la Cosa.
Nadie entendía muy bien qué era la Cosa.
La familia de Masklin se la había ido transmitiendo durante siglos, pero sólo
sabían de ella que «era muy importante». Por fin, al acercarla a la
electricidad en la Tienda, la Cosa había empezado a hablar. Y había contado que
era una máquina pensante de una nave que, miles de años antes, había traído a
los gnomos de una Tienda lejana (¿o había dicho Tierra lejana?). También
había dicho que podía oír hablar a la electricidad, y que una de las cosas que
ésta decía era que la Tienda iba a ser demolida en un plazo de tres semanas.
Fue Masklin quien sugirió a los gnomos
abandonar la Tienda en un camión. Pero no tardó en advertir que, cosa extraña,
encontrar el modo de conducir un vehículo gigantesco era la parte más sencilla
del plan. Lo más difícil para él fue conseguir que los demás se convencieran de
que podían hacerlo.
Masklin no era el líder, aunque le
habría gustado serlo. Un líder podía levantar el mentón y hacer cosas
valientes. En cambio, lo que tuvo que hacer Masklin fue discutir y convencer y,
a veces, mentir muy levemente. Y descubrió que, a menudo, era más fácil
conseguir que los demás hicieran algo si se los inducía a pensar que era idea
de ellos.
¡Tener ideas! Ahí estaba la clave, sin duda.
Y eran muchas las ideas que necesitaban. Tenían que aprender a trabajar juntos.
Tenían que aprender a leer. Tenían que convencerse de que las mujeres gnomas
eran..., bien, casi tan inteligentes como los varones (aunque todo el mundo
sabía que en realidad eso era ridículo y que, si las mujeres pensaban
demasiado, se les calentaba el cerebro).
A pesar de todo, sus planes funcionaron.
El camión abandonó la Tienda antes de que ésta ardiera misteriosamente y, sin
apenas causar daños en su trayecto, dejó atrás la ciudad.
Los gnomos encontraron una cantera
abierta en una ladera y se instalaron en los barracones en ruinas. Una vez
allí, supieron que todo iba a salir bien. Se acercaba, según rumores, un Nuevo
y Radiante Amanecer.
Por supuesto, la gran mayoría de los
gnomos no había visto nunca un amanecer, radiante o no; de haberlo visto,
habrían sabido que lo malo de los amaneceres nuevos y radiantes es que a menudo
van seguidos de días nubosos. Con chubascos dispersos.
Transcurrieron seis meses...
Ésta es la historia del Invierno.
De la Gran Batalla.
Ésta es la historia del despertar de
Jekub, el Dragón de la Montaña, con sus ojos como grandes ojos y su voz como
una gran voz y sus dientes como unos grandes dientes.
Pero la historia no termina ahí.
Ni empieza ahí, tampoco.
Una tempestad agitaba el cielo. Un
viento furioso barría los campos arrasando todo a su paso como un gigantesco
pisotón. Los árboles pequeños se combaban y los grandes se quebraban. Las
últimas hojas de otoño silbaban en el aire como balas perdidas.
El montón de basura junto a las zanjas
de grava estaba desierto. Las gaviotas que lo patrullaban habían encontrado
refugio en otra parte, pero el lugar aún estaba lleno de actividad.
El viento se abatió sobre la basura como
si tuviera algo especial contra los paquetes vacíos de detergente y las cajas
de zapatos sobrantes. Las latas daban tumbos por las roderas con un lastimero
tintineo mientras los desperdicios más ligeros se elevaban del montón y se
unían al caos que reinaba en el aire.
La ventolera prosiguió con toda
intensidad. Los papeles crujieron y se agitaron durante un rato hasta que el
aire se apoderó de ellos y los hizo volar.
Finalmente, un pedazo de papel que se
había resistido durante horas se soltó y se elevó en la tormenta de viento como
un gran pájaro blanco de alas oblongas.
Y allá va, dando tumbos...
Por un breve instante, queda prendido en
una valla. La mitad del papel se desgarra y, mucho más ligera, rueda por los
surcos del campo de labor al otro lado del cerco...
Y, cuando ya está cobrando velocidad y
empieza a elevarse, aparece un seto y atrapa el recorte de periódico como si
fuera una mosca.
I. Y en ese tiempo hubo Extraños
Sucesos: el Aire se movía ásperamente, el Calor del Cielo decreció y, algunas
mañanas, la superficie de los charcos apareció Dura y Fría.
II. Y los gnomos
se preguntaron unos a otros: « ¿Qué es Todo Esto?».
De El libro de los gnomos,
Canteras, 1, vv. I-II
|
1
—El Invierno —explicó Masklin con
firmeza—. Se llama Invierno.
El Abad Gurder lo miró con aire ceñudo.
—No nos habías dicho que sería así
—murmuró—. Hace mucho frío...
— ¿Frío? —intervino la abuela Morkie—.
¿A esto lo llamas hacer frío? ¡Espera a que empiece a hacerlo de veras!
—Masklin advirtió que la abuela se divertía con aquello. A la vieja gnoma
siempre le había gustado anunciar calamidades; era lo que la mantenía viva—.
Cuando empiece a hacer frío en serio... ¡entonces sabréis lo que es una buena
helada! ¡Ya veréis cuando el agua caiga del cielo en pedacitos de hielo! —La
abuela Morkie se echó hacia atrás en su asiento con aire triunfal—. ¿Qué haréis
cuando eso suceda? ¿Eh?
—No es preciso que nos hables como si
fuéramos niños —respondió Gurder con un suspiro—. Sabemos leer, ¿recuerdas? Y
conocemos muy bien la nieve.
—Es cierto —asintió Dorcas—. En la
Tienda había postales con imágenes de nieve. Cada vez que llegaba la Campaña de
Navidad. Sí, sabemos qué es la nieve. Es una cosa brillante.
—Y están los tordos —añadió Gurder.
—Bueno... En realidad, el Invierno es un
poco más que eso... —empezó a decir Masklin, pero Dorcas le indicó que callara
con un gesto de la mano.
—No creo que debamos preocuparnos
—aseguró—. Estamos a cubierto, las reservas de alimentos parecen adecuadas y
sabemos dónde conseguir más si es preciso. Si nadie tiene más cuestiones
que plantear, podríamos dar por concluida la reunión, ¿de acuerdo?
Todo iba bien. O, al menos, no iba mal
del todo.
Naturalmente, seguían abundando las
escaramuzas y rivalidades entre las diversas familias, pero los gnomos llevaban
en la sangre ese modo de comportarse. Por eso habían instituido el Consejo, que
parecía cumplir con su cometido.
A los gnomos les gustaba discutir y el
Consejo de Conductores significaba una oportunidad de debatir una cuestión sin
tener que llegar a las manos con el oponente.
De todos modos, era curioso. En la
Tienda, las grandes familias de las diversas secciones habían mandado en ellas.
Ahora, en cambio, todas las familias estaban mezcladas y, además, en la cantera
no había secciones, pero, casi por instinto, los gnomos perseguían un orden
jerárquico. En el mundo siempre había existido una clara división entre quienes
decían a los demás qué hacer y quienes cumplían las indicaciones de otros. Así,
de manera un tanto extraña, estaba surgiendo una nueva casta de líderes.
Eran los Conductores.
Pertenecer a ellos o no dependía de
dónde hubiera estado uno durante el Gran Viaje en Camión. Si uno estaba entre
los gnomos que habían hecho éste en la cabina del camión de reparto, era un
Conductor. Todos los demás eran simples Pasajeros. No se comentaba mucho al
respecto. La división no era oficial ni nada parecido; sólo sucedía que la
mayor parte de los gnomos y gnomas consideraba que cualquiera capaz de llevar
el Camión hasta allí tenía que ser el tipo de persona que sabía lo que se hacía.
Ser un Conductor no era un seguro de
diversión. Un año atrás, antes de descubrir la Tienda, Masklin se había tenido
que pasar los días cazando. Ahora, sólo salía de caza cuando le apetecía; los
gnomos más jóvenes de la Tienda se encargaban de hacerlo regularmente y, al
parecer, estaba mal visto que un Conductor se dedicara a ello. Los gnomos
extraían patatas y recogieron una gran cosecha de maíz de un campo cercano,
incluso después de que pasaran por él unas grandes máquinas. Masklin habría
preferido que los gnomos cultivaran sus alimentos, pero no parecían tener la
habilidad precisa para hacer crecer las semillas en el terreno rocoso de la
cantera.
En cualquier caso, disponían de alimento
y eso era lo principal. Masklin veía a su alrededor a miles de gnomos
desarrollando sus vidas, formando familias, estableciéndose.
Regresó dando un paseo hasta su refugio
privado, bajo uno de los barracones semiderruidos de la cantera. Al cabo de un
rato, tomó una decisión y sacó la Cosa de su agujero en la pared.
La Cosa no tenía encendida ninguna de
sus luces. No se iluminarían hasta que tuvieran cerca unos cables eléctricos;
entonces, la Cosa cobraría vida y hablaría. En la cantera había algunos cables
y Dorcas los había puesto en funcionamiento, pero Masklin aún no había acercado
la Cosa a ellos. Aquella caja negra hablaba de una manera que siempre lo
llenaba de inquietud.
Aun así, el gnomo estaba muy seguro de
que la Cosa podía escucharlo perfectamente.
—El viejo Torrit murió la semana pasada
—dijo después de un rato—. Nos sentimos un poco tristes, pero, al fin y al
cabo, ya era muy anciano y sólo se murió. Quiero decir que ningún animal se lo
comió ni lo aplastó ni nada parecido.
La reducida tribu de Masklin había
vivido, antes que en la Tienda, en un talud junto a la autopista, al lado de
unos campos llenos de seres deseosos de dar cuenta de un gnomo fresco. La idea
de morir, simplemente, porque a uno no le quedaba más vida resultaba insólita
para Masklin y los suyos.
—Así pues —continuó—, lo enterramos al
borde del patatal, muy hondo para que no lo alcance el arado. Me parece que los
gnomos de la Tienda todavía no entienden muy bien lo del entierro. Creen que va
a brotar o algo así. Supongo que se confunden con lo que uno hace con las
semillas. Por supuesto, no saben nada de cultivos. Eso es debido a haber vivido
en la Tienda, ¿sabes? Todo esto es nuevo para ellos. No dejan de protestar por
tener que comer cosas que salen del suelo; les parece que no son naturales. Y
aún están convencidos de que la lluvia procede de algún sistema de aspersores.
Para mí que conciben el mundo del Exterior como otra Tienda de mayores
dimensiones. Hum...
Contempló el dado insensible unos
instantes mientras exprimía su mente buscando algo más que decir.
—Sea como fuere, la muerte de Torrit ha
convertido a la abuela Morkie en la gnoma de más edad —añadió finalmente—. Y
eso significa que tiene derecho a un asiento en el Consejo, pese a ser mujer.
El Abad Gurder protestó al enterarse, pero todos le dijimos que muy bien, que
se lo comunicara él mismo; Gurder no lo ha hecho, de modo que la abuela ocupa
su sitio en las reuniones. Hum...
Masklin se miró las uñas. La Cosa tenía
un modo de escuchar que resultaba de lo más desconcertante.
—Todo el mundo anda preocupado con el
Invierno. Hum... Pero tenemos almacenada gran cantidad de patatas y aquí abajo
estamos bastante abrigados. De todos modos, Gurder y los suyos tienen ideas muy
curiosas. En la Tienda decían que al llegar la Campaña de Navidad aparecía ese
ser monstruoso llamado Santa Claus.
Sólo espero que no nos haya seguido hasta aquí. Hum...
Se rascó una oreja y agregó:
—En conjunto, todo va bien. Hum...
Se inclinó más cerca de la Cosa y
susurró:
— ¿Sabes qué significa eso? Si uno
piensa que todo va bien, siempre surge algún problema que no se había previsto.
Eso es lo que significa. Hum...
El cubo negro casi pareció mostrarse
comprensivo.
—Todos dicen que me preocupo demasiado,
pero yo sigo pensando que toda cautela es poca. Hum... —A Masklin no se le
ocurrió nada más que decir—. Hum... Me parece que no hay más noticias, de
momento.
Levantó la Cosa y la devolvió a su
escondite. El gnomo había estado a punto de contarle su discusión con Grimma,
pero luego había decidido que era un asunto, en fin, demasiado personal.
Todo era consecuencia de leer tantos
libros; sí, eso tenía la culpa de todo. No debería haber permitido que Grimma
aprendiera a leer y empezara a llenarse la cabeza con cosas que no necesitaba
saber. Gurder estaba en lo cierto: a las mujeres se les calentaba el cerebro.
Últimamente, el de Grimma parecía en perpetuo estado de ebullición.
Masklin se había presentado ante ella y
le había dicho que, después del Gran Viaje en Camión y ya mejor instalados en
su nuevo hogar, era momento de que Grimma y él se casaran como hacían los
gnomos de la Tienda, con el Abad murmurando palabras raras y todo el
ceremonial.
Y ella le había respondido que no estaba
segura.
Él le había contestado que el asunto no
funcionaba de aquel modo: a una la pedían en matrimonio, se celebraba la boda,
y eso era todo.
Pero ella había replicado que las cosas
ya no eran así.
Masklin se había quejado a la abuela
Morkie pensando que encontraría apoyo en ella, pues la abuela era una gran
amante de las tradiciones. «Abuela —le había dicho—, Grimma no quiere hacer lo
que le digo.»
Pero ella había contestado: « ¡Menuda
suerte! ¡Ojalá yo no hubiera hecho lo que me decían, cuando era joven!».
Entonces, el gnomo había llevado su
protesta ante Gurder y éste le había dicho que, en efecto, Grimma había actuado
mal y que las jóvenes deberían hacer lo que se les indicaba. Pero cuando
Masklin le había insistido: « ¡Muy bien! Entonces, ve a decírselo», Gurder
había añadido:
«Bueno, yo..., Grimma tiene muy mal
genio, ya sabes. Tal vez sería mejor dejar el asunto pendiente, de momento.
Después de todo, éstos son tiempos de muchos cambios y...»
Tiempos de cambios. Bien, en eso el Abad
tenía mucha razón. Y Masklin había provocado la mayoría de aquellos cambios.
Había tenido que obligar a los gnomos a pensar de manera distinta para
abandonar la Tienda. Los cambios eran necesarios. Cambiar estaba bien. Él
estaba por completo a favor de los cambios.
A lo que era absolutamente reacio era a
que las cosas no siguieran como estaban.
Su lanza estaba arrinconada en una
esquina. Qué patética parecía aquella arma, ahora. Una simple punta de pedernal
sujeta al asta con una tosca cuerda. Ahora disponían de sierras y otras cosas
traídas de la Tienda y podían emplear metales. Masklin contempló la lanza largo
rato. Después, la empuñó y salió a dar una vuelta para pensar en profundidad
sobre las cosas y el lugar que le correspondía en ellas. O, como habría dicho
otra gente, a hacerse una buena comida de coco.
La vieja cantera estaba a media altura
de la ladera. Encima de ella se alzaba una pronunciada pendiente de hierba que,
a su vez, se convertía en una maraña de zarzas y matorrales espinosos. Más allá
se extendían los sembrados.
Debajo de la cantera, una pista sin
asfaltar serpenteaba entre setos descuidados hasta la carretera principal. Tras
ésta se divisaba la Vía del Tren, nombre que recibían dos largas líneas de
metal apoyadas sobre grandes bloques de madera. Por estos raíles pasaban de vez
en cuando unos vehículos como camiones muy grandes, enganchados uno detrás de
otro.
Los gnomos todavía no habían descifrado
por completo la naturaleza de aquella Vía del Tren; pero, evidentemente, se
trataba de algo peligroso porque desde la cantera se veía una carretera que las
cruzaba y, cada vez que se acercaba una de aquellas largas caravanas por los
raíles, bajaban dos verjas en la intersección.
Los gnomos sabían para qué servían las
verjas. Las había en los campos, para evitar que las cosas salieran de ellos.
Por lo tanto, era lógico deducir que las verjas tenían la misión de impedir que
la serpiente de camiones enganchados escapara de sus raíles y corriera sin
control por las carreteras.
Detrás de la vía había más campos,
algunos cascajales —buenos para la pesca, según los gnomos aficionados a
practicarla— y luego estaba el aeropuerto.
Durante el verano, Masklin había pasado
muchas horas observando los aviones. Éstos corrían por el suelo y luego se
elevaban rápidamente, como pájaros, y se hacían más y más pequeños hasta
desaparecer.
Y esto último era lo que más le
preocupaba. Sentado en su piedra favorita, bajo la lluvia que empezaba a caer,
Masklin volvió a pensar en ello. Eran tantas las cosas que lo inquietaban
últimamente que se le amontonaban en la cabeza, pero debajo de todas ellas
estaba siempre aquel gran interrogante.
Los gnomos tendrían que llegar a donde
iban los aviones. Así lo había dicho la Cosa cuando todavía le hablaba. Masklin
había sabido por ella que los gnomos habían llegado del cielo. De más allá del
cielo, en realidad, lo cual resultaba un poco difícil de entender porque, sin
duda, lo único que podía haber más allá del cielo era más cielo. Pues bien, de
allí procedían y allí debían regresar. Era su..., algo que empezaba con D.
Desatino. Sí, aquél era su desatino. Una vez, los gnomos habían tenido mundos
propios. Y, por alguna razón, habían naufragado allí. Sin embargo —esto era lo
preocupante—, esa cosa llamada «nave», el avión que surcaba el cielo más allá
del cielo, volando entre las estrellas, seguía aún allí arriba, en alguna
parte. Los primeros gnomos la habían dejado atrás para descender en otra nave
más pequeña, pero ésta se había estrellado y los gnomos no habían podido
volver.
Y él, Masklin, era el único que sabía
todo aquello.
El viejo Abad, el antecesor de Gurder,
también estaba en el secreto. Grimma, Dorcas y Gurder lo conocían
parcialmente, pero eran gnomos prácticos de mente activa y en aquellos
días había mucho que organizar.
Lo que sucedía era que todos se estaban
instalando. Masklin se daba cuenta de que iban camino de convertir aquel lugar
en su mundo, igual que había sucedido con la Tienda. Allí pensaban que el techo
era el cielo, y aquí creen que el cielo es el techo.
Se quedarían allí y...
Por la pista de la cantera subía un
camión. Era una presencia tan inesperada que Masklin advirtió que llevaba un
buen rato mirándolo antes de reconocer lo que veían sus ojos.
— ¡No había nadie de guardia! ¿Por qué
no había nadie de guardia? ¡Quedamos en que siempre habría alguien vigilando!
Media docena de gnomos se escurrieron
entre los matorrales agostados hacia la verja de la cantera.
—Le tocaba el turno a Sacco —murmuró
Angalo.
— ¡No es verdad! —siseó el nombrado—.
Recuerda que ayer me pediste que cambiáramos la guardia porque...
— ¡No importa a quién tocara! —lo cortó
Masklin a gritos—. ¡No había nadie de guardia! ¡Y debería haberlo habido! ¿De acuerdo?
—Lo siento, Masklin.
—Sí, yo también lo siento, Masklin.
El grupo ascendió un ligero terraplén y
echó cuerpo a tierra tras un montoncillo de hierba seca.
Comparado con los camiones que conocían,
el intruso era pequeño. Un humano se había apeado ya y estaba haciendo algo
junto a la verja que conducía a la cantera.
—Es un Land Rover —apuntó Angalo con
aire presumido. Antes del Gran Viaje en Camión, el joven gnomo había pasado
mucho tiempo en la Tienda leyendo todo cuanto encontraba sobre automóviles. Le
encantaban—. En realidad, no es un camión; es más un vehículo para transportar
humanos por...
—El humano está pegando algo en la verja
—dijo Masklin.
—En nuestra verja —lo corrigió
Sacco con aire de desaprobación.
—Es un poco extraño —murmuró Angalo. El
humano volvió al vehículo con el paso lento y pesado, casi sonámbulo, propio de
su especie. Finalmente, el Land Rover dio la vuelta y se alejó con un rugido.
—Venir hasta aquí arriba sólo para pegar
un papel en la verja —volvió a murmurar Angalo mientras los gnomos se
incorporaban—. ¡Así son los humanos!
Masklin frunció el entrecejo. Los
humanos eran grandes y estúpidos, sin duda, pero tenían algo de imparables y
parecían estar dominados por los papeles. En la Tienda, había sido un fragmento
de papel el que había dicho que iba a ser demolida y, efectivamente, así había
sucedido. Tratándose de papeles, uno no podía confiar en los humanos.
Señaló la oxidada tela metálica, fácil
de escalar para un gnomo ágil.
—Sacco —dijo—, será mejor que subas a
buscar ese papel.
A kilómetros de distancia, otro pedazo
de papel se agitaba, prendido en el seto. Unas gotas de lluvia tamborilearon
sobre sus palabras descoloridas por el sol y empaparon el papel hasta dejarlo
saturado de agua y...
... Y la hoja de periódico se desgarró.
Liberado, el papel cayó aleteando sobre la hierba. Un soplo de brisa le arrancó
un susurro.
III. Pero apareció un Anuncio, y todos
dijeron: « ¿Qué significará todo esto?».
IV. Y no fue
nada bueno.
De El libro de los gnomos,
Anuncios, Cap. 1, vv. III-IV
|
2
Gurder se arrastró a cuatro patas por el
papel que habían arrancado de la verja.
— ¡Pues claro que sé leer lo que dice!
—afirmó—. Conozco el significado de cada una de las palabras.
— ¿Y pues? —inquirió Masklin. Gurder,
turbado y apurado, añadió entonces:
—Lo que me resulta difícil es captar el
sentido de las frases enteras. Aquí, por ejemplo... ¿dónde está...? Sí, aquí.
Dice que la cantera va a ser reabierta. ¿Qué significa eso, si hasta el más
tonto sabe que ya está abierta? Desde aquí se alcanza a ver a kilómetros de
distancia.
Los demás gnomos se arremolinaron a su
alrededor. En efecto, la vista se extendía varios kilómetros. Y eso era lo
terrible. Tres de los cuatro lados de la cantera estaban cerrados por altos
muros de roca, como era debido, pero el cuarto... Bien, uno adquiría la
costumbre de no mirar en aquella dirección. El espacio abierto era demasiado
enorme y le hacía a uno sentirse todavía más pequeño y vulnerable de lo que ya
era.
Aunque no quedara muy claro el sentido
de lo que decía el papel, su aspecto resultaba ciertamente siniestro.
—La cantera es un hueco en la montaña
—intervino Dorcas—. No se puede abrir un hueco si antes no se ha llenado.
Resulta lógico.
—Una cantera es un lugar de donde se
extrae piedra —dijo Grimma—. Los humanos lo hacen. Abren un hueco y emplean la
piedra para hacer... bueno, carreteras y otras cosas.
—Supongo que todo eso lo has leído, ¿no?
—apuntó Gurder con voz agria, sospechando una falta de respeto a la autoridad
en la gnoma. También resultaba increíblemente molesto que, pese a todas las
evidentes deficiencias de su sexo, Grimma lo superara en capacidad de lectura.
—Claro —respondió ella, alzando la cabeza...
—Fíjate bien, Grimma —dijo Masklin en
tono paciente—, aquí ya no queda más piedra. Por eso ha quedado el hueco en la
montaña.
—Buena observación —asintió Gurder con
voz severa.
— ¡Entonces, el humano hará más grande
el hueco! —replicó Grimma—. Mirad esos muros
—todos miraron, obedientes—, ¡están hechos de piedra! Mirad aquí... —todas las
cabezas se volvieron hacia el pie de la gnoma, que pisaba el papel con unos
nerviosos golpecitos—, ¡dice que es para una prolongación de la autopista! ¡Una
autopista es una especie de carretera! ¡Y el humano se propone agrandar la
cantera! ¡Nuestra cantera! ¡Eso es lo que dice que va a hacer el humano!
Hubo un largo silencio. Por fin, Dorcas
preguntó:
— ¿Quién será ese humano?
— ¡Orden! Ha puesto su nombre en el
papel —informó Grimma.
—Tiene razón —corroboró Masklin—. Mirad.
Aquí dice: «Próxima reapertura, por Orden».
Los gnomos se agitaron, arrastrando los
pies. Orden. El nombre no resultaba muy prometedor. Alguien que se llamara
Orden sería, probablemente, capaz de cualquier cosa.
Gurder se incorporó y se sacudió el
polvo de la ropa.
—En el fondo, eso no es más que un
pedazo de papel —murmuró, taciturno.
—Pero el humano vino hasta aquí
—protestó Masklin—. Hasta ahora, nadie se había acercado.
—No estoy seguro de eso —dijo Dorcas—.
Están todos los edificios de la cantera. Los viejos talleres, los barracones y
demás... Me refiero a que son para humanos. Es algo que siempre me ha
preocupado. Los humanos tienden a volver donde han estado antes. Les encanta
hacerlo.
Se produjo otro espeso silencio, de esos
que se crean en una multitud cuando cruza por sus cabezas un pensamiento
siniestro.
— ¿Quieres decir —murmuró lentamente un
gnomo— que hemos hecho todo este camino, hemos trabajado con tanto esfuerzo
para hacer habitable este lugar, y ahora nos lo va a arrebatar ese
humano?
—No creo que debamos preocuparnos
demasiado, de momento... —empezó a decir Gurder.
—Aquí, todos tenemos familia —intervino
otro gnomo. Masklin reconoció a Angalo, el cual se había casado en primavera
con una muchacha de la familia de Alimentación y ya era padre de un par de
hermosos bebés, que contaban dos meses de edad y ya hablaban.
—Y estamos a punto de iniciar otro
intento de plantar semillas —apuntó otra voz—. Todos sabemos el tiempo y
esfuerzo que hemos invertido en despejar el terreno detrás de los grandes
barracones.
Gurder alzó la mano en gesto implorante.
—Aún no estamos seguros de nada —dijo—.
No debemos inquietarnos hasta que hayamos descubierto qué sucede.
— ¿Y entonces ya podremos inquietarnos?
—se alzó la voz agria de otro gnomo.
Masklin reconoció a Nisodemo, un joven
de Artículos de Escritorio y ayudante del propio Gurder. A Masklin nunca le
había caído bien y, al parecer, Nisodemo tampoco sentía simpatía por nadie.
—Yo..., hum, nunca he estado cómodo con
la sensación que producía este lugar. Sabía que iba a haber problemas...
—se quejó Nisodemo.
—Vamos, vamos, muchacho —dijo Gurder—.
No hay razón para hablar así. Celebraremos otra reunión del Consejo —añadió—.
Sí, eso será lo que haremos.
El arrugado papel de periódico yacía
junto a la autopista. De vez en cuando, un soplo de viento lo impulsaba al azar
a lo largo de la cuneta mientras, a pocos centímetros, el tráfico discurría con
gran estruendo.
Una ráfaga más fuerte que las anteriores
impulsó el papel en el preciso instante en que un camión de grandes dimensiones
pasaba, atronador, levantando tras él un violento remolino. El papel se elevó
sobre la carretera, se desplegó como una vela y planeó en el aire.
El Consejo de la Cantera celebraba
sesión en el espacio bajo el suelo de la vieja oficina. Otros gnomos
abarrotaban el lugar y el resto de la tribu se arremolinaba en el exterior.
—Veréis —decía Angalo—. Colina arriba,
al otro lado del patatal, hay un viejo granero enorme. No nos iría mal llevar
allí algunas provisiones. Por si acaso, ya sabéis. Así, si sucediera algo,
tendríamos un lugar adonde ir.
—Los edificios de la cantera no tienen
espacios bajo los suelos, salvo en el comedor y aquí, en la oficina —apuntó
Dorcas en tono lúgubre—. No es como en la Tienda, pues no hay muchos lugares
donde esconderse. Necesitamos los barracones. Si los humanos vienen aquí,
tendremos que marcharnos a otra parte.
—Entonces, el granero parece buena idea,
¿no? —insistió Angalo.
—Hay un humano que sube allí de vez en
cuando con un tractor —dijo Masklin.
—Podríamos evitar el encuentro con él.
De todos modos, puede que los humanos se marchen otra vez —añadió Angalo,
observando la multitud de rostros que lo contemplaba—. Quizá se limiten a coger
sus piedras e irse. Entonces podríamos regresar. Tendríamos que enviar a
alguien a espiarlos cada día.
—Me parece que has estado pensando en
ese granero desde hace mucho tiempo —comentó Dorcas.
—Masklin y yo hablamos del asunto un día
que estuvimos de caza ahí arriba, ¿no es cierto, Masklin?
— ¿Eh? —respondió éste, con la mirada
perdida en el vacío.
— ¿Recuerdas? Estábamos allí arriba y te
comenté que sería un lugar útil si alguna vez lo necesitábamos, y tú dijiste
que sí.
—Hum... —contestó Masklin.
—Sí, pero ahora se acerca, eso
que llamáis Invierno —apuntó uno de los gnomos—. Ya sabéis: el frío y eso
brillante que lo cubre todo.
—Y los tordos —añadió otra voz.
—Sí —dijo el primer gnomo con voz
dubitativa—. Los tordos, también. No es buen momento para trasladarnos, con los
tordos revoloteando encima de nuestras cabezas.
— ¡Bah!, no os preocupéis de esos
pájaros —intervino la abuela Morkie, que había echado una breve cabezada—. Mi
padre solía decir que un tordo hace un buen plato, si uno puede cazarlo
—añadió, con una radiante mirada de orgullo.
Su comentario tuvo el mismo efecto que
un muro de ladrillos en el curso de los pensamientos de la multitud.
Finalmente, Gurder insistió:
—Sigo diciendo que no deberíamos
alarmarnos demasiado, de momento. Debemos esperar y confiar en Arnold Bros
(fund. en 1905).
Se produjo un nuevo silencio. Luego, con
toda la calma, Angalo declaró:
— ¡Para lo que nos va a servir!
Y cayó de nuevo el silencio. Pero esta
vez era espeso, pesado, y fue haciéndose cada vez más agobiante, más
amenazador, como una nube de tormenta creciendo sobre una montaña, acumulando
energía, hasta que se produjera el primer relámpago liberador.
Por fin, llegó la esperada descarga.
— ¿Qué has dicho? —preguntó Gurder
pausadamente.
—Lo que todo el mundo piensa,
simplemente —contestó Angalo. Muchos de los gnomos habían bajado la vista y se
miraban los pies.
— ¿A qué te refieres?
—Dinos, Abad, ¿dónde está Arnold Bros
(fund. en 1905)? —inquirió Angalo—. ¿Cómo nos ayudó a salir de la Tienda? ¿De
qué manera concreta, me refiero? No hizo nada, ¿verdad? —A Angalo le tembló un
poco la voz, como si se sintiera aterrado de oírse a sí mismo diciendo
aquello—. Lo hicimos todo nosotros. Aprendimos la manera y lo hicimos todo
nosotros. Aprendimos a leer libros, vuestros libros, y descubrimos cosas
y las hicimos con nuestras propias fuerzas...
Gurder se incorporó de un salto, pálido
de furia. Nisodemo, a su lado, se llevó la mano a la boca como si la conmoción
lo hubiera dejado sin habla.
— ¡Arnold Bros (fund. en 1905) está
donde están los gnomos! —gritó Gurder.
Angalo pareció titubear, pero su padre
había sido uno de los gnomos más duros de la Tienda y el hijo no cedió tan
fácilmente.
— ¡Eso es invención tuya! —replicó—. ¡No
digo que en la Tienda no hubiera... en fin, algo, pero eso era en la
Tienda y ahora estamos aquí y los únicos que estamos somos nosotros! ¡El
problema es que vosotros, los de Artículos de Escritorio, teníais tanto poder
en la Tienda que no soportáis la idea de cederlo a otros!
Esta vez fue Masklin quien se puso en
pie.
—Esperad un momento los dos... —empezó a
decir.
— ¿De modo que se trata de eso, no?
—rugió Gurder, sin hacerle caso—. ¡Es típico de vosotros, los de Mercería!
¡Siempre habéis sido demasiado orgullosos! ¡Os pasáis de arrogantes! Sólo por
conducir un camión durante un rato, ya creéis saberlo todo, ¿no es eso? Quizás
estamos recibiendo nuestro merecido, ¿eh?
—... éste no es momento ni lugar para
esto... —continuó Masklin.
— ¡No nos salgas con amenazas estúpidas!
¿Por qué no lo aceptas?, ¡viejo idiota! ¡Arnold Bros no existe! ¿Por qué no
utilizas ese cerebro que Arnold Bros te ha dado?
— ¡Si no os calláis los dos ahora mismo,
voy a machacaros la cabeza!
La amenaza pareció dar resultado.
—Muy bien —continuó Masklin en un tono
de voz más normal—. Me parece que lo mejor será que todo el mundo se vaya y
continúe con..., con lo que cada cual estuviera haciendo. Porque ésta no es
manera de tomar decisiones complicadas. A todos nos irá bien pensar un poco las
cosas.
Los gnomos abandonaron la asamblea,
aliviados de que hubiera terminado. Masklin oyó a Gurder y Angalo, que seguían
su disputa en el exterior.
—Vosotros dos, esperad —los llamó.
—Mira, Masklin... —dijo Gurder.
—No. Mirad vosotros. ¡Los dos! —replicó
Masklin—. Fijaos; puede que se avecine un gran problema y vosotros os dedicáis
a discutir. ¡Tendríais que ser más razonables! ¿No veis que estáis sembrando la
inquietud?
—Bueno, es importante... —murmuró
Angalo.
—Lo que debemos hacer ahora —continuó Masklin con voz enérgica—, es echar otro
vistazo a ese granero. No puedo decir que la idea me haga feliz, pero nos
convendría tener un refugio de reserva. Y, en cualquier caso, eso mantendrá
ocupados a los gnomos y hará que no se preocupen tanto. ¿Qué os parece?
—Supongo que está bien —accedió Gurder a
regañadientes—. Pero...
—Basta de peros —lo interrumpió
Masklin—. Estáis actuando como idiotas. La gente se fija en vosotros y os toma
como ejemplo, ¿no lo veis?
Los dos oponentes se miraron con rabia,
pero ambos asintieron.
—Muy bien, pues —continuó Masklin—.
Ahora, saldremos los tres y la gente verá que habéis hecho las paces; así
dejarán de impacientarse y podremos empezar a hacer planes.
—Pero Arnold Bros (fund. en 1905) es
importante —insistió Gurder.
—Supongo que sí —aceptó Masklin mientras
salían a la luz diurna de la cantera. El viento amainaba de nuevo, dejando el
cielo de un intenso y frío azul.
—No caben suposiciones en eso —declaró
Gurder.
—Escucha bien —replicó Masklin—, yo no
sé si Arnold Bros existe, si estaba en la Tienda, si sólo vive en nuestras
cabezas o lo que sea. De lo único que estoy seguro es que no va a caernos del
cielo.
Cuando dijo esto último, los tres
alzaron la cabeza. Un leve escalofrío recorrió a los dos gnomos de la Tienda.
Aún les exigía cierto valor levantar la vista hacia el cielo infinito cuando
estaban acostumbrados a encontrar allí los familiares y acogedores tablones del
suelo, pero era el gesto tradicional. Cuando uno mencionaba a Arnold Bros,
volvía los ojos hacia lo alto, pues en la Tienda, Administración y Contabilidad
se hallaban en Última Planta.
—Es curioso que digas eso. Ahí arriba
veo algo —dijo Angalo.
Un objeto blanquecino y de vaga forma
rectangular era arrastrado suavemente por el viento y se hacía mayor por
momentos.
—Sólo es un pedazo de papel —anunció
Gurder—. El viento debe de haberlo levantado de algún basurero.
Decididamente, el papel era ahora mucho
mayor y daba suaves vueltas en el aire al tiempo que descendía hacia la
cantera.
—Me parece —murmuró Masklin lentamente,
mientras la sombra del papel corría hacia él por el suelo— que será mejor
apartarse un poco...
El papel cayó sobre él.
Por supuesto, no era más que un papel.
Pero los gnomos son pequeños y la hoja había caído desde cierta altura, de modo
que la fuerza del impacto fue suficiente para derribarlo.
Pero lo que más lo sorprendió fueron las
palabras que vio impresas mientras caía hacia atrás. Y esas palabras eran: «Arnold
Bros».
I. Y buscaron un Anuncio de Arnold
Bros (fund. en 1905), y les llegó el Anuncio:
II. Y algunos
dijeron: «Bueno, está bien, pero en realidad no es más que una Co
incidencia».
III. Pero otros
replicaron: «Incluso una Co incidencia puede ser un Anuncio».
De El libro de los gnomos,
Anuncios, Cap. 2, vv. I-III
|
3
Masklin siempre había mantenido una
actitud abierta respecto al tema de la existencia de Arnold Bros (fund. en
1905). Si uno lo pensaba un poco, la Tienda había sido bastante impresionante,
con las escaleras mecánicas y todo lo demás; si no la había creado Arnold Bros
(fund. en 1905), ¿quién lo había hecho? Al fin y al cabo, la única posibilidad
alternativa era pensar en los humanos. Lo cierto era que Masklin no consideraba
a los humanos tan estúpidos como parecía creerlo el resto de los gnomos. Aunque
fueran grandes y lentos, aquellos seres parecían imparables en su torpeza. Sin
duda, se les podía enseñar a hacer algunos trabajos sencillos.
Por otra parte, el mundo tenía kilómetros
de extensión y estaba lleno de cosas complicadas. Esperar que Arnold Bros
(fund. en 1905) lo hubiera creado todo parecía que era pedir demasiado.
Así pues, Masklin había resuelto no
tomar ninguna decisión respecto a Arnold Bros (fund. en 1905), con la esperanza
de que, si éste existía realmente y lo conocía, no le prestara mucha atención.
«Cuando uno tiene una mentalidad abierta
—se dijo Masklin—, el problema es, naturalmente, que la gente insiste en tratar
de meterle cosas en ella.»
El descolorido periódico caído del cielo
había sido extendido con cuidado sobre el suelo de uno de los viejos
barracones.
El papel estaba cubierto de palabras, la
mayoría de las cuales era comprensible incluso para Masklin, pero hasta Grimma
hubo de reconocerse incapaz de interpretar qué significaban cuando se leían de
corrido. ESCUELA CRÍTICA ENCUESTA ESCÁNDALO, por ejemplo, resultaba un tanto
misterioso. Igual que FURIA SOBRE OBJETOR FISCAL. Igual que JUEGUE AL
SUPERBINGO ESPECTACULAR DE LA GACETA DE BLACKBURY. Pero habría que esperar para
descifrar estos misterios.
Lo que todos los ojos estaban mirando
era una pequeña zona de palabras, del tamaño de un gnomo, bajo la palabra
GENTE.
—Eso significa «gente» —apuntó Grimma.
— ¿De veras? —dijo Masklin.
—Y las palabras que hay debajo dicen:
«El millonario Richard Arnold, famoso playboy trotaglobos, llegará en su
jet a la soleada Florida la próxima semana para presenciar el
lanzamiento del Arnsat 1, el primer sat... —Grimma vaciló—, satélite de
comu..., comunicaciones construido por el grupo ínter... nacional Arnco. Este
salto al futuro se produce sólo unos meses después de que un incendio des...,
destruyera...»
Un escalofrío recorrió a los gnomos, que
habían leído en silencio el anuncio mientras ella lo hacía en voz alta.
—«... Arnold Bros, los grandes almacenes
de Blackbury, decanos de la cadena de esta... blecimientos Arnold y base de su
multi... millonario grupo de empresas. Los almacenes Arnold Bros fueron
abiertos en 1905 por Alderman Frank W. Arnold y su hermano, Arthur. Su nieto Richard,
de treinta y nueve, que pronto...»
La voz de Grimma se convirtió en un
susurro.
—«Su nieto Richard, de treinta y nueve»
—repitió Gurder con una expresión de triunfo en el rostro—. ¿Qué decís ahora,
eh?
— ¿Qué significa trotaglobos? —preguntó
Masklin.
—Bueno —respondió Grimma—, un globo es
una especie de pelota y el trote es una especie de carrera lenta. Por lo tanto,
trotaglobos significa que corre lentamente sobre una pelota. Trota globos.
—Esto es un mensaje de Arnold Bros
—proclamó Gurder con rotundidad—. Él nos lo ha enviado. Un mensaje.
— ¡Un mensaje dirigido a nosotros, hum!
—exclamó Nisodemo, situado justo detrás de Gurder. Alzando las manos, añadió—:
¡Sí! ¡Directamente de...!
—Está bien, Nisodemo —lo cortó Gurder—.
Ahora, sé buen chico y cállate.
Dirigió una mirada perpleja a Masklin y
éste comentó:
—No suena muy lógico, eso de correr
lentamente. Se caería. Si lo hiciera encima de una pelota, me refiero.
Los gnomos observaron de nuevo la Foto.
Estaba compuesta de pequeños puntos y mostraba un rostro sonriente, con dientes
y barba.
—A mí me suena razonable —declaró
Gurder, con más confianza—. Arnold Bros (fund. en 1905) ha enviado a Su Nieto,
de treinta y nueve, a..., a...
—Pero esos dos humanos que, según dice
aquí, abrieron la Tienda... —insistió Masklin—. No lo comprendo. Yo pensaba que
el creador de la Tienda era Arnold Bros (fund. en 1905).
—Sí, él la creó y, luego, esos dos la
abrieron —aventuró Gurder—. Tiene sentido. La Tienda era muy grande y seguro
que Arnold Bros (fund. en 1905) les encargó la apertura de las puertas. Supongo
que se trata de algo así —continuó con cierto titubeo—. Sí, tiene sentido.
—Está bien —intervino Dorcas—. Veamos
qué tenemos, entonces. El mensaje dice que Su Nieto, de treinta y nueve, está
en Florida, dondequiera que quede eso...
—Estará en Florida —lo corrigió Grimma.
—Florida es una especie de zumo de color
—apuntó un gnomo—. Lo sé porque un día estuve en el vertedero de basura y vi un
envase viejo donde ponía «Naranjada Florida». Yo mismo lo leí —añadió con orgullo.
—Entonces, va a estar en ese zumo
de color naranja, si lo he entendido bien —continuó Dorcas, dubitativo—. Va a
estar ahí corriendo lentamente sobre una pelota con eso que llaman jet, sea
lo que sea. Y pasándolo bien, al parecer.
Los gnomos permanecieron en silencio
mientras meditaban sobre la interpretación que acababan de oír.
—Las palabras sagradas suelen ser
difíciles de entender —dijo Gurder en tono grave.
—Pues ésta debe de ser muy sagrada
—protestó Dorcas.
—A mi modo de ver, no es más que una coincidencia
—añadió Angalo con altivez—. Todo esto no es más que una historia acerca de un
ser humano, como las de algunos de los libros que he leído.
— ¿Y cuántos humanos serían capaces de
sostenerse sobre una pelota, y mucho menos correr lentamente sobre ella?
—replicó Gurder.
—Está bien —aceptó Angalo—, pero ¿qué
vamos a hacer, entonces?
Gurder abrió y cerró la boca varias
veces. Por último, titubeante, murmuró:
— ¡Es evidente!
—Dínoslo, pues —insistió Angalo,
impaciente.
—Bueno, es..., hum..., evidente. Tenemos
que ir a..., al lugar donde está el zumo de naranja...
— ¿Y?
—Y..., esto..., encontrar a Su Nieto. No
creo que sea difícil, porque tenemos su Foto.
— ¿Y? —siguió insistiendo Angalo. Gurder
le lanzó una mirada arrogante.
— ¿Recuerdas el mandamiento que Arnold
Bros (fund. en 1905) colocó en la Tienda? ¿No decía «Si No Encuentra Lo Que
Busca, Pregunte, Por Favor»?
Los gnomos asintieron. Muchos de ellos
habían visto el rótulo. Y los restantes mandamientos: «Fin de Existencias» y,
junto a las Escaleras Automáticas, «Lleven sujetos los Perros y las Sillas de
Ruedas». Aquéllas eran palabras de Arnold Bros (fund. en 1905). Y no debían
discutirse. Sin embargo, por otra parte... En fin, todo eso había sido en la
Tienda, y ahora no estaban allí.
— ¿Y? —repitió, pues, Angalo. Gurder
empezó a sudar.
—Bueno, esto... Entonces, le pediremos
que nos dejen en paz en la cantera.
Un embarazoso silencio siguió a sus
palabras. Luego, Angalo comentó:
—Tu plan parece muy descabellado.
— ¿Qué significa jet? —preguntó
Grimma.
—Es un tipo de avión —informó Angalo, el
experto en medios de transporte.
—Entonces, «viajar en jet» significa
volar como un avión. O en avión —dijo la gnoma.
Todos se volvieron hacia Masklin, cuya
fascinación por el aeropuerto era conocida por todos.
Pero el gnomo había desaparecido.
Masklin extrajo la Cosa de su escondite
en la pared y volvió al exterior corriendo pesadamente. No era preciso conectar
la Cosa a cable alguno. Bastaba con acercarla a ellos.
En la vieja oficina del encargado había
electricidad. Corrió por el vacío callejón entre los edificios en ruinas y se
coló por una rendija de la puerta medio caída.
A continuación, dejó el negro cubo en el
centro de la estancia y esperó. A la Cosa siempre le costaba un poco despertar,
pero pronto sus luces parpadearon al azar y empezó a emitir unos extraños
pitidos. Masklin supuso que era el equivalente en la máquina al despertar
matutino de un gnomo.
Finalmente, la cosa preguntó:
¿Quién está ahí?
—Soy yo, Masklin —respondió éste—.
Escucha, necesito saber qué significan las palabras «satélite de
comunicaciones». Yo te he oído mencionar la palabra «satélite» en alguna
ocasión. Dijiste que la luna era uno, ¿verdad?
Sí. Pero los satélites de comunicaciones
son lunas artificiales. Se utilizan para las comunicaciones. Comunicar
significa transmitir información. En este caso, mediante radio y televisión.
— ¿Qué es televisión? —preguntó Masklin.
Un medio de enviar imágenes por el aire.
— ¿Se emplea a menudo?
Continuamente.
Masklin tomó nota mental de buscar
imágenes en el aire.
—Entiendo —mintió—. Y esos satélites...
¿dónde están, exactamente?
En el cielo.
—Pues creo que no he visto nunca ninguno
—respondió Masklin, dubitativo. Una idea estaba tomando forma en su cerebro,
pero aún no se sentía seguro. Fragmentos y detalles de cosas que había oído y
leído empezaban a encajar. Lo importante era darles tiempo para hacerlo, sin
ahuyentarlos.
Están en órbita, a muchos kilómetros del
suelo. Sobre este planeta, hay muchísimos, dijo la Cosa.
— ¿Cómo lo sabes?
Los detecto.
— ¡Ah! —Masklin contempló las luces
parpadeantes—. Eso de que son artificiales, ¿significa que no son reales?
—preguntó.
Son máquinas. Por lo general, se
construyen en tierra y luego son lanzados al espacio.
La idea ya casi estaba perfilada. Y
subía como una burbuja...
—También dijiste que nuestra nave estaba
en el espacio, ¿no? Afirmativo.
Masklin advirtió que la idea estallaba
silenciosamente, como un diente de león bajo una ráfaga de viento.
—Si averiguáramos dónde van a lanzar al
espacio una de esas máquinas —dijo rápidamente, antes de que las palabras se le
escaparan de la mente— y pudiéramos colgarnos de sus lados o colarnos en su
interior, o encontráramos la manera de conducirlo como hicimos con el Camión, y
si te lleváramos con nosotros, podríamos apearnos luego, cuando estuviéramos
ahí arriba, e ir a buscar esa nave nuestra de que me hablaste. ¿No te parece un
buen plan?
Las luces de la parte superior de la
Cosa se agitaron de forma extraña, formando dibujos que Masklin no había visto
nunca. Esta actividad continuó un buen rato hasta que la Cosa volvió a hablar.
Cuando lo hizo, su voz sonó casi triste.
¿Sabes lo grande que es el espacio?, preguntó.
—No —respondió Masklin—. Es muy grande,
¿verdad?
Sí. De todos modos, si me transportarais
más allá de la atmósfera, eso me daría la posibilidad de detectar la nave
espacial y hacerla acudir. Pero, ¿conoces el significado de las palabras
«suministro de oxígeno»?
—No.
¿Y «traje espacial»?
—Tampoco. En el espacio hace mucho
frío.
— ¿Y no..., no podríamos hacer algo así
como dar saltitos para mantener el calor? —propuso Masklin, desesperado.
Me parece que ignoras lo que contiene el
espacio.
—Dímelo tú, entonces.
Nada. No contiene nada. Y lo contiene
todo. Pero en él hay muy poco de todo y mucha más nada de lo que puedas
imaginar.
—Aun así, merece la pena intentarlo,
¿no?
La empresa que propones es terriblemente
imprudente.
—Sí, pero verás —replicó Masklin con
firmeza—: si no lo intentamos, vamos a seguir siempre así, huyendo de un sitio
hasta encontrar otro nuevo para, justo cuando empecemos a habituarnos a él,
tener que escapar otra vez. Tarde o temprano deberemos encontrar algún sitio
que podamos considerar realmente nuestro. Dorcas tiene razón: los humanos
llegan a todas partes. Y, al fin y al cabo, fuiste tú quien me dijo que el
hogar de los gnomos estaba... en algún lugar ahí arriba.
No es el momento oportuno. Aún no estáis
preparados.
Masklin apretó los puños y exclamó: —
¡Nunca estaremos preparados! ¡Yo nunca lo estaré! Yo he nacido en un hoyo,
Cosa. ¡Un hoyo en el suelo, hecho de barro! ¿Cómo esperas que esté preparado
para nada? ¡En esto consiste estar vivo, Cosa! ¡En no estar preparado para
nada! Porque uno sólo tiene una oportunidad. ¡Sólo tiene una oportunidad, y
luego muere y no se le permite nunca probar otra vez cuando uno ya le ha cogido
el truco al asunto! ¿Lo entiendes, Cosa? De modo que vamos a intentarlo ahora.
¡Te ordeno que nos ayudes! ¡Tú eres una máquina y debes hacer lo que
se te ordena! Las luces formaron una espiral. Aprendes deprisa, dijo la Cosa.
III. Y con una voz atronadora, el Gran
Masklin dijo a la Cosa: «Ya es Hora de que volvamos a nuestro Hogar en el
Cielo;
IV. »O
seguiremos Huyendo de un Lugar a Otro Eternamente.
V. »Pero Nadie debe saber lo que me
Propongo, o dirán: "Es ridículo; ¿por qué ir al Cielo cuando Tenemos
Problemas Aquí Abajo?".
VI. »Pues Así es
la Gente».
De El libro de los gnomos,
Canteras, Cap. 2, vv. III-VI
|
4
Gurder y Angalo estaban
discutiendo acaloradamente cuando Masklin regresó, pero el gnomo no intentó
mediar en el enfrentamiento. Se limitó a dejar la Cosa en el suelo y a sentarse
junto a ella, observando la disputa que tenía lugar entre los dos gnomos.
Era curioso cómo la gente necesitaba
pelearse. Masklin había advertido que el secreto consistía en no escuchar nunca
lo que decía el otro. Y Gurder y Angalo practicaban este arte a la perfección.
El problema estaba en que ninguno de los dos se sentía completamente seguro de
tener la razón y lo más curioso era que, cuanto menos convencido estaba uno de
tenerla, más trataba de imponer su opinión al otro a base de gritos, como si el
primero a quien tratara de convencer fuera a uno mismo.
Gurder no estaba seguro, totalmente seguro,
de que Arnold Bros (fund. en 1905) existiera de verdad. Y Angalo no estaba del
todo convencido de que no existiera.
Finalmente, Angalo advirtió la presencia
de Masklin.
— ¡Díselo tú, Masklin! ¡Quiere ir a
buscar a Su Nieto, de treinta y nueve!
— ¿De veras? ¿Y dónde piensas que
debemos buscar? —preguntó Masklin a Gurder.
—En el aeropuerto —dijo el Abad—. Ya lo
sabes. Con el jet. O en el jet. Será así como lo hagamos.
— ¡Pero si ya conocemos el aeropuerto!
—protestó Angalo—. ¡He estado varias veces en la propia verja y he visto cómo
los humanos entran y salen continuamente! Su Nieto, de treinta y nueve, tiene
el mismo aspecto que muchos de ellos. Es posible que ya se haya marchado.
¡Quizás esté ya en ese zumo! ¡No se puede creer a pies juntillas en unas
palabras llovidas del cielo! —Volviéndose de nuevo hacia Masklin, añadió—:
Masklin es un gnomo muy juicioso. Que él te lo diga. Masklin. Díselo, y tú,
Gurder, préstale atención. Masklin piensa en las cosas. Y en un momento como
éste...
—Vayamos al aeropuerto —dijo Masklin.
— ¡Ahí tienes! —exclamó Angalo—. Ya te
lo decía, Gurder. Masklin no es un gnomo que... ¿Qué?
—Vayamos al aeropuerto a investigar.
Angalo abrió y cerró la boca en silencio. —Pero..., pero... —balbució. —Merece
la pena intentarlo —dijo Masklin. — ¡Pero si no es más que una coincidencia!
—protestó Angalo.
Masklin se encogió de hombros.
—Entonces, volveremos. Y no sugiero que
vayamos todos. Sólo unos cuantos.
—Pero... Supón que sucede algo mientras
estamos fuera.
—En tal caso, sucederá de todos modos.
Además, somos miles de gnomos; si es preciso que llevemos a la gente al viejo
granero, no será difícil hacerlo. Esto no es como el Gran Viaje en Camión.
Angalo titubeó.
—Entonces, me apunto a la expedición
—dijo por último—. Sólo para demostraros lo..., lo supersticiosos que sois.
—Bien —asintió Masklin.
—Siempre que Gurder venga también, por
supuesto —añadió Angalo.
— ¿Qué? —exclamó el aludido.
—Bueno, tú eres el Abad —comentó Angalo
sarcásticamente—. Si vamos a hablar con Su Nieto, de treinta y nueve, será
mejor que seas tú quien lo haga. Supongo que él no querrá escuchar a nadie más.
— ¡Aja! —exclamó Gurder—. Crees que no
querré ir, ¿no es cierto? Merecería la pena que lo hiciera, sólo por ver qué
cara ponías...
—Entonces, de acuerdo —dijo Masklin con
calma—. Y, ahora, creo que será mejor establecer una vigilancia estrecha de la
carretera que sube hasta aquí. Y mandar algunos grupos al viejo granero. Ya
sabéis, por si acaso...
Grimma lo esperaba fuera y no parecía
muy contenta.
—Te conozco —dijo la gnoma—. Conozco esa
expresión que pones cuando consigues que la gente haga lo que no quería. ¿Qué
estás tramando?
Los dos caminaban bajo la sombra de una
plancha oxidada de hierro ondulado. Masklin echaba, de vez en cuando, breves
vistazos hacia arriba. Aquella mañana, el gnomo había despertado convencido de
que el cielo era sólo una cosa azul con nubes. Ahora, en cambio, era un espacio
lleno de palabras, de imágenes invisibles y de máquinas que lo cruzaban a toda
velocidad. ¿Cómo era que, cuantas más cosas descubría uno, menos sabía en
realidad? Finalmente, contestó a su compañera.
—No puedo decírtelo. Ni yo mismo estoy
seguro.
—Tiene que ver con la Cosa, ¿verdad?
—Sí. Escucha, Grimma, si me ausento...,
si estoy fuera un poco más de lo previsto...
Ella se llevó las manos a las caderas.
—No soy tonta, ¿sabes? —replicó—. ¡Zumo
de color naranja! ¡Bah! He leído casi todos los libros que trajimos de la
Tienda. ¡Florida es un..., un sitia! Igual que la cantera.
Probablemente, aún mayor. Y está muy lejos. Es preciso cruzar una gran
extensión de agua para llegar.
—Yo también creo que debe de estar aun más
lejos que la Tienda —asintió Masklin con calma—. Lo sé porque un día, cuando
fuimos a observar el aeropuerto, vi agua al otro lado, junto a la carretera. Y
el agua parecía extenderse sin fin.
—Lo que yo decía —murmuró Grimma,
complacida de sí misma—. Es posible que sea un océano.
—Junto al agua había un rótulo —siguió
explicando Masklin—. No recuerdo todo lo que decía, pues no soy tan buen lector
como tú, pero una de las palabras era «embalse», o algo parecido.
— ¡Pues ahí lo tienes!
—Pero estoy seguro de que merece la pena
intentarlo —protestó Masklin, ceñudo—. Sólo estaremos a salvo cuando volvamos
al lugar de donde procedemos. Si no lo alcanzamos, siempre tendremos que estar
huyendo de un sitio a otro.
—De todos modos, no me gusta lo que
propones —declaró Grimma.
— ¡Pero si tú misma decías que no te
gustaba huir! —protestó Masklin—. No tenemos alternativa, ¿no crees? Déjame
intentar algo. Si no resulta, volveremos.
—Pero supón que algo sale mal. Supón que
no regresas. Yo... —Grimma titubeó.
— ¿Sí? —dijo Masklin en tono
esperanzado.
—Me costará un trabajo terrible
explicarles las cosas a los demás —añadió ella con voz más firme—. Es una idea
estúpida. No quiero tener nada que ver con ello.
— ¡Oh! —Masklin pareció decepcionado
pero desafiante—. En fin, voy a intentarlo de todos modos. Lo siento.
V. Y él dijo: « ¿Qué son esas ranas de
las que hablas?».
VI. Y ella
contestó: «No lo entenderías».
VII. «Tienes razón», asintió él.
De El libro de los gnomos,
Las extrañas ranas, Cap. 1, vv. V-VII
|
5
Fue una noche llena de actividad...
El viaje hasta el viejo granero les
llevaría varias horas. Primero, salieron varios grupos para señalizar el camino
y hacer los preparativos generales para la marcha, además de vigilar la
presencia de algún zorro. No era que éstos se dejaran ver a menudo,
últimamente; un zorro tal vez se complaciera en atacar a un gnomo solitario,
pero treinta cazadores aguerridos y bien armados eran un plato muy distinto y
sería muy estúpido el que mostrara el menor interés por el grupo. Los pocos
zorros que vivían en las cercanías de la cantera tendían a escabullirse
apresuradamente en dirección contraria cada vez que veían a un gnomo, pues
habían aprendido que el encuentro con éstos significaba problemas.
Algunos de los zorros habían recibido una
dura lección. Poco después de que los gnomos se instalaran en la cantera, uno
de aquellos animales tropezó, sorprendido y complacido, con un par de
despreocupados recolectores de bayas, a los que devoró. Pero mayor aun fue su
sorpresa esa noche, cuando un par de cientos de gnomos de aspecto feroz llegó a
su guarida siguiendo sus huellas, prendió una hoguera en la entrada y lo
alanceó hasta darle muerte cuando salió despavorido de la madriguera, con los
ojos llorosos.
Masklin ya había avisado que había muchos
animales a los que les gustaría zamparse un gnomo para cenar. Todos debían
tener muy claro que era una cuestión de supervivencia; «o nosotros, o ellos»,
había dicho. Y era mejor que todos supieran enseguida quién mandaba allí.
Ningún zorro debía volver a catar un bocado de gnomo. Nunca más.
Los gatos demostraron ser mucho más
listos. Ninguno de ellos se acercaba a la cantera.
—Por supuesto, cabe la posibilidad de
que no merezca la pena preocuparse tanto —dijo Angalo con voz nerviosa cuando
rompía el alba—. Puede que no tengamos que trasladarnos.
—Además, precisamente ahora que
empezábamos a asentarnos —añadió Dorcas—. De todos modos supongo que, si
mantenemos la adecuada vigilancia, podríamos poner a todo el mundo en marcha en
cinco minutos. Y, por la mañana, empezaremos a trasladar al granero algunas
reservas de alimentos. No hay ningún mal en ello. Allí estarán, si alguna vez
las necesitamos.
A veces, los gnomos habían salido de
expedición hasta el límite del propio aeropuerto. En el trayecto quedaba un
vertedero de basuras, que era su principal fuente de retales de tela y pedazos
de alambre, y los charcos entre las piedras más allá del basurero constituían
un buen paraje para los gnomos que tuvieran la paciencia necesaria para pescar.
Se trataba de una excursión de un día, bastante agradable, que discurría en su
mayor parte por caminos de tejones. Era preciso cruzar una carretera (o, más
bien, pasarla por debajo; por alguna razón, debajo de la calzada se habían
colocado meticulosamente unos conductos justo en el punto en que el camino la
atravesaba. Se suponía que esos conductos eran obra de los tejones; desde
luego, éstos los utilizaban con gran frecuencia.)
Masklin encontró a Grimma en su
rincón—escuela, debajo de uno de los viejos barracones, supervisando una clase
de escritura. La gnoma le lanzó una mirada colérica, indicó a los niños que
siguieran con lo que estaban haciendo («Nicco de Mercería, ¿quieres hacer el
favor de contar al resto de la clase eso que te hace tanta gracia? ¿No?
Entonces, será mejor que continúes con lo que estabas haciendo») y salió al
pasadizo entre los edificios en ruinas.
—Sólo he venido a decirte que nos vamos
—murmuró Masklin, jugando con su sombrero entre los dedos—. Hay un grupo de
gnomos que se dirige al basurero, así que iremos acompañados hasta allí.
— ¿Y la electricidad? —murmuró Grimma
vagamente.
— ¿Qué?
—En el viejo granero no hay
electricidad.
¿Recuerdas qué significa eso? Las noches
sin luna, no podíamos hacer otra cosa que quedarnos en la madriguera. No quiero
volver a eso. —Bueno, puede que eso nos hiciera mejores gnomos —musitó
Masklin—. No disponíamos de tantas cosas como poseemos hoy, pero teníamos...
— ¡... frío, miedo, hambre e ignorancia!
—terminó la frase Grimma, interrumpiéndolo—. Lo sabes muy bien. Prueba a
hablarle a la abuela Morkie de los Viejos Tiempos y verás lo que te dice.
—Entonces nos teníamos el uno al otro
—insistió Masklin. Grimma se miró las uñas.
—Teníamos la misma edad y vivíamos en la
misma madriguera —contestó, ensimismada. Alzó la vista y añadió—: ¡Pero ahora
todo es distinto! Por..., por ejemplo, están las ranas.
Masklin la miró, desconcertado; y, por
una vez, Grimma pareció indecisa.
—He leído cosas sobre ellas en un libro
—explicó—. Hay un sitio que se llama América del Sur, ¿sabes? Allí hay montañas
donde hace calor y llueve sin cesar, y en las junglas hay unos árboles
altísimos en cuyas ramas más altas se abren unas enormes flores llamadas
bromelias. El agua entra en esas flores y forma pequeños charcos en su cáliz, y
hay un tipo de rana que pone los huevos en esos charcos y los renacuajos nacen
y crecen hasta convertirse en nuevas ranas que pasan toda su vida en las
flores, entre las copas de los árboles, sin saber siquiera que existe el suelo;
el mundo está lleno de cosas así y ahora lo sé y me doy cuenta de que nunca
podré verlas. —Tomó aire con un jadeo y añadió—: ¡Y ahora, tú me sales con que
quieres llevarme a un agujero a vivir contigo y a limpiarte los calcetines!
Masklin repasó mentalmente la parrafada
de Grimma por si le encontraba algún sentido.
— ¡Pero si yo no llevo calcetines!
—protestó.
Al parecer, no era aquélla la respuesta
que Grimma esperaba. La gnoma le hundió un dedo en el estómago y dijo:
—Masklin, eres un buen gnomo, y bastante
brillante a tu modo, pero no encontrarás muchas respuestas en el cielo. ¡Es
preciso que tengas los pies en el suelo, y no la cabeza en el aire!
Grimma volvió sobre sus pasos y cerró la
puerta tras ella. Masklin notó las orejas como brasas ardientes.
— ¡Puedo tener ambas cosas! —exclamó en
dirección a la gnoma—. ¡Al mismo tiempo! —Lo pensó un poco más y agregó—: ¡Y
todo el mundo puede!
Se alejó por el pasadizo entre los
barracones con paso enérgico. ¡Bastante brillante a su modo! Gurder tenía
razón: la educación para todos no era una buena idea. Jamás entendería a las
mujeres, se dijo. Aunque viviera diez años.
Gurder había cedido el liderazgo de
Artículos de Escritorio a Nisodemo. A Masklin no le agradaba demasiado aquella
decisión. No era que Nisodemo fuera tonto. Muy al contrario: era muy listo,
pero Masklin desconfiaba de su mente retorcida y efusiva. Nisodemo siempre
parecía hervir de excitación por algo y, cuando hablaba, las palabras siempre
salían precipitadamente de su boca, salpicadas de «hums» que le permitían tomar
aire sin dar oportunidad que nadie lo interrumpiera. El joven gnomo tenía
inquieto a Masklin y éste se lo comentó a Gurder.
—Tal vez le sobre un poco de entusiasmo
—reconoció el Abad—, pero tiene el corazón donde debe.
— ¿Y qué me dices de la cabeza?
—Escucha —replicó Gurder—, nos conocemos
bastante bien, ¿verdad? Yo diría que nos entendemos, ¿no?
—Sí. ¿A qué viene esto?
—Entonces, yo te dejaré tomar las
decisiones que afecten al cuerpo de los gnomos —dijo el Abad en un tono de voz
al que faltaba muy poco para resultar amenazador—, y tú déjame a mí las que
afecten a sus almas. ¿Te parece razonable?
Y así emprendieron la marcha.
Los adioses, los consejos de última
hora, la organización y las cien pequeñas disputas que surgieron, pues se
trataba de gnomos, carecen de importancia.
Emprendieron la marcha.
La vida en la cantera empezó a recobrar
una cierta normalidad. No volvió a aparecer ningún camión ante la verja. Dorcas
envió a un par de sus maquinistas ayudantes más ágiles a la valla de alambre
con instrucciones de que llenaran de barro la cerradura del oxidado candado,
por si acaso. También ordenó a una brigada de gnomos que enrollaran un alambre
en torno a las barras centrales de la verja.
—De todos modos, no creo que eso los
detenga mucho tiempo, si están decididos a entrar —comentó, sin embargo.
El Consejo, o lo que quedaba de él a
aquellas alturas, asintió con aire experto, aunque, para ser francos, ninguno
de ellos entendía gran cosa de artilugios mecánicos ni le interesaba el tema.
El camión volvió aquella misma tarde. Los
dos gnomos que montaban guardia junto al camino volvieron corriendo a la
cantera para dar la noticia. El conductor había manoseado el candado un buen
rato, había tirado del alambre y, al fin, se había marchado.
—Y dijo algo —informó Sacco.
—Sí, dijo algo. Sacco lo oyó —corroboró
su compañera, Nuty, de Ropa Infantil, una jovencita regordeta que llevaba
pantalones y era buena maquinista, y que se había presentado voluntaria para
montar guardia en lugar de quedarse en casa aprendiendo a cocinar. Las cosas estaban
cambiando mucho en la cantera.
—Le he oído decir algo —repitió Sacco,
servicial, por si no había quedado claro aquel extremo.
—Es cierto —confirmó Nuty—. Los dos lo
oímos, ¿verdad, Sacco?
— ¿Y qué fue lo que dijo? —preguntó
Dorcas, animándolos a seguir. «Realmente —se dijo el viejo inventor—, no me
merezco todo esto. Y menos a estas alturas de mi vida. Tendría que estar en el
taller, tratando de inventar una radio.»
—Dijo... —Sacco aspiró profundamente,
abrió los ojos como platos e intentó imitar la voz humana, parecida al sonido
de una sirena de niebla—: ¡Mmmaaaaaaallldddiiitttoooooosss cccrrrííííííooosss!
Dorcas miró a los demás.
— ¿Alguien tiene alguna idea? Casi
parece tener algún sentido, ¿verdad? Os aseguro que, si pudiéramos
entenderlos...
—Ése debía de ser uno de los estúpidos
—apuntó Nuty—. ¡Intentaba entrar!
—Entonces, volverá —aseguró Dorcas en
tono lúgubre, y sacudió la cabeza—. Muy bien. Vosotros dos, bien hecho; ahora,
volved a la vigilancia. Gracias.
Vio alejarse a los dos jóvenes, cogidos
de la mano, y cruzó la cantera en dirección a la vieja oficina del encargado.
«He visto seis Campañas de Navidad —se
dijo—. Seis... años, o como se llamen. Y casi otro más, creo, aunque aquí fuera
es difícil estar seguro. Nadie pone rótulos para anunciar lo que sucede y la
calefacción sigue apagada. Siete años. La edad en que cualquier gnomo debería
tomarse las cosas con calma. Y en cambio, aquí estoy, en el Exterior, donde el
mundo carece de las debidas paredes y el agua se vuelve fría y dura como el cristal
algunas mañanas, y los sistemas de ventilación y calefacción están
increíblemente descontrolados.»
Recobrando un poco el ánimo, Dorcas
reflexionó que, como científico, encontraba tremendamente interesantes todos
aquellos fenómenos. Pero le habría gustado mucho más encontrarlos tremendamente
interesantes desde otro sitio más confortable y recogido, a cubierto.
A cubierto... ¡Ah, así era como se debía
vivir! La mayoría de los gnomos viejos padecían de miedo al Exterior, pero a
nadie le gustaba hablar del asunto. En la cantera, con sus grandes paredes de
roca, no se estaba tan mal. Si no levantaba mucho la vista y evitaba mirar
hacia el cuarto lado, con su terrible panorámica sobre el paisaje interminable,
uno casi podía creer que volvía a estar en la Tienda. Aún así, la mayoría de
los gnomos de cierta edad prefería quedarse en los barracones o en la acogedora
penumbra bajo los tablones del suelo. Así se evitaban aquella horrible
sensación de estar al descubierto, el espantoso efecto de que el cielo
lo observaba a uno.
Los niños, en cambio, parecían muy a
gusto en el Exterior. En realidad no estaban habituados a otra cosa. Como
mucho, tenían un vago recuerdo de la Tienda, pero ésta no representaba gran
cosa para ellos. Pertenecían al Exterior. Estaban acostumbrados a él. Y los
adultos y jóvenes que salían a cazar y recolectar..., en fin, a los gnomos
varones siempre les gustaba demostrar su valentía, ¿verdad? Sobre todo, delante
de otros gnomos. Y de las jóvenes gnomas.
«Por supuesto, como científico y como gnomo
razonable que soy —se dijo Dorcas—, sé que en realidad no estábamos destinados
a vivir perpetuamente bajo los tablones del suelo. Pero, a mi edad, me siento
ya un poco decrépito y he de reconocer que me resultaría reconfortante poder
leer alguno de los viejos rótulos. "Increíbles Rebajas" por ejemplo,
o cualquier pequeño anuncio de "Mañana, Primer Día de la Venta
Liquidación". No haría ningún mal y estoy seguro de que me sentiría mejor.
Lo cual es totalmente absurdo, por supuesto, desde el punto de vista lógico.»
«Es lo mismo que eso de Arnold Bros
(fund. en 1905) —continuó pensando Dorcas, abatido—. Estoy seguro de que no
existe como me enseñaron cuando era pequeño. Pero cuando veía cosas como
"Si No Encuentra Lo Que Busca, Pídalo, Por Favor" en las paredes, uno
sentía que, de algún modo, todo estaba como era debido».
«Estos pensamientos no son propios de un
gnomo razonable y lógico», se dijo al fin.
Junto a la puerta de la oficina del
encargado, la madera tenía una rendija. Dorcas se escurrió por ella hasta la
acogedora penumbra del subterráneo y avanzó trastabillando hasta encontrar el
interruptor.
El viejo inventor se sentía bastante
orgulloso de aquella idea. En la parte exterior de la oficina, en la pared,
había un gran timbre rojo, probablemente para que los humanos pudieran oír el
teléfono cuando había mucho ruido en la cantera. Dorcas había modificado los
cables de modo que podía hacerlo sonar a voluntad.
Pulsó el interruptor.
Al instante, los gnomos acudieron
corriendo desde todos los rincones de la cantera. Dorcas aguardó a que
terminara de llenarse el espacio bajo los tablones de la oficina y luego
arrastró una caja de cerillas vacía para utilizarla de estrado.
—El humano ha vuelto —anunció—. No ha
entrado, pero seguirá intentando hacerlo.
— ¿Qué me dices de tu alambre?
—intervino uno de los gnomos presentes.
—Me temo que existen unas herramientas
llamadas cizallas de alambrada.
—En cuanto a esa teoría tuya de que...,
hum..., de que los humanos son inteligentes, ¡un humano realmente inteligente
sabría que no debe entrar donde..., hum..., donde no se lo aprecia! —murmuró
Nisodemo con acritud.
A Dorcas le gustaba ver a los jóvenes
gnomos llenos de energía, pero Nisodemo vibraba con una vehemencia
especialmente ansiosa que resultaba desagradable de ver. Por eso le dirigió la
mirada más severa que pudo poner.
—Los humanos de ahí fuera podrían ser
distintos a los de la Tienda —replicó—. De todos modos...
— ¡Debe de haberlo enviado Orden! —dijo
Nisodemo—. ¡Y viene a castigarnos!
—Nada de eso. No es más que un humano
—insistió Dorcas. Nisodemo le lanzó una mirada colérica mientras el viejo
inventor añadía—: Bien, creo que deberíamos enviar ya a algunas gnomas y a los
pequeños al gr...
Se escuchó un ruido de pisadas corriendo
en el exterior, e instantes después, los centinelas de la verja asomaron a
través de la rendija.
— ¡Ha vuelto! ¡Ha vuelto! —jadeó Sacco—.
¡El humano ha vuelto!
—Está bien, está bien —respondió
Dorcas—. No os preocupéis, no puede...
— ¡No! ¡No! —aulló Sacco, dando
brincos—. ¡Trae una herramienta con dos filos cortantes! ¡Ha cortado el alambre
y la cadena que cierra la verja y ha...!
Los gnomos no escucharon el resto del
relato.
No fue necesario.
El ruido de un motor que se acercaba lo
dijo todo.
Se hizo tan potente que todo el barracón
tembló. Entonces, de pronto, el ruido cesó dejando tras él un silencio tan
desagradable que aun resultó peor. Se oyó el chasquido de una puerta metálica
al cerrarse y, a continuación, el crujido y el rechinar de la puerta del
barracón.
Después, unas pisadas. Los tablones
sobre las cabezas de los gnomos se pandearon y derramaron unas nubéculas de
polvo mientras las pisadas, grandes y pesadas, recorrían la oficina.
Los gnomos permanecieron en completo
silencio. Lo único que movieron fue los ojos, pero esto lo hicieron en perfecta
sincronía con las pisadas, marcando la posición de cada una, desplazándose a un
lado y a otro mientras el humano cruzaba la estancia encima de ellos. Un bebé
empezó a gimotear.
Oyeron unos timbres y, a continuación,
el sonido apagado de la voz del humano haciendo sus habituales ruidos
incomprensibles.
El humano estuvo hablando un rato.
Luego, sus pisadas abandonaron el barracón. Los gnomos las oyeron crujir en el
exterior, seguidas de otros ruidos. Unos sonidos desagradables, estentóreos,
metálicos.
—Mamá —dijo un pequeño gnomo—. Quiero ir
al baño, mamá...
— ¡Chist!
— ¡Lo digo en serio, mamá!
— ¿Quieres callarte?
Todos los gnomos siguieron inmóviles y
mudos mientras continuaban los ruidos a su alrededor. Bueno, casi todos. Un
chiquillo saltaba nervioso de un pie a otro, con la cara cada vez más
encendida.
Al fin, los ruidos cesaron. Sonó el
chasquido de la portezuela del camión al cerrarse, el gruñido del motor al
ponerse en marcha, y los gnomos oyeron el rumor del vehículo que se alejaba.
En voz muy baja, Dorcas susurró:
—Creo que ya podemos respirar.
Cientos de gnomos exhalaron un suspiro
de alivio.
— ¡Mamá!
—Sí, hijo. Ya está. Puedes ir.
Y tras el suspiro de alivio, el
estallido de los comentarios. Y una voz alzándose sobre las demás:
— ¡En la Tienda nunca sucedió algo
parecido! —exclamó Nisodemo, encaramado a la mitad de un ladrillo—. Yo os
pregunto, gnomos, ¿es esto lo que nos..., hum..., nos indujeron a esperar?
Hubo un coro de murmullos, de
"noes" y "síes", mientras Nisodemo añadía:
—Hace un año, estábamos a salvo en la
Tienda. ¿Recordáis cómo era la Campaña de Navidad? ¿Recordáis cómo era la
Sección de Alimentación? ¿Alguien recuerda..., hum..., los asados y los pavos
rellenos?
Se oyó un par de turbados vítores y
Nisodemo mostró una expresión de triunfo.
—Y aquí estamos ahora, en esa misma
época del año..., bueno, dicen que es la misma época del año —se
corrigió con ironía—, ¡y lo único que esperamos comer son unas cosas llenas de
bultos que crecen en la tierra! ¡Hum! Y la carne no es carne de verdad,
sino sólo animales muertos y partidos en pedazos. ¡Animales muertos de verdad y
hechos pedazos de verdad! ¿Es esto lo que queréis que conozcan vuestros...
hum..., vuestros hijos? ¿Queréis que obtengan la comida cavando? ¡Y ahora nos
vienen con que tal vez tengamos que irnos a un granero que no tiene ni siquiera
tablones en el suelo bajo los cuales poder vivir como indicó Arnold Bros (fund.
en 1905)! ¿Qué vendrá después?, nos preguntamos. ¿Vivir al raso en alguna otra
parte? ¡Hum! ¿Queréis saber qué es lo peor de todo esto? Os lo diré. —Señaló
con el dedo a Dorcas y continuó—: ¡Esos que parecen darnos órdenes a todos son
los mismos que... hum..., que nos metieron en este embrollo desde el principio!
— ¡Vamos, Nisodemo, deja ya de...!
—inició una protesta Dorcas.
— ¡Todos sabéis que tengo razón!
—exclamó Nisodemo—. ¡Pensadlo bien, gnomos! ¿Por qué, en el bendito nombre de
Arnold Bros (fund. en 1905), tuvimos que dejar la Tienda?
Se oyeron algunos vagos vítores más y
estallaron varias discusiones entre los presentes.
—No seas estúpido —dijo Dorcas—. ¡La
Tienda iba a ser demolida!
— ¡Eso no lo sabemos! —replicó a gritos
Nisodemo.
— ¡Claro que sí! —rugió Dorcas—.
¡Masklin y Gurder vieron...!
— ¿Masklin y Gurder? ¿Y dónde están
ahora, eh?
—Han ido a..., bueno, han ido a...
—intentó responder el viejo inventor. Dorcas sabía que no era muy bueno para
aquello. ¿Por qué había tenido que tocarle a él? Él prefería revolver con
cables, tuercas y demás. Las tuercas no le gritaban a uno.
— ¡Sí, se han ido! —Nisodemo bajó la voz
hasta convertirla en una especie de torvo siseo—. ¡Pensad en ello, gnomos!
¡Utilizad vuestro..., hum..., cerebro! En la Tienda, sabíamos dónde estábamos,
las cosas funcionaban y todo era exactamente como Arnold Bros (fund. en 1905) estableció. Y,
de pronto, nos encontramos aquí fuera. ¿Recordáis cómo despreciábamos a los del
Exterior? ¡Pues bien, ahora los del Exterior somos nosotros! ¡Hum! ¡Y vuelve a
reinar el pánico, y así seguirán para siempre las cosas..., hasta que nos
enmendemos y Arnold Bros (fund. en 1905) tenga a bien permitirnos regresar a la
Tienda como gnomos mejores y más sabios!
—Aclaremos eso —intervino un gnomo—.
¿Estás diciendo que el Abad nos ha mentido?
—No estoy diciendo tal cosa —respondió
Nisodemo con expresión de desdén—. Sólo pretendo exponeros los hechos. Hum. Eso
es lo único que hago.
—Pero..., pero..., pero el Abad ha ido a
buscar ayuda —apuntó una gnoma, preocupada—. Y, al fin y al cabo, estoy segura
de que la Tienda fue demolida. Quiero decir que..., que de lo contrario no
habríamos tenido que sufrir todos estos problemas, ¿verdad? No... —La gnoma
parecía desconcertada.
—De una cosa estoy seguro —dijo el gnomo
que estaba a su lado—. Podéis decir lo que queráis, pero no me gusta ese viejo
granero del que habla todo el mundo. Allí ni siquiera hay electricidad.
—Sí, y está en medio de... —empezó a
decir otro de los presentes, y enseguida bajó la voz—. En fin..., de las cosas.
Ya sabéis a qué me refiero.
—Eso es —asintió un gnomo ya anciano—. De
las cosas. Yo las he visto. Hace un par de meses, mi hijo me
llevó a recoger moras ladera arriba de la cantera, y entonces las vi.
—A mí no me importa verlas desde cierta
distancia —declaró la preocupada gnoma—. Es la idea de estar en medio de ellas
lo que me causa escalofríos.
A los reunidos ni siquiera les gustaba
pronunciar las palabras «campo abierto», se dijo Dorcas. El viejo inventor
sabía muy bien cómo se sentía.
—Aquí, en la cantera, se está bastante
cómodo, lo reconozco —dijo el primer gnomo—. Pero todo eso que existe en el
Exterior... ¿cómo se llama? Empieza con N...
— ¿Naturaleza? —apuntó Dorcas
débilmente. Nisodemo sonreía desquiciadamente, con los ojillos brillantes.
—Exacto —dijo el gnomo—. Pues bien, esa
Naturaleza no tiene nada de natural. Y es demasiado extensa. Esto no se parece
en nada a un mundo como es debido. Basta con echarle un vistazo. El suelo es
áspero y desigual, cuando debería ser liso. Apenas hay paredes. Y todas esas
luces como estrellas que salen por las noches..., en fin, no ayudan a mejorar las
cosas, ¿verdad? Y, ahora, esos humanos se meten donde quieren y no existe un
Reglamento pertinente, como lo había en la Tienda.
— ¡Por eso Arnold Bros Fundó la Tienda
en mil novecientos cinco! —exclamó Nisodemo—. ¡Para proporcionar a los gnomos
un lugar conveniente donde vivir!
Con un leve tirón de orejas a Sacco,
Dorcas atrajo al joven centinela hacia sí.
— ¿Sabes dónde está Grimma?
— ¿No está aquí?
—Estoy seguro de que no —dijo Dorcas—.
Si estuviera, seguro que ya habría hecho algún comentario mordaz. Debe de
haberse quedado con los niños en el rincón de la escuela al sonar la alarma.
Mejor así.
Nisodemo tenía algún plan en la cabeza,
se dijo el viejo inventor. No sabía de qué se trataba, pero aquello olía mal.
Y la situación empeoró a medida que
avanzó el día, sobre todo desde que empezó a caer la lluvia. Una lluvia
desagradable, helada. Aguanieve, según la abuela Morkie. Tenía un tacto
pastoso, no del todo agua pero tampoco del todo hielo. Una lluvia con huesos.
De algún modo, aquella aguanieve parecía
abrirse paso allí donde la lluvia normal no había conseguido llegar. Dorcas
organizó a los gnomos jóvenes para que abrieran varias zanjas de drenaje y
encendió alguna de aquellas grandes bombillas eléctricas para calentar el
lugar. Los gnomos más viejos se sentaron en cuclillas alrededor de ellas, entre
gruñidos y estornudos.
La abuela Morkie hizo cuanto pudo por
animar a los demás. Dorcas llegó a desear profundamente que la vieja gnoma se
callara.
—Esto no es nada —decía la abuela—.
Recuerdo la Gran Inundación. ¡Nuestra guarida se hundió y pasamos días helados
y empapados! —Soltó una risotada entrecortada y se meció adelante y atrás—.
¡Éramos como ratas mojadas! Sin nada seco que ponernos y sin poder encender
fuego en una semana, ¿sabéis? ¡Ésa sí que fue buena!
Los gnomos de la Tienda la miraron con
escalofríos.
—Y eso de tener que cruzar por campo
abierto no debe preocuparos —continuó la gnoma en tono distendido—. Nueve de
cada diez veces no aparece ningún animal que la devore a una.
— ¡Oh, querida! —dijo otra gnoma con voz
desmayada.
—Sí, yo he estado en campo abierto
cientos de veces. Es coser y cantar si una se arrima al seto y mantiene los
ojos bien abiertos. Casi nunca es preciso correr mucho —añadió la abuela.
A nadie le mejoró el ánimo cuando corrió
la noticia de que el Land Rover había aparcado justo en el terreno donde habían
decidido plantar las semillas. Los gnomos habían dedicado mucho tiempo, durante
el verano, a picar el duro suelo hasta convertirlo en algo parecido a un campo
de labor. Incluso habían plantado semillas, que no habían brotado. Ahora, en el
terreno había dos grandes rodadas y, en la verja, un candado nuevo y su
correspondiente cadena.
El aguanieve ya estaba llenando las
rodadas. Un poco de aceite vertido por el vehículo formaba una película irisada
en la superficie.
Y, durante todo el día, Nisodemo no dejó
de recordarle a la gente cuánto mejor habían estado en la Tienda. En realidad,
no era necesario mucho para convencerlos. Al fin y al cabo, la vida en la
Tienda había sido mejor, en efecto. Mucho mejor.
Era cierto, se dijo Dorcas, que podían
procurarse calor y comida en abundancia, aunque había un límite a la diversidad
de modos de cocinar conejo y patatas. El problema era otro: Masklin había
pensado que, una vez en el Exterior, todos los gnomos se pondrían a cavar, a
construir, a cazar y a afrontar el futuro con gesto decidido y una radiante
sonrisa. Muchos de los gnomos jóvenes lo estaban haciendo bastante bien, había
que reconocerlo, pero los de más edad estaban demasiado aferrados a las viejas
costumbres. A Dorcas no le importaba, pues le gustaba chapucear en cualquier
cosa y podría ser de utilidad, pero los demás... En fin, su única auténtica
ocupación era refunfuñar, y se habían convertido en verdaderos expertos en
ello.
¿Qué juego debía llevarse entre manos
Nisodemo? En opinión del viejo inventor, el joven gnomo era demasiado
vehemente.
Ojalá Masklin estuviera de vuelta, se
dijo.
Incluso el joven Abad, Gurder, no estaba
mal.
Ya llevaban tres días fuera.
Ante aquel estado de cosas, Dorcas
comprendió que se sentiría mejor si iba a buscar a Jekub.
I. Pues en la Montaña, había, un
Dragón, de los tiempos en que fue hecho el Mundo.
II. Pero el
Dragón estaba viejo, roto y agonizante.
III. Y en él
estaba la Marca del Dragón.
IV. Y la Marca
era Jekub.
De El libro de los gnomos,
Jekub, Cap. 1, vv. I-IV
|
6
Jekub.
Jekub era suyo. Era su pequeño secreto.
Su gran secreto, en realidad. Nadie más que él, Dorcas, sabía de la
existencia de Jekub; ni siquiera sus ayudantes.
Un día de verano había estado
revolviendo en los grandes cobertizos medio derruidos del otro lado de la
cantera. En realidad, no tenía ningún propósito definido en la cabeza, salvo
quizá la posibilidad de encontrar algún trozo de cable o algo parecido que
pudiera serle de utilidad.
Así pues, mientras andaba husmeando
entre las sombras del edificio, había levantado la vista y allí estaba
Jekub.
Con la boca abierta.
Habían transcurrido unos segundos
terribles hasta que los ojos de Dorcas se ajustaron a la distancia.
Desde aquel encuentro, el inventor había
pasado mucho tiempo con Jekub, investigando y descubriendo cosas sobre él.
Porque era él. Jekub era definitivamente macho. Un dragón terrible,
viejo y herido, que parecía haber acudido allí para el sueño final. O tal vez
se parecía a uno de aquellos grandes animales que Grimma le había enseñado una
vez en una lámina de un libro. Los... dinoserios.
Pero Jekub no protestaba nunca ni se
pasaba el tiempo preguntando a Dorcas cómo era que aún no había
conseguido inventar la radio. Dorcas había dedicado muchas horas de pacífica
concentración a conocer a Jekub. Daba gusto hablar con él. Era el mejor
interlocutor posible, en realidad, puesto que uno no tenía que aguantar sus
respuestas.
El viejo inventor sacudió la cabeza.
Ahora no tenía tiempo para esas cosas. Las cosas se estaban poniendo mal.
En lugar de acudir a Jekub, fue al
encuentro de Grimma. Aunque fuera una chica, siempre parecía tener la cabeza
sobre los hombros.
El rincón que servía de escuela estaba
bajo el suelo del viejo barracón presidido por el rótulo de «Comedor». Allí
tenía Grimma su mundo privado. Ella había inventado las escuelas para niños,
con el argumento de que aprender a leer y a escribir era muy difícil y
resultaba preferible enseñar tales conocimientos cuando los gnomos eran muy
jóvenes.
Allí guardaban también la biblioteca.
Durante las últimas horas de agitación
antes de escapar de la Tienda, los gnomos habían conseguido rescatar unos
treinta libros de la sección de Librería. Algunos resultaron muy útiles —Jardinería
todo el año era muy consultado, y Dorcas conocía casi de memoria el Teoría
básica para el ingeniero aficionado—, pero otros resultaron un tanto...
difíciles y no se abrían con frecuencia.
Grimma estaba ante uno de estos últimos
cuando el inventor entró en la estancia. La gnoma se mordía el pulgar como
solía hacer cuando estaba concentrada.
Dorcas no pudo por menos que admirar su
capacidad de lectura. Grimma no sólo era la mejor lectora de todos los gnomos,
sino que tenía también una capacidad asombrosa para comprender lo que leía.
—Nisodemo está causando problemas
—comentó, tomando asiento en un pupitre.
—Ya lo sé —respondió vagamente la
gnoma—. Lo he oído.
Grimma cogió el borde de la hoja con
ambas manos y la pasó con un gruñido de esfuerzo.
—No sé qué pretende conseguir —murmuró
Dorcas.
—Poder —respondió Grimma—. Me temo que
tiene aspiraciones de poder, ¿sabes?
— ¿Que tiene qué? ¿Aspiradores?
—inquirió Dorcas, dubitativo—. Pero si no trajimos ninguno de la Tienda. ¡Allí
sí que había aparatos de ésos! «Veinte por ciento de Descuento.» «Con una
Amplia Gama de Accesorios para la Limpieza de Toda la Casa» —añadió, recordando
con un suspiro los viejos rótulos familiares.
—No, no se trata de eso —dijo la gnoma—.
Es lo que sucede cuando no hay nadie al mando y se produce un «vacío de
poder». He estado leyendo algunas cosas al respecto.
—Pero si al mando estoy yo, ¿no?
—protestó Dorcas.
—No —dijo Grimma—, porque en realidad
nadie te hace caso.
— ¡Oh! ¡Muchas gracias!
—No es culpa tuya. Hay gente como
Masklin, Angalo o Gurder, que consiguen que los demás los escuchen; otros como
tú, en cambio, parece que no consiguen atraer su atención.
— ¡Oh!
—Sin embargo, tú puedes hacer que te
escuchen los tornillos y las tuercas. No todo el mundo es capaz de eso.
Dorcas reflexionó sobre esto último. Él
nunca lo habría expresado así. ¿Era un cumplido? El inventor llegó a la
conclusión de que sí.
—Cuando la gente se enfrenta a muchos
problemas y no sabe qué hacer, siempre surge alguien dispuesto a decir lo que
sea, con tal de conseguir más poder —explicó Grimma.
—No importa. Cuando vuelvan los
expedicionarios, estoy seguro de que pondrán fin a todo esto —declaró Dorcas,
con más alegría de la que sentía.
—Sí, ellos...
Grimma inició la frase, pero se detuvo.
Al cabo de un rato, Dorcas advirtió que a la gnoma le temblaban los hombros.
— ¿Te sucede algo? —preguntó.
— ¡Ya llevan fuera más de tres días
completos! —sollozó ella—. ¡Nadie ha estado ausente tanto tiempo! ¡Debe de
haberles ocurrido algo!
—Hum... En fin, Masklin y los demás
salieron a buscar a Su Nieto, de treinta y nueve, y no podemos estar seguros de
que...
— ¡Pensar que me mostré tan desagradable
con él antes de irse! ¡Le hablé de las ranas y lo único que se le ocurrió
responder fue no sé qué de sus calcetines!
Dorcas no tenía ni idea de a qué venía
hablar de ranas. Cuando él se sentaba a hablar con Jekub, las ranas no
aparecían nunca en la conversación.
— ¿Qué? —murmuró.
Entre sollozos, Grimma le habló de las
ranitas de las copas de los árboles.
—Estoy segura de que Masklin ni siquiera
sabía de qué le estaba hablando. Y tú tampoco —concluyó.
—Bien, no sé... —murmuró Dorcas—. Te
refieres a que antes el mundo era muy sencillo y ahora, de pronto, se ha
llenado de cosas interesantes que nunca conocerás a fondo por mucho que vivas,
¿no es eso? Como la biología. O la climatología. Quiero decir que, antes de que
vosotros, los del Exterior, llegarais a la Tienda, yo no hacía sino chapucear
con las cosas y en realidad no tenía la menor idea sobre el mundo.
—Poniéndose en pie, el inventor añadió—:
Todavía soy muy ignorante, pero al menos lo soy de cosas realmente importantes.
Como qué es el sol, o por qué llueve. Es a eso a lo que te refieres, ¿verdad?
Grimma soltó un resoplido y sonrió, pero
no demasiado, pues, si había algo peor que alguien que no la entendiera, era
alguien que la entendiera perfectamente y no le diese la oportunidad de
lamentarse de que nadie la entendía.
—Lo que sucede —dijo por fin— es que
Masklin aún me ve como la persona que conocía cuando todos vivíamos en la guarida
junto al talud de la autopista. Allí siempre andaba atareada, cocinando y
poniendo vendajes a los demás cuando se hacían alguna herida y...
— ¡Vamos, vamos! —murmuró Dorcas, que
siempre se sentía perdido cuando alguien se ponía de aquella manera. Cuando a
una máquina le ocurría algo, bastaba con engrasarla o darle un empujoncito o,
si nada de ello daba resultado, sacudirle un par de martillazos. Los gnomos, en
cambio, no respondían bien a este tratamiento.
—Supongamos que no vuelve —murmuró
Grimma, secándose las lágrimas.
— ¡Pues claro que volverá! —dijo Dorcas
con tono tranquilizador—. Al fin y al cabo, ¿qué podría haberle sucedido?
— ¿Que qué puede haberle sucedido? Puede
haber sido devorado, aplastado, pisoteado, atrapado, arrastrado por el viento.
Puede haber caído en un hoyo, o... —replicó Grimma.
—Hum..., sí —dijo Dorcas—. Aparte de
eso, me refiero.
—Pero voy a sobreponerme —afirmó la
gnoma, alzando el mentón—. Cuando al fin regrese, Masklin no podrá decir: «
¡Ah, ya veo que todo se ha desmoronado mientras he estado ausente!».
—Estupendo —declaró Dorcas—. Así quiero
verte. Mantente ocupado, eso es lo que siempre digo. ¿Cómo se titula ese libro?
—Tesoro de proverbios y citas —respondió Grimma.
— ¡Oh! ¿Contiene algo útil?
—Eso depende —respondió Grimma con tono
distante.
— ¡Oh! ¿Qué significa «proverbios»?
—No estoy segura. Algunos de ellos no
tienen mucho sentido. ¿Sabes que los humanos creen que el mundo fue hecho por
una especie de gran humano?
— ¿Por uno solo?
—Tardó una semana en hacerlo.
—Entonces, supongo que tuvo ayuda
—murmuró el inventor—. Ya sabes, para el trabajo más duro. —Dorcas pensó en
Jekub. Con la ayuda de éste, se podía hacer mucho, en una semana.
—No, no. Al parecer, lo hizo sin
colaboradores.
—Hum... —Dorcas reflexionó sobre esto
último. Era cierto que algunas partes del mundo eran bastante toscas y que
muchas cosas, como la hierba, parecían bastante sencillas; sin embargo, por lo
que había oído, cada año se estropeaba todo con el frío y había que ponerlo en
marcha de nuevo con la primavera y...—. No sé —continuó—. Sólo los humanos
podrían creer en algo así. Calculando por encima, el trabajo llevaría varios
meses.
Grimma cambió de tema.
—Masklin creía... quiero decir, cree que
los humanos son mucho más listos de lo que pensamos. —Con aire pensativo,
añadió a continuación—: Ojalá pudiéramos estudiarlos en profundidad. Estoy
segura de que averiguaríamos...
Por segunda vez, el timbre de alarma
sonó en la cantera.
En esta ocasión, la mano que lo pulsó
fue la de Nisodemo.
II. Y Nisodemo dijo: «Gnomos de la,
Tienda, habéis sido traicionados;
III. »Os han
traído a este Exterior de Lluvia, Frío, Aguanieve, Humanos y Orden, y las
Cosas aún Irán a Peor;
IV. »Porque llegará la Nieve y el Hielo, y habrá
Hambre en la Tierra;
V. »Y vendrán los Tordos;
VI. » ¡Hum!
VII »Y esos que os trajeron Aquí,
¿dónde están Ahora?
VIII. »Nos dijeron
que iban a buscar a Su Nieto, de treinta y nueve, pero por todos lados nos
acosan las tribulaciones y no nos llega Ayuda. Habéis sido Traicionados y
Abandonados en Manos del Invierno.
IX. »Es hora de
olvidar las Cosas del Exterior...»
De El libro de los gnomos,
Reclamaciones, vv. II-IX
|
7
—Sí, bien..., pero eso que dices resulta
bastante difícil, ¿no crees? —dijo uno de los gnomos presentes—. Al fin y al
cabo estamos en el Exterior...
— ¡Pero tengo un plan! —repitió
Nisodemo.
— ¡Ah! —exclamaron al unísono los
gnomos. Los planes eran fundamentales, imprescindibles. Con un plan, uno sabía
dónde estaba.
Grimma y Dorcas, casi los últimos en
llegar, se mezclaron discretamente entre la multitud. El viejo inventor se
dispuso a abrirse camino hasta la primera fila, pero Grimma lo retuvo.
—Observa al resto de los que están ahí
arriba —le cuchicheó.
Detrás de Nisodemo había un número
considerable de gnomos. Dorcas reconoció entre ellos a unos cuantos de
Artículos de Escritorio, pero también había otros pertenecientes a algunas de
las grandes familias de las Secciones de la Tienda. Mientras Nisodemo hablaba,
las miradas de aquellos gnomos no estaban vueltas hacia él, sino hacia la
multitud que lo escuchaba. Sus ojos iban de un sitio a otro, como si estuvieran
buscando algo.
—Esto no me huele nada bien —murmuró
Grimma—. Las grandes familias nunca han estado en buenas relaciones con los de
Artículos de Escritorio. ¿Cómo es, pues, que ahora están todos juntos ahí
arriba?
—Algunos de ellos son gnomos poco
recomendables —afirmó Dorcas.
Una parte de los de Artículos de
Escritorio se había mostrado especialmente molesta con el hecho de que los
gnomos de cualquier edad y condición aprendieran a leer. Dorcas les
había oído comentar que la lectura daba ideas a la gente, lo cual no era nada
bueno a menos que fueran las ideas correctas. Además, algunas de las grandes
familias habían aceptado de mala gana que los gnomos pudieran ir a donde les
pareciera, sin tener que pedir permiso.
Dorcas reflexionó que sobre aquella
tarima estaban reunidos todos los gnomos a quienes no les habían ido bien las
cosas desde el Gran Viaje en Camión. Todos ellos habían perdido una parte de su
poder.
Nisodemo estaba explicando su plan.
A medida que lo escuchaba, Dorcas fue
quedándose boquiabierto.
En cierto modo, aquel plan era soberbio.
Era como una máquina en la que hasta el menor componente estuviera
perfectamente fabricado, pero que hubiera sido ensamblada por un gnomo manco en
una habitación a oscuras. Estaba lleno de buenas ideas que nadie en su sano
juicio podía discutir, pero aquellas ideas estaban vueltas del revés. El
problema era que, pese a ello, seguía siendo difícil oponerse a ellas porque en
el fondo de las palabras, insinuada en ellas, seguía latiendo una idea
básicamente atractiva.
Nisodemo quería reconstruir la Tienda.
Los gnomos permanecieron atenazados por
una mezcla de horror y admiración mientras Nisodemo explicaba que, en efecto,
el Abad Gurder tenía razón en una cosa: al abandonar la Tienda, los fugitivos
habían llevado consigo a Arnold Bros (fund. en 1905) dentro de sus cabezas. Ahora,
si eran capaces de demostrarle que realmente les importaba la Tienda, Arnold
Bros (fund. en 1905) regresaría y pondría fin a todos aquellos problemas y
refundaría la Tienda allí, en aquella tierra verde e ingrata.
En cualquier caso, eso fue lo que
interpretó Dorcas. El viejo inventor ya hacía mucho tiempo que había llegado a
la conclusión de que, si uno se dedicaba exclusivamente a escuchar lo que los
demás decían, no le quedaba tiempo para analizar lo que querían
decir, en realidad.
Con eso, añadió Nisodemo con los ojillos
brillantes como dos relucientes canicas negras, no se refería a edificar una
nueva Tienda. Lo que podían hacer era cambiar la Cantera por otros medios.
Volver a vivir en las debidas secciones en lugar de hacerlo de cualquier manera
y en cualquier sitio. Colgar algunos rótulos. Recobrar las Viejas Tradiciones.
Hacer que Arnold Bros. (fund. en 1905) se sintiera en casa. Construir la Tienda
dentro de sus cabezas.
Los gnomos no solían volverse locos.
Dorcas recordaba vagamente a un viejo que una vez se había creído una tetera,
pero incluso éste había cambiado de idea a los pocos días.
A Nisodemo, en cambio, lo había afectado
demasiado el aire libre, pensó Dorcas.
Era evidente que un par de gnomos
compartían su opinión.
—No acabo de ver —dijo una voz— cómo
hará Arnold Bros (fund. en 1905) para detener a esos humanos. Sin ánimo de
ofender.
— ¿Acaso nos molestaban los humanos
cuando estábamos en la Tienda? —inquirió Nisodemo.
—Claro que no, porque...
—Entonces, confía en Arnold Bros (fund.
en 1905).
—Pero eso no impidió que la Tienda fuera
demolida, ¿verdad? —protestó otra voz—. Y, cuando llegó el momento, todos
pusisteis vuestra confianza en Masklin, en Gurder y en el Camión. ¡Y en
vosotros mismos! Nisodemo no para de deciros lo listos que sois. ¡Entonces,
tratad de serlo!
Dorcas advirtió que quien hablaba era
Grimma. Jamás había visto a nadie tan enfadado.
Grimma se abrió paso a empujones entre
los aprensivos gnomos hasta que se encontró cara a cara con Nisodemo (o, al
menos, dado que éste se encontraba subido a la tarima y ella no, cara a
pecho). La gnoma era una de esas personas a las que les gustaba plantar cara a
las cosas.
— ¿Qué sucederá entonces? —exclamó—.
¿Qué sucederá una vez que hayáis construido la Tienda? ¡Los humanos también
acudían a la Tienda, como todos sabemos!
Nisodemo estuvo un rato abriendo y
cerrando la boca sin responder. Finalmente, exclamó:
— ¡Pero obedecían las Normas! ¡Hum! ¡Eso
es lo que hacían! ¡Y las cosas eran mejores, allí!
Grimma le lanzó una mirada colérica.
—No pensarás que vamos a tragarnos eso,
¿verdad? —replicó.
Se produjo un silencio.
—Tienes que reconocer —intervino un
gnomo ya anciano, con un hilo de voz— que, en efecto, las cosas eran mejores
allí.
El resto de los gnomos arrastró los
pies.
Fue el único sonido que se pudo
escuchar.
Un montón de gnomos arrastrando los
pies.
— ¡Lo han aceptado! —exclamó Grimma—.
¡Como si tal cosa! ¡Nadie es partidario ya del Consejo! ¡Todo el mundo se
limita a hacer lo que él les dice!
La gnoma se encontraba ahora en el
espacio donde Dorcas tenía instalado su taller, bajo un banco del antiguo
garaje de la cantera. El inventor siempre se refería a aquel lugar como «mi
pequeño refugio», o «mi pequeño escondrijo». Por todas partes había esparcidos
pedazos de alambre y planchas de hojalata. La pared estaba llena de garabatos
escritos con un fragmento de mina de lápiz.
Dorcas tomó asiento y manoseó un pedazo
de alambre sin pensar lo que hacía.
—Eres demasiado dura con la gente
—murmuró en tono calmado—. No deberías gritarles como lo haces. Han pasado
muchas penalidades y, si les hablas a gritos, no haces más que confundirlos. El
Consejo fue buena idea cuando las cosas iban bien... —Se encogió de hombros y
añadió—: Y con la ausencia de Masklin, Gurder y Angalo..., en fin, no parece
que merezca demasiado la pena.
— ¡Pero después de todo lo que ha
sucedido...! —Grimma agitó los brazos—. ¡Reaccionar de manera tan estúpida,
sólo porque Nisodemo les ha ofrecido...!
—... un poco de consuelo —terminó la
frase Dorcas, meneando la cabeza. A la gente como Grimma no había modo de
hacerles entender aquellas cosas. La gnoma era una buena chica, bastante inteligente,
pero se equivocaba al dar por sentado que a todo el mundo le apasionaban las
cosas tanto como a ella. Lo único que quería de verdad la gente, se dijo
Dorcas, era que la dejaran en paz. El mundo ya era suficientemente complicado
sin necesidad de que nadie fuese por ahí tratando continuamente de mejorarlo.
Masklin lo había comprendido así. Había
advertido que la mejor manera de conseguir que los demás hicieran lo que él
quería era inducirlos a pensar que había sido idea de ellos. Si había algo que los
gnomos rechazaran, era oír a alguien diciendo: «Aquí tenéis una idea sensata.
¿Por qué sois tan estúpidos para no verlo?».
Y no se trataba de que la gente fuera
estúpida. La gente era como era, simplemente.
—Vamos —dijo con voz cansada—. Veamos
cómo va eso de los rótulos.
Todo el suelo de uno de los grandes
barracones se había dedicado a la realización de rótulos. O, mejor, de los
Rótulos. Otra de las cosas que le salían mejor a Nisodemo era adjudicar
mayúsculas a las palabras. Casi se lo podía oír pronunciarlas.
En el fondo, Dorcas tuvo que reconocer
que los Rótulos eran una buena idea, aunque se sentía culpable por pensar así.
Había reflexionado sobre ello cuando
Nisodemo lo había mandado llamar para preguntarle si había pintura en la
cantera, la cual había sido rebautizada como la Nueva Tienda.
—Hum... —había respondido Dorcas—, hay
algunas latas viejas. De colores blanco y rojo, sobre todo. Están bajo uno de
los bancos. Tendremos que encontrar el modo de abrir las tapas.
—Encuéntralo, pues. Es muy importante.
Hum. Tenemos que hacer Rótulos —añadió el gnomo de Artículos de Escritorio.
—Rótulos. Muy bien —asintió Dorcas—.
Para alegrar un poco el lugar, ¿no es eso?
— ¡No!
—Lo siento, lo siento, sólo pensaba
que...
—Necesitamos los Rótulos para la verja.
Dorcas se frotó la barbilla.
— ¿La verja? —repitió.
—Los humanos obedecen los Rótulos
—declaró Nisodemo, más calmado—. De eso estamos seguros. ¿Verdad que en la
Tienda los obedecían?
—La mayoría de las veces, sí —reconoció
Dorcas, aunque recordó que aquella advertencia de «Lleven sujetos los Perros y
las Sillas de Ruedas» siempre lo había desconcertado, pues muchos de los
humanos no llevaban sujetas ninguna de ambas cosas.
—Los Rótulos mueven a los humanos a
hacer cosas —dijo Nisodemo—, o a dejar de hacerlas. Así pues, ponte a trabajar,
buen Dorcas. Rótulos. Hum. Rótulos que digan «No».
Dorcas le había dado muchas vueltas a la
conversación mientras brigadas de gnomos se esforzaban en abrir la tapadera de
las latas de pintura. Aún tenían el Código de Circulación del Camión y
en sus páginas había un gran abanico de Señales y Rótulos. Además, el viejo
inventor recordaba algunos de los rótulos de la Tienda.
Luego, tuvieron un golpe de suerte.
Normalmente, los gnomos ocupaban sólo el nivel a ras de suelo, pero Dorcas, de
vez en cuando, decidía enviar a sus jóvenes ayudantes al gran escritorio de la
oficina del encargado, donde abundaban los pedazos de papel que tan útiles le
resultaban. Ahora, tenía que decidir qué escribirían en los rótulos.
Sacco y Nuty volvieron con la noticia de
que habían encontrado un nuevo rótulo de los humanos, un gran anuncio de papel
mugriento fijado en la pared y recubierto de extrañas frases.
—Hay muchísimas —informó Sacco cuando
recuperó el aliento—. ¿Y sabes una cosa, Dorcas? ¿Sabes una cosa? He leído lo
que ponía en el papel y decía: «Seguridad e Higiene en el Trabajo», eso decía.
«Obedece estas normas», decía. Y luego añadía: «Son para tu protección».
— ¿Eso es lo que dice? —insistió Dorcas.
—Sí. «Para tu protección» —repitió
Sacco.
—Podrías bajar el rótulo.
—Tiene al lado un perchero —asintió Nuty
con entusiasmo—. Apuesto a que podríamos colgar de él una cuerda con un gancho,
llevar la cuerda hacia la ventana y, desde allí...
—Sí, sí, ya sé que eres una experta en
ese tipo de cosas —la cortó Dorcas. Nuty trepaba como una ardilla—. Supongo que
Nisodemo estará muy satisfecho —añadió.
En efecto, Nisodemo se mostró complacido
con aquello, sobre todo con la parte que decía «Para su protección». Según
dijo, estas palabras demostraban que, ¡hum!, Arnold Bros (fund. en 1905) estaba
de su parte.
Hubo que emplear hasta el último pedazo
de tablero y la menor plancha de metal, pero los gnomos se volcaron en ello con
bastante entusiasmo, contentos de tener algo que hacer.
Y llevaron a cabo el trabajo muy
concienzudamente. Los rótulos finales decían: «No emtrar. Salida. Beligro.
Casco Oligatorio. Voladuras controladas. Camiones. Pesaje Oligatorio.
Piso delizante. Peage cerrado. Acensar fuera de servicio por
Orden. Precaución, desprendimentos. Carretera hinundada».
Y otro que Dorcas había encontrado en un
libro y del cual estaba muy orgulloso: «Bomba sin esplotar».
Sin embargo, como precaución adicional y
sin decírselo a Nisodemo, el inventor buscó otra cadena y, de una de las
grasientas cajas de herramientas del cobertizo de Jekub, sacó un candado casi
tan grande como él. Fueron necesarios cuatro gnomos para transportarlo.
La cadena también era enorme. Algunos de
sus ayudantes encontraron a Dorcas arrastrándola por el suelo de la cantera,
moviendo un eslabón cada vez. Dorcas no pareció dispuesto a revelar dónde la
había encontrado.
El Land Rover apareció hacia el
mediodía. Los gnomos que aguardaban en el seto junto a la calzada vieron
apearse al conductor. El humano leyó los Rótulos y...
¡No! ¡Aquello no podía ser! ¡Los humanos
no podían hacer una cosa así! No podía ser cierto. Pero una veintena de gnomos,
asomándose entre las matas, lo vieron con sus propios ojos.
El humano desobedeció los Rótulos.
No sólo eso, sino que arrancó varios de
ellos de la valla y los arrojó lejos.
Los gnomos lo observaron todo,
aterrados. Incluso el de «Bomba sin esplotar» voló dando tumbos hasta
los matorrales y estuvo a punto de derribar a Sacco de su atalaya.
La nueva cadena, en cambio, causó más
problemas al humano. La sacudió un par de veces y, tras echar un vistazo a la
cantera a través de la tela metálica de la verja y dar una vuelta por los
alrededores, subió de nuevo al vehículo y se alejó.
Los gnomos ocultos en el seto lanzaron
un grito de júbilo, pero no las tenían todas consigo. Si los humanos no
actuaban como se esperaba de ellos, nada en el mundo funcionaba como era
debido.
—Supongo que ésta es la realidad —dijo
Dorcas cuando estuvieron de vuelta con los demás—. La idea me disgusta tanto
como a cualquiera, pero es preciso que nos traslademos. Conozco a los humanos.
Esa cadena no los detendrá, si de veras se proponen entrar.
— ¡Prohíbo terminantemente que nadie se
vaya! —exclamó Nisodemo.
—Pero ya sabes que el metal puede
cortarse... —empezó a replicar Dorcas en un tono de voz razonable.
— ¡Silencio! —gritó Nisodemo—. ¡Tú
tienes la culpa, viejo estúpido! ¡Hum! ¡Tú pusiste la cadena en la verja!
—Bueno, lo hice para impedir... ¿A qué
viene esto?
—Si no hubieras puesto la cadena en la
verja, los Rótulos habrían detenido al humano —afirmó Nisodemo—. ¡Pero no
podemos esperar que Arnold Bros (fund. en 1905) nos ayude si le mostramos que
no confiamos en él!
—Hum..., —murmuró Dorcas al tiempo que
pensaba: «Está loco. Se ha vuelto un loco peligroso. Esta vez no se trata de un
gnomo que se cree una tetera». Se retiró de la presencia de Nisodemo y se
alegró de salir de nuevo al aire libre, bajo el intenso frío.
Todo iba mal, se dijo. Habían dejado a
los gnomos a su cuidado y ahora todo iba mal. No tenían ningún plan estudiado,
Masklin no había regresado y todo iba terriblemente mal.
Si los humanos entraban en la cantera,
los descubrirían.
Una cosa fría se posó en su cabeza.
Dorcas se la quitó con un gesto irritado.
Hablaría con algunos de los gnomos
jóvenes. Quizás el traslado al granero no fuera tan mala idea; y tal vez
pudieran hacer el trayecto con los ojos cerrados o algo parecido.
Otra cosa fría y blanda le rozó el
cuello.
¡Ah!, ¿por qué la gente tenía que ser
tan complicada?
Alzó la vista y advirtió que no podía
ver el otro extremo de la cantera. El aire estaba lleno de manchitas blancas
cuyo número crecía ante sus ojos.
Contempló la escena con espanto.
Nevaba.
VII. Y Grimma dijo: «Tenemos dos
alternativas:
VIII. »Huir o
escondernos».
IX. Y los gnomos
preguntaron: « ¿Qué haremos?».
X. Y ella respondió: «Lucharemos».
De El libro de los gnomos,
Canteras, Cap. 3, vv. VII-X
|
8
No era una gran nevada, sino apenas uno
de esos pequeños chubascos que descargan a principios del invierno para dejar
absolutamente claro que éste ha llegado. Eso fue lo que dijo la abuela Morkie.
A ésta, de todos modos, el Consejo no le
había interesado nunca en exceso. Prefería pasar el tiempo con los otros
viejos, compartiendo refunfuñeos y, como ella decía, levantándoles el ánimo y
quitándoles problemas de la cabeza.
Mientras los demás gnomos la observaban
mudos de espanto, la abuela Morkie salió a pasear bajo la nevada, pavoneándose
como si le perteneciera.
—Por supuesto, esto no es nada —decía—.
¡Si cayera una nevada en serio, no podríamos caminar sobre ella! ¡Tendríamos
que excavar túneles! ¡Veríais qué risa!
—Esto... —dijo un gnomo muy anciano, con
voz muy grave—, ¿la nieve siempre cae así del cielo?
— ¡Pues claro! A veces, el viento la
impulsa y entonces se forman montones enormes.
—Nosotros creíamos... Verás, en las
postales..., es decir, en la Tienda... En fin, pensábamos que la nieve era algo
que aparecía de algún modo sobre las cosas —murmuró el viejo—. De una manera
bastante alegre y festiva —añadió, con aire algo confuso.
El grupo vio amontonarse la nieve. Sobre
la cantera, las nubes flotaban como colchones demasiado rellenos.
—Al menos, esto significa que no
tendremos que ir a ese horrible granero —apuntó otro de los ancianos.
—Es cierto —asintió la abuela Morkie—.
Salir con un tiempo así no haría sino matarnos. —Lo dijo con entusiasmo.
Los viejos gnomos refunfuñaron por lo
bajo y escrutaron el cielo con gesto nervioso, buscando los primeros rastros de
los tordos y de los renos.
La nieve cerraba la cantera. Los campos
de más allá quedaban ocultos a la vista.
Sentado en su taller, Dorcas observó la
nieve que se apilaba contra la ventana mugrienta y envolvía el barracón en una
penumbra mortecina.
—Bueno —dijo—, queríamos estar aislados
y ya lo hemos conseguido. Ahora no podemos huir, ni tampoco escondernos.
Deberíamos habernos marchado cuando se fue Masklin.
Escuchó unos pasos a su espalda. Era
Grimma. Últimamente, la gnoma pasaba mucho tiempo cerca de la verja, pero la
nieve le había obligado, al fin, a refugiarse bajo techo.
—Con la nieve, el humano no podrá venir
—comentó.
—Sí, tienes razón —respondió Dorcas, no
tan seguro.
—Ya hace ocho días.
—Sí. Mucho tiempo.
— ¿Qué decías cuando he entrado?
—preguntó Grimma.
—Nada. Hablaba conmigo mismo. ¿Durará
mucho tiempo esa... nieve?
—La abuela dice que, a veces, permanece
semanas y semanas.
— ¡Oh!
—Cuando los humanos vuelvan, se quedarán
permanentemente —musitó la gnoma.
—Sí —corroboró Dorcas con tristeza—. Sí,
creo que tienes razón.
— ¿Cuántos gnomos podrían..., ya me
entiendes..., seguir viviendo aquí?
—Un par de decenas, tal vez. Si no comen
mucho y se quedan quietos durante el día. Aquí no hay Sección de Alimentación
—dijo el inventor—. Y la caza escaseará. Con esos humanos rondando por la
cantera todo el día, los animales de la espesura se asustarán y huirán.
— ¡Pero si somos miles!
Dorcas se encogió de hombros.
—A mí me sería bastante difícil caminar
a través de esa nieve —explicó—, y hay cientos de gnomos más viejos aun que no
conseguirían llegar al granero. Igual que muchos niños.
—Entonces, tenemos que quedarnos... como
quiere Nisodemo —protestó Grimma.
—Sí. Quedarnos y tener esperanza. Tal
vez la nieve desaparezca. Entonces podríamos escapar a la espesura o algo así
—añadió vagamente.
—Podemos quedarnos y pelear —replicó
Grimma.
Dorcas soltó un gemido.
— ¡Sí, claro! ¡Es lo más fácil! No
hacemos otra cosa: pelearnos, discutir y porfiar. ¡Parece que los gnomos no
podemos pasarnos sin eso!
—Me refiero a pelear con los humanos. A
luchar por la cantera.
Se produjo un largo silencio. Por fin,
Dorcas musitó:
— ¿Quiénes? ¿Nosotros? ¿Luchar contra
los humanos?
—Sí.
— ¡Pero si son humanos!
—Sí.
— ¡Pero si son mucho mayores que
nosotros! —insistió Dorcas, desesperado.
Con ojos llameantes, Grimma replicó:
—Entonces, serán un blanco fácil. Somos
más rápidos y más listos y, además, conocemos la existencia de los humanos y,
por ello, contamos con el factor sorpresa.
— ¿Con qué? —dijo Dorcas, totalmente
perdido.
—Con el factor sorpresa. Ellos no saben
que estamos aquí —explicó.
Dorcas la miró de reojo y murmuró:
—Has estado leyendo libros raros otra
vez...
—Mejor eso que quedarse sentado,
retorciéndose las manos y diciendo: « ¡Ay, ay, los humanos se acercan y van a
aplastarnos!».
—Todo eso está muy bien —replicó
Dorcas—, pero ¿qué te propones? Darles porrazos en la cabeza sería realmente
difícil, créeme.
—No pensaba en la cabeza... —dijo
Grimma.
Dorcas observó a su interlocutora.
¿Luchar contra los humanos? La idea era tan novedosa que costaba de asimilar.
De todos modos... En fin, estaba aquel
libro, ¿no? El que Masklin había encontrado en la Tienda, y del cual había
sacado la idea de conducir el Camión. ¿Cómo se titulaba? Los viajes de
Gulliver, ¿no? Allí había visto la imagen del humano tendido en el suelo,
rodeado de lo que parecía un grupo de gnomos que lo amarraban con cientos de
cuerdas. Ni los gnomos más ancianos recordaban algo así, de modo que debía de
haber sucedido muchísimo tiempo atrás.
Lo asaltó una idea inesperada.
—Espera un momento —dijo—. Si empezamos
a luchar con los humanos... —su voz se hizo inaudible.
— ¿Sí? —dijo Grimma, impaciente.
—Ellos también lucharán contra nosotros,
¿no? Sé que no son muy listos, pero se darán cuenta de que sucede algo y
responderán. Eso se llama represalia.
—Tienes razón —asintió Grimma—. Por eso
tiene una importancia vital que nosotros tomemos represalias primero.
Dorcas meditó la propuesta. Parecía una
idea lógica.
—Pero sólo en defensa propia —apuntó—.
Sólo en defensa propia. Incluso con los humanos. No quiero que se produzcan
sufrimientos innecesarios.
—Supongo que tienes razón —asintió ella.
— ¿De veras crees que podemos combatir a
los humanos?
— ¡Sí, claro!
—Y... ¿cómo?
—Hum... —Grimma se mordió el labio—. El
joven Sacco y sus amigos... ¿Se puede confiar en ellos?
—Son chicos listos y entusiastas. Y
entre ellos hay un par de chicas, también —añadió con una sonrisa—. Siempre he
estado abierto a las novedades...
—Estupendo. Entonces, vamos a necesitar
unos clavos...
—Realmente, has pensado a fondo en todo
esto, ¿verdad? —comentó Dorcas, casi asombrado. Grimma solía estar de mal
humor, cosa que el inventor achacaba a que tal vez la cabeza le funcionaba
demasiado deprisa, en ocasiones, y la hacía impacientarse con los que no eran
tan rápidos como ella. En aquel momento, sin embargo, estaba decididamente
furiosa. Uno casi podía sentir lástima por los humanos que se interpusieran en
su camino.
—He leído mucho —asintió ella.
—Sí, claro. Ya..., ya lo veo —replicó
Dorcas—. De todos modos, yo..., no sé si no sería más sensato...
—No vamos a huir otra vez —declaró
Grimma con rotundidad—. Combatiremos a los humanos en la carretera. Los
combatiremos en la cantera. Y jamás nos vamos a rendir.
— ¿Qué significa «rendirse»? —preguntó
Dorcas, desesperado.
—No conozco el significado de la palabra
«rendición» —insistió Grimma.
—Quien no lo conoce soy yo —replicó
el inventor.
— ¿Quieres saber una cosa extraña?
—preguntó ella, apoyando la espalda en la pared del barracón. Tras una ligera
vacilación, Dorcas respondió.
—No tengo inconveniente.
—Existen libros que hablan de nosotros.
— ¿Como el Gulliver, te refieres?
—No. Ése libro trataba de un humano. Me
refiero a libros sobre nosotros, sobre gente de tamaño normal, como el nuestro.
Pero que llevan todos ellos trajes verdes con unas pequeñas antenas prominentes
en la cabeza... A veces, los humanos nos dejan tazones de leche y
nosotros les hacemos todo el trabajo de la casa. Y los hay que tenemos alas,
como las abejas. Así es cómo nos describen en esos libros que hablan de
nosotros. Nos llaman duendecillos, según un libro titulado Cuentos de hadas
y de duendes.
—No creo que eso de las alas funcionase
—apuntó Dorcas con aire dubitativo—. Me parece que les faltaría potencia
ascensional.
—Y creen que vivimos en las setas
—concluyó Grimma.
— ¿Hum...? No me parece muy práctico.
—Y que reparamos los zapatos.
—Esto suena un poco mejor —dijo Dorcas—.
Un trabajo sólido y tangible.
—Y esos libros dicen que pintamos las
flores con sus hermosos colores.
El viejo gnomo miró a Grimma y, tras un
breve silencio, replicó:
— ¡Ah, no! Yo he estudiado en
profundidad los colores de las flores y no están pintados, eso te lo puedo
asegurar.
—Los gnomos existimos de verdad; hacemos
cosas reales. ¿Por qué nos sacarán así en los libros?
—No lo sé —respondió Dorcas—. Yo sólo
leo manuales. Siempre he dicho que un libro no es bueno si no contiene listas y
columnas de números.
—En eso nos transformarán los humanos,
si alguna vez nos capturan. En dulces duendecillos que pintan flores. No nos
dejarán ser otra cosa. Nos convertirán en hadas y genios. —Grimma exhaló un
suspiro—. ¿No tienes nunca la sensación de que jamás averiguarás lo que
necesitas saber?
— ¡Oh, sí! Continuamente.
Grimma frunció el entrecejo.
—Una cosa sí sé —comentó—. Cuando
Masklin regrese, va a tener un sitio adonde ir.
— ¡Oh! —exclamó Dorcas—. ¡Oh! ¡Ya
entiendo!
En la guarida de Jekub hacía un frío
intensísimo. Los demás gnomos no entraban nunca allí porque había una fuerte
corriente de aire y un olor desagradable. A Dorcas, ambas cosas le iban como
anillo al dedo.
Cruzó el cobertizo y se coló bajo la
enorme lona, donde vivía Jekub. Le llevó un buen rato escalar hasta su posición
favorita en el monstruo, incluso utilizando los pedazos de madera y cuerdas que
había atado penosamente a su costado.
Cuando hubo llegado, se sentó un
instante a recobrar el aliento. Al cabo, murmuró:
—Yo sólo quiero ayudar a la gente,
proporcionarles cosas como la electricidad y hacer mejores sus vidas. Pero
ellos nunca me lo agradecen ¿sabes? Quieren que pinte rótulos, y los pinto.
Ahora, Grimma quiere combatir a los humanos. Tiene muchas ideas sacadas de los
libros. Sé que lo hace para no acordarse de Masklin, pero no puede salir nada
bueno de esto, recuerda mis palabras. Sin embargo, si no colaboro, las cosas no
harán sino empeorar. No quiero que nadie sufra daños. La gente como nosotros no
es tan fácil de reparar como vosotras, las máquinas.
Golpeó con los tacones lo que debía de
ser... ¿qué parte del cuerpo de Jekub? El cuello, probablemente.
—A ti te va bien así —comentó—.
Durmiendo tranquilamente todo el rato. Gozando de un buen descanso...
Dorcas miró a Jekub largamente. Después,
en un susurro, añadió:
—Me pregunto si...
Transcurrieron cinco largos minutos.
Dorcas apareció y reapareció entre las complejas sombras, murmurando para sí
comentarios como «Está descargada; mal asunto, necesitaremos otra batería» y
«Parece en orden; nada que una buena limpieza no pueda arreglar» y «Hum, no
queda mucho en el depósito...
Finalmente, salió de debajo de la lona
polvorienta y se frotó las manos.
Todo el mundo tenía un objetivo en la
vida, se dijo. Era lo que impulsaba a cada cual.
Nisodemo quería que las cosas volvieran
a ser como antes. Grimma quería que Masklin regresara. Y Masklin..., nadie
sabía qué quería Masklin, exactamente; sólo sabían que se trataba de algo
grande.
Pero todos ellos tenían un objetivo.
Cuando uno tenía un objetivo en la vida, era como si creciese hasta medir un
palmo.
Y, ahora, Dorcas había encontrado uno.
¡Y vaya uno!
El humano regresó más tarde y no lo hizo
solo. Se presentó con el vehículo pequeño y otro camión mucho mayor, con las
palabras «Extracciones de Grava y Piedra de Blackbury» pintadas al costado. Sus
neumáticos convirtieron la fina capa de nieve en barro reluciente.
El camión, que abría la marcha carretera
arriba, redujo la marcha al entrar en la zona abierta frente a la verja de la
cantera y se detuvo.
No fue una detención demasiado buena. La
parte trasera del camión patinó y casi golpeó el seto. El motor quedó en
silencio tras un carraspeo. Se escuchó un siseo y, poco a poco, el camión se
hundió ligeramente.
Dos humanos se apearon del vehículo y
dieron la vuelta en torno a él, mirando los neumáticos uno por uno.
—Sólo están planos por la parte inferior
—susurró Grimma desde su escondite en los arbustos.
—No te preocupes por eso —le cuchicheó
Dorcas—. Es típico de los neumáticos que la parte aplastada siempre sea la de
abajo. Y es sorprendente lo que se puede hacer con unos cuantos clavos,
¿verdad?
El Land Rover se detuvo detrás del
camión. De él saltaron también dos humanos, que se unieron a los primeros. Uno
de ellos llevaba en la mano las tenazas más grandes que Dorcas había visto
nunca. Mientras el resto de los humanos se agachaba junto a uno de los
neumáticos aplastados, el de las tenazas avanzó hasta la verja, aplicó la
herramienta al candado y apretó.
Incluso para ser humano, le costó un
esfuerzo considerable. Sin embargo, por último se escuchó un chasquido
—perfectamente audible desde los matorrales— seguido de un apagado tintineo de
la cadena arrojada a lo lejos.
Dorcas lanzó un gruñido. Había puesto
grandes esperanzas en la cadena, puesto que era de Jekub; al menos, la había
encontrado en una gran caja amarilla sujeta con tornillos a una de las partes
de Jekub, de modo que era de presumir que pertenecía a éste. No obstante, lo
que se había roto era el candado, no la cadena. Dorcas se sintió extrañamente
orgulloso de ello.
—No lo entiendo —murmuró Grimma—. Es
evidente que no los queremos aquí. Entonces, ¿por qué son tan estúpidos de
presentarse?
—No será que no haya más grava y piedras
en otras partes... —asintió Sacco.
El humano tiró de la verja y la abrió lo
suficiente para colarse por ella.
—Se dirige a la oficina del encargado
—apuntó Sacco—. Va a hacer ruidos por el teléfono.
—Yo os aseguro que no lo hará —profetizó
Dorcas.
— ¡Sí, seguro que está llamando a Orden!
—insistió Sacco—. Le estará diciendo..., en el idioma de los humanos, por
supuesto..., le estará diciendo: «Varios de nuestros Neumáticos están
Aplastados».
—No —replicó Dorcas—. Lo que estará
diciendo es: « ¿Por qué no Funciona el Teléfono?».
— ¿Y por qué no ha de funcionar?
—preguntó Nuty.
—Porque yo conozco qué cables cortar
—respondió Dorcas—. Mirad, ya sale otra vez.
Los gnomos observaron al humano mientras
se daba una vuelta entre los barracones. La nieve había cubierto los tristes
intentos de cultivar plantas de los gnomos, pero sobre la blanca superficie
había numerosas pisadas de gnomo, como huellas de pajarillos. El humano no las
vio. Los humanos casi nunca se daban cuenta de nada.
—Cables para tropezar —murmuró Grimma.
— ¿Qué dices? —inquirió Dorcas.
—Que deberíamos tender cables
disimulados para que los humanos tropezaran con ellos. Cuanto más altos sean,
más dura será la caída —declaró la gnoma.
—Mientras esa caída no sea encima de
nosotros... —murmuró el inventor.
—No, no. Y podríamos esparcir más clavos
—continuó Grimma.
— ¡Que Arnold Bros (fund. en 1905) nos
proteja!
Los humanos se congregaron en torno al
camión averiado. Al fin parecieron llegar a una decisión, se dirigieron al Land
Rover y montaron todos en él. El vehículo no podía ir hacia adelante, de modo
que retrocedió lentamente por la calzada de acceso a la cantera, dio media
vuelta a la entrada de un campo de labor y se dirigió de nuevo a la carretera
principal. El camión quedó abandonado frente a la verja.
Dorcas emitió un profundo suspiro.
—Tenía miedo de que alguno de ellos se
quedara —murmuró.
—Pero volverán —apuntó Grimma—. Tú
siempre lo dices. Los humanos volverán y arreglarán las ruedas o lo que sea que
hagan.
—Entonces, será mejor que nos pongamos
manos a la obra —decidió Dorcas—. ¡Vosotros, venid conmigo!
Se incorporó y se dirigió al trote hacia
la carretera. Para sorpresa de Sacco, Dorcas avanzaba silbando por lo bajo.
—Bien. Ahora, lo importante es
asegurarse de que no puedan moverlo —dijo, mientras sus ayudantes tenían que
correr para mantenerse a su altura—. Si no logran moverlo, la calzada seguirá
obstruida y, si la calzada está obstruida, no podrán traer más máquinas a la
cantera.
—Buen razonamiento —afirmó Grimma con
tono algo perplejo.
—Es preciso que lo inmovilicemos
—repitió Dorcas—. Primero, le quitaremos la batería. Sin electricidad, no puede
funcionar. —Exacto —dijo Sacco.
—Es una gran caja cuadrada —explicó el
inventor—. Serán precisos ocho gnomos, al menos, para moverla. Sobre todo,
evitad que se caiga.
— ¿Por qué? —intervino Grimma—. Lo que
queremos es estropearlo todo, ¿no?
—Pues, pues, pues... —repitió Dorcas con
tono de urgencia, como un motor que no terminara de arrancar—. Pues no, porque,
porque, porque... podría ser peligroso. Sí, Peligroso. Sí. Por, por, por... el
ácido y esas cosas. Tenéis que sacarla con mucho cuidado y yo me encargaré de
encontrar algún sitio donde ponerla a buen recaudo. Sí, un lugar muy seguro.
Poneos a trabajar enseguida. ¡Dos gnomos a la llave de tuercas!
Sus ayudantes se alejaron a la carrera.
— ¿Qué más podemos hacer? —preguntó
Grimma.
—Será mejor que vaciemos el depósito de
carburante —dijo Dorcas con firmeza mientras llegaban bajo la sombra del
camión. Éste no era tan grande como el que los había traído desde la Tienda,
pero seguía teniendo un tamaño considerable. El viejo inventor deambuló entre
las ruedas hasta colocarse bajo el voluminoso depósito de carburante.
Cuatro de sus jóvenes ayudantes venían
arrastrando una lata metálica vacía desde los arbustos. Dorcas los llamó y
señaló el depósito.
—Ahí arriba ha de haber alguna tuerca
para dejar salir el carburante —indicó—. Probad a abrirla con una llave de
tuercas. ¡Pero antes aseguraos de poner la lata debajo!
Sus ayudantes asintieron con entusiasmo
y se pusieron manos a la obra. Los gnomos eran buenos escaladores y tenían una
fuerza considerable, para su tamaño.
— ¡Y procurad no derramar una gota, por
favor! —les gritó Dorcas desde el suelo.
—No veo que eso importe mucho —murmuró
Grimma detrás de él—. Lo único que queremos es dejar el camión sin carburante.
Dónde vaya a parar no nos importa, ¿verdad?
La gnoma dirigió otra mirada pensativa
al inventor. Dorcas parpadeó, buscando apresuradamente una réplica.
—Sí que nos importa —dijo al fin—.
Porque, porque, porque... ¡Ah! Porque es una materia peligrosa. Y no está bien
contaminar las cosas, ¿verdad? Claro que no. Es mejor recoger ese carburante en
una lata y...
— ¿Ponerlo a buen recaudo? —Grimma, en
tono suspicaz, empleó la misma expresión que él había utilizado antes.
— ¡Exacto! ¡Exacto! —asintió Dorcas, que
empezaba a sudar—. ¡Buena idea! Y ahora vamos a...
Justo a la espalda de los dos, se
produjo una súbita corriente de aire acompañada de un fuerte golpe en el suelo.
La batería del camión aterrizó en el mismo lugar que Grimma y Dorcas ocupaban
momentos antes.
— ¡Lo siento, Dorcas! —oyeron la voz de
Sacco—. Era mucho más pesada de lo que creíamos y se nos ha escapado.
— ¡Idiotas! —exclamó Grimma.
— ¡Sí! ¡Idiotas! —gritó Dorcas—.
¡Habríais podido estropearla! ¡Bajad enseguida y llevadla al seto, deprisa!
— ¡Habrían podido estropearnos a
nosotros! —lo corrigió Grimma.
—Sí, sí, eso es lo que quería decir, por
supuesto —contestó Dorcas, impreciso—. No te importa ayudarme a organizarlos un
poco, ¿verdad, Grimma? Son buenos chicos, pero siempre muestran un entusiasmo
algo excesivo, ¿sabes a qué me refiero?
Tras esto, el viejo inventor desapareció
en las sombras con la cabeza vuelta hacia arriba.
— ¡Está bien! —dijo Grimma, y volvió la
vista hacia Sacco y sus compañeros, que descendían del camión con aire
contrito—. ¡No os quedéis ahí! ¡Llevad la batería al seto! ¿No os ha dicho
Dorcas que utilicéis palancas? Son cosas muy importantes, las palancas. Es
asombroso lo que se puede hacer con ellas. Nosotros las empleamos mucho durante
el Gran Viaje en Camión...
Dejó la frase sin terminar. Se volvió,
observó la lejana figura de Dorcas y entrecerró los ojos.
«Creo que ese astuto viejo anda tramando
algo», pensó.
— ¡Vamos, seguid con eso! —exclamó, y
echó a correr tras Dorcas.
El inventor estaba bajo el motor del
camión, observando minuciosamente el amasijo de conductos oxidados. Al
acercarse, Grimma escuchó claramente su voz:
—Bien... ¿qué más necesitamos ahora?
— ¿Qué significa eso de «necesitamos»?
—preguntó la gnoma sin alzar la voz.
—Sí, para ayudar a Jek... —Dorcas se
detuvo a media palabra y dio media vuelta despacio—. Quiero decir qué más
necesitamos hacer para dejar totalmente inmovilizado el camión —añadió
sin pensar—. Sí, a eso me refería.
—No estarás pensando en conducir este
camión, ¿verdad? —inquirió Grimma.
—No seas tonta. ¿Adonde iríamos? Con
este camión no llegaríamos nunca al granero, a campo traviesa.
—Vale. Me tranquiliza oírlo.
—Sólo pretendo echarle un vistazo. El
tiempo empleado en acumular conocimientos no es nunca tiempo perdido —declaró
Dorcas con severidad. Después, salió a la luz por el otro lado del camión y
alzó la cabeza—. Vaya, vaya... —murmuró.
— ¿Qué sucede?
—Se han dejado la puerta abierta.
Supongo que lo han hecho porque piensan volver pronto.
Grimma siguió su mirada. La portezuela
del camión estaba, en efecto, ligeramente entreabierta.
Dorcas volvió la vista hacia el seto
situado a su espalda.
—Ayúdame a buscar un palo
suficientemente grueso —dijo—. Creo que podríamos subir ahí arriba a echar un
vistazo.
— ¿Un vistazo? ¿Qué esperas encontrar?
—Hasta que uno mira, no sabe qué puede
haber —respondió Dorcas filosóficamente. Volvió a dirigir la vista debajo del
camión—. ¿Qué tal van las cosas? —preguntó a sus ayudantes—. Necesitamos que
vengáis a echarnos una mano.
Sacco se acercó con paso inseguro.
—Hemos conseguido ocultar esa batería
tras el seto —informó— y la lata está casi llena. Ese carburante tiene un olor
horrible. Y todavía queda mucho en el depósito.
— ¿No podéis cerrar la llave de paso?
—Nuty lo ha intentado y ha terminado
cubierta de pringue.
—Entonces, dejad que se derrame en la
carretera —dijo Dorcas.
— ¡Un momento! Antes has dicho que eso
sería peligroso —intervino Grimma—. ¿Era peligroso mientras llenabas esa lata,
y ahora ha dejado de serlo?
—Escucha: querías que detuviera el
camión y lo he detenido, así que cierra la boca, ¿quieres?
Grimma lo miró, horrorizada.
— ¿Qué has dicho? —exclamó. Dorcas tragó
saliva. «Bueno —pensó—, si tengo que soportar una bronca, es mejor que sea por
una buena causa.»
—He dicho que cierres la boca —repitió
sin alzar la voz—. No quiero ser grosero, pero es mejor que vayas a ayudar a
los demás. Lo siento, pero así están las cosas. Yo estoy colaborando. No te
pido que me ayudes, pero, al menos, déjame llevar las cosas a mi manera en
lugar de pasarte el rato fastidiándome. Además, nunca sabes decir «por favor»,
o «gracias». Las personas se parecen un poco a las máquinas —añadió con aire
solemne, mientras Grimma enrojecía progresivamente—, y expresiones como «por
favor» o «gracias» actúan como lubricante. Las hacen funcionar mejor. ¿Ha
quedado claro? —Se volvió hacia los jóvenes ayudantes, que lo miraban
desconcertados—. Buscadme un palo lo bastante largo para alcanzar la cabina
—les pidió—. Por favor.
Los gnomos se apresuraron a obedecer.
III. Y los gnomos jóvenes dijeron:
«Puede que nuestro destino sea el mismo de nuestros padres: conducir el
Camión. ¿Cómo fue el Gran Viaje en Camión?».
IV. Y Dorcas
respondió: «Fue espantoso.
V. »Así es como fue».
De El libro de los gnomos,
Ranas extrañas, Cap. 2, vv. III—V
|
9
La cabina era muy parecida a la del
camión que los había llevado desde la Tienda hasta allí. Traía a la mente
viejos recuerdos.
— ¡Caramba! —exclamó Sacco—. ¿Y entre
todos condujimos un trasto de éstos?
—Entre varios cientos —asintió Dorcas
con orgullo—. Tu padre fue uno de ellos. Tú y los demás niños ibais atrás, con
vuestras madres.
— ¿Y las niñas? —preguntó Nuty.
—Las niñas, también. Lo siento, ha sido
un desliz —se excusó Dorcas—. Es que, en mis tiempos, las niñas siempre estaban
junto a sus madres. Y no es que esté en contra de que ahora tengáis más
libertad —se apresuró a añadir, pues no deseaba encontrarse ante otra Grimma—.
De verdad, no estoy en contra en absoluto.
—Ojalá hubiera sido mayor cuando el Gran
Viaje en Camión —suspiró Nuty—. Debió de ser grandioso.
—Yo por poco me muero de miedo
—respondió Dorcas.
Los demás gnomos recorrieron la cabina
como turistas en una catedral, boquiabiertos. Nuty intentó pisar un pedal.
—Asombroso —murmuró para sí.
—Sacco, sube ahí y quita las llaves
—indicó el viejo inventor—. Los demás, no os descuidéis, por favor. Los humanos
pueden volver en cualquier momento. Nuty, deja de hacer esos ruidos, brummm,
brummm. Las chicas bien educadas no hacen esas cosas —añadió con
convicción.
Sacco trepó por el eje del volante y
quitó las llaves del contacto mientras el resto de jóvenes husmeaba por la
cabina.
Grimma no estaba con ellos. No había
querido subir a la cabina. De hecho, se había quedado muy callada en la
calzada, con una expresión hosca en el rostro.
Sin embargo, había sido necesario
decirle todo aquello, se dijo Dorcas. El inventor echó una ojeada a la cabina.
«Veamos —pensó—. Ya tenemos la batería y el carburante... ¿Hay algo más que
Jekub pueda necesitar?»
— ¡Eh! ¡Que todo el mundo vaya saliendo!
—ordenó—. Nuty, deja de intentar moverlo todo. Sería preciso el esfuerzo de
todos juntos para mover la palanca de cambios. Vámonos, antes de que regresen
los humanos.
Se encaminó hacia la portezuela, pero
escuchó un chasquido a su espalda.
—He dicho que nos vayamos... ¿Qué
creéis que estáis haciendo?
Los jóvenes gnomos lo miraron con los
ojos como platos.
—Probar si podemos mover esa palanca de
cambios, Dorcas —respondió Nuty—. Si se empuja este botón...
— ¡No toquéis el botón! ¡No lo toquéis!
El primer indicio que tuvo Grimma de que
algo iba mal fue un desagradable chirrido y un cambio de luminosidad.'
El camión se movía. No muy deprisa,
puesto que los neumáticos delanteros estaban aplastados, pero la calzada tenía
la pendiente necesaria. Sí, el camión se movía y el hecho de que hubiera
iniciado la marcha lentamente no significaba que no hubiese algo de gigantesco
e imparable en aquel movimiento.
Grimma lo contempló llena de horror.
La calzada descendía entre altos taludes
hacia la carretera principal..., y la vía del tren.
— ¡Dije que no tocarais ese botón! ¿Me
habéis oído decir que lo tocarais? ¡No! ¡Os he dicho que no lo hicierais!
Los aterrados gnomos lo miraron con las
bocas abiertas en una hilera de oes.
— ¡Eso no es la palanca de cambios! ¡Es
el freno de mano, idiotas!
Para entonces, todos podían captar el
chirrido y la ligera vibración.
—Eh... —dijo Sacco con voz temblorosa—,
¿qué es el freno de mano, Dorcas?
—Es lo que mantiene inmóvil el camión en
las cuestas y sitios así. ¡No os quedéis ahí! ¡Ayudadme a devolverlo a su
posición anterior!
Muy despacio, la cabina empezaba a dar
bandazos. Decididamente, el camión se estaba moviendo. El freno de mano, en
cambio, no obedecía. Dorcas lo empujó con todas su fuerzas hasta que empezó a
ver chiribitas azules y púrpura ante los ojos.
— ¡Pero si sólo he pulsado el botón del
extremo de la barra! —balbuceó Nuty—. ¡Sólo quería ver para qué servía!
—Sí, sí, está bien... —Dorcas miró a su
alrededor. Lo que necesitaba era una palanca. Una palanca y una cincuentena de
gnomos. Pero lo que más necesitaba era no estar allí.
Avanzó tambaleándose por el piso de la
cabina hasta la portezuela y se asomó. El seto pasaba ante sus ojos bastante
lentamente, como si no tuviera una prisa especial por llegar a ninguna parte,
pero la calzada bajo las ruedas ya resultaba borrosa a la vista.
«Podríamos saltar —pensó—. Con suerte,
no nos romperíamos nada. Y con aún más suerte, podríamos evitar las ruedas.» El
inventor se preguntó a sí mismo si se sentía muy tocado por la suerte, en
aquellos momentos.
«No mucho», se contestó.
Sacco apareció a su lado.
—Tal vez, si tomáramos un buen
impulso... —empezó a proponer.
Se escuchó un ruido sordo en el instante
en que el camión golpeaba el talud, daba un bandazo y volvía a la calzada.
Los gnomos se mantuvieron en pie a duras
penas.
—Pero quizá no sea una idea demasiado
buena... —añadió Sacco—. ¿Qué vamos a hacer ahora, Dorcas?
—Esperar —respondió el inventor—. Me
parece que los taludes mantendrán el camión en la calzada y supongo que acabará
deteniéndose. —Un nuevo bandazo del vehículo lo hizo sentarse bruscamente—.
Queríais saber qué se experimentaba viajando en un camión, ¿verdad? Pues bien,
ahora ya lo sabéis.
Se produjo un nuevo golpe. Una rama
enganchó la portezuela, hizo que se abriera por completo y por último, con un
terrible ruido metálico, la arrancó de la cabina.
— ¿Era así? —gritó Nuty para hacerse oír
por encima del estruendo. Para asombro de Dorcas, ahora que el peligro
inmediato había pasado, la joven gnoma parecía disfrutar mucho con la
situación. «Estamos criando unos gnomos nuevos», pensó. Los jóvenes no le
tenían tanto miedo a las cosas. Sabían que existía otro mundo mayor.
Antes de responder, carraspeó.
—Bueno, sí, es muy parecido al Gran
Viaje en Camión, salvo que ahora avanzamos en la oscuridad y entonces veíamos
por dónde íbamos —dijo al fin—. Me parece que deberíamos sujetarnos a alguna
parte. Por si el camión salta demasiado.
El camión rodó calzada abajo y cruzó la
carretera principal. Un coche se salió a la cuneta para evitarlo y otro camión
consiguió detenerse al final de cuatro largas bandas de caucho quemado sobre el
asfalto mojado.
Ninguno de los gnomos que ocupaban la
cabina advirtió lo que sucedía. Lo único que notaron fue otro ruido sordo
cuando el camión salvó con un ligero bote el arcén del otro lado de la
carretera y continuó por la secundaria en dirección a la vía del tren. A ambos
lados de ésta, acompañadas del destello de unas luces rojas, estaban bajando
las barreras.
Sacco asomó la cabeza por el hueco de la
portezuela arrancada.
—Acabamos de cruzar una carretera
—anunció.
— ¡Ah! —respondió Dorcas.
—Un coche ha dado un golpe por detrás a
otro y un camión ha terminado atravesándose en la vía —continuó Sacco.
— ¡Ah! Menos mal que hemos pasado,
entonces —comentó Dorcas—. Se ve que por ahí hay muchos conductores peligrosos.
El sonido crepitante de los neumáticos
deshinchados sobre la calzada de grava fue cediendo. Se oyó el crujido de algo
que se rompía detrás del camión; éste dio un par de botes más y, por fin, se
detuvo tras un nuevo golpe.
Oyeron un ruido ronco, atronador.
Los gnomos oyen las cosas de manera
distinta de los humanos y el agudo timbre de las alarmas que anunciaban la
prohibición de cruzar el paso a nivel sonó a sus oídos como el tañido doliente
de una antigua campana.
—Nos hemos detenido —dijo Dorcas, y
pensó: «Podríamos haber pisado el pedal del freno. Podríamos haber buscado algo
con que presionarlo. Debo de estar haciéndome demasiado viejo. En fin...»—.
¡Vamos, no perdáis tiempo! Saltemos del camión. Vosotros, los jóvenes, no
tendréis problemas para hacerlo.
— ¡Cómo! ¿Y qué vas a hacer tú? —dijo
Sacco.
—Yo esperaré a que hayáis saltado todos
y, luego, os pediré que me sujetéis —dijo Dorcas con cierto regocijo—. Ya no
soy tan joven, ¿sabéis? Vamos, empezad a evacuar.
Los gnomos descendieron torpemente,
agarrándose al borde del estribo y saltando de allí al suelo.
Dorcas bajó cuidadosamente hasta el
saliente y se sentó con los pies colgando sobre el vacío.
El suelo parecía muy lejano.
Debajo de él, Nuty tiraba del brazo de
Sacco con aire respetuoso.
—Eh..., Sacco —murmuró con gesto
nervioso.
— ¿Qué sucede?
—Observa ese raíl metálico de ahí.
—Sí, ¿qué le pasa?
—Por el lado de allá hay otro —dijo
Nuty, indicándolo con la mano.
—Ya lo veo —replicó Sacco, malhumorado—.
¿Y qué? No veo que estén haciendo nada.
—Estamos justo en medio de los dos
—explicó la joven gnoma—. Sólo he pensado que debía... No sé, que debía
comunicártelo. Y también está el sonido de esa especie de campana.
—Yo también lo oigo —concedió Sacco con
irritación—. Ojalá cesara.
—Pues me preguntaba qué será ese ruido.
— ¿Quién sabe por qué suceden las cosas?
—Sacco se encogió de hombros—. ¡Vamos, Dorcas, por favor! No tenemos todo el
día.
—Me estoy preparando —respondió Dorcas
sin alzar la voz.
Nuty se alejó del grupo, abatida, y
contempló uno de los raíles. Era liso y reluciente.
Y parecía cantar.
Se agachó. Sí; en efecto, el raíl emitía
un leve zumbido. Lo cual era extraño, pues los pedazos de metal no hacían
ningún ruido, normalmente. Al menos, por sí solos.
Alzó la vista hacia el camión.
Y al verlo allí, detenido entre las
luces destellantes y los raíles relucientes, el mundo pareció cambiar
ligeramente y una idea horrible se abrió paso en su cabeza.
— ¡Sacco! —exclamó con un escalofrío
¡Sacco, estamos justo en mitad de la Vía del Tren!
Muy lejos, algo emitió un ruido
prolongado y doliente. Dos ruidos prolongados y dolientes, el segundo de
ellos más largo y quejumbroso que el otro.
Piip piiiiip.
Piip piiiiip.
Desde la verja de la cantera, Grimma
tenía una buena visión de la calzada de grava hasta el aeropuerto del fondo.
Vio el tren y el camión.
El tren también había visto al camión.
De pronto, empezó a hacer el sonido largo y chirriante de los pedazos de metal
en apuros. En el momento preciso del choque con el camión, dio la impresión de
ir ya muy despacio. Incluso consiguió mantenerse en los raíles.
Los fragmentos de camión salieron
volando en todas direcciones, como un cohete de feria.
I. Nisodemo les dijo: « ¿Dudáis de que
pueda detener el poder de Orden?».
II. Y ellos
respondieron: «Hum...».
De El libro de los gnomos,
Ranuras, vv. I-II
|
10
Un nutrido grupo de gnomos, encabezado
por Nisodemo, llegó corriendo desde la cantera y se apiñó ante la verja.
— ¿Qué ha sucedido? ¿Qué ha sucedido?
—Yo lo he visto todo —afirmó un gnomo de
mediana edad—. Estaba de guardia y he visto a Dorcas subir al camión con
algunos de sus ayudantes. Entonces, el camión ha empezado a rodar ladera abajo
y ha cruzado la carretera y se ha detenido justo en la vía del tren y
entonces..., entonces...
— ¡Había prohibido husmear en esas
máquinas infernales! —tronó Nisodemo—. Y también había ordenado que no se
montaran más guardias, ¿verdad? Arnold Bros (fund. en 1905) vela por nosotros,
humildes gnomos, y eso debe bastarnos.
—Sí..., bien..., Dorcas dijo que no
estaría de más que le echáramos una mano, por decirlo de algún modo —respondió
el gnomo, nervioso—. Y también dijo...
— ¡Os di órdenes! —chilló
Nisodemo—. ¡Debéis obedecerme todos! ¿Acaso no detuve el camión gracias al
poder de Arnold Bros (fund. en 1905)?
—No —respondió Grimma con voz serena—.
No lo hiciste tú. Fue Dorcas. Y lo hizo con unos clavos que arrojó a la
calzada.
Se produjo un silencio intenso,
horrorizado. Mientras duró, Nisodemo fue poniéndose, poco a poco, blanco de
ira.
— ¡Mentira! —gritó por último.
—No —insistió Grimma, paciente—. Fue
obra de Dorcas. En realidad, él ha hecho montones de cosas para ayudarnos, y
nosotros nunca se lo hemos agradecido ni le hemos pedido nada por favor, y ahora
está muerto...
Se oían sonar unas sirenas en la
carretera principal y se advertía un gran revuelo en torno al tren, detenido en
la vía. También se observaban varias luces azules que centelleaban allí abajo.
Los gnomos se revolvieron, inquietos, y uno de ellos dijo:
—Pero Dorcas no ha muerto realmente,
¿verdad? Seguro que no. Supongo que habrá saltado en el último momento. Una
persona tan lista como él...
Grimma contempló la multitud con
desánimo. Vio entre los gnomos a los padres de Nuty, una pareja muy callada y
paciente con la cual apenas había intercambiado unas palabras. Ahora, sus
rostros estaban abatidos y surcados de arrugas de preocupación. Finalmente,
concedió:
—Sí. Tal vez hayan salido a tiempo.
—Es más que probable —murmuró otro
gnomo, tratando de mostrarse animoso—. Dorcas no es un tipo que vaya muñéndose
por ahí. Seguro que no, cuando lo necesitamos.
Grimma asintió. Luego, añadió:
—Bien, creo que los humanos se estarán
preguntando qué sucede aquí arriba. Pronto descubrirán de dónde salió el camión
y subirán a investigar. Y me temo que vendrán bastante enfadados.
Pero Nisodemo se humedeció los labios y
replicó:
— ¡No les tendremos miedo! Nos
enfrentaremos a ellos y los desafiaremos. ¡Hum! Los trataremos con desprecio.
No necesitamos a Dorcas. No necesitamos nada, salvo la fe en Arnold Bros (fund.
en 1905). ¡Clavos en la calzada, bah!
—Si salís enseguida —propuso Grimma—, es
probable que podáis alcanzar el granero a pesar de la nieve que aún queda. Me
parece que la cantera no va a ser un lugar muy seguro, dentro de poco.
Hubo algo en su modo de pronunciar
aquellas frases que desencadenó el nerviosismo de los reunidos. Por lo general,
Grimma gritaba o discutía, pero esta vez hablaba con toda calma. Y eso era
absolutamente impropio en ella.
—Vamos —continuó—. Tenéis que salir
enseguida. Y deberéis llevar toda la comida y equipaje que podáis cargar.
Adelante.
— ¡No! —gritó Nisodemo—. ¡No va a irse
nadie! ¿Acaso pensáis que Arnold Bros (fund. en 1905) os fallará? ¡Yo os
protegeré de los humanos, hum!
Allá abajo, un coche con las luces
azules destellantes en el techo se alejó del tumulto en torno al tren, cruzó la
carretera principal y empezó a subir lentamente el camino de la cantera.
— ¡Invocaré el poder de Arnold Bros
(fund. en 1905) para que aplaste a los humanos! —gritó Nisodemo.
Los gnomos pusieron cara de disgusto.
Arnold Bros no había aplastado nunca a nadie, en la Tienda. Simplemente, la
había fundado y se había ocupado de que los gnomos llevaran una vida cómoda y
no demasiado azarosa; aparte de colocar rótulos en las paredes, no había
intervenido apenas en sus asuntos. Ahora, de pronto, se pasaba el tiempo
enfadado y molesto, y aplastando gente. Todo aquello era muy desconcertante.
— ¡Me quedaré aquí y desafiaré a esos
horribles secuaces de Orden! —volvió a aullar Nisodemo—. ¡Les enseñaré una
lección que nunca olvidarán!
Los demás gnomos no dijeron nada. Si
Nisodemo quería plantarse delante de un coche, era asunto suyo.
— ¡Todos los
desafiaremos! —añadió.
— ¿Eh? ¿Qué...? —replicó uno de los
gnomos.
— ¡Hermanos, mantengámonos aquí, firmes
y resueltos, y mostrémosle a Orden que estamos unidos en nuestra decisión!
¡Hum! ¡Si creéis de verdad en Arnold Bros (fund. en 1905), no os sucederá
ningún mal!
El vehículo de la luz destellante estaba
ya a media cuesta. Pronto cruzaría la explanada frente a la verja, donde
todavía colgaba, inútil, el candado roto.
Grimma abrió la boca, dispuesta a decir:
«No seáis estúpidos, hatajo de idiotas. Arnold Bros (fund. en 1905) no quiere
que os pongáis delante de los coches. Yo he visto con mis propios ojos qué le
sucede a un gnomo si se pone delante de un coche. Cuando éste ha pasado, los
parientes tienen que enterrarlo en un sobre».
La gnoma se disponía a decir todo
aquello, pero decidió no hacerlo. Durante meses y meses, mucha gente había
estado diciéndoles a los gnomos lo que debían hacer. Tal vez era momento de
poner fin a aquello.
Vio que varios rostros preocupados se
volvían hacia ella y alguien preguntó:
— ¿Qué debemos hacer, Grimma?
—Sí —dijo otra voz—. Grimma es una
Conductora y ellos siempre saben qué se debe hacer.
La gnoma les dirigió una mueca que
quería ser una sonrisa.
—Haced lo que os parezca mejor.
Un coro de jadeos sofocados le
respondió.
—Sí, claro —dijo uno de los gnomos—,
pero, en fin..., Nisodemo dice que seremos capaces de detener esa cosa si
estamos convencidos de poder hacerlo. ¿Tiene razón o no?
—No lo sé —respondió Grimma—. Tal vez
vosotros podáis. En cuanto a mí, estoy segura de que no.
Tras esto, dio media vuelta y se
alejó rápidamente en dirección a los barracones.
—Permaneced firmes —ordenó Nisodemo, que
no había prestado atención a los preocupados diálogos que se habían producido a
su espalda. Tal vez era incapaz de prestar atención a nada, salvo a las
vocecillas que sonaban en lo más profundo de su cabeza.
—«Haced lo que os parezca mejor»
—murmuró otro gnomo—. ¿Qué clase de ayuda es ésa?
Los cientos de gnomos permanecieron
apiñados, observando el vehículo que se acercaba. Nisodemo se colocó
ligeramente por delante de la multitud, con los brazos en alto.
El único sonido que se escuchaba era el
crepitar de los neumáticos sobre la grava.
Si un pájaro hubiese observado la
cantera durante los segundos que siguieron, se habría asombrado.
Bueno, probablemente no. Los pájaros son
animales algo estúpidos y bastante trabajo tienen para distinguir las cosas
normales como para advertir las insólitas. Pero si hubiera sido un ave de
inteligencia extraordinaria —un pájaro mina, tal vez, o un loro desviado miles
de kilómetros de su rumbo por algún vendaval—, sin duda habría pensado:
«Oh, ahí hay un gran hueco en la
montaña, con varios viejos barracones oxidados y una valla a la entrada.
»Y un coche con una luz azul en el techo
que está cruzando una verja de la valla.
»Y un puñado de puntitos negros en el
suelo, delante del coche. Uno de los puntitos está muy quieto, justo delante
del vehículo, y los otros, los otros...»
Los otros puntitos se dispersan y
corren. Corren para salvar la vida.
De Nisodemo no se encontró ni rastro,
pese a que una brigada de gnomos con mucho estómago regresó a la verja mucho
tiempo después para investigar entre el barro y las rodadas.
Así surgió entre los gnomos el rumor de
que tal vez, en el último instante, había dado un brinco y se había agarrado a
alguna pieza del coche y se había encaramado a éste. Y de que se había quedado
allí, demasiado avergonzado para presentarse ante los demás gnomos, hasta que
el coche regresó al lugar del que había venido. Y de que allí se había apeado
Nisodemo para vivir el resto de su existencia en silencio y sin armar más
alborotos. A su modo, se dijeron, había sido un buen gnomo. Uno podía opinar lo
que quisiera de él, pero era indiscutible que Nisodemo estaba convencido de lo
que decía y que había hecho lo que creía adecuado; por ello, parecía justo que
se hubiera salvado y siguiera en el mundo, en alguna parte.
Eso era lo que comentaban entre ellos, y
lo que escribieron en El libro de los gnomos.
Lo que pensara cada uno en esos momentos
íntimos antes de caer dormidos..., bueno, eso quedaba para su intimidad.
Los humanos deambularon lentamente en
torno al tren y a los restos del camión. Muchos otros vehículos habían
aparecido a lo que, para los humanos, era una gran velocidad. Muchos de ellos
llevaban luces azules en el techo.
Los gnomos habían aprendido a
preocuparse por las cosas con luces azules destellantes en el techo.
El Land Rover que había subido a la
cantera también estaba allí. Uno de los humanos que había llegado en él
señalaba el destrozado camión y gritaba a los demás. Había abierto el destrozado
compartimiento del motor y señalaba el hueco donde debería haber estado la
batería.
Junto a la vía del tren, la brisa mecía
las altas hierbas. Y algunas de las hierbas se agitaban sin la ayuda del
viento.
Dorcas había tenido razón. Allí donde
los humanos iban una vez, regresaban inevitablemente. La cantera les
pertenecía. Tres camiones habían aparcado frente a los barracones y los humanos
estaban por todas partes. Unos reparaban la verja y otros descargaban cajas y
bidones de los camiones. Uno incluso había entrado en la oficina del encargado
para adecentarla.
Los gnomos se refugiaron donde pudieron
y prestaron atención, atemorizados, a los sonidos que se producían encima de
ellos. Por pequeños que fueran, no había muchos sitios donde pudieran ocultarse
dos mil gnomos.
Fue un día muy largo. En las sombras
bajo algunos de los cobertizos, en la oscuridad tras unos fardos, algunos
incluso sobre las vigas polvorientas debajo de los techos de hojalata, los
gnomos lo pasaron como mejor pudieron.
Algunos escaparon por un pelo de ser
descubiertos. El viejo Munby, de Confitería, y la mayor parte de su familia
quedaron expuestos a la luz y casi cegados por ella cuando un humano apartó la
caja vieja bajo la cual se ocultaban. Sólo se salvaron gracias a una rápida
carrera hasta el abrigo de un montón de latas. Gracias a eso y al hecho de que
los humanos nunca se fijaban en lo que hacían.
Sin embargo, eso no fue lo peor.
Lo peor fue mucho peor.
Los gnomos permanecieron sentados en la
ruidosa oscuridad, sin atreverse a hablar siquiera y observando cómo su mundo
se esfumaba. No porque los humanos odiaran a los gnomos, sino porque no se
daban cuenta de su presencia.
Por ejemplo, estaba la electricidad de
Dorcas. El inventor había dedicado mucho tiempo a conectar cables y encontrar
un modo seguro de robar electricidad de la caja de fusibles. Un humano los
arrancó sin pensarlo dos veces, hurgó en el interior con un destornillador y
cambió la caja por otra nueva con un candado. Después, el humano reparó el
teléfono.
Los gnomos de la Tienda necesitaban la
electricidad. No recordaban haber vivido nunca sin ella. Para ellos, la luz
eléctrica era una cosa tan natural como el aire. Y, ahora, el suyo era un mundo
de insondables tinieblas.
Y el terror continuó sin tregua. Los
ásperos tablones del suelo se estremecieron sobre sus cabezas, causando una
lluvia de polvo y astillas. Unos tambores metálicos retumbaron como truenos,
acompañados de un martilleo continuo. Los humanos habían vuelto y estaban
decididos a quedarse.
Pese a todo, al fin se marcharon. Cuando
la luz del día desapareció del cielo invernal como una barra de hierro al
enfriarse, los humanos subieron a sus vehículos y se marcharon camino abajo.
Pero antes de irse hicieron algo
desconcertante. Los gnomos tuvieron que apretujarse para ocultarse a la vista
cuando los humanos levantaron uno de los tablones del suelo de la oficina. Una
mano enorme colocó una pequeña bandeja en el abarrotado espacio bajo el piso.
Después, el tablón fue devuelto a su sitio y se hizo de nuevo la oscuridad.
Los gnomos aguardaron en las sombras,
preguntándose por qué los humanos les ofrecían comida, después del día que les
habían hecho pasar. La bandeja contenía un montón de harina. No era gran cosa
en comparación con la comida de la Tienda, pero a los gnomos, que llevaban todo
el día incómodos y hambrientos, les pareció suficiente.
Varios jóvenes se acercaron. El aroma
que desprendía la harina resultaba muy apetitoso.
Uno de ellos cogió un puñado.
— ¡No la comas!
Grimma se abrió paso entre los gnomos
apelotonados.
— ¡Pero si huele muy...! —empezó a
protestar uno de los jóvenes.
— ¿Habéis olido alguna vez algo
parecido?
—preguntó ella. —Bueno, no...
—Entonces, no podéis estar seguros de
que no os hará daño, ¿verdad? Escuchad. Yo conozco eso que hay en la bandeja.
En el lugar donde vivíamos antes de llegar a la Tienda, cerca de nuestro
refugio, había un local junto a la carretera donde acudían los humanos a comer
y, a veces, encontrábamos montones de eso entre los cubos de basura de la parte
de atrás. ¡Esa especie de harina mata a quien la come!
Los gnomos contemplaron la inocente
bandeja. ¿Comida que lo mataba a uno? Vaya tontería...
—Una vez hubo en la Tienda una carne
enlatada... —apuntó uno de los gnomos más viejos—. Recuerdo que nos causó unos
buenos retortijones de vientre —añadió, lanzando una mirada esperanzada a
Grimma. Ésta, sin embargo, movió la cabeza en gesto de negativa.
—No es lo mismo —dijo—. Allí solíamos
encontrar ratas muertas en los alrededores. Y no tenían una muerte muy
agradable —añadió, y el recuerdo le provocó un escalofrío.
— ¡Oh!
Los gnomos contemplaron de nuevo la
bandeja. Y encima de ellos se escuchó un golpe sordo.
Uno de los humanos seguía en la cantera.
El humano estaba sentado en la vieja
silla giratoria de la oficina del encargado, leyendo un periódico.
Los gnomos echaron un cauteloso vistazo
por un agujero en un nudo de la madera. Distinguieron unas botas enormes, unos
grandes pliegues de pantalón, una chaqueta como una montaña y, muy por encima,
el brillo lejano de una luz eléctrica sobre una cabeza calva.
Al cabo de un buen rato, el humano dejó
el periódico y alargó la mano hacia el escritorio que tenía a un lado. Los
gnomos que lo espiaban vieron un paquete de bocadillos más alto que cualquiera
de ellos y un termo que humeó al abrirlo, llenando la oficina de un aroma a
sopa.
Los vigías se descolgaron de su atalaya
para informar a Grimma. Ésta estaba sentada junto a la bandeja de la comida
envenenada y había ordenado a seis de los gnomos más ancianos y sensatos que
montaran guardia en torno a ella para impedir que los niños se acercaran.
—No hace nada —le contaron—. Sigue ahí
sentado. Lo hemos visto asomarse a la ventana un par de veces.
—Entonces, se quedará ahí toda la noche
—dijo Grimma—. Supongo que los humanos se preguntarán quién les ha causado
todos estos problemas.
— ¿Qué vamos a hacer?
Grimma se sentó con la barbilla entre
las manos.
—Podríamos ir a esos grandes cobertizos
en ruinas del otro extremo de la cantera —dijo finalmente.
—Pero Dorcas dijo..., Dorcas decía que
los viejos cobertizos eran muy peligrosos —protestó un gnomo, precavido—. A
causa de todo ese material acumulado. Muy peligrosos, decía.
— ¿Más que esto? —replicó Grimma, con
una pizca de su antigua ironía.
—Tienes razón...
—Por favor, Grimma... —intervino una
gnoma joven que, como las demás de su edad, sentía un temor reverencial hacia
Grimma por el modo en que ésta gritaba a los hombres y por el hecho de leer
mejor que cualquiera. La muchacha sostenía en brazos un bebé y hablaba en un
tono respetuoso.
— ¿Qué sucede, Sorrit? —preguntó Grimma.
—Por favor... Los niños empiezan a estar
muy hambrientos, Grimma. Aquí abajo no tenemos nada adecuado para darles de
comer.
La muchacha dirigió una mirada de
súplica a Grimma y ésta asintió. Los almacenes de alimentos estaban bajo los
otros barracones, o lo que quedaba de ellos. El principal depósito de patatas
había sido descubierto por los humanos, y tal vez era ésta la razón de que
hubieran colocado la bandeja con el veneno. Además, con el humano allá arriba no
podían encender fuego y, de todos modos, tampoco tenían carne. Hacía días que
nadie salía de caza puesto que, según Nisodemo, Arnold Bros (fund. en 1905) se
encargaría de proveerlos de comida.
—Me parece que, tan pronto como haya luz
suficiente, deberían salir a dar una batida todos los cazadores cuya presencia
aquí no sea imprescindible.
Los gnomos estudiaron la propuesta de
Grimma. Aún quedaba mucho para el amanecer. Para un gnomo, una noche era como
tres días completos...
—Hay mucha nieve —apuntó uno de ellos—.
Eso significa que tendremos agua suficiente.
—Tal vez nosotros, los adultos, podamos
pasarnos sin comer, pero los niños no lo soportarán —apuntó Grimma.
—Ni los ancianos —añadió un gnomo—. Esta
noche volverá a helar. No disponemos de electricidad y no podemos encender una
hoguera en el Exterior...
El grupo permaneció sentado, con la
mirada fija en el suelo. Y Grimma pensó para sí: «Nadie discute, nadie
refunfuña... Las cosas están tan serias que los gnomos ni siquiera protestan o
se culpan entre ellos». Al cabo de un rato, preguntó:
—Bien, entonces, ¿qué pensáis vosotros
que debemos hacer?
I. «Saldremos del entarimado.
II. »Surgiremos
del subsuelo.
III. »Y desearán
no habernos visto nunca».
De El libro de los gnomos,
Humanos, vv. I-III
|
11
El humano bajó el periódico y prestó
atención.
Creyó escuchar un crujido junto a la
pared y una especie de arañazos bajo el suelo.
Volvió los ojos hacia la mesa que tenía
a su lado.
Un grupo de pequeños seres estaba
arrastrando su paquete de bocadillos por encima de la mesa.
El humano parpadeó. Después, soltó un
rugido e intentó levantarse de la silla. Y no fue hasta que casi se había
incorporado del todo cuando descubrió que tenía ambos pies firmemente atados a
las patas de la silla.
El gigante cayó hacia adelante. Una
multitud de aquellos minúsculos seres apareció de debajo de la mesa, moviéndose
con tal rapidez que sus ojos apenas podían seguirlo, y rodearon sus brazos
extendidos con un viejo cable eléctrico. En cuestión de segundos, el humano se
encontró inmovilizado —torpe, pero muy firmemente—entre el mobiliario de la
oficina.
Los gnomos vieron cómo movía sus grandes
ojos a un lado y a otro.
Lo vieron abrir la boca y lanzar un
mugido. Unos dientes como láminas amarillentas se cerraron con un chasquido, en
dirección a ellas. Las ataduras resistieron.
Los bocadillos resultaron ser de queso y
embutido y el termo, una vez que quitaron la tapa, estaba lleno de café.
—Comida de la Tienda —comentaron los
gnomos—. Buena comida de la Tienda, como la que allí teníamos.
Los gnomos siguieron invadiendo la
oficina por todas las rendijas y ratoneras. Cerca de la mesa había un fuego
eléctrico y los pequeños seres se sentaron en solemnes hileras ante la barra
roja incandescente, o se dedicaron a vagar por la abarrotada oficina.
— ¡Lo hemos conseguido! ¡Igual que en
ese libro de Gulliver! —se felicitaron—. ¡Cuanto mayores son, más dura es la
caída!
Se formó una escuela de pensamiento que
propugnaba matar al humano, cuya mirada enloquecida seguía a los gnomos que se
movían de un lado a otro. Entonces fue cuando encontraron la caja.
Estaba en uno de los estantes. Era
amarilla y en la parte frontal tenía el dibujo de una rata de aspecto muy
desgraciado, junto a unas grandes letras rojas que decían RATICIDA. En la parte
de atrás...
Grimma frunció el entrecejo mientras
trataba de leer las palabras en letra pequeña de la parte de atrás.
—Aquí dice: « ¡Lo prueban, pero no
vuelven a buscar más!» —informó—. Y, al parecer, contiene
polidiclorometilinolona-4 —leyó de corrido—. No tengo idea de qué es eso... «En
un abrir y cerrar de ojos, elimina de la casa todos los...»
Hizo una pausa.
— ¿Los qué? ¿Los qué? —preguntaron los
gnomos, que seguían con atención sus palabras. Grimma bajó el tono de voz.
—Dice: «En un abrir y cerrar de ojos,
elimina de la casa todos los pequeños inquilinos molestos...» ¡Es veneno! ¡Es
esa especie de harina que pusieron bajo los tablones!
El silencio que siguió a sus palabras
estuvo cargado de rabia. Los gnomos habían criado a muchos niños en la cantera
y tenían una opinión muy firme sobre el uso del veneno.
— ¡Deberíamos hacérselo comer al humano!
—propuso uno de ellos—. ¡Deberíamos llenarle la boca de esa polidi...,
polidacrotilona o como se diga! ¡Pequeños inquilinos molestos!
—Me parece que los humanos nos habían
tomado por ratas —apuntó Grimma.
—Y eso ya te parece bien ¿verdad?
—replicó un gnomo con un tonillo de sarcasmo—. Las ratas son animales
correctos. Nunca hemos tenido problemas con ellas. Al menos, ninguno que
justifique ir por ahí dándoles comida envenenada.
De hecho, los gnomos se habían llevado
bastante bien con las ratas de la cantera, probablemente porque su líder era
Bobo, que había sido animal de compañía de Angalo cuando vivían en la Tienda.
Las dos especies se trataban con la cordialidad distante de quienes podían
comerse entre ellos en caso de apuro, pero habían decidido no hacerlo.
—Sí, las ratas nos agradecerán que las
libremos de un humano —prosiguió el gnomo.
—No —replicó Grimma—. Creo que no
debemos hacer tal cosa. Masklin siempre decía que los humanos son casi tan
inteligentes como nosotros. No se puede ir por ahí envenando seres
inteligentes.
— ¡Pues ellos lo han intentado! —Ellos
no son gnomos. No saben comportarse. Además, sé razonable: por la mañana
vendrán más humanos y, si encuentran muerto a uno de los suyos, nos veremos en
un buen lío.
En eso, Grimma tenía razón. Sin embargo,
acababa de suceder algo que ningún gnomo recordaba que se hubiera hecho hasta
entonces: se habían dejado ver por un humano. Habían tenido que hacerlo, so
pena de morir de hambre y frío, pero no había modo de saber adonde los llevaría
aquello. Cómo terminaría era más fácil de deducir. Lo más probable era
que terminara mal.
—Ve y deja esto donde las ratas no
puedan alcanzarlo —dijo Grimma.
—Creo que deberíamos administrarle un
poco al humano, para que lo cate... —insistió el gnomo.
— ¡No! Llévate el veneno. Nos quedaremos
aquí el resto de la noche y nos marcharemos antes de que claree.
—Está bien. Si así lo quieres... Sólo
espero que no lo lamentemos más adelante, eso es todo.
Los gnomos se llevaron la temible caja
de raticida.
Grimma avanzó hasta donde yacía el
humano. Para entonces, éste ya estaba perfectamente atado y no podía mover un
dedo. Tenía el mismo aspecto que la imagen de aquel Gulliver, o como diablos se
llamara, salvo que los gnomos habían recurrido a algo que sus antepasados del
grabado no habían conocido: el cable eléctrico. En la cantera lo había en gran
cantidad y era mucho más resistente que la cuerda. Además, esta vez los gnomos
estaban mucho más enfadados. Gulliver no se había dedicado a conducir un gran
camión por toda la cantera y a poner veneno bajo los tablones.
Los gnomos le habían registrado los
bolsillos y habían apilado su contenido. Entre los objetos había un gran retal
cuadrado de tela blanca, con el que un grupo de gnomos había conseguido tapar
la boca del gigante cuando sus mugidos empezaron a resultar irritantes.
Ahora, los gnomos rodeaban al gigante y
observaban con atención los ojos de éste mientras daban cuenta de unas migajas
de bocadillo.
Los humanos no pueden entender a los
gnomos, cuyas voces son demasiado rápidas y agudas, como chillidos de
murciélago. Probablemente, daba igual.
—Yo digo que busquemos algo afilado y se
lo clavemos —propuso un gnomo—. En todas las partes blandas.
—Podríamos probar con unas cerillas
—asintió una gnoma entrada en años, ante la sorpresa de Grimma.
—Y unos clavos —añadió un gnomo de
mediana edad.
El humano gruñó tras la mordaza y tiró
de las ataduras.
—Podríamos arrancarle todo el cabello
—insistió la gnoma—. Y podríamos...
—Hazlo, entonces —la interrumpió Grimma,
apareciendo tras ellos.
Los gnomos se volvieron. — ¿Qué?
—Hazlo tú, si es lo que quieres —repitió
Grimma—. Ahí lo tienes, justo delante de ti. Haz lo que quieras.
— ¿Quién, jo? —La gnoma retrocedió—. Yo
no... No me refería a mí. Me refería a..., a todos nosotros. A la
sociedad de los gnomos.
—Ahí tienes, pues —insistió Grimma—. Y
la sociedad de los gnomos sólo son los individuos que la formamos. Además, no
está bien hacer daño a los prisioneros. Lo leí en un libro que se titula Convención
de Ginebra. Cuando uno tiene a alguien a su merced, no debe causarle daño.
—Pues a mí me parece el mejor momento
—replicó un gnomo—. Yo digo que les demos mientras no puedan responder. Además,
son humanos; no es lo mismo que si fueran personas de verdad.
Pese a sus palabras, el gnomo retrocedió
también, arrastrando los pies.
—Desde luego, es curioso —comentó la
gnoma entrada en años, ladeando la cabeza—. Si una observa sus rostros de
cerca, se parecen mucho a los nuestros. Sólo que más grandes.
Uno de los gnomos miró a hurtadillas los
ojos asustados del humano.
—Tiene la nariz llena de pelos, ¿verdad?
—dijo—. Y las orejas, también.
—Y son enormes —asintió la gnoma.
—Con unas narizotas tan grandes, casi
dan lástima.
Grimma estudió los ojos del gigante. Si
los humanos eran parecidos a los gnomos, pero en grande, también debían de
tener inteligencia, se dijo. Y con aquellos ojos tan enormes, seguro que alguna
vez debían de haber visto a algún gnomo. Masklin había dicho que llevaban ahí
miles de años. En todo ese tiempo, los humanos debían de haber advertido su
presencia.
Debía de haber habido una época en que
habían sabido que los gnomos eran seres reales, continuó pensando Grimma, pero
con el tiempo se habían convencido de que sólo eran duendes, espíritus
traviesos. Tal vez porque no habían querido compartir el mundo.
El humano la estaba mirando fijamente.
Grimma no tuvo la menor duda al respecto.
¿Podrían compartirlo?, se preguntó. Los
humanos vivían en un mundo grande, lento y duradero, mientras los gnomos lo
hacían en uno pequeño, rápido y breve. No había modo de entenderse. Los humanos
ni siquiera eran capaces de ver un gnomo, a menos que éste se quedara inmóvil
como estaba Grimma en aquel momento. «Nos movemos demasiado deprisa para ellos
—pensó—. Ni siquiera creen que existamos.» Contempló detenidamente aquellos
grandes ojos asustados.
«Nunca hemos intentado... ¿cómo era esa
palabra...?, comunicarnos con ellos. Al menos, no lo hemos hecho como es
debido, considerándolos personas reales, con auténticos pensamientos propios.
¿Cómo podríamos decirles que somos de verdad y que realmente estamos aquí?»
Aunque tal vez no fuera el mejor momento
para iniciar la comunicación. Tal vez debería intentarlo en otra ocasión,
cuando su interlocutor no estuviera tendido en el suelo, atado e inmovilizado
por unas pequeñas criaturas a las que apenas podía ver y en cuya existencia no
creía. Nada de rótulos, nada de gritos, se dijo Grimma. Sólo intentar que nos
comprendan.
¿No sería asombroso que pudieran
lograrlo? Los humanos podían hacer los trabajos lentos y pesados y, a cambio,
los gnomos podían encargarse de..., de las cosas pequeñas y rápidas. Ocuparse
de las cosas que aquellos dedos enormes no alcanzaban... ¡pero nada de pintar
flores o de remendar zapatos...!
— ¿Grimma? ¡Tendrías que ver esto,
Grimma! —dijo una voz a su espalda.
Los gnomos se apiñaron en torno a una
cosa blanca en un rincón de la oficina. Grimma reconoció de qué se trataba. Era
una de aquellas grandes hojas de papel impreso que el humano había estado
mirando...
Los gnomos habían extendido la hoja
sobre el suelo. Era muy parecida a la primera que habían visto, salvo que ésta
se titulaba «LÉALO PRIMERO EN LA GACETA VESPERTINA DE BLACKBURY»; el resto
volvía a ser aquella serie de letras gruesas, compuestas de puntos, algunas de
ellas casi del tamaño de la cabeza de un gnomo.
Grimma meneó la suya tratando de
encontrar sentido a las palabras. Los libros le resultaban bastante fáciles de
comprender, pero los periódicos parecían utilizar otro idioma distinto. Estaban
llenos de «SONDEOS» y «CRACKS» y de imágenes borrosas de humanos sonrientes
estrechando la mano de otros humanos («COLECTA CONSIGUE 455 $ PARA SOS DE
HOSPITAL»). Grimma no tenía problemas para entender las palabras una a una,
pero, cuando intentaba unirlas en frases, o bien no tenían el menor sentido o
decían algo que resultaba increíble («CENTRO CÍVICO MONTA JUERGAS»).
—No, es eso de ahí —indicó uno de los
gnomos—. En esa página. Mira; algunas de esas palabras son las mismas que la
última vez. ¡Aja! ¡Aquí habla de Su Nieto, de treinta y nueve!
Grimma leyó de cabo a rabo una historia
sobre alguien que criticaba severamente el plan de otro respecto a alguna cosa.
Y, en efecto, había una imagen borrosa
de Su Nieto, de treinta y nueve, bajo las palabras «TROPIEZO PARA LA TV
ESPACIAL».
Grimma se arrodilló y estudió las letras
más pequeñas de debajo de la foto.
— ¡Lee en voz alta! —pidió una voz.
—«Richard Arnold, el presidente del grupo Arnco, con sede central en Blackbury,
dijo hoy en Florida que los científicos siguen tratando de re..., recuperar el
control del Arnsat 1, el proyecto multi..., multimillonario de sate...,
satélite de comunicaciones que...»
Los gnomos se miraron, perplejos. —
¿Otro millonario más? —se preguntaron—. ¿Quién será ese Arnsat 1?
—«Tras el feliz des..., despegue de ayer
desde Florida —continuó leyendo Grimma, sin saber muy bien a qué se refería el
texto—, había grandes esperanzas de que el Arnsat 1 empezara sus tras...,
misiones en el día de hoy. Sin embargo, el satélite está enviando una serie de
señales incom..., incomprensibles. "Es como una especie de código",
ha explicado Richard Arnold, de treinta y nueve...»
Al escuchar esto último, se produjo un
murmullo de expectación entre los gnomos.
—«"Parece como si pensara por sí
mismo"», terminó de leer Grimma. Había otro párrafo más donde se hablaba
de «problemas de conexión» y otros términos que Grimma no entendió, y no se
molestó en leerlo.
Entonces recordó que Masklin le había
hablado de las estrellas y de por qué se sostenían siempre allá arriba. Y se
acordó también de la Cosa. Masklin se la había llevado con él. La Cosa podía
hablar con la electricidad, ¿verdad? Y también podía escuchar la electricidad
de los cables y eso que llenaba el aire y que Dorcas había llamado «radio». Si
algo podía enviar señales extrañas, era la Cosa. «Tal vez vaya más lejos que
cuando el Gran Viaje en Camión», le había dicho Masklin.
—Están vivos —murmuró, sin dirigirse a
nadie en concreto—. Masklin y Gurder y Angalo... Están vivos y han llegado a
ese sitio llamado Florida.
Recordó las veces que Masklin había
intentado explicarle la historia del cielo y de la Cosa y de dónde procedían
los gnomos; ella nunca lo había entendido, en realidad, igual que Masklin no la
había comprendido a ella cuando le había hablado de las ranitas.
—Están vivos —repitió—. Sé que lo están.
No sé dónde ni cómo, exactamente, pero siguen vivos y tienen un plan, estoy
segura.
Los gnomos cruzaron entre ellos miradas
expresivas, y lo que expresaban en ellas era, más o menos: Grimma se engaña a
sí misma, pero prefiero que se lo diga otro gnomo más valiente que yo.
La abuela Morkie le dio unas suaves
palmaditas en el hombro.
—Claro que sí —murmuró con voz
tranquilizadora—. Y eso del «des—pegue» debe de ser algún tipo de desayuno. Me
alegro de que les haya sentado bien, porque apuesto a que necesitaban comer
algo. Y ahora, muchacha, yo que tú dormiría un poco.
Grimma tuvo un sueño.
Fue un sueño confuso. Casi siempre lo
son. Los sueños no llegan con todos los detalles pulidos. Soñó con grandes
ruidos y luces destellantes. Y con ojos.
Ojos pequeños, amarillos. Y Masklin, de
pie sobre una rama, ascendiendo entre las hojas y observando los ojillos
amarillentos.
«Estoy viendo lo que él hace en este
momento —pensó Grimma—. Masklin está vivo. Siempre he sabido que lo estaba, por
supuesto, pero el Espacio Exterior tiene más hojas de las que pensaba. O tal
vez nada de todo esto es real y sólo estoy soñando...»
En ese instante, alguien la despertó.
Grimma sabía que no conducía a nada
hacer conjeturas sobre el significado de los sueños, de modo que no lo hizo.
Por la noche volvió a nevar y sopló un
viento helado. Un grupo de gnomos salió a explorar los alrededores de los
cobertizos y regresó con un puñado de verduras en buen estado, pero,
lamentablemente, era muy poco para todos. El humano se quedó dormido al cabo de
un rato y empezó a roncar como si alguien cortara un grueso tronco con una
sierra fina.
—Los demás vendrán a buscarlo por la
mañana —avisó Grimma—. Para entonces, tenemos que habernos ido de aquí. Quizá
deberíamos...
Se detuvo a media frase y todos
prestaron atención. Algo se movía bajo los tablones del suelo.
— ¿Queda algún gnomo ahí abajo?
—cuchicheó Grimma.
Los gnomos más próximos a ella movieron
la cabeza en gesto de negativa. Nadie había preferido quedarse en el espacio
helado bajo el suelo, cuando podía gozar del calor y la luz de la oficina.
—Y no puede ser una rata... —añadió.
Entonces se escuchó una voz que llamaba
en el tono, mezcla de grito y de susurro, de quien quiere hacerse oír y, al
mismo tiempo, desea mantenerse lo más inadvertido posible.
La voz resultó ser la de Sacco.
Apartaron la tabla que los humanos
habían levantado y ayudaron a subir al joven gnomo. Sacco, cubierto de barro,
se tambaleó de agotamiento.
— ¡No encontraba a nadie! —dijo,
jadeante—. Buscaba por todas partes y no encontraba a nadie. Vimos que venían
camiones y, al encontrar las luces encendidas, pensé que los humanos aún
seguían aquí, pero entré y oí vuestras voces...
¡Tenéis que venir enseguida, porque se
trata de Dorcas!
— ¿Está vivo? —preguntó Grimma.
—Si no lo está, jura de maravilla para
tratarse de un muerto —respondió Sacco, dejándose caer al suelo.
—Pensábamos que estabais todos mu...
—empezó a decir Grimma.
—Estamos todos bien, excepto Dorcas. Se
hizo daño saltando del camión. ¡Vamos enseguida, por favor! —insistió el joven
Sacco, incorporándose con un gran esfuerzo.
—Tú no pareces en condiciones de ir a
ninguna parte —sentenció Grimma, poniéndose en pie—. Limítate a decirnos dónde
está.
—Lo subimos hasta media cuesta, pero
estábamos agotados y dejé allí a los demás para adelantarme en busca de ayuda
—explicó Sacco—. Están bajo el seto y... —Su mirada se posó en la mole roncante
del humano. Después, se volvió hacia Grimma—. ¿Habéis capturado a un humano?
—preguntó, trastabillando de costado—. Necesito un poco de descanso. Estoy tan
fatigado... —replicó vagamente, antes de derrumbarse hacia adelante.
Grimma lo cogió a tiempo y lo dejó en el
suelo con toda la suavidad posible.
—Que alguien lo lleve a un lugar
caliente y le dé algo de comer, si queda —ordenó, sin dirigirse a nadie en
particular—. Y quiero que algunos de vosotros me ayudéis a buscar a los demás.
¡Vamos! La noche no está como para pasarla afuera.
La expresión de algunos gnomos indicaba
claramente que estaban de acuerdo con aquel último comentario y que entre la
gente que no debía estar fuera en una noche así, estaban ellos mismos.
— ¡Pero si cae una nevada tremenda!
—protestó uno—. ¡Con la nieve y a oscuras, no los encontraremos nunca!
Grimma le dirigió una mirada furibunda.
— ¡Claro que sí! ¡Con toda esta nieve y
a oscuras, podemos encontrarlos! ¡Como no podremos encontrarlos
será quedándonos aquí, calientes y bien iluminados! ¡De eso podéis estar
seguros!
Varios gnomos se abrieron paso entre la
multitud reunida en torno a Grimma. Esta reconoció a los padres de Nuty y a los
de otros jóvenes aprendices de Dorcas. Un considerable alboroto surgió de
debajo de la mesa, donde se habían agrupado los gnomos más ancianos para
mantenerse calientes y poder refunfuñar a gusto.
—Yo voy también —dijo la abuela Morkie—.
Me irá bien respirar un poco de aire fresco. ¿Por qué me miráis así?
—Creo que deberías quedarte aquí, abuela
—sugirió Grimma con suavidad.
—No me vengas ahora con remilgos para
viejos, muchacha —replicó la abuela, dándole unos golpecitos en el hombro con
el extremo del bastón—. Yo ya andaba por la nieve profunda cuando tú ni habías
sido concebida. —Se volvió hacia el resto de los gnomos y añadió con orgullo—:
No sucederá nada si actuáis con sensatez y vais dando gritos para saber en todo
momento dónde está cada uno. Recuerdo que aún no tenía un año cuando colaboré
en la búsqueda del tío Joe. Fue una nevada tremenda, sí señor. Cayó de pronto,
mientras los hombres estaban de caza. Sí señor, encontramos al tío Joe casi
entero.
—Está bien, abuela —se apresuró a
intervenir Grimma. Volviéndose hacia los demás, les dijo—: Bueno, nos vamos...
Finalmente, salieron unos quince gnomos,
muchos de ellos por pura vergüenza.
Bajo la luz amarilla de las ventanas del
barracón, los copos de nieve se veían hermosos. Pero, cuando llegaban al suelo,
resultaban muy desagradables.
Los gnomos de la Tienda odiaban realmente
la nieve del Exterior. En la Tienda también la había, rociada sobre los
Productos de la época de la Campaña de Navidad, pero no era fría. Y los copos
de nieve eran unas cosas grandes y bonitas que colgaban del techo, sujetas con
unos hilos. ¡Aquellos sí que eran copos de nieve como era debido!, y no esas
cosas horribles que tenían buen aspecto mientras flotaban en el aire, pero
luego se convertían en una sustancia húmeda y helada que se acumulaba sobre el
suelo.
Y que ya les llegaba hasta las rodillas.
—Lo que debéis hacer —los instruyó la
abuela Morkie— es levantar el pie muy arriba y dejarlo caer con fuerza, así. No
es difícil.
La luz del barracón iluminaba la
cantera, pero la calzada era un túnel oscuro que conducía a la noche.
—Dispersaos —indicó Grimma—. Pero seguid
juntos
—Dispersarnos y seguir juntos —murmuraron
los demás. Un gnomo ya maduro levantó la mano.
—Por la noche no hay tordos, ¿verdad?
—preguntó con voz cauta.
—No, desde luego que no —contestó
Grimma.
— ¡Pues claro que no hay tordos por la
noche, bobo! —corroboró la abuela Morkie.
Todos parecieron aliviados al
escucharla.
—No, señor. Por la noche hay zorros
—añadió entonces la vieja, con gesto presumido—. Grandes zorros grises. Con el
frío, están siempre hambrientos. Y tal vez haya algún búho. —Se frotó la
barbilla—. Unos diablos muy astutos, esos búhos. Nunca los oyes hasta que los
tienes casi encima. —La abuela descargó un bastonazo en la pared—. Tened los
ojos muy abiertos. Y vigilad dónde ponéis el pie. De lo contrario os pasará lo
que a mi tío Joe: un zorro se le llevó el pie por andar distraído y luego tuvo
que llevar una pata de madera. Estaba palidísimo.
Los intentos de la abuela Morkie para
animar a la gente tenían algo que siempre los estimulaba a moverse. Cualquier
cosa era preferible a dejarse animar otra vez.
Los copos de nieve se apelmazaban sobre
las hierbas secas y los helechos de ambos lados del camino. De vez en cuando,
una masa de nieve resbalaba de una hoja y caía., a veces en la calzada y,
más a menudo, sobre los gnomos que avanzaban por ella dando tumbos.
Caminaron sondeando los montículos de nieve y escrutando con precaución los
hoyos en sombras bajo el seto, mientras los copos seguían cayendo con su suave
silencio crepitante. Tordos, búhos y otros muchos espantos del Exterior
acechaban tras cada sombra.
Al fin, la luz quedó atrás y se guiaron
únicamente por el resplandor de la propia nieve. A veces, uno de ellos llamaba
sin alzar la voz y todos se detenían a escuchar. Hacía mucho frío.
La abuela Morkie se detuvo bruscamente.
—Un zorro —anunció—. Lo huelo. El olor a zorro es inconfundible. Apesta.
Los gnomos se apretujaron y lanzaron
temerosas miradas a la oscuridad que los envolvía.
—Pero podría no andar ya por aquí
—añadió la abuela—. Ese olor permanece mucho tiempo. Los gnomos se relajaron un
poco. —Vamos, abuela —murmuró Grimma. —Sólo pretendía ser útil —replicó la
abuela Morkie—. Si no quieres que os ayude, sólo tienes que decirlo.
—Me parece que lo estamos haciendo mal
—dijo Grimma—. Estamos buscando a Dorcas, y estoy segura de que alguien como él
no se quedaría sentado al descubierto. Dorcas sabe que hay zorros y habrá
buscado un lugar abrigado y lo más seguro posible para él y los chicos.
El padre de Nuty se adelantó. —Si
observas en qué dirección cae la nieve —dijo, titubeante—, verás que el aire
acondicionado sopla hacia allí —señaló—, de modo que acumula más nieve en ese
lado de las cosas que en ese otro. Entonces, seguro que intentarán apartarse lo
más posible del aire acondicionado, ¿no os parece?
—Cuando sopla en el Exterior, ese aire
se llama viento —lo corrigió suavemente Grimma—. Pero tienes razón. Eso
significa... —volvió la vista hacia los setos— que estarán al otro lado del
seto. En el campo, pegados al terraplén. Vamos.
Se abrieron paso entre las masas de
hojas muertas y las ramitas cargadas de nieve hasta salir al campo abierto del
otro lado.
Era un paraje desolado. Unos cuantos
montículos de hierba muerta se alzaban sobre la interminable extensión nevada.
Varios gnomos dejaron escapar un gemido.
Era el tamaño, se dijo Grimma.
Soportaban la cantera, la espesura por encima de ésta e incluso la calzada,
porque gran parte de ella quedaba cerrada y uno podía imaginar que había una
especie de paredes a su alrededor. Pero aquello era demasiado grande para
muchos de ellos.
—Manteneos cerca del seto —indicó, con
un ánimo que realmente no sentía—. Ahí no hay tanta nieve.
« ¡Oh, Arnold Bros (fund. en 1905)!
—pensó la gnoma—. Dorcas no cree en ti, y yo, desde luego, tampoco, pero, si
pudieras existir aunque sólo fuera el tiempo suficiente para permitirnos
encontrarlos, todos te estaríamos muy agradecidos. Y si, además, pudieras
detener la nevada y devolvernos a todos a la cantera sanos y salvos, también
nos harías un gran favor.»
Era una tontería, se dijo. Masklin
siempre insistía en que, si había algún Arnold Bros (fund. en 1905), estaba de
algún modo dentro de nuestras cabezas, ayudándonos a pensar.
Grimma se dio cuenta de que estaba
mirando la nieve.
«¿Por qué hay un agujero ahí?», pensó.
IV. No queda
Ningún Sitio adonde ir, y debemos Marcharnos.
De El libro de los gnomos,
Salidas, Cap. 3, v. IV
|
12
—Pensé que eran conejos —dijo Grimma.
Dorcas le dio unas palmaditas en la
mano.
—Bien hecho —murmuró débilmente.
—Cuando Sacco se marchó —explicó Nuty—,
estábamos en la calzada y empezaba a hacer frío de verdad, de modo que Dorcas indicó
que lo lleváramos al otro lado del seto y... bueno, fui yo quien comentó que a
veces se veían conejos en este campo; entonces, Dorcas propuso buscar una
madriguera de conejo. La encontramos, y ya pensábamos pasar aquí toda la noche.
— ¡Ay! —exclamó el viejo inventor.
—No armes ese escándalo. No te he hecho
daño —replicó la abuela Morkie animadamente, mientras le examinaba la pierna—.
No tienes nada roto, sólo una buena torcedura.
Los gnomos de la Tienda inspeccionaron
la madriguera con interés y cierto grado de aprobación. Era un lugar
reconfortantemente cerrado.
—Es muy probable que vuestros
antepasados vivieran en agujeros como éste —comentó Grimma—. Con algunas
estanterías y otras cosas, por supuesto.
—Esto es muy agradable —asintió un
gnomo—. Y hogareño. Es casi como estar bajo el suelo.
—Pero apesta un poco —apuntó otro.
—Eso se debe a los conejos —dijo Dorcas,
indicando con un gesto de la cabeza las sombras más profundas del Exterior—.
Los hemos oído merodear por los alrededores pero no han hecho acto de
presencia. Nuty dice que ha creído detectar a un zorro husmeando por la zona
hace un rato.
—Será mejor que te llevemos de vuelta lo
antes posible —dijo Grimma—. No creo que ningún zorro se atreva a molestar a un
grupo numeroso como el nuestro. Al fin y al cabo, todos los zorros de la
comarca saben quiénes somos y han aprendido que, quien se come a un gnomo, es
zorro muerto.
Los gnomos arrastraron los pies,
inquietos. Lo que decía Grimma era cierto, sin duda. El problema estaba en que,
según ellos, quien de veras lo lamentaría sería aquel único gnomo al que
devoraría el zorro. Que éste lo fuera a pasar mal después no le serviría de
gran consuelo al devorado.
Además, todos estaban empapados y
ateridos y la madriguera, aunque no habría parecido una propuesta muy agradable
antes de dejar la cantera, resultaba de pronto mucho más acogedora que la
horrible noche del Exterior. El grupo de rescate había pasado ante una decena
de madrigueras de conejo en su penosa marcha, llamando a Dorcas y los suyos
desde la boca oscura de cada una de ellas, hasta que por fin habían oído la voz
de Nuty contestándoles.
—En realidad, no creo que debamos
preocuparnos —apuntó Grimma—. Los zorros aprenden enseguida, ¿verdad, abuela?
— ¿Eh? —respondió ésta.
—Les decía a todos que los zorros
aprenden enseguida —repitió Grimma, desesperada.
— ¡Oh, sí! Tienes mucha razón —asintió
la abuela Morkie—. Cualquier zorro es capaz de desviarse mucho de su camino
para encontrar el bocado más apetitoso. Sobre todo cuando el tiempo es frío.
— ¡No me refería a eso! ¿Cómo haces para
conseguir que todos tus comentarios suenen tan horribles?
—Desde luego, no es eso lo que pretendo
—gruñó la abuela, con una mueca de desdén.
—Tenemos que volver —declaró Dorcas con
voz firme—. Esta nieve no va a desaparecer de momento y creo que podré caminar
si me apoyo en alguien.
—Podemos prepararte una camilla —propuso
Grimma—. Aunque, en realidad, no queda gran cosa adonde volver.
—Sí, vimos a los humanos cuando subían
por el camino —intervino Nuty—, pero tuvimos que andar hasta el túnel de los
tejones sin poder seguir ningún rastro debido a la nieve. Después, quisimos
atajar por los campos al pie de la colina pero fue una mala decisión, porque
los campos estaban arados con surcos profundos. No hemos comido nada desde que
salimos —añadió.
—Pues no esperes gran cosa —le informó
Grima—. Los humanos han arrasado la mayor parte de nuestras despensas. Nos han
tomado por ratas.
—Bueno, eso no es tan malo —opinó
Dorcas—. Hace tiempo, en la Tienda, solíamos inducirlos a pensar que lo éramos.
Los humanos ponían trampas y, cuando yo era joven, acostumbrábamos cazar ratas
en el sótano para colocarlas en esas trampas.
—Ahora utilizan comida envenada —dijo
Grimma.
—Mal asunto.
—En marcha. Volvamos todos enseguida.
La nieve seguía cayendo, pero de manera
irregular, como si las últimas existencias de copos estuvieran siendo vendidas
de saldo. Al este se apreciaba una línea de luz rojiza.; no era el
amanecer, sino la promesa del amanecer. Y no parecía muy estimulante. Cuando se
alzara el sol, quedaría oculto tras las capas de nubes.
Cortaron unos pedazos de tallo seco de
perifollo silvestre para improvisar una especie de camilla para Dorcas, que
transportarían cuatro gnomos. El inventor estaba en lo cierto respecto al
abrigo que proporcionaba el seto. En efecto, la nieve no era allí muy profunda,
pero el suelo repleto de hojas viejas, ramas y desperdicios compensaba de sobra
dicha ventaja. La marcha era muy lenta.
Ser humano debía de resultar estupendo,
se dijo Grimma mientras unas espinas del tamaño de sus dedos le desgarraban el
vestido. Masklin tenía razón: aquel mundo pertenecía, realmente, a los humanos.
Era del tamaño adecuado para ellos, de modo que podían ir adonde quisieran y
hacer lo que les apeteciera. «Nosotros, los gnomos —pensó Grimma—, creemos ser
los amos de las cosas y lo único que hacemos es vivir en rincones y lugares
apartados del mundo de los humanos, bajo sus suelos y robándoles cosas.»
Los demás gnomos avanzaban en un cauto
silencio. El único ruido, aparte del crujido de la nieve y las hojas bajo los
pies, era el de la abuela Morkie comiendo algo. Al parecer, había encontrado un
puñado de bayas de espino en un arbusto y estaba dando cuenta de una de ellas
con visibles muestras de satisfacción. La abuela había ofrecido las bayas a sus
acompañantes, pero éstos las habían encontrado amargas y desagradables.
—Supongo que es la falta de hábito
—murmuró la vieja, vuelta hacia Grimma con gesto de disgusto.
«Pues todos vamos a tener que
encontrarle pronto el gusto», pensó Grimma sin hacer caso de la mirada dolida
de la abuela. La única esperanza de los gnomos, una vez que estuvieran de
vuelta en la cantera, era dividirse y abandonarla en pequeños grupos,
instalarse en el campo y volver a vivir en viejas madrigueras de conejos, comiendo
cualquier cosa que pudieran encontrar. Algunos grupos podrían sobrevivir al
Invierno, cuando murieran los viejos.
Y adiós a la electricidad, a la lectura,
a los plátanos...
«Pero yo esperaré en la cantera hasta
que Masklin regrese.»
— ¡Anímate, muchacha! —le dijo la abuela
Morkie, tratando de mostrarse amistosa—. No seas tan pesimista. Yo siempre digo
lo mismo: puede que no suceda lo peor.
Incluso la abuela se asustó cuando
Grimma la miró con una cara que había perdido todo su color. La muchacha abrió
y cerró la boca varias veces. Luego, muy lentamente, se inclinó hacia adelante,
cayó de rodillas y rompió a sollozar.
Aquello fue lo que más impresionó a los
demás. Grimma gritaba, protestaba, daba órdenes y se peleaba con todos, pero
oírla llorar... ¡Eso era terrible! ¡Era como si todo el mundo estuviera del
revés!
—Lo único que he hecho ha sido tratar de
animarla —murmuró la abuela Morkie.
Los gnomos, desconcertados, formaron un
círculo en torno a Grimma. Nadie se atrevía a acercarse a ella, pues podía
suceder cualquier cosa. Si uno intentaba darle unas palmaditas en la espalda y
decirle «vamos, vamos», podía suceder cualquier cosa. Podía arrancarle la mano
de un mordisco, o algo parecido.
Dorcas miró a los gnomos que lo
escoltaban, suspiró y se incorporó de su improvisada camilla. Se acercó a
Grimma renqueando y se agarró de la rama de un arbusto para sostenerse.
—Vamos, Grimma —dijo con voz
tranquilizadora—. Nos has encontrado y vamos de vuelta a la cantera. Todo va
bien...
— ¡No es verdad! ¡Tendremos que
trasladarnos otra vez! —protestó ella entre sollozos—. ¡Habrías estado mejor si
te hubieras quedado en esa madriguera! ¡Todo ha salido mal!
—Pues yo habría dicho que... —empezó a
decir Dorcas.
— ¡No tenemos comida, ni podemos detener
a los humanos! ¡Estamos atrapados en la cantera! ¡He intentado mantener juntos
a los gnomos, y ahora todo ha salido mal!
—Deberíamos habernos trasladado al viejo
granero en el primer momento —apuntó Nuty.
—Todavía podéis hacerlo —murmuró
Grimma—. Los jóvenes aún podrían conseguirlo. ¡Sí, podrían marcharse lo más
lejos posible!
—Pero... Sabes perfectamente que los
niños no soportarían la marcha y, sin duda, los ancianos no podrían avanzar con
esa nieve —dijo Dorcas—. ¿Tan desesperada estás?
— ¡Lo hemos intentado .todo, y las cosas
sólo han empeorado! ¡Creímos que encontraríamos una vida feliz en el Exterior y
ahora se nos está cayendo a pedazos!
Dorcas le dedicó una larga mirada
inexpresiva.
—Por mí, podemos darnos por vencidos
ahora mismo —insistió Grimma—. Podemos darnos por vencidos y dejarnos morir
aquí mismo.
Un silencio horrorizado siguió a sus
palabras.
Hasta que lo rompió la voz de Dorcas.
— ¡Eh, eh! ¿Estás segura? ¿Estás segura de
verdad?
El tono de su voz hizo que Grimma alzara
la vista.
Todos los gnomos estaban vueltos en la
misma dirección.
Y distinguió a un zorro que los
observaba.
Era uno de esos momentos en que el
propio Tiempo se congela. Grimma observó el destello verde amarillento de los
ojos del zorro y la nube de vapor de su aliento.
El animal llevaba la lengua colgando.
Parecía sorprendido.
Era nuevo en aquellas tierras y no había
visto nunca a un gnomo. Su mente, no muy despierta, intentaba relacionar el
hecho de que el aspecto de los gnomos —dos brazos, dos piernas y una
cabeza en la parte superior— era una forma que asociaba con los humanos y que
había aprendido a evitar, con la evidencia desconcertante de que el tamaño de
aquella especie de humano era el que siempre había considerado ideal para un
bocado.
Los gnomos se quedaron paralizados de
terror. No tenía objeto intentar huir. Un zorro tenía el doble de patas para
perseguirlos. Uno terminaba muerto de todos modos, pero al menos no terminaba
muerto y, encima, jadeante.
Entonces, se escuchó un gruñido.
Para sorpresa de los gnomos, surgió de
la garganta de Grimma.
La vieron agarrar el bastón de la abuela
Morkie, avanzar unos pasos y descargar un golpe en pleno hocico del zorro antes
de que éste tuviera tiempo de moverse. El animal lanzó un gañido y parpadeó,
desconcertado.
— ¡Lárgate! —exclamó Grimma—. ¿Cómo te
atreves a venir aquí?
Le lanzó un nuevo bastonazo y el zorro
apartó la cabeza. Grimma dio otro paso adelante y volvió a cruzarle el hocico
con un golpe de revés. El zorro tomó una decisión. Sin duda, un poco más allá
encontraría otra madriguera con conejos de verdad. Conejos que no lo golpeaban
a uno. Sí; decididamente, prefería los conejos.
Con un nuevo gañido, retrocedió con los
ojos fijos en Grimma y, por último, desapareció velozmente en la oscuridad.
Los gnomos respiraron.
— ¡Caramba! —murmuró Dorcas.
Grimma contempló el palo con aire
ausente y preguntó:
— ¿Qué decía antes de la interrupción?
—Decías que podíamos darnos por vencidos
y dejarnos morir aquí mismo —recordó la abuela Morkie con afán colaborador.
Grimma le lanzó una mirada colérica.
—No, no. Nada de eso —dijo—. Sólo me
sentía un poco cansada, eso es todo. Vámonos. Quedándonos aquí, corremos el
riesgo de morir.
—Y si nos movemos, también —murmuró
Sacco, con la vista fija en la oscuridad plagada de zorros.
—Eso no tiene gracia —soltó Grimma,
emprendiendo la marcha.
—No pretendía ser gracioso —replicó
Sacco con un escalofrío.
Encima de sus cabezas, inadvertida por
los gnomos, una estrella extrañamente luminosa zigzagueó en el firmamento. Era
pequeña, o tal vez era muy grande pero estaba muy lejos. Si alguien la hubiera
mirado el tiempo suficiente, habría distinguido que tenía forma de disco. Y
aquella estrella era la causante de gran cantidad de mensajes que surcaban el
aire por todo el mundo.
Parecía estar buscando algo.
Cuando llegaron por fin a la cantera,
descubrieron las luces vacilantes de otro grupo de gnomos que se disponía a
emprender la búsqueda de los ausentes. No con mucho entusiasmo, había que
reconocerlo, pero decididos a intentarlo.
Los vítores que se alzaron cuando corrió
la noticia de que todo el mundo estaba de vuelta sano y salvo casi hizo olvidar
a Grimma que habían regresado sanos y salvos a un lugar muy poco seguro.
Recordó haber leído en el libro de refranes algo que resumía perfectamente la
situación. No se le habían quedado las palabras exactas, pero era algo acerca
de saltar del fuego y caer en el sitio de donde surgía éste. Las «grasas», o
algo parecido.
Grimma condujo al grupo de rescate a la
oficina y escuchó en silencio a Sacco mientras éste, con muchas interrupciones,
relataba el momento en que Dorcas, presa de un repentino terror, había saltado
del camión y sus jóvenes ayudantes lo habían apartado de los raíles justo antes
de que llegara el tren. El episodio sonaba emocionante, valiente. «E inútil»,
pensó Grimma, pero se guardó de decirlo.
—Pero no fue tan terrible como pareció
—añadió Sacco—. El camión quedó destrozado, es cierto, pero el tren ni siquiera
descarriló. Todos lo vimos. Estoy muerto de hambre —dijo para concluir.
El joven gnomo exhibió una radiante sonrisa,
que se desvaneció como el sol en el ocaso.
— ¿No hay comida? —preguntó.
—Peor aún —respondió el gnomo—. Si por
casualidad tienes pan, lo único que podrías comer es un bocadillo de nieve.
Sacco reflexionó unos momentos sobre lo
que acababa de oír.
—Están los conejos —murmuró a
continuación—. En el campo donde estábamos había conejos.
—En el campo, sí; en la oscuridad...
—recordó Dorcas, que parecía tener algún plan rondando por su cabeza.
—Es cierto —reconoció Sacco.
—Y con ese zorro merodeando por aquí
—apuntó Nuty.
A Grimma le vino a la cabeza otro
refrán:
—Cuando la necesidad aprieta, uno se
encomienda al mismísimo Diablo.
Todos la miraron bajo la luz vacilante
de las cerillas.
— ¿Quién es ese Diablo?
—Una especie de personaje horrible que
vive bajo el suelo en un lugar muy caliente, me parece —explicó Grimma.
— ¿Como la sala de calderas de la
Tienda?
—Supongo que sí.
— ¿Acaso conduce algún tipo de vehículo?
—preguntó Sacco con evidente interés.
—No creo que conduzca ninguno, en
realidad —explicó Grimma, algo irritada—. La frase sólo significa que, a veces,
una se ve obligada a hacer las cosas.
—Entonces, no nos sirve de mucho. De
entrada, ahí abajo no tendríamos espacio suficiente.
Dorcas carraspeó. Parecía preocupado por
algo. Todo el mundo lo estaba, por supuesto, pero él parecía aun más inquieto
que el resto.
—Está bien —murmuró pausadamente.
Algo en su tono de voz hizo que los
demás gnomos le prestaran atención, y el inventor añadió:
—Será mejor que vengáis todos conmigo. Y
preferiría que no tuvierais que hacerlo, creedme.
— ¿Adonde nos llevas? —preguntó Grimma.
—A los viejos cobertizos. Los que están
junto a la excavación —explicó Dorcas.
—Pero ¡si están en ruinas! Y, además,
dijiste que eran muy peligrosos.
—Y lo son, os lo aseguro. Hay montones
de basura y chatarra, y latas de sustancias que los niños no deben tocar y
otras cosas parecidas... —Se mesó la barba con gesto nervioso y añadió—: Pero
hay otra cosa. Algo en lo que, por decirlo así, he estado trabajando. Una cosa
mía —continuó, mirando a Grimma a los ojos—. La cosa más maravillosa que he
visto nunca. Más incluso que las ranas en las flores. En cualquier caso...
—carraspeó de nuevo—, allí hay espacio suficiente para todos. Los suelos son de
tierra, pero los cobertizos son grandes y tienen muchos lugares para...,
esconderse.
Un ronquido del humano sacudió la
oficina.
—Además, no me gusta estar tan cerca de
ese gigante —añadió. Este último comentario despertó un murmullo general de
asentimiento—, ¿Habéis pensado qué vamos a hacer con él?
—Algunos querían matarlo, pero no creo
que sea buena idea —dijo Grimma—. Me parece que los demás humanos se enfadarían
muchísimo, si lo hiciéramos.
—Además, no me parece correcto —apuntó
Dorcas.
—Ya sé a qué te refieres.
—Entonces... ¿qué vamos a hacer con él?
Grimma observó detenidamente el inmenso
rostro. Cada uno de sus poros y de sus cabellos era de dimensiones enormes. Se
le hizo extraño pensar que, si había criaturas más pequeñas que los gnomos,
gentecilla tal vez del tamaño de una hormiga, también su rostro les produciría
la misma impresión. Si consideraba el asunto filosóficamente, la cuestión de
qué era grande y qué pequeño se reducía a una cuestión de perspectiva.
—Lo dejaremos como está —respondió por
último—. Pero... ¿tenemos algún papel por aquí?
—En el escritorio hay un montón
—respondió Nuty.
—Ve a buscarme unos cuantos, por favor.
Y tú, Dorcas, siempre llevas encima algo para escribir, ¿verdad?
Dorcas rebuscó en los bolsillos hasta
encontrar un trozo de lápiz.
—No lo gastes todo —dijo—. No sé si podré
conseguir más.
Nuty no tardó en volver, arrastrando una
hoja de papel amarillento. En la cabecera, con gruesas letras negras, había
impresas unas palabras: «Extractora de Grava y Arena de Blackbury, S.A.».
Debajo, se leía otra palabra: «Factura».
Grimma permaneció unos instantes
pensativa; después, chupó la punta del lápiz y se puso a escribir unas letras
de gran tamaño.
— ¿Qué haces? —preguntó Dorcas.
—Intento comunicarme —explicó Grimma
mientras trazaba con cuidado una nueva palabra, apretando con fuerza.
—Siempre he creído que merecía la pena
intentarlo, pero ¿te parece el momento adecuado? —insistió Dorcas.
—Sí —replicó la gnoma. Terminó la última
palabra y, al tiempo que devolvía la mina de lápiz al viejo inventor, le pidió
su opinión.
Las letras estaban un poco ladeadas, el
trazo era bastante irregular y sus conocimientos de gramática y ortografía no
eran comparables a su facilidad para la lectura, pero el mensaje quedaba
bastante claro.
—Yo no habría puesto eso —murmuró Dorcas
tras leerlo.
—Tal vez no, pero es lo que he puesto yo.
—Desde luego. —Dorcas apartó la mirada—.
Bueno, al fin y al cabo es una comunicación, sin duda. No se puede hacer mucho
más que eso, para comunicarse. De acuerdo.
Grimma intentó dar a su voz un tono
entusiasta cuando dijo:
— ¡Y ahora, veamos esa sorpresa que
guardas en el cobertizo!
Dos minutos más tarde, el barracón de la
oficina estaba vacío de gnomos y el humano roncaba en el suelo, con una mano
extendida.
En ella había un pedazo de papel, y en
éste se leía:
«Extractora de Grava y Arena de
Blackbury, S.A.
Factura
Podemos Haber Te Matado DEJAZNOS
EN PAS»
En el Exterior, había ya bastante luz y
la nevada había cesado.
—Verán nuestras huellas —dijo Sacco—.
Incluso los humanos advertirán tantas pisadas.
—No importa —respondió Dorcas—. Limitaos
a llevar a todo el mundo a los viejos cobertizos.
— ¿Estás seguro, Dorcas? ¿Estás
realmente seguro de que es una buena idea? —insistió Grimma.
—No.
Se unieron a la columna de gnomos que se
colaba apresuradamente por una grieta de la oxidada plancha de hierro ondulado y
penetraron en la enorme cámara del cobertizo, en la que retumbaban las
voces.
Grimma miró a su alrededor. El óxido y
el tiempo habían abierto grandes agujeros en las paredes y el techo. En los
rincones se amontonaban de cualquier manera latas viejas y rollos de cable,
junto a fragmentos metálicos de extrañas formas y tarros de mermelada con
clavos en el interior. Todo apestaba a aceite.
— ¿Qué es eso que nos querías enseñar?
—preguntó a Dorcas.
El inventor señaló las sombras del otro
extremo del cobertizo, pero la gnoma sólo alcanzó a distinguir algo enorme e
impreciso.
—Parece..., parece una especie de gran
tela...
—Está..., hum..., está debajo. ¿Ha
entrado todo el mundo? —Dorcas formó una bocina con ambas manos alrededor de la
boca, se volvió hacia Nuty y repitió, a gritos—: ¿Ha entrado todo el mundo? —Después,
añadió en tono normal—: Tengo que saber dónde están todos. No quiero que nadie
se asuste, pero tampoco quiero que haya por medio más gente de la
imprescindible.
— ¿Imprescindible? ¿Para qué? —quiso
saber Grimma, pero Dorcas no hizo caso de la pregunta.
—Sacco, tú y algunos de los chicos traed
esas cosas que ocultamos en el seto. Vamos a necesitar la batería, eso seguro,
y en realidad no estoy seguro de cuánto carburante pueda haber.
— ¡Dorcas! ¿Qué es todo esto? —exclamó Grimma con un taconeo
impaciente. No era la primera vez que lo veía ponerse de aquella manera.
Cuando, el viejo inventor empezaba a pensar en máquinas o en cosas que podría
hacer con sus manos, se olvidaba de la gente. Hasta le cambiaba la voz.
Dorcas le dirigió una mirada larga y
pausada, como si viera por primera vez a la muchacha. Después, bajó la vista al
suelo.
—Será mejor que..., que pases y veas
—dijo al fin—. Necesitaré que me ayudes a explicárselo todo a los demás. Para
ese tipo de cosas eres mucho mejor que yo.
Grimma lo siguió por el suelo helado
mientras los últimos gnomos entraban en el cobertizo y se acurrucaban junto a
las paredes, recelosos. Dorcas la condujo bajo la sombra de la lona, que
formaba una especie de enorme caverna polvorienta.
A corta distancia, en la penumbra, se
alzaba un neumático parecido al de un camión, pero mucho más rugoso que
cualquiera de los que había visto nunca.
— ¡Oh! ¡No es más que un camión!
—murmuró, no muy segura—. Tienes un camión ahí dentro, ¿no es eso?
Dorcas no respondió. Se limitó a señalar
hacia arriba.
Grimma alzó la mirada. Y luego siguió
levantándola. Hasta fijarla en la boca de Jekub.
IV. Y Dorcas
dijo: «Éste es Jekub, la Gran Bestia con dientes.
V. »La Necesidad aprieta. Si es preciso
conducir, conduzcamos de nuevo».
De El
libro de los gnomos,
Jekub, Cap. 2, vv. IV-V
|
13
A veces, las palabras también necesitan
música. A veces, las descripciones no bastan. Los libros deberían escribirse
con banda sonora, como las películas.
Unas notas graves de órgano, tal vez.
Pa pa pa PAAA.
Grimma se quedó pasmada.
«No puede estar vivo de verdad —pensó,
desesperada—. No está a punto de devorarme. Dorcas no me habría traído aquí si
supiera que había un monstruo a punto de devorarme. No voy a asustarme. No
estoy asustada en absoluto. ¡Soy una gnoma racional y no estoy asustada!»
—Creo que esas ruedas tan rugosas son
para mejorar la adherencia sobre el piso —dijo Dorcas. Su voz le sonó a Grimma
muy lejana—. Le he echado un buen vistazo, ¿sabes?, y en realidad no tiene nada
estropeado. Sólo es viejo...
La mirada de Grima recorrió el enorme
cuello amarillo del monstruo.
Pa pa pa POOOM.
—Luego pensé: seguro que podría ponerlo
en marcha. Esos motores Diesel son muy sencillos, aunque no estoy seguro de qué
son estos conductos..., hidrálicos, creo que se llaman; por suerte,
encontré en una banqueta un librito muy útil, titulado Manual de
mantenimiento, y me he dedicado a poner grasa en los puntos convenientes y
a limpiar las piezas.
Pa pa pa PAAA.
—Supuse que los humanos o quienes fueran
terminarían por volver, de modo que he estado ahí arriba estudiando los
controles y, ¿sabes una cosa?, posiblemente es más fácil de conducir que el
camión..., excepto esas palancas extra del sistema hidrálico, por
supuesto, pero eso no debería ser problema si hay suficiente combustible y
eso...
Dorcas se detuvo al advertir el mutismo
de Grimma.
— ¿Qué es? —preguntó ésta.
—Te lo estoy diciendo —respondió el
viejo inventor—. Es fascinante. ¿Ves? Estos conductos bombean alguna
sustancia que hace moverse esas piezas de ahí; entonces, los pistones son
empujados hacia afuera y hacen mover esa especie de brazo de ahí...
—No te pregunto qué hace, sino qué es
este monstruo —insistió Grimma con impaciencia.
— ¿No te lo estoy diciendo? —preguntó
Dorcas con aire cándido—. Si lo que quieres saber es cómo se llama, mira ahí
arriba. Verás su nombre pintado.
Grimma miró hacia donde señalaba el
viejo. Enseguida, frunció el entrecejo.
—JE..., KU..., B —leyó—. ¿Jekub? ¿Qué clase de nombre es ése?
—No lo sé —respondió Dorcas—. No soy
experto en nombres. En cualquier caso, suena bien. Ven por aquí.
La gnoma lo siguió como sonámbula y, una
vez más, volvió la vista hacia las tinieblas bajo la lona.
—Observa —dijo Dorcas—. Supongo que con eso
no habrá confusión posible...
— ¡Oh! —Grimma se llevó la mano a la
boca.
—Sí —añadió Dorcas—. Lo mismo pensé yo
la primera vez que lo vi. Pensé: bien, sí, es una especie de camión, y entonces
llegué aquí y descubrí que era un camión con...
— ¡... con dientes! —terminó la frase
Grimma con un jadeo—. Con unos enormes dientes metálicos.
—Exacto —asintió Dorcas con gesto de
orgullo—. Jekub. Una especie de camión. Un camión con dientes.
Po POOOM.
—Y... ¿funciona?
—Debería funcionar. Sí, debería hacerlo.
He revisado todo lo que he podido. Sus principios básicos son los mismos que
los de un camión, pero hay un montón de palancas extra y otras cosas que...
— ¿Por qué no me habías hablado de esto?
—quiso saber Grimma.
—No sé. Porque no hubo necesidad,
supongo —respondió Dorcas.
— ¡Pero si es enorme! ¡No debías
guardarte esto para ti solo!
—Todo el mundo necesita tener algo que
ocultar a los demás —repuso Dorcas—. En cualquier caso, el tamaño no importa.
Resulta, yo diría, perfecto... —Dio unas palmaditas en la rueda de profundos
surcos y prosiguió—: Cuentan que los humanos creen que alguien hizo el mundo, y
que tardó siete días. Pues bien, cuando vi a Jekub por primera vez, me dije:
¡Sí, señor, y eso fue lo que utilizó!
Su mirada se perdió en las sombras.
—Lo primero que debemos hacer es quitar
la lona —indicó—. Creo que resultará muy pesada, de modo que necesitaremos la
ayuda de muchos gnomos. Será mejor que estén sobre aviso. Jekub puede resultar
un poco aterrador la primera vez que uno lo ve.
—A mí no me ha asustado en absoluto
—declaró Grimma.
—Ya lo sé —respondió Dorcas—. He visto
la cara que ponías.
Los gnomos miraron a Grimma expectantes.
—Lo importante —les dijo— es recordar
que es una especie de máquina. Es sólo una especie de camión, pero la primera
vez que lo veáis puede que os asuste su aspecto, de modo que coged de la mano a
los niños. Y apartaos deprisa y en orden cuando caiga la lona.
Hubo un coro de asentimientos.
—Muy bien. Agarrad.
Seiscientos gnomos escupieron en la
palma de las manos y agarraron el borde de la pesada tela.
—Cuando os lo diga, quiero que tiréis
con fuerza.
Todos los gnomos se prepararon para el
esfuerzo.
— ¡Tirad!
Las arrugas de la lona se alisaron hasta
desaparecer.
— ¡Tirad!
La lona empezó a moverse. Luego,
mientras se deslizaba sobre el perfil anguloso de Jekub, su propio peso empezó
a tirar de ella y...
— ¡Corred!
Cayó como un alud verde y grasiento,
formando una montaña de pliegues, pero nadie se fijó en ello pues el sol que se
filtraba por las ventanas polvorientas y llenas de telarañas bañó a Jekub.
Varios gnomos soltaron una exclamación.
Las madres cogieron en brazos a sus hijos y se produjo un movimiento hacia las
puertas.
«Realmente parece una cabeza —pensó
Grimma—. Sobre un largo cuello. Y el ser tiene otro en el otro extremo. ¿Pero
qué estoy diciendo? ¡No es más que un objeto!»
— ¡Os he dicho que no sucede nada!
—exclamó a gritos, para hacerse oír sobre el creciente alboroto—. ¡Mirad! ¡Ni
siquiera se mueve!
— ¡Eh! —gritó otra voz, y la gnoma alzó
la cabeza. Nuty y Sacco se habían encaramado al cuello de Jekub y, sentados en
él, agitaban las manos alegremente.
Esto resultó decisivo. La marea de
gnomos alcanzó la pared y se detuvo. Uno siempre se siente ridículo al
huir de algo que no lo persigue. La multitud titubeó y luego, lentamente,
volvieron sobre sus pasos centímetro a centímetro.
—Vaya, vaya —murmuró la abuela Morkie,
avanzando renqueante—. De modo que ése era su aspecto... Siempre había querido
saberlo.
Grimma se volvió, sorprendida, hacia
ella y le preguntó:
— ¿Su aspecto? ¿A qué te refieres?
— ¿Qué? ¡Ah! A las grandes excavadoras
—respondió la abuela—. Cuando yo nací ya se habían ido todas, pero mi padre las
vio y me contó que eran grandes cosas amarillas con dientes. Siempre pensé que
me tomaba el pelo.
Jekub seguía sin comerse a nadie y
varios de los gnomos más aventureros empezaron a escalarlo.
—Fue cuando construyeron la autopista
—continuó la abuela Morkie, apoyada en su bastón—. Mi padre decía que estaban
por todas partes. Unas cosas enormes y amarillas, con dientes y neumáticos
llenos de grandes salientes.
Grimma la miró con la expresión que
reservaba a quienes demostraban, contra todo pro—
nóstico, tener alguna historia
interesante y secreta.
—Y había otras —continuó la vieja—.
Cosas que recogían tierra a paladas y todo eso. De eso debe de hacer... ¡Vaya,
quince años ya! Nunca pensé que llegaría a ver una.
— ¿Te refieres a que las carreteras fueron
construidas? —dijo Grimma. Jekub ya estaba cubierto de jóvenes gnomos y
distinguió a Dorcas en la parte posterior de la cabina, explicando la función
de cada palanca.
—Eso me dijo mi padre. No creerías que
eran naturales, ¿verdad?
— ¿Eh? ¡Oh, no! Claro que no. No digas
tonterías —respondió Grimma. ¿Tendría razón Dorcas? Tal vez todo había sido construido.
Unas partes hacía más tiempo, otras más recientemente. Se empezaba por las
montañas, las nubes y esas cosas, y luego se añadían las carreteras y las
Tiendas. Tal vez el trabajo de los humanos consistía en hacer el mundo y aún no
habían terminado. Por eso las máquinas tenían que servirles. Gurder habría
comprendido una cosa así; ojalá estuviera de vuelta, se dijo.
Y ojalá estuviera Masklin.
Grimma intentó pensar en otra cosa.
Neumáticos rugosos, llenos de salientes.
Aquél era un principio prometedor. Las ruedas traseras de Jekub eran casi tan
altas como un humano. No necesitaban carreteras. ¡Por supuesto que no! Jekub construía
carreteras; por tanto, tenía que ser capaz de avanzar donde éstas no
existieran.
Se abrió paso entre la multitud de
gnomos hasta la parte posterior de la cabina, donde otro grupo se esforzaba ya
por colocar una pasarela, y escaló hasta el lugar donde Dorcas intentaba
hacerse oír en medio de la agitación.
— ¿Piensas salir del cobertizo
conduciendo a Jekub? —preguntó. El inventor levantó la vista hacia ella.
—Sí —respondió jubiloso—. Eso pienso
hacer. Lo espero, al menos. Calculo que tenemos una hora hasta que lleguen más
humanos a la cantera y esto no es muy diferente de un camión.
— ¡Sabremos conducirlo! —exclamó uno de
sus jóvenes ayudantes—. Mi padre me ha hablado de todo eso de las cuerdas y
poleas.
Grimma miró a su alrededor. La cabina
estaba llena de palancas.
Había pasado más de medio año desde el
Gran Viaje en Camión y a Grimma nunca le habían interesado gran cosa los artefactos
mecánicos, pero no pudo evitar recordar que la cabina del viejo camión tenía
muchas menos complicaciones: unos cuantos pedales, una palanca y un volante, y
eso era todo.
Miró de nuevo a Dorcas y le preguntó
dubitativa:
— ¿Estás seguro?
—No —respondió él—. Ya sabes que nunca
estoy seguro de nada. Pero muchos de esos mandos son para controlar la boc...,
la pala. Esa parte donde están los dientes. Lo del final de cuello, me refiero.
O sea, las puntas de excavar. Son asombrosamente ingeniosas, y lo único que hay que
hacer es...
— ¿Dónde va a meterse todo el mundo? No
hay mucho espacio.
—Supongo que los viejos pueden viajar en
la cabina. —Dorcas se encogió de hombros—. Los jóvenes tendrán que colgarse
donde puedan. Podemos fijar cables y andamios por todas partes. Para que se
sujeten, quiero decir. No te preocupes. Conduciremos bajo la luz del día y no
es preciso que vayamos deprisa.
—Y entonces iremos al granero, ¿no es
eso, Dorcas? —preguntó Nuty—. Donde hará calor y habrá montones de comida.
—Eso espero —respondió el inventor—.
Bien, pongamos manos a la obra. No tenemos mucho tiempo. ¿Dónde estará Sacco
con la batería?
« ¿Montones de comida en el granero?»,
pensó Grimma. ¿De dónde había salido tal idea? Lo que Angalo había dicho era
que allí se almacenaban nabos o algo parecido y que tal vez hubiera algunas
patatas, pero ella no llamaría a eso un banquete.
Su estómago, que tenía ideas propias al
respecto, lanzó un gruñido de desacuerdo. Había sido una noche muy larga para
pasarla con sólo un pedazo de bocadillo.
En todo caso, no podían seguir allí por
más tiempo. Cualquier otro sitio sería mejor que la cantera.
— ¿Puedo ayudarte en algo, Dorcas?
—preguntó a éste.
—Podrías repasar el libro de
instrucciones —respondió el inventor, volviéndose hacia ella—. Mira si explica
cómo se conduce.
— ¿No lo sabes?
—Hum... Con tantas palabras, no. No exactamente.
Quiero decir que sé cómo tengo que hacerlo, pero no tengo muy claro qué
controles debo accionar.
El libro estaba bajo la banqueta en un
rincón del cobertizo. Grimma lo levantó del suelo, lo apoyó en la pared y lo
abrió, tratando de concentrarse bajo el estruendo. «Seguro que Dorcas sabe
conducir ese monstruo —se dijo la gnoma—, pero éste es su gran momento y no
quiere que lo estorbe.»
Los gnomos empezaron a actuar unidos, en
equipo. Las cosas estaban demasiado mal como para perder el tiempo
refunfuñando. Era curioso, reflexionó Grimma mientras pasaba las páginas
mugrientas, que la gente sólo pareciera dejar de quejarse cuando las cosas se
ponían realmente feas. Era entonces cuando todos empezaban a repetir frases
como «esfuerzo común», «arrimar el hombro» y «partirse el lomo». Grimma había
encontrado «partirse el lomo» en uno de los libros que había leído; al parecer,
la frase significaba «trabajar incesantemente», pero la gnoma no acaba de
entender cómo podía alguien trabajar incesantemente con el lomo partido.
Parecía más probable que la gente trabajara incesantemente si una los amenazaba
con partirles el lomo, ¿no?
Con aquella expresión sucedía lo mismo
que con el rótulo de «Carretera en Obras» durante el Gran Viaje en Camión.
Habían interpretado que la carretera estaba en buenas condiciones, pero la
habían encontrado llena de baches.
¿Qué sentido tenía aquello?, se preguntó. Las palabras deberían significar siempre
lo mismo.
Pasó la página.
En la siguiente había un gran círculo
marrón donde algún humano había dejado un vaso o una taza.
Un grupo de gnomos pasó junto a ella
arrastrando trabajosamente la voluminosa batería, que movían sobre unos
cojinetes oxidados.
Tras la batería, pasó tambaleándose la
lata de carburante.
Grimma observó los dibujos de unas
palancas con unos números junto a cada una. De pronto, los gnomos del cobertizo
parecían alegres. De pronto, cuando las cosas no sólo eran ya bastante
horribles sino que prometían serlo mucho más, los gnomos parecían casi felices.
Masklin ya había comentado algo al respecto. Era asombroso lo que era capaz de
hacer la gente, había dicho, si uno encontraba el impulso adecuado para ponerla
en acción.
Fijó de nuevo la vista en las páginas
del manual e intentó interesarse en las palancas.
Las nubes que corrían delante del sol se
extendían por el cielo rosado. En cierta ocasión, Grimma había leído que el
cielo rojo por la mañana significaba un buen día —o un mal día—para los
pastores de ovejas, ¿o de vacas...?
En la oficina del encargado, aún a
oscuras, el humano despertó, lanzó unos gemidos e intentó liberarse de la
telaraña de cables que lo mantenían sujeto al suelo. Tras un gran esfuerzo,
consiguió desasir casi todo un brazo.
Lo que hizo el humano a continuación
habría sorprendido a la mayor parte de los gnomos. Agarró una silla y, con otro
gran esfuerzo y entre jadeos, consiguió volcarla. Después, la arrastró por el
suelo, colocó una pata bajo un par de cables e hizo palanca.
Un minuto después estaba de pie,
terminando de desembarazarse de los cables.
Sus ojos enormes distinguieron el pedazo
de papel en el suelo.
El humano lo contempló unos instantes,
frotándose los brazos, y luego descolgó el teléfono.
Dorcas tiró de un cable con aire
dubitativo.
— ¿Estás seguro de que la batería está
conectada como es debido? —preguntó Sacco.
—Conozco perfectamente la diferencia
entre los cables negros y los rojos, ya lo sabes —replicó Dorcas sin acritud,
mientras probaba otro cable.
—Entonces, tal vez la batería no tiene
suficiente electricidad —apuntó Grimma, servicial, tratando de observar las
manipulaciones del in—
ventor y su joven ayudante—. Tal vez se
ha derramado toda por el fondo, o se ha secado.
Dorcas y Sacco intercambiaron una
mirada.
—La electricidad no se derrama —explicó
Dorcas con paciencia—. Ni se seca, que yo sepa. La electricidad es diferente: o
la hay, o no la hay. Perdona. —Repasó de nuevo el amasijo de cables y dio un
tirón a uno de ellos. Se escuchó un chasquido, acompañado de un gran chispazo
azulado—. Y aquí hay, como podéis ver —añadió entonces—. Sólo que no es ahí
donde debería estar.
Grimma cruzó de nuevo el suelo grasiento
de la cabina. Varios grupos aguardaban allí, de pie. Cientos de gnomos
agarraban cuerdas atadas al enorme volante que se cernía sobre ellos. Otros
grupos sostenían arietes de madera, preparados para presionar los pedales con
ellos.
—Habrá un pequeño retraso —anunció la
gnoma—. Hemos perdido toda la electricidad.
Además de los grupos organizados, había
gnomos por todas partes. Durante el Gran Viaje habían dispuesto de todo un
camión para ellos, pero la cabina de Jekub era más pequeña y los gnomos tenían
que apretarse como podían.
«Qué grupo tan desarrapado», pensó
Grimma. Era cierto. Incluso en la apresurada huida de la Tienda, los gnomos,
rollizos y bien vestidos, habían conseguido llevar consigo muchos pertrechos y
provisiones.
Ahora, en cambio, se los veía más
delgados y sucios, y lo único que llevaban encima eran los harapos que
vestían. Habían tenido que abandonar incluso los libros. Una decena de éstos
ocupaba el espacio de tres decenas de gnomos y, aunque Grimma consideraba para
sus adentros que había libros mucho más útiles que algunos gnomos, había tenido
que aceptar la promesa de Dorcas de que un día regresarían e intentarían
recuperarlos de su escondite bajo el suelo.
«Bueno —se dijo la gnoma—, lo hemos
intentado. Hemos hecho un gran esfuerzo, realmente. Llegamos a la cantera con
intención de establecernos, ocuparnos de nosotros mismos y llevar una vida
digna. Pero hemos fracasado. Creímos que bastaría con traer productos adecuados
de la Tienda, pero trajimos también muchas cosas inútiles. Esta vez tendremos
que alejarnos todo lo posible de los humanos y me parece que ningún sitio será suficientemente
lejos.»
Subió hasta la insegura plataforma de
conducción, improvisada con un tablón atravesado en la cabina y sujeto con
cuerdas. Sobre la plataforma había otro montón de gnomos, que la miró con
expectación.
Por lo menos, conducir a Jekub sería más
fácil. Los jefes de los grupos que se ocupaban de los distintos mandos podían
verla, de modo que no tendría que hacer señales con banderas y cuerdas como la
otra vez, cuando habían abandonado la Tienda. Y las brigadas de gnomos también
sabían lo que tenían entre manos.
— ¡Prueba otra vez! —oyó gritar a
Dorcas.
Se escuchó un clic, seguido de un
zumbido, y Jekub lanzó un rugido.
El sonido rebotó en el interior del
cobertizo, tan potente y estridente que no era ya un sonido, sino algo que
endurecía el aire y lo lanzaba contra uno. Los gnomos se tumbaron sobre el piso
tembloroso de la cabina.
Tapándose los oídos, Grimma distinguió a
Dorcas, que corría por el piso agitando las manos. El grupo que se ocupaba del
pedal del acelerador le lanzó una mirada de « ¿Quién, nosotros?», y dejó de
empujar.
El rugido se redujo a un ronco murmullo,
un mummummummum que seguía resultando escalofriante. Dorcas volvió sobre
sus pasos a la carrera y subió por una escala hasta la plataforma, deteniéndose
con frecuencia para recuperar el aliento. Cuando llegó arriba, se sentó y se
frotó el mentón.
—Me estoy haciendo viejo para estas
cosas —dijo—. Cuando un gnomo llega a cierta edad, es momento de dejar de robar
vehículos gigantescos. Es un hecho comprobado. De todos modos, parece que ahora
todo funciona como es debido. Ya puedes sacarnos de aquí.
— ¿Qué? ¿Yo sola? —exclamó Grimma.
—Sí. ¿Por qué no?
—Es que..., bueno, pensaba que aquí
arriba estaría Sacco o algún otro... —«Pensaba que conduciría un gnomo varón»,
estuvo a punto de decir.
— ¡Eso querrían...! —replicó Dorcas—.
¡Les encantaría! Y pronto estaríamos dando vueltas por ahí a toda velocidad,
entre gritos de « ¡Yuppi!» y quién sabe qué. No, no. Muchas gracias, pero
prefiero un tranquilo y agradable paseo por el campo. Algo suave. —El viejo
inventor miró hacia abajo y gritó—: ¿Estáis todos preparados, ahí abajo?
Le respondió un coro de nerviosos síes,
salpicado de algunas exclamaciones entusiastas.
—No sé si habrá sido una buena idea
encargar a Sacco del pedal de ir más deprisa —murmuró Dorcas, al tiempo que se
incorporaba—. Oye, no estarás nerviosa, ¿verdad?
— ¿Quién? ¿Yo? —Grimma soltó un bufido
de indignación—. ¡No, claro que no! No presenta ningún problema —añadió.
—Está bien. Entonces, vámonos.
Salvo el grave ronroneo del motor, el
silencio era completo.
Grimma hizo una pausa. Si Masklin
estuviera allí, lo haría mejor que ella, pensó. Ya nadie hablaba de Masklin, ni
de Angalo o de Gurder. A los gnomos no les gustaba recordarlos. Era algo que
habían aprendido hacía cientos de años, cuando todo el mundo era un lugar lleno
de zorros y enemigos astutos y veloces donde había mil modos de encontrar una
muerte horrible. Si alguien desaparecía, uno tenía que dejar de pensar en él.
Tenía que apartar de su recuerdo al ausente. Pero Grimma no podía quitarse a
Masklin de la cabeza un solo instante.
No había hecho otra cosa que insistir en
aquello de las ranas en las flores y no había prestado atención a los sueños
del muchacho.
Dorcas le pasó el brazo por los hombros
con delicadeza. Grimma estaba temblando.
—Deberíamos haber enviado a un grupo al
aeropuerto —murmuró ella—. Habríamos demostrado que nos importaban y...
—No teníamos tiempo, ni la gente
adecuada —respondió Dorcas suavemente—. Cuando vuelva, se lo explicaremos todo.
Masklin lo entenderá.
—Sí —susurró ella.
—Y ahora —añadió Dorcas dando un paso
atrás—, ¡vamos allá!
Grimma respiró profundamente.
— ¡Primera marcha! —ordenó con un
grito—. ¡Adelante, muuuy despacio!
Los grupos de gnomos avanzaron y
retrocedieron por el piso de la cabina. Se produjo un leve temblor y el ruido
del motor descendió de volumen bruscamente. Jekub saltó hacia adelante y se
detuvo. El motor carraspeó y enmudeció.
Dorcas se miró las uñas con aire
concentrado.
—El freno de mano, el freno de mano
—murmuró por lo bajo. Grimma le lanzó una mirada colérica y se llevó las manos
a la boca, formando una bocina con ellas.
— ¡Quitad el freno de mano! —gritó—.
¡Así! ¡Ahora, poned la primera otra vez y avancemos muy despacio!
Se escuchó un clic y, de nuevo,
el silencio.
—Arranca el motor, arranca el motor
—susurró Dorcas, balanceándose adelante y atrás sobre los talones. Grimma se
asomó de nuevo al borde de la plataforma y gritó—: Volved a ponerlo todo donde
estaba y dad el contacto al motor.
— ¿Y el freno de mano? ¿Lo quieres
puesto o quitado? —preguntó Nuty, que comandaba el grupo encargado de accionar
la palanca.
— ¿Qué?
—No nos has dicho qué hemos de hacer con
el freno de mano —repitió Sacco. Los gnomos que lo acompañaban iniciaron una
sonrisa. Grimma lo apuntó con un dedo amenazador.
—Escucha —le soltó—, si tengo que bajar
hasta ahí para decirte qué debes hacer con el freno de mano, lo vas a lamentar muchísimo,
¿me oyes? ¡Y ahora, dejaos de gimoteos y poned en marcha este monstruo!
¡Deprisa!
Tras un nuevo chasquido, Jekub lanzó
otro rugido y empezó a avanzar. Los gnomos lanzaron al unísono una exclamación
de triunfo.
—Muy bien —asintió Grimma—. Esto está
mucho mejor.
—Las puertas, las puertas... No hemos
abierto las puertas —murmuró Dorcas.
—Claro que no —replicó Grimma mientras
la excavadora empezaba a aumentar su velocidad—. ¿Para qué necesitamos
abrirlas? ¡Éste es Jekub!
V. Nada puede interponerse en nuestro
Camino, pues Éste es Jekub, el que se ríe de las Barreras y dice Brumm, Brumm.
De El libro de los gnomos,
Jekub, Cap. 3, v. V
|
14
Era un cobertizo muy viejo, muy corroído
por el óxido. Era un cobertizo que se tambaleaba cuando el viento soplaba con
fuerza. Lo único más o menos nuevo era el candado de la puerta, contra la cual
chocó Jekub a una velocidad de unos diez kilómetros por hora. El desvencijado
edificio resonó como un gong, saltó de sus cimientos y fue arrastrado por media
cantera antes de desintegrarse en una lluvia de óxido y humo. Jekub emergió
como un polluelo muy enfadado de un cascarón muy viejo y detuvo su avance.
Grimma se incorporó en la plataforma y
empezó a sacarse de encima el polvo y los fragmentos de cobertizo con gesto
nervioso.
—Nos hemos detenido —murmuró vagamente,
aún con los oídos ensordecidos—. ¿Por qué nos hemos detenido, Dorcas?
El viejo inventor no se molestó en
intentar levantarse. La sacudida de Jekub al chocar con la puerta lo había
dejado sin aliento.
—Me parece que todos hemos estado a
punto de salir despedidos. ¿Qué necesidad había de ir tan deprisa?
—Lo siento —gritó Sacco desde abajo—. Me
parece que ha habido una ligera confusión.
Grimma recobró el ánimo.
—Bien —dijo—, en cualquier caso, ya os
he traído hasta aquí. Empiezo a cogerle el truco. Ahora vamos a..., a...
Dorcas la oyó callar a media frase y
alzó la vista.
Delante de la cantera había un camión
aparcado y tres humanos corrían hacia Jekub con grandes zancadas, como si
flotaran.
— ¡Oh, vaya! —murmuró el inventor.
— ¿Es que el humano no ha leído la nota?
—preguntó Grimma en voz alta.
—Me temo que no —respondió Dorcas—.
Ahora, no debemos dejarnos llevar por el pánico. Tenemos una opción. Podemos...
— ¡Seguir adelante! —lo cortó la gnoma—.
¡Ahora mismo!
—No, no —protestó él débilmente—. No
pretendía sugerir que...
— ¡Primera marcha! —ordenó Grimma—. ¡Y
mucha velocidad!
— ¡No, ni se te ocurra hacerlo...!
—Mírame —dijo ella—. ¡Se lo advertimos!
¡Esos humanos saben leer, de eso no tenemos ninguna duda! Si de veras fueran
inteligentes, sabrían que no deben...
— ¡No lo hagas! —replicó Dorcas—.
¡Siempre nos hemos mantenido aparte de los humanos!
— ¡Y ellos no nos dejan en paz! —exclamó
Grimma.
—Pero...
—Primero demolieron la Tienda, después
intentaron impedir que escapáramos y ahora nos arrebatan la cantera. ¡Y ni
siquiera se dan cuenta de que existimos! ¿Recuerdas esas horribles estatuas
ornamentales de la sección de Jardinería de la Tienda? ¡Pues bien, ahora voy a
enseñarles lo que los verdaderos gnomos...!
— ¡No podrás derrotar a los humanos!
—exclamó Dorcas, haciéndose oír por encima del rugido del motor—. ¡Son
demasiado grandes! ¡Y tú, demasiado pequeña!
—Tal vez ellos sean grandes y yo pequeña
—replicó Grimma—. Pero soy yo quien está en este camión inmenso. En este camión
con dientes. —Se inclinó sobre el borde de la plataforma y gritó—: ¡Que
todo el mundo se sujete bien ahí abajo! ¡Esto se va a agitar bastante!
Las grandes y torpes criaturas del
Exterior habían advertido que sucedía algo raro. Detuvieron su pesado avance y,
con movimientos muy lentos, intentaron apartarse de la trayectoria de la
excavadora. Dos de los humanos consiguieron refugiarse de un salto en la
oficina del encargado en el momento en que Jekub pasaba ante ella a gran
velocidad.
—Ya veo —murmuró Grimma—. Deben de creer
que somos tontos. Gira el volante hacia la izquierda, Sacco. Más. Más. Basta.
Perfecto. —La gnoma se frotó las manos.
— ¿Qué te propones? —cuchicheó Dorcas,
horrorizado.
Grimma se asomó una vez más sobre el
borde de la plataforma.
—Sacco —dijo—, ¿ves esas otras palancas?
Tras los polvorientos cristales de la
ventana aparecieron los rostros de los humanos, dos manchas redondas y pálidas.
Jekub estaba a menos de diez metros,
temblando ligeramente bajo la niebla matinal. Después, el motor rugió. La gran
pala delantera se alzó como para capturar el sol...
Y Jekub saltó hacia adelante, dando tumbos
por la cantera, y arrancó una pared de la oficina como si abriera la tapa de
una lata de conservas. Las otras paredes y el techo se hundieron lentamente,
como un castillo de naipes del que hubiera caído el as de picas.
La excavadora dio la vuelta en un amplio
círculo y lo primero que vieron los dos humanos cuando salieron de entre los
restos del barracón fue su mole palpitante y su gran boca de metal, preparada
para devorarlos.
Y echaron a correr.
Corrieron casi tan deprisa como un
gnomo.
—Siempre había querido hacer eso
—declaró Grimma con voz satisfecha—. Y ahora, ¿dónde se ha metido el otro
humano?
—Creo que ha vuelto al camión —dijo
Dorcas.
—Estupendo. Dale a la derecha, Sacco.
Basta. Ahora, adelante. Despacio.
— ¿Podríamos detener todo esto y marcharnos
inmediatamente? ¡Por favor...! —suplicó el inventor.
—El camión de los humanos está en mitad
del camino —indicó ella en tono bastante razonable—. Lo han detenido justo en
la entrada.
—Entonces, estamos atrapados.
Grimma soltó una carcajada, pero su risa
no tenía nada de divertido. De repente, Dorcas sintió casi tanta lástima por
los humanos como sentía por sí mismo.
Los humanos debían de haber tenido
parecidos pensamientos, si era cierto que pensaban. Dorcas observó sus pálidas
expresiones al ver que Jekub se lanzaba hacia ellos.
«Deben de preguntarse cómo es que no se
ve ningún humano en la cabina —pensó—. No logran explicárselo. ¡Una máquina que
se mueve sola! Para los humanos, debe de ser todo un misterio.»
Sin embargo, finalmente llegaron a una
conclusión. Dorcas vio abrirse de golpe las dos puertas del camión y los
humanos saltaron de él en el preciso instante en que Jekub...
Se oyó un crujido y el camión dio una
sacudida bajo la embestida de Jekub. Las ruedas rugosas de éste patinaron un
momento y, a continuación, el camión retrocedió. Unas nubes de vapor surgieron
de su parte delantera.
— ¡Esto, por Nisodemo! —dijo Grimma.
—Pensaba que no te caía bien —comentó
Dorcas.
—Es cierto, pero era un gnomo.
El viejo inventor asintió. Considerando
así las cosas, todos eran gnomos. Era oportuno recordar en qué bando estaba
uno.
— ¿Puedo sugerir que cambies de marcha?
—apuntó en voz baja.
— ¿Por qué? ¿Qué tiene de malo ésta?
—Si reduces una marcha, podrás empujar
mejor. Confía en mí.
Los humanos se quedaron mirando. Se
quedaron contemplando la escena porque una excavadora que funcionaba sola era
un prodigio que uno debía admirar, aunque fuera subido a un árbol u oculto tras
un seto.
Vieron a Jekub retroceder unos metros,
cambiar de marcha con un rugido y atacar de nuevo al camión. El parabrisas
saltó hecho añicos.
Dorcas estaba muy descontento con todo
aquello.
— ¡Estás matando un camión! —protestó.
—No digas tonterías —replicó Grimma—. Es
una máquina. Sólo son pedazos de metal.
—Sí, pero la ha construido alguien, y
debe de haberle costado mucho esfuerzo. Y no me gusta nada destruir cosas que
cuesta mucho esfuerzo construir.
—Un camión como éste aplastó a Nisodemo
—insistió ella—. Y, cuando vivíamos en la madriguera junto a la autopista,
¿cuántos gnomos murieron arrollados por los coches?
—Es cierto, pero los gnomos no son tan
difíciles de hacer. Sólo se necesita otra pareja de gnomos.
— ¡Estás chiflado!
Jekub embistió de nuevo. Uno de los
faros del camión estalló y Dorcas dio un respingo.
Esta vez, Jekub arrastró el camión fuera
del camino. De las entrañas de éste salía ahora una gran humareda, pues el
carburante se había derramado sobre el motor caliente. La excavadora dio marcha
atrás y volvió a avanzar, pasando junto al camión con un rugido. Los gnomos ya le
estaban cogiendo el truco a conducir aquel monstruo.
—Derecha —indicó Grimma—. De frente.
—Dio un codazo a Dorcas y le anunció—: Y ahora iremos al encuentro de ese
granero, ¿de acuerdo?
—Bien. Entonces, sigue por el camino y
creo que encontraremos un acceso a los campos —murmuró el viejo inventor—.
Tiene una valla que impide el paso —añadió—, pero supongo que sería demasiado
pedir que la abriéramos antes de pasar, ¿no?
Detrás de ellos, el camión estalló en
llamas. Pero no fue un incendio espectacular, sino carente de brillantez, como
si fuera a prolongarse todo el día. Dorcas vio que uno de los humanos se sacaba
el abrigo y golpeaba las llamas con él, pero el esfuerzo era inútil y Dorcas
sintió lástima de él.
Jekub continuó su avance camino abajo,
ya sin oposición. Algunos gnomos se pusieron a cantar mientras, sudorosos,
tiraban de las cuerdas.
—Bueno, ¿dónde está ese desvío?
—inquirió Grimma—. Cruzar la verja y atravesar los campos de labor, has
dicho...
—Está justo antes de llegar al coche de
las luces destellantes en el techo —indicó Dorcas con voz pausada—. Ese que
viene camino arriba.
Grimma miró hacia donde decía el
inventor y comentó:
—Mala cosa, esos coches con luces en el
techo...
—En eso tienes razón —asintió Dorcas—.
Casi siempre van llenos de humanos que, muy serios, exigen saber qué sucede. En
la vía del tren había muchos.
Grimma miró al frente.
—Es ese desvío de ahí, ¿verdad?
—preguntó.
—Sí.
La gnoma se asomó una vez más al borde
de la plataforma y gritó a los de abajo:
—Reducid la velocidad y girad a la
derecha.
Los equipos de trabajo se pusieron en
acción. Sacco incluso cambió de marcha sin que fuera precisa la orden. Un grupo
de gnomos, como si fueran arañas, se colgó de las cuerdas atadas al volante y
tiró de él para hacerlo girar.
En el desvío del camino había, en
efecto, una verja, pero era vieja y sólo estaba sujeta al poste mediante
cuerdas. No habría resistido una embestida decidida y, desde luego, no tuvo la
menor oportunidad frente a Jekub.
Dorcas dio un nuevo respingo. No le
gustaba ver romperse las cosas.
Al otro lado de la verja había una
tierra parda. Tierra ondulada, la llamaban los gnomos, por su parecido con el
cartón ondulado que a veces obtenían de la sección de Embalaje de la Tienda.
Entre los surcos había nieve y las grandes ruedas de Jekub la aplastaron,
convirtiéndola en barro.
Dorcas estaba casi seguro de que el
coche los seguiría, pero vio que se detenía y dos humanos con ropas azul oscuro
salían de él y empezaban a andar con su paso sonámbulo por el campo nevado.
«Esos humanos son como el sol, la lluvia y la nieve —pensó sombríamente—. No
hay modo de detenerlos.»
El campo subía en ligera pendiente
alrededor de la cantera. El motor de Jekub traqueteaba.
Delante apareció una valla de alambre,
tras la cual se extendía un campo cubierto de hierba. La valla se rasgó con un
sonido vibrante. Dorcas observó el alambre aplastado y se preguntó si Grimma le
permitiría detenerse a recoger unos pedazos. El alambre era algo que siempre
podía resultar útil.
Los humanos aún los seguían. Por el
rabillo del ojo, pues allí arriba había incluso demasiado Exterior que abarcar
con la vista, Dorcas advirtió más luces destellantes en la carretera principal,
muy lejos, y se lo indicó a Grimma.
—Lo sé —asintió ella—. Ya las he visto,
pero, ¿qué otra cosa podíamos hacer? —añadió con voz desesperada—. ¿Huir en
desbandada y vivir en las flores como buenos duendecillos?
—No lo sé —respondió él, abatido—. Ya no
estoy seguro de nada.
Otra valla de alambre lanzó una nota
aguda. Tras ella, la hierba era más corta y el terreno se curvaba y...
Y, de pronto, no hubo otra cosa que
cielo, y Jekub empezó a tomar más velocidad al tiempo que las ruedas botaban
sobre el prado de la cima de la colina.
Unas ovejas se apartaron del paso,
despavoridas.
—Ya se puede ver el granero ahí delante.
Es ese edificio de piedra del horiz... —Grimma se detuvo a media frase—. ¿Te
encuentras bien, Dorcas?
—Sólo si cierro los ojos —musitó él.
—Tienes un aspecto horrible.
—Y me siento aun peor.
—Pero si ya has estado muchas veces en
el Exterior...
— ¡Pero ahora somos la cosa más alta que
existe! ¡No hay nada más alto que nosotros en muchos... kilómetros, o como
quiera que los llames! ¡Si abro los ojos, me caeré al cielo!
Grimma se volvió y gritó a los sudorosos
conductores:
— ¡Un poco a la derecha! ¡Muy bien!
¡Ahora, lo más deprisa que podáis!
— ¡Agárrate a Jekub! —ordenó a Dorcas,
mientras aumentaba el estruendo del motor—. ¡Ya sabes que no puede volar!
La excavadora salió dando botes a un
camino pedregoso que conducía hacia el lejano granero. Dorcas se arriesgó a
abrir un ojo. Nunca había estado en el granero. ¿Alguien sabía a ciencia cierta
que allí había comida, o era sólo una suposición? Por lo menos, era posible que
allí encontraran calor...
Pero cerca del edificio había otra luz
centellante que se acercaba a ellos.
— ¿Por qué no nos dejan en paz? —exclamó
Grimma—. ¡Alto!
Jekub se detuvo lentamente. El motor
mantuvo un leve ronroneo en el aire helado.
—Esto debe de conducir a la carretera
—apuntó Dorcas.
—No podemos volver atrás.
—No.
—Ni seguir adelante.
—No.
— ¿Se te ocurre alguna idea? —Grimma
tamborileó con los dedos sobre la plancha metálica de Jekub.
—Podríamos intentar seguir a campo
traviesa —sugirió Dorcas.
— ¿Adonde nos llevaría eso?
—Lejos de aquí, de momento.
— ¿Cómo vamos a alejarnos sin saber
adonde vamos? —protestó Grimma.
Dorcas se encogió de hombros.
—O lo hacemos, o terminamos pintando
flores.
Grimma ensayó una sonrisa y murmuró:
—Esas alitas a la espalda no me
quedarían nada bien.
— ¿Qué sucede ahí arriba? —gritó Sacco.
—Tenemos que decírselo a los demás
—susurró Grimma—. Todo el mundo cree que vamos al granero...
La gnoma volvió la cabeza. El coche
estaba cerca y avanzaba dando botes sobre el accidentado camino.
— ¿Es que los humanos no se dan nunca
por vencidos? —masculló para sí. Se inclinó sobre el borde de la plataforma—.
Un poco a la izquierda, Sacco. Luego continúa tal como vamos.
Jekub salió del camino bamboleándose y
avanzó por la fría hierba. A lo lejos había otra valla de alambre y varias
ovejas más.
«No sabemos adonde vamos —repitió Grimma
para sí—. Lo único que importa es seguir adelante. Masklin tenía razón: éste
mundo no es el nuestro.»
—Quizá deberíamos haber hablado con los
humanos —dijo en voz alta.
—No —respondió Dorcas—. Estabas en lo
cierto. En este mundo, todo pertenece a los humanos y nosotros también
acabaríamos en su poder. Aquí no habría sitio para seguir siendo como somos.
La valla se acercó. Al otro lado había
una carretera. No un camino, sino una carretera de verdad, con su piedra negra.
— ¿A la derecha o a la izquierda? ¿Qué
te parece? —preguntó Grimma.
—Da igual —respondió Dorcas al tiempo
que la excavadora derribaba la valla con un estruendo.
—Entonces, probaremos hacia la izquierda
—dijo ella—. ¡Reduce la velocidad, Sacco! Un poco a la izquierda. Más. Más.
Ahora, endereza el volante... ¡Oh, no!
Había otro coche en la distancia. Y
también tenía una luz destellante en el techo.
Dorcas se atrevió a echar una mirada
atrás.
Y vio una segunda luz destellante.
— ¡No! —exclamó.
— ¿Qué...?
—Hace un rato has preguntado si los
humanos no se daban nunca por vencidos —explicó Dorcas—. Pues bien, la
respuesta es que no.
— ¡Alto! —ordenó la gnoma.
Las brigadas trotaron obedientemente por
el piso de la cabina de Jekub. La excavadora volvió a detener su avance suavemente
y el motor ronroneó.
— ¡Ya está! —dijo Dorcas.
— ¿Estamos ya en el granero? —preguntó
un gnomo desde abajo.
—No —contestó Grimma—. Todavía no. Casi.
Dorcas torció el gesto.
—Conviene que vayamos aceptándolo
—murmuró—. Tú terminarás agitando una vara con una estrella en la punta y
yo..., sólo espero que no me obliguen a remendarles los zapatos.
Grimma tenía un aire pensativo. Empezó a
decir:
—Si chocáramos lo más fuerte posible con
ese coche que viene hacia nosotros...
— ¡No! —la interrumpió Dorcas en tono
enérgico—. Así no solucionaríamos nada, realmente.
—Pero me haría sentir mucho mejor
—insistió ella. Después, echó un vistazo a los campos que la rodeaban—. ¿Por
qué se ha quedado todo a oscuras? No es posible que llevemos todo el día
huyendo. Cuando salimos del cobertizo era primera hora de la mañana.
— ¿Acaso no pasa el tiempo volando
cuando uno lo está pasando en grande? —contestó Dorcas con expresión lúgubre—.
Y no me gusta nada la leche. No me importará hacer sus tareas domésticas
mientras no tenga que tomar leche, pero...
—Fíjate en esto, ¿quieres?
Sobre los campos se extendía la
oscuridad.
—Debe de ser un elipse —apuntó el
viejo inventor—. He leído algo al respecto. Se pone todo oscuro cuando el sol
cubre la luna. Y viceversa, supongo —añadió en tono dubitativo.
El coche que se acercaba por delante
frenó con un chirrido, se cruzó en la calzada hasta chocar con la parte
posterior contra un muro de piedra y se detuvo bruscamente.
En el campo contiguo a la carretera, las
ovejas huían. No era la suya la carrera normal de unas ovejas presas de un
susto normal. Llevaban la cabeza gacha y galopaban sobre el prado con un
único propósito en la cabeza. Aquellas ovejas habían decidido que no era
momento de malgastar energías en demostraciones de pánico cuando podían
utilizarlas para escapar lo más deprisa posible.
Un zumbido potente y desagradable llenó
el aire.
— ¡Caramba! —balbuceó Dorcas con un hilo
de voz—. Estos elipses resultan verdaderamente espantosos.
Abajo, los gnomos sí se dejaban llevar
por el pánico. Ellos no eran ovejas; cada gnomo podía pensar por sí mismo y, si
uno se ponía a reflexionar sobre aquella súbita oscuridad y aquellos
misteriosos zumbidos, el pánico parecía una idea lógica.
Encima de Jekub aparecieron unas líneas
de fuego azulado que se extendieron sobre su desconchada pintura con un sonido
crepitante. Dorcas notó que se le erizaba el cabello. Grimma miró hacia arriba.
El cielo estaba totalmente negro.
— ¡No..., no es... nada! —dijo
lentamente—. ¿Me oyes? ¡Creo que no ocurre nada malo!
Dorcas se miró las manos. De las yemas
de sus dedos surgían unas chispas.
— ¿Que no? ¿Que no? —fue lo único que
logró articular.
—Esa oscuridad no es la noche. Es una
sombra. Hay algo enorme flotante encima de nosotros.
—Y eso es mejor que la noche, ¿verdad?
—Me parece que sí. ¡Vamos, salgamos de Jekub!
Grimma se deslizó por una cuerda hasta
el piso de la cabina, con una sonrisa desbordante. Para los gnomos, aquello
resultó casi tan aterrador como todo lo demás junto. Así de raro era ver
sonreír a Grimma.
—Echadme una mano —les dijo—. Tenemos
que bajar, para que esté seguro de que somos nosotros.
Todos la miraron con perplejidad
mientras ella tiraba de la pasarela.
— ¡Vamos! —repitió Grimma—. ¿No pensáis
ayudarme?
La ayudaron. A veces, cuando uno está muy
confuso, escucha a cualquiera que parezca tener alguna idea clara. Los gnomos
agarraron la pasarela y tiraron de ella hasta que salió por la parte trasera de
la cabina y se inclinó y un extremo descendió hasta el suelo.
Al menos, ahora no había tanto cielo. El
azul era una fina línea en torno al borde de la absoluta oscuridad que tenían
encima.
No tan absoluta. Cuando los ojos de
Dorcas se acostumbraron a ella, distinguió unos cuadrados, rectángulos y
círculos.
Los gnomos se deslizaron por la pasarela
y se agruparon en la carretera, sin saber muy bien si quedarse o echar a
correr.
Sobre sus cabezas, uno de los cuadrados
oscuros se movió. Se oyó un chasquido y, a continuación, un rectángulo de
oscuridad descendió muy despacio, como un ascensor sin cables, hasta posarse
suavemente en la calzada. Era muy grande.
Dentro había algo. Algo metido en un
recipiente. Algo amarillo, rojo y verde.
Los gnomos alargaron el cuello para ver
de qué se trataba.
I. Así terminó el viaje de Jekub, y
los gnomos huyeron sin mirar atrás.
De El libro de los gnomos,
Ranas extrañas, Cap. 1, v. I.
|
15
Dorcas descendió torpemente hasta el
piso aceitoso de la cabina de Jekub. Volvía a estar vacía, salvo los fragmentos
de cuerda y madera que habían empleado los gnomos.
Habían dejado las cosas de cualquier
manera, advirtió mientras escuchaba el lejano parloteo de los gnomos. No estaba
bien eso de dejar la basura sin recoger. El pobre Jekub se merecía un mejor
trato.
En el exterior reinaba cierta
excitación, pero el viejo inventor no prestó mucha atención.
Revolvió un rato por la cabina, tratando
de recoger las cuerdas y amontonar la madera. Desconectó los cables que habían
permitido a Jekub sorber la electricidad y luego se puso a cuatro manos e
intentó borrar las huellas enfangadas de los gnomos.
Incluso con el motor detenido, Jekub
hacía ruidos. Pequeños silbidos y barboteos y algún esporádico crujido.
Dorcas se sentó y apoyó la espalda
contra el metal amarillo. No tenía idea de qué sucedía. Estaba tan lejos de
cualquier cosa que hubiera visto antes que su mente no le permitía preocuparse
por ello.
«Tal vez no sea más que otra máquina
—pensó, fatigado—. Una máquina que hace llegar la noche en un abrir y cerrar de
ojos.»
Alargó la mano y dio unas palmaditas a
Jekub.
—Bien hecho —murmuró.
Sacco y Nuty lo encontraron sentado con
la cabeza apoyada en la plancha de la cabina, con la mirada perdida y fija en
sus pies.
— ¡Todos te estaban buscando! —dijo el
joven gnomo—. ¡Es como un avión sin alas! ¡Y flota ahí arriba, en el aire!
Tienes que venir a decirnos cómo funciona... Oye, Dorcas, ¿te encuentras
bien...?
— ¿Te encuentras bien? —repitió Nuty—.
Tienes una cara muy rara.
Dorcas asintió lentamente.
—Un poco agotado... —respondió.
—Sí, pero... Te necesitamos —insistió
Sacco.
Dorcas soltó un gemido y dejó que lo
ayudaran a ponerse en pie. Tras lanzar una última mirada a la cabina, comentó:
—Realmente, ha funcionado. Ha funcionado
muy bien. Teniendo en cuenta todas las circunstancias. Para su edad.
Intentó lanzar una mirada animosa a
Sacco.
— ¿De qué estás hablando? —preguntó
éste.
—Tanto tiempo en ese cobertizo. Desde
que se hizo el mundo, tal vez. Y yo me limité a engrasarlo, a ponerle
carburante..., y funcionó como la seda. —Dorcas había leído la expresión en
alguna parte.
— ¿La máquina? ¡Oh, sí! ¡Bien hecho!
—Pero... —Nuty señaló hacia arriba.
Dorcas se encogió de hombros.
— ¡Oh!, eso no me preocupa. Ha de ser
obra de Masklin. Una explicación perfectamente simple. Grimma tiene razón. Lo
más probable es que sea ese aparato volador que fue a buscar.
— ¡Pero hemos visto salir algo de esa
cosa! —dijo Nuty.
— ¿No es Masklin, te refieres?
— ¡Es una especie de planta!
Dorcas suspiró. Siempre una cosa después
de otra. Dio una nueva palmadita a Jekub.
—Sí, señor. Muy bien hecho —murmuró. Se
incorporó y se volvió hacia los dos jóvenes—. Está bien, enseñadme eso.
Estaba en un recipiente de metal, en
medio de la plataforma flotante. Los gnomos estiraban el cuello e intentaban
subirse a los hombros de los demás para verlo, y ninguno de ellos sabía qué era
excepto Grimma, que lo observaba con una extraña sonrisa serena en el rostro.
Era una rama de árbol. Y en la rama
había una flor del tamaño de un cubo. Desde una altura suficiente, se podía ver
que en el interior, contenido entre sus pétalos brillantes, había un charco de
agua. Y desde las profundidades de éste unas ranitas amarillas contemplaban a
los gnomos.
— ¿Tienes idea de qué es? —preguntó
Sacco.
—Masklin ha descubierto que es un buen
detalle mandarle flores a una chica —contestó Dorcas con una sonrisa—. Y creo
que no ocurre nada malo —añadió, volviéndose hacia Grimma.
—Sí, pero ¿qué es?
—Me parece recordar que se llama
bromelia —explicó—. Crece en las copas de unos árboles muy altos de las selvas
tropicales, en un lugar muy lejano, y esas ranitas pasan toda su vida dentro de
ellas. ¡Imaginaos, toda la vida en una flor! Grimma dijo una vez que le parecía
la cosa más sorprendente del mundo.
Sacco se mordió el labio, pensativo.
—Bueno... —murmuró—. Está la
electricidad. La electricidad es muy sorprendente.
—Y la hidráulica —añadió Nuty, tomándolo
de la mano—. Me contaste que la hidráulica es fascinante.
—Masklin debe de haberla traído para
ella —dijo Dorcas—. Ese muchacho se toma las cosas en un sentido muy literal.
Tiene una imaginación muy activa.
Paseó la mirada de la flor a Jekub, que
parecía pequeño y viejo bajo la sombra zumbante de la nave.
Y, de pronto, se sintió muy contento.
Aún estaba tan cansado que se habría quedado dormido de pie, pero notaba bullir
de ideas su mente. Por supuesto, había un montón de preguntas, pero de momento
no importaban las respuestas; bastaba con disfrutar de las preguntas y saber
que el mundo estaba lleno de cosas sorprendentes, y que él no era ninguna rana.
O, al menos, era de la clase de ranas
que se interesaba en cómo crecían las flores o en si era posible llegar a otras
flores si uno saltaba lo suficiente.
Y, justo en el momento en que salía de
la flor, cuando ya se sentía realmente orgulloso de sí mismo, uno veía el nuevo
mundo, grande, ancho, interminable, que lo rodeaba.
Y, finalmente, advertía que tenía
pétalos en torno al horizonte.
Dorcas sonrió.
—Me gustaría muchísimo saber qué ha
estado haciendo Masklin estas últimas semanas...
No hay comentarios:
Publicar un comentario