Julio Verne
EL CASTILLO DE LOS CÁRPATOS
PRIMERA PARTE
CAPÍTULO PRIMERO
Esto
no es una narración fantástica; es tan sólo una narración novelesca. ¿Es
preciso deducir que, dada su inverosimilitud, no sea verdadera? Suponer esto
sería un error. Pertenecemos a una época donde todo puede suceder. Casi tenemos
el derecho de decir que todo acontece. Si nuestra narración no es verosímil
hoy, puede serio mañana, gracias a los elementos científicos, lote del
porvenir, y nadie opinará que sea considerada como leyenda. Por otra parte, no
se inventan leyendas a la terminación de este práctico y positivo siglo XIX;
ni en Bretaña, la comarca de los montaraces korrigans. ni en Escocia, la tierra de los browNics y de los gnomos, ni en Noruega, la patria de los ases, de los elfos, de los silfos y de lis valquirias, ni aun en Transilvania, donde el aspecto de los Cárpatos se presta
por sí a todas las evocaciones fantásticas. No obstante, conviene hacer notar
que el país transilvano está todavia muy apegado a las supersticiones de los
antiguos tiempos.
M. de Gérando ha descrito estas
provincias de la extrema Europa. Eliseo Reclus las ha visitado, pero ninguno de
los dos ha dicho nada que se relacione con la curiosa narración objeto de este
libro. ¿La conocieron? Tal vez, pero acaso no han querido dar fe a la leyenda.
Esto es sensible, pues la hubieran referido, el uno con la precisión del
historiador, el otro con aquella poesía natural en él y derramada en sus
relaciones de viaje.
Puesto que ni uno ni otro lo han
hecho, voy yo a intentarlo.
El
19 de mayo de aquel año, un pastor apacentaba su rebaño a la orilla de un verde
prado, al pie del Retyezat, que domina un valle fértil, cubierto de árboles de
ramaje recto y enriquecido con bellas plantaciones. Las galernas que vienen
del N.O. arrasan durante el invierno este terreno descubierto y sin abrigo.
Entonces, según la frase del país, se le
hace la barba, y algunas
veces muy al rape.
Aquel pastor no tenía nada de los de
la Arcadia en su traje, ni nada de bucólico en su actitud. No era un Dafnis, ni
un Amintas, ni un Tityre, ni un Licidas, ni un Melibeo. El Lignon no murmuraba
a sus pies, encerrados en gruesos zuecos de madera. Estaba junto al río de
Valaquia, cuyas aguas frescas hubieran sido dignas de correr por entre las
sinuosidades de que se habla en la novela Astrea.
Frik‑Frik,
natural de Werst (así se llamaba el rústico pastor), tan descuidado de su
persona como las bestias; bueno para habitar en aquella zahurda construida a
la entrada de la aldea, y donde sus cameros y sus puercos vivían en revuelta prouacrerie,
única voz tomada del antiguo idioma que conviene a los piojosos apriscos
del distrito.
El
immanum pecus apacentado por
dicho Frik, era immanior ipse. Echado
sobre un mullido otero, dormía el pastor, un ojo cerrado, el otro alerta, con
la gran pipa en la boca, silbando de vez en cuando a sus perros si alguna oveja
se alejaba del prado, o tocando el cuerno, cuyo sonido repercutía en los ecos
de la montaña.
Eran las cuatro de la tarde. El sol
declinaba en el horizonte. Hacia la parte Este divisábanse algunas cúspides,
cuyas bases estaban como sumergidas en flotante bruma. Al S.O., dos gargantas
de la cordillera dejaban pasar un oblicuo haz de luz solar, como el punto
luminoso que se filtra por una puerta entornada.
Este sistema orográfico pertenece a la
parte más selvática de la Transilvania, comprendida bajo la denominación del
distrito KlausenbKurg u olosvar.
La Transilvania es un curioso
fragmento del imperio de Austria; dicha región se llama en lengua magyar «El
Erdely», o, lo que es igual, «el país de los bosques». Se halla limitada al
Norte por Hungría, por Valaquia al S., y por Moldavia al O. Ocupa una extensión
superficial de sesenta mil kilómetros cuadrados, o sean seis millones de hectáreas
‑próximamente la novena parte de Francia‑; es una especie de Suiza, pero una
mitad más vasta que los dominios helvéticos, aunque sin ser más poblada. Con
sus llanuras destinadas al cultivo, sus ricos pastos, sus valles
caprichosamente delineados, sus soberbias montañas, la Transilvania, ondulada
ipor las ramificaciones plutónicas de los Cárpatos, está cruzada por numerosos
ríos que van a engrosar con sus tributos los caudales del Theiss y del
soberbio Danubio, cuyas Puertas de Hierro, algunas millas al S., cierran el desfiladero de la cordillera de los Balkanes, en la
frontera de Hungría y del Imperio otomano.
Tal
es el antiguo país de los dacios, conquistado por Trajano en el siglo I de la
Era cristiana. La independencia que disfrutó bajo Juan Zapoly y sus sucesores
hasta 1699, tuvo fin con Leopoldo I, que la anexionó al Austria. Pero sea lo
que sea su constitución política, ha sido ocupada por diversas razas, que,
aunque se codean, no llegan a fusionarse; los valacos o rumanos, los húngaros,
los tsyganes, los szeklers, de origen moldavo, y los mismos sajones, a quienes
las circunstancias de lugar y tiempo acabarán por magyarizar en provecho de la
unidad de Transilvania.
¿A
qué carácter típico de los enunciados pertenecía el pastor Frik? ¿Era acaso un
descendiente degenerado de los antiguos dacios? Difícil sería resolver estas
cuestiones al ver su cabellera en desorden, su cara atezada, su barba enmarañada,
sus espesas cejas, recias como dos cepillos de crines rojizas; sus ojos garzos,
entre azules y verdes, y cuyos lagrimales húmedos estaban rodeados del círculo
senil. Parecía hombre de unos sesenta y cinco años. Es robusto, alto, seco y erguido
bajo su capisayo amarillento, no tan peludo como el pecho que cubre. Un pintor
no desdeñaría trasladar al lienzo su silueta cuando, cubierta la cabeza con un
sombrero de esparto, verdadera tapadera de paja, se apoya sobre el puntiaguado
cayado y queda tan inmóvil como una roca.
En
el momento en que penetraban los rayos del sol a través de las cortaduras del
O., Frik se volvió; puso su mano, medio cerrada, a guisa de catalejo ‑‑como si
hubiese hecho de ella una bocina‑, y estuvo mirando atentamente.
En
la claridad del horizonte, y como a una milla larga, muy empequeñecido por la
distancia, se dibujaban los contornos de un antiguo castillo sobre una
aislada cima de la garganta de Vulcano, la parte superior de una meseta,
llamada «meseta de Orgall». Bajo los cambiantes de la luz poNicnte, se destacaba
aquel edificio claramente con esa precisión de las vistas de un estereoscopo.
Sin embargo, preciso era, que se hallase el pastor dotado de poderosa vista
para distinguir algún detalle de aquella masa lejana.
Ved
aquí que de repente, y moviendo la cabeza, exclama:
-«¡Viejo,
viejo! ... ¡Cómo te pavoneas sobre
tus cimientos! Tres años ‑más, y ya no existirás, ‑porque tu haya no tiene ya
más que tres ramas.»
Dicha
haya, plantada al extremo de uno de los bastiones de la cerca del castillo,
resaltaba con su negrura sobre el azul del cielo, cual un delicado dibujo de
papel picado, y a duras penas fuera visible para otro que no fuese Frik a semejante
distancia. En cuanto a la explicación de las palabras que ha pronunciado el
pastor, basadas en una leyenda del castillo, será dada a su debido tiempo.
‑‑«Sí,
repitió; tres.ramas... Ayer había cuatro, pero la cuarta cayó esta noche... ¡Ya
no queda más que el muñón! Yo no cuento más que tres en la horcajada... ¡Tres,
tres nada más, viejo castillo! »
Cuando
se considera a un pastor desde el punto de vista ideal, la fantasía hace de él
un ser soñador y contemplativo, que conferencia con los astros, habla con las
estrellas y lee en el firmamento. Pero la verdad es que generalmente no pasa
de la categoría de un bárbaro ignorante. A pesar de todo, la pública
credulidad no vacila en atribuirle el don de lo sobrenatural; tal hombre posee
maleficios, y si está de humor, conjura los sortilegios, así sobre las personas
como sobre las bestias, que para el caso viene a ser lo mismo; vende polvos
amorosos, filtros y fórmulas mil. Hasta llega a tornar estériles los campos,
lanzando sobre ellos piedras encantadas, y deja infecundas a las ovejas tan
sólo con hacerles mal de ojo. Y tales supersticiones son propias de todos los
tiempos y países. Aun en las regiones más adelantadas, no se pasa en el campo
por delante de un pastor sin dirigirle alguna frase amistosa, algún saludo
afectuoso, llamándole también «pastor». Un saludo con el sombrero puede ser el
medio de librarse de malignas influencias, y en los caminos de Transilvania no
es donde menos sucede esto.
Frik
era, pues, considerado como un mago, como un evocador de fantásticas
apariciones. Según unos, obedecían a su voz vampiros y endriagos; según otros,
se le solía encontrar, al declinar de la luna, en las noches oscuras, como se
ve en otras comarcas en el año bisiesto, montado sobre la compuerta de los
molinos, hablando con los lobos o mirando a las estrellas.
Frik
dejaba decir, y no le iba mal. Vendía hechizos y contraheohizos. Pero
¡observación curiosa! él mismo era tan crédulo como su clientela, y si bien no
creía en sus propios sortilegios, daba fe a las leyendas que corrían por la
comarca.
Así,
pues, no hay que asombrarse de que hiciese aquel pronóstico referente a la
próxima desaparición del antiguo castillo, puesto que el haya sólo tenía ya
tres ramas; ni hay que asombrarse de que le faltase tiempo para llevar la noticia
al pueblo, a Werst.
Después
de haber juntado el rebaño, soplando hasta desgañitarse en la larga y blanca
bocina de madera, Frik tomó el camino de la aldea. Avivando al ganado, seguíanle
sus perros, dos semigrifos bastardos, ariscos y feroces, que más bien parecían
dispuestos a devorar ovejas que a guardarlas. El ganado se componía de una
centena de carneros moruecos y ovejas, de las cuales una docena eran de primer
año y el resto de tercero y cuarto año, o sea de cuatro y de seis dientes.
Este
ganado pertenecía al juez de Werst, el biró Koltz, que pagaba al
concejo un fuerte derecho de contribución de ganadería, y que apreciaba mucho
al pastor Frik por sus habilidades de esquilador y veterinario entendido en lo
que se refiere a todas las plagas de origen pecuario.
Marchaba el rebaño en masa compacta,
a la cabeza la oveja cencerra y a su lado la oveja birana, haciendo sonar su
esquila en medio de la confusión de balidos.
Al
salir del prado, Frik tomó por un ancho sendero, bordeando extensos campos,
donde ondulaban hermosas espigas de trigo, ya muy crecido sobre las altas
cañas; veíanse también algunas plantaciones de «kukurutz», que es el maíz de
aquel país. El camino conducía a la orilla de un bosque de pinos y abetos de
pobladas copas. Más abajo, el Sil extendía su brillante agua, filtrada por los
guijarros del álveo y sobre el que flotaban los frarmentos de madera aserrada
en las serrerías de río arriba.
Perros
y carneros se detuvieron en la margen derecha y se pusieron a beber con avidez
al ras de la ribera, removiendo la hojarasca de los matorrales.
Werst
no distaba de allí más de tres tiros de fusil, al otro lado de un espeso bosque
de raíces, formado de esbeltos árboles y de esos desmirriados plantones que
crecen tan sólo algunos pies del suelo. Dicho bosque se extendía hasta la
garganta de Vulcano, cuya aldea, que lleva este nombre, ocupa una altura escarpada
en la vertiente meridional de los macizos del Plesa.
A
aquella hora la campiña estaba solitaria; hasta entrada la noche no volvían a
sus hogares las gentes del carnpo; Frik no pudo cruzar su saludo tradicional
con nadie. Ya abrevado su rebaño, iba a internarse entre los pliegues del
valle, cuando en la revuelta del Sil apareció un hombre, como a unos cincuenta
pasos río abajo.
‑¡Hola,
amigo! gritó el pastor.
Aquel
hombre era uno de esos mercaderes que recorren el distrito. Se les encuentra en
las ciudades, en los pueblos y hasta en las más humildes aldeas. No es
obstáculo para ellos el hacerse comprender; hablan todas las lenguas. Aquel,
¿era italiano, sajón o valaco? Nadie hubiera podido decirlo. En realidad era
judío polonés, alto y delgado, de afilada nariz y barba puntiaguda, frente
abultada y ojos muy vivos.
Era
vendedor ambulante de anteojos, termómetros, barómetros y relojes de bolsillo.
Lo que no guardaba en el morral que, sujeto con correas, llevaba a la espalda,
lo colgaba del cuello o de la cintura; un verdadero buhonero, algo así como un
escaparate semoviente.
Probablemente
el judío participaba del respeto o del temor que los pastores inspiran. Así
que sáludó a Frik con la mano. Después, en lengua rumana, que participa del
latín y del eslavo, dijo con acento extranjero:
‑¿Qué
tal marchamos, amigo?
-Marchamos
con el tiempo, respondió Frik.
‑Entonces
hoy habrá ido bien. ¡Con este tiempo! ...
‑Mañana
irá mal, porque ..lloverá.
‑¿Lloverá?
Exclamó el buhonero. ¿Es que en vuestro país llueve sin nubes?
-Las
nubes ya vendrán esta noche... ¡y por allá abajo, por el lado malo de la
montaña!
‑¿Y
cómo Veis eso?
‑En
la lana de mis carneros, que está áspera y seca como pellejo curtido.
‑Pues
tanto peor para los que tengan que andar por esos caminos.
‑Y
tanto mejor para los que se queden en la puerta de su casa.
‑Hay
que tener una casa, pastor.
‑¿Tenéis
hijos? dijo Frik.
‑No.
‑¿Sois
casado?
‑No.
Preguntóle
esto Frik, porque es costumbre en el país preguntarlo a los que se encuentran.
Después
añadió:
‑¿De
dónde venís, buhonero?
‑De
Hermanstadt.
Hermanstadt
es una de las principales poblaciones de Transilvania. Al abandonarla se
encuentra el valle del Sil húngaro, que desciende hasta el arrabal de
Petroseny.
‑¿Y
adonde váis?
‑A
Kolosvar.
Para
llegar a Kolosvar, basta subir en dirección del valle del Maros; después, por
Karlsburg y siguiendo las primeras estrilbaciones de los montes Bihar, se está
en la capital del distrito. Un camino que no tendrá más de veinte millas.
En
verdad, que estos mercaderes de barómetros, termómetros y cascajos, evocan
siempre la idea de seres diferentes, de una andadura algo hoffmanesca, peculiar a su oficio. Venden el tiempo en todas sus
formas: el que pasa, el que hace, el que hará, como otros venden cestos, tricots
o algodones. Se diría que son los viajantes de la casa «Saturno y Compañía»,
bajo la enseña «Arenas de Oro». Sin duda éste fue el efecto que el judío
produjo a Frik, el cual contemplaba, no sin asombro, aquella instalación de
objetos nuevos para él, y cuya aplicación desconocía.
‑¡Eh,
señor buhonero! preguntó alargando el brazo. ¿Para qué sirve eso que
castañetea en vuestra cintura, como los huesos de un viejo colgado?
‑Son
cosas de valor, respondió el mercader; objetos útiles para todo el mundo.
Y
guiñando el ojo, exclamó Frik:
‑¿A
todo él mundo? ¿Y también a los pastores?
‑También.
‑¿Y
para qué sirve esa maquinaria?
‑Esta
maquinaria, respondió el judío moviendo un termometro entre sus manos, os dice
si hace calor o frío.
‑¡Vaya,
amigo! Pues yo no necesito de ella para saberlo cuando sudo bajo mi capisayo o
cuando tirito bajo mi hopalanda.
Evidentemente:
esto debe bastar a un pastor, que no se preocupa gran cosa de los porqués
de la ciencia.
‑¿Y ese grueso cascajo con su aguja?
repuso señalando un barómetro aneroide.
‑No
es un cascajo, sino un instrumento que os dice si mañana hará buen tiempo, o
si lloverá.
‑¿Es
de veras?
‑De
veras.
‑Bueno,
replicó Frik: pues yo no lo querría, aunque sólo costase un kreutzer. Me
basta ver las nubes que se arrastran por la montaña, o que cruzan por cima de
los más altos picos, para saber, con veinticuatro horas de anticipación, el
tiempo que va a hacer. Mirad. ¿Véis aquella bruma que parece salir del suelo?
Pues ya os lo he dicho, eso significa que mañana tendremos agua.
Verdaderamente,
el pastor Frík, gran observador del tiempo, no necesitaba barómetro.
‑¿Y
tampoco os hará falta un reloj? dijo el buhonero.
‑¡Un
reloj!... Tengo uno que anda solo. Está colgado sobre mi cabeza... El sol.
Mirad, amigo: cuando está sobre la punta del Rodük, significa que es medio
día; y cuando parece que mira al agujero de Egelt, es que son las seis. Mis
carneros lo saben tan bien como yo, y mis perros como los carneros. Guardad,
pues vuestros cachivaches.
‑¡Vaya!
repuso el buhonero. Muy negro me habría de ver para hacer fortuna, si no
tuviera más clientes que los pastores. ¿De manera que no necesitáis nada?
‑Absolutamente
nada.
Por
lo demás, todas aquellas mercaderías baratas eran de muy mediana fabricación.
Los barómetros no concordaban bien sobre el variable o el buen tiempo fijo;
las agujas de los relojes marcaban horas muy largas o minutos muy cortos. En
fin, una engañifa. ¡Acaso el pastor lo sabía! Por eso no quería comprar nada
de aquello. Sin embargo, ya iba a recobrar su cayado, cuando, cogiendo una
especie de tubo colgado de una correa del buhonero, le dijo:
‑¿Para
qué sirve este tubo?
‑No
es tal tubo.
‑Será
pues, una pistola, dijo el pastor.
‑No,
dijo el judío: es un anteojo.
Era,
en efecto, uno de esos anteojos comunes que agrandan cinco o seis veces los
objetos, o que los aproximan otro tanto, lo que produce el mismo resultado.
Frik
había cogido aquel instrumento, y le contemplaba, dándole vueltas entre sus
manos, haciendo salir y entrar los cilindros.
Después,
moviendo la cabeza:
‑¡Un
anteojo! dijo.
‑Sí,
pastor; un magnífico anteojo, que os alargará mucho la vista...
‑¡Ah!
... Yo tengo muy buenos ojos, amigo. Cuando el tiempo está claro, veo las
últimas rocas, hasta la cresta del Retyezat, y los últimos árboles en el fondo
de los desfiladeros del Vulcano.
‑¿Sin
entornar los ojos?
‑Sin
entornar los ojos, ‑gracias al rocío de la noche, que me limpia la pupila.
‑¿El
rocío? dijo el otro. Pronto os dejará ciego.
‑¡Ah!
A los pastores no.
‑Bien...
Si tenéis buenos ojos, yo los tengo mejores cuando los aplico a mi anteojo.
‑¡Tendrá
que ver eso!
‑Vedlo
...
‑¡Yo!
...
‑Probad.
‑¿No
me costará nada? preruntó Frik, desconfiado por naturaleza.
‑Nada;
a menos que no os decidáis a comprarme el aparato.
Tranquilo
ya sobre este particular, Frik tomó el anteojo, cuyos tubos graduó el
buhonero. Después, de haber cerrado el ojo derecho, Frik aplicó el ocular al
izquierdo, y empezó a mirar hacia las montañas del Vulcano, subiendo hacia el
Plesa; después bajó el instrumento, enfocándole hacia el pueblo de Werst.
‑¡Calla!
exclamó. ¡Pues es verdad! Alcanza más que mis ojos... Allí está la calle
Mayor. Reconozco a las personas... Veo a Nic Deck, el guarda que vuelve de su
ronda, con la mochila a la espalda y la carabina al hombro.
‑¡Cuando
yo os lo decía! observó el buhonero.
‑Sí,
sí. Nic es, añadió el pastor. ¿Y quién es aquella mujer que sale de casa del
amo Koltz, con falda roja y corpiño negro, como si fuese al encuentro de Nic?
‑Mirad
atentamente, y reconoceréis a la muchacha, como habéis reconocido a Nic.
‑¡Ah!
sí ... ¡Es Miriota! ... ¡La bella Miriota! ... ¡Ah!. .. ¡Los novios! ... Esta
vez tienen que andar con cuidado, porque yo los tengo al alcance de mis ojos,
y no pierdo ninguna de sus carantoñas.
‑¿Y
qué decís de este aparato?
‑¡Ah!
Que hace ver desde muy lejos.
El
asombro de Frik al coger por primera vez un anteojo para mirar la aldea Werst,
indicaba lo atrasado que este pueblo se encontraba. Si esto era o no verdad,
bien pronto lo veremos.
‑Pastor,
dijo el mercader: seguid, seguid mirando... Más allá de Werst. Este pueblo
está muy cerca... ¡Mirad mucho más allá! ...
‑¿Y
tampoco me costará nada?
‑Tampoco.
‑Bueno..
. Voy a mirar hacia el Sil ‑húngaro... Sí; allí está el campanario de Livadzel... Le conozco por la
cruz, a la que le falta un brazo. . . Más allá, en el valle, entre los abetos,
veo el campanario de Petroseny, con su gallo de hoja de lata, con el pico
abierto, como si llamara a las gallinas... ¡Calle! ... Y allí abajo.. . veo una
torre que scobresale por entre los árboles... Debe de ser la torre de Petrilla.
Vaya, voy a seguir mirando, porque supongo que el precio será siempre el
mismo...
‑El
mismo, pastor.
Frik
miraba entonces hacia la llanura de Orgall; siguió después contemplando la
sombría masa de los bosques situados sobre las vertientes del Plesa, y
enfocando el obje-tivo a la lejana silueta del castillo, exclamó:
‑Sí
... la cuarta rama está en tierra ... La había visto bien. .. Nadie irá a
recogerla para hacer una tea la noche de San Juan. Nadie irá... Ni yo... Sería
arriesgar el cuerpo y el alma. Pero hay uno que la recogerá esta noche, para
llevarla al fuego del infierno. Éste es el Chort.
Así
se llama al diablo cuando se le evoca en las conversaciones del país.
Acaso el judío iba a pedir explicación
de aquellas palabras incomprensibles para el que no fuese de Werst o de sus
cercanías, cuando Frik exclamó con voz en la que el espanto se mezclaba a la
sorpresa:
‑¿Qué
es aquella nube que sale del torreón? ¿Es bruma? No; parece humo... Pero no es
posible... Desde hace siglos y siglos no echan humo las chimeneas del
castillo...
‑Si
veis humo, es que lo hay pastor.
‑No,
buhonero, no. Es que el cristal de vuestro anteojo está empañado.
‑Limpiadle,
pues.
‑Voy
a hacerlo.
Y
después de haber frotado lo vidrios del anteojo con su manga, volvió a mirar.
Efectivamente;
lo que salía del torreón era humo. Aquella columna subía recta, en el aire
tranquilo, y su penacho se confundía con las nubes. Frik, inmóvil, no hablaba
ya, concentrando toda su atención sobre el castillo, cuya sombra iba
ascendiendo hasta llegar al nivel del llano de Orgall. De pronto bajó el
aparato, y llevándose la mano a la alforja que bajo su sayo llevaba, preguntó:
‑¿Qué
vale esto?
‑Florín
y medio,‑, respondió el buhonero.
Por
poco‑ que Frik hubiese regateado, hubiera dado el anteojo en un florín; pero
el pastor no regateó.
Bajo
el influjo de una estupefacción tan grande como inexplicable, metió la mano
en su alforja y sacó el dinero.
‑¿Es
para vos el anteojo? preguntó el buhonero.
‑No;
para mi amo.
‑Entonces,
él os reembolsará.
‑Sí...
Los dos florines que me cuesta.
‑¡Cómo
dos florines!
‑Sí...
de ahí para arriba. Buenas tardes, amigo.
‑Buenas
tardes, pastor.
Y
Frik, silbando a sus perros y reuNicndo su rebaño, subió a buen paso en
dirección a Werst.
Mirándole
marchar el judío, movió la cabeza, y murmuró:
‑De
haberlo sabido, le pido más por el anteojo.
Después
de arreglar sobre sus hombros y cintura su mercancía, tomó la dirección de
Karlsburg, volviendo a bajar por la margen derecha del Sil.
¿Dónde
iba? Poco nos importa. Él no hace más que pasar en esta novela... No le
volveremos a ver más.
CAPÍTULO II
La
distancia de algunas millas produce el efecto, para el observador, de que,
bien sean rocas hacinadas por la naturaleza en las épocas geológicas, según
las convulsiones del suelo, o bien construcciones debidas a la mano del hombre
y sobre las cuales ha pasado el soplo devastador del tiempo, poco más o menos
su aspecto es semejante. Confúndese fácilmente el mineral en bruto y el mineral
trabajado. Desde lejos vese todo envuelto en igual color, con idénticas líneas
y ángulos en perspectiva, con la misma uniformidad de tinte, bajo la pátina
gris de los siglos.
Tal
acontecía con la edificación antedicha, castillo otro tiempo de los Cárpatos.
Reconocerle en su indecisa estructura en la meseta de Orgall, que corona a la
izquierda la garganta de Vulcano, hubiera sido imposible. Ya no muestra su
erguida silueta en las montañas. Lo que pudiera tomarse por un torreón, no es
acaso otra cosa que un informe montón de piedras. Allí donde la vista crea
percibir los almenados muros, quizá no habrá sino rocosa cresta. Es un conjunto
vago, flotante, incierto. Tanto es así, que si diéramos crédito a lo que dicen
algunos turistas, el castillo de los Cárpatos sólo existe en la fantasía de
las gentes del país.
Después
de todo, el medio más sencillo para salir de dudas sería hacerse conducir por
un guía del Vulcano o de Werst, y subir por el desfiladero, dar cima a la montaña,
visitar aquellas construcciones. Pero hay el inconveNicnte de que se encuentra
más fácilmente el camino del castillo que el guía. En el valle del Sil nadie
consentiría en acompañar a un viajero al castillo de los Cárpatos, así fuese a
peso de oro.
Si
hubiéseis mirado con un anteojo más potente que el instrumento de pacotilla
que compró el pastor Frik para el señor de Koltz, he aquí lo que hubiérais
visto del viejo edificio.
Detrás
de la garganta de Vulcano, y, como a unos ochocientos o novecientos pies, un
muro de color de asperón, casi oculto por la hojarasca de plantas trepadoras y
cuyo cercado se extiende ert un perímetro de cuatrocientas o quiNicntas toesa,
y siguiendo las ondulaciones de la meseta; a cada ángulo dos bastiones, de los
cuales, el de la derecha, sobre el que se alza la famosa haya, está coronado
por una pequeña atalaya o garita de puntiag!ida techumbre; a la izquierda, algunos
lienzos de murallas cual los de una fortaleza, soportando un campanario de
capilla, cuya campana rajada se bambolea en las grandes borrascas, causando
el mayor espanto en la comarca; en el centro, y con su plataforma rodeada de
almenas, un torreón con tres órdenes de ventanas de alféizares de plomo, y cuyo
primer piso hállase rodeado de circular terraza; sobre la plataforma álzase un
largo mástil de hierro adornado por una especie de veleta comida de moho,
mirando siempre al Sudeste, por efecto de algún violento huracán.
En
cuanto a lo que encerraba el consabido muro, por mil partes quebrado, bien
fuese edificio habitable, accesible por puente levadizo o poterna, ignorábase
de luengos años atrás. En realidad, si bien el castillo de los Cárpatos se
hallaba en mejor estado de lo que parecía, estaba protegido ahora por el extendido
terror supersticioso, con tanta eficacia como en pasados tiempos lo estuviera
por basiliscos, bombardas, culebrinas y demás máquinas de artillería de otros
siglos.
Y
en verdad que bien merecía la pena de ser visitado el castillo de los Cárpatos
por turistas y anticuarios. Su situación en lo alto de la meseta de Orgall no
puede ser más bella. El panorama de montañas que se divisa desde la alta
plataforma del torreón, es sublime. Al fondo vense las ondulaciones de la elevada
cordillera, que parece dibujada caprichosamente, formando la frontera de
Valaquia. Por delante abre su ruinosa garganta el desfiladero de Vulcano, única
vía de comunicación entre las provincias limítrofes. Al otro lado del valle
del Sil surgen las edificaciones de Livadzel, Lonyai, Petroseny y Petrilla,
agrupados y como asomándose a la abertura de los pozos que sirven para la
explotación de esta rica cuenca hullera. Y en los últimos planos del horizonte
vislúmbrase admirable y simétrica cadena de alturas y crestas cuyas bases
están cubiertas de césped y cuyas peladas cimas dominan los abruptos picos del
Retyezat y del Paring. Por fin, más allá del valle del Hatszeg y del río Maros, aparecen
los lejanos perfiles, velados por las brumas de los Alpes de la Transilvania
Central.
En
el fondo de aquel embudo y efecto de la depresión del terreno, formábase un
lago, en el que vertían sus aguas los brazos del Sil antes de abrirse paso al
través de la cordillera. Ahora dicha depresión no es más que una carbonera con sus ventajas e
inconveNicntes; las altas chimeneas de fábrica crúzanse con el ramaje de los
copudos olmos, abetos y hayas; los negruzcos humos vician la atmósfera, saturada
antaño con los perfumados aromas de los frutales y las flores. No obstante, y
por más que la industria tiene bajo su férrea mano este distrito minero, en la
época de esta narración aún no había perdido el selvático aspecto que le diera
la Naturaleza.
El
castillo de los Cárpatos data del siglo XII, o acaso del XIII. En aquella
época, bajo la dominación de los señores o vaivodas, fortificábanse
monasterios, iglesias, palacios y castillos de igual modo que las aldeas y
ciudades. Señores y vasallos procuraban mantenerse a la defensiva. Tal estado
de cosas explica el aspecto de aquella construcción feudal, bien defendida con
su almenado muro, su atalaya y su torreón. ¿Qué arquitecto tuvo la idea de
edificarle sobre aquella meseta y a tal altura? Ignórase quién fuese el audaz
artista aunque pudiera suponerse que fuera el rumano Manoli, tan
gloriosamente cantado en las leyendas valacas, y que edificó en Curté de Argis
el célebre castillo de Rodolfo el Negro.
Pero
si pudiera haber dudas acerca de este punto, no las hay respecto a la familia
que poseía el castillo de los Cárpatos. Los barones de Gortz eran señores de
aquel país desde tiempo inmemorial. Tomaron parte en todas las guerras que
tiñeron de sangre las provincias de Transilvania; lucharon contra los
húngaros, los sajones y los szeklers, y su apellido figura en cánticos y en doines, donde se perpetúa el recuerdo
de los desastrosos períodos por que atravesó aquel país. Era su divisa el
famoso proverbio valaco: ¡da pe maorte!
«ida hasta morir!» y dieron, vertiendo su sangre en aras de la
independencia, aquella sangre que procedía de los romanos, sus antecesores.
Ya
se sabe que al cabo de tantos esfuerzos y sacrificios tantos, no pudieron
conseguir otra cosa que la más mísera opresión para los descendientes de tan
valiente raza. Ya no vive la vida política. Tres azotes sufrió aquel país. Mas
aún conservan los valacos de Transilvania la esperanza de sacudir el yugo que
los oprime. El porvenir es suyo, y con inquebrantable fe repiten estas
palabras, que expresan todas sus aspiraciones: Roman no perè! ¡El rumano
no perecerá!
A
mediados del siglo actual, el último representante de los señores de Gortz era
el barón Rodolfo. Nacido en el castillo de los Cárpatos, había visto a su
familia irse extinguiendo alrededor suyo durante su juventud, y a los veintidós
años se encontró solo en el mundo. Todos los suyos habían ido cayendo, año tras
año, cual las ramas del haya secular cuya existencia tan unida se hallaba,
según la superstición pública, a la existencia misma del castillo. Sin
parientes y casi sin amigos, ¿qué iba a hacer el barón Rodolfo para llenar
aquel inmenso vacío que la muerte dejó en torno suyo? ¿Cuáles eran sus
aficiones, sus inclinaciones y aptitudes? Nada de esto se sabía, como no fuese
la pasión irresistible que sentía por la música, y muy especialmente por los
grandes artistas líricos de su época. Así que, después de haber confiado la
guarda del castillo, ya muy deteriorado, en manos de algunos viejos servidores,
un día desapareció de allí. Más tarde se supo que dedicaba su fortuna, bastante
considerable, a recorrer los principales centros líricos de Europa, los teatros
de Alemania, Francia e Italia, donde podía saciar su infatigable fantasía de dilettante.
¿Acaso era un excéntrico; por no decir un monomaníaco? Lo extraño de su vida
daba lugar a creerlo así.
Sin
embargo, el recuerdo de su país natal no se había borrado del corazón del joven
barón de Gortz, ni olvidó su patria en medio de sus lejanas peregrinaciones.
Tanto fue así, que volvió a Transilvania a tomar parte en una de las
sangrientas revueltas de los rumanos contra la opresión húngara.
Los
descendientes de los antiguos dacios fueron vencidos, y su territorio repartido
entre los vencedores.
A
continuación de esta derrota, el barón Rodolfo abandonó definitivamente el
castillo de los Cárpatos, que empezaba a amenazar ruina por algunas partes. La
muerte no tardó en privar a aquel dominio de sus últimos servidores, y fue
desalojado del todo. En cuanto al barón, de Gortz, empezó a correr el rumor de
que se había unido patrióticamente al famoso Rosza Sandor, antiguo salteador de
caminos, y al que la guerra de la independencia había elevado al rango de un
protagonista de drama.
Muy felizmente para él después de la
lucha, Rodolfo de Gortz se había separado de la facción del salteador, y obró
muy prudentemente, porque Rosza Sandor acabó por caer en manos de la policía,
que se contentó con encerrarle en la prisión de Szamos-Uyvar.
Por
el distrito corrió la versión, muy autorizada, de que el barón Rodolfo había
sido muerto en un encuentro de Rosza Sandor con los carabineros de la frontera.
No había tal muerte, aunque nadie dudase de ella por no haber aparecido el
barón en la comarca desde aquella época; y es preciso tener en cuenta lo
crédula que era la población en sus supuestos.
Castillo
desierto, castillo fantástico... Las vivas y ardientes imaginaciones pobláronle
pronto de fantasmas, de espíritus que se albergaban en aquél a las altas horas
de la noche. Cosas son éstas que suceden frecuentemente en muchas comarcas de
Europa, entre las que Transilvania debe ocupar el primer lugar.
Además,
¿cómo aquella aldea de Werst hubiera podido romper con sus creencias en lo
sobrenatural? El cura y el maestro enseñaban estas fábulas con tanto más
empeño, cuanto que ellos mismos las creían a pies juntillos. Afirmaban, con pruebas
en ápoyo de sus afirmaciones, que los vampiros lanzan gritos de andriagos,
beben sangre humana; que los staffii andaban errantes por las ruinas,
convirtiéndose en malhechores si se olvida darles de comer y beber todas las
noches. Hay hadas, babes, de las que es preciso guardarse el martes y
viernes, días nefastos de la semana, Aventuráos, pues, en las profundidades de
los bosques del distrito, bosques encantados donde se ocultan los balauri,
dragones gigantes cuyas mandíbulas llegan a las nubes; los zmei, de alas
desmesuradas, que se llevan a las mujeres lindas, sin distinción de categorías.
Existen, pues, tantos monstruos feroces. ¿No hay algún genio del bien que,
según la imaginación popular, contrarreste las malas artes de aquéllos? Sí, por
cierto. La serpi de casa, serpiente del hogar doméstico, que vive en las
casas y cuya influencia saludable compra el aldeano, nutriéndola con la mejor
leche.
Ahora
bien: ¿qué mejor albergue para todos aquellos seres de la mitología rumana que
el castillo de los Cárpatos? Sobre aquella planicie aislada, sólo accesible por
la parte izquierda de la garganta de Vulcano, no era dudoso que albergase
dragones, hadas y endriagos, como también acaso los espíritus de algunos
individuos de la familia de los barones de Gortz. De aquí la reputación de que
el castillo estaba encantado; reputación muy justificada, al decir de las
gentes, y nadie hubiera osado aventurarse a visitarle. Esparcía en torno suyo
una especie de espanto epidémico, como las emanaciones pestilentes de una
laguna insalubre. Sólo con aproximarse un cuarto de milla, se arriesgaba la
vida en este mundo y la salvación en el otro.
Esto
era cosa corriente en la es-cuela del maestro Hermod. Sin ernbargo, tal estado
de colas debía tener fin, y esto sucedería cuando no quedase una sola piedra de
la antigua fortaleza de los barones de Gortz: y aquí entraba la leyenda.
A
dar crédito a los más autorizados de la aldea de Werst, la existencia del
castillo estaba unida a la de la vieja haya, cuyo ramaje se recostaba sobre el
bastión del ángulo, a la derecha del muro. Las gentes de la aldea habían
observado, y muy particularmente el pastor Frik, que desde, la partida de
Rodolfo de Gortz dicho árbol iba perdiendo cada año una de sus ramas más
gruesas. Cuando el barón Rodolfo fue visto por última vez en la plataforma del
torreón, el árbol tenía dieciocho ramas, y en la actualidad sólo contaba tres.
Cada rama caída significaba un año menos de existencia para el castillo. La
caída de la última produciría anonadamiento definitivo. Y entonces, sobre la
meseta de Orgali, se buscaría en vano el castillo de los Cárpatos.
Evidentemente,
esto era una de esas leyendas que sólo nacen en las imaginaciones de los
rumanos; pero lo cierto era que todos los años el haya perdía una de sus ramas,
y Frik, que no dejaba de observarle mientras apacentaba su rebaño en los prados
del Sil, no dudaba en afirmarlo. Y aunque la aseveración de Frik no fuera digna
de tomarse en cuenta, a los aldeanos, y hasta al juez de Werst, no les cabía
duda de que el castillo no tendría más de tres años de vida, puesto que al
«haya tutelar» no le quedaban más que tres ramas. El pastor se puso en camino
para llevar la tremenda noticia de que queda hecha mención, después del
accidente del anteojo.
En
efecto: la noticia era tremenda. ¡En el torreón acababa de aparecer humo! Lo
que sus ojos no hubieran podido apreciar por sí solos, lo había visto Frik con
ayuda del anteojo del buhonero... No era vapor de la atmósfera; era humo que
iba a perderse en las nubes ... ¡Y a pesar de estar abandonado el castillo! ...
¡Después de tanto tiempo que nadie había franqueado su cerrada poterna, ni
levantado el puente levadizo! ... Si el castillo estaba habitado, sólo podía
estarlo por seres sobrenaturales ... Pero ¿con qué objeto podían los espíritus
encender fuego en uno de los departamentos del torreón? ¿Provenía el humo de
alguna chimenea, de una habitación o de la cocina? He aquí un punto
verdaderamente inexplicable.
Frik
azuzaba sus bestias hacia el establo, y a su voz los perros avivaban el ganado
camino arriba, y el polvo volvía a caer con la humedad del crepúsculo.
Algunos
aldeanos que se habían retardado en sus faenas, le saludaron al pasar. Frik
apenas les respondió. Esto era motivo de gran inquietud para los primeros,
porque para evitar los maleficios no basta saludar al pastor, es preciso que
éste responda al saludo. Pero Frik no se fijaba en esto, y caminaba con los
ojos extraviados, actitud extraña y ademanes descompuestos. Aunque los lobos le
quitaran la mitad de sus carneros, no hubiera recibido impresión más honda. ¿De
qué mala nueva era nuncio el pastor?
El
primero que lo supo fue el juez Koltz.
Así
que le vio, gritóle Frik:
-¡En
el castillo hay fuego, amo!
-¿Qué
dices, Frik?
-Digo
la verdad.
-¿Te
has vuelto loco?
En
efecto: ¿cómo era posible un incendio en aquel viejo montón de piedras? Esto
era tan absurdo como admitir que el Negoi, la más alta cima de los Cárpatos,
fuera devorado por las llamas.
-¿Tú
pretendes, Frik, que el castillo arde? dijo él amo Koltz.
-Pues
si no se quema, por lo menos echa humo.
-Algún
vapor...
-No,
es humo; venid a verlo.
Y
ambos se dirigieron hacia el centro de la calle Mayor de la aldea, al borde de
un terraplén que dominaba los barrancos, y desde el cual se podía ver el
castillo.
Una
vez allí, Frik dio el anteojo a su amo. Evidentemente el señor Koltz no era más
práctico que el pastor en el manejo de tal instrumento.
-¿Qué
es esto? le preguntó.
-Una
maquinaria para ver, que he comprado en dos florines, y que vale el doble.
-A
quién?
-A
un buhonero.
-¿Y
para qué?
-Aplicadlo
a vuestro ojo; dirigidlo al castillo; mirad. y veréis.
El
juez enfocó el anteojo en dirección al castillo, y miró atentamente.
¡Sí!
Lo que salía de una de las chimeneas del torreón era humo, que desviado en
aquel momento por la brisa, se arrastraba por la falta de la montaña.
-¡Humo!
¡Humo! repetía el amo Koltz estupefacto.
Acababan
de reunírsele Miriota y Nic Deck, el guardaboque, que habían vuelto a su casa
hacía unos instantes. Cogiendo el anteojo, preguntó el joven:
-¿Para
qué sirve esto?
-Para
ver a lo lejos, respondió el pastor.
-Es
broma, Frik.
-¡Sí...
sí, broma! No hace una hora que yo os he reconocido cuando bajábais por el
camino de Werst, y a Vos también. . .
No
acabó la frase, porque Miriota se puso encarnada y bajó sus lindos ojos.
Después de todo, no está prohibido que una hija de familia honrada vaya al
encuentro de su novio.
La
novia primero, y el novio después, cogieron el famoso anteojo y le enfocaron
hacia el castillo.
Entretanto
habían llegado a aquel sitio media docena de vecinos, que, enterados de lo que
pasaba, fueron sirviéndose por turno del anteojo. Uno dijo:
-¡Humo!
¡Humo en el castillo!
Y
otro añadió:
-Tal
vez el rayo ha caído sobre el torreón.
-¿Pues
qué, ha tronado? preguntó Koltz dirigiéndose a Frik.
-No
ha habido tormenta desde hace ocho días, respondió el pastor.
Si
a aquellas buenas gentes se les hubiese dicho que en la cúspide del Retyezat
acababa de abrirse un cráter volcánico, no se hubieran quedado más
estupefactas.
CAPÍTULO III
El
pueblecillo de Werst tiene tan poca importancia, que no figura en la mayor
parte de los mapas.. En el orden administrativo es aún de inferior categoría
que su vecino, llamado Vulcano, nombre de la porción de la vertiente del Plesa
sobre el cual ambos se encuentran pintorescamente situados.
En
los momentos actuales, la explotación de la cuenca minera ha impreso gran
movimiento comercial a las poblaciones de Petroseny, Livadzel, y otras,
distantes algunas. millas; en cambio ni Vulcano ni Werst han obtenido ventaja
alguna, no obstante su proximidad al centro industrial. Estas aldeas son aún lo
que eran hace cincuenta años, y es de suponer que dentro de otro medio siglo
continuarán en el mismo estado. Según Elisco Reclus, más de una mitad de la
población de Vulcano se compone de empleados encargados de vigilar la frontera,
carabineros, gendarmes, inspectores del fisco y enfermeros del lazareto.
Suprimid los gendarmes y los inspectores del fisco, añadid una proporción un
poco mayor de agricultores, y tendréis la población de Werst o sea algunos
cientos de habitantes.
Puede
decirse que el tal pueblecillo está formado por sólo una larga calle, cuyas
bruscas pendientes hacen la subida y la bajada muy penosas a lo largo de la
garganta de Vulcano. Sirve de camino natural entre la frontera valaca y la
transilvánica. Por allí pasan los rebaños de bueyes, de carneros y cerdos, los
carniceros, los vendedores de frutas y granos y algunos viajeros, muy pocos,
que se aventuran por el desfiladero, en vez de tomar los ferrocarriles de
Kolosvar y del valle del Maros. En verdad que la Naturaleza ha dotado
generosamente la cuenca que se abre entre los montes de Brihar, Retyezat y
Paring; no tan sólo es rica por la fertilidad de su suelo, sino también por la
riqueza que encierra en -sus entrañas: hay minas de sal gema en Thorda, con un
rendimiento anual de más de 20.000 toneladas; el monte Parajd, cuya cúspide
mide siete kilómetros de circunferencia, está únicamente formado de cloruro de
sodio; las minas de Torotzko producen plomo, galena, mercurio y sobre todo
hierro, cuyos yacimientos están en explotación desde el siglo X; las minas de
Vayda Hunyad dan un mineral que, transformado en acero, resulta de superior
calidad; hay también minas de hulla fácilmente, explotables bajo las primeras
capas de estos valles lacustres en el distrito de Hatzeg, en Livadzel y
Potroseny vasto recinto cuyo contenido se ha estimado en doscientos cincuenta
millones de toneladas; y, en fin, minas de oro en Offenbanya, en Topanfalva, la
región de los trabajadores que se dedican a limpiar las arenas auríferas de los
ríos, y en donde miriadas de molinos, sencillamente dispuestos, trabajan las
arenas del Veres-Patak, el Pactalo transilvánico, y que exportan cada año valor
de dos millones de francos del precioso metal.
Parecía que una region tan favorecida
por la naturaleza, había de aprovechar aquella riqueza en favor de sus
habitantes. Sin embargo, no es así. Si bien los centros más importantes como
Torotzko, Petroseny y Lonyai poseen algunas instalaciones industriales a la
moderna; si bien allí se ven edificaciones regulares, sometidas a la uniformidad
de la escuadra y la plomada, depósitos, almacenes, verdaderas poblaciones
obreras; si están dotadas de cierto número de casas con ventanas y balcones, no
se encuentra eso ni en la aldea de Werst ni en la de Vulcano.
Unas
sesenta casas irregularmente edificadas sobre la única calle, cubiertas de un
caprichoso tejado que sobresale por los muros de arena, con fachada hacia el
jardín; un granero con ventana por cada habitación, con una ruinosa granja al
lado; un establo cubierto de paja; aqui y allá algún pozo con polea, de la que
pende una cuerda, dos o tres charcas que se desbordan con las tormentas,
arroyuelos de cursos tortuosos. Tal es la aldea de Werst, emplazada sobre ambos
lados de la calle entre los, oblicuos taludes del desfiladero. A pesar de esto,
es fresca y tiene atractivos: hay flores en puertas y ventanas, tapias de
verdura que cubren los muros, hierbas revueltas que se mezclan con las espigas
de color de oro viejo y con las ramas de los olmos, álamos, hayas, abetos y
erables que sobresalen por una de las casas, «tan altos como pueden subir». Al
otro lado, las escalonadas estribaciones de la cordillera, y allá en
lontananza, las cimas de los montes que se confunden con el azul del cielo.
En
Werst, como en toda aquella región de Transilvania, no se habla el alemán ni el
húngaro, sino el rumano; hasta en las mismas familias tsiganes establecidas,
más bien que acampadas en las diversas aldeas del distrito.
Estos
extranjeros toman la lengua del país, como toman la religión. Los de Werst
forman una especie de pequeña tribu, bajo el miedo del vaivoda, con sus
caravanas, sus barakas de puntiagudo tejado, sus legiones de niños,
siendo bien diferentes por sus costumbres y regularidad de hábitos, a las de
sus congéneres que andan errantes por Europa. Observan en sus ceremonias el
rito griego, amoldándose a la religión de los cristianos entre los que viven.
La autoridad religiosa de Werst está en manos de un pope que reside en Vulcano
y ejerce sus funciones en ambas aldeas, separadas solamente por media milla.
La
civilización es como el aire y como el agua: allí donde encuentra un resquicio,
por pequeño que sea, allí penetra, y modifica las condiciones de un país. Hay
que reconocer que este resquicio no se ha presentado aún en la región
meridional de los Cárpatos. De Vulcano ha dicho Eliseo Reclus «que es el último
lugar de la civilización en el valle del Sil valaco». No hay pues, que
asombrarse de que Werst sea una de las más atrasadas aldeas del distrito de
Kolosvar. ¿Y cómo puede ser otra cosa en lugares como los antedichos, donde
nace, se crece y se muere sin haber salido de ellos? Ocurrirá preguntar ahora:
¿No hay un maestro de escuela? ¿No hay un juez en Werst? Indudablemente; pero
el dómine Hermod sólo puede enseñar lo que sabe, que es bien poco; apenas leer,
escribir y contar. La instrucción no pasa de aquí. En ciencias, en historia, en
geografía y en literatura, no conoce otra cosa que los cantos populares y las
leyendas del país; su memoria es escasa.
Su
fuerte es todo aquello que tiene sabor fantástico, de lo que secan gran
provecho los pocos escolares de la aldeà.
En
cuanto al juez, conviene explicar la razón de tal título del primer magistrado
de Verst. El biró Sr. Koltz era un hombrecillo como de unos cincuenta y
cinco a sesenta años, de origen rumano, de cabellos raros y encanecidos, bigote
aún negro y ojos de más dulzura que viveza; de fuerte complexión, como buen
montañés; cubre su cabeza con la magnífica gorra de fieltro, y sujeta su
vientre con un cinturón de historiada hebilla; su chaqueta sin mangas, y el
pantalón corto y hombacho, metido en altas boúas de cuero.
Más
bien alcalde que juez, por más que sus funciones le obligasen a intervenir en
las múltiples contiendas entre vecinos, se ocupaba principalmente de
administrar su aldea con poder discrecional, y no gratis en verdad. En efecto:
todas las transacciones, compras o ventas estaban gravadas con un impuesto a su
favor, sin hablar del derecho de peaje que extranjeros, turistas o traficantes
se apresuraban a entregarle.
Tan
lucrativo cargo había proporcionado al Sr. Koitz cierta holgura. Si la mayoría
de los aldeanos del distrito son roídos por la usura, que no tardará en hacer a
los judíos prestamistas verdaderos propietarios del suelo, el biró había
sabido escapar a su rapacidad. Sus bienes estaban libres de hipotecas o
«intabulaciones» segun se dice en la comarca. A nadie debía nada. Hubiese más
bien prestado que tomado a préstamo, y lo hubiera hecho, no sin despellejar a
la pobre gente. Poseía muchos prados con buenos pastos para sus rebaños; campos
bien cultivados, aunque hostil siempre a los adelantos; viñas que halagaban su
vanidad, al pasearse por entre las hermosas cepas cargadas de racimos, y cuya
cosecha vendía siempre con gran provecho, prescindiendo de la parte que se
reservaba para su consumo particular.
No
hay que decir que la casa de Koltz era la más hermosa del pueblo. Estaba
situada esquina al terraplén de la calle antes dicha. Una casa de piedra con su
fachada al jardín, su puerta entre la tercera y la cuarta ventana, con sus festones
de verdura que orlan el alero con su cabelludo ramaje. Dos grandes hayas de
alta y florida copa. Detrás, un hermoso verjel en el que se ven plantaciones de
legumbres, formando cuadros, y filas de árboles frutales alineados sobre el
talud. En el interior de la casa hay bonitas y limpias habitaciones, para comer
y dormir, con sus muebles pintarrajeados, mesas, camas, bancos, escabeles y
aparadores llenos de brillante vajilla. De las vigas del techo penden lámparas
adornadas de cintas y telas de vivos colores. Se ven también pesados cofres,
forrados y claveteados, que sirven de mesas y de armarios. En las blancas
paredes hay retratos, iluminados con color rabioso, de patriotas rumanos, entre
otros el del popular héroe del siglo XV, el vaivoda Vayda-Hunyad.
He
aquí una encantadora habitación, muy grande para un hombre solo. Pero es que el
amo Koltz no estaba solo. Viudo hacía diez años, tenía una hija, la bella
Miriota, muy admirada de Werst a Vulcano, y aún más allá. Hubiese podido llevar
por nombre uno de esos extraños que se usan en Valaquia, tales como Florica,
Daiva, Dauricia; pero no; se llamaba Miriota, es decir, «corderita». La
corderita había crecido, y era al presente una hermosa joven de veinte años,
rubia, con ojos garzos de dulce mirada, encantadoras facciones y de formas
esculturales, y su hermosura resaltaba más aún vestida con su camiseta
bordadada de hilo rojo en el coleto, en los puños y en los hombros, su falda
sujeta con un cinturón de hebillas de plata, su «catrinza,», doble delantal de rayas
azules y rojas, anudado a la cintura, sus botitas de cuero color de avellana, y
con el ligero panuelo a, la cabeza, dejando al viento sus largas trenzas,
adornadas con una cinta o una monedita.
Sí:
Miriota era una hermosa joven, y rica por añadidura, en aquel pueblecillo
perdido en el fondo de los Cárpatos. ¿Mujer de su casa? Sin duda dirige
admirablemente la casa de su padre. ¿Instruida? ¡Bah!... Educada en la escuela
del maestro Hermond, sabía leer, escribir y contar con corrección; pero no ha
pasado de ahí, ni hace falta. En cambio, nada nuevo podía aprender en lo
referente a las fantásticas leyendas del país. Sabía de esto tanto como su
maestro. Sabía la leyenda de Leany-Kö «el peñasco de la Virgen», donde una
joven princesa, un si es o no es fantástica, escapa a las persecucion,es de los
tártaros; la leyenda de la gruta del dragón, en la hondonada de la Cuesta del
Rey; la de la Fortaleza de Deva, construida en los tiempos de las hadas; la
leyenda de la Detunata, la herida del rayo, célebre montaña basáltica,
semejante a un gigantesco violín de piedra, y cuyo instrumento toca el diablo
en las noches de tormenta; la leyenda del Retyezat, con su cima arrasada por un
sortilegio, y la del desfiladero de Thorda, abierto de una estocada de San
Ladislao. Confesaremos que Miriota rendía entera fe a semejantes fábulas, sin
dejar de ser por esto una encantadora joven, y tal les parecía a muchos mozos
del país, y esto sin tener en cuenta que era la única heredera del biró
Koltz, primera autoridad de Werst.
Pero
era inútil cortejarla: ¿acaso no era ya la prometida de Nicolás Deck?
Era
Nicolás Deck, o, por mejor decir, Nic Deck, un bizarro tipo rumano. Veinticinco
años, buena estatura, complexión vigorosa, alta la cabeza, cabello negro que
cubre el kolpak blanco; franca mirada, actitud resuelta bajo su traje de piel
de cordero, bordado en las costuras y bien ajustado a sus piernas finas,
verdaderas piernas de ciervo, y de airoso continente. Era guardabosque de un
distrito; es decir, casi tan militar como civil. Como quiera que poseía alguna
labor,en las cercanías de Werst, el padre de Miriota miraba al mozo con buenos
ojos; y como el joven era apuesto y amable, tampoco desagradaba a Miriota, por
quien él sentía verdadero amor.
Nadie
debía, pues, pensar ni en mirarla siquiera.
El
matrimonio de Nic Deck y de Miriota Koltz debía celebrarse a los quince días
del momento en que comienza esta historia. Con este motivo habría fiesta en la
aldea; el señor Koltz haría conveNicntemente las cosas: no era avaro; y si bien
le gustaba ganar dinero, no rehusaba gastarlo cuando llegaba la ocasión.
Terminada la ceremonia, Nic Deck elegiría domicilio cerca del biró, y
cuando Miriota le tuviera a su lado, quizas se curaria del miedo que ahora
sentía sólo al ruido de una puerta o al chasquido de un mueble durante las
largas noches del invierno, creyendo a cada momento que iba a aparecer alguno
de los fantasmas héroes de sus leyendas favoritas.
Para
completar la lista de los «notables» de Werst conviene citar dos más, y no de
los menos importantes: el maestro y el médico.
El
maestro Hermod era un hombre grueso, con anteojos, de cincuenta y cinco años de
edad, y fumador infatigable en pipa de porcelana, cuyo tubo pendía siempre de
sus dientes. Poco y desgreñado pelo sobre su cráneo aplastado, cara seca, con
un hoyuelo en la mejilla izquierda. Su gran tarea era cortar las plumas de ave
de que se habían de servir sus discípulos, con prohibición expresa de usar las
de acero. Había que verle cortándolas con su navajita bien afilada. ¡Con qué
precisión daba el golpe final que remataba su obra, guiñando un ojo al mismo
tiempo! Ponía exquisito cuidado, antes que en nada, en que sus discípulos
tuviesen buena letra. . . Esto era lo principal. La instrucción venía
después... ; y ya se sabe todo lo que enseñaba el buen dómine a las futuras
generaciones que se sentaban en los bancos de su escuela.
Hablemos
ahora del médico Patak... ¿Cómo había un médico en Werst, en aquel pueblo en
que solamente se creía en las cosas sobrenaturales? Hay que explicar antes, como
lo hicimos al hablar del juez Koltz, lo que había sobre el título de médico de
Patak.
Era
éste un hombrecillo de saliente abdomen, grueso, bajo, y de cuarenta y cinco
años; ejercía la medicina corriente en Werst y en sus cercanías. Con su
imperturbable aplomo y su facundia atronadora inspiraba no menos confianza que
el pastor Frik, lo que no era poco. Cobraba consultas y drogas, inofensivas
éstas, que no empeoraban los males de sus clientes; males que se hubieran
curado solos. La salud es buena en aquella parte de la montaña: el aire que se
respiraba es puro; las enfermedades epidémicas, desconocidas, y si la gente
se-muere, es porque nadie se libra de esta dura ley, ni aun en aquel
privilegiado rincon. En cuanto a Patak, se le llamaba doctor; pero no tenía
instrucción ninguna, ni en medicina, ni en farmacia, ni en nada. Era
sencillamente un antiguo enfermero del lazareto, cuya obligación consistía en
vigilar a los viajeros detenidos en la frontera para obtener la patente de
sanidad. Esto bastaba, al parecer, a la sencilla población de Werst. Hay que
añadir -y esto no debe sorprenderque el doctor Patak era un «espíritu fuerte»,
como convenía a su profesión, y que, por lo tanto, no admitía las
supersticiones que por allí corrían, ni tampoco las que se referían al
castillo. Tomaba esto a broma y a risa; y cuando oia decir que nadie se había
aventurado, desde tiempo inmemorial, a acercarse al castillo, decía:
-No
habrá quien me desafíe a hacer una visita a ese caserón.
Y
como nadie le desafiaba, ni pensaba en ello, el doctor Patak no llegó a ir; y
como la credulidad seguía en aumento, el castillo continuaba siempre envuelto
en impenetrable misterio.
CAPÍTULO IV
Bastaron
pocos instantes para que la noticia dada por el pastor Frik se extendiese por
el pueblo. El Sr. Koltz, cargado con el precioso anteojo acababa de entrar en
su casa, seguido de Nic Deck y Miriota; en el terraplén quedábase Frik entre un
grupo de gente de pueblo, al que se unió otro de tsiganes, que no eran los que
se mostraban menos emocionados.
Todos
rodeaban a Frik apremiándole a preguntas, y el pastor respondía con esa
soberbia importancia de un hombre que acaba de ver una cosa extraordinaria.
-Sí,
repetía, el castillo humeaba... Todavía humea, y humeará mientras esté piedra
sobre piedra.
-¿Y
quién ha podido encender ese fuego? preguntó una vieja con las manos juntas.
-¡El
Chort! respondió Frik, dando al diablo el nombre que se le daba en el
país. He aquí un malo que se entretiene en prender fuego y no en apagarle.
Y
cada uno trató de ver el humo sobre la punta del torreón, y la mayor parte
afirmó que la distinguía perfectamente, aunque a aquella distancia era por
completo invisible.
¡Imposible
fuera imaginar el efecto que produjo aquel singular fenómeno! Es necesario
insistir sobre este punto. Colóquese el lector en una disposición de ánimo
igual a la de las gentes de Werst, y no se asombrará de los hechos que van a
ser referidos. No le pido que crea en lo sobrenatural, sino únicamente que se
ponga en el caso de aquella población, Y dé fe a este relato. A la desconfianza
que inspiraba el castillo de los Cárpatos, que todo el mundo creía inhabitado,
iba a unirse ahora el espanto, pues, que parecía, estar habitado... y ¡por qué
seres, Dios mío!
Existía
en WeTst un lugar de reunión, frecuentado por bebedores y aun por otros que,
sin beber, gustaban de ir allí para hablar de sus negocios después del trabajo.
Estos últimos en número reducido, como se comprende. Dicho establecimiento
público era la principal, o por mejor decir, la única posada del pueblo.
¿Quién
era el propietario? Un judío llamado Jonás, hombre de unos sesenta años, de
fisonomía atractiva, pero de marcado tipo semítico, con sus ojos negros, su
curva nariz, su labio alargado, sus cabellos lisos y su tradicional perilla.
Obsequioso y amable, prestaba de buen grado pequeñas cantidades a unos y otros,
sin mostrarse muy exigente en garantías ni muy usurario, porque estaba seguro
de ser reembolsado del préstamo en la época del vencimiento. ¡Pluguiese al
cielo que los judíos establecidos en Transilvania fueran tan acomodaticios como
el posadero de Werst!
Desgraciadamente,
el buen jonás era una excepción.
Sus
correligionarios y colegas, que son todos tenderos, vendiendo bebidas y
artículos de comestibles, practican el oficio de prestamistas con usura
inquietante para el porvenir del aldeano rumano. Hemos de ver cómo la propiedad
del suelo pasa poco a poco, de la raza indígena, a la raza extranjera. No
satisfechas las deudas los judíos llegarán a hacerse dueño de las hermosas
tierras hipotecadas; y si la tierra prometida no existe ya en Israel, acaso
figure algún día en los mapas de Transilvania.
La
posada del Rey Matías, así se titulaba, estaba situada en uno de los
ángulos del terraplén, en la calle Mayor de Werst, y en la esquina opuesta :a
la casa del biró. Era una casa vieja, mitad de madera, mitad de piedra,
muy remendada por algunos sitios, pero muy adornada de verdura y de atractiva
apariencia.
Constaba
de planta baja únicamente, con puerta vidriera que daba sobre el terraplén. En
el interior, y en primer término, había una sala grande, llena de mesas y de
taburetes, con un aparador de encina carcomida, donde resplandecían los platos,
los jarros y los frascos, y un mostrador de ennegrecida madera, tras del cual
estaba en pie Jonás, al servicio de la clientela.
He
aquí cómo aquella sala recibía la luz. Tenía dos ventanas en la fachada sobre
el terraplén, y otras dos en la pared del fondo. De las dos primeras, una
estaba velada completammte por una espesa cortina de plantas trepadoras o
colgantes: estaba condenada, y apenas dejaba pasar un poco de claridad. La otra
permitía extender la mirada sobre todo el valle interior del Vulcano.
Debajo
corrían las aguas tumultuosas del torrente de Nyad; por un lado descendía el
torrente por el desfiladero, engrosado en las alturas de la meseta de Orgall,
coronada por los muros del castillo: mientras que por el otro, siempre crecido
por los arroyos de la montaña, aun durante el estío, descendía engrosando hacia
el Sil valaco, que lo absorbía en su curso.
A
1a derecha, y contiguos a la sala, media docena de cuartitos bastaban para
alojar a los pocos viajeros que antes de traspasar la frontera deseaban
decansar en el Rey Matías.
Se
les dispensaba buena acogida, a precios modicos, por un posadero atento y
servicial, siempre provisto de buen tabaco, que iba a buscar a los mejores
«trafiks» de las cercanías. Jonás, por su parte, ocupaba un estrecho
camaranchón, cuya ventana daba sobre el terraplén.
En
esta posada hubo reunión de los notables de Werst la noche del 25 de mayo.
Entre otros estaban el Sr. Koltz, el maestro Hermod, el guardabosque Nir, Dock,
una docena de los principales de la aldea, y el pastor Frik, que no era el
meenos importante. Faltaba el doctor Patak, cuyos auxilios médicos habían sido
solicitados a toda prisa por uno de sus antiguos clientes, que sólo al doctor
esperaba para pasar al otro mundo. El doctor había prometido asistir a la
reunión cuando ya no fueran necesarios sus cuidados al difumo.
En
tanto que llegaba el ex-enfermero, se hablaba del grave suceso del día; mas no
se hablaba sin comer y beber. Jonás ofrecía a unos de sus parroquianos la crema
de maíz conocida con el nombre mamaliga, no del todo desagradable si
está bien empapada en leche fresca. A otros les ofrecía copitas de licores fuertes,
que corren como agua pura por los gaznates rumanos, alcohol de schnaps,
cuyo vaso cuesta medio sueldo, y más particularmente el rakiu,
aguardiente fortísimo de ciruelas, cuyo consumo es considera-ble en la región
de los Cárpatos.
Conviene
advertir que en 1a posada había la costumbre de que Jonás no servía mas que al
plato, es decir, a las personas en la mesa, porque había observado que los
parroquianos sentados consumen más que los que lo hacen en pie.
Aquella
noche el negocio prometía ser bueno, puesto que los concurrentes se disputaban
todos los asientos. Jonás iba de mesa en mesa con la botella en la mano,
llenando los vasos, vaciados al momento. Eran las ocho y media: desde el
anochecer estaban perorando; sin llegar a entenderse sobre lo que convenía
hacer, dadas las circunstancias. Solamente en un punto estaban acordes, y era
en que, de estar habitado por desconocidos el castillo de los Cárpatos, vendría
esto a ser tan peligroso para Werst, como un polvorín a la entrada de la
ciudad.
-Es
muy grave, dijo el señor Koltz.
-Muy
grave, repitió el -maestro entre dos fumadas de su inseparable pipa.
-¡Muy
grave! dijeron los demás.
-Lo
que no es dudoso, añadió Jonás, es que la mala reputación del castillo causaba
ya gran pesadumbte en el país...
-¡Y
ahora será otra cosa! exclamó el maestro.
-Aquí
casi nunca vienen extranjeros, añadió el juez con un suspiro.
-Y
ahora vendrán menos, dijo Jonás uNicndo su suspiro al del biró.
-Muchos
habitantes piensan marcharse, dijo uno de los bebedores.
-Yo
el primero, dijo un aldeano de las cercanías. Así que venda las viñas me voy...
-¡Pues
no sé cómo encontraréis comprador, abuelo! repuso el posadero.
Se
ve, pues, cuál era el tema de la conversación de aquemos dignos notables. Al
terror que cada uno de ellos sentía ante el suceso, había que añadir el
sentimiento de sus intereses lesionados. Sin viajeros, ¿qué iba a hacer Jonás
en su posada? Sin viajeros, el juez Koltz, ¿cómo cobrarse el peaje, cuya cifra
iba bajando gradualmente? Sin adquirientes para las tierras del Vulcano, los
propietarios no podrían venderlas ni a vil precio. Y tal situación, que ya
venía de tiempo atrás, amenazaba agravarse aún.
-En
efecto: si esto había sucedído cuando los espíritus del castillo se mantenían a
la expectativa y en reserva, sin ser vistos por nadie, ¿qué sería ahora, que
manifestaban su presencia con actos ostensibles?
El
pastor Frik aventuró con voz vacilante:
-Acaso
habría que...
-¿Qué?
preguntó el juez Kaliz.
-Ir
a ver, mi amo...
Todos
se miraron; después bajaron -los ojos, y nadie respondió.
Entonces
Jonás, dirigiéndose al señor Koltz, tomó la palabra, y con voz más firme dijo:
-Vuestro
pastor acaba de indicar el único medio posible.
-¡Ir
al castillo... !
-Sí,
amigos míos, respondió el posadero. Si sale humo de 1a chiminea del torreón, es
que allí hay fuego, y si hay fuego; es que alguna mano lo ha encendido...
-
¡Una mano! ... ¡Una garra! replicó el vieio aldeano sacudiendo la cabeza.
-Mano
o garra, dijo el posadero, poco importa. Lo que hay que saber es lo que esto
significa. Desde que el barón Rodolfo de Gortz abandonó el castillo, es le
primera vez que ha salido humo de las chimeneas.
-Podría
ser, sin embargo, que hubiese habido humo sin que nadie lo advirtiera, hizo
observar el juez.
-Eso
no es admisible, replicó vivamente el maestro.
-Por
el contrario, es muy admisible, respondió el biró, puesto que no
teníamos anteojo para observar lo que pasaba en el castillo.
La
observación era atinada. Podía haberse producido mucho tiempo antes aquel
fenómeno, sin ser notado ni aun por el pastor Frik, a pesar de su buena vista.
Como
quiera que fuese, que dicho fenómeno fuera reciente o no, era indudable que en
el castillo de los Cárpatos había actualmente seres humanos; como también lo de
aquel hecho constituía una vecindad peligrosa en extremo para los habitantes de
Vulcano y de Werst.
El
maestro Hermod hizo entonces esta observación, en apoyo de sus creencias:
-¡Seres
humanos! Permitidme que no lo crea, amigos míos; porque ¿cómo habían de haber
pensado en refugiarse en el castillo, y con qué intención y de qué manera
habrían llegado?
-¿Qué
queréis, pues, que sean? exclamó Kcdtz.
-¡Seres
sobrenaturales! exclamó -el maestro con imponente voz. ¿Por qué no han de ser
espíritus, fantasmas, duendes? Acaso algunos de esos peligrosos monstruos que
se presentan bajo la forma de hermesas mujeres...
Y
mientras el maestro iba haciendo esta enumeración, todas las miradas se fijaban
en la puerta, en las ventanas, en la chimenea de la sala de la posada del Rey
Matías, y cada uno se preguntaba si acaso iba a ver aparecer alguno de
aquellos fantasmas que el maestro había evocado.
-Sin
embargo, amigos, observó Jonás, si esos seres son espíritus, no me explico para
qué han encendido fuego; porque ¿qué van a guisar?
-¿Y
sus sortilegios? respondió el pastor. ¿Olvidáis que el fuego es necesario para
ellos?
-Evidentemente,
añadió el maestro, con un tono que no admitía réplica.
Aquella
idea fue aceptada sin oposición. Era opinión unánime que no humanos, sino espíritus, habían elegido el
castillo de los Cárpatos para teatro de sus operaciones.
Hasta
aquí Nic Deck no había tomado parte en la conversación. El guardabosque se
limitaba a escuchar atentamente lo que unos y otros decían. El vicio castillo
feudal, con sus misteriosos muros, le había siempre inspirado tanta curiosidad
como respeto. Y como era hombre valiente, por más que muy crédulo, como buen
habitante de Werst más de una vez había manifestdo deseos de franquear la
antigua muralla.
Ya
se comprenderá que Miriota habíale hecho desistir de tan aventurado proyecto.
Si él hubiese sido libre, pudiera haber satisfecho su deseo; pero un novio no
se portenece, y aventurarse en tales hazañas, hubiese sido obra de un loco, no
de un enamorado.
Sin
embargo, no obstante sus súplicas, Miriota temía siempre que el guardabosque
pusiera en elecución su proyecto. La tranquilizaba el saber que Nic Deck no
había declarado formalmente que iría al castillo; porque de haberlo declarado,
nadie tendría bastante imperio sobre él, ni aun ella. Y lo sabía muy bien: Nic
era un mozo resuelto que jamas volvía sobre su palabra: cosa dicha, cosa hecha.
Así, pues, Míriota hubiera estado en brasas de sospechar las ideas que en aquel
momento cruzaban por la mente del joven.
Nic
Deck guardó silencio, y nadie aceptó la proposición del pastor. ¡Ir al castillo
de los Cárpatos estando habitado! ¿Quién se atrevería a ello, a menos de haber
perdido el juicio? Así que cada uno iba dando las mejores razones para
excusarse. El biró no estaba ya en edad de arriesgarse en tamañas
aventuras; el maestro tenía su obligación en la escuela; Jonás no podía dejar
la posada; Frik no podía abandonar sus rebaños, y los otros aldeanos estaban
ocupados en sus faenas agrícolas. No. ¡Nadie consentiría en sacrificarse,
diciendo todos para su coleto: «El que tenga la audacia de ir al castillo,
podrá ser que no vuelva»!
En
aquel instante, y con gran espanto de todos, se abrió bruscamente la puerta de
la posada. Era el señor Patak, y difícil hubiera sido, en verdad, tomarle por
uno de aquellos espíritus fantásticos de los que el Sr. Hermod había hablado.
Habiendo
muerto su oliente, lo cual hacía honor a su perspicacia médica, ya que no a su
talento, el doctor se había apresurado a acudir a la reunión de la posada.
-¡Aquí
está, por fin! exclamó el señor Koltz -al verle.
El
Sr. Patak distribuyó apretones de manos a todo el mundo, como si hubiese
distribuido drogas, y con tono un sí es o no es irónico, exclamó:
-¡Hola,
-amigos! ¿Estáis hablando del castillo, de ese castillo del diablo? ¡Ah,
holgazanes! Si el castillo quiere fumar, dejadle que fume. ¿Acaso nuestro sabio
Hermod no está fumando todo el día? El país está consternado. En mis visitas no
he oído hablar de otra cosa. Los que han vuelto han encendido fuego allá abajo.
Estarán constipados... Hará mucho frío en el mes de mayo en las cámaras del
torreón. Como no sea que estén cociendo pan para el otro mundo, lo cual puede
ser verdad, para el caso en que se resucite. Todo eso significa que los
panaderos del cielo han venido a hacer una hornada.
Y
de esta suerte estuvo diciéndoles cuchufletas, indudablemente muy poco del
gusto de las gentes de Werst, y que el doctor Patak decía con increíble
jactancia. Nada le contestaron. Solamente el biró le preguntó:
-¿De
manera doctor, que no concedéis importancia alguna a lo que pasa en el
castillo?
-Ninguna,
señor Koltz.
-¿No
habíais dicho que estábais dispuesto a ir allí, si se os desafiaba?
-¡Yo!
respondió el antiguo enfermero, no sin disgusto de que se le recordasen sus
palabras.
-Vamos,
¿no lo habéis dicho mil veces? insistió el maestro.
-Sí
que lo he dicho. ¿Se trata de que lo repita?
-Se
trata de hacerlo, dijo Hermod.
-¿Hacerlo?
-Sí.
Y ya no es desafiaras, sino rogáros, añadió el señor Koltz.
-Ya
comprendéis, amigos ... Ciertamente... Esa proposición ...
Entonces
dijo el posadero:
-Bien,
puesto que vaciláis, no os lo rogamos; os desafiamos a que lo hagáis.
-¿Me
desafiáis?
-Sí,
doctor.
-Jonás,
vais demasiado lejos, repuso el biró. No es preciso desafiar a Patak.
Sabemos que es hombre de palabra y que cumple lo que dice, aunque no sea más
que por prestar este servicio al pueblo y a todo el país.
-¡Cómo!
¿Pero es en serio? ¿Queréis que vaya al castillo de los Cárpatos? repuso el
doctor, cuya faz rubicunda se había tornado -pálida.
-No
podéis excusaros, respondió categóricamente Koltz.
-Yo
os suplico, amigos, os suplico que razonemos, si queréis.
-Todo
está razonado respondió Jonás.
-Pero
no seamos locos. ¿Qué voy a conseguir con ir allí? ¿Qué voy a encontrar? Alguna
buena gente que se ha refugiado en el castillo, y que a nadie incomodo.
-Pues
bien, replicó el maestro de escuela; si son buenas gentes, nada tenéis que
temer, y así tendréis ocasión de ofrecerles vuestros servicios.
-Si
tuviesen necesidad de ellos, si me llamasen, yo no vacilaría en ir al castillo;
pero yo no visito gratis.
-Se
os pagará vuestra molestia a tanto la hora, dijo el juez.
-¿Y
quién me la pagará?
-Yo...
Todos. Al precio que queráis, respondió la mayor parte de los parroquianos de
Jonás.
Evidentemente,
y a despecho, de sus constantes fanfarronadas, el doctor era tan supersticioso
como cualquiera otro de sus paisanos de Werst; pero ya una vez puesto en cierta
disposición de ánimo y después de haberse mofado de las leyendas del país,
encontrábase muy comprometido ante el servicio que de él se esperaba; era una
situación difícil. Y, sin embargo, aunque fuese al castillo y le remunerasen la
molestia, aquello no podía convenirle de modo alguno. Procuró sacar partido de
este argumento: que su visita no tendría resultado, que el pueblo se cubriría
de ridículo delegándole a él para explorar el castillo.
Sus
argumentos promovieron más discusión.
-Me
parece, repuso el maestro, que supuesto que no creéis en los espíritus, nada
arriesgáisen la visita.
-¡Yo
qué he de creer en eso!
Ahora
bien; si son seres de carne y hueso que han vuelto al castillo y se han
instalado en él, hacéis conocimiento con ellos.
El
razonamiento del maestro no carecía de lógica, y era difícil de refutar.
-Conforme,
Hermod, replicó el doctor; pero pudiera verme retenido en el castilllo...
-Señal
de que seríais bien recibido, añadió Jonás.
-Es
claro; pero ¿y si mi ausencia se prolongase y alguno me necesitara en el
pueblo?
-No;
todos marchamos a las mil maravillas, repuso Koltz; no hay un enfermo en Werst
desde que vuestro último cliente tomó el pasaporte para el otro mundo.
-Vamos,
con franqueza, ¿os decidís a ir? preguntó el posadero.
-Vaya....,
no. ¡Oh, y no es por miedo! Ya sabéis que yo no creo en brujerías. La verdad,
eso me parece absurdo, y, lo repito, ridículo. ¿Que ha salido humo del torreón?
¿Y qué? ¿Y si no es semejante humo? Decididamente no voy al castillo de los
Cárpatos; no.
-Yo
iré.
El
que pronunció estas dos palabras era Nic Deck, el guardabosque que hasta
entonces no había tomado parte de la conversación.
-¿Tú,
Nic? exclamó el juez.
-Yo;
pero a condición de que Patak me acompañe.
Al
oír esto, el doctor dio un salto para salir de aquel atolladero.
-¿Acompañarte
yo? replicó. ¡Vaya un paseo delicioso que nos íbamos a dar! Y, por fin, si eso
tuviera utilidad, podría uno aventurarse... Pero tú sabes muy bien, Nic, que no
hay camino para poder ir al castillo. No podríamos llegar...
-He
dicho que voy al castillo, repuso Nic, y allí iré.
-¡Sí,
pero yo no lo he dicho! gritó el doctor agitándose como si estuvieran
apretándole el cuello.
-¡Sí
lo habéis dicho! replicó Jonás.
-¡Sí,
sí! repitieron todos unánimes.
Él
antiguo enfermero no sabía cómo escaparse de unos y de otros. ¡Ah, cuánto le
pesaba habérselas echado de fanfarrón! Nunca creyó que aquello se tomase tan en
serio. ni que le pusieran en tan duro trance. Y no tenía medio de excusarse, a
menos que afrontase el ser objeto de burla en toda el pueblo. Decidió, pues,
hacer de tripas corazón, como suele decirse.
-Bueno...
puesto que así lo queréis, dijo, acompañaré a Nic Deck, por más que sea inútil.
-¡Bien,
doctor, bien! exclamaron todos los parroquianos del Rey Matías.
-¿Y
cuándo nos vamos? preguntó Patak, afectando cierta indiferencia que encubría
mal su situación de ánimo.
-Mañana
por la mañana, respondió Nic Deck.
Un
prolongado silencio siguió a esas palabras. Esto indicaba cuán grande era la
emoción de Koltz y compañeros. Los vasos y los jarros estaban vacíos y, sin
embargo, aunque era tarde, nadie se levantaba ni pensaba en marchar en busca
del hogar.
Entretanto
pensaba Jonás que era buena ocasión para servir otra ronda schnaps y de rakiu...
De pronto dejóse oír en medio del
silencio general una voz muy clara, que decía lentamente:
Nicolás
Deck, no vayas mañana al castillo. ¡No vayas... o te pasará una desgracia!
¿Quién
se había expresado de esta suerte? ¿¡De dónde salía aquella voz desconocida,
que parecía surgír de una boca invisible?... Aquella voz era la de un
aparecido, una voz sobrenatural, una voz de ultratúmba...
Nadie
se atrevía a mirar, ni hablar palabra. El espanto llegó al colma. . .
El
más valiente, Nic Deck, quiso averiguar de qué se trataba. Aquellas palabras
habían sido pronunciadas allí dentro: en la sala. El guardabosque tuvo el
arrojo de ir hacia el arcón, y abrirle.. .
Nadie.
Fue
a mirar a las habitaciones que daban a la sala.
Nadie.
Abrió
la puerta de la posada, y saliendo, a la calle recorrió el terraplén, hasta la
esquina de la calle...
Nadie.
De
allí a poco, el juez Koltz, Hermod el maestro, el doctor Patak, el pastor Frik
y todos los demás, fuéronse de la posada, dejando solo a Jonás, que se dio gran
prisa a echar las dos vueltas a la llave de la puerta de la calle.
Aquella
noche, como si estuvie sen amenazados de una fantástica aparición, todos los
vecinos de Werst atrancaban fuertemente sus puertas. . .
En
la aldea reinaba el más es pantoso terror.
CAPÍTULO V
Al
día siguiente, Nic Deck y el doctor Patak disponíanse a partir a las nueve de
la mañana. Los propósitos del guardabosque eran remontar el desfiladero de
Vulcano, dirigiéndose por lo más corto hacia el castillo sospechoso.
No
hay que asombrarse de que, después del incidente del humo visto en el torreón y
la voz oída en la posada, la población se mostrase como enloquecida de horror y
miedo. Algunos tsiganes hablaban ya de emigrar. En las casas no se trató
aquella noche más que de aquello, y aun no en voz alta. Id, pues, a decirles
que no era el diablo, el Chort, el que pronunció la terrible amenaza
contra Nic Deck. Allí, en la posada de Jonás, estaban las personas más
verídicas, y todas atestiguaban haber oído las tremendas palabras. Era, por lo
tanto, inadmisible el suponer que hubiesen sido víctimas de una obsesión; no
había duda de que si Nic Deck persistía en llevar a cabo su propósito, sufriría
aquello que a él personalmente se le previno: una gran desgracia.
Y,
no obstante, el guardabosque se aprestaba a salir de Werst, y por su gusto, sin
que nadie le obligase. El señor Koltz, aunque tenía interés en la empresa, y la
población entera que no tenía menos, habían puesto todos los medios para que
Nic Deck desistiera de su proyecto y volviese sobre su palabra. La misma
Miriota, desolada y anegada en llanto, había suplicado a su novio que
abandonese la idea de tal aventura. Antes de la advertencia dada por la voz, ya
era grave, después, era una temeridad. ¿Y qué? En vísperas de su matrimonio, ¿iba
Nic Deck a arriesgar su vida en semejante tentativa, y su novia, que se
arrastraba a sus plantas, no conseguía retenerle?
Ni
los ruegos de sus amigos, ni el llanto de Miriota, pudieron torcer el ánimo del
guardabosque; lo que no sorprendió a nadie, conociendo el carácter indomable
del joven, su tenacidad o, por mejor decir, su terquedad. Había dicho que iría
al castillo de los Cárpatos, y nada podría impedirlo; ni aún aquella amenaza
que tan directamente se le había hecho. Sí... Iría al castillo, aunque no
volviese.
Cuando
llegó la hora de partir, Nic Deck atrajo a Miriota hacia su corazón por última
vez, en tanto que la joven se santiguaba con el pulgar, el índice y el dedo
medio, según la costumbre rumana, y como homenaje a la Santísima Trinidad.
¿Y
el doctor Patak? El doctor Patak, puesto en el trance de tener que acompañar al
guardabosque, había tratado de excusarse, sin resultado. Había dicho cuanto
podía decir; había hecho cuantas objeciones era posible hacer; se había
parapetado tras de aquella misteriosa amenaza que prohibía ir al castillo...
-Esa
amenaza sólo se refiere a mí, se limitó a responder Nic Deck.
-¿Y
tú piensas, le dijo el doctor, que si te sucediese una desgracia ¡iba yo a
salir ileso?
-Ileso
o no, habéis prometido ir al castillo, y vendréis, puesto que yo voy.
Las
gentes de Werst, comprendiendo que no podía tener ya pretexto alguno, habían
dado la razón al guardabosque; era mejor que Nic Deck no se aventurase solo en
aquel lance. Así, pues, el despechado doctor, convencido de que ya no podía
retroceder, lo que hubiera sido comprometer su situación en el pueblo, máximo
después de de sus balandronadas de costumbre, se resignó con el espanto en el
alma, pero con el firme propósito de aprovechar el menor obstáculo del camino
para obligar a su compañero a volver atrás.
Nic
Deck y el doctor Flatak partieron. El Sr. Koltz, el maestro Hermod, Frik y
Jonás fueron acompañándoles hasta el recodo de la carretera, donde hicieron
alto.
En
aquel punto, el Sr. Koltz, con su anteojo, del que ya no se separaba dirigió su
mirada al castillo. Ningun humo se percibía en la chimenea del torreón; y en
aquella hermosa mañana de primavera hubiera sido fácil advertirle, destacándose
en el puro color del horizonte. ¿Sería acaso que los naturales o sobrenaturales
huéspedes del castillo habían desertado al ver que el guardabosque no hacía
caso de sus amenazas? Así lo pensaron algunos, lo cual era una razón decisiva
para augurar el buen éxito de la expedición.
Después
de las naturales despedidas, Nic Deck, arrastrando consigo al doctor
desapareció en la revuelta de la montaña. Iba el joven en traje de viaje, con
gorra de galón de ancha visera, chaqueta con cinturón, y pendiente de éste el
cuchillo, pantalón hombacho, botas herradas, cartuchera y la carabina al
hombro. Tenía justa fama de ser un hábil tirador, y como a falta de aparecidos
podían encontrarse con algunos bandidos de las fronteras, o, en defecto de
bandidos, algun oso mal intencionado, era muy prudente apercibirse a la
defensa.
El
doctor, por su parte creyo oportuno armarse con un viejo pistolón de chispa,
que de cada cinco tiros erraba tres. También llevaba un hacha, que su compañero
le había dado para el caso probable de tener que abrirse camino por entre los
espesos matorrales del Plesa. Iba cubierto con el ancho sombrero propio de los
campesinos, bien abotonado el fuerte capote de monte, y calzado con botas de
recia suela; pero la verdad era que si se presentaba ocasión, no obstante las
dificultades de aquellos arreos, correría como un gamo en dirección a Werst.
Ambos
llevaban las alforjas bien provistas de víveres, por si la explicación se
prolongaba.
Cuando
pasaron el recodo del camino, siguieron juntos a alguna distancia, remontando
la orilla derecha del Nyad. De seguir el camino que rodea los barrancos de la
vertiente, se hubieran separado mucho hacia el Oeste. Era lamentable que no
pudieran continuar costeando el cauce del torrente, lo que hubiese abreviado la
distancia en una tercera parte, puesto que el Nyad viene a nacer bajo la meseta
de Orgall; pero en el punto en que se hallaban, la ribera, llena de barrancos y
de rocas, era impracticable en absoluto, siendo necesario cortar oblicuamente
hacia la izquerda, en dirección al castillo, después de haber franqueado la
zona inferior de los bosques del Plesa, que era el único punto por donde la
fortificación podía ser abordada.
En
la época en que el castillo estaba habitado por el conde de Gortz, la
comunicación entre Werst, la garganta del Vulcano y el valle del Sil valaco,
era una estrecha vereda que se había abierto en aquella dirección; pero
obstruida durante veinte años por espesas matorrales, inútilmente se hubieran
buscado las huellas de un camino.
Cuando
iban a dejar el profundo cauce del Nyad, lleno de agua que mugía, Nic Deck se
detuvo para orientarse. Desde aquel punto no se veía el castillo, ni le verían
ya hasta llegar al otro lado de los bosques, escalonados en la pendiente de la
montaña: situación topográfica muy frecuente en la orografía de los Cárpatos.
La orientación era, pues, difícil de determinar, por falta de señales; y sólo
podía establecerse por la posición del sol, cuyos rayos iluminaban entonces las
lejanas crestas del S. E
-¿Lo
ves? dijo el doctor. ¿Lo ves? No hay camino, o, por mejor decir, no le habrá
ya.
-Lo
habrá, respondió Nic Deck
-Eso
se dice fácilmente, Nic.
-Y
se hace, Patak.
-¿De
manera que sigues decidido?...
El
guardabosque se contentó ccn responder con un gesto afirmativo, y se internó en
la arboleda. En aquel momento el doctor sintió vehementes deseos de desandar lo
andado. Mas Nic le miró con tal resolución, que el poltrón no creyó oportuno
quedarse atrás.
El
doctor Patak aún tenía una última esperanza: que Nic no tardaría en extraviarse
en aquel laberinto de bosques donde nunca había prestado servicio; mas el
doctor no contaba con ese olfato maravilloso, ese instinto profesional, aptitud
animal, por decirlo así, que permite guiarse por los menores indicios, tales
como la dirección de las ramas, el desnivel del terreno, el color de las
cortezas, los variados matices de los musgos, según estén a los vientos del Sur
o del Norte, Nic Deck era experto en su oficio, y tenía una sagacidad muy
superior para no perderse nunca, ni aún en los puntos desconocidos para él.
Hubiese sido digno dicípulo de un Bas-de-Cuir o de un Chingakook al
través del país de Cooper.
En verdad que el atravesar aquel
bosque iba a ofrecer serias dificultades. Olmos, hayas, algunos erables, de los
llamados plátanos falsos, y seculares encinas, ocupaban los primeros planos
hasta la zona de los abedules, pinos y abetos, amontonados sobre las altas
cimas, a la izquierda de la garganta del Vulcano. Aquellos árboles magníficos,
con su poderosos troncos, sus ramas henchidas de savia nueva, su ramaje espeso,
entremezclándose unos con otros, formaban una verde cortina, que los rayos del
sol no podían penetrar.
No
obstante, el paso pudiera ser relativamente fácil encorvándose bajo las ramas.
Pero ¡qué trabajo hubieira sido preciso para quitar los múltiples obstáculos
que el suelo presentaba, para limpiar todo aquello de plantas espinosas, de
ortigas, de zarzas, de cardos y escaramujos, a pesar de ser tan frágiles que al
más leve esfuerzo se arrancan! Nic Deck no era hombre que se inquietase, y
supuesto que atravesando el bosque se ganaba mucha distancia, no se ocupaba
gran cosa de los arañazos.
En
tales condiciones, la marcha forzosamente había de ser lenta, lo que
contrariaba mucho a Nic Deck y a su compañero, que se proponían llegar al
castillo aquella misma tarde. De esta suerte, tendrían suficiente luz para
efectuar su visita y estarían de vuelta en Werst antes de la noche.
El
guardabosque abríase paso con el hacha por aquella maleza espesa, erizada de
pinchos como bayonetas, y donde el pie encontraba un terreno desigual y
escabroso, lleno de, troncos y raíces con los que tropezaba cuando no se hundía
en un hoyo, húmedo y blanducho, lleno de hojas caídas que el viento no había
podido barrer. Infinitas vainas de legumbres estallaban como fulminantes, con
gran asombro del doctor, a quien inquietaba aquella, especie de tiroteo:
volvíase a mirar a derecha e izquierda, asustado, cuando algún sarmiento se
agarraba a su ropa como una uña que quisiera retenerle.
¡Decididamente
el buen doctor Patak no las tenía todas consigo! Pero ya metido en faena, no se
atrevía a volverse solo desde allí; así es que se esforzaba por no separarse
mucho de su intratable compañero.
A
veces aparecían entre la espesura del bosque caprichosas claras como dibujos
iluminados, por donde se veía el cielo. Bandadas de cigüeñas negras, turbadas
en su soledad, escapaban de las altas copas y huían dando enormes aletazos.
El atravesar aquellas pequeñas claras
hacía aún más penosa la marcha. Estaban derribados como en gigantesco juego de jonchets, los árboles tronchados por las tormentas o
caídos de viejos, cual si el hacha del leñador los hubiese herido de muerte.
Veíanse allí troncos desmesurados y carcomidos, de los que fuera imposible
sacar una astilla ni ser transportados al Sil para su acarreo. Ante semejantes
obstáculos, no les faltaba que hacer a Nic Deck y su compañero. Si el joven
guardabosque era ágil y vigoroso, en cambio el doctor Patak, con sus piernas
cortas y su crecido abdomen, sofocado y jadeante, caía a cada paso, llamando en
su auxilio a su compañero.
-¡Ya
verás Nic, cómo acabo por romperme algo! decía.
-¡Ya
os lo arreglaréis vos mismo!
-¡Vamos
a ver, Nic, sé razonable! ... ¡No hay que luchar contra el imposible!
Pero
Nic Deck, entretanto, ya se le había adelantado, y no obteNicndo respuesta el
doctor, se apresuraba a reunirse al mozo.
Ahora
bien: la dirección que llevaban hasta entonces, ¿era realNicnte la que convenía
para salir frente al castillo? Difícilmente se hubieran dado cuenta de ello.
Sin embargo, puesto que el terreno iba siempre subiendo, era evidente que
habían de llegar al límite del bosque, como llegaron a cosa de las tres de la
tarde.
Desde
allí hasta la meseta de Orgall extendíase la cortina de árboles verdes, más
escasos ya, a medida que la vertiente iba ganando en altura.
En
aquel punto reapareció entre rocas el torrente Nyad bien fuese porque se
torciese su curso hacia el Noroeste, bien porque Nic Deck hubiese tornado la
oblicua del Nyad. Esto hizo pensar al guardlbosque que el camino que había
seguido era bueno, puesto que el torrente tenía su nacimiento en las entrañas de
la meseta de Orgall.
No
pudo el joven rehusar al doctor una hora de parada en la orilla del río. Tanto
más, cuanto que los estómagos pedían alimento, tan imperiosamente como las
piernas el descanso. Las alforjas estaban bien repletas, y el rakiu
llenaba las redomas que ambos llevaban; por añadidura, un agua límpida y
fresca, filtrada por los guijarros del cauce, corría a algunos pasos de allí.
¿Qué más se podía desear? Por lo tanto, había que reparar las fuerzas perdidas.
Desde
la salida de Werst no había el doctor tenido ocasión de conversar con Nic Deck,
que iba siempre delante de él. Pero cuando se hallaron sentados sobre el ribazo
del Nyad, se indemnizó de sobra. Si el uno era poco locuaz, el otro era un
hablador sempiterno. Así que no hay que extrañar que las preguntas fueran tan
prolijas y las respuestas tan breves.
-Hablemos
un poco, Nic, hablemos formalmente, dijo el doctor.
-Os
oscucho, respondió Nic.
-Creo
que si hemos hecho alto en este sitio, será para tomar fuerzas.
-Nada
más justo.
-Antes
de volver a Werst...
-No;
antes de ir al castillo.
-Mira,
Nic, seis horas hace que estamos en marcha, y apenas si hemos andado la mitad
del camino.
-Lo
que prueba que no tenemos tiempo que perder.
-Pero
ya será de noche cuando lleguemos al castillo: y como no creo que seas tan loco
que te aventures en la oscuridad, tendremos que esperar que amanezca.
-Esperaremos.
-¿De
manera que no quieres renunciar a tu descabellado proyecto?
-No.
-¡Cómo!
Estamos ya extenuados, y lo que necesitamos es una buena mesa en una buena
sala, y una buena cama en un buen cuarto, y tú, en cambio, ¿piensas pasar la
noche al aire libre?
-Sí,
en caso de que algún obstáculo no nos impida penetrar en el castillo.
-¿Y
si no hubiese obstáculos?
-Pues
iremos a pasar la noche a las habitaciones del torreón.
-¡A
las habitaciones del torreón! exclamó el doctor. ¿Y crees tú que yo me voy a
conformar con pasar la noche en el interior de ese maldito castillo?
-¡Es
claro! A menos que prefiráis quedaros solo fuera.
-¡Solo!
No es eso lo convenido; y si hemos de separarnos, mejor quiero hacerlo aquí
mismo para volvenne al pueblo. ..
-Lo
convenido, doctor, es que me seguiréis hasta el castillo.
-Por
el día sí; pero no por la noche.
-Bien,
sois libre para partir; pero tratad de no extraviaros por esos andurriales.
¡Extraviarse!
Esto era lo que inquietaba al doctor. Abandonado a sí mismo, y no teNicndo
costumbre de andar por aquellos laberintos del Plesa, se sentía incapaz de
volver a Werst. Además, si llegaba a quedarse solo cuando llegase la noche,
acaso negrísima, no le sería muy agradable descender por las pendientes de la
garganta de la sierra, con riesgo de caer en un despeñadero.
En
caso de no penetrar en el castillo después de la puesta del sol, era preferible
seguir al obstinado guardabosque hasta el pie de la muralla.
Quiso
el doctor intentar un último esfuerzo para detener a su compañero.
-Ya
comprenderás, mi querido Nic, que yo no puedo consentir en separarme de ti; y,
pues que persistes en ir al castillo, no dejaré que vayas solo.
-Eso
está bien dicho, doctor, y creo que es lo mejor que podéis hacer.
-Una
palabra, Nic. Si cuando lleguemos es de noche, prométeme que no tratarás de
entrar en el castillo.
-Lo
que yo os prometo, doctor, es hacer hasta lo imposible para penetrar en él; no
retroceder un paso hasta descubrir lo que allí sucede.
-¡Lo
que sucede allí! exclamó el doctor encogiéndose de hombros: ¿y qué quieres que
suceda?
-No
lo sé; pero quiero saberlo, y lo sabré.
-Lo
que falta saber es si podremos llegar a ese castillo del diablo, replicó el doctor,
que ya no tenía más argumentos que oponer. Lo que sí puede asegurarse, en vista
de las dificultades experimentadas hasta aquí, y del tiempo que hemos empleado
en atravesar los bosques del Plesa, es que se hará de noche antes que hayamos
podido ver la muralla.
-No
lo creo yo así, respondió Nic Deck. En las alturas de la pendiente, los abetos
son menos espesos que los laberintos que hemos pasado de olmos, erables y
hayas.
-Pero,
en cambió, el terreno será muy tortuoso.
-Nada
importa, mientras sea practicable.
-Y
cuenta que nada te he dicho de los encuentros con los osos en las cercanías de
la meseta de Orgall . . . .
-Yo
tengo mi fusil, y vos vuestra pistola para defenderos, doctor.
-Pero
si la noche se echa encima, podremos perdernos en la oscuridad.
-No,
porque entonces tendremos un guia, que espero no nos abandone.
-¿Un
guía? preguntó el doctor.
Y
se levantó bruscamente para dirigir en torno una inquieta mirada.
-Sí,
respondió Nic Dock, y ese guía es el torrente del Nyad. Bastará remontar su
margen derecha para llegar a la cúspide de la meseta en donde nace. Pienso,
pues, que dentro de dos horas veremos el castillo, si no tardamos en ponernos
en, camino.
-¡En
dos horas, si no es en seis! replicó el doctor.
-Vamos,
¿estáis presto?
-¿Ya...
ya... Nic? Apenas si hemos descansado unos minutos.
-Algunos
minutos que hacen media hora larga. Por última vez: ¿estáis presto?
-¡Presto!
... ¡Cuando me pesan las piernas como si fuesen de plomo!... Ya comprenderás
que no tengo tus piernas de guardabosque, Nic Deck. Llevo los pies hinchados en
estas botas, y es una crueldad que-me obligues a seguirte.
-¡Vaya!
Me estáis fastidiando, Patak. Sois libre de marchar... ¡Buen viaje!
Y
Nic se levantó.
-¡Por
amor de Dios, Nic! exclamó el otro: escúchame.
-¡Escuchar
vuestras majaderías! ...
-Vamos
a ver. Puesto que ya es tarde, ¿por que no quedarnos al abrigo de estos
árboles? Mañana al amanecer partiríamos, y tendríamos toda la mañana para
llegar a la meseta.
-Os
repito, doctor, que mi intención es pasar la noche en el castillo.
-No,
no lo harás, Nic. Yo sabré impedírtelo.
-¡Vos!
-Me
agarraré a ti, te arrastraré; te pegaré, si es preciso.
El
desgraciado doctor no sabía lo que decía. Níc Deck ni le respondió siquiera; y
después de haberse puesto el fusil en bandolera, dio algunos pasos en
direccoión a la ribera del Nyad.
-¡Espera,
espera! exclamó lastimeramente el doctor. ¡Diablo de hombre! ... ¡Un instante!
... Tengo las piernas entumecidas. Mis articulaciones no funcionan...
Pero
no tardaron en funcionar, porque el ex-enfermero no tuvo más remedio que echar
a correr con sus piernecillas cortas, para reunirse al guardabosque, que no
hacía ánimo le volverse.
Eran
las cuatro. Los rayos del sol, iluminando la cúspide del Plesa, que no tardaría
en ocultorlos, proyectaban su oblicua luz sobre las altas ramas de los abetos.
Nic Deck hacía bien en apresurarse, porque en aquellas espesuras la noche se
echaba de repente.
¡Curioso
y extraño aspecto en verdad el de estos bosques donde se hacinan, por decirlo
así, las espécies arbóreas alpinas! No se ven va allí árboles nudosos, ni
retorcidos, sino troncos rectos, altísimos, y desnudos hasta una altura de
cincuenta o sesenta pies: troncos lisos que extienden a manera de teoho su
perenne verdor. En su base no hay matorrales ni zarzas; largas raíces saliendo
a flor de tierra corno serpientes adormecidas por el frío se ven por doquier.
El suelo muéstrase alfombrado de un musgo amarillento y seco, lleno de ramillas
y sembrado de especies de tubérculos que rechinan bajo el pie, y un talud
cruzado de cristalinas rocas, cuyas aristas afiladas cortan la piel más recia.
El paso fue, pues, muy difícil por medio de aquel bosque, y en un cuarto de
milla. Para escalar aquellos bloques era necesario una fuerza de riñones, un
vigor de piernas y una seguridad de miembros que sin duda no se encontraban en
el doctor Patak. Si Nic Deck hubiese estado solo, no hubiera empleado más de
una hora; pero con el aditamento de su compañero empleó tres, ya deteniéndose
para que le alcanzara, ya ayudándole a subir sobre alguna roca demasiado alta
para las cortas piernas del doctor. Éste sentía un temor horrible: encontrarse
solo en medio de aquellos parajes.
A
medida que la pendiente se hacía más penosa, los árboles comenzaban a escasear
sobre la alta cima del Plesa, y sólo fortnaban grupos aislados de medianas
dimensiones. Entre aquellos grupos percibíase la línea de las montañas que se
dibujaban en último término entre los últimos vapores de la tarde.
El
torrente del Nyad, siempre sorteado por el guardabosque, no era por aquel punto
más que un arroyuelo, lo que indicaba que su nacimiento no debía estar lejos. A
algunos centenares de pies por encima de los últimos pliegues del terreno,
acortábase la meseta de Orgall, coronada por las construcciones del castillo.
Por fin Nic Deck llegó a la meseta, después de un supremo esfuerzo que redujo
al doctor al estado de masa inerte. El pobre hombre no hubiera tenido fuerzas
para arrastrarse veinte pasos más allá, y cayó como cae la res bajo la maza del
carnicero.
Nic
Deck apenas sentía la fatiga de tan ruda ascensión. De pie, inmóvil, devoraba
con la mirada, el castillo de los Cárpatos, al que nunca se había aproximado.
Ante sus ojos se extendía un muro almenado; defendido por foso profundo, y cuyo
único puente levadizo estaba levantado contra la poterna encajada en un marco
de piedra. En torno del muro, y en toda la superficie de la meseta, todo estaba
tranquilo y silencioso. La penumbra del crepúsculo permitía abrazar el conjunto
del castillo, que se dibujaba confusamente en las sombras. A nadie se veía
sobre el parapeto, a nadie sobre la plataforma del torreón, ni sobre la terraza
circular del primer piso... Ni un hilo de humo se esparcía en torno de la
extravagante veleta comida de nloho secular...
-Y
bien, guardabosque, preguntó el doctor Patak: ¿convendrás en que es imposible
franquear ese foso, ni bajar el puente levadizo, ni abrir la poterna?
El
joven no respondió. Estaba pensando que sería preciso hacer alto ante la
muralla. En medio de aquella oscuridad, ¿cómo bajar al fondo del foso y subir
por el escarpado muro, para penetrar en la fortaleza? Sin duda lo más prudente
era esperar el alba a fin de obrar en plena luz.
Lo
cual fue resuelto, con gran contrariedad por parte de Nic, y gran contento por
parte del doctor Patak.
CAPÍTULO VI
El
cuarto menguante de la luna, cuall brillante luz de plata, había desaparecido
poco después del sol. Algunas nubes venidas del Oeste fueron extinguiendo poco
a poco los úlltimos resplandores del crepúsculo. La sombra iba invadiendo el
espacio, subiendo su negrura desde la falda de la pendiente. El anfiteatro de
montañas llenábase de tinieblas, y la silueta del castillo se fue borrando bajo
aquel negro crespón.
Si
bien la noche amenazaba ser oscurísima, nada, en cambio, indicaba que fuese
turbada la calma por meteoro atmosférico, huracán, lluvia o tormenta. Podían,
pues, tranquilos acampar al aire libre Nic Deck y su compañero.
Sobre
la árida meseta de Orgall no había un sólo árbol. Tan sólo acá y allá veíanse
algunas matas inhospitalarias por la frescura de la noche. Allí todo era rocas,
unas medio hundidas, otras en tan difícil equilibrio, que un pequeño impulso
hubiese sido bastante para hacerlas rodar por la vertiente hasta los abetos.
La
única planta que con profusión crecía en aquel terreno rocoso era un espeso
cardo, llamado «espino ruso», cuyos granos o semillas, segun dice Elisco
Reclus, fueron transportados allí por la caballería moscovita: «presente de
alegre conquista que los rusos hicieron a los transilvanos».
Trataron
los dos compañeros de buscar un sitio a propósito para pasar la noche
resguardados del descenso de la temperatura, muy notable en aquella altura.
-¡Para
estar mal, cualquer sitio es bueno! murmuró el doctor.
-¡Aún
os quejáis! dijo el otro.
-¡Es
claro! ¡Es un sitio muy hermoso éste para atrapar un buen catarro o un reuma
excelente, que no sabría yo cómo curarme!
Preciosa
confesión en boca del antiguo enfermero del lazareto. ¡Ah! ¡Cuánto echaba de
menos su confortable casita de Werst, con su cuarto bien cerrado y su cama bien
mullida y blanda!
Preciso
era elegir entre aquellos bloques diseminados por la meseta, uno cuya
orientación ofreciese el mejor abrigo contra la brisa sudoeste, que ya empezaba
a dejarse sentir: Tal fue lo que hizo Nic Deck y no tardó mucho en reunírsele
el doctor tras un ancho peñasco, plano por encima como una mesa.
Aquella
roca era uno de esos bancos de piedra hundido bajo las escabiosas y saxígrafas,
plantas tan frecuentes en Valaquia, y donde también se encuentran los bancos
antedichos en los caminos. Estos bancos sirven al mismo tiempo para que el
viajero descanse, y para que pueda aplacar su sed con el agua que contiene una
especie de jarra en ellos colocada, y renovada cotidianamente por las gentes
del campo. Cuando el castillo era habitado por el barón Rodolfo Gortz, aquel
banco tenía también su recipiente, que los servidores de la familia cuidaban no
dejar nunca vacío; pero a la sazón se hallaba tapizado de verdoso musgo y tan
carcomido por la acción del tiempo, que el menor choque le hubiera reducido a
polvo. A la extremidad del banco alzábase un pilar de granito, resto de antigua
cruz, cuyos brazos estaban indicados por una ranura medio borrada. En su
cualidad de espíritu fuerte, el doctor Patak de ningún modo podía
admitir que aquella cruz le protegiese contra apariciones fantásticas; mas, sin
embargo, por una anomalía muy frecuente entre los incrédulos, si bien el doctor
negaba a Dios, no estaba lejos de creer en el diablo. Cruzó por su mente la
idea de que el Chort no debía de andar lejos, si acaso vivía en el
castillo, y que ni la cerrada poterna, ni el puente levadizo alzado, ni la
cortante muralla, ni el profundo foso, le impedirían salir, si le entraba la
idea de venir a retorcerle a los dos el cuello.
Y
cuando pensaba que tenía que pasar toda una noche en tales condiciones,
temblaba de espanto. ¡No Aquello era exigir de él demasiado; los más enérgicos
temperamentos no hubieran podido resistirlo.
Además,
aunque tarde, le había venido un pensamiento. Estaban en la noche del martes,
día aciago, en que las gentes del distrito se guardan bien de salir después de
puesto el sol. El martes como se sabe era allí día de maleficios; y a dar
crédito a las tradiciones, aventurarse por el campo era tanto como exponerse al
encuentro con algún genio maléfico. En martes nadie circula por las calles ni
por los caminos desde que llega la noche.
Y
he aquí el doctor Patak, no solamente se encontraba fuera de su casa, sino en
las cercanías de un castillo encantado y a dos o tres millas del pueblo. Y allí
tenía que estar esperando la vuelta del alba, caso que luciera para él de
nuevo. Aquello, en verdad, era tentar al diablo. Estaba el doctor engolfado en
estas ideas en tanto que el guardabosque sacaba tranquilamente de su alforja un
trozo de carne fiambre, después de haberse echado un buen trago de su calabaza.
Pensó
el doctor que lo mejor que podía hacer era imitar a su compañero, y así lo
hizo. Un muslo de pato, un trozo de pan, todo regado de rakiu, fue
suficiente para reparar sus fuerzas. Si calmó su hambre, no pudo calmar su
miedo.
-Ahora,
a dormir, dijo Nic Deck, así que hubo colocado su alforja al pie del banco.
-¡Dormir!
-Buenas
noches, doctor.
-¡Buena
noche! ... Eso se dice fácilmente; pero me temo que ésta va a acabar mal. - -
Nic
Deck, que no estaba de humor de hablar, no respondió.
Acostumbrado
por su profesión a dormir en los bosques, acomodóse ilo mejor que pudo junto a
la piedra, y no tardó en caer en profundo sueño. Así que el doctor sólo podía
refunfuñar entré dientes, oyendo el acompasado ronquido de su compañero.
A
él le fue imposible durante algunos
minutos, y a despecho de su fatiga, hacer otra cosa que mirar y escuchar
atentamente. Su cerebro era víctima de esas extravagantes visiones que surgen
de la turbación del insomnio.
¿Qué
quería ver en aquellas espesuras? Todo y nada. Las indecisas formas de los
objetos que le rodeaban; los jirones de nubes que atravesaban el cielo, y la
masa apenas perceptible del castillo.
Parecíale
que las rocas de la meseta bailaban infernal zarabanda. .. Sí... Iban a caer,
iban a rodar sobre lo largo del talud, sobre los dos imprudentes; iban a
aplastarles a la puerta de aquella fortaleza cuya entrada les estaba prohibida.
El
desgraciado doctor se había levantado y escuchaba esos ruidos que se propagan
en las alturas; murmullos inquietantes, mezcla del susurro, del gemido y del
suspiro. Oía también los frenéticos golpes que sobre las rocas daban los
murciélagos con sus alas; los endriagos revoloteando en su nocturno paseo, dos
o tres parejas de esos fúnebres buhos cuyo graznido resonaba como una queja.
Entonces, los músculos del doctor se contraían y su cuerpo temblaba, anegado en
un sudor frío.
Y
así transcurrieron horas enteras hasta la media noche. Si el doctor Patak
hubiese podido cambiar de vez en cuando alguna frase con alguien, dar libre
curso a sus quejas, se hubiera sentido menos atemorizado; pero Nic Deck dormía
con un sueño profundo.
¡La
media noche! ¡La hora más horrible de todas! ¡La hora de las apariciones y de
los maleficios! ...
¿Qué
era aquello que pasaba? El doctor acababa de levantarse, y se preguntaba si
estaba despierto o era víctima de una pesadilla. En efecto: allí, arriba creyó
ver... no, vio realmente dibujarse formas extrañas iluminadas con luz
espectral, atravesar el horizonte, subir, bajar, descender con las nubes...
Hubiérase dicho que eran especie de monstruos, dragones con colas de
serpientes, hipogrifos de alas desmesuradas, cuervos gigantescos y enormes
vampiros que se cernían sobre él... iban a cogerle con sus uñas o a,
engullírsele con sus mandíbulas. Después le pareció que todo se movía en la
llanura de Orgall; las, rocas, los árboles... todo; y con mucha claridad, su
oído percibió, a pequeños intervalos, el tañido de una campana.
-¡La
campana del castillo! murmuró.
Sí...
Era, la campana de la antigua capilla; no era la de la iglesia de Vulcano, cuyo
sonido hubiera llevado el viento en otra dirección.
Y
he aquí que aquellos tañidos se tornan más precipitados; la mano que hace sonar
la campana no toca a muerto. No; es un toque rápido, cuyos ecos repercuten en
la frontera transilvánica.
Al
oír aquellas lúgubres vibraciones, entróle al doctor un miedo convulsivo;
terrible angustia, espanto irresistible, que le hizo temblar de pies a cabeza.
El
guardabosque ha despertado al ruido de la campana.
Se
pone en pie, en tanto que el doctor Patak parece como que ha vuelto en sí. Nic
Deck escucha atentamente, y trata de penetrar con sus miradas las espesas
tinieblas que cubren el castillo.
-¡Esa
campana! ¡Esa campana! repite el doctor Patak., ¡La toca el Chort!
Decididamente, el pobre doctor,
enloquecido por completo, cree entonces en el diablo.
El
guardabosque, inmóvil, no le respondió.
De
repente, unos rugidos semejantes a los que arrojan las sirenas marinas a la
entrada de los puertos, se desencadenan en ondas, tumultuosas.
El
espacio está conmovido en una extensa zona por sus soplos ensordecedores.
Después,
una claridad sale del torreón central: una claridad intensa, que lanza
resplandores de penetrante viveza y destellos que ciegan.
¿Qué
foco produce esta poderosa llama, cuyas irradiaciones se extienden en inmensas
sabanas en la superficie de la meseta de Orgall? ¿De qué horno se escapa aquel
manantial fotogénico que parece abrasar las rocas, al mismo tiempo que las
llena de lividez extraña?
-¡Nic,
Nic! exclamó el doctor. ¡Mírame! ¿No soy, como tú, un cadáver?
En
efecto: el guardabosque y él habían tomado un aspecto cadavérico; la cara
descolorida, los ojos marchitos, las órbitas agrandadas, las mejillas verdosas
con tonos parduscos, los cabellos semejantes a esos musgos que crecen, según la
leyenda, sobre el cráneo de los ahorcados,
Nic
Deck está estupefacto de lo que ve y de lo que oye. El doctor Patak, en el
último grado de espanto, tiene los músculos contraídos, el pelo erizado, la
pupila dilatada y el cuerpo preso de un espasmo tetánico. Como dice el poeta de
las Contemplaciones, «respira temor».
Un minuto, un sólo minuto duró este
espantoso fenómeno. Después, la extraña llama se apagó gradualmente, los
atronadores mugidos se extinguieron, y la meseta de Orgall, volvió al silencio
y a la oscuridad.
Ni
uno ni otro pensaron en dormir; el doctor, medio muerto de estupor; el
guardabosque de pie contra el banco de piedra, esperando la llegada del alba.
¿Qué
pensamientos agitaban la mente de Nic Deck en presencia de aquellas cosas tan
evidentemente sobrenaturales a sus ojos? ¿Persistiría en seguir su temeraria
aventura? Cierto que él había dicho que penetraría en el castillo y que
exploraría el torreón. Mas ¿no era suficiente haber llegado a su infranqueable
muralla y haber despertado la colera, de los genios y provocado aquel desorden
de dos elementos? ¿Se le reprocharía no haber mantenido su promesa si regresaba
al pueblo sin haber continuado su locura hasta aventurarse en el diabólico
castillo?
De
repente el doctor se precipitó hacia él y le cogió por una mano, procurando
arrastrarle, mientras le decía con voz sorda:
-¡Ven,
ven!
-¡No!
respondió Nic Deck.
Y
a su vez retuvo al doctor, que volvió a caer después de este último esfuerzo.
La
noche acabó al fin; y tal era el estado de su espíritu, que ni el guardabosque
ni el doctor tuvieron conciencia del tiempo que transcurrió hasta el alba. Nada
quedó en su memoria de las horas que precedieron a las primeras luces de la
mañana.
En
este instante una linea rosada se dibujó sobre lo ancho del Paring hacia el
Este y al otro lado del valle de los dos Sils. Ligeras brumas crepusculares se
esparcieron en el cenit, sobre un cielo rayado como una piel de cabra.
Nic
Deck se volvió hacia el castillo y vio que las formas de éste se destacaban
poco a poco. Vio el torreón saliendo sobre las altas brumas, que descendían
hacia la garganta del Vulcano; vio la capilla, las galerías, la muralla,
elevándose sobre los vapores nocturnos; después, sobre el baluarte anguloso,
recostarse el haya, cuyas hojas se agitaban a la brisa de Levante.
En
nada había cambiado el aspecto ordinario del castillo. La campana estaba tan
inmóvil como la vieja veleta feudal.
No
salía humo alguno de la chimenea del torreón, cuyas ventanas alambradas
permanecían herméticamente cerradas.
Por
encima de la plataforma y en las altas zonas del cielo, algunos pájaros
revoloteaban, arrojando sus gritos agudos.
Nic
Deck volvió los ojos hacia la entrada principal del castillo. El puente
levadizo, levantado contra la pared, cerraba la poterna, entre las dos
pilastras de piedra, en las que las armas de los barones de Gortz estaban
esculpidas.
El
guardabosque estaba, pues, decidido a llevar a lo último la aventura de la
expedición. Sí; y su resolución no se había entibiado con los sucesos de la
noche. «Cosa dicha, cosa hecha.» Como se sabe, ésta era su divisa. Ni la
misteriosa voz que le había amenazado personalmente en el salón del Rey
Matías, ni los fenómenos inexplicables de luz y de sonidos de que acababa
de ser testigo, le impedirían entrar en el castillo. Bastábale una hora para
recorrer las galerías, visitar el torreón, y entonces, ya cumplida su promesa,
volvería a tomar el camino de Werst, donde podría llegar en la mañana.
En
cuanto al doctor Patak, no era más que una maquina inerte, sin fuerzas para
resistir, ni voluntad para querer. Iría donde se le llevara.
Si
caía, sería imposible levantarle.
Los
espantosos sucesos de aquella noche le habían reducido a un estado de
embrutecimiento completo, y no hizo ninguna observación cuando el guardabosque,
señalando e1 castillo, le dijo:
-¡Vamos!
Aunque,
como ya era de día, el doctor hubiera podido regresar a Werst sin temor de un
tropezón, al través de los bosques del Plesa, máxime cuando ningún provecho
sacaría de quedar junto a Nic, no intentó marcharse; y el no abandonar a su
compañero consistía en que el doctor no tenía ya conciencia de la situación:
era un cuerpo sin alma. Así es que cuando el gúardabosque le arrastró hacia el
talud de la contraescarpa del castillo, se dejó llevar.
Ahora
bien: ¿sería posible penetrar en el castillo por otra parte que por la poterna?
Esto era probablemente lo que Nic quería reconocer.
La
muralla no presentaba ninguna brecha, ningún hundimiento, ningún hueco que
pudiese dar acceso al interior. Era muy sorprendente que murallas tan viejas
estuvieran en un estado de conservación tan perfecta, lo que debía atribuirse a
su espesor.
Elevarse
hasta las almenas que le coronaban, parecía un imposible, puesto que dominaban
el foso de unos cuarenta pies de profundidad. Parecía, pues, que Nick Deck, en
el momento de acercarse al castillo de los Cárpatos, iba a encontrarse con
obstáculos insuperables.
Afortunadamente,
o desgraciadamente para él, existía por debajo de la poterna una especie de
tronera, o más bien un hueco, por el que en otro tiempo asomaba la boca de una
culebrina. Sirviéndose de una de las cadenas del puente levadizo, que pendía
hasta el suelo, no sería muy difícil para un hornbre ágil y vigoroso subir
hasta aquella hendidura; su anchura era suficiente para dar paso, y a menos que
en la parte interior tuviese una reja, Nic Deck llegaría sin duda a pasar al
interior del castillo.
Desde
luego comprendió el guardabosque que no había otro medio má practicable, y he
aquí por qué, seguido del inconsciente doctor, descendió por la parte interna
de la contraescarpa. Llegaron al fondo del foso, sembrado de piedras, entre el
follaje de las plantas salvajes. No era posible saber donde se ponía el pie, y
si bajo aquellas hierbas húmedas hormigueban millares de bichos venenosos.
En
medio del foso, y paralelo a la muralla, corría el cauce de la antigua. cuneta,
ahora casi seca, y que se podía franquear fácilmente de un sólo salto.
Como
Nic Deck no había perdido nada de su energía -física y moral, obraba con sangre
fría, mientras el doctor le seguía maquinalmente, como la bestia amarrada por
una cuerda al cuello.
Pasada
la cuneta, el guardabosque siguió veinte pasos a lo largo de la muralla
deteniéndose bajo la poterna, en el sitio donde pendía la cadena del puente
levadizo. Ayudándose con los pies, y las manos, no le sería difícil llegar al
saliente de la piedra junto a la entrada.
Evidentemente
Nic Deck no pretendía obligar al doctor a que le acompañase en aquel escalo. Un
hombre tan torpe no hubiera podido hacerlo. Limitóse, pues, a sacudirlo
violentamente para hacerse comprender, y le recomendó que se quedase sin
moverse en el fondo del foso. Cogió la cadena y gateó, sin que aquello
significase más que un juego para sus músculos de montañés.
Pero
así que el doctor se vio solo, de nuevo se dio cuenta de su situación;
comprendió, miró y vio a su compañero ya suspendido unos doce pies del suelo, y
con voz ahogada por la emoción, exclamó:
-¡Espera,
Nic, espera!
El
joven no le escuchó.
-¡Ven,
ven, o me voy! gritó el doctor levantándose y dando algunos pasos.
-¡Idos!
respondió Nic; y continuó subiendo por la meseta.
El
doctor Patak, en el paroxismo del espanto, quiso volver a tomar la meseta de
Orgall y seguir a toda prisa el camino de Werst.
Mas
¡oh prodigio, después del cual no eran nada los de la noche anterior! el doctor
no puede moverse; sus pies permanecen quietos, como si estuvieran sujetos con
tenazas. ¿Podía levantar un pie después de otro? No. Estaban adheridos por los
talones y por las plantas. ¿Estaba, pues, cogido por los resortes de un cepo?
Más bien parecía retenido por los clavos de sus zapatos. Como quiera que fuese,
el pobre hombre estaba allí inmóvil, pegado al suelo y sin fuerzas para gritar,
extendiendo desesperadamente las manos. Parecía que quería arrancarse de los
brazos de alguna tarasca escondida en las entrañas de la tierra.
Entretanto
Nic había llegado a lo alto de la poterna, y acababa de poner la mano sobre una
de las bisagras de hierro donde se encajaba el puente levadizo, cuando dejó
escapar un grito de dolor... Cayendo hacia atrás como herido por un rayo, se
deslizó a lo largo de la cadena, a la que se había cogido por instinto, y rodó
al fondo del foso.
-¡Bien
decía la voz que me sucedería alguna desgracia! murmuró.
Y
perdió el conocimiento.
CAPÍTULO VII
¡Cómo
describir la ansiedad del pueblo de Werst desde la partida del joven
guardabosque y del doctor Patak! No había cesado en aquellas cuatro horas
transcurridas desde su marcha y que parecían interminables.
El
señor Koltz, el posadero Jonás, el maestro Hermod y algunos otros más, no
habían abandonado su puesto sobre el terraplén. Todos se obstinaban en observar
la lejana masa del castillo, y todos miraban si reaparecía alguna sombra por
encima del torreón. No se veía humo alguno, lo que fue comprobado mediante el
anteojo, invariablemente enfocado en aquella dirección. Decididamente los dos
florines gastados en la adquisición del aparato eran dinero bien empleado.
jamás el biró, muy interesado y guardador de su bolsa, había encontrado
menos pena por un gasto semejante.
A
las doce y media, cuando Frik regresó de apacentar su ganado, se le interrogó
ávidamente. ¿Había algo nuevo, extraordinario, sobrenatural? Frik respondió que
acababa de reconocer el valle del Sil valaco sin haber visto nada sospechoso.
Después
de comer, hacia las dos, cada uno regresó a su puesto de observación. Nadie
hubiera pensado en quedarse en casa, y sobre todo, nadie pensaba en ponerlos
pies en el figón del Rey Matías, donde se habían oído aquellas voces
conminatorias. Que las paredes oigan, pase, puesto que esto es hasta una
locución usual... ; pero ¡que hablen! ...
El
digno comerciante podía tener el temor de que su posada fuese puesta en
cuarentena, lo que no dejaba de preocuparle un poco: ¿Se vería en la necesidad
de cerrar su tienda y de beberse él solo lo que contenía, por falta de
parroquianos? Por lo tanto, con el objeto de despertar confianza a la población
de Werst, había procedido a una larga investigación del Rey Matías,
registrando las habitaciones hasta las camas, inspeccionando los baúles y el
aparador y explorando minuciosamente los rincones del salón, de la cueva y del
granero, donde algún mal intencionado hubiera podido realizar aquella
mixtificación. ¡Nada! Nada tampoco por la parte de la fachada que dominaba al
Norte y al Oeste. Las ventanas eran muy altas para que fuese posible subirse
hasta ellas por una muralla tallada a pico y cuyo cimiento se sumergía en el
curso impetuoso del torrente. No importa. El miedo no razona, y mucho tiempo
pasaría sin duda antes que los habituales parroquianos de Jonás volvieran su
confianza a su posada y su rakiu. ¿Mucho tiempo? ¡Error! Ya se verá que
este triste pronostico no había de realizarse.
En
efecto: algunos días después, y a consecuencia de una circunstancia muy imprevista,
los notables del pueblo iban a reanudar sus conferencias cotidianas,
entremezcladas de abundantes libaciones, en la sala del Rey Matías.
Mas preciso es volver al joven
guardabosque y a su compañero el doctor Patak.
Corno
se recordará, en el momentó de abandonar a Werst, Nic Deck había prometido a la
desolada Miriota no tardar mucho en su visita al castillo de los Cárpatos. De
no sucederle ninguna desgracia, de no realizarse las amenazas fulminadas contra
él, contaba estar de vuelta en las primeras horas de la noche. Se le esperaba,
pues, ¡y con qué impaciencia! Ninguno, ni la joven, ni su padre, ni el maestro
de escuela, podían prever que las dificultades del camino impidieron al
guardabosque llegar a la cresta de Orgall antes de cerrar la noche.
De
aquí que la inquietud, ya viva durante el día, pasó de toda medida cuando
dieron las ocho las campanas de Vulcano, que se oian distintamente en Werst.
¿Qué había pasado a Nic Deck y al doctor, que no volvían después de todo un día
de ausencia? Nadie, por lo tanto, pensaba en regresar a su casa antes que ellos
estuviesen de vuelta.
A
cada momento se imaginaba verles asomar volviendo del camino en el ensanche de
la garganta de la sierra.
El
señor Koltz y su hija habían ido a la extremidad de la calle, al sitio donde el
pastor había sido puesto de centinela. Muchas veces creyeron ver unas sombras
dibujarse a lo lejos por entre los huecos de los árboles. ¡Pura ilusión! La
garganta de la sierra estaba desierta, como de costumbre, pues era raro que las
gentes de la frontera quisieran aventurarse por allí durante la noche. Era
martes, el martes de los genios maléficos, y en este día los transilvanos no
andan por gusto por el campo después de la puesta del sol. Preciso era que Nic
Deck fuese loco para haber escogido semejante día para visitar el castillo. La
verdad es que ni el guardabosque ni nadie, además del pueblo, había pensado en
semeiante cosa.
Pero
Miriota pensaba entonces en ello. ¡Qué espantosas imágenes acudían a su mente!
Con la imaginación había seguido a su novio, hora por hora, al través de
aquellos espesos bosques del Plesa, en tanto que él subía hacia la meseta de
Orgall.
Y
ahora, la noche llegada, parecíale que le veía en la muralla, procurando
escapar a los espíritus que habitaban el castillo de los Cárpatos. Había
llegado a ser el juguete de sus
maleficios. Era la víctima destinada a su venganza. Estaba preso en el fondo de
algún subterráneo. . . tal vez muerto. ¡Qué no hubiera dado la pobre muchacha
por lanzarse sobre las huellas de Nic Deck! ... Ya que esto era imposible,
hubiera querido permanecer toda la noche en el sitio que queda indicado. Pero
su padre le obligó a regresar, y después de dejar en observación al pastor,
ambos volvieron a su casa.
Una
vez sola en su pequeña alcoba, Miriota derramó abundantes lágrimas. Amaba con
todo su corazón a Nic Deck, siendo su amor aún más lleno de reconocimiento,
porque el guardabosque no le había buscado en las condiciones en que se deciden
ordinariarrwnte los matrimonios en estos lugares transilvánicos, por cierto de
un modo bien extraño.
Cada
año, en la festividad de San Pedro, se celebra la feria de los novios. En este
día se reúnen todas las jóvenes del distrito. Vienen en sus más hermosas
calesas, tiradas por sus mejores caballos, y trayendo su dote; es decir, sus
vestidos, hilados, cosidos y bordados por sus manos, encerrados en cofres de
brillantes colores: familias, amigos y vecinos les acompañan. Entonces vienen
los jóvenes, vestidos con magníficos trajes, ceñidos de bandas de seda;
recorren la feria pavoneándose, buscan la joven que más les agrada, le entregan
un anillo y un pañuelo en señal de esponsal, y los matrimonios se hacen al
regresar de la fiesta.
Nicolás
Deck no había encontrado a Miriota en una de estas fiestas. Sus relaciones no
habían nacido del azar. Se conocían desde la infancia, y se amaban desde que
tuvieron edad para amarse. El guardabosque no había ido a buscar a su prometida
en medio de la subasta de la feria, lo que era un placer para Miriota. ¡Ah!
¿Por qué era Nic Deck de un carácter tan resuelto, tan tenaz, tan empeñado en
cumplir una promesa imprudente? Él la amaba, bien lo sabía; la amaba, y, sin
embargo, ella no había tenido bastante influencia para impedirle ir a aquel
maldito castillo.
¡Qué
noche pasó la triste Miriota entre zozobras y lágrimas! No había querido
acostarse. Puesta a la ventana, con la mirada fija en el camino ascendente, te
parecía oír una voz que murmuraba:
-¡Nicolás
Deck no ha hecho caso de las amenazas! ¡Miriota no tiene novio!
Pero
esto era un error de sus sentidos trastornados. Ninguna voz llegaba en el
silencio de la noche. El fenómeno de la sala del Rey Matías no se
producía en la casa del señor Koltz.
Al alborear el siguiente día, la
población de Werst estaba en pie. Desde el terraplén hasta la vuelta de la
garganta de la sierra, unos subían y otros bajaban el camino; aquéllos, para
pedir noticias; éstos, para darlas. Se decía que el pastor Frik acababa de ser
encontrado adelante, a un cuarto de milla del «pueblo, no al través de los
bosques del Plesa, sino siguiendo su orilla, cosa que no había hecho sin
motivo.
Esperando,
pues, y a fin de comunicarse más pronto con él, el señor Koltz, Miriota y Jonás
fueron a la extremidad del pueblo. Media hora después se vio al pastor a
algunos centenares de pasos, y en lo alto del camino. No parecía esforzarse en
llegar presto, lo cual se tuvo como mal augurio.
-Y
bien, Frik: ¿qué sabes, qué has visto? le preguntó el señor Koltz cuando el
pastor se reunió a ellos.
-Nada
sé, nada he visto, respondió Frik.
-¡Nada!
murmuró la joven, cuyos ojos se llenaron de lágrimas.
-Al
amanecer, continuó el pastor, vi a una media milla de aquí, dos hombres que
creí fueran Nic y el doctor. . .; pero no eran.
-¿Sabes
quiénes son esos hombres? preguntó Jonás.
-Dos
viajeros que acababan de atravesar la frontera valaca.
-¿Les
has hablado?
-Sí.
-¿Bajan
al pueblo?
-No;
se han dirigido hacia Retyezat, a cuya cima quieren llegar.
-¿Son
dos turistas?
-Tienen
aspecto de serlo, señor Koltz.
-Y
esta noche, atravesando la garganta del Vulcano, ¿no han visto nada hacia el
castillo?
No,
porque se encontraban todavía al otro lado de la frontera, respondió Frik.
-¿De
modo que no traes ninguna noticia de Nic Deck?
-Ninguna.
-¡Díos
mío! repetía la pobre Miriota.
-Por
lo demás, podréis interrogar a estos viajeros dentro de pocos días, añadió
Frik; porque piensan hacer alto en Werst antes de partir para Kolosvar.
-¡Con
tal de que no se les hable mal de mi posada! ... pensó Jonás suspirando.
¡Capaces serían de no alojarse en ella!
Desde
hacía treinta y seis horas el excelente posadero estaba preocupado por el temor
de que ningun viajero osaría comer y dormir en el Rey Matías.
En suma, estas preguntas -y estas
respuestas cambiadas entre el pastor y su amo, no aclararon la situación; y
como ni el guardabosque ni el doctor habían aparecido a las ocho de la mañana,
¿no podía racionalmente esperarse que no volverían jamás?.. . Nadie se
aproximaba impunemente al castillo de los Cárpatos. Herida por las emociones de
aquella noche de insomnio, Miriota apenas podía sostenerse. Completamente
desfallecida, casi no tenía fuerzas para andar. Su padre la condujo a su casa.
Allí sus lágrimas redoblaron. Llamaba a Nic con voz delirante. Quería ir en su
busca. Pedía amparo, y había motivo para temer que cayese enferma.
Entretanto,
era necesario y urgente tomar una resolución: ir en socorro del guardabosque y
del doctor, sin pérdida de un instante. Poco importaba que hubiesen de correrse
peligros exponiéndose a las represalias de los seres humanos o sobrenaturales
que ocupaban el caltilló. Lo esencial era saber qué les había sucedido a Nic
Deck y al doctor. Era un deber imperioso, tanto para sus amigos como para
cualquier habitante de la aldea. Los más valientes no rehusaían lanzarse por
los bosques del Plesa, en dirección al castillo de los Cárpatos. Decidido esto
después de no pocas discusiones y diligencias, los más valientes no pasaron de
tres, que fueron el señor Koltz, Frik y el posadero Jonás. El maestro Hermod se
había sentido de repente indispuesto con dolor de gota en una pierna, y había
dado la clase echado sobre dos sillas.
Serían
las nueve de la mañana cuando el señor Koltz y sus compañeros, bien armados por
prudencia, tomaron,el camino de la montaña. En el mismo sitio en que Nic se
había separado de ellos, internáronse por la áspera pendiente, y pensaron, no
sin razón, que si el guardabosque y el doctor estaban en camíno para volver a
la aldea, debían ir sin duda por allí. No sería difícil reconocer sus huellas,
lo que fue comprobado cuando franquearon 1a orilla.
Los
dejarernos aquí para decir qué movimiento se hizo en la opinión de Werst desde
que les perdieron de vista.
Si
antes de que partiesen aquellos tres hombres al encuentro de Nic y Patak
parecía la tal empresa obra muy meritoria después, cuando hubieron partid,
empezó a verse en aquello una imprudencia sin nombre. ¡Pues qué! ¿Sobre una
catástrofe iba a venir otra? Porque nadie dudaba que el doctor y el
guardabosque habían sido víctimas de su intentona. ¿Y de qué serviría que el
señor Koltz, Frik y Jonás se expusieran a lo mismo por desinterés? Miriota no
sólo lloraría a su novio, sino a su padre también, y nunca podrían perdonarse
los amigos del pastor y del posadero la perdida de entrambos.
La
desolación fue general en Werst, y no había señales de que terminase pronto.
Aún admitiendo que no les aconteciera alguna desgracia, no contaban con el
regreso del señor Koltz y de sus dos compaañeros antes de que la noche hubiese
envuelto las alturas del Plesa.
Mas
¡cuál no sería la sorpresa general cuando a lo lejos del camino fueron vistos
hacia las dos le la tarde!
Miriota,
prevenida del caso, corrió a su encuentro apresuradamene. No venían tres, sino
cuatro, y e1 cuarto se parecía al doctor.
-¡Nic,
mi pobre Nic! exclamó la joven. ¡Nic no está! ¡No viene!
Sí.
Nic venía, pero extendido sobre unas angarillas de ramas que penosamente
conducían Jonás y el pastor.
Precipitóse
la joven -hacia su novio, inclinóse sobre él, y le abrazó estrechamente.
-¡Muertol
¡Muerto! exclamaba.
-No,
no está muerto, respondió el doctor Patak; pero merecía estarlo, y yo también.
Lo
cierto era que el guardabosjue estaba sin conocimiento, con los miembros
rígídos, la cara exangüe, la respiración débil. Si el doctor no estaba
descolorido como su compañero, debíase a que la marcha le había devuelto su
tinte habitual de ladrillo.
La
voz de Mariota, tan tierna, tan desgarradora, no tuvo poder alguno para
arrancar a Nic de su letargo. Cuando le condujeron a la aldea y lo depositaron
en el cuarto del señor Koltz, todavía no había desplegado sus labios. Algunos instantes
después sus ojos se abrieron poco a poco, y al ver a la joven inclinada a su
cabecera, sus labios dibujaron una sonrisa. Trató de levantarse, pero no pudo.
Una parte de su cuerpo estaba paralítica, como herida de hemiplegía. Sin
embargo, queriendo tranquilizar a Miriota, le dijo con voz muy débil:
-Esto
no será nada... nada.
-¡Mi
pobre Nic! repetía la joven.
-Un
poco de fatiga solamente... La emoción... Esto pasará pronto... Con tus
cuidados, Miriota...
Pero
el enfermo necesitaba calma y reposo, en vista de lo cual el señor Koltz salió
del cuarto, dejando a Miriota junto al joven guardaboques, que no hubiera
podido tener una enferrnera más diligente. No tardó en adormecerse.
Entretanto
el posadero Jonás contaba a un numeroso auditorio, con voz fuerte para ser bien
oído de todos, lo que había sucedido desde su partida. Después de haber
encontrado en el bosque el sendero que Nic Deck y el doctor se habían abierto,
los tres tomaron la dirección del castillo. Dos horas estuvieron por las
pendientes del Plesa, y cuando se hallaban a una media milla a la orilla del
bosque, vieron a dos hombres, que eran el doctor Patak y el guardabosque. El
primero no podía andar; el otro acababa de caer al pie de un árbol, falto de
fuerzas.
Correr
hacia el doctor, interrogarle, por más que él estaba tan confuso que no podía
responder; formar con ramas una parihuela, colocando en ella a Nic Deck, y
volver a poner a Patak en disposición de andar, todo fue obra de un instante.
Después el señor Koltz y el pastor, que se relevaban en la conducción de la
parihuela, tomaron el camino de Werst.
En
cuanto a saber por qué Nic Deck se encontraba en semejante estado, y si había o
no penetrado en las ruinas del castillo, cosas eran que el posadero ignoraba,
así como el señor Koltz y el pastor Frik, puesto que el doctor no se hallaba en
disposición de satisfacer su curiosidad.
Pero
preciso era que Patak hablase. ¡Qué diablo! En la aldea, rodeado de sus amigos
y clientes, estaría seguro. No había que temer ya nada de los seres del
castillo, y aunque le hubiesen éstos arrancado el juramento de guardar silencio
acerca de lo que había visto en el castillo de los Cárpatos, el interés público
le demandaba que faltase a su juramento.
-Vamos,
tranquilizáos, doctor, le dijo el señor Koltz. Ordenad vuestros recuerdos.
-¿Queréis
que hable?
-En
nombre de los habitantes de Werst y para asegurar la tranquilidad de la aldea,
yo os lo ordeno.
Un
buen vaso de rakiu aprontado por Jonás, devolvió el habla al doctor, que
con entrecortadas frases se expresó en estos términos:
-Partimos
los dos, Nic y yo... Dos locos indudablemente. Preciso fue emplear casi todo un
día para atravesar esos malditos bosques, y allá por la noche vimos el
castillo. Llegamos a él... Aún tiemblo. Toda mi vida temblaré. Nic quería
entrar, sí, quería pasar la noche en el torreón... ¡Es decir, en la mismísima
alcoba de Belcebú!
El
doctor decía aquello con voz tan cavernosa, que sólo de oírle temblaban los
otros.
-No
lo consentí, no, continuó. ¿Qué hubiera pasado de ceder yo a los deseos de Nic?
¡De pensarlo se me erizan los cabellos!
Y
el doctor se llevaba maquinalmente la mano a la cabeza.
-Nic
se resignó a acampar en la meseta. ¡Qué noche, amigos míos, qué noche! ¿Cómo
descansar cuando los espíritus no os permiten dormir una hora? ¡Ni una hora! De
repente, habíais de ver monstruos de fuego apareciendo entre las nubes,
verdaderos monstruos, sí, que se precipitaban sobre la meseta para devorarnos .
Todas
las miradas se dirigieron al cielo para ver si cruzaba por él algún grupo de
espectros.
-Pocos
instantes después, continuó el doctor, la campana de la capilla empieza a
sonar.
Todos
los oídos escucharon atentamente, y más de uno creyó percibir los tañidos de la
campana del castillo. ¡Tanto impresionaba al auditorio aquel relato!
-De
pronto, espantosos rugidos llenan el espacio. Eran más bien aullidos de
fieras... Luego, una claridad sale de las ventanas del torreón. Infernal
llamarada ilumina toda la planicie hasta el bosque de abetos. Nic Deck y yo nos
miramos. ¡Oh espantosa visión! Parecíamos dos cadáveres, uno enfrente del otro,
que temblaban bajo aquellas luces violáceas.
Y,
efectivamente: viendo la cara cadavérica y la mirada extraviada del doctor
Patak, parecía que venía del otro mundo, al que había enviado tan crecido
número de sus semejantes. Preciso fue dejarle tomar alientos, pues de lo
contrario, no hubiera podido continuar su relato, lo que se consiguió gracias a
un segundo vaso de rakiu, que pareció devolver al ex-enfermero parte de
la razón que le, habían hecho perder los espíritus.
-Pero,
al fin, ¿qué le pasó al pobre Nic Deck? preguntó el señor Koltz.
Y
no sin razón, el biró concedía extrema importancia a la respuesta del
doctor, teniendo en cuenta que la misteriosa voz de la posada se dirigió
personalmente al joven.
-Os
diré lo que recuerdo, respondió el doctor. Amaneció. Yo había suplicado a Nic
Deck que renunciase a sus proyectos; pero ya le conocéis, y sabéis que nada se
puede lograr de un testarudo semejante. Bajó al foso... Yo tuve que seguirle,
porque me arrastraba. . . Y además, yo no tenía conciencia de mis actos... Nic
se adelanto hasta la poterna... Cogióse a una cadena del puente -levadizo, y
subió por ella hasta lo más alto del muro... En aquel momento, otra vez me di
cuenta de nuestra situación... Aún es tiempo, me dije, de retener a este
imprudente, a este sacrílego, por mejor decir... Le ordeno por última vez que
baje y que regrese a Werst en mi compañía. -¡No! -me grita. Quiero huir... Sí,
lo confieso... quise huir. Cualquiera de vosotros en mi caso, ¿no hubiera hecho
lo mismo? Pero en vano traté de moverme del suelo... Mis pies están allí
clavados,
adheridos..., como
si hubiera echado raíces... ¿Cómo arrancarles de allí?... ¡Imposible! Todo es
inútil...
Y
el doctor remedaba los movimientos de un hombre cogido por las piernas como un
zorro que ha caído en un lazo.
Volviendo
a su narración, añadió:
-En
aquel momento - dejóse oír un grito. . . Pero ¡qué grito! ... Lo había dado Nic
Deck. Sus manos, agarradas a la cadena, la sueltan de pronto y cae al fondo del
foso como herido por invisible mano.
El
doctor había sido verídico en su relato. Nada había añadido, no obstante la
turbación de sus ideas. Todos aquellos fenómenos descritos por él se habían
producido como los contaba en la meseta de Orgall, teatro aquella noche de los
mencionados sucesos.
Respecto
a lo que pasó después de la caída de Nic Deck, helo aquí. El guardabosque cae
desvanecido y el doctor Patak está imposibilitado de acudir en su ayuda, porque
sus botas permanecen clavadas en el suelo y sus pies, hinchados, no pueden
salir de ellas. De repente cesa la invisible fuerza que le retiene, y ya libre,
se precipita hacia su compañero, y ¡oh prodigio de valor en aquel hombre! ...
sumerge su pañuelo en el agua de la mesete y humedece la cara de Nic Deck.
Recobra el joven el conocimiento; mas su brazo izquierdo y una parte de su
cuerpo quedan inertes después de la horrible sacudida experimentada por él.
Ayudado por el doctor, consigue levantarse, y remontando el camino de la
contraescarpa, vuelven a la meseta. Pónerse en camino hacia la aldea. Después
de una hora de marcha, los dolores que sufre Nic en el brazo y en el costado
son tan violentos, que le obligan a detenerse, y precisamente en el momento en
que el doctor se disponía a ir a Werst en busca de auxílios, se encontraron al
señor Koltz, Jonás y Frik, que habían llegado tan a punto.
Respecto
a decir si era grave la lesión del joven, el doctor Patuk evitaba afirmar nada
en concreto, aunque mostrase habitualmente rara seguridad cuando se trataba de
un caso médico. Se limitó a responder en tono dogmático:
-Cuando
se trata de una enfermedad natural, es una cosa distinta a cuando se trata de
una enfermedad sobrenatural, que el Chort envía. En este caso sólo el Chort
puede curarla.
En
defecto de diagnóstico, tal pronóstico no
era tranquilizador para Nic Deck; pero felizmente aquellas palabras no eran el
Evangelio, y ¡cuántos médicos superiores al doctor Patak, desde Hipócrates y
Gáleno, se han engañado y se engañan hoy! El joven guardabosque era un mozo
fuerte, y dada su vigorosa constitución, podían concebirse buenas esperanzas,
aun sin necesidad de intervención diabólica, y bajo la condición de no seguir
muy estrictamente las prescripciones del antiguo enfermero del lazareto.
SEGUNDA PARTE
CAPÍTULO PRIMERO
Como
se comprende, lo s sucesos referidos no eran los más a propósito para calmar el
terror que reinaba en Werst. Ya no había duda. No eran vanas amenazas las que
lanzó la sombra parlante, que diría el poeta, y que se oyeron en la sala del
Rey Matías. La temeridad y desobediencia del joven Nic Deck habían tenido el
anunciado castigo. ¿Acaso no era esto una advertencia dirigida a todos aquellos
que intentaran seguir su ejemplo? ¿Qué había que deducir de aquello? Un formal
entredicho de penetrar en el castillo de los Cárpatos. El que lo intentase,
arriesgaría la vida. Éra seguro que si el guardabosque hubiera franqueado la
muralla, no hubiese vuelto a la aldea.
De
aquí que el espanto fuese más completo que nunca en Werst, en Vulcano y en todo
el valle de los dos Sils. En todas partes se hablaba de emigrar, y algunas
familias de tsiganes lo hicieron antes de permanecer en las proximidades del
castillo. Ahora que ya se sabía que servía de refugio a seres maléficos, dado
el carácter de aquella gente, era pedirles demasiado que se quedasen allí. No
había más remedio que marcharse a otra región, a menos que el gobierno húngaro
se decidiese a destruir la inabordable fortaleza. ¿Pero era el castillo
destructible por los humanos medios?
Durante
la primera semana de junio nadie se aventuró a salir fuera de la aldea, ni aun
para dedicarse a las faenas agrícolas. ¿Acaso el menor golpe de azadón no podía
provocar la aparición de algún fantasma escondido en las entrañas del suelo? El
arado hundiendo la tierra, ¿no haría salir bandadas de staflis o
endriagos? Donde se sembraran granos de trigo, ¿no saldrían granos de demonio?
-¡No
dejaría de suceder esto! decía Frik muy convencido. Y él, por su parte, se
guardaba muy bien de llevar su rebaño a los prados del Sil.
Así,
pues, la aldea estaba aterrorizada. Nadie trabajaba en los campos, nadie salía
de su casa, cerrada a piedra y lodo. El señor Koltz no, sabía qué partido tomar
para hacer nacer en sus administrados una confianza que le iba haciendo falta.
Decididamente no había otro medio que ir a Kolosvar a fin de reclamar la
intervención de las autoridades.
¿Y
había seguido saliendo humo de la chimenea del torreón? Sí... Muchas veces
permitió verlo el anteojo al través de los vapores que se arrastraban por la
meseta de Orgall. Y cuando la noche llegaba, ¿tomaban las nubes un tinte
rojizo, semejante a los reflejos de un incendio? Sí....: parecía que volutas
inflamadas revoloteaban sobre el castillo.
Y
los Mugidos que habían aterrorizado al doctor Patak, ¿se propagaban al través
de los bosques del Plesa, con espanto de los habitantes de Werst? Sí...; o por
lo menos, a pesar de la distancia, los vientos de S. 0. llevaban terribles
gruñidos, que en la montaña repercutían los ecos de la garganta.
No
era esto sólo; sino que,según decían los consternados habitantes, agitábase el
suelo con trepidaciones subterráneas, como si un antiguo cráter reviviese en la
cordillera de los Cárpatos... Pero acaso habría buena parte de exageración en
lo que los naturales de Werst creían ver, oír y sentir. Como quiera que fuese,
se habían producido hechos tangibles, positivos, y no había medio de vivir en
un país tan extraordinariamente transformado.
No
hay para qué decir que la posada del Rey Matías continuaba desierta; más
abandonada que lazareto en tiempo de epidemia. Nadie hubiese tenido la audacia
de franquear sus umbrales, y Jonás se preguntaba si, falto de parroquianos, no
se vería obligado a cesar en el comercio, cuando la llegada de dos viajeros
vino a modificar aquel estado de cosas. En la noche del 9 de junio, y a eso de
las ocho, el picaporte de la puerta fue levantado desde fuera; mas el cerrojo,
echado por dentro, impidió que se abriera. Jonás, que ya se había subido a su
camaranchón, se apresuró a bajar; a la esperanza de encontrarse frente a un
huésped, uníase el temor de que el tal huesped fuese algún aparecido, al cual
no se le podría rehusar cena y cama.
Jonás
se puso, pues, a parlamentar al otro lado de la puerta, sin abrirla.
-¿Quién
es? preguntó.
-Dos
viajeros.
-¿Vivos?
-Muy
vivos.
-¿Estáis
bien seguros?
-Todo
lo seguros que puede estarse, señor posadero; pero que no tardarán en morir de
hambre si tenéis la crueldad de dejarlos fuera.
Jonás
se decidió a descorrer los cerrojos, y dos hombres penetraron en la sala.
Apenas
dentro, su primer cuidado fue pedir una habitación para cada uno, pues tenían
intención de permanecer veinticuatro horas en Werst.
A
la claridad de su lámpara, Jonás examinó a los recién llegados con extrema
atención, adquiriendo la certeza de que eran dos seres humanos, con los que
podía hacer negocio. ¡Qué fortuna para el Rey Matías!
El más joven de los dos viajeros podía
tener unos treinta y dos años. Era de elevada estatura, de cara noble y bella;
tenía ojos negros, cabellos de un color castaño oscuro, y barba negra,
elegantemente cortada. Su aspecto era un poco triste, pero altivo; aspecto de
hidalgo, y un posadero tal observador como Jonás no podía engañarse en esto.
Además, cuando le preguntó con qué nombre debía inscribir a los dos viajeros:
-El
conde Franz de Télek, respondió el joven, y su asistente Rotzko.
¿De
qué país?
De
Krajowa.
Krajowa
es una de las principales villas del Estado de Rumania, que confina con
Transilvania en el S. de la cordillera de los Cárpatos. Franz de Télek, era,
pues, de raza rumana, lo que Jonás había notado desde que le vio.
En
cuanto a Rotzko, hombre de unos cuarenta años, alto, robusto, de espesos
bigotes y cabellera fuerte, tenía todo el aspecto de un militar. Llevaba el
morral sujeto a sus hombros por unos tirantes, y una maleta muy ligera en la
mano. En esto consistía todo el equipaje del joven conde, que viajaba a guisa
de turista, y a pies las más veces. Esto se veía en su traje: su capote en
bandolera, pasamontañas sobre la cabeza, y una especie de blusa sujeta a la
cintura por un cinturón, del que pendía la vaina de cuero del cuchillo valaco,
polainas estrechamente ajustadas sobre zapatos de ancha y fuerte suela. Estos
dos viajeros eran precisamente los mismos que el pastor Frik había encontrado
hacía diez días en el camino de la garganta del Vulcano, y que entonces se
dirigían hacia el Retyezat. Después de haber visitado la comarca hasta los
límites del Maros, después de haber hecho la ascensión a la montaña, venían a
descansar un poco en el pueblo de Werst, antes de entrar en el valle de los dos
Sils.
-¿Tenéis
dos habitaciones para nosotros? preguntó Franz de Télek.
-Dos...
tres. . . cuatro... cuantas quiera el señor conde, respondió Jonás.
-Dos
son suficientes, dijo Rotzko; pero es preciso que estén cerca una de otra.
-¿Les
convienen éstas replicó Jonás abriendo dos puertas a la extremidad del salón.
-Perfectamente,
respondió Franz de Télek.
Decididamente,
Jonás no tenía nada que temer de sus nuevos huéspedes. No eran seres
sobrenaturales, espíritus que habían tomado forma humana. ¡No! El hidalgo se
presentaba como un personaje distinguido, de esos que un posadero tiene siempre
a gran honra recibir. He aquí una feliz circunstancia que volvería su fama al
Rey Matías.
-¿A
qué distancia estamos de Kolosvar? preguntó el conde.
-A unas cincuenta millas, siguiendo el
camino que pasa por Petroseny y Karlsburg, respondió Jonás
-¿Y
es muy fatigosa la jornada,
-Muy
fatigosa para los peatones; y si me permitís una observación diré que me parece
que el señor conde debía darse un descanso de algunos días.
-¿Podemos
cenar? preguntó Franz de Télek, poniendo término a las observaciones del
posadero.
-Una
media hora de paciencia, y tendré el honor de ofrecer al seíñor conde una cena
digna de él.
-Pan,
vino, huevos y carne fiambre nos bastan para esta noche.
-Os
voy a servir.
-Lo
más pronto posible.
-Al
momento.
Y
Jonás se disponía a volver a la cocina, cuando lo detuvo una pregunta del
conde.
-Me
parece que no tenéis mucha gente en la posada, dijo.
-En
efecto. En este momento no hay nadie, señor conde.
-¿No
es ésta la hora en que la gente del país viene a beber y a fumar su pipa?
-Ha
pasado la hora, señor conde. En el pueblo de Werst hay costumbre de acostarse
cuando las gallinas.
Jamás
hubiera dicho la razón de no haber un sólo parroquiano en su posada.
-¿No
cuenta vuestro pueblo más de trescientos o cuatrocientos habitantes?
-Próximamente,
señor conde.
-No
hemos encontrado un alma al bajar la calle principal.
-Es
que... hoy estamos en sábado, víspera del domingo.
Afortunadamente
para Jonás, que no sabía ya qué responder, Franz de Télek no insistió. Por nada
del mundo se hubiera decidido el posadero a presentar la situación como era.
Los
extranjeros no lo sabrían hasta lo más tarde posible, y era de temer que
abandonasen una aldea tan justamente sospechosa.
-¡Con
tal que la voz no empiece a murmurar en el salón mientras cenan! pensaba Jonás
ponicndo la mesa.
Algunos
instantes después, la sencilla cena que había pedido el conde estaba servida
sobre un mantel muy blanco. Sentóse Franz de Télek, y Rotzko enfrente de él,
según costumbre cuando viajaban. Cenaron ambos con buen apetito, y acabada la
cena, se retiraron a sus habitaciones.
Como
durante la cena el conde y Rotzko, no habían cruzado diez palabras, no pudo
Jonás mezclarse en su conversación, con vivo disgusto. Franz de Télek parecía
poco comunicativo; y en cuanto a Rotzko, después de haberle observado,
comprendió el posadero que nada sacaría de é1 en lo concerniente a la familia
de su señor.
Jonás,
pues, se había contentado con dar las buenas noches a sus huéspedes. Pero antes
de subir a su habitación, recorrió el salón con la mirada, prestando oído a los
menores ruidos de dentro y de fuera, repitiendo:
-¡Con
tal que esa abominable voz no los despierte durante su sueño!
La
noche se pasó tranquilamente.
Al
día siguiente, desde el amanecer, extiendiose por el pueblo la noticia de que
dos viajeros habian bajado al Rey Matías, y numerosos habitantes fueron
a colocarse delante de la posada.
Muy
fatigados por la excursión de la víspera, Franz de Télek y Rotzko dormían aún,
y no era probable que tuvieran intención de levantarse antes de las siete o las
ocho de la- mañana. De aquí la gran impaciencia de los curiosos, ninguno de los
cuales tenía el valor necesario para entrar en la sala antes que los viajeros
hubieran salido de sus habitaciones. Al fin aparecieron a las ocho. Nada de
particular les había acontecido. Se les podía ver yendo y viniendo por la
posada. Después se sentaron para desayunarse, lo que no dejaba de ser bastante
tranquilizador.
Además,
Jonás, en pie en el dintel de la puerta, sonreía con aire afectuoso, invitando
a sus antiguos parroquianos a que le volviesen su confianza. Puesto que el
viajero que honraba con su presencia la posada era un noble, un noble rumano si
se quiere, y de una de las más antiguas familias rumanas, ¿Qué podían temer en
tan noble compañía?
En
breve sucedió que el señor Koltz, pensando que él debía ser el primero en dar
ejemplo, se decidió a dar el primer paso.
A
eso de las nueve el biró entró en el salón, algo perplejo. Pronto fue
seguido por el maestro Hermod, por tres o cuatro transilvanos y por el pastor
Frik. En cuanto al doctor Patak, había sido imposible decidirle a que les
acompañase.
-¡Poner
los pies en casa de Jonás! ... había respondido: ¡aunque me pagase diez
florines por la visita!
Conviene
advertir una cosa que no deja de tener importancia.
Si
el señor Kaltz habia consentido en volver a entrar en el Rey Matías, no
era únicamente por satisfacer un sentimiento de curiosidad, ni por el deseo
de.ponerse en relaciones con el conde Franz de Télek. ¡No! El interés entraba
por mucho en aquella determinación.
En efecto: en su cualidad de viajero,
estaba obligado a pagar el pasaje por su criado y por él, y no se habrá
olvidado que estas contribuciones iban directamente al bolsillo del primer
magistrado de Werst.
El
biró hizo la reclamación en términos decorosos, y Franz de Télek, aunque
un poco sorprendido de la petición, se apresuró a pagar los derechos. Rogó
también al señor Koltz y al maestro que se sentaran un momento a su mesa. Ellos
aceptaron, no pudiendo rehusar un ofrecimiento tan políticamente formulado.
Jonás
se apresuró a servir licores varios, los mejores de su cueva. Algunos vecinos
de Werst pidieron entonces una ronda por su cuenta. Había, pues, motivo para
creer que la antigua clientela, dispersa un instante, no tardaría en volver a
tomar el camino del Rey Matías.
Después
de haber pagado la contribución impuesta a los viajeros, Franz de Télek mostró
deseos de saber si estos derechos producían mucho.
-No
tanto como querríamos, señor conde, respondió el señor Koltz.
-¿Acaso
es raro que los extranjeros vengan a esta parte de Transilvania?
-Muy
raro, en efecto, respondió el biró, no obstante el mérito del país, que
le hace digno de ser visitado.
-Así, lo creo, dijo el conde. Lo que he
visto me ha parecido digno de atraer la atención de los viajeros. Desde la
cúspide del Retyezat he admirado mucho los valles del Sil, las ciudades que se
divisan en el E. y el círculo de montañas que ródean el macizo de los Cárpatos.
-Es
muy hermoso, señor conde, es muy hermoso, respondió el maestro Hermod; y para
completar vuestra excursión os invitamos a hacer la ascensión al Paring.
-Tengo
el temor de que me falte el tiempo necesario para ello, respondió Franz de
Télek.
-Con
un día habrá bastante.
-Sin
duda; pero yo regreso a Karisburg, y cuento con partir mañana por la mañana.
-¡Cómo!
¿Piensa el señor conde dejarnos tan pronto? dijo Jonás tomando su aire más
afectuoso.
No
le hubiera disgustado ver que los huéspedes prolongasen su estancia en el Rey
Matías.
-Es
preciso, respondió el joven. Además, ¿a qué objeto prolongar mi estancia en
Werst?
-Creed
que nuestro pueblo vale la pena de que un turista permanezea algún tiempo en
él, hizo observar el señor Kotlz.
-Sin
embargo, parece ser poco frecuentado, replicó el conde. Será probablemente
porque los alrededores no ofrezcan nada curioso.
-En
efecto, nada curioso, dijo el biró, pensando en el castillo.
-No..
. nada curioso, repitió el maestro,
-¡Oh...
oh!. .. dijo el pastor Frik, dejando escapar involuntariarrente esta
exclamación.
¡Qué miradas le arrojaron Koltz y los
demás, y particularmente el posadero! ¿Era preciso poner a un extranjero al
tanto de los secretos del país? ¿Enterarle de lo que sucedía en la meseta de
Orgall? Señalar a su atención el castillo de los Cárpatos, ¿no era querer
atemorizarle, despertando en él el deseo de abandonar el pueblo? Y en lo
sucesivo, ¿qué viajeros querrían seguir el camino de la garganta del Vulcano
para penetrar en Tránsilvanía?
Verdaderamente
aquel pastor no mostraba más inteligencia que el más bestia de sus carneros.
-¡Cállete,
imbécil....cállate! le dijo a media voz el señor Koltz.
Como
la curiosidad del conde se había despertado, se dirigió directamente a Frik,
preguntándole qué significaban aquellas exclamaciones.
No
era el pastor hombre que se arrepintiese fácilmente, y en el fondo pensaba que
tal vez Franz de Télek pudiera dar un buen consejo provechoso al pueblo.
-He
dicho ¡oh... oh! señor conde, replicó, y no me vuelvo atrás.
-¿Hay,
pues, en los alrededores de Werst alguna maravilla que visitar? preguntó el
conde.
-¡Alguna
maravilla! ... repitió el señor Koltz.
-¡No,
no! exclamaron los demás.
Y
temblaban ya al pensamiento de que otra tentativa hecha para penetrar en el
castillo, serviría para atraer nuevas desgracias.
Franz
de Télek, no sin alguna sorpresa, observó aquellos valientes, cuyos rostros
indicaban diversamente el terror, de bien significativa manera.
-¿Qué
hay, pues? preguntó.
-¿Que
qué hay, señor? respondió Rotzko. Pues bien: parece que se trata del castillo
de los Cárpatos.
-¿,Del
castillo de los Cárpatos?
-Sí.
Éste es el nombre que el pastor acaba de decirme al oído.
Y
diciendo esto, Rotzko mostraba a Frik, que meneaba la cabeza sin atreverse a
mirar a su amo.
Habíase
abierto una brecha en el muro de la vida privada del pueblo, y no tardó en
pasar toda la historia por esta brecha.
En
efecto: el señor Koltz, que había tomado su partido, quiso por sí rnismo hacer
conocer la situación al joven conde contándole cuanto concernía al castillo de
los Cárpatos.
No
hay que decir que Franz no pudo ocultar el asombro que esta relación le hizo
experimentar, y las ideas que le sugirió.
Aunque
medianamente instruido en materias científicas, como sucede entre los jóvenes
de su condición, que viven en sus castillos, enterrados en el fondo de los
campos valacos era un hombre de buen sentido. No creía, pues, en apariciones, y
las leyendas le causaban risa desde luego. Un castillo habitado por espíritus
excitaba su incredulidad. Además, en todo lo que acababa de contar el Sr.
Koltz, no había nada de maravilloso, sino únicamente algunos sucesos más o
menos admisibles, a los que la gente de Werst atribuía un origen sobrenatural.
El humo del torreón, las campanas lanzadas el vuelo, cosas eran que se podían
explicar sencillamente. En cuanto a las fulguriciones y a los ruidos que salían
de la muralla, eran efecto de la imaginación.
Franz
de Télek no se contuvo para decirlo y bromear de ello, con gran escándalo de
sus oyentes.
-Pero,
señor conde, le hizo observar el señor Koltz, hay más todavía.
-¿Y
qué es ello?
-Pues
bien: que es imposible penetrar en el castillo de los Cárpatos.
-¿Verdaderamente?
-Nuestro
guardabosque y nuestro doctor han querido franquear las murallas hace algunos
días en obsequio al pueblo, y han pagado cara su intentona.
-¿Qué
les ha sucedido? preguntó Franz con tono bastante irónico.
El
señor Koltz contó -los detalles de la aventura de Nic y del doctor.
-¿De
modo que cuando el doctor quiso salir del foso sus pies estaban fuertemente
sujetos en el suelo, sin que pudiera dar un paso adelante?
-Ni
adelante ni atrás, añadió Hermod.
-Lo
habrá creído vuestro doctor replicó Franz de Télek, y sería el miedo lo que le
sujetaba por los talones.
-Sea,
señor conde, replicó el señor Kóltz. Pero Nic Deck ha sufrido una violenta,
sacudida cuando le ha puesto la mano sobre el herraje del puente levadizo.
-Habrá
recibido algún fuerte gol,P'---
-Y
tan fuerte, replicó el biró, que está en el lecho desde aquel día. 1
-¿Pero
no será peligro de muerte? se apresuró a preguntar el conde.
-No,
afortunadamente.
En
realidad, aquello era un hecho, un hecho innegable, y el señor Koltz esperaba
la explicación que Franz de Télek le iba a dar.
He
aquí lo que el conde respondió muy explícitamente:
-En
todo lo que acabo de oír, repito que no hay nada que no sea muy sencillo. Para
mí no tiene duda que el castillo de los Cárpatos está ocupado ahora. ¿Por
quién? Lo ignoro. De cierto no es por espíritus, sino por gente que tiene
interés en ocultarse después de haber buscado refugio en él.
-¿Malhechores?
exclamó el señor Koltz.
-Es
lo probable; y como no quieren que vayan a echarles de allí, han hecho creer
que el castillo estaba habitado por seres sobrenaturales.
-¡Cómo,
señor conde! respondió el maestro Hermod. ¿Creéis vos?...
-Yo
creo que vuestro país es muy supersticioso, que los huéspedes del castillo lo
saben, y han querido de ese modo evitar visitas importunas.
Era
verosímil que las cosas hubieran pasado de esta suerte; pero no se extrañará
que nadie de Werst quisiera admitir esta explicación.
El
conde notó que no había convencido a un auditorio que, no quería dejarse
convencer. Por lo tanto, se contentó con añadir:
-Puesto
que no admitís mis razones, señores, continuad creyendo lo que os plazca
respecto al castillo de los Cárpatos.
-Creemos
lo que hemos visto, señor conde, respondió el señor Koltz.
-Y
lo que es, añadió el maestro.
-Sea;
y verdaderamente lamento no poder disponer de veinticuatro horas, pues Rotzko y
yo iríamos a visitar vuestro famoso castillo, y os aseguro que bien pronto
sabríamos a qué atenernos.
-¡Visitar
el castillo! exclamó el señor Koltz.
-Sin
vacilar, y ni el diablo en persona nos hubiera impedido franquear la muralla.
Oyendo
a Franz de Télek expresarse en términos tan categóricos e irónicos al mismo
tiempo, sintieron todos un singular espanto. El tratar a los espíritus con tan
poco respeto, ¿no podía atraer alguna catástrofe obre el pueblo? ¿Acaso no oían
los genios cuanto se decía en la posada del Rey Matías? ¿Iba a resonar la voz
por segunda vez en el salón?
Y
a este propósito el señor Koltz advirtió al conde en qué condiciones el
guardabosque había sido amenazado de un terrible castigo, si se empeñaba en
querer penetrar en el castillo de los Cárpatos.
Franz
de Télek se contentó con encogerse de hombros; después se levantó diciendo que
jamás se había podido oír, como pretendían, ninguna voz en aquella sala. Todo
esto afirrnó que no existía más que en la imaginación de los parroquianos,
demasiado crédulos y un poco aficionados al schnaps del Rey Matias.
Entonces algunos se dirigieron hacia
la puerta, poco dispuestos a estar más tiempo en un sitio en el que un joven
escéptico osaba sostener semejantes palabras.
Pero
Franz de Télek les detuvo con un gesto.
-Decididamente,
señores, dijo, veo que el pueblo de Werst está bajo el imperio del miedo.
-Y
no sin razón, señor conde, respondió Koltz.
-Pues
bien: he aquí un medio para acabar con las maquinaciones que según vosotros
pasan en el castillo de los Cárpatos. Pasado mañana estaré en Karlsburg, y, si
quereis, prevendré a las autoridades de la ciudad. Se os enviará una compañía
de gendarmes o de agentes de la policía, y os respondo que que esos valientes
penetrarán en el castillo, sea para cazar a los farsantes que se divierten con
vuestra credulidad, sea para detener a los malhechores que preparan algún mal
golpe.
Nada
más aceptable que esta proposicion, y, sin embargo, no fue del agrado de los
notables de Werst. En su opinión, ni los gendarmes, ni la policía, ni el mismo
ejército, podrían nada contra seres sobrehumanos, que sabrían defenderse con
medios también sobrenaturales.
-Mas
pienso ahora, señores, replicó entonces el conde, que todavía no me habéis
dicho a quién pertenece o perteneció el castillo de los Cárpatos.
-A
una antigua familia del país: la de los barones de Gortz, respondió el señor
Koltz.
-¡La
familia de Gortz! exclamó Franz de Télek.
-La
misma.
-¿A
la que pertenece el barón Rodolfo?
-Sí
señor conde.
-¿Y
sabéis si ha venido?
-No;
hace muchos años que el barón no ha vuelto por el castillo.
Franz
de Télek se había puesto muy pálido, y maquinalmente repetía con voz alterada:
-¡Rodolfo
de Gortz!
CAPÍTULO II
La
familia de los condes de Télek, una de las más antiguas e ilustres de Rumania,
ya gozaba de gran prestigio mucho antes de que este país hubiese conquistado su
independencia en los comienzos del siglo XVI. El apelilido Télek figura en
todas las peripecias políticas del mencionado país, y su historia hállase
escrita en páginas gloriosas.
Menos
afortunada en la actualidad que, la famosa haya del castillo, que tenía tres
ramas, la familia de los Télek sólo contaba con un vástago, que era el
caballero que acabamos de ver llegar a Werst.
Pasó
Franz toda su infancia en el castillo patrimonial en que moraban el conde y la
condesa de Télek. Gozaban los descendientes de aquella familia gran
consideración en el país, dónde hacían generoso empleo de su fortuna.
Entregados a la vida cómoda y patriarcal de la nobleza del campo, apenas si
dejaban sus dominios de Krajowa una vez al año, y esto cuandó sus negocios les
llamaban a la población de este título, distante del castillo tan sólo algunas
millas.
Tal
género de vida tenía que influir en la educación de su hijo único, y Franz
debía sentir el efecto del medio en que su juventud transcurría. Tuvo por
maestro a un anciano sacerdote italiano que no le pudo enseñar más de lo que
sabía, que no era a la verdad gran cosa. De este modo el niño se fue haciendo
hombre sin haber adquirido más que insuficientes nociones de las ciencias,
artes y literaturas contemporáneas. La caza era su pasión, y pasábase días y
noches por bosques y prados persiguiendo ciervos, jabalíes y osos, cuchillo en
mano, este, era el pasatiempo favorito del joven conde, quien, valiente y
resuelto, realizaba verdaderas proezas en tan rudo ejercicio.
Murió
la condesa cuando apenas su hijo tenía quince años, y sólo tenía veintiuno
ctrando pereció su padre, víctima de un accidente de caza.
La
pena que afligió al joven fue inmensa ante ambas irreparables pérdidas en tan
poco tiempo. Toda su ternura, cuanto cariño encerraba su corazón, habíase.
compendiado en su acendrado amor filial. Mas cuando aquel amor le faltó,
careciendo de amigos y muerto también su preceptor, encontróse solo en el
mundo.
Durante
tres años, el joven conde permaneció en el castillo de Krajowa, sin poder decidirse
a abandonarle. Vivía allí sin buscar relaciones con el exterior. Apenas iba una
o dos veces a Bucarest cuando los negocios le obligaban a ello, y aun estas
ausencias eran de corta duración, pues tenía ansia de regresar a sus dominios.
Sin
embargo, esta existencia no podía durar, y Franz concluyó por sentir el deseo
de ensanchar un horizonte que limitaban estrechamente las montañas rumanas:
quiso volar a otro ambiente.
Tenía
unos veintitrés años cuando tomó la resolución de viajar. Su fortuna le permitía
satisfacer largamente sus nuevos caprichos... Un día abandonó el castillo de
Krajowa, sus antiguos servidores, y se alejó del país valaco, en compañía de
Rotzko, un antiguo soldado rumano que desde diez años atrás estaba al servicio
de la familia Telek y era el compañero, del joven en todas sus expediciones de
caza. Era hombre valiente y resuelto, y muy devoto de su amo.
La
intención del conde era visitar Europa y detenerse algunos meses en las
capitales más importantes del continente. Creía, no sin razón, que su
instrucción, nada más que esbozada en el castillo de Krajowa, podría
completarse por las enseñanzas de un viaje cuyo plan había dispuesto
cuidadosamente.
Franz
quiso visitar a Italia lo primero, pues hablaba correctamente el italiano que
el viejo sacerdote le había enseñado. El atractivo de aquella tierra tan rica
en recuerdos, y a la que se sentía preferentemente atraído, fue, tal, que
permaneció allí cuatro años. No abandonó Venecia sino para ir a Florencia, ni
Roma sino para ir a Nápoles, volviendo sin cesar a aquellos centros artísticos,
de los que no podía separarse. Dejaba para más tarde el visitar Francia,
Alemania, España, Rusia e Inglaterra; para cuando la edad hubiera madurado sus
ideas y pudiera estudiar aquellas regiones con mayor provecho. Por el
contrario, estaba en toda la efervescencia de la juventud para gustar el
encanto de las grandes ciudades italianas.
Tenía
Franz de Télek veintisiete años cuando fue a Nápoles por la última vez. No
pensaba permanecer en aquel punto más que algunos días antes de volver a
Sicilia, terminado su viaje con la exploración de la antigua Trinacria,
y retornando después al castillo de Krajowa a fin de descansar un año.
Una
circunstancia inesperada había, no solamente de cambiar sus planes, sino de
decidir de su vida entera y modificar su curso. Durante aquellos años pasados
en Italia, el conde había perfeccionado su instrucción de un modo mediano
solamente, sintiéndose poco apto para el cultivo de las ciencias: pero en
cambio el sentimiento de lo bello le había sido revelado como a un ciego la
luz. Con el espíritu abierto a los esplendores del arte, se entusiasmaba
delante de las obras maestras de la pintura, cuando visitaba los museos de
Nápoles, Venecia Roma y Florencia; y al mismo tiempo los teatros le habían
hecho conocer las obras líricas de aquella época, y se apasionaba por la manera
como los artistas las interpretaban.
Durante
su última estancia en Nápoles, y en las circunstancias particulares que vamos a
referir, un sentimiento de una naturaleza más viva, de una fuerza más intensa,
se apoderó de su corazón.
En
aquella época, y en el teatro de San Carlos, había una célebre cantante, cuya
voz pura, método acabado y juego dramático causaban la admiración de los
aficionados al divino arte. Hasta entonces la Stilla no había buscado los
aplausos del extranjero, y jamás cantaba más música que la italiana, que
ocupaba el primer puesto en el arte de la composición. El teatro de Carignan en
Turín, de Scala en Milán, Fenice en Venecia, el de Alferi en Florencia, el de
Apolo en Roma y el de San Carlos en Nápoles, la poseían por turno, y sus
triunfos no la dejaban ningún disgusto por no haber todavía pisado otras
escenas de Europa.
Tenía
entonces Stilla veinticinco años, y era una mujer de una belleza ideal, con su
larga cabellera de dorados tonos, el fuego de sus ojos negros y profundos,
donde parecían brillar llamas, la pureza de sus rasgos, temperamento ardiente y
un talle que no hubiera podido hacer más perfecto el cincel de Paxiteles. Esta
mujer era, además, una artista sublime, otra Malibran, cuyo Musset hubiera
podido decir también:
Et tes chants dans les cieux ernportaient
la douleur
Y
esta voz que el más querido de los poetas ha celebrado en sus inmortales
estrofas:
« ... cette voix du coeur
qui seule au coeur arrive»
esta voz era la de
Stilla, en toda su inexplicable magnificencia. Sin embargo, esta incomparable
primadona, que reproducía con tal perfección los acentos de la ternura, el
fuego de las pasiones y los más poderosos sentimientos del alma, no había
sentido, según se decía, estos efectos en su corazón. Jamás había amado; jamás
sus ojos habían respondido a las mil miradas que la envolvían sobre la escena.
Parecía no querer vivir más que en su arte y para su arte.
Desde
la primera vez que Franz vio a Stilla, sintió ese irresistible entuisiasmo que
es la esencia del primer amor. Renunció a su proyecto de abandonar Italia
después de haber visitado Sicilia y resolvió quedarse en Nápoles hasta el fin
de la temporada teatral. Como si un invisible lazo, que él no podía romper, le
hubiera sujetado a la cantante; asistía a todas las representaciones, que el
entusiasmo del público transformaba en verdaderos triunfos. Muchas veces,
incapaz de dominar su pasión, había intentado acercarse a ella; pero la puerta
de la Stilla estaba invariablemente cerrada, tanto para él como para los otros
fanáticos adoradores.
Síguese
de aquí, pues, que el joven conde fue bien pronto el más desconsolado de los
hombres. Siempre solo, en presencia de su amor, no pensando más que en la gran
artista; no vivía más que para verla y oírla, sin buscar el crearse relaciones
en un mundo al que su nombre y fortuna le llamaban.
Bien
pronto aquella efervescencia de su alma se acrecentó hasta tal punto, que su
salud se vio comprometida, y júzguese cuánto hubiera sufrido si hubiera sentido
la tortura de los celos; si el corazón de la Stilla hubiera pertenecido a otro.
Pero
-el conde no tenía rival; lo sabía y no hubiera tenido desconfianza alguna, a
no ser por cierto personaje, bastante extraño, cuyo carácter y rasgos vamos a
conocer, por exigirlo así las peripecias de esta historia.
Era
un hombre de cincuenta a cincuenta y cinco años (al menos así se creía), en la
época en aue Franz de Télek vino a Nápoles por última vez. Este ser, poco
comunicativo, parecía vivir fuera de las conveniencias sociales propias de las
altas clases. Nada se sabía de su familia, de su estado actual, de su pasado.
Se le encontraba hoy en Roma, mañana en Florencia, y, es preciso decirlo, según
que la Stilla estaba en Florencia o en Roma. En realidad no se le conocía más
que una sola pasión: oír a la cantante de tan gran renombre, que ocupaba
entonces el primer puesto en el arte del canto.
Si
Franz de Télek no vivía más que en el delirio de su idolatría por la Stilla desde
el día en que la había aplaudido, o, por mejor decir, en que la había visto
sobre la escena de Nápoles, hacía ya seis años que el excéntrico aficionado se
había unido a la cantante. Pero muy diferente en esto al joven conde, no era la
mujer, sino la voz lo que había llegado a ser una necesidad de su vida;
necesidad tan imperiosa como la del aire que respiraba. Jamás había intentado
verla fuera de la escena; jamás se había presentado en casa de la Stilla; jamás
le había escrito. Pero todas las veces que la Stilla aparecía en cualquier
teatro de Italia, se veía pasar por delante del despacho un hornbre de alta
estatura, envuelto en un largo gabán oscuro y cubierto de ancho sombrero que
ocultaba su cara. Este hombre se apresuraba a tomar asiento en el fondo de un
palco enrejado, probablemente abonado para él. Y allí quedaba encerrado,
inmóvil y silencioso durante toda la representación. Después, una vez que
Stilla había dado su última nota, salía furtivamente, y ninguno de los demas
cantantes le hubiera podido retener... No los hubiera oído.
¿Quién
era este espectador tan asiduo a sus representaciones? En vano había tratado de
saberlo la Stilla. Y como ésta era de una naturaleza tan impresionable,
concluyó por aterrarle la presencia de este hombre original; terror poco
razonable, pero muy real. Aunque la Stilla no podía verle en el fondo de su
palco, cuya celosía jamás,bajaba el misterioso personaje, ella sabía que estaba
allí; sentía su mirada imperiosamente fija sobre ella, Y profundamente turbada
por su presencia, no oía ni los bravos con que el público acogía su salida a
escena.
Queda
dicho que este personaje jamás se había aproximado a Stilla; pero si no había
procurado conocer a la mujer -e insistimos particularmente en este punto-, todo
cuanto podía recordar a la artista había sido objeto de sus constantes
atenciones. Así es que poseia el más hermoso de los retratos que el gran pintor
Michel Gregorio había hecho de la cantante. En aquel retrato estaba la Stilla
apasionada, vibrante, sublime, encarnada en uno de sus más hermosos papeles.
Aquel retrato, adquirido a peso de oro, bien valía lo que por él había pagado
su rico admirador.
Por
más que aquel ente original, siempre solo en su palco, no salía nunca de su
casa sino para ir al teatro, no vivía en un aislamiento absoluto. ¡No! Un
compañero no menos extraño que él compartía su existencia.
Este último se llamaba Orfanik. ¿Qué
edad tenía? ¿De dónde venía y de dónde era? Nadie hubiera podido dar
contestación a estas preguntas. De creer lo que decía a todo el que quería
oírlo, era uno de esos sabios ignorados cuyo genio no ha podido darse a luz, y
que sienten odio hacia el mundo que les desconoce. Suponíase, no sin razón, que
debía de ser algún pobre diablo, algún inventor que vivía a expensas de su
protector.
Era
Orfanik de mediana estatura, delgado, raquítico, con cara de hético; una de
esas caras pálidas que en el antiguo lenguaje recibían el calificativo de chiches
faces.
Seña
particular: llevaba una ojera puesta sobre el ojo derecho, que acaso había
perdido en algún experimento de física, y sobre su nariz unos gruesos anteojos,
cuyo único cristal de miope servía a su ojo izquierdo de verdosa pupila.
Durante
sus paseos solitarios gesticulaba como si hablase con algún ser invisible que
le escuchase sin responderle nunca.
El
extraño melómano y el no menos extraño Orfanik eran todo lo conocidos que
podían ser en las ciudades italianas a las que acudían en las temporadas
teatrales. Gozaban el privilegio de excitar la pública curiosidad; y por más
que el admirador de la Stilla hubiese rechazado siempre a los reporters y
a sus indiscretas interviews, al cabo conocióse su nombre y su
nacionalidad. Era de origen rumano, y la primera vez que Franz de Télek
preguntó cómo se llamaba, le respondieron: «el barón Rodolfo de Gortz.»
Así
estaban las cosas en la época en que el conde acababa de llegar a Nápoles.
Hacía dos meses que el teatro de San Carlos contaba por llenos las
representaciones, y el éxito de la Stilla acrecía cada noche. Jamás la artista
se había mostrado tan admirable en el desempeño de los diversos papeles de su
repertorio; jamás había obtenido ovaciones más entusiastas.
Durante las representaciones, y en
tanto que Franz ocupaba su butaca de orquesta, el barón de Gortz, oculto en el
fondo del palco, quedábase absorto en aquel canto ideal, impregnándose de
aquella voz divina, sin la que la vida le parecía imposible.
Empezó
a correr por Nápoles un rumor, al que el público rehusaba dar crédito, pero que
acabó por alarmar al mundo dilettante. Se decía que al terminar la
temporada la Stilla iba a retirarse de la escena. . ¡Qué! En toda la posesión
de su talento, en la plenitud de su belleza, en el apogeo de su carrera
artística, ¿era posible que pensase en retirarse?
Sin
embargo, aquel rumor que parcecía inverosímil, era cierto, y en, realidad el
barón de Gortz no era ajeno a esta, resolución.
Aquel
espectador misterioso, siempre invisible tras la celosía del palco, había
acabado por provocar en la Stilla una emoción nerviosa, persistente, de la que
no podía defenderse. En cuanto salía a escena sentiase impresionada hasta tal
punto, que su turbación, muy visible para el público, alteraba poco a poco la
salud de la joven.
Salir
de Nápoles, huir a Roma, a Venecia o a otra ciudad cualquiera de la península,
no sería suficiente -Stilla lo sabía- para librarse de la presencia del barón
de Gortz. Otro tanto sucedería si abandonaba Italia yendo a Alemania, a Rusia o
a Francia. Aquel hombre la seguiría adonde fuese con el objeto de oírla, y sólo
tenía un medio para libertarse de aquella importunidad. Abandonar el teatro.
Ahora
bien: desde dos meses ya, antes que el rumor de su retirada se hubiese
extendido, Franz de Télek se había decidido a dar cerca de la cantante un paso
cuyas consecuencias debían de traer desgraciadamente la más irreparable de las
catástrofes. Libre de su persona y dueño de una fortuna, se había hecho admitir
en casa de Stilla y le había ofrecido su mano y su título.
La
Stilla no ignoraba desde hacía tiempo los sentimientos que inspiraba al conde,
y pensaba que cualquier mujer, aun de la más alta sociedad, se consideraría
feliz confiando su vida y felicidad a aquel caballero. Así que, en la
dísposición de ánimo en que se encontraba, recibió la demanda con un agrado que
no pudo ocultar. Sintióse amada con tal pasion, que consintió en ser la esposa
del conde Télek, aun a costa de abandonar su carrera artística.
La
noticia era, pues, verdadera. En cuanto terminase la temporada en el teatro de
San Carlos, la Stilla no reaparecena en ningun teatro. Su matrimonio, del que
ya se tenían algunas sospechas, se dio como cosa segura.
Como
se comprende, aquello produjo un efecto prodigioso, no solamente en el mundo
artístico, sino también en el gran mundo de Italia. Preciso era ya admitir el
proyecto. Celos y odios se desencadenaron contra el conde, que robaba al arte,
a sus éxitos y a la idolatría de los aficionados, la primera cantante de la
época. Hubo hasta amenazas personales, de las que Franz no se preocupó nada.
Si
tal efecto -hizo la noticia en el público, imagínese lo que sentiría Rodolfo de
Gortz ante la idea de que su ídolo le iba a ser robado, perdiendo, al perderle,
el encanto de su vida. Corrió el rumor de que intentó suicidarse: lo cierto fue
que desde aquel día ya no se vio a Orfanik por las calles de Nápoles; ya no
abandonaba al barón, y hasta iba con él a encerrarse en el palco de San Carlos,
cosa que nunca había hecho, siendo como era absolutamente refractario, como
tantos sabios, al encanto sensual de la música.
En
tanto transcurría el tiempo, y la emoción iba a llegar a su colmo la noche en
que la Stilla aparecería por última vez en escena. Iba a despedirse del público
con el hermoso papel de Angélica en el Orlando, la obra maestra de
Arconati.
Aquella noche era el teatro muy
pequeno para contener a los espectadores que se agolpaban a las puertas,
quedando sin obtener localidad la mayor parte. Llegaron a temerse
manifestaciones contra el conde de Télek, ya que no durante la representación,
al menos cuando el telón bajase en el último acto de la ópera.
El
barón de Gortz ocupaba su palco, como de costumbre, y Orfanik le acompañaba.
La
Stilla apareció más emocionada que nunca. Rehízose, sin embargo, y
abandonándose a su inspiracion, cantó con una perfección, con un tan inefable
talento, que no puede expresarse. El entusiasmo que causó a los espectadores
llegó al delirio.
Durante
la representación, el conde permaneció de pie junto a la caja de bastidores,
impaciente, nervioso, febril, pudiendo apenas contenerse, maldiciendo la
extensión de las escenas, irritándole la tardanza que provocaban los aplausos y
las llamadas. ¡Ah! ¡Cuánto tardaba el momento de arrancar de aquel teatro la
que iba a ser condesa de Télek! Aquella mujer adorada, que se llevaría lejos,
muy lejos, donde no pudiera ser de nadie más que de él solo.
Llegó
el momento supremo; la dramática escena última, en que muere la heroína del
Orlando. Nunca pareció más hermosa la admirable música de Arconati. Jamás la
Stilla la interpretó con más apasionados acentos. El alma de la artista parecía
asomar a sus labios, y, sin embargo, diríase que aquella voz, desgarradora en
algunos momentos, iba a destrozarse, puesto que no se la iba, a oír jamás.
En
aquel momento corrióse la celosía del palco del batón de Gortz y apareció
aquella extraña cabeza de largo pelo gris y ojos brillantes... Mostróse aquella
cara estática, de espantosa palidez. Franz desde la caja de bastidores, vio en
plena luz, por primera vez, aquella cabeza.
La
Stilla se dejaba arrastrar por el fuego de la arrbatadora estrofa del canto
final. Acababa de repetir aquella frase de sublime sentimiento.
Inamorata, mio coure
treinante...
Voglio morire...
De
repente se detuvo. La cara del barón de Gortz la aterrorizó... Paralizóla
inexplicable espanto... Llevóse rápidamente la mano a la boca, tinta en sangre.
.. Vaciló... y cayo...
El
público en masa se levantó palpitante,. loco, en el colmo de la angustia... Del
palco del barón escapose un grito... Franz se precipita en la escena, coge a
Stilla en sus brazos, la levanta, la contempla, la llama, y exclama:
¡Muerta!..
. ¡Muerta! ...
¡Sí!
La Stilla está muerta. . . En su pecho se ha roto un vaso... ¡Su canto se ha
extinguido con su último suspito!
El
conde fue trasladad o a su hotel en tal estado, que se temía por su razón. No
pudo asistir a los funerales de la Stilla, que fueron hechos en medio de un
inmenso concurso de la población nápolitana.
El
cuerpo de la cantante fue inhumado en el Campo Santo Nuovo. Sobre el
mármol de su tumba se lee este nombre:
STILLA
La
noche de los funerales, un hombre fue al Campo Santo Nuovo; allí, con
los ojos extraviados, la cabeza enmarañada, los labios apretados como si
estuvieran sellados por la muerte, permaneció contemplando la tumba de la
Stilla. Parecía como si prestase atención, imaginando que la voz de la Stilla
iba a resonar por última vez desde el fondo de la tumba...
Aquel
hombre era Rodolfo de Gortz.
En
la misma noche, el barón de Gortz, acompañado de Orfanik, salió de Nápoles, y
nadie volvió a saber de él.
Al
siguiente dia llegó una carta, dirigida al conde de Télek. Aquella carta no
contenía más que estas palabras, de un laconismo amenazador:
«Vos
la habéis matado. ¡Desgraciado de vos, conde de Télek!
-RODOLFO DE GORTZ.»
CAPÍTULO III
Tal
había sido aquella lamentable historia.
Durante
un mes estuvo en gran peligro la vida de Franz de Télek. A nadie reconocía, ni
aun a su fiel Rotzko. En los momentos de alta fiebre, sólo un nombre murmuraban
sus labios, prestos a rendir el último aliento: Stilla. El joven logró por fin
escapar a la cercana muerte. La pericia médica, los incesantes cuidados de
Rotzko, y sobre todo su juventud y fuerte naturaleza, triunfaron, y Franz se
salvó, quedando su razón incólume de aquel violento choque. Cuando pudo
coordinar sus recuerdos, cuando volvió a su memoria la trágica escena del Orlando,
en que la artista exhaló su alma, exclamó:
-¡Stilla,
Stilla mía! En tanto que sus manos se tendían instintivamente a aplaudir.
Así que el joven pudo abandonar el
lecho, Rotzko obtuvo de él la formal promesa de que abandonarían la funesta
ciudad y se trasladaríán a su castillo de Krajowa. Quiso el conde, antes de
partir de Nápoles, ir a orar sobre la tumba de la muerta y darla su último, su
eterno adiós.
Rotzko
le acompañó al Campo Santo Nuovo. Allí se arrojó el joven sobre aquella
tierra despiadada... ; quería cavar con sus uñas su propia tumba... Pudo Rotzko
arrancarle de allí, de aquella sepultura donde dejaba áu vida, su dicha toda.
Algunos
días después, Franz de Télek, de vuelta en. Krajowa, en Valaquia, de nuevo se
encontró en su castillo patrimonial, en donde durante cinco años vivió en el
más completo aislamiento, sin querer salir de él. Ni la distancia pudieron
dulcificar su pena. No podía olvidarlo. El recuerdo de Stilla, tan vivo como el
primer día, se hallaba ligado a su existencia cual incurable herida.
Sin
embargo, ya en la época en que comienza esta historia, el joven conde de Télek
había dejado el castillo algunas semanas antes. ¡Cuántos ruegos y súplicas
costó a Rotzko el decidir a su señor a que dejase la soledad en que íbasa
consumiendo! Que el conde no llegase a consolarse, sea; pero, por lo menos, era
preciso que tratase de mitigar su dolor.
Dispusieron
un viaje que había de empezar visitando la Transilvania. Rotzko esperaba que
más tarde el joven consentiría en continuar su viaje por Europa, tan
tristemente interrumpido en Nápoles.
Franz
de Télek partió, pues, como un turista, y solamente para una breve excursión.
Ambos habían subido a las llanuras de Valaquia y habían llegado hasta la
imponente cordillera de los Cárpatos; se internaron después por los
desfiladeros del Vulcano; subieron al Retyezat, hicieron una expedición al
valle de Meros y fueron a hacer alto a Werst, a la posada del Rey Matías.
Ya
se ha dicho cuál era el estado de los ánimos en el momento en que Franz de
Télek llegó, y como fue puesto al corriente de los incomprensibles sucesos
acaecidos en el castillo. Se sabe también cómo el joven tuvo noticia de que el
castillo pertenecía al barón Rodolfo de Gortz.
El
efecto producido en el joven por aquel nombre no pudo pasar inadvertido para el
señor Koltz y sus compañeros.
Rotzko
hubiera de muy buena gana enviado al diablo al señor Koltz, que tan
inoportunamente le pronunció, y a todas sus estúpidas historias. ¿Qué
malandanza había llevado a Franz de Télek precisamente a Werst, junto al
castillo de los Cárpatos?
El
conde permaneció silencioso. Su mirada inquieta indicaba claramente la
turbación de su alma, turbación que en vano trataba de calmar.
El
Sr. Koltz y sus amigos comprendieron que algún lazo rnisterioso unía al conde
de Télek y al barón de Gortz; pero por grande que fuese su curiosidad,
mantuviéronse en prudente reserva y no insistieron sobre el particular. Más
tarde se vería lo que había que hacer.
Poco
después, todos abandonaron la posada, muy preocupados por aquel extraordinario
encadenamiento de aventuras, que nada bueno presagiaba para la aldea.
Y
bien: ahora que el joven conde sabía a quién pertenecía el castillo de los
Cárpatos, ¿cumpliría su promesa? Una vez en Karlsburg, ¿prevendría a las
autoridades y reclamaría su intervención? He aquí lo que se preguntaban el biró,
el maestro, el doctor Patak y los demás. En todo caso, y si el conde no lo
hacía, el señor Koltz estaba decidido a hacerlo. Advertida la Policía, vendría
a visitar el castillo, y vería si se hallaba habitado por espíritus o por
malhechores. El pueblo no podía continuar más tiempo bajo semejante temor. No
obstante, en opinión de la mayoría, la tal medida resultaría inútil e ineficaz.
¿Qué batalla iba a ser aquella contra los espíritus? Los sables de los
gendarmes saltarían cual si fuesen de vidrio, y sus fusiles errarían todos los
disparos.
En
tanto, Franz de Télek, solo en el establecimiento del Rey Matías, se
abandonaba a los dolorosos recuerdos que el nombre del barón de Gortz evocaba
en su espíritu.
Al
cabo de una hora, pensando en estas cavilaciones, levantóse de su asiento, y
saliendo de la sala se dirigió al extremo del terraplén y miró a lo lejos. Allá
en la cuneta del Plesa y sobre la llanura de Orgall, alzábase el castillo de
los Cárpatos. Allí era donde había vivido el extraño espectador del teatro de
San Carlos, el hombre que de tal modo atemorizaba a la desgraciada Stilla. Mas
a la sazón el castillo estaba desierto, Y el barón no había vuelto allí desde
su marcha a Nápoles. Nada se sabía de lo que le hubiese acontecido, y era
probable que, muerta la gran artista, el barón hubiera puesto fin a su
existencia. Franz extraviaba su pensamiento por el campo de las hipótesis, no
sabiendo cuál aceptar. Por otra parte, la aventura del guardabosque Nic Deck no
dejaba de preocuparle en cierto modo, y hubiérale complacido descubrir aquel
misterio, aunque no fuese más que para tranquilizar a la población de Werst.
Como
el joven no dudaba que se habían refugiado en el castillo malhechores, decidió
cumplir su promesa de sorprender los planes de aquellos falsos aparecidos,
dando parte a la policía de Karlsburg.
Sin
embargo, antes de poner en práctica su idea, quiso Franz tener detalles más
circunstanciados sobre el particular, y a este fin, lo más conveniente era
dirigirse al propio guardabosque; razón por la cual, antes de volver a la
posada, y a eso de las tres de la tarde, se presentó en casa del biró
Koltz.
Mostróse éste muy honrado con la
visita de un caballero de las prendas del conde de Télek... descendiente de
noble familia rumana, al cual debería el pueblo haber recobrado la calma y su
prosperidad, puesto que los turistas volverían a visitar el país, con lo que
subirían los derechos de peaje, sin tener nada que temer de los genios
maléficos del castillo de los Cárpatos, etc., etc.
Mucho
agradeció Franz de Télek los cumplidos del biró, y le preguntó si había
algún inconveniente en ser introducido en el cuarto de Nic Deck.
-Ninguno,
señor conde, respondió el biró. El valiente, Nic mejora considerablemente,
y no tardará en volver a su oficio.
Y
añadió, dirigiéndose a su hija que acababa de entrar en la sala:
-¿No
es verdad, Miriota?
-Dios
haga que así sea, padre, respondió Miriota con voz conmo vida.
Franz
quedó encantado del afectuoso saludo que le hizo la joven, y viéndola todavía
inquieta por el estado de su prometido, se apresuró a pedirle algunas
explicaciones con este motivo.
-Según
tengo entendido, dijo, no ha sido grave la dolencia de Nic.
-No,
señor conde. ¡Y que el cielo sea bendito!
-¿Tenéis
en Werst buen médico?
-¡Hum!...
dijo el señor Koltz un tono poco favorable para el antiguo enfermero del
lazareto.
-Tenemos
al doctor Patak, respondió Miriota.
-¿El
que acompañó a Nic al castillo de los Cárpatos?
--Sí,
señor conde.
--Señorita
Miriota, dijo entonces Franz. En interés suyo, desearía ver vuestro novio y
obtener algunos detalles más precisos acerca de su aventura.
-Se
apresurará a dároslos, aunque aún está algo fatigado.
-¡Ah!
Yo no abusaré, señorita Miriota; no haré nada que pueda perjudicar a Nic.
-Lo
sé, señor conde.
-¿Cuándo
se efectuará vuestro matrimonio?
-Dentro
de quince días, respondió el biró.
-Entonces
tendré un gran placer en asistir, si el señor Koltz tiene a bien el invitarme.
-¡Señor
conde, tal honor! . . .
-Dentro
de quince días, convenido. Y estoy seguro que estará ya curado y que podrá dar
un paseo con su linda prometida.
-Dios
le proteja, señor conde, respondió Miriota ruborizándose.
Y
en este momento su encantadora cara expresaba una ansiedad tan visible, que
Franz le preguntó la causa.
-Sí,
que Dios le proteja, respondió Miriota; pues al intentar penetrar en el
castillo de los Cárpatos, a pesar de la prohibición, Nic ha irritado a los
genios, y ¡quién sabe si éstos no le atormentarán toda la vida!
-¡Oh,
señorita Miriota! Ya les meteremos en cintura, os lo prometo, respondió Franz.
-¿Y
no sucederá nada a mi pobre Nic?
-Nada;
y gracias a los agentes de la policía , se podrá visitar el castillo dentro de
algunos días, con tanta seguridad como la plaza de Werst.
El
conde, juzgando inoportuno discutir la cuestión de lo sobrenatural delante de
espíritus tan preocupados, rogó a Mirota le condujera al cuarto del
guardabosque, lo que la joven se apresuró a hacer, dejando a Franz solo con su
novio.
Nic
Deck sabía ya la llegada de los dos viajeros a la posada del Rey Matías.
Estaba sentado en un viejo sillón muy ancho, y se levantó para recibir al
visitante. Como apenas se resentía ya de la parálisís, que le había acometido,
se encontraba en estado de responder a las preguntas de Télek,
-Señor
Deck, dijo Franz después de haber estrechado amistosamente la mano del joven;
ante todo os preguntaré si creeis en la presencia de seres maléficos en el
castillo de los Cárpatos.
-Me
veo obligado a creerlo, señor conde, respondió Nic.
-¿Y
serían ellos los que os impidieron franquear la muralla del castillo?
-¡No
lo dudo!
-Y
por qué, ¿queréis decirlo?
-Porque
si no había genios, no tiene explicación lo que me ha sucedido.
-¿Queréis
hacerme la merced de contarme, sin omitir nada, lo que os sucedió en vuestra tentativa?
-Con
mucho gusto, señor conde.
Y
Nic Deck refirió detalladamente lo que se le pedía, con lo que confirmó los
hechos que habían llegado a conocimiento de Franz en su conversación con los
parroquianos del Rey Matías; hechos a los que el conde daba, como se
sabe, una explicación puramente natural.
En
suma: los sucesos de aquella noche de aventuras se explicaban fácilmente, si
los seres humanos o maléficos que ocupaban el castillo poseían la máquina capaz
de producir aquellos efectos fantásticos. Respecto a la singular pretensión del
doctor Patak, de haberse sentido sujeto al suelo por una fuerza invisible, se
podía sostener que el dicho doctor había sido juguete de una ilusión. Lo que
parecía más verosímil, era que las piernas del doctor habían quedado
paralizadas, porque él estaba loco de espanto; y esto fue lo que Franz dijo al
guardabosque.
-¡Cómo,
señor conde! respondió éste. En el momento mismo en que el doctor quería huir,
¿iban las piernas de este poltrón a negarse a andar? Convendréis en que esto no
es posible.
-Pues
bien, replicó Franz; admitamos que sus pies estaban cogidos en algún lazo, que
probablemente estaba oculto bajo la hierba, en el fondo del foso.
-Cuando
los lazos se aprietan, respondió el guardabosque, hieren cruelmente; y si examináis
las carnes y las piernas del doctor, no encontraréis señal de herida alguna.
-Vuestra
observación es justa, Nic Deck, y sin embargo, creedme, si es verdad que el
doctor no podía separarse del suelo, era que sus pies estaban sujetos por un
lazo...
-Y
yo os pegunto ahora, señor conde: ¿cómo este lazo pudo abrirse por sí mismo,
para dejar en libertad al doctor?
Franz
se vio muy apurado para responder.
-Además,
señor conde, replicó el guardabosque, yo os concedo lo que queráis en lo que
concierne al doctor Patak. Después de todo, nada puedo afirmar de lo que no sé
por mí mismo.
-Sí;
dejemos al valiente doctor, y hablemos de lo que os pasó,a vos, Nic Deck.
-Lo
que me pasó es bien claro. No hay duda de que yo recibí una fuerte sacudida, y
de una manera que no es natural.
-¿No
hay en vuestro cuerpo ninguna señal de herida? preguntó Franz.
-Ninguna,
señor conde. Y, sin embargo, fui atacado con una violencia formidable.
-¿Fue
en el momento en que habíais puesto la mano sobre la bisagra del puente
levadizo?
Sí,
señor conde. Y apenas le había tocado, quedé como paralítico. Afortunadamente
mi mano no había soltado la cadena que tenía asida, y me deslicé hasta el fondo
del foso, donde el doctor me encontró sin conocimiento.
Franz
sacudió la cabeza, como hombre cuya incredulidad persistiese ante aquellas
explicaciones.
-Veamos,
señor conde, replicó Nic. Lo que yo os he contado no ha sido un sueño; y si
durante ocho días he permanecido extendido todo a lo largo sobre este lecho,
sin poder hacer uso ni de brazos ni de piernas, no será razonable decir que me
he imaginado todo esto.
-No
lo pretendo, y es bien seguro que habéis recibido una conmoción brutal. ..
-¡Brutal
y diabólica!
-¡No!
En esto es en lo que diferimos, Níc Deck, respondió el conde. Creeis haber sido
golpeado por un ser sobrenatural, y yo no lo creo, por la razón de que no hay
seres sobrenaturales ni maléficos ni benéficos.
-Entonces,
¿queréis explicarine el por qué de lo que me ha sucedido?
-No
puedo aún; pero estad seguro de que todo se explicará de la manera más
sencilla.
-¡Dios
lo quiera! respondió el guardabosque.
-Decidme,
preguntó Franz: ¿ese castillo ha pertenecido siempre a la familia die Gortz?
-Sí,
señor conde; y le pertenece aún, aunque el último descendiente, el barón
Rodolfo, ha desaparecido, sin que jamás se haya podido tener noticias suyas.
-¿Y
en qué época fue esta desaparición?
-Hará
unos veinte años.
-¿Veinte
años?
Sí,
señor conde. Un día el barón Rodolfo abandonó el castillo, cuyo último servidor
murió algunos meses después de su partida, y no ha vuelto.
-¿Y
desde entonces nadie ha puesto los pies en el castillo?
-Nadie.
-¿Y
qué se cree en el país?
-Se
cree que el barón Rodolf ha debido morir en el extranjero poco tiempo después
de su desaparición.
-Se
engañan, Nic Deck, el barón vivía todavía, hace cinco años al menos.
-¿Vivía,
señor conde?
-Sí;
en Italia. En Nápoles.
-¿Le
habéis visto?
-Le
he visto.
-¿Y
desde hace cinco años?.
-No
he oído hablar de él.
El
joven guardabosque quedó pensativo, acometido de una idea que dudaba en
formular. Decidióse, al fin, y levantando la cabeza y, frunciendo el ceño,
dijo:
-No
es de suponer, señor conde, que el barón Rodolfo de Gortz haya vuelto al país
con la intención de encerrarse en el castillo. ,1
-No...
no es de suponer, Nic Deck.
-¿,Qué
interés hubiera tenido en ocultarse... en no dejar llegar a nadie hasta él?...
Ninguno,
respondió Franz de Télek.
Y,
sin embargo, era ésta una idea que comenzaba a tomar cuerpo en el, espíritu del
conde. ¿No era posible que aquel personaje cuya existencia había siempre sido
tan enigmática, hubiera ido a refugiarse en este castillo después de haber
abandonado Nápoles? Allí, gracias a las supersticiones hábilmente preparadas,
¿no le habría sido fácil, si él quería vivir en el aislamiento, defenderse
contra toda indagación importuna, dado que él conocía el estado de los
espíritus de los países circunvecinos? De todos modos, Franz juzgó inútil
lanzar a los de Werst sobre esta hipótesis. Hubiera sido preciso hacer-les confidencias de hechos que le eran demasiado
personales. No conseguiría, por otra parte, convencer a nadie; cosa que
comprendió bien cuando, Nic Deck añadió:
-Si
el barón Rodolfo es quien habita el castillo, preciso es creer que el barón es
el Chort, pues sólo el Chort ha podido tratarme de esa manera.
Deseoso
de no continuar sobre este terreno, Franz cambió el curso de la conversación.
Después de haber empleado todos los medios a fin de tranquilizar al
guardabosque sobre las consecuencias de su tentativa, obtuvo de él la promesa
de que no la renovaría. No era éste asunto suyo, sino de las autoridades, y los
agentes de la policía de Karlsburg sabrían descubrir el misterio del castillo
de los Cárpatos. El conde despidióse entonces de Nic Deck, haciéndole la
expresa recomendación de que se curara lo más pronto posible, a fin de no
retardar su matrimonio con la linda Miriota, al que él prometía asistir.
Absorto
en sus reflexiones, Franz regresó al Rey Matías, y no salió en el resto
del día.
A las seis Jonás le sirvió la comida
en el salón, por una loable reserva, ni el señor Koltz ni otro alguno del
pueblo fue a turbar la soledad del conde.
Hacia
las ocho, Rotzko le dijo a éste:
-¿No me necesitáis, señor?
-No Rotzko.
-Entonces
me voy a fumar mi pipa al terraplén.
-Puedes
ir.
Medio
acostado en su sillón, Franz se absorbió de nuevo en sus pasadas reflexiones.
Estaba en Nápoles, dilirante la última representación en el teatro de San
Carlos. Volvió a ver al barón de Gortz en el momento en que por primera vez
éste había aparecido asomando la cabeza por el palco y fijando sus miradas
ardientes sobre la artista, cual si la hubiese querido fascinar. Después el
pensamiento del conde fuese a aquella carta firmada por el extraño personaje
que lo acusaba a él, a Franz, de haber matado a la Stilla...
Mientras
se perdía en estos recuerdos, sentía Franz que el sueño le invadía poco a poco;
pero se hallaba aún en ese estado en que se percibe el menor ruido, cuando se
produjo un sorprendente fenómeno. Parecía como si una voz dulce y bien modulada
dejárase oír en aquella sala en que Franz se hallaba absolutamente solo. Sin
darse cuenta cabal de si aquello era sueño o realidad, se levanta y escucha.
¡Sí!
Diríase que una boca se ha aproximado a su oído y que unos labios dejan escapar
la armoniosa melodía de «Stéfano», inspirada en estas palabras:
Nel giardino d’mille
fiori
Andiamo, mia cuore...
Franz
conocia esta romanza de inefable suavidad; aquella romanza la cantó la Stilla
en el conciento que dio en el teatro de San Carlos antes de su función de
despedida. Inconscientemente fascinado, se habandonó Franz al encanto de oír
aquella voz una vez mas.. .
La
frase termina, y la voz, que va extinguiéndose poco a poco, se apaga con la
última de la romanza. Pero Franz ha sacudido su letargo; se incorpora
bruscamente, retiene su respiración para no perder el más lejano eco de aquella
voz que penetra hasta su corazón. Todo está en silencio dentro y fuera...
-¡Su
voz! murmura: sí. ¡Era su voz, la voz que tanto amé!
Después,
volviendo al sentimiento de la realidad:
-Dormí
y soñé, dijo.
CAPÍTULO IV
Al
día siguiente el conde despertóse al alba, con el ánimo turbado aún por las
visiones de la pasada noche.
Aquella
mañana debía salir de Werst, camino de Kolosvar.
Después
de haber visitado las poblaciones industriales de Petroseny y de Livadzel,
tenía intención de detenerse un día entero en Karlsburg antes de pasar algún
tiempo en la capital de Transilvania. Desde allí el ferrocarril le conduciría a
las provincias centrales de Hungría, donde daría su viaje por terminado.
Salió
de la posada, y mientras paseaba por el terraplén dirigió sus gemelos hacia el
castillo y estuvo contemplando, no sin emoción, los contornos de la fortaleza,
claramente proyectados por el sol sobre la meseta de Orgall.
Versaban
sus ideas sobre este punto; una vez en Karlsburg, ¿cumpliría la promesa que
había hecho a la gente de Werst? ¿Avisaría a la policía de lo que pasaba en el
castillo de los Cárpatos?
Creyendo,
como creía en un principio el conde, que el castillo era refugio de
malhechores, o por lo menos de gente sospechosa que tenía interés en permanecer
oculta y sin que nadie se aproximara a su guarida, la promesa hecha a la
población era solemne.
Mas
después que había reflexionado, experimentó un cambio en sus ideas, y a la
sazón dudada que partido tomar.
Cinco
años hacía que nadie había vuelto a saber lo que hubiera sido del último
descendiente de la familia de Gortz. Corrió muy válido el rumor de que el barón
Rodolfo había muerto algún tiempo después de su salida de Nápoles; mas ¿era
esto cierto? ¿Qué pruebas había de su muerte? ¿Acaso vivía el barón de Gortz? Y
si vivía, ¿por qué no había vuelto al castillo de sus antepasados? ¿Acaso
Orfanik, si único acompañante, aquel extraño físico, no sería el autor de los
fenómenos que mantenían el espanto en la comarca? Esto precisamente era lo que
estaba pensando Franz.
Hay
que convenir en que tal hipótesis parecía muy admisible; pues si el barón
Rodolfo y Orfanik habían buscado refugio en el castillo, lo natural era que
hubieran querido hacerse inabordables, a fin de vivir aislados, conforme a sus
hábitos y caracteres.
Y
de ser así, ¿qué conducta debía seguir el conde? ¿Era conveniente que tratase
de intervenir en la vida privada del baron de Gortz? Hallábase el conde pesando
el pro y el contra de la cuestión, cuando Rotzko fue a reunirse con él en el
terraplén.
Una
vez que el joven le dio conocimiento de sus ideas sobre el asunto, díjole el
otro:
-Señor,
es posible que el barón de Gortz se entregue a todas esas maquinaciones
diabólicas, y en ese caso, mi opinión es que no debemos mezclarnos en el
asunto; que los poltrones de Werst vean cómo se las han de arreglar: eso es
cuenta suya, pues nosotros no debemos mezclarnos en nada para devolver la calma
a la aldea.
-Bien
considerado, pienso que tienes razón, mi buen Rotzko.
-Yo
así lo creo, respondió el soldado.
-En
cuanto al señor Kaltz y los demás, saben ya cómo se las han de arreglar para
acabar con los supuestos espíritus del castillo.
-Sin
duda, señor. No tienen más que dar parte a la policía de Karlsburg.
-Nos
pondremos en camino después de almorzar, Rotzko.
-Todo
estará presto.
-Pero
antes de bajar al valle del Sil daremos una vuelta por el Plesa.
-¿Para
qué, señor?
-Desearía
ver más de cerca, si es posible, ese castillo de los Cárpatos.
-¿Con
qué fin?
-Un
capricho, Rotzko; un capricho que no nos retardará ni media jornada.
Mucho
contrarió a Rotzko tal determinacion, que consideraba poco menos que inútil. É1
hubiera querido alejar del ánimo del conde todo lo que le pudiera recordar el
pasado. Pero aquella vez fue en vano; chocó contra la inflexible resolución de
su amo.
La
causa de esto era que Franz sentíase atraído hacia el castillo como por una
influencia irresistible. Acaso sin que él se diese cuenta de ello, uníase
aquella atracción al ensueño en el que había oído la voz de Stilla murmurando
la sentida melodía de Stéfano.
Pero
¿aquello había sido un sueño? He aquí lo que el conde se preguntaba ahora,
recordando que, según se decía, en aquella misma sala se había oído una voz...
aquella voz amenazadora que tan imprudentemente desafió Nic Deck. No es, pues,
extraño que en la disposición mental en que se encontraba el conde, formase el
proyecto de dirigirse al castillo de los Cárpatos, y subir hasta el pie de sus
viejas murallas, pero sin pensar en penetrar en aquél.
No
hay que decir que Franz de Télek estaba bien resuelto a no dar a conocer sus
intenciones a los habitantes de Werst, que sin duda hubiéranse unido a Rotzko
para disuadir al conde de sus propósitos. Recomendó, pues, al soldado no dijera
nada sobre el particular. Al verle bajar del pueblo con dirección al valle del
Sil, nadie hubiera dudado que no fuese a tomar el camino de Karlsburg.
Desde
lo alto del terraplén había el conde observado que otro camino seguía la base
del Retyezat hasta la garganta del Vulcano. Era, pues, posible subir por las
alturas del Piesa hacia el castillo sin volver a pasar por la aldea, y por
consecuencia, sin que Koltz y los demás le viesen.
A
medio día, y después de haber liquidado sin discusión la cuenta, un poco
excesiva, que con su mejor sonrisa le presentó Jonás,, Franz se dispuso a salir
de Werst.
El
señor Koltz, la linda Miriota, el maestro Hermod, el doctor Patak, el pastor
Frik y buen número de los demás habitantes, habían ido a despedirle.
El
mismo guardabosque había podido salir de su cuarto y se comprendía que no
tardaría mucho en estar restablecido por completo, de lo que el ex-enfermero se
atribuía todo el honor.
-Os
deseo mil felicídades, Nic Deck, tanto a vos como a vuestra prometida.
-Nosotres
lo aceptamos con reconocimiento, respondió la joven radiante de dicha.
-Feliz
viaje, señor conde, añadió el guardabosque.
-¡Dios
lo quiera! respondió Franz, cuya frente se había nublado.
-Señor
conde, dijo entonces Koltz: os suplicamos que no olvidéis lo que habéis
prometido hacer en Karlsburg.
-No
lo olvidaré, señor Koltz. Pero en caso de que retardase mi viaje, conocéis el
medio más sencillo para libraros de esa vecindad inquietante, y el castillo no
inspirará ya temor alguno a la honrada población de Werst.
-Eso
se dice fácilmente, murmuró el maestro.
-Y
se hace, respondió Franz. Si queréis, antes de cuarenta y ocho horas tendréis
aquí a los -gendarmes, que sabrán dar buena cuenta de los seres que se ocultan
en el castillo.
-Salvo
el caso, muy probable, de que fueran espíritus, observó el pastor Frik.
-Pues
aun en ese caso, respondió Franz alzando ligeramente los hombros.
-Señor
conde, dijo el doctor Patak, si nos hubiéseis acompañado a Nic Deck y a mí,
quizás no hablaríais de ese modo.
-Es
verdad que me hubiera asombrado, doctor, añadió Franz, de pasarme lo que a vos,
que quedásteis sujeto por los pies en el foso del castillo.
-Por
los pies, sí, señor conde, o, mejor dicho, por las botas; a menos que
pretendáis que en el estado de espíritu en que me encontraba, yo soñaba
entonces.
-No
pretendo nada, respondió Franz, y no trataré en manera alguna de explicaros lo
que os parece inexplicable; pero estad seguro de que si los gendarmes vienen a
visitar el castillo de los Cárpatos, sus botas, acostumbradas a la disciplina,
no echarán raíces como las vuestras.
Y
dicho esto, el conde recibió, por última vez los homenajes del hostelero del Rey
Matías tan honrado... de haber tenido el honor... de que el honorable Franz
de Télek, etc., etc. Después de haber saludado al señor Koltz, a Nic Deck, a la
novia de éste y a los habitantes reunidos en la plaza, hizo una señal a Rotzko,
y ambos descendieron a buen paso, camino de la garganta.
En
menos de una hora Franz y su asistente llegaron a la orilla derecha del río,
que subieron siguiendo la vertiente meridional del Retyezat.
Rotzko
se había resignado a no hacer ningura observación a su amo: hubiese sido
trabajo inútil. Acostumbrado a obedecerle militarmente, si el conde se arrojaba
en alguna peligrosa aventura, él sabría sacarle de ella.
Después
de dos horas de marcha, Franz y Rotzko se detuvieron para descansar un poco. En
aquel sitió el Sil valaco, ligeramente inclinado hacia la derecha, se acodaba
al camino, y por el otro lado, sobre el levantamiento que formaba el Plesa, se
veía la meseta de Orgall a distancia de una media milla, o sea cerca de una
legua. Convenía pues, abandonar el surco del Sil: puesto que Franz quería
atravesar la garganta del Vulcano para tomar la dirección del castillo.
Con
el fin de evitar volver a pasar por Werst, aquel rodeo había alargado doble, la
distancia que separaba el castillo de la aldea. Sin embargo, aún sería de día
cuando Franz y Rotzko llegaran a la cúspide de la meseta, con lo que el conde
tendría tiempo para observar la parte exterior del castillo; y esperando hasta
la noche para volver por el camino de Werst, le sería fácil atravesar, con la
seguridad de no ser visto por nadie.
Proponíase
Franz ir a pernoctar a Livadzel, pequeña población situada en la confluencia de
los dos brazos del Sil, y volver a tomar al día siguiente el camino de
Karlsburg.
El
alto duró media hora. Franz, muy absorto en sus recuerdos, muy agitado también
por la idea de que el barón de Gortz ocultaba su existencia en el fondo de
aquel castillo, no pronunció una palabra. Preciso fue que Rotzko se impusiera
una gran reserva para no decirle:
-Es
inútil ir más lejos: volvamos la espalda a ese maldito castillo, y partamos.
Siguieron
adelante por el valle, internándose por una espesura que no cruzaba sendero
alguno. Había grandes barrancos producidos por las lluvias que hacen desbordar
al Sil y correr sus aguas en tumultuosas corrientes por aquellos terrenos que
la avenida transforma en lagunas. Esto produce dificultades y retardos en las
marchas.
Empleóse
una hora en ganar otra vez el camino de la garganta del Vulcano, que fue
atravesado hacia las cinco. El lado derecho del Plesa no está erizado de
aquellos bosques que Nic Deck no había podido atravesar sino abriéndose paso
con el hacha; pero había dificultades de otra especie: montones de pedazos de
roca, entre los cuales no se podía andar sin grandes precauciones; bruscos
desniveles, hoyos profundos, bloques mal seguros en su base, y erguidos sobre
la confusión del amontonamiento de enormes piedras precipitadas po los aludes;
en fin, un verdadero caos en todo su horror. Una hora larga fue precisa para
remontar aquellos taludes a costa de Penosos esfuerzos; parecía, en verdad, que
el castillo de los Cárpatos hubiera podido defenderse con sólo lo escabroso del
terreno. Rotzko creía que aún serían mayores los obstáculos y que no podrían
ser vencidos; pero no hubo nada de esto.
En
efecto. Al otro lado de la zona de los bloques y de las excavaciones pudo
llegarse fácilmente a la meseta. Desde allí dibujábase el castillo con perfil
más claro en medio de aquella soledad, de la que después de tantos años alejaba
el espanto a los habitantes de la comarca.
Conviene
advertir que Franz y Rotzko iban a abordar el castillo por su muralla lateral,
que miraba al Norte. Nic Deck y el doctor Patak habían llegado ante la muralla
del Este; consistía en que habiendo tomado por la izquierda del Plesa, habían
dejado a la derecha el torrente del Nyad y el camino de la garganta. Los dos
caminos forman, en efecto, un ángulo muy obtuso, cuyo vértice venía a ser el
torreón central. Por la parte Norte hubiera sido imposible penetrar en el
recinto, pues no solamente no había Poterna ni puente levadizo, sino que además
la muralla siguiendo las irregularidades del terreno, se elevaba por allí a
gran altura.
Poco
importaba que fuera imposible franquear por aquella parte la muralla, puesto
que el conde no pensaba en ello.
Serían
las siete y media cuando Franz de Télek y Rotzko se detuvieron en el extremo de
la meseta de Orgall. Ante ellos se alzaba, en la sombra, la masa de castillo,
cuyo tinte se confundía con el antiguo color de las rocas del Plesa. A la
izquierda la muralla formaba un brusco recodo, flanqueado por el bastión del
ángulo. Allí, sobre la terraza y por encima del almenado parapeto, extendía el
haya sus ramas retorcidas, que atestiguaban los violentos huracanes del
Sudoeste en aquella altura.
El
pastor Frik no se había engañado, en verdad. De creer en la leyenda, sólo tres
años le quedaban de existencia al viejo castillo de los barones de Gortz.
Franz,
silencioso, contemplaba el aspecto de, aquellas construcciones, dominadas por
el achatado torreón del centro. Allí dentro, sin duda, bajo aquel amasamiento
confuso, había aún salas abovedadas, largas y sonoras, extenso dédalo de
galerías, escondrijos en las entrañas del suelo, como los poseían las
fortalezas de los antiguos magyares. Ninguna vivienda hubiera sido más a
propósito para que el último descendiente de la familia de Gortz se sepultase
en un olvido cuyo secreto no podía conocer nadie. Cuanto más pensaba el conde
en ello, más se aferraba en la idea de que Rodolfo de Gortz se había refugiado
en la soledad del castillo de los Cárpatos.
Pero
nada revelaba la presencia de gentes en el interior del torreón. Ni el más leve
humo se escapaba de sus chimeneas, ni el más pequeño ruido se oía al través de
sus ventanas herméticamente cerradas. El silencio de la tenebrosa morada no era
turbado ni por el canto de un pájaro.
Durante
algunos momentos, Franz abrazó con su mirada aquel recinto, en otro tiempo
lleno del ruido de las fiestas y del estrépito de las armas. Mas hallaba su
animo tan henchido de pensamientos atronadores, y su corazón tan preñado de
recuerdos, que permanecía en silencio.
Rotzko,
que no quería turbar los dolorosos recuerdos del conde, permanecía a alguna
distancia, sin permitirse interrumpirle ni con la menor observación. Puesto ya
el sol tras el macizo del Plesa, y cuando el valle de aos dos Sils comenzaba a
llenarse de sombras, Rotzko no dudó en acercarse a su amo, y le dijo:
-Señor,
ya es de noche. Pronto serán las ocho.
Franz
pareció no oír.
-Ya
es tiempo de partir si queremos estar en Livadzeil antes de que cierren las
posadas.
-Rotzko,
al momento, al momento vamos, respondió Franz.
-Necesitaremos
más de una hora, señor, para volver al camino de la garganta; y como ya será
noche cerrada, nadie nos verá al atravesarlo.
-Unos
minutos aún, respondio Franz, y bajaremos hacia la aldea.
El
joven no se había movido del sitio en que se detuvo al llegar a la meseta.
-No
olvidéis, señor, que en la oscuridad será difícil pasar por medio de esas
rocas. Nos ha costado mucho trabajo de día... Perdonadme si insisto; pero...
-Sí,
partamos, Rotzko... Te sigo.
Parecía
que Franz estaba retenido por el castillo, tal vez por uno de esos secretos
presentimientos de los que el corazón no puede darse cuenta. ¿Estaba sujeto al
suelo, como el doctor en el foso al pie de la muralla? No. Sus pies estaban
libres de toda traba, de todo entorpecimiento. De querer dar la vuelta a la
muralla, siguiendo el reborde de la contraescarpa, nada se lo hubiera impedido.
Pero
¿acaso lo quería? Tal pensaba Rotzko, que por fin se decidió a decir por última
vez:
-¿Venís,
señor?
-Sí,
sí, respondió Franz; pero quedó inmóvil.
Ya
la meseta de Orgall estaba oscura; ya la alargada sombra de la pendiente en
dirección al Sur iba envolviendo el castillo, cuyos contornos sólo presentaban
incierta silueta. Bien pronto dejaría de ser visible, a menos de que no saliese
alguna luz de las estrechas ventanas del torreón.
-Vamos,
señor, dijo aún Rotzko.
Y
ya se disponía a seguirle Franz, cuando sobre la terraza del baluarte, donde se
alzaba el haya legendaria, apareció una forma vaga. Franz se detuvo
contemplando aquella forma, cuyo perfil se agrandaba poco a poco. Era una mujer
con la cabellera suelta, las manos extendidas y envuelta en un amplio vestido
blanco.
¿No
era aquel el traje que la Stilla llevaba en la escena final de Orlando,
cuando Franz de Télek la vio por ultima vez?
Sí. Era la Stilla, inmóvil, con los
brazos extendidos hacia el conde y fijando en él su penetrante mirada.
-¡Ella...
ella! exclamó el conde; y precipitándose hacia el foso, hubiera rodado hasta el
pie de la muralla, de no haberle sujetado Rotzko.
Borróse
bruscatnente la aparición, después de haberse la Stilla mostrado durante un
minuto.
¡Poco
importaba! Un segundo le hubiera bastado a Franz para reconocerla, y dejó
escapar estas palabras:
-¡Ella,
ella! ¡Vive, vive! ...
CAPÍTULO V
¿Era
posible? La Stilla, a quien Franz de Télek no creyó ver más, acababa de
aparecer en la terraza del castillo. ¿Acaso habría sido él juguete de una
ilusión? ¡No; Rotzko la había visto también! ... Era, sí la gran artista con su
traje de Angélica, tal como se había presentado al público en su última
representación en el teatro de San Carlos.
La
espantosa verdad resplandecía ante el conde. ¿De modo que aquella mujer amada,
la que iba a ser condesa de Télek, hallábase encerrada hacía cinco años en
aquel castillo, en las montañas de Transilvania? ¡La mujer que él había visto
caer muerta en escena, había
resucitado! Es
decir, que en tanto que a él le conducían moribundo al hotel el barón Rodolfo
había logrado penetrar en casa de la Stilla, la había robado, llevándola al
castillo de los Cárpatos: ¡aquello que la gente siguió al cementerio del Campo
Santo Nouvo de Nápoles, no era más que un ataúd vacío!
Todo
eso parecía increíble, absurdo; eso era maravilloso, inverosímil: así se lo
decía Franz de Télek... ¡Sí! ... pero detrás de todo aquello había un hecho
indubitable. ¡La Stilla se hallaba en poder del barón Rodolfo! ... ¡Vivía, sí,
ella, ella era la que apareció allí sobre la muralla! ... De esto tenía él
absoluta certeza.
En
todo aquel desorden de ideas surgió para el conde una sola resultante:
¡arrancar a Rodolfo de Gortz la prisionera Stilla!
-Rotzko,
dijo Franz con ahogada voz: óyeme ... compréndeme bien... porque parece que mí
razón se escapa ...
-¡Señor!...
¡Querido señor!....
-¡Es
preciso que yo entre en el castillo esta misma noche, cueste lo que cueste!
-No...
mañana.
-¡Te
digo que esta noche!... ¡Está allí, ella ... ella ... me ha visto. . . nos
hemos visto! ... ¡Me espera, estoy seguro!
-¡Bien,
señor, os seguiré! ...
-¡No!
Iré solo...
-¿Solo?
-¡Sí!
-Mas
¿cómo vais a entrar, si Nic Deck no pudo? ...
-¡Te
digo que entraré!. . .
-La
poterna está cerrada.
-¡Para
mí no lo estará! ... ¡Buscaré algo... una brecha! ¡Pasaré, sí, pasaré!
-¿No
queréis que os acompañe, señor?
-No;
nos separaremos... así me servirás mejor, créeme. . .
-¿Os
esperaré aquí?
-No,
Rotzko.
-¿Dónde,
pues?
-En
Werst; es decir... no... en Werst no; pudieran esas gentes saber... Te bajas a
Vulcano... allí pasas la noche... Si por la mañana yo no he vuelto, sales del
Vulcano... es decir, no; esperas algunas horas; después te vas a Karlsburg;
allí avisas al jefe de policía; le cuentas lo que ha pasado, vienes con agentes
de policía... y si es preciso asaltar el castillo ... rescatarla. . . ¡Ah! ¡Ira
de Dios! ... ¡Stilla en poder de Rodolfo de Gortz!...
Rotzko
comprendió la excitación del conde por aquellas frases entrecortadas;
excitación creciente del hombre enloquecido.
-¡Anda....
Rotzko! exclamó una vez más.
-¿Así
lo queréis?
-¡Lo
quiero!
Rotzko
vio que ante tan enérgico mandato, sólo le tocaba obedecer. Franz, en tanto, se
alejaba, y ya íbase borrando su figura en las sombras.
El
fiel criado permaneció inmóvil, sin saber qué partido tomar. Comprendió
entonces -que los esfuerzos de Franz serían inútiles, que no lograría penetrar
en el castillo, ni aún siquiera franquear la muralla; que tendría que volverse
al Vulcano al día siguiente... quizás aquella misma noche. Los dos irían a
Karlsburg, y lo que no habrían conseguido ni Patak ni Nic Deck, lo alcanzarían
con el auxilio de la fuerza pública, que daría buena cuenta de Rodolfo de
Gortz, le arrancarían a la infortunada Stilla; todo lo registrarían. No que
daría una piedra sin mirar. ., ¡así estuvieran allí juntos todos los demonios
del infierno! ...
Y
a sí pensando Rotzko, descendió por las pendientes de la meseta de Orgall, para
tomar el camino del desfiladero del Vulcano,
Franz
entretanto, bordeando la contraescarpa, había dado la vuelta al baluarte del
ángulo izquierdo de la fortaleza.
Mil
pensamientos cruzaban por su cerebro. Ahora era indudable que en el castillo
estaba Rodolfo, púes que estaba allí secuestrada la Stilla ... ¡No podía ser
otro! ... ¡La Stilla vivía! ... ¿Y cómo iba a valerse para llegar hasta ella?
¿Cómo podría llevársela?... No sabía; pero aquello tenía que, ser, y sería. . .
Los obstáculos que no pudo vencer Nic Deck, él los vencería.
No
era la curiosidad lo que le lanzaba en medio de aquellas ruinas. Era la pasión;
era el amor profundo que hacia aquella mujer experimentaba. ¡Sí! ¡Aquella mujer
que estaba viva! ¡Sí! ¡Viva, cuando él la creia muerta!... ¡Él la arrancaría
del poder de su raptor Rodolfo de Gortz!
Sin
duda Franz se había dicho que solamente podría, haber acceso al interior del
castillo por la muralla del Sur, donde estaba la poterna, cerrada por el puente
levadizo. Así comprendiendo que le hubiera sido imposible escalar estas altas
murallas, continuó por la meseta de Orgall, después que hubo rodeado el ángulo
del bastión.
En
pleno día no hubiera ofrecido esto grandes dificultades. Mas en plena noche
(aún no había salido la luna), una noche cerrada por esas brumas que se
condensan en las montañas, la empresa era muy arriesgada. A los peligros de un
mal paso y de una caída hasta el fondo del foso, uníase el de chocar con las
rocas, provocando acaso el derrumbamiento de éstas.
Sin
embargo, Franz iba siempre atajando lo más que podía los zigzás de la
contraescarpa, tanteando el terreno con manos y pies a fin de asegurarse que no
se desviaba de su camino. Sostenido por una fuerza sobrehumana, sentíase,
además guiado por un instinto que no le podía engañar.
Al
otro lado del bastión se desarrollaba la muralla del Sur, con la que el puente
levadizo establecía una comunicación cuando no estaba subido contra la poterna.
Desde
este bastión multiplicáronse los obstáculos. Entre las enormes rocas que
erizaban la meseta, no era posible seguir la contraescarpa. No había más
remedio que rodear. Figúrese un hombre procurando orientarse en medio de un
campo de Karnac, cuyo laberinto de monumentos estuviera desordenado
completamente. Ni un sendero por donde dirigirse, ni una luz en la oscura noche
que lo envolvía todo hasta el torreón central.
Franz
iba, sin embargo, aquí, izándose sobre un bloque que le cerraba todo camino;
allá, gateando por entre las rocas, las manos desgarradas por los cardos y
ortigas, su cabeza golpeada por bandadas de quebrantahuesos turbados en sus
guaridas y que lanzaban su horrible grito de carraca.
¡Oh!
¿Por qué la campana de la vieja capilla no sonaba entonces, como había sonado
para Nic Deck y el doctor? ¿Por qué aquella luz intensa que les había envuelto,
no se encendía entre las almenas del castillo? Él hubiera marchado hacia aquel
sonido; él hubiera marchado hacia aquella luz, como el marino al oír los
silbidos de una sirena de alarma, marcha hacia los resplandores de un faro.
No.
Nada más que una profunda noche limitaba sus miradas a algunos pasos.
Esta
situación duró cerca, de una hora. En la inclinación del suelo, a su izquierda,
Fránz comprendió que se había extraviado. ¿Había tal vez descendido más abajo
de la poterna? ¿Había tal vez avanzado más allá del puente levadizo?
Se
detuvo, golpeando con el pie sobre el suelo y retorciéndose las manos. ¿A qué
lado debía dirigirse? ¡Ah qué rabia le entró al pensar que se vería obligado a
esperar el día! Y entonces sería visto por las gentes del castillo. ¡No podría
sorprenderles! ... Rodolfo de Gortz estaría en guardia.
Aquella
noche, aquella noche misma quería entrar; pero no conseguía orientarse en medio
de las tinieblas. De su pecho salió un grito de desesperación.
-¡Stilla!,
¡Stilla mía!
¿Pensaba
acaso que la prisionera le esperaba? ¿Que pudiera responderle? Y sin embargo,
por veinte veces arrojó aquel nombre, que le devolvieron los ecos del Plesa. De
repente los ojos de Franz vieron una luz que atravesaba la sombra; una luz
vivisima, cuyo foco debía de estar colocado a cierta altura.
-¡Allí,
allí está el castillo? se dijo.
Y,
en efecto, en la posición,que la luz ocupaba, no podía venir sino del torreón
central.
Dada
su excitación mental, Franz no vaciló en creer que era Stilla la que le
mostraba aquella luz. No había duda: ella le había reconocido en el momento en
que él la veía entre las almenas de la muralla. Y ella misma le hacía aquella
señal, con el fin de indicarle el camino que tenía que seguir para llegar a la
potema.
Franz
se dirigió hacia la luz, cuyo resplandor aumentaba a cada paso que daba el
conde. Como éste se había desviado muy a la izquierda de la meseta de Orgall,
tuvo que dar unos veinte pasos a la derecha, y después de algunos tanteos,
encontró el reborde de la contraescarpa. La luz brillaba frente a él, y su
altura probaba bien que venía de una de las ventanas del torreón.
Franz
iba, pues, a encontrarse frente a los últimos obstáculos, acaso insuperables.
En
efecto: puesto que la poterna estaba cerrada y alzado el puente levadizo, sería
preciso que se deslizase hasta el pie de la muralla. ¿Y qué haría delante de
ésta, de una altura de cincuenta pies?
Franz
se adelantó hacia el sitio en que se apoyaba el puente levadizo. De repente
abrióse la poterna... Cayó el puente... Sin darse tiempo a reflexionar, lanzóse
sobre aquél y puso la mano sobre la puerta. Abrióse ésta. Precipitóse el joven
por la oscura bóveda, y, apenas hubo dado algunos pasos, el puente levadizo
cerróse con estrépito contra la poterna.
El
conde Franz de Télek estaba prisionero en el castillo de los Cárpatos.
CAPÍTULO VI
Las
gentes de la comarca y los viajeros que suben o bajan por la garganta del
Vulcano, no conocen más que el aspecto exterior del castillo de los Cárpatos. A
la respetuosa distancia en que el temor detenía a los más valientes de la aldea
de Werst y de las cercanías, sólo ofrece a la vista un enorme montón de
piedras, que se pueden tomar por ruinas.
Mas
en su interior, ¿estaba el castillo tan desmantelado como era de suponer? No. Y
al abrigo de sus sólidos muros, en las construcciones que quedaban intactas, la
vieja fortaleza feudal aún podía alojar toda una guarnición.
Amplias
salas abovedadas, cuevas profundas, múltiples corredores, patios cuyo piso
desaparecía bajo las altas hierbas, reducidos subterráneos, a los que no
llegaba nunca la luz del día; estrechas escaleras, abiertas en los espesos
muros; casamatas alumbradas por las troneras de la muralla; torreón central de
tres pisos, con departamentos habitables, coronado de almenada plataforma, todo
rodeado de un laberinto de galerías que subían a la terraza de los baluartes y
bajaban hasta los cimientos. Aquí y alla algunas cisternas donde se recogían
las aguas pluviales, cuyo sobrante corría al torrente de Nyad. Largos túneles,
en fin, no obstruidos como se suponía, sino que daban acceso al camino de la
garganta del Vulcano. Tal era el conjunto del castillo de los Cárpatos, cuyo
plano arquitectónico ofrecía un sistema tan complicado como los laberintos de
Porsenna, Lemnos o Creta.
Así
como la pasión hacia la hija de Minos atrajo a Tesco, así la pasión más intensa
e irresistible atraía al conde por entre los infinitos obstáculos del castillo.
Pero ¿encontraría el hilo de Ariadna, que guiaba al héroe griego?
Franz
no había tenido más que un pensamiento: penetrar en aquel recinto, y allí
estaba. Acaso debía de haberse hecho esta reflexión: ¿por ventura el puente levadizo,
levantado hasta aquel día, había sido echado expresamente para que él pasase?
¿No debía causarle inquietud el que la poterna se hubiese vuelto a cerrar tras
él? -En nada de esto pensaba. Al fin en aquel castillo, donde Rodolfo Gortz
retenía a la Stilla, y sacrificaría su vida por llegar hasta ella.
La
galería en la que Franz se había lanzado era ancha, de alta y aplanada bóveda.
La completa oscuridad que allí reinaba, y su desigual enlosado, no permitían
andar con pie seguro. Franz se aproximo a la pared de la izquierda y la siguió,
apoyándose sobre el revestido salitroso que se descombraba bajo su mano. No se
oía más ruido que el de los pasos del joven, que producían ligeras resonancias.
Una corriente de aire tibio, con ese olor particular de los sitios inhabitados
desde muy antiguo, le dio en la espalda, cual si fuera atraída por el otro lado
de la galería.
Después
de haber pasado un pilar de piedra que formaba el ángulo izquierdo, Franz se
encontró en la entrada de otro corredor aún más estrecho. Con sólo extender los
brazos se tocaba el revestimiento del muro. Así fue avanzando, el cuerpo
inclinado, tanteando con pies y manos, y tratando de reconocer si aquella
galería seguía una dirección rectilínea.
Después
de haber dado la vuelta al pilar del ángulo como unos doscientos pasos,
comprendió Franz que la galería torcía hacia la izquierda, para tomar,
cincuenta, pasos mas allá, una dirección completamente contraria. Aquel
pasadizo, ¿volvía hacia la muralla del castillo, o conducía al pie del torreón?
Franz trató de acelerar su marcha; pero a cada instante se veía precisado a
detenerse, ya por tropezar en algún obstáculo del suelo, ya por un ángulo
brusco que modificaba su dirección. De vez en cuando encontraba galerías
laterales; mas todo aquello estaba oscuro, insondable, y en vano trataba el
joven de orientarse en aquel laberinto, verdadero trabajo de topos. Muchas
veces tuvo que desandar lo andado, y su mayor temor consistía en que hubiese
alguna trampa mal cerrada que cediese bajo su pie, precipitándole al fondo de
una mazmorra de la que le fuera imposible salir. Así que si daba en, alguna
superficie que sonaba a hueco, se sostenía contra los muros, pero avanzando
siempre con un afán que no le dejaba reflexionar.
Sin
embargo, puesto que hasta entonces Franz no había subido ni bajado,
indudablemente era esto debido a que se encontraba aún al nivel de los patios
interiores, distribuidos entre las diversas edificaciones, y era posible que
aquel corredor terminase en el torreón central, en el arranque mismo de la
escalera.
Indudablemente
debía existir un medio de comunicación más directo entre la poterna y las
edificaciones. En efecto; en el tiempo en que la familia de Gortz habitaba el
castillo, no era necesario internarse por entre aquellos pasadizos: una segunda
puerta frente a la poterna, y al fin de la primera galería, daba entrada a la
plaza de armas, en medio de la que se alzaba el torreón; mas ahora estaba
condenada, y ni aún pudo reconocerla Franz.
Después
de una hora, el conde iba ya al azar de las revueltas escuchando atentamente
por si oía algún ruido lejano, y sin atreverse a gritar aquel nombre de la
Stilla, que los ecos hubieran podido llevar hasta el torreón. No se desanimaba;
iría hasta que le faltasen las fuerzas, hasta que un infranqueable obstáculo le
obligase a detenerse.
Sin
embargo, sin que se diese cuenta de ello, Franz estaba extenuado. No había
comido nada desde su salida de Werst; sentía hambre y sed. Su paso era
incierto; sus piernas flaqueaban; en aquel aire húmedo y tibio que atravesaba
su ropa, su respiración era anhelante; su corazón latía precipitadamente.
Serían
las nueve cuando Franz, al adelantar el pie izquierdo, no encontró terreno;
bajóse, y su mano tocó un escalón, después otro, que descendía. Aquella
escalera bajaba a los cimientos: ¿y acaso no tenía salida? Franz no dudó en
bajar por ella, contando los escalones, que descendían en dirección oblicua al
corredor. Así bajó setenta y siete escalones hasta el nivel de otro segundo
pasadizo, que se perdía en múltiples y sombrías revueltas.
Anduvo
media hora, y acababa de detenerse exánime por la fatiga, cuando a algunos
centenares de pasos más delante de él apareció un punto luminoso.
¿De
dónde provenía aquella luz? ¿Era acaso algún fenómeno natural? -¿El hidrógeno
de un fuego fatuo inflamado en aquella profundidad? ¿O tal -vez una linterna,
llevada por alguno de los habitantes del castillo?
-¿Será
ella? murmuró Franz, recordando que cuando él se había perdido entre las rocas
también había aparecido otra luz, como indicándole la entrada del castillo. Y
si era la Stilla la que le había mostrado desde el torreón aquella luz, ¿no
podía ser también Stilla la que con igual medio pretendía guiarle ahora por
aquel subterráneo laberinto? Apenas dueño de sí Franz, se encorvó y miró sin
moverse.
Una
claridad difusa, más bien que punto luminoso, parecía llenar una especie de
hipogeo a la extremidad del pasadizo.
Apresurar
su marcha casi arrastrándose, porque sus piernas apenas podían sostenerle, fue
lo que hizo Franz; y después de haber pasado por una estrecha abertura, cayó en
una cripta.
Hallábase
ésta en buen estado de conservación. Su altura venía a ser de unos doce pies;
estaba dispuesta en forma circular, en un diámetro poco mas o menos igual. Los
arcos de la bóveda, que arrancaban de los capiteles de ocho ventrudos pilares,
se reunían en un garfio, del que pendía una bomba de vidrio con una luz
amarillenta. Frente a la puerta abierta entre los dos pilares, había otra,
cerrada entonces, cuyos gruesos clavos, de enmohecidas cabezas indicaban el
sitio de los cerrojos.
Franz
se levantó, se arrastró hasta aquella segunda puerta, procurando abrirla.
Fueron inútiles sus esfuerzos.
En
la cripta había algunos viejos muebles. Aquí una cama, o más bien un camastro
de encina, sobre el cual había ropas de cama; allá un escabel de torcidos pies,
y una mesa sujeta al muro con clavos de hierro; y en ella varios utensilios,
entre ellos una vasija con agua, un plato conteniendo caza fiambre, un pedazo
de pan semejante a galleta. En un rincón murmuraba una especie de fuentecilla,
alimentada por un hilito de agua, que salía por un agujero hecho en la base de
uno de los pilares.
Todo
aquéllo, ¿no indicaba que allí se esperaba a alguien, fuese huésped o
prisionero? ¿Era Franz el prisionero atraído astutamente al castillo?
En
medio de aquella confusión de ideas, no pensó en esto Franz de Télek. Rendido
de cansancio y desfallecido, arrojóse sobre los alimentos allí puestos y apagó
su sed con el contenido de la vasija; después dejóse caer sobre aquel camastro,
donde podría recuperar sus perdidas fuerzas.
Cuando
trató de coordinar sus pensamientos, parecióle que se escapaba su razón, cual
agua que tratase de coger con la mano.
¿Debía
esperar el nuevo día para continuar sus pesquisas? ¿Tan débil se hallaba su
voluntad que no fuese dueño de sus actos?
«¡No,
se dijo, no esperaré! Al torreón: ¡es preciso que llegue al torreón esta misma
noche!...»
De
pronto la luz encerrada en la bomba del lecho se extinguió, y quedóse la cripta
sumergida en las tinieblas.
Quiso
Franz levantarse, mas no pudo, y su pensamiento le adormeció; parose
bruscamente como las agujas de un reloj roto. Aquel sueño que tuvo fue un sueño
extraño, o más bien un abrumador letargo un, anonadamiento del ser, que no
provenía del alma.
Cuánto
duró este letargo, fue lo que no pudo saber Franz al despertar; su reloj se
había parado. De nuevo la cripta se hallaba iluminada con luz artificial.
Franz
se echó fuera del lecho, dio algunos pasos hacia la primera puerta, que seguía
abierta; fue hacia la segunda, que seguía cerrada.
Procuró
darse cuenta de todo aquello y reflexionar; mas no fue esto sin trabajo: que si
su cuerpo se había repuesto, en cambio su cerebro parecía vacío y pesadísimo.
-¿Cuánto
tiempo habré dormido? se preguntó: ¿será de día o de noche?
En
la cripta todo estaba igual, excepto la luz encendida otra vez, los alimentos
renovados y la vasija llena de agua clara.
Alguien
había entrado mientras él dormía en su terrible letargo. ¿Quién sabía que él
estaba en aquellas profundidades? ¿Era también prisionero del barón de Gortz?
Pero
esto era imposible. Huiría, puesto que podía hacerlo, encontraría la galería
por donde entró, y ya en la poterna, saldría del castillo.
¿Salir?...
Y entonces recordó que la poterna se cerró tras él.
Bien;
ya buscaría el medio de llegar al muro, y por una brecha de la muralla se
deslizaría... Era preciso que saliese de allí, a cualquier precio, antes, de
una hora.
Pero
renunciaba a ver a Stilla. ¿Se iría de allí sin llevársela?
Sí.
Y lo que. él no pudiese hacer solo, lo haría con los agentes que Rotzko
llevaría de Karlsburg a Werst. Se daría un asalto al castíllo, y todo se
registraría, desde los cimientos hasta las chimeneas.
Y
en seguida trató de poner en practica su resolución.
Se
levantó, y dirigióse al corredor por donde había llegado, cuando una especie de
susurro se produjo detrás de la segunda puerta de la cripta.
Aquello
eran pasos; sí, pasos que se acercaban lentamente.
Púsose
a escuchar, pegando el oído a la puerta; contuvo la respiración ...
Los
pasos parecían sonar a intervalos regulares, como si subiesen de un escalón a
otro. Era, pues, indudable que allí había otra escalera que ponía en
comunicación la cripta con los patios interiores del castillo.
Franz
procuró apercibirse. Desenvainó el cuchillo que a la cintura llevaba, y le
empuñó con fuerza.
Si
por acaso el que entraba era un criado del barón, se arrojaría sobre él, le
arrancaría las llaves y le dejaría fuera de combate para que no le siguiera
después, y lanzándose por la nueva salina, intentaría llegar al,torreón.
Si
entraba el mismo barón, él le reconocería, aunque sólo le vio una vez, la noche
de la supuesta muerte de Stilla. Si era el barón de Gortz, le mataría sin
piedad.
Los
pasos se habían detenido en el rellano, junto a la puerta.
Franz,
sin moverse, esperaba que la puerta se abriese.
Pero
no se abrió. De allí a un instante una voz de dulzura infinita llegó a sus
oídos.
¡La
voz de la Stilla! ¡Sí, sí! Un poco apagada, pero era la misma; no había perdido
sus deliciosos encantos, aquellas sus modulaciones acariciadoras, sí, si,
aquella voz salía de la garganta de la Stilla, ¡de aquella garganta maravillosa
que parecía haber muerto con la artista!
Y
la Stilla repetía la sentida melodía. ¡Aquel suavísimo canto, que oyó entre
sueños en la hostería de Jonás!
Nel giardino d’mille
fiori,
¡Andiamo, mio cuore!...
Aquella
deliciosa música penetraba en las profundidades de su alma. La aspiraba, la
bebía como un delicioso licor, en tanto que la Stilla», como invitándole a
seguirla, repetía:
¡Andiamo, mio cuore, andiamo!
¡Y
la puerta no se habría para dejarle paso! ¡No podía llegar hasta ella,
estrecharla entre sus brazos, llevársela fuera del castillo!
-¡Stilla!
¡Stilla mía! exclamaba.
Y
se arrojó sobre la puerta, que resistió a su desesperado esfuerzo.
Parecía
irse apagando la voz... alejándose los pasos.
Franz,
arrodillado, trataba de mover la puerta, y se desgarraba las manos con el
herraje; llamaba con voz desesperada a la Stilla, cuyo canto comenzaba a
perderse a lo lejos.
Entonces
una idea cruzó por su frente como un relámpago.
-¡Loca!
exclamó. ¡Está loca! ¡No me ha reconocido! ¡Está loca, sí! ¡No me ha
respondido! ... ¡Encerrada aquí, hace cinco años, en poder de ese hombre! ...
¡Pobre Stilla mía! ... ¡Loca, loca! ...
Franz
se levantó con los ojos extraviados, el ademán descompuesto, la cabeza como un
volcán.
-
¡Yo también! ... Sí... Mi razón escapa, se va, si... ¡Loco, loco como ella!
repetía.
Iba
y venía por la cripta, con saltos de fiera enjaulada.
-¡No,
no, dijo. ¡Que no me vuelva loco! Necesito salir de aqui... y saldré.
Y
se lanzó sobre la otra puerta.
Pero
acaba de cerrarse silenciosamente.
Franz
no lo había notado, escuchando la voz de Stilla.
Ya
no estaba prisionero en el castillo únicamente; estaba prisionero en la cripta
también.
CAPÍTULO VII
Franz
quedó aterrado. Sus temores respecto a la pérdida de sus facultades
intelectuales para apreciar su situación, ibanse realizando. El único
sentimiento que persistía en él, era el recuerdo de la Stilla, la impresión de
aquel canto que acababa de oír, y que ya no repercutían los ecos de la sombría,
cripta.
¿Había,
pues, sido juguete de una ilusión? No, y mil veces no. Era a la Stilla a quien
acababa de oír, y a la Stilla era a quien había visto sobre el baluarti del
castillo.
Entonces
volvió a él la idea de que estaba loca, y aquel horrible golpe le hirió como si
acabara de perderla por segunda vez.
-¡Sí!
¡Loca, loca, repetía, puesto que no ha reconocido mi voz ni me ha respondido!
¡Y
era aquello tan verosímil! ... ¡Ah! ¡Si él pudiese arrancarla de aquel castillo
y llevársela al de Krajowa! ¡Consagrarse por entero a ella! ... Entonces sus
cuidados y su amor le devolverían la razón.
He
aquí lo que Franz se decía en su espantoso delirio... Muchas horas
transcurrieron antes que hubiera podido tomar pesesión de sí mismo. Entonces
trató de razonar con calma, y hacer luz en aquel caos que envolvía su
pensamiento.
-Preciso
es que yo huya de aquí, se dijo. ¿Cómo?... Cuando vuelvan a abrir esta puerta.
Sí... ¿No es durante mi sueño cuando vienen a renovar mis provisiones? Pues
esperaré. Fingiré dormir.
Franz
de Télek concibió entonces una sospecha. El agua de la vasija debía contener
alguna sustancia soporífera. Aquel pesado sueño, el completo, aniquilamiento
que había sentido después de haber bebido aquella agua.. Pues bien; ya, no la bebería, ni tampoco
tocaría los alimentos que habían colocado sobre aquella mesa... No tardarían en
entrar, y entonces...
Entonces,
¿quién sabía? ¿Salía el sol sobre el cenit en aquel momento, o se iba hacia el
horizonte? ¿Era de día o de noche? Se puso a escuchar para sorprender el ruido
de alguna pisada que se aproximara a la una o a la otra puerta. Mas ningún
ruido llegaba hasta él, y fue agarrándose a lo largo de las paredes de la
cripta, con la cabeza ardiente, la mirada extraviada, el ruido de la sangre que
golpeaba sus sienes, la respiración anhelante en medio de aquella atmósfera
viciada, y que apenas se renovaba, por las junturas de las- puertas.
De
pronto, al pasar por uno de los ángulos de la derecha, sintió en la cara un
soplo de aire más fresco.
¿Qué
abertura era aquella, por la que entraba un poco de aire del exterior?
¡Sí!
... Allí había un paso que no había visto por las sombras ael pilar. . .
Franz,
en un instante, se deslizó entre las dos paredes hacia donde venía la claridad
de lo alto. Era un patio pequeño, de unos cinco o seis pies de ancho, y cuyas
murallas se elevaban unos cien pies. Parecía el fondo de un pozo que servía de
patio interior a aquella celda subterránea, y por el que entraba un poco de
aire y claridad.
Franz
vio que era de día. En lo alto del pozo se dibujaba un ángulo de luz
oblicuamente proyectado al nivel del brocal. Él sol debía hallarse a la mitad
de su carrera, porque aquel ángulo luminoso tendía a estrecharse. Debían ser
las cinco de la tarde.
De
allí la consecuencia de que el sueño de Franz debió prolongarse por lo menos
cuatro horas; y no dudó de que había sido provocado por una bebida soporífera.
Ahora bien: como el joven conde y Rotzko habían salido de la aldea de Werst la
antevíspera, 11 de junio, el día que estaba transcurriendo era el 13.
Aunque
aquel aire era húmedo, Franz le aspiró con delicia, y se sintió un poco
aliviado; pero pronto se desengaño de que no era posible una evasión por aquel
tubo de piedra. Elevarse a lo largo de aquellas paredes que no presentaban
saliente alguno, era impracticable. Franz volvió al interior de la cripta;
puesto que no podía huir más que por alguna de las dos puertas, quiso
reconocerlas. La primera puerta, o sea por la que entró a la cripta, era muy
sólida y de gran espesor, Y debía estar sujeta exteriormente por fuertes
-cerrojos; era, pues, inútil tratar de forzarla. La segunda puerta, o sea
aquella por la que se había oído la voz de la Stilla, parecía en peor estado,
pues los tableros estaban podridos por algunas partes. No era, pues, imposible
abrirse paso por aquel lado.
-¡Sí...
por aquí, por aquí! se dijo Franz, que había recobrado su sangre fría.
No
había tiempo que perder, porque era probable que entrasen en la cripta en
cuanto le supusieran bajo el peso del narcótico. El trabajo marchó más aprisa
de lo que podía esperar. El moho había carcomido la madera alrededor del
herraje de los cerrojos. Con su cuchillo consiguió Franz quitar la parte
circular, trajando casi sin ruido, deteniéndose de cuando en cuando para
prestar atención, a fin de asegurarse que no se oiría nada fuera. Tres horas
después los cerrojos estaban quitados y la puerta se abría. Franz volvió al
fondo del patio para respirar un aire menos viciado. En aquel momento, el
ángulo luminoso no se dibuja en el brocal del pozo, lo que robaba que el sol
había traspuesto el Retyezat. El patio estaba en la más completa oscuridad.
Algunas estrellas brillaban en el óvalo del brocal, y parecían verse por el
tubo de un telescopio. Algunas nubecillas pasaban lentamente, empujadas por las
brisas nocturnas, y él aspecto del cielo indicaba la presencia de la luna, que
en el medio pleno aún, había traspasado, el horizonte de las montañas del Este.
Serían
cerca de las nueve. Franz entró en la cripta otra vez. Tomó un poco de
alimento, y apagó su sed en el agua de la pila, después de haber vertido la de
la vasija. Púsose el cuchillo al cinto, franqueó la puerta, y la cerró tras sí.
Acaso ahora iba a encontrar a la desgaciada Stilla por aquellas galerias
subterráneas, A esta idea, su corazón latía precipitadamente.
En
cuanto dio algunos pasos, tropezó con un escalón. Como lo había pensado, allí
empezaba una escalera. Subió, contando los escalones. Había sesenta, en vez de
los setenta y siete que tuvo que bajar para llegar a la cripta. De forma que le
faltaban unos ocho pies para que se encontrara al nivel del suelo.
Siguió
por el oscuro corredor, tanteando las paredes. Pasó media hora sin que se viera
detenido ni por puerta, ni por una reja; pero numerosos recodos le habían
impedido reconocer su dirección con relación a la muralla, que estaba frente a
la meseta de Orgall.
Despues
de un breve descanso para tomar aliento, Franz continuó. Aquel corredor parecía
interminable. De pronto detúvole un obstáculo: una pared de ladrillos: tanteó
por diversos sitios; no encontro abertura alguna. Por aquella parte no había,
pues, salida. No pudo contener un grito. Todas las esperanzas que había
concebido se destrozaban ante aquel obstáculo. Sus piernas flaquearon, y cayo
en tierra junto a la pared. Mas he aquí que al nivel del suelo la pared
prensentaba una estrecha quebradura, cuyos destruidos ladrillos, podían
deshacerse con las manos.,
-¡Por
aquí! ... ¡Por aquí! exclamó Franz.
Y
comenzó a quitar los ladrillos uno a uno. Entonces se dejó oír al otro lado un
ruido metálico.
Franz
se detuvo. El ruido no había cesado, y al mismo tiempo un rayo de luz penetraba
por la hendidura... Franz miró. Aquella era la antigua capilla del castillo,
reducida por el tiempo y el abandono a un estado ruinoso... Una bóveda medio
deteriorada, algunos de cuyos arcos aún se conservaban, arrancando de los
torcidos pilares; dos o tres arcos de estilo ojival, amenazando ruina, ventanas
de estilo gótico medio destruidas. Aquí y allá mármoles llenos de polvo, bajo los
que dormía algún antepasado de los de Gortz. En el fondo un fragmento de altar,
cuyo retablo mostraba aún las esculturas estropeadas... Un resto del artesanado
cubriendo el ábside, y acaso destruido por los huracanes; y, en fin, en la
entrada del pórtico la campana, de la que pendía una cuerda hasta el suelo;
aquella campana, que sonaba algunas veces, produciendo indecible espanto en las
gentes de Werst; retardadas en su camino por la garganta del Vulcano.
En
aquella capilla, desierta hacía tanto tiempo, y expuesta a las inclemencias del
tiempo, acababa de entrar un hombre. Llevaba en la mano un farol, cuya luz le
daba en pleno rostro... Franz reconoció en seguida a aquel hombre. Era Orfanik,
el excéntrico que acompañaba siempre al barón en sus peregrinaciones por
Italia; aquel ente original que gesticulaba y hablaba solo por las calles;
aquel sabio ignorado; aquel inventor, siempre en persecución de alguna quimera,
y que sin duda ponía sus invenciones al servicio de Rodolfo de Gortz.
Si
Franz hubiera conservado alguna duda acerca de la presencia del barón en el
castillo de los Cárpatos, aún después de la aparición de la Stilla, aquella
duda se cambió en certeza, pues veía allí a Orfanik.
¿Qué
iba a hacer aquel hombre en la ruinosa capilla, a aquella hora de la noche?
Franz trató de darse cuenta de ello, y he aquí lo que vio.
Orfanik
encorvóse y levantó varios cilindros de hierro unidos por un alambre, que se
desarrollaba desde una bobina depositada en un rincón de la capilla. Era tal la
atención que ponía aquel hombre en su trabajo que, aunque se hubiera aproximado
el conde, no le hubiera visto Orfanik.
¡Ah!
Si el hueco que Franz había empezado a hacer hubiese tenido el suficiente
espacio para dejarle paso, hubiera entrado en la capilla, precipitándose sobre Orfanik,
obligándole a que le condujera al torreón.
Mas
tal vez era una fortuna no poderlo hacer, porque, aún en el caso de un feliz
resultado en su tentativa, sin duda el barón de Gortz le hubiera hecho pagar
con la vida los secretos que acababa de descubrir.
Algunos
momentos después de la entrada de Orfanik, penetró otro hombre en la capilla.
Era el barón Rodolfo de Gortz. La inolvidable fisonomía de aquel personaje no
había cambiado: parecía no haber pasado un día por él. Era el mismo, con su
cara pálida y larga que el farol alumbraba por completo, su cabello largo y
gris echado hacia atrás, su mirada que centelleaba en sus hundidos ojos...
Rodolfo
de Gortz se aproximó para examinar el trabajo de Orfanik. Y he aquí lo que en
tono breve hablaron estos dos hombres.
CAPÍTULO VIII
-¿El
recorrido de la capilla está concluido, Orfanik?
-Ahora
mismo lo he acabado.
-¿Está
preparado todo en las casamatas de los baluartes?
-Todo.
-¿Están
ahora los baluartes y la capilla en comunicación directa con el torreón?
-Lo
están.
-¿Y
después que el aparato haya lanzado la corriente, tendremos tiempo de huir?
-Lo
tendremos.
-¿Has
examinado si está libre el túnel que desemboca en la garganta del Vulcano?
-Está
libre.
Hubo
entonces algunos instantes le silencio, mientras que Orfanik, después de haber
vuelto a coger su farol, proyectaba la claridad en el fondo de la capilla.
-¡Ah,
mi viejo castillo! exclamó el barón. ¡Ya costará caro a los que quieran forzar
tu recinto!
Y
Rodolfo de Gortz pronunció estas palabras en tono que hizo temblar al conde.
-¿Habéis oído lo que se decía en
Werst? preguntó Orfanik.
-Hace
cincuenta minutos el hilo me ha traído las conversaciones que se tenían en la
posada del Rey Matías.
-¿El
ataque está dispuesto para esta roche?
-No;
no debe ser efectuado hasta el amanecer.
-¿Desde
cuándo ha regresado Rotzko a Werst? .
-Desde
hace dos horas, con dos agentes de la policía que ha traído de Karlsburg.
-Pues
bien: puesto que no se puede defender el castillo, repitió el barón de Gortz,
¡al menos aplastará en sus ruinas a ese Franz de Télek y a todos los que con él
vengan!
Después
de algunos momentos:
-¿Y
ese hilo, Orfanik? repitió. ¿No será posible saber jamás que estableció una
comunicación entre el castillo y el pueblo de Werst?
-Lo
destruiré, y no se sabrá.
Es
llegado el momento de dar una explicación de ciertos fenómenos que se han
producido en el curso de este relato, y cuyo origen no debe tardar más en ser
revelado.
En
esta época haremos notar muy particularmente que esta historia pasa en uno de
los últimos años del siglo XIX, el empleo de la electricidad, con justo título
considerada como el espíritu del siglo, había alcanzado sus últimos
perfeccionamientos. El ilustre Edison y sus discípulos habían acabado su obra.
Entre
otros aparatos eléctricos, el teléfono funcionaba entonces con una precisión
tan maravillosa, que los sonidos recogidos en las placas llegaban libremente al
oído, sin necesidad de auricular. Lo que se decía, lo que se cantaba, hasta lo
que se murmuraba, se podía, oír, cualquiera que fuese la distancia, y dos
personas separadas por miles de leguas hablaban como si estuvieran sentadas
enfrente una de otra.
Desde
bastantes años ya, Orfanik, el inseparable del barón Rodolfo de Gortz, era, en
lo que se refiere al uso práctico de la electricidad, un inventor de primer
orden. Pero, como se sabe, sus admirabls descubrimientos no habían sido
acogidos como merecían serlo. Los sabios no habían querido ver más que un loco,
donde había un hombre de genio para su arte. De aquí el indestructible odio que
el inventor desconocido y rechazado había jurado a sus semejantes.
En
estas circunstancias, el barón de Gortz encontró a Orfanik hundido en la
miseria. Le animó en sus trabajos, le ayudó con su bolsillo, y, finalmente, se
unió a él con la condición de que el sabio le reservara el beneficio de sus
invenciones, de las que él solo se aprovecharía.
En
resumen: estos dos personajes, originales y maníacos cada uno por su estilo,
habían nacido para entenderse.
Así
es que desde su encuentro jamás se separaron, ni aun cuando el barón de Gortz
seguía a la Stilla por todas las ciudades de Italia.
En
tanto que el melómano se extasiaba en el canto de la incomparable artista,
Orfanik sólo se ocupaba de completar los descubrimientos científicos que habían
sido hechos por los electricistas durante los últimos años, en perfeccionar sus
aplicaciones y en producir los más extraordinarios efectos.
Después
de los incidentes que terminaron la carrera dramática de la Stilla, el barón de
Gortz desapareció, sin que se pudiese saber lo que había sido de él.
Abandonando Nápoles, había venido a refugiarse al castillo de los Cárpatos,
acompañado de Orfanik, que no dudó un punto encerrarse con él.
Cuando
tomó la resolución de ocultar su existencia en el fondo de este castillo, la
intención del barón de Gortz era que ningún habitante sospechase su regreso, y
que nadie intentara visitarle. Y no hay que olvidar que Orfanik y él tenían el
medio para asegurar de suficiente modo la vida material en el castillo. En
efecto: existía una comunicación secreta con el camino del Vulcano, y por, este
camino un hombre seguro, un antiguo servidor del barón, al que nadie conocía,
introducía en épocas fijas todo cuanto era necesario para la vida del barón
Rodolfo y de su compañero.
En
realidad, lo que quedaba del castillo, y particularmente el torreón central,
estaba menos desmantelado que lo que se creía, y hasta más habitable que lo que
exigían las necesidades de sus habitantes. Así, provisto de cuanto necesitaba
para sus experiencias, Orfanik pudo dedicarse a esos prodigiosos trabajos cuyos
elementos encontraba en la física y la química.
Y
entonces tuvo la idea de utilizarles con el objeto de alejar a los importunos.
El
barón de Gortz acogió prontamente la proposición, y Orfanik instaló una
maquinaria especial, destinada a sembrar el espanto en el país, produciendo
fenómenos que no podían atribuirse más que a una intervención diabólica.
Pero,
en primer lugar, importaba al barón de Gortz estar al córriente de lo que se
decía en la aldea, lo más aproximadamente posible. ¿Tenía algún medio de oír lo
que hablaban las gentes sin que éstas pudiesen sospecharlo? Sí. Llegando a
establecer una comunicación telefónica entre el castillo y el salón de la
posada del Rey Matías, donde los notables de Werst tenían la costumbre de
reunirse todas las noches.
Consiguió
esto Orfanik con un secreto procedimiento, y muy sencillo. Un hilo de cobre,
revestido de su cubierta aisladora y cuyo extremo subía al primer piso del
torreón, fue desarrollado bajo las aguas del Nyad hasta la aldea de Werst.
Efectuado este primer trabajo, Orfanik, fingiendo ser un turista, fue a pasar
una noche a la posada del Rey Matías, a fin de enlazar este hilo con el del
salón.
Le
fue fácil, en efecto, llevar la extremidad extendida sobre el cauce del
torrente a lo alto de aquella ventana de la fachada posterior, que no se abría
jamás. Después, colocando un aparato telefónico, que ocultaba lo espeso del
follaje, ató el hilo. Este aparato estaba maravillosamente dispuesto, tanto
para transmitir como para recoger los sonidos, por lo cual el barón de Gortz,
podía oír todo lo que se hablaba en la posada del Rey Matías, y también
hacer oír todo lo que le convenía.
Durante los primeros años, nada turbó
la tranquilidad del castillo. La mala reputación que tenía bastaba para alejar
de él a los habitantes de Werst. Además, se le creía abandonado. Pero un día,
en la época en que esta historia empieza, el anteojo comprado por el pastor
Frik permitió ver el humo que se escapaba por una de las chimeneas del torreón,
y desde este momentó empezaron los sabrosos comentarios.
Entonces
fue útil la comunicación telefónica, puesto que, a merced a ella, el barón de
Gortz y Orfanik iban a estar al corriente de lo que pasaba en la aldea. Por
este hilo conocieron la resolución de Nic Deck de entrar en el castillo, y por
este hilo llegó de repente la amenazadora voz que se oyó en la posada del Rey
Matías para apartar a Nic de su propósito. Pero como, no obstante esta
amenaza, el joven había persistido en su resolución, el barón de Gortz resolvió
darle tal lección, que no le quedasen deseos de volver a comenzar nunca.
Aquella
noche la maquinaria de Orfanik, siempre pronta a funcionar produjo una serie de
fenómenos puramente físicos, capaces de sembrar el mayor espanto en los
alrededores. La campana echada a vuelo, la proyección de intensas llamas
mezcladas de sal marina, que daba a todos los objetos una apariencia espectral;
formidables sirenas, cuyo aire comprimido escapaba semejando mugidos
espantosos: siluetas fotográficas de monstruos, lanzados a las nubes por medio
de poderosos reflectores; placas dispuestas en el fondo del foso de la muralla,
y puestas en comunicación con pilas cuya corriente había sujetado al doctor por
sus botas de grandes clavos, y, en fin, descarga eléctrica lanzada de las
baterías del laboratorio, y que había herido de pronto al guardabosque, en el
momento de poner éste la mano sobre el hierro del puente levadizo.
Como
había pensado el barón de Gortz, después de la aparición de estos prodigios y
de la tentativa de Nic Deck, tan mal recibida, el terror llegó a su colmo en el
país, y ni por oro ni por plata hubiera querido nadie aproximarse en dos largas
millas a aquel castillo de los Cárpatos, evidentemente habitado por seres
sobrenaturales.
Rodolfo
de Gortz debía, pues creerse al abrigo de toda curiosidad importuna, cuando
Franz de Télek llegó al pueblo de Werst.
Mientras
interrogaba ya a Jonás, ya al señor Koltz y a los demás, su presencia en la
posada del Rey Matías fue indicada por el hilo del Nyad.
El
odio que el barón de Gortz sentía por.el conde, se encendió con el recuerdo de
los sucesos de Nápoles.
Y
no solamente Franz de Télek estaba en el pueblo, a algunas millas del castillo,
sino que he aquí que delante de los notables ridiculizaba sus absurdas
supersticiones y demolía la reputación fantástica que protegía al castillo de
los Cárpatos Y se comprometía a la vez a prevenir a las autoridades de
Karlsburg, a fin de que la policía hiciese ver que no eran nada todas aquellas
leyendas.
Así
es que el barón de Gortz resolvió atraer a Franz de Télek al castillo; y ya se
sabe por qué diversos medios lo había conseguido. La voz de la Stilla, enviada
al salón del Rey Matías por el aparato telefónico, había incitado al
conde a apartarse de su camino para acercarse al castillo; la aparición de la
cantante sobre la terraza del baluarte, le había producido el irresistible
deseo de penetrar en aquél; una luz que se mostró en una de las ventanas del
torreón, le había guiado hacia la poterna, abierta para dejarle paso. En
aquella cripta, alumbrada eléctricamente, y en la que había oído todavía
aquella voz tan penetrante; en aquella cripta, donde le habían sido preparados
alimentos, mientras él dormía con un sueño letárgico; en aquella cripta,
escondida en las profundidades del castillo y cuya puerta se había cerrado tras
él Franz de Télek estaba en poder del barón de Gortz, y el barón tenía la
seguridad de que no podría salir jamás.
Tales
eran los resultados, obtenidos por la colaboración misteriosa de Rodolfo de
Gortz y de su cómplice Orfanik. Mas, a despecho suyo, el barón sabía que
Rotzko, no habiendo podido seguir a su amo, había prevenido a las autoridades
de Karlsburg. Una escuadra de agentes había llegado al pueblo de Werst, y la
partida era muy difícil de ganar para el barón.
En
efecto: ¿cómo Orfanik y él iban a poder defenderse de una tropa numerosa? Los
medios empleados contra Nic Deck y el doctor Patak serían insuficientes, pues
la policía no cree en intervenciones diabólicas. Ambos, pues, habían tomado la
resolución de destruir el castillo desde el fondo a la cúspide, y no esperaban
más que el momento de obrar.
Estaba
dispuesta una corriente eléctrica para poner fuego a los cartuchos de dinamita
enterrados en el torreón, los baluartes, la vieja capilla; y el aparato
destinado a lanzar esa corriente, debía dejar al baron de Gortz y a su cómplice
el tiempo preciso para huir por el túnel de la garganta del Vulcano. Después de
esta explosión, de la que serían víctimas el conde y muchos de los que
escalaran la muralla del castillo, ambos huirían tan lejos, que jamás se
encontrarían sus huellas.
Lo
que acababa de oir de esta conversación le había dado a Franz la explicación de
los pasados fenómenos. Sabía ahora que existía una comunicación telefónica
entre el castillo de los Cárpatos y el pueblo de Werst. Sabía también que el
castillo iba a ser destruido por una explosión que le costaría la vida, y sería
fatal a los agentes de policía traídos por Rotzko; y sabía, en fin, que el
barón de Gortz, y Orfanik tendrían tiempo de huir. ¡Huir arrastrando a la
Stilla, inconsciente! ...
¡Ah!
¿Por qué Franz no podía lanzarse en la capilla y arrojarse sobre aquellos dos
hombres? Él los hubiera derribado, golpeado, puesto en estado de no poder hacer
daño, y hubiera impedido la catástrofe.
Pero
lo que en aquel momento era imposible, no lo sería tal vez después de la
partida del barón. Cuando ambos salieran de la capilla, Franz, siguiendo sus
huellas, iría tras ellos hasta el torreón, y, Dios mediante, haría justicia.
El
barón de Gortz y Orfanik estaban ya en el fondo del presbiterio. Franz no los
perdía de vista. ¿Por qué lado iban a salir? ¿Sería por una puerta que daba a
uno de los corredores de la muralla, o por algún pasadizo interior que debía
unir la capilla con el torreón, pues parecía que todas las construcciones del
castillo se comunicaban entre sí? Poco importaba esto si el conde no encontraba
algún obstáculo que le fuera imposible franquear.
En
este momento el barón de Gortz y Orfanik cambiaron todavía algunas palabras.
-¿No
hay, pues nada qué hacer aquí?
-Nada.
-Entonces
separémonos.
-¿Vuestra
intención es siempre que os deje solo en el castillo?
-Sí,
Orfanik; y partid al instante por el túnel de la garganta del Vulcano.
-¿Pero
vos?...
-Yo
permanecerá en el castillo hasta el último momento.
-¿Quedamos
en que es a Bistritz donde debo ir a esperaros?
-A
Bistritz.
-Quedad,
pues, barón Rodolfo, quedad solo, puesto que tal es vuesta voluntad.
-Sí,
quiero quedarme, porque quiero oírla. . . ¡Quiero oírla todavía una vez más en
esta noche, la última que pasaré en el castillo de los Cárpatos!
Algunos
instantes después el barón de Gortz y Orfanik habían abandonado la capilla.
Aunque
en esta conversación no se había pronunciado el nombre de la Stilla, Franz
había comprendido bien: de ella acababa de hablar Rodolfo de Gortz.
CAPÍTULO IX
El
desastre era inminente, y Franz sólo tenía un medio para prevenirle: impedir
que el barón de Gortz llevase a cabo su proyecto.
Eran
las once de la noche. No temiendo Franz ser descubierto prosiguió su trabajo.
Los ladrillos iban saliendo sin dificultad; mas era tal el espesor de la pared,
que aun tardó media hora en poder abrirse paso.
En
cuanto puso el pie en la desmantelada capilla, sintióse reanimado por el aire
del exterior. Por entre las roturas del técho y de las ventanas veíase el
cielo, cruzado por celajes, rasgados en jirones por el airecillo. Acá y allá
aparecían algunas estrellas pálidas de la luna subiendo por el horizonte
Lo
que importaba a Franz era hallar la puerta que había en el fondo de la capilla,
y por la que el barón y Orfanik habían salido. Después de atravesar la nave,
adelantósé Franz hacia el presbiterio, sumido en profunda oscuridad. Allí
tropezaron sus pies con restos de tumbas y fragméntos caídos de la bóveda.
Detrás
del retablo del altar mayor, y en oscurísimo rincón, notó Franz que cedía a su
impulso una puerta carcomida.
Daba
esta puerta a una galería que debía atravesar el recinto del castillo.
Por
allí, sin duda, entraron el barón y Orfanik; por allí también salieron ambos.
De
nuevo se encontró Franz en completa oscuridad, después de haber dado muchas
vueltas, pero sin bajar ni subir escalón alguno, es decir, que seguía al mismo
nivel de los patios interiores.
Media
hora después pareció ser menos profunda la oscuridad. Una media luz se deslizaba
por algunas aberturas laterales de la galería.
Entonces
el joven pudo avanzar con más rapidez. Llegó a una casamata muy ancha,
emplazada sobre la terraza del murallón que formaba el ángulo izquierdo de la
fortaleza.
Dicha
casamata se hallaba perforada por estrechas troneras, por las que penetraban
los rayos de la luna.
En
la opuesta pared había una puerta abierta.
Lo
primero que hizo Franz fue colocarse delante de una de las tronetas, para
respirar la fresca brisa de la noche algunos segundos.
Mas
en el instante en que iba a retirarse de allí, creyó ver dos o tres sombras que
se movían en el extremo inferior de la meseta de Orgall, alumbrada por la luna
hasta el sombrío bosque de los abetás...
Franz
miró con atención.
Algunos
hombres iban y venían por allí, delante del menciondo bosque. Sin duda eran los
agentes de Karlsburg, traídos por Rotzko... ¿Habían decidido operar de noche,
acaso creyendo sorprender a los huéspedes del castillo, o esperaban allí hasta
que brillase la aurora?
Sobrehumano
esfuerzo tuvo que hacer Franz para contenerse y no llamar a Rotzko, que en
seguida hubiese reconocido su voz. Mas pudieron oírle en el torreón, y antes,
de que los agentes pudiesen escalar el muro, Rodolfo de Gortz tendría tiempo de
huir por el túnel y dejar dispuesto el aparato eléctrico.
Pronto
comprendió la situación y se alejó de la tronera. Atravesó la casamata,
franqueó la puerta, y continuó por la galería.
Quinientos
pasos más allá llegó a una escalera abierta en los espesos muros.
¿Al
fin llegaría al torreón que se alzaba en medio de la plaza de armas? Era
posible.
Sin
embargo, aquella escalera no debía ser la escalera principal que servía a los
distintos pisos. Se componía de una serie de escalones circulares dispuestos
como en forma de empinado y oscuro caracol.
Franz
subióla sin ruido, escuchando, pero sin oir nada; después de haber subido unos
veinte escalones, se detuvo en un rellano.
Allí
había luna puerta que daba a la terraza, que circundaba el torreón a la altura
del primer piso.
Se
deslizó por aquella terraza, y teniendo cuidado de ocultarse tras el parapeto,
miró hacia la meseta de Orgall. Muchos hombres aparecieron entonces al borde
del bosque de abetos, y nada indicaba que tuviesen intención de acercarse al
castillo.
Decidido
a reunirse al barón de Gortz antes que hubiese huido por el túnel de Vulcano,
Franz dio la vuelta a la terraza y llego delante de otra puerta, donde seguía
la escalera de caracol.
Puso
el pie sobre el primer escalón, apoyó ambas manos en las paredes, y comenzó a
subir.
Siempre
igual silencio.
El
primer piso del castillo no estaba habitado.
Franz
se apresuró a llegar arriba, a los otros descansillos.
Cuando
estuvo en el tercero, ya no halló su pie escalón alguno. Allí terminaba la
escalera, en el último piso del torreón que servía de coronamiento a la
plataforma almenada donde en otro tiempo ondeába el estandarte de los barones
de Gortz.
En
la pared izquierda de la meseta había otra puerta, cerrada entonces. Al través
del agujero de la cerradura, cuya llave estaba por fuera, filtrábase un rayo de
luz vivísima.
Púsose
Franz a escuchar, y nada oyó en el interior. Aplicó un ojo a la cerradura y
sólo vio la parte izquierda de una habitación, muy iluminada, mientras que la
parte de la derecha se hallaba sumergida en profunda oscuridad.
Dio
la vuelta a la llave suavemente, y empujó la puerta, que se abrió.
Una
espaciosa sala ocupaba todo aquel último piso del torreón. Sobre sus circulares
muros apoyábase una bóveda artesonada a cuadros, y los arcos subían a reunirse
en el centro de la bóveda y en una pesada pechina. Espesos y antiguos tapices
históricos recubrían las paredes. Algunos viejísimos baúles, armarios, butacas
y escabeles constituían el mueblaje en cierto ordenado desorden, artísticamente
combinado. Pendían de las ventanas tupidas cortinas que no dejaban escapar al
exterior la luz de la sala. El pavimento estaba cubierto con una mullida
alfombra de lana, que amortiguaba las pisadas.
Todo
aquello era, en verdad, extraño, raro; al entrar Franz, lo primero que observó
fue el contraste que ofrecía la habitación mitad que alumbrada, mitad en
tinieblas.
A
la derecha de la puerta, el fondo desaparecía en la oscuridad. A la izquierda,
por el contrario, un estrado cuyo suelo estaba cubierto de telas negras,
recibía poderosa luz, producida acaso por un reverbero, colocado delante, pero
de modo que no podía ser visto.
A
unos diez pies de este estrado, y separado de él por una pantalla de chimenea,
se encontraba un antiguo sillón de alto espaldar, oculto en la penumbra que la
antedicha pantalla proyectaba.
Junto
al sillón, y sobre una mesita, cubierta con un tapiz, veíase una caja
rectangular.
Ésta
tendría una longitud de doce a quince pulgadas, por cinco o seis de ancha. La
tapa, incrustada de pedrería, estaba levantada; dentro de la caja había una
especie de cilindro metálico.
En
cuanto Franz entró, vio que el sillón estaba ocupado por una persona que
permanecía en absoluta inmovilidad; tenía la cabeza apoyada en el respaldo del
sillón, los ojos cerrados, el brazo derecho extendido sobre la mesa, y la mano
puesta sobre la parte anterior de la caja.
Era
Rodolfo de Gortz.
¿Había
querido pasar la última noche en el torreón para estarse durmiendo allí algunas
horas?
¡No!...
No podía ser, después de lo que Franz le había oído decir a Orfanik.
El
barón estaba solo; Orfanik, según las órdenes recibidas; debía haber huido ya
por el túnel. . .
¿Y
la Stilla?... ¿No había dicho Rodolfo que antes de que el castillo saltase en
pedazos quería oírla por última vez?. . . ¿Y para qué sino para esto había ido
allí el barón?... ¿A embriagarse; como todas las noches, con aquella suave
música?...
Pero,
y Stilla, ¿dónde estaba?
Franz
ni la veía ni la oía...
Después
de todo, ¿qué importaba, si aquel hombre, si Rodolfo de Gortz estaba ya en
poder de Franz de Télek? Le obligaría a hablar...; pero en el estado de
excitación en que se hallaba, ¿por qué no se arrojaba sobre aquel hombre a
quien odiaba, y de quien era odiado también; por qué no le arrancaba a su
Stilla... su Stilla, loca por causa de aquel hombre, al que Franz debía
matar?...
Franz
fue a apostarse tras del sillón. No tenía más que dar un paso, y el barón
estaba al alcance de sus manos; se inyectaron de sangre sus ojos, y poseído de
un vértigo, alzó la mano...
De
pronto apareció la Stilla.
Franz
dejó caer el cuchillo en la mullida alfombra.
La
Stilla estaba de pie en el estrado, en plena luz, la cabellera suelta, los
brazos extendidos, admirablemente hermosa con su traje blanco de la Angélica de
Orlando, tal como se mostró en el baluarte del castillo. Sus ojos, fijos en
los del conde, le penetraban hasta en lo más profundo del alma.
Era
imposible que no le viese, y, sin embargo, la Stilla no hacía ademán de
llamarle... ; no movía sus labios para hablarle... ¡Ay, sí, loca estaba loca!
Ya
iba a lanzarse Franz a estrecharla entre sus brazos para llevársela.
La
Stilla empezó a cantar. El barón de Gortz, sin levantarse, se inclinó hacia
ella. En el paroxismo del éxtasis el dilettante aspiraba aquella voz
como un perfume... ; la bebía como un divino néctar. El barón estaba en aquella
sala como estaba en los teatros de Italia.
¡Sí!
¡La Stilla cantaba! Cantaba para él, nada más que para él, exhalando de sus
labios, que parecian inmóviles, aquel canto como un leve soplo. Si la razón la
había abandonado, poseía por entero su alma de artista.
Franz
se extasiaba ante el encanto de aquella voz que hacía cinco años no oía.
Permanecía absorto contemplando a aquella mujer a quien creía no volver a ver y
que estaba allí, viva, como si algún milagro la hubiera resucitado a sus ojos.
¿Y
no era aquel canto de la Stilla el que, entre todos, debía hacer vibrar en el
corazón de Franz la cuerda del recuerdo? ¡Ah, sí! Era el final de la trágica
escena de Orlando; aquel final en que el alma de la cantante habíase
roto en aquella última frase:
Inamorata, mio cuore tremante.
Voglio morire....
Franz
seguía nota por nota aquella inefable frase, y se decía que no sería
interrumpida como lo había sido en el teatro de San Carlos. No. ¡No moriría
entre los labios de la Stilla, como en su función de despedida!
Franz
no respiraba. Su vida toda estaba concentrada en aquel canto. Unos compases
más, y se acabaría con toda su incomparable pureza.
Mas
he aquí que la voz empieza a temblar; se diría que la Stilla vacila repitiendo
aquellas palabras de dolor punzante: .
Voglio morire...
¡Qué!
¿Va a caer la Stilla allí, sobre el estrado, como en otro tiempo sobre la
escena? Mas no cae. Su canto se detiene en el mismo compás, en la misma nota
que en el escenario de San Carlos. Lanza un grito..; el mismo que Franz le oyó
aquella noche.
Y,
sin embargo, la Stilla permanece allí de pie, inmóvil, con su dorada mirada,
aquella mirada que arroja al conde todas las ternuras de su alma.
Franz
se precipita hacia ella; quiere llevársela de aquella sala de aquel castillo, y
se encuentra frente a frente con el barón, que acaba de levantarse y que
exclama:
-¡Franz
de Télek! ¡Franz de Télek que ha podido escapar!
Franz
no le responde, y precipitándose hacia el estrado repite:
-¡Stilla!
¡Stilla mía! ¡Al fin te encuentro aquí! ¡Vives!
-¡Vive,
sí, vive! exclamó el barón.
Y
aquella frase irónica acaba en una carcajada, donde late una rabia infinita.
-¡Vive!
repite Rodolfo de Gortz. ¡Que Franz de Télek trate de arrancarla de mi poder!
Franz
de Télek ha tendido los brazos hacia la Stilla, cuyos ojos permanecen fijos en
él... En aquel momento Rodolfo de Gortz se inclina, coge el cuchillo que ha
caído de la mano de Franz, y va a lanzarse sobre la Stilla, inmóvil...
Precipitase
Franz sobre él para desviar el golpe que amenaza a la desgraciada loca. . .
¡Ya
es tarde! El cuchillo la hiere en el corazón...
De
repente déjase oir el ruido de un cristal que se rompe, y entre una lluvia de
pequeños vidrios desaparece la Stilla...
Franz
permanece inerte... No comprende nada...
¿Es
que también él se ha vuelto loco?... Entonces exclama Rodolfo de Gortz:
-La
Stilla escapa aún a Franz de Télek ... Pero su voz es mía... mía sólo ... ¡De
nadie más!
Franz
intenta arrojarse sobre el barón de Gortz, pero las fuerzas le abandonan, y cae
sin conocimiento al pie del estrado.
Rodolfo
de Gortz, sin cuidarse para nada del conde, se apodera de la caja depositada
sobre la mesa, y huye fuera de la sala, bajando al primer piso del torreón. Ya
está en la terraza... Ya da la vuelta... Ya va a llegar a la otra puerta, cuando
suena una detonación. Rótzko, apostado en el reborde de la contraescarpa, acaba
de disparar sobre el barón de Gortz... Éste no es herido, pero la bala destroza
la caja que llevaba entre sus brazos. . . El barón lanzó un grito terrible.
-¡Su
voz! ¡Su voz! repetía. ¡El alma, el alma de la Stilla, destrozada!
Y
con los cabellos erizados, las manos crispadas, viósele correr a lo largo de la
terraza gritando:
-¡Su
voz! ¡Su voz! ¡Me han destrozado su voz! ... ¡Malditos sean! ...
Y
desapareció por la puerta en el momento en que Rotzko y Nic Deck, sin esperar a
la escuadra de agentes de la policía, se disponían a escalar el muro...
Casi
al mismo tiempo, una formidable explosión hizo retemblar todo el Plesa...
Penachos de llamas se elevaron hasta las nubes, y una lluvia de piedras cayó
sobre el camino del Vulcano.
De
los baluartes, de las murallas, del torreón y de la capilla del castillo de los
Cárpatos sólo quedaba un montón de ruinas humeantes, diseminadas en la
superficie de la meseta de Orgali.
CAPÍTULO X
No
se habrá olvidado, refiriéndose a la conversación del barón y Orfanik, que la
explosión no debía destruir el castillo sino después de la partida de Rodolfo
de Gortz. Ahora bien: en el momento en que ocurrió aquella explosión, era
imposible que el barón Rodolfo de Gortz hubiese tenido tiempo de huir por el
túnel sobre el camino de la garganta del Vulcano. ¿En el paroxismo del dolor,
en la locura de la desesperación, no teniendo conciencia de lo que hacía,
Rodolfo de Gortz había, pues, provocado una catástrofe inmediata, de la que él
había sido la primera víctima? Después de las incomprensibles palabras que se
le habían escapado en el momento en que la bala de Rotzko destrozó la caja que
llevaba, había querido sepultarse bajo las ruinas del castillo.
Fue
una fortuna, sin embargo, que los agentes, sorprendidos por el tiro de Rotzko,
se encontrasen aún a cierta distancia, cuando la explosión sacudió la montaña.
Apenas si algunos fueron alcanzados por las ruinas, que cayeron al pie de la
meseta de Orgall. Sólo Rotzko y el guardabosque estaban entonces bajo la
muralla, y fue, por cierto, un milagro que no fuesen aplastados por aquella
lluvia de piedras.
La
explosión había producido su efecto cuando Rotzko, Nic Deck y los agentes
consiguieron, sin gran esfuerzo, penetrar en el recinto, franqueando el foso,
medio cegado por el hundimiento de las murallas.
Cincuenta
pasos más allá de la muralla fue encontrado un cuerpo, en medio de los
escombros y en la base del torreón.
Era
el de Rodolfo de Gortz. Algunos ancianos del país, entre otros el señor Koltz,
le reconocieron perfectamente.
Respecto
a Rotzko y a Nic Deck, no tenían más idea que la de encontrar al conde. Puesto
que Franz no había reaparecido en los términos convenidos entre el soldado y
él, era que no había podido escapar del castillo.
Pero
Rotzko ¿podía acaso esperar que hubiera sobrevivido, qué no fuese una de las
víctimas de la catástrofe? No. Por lo tanto, lloraba abundantemente, y en vano
Nic Deck trataba de calmarle.
Sin
embargo, después de media hora de pesquisas, el joven fue encontrado en el
primer piso del torreón, bajo un arco medio hundido de la muralla, que había
impedido que fuese aplastado.
-¡Señor!.
: . ¡Querido señor!
-¡Señor
conde!.,. .
Y
éstas fueron las primeras palabras que pronunciaron Rotzko y Nic Deck cuando se
precipitaron sobre Franz. Debieron creerle muerto; pero estaba desvanecido
solamente.
Franz
entreabrió los ojos; pero en su mirada, sin fijeza, no pareció reconocer a
Rotzk, ni oírle.
Nic
Deck, que había levantado al conde en sus brazos, le habló de nuevo, sin
obtener respuesta.
Sólo
se escaparon de su boca estas últimas palabras de la canción de la Stilla:
Inamorata! ... Voglio morire!
Franz
de Télek había perdido la razón.
CAPÍTULO XI
Sin
duda, puesto que el conde había perdido la razón, nadie hubiera tenido jamás la
explicación de los últimos fenómenos de que el castillo de los Cárpatos había
sido teatro, sin las revelaciones hechas en las siguientes circunstancias.
Durante
cuatro días, y como estaba convenido, había Orfanik esperado que el barón de
Gortz viniese a reunirse a él en la ciudad de Bistritz. Viendo que no venía, se
preguntaba si habría perecido en la explosión; y picado entonces, tanto por la
curiosidad como por la inquietud, había abandonado la ciudad, tomando el camino
de Werst y rondando después por los alrededores del castillo.
Los
agentes no tardaron en apoderarse de su persona, a las indicaciones de Rotzko,
que de larga fecha le conocía.
Una
vez en la capital del distrito y en presencia de los magistrados, Orfanik no
tuvo dificultad alguna en responder a las preguntas que se le hicieron con
motivo de la catástrofe.
Haremos constar que el triste fin del
barón Rodolfo de Gortz no pareció conmover a este sabio egoísta y maniático,
que sólo tenía corazón para sus invenciones.
En
primer lugar, y a las apremiantes preguntas de Rotzko, Orfenik afirmó que la
Stilla estaba muerta, y bien muerta (éstas fueron sus palabras), y enterrada,
bien enterrada, desde hacía cinco años, en el Campo Santo Nuovo de
Nápoles.
Esta
afirmación no fue la que asombró menos de esta extraña aventura.
En
efecto: si la Stilla había muerto, ¿cómo era posible que Franz hubiese podido
oír su voz en la sata de la posada, y verla aparecer sobre la terraza del
baluarte, y embriagarse en su canto cuando estaba encerrado en la cripta? En
fin, ¿cómo la había encontrado viva en la cámara del torreón?
He
aquí la explicación de estos diversos fenómenos, al parecer inexplicables.
Se
sabe la desesperación que había acometido al barón de Gortz cuando llegó hasta
él el rumor de que la Stilla había resuelto abandonar la escena para ser
condesa de Télek. El admirable talento de la artista, y con él todas sus
satisfacciones de dilettante, iban a faltarle.
Entonces Orfanik le propuso recoger
por medio de aparatos fonográficos, los principales trozos de su repertorio,
que la cantante se proponía cantar en las últimas representaciones de San
Carlos.
Estos
aparatos estaban maravillosamente perfeccionados en aquella época, y Orfanik
los había hecho tan magníficos, que la voz humana no sufría alteración alguna,
ni en su encanto ni en su pureza.
El
barón de Gortz aceptó el ofrecimiento de Orfanik. Instaláronse unos fonógrafos
sucesiva y secretamente en el fondo del palco enrejado durante el último mes de
la temporada y así fue como en sus placas se grabaron cavatinas, trozos
de ópera y de concierto, entre otros la melodía de Stéfano y el final de Orlando,
interrumpido por la muerte de la Stilla.
En estas circunstancias, el barón de
Gortz fue a encerrarse en el castillo de los Cárpatos, y allí, cada noche,
podía oír los cantos recogidos por los aparatos fonográficos. Y no solamente
oía a la Stilla como si estuviera en su palco, sino, lo que parece más
incomprensible aun, la veía como si estuviera viva ante sus ojos.
Y esto mediante un sencillo artificio de
óptica.
Se
recordará que el barón de Gortz había adquirido un magnífico retrato de la
cantante. Este retrato la representaba en pie, con su vestido de la Angélica
del Orlando, su magnífica cabellera suelta y los brazos tendidos hacia
el cielo. Pues bien; por medio de espejos inclinados, que seguían cierto ángulo
calculado por Orfanik, y a los que un poderoso foco iluminaba, este retrato,
colocado enfrente de un espejo, hacía aparecer a la Stilla por reflexión, y tan
real como cuando gozaba, en plena vida, de todo el esplendor de su belleza.
Gracias a este aparato, transportado durante la noche a la terraza del torreón,
había hecho aparecer a la Stilla Rodolfo de Gortz, cuando quiso atraer a Franz
al castillo; y gracias a este mismo aparato, el joven conde había vuelto a ver
a la Stilla en la sala del torreón, mientras su fanático admirador se
embriagaba con sus cantos, reproducidos por el fonógrafo.
Tales
son, muy sumariamente expuestas, las explicaciones que dio Orfanik, detallándolas
más en su interrogatorio; declarándose con una fiereza sin igual autor de
aquellas invenciones geniales, que había llevado al más alto grado de
perfeccionamiento. Sin embargo, si Orfanik había materialmente explicado estos
diversos fenómenos, o, mejor dicho, estos trucos, para emplear la palabra
consagrada, había algo que no se explicaba; por qué, antes de la explosión, el
barón de Gortz no había tenido tiempo de huir por el túnel de la garganta del
Vulcáno. Pero al saber Orfanik que una bala había roto el objeto que el barón
llevaba en sus brazos, lo comprendió. Aquel objeto era el aparato fonográfico
que encerraba el último canto de la Stilla, el que el barón Rodolfo de Gortz
había querido oír una vez más en la sala del torreón antes de aniquilarle.
Destruir este aparato, era destruir también la vida del barón; y loco de
desesperación, había querido sepultarse en las ruinas del castillo.
El
barón Rodolfo de Gortz fue enterrado en el cementerio de Werst con los honores
debidos a la antigua familia que acababa en su persona.
Respecto
al conde de Télek, Rotzko le hizo transportar al castillo de Krajowa,
consagrándose por entero al cuidado de su señor. Orfanik le ha cedido
voluntariamente los fonógrafos que encierran los otros cantos de la Stilla; y
cuando Franz oye la voz de la gran artista, presta alguna atención, recobra su
lucimiento de otras veces, y parece que su alma revive en los recuerdos de
aquel inolvidable pasado.
En
efecto: algunos meses más tarde el conde había recobrado la razón.
Diremos
ahora que el matrimonio de la encantadora Miriota y de Nic Deck fue celebrado
en la semana que siguió a la catástrofe después que los novios recibieron la
bendición nupcial, volvieron a Werst, donde el señor Koltz les reservaba la más
hermosa habitación de su casa.
Mas
no por haberse explicado estos diversos fenómenos de manera tan natural, vaya a
imaginarse que la joven esposa no crea en las fantásticas apariciones del
castillo. Nic Deck le ha hecho razonar con calma, lo mismo que Jonás, que
tiende a atraerse la clientela del Rey Matías. Pero ha sido inútil: no
se ha convencido, como tampoco el maestro Hermod, el señor Koltz, el pastor
Frik y los demás habitantes de Werst.
Y
se pasarán regularmente muchos años antes que estas buenas gentes hayan
renunciado a sus supersticiones.
El doctor Patak, que ha vuelto a sus
fanfarronadas habituales, no cesa de repetir al que quilere oírle:
-Y
bien, ¿no lo había dicho? ¡Espíritus en el castillo! ¿Acaso hay espíritus?
Mas
nadie le escucha, y se le suplica que calle cuando sus bromas pasan de la
medida.
Además,
el maestro Hermod no ha cesado de basar las lecciones que da a la joven
generación de Werst en el estudio de las leyendas transilvánicas, y por largo
tiempo aún, el pueblo creerá que los espíritus del otro mundo habitan en las
ruinas del castillo de los Cárpatos.
FIN
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