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AUTOR DE TIEMPOS PASADOS

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viernes, 4 de julio de 2008

Cap 2º-2ªPar. TIMOTHY ZAHN - STARS WARS -- NUEVA REPUBLICA II - EL RESURGIR DE LA FUERZA OBSCURA

Cap 2º-2ªPar. TIMOTHY ZAHN - STARS WARS -- NUEVA REPUBLICA II - EL RESURGIR DE LA FUERZA OBSCURA
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17


Mara nunca había estado en el espaciopuerto de Abregado-re, pero mientras caminaba por sus calles decidió que merecía la espantosa reputación que con tanto denuedo se había labrado.
No se notaba en la superficie. Al contrario, el lugar estaba limpísimo, si bien con esa cualidad antiséptica demostradora de que la limpieza había sido impuesta por un decreto gubernamental, y no por los deseos de sus habitantes. También parecía razonablemente pacífico, teniendo en cuenta la media de los espaciopuertos, con montones de agentes de seguridad uniformados patrullando las calles cercanas a las pistas de aterrizaje.
Pero bajo la pulida superficie, la podredumbre asomaba, en los furtivos movimientos de los nativos, en los contoneos jactanciosos de los hombres de seguridad uniformados, en las miradas detenidas de los hombres de seguridad de paisano, pero igualmente obvios. El orden era impuesto en el espaciopuerto, y tal vez en todo el planeta, mediante alambradas y desintegradores.
Un régimen totalitario, y una población desesperada por escapar. El típico lugar donde alguien traicionaría a quien fuera por un billete para otro planeta. Lo cual significaba que si alguno de los nativos descubría que había una nave contrabandista, plantada ante las mismísimas narices de Seguridad, a Mara le quedaban diez pasos antes de que todo el mundo se le echara encima.
Caminó hacia una puerta descolorida, con un letrero igualmente descolorido que rezaba: «Pista de Aterrizaje 21», y confió en que no hubiera una trampa. Le disgustaría morir en un lugar semejante.
La puerta no estaba cerrada con llave. Respiró hondo, muy consciente de los dos hombres de seguridad uniformados que tenía a la vista, y entró.
Era el Etéreo, sin duda, tan destartalado y decrépito como cuando Fynn Torve lo había abandonado en la pista de aterrizaje 63 del mismo espaciopuerto. Mara le dedicó un rápido examen, comprobó todas las grietas y abolladuras, capaces de albergar a un escuadrón armado, y se fijó por fin en el joven de cabello oscuro espatarrado en una silla, junto a la rampa bajada del carguero. Aun en aquella postura descuidada, no podía disimular el aura militar que le rodeaba.
—Hola —la saludó, y dejó la agenda electrónica que estaba leyendo—. Bonito día para volar. ¿Le interesa alquilar una nave?
—No —dijo Mara. Caminó hacia él, mientras intentaba mirar en todas direcciones a la vez—. Prefiero comprar. ¿Qué clase de nave es este trasto?
—Es una Harkners-Balix Nueve-Cero-Tres —replicó el joven, como herido en su orgullo—. Un trasto volador, en efecto.
No era muy buen actor, pero le entusiasmaba su papel. Mara apretó los dientes y maldijo en silencio a Torve por haber establecido aquel ridículo procedimiento de identificación.
—A mí me parece una Nueve—Diecisiete —dijo—. O incluso una Nueve—Veintidós.
—No, es una Nueve—Cero—Tres —insistió el joven—. Confíe en mí. Entre y le enseñaré las diferencias.
—Oh, fantástico —murmuró Mara para sí, mientras le seguía rampa arriba.
—Me alegro de que haya venido —dijo el hombre cuando llegaron al final de la rampa—. Empezaba a creer que la habían cogido.
—Aún podría pasar si no cierra el pico —gruñó Mara—. Baje la voz, ¿quiere?
—No hay problema —la tranquilizó—. Tengo a todos sus androides MSE efectuando tareas de limpieza justo dentro del casco exterior. El ruido que hacen es suficiente para neutralizar cualquier sonda auditiva.
En teoría, tenía razón. En la práctica... Bien, si los nativos tenían el lugar vigilado, surgirían problemas igualmente.
—¿Le costó que desembargaran la nave? —preguntó .
—No mucho. El administrador del espaciopuerto dijo que todo el asunto era de lo más irregular, pero no me dio quebraderos de cabeza.
—Hizo una mueca—. Supongo que la cuantía del soborno tuvo algo que ver con ello. Por cierto, me llamo Wedge Antilles. Soy amigo del capitán Solo.
—Encantada de conocerle. ¿Solo no pudo hacerlo? Antilles negó con la cabeza.
—Tuvo que abandonar Coruscant en una especie de misión especial, y me pidió que les consiguiera la nave. Me habían destinado a una misión de escolta a un par de sistemas de distancia, de modo que no me causó el menor problema.
Mara le examinó de pies a cabeza. A juzgar por su complexión y aspecto...
—¿Piloto de cazas B? —aventuró.
—De cazas X —la corrigió—. He de regresar antes de que mi convoy termine de cargar. ¿Quiere que la escolte hasta salir de aquí?
—No, gracias.
Mara reprimió la tentación de decir algo sarcástico. La primera regla del contrabandista era pasar lo más desapercibido posible, y despegar de un espaciopuerto de tercera en compañía de un reluciente caza X de la Nueva República no parecía lo más adecuado.
—Déle las gracias a Solo.
—De acuerdo. Ah, otra cosa —añadió Antilles, antes de que se marchara—. Solo también me pidió que le preguntara si su gente estaría interesada en vender información sobre nuestro amigo de los ojos.
Mara le dirigió una mirada penetrante.
—¿Nuestro amigo de los ojos? Antilles se encogió de hombros.
—Eso dijo, y que usted lo entendería. Mara torció los labios.
—Lo entiendo muy bien. Dígale que transmitiré el mensaje.
—De acuerdo.
—Vaciló—. Daba la impresión de que era muy importante...
—He dicho que transmitiré el mensaje. Antilles volvió a encogerse de hombros.
—Muy bien. Sólo hacía mi trabajo. Buen viaje.
Se despidió con un cabeceo y bajó por la rampa. Mara, que aún esperaba una trampa, cerró la escotilla y subió al puente.
Tardó un cuarto de hora en preparar la secuencia de prevuelo, casi el mismo tiempo empleado por los controladores para autorizar su despegue. Conectó los retropropulsores y salió al espacio.
Había ascendido lo suficiente para encender el propulsor sublumínico, cuando los pelos de la nuca se le erizaron.
—Oh, oh —murmuró en voz alta, y paseó la vista por las pantallas.
No se veía nada, pero tan cerca de una masa planetaria, eso no quería decir nada. Cualquier cosa podía acechar sobre el horizonte,
desde una simple escuadrilla de cazas TIE hasta un Destructor Estelar imperial.
Pero tal vez aún no estaban preparados...
Dio toda la energía al propulsor y quedó aplastada contra el asiento varios segundos, mientras el compensador de aceleración luchaba por imponerse. Un aullido indignado del controlador surgió por el altavoz de comunicaciones. Sin hacerle caso, tecleó en el ordenador, con la esperanza de que Torve hubiera seguido el procedimiento habitual de Karrde, cuando aterrizó por primera vez en Abregado.
Pues sí. El cálculo del salto ya había sido computado y cargado. Sólo faltaba iniciar el proceso. Pulsó las teclas necesarias para que el ordenador empezara a realizar los pequeños ajustes que corregirían un par de meses de desvío galáctico, y miró por la portilla de proa.
Sobre el horizonte se veía el inmenso bulto de un Destructor Estelar de clase Victoria.
Y se dirigía hacia ella.
Mara permaneció inmóvil un largo momento, mientras su mente exploraba todas las posibilidades, sabiendo al mismo tiempo que era inútil. El comandante del Destructor Estelar había planeado la intercepción con suma destreza. Teniendo en cuenta sus respectivas trayectorias y la proximidad del Etéreo al planeta, no había forma de que Mara pudiera eludir las armas y haces de arrastre de la nave atacante durante el tiempo necesario para escapar a la velocidad de la luz. Jugueteó con la esperanza de que los imperiales no fueran tras ella, que su objetivo fuera el tal Antilles, pero la esperanza se evaporó rápidamente. Un solo piloto de cazas X no podía ser lo bastante importante para enviar en su busca a un Destructor Estelar de clase Victoria. Y si lo fuera, no sería tan incompetente para dejarse atrapar.
—Carguero Etéreo —retumbó una voz fría en el altavoz—. Al habla el Destructor Estelar Inexorable. Se le ordena que apague los motores y se prepare para ser conducido a bordo.
No había duda. La buscaban a ella. Dentro de escasos minutos, sería su prisionera.
A menos que... Conectó el micrófono.
—Destructor Estelar Inexorable, aquí el Etéreo. Les felicito por su sistema de vigilancia. Empezaba a temer que debería recorrer los cinco sistemas siguientes para encontrar una nave imperial.
—Desconectará todos los sistemas deflectores...
La voz enmudeció cuando su propietario reparó, con retraso, en que aquélla no era la respuesta normal de un prisionero imperial normal.
—Quiero hablar con su capitán en cuanto suba a bordo —continuó Mara—. Necesito que me concierte una cita con el gran almirante Thrawn y me proporcione un transporte para dirigirme a done el Quimera se encuentre en este momento. Preparen un haz de arrastre. No quiero posar este monstruo en su hangar por mis propios medios.
Demasiadas sorpresas para el pobre hombre.
—Er... Carguero Etéreo... —probó de nuevo.
—Bien pensado, póngame con el capitán ahora mismo —le interrumpió Mara. Ahora llevaba la iniciativa, y no estaba dispuesta a perderla—. Nadie puede intervenir nuestra comunicación.
Se produjo un momento de silencio. Mara siguió su curso, pero una duda se insinuó en su determinación. «Es la única forma», se dijo.
—Aquí el capitán —dijo una nueva voz—. ¿Quién es usted?
—Alguien que posee información importante para el gran almirante Thrawn —contestó Mara, en tono algo altanero—. De momento, es lo único que necesita saber.
El capitán no se dejaba impresionar tanto como sus oficiales.
—Vaya —replicó con sequedad—. Según nuestros informes, usted forma parte de la banda de contrabandistas de Talon Karrde.
—¿No cree que una persona de esas características puede contarle algo útil al gran almirante? —contestó, en un tono todavía más gélido.
—Oh, estoy seguro, pero no veo la razón para molestarle por lo que, al fin y al cabo, no será más que un interrogatorio rutinario. Mara cerró los puños. Tenía que evitar a toda costa el lavado de cerebro que el capitán insinuaba.
—Yo no se lo aconsejaría —dijo, con toda la dignidad y la autoridad que recordaba de la antigua corte imperial—. El gran almirante se enfadaría muchísimo con usted. Muchísimo.
Siguió una breve pausa. El capitán se estaba dando cuenta de que tenía algo serio entre manos, pero tampoco quería rendirse tan pronto.
—Tengo órdenes —dijo—. Necesito más que vagas insinuaciones para hacer con usted una excepción.
Mara se armó de valor. Había llegado el momento. Después de tantos años de esconderse del Imperio, así como de todo el mundo, había llegado el momento.
—Envíe este mensaje al gran almirante. Dígale que el código de identificación es Hapsir, Barrini, Corbolan, Triaxis.
Hubo un momento de silencio, y Mara comprendió que había ganado la partida.
—¿Su nombre? —preguntó el capitán, en tono respetuoso.
El Etéreo sufrió una leve sacudida cuando el haz de arrastre del Inexorable lo atrapó. Ya se había comprometido. No le quedaba otro remedio que llegar hasta las últimas consecuencias.
—Dígale que me conocían como la Mano del Emperador.
Subieron el Etéreo a bordo, la condujeron con vacilante deferencia hasta los aposentos de un oficial superior, y se alejaron de Abregado a toda velocidad.
Permaneció sola en el camarote durante el resto del día y de la noche, sin ver ni hablar con nadie. Le enviaron las comidas mediante un androide criado SE4; la puerta siempre estuvo cerrada con llave. Era imposible afirmar si el encierro forzoso era por orden del capitán o de instancias superiores, pero al menos le dio tiempo para concretar sus planes.
Tampoco había forma de saber adónde iban, pero a juzgar por el ruido torturado de los motores, adivinó que habían sobrepasado la velocidad normal de un Destructor Estelar de clase Victoria, de punto cuatro cinco. Tal vez habían alcanzado punto cinco, lo cual significaba que iban a ciento veintisiete años luz por hora. Durante un rato, intentó calcular qué sistema era su objetivo, pero a medida que transcurrían las horas y el número de posibilidades aumentaba, abandonó el juego.
Veintidós horas después de salir de Abregado, llegaron al punto de cita. El lugar más inesperado. El único lugar de la galaxia al que hubiera querido ir. El lugar donde su universo había muerto de un repentino y violento choque.
Endor.
—El gran almirante la recibirá ahora —anunció el jefe del escuadrón de milicianos.
Se apartó de la puerta abierta e indicó que saliera. Mara echó un vistazo a los silenciosos guardaespaldas noghri que montaban guardia a cada lado de la puerta y obedeció.
—Ah.
Una voz que recordaba muy bien se oyó desde el centro de mando, en mitad de la sala. El gran almirante Thrawn estaba sentado en el interior del doble anillo de pantallas. Sus ojos brillaban sobre el blanco uniforme.
—Entre.
Mara se quedó donde estaba.
—¿Por qué me ha traído a Endor? —preguntó. Los ojos centelleantes se entornaron.
—¿Perdón?
—Ya me ha oído. Endor. Donde el emperador murió. ¿Por qué ha elegido este lugar para la cita?
El almirante pareció meditar sobre el punto.
—Acérquese más, Mara Jade.
La voz era autoritaria, y Mara avanzó hacia él, antes de darse cuenta de lo que hacía.
—Si se trata de una broma, es de pésimo gusto —dijo—. Si se trata de una prueba, terminemos cuanto antes.
—Ni una ni otra —dijo Thrawn, cuando la mujer llegó al borde del anillo exterior y se detuvo—. Otros asuntos sin relación con éste han forzado la elección.
—Enarcó una ceja negro azulada—. Si bien puede que exista cierta relación. Ya se verá. Dígame, ¿siente la presencia del emperador?
Mara respiró hondo, y notó que el aire se introducía en sus pulmones con un dolor tan real como intangible. ¿Adivinaría Thrawn cuánto le hería este lugar?, se preguntó. ¿Cuántos recuerdos y sensaciones de Endor aún conservaba? ¿Acaso podía importarle en algo? Lo sabía, sin duda. Su forma de mirarla le delataba. A Mara le daba igual lo que pensara.
El labio de Thrawn se agitó, tal vez al percibir que Mara daba por sentado que abandonaría el Quimera.
—Muy bien. Déme alguna prueba de su identidad.
—Di al capitán del Inexorable un código de identidad de alto nivel —le recordó ella.
—Por eso está aquí, y no en una celda. El código no constituye una prueba suficiente.
—Muy bien. Nos encontramos una vez, durante la inauguración
pública de la nueva ala de la Asamblea del palacio imperial, en Coruscant. En aquella ceremonia, el emperador me presentó a usted como Lianna, una de sus bailarinas favoritas. Más tarde, durante la ceremonia privada que siguió, le reveló mi verdadera identidad.
—¿Y cuál fue aquella ceremonia privada?
—Su ascenso secreto al rango de gran almirante. Thrawn se humedeció los labios, sin dejar de mirarla.
—Usted llevó un vestido blanco en ambas ceremonias —dijo—. Aparte del cinturón, el vestido sólo llevaba un adorno. ¿Recuerda cuál era?
Mara tuvo que forzar su memoria.
—Un pequeño dibujo en un hombro —dijo poco a poco—. En el hombro izquierdo. Un diseño xyquino, según creo recordar.
—En efecto.
Thrawn se inclinó hacia su tablero de control y tocó una tecla. De pronto, la sala se llenó de hologramas que reproducían adornos para los hombros.
—El que llevaba está en algún lugar de esta estancia. Búsquelo. Mara tragó saliva y paseó la vista a su alrededor. Había poseído cientos de vestidos extravagantes para representar su papel de miembro del entorno del emperador. Recordar un diseño en concreto entre tantos...
Meneó la cabeza y trató de disipar la sensación de mareo que invadía su mente. En otro tiempo tenía una memoria excelente, que el entrenamiento del emperador había mejorado. Se concentró en sus pensamientos, luchó contra el aura inquietante de este lugar...
—Ése es.
Señaló una delicada filigrana dorada y azul.
La expresión de Thrawn no cambió, pero dio la impresión de que se relajaba un poco.
—Bienvenida, Mano del Emperador.
—Pulsó la tecla por segunda vez y la galería de arte desapareció—. Ha tardado mucho tiempo en volver.
Los ojos brillantes escrutaron su rostro. La pregunta no verbalizada era evidente.
—¿Qué me esperaba antes? —replicó—. ¿Quién, sino un gran almirante, me habría reconocido?
—¿Fue ésa la única razón?
Mara vaciló, consciente de la trampa. Hacía más de un año que
Thrawn sujetaba las riendas del Imperio, pero no se había puesto en contacto con él hasta ahora.
—Hubo dos razones —contestó—, pero no me interesa hablar de ellas en este momento.
La expresión de Thrawn se endureció.
—¿Al igual que, supongo, no querrá hablar de por qué ayudó a Skywalker a escapar de Talon Karrde?
«Matarás a Luke Skywalker.»
Mara dio un respingo, sin estar segura de si la voz era real, o sólo la había escuchado en su mente. El extraño zumbido se intensificó, y por un momento casi pudo ver el rostro marchito del emperador. La imagen adquirió más definición, y el resto de la sala empezó a dar vueltas ante sus ojos...
Respiró hondo y se obligó a mantener la calma. No se desmoronaría. Aquí no, y menos delante del gran almirante.
—No fue idea mía dejar que Skywalker escapara —dijo.
—¿Y no pudo cambiar esa decisión? —preguntó Thrawn, enarcando una ceja—. ¿Usted, la Mano del Emperador?
—Estábamos en Myrkr —le recordó Mara, tirante—. Bajo la influencia de un planeta plagado de ysalamiri.
—Desvió la vista hacia el ysalamir que colgaba del armazón situado detrás de Thrawn—. Dudo que usted haya olvidado sus efectos sobre la Fuerza.
—Oh, los recuerdo muy bien —asintió Thrawn—. Es su influencia sobre la Fuerza, precisamente, la demostración de que Skywalker recibió ayuda para escapar. Todo cuanto necesito que me diga es si el propio Karrde dio la orden, o algunos miembros de su banda actuaron a su aire.
Para saber sobre quién debía ejercer su venganza. Mara miró aquellos ojos brillantes, y empezó a recordar por qué el emperador había nombrado a este hombre gran almirante.
—Da igual quién haya sido responsable —contestó—. He venido para ofrecer un trato que salde la deuda.
—La escucho —dijo Thrawn, inexpresivo.
—Quiero que deje de perseguir a Karrde y a su organización. Que retire la recompensa ofrecida por nuestras cabezas, y su garantía de que seremos respetados por las fuerzas imperiales en todos los planetas que controlan.
—Vaciló, pero no era el momento de ir con remilgos—. También quiero un crédito económico de tres millones, ingresado a nombre de Karrde, para adquirir productos y servicios imperiales.
—Vaya, vaya —dijo Thrawn, sonriente—. Temo que Skywalker no valga tanto para mí. ¿O también se propone entregarme Coruscant?
—No estoy ofreciendo Skywalker ni Coruscant. Le estoy ofreciendo la flota Katana.
La sonrisa se desvaneció.
—¿La flota Katana? —repitió Thrawn en voz baja, con ojos centelleantes.
—Sí, la flota Katana. La Fuerza Oscura, si prefiere un apelativo más melodramático. Supongo que habrá oído hablar de ella.
—Ya lo creo. ¿Dónde está?
Otra vez el tono de mando, pero Mara estaba preparada esta vez.
—No lo sé, pero Karrde sí.
Thrawn la contempló en silencio unos instantes.
—¿Cómo? —preguntó por fin.
—Realizó una operación de contrabando que salió mal. Escaparon de algunos patrulleros imperiales, pero no tuvieron tiempo de calcular con exactitud el salto al hiperespacio. Se toparon con la flota, pensaron que se trataba de una trampa y volvieron a saltar, y casi destruyeron la nave en el intento. Karrde se encargaba de la navegación; más tarde, se hizo una idea de adónde habían ido a parar.
—Interesante —murmuró Thrawn—. ¿Cuándo sucedió, exactamente?
—No le contaré más hasta que hagamos un trato.
—Mara captó la expresión de su rostro—. Y si está pensando en someterme a interrogatorio, pierde el tiempo. No sé dónde está la flota.
Thrawn la estudió.
—Y aunque lo supiera, habría bloqueado la información de alguna manera. Muy bien. Dígame dónde está Karrde.
—¿Para que Inteligencia le interrogue a él? —Mara meneó la cabeza—. No. Yo iré a él, y después le comunicaré a usted el emplazamiento. Luego, haremos el intercambio, suponiendo que el trato sea de su gusto.
Una sombra oscura cruzó el rostro de Thrawn.
—No se imagine que va a darme órdenes, Mara Jade —dijo en voz baja—. Ni siquiera en privado.
Un escalofrío recorrió la espalda de Mara. Sí, ya recordaba muy bien por qué Thrawn había sido nombrado gran almirante.
—Fui la Mano del Emperador —le recordó, imitando su tono lo
mejor posible—. Hablaba en su nombre..., y hasta los grandes almirantes estaban obligados a escuchar.
Thrawn dibujó una sonrisa sardónica.
—Vaya, Mano del Emperador, su memoria flaquea. En el fondo, usted era poco más que un correo especializado.
Mara le taladró con la mirada.
—Tal vez sea usted quien necesite refrescar la memoria, gran almirante Thrawn —replicó—. Viajé a lo largo y ancho del Imperio en su nombre, tomando decisiones políticas que cambiaron vidas en los niveles más altos de gobierno...
—Usted comunicaba su voluntad —la interrumpió Thrawn—. Nada más. El que escuchara sus órdenes con más claridad que el resto de sus Manos es irrelevante. Se limitaba a llevar a la práctica sus decisiones.
—¿Qué quiere decir con el resto de sus Manos? —bufó Mara—. Yo era la única...
Enmudeció. La expresión de Thrawn... De pronto, su cólera se disipó.
—No —exclamó con voz ahogada—. No. Se equivoca. Thrawn se encogió de hombros.
—Crea lo que quiera, pero no intente confundir a los demás con recuerdos exagerados de su importancia.
—Pulsó una tecla del tablero de control—. ¿Algún informe del equipo de abordaje, capitán?
La contestación no se oyó, pero a Mara no le interesaba lo que estaban haciendo los hombres de Thrawn. Estaba equivocado. Tenía que estarlo. ¿Acaso no le había concedido el propio emperador el título de Mano del Emperador? ¿Acaso no le había conducido a Coruscant desde su hogar, entrenándola y enseñándola a utilizar su rara sensibilidad hacia la Fuerza para servirle?
No le habría mentido. De ninguna manera.
—No, da igual —dijo Thrawn. Miró a Mara—. No tendrá idea de por qué Leia Organa Solo ha venido a Endor, ¿verdad?
Mara volvió al presente con un esfuerzo.
——¿Organa Solo está aquí?
—El Halcón Milenario sí, al menos. En órbita, lo cual no nos permite saber dónde está ella, por desgracia. Si es que está.
—Se volvió hacia el tablero—. Muy bien, capitán. Traiga la nave a bordo. Quizá una investigación más detenida nos revele algo.
Cortó el circuito.
—Muy bien, Mano del Emperador. Cerremos el trato: la Fuerza
oscura a cambio de la vida de Karrde. ¿Cuánto tardará en regresar a la base actual de Karrde?
Mara vaciló, pero la información no serviría de mucho al gran almirante.
—En el Etéreo, unos tres días. Dos y medio si lo fuerzo.
—Le sugiero que lo haga, puesto que cuenta con ocho días exactamente para obtener la localización y traérmela.
Mara le miró fijamente.
—¿Ocho días? Pero eso...
—Ocho días. O descubriré la localización a mi manera.
Una docena de réplicas posibles pasaron por la mente de Mara. Otra mirada a aquellos ojos rojos las silenciaron.
—Haré lo que pueda —logró articular. Dio media vuelta y se alejó.
—Estoy seguro —dijo Thrawn—. Y después, nos sentaremos y hablaremos largo y tendido. Sobre los años que ha pasado alejada del servicio imperial..., y de por qué ha tardado tanto en volver.
Pellaeon miró con rigidez a su comandante. Oía los latidos del corazón dentro de su pecho.
—¿La flota Katana? —preguntó con cautela.
—Eso me ha dicho la Mano del Emperador —dijo Thrawn. Tenía la vista fija en una pantalla—. Puede que haya mentido, por supuesto.
Pellaeon asintió mecánicamente. Un amplio abanico de posibilidades se abrió ante él.
—La Fuerza Oscura —murmuró, escuchando el eco de las palabras en su mente—. En otro tiempo abrigué la esperanza de encontrarla yo mismo.
—Igual que casi toda la gente de su edad —replicó con sequedad Thrawn—. ¿Han instalado el radio guía en la nave?
—Sí, señor.
Pellaeon dejó que su mirada vagara por la sala. Sus ojos se concentraron, desprovistos de auténtico interés, en las esculturas y planos que Thrawn había desplegado hoy. La Fuerza Oscura. Perdida durante cerca de cincuenta y cinco años. Ahora, al alcance de sus manos...
Contempló las esculturas con el ceño fruncido. Muchas le resultaban familiares.
—Son diversas obras de arte que adornaban las oficinas de Propulsores Estelares Rendili y del departamento de planificación de la Flota, cuando estaban trabajando en el diseño básico de la Katana —respondió Thrawn a su muda pregunta.
—Entiendo.
—Pellaeon respiró hondo y, casi de mala gana, volvió a la realidad—. Se habrá dado cuenta, señor, de que la afirmación de Jade es muy improbable.
—Ciertamente.
—Thrawn volvió sus ojos relucientes hacia Pellaeon—, pero también es verdad.
—Pulsó una tecla, y parte de la galería de arte desapareció—. Observe.
Pellaeon obedeció. Era la misma escena que Thrawn le había enseñado días antes: los tres Acorazados renegados, cubriendo la huida de la Dama Afortunada y del carguero no identificado.
Inhaló aire con fuerza y una sospecha se abrió paso en su interior.
—¿Esas naves?
—¿Sí? —contestó Thrawn, con voz sombría aunque satisfecha—. La diferencia entre Acorazados normales y los provistos de circuito auxiliar son sutiles, pero visibles cuando se conocen.
Pellaeon contempló el holograma con el ceño fruncido, mientras intentaba encajar las piezas del rompecabezas.
—Con su permiso, almirante, pero no tiene sentido que Karrde haya proporcionado las naves a ese renegado corelliano.
—Estoy de acuerdo —asintió Thrawn—. Es evidente que algún otro miembro de aquella desgraciada partida de contrabandistas también se dio cuenta de lo que habían encontrado. Tendremos que encontrar a ese alguien.
—¿Tenemos alguna pista?
—Unas cuantas. Según Jade, escaparon de una fuerza imperial cuando regresaban de un trabajo frustrado. Esos incidentes deben estar archivados en algún sitio; los compararemos con lo que sabemos acerca del pasado de Karrde y veremos qué obtenemos. Jade también dijo que la nave sufrió graves daños cuando procedía a dar el segundo salto. Si tuvieron que ir a un espaciopuerto importante para llevar a cabo las reparaciones, también constará en el registro.
—Ordenaré a Inteligencia que empiece de inmediato —asintió Pellaeon.
—Estupendo.
—La mirada de Thrawn adquirió un tinte vago—. Y también quiero que se ponga en contacto con Niles Ferrier. Pellaeon tuvo que escarbar en su memoria.
—¿Ese ladrón de naves que envió en busca de la base corelliana?
—Exacto. Dígale que se olvide de los corellianos y se concentre en Solo y Carlissian.
—Arqueó una ceja—. Al fin y al cabo, si el corelliano se propone unirse a la Rebelión, no podría regalarles nada mejor que la flota Katana.
El comunicador zumbó.
—¿Sí? —preguntó Thrawn.
—Señor, el blanco ha saltado a la velocidad de la luz —informó una voz—. Recibimos fuertes señales de radio guía. Vamos a efectuar la extrapolación probable.
—Muy bien, teniente —contestó Thrawn—, pero no se moleste todavía con las extrapolaciones. Cambiará de curso una vez más, como mínimo, antes de dirigirse hacia su verdadero destino.
—Sí, señor.
—De todos modos, no queremos que se nos adelante demasiado —dijo Thrawn a Pellaeon, mientras desconectaba el comunicador—. Será mejor que regrese al puente, capitán, y se encargue de que el Quimera le siga.
—Sí, señor.
—Pellaeon vaciló—. Pensaba que íbamos a darle tiempo para que consiguiera la localización de la Katana.
La expresión de Thrawn se endureció.
—Ella ya no está a favor del Imperio, capitán. Quiere hacernos creer que ha vuelto; incluso es posible que quiera creérselo ella misma, pero no es verdad. Da igual. Nos va a conducir hasta Karrde, y eso es lo más importante. Entre él y el renegado corelliano, tenemos dos pistas que guían hacia la flota Katana. De una forma u otra, la encontraremos.
Pellaeon cabeceó y notó que, pese a sus esfuerzos por reprimir cualquier emoción, se sentía muy excitado. La flota Katana. Doscientos Acorazados, esperando a que el Imperio tomara posesión de ellos.
—Tengo la sensación, almirante —dijo—, de que vamos a lanzar la ofensiva final contra la Rebelión antes de lo previsto.
Thrawn sonrió.
—Creo, capitán, que tal vez esté en lo cierto.





18


Estaban sentados alrededor de una mesa, en casa de la maitrakh, desde el amanecer, estudiando mapas, planos y diagramas, en busca de un plan de acción que fuera algo más que una forma complicada de
rendirse. Por fin, poco antes del mediodía, Leia pidió un descanso.
—No puedo seguir mirando esto —dijo a Chewbacca. Cerró los ojos y se masajeó las sienes con los pulgares—. Salgamos a dar un paseo.
Chewbacca gruñó una objeción.
—Sí, ya sé que hay peligros —admitió—, pero todo el pueblo sabe que estamos aquí, y nadie lo ha denunciado todavía a las autoridades. Vamos; no pasará nada.
Abrió la puerta y salió. Chewbacca gruñó para sí, pero la siguió. El sol de la mañana brillaba con fuerza, sólo perturbado por algunas nubes altas. Leia contempló el cielo transparente, y se estremeció involuntariamente cuando una súbita sensación de desnudez surgió en su interior. Un cielo transparente, que se perdía en el espacio..., pero no pasaba nada. Poco antes de medianoche, la maitrakh había comunicado la noticia de la inminente partida del Destructor Estelar, una partida que Chewbacca y ella habían seguido con los macroprismáticos del wookie. Era su primer descanso desde la detención de Khabarakh. Cuando empezaban a creer que ya no existía ninguna esperanza, el gran almirante se había marchado de repente.
Fue un regalo inesperado, un regalo que Leia consideró muy sospechoso. A juzgar por la forma en que había hablado el gran almirante en el dukha, esperaba que se quedara hasta que el período de humillación de Khabarakh hubiera expirado, para iniciar el interrogatorio a bordo de su nave. Quizá había cambiado de opinión y liberado antes a Khabarakh, en un gesto de desprecio hacia la tradición noghri, pero la maitrakh había dicho que Khabarakh seguía expuesto en el centro de Nystao.
A menos que la mujer mintiera, o que a ella le hubieran mentido. Pero si el gran almirante sospechaba lo suficiente para mentir a la maitrakh, ¿por qué no había enviado ya a una legión de tropas imperiales para capturarles?
Claro que era un gran almirante, poseedor de toda la astucia, sutileza y genio táctico que el título implicaba. Tal vez se trataba todo de una compleja trampa, orquestada con suma cautela, que no vería hasta caer en ella.
«¡Basta!», se ordenó. Dejarse atrapar en el mito de la infalibilidad construido alrededor de los grandes almirantes acabaría conduciéndola a la parálisis mental. Hasta los grandes almirantes podían cometer errores, y diversos motivos podrían haberle alejado de Honogrh. Quizá una fase de su campaña contra la Nueva República había fracasado, requiriendo su presencia en otro lugar, o se ausentaría por un breve tiempo, para regresar al cabo de uno o dos días.
Fuera como fuese, significaba que había llegado el momento de actuar. Si lograban pensar en algo.
Chewbacca, que caminaba detrás de ella, gruñó una sugerencia.
—No podemos hacer eso.
—Leía meneó la cabeza—. Sería lo mismo que bombardear el espaciopuerto. Hemos de procurar que los daños causados a Nystao y a su gente sean mínimos.
El wookie rugió de impaciencia.
—No sé qué más hacer —replicó ella—. Sólo sé que la muerte y la destrucción masivas nos devolverán a donde estábamos antes de llegar. Desde luego, no convencerá a los noghri de que deben abandonar el Imperio y ponerse de nuestro lado.
Contempló las lejanas colinas y la hierba kholm parda que la brisa agitaba. Las formas rechonchas de doce androides descontaminadores brillaban bajo el sol. Levantaban un cuarto de metro cúbico de suelo cada vez, lo introducían en sus entrañas, y volvían a sacarlo limpio. Liberaban al pueblo de Honogrh, lenta pero incesantemente, del desastre que se había cernido sobre él, y actuaban como eficaz recordatorio, por si alguien lo necesitara, de la benevolencia del Imperio.
—Lady Vader —maulló una voz grave detrás de ella. Leia pegó un brinco.
—Buenos días, maitrakh —dijo. Se volvió y dedicó a la noghri una solemne reverencia—. Confío en que se encuentre bien.
—No me siento enferma —replicó su interlocutora.
—Estupendo.
La palabra se le antojó insuficiente. La maitrakh había tenido la educación de no decir nada en voz alta, pero estaba claro que se consideraba en situación de perdedora, puesto que el deshonor y, tal
vez, la muerte esperaban a su familia en cuanto el gran almirante descubriera lo que había hecho Khabarakh. Leia sabía que era cuestión de tiempo que llegara a la conclusión de que entregar los intrusos al Imperio era la alternativa menos desastrosa que le quedaba.
—¿Cómo van sus planes? —preguntó la maitrakh.
Leia miró a Chewbacca.
—Vamos progresando —contestó.
En cierto modo, era verdad: la eliminación de todos los planteamientos que habían enfocado podía calificarse técnicamente de progreso.
—De todos modos, aún nos queda mucho por hacer.
—Sí —dijo la maitrakh—. Su androide ha pasado mucho tiempo con las otras máquinas.
—No ha tenido tanto trabajo como yo había supuesto. Usted y mucha gente hablan básico mejor de lo que esperaba.
—El gran almirante nos enseñó bien.
—Al igual que mi padre, lord Darth Vader, antes que él —le recordó Leia.
La maitrakh guardó silencio un momento.
—Sí —admitió de mala gana.
Leia experimentó un escalofrío. El primer paso de la traición sería poner cierta distancia emocional entre los noghri y su anterior amor.
—Esta zona quedará terminada pronto —dijo la maitrakh, señalando a los androides descontaminadores—. Si acaban antes de diez días, podremos plantar esta misma estación.
—¿Les permitirá la tierra ganada ser autosuficientes?
—Ayudará, pero no lo bastante.
Leia cabeceó, algo frustrada. Para ella, el propósito del Imperio era tan descarado como cínico. Una cuidadosa programación del proceso de descontaminación mantendría indefinidamente a los noghri a
un paso de la independencia, pero sin poder superar jamás esa barrera. Lo sabía, y la maitrakh lo sospechaba, pero demostrarlo era algo muy diferente.
—Chewie, ¿sabes algo sobre los androides descontaminadores? —preguntó de repente. Ya se le había ocurrido antes la idea, pero nunca la había desarrollado—. ¿Crees que podrías calcular cuánto
tardarían los androides que hay en Honogrh en descontaminar toda esta zona?
El wookie gruñó una afirmación y se lanzó a un resumen de las cifras relevantes. Estaba claro que a él también se le había ocurrido la pregunta.
—En este momento no necesito un análisis exhaustivo —interrumpió Leia la cascada de cálculos y extrapolaciones—. ¿Tienes el resultado?
Lo tenía. Ocho años.
—Entiendo —murmuró Leia. Su leve esperanza se desvaneció—. Tanto como puede durar la guerra, ¿no?
—¿Aún cree que el gran almirante nos ha engañado? —la acusó la maitrakh.
—Sé que les está engañando —corrigió Leia—, pero no puedo demostrarlo.
La maitrakh permaneció en silencio un minuto.
—¿Qué van a hacer?
Leia aspiró una larga bocanada de aire y la expulsó lentamente.
—Hemos de salir de Honogrh. Eso significa irrumpir en el espaciopuerto de Nystao y robar una nave.
—Eso no sería difícil para la hija de lord Darth Vader.
Leia hizo una mueca y pensó en el sigilo con que la maitrakh se había acercado a ellos, unos minutos antes. Los guardias del espaciopuerto serían más jóvenes y expertos. Debió ser un gran pueblo de cazadores, antes de que el emperador les convirtiera en sus máquinas de asesinar particulares.
—Robar una nave no será demasiado difícil —dijo a la maitrakh, consciente de que estaba exagerando—. La dificultad estriba en que hemos de llevarnos a Khabarakh.
La maitrakh se paró en seco.
—¿Qué ha dicho? —siseó.
—Es la única solución. Si dejamos a Khabarakh en manos del Imperio, le arrancarán todo lo que ocurrió aquí. Y cuando eso pase, usted y él morirán, y tal vez toda su familia. No podemos permitirlo.
—Entonces, ustedes también se enfrentarán a la muerte. Los guardias no tolerarán que liberen a Khabarakh.
—Lo sé —contestó Leia, muy consciente de las dos vidas que albergaba en su seno—. Tendremos que correr ese riesgo.
—Tal sacrificio no implicará ningún honor —casi rugió la anciana—. El clan Kihm'bar no lo grabará en su historial, ni el pueblo noghri lo recordará.
—No lo haré para recibir alabanzas del pueblo noghri.
—Leia suspiró, cansada de golpearse la cabeza contra malentendidos alienígenas. Tenía la impresión de que toda su vida había pasado por la misma experiencia—. Lo haré porque estoy harta de que muera gente por culpa de mis errores. Pedí a Khabarakh que me trajera a Honogrh; me responsabilizo de lo ocurrido. No puedo huir y dejarles expuestos a la venganza del gran almirante.
—Nuestro señor el gran almirante no nos tratará con semejante dureza.
Leia miró a la maitrakh. —
—En cierta ocasión, el Imperio destruyó todo un planeta por mi causa —dijo en voz baja—. No quiero que se repita jamás.
Sostuvo la mirada de la maitrakh un momento más, y luego la desvió. Pensamientos y emociones contradictorios pugnaban en su mente. ¿Estaba haciendo lo correcto? Había arriesgado su vida innumerables veces, pero siempre por sus camaradas de la Rebelión y por la causa en que creía. Hacer lo mismo por los siervos del Imperio, aun por siervos que se habían visto obligados a interpretar ese papel, era algo muy distinto. A Chewbacca no le gustaba esto; lo captaba en su estado de ánimo y en la rigidez con que se erguía a su lado, pero la secundaría, impulsado por su sentido del honor y la deuda de vida contraída con Han.
Reprimió unas inesperadas lágrimas y llevó la mano al bulto de su vientre. Han lo entendería. Protestaría, pero en el fondo lo entendería. De lo contrario, no la habría dejado marcharse.
Si no volvía, Han se echaría la culpa.
—El período de humillación se ha alargado cuatro días más —murmuró la maitrakh—. Dentro de dos días, las lunas arrojarán su última luz. Sería mejor esperar hasta ese momento.
Leia la miró y arrugó el entrecejo. La maitrakh sostuvo su mirada, el rostro impenetrable.
—¿Me está ofreciendo su ayuda? —preguntó Leia.
—Es usted una persona honorable, lady Vader —dijo la maitrakh en voz baja—. Por la vida y el honor de mi tercerhijo, iré con usted. Quizá muramos juntas.
Leia asintió, con el corazón contrito.
—Quizá.
Pero ella no moriría. Quizá la maitrakh y Khabarakh, y probablemente Chewbacca, pero ella no. Cogerían viva a lady Vader, para ofrecerla como presente a su señor el gran almirante.
Que sonreiría, hablaría con educación y le robaría a sus hijos. Paseó la mirada por los campos y deseó que Han estuviera a su lado. Se preguntó si alguna vez sabría lo ocurrido.
—Volvamos a la casa —dijo la maitrakh—. Han de aprender muchas cosas sobre Nystao.
—Me alegro de que llamara por fin.
—La voz de Winter surgió por el altavoz de la Dama Afortunada, algo distorsionada—. Empezaba a preocuparme.
—Estamos bien. Hemos tenido que guardar discreción durante un tiempo —le tranquilizó Han—. ¿Algún problema?
—Nada nuevo. Los imperiales siguen atacando nuestros cargamentos, y nadie sabe qué hacer. Fey'lya intenta convencer al Consejo de que puede realizar una labor de defensa mejor que la gente de Ackbar, pero hasta el momento Mon Mothma no ha aceptado la oferta. Tengo la sensación de que algunos miembros del Consejo empiezan a sospechar acerca de sus motivaciones.
—Estupendo —gruñó Han—. Tal vez le digan que cierre el pico y devuelvan el mando a Ackbar.
—Por desgracia, Fey'lya cuenta todavía con demasiados apoyos para pasarle por alto. Sobre todo entre los militares.
—Sí.
—Han se armó de valor—. Supongo que no sabrás nada de Leia.
—Aún no.
—Han captó la tensión de su voz. Ella también estaba preocupada—. Pero he recibido noticias de Luke. Por eso me he puesto en contacto con usted.
—¿Se ha metido en algún lío?
—No lo sé; el mensaje no lo aclaraba. Quiere que se reúna con él en Nueva Cov.
—¿En Nueva Cov? —Han frunció el ceño y contempló el planeta cubierto de nubes que giraba debajo de la nave—. ¿Por qué?
—El mensaje no lo especificaba. Sólo que se encontraría con usted en el, comillas, centro de cambio de dinero, cierro comillas.
—¿El...? —Han miró a Lando—. ¿Qué significa eso?
—Habla del café «Mishra» de Ilic, donde él y yo nos encontramos mientras tú seguías a Breil'lya. Un chiste privado. Luego te lo cuento.
—¿Eso significa que fue Luke quien envió el mensaje? —preguntó Winter.
—Espera un momento —interrumpió Han, antes de que Lando contestara—. ¿Hablaste con él en persona?
—No, el mensaje llegó impreso —explicó Winter—. No estaba cifrado.
—Tiene un cifrador en la nave, ¿no? —preguntó Lando.
—No, pero podría enviar un mensaje codificado desde cualquier legación diplomática de la Nueva República —dijo Han—. ¿Es un chiste privado que sólo conocéis vosotros dos?
—Nosotros dos, y tal vez un centenar de curiosos —admitió Lando—. ¿Piensas que es una trampa?
—Podría ser. De acuerdo, Winter, gracias. A partir de ahora, nos pondremos en contacto más a menudo.
—Muy bien. Tengan cuidado.
—Dalo por hecho.
Cortó y miró a Lando.
—Es tu nave, amigo. ¿Quieres bajar y echar un vistazo, o prefieres ir a comprobar lo de ese casino?
Lando siseó entre dientes.
—Creo que no nos quedan muchas alternativas. Si el mensaje era de Luke, debe de ser algo importante.
—¿Y si no?
Lando le dedicó una tensa sonrisa.
—Oye, ya nos hemos salido en otras ocasiones de trampas imperiales. Bajemos.
Después de la forma en que habían escapado de Ilic unos días antes, era dudoso que las autoridades locales se alegraran de que la Dama Afortunada regresara a la ciudad. Por suerte, habían aprovechado los últimos dos días, y cuando se posaron en la zona de aterrizaje, el ordenador del espaciopuerto anunció la llegada del yate de placer Locura de Tamar.
—Es terrorífico volver —comentó con sequedad Han mientras bajaban por la rampa—. Quizá sería mejor dar una vuelta antes de dirigirnos al «Mishra».
Lando se puso rígido.
—Creo que no tendremos que preocuparnos por el «Mishra» —dijo con voz queda.
Han bajó la mano hacia el desintegrador y siguió la dirección de la mirada de Lando. Al pie de la rampa, a unos cinco metros de distancia, se encontraba un hombre corpulento, ataviado con una túnica muy adornada, que masticaba el extremo de un puro y les miraba con inocencia.
—¿Algún amigo tuyo? —murmuró Han.
—Yo no diría tanto —masculló Lando—. Se llama Niles Ferrier. Ladrón de naves y contrabandista a ratos libres.
—¿Debo imaginar que estaba en el «Mishra»?
—De hecho, fue una de las piezas clave.
Han asintió y paseó la vista por el espaciopuerto. Entre las docenas de personas que se dirigían a buen paso a sus asuntos, creyó distinguir tres o cuatro que haraganeaban por las cercanías.
—Conque ladrón de naves, ¿eh?
—Sí, pero no va a perder el tiempo por algo tan pequeño como la Dama Afortunada —le tranquilizó Lando.
—De todos modos, vigílale —gruñó Han.
—Ya puedes apostar por ello.
Llegaron al pie de la rampa y, por consenso mutuo que no hizo falta verbalizar, se detuvieron y aguardaron. La sonrisa de Ferrier se hizo más amplia, y avanzó a su encuentro.
—Hola, Carlissian —dijo—. No paramos de encontrarnos, ¿eh?
—Hola, Luke —dijo Han, antes de que Lando pudiera abrir la boca—. Te veo cambiado.
Ferrier compuso una sonrisa casi avergonzada.
—Sí. Lo lamento. No pensé que vendríais si firmaba el mensaje con mi nombre.
—¿Dónde está Luke? —preguntó Han.
—A mí que me registren.
—Ferrier se encogió de hombros—. Salió pitando de aquí al mismo tiempo que vosotros. No le he visto desde entonces.
Han estudió su rostro, buscando una mentira. No vio ninguna.
—¿Qué quieres?
—Quiero hacer un trato con la Nueva República —dijo Ferrier, bajando la voz—. Ofrezco algunas naves de guerra nuevas. ¿Os interesa?
Han sintió un cosquilleo en la nuca.
—Es posible —dijo, fingiendo indiferencia—. ¿De qué clase de naves hablas?
Ferrier señaló la rampa.
—¿Y si hablamos en la nave?
—¿Y si hablamos aquí? —replicó Lando.
Ferrier pareció sorprenderse.
—Tranquilo, Carlissian —le calmó—. ¿Qué crees que voy a hacer, marcharme con tu nave en el bolsillo?
—¿Qué clase de naves? —repitió Han.
Ferrier le miró un momento, y después paseó la mirada en derredor suyo.
—Grandes —dijo en voz baja—. De clase Acorazado.
—Bajó la voz un poco más—. La flota Katana.
Han logró mantener su expresión indiferente con un esfuerzo.
—La flota Katana. Perfecto.
—No estoy bromeando —insistió Ferrier—. Han encontrado la Katana..., y conozco al tipo que la ha descubierto.
—¿Sí? —preguntó Han.
Algo en la cara de Ferrier... Dio media vuelta a toda prisa, casi esperando ver que alguien intentaba introducirse en la Dama Afortunada, pero aparte de la habitual mezcla de sombras arrojadas por las luces del espaciopuerto, no había nada.
—¿Algo? —preguntó Lando.
—No.
Han se volvió hacia Ferrier. Si este ladrón estaba en contacto con el proveedor de Bel Iblis, podrían ahorrarse un montón de tiempo. Pero si sólo tenía rumores, y confiaba en agenciarse algo más sólido...
—¿Por qué crees que ese tipo tiene algo? —preguntó. Ferrier dibujó una sonrisa de astucia.
—¿Información gratis, Solo? Por favor, me conoces bien.
—De acuerdo —intervino Lando—. ¿Qué quieres de nosotros, y cuál es tu oferta?
—Sé el nombre del tipo —dijo Ferrier, con expresión seria—, pero no sé dónde está. Pensaba que podríamos unir nuestras fuerzas y llegar a él antes que el Imperio.
Han sintió un nudo en la garganta.
—¿Por qué piensas que el Imperio anda de por medio? Ferrier le dirigió una mirada desdeñosa.
—¿Con el gran almirante Thrawn al mando? Se mete en todo. Han sonrió. Al menos, ya tenían un nombre para el informe.
—Thrawn, ¿eh? Gracias, Ferrier.
La cara de Ferrier se puso rígida cuando comprendió su desliz.
—Gratis —dijo, con los labios apretados.
—Aún no sabemos en qué consiste el trato —le recordó Lando.
—¿Sabéis dónde está? —preguntó Ferrier.
—Tenemos una pista —dijo Lando—. ¿Cuál es la oferta? Ferrier les midió con la mirada.
—Os daré la mitad de las naves que obtengamos —dijo por fin—. Más una opción para que la Nueva República compre el resto a un precio razonable.
—¿Qué es un precio razonable? —preguntó Han.
—Dependerá de en qué estado se encuentren —replicó Ferrier—: Estoy seguro de que podré llegar a un acuerdo.
—Mmm.
—Han miró a Lando—. ¿Qué opinas?
—Olvídalo —contestó Lando, con voz firme—. Si quieres decirnos el nombre, de acuerdo. Si encaja, nos encargaremos de que te paguen bien cuando tengamos las naves. De lo contrario, no hay trato.
Ferrier retrocedió.
—Bien, muy bien —dijo, más ofendido que molesto—. Si queréis hacerlo todo vosotros, adelante, pero si conseguimos las naves antes, vuestra preciosa Nueva República tendrá que pagar mucho más. Muchísimo más.
Giró en redondo y se alejó.
—Salgamos de aquí, Han —murmuró Lando, sin apartar la vista de la espalda de Ferrier.
—Sí.
Han observó a los holgazanes que había localizado antes. También se estaban alejando. Daba la impresión de que no habría problemas, pero siguió con la mano apoyada sobre el desintegrador hasta que estuvieron en el interior de la Dama Afortunada, con la escotilla cerrada.
—Voy a preparar el despegue —dijo Lando, mientras se encaminaba hacia la cabina—. Habla con Control y que nos den vía libre.
—De acuerdo. Creo que si hubiéramos regateado un poco más...
—No confío en él —le interrumpió Lando, mientras sus manos corrían sobre los controles—. Sonreía demasiado. Y se rindió con excesiva velocidad.
Era difícil contradecir el punto. Y como Han había indicado antes, era la nave de Lando. Se encogió de hombros y llamó al control del espaciopuerto mediante el ordenador.
Despegaron a los diez minutos, dejando a sus espaldas, una vez más, a un enfurruñado grupo de controladores.
—Espero que sea la última vez que vengamos —dijo Han, miran—
do de reojo a Lando—. Tengo la sensación de que no volveremos a ser bienvenidos.
Lando le dirigió una mirada irónica.
—Vaya, vaya. ¿Desde cuándo te importa la opinión de los demás?
—Desde que me casé con una princesa y me dieron una tarjeta de identificación del gobierno —gruñó Han—. De todos modos, pensaba que tú también eras respetable.
—A ratos. Ja, ja.
—Sonrió sin humor a Han—. Tengo la impresión de que, mientras hablábamos con Ferrier, alguien aprovechó para poner algo en el casco. Te apuesto diez contra uno a que es un radiofaro direccional.
—No me digas.
Han encendió la pantalla para localizarlo. Estaba en la parte trasera inferior del casco, cerca de la rampa, a salvo de las turbulencias.
—¿Qué quieres que haga?
—El sistema Terrijo está de camino a Pantolomin, más o menos —dijo Lando, mientras consultaba su pantalla—. Pasaremos por allí y lo tiraremos.
—De acuerdo.
—Han contempló su pantalla, ceñudo—. Lástima que no podamos colocarlo en otra nave. De esa forma, ni siquiera sabrían en qué dirección vamos.
Lando meneó la cabeza.
—Sabrá que lo hemos descubierto si volvemos a aterrizar en Nueva Cov. A menos que quieras salir y ponerlo en otra nave que pase.
—Miró a Han unos instantes—. No vamos a hacerlo, Han —afirmó—. Deja de mirarme así.
—Oh, muy bien —gruñó Han—. Pero nos lo quitaríamos de encima.
—Y podrías matarte, de paso. Y yo tendría que explicárselo a Leia. Olvídalo.
Han apretó los dientes. Leia.
—Sí —suspiró.
Lando volvió a mirarle.
—Vamos, amigo, relájate. Ferrier no tiene la menor oportunidad de jugárnosla. Confía en mí; vamos a salir bien librados.
Han asintió. No estaba pensando en Ferrier, ni en la flota Katana.
—Lo sé —contestó.
La Dama Afortunada desapareció por uno de los conductos de la cúpula transparente, y Ferrier se cambió el puro al otro lado de la boca.
—¿Estás seguro de que no encontrarán el segundo radiofaro? —preguntó.
A su lado, la sombra de forma extraña acurrucada entre un montón de cajas se removió.
—Por completo —dijo una voz fría como el hielo.
—Será mejor que tengas razón —advirtió Ferrier, con un timbre de amenaza en la voz—. No me he jugado el pellejo por nada.
—Taladró a la sombra con la mirada—. De hecho, estuviste a punto de estropearlo todo —acusó—. Solo te miró una vez.
—No había peligro —replicó la sombra—. Los humanos necesitan movimientos para ver. Las sombras inmóviles no les preocupan.
—De acuerdo, esta vez ha salido bien —concedió Ferrier—. Tuviste suerte de que fuera Solo y no Carlissian quien miró. Ya te había visto una vez. La siguiente, mantén tus patazas quietas.
—El espectro no dijo nada—. Oh, bueno, vuelve a la nave —ordenó Ferrier—. Dile a Abric que se prepare para despegar. Nos aguarda una fortuna. Dirigió una última mirada hacia el cielo.
—Y tal vez —añadió, con sombría satisfacción—, nos llevemos por delante a un bocazas.





19


El Etéreo ya era visible por completo, y caía como una piedra hacia la pista de aterrizaje indicada. Karrde, de pie a la sombra protectora del túnel de salida, contempló su aproximación, mientras aferraba con fuerza el desintegrador y trataba de hacer caso omiso de la inquietud que le embargaba. Mara había tardado tres días más de la cuenta en devolver el carguero a Abregado. En circunstancias normales no era un retraso significativo, pero este viaje no podía calificarse de normal. No había naves que la siguieran cuando entró en órbita, y había transmitido los códigos que indicaban la inexistencia de problemas cuando adoptó la trayectoria de acercamiento. Aparte de la incompetencia de los controladores, que habían tardado mucho tiempo en decidir qué pista le asignaban, el aterrizaje se desarrollaba dentro de la rutina más estricta.
Karrde sonrió con ironía mientras contemplaba el descenso de la nave. En ciertos momentos de aquellos tres días había pensado en el odio de Mara hacia Luke Skywalker, y se había preguntado si la mujer había tomado la decisión de desaparecer tan misteriosamente de su vida como había entrado. Ahora, tenía la impresión de que su primera apreciación de Mara seguía siendo correcta. Mara Jade no era la clase de persona que otorgaba su lealtad fácilmente, sino que cuando tomaba una decisión se aferraba a ella. Si alguna vez le abandonaba, no lo haría en una nave robada. Robada a él, al menos.
El Etéreo ya estaba a punto de aterrizar. Giraba sobre sus retropropulsores para orientar la escotilla hacia la salida del túnel. Al parecer, la apreciación de Karrde acerca de Han Solo también había sido correcta. Aunque no había enviado un Crucero Estelar Mon Cal a Myrkr, había mantenido su promesa de liberar al Etéreo del embargo. En principio, Karrde había pasado tres días preocupado por nada.
Pero la inquietud no cedía.
El Etéreo se posó con un siseo sobre la pista. Karrde, sin apartar los ojos de la escotilla cerrada, sacó el comunicador del cinturón y se puso en contacto con su observador oculto.
—¿Algo sospechoso a la vista, Dankin?
—Nada —respondió el otro—. Todo parece muy tranquilo.
—Muy bien —asintió Karrde—. Mantente fuera de la vista, pero alerta.
Devolvió el comunicador al cinturón. La rampa de aterrizaje del Etéreo empezó a bajar, y levantó el desintegrador. Si era una trampa, había llegado el momento de tenderla.
La escotilla se abrió y apareció Mara. Miró a su alrededor mientras bajaba por la rampa, y le localizó de inmediato.
—¿Karrde? —llamó.
—Bienvenida a casa, Mara —dijo el hombre, y salió a la luz—. Llegas con un poco de retraso.
—Tomé un pequeño desvío —contestó la mujer, y avanzó hacia él.
—Suele pasar.
De repente, frunció el ceño. La atención de Mara seguía concentrada en la pista, y arrugas de tensión surcaban su rostro.
—¿Algún problema? —preguntó Karrde en voz baja.
—No sé —murmuró ella—. Presiento...
Nunca terminó la frase. El cinturón que Karrde llevaba al cinto graznó, chirrió y quedó mudo.
—Vamos —exclamó Karrde.
Desenfundó el desintegrador y corrió hacia la salida. Distinguió formas que se movían al final del túnel. Levantó el desintegrador y disparó contra ellas.
El violento estruendo de una bomba sónica estremeció el aire a su alrededor, casi derribándole al suelo. Levantó la vista, ensordecido, justo cuando dos cazas TIE pasaban sobre su cabeza, disparando sin cesar contra el túnel de salida. El pavimento estalló en bloques humeantes de cerámica medio fundida, impidiendo cualquier posibilidad de escapar en aquella dirección. Karrde lanzó un disparo, tan espontáneo como inútil, contra los cazas, y ya se disponía a apuntar contra las siluetas del túnel, cuando una docena de milicianos aparecieron por sorpresa en el borde superior de la pista de aterrizaje, y dejaron caer cuerdas hasta el suelo.
—¡Al suelo! —gritó a Mara, sin apenas oír su voz, casi sordo.
Se lanzó a tierra, cayó sobre el brazo izquierdo y apuntó contra el miliciano más próximo. Disparó, falló por medio metro, y reparó en
el curioso hecho de que los imperiales no replicaban a su ataque. Entonces, una diestra mano le arrebató el arma.
Rodó de costado y miró a Mara con incredulidad.
—¿Qué...?
La mujer se erguía sobre él, el rostro tenso por una emoción que Karrde apenas reconoció, y sus labios pronunciaban palabras que no podía oír.
Pero no necesitaba ninguna explicación. Cosa curiosa, no sentía rabia hacia ella, ni por haberle ocultado su pasado imperial, ni por volver ahora a sus orígenes. Sólo lamentaba que le hubieran engañado como a un niño..., y haber perdido a una ayudante tan valiosa.
Los milicianos le obligaron a ponerse en pie y le arrastraron hacia la nave que estaba aterrizando al lado del Etéreo. Mientras se tambaleaba en su dirección, un extraño pensamiento cruzó por su mente.
Le habían traicionado y capturado, y casi con seguridad iba a morir..., pero al menos ya conocía en parte la respuesta al misterio de por qué Mara quería matar a Luke Skywalker.

Mara miró al gran almirante con ojos rebosantes de furia, las manos convertidas en puños, la voz temblorosa de rabia.
—Ocho días, Thrawn —rugió, y su voz despertó ecos extraños en el inmenso muelle de lanzaderas del Quimera—. Dijo ocho días. Me prometió ocho días.
Thrawn la contempló con tal calma que Mara deseó desintegrarle en el acto.
—Cambié de idea —respondió con frialdad—. Pensé que tal vez Karrde no tan sólo se negaría a divulgar el emplazamiento de la flota Katana, sino que hasta podía abandonarla aquí por sugerir que hiciera ese trato con nosotros.
—No me venga con ésas —replicó Mara—. Planeó utilizarme desde el primer momento.
—Y conseguimos lo que deseábamos —dijo con suavidad el engendro de ojos rojos—. Eso es lo único que importa.
Algo estalló en el interior de Mara. Sin hacer caso de los milicianos alineados detrás de ella, se lanzó sobre la garganta de Thrawn, con los dedos engarfiados como un ave de presa.
Y se vio frenada dolorosamente cuando el guardaespaldas noghri de Thrawn saltó desde dos metros de distancia, lanzó el brazo sobre su cuello y hombro, y la obligó a girar en redondo.
Mara aferró aquel brazo duro como el acero y, al mismo tiempo, dirigió su codo derecho contra el torso del noghri, pero el golpe no llegó a su destino, y mientras intentaba librarse de su presa, su visión se nubló. El antebrazo del noghri se había cerrado sobre su arteria carótida, y amenazaba con dejarla sin sentido.
No iba a ganar nada sumiéndose en la inconsciencia. Dejó de debatirse, y la presión cedió. Thrawn seguía de pie, y la contemplaba con semblante divertido.
—Eso ha sido muy poco profesional por su parte, Mano del Emperador —se burló.
Mara le traspasó con la mirada y esta vez atacó con la Fuerza. Thrawn frunció levemente el ceño y recorrió su cuello con los dedos, como si intentara quitarse una telaraña invisible. Mara intensificó la tenue presa sobre su garganta, y el gran almirante rozó de nuevo su cuello antes de comprender.
—Muy bien, ya es suficiente —dijo, con voz alterada y tono irritado—. Basta, o Rukh tendrá que hacerle daño.
Mara hizo caso omiso de la orden y prosiguió sus intentos. Thrawn la miró sin pestañear. Los músculos de su garganta se movían mientras luchaba para liberarse. Mara apretó los dientes, a la espera de la orden o ademán que diera permiso al noghri para estrangularla, o a los milicianos para vaporizarla.
Pero Thrawn continuó silencioso e inmóvil, y un minuto después, sin aliento, Mara tuvo que admitir su derrota.
—Confío en que haya aprendido los límites de sus pequeños poderes —dijo con frialdad Thrawn, acariciándose la garganta. Al menos, ya no parecía divertirse—. ¿Un pequeño truco aprendido del emperador?
—Me enseñó muchos trucos importantes —replicó Mara, indiferente al dolor de sus sienes—. Cómo tratar con traidores, por ejemplo.
Los ojos de Thrawn centellearon.
—Cuidado, Jade —dijo con suavidad—. Yo gobierno el Imperio ahora. No está hablando con un emperador muerto hace mucho tiempo. La única traición es desafiar mis órdenes. Me siento inclinado a devolverla al lugar que merece en el Imperio, como primer oficial, tal vez, de un Acorazado Katana, pero otro exabrupto como éste y la oferta será retirada.
—Y después me matará, supongo —gruñó Mara.
—Mi imperio no tiene la costumbre de desaprovechar recursos
valiosos. Será entregada al maestro C'baoth, como regalo extra. Sospecho que pronto deseará haber sido ejecutada.
Mara le miró, y un estremecimiento involuntario recorrió su espalda.
—¿Quién es C'baoth?
—Joruus C'baoth es un maestro Jedi loco —respondió Thrawn—. Ha consentido en ayudar a nuestros esfuerzos bélicos, a cambio de que le permitamos moldear Jedi a la imagen retorcida que se le antoje. Su amigo Skywalker ya ha caído en su red. Confiamos en entregarle pronto a su hermana, Organa Solo.
—Su expresión se endureció—. Lamentaría muchísimo que fuera a hacerles compañía.
Mara respiró hondo.
—Entiendo —se obligó a pronunciar las palabras—. Lo ha dejado muy claro. No volverá a pasar.
Thrawn la miró un momento, y después asintió.
—Disculpas aceptadas —dijo—. Suéltala, Rukh. Ya. ¿Debo suponer que desea reintegrarse al Imperio?
El noghri liberó su cuello (a regañadientes, pensó Mara) y dio un corto paso atrás.
—¿Y los hombres de Karrde? —preguntó.
—Tal como convinimos, serán puestos en libertad. Ya he cancelado todas las órdenes de busca y captura dirigidas contra ellos, y el capitán Pellaeon está llamando en este momento a los cazadores de recompensas.
—¿Y Karrde?
Thrawn estudió su rostro.
—Permanecerá a bordo hasta que confiese dónde está la flota Katana. Si nos ahorra tiempo y esfuerzos, recibirá tres millones de compensación, tal como usted y yo acordamos en Endor. En caso contrario..., puede que no quede mucho de él para pagarle la compensación. Mara torció los labios. No se estaba echando un farol. Había presenciado los efectos de un minucioso interrogatorio imperial.
—¿Puedo hablar con él? —preguntó.
—¿Para qué?
—Podría convencerle de que colaborase.
Thrawn sonrió.
—¿O intentaría convencerle de que no le traicionó?
—Sigue encerrado en una celda —le recordó Mara procurando mantener serena la voz—. No existen motivos para que desconozca la verdad.
Thrawn enarcó las cejas.
—Al contrario —dijo—. Una sensación de total abandono es una de las herramientas psicológicas más útiles que tenemos a mano. Unos cuantos días, sin otros pensamientos que alivien la monotonía, tal vez le convenzan de colaborar sin necesidad de acudir a un trato más duro.
—Thrawn...
Mara se interrumpió, y reprimió su momentáneo ataque de ira.
—Así está mejor —aprobó el gran almirante, sin apartar los ojos de su cara—. Sobre todo, considerando que la alternativa más sencilla es entregarle directamente a un androide interrogador. ¿Es eso lo que quiere?
—No, almirante —dijo, falta de fuerzas—. Sólo que... Karrde me ayudó cuando no tenía otro lugar al que acudir.
—Comprendo sus sentimientos —respondió Thrawn, y su expresión se endureció de nuevo—, pero aquí no hay cabida para ellos. Lealtades a dos bandas son lujos que ningún oficial de la flota imperial se puede permitir, en especial si desea alcanzar algún día un puesto de mando absoluto.
Mara se irguió en toda su estatura.
—Sí, señor. No volverá a pasar.
—Eso espero.
—Thrawn cabeceó, y la escolta de milicianos procedió a retirarse—. El puesto del oficial de puente está justo bajo la torre de control —dijo, señalando la gran burbuja de transpariacero situada entre los cazas TIE alineados—. Le proporcionará una lanzadera y un piloto para que la conduzca de vuelta a la superficie.
Era una clara despedida.
—Sí, almirante.
Mara se dirigió hacia la puerta indicada. Notó que sus ojos la seguían un momento, y luego oyó el ruido de sus pasos cuando se alejó hacia el ascensor que había al otro lado de las puertas de estribor.
Sí: el gran almirante lo había dejado muy claro, pero no como él quería. Con aquel único acto de traición, había destruido su última esperanza de que el nuevo Imperio pudiera compararse algún día con aquel que Luke Skywalker había destruido.
El Imperio al que había servido con tanto orgullo había desaparecido. Para siempre.
Había sido una penosa revelación, muy costosa. Podía borrar de un solo golpe todo cuanto se había esforzado en construir para ella durante el último año.
También podía costarle la vida a Karrde. Y de ser así, moriría creyendo que ella le había traicionado deliberadamente.
El pensamiento se retorció en su estómago como un cuchillo al rojo vivo, y se mezcló con su ira hacia Thrawn por mentirle y la vergüenza por haber sido tan cándida para creerle. Desde cualquier punto de vista, la culpa era suya.
Y ella debía solucionarlo.
Junto a la puerta que conducía al despacho del oficial de puente estaba la arcada que daba acceso a las zonas de servicios y preparativos. Mara miró hacia atrás mientras caminaba, y vio que Thrawn entraba en un turbo ascensor, con el noghri a su lado. Su escolta de milicianos también había desaparecido, y sus miembros se habrían dirigido a la sección privada de popa para presentarse después de cumplir su misión. Había unas veinte o treinta personas en el muelle, pero nadie parecía prestarle atención.
Era la única oportunidad que tendría. Con el oído atento al grito, o al disparo de desintegrador, que anunciaría su fracaso, rodeó el despacho del oficial de puente y retrocedió hacia la zona de preparativos.
Había una terminal de ordenador justo dentro de la arcada, apoyada contra la pared, accesible a la zona de preparativos de proa y al muelle de atraque de popa. Su emplazamiento la convertía en un blanco fácil para accesos no autorizados, y como consecuencia estaría protegida por un complicado código de entrada. Si conocía bien a Thrawn, debía cambiar cada hora, pero lo que ni siquiera sabría un gran almirante es que el emperador había ordenado instalar una clave privada en todos los ordenadores principales de cada Destructor Estelar. Había sido su garantía, primero durante la consolidación de su poder, y después durante el apogeo de la Rebelión, de que ningún comandante podría desconectarle de sus naves. Ni a él, ni a sus agentes más importantes.
Mara tecleó el código de entrada privado y se permitió una tensa sonrisa. Thrawn podía considerarla un correo especializado, si así lo deseaba, pero ella sabía que no era cierto.
El código funcionó, y Mara entró en el ordenador.
Pidió un directorio, intentando reprimir la sensación de que los milicianos caerían sobre ella de un momento a otro. El código privado estaba incluido en el sistema, y era imposible de eliminar, pero si Thrawn sospechaba su existencia, tal vez habría montado un dispositivo de alarma por si alguien lo utilizaba. En ese caso, necesitaría mucho más que una demostración de humildad y lealtad para salir del lío.
No había aparecido ningún miliciano cuando el directorio salió en pantalla. Tecleó el código de la sección celular y recorrió la lista con la mirada, deseando tener a su lado un androide astromec R2 como el de Skywalker. Aunque Thrawn hubiera pasado por alto el código privado, habría alertado al oficial de puente para que la vigilara. Si alguien de la torre de control reparaba en que Mara se retrasaba y enviaba a alguien en su busca...
Ya lo tenía: la lista de prisioneros puesta al día. La pidió y, al mismo tiempo, obtuvo un diagrama completo de todo el bloque de detención. A continuación, una lista de las tareas encomendadas a los hombres, con especial mención a los cambios de turno, las órdenes del día, junto con un listado del curso previsto para el Quimera y las escalas a realizar durante los siguientes seis días. Thrawn había dado a entender que aguardaría algunos días antes de proceder a un interrogatorio oficial, con la esperanza de que el aburrimiento, el nerviosismo y la propia imaginación de Karrde doblegaran su resistencia. Mara sólo albergaba la esperanza de que pudiera regresar antes de que aquel período terminara.
Una gota de sudor resbaló por su espalda mientras borraba la pantalla. Ahora venía la parte más difícil. Había reflexionado sobre la idea una docena de veces, mientras atravesaba el muelle de atraque, y en cada ocasión había llegado a la misma odiosa conclusión. Estaba casi segura de que Karrde habría apostado a un observador oculto que vigilara la aproximación del Etéreo, el cual habría presenciado la trampa tendida por los imperiales. Si Mara regresaba sana y salva del Quimera, jamás podría convencer a los hombres de Karrde de que no le había vendido a los imperiales. De hecho, tendría suerte si no la vaporizaban en cuanto hiciera acto de presencia.
Era imposible rescatar sola a Karrde. No esperaba la menor ayuda de su organización. Sólo había una persona en la galaxia con la que poder contar. Sólo una persona que tal vez se considerase en deuda con Karrde.
Apretó los dientes y pidió el paradero actual de un maestro Jedi llamado Joruus C'baoth.
Tuvo la impresión de que el ordenador tardaba excesivo tiempo en proporcionarle la información, y el vello de su nuca ya se había erizado cuando la máquina respondió. Vio el nombre del planeta (Jomark), y borró la pantalla. A continuación, hizo lo posible por borrar las huellas de la operación. Estaba abusando demasiado de su tiempo, y si la sorprendían en un ordenador al que no podía tener acceso, se encontraría en una celda contigua a la de Karrde.
Lo consiguió por muy poco. Se dirigía hacia la arcada, cuando un joven oficial y tres soldados salieron del hangar con paso decidido y las armas preparadas. Uno de los soldados la vio, murmuró algo al oficial...
—Perdón —llamó Mara, cuando los cuatro se desviaron hacia ella—, ¿pueden decirme dónde puedo encontrar al oficial de puente?
—Yo soy el oficial de puente —respondió el oficial, y la miró con desconfianza, mientras todo el grupo se detenía—. ¿Es usted Mara Jade?
—Sí —respondió la mujer, con su mejor expresión despreocupada e inocente—. Me dijeron que su despacho estaba por aquí, pero no lo he sabido encontrar.
—Está al otro lado de la pared —gruñó el oficial. Se encaminó hacia la terminal—. ¿Estaba jugando con esto? —preguntó, y pulsó algunas teclas.
—No —le aseguró Mara—. ¿Por qué?
—Da igual. Aún está cerrado —masculló para sí.
Paseó la mirada por la zona, como en busca de otro motivo que explicara la presencia de Mara en esta parte, pero no vio nada. Devolvió su atención a la mujer, casi de mala gana.
—Tengo órdenes de proporcionarle transporte hasta el planeta.
—Lo sé. Cuando quiera.

La lanzadera desapareció en el cielo. Mara, de pie junto a la rampa del Etéreo, el olor a pavimento quemado todavía suspendido en el aire, siguió con la vista la trayectoria de la nave imperial.
—Aves —llamó—. Vamos, Aves, sé que estás cerca.
—Date la vuelta y levanta las manos —oyó la voz, procedente de la escotilla de la nave—. Bien arriba. Y no olvides que conozco la existencia de la pistolita que llevas en la manga.
—Los imperiales se la han quedado —respondió Mara, mientras se volvía y levantaba las manos—. Y no he venido a pelear, sino a pedir ayuda.
—Si quieres ayuda, pídesela a tus nuevos amigos —replicó Aves—. Aunque puede que siempre fueran tus amigos, ¿eh?
Mara sabía que la estaba provocando, buscando la oportunidad de liberar su rabia y frustración mediante una discusión o un duelo a tiros.
—Yo no le traicioné, Aves. Los imperiales me capturaron y traté de despistarles con la esperanza de que pudiéramos escapar, pero no funcionó.
—No te creo —replicó Aves.
Se oyó el roce de su bota sobre el metal cuando bajó con cautela por la rampa.
—Sí, me crees.
—Mara meneó la cabeza—. De lo contrario, no habrías venido.
Notó su aliento en la nuca cuando se detuvo detrás de ella.
—No te muevas —ordenó el hombre.
Levantó la manga de su brazo izquierdo, que dejó al descubierto la funda vacía. Registró la otra manga, y luego recorrió sus costados con la mano libre.
—Muy bien, date la vuelta —dijo, y retrocedió.
Mara obedeció. Estaba a un metro de ella, el rostro tenso, el desintegrador apuntado a su estómago.
—Aves, si hubiera traicionado a Karrde, ¿para qué habría vuelto, y sola?
—Quizá necesitabas sacar algo del Etéreo, o tal vez sea un truco para traicionarnos a los demás.
Mara se armó de valor.
—Si de veras crees eso —dijo con voz serena—, ya puedes disparar. No podré liberar a Karrde sin vuestra ayuda.
Aves guardó silencio durante un largo minuto. Mara escrutó su rostro, procurando hacer caso omiso de la mano que empuñaba con fuerza el arma.
—Los otros no te ayudarán. La mitad piensan que manipulaste a Karrde desde el momento en que te uniste a la organización. Casi todos los demás opinan que eres de las personas que cambian de bando dos veces al año.
Mara hizo una mueca.
—Eso fue verdad en otro tiempo —admitió—, pero ya no.
—¿Puedes demostrarlo?
—Sí, liberando a Karrde. Escucha, no tengo tiempo de discutir. Ayúdame, o dispara.
Aves vaciló unos segundos. Después, casi de mala gana, bajó el desintegrador y lo apuntó al suelo.
—Creo que estoy firmando mi sentencia de muerte —gruñó—. ¿Qué necesitas?
—Para empezar, una nave —dijo Mara, dejando escapar el aire que, sin darse cuenta, había retenido hasta el momento—. Más pequeña y rápida que el Etéreo. Una de aquellas lanchas Skipray que sacamos de Vagran me iría bien. También necesito uno de aquellos ysalamiri que llevábamos en el Salvaje Karrde. A ser posible, en un armazón portátil.
Aves frunció el ceño.
—¿De qué te va a servir un ysalamiri?
—Voy a hablar con un Jedi. Necesito una garantía de que me escuchará.
Aves la examinó unos momentos, y luego se encogió de hombros.
—Creo que prefiero no saberlo. ¿Qué más?
Mara sacudió la cabeza.
—Ya está.
Aves entornó los ojos.
—¿Ya está?
—Exacto. ¿Cuándo lo tendrás?
Aves se humedeció los labios con aire pensativo.
—Dentro de una hora, digamos. ¿Sabes dónde está ese gran pantano, a unos cincuenta kilómetros al norte de la ciudad?
Mara asintió.
—Es una especie de isla próxima a la parte este.
—Exacto. Acerca el Etéreo a la isla y allí efectuaremos la entrega.
—Levantó la vista hacia el carguero que se alzaba sobre él—. Si crees que es seguro moverlo.
—De momento, sí. Thrawn me dijo que había levantado todas las órdenes de busca y captura del grupo, pero lo mejor será que desaparezcáis en cuanto yo me vaya. Lanzará toda la flota sobre vosotros en caso de que consiga liberar a Karrde. Y será mejor que sometáis el Etéreo a un registro minucioso; es posible que hayan puesto un radio guía a juzgar por la forma en que Thrawn me capturó.
—Torció los labios—. Y conociendo a Thrawn, también es probable que alguien me esté siguiendo. Tendré que deshacerme de él antes de abandonar el planeta.
—Te echaré una mano —dijo ominosamente Aves—. En cualquier caso, hemos de desaparecer, ¿verdad?
—Exacto.
—Mara hizo una pausa, mientras pensaba si necesitaba decirle algo más—. Creo que eso es todo. Vámonos.
—Muy bien.
—Aves vaciló—. Aún no sé de qué lado estás, Mara. Si estás del nuestro..., buena suerte.
La mujer cabeceó, y sintió un nudo en la garganta.
—Gracias.

Dos horas después, estaba amarrada con las correas de seguridad en la cabina de la lancha. Una extraña y desagradable sensación de deja vu se había apoderado de ella, a medida que se adentraba en el espacio. Había sobrevolado el bosque de Myrkr en una nave como ésta, varias semanas atrás, a la caza y captura de un prisionero fugado. Ahora, como si la historia se repitiera, iba de nuevo en persecución de Luke Skywalker.
Sólo que esta vez no pretendía matarle o capturarle. Esta vez iba a suplicar su ayuda.





20


El último par de aldeanos se desgajaron del grupo que se erguía ante el muro posterior y avanzaron hacia el trono del juicio. C'baoth les esperaba. Entonces, tal como Luke suponía, se irguió.
—Jedi Skywalker —dijo, y señaló el trono—. El último caso de la noche es tuyo.
—Sí, maestro C'baoth.
Luke se armó de valor mientras se sentaba. Desde su punto de vista, era una butaca muy incómoda; demasiado calurosa, demasiado grande y demasiado recargada. Olía de una manera rara, más todavía que el resto del hogar de C'baoth, y poseía un aura inquietante, que Luke atribuyó a los efectos posteriores de las largas horas que el maestro Jedi pasaba juzgando a su pueblo.
Ahora, le había llegado el turno a Luke.
Respiró hondo y trató de alejar el cansancio que no le abandonaba desde hacía mucho tiempo. Cabeceó en dirección a los dos aldeanos.
—Estoy dispuesto —dijo—. Empiecen, por favor.
Era un caso bastante fácil. El ganado del primer aldeano había derribado la cerca del segundo y destrozado media docena de árboles frutales, antes de ser descubierto y rechazado. El propietario del ganado deseaba pagar una compensación por los árboles destruidos, pero el segundo insistía en que también debía construir la cerca derribada. El primero argumentaba que una cerca bien construida no habría caído y que, además, su ganado había sufrido heridas a causa de los bordes afilados. Luke les dejó hablar, hasta que las argumentaciones y contra argumentaciones terminaron.
—Muy bien —dijo—. En lo tocante a los árboles frutales, dictamino que tú —señaló al primer aldeano— pagarás la sustitución de los que sufrieron daños irreparables, más una suma adicional para compensar la fruta comida o destruida por tu ganado. Esa cantidad será determinada por el consejo del pueblo.
C'baoth se removió a su lado, y Luke se encogió cuando sintió la desaprobación que emanaba del maestro. Por un momento, se preguntó si iba a intervenir para dar una solución diferente, pero cambiar de opinión con tal brusquedad no le parecía pertinente. Además, no tenía ninguna idea mejor.
En ese caso, ¿qué estaba haciendo allí?
Paseó la vista por la sala, reprimiendo una oleada de nerviosismo. Todo el mundo le miraba: C'baoth, los dos reclamantes, los demás aldeanos que habían acudido al juicio. Todos esperaban que tomara una decisión justa.
—En cuanto a la cerca, la examinaré mañana por la mañana —continuó—. Quiero inspeccionar los daños antes de pronunciarme.
Los dos hombres hicieron una reverencia y retrocedieron.
—Se levanta la sesión —proclamó C'baoth.
Su voz despertó profundos ecos, pese al tamaño relativamente pequeño de la sala. Un efecto interesante, y Luke se preguntó si era producto de la acústica de la sala, u otra técnica Jedi que el maestro Yoda no le había enseñado. De todos modos, no entendía de qué le iba a servir dicha técnica.
El último aldeano salió de la sala. C'baoth carraspeó. Luke se armó de valor.
—A veces me pregunto, Jedi Skywalker —dijo el anciano con gravedad—, si realmente me has escuchado estos últimos días.
—Lo siento, maestro C'baoth.
Luke sintió un nudo en la garganta, ya demasiado conocido. Al parecer, por más que lo intentaba, jamás colmaba las expectativas de C'baoth.
—¿Lo lamentas? —C'baoth enarcó las cejas con sarcasmo—. ¿Lo lamentas? Jedi Skywalker, lo tenías todo en tus manos. Tenías que haber interrumpido sus balbuceos mucho antes; tu tiempo es demasiado valioso para dilapidarlo en infantiles recriminaciones. Tendrías que haber tomado tú la decisión sobre la cantidad de la compensación, pero en cambio acudiste a esa absurda excusa de un consejo del pueblo. Y en cuanto a la cerca... —Meneó la cabeza, disgustado — No existían motivos para que aplazaras tu fallo. Lo único que necesitabas saber sobre los daños estaba en sus mentes. No te habría costado nada extraérselo.
Luke tragó saliva.
—Sí, maestro C'baoth, pero leer así los pensamientos dé otra persona me parece mal...
—¿Cuando utilizas esa técnica para ayudarla? —replicó C'baoth—. ¿Cómo puede estar mal?
Luke agitó la mano, impotente.
—Intento comprender, maestro C'baoth, pero todo esto es nuevo para mí.
C'baoth enarcó sus pobladas cejas.
—¿De veras, Jedi Skywalker? ¿De veras? ¿Quieres decir que nunca has violado la preferencia personal de alguien para ayudarle, o ignorado pequeñas normas burocráticas que se interponían entre ti y lo que era necesario hacer?
Luke notó cierto calor en sus mejillas, al pensar en cuando Lando había utilizado aquel código ilegal para lograr que repararan su caza X en la base de Sluis Van.
—Sí, lo he hecho en una ocasión —confesó—, pero esto es diferente. Como si... No sé, como si me responsabilizara de las vidas de esta gente más de lo debido.
—Comprendo tus preocupaciones —dijo C'baoth, con menos severidad—, pero ése es el meollo del asunto. Es precisamente la aceptación y ejercicio de esa responsabilidad lo que diferencia a un Jedi de los demás seres de la galaxia. —Exhaló un profundo suspiro — No has de olvidar jamás, Luke, que estos seres son primitivos, en el fondo. Sólo pueden aspirar a alcanzar una verdadera madurez gracias a nuestra guía.
—Yo no les llamaría primitivos, maestro C'baoth —insinuó Luke, vacilante—. Poseen tecnología moderna, un sistema de gobierno bastante eficiente...
—Los adornos de la civilización sin la sustancia —replicó C'baoth, desdeñoso—. Las máquinas e instituciones sociales no definen la cultura de una civilización, Jedi Skywalker. Sólo la comprensión y el uso de la Fuerza definen la madurez.
—Sus ojos vagaron, como perdidos en el pasado—. En un tiempo existió una sociedad así, Luke —añadió en voz baja—. Un inmenso y resplandeciente ejemplo de los logros a los que hay que aspirar. Durante miles de generaciones nos impusimos a los seres inferiores de la galaxia, guardianes de la justicia y el orden. Los creadores de la verdadera civilización. El Senado podía discutir y aprobar leyes, pero eran los Jedi quienes las convertían en realidad.
—Torció la boca—. Y a cambio, la galaxia nos destruyó.
Luke frunció el entrecejo.
—Creía que sólo fueron el emperador y unos cuantos Jedi Oscuros los que exterminaron a los Jedi.
C'baoth sonrió con amargura.
—¿De verdad crees que el emperador hubiera salido victorioso de semejante hazaña, sin el consentimiento de toda la galaxia? —Meneó la cabeza—. No, Luke. Todos los seres inferiores nos odiaban. Nos odiaban por nuestro poder, por nuestro conocimiento, por nuestra sabiduría. Nos odiaban por nuestra madurez.
—Su sonrisa desapareció—. Y ese odio todavía existe. Sólo aguarda a que los Jedi reaparezcan para encenderse de nuevo.
Luke sacudió la cabeza lentamente. No encajaba con lo poco que sabía acerca de la destrucción de los Jedi, pero por otra parte, no había vivido en aquella época. Y C'baoth sí.
—Cuesta creerlo —murmuró.
—Créelo, Jedi Skywalker —rugió C'baoth. Un brillo de furor alumbró en sus ojos—. Por eso debemos permanecer juntos, tú y yo. Por eso no debemos bajar nunca la guardia, ante un universo que anhela destruirnos. ¿Entiendes?
—Creo que sí.
Luke se frotó el rabillo del ojo. Estaba rendido de cansancio. Mientras intentaba pensar en las palabras del maestro C'baoth, surgían imágenes de su memoria. Imágenes del maestro Yoda, rudo pero valiente, sin demostrar amargura o rabia hacia nadie por la destrucción de sus hermanos Jedi. Imágenes de Ben Kenobi en la cantina de Mos Eisley, tratado con una especie de respeto distante, pero respeto al fin y al cabo, después de haberse visto obligado a reducir a aquellos dos camorristas.
Y las más claras de todas, imágenes de su encuentro en el café de Nueva Cov. Del barabel, que había solicitado la mediación de un extraño, aceptando sin rechistar incluso los aspectos del fallo de Luke que le perjudicaban. Del resto de la multitud, que contemplaba con esperanza, expectación y alivio la intervención de un Jedi.
—No he experimentado ese odio.
C'baoth le miró fijamente.
—Ya te ocurrirá. Y a tu hermana. Y a sus hijos.
Luke sacó pecho.
—Yo les protegeré.
—¿También les darás lecciones? ¿Posees la sabiduría y la destreza necesarias para darles a conocer todos los aspectos de la Fuerza?
—Creo que sí.
C'baoth resopló.
—Si lo crees pero no lo sabes, eso equivale a jugar con sus vidas. Pones en peligro su futuro por un capricho egoísta.
—No es un capricho —insistió Luke—. Leia y yo podemos hacerlo juntos.
—Si lo intentas, correrás el riesgo de que se decanten por el lado oscuro —replicó C'baoth. Suspiró y paseó la vista por la sala—. No podemos arriesgarnos, Luke. Quedamos muy pocos. La eterna guerra por el poder aún ruge; un torbellino sacude a la galaxia. Los supervivientes debemos unirnos contra aquellos que desean destruirlo todo.
—Clavó la mirada en Luke—. No, no podemos correr el riesgo de ser divididos y destruidos de nuevo. Debes traerme a tu hermana y a sus hijos.
—No puedo —contestó Luke. Advirtió el cambio de expresión de C'baoth—. Al menos, de momento —corrigió a toda prisa—. Es peligroso que viaje en estos momentos. Hace meses que los imperiales la persiguen, y Jomark no está tan lejos de los límites de su territorio.
—¿Dudas de que pueda protegerla?
—Yo... No, no lo dudo.
—Luke eligió sus palabras con cuidado—. Es que...
Hizo una pausa. C'baoth había adquirido una rigidez repentina, y tenía la vista perdida en el infinito.
—¿Maestro C'baoth? —preguntó—. ¿Se encuentra bien?
No hubo respuesta. Luke se acercó a su lado, proyectó la Fuerza y se preguntó si el viejo estaba enfermo. Como siempre, la mente del maestro Jedi estaba cerrada para él.
—Venga, maestro C'baoth —dijo, y cogió al anciano por el brazo—. Le acompañaré a sus aposentos.
C'baoth parpadeó dos veces y volvió la vista hacia Luke con cierto esfuerzo. Respiró hondo, tembloroso, y regresó a la normalidad de súbito.
—Estás cansado, Luke —dijo—. Déjame y vete a dormir.
Luke tuvo que admitir que estaba cansado.
—¿Se encuentra bien?
—Estoy bien —le tranquilizó C'baoth, con un extraño timbre tétrico en la voz.
—Si necesita mi ayuda...
—¡He dicho que te vayas! —exclamó C'baoth—. Soy un maestro Jedi. No necesito ayuda de nadie.
Luke se encontró a dos pasos de C'baoth, pero no recordaba haberlos dado.
—Lo siento, maestro C'baoth. No quería ser irrespetuoso.
La expresión del anciano se suavizó un poco.
—Lo sé —dijo. Aspiró una profunda bocanada de aire y lo expulsó en silencio—. Tráeme a tu hermana, Jedi Skywalker. Yo la protegeré del Imperio, y la dotaré de un poder inimaginable.
Un timbre de alarma sonó en el fondo de la mente de Luke. Aquellas palabras, o la forma de decirlas...
—Vuelve a tus aposentos —ordenó C'baoth. Una vez más, dio la impresión de que sus ojos se perdían en la lejanía—. Duerme, y mañana continuaremos hablando.

Se erguía frente a ella, la cara semioculta por la capucha de su túnica, y sus ojos amarillos brillaban pese a la infinita distancia que les separaba. Sus labios se movieron, pero las palabras fueron ahogadas por los gritos de alarma guturales que se levantaron a su alrededor, y Mara se sintió poseída por una urgencia que se iba convirtiendo rápidamente en pánico.
Dos siluetas aparecieron entre el emperador y ella: la negra e imponente imagen de Darth Vader, y la silueta más pequeña de Luke Skywalker, vestido de negro. De pie frente al emperador, cara a cara, encendieron sus espadas de luz. Las hojas se cruzaron, blanco rojo brillante contra blanco verde brillante, y se prepararon para el combate.
Y entonces, sin previa advertencia, las espadas se apartaron... y con sendos rugidos de odio, audibles por encima de las alarmas, se volvieron y cargaron contra el emperador.
Mara oyó su propio grito cuando se disponía a acudir en ayuda de su amo, pero la distancia era demasiado grande, y su cuerpo demasiado lento. Lanzó un chillido desafiante, con la esperanza de distraerlos, pero ni Vader ni Skywalker aparentaron oírla. Rodearon al emperador, y cuando alzaron sus espadas de luz, Mara se dio cuenta de que el emperador la estaba mirando.
Ella le devolvió la mirada, ansiosa por alejarse del inminente desastre, pero incapaz de moverse. Aquella mirada proyectaba un millar de sentimientos y pensamientos, un resplandeciente calidoscopio de dolor, miedo y rabia que giraba a demasiada velocidad para abarcarlo. El emperador levantó las manos y lanzó cascadas de rayos blanco azulados hacia sus enemigos. Los dos hombres se tambalearon, y Mara comprendió que esta vez el final podía ser diferente.
Pero no. Vader y Skywalker resistieron, y con otro rugido de rabia, levantaron sus espadas de luz...
«¡Matarás a Luke Skywalker!»
Mara sufrió una sacudida que la aplastó contra las correas y despertó del sueño.
Permaneció inmóvil un minuto, jadeando en busca de aliento, angustiada por la visión de las espadas dispuestas a golpear. La pequeña cabina de la lancha se apretó a su alrededor, y experimentó una sensación pasajera de claustrofobia. La espalda y el cuello de su traje de vuelo estaban empapados de sudor y se pegaban a su piel. Una alerta de proximidad sonaba muy lejos.
Otra vez el sueño. El mismo sueño que la había perseguido durante cinco años a lo largo y ancho de la galaxia. La misma situación; el mismo final horroroso; la misma súplica final.
Pero esta vez, las cosas serían diferentes. Esta vez, podía matar a Luke Skywalker.
Contempló el hiperespacio moteado que giraba alrededor de la lancha, y el último fragmento de su mente se despertó por completo. No, no era cierto. No iba a matar a Luke Skywalker. Iba a... Iba a pedirle ayuda.
Notó un sabor a bilis en la garganta. Lo tragó con un esfuerzo. «No hay otra solución», se dijo firmemente. Si quería rescatar a Karrde, tenía que aceptar la realidad.
Skywalker estaba en deuda con Karrde. Más tarde, cuando hubiera pagado, sería el momento de matarle.
La alerta de proximidad cambió de tono, indicando que faltaban treinta segundos. Mara acunó en la mano las palancas de hiperpropulsión, y cuando vio que el indicador llegaba a cero las empujó con suavidad. Las motas dieron paso a las estelas, y éstas a la negrura del espacio. El espacio, y la oscura esfera de un planeta que tenía delante.
Había llegado a Jomark.
Cruzó mentalmente los dedos, conectó el comunicador y tecleó el código que había programado durante el viaje. La suerte la acompañaba. Aquí, al menos, la gente de Thrawn aún utilizaba los radio guías imperiales de costumbre. Las pantallas de la lancha enfocaron el lugar, una isla que constituía el centro de un lago en forma de anillo, justo pasada la línea del ocaso. Conectó por segunda vez el radio guía para asegurarse, pasó a propulsión sublumínica y descendió. Intentó olvidar la última imagen del rostro del emperador...
El aullido de la alarma la despertó por completo.
—¿Qué? —chilló a la cabina desierta.
Sus ojos anegados en sueño inspeccionaron a toda prisa las pantallas, en busca del origen del problema. No le costó descubrirlo: la lancha se había ladeado bastante, y el ordenador intentaba evitar que cayera dando vueltas. De forma inexplicable, ya se había adentrado en la capa inferior de la atmósfera, demasiado tarde para accionar los retropropulsores.
Apretó los dientes, procedió a la conexión y dedicó al plano analizador una veloz inspección. Sólo había estado ausente uno o dos minutos, pero a una velocidad tal que incluso unos breves segundos de distracción podían ser fatales. Hundió los nudillos en los ojos, luchando contra el cansancio que se adueñaba de ella. Notó que su frente volvía a perlarse de sudor. Su antiguo instructor la había advertido a menudo que volar medio dormida era la forma más rápida de suicidarse. Y la culpa era única y exclusivamente de ella.
¿O no?
Enderezó la nave, comprobó que no había montañas en su trayectoria y conectó el piloto automático. El ysalamir y el armazón portátil proporcionados por Aves se encontraban cerca de la escotilla de popa, sujetos al panel de acceso al motor. Mara se liberó de las correas y se dirigió hacia la parte posterior de la nave.
Fue como si alguien hubiera abierto la luz. Un segundo antes, se sentía como recién salida de una batalla que hubiera durado cuatro días; medio segundo más tarde, más o menos a un metro del ysalamir, la fatiga desapareció de repente.
Sonrió para sí. Sus sospechas habían sido correctas. El maestro Jedi loco no deseaba compañía.
—Bonito truco —dijo al silencio.
Soltó el armazón del panel, lo transportó a la cabina y lo sujetó junto a su asiento.
El cerco de montañas que rodeaban el lago ya era visible por el analizador de electropropulsión, y el infrarrojo había localizado un edificio habitado en el extremo más alejado. Decidió que en él debían residir Skywalker y el maestro Jedi loco, una sospecha confirmada momentos después, cuando los sensores captaron una pequeña masa de metal perteneciente a una nave espacial, justo delante del edificio. No había emplazamientos de armas o escudos protectores que se pudieran detectar, ni en las montañas ni en la isla. Quizá C'baoth pensaba que no necesitaba aparatos tan primitivos como turboláseres para protegerse.
Quizá tenía razón. Mara se inclinó sobre el tablero de control, alerta a la menor señal de peligro, y dirigió la nave hacia su objetivo.
Había llegado casi a la mitad del cráter cuando sobrevino el ataque, un impacto súbito en la parte inferior de la lancha, con la fuerza suficiente para levantar toda la nave unos centímetros. El segundo impacto apenas se hizo esperar, esta vez concentrado en la aleta ventral, y la nave escoró a estribor. La lancha osciló por tercera vez, antes de que Mara identificara por fin las armas. No eran misiles, ni rayos láser, sino pequeñas rocas que se movían a gran velocidad, imposibles de detectar por los sofisticados sensores de la lancha.
El cuarto impacto neutralizó los retropropulsores, y la lancha cayó en picado.





21


Mara juró para sí, pasó a la modalidad de planeo y solicitó al ordenador el perfil de la pared del acantilado. Aterrizar sobre el borde estaba descartado; posarse sobre una zona tan pequeña sin los retropropulsores aún era posible, pero no si un maestro Jedi oponía resistencia todo el rato. La alternativa consistía en dirigirse hacia la isla oscura, donde tendría más espacio para maniobrar, pero quedaría el problema de subir hasta el borde. Igual ocurriría si intentaba encontrar una zona para aterrizar en las montañas.
O bien podía admitir su derrota, encender el propulsor principal, volver al espacio y volar sola a por Karrde.
Apretó los dientes y estudió el perfil. La lluvia de rocas había cesado tras el cuarto impacto. Sin duda, el maestro Jedi esperaba que se estrellara sin más esfuerzos por su parte. Con un poco de suerte, quizá podría convencerle de que estaba acabada, sin necesidad de destruir la nave. Si encontraba una formación adecuada en la pared del acantilado...
Localizó una concavidad más o menos esférica, erosionada hasta crear una capa de roca menos dura. La plataforma que había quedado debajo de la hendidura era relativamente plana, y lo bastante grande para que la lancha cupiera sin problemas.
Le bastaba con conducir la nave hasta allí. Cruzó mentalmente los dedos, levantó el morro y conectó el principal propulsor sublumínico. El resplandor de la estela iluminó la parte más cercana del borde montañoso, y extendió sobre los picos un mosaico cambiante de luces y sombras. La lancha se lanzó hacia adelante y se estabilizó un poco cuando Mara dejó caer la nave de nariz. Estuvo a punto de perder el equilibrio, pero logró enderezar la nave. Mara notó que el sudor resbalaba sobre su frente, mientras intentaba controlar la inestable lancha. Si C'baoth sospechaba sus intenciones, no le costaría mucho terminar con ella.
Apretó los dientes, su atención dividida entre la pantalla de aproximación, el indicador de velocidad y el acelerador, y lanzó la nave hacia su objetivo.
Estuvo a punto de fracasar. La lancha se encontraba a diez metros de la plataforma, cuando la estela rozó la pared del risco e incendió la roca. Un momento después, el fuego envolvió la nave. Mara mantuvo su curso, indiferente a las sirenas de alarma, y se esforzó por ver su objetivo entre las llamas. No había tiempo de pensar en una alternativa; si vacilaba aunque fueran unos segundos, el fuego podía devorar una parte considerable de la plataforma e impedir el aterrizaje. Faltaban cinco metros, y la temperatura comenzó a elevarse en el interior de la cabina. Tres, uno...
Se oyó un terrorífico chirrido metálico cuando la aleta ventral rozó el borde de la plataforma. Mara cortó el propulsor y se armó de valor. La nave cayó un metro y se posó en el saliente sobre la cola. Por un segundo, dio la impresión de que iba a mantenerse así. Después, descendió lentamente y se derrumbó sobre sus patines de aterrizaje.
Mara se secó el sudor que amenazaba con cegarla y pidió un informe de la situación. Le habían enseñado que esta maniobra era la última y desesperada alternativa antes de estrellarse. Ahora ya sabía por qué.
Había tenido suerte. Los patines de aterrizaje y la aleta ventral estaban destrozados, pero los motores, el hiperpropulsor, el sistema de apoyo vital y el casco habían salido indemnes. Puso los sistemas en suspensión, se acomodó el armazón del ysalamir sobre los hombros y se dirigió a popa.
La escotilla principal de babor no se podía utilizar, pues se abría al vacío. Había una escotilla secundaria, situada detrás de la torreta de cañones láser dorsal. Levantar la escalerilla de acceso y subir por ella con el ysalamir a la espalda resultaba difícil, pero lo consiguió después de un par de intentos. El metal del casco estaba demasiado caliente para tocarlo, pero el viento frío procedente del lago era un alivio, después del aire supercaliente del interior. Abrió la escotilla para que la nave se enfriara y levantó la vista.
Y descubrió, decepcionada, que había calculado mal. En lugar de encontrarse a unos quince metros por debajo de la parte superior del cráter, estaba a casi quince metros por debajo. La inmensidad del cráter, combinada con la precipitación del aterrizaje, había engañado a su percepción.
—Nada como un poco de ejercicio después de un largo viaje —murmuró para sí.
Sacó el bastón lumínico de la bolsa sujeta a su cinturón y la agitó mientras subía. La ascensión no iba a ser divertida, sobre todo con el peso añadido del armazón, pero parecía posible. Sujetó el bastón al hombro de su traje de vuelo y comenzó la escalada.
Apenas había recorrido dos metros cuando, sin previo aviso, una llamarada iluminó la roca que tenía delante.
El impacto provocó que cayera sobre la lancha, pero de pie y con el desintegrador en la mano. Entornó los ojos para protegerlos de las luces gemelas que le enfocaban. De un rápido disparo las apagó. Mientras intentaba disipar los puntos púrpura que nublaban su visión, oyó un débil pero inconfundible sonido.
El gorjeo de un androide R2.
—¡Oye! —llamó en voz baja—. Androide. ¿Eres la unidad astromec de Skywalker? Si lo eres, sabrás quién soy. Nos encontramos en Myrkr, ¿te acuerdas?
El androide lo recordaba muy bien, pero a juzgar por el tono indignado de la réplica, era un recuerdo que al R2 no le hacía mucha gracia.
—Sí, vale, olvídalo —dijo la mujer—. Tu amo tiene problemas. He venido para prevenirle.
Otro gorjeo electrónico, preñado de sarcasmo.
—Es verdad —insistió Mara.
Empezaba a recobrar la visión, y distinguió la forma oscura del caza X, que flotaba por efecto de los retropropulsores a unos cinco metros de distancia, con los dos cañones láser de estribor apuntando a su cara.
—Necesito hablar con él ahora mismo —prosiguió Mara—, antes de que el maestro Jedi deduzca que estoy viva y trate de rectificar la situación.
Esperaba más sarcasmos, o directa aprobación de la última posibilidad, pero el androide no dijo nada. Tal vez había presenciado la breve batalla entre la lancha y los pedruscos voladores de C'baoth.
—Sí, fue él quien intentó matarme —confirmó Mara—. Con el mayor sigilo, para que tu amo no se diera cuenta y le formulara preguntas molestas.
El androide emitió lo que parecía una pregunta.
—He venido porque necesito la ayuda de Skywalker —dijo Mara, intuyendo la naturaleza de la pregunta—. Karrde ha sido capturado
por los imperiales, y no puedo liberarle sola. Karrde, por si lo has olvidado, fue la persona que ayudó a tus amigos a tender una emboscada a aquellos milicianos que os apresaron en Myrkr. Estáis en deuda con él.
El androide resopló.
—Muy bien —replicó Mara—. No lo hagas por Karrde, ni por mí. Llévame a la casa porque, en caso contrario, tu amo no averiguará hasta que sea demasiado tarde que su nuevo maestro, C'baoth, trabaja para el Imperio.
El androide reflexionó. Después, poco a poco, el caza giró hasta desviar los láseres de Mara y acercarse a la lancha. Mara enfundó el desintegrador y se preparó, preguntándose cómo iba a entrar en la cabina con el armazón del ysalamir sujeto a los hombros.
No tenía por qué preocuparse. En lugar de maniobrar para permitirle el acceso a la cabina, el androide le encaró uno de los patines de aterrizaje.
—Es una broma, ¿no? —protestó Mara, cuando vio el patín que flotaba a la altura de su cintura, pensando en la larga caída hasta el lago, pero estaba claro que el androide hablaba en serio. Al cabo de un momento, subió—. Muy bien —dijo, después de asegurarse lo mejor posible—. Adelante. Y atento a las rocas voladoras.
El caza empezó a ascender. Mara se armó de valor y esperó a que C'baoth reanudara el ataque, pero llegaron a la cumbre sin incidentes. Cuando el androide posó el caza en tierra, Mara vio la silueta borrosa de un hombre ataviado con una capa, que aguardaba en silencio junto a la valla que rodeaba la casa.
—Tú debes de ser C'baoth —dijo Mara, tras bajar del patín y aferrar su desintegrador—. ¿Siempre recibes a los visitantes así?
La silueta permaneció callada un instante. Mara avanzó un paso y experimentó una inquietante sensación de déjà vu, mientras intentaba escudriñar el rostro semioculto por la capucha. El emperador tenía un aspecto muy similar la noche en que fue a buscarla a su casa.
—No recibo visitantes, exceptuando los lacayos del gran almirante Thrawn —dijo por fin el desconocido—. Los demás, por definición, son intrusos.
—¿Qué te hace pensar que no soy del Imperio? —contraatacó Mara—. Por si no lo sabías, seguía el radiofaro imperial de esa isla cuando me atacaste.
A la difusa luz de las estrellas, tuvo la impresión de que C'baoth sonreía.
—¿Y qué prueba eso? —preguntó—. Sólo que otras personas pueden trastear con los juguetes del gran almirante.
—¿Y que otras personas pueden utilizar los ysalamiri del gran almirante? —preguntó Mara, y señaló el armazón que llevaba a la espalda—. Basta ya. El gran almirante...
—El gran almirante es tu enemigo —interrumpió C'baoth—. No me insultes con negativas infantiles, Mara Jade. Lo vi en tu mente cuando te acercabas. ¿De veras crees que puedes arrebatarme a mi Jedi?
Mara tragó saliva, estremecida por el frío viento nocturno y el frío aún más glacial que se insinuaba en su interior. Thrawn había dicho que C'baoth estaba loco, y notaba un timbre de locura en su voz. Sin embargo, había algo más. Un tono acerado, despiadada y calculador, alimentado por una sensación de poder y confianza supremos. Era como volver a escuchar la voz del emperador.
—Necesito la ayuda de Skywalker —dijo, procurando mantener la serenidad—. Sólo necesito que me lo prestes unos días.
—¿Y luego me lo devolverás? —se burló C'baoth.
Mara apretó los dientes.
—Conseguiré su ayuda, C'baoth, tanto si te gusta como si no.
Esta vez no tuvo la menor duda de que el maestro Jedi había sonreído. Una sonrisa leve, fantasmal.
—Oh, no, Mara Jade —murmuró—. Estás equivocada. ¿De veras crees que por encontrarte en mitad de un espacio en blanco de la Fuerza me tienes a tu merced?
—También cuento con eso —dijo Mara.
Desenfundó el desintegrador y apuntó a su pecho. C'baoth no se movió, pero Mara notó de repente cierta tensión en el aire que la rodeaba.
—Nadie dirige un arma contra mí con impunidad —amenazó el maestro Jedi—. Lo pagarás muy caro.
—Correré el riesgo.
Mara retrocedió un paso para apoyar la espalda en el caza. Arriba y a su izquierda, oyó que el androide R2 gorjeaba para sí.
—¿Quieres apartarte y dejarme pasar, o prefieres hacerlo por las malas?
C'baoth pareció estudiarla.
—Podría destruirte —dijo. Ya no hablaba en tono amenazador, sino casi con indiferencia—. Ahora mismo, y nunca llegarías a enterarte de dónde provenía el ataque, pero no lo haré. Ahora no. Hace años que siento tu presencia, Mara Jade. La ascensión y caída de tu poder después de la muerte del emperador te arrebató casi toda tu fuerza. Y ahora te he visto en mis meditaciones. Algún día vendrás a mí, por tu propia voluntad.
—También correré ese riesgo.
—No me crees.
—C'baoth exhibió otra de sus fantasmales sonrisas—. Pero lo harás. El futuro está predeterminado, mi joven semi Jedi, al igual que tu destino. Algún día te arrodillarás frente a mí. Lo he visto.
—Yo en tu lugar, no me fiaría tanto de los presentimientos Jedi —replicó Mara, mientras desviaba la mirada hacia el edificio y se preguntaba qué haría C'baoth si gritaba el nombre de Skywalker—. El emperador practicaba con frecuencia tales ejercicios, pero no le sirvió de mucho al final.
—Quizá yo soy más sabio que el emperador —dijo C'baoth. Ladeó la cabeza un poco—. He dicho que te retiraras a tus aposentos —dijo en voz más alta.
—Sí, es verdad —reconoció una voz familiar, y una nueva silueta se desgajó de las sombras y cruzó el patio.
Skywalker.
—En ese caso, ¿qué haces aquí? —preguntó C'baoth.
—Noté una perturbación en la Fuerza ——respondió el joven, mientras atravesaba la puerta y salía a la luz de las estrellas. Tenía los ojos clavados en Mara, y el rostro inexpresivo—. Como si una batalla tuviera lugar muy cerca. Hola, Mara.
—Skywalker —consiguió articular la mujer entre sus labios resecos. Después de los percances sufridos desde su llegada al sistema de Jomark, sólo ahora comprendía la enormidad de la tarea que se había impuesto. Ella, que había anunciado sin ambages a Skywalker su intención de matarle algún día, tendría que convencerle ahora de que era más digna de confianza que un maestro Jedi.
—Escucha, Skywalker...
—¿No te has equivocado de persona? —preguntó Luke—. Pensaba que querías matarme.
Mara casi había olvidado el desintegrador que apuntaba a C'baoth.
—No he venido a matarte.
—Las palabras sonaron a sus propios oídos poco convincentes—. El Imperio ha capturado a Karrde. Necesito tu ayuda para ponerle en libertad.
—Entiendo.
—Skywalker miró a C'baoth—. ¿Qué ha pasado aquí, maestro C'baoth?
—¿Qué más da? —replicó el viejo—. A pesar de sus palabras, ha venido a destruirte. ¿Habrías preferido que no se lo impidiera?
—Skywalker... —empezó Mara.
Él levantó la mano para callarla, con los ojos clavados en el maestro Jedi.
—¿Le atacó o amenazó de algún modo? —preguntó.
Mara miró a C'baoth, y se quedó sin aliento. La anterior confianza había desaparecido de su rostro, sustituida por algo frío y mortífero. Pero no dirigido a ella, sino a Skywalker.
De repente, Mara comprendió. No era necesario convencer a Skywalker de la traición de C'baoth. De alguna manera, ya lo sabía.
—¿Qué más da cuáles fueran sus acciones concretas? —preguntó C'baoth, con voz más fría aún que su expresión—. Lo que importa es que es un ejemplo vivo del peligro del que te he advertido desde tu llegada. El peligro que acecha a todos los Jedi, procedente de una galaxia que nos odia y teme.
—No, maestro C'baoth —dijo Skywalker, con voz casi amable—. Ha de comprender que los medios son tan importantes como los fines. Un Jedi utiliza la Fuerza para saber y defenderse, pero no para atacar.
C'baoth resopló.
—Un tópico para los ingenuos, o para los que carecen de suficiente sabiduría para tomar sus propias decisiones. Yo estoy por encima de todo eso, Jedi Skywalker, como tú lo estarás algún día. Si decides quedarte.
Skywalker sacudió la cabeza.
—Lo siento —dijo—. No puedo.
Dio media vuelta y caminó hacia Mara.
—Entonces, dale la espalda a la galaxia —dijo C'baoth, con voz firme y sincera—. Su única esperanza de alcanzar una auténtica madurez reside en nuestra guía y fortaleza. Lo sabes tan bien como yo. Skywalker se detuvo.
—Pero acaba de decir que nos odia —señaló—. ¿Cómo podemos enseñar a gente que rechaza nuestra guía?
—Podemos curar la galaxia, Skywalker —contestó en voz baja C'baoth—. Tú y yo podemos hacerlo, juntos. Sin nosotros, no hay esperanza. Ninguna en absoluto.
—Tal vez él pueda hacerlo sin ti —intervino Mara, con la intención de romper el hechizo verbal tejido por C'baoth.
Había visto al emperador hacer lo mismo, y los párpados de Skywalker ya estaban bastante pesados. Demasiado pesados, de hecho. Como los suyos, cuando se había aproximado a Jomark.
Se apartó del caza y avanzó hacia Skywalker. C'baoth hizo un leve movimiento, como si fuera a detenerla. Mara levantó el arma, y dio la impresión de que el maestro Jedi abandonaba la idea.
Aunque no le miraba, supo que la zona inmune a la Fuerza que rodeaba a su ysalamir había tocado a Skywalker. Éste inhaló profundamente, enderezó los hombros, que se habían hundido sin que él se diera cuenta, y cabeceó, como si comprendiera por fin un enigma.
—¿Es así como piensa curar la galaxia, maestro C'baoth? —preguntó—. ¿Mediante la coerción y el engaño?
De pronto, C'baoth echó la cabeza hacia atrás y lanzó una carcajada. Era la última reacción que Mara esperaba, y la sorpresa paralizó un instante sus músculos.
El maestro Jedi aprovechó aquella fracción de segundo para atacar.
Era una piedra pequeña, pero surgió de la nada para golpear la mano que empuñaba el desintegrador con fuerza aterradora. El arma se perdió en la oscuridad, y sintió su mano entumecida por el dolor.
—¡Cuidado! —gritó a Skywalker.
Cayó al suelo y tanteó en busca del desintegrador, mientras otra piedra pasaba rozando su oreja.
Oyó un siseo a su espalda, y el terreno quedó bañado por la luz blanca y verde de la espada de Skywalker.
—Ponte detrás de la nave —ordenó—. Yo le contendré.
El recuerdo de Myrkr cruzó la mente de Mara, pero antes de que pudiera abrir la boca para advertirle que sin la Fuerza estaba indefenso, Skywalker avanzó un paso para liberarse de la influencia del ysalamir. La espada de luz relampagueó, y la hoja paró dos nuevas piedras.
C'baoth, sin dejar de reír, levantó la mano y lanzó un rayo azul contra él.
Skywalker bloqueó el rayo con la espada, y una corona azulada rodeó por un momento el resplandor verde de la espada. Un segundo rayo pasó de largo y se desvaneció cerca de Mara. Un tercero se arrolló alrededor de la espada.
La mano de Mara rozó algo metálico; su desintegrador. Lo cogió y apuntó a C'baoth.
Toda la escena pareció estallar frente a ella, envuelta en el brillo de fuego láser.
Había olvidado al androide del caza. Por lo visto, C'baoth también lo había olvidado.
—¿Skywalker? —llamó, parpadeando para disipar la neblina púrpura que flotaba ante sus ojos. Arrugó la nariz al percibir el olor a ozono—. ¿Dónde estás?
—Aquí, al lado de C'baoth —se oyó la voz de Skywalker—. Aún vive.
—Eso se puede arreglar fácilmente —gruñó Mara.
Caminó con cautela entre los baches humeantes que el cañón láser había practicado en el suelo y se acercó.
C'baoth estaba tendido de espaldas, inconsciente, aunque aún respiraba, con Skywalker arrodillado a su lado.
—Ni una rozadura —murmuró Mara—. Impresionante.
—Erredós no disparó a matar.
—Los dedos de Skywalker recorrieron la cara del anciano—. Fue la conmoción sónica lo que debió de derribarle.
—O quizá la onda expansiva le lanzó por los aires —sugirió Mara. Apuntó el desintegrador a la silueta inmóvil—. Sal de en medio. Terminaré el trabajo.
Skywalker la miró.
—No vamos a matarle —dijo—. Así no.
—¿Prefieres esperar a que recobre la conciencia y vuelva a presentar batalla? —preguntó.
—No es necesario matarle —insistió Skywalker—. Estaremos lejos de Jomark mucho antes de que despierte.
—Nunca perdones la vida a un enemigo —replicó la mujer—. Sobre todo, si te gusta vivir.
—No tiene por qué ser un enemigo, Mara —dijo Skywalker, con aquella irritante seguridad tan propia de él—. Está enfermo. Es posible que tenga curación.
Mara torció los labios.
—No oíste lo que dijo antes de que aparecieras. Está loco, de acuerdo, pero no sólo eso. Ahora es mucho más fuerte y peligroso.
—Vaciló—. Hablaba como Vader y el emperador.
Un músculo se agitó en la mejilla de Skywalker.
—Vader se había entregado al lado oscuro —dijo—, pero fue capaz de romper aquellos lazos y regresar. Tal vez C'baoth pueda hacer lo mismo.
—Yo no apostaría por ello.
Mara enfundó el desintegrador. No podían perder tiempo discutiendo Mientras necesitara la ayuda de Skywalker, tendría el privilegio de veto en decisiones como ésta.
—Solo acuérdate de que, si te equivocas, será tu cabeza la que pierdas.
—Lo sé.
—Miró una vez más a C'baoth, y luego levantó la vista hacia ella—. Dijiste que Karrde tenía problemas.
—Sí —asintió Mara, aliviada por el cambio de tema. Cuando Skywalker había mencionado al emperador y Vader, recordó con excesiva claridad aquel sueño recurrente—. El gran almirante le ha capturado. Necesito tu ayuda para liberarle.
Se armó de valor para hacer frente a la inevitable negociación, pero ante su sorpresa, Skywalker se limitó a cabecear y ponerse en píe.
—Muy bien —dijo—. Vámonos.

Erredós accionó los controles con un último lloriqueo electrónico, y el caza despegó.
—Bien, creo que esto no le gusta nada —dijo Luke, y cortó el transmisor de la lancha—, pero creo haberle convencido de que vuelva directamente a casa.
—Será mejor que sea así —advirtió Mara desde el asiento del piloto, con los ojos atentos a la pantalla de navegación—. Introducirse en un almacén de suministros imperiales ya será bastante difícil, pero aún lo sería más con un caza X pisándonos los talones.
—Tienes razón.
Luke la miró de reojo y se preguntó si meterse en la nave con ella había sido una idea inteligente. Mara había retirado el ysalamir a la parte posterior, y Luke sentía el odio que rezumaba bajo su conciencia. Evocaba desagradables recuerdos del emperador, el hombre que había sido el maestro de Mara. Se preguntó, también, si se trataba de una trampa que le conduciría a la muerte.
Pero mantenía su odio a rayas, y no detectó ningún engaño.
Claro que tampoco había detectado los engaños de C'baoth, hasta que casi fue demasiado tarde.
Luke se removió en el asiento, y se sonrojó al pensar con cuanta facilidad le había embaucado C'baoth. Se obligó a recordar que la inestabilidad mental de C'baoth era auténtica. Y aunque dicha inestabilidad no llegara a extremos de locura, como Mara había afirmado, bien podía decirse que C'baoth estaba enfermo.
Y si también era cierto que trabajaba para el Imperio...
Luke se estremeció. «La dotaré de poderes inimaginables», había dicho el maestro Jedi acerca de Leia. La frase difería de la dirigida por Vader a Luke en Endor, pero el sentido era idéntico. Con independencia de lo que C'baoth hubiera sido antes, Luke estaba seguro de que ahora caminaba por la senda del lado oscuro.
Aun así, Luke había ayudado a Vader a salir de aquel sendero. ¿Podría hacer lo mismo por C'baoth?
Desechó el pensamiento. Aunque el destino de C'baoth estuviera entrelazado con el suyo, era demasiado pronto para planear futuras interacciones. Ahora, necesitaba concentrarse en la tarea inmediata, y dejar que la Fuerza guiara el futuro.
—¿Cómo encontró a Karrde el gran almirante? —preguntó a Mara.
La mujer apretó los labios, y Luke captó una breve punzada de autorreproche.
—Pusieron un radiofaro direccional a bordo de mi nave. Les conduje a su escondite.
Luke asintió, pensando en el rescate de Leia y la posterior huida de la primera Estrella de la Muerte, a bordo del Halcón.
—Con nosotros también utilizaron ese truco. Por eso descubrieron la base de Yavin.
—Teniendo en cuenta lo que les costó, no entiendo por qué te quejas —dijo con sarcasmo Mara.
—Imagino que al emperador no le complació —murmuró Luke.
—No, no le complació —dijo Mara, con voz velada por los recuerdos—. Vader casi murió por culpa de aquel patinazo.
—Miró las manos de Luke con deliberación—. De hecho, fue cuando perdió la mano derecha.
Luke flexionó los dedos de su mano derecha artificial, y sintió un eco fantasmal del dolor lacerante que la había recorrido cuando la espada de luz de Vader cortó piel, músculos y hueso. Cierto fragmento de un antiguo aforismo Tatooine cruzó su mente: algo acerca de que el mal se transmitía de generación en generación...
—¿Cuáles el plan? —preguntó.
Mara respiró hondo, y Luke percibió el esfuerzo emocional que realizaba para olvidar el pasado.
—Karrde se halla retenido a bordo de la nave insignia del gran almirante, el Quimera. Según su plan de vuelo, se detendrán dentro de cuatro días en el sistema Wistril para recoger suministros. Si forzamos la marcha, llegaremos allí con unas horas de ventaja. Nos desharemos de la lancha, nos apoderaremos de una lanzadera de abastecimiento, y subiremos al Quimera.
Luke reflexionó. Parecía cogido por los pelos, pero no tanto.
—¿Qué pasará cuando estemos a bordo?
—El procedimiento imperial exige que todos los tripulantes de las lanzaderas permanezcan encerrados en sus naves mientras los hombres del Quimera proceden a descargar. Al menos, así era hace cinco años. Significa que deberemos crear cierta distracción para salir de la lanzadera.
—Parece arriesgado.
—Luke meneó la cabeza—. Sería mejor no llamar la atención.
—¿Se te ocurre alguna otra idea? Luke se encogió de hombros.
—Aún no, pero tenemos cuatro días para pensar. Ya saldrá algo.





22


Mara cortó los retropropulsores, y la lanzadera de carga aterrizó con un leve ruido metálico sobre la cubierta principal del hangar situado en la popa del Quimera.
—La lanzadera 37 acaba de aterrizar —anunció Luke por el intercomunicador—. Aguardamos órdenes.
—Recibido, lanzadera 37 —respondió la voz del controlador—. Cierren todos los sistemas y prepárense para descargar.
—De acuerdo.
Ya iba a desconectar el comunicador, cuando Mara le detuvo.
—Control, éste es mi primer viaje con cargamento —dijo, con el tono apropiado de curiosidad—. ¿Cuánto tiempo tardaremos en poder marchar?
—Sugiero que se pongan cómodos —replicó con sequedad Control—. Antes de que se marchen, descargaremos todas las lanzaderas. Calcule un par de horas, como mínimo.
—Oh —exclamó Mara, como sorprendida—. Bien... Gracias. Creo que echaré una siesta.
Cortó la comunicación.
—Bien —dijo. Desabrochó sus correas y se levantó—. Tenemos tiempo de sobra para ir al centro penitenciario y regresar.
—Esperemos que no hayan trasladado de nave a Karrde —comentó Luke, mientras la seguía a la parte posterior del puente de mando y a la escalera de caracol que conducía a la bodega.
—No lo han hecho —respondió Mara, bajando la escalera—. El único peligro es que ya hayan iniciado el tratamiento completo.
Luke frunció el entrecejo.
—¿El tratamiento completo?
—El interrogatorio.
—Mara llegó al centro de la bodega y paseó la vista a su alrededor—. Muy bien. Podría ser... allí.
—Señaló una sección de la cubierta—. Alejado de ojos curiosos, y no dañarás nada vital.
—De acuerdo.
Luke encendió la espada de luz y practicó con sumo cuidado un agujero en el suelo. Casi había terminado, cuando surgió un chispazo del agujero y las luces de la bodega se apagaron de repente.
—Perfecto —dijo a Mara, mientras ésta mascullaba por lo bajo—. La espada desprende suficiente luz para ver.
—Me preocupa más que el cable haya formado un arco voltaico hasta el hangar —contestó ella—. Se habrán dado cuenta.
Luke escudriñó la zona con sus sentidos Jedi.
—Parece que nadie se ha dado cuenta —tranquilizó a Mara.
—Esperemos.
—La mujer señaló el agujero a medio terminar—. Acaba de una vez.
Luke procedió. Un minuto después, con la ayuda de un manubrio magnético, izaron la sección de cubierta y puente cortada. Unos centímetros más abajo, tétricamente iluminada por la luz ver
de de la espada, estaba la cubierta del hangar. Mara cogió el rezón del manubrio sujeto a ella. Luke se tendió sobre el estómago y extendió la espada por el agujero. Esperó hasta percibir que no había nadie en el pasillo que corría bajo la cubierta del hangar.
—No olvides biselarlo —le recordó Mara, mientras la espada penetraba con suavidad en el duro metal—. Hasta un novato se fijaría en un agujero abierto en el techo.
Luke asintió y terminó de cortar. Mara estaba preparada, y cuando cerró la espada, la mujer ya había cogido el grueso fragmento metálico con el manubrio y lo había introducido en la lanzadera. Lo alzó un metro, y después cortó el motor.
—Ya es suficiente ——dijo.
Se sentó en el borde todavía caliente del agujero, con el desintegrador dispuesto, y se dejó caer a la cubierta. Se paró un momento para pasear la vista en derredor suyo.
—Todo despejado —siseó.
Luke se sentó en el borde y desvió la vista hacia el control del manubrio. Accionó el interruptor con la Fuerza y siguió a Mara.
La distancia a la cubierta era mayor de lo que suponía, pero sus músculos, educados por la Fuerza, resistieron el impacto sin el menor problema. Levantó la vista, justo cuando la tapa metálica encajaba en el agujero.
—Queda muy bien —dijo Mara—. Creo que nadie se dará cuenta.
—A menos que se fije mucho. ¿Por dónde se va al centro penitenciario?
—Por allí.
—Mara indicó a la izquierda con su desintegrador—. Pero no vamos a ir vestidos así. Ven.
Le guió hasta el final del pasadizo y, tras dejar atrás una encrucijada, a un pasillo más ancho. Luke mantenía sus sentidos alerta, pero sólo percibió la presencia de alguien en contadas ocasiones.
—Esto está muy tranquilo.
—Por poco tiempo. Estamos en una zona de entrega de suministros, y la gente que suele trabajar aquí debe de estar ayudando a descargar las lanzaderas, pero hemos de ponernos uniformes, trajes de vuelo o lo que sea antes de seguir adelante.
Luke pensó en la primera vez que había intentado disfrazarse de imperial.
—De acuerdo, pero que no sean corazas de miliciano. Es difícil ver con aquellos cascos.
—Creía que los Jedi no necesitaban ver con los ojos —se burló Mara—. Cuidado, ya hemos llegado. Ahí hay una sección de alojamientos reservados a la tripulación.
Luke ya había notado un súbito aumento en el nivel de la población.
—Me temo que no podremos pasar desapercibidos entre tanta gente —advirtió.
—No pensaba en eso.
—Mara indicó otro pasillo que se desviaba a la derecha—. Por ahí tendría que haber una sala de espera para pilotos TIE. Vamos a ver si encontramos un par de trajes de vuelo libres.
Pero si el Imperio descuidaba la vigilancia de sus zonas de servicio, no ocurría lo mismo con las salas de espera de sus pilotos. Había seis agrupados alrededor de los turbo ascensores situados al final del pasillo. A juzgar por los sonidos apenas perceptibles que se oían detrás de las puertas, estaba claro que cada uno de los seis estaba ocupado, al menos, por dos personas.
—Y ahora, ¿qué? —susurró Luke a Mara.
—¿A ti qué te parece? —replicó la mujer. Enfundó el desintegrador y flexionó los dedos—. Dice en qué sala hay menos gente, y después quítate de en medio. Yo me encargaré del resto.
—Espera un momento.
Luke pensó a toda prisa. No quería matar a sangre fría a los hombres que estaban detrás de las puertas, pero tampoco quería arrostrar una situación tan peligrosa como la ocurrida unos meses antes, en la explotación minera de Lando en Nkllon. Allí, había utilizado la
Fuerza para desorientar a los cazas TIE atacantes, pero a costa de flirtear peligrosamente con el lado oscuro. No deseaba repetir la experiencia.
Pero si se limitaba a tocar con suavidad las mentes de los imperiales, en lugar de manipularlas con rudeza...
—Vamos a probar con ésta —dijo, e indicó una sala en la que sólo percibía la presencia de tres hombres—, pero no vamos a atacar. Creo que podré eliminar su curiosidad lo bastante para entrar, coger los trajes de vuelo y salir.
—¿Y si no puedes? —preguntó Mara—. Perderemos la ventaja del factor sorpresa.
—Funcionará —la tranquilizó Luke—. Prepárate.
—Skywalker...
—Además, dudo que puedas dar cuenta de los tres sin hacer ruido, aun contando con el factor sorpresa.
Ella le traspasó con la mirada, pero le indicó con un gesto que avanzara hacia la puerta. Luke proyectó la Fuerza. La pesada puerta metálica se deslizó a un lado cuando se acercó, y después entró.
Había tres hombres sentados alrededor de la mesa de comunicaciones, situada en el centro de la sala. Dos llevaban el uniforme marrón imperial de los tripulantes normales, y el tercero exhibía el uniforme negro y casco centelleante de los soldados de la flota. Los tres levantaron la vida cuando la puerta se abrió, y Luke captó su vago interés por el recién llegado. Tocó sus mentes con la Fuerza y desvaneció su curiosidad. Los dos tripulantes le miraron de arriba abajo, y luego dejaron de hacerle caso; el soldado continuó mirando, pero sólo porque constituía una novedad. Luke, con su mejor expresión de indiferencia, se aproximó al perchero de trajes de vuelo y eligió tres. Los dobló sobre el brazo y salió de la sala. La puerta se cerró a su espalda.
—¿Y bien? —siseó Mara.
Luke asintió y exhaló en silencio.
—Ya puedes ponértelo —dijo—. Quiero reprimir su curiosidad durante otro par de minutos. Hasta que hayan olvidado mi entrada. Mara cabeceó y empezó a ponerse el traje de vuelo sobre su mono.
—Debo confesar que es un truco muy práctico.
—Esta vez ha funcionado, al menos.
Volvió a tocar con cautela la mente de los imperiales, esperando en cualquier momento la explosión emocional que daría al traste con
sus planes, pero sólo captó el perezoso discurrir de su conversación trivial.
El truco había funcionado. Al menos, esta vez.
Cuando se volvió, Mara ya tenía a su lado un coche turbo elevador.
—Vamos, vamos —le azuzó, impaciente. Ya se había puesto el traje de vuelo, y los otros dos colgaban sobre su hombro—. Te cambias de camino.
—Espero que nadie suba mientras lo hago —murmuró Luke, subiendo al vehículo—. Sería un poco difícil de explicar.
—Nadie subirá —replicó Mara, mientras la puerta se cerraba y el coche se ponía en marcha—. Lo he programado para que no se detenga. ¿Todavía quieres hacerlo así?
—Creo que no nos queda otra opción. —Luke se metió en el traje de vuelo. Le venía muy estrecho sobre su indumentaria habitual —Han y yo intentamos el ataque frontal una vez, en la Estrella de la Muerte. No fue un éxito prodigioso.
—Sí, pero no teníais acceso al ordenador principal —señaló Mara—. Si puedo manipular los registros y cambiar órdenes, le sacaremos antes de que nadie se dé cuenta.
—Pero dejando testigos conocedores de que se ha ido —le recordó Luke—. Si alguno decidiera comprobar las órdenes verbalmente, todo se vendría abajo, y no creo que el truco de ahora funcione con los guardias del centro penitenciario. Están muy bien entrados.
—Muy bien —dijo Mara, y se volvió hacia el tablero de control del vehículo—. No me parece muy divertido, pero si eso es lo que quieres, me apunto.
El centro penitenciario se encontraba en la sección de popa más alejada, algunas cubiertas por debajo de las secciones de mando y control de sistemas, y directamente encima de Ingeniería y los enormes inyectores de propulsión sublumínica. El coche turbo elevador cambió de dirección varias veces a lo largo del recorrido, tanto en sentido vertical como horizontal. Luke pensó que la ruta era demasiado complicada, y se preguntó una vez más si Mara le estaba tendiendo una trampa, pero no percibió la menor intención traicionera. Sospechó que había elegido ese método para despistar a los sistemas de seguridad interna del Quimera.
El coche se detuvo por fin, y la puerta se abrió. Salieron a un largo pasillo, transitado por un puñado de tripulantes con monos de mantenimiento.
—La puerta de acceso está por ahí —murmuró Mara—. Te daré tres minutos de tiempo.
Luke asintió y se alejó por el pasillo, con paso firme y confiado. Sus pisadas despertaron ecos en la cubierta metálica, y le trajeron recuerdos de aquella visita, casi desastrosa, a la primera Estrella de la Muerte.
Entonces, era un muchacho inexperto, embriagado por visiones de gloria y heroísmo, demasiado ingenuo para comprender los mortales peligros que le acechaban. Ahora, había crecido en años y madurez, y sabía exactamente qué estaba haciendo.
Y lo hacía a conciencia. Se preguntó si hacía gala de mayor temeridad que la última vez, o menos.
Llegó a la puerta y se detuvo al lado, fingió que examinaba una agenda electrónica encontrada en un bolsillo del traje, y esperó hasta que el pasillo quedó desierto. Entonces, respiró una última bocanada de aire puro, abrió la puerta y entró.
Pese a que contuvo el aliento, el hedor le golpeó en la cara como una bofetada. Los últimos adelantos técnicos del Imperio no impedían que los pozos de basura olieran tan mal como siempre.
Dejó que la puerta se cerrara a su espalda, y al mismo tiempo escuchó el leve sonido de un relé interno que se cerraba. Había procedido con excesiva lentitud. Mara ya había activado el ciclo de compresión. Respiró por la boca y esperó, y un momento después, con un ruido apagado de motores hidráulicos, las paredes empezaron a acercarse poco a poco.
Luke tragó saliva, aferró con fuerza la espada de luz e intentó mantenerse sobre la montaña de basura y piezas desechadas que se hundía bajo sus pies. Introducirse en el nivel penitenciario había sido idea suya, y había tardado bastante en convencer a Mara. Ya estaba dentro, las paredes empezaban a cerrarse sobre él y, de repente, ya no le parecía tan buena idea. Si Mara no controlaba bien los movimientos de las paredes, o si alguien la interrumpía...
O si cedía unos instantes al odio que sentía hacia él...
Las paredes se aproximaron más, arrollando todo a su paso. Luke se esforzó por mantener el equilibrio, muy consciente de que si Mara pensaba traicionarle, no lo averiguaría hasta que fuera demasiado tarde. Las paredes del compresor eran demasiado gruesas para abrir un boquete con la espada de luz, y la masa extendida bajo sus pies le había alejado demasiado de la puerta para escapar por allí. Mientras escuchaba los crujidos del metal y plástico torturados, vio que la
distancia entre las paredes se reducía a dos metros..., uno y medio..., uno...
Y detuvieron su avance a menos de un metro.
Luke respiró hondo, casi sin notar el rancio olor. Mara no le había traicionado, y había ejecutado a la perfección su parte del plan. Ahora, era su turno. Avanzó hacia el extremo posterior de la cámara_, flexionó las rodillas y saltó.
El piso era inestable y las paredes altísimas. Pese a sus talentos Jedi, sólo llegó a la mitad de la altura, pero al tiempo que llegaba al extremo de su salto, alzó las rodillas y extendió los pies, y con una contorsión espectacular se encajó entre las paredes. Se concedió un momento para recuperar el aliento y procedió a trepar.
No le costó tanto como suponía. Había practicado mucho la técnica del salto cuando era niño, en Tatooine, y había trepado por chimeneas de piedra media docena de veces, pero sin auténtico entusiasmo. Las lisas paredes del compresor ofrecían menos resistencia que la piedra, pero la estrechez del espacio y la falta de salientes en qué apoyarse dificultaban su progresión. Llegó a lo alto de las paredes del conducto de mantenimiento que le llevaría, confiaba, al nivel penitenciario. Si la lectura del horario que Mara había efectuado era correcta, contaba con unos cinco minutos antes del cambio de guardia. Apretó los dientes, atravesó la pantalla magnética situada al pie del conducto y, de nuevo al aire libre, empezó la ascensión.
La realizó en poco más de cinco minutos, y descubrió que la lectura de Mara había sido correcta. Por la rejilla que cubría la abertura del conducto oyó el ruido de conversaciones y movimientos procedentes de la sala de control, puntuado por el siseo regular de las puertas de los turbo ascensores al abrirse. El cambio de guardia estaba teniendo lugar; durante los dos minutos siguientes, ambos turnos permanecerían en la sala de control. Tiempo suficiente, si era rápido, para sacar a un prisionero delante de sus narices.
Se agarró con una mano de la rejilla, sacó la espada de luz y la encendió. Impidiendo que la punta de la espada asomara al pasillo, cortó una sección de la rejilla y la introdujo en el conducto. Utilizó un gancho de su traje de vuelo para sujetar la sección al resto de la rejilla, y se izó por la abertura.
El pasillo estaba desierto. Luke miró el número de celda más próximo para orientarse y se encaminó hacia la que Mara había mencionado. Tuvo la impresión de que la conversación sostenida en la sala de control languidecía. El nuevo turno de guardia no tardaría en salir
y tomar posiciones en los pasillos del bloque. Luke, con todos los sentidos alerta, se dirigió a la celda indicada. Cruzó los dedos mentalmente y pulsó la abertura de la celda.
Talon Karrde levantó la vista cuando la puerta se abrió, con aquella sonrisa sardónica tan peculiar en el rostro. Sus ojos se clavaron en el rostro que sobresalía del traje de vuelo, y la sonrisa desapareció de repente.
—No puedo creerlo —murmuró.
—Ni yo —contestó Luke, mientras examinaba la celda—. ¿Preparado para viajar?
—Listo y preparado.
—Karrde ya se encaminaba hacia la puerta—. Por suerte, aún están en la fase de buenos modales. Falta de comida y sueño; ya conoce la rutina.
—Algo me han contado.
—Luke miró a ambos lados del pasillo. Todavía desierto—. La salida es por aquí. Vámonos.
Llegaron a la rejilla sin incidentes.
—Supongo que estará bromeando —dijo Karrde, cuando Luke se introdujo por el hueco y apoyó los pies y la espalda contra las paredes del conducto.
—La otra salida está bien custodiada por guardias —le recordó Luke.
—Muy cierto —admitió Karrde, y miró el boquete con desconfianza—. Supongo que una cuerda sería demasiado pedir.
—Lo siento. Sólo se podría atar a la rejilla, y en seguida se darían cuenta.
—Luke le miró con el ceño fruncido—. No tendré vértigo, ¿verdad?
—Lo que me preocupa es la caída —replicó con sequedad Karrde. Pasó por el hueco y se agarró con fuerza a la rejilla.
—Bajaremos hasta el triturador de basuras —explicó Luke—. ¿Ha bajado alguna vez por una chimenea?
—No, pero aprendo rápido.
—Karrde examinó la postura de Luke y la imitó—. Querrá que tape el hueco, supongo —dijo, mientras ajustaba la sección cortada de la rejilla al resto—, aunque no engañará a alguien que preste atención.
—Con suerte, llegaremos al hangar antes de que eso ocurra —le tranquilizó Luke—. Adelante, sin prisa y con calma.
Descendieron hasta el compresor sin grandes dificultades.
—La cara del Imperio oculta a los turistas —comentó Karrde con sequedad, mientras Luke le guiaba por el revoltijo de basura—. ¿Cómo saldremos?
—La puerta está ahí —señaló Luke—. Mara apartará las paredes dentro de un par de minutos y saldremos.
—Ah. ¿Mara también ha venido?
—Me contó durante el viaje cómo le capturaron —dijo Luke, intentando captar los pensamientos de Karrde. Si estaba irritado con Mara, lo disimulaba muy bien—. Dijo que no había colaborado en tenderle la trampa.
—Oh, estoy seguro, aunque sólo sea porque mis interrogadores se empeñaron en insinuar lo contrario.
—Contempló con aire pensativo a Luke—. ¿Qué le prometió a cambio de ayudarla?
Luke meneó la cabeza.
—Nada. Se limitó a recordarme que estaba en deuda con usted por no entregarme a los imperiales en Myrkr.
Una sonrisa irónica distendió los labios de Karrde.
—Vaya. ¿No le explicó por qué el gran almirante quería capturarme?
Luke arrugó el entrecejo. El otro le miraba fijamente y, ahora que prestaba atención, Luke comprendió que Karrde le ocultaba algún secreto.
—Di por sentado que era como venganza por ayudarme a escapar. ¿Hay algo más?
Karrde desvió la mirada.
—Digamos que, si logramos huir, la Nueva República ganará mucho a cambio.
Un ruido metálico ahogado puntuó su última palabra. Las paredes del compresor empezaron a separarse lentamente. Luke ayudó a Karrde a mantener el equilibrio mientras esperaban a que la puerta quedara libre, y proyectó sus sentidos hacia el pasillo. Pasaban numerosos tripulantes, pero no percibió que sospecharan o temieran algo.
—¿Todo esto es obra de Mara? —preguntó Karrde. Luke asintió.
—Tiene un código de acceso al ordenador de la nave.
—Interesante —murmuró Karrde——. Deduzco de todo esto que, en el pasado, estuvo relacionada con el Imperio. Por lo visto, ocupaba un puesto más importante del que yo pensaba.
Luke cabeceó, y pensó en lo que Mara le había revelado en el bosque de Myrkr. Mara Jade, la Mano del Emperador...
—Sí —dijo—. Así es.
Las paredes llegaron al límite y se detuvieron. Un momento después, se oyó el ruido del relé. Luke esperó a que el pasillo quedara desierto, abrió la puerta y salió. Un par de técnicos de mantenimiento que trabajaban en un panel abierto, a una docena de metros, dirigieron una mirada de tibia curiosidad a los recién llegados. Luke les devolvió la mirada, sacó una agenda electrónica del bolsillo y fingió pedir una información. Karrde le ayudó, farfullando un torrente de palabras técnicas, mientras Luke redactaba su informe imaginario. Luke dejó que la puerta se cerrara a su espalda, guardó la agenda en el bolsillo y se alejó, seguido por Karrde.
Mara les esperaba ante los turbo ascensores, con el tercer traje de vuelo colgando del brazo.
—El coche está en camino —murmuró.
Sus ojos se encontraron un segundo con los de Karrde, y los músculos de su rostro se tensaron.
—Sabe que no le traicionaste —dijo en voz baja Luke.
—No lo he preguntado —gruñó la mujer, pero Luke notó que su tensión se desvanecía en parte—. Coja esto —añadió, y tiró el traje de vuelo a Karrde—. Un discreto disfraz.
—Gracias —dijo Karrde—. ¿Adónde vamos?
—Llegamos en una lanzadera de suministros —explicó Mara—. Practicamos un agujero de salida en la parte inferior del casco, pero habrá tiempo suficiente de soldarlo antes de que nos devuelvan a la superficie.
El coche turbo elevador llegó cuando Karrde se estaba ajustando los cierres de su traje de vuelo. Dos pasajeros ocupaban casi todo el espacio.
—¿Adónde? —preguntó uno de los técnicos, con la cortesía ausente de un hombre absorto en cosas más importantes.
—Sala de espera para pilotos 33—129—T —contestó Mara, en el mismo tono.
El técnico entró el destino en el tablero y la puerta se cerró. Luke respiró con tranquilidad por primera vez desde que Mara había posado la lancha en Wistril, cinco horas antes. Diez o quince minutos más, y estarían de vuelta en la lanzadera, sanos y salvos.
Contra todo pronóstico, lo habían conseguido.

Llegó el informe del hangar, y Pellaeon distrajo la atención, centrada hasta aquel momento en revisar el control del deflector del puente, para echar un rápido vistazo. Excelente: la descarga llevaba
ocho minutos de adelanto sobre el horario previsto. A este ritmo, el Quimera llegaría al punto de cita con el Halcón de la Tormenta con el tiempo suficiente para preparar la emboscada al convoy rebelde agrupado en Corfai. Introdujo el informe en los archivos, y ya se disponía a continuar el control del deflector cuando oyó unos pasos casi imperceptibles a su espalda.
—Buenas noches, capitán —saludó Thrawn.
Se detuvo junto a la silla de Pellaeon y paseó la mirada por el puente.
—Almirante —cabeceó Pellaeon, y giró en la silla para ponerse de. cara a él—. Pensé que ya se había retirado, señor.
—Estaba en mi sala de mando.
—Thrawn paseó la vista por las pantallas—. Decidí inspeccionar el estado general de la nave antes de dirigirme a mis aposentos. ¿Eso es la revisión del deflector del puente?
—Sí, señor —dijo Pellaeon, mientras se preguntaba de qué especie serían las obras de arte elegidas por el gran almirante para admirar esta noche—. Hasta el momento, no se han producido problemas. La descarga del Muelle de Popa Dos también se está realizando con adelanto sobre el horario previsto.
—Estupendo. ¿Algún otro informe de la patrulla destacada en Endor?
—Tan sólo una matización sobre el primer informe, señor. Al parecer, se ha confirmado que la nave capturada cuando entraba en el sistema albergaba contrabandistas que planeaban registrar los restos de la base imperial. Continúa el careo de la tripulación.
—Recuérdeles que registren la nave de cabo a rabo antes de dejarla partir —advirtió Thrawn—. Organa Solo no habrá dejado en órbita al Halcón Milenario por capricho. Tarde o temprano, regresará, y en ese momento la capturaremos.
—Sí, señor.
Pellaeon estaba seguro de que el comandante de la patrulla enviada a Endor no necesitaba que le refrescaran la memoria.
—A propósito del Halcón Milenario, ¿ha decidido ya si se debe proceder a otro análisis de la nave?
Thrawn meneó la cabeza.
—Dudo que sirva de algo. Sería más productivo que el equipo analizador estuviera en el Quimera, colaborando en las tareas de mantenimiento de los sistemas. Que el Halcón Milenario sea trasladado a los almacenes hasta que se nos ocurra utilizarlo para algo.
—Sí, señor.
—Pellaeon se giró en la silla y tecleó la orden—. Ah, llegó un informe bastante extraño hace pocos minutos. Una patrulla de rutina se topó en el perímetro de la base de suministros con una lancha que se había estrellado.
—¿Que se había estrellado? Thrawn arrugó el entrecejo.
—Sí, señor.
—Pellaeon pidió el informe—. La parte inferior se encontraba en muy mal estado, y todo el casco estaba chamuscado. La imagen apareció en la pantalla de Pellaeon. Thrawn se inclinó para examinarla mejor.
—¿Algún cadáver?
—No, señor. Lo único que había a bordo, y esto es lo más extraño, era un ysalamir.
Notó que Thrawn se ponía rígido.
—Continúe.
Pellaeon pidió la siguiente imagen, un primer plano del ysalamir en su armazón de apoyo vital.
—El armazón no ha sido diseñado por nosotros —explicó—. Imposible saber de dónde procedía.
—Ya lo creo que es posible —le aseguró Thrawn. Se irguió y respiró hondo—. Haga sonar la alarma de intrusión, capitán. Tenemos visitantes a bordo.
Pellaeon le miró estupefacto. Sus dedos temblorosos encontraron la tecla adecuada.
—¿Visitantes? —preguntó, mientras las sirenas iniciaban su aullido gutural.
—Sí —contestó Thrawn, y una furia repentina alumbró en los ojos rojos de Thrawn—. Ordene que investiguen de inmediato la celda de Karrde. Si sigue allí, que sea trasladado al instante a otra y puesto bajo vigilancia de los milicianos. Quiero que otro círculo de guardias rodee las lanzaderas de suministros y se compruebe sin más dilación la identidad de sus tripulantes. Y después... —hizo una pausa—, desconecte el ordenador principal del Quimera.
Pellaeon se quedó petrificado.
—¿Que desconecte...?
—Cumpla las órdenes, capitán —le interrumpió Thrawn.
—Sí, señor —murmuró Pellaeon, con los labios apretados.
En todos sus años al servicio del Imperio; nunca había visto que el ordenador principal de una nave de guerra se desconectara de forma deliberada, como no fuera en un dique espacial. Eso significaba
cegar y mutilar la nave. Si había intrusos a bordo, las consecuencias podían ser fatales.
—Sé que entorpecerá nuestros esfuerzos un poco —dijo Thrawn, como si leyera los pensamientos de Pellaeon—, pero aún perjudicará más a nuestros enemigos. La única forma de que averiguaran el curso y destino del Quimera es que Mara Jade se haya introducido en el ordenador cuando Karrde y ella fueron subidos a bordo.
—Eso es imposible —insistió Pellaeon, y dio un respingo cuando sus pantallas, controladas por el ordenador, empezaron a apagarse. —Los códigos de acceso que pudiera conocer fueron cambiados hace años.
—A menos que existan códigos incluidos de manera permanente en el sistema. Colocados por el emperador para ser utilizados por él y sus agentes. No cabe duda de que Jade cuenta con ese acceso para su intento de rescate; por lo tanto, la privaremos de él.
Un miliciano se acercó a los dos hombres.
—¿Sí, comandante? —dijo Thrawn.
—Un mensaje del centro penitenciario —anunció la voz, electrónicamente filtrada—. El prisionero Talon Karrde ha desaparecido de su celda.
—Muy bien —dijo el gran almirante, en tono ominoso—. Ordene a todas las unidades que registren la zona comprendida entre el bloque penitenciario y los hangares de popa. Es preciso capturar
vivo a Karrde; no necesariamente ileso, sino vivo. En cuanto a sus rescatadores, también les quiero vivos, si es posible. De lo contrario... —Hizo una pausa—. De lo contrario, lo entenderé.





23


El aullido de la alarma se oyó por encima del altavoz, y el coche se detuvo unos segundos más tarde.
—Maldita sea —dijo uno de los dos fusileros que habían reemplazado a los técnicos de servicio, extrayendo una pequeña tarjeta de identidad de la ranura situada detrás de la hebilla de su cinturón—. ¿Nunca se cansarán de hacer ejercicios en el puente?
—Un día te encontrarás frente a un pelotón de milicianos, por hablar así —le advirtió el segundo, mientras miraba de soslayo a Luke y a los demás. Introdujo su tarjeta de identidad en una ranura del tablero de control y tecleó un código de confirmación—. Era mucho peor antes de que el gran almirante tomara el mando. Además, ¿qué quieres que hagan, anunciar ejercicios sorpresa por anticipado?
—Si quieres saber mi opinión, todo esto no sirve de nada —dijo el primer fusilero, introduciendo su tarjeta de identidad—. ¿Quién va a irrumpir en la nave, una banda de piratas o algo por el estilo?
Luke lanzó una mirada inquisitiva a Karrde, y se preguntó qué iban a hacer, pero Mara ya se había movido en dirección a los dos fusileros, con la tarjeta de identidad del traje robado en la mano. Se interpuso entre ambos, extendió la tarjeta hacia la ranura...
Y golpeó con el canto de la mano el cuello del primer fusilero.
El hombre se desplomó en el suelo sin emitir ni un gemido. El segundo apenas tuvo tiempo de farfullar algo, antes de que Mara le enviara a hacer compañía a su amigo.
—Salgamos de aquí —dijo, tanteando la parte de la pared cilíndrica del coche que encajaba con la puerta—. Ni un resquicio. Vamos, Skywalker, ponte al trabajo.
Luke encendió la espada de luz.
—¿Cuánto tiempo nos queda? —preguntó, mientras cortaba una parte de la puerta.
—No mucho —contestó Mara, malhumorada—. Los coches turbo elevadores tienen sensores que captan el número de personas viajando en su interior. Nos concederá otro minuto para realizar la comprobación de nuestras identidades, antes de denunciarnos al ordenador del sistema. Necesito llegar a una terminal antes de que la información se transmita al ordenador principal y los milicianos caigan sobre nosotros.
Luke terminó de cortar y apagó la espada. Han y Karrde quitaron la sección. Al otro lado estaba la pared del túnel.
—Bien ——dijo Mara, y salió por el hueco—. Empezábamos a girar cuando el sistema se paró. Hay espacio suficiente para entrar en el túnel.
Los demás la siguieron. El túnel del turbo ascensor era más o menos rectangular en corte transversal. Relucientes raíles de guía recorrían las paredes, techo y suelo. Luke notó el hormigueo de los campos eléctricos cuando pasó cerca de los raíles, y tomó nota mentalmente de no tocarlos.
—¿Adónde vamos? —susurró a Mara.
—Ya hemos llegado —murmuró la mujer, y se detuvo ante una placa de borde rojizo clavada en la pared, entre los raíles guía. El túnel de acceso. Debería conducir a un almacén de androides y a una terminal de ordenador.
La espada de luz dio buena cuenta de la cerradura. Mara pasó por la abertura, desintegrador en mano, y desapareció por el oscuro túnel. Luke y Karrde la siguieron, dejaron atrás una doble fila de androides de mantenimiento desactivados, de cuyas extremidades sobresalía un sorprendente despliegue de herramientas, como dispuestos para una inspección. Después, el túnel desembocaba en una pequeña habitación donde, como estaba previsto, una terminal descansaba entre un amasijo de tubos y cables. Mara ya estaba inclinada sobre el aparato, pero cuando Luke entró captó un brusco cambio en su estado de ánimo.
—¿Qué sucede? —preguntó.
—Han desconectado el ordenador principal —respondió la mujer, con expresión estupefacta—. No se han limitado a derivarlo o ponerlo en suspensión, sino que lo han desactivado.
—El gran almirante habrá llegado a la conclusión de que puedes introducirte en él —dijo Karrde—. Será mejor que salgamos de aquí. ¿Tienes idea de dónde estamos?
—Sobre los hangares de popa, más o menos —contestó Mara—. Aquellos técnicos de reparaciones salieron justo delante de la sección central de tripulantes, y no nos hemos alejado mucho.
—Sobre los hangares —repitió Karrde en tono pensativo—. ¿Cerca del almacén de vehículos, en otras palabras?
Mara le miró con el ceño fruncido.
—¿Sugieres que robemos una nave?
—¿Por qué no? Deben esperar que vayamos directamente a un hangar, pero no imaginarán que salgamos de un almacén.
—Pero en caso contrario, quedaremos atrapados como mynocks lisiados cuando los milicianos se lancen sobre nosotros. Intentar salir a tiros de un almacén...
—Silencio —la interrumpió Luke, advertido por sus sentidos Jedi—. Alguien se acerca.
Mara masculló un juramento y se ocultó detrás de la terminal, con el desintegrador apuntado hacia la puerta. Karrde, que seguía desarmado, se ocultó en el túnel de servicio, al abrigo de los androides de mantenimiento alineados. Luke se aplastó contra la pared, al lado de la puerta, con la espada preparada pero sin encender. Dejó que la Fuerza fluyera por sus miembros, percibió las oscuras intenciones de los soldados que se acercaban a la puerta y reconoció, bien a su pesar, que no lograría nada con sutiles toques mentales. Aferró la espada de luz y aguardó.
De repente, la puerta se abrió y dos milicianos irrumpieron en la habitación, con los rifles láser preparados. Luke levantó la espada, el pulgar apoyado en el interruptor...
Y un torrente de luz alumbró de súbito en el túnel donde había desaparecido Karrde, acompañado por el estruendo del metal al entrechocar contra el metal.
Los milicianos avanzaron un paso, se situaron uno a cada lado de la puerta, y dirigieron los rifles hacia la luz y el sonido, al tiempo que dos soldados navales vestidos de negro entraban en la habitación. Los milicianos vieron a Mara acuclillada junto a la terminal, y los rifles desintegradores cambiaron de dirección.
Mara fue más rápida. Su desintegrador escupió cuatro veces, dos disparos por cada miliciano, y ambos imperiales cayeron al suelo. Uno de ellos, antes de morir, aún tuvo tiempo de disparar su arma, en vano. Los soldados navales buscaron refugio y dispararon ferozmente contra su atacante.
Un solo mandoble de la espada terminó con ellos.
Luke apagó el arma y asomó la cabeza por la puerta para echar una rápida ojeada.
—Vía libre —anunció a Mara.
—Al menos, por ahora —replicó la mujer. Enfundó el desintegrador y cogió dos rifles—. Vámonos.
Karrde les esperaba junto al panel de acceso por el que habían entrado.
—No parece que hayan reactivado los turbo ascensores —dijo—. Sería más seguro seguir por los túneles un rato. ¿Algún problema con la patrulla?
—No —contestó Mara, y le entregó un rifle—. Una maniobra de diversión muy efectiva, por cierto.
—Gracias —dijo Karrde—. Es muy útil tener a mano androides de mantenimiento. ¿Al almacén?
—Al almacén —asintió Mara—. Será mejor que tenga razón al respecto.
—Me disculpo por anticipado si no. Vámonos.

Los informes empezaron a llegar poco a poco, tanto por comunicador como por interfono. No eran muy alentadores.
—Ni rastro de ellos en la zona penitenciaria —informó un comandante de milicianos a Pellaeon, con el aire distraído de alguien que intenta sostener una conversación mientras escucha otra—. Han encontrado abierta la rejilla de un conducto de desechos de la zona penitenciaria. Por ahí debieron de sacar a Karrde.
—No importa cómo le sacaron —gruñó Pellaeon—. Las recriminaciones pueden esperar. En este momento, lo importante es encontrarles.
—Los equipos de seguridad están registrando la zona donde aquel turbo ascensor dio la alarma —replicó el otro. Su tono daba a entender que cualquier cosa dicha por un comandante de milicianos era, por definición, importante—. Hasta el momento, no se ha establecido contacto.
Thrawn se volvió hacia los dos oficiales de comunicaciones que enviaban y recibían informes de los hangares.
—¿Cómo abrieron la rejilla del conducto de desechos?
—Carezco de información al respecto —dijo el comandante.
—Consígala —replicó Thrawn en tono glacial—. Informe asimismo a sus patrullas que dos técnicos de mantenimiento han declarado haber visto a un hombre vestido con traje de vuelo de piloto TIE en las cercanías del colector de basura. Avise también a los guardias de los hangares de popa.
—Sí, señor.
Pellaeon miró a Thrawn.
—No veo la importancia de averiguar ahora cómo sacaron a Karrde, señor —protestó—. ¿No sería mejor emplear todos nuestros recursos en encontrarles?
—¿Sugiere que enviemos todos nuestros soldados y milicianos a los hangares? —preguntó Thrawn—. ¿Asumiendo que los fugitivos no causarán otros daños, antes de intentar escapar?
—No, señor —dijo Pellaeon, y su rostro enrojeció—. Me doy cuenta de que debemos proteger toda la nave. Me parece, simplemente, que es una cuestión de menos prioridad.
—Sea complaciente conmigo, capitán —dijo con suavidad Thrawn—. Sólo es una corazonada, pero...
—Almirante —le interrumpió el comandante de milicianos—. Un informe del equipo de búsqueda 207, en la cubierta 98, nexo 326—KK. Los dedos de Pellaeon se lanzaron automáticamente hacia el teclado, y se detuvieron en seco cuando el capitán recordó que las pantallas no funcionaban.
—Han encontrado muertos a todos los miembros del equipo 102 —continuó el comandante—. Dos resultaron muertos por disparos de desintegrador; los otros dos... —Vaciló—. Parece que existe cierta confusión sobre los otros dos.
—Ninguna confusión, comandante —cortó Thrawn, en tono ominoso—. Ordéneles que busquen cortes casi microscópicos en los cuerpos, con cauterización parcial.
Pellaeon le miró fijamente. Descubrió una llamarada fría en los ojos del gran almirante, que hasta el momento no había percibido.
—¿Cauterización parcial? —preguntó, como un estúpido.
—Y después infórmeles —continuó Thrawn— de que uno de los intrusos es el Jedi Luke Skywalker.
Pellaeon se quedó boquiabierto.
—¿Skywalker? —exclamó con voz ahogada—. Eso es imposible. Está en Jomark, con C'baoth.
—Estaba, capitán —le corrigió con frialdad Thrawn—. Ahora, está aquí.
—Respiró hondo y, cuando expulsó el aire, dio la impresión de que su cólera se disipaba—. Es obvio que nuestro fanfarrón maestro Jedi no logró retenerle allí, y yo diría que ahora tenemos la prueba de que la huida de Skywalker de Myrkr no fue una decisión precipitada.
——¿Cree que Karrde y la Rebelión trabajan en colaboración? —preguntó Pellaeon.
—Pronto lo averiguaremos —dijo Thrawn, y miró hacia atrás—. ¿Rukh?
La silenciosa figura gris se acercó a Thrawn.
—¿Sí, mi señor?
—Reúne un escuadrón de personal no combatiente —ordenó Thrawn—. Ordena que recojan todos los ysalamiri de Ingeniería y Control de Sistemas y los trasladen a los hangares. No hay suficientes para cubrir toda la zona, de modo que utiliza tu instinto de cazador para situarlos. Cuanto más podamos neutralizar los trucos Jedi de Skywalker, menos nos costará capturarle.
El noghri asintió y se encaminó a la salida del puente.
—También podríamos utilizar los ysalamiri del puente... —empezó Pellaeon.
—Cállese un momento, capitán —le interrumpió Thrawn. Sus ojos brillantes miraron sin ver por la portilla lateral el borde del planeta que giraba bajo la nave—. Necesito pensar. Sí. Intentarán desplazarse sin llamar la atención, siempre que sea posible. De momento, eso significa los túneles de los turbo ascensores.
—Hizo una señal a los dos oficiales de comunicaciones que se erguían al lado de su silla—. Ordenen al control de los turbo ascensores que reanuden el servicio normal del sistema, excepto en el nexo 326—KK, entre la cubierta 98 y los hangares de popa. Todos los vehículos de la zona deberán ser trasladados al grupo de ascensores más cercano y permanecerán cerrados hasta nueva orden.
Uno de los oficiales asintió y transmitió las instrucciones por su comunicador.
—¿Intenta conducirles hasta los hangares? —aventuró Pellaeon.
—Intento que huyan desde una dirección concreta, en efecto —asintió Thrawn. Tenía la frente surcada de arrugas, y sus ojos seguían sin mirar nada en particular—. La cuestión es qué harán cuando se den cuenta. Supongo que intentar salir del nexo, pero ¿en qué dirección?
—Dudo que cometan la locura de volver a la nave de suministros —dijo Pellaeon— . Imagino que evitarán los hangares de popa y tratarán de llegar a una de las lanzaderas de asalto aparcadas en los muelles de proa.
—Tal vez —admitió Thrawn—. Si Skywalker dirige la huida, yo diría que es lo más probable, pero si el que da las órdenes es Karrde...
Calló, abismado en sus pensamientos.
En cualquier caso, ya tenían algo por donde empezar.
—Ponga más guardias alrededor de las lanzaderas de asalto —ordenó Pellaeon al comandante de la milicia—. Ponga también algunos hombres dentro de las naves, por si los intrusos consiguen llegar hasta ellas.
—No, no se dirigirán a las lanzaderas si Karrde está al mando —murmuró Thrawn—. Intentará algo menos evidente. Tal vez cazas TIE, o puede que regrese a las lanzaderas de suministros, dando por sentado que no lo esperamos. O bien...
De pronto, volvió la cabeza con brusquedad para mirar a Pellaeon.
—¿Dónde está el Halcón Milenario? —preguntó.
—Er...
—Una vez más, Pellaeon extendió la mano en vano hacia su tablero de control—. Ordené que lo trasladaran a los depósitos, señor. Aún no sé si la orden ha sido cumplida.
Thrawn apuntó con el dedo al comandante de la milicia.
—Ponga a alguien en el ordenador del hangar y encuentre esa nave. Después, envíe un escuadrón allí.
El gran almirante miró a Pellaeon y, por primera vez desde que ordenara dar la alarma, sonrió.
—Ya son nuestros, capitán.

Karrde apartó la sección de conducto que Luke había cortado y miró por la abertura.
—No se ve a nadie en las cercanías —murmuró, su voz casi inaudible por el retumbar de maquinaria procedente de la sala—. Creo que les hemos despistado.
—Si van a venir —dijo Luke.
—Vendrán —gruñó Mara—. Tenedlo por seguro. Si algo distinguía a Thrawn por encima de los demás grandes almirantes. era que predecía los movimientos de sus enemigos.
—Veo una media docena de naves —continuó Karrde—. Naves de Inteligencia camufladas, a juzgar por su aspecto. Cualquiera nos serviría.
—¿Alguien sabe dónde estamos? —preguntó Luke.
Miró por el hueco. Había mucho espacio libre alrededor de las naves, y una abertura en la cubierta, ribeteada de luz, que debía ser el pozo de un montacargas para vehículos pesados. Al contrario del que recordaba en el hangar de la Estrella de la Muerte, este pozo con
taba con un hueco en el techo para poder subir las naves hasta el corazón del Destructor Estelar.
—Yo diría que estamos cerca del fondo de la sección de almacenamiento —dijo Karrde—. Una o dos cubiertas sobre los hangares de popa. Lo malo será si el ascensor está una cubierta más abajo, y nos impide acceder.
—Bien, entremos y lo averiguaremos —dijo Mara, mientras acariciaba su rifle, impaciente—. Esperar aquí no nos servirá de nada.
—Estoy de acuerdo.
—Karrde ladeó la cabeza—. Me parece oír el ascensor. Son lentos, y podremos escondernos entre las naves. ¿Skywalker?
Luke encendió la espada de luz y practicó un hueco lo bastante grande para poder pasar al otro lado. Karrde salió primero, seguido por Luke, y Mara cerró la marcha.
—La terminal informática del hangar está allí.
—Mara señaló una consola solitaria a su derecha, mientras se agachaban junto a un carguero ligero de aspecto desastroso—. En cuanto el ascensor pase, intentaré introducirme.
—Muy bien, pero no tardes mucho —advirtió Karrde—. La sorpresa que pueda producir una orden de traslado falsa no merece un retraso.
La parte superior de una nave iba apareciendo a medida que ascendía desde el hangar inferior. Una nave que les recordó mucho a... Luke se quedó boquiabierto.
—Es... No. No, no puede ser.
—Lo es —dijo Mara—. Lo había olvidado. El gran almirante mencionó que la iban a subir a bordo cuando hablé con él en Endor. Luke sintió que un nudo se formaba en su garganta cuando el Halcón Milenario apareció por la abertura. Leia y Chewbacca viajaban a bordo de la nave.
—¿Dijo algo acerca de prisioneros?
—A mí no —contestó Mara—. Me dio la impresión de que habían encontrado la nave vacía.
Lo cual significaba que Leia y Chewbacca habían quedado abandonados en su lugar de destino, pero ahora no tenía tiempo para preocuparse por eso.
—Vamos a recuperarla —dijo a los demás, mientras ocultaba la espada de luz en el interior de la túnica del traje—. Cubridme.
—Skywalker... —siseó Mara.
Luke ya corría hacia el pozo. La plataforma del ascensor apareció
a la vista, junto con dos hombres que trotaban al lado del Halcón, un soldado naval y un técnico provisto de un aparato que parecía una combinación de agenda electrónica y unidad de control. Vieron a Luke.
—¡Alto! —gritó Luke, agitando los brazos—. ¡Esperen!
El técnico manipuló la agenda y el ascensor se detuvo. Luke percibió la suspicacia que germinaba en la mente del soldado.
—He recibido nuevas órdenes acerca de esa nave —dijo Luke, sin dejar de correr——. El gran almirante quiere que vuelvan a bajarla. Creo que la van a utilizar como cebo.
El técnico contempló la agenda con el ceño fruncido. Luke observó que era joven; no llegaría a los veinte años.
—Yo no veo que se haya dado ninguna contraorden —protestó.
—Yo tampoco sé nada —gruñó el soldado.
Desenfundó el desintegrador y apuntó en dirección a Luke, mientras paseaba la vista por el almacén.
—La dieron hace un minuto —dijo Luke, y señaló la consola del ordenador—. Los aparatos no funcionan con mucha rapidez hoy.
—No está mal la historia, de todos modos —replicó el soldado. Su arma apuntaba directamente a Luke—. ¿Y si me enseñas la tarjeta de identidad?
Luke se encogió de hombros. Proyectó la Fuerza y arrancó el desintegrador de la mano del patrullero.
El hombre ni siquiera se inmutó. Saltó hacia adelante, con la mano extendida hacia el cuello de Luke.
El desintegrador, que volaba hacia Luke, cambió de dirección. La culata golpeó al soldado en pleno estómago. El hombre tosió una sola vez y se desplomó sobre la cubierta, inconsciente.
—Dame eso —dijo Luke al técnico, mientras indicaba por gestos a Mara y Karrde que se reunieran con él. El técnico, pálido como un muerto, le entregó la agenda sin decir palabra.
—Buen trabajo —reconoció Karrde, cuando se detuvo al lado de Luke—. Tranquilo, no vamos a hacerte daño —dijo al técnico. Se agachó y quitó su comunicador al soldado caído—. Si te portas bien, claro. Lleva a tu amigo a aquel armario y encerraos dentro.
El técnico le miró, luego desvió la vista hacia Luke, y asintió. Cogió al soldado por las axilas y lo arrastró hacia donde le habían indicado.
—Asegúrese de que obedecen, y después reúnase conmigo en la nave —dijo Karrde a Luke—. Voy a preparar el programa de prevuelo. ¿Necesito algún código de seguridad?
—No creo.
—Luke paseó la mirada por la sala y vio que Mara ya estaba tecleando en la consola—. Ya cuesta bastante poner en funcionamiento al Halcón.
—Muy bien. Recuerde a Mara que no pierda demasiado tiempo con ese juguete.
Pasó por debajo de la nave y desapareció rampa arriba. Luke esperó a que el técnico y el soldado se encerraran en el armario, y luego le siguió.
—La secuencia de arranque es notablemente rápida —observó Karrde cuando Luke se reunió con él en la cabina—. Dentro de dos o tres minutos estaremos listos para volar. ¿Aún guardas aquel controlador?
—Tome.
—Luke se lo dio—. Voy a buscar a Mara. Miró por la ventana de la cabina.
Justo cuando una amplia puerta se abría al otro lado de la sala y aparecía un escuadrón de milicianos.
—Oh, oh —murmuró Karrde, cuando los ocho imperiales de armadura blanca avanzaron con determinación hacia el Halcón—. ¿Saben que estamos aquí?
Luke proyectó sus sentidos y trató de escrutar la mente de los milicianos.
—No creo —murmuró—. Da la impresión de que piensan más como guardias que como soldados.
—Es probable que el ruido de fondo les impida oír el sonido de los motores —dijo Karrde, mientras se agachaba para que no le vieran—. Mara tenía razón acerca del gran almirante, pero parece que nos hemos adelantado.
Un súbito pensamiento cruzó por la mente de Luke, y echó un vistazo por el costado de la cabina. Mara estaba acuclillada junto a la consola del ordenador, oculta a la vista de los milicianos.
Pero no permanecería escondida mucho tiempo. Conociendo a Mara, no se quedaría sentada a esperar que los imperiales la localizaran. Si pudiera advertirla de que no disparara todavía...
Tal vez había una forma. «Mara —transmitió en silencio, intentando reproducirla en su mente—. Espera a que dé la orden para atacar.»
No hubo respuesta, pero vio que lanzaba una rápida mirada hacia el Halcón a modo de respuesta y se acurrucaba más.
—Voy a la escotilla —dijo a Karrde—. Intentaré cogerles en fuego cruzado con Mara. Manténgase fuera de la vista.
—De acuerdo.
Luke corrió agachado por el corto pasillo de la cabina. Justo a tiempo: cuando llegó a la escotilla, notó que la rampa de entrada vibraba bajo las botas blindadas. Percibió que se acercaban cuatro enemigos, mientras los otros cuatro se desplegaban bajo la nave. Un segundo más y le verían; un segundo después, y alguien vería a Mara. «Ahora, Mara.»
Surgió un chorro de desintegrador desde la posición de Mara, tan inmediato a su orden que Luke tuvo la impresión de que Mara había planeado atacar en aquel preciso momento, con o sin permiso de él. Luke encendió la espada de luz, saltó sobre la rampa y sorprendió a los milicianos cuando se volvían para hacer frente a la inesperada amenaza. Su primer mandoble cercenó el cañón del rifle que empuñaba el primer atacante. Proyectó la Fuerza y propinó al hombre un potente empujón que le envió hacia sus compañeros, y todos cayeron sobre la plataforma del ascensor. Saltó a un lado de la rampa, paró el rayo de otro miliciano y le partió en dos con la espada. Paró otra media docena de rayos, antes de que el desintegrador de Mara diera buena cuenta del siguiente. Un rápido vistazo le bastó para comprobar que ya se había ocupado de los otros dos.
Giró en redondo y vio que el grupo caído al pie de la rampa empezaba a levantarse. Emitió un grito y cargó contra ellos, describiendo amplios círculos con la espada, mientras esperaba que Mara aprovechara el desconcierto para vaporizarlos, pero no fue así. Como los rayos desintegradores empezaban a volar hacia él, no le quedaban muchas alternativas. La espada de luz golpeó cuatro veces y todo terminó.
Cerró la espada, con la respiración agitada, y descubrió sobresaltado por qué no había disparado Mara. El ascensor que cargaba al Halcón estaba descendiendo hacia la cubierta inferior, impidiendo que Mara disparara contra los milicianos esparcidos alrededor de la nave.
—¡Mara! —gritó, y levantó la vista.
—¿Qué? —respondió ella, asomándose por el borde del pozo, ya a cinco metros por encima de él—. ¿Qué está haciendo Karrde?
—Supongo que prepararse para partir. Salta. Te cogeré.
Una expresión de desagrado cruzó por el rostro de Mara, pero el Halcón descendía a toda velocidad y obedeció sin vacilar. Luke la asió con una presa invisible, mediante la Fuerza, aminoró la velocidad de su caída y la posó sobre la rampa del Halcón. Se metió dentro de la nave en tres zancadas.
Ya estaba sentada al lado de Karrde cuando Luke cerró la escotilla y llegó a la cabina.
—Será mejor que te sujetes con las correas —gritó la mujer.
Luke se sentó detrás de ella y reprimió el deseo de ordenarle que dejara libre el asiento del copiloto. Conocía mucho mejor el Halcón que Karrde o ella, pero ambos debían de tener más experiencia en pilotar esta clase de naves.
A juzgar por lo que veía, no iba a ser tan fácil escapar. Estaban bajando, pero no hacia el hangar, como había supuesto, sino hacia un amplio pasillo para vehículos equipado con una especie de plataformas retropropulsoras dispuestas en la cubierta.
—¿Qué ha pasado con el ordenador? —preguntó a Mara.
—No pude introducirme, aunque tampoco hubiera servido de nada. Aquel escuadrón de milicianos tuvo mucho tiempo para pedir ayuda. A menos que usted pensara en intervenir los comunicadores —dijo a Karrde.
—Por favor, Mara —la reprendió el aludido—. Claro que intervine sus comunicadores. Por desgracia, como debían tener órdenes de informar en cuanto hubieran tomado posiciones, sólo contamos con unos pocos minutos, con suerte.
—¿Vamos a salir por ahí? —Luke frunció el ceño y contempló el pasillo—. Creía que bajaríamos en el ascensor hasta el hangar.
—Parece que el ascensor no baja hasta el final —dijo Karrde—. Debe de ser aquel hueco iluminado que se ve al fondo.
—¿Qué haremos después?
—Comprobaremos si este control se encarga de aquel ascensor.
—Karrde levantó la agenda que había cogido al técnico—. Lo dudo, de todos modos. Aunque sólo sea por motivos de seguridad, habrán...
—¡Cuidado! —gritó Mara, y señaló hacia adelante.
Otra plataforma de ascensor estaba descendiendo hacia la abertura iluminada que Karrde había indicado un momento antes. Si era la salida a los hangares, y si el ascensor se detenía allí, bloqueando su camino...
Karrde debió de pensar lo mismo. De repente, el Halcón se lanzó hacia adelante. Osciló de un lado a otro, peligrosamente cerca de las paredes del pasillo, mientras los retropropulsores de la nave entraban en contacto con los de la cubierta. Luke apretó los dientes y vio que el ascensor bloqueaba el boquete. Sintió el mismo sabor de impotencia en la boca que recordaba del pozo de Rancor, situado bajo
el salón del trono de Jabba el Hutt. Contaba con la Fuerza, al igual que en aquella ocasión, pero no se le ocurría cómo aplicar su poder. El Halcón se precipitó hacia la plataforma descendente, y Luke se preparó para la inevitable colisión.
De pronto, con un chirrido metálico, atravesaron el hueco. El Halcón dio una vuelta de campana y cayó hacia la cubierta inferior. Karrde enderezó el aparato y apareció ante su vista la amplia entrada al muelle. Y más allá, la negrura del espacio.
Media docena de rayos desintegradores fueron disparados contra ellos mientras atravesaban el hangar, sobrevolando las diversas naves aparcadas, pero la mayor parte de los disparos erraron el blanco. Uno rozó la cabina, pero ya habían dejado atrás la entrada y se dirigían hacia el planeta.
Entonces, Luke avistó los cazas TIE que surgían de los hangares de proa para interceptarles.
—Acompáñame, Mara —dijo, mientras se desabrochaba las correas—. ¿Sabes manejar las baterías láser?
—La necesito aquí —dijo Karrde. El Halcón volaba bajo el Destructor Estelar, rumbo a la parte de babor—. Adelántese, y hágase cargo de los cañones dorsales. Me las arreglaré para que concentren su ataque en esa dirección.
Luke no tenía ni idea de cómo iba a lograrlo, pero tampoco tenía tiempo para discutir. El Halcón no tardaría en recibir el impacto de los rayos láser, y sabía por experiencia que sólo contaban con la protección de los escudos deflectores. Salió de la cabina, bajó la escalerilla que conducía a los cañones y subió a toda prisa. Se abrochó las correas, disparó y, cuando miró a su alrededor, comprendió lo que planeaba Karrde. El Halcón se encontraba encima del Quimera, después de elevarse por el costado de babor, y se dirigía ahora hacia las profundidades del espacio, en una trayectoria que sobrevolaba los gases de escape emitidos por los inmensos tubos de propulsión sublumínica. Estaba demasiado cerca, en opinión de Luke, pero así dificultaban el ataque de los cazas TIE, al menos por un rato.
El interfono zumbó en su oído.
—¿Skywalker? —sonó la voz de Karrde—. Están muy cerca. ¿Preparado?
—Preparado —respondió Luke.
Descansó los dedos sobre los mandos de disparo, concentró su mente y dejó que la Fuerza fluyera en su interior.
La batalla fue feroz pero breve, y en cierta forma recordó a Luke la ocasión en que el Halcón escapó de la Estrella de la Muerte, tanto tiempo atrás. Entonces, Leia reconoció que habían huido con excesiva facilidad, y mientras los cazas TIE hormigueaban, disparaban y estallaban a su alrededor, Luke se preguntó con inquietud si, esta vez. los imperiales también tenían algo tortuoso en mente.
En aquel momento, el cielo se lleno de estelas, luego de motas, y estuvieron a salvo.
Luke respiró hondo cuando cortó la energía de los cañones.
—Bonita maniobra —dijo por el interfono.
—Gracias —respondió la voz seca de Karrde—. Parece que hemos salido más o menos indemnes, aunque el convertidor de energía de estribor ha sufrido algunos daños. Mara ha ido a comprobarlo.
—Nos las arreglaremos sin él —dijo Luke—. Han ha efectuado tantos retoques en la nave que podría volar con la mitad de los sistemas desactivados. ¿Adónde nos dirigimos?
—A Coruscant, pera dejarle allí, y para tratar de cumplir la promesa que le hice antes.
Luke tuvo que escarbar en su memoria.
—¿Se refiere a lo que dijo acerca de que la Nueva República saldría ganando con su rescate?
—Exacto. A juzgar por lo que Solo me contó en Myrkr, su gente necesita naves de transporte, ¿no?
—Y mucho —admitió Luke—. ¿Tiene algunas almacenadas?
—No exactamente almacenadas, pero no me costará mucho meterles la mano encima. ¿Qué cree que diría la Nueva República sobre unos doscientos cruceros pesados de clase Acorazado, anteriores a las Guerras Clónicas?
Luke se quedó boquiabierto. Crecer en Tatooine le había protegido de muchas cosas, pero no de tantas.
—¿Se refiere a... la Fuerza Oscura?
—Baje y hablaremos de ello. A propósito, yo no le diría nada a Mara aún.
—Voy en seguida.
Luke cerró el interfono, colgó los auriculares de su gancho y se dirigió a la escalerilla. Por una vez, dejó de notar la discontinuidad del campo gravitatorio cuando descendió.

El Halcón Milenario se alejó como una flecha del Quimera, burló a los cazas TIE que lo perseguían y se perdió en las profundidades del espacio. Pellaeon estaba sentado en su puesto, las manos convertidas en puños, y contemplaba la tragedia en un silencio impotente. Impotente, porque el ordenador principal sólo funcionaba en parte, y porque las sofisticadas armas y haces de arrastre del Quimera no servían de nada contra una nave tan pequeña, tan veloz y tan lejana. En silencio, porque el desastre sobrepasaba su amplio repertorio de juramentos.
La nave parpadeó y desapareció..., y Pellaeon se preparó para lo peor.
Lo peor no sobrevino.
—Ordene a los cazas TIE que vuelvan a sus puestos, capitán —dijo Thrawn, sin manifestar en la voz la menor señal de ira o tensión—. Cancele la alarma y encárguese de que Control de Sistemas continúe poniendo en marcha el ordenador principal. Ah, y que se reanude la descarga de suministros.
—Sí, señor —contestó Pellaeon, y miró de reojo a su superior. ¿Acaso desconocía Thrawn la trascendencia de lo que acababa de ocurrir? Los ojos brillantes centellearon cuando Thrawn le miró.
—Hemos perdido un asalto, capitán. Nada más.
—Tengo la impresión, almirante, de que hemos perdido mucho más que eso —gruñó Pellaeon—. Ahora, todo indica que Karrde entregará la flota Katana a la Rebelión.
—Ah, pero no se la entregará así como así —le corrigió Thrawn—. El comportamiento general de Karrde demuestra que nunca ha regalado nada. Intentará llegar a un acuerdo, o impondrá condiciones que no satisfarán a los rebeldes. Las negociaciones se demorarán, sobre todo teniendo en cuenta la atmósfera de suspicacias políticas que tantos esfuerzos nos ha costado crear en Coruscant. Y un poco de tiempo es lo que necesitamos.
Pellaeon sacudió la cabeza.
—Usted da por sentado que ese ladrón de naves llamado Ferrier podrá encontrar al proveedor de naves de ese grupo corelliano antes de que Karrde y la Rebelión hayan limado sus diferencias.
—No doy nada por sentado —dijo Thrawn con suavidad—. En este momento, Ferrier está tras la pista de Solo y ya ha extrapolado su destino. Además, gracias al excelente trabajo de Inteligencia sobre los antecedentes de Karrde, sé exactamente quién es el hombre con el cual nos encontraremos al final de esa pista.
Miró por la portilla a los cazas TIE que se aproximaban.
—Ordene a Navegación que ponga rumbo al sistema de Pantolomin, capitán —dijo, en tono pensativo—. Partiremos en cuanto las lanzaderas de suministros hayan sido descargadas.
—Sí, señor.
Pellaeon trasladó la orden al navegante y efectuó veloces cálculos en su mente. El tiempo que tardaría el Halcón Milenario en llegar a Coruscant; el tiempo que tardaría el Quimera en llegar a Pantolomin...
—Sí —interrumpió Thrawn sus pensamientos—. Estamos enzarzados en una carrera.





24


El sol se había puesto sobre las colinas pardas de Honogrh, dejando jirones rojos y violetas en las nubes que flotaban sobre el horizonte. Leia veía desvanecerse los colores desde el portal del dukha, y sintió el temor nervioso, demasiado conocido, que siempre la asaltaba antes de enfrentarse a un peligro, o en la víspera de una batalla. Faltaban pocos minutos para que Chewbacca, Cetrespeó y ella partieran hacia Nystao, con el fin de liberar a Khabarakh y escapar. O morir en el intento.
Suspiró y entró en el dukha, mientras se preguntaba cuál había sido su equivocación. Se le había antojado tan razonable venir a Honogrh, tan correcto llevar a cabo este valiente gesto de confianza hacia los noghri. Incluso antes de abandonar Kashyyyk, estaba convencida de que la oferta no había sido por completo idea suya, sino que la Fuerza la había guiado sutilmente.
Y tal vez había sido así, pero no necesariamente desde el lado de la Fuerza que ella había pensado.
Una brisa fría se coló por la puerta, y Leia se estremeció. «La Fuerza es potente en mi familia», le había dicho Luke la víspera de la batalla de Endor. Al principio no lo había creído, hasta que transcurrido gran parte de su paciente entrenamiento había empezado a intuir sus propias capacidades. Sin embargo, su padre había pasado por el mismo entrenamiento y adquirido aquellas mismas capacidades, pero había sido captado por el lado oscuro.
Uno de los gemelos dio una patada. Leia se detuvo y acarició a los dos diminutos seres que portaba en su seno; mientras tanto, fragmentos de recuerdos la asaltaron. El rostro de su madre, triste y demacrado, al sacarla de la oscuridad del tronco donde había permanecido escondida de los ojos curiosos. Rostros desconocidos inclinados sobre ella, mientras su madre les hablaba en un tono que la había aterrado hasta el punto de estallar en llanto. Lloró otra vez cuando su madre murió, abrazada al hombre que había aprendido a llamar padre.
Dolor, desdicha y miedo..., y todo por culpa de su verdadero padre. el hombre que había renunciado al nombre de Anakin Skywalker para llamarse Darth Vader.
Oyó un leve sonido procedente de la puerta.
—¿Qué pasa, Cetrespeó? —preguntó Leia, y se volvió hacia el androide.
—Alteza, Chewbacca me ha informado de que pronto se marchará —dijo Cetrespeó, con voz algo nerviosa—. ¿Debo asumir que la acompañaré?
—Por supuesto. Pase lo que pase en Nystao, no quiero que te quedes aquí.
—Estoy de acuerdo.
—El androide vaciló, y Leia comprendió por su postura que su angustia aún no se había aliviado del todo—. Sin embargo, creo que debe saber algo —continuó—. Uno de los androides descontaminadores está actuando de una forma muy rara.
—¿De veras? ¿En qué consiste ese comportamiento?
—Parece demasiado interesado en todo. Ha hecho muchas preguntas, no sólo sobre usted y Chewbacca, sino también sobre mí. También le he visto merodear por el pueblo después de la hora en que ha de desconectarse para pasar la noche.
—Quizá se deba a un borrado de memoria impropio —dijo Leia, sin ganas de sumirse en una discusión sobre personalidades androides—. Podría nombrarte dos o tres androides más curiosos de lo que su programación pretendía.
—¡Alteza! —protestó Cetrespeó, en tono ofendido—. Erredós es un caso muy diferente.
—No me estaba refiriendo tan sólo a Erredós.
—Leia levantó una mano para cortar la discusión—. De todos modos, comprendo tu preocupación. Te diré lo que vas a hacer: no pierdas de vista a ese androide, ¿de acuerdo?
—Por supuesto, Alteza.
El androide hizo una breve reverencia y salió a la oscuridad del ocaso.
Leia suspiró y miró a su alrededor. Su inquieto vagabundeo por el dukha la había conducido al árbol genealógico, que se detuvo a contemplar. La madera tallada albergaba un profundo sentido histórico; un sentido histórico, y un sereno pero profundo orgullo de familia. Dejó que sus ojos resbalaran sobre las conexiones entre los nombres,
y se preguntó qué sentían y pensaban los noghri cuando lo examinaban. ¿Veían sus triunfos y fracasos, o sólo los triunfos? Ambos, decidió. Tenía la convicción de que los noghri eran un pueblo que no negaba la realidad de manera deliberada.
—¿Ve en la madera el final de nuestra familia, lady Vader? Leia se sobresaltó.
—A veces, me gustaría que su pueblo no fuera tan experto en eso —gruñó, mientras recordaba la serenidad.
—Perdone —dijo la maitrakh, con cierta sequedad—. No era mi intención asustarla.
—Señaló el cuadro—. ¿Ve nuestro fin ahí, lady Vader?
Leia sacudió la cabeza.
—No poseo visión del futuro, maitrakh; ni del suyo, ni del mío. Sólo estaba pensando en los niños. Intentaba imaginar cómo se les puede educar. Me preguntaba hasta qué punto puede moldear su carácter la familia, y hasta qué punto es innato en ellos.
—Vaciló—. Me preguntaba si puede borrarse el mal presente en la historia familiar, o si se transmite de generación en generación.
La maitrakh ladeó la cabeza levemente y sus enormes ojos estudiaron el rostro de Leia.
—Habla como una persona que se enfrenta por primera vez al reto de la maternidad.
—Sí —admitió Leia, y acarició su estómago con la mano—. Ignoro si Khabarakh se lo habrá dicho, pero estoy embarazada de gemelos.
—Y teme por ellos.
Leia notó que un músculo de su mejilla se agitaba.
—Tengo buenos motivos. El Imperio quiere arrebatármelos. La maitrakh siseó entre dientes.
—¿Por qué?
—No estoy segura, pero el propósito sólo puede ser malvado. La maitrakh bajó la vista.
—Lo lamento, lady Vader. La ayudaría si estuviera en mi mano. Leia tocó el hombro de la maitrakh.
—Lo sé.
La noghri levantó la vista hacia el árbol genealógico.
—Envié a mis cuatro hijos al peligro, lady Vader. A las guerras del emperador. Nunca resulta fácil verles partir hacia el peligro y la muerte.
Leia pensó en todos sus aliados y compañeros que habían perecido en la larga guerra.
—He enviado amigos a la muerte —dijo con voz queda—. Fue muy duro. No me imagino enviando a mis hijos.
—Tres murieron —continuó la maitrakh, como si hablara para ;—. Lejos de casa, y sólo les lloraron sus compañeros. El cuarto quedó lisiado, y regresó al hogar para pasar el resto de su breve vida en la desesperación silenciosa del deshonor, antes de que la muerte aliviara su pena.
Leia hizo una mueca. Y ahora, como precio por ayudarla, Khabarakh se enfrentaba al deshonor y a la muerte. Sus pensamientos se detuvieron en ese punto.
—Un momento. ¿Ha dicho que sus cuatro hijos fueron a la guerra, y que los cuatro han muerto?
—Exacto —asintió la maitrakh.
——¿Y Khabarakh? ¿No es su hijo, también?
—Es mi tercerhijo —dijo la maitrakh, con una extraña expresión en el rostro—. Hijo del hijo de mi primer hijo.
Leia la miró, y una horrible certeza se abrió paso en su mente. Si Khabarakh no era su hijo, sino su bisnieto, y si la maitrakh había presenciado en persona la batalla espacial que había causado la destrucción de Honogrh...
—Maitrakh, ¿desde cuándo está su mundo así? —preguntó con voz ahogada—. ¿Cuántos años hace?
La noghri clavó su mirada en la princesa, muy consciente del súbito cambio de ánimo.
—Lady Vader, ¿qué ha dicho...? —¿Cuántos años hace?
La maitrakh reculó.
—Cuarenta y ocho años noghri —respondió—. En años del emperador, cuarenta y cuatro.
Leia apoyó la mano sobre la suave madera del árbol genealógico. Notó una súbita debilidad en las rodillas. Cuarenta y cuatro años, no los cinco, ocho o incluso diez que había supuesto. Cuarenta y cuatro.
—No ocurrió durante la Rebelión —se oyó decir—. Sucedió durante las Guerras Clónicas.
—De pronto, la conmoción dio paso a una furia ciega—. Cuarenta y cuatro años —rugió—. ¿Les explotan así desde hace cuarenta y cuatro años? —Giró en redondo hacia la puerta—. ¡Chewie! —gritó, sin importarle quien pudiera oírla—. ¡Chewie, ven aquí!
Una mano aferró su hombro. Se volvió y vio que la maitrakh la miraba con una expresión indescifrable en su rostro alienígena.
—Lady Vader, cuénteme qué ocurre.
—Cuarenta y cuatro años, maitrakh, eso es lo que ocurre —replicó Leia. Su furia se estaba desvaneciendo, sustituida por una fría resolución—. Les han esclavizado durante casi medio siglo. Les han mentido, engañado, asesinado a sus hijos.
—Señaló con el dedo el suelo que pisaban—. Esto no es el resultado de cuarenta y cuatro años de descontaminación. Y si no están limpiando la tierra...
Se oyeron unas pisadas fuertes en la puerta y Chewbacca entró como un rayo, con la ballesta preparada. Vio a Leia, rugió una pregunta y su arma apuntó a la maitrakh.
—No corro peligro, Chewie —dijo Leia—. Sólo estoy muy furiosa. Necesito que me traigas más muestras de la zona contaminada. No sólo de tierra, sino también de hierba kholm.
Percibió la sorpresa en la cara del wookie, pero éste se limitó a gruñir una afirmación y salió.
—¿Por qué desea examinar la hierba kholm? —preguntó la maitrakh.
—Usted misma afirmó que olía diferente antes de que vinieran las lluvias —le recordó Leia—. Creo que existe una relación que. hemos pasado por alto.
—¿Qué relación puede ser? Leia meneó la cabeza.
—No diré nada más por ahora, maitrakh. Hasta que esté segura.
—¿Aún desea ir a Nystao?
—Más que nunca, pero no para efectuar un rescate por sorpresa. Si las muestras de Chewie demuestran mis sospechas, me presentaré directamente a los dinastas.
—¿Y si se niegan a escucharla? Leia respiró hondo.
—No podrán negarse. Ya han perdido tres generaciones de hijos. No pueden permitirse el lujo de perder más.
La maitrakh la contempló en silencio unos instantes.
—Tiene razón —siseó entre sus dientes afilados, y se encaminó hacia la puerta con su elegancia de movimientos habitual—. Volveré dentro de una hora. ¿Estará preparada para partir?
—Sí. ¿Adónde va?
La maitrakh se detuvo en la puerta y sus ojos oscuros se clavaron en Leia.
—Tiene razón, lady Vader: han de escucharla. Volveré.
La maitrakh regresó veinte minutos más tarde, cinco antes que Chewbacca. El wookie había recogido dos puñados de hierba kholm, procedente de diversos lugares, y recuperado la unidad de análisis de su escondite en el cobertizo de los androides descontaminadores. Leia puso la unidad a trabajar en un par de plantas marrones y partieron hacia Nystao.
Pero no solos. Ante la sorpresa de Leia, una hembra joven noghri va ocupaba el asiento del conductor del vehículo todo terreno descapotable que la maitrakh les había conseguido. Cuando atravesaron el pueblo a buen paso, una docena más de noghri salieron a su encuentro, y se situaron a ambos lados del vehículo como una guardia de honor. La propia maitrakh caminaba cerca del vehículo, el rostro impenetrable a la luz difusa del panel de instrumentos. Chewbacca, sentado en el asiento trasero, al lado de la unidad analizadora, acarició su ballesta y emitió un rugido de desconfianza. Detrás, embutido en el compartimiento de equipajes, Cetrespeó mantenía un silencio muy poco habitual.
Salieron a los campos de cultivos circundantes, con las luces del coche apagadas, los noghri que les rodeaban invisibles bajo el cielo cubierto de nubes. La partida llegó a otra aldea, apenas distinguible de los campos, pues habían apagado las luces para pasar la noche, y la atravesaron sin percances. Más campos; otro pueblo; más campos. Leia, de vez en cuando, distinguía las luces de Nystao en la lejanía, y se preguntaba con inquietud si ir directamente al encuentro de los dinastas era una buena idea. Gobernaban con el concurso o, al menos, el consentimiento tácito del Imperio, y acusarles de complicidad en una mentira no sentaría bien a una gente tan orgullosa y amante del honor.
Luego, hacia el noroeste, la mayor de las tres lunas de Honogrh apareció tras una espesa capa de nubes, y Leia descubrió, sobresaltada, que su escolta y ella ya no estaban solos. Un inmenso mar de siluetas borrosas les rodeaba, y fluía como una ola silenciosa junto al sendero del vehículo.
Detrás, Chewbacca gruñó su sorpresa. Sus sentidos de cazados ya le habían indicado que el tamaño del grupo iba aumentando a medida que dejaban atrás las aldeas. Sin embargo, no se había dado cuenta de hasta qué punto, y tampoco estaba seguro de que le gustara.
Leia notó que la tensión de su pecho se suavizaba en parte cuando se recostó contra los almohadones del coche. Pasara lo que pasase
en Nystao, el número de los congregados impediría a los dinastas detenerla y ocultar el hecho de que había estado allí.
La maitrakh había garantizado que tendría la oportunidad de hablar. El resto era asunto suyo.

Llegaron a los límites de Nystao justo antes del amanecer, y descubrieron que otra muchedumbre de noghri les estaba esperando.
—La noticia se ha propagado —dijo la maitrakh a Leia, mientras el vehículo y la escolta avanzaban—. Han venido para ver a la hija de lord Vader y escuchar su mensaje.
Leia contempló la multitud.
—¿Qué mensaje les ha dicho que escucharán?
—Que la deuda de honor con el Imperio ha sido pagada en su totalidad. Que ha venido a ofrecer una nueva vida al pueblo noghri. Sus ojos oscuros comunicaron a Leia una muda pregunta. La princesa miró a Chewbacca y enarcó las cejas. El wookie rugió una afirmación y alzó la unidad analizadora para enseñarle la pantalla. En algún momento de su viaje nocturno, la unidad había finalizado su trabajo, y mientras leía los resultados, Leia experimentó una nueva oleada de ira hacia el Imperio por lo que había hecho a esta gente.
—Sí —dijo a la maitrakh—. Puedo demostrar que la deuda ha sido pagada.
Ya cerca de la multitud que aguardaba, Leia vio que la mayoría de los noghri eran hembras. Los relativamente escasos machos tenían el tono de piel gris claro de los niños y adolescentes, o bien el gris mucho más oscuro de los ancianos. Bloqueando el camino del vehículo había un grupo de diez machos, con el color gris acero de los adultos jóvenes.
—Veo que los dinastas también se han enterado —comentó.
—Es su escolta oficial —explicó la maitrakh—. La acompañarán al Gran Dukha, donde los dinastas la esperan.
La escolta oficial (guardias o soldados, Leia no estaba segura de cómo calificarlos) permaneció en silencio mientras caminaban frente al coche, en formación de punta de flecha. Murmullos de conversaciones se levantaban de los congregados, casi todas sostenidas entre los habitantes de la ciudad y los aldeanos. Leia ignoraba qué decían, pero a donde quiera que volviera los ojos, los noghri callaban y la contemplaban con obvia fascinación.
La ciudad era más pequeña de lo que Leia suponía, teniendo en
cuenta la zona limitada de tierra que los noghri tenían a su disposición. Al cabo de escasos minutos, llegaron al Gran Dukha.
Por su nombre, Leia esperaba que fuera una versión más grande del dukha de la aldea. Era más grande, desde luego, pero pese a la similitud de su diseño, las diferencias eran notables. Las paredes y el techo estaban hechas de un metal azul plateado, y no de madera, sin adornos en la superficie. Las columnas que lo sostenían eran negras, aunque Leia no supo si eran de metal o de piedra labrada. Una amplia escalinata de mármol rojo y negro conducía a una terraza de entrada, construida con losas grises en el exterior de las puertas dobles. El conjunto resultaba frío y remoto, muy diferente de la imagen mental del carácter noghri que la princesa se había forjado durante los últimos días. Se preguntó por un momento si el Gran Dukha habría sido construido por el Imperio, y no por los noghri.
En lo alto de los escalones se erguía una hilera de trece noghri machos de edad madura, todos ataviados con una complicada indumentaria, que parecía un cruce entre un chaleco y un chal. Detrás, encadenado de brazos y piernas a un par de postes, en el centro de la terraza, estaba Khabarakh.
Leia le miró y experimentó una punzada de compasión. La maitrakh le había descrito el funcionamiento de la humillación pública noghri, pero sólo al presenciar la escena comprendió la enormidad de la vergüenza que implicaba el ritual. El rostro de Khabarakh se veía pálido y demacrado, y su cuerpo pendía como un saco de las cadenas que sujetaban sus muñecas. Sin embargo, mantenía la cabeza erguida, y sus ojos no perdían detalle de lo que ocurría.
La multitud formó un camino para que el vehículo llegara a la zona del dukha. La escolta oficial subió los escalones, separando a los congregados de la fila de dinastas.
—Recuerda que no hemos venido a combatir —murmuró Leia a Chewbacca.
Compuso la expresión más majestuosa que pudo, salió del vehículo y subió la escalera.
Los últimos murmullos de conversaciones se apagaron cuando llegó a lo alto.
—Yo os saludo, dinastas del pueblo noghri —dijo en voz alta. — Soy Leia Organa Solo, hija de vuestro señor Darth Vader, el que acudió a proporcionaros ayuda cuando estabais afligidos.
Extendió el dorso de la mano hacia el noghri que ocupaba el centro de la fila. Él la miró unos segundos sin moverse. Después, con
obvia desgana, avanzó y olfateó su mano. Repitió la prueba dos veces antes de erguirse de nuevo.
—Lord Vader ha muerto —dijo—. Nuestro nuevo señor el gran almirante nos ha ordenado entregarte a él, Leia Organa Solo. Vendrás con nosotros y esperarás los preparativos del transporte.
Chewbacca gruñó una advertencia desde el pie de la escalera. Leia le tranquilizó con un gesto y meneó la cabeza.
—No he venido para rendirme a vuestro gran almirante —dijo al dinasta.
—Lo harás, de todas formas —respondió su interlocutor.
Hizo una señal. Dos guardias abandonaron la fila y avanzaron hacia Leia. La princesa se mantuvo inmóvil, e indicó a Chewbacca que la imitara.
—¿Servís al Imperio, pues, o al pueblo noghri?
—Todos los noghri honorables sirven a ambos —dijo el dinasta.
—¿De veras? ¿Servir a Honogrh significa enviar generación tras generación de jóvenes a morir en las guerras del Imperio?
—Eres una alienígena —dijo el dinasta con desdén—. No sabes nada sobre el honor de los noghri.
—Cabeceó en dirección a los guardias, que ahora flanqueaban a Leia—. Llevadla al dukha.
—¿Así que tenéis miedo de las palabras que pueda pronunciar una sola mujer alienígena? —preguntó Leia, mientras los noghri la asían por los brazos—. ¿O acaso teméis que mi llegada disminuya vuestro poder?
—¡No pronuncies más palabras de discordia y ponzoña! —bramó el dinasta.
Chewbacca volvió a rugir, y Leia notó que se disponía a subir la escalera en su ayuda.
—Mis palabras no son de discordia —dijo, alzando más la voz para que todo el mundo la oyera—. Estoy hablando de traición.
La multitud se estremeció.
—Guardarás silencio —insistió el dinasta—, o te silenciaremos.
—Quiero oír tus palabras —gritó desde abajo la maitrakh.
—¡Tú también guardarás silencio! —ladró el dinasta, mientras un murmullo de aprobación a la petición de la maitrakh se elevaba de la multitud—. Aquí no puede hablar, maitrakh del clan Kihm'bar. No he convocado una asamblea del pueblo noghri.
—Pero la convocada ha venido —replicó la maitrakh—. Lady Vader está aquí. Queremos escuchar sus palabras.
En tal caso, las escuchará en la cárcel.
El dinasta hizo un ademán. Dos guardias más abandonaron la hilera y se encaminaron con paso firme hacia los escalones.
Leia juzgó que había llegado el momento adecuado. Bajó la vista hacia el cinturón y proyectó la Fuerza con todo el poder y el control que pudo reunir.
La espada de luz saltó del cinto y quedó suspendida frente a ella. Tocó el interruptor con la mente y la hoja blanco verdosa cobró vida con un siseo, estableciendo una barrera vertical entre la princesa y los dinastas.
Un murmullo ahogado se elevó de la multitud. Los dos noghri que avanzaban hacia la maitrakh se quedaron petrificados y, cuando cayó un silencio sepulcral sobre la plaza, Leia comprendió que había captado la atención de todos los presentes.
—No soy tan sólo la hija de lord Vader —dijo, en un tono de ira controlada—. Soy la Mal'ary'ush, heredera de su autoridad y poder. He corrido peligros sin cuento para revelar la traición cometida contra el pueblo noghri.
—Dejó de concentrarse un momento en la espada flotante para recorrer lentamente con la vista la hilera de dinastas—. ¿Me vais a escuchar, o preferís la muerte?
Nadie rompió el silencio durante un largo minuto. Leia escuchó los latidos de su corazón y el zumbido de la espada, mientras se preguntaba cuánto rato más lograría mantener el arma suspendida en el aire, antes de perder el control. Entonces, un dinasta avanzó un paso.
—Yo deseo escuchar las palabras de la Mal'ary'ush —proclamó. El primer dinasta escupió en el suelo.
—No añadas más discordia, lr'khaim —advirtió—. Sólo existe una posibilidad de salvar el honor del clan Kihm'bar.
—Es posible que yo vea una posibilidad de salvar el honor del pueblo noghri, Vor'corkh —replicó Ir'khaim—. Quiero escuchar las palabras de la Mal'ary'ush. ¿Voy a ser el único?
En silencio, otro dinasta se colocó a su lado. Después, otro le imitó, y otro, y otro, hasta que nueve de los trece se irguieron junto a Ir'khaim. Vor'corkh siseó entre dientes, pero no se movió de la fila.
—Los dinastas de Honogrh han decidido —rezongó—. Puedes hablar.
Los dos guardias soltaron sus brazos. Leia dejó transcurrir dos segundos más antes de coger la espada y cerrarla.
—Contaré la historia dos veces —dijo, mientras se volvía hacia la multitud y devolvía el arma al cinto—. Una, tal como el Imperio os
la contó; y la segunda, tal como es en realidad. Después, vosotros mismos decidiréis si la deuda de los noghri ha sido o no pagada. »Todos sabéis cómo vuestro mundo fue devastado a causa de una batalla espacial. Cuántos noghri murieron por culpa de las erupciones volcánicas, terremotos y maremotos que siguieron a continuación, hasta que los supervivientes llegaron a este lugar. Cómo lord Darth Vader acudió a vosotros y os ofreció ayuda. Que después de las lluvias de olor extraño que cayeron, todas las plantas, excepto la hierba kholm, se marchitaron y murieron. El Imperio os dijo que la tierra había sido envenenada por productos químicos procedentes de la nave destruida, y os ofreció máquinas para limpiarla. Y también sabéis muy bien el precio que se os pidió a cambio de esas máquinas.
—Pero la tierra está emponzoñada —dijo un dinasta—. Yo y muchos más hemos intentado cultivar alimentos en los lugares por donde las máquinas no han pasado, pero nada creció.
—Sí —reconoció Leia—, pero no era el suelo lo que estaba envenenado. Mejor dicho, no directamente.
Hizo un ademán en dirección a Chewbacca. Cogió del vehículo la unidad analizadora y una planta de hierba kholm, subió los escalones y se lo entregó todo.
—No os diré cuál historia es cierta —continuó Leia, mientras el wookie bajaba la escalera—. Después de que lord Vader partiera en su nave, llegaron otras. Volaron a lo largo y ancho de vuestro planeta. A
quienes preguntaban, debían responder que exploraban el terreno, tal vez en busca de otros supervivientes o lugares habitables. Todo era una mentira. Su auténtico propósito era esparcir por vuestro planeta un nuevo tipo de planta.
—Alzó la hierba kholm—. Esta planta.
—Tu verdad es falsa —bramó el dinasta Vor'corkh—. La hierba kholm ha crecido en Honogrh desde el principio del conocimiento.
—No he dicho que esto fuera hierba kholm —replicó Leia—. Se parece a la hierba kholm que recordáis, e incluso huele casi igual, pero no exactamente. De hecho, es una sutil creación del Imperio..., enviada por el emperador para envenenar vuestro planeta.
Un murmullo de sorpresa rompió el silencio de la multitud. Leia dejó que transcurrieran unos segundos y paseó la mirada a su alrededor mientras esperaba. Debía de haber cerca de un millar de noghri
amontonados en las cercanías del Gran Dukha, y seguían llegando sin cesar. El anuncio de su presencia debía seguir esparciéndose, y buscó con la vista el punto de que venían.
Entonces, captó a su izquierda un brillo metálico. Lejos del Gran
Dukha, semioculto en las sombras del amanecer junto a otro edificio, se veía la forma achaparrada de un androide descontaminador.
Leia lo miró, y un estremecimiento de horror recorrió su cuerpo. Un androide descontaminador que hacía gala de una curiosidad anormal. Cetrespeó le había hablado de él, pero en aquel momento estaba demasiado preocupada para prestarle atención. Sin embargo, que un androide descontaminador se encontrara en Nystao, a cincuenta kilómetros o más de su zona de trabajo, significaba algo más que exceso de curiosidad. Tenía que ser...
Se encogió, maldiciéndose mentalmente por su descuido. El gran almirante no se había marchado sin dejar atrás algo o alguien que vigilara el desarrollo de los acontecimientos.
—Chewie, mira hacia allí, a tu derecha —susurró—. Parece un androide descontaminador, pero creo que es un androide espía.
El wookie gruñó algo poco elegante y empezó a abrirse paso entre la multitud, pero Leia estaba segura de que no conseguiría su propósito. Los androides espía eran poco brillantes, pero lo bastante listos para desaparecer del mapa después de haber sido descubiertos. Mucho antes de que Chewbacca llegara, ya habría empezado a correr. Si contaba con un transmisor, y si había alguna nave imperial dentro de su radio de acción...
—¡Pueblo de Honogrh! —gritó, para hacerse oír por encima del murmullo de las conversaciones—. Voy a demostraros ahora mismo que lo que digo es verdad. Allí hay un androide descontaminador del Imperio. Traédmelo.
La muchedumbre desvió la vista en aquella dirección, y Leia percibió su incertidumbre, pero antes de que nadie pudiera moverse, el androide desapareció detrás del edificio que utilizaba para ocultarse. Un segundo después, Leia lo avistó entre otros dos edificios, huyendo a toda prisa.
Era la peor decisión que podía haber tomado. Huir equivalía a admitir su culpabilidad, sobre todo delante de gente que había crecido entre androides descontaminadores y sabía cuál debía ser su comportamiento normal. La multitud rugió, y unos cincuenta adolescentes salieron tras el fugitivo.
Al mismo tiempo, uno de los guardias que flanqueaban a Leia se llevó una mano a la boca y emitió un grito penetrante.
Leia dio un brinco, ensordecida. El guardia volvió a chillar, y esta vez alguien le respondió desde algún lugar cercano. El guardia cambió de registro y lanzó un gorjeo que sonó como una complicada
combinación de trinos. Una breve respuesta, y los dos enmudecieron.
—Llama a otros a la caza —explicó la maitrakh a Leia.
La princesa asintió y apretó los puños, mientras los perseguidores desaparecían tras una esquina, en pos del androide. Si éste tenía un transmisor, lo estaría manipulando frenéticamente.
De pronto, los perseguidores aparecieron de nuevo ante su vista, acompañados de media docena de adultos noghri que sujetaban al desesperado androide.
Leia respiró hondo.
—Traédmelo —dijo, cuando el grupo se aproximó.
Seis adolescentes subieron la escalera y dejaron al androide sobre la terraza. Leia encendió la espada de luz, mientras sus ojos examinaban al androide, buscando alguna antena escondida. No vio ninguna, pero eso no demostraba nada. Se preparó para lo peor y practicó un corte vertical en la cubierta exterior del androide. Dos cortes en diagonal más, y dejó al descubierto su mecanismo interno.
Chewbacca ya se había arrodillado al lado del androide, mientras Leia apagaba el arma, y sus dedos palparon con delicadeza entre la maraña de tubos, cables y fibras. Cerca de la parte superior de la cavidad encontró una cajita gris. Lanzó una mirada significativa a Leia y la extrajo.
Leia tragó saliva cuando la depositó en el suelo. La reconoció sin la menor duda, gracias a su larga y, a menudo, amarga experiencia: la unidad grabadora/motriz de un androide sondeador imperial. No obstante, la toma de antena estaba vacía. La suerte, o la Fuerza, todavía les acompañaba.
Chewbacca examinó la parte inferior de la cavidad. Extrajo varios cilindros, estudió sus marcas y los devolvió a su lugar. La multitud empezó a murmurar de nuevo, satisfecha, mientras el wookie sacaba un cilindro grande y un alfiler próximos al tanque alimentador.
Leia cogió el cilindro con cautela. No tenía por qué ser peligroso, pero prefería no correr riesgos.
—Los dinastas atestiguarán que este cilindro ha sido extraído de esta máquina —dijo a los reunidos.
—¿Es ésta tu prueba? —preguntó Ir'khaim, contemplando el cilindro con escepticismo.
—Lo es —asintió Leia—. He dicho que estas plantas no son la hierba kholm que recordáis de antes del desastre, pero aún no he revelado qué diferencia existe entre ellas.
—Cogió una planta y la sostuvo en alto—. Los científicos del emperador cogieron vuestra hierba kholm y la modificaron. Crearon diferencias que surtirían efecto entre una generación y otra. El olor alterado que notáis es causado por un agente químico que segregan las raíces, el tallo y las hojas. Un agente químico cuyo único propósito consiste en inhibir el crecimiento de toda otra vida vegetal. Las máquinas que, según afirma el gran almirante, están limpiando el terreno no hacen otra cosa que destruir esta hierba kholm especial que el Imperio plantó.
—Tu verdad es falsa de nuevo —bramó Vor'corkh—. Las máquinas androides necesitan casi dos decenas de días para limpiar una sola pirkha de tierra. Mis hijas sólo podrían hacer lo mismo en el doble de tiempo.
Leia esbozó una sonrisa carente de humor.
—Es posible que las máquinas no necesiten tanto tiempo como parece. Vamos a averiguarlo.
Sostuvo la hierba kholm frente a ella, dejó caer una gota de un líquido pálido del extremo del alfiler y mojó el tallo.
No podía haber pensado en una demostración más espectacular. La gota resbaló sobre la superficie marrón de la planta, pero nada ocurrió durante unos segundos. Se oyó una especie de chisporroteo y, sin previa advertencia, la planta empezó a ennegrecerse y marchitarse. Un susurro se elevó de la multitud cuando la destrucción alcanzó a las hojas y raíces. Leia la sostuvo en alto un momento más, y luego la tiró sobre la terraza, donde se agostó como una rama seca devorada por el fuego, hasta que sólo quedó un filamento negruzco irreconocible. Leia lo tocó con la punta de la bota, y se desintegró.
Esperaba otro estallido de sorpresa o indignación de la muchedumbre. El silencio sepulcral que siguió a la demostración fue más explícito que cualquier ruido. Los noghri habían comprendido a la perfección las implicaciones.
Y cuando escrutó sus rostros, supo que había ganado.
Colocó el cilindro junto a la planta desintegrada y se volvió para mirar a los dinastas.
—Ya os he enseñado mi prueba —dijo—. Ahora, debéis decidir si la deuda noghri ha sido pagada.
Miró a Vor'corkh y, guiada por un impulso inexplicable, liberó la espada de luz del cinto y la puso en su mano. Pasó de largo y caminó hacia Khabarakh.
—Lo siento —dijo en voz baja—. No pensaba que sufrirías tanto por mi causa.
Khabarakh dibujó una sonrisa.
—El Imperio nos enseñó hace mucho tiempo que el orgullo y el deber de todo guerrero es padecer por su señor. ¿Merecía menos la Mal'ary'ush de lord Vader?
Leia meneó la cabeza.
—Yo no soy tu señor, Khabarakh, y nunca lo seré. Los noghri son un pueblo libre. Sólo he venido para intentar devolveros la libertad.
—Y para que te ayudemos en tu lucha contra el Imperio —dijo Vor'corkh con causticidad.
Leia se volvió.
—Ése sería mi mayor deseo —admitió—, pero no pienso pedíroslo. Vor'corkh la estudió un momento. Después, a regañadientes, le devolvió la espada de luz.
—Los dinastas de Honogrh no pueden tomar, y no lo harán, una decisión tan importante en un solo día —dijo—. Hay muchos elementos que considerar, y debemos convocar una asamblea de todo el pueblo noghri.
—Convocadla, pues —le urgió Khabarakh—. La Mal'ary'ush de lord Vader está aquí.
—¿Y podrá protegernos la Mal'ary'ush del poder del Imperio, si optamos por desafiarlo? —replicó Vor'corkh.
—Pero...
—No, Khabarakh tiene razón —interrumpió Leia—. El Imperio preferirá mataros a todos que permitir vuestra defección, o aún vuestra neutralidad.
—¿Acaso han olvidado los noghri cómo se lucha? —resopló Khabarakh.
—¿Y acaso ha olvidado Khabarakh del clan Kihm'bar lo que sucedió en Honogrh hace cuarenta y ocho años? —replicó Vor'corkh—. Si desafiamos al Imperio, la única opción que nos quedará será abandonar nuestro planeta y ocultarnos.
—Lo cual significaría el exterminio instantáneo de todos los comandos que ahora sirven al Imperio —señaló Leia a Khabarakh—. ¿Quieres que mueran sin ni siquiera conocer el motivo? Eso no es honorable.
—La sabiduría habla por tu boca, lady Vader —dijo Vor'corkh, y Leia creyó detectar por primera vez una huella de respeto en sus ojos—. Los auténticos guerreros comprenden el valor de la paciencia. ¿Nos dejarás ahora?
—Sí —asintió Leia—. Mi presencia aquí representa un peligro para
vosotros. Quiero pediros un favor: que permitáis a Khabarakh acompañarme a mi nave.
Vor'corkh miró a Khabarakh.
—La familia de Khabarakh conspiró para liberarle. Lo consiguieron, y escapó al espacio. Tres comandos que se encontraban aquí de permiso salieron en su persecución. Todo el clan Kihm'bar caerá en desgracia hasta que no confiese los nombres de los responsables.
Leia asintió. Era una historia tan buena como cualquier otra.
—No olvidéis advertir a los comandos enviados que tengan cuidado cuando entren en contacto con otros grupos. Si el Imperio averigua algo de lo ocurrido, os destruirá.
—No es preciso explicar a los guerreros su trabajo —replicó Vor'corkh. Vaciló—. ¿Puedes conseguirnos más? —preguntó, indicando el cilindro.
—Sí, pero antes hemos de volver a Endor y recoger mi nave. Después, Khabarakh me acompañará a Coruscant y le daré unos cuantos. El dinasta titubeó.
—¿No hay forma de obtenerlo antes?
Un fragmento de conversación asomó a la conciencia de Leia: cuando la maitrakh había mencionado que la temporada de cosecha estaba a punto de terminar.
—Tal vez sí. Khabarakh, ¿cuánto tiempo ahorraremos si evitamos Endor y vamos directamente a Coruscant?
—Unos cuatro días, lady Vader —respondió el noghri.
Leia cabeceó. Han la mataría por dejar en órbita alrededor de Endor a su amado Halcón, pero no había otra manera.
—Muy bien. Haremos eso. No olvidéis utilizarlos con cautela. No podéis arriesgaros a que las naves del Imperio detecten nuevas tierras de cultivo.
—Tampoco es preciso explicar a los granjeros cómo han de hacer su trabajo —dijo Vor'corkh, pero esta vez con un toque de humor en la voz—. Aguardaremos con impaciencia su llegada.
—En ese caso, lo mejor será que nos vayamos cuanto antes —dijo Leia.
Miró a la maitrakh e inclinó la cabeza en señal de agradecimiento. Por fin, por fin, todo empezaba a salir bien. Pese a sus dudas anteriores, la Fuerza la acompañaba.
Se volvió hacia Khabarakh, encendió la espada de luz y cortó sus cadenas.
—Vamos, Khabarakh —dijo—. Es hora de marcharnos.





25


El Coral Vanda se autodenominaba el casino más impresionante de la galaxia, y mientras Han paseaba la vista por el enorme y adornado Salón Tralla, comprendió por qué nadie discutía tal afirmación.
El salón albergaba una docena de mesas de sabacc, como mínimo, diseminadas por sus tres seminiveles, más toda una panoplia de mesas dedicadas al lugjack, tregaldo y ajedrez holográfico, e incluso algunas en forma de herradura, abarrotadas por los fanáticos del crinbid. Un bar que dividía el salón exhibía casi todo cuanto un cliente quisiera beber, tanto para celebrar sus ganancias como para olvidar sus pérdidas, y había una ventana de servicio en la pared de atrás para la gente que no quería dejar de jugar ni para comer.
Y si alguien se cansaba de mirar sus cartas o el fondo de su vaso, siempre quedaba la vista que proporcionaba la pared transparente del casco exterior. Onduladas aguas verde azuladas, cientos de peces de colores brillantes y pequeños mamíferos marinos, y a todo su alrededor, los famosos arrecifes coralinos de Pantolomin.
El Salón Tralla era, en suma, el mejor casino que Han había visto en su vida, y el Coral Vanda tenía otros siete salones iguales.
Lando, sentado en el bar a su lado, vació su copa y la apartó.
—Y ahora, ¿qué? —preguntó.
—Está aquí, Lando —respondió Han. Apartó la vista de los arrecifes y echó otro vistazo al casino— . En algún sitio.
—No creo que haya podido efectuar este viaje. Se le habrá acabado el dinero. Recuerda lo que dijo Sena; ese tipo lo dilapida a manos llenas.
—Sí, pero si se hubiera quedado sin dinero, intentaría venderles otra nave —señaló Han. Vació también su vaso y se levantó—. Vamos a visitar otro salón.
—Es el último que queda, y luego volveremos a empezar por el
principio —gruñó Lando—. Una y otra vez. Estamos perdiendo el tiempo.
—¿Se te ocurre otra idea?
—De hecho, sí —dijo Lando, mientras esquivaba a un gigantesco herglic, apoyado precariamente entre dos asientos, y se dirigía hacia la salida—. En lugar de dar vueltas como hemos hecho durante las últimas seis horas, deberíamos instalarnos en una mesa de sabacc y empezar a exhibir dinero. Correrá la voz de que hay un par de incautos dispuestos a ser desplumados, y si este tío pierde dinero con tanta rapidez como Sena dice, estará muy interesado en recuperar algo.
Han miró a su amigo con cierta sorpresa. Había tenido la misma idea un par de horas antes, pero no había imaginado que Lando querría llevarla a la práctica.
—¿Crees que tu orgullo de jugador profesional aceptará este tipo de reto?
Lando le miró fijamente.
—Si me saca de aquí y me devuelve a mi explotación minera, estoy seguro de que mi orgullo aguantará lo que sea.
Han hizo una mueca. En ocasiones, olvidaba que había arrastrado a Lando a este berenjenal.
—Sí —dijo—. Lo siento. Bien, daremos un último vistazo al salón Saffkin. Si no está, volveremos aquí y...
Se interrumpió. Sobre la barra, frente a un asiento libre, había un cenicero sobre el que descansaba un puro, todavía humeante. Un puro que despedía un aroma extraño, pero muy familiar...
—Oh, oh —exclamó Lando en voz baja.
—No lo creo —murmuró Han.
Apoyó la mano sobre el desintegrador mientras paseaba la vista por el abarrotado salón.
—Créelo, amiguito —contestó Lando. Tocó el almohadón del asiento vacío—. Aún está caliente. Tiene que estar... Allí.
En efecto, Niles Ferrier se encontraba de pie bajo la adornada arcada de salida, con otro de sus omnipresentes puros entre los dientes. Les dirigió una sonrisa, ejecutó una especie de saludo burlón y desapareció por la puerta.
—Bien, fantástico —dijo Lando—. Y ahora, ¿qué? —Quiere que le sigamos.
Han lanzó una rápida mirada en torno a ellos. No reconoció a nadie, pero eso no significaba nada. Debían estar rodeados por hombres de Ferrier.
—Vamos a averiguar qué está tramando.
—Podría ser una trampa —advirtió Lando.
—O podría estar dispuesto a negociar. Prepara tu desintegrador.
—No me digas.
Estaban a medio camino de la arcada cuando lo escucharon: un ruido breve y profundo, como un trueno lejano. Siguió otro, de más intensidad, y un tercero. Las conversaciones se fueron apagando, a
medida que más gente prestaba oídos. Dio la impresión de que el Coral Vanda se estremecía.
Han miró a Lando.
—¿Estás pensando lo mismo que yo? —masculló.
—Disparos de turboláser que dan en el agua —murmuró Lando—. Ferrier está negociando, en efecto, pero no con nosotros.
Han cabeceó y sintió un nudo en el estómago. Ferrier se había adelantado y llegado a un acuerdo con el Imperio. Si los imperiales se apoderaban de la flota Katana, el equilibrio del poder en la guerra que se estaba librando se decantaría a su favor.
Y bajo el mando de un gran almirante...
—Hemos de encontrar a ese ladrón de naves, y rápido —dijo, mientras corría hacia la salida—. Quizá podamos encerrarle en algún sitio antes de que nos aborden.
—Antes de que cunda el pánico entre los pasajeros —añadió Lando—. Vámonos.
Llegaron a la arcada cuando ya era demasiado tarde. Se oyó un estruendo, esta vez sobre sus cabezas, y una feroz luz verde bañó por un segundo el arrecife de coral. El Coral Vanda se agitó como un animal herido, y Han se aferró al borde de la arcada para no caer.
Algo atrapó su brazo y tiró con fuerza hacia la derecha. Su mano voló hacia el desintegrador, pero antes de que pudiera desenfundarlo fuertes brazos peludos rodearon su pecho y cara, apartando la mano del arma. Intentó gritar, pero el brazo que le cegaba también bloqueaba su boca. Se debatió inútilmente y juró por lo bajo, mientras le arrastraban por el pasillo. Se oyeron dos estampidos más, y el segundo casi logró que perdieran el equilibrio. Un cambio de dirección; su codo chocó contra el lado de una puerta.
Un fuerte empujón y quedó libre de nuevo. Jadeó en busca de aliento. Estaba en un almacén de botellas. Las cajas llegaban casi hasta el techo. Varias ya habían caído al suelo a causa de las sacudidas, y un líquido rojo oscuro rezumaba de una.
Ferrier estaba junto a la puerta, sonriente.
—Hola, Solo —dijo—. Has sido muy amable al venir.
—Era una invitación demasiado educada para declinarla —replicó Han con sorna, mientras examinaba el lugar.
Su desintegrador flotaba frente a una pila de cajas a dos metros de distancia, en el centro de una sombra sólida y espesa.
—Supongo que te acuerdas de mi espectro —dijo Ferrier, y señaló la sombra—. Es el que se deslizó en la Dama Afortunada para introducir nuestro radiofaro direccional. El que estaba dentro de la nave.
Por eso Ferrier había conseguido llegar con tanta rapidez. Otro estampido sacudió al Coral Vanda, y otra caja se estrelló en el suelo. Han se apartó de un salto y examinó a la sombra. Esta vez pudo distinguir los ojos y el brillo de unos colmillos blancos. Siempre había pensado que los espectros eran leyendas del espacio. Por lo visto, no.
—No es demasiado tarde para hacer un trato —dijo a Ferrier. El otro le dirigió una mirada de sorpresa.
—Éste es tu trato, Solo —dijo——. ¿Por qué crees que estás aquí, y no donde te encontrabas cuando empezó el bombardeo? Vamos a retenerte aquí, sano y salvo, hasta que las cosas se calmen.
—Arqueó una ceja—. En cuanto a Carlissian, eso ya es otra historia.
Han frunció el ceño.
—¿Qué quieres decir?
—Que estoy harto de que se interponga en mi camino. De modo que cuando el Coral Vanda se rinda por fin y ascienda a la superficie, me aseguraré de que esté sobre el casco, intentando proteger valientemente al pobre capitán Hoffner de los malvados milicianos. Con un poco de suerte...
Extendió las manos y sonrió.
—Con que se llama Hoffner, ¿eh? —Han aplacó su cólera. Enfurecerse no ayudaría en nada a Lando—. ¿Y si no está a bordo? A los imperiales no les hará ninguna gracia.
—Oh, sí que está a bordo —afirmó Ferrier—. Un poco fuera de sí. Ha estado encerrado en nuestra suite desde una hora después de partir.
—¿Estás seguro de que no te has equivocado de hombre? Ferrier se encogió de hombros.
—En ese caso, la culpa sería del gran almirante, porque fue él quien me dio el nombre.
Otro disparo sacudió la nave.
—Bien, Solo, es un placer charlar contigo, pero he de cerrar un trato —dijo Ferrier. Recobró el equilibrio y abrió la puerta—. Hasta luego.
—Te pagaremos el doble de lo que ofrezca el emperador —probó Han por última vez.
Ferrier ni siquiera se molestó en contestar. Sonrió por última vez y desapareció por la puerta.
Han miró a la sombra que era el espectro.
—¿Y tú? —preguntó—. ¿Quieres ser rico?
El espectro enseñó los dientes a modo de respuesta. Otro estruendo, y salieron despedidos hacia un lado del almacén. El Coral Vanda era una nave sólida, pero Han sabía que no podría aguantar
mucho rato más aquel trato. Tarde o temprano, tendría que rendirse y salir a la superficie..., momento en que atacarían los milicianos. Sólo le quedaba ese tiempo para intentar salir de su encierro.

Las baterías turboláser del Quimera dispararon de nuevo. En la imagen holográfica del puente, una corta línea roja apareció cerca del cilindro negro que señalaba la posición del Coral Vanda. Durante un momento, la línea roja quedó envuelta en el verde pálido del agua marina, transformada de repente en espuma supercalentada. Después, el verde pálido se propagó en todas direcciones, y el Coral Vanda osciló visiblemente cuando la onda expansiva lo alcanzó.
—Debo reconocer que son tozudos —comentó Pellaeon.
—Llevan a bordo muchos clientes ricos —le recordó Thrawn—, muchos de los cuales prefieren ahogarse que entregar su dinero por la fuerza.
Pellaeon examinó sus lecturas.
—No tardarán mucho en enfrentarse a ese dilema. La propulsión principal está averiada, y están apareciendo microfracturas en las juntas del casco. El ordenador calcula que, si no emergen antes de diez minutos, ya no podrán hacerlo.
—Esa nave está llena de jugadores, capitán —explicó Thrawn—. Apuestan por la fortaleza de su nave mientras buscan una alternativa.
Pellaeon contempló la pantalla con el ceño fruncido.
—¿Qué alternativa les queda?
— Observe.
Thrawn tocó su tablero, y un pequeño círculo blanco apareció en
el holograma frente al Coral Vanda. Se extendió hacia atrás, como el sendero de un gusano enloquecido.
—Por lo visto, existe una senda bajo esta sección del arrecife, por la cual podrían huir de nosotros, al menos de momento. Creo que se dirigen hacia ahí.
—Nunca lo lograrán —decidió Pellaeon—, a juzgar por las oscilaciones de la nave. De todos modos, nos aseguraremos. Bastará un disparo dirigido a la entrada de ese laberinto.
—Sí —dijo Thrawn, en tono pensativo—. Es una pena destruir esos arrecifes. Son auténticas obras de arte. Únicas, en el sentido de que fueron creados por seres vivos, si bien carentes de conciencia. Me habría gustado examinarlos con más detenimiento.
Se volvió hacia Pellaeon y cabeceó.
—Puede disparar cuando esté preparado.
Se oyó otro estruendo cuando la nave imperial disparó de nuevo, y cuando el Coral Vanda se inclinó a un lado, Han entró en acción. Se dejó arrastrar por el movimiento de la nave, se tambaleó, y chocó contra una pila de cajas, pero se volvió en el último instante para darles la espalda. Sus manos, levantadas como para conservar el equilibrio, encontraron la caja que remataba la columna. Se apoderó de ella y la arrojó con todas sus fuerzas contra el espectro.
El alienígena recibió el impacto en el torso, perdió el equilibrio y cayó al suelo.
Han se abalanzó sobre él, propinó una patada a la mano con que sujetaba su desintegrador y lo cogió en el aire. Giró en redondo y vio que el alienígena intentaba ponerse en pie, pero el suelo estaba resbaladizo por culpa del whisky de Menkooro derramado.
—¡Quieto! —gritó Han, y efectuó un ademán con el desintegrador.
Fue como si hablara con una pared. El espectro se puso en pie. Como la otra alternativa era matarle de un disparo, Han bajó el arma y apuntó al charco de whisky. De pronto, el centro del almacén estalló en llamas azuladas.
El alienígena saltó hacia atrás y chilló algo en su idioma que Han se alegró de no entender. El propio impulso del espectro le lanzó contra otra pila de cajas, que estuvo a punto de derrumbarse. Han disparó dos veces a la caja suspendida sobre la cabeza del alienígena. Dos cascadas de alcohol se derramaron sobre su cabeza y hombros. El espectro volvió a chillar, recobró el equilibrio...
Y con un último disparo, Han prendió fuego a las cascadas.
El grito del espectro se convirtió en un aullido cuando intentó huir del fuego, con la cabeza y hombros envueltos en llamas. Mas de rabia que de dolor, pensó Han. El alcohol incendiado no quemaba
tanto. Si le daba tiempo, el espectro apagaría el fuego a manotazos y se precipitaría sobre el cuello de Han.
No iba a dárselo. El sistema antiincendios del almacén se disparó por fin y lanzó chorros de espuma contra la cara del espectro.
Han no esperó a ver el resultado. Corrió hacia la puerta, aprovechando la ceguera temporal del alienígena.
El pasillo, lleno de gente presa del pánico cuando le habían capturado, estaba desierto. Los pasajeros se habían encaminado a las cápsulas de escape o a la falsa seguridad de sus camarotes. Han disparó contra la cerradura del almacén para sellarla; y corrió hacia la escotilla principal de la nave, con la esperanza de encontrar a Lando antes de que fuera demasiado tarde.

Lando oyó el zumbido apagado de las bombas al activarse, casi confundido con los gritos de los pasajeros aterrorizados. El Coral Vanda iba a rendirse antes de lo que esperaba.
Lanzó un juramento y miró hacia atrás. ¿Dónde se habría metido Han? Estaría siguiendo a Ferrier, para averiguar qué estaba tramando el escurridizo ladrón de naves.
Una docena de tripulantes estaban tomando posiciones defensivas en la escotilla principal cuando llegó.
—Necesito hablar con el capitán u otro oficial ahora mismo —dijo.
——Vuelva a su camarote —replicó uno de los hombres sin mirarle—. Están a punto de abordarnos.
—Lo sé, y también sé qué quieren los imperiales. El hombre le dirigió una rápida mirada.
—¿Sí? ¿Qué?
—A uno de los pasajeros. Tiene algo que el Imperio...
—¿Cómo se llama?
—No lo sé, pero puedo describírselo.
—Maravilloso —gruñó el tripulante, mientras comprobaba el nivel de potencia de su desintegrador—. Le diré lo que debe hacer: diríjase a popa y registre los camarotes uno por uno. Cuando le encuentre, avísenos.
Lando apretó los dientes.
—Hablo en serio.
—Y yo también. Salga de aquí.
—Pero...
—He dicho que se largue.
—El hombre apuntó a Lando—. Si su pasajero tiene algo de sentido común, ya habrá salido en una cápsula de escape.
Lando retrocedió por el pasillo, y comprendió por fin. No, el proveedor de naves no estaría en ninguna cápsula de emergencia. Ni siquiera se habría quedado en su camarote. Ferrier estaba aquí y, conociéndole, no habría hecho acto de presencia de no haber ganado la carrera.
La cubierta osciló bajo sus pies. El Coral Vanda había salido a la superficie. Lando corrió hacia popa. Había una terminal de ordenador accesible a los pasajeros a dos pasillos de distancia. Si obtenía la lista de pasajeros y encontraba el camarote de Ferrier, podría llegar a ella antes de que los imperiales controlaran la nave. Se desvió por un pasillo lateral...
Se encaminaban con paso decidido hacia él: cuatro hombres corpulentos armados con desintegradores. En el centro del grupo, casi oculto, se hallaba un hombre delgado, de cabello blanco. El jefe divisó a Lando, levantó el arma y disparó.
Falló el primer tiro. El segundo perforó la pared, mientras Lando se agachaba detrás de la esquina.
—Al diablo el camarote de Ferrier —murmuró.
Otra andanada de disparos pasó rozando su barricada. De repente, el fuego cesó. Lando, con el desintegrador en la mano, aplastado contra la pared del pasillo, se acercó a la esquina y asomó la cabeza.
Se habían ido.
—Genial —masculló.
Habrían desaparecido por una de las zonas reservadas a la tripulación, que recorrían el núcleo central de la nave. Perseguir a alguien por territorio desconocido solía ser una mala idea, pero tampoco existían muchas alternativas más. Lando hizo una mueca y dobló la esquina.
Lanzó un chillido cuando un rayo procedente de su derecha le rozó la manga. Se zambulló en el pasillo lateral y, mientras caía, vio a otros tres hombres que se acercaban a él por el pasillo principal. Se estrelló sobre la mullida alfombra con fuerza suficiente para ver las estrellas, rodó sobre su costado y apartó las piernas de la línea de fuego, consciente de que si algún miembro del primer grupo estaba al acecho,
todo habría terminado. Una ráfaga de rayos taladró la pared. La forma de disparar indicaba que estaban cubriendo el avance de otros. Casi sin aliento, Lando se levantó y se encaminó a una puerta en forma de arco situada en el pasillo lateral. No le proporcionaría mucha protección, pero era lo mejor que tenía a su alcance.
Ya se había puesto en camino, cuando se oyó un juramento desde la posición de los atacantes, unos disparos que parecían surgir de un modelo de desintegrador diferente...
Y después, el silencio.
Lando arrugó el entrecejo y se preguntó qué estarían tramando. Oyó pasos que corrían hacia él. Se aplastó contra la puerta y levantó su arma.
Los pasos llegaron a la intersección y se detuvieron.
—¿Lando?
Lando bajó el desintegrador con un suspiro de alivio.
—Aquí, Han —llamó—. Date prisa. La gente de Ferrier ha cogido a nuestro hombre.
Han dio la vuelta a la esquina y corrió hacia su amigo.
—Eso no es todo, amigo. Ferrier también va a por ti. Lando hizo una mueca. No se había equivocado en mucho.
—Da igual —dijo—. Creo que se han adentrado en el núcleo de la nave. Hemos de alcanzarles antes de que lleguen a la escotilla principal.
—Lo intentaremos.
—Han miró a su alrededor—. Por allí. Parece una puerta de acceso para tripulantes.
Lo era. Y estaba cerrada.
—Los hombres de Ferrier entraron por aquí —gruñó Lando, y se agachó para examinar el panel semiabierto—. Sí, lo han manipulado. Voy a ver si...
Introdujo la punta de su dedo meñique en el mecanismo. El panel se abrió con un clic.
—Vamos —dijo Lando.
Se dispuso a ponerse en pie...
Y retrocedió de un salto cuando una ráfaga de rayos pasó por la abertura.
—Sí, vamos —rezongó Han. Estaba al otro lado de la puerta, con el desintegrador preparado, pero sin posibilidad de disparar—. ¿Cuánta gente de Ferrier hay a bordo?
—Un montón —gruñó Lando. La puerta, como si hubiera decidido que nadie quería pasar, volvió a cerrarse—. Tendremos que optar
por la solución más difícil. Volvamos a la escotilla principal y tratemos de sorprenderles allí.
Han le cogió por el hombro.
—Demasiado tarde —dijo—. Escucha.
Lando frunció el ceño y aguzó el oído. Sobre el zumbido de la nave distinguió a lo lejos disparos de rifles láser.
—Los milicianos han subido a bordo —murmuró.
—Sí —asintió Han. La cubierta vibró bajo sus pies, y de pronto el fuego cesó—. Granadas subsónicas. Vámonos.
—¿Adónde? —preguntó Lando, mientras Han se internaba por el pasillo lateral.
—A las cápsulas de emergencia de popa. Nos largamos.
Lando se quedó boquiabierto, pero miró a su amigo y se calló sus protestas. La expresión de Han transparentaba ira y frustración. Sabía lo que esto significaba, tal vez mejor que Lando.

La cápsula de emergencia asomó a la superficie del mar, rodeada por un centenar de otras cápsulas y fragmentos de arrecife flotantes. Han vio por la diminuta portilla que, a lo lejos, la última lanzadera de asalto se elevaba del Coral Vanda y se dirigía al espacio.
—¿Ya está? —preguntó Lando.
—Ya está —respondió Han, consciente de la amargura que se filtraba en su voz—. Pronto empezarán a recoger las cápsulas.
—Hicimos lo que pudimos, Han —señaló en voz baja Lando—. Aún pudo ser peor. Podían haber volado el Coral Vanda. Habrían pasado días antes de que alguien hubiera venido a rescatarnos.
Lo cual habría concedido todavía más ventaja al Imperio.
—Oh, sí, fantástico —gruñó Han—. Lo tenemos todo controlado.
—¿Qué más podíamos hacer? —insistió Lando—. ¿Echar a pique la nave para que no se apoderaran de ella, aun a costa de matar a varios centenares de personas? ¿O hacernos matar, combatiendo contra tres lanzaderas de asalto, llenas de milicianos? De esta forma, al menos, Coruscant tiene la oportunidad de prepararse, antes de que naves de la Fuerza Oscura entren en combate.
Lando se esforzaba, no cabía duda, pero Han no estaba de humor.
—¿Cómo hay que prepararse para ser atacado por doscientos Acorazados? —ladró—. Ya estamos bastante agobiados.
—Vamos, Han —dijo Lando, un poco irritado—. Incluso si las
naves están en buenas condiciones para volar, necesitan dos mil hombres cada una para manejarlas. Pasarán años antes de que los imperiales recluten a tanta gente y la enseñen a manipular esos trastos.
—Sólo que el Imperio ya ha pedido naves nuevas —le recordó Han—. Significa que disponen de muchos hombres listos para entrar en acción.
—Dudo que cuenten con cuatrocientos mil —replicó Lando—. Intenta ser optimista, por una vez.
—No hay muchos motivos para ser optimista. Han meneó la cabeza.
—Pues claro que sí. Gracias a tu rápida acción, la Nueva República aún tiene una oportunidad.
Han le miró con el entrecejo arrugado.
—¿Qué quieres decir?
—Me salvaste la vida, ¿recuerdas? Me quitaste de encima a aquellos esbirros de Ferrier.
—Sí, me acuerdo. ¿Qué tiene que ver eso con las oportunidades de la Nueva República?
—¡Han! —Lando miró a su amigo, escandalizado—. Sabes muy bien que la Nueva República se vendría abajo de la noche a la mañana sin mi ayuda.
Han no pudo reprimir una sonrisa.
—Muy bien, me rindo —suspiró—. Si dejo de rezongar, ¿cerrarás el pico?
—Trato hecho —asintió Lando.
Han se volvió hacia la portilla, y su sonrisa se desvaneció. Lando podía decir lo que quisiera, pero la pérdida de la flota Katana sería un desastre de primera magnitud, y los dos lo sabían. De alguna manera, debían impedir que el Imperio se apoderara de aquellas naves. De alguna manera.





26


Mon Mothma agitó la cabeza, estupefacta.
—La flota Katana —exclamó con voz ahogada—. Después de tantos años. Es increíble.
—Hay quien utilizaría adjetivos más contundentes —comentó con frialdad Fey'lya, y su pelaje onduló mientras contemplaba el rostro impasible de Karrde.
No había parado de escrutar a los reunidos desde que se iniciara la reunión, apresuradamente convocada, según había observado Leia. Nadie se había librado de su atento examen, ni tan siquiera la propia Mon Mothma.
—Hay quien, de hecho, es posible que abrigue serias dudas sobre la veracidad de lo que ha dicho —concluyó el bothan.
Luke, sentado al lado de Karrde, se removió en su asiento, y Leia notó que intentaba reprimir su irritación hacia el consejero. Karrde se limitó a enarcar una ceja.
—¿Insinúa que estoy mintiendo?
—¿Un contrabandista mentiroso? —se burló Karrde—. Imposible.
—No miente —insistió Han—. Han encontrado la flota. Yo be visto algunas naves.
—Tal vez sí —dijo Fey'lya, y clavó sus ojos en la lustrosa superficie de la mesa.
Han era el único que había escapado, hasta el momento, al minucioso escrutinio del bothan. Por algún motivo, daba la impresión de que el consejero prefería apartar la vista de él.
—Y tal vez no —prosiguió Fey'lya—. Los cruceros Acorazado de la flota Katana no son los únicos de la galaxia.
—No puedo creerlo —intervino Luke, mirando alternativamente a Fey'lya y Mon Mothma—. La flota Katana ha sido descubierta, el Imperio va en su busca, ¿y nos quedamos sentados, discutiendo sobre ello?
—Puede que el problema resida en que es usted demasiado crédulo —replicó Fey'lya—. Solo nos ha dicho que el Imperio retiene a alguien que conoce el paradero de esas supuestas naves, pero Karrde ha afirmado que sólo él lo conoce.
—Como ya he subrayado, al menos en una ocasión —replicó con aspereza Karrde—, la presunción de que nadie sabía lo que habíamos encontrado era, simplemente, una mera presunción. El capitán Hoffner era un hombre muy astuto, a su manera, y no me extrañaría que se hubiera procurado una copia de las coordenadas antes de que yo las borrara.
—Me alegro de que tenga tanta fe en su antiguo socio —dijo Fey'lya—. Por mi parte, me inclino a creer que el capitán Solo se equivoca.
—Su pelaje onduló—. O ha sido engañado a propósito.
Leia notó que el estado de ánimo de Han empeoraba.
—¿Quiere explicarse, consejero? —preguntó.
—Creo que le mintieron —contestó Fey'lya, sin mirar a Han—. Creo que su contacto, cuya identidad se ha negado a revelar, le engañó y embelleció su historia con falsas pruebas. Esa pieza de maquinaria que, según usted, examinó Carlissian, pudo salir de cualquier parte. Además, usted mismo ha admitido que no subió a bordo de ninguna nave.
—¿Qué me dice del ataque imperial al Coral Vanda? —preguntó Han—. Creían que a bordo iba alguien valioso.
Fey'lya sonrió.
—O querían que nos lo creyéramos. Sobre todo si su contacto anónimo trabaja para ellos.
Leia miró a Han. Captó algo que no pudo identificar.
—¿Han? —preguntó en voz baja.
—No —dijo su marido, sin apartar la vista de Fey'lya—. No trabaja para los imperiales.
—Eso dice usted —resopló Fey'lya—. Aporta escasas pruebas al respecto.
—Muy bien —intervino Karrde—. Admitamos, por el momento, que todo esto es una gigantesca mentira. ¿Qué espera conseguir el gran almirante?
El pelaje de Fey'lya onduló de una manera que, en opinión de Leia, indicaba irritación. Entre ella y Karrde habían echado por tierra la teoría, defendida por el bothan, de que Thrawn no era un gran
almirante imperial, y Fey'lya no se había tomado muy bien aquella pequeña derrota.
—Me parece obvio —contestó a Karrde—. ¿Cuántos sistemas calcula que deberíamos dejar indefensos, con el fin de asignar personal debidamente preparado a la reactivación y transporte de doscientos Acorazados? No, el Imperio obtendrá grandes ventajas si nos precipitamos.
—Y también si no hacemos nada —objetó Karrde, con voz gélida—. Trabajé con Hoffner durante más de dos años, y le aseguró que los imperiales no tardarán mucho en arrancarle la ubicación de la flota. Si no actúan con rapidez, corren el riesgo de perderlo todo.
—Si hay algo que perder —puntualizó Fey'lya.
Leia apoyó la mano sobre el brazo de Han, a modo de advertencia.
—Sería fácil comprobarlo —se adelantó a la réplica de Karrde—. Enviemos una nave, con un equipo técnico, para echar un vistazo. Si encuentran la flota y se puede utilizar, iniciaremos una operación de salvamento a gran escala.
A juzgar por la expresión de Karrde, adivinó que no le parecía una maniobra demasiado rápida, pero el contrabandista cabeceó en señal de asentimiento.
—Creo que es bastante razonable —dijo. Leia miró a Mon Mothma.
—¿Mon Mothma?
—Estoy de acuerdo —dijo la mujer—. Consejero Fey'lya, ordene al almirante Drayson que designe cuanto antes una fragata de escolta y dos escuadrones de cazas X a esta misión. Es preferible que la nave
se encuentre en Coruscant, para que nadie sospeche, fuera del sistema, nuestros propósitos.
Fey'lya inclinó la cabeza.
—Como desee. ¿Le parece lo bastante pronto mañana por la mañana?
—Sí.
—Mon Mothma miró a Karrde—. Necesitaremos las coordenadas de la flota.
—Por supuesto. Se las proporcionaré mañana por la mañana. Fey'lya resopló.
—Permítame recordarle, capitán Karrde...
—Si no prefiere que abandone Coruscant esta noche y ofrezca la ubicación al mejor postor, consejero —dijo con suavidad Karrde. Fey'lya le fulminó con la mirada y su pelaje se alisó, pero no podía objetar, y lo sabía.
—Por la mañana, pues —gruñó.
—Bien —asintió Karrde—. Eso es todo. Creo que volveré a mis aposentos y descansaré un poco antes de cenar.
Miró a Leia, y ésta advirtió de repente algo diferente en su rostro o en su ánimo. Cabeceó apenas, y Karrde desvió la vista de ella mientras se levantaba.
—Mon Mothma, consejero Fey'lya. Ha sido muy interesante.
—Hasta mañana —se despidió Fey'lya.
Una sonrisa sardónica apareció en los labios de Karrde.
—Por supuesto.
—Se levanta la sesión —anunció Mon Mothma.
—Vámonos —murmuró Leia a Han, mientras los demás recogían sus tarjetas electrónicas.
—¿Qué pasa? —murmuró él.
—Creo que Karrde quiere hablar con nosotros. Date prisa. No quiero que Mon Mothma me retenga para hablar.
—Sí, bien, adelántate —dijo Han, en tono preocupado. Leia frunció el ceño.
—¿Estás seguro?
—Sí. —Miró hacia atrás, y Leia vio que Fey'lya salía de la sala —Vete. Ya te alcanzaré.
—De acuerdo.
—No pasa nada —la tranquilizó Han, apretándole la mano—. Necesito hablar con Fey'lya un momento.
—¿De qué?
—Cosas personales.
—Ensayó una de aquellas sonrisas torcidas que tanto fascinaban a Leia, pero no logró engatusarla—. No pasa nada, de veras —repitió—. Sólo quiero hablar con él. Confía en mí.
—No es la primera vez que dices eso —suspiró Leia.
Pero Luke ya había salido de la sala, y Karrde estaba a punto de hacerlo..., y la expresión de Mon Mothma revelaba que iba a acercarse para pedirle un favor.
—Intenta ser diplomático, ¿vale? Han miró de nuevo hacia atrás.
—Claro. Confía en mí.

Fey'lya avanzaba por el Gran Pasillo, camino de la cámara de la Asamblea, cuando Han le avistó. Caminaba con el paso típico de quien tiene prisa, pero no quiere que nadie lo sepa.
—¡Consejero Fey'lya! —llamó Han.
La única respuesta fue un breve destello rojizo que recorrió la
hilera más cercana de árboles ch'hala. Han apresuró el paso y alcanzó al consejero en una docena de zancadas.
—Me gustaría hablar con usted, consejero —dijo. Fey'lya no le miró.
—No tenemos nada de qué hablar —contestó.
—Oh, ya lo creo que sí —dijo Han, poniéndose a su lado—. Quizá para sacarle del lío en que se ha metido.
—Pensaba que su mujer era el diplomático de la familia —resopló Fey'lya, y miró de reojo a Han.
—Nos vamos turnando —contestó Han, que apenas podía reprimir su desagrado hacia el alienígena—. Verá, se ha metido en un lío por intentar maniobras políticas a tenor de las normas bothan. Aquel asunto bancario dejó en mal lugar a Ackbar, y usted, como buen bothan, se aprovechó de la coyuntura. El problema es que nadie le imitó, y se quedó solo, con el culo al aire y su reputación en entredicho. No sabe cómo desdecirse con elegancia, y cree que la única manera de salvar su prestigio es rematar a Ackbar.
—¿De veras? —replicó Fey'lya—. ¿Se le ha ocurrido pensar que me quedé con el culo al aire, para utilizar su propia expresión, porque creí a pies juntillas que Ackbar era culpable de traición?
—Pues no, pero mucha gente sí, lo cual ha salvado, de momento, su reputación. Nadie imagina que haya montado semejante follón sin pruebas.
—¿Qué le hace pensar que carezco de pruebas?
—Para empezar, el hecho de que aún no las haya exhibido. Después, que enviara a Breil'lya a Nueva Cov para llegar a un acuerdo con el senador Bel Iblis. Para eso estaba Breil'lya allí, ¿no?
—No sé de qué está hablando —masculló Fey'lya.
—Perfecto. Y tercero, el detalle de que, hace cinco minutos, estaba dispuesto a sacrificar a Bel Iblis con tal de lograr más tiempo para apoderarse de la flota Katana.
Fey'lya se paró en seco.
—Permítame que le hable con franqueza, capitán Solo —dijo, sin mirarle la cara—. Con independencia de que comprenda mis motivaciones, yo sí comprendo las suyas. Usted aspira a entregar la flota Katana a Coruscant personalmente, con el fin de precipitar mi caída y la rehabilitación de Ackbar.
—No —dijo Han, cansado, y meneó la cabeza—. Ésa es la diferencia, consejero. Leia y los demás no se ciñen a las normas bothan. Toman decisiones basadas en pruebas, no en el prestigio. Si Ackbar
es culpable, es castigado; si es inocente, queda en libertad. Así de fácil.
Fey'lya sonrió con amargura.
—Acepte mi consejo, capitán Solo, y dedíquese al contrabando, a guerrear y a las demás cosas en que es experto. Las reglas privadas de la política le sobrepasan.
—Se equivoca, consejero —dijo Han, intentándolo por última vez—. Puede desdecirse ahora sin perder nada, pero si se empeña en seguir adelante, corre el riesgo de arrastrar a la Nueva República en su caída. Fey'lya se irguió en toda su estatura.
—No tengo la menor intención de caer, capitán Solo. Los militares de la Nueva República que me apoyan se encargarán de impedirlo. Ackbar caerá, y yo ocuparé su lugar. Le ruego me disculpe, pero debo hablar con el almirante Drayson.
Se alejó a veloces zancadas. Han le vio marchar, con el sabor amargo de la derrota en la boca. ¿No se daba cuenta Fey'lya de lo que hacía, de que lo estaba arriesgando todo por un objetivo aventurado?
Quizá no. Quizá sólo un jugador experimentado sería capaz de ver los pros y los contras.
O un político objetivo y realista.
Fey'lya llegó al final del Gran Pasillo y se desvió a la izquierda, hacia el almirantazgo. Han meneó la cabeza y se encaminó a los aposentos de Karrde. Primero el Coral Vanda, y ahora esto. Ojalá no se hubiera instaurado una costumbre.

Mara miró por la ventana de su habitación hacia los montes Manara¡, y notó el peso opresivo de los aciagos recuerdos acumulados en su mente. El palacio imperial. Después de cinco años, regresaba al palacio imperial. Escenario de importantes reuniones gubernamentales, fastuosas fiestas de sociedad, oscuras y misteriosas intrigas. El lugar donde su vida había empezado de hecho.
El lugar donde estaba cuando terminó.
Rascó con las uñas los relieves esculpidos en el marco de la ventana, mientras rostros que recordaba muy bien danzaban ante ella: el gran almirante Thrawn, lord Vader, Grand Moff Tarkin, centenares de consejeros, políticos y lacayos. Pero, por encima de todos, destacaba el rostro del emperador. Lo veía con tanta claridad como si estuviera al otro lado de la ventana, el ceño fruncido, los ojos amarillentos brillantes de cólera y desaprobación.
«Matarás a Luke Skywalker.»
—Lo intento —musitó, repitiendo las palabras que su mente reproducía, pero al mismo tiempo se preguntó si era verdad, Había salvado la vida a Skywalker en Myrkr; había ido a Jomark para suplicar su ayuda; y ahora, le había acompañado a Coruscant sin rechistar.
No estaba en peligro, ni tampoco Karrde. No se imaginaba de qué forma iba a resultarle útil Skywalker; a ella, o a la gente de Karrde. En suma, ya no le quedaban excusas.
Oyó que la puerta de la habitación contigua se abría y cerraba: Karrde volvía de la reunión. Se apartó de la ventana y se encaminó a la puerta que conectaba ambas habitaciones.
Karrde se le anticipó.
—¿Mara? —dijo, mientras abría la puerta y asomaba la cabeza—. Entra, por favor.
Estaba de pie junto a la terminal de ordenador. Un vistazo a su cara le bastó.
—¿Qué ha pasado? —preguntó.
—No estoy muy seguro.
—Karrde sacó una tarjeta magnética de la ranura de copiado del ordenador—. Ese bothan del Consejo opuso una sorprendente resistencia a nuestra oferta. Obligó a Mon Mothma a aplazar cualquier misión de recuperación hasta que el emplazamiento haya sido verificado. Ha ordenado disponer una nave que zarpará mañana por la mañana.
Mara frunció el ceño.
—¿Un traidor?
—Es posible, aunque me parece absurdo.
—Karrde meneó la cabeza—. Thrawn ya tiene a Hoffner. Llegará pronto a la flota. No, creo que Fey'lya está tejiendo intrigas políticas, quizá relacionadas con su campaña contra el almirante Ackbar, pero prefiero no correr riesgos.
—He oído hablar de las intrigas políticas bothan —admitió Mara con semblante sombrío—. ¿Qué quiere que haga?
—Quiero que partas esta noche hacia el sistema Trogan.
—Karrde le tendió la tarjeta—. Yo diría que Aves se habrá escondido allí. Ponte en contacto con él y dile que se reúna conmigo, provisto de todo lo que sea capaz de volar y luchar, en la flota Katana.
Mara cogió la tarjeta con cuidado. Sus dedos hormiguearon cuando tocaron el plástico frío. Tenía en sus manos la flota Katana.
—Tal vez me cueste convencer a Aves de que confíe en mí —advirtió.
—No creo. Los imperiales ya habrán reanudado el acoso a nuestro
grupo; sólo eso debería convencerle de que he escapado. Esta tarjeta contiene también un código de identificación que él conoce, un código que ni el gran almirante me habría podido arrancar con tal celeridad.
—Esperemos que no tenga mejor opinión que usted sobre los métodos de interrogación imperiales.
—Mara deslizó la tarjeta en el interior de su túnica—. ¿Algo más?
—No... Sí —se corrigió Karrde—. Dile a Ghent que venga a Coruscant, en lugar de dirigirse hacia la flota Katana. Me reuniré con él aquí cuando todo haya terminado.
—¿Ghent? —se extrañó Mara—. ¿Por qué?
—Quiero saber lo que opina un experto en informática sobre ese sospechoso ingreso en la cuenta bancaria de Ackbar. Skywalker sostuvo la teoría de que la irrupción y el depósito sucedieron al mismo tiempo, pero hasta el momento nadie ha podido demostrarlo. Apuesto a que Ghent sí.
—No pensaba que iba a involucrarse tanto en la política de la Nueva República.
—Y no es así, pero tampoco quiero dar la espalda a un bothan ambicioso, cuando me marche.
—Entiendo —cabeceó Mara—. Muy bien. ¿Tiene una nave destinada a mi uso?
Alguien llamó a la puerta.
—Dentro de un momento —respondió Karrde, mientras se acercaba a la puerta y abría.
Era la hermana de Skywalker.
—¿Deseaba verme? —preguntó.
—Sí —dijo Karrde—. Creo que ya conoce a mi socia, Mara Jade.
—Nos vimos apenas un momento cuando usted llegó a Coruscant —asintió Organa Solo. Sus ojos se clavaron un momento en los de Mara, y ésta se preguntó cuántas cosas le habría explicado Skywalker.
—Necesito que Mara me haga un recado —dijo Karrde, y examinó el pasillo en ambas direcciones antes de cerrar la puerta—. Será precisa una nave rápida y de largo alcance.
—Puedo conseguir una —dijo Organa Solo—. ¿Le servirá un caza Y de reconocimiento, Mara?
—A la perfección—contestó Mara.
—Llamaré al espaciopuerto y me encargaré de todo.
—Miró a Karrde—. ¿Algo más?
—Sí. Me gustaría saber si puede reunir un equipo técnico y enviarlo al espacio esta noche.
—El consejero Fey'lya ya se ha ocupado de eso.
—Lo sé, pero quiero que el de usted llegue antes. La mujer le examinó un momento.
—¿Quiere que el equipo sea muy grande?
—Nada complicado. Un pequeño transporte o carguero, tal vez un escuadrón de cazas, si encuentra uno que acepte correr el riesgo de encolerizar a los altos mandos. Es para evitar que sólo se encargue de examinar la flota Katana gente elegida personalmente por Fey'lya.
Mara abrió la boca, pero volvió a cerrarla sin decir nada. Si Karrde quería que Organa Solo se enterara de que sus hombres también acudirían a la cita, ya se lo diría él.
—¿Puede hacerlo? —preguntó Karrde a Organa Solo.
—Creo que sí. Fey'lya cuenta con muchos apoyos entre los militares, pero hay mucha gente que prefiere al almirante Ackbar como comandante en jefe.
—Tenga las coordenadas.
—Karrde le tendió una tarjeta electrónica—. Cuanto antes se ponga en acción el equipo, mejor.
—Habrá partido dentro de dos horas —prometió Organa Solo.
—Estupendo.
—La expresión de Karrde se endureció—. Una cosa más. Quiero que comprenda bien los dos motivos por los que hago esto. Primero, gratitud hacia su hermano por arriesgar su vida para ayudar a Mara a rescatarme, y segundo, quitarme a los imperiales de encima, eliminando la principal razón de que me persigan. Eso es todo. Mi organización tiene la intención de observar una estricta neutralidad en lo tocante a su guerra y a su política interna. ¿Queda claro?
Organa Solo asintió.
—Muy claro —dijo.
—Bien. Será mejor que se vaya. La flota está muy lejos, y querrá llevarle toda la ventaja posible a Fey'lya.
—Muy cierto.
—Organa Solo miró a Mara—. Acompáñeme, Mara. Vamos a buscar su nave.
El comunicador situado junto a la litera de Wedge Antilles emitió su antipática señal. El hombre masculló por lo bajo, tanteó en la oscuridad y accionó el interruptor.
—¿Queréis hacer el favor de dejarme en paz? —suplicó—. Aún estoy adaptado a la hora de Ando.
—Soy Luke, Wedge —dijo en voz conocida—. Lamento sacarte de la cama, pero he de pedirte un favor. ¿Te apetece meter en un buen lío a tus hombres?
—¿Y cuándo no estamos metidos en algún lío? —replicó Wedge, completamente despierto—. ¿Qué pasa?
—Reúne a tus pilotos y nos encontraremos en el espaciopuerto dentro de una hora. Muelle 15. Tenemos un trasbordador antiguo, y tendríamos que meter dentro todos tus cazas X.
—¿Un viaje largo?
—Unos cuantos días. No puedo decirte nada más.
—Tú mandas. Estaremos ahí dentro de una hora.
—Hasta luego. Y gracias.
Wedge saltó de la cama, nervioso como en los viejos tiempos. Había volado y combatido mucho durante la década que había servido a la Rebelión y a la Nueva República, pero las misiones que
recordaba como más interesantes siempre contaban con la intervención de Luke Skywalker. No estaba seguro de por qué; quizá el Jedi las intuía.
Eso esperaba. La situación cada vez era más frustrante, entre las intrigas políticas de Coruscant y las operaciones de limpieza después de los ataques imperiales a lo largo y ancho de la Nueva República. Un cambio le iría bien.
Encendió la luz, sacó una túnica limpia de su ropero y empezó a vestirse.

El transporte salió de Coruscant a medianoche sin el menor problema, como garantizaba la autorización de Leia, pero un carguero abarrotado con una docena de cazas X era inevitable que provocara
comentarios y especulaciones..., y también era inevitable que las especulaciones llegaran a oídos de algún partidario de Fey'lya.
Por la mañana, lo sabía todo.
—Esto desborda el marco de las simples disensiones políticas —gritó a Leia, y su pelaje osciló de un lado a otro, como tallos agitados por un remolino de polvo—. Ha sido declaradamente ilegal, por no decir traicionero.
—Yo no diría tanto —intervino Mon Mothma. Parecía preocupada—. ¿Por qué lo has hecho, Leia?
—Porque yo se lo pedí —habló con calma Karrde—. Y como la flota Katana no está, técnicamente, bajo la jurisdicción de la Nueva
República, no entiendo por qué cualquier actividad relacionada con ella pueda considerarse ilegal.
—Más tarde le explicaremos los procedimientos legales apropiados, contrabandista —rugió Fey'lya—. En este momento, nos enfrentamos a una grave violación de la seguridad. Mon Mothma, exijo que ordene la detención de Solo y Skywalker.
La petición sorprendió a la propia Mon Mothma.
—¿Una orden de detención?
—Saben dónde está la flota Katana —prosiguió Fey'lya—. Ningún miembro de su grupo ha proporcionado tal información. Han de ser retenidos hasta que toda la flota esté en posesión de la Nueva República.
—Creo que no será necesario —dijo Leia, y dirigió una mirada a Karrde—. En el pasado, Han y Luke han manejado información secreta...
—No estamos en el pasado, sino en el presente —la interrumpió Fey'lya. Su pelaje se alisó—. Dadas las circunstancias, creo que lo más apropiado será que me haga cargo personalmente de esta misión.
Leia miró a Karrde y vio sus propios pensamientos reflejados en su cara. Si Fey'lya conseguía ganarse el prestigio de haber recuperado la flota Katana...
—Tanto la consejera Organa Solo como yo estaremos encantados de que nos acompañe —dijo Karrde al bothan.
Fey'lya tardó un segundo en comprender.
—¿De qué me está hablando? —preguntó—. Nadie ha concedido autorización a ninguno de los dos para participar en esa misión.
—Yo concedo la autorización, consejero —replicó con frialdad Karrde—. La flota Katana aún es mía, y lo seguirá siendo hasta que la Nueva República tome posesión de ella. Hasta ese momento, yo dicto las normas.
El pelaje de Fey'lya volvió a alisarse, y Leia pensó que el bothan iba a abalanzarse sobre la garganta de Karrde.
—No olvidaremos esto, contrabandista —siseó—. Ya llegará su hora.
Karrde sonrió con sarcasmo.
—Tal vez. ¿Nos vamos?





27


La alerta de aproximación gorjeó, y Luke se enderezó en su asiento. Después de cinco días, lo habían conseguido.
—Allá vamos —dijo—. ¿Preparado?
—Ya me conoces —dijo Han, desde el asiento del copiloto—. Yo siempre estoy preparado.
Luke miró de reojo a su amigo. De puertas afuera, Han parecía de lo más normal, dentro de lo posible, pero Luke había notado algo durante los últimos días: un estado de ánimo más oscuro, incluso triste, que no le abandonaba desde que habían salido de Coruscant. Ahora, también estaba presente y, mientras Luke examinaba el rostro de Han, distinguió surcos de tensión en su piel.
—¿Estás bien? —preguntó.
—Ya lo creo. Muy bien.
—Los surcos se intensificaron—, pero, por una vez, me hubiera gustado que eligieran a otro para ir de excursión por la galaxia. ¿Sabes que Leia y yo no hemos pasado un solo día
juntos? Hacía un mes que no nos veíamos, y no nos han permitido ni un solo día.
Luke suspiró.
—Lo sé. En ocasiones, tengo la sensación de que voy acelerado desde que salimos de Tatooine con los androides y Ben Kenobi.
Han meneó la cabeza.
—No la veía desde hacía un mes —repitió—. Parecía dos veces más embarazada que cuando se fue. Ni siquiera sé qué les ha pasado a ella y a Chewie; sólo tuvo tiempo de decirme que esos noghri se han puesto de nuestro lado. A saber qué significa eso. Tampoco he podido sonsacar a Chewie. Dice que es su historia, y que ya la contará ella. He estado a punto de estrangularle.
Luke se encogió de hombros.
—Has de asumirlo. Han. Lo hacemos todo muy bien.
Han resopló, pero la tensión de su rostro se desvaneció en parte.
—Sí, claro.
—Para ser más exacto, yo diría que estamos en la lista de las personas en que Leia puede confiar —continuó Luke, más serio—. Hasta que descubramos al espía del Imperio en palacio, la lista seguirá siendo muy corta.
—Sí.
—Han hizo una mueca—. Alguien me dijo que los imperiales le llaman Fuerza Delta. ¿Tienes idea de qué o quién podría ser?
Luke negó con la cabeza.
—No. Tiene que ser alguien cercano a la Asamblea, desde luego. Incluso al Consejo. Lo único cierto es que hemos de descubrirle cuanto antes.
—Sí.
—Han se removió y extendió la mano hacia las palancas de hiperpropulsión—. Preparados...
Tiró de las palancas. Un momento después, se encontraban en la negrura del espacio.
—Allá vamos —anunció.
—Perfecto.
—Luke miró a su alrededor, y un estremecimiento involuntario recorrió su espalda—. Justo en mitad de ninguna parte.
—Ya deberías estar acostumbrado a esta sensación —comentó Han, y pidió un análisis de los sensores.
—Gracias, pero no deseo acostumbrarme a quedarme varado entre sistemas, con un hiperpropulsor averiado.
—No me refería a eso —dijo Han con cara de inocencia, mientras conectaba el comunicador—. Estaba hablando de Tatooine. ¿Wedge?
—Aquí estoy —se oyó al aludido por el altavoz.
—Parece que tenemos un blanco en cero—cuatro—siete punto uno—seis—seis —informó Han—. ¿Preparado para volar?
—Preparado y ansioso.
—De acuerdo.
—Han echó un último vistazo por la portilla y accionó la apertura de la escotilla de la bodega—. Adelante.
Luke estiró el cuello para mirar en la dirección indicada por Han. Al principio, sólo distinguió la habitual maraña de estrellas, que brillaban sobre la negrura total circundante, pero después vio el resplandor más suave de las luces de posición de una nave. Sus ojos escrutaron el espacio que les esperaba, mientras su cerebro tomaba nota de la distribución de las luces. De repente, la imagen se configuró.
—Es un Acorazado, no cabe duda.
—Hay otro más allá de ése, y tres más a babor, un poco más abajo —señaló Han.
Luke asintió cuando los localizó. Un extraño hormigueo recorrió su cuerpo. La flota Katana. Sólo ahora se daba cuenta de lo poco que había creído en su existencia.
—¿Cuál examinamos? —preguntó.
—El más cercano, supongo —dijo Han.
—No —respondió Luke poco a poco, intentando concretar la vaga impresión que la había asaltado—. No. Probaremos... aquél. Señaló una configuración de luces que distaba unos pocos kilómetros.
—¿Algún motivo en particular?
—No sé —admitió Luke.
Notó que Han le miraba fijamente. Después, su amigo se encogió de hombros.
—De acuerdo —aceptó—. Elegiremos ése. Wedge, ¿lo has oído?
—Recibido, transporte —confirmó la voz de Wedge—. Nos situaremos en posición de escolta a vuestro alrededor. Hasta el momento, parece inofensivo.
—Bien —dijo Han—. De todos modos, no os fiéis.
—Conectó al circuito el comunicador del transporte y consultó su crono—. ¿Dónde estás, Lando?
—En la escotilla de carga —respondió Carlissian—. El trineo está cargado y dispuesto a despegar.
—Muy bien —dijo Han—. Nos encaminamos hacia el objetivo. Ya estaban cerca del Acorazado, y Luke distinguió su perfil, iluminado por las estrellas. De forma más o menos cilíndrica, con media docena de cámaras armadas alrededor de la sección media, y una proa que alguien le había descrito en cierta ocasión como una almeja gigantesca mordisqueada, el aspecto de la nave era casi arcaico, pero se trataba de una falsa impresión. El Crucero Pesado Acorazado había sido la columna vertebral de la flota de la Antigua República, y aunque no era tan esbelto como el Destructor Estelar imperial que lo había sustituido, sus inmensas baterías turboláser almacenaban todavía un poder aterrador.
—¿Cómo subimos a bordo? —preguntó a Han.
—Ahí está el principal muelle de ataque.
—Han indicó un rectángulo de luces apenas perceptible—. Entraremos por él.
Luke miró el rectángulo con aire pensativo.
—Si cabemos.
Sus temores se demostraron infundados. La entrada era más grande de lo que aparentaba, y el muelle aún más. Han introdujo el transporte con suma habilidad y le imprimió un giro de ciento ochenta grados para quedar de cara a la abertura.
—Muy bien —dijo, después de aterrizar. Dejó los sistemas en suspensión y se desabrochó las correas—. Acabemos de una vez.
Lando, Chewbacca y los cuatro técnicos les esperaban en la escotilla de carga. Cuando Han y Luke llegaron, comprobaron que los técnicos parecían algo desorientados, con aquellos desintegradores colgando de su costado.
—¿Has comprobado el aire, Anselm? —preguntó.
—Nada anormal —informó el jefe de los técnicos, y entregó una agenda electrónica a Han para que la inspeccionara—. Mejor de lo que era previsible, después de tantos años. Aún funcionarán los androides encargados de la limpieza.
Han echó un vistazo a los análisis, devolvió la agenda y cabeceó en dirección a Chewbacca.
—Muy bien, Chewie. Abre la escotilla. Tomrus, tú conducirás el trineo. Vigila que no haya espacios vacíos en las placas de gravedad. No me gustaría que el trineo rebotara en el techo.
El aire del muelle olía de una forma extraña, una combinación de aceite y polvo, decidió Luke, con un leve toque metálico, pero estaba limpio.
—Muy impresionante —comentó, mientras el grupo caminaba detrás del trineo retropropulsor, en dirección a la escotilla principal—. Sobre todo después de tanto tiempo.
—Aquellos sistemas de ordenadores estaban diseñados para durar —comentó Lando—. ¿Cuál es el plan, Han?
—Nos dividiremos. Tú, Chewie, Anselm y Tomrus cogeréis el trineo y os iréis hacia la parte de ingeniería. Nosotros subiremos al puente. Para Luke, fue uno de los paseos más raros de su vida, precisamente porque todo parecía muy normal. Las luces de los amplios pasillos funcionaban a la perfección, así como las placas de gravedad y los restantes sistemas. Las puertas por las que se salía del pasillo se abrían de manera automática cuando alguien del grupo se acercaba demasiado, revelando talleres de mecánica en óptimo estado, salas llenas de material y salones para la tripulación. Los leves ruidos mecánicos de los sistemas se oían en todo momento, y de vez en cuando atisbaban algún robot antiguo atareado en sus quehaceres. Era como si la nave hubiera sido abandonada ayer.
Pero no era así. Las naves llevaban medio siglo flotando en la negrura del espacio, y sus tripulantes no las habían abandonado, sino que habían muerto entre estas paredes, presos de la locura. Luke,
mientras caminaba por los desiertos pasillos, se preguntaba cómo habrían realizado tan ingente tarea los robots de mantenimiento, al tiempo que se desembarazaban de los cadáveres.
El puente estaba bastante lejos del muelle, pero llegaron por
fin.
—Bien, ya estamos aquí —anunció Han por su comunicador, mientras se abrían las puertas que separaban el puente de la antesala de comunicaciones, sin apenas ruido—. No se ven daños aparentes. ¿Qué habéis descubierto en los motores sublumínicos?
—Tienen mal aspecto —informó Lando—. Tomrus dice que seis de los ocho convertidores principales de energía están desincronizados. Aún está efectuando el examen, pero yo diría que este trasto no irá a ningún sitio sin una reparación general.
—No me sorprende en absoluto —replicó con sequedad Han—. ¿Y el hiperpropulsor? ¿Hay alguna posibilidad de que podamos trasladar el Acorazado hasta las cercanías de algún astillero?
—Anselm lo está mirando. Yo no confiaría en ello.
—Ya. Bien, de todos modos hemos venido a echar un vistazo, no ha ponerlo en movimiento. Veremos qué sistemas de control aún funcionan y nos largaremos.
Luke levantó la vista hacia la parte superior de las puertas deslizantes, y examinó la complicada placa sujeta sobre ellas.
—Es el Katana —murmuró.
—¿Cómo? —Han estiró el cuello para mirar—. Ah.
—Desvió la vista hacia Luke—. ¿Por eso querías subir a éste?
Luke negó con la cabeza.
—Supongo que fue una intuición de la Fuerza.
—Han, Luke —les interrumpió la voz de Wedge—. Tenemos visita.
Luke notó que el corazón saltaba dentro de su pecho.
—¿Desde qué dirección?
—Trayectoria dos—diez punto veintiuno. Configuración... Es una fragata de escolta.
Luke dejó escapar un silencioso suspiro.
—Será mejor que llamemos para informarles de donde estamos.
—De hecho, nos están llamando —dijo Wedge—. Os paso la llamada.
—. .. tán Solo, soy el capitán Virgilio, de la fragata de escolta Quenfis —sonó una nueva voz por el comunicador de Han—. ¿Me escucha?
—Aquí Solo. Llamo desde la nave Katana, de la Antigua República...
—Capitán Solo, lamento informarle de que usted y su grupo quedan detenidos —le interrumpió Virgilio—. Regresarán de inmediato a su nave y se dispondrán a rendirse.

Las palabras de Virgilio, y el estupefacto silencio que siguió, despertaron ecos en la cubierta de observación, situada por encima y detrás del puente del Quenfis. Sentado ante el tablero principal, Fey'lya dirigió una sonrisa burlona a Leia, otra algo menos insolente a Karrde, y devolvió su atención a las lejanas estelas de los cazas X.
—Da la impresión de que no le toman en serio, capitán —dijo por el interfono—. Quizá se convencerán si lanza hacia ellos sus escuadrones de cazas X.
—Sí, consejero —contestó Virgilio al instante.
Leia aguzó el oído, en vano, por si captaba alguna señal de resentimiento en la voz. Casi todos los capitanes de naves de guerra que conocía se sentirían muy molestos ante la perspectiva de recibir órdenes de un civil, sobre todo de un civil con una experiencia militar tan ínfima como la del bothan, pero Fey'lya no habría elegido el Quenfis para esta misión si Virgilio no fuera uno de sus partidarios. Una indicación más, por si hacía falta, de quién mandaba aquí.
—Cazas X, despeguen.
Se produjeron una serie de sacudidas cuando los dos escuadrones abandonaron la nave.
—Capitán Solo, soy el capitán Virgilio. Responda, por favor.
—Capitán, aquí el comandante Wedge Antilles, del escuadrón Rogue —le interrumpió la voz de Wedge—. ¿Puedo preguntarle quién le ha autorizado a detenernos?
—Permítame, capitán —dijo Fey'lya, y pulsó el interruptor de comunicaciones en el tablero—. Comandante Antilles, soy el consejero Borsk Fey'lya. Aunque dudo que lo sepa, el capitán Solo está llevando a cabo una operación ilegal.
—Lo lamento, consejero —se apresuró a contestar Wedge—, pero me parece imposible. La consejera Leia Organa Solo nos dio la orden.
—Y esta nueva orden procede de la propia Mon Mothma —dijo Fey'lya—. Por lo tanto, su autorización es...
—¿Puede demostrarlo?
Dio la impresión de que Fey'lya se sorprendía.
—Tengo la orden delante de mí, comandante. Podrá examinarla en cuanto suba a bordo.
—De momento, comandante, el origen de la orden de detención es irrelevante —intervino Virgilio, con indicios de irritación en su voz—. Como oficial superior, le ordeno que se rinda y traiga su escuadrón a bordo de mi nave.
Siguió un largo silencio. Leia desvió la vista hacia Karrde, sentado cerca de ella, pero su atención estaba concentrada en la burbuja de transpariacero, y su expresión era inescrutable. Tal vez estaba recordando la última vez que había estado en este lugar.
—Olvídalo, Wedge —se oyó la voz de Han—. No vale la pena que te juegues un consejo de guerra. Iros, ya no os necesitamos. Me alegro de oír su voz, Fey'lya.
Se oyó el ruido del comunicador al desconectarse.
—¡Solo! —ladró Fey'lya, inclinado sobre el comunicador como si le sirviera de algo—. ¡Solo! —Se volvió y miró a Leia con ojos llameantes—. Venga aquí —ordenó, y señaló el intercomunicador con el dedo—. Quiero que regrese.
Leia meneó la cabeza.
—Lo siento, consejero. Cuando se pone así, no hace caso a nadie. El pelaje de Fey'lya se alisó.
—Se lo pediré una vez más, consejera. Si se niega...
No pudo concluir su amenaza. Leia distinguió un parpadeo por el rabillo del ojo, y antes de que pudiera volverse, las alarmas del Quenfis se desencadenaron.
—¿Qué...? —chilló Fey'lya. Se levantó de un brinco y miró frenéticamente a su alrededor.
—Es un Destructor Estelar imperial —dijo Karrde—. Y parece que viene hacia aquí.

—Tenemos compañía, jefe Rogue —anunció un piloto de caza, cuando oyó las alarmas del Quenfis por el comunicador—. Destructor Estelar, acercándose desde uno—siete—ocho punto ochenta y seis.
—Lo tengo —confirmó Wedge.
Alejó su aparato de los cazas procedentes del Quenfis y dio un
giro de ciento ochenta grados. Era un Destructor Estelar, sin duda, justo enfrente del Quenfis, separados por el Katana.
—¿Luke? —llamó.
—Lo veo —respondió el aludido—. Nos dirigimos al muelle de atraque.
—De acuerdo. Espera... —se interrumpió Wedge. Un numeroso grupo de estelas habían aparecido de repente por la parte inferior del Destructor Estelar—. Nos atacan —dijo—. Veinte puntos... Naves ligeras, a juzgar por la estela.
—Démonos prisa —se oyó la voz de Han—. Gracias por el aviso. Id hacia el Quenfis.
El comunicador enmudeció.
—Como un rayo —murmuró Wedge—. Escuadrón Rogue, proceded.
El capitán Virgilio intentó decir algo por el canal abierto. Wedge cambió a la frecuencia privada de su escuadrón, imprimió el máximo de potencia de su caza y se lanzó hacia el Katana.

El escuadrón Rogue dio la vuelta y se dirigió hacia el Destructor Estelar.
—Van a atacar —resolló Fey'lya—. Deben estar locos.
—No van a atacar; buscan protección —dijo Leia, mientras contemplaba la escena que se desarrollaba al otro lado de la burbuja e intentaba calcular puntos de intercepción. Les iba a ir muy justo —Hemos de acercarnos y prestarles nuestro apoyo —dijo—. Capitán Virgilio...
—Capitán Virgilio, ordene a sus cazas que regresen al instante — la interrumpió Fey'lya—. Navegación preparará el salto a la velocidad de la luz.
—¿Está insinuando que les abandonemos, consejero? —preguntó Virgilio, estupefacto.
—Nuestro deber, capitán, consiste en salir vivos de aquí y dar la alarma —replicó con acritud Fey'lya—. Si el escuadrón Rogue insiste en desobedecer las órdenes, no podemos hacer nada por ellos.
Leia se puso en pie.
—Capitán...
Fey'lya fue más rápido, y cerró el comunicador antes de que la princesa pudiera hablar.
—Yo mando aquí, consejera —dijo el bothan, mientras Leia avanzaba hacia él—. Autorizado por la propia Mon Mothma.
—A la mierda su autoridad.
Estuvo tentada por un momento de sacar la espalda de luz y partir en dos aquel fofo rostro.
Se reprimió con un esfuerzo. El odio conducía directamente al lado oscuro.
—Mon Mothma no pensó que pudiera suceder algo por el estilo —dijo, procurando mantener serena la voz—. Fey'lya, mi hermano y mi marido están ahí fuera. Si no les ayudamos, morirán.
—Y si les ayudamos, también —dijo con frialdad Fey'lya—. Y sus hijos.
Un puñal de hielo atravesó el corazón de Leia.
—Eso no es justo —susurró.
—La realidad no suele ser justa. Y la realidad, en este caso, es que no dilapidaré hombres y naves por una causa perdida.
—¡No está perdida! —insistió Leia. Su voz se quebró a causa de la desesperación. No, no podía terminar así, después de todo lo que Han y ella habían superado juntos. Avanzó otro paso hacia Fey'lya.
—El Quenfis se retirará —dijo Fey'lya en voz baja, y un desintegrador apareció de repente en su mano—. Y ni usted ni nadie va a evitarlo.

—Informe de los sensores, capitán —anunció el oficial al comandante del Justiciero—. No se captan formas de vida en los demás Acorazados de la zona.
—Por lo tanto, se están concentrando sólo en ése —asintió el capitán Brandei—. Será el que atacaremos. Los rebeldes no abrirán fuego contra una nave ocupada por los suyos. ¿Sólo se dispone a interceptarnos ese escuadrón de cazas?
—Sí, señor. La fragata de escolta y los otros dos escuadrones aún no han reaccionado. Les habremos cogido desprevenidos.
—Tal vez.
Brandei se permitió una leve sonrisa. Siempre pasaba lo mismo con los rebeldes. Combatían como animales enloquecidos cuando no tenían nada que perder, pero si saboreaban la victoria y la oportunidad de disfrutar los placeres de la guerra, ya no sentían tantas ansias por arriesgar sus vidas. Uno de los muchos motivos que explicaban por qué el Imperio acabaría derrotándolos.
—Ordene a las naves ligeras que adopten formación defensiva —indicó al oficial de comunicaciones—. Y que dos escuadrones de cazas TIE intercepten a esos cazas X.
Volvió a sonreír.
—Y envíe un mensaje al Quimera. Informe al gran almirante de que hemos cercado al enemigo.

Han contempló durante unos instantes a las naves imperiales que se acercaban, efectuó rápidos cálculos sobre tiempos y distancias, y procuró hacer caso omiso de los nerviosos técnicos congregados en la puerta del puente.
—¿No deberíamos irnos? —le urgió Luke. Han tomó una decisión.
—No nos vamos —dijo, y conectó el comunicador—. Saldríamos en ese transporte justo para darnos de narices con esas naves ligeras y los cazas TIE. ¿Laudo?
—Aquí —se oyó la voz tensa de Laudo—. ¿Qué pasa?
—Imperiales a la vista.
—Han se acercó al panel de dirección de tiro e indicó a los técnicos que se reunieran con él—. El escuadrón Rogue se dispone a interceptarlos, pero da la impresión de que Fey'lya y los suyos van a huir.
Lando profirió un juramento.
—No podemos permitir que Wedge les haga frente solo.
—No vamos a hacerlo —le aseguró Han—. Mirad en qué estado se encuentran las baterías turboláser. Controlaremos los disparos desde aquí. Y daos prisa. En cuanto rompan la formación, no podremos alcanzarles.
—De acuerdo.
Han prendió el comunicador en su cinturón.
—¿Cómo lo ves, Shen?
—Parece bastante sólido —dijo la voz apagada del técnico desde debajo del tablero de control—. ¿Kline?
—Las conexiones también parecen correctas —informó el otro técnico, ocupado en otro tablero situado al otro lado de la sala—. Si conseguimos que el ordenador active el sistema... Vamos a ver.
—Miró a Han—. Todo listo.
Han tomó asiento ante el panel de las armas, recorrió con la vista la extraña disposición de los controles y se preguntó si todos estos esfuerzos serían en vano. Pese a la perfección de sus aparatos, estos
Acorazados necesitaban una tripulación mínima de dos mil personas.
Pero los imperiales no esperarían que una nave abandonada disparara. Eso esperaba, al menos.
—Allá vamos —murmuró, mientras pedía la visualización del objetivo.
Las naves ligeras seguían en formación, y utilizaban sus escudos para protegerse de los disparos lanzados por los cazas X que se aproximaban. Los cazas TIE, más rápidos, ya les habían alcanzado, formando un enjambre que rodeaba al grupo por todas partes.
—Sólo podrás disparar una vez —murmuró Luke.
—Gracias —gruñó Han—. Justo lo que necesitaba escuchar. Contuvo el aliento y pulsó con suavidad los botones de disparo. El Katana sufrió una sacudida y, mientras los turboláseres vomitaban rayos, Han oyó la doble explosión de un grupo de condensadores que se desintegraban, pero Luke había acertado: el primer disparo de la nave había sido el último. Sin embargo, había valido la pena. Los rayos habían alcanzado a la formación de naves ligeras en el mismo centro. De pronto, tuvo la impresión de que toda la fuerza imperial estallaba, en una sucesión de múltiples explosiones. Durante unos segundos, explosiones secundarias y nubes de escombros ocultaron el resultado de los disparos. Después, apareció un puñado de naves indemnes. Unas pocas más se les unieron, pero el movimiento de este grupo indicaba que habían resultado gravemente dañadas.
—Creo que has derribado a cinco naves ligeras —informó Kline, que observaba la escena mediante unos macroprismáticos apretados contra su cara—. Y algunos cazas TIE, también.
—Adoptan maniobras evasivas —anunció Luke.
—Bien —dijo Han. Se levantó y sacó el comunicador—. Es suficiente. ¿Lando?
—Menudo desastre has provocado —respondió el aludido—. Te has cargado el acoplamiento de energía de la conducción de tiro y uno de los generadores, como mínimo. ¿Qué hacemos ahora?
—Prepararnos para el abordaje. Nos encontraremos en el pasillo principal de babor, en la parte delantera del muelle de atraque, y montaremos un dispositivo de defensa.
—De acuerdo.
Han desconectó el comunicador.
—Vamos —dijo.
—Tendrá que ser un buen dispositivo —comentó Luke, mientras
salían del puente y se dirigían al pasillo de babor—. Nuestras posibilidades deben ser de cuarenta contra una.
Han meneó la cabeza.
—No me hables de posibilidades —le amonestó, y consultó su crono. Podía ocurrir en cualquier momento—. Además, nunca se sabe cuándo las posibilidades pueden cambiar.

—No podemos abandonarles —repitió Leia, apenas consciente de que estaba hablando a Fey'lya como lo haría a un niño—. Mi marido y mi hermano están ahí fuera, y una docena de buenos pilotos. No podemos dejarles en manos de los imperiales.
—El deber hacia la Nueva República está por encima de las consideraciones personales, consejera —replicó Fey'lya. Su pelaje onduló, como valorando positivamente su agudeza, pero siguió aferrado con firmeza el desintegrador—. Estoy seguro de que lo entiende.
—No se trata de simples consideraciones personales —insistió Leia, haciendo un esfuerzo descomunal por conservar la serenidad—. Es...
—Un momento.
—Fey'lya la interrumpió y tocó el interruptor del interfono—. ¿Cuánto falta para pasar a la velocidad de la luz, capitán?
—Otro minuto —respondió la voz de Virgilio—. Tal vez dos.
—Lo más rápido que pueda, capitán.
—Fey'lya cerró el interfono y miró a Leia—. ¿Qué estaba diciendo, consejera?
Leia procedió a concentrarse. Si Fey'lya desviaba un poco la mirada, quizá podría abalanzarse sobre él, pero de momento se encontraba atrapada. Su dominio rudimentario de la Fuerza no servía para apoderarse del desintegrador, o desviarlo, y estaba a un metro de la espada de luz.
—La importancia de Han y Luke para la Nueva República es vital —dijo—. Si mueren o son capturados...
—El Katana está disparando —anunció con calma Karrde. Se levantó para disfrutar de mejor vista.
Leia vio que las lejanas naves imperiales quedaban envueltas en llamas unos segundos.
—Conocen a fondo los entresijos de la Nueva República, Fey'lya. ¿Quiere que el Imperio se apodere de dicho conocimiento?
—Temo que no comprende la postura del consejero, Leia —dijo
Karrde, acercándose a la princesa. Pasó frente a ella y, al mismo tiempo, dejó una agenda electrónica sobre la consola de localización—. Usted está preocupada por su familia, naturalmente —continuó, y avanzó un par de pasos antes de volverse hacia Fey'lya—. El consejero Fey'lya tiene otras prioridades.
—Estoy segura —masculló Leia, con la garganta seca, y echó un vistazo a la agenda que Karrde había dejado. En la pantalla se leía un breve mensaje.
Conecte el interfono y el comunicador.
Levantó la vista. El desintegrador de Fey'lya seguía apuntándola, pero los ojos violetas del bothan se habían desviado hacia Karrde. Leia apretó los dientes, concentró su atención en el tablero que había detrás del consejero, proyectó la Fuerza y el interfono se conectó sin el menor ruido. Otro esfuerzo, y también el comunicador
—No entiendo —dijo a Karrde—. ¿Qué otras prioridades puede tener el consejero Fey'lya?
—Es muy sencillo —repuso Karrde—. La supervivencia política es la única motivación del consejero Fey'lya. Huye de la batalla porque ha traído en la nave a sus partidarios más acérrimos, y no puede permitirse el lujo de perder a ninguno.
Leia parpadeó.
—¿Cómo? Yo pensaba...
—¿Que ésta era la tripulación habitual del Quenfis? —Karrde meneó la cabeza—. De ningún modo. Sólo quedan el capitán y los oficiales más antiguos, y casi todos estaban de su lado. Por eso Fey'lya necesitaba unas horas antes de abandonar Coruscant, para efectuar cambios de destino y asegurarse de que todo el mundo a bordo le fuera leal.
—Sonrió—. Ningún tripulante lo supo, claro. Recibieron la impresión de que era un dispositivo de seguridad especial.
Leia cabeceó, estremecida. No era sólo el capitán; toda la nave apoyaba a Fey'lya.
Lo cual significaba que todo había terminado, y que ella había perdido. Aunque pudiera neutralizar a Fey'lya, había perdido.
—Por lo tanto —prosiguió Karrde—, ya puede imaginar las pocas ganas que tiene Fey'lya de arriesgar la vida de cualquiera por algo tan pasado de moda como la lealtad a los camaradas. Sobre todo, después de haberse tomado tanto trabajo para convencerles de la gran estima que siente hacia los soldados rasos.
Leia dirigió a Karrde una mirada penetrante, comprendiendo por fin sus intenciones.
—¿Es eso cierto, consejero? —preguntó a Fey'lya, en tono de incredulidad—. ¿Toda esa campaña a favor de los militares no era otra cosa que una triquiñuela política?
—No sea estúpida, consejera —replicó Fey'lya, y su pelaje onduló de desprecio—. ¿De qué otra cosa sirven los soldados a los políticos?
—¿Por eso no le importa que mueran los hombres del escuadrón Rogue? —preguntó Karrde—. ¿Por qué prefieren mantenerse al margen de la política?
—A nadie le importa que sus enemigos mueran —replicó Fey'lya con frialdad—. Y todos aquellos que no están de mi lado son enemigos.
—Hizo un ademán con el desintegrador—. Confío, capitán Karrde, en que no necesite decir nada más.
Karrde desvió la vista hacia la portilla.
—No, consejero. Creo que ya ha hablado suficiente.
Leia siguió su mirada. Entre el Quenfis y el Katana, en grupos de dos y tres, los escuadrones de cazas de Fey'lya iban en ayuda de Wedge. Abandonaban al político que acababa de definir los límites de su consideración por su bienestar.
—Sí —murmuró la princesa—. Ya ha hablado bastante.
Fey'lya frunció el ceño, pero la puerta se abrió antes de que pudiera hablar. Apareció el capitán Virgilio, flanqueado por dos soldados.
—Consejero Fey'lya —dijo con tirantez—. Le ruego con el mayor respeto que regrese a sus aposentos. Estos hombres le acompañarán. El pelaje de Fey'lya se alisó.
—No comprendo, capitán.
—Vamos a clausurar esta sala, señor —dijo Virgilio, con voz respetuosa pero tensa.
Se acercó al asiento del bothan y se inclinó sobre el interfono.
—Al habla el capitán —dijo—. Todo el mundo a los puestos de batalla.
La alarma se desencadenó, y Leia leyó en los ojos de Fey'lya que comprendía por fin.
—¿Capitán...?
—Ha de saber, consejero, que algunos de nosotros no consideramos la lealtad tan pasada de moda —le interrumpió Virgilio, y se volvió hacia Leia—. Consejera Organa Solo, me gustaría que se reuniera conmigo en el puente. Hemos llamado a un Crucero Estelar para que nos preste su apoyo, pero tardará un rato en llegar.
—Tendremos que contenerles hasta entonces —dijo Leia, poniéndose en pie. Miró a Karrde—. Gracias —le dijo en voz baja.
—No ha sido por usted o su guerra —la previno Karrde—. Mara y mi gente pueden llegar de un momento a otro. No me gustaría que se enfrentaran solos a un Destructor Estelar.
—No lo harán —prometió Virgilio—. ¿Consejero?
—Es una causa perdida —murmuró Fey'lya, intentándolo por última vez, al mismo tiempo que entregaba su desintegrador a un soldado.
—Perfecto —sonrió Virgilio—. La Rebelión también fue considerada una causa perdida. Discúlpeme, consejero. He de dirigir el combate.

El Quimera recorría la región que Pellaeon llamaba en privado «El Depósito», cuando llegó el informe del Justiciero.
—Interesante —comentó Thrawn—. Han reaccionado con más rapidez de la que esperaba.
—Karrde habrá decidido ser generoso —comentó Pellaeon, mientras examinaba el informe.
Cinco naves ligeras y tres cazas TIE destruidos, uno de los Acorazados, por lo visto, en poder de los rebeldes y participando en la batalla. Daba la impresión de que tenía lugar una escaramuza importante.
—Recomiendo que enviemos otro Destructor Estelar en su ayuda, almirante —dijo—. Puede que otras naves más poderosas de la Rebelión se estén desplazando hacia el lugar de los hechos en estos momentos.
—Nosotros mismos acudiremos, capitán —respondió Thrawn—. Navegación: pongan rumbo a la flota Katana.
El oficial de navegación no se movió. Siguió sentado en su puesto, de espaldas a ellos, anormalmente rígido.
—¿Navegación? —repitió Thrawn.
—Mensaje desde la línea de vigilancia, almirante —anunció de repente el oficial de comunicaciones—. Fragata de clase Lancer no identificada acaba de entrar en el sistema y se acerca. Insiste en hablar con usted, en persona e inmediatamente.
Los ojos brillantes de Thrawn se entornaron mientras pulsaba el interruptor del comunicador. De pronto, Pellaeon comprendió quién iba a bordo de la nave.
—Al habla Thrawn —dijo el gran almirante—. ¿El maestro C'baoth, supongo?
—Supone muy bien —retumbó la voz de C'baoth a través de los altavoces—. Quiero hablar con usted, gran almirante. Ahora mismo.
—Nos dirigimos en ayuda del Justiciero —dijo Thrawn, mientras lanzaba un vistazo al inmóvil oficial de navegación—. Como ya sabrá, tal vez. Cuando regresemos...
—Ahora, gran almirante.
Pellaeon se movió con sigilo en el tenso silencio y pidió la trayectoria prevista de la nave de C'baoth.
—Tardaremos quince minutos, como mínimo, en subirle a bordo —murmuró.
Thrawn siseó entre dientes. Pellaeon sabía en qué estaba pensando. En la inestable situación de una batalla, un retraso de quince minutos podía suponer la diferencia entre la victoria y la derrota.
—Capitán, ordene al Perentorio que ayude al Justiciero —dijo por fin el gran almirante—. Nos quedaremos aquí para evacuar consultas con nuestro aliado.
—Gracias, gran almirante —dijo C'baoth. De pronto, el oficial de navegación lanzó una exclamación ahogada y se derrumbó en su silla—. Agradezco su generosidad.
Thrawn desconectó el comunicador de un manotazo. Llamó a dos guardias del puente con un ademán.
—A la enfermería —dijo, indicando al oficial de navegación, que empezaba a removerse.
—¿Dónde supone que C'baoth encontró el Lancer? —murmuró Pellaeon, cuando los guardias ayudaron a levantarse al oficial de navegación y lo trasladaron a popa.
—Debió secuestrarlo —dijo Thrawn con voz tensa—. Nos ha enviado mensajes desde distancias de varios años luz, y sabe muy bien cómo controlar a la gente. Al parecer, ha aprendido a combinar ambas habilidades.
Un escalofrío recorrió la espalda de Pellaeon.
—No estoy seguro de que me guste, señor.
—A mí me gusta tan poco como a usted, capitán —admitió Thrawn, y volvió la cabeza para mirar por la portilla—. Tal vez haya llegado el momento de reconsiderar nuestro acuerdo con el maestro C'baoth —añadió en tono pensativo—. De reconsiderarlo con mucho cuidado.





28


Los turboláseres del Katana relampaguearon, desintegraron el centro de la formación imperial de naves ligeras, y un piloto de Wedge lanzó un grito de júbilo.
—¿Has visto eso?
—Cierra el pico, Rogue Siete —le amonestó Wedge, mientras intentaba ver algo a través de la nube de restos llameantes. Los imperiales tenían la nariz ensangrentada, pero nada más—. Tienen montones de cazas TIE en reserva.
—¿Wedge?
Wedge cambió de canal.
—Aquí estoy, Luke.
—Hemos decidido que no abandonaremos la nave. Nos lanzaremos contra los imperiales, y ya sabes lo bien que combaten los transportes. Será mejor que saques a tu grupo de aquí y vayas a pedir ayuda.
Wedge advirtió que las naves ligeras supervivientes adoptaban formación de retirada, en tanto que los cazas TIE se adelantaban para protegerlas.
—No podréis contenerlos —repuso—. Tal vez haya trescientos soldados a bordo de esas naves ligeras.
—Tenemos más oportunidades contra ellos que vosotros contra un Destructor Estelar —replicó Luke—. Largaos.
Wedge apretó los dientes. Luke tenía razón, y ambos lo sabían, pero abandonar a sus amigos...
—Jefe Rogue, aquí Jefe Oro —intervino una nueva voz—. Solicito permiso para unirme al grupo.
Wedge arrugó el entrecejo y miró por la parte posterior de la cubierta. Dos escuadrones de cazas X, procedentes del Quenfis, se acercaban.
—Permiso concedido —dijo—. No pensaba que el consejero Fey'lya les permitiera a venir a jugar un poco.
—Fey'lya ya no tiene ni voz ni voto en esta cuestión —contestó el otro—. Ya se lo contaré más tarde. El capitán ha entregado el mando a Organa Solo.
—La primera buena noticia de hoy —gruñó Wedge—. Muy bien, éste es el plan. Cuatro cazas de su grupo se ocuparán de esas naves ligeras; los demás nos concentraremos en los cazas TIE. Con suerte, daremos buena cuenta de ellos antes de que llegue la segunda oleada. ¿Contaremos con algún apoyo?
—El capitán dice que un Crucero Estelar está en camino —dijo Jefe Oro—, pero ignoro cuándo llegará.
«Demasiado tarde, probablemente», se dijo Wedge.
—Muy bien —contestó en voz alta—. Adelante.
Una nueva serie de estelas había aparecido cerca del muelle del Destructor Estelar; la segunda oleada de cazas TIE había despegado. Iban a causarles muchos problemas, pero de momento, los cazas sobrepasaban en número a los imperiales, y éstos lo sabían. Se desplegaron, con la intención de atraer a sus atacantes hacia un punto donde no pudieran cubrirse mutuamente. Wedge efectuó una rápida evaluación de la situación.
—A todos los cazas: los atacaremos de uno en uno. Elegid vuestro blanco y adelante.
Ahora se encontraban más cerca; vio que dos de los cazas imperiales eran interceptores TIE, más rápidos y avanzados. Escogió uno, salió de la formación y se dirigió hacia él.
Fuera cual fuese la erosión sufrida por el Imperio durante los últimos cinco años en lo tocante a naves y personal preparado, pronto quedó claro que su programa de entrenamiento para pilotos de caza no se había resentido mucho. El interceptor TIE elegido por Wedge eludió con pericia su ataque y realizó un desvío lateral que le permitió apartarse del caza X y girar sus láseres para apuntarlos en la dirección de su trayectoria de vuelo. Wedge hizo bajar en picado la nave, y se encogió cuando el disparo de su enemigo pasó lo bastante cerca para accionar los sensores calóricos de los motores situados a estribor. Efectuó un giro a ese lado. Se preparó para un segundo disparo, pero no llegó. Buscó con la vista a su enemigo.
—¡Detrás de usted, Jefe Rogue! —resonó en su oído la voz de Rogue Tres.
Wedge volvió a dejar caer el caza, justo cuando otro rayo láser pasaba rozando la cubierta de la cabina. No sólo no había engañado al imperial, sino que éste había conseguido imitar su maniobra.
—Todavía le sigue —confirmó Rogue Tres—. Realice maniobra evasiva; estaré ahí dentro de un momento.
—Tranquilo —dijo Wedge.
Divisó por la cubierta a otro imperial que se acercaba por babor. Aferró los controles, salió del giro que estaba imprimiendo y se lanzó sobre él. El caza TIE experimentó una leve sacudida cuando su piloto advirtió el peligro que le acechaba y trató de apartarse.
Exactamente lo que esperaba Wedge. Pasó bajo el caza TIE, giró su nave hacia arriba, se acercó peligrosamente a la cabina del imperial y apuntó el morro hacia la dirección de la que procedía.
El interceptor TIE, que había abandonado la persecución de Wedge para evitar dañar a una de sus naves, fue sorprendido por la maniobra. Un solo disparo de los láseres del caza X lo desintegró.
—Bonita treta, Jefe Rogue —comentó Jefe Oro—. Ahora me toca a mí.
Wedge comprendió. imprimió más potencia a su propulsor, se alejó del caza TIE que había utilizado para protegerse y permitió que los láseres de Jefe Oro lo alcanzaran.
—¿Cómo va la cosa? —preguntó Wedge, mientras la luz de la explosión se reflejaba en la cubierta de la cabina.
—Hemos terminado —dijo Jefe Oro.
—¿Cómo?
Wedge frunció el ceño y describió un amplio círculo con su caza. Lo único que se veía en las cercanías eran cazas X. Aparte de las nubes de restos en llamas, por supuesto.
—¿Y las naves ligeras? —preguntó.
—No sé —admitió el otro—. Oro Tres, Oro Cuatro, informen.
—Derribamos a seis, Jefe Oro —dijo una nueva voz—. No sé qué ha sido del séptimo.
Wedge profirió un juramento y cambió a otro canal de comunicación, mientras lanzaba un vistazo al Destructor Estelar. El nuevo grupo de cazas TIE se aproximaba a toda velocidad. No tenía tiempo de hacer otra cosa por el Katana que lanzar un aviso.
—¿Luke? Vais a tener compañía.
—Lo sabemos —contestó la voz tensa de Luke—. Ya están aquí.
Salieron de la nave ligera, protegidos por un diluvio de rayos láser, y avanzaron hacia los dos grupos de puertas deslizantes que conducían a la parte delantera. Luke no les veía desde donde estaba, como tampoco veía al grupo de Han, que aguardaba en silencio detrás de las puertas. Sin embargo, oyó los disparos de los imperiales y notó que se acercaban.
Y algo provocó que se le erizara el pelo de la nuca. Algo que no encajaba...
Su comunicador pitó.
—¿Luke? —dijo Lando en voz baja—. Ya vienen. ¿Preparado? Luke cerró la espada de luz y examinó por última vez su obra. Una gran sección del techo colgaba ahora de algunas hebras metálicas, dispuesto a venirse abajo a la menor provocación. Más allá, dos secciones de la pared presentaban una trampa similar.
—Todo dispuesto —dijo Lando.
—Muy bien. Allá vamos...
De pronto, el sonido agudo de una clase de arma diferente se añadió a la cacofonía, cuando los defensores abrieron fuego sobre los imperiales. Durante unos segundos, los dos grupos de armas contendieron. Después, con un rechinar metálico, se hizo el silencio.
Los cuatro técnicos fueron los primeros en doblar la esquina y dirigirse hacia donde Luke aguardaba. La expresión de sus rostros mostraba la mezcla de miedo, nerviosismo y júbilo de los hombres que acaban de sobrevivir a su primer tiroteo. Lando llegó a continuación, seguido de Han y Chewbacca.
—¿Preparado? —preguntó Han a Luke.
—Sí. —Luke indicó las secciones desgajadas de techo y pared —No les contendrá mucho rato, de todos modos.
—No es preciso —gruñó Han—. Me conformo con que deje fuera de combate a unos pocos. Adelante.
—Espera —dijo Luke, y proyectó la Fuerza. Aquellas mentes tan extrañas...—. Se están dividiendo. La mitad sigue en las puertas de babor; la otra mitad se dirige a la sección de Operaciones de estribor.
—Intentan rodearnos —asintió Han—. Lando, ¿está bien sellada esa zona?
—No mucho —admitió Lando—. Las puertas del muelle de atraque aguantarán un rato, pero hay un completo laberinto de almacenes y talleres de mantenimiento, desde los que pueden acceder al pasillo principal de estribor. Hay demasiadas puertas para cerrarlas todas.
Desde las puertas que habían abandonado les llegó un golpe sordo.
—Este grupo intenta hacernos creer que todos los atacantes están concentrados ahí, mientras el otro intenta sorprendernos por
detrás —decidió Han—. Bien, tampoco queríamos conservar todo el pasillo. Chewie, tú y Lando volved con los demás al puente. Llevaos por delante a todos los que podáis. Luke y yo iremos a estribor y trataremos de retrasar lo máximo posible al otro grupo.
Chewbacca gruñó en señal de afirmación y se alejó, precedido por los cuatro técnicos.
—Buena suerte —dijo Lando, y le siguió. Han miró a Luke.
—¿Sólo dos grupos, todavía?
—Sí —contestó Luke, esforzándose por localizar al enemigo. Aquella extraña sensación continuaba presente.
—Muy bien. Vámonos.
Han se internó por un estrecho pasillo, flanqueado por puertas muy próximas, lo cual indicaba que eran los camarotes de la tripulación.
—¿Adónde vamos? —preguntó Luke.
—Cabina de armas de estribor número dos. Quizá encontremos algo para rociar el pasillo. Líquido refrigerante de los turboláseres, o algo por el estilo.
—A menos que lleven prendas autosuficientes.
—No. Al menos, nadie las llevaba cuando nos atacaron. Utilizaban filtros de aire normales, pero si inundamos todo el pasillo de refrigerante, no les servirá de mucho. Nunca se sabe —añadió en tono pensativo—. Ese líquido también podría ser inflamable.
—Es una pena que la flota Katana no esté compuesta por Galeones Estelares —dijo Luke.
Proyectó sus sentidos hacia el enemigo. Estaban en el laberinto de salas que Lando había mencionado, y se encaminaban, dando un rodeo, hacia el pasillo principal de estribor.
—Podríamos haber utilizado aquellas defensas anti—intrusión con que iban equipados.
—Si esto fuera un Galeón Estelar, el Imperio no tendría el menor interés en robarlo indemne. Lo volarían en pedazos, y punto.
Luke hizo una mueca.
—Tienes razón.
Llegaron al pasillo principal de estribor. Habían avanzado hasta la mitad, cuando Han se paró en seco.
—¿Qué demonios...?
Luke se volvió para mirar. A unos diez metros de distancia, en una zona a oscuras, una gran caja metálica descansaba, algo inclina
da, sobre un amasijo de cables y puntales. Bajo una estrecha portilla sobresalían cañones desintegradores gemelos; las paredes que los rodeaban se veían ennegrecidas y combadas, con media docena de agujeros de buen tamaño.
—¿Qué es esto? —preguntó.
—Parece una versión a escala de un explorador andante —dijo Han—. Vamos a echar un vistazo.
—Me pregunto qué está haciendo aquí —murmuró Luke, mientras se acercaban al objeto.
El suelo que pisaban también estaba combado. Quienquiera que hubiera participado en el tiroteo había hecho un buen trabajo.
—Alguien debió sacarlo del almacén durante la plaga que mató a todo el mundo —sugirió Han—. Tratando de proteger el puente, o en un ataque de locura.
Luke asintió y se estremeció.
—Debió ser muy difícil transportarlo hasta aquí.
—Bien, no vamos a sacarlo, te lo aseguro.
—Han examinó el amasijo de restos, buscando el lugar donde debía estar la pierna derecha. Enarcó una ceja—. A menos que...
Luke tragó saliva. El maestro Yoda, en una ocasión, había levantado su caza de un pantano en Dagobah, pero la Fuerza del maestro Yoda era mucho mayor que la de Luke.
—Vamos a averiguarlo —dijo.
Respiró hondo, vació su mente, levantó la mano y proyectó la Fuerza.
El explorador ni siquiera se movió. Luke probó otra vez, y otra, en vano. O la máquina estaba demasiado encajada entre las paredes y el techo, o Luke carecía de suficiente energía para levantarla.
—Bien, no importa —dijo Han, mientras lanzaba un vistazo al pasillo—. Habría sido estupendo moverla; la habríamos colocado en aquella sala de comunicaciones situada detrás del puente, para que se
ocupara de cualquiera que se acercara. En todo caso, lo podemos utilizar aquí. Vamos a ver si podemos abrirlo.
Enfundó el desintegrador y trepó por la única pierna que quedaba.
—Se están acercando —le advirtió Luke, mientras lanzaba una mirada pasillo abajo—. Dentro de un par de minutos aparecerán a la vista.
—Será mejor que te pongas detrás de mí —dijo Han.
Se encontraba frente a la puerta lateral del explorador, que Abrió con un gruñido.
—¿Qué? —preguntó Luke, cuando notó que cambiaba el ánimo de su amigo.
—No te lo vas a creer —respondió Han. Se agachó y entró—. Aún tiene energía —gritó, y su voz despertó leves ecos—. Veamos... Por encima de Luke, el cañón desintegrador giró unos grados.
—Todavía se puede maniobrar —añadió Han con satisfacción—. Fantástico.
Luke había subido a lo alto de la pierna con cuidado de no engancharse en los bordes afilados. El adversario del explorador había opuesto una magnífica resistencia. Algo se agitó en el fondo de su mente.
—Ya vienen —susurró a Han.
Saltó de la pierna y aterrizó en silencio sobre la cubierta. Se agachó y miró por el hueco formado entre la pierna doblada y la parte principal del aparato, confiando en que la oscuridad bastaría para ocultar su presencia.
Se había escondido a tiempo. Los imperiales avanzaban a toda prisa por el pasillo, desplegados en la adecuada formación militar. Los dos hombres destacados se detuvieron al ver al explorador averiado, como si intentaran decidir entre arriesgarse a seguir avanzando, o echar a rodar el elemento sorpresa abriendo fuego. El jefe del grupo optó por un compromiso: los dos hombres que abrían la marcha continuaron avanzando, en tanto los demás se agachaban o se aplastaban contra las paredes.
Han dejó que llegaran hasta la base del explorador. Entonces, hizo girar el cañón desintegrador sobre sus cabezas y disparó contra el grueso del grupo.
La respuesta fue instantánea, pero no sirvió de nada. Han barrió las paredes y el suelo. Los pocos que estaban cerca de una puerta huyeron, mientras los demás eran aniquilados. Los dos hombres en punta también reaccionaron al segundo siguiente. Uno disparó hacia la portilla, y el otro trepó por la pierna hacia la puerta lateral.
Llegó a la parte superior y se topó con Luke. Su compañero de abajo esquivó tres disparos, antes de que la espada de luz le derribara.
De pronto, el cañón desintegrador cesó de disparar. Luke exploró el pasillo y proyectó la Fuerza.
—Aún quedan tres —advirtió a Han, cuando éste abrió la puerta del explorador y asomó la cabeza.
—Déjales en paz —contestó Han, mientras bajaba por la pierna y consultaba su crono—. Hemos de volver con Lando y Chewie.
—Dedicó a Luke una sonrisa carente de humor—. Además, los cristales actuantes acaban de fundirse. Vámonos, antes de que lo sospechen.

La primera oleada de cazas TIE había sido destruida, así como todas las naves ligeras, a excepción de una. La fragata de escolta rebelde y sus cazas X se enfrentaban ahora a los escuadrones Uno y Tres, y daba la impresión de que llevaban las de ganar.
Y el capitán Brandei ya no sonreía.
—El escuadrón Cuatro despega ahora —anunció el control de cazas—. Los escuadrones Cinco y Seis esperan órdenes.
—Ordéneles que aguarden —dijo Brandei. No tenía otro remedio. Cinco y Seis eran escuadrones de reconocimiento y bombardeo, respectivamente, muy útiles en su especialidad, pero no así en combate contra cazas X rebeldes—. ¿Algo más sobre el Perentorio?
—No, señor. El último informe del Quimera, antes de que alzáramos nuestros escudos, fue que la hora de llegada estimada sería la 1519, aproximadamente.
Sólo faltaban siete minutos, pero se habían perdido batallas en menos tiempo, y a juzgar por el estado de las cosas, ésta podía ser una de ellas.
Lo cual sólo dejaba una opción a Brandei. A pesar de lo mucho que le desagradaba ponerse a tiro de los turboláseres del Acorazado, tendría que enviar al Justiciero al combate.
—Adelante —indicó al timonel—. Escudos a máxima potencia; baterías turboláser preparadas. Informe al responsable del grupo de abordaje que quiero tener al Acorazado en nuestras manos ya.
—Sí, señor.
Un rugido sordo sacudió la cubierta cuando el propulsor sublumínico se puso en marcha.
De repente, las alarmas de la nave se unieron al rugido.
—Un grupo de rebeldes acaba de aparecer por la popa —exclamó el oficial de vigilancia—. Dieciocho naves. Cargueros y otras más pequeñas. Nos atacan.
Brandei profirió un espantoso juramento y encendió la pantalla apropiada. No eran navíos rebeldes, y se preguntó quién demonios serían. Aunque daba igual.
—Gire a dos—siete—uno —ordenó al timonel—. Apunte turbo—
láseres de popa hacia los bandidos. Y ordene al escuadrón Seis que despegue.
Fueran quienes fuesen, tardaría muy poco en enseñarles que no debían entrometerse en los asuntos del Imperio. En cuanto a su identidad... Bien, ya se encargaría de concretarlo inteligencia después de la masacre.

—Cuidado, Mara —advirtió la voz de Aves por el comunicador—. Intentan desviarse. Además, cazas TIE vienen en camino.
—De acuerdo.
Mara se permitió una sonrisa sardónica. Para lo que les iba a servir. El grueso de los cazas surgidos del Destructor Estelar luchaba contra las fuerzas de la Nueva República, lo cual significaba que la
gente de Karrde sólo debería enfrentarse a naves de reconocimiento y bombarderos. Nada que no pudieran manejar.
—Dankin, Torve, proceded a interceptarlos.
Los dos pilotos obedecieron, y la mujer concentró de nuevo su atención en aquel punto casi imperceptible, situado bajo el tubo de escape del propulsor sublumínico central, al que intentaba alcanzar
con los láseres del Z-95. Debajo del blindaje había una parte fundamental de la cápsula sensora de popa; si la destruía, ella y los demás podrían olvidarse de la parte inferior de la enorme nave, relativamente indefensa.
Los láseres alcanzaron su objetivo, que estalló en una nube de plástico y metal vaporizados.
—Lo logré —dijo a Aves—. La sección central inferior de popa ha quedado cegada.
—Buen trabajo —contestó Aves—. A todas las unidades: adelante.
Mara alejó el Z—95, contenta de dejar atrás el calor y las radiaciones emitidas por el propulsor. El Salvaje Karrde y los otros se encargarían de destripar el casco externo del Destructor Estelar. Utilizaría su pequeño caza para mantener alejados de ellos a los cazas TIE.
Pero antes, le quedaba tiempo para hacer unas comprobaciones.
—Jade llamando a Karrde —dijo por el comunicador—. ¿Me oye?
—Sí, Mara, gracias —respondió la voz tan conocida.
Mara notó que parte de su tensión se desvanecía. «Sí, Mara,
gracias» significaba que todo iba bien a bordo de la nave de la Nueva República.
Todo lo bien que se podía esperar en mitad de una confrontación con un Destructor Estelar imperial.
—¿Cuáles la situación? —preguntó
—Hemos sufrido algunos daños, pero parece que resistimos bien —explicó Karrde—. Hay un pequeño grupo técnico a bordo del Katana y han puesto en funcionamiento los turboláseres, lo cual explica
la escasa predisposición del Destructor Estelar a acercarse más. No me cabe duda que, tarde o temprano, perderán su timidez.
—La acaban de perder. La nave' iba a baja potencia cuando llegamos, y no podremos distraerles tanto rato.
—Mara, soy Leia Organa solo —intervino una voz—. Un Crucero Estelar viene en nuestra ayuda.
—Es de suponer que los imperiales también recibirán algún apoyo —replicó Mara—. No seamos heroicos hasta el punto de la estupidez, ¿de acuerdo? Saque a su gente del Katana y lárguense de aquí.
—No podemos —dijo Organa Solo—. Los imperiales han abordado la nave, aislando a los nuestros del muelle de atraque.
Mara contempló el bulto oscuro del Acorazado, iluminado tan sólo por las luces de posición y los reflejos de la batalla que se desarrollaba a su alrededor.
—Ya puede darles por perdidos —dijo—. Los imperiales no andan lejos; su apoyo llegará antes que el de ustedes.
Como en respuesta a sus palabras, captó un levísimo movimiento a su izquierda, y aparecieron tres Acorazados en formación triangular.
—¡Mara! —exclamó Aves.
—Los he visto —respondió la mujer, cuando un segundo trío apareció detrás y encima del primero—. Ya está, Karrde. Larguémonos de aquí.
—Atención, fuerzas de la Nueva República —retumbó otra voz por el canal—. Soy el senador Garm Bel Iblis, a bordo de la nave de guerra Peregrino. ¿Puedo ofrecerles nuestra ayuda?

Leia contempló el altavoz con una extraña combinación de sorpresa, esperanza e incredulidad. Miró a Karrde. Éste se encogió de hombros y meneó la cabeza.
—Había oído decir que estaba muerto —murmuró.
Leia tragó saliva. Ella también..., pero era la voz de Bel Iblis, o una imitación excelente.
—Garm, soy Leia Organa Solo —dijo.
—¡Leia! —exclamó Bel Iblis—. Ha pasado mucho tiempo, ¿verdad? No esperaba encontrarte aquí en persona, aunque tal vez sí. ¿Ha sido esto idea tuya?
Leia frunció el entrecejo.
—No sé a qué se refiere. En cualquier caso, ¿qué hace usted aquí?
—El capitán Solo envió a mi ayudante las coordenadas y nos pidió apoyo —dijo Bel Iblis, en tono cauteloso—. Di por sentado que era a petición tuya.
Leia sonrió. Tendría que haberlo adivinado.
—A veces, Han tiene lapsos de memoria —dijo—. Para ser sincera, no hemos tenido mucho tiempo para comparar notas desde que regresamos.
—Entiendo —dijo poco a poco Bel Iblis—. Por lo tanto, ¿no fue una petición oficial de la Nueva República?
—No, pero ahora sí —le tranquilizó Leia—. En nombre de la Nueva República, solicito su ayuda.
—Miró a Virgilio—. Tome nota en el cuaderno de bitácora, capitán.
—Sí, consejera —respondió Virgilio—. En cuanto a mí, senador Bel Iblis, estoy encantado de tenerle a nuestro lado.
—Gracias, capitán —dijo Bel Iblis, y Leia vio en su mente la famosa sonrisa del otro—. Vamos a hacer algunas travesuras, ¿de acuerdo? Adelante, Peregrino.
Los seis Acorazados habían formado un círculo alrededor del Destructor Estelar, al que atacaban con sus cañonazos de iones, sin hacer caso de los disparos de turboláser, cada vez más esporádicos, que respondían.
—Mara tiene razón, pese a todo —dijo Karrde, cerca de Leia—. En cuanto hayamos sacado a los técnicos de esa nave, será mejor huir.
Leia meneó la cabeza.
—No podemos dejar la flota Katana en manos del Imperio. Karrde resopló.
—Por lo visto, no se le ha ocurrido contar los Acorazados que hay ahí fuera.
Leia frunció el ceño.
—No. ¿Por qué?
—Efectué un análisis, mientras discutía con Fey'lya. De las doscientas naves que componían el Katana, sólo quedan quince.
Leia le miró estupefacta.
—¿Quince? —repitió. Karrde asintió.
—Temo que he subestimado al gran almirante, consejera —dijo en un tono contenido que no podía disimular su amargura—. Sabía que en cuanto conociera la localización de la flota, empezaría a llevarse naves, pero no esperaba que Hoffner se la revelara tan deprisa. Leia se estremeció. Ella también había padecido un interrogatorio imperial. Años después, el recuerdo continuaba vivo.
—Me pregunto si habrá quedado algo de él.
—Ahórrese su compasión. Me parece improbable que Thrawn acudiera a algo tan poco civilizado como la tortura. El que Hoffner haya hablado sólo implica que el gran capitán le aplicó una buena inyección de dinero.
Leia contempló la batalla, abrumada por la enormidad de su fracaso. Habían perdido. Después de tantos sacrificios, habían perdido. Respiró hondo y procedió a realizar los ejercicios Jedi de relajación. Sí, habían perdido, pero sólo una batalla, no la guerra. Aunque el Imperio se hubiera apoderado de la Fuerza Oscura, tardarían años en reclutar y entrenar hombres para tripular aquellos Acorazados. En ese tiempo, podían suceder muchas cosas.
—Tiene razón —dijo a Karrde—. Lo mejor será evitar más pérdidas. Capitán Virgilio, en cuanto esos cazas TIE hayan sido neutralizados, quiero que envíe un grupo de hombres al Katana para ayudar a nuestro equipo técnico.
No hubo respuesta.
—¿Capitán?
Virgilio estaba mirando por la portilla del puente, con una expresión inescrutable.
—Demasiado tarde, consejera —dijo en voz baja.
Leia se volvió para mirar. Un segundo Destructor Estelar había surgido del hiperespacio y se acercaba a la nave imperial asediada.
La ayuda de los imperiales había llegado.

—¡Retirada! —chilló Aves, con voz entrecortada—. ¡A todas las naves, retirada! Segundo Destructor Estelar en el sistema.
La alarma de los Z—95 ahogó su última palabra. Mara esquivó por muy poco los disparos de un caza TIE.
—Retirarse, ¿adónde? —preguntó.
Efectuó una maniobra tendente a neutralizar su aceleración. Su atacante, tal vez confiado por la aparición del nuevo Destructor, se le acercó demasiado. Mara, con gran sangre fría, lo vaporizó.
—Por si lo habías olvidado, la mayoría carecemos de ordenadores lo bastante potentes para calcular un salto correcto al hiperespacio.
—Yo te proporcionaré las cifras —respondió Aves—. Karrde...
—Estoy de acuerdo —se oyó la voz de Karrde desde la fragata de escolta—. Salid de aquí.
Mara apretó los dientes y contempló el segundo Destructor Estelar. Detestaba huir con el rabo entre las piernas, pero sabía que tenían razón. Bel Iblis había ordenado a tres de sus naves que hicieran frente al recién llegado, pero tres Acorazados, pese a sus cañones de iones, no podrían contener durante mucho rato a un Destructor Estelar. Si no se retiraban pronto, tal vez no gozarían de otra oportunidad.
De pronto, intuyó un nuevo peligro, pero demasiado tarde. Su nave sufrió una fuerte sacudida, y oyó a su espalda el chirrido siseante del metal supercalentado al vaporizarse.
—¡Me han alcanzado! —exclamó.
Lanzó una mano de forma automática hacia los interruptores que cerraban los sistemas, mientras la otra se apoderaba de los cierres de su casco y los aseguraba. Justo a tiempo. Un segundo siseo, interrumpido casi antes de que empezara, anunció el fallo de la integridad de la cabina.
—Pérdida de energía, pérdida de aire. Me dispongo a salir expelida.
Extendió la mano hacia la palanca de expulsión, pero se detuvo. Por casualidad, o quizá por instinto, su caza inutilizado apuntaba casi directamente a la entrada del hangar situado a babor del primer Destructor Estelar. Si podía desviar un poco más de energía al sistema de maniobra auxiliar...
Hizo falta algo más que eso, pero cuando por fin asió de nuevo la palanca de expulsión, tuvo la satisfacción de saber que el Z—95 se vengaría, al morir, de la máquina bélica imperial. Un poco, al menos.
Tiró de la palanca, y un instante después se sintió aplastada contra el asiento, cuando cerrojos explosivos hicieron saltar la cubierta
de la cabina, catapultándola fuera de la nave. Vislumbró el extremo de la parte de babor del Destructor Estelar, un caza TIE que pasaba de largo...
Y de pronto, se oyó el horroroso chillido electrónico del asiento de expulsión, el violento chisporroteo de los circuitos al producirse un arco voltaico, y Mara comprendió que había cometido la que podía ser su última equivocación. Concentrada en dirigir su Z—95 inutilizado hacia el hangar del Destructor Estelar, se había acercado demasiado a la gigantesca nave, exponiéndose al bombardeo de iones del Acorazado.
Aquel crujido de elementos electrónicos torturados significaba que había perdido todo. El comunicador, las luces, los chorros de maniobra, el regulador de apoyo vital, los faros de emergencia. Todo.
Sus pensamientos se centraron un segundo en Skywalker. Tiempo atrás, también se había perdido en el espacio, pero ella había tenido un motivo para buscarle. Nadie tenía motivos similares para buscarla a ella.
Un caza TIE en llamas estalló en las proximidades Un fragmento de metralla de buen tamaño rebotó en la armadura de cerámica que protegía en parte su espalda, y su sien golpeó con fuerza el lado del apoya cabezas.
Mientras se hundía en la negrura, vio la cara del emperador ante ella. Y supo que había vuelto a fallarle.

Se acercaban a la antesala de comunicaciones, cuando Luke dio un brinco.
—¿Qué pasa? —preguntó Han, mientras se volvía como un rayo para echar un vistazo al pasillo.
—Es Mara —dijo Luke, con expresión tensa—. Tiene problemas.
—¿La han alcanzado?
—La han alcanzado... y se ha perdido —contestó Luke—. Se ha cruzado en el camino de un rayo de iones.
Daba la impresión de que el muchacho hubiera perdido a su mejor amigo, y no a alguien que deseaba matarle. Han pensó en decírselo, pero después decidió que había cosas más urgentes de qué preocuparse. Debía ser una de aquellas insensateces Jedi carentes de todo sentido.
—Bien, ahora no podemos ayudarla —dijo, y siguió avanzando—. Vámonos.
Tanto el pasillo principal de babor como el de estribor conducían a la antesala, desde la cual se podía acceder mediante otras dobles puertas al puente. Lando y Chewbacca estaban agazapados junto a la entrada del pasillo de babor, asediados por una barrera de fuego láser. De vez en cuando, se arriesgaban a responder.
—¿Cómo va, Lando? —preguntó Han.
—Bastante mal, amigo —gruñó Lando—. Aún quedan unos diez. Shen y Tomrus han sido alcanzados. Shen morirá antes de una hora si no le ponemos en manos de un androide médico. Anselm y Kline están cuidando de él en el puente.
—Nosotros lo hemos hecho mejor, pero aún nos persiguen un par de imperiales —informó Han mientras echaba un vistazo a las hileras de monitores. Les servirían de protección, pero los defensores no podrían retroceder sin exponerse al fuego enemigo—. Creo que nosotros cuatro solos no podremos defender este paso. Habrá que retroceder hasta el puente.
—Que es el último refugio —señaló Lando—. Confío en que te hayas dado cuenta.
—Perfectamente —dijo Luke—. Todos vosotros, al puente. Yo me ocuparé de esto.
Lando le miró asombrado.
—¿Qué vas a hacer?
—Yo me ocuparé de esto —repitió Luke. Encendió la espada de luz—. Id pasando. Sé lo que hago.
—Vamos —le secundó Han. No sabía qué tenía en mente Luke, pero algo en su expresión sugería que discutir no serviría de nada—. Le apoyaremos desde dentro.
Un minuto después se habían desplegado: Han y Lando junto a las puertas del puente. Chewbacca protegido tras una consola, Luke de pie en la arcada, con la espada preparada. Los imperiales tardaron otro minuto en comprender que tenían el pasillo libre, y entonces procedieron con celeridad. Cubiertos por una lluvia de fuego dirigido hacia las consolas, los imperiales avanzaron de uno en uno hasta entrar en la antesala, se refugiaron detrás de las enormes consolas y empezaron a disparar.
Han repelió el ataque, sabiendo que era en vano. La espada de luz centelleaba como un ser vivo y hambriento, y desviaba los rayos que se acercaban demasiado. En cuanto los imperiales dejaron de
disparar al azar y se concentraron en aquel único objetivo, ni un Jedi podría salir bien librado de tantos disparos. Han apretó los dientes, intrigado por la actitud de Luke, y siguió disparando.
—¡Preparados! —gritó Luke.
Mientras Han se preguntaba para qué debían prepararse, el muchacho retrocedió un paso y lanzó la espada de luz a un lado. Atravesó la antesala, giró hacia la pared...
Y la antesala quedó abierta al espacio, con un estruendo similar a un trueno.
Luke saltó hacia atrás y entró en el puente un segundo antes de que las puertas se cerraran para protegerles de la descompresión. Las alarmas ulularon hasta que Chewbacca las desconectó, y Han escuchó los disparos que los imperiales, antes de morir, lanzaban en vano contra las puertas.
Después se hizo el silencio, y todo terminó.
Luke corrió hacia la portilla y contempló el desarrollo de la batalla.
—Tranquilo, Luke —le aconsejó Han, mientras enfundaba el desintegrador y se acercaba—. Estamos al margen de la batalla.

—No es posible —replicó Luke. Su mano artificial se abrió y cerró, inquieta. Tal vez recordaba Myrkr, y aquella larga travesía por el bosque, en compañía de Mara—. Hemos de hacer algo por ayudar. De lo contrario, los imperiales les matarán a todos.
—No podemos disparar, ni tampoco maniobrar —gruñó Han, procurando reprimir su sensación de impotencia. Leia estaba a bordo de aquella fragata de escolta—. ¿Qué nos queda?
Luke agitó una mano.
—No lo sé —admitió—. Se supone que tú eres el cerebro. Piensa en algo.
—Sí —murmuró Han, y paseó la vista por el puente—. Claro. Se supone que con un simple ademán de mi mano...
Calló, y una sonrisa torcida iluminó lentamente su rostro.
—Chewie, Lando, acercaros a esas pantallas sensoras —ordenó, mientras contemplaba la consola que tenía delante. No era la adecuada—. Luke, ayúdame a encontrar... Da igual; ya lo tengo.
—¿Qué? —preguntó Lando, deteniéndose ante la pantalla que Han había indicado.
—Piensa un poco —dijo Han, mientras echaba un vistazo a los controles. Bien; todo parecía en buen estado. Confiaba en que aún funcionara—. ¿Dónde estamos? —preguntó. Se dirigió a la consola del timón y la activó.
—En medio de ninguna parte —dijo Lando, haciendo acopio de paciencia—. Y juguetear con este timón no nos llevará a ningún sitio.
—Tienes razón —admitió Han, con una sonrisa tensa—. No nos llevará a ningún sitio.
Lando le miró fijamente y, poco a poco, la sonrisa también floreció en su rostro.
—Exacto —contestó con ironía—. Exacto. Esto es la flota Katana. Y estamos a bordo del Katana.
—Ni más ni menos —dijo Han.
Respiró hondo, cruzó mentalmente los dedos y transmitió energía al propulsor.
El Katana no se movió, por supuesto, pero el motivo de que toda la flota Katana hubiera desaparecido...
—Tengo una —dijo Lando, inclinado sobre su pantalla sensora—. Rumbo cuarenta y tres punto veinte.
—¿Sólo una? —preguntó Han.
—Sólo una —confirmó Lando—. Considérate afortunado. Después de tanto tiempo, es una suerte que los motores de una nave sigan en funcionamiento.
—Confiemos en que sigan funcionando —gruñó Han—. Dame una ruta de intersección con ese segundo Destructor Estelar.
—Uf...
—Lando arrugó el entrecejo—. Gira unos quince grados a babor.
—De acuerdo.
Han efectuó el cambio de curso con el mayor cuidado. Le resultaba extraño pilotar otra nave por control remoto.
—¿Cómo va? —preguntó a Lando.
—Bastante bien —confirmó Lando—. Dale un poco más de potencia.
—Los monitores de control de tiro no funcionan —advirtió Luke, acercándose a Han—. No sé si podrás disparar con precisión sin ellos.
—Ni siquiera voy a intentarlo —replicó Han—. ¿Lando?
—Gira un poco más a babor. Un poco más... Ya está.
—Miró a Han—. Lo tienes a punto de caramelo.
—Vamos a verlo.
Imprimió al motor toda la velocidad posible.
El Destructor Estelar no pudo dejar de ver al Acorazado que se precipitaba hacia él, pero como los cañones de iones de Bel Iblis seguían reduciendo la potencia de sus sistemas electrónicos y de control, no logró apartarse a tiempo.
A pesar de la distancia a que se encontraba el Katana, tanto el impacto como la explosión fueron muy espectaculares. Han contempló la bola de fuego, que se desvanecía lentamente, y después se volvió hacia Luke.
—Muy bien —dijo—. Ahora sí que estamos al margen de la batalla.
El capitán Brandei, que observaba la escena por la portilla lateral del Justiciero, vio con estupor e incredulidad cómo el Perentorio era devorado por las llamas. No. Era imposible. Imposible, lisa y llanamente. Un Destructor Estelar imperial. La nave más poderosa de la flota del Imperio.
El sonido de un disparo que rebotó en el escudo deflector del puente le devolvió a la realidad.
—Informe —exclamó.
—Al parecer, uno de los Acorazados enemigos ha resultado dañado por la explosión del Perentorio —comunicó el oficial encargado de los sensores—. Los otros dos continúan acercándose.
Para reforzar a los tres que todavía continuaban disparando con sus cañones de iones, Brandei dedicó a la pantalla táctica un rápido vistazo, pero era un ejercicio fútil. Sabía muy bien cuál era su único curso.
—Comuníquese con los cazas restantes —ordenó—. Saltaremos a la velocidad de la luz en cuanto estén a bordo.
—Sí, señor.
Y mientras los tripulantes del puente procedían a cumplir sus órdenes, Brandei se permitió una breve sonrisa. Sí, habían perdido esta batalla, pero no la guerra. Pronto regresarían, y cuando lo hicieran sería con la Fuerza Oscura, al mando del gran almirante Thrawn.
Que los rebeldes disfrutaran su victoria. Bien podía ser la última.





29


El grupo de reparaciones del Quenfis selló la brecha practicada en el casco de la antesala en un tiempo récord. La nave que Luke había solicitado le aguardaba en el muelle, y salió al espacio apenas una hora después de que el segundo Destructor Estelar fuera destruido y el primero huyera.
Localizar un asiento expulsable entre los restos de la batalla no fue tarea fácil para los hombres de Karrde, pero sí para un Jedi. Mara estaba inconsciente cuando la encontraron, a consecuencia de la falta de aire y el golpe en la cabeza. Aves la trasladó a bordo del Salvaje Karrde y, en cuanto llegó el Crucero Estelar, la puso en manos de sus servicios médicos. Luke, después de verles entrar, regresó hacia el Katana y el transporte que su equipo y él utilizarían para volver a Coruscant.
Y se preguntó por qué había concedido tanta importancia al rescate de Mara.
Lo ignoraba. Se le ocurrían miles de motivos razonables, desde simple gratitud por ayudarle en la batalla, hasta la consideración de que salvar vidas era una de las tareas propias de un Jedi. Ninguna le satisfizo. Sólo sabía que se había sentido impulsado a hacerlo.
Tal vez le había guiado la Fuerza. Tal vez era un último aliento de idealismo e ingenuidad infantil.
El comunicador del tablero situado frente a él pitó.
—¿Luke?
—Sí, Han. ¿Qué pasa?
—Vuelve al Katana. Ahora mismo.
Luke contempló la oscura nave que flotaba a lo lejos y un escalofrío recorrió su espalda. Han había hablado con el tono de alguien que paseara por un cementerio.
—¿Qué sucede?
—Problemas. Ya sé lo que el Imperio está tramando. Y no me gusta.
Luke tragó saliva.
—Voy enseguida.

—Bien —dijo Thrawn, y sus ojos despidieron una fría cólera cuando levantó la vista del informe enviado por el Justiciero—. Gracias a su insistencia en retrasarme, hemos perdido el Perentorio. Confío en que esté satisfecho.
C'baoth sostuvo su mirada.
—No me culpe por la incompetencia de sus supuestos conquistadores —dijo, con voz tan gélida como la de Thrawn—. Aunque tal vez no fuera incompetencia, sino el talento de la Rebelión. Tal vez estaría usted muerto, si el Quimera hubiera acudido en su lugar.
El rostro de Thrawn se ensombreció. Pellaeon avanzó un paso hacia el gran almirante, y se adentró en la esfera protectora del ysalamir situado junto a la silla de mando. Se preparó para la inevitable explosión.
Sin embargo, Thrawn logró controlarse.
—¿Para qué ha venido? —preguntó. C'baoth sonrió y se alejó a propósito.
—Me ha hecho muchas promesas desde que llegó a Wayland, gran almirante Thrawn.
—Se detuvo para examinar una de las esculturas holográficas distribuidas por la sala—. He venido para asegurarme de que esas promesas se cumplan.
—¿Y cómo pretende hacerlo?
—Asegurándome de que soy demasiado importante para ser, digamos, convenientemente olvidado. He venido, sin embargo, para informarle de que pienso regresar a Wayland... y asumir el mando del proyecto Monte Tantiss.
Pellaeon sintió que se le formaba un nudo en la garganta.
—¿El proyecto Monte Tantiss? —preguntó Thrawn, tirante.
—Sí.
—C'baoth volvió a sonreír, mientras sus ojos se desviaban hacia Pellaeon—. Lo sé, capitán, a pesar de sus ingenuos esfuerzos por ocultarme la verdad.
—Deseábamos ahorrarle molestias innecesarias —aseguró Thrawn—. Recuerdos desagradables, por ejemplo, que el proyecto pudiera despertar en usted. C'baoth le examinó.
—Tal vez sí —admitió con cierto sarcasmo—. Si es cierto, se lo agradezco, pero el tiempo de tales miramientos ya ha pasado. Mi poder y capacidad han aumentado desde que abandoné Wayland, gran almirante Thrawn. Ya no necesito que se preocupe de mi sensibilidad. Se irguió en toda su estatura, y cuando habló de nuevo, su voz retumbó a lo largo y ancho de la sala.
—Soy C'baoth, maestro Jedi. La Fuerza que mantiene unida la galaxia es mi esclava.
Thrawn se puso lentamente en pie.
—Y usted es mi esclavo —dijo. C'baoth meneó la cabeza
—Ya no, gran almirante Thrawn. El círculo se ha cerrado. Los Jedi volverán a gobernar.
—Tenga cuidado, C'baoth —advirtió Thrawn—. Presuma de lo que quiera, pero nunca olvide que ni siquiera usted es indispensable para el Imperio.
C'baoth enarcó sus pobladas cejas, y la sonrisa que cruzó su rostro provocó escalofríos en el pecho de Pellaeon. Era la misma sonrisa que recordaba de Wayland.
La sonrisa que le había convencido firmemente de que C'baoth estaba loco.
—Al contrario —repuso con suavidad el maestro Jedi—. En este momento, soy absolutamente indispensable para el Imperio.
Levantó la vista hacia las estrellas que se desplegaban sobre las paredes de la sala.
—Venga —dijo—. Vamos a discutir el nuevo acuerdo sobre nuestro Imperio.

Luke contempló los cuerpos de los soldados imperiales que habían muerto cuando tuvo lugar la repentina descompresión de la antesala del puente del Katana. Por fin, comprendió por qué le habían resultado tan extraños.
—Supongo que no existe la menor posibilidad de equivocación —se oyó decir.
Han, a su lado, se encogió de hombros.
—Leía ha ordenado que se lleve a cabo un análisis genético, pero a mí me parece innecesario.
Luke asintió y bajó la vista hacia los rostros desplegados ante él. Mejor dicho, al único rostro compartido por todos los cuerpos.
Clones.
—De modo que es eso —dijo en voz baja—. En algún lugar, el Imperio ha encontrado una colección de cilindros de clonación spaarti. Y los ha puesto en funcionamiento.
—Lo cual significa que no tardarán años en encontrar y entrenar tripulaciones para sus nuevos Acorazados —dijo Han, sombrío—. Unos pocos meses, tal vez. Puede que menos.
Luke respiró hondo.
—Esto me da mala espina, Han.
—Sí. Bienvenido al club.

Concluirá...

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