Alfred Bester
¿Por qué solía haber tantos bares en la Tercera Avenida de Nueva York con nombres
como Reilly's, Kelly's, Teague's, O'Rourke's? La pregunta y la irónica respuesta («¿Por
qué beben los irlandeses? Para tener algo que hacer mientras se están emborrachando»)
fueron probablemente inventadas por uno de ellos basándose en el principio (observado
por el doctor Johnson) de que los irlandeses son «personas muy correctas que nunca
hablan bien unas de otras». El educado señor Bester, sin embargo, evita ese tipo de
descripciones realistas, aunque paradójicamente el escenario de este relato de la época
es uno de esos bares irlandeses de burlas y whisky, que prácticamente no son de ninguna
época en concreto y que antes eran tan característicos de la Tercera Avenida de
Manhattan como los edificios de ladrillos rojos donde estaban estos bares. Más de una
inyección de malta disfruté y o allí, a pesar de que yo, Dios lo sabe, no soy irlandés.
Bueno, voy a ahorrarles estos tiernos recuerdos... Este pequeño cuento tiene realmente
una gran moraleja.
Alfred Bester nació en 1913 en Nueva York. Mientras estaba considerando, y al mismo
tiempo preparando, las carreras en derecho, música y biología molecular (entre otras), su
gran fascinación por los tintes vitales y los procesos vitales en la fisiología lo llevaron a
escribir su primera historia de ciencia ficción. Se vendió. Lo mismo pasó con otros cuentos
suyos, y con guiones para radio y televisión, y artículos para revistas... Alfred Bester se
convirtió finalmente en el jefe de redacción de la revista Holiday, que todavía permanece
en nuestra memoria. Entre sus cuentos están el clásico Fondly Fahrenheit y The Men
Who Murdered Mohammed. Entre sus libros están: El hombre demolido, The Stars My
Destination, Tigre, Tigre, The Computer Connection, The Light Fantastic, Star Light, Star
Bright, Golem 100, The Deceivers y Starlight: Short Fiction. Alfred Bester vive en una
pequeña ciudad en el sudeste de Pennsylvania.
Lo que a Macy molestó del hombre fue el hecho de que rechinara. Macy no supo si
eran los zapatos, pero supuso que eran las ropas. En el reservado de su bar, bajo el
póster que preguntaba: ¿QUIÉN TEME HABLAR DE LA BATALLA DEL BOYNE?, Macy
inspeccionó al extraño. Era alto, delgado y muy elegante. A pesar de su juventud, era casi
calvo. Había pelusa en lo alto de su cabeza y sobre las cejas. Entonces el hombre buscó
el billetero en su chaqueta, y Macy lo comprendió. Eran sus ropas las que rechinaban.
—Vale, señor Macy —dijo el extraño, con tono silábico—. Muy bien. Por alquilar su
reservado, con utilización exclusiva durante un crono...
—¿Un qué? —preguntó Macy, nervioso.
—Crono. ¿Palabra incorrecta? Oh, sí. Perdóneme. Una hora.
—Usted es extranjero —dijo Macy—. ¿Cuál es su nombre? Apuesto a que es ruso.
—No. Extranjero no —respondió el extraño, y sus ojos temerosos se pasearon por el
reservado—. Llámeme Boyne.
—¡Boyne! —repitió Macy, incrédulo.
—Sí, Boyne.
El señor Boyne abrió un billetero que parecía un acordeón, hizo correr sus dedos por
distintos billetes de colores y monedas, y luego sacó un billete de cien dólares. Lo
extendió a Macy y dijo:
—La tarifa de alquiler por una hora. Como acordamos. Cien dólares. Cójalos y váyase.
Empujado por la fuerza de la mirada de Boyne, Macy cogió el billete y retrocedió
bamboleante hacia la barra. Por encima del hombro, gorjeó:
—¿Qué quiere beber?
—¿Beber? ¿Alcohol? ¡Puf! —respondió Boyne.
Dio media vuelta y se precipitó hacia la cabina telefónica, buscó bajo la caja del
teléfono y localizó el cable conductor. De un bolsillo lateral sacó una pequeña caja
brillante y la enganchó en el cable, ocultándola a la vista. Luego levantó el receptor.
—Coordenadas 73-58-15 oeste —dijo con rapidez—. 40-45-20 norte. Dispersión sigma.
Parecéis espectros... —Después de una pausa, continuó—: ¡Ya! ¡Ya! Transmisión clara.
Quiero una atracción de Knight. Oliver Wilson Knight. Probabilidad de cuatro cifras
significativas. ¿Tenéis las coordenadas? ¿99,9807? Vale. Sostened...
Boyne sacó la cabeza de la cabina y espió hacia la puerta del bar. Esperó con acerada
concentración hasta que un joven y una hermosa muchacha entraron. Luego se volvió
hacia el teléfono.
—Probabilidad cumplida. Oliver Wilson Knight en contacto. Vale. Suerte.
Colgó el receptor, y cuando la pareja se dirigió hacia el reservado, él ya estaba sentado
bajo el póster.
El joven tenía unos veintiséis años, de estatura mediana, y tendencia a la obesidad. Su
traje estaba arrugado, su engomado cabello castaño estaba arrugado, y su rostro
amistoso estaba surcado de arrugas naturales. La chica tenía cabello negro, suaves ojos
azules y una diminuta sonrisa reservada. Caminaban muy juntos, y les gustaba rozarse
suavemente cuando pensaban que nadie les miraba. En ese momento se rozaron con el
señor Macy.
—Lo siento, señor Knight —dijo Macy—. Usted y la joven no podrán sentarse allí esta
tarde. El reservado ha sido alquilado.
Sus rostros se desmoronaron.
—Está bien, señor Macy —exclamó Boyne—. Todo correcto. Feliz de que el señor
Knight y su amiga sean mis invitados.
Knight y la chica se volvieron. Boyne sonrió y palmeó la silla junto a él.
—Sentaos —dijo—. Estoy encantado, os lo aseguro.
—Lamentamos parecer unos intrusos —dijo la joven—, pero éste es el único lugar de la
ciudad donde podemos encontrar una auténtica gaseosa de jengibre Stone.
—Comprendo la situación, señorita Clinton. —Y volviéndose hacia Macy dijo—: Traiga
las gaseosas y váyase. No hay más invitados. Estos son todos los que esperaba.
Knight y la joven miraron a Boyne con sorpresa mientras se sentaban con lentitud.
Knight colocó un paquete de libros envueltos en papel sobre la mesa.
—¿Me conoce usted, señor...? —dijo la chica, tomando aliento.
—Boyne. Como en Boyne, batalla del. Sí, claro. Usted es la señorita Clinton. Él es el
señor Oliver Wilson Knight. Alquilé este reservado para verles esta tarde.
—Supongo que está bromeando, ¿verdad? —preguntó Knight, y un débil rubor
apareció en sus mejillas.
—Gaseosa de jengibre —dijo Boyne amablemente cuando llegó Macy, depositó las
botellas y los vasos, y partió con rapidez.
—Usted no podía saber que íbamos a venir aquí —dijo Jane—. Nosotros mismos no lo
sabíamos..., hasta hace unos minutos.
—Siento contradecirla, señorita Clinton. —Boyne sonrió—. La probabilidad de su
llegada a la longitud 73-58-15, latitud 40-45-20 era del 99,9807 por ciento. Nadie puede
escapar a cuatro cifras significativas.
—Oiga —comenzó Knight con enojo—, si ésta es su idea de... —Por favor, beba su
refresco y escuche mi idea, señor Knight. —Boyne se inclinó sobre la mesa con galvánica
intensidad—. Esta hora ha sido dispuesta con gran dificultad y mucho costo. ¿Por quién?
No importa. Usted nos ha colocado en una posición extremadamente peligrosa. Me han
enviado para encontrar una solución. —¿Solución para qué? Jane trató de incorporarse.
—Yo..., creo que es mejor irse...
Boyne le indicó que se sentara, y ella obedeció como si fuera una niña. Entonces se
dirigió a Knight:
—Este mediodía entró usted en el establecimiento de J. D. Craig Co., vendedor de
libros. Usted adquirió, por medio de transferencia de moneda, cuatro libros. Tres carecen
de importancia, pero el cuarto... —Palmeó enfáticamente el paquete—. Este es el quid de
este encuentro.
—¿De qué demonios está hablando? —exclamó Knight. —Un volumen encuadernado
consistente en una colección de hechos y estadísticas.
—¿El almanaque?
—El almanaque.
—¿Qué pasa con él?
—Usted intentó adquirir un almanaque de 1950.
—He comprado un almanaque de 1950.
—¡No lo hizo! —proclamó Boyne—. Usted compró un almanaque de 1990.
—¿Qué?
—El Almanaque Mundial de 1990 está en este paquete —dijo Boyne con claridad—. No
me pregunte cómo. Hubo un descuido que ya ha sido castigado. Ahora el error debe ser
corregido. Por eso estoy yo aquí. Por eso se dispuso este encuentro. ¿Entiende?
Knight se echó a reír y se estiró hacia el paquete. Boyne se inclinó sobre la mesa y le
cogió la muñeca.
—No lo debe abrir, señor Knight.
—De acuerdo. —Knight se recostó en su silla, hizo una mueca risueña a Jane y sorbió
su gaseosa—. ¿Cuál es el motivo de esta farsa?
—Debo tener el libro, señor Knight. Me gustaría salir de este bar con el almanaque bajo
el brazo.
—Le gustaría, ¿eh?
—Me gustaría.
—¿El almanaque de 1990?
—Sí.
—Si existe algo parecido a un almanaque de 1990 —dijo Knight—, y si está en este
paquete, ni todos los diablos juntos podrían quitármelo.
—¿Por qué, señor Knight?
—No sea idiota. ¿Una mirada al futuro? Las noticias del mercado de valores..., las
carreras de caballos..., la política. Es dinero en efectivo. Seré rico.
—Sí, en efecto —asintió Boyne—. Más que rico. Omnipotente. Una mente pequeña
utilizaría el Almanaque del Futuro sólo para cosas pequeñas. Apostar a los resultados en
el deporte y en las elecciones. Y en otras cosas. Pero un intelecto de dimensiones..., su
intelecto..., no se detendría ahí.
—Si usted lo dice —sonrió Knight.
—Deducción. Inducción. Conclusión. —Boyne remarcó los puntos con los dedos—.
Cada hecho le explicaría una historia completa. La inversión estatal real, por ejemplo...
Qué tierras comprar y vender. Los informes de los cambios de población y los censos se
lo dirían. Los transportes. La lista de desastres marítimos y descarrilamientos de trenes le
indicarían hasta qué punto el transporte a reacción ha reemplazado al tren y al barco.
—¿Lo ha hecho? —rió Knight entre dientes.
—Los informes de los vuelos le indicarían qué mercancías debería comprar. Las listas
de tráfico postal le indicarían las ciudades del futuro. Los ganadores del premio Nóbel le
dirían qué científicos y qué nuevas invenciones vigilar. Los presupuestos armamentísticos
le indicarían qué fábricas y qué industrias controlar. Los informes del costo de vida le
dirían cómo proteger sus bienes contra la inflación o la deflación. La cotización de las
divisas extranjeras, las quiebras bancarias y el índice de las compañías de seguros le
suministrarían la clave para protegerse contra cualquier desastre.
—Ésa es la idea —dijo Knight—. Eso me interesa.
—¿Realmente lo cree así?
—Sé que es así. Dinero en mi bolsillo. El mundo en mi bolsillo.
—Perdone —dijo Boyne vivamente—, pero usted se limita a repetir los sueños de la
niñez. Quiere una fortuna. Sí. Pero sólo con esfuerzo..., con su propio esfuerzo. No hay
felicidad en un regalo que no se ha ganado. No da más que culpa y desdicha. Usted ya es
consciente de eso ahora.
—No estoy de acuerdo —dijo Knight.
—¿No lo está? ¿Entonces por qué trabaja? ¿Por qué no roba? ¿Estafa? ¿Por qué no
quita a los otros su dinero para llenar sus propios bolsillos?
—Pero yo... —comenzó Knight, y luego se detuvo.
—El punto ha sido bien planteado, ¿eh? —Boyne hizo un gesto impaciente con la
mano—. No, señor Knight. Busque un argumento maduro. Usted es demasiado ambicioso
y sano para conseguir el éxito mediante el robo.
—En tal caso, me gustaría saber si voy a tener éxito.
—Sí. Correcto. Usted desea hojear las páginas para buscar su nombre. Quiere tener un
seguro. ¿Por qué? ¿No confía en sí mismo? Es un prometedor abogado. Sí, lo sé. Forma
parte de mi información. ¿No tiene la señorita Clinton confianza en usted?
—Sí —dijo Jane en voz alta—. El no necesita la confianza que un libro pueda darle.
—¿Qué más, señor Knight?
Knight vaciló, serenándose ante la abrumadora intensidad del rostro de Boyne. Luego
dijo:
—Seguridad.
—Eso no existe. La vida es peligro. Sólo podrá encontrar seguridad en la muerte.
—Usted ya sabe qué quiero decir —musitó Knight—. El conocimiento de la vida hace
posible una planificación. Está la bomba atómica.
Boyne asintió con rapidez.
—Es cierto. Hay una crisis. Pero yo estoy aquí. El mundo continuará. Yo soy la
garantía.
—Si le creo...
—Y si no, ¿qué? —estalló Boyne—. Usted no necesita seguridad. Usted necesita valor.
—Y deslumbre a la pareja con una desdeñosa mirada—. Este es un país con una leyenda
de padres pioneros, de quienes se supone que usted adquirió el valor para afrontar las
dificultades. D. Boone, E. Alien, S. Houston, A. Lincoln, G. Washington y otros.
¿Correcto?
—Supongo que sí —murmuró Knight—. Eso es lo que nos decimos a nosotros mismos.
—¿Y dónde está ese valor en usted? ¡Puff! Es sólo cháchara. Lo desconocido le
asusta. El peligro no le impulsa a luchar, como ocurría con D. Crockett; sólo hace que
gimotee y busque la solución en este libro. ¿Correcto?
—Pero la bomba atómica...
—Es un peligro. Sí. Uno de tantos. ¿Y qué? ¿Usted hace trampas al solamario?
—¿Solamario?
—Perdón. —Boyne reconsideró, haciendo chasquear los dedos con impaciencia ante la
interrupción de sus argumentos—. Es un juego con un solo participante, con cambios en
el reagrupamiento de las cartas. Olvidé cómo...
—¡Oh! —La cara de Jane se iluminó—. El solitario.
—Vale. Solitario. Gracias, señorita Clinton. —Boyne giró la mirada hacia Knight—.
¿Usted hace trampas al solitario?
—Ocasionalmente.
—¿Le apetece ganar haciendo trampas?
—No como regla.
—Es tiste, ¿no? Aburrido. Tedioso. Cansado. Le es indiferente. Usted desea ganar
honestamente.
—Supongo que sí.
—Y supone que lo hará una vez haya echado un vistazo al libro. Toda su vida desearía
haber jugado honestamente el juego de la vida. Se avergonzaría de haber mirado. Se
arrepentiría. Recordaría completamente las declaraciones de nuestro profeta-filósofo
Trynbyll, quien resumió todo en una iluminada y escasa línea. «El futuro es Tekon», dijo
Trynbyll. Señor Knight, no haga trampas. Deje que le implore que me entregue el
almanaque.
—¿Por qué no me lo quita?
—Debe ser un obsequio. No podemos robar nada. No podemos darle nada.
—Eso es mentira. Usted ha pagado a Macy para alquilar el reservado.
—Se ha pagado a Macy, pero no le doy nada. Él pensará que ha sido estafado, pero
usted no dejará que sea así. Todo se ajustará sin dislocamientos.
—Oiga...
—Todo ha sido cuidadosamente planificado. He apostado por usted, señor Knight.
Ahora depende de su buen sentido. Entrégueme el almanaque. Me disolveré...
reorientado..., y nunca volverá a verme de nuevo. ¡Sinvergüenza! Será una bonita historia
de bar para narrar a los amigos. ¡Deme ese almanaque!
—¡Corte el rollo! —dijo Knight—. Esto es una farsa, ¿no se acuerda? Yo...
—¿Lo es? —interrumpió Boyne—. ¿Lo es? Míreme.
Durante casi un minuto, la joven pareja contempló la pálida cara blanca con sus ojos
espectrales. La semisonrisa abandonó los labios de Knight, y Jane se estremeció
involuntariamente. Hubo un escalofrío y desaliento en el reservado.
—¡Dios mío! —Knight miró con desamparo a Jane—. Esto no puede estar sucediendo.
Me lo está haciendo creer. ¿Tú?
Jane asintió con brusquedad.
—¿Qué podemos hacer? Si todo lo que dice es verdad, podemos rehusar y ser felices
para siempre.
—No —dijo Jane, con voz entrecortada—. En ese libro puede haber dinero y éxito, pero
también separación y muerte. Dale el almanaque.
—Cójalo —dijo Knight débilmente.
Boyne se incorporó en seguida. Cogió el paquete y se dirigió a la cabina telefónica.
Cuando salió tenía tres libros en una mano y un pequeño envoltorio hecho con el papel
del paquete en la otra. Colocó los libros sobre la mesa y se detuvo por un momento,
sosteniendo el envoltorio y sonriendo.
—Mi gratitud —dijo—. Ustedes han mitigado una situación precaria. Sería agradable
que recibieran algo a cambio. Tenemos prohibido transferir algo que pueda desviar las
corrientes de los fenómenos existentes, pero al menos les daré un recuerdo del futuro.
Retrocedió, se inclinó exageradamente y dijo:
—A vuestro servicio.
Luego se volvió y empezó a salir del bar.
—¡Eh! —llamó Knight—. ¿Y el recuerdo?
—Macy lo tiene —respondió Boyne, y desapareció.
La pareja se quedó algunos instantes en blanco, como durmientes que se despiertan
lentamente. Luego, mientras la realidad empezaba a retornar, se contemplaron uno al otro
y estallaron en risas.
—Realmente me ha asustado —dijo Jane.
—Y luego hablan de los personajes de la Tercera Avenida. ¡Qué actuación! Pero ¿qué
ha ganado con todo esto?
—Bien..., tiene tu almanaque.
—Pero eso no tiene sentido. —Knight comenzó a reír otra vez—. Todo ese asunto de
pagar a Macy sin darle nada. Y se supone que yo procuraré que no le estafen. Y el
misterio del recuerdo del futuro...
La puerta del bar se abrió con brusquedad y Macy cruzó el salón hacia el reservado.
—¿Dónde está ése? —vociferó Macy—. ¿Dónde está el ladrón? Boyne, se llama.
Aunque debería llamarse Dillinger.
—¿Por qué, señor Macy? —exclamó Jane—. ¿Qué ocurre?
—¿Dónde está ése? —Macy aporreó la puerta del lavabo de hombres—. ¡Sal de ahí,
cuentista!
—Se ha ido —dijo Knight—. Salió justo antes de que usted entrara.
—¡Y usted, señor Knight! —Macy apuntó con un dedo tembloroso al joven abogado—.
Usted, ponerse junto a ladrones y estafadores. ¡Debería darle vergüenza!
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Knight.
—Me dio un billete de cien dólares para alquilar este reservado. —Macy dio un gemido
de angustia—. Cien dólares. Llevé el billete a Bernie, el prestamista, por precaución, y me
ha dicho que es falso. Es una falsificación.
—Oh, no —Jane rió—. Es demasiado. ¿Una falsificación?
—Mirad —gritó Macy, arrojando el billete sobre la mesa.
Knight lo inspeccionó cuidadosamente. De pronto, palideció y la sonrisa se desvaneció
en su rostro. Buscó en sus bolsillos, extrajo un talonario y comenzó a escribir con dedos
temblorosos.
—¿Qué demonios estás haciendo? —preguntó Jane.
—Asegurarme de que no se estafe al señor Macy —dijo Knight—. Tendrá sus cien
dólares, señor Macy.
—¡Oliver! ¿Estás loco? Desprenderte de cien dólares...
—Yo tampoco perderé nada —respondió Knight—. ¡Todo se ajustará sin
dislocamientos! Son diabólicos. ¡Diabólicos!
—No comprendo.
—Mira ese billete —dijo Knight, con voz temblorosa—. Míralo con detalle.
Estaba bellamente impreso y, en apariencia, era auténtico. Los bondadosos rasgos de
Benjamín Franklin les contemplaban reales y apacibles; pero en la parte inferior de la
esquina derecha habían impreso: Serie 1980 D. Y abajo estaba firmado: Oliver Wilson
Knight, ministro de Hacienda
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