martes, 19 de noviembre de 2013

SPECIAL - PHILIP K. DICK - DESAYUNO EN EL CREPÚSCULO

DESAYUNO EN EL CREPÚSCULO
Philip K. Dick
 
 
 
—Papá, ¿vas a llevarnos en coche al colegio? —preguntó Earl, saliendo como una
tromba del cuarto de baño.  
Tim McLean se sirvió su segunda taza de café.
—No estaría mal que fuesen andando, para variar. El coche está en el garaje.
—Está lloviendo —dijo Judy, frunciendo los labios.
—No, no llueve —corrigió Virginia a su hermana. Levantó la persiana—. Hay niebla
pero no llueve.
—Déjenme mirar. —Mary McLean se secó las manos y se acercó—. Qué día más raro.
¿Eso es niebla? Pues parece humo. No veo nada. ¿Qué dijo el hombre del tiempo?
—No capté nada en la radio, excepto estática —dijo Earl.
—¿Vuelve a estar estropeado ese maldito aparato? —Tim se agitó irritado—. Si acabo
de arreglarlo.
Se levantó y avanzó con aire dormido hacia la radio. Manipuló torpemente los diales.
Los tres niños corrían de un lado a otro, preparándose para ir al colegio.
—Qué extraño —dijo Tim.
—Me voy.
Earl abrió la puerta principal.
—Espera a tus hermanas —ordenó Mary, distraída.
—Estoy lista —dijo Virginia—. ¿Tengo buen aspecto?
—Estupendo —dijo Mary, y le dio un beso.
—Llamaré a la tienda de reparaciones desde la oficina —dijo Tim.  
Se quedó de una pieza al ver que Earl se hallaba en la puerta de la cocina, pálido y
silencioso, con los ojos agrandados de terror.
—¿Qué pasa?
—He... He vuelto.
—¿Qué sucede? ¿Te encuentras mal?
—No puedo ir al colegio.
Sus padres le miraron fijamente.
—¿Qué ocurre? —Tim agarró a su hijo por el brazo—. ¿Por qué no puedes ir al
colegio?
—Ellos... Ellos no me dejan.
—¿Quiénes?
—Los soldados —dijo de sopetón—. Están por todas partes. Soldados y cañones. Y
vienen hacia aquí.
—¿Que vienen? ¿Que vienen hacia aquí? —repitió Tim, desconcertado.
—Vienen hacia aquí y se dirigen a... —Earl se calló, aterrorizado.  
Se oyó el ruido de botas pesadas en el porche delantero. Un crujido. Madera astillada.
Voces.
—Dios mío —gimió Mary—. ¿Qué pasa, Tim?
Tim entró en la sala de estar, presa de una angustia increíble. Había tres hombres de
pie en el umbral de la puerta. Hombres con uniformes verdegrisáceos, cargados con
fusiles y una nutrida profusión de aparatos. Tubos y mangueras. Contadores colgados de
gruesos cables. Cajas, correas de cuero y antenas. Complicadas máscaras sujetas sobre
la cabeza. Tim vio bajo las máscaras rostros cansados y sin afeitar, ojos enrojecidos que
le miraban con brutal desagrado.
Un soldado levantó el fusil y apuntó al estómago de McLean. Tim clavó la vista en el
arma, aturdido. El fusil. Largo y delgado. Como un alfiler. Conectado con una serie de
tubos enrollados.
—¿Qué demonios...? —empezó, pero el soldado le interrumpió salvajemente.
—¿Quién es usted? —Su voz era áspera, gutural—. ¿Qué está haciendo aquí?
Se apartó la máscara. Tenía la piel cubierta de polvo, amarillenta, sembrada de heridas
y pústulas. Le faltaban algunos dientes, y otros estaban rotos.
—¡Conteste! —aulló un segundo soldado—. ¿Qué está haciendo aquí?
—Muéstrenos su tarjeta azul —dijo un tercero—. Queremos ver su número de sector.
Sus ojos se desviaron hacia los niños y Mary, que contemplaban la escena en silencio
desde la puerta del comedor. El soldado se quedó boquiabierto.
—¡Una mujer!
Los tres soldados la miraron, sin dar crédito a sus ojos.
—¿Qué demonios significa esto? —preguntó el primero—. ¿Desde cuándo está aquí
esta mujer?
—Es mi esposa. —Tim había recobrado la voz—. ¿Qué pasa? ¿Qué...?
—¿Su esposa?
Los tres soldados dieron muestras de incredulidad.
—Mi esposa y mis hijos. Por el amor de Dios...
—¿Su esposa? ¿Y la ha traído aquí? ¡Debe estar loco!
—Ha contraído el mal de la ceniza —dijo uno. Bajó el fusil y cruzó el salón en dirección
a Mary—. Vamos, hermana. Usted se viene con nosotros.
Tim se lanzó hacia adelante.
Una muralla de energía le golpeó. Cayó al suelo de bruces. Nubes de oscuridad giraban
a su alrededor. Sus oídos zumbaban, le dolía la cabeza, todo parecía disolverse en la
nada. Distinguió vagamente formas que se movían. Voces. La habitación.
Los soldados procuraban reunir a los niños. Uno asió a Mary por el brazo. Le desgarró
el vestido y lo arrancó de sus hombros.
—Caramba —gruñó—, la ha traído aquí y no la tiene atada.
—Llévensela.
—A la orden, capitán. —El soldado arrastró a Mary hacia la puerta principal—. Haremos
con ella lo que podamos.
—Los niños. —El capitán indicó a otro soldado que se ocupara de los niños—.
Llévatelos. No lo entiendo. Ni máscaras, ni tarjetas. ¿Cómo es posible que esta casa
escapara al bombardeo? ¡El de anoche fue el peor de los últimos meses!
Tim luchó por ponerse en pie, a pesar del dolor. Sangraba por la boca. Su visión era
borrosa. Se apoyó en la pared.
—Escuche —murmuró—, por el amor de Dios... El capitán se asomó a la cocina.
—¿Eso es... comida! —Atravesó lentamente el comedor—. Miren.
Los demás soldados le siguieron y olvidaron a Mary y a los niños. Se quedaron
inmóviles alrededor de la mesa, estupefactos.
—¡Miren eso!
—Café. —Uno se apoderó del bote y bebió directamente de él. Se atragantó y el café
se derramó sobre su chaquetón—. Caliente. Demonios, café caliente.
—¡Nata! —Otro soldado abrió la nevera—. Miren. Leche, huevos, mantequilla, carne. —
Su voz se quebró—. Está llena de comida.
El capitán desapareció en la despensa. Salió con una lata de guisantes.
—Tomen el resto. Tómenlo todo. Lo cargaremos en la oruga.
El capitán dejó la lata sobre la mesa con un fuerte golpe. Contempló a Tim con atención
y rebuscó en su sucia chaqueta hasta encontrar un cigarrillo. Lo encendió con parsimonia,
sin apartar la mirada de Tim.
—Muy bien. Oigamos lo que tiene que decir.  
Tim abrió y cerró la boca. Las palabras no acudieron a sus labios. Su mente estaba en
blanco. Muerta. No podía pensar.
—¿De dónde ha sacado esta comida, y todo lo demás? —El capitán indicó la cocina
con un ademán—. Platos, muebles. ¿Cómo es que su casa no ha sido bombardeada?
¿Cómo sobrevivió al ataque de anoche?
—Yo... —murmuró Tim.
El capitán avanzó hacia él con semblante amenazador.
—La mujer, los niños, todos ustedes. ¿Qué están haciendo aquí? —Su voz era dura—.
Será mejor que se explique, señor. Será mejor que pueda explicarme su presencia aquí...,
o los liquidaré a todos.
Tim se sentó a la mesa. Respiró profundamente, tembloroso, intentando aclarar su
mente. Le dolía todo el cuerpo. Se secó la sangre de la boca, y descubrió que tenía una
muela rota y le faltaban trozos de algunos dientes. Sacó un pañuelo y escupió los trozos
en él. Sus manos temblaban.
—Vamos —dijo el capitán.
Mary y los niños entraron con sigilo en la cocina, Judy lloraba. Virginia estaba pálida del
susto. Earl miraba con los ojos abiertos de par en par a los soldados, blanco como la cera.
—Tim, ¿te encuentras bien? —preguntó Mary, apoyando la mano en su hombro.
—Estoy bien —asintió Tim.
Mary apretó el vestido contra su cuerpo.
—Tim, no pueden llevárselo todo. Alguien vendrá. El cartero, los vecinos. No pueden...
—Cierre el pico —ordenó el capitán. Sus ojos brillaron de una forma extraña—. ¿El
cartero? ¿De qué está hablando? —Extendió su mano—. Enséñeme su ficha amarilla,
hermana.
—¿Ficha amarilla? —tartamudeó Mary.  
El capitán se acarició el mentón.
—Ni ficha amarilla, ni máscaras, ni tarjetas.
—Son gepos —dijo un soldado.
—Puede que sí. Y puede que no.
—Son gepos, capitán. Será mejor que los liquidemos. No podemos correr riesgos.
—Aquí está sucediendo algo extraño —dijo el capitán. Se llevó la mano al cuello y sacó
una pequeña caja que pendía de un cable—. Voy a llamar a un compol.
—¿Un compol? —Un estremecimiento recorrió a los soldados—. Espere, capitán.
Nosotros podemos encargarnos del asunto. No llame a un compol. Nos pondrá en 4 y
nunca más...
El capitán habló en la caja.
—Póngame con Red B.
Tim volvió la vista hacia Mary.
—Escucha, cariño, yo...
—Cierre el pico —le conminó un soldado.  
Tim guardó silencio.
—Red B —chirrió la caja.
—¿Pueden enviarnos un compol? Hemos encontrado algo extraño. Grupo de cinco
personas. Hombre, mujer, tres niños. No tienen máscaras, no tienen tarjetas, la mujer no
estaba atada, la vivienda está intacta. Muebles, instalaciones, unos noventa kilos de
comida.
—De acuerdo. Compol en camino. Quédense ahí. No permitan que escapen.
—Delo por hecho. —El capitán ocultó la caja bajo la camisa—. Llegará un compol
dentro de un momento. Entretanto, carguemos la comida.
En el exterior se oyó un estruendo profundo y ensordecedor. La casa tembló y los
platos del aparador vibraron.
—Demonios —dijo un soldado—. Ha caído cerca.
—Espero que las pantallas resistan hasta el anochecer. —El capitán agarró la lata de
guisantes—. Tomen el resto. Quiero que esté cargado antes que llegue el compol.
Los dos soldados cargaron en sus brazos todo cuanto pudieron y le siguieron hasta la
puerta principal. El sonido de su voz fue disminuyendo a medida que bajaban por el
sendero privado.
Tim se levantó.
—Quédense aquí —dijo con voz apagada.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó Mary, nerviosa.
—Quizá pueda salir.
Corrió hacia la puerta trasera y descorrió el pestillo con manos temblorosas. Abrió la
puerta y salió al porche.
—No veo a ninguno de ellos. Si pudiéramos...
Se calló.
Grandes nubes grises flotaban a su alrededor. Ceniza gris, que se extendía hasta
perderse de vista. Se distinguían formas borrosas. Formas rotas, silenciosas e inmóviles
en la bruma grisácea.
Ruinas.
Edificios en ruinas. Montones de escombros. Cascotes por todas partes. Bajó
lentamente los peldaños. El muro de hormigón terminaba bruscamente. Al otro lado, sólo
había escoria y montañas de escombros. Nada más. Nada a la vista.
Nada se agitaba. Nada se movía. Ni rastro de vida en el silencio gris. Ningún
movimiento. Sólo nubes de ceniza arrastradas por el viento. La escoria y los interminables
montones de ruinas.
La ciudad había desaparecido. Los edificios habían sido destruidos. No quedaba nada
en pie. Ni gente, ni vida. Muros despedazados, vacíos y bostezantes. Algunas malas
hierbas oscuras crecían entre los escombros. Tim se agachó y tocó una. Áspera, de tallo
grueso. Y la escoria. Restos metálicos. Metal fundido. Se irguió...
—Vuelva adentro —dijo una voz tajante.
Tim se volvió, aturdido. Un hombre estaba de pie en el porche, detrás de él, con los
brazos en jarras. Un hombre bajo, de mejillas hundidas, ojos pequeños y brillantes, como
dos carbones. Su uniforme no era como el de los soldados. Llevaba la máscara levantada.
Su piel era amarillenta, algo luminosa, pegada a los pómulos. Una cara enferma,
estragada por la fiebre y la fatiga.
—¿Quién es usted? —preguntó Tim.
—Douglas. Comisario político Douglas.
—Usted es... Usted es la policía.
—Exacto. Ahora, entremos. Quiero que me dé algunas respuestas. Tengo que hacerle
unas preguntas. Lo primero que quiero saber es cómo ha escapado esta casa a la
destrucción.
Tim, Mary y los niños estaban sentados muy juntos en el sofá, silenciosos e inmóviles.
La conmoción sufrida se reflejaba en sus rostros inexpresivos.
—¿Y bien? —preguntó Douglas.  
Tim recobró la voz.
—Escuche —dijo—, no lo sé. No sé nada. Nos despertamos por la mañana como cada
día. Nos vestimos y desayunamos...
—Afuera había niebla —intervino Virginia—. Nos asomamos y vimos niebla.
—Y la radio no funcionaba —añadió Earl.
—¿La radio? —Douglas hizo una mueca—. Hace meses que no se captan señales de
radio, excepto los mensajes que transmite el gobierno. Esta casa, ustedes. No lo
comprendo. Si fueran gepos...
—Gepos. ¿Qué significa eso? —murmuró Mary.
—Tropas soviéticas de uso general.
—Entonces, la guerra ha empezado.
—Norteamérica fue atacada hace dos años —dijo Douglas—. En mil novecientos
setenta y ocho.
—Mil novecientos setenta y ocho. —Tim se quedó anonadado—. Por tanto, estamos en
mil novecientos ochenta. —De pronto, hundió la mano en su bolsillo. Sacó la cartera y se
la arrojó a Douglas—. Eche un vistazo.
—¿Por qué? —Douglas abrió la cartera con suspicacia.
—El carnet de la biblioteca. Los recibos de la casa. Mire las fechas. —Tim se volvió
hacia Mary—. Estoy empezando a comprender. Me vino la idea cuando vi las ruinas.
—¿Vamos ganando? —preguntó Earl con voz aguda.  
Douglas examinó la cartera de Tim con gran concentración.
—Muy interesante. Todos los documentos son antiguos, de hace unos siete u ocho
años. —Sus ojos destellaron—. ¿Qué trata de decir? ¿Que vienen del pasado? ¿Que son
viajeros del tiempo?
El capitán entró de nuevo.
—La oruga está cargada, señor.
—Muy bien —asintió Douglas—. Usted y su patrulla pueden marcharse.
El capitán miró a Tim.
—¿Se encargará usted...?
—Yo me hago cargo de la situación.  
El capitán saludó.
—A la orden, señor.
Desapareció al instante. Él y sus hombres subieron a un camión largo y estrecho,
parecido a un tubo montado sobre ruedas. El camión arrancó con un débil zumbido.
Al cabo de un momento sólo se veían nubes grises y el borroso contorno de los edificios
en ruinas.
Douglas paseaba arriba y abajo, examinando la sala de estar, el papel de la pared, la
instalación eléctrica y las sillas. Tomó algunas revistas y pasó las hojas.
—Del pasado, pero un pasado cercano.
—¿Siete años?
—¿Es posible? Supongo que sí. Han ocurrido muchas cosas en los últimos meses.
Viajes en el tiempo. —Douglas sonrió con ironía—. Escogió un mal punto, McLean.
Debería haber seguido adelante.
—Yo no lo escogí. Sucedió, así de sencillo.
—Tiene que haber hecho algo.
—No. —Tim sacudió la cabeza—. Nada. Nos levantamos. Y estábamos... aquí.
Douglas estaba sumido en sus pensamientos.
—Aquí. Siete años en el futuro. Viajaron en el tiempo. No sabemos nada sobre viajes
en el tiempo. No se han llevado a cabo experimentos. Parece que existen evidentes
posibilidades militares.
—¿Cómo empezó la guerra? —preguntó Mary, con voz débil.
—¿Cómo empezó? No empezó. Haga memoria. Hace siete años ya había guerra.
—La guerra auténtica. Ésta.
—No ocurrió nada especial para que se convirtiera en... esto. Combatimos en Corea.
Combatimos en China. En Alemania, Yugoslavia e Irán. Se extendió cada vez a más
lugares. Por fin, las bombas cayeron aquí. Sobrevino como una plaga. La guerra se
propagó. No empezó. —Apartó con brusquedad su cuaderno de notas—. Un informe
sobre ustedes resultaría sospechoso. Pensarían que he contraído la enfermedad de la
ceniza.
—¿Qué es eso? —preguntó Virginia.
—Partículas radiactivas en el aire. Se introducen en el cerebro. Producen locura. Todo
el mundo se ha contagiado, a pesar de las máscaras.
—Me gustaría saber quién va ganando —repitió Earl— ¿Qué era ese camión de ahí
afuera? ¿Iba propulsado por cohetes?
—¿La oruga? No. Turbinas. Una máquina perforadora que se abre camino entre los
escombros.
—Siete años —dijo Mary—. Han cambiado tantas cosas. Parece imposible.
—¿Tantas cosas? —Douglas se encogió de hombros—. Supongo que sí. Me acuerdo
de lo que hacía hace siete años. Todavía iba a la universidad. Seguía una carrera. Tenía
un apartamento y un coche. Iba a bailar. Compré un televisor. Pero todo esto ya existía en
aquel tiempo. El crepúsculo. Todo esto. Sólo que no lo sabía. Nadie lo sabía. Pero ya
existían en aquel tiempo.
—¿Es usted un comisario político? —preguntó Tim.
—Vigilo a las tropas, para prevenir desviaciones políticas. En una guerra total hemos de
mantener a la gente bajo constante vigilancia. Un rojo en las redes podría echar abajo
todos nuestros esfuerzos. No podemos correr riesgos.
—Sí —asintió Tim—. Ya existía entonces. El crepúsculo. Pero no lo entendíamos.
Douglas examinó los libros del librero.
—Me llevaré un par. Hace meses que no leo novelas. La mayoría han desaparecido.
Las quemaron en mil novecientos setenta y siete.
—¿Las quemaron?
Douglas escogió algunas obras.
—Shakespeare. Milton. Dryden. Me llevaré los clásicos. Es más prudente. Nada de
Steinbeck o Dos Passos. Hasta un compol puede meterse en líos. Si se quedan aquí,
desháganse de eso. —Dio unos golpecitos sobre el ejemplar de Los hermanos Karamazov
de Dostoievski.
—¡Si nos quedamos! ¿Qué otra cosa podemos hacer?
—¿Quieren quedarse?
—No —dijo Mary en voz baja.
Douglas le dirigió una rápida mirada.
—No, supongo que no. Si se quedan les separarán, por supuesto. Los niños irán a los
centros de readaptación canadienses. Las mujeres son destinadas a las fábricas y campos
de trabajo subterráneos. Los hombres entran automáticamente a formar parte del ejército.
—Como los que se marcharon —dijo Tim.
—A menos que reúna condiciones para integrarse en el grupo DI.
—¿Qué es eso?
—Tecnología y Diseños Industriales. ¿Tiene conocimientos científicos?
—No. Soy contable.
Douglas se encogió de hombros.
—Bien, se le someterá a los tests habituales. Si su CI es lo bastante elevado, podrá
ingresar en el Servicio Político. Contamos con muchos hombres. —Se quedó pensando,
con los brazos cargados de libros—. Será mejor que regrese, McLean. Le costará
acostumbrarse a esto. Yo regresaría, si pudiera, pero no puedo.
—¿Regresar? —repitió Mary—. ¿Cómo?
—Tal como vinieron.
—Vinimos, simplemente.
Douglas se detuvo al llegar a la puerta.
—Anoche fue el peor ataque mor hasta el momento. Bombardearon toda esta zona.
—¿Mor?
—Misiles operados por robots. Los soviéticos están destruyendo sistemáticamente el
continente norteamericano, kilómetro a kilómetro. Los mors son baratos. Los fabrican a
millones y los arrojan. Todo el proceso es automático. Las fábricas robotizadas los
disparan sobre nosotros a medida que van saliendo. Anoche cayeron aquí..., a oleadas. La
patrulla llegó esta mañana y no encontró nada, excepto a ustedes, por supuesto.
Tim asintió con la cabeza lentamente.
—Empiezo a comprender.
—La energía concentrada habrá incidido en alguna falla temporal inestable. Como una
falla rocosa. Siempre estamos originando terremotos, pero un tempomoto... Interesante.
Creo que eso es lo que ocurrió. La liberación de la energía, la destrucción de la materia,
impulsó su casa hacia el futuro. Transportó la casa siete años adelante. Esta calle, todo
cuanto la rodea, este punto preciso, todo quedó pulverizado. Su casa, siete años atrás,
quedó atrapada en la contracorriente. La explosión debió repercutir en el tiempo.
—Empujados hacia el futuro —dijo Tim—. Durante la noche, mientras dormíamos.
Douglas le observaba con atención.
—Esta noche se producirá otro ataque mor —dijo—. Acabará con lo que quedó en pie.
—Consultó su reloj—. Son las cuatro de la tarde. El ataque empezará dentro de unas
pocas horas. Tendrían que refugiarse bajo la superficie. Nada sobrevivirá aquí arriba.
Pueden acompañarme a los refugios, si quieren, pero si desean arriesgarse, si desean
permanecer aquí...
—¿Piensa que tal vez nos lleve de vuelta?
—Tal vez. No lo sé. Se la juegan a cara o cruz. Podría llevarles de vuelta a su tiempo, o
no. Si no...
—Si no, no tenemos la menor posibilidad de sobrevivir.
Douglas desplegó un mapa de bolsillo y lo extendió sobre el sofá.
—Una patrulla permanecerá en esta zona durante otra media hora. Si deciden venir con
nosotros a los refugios subterráneos, sigan la calle en esta dirección. —Trazó una línea en
el plano—. Hasta este descampado. La patrulla es una unidad política. Les conducirán
abajo. ¿Cree que sabrá encontrar el descampado?
—Creo que sí —dijo Tim, mirando el plano. Frunció los labios—. Ese descampado era
la escuela primaria a la que asistían mis hijos. Allí se dirigían cuando las tropas se lo
impidieron, hace un rato.
—Hace siete años —le corrigió Douglas.
Dobló el plano y lo guardó en su bolsillo. Se colocó la máscara y salió al porche.
—Tal vez nos volvamos a ver o tal vez no. La decisión depende de ustedes. En
cualquier caso, buena suerte.
Se volvió y marchó a toda velocidad de la casa.
—Papá —gritó Earl—, ¿vas a enrolarte en el ejército? ¿Vas a llevar una máscara y
disparar con esos fusiles? —Sus ojos brillaban de excitación—. ¿Vas a conducir una
oruga?
Tim McLean se agachó y atrajo a su hijo hacia él.
—¿Eso quieres? ¿Quieres quedarte aquí? Si me pongo una máscara y disparo con
esos fusiles, no podremos regresar.
—¿No podremos volver más tarde? —preguntó Earl, vacilante.
—Me temo que no. —Tim negó con la cabeza—. Hemos de decidir ahora si volvemos o
no.
—Ya has oído al señor Douglas —dijo Virginia, hastiada—. El ataque empezará dentro
de un par de horas.
Tim se levantó y paseó arriba y abajo.
—Si nos quedamos en casa volaremos en pedazos. Hablemos con claridad. Sólo existe
una tenue esperanza que nos lleve de regreso a nuestro tiempo. Una muy leve
posibilidad... Una probabilidad remota. ¿Queremos quedarnos aquí, que las habitaciones
se derrumben a nuestro alrededor, sabiendo que cada segundo puede ser el último...,
oyendo las explosiones cada vez más cerca..., tirados en el suelo, esperando,
escuchando...?
—¿De veras quieres volver? —preguntó Mary.
—Por supuesto, pero el riesgo...
—No te estoy preguntando sobre el riesgo. Te pregunto si realmente quieres volver. Tal
vez desees quedarte aquí. Tal vez Earl tenga razón. Imagínate con uniforme y una
máscara, armado con uno de esos fusiles, conduciendo una oruga...
—¡Y tú en un campo de trabajo! ¡Y los niños en un centro de readaptación
gubernamental! ¿Cómo crees que serán las cosas? ¿Qué crees que les enseñarán?
¿Cómo piensas que se educarán? ¿Y crees...?
—Les enseñarán a ser muy útiles, probablemente.
—¿Útiles? ¿Para qué? ¿Para ellos mismos? ¿Para la Humanidad? ¿O para la guerra?
—Vivirán —dijo Mary—. Estarán sanos y salvos. Si nos quedamos en casa, esperando
a que se desencadene el ataque...
—Claro —dijo Tim, con voz rasposa—. Vivirán. Gozarán de buena salud. Bien
alimentados, bien vestidos y cuidados. —Miró a sus hijos con una dura expresión en el
rostro—. Vivirán, de acuerdo. Crecerán y se convertirán en adultos, pero, ¿qué clase de
adultos? ¡Ya has oído lo que dijo ese hombre! Quemaron los libros en mil novecientos
setenta y siete. ¿Con qué les enseñarán? ¿Qué clase de ideas quedan, después de mil
novecientos setenta y siete? ¿Qué clase de creencias les inculcarán en un centro de
readaptación del gobierno? ¿Qué clase de valores tendrán?
—Siempre queda el grupo DI —sugirió Mary.
—Tecnología y Diseños Industriales. Para los listos. Para los inteligentes e
imaginativos. Reglas de cálculo y lápices. Dibujar, planificar y hacer descubrimientos. Las
niñas podrían ingresar. Podrían diseñar fusiles. Earl podría enrolarse en el Servicio Polí-
tico. Se encargaría que los fusiles fueran utilizados. Si algún soldado se desviaba de la
norma, si no quería disparar, Earl le denunciaría y le enviarían a reeducación. Para
fortalecer su fe política..., en un mundo en el que los listos diseñan armas y los tontos las
disparan.
—Pero vivirían —repitió Mary.
—¡Tu idea de lo que es estar vivo es algo peregrina! ¿Llamas a eso vivir? Quizá tengas
razón. —Tim sacudió la cabeza, cansado—. Sí, quizá tengas razón. Quizá deberíamos ir
bajo tierra, con Douglas. Quedarnos en este mundo. Seguir vivos.
—No he dicho eso —replicó Mary con suavidad—. Tim, tenía que averiguar si
realmente comprendías por qué vale la pena. Por qué vale la pena quedarse en casa,
arriesgándonos a no regresar a nuestro tiempo.
—Entonces, ¿quieres correr el riesgo?
—¡Por supuesto! Hemos de hacerlo. No podemos entregarles nuestros hijos... No
podemos entregarlos al centro de readaptación, para que les enseñen a odiar, matar y
destruir. —Mary esbozó una débil sonrisa—. Además, siempre han ido al colegio
Jefferson. Y aquí, en este mundo, es un descampado.
—¿Vamos a volver? —preguntó Judy, con un hilo de voz. Tiró de la manga de Tim,
implorante—. ¿Vamos a volver ahora?
—Muy pronto, cariño —respondió Tim, soltándose.  
Mary abrió la alacena y rebuscó en su interior.
—Todo sigue en su sitio. ¿Qué se han llevado?
—La lata de guisantes. Todo lo que había en la nevera. Y también han destrozado la
puerta principal.
—¡Apuesto a que les estamos dando una paliza! —aulló Earl. Corrió hacia la ventana y
miró afuera. La visión de las cenizas flotantes le decepcionó—. ¡No veo nada! ¡Sólo niebla!
—Se volvió hacia Tim con aire interrogativo—. ¿Siempre es así este lugar?
—Sí —respondió Tim.
—¿Sólo niebla? —El rostro de Earl se ensombreció—. Nada más. ¿Es que nunca sale
el sol?
—Prepararé café —dijo Mary.
—Estupendo.
Tim fue al cuarto de baño y se miró en el espejo. Tenía un corte en la boca, ribeteado
de sangre seca. Le dolía la cabeza. Tenía el estómago revuelto.
—Parece imposible —dijo Mary, cuando se sentaron a la mesa de la cocina.
—Pero no lo es.
Tommy tomó el café. Desde donde estaba sentado podía mirar por la ventana: las
nubes de ceniza, el contorno borroso e irregular de los edificios en ruinas.
—¿Va a volver aquel hombre? —preguntó Judy—. Era muy delgado y tenía un aspecto
muy raro. No va a volver, ¿verdad?
Tim consultó su reloj. Se había parado a las diez. Movió las manecillas hasta ponerlo en
las cuatro y cuarto.
—Douglas dijo que empezaría al anochecer. No falta mucho.
—¿Quieres decir que vamos a quedarnos en casa? —preguntó Mary.
—Exacto.
—¿Aunque sólo tengamos una mínima probabilidad?
—Aunque sólo tengamos una mínima probabilidad, regresaremos. ¿Estás contenta?
—Mucho —respondió Mary, con un brillo en los ojos—. Vale la pena, Tim. Ya lo sabes.
En cualquier caso, volver vale la pena. Y algo más. Estaremos juntos... No nos podrán...
separar.
Tim se sirvió más café.
—Será mejor que nos pongamos cómodos. Aún faltan unas tres horas. Deberíamos
tratar de distraernos.
El primer mor cayó a las seis y media. Notaron el impacto de la onda expansiva en las
paredes de la casa.
Judy entró corriendo en el comedor, pálida de terror.
—¡Papá! ¿Qué ha sido eso?
—Nada. No te preocupes.
—Tira —dijo Mary, impaciente—. Te toca a ti. —Estaban jugando al Monopolio.
Earl se levantó de un brinco.
—Quiero ver. —Corrió hacia una ventana—. ¡Quiero ver dónde ha caído!
Tim levantó la persiana y miró afuera. Un fulgor blanco, del que brotaba una altísima
columna de humo luminoso, se elevaba a lo lejos.
Un segundo temblor hizo vibrar la casa. Un plato cayó al fregadero y se rompió.
Casi había oscurecido por completo. Tim no distinguía nada, excepto los dos puntos
blancos. Las nubes de ceniza habían desaparecido en la oscuridad. La ceniza y las ruinas
de los edificios.
—Ha caído cerca —dijo Mary.
Cayó un tercer mor. Las ventanas de la sala de estar estallaron y los cristales se
esparcieron sobre la alfombra.
—Será mejor que bajemos —dijo Tim.
—¿Adónde?
—Al sótano. Vamos.
Tim abrió la puerta del sótano y todos bajaron con nerviosismo.
—Comida —dijo Mary—. Será mejor que tomemos la comida que queda.
—Buena idea. Niños, bajen. Nos reuniremos con ustedes dentro de un momento.
—Yo puedo cargar algo —dijo Earl.
—Baja. —Cayó el cuarto mor, más lejos que el último—. Y aléjense de las ventanas.
—Taparé con algo la ventana —dijo Earl—. Con aquel gran trozo de madera terciada
que utilizamos para construir mi tren.
—Buena idea. —Tim y Mary volvieron a la cocina—. Comida, platos. ¿Qué más?
—Libros. —Mary paseó la mirada a su alrededor, nerviosa—. No lo sé. Nada más.
Vamos.
Un estruendo ensordecedor ahogó sus palabras. La ventana de la cocina cedió y
escupió cristales sobre ellos. Todos los platos que había sobre el fregadero se
derrumbaron con un fragor de porcelana rota. Tim asió a Mary y la empujó hacia el sótano.
Nubes de un siniestro color gris penetraron por la ventana rota. El aire de la noche
transportaba un olor acre y corrompido. Tim sintió un escalofrío.
—Olvida la comida. Bajemos.
—Pero...
—Olvídala.
La agarró por el brazo y la arrastró hacia la escalera del sótano. Entraron dando
tumbos, y Tim cerró la puerta de un golpe a sus espaldas.
—¿Dónde está la comida? —preguntó Virginia.  
Tim se secó la frente con manos temblorosas.
—Olvídala. No la necesitamos.
—Ayúdame —jadeó Earl.
Tim le ayudó a mover la hoja de madera terciada hasta cubrir la ventana situada sobre
las cañerías de la lavadora. El sótano estaba frío y silencioso. El suelo de cemento estaba
un poco húmedo.
Dos mors se estrellaron a la vez. Tim fue arrojado al suelo. Gruñó al golpearse contra el
hormigón. Por un momento, una intensa negrura se cernió a su alrededor. Después, se
puso de rodillas y logró incorporarse.
—¿Están todos bien? —murmuró.
—Estoy bien —dijo Mary.
Judy empezó a sollozar. Earl avanzó hacia ellos, tanteando en la oscuridad.
—Creo que estoy bien —dijo Virginia.
Las luces oscilaron y disminuyeron en intensidad. Se apagaron de repente. El sótano
estaba oscuro como boca de lobo.
—Bien —dijo Tim—. Ya ha empezado.
—Tengo mi linterna. —Earl la encendió—. ¿Qué tal?
—Estupendo —contestó Tim.
Cayeron más mors. El piso saltó bajo sus pies, con una vibración y un estremecimiento.
Una oleada de fuerza sacudió toda la casa.
—Será mejor que nos tendamos en el suelo —dijo Mary.
—Sí, tienes razón.
Tim se estiró con movimientos torpes. Trozos de madera cayeron a su alrededor.
—¿Cuándo acabará? —preguntó Earl, inquieto.
—Pronto —contestó Tim.
—¿Y luego volveremos?
—Sí. Volveremos.
La siguiente explosión no tardó ni un segundo en producirse. Tim sintió que el suelo de
hormigón se elevaba bajo él y se hinchaba cada vez más. Estaba subiendo. Cerró los ojos
y se afirmó con fuerza. Subía sin cesar, empujado por el inflado cemento. Vigas y tablones
crujían en torno suyo. Caían fragmentos de madera. Oyó el sonido del vidrio al romperse.
Y, a lo lejos, el chisporroteo del fuego.
—Tim. —La voz de Mary apenas se oía.
—Sí.
—No vamos a... conseguirlo.
—No lo sé.
—No lo conseguiremos, lo sé.
—Tal vez no.
Tim gimió de dolor cuando una tabla le golpeó en la espalda y le aplastó. Estaba
sepultado bajo tablas y trozos de argamasa. Percibió el olor acre del aire nocturno
mezclado con la ceniza. Se colaba en el sótano por la ventana rota.
—Papá —dijo Judy, con voz débil.
—¿Qué?
—¿Es que no vamos a volver?
Abrió la boca para contestar. Un rugido estremecedor se lo impidió. Saltó por los aires,
impulsado por la onda expansiva. Todo se movió a su alrededor. Un viento poderoso y
caliente se apoderó de él, retorciéndole y azotándole. Se agarró con fuerza. El viento
tiraba de él, le arrastraba. Gritó cuando le quemó las manos y la cara.
—Mary...
Luego, silencio. Sólo silencio y negrura.
Coches.
Coches que frenaban en las cercanías. Después, voces. Y el ruido de pasos. Tim
apartó las tablas que le oprimían. Se puso en pie con gran esfuerzo.
—Mary. —Miró a su alrededor—. Hemos vuelto.
El sótano se hallaba en ruinas. Las paredes se habían venido abajo. Grandes agujeros
bostezantes permitían ver una línea verde de hierba. Un muro de hormigón. El pequeño
jardín de rosas. La casa de estuco blanco de los vecinos.
Hileras de postes telefónicos. Tejados. Casas. La ciudad. Como siempre la veía, cada
mañana.
—¡Hemos vuelto!
Una salvaje alegría le inundó. Habían vuelto. Estaban a salvo. Todo había terminado.
Tim se abrió paso a toda prisa entre los escombros de su casa destruida.
—Mary, ¿estás bien?
—Estoy aquí. —Mary se incorporó entre una lluvia de polvo de yeso. Estaba blanca de
pies a cabeza, el cabello, la piel, la ropa. Tenía cortes y rasguños en la cara. El vestido
estaba desgarrado—. ¿Es posible que hayamos vuelto?
—¡Señor McLean! ¿Se encuentra bien?
Un policía uniformado de azul bajó de un salto al sótano. Dos siluetas vestidas de
blanco le siguieron. Un grupo de vecinos se agrupaba afuera esforzándose por ver algo.
—Estoy bien —dijo Tim. Ayudó a Judy y a Virginia a levantarse—. Creo que todos
estamos bien.
—¿Qué ha ocurrido? —El policía se acercó apartando tablones—. ¿Alguna clase de
bomba?
—La casa está destrozada —dijo uno de los hombres vestidos de blanco, un médico—.
¿Está usted seguro que no hay nadie herido?
—Estábamos aquí abajo, en el sótano.
—¿Están todos bien, Tim? —preguntó la señora Hendricks mientras bajaba al sótano.
—¿Qué ha pasado? —aulló Frank Foley dejándose caer con estrépito—. ¡Santo Dios,
Tim! ¿Qué demonios estabas haciendo?
Los dos médicos examinaron las ruinas con aire suspicaz.
—Ha tenido usted suerte, señor. Una suerte increíble. Arriba no queda nada en pie.
Foley se acercó a Tim.
—¡Si serás descuidado! ¡Te dije que le echaras un vistazo a ese calentador!
—¿Cómo? —murmuró Tim.
—¡El calentador de agua! Te dije que algo fallaba en el cierre de la admisión. Se habrá
recalentado, sin desconectarse... —Foley parpadeó nerviosamente—. No diré nada más,
Tim. Por el seguro. Puedes contar conmigo.
Tim abrió la boca, pero las palabras no acudieron a sus labios. ¿Qué podía decir? No,
no se trataba de un calentador defectuoso que se había olvidado de reparar. No, no se
trataba de una mala conexión de la cocina. Ninguna de ambas cosas. Ni un escape de
gas, ni un horno obstruido, ni una olla a presión que nos hubiéramos olvidado de apagar.
«Es la guerra. Una guerra total. Que no sólo me afecta a mí, a mi familia, a mi casa.
»También afecta a tu casa. A tu casa, a la mía, a todas las casas. A la manzana de al
lado, a la ciudad de al lado, al estado, al condado, al continente de al lado. A todo el
mundo, de la misma manera. Ruinas y muerte. Niebla y malas hierbas húmedas que
crecen entre la escoria rojiza. Una guerra que nos afecta a todos. A toda la multitud
congregada en el sótano, una multitud pálida y asustada, que presentía, de alguna forma,
algo terrible.»
Y cuando estallara, al cabo de cinco años, nadie escaparía. No sería posible regresar al
pasado, huir de la pesadilla. Cuando estallara y salpicara a todo el mundo, duraría por los
siglos de los siglos. Nadie saltaría hacia el pasado, como él.
Mary le estaba mirando. El policía, los vecinos, los médicos... Todos le estaban
mirando. Esperaban una explicación sobre lo que había ocurrido.
—¿Fue el calentador? —preguntó la señora Hendricks con timidez—. Fue eso,
¿verdad, Tim? Son cosas que ocurren a menudo. Nunca estás seguro...
—Quizá intentaba fabricar cerveza con medios caseros —sugirió un vecino, tratando de
aportar algo de humor a la situación—. ¿Fue eso?
No podía decírselo. No lo entenderían, porque no querían entender. No querían saber.
Necesitaban seguridad. Lo adivinaba en sus ojos. Un miedo penoso, patético. Presentían
algo terrible..., y tenían miedo. Escrutaban su rostro, pidiendo ayuda. Palabras de
consuelo. Palabras que borraran su miedo.
—Sí —afirmó sin vacilar Tim—. fue el calentador.
—¡Ya me lo pensaba! —suspiró Foley.
Un suspiro de alivio que se contagió a todos los demás. Murmullos, risas temblorosas.
Movimientos de cabeza, sonrisas.
—Tenía que haberlo arreglado —continuó Tim—. Hubiera tenido que echarle un vistazo
hace mucho tiempo, antes que fuera a peor. —Tim miró el círculo de rostros ansiosos que
bebía sus palabras—. Tenía que haberlo repasado, antes que fuera demasiado tarde.
 
 
FIN
 

SPECIAL - PHILIP K. DICK - DETRÁS DE LA PUERTA

DETRÁS DE LA PUERTA
Philip K. Dick
 
 
 
Aquella noche, mientras cenaban, él lo sacó y lo puso junto al plato de Doris. Ésta lo
miró y se llevó una mano a la boca.
—Dios mío, ¿qué es esto? —Levantó la vista y le miró con ojos radiantes.
—Bueno, ábrelo.
Doris cortó la cinta y el papel del paquete cuadrado con sus uñas afiladas, mientras su
pecho se movía agitado. Larry la observó con atención cuando levantó la tapa. Encendió
un cigarrillo y se apoyó en la pared.
—¡Un reloj de cuco! —exclamó Doris—. Un auténtico reloj de cuco antiguo, como el que
tenía mi madre. —Dio vueltas sin parar al reloj—. Igual que el de mi madre, cuando Pete
aún vivía. —Sus ojos brillaban de lágrimas.
—Está fabricado en Alemania —explicó Larry, y al cabo de un momento añadió—: Carl
me lo consiguió a precio de mayorista. Conoce a un tipo que trabaja en el negocio de
relojería. De lo contrario, no habría podido... —Se interrumpió.
Doris emitió una risita.
—Quiero decir que, de lo contrario, no me lo habría podido permitir. —Torció el gesto—.
¿Qué te pasa? Ya tienes tu reloj, ¿no? ¿No era lo que querías?
Doris estaba sentada abrazando el reloj, tenía los dedos apretados contra la madera de
color pardo.
—Bueno —dijo Larry—. ¿se puede saber qué pasa? Contempló asombrado como ella
se levantaba de un salto y salía corriendo de la habitación, sin soltar el reloj. Meneó la
cabeza.
—Nunca están satisfechas. Todas son iguales. Nunca tienen bastante. —Volvió a
sentarse y acabó de cenar.
El reloj de cuco no era muy grande. Sin embargo, estaba hecho a mano y tenía
grabados en la suave madera incontables adornos. Doris se sentó en la cama, secó sus
ojos y abrazó el reloj. Consultó su reloj de pulsera y movió las manecillas del otro hasta
que señaló las diez menos dos minutos. Colocó el reloj sobre la cómoda y lo apuntaló.
Se sentó a esperar, mientras se retorcía las manos sobre el regazo: esperaba a que el
cuco saliera, a que sonara la hora.
Mientras aguardaba pensó en Larry y en lo que había dicho. Y también en lo que ella
había dicho, por cierto, si bien no podía culparse de nada. Al fin y al cabo, no podía seguir
escuchándole eternamente sin defenderse. No se gana nada callando.
De pronto, se frotó los ojos con el pañuelo. ¿Por qué tenía que haber dicho aquello, lo
de conseguirlo a precio de mayorista? ¿Por qué tenía que estropearlo todo? Si pensaba
así, no tenía por qué soltarlo de buenas a primeras. Apretó los puños. Era tan mezquino,
tan asquerosamente mezquino.
Pero estaba contenta con el pequeño reloj, con su suave tictac, con sus graciosos
bordes enrejados y la puerta. Detrás de la puerta estaba el cuco, esperando el momento
de salir. ¿Estaría escuchando, con la cabeza ladeada, esperando a oír la hora para salir?
¿Dormiría entre horas? Bueno, no tardaría en verlo. Se lo preguntaría. Y le enseñaría el
reloj a Bob. Le encantaría. A Bob le gustaban las antigüedades, hasta los sellos y los
botones antiguos. Claro que la situación era un poco delicada, pero Larry se quedaba en
la oficina mucho tiempo, y eso ayudaba. Si Larry no telefoneara a veces para...
Se oyó un zumbido. El reloj se estremeció y la puerta se abrió al instante. El cuco se
deslizó hacia fuera velozmente. Se detuvo y paseó la mirada a su alrededor con
solemnidad, examinándola a ella, la habitación y los muebles.
—Sigue —le dijo—. Estoy esperando.
El cuco abrió el pico. Zumbó y gorjeó, rápida, rítmicamente. Después, tras un momento
de contemplación, se retiró. Y la puerta se cerró de golpe.
Ella estaba maravillada. Palmoteo y giró sobre sí misma. ¡El cuco era asombroso,
perfecto! De qué forma había mirado a su alrededor, estudiándola, contemplándola de
arriba abajo. Le había caído bien, estaba segura. Y ella, por supuesto, le quería
muchísimo. Era justo como esperaba.
Doris se acercó al reloj. Se inclinó sobre la pequeña puerta, con los labios casi pegados
a la madera.
—¿Me oyes? —susurró—. Creo que eres el cuco más maravilloso del mundo. —Hizo
una pausa, turbada—. Espero que te guste vivir aquí.
Luego volvió abajo, poco a poco, con la cabeza erguida.
Larry y el cuco se llevaron mal desde el primer momento. Doris decía que era culpa de
él por no darle cuerda bien, y al cuco no le gustaba funcionar a medio gas todo el tiempo.
Larry dejó en manos de Doris esa tarea. El cuco surgía cada cuarto de hora y agotaba la
cuerda hasta el final. Alguien tenía que cuidar siempre de él y volver a darle cuerda.
Doris hacía lo que podía, pero se olvidaba muchas veces. Entonces. Larry arrojaba el
periódico con un gesto premeditado de cansancio, se levantaba y entraba en el comedor,
pues el reloj seguía colocado sobre la repisa de la chimenea. Lo bajaba y le daba cuerda,
sin descuidarse nunca de apoyar el pulgar sobre la puerta.
—¿Por qué apoyas el pulgar sobre la puerta? —le preguntó Doris en una ocasión.
—Es lo que se debe hacer.
—¿Estás seguro? —preguntó ella, enarcando una ceja—. Puede que sea porque no
quieres que salga cuando estás tan cerca.
—¿Por qué no?
—Quizá le tienes miedo.
Larry rió. Devolvió el reloj a su sitio y quitó el pulgar con cautela. Aprovechó que Doris
no le miraba para examinarse el dedo.
Todavía se veía la marca del corte sufrido en la yema. ¿Quién, o qué, le había
picoteado?
 
Un sábado por la mañana, cuando Larry se encontraba en su oficina, ocupado con unas
cuentas especiales muy importantes, Bob Chambers se acercó al porche delantero y tocó
el timbre.
Doris estaba tomando una ducha rápida. Se secó y se puso la bata. Bob entró sonriente
cuando abrió la puerta.
—Hola —dijo, mirando a su alrededor.
—No hay problema. Larry está en la oficina.
—Estupendo. —Bob contempló las esbeltas piernas que la bata dejaba al descubierto—
. Tienes un aspecto magnífico.
—¡Ten cuidado! —rió Doris—. Creo que no debí dejarte entrar. Intercambiaron una
mirada, divertidos y asustados al mismo tiempo.
—Si quieres, me... —empezó Bob.
—No. por el amor de Dios. —Le tomó por la manga—. Pero apártate para que pueda
cerrar la puerta. Ya sabes que la señora Peters vive enfrente. —Cerró la puerta—. Quiero
enseñarte algo. Aún no lo has visto.
—¿Es una antigüedad, o qué? —se interesó Bob. Ella le tomó por el brazo y le condujo
al comedor.
—Te encantará, Bobby. —Se detuvo, con los ojos muy abiertos—. Eso espero. Es
necesario, absolutamente necesario que te guste. Significa mucho para mí... Él significa
mucho.
—¿Él? —Bob frunció el ceño—. ¿Quién es él?
—¡Tienes celos! —rió Doris—. Ven. —Un momento después se hallaban frente al reloj,
contemplándolo—. Saldrá dentro de unos minutos. Ya lo verás. Sé que los dos se llevarán
muy bien.
—¿Qué opina Larry de él?
—No simpatizan. A veces, si Larry está aquí, no sale. Larry se pone como loco si no
sale a tiempo. Dice...
—¿Qué dice? —Doris bajó la vista.
—Siempre dice que fue un robo, a pesar que lo consiguió a precio de mayorista. —Su
rostro se iluminó de alegría—. Pero yo sé que no sale porque Larry no le cae bien. Cuando
estoy sola sale en mi honor cada quince minutos, aunque sólo debería hacerlo cuando dan
las horas. —Levantó la vista hacia el reloj—. Sale a verme porque le apetece. Charlamos,
le cuento cosas. Me gustaría guardarlo en mi cuarto, claro, pero no estaría bien.
Se oyeron unos pasos en el porche delantero. Intercambiaron una mirada, horrorizados.
Larry. malhumorado, empujó la puerta de la calle. Dejó el maletín en el suelo y se quitó
el sombrero. Entonces, reparó en la presencia de Bob.
—Chambers. Maldito seas. —Entornó los ojos—. ¿Qué haces aquí?
Entró en el comedor. Doris se ciñó la bata, indecisa, y retrocedió.
—Yo... —empezó Bob—. Quiero decir, nosotros... —Se calló, mirando a Doris.
De pronto, el reloj se puso a zumbar. El cuco surgió como una exhalación, emitiendo su
canto. Larry se dirigió hacia él.
—Corta el rollo —dijo. Amenazó al reloj con el puño. El cuco enmudeció y se retiró. La
puerta se cerró—. Así está mejor.
Larry miró fijamente a Doris y a Bob, que se mantenían muy juntos y en silencio.
—He venido para echar un vistazo al reloj —dijo Bob—. Doris me explicó que es una
antigüedad muy curiosa y que...
—Tonterías. Lo compré yo. —Larry se acercó a él—. Largo de aquí. —Se volvió hacia
Doris—. Y tú también. Llévate ese maldito reloj contigo. —Calló y se acarició el mentón—.
No. Déjalo aquí. Es mío; yo lo compré y pagué una buena cantidad por él.
Durante las semanas que siguieron a la marcha de Doris, Larry y el cuco se llevaron
peor que nunca. En primer lugar, el cuco se quedaba dentro casi siempre, incluso a
mediodía, el momento que le exigía mayor dedicación. Y si salía, sólo cantaba una o dos
veces, pero nunca el número correcto. Además, en su voz se distinguía una nota hosca,
poco cooperativa, un sonido desagradable que tenía la virtud de inquietar e irritar un poco
a Larry.
Pero seguía dando cuerda al reloj porque la casa estaba muy silenciosa y tranquila y le
ponía nervioso no oír a nadie merodeando, parloteando o tirando cosas al suelo. Hasta el
zumbido del reloj le resultaba consolador.
Sin embargo, no le gustaba el cuco. Y a veces hablaba con él.
—Escucha —dijo una noche a la pequeña puerta cerrada—. Sé que puedes oírme.
Debería devolverte a los alemanes, a la Selva Negra.
—Paseó arriba y abajo—. Me pregunto qué estará haciendo esa pareja ahora. Ese
joven inútil, con sus libros y sus antigüedades. A un hombre no le deben interesar las
antigüedades; es cosa de mujeres. —Apretó los dientes—. ¿No es cierto?
El reloj no contestó. Larry se situó frente a él.
—¿No es cierto? —preguntó—. ¿No tienes nada que decir? Miró la esfera del reloj.
Eran casi las once, faltaban unos segundos para la hora.
—Muy bien. Esperaré a las once. Después, quiero oír lo que tengas que decir. Desde
que ella se marchó, llevas unas semanas muy callado. —Sonrió con ironía—. Tal vez no te
gusta estar aquí desde que ella se marchó. —Le miró con severidad—. Bien, pagué por
comprarte, y vas a salir tanto si te gusta como si no. ¿Me oyes?
Las manecillas señalaron las once en punto. A lo lejos, en el otro extremo de la ciudad,
el reloj de la torre desgranó las campanadas cansadamente. Pero la pequeña puerta
siguió cerrada. Nada se movió. El minutero prosiguió su camino y el cuco no dio señales
de vida. Estaba dentro del reloj, escondido en alguna parte, silencioso y apartado.
—Muy bien, como tú prefieras —murmuró Larry. torciendo los labios—, pero no es
justo. Tu deber es salir. Todos tenemos que hacer cosas que no nos gustan.
Se dirigió como un alma en pena a la cocina y abrió la enorme nevera reluciente.
Mientras se preparaba una copa, pensó en el reloj.
No había ni sombra de duda: el cuco debía salir, con Doris o sin Doris. Ella le había
gustado desde el primer momento. Se habían llevado muy bien. También le gustaba Bob,
estaba seguro: le habría visto lo bastante como para llegar a conocerle, probablemente.
Serían muy felices juntos, Bob, Doris y el cuco.
Larry terminó su copa. Abrió el armarito que había debajo del fregadero y sacó el
martillo. Lo transportó con cautela hasta el comedor. El reloj hacía tictac suavemente en la
pared.
—Mira —dijo, agitando el martillo—. ¿Sabes qué es esto? ¿Sabes lo que voy a hacer
con él? Primero, me ocuparé de ti. —Sonrió—. Gentuza de la peor especie, eso es lo que
son..., los tres.
La habitación estaba en silencio.
—¿Vas a salir, o tengo que entrar a buscarte? El reloj zumbó levemente.
—Sé que estás ahí dentro, te oigo. Vas a hablar por los codos, para compensar estas
tres últimas semanas. Según mis cálculos, me debes...
La puerta se abrió. El cuco salió como un rayo. Larry estaba mirando fijamente el reloj,
con el ceño fruncido. Levantó la vista y el cuco le alcanzó de lleno en el ojo.
Se desplomó, acompañado del martillo, la silla y todo lo demás, y golpeó el suelo con
un tremendo impacto. El cuco se quedó inmóvil durante un momento, con su cuerpo
erguido. Después, entró de nuevo en su casa. La puerta se cerró de golpe.
El hombre yacía en el suelo, tendido en una postura grotesca, con la cabeza ladeada.
Nada se movía. En la habitación reinaba un silencio absoluto, sólo roto, naturalmente, por
el tictac del reloj.
 
—Entiendo —dijo Doris, con el rostro tenso. Bob la rodeó con un brazo, intentando
consolarla.
—Doctor, ¿puedo preguntarle una cosa? —dijo Bob.
—Por supuesto —respondió el médico.
—¿Tan fácil es romperse el cuello al caer de una silla? La distancia al suelo era escasa.
Sospecho que tal vez no fue un accidente. ¿Existe alguna posibilidad que haya podido
ser...?
—¿Un suicidio? —El médico se frotó el mentón—. No conozco ningún caso de suicidio
semejante. Fue un accidente, estoy seguro.
—No me refiero a suicidio —murmuró Bob para sí, mirando el reloj de pared—. Me
refiero a otra cosa. Pero nadie le oyó.
 
 
FIN