lunes, 12 de julio de 2010

LUIS FERNANDO VERÍSSIMO -- Residuos

LUIS FERNANDO VERÍSSIMO

Residuos1



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Un hombre y una mujer se encuentran en el palier, cada uno con su bolsa de residuos. Es la primera vez que se hablan.

Buen día.

Buen día.

Usted es del 610.

Y usted es del 612.

Sí.

Todavía no lo conocía personalmente.

Ajá.

Disculpe mi indiscreción, pero he visto sus bolsas de resi­duos...

¿Mis qué?

Sus residuos.

Ah.

Noté que nunca es mucho. Su familia debe ser chica...

La verdad, soy yo solo.

Hmmm. Vi también que usa mucha comida en lata.

Es que tengo que hacerme la comida. Y como no sé cocinar...

Entiendo.

Usted también...

Tratáme de vos.

Vos también perdoná mi indiscreción, pero vi algunos restos de comida en tus bolsas. Champiñones, cosas por el estilo...

Es que me gusta mucho cocinar. Hacer platos diferentes. Pero como vivo sola, a veces sobra...

¿Usted... vos no tenés familia?

Tengo, pero no aquí.

En Espíritu Santo.

¿Cómo sabés?

Vi unos sobres en la basura. De Espíritu Santo.

Sí. Mamá escribe todas las semanas.

¿Ella es maestra?

¡Qué increíble! ¿Cómo fue que adivinaste?

Por la letra en el sobre. Me pareció letra de maestra.

Usted no recibe muchas cartas. A juzgar por sus residuos...

Y... no.

El otro día tenía un telegrama abollado.

Sí.

¿Malas noticias?

Mi padre. Murió.

Lo siento mucho.

Ya estaba muy viejito. Allá en el Sur. Hace tiempo que no nos veíamos.

¿Fue por eso que volviste a fumar?

¿Cómo sabés?

De un día para otro empezaron a aparecer en tu basura eti­quetas de cigarrillos.

Es cierto. Pero conseguí dejar otra vez.

Yo, gracias a Dios, nunca fumé.

Ya sé. Pero he visto frasquitos de pastillas en tu basura.

Tranquilizantes. Fue una etapa. Ya pasó.

¿Te peleaste con tu novio, no es cierto?

¿Eso también lo descubriste en la basura?

Primero el ramo de flores con la tarjeta, arrojado afuera. Des­pués, muchos pañuelos de papel.

Sí, lloré bastante, pero ya pasó.

Pero hoy todavía veo unos pañuelitos...

Es que estoy un poco resfriada.

Ah.

Muchas veces veo revistas de palabras cruzadas en tus bol­sas.

Sí..., es que... me quedo mucho en casa. No salgo mucho, sabés.

¿Novia?

No.

Pero hace algunos días había una foto de una mujer en tus bolsas. Y muy bonita.

Estuve limpiando unos cajones. Cosas viejas.

Pero no rompiste la foto. Eso significa que, en el fondo, querés que ella vuelva.

¡Vos ya estás analizando mis residuos!

No puedo negar que me interesaron.

Qué gracioso. Cuando examiné tus bolsas, pensé que me gustaría conocerte. Creo que fue por la poesía.

¡No! ¿Vos viste mis poemas?

Los vi y me gustaron mucho.

¡Pero son malísimos!

Si realmente creyeras que son malos, los habrías roto. Sola­mente estaban doblados.

Si hubiera sabido que los ibas a leer...

No me los quedé porque, a fin de cuentas, estaría robando. A ver, no sé; ¿lo que alguien tira a la basura, sigue siendo de su propiedad?

Creo que no, la basura es de dominio público.

Tenes razón. A través de la basura, lo particular se hace públi­co. Lo que sobra de nuestra vida privada se integra con las sobras de los otros. Es comunitario, es nuestra parte más social. ¿Será así?

Bueno, ya estás profundizando demasiado en el tema de la basura. Creo que...

Ayer, en tus residuos...

¿Qué?

¿Me equivoco o eran cáscaras de camarones?

Acertaste. Compré unos camarones grandes y los pelé.

Me encantan los camarones.

Los pelé, pero todavía no los comí. Quizás podríamos...

¿Cenar juntos?

Claro.

No quiero darte trabajo.

No es ningún trabajo.

Se te va a ensuciar la cocina.

No es nada. En seguida se limpia todo y se tiran los restos.

¿En tu bolsa o en la mía?


1 Apareció publicado en O analista de Bagé, en 1981.

Anton Chejov - El misterio

Anton Chejov - El misterio

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La noche del primer día de Pascua, el consejero de Estado Navaguin,
después de haber hecho sus visitas, tornó a su casa y tomó en la antesala
el pliego de papel en donde los visitantes de aquel día habían puesto sus
firmas. Mudóse de traje, bebió un vaso de agua de Seltz, sentóse
cómodamente en una butaca y comenzó la lectura de aquellas firmas. Al
llegar a la mitad del primer pliego se estremeció y dio muestras de
asombro.
¡Otra vez! -exclamó golpeándose la rodilla-. ¡Es pasmoso! ¡Otra vez
ha firmado ese diablo de Fedinkof, que nadie conoce!
Entre las numerosas firmas había, en efecto, la de un Fedinkof. ¿Qué
clase de pájaro era ese Fedinkof? Navaguin, decididamente, lo ignoraba.
Pasó mentalmente revista a los nombres de sus parientes, de sus
subordinados; exploró en el fondo de su memoria su pasado más lejano, y
nada descubrió parecido, ni remotamente, al nombre de Fedinkof. Lo más
extraordinario era que, en los últimos trece años, ese incógnito Fedinkof
aparecía fatalmente en ocasión de cada Pascua de Navidad y de cada Pascua
florida. ¿Quién es? ¿De dónde viene? ¿Qué representa? Nadie lo sabía, ni
Navaguin, ni su mujer, ni el portero.
-¡Esto es increíble! -decíase Navaguin paseándose por el gabinete-;
¡es extraordinario e incomprensible!... ¡Llamad al conserje! -gritó
asomándose a la puerta-. ¡Esto es diabólico! No importa; yo he de
averiguar quién es... ¡Oye, Gregorio! -añadió dirigiéndose al conserje-;
otra vez ha firmado ese Fedinkof. ¿Le has visto?
-No, señor contestó el conserje.
-Sin embargo, él ha firmado, lo cual prueba que estuvo en la
portería.
-No, señor, no estuvo.
-Pero ¿cómo pudo firmar sin venir a la portería?
-Eso yo no lo sé.
-Entonces, ¿quién lo ha de saber? Acaso te duermes y no ves quién
entra. Procura acordarte. Piénsalo bien.
-No, señor; ninguna persona desconocida ha franqueado la entrada.
Vinieron nuestros empleados; también vino la baronesa, con objeto de
visitar a la señora; asimismo vino el clero de la iglesia vecina con el
crucifijo; y nadie más.
-Así, pues, Fedinkof, para firmar, se hizo invisible.
-No lo puedo saber; lo que sí sé es que no había entre los visitantes
ningún Fedinkof; esto lo juraría delante de Cristo.
-¡Increíble! ¡Incomprensible! ¡Ex-tra-or-di-na-rio! -reflexionó
Navaguin-. ¡Hasta tiene algo de cómico! Por espacio de trece años viene un
hombre, firma, y no hay modo de averiguar quién es. ¿Será una broma? ¿Será
que alguno de mis empleados, por chancearse, escribe el nombre de
Fedinkof?
Navaguin emprendió el estudio de la firma de Fedinkof; la rúbrica,
floreada, llena de rasgos y de curvas, al modo antiguo, no se parecía a
ninguna de las otras rúbricas. Figuraba junto a la del secretario
Stutchkin, hombre modesto y de pocos ánimos, quien antes moriría de susto
que permitirse broma tan osada.
-Otra vez ha firmado ese misterioso Fedinkof -dijo Navaguin,
penetrando en el aposento de su esposa-, y tampoco ahora me ha sido
posible averiguar quién es.
La señora de Navaguin era espiritista y explicaba cosas más
inexplicables con la mayor sencillez del mundo.
-No veo en ello nada de extraordinario -repuso-; tú te empeñas en no
creerlo; sin embargo, cuántas veces te he advertido que en la vida hay
muchas cosas sobrenaturales, inaccesibles a nuestra comprensión. Estoy
certísima de que el tal Fedinkof es un espíritu que siente simpatías por
ti... En tu lugar, yo le llamaría y le preguntaría qué es lo que desea.
-¡Vaya una sandez!
Navaguin no tenía preocupaciones; pero el acontecimiento en cuestión
se le antojaba tan misterioso que su cabeza llenóse de ideas del otro
mundo. Transcurrió la velada, y entretanto, meditó sobre si ese Fedinkof
sería alguno de sus subordinados, arrojado del servicio por algún
predecesor suyo, y que se vengaba en la persona de uno de los sucesores de
aquél. O quién sabe si no es el deudo de algún escribiente despedido por
el propio Navaguin. O acaso también el espíritu de alguna doncella por él
seducida... Durante toda la noche, Navaguin vio en sueños a un empleado
viejo, flaco, con uniforme ajado, la tez amarilla como un limón, pelos de
punta y ojos de plato. El empleado, con voz de ultratumba, pronunciaba
frases y enviaba gestos amenazadores.
Navaguin estuvo a punto de sufrir un ataque cerebral. Por espacios de
dos semanas anduvo de un lado para otro en su habitación. Fruncía el
entrecejo y callaba. Vencido su escepticismo, entró en la habitación de su
mujer y le dijo con voz ronca:
-Zina, llama a Fedinkof.
La espiritista, regocijada, ordenó que le trajeran un trozo de cartón
y un platillo, y procedió inmediatamente a sus manipulaciones. Fedinkof no
se hizo esperar.
-¿Qué quieres? -le preguntó Navaguin.
-Arrepiéntete -contestó el platillo.
-¿Qué fuiste tú en la tierra?
-Yo erré mi camino.
-¿Ves? -le murmuró su mujer al oído-, ¡y tú no creías!
Navaguin conversó largamente con Fedinkof, luego con Napoleón, con
Aníbal, con Ascotchensky, con su tía Claudia Zajarrovna; todos daban
respuestas cortas, pero justas y de un sentido profundo. Cuatro horas duró
este ejercicio. Navaguin acabó por dormirse, traspuesto y feliz, por haber
entrado en contacto con un mundo nuevo y misterioso.
Diariamente se ocupó en el espiritismo, explicando a sus subalternos
que existen muchas cosas sobrenaturales y milagrosas, dignas, desde mucho
tiempo, de fijar la atención de los sabios. El hipnotismo, el medionismo,
el bischopismo, el espiritismo, la cuarta dimensión y otros temas
nebulosos acapararon completamente su atención. Consagraba días enteros,
con el mayor júbilo por parte de su esposa, a la lectura de libros
espiritistas; se entretenía con el platillo, con la mesa, y trataba de
hallar explicación a los problemas sobrenaturales. Influidos por su
verbosidad convincente, y deseosos de serle agradables, todos sus
empleados dieron en dedicarse al espiritismo, y con tanto afán que uno de
ellos se volvió loco, y hubo de expedir un telegrama concebido en estos
términos:
«Al Infierno, en la Tesorería, siento que me transformo en espíritu
malo; ¿qué debo hacer? -Respuesta pagada. Vasilio Krinolinski.»
Luego de haber leído algunos centenares de librejos espiritistas,
Navaguin viose poseído de la ambición de componer él mismo una obra. Al
cabo de cinco meses de estudios y compilaciones, produjo un enorme
manuscrito, con el nombre de «Lo que yo opino a mi vez», resolviendo
mandarlo a una revista espiritista. El día en que tomó esta resolución fue
para él un día memorable. Navaguin, en aquella hora trascendental, tenía a
su lado a su secretario y al sacristán de la parroquia vecina, llamado
para un menester urgente. El autor contempló con cariño su obra; la palpó,
sonrió satisfecho, y dijo a su secretario:
-Supongo, Felipe Serguievitch, que habrá que expedir esto
certificado; será más seguro -volvióse luego hacia el sacristán-. Amigo,
te hice llamar porque, teniendo que mandar a mi hijo al colegio, necesito
su partida de bautismo. Es preciso que me la procures cuanto antes.
-Perfectamente, excelencia -replicó el sacristán inclinándose-;
perfectamente; comprendo lo que vuecencia desea.
-¿Puedes hacerlo para mañana?
-Perfectamente; puede vuecencia contar conmigo; mañana estará todo
listo. Sírvase mandar alguien a la iglesia antes del Ángelus. Yo me
encontraré allí, como de costumbre; que pregunten por Fedinkof.
-¿Cómo? -exclamó Navaguin pálido y estupefacto.
-Fedinkof.
-¿Tú eres Fedinkof? -preguntó Navaguin abriendo desmesuradamente los
ojos.
-Así como suena: Fedinkof.
-¿Eres tú quien firmaba en los pliegos de mi antesala?
-Era yo, en efecto -confesó el sacristán, confuso y avergonzado-.
Excelencia, cuando visitamos con el crucifijo a personajes de calidad, yo
acostumbro a firmar... Esto me complace en extremo... Vuecencia me
censurará; pero viendo en la antesala un pliego de papel destinado a
recibir firmas, es indispensable que yo estampe allí mi nombre. Una fuerza
oculta me impulsa a ello.
Mudo y entristecido, Navaguin se puso a caminar a grandes pasos.
Extendió la mano con ademán trágico; una sonrisa extraña asomó a sus
labios, y con el dedo señaló algo en el espacio.
-Excelencia -dijo el secretario-, voy al correo para expedir el
paquete.
Estas palabras llamaron de nuevo a Navaguin a la realidad. Miró
alternativamente al secretario y al sacristán; acordóse de todo; pataleó y
gritó en tono agudo:
-¡Déjame en paz! ¡Les repito que me dejen en paz! ¿Qué me quieren?
El secretario y el sacristán salieron rápidamente del gabinete,
mientras el consejero de Estado seguía gritando con voz estentórea:
-¡Dejadme en paz! ¡Les repito que me dejen en paz! ¿Qué me quieren?...

Anton Chejov - El camaleón


Anton Chejov - El camaleón

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Por la plaza del mercado pasa el inspector de Policía Ochumelof,
vistiendo su gabán nuevo y llevando un paquete en la mano. Detrás de él
viene el guarda municipal, rojo, de pelo hirsuto, con un cedazo repleto de
grosellas confiscadas.
Reina un silencio completo... En la plaza no hay un alma. Las puertas
abiertas de las tiendas y de las tabernas parecen bocas de lobos
hambrientos. Junto a ellas no se ven ni siquiera mendigos.
-¡Me muerdes, maldito! ¡Chicos, a cogerlo! ¡Está prohibido morder!
¡Cógelo! ¡Por aquí!...
Óyense aullidos de perro. Ochumelof mira en derredor suyo y ve que
del depósito de maderas del comerciante Pickaguin se escapa un perro, con
una pata encogida. Persíguelo un hombre en mangas de camisa y chaleco
desabrochado. Este hombre corre a todo correr y cae, pero logra agarrar al
perro por las patas de atrás. Resuenan un segundo aullido y gritos: «¡No
le sueltes!» Por las puertas asoman caras somnolientas, y al cabo de pocos
minutos, una gran cantidad de gente aglomérase delante del almacén.
-Es un escándalo público -exclama el guardia municipal.
Ochumelof da una vuelta y se acerca al gentío. En el umbral de la
puerta está un hombre en mangas de camisa, el cual, levantando el brazo,
muestra su dedo ensangrentado a la muchedumbre. Su voz y su gesto aparecen
triunfantes. Su dedo semeja una enseña victoriosa. Diríase que todo su
rostro, y aun él mismo, quieren expresar «Ya me las pagaréis todas».
Ochumelof reconoce al hombre. Es el joyero Hrinkin. En medio del círculo,
temblando con todo su cuerpo, está sentado el culpable: un cachorro
lebrel, con el hocico en punta y manchas rubias en el lomo. Sus ojos
revelan su terror.
-¿Qué ocurre? -interroga Ochumelof, introduciéndose entre la gente-.
¿Qué pasa? ¿Quién grita? ¿Qué ocurre con el dedo?
-Verá usted. Yo pasaba tranquilamente, sin meterme con nadie... Iba
por el asunto de las maderas..., y de repente salió este maldito animal y
me mordió el dedo... sin que yo le diera motivo alguno... Dispénseme,
excelencia; pero yo no soy más que un trabajador... Ejecuto trabajos
minuciosos. Fuerza es que se me indemnice. A buen seguro, yo no podré
servirme de mi dedo en una semana entera. Ninguna ley puede obligarme a
soportar los ataques de los animales... Como a todos les dé por morder, la
vida será imposible...
-Hum... Está bien -dice Ochumelof con severidad, tosiendo y
frunciendo las cejas-. ¿De quién es este perro? Esto no lo voy a dejar
así. ¡Ya verán ustedes lo que resulta con dejar sueltos a los animales por
las calles! Hora es de imponer una corrección a esos caballeros que no
hacen caso de los reglamentos. Yo sabré clavar una buena multa al granuja
que permitió que su perro anduviera errante. ¡Yo sabré arreglarlo!
¡Andirin -añade volviéndose hacia el municipal- averigua de quién es el
perro! ¡Habrá que matarlo inmediatamente! Este perro debe de estar
rabioso... ¿Me oyes? ¿De quién es el perro?...
-Creo que es del general Gigalof -replica una voz.
-¡Del general! Hum... Andirin, ayúdame a quitarme el abrigo... ¡Qué
calor! ¡Habrá tormenta!... No comprendo. ¿Cómo este cuadrúpedo ha podido
morderte? Ni siquiera puede alcanzar a la altura del dedo. ¡Es chiquito y
tú eres un hombretón! Te habrás arañado el dedo tú mismo con un clavo, y
luego echas la culpa al perro. ¡Te conozco!... ¡Sois una gentecilla!...
¡Os conozco, demonios!...
-Es que, para divertirse él, puso un cigarrillo encendido en el
hocico del perro, el cual incurrió en la cólera de pegarle un mordisco...
Este hombre es un pendón. ¡Quítate de nuestra presencia!
-¡Mientes, tueste! ¿No lo viste por tus propios ojos? En tal caso, ¿a
qué mentir? Vuecencia es un hombre de entendimiento y dilucidará quién es
el embustero y quién dice la verdad, como si la dijera ante Dios... Y si
le parece que soy un farsante, vamos al Tribunal.
Las leyes lo dicen: «Ahora todos son iguales...» Además, si quieres
saberlo, tengo un hermano que es gendarme...
-¡Cállate!
-No; este perro no es del general -dice con aire convencido el
municipal-. Los del general son diferentes...; todos los suyos son de
caza...
-¿Estás cierto?
-¡Completamente!
-¡Si yo mismo lo sé! El general tiene perros de valor, perros de
raza, y éste no significa nada...; carece de aspecto y de cualidades...;
¡una porquería! Hay que ser muy idiota para poseer animales como éste.
¡Hace falta ser bruto! Si en Petersburgo o Moscú encontraran perro
semejante no andarían con contemplaciones. Lo matarían sin tardanza. Y tú,
Hrinkin, que eres la víctima, no dejes las cosas así... ¡Lo verán! Es
tiempo...
-Y tal vez es del general -sigue pensando en alta voz el municipal-.
No lo lleva escrito en el hocico...
El otro día, en su jardín, vi uno como éste...
-Naturalmente que es del general -confirma la voz del gentío.
-Hum...; trae mi abrigo, amigo Andirin...; hay viento...; siento como
escalofríos... Llevarás el perro a la casa del general... Dirás que yo lo
encontré y se lo mando... Aconsejarás que no lo dejen salir a la calle.
Puede ser animal de precio, y si cada imbécil le metiera cigarros en la
nariz pudiera desgraciarse... ¡Los perros son delicados! ¡Y tú, bruto,
baja tu mano! ¡No tienes nada que mostrar en tu dedo! ¡Tú solo tienes la
culpa!...
-Aquí viene el cocinero del general... Podemos interrogarle...
¡Protor, oye, amigo! Ven por aquí, mira este perro...: ¿es de ustedes?
-¿Quién te lo dijo? No tenemos semejantes animales.
-No continúes -interrumpe Ochumelof-. ¡Es vagabundo! ¡Estamos
perdiendo el tiempo! ¡Ya dije yo que es vagabundo, y así es!... ¡Matadlo
inmediatamente!...
-No es nuestro -prosigue el cocinero-, es del hermano de nuestro
general, que llegó anteayer... Nuestro general no es aficionado a
lebreles; pero el hermano, sí...
-¡Cómo! ¿El hermano del general ha llegado? -exclama Ochumelof,
mientras que toda su cara inúndase de una sonrisa de felicidad-. ¡Dios
mío! ¡Yo no lo sabía! ¿Habrá venido tal vez por una temporada?
-Sí...
-¡Dios mío, de mi alma! ¿Habrá echado de menos a su hermanito? ¿Cómo
es que no me enteré antes de ello? ¿De modo que el perro es suyo? Me
alegro mucho... Llevátelo... Un perrito hermoso... y vivo... ¡Ah, ah,
ah!... ¡Lo cogió a aquél del dedo! ¿Por qué tiemblas? ¡Estará enfadado!...
¡Animalito!
Protor llama al perro y se marcha.
La multitud ríe y se burla de Hrikin.
-¡Otra vez no te irás de rosas como ahora! -le amenaza Ochumelof con
la mano, se abrocha el abrigo y sigue su camino por la plaza del mercado.